ALBERTO EZCURRA MEDRANO

CATOLICISMO

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NACIONALISMO

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CATOLICISMO Y

NACIONALISMO

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ALBERTO EZCURRA MEDRANO

CATOLICISMO

Y

NACIONALISMO

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A D S U M BUENOS AIRES 19 3 9

Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley.

CON LAS LICENCIAS NECESARIAS

PROLOGO

Vamos a trazar en estas páginas, un rápido esquema de las relaciones entre esa verdad absoluta y divina que es el Catolicis- mo y esa otra verdad parcial y humana pero verdad al fin que puede y debe ser el Nacionalismo. Es urgente hacerlo, porque la confusión al respecto es grande. Muchas veces se ha confundido el nacionalismo le- gitimo y verdadero con aquel nacionalismo EXAGERADO quc la Iglesia condena; y mu- chas veces también, se ha dado pie para que esa confusión exista. Dios quiera que nues- tro trabajo contribuya a disiparla

Para ello comenzaremos por ubicar al Nacionalismo en ese terrible drama de la Cristiandad que comienza por la Apos-

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tasia religiosa y termina con el liberalismo económico y la correspondiente reacción so- cialista. Esa ubicación es indispensable si se quiere comprender al movimiento naciona- lista, que no debe ser contemplado ni juz- gado en abstracto, fuera del espacio y del tiempo. Luego veremos la necesidad de que ese Estado nacionalista, cuya esencia ya he- mos ubicado, se defina y lo haga afirma- tivamente — frente a esa Verdad revelada, a la cual naturalmente se inclina. Estudia- remos a contimiación el caso concreto del Estado Argentino, sobre el cual pesan seis siglos de tradición católica que no puede despreciar sin traicionarse. Y finalmente, nos ocuparemos de aclarar algunos puntos referentes a las relaciones de la Iglesia y el Estado.

Una cosa deseamos ante todo, y es no aumentar la confusión. Por eso advertimos qtie al sostener que el Nacionalismo debe ser católico, más aún, que tiende natural- mente a serlo, no pretendemos que la Igle- sia deba ser nacionalista. La Iglesia es indi- ferente ante las formas políticas, y mal pue- de ligarse a ninguna porque está por enci- ma de ellas. Vero en la realidad históri- ca — las formas políticas no son indiferen-

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tes ante la Iglesia. Unas han nacido bajo el signo del Error y éste las ha penetrado has- ta la médula. Otras han nacido como reac- ción contra el Error, buscan a tientas la Verdad, y muchas veces la encuentran. En- tre estas ultimas está el Nacionalismo. Ro- guemos a Dios porque la encuentre siempre. Y cuando esté desorientado, ayudémosle a ver, en vez de reprocharle su ceguera.

A. E. M.

UBICACION DEL NACIONALISMO

Hubo un tiempo en que la semilla del Di- vino Sembrador, regada con la sangre de los mártires, floreció en la cultura más magni- fica de la historia universal. En esa Edad feliz, que se llamó Edad Media, existía una Cristiandad, en cuyas diversas funciones imperaba una subordinación jerárquica. La cristiandad medieval era como un hombre en quien el alma (la teologia) preside a la inteligencia, voluntad y sensibilidad (filo- sofía, política y arte) y éstas al estómago (la economía) .

Así ocurrió durante muchos siglos. La humanidad cristiana vivía su cristianismo, se había incorporado a Cristo, formaba par- te de su Cuerpo Místico y el Espíritu Santo

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la vivificaba. Por eso la Religión floreció en el misticismo de San Bernardo y San Bue- naventura, la filosofía en la inteligencia de San Alberto Magno y Santo Tomás de Aqui- no, y el arte en manifestaciones tales como las catedrales góticas, los frescos de Fray An- gélico y la Divina Comedia del Dante. La política floreció también en la prudencia de los Reyes Santos: Fernando en Es- paña; Luis, en Francia; Enrique, en Alema- nia; Esteban, en Hungría; Eduardo, en In- glaterra; Canuto, en Dinamarca, y tantos otros reyes que rigieron sabiamente los des- tinos de sus pueblos y a cuya muerte pu- dieron decir las crónicas como lo dicen de San Fernando que "los hombres se mesaban las barbas, y las mujeres se arran- caban los cabellos y sin atender al decoro de sus personas, salían por las calles lloran- do y poblando de clamores el aire". Y final- mente, floreció también la economía en las corporaciones medievales, que ajustaban la producción al consumo, aseguraban la paz social y ofrecían al obrero las ventajas del socorro mutuo y la cooperación, la seguri- dad de hallar trabajo y la representación po- lítica.

Las consecuencias benéficas de esa cultu-

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ra cristiana fueron incalculables. León XIII las resumió asi en su encíclica Inmortale Dei: "Si la Europa Cristiana domó las na- ciones bárbaras y las atrajo de la ferocidad a la mansedumbre y de la superstición a la luz de la verdad; si rechazó victoriosamente las invasiones de los musulmanes; si obtuvo el primado de la civilización y es ahora con- ductora y maestra de las gentes en todo gé- nero de laudable progreso; si pudo con ver- daderas y amplias libertades regocijar a los pueblos; si para alivio de humanas miserias sembró por doquiera instituciones sabias y bienhechoras, no cabe duda de que en gran parte es deudora a la religión, en la cual en- contró inspiración y ayuda para la grandeza de tantas obras".

Por lo común, la apostasía individual co- mienza por la sensibilidad con el consenti- miento de la voluntad; luego el alma se re- bela contra Dios; después la inteligencia pre- tende justificar esa rebelión; por último la voluntad se fija definitivamente en el mal; y alejado el hombre de Dios, no tiene más ley que su interés personal, sus apetitos, su estómago, para decirlo en una sola palabra simbólica y gráfica. Un proceso análogo ha seguido la Apostasía universal. Lo primero

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que cedió en la Cristiandad medieval fué la sensibilidad, o sea el arte (Renacimien- to) y la voluntad, o sea la política (rebelión de Felipe el Hermoso contra el Papado) ; luego se corrompió el alma o sea la religión (Reforma) ; después la inteligencia o sea la filosofía (Racionalismo cartesiano) ; más tarde y en forma definitiva la voluntad, o sea la política (Democracia) ; y finalmen- te predominó el estómago, o sea la economía (Capitalismo) .

Tal fué el ciclo seguido por la humanidad cristiana en su alejamiento de Cristo. Peca- do de orgullo, que renueva en la Humani- dad el pecado de Adán y el pecado de Luz- bel, y que la hace caer por segunda vez an- te el "seréis como dioses" de quien dijo a Dios: non serviam. El hombre se aisla de Cristo y se repliega en mismo; pretende "sentarse en el templo de Dios y mostrarse como si fuese Dios" (II Tesal. II - 4) . Al hacerlo desciende del orden sobrenatural a que Dios lo había elevado y se ve reducido a su naturaleza caída. Y como quien no está con Cristo está contra El (Luc. XI - 23) se hace siervo del Demonio y prepara los ca- minos del Anticristo, bajo la dirección se- creta de Israel.

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El Renacimiento fué la primera etapa. "Fué dice Berdiaeff una empresa grandiosa que consistió en buscar las fuer- zas del hombre en su libre juego. El hombre se imaginó que toda la vida podía estar some- tida a su arte. El hombre volvió sus ojos ha- cia esa naturaleza que en la Edad Media sentía dominada por el mal. Dentro de la naturaleza buscó las fuentes de la vida y de la creación. Y en el comienzo de sus re- laciones con ella la sintió revivir, regenerar- se. La naturaleza quedó libre del anatema. Se cesó de temer a los demonios que tanto asustaban a las gentes de la Edad Media. In- sensiblemente en cuanto a mismo, el hom- bre penetró en el torbellino de la vida na- tural, pero no se unió a la naturaleza en la parte más íntima de ésta. Se sometió espiri- tualmente a su materialidad, pero quedando separado de su alma".

La segunda etapa ya que la rebelión de la Reyecía contra el Papado coincide en el tiempo, aproximadamente, con la prime- ra — es la Reforma protestante. La prima- cía de lo natural, de lo humano, buscada por el Renacimiento, le preparó el terreno. Para Lutero no existe una Verdad divina, objetiva, absoluta, sino verdades humanas.

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subjetivas, relativas. Nada es superior a la conciencia individual: el libre examen es el principio supremo que debe regir la con- ducta del hombre en la vida.

La tercera etapa es el racionalismo carte- siano. "Mi mente existe luego Dios existe". Tal es la base del sistema de Descartes, que es, en cierto modo, el libre examen de la Reforma introducido en la filosofía. Des- cartes presupone un conocimiento humano intuitivo cuanto a su modo, innato cuanto a su origen, independiente de las cosas cuan- to a su naturaleza; un conocimiento hu- mano al que atribuye las cualidades del co- nocimiento angélico. El conocimiento ra- cional es para él algo así como una revela- ción natural y nuestras ideas, como las es- pecies infusas en el ángel, tienen su regla inmediata en Dios, no en las cosas. Esta in- dependencia de la razón respecto del origen sensible de nuestras ideas, respecto del ob- jeto, conduce a reivindicar para la inteligen- cia humana la autonomía perfecta, la inde- pendencia absoluta. Es la idea madre de to- das las libertades modernas. "A pesar dice Maritain de su poderoso apego per- sonal a la disciplina y a la autoridad en ma- teria política, Descartes está así, en un sen-

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tido muy elevado, en el origen de la concep- ción individualista de la naturaleza huma- na. Desde muy lejos, pero con toda seguri- dad, prepara el camino al hombre de Juan Jacobo".

Y ya estamos, llevados por la pendiente, en la cuarta etapa: el Liberalismo democrá- tico. Si como afirma Lutero el libre examen, o sea el parecer individual, es el principio supremo; si como supone Des- cartes — la inteligencia humana es autó- noma e independiente ¿cuál será la norma suprema en el orden político? La doctrina clásica del buen gobierno tenia por norma la supremacía de la ley natural, fundada en la naturaleza humana y en el orden de las cosas. A ella debía adaptarse la ley positiva, orden de la recta razón, dada por el poder legítimo, en vista del bien común. Rousseau rechaza todo eso. Para él no hay más ley que la suma de pareceres individuales o in- teligencias autónomas. La ley suprema es la voluntad de la mayoría; y el pueblo, el úni- co soberano.

La quinta y última etapa es el Capitalis- mo. En ella vemos la influencia de las etapas anteriores. "La concepción (el alma, la forma) que se forjará entonces el hom-

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bre de la economía dice Julio Meinvielle será el de una estructura mecánica, subs- traída a la regulación humana (Descartes) , con expansión individual ilimitada (Rous- seau) , destinada a multiplicar en forma ili- mitada la ganancia (Lutero) ".

Así, pues, sobre la base del maquinismo cartesiano, el individualismo rousseauniano y la avaricia luterana, nació el Capitalismo, sistema económico que busca el acrecenta- miento ilimitado de la ganancia por la apli- cación de leyes económicas mecánicas. Este sistema preside una era de gran expansión económica, de verdadera primacía econó- mica, y por tanto, de economía invertida, puesto que dicho predominio no es de la esencia de la economía ya que, como hemos dicho, el estómago debe estar subordinado a la cabeza y al alma. Julio Meinvielle, en su obra "Concepción Católica de la Economía" (pág. 241), resume admirablemente esta in- versión: "La economía economista dice es inevitablemente invertida, en ella se con- sume para producir más, se produce para vender más, se vende más para lucrar más, cuando la recta ordenación económica exi- ge que la finanza y el comercio estén al ser-

vicio de la producción y ésta al servicio del consumo y el consumo al servicio del hom- bre y el hombre al servicio de Dios".

La Apostasía, después de haber trastorna- do la humanidad cristiana desde el alma has- ta el estómago, ha terminado por fin su ci- clo. Pero ha trastornado un orden natural que no se podia violar impunemente y ahora sufrimos las consecuencias de ese pecado de cinco siglos. A esa humanidad apóstata po- demos aplicar las palabras de Jesucristo acer- ca de los falsos profetas: "Por sus frutos los conoceréis". El fruto de cinco siglos de apos- tasía, el fruto de haber rechazado la gracia de ser divinizados por Cristo, pretendiendo divinizarnos nosotros mismos sobre la base de nuestra naturaleza caída, el fruto de esa horrible locura, es la tremenda crisis a la cual el mundo se halla avocado. Crisis total: religiosa, moral, filosófica, artística, políti- ca y económica. Hemos caminado durante siglos sobre bases falsas y ahora se produce lo que tenía que producirse: el derrumbe, el caos, la confusión.

Ante semejante desastre, la reacción tam-

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bien tiene que producirse y se produce. Pe- ro puede producirse inteligentemente, rec- tificando el mal camino andado e intentando volver, no a la Edad Media, porque la histo- ria no retrocede, pero si a "una nueva Edad Media", como la llama Berdiaeff; o puede producirse inconscientemente, ciegamente, sin otro resultado que agravar el caos y acentuar la confusión. Volviendo al simil de la apostasia individual, la conversión debe empezar por la gracia, por el alma, es decir por la religión. Es necesario restaurar todo en Cristo y lo primero que necesita ser res- taurado en Cristo, son los cristianos. La con- versión de los cristianos al Cristianismo es la condición esencial para la restauración de un orden cristiano en el mundo. A Dios gracias, esta conversión, aunque en pequeña escala, ha comenzado ya. En la Acción Católica, en las élites católicas de cada país, hay un retor- no a la vida cristiana y un mejor conoci- miento del Catolicismo. Y es digno de notar- se que, como fruto de este movimiento de reacción religiosa, surgen reacciones parcia- les en los otros campos alterados por la Apos- tasia. Surgen así el neotomismo en filosofía, una cierta sencillez como penitencial en el arte moderno, y una concepción católica de

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la política y de la economía, cuya noción se había perdido con el auge del error. Y no se diga que el Catolicismo se entromete en campos que no le pertenecen, porque si bien es cierto que su fin es esencialmente espiri- tual, también es cierto que lo espiritual es lo primero y por consiguiente debe inspirar- lo todo. El Catolicismo es la Verdad, y por tanto, en cuanto hay una filosofía, una po- lítica y una economía verdaderas, hay una filosofía, una política y una economía ca- tólicas. Prueba de ello la tenemos al estudiar la Apostasía. Bastó que la Reforma negase la Verdad Absoluta para que a la larga esta negación hiciera sentir sus consecuencias ba- jo la forma de una serie de errores filosófi- cos, políticos y económicos.

Desgraciadamente, el mundo moderno no está en condiciones de aprovechar las venta- jas de una reacción católica. El mundo bes- tializado por la Apostasía, el mundo burgués actual, es incapaz de sentir la crisis religiosa o filosófica, pero siente la crisis económica. Está incapacitado para recibir la gracia di- vina o simplemente para pensar, pero no para

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sentir dolor de estómago. Como lo siente, porque la voracidad capitalista lo ha provo- cado, reacciona: pero su reacción, permíta- senos la palabra, es puramente estomacal. Y esa reacción es el Socialismo.

El Socialismo reacciona, en efecto, con- tra el Capitalismo liberal, pero reacciona ciegamente, instintivamente, materialmente. Combate los efectos económicos de la Apos- tasia pero se solidariza con las causas y el resultado de esta contradicción es que no lo- gra extirpar ni aún los efectos que combate. Luchando contra el Capitalismo, no consi- gue ni aún salirse del Capitalismo. Lo único que hace es suplantar el Capitalismo liberal por el Capitalismo marxista, suplantar la oli- garquía de los multimillonarios, por la oli- garquía de una minoría proletaria converti- da en Estado. Suprime un capitalismo espe- cífico, el liberal, al proclamar el colectivis- mo frente al individualismo; pero no supri- me al capitalismo genérico porque deja sub- sistente su raíz más honda: la avaricia. Exac- tamente lo mismo que el liberal, el Capi- talismo marxista pretende apurar la acele- ración económica para obtener el máximum de rendimiento y realizar en la tierra la fe- licidad económica, la felicidad del estómago.

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Ambos padecen la misma enfermedad: un predominio económico que la esencia de la economia rechaza. Y la humanidad enfer- ma, indigestada por la voracidad capitalista, no se sana cambiando de postura.

El remedio escapa a las fronteras del So- cialismo. No se puede curar el mal de abajo para arriba, cuando las causas están arriba. No se puede curar con remedios materiales, cuando el mal es espiritual. Habría que co- menzar por destruir la raíz de esa avaricia común a los dos capitalismos y ello no se lo- gra sin un concepto cristiano de la vida, que no es una meta definitiva, sino un "valle de lágrimas", tránsito hacia otra vida mejor. Habría que restablecer la primacía de la re- ligión sobre la política y de ésta sobre la eco- nomía. Habría que hacer, de acuerdo con la frase ya citada, que "la finanza y el comer- cio estuviesen al servicio de la producción y ésta al servicio del consumo, y el consumo al servicio del hombre y el hombre al servi- cio de Dios". Pero esto, volver a establecer la primacía del alma y de la cabeza sobre el estómago, no es fácil para esta humanidad sibarita. El remedio es duro: penitencia do- lorosa de los desórdenes pasados. Y la huma-

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nidad actual es un niño mal criado: el re- medio no le gusta y prefiere cambiar de pos- tura . . .

La reacción económica fué la primera en producirse, pero no es la única. Era eviden- te que el cambio de postura no curaba a la humanidad enferma y el ensayo hecho en Rusia dejaba bastante que desear. Por otra parte, la crisis política también se hacía sen- tir intensamente. Era cada vez mayor el desprestigio de la democracia y pese a las dis- culpas de sus fervientes sostenedores que atribuían las fallas al hombre con tal de sal- var al sistema, se fué haciendo carne la idea de que era preciso encontrar otros sistemas más adaptables al hombre. Surgió entonces una fuerte reacción, ya en un orden más ele- vado que el económico, pero sin descuidar éste; reacción a la vez contra el Liberalismo y contra el Socialismo. Fué la reacción polí- tica encarnada en el Nacionalismo.

Si hubiéramos de caracterizar en pocas palabras el movimiento nacionalista diría- mos que preconiza un gobierno fuerte y un régimen corporativo como reacción con-

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tra el individualismo liberal; y el culto de Dios y de la Patria y una exaltación de los valores morales como reacción contra el ateísmo, internacionalismo y materialismo marxistas.

En nuestro símil de las dos apostasías, in- dividual y universal, habíamos llamado es- tómago a la economía y habíamos calificado al socialismo como reacción es ío macal. A la política la habíamos identificado con la vo- luntad. Esto nos va a señalar la importancia enorme de la reacción nacionalista. En la humanidad descarriada, el Nacionalismo es, no ya la reacción ciega e instintiva del estó- mago dolorido, sino la reacción de algo tan importante como lo es la voluntad. Y esto, si bien nos debe llenar de esperanza en lo que respecta al porvenir del mundo, nos llena, también, de un ferviente deseo de que esa voluntad acierte el camino. Ya es mucho que haya reaccionado; pero eso sólo no basta. Si el estómago sólo pudo reaccionar ciegamen- te en un sentido, la voluntad, que es una fa- cultad intelectiva, puede hacerlo y de he- cho lo está haciendo en varios. De que en definitiva lo haga en el sentido de la Ver- dad, depende en gran parte el endereza- miento del mundo en estos trágicos tiempos.

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EL ESTADO NACIONALISTA Y EL CATOLICISMO

Ante el Catolicismo (Verdad divina) y la Apostasía (Error humano) , el Estado, como el individuo, tiene que definirse. No se tra- ta de una mera conveniencia sino de una ne- cesidad imprescindible, de la cual no se pue- de escapar. Ante el problema de si dos y dos son cuatro se pueden adoptar tres actitudes: afirmar que dos y dos son cuatro; negarlo, sosteniendo, por ejemplo, que dos y dos son cinco; y declararse indiferente. No se crea que esta última no es una definición: es de- finirse por la indiferencia entre la verdad y el error. Definición absurda, porque tal in- diferencia no es posible en la realidad de la vida. Si yo opto por desinteresarme del pro- blema de si dos y dos son cuatro, llegará un

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momento, llegarán mil momentos en que tendré que sumar esas dos cantidades y de- finir, en tal o cual caso concreto, lo que no había querido definir en abstracto. Lo pro- bable es que opte entonces por lo que más me conviene. Si me deben dinero diré que dos y dos son cinco y si tengo que pagar una cuenta diré que son tres. Y si mi deudor o mi acreedor protestan me consideraré ofen- dido y les diré que no se metan en mis asun- tos. Todo esto es ridículo, y sin embargo, tal es y ha sido siempre la actitud del Estado que no se define ante la Verdad y el Error.

Entre el Catolicismo y la Apostasía el Es- tado no tiene otro recurso que definirse, sea reconociendo al Catolicismo como religión verdadera y adoptándolo por consiguiente como religión de Estado, sea negándolo y re- conociendo oficialmente la Apostasía, como lo hacen los países protestantes o cismáticos ( 1 ) , sea finalmente declarándose neutro, lai-

(1) Nos referimos aquí a los países de la Cristiandad. El caso de pueblos de otras religiones, como mahometa- nos, brahmanes o budistas, queda por tanto fuera de nuestro estudio, ya que en ellos no se puede hablar de apostasía. Y en cuanto al caso de que el Estado se declare no ya protestante, cismático o indiferente, sino contra- rio a la Religión, no se trata sino de un paso más avan- zado en la Apostasía. Frente a la Teocracia medieval esos Estados instauran la Satanocracia moderna.

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co. Esta última es la posición clásica del Es- tado liberal.

El Estado liberal como ya lo hemos di- cho — parte de la base luterana de que el pa- recer individual es el principio supremo, y de la base cartesiana de que la razón es au- tónoma. Al apartarse de Cristo y hacerse puramente humano, substituye el principio sobrenatural de la Fe por el principio natu- ralista de que la razón es la única fuente de la verdad. Nada tiene que hacer en esta doc- trina un Dios, origen de todo poder, ni una ley natural creada por Dios que se imponga a la razón humana. La fuente de todo poder no está en Dios sino en el hombre. La sobe- ranía pertenece al conjunto de los hombres, considerados a este efecto como unidades matemáticas, iguales todas.

Las consecuencias espirituales de esta doc- trina, han sido sintéticamente resumidas en los siguientes términos por León XIII, en su encíclica Ininortale Dei: "De autoridad di- vina no se habla, como si Dios no existiese o no tuviese providencia alguna de la humana familia, o no tuviesen ni los individuos ni la sociedad ninguna obligación hacia Dios o bien como si se pudiese dar soberanía que no reconociese de Dios mismo su origen, su

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fuerza, su autoridad. De ahí, como clara- mente aparece, el Estado no vendría a ser en substancia sino la multitud, arbitra y mode- radora de misma, y porque el pueblo es considerado como la fuente de todo derecho y de todo poder, es lógico que el estado se desligue de todo deber hacia la Divinidad; que no se profese oficialmente ninguna re- ligión; ni se crea obligado a averiguar cuál sea entre las muchas, la única verdadera; ni anteponer una a la otra ni a favorecer una más que a otra, sino dejar a todos igualmen- te libres, a fin de que no resulte perjuicio ál orden público. Será también lógico abando- nar la religión a la conciencia de los indivi- duos; dar plena libertad a cada uno para se- guir la que más le plazca y también ningu- na, si así le agrada. De aquí la libertad de conciencia, la libertad de cultos, la libertad de la prensa".

El resultado de esa neutralidad en abs- tracto, no es otro que el despojo de los de- rechos de la Iglesia en cada caso concreto. Laica habrá de ser la legislación, así quede malparada la moral cristiana. Laicas serán la política y la administración, los "curas" na- da tienen que hacer con ellas. Laica será la escuela, como si silenciar el catolicismo no

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equivaliese a negarlo. Laica será la vida de los ciudadanos, el nacimiento, el matrimo- nio, la muerte, los funerales, como si en el hombre católico se pudiesen desdoblar la ca- lidad de hombre y la de católico. Laica será la beneficencia, simple función administra- tiva en vez de obra de amor. Laica será la moral, como si fuese posible prescindir en ella de las obligaciones del hombre que di- manan de su fin sobrenatural. La Religión, la Verdad misma, previamente disminuida y equiparada mediante la libertad de culto a todos los errores, deberá someterse al Estado laico. Este podrá impedir nuevas fundacio- nes de órdenes religiosas y disminuir el nú- mero de las existentes, podrá despojarlas, di- ficultar su acción o proscribirlas; podrá des- pojar a la Iglesia de sus bienes; podrá supri- mir las inmunidades eclesiásticas; podrá en- trometerse en la educación y nombramien- to de los clérigos y en el gobierno de las igle- sias. Todo eso cuando no lleve sus ataques al Papado y pretenda fundar iglesias naciona- les, independientes de Roma, como lo ha in- tentado en más de una oportunidad. Y es que en rigor la pretendida neutralidad no existe, no es más que una farsa. Aunque no reconozca oficialmente la Apostasía, el Es-

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tado liberal, al no reconocer a Dios sus de- rechos, es protestante de hecho. Otra vez se cumple aquí la sentencia de Jesucristo: "Quien no está conmigo, está contra mí".

Nos hemos referido aquí a las consecuen- cias espirituales del Liberalismo. No fueron menores ni menos perjudiciales en el orden temporal sus consecuencias políticas. Podría- mos sintetizarlas así: Falta absoluta de espí- ritu tradicional, continua oscilación entre anarquía y despotismo, propensión al liber- tinaje y la igualación revolucionaria, y ma- nía por el sufragio universal. El análisis de cada una de estas consecuencias nos llevaría muy lejos y excedería el propósito de nues- tro estudio. Por otra parte es actualmente innecesario. En el sufragio universal, por ejemplo, sólo creen hoy los tontos que lo ad- miran y los pillos que lo explotan. Y ni a unos ni a otros es posible convencer.

Contra las desastrosas consecuencias polí- ticas del Liberalismo reacciona el Naciona- lismo, movimiento esencialmente político y secundariamente económico, ya que en él según la interpretación de Gino Arias, que

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es, por otra parte, la más acertada la eco- nomía se desenvuelve por propio movimien- to, pero bajo la regulación política del esta- do, aunque sin importar una concepción es- tatolátrica.

El Nacionalismo, decimos, es un movi- miento esencialmente político. Su campo de batalla es la política y su fin la supresión del Estado Liberal y la instauración del Estado Nacionalista. ¿Significa esto que el Nacio- nalismo debe prescindir de todo lo que no sea política y economía y, siguiendo las hue- llas del Estado liberal que combate, no defi- nirse ante la Verdad absoluta? No. En pri- mer lugar por que no puede hacerlo, ya que al Estado nacionalista, como al liberal, se le presentarán en su gestión mil casos concre- tos en que tendrá que definirse aunque no quiera. Y en segundo lugar segundo en nuestra enumeración, pero primero por su importancia porque no debe hacerlo.

El Nacionalismo jamás debe perder de vista su íibicación en el terrible drama de la Cristiandad. Jamás debe olvidar su gloriosa calidad de reacción contra la Apostasía. No debe olvidar que si bien es una reacción esen- cialmente política, el mal que combate no es exclusivamente político, ni siquiera princi-

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pálmente político, sino que obedece a cau- sas filosóficas y religiosas a las cuales necesi- ta remontarse para acertar en su acción po- lítica, como la voluntad necesita estar guia- da por la razón y por el alma si no quiere ser víctima de sus propios caprichos. Debe ser una reacción, no ciega e instintiva como el Socialismo, sino inteligente y consciente de misma; no encerrada en la política co- mo el Socialismo en la economía, sino am- plia de miras, porque el dominio de la vo- luntad es más amplio que el del estómago. De otro modo, el Nacionalismo fracasará co- mo fracasa el Socialismo. Se contentará con podar las ramas de la Apostasía, en vez de arrancar el árbol de raíz. Más aún, quedará enredado en el árbol y se convertirá en una rama nueva. Así como el Socialismo, por no poder salirse de lo económico, no pudo ex- tirpar ni el mal económico que combatía, el Nacionalismo, si quiere permanecer exclusi- vamente en lo político, no logrará salirse ni siquiera del Liberalismo. Opondrá al Libera- lismo un estado corporativo, trasladará la soberanía del pueblo al Estado. Al absolutis- mo de las mayorías habría sucedido el abso- lutismo del Estado. Siempre estaríamos en lo mismo: predominio de la voluntad huma-

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na, de la naturaleza humana caída, con to- das sus imperfecciones. Sería un nuevo cam- bio de postura. Y la humanidad seguiría enferma.

En el movimiento nacionalista no existe, afortunadamente, la indiferencia ante Dios. Por reacción contra el escepticismo demo- crático y contra el materialismo marxista, el nacionalismo cree en Dios, el nacionalismo es espiritualista, "El estado fascista dice Mussolini no permanece indiferente ni frente al hecho religioso en general, ni fren- te a esa religión positiva particular que es el catolicismo italiano . . . En el estado fascis- ta la religión es considerada como una de las manifestaciones más profundas del es- píritu y en consecuencia, no solamente es respetada, sino defendida y protegida".

El peligro para el Nacionalismo en el te- rreno religioso, no consiste, pues, en la indi- ferencia liberal o en la negación marxista. El verdadero peligro reside en que, siendo el Nacionalismo una reacción esencialmente política, a lo político una primacía que no le corresponde, análoga a la que da el Socia- lismo a lo económico. Dar a lo político pri- macía sobre lo espiritual, significaría dar a la voluntad humana primacía sobre la razón

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y sobre el alma, cuando el orden de las cosas exige que la voluntad esté dirigida por la ra- zón y ésta sometida a Dios.

En el mundo actual, apóstata desde hace cinco siglos y acostumbrado ya a su propia apostasía, ese es el verdadero peligro para el Nacionalismo. Colocar dentro del Estado lo que está por encima del Estado. Subordinar la Religión al Estado, lo divino a lo humano. Pretender que Dios se transforme en fun- cionario público. Tal es el peligro. Y curiosa coincidencia: Caer en eso significa hacer de ]ure lo que el Liberalismo realiza de fado. Prueba evidente de lo que afirmábamos an- tes: que el Nacionalismo, cuando es exclusi- vamente político no logra salirse del Libera- lismo. La diferencia estriba en que el Estado liberal es naturalmente hostil a la Religión, y en cambio el Estado estatista la protege mientras no se opone a sus intereses. Pero en ambos casos la Religión es considerada desde un punto de vista puramente humano. Y si el Estado estatista la protege es tan sólo por- que la considera útil. "El estado no tiene una teología, pero tiene una moral", dice Mus- solini. Ahí está el error. El Estado no tiene una teología, pero hay una Teología que se

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impone al Estado. La Religión es algo más que un freno para las multitudes: es la Ver- dad revelada.

Veamos cuál ha sido en el terreno de los hechos, la politica religiosa del Nacionalis- mo. Y como no existe uno solo, ya que pre- senta modalidades distintas según la tradi- ción y la idiosincracia de cada país, nos refe- riremos brevemente a sus tres realizaciones más típicas: el nacionalismo español, el fas- cismo y el hitlerismo.

En España, país de larga y gloriosa tradi- ción católica, el Nacionalismo tenía que concretarse en un Estado informado por principios católicos. Nacido de una guerra que fué primordialmente una lucha en de- fensa de la fe, contra sus enemigos visibles (Liberalismo y Comunismo) e invisibles (Judaismo y Masonería) , el Estado nacio- nalista español tenía que ser auténticamen- te católico. No podía esperarse otra cosa de la combinación de un movimiento cristianí- simo y tradicionalista como el Carlismo, con otro tan bien orientado en su reacción polí- tica y económica como el Falangismo. Y co-

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mo si esto no bastara, ahí está para comple- mentarlo y ponerle su sello definitivo el pro- fundo catolicismo del Caudillo de la Nueva España. No vamos a citar textos, que por otra parte abundan. Es en la obra toda de Franco, así en la guerra como en la paz, donde resalta el espíritu cristiano. Lo mismo en las misas celebradas en el frente de bata- lla como en el Sagrado Corazón reinando hasta en el pecho de los moros. Lo mismo en las leyes sociales como en las políticas o reli- giosas. Los remilgos de ciertos filósofos han sido de sobra rebatidos y están demasiado desacreditados para que insistamos en ellos. La verdad se ha impuesto y se seguirá impo- niendo a medida que el nuevo estado español desarrolle su obra de recristianización y de rehispanización de España (1)

En Italia, la situación era distinta. Si bien se trataba también de un país tradicional- mente católico., el conflicto del Papa con la casa de Saboya impidió durante 70 años, que un italiano pudiese a la vez ser fiel a su

(1) El caso del Estado español, con ser el más re- ciente y el más importante, no es el único. En Portugal existe un régimen nacionalista cristiano y existió también en Austria, antes de su absorción por la Alemania nacio- nal-socialista.

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religión y a su patria. Esa dualidad favore- ció la concepción puramente politica del Es- tado. Y por otra parte el jefe del fascismo no provenía del campo católico, sino del so- cialismo. Debido a esas causas, el movimien- to fascista no fué doctrinariamente orto- doxo. "Para el fascismo escribía Musso- lini todo está en el Estado y nada humano ni espiritual existe y a fortiori nada tiene valor fuera del Estado". Eso es estatismo puro y recuerda demasiado aquella proposi- ción XXXIX del Syllabus, condenada por Pío IX: "El Estado, como origen y fuente de todos los derechos, goza de un derecho tal, que no admite límites". (1)

Afortunadamente, los errores doctrinarios del fascismo encontraron amplia compensa- ción en el genio de Mussolini. Hombre de acción y no teólogo, pudo equivocarse en sus concepciones teóricas, pero acertó siem- pre en la práctica, dando muestras de com- prensión y flexibilidad dignas de encomio. Cada vez que sus actos gubernativos motiva- ron protestas de la Santa Sede, ha respetado esas protestas con un digno silencio impuesto a sus adeptos y ha rectificado concretamen-

(1) Véase, además, el Apéndice.

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te los hechos que las originaron. Y sobre to- do ha realizado mediante un tratado y con- cordato admirables, no sólo el reconocimien- to expreso del Catolicismo como religión oficial, sino también, los tres actos más fun- damentales mediante los cuales puede un Estado reconocer la primacía de la Iglesia en el orden espiritual: reconocimiento de la soberanía temporal de la Santa Sede, reco- nocimiento del carácter sacramental del matrimonio e implantación de la enseñanza católica. En 193 5, después de trece años de gobierno, ha podido escribir lo siguiente: "La idea ridicula de crear una religión de Estado o de someter al Estado la religión ejercida por la casi totalidad de los italianos, no ha pasado jamás de lo que yo pudiera llamar la antecámara de mi cerebro".

Si en Italia bastaron 70 años de ruptura con la Santa Sede para disminuir la ortodo- xia doctrinaria del movimiento nacionalis- ta, es de imaginarse lo difícil que será una reacción bien orientada en Alemania, des- pués de cuatro siglos de errores religiosos y filosóficos. En el país de origen de la Apos- tasía, la reacción contra el aspecto político de ésta no podía menos que estar emponzo- ñada en sus fundamentos espirituales. El

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nacionalismo alemán fué crudamente esta- tista.

En Alemania había que contemplar una situación especial: el dualismo confesional. Veamos cómo la encara el nazismo: "Exis- tiendo en Alemania el dualismo confesio- nal — dice el ministro de cultos la políti- ca del Régimen no puede ser ni católica ni protestante. Nuestro cristianismo no es pues, susceptible de definición dogmática. Este puede identificarse solamente con el espíritu cristiano". Primer error, porque ante esa situación de hecho, la política re- ligiosa nazi, sin ser exclusivamente católica o protestante, pudo ser católica con los ca- tólicos y protestante con los protestantes y no como resultó de hecho, anticatólica y antiprotestante. Al no ser así, al querer rea- lizar la unidad religiosa sobre una base po- lítica, el estado nazi sólo consiguió crear una nueva división espiritual. Ya no hubo solamente católicos y protestantes, hubo también cristianos sin dogma, cristiano-po- sitivos.

Pero no pararon aquí las cosas. En el país que había sido la cuna de la Apostasía, era fácil la confusión de ésta con el cristianis- mo y al reaccionar contra la Apostasía se

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reacciona también contra éste. Contribuye a ello por una parte la divinización de la raza germánica (1) y por otra un antisemi- tismo exacerbado que hizo ver en la doctrina de Cristo una invención judía. De ese vago cristianismo oficial y antidogmático al neo- paganismo no había más que un paso. Y segundo error el Estado nazi lo dió, aunque guardando siempre apariencias cris- tianas. No pretende imponerlo a la genera- ción actual pero prepara para él a la futu- ra. Impone de hecho la escuela oficial, en la cual hace obligatoria la enseñanza de las doctrinas paganas de Rosemberg. Crea los "servicios de trabajo", consistentes en un año de servicio en la campaña obligatorio para todos los niños al terminar los años escolares, servicio durante el cual se les pri- va de toda función religiosa y se les enseña igualmente la doctrina de Rosemberg. Y pone, finalmente, a la "Juventud Hitleris- ta" bajo la suprema dirección del neopaga- no Baldur von Schirach, que públicamente, en proclama dirigida a sus subordinados, ha declarado que "el camino de Rosemberg, es el camino de la juventud alemana". Ade-

(1) Véase el Apéndice.

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más, ya en franco tren anticristiano, se viola en toda forma el concordato con la Santa Sede, se dictan leyes inmorales, se di- suelven agrupaciones católicas o se prohibe a sus miembros vestir uniforme o practicar deportes, so pretexto de actividades políti- cas ( ! ) , se encarcelan sacerdotes sin investi- gación previa, se oprime a la prensa cató- lica y se la imposibilita para defender al ca- tolicismo de los ataques públicos; se asesi- na al Doctor Klausener, presidente de la Acción Católica de Berlín, al joven Probst, jefe de la Juventud Católica Alemana, a Federico Beck, jefe de una asociación de estudiantes católicos, al Dr. Fritz Gerlich, propietario de un diario católico. Y si los católicos no se dejan perseguir mansamente y protestan, se acusa a la Iglesia de entro- meterse en política, de ser contraria al Es- tado nazi y de aliarse con los comunistas...

Tal es la triste realidad de la situación religiosa alemana. Como católicos y nacio- nalistas, no podemos ni debemos ocultar esa realidad y menos aun negarla, atribu- yendo todo a la imaginación de los judíos. Ello no implica desconocer el genio político de Hitler ni olvidar sus aciertos en otras cuestiones. Pero debemos conocer sus erro-

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res y las causas que los motivan para evitar su repetición entre nosotros y para com- prender que lo que en Alemania si no se justifica, se explica, no debe atribuirse al Nacionalismo en general, ni tampoco justi- ficarse ni explicarse en países donde no exis- ten los mismos problemas de Alemania.

De la breve reseña sobre los movimientos nacionalistas español, italiano y alemán, po- demos deducir una consecuencia. El Nacio- nalismo no es una doctrina invariable e in- trínsecamente errónea como el Liberalismo, que es una simple etapa en el ciclo de la Apostasía, o el Socialismo, que es una sim- ple reacción materialista. Pío IX pudo de- cir: "siempre he condenado al liberalismo católico y volveré cuarenta veces a conde- narlo si es menester". Pío XI pudo decir que "nadie puede al mismo tiempo ser buen ca- tólico y socialista verdadero". No ocurre lo mismo con el Nacionalismo. Este recuér- dese la comparación con la voluntad pue- de ser bueno o malo según la dirección que se le dé, pero en su carácter de reacción contra la Apostasía tiende instintivamente

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a unirse con el Catolicismo y es, por tanto, fácilmente cristianizable. Para que este bautismo se realice, sólo se requiere un po- co de buena voluntad y comprensión de parte de católicos y nacionalistas. Y esas dos condiciones, por desgracia, no existen siempre.

Para ciertos católicos, generalmente de- masiado adaptados a la mentalidad moder- na, el Nacionalismo asi, en general, sin hacer distinciones es un peligro terrible. Comienzan por desconocerlo, o por cono- cerlo a través de sus manifestaciones más heterodoxas, y atribuir luego esas caracte- rísticas locales al Nacionalismo en general. No ven en él más que estatismo, despotismo y violencia. Confunden lamentablemente Nacionalismo con Dictadura, olvidando que la dictadura nacionalista, cuando existe, no tiene su fin en misma ni en la defensa de posiciones adquiridas, sino en la construc- ción de un orden nuevo: en caso de enfer- medad se recurre al médico y si nadie pre- tende vivir continuamente bajo la direc- ción del médico, tampoco es posible, en los casos graves, que la enfermedad se cure por sola. Suelen ver también en el Naciona- lismo "prejuicios e intereses de clase" que

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no existen, porque si algún "nacionalismo" y esto no hay que olvidarlo se erige en defensor de las posiciones burguesas, será todo lo que se quiera menos Nacionalismo. Hablan tranquilamente de fascismo y co- munismo como de "dos formas distintas de una misma tirania", como si fuese posible poner en un mismo plano a quien ha reco- nocido en Italia los derechos de la Iglesia y a quien ha instaurado en Rusia el reinado de la Bestia. Dan valor dogmático a ciertas concepciones de los maestros del catolicismo social que no concuerdan con las realiza- ciones nacionalistas, olvidando que dichas diferencias como dice Francesco Vito, profesor de la Universidad Católica del Sa- cro Cuore "son debidas en su mayor par- te a la diversidad entre el clima histórico imperante en la época en que los católicos iniciaron la formulación del programa cris- tiano-social, y el que impera en la época de las realizaciones fascistas". Rechazan al Na- cionalismo, que como movimiento de reac- ción contra la Apostasia necesita de su in- fluencia y les tiende los brazos y se quedan en la democracia liberal, que es la Aposta- sia misma en el terreno de lo político, con la insensata pretensión de cristianizarla, y

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haciéndole el juego mientras tanto. Se con- sideran incapaces de orientar al amigo qui- zás accidentalmente descarriado y preten- den convertir al enemigo hereje. Siempre que hagan las debidas salvedades en cuanto a la ortodoxia de su posición, están en su derecho, porque la Iglesia no prescribe na- da sobre formas de gobierno. Lejos estamos de reprocharles su actitud como una here- jía. Pero, colocados en el terreno de lo polí- tico, tenemos perfecto derecho de repro- charles su escaso sentido de la realidad.

Del otro lado existe frecuentemente la misma incomprensión. Hay nacionalistas que tienen un concepto puramente huma- no de la Iglesia. Se dicen católicos porque de niños aprendieron un catecismo que ya olvidaron o a veces por simple reacción an- tiliberal, pero ignoran profundamente el Catolicismo. Ignoran "la ecuación y la con- versibilidad" como dice Clérissac de los dos términos: Cristo y la Iglesia. Ven en la Iglesia una institución, fundada sí, por Cristo, pero puramente humana, y no el Cuerpo Místico de Cristo. Ven en el Papa el jefe de esa institución humana y no la cabeza visible de ese Cuerpo Místico, y ol- vidan que cuando habla en nombre de la

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Iglesia es Dios mismo quien habla. Tales ca- tólicos — católicos liberales, aunque sean reaccionarios en politica tienen una reli- gión de bolsillo para su uso particular, que sacan a relucir cuando quieren y guardan cuando Ies molesta; pero no tienen una Fe superior que se imponga a sus apreciaciones individuales y que inspire sus convicciones secundarias. Cada vez que estas conviccio- nes secundarias las políticas, por ejem- plo— faltas de inspiración superior, estén en contradicción con las religiosas, los ve- remos infaliblemente inclinarse a las con- vicciones secundarias y guardarse en el bol- sillo las religiosas. Nos dirán en tales casos que "la religión no es todo". Y tienen ra- zón. La religión no es todo, pero es lo prin- cipal y por consiguiente está por encima de todo y debe inspirarlo todo.

Esa actitud católico-liberal de ciertos na- cionalistas, puede llegar a ser muy peligro- sa dentro de un Estado nacionalista, por- que puede conducir a conflictos con la Iglesia. Y los nacionalistas que confiados en la debilidad material de la Iglesia no tuviesen temor de provocar tales conflictos, no debieran olvidar jamás las siguientes pa- labras:

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"Toda la historia de la civilización occi- dental, desde la época del Imperio Roma- no hasta nuestros días, desde Diocleciano a Bismarck, nos enseña que siempre que un Estado entra en conflicto con la Religión, es el Estado el que sale vencido en la lucha. Un combate contra la Religión es un com- bate contra lo incomprensible, contra lo in- tangible; es una guerra declarada al espíri- tu en lo que tiene de más profundo y de más íntimo; está, además, probado que, en el curso de una lucha semejante, las armas utilizadas por el Estado, aun las más acera- das, son impotentes para infligir heridas mortales a la Iglesia, que sobre todo en lo que concierne al culto católico sale in- variablemente victoriosa de los conflictos más encarnizados... La simple resistencia pasiva de los sacerdotes y de los creyentes basta para aniquilar los ataques más violen- tos de un Estado"...

¿Ha escrito esto algún sacerdote o algún escritor católico? No. Son palabras de Be- nito Mussolini.

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Un punto que merece párrafo aparte es el de la violencia. Es común oir decir que el Catolicismo predica la mansedumbre y el Nacionalismo la violencia, de donde se de- duciría que católico y nacionalista son dos términos incompatibles. A nuestro modo de ver, se confunde la mansedumbre cris- tiana con la indiferencia ante el mal y la violencia fascista con el amor a la violencia.

El nacionalismo no ama la violencia por la violencia. Pero no ignora que el mundo, como castigo de sus culpas, vive un mo- mento de violencia. La blandura liberal de- ja abierto el camino a la violencia comunis- ta y frente a males tan graves como la anarquía o el terror, no queda otro reme- dio — humano se entiende que la violen- cia nacionalista. "En este sentido dice Ju- lio Meinvielle la realidad está por encima de las teorías y de los deseos. Si la violencia no impone el orden, la violencia impondrá el desorden".

Con todo, la violencia está muy lejos de ser esencial al nacionalismo. Es puramente accidental. Es una violencia defensiva, más o menos exacerbada según sean mayores o menores los peligros que amenazan a la pa- tria. Pero en un Estado nacionalista consti-

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tuído y respetado, la violencia no es un me- dio de gobierno. La violencia nacionalista cesa cuando cesa la de los enemigos del or- den. Cuando más se traducirá en una ma- yor severidad de las leyes penales, por con- traposición a la suicida blandura liberal.

Vemos a partidos de principios católicos, que reprochan al Nacionalismo su violencia, adoptar lemas como el siguiente: "Primero la razón. Frente a la violencia la razón y la fuerza". ¿Pero es que acaso no podría ser éste el lema nacionalista? ¿Acaso el Nacio- nalismo quiere la primacía de la violencia sobre la razón? ¿Acaso el Nacionalismo predica la violencia del orden sino frente a la violencia del desorden?

No negamos que en tal o cual oportuni- dad los nacionalistas hayan abusado de la violencia; pero no hay por qué generalizar y culpar siempre al Nacionalismo y a todos los nacionalismos del mundo. A los nacio- nalistas corresponde saber mantenerse en los límites de lo debido, no gastarse en vio- lencias inútiles y prepararse eficazmente para el día en que la violencia sea lícita (1) .

(1) Sobre licitud e ilicitud de la violencia y de la re- volución, pueden consultarse: Balmes. "El Protestantismo comparado con el Catolicismo", Tomo II, Cap. LV y

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Y a los católicos no dejarse influenciar por el sentimentalismo liberal y humanitario; y no olvidar la violencia de la Pasión de Cristo completada por la violencia peniten- cial de los santos, la violencia del mismo Je- sús arrojando a los mercaderes del templo, y la violencia de las Cruzadas y de las gue- rras santas de Israel.

Una consecuencia quisiéramos deducir de todo esto: El Estado nacionalista debe ser católico.

Catolicismo y Nacionalismo deben mar- char unidos, porque esa unión puede evitar terribles males, y en cambio, si ella no se lo- gra, el mundo no tiene salvación humana- mente posible. La desunión de ambas fuerzas sería fuente de males incalculables. Signifi- caría el caos mundial y el fracaso del Nacio- nalismo. El Catolicismo no fracasaría por- que es divino, pero sólo podría triunfar cuando terribles catástrofes hubiesen purifi- cado al mundo de su orgullo.

LVI; Castro Albarrán. "El Derecho a la Rebeldía" Ediciones Fax Madrid, 1934.

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En nuestra comparación de la Apostasía universal con la individual, habiamos iden- tificado a la política con la voluntad. Y no olvidemos la paz que Dios prometió en la tierra a los hombres de buena voluntad. Que la voluntad humana, o sea la política, tienda hacia Cristo, y Dios hará el resto y restaura- rá todo en su Hijo.

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EL ESTADO NACIONALISTA ARGEN- TINO Y EL CATOLICISMO

Con lo anteriormente expuesto hay razo- nes más que suficientes para demostrar la ne- cesidad absoluta de que un estado naciona- lista sea católico. Pero hay además una razón poderosa para que lo sea un estado naciona- lista nuestro, argentino. Y esa razón es la Tradición.

La importancia de la Tradición es enor- me. Y asi como la Democracia se caracterizó por su espíritu antitradicional, por la nega- ción de lo eterno, por el menosprecio de los valores de nuestros antepasados y su suplan- tación por la voluntad de la mayoría actual, el Nacionalismo debe caracterizarse por su respeto a lo tradicional, por la vuelta a lo que hay de eterno en el pasado. Debe discer-

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nir cuidadosamente la tradición verdadera de todos esos elementos antitradicionales, pero aparentemente unidos a ella en estos siglos de Rebelión. Y al arrancar la cizaña apóstata y revolucionaria, debe cuidarse de no desarraigar también el trigo, germen fe- cundo de una nueva Cristiandad.

Ya hemos visto, al referirnos al fascismo italiano y al hitlerismo alemán, la pernicio- sa influencia de 70 años de ruptura con la Iglesia y de cuatro siglos de Apostasia. El genio de Mussolini supo eliminar esa influen- cia y a pesar de encabezar un movimiento aparentemente "revolucionario", hizo la contrarrevolución de lo eterno y respetó lo tradicional por excelencia: la Iglesia y el Rey. Pero en Alemania el largo periodo de cua- tro siglos realizó la paradoja de hacer apa- rentemente tradicional la antitradición re- ligiosa y por eso al arrancar la cizaña se qui- so también eliminar el trigo. Ahora bien: ¿Estamos nosotros en el difícil caso de Ale- mania? ¿O los ochenta años de liberalismo injertados en nuestra historia requieren el ge- nio de un Mussolini para ser rectificados? Ni una cosa ni otra. Ni en nosotros la Apos- tasia religiosa puede compararse con la de Alemania ni hemos terminado nuestra uni-

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dad a costa del despojo de la Iglesia, como Italia. Por el contrario, nuestros males po- líticos actuales arrancan precisamente de la misma constitución liberal que dejó de re- conocer al Catolicismo como religión del Es- tado. Luego: la restauración de la tradición católica es entre nosotros lógica y natural- mente inseparable de la reacción politica an- tiliberal.

La tradición católica del Estado argen- tino nos viene de muy lejos. Nos viene de aquellos remotos tiempos hace ya 1349 años en que el Rey Recaredo, convertido al catolicismo, proclamaba su fe ante el con- cilio de Toledo. Y nos viene a través de toda la gloriosa tradición de la cristianísima España, que no es sino la historia de la lucha por la Fe. El mismo año de 1492 en que Es- paña terminaba la guerra de ocho siglos que salvó a Europa del Islam, iniciaba la última de las Cruzadas, la que dió por fruto un nuevo mundo para Cristo.

"La colonización de América dice Luis Bertrand está sellada profundamente de este carácter religioso. El espíritu que anima

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e inspira las ordenanzas de los soberanos es- pañoles y la conducta de los Virreyes es el mismo que sostenía la cruzada contra los mo- ros y empujaba a Colón a la conquista de la India: la propagación de la fe cristiana". Tal fué, en efecto, el espíritu de Colón cuando expresaba a los Reyes de España que "el fin a que tendía su iniciativa y todo el esfuerzo desplegado en ella era solamente el aumento y gloria de la religión cristiana"; y cuando al desembarcar clavaba en tierra el estandarte real adornado con la imagen de la Virgen María y rematado con el signo de la Cruz. Y tal fué el espíritu de la reina Isabel cuando escribía en su testamento: "Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas y Tierra Firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fué, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo la dicha con- cesión, de procurar inducir y traer los pue- blos de ellas, y los convertir a nuestra Santa Fe Católica y enviar a las dichas personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas a la Fe Católica, y los doctrinar y enseñar buenas costumbres, y poner en ello la diligencia debida, según

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mas largamente en las letras de dicha conce- sión se contiene".

El mismo espíritu cristiano brilla en la legislación de Indias. La primera ley del Có- digo de las Leyes de Indias es una proclama dirigida por el Emperador Carlos V a todos los indígenas del Nuevo Mundo, invitándoles a abrazar la fe católica, proclama en la cual afirma que se tiene por más obligado "que ningún otro príncipe" a procurar el servicio de Dios "y la gloria de su santo nombre, y emplear todas las fuerzas y poder que nos ha dado, en trabajar que sea conocido y adora- do en todo el mundo por verdadero Dios, como lo es, y Creador de todo lo visible e invisible"... Y en la ley segunda impone el mismo Emperador a las autoridades, la obli- gación de propagar la fe cristiana.

Nuestro gran Rey Felipe II, campeón del catolicismo en Europa, no lo había de ser me- nos en América. En el nombramiento de Juan Ortiz de Zárate, como Adelantado del Río de la Plata, manifestaba desear "la po- blación, instrucción y conversión de los na- turales de las provincias de las Indias a nues- tra Santa Fe Católica, teniendo delante el bien y salvación de sus ánimas, como por la Santa Iglesia Romana se nos ha encargado,

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continuando el celo, trabajo y cuidado que en esto los Católicos Reyes nuestros proge- nitores han tomado..." Este documento es particularmente interesante porque en él se ordena la nueva fundación de Buenos Aires. Ortiz de Zarate no pudo cumplir esa dispo- sición; pero en representación de su sucesor Torres de Vera y Aragón, la cumplió Juan de Garay, el 11 de junio de 1580. Y lo hizo, como consta en el acta respectiva, "en el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hi- jo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero, que vive y reina por siempre jamás amén, y de la gloriosísi- ma Virgen Santa María, su madre, y de to- dos los santos y santas de la corte del cielo". La bautizó con el nombre de Ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Santa María de los Buenos Aires, y dispuso que fuera sim- bolizada por un águila "con su corona en la cabeza, con cuatro hijos debaxo, demostran- do que los cría, con una Cruz colorada san- grienta que salga de la mano derecha y suba más alto que la corona", siendo la razón de haber puesto esa cruz "el haber venido a es- te puerto con fin y propósito firme de en- salzar la Santa Fe Católica". Bajo tan cris-

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tianos auspicios nació la capital de la Repú- blica Argentina.

El espíritu religioso de los reyes se reflejó también en sus representantes. Citaremos dos ejemplos. El gobernador Juan Ramírez de Velasco, ordena que en cada pueblo de indios "se haga una iglesia a donde quepan todos los indios e indias, chicos y grandes", que se ins- truya a los indios en la doctrina cristiana, que se les haga oír misa, que los sirvientes que tenga cada encomendero en su casa se junten todas las noches y "digan la oración del Padre Nuestro, Ave María, Credo, Salve Regina y los Mandamientos de la Ley de Dios", y múltiples disposiciones semejantes. Y Hernando Arias de Saavedra, el gran go- bernador criollo, no sólo renovó en lo subs- tancial las ordenanzas de Ramírez de Ve- lasco, sino que promovió además el estable- cimiento de las Misiones jesuíticas, que tanto bien hicieron.

Tal fué el cristianísimo espíritu de nues- tros gobernantes en los tiempos del Rey. Ellos iniciaron y prosiguieron una tradición que no debía ser interrumpida hasta muchos años más tarde.

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La Revolución de Mayo no innovó nada en este sentido. Nacida bajo la influencia de la mayoría del clero, fué tan católica como el antiguo régimen. Los primeros gobiernos patrios disponen la celebración de misas de acción de gracias, nombran sacerdotes para la dirección de las escuelas de primeras letras, los consultan en las cuestiones religiosas, re- cuerdan la prohibición de los duelos, entre otras razones, por ser condenados por "nues- tra religión", y si establecen la libertad de prensa, mantienen la previa censura eclesiás- tica para los escritos religiosos. Además, hay en ellos participación activa del Clero, representado por un sacerdote en la Primera Junta, 15 en la Asamblea del año XII, 12 en la del año XIII y 16 en el Congreso de Tucumán.

La primera constitución argentina, el Estatuto Provisional para dirección y admi- nistración del Estado, formado por la Junta de Observación, el 5 de mayo de 1815, esta- blece en su capítulo II: "La religión católi- ca, apostólica, romana, es la religión del Es- tado. Todo hombre debe respetar el culto público y la religión santa del Estado; la in- fracción de este artículo será mirada como

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una violación de las leyes fundamentales del pais".

Vino luego el Congreso de Tucumán, el cual eligió para instalarse el día de la Encar- nación, inició sus tareas con la misa del Es- píritu Santo, y sus diputados prestaron ju- ramento de "defender la religión católica, apostólica y romana". Invocando a Dios, de- claró la independencia y en la nota de mate- rias a resolver, leída en la sesión del 9 de Ju- lio de 1816, incluía en el tercer lugar la de incitar al Poder Ejecutivo el envío de dipu- tados a la Corte de Roma para el arreglo de los asuntos eclesiásticos. Poco después eligió por aclamación patrona de la Independencia a Santa Rosa de Lima.

El Keglamento Provisorio para la direc- ción y administración del Estado, sancionado por el Congreso en 1817, reproduce al pie de la letra la disposición ya citada del Esta- tuto Provisional de 1815. Y la Constitución. dada por el mismo Congreso el 22 de abril de 1819, establece en su artículo 1": "La reli- gión católica, apostólica, romana, es la reli- gión del Estado. El gobierno le debe la más eficaz y poderosa protección y los habitantes del territorio todo respeto, cualesquiera que sean sus opiniones privadas". El artículo 2",

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añadía: "La infracción del artículo anterior será mirada como una violación de las leyes fundamentales del país". Y en el manifiesto con que fué presentada se explicaban así esas disposiciones: "Acreditar esta resolución en pechos tan religiosos acaso lo miraríais como ofensa, y creeríais que se aplauden vuestros representantes de no haber cometi- do un delito. Dejemos ese cuidado princi- palmente para aquellos estados donde nna criminal filosofía pretende sustituir sus mi- serables lecciones a las máximas consoladoras de un Evangelio acomodado a nuestra fla- queza". Tal fué, en materia de religión de Estado, el pensamiento del Congreso que nos dió la Independencia.

En las constituciones provinciales sancio- nadas por ese tiempo, la profesión de fe ca- tólica es aún más enérgica y absoluta. La de Santa Fe, sancionada en 1819, establece en su artículo 1'': "La provincia sostiene exclusi- vamente la religión católica, apostólica, ro- mana. Su conservación será la primera ins- pección de los magistrados, y todo habitante del territorio debe abstenerse de la menor ofensa a su culto". Y en el artículo 2' se reputa "enemigo del país" a quien contra- viniese la disposición anterior. La de Córdo-

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ba de 1821, dice en el artículo 1' del Ca- pítulo V: "La Religión católica, apostólica, romana es la religión del Estado, y la única verdadera: su protección, conservación, pu- reza e inviolabilidad será uno de los primeros deberes de la representación del estado, y de todos sus magistrados, quienes no permitirán en todo el territorio otro culto público, ni enseñar doctrina contraria a la de Jesucris- to". Y en el artículo 2", añade: "Todo hom- bre deberá sostener el culto público y la re- ligión santa del Estado. La infracción de es- te artículo será mirada y castigada como una violación de las leyes fundamentales del Es- tado". El Reglamento Provisorio de Corrien- tes, también de 1821, trae las siguientes dis- posiciones: "1" La religión del Estado es la Católica, Apostólica, Romana. 2' La mi- sión de Jesucristo, con los demás artículos de la fe que ella cree y confiesa, constituye el dogma. 3' La religión santa del Estado y su culto público merecen el respeto de todo ciu- dadano. 4'' El gobierno la protege, igual- mente que a los ministros destinados a ense- ñar la sana moral que la justifica. 5'' La infracción de estos artículos será considera- da como una sacrilega violación de las leyes fundamentales de la Provincia".

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La primera concesión franca del Estado a la Apostasia la encontramos en la politica religiosa de los gobiernos porteños de Rodrí- guez y Las Lleras y sanjuanino de Del Carril, En ningún momento el Estado deja de pro- fesar la religión católica, pero durante el go- bierno de Rodríguez y bajo la inspiración de Rivadavia emprendió la "reforma ecle- siástica", reforma anticanónica y basada en el más crudo regalismo: se suprimieron las casas de regulares bethlemitas y las menores de las demás órdenes religiosas existentes en la provincia, debiendo pasar todos los bienes de las mismas a ser propiedad del Estado; se suprimió el fuero personal del clero, se abo- lió el diezmo y el gobierno asumió la direc- ción de los estudios eclesiásticos y de la for- mación del Senado del Clero, interviniendo además en la dirección y jurisdicción de las parroquias; se desconoció la autoridad de los superiores de órdenes religiosas extranjeras y se prohibió que los conventos pudieran te- ner más de 30 frailes, declarando también disuelta toda comunidad religiosa que no tu- viera como mínimum 16 frailes o monjas. El resultado de esta reforma fué un intenso repudio popular, manifestado en la revolu- ción del 20 de marzo 1823.

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Tres años después se produce la segunda concesión. Y se produce por partida doble, en Buenos Aires y en San Juan. El gobierno de Buenos Aires, encargado de las relaciones exteriores, celebra con Inglaterra un trata- do en una de cuyas cláusulas se autoriza a los subditos británicos la celebración públi- ca y protegida del culto protestante en la República. Y el gobierno de San Juan dicta la Carta de Mayo, la cual en su artículo 17 establece que "ningún ciudadano o ex- tranjero, asociación del país o extranjera, po- drá ser turbado en el ejercicio de su religión, cualquiera que profesare, con tal que los que la ejerciten paguen y costeen a sus propias expensas su culto". Esta franca declaración librecultista sanjuanina tuvo el mismo efec- to de la reforma rivadaviana: una revolu- ción. Con la particularidad de que esta vez, si bien la revolución fué materialmente ven- cida, su triunfo moral fué tan grande que el gobierno liberal de Del Carril renunció al día siguiente de su victoria y la constitución que- dó abolida. Pero el liberalismo no se dió por vencido y el 12 de octubre de 1825 se sancio- na en Buenos Aires una ley donde se afirma que "es inviolable el derecho que tiene todo

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hombre para dar culto a Dios según su con- ciencia".

En 1826, sube Rivadavia a la presidencia de la República. Y si bien la constitución dictada ese año repite que la religión del Es- tado es la católica borrar esa clásula era una herejía aun para el liberalismo de enton- ces— el país no vió con buenos ojos la as- censión al gobierno del reformador de 1822. Y la reacción de las provincias no tuvo sola- mente por causa la defensa del federalismo, sino también la defensa de la religión ame- nazada. La bandera de Quiroga, sobre una calavera y dos tibias cruzadas, llevaba el le- ma "Religión o muerte".

El espíritu antitradicional de la minoría unitaria, caída bajo el peso de sus errores en 1827 y sangrientamente restablecida en 1828, provocó el intenso movimiento de reacción nacional encarnado en la vigorosa personalidad de Juan Manuel de Rosas. Y ese movimiento restaurador de lo nuestro, no podía ser sino católico. La ley de 6 de marzo de 183 5, que confería a Rosas la suma del poder público, no establecía otra restricción fuera de la de sostener la causa federal que la de "conservar, defender y proteger la Religión Católica, Apostólica y Romana".

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Consecuente con ese programa, Rosas si bien cometió el error de dejar subsistente la declaración librecultista de 1825 restable- ció en cambio la comunicación con la Silla Apostólica, decretó que se guardasen al Obis- po los honores, distinciones y prerrogativas que le acordaban las leyes de Indias, fa- voreció en toda forma el culto católico, prohibió la venta de libros y pinturas que ofendiesen la moral evangélica y las buenas costumbres, hizo obligatoria la enseñanza de la doctrina cristiana, introdujo en el país congregaciones religiosas dedicadas a la ense- ñanza, entregó la Universidad a los Jesuítas, y demostró en múltiples ocasiones el espí- ritu cristiano que lo animaba, habiendo es- tado a punto de celebrar un concordato con la Santa Sede, concordato que fué malogra- do por su derrota en Caseros. Su excesivo regalismo de 1847, que provocó un inciden- te con el Vaticano, y sus cuestiones con los jesuítas, debidas quizás al volterianismo de algunos de los asesores que lo rodeaban en los últimos años de la Dictadura, no deben cau- sar extrañeza. Es necesario no olvidar que Rosas fué como dijimos de Mussolini un hombre de acción y no un teólogo, por lo cual y a pesar de sus buenas intenciones

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no pudo siempre apreciar debidamente la or- todoxia de sus consejeros en esos asuntos. Ta- les actos no invalidan, por lo tanto, su actua- ción de gobernante católico. Por otra parte, las constituciones provinciales de la época, como la de San Luis de 1832, y las de Santa Fe y Córdoba, reformadas respectivamente en 1841 y 1847, reproducen las francas pro- fesiones de fe de los reglamentos anteriores.

Con la caída de Rosas, el Estado argentino dejó de ser católico. La reacción liberal que subsiguió a Caseros, sanciona la Constitución del 53 y ésta consagra en su artículo 2' el principio de que "el gobierno federal sostie- ne el culto Católico, Apostólico, Romano". La apostasía oficial quedaba así solemnemen- te establecida.

Se ha dicho en diversas ocasiones que el Estado argentino es católico. Si nos atene- mos a la discusión que del artículo 2'^ se hi- zo en la Asamblea Constituyente, debemos admitir lo contrario. Ese artículo fué conce- bido así por la Comisión redactora y en su reemplazo el señor Zenteno, propuso el si- guiente: "La religión católica, apostólica, ro-

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mana, como única y sola verdadera, es ex- clusivamente la del Estado. El gobierno fe- deral la acata, sostiene y proteje, particular- mente para el libre ejercicio de su culto pú- blico, y todos los habitantes de la Confedera- ción le tributan respeto, sumisión y obedien- cia". Entre esta fórmula, otras análogas su- geridas por Fray Manuel Pérez y el Doctor Leiva, otra del Doctor Zuviría, disponiendo que la religión católica fuera "la religión del Estado, o la de la mayoría de sus habitantes", y la propuesta por la Comisión redactora, la Asamblea se decidió por esta última, exclu- yendo, por consiguiente, las otras. Y en cuanto al significado de la palabra sostiene, Gorostiaga lo aclara para que no deje lugar a dudas: "El sostenimiento del culto dice consiste en que se cubran los presupuestos que presenten los obispos y cabildos eclesiás- ticos". Sostenimiento igual a subvención. Tal es la fórmula de la Constituyente. Y aun- que ampliemos ese concepto y le demos el sentido de protección material y moral, siempre estaremos lejos de las antiguas pro- fesiones de fe.

Demás está decir que la libertad de cultos no fué suprimida ni atenuada, sino extendida a todo el país, no faltando un eclesiástico de

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Santiago del Estero, el Padre Lavaisse, que la calificase de "precepto de la caridad evangé- lica, en que está contenida la hospitalidad que debemos a nuestros prójimos".

Causa verdadera pena leer esos debates en que no se sabe qué admirar más: si la estu- pidez liberal de los partidarios del mero sos- tenimiento, cuando afirmaban, por ejemplo, que no se podia declarar al Catolicismo reli- gión del Estado "porque no todos los habi- tantes de la Confederación, ni todos los ciu- dadanos de ella eran católicos", o la pobreza doctrinal de los defensores de la posición or- todoxa, que tanto hacen añorar la figura de un Pedro Ignacio de Castro Barros. El hecho cierto y lamentable es que en la sesión del 21 de abril de 1853 en que se votó el articulo 2'^ de la Constitución Nacional, el Estado Ar- gentino dejó de ser catóhco. Las leyes laicas posteriores sobre matrimonio y enseñanza, estaban virtualmente contenidas en la hipó- crita fórmula del sostenimiento, respetuosa y traidora como el beso de Judas.

No vamos a hacer la crítica de la Constitu- ción del 53. Ello excedería los límites del

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presente estudio. Vamos a transcribir tan só- lo las siguientes palabras del manifiesto pu- blicado el 14 de noviembre de 1933 por la agrupación nacionalista "Guardia Argenti- na".

"Ochenta años de liberalismo extranjero y de imitación servil, no han podido darnos una organización adecuada. Han transcu- rrido en constante violación y fidelidad hi- pócrita a la Constitución que copiamos de los Estados Unidos. Allá mismo está ahora vién- dose que ese instrumento no sirve. Nada pro- pio tenemos que lamentar de perdido en su ya inevitable derogación. En vez del huma- nitarismo liberal que nos ha llenado el país de extranjeros y rebeldes, queremos sencilla- mente una Argentina para los argentinos".

Todo ello es verdad. Nada propio, nada nuestro tenemos que lamentar de perdido en su fracaso, y menos que nada, su laicismo de Estado. Si queremos "una Argentina para los argentinos", no olvidemos que los argen- tinos somos católicos por tradición, porque queremos serlo y, sobre todo, por la gracia de Dios.

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IGLESIA Y ESTADO

Hemos quedado en que el Estado, y en particular el Estado argentino, debe ser ca- tólico. Apresurémonos ahora, con la simple exposición de las relaciones entre la Iglesia y el Estado católico, a desvirtuar los temores de esos antiliberales incompletos que lo son furiosamente en política pero que en cuanto se les toca el tema religioso piensan y sobre todo sienten como el mismísimo Juan Jaco- bo, imaginándose no se qué terribles trabas y opresiones clericales.

Para ello volvamos a las comparaciones en- tre el Estado y el individuo. Un hombre ca- tólico puede dirigir su casa, adquirir bienes, contraer obligaciones, estar en justicia y des- arrollar todas sus actividades temporales sin

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que la autoridad religiosa a que está someti- do — por ejemplo el párroco intervenga para nada en esas actividades. Pero si ese hombre se casa, irá a la iglesia para recibir de un sacerdote la bendición nupcial; si tie- ne hijos, los llevará a la parroquia para que sean bautizados; si se trata de educarlos, los mandará a un colegio religioso; y si muere, mandará buscar antes un sacerdote para que le absuelva sus pecados. Lo mismo, poco más o menos, ocurre con el Estado. El Estado ca- tólico puede desarrollar ampliamente sus ac- tividades puramente politicas, así internas como externas, darse la forma de gobierno que quiera y gobernarse como le parezca sin intervención de la Iglesia; pero si se trata de legislar sobre el matrimonio, que es un sacra- mento, será siempre la presencia del sacer- dote y no la firma de un funcionario públi- co lo que lo hará válido; y si se trata de edu- car a los futuros ciudadanos, reconocerá los derechos primordiales de los padres y de la Iglesia en materia de enseñanza. Dejando el caso concreto y generalizando, podemos de- cir que al Estado corresponde todo lo que es de orden puramente temporal y ala Iglesia lo que es de orden espiritual, y tan solo lo tem- poral en cuanto las cosas de este orden se co-

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nexionen accidentalmente con graves intere- ses espirituales.

León XIII, en su encíclica Inmortale Dei, resume admirablemente la doctrina católica sobre este punto: "La calidad, por consi- guiente, y el alcance de semejantes relacio- nes no puede establecerse de otra manera que reparando, como se ha dicho, en la naturale- za de las dos autoridades, y dándose cuenta de la excelencia y nobleza de los respectivos fines, estando la una directa y principalmen- te dirigida al cuidado de las cosas tempora- les, y la otra a la consecución de los bienes sobrenaturales y sempiternos. Por lo tanto, todo lo que en el mundo tiene de algún mo- do algo de sagrado, todo lo que se refiere a la salvación de las almas y al culto divino, o que sea tal por su naturaleza o por el fin a que se encamina, cae bajo la jurisdicción de la Iglesia. Es, pues, justo que todas las otras cosas que entran en la esfera de las ingeren- cias civiles y políticas, estén sometidas a la autoridad civil, habiendo Jesucristo ordena- do expresamente que se diera al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. En- tre tanto hay a veces cosas, en las cuales se abre otra vía de concordia para asegurar la libertad entre ambas, esto es, cuando los go-

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bernantes civiles y el Soberano Pontífice se ponen de acuerdo sobre algún punto en par- ticular. En cuyas circunstancias la Iglesia ofrece pruebas esplendidísimas de bondad maternal concediendo todo lo más que puede conceder por espíritu de conciliación y de indulgencia".

Prevemos un argumento: "El Estado cató- lico — se nos dirá como el hombre católi- co, no pueden desarrollar libremente su ac- tividad aún en lo puramente temporal, sin la intervención de la Iglesia, puesto que, si son católicos, deberán encauzar esa activi- dad en las normas de la moral católica, cuya depositaría es la Iglesia". Este argumento no invalida, sin embargo, la sana doctrina de la distinción entre el campo de acción de la Iglesia y el del Estado. Si el Estado debe su- jetarse a la moral católica, no es porque se lo imponga una determinada autoridad ecle- siástica, sino porque tanto al Estado como a esa autoridad eclesiástica se lo impone Dios. Que haya que dar al César lo que es del Cé- sar, no implica colocarlo fuera de la autori- dad divina, a que debe sujetarse todo lo hu- mano: "Se me ha dado todo poder en el Cie- lo y en la Tierra". (Mat. XXVIII, 18).

Y si aún así el católico liberal o el naciona-

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lista liberal se asustan y sostienen que tal co- sa implica de todas maneras una subordina- ción de la politica a la teología, les diremos con Julio Meinvielle que, en efecto, dis- tinción no es separación. Son dos cosas dis- tintas pero unidas. Unidas jerárquicamente en la primacía de lo eterno sobre lo tempo- ral, de la Iglesia sobre la sociedad política, de Dios sobre el hombre".

Tal es la pura doctrina tomista expresada en De Regno en los siguientes términos: "Puesto que el fin de esta vida que merece aquí abajo el nombre de vida buena, es la beatitud celeste, es propio de la función real procurar la vida buena de la multitud en cuanto le es necesario para hacerle obtener la felicidad celeste; lo cual significa que el rey debe prescribir lo que conduce a ese fin y, en la medida de lo posible, prohibir lo que se opone. Cual sea el camino que conduce a la verdadera beatitud y cuales sus obstáctdos, conócese por la ley divina, cuya doctrina está reservada al sacerdote, según aquello de Ma- laqutas: "los labios del sacerdote son deposi- tarios del saber''.

Esta doctrina tan claramente expuesta por Santo Tomás en pocas palabras, tiene la ló- gica y la evidencia de la verdad. Es así por-

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que no puede ser de otro modo, a menos que Dios se subordine al hombre. ¿Invalida, por otra parte, lo expresado anteriormente so- bre distinción de poderes? De ninguna ma- nera. Si distinción no significa separación, tampoco unión significa confusión. Todo ello es claro y evidente, aunque no lo entien- da así la inteligencia moderna que como bien dice Julio Meinvielle "ni conoce el ámbito propio de la politica ni el de la teo- logía, ni posee el sentimiento de la subordi- nación jerárquica".

Sentados estos principios generales concre- temos un poco más y veamos cuáles son las obligaciones del Estado católico, en general.

Ante todo, el Estado católico deberá ser católico. Incurrimos en esta redundancia, porque queremos precisar el término. El Es- tado menos que nadie deberá profesar ese catolicismo superficial que se muestra en el nombre pero no se manifiesta en los hechos. El Estado deberá ser profundamente católi- co. No impondrá leyes contrarias al Evan- gelio. No impedirá el ejercicio del poder de las llaves en la persona del Sumo Pontífice

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ni de los Obispos, ni se mezclará en las cosas de la Religión. Llamará a los cargos públicos a hombres que reconozcan o respeten si- quiera los derechos de la Iglesia. Tributará a ésta los honores debidos, reprimirá a sus ene- migos, a los violadores de sus leyes, a los auto- res de cismas y herejías, y secundará su ac- ción en la reforma de costumbres, multipli- cación de asilos y obras de piedad, y conver- sión de infieles.

Es evidente que un Estado así, confesor y protector de la verdad, no podrá ser liberal con el error. No podrá admitir, por lo tanto, en principio, las libertades de conciencia y de cultos que propugna el liberalismo desde su posición agnóstica. Pero la Iglesia, intoleran- te con el error, es tolerante con los que ye- rran. Por eso no condena dice León XIII "a los que rigen los Estados, que por ra- zón de alcanzar un gran bien o de impedir un gran mal, toleran en la práctica que estos diversos cultos tengan cabida en la nación", Y así también el Cardenal Richelieu en su Testamento Político, después de dejar senta- do que "el Reino de Dios es el principio del gobierno de los estados", añade: "No hay So- berano en el mundo que no esté obligado por este principio a procurar la conversión de

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aquellos que viviendo debajo de su reinado, están desviados del camino de la salud. Pero como el hombre es racional por su natura- leza, se juzga que los principes han cumpli- do en este punto con su obligación, si prac- tican todos los medios racionales para llegar a tan buen fin; y la prudencia no les per- mite que sean tan atrevidos que se expon- gan a desarraigar el trigo, queriendo des- arraigar la cizaña, de que sería dificultoso limpiar un Estado por otro camino que el de la suavidad, sin exponerse a una inquie- tud capaz de perderle, o al menos, de cau- sarle un perjuicio notable". Esta paternal to- lerancia con los que yerran podrá, pues, ser la actitud de un Estado católico ante la rea- lidad de los hechos; pero jamás deberá con- fundirse con el dogma liberal de las liber- tades de conciencia y de cultos, ni conver- tirse en principio fundamental del Estado. Aún desde el punto de vista puramente po- lítico, la unidad religiosa es una condición primordial de la grandeza de los estados. Si España fué grande lo debió a ello. De ahí la necesidad de restringir la inmigración de pueblos de creencias exóticas y de prohibir en absoluto toda propaganda religiosa fuera

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de la católica. Cuando un mal se tolera, lo menos que debe impedirse es su aumento.

Si un Estado es católico, casi demás está decir que la legislación deberá ser católica, es decir, que no sólo no ha de estar jamás en contradicción con el Evangelio ni con las le- yes de la Iglesia Universal, sino que deberá también sancionar y aplicar el derecho evan- gélico y el eclesiástico. Otra hubiera sido la marcha del mundo si con la Apostasia la le- gislación no se hubiera apartado de los prin- cipios cristianos. Hoy se hallan tan olvida- dos esos principios, que cuando alguna re- acción parcial, politica o económica, acierta con ellos y los aplica, se miran como una no- vedad. Asi, cada vez que algún juez absuel- ve a un hombre que apurado por el hambre toma lo necesario para sustentarse, se habla del "estado de necesidad" como de una con- quista del derecho moderno y se olvida que ya en la Suma Teológica (II, II, 66, VII) Santo Tomás de Aquino llegaba a la siguien- te conclusión: "Puede el hombre constituí- do en extrema necesidad tomar, ya manifies- ta, ya ocultamente, las cosas que a otros so-

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bran, sin reato alguno de culpa o rapiña". Y cuando en Italia se dictó el decreto-ley Sonnino por el cual el Estado entregaba a los agricultores las tierras yermas de los pro- pietarios que se negaran a cultivarlas o ha- cerlas cultivar, con el solo deber de pagar el arriendo usual de la zona, se habrá hablado sin duda porque todo lo que beneficie al pobre es "izquierdismo" de avance irre- sistible de las ideas socialistas. Y se habrá ol- vidado que similares disposiciones fueron to- madas a fines del siglo XV en el agro roma- no por el Papa Sixto IV mediante la bula Inducit nos. Como se habrá olvidado tam- bién que la "conquista socialista" de la jor- nada de 8 horas, había sido legislada en Es- paña tres siglos antes de que existiera el So- cialismo por el gran rey católico Felipe II (Leyes de Indias, Ley VI, Cap. XIV) ; lo cual no impide que cuando el Catolicismo social es expuesto y magníficamente resumi- do en documentos como las encíclicas "Re- rum Novarum" o "Quadragesimo Anno", los socialistas, con estúpida y pretenciosa ig- norancia, llamen "mala copia del socialismo" a doctrinas tan antiguas como la Verdad, que es eterna.

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No solamente la legislación deberá ser ca- tólica, sino también la administración y la politica. La exigencia de catolicismo para los jefes de Estado no será simplemente una me- ra fórmula y se extenderá a todos los altos funcionarios, porque no puede un estado ca- tólico ser dirigido por quienes no lo son. También deberá desaparecer el prejuicio de que los sacerdotes deben ser excluidos de to- da gestión y gobierno de las cosas temporales prejuicio perfectamente explicable cuando el estado es liberal, pero que no tiene razón de ser en un Estado católico y que, a mayor abundamiento, ha sido incluido en el Sylla- bus (Proposición XXVII) .

Otro aspecto importante de las relaciones de la Iglesia y el Estado es el de la enseñanza. El Estado católico deberá reconoceV que la autoridad para desarrollar y perfeccionar es del autor que dió principio a lo que debe ser desarrollado y perfeccionado. Ahora bien: los padres engendran a la vida natural y la Iglesia engendra a la vida sobrenatural. De donde se deduce el derecho de los padres y

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de la Iglesia a la educación de sus hijos natu- rales y sobrenaturales. Y dada la interdepen- dencia y la primacia de lo sobrenatural so- bre lo natural, podemos afirmar que la edu- cación corresponde a la familia bajo la di- rección suprema de la Iglesia. Los deberes del Estado en esta materia los resume admirable- mente Don Benoit: "El Estado dice no es el autor de la vida natural ni de la sobre- natural del niño. Luego no tiene, originaria- mente al menos, el derecho de enseñar como la familia y la Iglesia. Muchísimo menos tie- ne el monopolio de la enseñanza, ni de la pri- maria, ni de la secundaria, ni de la superior... El Estado es el custodio de los derechos de la familia y el protector de los derechos de la Iglesia. Luego tiene el deber de asegurar a la familia y a la Iglesia el pleno ejercicio de sus derechos propios, muy lejos de poder atri- buírselos y confiscarlos en su provecho... El Estado tiene el cargo de velar por la tranqui- lidad pública y procurar la felicidad tempo- ral de la nación: he aquí, pues, aquello de que debe ser autor y para lo cual tiene auto- ridad directamente. Por esta razón, tiene el derecho de vigilar la educación e intervenir en la escuela, conforme lo pidiese el bien pú- blico, con la condición de no atacar los de-

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rechos anteriores de la familia, y respetar la superior autoridad de la Iglesia. En conse- cuencia: Puede dictar reglamentos para el buen régimen de las escuelas. Tócale propor- cionar a los padres los medios de dar a sus hijos una educación conveniente... (1) Fi- nalmente, el Estado tiene el derecho de ase- gurarse de la capacidad de los que optan a los cargos públicos y desean también seguir ciertas carreras liberales que interesan espe- cialmente al orden temporal"... En resumen, podemos decir con Luciano Brum que "el Estado no es de derecho ni debe ser de hecho, sino un protector vigilante de la escuela", y a lo sumo, "un profesor suplente".

Tampoco deberá el Estado católico poner trabas a la caridad de la Iglesia. La benefi- cencia no es función del Estado. Correspon- de a los particulares y municipios y en espe- cial a la Iglesia, que tan generosarnente la ha practicado siempre en sus hospitales, casas

(1) De aquí se deduce que puede también el Estado abrir colegios, siempre que no obligue a los padres a en- viar a ellos a sus hijos, ni impida a la Iglesia vigilar la educación que en ellos se da.

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de huérfanos y asilos, y a cuyo efecto ha fundado admirables órdenes religiosas, que como las hermanas de caridad, han sido más de una vez desalojadas por la fria y burocrá- tica beneficencia laica de los Estados liberales.

Si el Estado es católico y ha de inspirar su legislación en los principios católicos, habrá de reconocer y "oficializar" ciertos aspectos de la vida privada de sus habitantes cató- licos.

El matrimonio, por ejemplo, elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento, no puede ser una institución laica. El Estado deberá reconocer su carácter sacramental. Así lo ha hecho Italia al celebrar el concor- dato con la Santa Sede, concordato cuyo ar- tículo 34 comienza así: "El Estado Italiano, queriendo devolver a la institución del ma- trimonio, que es la base de la familia, la dig- nidad que concuerda con las tradiciones ca- tólicas de su pueblo, reconoce los efectos ci- viles al sacramento del matrimonio legisla- do en el derecho canónico".

Deberá el Estado respetar el derecho de los católicos a tener sus cementerios. Y no se

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dará así el triste caso de nuestro país, donde hay cementerios laicos, protestantes y ju- díos, pero no católicos.

Deberá también el Estado respetar y ha- cer suyas las fiestas de la Iglesia. Italia lo ha establecido así en los artículos 11 y 37 del Concordato ya citado. El primero estable- ce que "el Estado reconoce los días festivos establecidos por la Iglesia", y a continuación los enumera. Y el segundo expresa: "Los di- rigentes de las asociaciones estatales para la educación física, para la instrucción premi- litar, de los vanguardias y de los balillas, cui- darán — con el objeto de hacer posible la instrucción y la asistencia religiosa de la ju- ventud que les está confiada que los hora- rios se establezcan en tal forma que no se impida el cumplimiento de los deberes reli- giosos en los domingos y días de precepto". Y a renglón seguido establece las mismas dis- posiciones para los alumnos de las escuelas públicas.

Otro aspecto interesante de las obligacio- nes del Estado católico es el que se refiere a

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sus relaciones con las órdenes religiosaSj con el clero en general y con la Santa Sede.

Con respecto a las congregaciones religio- sas, el Estado deberá protegerlas en sus de- rechos y atribuciones, no deberá impedir nuevas fundaciones ni disminuir el número de las existentes, ni entrometerse a cambiar la edad prescripta por la Iglesia para la pro- fesión religiosa, ni exigir a las congregacio- nes que no admitan a nadie, sin autorización suya, a los votos solemnes. Menos aún, natu- ralmente, podrá proscribirlas, despojarlas de sus bienes, o dificultar su acción.

Con respecto al clero en general, el Estado deberá reconocer a la Iglesia el derecho na- tivo y legitimo de adquirir y poseer y de- berá respetar las inmunidades eclesiásticas, especialmente en lo que se refiere al fuero eclesiástico y a la exención de la milicia. No pretenderá hacerse cargo de la educación de los clérigos ni se entrometerá en ella, ya que corresponde únicamente a la autoridad ecle- siástica el dirigir la enseñanza de las ciencias teológicas y determinar el método de estu- dios a seguirse en los seminarios. Asi lo ha re-

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conocido el Concordato italiano en sus ar- tículos 39 y 40.

En cuanto al nombramiento de las auto- ridades eclesiásticas, el Estado no tiene de- recho propio y originario de aceptar, y me- nos aún de nombrar o proponer los pasto- res, a menos que tenga ese privilegio en vir- tud de una concesión de la Iglesia. Para go- zar y ejercer tal privilegio, o sea el derecho de patronato, que es un régimen de protec- ción de la Iglesia, no basta una disposición unilateral como la del artículo 86, inciso 8', de la Constitución Nacional, Es necesario, ante todo, contar con la Iglesia, ya que no es concebible una protección que comience por desconocer los derechos de la institución protegida. En la Italia fascista, el patronato no existe, y de acuerdo con el articulo 19 del Concordato "la elección de los Arzobis- pos y Obispos es privativa de la Santa Sede", sin otro requisito que una comunicación previa del nombre de la persona elegida al gobierno italiano, a los efectos de asegurarse que el mismo no tiene objeción, de carác- ter político, contra el nombramiento.

No deberá tampoco el Estado arrogarse la facultad de someter a previo examen, y de conceder o negar el libre tránsito y el ca-

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bal cumplimiento de las letras y resolucio- nes eclesiásticas en general. Tales son los pretendidos derechos de placet, exequátur, pase, súplica, retención, visto bueno o vidi- mus, que se han prestado siempre a tantas arbitrariedades e intromisiones abusivas de las autoridades civiles. Nuestra Constitución establece el requisito del pase en el articulo 86, inciso 9, que deberá ser suprimido en el Estado nacionalista argentino, como lo ha hecho muy cuerdamente el Estado fascista italiano. El articulo del Concordato en- tre Italia y la Santa Sede reconoce al Papa y a los Obispos el derecho de publicar y anunciar las instrucciones y ordenanzas pas- torales, sin cargo de impuestos y con entera libertad. Y el articulo 24, declara explici- tamente la inexistencia del exequátur y del placet real.

Si no tiene el Estado autoridad para acep- tar nombres o proponer pastores, ni para dar pase o retener resoluciones eclesiásticas, me- nos aún lo tiene para entrometerse en el go- bierno mismo de la Iglesia. El poder ecle- siástico es, por derecho divino, distinto e in- dependiente del poder civil y por lo tanto no corresponde a éste determinar cuáles sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro

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de los cuales puede ejercerlos, ni sujetar a su beneplácito la autoridad de la Iglesia, que puede ejercerse dentro de su campo sin per- miso ni asentimiento del gobierno civil. No podrá por lo tanto el poder civil juzgar las pastorales que los pastores de la Iglesia pu- blican para norma de las conciencias ni to- mar decisiones sobre la administración de los sacramentos, ni sobre las disposiciones necesarias para recibirlos. No podrá tampo- co destituir a los Obispos del ejercicio del cargo pastoral, ni prohibirles que se comu- niquen entre si. Más aun, el Estado deberá reconocer a la Iglesia su poder coercitivo, que para ser completo como su imperio sobre los hombres, debe extenderse al alma y al cuerpo. La Iglesia, pues, tiene derecho a em- plear la fuerza y a reprimir con penas tem- porales a los violadores de sus leyes.

Finalmente y aunque se deduce de todo lo dicho, conviene señalarlo aparte jamás el Estado deberá tener la pretensión de cons- tituir iglesias nacionales, sustraidas a la au- toridad del Pontífice Romano. No es difí- cil incurrir en semejante error y más de

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un Estado lo ha hecho cuando se parte de la falsa doctrina tan bien sintetizada en el artículo III de la "Declaración de los De- rechos del Hombre": "El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación, ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no provenga de ella de un modo expreso". Este principio podría regir la conducta de un Estado liberal o na- cionalista estatista, pero nunca la de un Es- tado nacionalista católico. Una Iglesia na- cional no es católica, apostólica ni romana y por consiguiente no es verdadera. Es, sim- plemente, una oficina religiosa en un esta- do herético.

Hemos visto, en líneas generales, cuáles son las obligaciones que impone al Estado su profesión de fe católica. Sólo de paso, al ha- blar del patronato y del exequátur, nos he- mos referido a la legislación argentina. In- tencionalmente, no hemos querido detallar las reformas y disposiciones legales que ten- dría que adoptar nuestro país dentro de esas líneas generales, tanto porque ello excedería los límites que nos hemos trazado, como por-

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que muchas de esas disposiciones no deben emanar sólo de la ley, sino que han de esta- blecerse mediante concordato tramitado con la Santa Sede. Si bien es cierto que el ré- gimen concordatario está muy lejos de ser el ideal cuando es el resultado de un tira y afloje de concesiones recíprocas, no deja de ser muy conveniente cuando el Estado es ca- tólico, reconoce los derechos de la Iglesia y se limita tan sólo a ponerse de acuerdo con ella para regular las cosas mixtas. Así ya he- mos visto que Italia ha celebrado con la Santa Sede un concordato que, en casi todo su articulado puede ser citado como ejem- plo para todos los países católicos.

En nuestro país, la negociación del con- cordato iniciada por el gobierno nacionalis- ta de Rosas quedó interrumpida en Caseros; pero al resurgir el Nacionalismo en vísperas de la revolución del 30, volvió a inscribir en su plan de reformas, la celebración del con- cordato. Así lo hizo "La Nueva República" en su programa publicado el 20 de octubre de 1928. Posteriormente, si bien algunas agrupaciones nacionalistas no lo han incluí- do omisión lamentable, sí, pero que no sig- nifica rechazo otras lo han hecho o han manifestado amplia y sinceramente sus prin-

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cipios católicos. Vamos a citar, como ejem- plo, el primer punto de la Declaración de principios de "Restauración":

"El principal vinculo de la Nación es con la Iglesia. La Iglesia es la depositaria de la fe y a ella debe estar unida la Nación como el cuerpo al alma. Porque la Iglesia es como el alma de la Nación sometida al imperio de Cristo y por la unión de ambas se realiza el orden instaurado por la ley de Gracia, por la cual lo humano es sobreelevado y transfi- gurado en lo divino.

"La unión de la Iglesia y el Estado repre- senta de un modo figurativo la unión de lo divino y lo humano en el Verbo Encarna- do. Y asi como en Cristo la divinidad no disminuye ni se destruye la humanidad por la Encarnación, asi nada padece la Iglesia ni el Estado pierde su independencia por es- ta unión. Más aún, la Iglesia necesita para ejercer la plenitud de su poder santificador, ese cuerpo, ese auxilio temporal que el Es- tado puede y debe prestarle. Y el Estado, a su vez, necesita para cumplir su misión hu- mana, verdaderamente humana, ser vivifica- do por la Iglesia como el cuerpo por el alma y si se resiste a servir de instrumento de es- ta comunicación, su influencia sobre las al-

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mas antes que conveniente será funesta y todas las actividades temporales y humanas que al gobierno de la ciudad están sujetas, caerán, por la privación de todo aliento es- piritual en un inexorable estado de materia, duro y perverso.

"Las relaciones de la Iglesia y el Estado deben constituir pues, no una simple rela- ción externa y legal, como si la humanidad de Cristo sólo tuviera una relación oficial con Dios, sino una unión intima, orgánica, vital, penetración de la vida entera de la ciu- dad terrestre por la vivificante influencia es- piritual del cuerpo místico de Cristo. Reden- ción y santificación aún de las cosas tempo- rales y sensibles, regeneración de la vida po- lítica y social por el espíritu del Evangelio, auténtica conversión de la ciudad terrestre, en espíritu y en verdad, a su altísima misión de aplicar prácticamente la doctrina revela- da, de disputar el mundo a las potencias del mal, de la división y del pecado, secundando vigorosamente la obra de unificación que el Espíritu de Dios realiza por la Iglesia santa.

"Para ello el Estado debe reconocer la ple- na libertad de la Iglesia en los asuntos ecle- siásticos y el derecho de la misma, de ori- gen sobrenatural a proporcionar la educa-

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ción e instrucción religiosa atendiendo así a la verdadera y auténtica expansión de la persona humana y asegurando así de un mo- do eficaz el destino espiritual del hombre. Y a fin de colaborar en esta obra de educa- ción moral, el Estado debe dictar una seve- ra legislación de prensa que reprima los de- litos de esta especie, aplicando sanciones pe- nales rigurosas, ya que el bien espiritual de la sociedad debe ser protegido con más vigor que los bienes temporales y externos. Legis- lación y régimen de seguridad que deben ex- tenderse a todos los servicios de publicidad, información y propaganda".

Y ahora, para terminar, una pregunta y una respuesta. ¿Resulta disminuido, empe- queñecido el Estado por su profesión de fe y por el reconocimiento de los derechos de la Iglesia?

León XIII, en su Inmortale Dei, nos dará la respuesta: "Semejante constitución social dice no contiene nada en que puede razonablemente reputarse menos digno o po- co honroso para la autoridad civil, y tan le- jos está de ser cierto que ella amengüe los

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derechos de la majestad, que por el contrario los hace más firmes y venerandos". Y más adelante añade, refiriéndose siempre a la mis- ma constitución social cristiana: "En el or- den politico y civil, las leyes tienen por ob- jeto el bien común, y no están reguladas por el capricho y falaz criterio del número, si- no por la verdad y la justicia; la autoridad de los principes reviste un carácter sagrado y casi divino y está refrenada para que no degenere de la justicia, ni se extralimite en el mando: la calidad de súbditos está acom- pañada del sentimiento del deber y de la dig- nidad, no siendo servidumbre de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que por medio de los hombres gobierna la sociedad. Una vez que estas ideas hayan en- trado en la mente de los hombres y hayan engendrado un firme convencimiento, no cuesta comprender que es un deber de es- tricta justicia respetar la majestad de los Principes, estar constante y lealmente some- tido al poder público, no provocar sedicio- nes, conservar intacta la disciplina social".

Así es, efectivamente. Al reconocer en Dios el origen de su poder, al profesar cla- ramente la fe cristiana, al respetar los dere- chos de la Iglesia, el Estado no queda dismi-

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nuído sino engrandecido y dignificado. Deja de ser "el producto del número y de las fuer- zas materiales" {Syllabus, LX) y se con- vierte en representante de Dios para gober- nar a los hombres en lo temporal: "Porque no hay potestad sino de Dios: y las que son, de Dios son ordenadas" (San Pablo, Rom. XIII, 1 ) . Si el reconocimiento de los dere- chos de la Iglesia puede cercenar al Estado moderno alguna que otra atribución otorga- da por la Apostasía, también es cierto que esas atribuciones no le pertenecen en estricto de- recho. Y como es falsa la grandeza basada en la usurpación de lo ajeno, el Estado no pierde nada, sino que gana al simplificarse y descargarse de funciones inútiles e imper- tinentes. Y en cuanto a su sumisión a Dios y a la Iglesia que aunque militante en la tierra y dirigida por hombres, es divina y Cuerpo Mistico de Cristo no ha de olvidar el Estado lo que alguien ha dicho del indivi- duo: "Nunca es más grande el hombre que cuando está de rodillas". Porque nunca el Estado fué más grande que cuando su sím- bolo era la Corona rematada por la Cruz.

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EPILOGO

Sea, pues la instauración del Estado en Cristo el punto básico del programa nacio- nalista.

Ello es no sólo un deber para el Naciona- lismo argentino. Es garantía de acierto en todos los órdenes de la Restauración cristia- na, asi sean políticos o económicos: "Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura". (Mat. VI, 33).

Y es la prenda segura del éxito, porque "las puertas del infierno no prevalecerán" contra Cristo. (Mat. XVI, 18) .

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APENDICE

Comunicación de la Sagrada Congre- gación DE Estudios y Seminarios sobre racismo, panteísmo vitalista y totali- tarismo DE estado

La Sagrada Congregación de Estudios y Seminarios, de orden de su Prefecto Su San- tidad Pío XI, el 13 de Abril de 1938, dirigió a los establecimientos de estudios eclesiásticos superiores de todo el mundo, en forma de carta al Eminentísimo Cardenal Rector del Instituto Católico de París, Monseñor Luis Baudrillart, una comunicación en que se re- sumen y califican los errores contemporá- neos acerca de racismo (proposiciones 1* a 6'), panteísmo vitalista (7* proposición) y totalitarismo de Estado (8* proposición), y se prescribe a los maestros aplicar sus esfuer- zos a su refutación.

El texto de la comunicación es el siguiente: "£/ año pasado, en vísperas de Navidad,

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Nuestro Señor el Augusto Pontífice, feliz- mente reinante, en una alocución dirigida a los Eminentísimos Cardenales y Prelados de la Curia Romana, habló con tristeza de las graves persecuciones que, como todo el mun- do sabe, se llevan a cabo en Alemania contra la Iglesia Católica.

Vero la principal aflicción que embarga el alma del Santo Padre es causada por el hecho de que, para justificar una tamaña injusti- cia, se recurre a impudentes calumnias y se esparcen doctrinas las más perniciosas falsa- mente coloreadas con el nombre de ciencia, con el fin de pervertir los espíritus y arran- car de ellos la verdadera religión.

Ante esta situación, la Sagrada Congrega- ción de Estudios y Seminarios se propone aunar todos sus esfuerzos y sus actividades para defender la verdad contra la invasión del error. Para ellos los maestros deberán aplicarse a sacar de la biología, de la histo- ria, de la filosofía, de la apologética, de las ciencias jurídicas y morales las armas que sean necesarias para refutar sólida y compe- tentemente las insostenibles aserciones de quienes pretenden:

Primero: Que las razas humanas, por sus caracteres naturales e inmutables son de tal

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modo diferentes entre si que la más humilde de ellas está más lejos de la más encumbrada que de la especie animal más alta;

Segundo: Que es necesario conservar y cultivar el vigor de la raza y la pureza de la sangre por todos los medios. Todo lo con- ducente a ese resultado es, por eso solo, ho- nesto y permitido;

Tercero: Que de la sangre, sede de los ca- racteres de la raza, derivan como de su fuen- te principal, todas las cualidades intelectua- les y morales del hombre;

Cuarto: Que el fin esencial de la educa- ción consiste en el desarrollo de los caracte- res de la raza y en el enardecimiento de los espíritus por un inflado amor de su propia raza como del bien supremo;

Quinto: Que la religión está sometida a la ley de la raza y debe serle adaptada;

Sexto: Que la fuente primera y la regla suprema de todo el orden jurídico es el ins- tinto racial;

Séptimo: Que existe solamente el Cosmos o Universo, Ser viviente. Todas las cosas, in- cluso el hombre, no son sino formas diversas del Universal Viviente que se amplifican en el curso de las edades;

Octavo: Cada uno de los hombres no exis-

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te sino por el Estado y para el Estado. Todo lo que posee de derecho deriva únicamente de una concesión del Estado.

A estas tan detestables aseveraciones será fácil agregar otras. El Santísimo Padre, Pre- fecto de nuestra Sagrada Congregación, tie- ne la seguridad de que no descuidaréis nada para llevar a efecto las prescripciones conte- nidas en esta carta".

INDICE

Pig.

Prólogo 5

Ubicación del Nacionalismo 9

El Estado Nacionalista y el Catolicismo ... 24

El Estado Nacionalista Argentino y el Catolicismo 51

Iglesia y Estado 70

Epílogo 96

Apéndice . . . . _ 97

ESTE LIBRO SE TERMINO DE IMPRIMIR EL 14 DE JULIO DE MIL NOVECIENTOS TREINTA Y NUEVE EN LOS TALLERES GRAFICOS DE FRANCISCO A. COLOMBO, HORTIQUERA 552. BUENOS AIRES

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JACQUES MARITAIN León Bloy

CESAR E. PICO

Carta a Jacques Maritain sobre la colaboración de los católicos con los movimientos de tipo fascista

JULIO MEINVIELLE Entre la Iglesia y el Reich Los tres pueblos bíblicos

en su lucha por la dominación del mundo (Paganos, Judíos y Cristianos)

LEONARDO CASTELLANI Sentir la Argentina (Leopoldo Lugones)

JUAN P. RAMOS Louis Veuillot

CARDENAL MERCIER La Vida Conyugal

BX1462 .E99

Catolicismo y nacionalismo.

Princeton Tlieologtcal Seminary-Speer Library

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