IIBRARY Of PRINCETON

DEC I 2 1998

THEOLOGICAI SEMINARY

3V 2300 .C3 B5 v.2

3iblioteca carmelitano- -tereslana de misionas

Digitized by the Internet Archive in 2014

https://archive.org/details/bibliotecacarmel02unse

Biblioteca Carmeliíano-Teresiana de Misiones

TOMO II

P. PABLO SIMÓN DE JESÚS MARÍA RIV AROLA Presidente de la primera expedición de Misioneros Carmelitas Descalzos a Persia.

Biblioteca Carmelitano-Teresiana de Misiones

TOMO II

< I60-Í - I609 )

Peripecias de una embajada pontificia que fué a Persia a principios del siglo XVII

POR EL P. FR. FLORENCIO DEL NIÑO JESÚS Carmelita Descalzo Archivero General de la Orden

Licencia de la Orden

Cum opus cui titulus » A Persia Peripecias de una Embajada Ponti- ficia » , a R . P . Florentio a P. Jesu , O . N . Sac . prof . compositum , deputati censores examinaverint praeloque dignum probaverint, concedimus licen- tíam ut typis edatur, servatis de jure servandis. Datum Romae, die 7 Ja- nuaril 1929. Fr. Gulielmus a S. Alberto, Praep. Gen. Fr. Fridericua a SS. Sacramento, Seeret.

Licencia del Ordinario

Nihil obstat. Dr. Blasius Goñi, Censor.

Pampilonae, 18 Martil 1929

IMPRIMATUR.

t THOMAS, Episcopus Pampilonensia.

Illmi . ac Revmi . Dni . mei Episcopi mandato DR. Aloisius Goñi Magister-Scholae, Sriua.

AL LECTOR

No es más que un saludo.

En el primer capítulo te pondremos al corriente de algunas cosas, muy necesarias de saberse antes de entrar de lleno en la materia y en los negocios que llevaron a Persia a los hijos de Santa Teresa, aun antes que fraca- sen por completo las negociaciones sobre la Misión del Congo.

De estas negociaciones y del fin de esta Misión, ya te hemos dicho lo que sabemos. Ahora vas a ver cómo flo- tó el espíritu Misionero del Carmelo Teresiano sobre las aguas de las contradicciones y de las tribulaciones.

La Santa Madre, cuya providencia particular vemos nosotros en la historia de su Reforma, no se estaba ocio- sa en el cielo, si es permitido hablar así para expresar nuestra idea. Tan poderosa como fué su intercesión y valimiento con el Señor para sacar a flote su Reforma, cuando vivía en la tierra, pensamos nosotros, por ser de máxima congruencia, que ella misma desde el cielo ve- ló por las Misiones carmelitanas y las salvó del nau- fragio.

En este libro vas a ver, primeramente, cómo sucedió, en lo humano, esto que decimos, y lo verás en pocas páginas. En seguida te conduciremos en pos de los pri-

meros Misioneros teresianos, que emprendieron el viaje a Persia, por orden del Papa, en circunstancias bien crí- ticas, por países muy diversos, con pobreza evangélica, con espíritu teresiano, que es decir de celo ardiente y de amor sublime.

Ya has visto, en fin, cómo entre Misión y Misión, entre la del Congo y la de Persia, te hemos introducido, a guisa de «Intermezzo», lo que hicieron y trabajaron los hijos de Santa Teresa como iniciadores, promotores, bienhechores y limosneros insignes de la Sagrada Con- gregación de Propaganda Fide. Gloria es esta, que la tienen, y con razón, por una de las mayores los carmeli- tas descalzos, los cuales, en no lejana fecha, se gloria- ban también de que fuera un hijo ilustre de su Orden el que en estos tiempos diera un mayor impulso a las Mi- siones católicas, como lo hizo el Cardenal Gotti, carme- lita descalzo y PrefeCio, por muchos años, de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide. Tan grandes son las atribuciones y a tanto se extiende material y espiritual- mente la autoridad del Prefecto de la Propaganda, que se le ha venido a llamar corrientemente «el Papa rojo», aludiendo a la sagrada púrpura.

Y dicho esto, vamos a repetir aquí lo que dijo un Papa a los carmelitas, como vas a verlo: «¡A Persia! ¡A Persia!»

El Autor.

'*§^ooooooooJ°

O o

o o o o o o o

o o

CAPITULO I ( Preliminar )

El Carmelo Reformado y las Misiones

El instrumento providencial.— Datos biográficos del Padre Juan Tadeo, —Pasa a Roma y Ñapóles. El Barón de Cacurri.— Proyectos misio- nales.—Oración y penitencia. Consulta y respuesta.— Contundente dictamen y unánime resolución pro .Misiones,

Habiendo tenido la Misión Carmelitana del Congo un fin tan triste como inesperado, según dijimos en el libro prece- dente, vamos a ver ahora por qué caminos, tan inesperados también, suscitó de nuevo el Señor el espíritu de las Misio- nes en la misma Reforma de Santa Teresa.

La mano de Dios se sirvió esta vez de un débil instru- mento, que fué labrando y perfeccionando poco a poco pa- ra esta empresa, y a fin de que se viera más palpablemente que todo era obra de su divina Majestad, y que no hablan sido vana aquella promesa del Señor a Nuestra Santa Madre: «Espera un poco, hija, y verás grandes cosas». Estas cosas grandes eran las Misiones emprendidas por sus hijos, por sus Misioneros; que por eso ella había dicho también, que bien entendía era mayor merced la que el Señor le ha- cia en fundar casas de varones reformados, que en fundar casas de monjas (1).

El débil instrumento que decimos, fué un calagurri- tano ilustre, el P. Juan de San Elíseo, el cual halló su más firme sostén en otro paisano suyo, llamado Fr. Juan de Jesús María, una de las figuras que más se destacan en la Reforma de Santa Teresa por su santidad y sabiduría.

Como todo esto va íntimamente unido a la vida del di- cho P. Juan de San Elíseo, vamos a seguirle rápidamente los pasos, y nos hallaremos con él desde el final de la Mi- sión del Congo hasta el punto y hora en que se dispone a partir con rumbo a Persia, formando parte de una históri- ca embajada del Papa al Shah Abbas, el Grande, que es pre-

(1) FUNDACIONES , Últimas palabras del Cap . XIV .

- 8 -

cisamente en donde empiezan las Misiones entre los carme- litas descalzos de la Congregación de Italia.

Nació este ilustre varón en la ciudad de Calahorra en 1574, y fué bautizado el 17 de agosto en la parroquia de San- ta María (1) . Se llamó Juan Roldán, como su padre.

De él se cuenta que estudiando la Doctrina cristiana, co- mo oyese decir cierta vez que los musulmanes eran dueños de los Santos Lugares, inflamado de celo, hizo propósito de estudiar cuanto pudiese, para ir a evangelizar a aquellos in- fieles y rescatar de su poder el Santo Sepulcro (2) .

Educado en tan sanas ideas, al calor del hogar cristiano brotó la flor de su vocación religiosa , y en 1596 vistió el hábito carmelitano en Valladolid , donde profesó al año si- guiente.

Terminados sus estudios, y ordenado sacerdote, em pezó a tratar de la conversión de los infieles, principalmente de los mahometanos, dueños del Monte Carmelo, cuna de la Orden, y toda la Tierra Santa, que había que rescatar a todo trance, convirtiéndolos a la fe de Cristo. Así lopensaba y lo decía él con toda simplicidad.

Mas, sucedía esto en ocasión de estar vedado a los car- melitas descalzos el tratar de Misiones y el ser Misioneros, por haberlo prohibido así el P. Nicolás Doria, después de haber hecho fracasar la fructuosa Misión carmelitana del Congo. Pero el P. Juan de San Elíseo, como llevaba tan me- tido en la entraña el espíritu misionero, no podía acallar su voz, y no dejaba de hablar de Misiones, con el fin de hacer prosélitos para su causa. Por ello fué amonestado, y aun castigado , algunas veces. Todo lo llevó con indecible pa- ciencia y alegría; y mérito suyo es el haber suscitado en su

(1) Por vía de nota insertaremos aqui la partida de bautismo de nues- tro protagonista, tal como se nos ha remitido, que dice asi : D. Fernando Bujanda y Ciordia, Canónigo Doctoral de la Santa Iglesia Catedral de Ca- lahorra y Ecónomo de la parroquia de Santa Maria de la misma ciadad e iglesia, Certifico: Que en el libro de Bautismos de esta parroquia, en su to- mo primero y folio doscientos ochenta y nueve vuelto, entre las dieíisiete partidas que en él se contienen , correspondientes todas al año mil quinien- tos setenta y cuatro, hay una que dice literalmente: Juan Roldan.— Mar- tes a diez ¡i siete dias de agosto bauticé a Juan, liijn de Juan Roldán y de Catalina ¡büñez; fué su padrino Pedro Sáem, beneficiado, y su madrina Maria Jiménez— El Licenciado Cu Ivo Para que asi conste, y a petición de Fr. Florencio del Niño Jesús, carmelita descalzo, expido la presente que firmo y sello con el de esta parroquia, en Calahorra, a catorce de diciembre de mil novecientos veintiocho. Firmado: l-'crnando Bufanda .(SeWo de la parroquia) . Agradecemos como es debido la solicitud con que nos favore- ció el disiinguido señor Bujanda con este documento, que nos ha valido para fijar la edad de nuestro Misionero en más de un episodio de su vida.

(2) P . luán de Jesús María, OPERA OMNIA , tom . II! , pág . 308 ; P. Ea- sebio de Todos los 6anlos, ENCHYRIDION CHRONOLOGICUM CARMELIT. DISCALCEAT., Romae, 1737, pág. 155.

- 9 -

Orden el espíritu misionero de Santa Teresa, cuando pare- cía muerto y sepultado.

En 20 de marzo de 1597, el Pontífice Clemente VIII sepa- ró de la obediencia de los superiores de España a los carme- litas descalzos que había entonces en Italia, que venían a ser unos treinta, y los sujetó inmediatamente a la Sede Apostólica. Con otro Breve, dado a 13 de noviembre de 1600, el mismo Pontífice erigió canónicamente en Congre- gación religiosa los conventos de los carmelitas descalzos de Italia, viniendo así a quedar dividida la Reforma teresia- na en dos Congregaciones con sus respectivos Generales y demás superiores mayores.

Los superiores de la Congregación de España, a instan- cias del mismo Pontífice, enviaron algunos religiosos a la de Italia para dar vida e impulso a la nueva Congregación. El P. Juan de San Elíseo fué uno de los enviados para este fin, con gran gusto suyo y más de sus superiores de España, los cuales se veían libres de un sujeto que no encajaba, según ellos, en el espíritu y dirección que tomaba aquí la Reforma.

El P. Juan llegó a Roma en 1600. Allí st- le acrecentaron los deseos de ser Misionero y los anhelos de hacer proséli- tos entre los suyos. De lo que en esto trabajó y padeció, co- mo de los éxitos que obtuvo, nos lo va a decir en pocas pa- labras un paisano suyo, el otro insigne calagurritano Fray Juan de Jesús María, primer historiador de las Misiones car- melitanas, cuya relación daremos fielmente traducida y compendiada (1) .

Llegó, dice, a Roma inesperadamente el P. Juan de San Eliseo, el cual, desde su infancia, estaba estudiando el mo- do de librar Ja Tierra Santa de la perfidia mahometana. Es- ta idea nadie se la pudo quitar de su cabeza, por más artes y esfuerzos que para ello se empleasen. Tan pronto como llegó a la Ciudad Eterna, expuso estos ardientes deseos su- yos a los Padres más graves de la Congregación de Italia. A todos les pareció cosa poco prudente y no para ser ex- puesta en gran consejo. Porque, ademas de la magnitud de la obra, como era querer convertir a los mulsumanes, que no suelen disputar sobre religión con argumentos sino con la espada, no les parecía el P. Juan hombre dotado de aque- lla prudencia, elocuencia y doctrina que requería una tan

(1) Cfr. Historia MISSIONUM, en el tom. I!I de sus obras completas, edición de Florencia, 1774, págs. 308-310.— De aqui lo copió la HISTORIA GENt RALIS de la Congregación de Italia , tom . 1 , págs . 37-40 , y de é -ta lo tomó el P. Bertoldo Ignacio para su HiSTOIRE DE LA MiSSION DE PERSE, págs. 1-25. Por donde se ve que 1: fuente primera es la verídica historia del Ven . P . Juan de Jesús Mariu, testigo ocular y actor no secundario en estos sucesos .

-10-

gigante empresa. Con esto la proposición del pobre religio- so fué desechada de plano.

No se arredró por eso el «tenacísimo » calagurritano. An- tes bien, desde aquel día redobló sus fervores en la obser- vancia regular y se dió más a la oración, para ver de acabar con Dios Nuestro Señor lo que no podía conseguir de los hombres.

Al año siguiente, 1601, fué enviado por los superiores a Nápoles, al convento recién fundado por el Ven. P. Pedro de la Madre de Dios, Comisario General entonces de los des- calzos de Italia y luego Superintendente General de las Mi- siones católicas.

Al poco tiempo de haber empezado nuestro P. Juan a ejercer su ministerio en Nápoles, llegó a sus pies en de- manda de dirección espiritual, el nobilísimo calabrés Don Francisco Cimino, Barón de Cacurri. Andaba éste dando vueltas a un proyecto que tenía, muy semejante al que el P. Juan abrigaba. El proyecto de D. Francisco era el de fun- dar en Nápoles un seminario para los niños y jóvenes tur- cos que sufrían cautiverio entre los cristianos, a fin de que se convirtiesen al Señor.

A las primeras de cambio, se entendieron magníficamen- te el dirigido fervoroso y el celoso director. El P. Juan le explicó su proyecto, que era más bien de ir a convertir a los turcos y mulsumanes de Tierra Santa, lo cual podía hacerse muy bien, decía, desde el Monte Carmelo, una vez que res- catasen este Santo Lugar del poder de los muslimes. Fácil- mente vino en ello D. Francisco, y desde aquel punto y ho- ra, no solamente ofreció al P. Juan su hacienda y su dinero, sino que quiso alistarse para tan hermosa cruzada. Puestos ambos de acuerdo, ya no dejaban de hablar de ello, y estas eran sus conversaciones favoritas.

Cuando andaban nuestros dos apóstoles, llamémoslos así, buscando los medios más adecuados para poner por obra su magnifico proyecto, llegó a Nápoles el P. Pedro de la Ma- dre de Dios, y enterado de lo que el P. Juan de San Elíseo traía entre manos, le echó una buena reprimenda, hacién- dole ver su tenacidad en una obra que de plano había sido rechazada por los varones más graves de la Orden, y que, a pesar de eso, él seguía promoviéndola y fomentándola sin el debido permiso de los superiores.

Distinguíase el P. Juan de San Elíseo por el candor, co- mo hace notar su paisano, historiador de estos episodios; y así, con el candor de un niño, viendo enojado a su buen Padre, le dijo, que no solamente había de rendir ante él aquel día su propio juicio, sino que estaba pronto a obligar- se con voto formal a guardar perpetuo silencio sobre este punto.

-11 -

Esto llamó mucho la atención del P. Pedro, porque sa^ bía muy bien que desde niño había deseado ser Misionero el P. Juan, y conocía todo el tesón que había puesto hasta en- tonces por defender sus ideas. Parece como que entonces, en las palabras y en la actitud del humilde religioso, vió al- go divino, que le impidió oponerse al espíritu que aquel ma- nifestaba, y parecía ser espíritu de Dios. Sin decirle nada, fué a consultar el caso con el superior del convento, que era el P. Paulo de Rivarola, a quien tan bien conoce- remos por las peripecias de su embajada. El P. Paulo dijo sencillamente que él era del mismo parecer que el P. Juan, y que no le parecían descabelladas sus ideas, sino muy puestas en razones divinas.

Al ver esto el P. Pedro, corazón apostólico si los hubo, lejos de seguir recriminando a unos y a otros, pues todos parecían ya contagiados lindamente por el Padre Juan íes dijo que encomendasen a Dios aquel negocio y que él vería de tratarlo con el Papa, sin cuya bendición nada po- dían hacer en aquella materia.

Hízoseasí.El Padre Juan por su parte y como nego- cio principal suyo que era, además de la oración conti- nua que hizo, para que el Señor bendijese su proyec- to, «ayunó rigurosamente toda aquella cuaresma a pan y agua». El Señor bendijo este sacrificio y escuchó las oracio- nes de sus siervos; porque, habiendo vuelto a Roma el P. Pedro, fué muy luego a referir el caso al Sumo Pontífice. El Papa le dijo que la Palestina no estaba tan destituida de auxilios apostólicos como se pensaba, puesto que trabaja- ban allí ardorosamente los hijos de San Francisco, y que muy cerca de allí, en el Monte Líbano, había un buen núme- ro de maronista, los cuales, católicos excelentes, con su Patriarca y con sus Obispos, eran muy adictos a la Cátedra de San Pedro.

Y le dijo más su Santidad. Precisamente por aquellos días era cuando el Pontífice estaba deseando enviar a Persia una embajada suya, y entonces le pareció como que el Se- ñor le ofrecía los embajadores que había de enviar al Shah Abbas, el Grande. Por lo cual, le dijo al P. Pedro que podía enviar sus Misioneros a Persia. El P. Pedro se quedó un mo- mento perplejo, porque le vino a la memoria toda la ruido- sa controversia que habia en la Reforma carmelitana acerca de las Misiones. En tanto que se habló del Monte Carmelo, cuna de la Orden, parecióle más halagüeño el proyecto; pe- ro, viéndose ahora metido de lleno en el campo de las Mi- siones, expuso sencillamente al Papa lo que podría contra- decirse esta idea con daño de la paz y de la caridad en los conventos.

Entonces fué cuando el Papa mandó al P. Pedro que en-

-12-

cargase a un varón sabio y prudente de su Orden que estu- diase la cuestión del espíritu de Santa Teresa, para ver si es- taba conforme con las Misiones , y que diese su parecer y vo- to por escrito. El P. Pedro dió este honroso encargo al mejor teólogo que tenía en Roma, aquel a quien Bossuet llamó más tarde «summus theologus summusque mysticus», el P. Juan de Jesús Maria. Este, escribiéndola historia de las Misiones, al llegar a este punto, despide al lector con cua- tro palabras, hablando de un opusculillo que llevó en esta ocasión el P. Pedro al Papa con motivo de estas cuestiones. Pero nosotros vamos a cubrir esta laguna de nuestro histo- riador, compendiando las respuestas que dió a las objecio- nes que ponian los contrarios a las Misiones carmelitanas; porque son muy propias de nuestra historia y de este lugar, aunque más largamente hemos tratado de esta materia en otra parte (1) .

Dejando, por brevedad, la enumeración de argumen- tos aducidos por nuestro Venerable para probar su tesis, de que las Misiones en la Reforma teresiana están muy confor- mes con el espíritu de la Santa reformadora, viene a poner el siguiente dilema como conclusión: «Una de dos, dice, o aprobamos el espíritu de la Beata Madre Teresa (2) , o no lo aprobamos; o la veneramos como a Fundadora nuestra, o ñola reconocemos como a tal. Reprobar su espíritu, sería gran temeridad. Negarle el titulo de Fundadora de los Descalzos, sería negra ingratitud. Ahora bien: cosa mani- fiesta es que la Beata Virgen Teresa tuvo más ardiente de- seo por la obra de las Misiones que por la palma del mar- tirio; hacia aquel fin encaminó todos sus pasos y accio- nes, todos sus ruegos y las oraciones de sus hijas. Y ¿quién me negará que su anhelo constante fué llevar a ca- bo por medio de sus hijos lo que no podía realizar por me- dio de sus hijas ni por misma, como es la conversión de las gentes por la predicación y enseñanza del Evangelio?... Por lo tanto, las Misiones son tan propias de nuestro Insti- tuto como la vida de oración; y las Misiones le han de dar mayor lustre y perfección a los ojos de Dios y a los del mundo (3) .

La dialéctica de este sumo teólogo es formidable en todo lo que trata.

Véase ahora cómo respondía a las objeciones que se adu-

(1) En la Vida DEL VEN. P. JUAN DE JESÚS MARÍA, tip. del Monte Carmelo, Burgos, 1919, cfr. págs. 98-105.

(2) Esto su escribía en 1604, y ya se llamaba Beata y aun Santa a la Reformadora del Carmelo, siendo asi que fué beatificada en 1614.

(3) Opera omnia , tom . ili , pág . 273 .

-13-

cían dentro de casa a las Misiones en la Orden. Esto es ya del dominio de la historia.

Las principales objeciones eran tres. Primera: No con- vienen las Misiones, decían, a una Orden, cuyo fin principal es la contemplación, el retiro y la soledad. A esto respondía nuestro Padre, que ello no impidió a San Benito ni a San Bernardo ni a nuestro San Angelo, mártir, vivir con mucho retiro en los claustros y ser muy contemplativos, a pesar de que salieron muchas veces a fundar conventos e iglesias y a ayudar, en cuanto podian, a la salvación de las almas. Y ci- ta estos ejemplos como de Santos más retirados; ya que Santo Domingo y San Francisco no se escondían tanto tn los claustros, por llevar una vida más apostólica como but- nos mendicantes. Y si los carmelitas son también mendican- tes, como su Regla lo expresa y los Pontífices lo quieren, es claro que tienen que pagar su tributo a la Iglesia, ayudan- do a los pastores y predicadores de ella, aun cuando den el tributo principal a la oración y a la contemplación.

Para reforzar más su argumento, añadía: Si las Letras Apostólicas del Pontífice reinante (Clemente VIII) , permiten a los carmelitas descalzos fundar conventos de su Congre- gación en todo el mundo, excepto en los dominios españo- les para no lesionar los derechos de la Congregación de España, ¿por qué no han de fundar conventos en Francia, en Alemania, en Polonia, en Persia, en Armenia y en todo el Oriente, como los fundan en Italia? Y si el trabajo y las fatigas de los viajes en Italia no se dice que impiden la ora- ción y el trato con Dios, ¿por qué se ha de decir que impi- dan ese trato de amistad con Dios los largos viajes y nave- gaciones, a imitación de San Pablo, de tal manera que se deje de ir, por ejemplo, a Persia, en donde se puede dar mu- cha gloria a Dios y predicar el Evangelio a aquellas pobres gentes? Y si esto de la predicación no nos está prohibido en Europa, ¿porqué se nos ha de prohibir en Asia? Y, en conclusión, la Regla nos ordena el retiro y la vida contem- plativa, a no ser que seamos empleados por el superior en otras legitimas ocupaciones. Pero ¿qué ocupación más le- gitima puede haber que ésta de la salvación de las almas? ¿No será justo que el carmeHta descalzo deje un poco los gustos de la oración y se dedique otro poco al provecho y santificación de sus prójimos, cuando el mismo Jesucristo, Señor y ejemplar nuestro, dejando el seno del Padre, bajó a la tierra a salvarnos a nosotros y a predicarnos su Evange- lio?... (1)

(1) No queremos pasM por alto , ahora que viene de perlas, que estas mismas idees , y expuestas casi con las mismas palabras , tuvo nuestro Pa-

-14-

Otra objeción solían aducir los contrarios a las Misiones, diciendo que el número de carmelitas descalzos era por en- tonces tan exiguo, que no bastaba Para sostener los pocos conventos, dos solamente, que se habían fundado en Italia.

A esto contestaba el P.Juan de Jesús María: Si se mira a los orígenes de las Ordenes religiosas, todas empezaron a propagarse rápidamente con pocos individuos, como se pue- de leer en las historias de San Benito, San Bernardo, San Angelo, San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio y otros fundadores y propagadores de Institutos religiosos. Y aun la misma Iglesia de Cristo, añade, empezó a propagarse por todo el mundo con doce Apóstoles. Si con la gracia de Dios, prosigue, todos los fundadores y sus coadjutores propaga- ron sus respectivas Ordenes siendo tan pocos, ¿por qué nos- otros, contando también con la gracia divina, no hemos de poder hacer lo que los otros hicieron? Si se teme como un peligro grave el ser pocos para el mucho trabajo, más peligros hay en las comunidades en ser muchos para poco trabajo; porque entonces viene la relajación y la pereza con todo un séquito interminable de calamidades y miserias. Y entonces, ¿a qué propagar por el mundo semejante Con- gregación? Vale más el sofocarla y extinguirla por comple- to. Hay muchos ejemplos, por desgracia, de Congregacio- nes religiosas que, no queriendo salir del lugar en que fueron fundadas, echaron allí profundísimas raíces, forma- ron colonias y pueblos enteros, empezaron por aflojar en la observancia regular, dejaron de ser buenos religiosos los que en ellas profesaron, y acabaron por extinguirse las Con- gregaciones mismas, merced a mil guerrillas y luchas intes- tinas.

Otra tercera objeción ponían los enemigos de nuestras Misiones, diciendo: «No somos dignos de ministerio tan ele- vado como el propagar la fe, pues que exige varones escla- recidos y llenos de grandes virtudes, talentos y estudios».

El P. Juan contesta con fina y delicada ironía: Esta ra- zón parece inexpugnable; pues, por lo demás, los adversa- rios dan ya indicios de no encontrar obstáculos ni en el fin principal de nuestro Instituto, ni en la escasez de sujetos para las Misiones. Pero, a los que tal reparo les detiene, puede decírseles lo siguiente: Si el Padre Ignacio de Loyola y el Padre Francisco Javier —por no hablar de los antiguos— hu-

dre San Juan de la Cruz, y se las solía repetir a sus más amados discípulos, según el P . Elíseo de los Mártires , primer Visitador General de la Orden que pasó a las Indias Occidentales y primer Provincial de la Orden en Mé- jico. Cfr. DICTÁMENES 7.°, 9." y 10.°, Ms. de nuestro Archivo de Segovia, publicados por Carbonero y Sol , en su HOMENAJE A SAN JUAN DE LA Cruz, págs. 194-95. Madrid, 1891 .

15-

biesen reparado en esto, a saber: que no eran tan santos co- mo San Francisco ni como Santo Domingo, y que, por lo tanto, no se juzgaban dignos de andarse por esos mundos a evangelizar a los pobres, a combatir el error y a predicar la verdad, ¡cuán gravemente se hubieran dañado a si mismos, a su Compañia y a la Iglesia, con la privación de tanto fru- to como con las Misiones de la Compañía recibieron! Mien- tras que, haciéndolo, ¡cuántos puntos han subido en santi- dad y en merecimientos!

Consta, además, por muchos ejemplos de historias noví- simas, continúa el P. Juan, que no siempre se valió el Se- ñor de grandes Santos para convertir infieles, ni hace falta para ello grande perfección. Teniendo celo de su gloria, fe viva y confianza en El, es el oficio de Misionero un buen ca- mino para llegar a la santidad. ¿Por qué no se ha de santi- ficar por este camino el carmelita descalzo que se siente con vocación de Misionero?...

Más todavía: muchísimos de los Santos del Martirologio romano , dada la ocasión o buscada por ellos , mediante el so- plo de la divina gracia, de perseguidores de los cristianos se convirtieron en mártires de Cristo. Justo es, pues, confiar y esperar que, no de tiranos ni de enemigos, sino de siervos y amigos de Cristo, los que defienden su causa y propagan su Evangelio, lleguen a ser en breve tiempo, o después de lar- ga jornada, confesores y mártires de su heroica fe; y enton- ces un mártir solamente contribuirá más al honor, esplendor, decoro y gloria de su santa Orden que seiscientos cenobi- tas tibios.

No hay que temer tampoco, insistía nuestro Padre, que en las Misiones se amortigüe y se extinga el espíritu religio- so en el alma del Misionero; antes al contrario, la razón na- tural nos dice que ha de crecer más y más cada día en virtud y en perfección. Porque ¿a qué no se expondrá por Cristo el Misionero, y cómo no se ha de abrazar con la cruz, y có- mo no se ha de alegrar en el sacrificio, si todo lo dejó por se- guir a Cristo hasta la muerte y acaso muerte de cruz? El que aspira a cosas grandes, pone grandes medios; y el que pone en esto cuanto está de su parte, ha de recibir de Dios gracias extraordinarias; y el que en tierras de infieles está siempre a dos dedos de la muerte, por confesar a Cristo, ¿cómo no ha de caminar cada día al monte santo de la per- fección?...

No hay que pensar tampoco, decía nuestro «sumo teólo- go», que sea obstáculo no ser gran sabio ni hombre de mu- chas letras; pues está comprobado también que no son las argucias de las escuelas y ateneos las que tocan el corazón, ni son los más sabios predicadores los que recogen más co- secha de conversiones. Basta doctrina suficiente, moral só-

16

lida, profunda piedad, vida ejemplar y conducta sin tacha. Esto por lo que toca a la conversión de los herejes; pues, para la conversión de los infieles, no hace falta ni tanta doc- trina ni tanta dialéctica, ya que aquellos infieles son más ignorantes que obstinados, y con la sencilla exposición de las verdades fundamentales de nuestra fe, ilustradas con al- gunos ejemplos, se les acerca mejor a la fuente de la verdad y de la vida, y entonces el Señor, misericordiosamente, les concederá gustar de aquellas aguas que saltan hasta la vida eterna...

Tal fué, en resumen, el voto de nuestro P. Juan de Jesús María, escrito en latín jugoso y elegantísimo, como todo lo que brotó de su pluma, y que al llevárselo el P. Pedro al Pontífice Clemente VIII, Su Santidad se complació en leerlo, y quedó admirado de la claridad, precisión y firmeza con que aquel ínclito religioso resolvía tan delicada cuestión de principios; y entonces fué cuando exclamó reiteradamente dirigiéndose al Comisario General de los Descalzos: «¡In Per- sidem, in Persidem!». Dándole a entender que su voluntad era que fuesen a Persia los hijos de Santa Teresa como em- bajadores suyos cerca del Shah Abbas, el Grande.

Con esto quedaron terminadas, de una vez y para siem- pre, las controversias sobre las Misiones en la Reforma car- melitana. Aun aquellos que se habían declarado más ene- migos de ellas, una vez que habló el Pontífice, se sometie- ron rendidamente a su dictamen, como buenos hijos de su Santa Madre. Y ¡cosa nunca vista en los anales monásticos! en el Capítulo General celebrado en Roma al año siguiente, 1605, todos los capitulares, desde el Prepósito General has- ta el último de los gremiales, renunciaron sus oficios espon- táneamente, e hicieron voto de ir a las Misiones por la con- versión de los infieles o herejes, cuando la obediencia se lo ordenare (1) .

Allí mismo se decretó también, nemine discrepante, que se fundase el Seminario de Misioneros, y que, con la ayuda del Señor, se estableciesen dos Misiones, durante aquel trienio, es decir, hasta el siguiente Capítulo General.

Fué el primero de los Capítulos Generales de la Congre- gación de Italia, y bien merece llamarse «Capítulo Misio- nal», porque abrasados todos en caridad divina, la mayor y mejor parte de los acuerdos que tomaron, fueron en benefi- cio de las Misiones (2) .

(1) Cfr . HIST . GENERALIS ITALIAE , tom . II , lib . 1 , cap . III .

(2) Cfr. op. et loe. cit.

CAPITULO II

Preparativos para la expedición

¿os que la formaban : cuatro hijos de Sania Teresa y un Sargento Ma- yor de los Tercios de Flandes.—El fin principal de esta embajada.— Y los fines secundarios. Cartas y proyectos acerca del itinerario de la expedición.

Terminada la audiencia con el Santo Padre, el Comisario de los Descalzos no se ocupó ya si no en buscar y escoger el personal apto para tan importante embajada, puesto que los destinados a Persia habían de ser embajadores y Misio- neros al mismo tiempo. Muy luego puso los ojos en los va- rones siguientes, a quienes dió el debido nombramiento:

El P. Paulo de Jesús María, genovés, de la noble familia de Rivarola, el cual habia hecho sus estudios filosóficos y teológicos en España. Distinguíase por su habilidad en los negocios, y era muy a propósito para la carrera diplomáti- ca. Había vestido el hábito del Carmelo en el convento de Santa Ana, en su ciudad natal, el 12 de noviembre de 1595.

El P. Juan de San Elíseo , natural de Calahorra, profeso de Valladolid, en donde emitió sus votos el 1 de mayo de 1597, pasando luego a Italia, porque en España se habían abolido las Misiones del Congo, y él se sentía llamado por Dios a la vida misionera.

El P. Vicente de San Francisco, valenciano, el cual pro- fesó en Roma, en el monasterio de Santa María de la Escala, por los años de 1599. Fué sujeto de grandes prendas y de no menguado espíritu, como se verá en esta historia.

El Hermano donado Fr. Juan de la Asunción, natural de Gubbio en Umbría, el cual profesó también en Roma, en 1601 . De este humilde leguito escribió el gran Padre Fray Juan de Jesús María (1): «Era religioso adornado de toda clase de virtudes, sobresaliendo mucho por su abstinencia».

Con estos cuatro religiosos quiso el P. Pedro, de acuerdo con el Papa, que fuese un caballero español, llamado Don Francisco Ríodolíd de Peralta, natural de Alcaraz en Ara- gón, Sargento Mayor de los Tercios de Flandes durante mu- chos años, varón de relevantes dotes políticas y militares y de no pocas virtudes. De él dice el mismo P. Juan de Jesús

(1) HISTORIA MISSIONUM, cap. IV, en el tom. III de sus obras, edic. clt

2

-18-

María (1): «Era español de noble estirpe, y había ocupado con honor los primeros puestos militares; pero se habia he- cho más ilustre todavía por los dones del Espíritu Santo, y por la práctica asidua de la oración. Este ejercicio continuo fué el que le hizo entrar en ardentísimos deseos de acompa- ñar a nuestros Misioneros a Persia, a fin de mostrar su va- lor en el campo de las batallas espirituales. Estaba hecho a grandes viajes y, dada su mucha prudencia, podía servir de buena ayuda a nuestros Padres Misioneros.»

El P. Paulo de Rivarola nos dice en su Relación inédi- ta (2) el fin de esta famosa embajada, y «fué por haber tenido Su Santidad informes de aquellos países, del ánimo de aquel Rey, del cual se decían muchas cosas, a saber: el grande amor que tenía a los cristianos, la mucha estima que hacía de Su Santidad el Papa, la buena disposición en que se hallaba para recibir el bautismo, la guerra cruel que hacía contra el Turco, y muchas otras cosas, parte de las cuales el mismo Rey había escrito a Su Santidad con los embajadores que le había enviado tres años antes, y, últi- mamente, con otro que había enviado al Emperador de los Romanos. »

Además de estas razones, secretas las unas y públicas las otras, que movieron al Papa a mandar carmeHtas descal- zos a Persia, hubo otras que el mismo Padre refiere por es- tas palabras: «Quería informarse también Su Santidad acer- ca de los cristianos latinos que iban a Persia, porque se de- cía que entre ellos había herejes («vi erano eretici») ; así co- mo de los armenios que eran súbditos del Rey persiano,

§ara saber qué disposición de ánimo tenían hacia la Santa ede, y si tenían errores y cuáles eran éstos, y qué sería ne- cesario hacer en favor de ellos y de los persas. »

Estas eran las principales razones que tuvo Clemente VIII para enviar a aquellas lejanas tierras Misioneros por embajadores suyos.

El agregar a la embajada un militar tan prudente y ex- perto como el Sargento Mayor de nuestros Tercios de Flan- des , tuvo fines militares y guerreros. Dícelo así el mismo P. Paulo, jefe de aquella legación: «Mandaba el Papa al gentilhombre español, para que viese si convenía enviar al Rey de Persia ingenieros militares y otros hombres de gue- rra, que aquel Rey pedia a Su Santidad, con el fin de que le ayudasen contra el Turco, formando buenos soldados; y para que, en caso de que conviniese enviárselos, viese Rio-

Ibidem.

En e] Archivo general de la Orden , escrita en italiano.

-19-

dolid qué clase de ingenieros y hombres de guerra necesi- taba.»

Por supuesto, que la embajada llevaba muchos otros puntos para tratarlos con el Rey en secreto, los cuales se di- rán a su tiempo, cuando se avisten los embajadores del Pa- pa con el Rey Abbas, el Grande; y antes de llegar allá han de pasar trabajos sin cuento y peripecias dignas de embaja- das de esta clase.

Pero el mayor de los secretos impuestos por el Papa, el fin más principal y divino de esta misión pontificia, lo ex- presa de esta suerte en su Relación el P. Paulo de Rivaro- la: «Nos mandó nuestro Señor Clemente VIII que no dijése- mos a nadie (máxime en Persia) el fin principal de nuestra misión, que era reducir aquellos reinos al conocimiento del santo Evangelio ^sino que dijésemos más bien que nos en- viaba Su Santidad para felicitar a aquel Rey por las muchas victorias que había obtenido sobre el Turco, común enemi- go, y exhortarle a que perseverase en dicha cruzada; que nos enviaba también para hacerle saber su benevolencia y el amor que le tenía Su Santidad, y que le constaba lo que el Rey de Persia amaba y estim.aba al Romano Pontífice y a los Principes cristianos; y, en fin, que íbamos también a vi- sitar y consolar a los cristianos que vivían en su reino.»

Tales eran los fines, principal y secundarios, de esta sin- gular embajada, según constan en las relaciones inéditas de nuestro Archivo generalicio de Roma.

Para allanarles todas las dificultades, les dió el Pontífice muchas cartas de recomendación para los Nuncios Apostóli- cos y para los Príncipes cristianos de los reinos que habían de cruzar al dirigirse a su destino (1) . Entre estas cartas las había para Rodolfo, Emperador del Sacro Romano Imperio; para Juan Esteban, Obispo de Vercelli y Nuncio cerca del dicho Emperador; para Segismundo III, Rey de Polonia; pa- ra Su Excelencia el Obispo de Reggio, entonces Nuncio en la Corte de Polonia; para Teodoro, Principe potentísimo de los moscovitas; para el Rey de Persia y para los Padres agustinos que estaban en la capital de aquel reino en cali- dad de embajadores del Rey de España, que era el medio más acertado para introducirse entonces los Misioneros en las cortes de los Reyes en los países de infieles (2).

El Reverendísimo Padre Procurador General de los agus- tinos escribió, asimismo, una carta a sus religiosos de Ispa- hán para que la llevasen los nuestros, en la cual, entre otras cosas, hace grandes elogios del Ven. P. Pedro de la

(1) Todas estas cartas autógrafas se conservan en dicho archivo.

(2) Están fechadas estas cartas en San Pedro, a 30 de jnnio de 1604.

-20-

Madre de Dios, «el Comisario General délos carmelitas descalzos de Italia, egregio Predicador del Sumo Pontífice, muy querido de Su Santidad, por su singular doctrina y vi- da integérrima, el cual, con grande gozo nuestro, ha inclina- do el ánimo de Su Santidad a mostraros gran benevolencia escribiéndoos unas cartas apostólicas tan afectuosas.» (1)

Además de estas Letras, Su Santidad dió a nuestros Mi- sioneros otra en forma de Breve para ellos, concediéndoles gracias y privilegios muy extraordinarios, en prenda de la legación que les confiaba (2).

Todavía llevaron consigo cartas del Marqués de Villena, embajador del Rey Católico cerca de la Santa Sede, para el Rey de Persia y de los Cardenales Aldobrandino y Cinthio, para diversos personajes y Nuncios Apostólicos (3) .

El P. Pedro de la Madre de Dios, Superintendente Gene- ral de las Misiones católicas por aquellas fechas , escribió también una carta al Shah Abbas, la cual, por lo diplomáti- ca y característica y breve, merece estamparse íntegra en este lugar. Dice asi (4) :

«Al altisimo y potentísimo Scia Abbas, Rey de Persia.

> Altísimo y potentísimo Señor:

> El Omnipotente Señor Dios, Creador del cielo y déla tierra, que por medio de los ángeles del cielo y de los Prin- cipes de este mundo gobierna el universo, y con tán admi- rable modo ha dado a V. M. un reino tan grande, tan rico y tan feliz, y que por las singulares prendas naturales de vuestra alma le quiere dar otros reinos, venga siempre en ayuda de V. M., guardándole por siempre de enemigos vi- sibles e invisibles, a fin de que goce perfecta prosperidad en esta vida y en la otra.

»Si bien la diversidad de religión y de fe, y la lejanía de países, suele ocasionar alejamiento en las almas, es cosa admirable e increíble el afecto singular que todos los cris- tianos de aquí y los Señores Cardenales, Príncipes déla Iglesia, sienten hacia V. M.; por lo que se alegran tanto de vuestras victorias, como si fueran suyas.

»Y deseando Su Santidad manifestar este amor y conser- varlo con reciproco pacto y alianza, envía estos religiosos, con el fin de que puedan conservar esta benevolencia y amistad. Y si bien parecía que la razón aconsejase el man-

(1) Esta ceirta la copla integra en su RELACIÓN el P. Juan Tadeo.

(2) El Breve fué dado en Roma apud Sanctum Marcuin«,a 13 de julio del 1604.

(3) RELACIÓN del P. Juan Tadeo.

(4) La traducimos del Italiano tal como la inserta en su RELACIÓN el mlwno P. Juan Tadeo.

-21-

dar personas ricas y poderosas, no obstante, ha juzgado Su Santidad como más conveniente a la sinceridad y verdad, enviar religiosos pobres y humildes, porque el verlos ajenos de todo interés y pretensión mundana, hará que V. M. les mayor fe, confiándose mutuamente; porque, así como acá, entre nosotros, las personas sabias estiman másalos ver- daderos religiosos que han abandonado las riquezas del mundo por servir al verdadero Dios con más perfección, que no a los Principes seglares, así también V. M. con el buen entendimiento que el Señor le ha dado, los estimará más cuanto más les vea desestimar las cosas de la tierra.

»Manda Su Santidad con ellos un gentilhombre llamado Francisco Riodolid de Peralta, muy práctico en la milicia, por haberse ejercitado en ella al servicio del Rey de España, y haber ocupado puestos de importancia, como de Alférez, Sargento Mayor y otros semejantes, del cual V. M. podrá servirse mucho; y cuanto antes se le enviarán otros hom- bres de guerra que le puedan ayudar para proseguir adelan- te, con las victorias que el Señor ha comenzado adarle, y para que pueda así acrecentar sus reinos, como todos desea- mos.

»Me ha encargado Su Santidad el cumplir con esta mi- sión escribiendo a V. M., como ministro que soy de Su San- tidad, y como superior de los religiosos que Su Santidad le envía.

» Yo tenía en pensamiento, y lo tengo todavía, solicitar esta expedición contra el Turco, y también de hacer oración al Señor para que prospere y se realice; y que a V. M. le abundancia de los verdaderos bienes y grandezas, que son aquellas que ayudan al alma y duran para siempre.

»De Roma, a 20 de agosto de 1604.

Fr. Pedro de la Madre de Dios Comisario General de los Carmelitas descalzos.»

Además de estos documentos, entregó el P. Pedro a sus Misioneros unas instrucciones muy sabias y prácticas, que en lo futuro habían de servir a todos los Misioneros carme- litas que fuesen a tierras de infieles. Allí les encargaba que fuesen escribiendo su «Diario», anotando los pueblos y lu- gares por donde pasaban y la distancia que mediaba entre ellos, los usos, costumbres, lenguas y religión que tenían, con otras cosas por este estilo, que tantos bienes han repor- tado a los posteriores.

Por si fuera poco aún, el dicho Comisario General entregó a los Misioneros las patentes, con las que ellos pudieron ufanarse al modo de su Madre Santa Teresa. Al P. Paulo de

-22-

Rivarola le entregó la suya, en que constaba su nombra- miento de jefe de la expedición y superior de los Misione- ros.

Ellos, por su parte, fueron recogiendo algunos libros e imágenes y ornamentos sagrados, así como algunos regalos del Papa y de los Cardenales para ofrendárselos al Rey de Persia. En cuanto al dinero para gastos de la embajada, pro- veyó en su mayor parte el Barón Cimino de Cacurri, insig- ne amigo y bienhechor, en Nápoles, del Padre Juan de San Eliseo: como que dotó largamente al Colegio que muy luego fundaron los carmelitas de Italia en Monte Cómpatri, y que después trasladaron a San Pancracio, en Roma, que fué, al través de los siglos, una de las más puras glorias de la Orden y de la Iglesia en el campo de las Misiones.

Mientras hacían los Misioneros estos preparativos, trata- ron en la curia romana despaciosamente el camino que ha- bía de seguir tan extraña embajada, para que pudiese lle- gar incólume a su destino. Porque había serias dificultades y evidentes peligros por todos los caminos. Prevalecieron dos proyectos entre todos, para ser sometidos a examen cui- dadoso. Unos proponían tomar el rumbo del mar; y, por la isla de Malta, Alejandría y Alejandreta de Siria, seguir el camino de las caravanas hacia Alepo, atravesar el desierto Slriano, dirigirse hasta Bagdad, desde donde en unos 15 o 20 días de marcha, podían ponerse en Ispahán, capital enton- ces de Persia. Pero este plan pareció muy peligroso a la ma- yoría, por causa de las encarnizadas guerras que había, a la sazón, entre turcos y persas, según se vió por los documen- tos antes citados.

El proyecto que prevaleció fué el siguiente: tomar el ca- mino en dirección de Alemania, Polonia, Moscovia y Tarta- ria . (Véase el gráfico) . Por este camino, siguiendo el cur- so del Volga y atravesando el Mar Caspio, podían penetrar más seguros nuestros Misioneros en terrirorío persa. Todos preveían que este camino, si bien no estaba exento de difi- cultades y peligros, había de ser el único que la prudencia humana aconsejaba que se tomase en aquellas circunstan- cias. Y así se hizo puntualmente; y ya veremos si los peli- gros abundaban o no por tan largo trayecto como el que te- nían que recorrer aquellos obscuros héroes del cristianismo.

Cuando todo estuvo listo, «el domingo, después de vís- peras, a los cuatro de julio de 1604», fueron a tomar la ben- dición y besar el pie del Pontífice. Clemente VIII se entre- tuvo con ellos un buen rato; y quiso que los dos Padres más antiguos añadiesen a sus respectivos nombres el de los dos Apóstoles de Persia, San Simón y San Judas Tadeo; y así, el genovés Paulo de Rivarola se llamó en adelante Paulo Simón y el calagurritano Juan Roldán se llamó Juan Tadeo.

-24-

Y añade éste en su Relación, que es la que seguimos aho- ra y que está escrita en nuestra lengua: «Después del razo- namiento hecho con el R. P. Fr. Pedro de la Madre de Dios, Comisario General, el Santo Pontífice dijo estas palabras: «Or su; Ahora bien, Padres, ¿queréis ir a Persia? ¿Queréis emprender esta jornada?»

Le respondieron los Padres (1) : «Padre Santo, si.»

—Entonces les dijo: «Or sú, id; que Dios os bendiga, co- mo yo os bendigo, y espero que hagáis mucho fruto, como yo se lo pediré siempre al Señor; porque tenemos buenas esperanzas, ya que aquel Rey tiene buena voluntad, y no aborrece nuestra religión católica, sino, antes bien, con gus- to trata y habla de ella. Id, pues, y que el Señor os bendiga.»

Les dió tres bendiciones, y le besaron el pie, y se volvie- ron al convento de «la Madonna della Scala». Y esto fué en «Monte Cavallo»; es decir que la audiencia con el Papa tu- vo lugar en el palacio del collado del Quirinal, llamado «Monte Cavallo» por la hermosa estatua, atribuida a Fidias, que hoy se levanta en la fuente de la plaza.

Recibida la bendición del Pontífice, el dia 5 de julio fué día de retiro para los Misioneros; y al siguiente por la ma- ñana, reunida toda la comunidad en la sala capitular, pre- sidida por el Comisario General, llegaron los Misioneros. Allí, en manos del P. Pedro, renovaron la profesión religio- sa y añadieron clara y explícitamente tres votos más a los tres de obediencia, castidad y pobreza, a saber : Primero , de ir a dondequiera que les ordenase la obediencia; se- gundo, de abrazar valerosamente la muerte por confesar la fe; y tercero, de no recibir ni guardar oro, plata, piedras pre- ciosas ni otras cosas semejantes, si no en casos de extre- ma necesidad, declarada tal por el superior competente.

Por su parte, Riodolid de Peralta prometió guardar casti- dad y obediencia a sus superiores, cualesquiera que fuesen, mientras estuviese al servicio de aquella misión de Persia.

La conmovedora ceremonia se terminó con el Te Deum laudarnus, después del cual los Misioneros, abrazando uno por uno a todos los religiosos de la Escala, se despidieron de ellos con lágrimas en los ojos.

«Partieron de Roma el 6 de julio y del mismo año de 1604, octava de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. » (2)

¡Poco ruido metían entonces las embajadas pontificias!

¡Y, como ésta, se componían de frailes descalzos!

(1) El P. Juan Tadeo habla siempre en tercera persona en esta su RELACIÓN.

(2) RELACION del P . Juan Tadeo .

CAPITULO III

Desde Roma a Praga

Una parada en Loreto.— Carlas del Senado de Venecla.—Por los mon- tea de Trento.— Recibimiento que el Emperador del Sacro Romano Im- perio dispensó a la embajada pontificia en Praga.

Se les ordenó a los Misioneros que de Roma se encami- nasen a Venecia, haciendo escala en Loreto, para que no se fuesen « sin decir adiós a la Virgen Lauretana, con cuyo au- xilio se gobiernan las Misiones», según reza un viejo docu- mento de nuestro Archivo (1).

No hay que pasar en silencio lo que dice el P. Juan Ta- deo, y es que se partieron «después de haber celebrado la santa misa en la Basilica Vaticana, sobre el altar de San Si- món y San Judas, Apóstoles de Persia ».

Con la comparación de las Relaciones escritas por es- tos célebres Misioneros, se observa que el P. Juan Tadeo parece ser el encargado de apuntar los pequeños detalles, el camino recorrido, las millas de distancia entre pueblos y ciudades, cuyos nombres escribe tan enrevesadamente co- mo los pronunciaría, porque asi sonaban en sus oídos. Se entretiene en apuntar las hosterías en que comían o en don- de pasaban las noches, con las consecuentes peripecias, sin dejar por eso de hacer, de vez en cuando, observaciones muy atinadas sobre los usos y costumbres de los diversos países por ellos visitados. El P. Paulo Simón, como superior y varón grave, da cuenta de sus entrevistas con los Prínci- pes y Nuncios Apostólicos, y se extiende más en considera- ciones sobre el gobierno de los estados y las conveniencias de la Iglesia y de la Santa Sede en sostener tales o cuales relaciones. El P. Vicente de San Francisco toma notas suel- tas de todo, con su hermosísima letra rasgueada, y viene a completar, por decirlo así, las Relaciones de los anterio- res. De todas ellas nos servimos nosotros para entretejer es- ta interesante narración de su embajada, sin descuidar, cuando fuese necesario, la gran cantidad de documentos

(1) «...ne insalutata Bma. Virgine Lauretana, ex cujus ope MIssiones di- rigfuntur». (Papeles de Persia).

-26~

que existen en nuestro Archivo generalicio referentes a la misión carmelitana de Persia.

Y ahora sigamos a nuestros embajadores Misioneros en su trabajosa expedición.

No hay que decir lo pobres de arreos y aderezos que eran las cabalgaduras en que salieron de Roma, y las veces que tuvieron que cambiar de cabalgaduras y de vehículos por el camino, y lo mucho que padecieron, ora por tierra, ora cru- zando ríos caudalosos, ya en su travesía por el mar Caspio, ya recorriendo caminos peligrosos y accidentados hasta el término de su viaje.

Desde la última puerta de Roma hasta la primera hoste- ría que hallaron en el camino, había 7 millas; asi y todo, si- guieron 9 millas más hasta Castelnovo, en donde comieron. Continuaron luego por Rinagno, Civita Castellana y Burgue- to, «en donde pasaron el Tíber por un puente de piedra^, y a las 4 millas llegaron a Otricoli, en donde pasaron la pri- mera noche.

Seria prolijo el enumerar de este ihodo todos los lugares que recorrieron, como ellos indefectiblemente los enumeran, en un viaje tan largo, pero también tan instructivo y ame- no, más ameno e instructivo que los que hacemos ahora en trenes rápidos o en automóviles velocísimos, que nos hacen ver los paisajes del campo, las aldeas y las urbes como en cinta de cinematógrafo.

El miércoles 7 de julio anduvieron sobre unas 32 millas, que es la distancia entre Otricoli y la ciudad de Spoleto, si- uiendo el camino que pasa por las ciudades de Narni y erni. Alrededor de otras 32 millas anduvieron el jueves, desde Spoleto hasta la hostería «Dulcimarra », «en donde hicieron noche», y en donde se acordarían, sin duda, de las malas ventas y mesones en que pasó también algunas no- ches la santa Andariega de Castilla.

El viernes 9, después de caminar unas 6 millas, llegaron a Tolentino; y mucho tuvieron que madrugar, porque des- pués de recorrer otras 10 millas, dijeron misa en Macerata; y, dicha la misa y puestos en camino nuevamente, a la dis- tancia de otras 10 millas, si no se equivoca en sus cálculos el P. Juan Tadeo, llegaron a Recanate, y de allí a poco a Loreto, en donde hicieron alto, no solamente para pasar la noche, sino también para cumplir con el encargo que se les había dado y para satisfacer su piedad y devoción en tan cé- lebre santuario.

En Loreto fueron muy bien recibidos y agasajados por el Gobernador de la ciudad, que quiso hospedarlos en su propia casa. Al día siguiente, que era sábado y 10 de julio,

-27-

celebraron la misa los tres Padres «en la Capilla Santa»; y el Hermano Juan y el Sargento Riodolid comulgaron fervo- rosamente.

Después de la comida con que les obsequió el atento Gobernador, a quien quedaron por extremo agradecidos, siguieron su camino hasta Ancona. Como estuvieran para partir de aquel puerto algunas galeras venecianas, obtuvie- ron pasaje en una de ellas, en la que embarcaron a las dos y media de la madrugada del día 11 del dicho mes. «Pero no se partieron aquella noche, advierte el P. Juan Tadeo, sino que a la mañana siguiente, como era domingo, desem- barcaron en la misma ciudad de Ancona, y el P. Vicario Paulo Simón solo dixo la misa, porque en la iglesia do fue- ron no había recaudo para todos, y las galeras se querían partir; pero no se partieron hasta después de mediodía. » He aquí una muestra de lo detallista que es el P. Juan Tadeo. No le podemos seguir, porque nos haríamos harto pesados ahora.

El día 13 por la tarde llegaron a Venecia. « Se hospedaron en un mesón, y Monseñor Nuncio los mandó a llamar que fuesen a su casa, no queriendo que se hospedasen fuera de su casa. »

Una de las razones, que tuvieron los que propugnaron el viaje de los Misioneros al través de dilatados reinos y re- públicas, fué porque podían recoger, de paso, letras y cartas comendaticias para el Rey de Persia, y de unos para otros entre los Príncipes por cuyos estados habían de pasar. Y así, en Venecia, el Nuncio Apostólico pidió al Senado de aquella Serenísima República que otorgara nuevas cartas a los Legados pontificios, lo que hizo con frases muy enco- miásticas, «sintiéndose dichoso de poder cooperar de algún modo a la dilatación de la fe católica en que tanto resplan- dece aquella Señoría. » (1)

«Estuvieron en Venecia (dice el P. Juan Tadeo) hasta el sábado 17 del dicho mes de julio, en el cual se partieron por el río Brenta hasta Mestre. En esta ciudad tomaron un co- che con tres caballos, y en la noche de aquel mismo día lle- garon a Treviso, en donde descansaron, y dijeron la misa al día siguiente, que era domingo, siguiendo luego su camino por Castelfranco, Basano, Solagna, Carpane, Cismón, Pri- molano»... Lugares y paisajes bellísimos sobre toda ponde- ración eran los que nuestros Misioneros iban recorriendo; pero, nada de sus impresiones «paisajistas» nos dice el P. Juan ni otro alguno de sus compañeros. Se ve que iban a lo

(1) El P. Blas de la Purificación, en su HISTORIA DE NUESTRAS MISIO- NES. Ms. de nuestro Archivo generalicio, Misión de Persia.

-28-

que iban, y apuntaban lo que podía servir a los otros, que eran los pormenores de distancias y paraderos.

El martes, dia 20, siguieron por Levico y Pérgine aTren- to. «Llámase con mucha razón Trento advierte el P. Juan Tadeo, mirando al rededor suyo en este punto porque es- tá entre tres montes dentro. Es insigne ciudad por el Conci- lio Universal que en ella se celebró»... « Pasa por Trento, añade luego, un río grande, pero no navegable, llamado «Ladet». En aquella ciudad está el santo Niño Simón, mar- tirizado por los judíos a la edad de tres años, con grandísi- mos tormentos, en día de Viernes Santo. Su cuerpo está in- corrupto, y tiene señales del martirio; hace muchos mila- gros . » Con gran consolación vieron y visitaron los Padres aquel santo cuerpo (1).

En Trento tuvieron gran dificultad para hallar caballos de tiro para el carruaje; pero, a! fin, merced a las gestiones del Cardenal Madruccio, Arzobispo de Trento, los hallaron y pudieron continuar su viaje hasta Bolzano, en donde pa- saron la noche del 21 de julio. «Desde esta ciudad en ade- lante—observa el P. Juan Tadeo se empieza a hallar here- jes.» A la mañana siguiente celebraron la misa en el con- vento de los Padres capuchinos de Bolzano; y, por causa de una lluvia torrencial, no pudieron proseguir su camino has- ta cerca del mediodía, que era jueves y 22 del mes que se ha dicho.

Según se van internando en los Alpes, van encontrando nombres de pueblos y ciudades que no suenan ya en los oídos castellanos del P. Juan Tadeo, por lo cual los anota en forma tan enrevesada, que cuesta no poco trabajo iden- tificarlos con los que llevan esos lugares en la actualidad.

¿Cómo podían sonar bien en los oídos del P.Juan Tadeo los nombres de Bluman, Brixen, Francesfeste, Mittebold, Steinach y otros semejantes?... No hay más que decir que los apuntados los escribe él, respectivamente, como si le sonaran a Plemán, Presanón, Farsane, Mitebold, Estona, y así por este camino. Pues tales eran los lugares por donde iba pasando nuestra caravana, camino de Halle, ciudad del Tirol en las orillas del Inn.

Por cierto, que, antes de llegar a Halle, «tuvo el P. Juan Tadeo un accidente de fiebre altísima. Creíamos dice el P. Paulo Simón (2) deberlo dejar allí o quedarnos todos por algunos días. Hicimos oración; después yo le dije un santo Evangelio , y su gran fe le hizo poner bueno súbita- mente . »

(1) Ocurrió el martirio en 1475. (2j En 8U RELACION manuscrita.

-29-

El P. Juan Tadeo se calló en su crónica este accidente, sin duda por lo ocupado que iba en contar pueblos y millas, o más bien por su mucha humildad, que no acertaba a ha- blar de su propia persona.

Llegaron nuestros viajeros a Halle el sábado 25 por la tarde, descansaron allí y dijeron la misa el domingo. Luego prosiguieron su camino con rumbo a Praga. Quiso la provi- dencia divina que, yendo ellos por su camino en mezquinas cabalgaduras, se encontrasen con el Cardenal Alejandro de Este, hermano del Duque de Módena; y que, habiéndose enterado el Cardenal de la embajada que llevaban, les hicie- se volver a Halle, y allí les proporcionase una barca, «que fletamos en doce escudos», dice el P. Paulo Simón; y así desde Halle, por el río Inn, anduvieron « más de 130 millas en barca hasta el Danubio», haciendo escala en algunos lu- gares, que el P. Juan Tadeo sigue puntualizando con sus nombres castellanizados, que no hay para qué repetirlos abusando de la paciencia de los lectores.

El martes 27 siguieron por Sendin (Schardig) , hasta Po- za (Passau) . «Aquí, dice el P. Juan, entra el rio Nin (Inn) en el Danubio, que en tudesco se llama Tona (Donnau). Allí el Nin pierde el nombre, si bien es más grande que el Danubio » .

Y, como si no tuvieran tiempo para respirar ni los viaje- ros ni su cronista, vuelven de nuevo a la barca a navegar millas y millas, que el P. Juan Tadeo cuenta con toda soli- citud, pero tan secamente, que nos acordamos, sin querer, del descarnado Itinerario del devoto Peregrino de Burdeos, el cual emprendió su viaje desde esta ciudad a Tierra Santa allá por los años de 333.

Arribarron, finalmente, a Ofzenel, desde donde, por tie- rra, habían de continuar su camino hasta Praga, que dista- ba todavía cinco jornadas largas. «Desde este burgo ob- serva el P. Juan todas las torres o castillos, fuera.de Budueis, son de herejes». Entiéndanse lugarejos en donde dice torres y castillos, porque tales eran los poblados que allí se habían formado en torno a las torres y castillos de los señores en tiempos del feudalismo.

Desde Ofzenel hasta Praga el viaje hubieron de hacerlo « medio a pie medio a caballo » y « algunas veces en carro » (1), al modo de Santa Teresa; pero sin tener el consuelo de la Santa de caminar por tierras de católicos.

«El miércoles 28 llegaron a Sayen (¿Aigen?) y fueron re- cibidos y obsequiados por los Padres premonstratenses, que tienen allí un monasterio, en donde comieron.»

(1) RELACION del P . Juan Tadeo,

-30-

El 29 salieron para Budéis. «Aquí estuvieron hasta el viernes 30, por no hallar caballos.» El sábado día 31 fueron a comer a la ciudad de Tabor, y continuaron luego su viaje por la villa de Muchín (Milcin) a la de Woitiz (Wotitz), en la que hicieron noche; y el domingo, primero de agosto, no celebraron, «por ser tierra de herejes.» Así el P. Juan Tadeo.

Por su parte el P. Paulo Simón nos dejó los siguientes detalles acerca de este recorrido que hicieron: «Todo este país, dice, es casi de herejes, que se burlaban de nosotros; y muchos venían a ver si teníamos cuernos (1), y no querían darnos alojamiento; pero Dios Nuestro Señor nos ayudó siempre. En Graman (Kruman) ningún hostelero ni nadie nos quiso dar albergue. Fuimos a los Padres jesuítas, y nos recibieron muy bien, y nos agasajaron mucho.»

Aquel mismo domingo, primero de agosto, cerca de un mes de haber salido de Roma, llegaron felizmente nuestros Misioneros a Praga, término de la primera etapa de su largo viaje. En Praga « hospedáronse en un mesón, y Monseñor Ferrer, Obispo de Vercelli y Nuncio de Su Santidad cerca de la persona del Emperador, por hacer gracia y cortesía a los Padres, les mandó que fuesen a hospedarse a su casa y pa- lacio, en el cual estuvieron hasta su partida de Praga.» (2)

Lo primero que hicieron los nuestros, fué presentar al Nuncio el Breve y las Letras que para él traían de Su Santi- dad, en las cuales el Papa se los recomendaba muy eficaz- mente para que procurase facilitarles el paso por Moscovia, alcanzándoles para ello cartas del Emperador para el Gran Duque de aquellos estados. Hízolo el Nuncio con toda su voluntad, y él mismo les acompañó en la audiencia que tu- vieron con el Emperador del Sacro Romano Imperio. Eralo desde 1576 Rodolfo II, sobrino por su madre de nuestro Rey Fehpe II, cuyos ejemplos de celo por la religión católica imitó, iniciando una vigorosa reacción contra el luteranis- mo, para desterrarlo, si pudiese, de sus estados.

Excusado es decir la cordial acogida que el viejo Empe- rador dispensó a los Misioneros, y más cuando entregaron éstos las cartas pontificias que para Su Majestad Cesárea traían consigo. De esta audiencia sacaron los embajadores del Papa cartas del Emperador para el Shah de Persia, para Boris, Gran Duque de Moscovia, y para otros insignes per- sonajes de aquellos reinos, todas ellas muy calurosas y en- tusiastas (3).

(1) t...et molti uenivano a ueder se havevarno le coma . <■

(2) RELACION del P. Juan Tadeo .

(3) De la mayor parte de estas cartas existen copias en el Archivo ge- neral de la Orden, y de algunas de ellas los originales en pergamino.

-31 -

Quiso la casualidad, o mejor la Providencia, que en aque- llos dias se hallase en la corte del Emperador un embajador especial del Rey de Persia, llamado Zenil Kambey. «Lo fue- ron a visitar los Padres en compañía de D. Baltasar de Ma- rradas, caballero de Malta y capitán de caballería france- sa.» (1) El embajador quedó prendado de los humildes re- ligiosos; y más se prendó de ellos todavía cuando el Nuncio del Papa dió en honor de los embajadores de Su Santidad un banquete, al que convidó a los mejores y más aristócra- tas personajes de la corte. También asistió Zenil Kambey, invitado por el Nuncio que deseaba tratar algo muy impor- tante sobre aquella misión de los carmelitas descalzos, y re- comendárselos cuanto podía al embajador del Rey de Persia.

En los 18 días que permanecieron nuestros Misioneros en Praga, fueron muy obsequiados y regalados por las princi- pales familias de la nobleza, « distinguiéndose el embajador del Rey Felipe III de España, por la devoción que tenía a la Reforma teresiana.» (2)

Antes de salir de Praga, tuvieron los nuestros otra au- diencia muy cordial e íntima con el viejo Emperador, ha- blando con él sobre la guerra que convenía hacer al Turco; y después de agradecer calurosamente a Su Majestad sus cartas, atenciones y mercedes, se despidieron de él con toda sencillez y cortesía, lo mismo que del Nuncio de Su Santi- dad y de todos los señores, devotos y amigos, que tan grata les habían hecho su estancia en la corte del imperio.

Y terminada tan felizmente como se ha visto la primera etapa de su larga jornada, se prepararon en seguida los via- jeros para emprender la segunda. Estos peregrinos embaja- dores tenían poco equipaje que hacer; pues lo que más les preocupaba, era la guarda de los documentos ,del crucifijo y del breviario.

(1) RELACION del P. Juan Tadeo.

(2) RELACION del P. Paulo Simón.

CAPITULO IV

Desde Praga a la frontera de Moscovia

Recibimiento en la corte de Polonia.— Entrevista con el gran Canciller León Sapia. La famosa historia de Boris y Demetrio. Retrato ma- gistral de los cosacos, hecho por un Misionero valenciano.

Además de sus patentes, de su breviario y de su crucifijo, el P. Juan Tadeo se ocupaba mucho de su libreta de notas; y empezó a apuntar en ella, en leguas tudescas, la distancia que iban recorriendo, después de haber advertido, desde el principio, la equivalencia en millas italianas, ya que su iti- nerario lo escribía sólo para sus superiores de Roma, sin pensar en que había de salir a la luz pública, ni por entero ni en trozos selectos, que es como lo vamos sacando nos- otros ahora, para que lo discutieran y lo criticaran los geó- grafos venideros, especialmente aquellos que no han reco- rrido los caminos ni a pie ni a caballo ni en malos carruajes, sino en flamantes mapas iluminados.

Dicho esto, por via de introducción a este capítulo, siga- mos a los viajeros desde Praga hasta Cracovia, distancia que recorrieron en una semana.

«Partieron de Praga el miércoles, 18 de agosto, después de comer»; y, tomando el camino de Brandéis, fueron a dormir aquella noche a Nimburg. Siguieron su camino a tra- vés de la Silesia, en donde encontraron tantos herejes como en Alemania. Las vejaciones, burlas y escarnios que tuvie- ron que sufrir en estas jornadas, no fueron menores ni me- nos afrentosos que los que sufrieron desde Halle hasta Pra- ga. Día por día anota el P. Juan en su cuaderno, como de costumbre, sus apuntes favoritos. «El miércoles, 25 de agos- te, llegaron felizmente a Cracovia, capital del reino de Po- lonia». Aquí nos detendremos a puntualizar la acogida que les hicieron en aquel país tan católico y ferviente.

Ocupaba entonces el trono Segismundo III, el primer Wasa que reinaba en Polonia, y debía la corona a la inter- vención del Papa en las cuestiones internas de aquel reino. Su reinado fué largo, desde el 1586 al 1632. Fué gran favo- recedor de la religión católica y enemigo de los protestantes. Ya veremos cómo recibió a nuestros Misioneros.

Llegado que hubieron éstos a Cracovia, «se hospedaron

-33-

en el mesón, como en las otras ciudades, pero Monseñor Claudio Rangoni, Obispo de Reggio y Nuncio de Su Santi- dad, les mandó fuesen a alojarse a su palacio, adonde les regaló con caridad singular.» (1)

Al llegar aquí, el P. Juan Tadeo cede la palabra al Padre Paulo Simón, el cual, como he dicho, apunta con más cui- dado las notas diplomáticas.

«El día 26 dice éste en su Relación presentamos el Breve del Papa y otras cartas a Monseñor Nuncio, el cual nos alojó en su casa. El Cardenal de Cracovia nos mandó inmediatamente a invitar para que fuésemos a su palacio, cosa que no hablamos hecho nosotros por no haber sido re- cibidos del Rey. El 29 Monseñor Nuncio nos presentó a Su Majestad, a quien dimos el Breve del Papa, y le pedimos cartas para el Gran Duque de Moscovia y para el Rey de Persia, y un pasaporte para sus estados. Respondió que aquello, y todo cuanto pudiese hacer por nosotros, lo haría con toda su voluntad. Nos hizo excelente recibimiento. Es Rey católico, pío y prudente. Dió orden en seguida para que fueran escritas todas las cartas que pedíamos. Impusimos el Escapulario de la Virgen del Carmen al Principe, su hijo, a muchas señoras de su corte y a muchos caballeros polacos».

Después de visitar al Rey, fueron a ofrecer sus respetos y las cartas de Su Santidad al Cardenal Primado de Polonia. «Era Príncipe afable y cariñoso con todo el mundo dice el P. Paulo Simón pero con nosotros lo fué de un modo ex- traordinario, y quiso que nos quedásemos en su casa. Dos veces nos invitó a comer en su compañía; y semejantes in- vitaciones hemos recibido de otros muchos señores de Cra- covia, en los cuales se descubre al momento el gran celo por la religión. Muchos nos enviaron gruesas limosnas, es- pecialmente el señor Cardenal, el cual nos importunó mu- chas veces con grandes instancias para que las recibiésemos. El Rey nos envió cien escudos; y, porque no los quisimos aceptar, se los mandó a Monseñor Nuncio, para que así nos oblígase a recibirlos de su mano, diciéndole que deseaba te- ner alguna parte en aquella expedición evangélica.

» Superfino seria decir las pruebas de amor y benevolen- cia que nos dió Monseñor Nuncio, y todos los de su casa, con Ip que quedamos confusos. Por medio de su sobrino, se- cretamente nos dejó una buena suma de dinero en nuestra cámara para el viaje; pero, ni esta suma, ni ninguna de cuantas nos ofrecieron en Cracovia, las quisimos aceptar, se- gún se lo escribimos al Pontífice Clemente VIII, de feliz me-

(1) RELACION del P. Juan Tadeo.

3

-34

moña, excusándonos con todos los donantes, diciendo que teníamos suficiente con el dinero que nos había dado para el viaje Su Santidad. Nos movió a ser rigurosos en esto, el quitar toda ocasión de pensar que íbamos a las Misiones pa- ra acumular dineros, como hacen los griegos. »

Además de las cartas que ellos pidieron al Rey, Su Ma- jestad les dió algunas otras que habían de servirles mucho. El P. Vicente es quien nos va a referir ahora, con toda pun- tualidad y con soltura de pluma, lo que les acaeció hasta que lograron pasar la frontera moscovita (1).

« El Rey de Polonia, dice, nos hizo mucha caridad y fa- vor, y nos dió cartas para Monseñor Benedicto Woina, Obis- po de Vilna, y León Sapieka (2), Gran Canciller de Lituania, para que ambos nos diesen todo el favor y ayuda necesaria para pasar a Moscovia. También nos dió su Majestad un pasaporte en latín y otro en lengua rutena, para que fuése- mos seguros por todas sus tierras, y cartas para el Capitán de Orsza, por donde se entendía que habíamos de entrar en Moscovia, como hasta aquí ha sido la puerta, por la cual han pasado todos y pasaron los que últimamente envió Su Santidad a Persia. »

Trece días habían permanecido nuestros Misioneros en Cracovia, siendo tratados con el mayor respeto y amor por parte de todos sus moradores. Todos les pedían que funda- sen allí un convento de su Orden, según se lo escribió el P, Paulo Simón a sus superiores de Roma; lo cual, gracias a los ejemplos y oraciones de estos fervorosos hijos de San- ta Teresa, se efectuó al año siguiente, como luego veremos.

Antes de partir de Cracovia, fueron a despedirse de su Majestad y de su Real Familia. Lo mismo hicieron con el Nuncio de Su Santidad y con los amigos que habían mos- trado más amor a su Orden. En cuanto al Cardenal Prima- do, no se hallaba entonces en la capital del reino, sino en una célebre abadía de monjes bernardos, llamada la Mogi- lla (3) , distante cuatro millas de Cracovia. El señor Carde- nal había mostrado deseos de despedirse de nuestros Misio- neros, antes de que éstos continuasen su viaje; por eso se dirigieron ellos con este fin a la abadía de los bernardos. Habiendo llegado al monasterio, los recibió con suma bon- dad y caridad Su Ilustrísima.

M) En una carta al P. Pedro de la Madre de Dios, escrita en castellano, Vigilia de San Andrés de 1604, desde Polocia, 24 millas de Moscovia. Ar- chivo de la Orden.

2) Escribe el P. Vicente «Sapikea» y los otros escriben «León Sapia>.

3) Asi lo escribe el P. Paulo Simón; pero el P. Vicente escribe •Moguilla» .

-35-

» Al día siguiente, dice el P. Paulo (1) , comimos en com» pañia del Cardenal en el refectorio de los Padres, que son muy observantes, y el mismo día, después de la comida, nos partimos ». Era el 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen.

No hay que pasar en silencio que Monseñor Bernardo Makiouski, Cardenal Primado de Polonia, recibió en aque- lla ocasión de manos del P. Paulo el Escapulario del Car- men, porque era muy devoto de nuestra Orden.

Aquellos días había recibido nuevas cartas de Clemente VIII, escritas en Roma a 24 de julio de aquel año, en las cua- les Su Santidad tornaba a recomendarle calurosamente que ayudase a nuestros Misioneros en cuanto pudiese. ¡Tanto era lo que se interesaba el Papa por esta su embajada!

No hay para qué decir lo que creció con esto el cuidado del Cardenal por nuestros Padres. < El señor Cardenal, tor- na a decir el P. Paulo (2) , nos acompañó más de dos millas en carroza, y nos dió un gentilhombre para que nos acom- pañase y pagase todos los gastos que hiciésemos en su Du- cado. Y así, en tres días no caminábamos por Polonia a ca- ballo, sino que fuimos obligados a ir en un coche de mimbres »

Por su parte, el P. Vicente no deja de encarecer las be- llísimas prendas del señor Cardenal y los favores que les hi- en aquellas circunstancias «por el afición, dice, que tiene a nuestra religión, y por su bondad, que es muy grande. Y nos dió, añade, una carroza con cuatro caballos, muy bue- na, y un hombre que nos acompaña, e hizo la costa hasta un lugar suyo, donde el Capitán, de orden de su Señoría Ilustrísíma, nos dió otra persona que hizo lo mismo hasta Janovia (3) , que está a medio camino, donde el Obispo Leuceoriense, para quien teníamos una carta del señor Car- denal, nos recibió también con grandísima caridad y nos de- tuvo dos días. »

Todavía el Cardenal Primado quiso que de su parte lle- vasen un buen presente al Rey de Persia, con lo que podrían ganarle más la voluntad. Este presente lo describe así el P. Vicente el Valenciano: «Nos dió un libro de pergamino en folio grande con cuatro cuadros en cada hoja, que la hinchen toda de figuras de oro de martillo y colores, antiguas, de la Historia Sagrada, desde el primer capítulo del Génesis has- ta el segundo libro de los Reyes, que, por ser cosa rara y

(1) En carta al P. Pedro de la Madre de Dios, escrita desde Polocia a 4 de diciembre de 1604, fecha en que salieron para Moscovia. (?) Ibidem.

(3) Asi escribe el P. Vicente el nombre de la ciudad de Janow.

-36-

antigua, es de mucho precio; y le pareció que en su nombre lo presentásemos al Rey de Persia.»

El Cardenal sintió mucho la partida de los Misioneros, sin haber conseguido que se quedase alguno a fundar en Cracovia, por lo cual escribió una muy sentida carta a los superiores de Roma, pidiendo esta fundación. La carta del señor Cardenal fué leída en pleno Capítulo General, cele- brado en Roma por el mes de mayo de 1605, y, al verla tan entusiasta y apremiante, concedió el Capítulo dicha funda- ción en Cracovia, que muy luego fué realizada, teniendo su Señoría Ilustrísima el gusto de ver satisfechos sus deseos a la medida de su corazón.

Dejamos a nuestros Misioneros en Janow, pueblecillo de la diócesis de Lustk en Volinia, entretenidos con el señor Obispo que les agasajó mucho durante dos días, al cabo de los cuales se depidieron de él, y siguieron su camino «con otro hidalgo que les dió y les acompañó hasta Vilna». (1)

Desde Cracovia a Vilna habían empleado 15 días. Allí sufrieron una de las mayores contrariedades. Los dos perso- najes a quienes iban buscando, no estaban en la ciudad. He aquí cómo cuenta el P. Vicente este interesante episodio de la embajada, habiendo él entrado ahora en escena tomando parte más activa.

» Llegamos, dice, a Vilna el 23 de septiembre, y hallamos que el Obispo y el Gran Canciller no estaban allí. Con todo esto, el criado del Obispo Leuceoriense que nos acompaña- ba, según el orden que tenía de su amo, nos llevó al Pala- cio episcopal, y, aunque el Obispo de Vilna estaba ausente, fuimos muy bien recibidos de sus criados, y nos aposenta- ron en su Palacio en un cuarto nuevo que había edificado, y nos dieron tres aposentos buenos y la comida necesaria.

» Considerando que el Canciller estaba lejos de Vilna 30 millas polacas, en un lugar suyo llamado Ikasni, y muy de asiento para no volver tan presto a la ciudad, porque no perdiésemos tiempo, pues a él solo tocaba despacharnos co- mo se lo mandaba Su Majestad, se resolvió que nuestro Pa- dre Fr. Paulo, como superior, fuese a solicitar nuestro des- pacho y pasaje; y así nos mandó al P. Fr. Juan y a mi que nos quedásemos en Vilna para dar las cartas de Su Majestad al Obispo, pues eran como de cumplimiento, y sólo nos ha- bla de dar consejo y ayudarnos en lo accidental; porque lo substancial del negocio solo dependía del Gran Canciller. Y así nuestro P. Paulo, el Hermano Juan y D. Francisco se, partieron para Ikasni.

»E1 Obispo llegó el día siguiente a Vilna, y nos recibió

(1) ReLACION del P . Juan Tadeo de San Elíseo .

-37-

con mucha caridad, y agradeció a sus criados lo que hablan hecho con nosotros en su ausencia; y no fué posible, mien- tras estuvo allí, que nos eximiésemos de no comer a su me- sa y aun en cabecera: que no nos fué de poca mortificación.

» Estuvo en la ciudad algunos días; pero, porque tenía asignado el tiempo cuando se había de tener junta de algu- nas personas, que Su Majestad ha señalado para que le ha- gan volver algunas tierras, que el Palatino de Vilna pasado tenía usurpadas , le fué necesario partirse a un lugar que es- tá de Vilna 15 millas polacas, y asi nos dejó muy encomen- dados a sus criados para que nos tratasen bien. Y, aunque se lo rogamos mucho, no permitió que nos fuésemos a los Padres jesuítas o a los franciscanos, donde nos recibieran con gran caridad; que así se ofrecieron».

Entre tanto, el P. Paulo con sus compañeros había lle- gado al castillo de Ikasni, en donde el Gran Canciller y su esposa les recibieron como llovidos del cielo. Muy luego vieron en los nuestros señaladas virtudes cristianas y un gran celo apostólico por el bien de sus prójimos. El P. Paulo entregó a León Sapia las cartas del Rey de Polonia, y le re- firió brevemente el objeto de su visita. Lo que se pretendía, dijo León Sapia, era más difícil de conseguir de lo que se habían pensado en Roma y de lo que deseaban los Prínci- pes cristianos. La situación crítica de Moscovia hacía punto menos que imposible el paso a la embajada pontificia. Así y todo, el Gran Canciller les ofreció estudiar el modo de po- der realizar lo que todos pretendían.

La situación a que se refería el Canciller merece explicar- se un poco por lo que entra de lleno en esta historia, para entender debidamente lo que dicen nuestros Misioneros en sus relaciones, y para darse cuenta cabal de los peligros que corrieron por tierras de Moscovia.

Sabido es que la vetusta monarquía moscovita, derroca- da por los bolcheviques, se remontaba hasta mediados del siglo IX. Fué fundada por un capitán de piratas, natural de Dinamarca, que se llamaba Rurik, cuya dinastía ocupó el trono cerca de ocho siglos. El más célebre descendiente de esta dinastía, fué, sin disputa, Iwan Basilowitch, a quien puede considerarse como el fundador del fenecido imperio de Rusia. El fué su primer Czar, el cual dilató considerable- mente sus estados con la toma de Astrakán y Kazán a los tártaros, con la conquista de toda la Siberia, la invasión de la Livonia y el apoderamiento de cuantiosos territorios ex- tranjeros. A su muerte, acaecida en 1584, dejó su corona a su hijo mayor, llamado Feodor o Teodoro Iwanovitch. El otro hijo suyo, que se decía Dmitri o Demetrio, como le lla- man nuestros Misioneros, quedó de dos años solamente, y

«

-38-

recibió por heredamiento o infantazgo la ciudad de Ouglitch, en las riberas del Volga, a 45 leguas de Moscou. Feodor fué educado cuidadosamente por su madre, la cual, después de haberse quedado viuda, se retiró a un monasterio cismático.

Feodor, Príncipe imbécil y sin cualidad alguna para go- bernar tan vasto imperio, se entregó en manos de su primer ministro y consejero, Boris Godunow. Este ministro era de- masiado ambicioso para contentarse con su papel, teniendo un Principe tan inepto y débil; por lo que empezó a manifes- tar sus pretensiones de arrebatarle la corona del imperio. Comenzó por alejar de la corte, con fútiles pretextos, a to- dos cuantos le hacían sombra o podían impedirle la realiza- ción de sus sueños. A quien primero hizo asesinar, fué al príncipe Demetrio, hermano de Feodor. El asesinato se co- metió en Ouglitch en 1591. Hay historiadores que aseguran que Demetrio escapó a la muerte, merced a la estratagema de su preceptor, el cual, cuando llegaron los asesinos a co- meter el crimen, puso, en lugar de su discípulo, a un niño de la misma edad del Príncipe y de semejante fisonomía. Esto dió lugar a la serie de Demetrios que empezaron a pu- lular en adelante por Moscovia.

Entre tanto, Boris se ocupó durante algunos años en afianzarse en el poder, procurando ganarse, con su buen gobierno, las simpatías de los moscovitas. Después, cuando lo creyó oportuno, esto es, por los años de 1601, envenenó traidoramente a Feodor, según unos; aunque según otros, parece que el Czar murió de muerte natural. Difícil será ave- riguar la verdad de estos hechos; pero, sea ello como fuere, el caso es que el desaprensivo ministro subió al trono de los czares y se llamó Boris Feodorowitch.

Así las cosas, cierto día, un impostor e intrigante, como quieren algunos, de un parecido muy cabal en el rostro y en el talle a Demetrio, si es que no era el mismo Demetrio, co- mo dicen otros, se hizo pasar por el hermano legítimo de Feodor, con derecho al trono moscovita, y, retirándose ha- cia las fronteras de Lituania, empezó a preparar lo que hoy se llama un golpe de estado.

Al cabo de dos años, en 1604, el verdadero o supuesto Demetrio, invadió el territorio moscovita al frente de un ejército aguerrido de polacos y cosacos, el cual era reforza- do y aumentado cada día por numerosos tránsfugas que ve- nían del campo de Boris, a quien también llamaban los nuestros Borisio. El Rey de Polonia, por su parte, se mante- nía hasta entonces en una prudente neutralidad. Las relacio- nes de nuestros Misioneros quizá puedan dar algo de luz en esta enmarañada historia; por lo menos, ellos refieren lo que a sus ojos pasó en aquellas fechas de tanta confusión, y lo que oyeron a personas fidedignas que estaban en grado de

-39-

saber algo de lo que pasaba. El P. Vicente de San Francisco dice a este propósito (1) : « Muchas cosas dicen del que pre- tende ser verdadero heredero de Moscovia. Diré las que ma ha dicho por ciertas el Padre Rector de este Colegio de Po- locia:

»Este Demetrio, ayudado de un Palatino polaco, ha jun- tado un ejército de 30.000 hombres, de los cuales los 16.000 son cosacos, que son gente terrible, porque son hombres que hacen profesión de morir en la guerra desesperados, y son todos malhechores, homicidas, desterrados de diferentes tierras, que se juntan alli y hacen compañía. Se gobiernan por una cabeza, la cual eligen entre ellos, y la deponen cuando quieren. No reconocen otro superior, y sirven al que los paga, sea polaco, moscovita o turco. Otros mercenarios tiene, que son hombres de a caballo con lanzas, y los de- más son polacos y moscovitas, pero estos 30.000 son paga- dos; que de otros ventureros tendrá hasta 10.000.

»De manera que con este ejército de 40.000 hombres llegó Demetrio a los confines de Moscovia, y de alli despachó correos a las fortalezas, dándoles noticia de su llegada, y cómo venía a recuperar sus reinos y a librarlos de las mu- chas molestias que les hacía este tirano (Boris) . Y si, como buenos vasallos, se querían rendir a su verdadero Señor, él les ayudaría y honraría; pero, si fuesen rebeldes, les hacia saber que a fuego y sangre los habría de sujetar. Luego se le rindieron tres o cuatro fortalezas, y ha entrado en Mosco- via; y, llegando a una que se defendía, la hizo quemar y arrasar con el suelo.»

Además de esto, supo el P. Vicente, «que el Duque de Moscovia estaba muy apretado, y que habían venido de aquella provincia a la frontera 20.000 tártaros, llamados de él en su socorro, para que le acompañen con su tesoro a Tartaria, donde se pensaba retirar, por no fiarse de sus mis- mos vasallos moscovitas; y que, sabiendo esto, Demetrio había ido con parte del ejército a impedir que no pase este tesoro, y ver si puede prender al Duque y tomar el tesoro; porque el entrar en Moscovia o sujetarla toda, lo tiene por seguro, por tener muy grueso ejército y estar todos aquellos reinos alterados . »

Le dijo también el mismo Rector de la Compañía al Pa- dre Vicente, «que Demetrio había prometido al Rey de Po- lonia, porque le ayude en esta ocasión, recuperase sus tierras, que le restituiría el Ducado severiense, que antigua- mente poseía; o muriese sin hijos, dejar su derecho de Moscovia a la corona Real de Polonia. Esto no se sabe de

(1) En su carta citada, del 4 de diciembre de 1604.

-40-

cierto; porque el Rey de Polonia tiene paces por 20 años con el Moscovita. Pero, se colige por la mucha ayuda que tiene Demetrio, siendo tan pobre; y el Palatino, que le ha puesto y sustenta en esta empresa, no ser rico».

Además sabe «que Demetrio hizo juramento, después de la profesión de fe, de introducir en Moscovia (1) Padres de la Compañia y la religión de San Francisco, zocolantes; y así van con él en el ejército dos Padres jesuítas y otros dos bernardinos, que así llaman a los Franciscos».

Estas y otras muchas cosas de menor importancia para nuestra historia, y que algunas se irán diciendo en otros lu- gares, le refirió el Rector de la Compañía al P. Vicente, y éste las recogió con cuidado para transmitirlas a Roma, por lo que allí pudieran servir.

Así estaban las cosas en Moscovia, cuando llegaron los nuestros a pedir el paso al Canciller de Lituania; y a estas circunstancias se refería León Sapia cuando les hizo ver la dificultad de atravesar entonces aquel agitado país. Desde luego les aconsejó que despachasen un correo para probar fortuna. Este correo había de llevar una carta del Empera- dor Rodolfo, otra que escribiría el mismo Canciller y otra tercera del P. Paulo para el czar Boris, con el fin de que les permitiese pasar por sus estados con dirección a Persia. Es- tas tres cartas venían a decir una misma cosa, que no era otra que suplicar y pedir salvoconducto por tierras mosco- vitas.

El correo del Gran Canciller se dirigió con estas tres car- tas a la más pxóxima fortaleza rusa que defendía la fronte- ra por aquella parte; pero el oficial de guardia le prohibió en absoluto penetrar en Moscovia. Entonces el correo le en- tregó los documentos para el czar Boris, y no los quiso co- ger el oficial moscovita si no después de reiteradas instan- cias, y se encargó, al fin, de hacerlos llegar a manos de su Señor. Después de mucho esperar, Boris respondió que no podía dar una respuesta categórica a aquellas cartas hasta después de tres semanas (2) . Y con esta respuesta se volvió el correo al castillo del Gran Canciller de Lituania.

Por no ser gravoso a León Sapia, esperando en el casti- llo de Ikasni tanto tiempo, «a nuestro P. Fr. Paulo pareció, dice el P. Vicente, volverse a Vilna para visitar al Obispo; y como ya no estaba allí, se resolvió de ir a aquel lugar donde había la Junta, y habiéndole visto y vuelto a Vilna,

(1) El P. Vicente escribe al margen en este folio : « Esto me lo ha dicho un Padre que se halló presente >• (en la carta antes citada) .

(2) El P. Vicente dice que dijo el Duque «después de cuatro semanas.» Carta citada.

- 41

todos desde allí nos determinamos de ir a Ikasni, al Señor Canciller, para esperar la respuesta del moscovita. El Señor Obispo nos dio otra carroza de cuatro caballos para que ayudase a llevar esta ropa que traemos hasta el Señor Can- ciller, y un criado que nos acompañase e hiciese el gasto, como lo hizo, hasta Ikasni, y después se volvió con la carro- za a su amo a Vilna.

» El Gran Canciller nos recibió y trató con mucha caridad, que es muy pío y gran aficionado del Señor Cardenal Cin- tio. Estuvimos en su casa esperando la respuesta de Mosco- via; y pasadas cuatro semanas o cinco, y no viniendo, con consejo del señor Canciller, resolvimos que uno de nosotros fuese a Orsza con la carta del Emperador, a intentar si por aquella parte nos quería conceder el «passage» (1) el Mos- covita; y así a los Padres les pareció que yo fuese con el Hermano Juan. Partí luego, y en llegando a Polocia , que es- taba a la mitad del camino, hallé que estaba aquí un mos- covita que había enviado un legado que remitía el Duque de Moscovia al Rey de Polonia, y pedia que, atento que en Smolensk había peste y por esto era cerrado el paso de en- trada en Rusia por Orsza, suplicaba a su Majestad le conce- diese el paso a sus reinos por esta ciudad de Polocia (Po- lotzk); y que así le había seña ado el Gran Duque que vinie- se por aquí, pudiese alcanzarlo.

«Viendo yo, pues, que no había esperanza de pasar por Orsza, y que se habría la puerta por el mismo moscovita por este lugar, con consejo del P. Rector de la Compañía del Co- legio que aquí tienen, resolví que sería sin fruto ir a Orsza, y que nos convenía intentar por aquí lo que había de hacer en Orsza; y así hice las diligencias y procuré haber recau- dos del Palatino para que nos dejasen pasar las guardias los confines de este reino de Rusia y entrar los del reino de Moscovia (2) .

Pero, aunque hice mucha instancia, sólo pude alcanzar que el Hermano fuese con un intérprete y otro hombre, que enviaba el Palatino de aquí, para que los acompañase. Y asi fué el Hermano y entró en Moscovia cerca de la primera for-

(1) Dice passage por paso, porque italianiza la palabra , ya que en Ita- liano se dice passaggio. Alguna que otra vez repite lo mismo el Padre Vicente .

(2) Para que se entienda esta frase del P. Vicente acerca - de pasar los confines de este reino de Rusia y entrar en los confines de Moscovia', hay que advertir que entonces se contaban diversas Rusias, a saber : La Rusia Hoja, que correspondía en grím parte a la Qalizia actual, cuya capital era Lemberb. La Rusia Blanca de la que era capital Vilna. Estas dos Rusias formaban parte del reino de Polonia. También habia la Gran Rusia o la Rusia Negra, a la cual nuestros Misioneros llaman siempre Moscovia, cu- ya capital era Moscou, y ésta pertenecía a los Czares.

-42-

taleza que se llama Nevalia (Nevel) , y está de aquí, de Po- ' locia, 24 millas. Allí entregó la carta del Emperador al Pala- tino Nevaliense y otra escrita en nombre de todos nosotros, en la cual le pedíamos nos concediese «passage». Estas dos cartas envió luego el Palatino o Gobernador de Nevalia al Gran Duque, y no permitió que el Hermano se quedase allí hasta q ue viniese la respuesta, y así se volvió a Polocia, donde estaba yo esperándole.»

Mientras esto les ocurría al P. Vicente y a su compañero, los Padres de Ikasni se cansaron de esperar, y entonces el Canciller, inagotable en recursos como buen estratégico y buen general, les propuso un medio que, según él, había de dar excelentes resultados.

Atendiendo a que uno de los artículos estipulados en el tratado de paz entre Moscovia y Polonia decía « que todo embajador de cualquiera de estas dos potencias pudiese cir- cular libremente por el territorio de la otra con el séquito que llevase » propuso León Sapia que pasasen los Misione- ñeros por Moscovia a título de capellanes del embajador o «Internuncio», como ellos dicen, que el mismo Canciller nombraría al efecto.

Así se hizo, y en calidad de capellanes del embajador de Polonia se pusieron en camino. Y «llegado a Polocia, ciu- dad que el Rey Esteban tomó a los moscovitas, se alojaron en el colegio de la Compañía de Jesús » (1) , en donde halla- ron al P. Vicente. Este se unió a la embajada. Desde Polocia, el Palatino despachó un propio al de Nevel para avisarle « de cómo el Rey de Polonia enviaba al Gran Duque Boris un Internuncio con 29 personas de su séquito, fuera de los carroceros y otros guías de la tierra, para que, según cos- tumbre que había entre ellos, presentasen los pasaportes, de modo que hubiese tiempo de examinarlos y pedir la li- cencia al Gran Duque (2) ».

Mientras esperaban la respuesta, escribió el P. Paulo Si- món a Roma una carta tan interesante, tan llena de datos curiosos sobre estas peripecias y sobre las cosas y personas de aquellos países, que debe figurar íntegra y con honor en estas páginas. Dice así al Comisario General (3) :

» Hace cinco días que escribí desde Ikasni, en donde es- tuvimos hospedados en el palacio del Gran Canciller de Li- tuanía, y hablé a V. R. largamente acerca del estado de nuestra misión, y cómo debíamos partir el mismo día cami-

(1) RELACIÓN del P . Juan Tadeo.

2) Ibidem.

3) El P. Pedro de la M. de Dios. Esta carta está escrita en italiano. El original y algunas copias se conservan en el Arch . general de la Orden .

-43-

no de Moscovia. Le refería los favores que habíamos reci- bido del Gran Canciller ; le daba cuenta del Estado de este reino y provincias en cuanto a la fe y religión ; del fruto que se haría habiendo una fundación nuestra en estos países, y la comodidad que hay aquí para fundar, especialmente pi- diendo la fundación y los religiosos el mismo Gran Canci- ller, al cual creo que sería bien que V. R. escribiese sobre esto, habiéndole yo dicho que V. R. lo haría ; y que hiciese V. R. que le escribiese también sobre ello el Cardenal San Giorgio, con el cual tiene amistad y correspondencia por cartas ; y también podría escribir al Obispo de Vilna el Car- denal Aldobrandino. (1)

» El mismo día nos partimos después de comer, habién- donos despedido de la esposa del Señor Canciller, que sin- tió mucho nuestra partida, lo mismo que el Señor Canciller, a quien dimos las gracias por tantos favores, y no pudo di- simular las lágrimas de sentimiento al vernos partir, por el amor que nos había cobrado ; y nos acompañó hasta fuera de su castillo, y mandó con nosotros dos servidores suyos hasta Polocia, y seis caballos y un coche, no teniendo noso- tros sino dos caballos y otro coche, con lo que pudimos pre- parar dos coches con cuatro caballos cada uno.

» El Gran Canciller y su esposa dieron al Señor Francis- co Riodolid unos 100 «húngaros», que harán como 150 duca- dos poco más o menos, para que nos tratase bien en el cami- no, no obstante que yo les dije que no teníamos necesidad de cosa alguna, y menos de dineros. Y a nosotros nos dió el Can- ciller un buen cáliz de plata, pues el nuestro estaba hecho una lástima.

» El jueves por la tarde llegamos a Polocia sin novedad. Si bien los servidores del Canciller, que pagaron los gastos del viaje, nos regalaron bien, con todo eso sufrimos mucho por el pésimo estado del camino ; tanto, que fué necesario andar a píe una buena parte; y los coches se trastornaron no pocas veces y se rompieron, corriendo gran peligro los caballos. Pero mucho más sufrimos por la aspereza del tiem- po, casi siempre nevando ; y el frío era tan intenso, que no se podía sacar fuera la mano sin peligro de que se helase. Teníamos los mostachos blancos de la escarcha, y el segun- do día se me heló el Sanguis en la misa. Como íbamos en coche, no llevábamos abrigo ni calzas, por lo que todos se quedaban admirados; y así no podíamos resistir, como ellos, a la aspereza del tiempo.

» El segundo día era el viento tan grande y tan frío, que al P. Juan Tadeo se le helaron los pies al pasar un río, de

(1) La carta a que aquí se reHere , no la hemos hallado en el Archivo .

-44-

tal modo que no los sentía, y tuvimos gran dificultad en hacerle tornar la sangre. Con poco más que hubiésemos tar- dado, los hubiera perdido. El río se hiela, con ser tan gran- de y profundísimo, de modo que sobre el hielo pasan los ca- rros. Yo no estuve en tanto peligro, si bien me duelen toda- vía los dedos de los pies. A pesar de esto, no hemos perdi- do el ánimo. Ha bajado ya mucho el frío, así es que no he- mos tenido que cambiar de ropa; y, si bien yo estoy sin abrigo, no siento el frío de manera que no lo pueda sopor- tar.

» En Polocia encontré al P. Vicente el cual había enviado al Hermano Juan a los confines de Moscovia con la carta del Emperador para conseguir el paso. En tres días llegó a la primera ciudad de Moscovia, que es Novalia (1), dista 120 millas de Polocia. No quisieron que entrase el Hermano en la ciudad, pero le dieron alojamiento fuera, en donde estu- vo dos días, según costumbre de ellos; que por ser muy sos- pechosos, no dejan entrar en la ciudad a ningún forastero, ni salir fuera del alojamiento, para que no vean las fortifica- ciones y el país. El Hermano dió a un enviado del Palati- no de aquella ciudad la carta del Emperador para el Duque de Moscovia, y una mía, en la cual en nombre de Su Santi- dad le pedía el paso, cuya copia envío a V. R. (2). No qui- sieron que el Hermano llevase las cartas al Gran Duque, ni que esperase la respuesta, sino que retornase a Polocia, co- mo lo hizo, prometiéndole enviarle allí la respuesta tan pronto como viniese, pero que debía tardar tres sema- nas. Todavía no la hemos recibido, por no haber pasado si- no diez días solamente.

«Para que no nos detengan en la frontera, hemos de en- trar nosotros en Moscovia como compañeros de este emba- jador de Polonia, el cual, tan pronto como llegue a Moscou, en donde está el Gran Duque, le dirá cómo el Rey de Polo- nia le ha mandado sólo por acompañarnos, y le dará una carta recomendándonos a nosotros.

» El embajador del moscovita que vimos aquí, es favori- to del Gran Duque. Nos dijo que éste nos dará el paso para Persia, por estar su Gran Duque en perpetua paz con el per- siano, del cual ha recibido hace poco un embajador para participarle las victorias que ha tenido este año sobre el Turco: las cuales victorias, decía el Persiano en la carta es- crita al de Moscovia, se debían a la benignidad del mismo Moscovita y a las oraciones del Sumo Pontífice.

» En Moscovia, según lo que escriben, los tulmultos y

(1) Así escribe el P. Paulo Simón el nombre de la ciudad de Newel.

(2) Se conserva en el Arch. generalicio. Está escrita en latín.

-45-

guerras civiles van en aumento. Demetrio, al frente de 40. 000 soldados, ha tomado cinco castillos y algunos conda- dos del Duque de Moscovia, los cuales han pedido auxilio de este Principe. Entre otras cosas, ha jurado Demetrio introdu- cir la religión católica en aquellos reinos, y a los padres je- suítas y a los bernardinos, que son entre nosotros los zoco- lantes (1) , dos de los cuales los lleva consigo en el campo de batalla. El Moscovita tiene en su ayuda unos 20.000 tár- taros.

» Hasta que no se celebre la Dieta, no se descubrirá la po- sición que tomará el Rey de Polonia; si bien en secreto ayu- da a Demetrio, el cual ha jurado, según dicen, dejar por he- redero al reino de Polonia del ducado de Moscovia, si llega a morir él sin herederos.»

El P. Paulo Simón escribió esta carta en el punto de em- prender el viaje con el embajador o internuncio polaco a la frontera de Moscovia, sin esperar, como él dice, el término prefijado por el palatino de Novalia, tal como se lo había aconsejado el Gran Canciller de Lituania.

Ahora veremos las dramáticas peripecias que encontra- ron en las fronteras moscovitas.

Eso puntualmente se dirá en el siguiente capitulo.

(1) Eran loe franciscanos observantes.

CAPITULO V

En las Fronteras Moscovitas

Arresto de los Misioneros.— Un rasgo del Sargento RiodoUd de Peralta. O volver a Polonia, o ir a Persia dando la vuelta por Puerto Arcángel, según la orden del Gran Duque.

El 4 de diciembre de aquel mismo año de 1604, fiesta de Santa Bárbara, salieron los Misioneros de Polocia, después de haber celebrado Ja misa los tres Padres. Partiéronse sin intérprete, porque uno que se les ofreció como tal, no ha- blaba italiano, sino un poco de latin mal construido y peor pronunciado, y todavía les pedía por su trabajo nada menos que mil florines y gastos de viaje pagados, para él y para un criado suyo.

Antes de partir, enviaron por delante un mensajero a ca- ballo, para que notificase su llegada a la frontera al Palati- no moscovita; y «antes de pasar los mojones o confines, di- ce en su relación el P. Juan Tadeo, esperaron a que volvie- se este mensajero; y viendo que tardaba, se acercaron más a los mojones de los moscovitas, y queriendo entrar, los guardias que alli estaban, les hicieron esperar toda la no- che, hasta que llegó el correo de a caballo...

» El Hermano Juan de la Asunción, continua el P. Juan, por error de camino, se había quedado atiás, por lo cual no pudo entrar juntamente con los Padres ; mas, dióse orden a i los guardias que luego como llegase, lo dejasen entrar, y que le guiasen al aloxamiento del internuncio. Aquella no- che los hospedaron en una villa junto a Novalia.»

Estando en aquella villa, preguntaron separadamente los centinelas al embajador polaco, bajo palabra de honor, si traía consigo algunos forasteros, y dijo que no (1). Y al día siguiente llegaron de la ciudad de Novalia hasta 25 señores moscovitas a caballo, con gran turba de peones, para reci- bir al embajador de Polonia, y de nuevo le preguntaron si traía en su séquito algunos extranjeros, «y respondió que no, sino tres sacerdotes suyos. Replicáronle si eran los sa- cerdotes que Su Santidad fnandaba a Persia, porque tenían

(1) Carta del P. Paulo Simón al P. Pedro de la M. de Dios, fechada en Varsovia a 25 de enero de 1605. Arch, de la Orden.

-47-

orden de recibirlos de otro modo. Y respondió el legado po- laco que no, que eran sus capellanes» (1).

Pero, es el caso que, ya por los pasaportes, ya por la car- ta que les había entregado el Hermano Juan de la Asunción diez días antes, los moscovitas tenían averiguado que aque- llos sacerdotes no eran simples capellanes del internuncio de Polonia, sino embajadores del Pontífice Romano; por lo cual volvieron todas sus iras contra el enviado polaco, apos- trofándole de falaz y mentiroso, indigno de llevar ninguna embajada. Así es que todos quedaron arrestados en el acto, y separaron a los Padres del embajador polaco. El Hermano Juan y el correo, que habían despachado por delante, queda- ron también prisioneros en distintas localidades. Al día Si- guiente, los volvieron -a juntar a todos, y los llevaron a otra villa mayor, diciéndoles <que en ella tendrían mayor como- didad » : merced, que recibieron « con grandísimo contento de verse juntos, para mexor poderse unos a otros consolar y prepararse para la muerte, que con razón se podía temer» (2).

Y muchas razones tenían para temer la muerte, porque entonces, como ahora, parecía cosa de juego el cortar cabe- zas humanas en Moscovia.

El primer día nos les dieron de comer, ni les permitieron comprar otra cosa que un poco de pan. Al embajador polaco le maltrataban de palabra y por obra, hartándole de bellaco y mentiroso. Estaban más irritados aquellos días por haber sabido que en Polocia, territorio polaco, habían metido en la cárcel a siete moscovitas del séquito de un embajador del Gran Duque, a los cuales habían tomado por espías. «A nos- otros, dice el P. Paulo (3), nos dió el Señor tal intrepidez, que no temíamos ni nos turbábamos; y estábamos prepara- dos para lo que quisiera el Señor de nosotros. Yo dije la mi- sa como si fuese la última, aunque no con tanta preparación y devoción como la que se requería en tal trance; y los Pa- dres, el Hermano Juan, Don Francisco Riodolíd y los dos jó- venes polacos, comulgaron. Y así pasamos aquel primer día: no con temor, sino más bien con alegría, por vernos la pri- mera vez en la cárcel por amor de Cristo, Señor nuestro.»

En los días siguientes siguió el ayuno a pan y agua: y el demonio, según el P. Paulo Simón, parece que quiso turbar algo la paz y serenidad de que disfrutaban, haciendo pensar y decir a Don Francisco Riodolíd que por culpa de todos es- taban en aquel trance, por haber querido pasar por medio de una mentira. El P. Paulo procuró convencerle de que ellos no tenían culpa alguna; pues no se habían guiado por

(1) RELACIÓN del P. Juan Tadeo. Í2) Ibidem.

(3) En la carta antes citada.

-48-

mismos, sino por el parecer de los demás, y en aquel caso habían aceptado el ser capellanes del Internuncio, y de he- cho lo eran. Por esta razón, tampoco el enviado polaco dijo mentira, pues, explícitamente le habían ordenado que les introdujese en Moscovia, no como embajadores del Papa, sino a título de capellanes suyos , y por tales se los reco- comendamos; con lo cual no dijo una mentira, sino que cumplió una orden explícita. No se calmó tan pronto el buen aragonés, que hubiera querido decir la verdad a gritos, aun- que le fusilasen los moscovitas; pero como era obediente y disciplinado, se fué tranquilizando poco a poco.

Dos semanas estuvieron encarcelados nuestros Misione- ros (1) , al cabo de las cuales, llegó la respuesta del Gran Duque de Moscovia, que les fué entregada por el Palatino de Novalia, y que traducida por el P. Juan Tadeo en su estilo pintoresco, dice de esta manera (2) :

»Por la gracia de Dios y del gran Señor, Gran Duque y Rey Borisio, hijo de Teodoro, único Señor de toda la Rusia y de muchos otros señoríos y reinos, el Palatino de Novalia, Príncipe Miguel, hijo de Juan Chicopski, a los religiosos Paulo Simón y Juan Tadeo, enviados de Clemente, Supre- mo Papa de la Iglesia Romana.

» Este año de 1604, del mes de noviembre a 24 (3) , ha ve- nido en tierras de nuestro gran Señor, a los confines de Li- tuania, de Segismundo Rey de Polonia, su Internuncio Ma- tías Nieronofski, y ha dicho tener consigo quince personas o diez y seis, con un mozo de caballos, y de las otras perso- nas no ha hecho mención. Y después me han hecho relación cómo con el Nuncio de Lituania, érais venidos enviados del Papa; y yo he mandado decir al Nuncio de Lituania, Matías Nieronofski, que él en los confines no ha dicho verdad; y el Nuncio de Lituania ha dado respuesta que vosotros érais mandados de Clemente Papa al Abbas, Rey de Persia, y que os han mandado que pasaseis por el dominio de nuestro gran Señor el puerto, y en los confines él no os ha declara- do, según el mandamiento del Rey que le ha mandado, que no manifestase de vosotros hasta que fuéseis dentro de Moscua (sic).

» Del Nuncio de Lituania y de vosotros he escrito, según el mandamiento de su Majestad, a la ciudad grande de No- vogroda (4) al Palatino y Principe Basiliso, hijo de Juano-

(1) El P. Juan Tadeo dioe en su RELACIÓN que fueron 14 días, el P. Pau- lo Simón 17 y el P. Bertoldo-Ignacio en su MISSIÓN DE PERSE (pág. 91) 15 días .

2) La inserta en su RELACIÓN , y la copiamos con su ortografía y todo .

3) «Según nuestro Calendario gregoriano, a 4 de diciembre». Nota mar- ginal del P. Juan Tadeo.

(4) Asi escribe Noivgorod.

-49-

wick Binosimi Rotoskemi (sic) , el cual agora me ha manda- do uno, el cual me ha dicho en nombre del Palatino de No- vogroda... que por Lituania está impedido el paso a la tie- rra de nuestro gran Señor; porque de parte del Rey Segis- mundo agora se ha hecho cosa la cual jamás se ha hecho, olvidándose él del juramento hecho con el beso de la cruz, y quebrando la paz hecha entre nosotros, con derramamien- to de sangre, el cual ha empezado en la cristiandad.

» No con qué ánimo ha enseñado a aquel traidor mago , perturbador y apóstata de nuestra religión griega (1), con- viene a saber: que ha sido monje Rishkio de la Ropieva (sic) y agora apóstata, que se haga y se llame Principe Demetrio Wklieski: la cual cosa es imposible hacer creer a los hom- bres; y ha hecho huir a nuestro gran Señor, confiado con su beso de la cruz y con la intervención del Rey de Polonia. Y también es imposible creer que él no haya mandado a este traidor que venga con la gente de Lituania y con los cosacos de Zaproski a los confines y tierra de Severia. Y este Nun- cio, según el mandato del Rey Segismundo, ha venido a la tierra de nuestro gran Señor a traición, como vienen los la- drones y salteadores, y con la invocación manifiesta de los inmundos espíritus, los cuales, en figura de hombres, pelean, llamándose tal nombre: de la cual cosa Segismundo Rey con su Senado darán cuenta a Dios.

» Y porque ha hecho esto el Rey Segismundo en tiem- po de paz, la Majestad de nuestro gran Señor no ha querido dejar de avisaros de aquello, manifestando lo que se usa entre los Príncipes cristianos, que con el beso de la cruz se confe- deran, pacifican y unen por persona propia o por medio de sus embajadores, y aquello que capitulan, queda firmemen- te establecido entre ellos.

»Por lo cual, habiendo pasado vosotros por tierra de Li- tuania, no se os concede el paso; mas, si queréis ir por otras tierras y por el mar de nuestra gran tierra y puerto de Iva- nogrod (2) , o por el mar mayor océano al Puerto Arcángelo, y no por la tierra de Lituania, el nuestro Gran Duque y Czar, aUas Kinás Boris, hijo de Teodoro, Señor de toda la Rusia, por amor del altísimo Clemente, Papa, de quien sois envia- dos al Rey y reinos de Persia, seréis bien recibidos, mandán- doos que vayáis a Ivanogrod o al Puerto Arcángelo; y allí se os darán hombres que os acompañen, guíen y sirvan, con caballos y todo lo necesario para vuestro sustento; y man- daré que os lleven por sus tierras y señoríos; y se manda

(1) Ya se ve que habla de Demetrio, el cual se había convertido al cato- licismo, con lo que se había captado la voluntad del Rey de Polonia.

(2) Ivan-Gorod, en el golfo de Finlandia.

4

-50-

al nuncio del Rey de Polonia que os vuelva allá a vosotros, que sois enviados del Sumo Pontífice, y que vayáis por Li- tuania y las otras tierras al Rey Segismundo.

»Dado a diez de diciembre (y a nuestra cuenta a 21) de 1604. »

Hasta aqui el curioso documento, en que aparatosamen- te se manda a los Misioneros volver por donde habían veni- do, para tomar luego la vía de tierra o la vía de mar, para desembarcar, por ejemplo, en Ivan-Gorod, puerto del golfo de Finlandia, o en Puerto Arcángel en el mar Blanco. ¡Ahí es nada la vía recta que se les señalaba para llegar sin tar- danza a Persia! No sabemos si el Moscovita hablaba con sin- ceridad y verdad o con la más refinada ironía que pudiera pensarse.

Sea de ello lo que fuere, el hecho es que nuestros Misio- neros, con el «nuncio» que les dieron, volviéronse camino de Polocía, a donde llegaron poco antes de Noche Buena. Se alojaron de nuevo en el colegio de la Compañía de Jesús, siendo tan cordialmente recibidos como la vez pasada, y más después del contratiempo sufrido y de las penalidades del encarcelamiento. Allí celebraron las Pascuas de Navidad, pasadas las cuales, se partieron camino de Vilna, a donde llegaron el día de la Circuncisión, y en donde pensaron pe- dir luz y consejo para ver por dónde, cómo y cuándo po- drían ir con la mayor brevedad posible para su destino.

Porque, al medio año justo de haber salido de Roma, se hallaban a menos de la tercera parte del camino.

CAPITULO VI

De Moscovia a Polonia y de Polonia a Moscovia

Lo que se trató en la Dieta de Varsouia.—La muerte de León Sapia y del Gran Duque Borísio. Es proclamado Demetrio Csar de la Rusia Ne- gra.— Impresio:¡es de Polonia y de sus hombres.

No hay mal que por bien no venga. El Señor parece co- mo que impedía seguir el viaje o hacerlo rápidamente a nuestros Misioneros, porque les preparaba más bien los ca- minos de dilatar por allí la Reforma Teresiana. Esto es lo que más se echa de ver en este interesante capítulo. Por otra parte los incidentes, ora agradables ora desagradables, se su- ceden sin cesar en el viaje de esta embajada pontificia, con la muerte de los principales personajes que intervinieron pa- ra enviarles a Persia, para ayudarles en esta empresa, para abrirles el paso a través de mil obstáculos o para cerrarles todos los caminos, como nos lo van a contar los mismos Mi- sioneros con su sencillez más que homérica.

Estando en Vilna, supieron los nuestros que las Cortes del reino, «que los polacos llaman Dieta» (dice el P. Juan Ta- deo, extrañado de la palabra) , estaban convocadas para ce- lebrarse en Varsovia. Allá se fueron los embajadores del Pa- pa, por ver de tratar su negocio con el Rey Segismundo y con sus ministros. Las impresiones que sacó el P. Paulo Si- món se las comunicó al P. Pedro de la Madre de Dios, en carta escrita desde Varsovia a 23 de enero del 1605. Dice asi (1) :

«Estos señores polacos, reunidos aquí en la Dieta, espe- ran un embajador del Moscovita, que está no lejos de aquí. Mas, se tiene por cierto que ayudarán descubiertamente a Demetrio, si bien no le falten a éste contrarios.

» Monseñor Nuncio y estos señores, con los cuales hemos venido a tratar el modo de cómo nos han de guiar para cumplir con nuestra misión, tienen esperanzas de que De- metrio nos pueda en breve facilitar el paso por Moscovia; mas yo lo tengo por imposible, pues la provincia de Astra- kán,por la que forzosamente hemos de pasar, está en poder

(1) Traducida del original italiano que se conserva en nuestro Archivo generando de Roma . También existen alli varias copias.

-52-

de los tártaros, tributarios del Moscovita, y distante de él más de 2.000 millas. Con estas guerras, fácilmente se sacu- dirán el yugo de tal servidumbre, impuesta hace pocos años por el Gran Duque de Moscovia.

» Creo será más seguro y más breve pasar por el Mar Negro; que, si bien de una parte están allí los tártaros, és- tos son ahora amigos del Rey de Polonia, al cual cada año envian un embajador. Ahora hay uno, enviado para confir- mar la paz que existe entre ellos. Tiene consigo muchos cris- tianos, los cuales habitan en Caffa, de nación genoveses. Desean ser sacerdotes, y se lo han pedido a Monseñor Nun- cio. El Emperador de los tártaros no es contrario a esto, ni aborrece a los cristianos; antes bien, el año pasado mandó por embajador al Rey de Polonia un Spínola, que ha vuel- to ahora acompañando al actual. Cuando se termine la Dieta, el Rey de Polonia ha de enviar al Tártaro un embajador, con el cual podríamos ir nosotros con toda seguridad. Creo que este camino será el más seguro en estos tiempos, y podre- mos hacer algún fruto entre aquellos tártaros, con la ayuda del Señor...

«Vuestra Reverencia nos podrá obtener un Breve de Su Santidad para el Tártaro y para el Georgiano, por cuyos países debemos pasar; y, sabiendo ellos que somos envia- dos del Pontífice sin cartas para ellos, se resentirán cierta- mente. En el Breve del Tártaro bastará decir que Su Santi- dad nos envía a la Armenia, a visitar y ver aquellos cristia- nos y a los otros que hay en los países vecinos. No le pongo el nombre del Tártaro ni del Georgiano, por no saberlos. Lo haré con el siguiente ordinario . Mas creo que sería mejor no poner nombre alguno dentro del Breve, como han hecho con el del Moscovita, sino solamente poner «Potentísimo Prínci- pe», o cosa semejante, y dejar el sobrescrito en blanco, que lo llenaría el P. Vicente » (1)

El P. Paulo Simón se manifiesta en sus cartas tan exce- lente diplomático y observador como dijimos.

Acabada la Dieta, el Rey se partió para Cracovia^. Era ya el 3 de marzo. Los nuestros le siguieron, para tomar las nue- vas cartas y pasaportes. « El Ilustrísimo Señor Cardenal, di- ce el P. Juan Tadeo (2) , les mandó que fuesen en su compa- ñía ; y en el camino, poco antes de llegar a Cracovia, el limo. Señor Cardenal tuvo nueva de la muerte de Nuestro Señor Clemente VIH. Su Señoría Ilustrísima mandó llamar a los Padres a su cámara, e hizo leer el Breve del Sacro Cole- gio. Esto fué a prima noche. Leido el Breve, Su Señoría

(1) Porque este Padre tenia hermosísima letra , como se ve en sus cartas.

(2) Todavía los Cardenales tenían el tratamiento de « Ilustrísima », y no « Eminencia », que se les díó muy luego.

-53-

Ilustrísima fué a la iglesia, y allí dió públicamente la nueva, y dijo un responsorio por la ánima de Su Santidad.»

Asi narra el P. Juan Tadeo, en tan pocas palabras, tan grandes acontecimientos.

No hubo entonces ya que hacer, sino esperar en Craco- via la elección del futuro Pontífice, y la confirmación de la embajada de los nuestros, si Su Santidad se dignaba confir- marla. Como religiosos, y de mucho espíritu, que eran, se fueron a hospedar a los Padres franciscanos, con licencia del Señor Cardenal. «Con aquellos santos Padres, dice el P. Juan Tadeo, celebraron el restante de la cuaresma y Pa3- cua de Resurrección. El domingo in Albis llegó la nueva de la creación de León Papa XI, llamado primero Cardenal de Médicis, el cual mostró afición a los Padres carmelitas, y di- jo que quería que continuasen su misión y fuesen a Persia, ofreciendo de dar los Breves y cartas para ella necesarios.»

En efecto: León XI era devotísimo de la Reforma Teresia- na y muy afecto al venerable P. Pedro de la Madre de Dios. El mismo día de su elevación al Pontificado ingresó en el Carmelo, tomando el hábito en el convento de la Escala, su sobrino Lelio Ubaldini de Médicis, que después se llamó Fr. Alejandro de San Francisco y murió en olor de santidad, siendo Definidor General de la Orden, en 1630. El P. Pedro, Comisario de los Descalzos, fué confesor de aquel cónclave y confesor también del nuevo Pontífice, cuyo reinado duró sólo 29 días. «Sic floruit», dice el epitafio de su mausoleo, levantado en la Basílica Vaticana. « Así floreció » , y mues- tra el epitafio unas rosas magistralmente esculpidas.

La respuesta de León XI prometiéndoles su confirmación por escrito, les llegó a los Misioneros por carta del P. Pedro; y, en vista de esto, dispuso el Presidente de la misión ponti- ficia que el P. Vicente, el valenciano, y el Hermano Juan se quedasen en Cracovia esperando el Breve y las cartas del Papa, mientras que él con el P. Juan Tadeo y Riodolid de Peralta «se partieron de Cracovia a 24 de abril», con direc- ción a la ciudad de Zamoscha, residencia del Gran Canciller León Sapia, «el cual había de guiar el viaje de los Padres, o por Tartaria en compañía del embajador de Polonia, o por cualquier otro camino que él juzgase más seguro». (3)

Más explícito está el P. Paulo Simón acerca del nuevo itinerario, en carta escrita al P. Pedro con fecha 23 de abril, víspera de salir de Cracovia. Dice así (4): «Su Majestad se ha ofrecido a ayudarnos en cuanto pueda. Nos da cartas pa- ra el Rey de Persia y para el Tártaro y para los señores de

(1) RELACIÓN del P. Juan Tadeo.

(2) En el Archivo general de la Orden : Misión de Persia,

54-

su reino, por cuyos lugares tengamos que pasar, y además dos pasaportes especiales: uno para ir a visitar los Santos Lugares y el Monasterio de Santa Catalina en el Monte Si- naí, y otro para ir como mercaderes suyos a Trebisonda. Con pasaportes de este género, muchos pasan con toda se- guridad por las tierras del Turco, por la amistad que hay entre éste y el reino de Polonia. Estos pasaportes nos los ha dado el Rey para usar el que mejor nos convenga, no sa- biendo todavía la resolución que se va a tomar, pues depen- de ésta del Gran Canciller de este reino, al cual se nos ha remitido.»

Después de esto, vuelve a insistir el P. Paulo Simón en la conveniencia de fundar un convento de la Orden en Cra- covia, como allí lo piden todos. Esta petición no quedó de- fraudada, puesto que el P. Pedro dió cuenta de ella en el capítulo general de los Descalzos celebrado en Roma a pri- meros de mayo de aquel año 1605. El capitulo aprobó la fundación por unanimidad; y tanta prisa se dieron los fun- dadores, que para el 28 de noviembre del mismo año queda- ba erigida canónicamente en la capital de Polonia la prime- ra casa de la Reforma teresiana, merced a las gestiones de los Misioneros, a sus muchas virtudes y santos ejemplos.

El 24 o el 25 de abril, según antes dijimos (1) , salieron de Cracovia el P. Paulo Simón, el P. Juan Tadeo y D. Fran- cisco Riodolid con dirección a Zamoscha, en donde se halla- ba a la sazón León Sapia, y en donde « fueron recibidos con toda caridad». Hospedáronse en casa del señor Deán de aquel cabildo. Llegaron el último día del mes. Al día si- guiente, 1 de mayo, fueron invitados a comer por el Canci- ller León Sapia, el cual «les dió la presidencia en la mesa, y el primogénito del Canciller y otro Palatino o Gobernador les sirvieron el aguamanil antes y después de la comida» (2). Terminada ésta, se retiraron a tratar la cuestión de su viaje; y después de muchos razonamientos, «se resolvió Su Exce- lencia a que no podían ir seguros sino por medio del Príncipe de Vallachia, el cual les encaminaría a Trebisonda con los mercaderes que van a aquella ciudad». Díjoles, además, «que tenían que despojarse de sus hábitos religiosos y ves- tirse como mercaderes, y pasar como tales en compañía de los otros. El Príncipe de Vallachia, añadió el Canciller, es persona de quien se puede fiar, por ser feudatario de Polo- nia e íntimo amigo suyo, por haber recibido de Su Excelen- cia aquel estado; y es muy bien visto y respetado por los turros y por los tártaros de Trebisonda.»

(1) El P. Juan Tadeo dice el 24, y el P. Paulo Simón el 25 en su carta del 5 de mayo de aquel año de 1605.

(2) El P. Paulo Simón en la carta citada.

-55-

Y como queriendo dar los más mínimos detalles de su viaje, añade el P. Paulo Simón en su carta al P.Pedro: «Desde aquí, en dos días se va al estado georgiano. El se- ñor Canciller ha expedido un hombre a posta al Príncipe de Moldavia, para saber cuándo y cómo podemos ir allá, de modo que no nos impidan el paso los tártaros y turcos que hacen sus correrías por Hungría.»

También pone en conocimiento de su superior un pensa- miento que le asalta, y es que duda mucho de que puedan ir adelante los cinco Misioneros juntos; y que sería mejor dividirse en dos grupos, y que unos tomasen un camino y otros otro, para ver de llegar por uno o por otro a Persia lo más pronto posible: lo cual queda consultándolo con el Can- ciller, «que es un señor piísimo y muy prudente » , y era quien mejor podía resolver lo que aconsejaban las circuns- tancias.

Pero las circunstancias cambiaban allí rápidamente por aquellos días, y así, «cuando estaban esperando esta reso- lución del Canciller, vino nueva de la muerte de nuestro Se- ñor León XI, por la cual nueva el P. Vicario Paulo Simón hizo resolución de volver a Cracovia y dejar al P. Juan Ta- deo y a Francisco Riodolid de Peralta para solicitar el paso y camino de Persia.» (1)

En efecto, volvió a Cracovia el jefe de la expedición, y allí encontró al P. Vicente, muy ocupado en buscar lugar propicio y acomodado para la nueva fundación de los Des- calzos, habiendo ya dado para ello muy buenas limosnas el Rey, el Primado y las mejores familias de la capital. «El Señor Cardenal, dice el P.Vicente (2), además de ayudar con su parte, quiere ser nuestro colector de limosnas, que los demás señores ofrecieren, así para pagar el sitio, como para la fábrica de la iglesia y monasterio. »

El P. Vicente ponía ya todos sus cinco sentidos, como suele decirse, en la fundación del convento de Cracovia, mientras el P. Paulo Simón se preocupaba más por dar to- dos los pasos conducentes para salir cuanto antes de Polo- nia, y seguir con su viaje adelante, costase lo que costase, a pesar de que ya le parecía caminar por intrincada selva, sin saber por dónde había de salir. Se necesitaba todo su te- són genovés para no cejar un paso. En esto, como en todo, le seguían los demás con el mismo anhelo y con una cons- tancia digna de tan santa causa. Si no hubiera sido por esto, a aquellas horas pudieran haber estado de vuelta en Roma con excusas muy aceptables.

(1) RELACIÓN del P. Juan Tadeo.

(2) En carta del 11 de mayo de aquel año, escrita en espaflol. Se con- serva en el Archivo de la Orden.

-56-

Pues hay que saber que, como si los males y contratiem- pos pasados fueran pocos, falleció el Gran Canciller León Sapia a los dos días de haber salido el P. Paulo de Zamos- cha. Su muerte causó enorme sensación y dolor en todo el reino, por parecerles a todos que era insustituible en aque- llos momentos. El P. Vicente, en la carta antes citada, hace un elogio muy cumplido del Canciller de Polonia, y pone en evidencia la pérdida de tal varón, diciendo que tan pronto como supieron los tártaros y turcos su muerte, empezaron a hacer correrías por tierras polacas, cosa que nunca hubieran hecho a vivir el Canciller, por el prestigio que tenía como gran General de los ejércitos polacos y por su espíritu gue- rrero y ciencia militar.

«Murió, dice el mismo Padre, casi repentinamente. Todo este reino le llora mucho, porque ha perdido un gran capi- tán y padre de la patria... Con su muerte y mutación de co- sas, el Tártaro ha venido estos días a los confines de este reino por la parte de LeópoIis,yha quemado algunos mi- llares de casas y capturado la gente... Los tártaros harán el mal que pudieren, especialmente ahora que es muerto el señor Canciller, a quien ellos tenían mucho temor por la ciencia, potencia y experiencia o buena fortuna que siem- pre tuvo en la guerra, como General que era de todo este reino. Y aunque no faltan personas de grandes partes en es- tos reinos, pero hasta que hayan ganado la fama que tenía el Canciller, y lo mucho que le servían los tártaros y turcos, pasarán algunos años y padecerán estas partes algunos da- ños de sus enemigos, i El Señor lo remedie todo!»

¡Bien merece este elogio el Canciller León Sapia, y muy bien que se lo supo hacer este agradecido hijo de Santa Teresa 1

Con su muerte, todo cambió allí en un momento. Por lo que se refiere a nuestra historia, los Misioneros, merced a las excursiones de los tártaros y turcos, desistieron de ir adelante por el camino que Ies indicó últimamente el Can- ciller; por lo cual no tuvieron más remedio que esperar en Polonia hasta ver si el Señor les despejaba el camino, pues entonces todos los veian cerrados. Y el Señor se complació muy luego en mostrarles uno aoierto. Dicelo así el P. Juan Tadeo en su Relación: «Pocos días después vinieron tres nuevas de mucha consolación para los Padres. La primera, muy alegre, fué la creación de Nuestro Señor Paulo V; la segunda, la muerte de Borisio (1), Gran Duque de Moscovia; la tercera, que Demetrio, con gran exército, caminaba para

(1) Asi escribe siempre, o casi siempre, el P. Juan Tadeo el nombre de Borls ,

-57 -

tomar posesión de la ciudad de Moscúa y coronarse en ella.»

Así iba saliendo con sus propósitos aquel Demetrio, ver- dadero o supuesto hijo de Iwan Basilowitch, fundador del gran imperio moscovita.

Acerca de la muerte de Boris, dice el P. Vicente, en su carta antes citada, que «pasó de esta manera: A 29 de abril, estando Boris dando audiencia pública al embaxador del Rey de Dania (Dinamarca), e a otro de Carlos, que tiene usurpado el trono de Suecia al Rey de Polonia, súbitamen- te le subió tanta abundancia de sangre a la garganta, que le ahogó, saltando por los ojos, orejas, boca y narices. Y como si alguno le tomara de los cabezones y le echara en el suelo, así cayó del trono real donde estaba asentado. Luego han elegido por su Señor a Demetrio, y enviando embajadores, le han llamado para que tome posesión; y así se había de partir para Moscúa, ciudad donde los Gran- des Duques tienen asiento, para coronarse.» El 20 de junio hizo Demetrio su entrada triunfal en Moscou, y fué aclama- do Emperador de la Rusia Negra.

La alegre nueva, que dice el P. Juan Tadeo que les cau- só mucho consuelo, fué la elevación de Paulo V al Pontifi- cado, en 17 de mayo de 1605. Era éste el famoso Cardenal Borghese, uno de los más celebrados Mecenas de los artis- tas y uno de los Cardenales que más y mejor restauraron con su patrimonio las iglesias romanas, entre ellas la de los carmelitas descalzos de Santa María de la Victoria. Siendo Pontífice trabajó mucho por las Misiones. Muy luego con- firmó a los nuestros como embajadores pontificios, envián- doles Breves y privilegios muy lisonjeros y encomiásticos.

No dejaba de ser también buena noticia para los Mi- sioneros la exaltación al trono del famoso Demetrio, por lo favorecedor que se mostraba de los religiosos y lo amigo que era del Rey de Polonia y de los católicos. Como ya di- jimos antes, sobre este Demetrio se ha escrito mucho, y más todavía sobre la serie de los Demetrios que empezaron a pulular luego en tierras iposcovitas.

Por todas estas razones, abandonaron los nuestros el proyecto de ir a Persia por la Crimea, y se volvieron al pri- mer itinerario de pasar allá a través de la Moscovia.

Así terminaba el P. Vicente su carta escrita en 11 de ju- nio de aquel año de 1605: «Ahora que la misericordia del Señor abre paso, iremos por Moscovia; y conviene mucho más apretar el negocio de la fundación y la unión de los rutenos con los nuestros, y enviar luego frailes; porque en estos principios se puede hazer gran fruto en Moscovia. De esta manera se puede introducir la obediencia del Romano Pontífice en aquellos reinos.»

Esto va lo habían tomado en consideración en Roma

-58-

desde que en las primeras cartas apuntaron esa idea nues- tros Misioneros; asi que, cuando se celebró el primer capí- tulo general de la Congregación de carmelitas descalzos de Italia (1), expuso el P. Pedro a los Padres esta cuestión, le- yéndoles las cartas de los Misioneros. A todos les mereció la idea el ¡iplauso más unánime, y empezaron, con un buen plan, a ponerla en ejecución, aprobando, ante todo, la fun- dación de Cracovia. Allá enviaron por fundador al P. Ma- tías de San Francisco, un Hurtado de Mendoza que más tarde fué General de la Congregación de Italia.

Como resultado del acuerdo que tomaron los capitulares de este capitulo del 1605 y de los siguientes, respecto a.la conversión de los rutenos, se fundaron los siguientes con- ventos en los primeros años, a saber: dos en Cracovia, el primero en este año de 1605 y el segundo en 1619; uno en Leópolis en 1614, otro en Czerna en 1620: esto por lo que toca a Polonia. En Lituania se fundaron uno en Lublin en 1610, otro en Posen en 1618 y otro en Vilna en 1626. Luego siguió la lista de fundaciones.

Después del capítulo les escribió el P. Pedro dándoles cuenta de la elección de los nuevos superiores. Por General de la Orden había sido elegido el P. Ferdinando de Santa María, natural del Valle de San Román, en la diócesis de Astorga. Como Procurador de las Misiones había sido ele- gido el mismo P. Pedro, el cual se ponía en todo y por todo al servicio de los Misioneros y de las Misiones presentes y futuras. Decíales, además, que no se fueran a Persia con las manos vacias, sino que llevasen a squel Rey algún presen- te, lo mismo que al Moscovita que les permitía el paso, se- gún la costumbre de los embajadores orientales.

El P. Paulo Simón contestó a esto diciendo (2): «Ayer volvió de Praga el comisionado que envié allí a buscar al- gunas cosas buenas para regalárselas al Moscovita y al Per- siano en nombre de Su Santidad. Nos dijo V. R. que com- prásemos alguna cosa preciosa, y este señor, a quien di la comisión, la compró más preciosa de lo que queríamos. Son una cruz y un vaso de cristal que cuestan 200 y tantos escu- dos de Roma. Mucho más de lo que pensábamos y que- ríamos.»

A propósito de regalos y presentes, no estaban los emba- jadores con las manos vacías; puesto que con fecha atrasa- da decía el P. Vicente de San Francisco escribiendo a Roma (3): «El Señor Cardenal (de Cracovia) además de la caridad

(1> Se celebró en Roma desde el 1.° de mayo al 2 de junio de 1605.

(2) En carta escrita desde Cracovia a 3 de octubre de 1605.

(3) Desde Polocia a 29 de noviembre de 1604.

- 59 -

que usó con nosotros, nos dió un libro de pergamino en fo- lio grande, con cuatro cuadros en cada hoja, que la hinchen toda de figuras de oro, de martillo, y colores, antiguas, de la Historia Sagrada, desde el primer capítulo de la Génesis hasta el Segundo Libro de los Reyes; que^, por ser cosa rara y antigua, es de mucho precio, y le pareció que en su nom- bre lo presentásemos al Rey de Pcrsia.»

El 3 de octubre se despidieron los embajadores del Rey de Polonia una vez más, y, en cuanto al P. Paulo, no habia de ser la última. Ese mismo día escribió este Padre al supe- rior general diciéndole (1): «Con el favor de Dios, mañana cumpliré la palabra que di a V. R. de partirnos... Hoy nos ha hecho grandes mercedes Su Majestad al despedirnos. Nos ha entretenido largo rato hablándonos minuciosamente sobre el sitio que hemos elegido para la fundación... Ha di- cho que ayudará eficazmente a los Padres que vengan. Manda un sirio con nosotros hasta Astrakán.»

Puestos ya en camino, pronto llegó a ellos el estruendo de las guerras moscovitas; y, no estando muy seguros de la permanencia de Demetrio en el poder, resolvieron quedarse en Lublín esperando los acontecimientos. También allí se hospedaron en el colegio de los Padres jesuítas, «de los cuales recibieron muchas muestras de caridad; pues su Pa- dre Prepósito General había escrito al Provincial y a los Rectores de aquella Provincia que nos hagan toda caridad. Vuestra Reverencia déle las gracias en nuestro nombre, es- cribía el P. Paulo (2), como también a los Padres francisca- nos, a todos los cuales estamos muy obligados.»

El mismo P. Paulo Simón, como jefe de la embajada, tu- vo necesidad de volver a Cracovia, para arreglar algunos asuntos con el Nuncio Apostólico. El Nuncio había de feli- citara Demetrio por su ascendimiento al trono, si se llega- ba a asegurar en él. Por otra parte, se hablaba de que De- metrio iba a contraer matrimonio con una hija «del Palati- no de Sandomiria » , en cuyas manos Demetrio juró muchas cosas en favor de la Iglesia (3). Este Palatino fué el que más ayudó a Demetrio en la conquista del trono e imperio mos- covita, y amaba mucho a los Misioneros. Iba a bendecir las nupcias el Cardenal Primado, como Legado a Latere, a lo que se decía; y esta era la ocasión más propicia para ir allá los nuestros y conseguir el paso por Moscovia. Podían ir o con el Nuncio o con el Primado, si se confirmaban los rumores que corrían por Lublín. De aquí que volviese el

Carta antes citada.

En carta de 1.° de noviembre de 1605, en el Archivo de la Orden. Ibidem.

-60-

P. Paulo Simón a Cracovia, para cerciorarse de todo y ver qué partido podia tomar para conseguir su propósito.

De todo esto se cercioró plenamente en Cracovia, y es- cribió así al General de la Orden (1): «El Señor Cardenal ha sido nombrado Legado a Latere para las bodas de Deme- trio, y Su Santidad le envía el «capello»; por eso, no irá a Italia tan pronto como tenía pensado».

De la entrevista con el Palatino de Sandomiria, escribe: «Recibió con mucha devoción el Escapulario del Carmen, el cual debo mandar también a su mujer y a su hija, futura Duquesa de Moscovia (2), por cuyo medio nuestra religión fructificará en aquellos países. El Señor Palatino nos ha da- do cartas para Demetrio, rogándole que nos favorezca como

si fuera a su propia persona Saldrá de aquí mañana; y

nosotros, a más tardar, el lunes o martes.»

Luego acusa recibo de la carta del Procurador General de la Orden, tocando algunos puntos que merecen copiarse. «Hoy he recibido, dice, un pliego de V. R. con una suya del 10 de septiembre y el duplicado del Breve para el Rey de Persia, y ya hemos recibido todos los Breves... Espero que nos detendremos poco en Moscovia, porque no podemos lle- gar allá antes de Navidades, y en la primavera debemos ha- llarnos en Astrakán, cosa de 40 o 50 días de camino To- dos, o por mejor decir, los cinco seguiremos juntos nuestro viaje a Persia... Todos estamos bien, gracias a Dios. El Al- férez Cazares escribe al señor don Francisco diciéndole el gran deseo que tiene de venir a Persia, pero que V. R. no le quiere complacer. Tal vez no estaría mal que viniese, tanto para acompañar a los Padres que vengan en la segunda ex- pedición, como para consolación de don Francisco; y, como ayudaría mucho en el viaje a los Padres y en Persia, no causaría perjuicio alguno. Ni esto seria contra el propósito de V. R. de no formar una misión de soldados; porque no seria misión de soldados el venir uno en una expedición y otro en otra, acompañando a varios Padres como fin prin- cipal.»

Parece ser que decidieron en Roma enviar a Alejandro Rangoni, sobrino del Nuncio en Polonia, a felicitar a Deme- trio, en nombre del Pontífice, por su exaltación al trono. Con el sobrino del Nuncio fué el Palatino de Sandomiria, padre de la prometida de Demetrio, y en tal compañía y con lucido séquito penetraron en Moscovia los carmelitas descalzos, embajadores del Papa: con lo cual está dicho que en este viaje no habían de tener más contratiempos que los que se dirán en el capítulo siguiente.

íl) Ibidem.

(2) En otra carta dice que esta Gran Duquesa era sobrina del Cardenal de Cracovia.

CAPITULO VII

Moscou Y LOS MOSCOVITAS,

VISTOS POR NUESTROS MISIONEROS

Descalzos y en trineos por el hielo y por la nieve— Retrato del Czar. El regalo de las pieles.

A 29 de noviembre, fiesta de San Andrés Apóstol (1) , salieron de Cracovia nuestros Misioneros con Alejandro Rangoni y con el Palatino de Sandomiria. El séquito era numeroso y muy lucido. La nota de mayor humildad la da- ban aquellos frailes descalzos, aunque eran legados pontifi- cios. El viaje fué duro y penoso, por arreciar extraordina- riamente el frío, estando tan adelantada la estación, y más en aquellas latitudes.

En Smolensko les hicieron un gran recibimiento, muy bien preparado por aquellos señores. «Primero en el río Dniéper, dice el P. Juan Tadeo en su Relación, hicieron una puente de tablas para que pasaran las carrozas. Salie- ron quinientos hidalgos a caballo, vestidos de brocado y tela de oro del tesoro del Gran Duque, y quinientos solda- dos de a pie. »

«En Smolensko, añade, celebraron la Pascua de Navi- dad; y por ciertas revoluciones, que en Moscovia había, de los nobles moscovitas que se conjuraron contra Demetrio, fueron los Padres entretenidos en Smolensko un mes, poco más o menos. »

Las quejas de los nobles contra Demetrio eran, según el P. Paulo Simón (2): «que tenia el palacio lleno de polacos; que se aconsejaba de personas sujetas a la Iglesia Romana, especialmente de jesuítas, a los que Demetrio, por amor a la paz, o mejor dicho, por disfrutar el trono, procuraba ale- jar cuanto podía.»

(1) Y no el 18 de septiembre, como dice el P. Berioldo-Ignacio (op. cit. pág. 122), puesto que liay cartas de Misioneros escritas en Cracovia des- pués de esa feclia , y ponen la que arriba decimos como la exacta de su sa- lida para Moscovia.

(2) En carta muy larga escrita desde Moscou a 15 de marzo de 1606, a la que nos hemos de referir en adelante cuando citemos al P. Paulo Simón , y no se advirtiere otra cosa.

-62-

Durante su estancia en Smolensko, lo más riguroso de tan riguroso invierno, fueron cayendo enfermos todos los Misioneros. El que peor estuvo fué el jefe de la expedición, el propio P. Paulo, que dice: «Dos días antes de partirnos, tuve fiebre bastante alta con catarro. Me duró y creció en el camino, que apenas podía comer ni hablar. Los Padres creían que no recobraría más la voz. A los dos o tres días de camino, me atacó un gran dolor al costado, y me duró por algunos días.»

De cómo iban los otros compañeros y de la manera de proseguir el viaje desde Smolensko a Moscou, sigúelo di- ciendo el mismo Padre con estas palabras: «Casi todos he- mos estado enfermos; y aun ahora el P. Juan sigue con un poco de fiebre; y aquí no hay médicos, ni medicinas, sino aquellos del Duque » . No hay para qué decir lo mucho que sufrían «por ser el país tan frío, las comidas malas y la be- bida cerveza amarga». Iban por el camino « descalzos, y con la ropa que un religioso nuestro suele tener en el invier- no». Llevaban «los pies envueltos en una esclavina, sobre el trineo, que es una especie de carreta sin ruedas, donde pueden caber una o dos personas. »

Aquella expedición hubo de ser una de las más castiga- das en aquellas fechas por lo que cuentan los Misioneros; puesto que «los seglares que venían con nosotros, añade el P. Paulo, con tener muchas pellizas y calzas dobladas y tri- plicadas, y botas y otras muchas cosas preventivas contra el frío, padecieron mucho. Algunos perdieron parte de la na- riz, otros de los pies, etc.; hasta los moscovitas, que están habituados al frío. Uno de nuestros compañeros no ha sana- do todavía de un pie que se le heló en parte. El conde de Sandomiria estuvo en gran peligro de perder la nariz »

Con esto, no tuvo ánimo el conde de pasar adelante, sino que, al decir del P. Juan Tadeo, «se detuvo en los con- fines de Polonia, junto a los de Moscovia; y con los Padres carmelitas envió un criado suyo, para que con él los Padres avisasen de lo que Demetrio ordenaba del modo cómo ha- bía de entrar el conde.» Esto fué lo primero que ellos tuvie- ron presente cuando se hallaron en presencia de Demetrio, el cual les recibió con las muestras de mayor respeto, aten- diendo a que eran legados del Papa cerca del Rey de Per- sia. Quiso que se hospedasen en una casa que él les había preparado; pero los Misioneros prefirieron hospedarse «con los Padres de la Compáñía de Jesús », durante su estancia en la capital de la Rusia Negra.

Moscou y Moscovia vistos por nuestros Misioneros, no dejan de tener su importancia para la historia; asi como la semblanza que nos trazaron sobre el supuesto o auténtico Demetrio.

-63-

La impresión que causó el Gran Duque y su corte al Pa- dre Paulo Simón, la describe éste con las siguientes pala- bras: «El Príncipe tiene 24 años, o le anda cerca. Es de bo- nísima naturaleza, sutil ingenio, memoria feliz, deseoso de gloria, de ánimo viril en las adversidades y peligros, muy colérico en el primer ímpetu, largo en el negociar, instable en el despachar negocios, fácil en mudarse; no sostiene la palabra empeñada, defecto connatural en su gente

» Junto a su persona no tiene un hombre que valga, ni que sea celoso por observar las leyes. Todos los que le ro- dean son jóvenes polacos, pues no se fía de los suyos. Al- gunos de esos son malos cristianos, los cuales le suminis- tran materia para muchos vicios. Otros son herejes, en es- pecial el Secretario primero, que ahora es quien priva y lo hace todo. Es de nación polaco, de familia noble; se llama Estanislao Bonniski; es calvinista, o arriano como dicen al- gunos. Este sujeto, en presencia del Príncipe y de los seño- res moscovitas, dice enormes blasfemias contra la santa Romana Iglesia y contra el Sumo Pontífice, con las cuales blasfemias enardece el ánimo de los moscovitas contra los latinos y los confirma en su cisma. Ofrece libros heréticos e infames al Príncipe, libros que contienen máximas escritas por ciertos herejes contra los Padres jesuítas; estos libros están ahora en poder de este Padre jesuíta, con el cual he tenido una conferencia, y que secretamente ha podido ha- cerse con estos libros, por mediación de un camarero cató- lico del Gran Duque

» El dicho Secretario ha casi seducido a un pariente del Señor Palatino de Sandomiria, que es un jovenzuelo favori- to de este Señor Palatino, a quien el tal Secretario ha en- viado a la «sinagoga» de los herejes y a otros lugares no lícitos , induciéndole, además, a comer carne en la cuares- ma, como de hecho la come este jovenzuelo.

» El mismo Secretario no pierde ocasión de enemistar al Príncipe con Su Santidad. Dios y Su Beatitud no lo re- median presto, este Príncipe dará que padecer a todos, co- mo joven que es, y el demonio no duerme. El-remedio sería echar al Secretario de esta corte, lo que podrá hacer fácil- mente el señor conde de Sandomiria, que le ha puesto en dicho oficio. El señor Cardenal de Cracovia, como pariente del conde, podría obtenerlo de éste, si Su Santidad le hace instancia al dicho Señor Cardenal.

» Se me olvidaba decir que el mencionado Secretario con- versa y favorece siempre a los herejes que hay en esta ciu- dad, especialmente a los tudescos e ingleses, que los hay en gran número. Han alcanzado del Príncipe para ellos nuevos privilegios, y les ha confirmado aquellos que consiguieron de Borisío, y han hecho que Su Alteza haya nombrado 300

-64-

guardias con tres capitanes de su gente para la custodia y escolta de su real persona.»

Datos y noticias muy interesantes son éstas, como tantas y tantas otras que con sinceridad y verdad cuentan los Mi- sioneros diplomáticos y no diplomáticos, y que valen más que las relaciones, no siempre verídicas y casi siempre apa- sionadas, de la diplomacia de oficio.

Sigue hablando luego el P. Paulo Simón de las continuas conjuras contra el Gran Duque Demetrio, y las palabras del Misionero pueden esclarecer también algunos puntos obscuros y confirmar otros varios de la historia de este personaje.

«Los moscovitas, dice, son poco fieles al Príncipe. Mu- chas conjuras ha habido contra él en el tiempo que esta- mos aquí nosotros. Dos han sido descubiertas. La última ha- ce 15 días (1). Eran tres senadores. Uno de ellos muy favo- recido del Principe, pues siempre estaba a su lado. Trataron de envenenarle. Son movidos a ello, parte por el odio que naturalmente tienen a los polacos; parte, porque temen que les obligue a mudar su fe, o por mejor decir, a dejar sus erro- res; pues están tan obstinados en ellos, que en presencia del Gran Duque dicen que antes perderán la vida, que cambia- rán de opinión religiosa.»

Con relación a la boda de Demetrio con la hija del con- de polaco, y a la oposición que encontró en el clero ruso, dice nuestro Misionero: «El Patriarca, tres metropolitanos y siete arzobispos, que tienen voz en el Santo Sínodo, estu- vieron reunidos durante ocho días en Moscou para tratar de las bodas del Príncipe. Este quería que se celebrasen antes de la cuaresma, a lo que ellos se opusieron tenazmente, exhortándole, además, a que no se desposase con una mu- jer latina, porque ellos no asistirían ni a la boda ni a la co- ronación, si no comulgaba la esposa de manos del Patriarca y si no se pasaba al rito cismático ruteno.

» Viendo el Príncipe que no podía traerlos a su parte, te- miendo algún tumulto, disolvió el Senado (o Santo Sínodo), y mandó a los eclesiásticos a sus casas, con ánimo de de- poner algunos, en especial al Arzobispo de Kazán. Sobre es- to pidió el Príncipe consejo al P. Nicolao, jesuíta, y éste le respondió que sobre cosas del rito latino podia aconsejarle; pero que en el rito ruteno y sus leyes no era práctico, y, por lo tanto, no sabía qué decir sobre el caso. Nada se ha sabi- do después sobre la resolución del Príncipe.»

La resolución fué que tuvo que esperar a que pasase la cuaresma para celebrar su boda, como luego veremos.

(1) Ya hemos dicho que esta carta fué escrita a 15 de marzo de 1606.

-65-

Sigue el P. Paulo Simón informando a Roma detallada- mente sobre las costumbres del clero cismático, de sus altos dignatarios, de sus monjes y sus popes, « los cuales aborre- cen a los latinos más que los turcos y los tártaros », y son, por regla general, ignorantísimos, relajados en las costum- bres, más bien viciosos empecatados, amigos del vino y de los placeres, con escándalo de los seglares, los cuales «son tan idiotas', que creen que los vicios más groseros no son pecados, «porque los tjene el patriarca».

Pide nuestro Misionero la intervención de la Santa Sede para la reforma de aquellos monjes cismáticos y de aquel clero relajado, en caso de que se llegase a la unión con Ro- ma, como algunos pensaban y trabajaban por ello. Expone los medios que le parecen adecuados para reformar a tales gentes; y, sobre todo, habla de la misión que se podía esta- blecer para la unión de los rutenos a la Sede Apostólica: co- sa que efectuaron después muchos de estos pueblos rutenos, merced al trabajo de los hijos de Santa Teresa del convento de Vilna y otros .

En toda esta larga epístola del P. Paulo Simón no hay el más ligero indicio de sospecha de que el Gran Duque Deme- trio fuese un impostor. Creía a todas luces que era un Prín- cipe auténtico y verdadero, con todos los derechos a reinar por vía de sucesión legítima.

Ya dijimos, cómo el conde de Sandomiria se sirvió de los Misioneros para pedir a Demetrio le dijese cómo y cuán- do y en qué forma había de entrar el dicho conde en Mos- cou, y cómo éste fué el primer cuidado de los carmelitas cuando se vieron en presencia de Demetrio. A fines del mes de febrero, al decir del P. Paulo (1), «e\ señor conde entró en Moscovia. Si fué recibido con grandes honores en Smo- lensko, lo fué con mayores todavía en Moscou. Fué llevado a la audiencia pública acompañado de su esposa y con un séquito de diez carrozas reales, con gran pompa y majestad. El Gran Duque dió muchas muestras de amor al conde en presencia de todo el Senado; y en la respuesta al saludo de aquel, dijo públicamente que eran amigos viejos; y dijo también palabras de reverencia hacia el Sumo Pontífice, en especial cuando el conde le entregó un Breve de Su Santi- dad en el que se bendecía al Gran Duque, éste dijo lo si- guiente: Magni fació Sanctissimi benedictionem tamquam missam ab eo qui est dispensator uel largitor divinarum gratiarum...»{2)

Con estos pormenores y otros más, que tuvieron lugar en

íl) En la carta repetidamente citada .

(2) cTengo en mucho la bendición del Padre Santo, como enviada por aquel que es el dispensador o distribuidor de las gracias divinas.»

5

66

una segunda entrevista entre el duque de Moscovia y el conde de Polonia, nos refiere el P. Paulo Simón la impor- tancia de esta embajada al Moscovita de parte del Pontífice Romano, muy ventajosa, por cierto, para los intereses de la Iglesia católica en aquellas partes, a no ser por la resisten- cia de los popes y componentes del Santo Sínodo, a quie- nes entonces, como en tantas otras ocasiones, se debieron muchas revueltas en aquel país para impedir abiertamente que entrase la influencia pacífica del Papa, y perdiesen los obispos cismáticos la que tenían en el gobierno del estado y en el usufructo de sus pingües rentas.

Terminada su misión, se volvieron a Polonia el conde de Sandomiria y Alejandro Rangoni, sobrino del Nuncio de aquel reino, en tanto que nuestros Misioneros se prepararon para continuar su camino con rumbo a Persia. Fueron a des- pedirse del Gran Duque, y éste les dijo que podían partir con el embajador persa que ellos conocieron en Praga , el cual había venido a Moscou a felicitarle de parte del Shah por su elevación al trono, y que este embajador iba a salir de allí a unos días. O también se podían esperar, les dijo, dos o tres semanas, si querían, porque él iba a enviar una embajada a Persia para corresponder a la atención del Rey Abbas, y con esta embajada moscovita podían ellos ir más seguros hasta Ispahán, corte de aquel Rey. Después « el Príncipe les regaló algunas píeles para el viaje y algunos otros presentes, que él (nuestro P. Paulo) no quería acep- tar; pero que el P. Nicolao, jesuíta, dijo que Su Santidad lo llevaría a mal cuando supiese que no los había aceptado, y con esto aceptó, agradecido, los presentes.»

Al salir de la presencia del Gran Duque se dirigieron a recoger los pasaportes que aquel benignamente les había ofrecido; y cuando los tuvieron en su poder, no pensaron ya en esperar a la embajada problemática que había de en- viar Demetrio al Rey de Persia, sino que procuraron enten- derse con el embajador del mismo Rey persiano, para salir cuanto antes de Moscou, en donde las conjuras y golpes de estado se sucedían continuamente.

Y ya los tenemos otra vez con el báculo en la mano dis- puestos a continuar el viaje.

CAPITULO VIII

Desde Moscou hasta Kazán

Caminuntío sobre el helado Volga. Arrestados nuevamente en Kazán. El asesinato del famoso Demetrio. Una carta valiente de los emba- jadores del Papa.— Leyendas y patrañas.

Así cuenta el P. Paulo Simón la partida de la carava- na(l): «El 22 del dicho mes de marzo, Martes Santo, salimos de la ciudad de Moscou cuatro religiosos, el Sargento Ma- yor, dos intérpretes que teníamos para la lengua moscovita, uno veneciano y otro polaco, y un valaco de rito griego, que tomamos en Moscou para la lengua turca.

* Con el embajador persiano venía un gentilhombre que el Rey de Polonia mandaba a la corte de Persia, para apren- der la lengua y costumbres de aquel país.

» Demetrio envió con nosotros tres nobles para que nos acompañasen y un intérprete griego, por nombre Sofonía, que había estado en Italia y sabía bien la lengua italiana. Nos dió « carpente » para nosotros y para llevar nuestra ro- pa, lo mismo que al persiano. Carpente llaman aquí a ciertos carritos pequeños de un caballo y sin ruedas, que resbalan sobre el hielo, del cual en aquella estación estaba lleno el campo. Ordenó también al « pristán » que nos diesen de las mejores provisiones para el camino. Llaman pristán los moscovitas al jefe de la caravana que acompaña a los em- bajadores y les provee de todo lo que necesitan de comida, lo que hacen sin fraude. En esto y en cualquiera otra cosa que toca a los forasteros, son muy curiosos y puntuales los moscovitas. »

Desde Moscou se dirigieron a Vladomir, « ciudad antigua y famosa en el septentrión, por haber sido residencia de los Duques de Moscovia ». Desde allí a Nishnii Nowgorod, que el P. Paulo llama « Nisna », y dice que es « ciudad muy grande, en la ribera del Volga », advirtiendo que entre una y otra ciudad, « hay otras ciudades y muchas villas », y que « todo es llanura cultivada y muy fértil en grano ».

Celebraron la Pascua de Resurrección « en una villa en- tre Korow y Nisna, en donde dijeron misai; mas fué necesa-

(1) En su RELACIÓN de la Misión de Persia .

-68-

rio, dice, proveerse de vino en Moscou, porque no se en- cuentra liasta Persia ».

La manera de efectuar el viaje desde Moscou hasta Ka- zán fué « caminando parte de día y parte de noche en las tierras gruesas. Les engachaban caballos frescos cada dia. » Desde Nisna hasta Kadán iban siempre sobre el río Volga, es decir, « sobre el hielo del Volga, el cual es tan grueso, que pasan sobre él los carros de artillería », ¡cuánto más los coches y caballos de los embajadores! Encontraron en la ribera del Volga « tres torres y una fortaleza pequeña, que fueron edificadas por el Gran Duque Juan IV, padre de De- metrio, el cual tomó aquellos países a los tártaros ».

Parece que, como embajadores que eran, les recibían bien y obsequiaban mucho en esta primera etapa del cami- no desde Moscou hasta Kazán, merced a las recomenda- ciones, guías y salvoconductos que les dió Demetrio. Todo aquel país, dice el P. Simón, « está habitado por ciertos tár- taros idólatras, los cuales hacen oración y ofrecen sus sacri- ficios bajo los portales », y « todo el resto, desde Nisna has- ta Astrakán, son tártaros musulmanes, la mayor parte suje- tos al Gran Duque de Moscovia. »

Ya hemos visto que iban en compañía de Zénil Bey, aquel embajador persiano que conocieron en Praga. Este al principio fué muy amigo suyo, y comía con ellos algunas veces. Después cambió las tornas, y su amistad se tornó en enemistad refinada, como luego veremos.

El 2 de abril entraron en Kazán, « ciudad que dista 700 millas de Moscou. La nobleza y los ciudadanos les recibie- ron como de costumbre », llenándolos de atenciones. Tan- tas debieron de ser, que el mismo P. Paulo Simón dice que, « dejando a un lado a los tártaros del campo, los de la ciu- dad les recibieron con honores imperiales, y les dieron alo- jamiento en una buena casa.»

Esto se debió al Gobernador de aquella ciudad, a quien allí llamaban « Voinada », el cual « había estado en Roma en tiempo de Gregorio XIII y Sixto V, de feliz memoria, y después, por miedo del Turco, huyó a Moscovia y fué hecho senador ».

Este personaje les mostraba grande amor en privado, pero públicamente parece que no lo podía manifestar. Más aún: tanto a la puerta de la casa del embajador de Per- sia como a la de nuestros Misioneros montó una guardia, y no les permitía salir fuera, en particular a Zénil Bey y al P. Paulo Simón. Llegó a separar a estos jefes de embajada; mientras que los otros Padres con el Hermano Juan y Río- dolid de Peralta « estaban con un sobrino del embajador, con el cual estudiaban la lengua persiana ». A pesar de es- tar tan encerrados los Misioneros, todavía el P. Paulo, gran

-69-

observador, pudo damos las siguientes noticias de Kazán.

«Kazán, dice, es ciudad grande, cuyas casas son todas de madera. Antes era capital de los reyes tártaros. Ahora está habitada por los moscovitas. Abundan en ella el pan, la carne, el pescado, leche y huevos, y todo ello « a buon mercato », a bajo precio... No hay ni vino ni frutas. En cam- bio, hay buenos curtidores de pieles finas. »

Como el Volga, « helado desde el mes de noviembre », se empezase a deshelar con la benigna temperatura de la primavera, ya adelantada, pensaban los nuestros que llega- rían de un momento a otro los embajadores moscovitas que Demetrio quería enviar al Rey de Persia, y con los cuales podrían seguir el viaje navegando por el Volga, como les había dicho el Gran Duque; cuando he aquí que, el 7 de mayo, llegó a Kazán la noticia de que Demetrio había sido asesinado el mismo día de su boda por Basilio Sciuski, el cual « como un tigre », se arrojó después con los suyos so- bre los polacos que rodeaban a Demetrio, e hicieron aquel día en Moscou una horrible carnicería. Según las noticias recibidas en Kazán, el pueblo de Moscou, creyendo, como le decían, que Demetrio había sido un impostor y juguete de los católicos polacos, se cebó en su cadáver, al que apos- trofó con los calificativos más viles e infamantes, al mismo tiempo que glorificaba y ensalzaba sobre el trono a Basilio Sciuski, jefe de los conjurados.

Estas nuevas llegaron a Kazán el 7 de mayo, como se ha dicho, juntamente con cartas de Basilio y del Santo Sínodo, cartas escritas a todos los pueblos de las Rusias, las cuales cartas, al decir del P. Paulo Simón, estaban « llenas de men- tiras y contenían cosas injuriosas para el Papa». Además, en ellas se decía « que aquel a quien habían matado, no era el verdadero Demetrio, sino un latino impostor que el Papa había enviado a Moscovia para destruir la fe de los mosco- vitas e introducir las herejías de los latinos, con otros mu- chos embustes contra el Pontífice Romano y contra los ca- tólicos. »

La excitación causada en el pueblo de Kazán por este suceso y aquellas cartas fué extraordinaria. Unos se pusie- ron de parte de Basilio y otros de parte de Demetrio; pues corrió también la voz de que éste no había sido realmente asesinado, sino otro en su lugar; porque el pueblo pidió a gritos e « hizo que fuese llevado a la plaza pública el cadá- ver que decían de Demetrio; pero allí fué comprobado que no era tal, ya que el cuerpo de éste era más alto y tenía la barba afeitada, mientras que Demetrio era pequeño y bar- bilampiño. » Así y todo, el pueblo no se atrevió a pasar ade- lante en más averiguaciones, porque unos fueron pagados con largueza para que callasen, y otros amenazados de

- 7U

muerte si hablaban más de aquel triste drama. Los conju- rados se impusieron por la fuerza y por la violencia; pero no fueron obedecidos en todo el imperio, por lo cual reinó en Rusia en aquellos días la más completa anarquía que pu- diera imaginarse, comparable tal vez a la que ha reinado en nuestros días. En donde mayor confusión hubo, fué en las ciudades más apartadas de la capital, especialmente en las regiones que iban recorriendo nuestros Misioneros.

El Gobernador de Kazán hizo proclamar en el acto por Gran Duque a Basilio, en tanto que Astrakán siguió toda- vía a Demetrio, o muerto o vivo.

Como en Kazán leyeron a voz de pregón las cartas de los conjurados de Moscou, todos se revolvieron contra el Papa y contra los embajadores que Su Santidad mandaba a Persia y eran sus huéspedes entonces. Con esto el Gober- nador dobló las guardias de la residencia de nuestros Mi- sioneros. « Temíamos de una parte, dice el P. Paulo Simón, que el nuevo Duque diese orden de matarnos, como nos de- cían algunos; y, de otra parte, que el pueblo se sublevase contra nosotros, y fuimos avisados que se trataba de hacer- lo por la noche ». Con lo cual cada día esperaban ser el úl- timo de su vida, y cada noche se preparaban para la muerte.

A los 15 días llegó orden del Duque Basilio, para que las autoridades de Kazán dejasen libre el paso al embajador persa, y para que detuviesen, en cambio, a los carmelitas hasta nueva orden.

Cuando llegaron los carros para llevar al barco el equipa- je del embajador persa, el P. Paulo Simón hizo porque les dejasen partir con él, pero el Gobernador de Kazán no se lo permitió en absoluto sin consentimiento del Gran Duque. Viendo esto, el P. Paulo se arriesgó a escribir a Basilio y al Santo Sínodo de Moscou una carta concebida en los siguien- tes términos (1) : «Vuestro Palatino de Kazán nos ha avisa- do de cómo habéis dado orden de que permita al embajador persa pasar a Persia, y a nosotros nos detenga en esta ciu- dad, de lo cual nos hemos maravillado mucho por no saber la causa. Nosotros vinimos a Moscovia en tiempo del Duque Demetrio, como todos sabéis; y, cuando entramos en vues- tros estados, el Senado y aquel a quien vosotros habíais he- cho Duque, nos dejaron entrar y nos prometieron dejarnos pasar a Persia. Los Príncipes, y más si son cristianos, cum- plen siempre lo que prometen a los forasteros, en especial si son enviados a otros Príncipes. Nosotros somos unos po- bres religiosos a quienes importa poco morir, porque con es- te propósito nos partimos de Roma. El Sumo Pontífice y el

(1) La inserta en su RELACIÓN de la misión de Persia.

-71 -

Emperador, de los cuales os hemos traído cartas, procurarán averiguar nuestro paradero, y evitar que se derrame en lo futuro más sangre inocente de cristianos de la que se está derramando ahora. Si el Sumo Pontífice ha favorecido a aquel que decís vosotros que no era el verdadero Demetrio, lo ha hecho por el amor que tiene a vuestro reino, creyendo que Demetrio fuese el verdadero Principe vuestro. Y no es extraño que haya sido engañado en esto Su Santidad, cuan- do habéis sido engañados también vosotros que lo recibis- teis por tal y como a tal lo coronasteis.»

Esta carta, breve, enérgica y serena a la vez, la leyó el Gobernador al pueblo de Kazán antes de enviársela al Gran Duque. Todos se maravillaron de la valentía cristiana de aquellos pobres frailes descalzos, que, por decir la verdad, despreciaban la vida y estaban prontos a morir, y más oyen- do que ya venían con esa idea y con ese propósito desde Roma. Salió la carta sin pérdida de tiempo para Moscou, en tanto que el Gobernador dió orden al embajador persa de que aplazase el viaje hasta que viniese la respuesta para los Misioneros, y así fuesen juntos en adelante como habían ve- nido, en el caso que el Gran Duque concediese a los carme- litas la salida de su reino. Mucho contrarió esta orden al embajador de Persia, no tanto por retardar su viaje, como porque ya deseaba deshacerse de los Padres, al decir del su- perior de ellos, porque de una parte quería seguir su camino gozando de mayor libertad, y de otra temía que los Misione- ros diesen cuenta a su Rey de la desordenada vida y mala conducta que venia observando, y si no iba él antes a pre- venirle, pensaba que eso le había de acarrear el caer en des- gracia con su soberano.

Así se iban pasando los días, juzgándose nuestros Misio- neros en el lugar de su encarcelamiento como reos en capi- lla, entre la vida y la muerte, esperando el indulto o la sen- tencia de ejecución, hasta que el 20 de julio llegaron a Kazán los embajadores que el Gran Duque Basilio mandaba a Per- sia, como lo tenía pensado y preparado su antecesor Deme- trio. Estos embajadores mandaron llamar a los carmelitas con mucho aparato, enviándoles carruajes para que fuesen a la residencia de aquella embajada moscovita. Los nuestros prefirieron ir a pie, con la mayor humildad y modestia; y, llegados a la presencia de dichos embajadores, «los cuales ostentaban en sus vestidos muchas perlas», en nombre del nuevo Duque Basilio, dijeron a los Misioneros, «que, por lo mal que el Sumo Pontífice se había portado ayudando a aquel hereje « Gresatrepia » (1), soliviantando con esto al

(1) Asi escribe el P. Paulo Simón el apodo que daban a Demetrio los que le creían imoostor, y decían que era un monje que se llamaba antes Gregorio Otr^pief.

-72-

reino de Moscovia, merecían ellos, los Misioneros, que no se les dejase pasar adelante; pero que Basilio era misericor- dioso, y quería conservar la amistad de sus antecesores con el Sumo Pontífice y con el Emperador; y por esto les daba el paso, y ordenaba que se les proveyese de todo como antes.»

Después de esto, los embajadores moscovitas, dice el P. Paulo, «nos ofrecieron de beber, según es costumbre en- tre ellos; pero nos excusamos diciendo que no habíamos di- cho misa, y nos marchamos.»

Llegado que hubieron a su morada, prepararon su pobre equipaje, tomaron sus documentos, pusiéronlos a buen re- caudo, y dispusieron a partir cuando les dijese el que guiaba la flota, que, a guisa de caravana, iría por el Volga hasta la ciudad de Astrakán, sobre el Mar Caspio. Todavía el embajador persa hizo cuanto pudo con los moscovitas pa- ra que impidiesen a los Misioneros seguir en aquella expedi- ción, deseando que se quedasen en Kazán, y contando mil patrañas sobre la vida y pensamientos de aquellos pobres religiosos. Pero los moscovitas, lejos de dar oídos a lo que decía aquel calumniador contra los Misioneros, procuraron dar a éstos una de las mejores barcas que encontraron, pa- ra que siguiesen cómodamente su viaje hasta el Mar Caspio.

Como nos lo van a decir ellos mismos.

CAPITULO IX

Desde KazAn hasta Astrakán

Navegando por el Volga.—Una triste escala en Tsaritsin.— Muerte de un Misionero y la del Sargento Riodolid. Rlndenle honores militares. La escolta de cosacos.

«El 24 de julio salimos de Kazán hacia Astrakán por el río Volga. Nos dieron una barca bastante buena, sólo para nosotros, con doce remeros ». En las barcas que formaban la flotilla «éramos unas dos mil personas, porque, además de los embajadores moscovitas y persiano y nosotros, ve- nían unos 500 soldados, acompañándonos y muchos merca- deres; porque se decía que en el río Volga, cerca de Astra- kán, había muchos bandidos o cosacos, según ellos los lla- man, los cuales desvalijaban a los pasajeros »

El Volga impresionó mucho a nuestros embajadores. Sa- bido es que se cuenta por el mayor río de Europa. Su curso viene a ser de unos 2.800 kilómetros desde Tver, pequeño la- go de su nacimiento, hasta el mar Caspio, en donde desembo- ca por Astrakán y sus contornos. No vamos a copiar lo que dicen las geografías de ahora sobre el rio Volga, sino lo que cuentan de él nuestros Misioneros, que lo fueron recorrien- do nada menos que durante 27 días de navegación hasta lle- gar a Tsaritsin, en donde interrumpieron su viaje por tristes acontecimientos. Hasta allí se entretienen en gozar y contar las maravillas que van viendo desde su barca. Después lle- varon otros pensamientos, que les impidieron recrearse co- mo hasta entonces.

Los Misioneros nos cuentan que iban encantados com- templando las márgenes del río y preguntando los nombres de los lugares que veían desde la barca. El Volga era muy ancho. En Kazán alcanzaba muy cerca de una milla y en Tsaritsin más de dos millas, porque allí desaguan varios afluentes suyos que corren por la Tartaria.

Tiene el Volga algunas islitas: unas de 10, otras de 12 y algunas hasta de 20 millas, con pinos y árboles silvestres. Es abundantísimo en pesca de todas clases, sobresaliendo en las truchas y salmonetes. Desde allí se mandaba pescado fresco al Gran Duque, muy bien colocado entre hielo. Mu- cho era también « lo que metían en sal y lo enviaban a di- versos países.»

-74-

El Volga, además, es muy profundo. «Navegan por él barcas grandes. Algunas, como una que va en la flotilla, lle- van 700 hombres. El país por donde corre el Volga es todo lla- no; y seria fértil, dice el P. Simón, si lo cultivasen sus habi- tantes. La mayoría son tártaros, los cuales no tienen ciudad permanente; porque viven en tiendas, un día en un lugar y otro día en otro, buscando pastos para sus caballos y gana- do, que tienen en gran número. No están sujetos al Gran Duque de Moscovia, sino que tienen diversos jefes de su casta.»

El 20 de agosto llegaron a un pueblecillo situado en la ribera del Volga y distante todavía como unas 650 millas de Astrakán. «Se llama Sarecim, dice el P. Paulo. Hoy día lo vemos escrito así: Tsaritsín (1) .

Tsaritsín es un pueblo de unas 100 casas, desprovisto de todo, en las orillas del Volga, en la curva que hace el río en- tre Saratow y Astrakán. Allí eran todos partidarios de De- metrio, y en Astrakán más todavía. Durante la navegación de nuestros Misioneros por el Volga habían ocurrido grandes sucesos. Los embajadores moscovitas se enteraron de ello, e hicieron detener en Tsaritsín la flotilla. Lo que pasaba era esto:

Una revolución formidable había estallado contra el Czar Basilio. La causa fué la noticia, verdadera o falsa, que había corrido por las Rusias como un reguero de pólvora, y era que Demetrio no había sido asesinado, sino otro en su lu- gar, como dijimos antes. Un intrigante que se decía herma- no de Demetrio, aprovechó hábilmente estos rumores y lo- gró levantar contra Basilio la ciudad de Astrakán y su co- marca. Los cosacos se sumaron en seguida a los revolucio- narios, y en pocos días ardió en guerra toda la comarca del Don , habitada por los cosacos. Se aumentó la conjuración en estas partes, porque vivían entre los cosacos dos hijos de Feodor o Teodoro, sobrinos de Demetrio, que habitaban en la región del Don desde los días del usurpador Boris. El mayor de estos hijos de Feodor, al frente de un numeroso ejército de cosacos, reforzados por nutridas falanges mosco- vitas, se puso en marcha para asaltar la ciudad de Moscou y levantar sobre el trono al redivivo Demetrio.

Entre tanto, Basilio había enviado a Astrakán diversos embajadores con el fin de apaciguar la ciudad con palabras y buenas promesas; pero los embajadores de Basilio « fue- ron arrojados de una alta torre, dejando que sus cadáveres fuesen comidos de las fieras » (2). Al saber esto Basilio, en-

(1) El P. Bertoldo-Ignacio escribe Tzaritzin, op. cit. págs. 134 y si- guientes.

(2) El P . Paulo Simón en su RELACIÓN de la Misión de Persia .

-75-

vió un ejército de 20.000 hombres de guerra para someter por las armas a aquella importantísima ciudad. Esta se re- sistía con fiereza, y precisamente cuando llegaba la flotilla de nuestros Misioneros a Tsaritsín, se había empeñado una recia batalla ante los muros de Astrakán. Por eso mandaron los embajadores moscovitas que se detuviese allí la flotilla, y que nadie saliese de las barcas hasta que no se supiese el fin de la batalla.

El P. Simón dice sobre esta escala forzosa: « Llegados a Sarecim, nos detuvimos allí en las barcas durante todo el mes de septiembre, esperando que Astrakán se rindiese pa- ra ir allá; y cada día venían noticias de que estaba próximo el rendimiento de la ciudad, pero todas eran mentiras, el cual vicio es tan común en Moscovia, que no es injuria de- cir a uno en su cara « que miente », y se lo dicen al Gran Duque en sus barbas. »

Viendo, pues, que no podían pasar adelante, porque la ciudad no se rendía y el invierno estaba próximo, temieron los Misioneros por su vida , dados los rumores que empeza- ron a llegar a sus oídos, y eran « que el Papa enviaba dos millones de soldados armados con armas blancas para arro- jar del trono a Basilio y reponer a Demetrio. »

Ante estos insistentes rumores, creídos por todos y tan peligrosos para los embajadores del Papa, « pensó el P. Si- món que dos de ellos huyesen por tierra a la ciudad de As- trakán, y buscasen remedio para los demás ». Consultado el caso con los otros, todos aprobaron su proyecto, pero no convinieren en las personas que habían de ir. El P. Paulo Simón quería a todo trance ser uno de los dos que fuesen; pero los otros eran contrarios a ello, por el peligro a que se exponía el superior de la misión pontificia, y, por lo tanto, la misión entera. Hicieron oración todos, para encomendar al Señor el negocio. El P. Paulo se resolvió a partir él mis- mo, acompañado del P. Juan Tadeo, el día de la Natividad de la Virgen Nuestra Señora , 8 de septiembre; pero la vís- pera por la noche le acometió una fiebre tan intensa, que le impidió aquella huida peligrosa y erizada de dificultades, insuperables en tales circunstancias. No se le quitó la fiebre hasta el 3 de octubre. Todos fueron cayendo enfermos y to- dos de gravedad. El prim.ero que pensaron que moriría, fué el P. Paulo Simón; luego estuvo todavía más grave y a la muerte el P. Juan Tadeo. Los dos se salvaron, y los últimos atacados fueron los dos últimos de la caravana, y ambos murieron. El P. Vicente, enfermo y todo, fué auxiliando, uno a uno, a los miembros de aquella probada misión.

Cuando se hallaban tan enfermos, pidieron a las autori- dades moscovitas que les permitiesen ir hasta Astrakán en busca de remedio para sus males. Los embajadores de Basi-

-76-

lio no se lo permitieron. Lo más que Ies concedieron, fué ' desembarcar en Tsaritsín y tomar allí una casa, o por me- jor decir, « una habitación de 15 palmos para ocho que eran entre los Misioneros e intérpretes ». Allí pensaron estar sola- mente algunos días, y se vieron obligados a pasar algunos meses: los meses más crueles de invierno, tristes y som- bríos, helados y largos, como son los meses invernales en aquellas latitudes. Ya no había que pensar en seguir el via- je hasta la primavera, en que se volviese a deshelar el Vol- ga, si es que no les visitaba antes « la hermana muerte », para llevarles a la eternidad. Todos estaban preparados pa- ra morir, porque se veían a las puertas de la muerte.

El P. Juan Tadeo fué el primero en recibir el viático, y cuando estaba err lo último, le mandó el superior que sana- se, «y fué tanta su fe en la palabra del superior, que el Se- ñor le hizo merced de mejorar desde aquel día hasta repo- nerse por completo. » Dios le reservaba para obrar maravi- llas en las Misiones.

El P. Vicente, enfermo y todo, tuvo ánimo y fuerzas para asistir a los demás y administrar los santos sacramen- tos a los que murieron.

«El viernes de Pasión, dice en su relación el P. Paulo, murió el Sargento Mayor, al cual dió los santos óleos el P. Fr. Vicente, por tener su cama junto a la del moribundo; y le ayudó lo mejor que pudo a bien morir. Ninguno de nosotros pudo ir a su lado, excepto yo, que me hice llevar el día antes a la cabecera del enfermo, y le preparé a morir, creyendo que entonces moriría. Gran desconsuelo nos cau- só su muerte, por haber perdido un compañero de tantas virtudes y santidad; pero nos consoló su feliz tránsito, por- que murió como un ángel. Muchos días había que esperaba aquella hora con gran deseo. Durante todo el viaje nos edi- ficó mucho con sus raras virtudes: humildad profunda, obe- diencia, modestia, mortificación y oración continua. No lo quisimos enterrar en la iglesia de los moscovitas, por ser cismáticos. Lo fuimos a dar sepultura en el campo, fuera de la ciudad. Fueron acompañando el cadáver algunos merca- deres armenios que venían en la flotilla, juntamente con nuestros intérpretes. El P. Vicente y yo le acompañamos hasta el sepulcro con grandes dolores y trabajo. El P. Fray Juan y el Hermano no tuvieron fuerzas para tanto. Le hici- mos el oficio de sepultura lo mejor que pudimos y con bre- vedad, no teniendo ni fuerzas ni salud para estar allí mucho tiempo. El P. Fr. Vicente, por un accidente que le dió, tuvo que tornarse a casa antes de concluir la ceremonia. El Go- bernador de la ciudad envió 25 arcabuceros para acompa- ñar el cadáver y hacerle los honores. »

He ahí el fin de un generoso y abnegado soldado espa-

-77-

ñol, soldado y Misionero, fenecido en el corazón de la Tar- taria, a quien rinden honores militares 25 arcabuceros mos- covitas. ¡Página ignorada en nuestra historia! Y ese solda- do es enterrado en el campo, en un pedazo de tierra bende- cida antes por dos Misioneros carmelitas, uno de los cuales es también español, como el soldado, como aquel Sargento Mayor de los Tercios de Flandes, el aragonés D. Francisco Riodolid de Peralta.

Triste y bien triste, por cierto, fué para nuestros Misione- ros la pérdida irreparable del Sargento Mayor en aquellas circunstancias; pero no pararon aquí los reveses que su- frieron.

« Pasados 5 ó 6 días, continúa diciendo el P. Paulo, mu- rió el Hermano Juan, que fué el Jueves Santo. Era de noche, y no se halló presente nadie más que el P. Fr. Vicente, el cual le dió el « Oleo santo ». Yo le había visitado la tarde anterior. Le enterramos junto a D. Francisco. El P. Vicente y yo le rezamos el oficio, y le fuimos a enterrar en compa- ñía de los mismos que asistieron al entierro del Sargento Mayor. »

« Larga cosa sería, prosigue el P. Paulo, decir las muchas virtudes de este Hermano, con las cuales edificó a los se- glares durante el viaje. El celo por las almas era en él ex- traordinario, grande la mortificación y paciencia, mucha la penitencia suya. Con ser tan excesivos los fríos de Mosco- via, no solamente anduvo siempre descalzo y sin abrigos de pieles, como todos nosotros, sino que se contentó con llevar únicamente el hábito. Cada día molestaba al superior pi- diéndole permiso para comer solamente pan, y tanto se lo suplicó, que, al fin, consiguió no comer otra cosa, durante al- gunos meses, que pan y menestra. »

He ahí otro héroe de la santidad caído en el campo de operaciones, desconocido también para los hombres. ¡Bien se parece en su penitencia, pobreza y mortificación este le- guito carmelita de la Umbría al pobrecíto de Asís, el Santo de sus montañas!

Con la muerte del Hermano, quedaron los tres Padres sin sus mejores servidores y compañeros; pero, lejos de arredrarse por ello, dieron gracias a Dios; porque, piadosa- mente pensando, como pensaban, ya tenían junto al trono del Altísimo dos poderosos intercesores, que habían de lle- var más pronto y con más gloria aquella misión adelante.

Y así sucedió, punto por punto. Porque, « al fin, vino el buen tiempo y poco a poco, dice el P. Paulo, fuimos conva- leciendo los enfermos... A los tantos de abril « allí tanti » se desheló el rio, y empezaron a venir los correos con noticias. La guerra civil entre los moscovitas estaba más encendida que nunca. Astrakán seguía firme por Demetrio. El Gober-

-78-

nador de Tsaritsín no nos dejaba partir ni para Moscou ni para Astrakán, con habérselo suplicado tantas veces, por- que nos altaban ya las provisiones. En ese tiempo padeci- mos muchas cosas que quiero pasar en silencio. "

Pero nosotros las adivinamos. Padecieron hambre por falta de provisiones, y frío por falta de abrigo; y padecieron injurias y calumnias de los partidarios de Basilio, hallándo- se como se hallaban en una ciudad tan pequeña, de habitan- tes semibárbaros, en el crudo invierno, tan triste y tan largo, viendo morir a compañeros queridos, estando ellos mismos a las puertas de la muerte, heridos por fiebres pestilenciales y siguiendo luego, aunque convalecientes, con la incerti- dumbre de morir en cualquier momento, apuñalados por los cosacos o envenenados por los moscovitas del partido de Basilio. Hasta supieron que «el embajador persianolos que- ría ahogar en el rio», y a la verdad era capaz de todo, pues que llegó « a cortar las orejas a un criado suyo, porque dijo algunas palabras a favor de Demetrio, y se las ofreció en un plato al embajador moscovita de Basilio por congraciarse con él.»

Verdadera o falsa, llegó cierto día a Tsaritsin la noticia de que realmente Demetrio era vivo, por lo cual, el segundo día de Pentecostéo de aquel año de 1607, se levantó la pe- queña ciudad contra el Gobernador y contra los partidarios de Basilio. Al Gobernador le maniataron, y de esta suerte fué llevado a Astrakán, «a disposición del Principe D. Juan, hermano de Demetrio, que era el jefe de los sublevados en aquella ciudad. » Este Príncipe movió sus tropas y cosacos hacia Tsaritsín para salir al encuentro de otro ejército nu- meroso que mandaba de refuerzo Basilio a los 20.000 solda- dos que antes envió contra Astrakán. Las tropas del Princi- pe don Juan llegaron a Tsaritsín a tiempo, e impidieron la matanza que maquinaban allí los partidarios de Basilio, en la cual hubieran también muerto irremisiblemente nuestros Misioneros.

La entrevista de los nuestros con los caudillos de los co- sacos fué muy cordial y sencilla. Ellos Ies proveyeron de ví- veres y de cuanto necesitaban para continuar el viaje; y el capitán de los cosacos, por orden del Principe, puso a su disposición una buena barca con 30 remeros, en la cual fue- ron también los intérpretes que tenían a su servicio. Además de esto, les dió 30 cosacos que les acompañaran y los prote- gieran, pues lo habían bien menester, si querían llegar vi- vos a Astrakán, en un camino en donde todos, amigos y enemigos, desvalijaban y mataban y cometían toda clase de fechorías y delitos a todas horas.

El 24 de julio salieron de Tsaritsín, río abajo, con rumbo a Astrakán. La navegación duró 9 días. Dos días antes de

-79-

llegar a aquella ciudad, se encontraron con el Principe Juan, que iba con 7.000 hombres a reforzar su ejército de Tsaritsin, « con ánimo de reunirse luego con Demetrio». Al cruzarse las barcas de las dos flotillas, hicieron alto las dos, y todos desembarcaron en las márgenes del rio. Allí levantaron las tiendas, y por encima de todas sobresalía la del Príncipe, el cual en ella recibió a nuestros Misioneros. El Principe, según escribió después el P. Paulo Simón, llevaba en su compañía al P. Francisco de Acosta, que había ido a Persia en tiempo de Clemente VIII, y un armenio que había ido por embaja- dor del Rey de Polonia al Rey de Persia, y dos embajadores persianos, uno que venía con el P. Acosta como embajador de Su Santidad, y el otro al Rey de Polonia, junto con el ar- menio que hemos dicho.

«Se detuvo el Príncipe, añade, y levantó sus pabellones para darnos audiencia. El P. Francisco de Acosta nos man- dó a visitar en seguida que llegamos; y al cabo de un rato, nos mandó a llamar el Príncipe para la audiencia. Estaba presente el dicho P. Acosta y los otros embajadores. Nos prometió dar orden a Astrakán para que nos dejasen pasar en seguida a Persia. El P. Acosta nos colmó de atenciones y de honores, y habló con muchas alabanzas de nosotros al Príncipe, diciendo que no mirase a nuestros pobres hábitos, sino a lo que representábamos. Y en presencia de todos be- só los pies al superior de nuestra misión, diciendo que así nos estimaban los Príncipes cristianos. Nos llevó luego a co- mer con él; y estuvimos allí juntos dos días, en los cuales nos informó de muchas cosas referentes a Persia.»

Se ve que el P. Acosta conocía bien a los orientales al hacer tales demostraciones de respeto y estimación a los embajadores del Papa en la persona del jefe de la misión. De esto se pagan mucho aquellas gentes, que juzgan más por las apariencias del valor de las personas, que por el mé- rito positivo de las mismas. Aun hoy día besan la barba a los Misioneros en señal del mayor respeto y estima.

El 4 de agosto siguieron los nuestros por el Volga hacia Astrakán, y, «como tenían que pasar por una plaza enemi- ga » , les dió el Príncipe 3.000 cosacos para que les acompa- ñaran. Procuraron pasar de noche por aquella plaza; así y todo, los enemigos, que supieron su venida, les prepararon una emboscada. Al pasar la flotilla, abrióse un nutrido fue- go entre las embarcaciones y los arcabuceros de la plaza. «Nuestra nave, dice el P. Paulo, estaba bien armada. Vinie- ron algunos a apresarnos; pero los 30 soldados que forma- ban nuestra guardia, nos defendieron bravamente, sin ha- ber herido a ninguno de los nuestros en medio de tantos dis- paros de arcabuz « con tante archibugiate». En la división del embajador persiano y en las otras , robaron cinco barcas

-80-

grandes cargadas de provisiones, que llevaban a Astrakán. Los cosacos que nos acompañaban, volvieron en su segui- miento, acosaron a los enemigos, recuperaron tres naves de las cinco que habían apresado, y los hicieron retroceder has- ta que los enemigos se encerraron en la fortaleza.»

El 7 de agosto llegaron felizmente a Astrakán (1). «Fué singular la alegría y grande el recibimiento que les hicieron, al decir del P. Juan Tadeo, porque el ejército de Demetrio venía victorioso.» Y sin duda lo decía por la victoria alcan- zada en la refriega de la pasada noche.

Por su parte, el P. Paulo Simón, amén de otras observa- ciones como todas las suyas, al acabar de recorrer todo el Volga, desde Kazan hasta Astrakán, nos dejó escrita ésta, que es muy fina: «Hay tantos cínifes por el Volga, que to- dos los que viven o pasan por allí, tienen que dormir bajo pabellones; pues sería imposible dormir fuera de ellos; y a pesar de todo, nadie se puede librar de tales insectos »

Ni eso les faltó navegando por un río a los que llevaban ya tantas punzadas en un camino tan largo, tan lleno de es- pinas y abrojos, ¡y después de tres años de haber salido de la Ciudad Eterna!

(1) Asi consta de la RELACIÓN del P. Paulo Simón, que, por ser la más rica en detalles interesantes, es la que hemos venido siguiendo con toda puntualidad. Sin embargo, en la del P. Juan Tadeo se dice que los Padres entraron en Astrakán el dia de San Lorenzo por la mañana », o sea el 10 de agosto.

CAPITULO X

De Astrakán a Bakú

La desembocadura del Volga. Marina y marinería pintadas por un Mí' sionero genovés.— La partida que les jugó el comandante de la nave persiana.

Astrakán, por los días en que llegaron alli nuestros Mi- sioneros, «era una ciudad con casas de madera, muy popu- losa, situada en una isla del río Volga, a 60 millas del mar. Tenía arzobispo cismático. La mayor parte de sus habitan- tes eran entonces moscovitas. Allí acudían muchos merca- deres con sus mercaderías de Persia, de Tartaria, del Cáuca- so y de diferentes lugares del mar Caspio... Los víveres ne- cesarios para el mantenimiento de sus habitantes los recibía de Kazán.»

El Gobernador de la ciudad, que era uno de los principa- les Duques de Moscovia, recibió con toda cordialidad a los Misioneros, y les procuró digno alojamiento. Al día siguien- te de su llegada, 8 de agosto, les envió a llamar, y les pre- guntó si traían cartas de Demetrio para poder salir del te- rritorio moscovita, supuesto que ya sabía que iban de em- bajadores del Papa a Persia. Como los Misioneros le respon- diesen negativamente, excusándose con las revueltas del país y con las peripecias del viaje, les dijo que, sin ese per- miso por escrito, no podía dejarles partir de Astrakán. Fue- ron inútiles los ruegos de los Misioneros para convencerle de lo contrario, a pesar de referirle punto por punto su en- trevista con el Príncipe don Juan y todo lo que habían he- cho cerca de las autoridades de Moscou, siempre obsequio- sas con ellos. El Gobernador les dijo, en conclusión, que era de todo punto necesaria la licencia por escrito.

Y allí estuvieron esperando a que llegase; y esta vez lle- gó muy pronto, contra todo lo que ellos se temían. Entonces «el Gobernador les mandó a llamar, y les dijo que había re- cibido orden del Príncipe para que les dejase pasar a Persia, y se entretuvo con ellos un buen rato, tratándolos con toda amabilidad y reverencia.» Díjoles que podían partir en se- guida, en la primera barca que se hiciese a la vela para co- ger la nave que hacía la travesía desde la desembocadura del Volga hasta Bakú.

Aquí intervino de nuevo el embajador persa con sus arti-

6

-82-

mañas para impedir la salida de los nuestros, porque él, por lo que había insultado a Demetrio y a sus representantes, tenía prohibición de partir para su país por orden del Go- bernador. En esta ocasión, usando de sus acostumbrados embustes, dijo que no podían ir solos aquellos Misioneros a Persia, sino que tenía él que ir acompañándoles, pues él los había traído de Roma y no debía dejarlos hasta presen- tarlos a su Rey.

Para que tuviese mayor eficacia su oposición a la salida de los nuestros, dió buenas propinas a los barqueros y re- meros, a condición de que no dejasen embarcar en sus fa- lúas a los carmelitas; « e hizo otras diligencias para que nos detuviesen allí, dice el P. Paulo, siendo él la causa de que no se determinasen a proporcionarnos la nave ».

Una de estas diligencias, que tan caritativamente califi- ca el buen superior de la misión, fué buscar medios de en- venenar a los Misioneros de modo, que pudiese él escapar a la justicia. Esto fué otra vez descubierto a tiempo, y no pudo aquel menguado salir con sus intentos criminales.

Cierto día supieron los nuestros que estaba pronta para partir una nave persiana que hacía el recorrido del mar Cas- pio, y era ocasión propicia para partir en ella. Hicieron to- das las diligencias, para tomar puesto en la naye, con el capitán que se hallaba en Astrakán aquel día. Mas, tan pron- to como lo supo el embajador de Persia, intimó al capitán, en nombre del Rey Abbas, cuyo representante se hacía y se decía, que no tomase en su nave a aquellos frailes descal- zos, y que se detuviese allí con su nave hasta que pudiese partir él, que era embajador del Rey de Persia. El coman- dante se resistió a obedecerle; pues de no salir pronto, de- cía, no podría hacerlo hasta el año siguiente, por estar el invierno próximo y seguírsele inmensos perjuicios con tal retraso. «Nos avisó a nosotros lo que pasaba, escribe el P. Paulo, y nos prometió llevarnos en su nave y desembar- carnos en Derbente o « Portaferrea » (1), en donde había- mos oído que se hallaba entonces el Rey de Persia. Lleva- mos al comandante a presencia del Gobernador, y éste le mandó que se partiese inmediatamente con los Misioneros. >

Habiendo preparado todo, partieron éstos de Astrakán el día 26 de agosto de aquel año 1607. El Gobernador puso a su disposición una barca para ellos solos, y les dió una re- gular escolta de cosacos que les acompañasen en otras dos

(1) Darbent, o Puerta de Hierro, está situada al pie de una montaña en la orilla occidental del mar Caspio. Ha cambiado muchas veces de due- ño al través de ios siglos : lo fueron los persas, los árabes, los turcos, los ru- sos, etc. Entonces estaba en poder de los persas, que se la acababan de to- mar a los turcos .

-83-

barcas por el Volga hasta la desembocadura del río en el mar Caspio, al punto en que estaba anclado el navio persiano.

Muy poco hablan navegado por el río, cuando se vieron sorprendidos con la orden del Gobernador, que mandaba volver al puerto las barcas de los Misioneros y las de su es- colta. Lo que había pasado, era que el intrigante y desal- mado embajador persa, al verlos partir, echó a volar la es- pecie de que eran traidores y enemigos solapados, los cua- les, habiendo burlado la vigilancia de las autoridades mos- covitas, se dirigían a Persia a levantar un ejército contra Demetrio y a encender la enemistad y la guerra contra las Rusias. Alborotóse con esto la ciudad, y pidió a gritos al Gobernador que hiciese volver a los traidores, con los cua- les iban, según decían, « hasta 500 hombres armados ».

Con esto se explica la orden que dió Su Excelencia a los Misioneros; pero, éstos, lejos de arredrarse, sabiendo de dónde partían aquellos rumores y quién había sido la causa de ellos, tomaron el partido de luchar con las mismas ar- mas, aun estando tan escasos de dineros; pues con dineros pensaban salir de allí, como infaliblemente salieron. « Com- praron una pieza de Damasco de Venecia, que les costó 27 zequines venecianos », y se la regalaron al Gobernador. Distribuyeron luego algunos zequines más y otras piezas de seda entre los causantes del alboroto, que eran justamente los remeros y barqueros pagados antes por el embajador persiano. Con esto se callaron todos. Tocó entonces el Go- bernador a concejo; juntáronse los beneficiados con los pre- sentes de los Misioneros; hablóse largamente sobre lo que éstos eran y representaban, y el interés de todos en que no se les prohibiera la salida de la ciudad, sino que se les de- jase partir libremente. En fin, que todo salió como una se- da, y los Misioneros recibieron el permiso de partir cuando quisiesen. Ellos lo hicieron a toda prisa, por temor de que revocasen la orden y pidiesen más seda y más zequines (1)

Al decir del P. Paulo Simón, desde Astrakán hasta la desembocadura del Volga, suele tardarse 8 o 10 días, por- que se ha de ir navegando con mucha atención, sobre todo al llegar al mar Caspio, « porque el río está muy bajo res- pecto del mar, y desemboca en el mar por siete partes dife- rentes y de muy ancha embocadura; pero sólo por una bo- ca, y esa muy estrecha, se puede desembarcar ».

Grande fué la alegría de los pobres Misioneros al decir adiós al revuelto imperio de los Czares. «Cuando nos vimos en la nave, dice uno de ellos (2), nos pareció estar en el pa-

(1) « Súbito resseguinio, temendo che non si voltassero.» El P. Pau- lo en su Relación.

(2) El P. Paulo Simón en la RELACIÓN de esta Misión de Parsia .

-84-

raíso, porque ya no estábamos bajo el dominió moscovita > . Así y todo, no dejaba de asaltarles el pensamiento y el te- mor de que aquel Gobernador voltario o aquellos cosacos de la escolta les hiciesen retroceder desde un punto cual- quiera del río, porque todo era de esperarse de aquellas buenas gentes; y así, no es extraño que ellos mismos digan: « En los dos primeros días temíamos siempre que nos man- dasen ir atrás, reclamándonos los de la ciudad ».

Felizmente desembocaron en el mar Caspio, después de recorrer en una semana « las 100 millas italianas que dista desde Astrakán ». Todo ese recorrido estaba despoblado; solamente iban viendo, de vez en cuando, algunas caba- ñuelas de pescadores.

En la desembocadura del rio les cobraron el portaz- go (1). El lugar en donde estaba anclada la nave que iban a tomar, hallábase cubierto de mástiles y de velas, formando un panorama bellísimo y pintoresco. El P. Paulo, como buen genovés y hombre de mar, se fijó mucho en aquel cuadro y en aquella marina. « Las naves de aquel mar, nos dice, son grandes, aunque no tanto como las nuestras. Son sin cu- biertas y poco embetunadas poco impecciate »). Los árbo- les o la arboladura es muy sutil, las velas muy grandes y desproporcionadas, los marineros poco prácticos en el arte, pues no saben navegar si no con el viento de popa, por lo que, en las muchas tempestades que se levantan en el mar Caspio, se pierden muchas naves. »

Cuando llegaron los Misioneros para embarcarse, estaban cargando la nave persiana, « la cual se tardó dos días en cargarla, y cargada que fué, nos alejamos como unas 100 mi- llas de tierra, y allí esperamos 24 días (2) por tener el vien- to contrario. No veíamos tierra, y el agua del mar era dulce, y la bebíamos; porque es tan grande el río Volga cuando desemboca en el mar, que, como he dicho, hasta 100 millas en alta mar el agua es dulce. »

Hechas estas observaciones, el P. Paulo con los suyos se fué a tomar el puesto que les asignaron, contando de paso los pasajeros que iban a bordo. «A nosotros, dice, nos pu- sieron en la popa de la nave. Eramos tres religiosos y nues- tros dos intérpretes y dos mercaderes armenios. En el resto de la nave había 100 pasajeros persianos, mercaderes, los cuales habían sido desvalijados en Astrakán y volvían a Ghilán, su patria. » (3)

Sabido es que los nuestros se entendieron con el capitán

(1) «n dazio», escribe el P. Paulo, que son más bien los consumos.

(2) Según el P. Juan Tadeo, hasta el 22 de septiembre.

(3) La provincia de Ghilán se extiende sobre la costa occidental del mar Caspio, entre la provincia de Shirvan al NO. y la del Irak al Sur.

-85-

0 comandante de la nave para que les desembarcara en Darbent o Puerta de Hierro, por ser en donde se hallaba en- tonces el Rey de Persia, a lo que se decía, y, de todos mo- dos, ser aquel ei puerto de Persia en donde les convenía desembarcar para ir en busca del Rey. Pero es el caso, que el mismo capitán se entendió con los mercaderes de Ghilán, para que les llevase a ellos cuanto antes a su destino, sin tocar en Puerta de Hierro. No hay duda de que esto lo con- siguieron del comandante a fuerza de dinero.

« Llevábamos cinco días navegando con buen viento, refiere el P. Paulo, cuando fui avisado por los armenios, que eran prácticos en aquel mar, de que habíamos pasado la fortaleza de « Portaferrea », que es la primera tierra del Rey de Persia en el mar Caspio viniendo de Astrakán, en donde el comandante de la nave había prometido al Gober- nador y a nosotros desembarcarnos, y lo hubiera podido hacer muy bien, si hubiera querido. » Con gran lujo de deta- lles cuenta el mismo Padre cómo, en los 24 días que estuvo parada la nave por falta de viento favorable, se arregló lin- damente el comandante con los mercaderes de Ghilán, para jugarles aquella mala partida a los religiosos, faltando el comandante a su palabra. E hizo más, que fué el internarse y remontarse mar adentro para que los nuestros no viesen la costa ni preguntasen por los lugares en ella situados. Quejóse dr- ello el P. Paulo al comandante, por faltar abier- tamente al compromiso adquirido con ellos, y él se excusó diciendo que aquellas partes estaban en guerra, y eran muy peligrosas para efectuar cualquier desembarque. Amenazá- ronle entonces los Misioneros con dar parte al Rey cuando llegasen a Persia, y « estas palabras le hicieron algún efec- to», pero solamente en los primeros momentos; porque en seguida afirmó rotundamente que aquella costa fronteriza era muy otra que la de « Puerta de Hierro » y que no habían pasado tal lugar; y, dicho esto, «enderezó las velas hacia Ghilán por contentar a los mercaderes». Quiso entonces la Providencia, que rige los destinos de los hombres, que, ha- biendo tenido antes la nave viento favorable, éste se fuese cambiando poco a poco, con lo cual el comandante «se vió precisado a acercarse a tierra, dando con la costa de Bakú, ciudad distante de Darbent como unas 200 millas» .

Cuando supieron los carmelitas el lugar en que se halla- ban, volvieron a instar al comandante para que los desem- barcase en aquellas playas, que distaban sólo de Bakú de 10 a 12 millas, y al fin obtuvieron que les pusiese a su dis- posición «una falúa», en la cual ellos con todos sus compa- ñeros ganaron la costa. Era el 27 de septiembre del 1607.

Los Misioneros habían echado pie a tierra en los domi- nios del Rey Abbas, el Grande.

-86-

El P. Juan Tadeo apuntó en su Relación este hecho con las siguientes palabras (1) Desembarcaron en Persia dia de San Cosme y San Damián, en una aldea junto a Bakou, donde a la sazón estaba Sufulcar Can o Duque de Servián, cuya metrópoli es Xamaki.»

Con esto se acabaron las peripecias en los dominios de Moscovia. Y empezaron las de Persia.

CAPITULO XI Desde Bakú hasta Kasbín.

En los dominios del Shah de Persia.-— Convites y agasajos del Kan de Sa- maki sobre alfombras y alcalif.>s Cómo trataban a los embajadores en tierras de Abbas, el Grande.— Y cómo maltrataban a las gentes que se negaban a proveer gratis et amare a los embajadores.

Cerca de un caserío desembarcaron los Misioneros, y con ellos sus intérpretes y los dos mercaderes armenios que iban al interior de Persia. Estos rogaron a los nuestros que les permitiesen ir con ellos hasta Ispahán. Con mucho gusto ac- cedió a ello el jefe de la misión, «porque nos parecía ser contra la caridad no complacerles, dice el mismo, y además porque esperábamos que nos habían de ayudar mucho, en especial para la unión de los armenios.» Con esta compañía y durante tanto tiempo, se iban ellos enterando muy bien de los usos, costumbres, ritos y religión de aquellas gentes, a la vez que iban aprendiendo su lengua.

Aquella misma tarde escribieron una carta para el Rey de Persia, y enviáronla con uno de estos armenios a Sofol- car-Kan, que estaba en Bakú, y era «Virrey de aquella pro- vincia». La carta al Shah Abbas decía de esta manera (2): «Serenísimo y potentísimo Rey: El Sumo Pontífice Paulo V, nuestro Señor, Jefe de los Príncipes cristianos, nos ha envia- do a V. M. con cartas y negocios secretos. Las guerras y re- voluciones de Moscovia nos han detenido en aquellos países más de lo que pensábamos, con gran sentimiento nuestro, por no poder cumplir el mandato de Su Santidad de venir cuanto antes a la presencia de Vuestra Majestad. Hoy he- mos llegado cerca de Bakú, ciudad de V. M., desde donde os rogamos que deis las órdenes oportunas para que cuanto

(1) Escribimos los nombres de las ciudades y personas con la misma ortografía que usa en su RELACJÓN.

(2) La inserta el P . Paulo en su RELACIÓN de Persia .

-87-

antes seamos llevados a vuestra presencia. Traemos, ade- más, cartas del Emperador de los Romanos, de Segismundo, Rey de Polonia, y de otros Principes cristianos para Vuestra Majestad >

Al día siguiente volvió el armenio y con él un gentilhom- bre para acompañar a los religiosos hasta Bakú. Cuando tes vió con hábitos tan pobres y remendados, se quedó estupe- facto, pensando ¡qué tal seria el soberano de aquellos em- bajadores descalzos y mal vestidos!... Mas, luego que les habló, quedó más estupefacto aún del saber y modestia de . los Padres, y muy gozoso les acompañó hasta Bakú aUdía siguiente.

Refiere aquí el P. Paulo Simón, que « aquella noche se le- vantó una tempestad tan furiosa, que destrozó dos riaves de la flotilla que había venido con nosotros el día anteripr de Astrakán; y aquella en que vinimos nosotros, faltó poco pá- ' ra que se fuese a pique, habiéndose visto obligado ef co- mandante a echar al mar toda la mercancía por salvar su nave.» No diremos nosotros que fuese castigo de Dios, por lo mal que se había portado con aquellos sus siervos; pero, si no lo era, lo parecía.

Llegados a Bakú, no tenían preparado el alojamiento; así es que estuvieron cerca de una hora en la plaza, espe- rando a que se hallase casa para hospedarlos. Halláronla, finalmente, y «con muy cómoda habitación».

Puesto a pintar la ciudad, el P. Paulo, como siempre, lo hace en pocas pinceladas. «Está sentada la ciudad de Bakú a orillas del mar Caspio, tiene buen puerto, no es ciudad muy grande. A la sazón estaba casi toda destruida, por ha- bérsela tomado el Rey de Persia al Turco pocos meses an- tes. Hay en ella un palacio antiguo con columnas de már- mol y otras curiosidades, que demuestran haber sido gran ciudad antiguamente.»

Aquella noche les envió el Kan las provisiones a su alo- jamiento, sin haberlas pedido ellos; pero, por lo visto, no fueron suficientes, «fuese suya la culpa o de sus ministros». ¡Bien de privaciones tenían que sufrir de continuo estos po- bres embajadores! ¡Y todavía puso un gentilhombre a dis- posición de los Padres para cuanto hubiesen menester! |Pues si empezaba por no darles de comer lo suficiente...!

Sigamos aquí paso a paso el interesante e incisivo relato del P. Paulo Simón, más pintoresco y movido en tierras de- Persia que en las heladas tierras moscovitas.

«Al día siguiente, dice, nos llamó el Kan; fuimos. Nos preguntó cómo estábamos y qué noticias había, y otras ce- remonias de palabras que se usan. Le dimos las gracias por sus atenciones, y le suplicamos que nos hiciese dar, pagán- dolos nosotros, los caballos que necesitábamos para el viaje

-88-

porque en aquella ciudad nadie podía proporcionar caballos a otros sin la licencia del Kan. Le dijimos que nos era nece- sario presentarnos a Su Majestad cuanto antes. Nos respon- dió que él tenía que partir pronto para Samaki, metrópoli de aquella provincia, en donde tenia su palacio, que iríamos con él allá, y de allí a la corte del Rey. Ya habíamos oído, antes de estar con él, cómo deseaba que fuésemos a Sama- ki para ver sus grandezas «per veder le sue grandeze» y aga- sajarnos, por no poder hacerlo como quería en Bakú, a don- de había venido de caza dos días antes. Le agradecimos tanta merced, y le rogamos que nos permitiese ir derecha- mente a ver a Su Majestad, porque se nos alargaba el ca- mino demasiado yendo por Samaki. Dijo él que no se alar- gaba, y con esto volvimos a nuestro alojamiento.»

Como eran embajadores enviados a su Rey, el Kan de Samaki no quiso que se partiesen de su capital sin haberlos obsequiado antes con un banquete. No fué esto muy del agrado de nuestros Misioneros, pero aceptaron la invitación por venir de quien venía, y representar ellos lo que repre- sentaban. De este banquete nos dejó un minucioso relato el P. Paulo. Se celebró estando todavía en la ciudad de Bakú.

» A los dos días de haber llegado, nos invitó el Kan a comer; fuimos por complacerle. Había invitado a otros mu- chos. Nos hizo sentar cerca de él, a un lado, juntamente con los intérpretes que venían en nuestra compañía; pues la costumbre del país es que, cuando invitan a un forastero y le quieren agasajar, hacen sentar también a su mesa a los servidores del forastero: lo cual hacen ellos en señal de res- peto hacia el convidado de honor. Al otro lado sentábanse los señores persas. El convite fué variado: platos de arroz, de carne, de aves, frutas y dulces. El pavimento de la estan- cia estaba cubierto con alfombras muy ricas. El Kan se sen- taba en tierra, a uso del país, en el testero de la sala. Vestía una túnica multicolor muy fina, con un sobretodo de bro- cado muy rico, forrado de marta. Sobre las alfombras ex- tendieron tres manteles, uno para el Kan y tres o cuatro se- ñores de la nobleza, y era el mantel de seda con flecos de oro; otro para nosotros, y el tercero para los otros persas: ambos manteles eran también de seda y de variados colores.

» Nos recibió el Kan con palabras de cortesía. En segui- da nos sirvieron la comida, que duró poco. Antes de des- pedirnos, le volvimos a suplicar que nos permitiese ir por el camino más breve a cumplir con nuestra misión... Nos re- plicó que el camino de Samaki era muy corto, y que él tenía que marchar allí en breve, y que nos daría algunos hombres suyos para que al día siguiente nos acompañasen, y que éstos se encargarían de preparar los caballos y todas las cosas necesarias para el viaje.»

-89-

Estando en el banquete, se anunció una visita inespera- da. Llegó allí el comandante de la nave que los habia traído de Astrakán, implorando la intercesión de los Misioneros cerca del Kan, para que éste le resarciese de algún modo de la pérdida de sus mercancías, pues se había arruinado por completo. Compadecidos los Misioneros de quien no tuvo antes compasión de ellos, intercedieron por él, ya que los habia conducido a aquel puerto; con lo cual se compadeció también el Kan y prometió averiguar cuál fuese su pérdida para resarcirle en lo que fuese equitativo, y esto, dijo, «lo haría por amor a los embajadores de Su Santidad».

Al día siguiente partieron éstos para Samaki en buenos caballos. Llegaron a la capital después de dos días de cami- no. Hallaron que aquel país estaba todo desierto, y no en- contraron casas ni aduares hasta poco antes de llegar a Sa- maki. El Kan, por hacerles más agradable su estancia en su metrópoli, les buscó alojamiento en casa de un sacerdote armenio, en donde pudiesen estar con más tranquilidad y más holgura, sin las enojosas ceremonias usadas en las ca- sas de los grandes. Allí les enviaba todos los días las nece- sarias provisiones, y esta vez fueron abundantes. El mismo día de su llegada les envió tres de los principales señores de sus estados a visitarlos y darles la bienvenida, y les or- denó que cuidasen de ellos; de modo que no les faltó allí cosa alguna.

» La ciudad de Samaki, escribe el P. Paulo, es ciudad grande, y antiguamente era muy populosa. Abunda en ella el pan, el vino, la carne y otros alimentos. Es rica en tráfico y comercio de sedas, por las muchas sederías que existen en aquella provincia. Los habitantes son turcos en su mayo- ría, aunque también hay muchos armenios, los cuales tie- nen su iglesia. Se ven allí edificios antiguos y una iglesia de cristianos con preciosos mármoles, que ahora está converti- da en mezquita.

» Samaki contiene en su recinto tres ciudades amuralla- das: la primera es aquella que está en el punto más eleva- do; es la ciudadela o fortaleza en donde habita el Virrey. Las otras dos de abajo, cuando entramos nosotros, estaban casi totalmente destruidas, porque hacía solamente un mes que las había tomado el Rey de Persia a los turcos. Al to- marlas mandó matar a todos los que estaban dentro de sus muros, sin perdonar mujeres y niños, e hizo arrasar y alla- nar las dos ciudades de abajo con la artillería de la ciuda- dela. El mismo Rey en persona estuvo durante seis meses dirigiendo el cerco y atacando esta ciudad, que no quiso rendirse; y, para no hacerla gracia, tan pronto como la hu- bo tomado, se marchó de allí, sin querer entrar en ella. Es- tá enclavada en sitio fuerte.

-90-

» Entre los muchos que el Rey hizo matar, los primeros fueron 500 derviches. Con este nombre llaman a los santo- nes musulmanes.»

El Kan o Virrey de Samaki procuraba detener cuanto po- día a los Misioneros en su capital. No sabían ellos a qué obedeciese este proceder, agasajándolos tanto como ellos no quisieran. Pensó el P. Paulo, y no iba descaminado, que el Kan esperaba orden de su Rey para que siguieran adelante los embajadores del Papa.

Entre tanto, no sabía el Virrey qué hacerse para que les fuese menos pesada su estancia. Entre otras cosas con que los agasajó, fué con ofrecerles allí otro gran banquete, mu- cho más fastuoso que el de Bakú, porque les quería mostrar su opulencia y el lujo de su morada en tales casos. Por úl- tima vez aceptaron esta clase de obsequios.

El palacio del Virrey era verdaderamente suntuoso. An- tes de llegar los Misioneros a las habitaciones particulares del señor, cruzaron por tres estancias muy espaciosas, lle- nas de convidados persas, que estaban sentados sobre es- pléndidas alcatifas. Al pasar los embajadores del Papa, se levantaron todos e hicieron un saludo muy reverente a usan- za del país. En la morada del Kan, estaban al rededor de Su Excelencia unos 25 o 30 grandes señores, haciéndole la cor- te, sentados también en el suelo sobre alfombras más ricas, más hermosas y de mucho mayor arte que de las pasadas estancias. El Kan les hizo sentar a su lado, dando la prefe- rencia al P. Paulo como superior de la embajada de Su San- tidad; en pos de él seguían los otros Padres y los intérpretes.

Después de los saludos de costumbre, extendieron man- teles más amplios y lujosos que los del convite de Bakú. Eran de seda y de brocado, y cubrían todo el pavimento, según el uso del país. La comida fué también más variada y mejor aderezada; pero duró también muy poco, lo mismo que la anterior. El Kan, como cosa extraordinaria, mandó servir vino a los comensales, y él se eximió de beberlo por su mal estado de salud.

Estuvieron los nuestros dos semanas en Samaki, hasta que llegó la orden del Shah para que se encaminaran a su corte. Muchas otras veces quiso convidarlos a comer el Vi- rrey, pero ellos lo rehusaron siempre y « no asistieron más a ningún banquete de palacio».

A las dos semanas, estando ya para partir, les ofreció el Kan, como presentes, cinco hermosos caballos de pura raza y 100 zequines venecianos. Los Misioneros no quisieron aceptar ni lo uno ni lo otro, diciendo que se lo prohibían las leyes de pobreza que profesaban, y que, por lo demás. Su Santidad era quien les pagaba el viaje. Trataron de conven- cerlos los nobles para que lo aceptasen, diciéndoles que en

-91 -

aquel pais se tomaba como una injuria el no aceptar los pre- sentes, y más cuando quienes los hacían eran Reyes o gran- des personajes. No pudieron convencerlos; antes bien, ellos convencieron al mismo Kan de lo contrario, a saber, que no había de tomarlo a injuria, sino a honor grande que le ha- cían, pues en honor suyo cumplían con lo que estaban obli- gados a Dios por voto y juramentos sagrados de pobreza y humildad, y mantenían la palabra dada a Dios, como man- tenían la palabra empeñada con los hombres.

Mas, temiendo el Virrey que se disgustase el Shah, su señor, si no hacia algún digno presente a los embajadores del Papa, como era de uso y obligación entre ellos, y no pu- diendo, por otra parte, hacérselo tomar a los Misioneros, quiso que le dejasen la negativa por escrito, para poderse sincerar con el Rey, si lo llegase a saber y se lo recriminase. Así nos lo refiere el P. Paulo, diciendo del Virrey: «Nos mandó su secretario para que le diésemos un escrito de mano en que constase cómo nos había hecho aquellos pre- sentes, y nosotros no los habíamos querido aceptar, lo cual se lo di a última hora, viendo que sin eso no nos daba la licencia para marcharnos.» ¡Tal era el miedo que inspiraba el Shah, aún a los más altos jefes de su nación!

En cuanto a los Misioneros, el no recibir semejantes re- galos en ésta ni en otras ocasiones, cosa era que, al cabo, redundaba en alabanza de ellos, y más viéndolos descalzos y tan pobremente vestidos. A propósito de esto, dice el P. Paulo que algunos campesinos solían exclamar al verlos: « ¡Pobrecillos! Cuando les vea así Su Majestad, ya se encar- gará de vestirlos y calzarlos ricamente.»

Como no quiso el superior de la misión tomar cinco ca- ballos de regalo, se vió precisado a pedírselos al Kan en al- quiler para el camino; y el bondadoso Virrey les proporcio- nó buenos caballos de silla para ellos, y camellos para lle- var algunas provisiones, su pobre equipaje y los presentes que llevaban para el Rey de Persia. Dióles, además, uno de sus «más fieles» servidores. Así lo decía él; pero ya vere- mos la fidelidad de tal servidor, a quien dió bastante dinero para que cuidase y atendiese, como debía, a los embajado- res del Papa.

Con todas estas recomendaciones y buenas ofertas, se despidieron los nuestros por extremo agradecidos a las aten- ciones y bondades del Virrey de Samaki, y partieron de allí, con rumbo a la capital del reino, el 19 de octubre de aquel año 1607.

Por el camino tuvieron que sufrir toda clase de penalida- des y de privaciones, incluso en la comida, a pesar del di- nero que el siervo del Kan llevaba consigo. Y es que las gentes de aquel país tenían entonces por ley o por costum-

-92-

bre no cobrar la comida ni el hospedaje a los embajadores que fuesen enviados a su Rey o que volviesen de su corte. Y como entonces, con tantas guerras, estuviese el pais po- bre y desolado, procuraban aquellas buenas gentes ocultar cuanto podían sus víveres y provisiones a los ojos de los tales embajadores, y a todo daban por respuesta que no tenían «sino una miseria de pan o mucha miseria de todo.» Con lo cual tenían que ayunar los nuestros muchas veces a pan y agua.

Más de una vez «le fué forzoso al siervo del Kan emplear el palo », para ver de conseguir un pedazo de pan (1). Y aunque no era cosa insólita entre aquellas gentes el verse apaleadas por semejantes motivos, nuestros Padres no po- dían sufrir tales escenas, y preferían una y mil veces pasar hambre, antes que conseguir un poco de pan con tan inhu- manos procedimientos. Lo que si hacían algunas veces, era increpar al siervo del Kan de poco previsor y de menos pro- visor, especialmente cuando le fueron conociendo y viendo su avaricia; pues más de una vez no compraba víveres por no gastar el dinero, ya que con lo que le dió el Kan pudo haber comprado provisiones antes de salir de Samaki, sa- biendo que en el camino era tan difícil el hallarlas. Pero, hasta cuando se las ofrecían por lo que costasen, acudía a pagar por adelantado « con el bastón » , antes que soltar el dinero de la bolsa. ¡El inmutable Oriente! Lo mismo que entonces, ha pasado y pasa en nuestros días, como lo he- mos visto con nuestros ojos, antes y después de la guerra mundial.

El 28 de octubre hicieron alto los Misioneros en una pe- queña población distante como unas tres millas déla ciudad de Ardebyl, en la provincia de Aderbaidján. Desde allí en- vió el P. Paulo al P. Vicente a la ciudad, para que buscase una habitación y preparase la comida necesaria, para que no tuviera que apelar al palo el siervo del Kan de Samaki. Este al oír semejante encargo, y al ver partir al P. Vicente con uno de los armenios para cumplir la orden del superior, se arrojó a los pies del P.Paulo, conjurándole, por lo que más quisiera, que no hiciese tal cosa, porque pudiera cos- tarle a él la vida, si lo llegaba a saber su señor. «Yo le res- pondí, dice el P. Paulo, que sentía mucho su dolor y sus lágrimas, pero que no podía hacer otra cosa, porque no ha- bíamos venido nosotros a estas tierras a tomar por fuerza las provisiones de estas pobres gentes, y menos para obli- garlas con el palo a que nos diesen de comer.»

(1) < Per il che era sforzato quello del Can, che ci guidawa ad adropare il bastone.»

-93-

Viendo el siervo del Kan que el P. Paulo seguía firme en su propósito, tomó el camino de la ciudad y se fué al Go- bernador para informarle de la embajada del Papa y del en- cargo que él traía de acompañarla, por lo cual se les había de buscar digno hospedaje a cuenta de las autoridades del país. Apresuróse el Gobernador a buscar alojamiento para ios Padres y a prepararles un recibimiento triunfal, sin que ellos se diesen cuenta hasta que estuvieron a las puertas de Aldebyl.

El 29 de octubre se dirigieron, pues, a la ciudad, y «an- tes de entrar en ella, dice el P. Paulo, nos salieron al en- cuentro 25 persas a caballo en buen orden, según su cos- tumbre, y con buenos caballos. Uno de ellos nos dirigió un saludo de bienvenida en nombre del Gobernador de la ciu- dad, el cual, dijo, les había mandado salir a recibirnos para acompañarnos. Entrado que hubimos en la ciudad, dije a los nuestros que se dirigiesen a la hostería que había busca- do el P. Vicente; pero no lo consintieron los jinetes que nos acompañaban. Estuvimos largo rato debatiendo sobre el caso. Les dijimos que no éramos embajadores como los otros, aunqu'e era cierto que traíamos cartas para su Rey; pero que, sobre todo, éramos unos pobres frailes. Y nos res- pondieron en último término, que de ningún modo tolera- rían que hiciésemos aquel agravio a su Rey; que ya sabían muy bien quiénes éramos, y que la hostería era buena para mercaderes, pero no para nosotros. Y con esto nos llevaron a la casa que nos tenía aparejada el Gobernador.»

Tan pronto como entraron en ella los Misioneros, llegó a visitarlos de parte del Gobernador uno de los primeros seño- res de la ciudad, que en su lengua llamaban « Kissel Bascei» . Les dió la bienvenida, y les dijo que venía a ponerse a su disposición para acompañarles durante su permanencia en Ardebyl y para proveerles de todo lo necesario. Agradeció- selo mucho el superior de la misión, diciéndole que no te- nían necesidad de cosa alguna; porque ya había ordenado a uno de los armenios de su séquito, que comprase todo lo necesario. No lo permitió el noble Kissel; antes, les propor- cionó tantas provisiones para aquellos días, que «tuvieron para hacer limosna a los pobres armenios que iban por su alojamiento.»

Esto de rechazar dádivas y provisiones, llamaba allí mu- cho la atención. El Gobernador de Ardebyl, varón sensato y prudente, sólo por esto, cobró mayor afecto, veneración y estima a los frailes teresianos. Al día siguiente de su llega- da, les hizo una visita muy cordial, y los convidó a comer para el otro día. Por vez primera, y única allí, aceptaron y fueron . « Su casa , dicen , aparecía adobada con tapicería cos- tosísima de paños muy finos con cuatro dobleces, que en su

-94-

lengua llamaban «seknemek» (sic) , y que llegarían a valer cada uno de 150 a 200 zequines venecianos.» Sobre estos paños se sentaban los comensales. El Gobernador hizo sen- tar a los Padres a la cabecera, y él se sentó, con dos o tres señores, en frente, haciendo permanecer en pie a los demás de su casa por respeto a los embajadores. Los manteles que tendieron por tierra « eran de cierta materia del Mogol, muy rica». El banquete fué abundante y bien aderezado. Los nuestros, por ser vigilia de Todos los Santos, comieron sólo legumbres y frutas, de lo cual se edificaron todos grandemente. El Gobernador «les hizo muchas pregun- tas sobre materias diversas, y mostró mucha prudencia en todo.»

Después de la comida, el P. Paulo, como lo tenia por cos- tumbre, suplicó a Su Excelencia que les proporcionase ca- ballos para seguir cuanto antes su camino, pagando lo que fuese. Respondióle el Gobernador que con mucho gusto les proporcionaría caballos y cuanto necesitasen, pero que no tenían que pagar nada por ello; porque era allí costumbre y orden del Rey el dar a los embajadores todo cuanto pidiesen «gratis et amore» , pues de otra suerte lo castigaría terrible- mente Su Majestad. Les dijo cómo estaba enterado de todo lo que les había pasado desde Samaki, por el siervo del Virrey de aquella provincia. Y para disculpar al dicho siervo que tantas veces había echado mano del palo y que se ha- llaba allí presente, les dijo, que no les extrañase aquella medida un poco fuerte, porque todo era necesario en aque- llas partes; «que era uso del país y que, sin aquello, los campesinos no hacían cosa derecha.» Respondió el P. Paulo que era muy duro para ellos ver apalear a aquellos pobreci- tos tan sin compasión, cosa que está prohibida por nuestra religión cristiana, que nos manda hacer bien a todos y no hacer mal a nadie, y menos a los pobrecitos que no tienen que comer. Con lo cual, el Gobernador, bueno y de buen corazón, quedó profundamente conmovido.

Después de comer salieron a dar una vuelta por la ciu- dad, según lo solían hacer por todas las que pasaban, si te- nían tiempo para ello. Luego tomaban sus notas de lo que veían y observaban El P. Paulo dice de Ardebyl: «Es ciudad muy grande y populosa y es metrópoli de una provincia de la Media. Está situada en una llanura, a medio día de dis- tancia del mar Caspio. Es abundante en agua y en todo gé- nero de víveres; pero no es ciudad fuerte ni amurallada. Se la tomó al Turco el Rey de Persia hace unos pocos años. Los habitantes siguen la secta de los persas, y son más su- persticiosos que ellos, por tener en la ciudad los restos del Rey Sofi, el cual introdujo la secta de ellos, diferente de la de loe turcos, y del raial traen origen estos Reyes de Per-

-95-

sia (1). El fundador de esa dinastía está sepultado en una mezquita muy rica, llamada la «Mezquita del Rey Sofi». Junto a la Mezquita hay un hospital muy grande, en donde dan de comer de limosna, cada día, a todos los que van en peregrinación allí; y son muchos los peregrinos que acuden a Ardebyl de las diversas provincias del reino. Por esto los habitantes de la ciudad son más celosos de sus supersticio- nes, y no beben vino. La lengua que hablan es la turca, lo mismo que los habitantes de Seván. Vivían entonces allí muchos armenios, que había deportado el Rey cuando tomó la ciudad, y después de deportarlos allí prendió fuego a to- dos los pueblos y caseríos en que estos desgraciados habita- ban, que era en la Armenia Mayor.»

A propósito de estos armenios, cuando aquella tarde vol- vieorn los Padres a su alojamiento, hallaron que les estaba esperando una comisión de los más significados de entre ellos, que fueron a invitar a los embajadores del Papa con el deseo de que éstos asistiesen a una grandiosa fiesta reli- giosa que los armenios de Ardebyl querían celebrar en su honor al día siguiente. Los Padres les prometieron asistir a ella, porque «les pareció que eran armenios católicos, pues hablaban bien de Vuestra Santidad», dice el P. Paulo en la Relación que escribió para el Pontífice Paulo V. (2)

La fiesta que les dieron los armenios la describe así el mismo Padre:

«A la mañana siguiente vinieron a buscarnos en proce- sión unos quince sacerdotes revestidos con las sagradas ves- tiduras. El superior de ellos traía los santos Evangelios en la mano, y, de los otros, unos llevaban una cruz y otros una imagen de Nuestro Señor. Detrás de los sacerdotes seguían algunos diáconos y subdiáconos, revestidos también con sus respectivos ornamentos sagrados, y a éstos seguía una multitud así de hombres como de mujeres. El superior nos dió a besar el libro de los santos Evangelios, y los otros las cruces e imágenes que llevaban, y acto seguido nos enca- minamos a la iglesia. Precedían los sacerdotes. Yo iba en medio de los dos primeros, y luego los Padres, mis compa- ñeros. Nuestros intérpretes venían detrás, y en pos de ellos seguía la multitud de armenios con velas encendidas. Los sacerdotes y otros cantaban salmos en su lengua, y tocaban ciertos instrumentos músicos que usan en lugar de campa- nillas. Guiaron la procesión por la plaza mayor y por las principales calles de la ciudad, con grandes muestras de re- gocijo por su parte, pues no habían hecho nunca allí una

(1) Alude a la dinastía de Abbas , el Grande .

(2) En varios lugares de esta RELACIÓN se dirige a Su Santidad.

-96-

procesión semejante. Algunos mahometanos se tapaban los oídos (1) , para no oir la música de los instrumentos arme- nios ni de aquellos salmos cristianos; pero ninguno se atre- vió a decir ni una palabra de protesta, porque venían escol- tándonos los guardias del Gobernador.

«Llegados a la iglesia, que era más bien un establo (2) , uno de los sacerdotes dijo la misa; y rogaron en ella por Vuestra Santidad, respondiendo todo el pueblo. En el ofer- torio, nosotros les hicimos la limosna que pudimos. Después de la misa, nos obsequiaron con una frugal refección , según costumbre de ellos, y después nos acompañaron hasta nues- tro alojamiento procesionalmente, del mismo modo que nos habian llevado a la iglesia.»

Los desgraciados armenios, oprimidos, entonces como ahora y como siempre celebraron con inusitada alegría aque- lla manifestación en honor de los embajadores de Su Santi- dad. Los Padres convidaron a comer a los sacerdotes arme- nios y a los más ancianos del mismo rito. Durante la comi- da contaron los buenos armenios a los nuestros las vejacio- nes y afrentas que tenían que sufrir a cada paso de los mahometanos; los desprecios públicos inferidos a nuestra santa religión, de obra y de palabra; los ultrajes dirigidos a las imágenes del Señor y de sus Santos, y las blasfemias lanzadas contra los más divinos misterios. Suplicaron a los Misioneros que elevasen una protesta respetuosa hasta el Gobernador de la ciudad, en nombre de la nación armena, por todos estos desacatos contra la religión del Papa que les había enviado.

Así lo hicieron puntualmente los Misioneros carmelitas. El Gobernador atendió su ruego, e inmediatamente hizo publicar un bando, a voz de pregonero, por las calles y pla- zas de la ciudad, amenazando con las penas más severas a cuantos faltasen al debido respeto a los armenios y a su re- ligión. Y muy pronto, a uno, que no hizo caso de tal bando e injurió gravemente a los cristianos, profiriendo injuriosas palabras contra su religión, «le colgaron por los pies en me- dio de la plaza, y le dieron una buena ración de bastona- zos " (3) , que es uno de los más corrientes castigos entre los orientales hasta la hora presente.

Una semana permanecieron en Ardebyl los Misioneros.

(1) « Si chludevano I'orecchle ». El P. Paulo en la RELACIÓN para Su Santidad .

(2) Las palabras textuales son: «che era piutosto presepe>. «Un pese- bre» significaría literalmente; pero los italianos llaman « presepe» al establo, como al de Belén, y son famosos y muy artísticos en Italia « i presepi del santo Natale», que son los que nosotros llamamos «Nacimientos de Navidad».

(3) « L'appicarono per li piedi nella piazza, e lo bastonarono per bene ». P. Paulo, Relación citada.

-97-

El 6 de noviembre partieron de alli en buenos caballos, que les proporcionó el Gobernador, y con camellos para sus equi- pajes. Además, les dió dos arcabuceros para que les acom- pañasen hasta Kasbin (1), que era la capital de la provincia y una de las mayores ciudades de la Media.

También se opuso tenazmente este Gobernador, como los demás, a que los Misioneros hiciesen provisiones para el camino, diciendo, que era obligación de los pueblos, por donde pasasen, el proveerles de todo lo necesario. Ya se es- taba sospechando el P. Paulo Simón, antes de emprender nuevamente su camino, lo que había de sucederles. Porque desde Ardebyl hasta Kasbin se repitió punto por punto la escena que se produjo desde Samaki hasta Ardebyl: las mis- mas negativas para dar provisiones a los embajadores, las mismas necesidades causadas por las continuas guerras y los mismos palos sobre las espaldas de los campesinos, da- dos con más furia por el siervo del Virrey de Samaki, el cual quería tomar venganza de los Misioneros a fuerza de dar más y mejores palizas. Hasta hubo ahora una nota espe- cial que llamó luego la atención de los carmelitas, y fué, que, antes de llegar a un poblado de consideración, se ade- lantaban un arcabucero y el siervo del bastón, para anunciar la llegada de los embajadores del Papa. Con esto, en vez de prepararles comida y alojamiento, lo que hacian era que la gente avisada escondiera las provisiones y cerrara sus puer- tas a cal y canto, como suele decirse. Vez hubo que no en- contraron techado en que albergarse y apenas unos men- drugos para saciar el hambre. Por supuesto, que a costa de ellos solían despacharse bien los servidores y arcabuceros. No había más que tener paciencia y encomendar al Señor sus almas; que sus cuerpos llegaron a estar bien extenuados.

Desde Ardebyl hasta Kasbin emplearon «otros ocho días.» El país recorrido era, por lo general, bastante llano, si bien tuvieron que atravesar algunas montañas. A lo largo del camino encontraron algunos castillos levantados por el Rey Abbas a causa y como defensa en las continuas guerras con los turcos. El Rey había confiado la defensa de estos castillos a capitanes de caballería, que eran los más a pro- pósito para repeler las correrías y escaramuzas de los turcos.

Dos días antes de llegar a Kasbin toparon con « una po- blación de 500 casas. El alcalde de ella era un armenio re- negado, hermano de un Duque, también renegado. El tal

(1) Casvín, Kasbin o Kaswin, que de todos estos modos aparece escri- to el nombre de esta ciudad, era una provincia del Irak, a 60 leguas de Ar- debyl V a 37 de Teherán. Muchos son los que dicen que era la Ecbatana de la Biblia, y esta tradición es corriente por aquellas partes, si bien hoy día hay muchos autores de nota que la rechazan de plano .

-98-

alcalde, «gobernador o padrón», como le llama el P. Paulo, no les quiso dar ni comida ni alojamiento, diciéndoles que se fuesen al campo, «que era ancho y largo.» Así lo hicie- ron los nuestros. Arrepentido luego el alcalde de su proce- der, por lo que le pudiera venir, fué a visitarlos en el tugurio o cabañuela en que se habían alojado. Llevaba consigo un hijo pequeñuelo, el cual tenía un frasco de vino en la mano. Cuando el tal alcalde, o lo que fuese, vió a los embajadores en hábitos de frailes descalzos, empezó a burlarse cínica- mente de sus hábitos y de sus sandalias. Como los religiosos se dispusiesen a tomar su frugal colación, que otra cosa no tenían, convidaron con ella muy atenta y cortésmente al al- calde, el cual, viendo tanta humildad y sinceridad en los huéspedes, quedó vencido. En vez de las quejas y protestas que se figuraba habían de salir de los labios de aquellos em- bajadores, le invitaron a comer cortésmente, y a sus burlas respondieron con palabras de mucho respeto y considera- ción, por ser la autoridad de aquel pueblo. Concluyó por in- vitarlos a cenar con él aquella noche, pues deseaba regalar- los, decía. Los Padres se excusaron como pudieron; pero no pudieron excusar que al día siguiente les acompañase un buen trozo de camino.

Cuando estuvieron a la vista de Kasbín, no quiso el Pa- dre Paulo que el siervo del bastón y el arcabucero se ade- lantasen, como solían, en busca de alojamiento, diciéndoles que sería en vano, «pues ya sabía él lo que tenía que ha- cer». Temieron ellos alguna represalia de los Misioneros, y siguieron su camino con los demás, mudos y cabizbajos, pensando, sin duda, el modo de parar el golpe, para lo cual encuentran siempre grandes recursos con sus embustes y mentiras aquellas gentes de inexahusta fantasía.

El 14 de noviembre llegó aquella extraña caravana a las puertas de la famosa ciudad de Kasbin, la Ecbatana de la Biblia.

Y ya diremos en el siguiente capítulo dónde encontraron alojamiento, y lo que allí les sucedió, y algo de lo que les sucedió más adelante, con los sucesos del término del viaje.

CAPITULO XII

Desde Kasbín a Ispahán

Capital de Persia entonces. Jan y caravansall >, o venias y mesones. El encuentro con... don Roberto Sirley, inglés famoso. La entrada de los embajadores en Ispahán. Solemne recibimiento. Adivinos y en- cantadores.—¿ Qué embajada traerán unos frailes descalzos ?

El jefe de la caravana misionera, al llegar a Kasbín, or- denó a los guías que se encaminasen directamente al mesón de la ciudad. Allí se llamaba «caravansail». Los arcabuceros y servidores no pudieron disimular su extrañeza ni su con- trariedad. Desde el primer momento empezaron a correr la voz de que aquellos frailes descalzos eran embajadores del Papa, enviados al Rey Abbas, el Grande. Muy pronto se vió rodeado el « caravansail » de gente ociosa, tan abundante en las ciudades orientales. Los curiosos también fueron llegan- do poco a poco, y después las autoridades y grandes seño- res. Todos tomaban muy a mal el que unos embajadores se albergasen en el mesón público. Por la tarde llegó el Go- bernador de la ciudad, a excusarse, diciendo que no tenía noticia de su llegada, y que fuesen a una casa que les había preparado, porque el « caravansail » era propio de mercade- res. Los Padres le dijeron que estaban allí muy bien insta- lados, en cómodas estancias, que para ellos bastaban, por- que eran, ante todo, unos pobres religiosos.

Pasáronse un buen rato en razonamientos de este géne- ro, saliéndose los Misioneros con la suya esta vez, pues quedáronse en el mesón definitivamente. Llegóse la hora de cenar, y los Padres convidaron a su mesa al Gobernador, que aceptó la invitación muy complacido y se deshizo en atenciones y muestras de veneración hacia los religiosos. Di joles, ante todo, que, si el Rey les preguntaba sobre su estancia en Kasbín, habían de significarle que el Goberna- dor puso todo su empeño para alojarlos como era debido en casa particular y que ellos habían preferido quedarse en el «caravansail». Siempre los mismos temores a la severidad del Rey autócrata. Ellos ofreciéronle hacerlo como decía. Quedaron muy amigos. «Durante la cena, dice el P. Paulo, el Gobernador se portó siempre con mucho respeto, estando sentado con las piernas cruzadas que entre ellos es señal

-100-

de grande reverencia. Sería largo decir las muchas ceremo- nias que usaba, diciendo que era cristiano y llamándome a «Padre mío».

Al día siguiente fueron a dar una vuelta por la ciudad y sus alrededores. «Es ciudad muy grande, dice el Misionero genovés, y no menor que Ispahán. Es metrópoli de la Me- dia, la primitiva capital de los Reyes de Persia. Hay muy buenos palacios, abundancia de víveres de todas clases, no sólo para lo necesario sino también para el regalo de los ha- bitantes, hallándose tan abastecida como cualquiera de nuestras grandes ciudades de Europa. Muchos son los mer- caderes que a ella acuden de todas partes por sus mercadu- rías. Hay en esta ciudad tapices de seda y de brocado en abundancia. Está situada en una llanura. No tiene murallas ni castillo ni ciudadela. Los habitantes pertenecen a la secta persiana. La lengua no es ni la turca ni la persa, sino una amalgama de las dos, aunque todos entienden el turco y el persiano. El Gobernador, aunque se llama cristiano, es un renegado, natural de Georgia, el cual desde niño ha sido es- clavo del Rey: de ahí las ceremonias y zalemas que tiene por costumbre. »

En Kasbín encontraron los nuestros un famoso persona- je, famoso de verdad por aquellos tiempos en Persia y en toda Europa, y famosísimo en la historia de nuestra Misión de Persia, como se ha de ver desde ahora para en adelan- te. Su nombre está ligado, por muchos conceptos , a la fa- milia carmelitano-teresiana. Con nuestros Misioneros tuvo que ver mucho durante toda su vida, con algunos de ellos fué socio en diferentes embajadas, incluso en una muy deli- cada cerca del Rey Católico, y, finalmente, sus cenizas es- peran el día de la resurrección en nuestra iglesia de Santa María de la Escala en Roma, como luego veremos.

Era este personaje don Roberto Sirley, gentilhombre in- glés, ingeniero militar, diplomático insigne y conocedor en- tonces, como pocos, de los hombres y de las cosas de Per- sia. Era hermano de Antonio Sirley, el difunto embajador que el Rey de Persia envió a Clemente VIII en 1601 . Haría como unos diez años que don Roberto estaba en Persia al servicio de aquel Rey, sin olvidarse de servir, como buen inglés, los intereses de su patria. Al día siguiente de haber llegado los nuestros a Kasbín , por la mañana don Roberto les envió un mensajero a darles la bienvenida, sintiendo que, por andar delicado de salud, no pudiese ir personalmen- te. Por la tarde, sin embargo, fué a verlos. Todos se conso- laron mucho con esta visita. Don Roberto parecía una bue- na persona en todo el rigor de la palabra. Les informó debi- damente de las cosas de Persia; les dió cuenta menuda acer- ca del asesinato de Basilio de Moscovia y de los diversos

-101-

Demetrios que allí saltaban a cada paso, demostrando lo enterado que estaba de los asuntos moscovitas. Les habló de lo disgustado que estaba el Rey de Persia, por haber sa- bido que el Emperador de los Romanos había hecho un tra- tado de paz y de alianza con el Turco; asi como por no ha- ber recibido en cuatro años ni una carta de Su Santidad, ni tener noticias de los embajadores que había enviado al Em- perador. Les dijo, en fin, que el Rey estaba para llegar ya de un día a otro a la capital de su reino, a Ispahán, con otras muchas y muy importantes cosas que debían saber ellos de antemano, como embajadores de la Santa Sede.

Muy agradecidos quedaron los nuestros a don Roberto, y asi se lo significaron al despedirse, dándole gracias tam- bién por haberles invitado a comer al día siguiente en su compañía, y diciéndole que irían puntualmente, por lo mu- cho que habría de enseñarles y guiarlos con su experiencia.

Durante la comida, al otro día, se franqueó más don Ro- berto con los Padres, y les dijo en confianza que entonces no disfrutaba, como antes, de la gracia y buena amistad del Rey, ni la de los mejores magnates, antes amigos suyos; y que todo había procedido por negarse él constantemente a renegar de su fe, como ellos se lo venían pidiendo con insis- tencia, prometiéndole, si lo hacía, montañas de oro, como quien dice. Por causa de esta su negativa rotunda, no le co- rrían los pagos con la puntualidad debida; y lo que daban era una mezquindad comparado con lo que le dieron hasta entonces. Por todo lo cual, había resuelto firmemente vol- verse a su país natal, y para ello había ya pedido licencia al Rey, y el Rey se la había negado diciéndole « que se acor- dase que tanto él como su hermano le habían comido mu- cho pan y por mucho tiempo ». Y después de haberse des- ahogado enteramente con los buenos Misioneros, «nos su- plicó, dice el P, Paulo, que le alcanzásemos del Rey este favor de partirse cuanto antes a su tierra».

El superior de la misión se lo prometió en gracia a tantas muestras de confianza, aunque sintiendo mucho que se marchase al llegar ellos con misión tan delicada, en la cual podría servirles de mucho.

Manifestóles don Roberto su propósito de trasladarse a Ispahán juntamente con ellos, si no tenían inconveniente. Ellos aceptaron su ofrecimiento con mil amores, con tal de que no se tardase mucho . Todo lo arreglaron para partirse cuanto antes; pero el Gobernador, con unas cosas y otras, los entretuvo en Kasbín por espacio de seis días. En ese tiempo, el P. Paulo Simón, valiéndose del buen ánimo y de la afición que les mostraba el dicho Gobernador, consi- guió de él que diese libertad a todos los armenios qüe tenía encarcelados por cuestiones políticas.

-102-

El 20 de noviembre consiguieron partir de Kasbín los Mi- sioneros. El Gobernador les proporcionó los caballos y ca- mellos necesarios, como en otras ciudades. El mismo les quiso acompañar un buen trecho de camino, y les dió dos guias con las consabidas instrucciones que llevaban los an- teriores, esto es, de que les proveyesen de todo, y luego no les proveían de nada, ni aun «haciendo funcionar el bastón por el camino con las dos manos.»

Dos dias llevaban de viaje, cuando al P. Paulo Simón le asaltó una fiebre intensa, que fué creciendo a medida que iban adelante. Al tercer dia llegaron a Saveh, «ciudad no muy grande», y dos días después a Konno, mayor que la prece- dente. El Gobernador había sabido su llegada y les había salido a recibir con algunos caballeros. Buscóles, además, un buen alojamiento. Y como esta ciudad «era grande y tenía de todo», el Gobernador envió un médico para que viese al P. Paulo, que seguía bastante enfermo. Le halló con fiebre muy alta, le prescribió absoluto reposo, «y le pareció que no era tiempo de darle medicamento ninguno».

A los dos días, algo aliviado el enfermo, aunque muy débil, continuaron el viaje. Allí hubo cambio de caballos y camellos para la caravana misionera. Por su mal estado de salud, el P. Paulo no podía tenerse en el caballo; así que fué menester «meterle en una cuna», como él dice, y colo- carle sobre un pacifico camello.

A las dos jornadas, llegaron a Kaschán, «ciudad muy bella y rica, aunque no tan grande como Kasbín, situada en una llanura y con agua abundante ». El Rey Abbas se había fabricado en ella un beHísimo palacio y un « caravansail » para los forasteros, «que se ha hecho famoso por aquellas tierras». «En Kaschán, habla siempre el P. Paulo, se fabrican tapices de oro y seda, bellos brocados y velludos, telas de raso y paños de muchas clases. Es ciudad muy frecuentada de mercaderes, por estar en el camino que va a Korasán, al Mogol y a las Indias, de donde vienen allí inmensas rique- zas . »

Cuando llegaron los nuestros a Kaschán, ya estaba allí don Roberto Sirley, que se les había adelantado en el ca- mino, a pesar de haber salido de Kasbín después. Don Ro- berto se alojaba en el «caravansail» del Rey, en buenas ha- bitaciones; y allí se las deparó no menos buenas a los Mi- sioneros el Gobernador de Kaschán. Al dia siguiente les envió el Gobernador abundantes provisiones, que los Pa- dres «repartieron entre los pobres para que rogasen por Su Majestad ».

En Kaschán le aumentó al P. Paulo la fiebre, por lo que suplicó al Gobernador que les proporcionase caballos para ir cuanto antes a curarse a Ispahán, y a descansar de tan

-103-

largo viaje. Pidió para él algún coche modesto, sin lujo al- guno de arreos ni gualdrapas orientales, porque no podia viajar ya de otro modo. Aquel día solamente se encontró un mal coche para el enfermo, y así se puso en camino con los intérpretes. Don Roberto se fué por delante a la capital de Persia. Los otros dos Padres, con los arcabuceros, fueron detrás al día siguiente, que encontraron caballos de refres- co. Reuniéronse con el P. Paulo al otro día por la noche, en un villorrio distante doce leguas de Ispahán, en donde no hallaron casa aparejada ni por aparejar, viéndose obligados a guarecerse en un « jan » de caravanas y peregrinos , en donde los viajeros y trajinantes se albergan juntamente con sus cabalgaduras. Un «jan» era la gruta de Belén en donde Nuestro Señor vino al mundo.

Desde este miserable establo, envió el P. Paulo un intér- prete a Ispahán para que fuese a anunciar su visita al Rey, el cual había llegado a su corte después de una larga pere- grinación.

Volvió el mensajero poco antes de la hora de comer, y dijo a los Misioneros que el gran Visir ordenaba que fuesen al pueblecillo inmediato, en donde no habían hallado antes posada, que ya la encontrarían, y que esperasen allí hasta el día siguiente. Don Roberto, que ya estaba en Ispahán, escribió con el mensajero al P. Paulo diciéndole más clara- mente que aguardasen allí, porque el Rey quería que se les recibiese con todos los honores de su cargo y estaban ha- ciendo los preparativos.

Al día siguiente por la mañana, que era 2 de diciembre y primer domingo de adviento de 1607, llegó a la posada de los nuestros un mensajero del Gran Visir, diciéndoles que podían continuar el viaje hasta la capital, que todo estaba ya preparado para el magnífico recibimiento que Su Majes- tad les quería hacer. Este mensajero se decía allí «memon- dar», que era lo que decimos hoy introductor de embajado- res, o « aposentador real », como le llama el P. Juan Tadeo.

Y ya que tan callado ha venido este buen Padre por el camino, veamos lo que dice con su habitual laconismo acer- ca de este recibimiento; porque el P. Paulo Simón entra en Ispahán enfermo y con fiebre.

Dice, pues, el P. Juan Tadeo: «A una legua que fueron vecinos (cerca) a la ciudad (los Misioneros) , vino el aposen- tador real muy bien vestido y acompañado de la gente de su familia, todos en bonísimos caballos, el cual, a nombre del Rey, saludó a los Padres y les dió la bienvenida. Y en señal del gusto que Su Alteza tenia de tales huéspedes, ha-

(1) « Maymondar » escriben otros.

—104-

bía mandado que sus ministros y gente principal de la ciudad los saliese a recibir y dar la bienvenida.

»Los Padres agradecieron al «maymondar» el favor y mer- ced del Rey, y, hecha la ordinaria cortesía, prosiguieron el camino, y, a media legua de la ciudad, les salieron al en- cuentro Jácomo Fava con los demás «francos» (1) que se hallaban en aquella corte, seglares. Y a un cuarto de legua estaba el reverendo Padre Fray Diego de Santa Ana, Prior de San Agustín con (res religiosos, a saber: Reverendos Pa- dres Fray Jerónimo de la Cruz, Fray Cristóbal del Espíritu Santo y Fray Bernardo de Acebedo. Y después de haberse «ad invicem» saludado, prosiguieron más adelante a donde estaba el Visir, ministros y gente principal, los cuales, dado el parabién y saludado a los Padres, entraron todos en la ciudad, y los acompañaron a la casa que el aposentador real les tenia preparada.

»E1 Rey quiso dar luego audiencia; pero, por haber en- tendido que el P. Vicario y superior de los Padres estaba in- dispuesto, la difirió hasta el día de San Silvestre.»

Así lo dice el P. Juan Tadeo; pero ya veremos luego cuándo la tuvieron.

Ante todo, la causa fué por estar, no sólo indispuesto, sino realmente enfermo y con fiebre el superior de la misión; porque el Rey estaba impaciente por saber el motivo espe- cial de aquella embajada.

El primer día , les envió Su Majestad abundantes provi- siones, más abundantes desde luego que las que les solían enviar los Gobernadores de las provincias por donde habían pasado. Pero es el caso, que el Rey se las envió solamente el primer día; «porque así como era uso y mandato de Su Majestad en aquel reino que los pueblos proveyesen a los embajadores de cuanto necesitasen durante su permanencia en ellos, asi también lo era que, en llegando los embajado- res a la corte, cesase el envío de tales provisiones, y se man- tuviesen ellos por cuenta propia.» Así lo hicieron con los nuestros, cuando, de fijo, más lo iban a necesitar.

Entre tanto, el Rey «estaba impaciente por saber las co- sas que le tenían que decir los Padres de palabra de parte del Papa » , porque así se lo había dicho don Roberto. De ahí que el 5 de diciembre, a los tres días de haber llegado, envió Abbas al maymondar para que viese si el enfermo es- taba para poder ir a la audiencia. «Yo le respondí, dice el P. Paulo, que viese el estado en que me hallaba; y si Su Majestad la difería por dos o tres días, me haría con ello gran merced. Pero que, si ordenaba otra cosa, iría como pu-

(1) Asi llaman en Oriente a todos los europeos.

-105-

diese a ponerme a sus órdenes. » El Rey le dejó en paz, y le hizo saber que la audiencia tendría lugar después que él volviese de una cacería. Al saber esto, el P. Paulo Simón se trasladó al convento de los Padres agustinos, los cuales cor- dialmente le habían ofrecido hospitalidad.

Pero al Rey le seguía intrigando, antes de marcharse de caza, el negocio secreto que pudieran llevar allí los carme- litas; por lo cual llamó a don Roberto Sirley, «por ver si lo descubría, y le preguntó qué negocio traíamos, por saber si veníamos a tratar sobre la unión de los armenios con la Santa Sede, acerca de lo cual había tratado pocos días an- tes con los agustinos el mismo don Roberto, con gran disgusto del Rey, aunque sin culpa de ellos. Respondió el inglés que sabía que no veníamos por aquello, sino con negocios de Su Santidad, aunque no había oído en particu- lar cuáles fuesen

No se satisfizo Abbas, el Grande, con la respuesta del inglés, por lo cual discurrió otro medio para salir de dudas. «Mandó a casa de los agustinos, dice el P. Paulo, un servi- dor de su confianza con dos encantadores que ejercen la pro- fesión de adivinar, para que viesen y le dijesen a qué fin habíamos venido a su reino. Estaba yo con el maymondar y con los Padres agustinos, cuando llegaron al convento. El que guiaba a los adivinos, se quedó en el patio, y mandó a los encantadores que viesen si veníamos para hacer algún daño al Rey. Los encantadores abrieron sus libros, los con- sultaron y respondieron que nó, que no éramos hombres capaces de hacer mal a nadie. De nuevo les ordenó que vie- sen la causa, por la cual habíamos venido. Abrieron ellos los libros otra vez, y respondieron que habíamos venido a destruir su secta y a introducir la fe cristiana. Después de esto, se partieron. Un siervo de los Padres agustinos, que lo vió y oyó todo sin ser visto, se lo contó al caballero inglés.» Y al caballero inglés le faltó el tiempo para ir a contárselo a los Padres con todos sus pelos y señales.

Al Rey le debió de importar poco que los carmelitas des- truyesen la secta de los adivinos y encantadores, ni la reli- gión entera de Mahoma; porque, después que recibió la res- puesta de que los Misioneros no eran capaces de hacer mal a nadie, y menos al Rey, se marchó Su Majestad de caza, porque empezaba el «Ramadán» o ayuno cuadragesimal de los musulmanes; y, como él no ayunaba, se iba a cazar «para no escandalizar a los suyos», dice el P. Paulo.

No volvió de la caza hasta el 2 de enero siguiente, 1608.

La audiencia primera se efectuó el día 3 de enero.

Veamos antes algunas cosas dignas de saberse.

CAPITULO XIII

La Persia. El Rey. Los armenios.

Persia del siglo XVÍÍ. Las atrocidades del Shah.—Un buen maymondar, o aposentador real— El zorro viejo del Gran Visir Mlrza. Con fru- tas y chucherías se alcanzan las audiencias reales.

Dignas de saberse son estas tres cosas antes de la audien- cia de nuestros Misioneros, y ellos nos dirán con toda cla- ridad y verdad, por haberlo bebido de buenas fuentes, cómo estaba entonces la Persia, quién era este Abbas, el Grande, y qué había sobre la interesante cuestión de los armenios.

La Persia, de que vamos a tratar, es la del siglo XVII, la que hizo verdaderamente rica y temible Abbas, el Grande. Esta fué la que encontraron nuestros Misioneros. Estaba li- mitada entonces al Norte por el mar Caspio, al Sur por el Golfo Pérsico y el mar de las Indias, al Este por la India y y los estados del Gran Mogol, al Oeste por la Arabia desier- ta y por Turquía.

Grande y famosa en la antigüedad con Ciro, Cambises, Jerjes, Artajerjes y Darío, la Persia de Abbas, el Grande, y sobre todo su Rey, querían emular las glorias de aquellos sus primeros soberanos, y de ahí sus conquistas sobre los mongoles, turcos y tártaros, y el llegar a reducir a esclavi- tud y servidumbre primitivas a los infelices armenios.

Abbas I, llamado el Grande, era hijo de Mohamed Kho- davend de la dinastía de los Sofis, cuyo primer Rey, Ismael I, sacudió el yugo de los turcomanes y fundó el nuevo im- perio persa. De ahí la veneración que tenían a su sepulcro en Ardebyl, que era objeto y término de peregrinaciones, como nos dijeron, al pasar por allí, nuestros Misioneros car- melitas.

Abbas prefería llamarse «el Shah es decir, el Rey por excelencia ; y no hay duda de que fué el mayor y más famo- so de toda su dinastía, la cual terminó con Alí-Mourad en 1785. Abbas fué quien fijó su residencia en Ispahán, hacién- dola capital de su reino; y quien más hizo florecer las artes, las industrias y el comercio.

-107-

En cuanto a sus relaciones con las potencias extranjeras, fué muy dado este Rey a enviar embajadas a los mayores Reyes y Príncipes de la tierra; por lo cual, a su corte acu- dieron, en justa reprocidad, embajadas de España, Portugal, Inglaterra, Rusia, Holanda, India y varias enviadas por los Sumos Pontífices, una de las cuales, desde luego la más me- morable y arriesgada, como se ha visto, fué la que forma- ban estos hijos de Santa Teresa.

El reinado de Abbas, el Grande, fué muy largo, desde el 1586 hasta el 1628; y hubiera sido glorioso, a no ser por las crueldades y matanzas que perpetró, especialmente en el pueblo armenio.

El retrato más cabal de este Rey, con sus vicios y virtu- des, nos lo han de ir pintando nuestros Misioneros, maestros del arte, en sus verídicas relaciones.

Respecto de los armenios, la cuestión capital entonces de Persia, he aquí lo que nos dice el P. Paulo Simón, recogido de lo que había venido oyendo en el camino a los interesa- dos, de lo que le dijeron los Padres agustinos en aquellos días que vivió con ellos, y, finalmente, de lo que le contó el Patriarca de los armenios en la primera entrevista que tuvo con él, a los pocos días de haber llegado a Ispahán.

En efecto, tan pronto como se marchó el Rey a su cace- ría, recibió el P. Paulo la visita de este Patriarca armenio, junto con la de algunos otros Obispos de aquel rito, que acompañaban a «Su Beatitud», y que habían sido deporta- dos por el Shah, e internados ahora en la capital del reino.

Empezó el Patriarca excusándose por no haber salido ellos a recibirles a su llegada, como quisieron, por habérse- lo prohibido terminantemente el Rey, cuando fueron a pe- dirle permiso para reunirse al cortejo. Pensó, sin duda, el Rey, decía el Patriarca, que la manifestación de amor y re- verencia que los armenios querían hacer a los representantes del Papa, iba a ser un desahogo político, por las vejaciones, injurias, afrentas y martirios que el Rey y sus ministros hacían sufrir a los armenios.

A propósito de esto, le contó que, cuando llegaron a la corte los Padres agustinos en calidad de representantes del Rey de España , los armenios sobrepujaron a los demás en las manifestaciones de amor, de regocijo y de cortesía. El Shah lo tomó en otro sentido, y eso le sirvió como pretexto para vejar más a los armenios, y por eso no les había dado licencia para salir a recibirá los embajadores del Papa.

También dijo Su Beatitud que el Rey quería nombrar por y ante otro Patriarca armenio, y que por esta razón mu- chos de sus propios subditos ya no le obedecían, unos por congraciarse con el Shah y otros por miedo que tenían a sus crueldades .

-108-

Acabó el Patriarca el relato de las atrocidades del Rey, suplicando a los Misioneros que se interesasen delante del Papa y de Su Majestad por la suerte de los desgraciados ar- menios, y los Padres se lo prometieron; pero tuvieron que andar con pies de plomo en esta materia, por lo que ellos sabían de labios de don Roberto Sirley y de los Padres agus- tinos. Con todo, mucho fué lo que trabajaron estos y otros hijos de Santa Teresa en favor de la nación armena, como se ve en las relaciones de todos los Misioneros que vivieron en Persia.

He aqui ahora el capítulo de crueldades a cargo de Abbas, el Grande, que recogieron en estas entrevistas nuestros Mi- sioneros.

Cuando tomó el Shah la ciudad de Hamadán, «en el reino de Armenia», lo primero que hizo fué prender fuego a la mayor parte de la ciudad con sus habitantes, y destruir unas 500 iglesias de armenios en sus contornos; aunque él dijo que lo hizo para que los turcos no las toma- ran como fortalezas o se parapetasen en ellas. En aquella ocasión también fueron deportados casi todos los armenios de Sivas, en número de 100.000 «contando niños y niñas». A muchos de éstos les obligó por fuerza a renegar de la re- ligión cristiana. A otros, especialmente a los niños, consin- tió que los vendiesen como esclavos; y si bien dió orden de que tanto los padres de los niños como el Patriarca y los Obispos pudiesen rescatar a los esclavos armenios, esta orden no solía cumplirse, ni el Rey hacía gran cosa para que se cumpliera; por lo que sospechaban con fundamento que fuese cómplice de los que impedían el cumplimiento.

Cuando tomó la ciudad de Samaki, de la cual ya dijo antes el P. Paulo cómo la mandó arrasar en su mayor parte, habiéndole presentado sus oficiales los esclavos que se ha- bían hecho en aquella ciudad, el Rey escogió para si algu- nos de ellos, y entre éstos a un niño muy heimoso. Díjole el Rey al escogerle, por dos o tres veces, que renegase de su fe, y como el niño se negase rotundamente, el Rey mismo, con su propia espada, le cortó la cabeza. «Esto lo supe, añade el P.Paulo, de algunos que - se hallaron presentes, y me mostraron en aquella ciudad el lugar en donde fué ente- rrado aquel « santo mártir», que era fuera de la ciudad; y los mismos persianos me decían que durante muchas noches vieron salir de su sepulcro vivos resplandores. »

Estando el Shah en la misma ciudad de Samaki, fué a vi- sitarle el Padre Prior de los agustinos, representante en Persia del Rey Católico, el cual llevaba cartas del Arzobispo de Goa, a la sazón Gobernador de las Indias. Deseaba el dicho Prior construir en Ispahán una iglesia con el fin de atraer a los armenios a la unión con la Santa Sede, ya que

-109-

se lo habían prometido seriamente al Papa el Patriarca y algunos Obispos de aquel rito, en cartas que el mismo Prior había entregado en propia mano a Su Santidad cuando es- tuvo en Roma. Oír el Rey esto, y ponerse hecho una furia, todo fué cosa de un momento. Echó al Padre Prior de su presencia a cajas destempladas, profiriendo palabras inju- riosas para el Papa, para el Rey de España y para los cató- licos y armenios. De ahí que el Prior le dijese al P. Paulo, que era muy diferente el Rey de Persia de lo que se les figu- raba en Roma, en donde le tenían por amigo incondicional y apasionado de los cristianos.

Otra vez, estando el Shah en Tabriz, le dijeron que los Padres agustinos habían puesto campanas en su iglesia, «y que por eso había tantos enfermos en aquella ciudad ». El Rey, al oírlo, se mordió el dedo, y dijo por dos veces: «igle- sia con campanas! ¡Iglesia con campanas!», y les mandó echar abajo las campanas, si no querían que les echase a ellos de la torre abajo.

Todos estos casos se los refiere el Padre Paulo a Su San- tidad en su relación, para hacer ver al Papa que el ánimo del Rey no era tan propicio a favorecer a los cristianos como en Roma se decía y como el Rey mismo lo aseguraba con maquiavélica intención, con el fin de que el Pontífice y los Príncipes cristianos le ayudasen contra el Turco.

Por si no bastaban estos casos, «en muchas otras oca- siones, dice el P. Paulo, mostró la poca voluntad que tenía a los cristianos; y tanto creció esta mala voluntad, que, cuando llegamos nosotros a Ispahán, había mandado publi- car un edicto por el cual ordenaba a todos los cristianos «francos» y hasta a los mismos Padres agustinos, que saHe- sen de su reino. Lo que supe por un oficial que nos lo ase- guró bajo juramento al gentilhombre inglés, a los Padres agustinos y a nosotros.» Pero, viendo ahora la embajada que le enviaba el Pontífice, había mandado suspender la ejecución del edicto, hasta saberlas condiciones que le ofre- cía el Papa y las nuevas que le traía del Emperador y demás Príncipes cristianos.

En esto de saber lo que le traía la embajada del Papa, no le acuciaba el deseo de los primeros días. Había de por me- dio muchas intrigas de parte de los mullahs o sacerdotes persianos, y quizá también del Gran Visir, enemigo decla- rado de la religión de Cristo. Ya se recordará lo que dijeron los adivinos o encantadores cuando llegaron los carmelitas: que venían a destruir la secta persiana. La primitiva reli- gión del país era la magia o religión del Zoroastro, que to- davía contaba entonces con algunos prosélitos en Yezd y en Kerman. Pero los persas de aquellos días profesaban el ma- hometismo, como religión dominante en el país; y como el

-lio-

mahometismo tiene también sus sectas, la secta a que se re- ferían los encantadores era la de los «schiitas». A esta per- tenecía el Visir, y era uno de los mayores fanáticos que te- nía la secta. A buen seguro que al Rey le tenía esta secta tan sin cuidado como las otras. En sus costumbres, como en sus creencias, era un epicúreo forrado de utilitarista y con- temporizador de conveniencia propia. Así se desprende de las cosas contrarias y contradictorias que de él se cuentan.

Cuando llegaron los agustinos, los recibió como se reci- bieran a Reyes potentísimos: todo por lo que esperaba del Rey de España, el más poderoso de aquellos tiempos. Pero, « cuando vió que no llegaban soldados para ayudarle, ni in- genieros para instruir los soldados, ni dineros para sostener las guerras contra el Turco, trató a todos « los francos cris- tianos de falsos, de mentirosos y de embaucadores».

Cuando los mismos Padres agustinos eran agasajados por él con fiestas y recepciones, los sentaba a su lado, y en los banquetes, antes de beber, «hacía que le bendijese el vaso con muchas cruces un Padre viejo que gozaba fama de santo y que lo era en realidad». Mas, cuando estos mismos Padres le recomendaban a los armenios, o le decían «que venían a enseñarle la verdadera fe y a bautizarle» , entonces él enseñaba la garra de tigre y respondía, «que esas cosas había de pensarlas mucho para ver si le convenían» .

También ofreció a los Padres agustinos construirles una iglesia en cada ciudad que ganase al Turco, si le ayudaban los Reyes cristianos, «y les dijo que cada una de esas igle- sias había de tener campanas»; pero luego..., ya vimos lo que dijo y lo que hizo con las primeras campanas que pusie- ron los Padres en su iglesia.

Era, pues, el Shah de carácter voltario, con sus astucias maquiavélicas, feroz y sanguinario muchas veces, como se ha visto ya y como se ha de ver en adelante. Y a quien lo dudase todavía, puede decírsele que Abbas, el Grande, inau- guró su reinado en 1586 haciendo cegar a sus hermanos, pasándoles muchas veces una bacía de azófar incandescen- te delante de los ojos.

Las causas de tan bruscos cambios en el Rey, las trata de explicar el P. Paulo diciendo, que, como las manifesta- ciones de amor que daba, a veces, a los cristianos no le na- cían del corazón, de ahí que las convirtiese otras veces en ímpetus de verdadero odio, que es en realidad lo que sentía hacia ellos.

Otros, dice, lo atribuían a los muchos disgustos que le habían dado en Ormuz los portugueses y los ministros de Su Majestad Católica, en cuyo poder estaba entonces aque- lla plaza.

Por si esto fuese poco, cierto día se presentaron a él los

-111-

sacerdotes o mullahs, para decirle que se acordase de lo que habían predicho los adivinos, de que los carmelitas habían llegado a Persia para destruir la religión del pais y a intro- ducir la religión cristiana; que viese lo que hacía, pues, mientras él estaba ocupado en destruir al Turco, al Gran Turco, jefe y cabeza de los musulmanes todos, el Romano Pontífice, jefe de los cristianos, le mandaba aquellos frailes descalzos y pordioseros para destruir la religión de la Persia y la Persia entera .

Con esto, el Shah fué dilatando de día en día el dar audiencia a los embajadores del Papa. Esta es la clave que nos ha de servir para explicarnos el proceder del Rey con los nuestros en sus mutuas relaciones y audiencias.

Viendo el P. Paulo esta tardanza del Shah en recibirlos, como buen diplomático y tozudo genovés, empezó a formar un buen plan de campaña para conseguir pronto lo que deseaba. Los Padres agustinos lo tuvieron por imposible, una vez que se corrió la voz de la visita de los mullahs y del fin principal de aquella visita al Rey. Hasta creyeron que los carmelitas se verían envueltos con los demás en la expul- sión, tan pronto como se publicara el edicto contra los «fran- cos » , edicto que todos esperaban de un momento a otro.

El P. Simón se fué entonces a don Roberto, conocedor del país y del carácter del Rey como pocos, para que le aconsejase lo que debía hacer a fin de lograr pronto la audiencia. Don Roberto le dijo que había asistido a un ban- quete que había dado el Shah, pocos días antes, en honor de unos Bajás turcos, y que Su Majestad le había pregunta- do por la salud del superior de la misión del Papa. Dijole don Roberto que ya estaba bueno y esperando audiencia. Preguntó de nuevo Su Majestad qué era lo que traían aque- llos curiosos embajadores de hábitos burdos y pies descal- zos. Contestó don Roberto que simplemente venían a felici- tar a Su Majestad por las victorias que había alcanzado con- tra los turcos, y a traerle algunos presentes de parte del Papa, respondiendo con esto Su Santidad a la embajada y presentes que había recibido de Su Majestad. Con esta res- puesta, el Rey mudó de semblante, y alegremente dijo a don Roberto: «Está bien: hoy es el día de los turcos; otro día se- rá el de los Padres» (1) .

Por lo ocurrido en esta conversación, dijo don Roberto al P. Paulo que no había que dejar pasar la buena disposición del Rey para recibirlos, y que el mejor medio para llegar a él era por conducto del Gran Visir; que hiciese algunos re- galuchos al maymondar o aposentador real, para que éste

(1) c Va bene : hoggi é giorno del turchi ; un altro sará delU Padri >. El P. Paulo en su RELACIÓN de Persia.

—112-

los introdujese en el palacio del Visir, y algunos obsequios al Visir para que éste, a su vez, los introdujese en el pala- cio del Rey. Estos eran los pasos que habia que dar; que aquellos palacios no se abrían nunca sin llaves de oro o sus equivalentes. Entendiólo bien el P. Paulo, e hizo al punto lo que le aconsejó el inglés. Compra algunos canastillos de fru- tas y chucherías, y con ellos y con 20 zequines venecianos ganó la voluntad del maymondar, el cual se les mostró más amigo que nunca, y empezó a hablar muy bien de ellos al Visir, y a proponerle lo que deseaban los Misioneros.

El Visir era más difícil de conquistar, porque ya dijimos que desde muy antiguo era acérrimo enemigo de los cristia- nos, y en cuestiones políticas y diplomáticas, como zorro viejo, pensó que lo que traía a los Misioneros allá, era el celo de su religión y el edificar alguna iglesia católica (1).

Como tardase en mostrarse asequible a los Misioneros, enviaron éstos a su palacio una comisión compuesta de don Roberto Sirley', el intérprete armenio y algunos caballeros francos, para suplicarle que les obtuviese audiencia del Rey, porque era cosa que les maravillaba, decían, que después de tanto tiempo como llevaban en la capital y de la impa- ciencia que mostró Su Majestad en los principios para reci- birlos, ahora se pasaban los días y semanas sin acordarse de ellos. Respondió el Visir a los comisarios con palabras de mucho afecto y con mil ceremoniosos modos y gestos, en que son pródigos los orientales ; pero, que no lo tomasen a mala voluntad del Rey ni a olvido siquiera ; sino más bien porque deseaba Su Majestad que estuviese completamente restablecido el superior de la misión para recibirlo. Ahora que lo estaba, hablaría él al Rey tan pronto como pudiese, y obtendrían la audiencia apetecida.

Al día siguiente de esta entrevista, llegó el maymondar dando a los Padres, de parte del Rey, las mismas excusas y la noticia de que Su Majestad les recibiría muy gustoso en audiencia el día 3 de enero.

Se habían pasado para esa fecha tres años y medio, jus- tos, desde que salieron de Roma.

¡Y para la fecha en que andamos con nuestra historia, no sabían en Roma si los Misioneros eran vivos o muertos!

Y es fácil que no llegaran a saber, hasta que llegó la car- ta o relación en que el P. Paulo narraba estas cosas que aho- ra estamos refiriendo nosotros.

(1) « Era moho nimíco dei cristíani, sospetando egli, come vecchio e as- tuto, che eravamo venuti per fare chiesa ». El P. Paulo, ibidem .

CAPITULO XIV

La audiencia pública con el Shah

El desfile de caballos.— Asi celebraba el Shah el Ramadán.—La Presenta- ción de las credenciales.— Los presentes de la embajada.— Carácter complejo del Rey.—¡ Sigue el desfile de caballos !

El 3 de enero, después de comer, se pusieron los carmeli- tas en marcha para el lugar de la entrevista con el Shah. Es- taba éste en una villa que tenia en el campo, a una legua de Ispahán, llamada « Isiarbat », o sea « Cuatro jardines », y por otro nombre « Hezargerib », que quiere decir « Mil yugadas de tierra ». Allí se encaminaron nuestros Misioneros con su comitiva. Iban todos a caballo. Les precedía el maymondar en un corcel soberbio, ricamente enjaezado. Con los nues- tros iban los Padres agustinos, don Roberto Sirley, del cual hay que decir de corrida que ya había vuelto a la gracia del Rey y se ocupaba de la instrucción de los arcabuceros rea- les, cuerpo de ejército organizado por él en Persia. Iban también en el séquito, como es natural, los intérpretes de los Padres, si bien éstos ya empezaban a conocer y entender la lengua del país, en especial el P. Juan Tadeo.

Salieron los jinetes de la ciudad por la puerta del Real Palacio, y siguieron por una calzada sombreada de árboles frondosos. A derecha e izquierda del camino había bellísimos y extensos jardines; la mayor parte de ellos pertenecían al Shah y a los más nobles caballeros de la corte. Los jardines estaban cercados con muros de piedra cantería, muy bien la- brada, y se entraba en ellos por puertas suntuosas y monu- mentales. El jardín del Rey era íniuenso, y estaba cruzado por un río y por muchos canales de riego. Sobre el río había un puente monumental, « de 350 pasos de largo », construí- do con piedras labradas y ladrillos. Tenía dos espléndidas galerías a los lados, para los que le cruzaban a pie, y veían- se en él arquitos muy graciosos, sobrepuestos de tal modo, « que viene a ser una de las más bellas obras de arte que hay en Persia ».

Pasado el ¡luente, continuaron los jinetes por la amplia y magnífica avenida de árboles, al fondo de la cual divisa- ban ya la casa de campo del Monarca, en donde suele des- cansar de las fatigas de la guerra, y adonde suele retirarse, o escaparse, durante el Ramadán, para hacer penitencia a su

8

-114-

modo, o mejor dicho, para no hacerla de ninguna manera.

La casa tenía una sala grande, cuatro estancias a los lados, un patio muy espacioso, rodeado de un jardin, « el mejor, el más grande y más hermoso que hay en Persia ». Allí se con- templaban por dondequiera canalillos de agua muy bien hechos y labrados con buena piedra, que cruzaban el jardín en todas direcciones y lo regaban admirablemente hasta los últimos ángulos. Había que ver las fuentes y surtidores y los saltos de agua y los inmensos recipientes y los baños de jaspes y de mármoles multicolores, que lo hermoseaban co- mo jardín encantado.

Cuando llegaron los Misioneros con su comitiva a la puer- ta de palacio, estaban los alrededores llenos de personas y personajes: unas que habían ido por curiosidad y otros por sus negocios.

Estaba el Rey ocupado en escoger los caballos de su gus- to, entre una infinidad de ellos, para la próxima campaña. Aparentaba tener muy buen humor aquel día, aunque vestía traje negro y sencillo, como había de ser en tiempo de peni- tencia y de ayuno; porque el tiempo del Ramadán, dice el P. Simón, «lo celebraba el Rey honrándolo solamente con el vestido ». (1)

Luego nos pinta su retrato con estas cuatro pinceladas: « Era el Rey de mediana estatura; no muy bello; de color moreno, más que por naturaleza, por estar curtido al sol y al aire; de ojos muy vivos; de porte señoril y majestuoso, cual convenia a su persona y a su edad, que podía frisar con los 38 años.

Cuando le anunciaron la llegada de los embajadores del Papa, mandó cubrir un taburete con un tapiz sencillo, y allí los esperó sentado tan majestuosamente como en su trono de oro. Detrás de él se sentaron los dos bajás turcos, que eran sus prisioneros de guerra, y a los cuales hacía asistir a las principales recepciones y fiestas de la corte, parte para ostentar ante ellos su grandeza, parte por mortificarlos ha- blando de sus victorias sobre los turcos. A entrambos lados tenia al Príncipe heredero y a los grandes de la corte, que permanecían en pie durante la audiencia; y a cierta respe- tuosa distancia estaba Sefi Mirza, el viejo Visir, sentado en tierra y sin tapiz alguno debajo, en señal del respeto y vene- ración que le merecía el sagrado tiempo del Ramadán.

Tal fué el cuadro que se ofreció a los ojos de los Misio- neros teresianos, cuando entraron en el patio de la audien- cia, guiados por el maymondar.

Una vez que estuvieron los Padres en la presencia del

(1) « Che onoraba solo con le vesti >. P. Paulo, RELACIÓN cltadB.

-115-

Rey, le hicieron una inclinación profunda y'le besaron la ma- no, ellos y todas las personas de su séquito. El Rey respon- dió amablemente al saludo con una inclinación de cabeza y con rostro alegre. Hay que advertir aquí, con el P. Paulo, que el Rey de Persia daba a besar el pie, y no la mano, a todos los que se acercaban a su real persona, aunque fuesen emba- jadores de reyes poderosos. Solamente dispensaba el honor de dar a besar la mano, y no el pie, a los embajadores del Papa y de los Príncipes cristianos.

Después de este saludo, se dirigió el Rey a los Misione- ros, dándoles la bienvenida, preguntándoles cómo estaban y a qué habían venido, todo ello conforme al ceremonial per- siano. Respondió por todos muy cumplidamente el superior de la misión, y acto continuo le entregó los Breves apostóli- cos de Clemente VIII y de Paulo V, las cartas del Empera- dor de los Romanos, del Rey de Polonia, del Cardenal San- giorgio, del Marqués de Villena, embajador de España cer- ca de la Santa Sede, del P. Pedro de la Madre de Dios, Co- misario de los carmelitas descalzos y Superintendente gene- ral de las Misiones.

Recibió el Shah los Breves y las cartas con mucho agra- do, y se las entregó al Gran Visir, diciéndole que tenía sumo interés en que todos aquellos documentos se los trasladasen fiel y puntualmente a la lengua persiana, pues quería co- nocer hasta los ápices de su contenido.

Después, dirigiéndose Su Majestad a los Misioneros, les dijo que el Emperador había sido privado de sus estados por un deudo suyo, y que éste había hecho paces con el Turco ; así como también les comunicó que el Turco se había pose- sionado de la mayor y mejor parte del reino de Polonia. Res- pondióle el P. Paulo que aquellas noticias eran falsas a to- das luces, puesto que ellos habían estado en esos reinos y te- nían cartas recientes de ellos, y no había habido ni tales mu- danzas ni tales paces con el Turco, ni éste había reportado allí tales victorias: de todo lo cual se alegró mucho Su Ma- jestad, y no dejó de admirarse de lo bien enterados que ve- nían aquellos embajadores sobre tantas y tan diversas cues- tiones diplomáticas.

Todavía creció más la admiración del Shah, cuando el P. Paulo le dijo que tenía que tratar con Su Majestad secre- tamente y de palabra algunos negocios que le había enco- mendado el Papa, y que no eran para tratados en aquella ocasión ni tan en público, por lo que le suplicaba que le con- cediese otra audiencia expresamente para esto, lo más pres- to posible, porque tenía orden de Su Santidad de volver cuanto antes a Roma, a darle cuenta de esta embajada. Entre tanto, los otros dos Padres quedaban allí a su servicio, para cuantas cosas quisiere comunicar a Su Santidad por medio

-116-

de ellos ; pues ellos fomiarian allí una embajada pontificia permanente cerca de su real persona. Por medio de ellos po- dría informar continuamente a Su Santidad acerca de sus guerras y victorias con el Turco, y tratar de todo lo condu- cente a conseguir que los Príncipes cristianos formasen con él alianza, para ayudarle en estas guerras. Por supuesto, que aquellos dos Padres quedaban allí en calidad de represen- tantes del Pontífice, si Su Majestad no ordenaba otra cosa.

A todo esto fué el Shah respondiendo punto por punto, y dijo que a todas horas tenía el P. Paulo abiertas las puertas de su palacio para volver, cuando quisiese, a tratar de aque- llos negocios secretos; que se podía partir cuando lo cre- yera conveniente, para dar cuenta de su misión al Papa; que Su Majestad le proporcionaría un salvoconducto muy se- guro para volver a Roma por una vía más breve de la que habían traído; que se complacía mucho en la compañía que le quedaba allí con los dos Padres que iban a representar tan dignamente al Papa: con otras cosas a este tenor, dichas con palabras muy corteses y delicadas, como sabía hacerlo en sus cuartos de hora de diplomático aquel tostado y feroz guerrero.

Cuando hubo terminado el Rey su discurso, se adelanta- ron unos pasos más todos los Misioneros, con sus intérpretes y servidores, para ofrecer a Su Majestad los presentes que le traían.

Eran los siguientes: El Libro de los santos Evangelios, muy lujoso, y un magnífico ejemplar deEuclides en lengua arábiga, de parte del Cardenal Sangiorgio. Un volumen con rica cubierta y guarniciones de plata de la Historia del An- tiguo Testamento, con delicadas miniaturas, curioso y va- liosísimo ejemplar que les dió el Cardenal de Cracovia. Dos pinturas al óleo de excelente artista. Dos vasos de cristal de roca guarnecidos de oro, con algunas esmeraldas, una cruz de cristal de roca de dos palmos con un crucifijo de oro, te- niendo la cruz algunos apartados para colocar reliquias. Co- mo viese el Rey los lugares vacíos, dijo « que desearía tener algunas rehquias para ponerlas allí, porque él las estimaba y las veneraba » (1). Estos vasos y el crucifijo que en Praga les costaron 200 escudos romanos, fueron valuados en Per- sía en 2.000 escudos. Todos estos, dijeron, eran presentes que ellos rendían a sus pies en homenaje de acatamiento a su realeza.

Como terminase de hablar el P. Paulo, le preguntó el Rey qué presentes le traía de parte de Su Santidad; a lo cual

(1) El P . Juan Tadeo en su RELACIÓN primera de las cosas de Persia .

-117-

respondió muy agudamente el fraile genovés sin alterarse: que el Papa no les había dado a ellos presentes para Su Ma- jestad, porque no decían bien con sus humildes hábitos los ricos presentes que Su Santidad suele hacer a los Príncipes y a los Reyes; que para dar esos presentes suele el Papa enviar a los más altos dignatarios de su corte, y que, cierta- mente, se los enviaría a él con más lucida embajada, des- pués que él, el P. Paulo, volviera a dar cuenta a Su Santi- dad del benévolo y cordial acogimiento que les hace el po- deroso Rey de Persia. Con lo cual quedó el Shah sumamen- te complacido y halagado en su vanidad, que era mayor de lo que parecía.

Abrió el Rey el libro del Antiguo Testamento por curio- searlo un poco, y dió la casualidad que lo abriese por la pá- gina en que se narra la lucha entre los ángeles buenos y los ángeles malos. Como viese al dragón infernal, vencido y humillado a los pies de San Miguel, que blandía la espada amenazando al demonio, prepuntó el Rey: «¿Quién es éste que está aquí vencido a los pies de este ángel?» Contestó el P. Paulo: Este es el ángel caído, a quien llamamos el demo- nio. «No, dijo el Rey riéndose mucho: éste es el Turco ». Y decíalo, y se reía sin cesar mirando por encima del hombro a los Bajás turcos que tenía detrás, y que estaban también mirando la lámina, porque no perdía ocasión de mortificar- los y burlarse de ellos.

Cuando hubo mirado a todo su sabor aquellas figuras, dijo a sus servidores que recogiesen cuidadosamente aque- llos regalos y los colocasen en su joyero. Al mismo tiempo encargó a un mullah que en cada página del libro miniado escribiese en lengua persa lo que era y significaban las mi- niaturas; y que, para hacerlo con mayor exactitud y fideli- dad, consultase con los Misioneros carmelitas.

Finalmente, escribe el P. Paulo, «le dimos un barrilito «d'acqua vita» (aguardiente) de Moscovia, que ellos esti- man muchísimo, a pesar de la prohibición del Korán, y que al Rey le supo mejor entonces por la poca o ninguna devo- ción que tenía al Ramadán». Su Majestad no encontró pala- bras con que agradecerles tan estimado presente, y les dijo que sentía mucho no poderles convidar entonces a su mesa, ni beber con ellos a su salud, «porque estaban en Cuares- ma» (1) , o sea, celebrando el Ramadán, en cuyo tiempo no comen ni beben ni fuman durante el día.

Llamó mucho la atención de los nuestros el que el Rey en toda la audiencia, que ahora iba tomando aires de jovia- lidad después de las primeras ceremonias de etiqueta, no

(1) c Perche havevano Quadragessima». El P, Paulo en su RELACIÓN

-118-

dirigió la palabra a los Padres agustinos, ni una vez siquie- ra. Cuando aquel santo viejo de entre ellos le dió a besar el crucifijo, como solía otras veces, el Rey fingió no verle ni oírle, y preguntó en seguida al Padre Paulo «si eran todos unos, los agustinos y ellos» (1). El Padre respondió que todos eran unos en la misma fe y caridad de Cristo.

Esta fué una buena lección para el Rey Abbas, el Gran- de, y para todos los religiosos que se acercaban a él; porque con su proceder el Rey les enseñaba a no fiarse demasiado de sus palabras halagadoras y de su franqueza del momen- to, pues quien tan espléndidamente recibía a los principios, volvía con el tiempo las espaldas a quienes más fiestas hacia.

Terminada la ceremonia de la audiencia, hizo el Shah que desfilasen todos sus caballos, para que los viesen los Misioneros. El desfile duró dos horas (2). El Rey, como buen oriental, era aficionado a tener caballos de pura sangre y de bella estampa. Hizo traer, además, los mejores y más vistosos arneses que había en sus soberbias caballerizas; montó gallardamente en sus caballos favoritos, que les fué enseñando uno a uno, para que los contemplasen los Padres y sus acompañantes; paseó varias veces por el patio su va- nidad de jinete en apuestos alazanes. Al terminar estas pruebas, preguntó en seco a los embajadores del Papa si traían consigo en aquel viaje algún arcabuz de buena marca. Respondieron por medio del intérprete negativamente, ale- gando su condición de sacerdotes pacíficos. Entonces Su Majestad mandó que le trajesen los dos mejores arcabuces que hallasen a mano. Y en verdad que fueron magníficos los que le trajeron. Habían sido fabricados en Damasco, y tenían guarniciones muy finas e incrustaciones muy ricas y variadas. Hizo que sus nobles los dispararasen algunas veces, y él mismo lanzó algunos disparos con mucha ga- llardía y apostura.

En esto, duraba todavía el desfile de los caballos, y el Rey se puso muy atentamente a contemplar los que iban pa- sando. «Viendo que los religiosos estaban descubiertos, dijo que se calasen la capucha mientras pasaban los caba- llos», i Difícil es averiguar a quiénes quería honrar Su Ma- jestad con estol

Habiendo terminado aquel largo y curioso desfile, besa- ron los nuestros la mano al Shah para despedirse. El may- mondar les acompañó nuevamente hasta su morada, con el mismo orden que habían venido, todos a caballo, yendo delante algunos alarifes para despejar el paso.

(11 se eravamo tutti uni, noi e li agostinlanl ». Ibldem.

(2) « Duró quello dei cavalli plú di due hore. » Ibidem.

-119-

Llegados a casa, dieron al maymondar algunas monedas, «como es costumbre en Persia >; y después de haberse des- pedido de los Padres agustinos y de toda la comitiva, que- dáronse comentando largamente aquella primera audiencia con el Rey Abbas, y preparando las notas para la segfunda, que había de ser muy pronto y había de versar sobre aque- llos puntos secretos , de los cuales habían de entregar a Su Majestad una puntual minuta por escrito para memoria.

Estos puntos contenían proposiciones hechas por el Pon- tífice al Rey, proposiciones concretas para bien de la cris- tiandad.

De estas proposiciones y de la respuesta del Shah trata- remos en el capítulo siguiente, como de cosas de la mayor importancia; y, ciertamente, esto fué lo más importante de aquella embajada y lo menos conocido hasta ahora, porque ha permanecido casi todo inédito.

CAPITULO XV

La audiencia de los puntos secretos

Los sucesos de este día.— Los puntos secretos.— Respuesta y Actitud del Shah. La escena del tigre y de los perros.— Modo de administrar Justicia.

El día después de la primera audiencia, no pudieron nuestros Misioneros ver al Rey, aunque lo intentaron, por- que ese día no recibió Su Majestad a nadie.

Al otro día, cuando fueron a su villa, vieron que el Rey salía a caballo para presenciar una fiesta de « toros y carne- ros», que se iba a celebrar en una gran plaza, «mucho ma- yor, dice el P. Paulo, que la plaza de Navona, en Roma » .

Asistían a la fiesta el Rey, el Príncipe heredero, el Gran Visir, todos los nobles de la corte y una inmensa muche- dumbre.

Cuando el Rey bajó del caballo, se acercaron los nues- tros a besarle la mano, conducidos por el maymondar, muy amigo de los Misioneros, por la cuenta que le tenía. Su Ma- jestad recibió a los nuestros con mucho amor y reverencia, y los tuvo a su lado durante aquellas originales fiestas.

Después de haber visto una buena parte de ellas, pidió licencia el P. Paulo al Rey para hablarle de los puntos se- cretos de su embajada y para entregarle un escrito en que constaban todos y cada uno, en fórmulas breves, para que Su Majestad los considerase despacio y los retuviese más fácilmente. Así se lo había encargado el Papa. Accedió el Rey a tratar allí aquel negocio, pues estaba deseando saber qué le decía de importante Su Santidad tan en secreto. Pro- puso el P. Paulo que fuese intérprete de este negocio don Roberto Sirley, lo cual aceptó de muy buen grado Su Ma- jestad; y desviándose los tres un poco de los que había en torno de ellos, fué leyendo don Roberto lo que decía el pa- pel, al mismo tiempo que lo comentaba el P. Paulo y lo es- cuchaba atentamente el Rey.

Los puntos secretos que estaban escritos en aquel papel eran éstos:

Primero. Su Santidad quiere que digamos en secreto a Vuestra Majestad cómo nos ha enviado por vía de algunos reinos cristianos, para hablar con el Emperador sobre una alianza que quisiera hacer el Papa entre todos los Principes cristianos, con el fin de ayudar a Vuestra Majestad en sus

-121-

guerras contra el Turco; y quisiera el Pontífice Romano sa- ber el parecer de Vuestra Majestad sobre esto, y que el su- perior de esta misión vuelva a decírselo a Su Santidad de palabra.

Segundo.— Quiere Su Santidad reunir una grande armada cristiana para atacar al Turco por mar, y ruega a Vuestra Majestad que lleve la guerra contra el Turco por vía de Alepo, para operar en combinación con las potencias aliadas que le atacarán por el mar.

Tercero.— Su Santidad ofrece enviar a Vuestra Majestad ingenieros y hombres prácticos en el arte de la guerra. Ya enviaba con nosotros de incógnito a un Sargento Mayor de los Tercios españoles de Flandes, en donde había mandado un cuerpo escogido de 4.000 combatientes, y era muy prác- tico en esto; y venía para tratar expresamente con Vuestra Majestad, y saber qué clase de hombres de guerra le serían más necesarios para llevar adelante esta empresa. Pero, por desgracia nuestra, este Sargento Mayor murió en Moscovia y fué visto y conocido de vuestro embajador Zenil Bey.

Cuarto.— Con el fin de poderse comunicar Vuestra Majes- tad con más frecuencia y seguridad con el Papa, para con- servar la amistad mutua, evitar falsificaciones y malas in- terpretaciones en las cartas y documentos, propone Su San- tidad que Vuestra Majestad le envíe a su corte un represen- tante con carácter permanente que resida en Roma, y Su Santidad enviará el suyo a Vuestra Majestad con el mismo carácter de residencia habitual al lado de Vuestra Majestad, aunque no sea más que por algunos años. Estos embajadores pueden tener y recibir correspondencia cierta y segura de sus respectivos Soberanos por la vía de Alepo; y en sus res- pectivas lenguas, sin necesidad de intermediarios ni de in- térpretes, pueden tratar sus negocios. Estos embajadores han de informar con toda veracidad y dar respuesta secreta o ci- frada. De este modo no tendrían necesidad de andar envian- do cada día embajadores, que llegan tarde o nunca a su des- tino, y no se consigue nada después de tantos años de andar con estas embajadas tan costosas, en que los embajadores corren tantos peligros por los caminos.

Quinto.— Nos manda Su Santidad que digamos a Vues- tra Majestad que le exponga los proyectos que Vuestra Ma- jestad tenga concebidos, y diga qué cosa desea que haga Su Santidad por Vuestra Majestad; pues está muy dispuesto a hacerlo para complacerle, siempre en cuanto pudiere.

Sexto.— Su Santidad recomienda a Vuestra Majestad con todo encarecimiento, que sean bien tratados los cristianos que viven en estos reinos y los que hiciese prisioneros en sus guerras contra el Turco. Le ruega a Vuestra Majestad que no permita que Ies hagan agravio alguno, ni les obli-

-122-

guen por fuerza a renegar de su fe, y que no sean reducidos a miserable esclavitud; porque esto no es digno de Princi- pes magnánimos y generosos, como lo es Vuestra Majestad. Por su parte, Su Santidad se compromete a tratar con todo amor y caridad a los subditos de Vuestra Majestad que están en sus estados pontificios, y a interponer toda su influencia, que es grande, cerca de los Reyes y Príncipes de la cristian- dad, para que no tengan ni retengan como esclavos a los subditos de Vuestra Majestad y a aquellos que en sus res- pectivos reinos vivieren, los traten como es debido, lo mismo a los que allá fueren en nombre de Vuestra Majestad o fue- sen sus protegidos.

Séptimo .—Tanto Su Santidad como el Emperador de los Romanos suplican a Vuestra Majestad la gracia de que con- ceda licencia a don Roberto Sirley para que vaya a Italia, porque su padre, ya anciano, ha presentado esta súplica al Papa. Don Roberto podría dar muy buenos informes a Su Santidad sobre las cosas de este reino y sobre todos los ne- gocios que Vuestra Majestad desease entablar con la Santa Sede. Bien sabe Vuestra Majestad cuán fiel y leal le ha sido siempre don Roberto, y lo seguirá siendo en lo futuro. Pudiera ser también que por su mediación rompiese el Rey de Inglaterra con el Turco e hiciese alianza con Vuestra Ma- jestad, si llega a tratar de ello don Roberto, porque tanto él como su familia tienen mucha influencia en su país.

Por último. Me ha mandado Su Santidad que vuelva yo cuanto antes a Roma, como ya le dije a Vuestra Majes- tad, con la respuesta a estos puntos aquí indicados, quedán- dose mis compañeros cerca de Vuestra Majestad para tratar cuantos negocios se le ofrecieren, en los cuales pudiere y tuviere que intervenir la Santa Sede. Sería de desear que yo llevase también las respuestas que Vuestra Majestad hubie- se de dar al Emperador del Sacro Romano Imperio, al Rey de Polonia, al Marqués de Villena y al Cardenal Sangiorgio. Y sería muy conveniente, para las altas empresas de Vuestra Majestad, que escribiese también al Rey de España, al Gran Duque de Toscana y a las Repúblicas de Génova y de Ve- necia, a fin de que estos poderosos estados se moviesen más prontamente a ayudar a Vuestra Majestad en las guerras contra el Turco, que es «el común enemigo».

Ruego finalmente a Vuestra Majestad, que tenga a bien despacharme cuanto antes por la vía más corta, y en ello hará cosa grata al Sumo Pontífice y nada dañosa a los inte- reses de Vuestra Majestad» (1).

(1) De esta memoria hay varias copias en el Archivo general de la Orden , y tanto el P. Paulo como el P . Juan Tadeo la insertan en sus respec- tivas RELACIONES.

-123-

Asi termina esta minuta o pro-memoria, que entregó el P. Paulo al Rey una vez que la hubo leído don Roberto Sir- ley. Por cierto que el Shah interrumpió más de una vez la lectura, porque negocios son negocios.

Cuando el P. Paulo tocó aquel punto en que decía que Su Santidad deseaba atacar a los turcos por mar con una buena armada, en tanto que las tropas persas le persegui- rían por tierra, «el Rey se inclinó tanto a él para oírle, por- que hablaba en voz baja, que le llegó a tocar con la cabe- za» (1). Y no sólo esto, sino que, sin dejarle continuar, le interrumpió diciendo: que los Reyes de Persia, sus antece- sores, habían tenido siempre amistad con la Santa Sede y con los Principes cristianos; que él la tenía igualmente; que se alegraba de que Su Santidad quisiese hacer guerra al Turco, porque él, Su Majestad, no dejaría de atacarle aquel mismo año por Babilonia, y que deseaba ir hasta Constan- tinopla.

Además de esto, le dijo el Shah que pedía a Su Santidad le enviase un Obispo franco para una iglesia de mucha de- voción que había en Armenia, al pie del Monte de Noé, o sea el Monte Ararat, residencia del Patriarca armenio; y, en fin, cuando hubo oído todos los puntos de las negociaciones secretas, dijo que estaba completamente de acuerdo con el Papa, sobre todo en el punto del nombramiento de embaja- dores permanentes que residiesen en las respectivas cortes de los soberanos; porque eran muchos los que llegaban a su corte de Ispahán con cartas falsas, en nombre de Su San- tidad y de otros Príncipes cristianos, y eran unos miserables vividores y mercaderes y logreros.

Para más seguridad, dijo que mandaría su sello secreto al Papa, y rogó al P. Paulo que le dejase estampado el suyo propio por entonces, hasta que tuviera el de Su Santidad, para no ser engañado cuando llegase algún documento de parte suya desde Roma. Asi io hizo el P. Paulo.

En cuanto a su partida, dijo Su Majestad que podia ha- cerlo tan prorito como le despacharan las cartas de contes- tación al Romano Pontífice, y que fuese por la vía de Alepo, mas en hábito de monje armenio, que esto le convenía muy mucho para hacer el viaje con mayor seguridad; y que se le daría un buen compañero de viaje.

Con esto, ni el Rey ni los Misioneros se divertieron gran cosa con la fiesta «de toros y carneros». Tan contento quedó el Shah, que aquella misma noche envió al P. Paulo por me- dio del maymondar algunos vestidos de seda y de brocado

(1) « Come toccai questo punto , si abasso tanto che mi toccava la testa per sentiré , parlando io basso». RELACIÓN del P. Paulo. '

-124-

para el viaje, y, además, 1.000 zequines de oro. Se excusó el buen Padre de recibirlos, diciendo que no le estaba permiti- do usar aquellos ricos vestidos, porque había hecho voto de pobreza; y que en vez de los 1.000 zequines, si Su Majestad no lo tomaba a mal, desearla que diese a sus compañeros una casa más acomodada para su vida, que con esto le ha- ría mayor merced a él y a todos; que, en cuanto a dinero pa- ra el camino, tenía bastante con lo que había recibido de Su Santidad.

Parece ser que al Rey no le agradó esta respuesta del P. Paulo, puesto que a este propósito dice el P. Juan Tadeo en su Relación: « El Rey envió mil zequines de oro. El supe- rior de los Padres no los aceptó, por razones que en aquel tiempo tuvo para ello; mas después fué juzgado que hubie- ra sido mejor el haberlos aceptado ; porque, si los pobres no aceptan de un Rey limosna, ¿de quién la han de aceptar? Y también porque repugna que un pobre presente ricas jo- yas, y no reciba limosna. »

Estos comentarios a la acción del P. Paulo los habían de hacer por fuerza en aquella corte los que presenciaron los regalos que los Misioneros ofrecieron al Rey a su llegada. El P. Paulo entre tanto, fiel a su consigna, de la cual había enterado a Su Santidad, se negaba a aceptar cualquiera can- tidad de dinero, porque no los tuviesen « por puros merca- deres ».

El 7 de enero fueron a visitar al Gran Visir para recoger las cartas de contestación al Papa y a los restantes persona- jes que habían escrito al Shah, según éste lo había ordena- do. Para tenerle más propicio, ofrecieron al Visir 25 zequi- nes, que no los rehusó, con ser más rico que el P. Paulo; pero no habia hecho voto de probreza ni de humildad el Visir. Trataron con él particularmente de las cartas que había de dar a don Roberto como embajador del Shah cerca del Papa, que en calidad de tal quería Su Majestad que fuese el inglés a Roma, « porque así se lo habían pedido los Padres » , según constaba en las credenciales de don Rober- to Sirley. El Visir no tenía preparadas todavía las cartas, por lo cual tuvo que esperar el P. Paulo algunos días más, has- ta conseguirlas. Parece ser que don Roberto dió dinero al Visir para que en aquellas cartas se procurase proponer a Inglaterra por encima de los demás estados, por ser la na- ción más poderosa, y con la cual convenía hacer alianza a todo trance. El P. Paulo tacha a don Roberto de ingrato, pues no le daba cuenta a él de estos planes que proponía al Gran Visir, y hasta procuraba estorbar él que volviese a ver al Rey; pero el P. Paulo Simón lo disimuló todo, y procuró como pudo tener otra audiencia con el Rey, para que se le despachase cuanto antes.

-125-

Sabiendo que un día de aquellos daba audiencia pública, a la puerta de su palacio, a usanza antigua, fué a mezclarse entre las turbas que acudían con largos memoriales espe- rando turno. Como el Rey le viese entre la gente, le llamó y le hizo sentar a su lado, para que presenciase la audiencia. Esta audiencia le enseñó muchas cosas al Misionero. Era una audiencia pintoresca, en verdad; pero también caniba- lesca, digna de las crueldades de Abbas, el Grande.

Como no tenía prisa aquel día el P. Paulo y ya estaba se- guro de tratar con el Rey su negocio, dió gusto a Su Majes- tad presenciando aquella audiencia. Cuando don Roberto le vió al lado del Rey, se quedó maravillado, y comprendió que aquel carmelita genovés le aventajaba en diplomacia.

Formosé, pues, una especie de tribunal a las puertas de palacio, presidido por el Shah. Los grandes del reino estaban detrás de él, sentados a cierta distancia. El Gran Visir y dos señores del real Consejo estaban en pié para recoger los me- moriales del pueblo e informar en pocas palabras a Su Ma- jestad. Los que deseaban audiencia, iban acercándose al Rey entre guardias, que tenían buenos bastones en la mano para cuando los hubiesen menester. Ninguno podía hablar hasta que el Rey le diese licencia para ello. A mayor abun- damiento, había doce grandes perrazos encadenados en el pórtico, « i y doce hombres que comían carne humana! », a los cuales el Rey hacía arrojar los cuerpos de los malhecho- res, cuando quería hacer justicia aplicando la pena de muer- te (1).

De este modo tenía siempre el Shah la audiencia pública: con antropófagos y perros sabuesos, para que devorasen en pocos minutos a los que él sentenciaba a muerte. Todo era sumarísimo.

Pero ni los antropófagos ni los canes sabuesos parece que le bastaban. Veces hubo que lanzó su tigre favorito contra los desgraciados, que eran despedazados horriblemente. Es- te tigre no faltó el día que presenció la audiencia el P. Paulo Simón. El mismo dice: « Hizo traer un tigre grande, atado con una cadena, y lo puso en medio del círculo, y allí estu- vo el tigre mientras duró la audiencia, que fueron dos ho- ras largas. » Parece que no fué necesario aquel día el tigre, ni quizá los perros, por amor al P. Paulo. Y eso que « en po-

li) « Nel pórtico del serraglio stavano 12 cani legati con catene e 12 huomíni che mangiavano carne humana , ai quali fa gettare li malfattori guando vuol fare giustizia . In questo modo da sempre audienza pubblica . » P. Paulo en su RELACION. Unos 12 años más tarde. tPietro della Valle, il Pellegrino Romano», vió cómo los perros del Shah devoraron a tres Rabinos condenados a muerte , y describe la escena con subidos colores . Véa'se la carta de este autor, escrita a 4 de abril de 1620, en la Parte Segunda de sus « Viaggi » a la Persia, página 99, número V, edición de Bologna, 1677.

—126—

co tiempo, despachó muchos expedientes»; pero ninguno hubo de ser de muerte.

Sin embargo, hubo escenas curiosas y sentencias singu- lares que nos transmitió el Misionero genovés para memoria.

Uno de los que se presentaron en la audiencia, dice, fué un embajador que el Shah había mandado a Roma en tiem- po de Clemente VIII. Ahora venia de la Meca con un caballo árabe de pura raza. Se lo ofreció al Rey junto con una carta. Tomó el Rey la carta, sin decirle palabra, y le despidió, por- que habia perdido su favor para entonces. « El Shah se vol- vió a mi y me dijo, escribe el P. Paulo: Este es uno de los que han estado en Italia » . Como diciéndole: Este es uno de los embajadores mentirosos y falaces.

Acercóse luego al circulo de la justicia Jaime Fava, mer- cader veneciano que había sido antes uno de los más esti- mados favoritos del Rey; pero que « por sus locuras » (1), había caído también en desgracia. « Este, dice el P. Paulo, nos ha rogado a nosotros que diésemos al Rey un memorial, en el que suplicaba que le dejase volver a su patria. Habien- do sabido que el Rey no quería concedérselo, ni que se mez- clase nadie en este asunto, nosotros nos excusamos, y más estando entonces entre los consejeros de Su Majestad. Como nos negamos nosotros a complacerle, se acercó y entregó él mismo su memorial. Cuando el Rey supo el contenido, dijo: « No quiero perder lo que es mío; porque yo entregué a un socio suyo un lote de seda por valor de treinta mil escudos sobre la palabra de éste, y el otro dijo que me los pagaría en seguida y me traería algunas cosas curiosas de Venecia; y ni ha vuelto con esas cosas, ni me ha pagado mi seda ». Y volviéndose a Fava, le dijo: « Buscad en Ispahán quien os salga por fiador y responda de mi dinero y os concederé ir a Venecia ». Fava dijo descaradamente: « Los Padres carmeli- tas responderán por ». Respondió el Rey: « Con gusto los acepto »; y volviéndose a me dijo; «Padre Paulo: estos son los bribones que avergüenzan a los francos ». (2) Como los nuestros no salieran por fiadores , viendo de lo que se trataba, se fué el mercader veneciano a ver si los Padres agustinos le daban la fianza requerida por el Shah. Y como éstos tampoco se la dieron , no tuvo Fava más remedio que seguir en Ispahán por culpa de la fianza sobre la seda.

Después de él, llegó otro con otro memorial, en el cual pedía al Rey que le diese una joven que deseaba tomar por esposa, a lo que se negaba el padre de ella. Al oír esto, «se me volvió el Rey riendo, dice nuestro Misionero genovés, y

(1) Per le sue pazzie. >

(2) Questi sonó t furfanti che fanno vergogna allí franchi > . Ibidem.

-127-

me dijo: «En ningún país del mundo se va con estas cosas a la justicia ». Y mandó en el acto que le echasen de alli a palos: cosa que cumplieron a las mil maravillas, con éste y con otros como éste, aquellos guardias armados de bas- tones .

Cuando terminó con los suyos, despachó el negocio de don Roberto Sirley, mandando al Visir que le diesen las cre- denciales de su embajada y el sello secreto, que estampa- ron, como contraseña, en un pedazo de papel con un poco de tinta. También ordenó que le diesen 1.500 zequines.de los cuales 750 eran para sus gastos de representación y los restantes para el viaje. Y con esto se marchó don Roberto.

Después dispuso Su Majestad que hiciesen con el P. Pau- lo otro tanto. Y como eran muchas las cartas que el P. Pau- lo tenía que llevar, y el Visir no las había escrito todas, or- denó el Rey que las escribiesen cuanto antes y les pusieran el sello secreto; porque él se tenía que marchar al día si- guiente para los confines de la Tartaria, a 25 días de cami- no de la corte.

Entre las principales providencias que tomó Su Majestad aquel mismo día delante del P. Paulo , fué ordenar que tra- tasen bien a los armenios; que diesen otra casa mejor a los Padres carmelitas que se quedaban en Ispahán; que fuese uno inmediatamente a decir al jefe de los armenios que es- taban en Chulfa, arrabal de Ispahán, que diese un buen guia, grave y práctico, para que acompañase al P. Paulo hasta Alepo, «y que, si llegaba a faltar al Padre un solo ca- bello de la cabeza, haría tajadas a todos los armenios de Chulfa y quemaría todas sus casas».

Asi las gastaba aquel Rey famoso. Así solía dar sus ór- denes severas .

Y dicho esto, se levantó de su asiento, e hizo publicar un pregón que decía, que ninguno osase presentar al Rey más memoriales, bajo pena de muerte.

Entonces se despidió afablemente del P. Paulo, tendién- dole la mano, que el Padre besó en obsequioso silencio. El Rey le deseó feliz viaje, y le dijo que volviera pronto; que no fuese como otros embajadores francos, que habían pro- metido volver y nunca más volvieron.

Esto mismo le pasó también al P. Paulo Simón; pero, en aquel momento, ni él lo sabia ni, aun sabiéndolo, podía de- cir otra cosa de lo que dijo: «Volveré con mucho gusto, si tal es el deseo de Su Santidad».

CAPITULO XVI

Preparativos para volver a Roma

La carta del Shah al Papa, 'El carnicero de los turcos».— Un Misionero vuelve a Europa y dos se quedan en Persia como embajadores del Romano Pontífice.

El Rey se marchó al día siguiente, 8 de enero, a los con- fines de la Persia, con el fin de preparar sus tropas para atacar de nuevo al Turco, esperanzado como estaba de que habían de ayudarle esta vez los Principes cristianos.

Magnífica fué, sin duda, aquella coyuntura, que no se supo aprovechar en Europa, como no se supo aprovechar la victoria de Lepanto, por las eternas rivalidades y celosías entre los Príncipes cristianos y sus respectivos gobiernos.

El 20 de enero llevó el maymondar al P. Paulo cartas es- critas por un escribano público, dictadas por el Gran Visir, leídas, aprobadas y selladas por el Rey, a quien se las ha- bían llevado de antemano, para que las viese y las aproba- se, a la villa de su residencia, junto a Ispahán, según Su Majestad lo había dispuesto. Con las cartas entregó también el maymondar al Padre su pasaporte, en el cual el Rey or- denaba a todos los de su reino que le prestasen ayuda y fa- vor en cuanto el buen Padre hubiese menester. Junto con las cartas y el pasaporte, entregó el maymondar al P. Paulo 1.500 zequines para el viaje; pero, firme en su propósito, no los quiso recibir el Padre. Hiciéronle cargo de conciencia el Visir, el maymondar y los Padres agustinos, diciéndole lo enojado que se iba a poner el Rey, al saber que no quería recibir lo que le daba para gastos de viaje y de representa- ción diplomática, y con esto cedió el buen Padre; pero las distribuyó inmediatamente en esta forma: Dió primero al maymondar lo que a este correspondía en tales ocasiones, que era una décima parte de lo que daba el Rey a los em- bajadores, y en este caso eran 150 zequines; a éstos añadió el P. Paulo otros 100 como gratificación por lo que el maymon- dar había hecho con los Misioneros. A los intérpretes les dió 20 zequines a cada uno. A los dos armenios pobres, que habían venido con ellos desde Astrakán, les dió otros diez zequines a cada uno por sus servicios, y otros diez al intér- prete de Valaquia, que les sirvió por algún tiempo. A los tres criados del maymondar les dió 60 zequines para los

-129-

tres, y los restantes se los entregó al Gran Visir, para que los distribuyese entre los pobres de la capital, para que ro- gasen por la salud del Rey. Todo lo cual hizo el P. Paulo que constase por escrito para su resguardo, teniendo por testigos a don Roberto Sirley y a los Padres agustinos. Y asi se salió también con la suya, pudiendo volver a Italia con las manos limpias, sin haber recibido ningún dinero de tantos como le ofrecieron en diversas ocasiones por su cua- lidad de embajador del Papa.

Además de todo lo dicho, entregó el maymondar al Pa- dre Paulo algunos de los libros que había pedido el Carde- nal Sangiorgio en lengua persiana, diciéndole cuánto sentía Su Majestad no poder enviar al sabio purpurado todos los que había pedido; pero que, en hallándolos, se los enviaría por medio de los Padres carmelitas que quedaban en Persia.

Cuando se quedó solo, leyó el P. Paulo las cartas que le habían sido entregadas de parte del Rey Abbas, y a pesar de haberse ido acostumbrando un poco al estilo oriental, a las frases altisonantes y a las hipérboles desmesuradas de aquellas gentes, su carácter occidental no dejó de maravi- llarse de los títulos y adjetivos exorbitantes que se prodiga- ban en aquellos documentos al Papa y a los Príncipes cris- tianos. Como el aire y la substancia de todas las cartas, «mutatis mutandís», vienen a ser lo mismo, copiaremos integra la carta del Shah al Papa, para que el lector curioso se forme una idea del género epistolar entre los orientales.

Dice así la carta (1) : «En el nombre de Dios y del Gran- de Alí, al Pontífice de Roma. Majestad grande con una cor- te poderosa: Tu grandeza aumente siempre en el bien y en la bondad, y en cada cosa de éstas seas cien veces más grande. Tu gobierno es ordenado como el del cielo. Tu alte- za iguala a la estrella más alta; y así como las estrellas mar- chan ordenadamente, asi el ejército de tus servidores, el más grande de todos, marcha en orden por donde quiera, giran- do en tomo de ti, que eres el monarca de altísima corona, tan grande como la bóveda celeste. Eres el mayor de todos los Reyes de la tierra, oh Papa de Roma, excelente cristiano, verdadero hombre de Jesús.

»Todo esto que he dicho, lo eres verdaderamente: cono- cedor sapientísimo del Evangelio y de los Salmos; prudentí- simo en gobernar a los Reyes y a los pueblos de la cristian- dad; porque eres Rey, cuyo reino será conservado en el cie- lo. Yo reino aquí por tu bondad.

»Después de todo esto, declaro que acepto y agradezco

(1) La inserta el P. Juan Tadeo en lengua italiana en su RELACIÓN, de donde la traducimos nosotros.

9

-13U-

tu amistad y alianza, y quiero decirte el amor que siento por tu persona; y así, todo aquello que digo, lo digo de corazón, porque en esto quiero ser una misma cosa contigo. Y así co- mo tu prudencia resplandece como el sol, asi resplandecerá la verdad que digo , especialmente a ti, que eres el bueno por excelencia entre todos los tuyos.

»E1 P. Paulo Simón, con los otros Padres que has envia- do a mi corte, descendientes de santos, han venido aquí con tus recomendaciones y con los negocios que les has enco- mendado referentes a la guerra contra el Turco. Me han in- dicado que vosotros desde esa banda y yo desde ésta, pode- mos debilitar y aniquilar la potencia turca. A este fin, me han dado por escrito las bases de una alianza especial que se podía hacer entre mi nación y las potencias cristianas, de modo que los ejércitos francos viniesen a atacar al Turco de muchas partes. Ellos sabrán mejor que nosotros qué camino deben tomar para atacarle. Yo, desde que tomé las armas contra la generación turca hasta el presente, no he faltado a mi palabra ni a mi propósito, y ahora mismo estoy pronto y aparejado para salir a campaña con un formidable ejérci- to para manifestar públicamente a todos que soy lo que me llaman: « Carnicero y debelador de la potencia turca». (1)

«Vosotros sabéis mejor que yo de qué parte podéis ve- nir a hacer la guerra a este enemigo común; y lo que hu- biereis determinado hacer, hacedlo pronto. Poned en mar- cha vuestro ejército inmediatamente. Mas, si vinieses por dos partes, con un ejército por la parte de Alepo y con otro por otra parte, de manera que pudiésemos poner en jaque a los turcos por todos lados, sin dejarles en paz ni en sosiego, seria más acertado, y esta empresa procedería de común acuerdo y buena amistad.

»Has mandado también que el P. Paulo Simón vuelva en seguida a tu corte a darte estas nuevas; y yo le he des- pachado sin tardanza, y he retenido conmigo a los otros dos Padres, a los cuales trataré con todo amor y cortesía, y res- ponderé de ellos.

«Quería yo enviar en compañía del P. Paulo Simón uno de mis caballeros más fieles y adictos; mas, a propuesta de los Padres, envío como embajador a tu corte al muy ilustre señor don Roberto Sirley, que es de los grandes de Inglate- rra, el cual ha estado mucho tiempo a mi servicio, y es muy digno de que yo me fíe de él, pues está muy enterado de to- das mis cosas y de las vuestras. Este podrá informarte muy bien de todo cuanto quieras saber, a fin de que se entable entre nosotros una relación permanente de recíproca amistad

(1) « Come tnacellaio et guastatore di loro » . Ibidem.

-131-

y alianza. Para esto, quedará convenido que nos avisemos el uno al otro de aquello que más convenga, y que estemos siempre unidos. Esto lo has de tomar con todo empeño.

»E1 dicho barón Sirley te hablará del negocio que le he dado por escrito , y espero que le darás la misma fe que a mismo, porque está en mi lugar. El me avisará siempre de lo que ocurriere, y de todo aquello que deseares en tu co- razón, y me escribirá y dirá todo lo que se te ofreciere de este pais para servicio tuyo, que yo procuraré servirte en to- do.

»No tengo más que decir sino que seas feliz.

»Dado en Ispahán, en el mes de Ramadán, año de la Hé- gira del Profeta 1016, que corresponde al mes de enero de 1608 de la Era Cristiana. »

Hasta aquí la carta, que contiene muchas cuestiones de fondo, más interesantes para la historia que los primores orientales de forma.

No le pareció mal del todo al P. Paulo esta epístola, des- pués que la hubo leído, si bien se percató al momento de que andaba de por medio la inspiración inglesa de don Ro- berto. Mas él le tomaría la delantera para poner las cosas en su lugar en la corte pontificia.

Las otras cinco respuestas del Shah para las personas que le habían escrito, venían a decir lo mismo. El punto capital de todas ellas era la guerra combinada entre Persia y las naciones cristianas contra el Turco, y ésta había de ser la base principal del tratado de recíproca amistad y alianza.

También dió el Shah a don Roberto Sirley cartas para los Reyes de España y de Inglaterra, para el Gran Duque de Tos- cana, para el Emperador de los Romanos y para el Rey de Polonia. En todas ellas se trataba del mismo negocio que en la del Papa.

Don Roberto salió de Ispahán por la vía de Moscovia el 2 de febrero de aquel año de 1608, con ánimo de tomar un car- melita descalzo de Cracovia para que le acompañase a Ro- ma. El P. Paulo Simón, por lo que pudiera suceder y por si llegaba antes que él a Roma, le dió cartas para el P. Pedro de la Madre de Dios, ya que don Roberto « quería encami- nar sus negocios por medio de aquel Padre » , como Supe- rintendente que era de las Misiones católicas (1).

El P. Paulo tuvo que esperar hasta que se formase la ca- ravana, con la cual había de partir por la vía de Alepo, cosa que no se pudo conseguir hasta fines de febrero.

(1) « E volere incamminare li suoi negocii per mezzo di V . IR. » Carta del P. Paulo Simón al P . Pedro de la Madre de Dios , con fecha de 30 de ene- ro de 1608, en Ispahán.

-132-

Mientras tanto , tuvo el consuelo de dejar instalados a los Padres en la nueva casa, que puso a su disposición el Gran Visir, según las órdenes del Rey. El Visir, que al prin- cipio se mostró muy reservado, y aun refractario, respecto de aquella embajada pontificia, había cobrado ya particular afición a los carmelitas, como lo demostró ahora dándoles con toda solicitud una casa espaciosa y bien acomodada. « Era ésta, al decir del P. Paulo, más grande que la de los Padres agustinos, y tenia un buen jardín con agua abundan- te, y capacidad bastante para morar en ella muchos religio- sos, con una sala muy amplia, que podía servir de iglesia. »

El P. Paulo, como superior de la Misión, dejó por escrito a los Padres una especie de instrucción diplomática, cuyos puntos más salientes eran éstos:

1) Que procurasen alcanzar un mandamiento del Rey, para que nadie pudiese mezclarse en los negocios de la Mi- sión carmelitana, ni el Gobernador de la ciudad, ni el Gran Visir, ni nadie, sino solamente Su Majestad.

2) Que procurasen que Su Majestad sellase este manda- miento con su sello, y que expresamente se dijese en él que la Misión carmelitana sólo obedeciese a las órdenes del Rey que tuviesen dicho sello, para evitar que se mezclasen con ellos otras personas, con decir que iban en nombre del Rey.

3) Que los religiosos nuestros y sus domésticos puedan andar libremente por el país, y acudir a Su Majestad cuando tuvieren por conveniente, sin que nadie se lo impidiese.

4) Que procurasen fundar pronto en Ormuz y en la India, en donde podían contar con la protección del Rey de España, a cuya corona pertenecían entonces aquellas colo- nias y posesiones portuguesas.

5) Que avisasen siempre y puntualmente a Roma cuan- do hubiere alguna cosa importante, en especial sobre el tratamiento que diese el Rey a los armenios.

6) Que no saliese de Persia ninguno de los dos, aun- que se lo propusiese el Rey, a no ser que los obligase por la fuerza, hasta que la Santa Sede dispusiese otra cosa.

Estos puntos, y algunos otros de menor importancia, dejó escritos el P. Paulo a los otros dos Padres, imponiéndoselos bajo precepto formal de obediencia, para dar mayor fuerza a su instrucción y quitarles todo escrúpulo de conciencia, si llegaba el caso de que en algunos de ellos les contradijesen otras personas.

Los dejó firmados de su nombre y sellados con su sello a 12 del mes de febrero de aquel año 1608 allí mismo en Is- pahán (1).

(1) Con esta instrucción, firmada y sellada, termina la RELACIÓN prime- ra del P. Juan Tadeo sobre la Misión de Persia.

-133-

Después de haber mirado por los suyos, se fué el Padre Paulo a ver al Visir y a despedirse de él, si le daba el guía que le había dicho el Rey, contando con que la caravana es- taría lista para partir con rumbo a Siria. Llamó el Visir al jefe de los armenios en Chulla, y le amenazó con grandes castigos, si no ponía a disposición del Padre inmediatamen- te un hombre práctico que le acompañase hasta Alepo. Y despidiéndose del buen Misionero, prometióle tratar bien a los armenios y mirar con especial cuidado por los carmeli- tas que quedaban en Ispahán.

Ahora, dejando a éstos arreglando su casa y acomodan- do su iglesia y monasterio y perfeccionándose en la lengua persiana, vamos a seguir al P. Paulo en su viaje de vuelta a la Ciudad Eterna: viaje de muchas peripecias, de episodios interesantes, de trabajos sin cuento, sufridos por llevar em- bajadas de la Santa Sede a los países de infieles.

¿Qué narraciones ficticias, novelescas, despiertan tanto interés como las de estos buenos Misioneros, veraces y rea- listas como pocos escritores? ¿Qué cuentos de hadas em- belesan como la historia de estos amadores de la cruz, que van cantando por nn camino sembrado de espinas, como cantan Jos pájaros en los zarzales?

CAPITULO XVII

De.Ispahán a Bagdad

Camino erizado de peripecian.—Por montes y breñas Enfermo y des- valijado a las puertas de Bagdad.

Vísperas de salir el P. Paulo de Ispahán, el jefe de los armenios, encargado de darle un buen guía para que le acompañase hasta Alepo, dudaba de si sería bueno que to- masen el camino por Tábriz o por Bagdad. Al fin, se decidió por esta última vía.

Para mayor seguridad del Padre, le propusieron que se despojase de su hábito carmelitano y se vistiese de armenio pobre; y hasta le dijeron que comprase dos o tres cargas de mercancías para disimular mejor su persona: a lo cual no quiso acceder el buen Misionero, porque las tales mercan- cías habían de ser cebo para los ladrones que merodeaban por aquellos caminos, y, además, porque no decían bien con el traje de armenio pobre.

En vez de un guía, el jeje de los armenios le dió por compañeros dos mercaderes de su nación, que iban con cuatro cargas de seda hasta Alepo, dicíéndoles que aquel Padre era un «franco pobre», que venía de las Indias Orien- tales, a quien habían desvalijado en el camino, y que él se lo recomendaba muy de veras, porque estaba muy obligado a los parientes de aquel franco, a quienes había conocido en Venecia. ¡Ya se ve, que para decir mentiras en ristra, los orientales! ¡Y decía el Shah que los «francos»!

Di joles también el dicho jefe a los mercaderes, que aquel «franco» encontraría muchos italianos en Alepo, a los cuales se lo podían confiar para que lo encaminasen hasta las playas venecianas.

Con esto, el P. Paulo se vistió de armenio pobre, se des- pidió de los dos Padres, y el 26 de febrero, acompañado del jefe de los armenios, salió de Ispahán y se dirigió al punto en que le esperaban los dos mercaderes que iban a Alepo. Allí montó en un caballejo de mala muerte, que, en vez de silla bien guarnecida, tenía una mala albarda, cual conve- nía a « un franco pobre y desvalijado ».

Por decir el equipaje que llevaba consigo, aquel digno embajador pontificio lo consigna de este modo: un cobertor para dormir, cinco libros en lengua persiana para el Carde-

-135—

nal San Giorgio, unos cuantos zequines, bien cosidos a un cinturon interno, para gastos del camino, y el Diario de su embajada.

Los guías no sabian el italiano. El sabia algunas pala- bras turcas y un poco de árabe, con lo cual le bastaba para entenderse buenamente con ellos en los menesteres más principales de la vida, quiere decirse, para que no se murie- ra de «hambre en la jornada, por falta de saber pedir las cosas. ¡Basta que las encuentre!

Aquella noche durmieron en un «manzil» (1), a dos le- guas de Ispahán, en donde debían esperar la caravana que iba con rumbo a Alépo, la cual tardó siete días en llegar allí. En este tiempo pudo ir todavía el P. Paulo a la capital dos veces, a visitar a los Padres; e iba caballero en su viejo caballo y vestido como hemos dicho. Pero, cada vez que iba, volvíase sin tardar, por si llegaba al manzil la cara- vana.

En este manzil dormían nuestros viajeros, como dice el buen Padre, en un establo. Comían míseramente, porque eran harto miserables en esto aquellos mercaderes armenios, y porque no se atrevían a sacar el dinero de sus bolsones internos, para que no los tuvieran por ricos y los robasen otros compañeros que esperaban como ellos la caravana. ¡Tales estaban la honradez y la seguridad en aquellos países y por aquellos tiempos!

El 3 de marzo salió del manzil la caravana en la cual iba nuestro peregrino embajador. Desde este día nota en su Diario los caminos y desiertos que iban recorriendo, con un sin fin de «janes y caravaneras», sucios y destartalados, en donde a duras penas encontraban unos pedazos de pan y agua fétida, siendo cosa de lujo, y muy extraordinaria, el hallaren algún villorrio un poco de vino y ese avinagrado. Y así días y más días por el desierto, cruzando ríos y riachue- los, cuyos nombres desconocía nuestro viajero, encontrando, a veces, algunos caseríos miserables, cabanas, tiendas y tu- gurios con montones de guiñapos. Rara vez hallaban pobla- dos; y los que hallaban, eran tan pobres, que no podían ser más; y luego volvían a hundirse en el desierto y a caminar millas y millas sin hallar alma viviente.

Los caminos eran pésimos, a veces intransitables, llenos de malezas y trazados por pedregales, arroyos y torrenteras, por donde solamente pudieran trepar las cabras.

El 12 de marzo llegaron a un villorrio que se decía «Yi- thana ». Allí había un «jan » muy grande y espacioso, en el

(1) Así lo escribe el P. Paulo Simón, y, generalmente, respetamos su ortografía. Manzil equivale a venta o ventorrillo.

—136-

que encontraron pan, vino y carne, por lo cual se detuvie- ron un dia entero a descansar y a desquitarse de las ham- bres pasadas.

El 15 se cruzaron con otra caravana que venia de Babi- lonia, la cual les dió buenas noticias del camino, que luego no se confirmaron, como veremos. En dicha caravana iban dos « francos » que decían llevar cartas de Su Santidad, del Rey de España, del Rey de Inglaterra y de otros Principes para el Rey de Persia. No sabemos si serian «unos de tantos embajadores falsos», como decía el Shah que llegaban cada día a su corte, o si serian mercaderes auténticos, de los cuales se aprovechaban entonces los Principes para su mutua correspondencia.

El 16 no pudieron ir nuestros viajeros adelante, por la mucha nieve que hallaron en su camino. Este era detesta- ble, y se enroscaba por montañas escarpadas y agrestes, entre peñas y brezos, en donde resbalaban los de a pie y los de a caballo, en fin, «un camino tan bueno y tan magnifico y tan andadero como les habían dicho los de la caravana de marras ». La mayor parte de este camino durmieron al se- reno (2): con lo cual dicho se está que carecía de janes y de mesones buenos y malos. Después de mucho sufrir ham- bre, sed y frío, llegaron a « Yrih», - que es una ciudad peque- ña, distante cinco leguas de Hamadan, ciudad grande, en la que hay un buen mercado». En Irih estuvieron siete días para descansar y reponerse de los quebrantamientos de huesos y ayunos prolongados; y también porque muchos querían celebrar allí el Año Nuevo de los musulmanes, que era el 21 de marzo.

El 23 partieron de Yrih, y el 24 pasaron un rio, vadeán- dolo con mucho peligro de la vida, porque no había puen- te por ninguna parte. Poco después se encontraron un case- río pobrisimo, en el cual se veían las ruinas de un edificio antiguo, que, por los restos de ricos mármoles y las muchas y gruesas columnas que se veían por tierra, debió de ser un monumento soberbio.

El 25 llegaron a « Sakene », villa no muy grande; y, pa- sada ésta, en plena campiña, unos salteadores de caminos desvalijaron las cargas que llevaban los camellos de la cara- vana, y pusieron pies en polvorosa sin que pudieran alcan- zarles ni recuperar la presa.

De allí en adelante, en cuatro días, no volvieron a en- contrar poblado alguno. Al cabo de esos días, llegaron a « Scherinef », en donde el Rey de Persia había construido un

(2) « U piú del suddetto camino dorinirono al sereno». El mismo en su RELACIÓN .

-137-

espléndido «caravansail ». En adelante los campos eran muy fértiles, aunque muy despoblados, hasta Bagdad. Sólo acá y acullá se divisaban algunas tiendas de beduinos, que sallan a vender leche y queso a las caravanas, o más bien a apoderarse de cuanto llevaban, si no podian contrarrestar ellas, por el número y la fuerza, los arrestos y acometidas de los beduinos.

Al pasar un puente, encontraron un Shef con 500 solda- dos, que guardaban aquel paso estratégico, y a quienes tu- vieron que dar, entre todos los de la caravana, hasta 25 ze- quines para poder pasar adelante.

Siguieron luego por una zona montuosa, en donde tu- vieron que dormir a campo raso, «aunque lloviese o neva- se». El camino por allí era lo peor que habían encontrado, y no se podía caminar ni a la derecha ni a la izquierda, ni desviarse, como otras veces, y marchar a campo traviesa, porque les cerraban el paso por todas partes altísimas mon- tañas. Aquella estrecha gola o desfiladero los llevaba opri- midos y como sin aliento.

Después de pasar un río llamado « Gonde», entraron en «Dinah». Era el día de Pascua de Resurrección , i y se alo- jaron en plena campiña! Al día siguiente les salió al encuen- tro un bajá («sultán» le llama el P. Paulo en todo su relato) con 400 soldados, que andaba saqueando Babilonia y sus contornos, es decif todos aquellos poblados y despoblados de Mesopotamia, ya que Babilonia o Bagdad distaba toda- vía unos siete días de camino y era tierra del Turco.

La caravana se vió obligada a volver atrás, tomando de nuevo el rumbo hacia Persia, porque los mercaderes temie- ron que les robasen en Bagdad cuanto llevaban, en justa re- presalia por lo que robaba y saqueaba aquel bajá, que era subdito y capitán del Shah de Persia. Así lo habían hecho con otras caravanas persas en años anteriores, en que los soldados del Shah hicieron por allí sus correrías, robando y saqueando aquellas tierras.

El P. Paulo se encontró un momento perplejo, sin saber' qué partido tomar, si volver atrás con la caravana, o seguir adelante con el auxilio y protección del bajá persa. Al fin se decidió por esto último, puesto el pensamiento en Dios y acuciado por el deseo de volver cuanto antes a Roma. Se presentó al bajá; le mostró el pasaporte del Rey Abbas, di- ciéndole que en su servicio venia con aquella caravana. El bajá le dijo que le seria imposible pasar la frontera de Babi- lonia. El P. Paulo, con eso y con todo, quiso probar fortuna, después de haber ido a recoger el equipaje menguado que iba en las acémilas de la caravana. Cuando llegó a recoger- lo, ya le habían robado el cobertor que tenia por abrigo, y no apareció más por ninguna parte, por mucho que recO'

-138-

rrió, a todo lo largo, registrando las cargas de camellos y jumentos. Recogió el zurrón en que llevaba sus libros, y corrió en busca del bajá. Después de muchas peripecias, de pasar frío por no teñi r cobertor, de comer cardos silves- tres, de correr por montes y breñas, al cabo de cuatro días, vino a encontrar el campamento del bajá, gracias a un guia que le habia éste proporcionado cuando fué a buscar su ropa a la caravana.

Cuando entró el P. Paulo, famélico y extenuado , en el campamento del bajá, acababa éste de volver con un rico botín cogido a los árabes de aquella comarca. Nada menos que había traído a su campamento «1.000 caballos, 10.000 ovejas y corderos, muchos bueyes, vacas, búfalos, algunos esclavos hombres, niños y mujeres, y otros muchos despo- jos». Allí se repuso un poco nuestro Misionero con la es- plendidez con que le obsequió el bajá para celebrar aquella hazaña. Después le dijo que en vista de lo que acababa de recoger Su Excelencia contra la voluntad de los dueños de aquellas tierras, no dejarían pasar a Babilonia a ninguno que viniese de Persia. Y aquí vamos a ceder la palabra al P. Paulo, en trance tan apurado, porque no queremos des- florar ni abreviar su Relación, como lo hemos venido ha- ciendo hasta el presente.

«Me encomendé entonces al Señor, dice, y hablé a un favorito del bajá, untándole antes las manos (1), y rogán- dole que persuadiese a su jefe para que me diese un guar- dia, pues estaba resuelto a ir a Babilonia. Lo hizo. Dijo que el sultán me llamaba, y que era necesario darle algún pre- sente. Fui, y le di una de aquellas medallas de oro que nos dió Clemente VIII, y que pesaba 17 zequines. Hizome cenar con él. Luego entramos en su tienda. Díjome ei gran peligro que corría yendo a Babilonia; pero que, si a todo trance quería ir, él me daría un « derviche » queme acompañase. Derviche, en su lengua, significa pobre; pero principalmen- te llaman así a algunos que son pobres voluntarios, como entre nosotros los religiosos.

«Después de eso, me dijo el bajá que era necesario que dejase allí el caballo y todo lo que traía conmigo, y que me vistiesen de derviche pobre, es decir, de miserable. Respon- dí que haría todo lo que se me decía. Hizome traer un par de calzones de tela negra, todos rotos, y un jubón hecho ji- rones y un gorrillo, y me vestí esta ropa, sin calzas ni zapa- tos, sino solo un pedazo de cuero atado con un esparto a las plantas de los pies. En un zurrón o mochila (2) metí los li- bros que llevaba para el Cardenal Sangiorgio, la Biblia, en

(1) Ya se adivina que este « unto » era de dinero.

(2) El P. Paulo dice « zaino », que es la mochila del soldado.

-1 so-

que tenía las cartas del Rey, el Breviario, el Diario, dos vo- cabularios, uno moscovita y otro turco, las cartas, un poco de pan y un pedazo de queso que nos dió el bajá. Dijome éste si quería dinero para el camino. Se lo agradecí mucho. Mos- tró deseos de ver lo que dejaba allí, para guardarlo en su tienda. Me preguntó si llevaba muchos dineros conmigo. Su favorito me tanteó en su presencia. Dije que no llevaba dineros, porque en Babilonia encontraría cristianos francos que me darían lo necesario. Llamó entonces a aquel dervi- che, que era viejo, y le dijo: Es necesario que lleves a este derviche «franco» a Babilonia. Toma el dinero que necesi- tes. Se excusó el derviche, diciendo que no podía, que am- bos a dos seríamos asesinados. Díjole el bajá, que era de todo punto necesario que fuese, y que, si en el camino nos preguntaban quién era yo, respondiese él que yo era un der- viche franco, que había sido desvalijado por los persas, y que iba a Babilonia a visitar a los francos que allí vivían.

» Una hora antes de amanecer, prosigue el P. Paulo, se partió el bajá con los suyos a su guarnición. El viejo y yo nos pusimos en camino. El llevaba una garrafa con agua; yo la mochila a las espaldas. No quiso pasar por la ciudad ve- cina, que era «Mandelín», desconfiando el entrar en ella; y echamos por las montañas, y caminamos todo el día por el campo, huyendo del camino real, para no ser vistos. Por la noche íbamos muy cerca del camino para no perderle de vista, y por la mañana nos alejábamos de él; y así camina- mos dos días muy bien, para salir de los confines. Cuando de lejos descubríamos algún viajero, nos echábamos en el suelo entre los arbustos o en los sembrados.

»E1 tercer día nos echamos a andar por el camino, y ape- nas lo hubimos hecho, nos encontramos con unos trajinan- tes, los cuales se dirigieron a enarbolando sus garrotes; me registraron la mochila, y como viesen que llevaba libros y que vestía unos pingajos, al mismo tiempo que les referia el viejo derviche cómo había sido desvalijado por los persas, se fueron por su camino y nos dejaron seguir en paz el nues- tro. Yo temí que me quitasen aquellos trapos que me cu- brían y me dejasen completamente desnudo, como les suce- de a muchos de los que viajan por aquellas tierras. Por lo cual, cuando veía venir hacia nosotros gentes sospechosas, hacía un agujero más en los calzones y unos jirones más en el jubón; así es que vine a entrar en Babilonia lleno de hila- chas y desgarraduras y cubierto sólo de harapos.»

Todavía, antes de llegar a Bagdad, o Babilonia como él dice, no le faltaron percances y apuros. Precisamente aque- lla misma tarde les dijeron unos caminantes, con quienes se cruzaron, que a una milla de allí había muchos beduinos que asaltaban a los pasajeros y les despojaban de todo. El

—140-

P. Paulo se volvió a encomendar a Nuestro Señor con más fervor que antes, y tomando el cinturón, en que guardaba los 150 zequines que ya sabemos y unas medallas de oro que le quedaban, lo dividió en dos partes, y se retiró un poco del viejo derviche, para ligarse los dos pedazos del cin- turón roto a guisa de ligas envueltas entre guiñapos, y asi pasar más desapercibido y ocultar su dinero, si llegaba la hora del registro. Antes de terminar su operación, .cayeron sobre él de improviso unos 15 soldados. Al momento escon- dió, entre la maleza, el trozo de cinturón que tenía en las manos con 50 zequines y las medallas. Uno de los soldados vió aquella maniobra, y se dió a buscar lo que el Padre ha- bla escondido; y, viendo que era dinero, le hizo señas, con el dedo índice puesto en la boca, para que no dijese nada. En- tre tanto, el viejo derviche repetía que su compañero era un infeliz « franco » robado por los persas y puesto en tan mise- rable estado como se veía. El soldado que se apoderó del trozo de cinturón con el oro de zequines y medallas, se daba prisa para que los dejasen en paz a aquellos « mezquinos por la que tenía él de perderlos de vista, no fuese a suceder que el Padre delatase el robo, y tuviese que repartir el botín con sus camaradas. Y con esto se fueron cada cual por su camino, y el embajador pontificio se quedó con la bolsa menguada en más de un tercio.

Después del encuentro con los soldados, llegó el de los beduinos, los cuales, dice el P. Paulo, « corrieron hacia nos- otros como osos, armados de garrotes ; mas, como nos vie- ron tan pobres, y que en mi mochila no había más que li- bros, nos dejaron. » (1)

Al día siguiente les sucedía lo mismo : a cada paso los detenían, los registraban y les dejaban seguir con su patente miseria adelante. A las diez de la noche llegaron a una ciu- dad llamada «Bourich» , situada a la orilla de un gran río (2). Allí les dieron un poco de pan de cebada como limosna, y « les pareció haber llegado al paraíso » (3) ; porque se vie- ron con agua abundante y fresca.

Todos los días anteriores habían caminado mucho, comi- do poco y bebido menos; pues no llevaban más que pan es- caso y la garrafa, que era pequeña para uno: ¡cuánto más para dos derviches, que caminaban sin cesar, con las fauces secas, y tenían que beber con parsimonia como los pájaros! Durante el día, en aquel clima, pasaban mucho calor; duran-

(1) < Corsero sopra di noi come orsi con bastoni ; ci videro poveri che nel zaino non vi era che solí libri, e ci lasciarono » .

(2) Era una de las mayores ramificaciones del Tigris , el t Chat-el- Didileh de los árabes» .

(3) « Ci pareva essere arrivati al paradisso » .

-141-

te la noche, mucho frío, por dormir a la intemperie y no tener con qué cubrirse, siempre llenos de sobresaltos, temiendo a todas horas que se les echase encima algún ladrón o asesi- no.

Del mucho caminar a trancas y barrancas, por barbechos y pedregales, al P. Paulo se le hincharon los pies sobremane- ra, y al viejo derviche una rodilla, de modo que no podía el viejo dar un paso, por lo cual pasaron aquella noche el rio en una barca y fueron a dormir en la opuesta orilla. A la ma- ñana siguiente, el pobre derviche no podía andar ni poco ni nada, y su rodilla presentaba tal cariz, que no daba esperan- zas de doblegarse en muchos días, por lo que el P. Paulo se vió obligado a pagarle y dejarle allí para que se curase.

Para colmo de males, al buen Misionero le asaltó la fie- bre, apenas hubo pagado al derviche ; se le quitaron las ga- nas de comer, aunque no tenía otra cosa que unos mendru- gos de pan. Volviendo los ojos al cielo, se dirigió al Padre de las misericordias, para que se apiadase de él ; y, hacien- do un esfuerzo supremo, se puso de nuevo en marcha, si- guiendo detrás de unos trajinantes que se dirigían a Bagdad, que solamente distaba unas ocho leguas.

Para no perder de vista a los viajeros y no errar el cami- no, tuvo que andar más que a paso ; y asi, como él mismo nos dice, « el 20 de abril llegó a Babilonia, con fiebre, más muerto que vivo, y se sentó a las mismas puertas de la ciu- dad » .

CAPITULO XVIII

Desde Bagdad hasta Alejandreta

En el palacio del Bajá.—/ Adiós, Babilonia l—Al través del desierto de la Siria por caminos sin camino. Nuevo y sensible desvalijamiento. Alepo en revolución.— Peligros que corrió el Misionero P. Paulo en la capital de la Siria.— Sale para Alejandreta.

Cuando los guardias de Bagdad, la ciudad de « las mil y una noches », vieron al P. Paulo en traje de derviche, febri- citante y tendido en el suelo, acercáronse a él y le pregunta- ron quién era. Díjoles que era un pobre franco que necesita- ba asistencia médica, pues de otra suerte moriría alli sin re- medio. Compadeciéronse de él los centinelas, y le dieron un guía que le acompañase a un hospicio o al « jan de los fran- cos ».

Cuando llegó el Padre, ya no había ningún « franco » en aquel jan : todos habían partido con la caravana. Solamente encontró un pagano que sabía hablar portugés. Este le aco- gió compasivamente aquella noche, y envió uno de sus cria- dos para que le comprase algo que comer. A la mañana si- guiente le dió el P. Paulo dinero para que le proveyese de una camisa, calzones, jubón y zapatos. Aquel pagano le dijo que mejor era que se fuese con él a comprar todo lo que ne- cesitase ; y le llevó a la tienda de un judío, que sabía el es- pañol, lengua que hablaba admirablemente el P. Paulo por haber hecho sus estudios en España. El judío aquel era ami- go de los « francos » , y le trató con suma cortesía. Le buscó luego una habitación decorosa, y de su casa le envió la co- mida durante los diez días que permaneció el P. Paulo en la ciudad de los califas. Todo el día lo solían pasar juntos.

El judío le habló de un renegado maltés, que era muy amigo del bajá o gobernador de la ciudad, y que hacia gala de proteger a los « francos ». Se fué nuestro Misionero a ver al maltés, y le refirió sus peripecias y su desgracia, diciéndo- le cómo le habían tratado y maltratado en el camino, robán- dole una buena parte de los dineros que llevaba para el via- je. Le manifestó que deseaba dirigirse a Alepo con la mayor premura posible, porque allí esperaba encontrar algunos « francos », para partir con ellos a Venecia. Por lo cual le su- plicaba que le proporcionase un guía de toda confianza que le condujese hasta Alepo, porque tenia entendido que no ha-

-143-

bía entonces caravana para aquella ciudad, ni la habría en mucho tiempo.

Respondióle el maltés, con muchas muestras de amor, que estuviese tranquilo, que la caravana de Ispahán vendría pronto, porque el bajá habia enviado un correo a decirla que podia venir sin temor a Bagdad con sus mercancías, que daba palabra de no molestarla en lo más mínimo. Esto le puso más en temor al P. Paulo; pues, como había venido desde Ispahán con aquella caravana, todos le conocían y sabían que la había abandonado, haciéndose amigo y quizás espía del bajá que había saqueado los territorios de Babilo- nia. Por lo cual, cada día que pasaba, era mayor su sobre- salto, y a un peligro sucedía otro mayor. Así que, valiéndo- se de los buenos servicios del renegado maltés, que se lla- maba Gíafer Bassi, procuró por todos los medios y con todo su tesón genovés, buscar un guia para salir de Bagdad antes que llegase la caravana procedente de Persia.

Después de mucho andar de un lado para otro, vino a hallar el guía que deseaba. Parecía hombre serio en quien podía fiarse, aunque era árabe. Tenía casa y mujer en Bag- dad, y era muy práctico en aquel camino. Este se obligó a llevarle a Alepo en 13 días al través del desierto, por la suma de 30 ducados. Con el fin de que no le hiciese al Padre alguna fechoría, el maltés le dió en el acto 15 ducados, con- viniendo en que le daría los otros 15 cuando volviera de Alepo con una carta del Padre, en que éste dijese, por escrito y bajo su firma, que había cumplido su compromiso. Como el maltés tenia un cargo importante en Bagdad y era amigo del bajá, aceptó el árabe la propuesta, y quedó firmado y sellado el contrato

Terminado este negocio, lo primero que hizo el P. Paulo fué comprar una muía por 30 piastras, que, a juzgar por el precio, no debía de ser una gran cosa. Luego se procuró las provisiones para aquella larga jornada.

Gracias al maltés, consiguió fácilmente la licencia del bajá para salir de la ciudad con su guía o espolique. Más aún: el bajá le convidó con su palacio y quiso que estuviese allí dos días con él antes de partirse. En estos días le obse- quió y regaló espléndidamente, tanto que dice con cando- rosa ingenuidad el buen Misionero: «Me regaló una comida de gallina, cuando yo no tenía ganas de comer. Una noche, continúa el Padre, hizo venir un santón, que era un sicilia- no renegado, el cual profesaba mucha pobreza e indigencia exteriormente. Vestía una sola túnica de paño burdo, y siempre llevaba un libro escrito en lengua pérsica en la mano. Era joven. Hablaba muy bien, y parecía docto. Em- pezó tomando el discurso de muy lejos, queriendo persua- dirme a que me quedase en Babilonia, y renegase de la fe

—144—

cristiana; pero, viendo que no sacaba nada con sus discur sos, se fué, y dejóme en paz».

A todo esto el Padre seguía con la fiebre. El de mayo se hizo dar una sangría, a pesar de estar tan débil. Y ha- biendo oído que la caravana de Ispahán estaba cerca de Bagdad, se apresuró a ir en busca de su guía, y aquella misma noche se fué a dormir a la otra orilla del Éufrates, que era en donde aquel vívia, para darle más prisa y poder salir de allí cuanto antes.

El día 2 de mayo dijo adiós a Babilonia, después de haber contemplado y descrito ligeramente sus ruinas, sobre todo la Torre de Babel y el pedestal de la estatua de Nabucodo- nosor. ¡Bueno estaba él para detenerse en describir las anti- güedades y ruinas de Babilonia!

Sólo nos dice que aquel bajá, que le había hecho tantas mercedes, se había rebelado contra el gobierno turco de Stambul; que era noble y arrojado; que tenía a su disposi- ción un ejército de 12.000 hombres, y que se había declara- do independiente, aprovechándose de las victorias del Rey de Persia, el cual había debilitado la potencia turca, por la gran distancia que había entre Bagdad y Constanti- nopla. El gobierno de Stambul había enviado otro bajá o gobernador a Bagdad hacía pocos meses; pero el viejo bajá le hizo degollar en el acto, juntamente con los 50 soldados que formaban su séquito y escolta, y se apoderó de todo el dinero y riquezas que traían, que no eran pocas.

En cambio, este mismo bajá se mostró muy humano y afectuoso con nuestro Misionero, y, gracias a él, pudo se- guir su camino para Alepo. Como el que solían llevar las caravanas iba en su mayor parte a la vera del Éufrates, pa- ralelo al curso del río, y a veces navegaban por el río en embarcaciones especiales, empleaba un mes largo en re- correrle, por lo cual el guía árabe que le acompañaba, ha- biéndose comprometido a llegar en 13 días a Alepo, se lanzó con el Padre al través del desierto, de aquel desierto famo- so de la Arabia desierta, a la que tan de perlas la venía este nombre, como dice nuestro asendereado Misionero en su Diario.

El camino por donde cortó el guía, no se podía llamar camino ni atajo mal trazado, puesto que ni rastro había de tal cosa, ni se hallaba en todo él alma viviente. El campo era estéril e infecundo: ni árboles, ni hierba, ni agua en- contraban a su paso. Solamente de dos en dos días, poco más o menos, hallaban algunos pozos muy profundos, revestidos de piedras bien labradas, que en puridad eran cisternas de aguas pestilentes, en donde los raros mercaderes que por allí pasaban , se abastecían y llenaban sus pellejos para aliviar su sed y la de sus camellos, verdaderos « navios del desier-

—145-

lo». «Aquel agua, dice el P. Paulo, es insalubre y mal olien- te, porque, como no hay otra en todo aquel desierto, van a a beber en aquellos pozos las alimañas sedientas. No se puede penetrar en este desierto, añade, sin guía práctico, porque además de no haber camino, difícil les sería a los sedientos, hallar estas cisternas, y, como no hay otra agua, todos morirían de sed. »

Solamente muy de tarde en tarde topaban con alguna que otra tienda de beduinos los que seguían la ribera del Eufrates , e iban más expuestos a ser robados por estas tribus nómadas, que los que se lanzaban como nuestros viajeros en pleno desierto.

Por la ruta que siguieron nuestros caminantes, sólo toca- ron en la ciudad de «Aburish», que está próxima al Éufra- tes. Allí descansó y durmió nuestro Misionero, en casa de un judío que le agasajó mucho. Todo el resto del camino fué soledad y despoblado hasta cuatro días antes de llegar a Alepo, en que se unieron a una caravana que llevaba el mismo rumbo.

Ahora que iban en tan buena compañía, y con más se- guridad de que no les robasen, acaecióles un gran contra- tiempo. Detuviéronse en un « caravansail » a pasar la noche. El P. Paulo y su espolique metieron en unas alforjas la ce- bada que llevaban para la muía, y los libros del Padre, ex- cepto la Biblia en que tenía éste sus cartas, que la conservó consigo. Para mayor precaución en tierra de ladrones y salteadores , el espolique se encajó las alforjas, metiendo la cabeza por un grande agujero que tenían en el centro, de manera que venían a cubrirle el pecho y las espaldas, a modo de escapulario. Y con ellas de esta guisa, creyéndose muy seguro y hasta invulnerable, se quedó dormido como un bendito. Acercáronse unos ladrones al olor de las alfor- jas, y viendo dormido al que las tenía tan bien puestas, le asestaron un buen garrotazo en la cabeza, dejándole sin sen- tido largo rato: con lo cual tuvieron tiempo para sacárselas muy lindamente y marcharse con ellas a su madriguera. Por mucho que hicieron los de la caravana por recuperarlas, compadecidos del Padre y de su guía, nunca más las volvie- ron a ver. El P. Paulo se quedó sin sus hbros, y su muía sin cebada. Nadie pudo proveerle de cebada, porque llevaban la precisa y no más para sus respectivas cabalgaduras. Así es que, no teniendo aquel día pienso para su muía, tuvo que apearse el buen Padre muchas veces e ir a pie, la mayor parte del tiempo, durante estos tres días de su jornada. To- davía se consolaba, y mucho, por no haber metido en las alforjas la Biblia en que guardaba las cartas diplomáticas; pues de lo contrario, hubiera entrado nuestro embajador en Roma pobre e indocumentado.

10

-146-

El 14 de mayo llegaron a Alepo, con un dia de ventaja sobre el compromiso que el árabe había contraído. Bien se ve lo práctico y conocedor que éste era del desierto de la Siria. Pero el P. Paulo tenía los pies hinchados y lacerados de caminar por malos caminos y abrojales. La muía a duras penas podía tenerse sobre sus remos.

Una vez en Alepo, fuése a hospedar en el convento de los Padres franciscanos, y entonces pudo decir que fué como entrar en la gloria. Acogiéronle aquellos buenos religiosos con toda cordialidad y amor, y más cuando les mostró los documentos que le acreditaba de embajador pontificio. Dié- ronle en seguida un hábito franciscano, para decir misa y pa- ra que prosiguiese su viaje hasta Roma vestido de religioso francisco. El Padre en cambio, se lo pagó con una pieza de buena tela comprada en Bagdad, y que traía ceñida a modo de faja al cuerpo. Y, además, les regaló su mulilla, la cual, después de unos buenos piensos, pudo todavía prestar bue- nos servicios. Porque es de saberse que nuestro P. Paulo Si- món, cuando la compró en Bagdad, « hizo promesa de rega- lársela a los Padres franciscanos para servicio de la Custodia de Jerusalén, si llegaba con ella sano y salvo a Alepo » . Así lo dice en su Diario.

Pero no fué todo como una seda para nuestro probado Misionero durante su estancia en Alepo ; ni al entrar allí en- contró la gloria que esperaba.

Es el caso que esta ciudad estaba en plena revolución contra el gobierno de Stambul, el cual había reconcentrado allí un ejército de 60.000 soldados al mando del Generalísi- mo de aquellas regiones, para derrocar al gobernador de Alepo, que se había alzado en armas contra el Sultán. Lo que logró el ejército turco fué derrocar al gobernador rebelde; pero el fermento contra la Sublime Puerta seguía en la ciu- dad, en tanto que en sus contornos hervía una hostilidad franca y abierta contra las tropas de Stambul.

El P. Paulo corrió verdadero peligro, porque el renegado maltés de Bagdad le dió una carta de aquel bajá rebelde pa- ra los mercaderes de Alepo, en la que Ies invitaba a seguir el tráfico con Babilonia, porque él les aseguraba el paso y la defensa de sus mercancías. Como esta carta era de un rebel- de al gobierno turco, si hubiese caído en manos del Genera- lísimo de las fuerzas de Stambul, hubiera mandado inconti- nenti empalar o quemar vivo a nuestro Misionero. Y no le faltó mucho, porque se propagó la voz por Alepo de que traía cartas del bajá de Bagdad, y algunos echaron a volar la especie de que era espía del Shah de Persia. Llegó esta especie a oídos del Generalísimo turco, y ordenó que le pren- dieran; pero se interpuso un mercader veneciano muy influ- yente en Alepo, diciendo que aquel «era un pobre religioso

-147-

franco desvalijado en Persia y en Babilonia». Esta era la eterna copla para despertar la compasión de aquellas gentes orientales en favor de los «desvalijados» por sus enemigos. Y esto salvó en esta ocasión a nuestro Padre.

Otro peligro no menor le amenazó, apenas se hubo con- jurado el anterior. Algunos venecianos dijeron en el merca- do público que el P. Paulo iba de embajador del Rey de Per- sia a Roma, y que llevaba cartas para el Papa. Había enton- ces en el mercado, cuando tal dijeron, algunos jenízaros turcos, y parece como que el Señor les tapó los oídos para que no percibieran aquellas palabras; pues, si las llegan a percibir y le registran y le encuentran las cartas del Shah para el Pontífice Romano, hubiera tenido segura la muerte más cruel e ignominiosa.

Con estos lances y percances, no veía el P. Paulo la hora de poder salir de Alepo, y de perder de vista los dominios turcos.

Aquí fué el recorrer de nuevo un día y otro día todos los janes y mesones en donde se formaban las caravanas para dirigirse al puerto más próximo de embarque. El deseo le daba fuerzas y alientos para vencer y sortear las dificultades y peligros que le asaltaban por todas partes. Al cabo de doce días, vino a saber que partía una caravana compuesta en su mayoría de mercaderes portugueses y venecianos, y que se dirigía al puerto de Alejandreta, en donde aquellos iban a embarcarse con rumbo a Marsella. Supo también que el con- trato con el patrón de la nave, al modo de entonces, se ha- cia, se firmaba y se pagaba en Alepo, como ahora se saca el billete de pasaje. Firmó y pagó el suyo al encargado de dar- le puesto en la nave, y el 26 de mayo salió con la dicha ca- ravana camino de Alejandreta. Cuatro días, no más, em- plearon en recorrer este camino. El P. Paulo no tenía, ni podía tener, humor ya para muchos apuntes ni para anotar las peripecias y los encuentros. Solamente se fijó en que ha- bia de vez en cuando muchas ruinas, sobre todo en la cam- piña de Antioquía, y que en la montaña de Beilan durmie- ron todos los que formaban la caravana bajo un árbol copu- do y gigantesco .

Todavía allí su sueño no fué tranquilo. A veces se des- pertaba, creyendo que de un momento a otro vendrían a bus- carle las tropas del Generalísimo turco para empalarle en el mercado público de Alepo.

Con estas perplejidades llegó, al fin, al puerto de Ale- jandreta.

CAPITULO XIX

Desde Alejandreta hasta Roma

' En el cielo '.—Peligros en el mar.— El P. Paulo entre sus hermanos de Súpoles.— Muere en sus brazos el insigne P. Pedro de la Madre de Dios.— Audiencia con el Papa. A España como Legado,

Al llegar nuestro Misionero a Alejandreta, estuvo bas- tante perplejo sin saber dónde hospedarse, temiendo siem- pre lo que realmente pudiera sucederle , si llegasen a descu- brir los agentes turcos su verdadera personalidad.

Por eso buscó y halló cordial acogida en casa del señor Lorenzo Book, Vicecónsul de Inglaterra en aquel puerto. El señor Book le facilitó lo necesario para el embarque. Como la nave estaba lista para hacerse a la mar, solamente estu- vo nuestro Padre en aquella ciudad dos o tres días, y, tanto por los peligros que corría como por el clima de aquel puer- to, estaba deseando tomar puesto en la nave. «El aire de Alejandreta, dice, es mortífero, por estar la ciudad rodeada de lagunas y montañas ».

El 2 de junio, después de haber comprobado, recibo en mano, el pago de su pasaje, se dirigió el Misionero a ocu- par su puesto en la nave. Con él se embarcaron dos portu- gueses y un inglés que venían del Mogol. El 3 se hizo la nave a la vela, y al abandonar el puerto de Alejandreta, le pareció verdaderamente «estar en el cielo», libre de los te- mores que le asaltaban de caer en manos de los turcos. Ya estaba fuera de los dominios de Turquía.

Navegaron durante 29 días sin tocar puerto alguno. El abastecimiento del barco, en municiones de boca, no era sobrado ni apetecible. «Consistía en «biscotto» con carne salada llena de gusanos. El agua era tan pestilente, que no se podía sufrir el mal olor y el peor sabor.» Estuvieron, a veces, dos días sin comer por no beber aquel agua. «Fué misericordia de Dios, dice el P. Paulo, que él no enfermase, como enfermó uno de ios dos portugueses; y el inglés estu- vo en punto de muerte. »

En altar mar tuvo que correr, como todos, otra clase de peligros. Por dos veces se vieron obligados a prepararla artillería y aprestarse para el combate contra unos galeones de piratas. Otro día el viento los llevó dando tumbos hasta muy cerca de las costas de Túnez, en donde temieron caer

—149—

en esclavitud , como tantos otros Misioneros y mercaderes cristianos.

Después de muchos peligros y peripecias, sin poder el piloto hacer escala en los puertos que pretendía, entró ga- llardamente la nave en las aguas de Córcega, si bien el P. Paulo hubiera preferido, como se proponía, desembarcar en la isla de Malta o en un puerto de Sicilia. Así se lo escri- bió desde la misma nave por aquellos días a sus dos com- pañeros de Ispahán, diciendo (1): «Creo que Vuestras Re- verencias habrán recibido las que les escribí desde Alepo y desde Alejándrela, en donde me embarqué el 2 de junio con idea de desembarcar en Malta o en Sicilia; mas, por los vien- tos contrarios, la nave no ha podido tocar en aquellos puer- tos, y ahora estamos cerca de Córcega, a unas 250 millas de Génova, en donde, o lo más lejos en Marsella, desembarca- ré, si Dios quiere.»

Pero, gracias a algunos regalillos que hizo al piloto de la nave, éste le desembarcó aquel mismo día, que era el 20 de julio, en la playa de Córcega, a 12 millas de Bastía, a donde llegó al día siguiente, y fué a hospedarse en la resi- dencia de los Padres jesuítas, que le recibieron con toda ca- ridad.

Pensaba dirigirse desde Bastía a Livorno en una fragata que estaba anclada en el puerto; pero al día siguiente llega- ron allí unas galeras de Génova, que le acogieron con mil amores y le condujeron hasta Nápoles, en donde desembar- có el 25 del mismo mes de julio. En esta ciudad permaneció doce días, tratando de los negocios de Misiones y de las cosas de Persía y de Turquía con el Virrey de las dos Sici- lias, y hospedóse en el convento de la Madre de Dios, donde el P. Paulo era superior cuando la obediencia le destinó a las Misiones de Persía, según dijimos al principio. Sus hermanos de hábito se maravillaron grandemente de lo que oían y veían, ya que el P. Paulo llegó hasta allí en hábito francisca- no, como sabemos. Allí se puso el hábito de su Orden, y el 6 de agosto salió de Nápoles, «en una falúa» que le dejó en Neptuno. Desde allí se dirigió a la Ciudad Eterna.

Como antes de ver a Su Santidad, había de hablar con el P. Pedro de la Madre de Dios, creyó encontrarle en el convento de Monte Cómpatri, en los montes tusculanos, en donde habían fundado los carmelitas descalzos el colegio de Misioneros. Allá se encaminó sin tardanza el P. Paulo. Pero allí supo, con harto dolor suyo, que el P. Pedro había salido de Roma a reponer su quebrantada salud, por orden

(1) Carta de 20 de julio de 1608, cuyo original se conserva en el Archi- vo de la Orden en Roma. Está escrita en lengua italianei.

-150-

del Papa, que tenia un poderoso auxiliar en el P. Pedro para la obra de las Misiones, a más de ser este hijo de Santa Te- resa Predicador Apostólico. Había ido el buen Padre por prescripción de los facultativos a tomar las aguas medicina- les de Nuocera de Umbría, no lejos de Asís, y ya se sabía en Roma que su preciosa vida estaba en peligro.

Al oír estas nuevas, el P. Paulo, sin reposar siquiera de su largo y penoso viaje, se puso luego en camino de Nuoce- ra, y cuando llegó allí, encontró al P. Pedro moribundo. Gran consuelo fué todavía para aquel varón apostólico la visita del primer Misionero carmelita de la Congregación de Italia, que él había escogido como embajador de la Santa Sede al Rey de Persia; y las pocas noticias que éste le pudo dar so- bre el resultado de la embajada, recibimiento del Shahy es- tablecimiento de la Misión carmelitana en Ispahán, hicieron repetir al P. Pedro las palabras del anciano Simeón: Nunc dimittis servum tuum in pace. Y expiró en la paz del Señor este gran siervo suyo, en brazos de su primer Misionero, a 26 de agosto de aquel año de 1608. Cuando el Pontífice tuvo noticia de su muerte, dijo en pleno Consistorio de Cardena- les aquellas memorables palabras (1): «¡Acabamos de per- der al P. Pedro! ¡Cayó una grande y firmísima columna de la iglesia!» Y Baronio lo confirmó, diciendo en sus Ana- les (2) : «Difícilmente pudiera encontrarse por aquel tiempo en la Ciudad Eterna otro varón más santo que el P. Pedro de la Madre de Dios, carmelita descalzo español». La pérdi- da irreparable del P. Pedro de la Madre de Dios, muerto en la plenitud de la vida, llenó de consternación a la incipiente Congregación de Italia con tener en su seno hombres de gran valía, como eran los que le sucedieron. Los Misioneros fue- ron los que más lloraron su muerte.

Después de sus funerales, el P. Paulo volvió inmedia- tamente a Roma a dar cuenta al Pontífice de su embaja- da. Ya le había escrito y enviado una breve relación de cuanto les había sucedido y de todas sus gestiones en Per- sia; y esa relación era un resumen de la que hemos venido siguiendo hasta ahora, la cual termina en este punto.

Algo nuevo, sin embargo, dice en la breve relación que envió al Papa. Después de referir a Su Santidad el buen es- tado de ánimo del Rey de Persia para con los cristianos, en especial para el Jefe de la Iglesia, hace hincapié en lo de los agravios que hacían al Rey de Persia algunos capitanes por-

(1) « lAmisimus P. Petruml jCecidit magna firinisslmaque Ecclesiae co- lumna! » El P. tusebio de Todos los Santos, en su ENHYRIDION CHRONO- LOQ. , p. 40.

(2) Ann. Eccl. tomo XII, ad annum 1187, al hablar de la muerte de León XI, a quien asistió a bien morir el Ven . P . Pedro de la Madre de Dios .

-151-

tugueses del Castillo de Ormuz, los cuales habían quitado la vida a algunos persas, que acompañaban a un embajador del Shah que iba a la India.

Refiere, además, el P. Paulo haber oido muchos casos de vejaciones al mismo Rey de Persia, a los Padres agustinos de Ispahán, a los armenios de Chulfa y a varios mercaderes francos, dignos de fe y testigos de vista. Por todo lo cual, ruega el buen Padre a Su Santidad que interponga su in- fluencia cerca del Rey Católico para que no se repitan tales vejaciones, que exasperan grandemente al Shah y le hacen llevar la guerra contra los portugueses de Ormuz.

Termina el Padre esta breve relación con las siguientes palabras: «Callo, dice, muchas cosas en esta Relación por no cansar a Vuestra Santidad con demasiada prolijidad, y lo supliré diciéndoselo de palabra».

En efecto : a los pocos días, el benemérito Misionero fué recibido por el Papa Paulo V, quien le concedió una larga audiencia. En ella refirió el Padre detalladamente a Su San- tidad todo lo que ya sabemos nosotros, con otras cosas que ignoramos e ignoraremos siempre. En esta audiencia pudo apreciar el Pontífice las relevantes prendas del P. Paulo y sus excelentes cualidades de diplomático, así como su mu- cha virtud y constancia en los reveses sufridos durante tan larga peregrinación.

Después de informarse bien de cuantas cosas secretas le dijo el P. Paulo referentes a ayudar al Rey de Persía en la guerra contra el Turco, quiso Su Santidad que, como Legado suyo, con información secreta y para referir de palabra cuanto sabía en tan delicado negocio, pasase luego a Espa- ña, para tratar de ello con Su Majestad Católica y con sus ministros, a fin de ver lo que se podía hacer en tal empresa y la parte que pensaba tomar el Rey de España, si se llega- ba a obtener una alianza, tanto y más perfecta que la que se hizo en tiempos de San Pío V, cuando se batió al Turco en el golfo de Lepante.

A este efecto, le dió el Papa los siguientes Breves: para el Rey Católico Felipe III, para el Duque de Lerma, su pri- mer ministro, para el Cardenal de Toledo y para el Reve- rendísimo P. General y Definidores Generales de los carme- litas descalzos de España. En todos ellos decía el Pontífice a los interesados que les recomendaba muy eficazmente la obra de las Misiones y la alianza contra el Turco, rogándo- les que oyesen atentamente lo que sobre esto les diría aquel Legado suyo, y le protegiesen y ayudasen en cuanto hubie- re menester (1) .

(1) El P. Eusebia incluye el texto de estos Breves en su HISTORIA MA- NUSCRITA DE NUESTRAS MISIONES, Obra harto farragosa e indigesta. Ar- chivo de la Orden .

—152-

Los referidos Breves estaban fechados en el Túsculo a 16 de octubre del 1608. Con ellos y con otras cartas comenda- ticias de varios Prelados de la curia romana, se puso el Pa- dre Paulo nuevamente en camino para Génova, su patria, en donde se embarcó para España a los pocos días.

El P. Ferdinando de Santa María, español, que estaba al frente de la Congregación de Italia, avisó anticipadamente al General de la de España sobre la venida del P. Paulo y la misión pontificia que traía. El General de España, que lo era el P. Alonso de la Madre de Dios , reunió al Definitorio, para recibir cual convenía al enviado del Papa. Desde que el P. Paulo puso los pies en España, fué objeto de toda clase de atenciones por parte de sus hermanos, como él dice. Fa- voreciéndole cuanto pudieron para allanarle todos los cami- nos y todas las entrevistas y conversaciones que tuvo con el Rey don Felipe y con sus ministros. Ayudóle mucho tam- bién don Fernando Niño, de los Condes de Oñate, Cardenal de Toledo, en cumplimiento de lo que a él le decía Su San- tidad y por el amor que tenía a las Misiones.

En cuanto al Rey Católico y al Duque de Lerma, aproba- ron y apoyaron de todo en todo las proposiciones del envia- do del Papa; pero, estando como estaban las cosas en Es- paña, creyeron lo más acertado que pasase aquel negocio a ser estudiado y discutido en el Consejo de Estado. Aquí se vieron y ponderaron todos los puntos que se ventilaban, sobre todo el de entrar en aquella alianza que se les proponía y de llevar la guerra contra el Turco, en combinación con otras potencias, para ayudar al Rey de Persia.

Las cosas fueron harto despacio, y después de muchas juntas y consejos, no se resolvió nada. Un historiador nues- tro, a propósito de esta embajada, llega a decir de nuestro Consejo de Estado (1) : «que así como a un cuerpo de mole desmesurada le es difícil el movimiento, así aquella vasta Monarquía, extendida por ambos hemisferios, procedía con perezosa lentitud en sus resoluciones ».

A pesar de esto, el P. Paulo siguió trabajando con tesón durante varios meses por conseguir lo que deseaba, refres- cando, en sus momentos de asueto, sus recuerdos de estu- diante en Alcalá y Salamanca.

Mientras el P. Paulo estaba en España, llegó don Rober- to Sirley a Roma. Cuando tuvo noticia de que el Misionero genovés se le había adelantado en la Ciudad Eterna y en la corte del Rey Católico, procuró activar cuanto pudo sus ne-

(1) « Ma sicome un corpo smlsurato di mole riesce difficlle al moto, cocí quella vasta Monarchia, distesa per l'uno e l'altro emlsiero, procederá con lentezza nelle sue rlsoluzioni >. Ibidem, cuaderno K.

-153—

godos con Su Santidad , y con toda premura vino también a Madrid con las cartas que traía de Persia para el Rey Fe- lipe III.

Las gestiones de don Roberto, juntamente con la emba- jada que formó con otro carmelita descalzo y el fin de tal embajada, son cosas interesantísimas, que esperamos re- ferir, con el favor de Dios, en otros libros de esta Biblioteca.

Mas cuando supo el General de Italia la venida de don Roberto a España, y vió lo que se dilataba la estancia del P. Paulo en la corte del Rey Católico, le llamó a Roma con anuencia del Pontífice, y se lo comunicó por medio del Ve- nerable P. Juan de Jesús María, el Calagurritano, otra de las glorias españolas en la corte pontificia (1).

Volvió a Roma el P. Paulo en febrero de 1609, sin haber conseguido lo que pretendía; y en 1614 le encomendó la Orden una segunda fundación carmelitana en la ciudad de Cracovia, que tan bien conocía nuestro Misionero.

Como le hemos de encontrar muchas veces en esta histo- ria de las Misiones carmelitanas, nos despediremos de él hasta luego, y vamos a ver lo que hacían entre tanto los dos Padres que se quedaron en Persia, las cosas portentosas que allí obraron, las peripecias y peligros que corrieron, juntamente con los viajes y relaciones de otros Misioneros carmelitas, relaciones no menos interesantes y pintorescas que la presente.

Pero, esto se dirá puntualmente en otro libro, que. Dios queriendo, no ha de hacerse esperar mucho tiempo.

L. D. V.

(1) Ibidem loe. dt.

BIBLIOGRAFÍA

obras publicadas

1. Historia Generalis Fratrum Discalceatorum Ordi-

Nis B. V. Mariae, Conoreoationis Italiae. Romae, 1668-71.— Son dos tomos en folio.

2. Historia Missionum Ordinis , Ven. P. Joannis a Jesu

María.— Ch. Opera omnia ejusdem, ed. Florentiae, 1774, tom. III, pags. 308-323.

3. Bullarium Carmelitanum a Fr. Josepho Alberto Xi-

menez. Pars tertia additionem exhibens ad priores tomos. Romae, 1768.

4. HiSTOIRE DE L'ÉTABLISSEMENT DE LA MiSSION DE PeR-

SE PAR LES Peres Carmes-Déchaussés , par le R. P. Bertold-Ignace de Sainte-Anne. Bruxelles, 1885.

5. Decor Carmeli Religiosi, Opera Rssimi. P. Phtlippi a

Ssma. Trinitate. Lugduni, 1665.

6. Enchyridion Chronologicum Carmelitarum Discal-

ceatorum , a P. Eusebia ab Omnibus Sanctls diges- ium. Romae, 1737.

manuscritos inéditos

1. Narrazioni sagre della prima spedizione dei Mis-

SIONARI CARMELITANI SCALZI NELLA PERSIA , SCriíte

dal P. Fr. Biaggio della Purificazione, C. S. (1705).— Son tres tomos de prosa pesada y farragosa , del mal gusto propio de su época.

2. Historia delle Missioni dei Carmelitani Scalzi,

scritta dal P. Eusebia de Tutti Santi. Son cinco to- mos, llenos de consideraciones y reflexiones como los del P. Blas. Son más importantes por las bulas ponti- ficias y documentos Íntegros que inserta.

3. Relaciones de la expedición a Persia y de la fundación

de la Misión, con un sinnúmero de cartas de los pri-

—155—

meros y más principales Misioneros, 'como son: los Padres Paulo Simón de Rivarola, Juan Tadeo de San Eliseo y Vicente de San Francisco.í que se citan en sus respectivos lugares.

Nota Bene. Con estas Cartas y Relaciones , la mayor par- te de ellas escritas en castellano, hemos tejido la historia de esta memorable embajada. En estas fuentes bebieron los autores de las obras publicadas. Aquí hemos venido tam- bién nosotros a tomar el agua de primera mano, como suele decirse, fuera de algún detalle que otro tomado de los auto- res que se citan en esta Bibliografía, y que se indican en sus respectivos lugares, generalmente.

Todos estos documentos inéditos se conservan en nues- tro Archivo general de Roma, que tuvimos la suerte de or- ganizar y de catalogar por mandato de nuestros Superiores Mayores .

L. D. V. M.

ÍNDICE

Al LECTOR 5

Capítulo i (Preliminar).— J5/ Carmelo Reformado y las Misiones.— El instrumento providencial —Datos biográficos del P. Juan Ta- deo . Pasa a Roma y Ñápeles .—El Barón de Cacurrl. Proyectos misionales .—Oración y penitencia.— Consulta y respuesta.— Con- tundente dictemien y unánime resolución pro Misiones. . . 7

Capítulo II . Preparativos para la expedición— Los que la forma- ban : cuatro hijos de Santa Teresa y un Sargento Mayor de los Ter- cios de Flandes .—El fin principal de esta embajada.— Y los fines secundarios.— Cartas y proyectos acerca del itineretrio de la expe- dición 17

Capítulo III .—Z?c Roma a Praga.— Una parada en Loreto.— Cartas del Senado de Venecia. Por los montes de Trento.— Recibimiento que el Emperador del Sacro Romano Imperio dispensó a la emba- jada pontificia en Praga 25

Capítulo IV .—Desde Pragra a la frontera de Moscovia.— Recibi- miento en la Corte de Polonia .—Entrevista con el Gran Canciller León Sapia . La famosa historia de Boris y Demetrio . Retrato magristral de los cosacos, hecho por un Misionero valenciano. . 32

Capítulo V. En las fronteras moscovitas, Arrestos de los Misio- neros.— Un rasgo del Sargento Riodolld de Peralta.— O volver a Polonia .oirá Persia dando la vuelta por Puerto Arcángel , se- gún la orden del Oran Duque 46

Capitulo vi. De Moscovia a Polonia y de Polonia a Moscovia.— Lo que se trató en la Dieta de Varsovia .—La muerte de León Sa- pia y del Gran Duque Borisio . Es proclamado Demetrio Czar de la Rusia Negra . Impresiones de Polonia y de sus hombres. . . 51

Capítulo Vil . Moscou y los moscovitas vistos por nuestros Misio- neros.— Descalzos y en trineos por el hielo y por la nieve. Retra- to del Czar .—El regalo de las pieles 61

Capítulo VIII .—Desde Moscou hasta /fazáw.- Caminando sobre el helado Volga .-Arrestados nuevamente en Kazán .—El asesinato del famoso Demetrio .—Una carta valiente de los embajadores del Papa. Leyendas y patrañas 67

Capítulo IX.— Desde /Tazón hasta Astrakán.— Navegando por el Volga .—Una triste escala en Tsaritsín. Muerte de un Misionero y la del Sargento Riodolid .—Rindenle honores militares. La escol- ta de cosacos 74

Capítulo X.—De Astrakán a Bakú.— La desembocadura del Volga. Meirina y marinería pintadas por un Misionero genovés.— La partida que les jugó el comandante de la nave persiana. ... 81

Capítulo XI.— Desde Bakú hasta Kasbin.—En los dominios del Shah de Persia .—Convites y agasajos del Kan de Samaki sobre Eilfonibras y alcatifas .—Cómo trataban a los embajadores en fie- rras de Abbas, e! Grande.- Y cómo maltrataban a las gentes que se negaban a proveer gratis et amore a los embajadores extran- jeros 86

-158-

CapItulo XII .—Desde Kasbln a /spaftdn.— Capital de Persia enton- ces .— « Jan y caravansail > , o ventas y mesones El encuentro

con don Roberto Sirley, inglés famoso.— La entrada de los emba- jadores en Ispahán. Solemne recibimiento.— Adivinos y encan- tadores.—¿Qué embajada traerán unos frailes descalzos? . . . 99

Capitulo XIII.— ¿a Persia. El Rey. Los armenios.— Persia del si- glo XVII .—Las atrocidades del Shah.— Un buen maymondíir o aposentador real El zorro viejo del Gran Visir Mirza.— Con fru- tas y chucherías se alcanzan las audiencias reales 106

Capitulo XIV —La audiencia pública con el Shah .—El desfile de caballos.- Asi celebraba el Shah el Ramadán.— La presentación de las credenciales.— Los presentes de la embajada.— Carácter complejo del Rey.— Sigue el desfile de caballos 113

Capitulo XV. La audiencia de los puntos secretos. Los sucesos de este dia.— Los puntos secretos.— Respuesta y actitud del Shah. La escena del tigre y de los perros Modo de administrar jus- ticia 120

Capítulo XVI Preparativos para volver a Roma.— La. carta del

Shah al Papa.— « El carnicero de los turcos » .—Un Misionero vuel- ve a Europa y dos se quedan en Persia como embajadores del Ro- mano Pontífice 128

Capitulo XVII .—De Ispahán a Bagdad.— Camino erizado de peri- pecias.—Por montes y breñas Enfermo y desvsdijado a las puer- tas de Bagdad 134

Capítulo XVIIl .—Desde Bagdad hasta Alejandreta.— En el palacio del bajá. i Adiós, Babilonia I Al través del desierto de la Siria por caminos sin camino .—Nuevo y sensible desvalijamiento . Alepo en revolución. Peligros que corrió el Misionero P. Paulo en la capital de la Siria .—Sale para Alejandreta 142

Capítulo XIX.— Desde 4/eyandreía hasta /foma.— «En el cielo».— Peligros en el mar.— El P. Paulo entre sus hermanos de Nápo- les. Muere en sus brazos el insigne P. Pedro de la Madre de Dios —Audiencia con el Papa .—A España como Legado . . . 148

Bibliografía 154

Obras del mismo autor

EN PROSA

Vida de la Beata Ana de San Bartolomé, compañera y secretaria de Santa Teresa de Jesús. Tipogratia El Monte Carmelo, Burgos, 1917.

El Ven. P. Juan de Jesús María, tercer General de la Reforma Carmelitana en Italia. Tipografía El Monte Carmelo, Burgos, 1918.

La Orden de Santa Teresa, la Fundación de la Propaganda Fide y las Misiones Carmelitanas. Madrid, tipografía de Nieto y Compañía, 1923.

El Monte Carmelo.— Estudio histórico-crítlco.— Obra ilustrada con 161 gra- bados.—Madrid, Mensajero de Santa Teresa, 1924.

Todas estas obras han sido traducidas al italiano y la primera y tercera al francés.

EN VERSO

Romancero histórico de Cervantes. Tip. El Monte Carmelo, Burgos, 1916. Cien cantares populares a la Virgen del Carmen. Santiago de Chile, 1917. Episodios rimados de la Historia de un Alma. Burgos, 1920, y Madrid, 1923

y 1929. Esta última es la tercera edición ilustrada. Ha sido traducida

al fráncés por una Carmelita del Monte Carmelo. La Virgen de las Vírgenes y el Cantar de los Cantares. Lérida, imprenta

Mariana, 1922.— Poema premiado en el Certamen de Burgos en honor de

Santa María la Mayor, en 1921. (Agotada). El Castillo de Almabuena.— Poema místico.— Madrid, Editorial Mensajero

de Santa Teresa, 1928.

TRADUCCIONES

Poesías de Santa Teresita del Niño Jesús, puestas en rimas castellanas. Tip. El Monte Carmelo, Burgos, 1913, y reproducidas en las últimas edi- ciones de la Historia de un Alma, editada en Barcelona.

ElCaminito de Infancia espiriiual, con un prólogo. Barcelona, 1924.