Todo relato de la experiencia es un acto de traducción; el texto fija la experiencia a través del nombre de la experiencia: sí, tenemos el nombre de la experiencia; no tenemos la experiencia. La experiencia es móvil y su nombre es fijo. La experiencia está en el pasado, y el nombre pertenece al presente y al futuro. La traducción entonces consiste en darle un nombre a la experiencia, en tornar fijo lo que es efímero. Toda traducción requiere un traductor. El texto canónico requiere un traductor canónico: el traductor canónico se llama "editor". El editor proclama la neutralidad y propone la inocencia y la justicia como resultado de su neutralidad. Su trabajo es llenar los vacíos. Su ambición es la coherencia, el embellecimiento: el nombre que le otorga a la experiencia obedece a un interés canónico y nos brinda, al final una ficción.
El texto no canónico-una transcripción no autorizada- pone en peligro el monopolio de propiedad del establecimiento canónico. En la transcripción no autorizada el aparato canónico pierde la propiedad de la ficción de sentido y el derecho del ejercicio sin límites de la interpretación.