>>:» > m>j>í m o»l3?¿ r-^? 'm^ \m* [MSi >í> 2ÍS£*3j yx»j&¿ Di» "> "<-v ¿£?2 COLMOS -^ ... Ki!>- BIBLIOTECA HISPAAO-SIRAMERICANA. COSMOS ENSAYO DE UNA DESCRIPCIÓN FÍSICA DEL MUNDO POR ALEJANDRO DE HUMBOLDT. VERTIDO AL CASTELLANO PARA ESTA BILIOTECA. %. f . - . ■■■ ■ ■ ■JlítJ "° TOMO I. -""bé LGTCA. EDUARDO PERIÉ, EDITOR, 1875, PREFACIO DE ALEJANDRO DE HUMBOLDT (1) Próxima á su fin mi existencia, ofrezco á mis compatriotas una obra que ocupa mi pensamien- to hace ya medio siglo; hela abandonado en di- ferentes ocasiones, dudando de que empresa tan temeraria lograra al cabo realizarse; pero otras tantas, quizás imprudentemente, he vuelto á, proseguirla, persistiendo así en mi propósito primero. Doy al público el Cosmos, con la na- tural timidez que me inspira la justa descon- fianza de mis fuerzas, y procurando olvidar que aquellas obras por mucho tiempo esperadas, son (1) Las unidades de medida de que en ésta obra se hace uso son las del sistema métrico, legal y vigente en Espa- ña: y las indicaciones termométricas, se refieren á la es- cala centígrada. (y. del T.) IV PREFACIO. las que con menor benevolencia se reciben gene- ralmente. Las vicisitudes de mi vida y el ardiente de- seo de instruirme en muy diferentes materias, me obligaron á ocuparme durante muchos años, y esclusivamente en apariencia, en el estudio de riendas especiales, como la botánica, la geolo- gía, la química, la astronomía y el magnetis- mo terrestre. Preparación necesaria era esta, si habían de emprenderse con utilidad lejanos via- jes; pero también tales trabajos tenían otro ob- jeto más elevado: el de comprender el mundo de los fenómenos y de las formas físicas en su co- nexión y mutua influencia. Desde mi primera edad he tenido la suerte de escuchar los benévo- los consejos de hombres superiores, convencién- dome desde luego de que si no se poseen sólidos conocimientos relativamente á las diversas par- tes de las ciencias naturales, la contemplación de la naturaleza en más estensos horizontes, co- mo el intento de comprender las leyes porque se rige la física del mundo, solo vana y quimérica empresa serian. Los conocimientos especiales se asimilan y fecundan mutuamente por el mismo enlace de las cosas. Cuando la botánica descriptiva, por ejemplo, no se circunscribe á los estrechos lími- tes "del estudio de las formas y su reunión en gé- neros y especies, lleva al observador que recorre bújo diferentes climas, vastas estensiones conti- nentales, montañas v mesetas, á las fundamen- PREFACIO. Vir tales nociones de la Geografía de las plantas, á la esposicion de la distribución de los vejetales, según la distancia del Ecuador y su elevación so- bre el nivel de los mares. Ahora bien; para com- prender las complicadas causas de las leyes que regulan esta distribución, preciso es penetrar en el estudio profundo de los cambios de tempera- tura del radiante suelo y del océano aéreo di. que nuestro globo se halla envuelto. De este modo es como el naturalista ávido de saber se vé condu- cido de una esfera de fenómenos dada á otra se- gunda que limita los efectos de aquella. La Geo- grafía de las plantas, cuyo nombre era casi des- conocido há medio siglo, nos ofrecería una árida nomenclatura, desprovista de interés, si no re- cibiese poderoso auxilio de los estudios meteoló» gicos. La mayor parte de los viajeros que han veri- ficado espediciones científicas, se limitaron á vi- sitar costas, y así necesariamente tiene que su- ceder en los viajes alrededor del mundo; yo he disfrutado de la ventaja de haber recorrido es- pacios considerables en el interior de dos gran- des continentes, y en regiones en que presentan los más fuertes contrastes, como son: el paisaje tropical y alpino de Méjico ó de la América del Sur, y el paisaje de las estepas del Asia boreal. Empresas de esta clase debían, dada la tenden- cia á generalizar las ideas que hay en mi espíri- tu, vivificar mi ardimiento, y escitarme á reu- nir en una obra especial, los fenómenos terres- VIH PREFACIO. tres y los que se efectúan en los espacios celes- tes. La descripción física de la tierra, poco de- terminada hasta entonces como ciencia, se con- virtió, según este pensamiento, que se estendia á todas las cosas creadas, en una descripción física del Mundo. Grandes dificultades presenta la composición de una obra semejante, si ha de reunir al valor científico, el mérito de la forma literaria. Trá- tase de llevar el orden y la luz á la riqueza in- mensa de materiales que se ofrecen al pensa- miento, sin despojar á los cuadros de la natura- leza del soplo que los anima; porque si nos limi- táramos á esponer resultados generales, incurri- ríamos en una gran aridez y monotonía, pareci- da á la que resultada de enumerar multitud de hechos particulares. No me atrevo á lisonjearme de haber satisfecho condiciones tan difíciles de llenar, y evitado escollos cuya existencia única- mente puedo yo señalar. La débil esperanza que tengo de obtener la indulgencia del público descansa en el interés que ha manifestado hace tantos años, por una obra publicada poco después de mi vuelta de Mé- jico y los Estados-Unidos, con el título de Cua- dros déla Naturaleza. Este libro, escrito primi- tivamente en alemán, y traducido al francés, con raro conocimiento de ambos idiomas, trata bnjo puntos de vista generales, de algunas rama» de la geografía física, tales como la fisonomía de los vegetales, de las sábanas y de los desier- PREFACIO. IX tos, y el aspecto de las cataratas. Si ha sido de alguna utilidad, débese menos á los conocimien- tos que en él han podido encontrarse, que á la influencia que ha ejercido en el ánimo y la ima- ginación de una juventud ávida de saber y pron- ta á lanzarse á lejanas empresas. He procurado hacer ver en el Cosmos, lo mismo que en los Cua- dros de la Naturaleza, que la exacta y precisa descripción de los fenómenos no es absolutamen- te inconciliable con la pintura viva y animada de las imponentes escenas de la creación. Esponer en cursos ó lecciones públicas las ideas que se creen nuevas, me pareció siempre el medio mejor de darlas la posible claridad; por esto intenté este ensayo en dos lenguas di- ferentes, en París y en Berlín. No conozco los cuadernos que oyentes entendidos formaron en- tonces, prefiriendo no consultarlos; porque la redacción de un libro impone bien diversas obli- gaciones de las que lleva consigo la esposicion oral de un curso público. A escepcion de algunos fragmentos de la Introducción, todo el Cosmos ha sido escrito en los años de 1843 y 1844; de- biendo advertir, que el curso que di en Berlín, y que se compone de sesenta lecciones, es ante- rior á mi espedicion al Norte del Asia. El primer tomo de esta obra contiene un cua- dro de la Naturaleza, que abarca el conjunto de los fenómenos del universo, desde las nebulosas planetarias hasta la geografía de las plantas y los animales, terminando por las razas huma- X PREFACIO. ñas. Este cuadro vá precedido de algunas consi- deraciones sobre los diferentes grados de goce que ofrecen el estudio de la naturaleza y el co- nocimiento de sus leyes, y una discusión razo- nada sobre los límites de la ciencia de los Cos- mos, y el método según el cual intento esponer- la. Todo lo que respecta al detalle de las obser- vaciones particulares, y á los recuerdos de la antigüedad clásica, eterna fuente de instrucción y de vida, está reducido en notas colocadas al final de cada tomo. Es observación muy frecuente y al parecer poco consoladora, la que cuanto no tiene sus rai- ces en las profundidades del pensamiento, del sentimiento y de la imaginación creadora, cuan- to depende de los progresos de la esperiencia, de las revoluciones que la creciente perfección de los instrumentos y la esfera más estensa cada dia de la observación hacen esperimentar á las teorías físicas, pronto envegece. Las obras de ciencias naturales llevan pues en sí mismas un germen de destrucción, de tal suerte que en me- nos de un cuarto de siglo se ven condenadas al olvido por la rápida marcha de los descubri- mientos, é ilegibles para aquellos que se encuen- tran á la altura de los progresos de; tiempo. Sin negar la exactitud de estas reflexiones, pienso no obstante que aquellos á quienes el prolonga- do é íntimo contacto con la naturaleza penetró del sentimiento de su grandeza, y que en este sa- ludable comercio fortificaron á la vez su carác- PREFACIO. XI ter y su espíritu, no pueden afligirse de que cada dia sea más y más conocida, y se estienda ince- santemente el horizonte de las ideas como el de los hechos. En el estado actual de nuestros co- nocimientos partes muy importantes de la física del mundo están ya cimentados sobre sólidos fundamentos. Un libro en que se pretende reunir todo lo que en una época dada se ha descubierto en los espacios celestes, en la superficie del globo, y á la débil distancia en que nos está permitido leer en sus profundidades, puede, si no me engaño, ofrecer aun algún interés, cual- quiera que sean los progresos futuros de la ciencia, con tal que logre retratar vivamente una parte siquiera de lo que el espíritu humano apercibe como general, constante y eterno, entre las aparentes fluctuaciones de los fenómenos del universo. APUNTES BIOGRÁFICOS DE HUMBOLDT. No pretendemos escribir una biografía pro- piamente dicha del ilustre sabio alemán, autor del Cosmos, empresa de suyo ardua y difícil; por- que para seguir paso á paso el camino que Hum- boldt recorriera durante su vida, y detallar sus triunfos, y examinar sus trabajos, fuera preciso más espacio del que podemos disponer, y entrar en la historia de las ciencias naturales, tan ade- lantadas en periodo tan breve, merced, muy principalmente, á las investigaciones de este grande hombre. Ya que así no sea, al menos reseñaremos li' geramente los puntos más culminantes de tan gloriosa existencia, cumpliendo de este modo con el respeto que á la memoria del autor del Cos- mos se debe, y con la obligación de darlo á co- nocer á los lectores de su obra inmortal. XIV APUNTES BIOGRÁFICOS. Nació Alejandro de Humboldt, barón de Hura- boldt, en Berlín, el dia 14 de Setiembre de 1769- Su padre, mayor del ejército prusiano y cham- belán del rey, casó con Mme. Colomb, viuda del barón de Holwede. De estas segundas nupcias nacieron, el ilustre sabio de quien tratamos, y Guillermo, de alguna más edad que Alejandro, muy estimado como lingüista y lilósoíb, y que ocupó puestos diplomáticos de importancia en su país. Una intimidad inalterable ligó durante su vida á los dos hermanos, que juntos pasaron sus primeros años en Tegel, posesión de recreo de la familia, cerca de la capital. Uno de los maestros que cuidó de su educa- ción en la infancia fué Campe, autor del Nuevo Robinson, iibro tan conocido como bello. Des- pués continuó Ivunth la enseñanza hasta la sa- lida de los hermanos para las universidades. En 1783 fueron á Berlín donde recibieron las lecciones de varios hombres ilustres, hasta que en 1780 pasaron á la universidad de Francfort, y de allí á Gottinga, cuna por entonces de los más distinguidos sabios. Blumenbach, Eichhorn y Heyne, enseñaban en aquella casa, y de todas partes venia la juventud más florida á recoger la ciencia de sus autorizados labios. Alejandro Humboldt, apartado de su hermano desde esta época, hizo gran amistad con Jorge Forster, residente en Gottinga. Forster que acompañó á Cook, siendo aun niño, á su viaje alrededor del mundo, encendió con sus narraciones inteligentes APUNTES BIOGRÁFICOS. XV los deseos innatos de Humboldt hacia las corre- rías ó investigaciones remotas. El resultado de estas sinceras relaciones de Forster y Humboldt, fué un viaje que hicieron el año 1790 á las orillas del Rhin. La primera obra de Humboldt Observaciones mineralógicas sobre ciertas formaciones basálticas del Rhin, fué el fruto de esta espedicion. Poco tiempo después le llevaron sus aficiones á la escuela de Comercio de Hamburgo, y de allí á la Academia de minas de Freiberg, donde Wer- ner asentaba su brillante reputación corno geó- logo y mineralogista. En esta famosa Academia hizo conocimiento con el célebre Leopoldo de Buch, que llegó á ser uno de sus mejores y más íntimos amigos. Acabada su educación, ocupó el empleo de asesor del distrito minero de Berlin y de los principados de Bayreuth y de Auspach. Por en- tonces (año de 1793) publicó Humboldt su Flora subterránea de Freiberg, con aforismos sobre la fisiología química de las plantas. También en esta época el poeta Sniller le agregó á la redac- ción de su periódico Las horas, en el cual vio por primera vez la luz su opúsculo la Fuerza vital, que después llevó á los Cuadros de la na- turaleza. Algo más tarde y por consecuencia del descubrimiento famoso de Galbani, Humboldt dio á la imprenta en 1795, su trabajo titulado Esperimentos sobre la irritabilidad nerviosa y muscular, á que tanto cariño mostró siempre. XVI APUNTES BIOGRÁFICOS. Desde 1793 á 1790, este espíritu infatigable, en el cual se engendraban necesidades y aficio- nes de tan diversos géneros, ocupó también va- rios puestos en la carrera diplomática de algu- na importancia. A fines de 1796 tuvo el pesar de perder á su virtuosa madre. Esta desgracia fué sin embargo la causa ocasional de sus viajes á América, deseo contenido por su amor filial. Desde este momento no pensó sino en prepararse para nuevos estudios, entre ellos la astronomía bajo la dirección de Zach, enagenando sus bie- nes para realizar su propósito bien decidido de visitar el nuevo mundo. Con Leopoldo de Buch pasó en Italia corto tiempo, dirigiéndose á París que aun no cono- cía, con el objeto de adquirir ciertos instrumen- tos necesarios á sus espediciones y relacionarse á la vez con lo más florido del mundo científico. La acogida que obtuvo escedió á sus esperanzas, y despertó en él un cariño estraordinario por aquel país, que conservó hasta su muerte. Sin efecto la espedicíon del Bristol al Egipto, en 179S, y aplazada indefinidamente la que Bau- din y Hamelin proyectaban á la Australia, por encargo del Directorio, se decide Humboldt que venia ya acompañado de Bonpland, con quien trabó amistad en Francia, á pasar el invierno de 1798 á 1799 en la capital de España. Su merecida fama científica y lo esmerado de su educación, conquistáronle aquí las simpatías de muchas personas de valimiento, y el apoyo APUNTES BIOGRÁFICOS. XVII de Urquijo, ministro á la sazón de Carlos IV. Aprovechóse Humboldt de estas relaciones, y solicitó y obtuvo por mediación de Urquijo, el permiso de visitar nuestras colonias de América y las islas Filipinas, encareciendo Humboldt las inapreciables ventajas que habríamos de repor- tar de su viaje, por el mas exacto conocimiento de nuestros dominios allende los mares. — En las siguientes palabras nos da cuenta él mismo de sus gestiones y del éxito que lograron: «Pre- sentáronme á la corte, residente á la sazón en el real sitio de Aranjuez, y el rey me acogió con sumo agrado. Espliquéle los móviles que me inducian á intentar un viaje al Nuevo Mundo y á las Filipinas, y presenté una Memoria sobre el asunto al secretario de Estado D. Mariano Luis de Urquijo. Este ministro apoyó mis pre- tensiones y desvaneció todos los impedimentos. Obtuve dos pasaportes, uno del rey mismo, y otro del Consejo de Indias: jamás se habia otor- gado un permiso mas lato á viajero alguno, ni ningún extranjero habia sido honrado por el Go - bierno español con una confianza igual á la que se me dispensó.» Embarcáronse Humboldt y Bonpland en la Coruña, siendo recibidos por el capitán de la corbeta Pizarro con la consideración mas dis- tinguida, por orden de nuestro Gobierno. Hi- cieron escala en Tenerife, y allí se detuvieron los ilustres viajeros para estudiar el Pico y la Orotava, todo el tiempo que desearon, arribando 2 XVIII APUNTES BIOGRÁFICOS. felizmente á Cumaná, el 16 de julio del mismo año de 1799, y pisando al fin el anhelado suelo americano. Gloria y grande toca á España por el auxilio eficacísimo que prestara á Humboldt, y por ser también con este motivo ocasión de la bellísima obra del sabio alemán, Ensayo so- bre la isla de Cuba. Comenzó Humboldt sus investigaciones por el estado de Venezuela, en donde llamaron su atención profundamente los temblores de tierra, tan frecuentes en aquellas regiones apartadas, aquellas selvas vírgenes, aquellos raudales que dan el carácter á la fértil naturaleza de los paises de América. El Orinoco, el Rio Negro, el Casiquiare, el Atrapabo, cuantas corrientes de alguna impor- tancia riegan aquel suelo, son visitadas por los intrépidos viajaros, descansando al fin en An- gostura, hoy Ciudad-Bolivar. Humboldt y Bon- pland regresaron á Cumaná, con el propósito de reunirse á la espedicion de Baudin y Hamelin; mas el bloqueo de los ingleses les hizo desistir de su intento, hasta que trascurridos dos meses llegan á la Habana, permaneciendo allí algún tiempo. Tienen noticia por entonces de que el capitán Baudin habia doblado el Cabo de Hornos, y abandonan á Cuba, dirigiéndose á las costas del mar del Sur por Puerto Cabello, Cartagena y el istmo de Panamá. Suben el Rio Magdalena, en Nueva-Granada, APUNTES BIOGRÁFICOS. XIK hasta Santa Fé de Bogotá, desde donde, despue;s de unos dias de esploraciones curiosas, paran en Quito en enero de 1802. La cordillera de Quindiu y sus volcanes fueron prolijamente es- tudiados durante cinco ó seis meses, verificando á seguida, el 23 de junio, la famosa ascensión al Chimborazo hasta una altura de 6,072 metros, la mayor que hombre alguno habia por enton- ces alcanzado. Humboldt y Bonpland se dirigieron luego al Perú, descansando en Lima algún tiempo; desde allí fueron á Guayaquil y se embarcaron para Méjico á donde arribaron en abril de 1802. De gran importancia y fecundos resultados para la ciencia, fueron los numerosos trabajos de los intrépidos viajeros en esta comarca de la América, del dominio de los españoles en aquella época. Embarcáronse para la Habana en marzo de 1804. Después de algún tiempo se dirigieron á los Estados-Unidos, visitaron Filadelfia y Washington, haciendo conocimiento con Jeffer- son, presidente de aquella república, hombre ilustrado que los acogió con distinción. Tuvo allí Humboldt noticia de que la Academia de Ciencias de París le habia nombrado socio cor- respondiente, y el 9 de junio de 1804 partió para Francia. Su llegada á la capital fué un triunfo, tanto mayor, cuanto que habian corrido noticias de su muerte. Humboldt comenzó á ocuparse, una vez en XX APUNTES BIOGRÁFICOS. París, de la publicación del celebre Viaje á las regiones equinocciales del Xicevo Continente, cuya primera entrega salió en 1807, no termi- nando la obra hasta 1827. Al levantamiento de este trabajo monumental que consta de 8 tomos en l. " y 15 en folio, cooperaron con sus conoci- mientos Arago, Cuvier, Gay-Lussac, Kunth, Klaproth, Wildenow, Oltmanns, Latreille, Va- lenciennes y Vauquelin, en mas ó menos parte. Humboldt se ligó íntimamente con Gay-Lussac y Arago, á quienes tuvo por contrarios con oca- sión de su Memoria sobre la descomposición química del aire atmosférico, publicada en Alemania antes de su viaje á América. Humboldt y Gay-Lussac pasaron juntos á Italia en marzo de 1805, atravesaron los Alpes y Apeninos, llegando á Roma, donde le espera- ban su hermano Guillermo, y su amigo Leopol- do de Buch. Además de los trabajos y esperi- mentos meteorológicos que practicaron durante su espedicion, Humboldt con Gay-Lussac y Buch visitaron el Vesubio, precisamente en una de sus más terribles esplosiones. A su regreso de Italia, hace Humboldt una escursion á su patria, donde fué celebrada su vuelta por una medalla. Durante su permanen- cia en Prusia, preparó la primera edición de sus Cuadros de la Naturaleza, que se publicaron en 1808.— En 181 1 pasa á Londres con su hermano, ministro plenipotenciario de Prusia en la Gran Bretaña.— En 1822, por deseo especial del rey de APUNTES BIOGRÁFICOS. XXI Prusia, le acompaña al Congreso de Verona y á Ñapóles. Terminada en 1827 la publicación de su obra, cede á las instancias del rey de Prusia, y vuelve á fijar su residencia en Berlin. Ocúpase en esta época de la Geografía de las plantas del Nuevo Continente, y publica el Ensayo sobre la isla de Cuba. En 1829 el czar Nicolás de Rusia le invitó á que visitara el Asia Central en compañía de G. Rose, Ehrenberg y Menschenin. Esta espedi- cion que emprendió Humboldt á los sesenta años de edad, salió de San Petersburgo el 20 de mayo de 1829, visitando Moscou, Kasan, Yeka- therinenburgo, los montes Ourales, Nisnei-Ta- guilok, Bogoslowsk, Tobolsk y Altai; desde allí el lago Dsainsang, en la Dzongaria, volviendo á Moscou á los nueve meses, por las estepas de Ischim, Omsk, Miask, el lago Ilimano, Orenbur- go, Astrakan, el Mar Caspio, Saratow, Sarepta, Woronech y Tula. Los principales resultados de este famoso viaje, fueron consignados en los Fragmentos de geología y de climatología asiáticas, en la obra alemana de Gustavo Rose, Viage de Humboldt, Ehrenberg y Rose á los montes Urales y Altai y al mar Caspio, y sobre todo, en el bellísimo es- tudio escrito en francés por Humboldt, á que dio el título de Asia Central. Al regresar de su espedicion, recibió Hum- boldt el encargo de ir á reconocer á Luis Felipe XXII V.PUNTES BIOGRÁFICOS. por rey de los franceses, después de los sucesos de julio de 1830, volviendo á Berlín cuando la revolución destronó al Orleans. En 1835 Alejandro de Humboldt esperimentó el amarero dolor de perder á su hermano, y en L838 á la hija mayor de este, que era también la mas querida; y por último, en 1840 á su rey Federico Guillermo ni, que de tantas distincio- nes le hizo objeto. Trabajaba Humboldt qor entonces en su Asia Central, y en el Examen crítico de la historia de la geografía del Nuevo Continente. En 1841 acompañó cá Federico Guillermo IV á Londres, con ocasión del bautismo del príncipe de Galles. Poco tiempo después, en 1842, con motivo de la muerte desgraciada del duque de Orleans, volvió á París, y terminó su obra el Asia Cen- tral, que se publicó en 1843. No por esta incansable actividad, dejaba Humboldt de pensar en su Cosmos, resumen en donde se propuso encerrar la historia de la ciencia, y á pesar de sus setenta y cinco años de edad se ocupaba sin levantar mano de realizar su intento. En 1844 dio a la imprenta la primera parte del Cosmos, y apenas publicada en alemán, fué á París, entendiéndose con Faye, astrónomo y miembro del Instituto, para que empezase cuanto antes la traducción francesa que apareció en 1846. Al principio créese que el autor tuvo el APUNTES BIOGRÁFICOS. XXIII propósito de no escribir sino dos tomos del Cos- mos; mas su afán de estender los conocimientos por él adquiridos, le arrastró á dar cuatro. En 1847 salió la segunda parte de esta obra colosal, y la traducción francesa de este segundo tomo, poesía de la ciencia, fué encomendada por Humboldt mismo á Galuski, distinguido escritor que comprendió bien su pensamiento. Respecto del tercer tomo, Humboldt, para satisfacer la impaciencia del público y aun la suya propia, lo dividió en dos partes, cuya tra- ducción francesa confió á Faye y Galuski. Por consecuencia de la muerte de Arago, á quien tanto estimaba Humboldt, se paralizó al- gún tanto la publicación del cuarto tomo del Cosmos, pues el autor trabajó mucho en la de las obras de su difunto amigo, las cuales adi- cionó y notó, precediéndolas de un prólogo im- portantísimo. Por fin, en 1857 apareció la cuarta parte del Cosmos, y en 1859 su traducción francesa. Las fuerzas de este ilustre anciano comenza- ron á decaer en 1858. Por entonces, sin embar- go, era su constante preocupación la de dar un quinto tomo del Cosmos, y una nueva edición en 8.° de todas aquellas de sus obras que pudie- ran alcanzar éxito al reproducirlas. Esta edi- ción debia contener el Viaje á las regiones equi- nocciales; las Vistas de las cordilleras y mo- numentos de Méjico; la Historia de la geografía del Nuevo Continente; el Asia Central; los Cua- XXTY APUNTES BIOGRÁFICOS. dros de la naturaleza', el Ensayo sobré la geo- grafía de las plantas-, \w$> Misceláneas de geolo- gía y de física general, y el Cosmos; en una palabra, las obras mas importantes y las que ejercieron tan justa y merecida influencia en la cultura y adelantos de la ciencia. Este genio profundo y hombre universal, murió el 0 de mayo de 1859, á los noventa años de edad. Su fama y su nombre serán imperece- deros. INTRODUCCIÓN. CONSIDERACIONES SOBRE LOS DIFERENTES GRADOS DE GOCE QUE OFRECEN EL ASPECTO DE LA NATU- RALEZA Y EL ESTUDIO DE SUS LEYES. Dos temores distintos esperimento al procu- rar desenvolver, tras una larga ausencia de mi patria, el conjunto de los fenómenos físicos del globo y la acción simultánea de las fuerzas que animan los espacios celestes. De una parte, la materia que trato es tan vasta y tan variada, que temo abordar el asunto de una manera enciclo- pédica y superficial; de otra, es deber mió no can- sar la imaginación con aforismos que únicamen- te ofrecerían generalidades bajo formas áridas y dogmáticas. La aridez nace frecuentemente de la concisión, mientras que el intento de abrazar á la vez escesiva multiplicidad de objetos produce falta de claridad y de precisión en el encadena- miento de las ideas. La naturaleza es el reino de la libertad, y para pintar vivamente las concep- 2 COSMOS. ciones y los goces que su contemplación profunda espontáneamente engendra, sería preciso dar al pensamiento una espresion también libre y noble en armonía con la grandeza y majestad de la creación. Si se considera el estudio de los fenómenos físicos, no en sus relaciones con las necesidades materiales de la vida, sino en su influencia ge- neral sobre los progresos intelectuales de la hu- manidad, es el mas elevado é importante resul- tado de esta investigación, el conocimiento de la conexión que existe entre las fuerzas de la natu- raleza, y el sentimiento íntimo de su mutua de- pendencia. La intuición de estas relaciones es la que engrandece los puntos de vista, y ennoblece nuestros goces. Este ensanche de horizontes es obra de la observación, de la meditación y de el espíritu del tiempo en el cual se concentran las direcciones todas del pensamiento. La historia revela á todo el que sabe remontarse á través de las capas de los siglos anteriores, hasta las rai- ces profundas de nuestros conocimientos, cómo desde miles de años, el género humano ha traba- jado por conocer en las mutaciones incesante- mente renovadas, la invariabilidad de las leyes naturales, y en conquistar progresivamente una gran parte del mundo físico por la fuerza de la inteligencia. Interrogar los anales de la historia es seguir esta senda misteriosa sobre la cual la imájen del Cosmos, revelada primitivamente al sentido interior como un vago presentimiento de HUMBOLDT. 3 la armonía y del orden en el Universo, se ofrece hoy al espíritu como el fruto de largas y serias observaciones. A las dos épocas de la contemplación del mun- do esterior, al primer destello de la reflexión y á la época de una civilización avanzada, corres- ponden dos géneros de goces. El uno, propio de la sencillez primitiva de las antiguas edades, nace de la adivinación del orden anunciado por la pacífica sucesión de los cuerpos celestes y el desarrollo progresivo de la organización; el otro, resulta dei exacto conocimiento de los fenómenos. Desde el momento en que el hombre, al interro- gar la naturaleza, no se limita á la observación, sino que dá vida á fenómenos bajo determinadas condiciones; desde que recoge y registra los he- lios para estender la investigación más a llá de la corta duración de su existencia, la Filosofía de la Naturaleza se despoja de las formas vagas y poéticas que desde su origen la han perteneci- do; adopta un carácter más severo; compulsa el valor de las observaciones, no adivina ya; com- bina y razona. Entonces las afirmaciones dog- máticas de los siglos anteriores, se conservan solo en las creencias del pueblo y de las clases que se aproximan á él por su falta de ilustra- ción; y se perpetúan sobre todo en algunas doc- trinas que se cubren bajo místico velo, para ocul- tar su debilidad. Las lenguas recargadas de es- presiones figuradas, llevan largo tiempo los ras- gos de estas primeras intuiciones. Un pequeño 4 COSMOS. número de símbolos, producto de una feliz inspi- ración de los tiempos primitivos, toma poco á poco formas menos vagas, y, mejor interpreta- dos, se conservan hasta en el lenguaje científico. La naturaleza, considerada por medio de la razón, es decir, sometida en su conjunto al tra- bajo del pensamiento, es la unidad en la diversi- dad de los fenómenos, la armonía entre las cosas creadas, que difieren por su forma, por su propia constitución, por las fuerzas que las animan; es el Todo animado por un soplo de vida. El resul- tado mas importante de un estudio racional de la naturaleza es recoger la unidad y la armonía en esta inmensa acumulación de cosas y de fuer- zas; abrazar con el mismo ardor, lo que es conse- cuencia de los descubrimientos de los siglos pa- sados con lo que se debe á las investigaciones de los tiempos en que vivimos, y analizar el detalle de los fenómenos sin sucumbir bajo su masa. Pe- netrando en los misterios de la naturaleza, des- cubriendo sus secretos, y dominando por el tra- bajo del pensamiento los materiales recogidos por medio de la observación, es como el hombre puede mejor mostrarse más digno de su alto destino. Si reflexionamos desde luego acerca de los di- ferentes grados de goce á que dá vida la contem- plación de la naturaleza, encontramos que en el primer lugar debe colocarse una impresión ente- ramente independiente del conocimiento íntimo de los fenómenos físicos; independiente también HUMBOLDT. 5 del carácter individual del paisaje, y de la fisono- mía de la re gion que nos rodea. Donde quiera que en una llanura monótona, sin más límites que el horizonte, plantas de una misma especie, brezos, cistos ó gramíneas, cubren el suelo, en los sitios en que las olas del mar bañan la ribera y hacen reconocer sus pasos por verdosas estrias de ovas y alga flotante, el sentimiento de la naturaleza, grande y libre, arroba nuestra alma y nos revela como por una misteriosa inspiración que las fuer- zas del Universo están sometidas á leyes. El sim- ple contacto del hombre con la naturaleza, esta influencia del gran ambiente, ó del aire libre, co- mo dicen otras lenguas con mas bella espresion, egercen un poder tranquilo, endulzan el dolor y calman las pasiones, cuando el alma se siente ín- timamente agitada. Estos beneficios los recibe el hombre por todas partes, cualquiera que sea la zona que habite; cualquiera que sea el grado de cultura intelectual á que se haya elevado. Cuan- to de grave y de solemne se encuentra en las im- presiones que señalamos, débenlo al presenti- miento del orden y de las leyes, que nace espon- táneamente al simple contacto de la naturaleza; así como al contraste que ofrecen los estrechos límites de nuestro ser con la imájen de lo infinito revelada por doquiera, en la estrellada bóveda del cielo, en el llano que se estiende más allá de nuestra vista, en el brumoso horizonte del Océano. Otro goce es el producido por el carácter in- 6 COSMOS. dividual del paisaje, la configuración de la super- ficie del globo en una región determinada. Las impresiones de este género son más vivas, mejor definidas, más conformes á ciertas situaciones del alma. Ya es la inmensidad de las masas, la lucha de los elementos desencadenados ó la tri3te desnudez de las estepas, como en el norte del Asia, lo que escita nuestra emoción; ya, bajo la inspiración de sentimientos mas dulces, caúsala el aspecto de los campos cubiertos de ricos fru- tos, la habitación del hombre al borde del tor- rente ó la salvaje fecundidad del suelo vencido por el arado. Insistimos menos aquí sobre los grados de fuerza que distinguen estas emociones, que sobre la diferencia de sensaciones que escita el carácter del paisaje, y á las cuales dá este mismo carácter su encanto y su duración. Si me fuese permitido abandonarme á los re- cuerdos de lejanas correrías, éntrelos goces que presentan las escenas de la naturaleza, señalaría, la calma y magestad de esas noches tropicales, en que las estrellas privadas, de centelleo, arro- jan una dulce luz planetaria sobre la superficie blandamente agitada del Océano; recordaría esos profundos valles de las Cordilleras, donde los es- beltos troncos de las palmeras agitan sus cabe- zas empenachadas, atraviesan las bóvedas vege- tales, y forman en largas columnatas, «un bos- que sobre el bosque;» (1) describiría el vértice del pico de Tenerife en el momento en que una capa horizontal de nubes, deslumbrante de blancura, HUMBOLDT. 7 separa el cono de cenizas de la llanura inferior, y súbitamente, por efecto de una corriente as- cendente, deja que desde el borde mismo del crá- ter, pueda la vista dominar las viñas del Orota- va, los jardines de naranjas y los grupos espesos de los plátanos del litoral. No es ciertamente, lo repito, el dulce encanto uniformemente esparci- do en la naturaleza, lo que nos conmueve ya en estas escenas; es la fisonomía del suelo, su pro- pia configuración, la mezcla de las nubes, de las islas vecinas y del horizonte del mar, que con- funden sus formas indecisas en los vapores de la mañana. Todo cuanto nuestros sentidos perci- ben vagamente, todo cuanto los parajes román- ticos presentan de más horrible, puede llegar á ser para el hombre manantial de goces; su ima- ginación encuentra en todo medios de ejercer li- bremente un poder creador. En la vaguedad de las sensaciones, cambian las impresiones con los movimientos del alma, y por una ilusión tan dul- ce como fácil creemos recibir del mundo exterior lo que nosotros mismos sin saberlo hemos depo- sitado en él. Cuando alejarlos de la patria, desembarcamos por primera vez en tierra de los trópicos, des- pués de una larga navegación, nos sorprende agradablemente reconocer en las rocas que nos rodean las mismas eschistas inclinadas, iguales basaltos en columnas cubiertos de amigdaloydes celulares, que los que acabábamos de dejar sobre el suelo europeo, y cuya identidad en zonas tan 8 COSMOS. diferentes, nos demuestran que la corteza de la tierra al solidificarse, ha quedado independiente de la inlluencia de los climas. Pero estas masas de rocas schistosas y basálticas se encuentran cubiertas de vegetales de una fisonomía que nos sorprende, y de un aspecto desconocido. Allí es donde, rodeados de formas colosales, y de la raa- gestad de una flora exótica, esperimentamos, cómo por la maravillosa flexibilidad de nuestra naturaleza, se abre el alma fácilmente á impre- siones que tienen entre sí un lazo misterioso y secreta analogía. Tan íntimamente unido nos figuramos cuanto tiene relación con la vida or- gánica, que si á primera vista se ocurre que una vegetación semejaate á la de nuestro país natal debería encantarnos, como encanta nuestro oido el idioma de la patria dulcemente familiar, poco á poco, sin embargo, nos sentimos naturalizados en los nuevos clim.is. Ciudadano del mundo, el hom- bre, en todo lugar, acaba por familiarizarse con cuant'; le rodea. Únicamente el colono aplica á algunas plantas de esas nuevas regiones, nom- bres que importa de la madre patria, como un recuerdo cuya pérdida sentiría. Por las misterio- sas relaciones que existen entre los diferentes tipos de la organización, las formas vegetales exóticas se presentan á su pensamiento embelle- cidas por la imagen de las que rodearon su cuna. Así es que la afinidad de sensaciones conduce al mismo objeto á que nos lleva más tarde la labo- riosa comparación de los hechos, á la íntima per- HÜMBOLDT. 9 suacion de que un solo é indestructible nudo en- cadena la naturaleza entera. La tentativa de descomponer en sus diversos elementas la magia del mundo físico, llena está de temeridad; porque el gran carácter de un pai- saje, y de toda escena imponente de la naturale- za, depende de la simultaneidad de ideas y de sentimientos que agitan al observador. El poder déla naturaleza se revela, por decirlo así, en la conexión de impresiones, en la unidad de emocio- nes y de efectos que se producen en cierto modo de una sola vez. Si se quieren indicar sus fuen- tes parciales, es preciso descender por medio del análisis á la individualidad de las formas y á la diversidad de las fuerzas. Los mas ricos y varia- dos elementos de este género de análisis se ofre- cen á la vista de los viajeros en el paisaje del Asia austral, en el gran archipiélago de la Irdia, y sobre todo en el Nuevo Continente, donde los vértices de las altas Cordilleras forman los ba- jíos del Océano aéreo, y donde las mismas fuer- zas subterráneas que en otros tiempos levanta- ron cadenas de montañas, las conmueven aun hoy* y amenazan sepultarlas. Los Cuadros de la naturaleza, trazados con un pensamiento reflexivo, no se han Lecho con el único objeto de agradar á la imaginación; pueden también, cuando se los relaciona entre sí, ^producir las impresiones en virtud de las cuales, se pasa gradualmente desde el litoral uniforme ó las desnudas estepas de la Siberia» 10 COSMOS. hasta la inagotable fecundidad de la zona tórri- da. Si colocamos imaginariamente el Monte Pi- lato sobre el Schreckhorn (2), ó la Schneekoppe sobre el Mont-Blanc, no habremos llegado á com- poner uno de los grandes colosos de los Andes, el Chimborazo, que tiene doble altura que el Etna; y únicamente superponiendo el Righi ó el monte Athos al Chimborazo, puede formarse idea del más alto vértice del Himalaya, del Dhawalagiri. Aunque las montañas de la India, por su asom- brosa elevación, escedan con mucho (un gran nú- mero de exactas medidas han dado al fin este re- sultado) á las Cordilleras de la América meridio- nal, no pueden sin embargo, ofrecer la misma variedad de fenómenos, á causa de su posición geográfica. La impresión de los grandes aspectos de la naturaleza no depende únicamente de la altura. La cadena del Himalaya está colocada muy acá de la zona tórrida, y apenas si se en- cuentra una palmera en los lindos valles de Ku- maoun y de Garhwal. (3) Entre los 28° y 3 i de latitud, sobre la pendiente meridional del anti- guo Paropaniso, la naturaleza no desplega ya aquella abundancia de heléchos y de gramíneas arborescentes, de helicónias y de orquídeas, que, en la región tropical, suben hasta las mas ele- vadas mesetas. En la falda del Himalaya, á la sombra del pino deodvara y de encinas de largas hojas que caracterizan A los alpes de la India, la roca granítica y la micaschista se cubren de for- mas casi semejantes á las que vegetan en Euro- HUMBOLDT. 11 pa y en el Asia boreal. Las especies no son idén- ticas, pero sf análogas de aspecto y de fisonomía: son enebros, abedules alpinos, gencianas, la par- nasia de pantanos, y las grosellas espinosas. (4) Falta también á la cadena del Himalaya el fenó- meno imponente de los volcanes, que en los An- des y en el Archipiélago Indio, revelan muy á menudo y de una manera formidable á los indí- genas, la existencia de las fuerzas que residen en el interior de nuestro planeta. También la re- gión de las nieves perpetuas, en la pen líente me- ridional del Himalaya, allí donde suben las cor- rientes de aire húmedo y con esas corrientes la vigorosa vegetación del Indostan, empieza ya á los 3,600 y 3,900 metros de altura sobre el nivel del Océano, fijando por consiguiente al desarrollo de la organización un límite que en la región equinoccial de las Cordilleras se encuentra á 850 metros mas arriba. (5) Los países próximos al Ecuador tienen otra ventaja sobre la cual no se ha llamado la aten- ción hasta aquí suficientemente. Esta es la parte de la superficie de nuestro planeta en que la na- turaleza dá vida á la mayor variedad de impre- siones, en la menor estension. En las colosales montañas de Cundinamarca, de Quito y el Perú, surcadas por valles profundos, es dable al hom- bre contemplar á la vez todas las familias de las plantas y todos los astros del firmamento. Allí, de un golpe de vista se abarcan magestuosas pal- meras, bosques húmedos de bambúes, la familia 1 2 COSMOS. de las rausáceas, y sobre estas formas del mundo tropical, encinas, nísperos, rosales silvestres, y umbelíferas como en nuestra patria europea. De una sola mirada se abraza la constelación de la Cruz del Sud, las Nubes de Magallanes y las es- trellas conductoras de la Osa que giran al rede- dor del polo Ártico. Allí, el seno de la tierra y los dos hemisferios del cielo ostentan toda la ri- queza de sus formas y la variedad de sus fenó- menos; allí, los climas, como las zonas vegeta- les cuya sucesión determinan, se encuentran su- perpuestos por pisos, y las leyes de decrecimien- to del calor, fáciles de recoger por el observador inteligente, están escritas en caracteres indele- bles sobre los muros de las rocas en la pendiente rápida de las Cordilleras. Para no cansar al lector ccn el detalle de los fenómpnos que he tratado há mucho tiempo de representar gráficamente (6), no reproducirá aquí más que alguno de los resultados generales cuyo conjunto compone el cuadro físico de la zona tórrida- Lo que en la vaguedad de las sensacio- nes se confunde, por falta de contornos bien de- terminados, lo que queda envuelto por ese va- por brumoso que en el paisaje, oculta ñ la vista las altas cunas, el pensamiento lo desarrolla y resuelve en sus diversos elementos, desentrañan- do las causas de los fenómenos, asignando á cada uno de dichos elementos, que concurren á for- mar la imprtsion total, un carácter individual. De aquí resulta que en la esfera de la ciencia HUMBOLDT. 13 como en la de la poesía y la pintura de paisaje, la descripción de los parajes y los cuadros que hablan á la imagi ración tienen tanta mayor ver- dad y vida, cuanto mas determinados están sus rasgos característicos. Si las regiones de la zona tórrida, por su ri- queza orgánica y su abundante fecundidad hacen brotar las más profundas emociones, ofrecen tam- bién la inapreciable ventaja de enseñar al hom- bre en la uniformidad de las variaciones de la atmósfera y del desarrollo de las fuerzas vitales, en los contrastes de los climas y de vegetación que nacen de la diferencia de alturas, la invaria- bilidad de las leyes que rigen los movimientos celestes, reflejada, por decirlo así, en los fenó- menos terrestres. Séame permitido detenerme algunos instantes en las pruebas de esta regula- ridad, que puede hasta sujetarse á escalas y á evaluaciones numéricas. En los llanos ardientes que se elevan poco sobre el nivel délos mares, reina la. familia de los bananeros, cycas, y palmeras, cuyas espe- cies, incluidas en las floras de las regiones tro- picales, se han multiplicado maravillosamente en nuestros dias por el celo de los viajeros bo- tánicos. A estos grupos siguen, sobre la pen- diente de las Cordilleras, en lo alto de los valles ó en grietas húmedas y sombrías, los heléchos arbóreos y el quino que produce la corteza anti- febril. Los gruesos troncos cilindricos de los he- lechos proyectan sobre el azul turquí del cielo 1 1 COSMOS. e) lozano verdor de un follaje delicadamente dentado. En el quino la corteza es tanto iras saludable cuanto mas frecuentemente está ba- ñada y refrescada la cima del árbol, por las li- jeras nieblas que forman la capa superior de las nubes materialmente descansando sobre aque- llas llanuras. En el límite donde acaba la región de los bosques, florecen en largas bandas, plan- tas que viven por grupos, como la menuda ara- lia, los thibaude3 y la andrómeda de hojas de mirto. La rosa alpina de los Andes, la magní- fica befaría, forma un cinturon purpurino al rededor de los salientes picos. Poco á puco en la región fria de los Páramos, espuesta á la perpetua tormenta de los huracanes y de los vientos, desaparecen los arbustos ramosos y las vellosas yerbas, constantemente cargadas de grandes corolas de variados matices. Las plan- tas monocotiledones de delgada espiga, cubren uniformemente el suelo; tal es la zona de las gramíneas. La sábana que se estiende sobre inmensas mesetas, refleja en la pendiente de las Cordilleras una luz amarillenta, casi dorada en lontananza, y sirve de pasto á los llamas y al ganado introducido por los colonos europeos. Donde quiera que la roca desnuda de traquito toca al césped y se eleva en capas de aire que creemos las menos cargadas de ácido carbónico, las únicas plantas de una organización inferior, liqúenes, lecídeas y el polvo coloreado de la le- praria, se desarrollan en manchas orbiculares. HUMBOLJT. 15 Islotes de nieve esporádica recientemente caida, variables de forma y de estension, detienen los últimos y débiles desenvolvimientos de la vida vegetal. A estos islotes esporádicos siguen las nieves perpetuas, cuya altura es constante y fácil de determinar, á causa de la muy pequeña oscilación que sufre su límite inferior. Las fuerzas elásticas que residen en el interior de nuestro globo trabajan, frecuentemente en va- no, para quebrar esas campanas ó cúpulas re- dondeadas, que resplandecientes con la blancura de las nieves perpetuas, dominan la espalda de las Cordilleras. Allí donde las fuerzas subterrá- neas han logrado, sea por cráteres circulares, sea por largas grietas, abrir comunicaciones permanentes con la atmósfera, producen con gran frecuencia, escorias inflamadas, vapores de agua y de azufre hidratado, miasmas de ácido carbónico, y rara vez corrientes de lava. Un espectáculo tan grandioso y tan impo- nente, no ha podido inspirar á los habitantes de los trópicos, en el primer estado de una na- ciente civilización, mas que un vago sentimiento de asombro y de espanto. Debió suponerse qui- zás, y lo hemos dicho mas arriba, que la vuelta periódica de los mismos fenómenos, y el modo uniforme según el cual se agrupan por zonas superpuestas, habrían facilitado al hombre el conocimiento de las leyes de la naturaleza; pero por lejos que se remonten la tradición y la his- toria, no encontramos que estas ventajas hayan IR COSMOS. sido provechosas en aquellos dichosos climas. Investig aciones recientes hacen dudar de que la base primitiva de la civilización de 1 a [ndios, una de las fases mas maravillosas del progreso dfi la humanidad, haya tenido su asiento entre los mismos trópicos. Ayriana Vaedjo, la antigua cuna del Zend, estaba situada al Nord-Oeste de los Altos -Indos; y después del gran cisma reli- gioso, es decir, después de la separación de los Iranios de la institución brahmánica,la lengua, en otro tiempo común á los Iranios y á los In- dos, tomó entre estos últimos, en la Magadha ó Madhya Déza (7), comarca limitada por la gran Cordillera del Himalaya y la pequeña cadena Vindhya,una forma individual, al propio tiempo que la literatura, las costumbres y el estado de la sociedad. Bastante después, la lengua y la civilización sánscritas adelantaron hacia el Sud- Este y penetraron mucho mas en la zona tórri- da, como ha espuesto mi hermano Guillermo de Humboldt (8) en su gran obra sobre la lengua Kawi y las que con ella tienen algunas relacio- nes de estructura. A pesar de todas las trabas que, bajo latitu- des boreales, oponian al descubrimiento de las leyes de la naturaleza, la escesiva complicación de los fenómenos, y las perpetuas variaciones locales en los movimientos de la atmósfera y en la distribución de las formas orgánicas, preci- samente á un pequeño número de pueblos ha- bitantes de la zona templada, es á quienes se ha HUMBOLDT. 17 revelado primero un conoci miento íntimo y ra- cional de las fuerzas que obran en el mundo físico. De la zona boreal, mas favorable aparen- temente al progreso de la razón, á la dulzura de las costumbres y á las libertades públicas, es de donde los gérmenes de la civilización han sido importados á la zona tropical, tanto por esos grandes movimientos de razas que se llaman emigraciones de los pueblos, cuanto por el es- tablecimiento de colonias, igualmente saluda- bles para los paises que van á poblar y para aquellos de donde parten, cualquiera que sean las diferencias qua presenten por otro lado sus instituciones en los tiempos fenicios ó helénicos, y en nuestros tiempos modernos. Al indicar la facilidad mas ó menos grande que ha podido dar la sucesión de los fenómenos para reconocer la causa que los produce, he ha- blado de este punto importante donde, en el con- tacto con el mundo esterior, al lado del encanto que esparce la simple contemplación de la na- turaleza, se coloca el goce que nace del conoci- miento de las leyes y del encadenamiento mutuo de aquellos fenómenos. Lo que durante largo tiempo no ha sido sino objeto de una vaga ins- piración, ha llegado poco á poco á la evidencia de una verdad positiva. El hombre se ha esfor- zado para encontrar, como ha dicho en nuestra lengua un poeta inm^ortal «el polo inmóvil en la eterna fluctuación de las cosas creadas,» (9) Para llegar á la fuente de este goce que nace 18 COSMOS. del trabajo del pensamiento, basta echar una rápida mirada sobre los primeros bosquejos de la filosofía de la naturaleza ó de la antigua doc- trina del Cosmos. Encontramos entre los pue- blos mas salvajes (y mis propias escursiones han confirmado esta aserción) un sentimiento confuso y temeroso de la poderosa unidad de las fuerzas de la naturaleza, de una esencia invi- sible, espiritual, que se manifiesta en ellas ya desarrollen la flor y el fruto en el árbol produc- tivo, ya quebranten el suelo del bosque ó ya truenen en las nubes. Así se revela un lazo en- tre el mundo visible y un mundo superior que se escapa á los sentidos. Uno y otro se confun- den involuntariamente, sin que por ello deje de desarrollarse en el seno del hombre, el germen de una filosofía de la Naturaleza, aunque como el simple producto de una concepción ideal, y sin el auxilio de la observación. Entre los pueblos mas atrasados en civiliza- ción, la imaginación se goza en creaciones es- trañas y fantásticas. La predilección por el sim- bolo influye simultáneamente, en las ideas y en las lenguas. En vez de examinar, se adivina, se dogmatiza, se interpreta lo que nunca ha sido observado. El mundo de las ideas y de los sen- timientos no refleja en su pureza primitiva el mundo esterior. Lo que en algunas regiones de la tierra no se ha manifestado como rudimento de la filosofía natural, sino entre un pequeño número de individuos dotados de una alta inte- HUMBOLDT. 19 ligencia, se presenta en otras regiones, entre familias enteras de pueblos, como el resultado de tendencias místicas y de intuiciones instinti- vas. En el comercio íntimo con la naturaleza, en la vivacidad y profundidad de las emociones á que da vida, es donde se encuentran también los primeros impulsos hacia el culto, hacia una santificación de fuerzas destructoras ó conser- vadoras del Universo. Pero á medida que el hom- bre, recorriendo los diferentes grades de su des- arrollo intelectual, llega á gozar libremente del poder regulador de la reflexión, á separar por un acto de emancipación progresiva, el mun- do de las ideas y el de las sensaciones, no puede contentarse con presentir vagamente la unidad de las fuerzas de la naturaleza. El ejercicio del pensamiento empieza á cumplir su alta misión; la observación, fecundada por el razonamiento llega con ardor á las causas de los fenómenos. La historia de las ciencias enseña que no ha sido fácil satisfacer á las necesidades de una curiosidad tan ardiente. Observaciones peco exactas é incompletas han originado por falsas inducciones, ese gran número de cálculos físicos que se han perpetuado entre las preocupaciones populares de todas las clases de la sociedad. Así es como al lado de un conocimiento sólido y científico de los fenómenos se ha conservado un sistema de fenómenos mal observados, tanto mas difícil de destruir, cuanto que no se tiene en cuenta ninguno de los hechos que le contra- 20 COSMOS. rían. Este empirismo, triste herencia de siglos anteriores, mantienen invariablemente sus axio- mas. Es arrogante como todo lo que es limitado; en tanto que la física fundada en la ciencia, duda porque trata de profundizar, separa lo que es cierto de lo que es simplemente probable, y perfecciona sin cesar las teorías estendiendo el círculo de sus observaciones. Ese conjunto de dogmas incompletos que un siglo lega al otro, esa física que se compone de preocupaciones populares, no es solamente per- judicial porque perpetúa el error, con la obsti- nación que lleva siempre el testimonio de los hechos imperfectamente observados; sino que también prohibe al espíritu elevarse á los gran- des horizontes de la naturaleza. En vez de bus- car el estado medio, alrededor del cual oscilan, en la aparente independencia de las fuerzas, to • dos los fenómenos del mundo esterior, desea la ocasión de multiplicar las escepciones de la ley; investiga en los fenómenos y en las formas or- gánicas, otras maravillas que las de una suce- sión regular ó, de un desarrollo interno y pro- gresivo; se inclina á creer incesantemente in- terrumpido el orden de la naturaleza, á desco- nocer en el presente la analogía con el pasado, á perseguir, en medio del azar de sus sueños, la causa de pretendidas perturbaciones, tanto en el interior de nuestro globo, como en los espa- cios celestes. El objeto particular de esta obra es el de HUMBOLDT. 21 combatir los errores que toman su origen en un vicioso empirismo y en imperfectas inducciones. Los mas nobles goces que puede procurar el es- tudio de la naturaleza, dependen de la exactitud y de la profundidad de sus concepciones, de la estension del horizonte que se abarca de una vez. Con el cultivo de la inteligencia se ha acre- centado en todas las clases de la sociedad, la ne- cesidad de embellecer la vida aumentando la masa de ideas y los medios de generalizarlas. Este sentimiento es la refutación de las censu- ras que se han dirigido al siglo en que vivimos, y prueba que los espíritus no se han ocupado únicamente de los intereses materiales de la existencia. Toco no sin pesar á un temor que parece nacer de una mira limitada, ó de cierto senti- mentalismo dulce y blando del alma: hablo del temor de que la naturaleza no pierda nada de su encanto, prestigio y poder mágico, á medida que empecemos á penetrar en sus secretos, á comprender el mecanismo de sus movimientos celestes, y á evaluar numéricamente la intensi- dad de las fuerzas. Es cierto que estas no ejer- cen, propiamente hablando, un poder mágico sobre nosotros, sino cuando su acción envuelta en misterios y tinieblas, se halla colocada fuera de todas las condiciones que ha podido reunir la esperiencia. El efecto de un poder tal, es por consiguiente, el de conmover la imaginación; y ciertamente que no es esta la facultad del alma 22 cosmos. que evocaríamos preferentemente, para dirigir las laboriosas y minuciosas observaciones cuyo objeto es el conocimiento de las mas prandes y admirables leyes del Universo. El astrónomo que per medio de un heliómetro ó de un prisma de doble refracción (10) determina el diámetro de los cuerpos planetarios; que mide con paciencia durante años enteros la altura meridiana, y las relaciones de distancia de las estrellas; que busca un cometa telescópico en un grupo de pequeñas nebulosas, no siente la imaginación (y esta es la garantía misma de la precisión de su trabajo) mas conmovida, que el botánico que cuenta las divisiones del cáliz, el número de los estambres, los dientes ya libres, ya unidos, del anillo que rodea la cápsula de musgo. Sin em- bargo, las medidas multiplicadas de ángulos por una parte, y de otra las relaciones del detalle de la organización, preparan el camino á importan- tes cálculos sobre la física general. Es preciso distinguir entre las disposiciones del alma del observador, en tanto que observa, y el engrandecimiento ulterior de miras, que es el fruto de la investigación y del trabajo del pensamiento. Cuando los- físicos miden con ad- mirable sagacidad las ondas luminosas de des- igual longitud que se refuerzan ó se destruyen por interferencia^ aun en sus acciones quími- cas; cuando el astrónomo armado de poderosos telescopios penetra en los espacios celestes, contempla las lunas de Urano en los últimos lí- HUMBOLDT. 23 mites de nuestro sistema solar, y descompone débiles puntos brillantes en estrellas dobles des- igualmente coloreadas; cuando los botánicos ven reproducirse la constancia del movimiento giratorio del chara en la mayor parte de las cel- das vegetales, y reconocen el íntimo enlace de las formas orgánicas por géneros y por fami- lias naturales, la bóveda celeste sembrada de nebulosas y de estrellas, el rico manto de vege- tales que cubre el suelo en el clima de las pal- meras, no pueden dejar de inspirar á esos ob- servadores laboriosos una impresión mas impo- nente y mas digna de la magestad de la creación que á aquellos otros cuya alma no está acos- tumbrada á recojer las grandes relaciones que ligan á los fenómenos entre sí. No puedo por consiguiente estar de acuerdo con Burke, cuan- do, en una de sus ingeniosas obras pretende «que nuestra ignorancia respecto de las cosas de la naturaleza es la causa principal de la admira- ción que nos inspiran, y fuente de que nace el sentimiento de lo sublime.» En tanto que la ilusión de los sentidos fija los astros en la bóveda del cielo, la astronomía con sus atrevidos trabajos engrandece indefini- damente el espacio. Si circunscribe la gran ne- bulosa á la cual pertenece nuestro sistema so- lar, es únicamente para enseñarnos mas allá, hacia regiones que huyen á medida que las po- tencias ópticas aumentan, otras islas de nebu- losas esporádicas. El sentimiento de lo sublime, 24 COSMOS. cuando nace de la contemplación de la distancia que nos separa de los astros, de su magnitud, y en general de la estension física, se refleja en el sentimiento de lo infinito, que pertenece á otra esfera de ideas, al mundo intelectual. Cuanto el primero ofrece de solemne y de imponente, lo debe á la relación que acabamos de señalar, á esa analogía de goces y de emociones que senti- mos, ya en medio de los mares, ya en el Océano aéreo, cuando capas vaporosas y semidiáfanas nos envuelven sobre el vértice de un pico aisla- do, ya en fin delante de uno de esos poderosos instrumentos que disuelven en estrellas lejanas nebulosas. Aquel trabajo que consiste en acumular ob- servaciones de detalle, sin relación entre sí, ha podido inducir, es cierto, á ese error profunda- mente inveterado, de que el estudio de las cien- cias exactas debe necesariamente enfriar el sen- timiento y disminuir los nobles placeres de la contemplación de la naturaleza. Los que, en los tiempos en que vivimos, en medio del adelanto de todad las ramas de nuestros conocimientos y de la misma razón pública, alimentan todavía semejante error, ni aprecian bastante cada pro- greso de la inteligencia, ni lo que puede el arte encubrir el detalle de los hechos aislados, para elevarse á resultados generales. Al temor de sa- crificar el libre goce de la naturaleza, bajo la influencia del razonamiento científico, se añade por lo común el de que no sea dable á todas las HUMBOLDT. 25 inteligencias el conocer el conjunto de la física del mundo. Cierto que en medio de esta fluctua- ción universal de fuerzas y de vida, en esta red intrincada de organismos que se desarrollan y destruyen sucesivamente, cada paso que se dá hacia el conocimiento más íntimo de la natura- leza, conduce á la entrada de nuevos laberintos; pero esta intuición vaga de tantos misterios por descubrir, estimulando en nosotros el ejercicio del pensamiento, nos causa, en todos los grados del saber, un asombro mezclado de alegría. El descubrimiento de cada ley de la naturaleza lleva á otra ley mas general, ó hace presentir su exis- tencia, al observador inteligente. La naturaleza, como la ha definido un célebre fisiólogo (11) y como la palabra misma indica entre los Griegos y los Romanos, es «lo que crece y se desarrolla perpetuamente, lo que solo vive por un cambio continuo de forma y de movimiento interior.» La serie de los tipos orgánicos se estiende ó se completa para nosotros á medida que, por medio de viajes de tierra ó mar, penetramos en regiones desconocidas y comparamos los or- ganismos vivientes con aquellos que han des- aparecido con las grandes revoluciones de nues- tro planeta; á medida que los microscopios se perfeccionan y aprendemos á servirnos de ellos con mas discernimiento. En el seno de esta in- mensa variedad de producciones animales y ve- getales, en el juego de sus trasformaciones pe- riódicas, se renueva sin cesar el misterio pri- 26 cosmos. mordial de todo desarrollo orgánico, aquel pro- blema de la metamorfosis que Goethe ha tratado con una sagacidad superior, y que nace de la necesidad que esperimentamos de reducir las formas vitales á un pequeño número de funda- mentales tipos. En medio de las riquezas de la naturaleza y de esta acumulación creciente de las observaciones, se penetra el hombre de la convicción íntima de que en la superficie y en las entrañas de la tierra, en las profundidades del mar y las de los cielos, aun después de miles de años, «el espacio no faltará á los conquista- dores científicos.» Este pesar de Alejandro (12) no podria aplicarse á los progresos de la obser- vación y de la inteligencia. Las consideraciones generales, bien sea que tengan relación con la materia aglomerada en cuerpos celestes ó con la distribución geográfica de los organismos terrestres, no solo son más atractivas por sí mismas, que los estudios espe- ciales, sino que ofrecen también grandes venta- jas á los que no pueden emplear mucho tiempo en este género de ocupaciones. Las diferentes ramas de la Historia natural ni son accesibles mas que á ciertas posiciones de la vida social, ni presentan el mismo encanto en toda estación ni bajo todo clima. En las zonas inhospitalarias del Norte estamos privados durante largo tiempo del espectáculo que ofrecen á nuestras miradas las fuerzas productivas de la naturaleza orgá- nica; y si nuestro interés está limitado á una HUMBOLDT. 27 clase de objetos, los más animados cuentos de los viajeros que han recorrido los paises lejanos, no tendrán atractivo alguno para nosotros, á me- nos que se refieran á los mismos objetos de nues- tra predilección. De igual manera que la historia de los pue- blos (si pudiese elevarse siempre con éxito á las verdaderas causas de los acontecimientos) llegaria á resolver el eterno enigma de las osci- laciones que esperimenta el movimiento sucesi- vamente progresivo ó retrógrado de la sociedad humana; asi también, la descripción física del mundo, la ciencia del Cosmos, si estuviese con- cebida por una alta inteligencia, y fundada so- bre el conocimiento de todo lo que se ha descu- bierto hasta una época dada, haria desaparecer una parte de las contradicciones que parece ofre- cer á primera vista la complicación de los fenó^ menos, y que descansan en una multitud de per- turbaciones simultáneas. El conocimiento de las leyes, ya se revelen en los movimientos del Oc- céano, en la marcha calculada de los cometas, ó en las atracciones mutuas de las estrellas múl- tiples, aumenta el sentimiento tranquilo de la naturaleza, cual si «la discordia de los elemen- tos,* constante fantasma del espíritu humano en sus primeras intuiciones, se debilitara á me- dida que las ciencias estienden su imperio. Las miras generales nos acostumbran á considerar cada organismo, como una parte de la creación entera, á reconocer en la planta y en el animal, 28 COSMOS. no la especie aislada, sino una forma unida en la cadena de los seres, á otras formas vivientes ó muertas: ayudándonos á conocer las relacio- nes que existen entre los descubrimientos más recientes y los que los han preparado. Retirados á un punto del espacio, recogemos con mayor avidez lo que se ha observado bajo diferentes climas. Complácenos seguir á los audaces nave- gantes hasta en medio de los hielos polares, has- ta el pico del volcan del polo antartico cuyos fuegos son visibles durante el dia á grandes distancias. Llegamos aun á comprender al- gunas de las maravillas del magnetismo terres- tre, y los resultados que pueden esperarse hoy de las numerosas estaciones diseminadas en los dos hemisferios, para espiar la simultaneidad de las perturbaciones, la frecuencia y la duración de las tempestades magnéticas. Séame permitido adelantar por el campo de los descubrimientos cuyas consecuencias no pue- den ser apreciadas sino por aquellos que se han dedicado á los estudios de la física general. Ejem- plos_escogidos entre los fenómenos que han fija- do especialmente la atención en estos últimos tiempos, esparcirán nueva luz sobre las cdnside^ raciones precedentes. Sin un conocimiento pre- liminar de la órbita de los cometas, no se com- prendería cual es la importancia que tiene el descubrimiento del cometa de Encke, cuya ór- bita elíptica está incluida en los estrechos lí- mites de nuestro sistema planetario, y que ha HDMBOLDT. 29 revelado la existencia de un fluido etéreo, que tiende á disminuir la fuerza centrífruga y la duración de las revoluciones. En una época en que tantas gentes, curiosas de un relativo sa- ber, se complacen en mezclar á las conversacio- nes del dia vaguedades científicas, los temores que antiguamente reinaban respecto del choque de los cuerpos celestes, ó de un pretendido tras- torno de los climas, se renuevan bajo formas di- ferentes: sueños de la imaginación, tanto más engañosos, cuanto que tienen su origen en pre- tensiones dogmáticas. La historia de la atmósfe- ra y de las variaciones anuales que esperimenta su temperatura, tiene ya bastante antigüedad para habernos manifestado la reproducción de pequeñas oscilaciones alrededor del calor medio de cierto lugar, y para prevenirnos por consi- guiente contra el temor exagerado de la dete- rioración general y progresiva de los climas de Europa. El cometa de Encke, uno de los tres co- metas interiores, acaba sa carrera en mil dos- cientos dias; y por la forma y la posición de su órbita, no es más peligroso para la tierra que el gran cometa de Halley, de setenta y seis años, menos bello en 1835 que en 1759, ni que el co- meta interior de Biela, el cual, si bien es cierto que corta la órbita de la tierra, no puede acer- carse mucho á nosotros sin embargo, mas que cuando su proximidad al sol coincide con el sols- ticicio de invierno. La cantidad de calórico que recibe un plañe- :!0 cosmos. ta, y cuya desigual distribución determina las variaciones met.erológicas de la atmósfera, de- pende á la vez de la fuerza fotogénica del sol, es decir, del estado de sus envueltas gaseosas, y de la posición relativa del planeta y del cuerpo cen- tral. Según las leyes de la gravitación univer- sal, la forma de la órbita terrestre ó la inclina- unn de la eclíptica, es decir, el ángulo que for- ma el eje de la tierra con el plano de su órbita, esperimenta variaciones periódicas; pero tan lentas, y encerradas en tan estrechos límites, que sus efectos térmicos no llegarian á ser apre- ciados por nuestros instrumentos actuales, sino después de miles de años. Las causas astronómi- cas á que pueden referirse el enfriamiento de nuestro globo, la disminución de la humedad en su superficie, la naturaleza y frecuencia de cier- tas epidemias, (fenómenos frecuentemente discu- tidos en nuestros dias siguiendo las preocupa- ciones de la Edad media) deben mirarse como cosas fuera del alcance de los procedimientos actuales de la física y de la química. La astronomía física nos ofrece otros fenó- menos que no podrían conocerse tampoco en toda su magnitud, sin e?tar preparados á ello por no- ciones generales acerca de las fuerzas que ani- man al Universo. Tales son, el inmenso número de estrellas, ó más bien, de soles dobles, que gi- rando alrededor de un centro común de grave- dad, nos revelan la existencia de la atracción newtoniana en los más apartados mundos; la HUMBOLDT. 31 abundancia ó la rareza de las manchas del sol, es decir, de esas aberturas que se forman en las atmósferas luminosa y opaca de que su núcleo sólido está envuelto, las caidas irregulares de las estrellas errantes en el 13 de noviembre y dia de San Lorenzo, anillo de asteroides que cortan probablemente la órbita de la tierra, y se mue- ven con velocidad planetaria. Si desde las regiones celestes descendemos á la tierra, deseamos concebir las relaciones que existen entre las oscilaciones del péndulo en un espacio lleno de aire, oscilaciones cuya teoría ha sido perfeccionada por Bessel, y la densidad de nuestro planeta; y preguntamos cómo el pén- dulo, haciendo las funciones de una sonda, nos ilumina hasta cierto punto acerca de la consti- tución geológica de capas situadas á grandes profundidades. Obsérvase una asombrosa analo- gía entre la formación de las rocas granuladas que componen corrientes de lava en la pendiente de los volcanes activos, y esas masas endógenas de granito, de pórfiro y de serpentina, que na- cidas del seno de la tierra, quebrantan, como rocas de erupción, los bancos secundarios modi- ficándolos por contacto y haciéndolos más duros por medio de la sílice que en ellos se introduce, ya reduciéndolos al estado de dolomía, ya en fin, produciendo cristales de muy vanada composi- ción. El levantamiento de islotes esporádicos, cúpulas de traquito y conos de basalto, por las fuerzas elásticas que emanan del interior fluida 82 cosmos. del globo, han llevado al primer geólogo de nues- tro siglo, M. Leopoldo de Buen, á la teoría del levantamiento de los continente? y cadenas de montañas. Esta acción de las fuerzas subterrá- neas, la ruptura y la elevación de los bancos de roca sedimentarias, de lo cual ha ofrecido un ejemplo reciente el litoral de Chile á consecuen- cia de un gran temblor de tierra, dejan entre- ver la posibilidad de que las conchas pelágicas halladas por M. Bonpland y por mí sobre la fal- da de los Andes, á más de 4.600 metros de eleva- ción, hallan podido ser llevadas á esta altura, no por la intumescencia del Océano, sino por agentes volcánicos capaces de arrollar la costra reblandecida de la tierra. Llamo vulcantsmo, en el sentido más gene- ral de la palabra, á toda acción que el interior de un planeta ejerce sobre su corteza esterior. La superficie de nuestro globo, y la de la luna manifiestan las huellas de esta acción, que por lo menos en nuestro planeta, ha variado en la sucesión de los siglos. Los que ignoran que el calor interior de la tierra aumenta rápidamente con la profundidad, y queá ocho ó nueve leguas de distancia (13) está en fusión el granito, no pueden formarse idea exacta de las causas y déla simultaneidad de erupciones volcánicas muyale- jadas unas de las otras, de la estension y del cru- zamiento de los círculos de conmoción que ofre- cen los temblores de tierra, de la constancia de temperatura y de la igualdad de composición HUMBOLDT. 33 química observadas en las aguas termales du- rante una larga serie de años. Tal es, sin em- bargo, la importancia de la cantidad de calórico propia de cada planeta, como resultado de su condensación primitiva, que el estudio de esta cantidad de calórico, arroja á la vez alguna luz sobre la historia de la atmósfera y acerca de la distribución de los cuerpos organizados escondi- dos en la corteza sólida de la tierra. De esta ma- nera llegamos á concebir, cómo ha podido reinar antes sobre toda la tierra una temperatura tro- pical, independiente de la latitud y producida por las profundas grietas, largo tiempo abiertas después del replegamiento y hundimiento de la corteza apenas consolidada, de donde se exhalaba al calor interior. Este estudio nos enseña un antiguo estado de cosas, en el cual, la tempera- tura de la atmósfera, y los climas en general, se debían más al desprendimiento de calórico y de diferentes emanaciones gaseosas, es decir, á la enérgica reacción del interior hacia el esterior, que á la relación de la posición de la tierra fren- te á frente del cuerpo central, el sol. Las regiones frias guardan depositadas en capas sedimentarias los productos de los trópi- cos: en el terreno hullero están encerrados tron- cos de palmeras que quedaron en pié, y mezcla- dos á coniferas, heléchos arborescentes, goniati- tes, y peces de escamas romboidales huesosas; (14) en el calcáreo de Jura, enormes esqueletos de cocodrilos y de plesiosauros, planulitas y 34 COSMOS. troncos de cycádeas; en el gredoso, pequeños polythálaraos y briozoarios, cuyas mismas espe- cies viven aun en el seno de los mares actuales; en el trípoleo, ó esquisto sin pulir, el semi-ópalo y el ópalo harinoso, inmensas aglomeraciones de infusorios silíceos que Klirenberha reveiado con su microscopio vivificador; por último, en los terrenos de transportes y ciertas cavernas, hue- sos de elefantes, de hienas y de leones. Familia- rizados como lo estamos hoy, con las grandes miras de la física del globo, estas producciones de los climas cálidos, por encontrarse en el es- tado fósil en las regiones septentrionales, no escitan ya en nosotros una curiosidad estéril, sino que llegan á ser los más dignos objetos de meditaciones y combinaciones nuevas. La multitud y la variedad de los problemas que acabo de indicar, dan origen á la cuestión de saber si consideraciones generales pueden tener un grado suficiente de claridad, allá don- de falta el estudio detallado y especial de la his- toria natural descriptiva, de la geología y de la astronomía matemática, Pienso que es necesario distinguir desde luego entre aquel que debe re- coger las observaciones esparcidas y profundi- zarlas para esponer su enlace, y aquel á quien debe ser trasmitido este encadenamiento bajo la forma de resultados generales. El primero se impone la obligación de conocer la especialidad de los fenómenos; es preciso que antes de llegar á la generalización de las ideas, haya recorrido, HÜMBOLDT. 35 en parte al menos, el dominio de las ciencias; que haya observado, esperimentado y medido por sí mismo. No negaré que allá donde faltan los conocimientos positivos, los resultados genera- les que, en sus relaciones continuadas, dan tan- to encanto á la contemplación de la naturaleza, no pueden ser todos desarrollados con el mismo grado de luz; pero me inclino á creer, sin embar- go, que en la obra que preparo sobre la física del mundo, la parte más considerable de las ver- dades se presentará con toda evidencia, sin que sea necesario remontarse siempre á los princi- pios y á las nociones fundamentales. Este cua- dro de la naturaleza, aunque en muchas de sus partes presente contornos poco marcados, no será menos á propósito para fecundar la inteligencia, engrandecer la esfera de las ideas, y alimentar y vivificar la imaginación. Quizás no sin fundamento se ha criticado á muchas obras científicas de Alemania, el haber disminuido por la acumulación de los detalles, la impresión y el valor de los resultados genera- les; el no haber separado suficientemente estos grandes resultados que forman, por decirlo asi, los puntos culminantes de las ciencias, de la lar- ga enumeración de los medios que han servido para obtenerlos. Esta censura ha hecho decir humorísticamente al más ilustre de nuestros poetas (15): «Los alemanes tienen el don de ha- cer inaccesibles las ciencias.» El edificio con- cluido, no puede producir el efecto que de él se 36 cosmos. espera, en tanto que esté obstruido por el anda- mio que ha sido preciso levantar para construir- lo. Así pues, la uniformidad de figura que se ob- serva en la distribución de las masas continen- tales, que terminan todas hacia el Sur en forma de pirámide, y se ensanchan hacia el Norte (ley que determina la naturaleza de los climas, la di- rección de sus corrientes en el Océano y en la atmósfera, el paso de ciertos tipos de vegetación tropical á la zona templada austral) puede com- prenderse con claridad, sin que se conozcan las operaciones geodésicas y astronómicas por las cuales han sido determinadas esas formas pira- midales de los continentes. De la misma manera, la geografía física nos enseña en cuantas leguas es mayor el eje ecuatorial del globo que el eje polar; la igualdad media del aplanamiento de los dos hemisferios, sin que sea necesario espo- ner como se ha llegado á reconocer por la me- dición de los grados del meridiano ó por obser- vaciones del péndulo, que la verdadera figura de la tierra no es exactamente la de un elipsoide de revolución regular, y que esta figura se refleja en las desigualdades de los movimientos luna- res. Los grandes horizontes de la geografía com- parada no han empezado á tomar solidez y brillo á la par, hasta la aparición de la admirable obra titulada Estudios de la tierra en sus relaciones con la naturaleza y con la historia del hombre, en la cual Carlos Ritter ha caracterizado con tanta fuerza la fisonomía de nuestro globo, y en- HUMBOLDT. 37 señado la influencia de su configuración este- rior, tanto en los fenómenos físicos que tienen lugar en su superficie, cuanto en las emigracio- nes de los pueblos, sus leyes, sus costumbres y todos los principales fenómenos históricos de los cuales es teatro. Francia posee una obra inmortal, La Fspo- sicion del sistema del mundo, en la cual ha reu- nido el autor los resultados de los trabajos ma- temáticos y astronómicos más sublimes, despo- jándolos del aparato da las demostraciones. La estructura Je los cielos queda reducida en este libro á la solución sencilla de un problema de mecánica. Sin embargo, La Esposicion del siste- ma del mundo de Laplace, no ha sido tachada hasta aquí de incompleta ni de falta de profundi- dad. Distinguir los materiales desemejantes, los trabajos que no tienden al mismo fin, separar las nociones generales de las observaciones aisladas, es el único medio de dar unidad á la física del mundo, de esclarecer los objetos, y de imprimir un carácter de grandeza al estudio de la natu- raleza. Suprimiendo los detalles que distraen la atención solo se consideran las grandes masas y se conoce por el pensamiento lo que pasa desa- percibido á la debilidad de nuestros sentidos. Es preciso añadir á estas consideraciones la de que la espesicion de los resultados está singu- larmente favorecida en nuestros dias, por la fe- liz revolución que han esperimentado desde fines del siglo último, los estudios especiales y sobre 38 cosmos. todos la geología, la química y la historia natu- ral descriptiva A medida que se generalizan las leyes, y que las ciencias se fecundan mutuamen- te, que estendiéndose, se unen enfre sí por lazos más numerosos y más íntimos, el desenvolvimien- to de las verdades generales puede ser conciso sin llegar á ser superficial. En el principio de la ci- vilización humana, todos los fenómenos apare- cen aislados, la multiplicidad de las observacio- nes y la reflexión los aproximan, y hacen conocer su mutua dependencia. Si acontece, sin embargo, que en un siglo caracterizado como el nuestro por los más brillantes progresos, se nota en al- gunas ciencias falta de enlace de los fenómenos entre sí, deben esperarse descubrimientos tanto más importantes, cuanto que esas mismas cien- cias se han cultivado con una sagacidad de ob- servaciones y una predilección particulares. Así sucede hoy con la meteorología, varias partes de la óptica, y, desde los bellos trabajos de Melloni y de Faraday, con el estudio del calórico radian- te y del electro-magnetismo. Queda por recoger en esto una rica cosecha, aunque la pila de Volta nos enseñe ya una relación íntima entre los fenó- menos eléctricos, magnéticos y químicos. ¿Quién se atreverá á afirmar hoy, que conocemos con pre- cisión la parte de atmósfera que no es oxígeno? ¿quién que las miles de sustancias gaseosas que obran sobre nuestros órganos no están mezcla- das de ázoe, ó que se haya descubierto el número total de las fuerzas que existen en el Universo? HUMBOLDT. 39 No se trata en este ensayo de la física del mundo, de reducir el conjunto de los fenómenos sensibles á un pequeño número de principios abs- tractos, sin más base que la razón pura. La físi- ca del mundo que yo intento esponer, no tiene la pretensión de elevarse á las peligrosas abstrac- ciones de una ciencia meramente racional de la naturaleza; es una geografía física reunida á la descripción de los espacios celestes y de los cuer- pos que llenan esos espacios. Estraño á las pro- fundidades de la filosofía puramente especulati- va, mi ensayo sobre el Cosmos es la contempla- ción del Universo, fundada en un empirismo ra- zonado; es decir, sobre el conjunto de hechos registrados por la ciencia y sometidos á las ope- raciones del entendimiento que compara y com- bina. Ünicamente en estos límites la obra que he emprendidoj entra en la esfera de los trabajos á los que he consagrado la larga carrera de mi vida científica. No me aventuro á penetrar en una esfera donde no sabría moverme con liber- tad, aunque otros puedan á su vez ensayarlo con éxito. La unidad que yo trato de fijar en el desar- rollo de los grandes fenómenos del Universo, es la que ofrecen las composiciones históricas. To- do cuanto se relacione con individualidades ac- cidentales, con la esencia variable de la realidad, trátese de la forma de los seres y de la agru- pación de los cuerpos, ó de la lucha del hom- bre contra los elementos, y de los pueblos con- tra los pueblos, no puede ser deducido de solo 40 COSMOS. las ideas, es decir, racionalmente construido Creo quf la descripción del Universo y la his- toria civil se hallan colocadas en el mismo gra- do de empirismo; pero sometiento los fenómenos físicos y los acontecimientos al trabajo pensador, y remontándose por el razonamiento á sus cau- sas, se confirma más y más la antigua creencia de que las fuerzas inherentes á la materia, y las que rigen el mundo moral, ejercen su acción bajo el imperio de una necesidad primordial, y según movimientos que se renuevan periódicamente ó á desiguales intervalos. Esta necesidad de las cosas, este encadenamiento oculto, pero perma- nente, esta renovación periódica en el desenvol- vimiento progresivo de las formas, de los fenó- menos y de los acontecimientos, constituyen la naturaleza, que obedece á un primer impulso dado. La física, como su mismo nombre indica, se limita á esplicar los fenómenos del mundo ma- terial por las propiedades de la materia. El últi- mo objeto de las ciencias esperimentales es pues, elevarse á la existencia de las leyes, y generali- zarlas progresivamente. Todo lo que va mas allá, no es del dominio de la física del mundo, y per- tenece á un género de especulaciones más eleva- das. Manuel Kant, uno lie los pocos filósofos que no han sido acusados de impiedad hasta aquí, ha señalado los límites de las esplicaciones físi- cas, con una rara sagacidad, en su célebre En- sayo sobre la teoría y la construcción de los Cielos, publicado en Kcenigsberg, en 1755. HUMBOLDT. 41 El estudio de una ciencia que promete condu- cirnos á través de los vastos espacios de la crea- ción, semeja á un viaje á país lejano. Antes de emprenderle, se miden por lo común, con des- confianza, las propias fuerzas y las del guia que se ha escogido. El temor que reconoce por cau- sa la abundancia y la dificultad de las materias, disminuye, si se tiene presente, como hemos in- dicado mas arriba, que con la riqueza de las ob- servaciones ha aumentado también, en nuestros dias, el conocimiento cada vez más íntimo de la conexión de los fenómenos. Lo que en el círculo más estrecho de nuestro horizonte, ha parecido mucho tiempo inesplicable, ha sido generalmente adornado de una manera inopinada por investi- gaciones hechas bajo lejanas zonas. En el reino animal, como en el reino vegetal, formas orgá- nicas que han permanecido aisladas, han sido unidas por cadenas intermedias, formas ó tipos de transición. Especies, géneros, familias ente- ras, propias de un Continente, se presentan como reflejadas en formas análogas de animales y de plantas del continente opuesto, y así se completa la geografía de los seres. Son, por decirlo así, equivalentes que se suplen y se reemplazan en la gran serie de los organismos. La transición y el enlace se fundan sucesivamente, en una dismi- nución ó un desarrollo escesivo de ciertas partes, sobre soldaduras de órganos distintos, sobre la preponderancia que resulta de una falta de equi- librio en el balanceo de las fuerzas, sobre reía- 1-J COSMOS. ciones con formas intermedias, que lejos de ser permanentes, determinan solo ciertas fases de un desarrollo normal. Si de los cuerpos dotados de vida, pasamos al mundo inorgánico, encon- traremos en él ejemplos que caracterizan en alto grado los progresos de la geología moderna. Re- conoceremos, cómo después de las grandes miras de Elias de Beaumont, las cadenas de montañas que dividen los climas, las zonas vegetales y las. razas de los pueblos, nos revelan su edad relati- va, ya sea por la naturaleza de los bancos sedi- mentarios que han levantado, ya por las direc- ciones que siguen por largas grietas, sobre las cuales se ha hecho el rugamiento de la superfi- cie del globo. Relaciones de yacimiento en las formaciones de traquito y de pórfiro sienítico, de diorita y de serpentina, que han permanecido dudosas en los terrenos auríferos de la Hungría, en el Oural, rico en platino, y en la pendiente sub-oeste del Altai siberiano, se encuentran de- finidos claramente por observaciones recogidas sobre las mesetas de Méjico y de Antioquía, y en los barrancos insalubres del Choco. Los materia- les que la física general ha puesto en obra en los tiempos modernos, no han sido acumulados á la casualidad. Se ha reconocido por fin, y esta con- vicción dá un carácter particular á las investi- gaciones de nuestra época, que las correríis le- janas, que no han servido durante largo tiempo más que para suministrar la materia de cuen- tos aventureros, no pueden ser instructivas sino HüMBOLDT. 43 en tanto que el viajero conozca el estado de la ciencia cuyo dominio deba estender, y en cuanto que sus ideas guien á sus investigaciones y le inicien en el estudio de la naturaleza. Por esta tendencia hacia las concepciones ge- nerales, peligrosa solamente en sus abusos, una parte considerable de conocimientos físicos ya adquiridos, puede llegar á ser propiedad común de todas las clases de la sociedad; pero esta pro- piedad no tiene valor sino en tanto que la ins- trucción estendida, contraste, por la importan- cia de los objetos que trata y por la dignidad de sus formas, con las recopilaciones poco sus - tancialesque hasta el fin del siglo XVIII, se han conocido con el impropio nombre de saber popu- lar. Quiero persuadirme, de que las ciencias es- puestas en un lenguaje que se eleva á su altura, grave y animado á la vez, deben ofrecer, á los que, encerrados en el círculo estrecho de los de- beres de la vida, se avergüenzan de haber sido largo tiempo estraños al comercio íntimo de la naturaleza, y de haber pasado indiferentes de- lante de ella, una de las más vivas alegrías que pueden esperimentarse, la de enriquecer el en- tendimiento con nuevas concepciones. Este co- mercio, por las emociones á que dá lugar, des- pierta, por decirlo así, en nosotros órganos que hablan dormido largo tiempo. Así llegamos á co- nocer de un golpe de vista estenso, lo que en los descubrimientos físicos engrandece la esfera de la inteligencia, y contribuye, por felices aplica- 44 COSMOS. ciones á las artes mecánicas y químicas, á desar- rollar la riqueza nacional. Un conocimiento más exacto del enlace de los fenómenos nos libra también de un error, muy esparcido aun; cual es el de que bajo el respecto del progreso de las sociedades humanas y de su prosperidad industrial, todas las ramas del co- nocimiento de la naturaleza no tienen el mismo valor intrínseco. Establécense arbitrariamente grados de importancia entre las ciencias mate- máticas, el estudio de los cuerpos organizados, el conocimiento del electro-magnetismo y la in- vestigación de las propiedades generales de ia materia en sus diferentes estados de agregación molecular. Despreciase locamente lo que se de- signa bajo el nombre de investigaciones pura- mente teóricas. Olvídase, y esta indicación es sin embargo bien antigua, que la observación de un fenómeno enteramente aislado en apa- riencia, encierra frecuentemente el germen de un gran descubrimiento. Cuando Aloysio Gal- vani escitó por vez primera la fibra nerviosa por el contacto occidental de dos metales hete- rogéneos, sus contemporáneos estaban bien lejos de esperar que la acción de la pila de Volta nos haría ver, en los álcalis, metales de brillo de plata, nadando sobre el agua y eminentemente inflamables, que la misma pila llegaría á ser un instrumento poderoso de análisis química, un termóscopo y un imán. Cuando Huygens obser- vó por primera vez en 1678, un fenómeno de po- HUMBOLDT. 45 larizacion, ó sea la diferencia que existe entre los dos rayos en que se divide un haz de luz, al atravesar un cristal de doble refracción, no se previa que, siglo y medio después, el gran des- cubrimiento de la polarización cromática, de M. Arago, llevaría á este astrónomo-fisico á re- solver, por medio de un pequeño fragmento de espato de Islandia, las importantes cuestiones de saber si la luz emana de un cuerpo sólido ó de una envuelta gaseosa, y si la que los cometas nos envían es propia ó reflejada. (16) Una estimación igual hacia todas las ramas de las ciencias matemáticas, físicas y naturales, es necesidad de una época en que la riqueza ma- terial áa, las naciones y su prosperidad creciente, están principalmente fundadas en un empleo más ingenioso y más racional de las producciones y de las fuerzas de la naturaleza. Basta arrojar una rápida mirada sobre el estado actual de la Europa para reconocer que, en medio de esta lu- cha desigual de los pueblos que rivalizan en la carrera de las artes industriales, el aislamiento y una lentitud perezosa, tienen indudablemente por efecto la disminución ó el total aniquilamien- to de la riqueza nacional. Sucede en la vida de los pueblos, como en la naturaleza, en la cual, según feliz espresion de Goethe (17), «el desarro- llo y el movimiento no conocen punto de parada, lanzando su maldición á todo lo que suspende la vida.» La propagación de graves estudios cientí - fieos contribuirá á alejar los peligros que aquí 1 ' COSMOS. señalo. El hombre no tiene acción sobre la na- turaleza ni puede apropiarse ninguna de sus fuerzas, sino en tanto que aprenda á medirlas con precisión, á conocer las leyes del mundo fí- sico. El poder de las sociedades humanas, Bacon lo ha dicho, es la inteligencia; este poder i e ele- va y se hunde con ella. Pero el saber que resulta libre trabajo del pensamiento no es única- mente uno de los goces del hombre, es también el anticuo é indestructible derecho de la huma- nidad; figura entre sus riquezas, y es frecuente- mente la compensación de los bienes que la na- turaleza h? repartido con parsimonia sobre la tierra. Los pueblos que no toman una parte bas- tante activa en el movimiento industrial, en la ^lección y preparación de las primeras materias, en las aplicaciones felices de la mecánica y de la química, en los que esta actividad no penetra todas las clases de la sociedad, deben infalible- mente caer de la prosperidad que hubieren ad- quirido. El empobrecimiento es tanto más rápi- do cuanto que Estados limítrofes rejuvenecen sus fuerzas por la dichosa influencia d« las cien- cias sobre las artes. Del mismo modo que, en las elevadas esferas del pensamiento y del sentimiento, en la filosofía, la poesía y las bellas artes, es el primer fin de todo estudio un objeto interior, el de ensanchar y fecundizar la inteligencia, es también el tér- mino hacia el cual deben tender las ciencias di- rectamente, el descubrimiento de las leyes, del HUMB0LDT. 47 principio de unidad que se revela en la vida uni- versal de la naturaleza. Siguiendo la senda que acabamos de trazar, los estudios físicos no serán menos útiles á los progresos de la industria, que también es una noble conquista de la inteligen- cia del hombre sobre la materia. Por una feliz conexión de causas y de efectos, generalmente aun sin que el hombre lo haya previsto, lo ver- dadero, lo bello y lo bueno se encuentran unidos á lo útil. El mejoramiento délos cultivos entre- gados á manos libres y en las propiedades de una menor estension; el estado floreciente de las ar- tes mecánicas, libres de las trabas que les oponía el espíritu de corporación; el comercio engran- decido y vivificado por la multiplicidad de los medios de contacto entre los pueblos, tales son los resultados gloriosos de los progresos intelec- tuales y del perfecciona ciento de las institucio- nes políticas en las cuales este progreso se refle- ja. El cuadro de la historia moderna es, bajo este respecto, capaz de convencer á los más porfiados. No temamos tampoco que la dirección que ca- racteriza á nuestro siglo, que la predilección tan señalada por el estudio de la naturaleza y el pro- greso de la industria, tengan por efecto necesa- rio debilitar los nobles esfuerzos que se produ- cen en el dominio de la filosofía, de la historia, y del conocimiento de la antigüedad; que tien- dan á privar las producciones de las artes, en- canto de nuestra existencia, del soplo vivifica- dor de la imaginación. Por todas partes donde^ 48 COSMOS. bajo la égida de instituciones libres y de una sabia legislación, pueden desarrollarse franca- mente todos los gérmenes de la civilización, no es de temer que una rivalidad pacífica perjudi- que á ninguna de las creaciones del espíritu. Ca- da uno de estos desarrollos ofrece frutos precio- sos al Estado, los que dan alimento al hombre y fundan su riqueza física, y los que, más dura- deros, trasmiten la gloria de los pueblos á la posteridad más lejana. Los Espartacos, á pesar de su austeridad dórica, rogaban á los dioses «la concesión de las cosas bellas, con las bue- nas.» (18) No desarrollaré más ampliamente estas con- sideraciones, tan frecuentemente espuestas, so- bre la influencia que ejercen las ciencias mate- máticas y físicas en todo lo que se relacione con las necesidades materiales de la sociedad. La car- rera que debo recorrer es demasiado estensa para que me permita insistir aquí sobre la uti- lidad de las aplicaciones. Acostumbrado á leja- nas correrías, quizás cometa el error de pintar la senda como más fácil y más agradable que lo es realmente; conocida costumbre de los que quieren guiar á los demás hasta los vértices de las altas montañas. Elogian la vista de que se disfruta, aun cuando quede oculta por las nubes una gran estension de llanuras; saben que un Telo vaporoso y semi-diáfano tiene un encanto misterioso, que la imagen de lo infinito une el mundo de los sentidos con el mundo de las ideas HUMBOLDT. 49 y de las emociones. Del mismo modo también, desde la altura que se eleva la física del mundo, no se presenta el horizonte igualmente claro y determinado en todas sus partes; pero lo que puede quedar vago y velado, no lo está única- mente por consecuencia del estado de imper- fección de algunas ciencias, sino más aun por falta del guia que ha pretendido imprudente- mente elevarse hasta esas alturas. Por otra parte, la introducción del Cosmos no tenia por objeto hacer valer la importancia y grandeza de la física del mundo, que nadie po- ne en duda en nuestros dias. He querido única- mente probar que, sin perjudicar á la solidez de los estudios especiales, pueden generalizarse las ideas, concentrándolas en un foco común, ense- ñar las fuerzas y los organismos de la naturale- za, como movidos y animados por un mismo impulso. «La naturaleza, dice Schellin en su poético discurso sobre las artes, no es una masa inerte; es para aquel que sabe penetrarse de su sublime grandeza, la fuerza creadora del Uni- verso, agitándose sin cesar, primitiva, eterna, que engendra en su propio seno, todo lo que existe perece y renace sucesivamente.» Ensanchando los límites de la física del glo- bo, reuniendo bajo un mismo punto de vista los fenómenos que presenta la tierra con los que abarcan los espacios celestes, llégase á la cien- cia del Cosmos, es decir, que se convierte la físi- ca del globo en una física del mundo. Una de 50 COSMOS. estas denominaciones, está formada á imitación de la otra, pero la ciencia del Cosmos no es la agregación enciclopédica de los resultados más generales y más importantes que suministran los estudios especiales. Estos resultados no dan más que los materiales de un vasto edificio; su con- junto no podría constituir la física del mundo, ciencia que aspira á hacer conocer la acción si- multánea y el vasto encadenamiento de las fuer- zas que animan al Universo. La distribución de los tipos orgánicos según sus relaciones de la- titud, de altura, y de climas, en otros términos, la geografía de las plantas y de los animales, es diferente en todo de la botánica y de la zoolo- gía descriptivas, como lo es la geología de la mineralogía propiamente dicha. La física del mundo no puede por consiguiente confundirse con las Enciclopedias de las ciencias naturales publicadas hasta aquí, y cuyo título es tan va- go, cuanto mal trazados están sus límites. En la obra que nos ocupa, los hechos parciales no serán considerados mas que en sus relaciones con el todo. Cuanto más elevado es este punto de vista, tanto más reclama la esposkion de nuestra ciencia un método que le sea propio, un lenguaje animado y pintoresco. En efecto, el pensamiento y el lenguaje están entre sí en una íntima y antigua alianza. Cuan- do por la originalidad de su estructura y su ri- queza nativa, la lengua llega á dar encanto y claridad á los cuadros de la naturaleza; y cuan- HUMBOLDT. 51 do por la flexibilidad de su organización se pres- ta a pintar los objetos del mundo esterior, es- tiende al mismo tiempo como un soplo de vida sobre el pensamiento. Por este mutuo reflejo, la palabra es más que un signo ó la forma df»l pen- samiento. Su bienhechora influencia se mani- fiesta sobre todo en presencia del suelo natal, por la acción espontánea del pueblo, de la cual es viva espresion. Orgulloso de una patria que busca la concentración de su fuerza en la uni- dad intelectual, quiero recordar, volviendo sobre mí mismo, las ventajas que ofrece al escritor el empleo del idioma que le es propio, el único que puede manejar con alguna desenvoltura, ¡Feliz él, si al esponer los grandes fenómenos del Uni- verso, le es dado penetrar en las profundidades de una lengua que, desde hace siglos, ha influi- do poderosamente en los destinos humanos, por el libre vuel« del pensamiento, asi como por las obras de la imaginación creadora! LÍMITES Y MÉTODOS DE ESPOSICION DE LA DES- CRIPCIÓN FÍSICA DEL MUNDO. En las precedentes consideraciones he trata- do de esponer y aclarar por medio de algunos ejemplos de qué modo los goces que ofrece el as- pecto de la naturaleza, tan diversos en sus orí- genes, se han acrecentado y ennoblecido por el conocimiento de la conexión de los fenómenos y de las leyes que los rigen. Réstame examinar 52 COSMOS. el espíritu del método que debe presidir á la ex- posición de la descripción física del mundo', in- dicar los limites á que cuento circunscribir la ciencia, según las ideas que se me han presenta- do durante el curso de mis estudios y bajo los diferentes climas que he recorrido. ¡Séame lícito lisonjearme con la esperanza de que una discu- sión de este género justificará el título impru- dentemente dado á mi obra, poniéndome á cu- bierto de totfa censura sobre una presunción que seria doblemente reprensible en trabajos cien- tíficos! Antes de presentar el cuadro de los fe- nómenos parciales, y distribuirlos en grupos, trataré las cuestiones generales que, íntima- mente unidas entre sí, interesan á nuestros co- nocimientos acerca del mundo esterior, en sí mismos y en las relaciones que estos conoci- mientos muestran, en todas las épocas de la his- toria, con las diferentes fases de cultura inte- lectual de los pueblos. Estas cuestiones tienen por objeto: 1.° Los precisos limites de la descripción física del mundo, como ciencia distinta. 2.° La rápida enumeración de la totalidad de los fenómenos naturales, bajo la forma de un cuadro general de la naturaleza. 3." La influencia del mundo esterior sobre la imaginación y el sentimiento; influencia que ha dado en los tiempos modernos un poderoso impulso al estudio de las ciencias naturales, por la animada descripción de lejanas regiones, por HUMBOLDT. 53 la pintura de paisaje, siempre que caracterice la fisonomía de los vegetales, por las plantaciones ó la disposición de las formas vegetales exóticas en grupos que entre sí contrasten. 4.° La historia de la contemplación de la naturaleza, ó el desarrollo progresivo de la idea del Cosmos, según la exposición de los hechos históricos y geográficos que nos han llevado á descubrir el enlace de los fenómenos. Cuanto más elevado es el punto de vista des- de el cual la física del mundo considera los fe- nómenos, es tanto más necesario circunscribir la ciencia á sus verdaderos límites, separándola de todos los conocimientos análogos ó auxilia- res. La descripción física del mundo se funda en la contemplación de la universalidad de las co- sas creadas; de cuanto coexiste en el espacio concerniente á sustancias y fuerzas; y de la si- multaneidad de los seres materiales que consti- tuyen el Universo. La ciencia que trato de defi- 'nir tiene, por consiguiente, para el hombre, ha- bitante de la tierra, dos partes distintas: la tierra propiamente dicha, y los espacios celestes. Con objeto de hacer ver el carácter propio é in- dependiente de la descripción física del mundo, y para indicar al mismo tiempo la naturaleza de sus reiaciones con la Física general, con la Historia natural descriptiva, la Geología y la Geografía comparada, voy á detenerme en pri- mer lugar y preferentemente en la parte de la ciencia del Cosmos que concierne á la tierra. Así 54 cosmos. como la historia de la filosofía no consiste en la enumeración, en cierto modo materias, de las opiniones filosóficas que son producto de las di- ferentes edades, de igual manera la descripción física del mundo no podría ser una simple aso- ciación enciclopédica de las ciencias que acaba- mos de nombrar. La confusión entre conoci- mientos íntimamente relacionados, es tanto ma- yor, cuanto que desde hace ya siglos nos hemos acostumbrado á designar grupos de nociones empíricas por denominaciones ora escesivamen- te latas, ora muy limitadas, con relación á las ideas que debían espresar. Estas denominacio- nes ofrecen además la gran desventaja de tener un diferente sentido en las lenguas de la anti- güedad clásica de las cuales fueron tomadas. Los nombres de fisiología, física, historia natural, geología y geografía, nacieron y comenzaron á usarse habitualmente mucho antes de que hu- biera ideas claras de la diversidad de los objetos que estas ciencias debían abrazar, es decir, an- tes de su recíproca limitación. Es tal la influen- cia de una larga costumbre en las lenguas, que en una de las naciones europeas más avanzadas en civilización, la palabra física se aplica á la medicina, en tanto que la química técnica, la geología y la astronomía, ciencias puramente esperimentales, se cuentan entre los traba- jos filosóficos de una Academia cuyo renombre es justamente universal. Háse intentado con secuencia, y casi siempre HUMBOLDT. 55 en vano, sustituir á las denominaciones anti- guas, vagas indudablemente, pero en general comprendidas hoy, nuevos y más adecuados nombres. Estos cambios han sido propuestos so- bre todo por los que se han ocupado en la cla- sificación general de los conocimientos huma- nos, desde la gran Enciclopedia (Margarita phi- losóphica) de Gregorio Reisch (19), prior de la Cartuja de Friburgo, á fines del siglo XV, hasta el canciller Bacon, desde Bacon hasta D' Alem- bert, y en estos últimos tiempos, hasta el físico sagacísimo Andrés María Ampere (20). La elec- ción de una nomenclatura griega, poco apropia- da, ha podido ser quizás más perjudicial aun á esta última tentativa, que el abuso do las di- visiones binarias y la escesiva multiplicidad de los grupos. La descripción del mundo, considerado como objeto de los sentidos esteriores, necesita indu- dablemente del concurso de la física general, y de la historia natural descriptiva; pero la con- templación de las cosas creadas, enlazadas entre sí y formando un todo animado por fuerzas inte- riores, dá á la ciencia que nos ocupa en esta obra un carácter particular. La física se detiene en las propiedades generales de los cuerpos; es el producto de la abstracción, la generalización de los fenómenos sensibles. Ya en la obra donde se consignaron las primeras bases de la física general, en los ocho libros físicos de Aristóteles (21), todos los fenómenos de la naturaleza se 5'J COSMOS. consideran como dependiendo de la acción pri- mitiva y vital de una fuerza única, principio de todo movimiento en el Universo. La parte ter- restre de la física del mundo, á la que conser- varla de buen grado la antigua y perfectamente espresiva denominación de Geografía física, trata de la distribución del magnetismo en nues- tro planeta, según las relaciones de intensidad y de dirección; pero no se ocupa de las leyes que ofrecen las atracciones ó repulsiones de los po - los, ni de los medios de producir corrientes electro-magnéticas, permanentes ó pasageras. La geografía física traza á más á grandes rasgos la configuración compacta ó articulada de los Continentes, la estension de su litoral compara- do con su superficie, la división de las masas continentales en los dos hemisferios, división que ejerce una influencia poderosa sobre la di- versidad de clima, y las modificaciones metereo- lógicas de la atmósfera; señala el carácter de las cadenas de montañas, que, levantadas en dife- rentes épocas, forman sistemas particulares, ya paralelos entre sí, ya divergentes y cruzados; examina la altura media de los Continentes so- bre el nivel de los mares y la posición del centro de gravedad de su volumen, la relación entre el punto culminante de una cadena de montañas y la altura media de su cresta ó su proximidad á un litoral cercano. Describe también las rocas de erupción como principios de movimiento, puesto que obran sobre las rocas sedimentarias HUMBOLDT. 57 que atraviesan, levantan é inclinan; contempla los volcanes ora se encuentren aislados, ó colo- cados en series ya sencilla, ya doble, ora estien- dan á diferentes distancias la esfera de su acti- vidad, bien sea por las rocas que en estribos lar- gos y estrecnos producen, bien removiendo el suelo por círculos que aumentan ó disminuyen de diámetro en la marcha de los siglos. La parte terrestre de la ciencia del Cosmos describe, por último, la lucha del elemento líquido con la tierra firme; espone cuanto tienen de común los gran- des rios en su curso superior ó inferior, y en su bifurcación, cuando su cauce aun no está ente- ramente cerrado; presenta las corrientes de agua quebrando las más elevadas cadenas de montañas, ó siguiendo durante largo tiempo un curso paralelo á ellas, ya en su pié, ya á gran- des distancias, cuando el levantamiento de las capas de un sistema de montañas y la dirección del rugamiento, son conformes á la que siguen los bancos mas ó menos inclinados de la llanura. Los resultados generales de la Orografía y de la Hidrografía comparadas, pertenecen únicamente á la ciencia, de la cual quiero determinar aquí los límites reales; pero la enumeración de las mayores alturas del globo, el cuadro de los vol- canes, todavía en actividad, la división del suelo en depósitos de agua y la multitud de rios que los surcan; todos estos detalles son del domiuio de la geografía propiamente dicha. No consile- ramos aquí los fenómenos sino en su mutua 58 cosmos. dependencia, en las relaciones que presentan con las diferentes zonas de nuestro planeta, y su constitución física en general. Las especiali- dades de la materia bruta ú organizada, clasifi- cadas según la analogía de formas y de compo- sición, son indudablemente un estudio del mayor interés; pero están unidas á una esfera de ideas completamente distintas de las que constituyen el objeto de esta obra. Las descripciones de países diversos ofrecen materiales muy importantes para la composición de una geografía física; sin embargo, la reunión de estas descripciones, aun ordenadas en series, no nos daria una imagen verdadera de la con- formación general de la superficie poliédrica de nuestro planeta; como las floras de las diferen- tes regiones, colocadas las unas á continuación de las otras, tampoco formarían lo que designo bajo el nombre de Geografía de las plantas. Por la aplicación del pensamiento á las observacio- nes aisladas; por las miras del espíritu que com- para y combina, llegamos á descubrir en la indi- vidualidad de las formas orgánicas, es decir, en la historia natural descriptiva de las plantas y de los animales, los caracteres comunes que puede pre- sentar la distribución de los seres, según los cli- mas; la inducción es la que nos revela las leyes numéricas, según las cuales se regulan la pro- porción de las familias naturales con la suma total de las especies, y la latitud ó posición geo- gráfica de las zonas donde cada forna orgánica HUMBOLDT. 59 alcanza en las llanuras el máximun de su desar- rollo. Estas consideraciones asignan, merced á la generalización de sus miras, un carácter más e'evado á la descripción física del globo; y es efectivamente de esta repartición local de for- mas, del número y crecimiento más vigoroso de las que predominan en la masa total, de lo que dependen el aspecto del paisaje y la impresión que nos dejala fisonomía de la vegetación. Los catálogos de los seres organizados, á que se daba otras veces el pomposo título de Siste- mas de la Naturaleza, nos ponen de manifiesto un admirable enlace de analogías de estructura, ya en el desarrollo muy completo de esos seres, ya en las diferentes fases que recorren según una evolución en espiral, de un lado las hojas, las brácteas, el cáliz, la corola y los órganos fecundantes; del otro, con mayor ó menor sime- tría, los tejidos celulares y fibrosos de los ani- males, sus partes articuladas ó débilmente bos- quejadas; pero todos estos pretendidos sistemas de la naturaleza, ingeniosos en sus clasificacio- nes, no nos hacen ver los seres distribuidos por grupos en el espacio, con respecto á las diferen- tes relaciones de latitud y altura á que están colocados sobre el nivel del Océano, y según las influencias climatológicas que esperimentan en virtud de causas generales, y las más de las ve- ces muy remotas. El objeto final de una geo- grafía física, es sin embargo, como lo hemos enunciado mas arriba, reconocer la unidad en 60 COSMOS. la inmensa variedad de los fenómenos, descu- brir, por el libre ejercicio del pensamiento y combinando las observaciones, la constancia de los fenómenos, en medio de sus variaciones apa- rentes. Si en la esposicion de la parte terrestre del Cosmos, debe descenderse alguna vez á he- chos muy especiales, es solo para recordar la conexión que tienen las leyes de la distribución real de los seres en el espacio, con las leyes de la clasificación ideal por familias naturales, por analogía de organización interna y de evolución progresiva. Resulta de estas discusiones sobre los límites de las ciencias, y en particular sobre la distin- ción necesaria entre la botánica descriptiva ó morfología vegetal, y la geografía de las plan- tas, que, en la física del globo, la innumerable multitud de cuerpos organizados que embellecen la creación, es considerada mas bien por zonas de habitación ó de estaciones, por bandas iso- térmicas de inflexiones diferentes, que por los principios de gradación en el desarrollo del or- ganismo interior. Sin embargo, la botánica y la zoología, que componen la historia natural des- criptiva de los cuerpos organizados, no dejan de ser manantiales fecundos que ofrecen materiales sin los cuales el estudio de las relaciones y del enlace de los fenómenos no tendría sólido funda- mento. Una observación importante hay que añadir para demostrar claramente este enlace. A pri- HUMBOLDT. 61 mera vista, al abrazar de una ojeada la vege- tación de un Continente en vastos espacios, vénse las formas mas desemejantes, como las gramíneas y las orquídeas, los árboles coniferos y las encinas, próximas unas á otras; y se ven por el contrario las familias naturales y los gé- neros, que lejos de formar asociaciones locales, están dispersos como al azar. Esta dispersión no obstante, es aparente. La descripción física del globo nos muestra que el conjunto de la vege- tación presenta numéricamente en el desarrollo de sus formas y de sus tipos, relaciones cons- tantes; que bajo iguales climas, las especies que faltan á un pais están reemplazadas en el pró- ximo por especies de una misma familia; y que esta ley de sustituciones que parece consistir en los misterios mismos del organismo originario, mantiene en las regiones limítrofes la relación numérica de las especies de tal ó cual gran fa- milia, con la masa total de las fanerógamas que componen las dos floras. Asi es como se revela, en la multiplicidad de las organizaciones distin- tas que las pueblan, un principio de unidad, un plan primitivo de distribución. Puede también reconocerse bajo cada zona diversificada, según las familias de plantas que produce, una acción lenta pero continua sobre el Océano aéreo, ac- ción que depende de la influencia de la luz, pri- mera condición de toda vitalidad orgánica en la superficie sólida y líquida de nuestro planeta. Diríase, valiéndonos de una bella frase de Lavoí- 62 COSMOS. sier, que se renueva sin cesar á nuestra vista la antigua maravilla del mito de Prometeo. Si aplicamos el método que tratamos de se- guir en la esposicion de la descripción física de la tierra, á la parte sideral de la ciencia del Cosmos, es decir, á la descripción de los espacios celestes y á los cuerpos que los pueblan, habre- mos simplificado en mucho nuestro trabajo. Si se quiere, siguiendo una antigua costumbre á la cual nos obligaran un dia á renunciar miras más filosóficas, distinguir la física^ es decir, las con- sideraciones generales sobre la esencia de la materia y las fuerzas que le imprimen el movi- miento, de la química, que se ocupa de la hete- rogeneidad de las sustancias, de su composición elemental, y de atracciones que no están deter- minadas solo por las relaciones de las masas, preciso es convenir en que la descripción de la tierra presenta acciones /¿sicas y químicas á la vez. Al lado de la gravitación, que debe consi- derarse como la fuerza primitiva de la natura- leza, obran á nuestro alrededor, en el interior ó en la superficie de nuestro planeta, atraccio- nes de otro género. Son estas las que se ejercen entr« las moléculas en contacto, ó separadas á distancias infinitamente pequeñas (22); fuerzas de afinidad química que modificadas distinta- mente por la electricidad, el calórico, la con- densación en los cuerpos porosos, ó el contacto de una sustancia intermedia, animan igualmente el mundo inorgánico y los tejidos de los anima- HUMBOLDT. 63 les y de las plantas. Si esceptuamos los peque- ños asteroides que se nos aparecen bajo las for- mas de aerolito, bólides y estrellas errantes, los espacios celestes no ofrecen hasta ahora á nues- tra observación directa, más que fenómenos físi- cos; aun no podemos juzgar con certeza, sino de los efectos que dependen de la cantidad de ma- teria ó de la distribución de las masas. Los fenómenos de los espacios celestes deben, por consiguiente, considerarse como sometidos á Jas simples leyes dinámicas del movimiento. Los efectos que podrian nacer de ia diferencia espe- cífica, de la heterogeneidad de la materia no han sido hasta aquí objeto de cálculo para la mecá- nica de los cielos. El habitante de la tierra no se pone en rela- ción con la materia que contienen los espacios celestes, ya esté diseminada, ó reunida en gran- des esferoides, sino por dos caminos; por los fe- nómenos de luz (propagación de las ondas lumi- nosas), ó por la influencia que ejerce la gravi- tación universal (atracción de las masas). La existencia de acciones periódicas del sol y de la luna sobre el magnetismo terrestre son hasta hoy muy dudosas. Ninguna esperiencia directa arroja luz sobre las propiedades ó cualidades específicas de las masas que circulan por los es- pacios celestes, y sobre las de las materias que quizá los llenan por completo, á no ser, como acabamos de enunciar, respecto de los aerolitos ó piedras meteóricas que se mezclan á las sus- 64 COSMOS. tancias terrestres. Basta recordar aquí lo que puede deducirse de su dirección y de su enorme velocidad de proyección, velocidad esencialmente planetaria, á saber: que dichas masas, rodea- das de vapores, y al llagar al estado de incan- descensia, son pequeños cuerpos celestes atraí- dos por la acción de nuestro planeta fuera de su primitivo camino, tíl aspecto, tan familiar á. nuestra vista, de estos asteroides, la analogía que ofrecen con los minerales que componen la corteza de nuestro globo, tienen sin duda algo de sorprendente; pero la única consecuencia que puede deducirse en mi juicio, es que en general los planetas y las otras masas que bajo la in- fluencia de un cuerpo central se han aglomerado en anillos de vapores, y después en esferoides, son como partes integrantes de un mismo sis- tema y tienen un mismo origen, y pueden ofre- cer también una asociación de sustancias quí- micamente, idénticas. Hay más todavía: las es- periencias del péndulo, y particularmente las hechas con tan rara precisión por Bessel, con- firman el axioma newtoniano, de que los cuer- pos más heterogéneos en su composición (el agua, el oro, el cuarzo, la caliza granulada y diferentes masas de aerolitos) esperiraentan por la atracción de la tierra, una aceleración ente- ramente semejante. Unénse á las observaciones del péndulo pruebas obtenidas por observacio- nes puramente astronómicas. La casi identidad de la masa de Júpiter, deducida de la acción que HÜMBOLDT. 65 ejerce este gran planeta sobre sus satélites, so- bre el cometa de Encke de corto período, y so- bre los pequeños planetas (Vesta, Juno, Ceres y Palas), dá igualmente la certeza de que, en los límites de nuestras actuales observaciones, la atracción está determinada por la sola cantidad de la materia (23). La carencia de percepciones sobre la hetero- geneidad de la materia, que se obtiene de la ob- servación directa y consideraciones teóricas, dá á la mecánica de los cielos un alto grado de simplicidad. Sujeta la estension inconmensura- ble de los espacios celestes á la sola ciencia del movimiento, la parte sideral del Cosmos bebe en las fuentes puras y fecundas de la astronomia matemática, como la parte terrestre en las de la física, química y morfología orgánica; pero el dominio de estas tres últimas ciencias abraza fenómenos de tal modo complicados, y hasta el dia tan poco susceptibles de métodos rigorosos, que la física del globo no podría vanagloriarse aquí de la certeza, simplicidad en la esposicion de los hechos y de su mutuo encadenamiento, que es lo que caracteriza la parte celeste del Cosmos. La diferencia que señalamos en este momento, quizá sirva de esplicacion al por qué, en los primeros tiempos de la cultura intelec- tual de los Griegos, la filosofía de la naturaleza de los Pitagóricos se dirigió con más ardor ha- cia los astros y los espacios celestes, que hacia la tierra y sus producciones; y cómo, merced á 66 cosmos. Philolao, y después por los deseos análogos de Aristarco de Samos, y de Seleuco de Erytrea, ha llegado á ser más provechosa al conocimien- to del verdadero sistema del mundo, que haya podido serlo jamás para la física de la tierra, la filosofía de la naturaleza de la escuela jónica. Atendiendo poco á las propiedades y á las dife- rencias específicas de las materias que llenan los espacios, la gran escuela itálica en su gra- vedad dórica, miraba preferentemente cuanto se refiere á las medidas, á la configuración de los cuerpos, á las distancias de los planetas y á los números (24); en tanto que los físicos de Jo- nia se detenian en las cualidades de la materia, en sus transformaciones verdaderas ó supues- tas, y en sus relaciones de origen. Al poderoso genio de Aristóteles, tan profundamente espe- culativo y práctico á la vez, le estaba reservado el profundizar con igual éxito el mundo de las abstracciones y el mundo de las realidades mate- riales, que encierra fuentes inagotables de mo- vimiento y de vida. Muchos y de los más notables tratados de geografía física, ofrecen en sus introducciones una parte esclusivamente astronómica desti- nada á describir ante todo en la tierra en su de- pendencia planetaria, y como formando parte del gran sistema que anima el cuerpo central del Sol. Esta marcha de ideas es diametralmente opuesta á la que yo rae propongo seguir. Para comprender bien la grandeza del mundo no debe HUMBOLDT. 67 subordinarse la parte sideral, llamada por Kant Historia natural del cielo, á la parte terrestre. En el Cosmos, según antigua espresion de Aris- tarco de Sanaos, que presentía el sistema de Co- pérnico, el Sol no es otra cosa, con sus satélites, sino una de las innumerables estrellas que lle- nan los espacios. La descripción de estos espa- cios, la física del mundo, ha de empezar por los cuerpos celestes, por el trazado gráfico del Uni- verso, mejor dicho, por un verdadero mapa del mundo, tal como la mano atrevida de William Herschell intentó trazarlo. Si á pesar de la pe- quenez de nuestro planeta, lo que le concierne exclusivamente ocupa en esta obra el lugar más importante, y se encuentra desarrollado con mayor precisión, depende esto únicamente de la desproporción de nuestros conocimientos entre lo que es asequible á la observación y lo que de ella escapa. Esta subordinación de la parte ce- leste á la terrestre, se encuentra ya en la gran obra de Bernardo Varenio (25), que apareció á mediados del siglo XVII. Fué el primero que dis- tinguió la geografía general y la geografía es- pecial, subdividiendo la primera en geografía absoluta, es decir, propiamente terrestre, y en geografía relativa ó planetaria, según que se mire á la superficie de la tierra en sus diferen- tes zonas, ó las relaciones de nuestro planeta con el sol y la luna. Es un justo título de gloria para Varenio, que su Geografía general y com- parada pudiera fijar, como fijó, en alto grado la 68 cosmos. atención de Newton. Según el imperfecto es- tado de las ciencias auxiliares de que debia va- lerse, el resultado no podia corresponder á la magnitud de la empresa. Estaba reservado á nuestro tiempo, y á mi patria, ver trazar á Car- los Ritter el cuadro de la geografía comparada en toda su estension, y en su íntima relación con la historia del hombre (26). La enumeración de los más importantes re- sultados de las ciencias astronómicas y físicas, que, en el Cosmos, converjen hacia un foco co* mun, legitima hasta cierto punto el título que he dado á mi obra. Quizás sea el título mas te- merario que la empresa misma, circunscrita á los limites que la he fijado. La introducción de nombres nuevos, sobre todo cuando se trata de las miras generales de una ciencia que debe es- tar al alcance de todos, ha sido hasta ahora muy contraria á mis costumbres; nada he añadido á la nomenclatura, sino allí donde en las especia- lidades de la botánica y de la zoología descripti- vas, objetos reseñados por primera vez, han hecho indispensables nombres nuevos. Las de- nominaciones de Descripción física del mundo, ó Física del mundo, de que me valgo indistin- tamente, están formadas sobre las de Descrip- ción física de la tierra 6 física del globo, es decir, Oreografia física, desde largo tiempo te- nidas en uso. Uno de los genios más poderosos, Descartes, dejó algunos fragmentos de la gran obra que pensaba publicar bajo el título de HUMBOLDT. 69 Mundo, y para la cual se había dedicado á estu- dios especiales, incluso el de la anatomía del hombre. La espresion poco común, pero preci- sa, de Ciencia del Cosmos, recuerda al espíritu del habitante de la tierra, la idea de que se trata aquí de un horizonte más vasto, de la reu- nión de cuanto llena el espacio, desde las más lejanas nebulosas hasta los ligeros tejidos de materia vegetal, repartidos según los climas» que tamizan y coloran diversamente las rocas. Bajo la influencia de las limitadas aspiracio- nes propias de la infancia de los pueblos, las ideas de tierra y de mundo han sido confundidas desde el principio en el uso de todos los idiomas. Las vulgares espresiones: Viajes alrededor del mundo, mapa-mundi, nuevo-mundo, son ejem- plos de esta confusión. Las más exactas y más nobles de Sistema del mundo, mundo planeta- rio, creación y edad del mundo, se refieren unas á la totalidad de las ma'terias que llenan los espacios celestes, otras, al origen del Universo entero. Parece natural que en medio de la estre- mada variabilidad de los fenómenos que ofrecen la superficie del globo y el Océano aéreo que la envuelve, haya admirado al hombre el aspecto de la bóveda celeste, y los movimientos arregla- dos y uniformes del sol y de los planetas. Tam- bién la palabra Cosmos indicaba primitiva- mente, en los tiempos homéricos, las ideas de adorno y orden á la vez; pasó mas tarde al len- 70 COSMOS. guaje científico, y se aplicú progresivamente á la armonía que se observa en los movimientos de los cuerpos celestes, al orden que reina en el Universo entero, al mundo mismo en el cual este orden se refleja. Según la aserción de Phi- lolao, cuyos fragmentos ha comentado M. Boeckh. con rara sagacidad, y según el testimonio ge- neral de toda la antigüedad, fué Pitágoras el primero que se sirvió de la palabra Cosmos para designar el orden que reina en el Universo, y el Universo ó el mundo mismo (27). De la es- cuela de la filosofía itálica, la espresion pasó en este sentido al idioma de los poetas de la natu- raleza, Parménides y Empédocles, y de allí ai uso de los prosistas. No discutiremos aquí cómo según estas ideas pitagóricas, distingue Philolao entre el Olimpo, Urano ó el Cielo, y el Cosmos; cómo la misma palabra está empleada en plu- ral para designar ciertos cuerpos celestes (los planetas) que circulan alrededor del foco cen- tral del mundo, ó grupos de estrellas. En mi obra, la palabra Cosmos est¿ tomada como la prescriben el uso helénic \ posterior á Pitágo- ras, y la definición muy exacta dada en el Tra- tado del mundo que falsamente se ha atribuido á Aristóteles; es el conjunto del cielo y de la tierra, la universalidad de las cosas que com- ponen el mundo sensible. Si desde largo tiempo los nombres de las ciencias no hubieran sido apartados de su verdadera significación lingüis- tica la obra que publico debería llevar el título HUMBOLDT. 71' de Cosmografía, y dividirse en Uranografía y Geografía. Los romanos, imitadores de los grie- gos, en sus débiles ensayos de filosofía, han con- cluido también por transportar al Universo la significación de sus mundos, que no indicaba primitivamente más que la compostura, el adorno, y no el orden ó la regularidad en la disposición de las partes. Es probable que la in- troducción de este término técnico en el idioma del Lacio, la importación de un equivalente de la palabra Cosmos, en su doble significación, se deba á Ennio (28), partidario de la escuela itá- lica, traductor de los filosofemas pitagóritos compuestos por Epicarno ó por alguno de sus adeptos». Distinguiremos desde luego la historia física del mundo de la descripción física del mundo. La primera, concebida en el más lato sentido de la palabra, deberia, si existieran datos para es- cribirla, trazar las variaciones que ha esperi- mentado el universo en el trascurso de las eda- des, desde las estrellas nuevas que repentina- mente han aparecido y desaparecido en la bóveda del firmamento, desde las nebulosas que se di- suelven ó se condensan, hasta la primera capa de vegetación criptógama que ha cubierto la superficie apenas enfriada del globo, ó un banco de corales levantado en el seno de los mares. La descripción física del mundo ofrece el cua- dro de lo que coexiste en el espacio, de la acción simultánea de las fuerzas naturales y de los fe- 72 COSMOS. nómenos que estas producen. Pero para com- prender bien la naturaleza, no se puede separar enteramente y de una manera absoluta la con- sideración del estado actual de las cosas, de la de las fases sucesivas por las cuales estas han pasado, ni puede concebirse su esencia sin reflec- sionar acerca del modo de su formación. No es la materia orgániea sola la que perpetuamente se compone y se disuelve para formar nuevas combinaciones; el globo, á cada fase de su vida, nos revela también el misterio de sus estados anteriores. No es posible fijar la vista sobre la corteza de nuestro planeta, sin encontrar las huellas de un mundo orgánico destruido. Las rocas sedi- mentarias presentan una sucesión de seres que se han asociado por grupos, escluidos y reem- plazados; mutuamente. Estos bancos superpues- tos unos á los otros, nos revelan los faunos y las floras de los pasados siglos. En este sentido, la descripción de la naturaleza está intima- mente enlazada con su historia. El geólogo no puede concebir el tiempo presente sin remon- tarse, guiado por el enlace de las observaciones, á miles de siglos trascurridos. Al trazar el cua- dro físico del globo, vemos, por decirlo así, pe- netrarse recíprocamente el pasado y el presente; porque sucede en el dominio de la naturaleza lo mismo que en el dominio de las lenguas, en las cuales las investigaciones etimológicas nos ha- cen ver también un desarrollo sucesivo, y nos HÜMBOLDT. 73 demuestran el estado anterior de un idioma, re- flejado en las formas de que hoy nos valemos. E-te reflejo del pasado se manifiesta tanto más en el estudio del mundo material, cuanto que \ eraos aparecer á nuestros ojos rocas de erup- ción y capas sedimentarias semejantes á las de edades anteriores. Para tomar un ejemplo sor- prendente de las relaciones geológicas que de- terminan la fisonomía de un pais, recordaré aquí que los promontorios traquíticos, los conos de basalto, las corrientes de amigdaloydes de poros alargados y paralelos, y los blancos depósitos de pómez mezclados con negras escorias, ani- man, por decirlo así, el paisaje, por los recuer- dos del pasado. Estas masas obran sobre la ima- ginación del observador instruido, como obrarían las tradiciones de un mundo anterior; que la forma de las rocas es su historia. El sentido en que han empleado originaria- mente los Griegos y los Romanos la palabra historia, prueba que tenían también la convic- ron íntima de que para formarse una idea com- pleta del actual estado de las cosas, era preciso considerarlas en su sucesión. No en la definición darla por Verrio-Flaco (29), sino en los escritos zoológicos de Aristóteles, es donde la palabra historia se presenta como una esposicion de los rebultados de la esperiencia y de la observación. f,a descripción física del mundo de Plinio el Viejo, lleva el título de Historia natural', en las cartas de su sobrino se la llama mas noble- 74 cosmos. mente, TJisíoria de la naturaleza. Los primeros historiadores griegos no separaban aun las des- cripciones de los países, de la narración de los sucesos de que habian sido teatro. Entre ellos, la geografía física y la historia formaron estre- cha alianza: permanecieron mezcladas, de una manera sencilla y graciosa, hasta la época en que el gran desarrollo del interés político y la perpetua agitación de la vida de los ciudadanos, hicieron desaparecer de la historia de los pue- blos el elemento geográfico, para formar de él una ciencia aparte. Queda que examinar si, por obra del pensa- miento, puede esperarse que la inmensidad de los fenómenos diversos que comprende el Cosmos, vengan á la unidad de un principio y á la evi- dencia de las verdades racionales. En el estado actual de nuestros conocimientos empíricos, no nos atravemos á concebir tan lisonjera esperan- za. Las ciencias esperinientales, fundadas en la observación del mundo esterior no pueden pre- tender nunca el completarse; la esencia de las cosas y la imperfección de nuestros órganos se oponen á ello igualmente. Nunca se acabará la riqueza inagotable de la naturaleza; ninguna generación podrá lisonjearse de haber abrazado la totalidad de los fenómenos. Distribuyéndolos por grupos es como se ha llegado á descubrir en algunos de estos, el imperio de ciertns leyes de la naturaleza, sencillas y grandes como ella. La estension de este imperio aumentará sin duda, á HUMB0LDT. 75 medida que las ciencias físicas se ensanchen y perfeccionen progresivamente. Brillantes ejem- plos de este adelanto se han dado en nuestros dias en los fenómenos electro-magnéticos, y en los que presenten la propagación de las ondas lu- minosas y el calórico radiante. Del mismo modo la fecunda doctrina de la evolución nos hace ver cómo en los desarrollos orgánicos todo lo que se forma ha sido bosquejado anteriormente, cómo los tejidos de las materias vejetales y animales nacen uniformemente de la multiplicación y de la transformación de las células. La generalización de las leyes, no aplicada primero sino en estrecho círculo á algunos gru- pos aislados de fenómenos, ofrece con el tiempo gradaciones cada vez más señaladas, ganando en estension y en evidencia mientras se lija el ra- zonamiento en fenómenos de naturaleza real- mente análoga; pero desde el momento en que los cálculos dinámicos no son suficientes; por donde quiera que las propiedades específicas de la materia y su heterogeneidad están en juego, es de temer que obstinándonos en conocer las leyes, encontremos bajo nuestros pasos abismos infranqueables. El principio de unidad deja de hacerse sentir; el hilo se rompe do quiera que se manifieste entre las fuerzas de la naturaleza una acción de un género particular. La ley de los equivalentes y de las proporciones numéricas de composición, tan felizmente reconocida por los químicos modernos, proclamada bajo la an- 76 COSMOS. tigua forma do símbolos atomístico?, permanece aun aislada, é independiente de las leyes mate- máticas del movimiento y de la gravitación. Las producciones de la naturaleza, objeto de la observación directa, pueden distribuirse ló- gicamente por clases, órdenes ó familias. Los cuadros de estas distribuciones arrojan sin duda alguna luz sobre la historia natural descriptiva; pero el estudio de los cuerpos organizados y su enlace lineal, á pesar de dar más unidad y sen- cillez á la distribución de los grupos, no pueden elevarse á una clasificación fundada sobre un solo principio de composición y organización in- terior. Del mismo modo que las leyes de la na- turaleza presentan diferentes gradaciones según la estension de los horizontes ó de los círculos de fenómenos que abrazan, así también la espio- racion del mundo esterior tiene fases diversa- _ mente gradu; 'as. E! empirismo empieza por cál- culos aislad s que se van acercando según su analogía y su desemejanza. AI acto de la obser- vación directa sucede, aunque muy tarde, el deseo de esperimentar, es decir, de producir fe- nómenos bajo condiciones determinadas. El es- perimentador racional no obra al azar; se guía por hipótesis que se ha formado, por un presen- timiento semi-instintivo, y más ó menos exacto, del enlace de las cosas ó de las fuerzas de la na- turaleza. Los resultados debidos á la observa- ción ó al esperimento, conducen, por medio del -análisis y la inducción, al descubrimiento de le- HüMBOLDT. 77 yes empíricas. Estas son las fases que la inteli- gencia humana ha recorrido, y que han caracte- rizado diferentes épocas en la vida de los pue- blos. Siguiendo este camino es como se ha llegado á reunir el conjunto de hechos que constituyen hoy la sólida base de las ciencias de la natura- leza. Dos formas de abstracción dominan el con- junto de nuestros conocimientos: relaciones de cantidad relativas á las ideas de número ó de magnitud, y relaciones de cualidad que compren- den las propiedades específicas ó la heterogenei- dad de la materia. La primera de estas formas, más accesible al ejercicio del pensamiento, per- tenece á las ciencias matemáticas; la segunda, más difícil de comprender y más misteriosa en apariencia, es del dominio de las ciencias quí- micas. Para someter los fenómenos al cálculo, hay que recurrir á una construcción hipotética de la materia por combinación de moléculas y atamos, cuyo número, forma, posición y pola- ridad deben determinar, modificar y variar los fenómenos. Los mitos de materias imponderables y de ciertas fuerzas vitales propias de cada or- ganismo, han complicado los cálculos y derra- mado una luz dudosa sobre el camino que ha de seguirle. Bajo condiciones y formas de intuición tan diversas es como se ha acumulado, á través de los siglos, el conjunto prodigioso de nuestros conocimientos empíricos, el cual aumenta cada dia con rapidez creciente. El espíritu investí- "s COSMOS. gador del hombre trata de tiempo en tiempo, y con éxito desigual, de romper formas anticua- das, símbolos inventados para someter la mate- ria rebelle á las construcciones mecánicas. Muy lejos estamos aun de la época en que será posible reducir á la unidad de un principio racional, por la obra del pensamiento, cuanto percibimos por medio de los sentidos. Puede aun dudarse si en el campo de la filosofía de la natu- raleza llegará á conseguirse semejante resulta- do. La complicación de los fenómenos y la in- mensa estension del Cosmos parecen oponerse á este fin; pero aun cuando el problema fuera in- soluble en conjunto, no por ello una solución parcial, la tendencia hacia la comprensión del mundo, dejaría de ser el objeto eterno y subli- me de toda observación de la naturaleza. Fiel al carácter de las obras que he publicado hasta aquí, y á los trabajos de medidas, esperiencias, é investigaciones que han llenado mi carrera, me encierro en el círculo délas concepciones em- píricas. La esposicion de un conjunto de hechos ob- servados y combinados entre sí, no escluye el deseo de agrupar los fenómenos según su racio- nal enlace, ni generalizar lo que es susceptible de generalización en el conjunto de las observa- ciones particulares, ni llegar, en fin, al descu- brimiento de las leyes. Concepciones del univer- so fundadas únicamente en la razón, en los prin- cipios de la filosofía especulativa, asignarían sin HUMBOLDT. 79 duda á la ciencia del Cosmos un objeto más ele- vado. Lejos estoy de censurar los esfuerzos que yo no he intentado, y de vituperarlos por el solo motivo de que hasta aquí han tenido un éxito muy dudoso. Contra la voluntad y los consejos de los profundos y poderosos pensadores que han dado una nueva vida á especulaciones con las cuales se había ya familiarizado la antigüedad, los sistemas de la filosofía de la naturaleza han alejado los ánimos durante algún tiempo en nuestra patria de los graves estudios de las ciencias matemáticas y físicas. La embriaguez de pretendidas conquistas ya hechas; un lengua- je nuevo escéntricamente simbólico; la predilec- ción por fórmulas de racionalismo escolástico tan estrechas como nunca las conoció la edad media, han señalado, por el abuso de las fuerzas en una generosa juventud, las efímeras satur- nales de una ciencia puramente ideal de la natu- raleza. Repito la espresion, abuso de las fuerzas, porque espíritus superiores entregados á la vez á los estudios filosóficos y á las ciencias de ob- servación, han sabido preservarse de estos esce- sos. Los resultados obtenidos por serias investi- gaciones en el camino de la esperiencia, no pue- den estar en contradicción con una verdadera filosofía de la naturaleza. Cuando hay oposición, la falta está, ó en el vacío de la especulación ó en las exageradas pretensiones del empirismo, que cree haber probado por la esperiencia más de lo que la esperiencia puede probar. 80 COSMOS. Ya se oponga la naturaleza al mundo inte- lectual, como si este último no estuviese com- prendido en el vasto seno de la primera; ó bien se oponga al arte, considerado coma una mani- festación del poder intelectual de la humanidad, no deben conducir estos contrastes, reflejados en las lenguas más cultivadas, á un divorcio entre la naturaleza y la inteligencia, divorcio que re- duciría la física del mundo á no más que un con- junto de especialidades empíricas. La ciencia no empieza para el hombre hasta el momento en que el espíritu se apodera de la materia, en que trata de someter el conjunto de las esperiencias á combinaciones racionales. La ciencia es, el es- píritu aplicado á la naturaleza; pero el mundo esterior no existe para nosotros sino en tanto que por el camino de la intuición le reflejemos dentro de nosotros mismos. Así como la inteli- gencia y las formas del lenguaje, el pensamiento y el símbolo, están unidos por lazos secretos ó indisolubles, del mismo modo también el mundo esterior se confunde, casi sin echarlo de ver, con nuestras ideas y nuestros sentimientos. Los fe- nómenos esteriores, dice Hegel en La filosofía de la historia, están en cierto modo traducidos en nuestras representaciones internas. El mundo objetivo pensado por nosotros y en nosotros re- flejado, está sometido á las eternas y necesarias formas de nuestro ser intelectual. La actividad del espíritu se ejerce sobre los elementos que le facilita la observación sensible. Así desde la in- HUMBOLDT. 81 fancia de la humanidad se descubre en la simple intuición de los hechos naturales, en los prime- ros esfuerzos intentados para comprenderlos, el gormen de la filosofía de la naturaleza. Estas tendencias ideales son diversas y más ó menos fuertes, según las razas, sus disposiciones mo- rales, y el grado de cultura que han alcanzado, merced á la naturaleza que las rodea. La historia nos ha conservado el recuerdo del gran número de formas, bajo las cuales se ha intentado concebir racionalmente el mundo en- tero de los fenómenos, reconocer en el Universo la acción de una sola fuerza motriz que penetra la materia, la transforma y la vivifica. Estos ensayos datan en la antigüedad clásica, desde los tratados de la escuela jónica sobre los principios de las cosas, en que apoyándose en un corto nú- mero de observaciones, se quiso someter el con- junto de la naturaleza á temerarias especula- ciones. A medida que por la influencia de gran- des sucesos históricos se han desarrollado todas las ciencias auxiliándose de la observación, háse visto también enfriarse el ardor que llevaba á deducir la esencia de las cosas y su conexión, de construcciones puramente ideales y de prin- cipios racionales en un todo. En tiempos más próximos á nosotros, la parte matemática de la filosofía natural ha sido la que recibió mayores adelantos. El método y el instrumento, es decir el análisis, se han perfeccionado á la vez. Cree- mos que lo que fué conquistado por tan diversos 82 COSMOS. medios, por la aplicación ingeniosa de las supo- siciones atomísticas, por el estudio más general y más Íntimo de los fenómenos y por el perfec- cionamiento de nuevos aparatos, es el bien co- mún de la humanidad, y no debe hoy como antes tampoco lo era, ser sustraido á la libre acción del pensamiento especulativo. No puede negarse sin embargo, que en el tra- bajo del pensamiento hayan corrido algún peli- gro los resultados de la esperiencia. En la perpe- tua vicisitud de los aspectos teóricos, no hay que admirarse mucho, como dice ingeniosamen- te el autor de Gtordano Bruno (30), «si la mayor aparte de los hombres no ven en la filosofía sino »una sucesión de meteoros pasajeros, y si las >grandes formas que ha revestido corren la suer- te de los cometas, que el pueblo no coloca entre >las obras eternas y permanentes de la natura- Meza, sino entre las fugitivas apariciones de los ^vapores ígneos.» Apresurémonos á añadir que el abuso del pensamiento y las equívocas sendas en que penetra, no pueden autorizar una opi- nión cuyo efecto sería rebajar la inteligencia, á saber, que el mundo de las ideas no es por su na- turaleza más que un mundo de fantasmas y sueños, y que las riquezas acumuladas por la- boriosas observaciones tienen en la filosofía una potencia enemiga que las amenaza. No es pro- pio del espíritu que caracteriza nuestro tiempo el rechazar con desconfianza cualquier generali- zación de miras, cualquier intento de profundi- HUMBOLDT. 83 zar las cosas por la senda del raciocinio y de la inducción. Sería desconocer la dignidad de la naturaleza humana, y la importancia relativa de nuestras facultades, el condenar, ya Ja razón austera que se entrega á la investigación de las causas y de su enlace, ya el vuelo de la imagi- nación que precede á los descubrimientos y los suscita por su poder creador. PRIMERA PARTE. EL CIELO. CUADRO DE LOS FENÓMENOS CELESTES. Cuando el espíritu humano se enorgullece hasta querer avasallar al mundo material, es decir, al conjunto de los fenómenos físicos; cuan- do intenta reducir al dominio de su pensamiento la naturaleza entera con la rica plenitud de su vida, y la acción de las fuerzas ya patentes ya ocultas que la animan, los límites de su hori- zonte se pierden en lontananza y desde la altura á que se eleva se le aparecen las individuali- dades como agrupadas en masas y como veladas por una lijera bruma. Tal es el punto de vista en que queremos colocarnos para contemplar el Universo, é intentar describir en su conjunto la esfera de los cielos y el mundo terrestre. No se me oculta la audacia de tentativa semejante, pues sé que entre todas las formas de esposicion á que consagro estas pajinas, el ensayo de un »6 COSMOS. cuadro general de la naturaleza es tanto más di- fícil, cuanto que en lugar de limitarnos á descri- bir en detalle las riquezas de sus tan variadas formas, nos proponemos pintar las grandes ma- sas, ya sea que tengan sus contornos una exis- tencia real, ya que las divisiones del cuadro re- sulten de la naturaleza misma de nuestras con- cepciones. Para que esta obra sea digna de la bellísima espresion de Cosmos, que significa el orden en el Universo y la magnificencia en el or- den, es necesario que abrase y describa el gran Todo; es preciso clasificar y coordinar los fenó- menos, penetrar el juego de fuerzas que los pro- ducen, y pintar en fin, con animado lenguaje, una viviente imagen de la realidad, ¡Quiera Dios que la infinita variedad de los elementos de que se compone el cuadro de la naturaleza no per- judique á la impresión armoniosa de calma y de unidad, supremo objeto de toda obra literaria ó puramente artística! Desde las profundidades del espacio ocupadas por las nebulosas más remotas, descenderemos por grados á la zona de estrellas de que es una parte nuestro sistema solar, al esferoide terres- tre con su envuelta gaseosa y líquida, con su forma, su temperamento y su tensión magnéti- ca, hasta los seres dotados de vida que la acción fecundante de la luz desarrolla en su superficie. Sobre este cuadro del mundo tendremos que pin- tar á grandes rasgos los espacios infinitos de los cielos, y trazar el bosquejo de microscópicas HUMBOLDT. 87 existencias del reino orgánico que se desarrollan en las aguas estancadas ó sobre las ásperas cres- tas de las rocas. Las riquezas de observación que el estudio severo de la naturaleza ha sabido acu- mular hasta nuestra época, forman los materia- les de esta vasta representación, cuyo carácter principal debe ser el de llevar en sí misma el testimonio de su fidelidad. Pero en las condicio- nes consignadas en los prolegómenos, un cuadro descriptivo de la naturaleza no puede compren- der los detalles y las individualidades considera- das fuera del conjunto, porque perjudicaría al efecto general de la obra querer enumerar todas las formas en que se revela la vida, todos los hechos y todas las leyes de la naturaleza. La ten- dencia que lleva á fraccionar indefinidamente la suma de nuestros conocimientos es un escollo que el filósofo ha de saber evitar, so pena de perder- se en la multitud de detalles acumulados por un empirismo casi siempre irreflexivo. Ignoramos aun, además, una parte considerable de las pro- piedades de la materia, ó para hablar en lengua- je más conforme con la filosofía natural, fáltanos descubrir series enteras de fenómenos que de- penden de fuerzas de que ninguna idea tenemos en la actualidad; laguna que por sí solo sería su- ficiente para hacer que fuese incompleta toda re- presentación unitaria de la totalidad de los he- chos naturales. También en el fondo mismo del goce que le inspira el cuadro de sus conquistas, el espíritu inquieto, poco satisfecho del presen- 88 COSMOS. te, experimenta como una especie de malestar, cediendo al deseo enérgico que le lleva incesan- temente hacia las regiones de la ciencia aun inesperadas. Estas aspiraciones de nuestra al- ma anudan más fuertemente el lazo que une el mundo sensible al mundo ideal en virtud de las leyes supremas de la inteligencia, y vivifican esta relación misteriosa «de la impresión que recibe nuestra alma del mundo esterior y el acto que la refleja del seno de sus mismas profundi- dades.» Siendo además la naturaleza (considerada co- mo conjunto de. seres y de fenómenos) ilimitada en cuanto á sus contornos y á su contenido, nos presenta un problema que toda la capacidad hu- mana no podría abarcar, problema insoluble por- que exi, e el conocimiento sreneral de todas las fuerzas que se agitan en el Universo. Bien puede hacerle semejante confesión, cuando nos propo- nemos por único objeto de nuestras investiga- ciones inmediatas, las leyes de los seres ó de sus desenvolvimientos, y cuando nos sujetamos á seguir un solo camino, el de la esperiencia guia- da p ir un método de inducción rigurosa. Es ver- dad que se renuncia así á satisfacer la tendencia que nos lleva á considerar la naturaleza en su universalidad, y á penetrar la esencia misma de las cosas; pe?o la historia de las teorías genera- les sobre el mundo, que hemos reservado para otra parte de esta obra, prueba que la humani- dad puede solamente aspirar al conocimiento HÜMBOLDT. 89 parcial, aunque cada vez más profundo, de las leyes generales del Universo. Trátase pues aquí, de pintar el conjunto de los resultados adquiri- dos, dentro del punto de vista de la actualidad, en cuanto á la medida y los límites, como en lo tocante ,á la estension de este cuadro* Ahora bien: cuando se habla de los movimientos y de las transformaciones que se efectúan en el espa- cio, es el fin principal de nuestras investigacio- nes la determinación numérica de los valores medios que constituyen la espresion misma de las leyes físicas. Estos números medios nos re- presentan lo que hay de constante en los fenóme- nos variables, lo que hay de fijo en la fluctua- ción perpetua de las apariencias. De aquí el que los progresos actuales de la física se manifiesten casi esclusivamente por pesos y medidas, con el objeto de obtener ó de corregir los valores nu- méricos medios de ciertas magnitudes. Podria, pues, decirse que los números, últimos geroglí- íicos que aun subsisten en nuestra escritura, son nuevamente para nosotros, pero en una acepción mucho más lata, lo que antiguamente eran para la escuela itálica: las fuerzas mismas del Cosmos. Ama el sabio la sencillez de estas relaciones numéricas que espresan las dimensiones del cie- lo visible, la magnitud de ios cuerpos celestes, sus periódicas perturbaciones y los tres elemen- tos del magnetismo terrestre, la presión atmos- férica y la cantidad de calórico que el sol irradia en cada una de las estaciones del año sobre todos 90 COSMOS. los puntos de nuestros continentes ó de nuestros mares; pero esto no bastaría al poeta de la natu- raleza, y menos aun á la muchedumbre curiosa que creen á la ciencia contemporánea estraviada en falsos caminos porque no responde ya sino con la duda á una multitud de cuestiones que se creyó en otro tiempo llegarían A entrar en su do- minio, cuando no las declara absolutamente in- solubles. Preciso es confesarlo: la ciencia actual, bajo una forma más severa, con limites más estrechos, está desprovista de aquel engañoso atractivo de la antigua física, cuyos dogmas y símbolos tan propios eran para perturbar la ra- zón, dando libre curso á las imaginaciones más ardientes. Antes del descubrimiento del Nuevo - Mundo, se creyó percibir por mucho tiempo des- de lo alto de las costas de las Canarias ó de las Azores, tierras situadas al Occidente. Era ilu- sión producida, no por el juego de una refrac- ción estraordinaria, sino por el anhelo que nos arrastra á penetrar más allá de nuestro alcance. La filosofía natural de los griegos, la física de la edad media y lo mismo la de los últimos si- glos ofrecen más de un ejemplo análogo de aque- lla ilusión del espíritu que se forja, por decirlo así, fantasmas aéreos. Parece como que en los límites de nuestros conocimientcs, de igual mo- do que desde lo alto de las costas de las últimas islas, la vista turbada procura descansar en le- janas regiones; y qtie luego la tendencia á lo so- brenatural, á lo maravilles , presta una forma HUMBOLDT. 9l determinada á cadi manifestación de ese poder de creación ideal de que el hombre está dotado, ensanchando el dominio de la imaginación, donde reinan como soberanos los sueños cosmológicos, geonósticos y magnéticos, en pugna constante- mente con el dominio de la realidad. Bajo cualquier aspecto en que quiera consi- derarse la naturaleza, ya sea como conjunto de seres y de sus desarrollos sucesivos, ya como la fuerza interior del movimiento, ó ya en fin, co- mo el tipo misterioso al que se refieren todas las apariencias, la impresión que produce en nos- otros tiene siempre algo de terrestre. Ni aun re- conocemos nuestra patria, sino allí donde co- mienza, el reino de la vida orgánica: como si la imagen de la naturaleza se asociase fatalmente en nuestra alma á la de la tierra adornada desús flores y de sus frutos, animada por las razas in- numerables de animales que viven en su super- ficie. El aspecto del firmamento y la inmensidad de los espacios celestes, forman un cuadro en que la magnitud de las masas, el número de soles di- vers'irrer-te agrupados, y las mismas pálidas ne- bulosas, pueden bien escitar nuestro asombro ó admiración; pero no dejamos de sentirnos estra- ños á esos mundos en que reina una soledad aparente, y que no nos producen la impresión in- mediata, por la cual, la vida orgánica nos liga á la tierra. Así vemos, que todas las concepciones físicas del hambre, aun las más modernas, han separado el Cielo de la Tierra como en dos re- 92 cosmos. giones, la una superior, inferior la otra. Si pues para pintar el cuadro de la naturale- za escogiéramos el punto de vista en que nos co- locan nuestros sentidos, sería preciso empezar por el suelo que nos soporta; describir el globo terrestre, su forma y sus dimensiones, su densi- dad y su temperatura creciente hác?a el centro; separar las capas superpuestas, tanto fluidas co- mo sólidas; distinguir los continentes de los ma- res y presentar la vida orgánica desarrollando por do quiera su trama, invadiendo la superficie y poblando las profundidades; dibujar, por fin, el Océano aéreo perpetuamente agitado por sus cor- rientes, en el fondo del cual surgen como otros tantos bajíos y escollos, las altas cadenas de nuestras montañas coronadas de bosques. Según este cuadro, cuyos rasgos estarían tomados solo de nuestro íriobo, alzaríase la vista á los espa- cies celestes, y la tierra, dominio ya bien cono- cido de la vida orgánica, vendría á ser entonces considerada como planeta, tomando puesto entre los otros globos, satélites como ella de uno de esos astros inumerables que brillan con luz pro- pia. Esta serie de ideas ha trazado la senda á las primeras teorías generales que adoptaron como punto de partida el de nuestras sensacio- nes; serie que casi recordaría la antigua con- cepción de una tierra rodeada de todos lados de agua, y como sosteniendo la bóveda celeste; se- rie que empieza en el lugar mismo en que se ha- lla el observador, y parte de lo conocido para ir HUMBOLDT. 93 á lo desconocido, de lo que nos toca y cerca, para llegar hasta los límites de nuestro alcance. Este es el método fundadamente matemático que se sigue en la esposicion de las teorías astronómi- cas, cuando se pasa del movimiento aparente de los cuerpos celestes á sus movimientos reales. Pero si se trata de esponer el conjunto de nuestros conocimientos en lo que tienen de fir- me y de positivo, y aun de probable actualmente en mayor ó menor grado, sin empañarse, no obs- tante, en desarrollar su demostración, preciso es recurrir á un orden de ideas muy diferente, y sobre todo renunciar al punto de partida terres- tre, cuya importancia en la generalidad es es- clusivamente relativa al hombre. La tierra no debe ya aparecer en primer término sino como un detalle subordinado al conjunto del cual for- ma parte, debiendo guardarnos de aminorar el carácter de grandeza de tal concepción por mo- tivos fundados en la proximidad de ciertos fenó- menos particulares, en su influencia más ínti- ma, ó en su más directa utilidad. De aquí, pues, que una descripción física del mundo, es decir, un cuadro general de la naturaleza, deba empe- zar por el cielo y no por la tierra; pero á medida que la esfera que abarca la mirada se estreche, veremos aumentarse la riqueza de detalles, com- pletarse las apariencias físicas, y multiplicarse las propiedades específicas de la materia. Desde aquellas regiones en que la sola fuerza cuya existencia nos es dable comprobar es la gravita- 01 COSMOS. cJon, descenderemos gradualmente hasta nues- tro planeta, y penetraremos al fln en el mecanis- mo complicado de las fuerzas que reinan en su superficie. El método descriptivo que acabo de bosquejar, es el inverso del que suministró los materiales: el primero enumera y clasifica lo que el .--¿gundo ha demostrado. El hombre se pone en relación con la natura- leza por medio de sus órg mos. Así la existencia de la materia en las profundidades del cielo, se nos revela por los fenómenos luminosos; y puede decirse que la vista es el órgano de ia contem- plación del Universo, y que el descubrimiento de la visión telescópica, que data apenas dos si- glos y medio, ha dotado á las generaciones ac- tuales de una potencia de la cual todavía se ig- noran los límites. De las consideraciones que forman la ciencia del Cosmos, las primeras y más generales tratan de la distribución de la materia en los espacios, ó de la creación, empleando la palabra que sirve de ordinario para designar el conjunto actual de los seres y los desarrollos sucesivos cuyo ger- men contienen aquellos. Y ante todo, veremos la materia, y . condensada en globos de magni- tudes y de densidades muy diversas, animados de un doble movimiento de rotación y de trasla- ción; ya diseminada en el espacio bajo la forma de nebulosidades fosforescentes. Consideremos en primer lugar la materia cós- mica esparcida en el cielo bajo formas más ó me- HUMBOLDT- 95 nos determinadas, y en todos los estados posibles de agregación. Cuando las nebulosas tienen cor- tas dimensiones aparentes, presentan el aspecto de pequeños discos circulares ó elípticos, ya ais- lados, ya pareados, y reunidos entonces alguna vez por un pequeño filete luminoso. Bajo mayo- res diámetros, la materia nebulosa toma las for- mas más variadas: envia lejos en el espacio nu- merosas ramificaciones; se estiende en abanico, ó bien afecta la figura anular de contornos cla- ramente determinados, con un espacio central oscuro. Créese que estas nebulosas sufren gra- dualmente cambios de forma, según que la ma- teria, obedeciendo a las leyes de la gravitación, se condense alrededor de uno ó de muchos cen- tros. Cerca de 2,500 de estas nebulosas que no han podido resolver en estrellas los más podero- sos telescopios, están ya clasificadas y determi- nadas relativamente á los lugares que ocupan en el cielo. Ed presencia d ^ este desarrollo genesiaco, de estas formaciones perpetuamente progresivas que se efectúan en los espacios celestes, el ob- servador filósofo no puede menos de establecer una cierta analogía entre estos grandes fenóme- nos y los de la vida orgánica; de igual modo que vemos en nuestros bosques árboles de la misma especie que han llegado á todos los grados po- sibles de crecimiento, también pueden recono- cerse en la inmensidad de los campos celestes las diversas fases de la formación gradual de las es- 96 cosmos. trellas. Esta condensación progresiva, enseñada por Anaxiraenes, y con él toda la escuela jónica, parece como que se desarrolla simultáneamente á nuestros ojos. Preciso es reconocer que la ten- dencia casi adivinadora de estas investigaciones y de estos esfuerzos del espíritu ha ofrecido siem- pre á la imaginación el más poderoso atractivo (31); pero lo que debe cautivarnos masen el es- tudio de la vida y de las fuerzas que animan al Universo, no es tanto el conocimiento de los sé- res en su esencia, como el de la ley de su desa- rollo, es decir, la sucesión de formas que revis- ten; pues por lo tocante al acto mismo de la creación, al origen de las cosas considerado co- mo la transición de la nada al ser, ni la espe- riencia ni el razonamiento pueden darnos nin- guna idea. No se han limitado los astrónomos á compro- bar en las nebulosas diversas fases de formación, según los grados de su condensación más ó me- nos marcada hacia el centro; sino que han creí- do también poder deducir inmediatamente de las observaciones hechas en diferentes épocas, que se han verificado cambios efectivos en la nebu- losa de Andrómeda, en la del navio Argos y en los filamentos aislados pertenecientes á la nebu- losa de Orion; pero la desigual potencia de los instrumentos empleados en estas diferentes épo- cas, las variaciones de nuestra atmósfera y otras influencias de naturaleza óptica, nos autorizan á dudar de una parte de aquellos resultados, HÜMBOLDT. 97 cuando se los considera como términos de com- paración legados por la historia de los cielos. No deben confundirse las manchas nebulosas propiamente dichas, de formas tan variadas, y diferente brillo, cuya materia sin cesar concen- trada acabará quizás por condensarse en estre- lla?, ni tampoco las nebulosas planetarias, que emiten desde todos los puntos de sus discos un tanto ovalados una luz suave y uniforme, con las llamadas estrellas nebulosas. No se trata aquí de un efecto de proyección puramente for- tuito, antes al contrario, la materia fosfores- cente, la nebulosidad, forma un todo con la es- trella á que rodea. A juzgar por su diámetro aparente, generalmente considerable, y por la distancia á que brillan las nebulosas planetarias y las estrellas nebulosas, estas dos variedades deben tener enormes dimensiones. Resulta de nuevas consideraciones estremadamente inge- niosas acerca de los diversos efectos que puede producir el alejamiento en el brillo de un disco luminoso de diámetro apreciable y en el de un punto aislado, que las nebulosas planetarias son probablemente estrellas nebulosas, en las cuales toda diferencia de brillo entre la estrella central y la atmósfera que la rodea ha desaparecido, aun para la vista auxiliada de los más poderosos telescopios. Las magnificas zonas del cielo austral com- prendidas entre los paralelos de los grados 50 y 80, son las más ricas en estrellas nebulosas y 98 cosmos. en conjuntos Je nebulosidades irreductibles. De las dos nubes magallánicas que giran alredor del polo austral, de ese polo tan pobre en estrellas que asemeja comarca devastada, la mayor pare- ce ser, según investigacionnes recientes (32) «una sorprendente aglomeración de masas esfé- ricas de estrellas mayores ó menores, y de nebu- losas irreductibles, cuyo brillo general ilumina el campo de la división y forma como el fondo del cuadro.» El aspecto de estas nubes, la bri- llante constelación del navio Argos, la via láctea que se estiende entre el Escorpión, el Centauro y la Cruz, y aun me atrevo á decir, el aspecto tan pintoresco de todo el cielo austral, han pro- ducido en mi alma una impresión que no se borrará jamás. La luz zodiacal que se eleva sobre el hori- zonte como resplandeciente pirámide, y cuyo dulce brillo constituye el eterno adorno de las noches intertropicales, es probablemente una gran nebulosa anular que gira entre la órbita de Marte y la de la tierra; porque no es admisi- ble la opinión de los que creen ver en ella la capa esterior de la misma atmósfera del sol. A más de estas nebulosidades, de estas nubes luminosas de formas determinadas, observaciones exactas tienden á comprobar la existencia de una mate- ria infinitamente tenue, que no tiene probable- mente luz propia, pero que se revela por la re- sistencia que opone al movimiento del cometa de Encke (y quizás también á los de Biela y Fa- HUMBOLDT. 99 ye) y por la disminución que hace esperimentar á su escentricidad y á la duración de sus revo- luciones. Esta materia etérea ó cósmica, flotan- te en el espacio, párese como animada de movi- miento; y á pesar de su tenuidad originaria, po- demos suponerla sometida á las leyes de la gra- vitación, y más oondensada, por consiguiente en los alrededores de la enorme masa del sol; de- biendo admitirse, en fin, que se renueva y au- menta há muchos miles de siglos, por las mate- rias gaseiformes que las colas de los cometas abandonan en el espacio. Después de haber considerado así la variedad de formas que reviste la materia diseminada en los espacios infinitos de los cielos (33) ya sea que se estienda sin límites ni contornos en for- ma de éter cósmico, ó que primitivamente haya estado condesada en nebulosas, preciso es fijar nuestra atención ahora en la parte sólida del Universo, es decir, en la materia aglomerada en esos globos que esclusivaraente designamos con el nombre de astros ó mundos estelares. Toda- vía aquí encontramos diversos grados de agrega- ción y de densidad, y nuestro propio sistema so- lar reproduce todos los términos de la serie de los pesos específicos (relación de volumen á la masa) que nos han hecho familiares las sustan- cias terrestres. Cuando se comparan los plane- tas desde Mercurio hasta Marte al Sol y á Jú- piter, y estos dos últimos astros á Saturno, me- nos denso aun, se llega por una progresión de- 100 COSMOS. creciente desde el peso específico del antimonio metálico hasta el de la miel, el del agua y el del abeto. Además, la densidad de los cometas es tan débil, que la luz de las estrellas lo atraviesa sin refracción, aun por la parte más compacta que se llama habitual mente cebeza ó núcleo; quizás no hay cometa alguno cuya masa equivalga á 0,005 de la de la tierra. Señalemos en este lugar lo que aparece como más sorprendente en la diversidad de los efectos producidos por las fuer- zas cuya acción progresiva ha presidido origi- nariamente á las aglomeraciones de la materia; pues si bien desde el punto de vista general en que nos hemos colocado, hubiéramos podido in- dicar á priori esta variedad indelinida como un resultado posible de la acción combinada de las fuerzas generatrices, hemos creido mejor mos- trarla como un hecho real que se desarrolla efec- tivamente á nuestros ojos en las regiones ce- lestes. Las concepciones puramente especulativas de Wright, Kant y Lambert acerca de la construc- ción general de los cielos, han sido establecidas por William Herschell sobre una base más sóli- da, sobre observaciones y medidas exactísimas. Este grande hombre, tan osado y tan prudente á la vez en sus investigaciones, fué el primero que se atrevió á sondear las profundidades de los cielos, para determinar los límites y la forma de la capa aislada de estrellas de que la tierra es parte, y el primero también que intentó apli- HÜMBOLDT. 101 car á esta zona estelar las relaciones de magni- tud, de forma y de posición que le habían sido reveladas por el estudio de las nebulosas más remotas, justificando así el bello epitafio graba- do sobre su tumba de Upton. Ccelonon perrupU claustra. Lanzado, como Colon, á un mar des- conocido, descubrió islas y archipiélagos, dejan- do á las generaciones siguientes el cuidado de determinar su exacta posición. Ha sido preciso recurrir a hipótesis más ó menos verosímiles acerca de las verdaderas mag- nitudes de las estrellas y su número relativo, es decir, sobre su acumulación más ó menos marca- da en los espacios iguales que circunscribe el campo de un mismo telescopio graduado siempre del propio modo, para evaluar el espesor de las capas ó de las zonas que aquellas constituyen. Es también imposible atribuir á estos datos, cuando se trata de deducir de ellos las particularidades de la estructura de los cielos, el mismo grado de certeza á que se ha llegado en el estudio de los fenómenos peculiares de nuestro sistema solar, ó en la teoría general de los movimientos aparen- tes y reales de los cuerpos celestes, ó en la deter- minación por último, de las revoluciones veri- ficadas por las estrellas componentes de un sis- tema binario alrededor de su centro común de gravedad. Esta parte de la ciencia del Cosmos, se asemeja á las épocas fabulosas ó mitológicas de la historia: la una como las otras se remon- tan en efecto á ese incierto crepúsculo en que 102 COSMOS. van á perderse los origines de los tiempos his- tóricos y los límites del espacio, más alia de los cuales no alcanzan nuestras medidas. La eviden- cia, á tal altura, empieza á desaparecer de nues- tras concepciones, y todo convida á la imagina- ción á buscar en sí misma una forma y contor- nos fijos para esas confusas apariencias que amenazan escapar á nuestra investigación. Pero volviendo á la comparación que ya he- mos indicado, entre la bóveda celeste y un mar sembrado de i~las y archipiélagos, ella nos ayu- dará á comprender mejor los diversos modos de distribución de los grupos aislados que forma la materia cósmica; de las nebulosas irresolubles condensadas alrededor de uno ó de muchos cen- tros, que llevan en sí mismas el signo de su an- tigüedad; y de las agregaciones de estrellas ó de los grupos esporádicos distintos que presentan rasgos de una formación más reciente. La reu- nión de estrellas de que nosotros hacemos parte y que podríamos llamar en este sentido una isla del Universo, constituye una cipa aplanada, lenticular, aislada por todas partes; y se estima que su eje mayor es igual á setecientas ú ocho- cientas veces la distancia de Sirio á la Tierra, y el eje menor á unas ciento cincuenta. Para for- mar idea de la magnitud absoluta de la unidad de que se trata, puede suponerse que la paralaje de Sirio no escede á la de la estrella brillante del Centauro (0", 91*28); en cuyo caso la luz em- plearía tres años en recorrer la distanci HDMBOLDT. 103 nos separa de Sirio; pues según los admirables trabajos de Bessel sobre la paralaje de la estre- lla 61 del Cisne (0", 3483) (34), estrella que por su movimiento considerable propio, hace sospe- char su proximidad, un rayo luminoso que par- tiera de este astro no podría llegar hasta noso- tros sino después de nueve años y tres meses. Nuestro grupo de estrellas, cuyo espesor es relativamente poco considerable se divide en dos ramas á un tercio próximamente de su esten- sion; créese que el sistema solar está situado en él escéntricamente, no lejos del punto de divi- sión, más cerca de la región en que brilla Sirio que de la constelación del Águila, y casi en me- dio de la capa en el sentido de su espesor. Ya hemos dicho más arriba que midiendo sis- temáticamente el cielo y contando las estrellas contenidas en el campo invariable de un teles- copio dirigido sucesivamente hacia todas las re- giones del espacio, es como se ha llegado á Ajar la situación de nuastro sistema solar, y á deter- minar la forma y las dimensiones del conjunto lenticular de estrellas de que hace parte. En efec- to, si ti número más ó menos grande de estrellas contenidas en espacios iguales, varia en razón del espesor mismo de la capa á cada dirección, este número debe darnos la longitud del rayo visual, sonda atrevidamente arrojada á las pro- fundidades del cielo, cuando el rayo hiere el fon- do de la capa estelar ó más bien á su límite es- terior, porque no tienen aplicrcion aquí las ideas 104 COSMOS. de alto ni de bajo. En sentido del eje mayor de la capa, debe el rayo visual encontrar las estre- llas escalonadas siguiendo esta dirección, en mu- cho mayor número que por cualquier otra par- te; en efecto, las estrellas están fuertemente condensadas en estas regiones y como reunidas en un matiz general que puede compararse á un polvo luminoso- Su conjunto señala en la bóveda celeste una zona que parece envolverla por com- pleto. Esta zona estrecha, cuyo brillo desigual se vé interrumpido á trechos por espacios oscu- ros, sigue con algunos grados de diferencia la dirección de un círculo máximo de la esfera, porque nosotros venimos á estar colocados cer- ca del medio de la capa de estrellas, y en el pla- no mismo de la via láctea, que es su perspectiva. Si nuestro sistema planetario se encontrase si- tuado á una gran distancia de ese conjunto de estrellas, la via láctea nos ofreceriala aparien- cia de un anillo; á una distancia aun mayor, aparecería en el telescopio como una nebulosa irreductible terminada por un contorno cir- cular. Entre todos los astros que brillan con luz pro- pia, tenidos largo tiempo por fijos, aunque equi- vocadamente, puesto que de continuo cambia su posición, entre esos astros que forman nuestra isla en el Océano de los mundos, el Sol es el úni- co que observaciones reales nos permiten reco- nocer como centro de los movimientos de un sis- tema secundario compue-to de planetas, de co- HUMBOLDT. 105 metas y de asteroides análogos á nuestros aero- litos. Las estrellas dobles ó múltiples no pue- den ser asimiladas por completo á nuestro sis- tema planetario, ni por la dependencia de los mo- vimientos relativos, ni por las apariencias lumi- nosas. Ciertamente, los astros que brillan con una luz propia, y forman estas asociaciones binarias ó más complejas, giran también alrededor de su centro común de gravedad, y quizás arrastren cortejos de planetas y de lunas cuya existencia no pueden revelarnos nuestros telescopios: pero el centro de sus movimientos se encuentra en un espacio vacío, ó lleno únicamente de materia cósmica, mientras que en el sistema solar, este mismo centro está situado en el interior de un cuerpo visible. Si, esto no obstante, queremos considerar como estrellas dobles el Sol y la Tier- ra, ó la Tierra y la Luna, y si tratamos de asi- milar el conjunto de los planetas á un sistema múltiple, será necesario restringir á solo los movimientos, la analogía que entrañan estas denominaciones; porque puede admitirse la uni- versalidad de las leyes de la gravitación; pero todo lo que se refiere á las apariencias lumino- sas, deberá ser escluido de esta aproximación ó comparación. Colocados en el punto de vista general que nos habia impuesto la naturaleza misma de nuestra obra, podemos examinar ahora nuestro sistema solar bajo un doble aspecto: estudiare- mos primero, en las diversas clases que en ól 9 106 COSMOS. pueden distinguirse, los caracteres generales de magnitud, figura, densidad y situación relativa; trataremos en seguida de las relaciones que pa- recen unir este codj unto á las demás partes de nuestra zona estrellada; con lo cual se indica bastante el movimiento propio del Sol mismo. En el estado actual de la ciencia, nuestro sistema solar se compone de once planetas prin- cipales, diez y oclio lunas ó satélites, y multi- tud de cometas, entre los cuales hay algunos que constantemente permanecen en los estre- chos límites del mundo de los planetas, y por esto llevan el nombre de cometas planetarios. Podemos según todas las probabilidades añadir al cortejo de nuestro Sol y colocar en la esfera donde se ejerce inmediatamente su acción cen- tral, primeramente un anillo de materia nebu- losa, animado de un movimiento de rotación, probablemente situado entre la órbita de Marte y la de Venus, por lo menos sabemos de cierto que se estiende más allá de la de la Tierra (:>5)» y al cual se debe esa apariencia luminosa de for- ma de pirámide, conocida con el nombre de luz zodiacal; forman parte asimismo del sistema so- lar una multitud de asteroides escesivamente pequeños, cuyas órbitas cortan la de la Tierra ó se separan muy poco de ella, y por los cuales se esplican las apariciones de estrellas errantes y la caida de aerolitos. Cuando consideramos estas formaciones tan complejas, los astros nu- merosos que giran alrededor del Sol en elipses IIUMBOLDT. 107 más ó menos escéntricas, sin tratar de espli'cál*, como el inmortal autor de la Mecánica ce'este, el origen de 1?- mayor parte de los remotas, por medio de porciones de materia desligadas d° las nebulosas, y errantes de un mundo a] otro (36), preciso es reconocer que los planetas fon sns satélites no forman sino una muy pequeña parte del sistema solar, si se atiende al número y no á las masas. Háse supuesto que los planetas telescópicos; Vesta, Juno, Céres y Palas, forman una especie de grupo intermedio, y que sus órbitas, tan es- trechamente enlazadas, tan inclinada?, tan es- céntricas, determinan en el espacio una zona de separación entre los planetas interiores, Mer- curio, Venus, la Tierra, Marte, y la región de los planetas esteriores Júpiter, Saturno y Urano (37). Estas do* regiones presentan con efecto, los más sorprendentes contrastes. Los planetas interiores más próximos al Sol, son de magni- tud media y densidad considerable; giran lenta- mente sobre sí mismos en tiempos casi iguales (veinte y cuatro horas próximamente), son poco aplanados, y, salvo la Tierra, están desprovis- tos totalmente de satélites; los planetas este- riores son de mucha mayor magnitud y cinco veces menos densos; su rotación es por lo me- nos dos veces más rápida, su aplanamiento más marcado, y el número de sus satélites compa- rado con el de los planetas inferiores está en la relación de diez y siete á uno, si es que Urano 108 COSMOS. posee efectivamente las seis lunas que se le atri- buyen. Pero las consideraciones de donde hemos de- ducido los caracteres generales de estos dos gru- pos no pueden estenderse con igual grado de exactitud á cada uno de los planetas en parti- cular, y no es fácil comparar así, una á una, las distancias al centro común de los movimientos con las magnitudes absolutas, las densidades con el tiempo de la rotación, ni las escentricidades y la mutua inclinación de las órbitas con los ejes máximos. No conocemos relación necesaria entre los seis elementos que acabamos de enu- merar y las distancias medias, é ignoramos si existe entre aquellas diversas magnitudes algu- na ley de la Mecánica celeste, análoga por ejem- plo, á la que relaciona los cuadrados de los tiempos periódicos á los cubos de los ejes máxi- mos. Marte está más lejano del Sol que Venus y que la Tierra, y es sin embargo más pequeño, y de todos los planetas de antiguo conocidos, del que difiere menos en cuanto al diámetro es de Mercurio, el planeta más próximo al Sol. Saturno es más pequeño que Júpiter; pero es mucho mayor que Urano. Mis aun: á la zona de los planetas telescópicos sucede inmediata- mente Júpiter, el más poderoso de todos los as- tros secundarios de nuestro sistema; y sin em- bargo, la superlicie d9 aquellos asteroides, cuyo diámetro por su pequenez escapa casi á nues- tras mediciones, escede apenas en el duplo á la HÜMBOLDT. 109 de Francia, Madagasear ó Borneo. Por sorpren- dente que pueia ser la densidad tan estraordi- nariamente débil de esos colosos planetarios que gravitan hacia el Sol en los confines de nuestro mundo, todavía, sin embargo, se echa también aquí de meaos la regularidad en la serie decre- ciente (38); pues Urano parece ser más denso que Saturno, aun admitiendo la masa calculada por Lamont, 1 [24605, que es el más pequeño; y á pesar de la escasa diferencia que se observa en las densidades del grupo de los planetas más próximos al Sol (39), encontramos de una y otra parte de la Tierra á Venus y Marte, que son los dos menos densos que nuestro planeta. En cuanto á la duración de la rotación, no hay duda que disminuye á medida que la distancia al Sol aumenta; sin embargo, Marte invierte más tiempo en su rotación que la Tierra, y Sa- turno más que Júpiter. Las escentricidades ma- yores pertenecen á las eclipses que describen Juno, Palas, y Mercurio, y las menores son las de Venus y la Tierra, dos planetas que se su- ceden sin embargo en el orden de las distancias. Mercurio y Venus nos ofrecen exactamente el mismo contraste que los cuatro planetas meno- res, porque las escentricidades poco diferentes de Juno y de Palas son triples que las de Céres y de Vesta. Anomalías semejantes se nos pre- sentan cuando consideramos la inclinación de las órbitas sobre el plano de la eclíptica, y la posición relativa de los ejes de rotación; ele- 110 COSMOS- mentos que influyen, de muy distinta manera que la cscentricidad, en los climas, en la esten- sion del año y en la duración variable de los dias. Las eclipses más prolongadas, las que re- corren Juno, Palas y Mercurio, son también las más inclinadas sobre la eclíptica, aunque en relaciones muy diferentes: la inclinación de la órbita de Palas, á la que no se encuentran otras análogas sino entre ios cometas, es próxi- mamente veintiséis veces mayor que la de Jú- piter, mientras que la del planeta menor Vesta, no obstante su proximidad á Palas, apenas es- cede del séstuplo del mismo ángulo. No se ha obtenido mejor éxito en el propósito de formar una serie regular con las posiciones de los ejes de rotación de los cuatro ó cinco planetas, res- pecto de los cuales este elemento ha podido de- terminarse con exactitud. En lo tocante á Urano, á juzgar por la posición de los planos de los dos únicos satélites que de nuevo han sido observados recientemente, la inclinación de su eje de rotación sobre el plano de su órbita apenas llegará IIo; de suerte que Saturno se encuentra así colocado bajo este respecto entre Júpiter, cuyo eje de ro- tación os casi perpendicular al plano üe su órbi- ta, J Urano. Parece resultar de la enumeración de estas irregularidades, que el mundo de las formacio- nes celestes debe ser aceptado como un hecho, como un dato natural que se oculta á las espe- culaciones del espíritu, por la carencia de todo HUMBOLDT. 111 «nlace visible entre la causa y el efecto. En otros términos; las relaciones de magnitud ab- soluta y de posición relativa de los ejes, las ra- zones en que están las densidades en el sistema planetario, las duraciones de rotación, y las escentricidades, son cosas que no nos parecen más ni menos necesarias en la naturaleza qae la distribución de las aguas y de las tierras en la superficie de nuestro globo, los contornos de sus continentes ó la altura de sus cadenas de montañas. Ninguna ley general puede estable- cerse bajo estas diferentes relaciones, ni en los cielos ni en las desigualdades de las capas ter- restres: esos son otros tantos hechos naturales producidos por el conflicto de fuerzas múltiples, que se han movido en otro tiempo en condicio- nes del todo desconocidas hoy. Ahora bien: en materia de cosmogonía el hombre atribuye á la casualidad lo que no puede esplicar por la ac- ción generatriz de las fuerzas que le son fami- liares. Con todo, si los planetas se han formado por la condensación progresiva de anillos de materias gaseosas, concéntricas al Sol, las den- sidades, las temperaturas, las tensiones magné- ticas desiguales de estos anillos, justifican las •diferencias actuales de forma y de magnitud, asi como las velocidades primitivas de rotación, y pequeñas variaciones en la dirección del mo- vimiento, pueden darnos cuenta de las inclina- ciones y de las escentricidades. Por otra parte, las atracciones de las masas y las leyes de la 112 COSMOS. gravedad, debieron de jugar aquí su papel, como en los solevantamientos que produjeron las irre- gularidades de la superficie terrestre; aunque es imposible deducir del estado actual de las co- sas la serie entera de las variaciones que han debido recorrer antes de llegar á él. En cuanto á la ley bien conocida por la que se han querido relacionar las distancias de los planetas al Sol, háse demostrado su inexactitud numéricamente respecto de los intervalos que separan á Mer- curio, Vónus, y la Tierra de aquel astro, dado que por otra parte no estuviese, como lo está, en contradicción manifiesta con la noción misma de serie, á causa del primer término que en ella se supone. Los once planetas principales que hoy com- ponen el sistema solar, van acompañados en sus movimientos por catorce planetas secundarios (lunas ó satélites) cuya existencia es incontes- table; número que se elevaría á diez y ocho si se tuviesen en cuenta cuatro satélites cuya rea- lidad no está bien determinada. Asi, pues, los planetas principales son á su vez los centros de los movimientos de sistemas subordinados. Evi- dentemente, la naturaleza ha procedido en las formaciones celestes como en el reino de la vida orgánica, donde tan frecuente es que las clases secundarias reproduzcan los tipos primitivos alrededor de los cuales vienen á agruparse los animales y los vegetales. Los satélites son más numerosos hacia las regiones estremas del mun- HUMBOLDT. 113 do planetario, más allá de las órbitas, tan ínti- mamente ligadas, de los planetas que se llaman menores. Pero los planetas del lado opuesto es- tán desprovistos de lunas, escepto la Tierra, cuyo satélite es proporcionalmente desmesura- do, como que su diámetro equivale á la cuarta parte del de nuestro globo, siendo así que el mayor satélite conocido, la sesta luna de Satur- no, es linealmente diez y siete veces más pe- queño que este último astro. Los planetas más apartados del Sol, los mayores, los menos den- sos y más aplanados, son precisamente los que poseen mayor número de satélites. Ni el mismo Urano forma escepcion de esta regla bajo nin- gún concepto, pues su aplanamiento, determi- nado por las nuevas investigaciones de Msedler, escede en 1{10 al de todos los demás planetas. Pero en aquellos lejanos sistemas, la diferencia de diámetros y de masas entre los satélites y el astro central, es mucho más pronunciada que en el sistema análogo formado por la Tierra y la Luna (40), que distan entre sí 38,400 miría- metros (51,800 millas geográficas). Las relacio- nes de densidad son también en todo diferentes; porque la densidad de la Luna es 5{9 de la de la Tierra; al paso que el segundo satélite de Júpi- ter parece más denso que su planeta central, si es permitido prestar siempre una entera con- fianza á determinaciones tan delicadas como lo son las de las masas y volúmenes de aquellos satélites. 114 cosmos. De entre todos estos sistemas secundarios, al menos entre aquellos cuya teoría ofrece un cierto grado de exactitud, el más singular es se- guramente el mundo de Saturno, en el cual se encuentran reunidos los casos estremos por lo tocante á ias magnitudes absolutas y distancias de los satélites al planeta central. Asi, pues, el sesto y sétimo satélite de Saturno son enor- mes, de volumen muy superior al de todos los de Júpiter, y principalmente el sesto que quizás difiera poco de Marte, cuyo diámetro es preci- samente el doble del diámetro de nuestra Luna; mientras que por el contrario, los dos satélites más próximos á Saturno, que descubrió en 1787 William Herschell con el auxilio de su telesco- pio de 40 pies, y más tarde observados á duras penas por John Herschell en el Cabo de Buena - Esperanza, por Vico en Roma, y por Lamont en Munich, son, juntamente, con los satélite^ de Urano, los astros más pequeños y los menos vi- sibles de todo nuestro sistema solar; los teles- copios más graduados no bastarían si además no se saben escoger las circunstancias más fa- vorables para observarlos. Por otra parte, los discos aparentes de todos estos satélites, son tan estremadamente pequeños, que la determi- nación de sus dimensiones reales no puede obte- nerse sino por medidas micrométricas, que ofre- cen todo género de dificultades; felizmente la astronomía calculadora, que representa por nú- meros los movimientos de los astros, tales como HUMBOLDT. 115 se aparecen al observador colocado en la tierra, tiene menos necesidad de conocer con exactitud loa volúmenes, que las masas y las distancias. De todos estos planetas secundarios, el sé- timo satélite de Saturno es el que más se aparta de su planeta central. Dista de él unos 333,000 iniriámetros próximamente; casi el décuplo que la Luna de la Tierra. El último satélite de Jú- piter está á 19,300 miriáraetros de su planeta central; verdad es que el sesto de Urano, dista- ría 252,000 iniriámetros, si estuviera bien com- probada su existencia. Para acabar de poner de relieve estos singulares contrastes, comparemos ahora el volumen de cada planeta central con las dimensiones de la órbita que recorre su úl- timo satélite. Las distancias de los últimos sa- télites de Júpiter, Saturno y Urano, espresadas en radios de sus planetas centrales respectivos, son entre sí como 91, 64 y 27; en cuyo caso el sétimo satélite de Saturno apenas dista del cen- tro de este planeta, lo que la Luna del centro de la Tierra, pues la diferencia no escederá de 1[15. El satélite más aproximado á su planeta central es sin duda el primero de Saturno, que nos ofrece además el ejemplo único de una re- volución entera verificada en menos de veinti- cuatro lloras. Su distancia, espresada en semi- diámetros de Saturno, es de 2,47, según Msedler, que vienen á ser 14,857 miriámetros, reduci- ríase á 8,808 miriámetros si se la contase á par- tir de la superficie de Saturno, y á 912 miriá- 116 COSMOS. metros desde el borde esterior del anillo: dis- tancia bien pequeña, de la cual se comprende que pueda un viajero darse exacta idea, si se recuerda la aserción del atrevido navegante Beechey, que dice haber recorrido 18,200 millas geográficas (13,500 rairiámetros) en tres años. Por último, si en lugar de comparar entre sí las distancias absolutas, continuamos evaluándolas en radios de cada planeta central, hallaremos que la distancia del cuarto satélite de Júpiter al centro de este planeta (distancia que escede en realidad 4,S00 miriámetros de la que hay de la Luna á la Tierra) se reduce á seis semidiá- metros de Júpiter, en tanto que la Luna dista de nosotros 60 lj3 radios terrestres. Por lo demás, las relaciones mutuas de los satélites entre sí y con sus planetas centrales, prueban que estos mundos secundarios están sometidos á las leyes de la gravitación que ri- gen los movimientos de los planetas alrededor del Sol, Del mismo modo que estos, los doce sa- télites de Saturno, de Júpiter y de la Tierra se mueven de Occidente á Oriente, en elipses que se diferencian poco del círculo. La Luna y el primer satélite de Saturno, cuya escentrici- dad es de 0,068, son los únicos de órbita más elíptica que la de Júpiter. La órbita del sesto satélite de Saturno, que ha sido calculada con bastante exactitud por Bessel, ofrece una escen- tricidad de 0,029, superior por consiguiente á la de la Tierra. En los confines del mundo pía- HüMBOLDT. 117 netario, en aquellas regiones apartadas de nos- otros 19 radios de la órbita terrestre, en donde la fuerza central del Sol se halla notablemente debilitada, el sistema de los satélites de Urano presenta anoicalías verdaderamente raras. Mien- tras que los demás satélites recorren, como los planetas, órbitas po''o inclinadas sobre el plano de la eclíptica y se mueven de Occidente á Oriente, sin esceptuar el anillo de Saturno que podria asimilarse á una agregación de satélites confundidos entre sí, ó invariablemente ligados, los satélites de Urano por el contrario, se mue- ven del Este al Oeste y en planos situados casi perpendicularmente á la eclíptica. Las observa- ciones que sir John Herschell ha hecho durante muchos años, confirman plenamente estas sin- gularidades. Si los planetas y sus satélites se han formado por la condensación de las atmós- feras primitivas del Sol y de los planetas prin- cipales; si estas atmósferas se han dividido su- cesivamente en anillos fluidos animados por un movimiento de rotación, preciso es que se hayan producido de una manera desconocida efectos de retraso ó de reacción muy enérgicos, en los anillos de Urano, para que los movimientos del segundo y cuarto satélite se efectúen en sentido inverso á la rotación del planeta central. Es casi seguro, que cada satélite da una vuelta completa sobre su eje en el mismo tiem- do que emplea en su revolución sideral alrede- dor del planeta á quien sigue; de donde se de- 118 COSMOS. duce que el satélite debe siempre presentar la misma cara al planeta. En realidad, estos dos períodos no pueden ser rigorosamente idénticos, por razón de las desigualdades periódicas áe la revolución sideral; tal es la principal causa de la oscilación aparente, es decir, de una especie de balanceo que en nuestra Luna llega a mu- chos grados de longitud y latitud. Asi es como decubrimos sucesivamente algo más de la mitad de la superficie de nuestro satélite, hallándose la parte nuevamente visible, y» al Este, ya al Oeste del disco aparente. Estos pequeños movi- mientos oscilatorios, y otros del mismo género que se manifiestan hacia los polos, dejan ver mejor en ciertas épocas partes interesantes, ta- les como el circo de Malapert que oculta á veces el polo austral de la Lana, las regiones árticas que rodean el cráter de Gioja, y la gran llanura pardusca, situada cerca de Endimion, cuya os- tensión escede á la del Mare vaporu>n(\\). Sin embargo, los 3[7 de la superficie total de la Luna escapan á nuestras miradas y quedaran ocultos para nosotros eternamente, salva la interven- ción poco probable de nuevas fuerzas perturba- doras. La contemplación de estas grandiosas le- yes del mundo material convida al espíritu á buscar alguna analogía en el mundo de la inte- ligencia, y se piensa entonces en esas regiones inaccesibles donde la naturaleza ha sepultado el misterio de sus creaciones, cuyo destinn pa- rece ser el de quedfr ignoradas para siempre, HÜMBOLDT. 119 bien que de siglo en siglo la naturaleza nos las haya enseñado en partes muy pequeñas, de que el hombre ha podido recoger una verdad más, á veces una ilusión. Hasta aquí hemos considerado como produc- tos de una velocidad originaria, y como unidos entre sí por el lazo poderoso de una atracción recíproca, primeramente á los planetas, después á los satélites y á los anillos concéntricos en, forma de arco no interrumpido, de que nos ofrece ejemplo uno de los planetas más lejanos. Rés- tanos aun señalar otros cuerpos que s^e mueven también alrededor del Sol, cuya luz reflejan, y sea en primer lugar del innumerable enjambre de los cometas. Cuando inquirimos según las reglas del cálculo de las probabilidades la dis- tribución uniforme de las órbitas de estos as- tros, los límites de sus más cortas distancias al Sol y la posibilidad de que escapen á las miradas de los habitantes de la tierra llegamos á asig- narles un número cuya enor.uidad admira. Ya Keplero decia, con aquella vivacidad de espre- sion que poseía en tan alto grado. «Más come- tas hay en el cielo que peces en el Océano. > Y sin embargo, el número de las órbitas calculad¿is hasta hoy apenas llega á 150, si bien es cierto que se evalúa en seis ó setecientos el numero de cometas cuya aparición y curso á través de las constelaciones conocidas se hallan comprobados en documentos más ó menos auténticos. Mien- tras que los pueblos clásicos del Occidente, los 120 COSMOS. Griegos y los Romanos, se limitaban á indicar de cuando en cuando el lugar del cielo en que un cometa aparecia, sin precisar jamás su tra- yectoria aparente, los Chinos, por el contrario, observaban y anotaban con cuidado todos estos fenómenos, de suerte que sus ricos anales con- tienen detalles circunstanciados acerca del ca- mino seguido por cada cometa. Estos documen- tos se remontan á más de cinco siglos antes de la era cristiana, y los astrónomos sacan aún de ellos útiles resultados (42). Entre todos los astros de nuestro sistema so- lar, los cometas, con sus largas colas, á veces de muchos millones de leguas, son los que llenan los mayores espacios con menor cantidad de materia. En efecto, es imposible atribuirles una masa equivalente á 1[5U00 de la masa terrestre, cuando menos si se atiende á los únicos datos que se tienen hoy acerca de este punto; y sin embargo, el cono de materias gaseiformes que los cometas proyectan á lo lejos, ha sido algu- nas veces (en 1í380 y en 1811) de longitud igual á la de una línea que se tirase desde la Tierra al Sol; línea inmensa que atraviesa la órbita de Mercurio y la de Venus. Parece también que es- tas emanaciones han llegado á nuestra atmósfe- ra, y para mezclarse á ella, singularmente en 1819 y en 1823. Se presentan los cometas bajo aspectos tan diversos, con relación mas bien á los individuos que á la especie misma, que seria imprudente HÜMBOLDT. 121 generalizar los hechos observados y aplicarlos indistintamente á todas las apariciones de estas nubes errantes; nombre que las daban ya Xeno- phanes y Theon de Alejandría, contemporáneo de Pappus. Los cometas telescópicos están casi siempre desprovistos de cola, y se parecen á las estrellas nebulosas de Herschell, pues presentan el aspecto de nebulosidades redondeadas, de luz pálida y concentrada hacia el medio. Tal es, por lo menos, el tipo más sencillo de la especie; pero no lo señalamos como tipo de un astro na- ciente, porque puede referirse igualmente á as- tros antiguos, cuya materia se hubiese volati- lizado y diseminado poco á poco en el espacio. Cuando se trata de cometas mayores y más vi- sibles, se distingue en ellos la cabeza^ el cuerpo y la cola simple ó múltiple, á la cual los astró- nomos Chinos daban el pintoresco nombre de escoba (sui). En general el núcleo no tiene con- tornos bien definidos; sin embargo, se han visto algunos tan brillantes como las estrellas de pri- mera ó de segunda magnitud, y aun en pleno dia hasta en la parte del cielo más iluminada por el sol, se distinguieron los núcleos de los grandes cometas que aparecieron en los años 1402, 1532, 1577, 1744 y 1843 (43); hechos nota- bles de donde podria deducirse que la materia de los cometas está á veces condensada y más apta para reflejar la luz solar. Los únicos come- tas que han presentado un disco bien determi- nado en los grandes telescopios de Herschell (44) 10 122 cosmos. son el cometa de 1807 descubierto en Sicilia, y el magnífico de 1811, cuyos discos tenían 1* y 0,77 de diámetro aparente, lo cual dá 100 y 79 miriámetro8 para los diámetros reales. Los nú- cleos, de contornos menos claros, de los cometas de 1798 y 1805 no tenían más que cuatro ó* cinco miriámetros de diámetro. Los cometas cuya constitución física fué mejor estudiada, y sobre todo el cometa ya citado de 181) que permane- ció visible tan largo tiempo, presentaron la par- ticularidad notable de que el núcleo no parecía formar cuerpo con la nebulosidad luminosa que le rodeaba, viéndose por todas partes un espacio oscuro que mutuamente los aislaba. Además, la intensidad de la luz, no crecía regularmente del estremo al centro de la cabeza, dibujándose brillantes zonas concéntricas alternando con ca- pas de una nebulosidad más rara y menos reflec- tantes, y por consiguiente más oscuras. Unas veces la cola es simple, otras es doble, y en este último caso las dos ramas tienen ordina- riamente longitudes muy desiguales (1807 y 1843); el cometa de 1744 tenia una cola séstupla cuyos radios estremos formaban un ángulo de 60°. La cola es, además, recta ó curva; en este último caso puede ser cóncava por sus dos bor- des esteriores (1811), ó por un solo lado, y en- tonces la concavidad está dirigida hacia la re- gión que abandona el cometa, á manera de llama obligada á quehrarse por un obstáculo. Final- mente, las colas están siempre opuestas al Sol, HÜMBOLDT. 123 y dirigidas en el sentido de una linea que par- tiendo de su erigen fuese á parar al centro de aquel astro. Según Eduardo Biot, esta observa- ción capital habia sido notada ya en el año 837 por los astrónomos chinos; pero no fué señalada en Europa hasta el siglo XVI por Fracastor y por Pedro Apiano, si bien con mayor exactitud. Muchas de estas apariencias ópticas tan compli- cadas se esplican de una manera muy sencilla, considerando las emanaciones gaseosas que pro- yectan á lo lejos los cometas, como atmósferas de forma conoidal de capas múltiples. Para encontrar diferencias salientes en la forma de estos astros, no es indispensable pasar de un cometa á otro v comparar los cometas desprovistos de apéndice visible con el 3o de 1618, por ejemplo, cuya cola tenia 104° de longitud; porque está fuera de duda que un cometa espe- rimenta cambios continuos que se suceden con sorprendente rapidez. Heinsius lo comprobó en San-Petersburgo con el cometa de 1744; pero las observaciones más exactas y decisivas acerca de estas variaciones de forma las hizo Bessel en Kcenigsberg ala última reaparición del cometa de Halley en 1835. Hacia la parte del núcleo que miraba directamente al Sol se apercibió un apéndice lumircso en forma de borla, cuyos ra- yos se encorvaban por detrás y venían á con- fundirse con la cola; «el núcleo del cometa de Halley se parecía con sus efluvios á un cohete volante algún tanto quebrado de cola por el im- 124 COSMOS. pulso de una brisa ligera.» Arago y yo hemos notado desde el Observatorio de París cambios notables, de una noche á otras en los rayos emi- tidos por la cabeza del cometa (45). El gran astrónomo de Koenigsberg ha deducido de sus numerosas medidas y consideraciones teóricas, «que el cono luminoso se alejaba poco á poco de la dirección del radio vector en una cantidad considerable, pero que volvia siempre á la mis- ma dirección para separarse de ella enseguida del lado opuesto; por consiguiente, el cono lu- minoso y el cuerpo del cometa de donde habia sido proyectado, debian estar animados de un movimiento de rotación ó más bien de oscilación en el plano de la órbita. Estas oscilaciones no pueden esplicarse por la atracción que el Sol ejerce sobre todos los cuerpos pesados, denotan mas bien la existencia de una fuerza polar, es decir, de una acción que pugnase por llevar en dirección del Sol la extremidad de uno de los diámetros del cometa, y por alejar del mismo astro la otra estremidad. La polaridad magné- tica de la Tierra, ofrece fenómeno análogo; y si el Sol estuviese dotado de la polaridad inversa, el efecto podría hacerse sentir en la retrograda- ron de los puntos equinocciales.» No es aquí lugar de dar más amplios desarrollos á este asunto; pero nos ha parecido que observaciones tan memorables (46), consideraciones tan gran- diosas acerca de los astros más estraordinarios del sistema solar, merecían tener sitio propio HUMBOLDT. 125 en el bosquejo de un cuadro general de la na- turaleza. Contra la regla general que siguen las colas de los cometas de hacerse mayores y más bri- llantes en la proximidad del perihelio, aunque permaneciendo constantemente en dirección opuesta al Sol, el cometa de 1823 ha ofrecido el curioso espectáculo de una cola doble, una de cuyas ramas se contraponía al Sol mientras que la otra se estendia casi rectamente hacia este astro, formando con la primera un ángulo de 160°. ¿No podriamos recurrir para esplicar este fenómeno escepcional, á ciertas modificaciones de la polaridad obrando sucesivamente y pro- vocando esas dos corrientes de materia nebu- losa que luego pudieron continuarse libremente? (47) En la filosofía natural de Aristóteles se en- cuentra una conexión estraña entre la via lác- tea y los fenómenos que acabamos de describir. Supone el Estagirita que las innumerables es- trellas de que está compuesta 'a vía láctea, for- man en el firmamento una zona incandescente (luminosa), como un inmenso cometa cuya ma- teria se renueva sin cesar. (48) Las ocultaciones de estrellas causadas por el núcleo de un cometa ó por la capa atmosférica que inmediatamente le rodea, nos daria mucha luz sobre la constitución física de estos nota- bles astros, si existiesen observaciones por cuya virtud hubiéramos podido llegar al convenci- miento de que la ocultación ha sido realmente 126 COSMOS. central (49): pero esta condición se obtiene di- fícilmente, merced á las capas concéntricas de vapores alternativamente densos y raros que rodean el núcleo y de que antes hemos hablado. He aquí, sin embargo, un hecho de e¿ta especie que las medidas llevadas á cabo por Bessel el 29 de Setiembre de 1835, han puesto fuera de toda duda. Una estrella de décima magnitud se ha- llaba entonces á 7, 78 del centro de la cabeza del cometa de Halley, y su luz debia atravesar una parte bastante densa de la nebulosidad; el rayo luminoso, sin embargo, no se separó en nada de su dirección rectilínea (50). Una caren- cia tan completa de poder refringente, no per- mite admitir que la materia de los cometas sea un fluido gaseiforme. ¿Deberemos, pues, recurrir á la hipótesis de un gas casi infinitamente en- rarecido, ó bien habremos de suponer que los cometas consistan en moléculas independientes, cuya reunión forma nubes cósmicas desprovis- tas de la facultad de obrar sobre los rayos lu- minosos, de igual manera que las nubes de nues- tra atmósfera, que no alteran nada las distan- cias zenitales de los astros que observamos? En cuanto á la disminución de luz que las estrellas sufren al parecer por la interposición de la sus- tancia cometaria, hásele atribuido justamente al fondo iluminado sobre el cual se proyectan entonces sus imágenes. Debemos á las investigaciones de Arago so- bre la polarización los datos más importantes y HUMBOLDT. 127 decisivos acerca de la naturaleza de la luz de los cometas. Su polariscopo le ha servido para resolver los más difíciles problemas, así sobre la constitución física del Sol como de los cometas. Este instrumento permite en muchas circuns- tancias, determinar si un rayo de luz, que llega hasta nosotros luego de haber recorrido un es- pacio cualquiera, es un rayo directo, un rayo reflejado, ó un rayo refractado; y si el manan- tial de luz de donde emana es un cuerpo sólido, líquido ó gaseiforme. Con ayuda de este aparato, fueron analizadas simultáneamente en el obser- vatorio de París la luz de la Cabra, y la del gran cometa de 1819: la luz de la estrella fija obró como debia esperarse, es decir, como deben ha- cerlo los rayos emitidos bajo todas las inclina- ciones y en todos los azimuts posibles por un sol que brilla con luz propia, mas la luz del co- meta apareció polarizada, y tenia por consi- guiente luz refleja (51). La existencia de rayos polarizados en la luz que nos llega de los cometas no ha sido única- mente comprobada por la desigualdad de brillo de dos imágenes, pues de ello nos ha dado una nueva prueba el contraste sorprendente de los colores complementarios, basado en las leyes de , la polarización cromática descubierta por Arago en 1811. Estas observaciones se renovaron con el mismo resultado en 1835, época de la última aparición del cometa de Halley. Sin embargo, estos brillantes trabajos no son bastantes para 128 cosmos. decidir si de la luz propia de los cometas, no se mezcla nada, á la luz solar que estos astros re- flejan; combinación de la cual ciertos planetas, tal como Venus, ofrecen un ejemplo bastante probable. Tampoco es posible atribuir todas las varia- ciones que se han notado en el brillo de los co- metas á sus cambios de posición relativamente al Sol. Pueden nacer también de la condensación progresiva y de las modificaciones que debe es- perimentar el pod^r reflectante de las materias que los forman. Hevólius descubrió que el núcleo del cometa de 1618 se disminuyó á su paso por el perihelio y se dilataba á medida que el astro alejábase del Sol. Estos hechos notables fueron largo tiempo olvidados, y Val fué quien renovó sus observaciones sobre los cometas de corto pe- ríodo; el hábil astrónomo de Marsella hizo ver con cuanta regularidad decrece el volumen de los cometas al mismo tiempo que su radio vec- tor; pero parece bien difícil encontrar la esplica- cion de este fenómeno en la acción de un éter cósmico más condensado hacia el Sol, porque en- tonces sería necesario representarnos la atmós- fera de los cometas como una masa gaseosa im- penetrable al éter (52). Merced á la variedad de formas de las órbitas cometarias, la astronomía solar se ha enriqueci- do en estos últimos tiempos con un brillante des- cubrimiento. Encke demostró la existencia de un cometa de corto período que no se aparta ja- HUMBOLDT. 129 más de la región en que se mueven los planetas, y tiene situado el punto de su órbita más lejano del Sol, entre la región de los planetas menores y la de Júpiter. Su escentricidad es de 0,845 (la de Juno, la más fuerte de todas las escentricida- des planetarias es de 0,255.) El cometa de Encke se ha presentado á la simple vista, en diferentes ocasiones, especialmente en 1819 en Europa y en 1822 en la Nueva Holanda, donde le vio Rümker, pero siempre con dificultad. El tiempo de su re- volución es próximamente de tres años y medio. Resulta de una comparación bastante minucio- sa entre los pasos sucesivos de este cometa por el perihelio, que los períodos comprendidos en- tre 1786 y 1838 han disminuido regularmente de revolución en revolución, dando una variación total para los cincuenta y dos años de 1 dia y 8ll0. Para armonizar juntamente los cálculos y las observaciones, no ha bastado llevar una cuenta exacta de las perturbaciones planetarias, y ha sido preciso recurrir á una hipótesis, en parte muy verosímil, y suponer que los espacios celes- tes están llenos de una materia fluida escesiva- mente tenue, que opone cierta resistencia á los movimientos, disminuye la fuerza tangencial, y también por consiguiente, los grandes ejes de las órbitas cometarias El valor de la constante de esta resistencia parece poco diferente antes y después del paso del cometa por su perihelio, quizás á causa de las variaciones de forma que esperimenta entonces esta pequeña nebulosidad, 130 COSMOS. ó de la densidad variable de las capas formadas por el éter cósmico (53). Estos hechos, así como las teorías que de ellos nacen, son seguramen- te una de las partes más interesantes de la as- tronomía moderna. Añadamos que los cálculos de las perturbaciones del cometa de Encke han dado ocasión de someter á una prueba delicada la masa de Júpiter, que juega tan importante papel en la astronomía, y producido una dis- minución sensible en los cálculos hechos sobre la de Mercurio. A este primer cometa de corto período hay que agregar otro, el de 1826, también planeta- rio, cuyo afelio está colocado más allá de la ór- bita de Júpiter, pero más lejos aun de la de Sa- turno. Este cometa, llamado de Biela, efectúa su revolución alrededor del Sol en 6 años y 3i4. Es más débil que el de Encke, y se mueve, como este, en el mismo sentido que los planetas, en tanto que el cometa de Halley es retrógrado. Este es el único caso que se ha presentado has- ta aquí de un cometa que corta la órbita ter- restre, y que podría ocasionar por su encuentro con la Tierra una catástrofe, si es permitido emplear esta voz hablando de un fenómeno des- conocido en la historia y cuyas consecuencias escapan á toda apreciación. Es cierto que pe- queñas masas animadas de una velocidad enor- me, pueden producir efectos considerables; pero después de haber probado Laplace que es impo- sible atribuir al cometa de 1770 ni aun los 5[1000 HUMBOLDT. 131 de la masa de la Tierra, ha calculado con bastan- tes visos de probabilidad que la masa media de los cometas es inferior en 1U00000 de la de la Tierra (próximamente 1[1200 de la masa de la Luna) (54). Sea como quiera, es preciso guar- darnos de confundir el encuentro de la Tierra y del cometa ¡le Biela con el paso de este á través de nuestra órbita; paso que se verificó el 29 de octubre de 1832, hallándose la Tierra entonces á una distancia tal de este punto de su órbita, que no llegó á él sino al cabo de un mes entero. Las órbitas de estos dos cometas de breve pe- ríodo se cortan también entre sí, no siendo por lo tanto improbable, atendiólas las fuertes per- turbaciones á que están sometidos estos pequeños astros, que puedan encontrarse y chocar (55). Si tal acaeciese efectivamente, á mediados de un mes de octubre, los habitantes de la Tierra pre- senciarían el maravilloso espectáculo del choque de dos cuerpos celestes, ó más bien de su mutua penetración, tal vez de una aglutinación que los reuniese en un solo cuerpo, ó quizás también los veríamos disiparse completamente en el espacio. Tales consecuencias de la acción perturbadora de las masas preponderantes ó de la situación relativa de órbitas que se cruzaron siempre, pue- den muy bien haberse realizado frecuentemente, há miles de siglos, en la inmensi ¡ad de los cielos; estos acontecimientos no dejarían de ser por ello accidentes aislados, sin acción sobre los grandes hechos generales, y sin más influencia que la 132 COSMOS. erupción ó la obliteración que un volcan puede tener en el estrecho dominio que ocupamos. Un tercer cometa de corto período ha sido descubierto por Faye el 22 de noviembre de 1843 en el Observatorio de París. Su órbita elíptica se acerca más á la forma circular que la de todo otro planeta conocido, y está comprendida entre la órbita de Marte y la órbita de Saturno. El cometa de Faye, que según los cálculos de Golds- midt, rebasa en su afelio la región de Júpiter, pertenece al pequeño número de cometas cuyo perihelio está situado más allá de la órbita de Marte. Su período es de siete años 29il00, y la forma actual de su órbita es debida quizás á la acción perturbadora de Júpiter, del cual estuvo muy cerca esto cometa hacia fines del año 1839. Si consideramos á todos los cometas de órbi- tas elípticas como partes integrantes del mundo solar, y los colocamos ñor el orden de sus gran- des ejes y de sus escentricidade**, encontraremos muchos que pueden ponerse inmediatamente des- pués de los tres cometas planetarios de Encke, Biela y Faye. En primer lugar el cometa descu- bierto por Messier en 1766, que Clausen mira como idéntico al tercer cometa de 1819; después, el cuarto cometa de este último año descubierto por Blanpain, y análogo, según Clausen, al co- meta directo de 1743 (este cometa como el de Lexell, han debido esperi mentar fuertes pertur- baciones por parte de Júpiter). Sus períodos pa- recen ser de cinco á seis años, y sus afelios caen HDMBOLDT. 133 en la región de Júpiter. Vie.en luego los come- tas cuyo período está comprendido entre seten- ta y seis años; y son: el cometa de Halley, que tan importante papel ha jugado eu la teoría y la física del cielo, cuya última reaparición (1835) fué menos brillante que las precedentes; el co- meta de Olbers (6 de Marzo de 1815), y el descu- bierto por Pons en 1812, cuya órbita elíptica fué calculada por Encke. Estos dos últimos no han sido nunca perceptibles á simple vista. Conoce- mos actualmente nueve apariciones ciertas del gran cometa de Halley, por los recientes cálcu- los de Langier, fundados en la nueva tabla de cometas, extractada por Eduardo Biot de los Anales chinos, dejan fuera de toda duda la iden- tidad del cometa de 1378 con el de Halley. (56) De 1378 á 1835, el tiempo de la revolución del come- ta de Halley ha variado de 74,91 á 77,58 años; siendo el período intermedio de 76,1. Esta clase de cometas contrasta con otro gru- po de astros del mismo género, cuyo período siempre incierto y difícil de determinar, abraza muchos miles de años. Tales son entre otros, el bello cometa de 1811, que emplea 3,000 años se- gún los cálculos de Arlegander, en verificar su revolución, y el sorprendente de 1680, cuyo tiem- po periódico pasa de ochenta y ocho siglos, se- gún Encke. El primero de estos astros se aleja del Sol ventiun radios de la órbita de Urano, y el otro, cuarenta y cuatro, ó sean respectiva- mente 6200 y 13000 millones de miriámetros. La 134 COSMOS. fuerza atractiva del Sol alcanza, pues, aun á estas enormes distancias; pero debe tenerse en cuenta que el cometa de 1680 recorre 393 kiló- metros por segundo en su perihelio, cuya velo- cidad es entonces trece veces mayor que la de la Tierra, al paso que en su afelio se mueve apenas á razón de 3 metros por secundo próximamente; velocidad casi triple de la que llevan los rios de Europa, é igual á la mitad de la que he com- probado en un brazo del Orinoco, el Cassiquiare. Entre los cometas que no han podido calcularse, y en el número inmenso de los que han pasado- desapercibidos, deben ciertamente encontrarse algunos cuyo eje mayor exceda bastante del de 1680. Limitándonos a este último, citaremos al- gunos números por donde pueda formarse idea, no de la estension que abraza la esfera de atrac- ción de los otros Soles, sino únicamente de la distancia que los separa aun del afelio, ya de por sí tan remoto, de dicho cometa. Según recientes determinaciones del paralaje de las estrellas más próximas, distan estas del Sol doscientas cin- cuenta veces más que el afelio del cometa de 1680; porque esta última distancia equivale á cuarenta y cuatro radios de la órbita de Urano, al paso que la estrella a de Centauro está á 11000 radios de la misma órbita, y la estrella 61° del Cisne á 31000. Después de nabernos ocupado de los casos en que los cometas se alejan mis del astro central» réstanos hablar de las más cortas distancias que HüMBOLDT. 135 hasta ahora han sido medidas. El cometa de Lexell y de Burekhardt (1770), célebre por las fuertes perturbaciones que ha esperimentado del lado de Júpiter, es de todos los conocidos el que se ha acercado más á la Tierra, pues el 28 de junio se hallaba á una distancia tan solo seis veces ma- yor que ia de la Luna. Este mismo cometa atra- vesó dos veces, á lo que parece (en 1767 y en 1779) el sistema de los cuatro satélites de Júpi- ter, sin causar ningún trastorno en estos peque- ños astros, cuyos movimientos son tan bien co- nocidos. La distancia del cometa de 1680 al Sol, fué ocho ó nueve veces menor que la del cometa de Lexell á la Tierra, pues el 17 de diciembre, día de su paso por el perihelio, esta distancia no era más que la sesta parte del diámetro solar que equivale á los 7il0dela distancia de la Lu- na. En cuanto á los cometas cuyo perihelio se en- cuentra más allá de la órbita de Marte, son ra- ramente visibles para los habitantes de la Tier- ra, á causa de su alejamiento; sin embargo, el cometa de 1729 llegó á su perihelio en la región situada entre las órbitas de Palas y de Júpiter, y fué observado aun más allá de este último pla- neta. Desde que los conocimientos científicos, mez- clados de algunas nociones imperfectas y confu- sas, han penetrado más hondamente en la sacie- dad, háse esta preocupado más que otras veces de la catástrofe de que estamos amenazados por el mundo de los cometas, si bien sus temores han 130 COSMOS. tomado una dirección menos vaga. La certeza que existe, sin salir del seno mismo de nuestro mundo planetario, de que hay cometas que recor- ren tras cortos intervalos las regiones en que la Tierra ejecuta sus movimientos; las perturba- ciones considerables que Júpiter y Saturno pro- ducen en sus órbitas, perturbaciones cuyo re- sultado puede ser transformar un astro indife- rente en un astro poderoso; el cometa de Biela que corta la órbita de la Tierra; el éter cósmico, cuya resistencia tiende á reducir todas las órbi- tas; las diferencias individuales de estos astros, que dejan sospechar los grados más diversos en la cantidad de materia de que están formados sus núcleo»: tales son actualmente los motivos de nuestras aprensiones, que remplanzan por su número los vagos terrores que han inspirado á los sirios más atrasados, las espadas inflama- das, ias estrellas de cabellera que amenazaban abrazar al mundo en universal incendio. Los motivos de seguridad, basados en el cál- culo de las probabilidades, obran sobre el enten- dimiento ilustrado por un razonado estudio del asunto, pero no bastarán á producir la convic- ción profi nda que resulta del asentimiento de todas las fuerzas de nuestra alma; son impoten- tes para la imaginación; y no está desprovista de justici° íi censura que se ha hecho ala cien- cia moder¡'i, de querer ahogar las preocupa- ciones que ella misma ha despertado. Siempre lo imprevisto, lo estraordinario, darán origen al HÜMBOLDT. 137 temor, jamás á la alegría ni á la esperanza (57); ley secreta de la naturaleza humana que no debe despreciar un investigador reflexivo. En todos los paises y en todas las épocas, el aspecto es- traño de un cometa, la pálida claridad de su ca- bellera, su súbita aparición en el firmamento, han producido en el ánimo de los pueblos el efec- to de una temible fuerza, amenazadora del orden establecido de antiguo en la creación; y como el fenómeno está limitado á un corto tiempo, afír- mase la creencia de que su acción debe ser inme- diata, ó por lo menos próxima; ahora bien; los acontecimientos de este mundo ofrecen siempre en su encadenamiento un hecho que puede mi- rarse como la realización de un presagio funes- to. Diríase, sin embargo, que las tendencias po- pulares han tomado en nuestra época otra direc- ción, y han revejido una forma menos sombría; pues vemos que en los graciosos valles del Rhin y del Mosela se atribuye hoy á estos astros, por tan largo tiempo calumniados, una bienhechora influencia sobre la fertilidad de los viñedos. Aunque en nuestra época abundan los cometas, y no han faltado tampoco ejemplos contrarios á este mito meteorológico, nada ha podido que- brantar la nueva creencia de que estos astros errantes nos traen fecundante calor. Abandono por ahora este asunto para pasar á otra serie de fenómenos aun más misteriosos: hablo de esos pequeños asteroides cuyos frag- mentos toman el nombre de piedras meteóricas n 138 cosmos. ó áeaweolztos, al penetrar en nuestra atmósfe- ra. Si entro aquí, como al tratar de ios cometas, en detalles que á primera vista pueden parecer estraños al plan de esta obra, no es sino después de haberlo reflexionado con madurez. He indi- cado todo lo que tienen de variable y ¿fe indivi- dual, los caracteres distintivos de éfctfts astros y cómo la ciencia, tan adelantada bajo el aspecto de las medidas y los cálcilos, parece atrasada relativamente á la constitución física de los co- metas. Y en efecto, se hace imposible discernir actualmente, en medio de esta gran masa de ob- servaciones más órnenos exactas, qué hechos son generales y especiales, y qué otros accidentales ó particulares. Así las cosas, hemos debido limi- tarnos á describir los principales caracteres físi- cos, lo que podríamos llamar las diferencias de fisonomía; á comparar la duración de las revolu- ciones; á señalar, en fin, las variaciones estre- mas, ya en las dimensiones de las órbitas, ya en las distancias á los astros más importantes. En estos fenómenos, como en aquellos de que va- mos á hablar, los tipos individuales dominan ne- cesariamente el conjunto del cua ¡ro y para lle- gar á la realidad es preciso hacer que resalten con más energía los contornos. Todo induce á creer que las estrellas erran- tes, los bólides y las piedras meteóricas son pe- queños cuerpos que se mueven alrededor del Sol describiendo secciones cónicas, y obedeciendo en un todc, como los planetae, á las leyes genera- hümbOldt. 130 les de la gravitación. Cuando estos cuerpos lle- gan á tocar á la Tierra, se hacen laminosos en los limites de nuestra atmósfera, se dividen por lo común en fragmentos cubiertos de una capa negra y brillante, y caen en un estado de cale- facción más ó menos fuerte. La análisis minu- ciosa de las observaciones recogidas en ciertas épocas de aparición periódica que tienen tales cuerpos (en Cumara en 1799, y en la América del Norte en 1833 y 1834) no permite que se con- sideren los bólides y las estrellas errantes como fenómenos de distinto orden; pues no solo están frecuentemente mezclados los primeros á las úl- timas, sino que sus discos aparentes, sus vias luminosas y sus velocidades reales, no ofrecen, diferencias de magnitud esenciales. Se ven enor- mes bólides acompañados de humo y de detona- ciones que iluminan el cielo con una luz bastan- te viva para ser sensible aun en pleno dia (58) bajo el ardiente sol de los trópicos; mas también hay estrellas errantes tan pequeñas, que apare- cen como otros tantos puntos trazando sobre la bóveda celeste innumerables líneas fosforescen- tes (59). ¿Pero estos cuerpos brillantes que pue- blan el firmamento de chispas estelares, son to- dos de una misma naturaleza? Cuestión es esta que actualmente no puede contestarse. He vuelto de las zonas equinocciales creyendo, bajo la im- presión recibida, que en las llanuras ardientes de los trópicos, y como 5 ó 6 mil metros sobre el nivf 1 dei mar, las estrellas errantes son más 140 COSMOS. frecuentes y decolores más ricos que en las zonas frías ó templadas; pero no es así, y en la pureza y admirable trasparencia de la atmósfera de aque- llas regiones es preciso buscar la causa de este fe- nómeno (00), allí, nuestra mirada penetra más fá- cilmente las capas de aire que nos rodean. Tam- bién ala pureza del cielo de Bokhara atribuye Sir Alejandro Burnes «el magnífico espectáculo, reno- vado sin cesar, de estrellas errantes de vistosos co - lores» que tuvo ocasión de admirar en aquel pais. Al brillante fenómeno de los bólides, viene á referirse el de la caida de piedras meteóricas que algunas veces penetran en la tierra hasta 3 y 5 metros de profundidad. La dependencia mutua de estos dos fenómenos se halla establecida por numerosos hechos, y sobre todo por las observa- ciones muy exactísimas que poseemos acerca de los aerolitos que cayeron en Barbatan, departa- mento de las Landas (24 de julio de 1790), en Sie- na (16 de junio de 1794), en Weston en el Con- necticut (14 de diciembre de 1807), y en Junenas departamento de la Ardecha (15 de junio de i821). Estos fenómenos se presentan también bajo otro aspecto; estando el cielo sereno, una nubécula muy oscura aparece en él súbitamente, y en me- dio de espLosiones semejantes al ruido del cañón, se precipitan á la tierra las masas meteóricas. Algunas veces nubéculas de esta especie, recor- ren regiones enteras sembrando la superficie de miles de fragmentos muy desiguales pero de naturaleza idéntica. HUMBOLDT. 141 Háse visto caer también, pero más raramen- te, aerolitos estando el cielo perfectamente se- reno, y sin previa formación de nube precursora alguna. Se presentó este caso hace algunos me- ses (lo de setiembre de 1843) cuando cayó el gran aerolito recogido en Kleinwenden,» no le- jos de Mulhouse, con un ruido semejante al del rayo. Variosfhechos establecen, en fin, una ínti- ma analogía entre las estrellas errantes y los bólides que arrojan sobre la tierra piedras me- teóricas, porque sucede por lo común que estos bólides apenas si tienen las dimensiones de las pequeñas estrellas de nuestros fuegos artifi- ciales. ¿Cuál es aquí la fuerza productiva? ¿Cuáles son las acciones físicas ó químicas que juegan en estos fenómenos? ¿Hallaríanse originariamen- te en el estado gaseoso las moléculas de que se componen estas piedras meteóricas tan compac- tas, ó simplemente esparcidas como en los come- tas, condensándonse en el interior del metéoro en el momento mismo de comenzar á brillar á nuestros ojos? ¿Qué ocurre en esas nubes negras donde truena minutos enteros antes de que los aerolitos se precipiten? ¿Es preciso creer, que las estrellas errantes dejen también caer alguna materia campacta, ó es solamente una especie de niebla, de polvo meteórico, compuesto de hierro y nikel (61)? Cuestiones son estas que se hallan aun envueltas en profunda oscuridad; porque si bien se ha medido la espantosa rapidez, la velo- 112 COSMOS. cidad esencialmente planetaria de las estrellas errantes, de los bóliles y de los aerolitos; si es cierto que conocemos el fenómeno en sus gene- ralizadas, y hemos podido comprobar cierta uni- formidad en sus apariencias, ignoramos de todo punto los antecedentes cósmicos y las trasmu- taciones originarias de la sustancia. Suponiendo que las piedras meteóricas circu- len en el espacio formadas ya en masas compac- tas (de una densidad más débil no obstante, que la densidad media de la Tierra) (02), es necesa- rio admitir que solo constituyen un pequeño núcleo, rodeado de gas ó vapores inflamables, en aquellos enormes bólides cuyos diámetros reales, deducidos de sus alturas y diámetros aparentes, son de 160 y de 850 metros. Las mayores masas meteóricas que conocemos son las de Bahia en el brasil, y la de Otumpa en el Choco, descritas por Rubin de Celis, y que cuentan 2 metros y 2 y medio de longitud. La piedra de ^-Egos -Pota- mos, mencionada ya en la crónica de Paros, y tan célebre en la antigüedad, cayó hacia la época del nacimiento de Sócrates; y según la descrip- ción que de ella existe, era gruesa como dos ve- ces una rueda de molino, y su peso suficiente para la carga de un carro. Apesar de las inúti- les tentativas que hizo el viajero Brown para descubrirla, no renunció á la esperanza de que pueda un dia encontrarse, más de 2300 años des- pués de su caida, aquella masa meteórica cuya destrucción no me parece admisible, esperanza HUMBOLDT. 143 tanto más fundada, cuanto que la Tracia es al presente más accesible que nunca á los europeos. A principios del siglo X cayó un aerolito tan co- losal en el rio de Narni, que según aparece de un documento descubierto por Pertz, sobresalía más de una vara sobre el nivel de las aguas. Es preciso consignar aquí, que todas estas masas meteoricas, antiguas ó modernas, deben ser con- sideradas como los principales fragmentos del núcleo que se ha roto con explosión, ya en el bó- lide inflamado, ya en la nube oscura; porque cuando considero la enorme velocidad, matemá- ticamente demostrada, con que se precipitan las piedras meteoricas desde las últimas capas de la atmósfera hasta el suelo, y la corta duración de su trayecto, no puedo resolverme á creer que un tan pequeño espacio de tiempo haya bastado para condensar una materia gaseiforme, convirtién- dola en un núcleo sólido, metálico, con incrusta- ciones perfectamente formadas de cristales de olivina.de labrador y de pirogeno. Por lo demás, todas estas masas meteoricas tienen un carácter común, cualesquiera que sean las diferencias de su constitución química interna; y es, un aspecto bien pronunciado de fragmentos y frecuentemente una forma pris- mática ó piramidal de vértice truncado, caras anchas y un poco curvas, y ángulos redondea- dos. Ahora bi^n; ¿de qué puede provenir en los cuerpos que circulan en el espacio, como los pla- netas, esta forma fragmentaria, señalada prime- 144 COSMOS. ramente por Schreibers? Confesemos que aquí, como en la esfera de la vida orgánica, todo lo que se refiere á los períodos de formación está rodeado aun hoy de profunda oscuridad. Las masas meteóricas empiezan á brillar ó á inflamarse en alturas donde reina ya un vacío ca- si absoluto. A la verdad, las recientes investiga- ciones de Biot, acerca del importante fenómeno de los crepúsculos (63), rebajan considerable- mente la línea que ordinariamente se designa con el atrevido nombre de límite de nuestra at- mósfera; por otra parte, los fenómenos lumino- sos pueden producirse independientemente de la presencia del gas oxígeno, y Poisson se inclina- ba á creer que los aerolitos se inflaman más allá de las últimas capas de nuestra envuelta gaseo- sa. Pero, sin embargo, ni esta parte de la cien- cia, ni la que se ocupa de los otros cuerpos ma- yores de que se compone el sistema solar, ofre- cen base sólida á nuestros razonamientos é in- vestigaciones, sino allí donde pueden aplicarse el cálculo y las medidas geométricas. Ya en 1686 consideraba Halley como un fenó- meno cósmico el gran metéoro que apareció en aquella época, cuyo movimiento se efectuaba en sentido inverso del de la Tierra (64). Pero á Chladni pertenece la gloria de haber reconocido el primero, en toda generalidad, la naturaleza del movimiento de los bólides y sus reladones con las piedras que al parecer caen de la atmós- fera (65). Los trabajos de Dionisio Olmsted de HUMBOLDT. 145 Newhaven (Massachusets) confirmaron más tar- de de una manera brillante la hipótesis que dá á estos fenómenos un origen cósmico. Cuando aparecieron las estrellas errantes en la noche del 12 al 13 de noviembre de 1833, época que llegó á ser luego tan célebre, Olmsted demostró, que según el testimonio de todos los observado- res, tanto los bólides, como las estrellas erran- tes partian al parecer, en direcciones divergen- tes, de un solo y mismo punto de la bóveda ce- leste, situado cerca de la estrella J de la conste- lación de Leo; punto constantemente común de divergencia de los metéreos, aunque el azimut y la altura aparente de la estrella hubiesen va- riado notablemente, durante el largo tiempo em- pleado en las observaciones. Independencia tal en el movimiento de rotación de la Tierra prue- ba que estos metéoros provenían de regiones si- tuadas fuera de nuestra atmósfera, y que an- tes de llegar á ella recorrían los espacios celes- tes. Según los cálculos de Encke (60), fundados en el conjunto de las observaciones que se hi- cieron en los Estados-Unidos de América, entre las latitudes de 35 y de 40°, el punto del espacio de donde estos metéoros parecían divergir, era precisamente aquel hacia el cual estaba dirigido en aquella época el movimiento de la Tierra. Las apariciones de noviembre se reprodujeron en 1834, en 1837, y unas y otras fueron observadas en América; la de 1838 lo fué en Brema: estas observaciones comprobaron de nuevo el parale- 140 COSMOS. lísmo general de las trayectorias, así como su dirección común hacia el punto del cielo opues- to á la constelación de Leo. Como las estrellas errantes periódicas afectan una dirección para- lela más generalmente que las estrellas errantes esporádicas, lia creído notarse en 1839, en la aparición del mes de agosto (las lágrimas de San Lorenzo) que los metéoros en su mayor par- te procedían de un punto situado entre Perseo y Tauro, hacia el cual se dirigía entonces la tierra. Un fenómeno tan sorprendente como la dirección retrógrada de todas estas órbitas en noviembre y en agosto, merece ciertamente que se recojan para lo futuro las más exactas ob- servaciones que puedan confirmarle ó invali- darle. Nada es más variable que la altura de las es- trellas errantes, es decir, la parte visible de su trayectoria, que oscila en un espacio de 3 á 28 miriámetros: importante resultado que debemos, así como un conocimiento más exacto de la enor- me velocidad de estos problemáticos asteroides, á las observaciones simultáneas de Brandes y de Benzenberg, y á las medidas de paralage que hi- cieron los mismos tomando por base una longitud de 15.000 metros (67). Su velocidad relativa es de 5 á 13 leguas por segundo, y por lo tanto, equivalente á la de los planetas. Esta velocidad verdaderamente planetaria de los bólides y de las estrellas errarte , (03) , y la direrviin bian comprobada desús u >vimientos inversos á los HUMBOLDT. 147 de la Tierra, son los principales argumentos que se oponen ordinariamente á la hipótesis que atribuye el origen de los aerolitos á la existen- cia de pretendidos volcanes activos en la Luna. Ahora bien, cuando se trata de un pequeño as- ^tro desprovisto de atmósfera, toda suposición numérica acerca de la energía de las fuerzas vol- cánicas tiene que ser por naturaleza arbitraria, y nada impide, por lo tanto, admitir una reac- ■cion del interior contra la capa esterior, cien yeces más enérgica, por ejemplo, que en nues- tros volcanes actuales: así podría esplicarse aun :CÓmo masas arrojadas por un satélite, cuyo mo- vimiento se verifica desde Oeste al Este, pueden parecemos animadas de un movimienco retró- grado, pues basta para esto que la tierra llegue más tarde que aquellos proyectiles á la parte de órbita, que hubieran atravesado; pero si se con- sidera el conjunto de hechos, cuya enumeración he debido hacer, á fin de evitar la censura que pe formula contra las teorías atrevidas, se verá ■que la hipótesis del origen selenítico de estos metéoros supone un concurso de circunstancias numerosas, cuya realización solo podría efec- tuarse por la casualidad (69). Es más sencillo admitir la existencia de pequeñas masas plane- tarias que estén circulando desde el origen en ]ps espacios celestes, pues esta hipótesis está más en armonía con las ideas, aceptadas ya, acerca de la formación de nuestro sistema solar. Es muy probable que muchas de estas masas 148 COSMOS. cósmicas pasen muy cerca de nuestra atmósfera1 y continúen su curso alrededor del sol, sin haber esperimentado otro efecto, de la atracción del ¡ globo terrestre, que una modificación en la es-; centricidad de su órbita; y que luego no las vol-j vamos á ver sino después de largos años, y cuan- do hayan verificado un cierto número de revolu- ciones. En cuanto á los metéoros ascendentes de Chladni, poco inspirado esta vez, esplica por la reacción de capas de aire comprimidas violenta- mente durante un rápido descenso, pudo verse luego en estos fenómenos el efecto de una fuerza misteriosa que pugnase por arrojar estos cuer- pos lejos de la tierra; pero Bessel ha demostra- do que tales hechos serian teóricamente inad- misibles; y apoyándose después en los cálculos ejecutados por Feldt con el mayor cuidado posi- ble, probó que la realidad de estos pretendidos hechos, se desvanece aun en aquellas observa- ciones que parecen más favorables, si se tienen en cuenta los errores inherentes á la apreciación simultánea qu« formen dos observadores separa- dos, de la desaparición de una misma estrella errante; así, que esta ascensión de los metéoros no debe considerarse hasta ahora como un resultado de la observación (70). Olbers pensaba que los bó- lides inflamados podrian estallar y lanzar verti- calmente sus fragmentos á modo de cohetes, y que esta ruptura alteraría en ciertos casos la di- rección de sus trayectorias; pero todas estas hipó- tesis deben ser objeto de nuevas observaciones. HUMBOLDT. 149 Las estrellas errantes caen ya desparramadas y aisladas, es decir, esporádicas, ya como enjam- bres y á millares. Estas últimas apariciones, que han comparado los escritores árabes á nubes de langostas, son periódicas, y siguen direcciones generalmente paralelas. Las más célebres son las del 12 al 14 de noviembre y las del 10 de agosto, dia de San Lorenzo, cuyas cadentes lá- grimas parece que fueron antiguamente en In- glaterra el símbolo tradicional de la vuelta pe- riódica de estos metéoros (71). Ya Kloeden habia señalado en Postdan, en la noche del 12 al 13 de noviembre de 1823, la aparición de una multi- tud de estrellas errantes y bólides de todas mag- nitudes. En 1832 vióse el mismo fenómeno en to- da Europa, desde Portsmouth hasta Orenburgo en los bordes del Oural, y hasta en la isla de Francia en el hemisferio austral. Sin embargo, la idea de que ciertos dias del año están predes- tinados á estos grandes fenómenos no tomó vida hasta 1833, con ocasión del enorme haz de estre- llas errantes que cayó como copos de nieve, y que Olmsted y Palmer observaron en América la noche del 12 al 13 de noviembre: durante nue- ve horas de observación contaron más de 240.000. Palmer se remontó á la aparición de los metéo- ros en 1799 descrita por Ellicot y por mí (72), de la cual resultaba en virtud de la comparación | que habia yo hecho de todas las observaciones i de aquel tiempo, que la aparición habia sido si- multánea para los lugares situados en el Nuevo 150 COSMOS. Continente, desde el Ecuador hasta New-Herrn- hut en la Groenlandia (lat. 64° 14') entre y\ y 82° de longitud; reconociéndose con sorpresa la: identidad de las dos épocas. Este flujo de metéo-| ros que surcaron todo el firmamento en la noche del 12 al 1:3 de noviembre de 1833, y fué visible desde la Jamaica hasta Boston (lat. 40° ¿i*), sé reprodujo en la noche del 13 al 14 de noviembre' de 1834 en los Estados-Unidos de América, aun- que con intensidad menor. Desde esta época la periodicidad del fenómeno se confirma en Europa i de la manera más exacta. La aparición de San Lorenzo (del 9 al 11 de agosto), según la lluvia de estrellas errantes, se verifica con igual regularidad que la primera. Ya hacia mediados del último siglo, Musschen- broek habia notado la frecuencia de los me« téoros que aparecen en el mes de agosto (73); pero Quételet, Olbers y Benzenberg han sido los primeros que probaron la periodicidad de estas apariciones, fijando su época en el día de San Lo- renzo. Indudablemente nos reserva el porvenir el descubrimiento de otras épocas análogas, des- tinadas igualmente á la reproducción periódica de estos fend menos (74); tales sean quizás la del 23 al 25 de abril, la del 6 al 12 de diciembre, y como consecuencia de las investigaciones de Ca- pocci, la del 27 al 29 de noviembre ó la del 17 le julio. Parece ser que estos fenómenos se han rea- lizado hasta ahora, con una independencia com-¡ HDMBOLDT. 151 pleta de todas las circunstancias locales, tales como la altura del polo, temperatura de la at- mósfera, etc.; sin embargo, su aparición vá acompañada frecuentemente de otro fenómeno meteorológico, y aunque esta coincidencia pue- da ser efecto de simple casualidad, no está fuera de lugar el señalarla aquí. Una aurora boreal muy intensa acompañó á la aparición más mag- nífica de estrellas errantes, entre las que se co- nocen hasta el dia, ó sea la del 12 al 13 de no- viembre de 1833, cuya descripción debemos á Olmsted. En 1838 se reprodujo en Brema esta con- cordancia de ambos fenómenos, si bien la caida periódica de las estrellas errantes fué allí me- nos notable que en Richmond, cerca de Londres. En otro escrito me he hecho cargo de una ob- servación del almirante Wrangel (75), que he tenido frecuente ocasión de oírle confirmar. Via- jando por las costas siberianas del mar Glacial, vio el almirante en medio de los resplandores de una aurora boreal iluminarse de repente ciertas partes del cielo que habían quedado oscuras, al ser atravesadas por una estrella errante, y re- cobrar en seguida su rojo brillo. Estas miríadas de asteroides constituyen, in- dudablemente, diversas corrientes que vienen á cortar la órbita terrestre como el cometa de Bie- la; y podemos imaginar, siguiendo esta idea, que su conjunto forma un anillo continuo, dentro del cual siguen todos una misma dirección. Ya en los planetas menores situados entre Marte y 152 cosmos. Júpiter, escepto Palas, hemos hallado relaciones análogas relativamente á sus órbitas tan ínti- mamente enlazadas. Pero si se trata de la teoría misma de estos anillos, preciso es confesar que aun quedan muchos puntos por resolver; por ejemplo: ¿las épocas de estas apariciones varían? ¿los retrasos que esperimentan, señalados por mí há mucho tiempo, provienen de una retrograda- ron regular, ó de un simple cambio oscilatorio de la línea de los nodos, es decir, de la línea de intersección del plano de la órbita terrestre con el plano del anillo? Quizás estos pequeños astros estén agrupados muy irregularmente; quizás sus distancias mutuas sean muy desiguales, y su zo- na de tan considerable anchura, que necesitara la Tierra dias enteros para atravesarla. El mun- do de ios satélites de Saturno nos presenta ya un grupo de inmensa amplitud, compuesto de astros íntimamente unidos entre sí. La órbita del último satélite, la del sétimo, es tan consi- derable, que la Tierra, en su movimiento alre- dedor del Sol, emplea tres dias en recorrer una parte de la suya igual al diámetro de aquella. Supongamos ahora, que en vez de ser homo- géneos estos anillos que consideramos como for- mados por corrientes periódicas de estrellas er- rantes, no contengan más que un pequeño nú- mero de partes en que los grupos sean bastante densos para dar lugar á una de aquellas gran- des apariciones, y se comprenderá por qué los brillantes fenómenos del mes de noviembre de HUMBOLDT. 153 1799 y 1833 se reproducen tan raramente. Medi- tando Olbers profundamente acerca de este difí- cil asunto, creyó tener algunas razones para anunciar la época del 12 al 14 de noviembre de 1867 para la primera reproducción del gran fe- nómeno de las estrellas errantes mezcladas con bóüdes, cayendo del cielo como copos de nieve. Alguna vez la aparición de noviembre no ha sido visible sino en partes muy limitadas de la superficie terrestre. En 1837, por ejemplo, fué brillante en Inglaterra, donde se la comparó á una lluvia de meteoros (meteoric shower), mien- tras que en Braunsberga (Prusia), un observa- dor muy práctico y escesivamente atento, no vio aquel la misma noche, más que un pequeño nú- mero de estrellas errantes aisladas, á pesar de que el cielo permaneció constantemente sereno, y duró la observación desde las siete de la noche hasta la salida del Sol. Bessel ha deducido de es- tos hechos, que un grupo poco estenso de los as- teroides de que el anillo se compone pudo tocar á la región terrestre en el punto en que está si- tuada Inglaterra, al pasr> que las comarcas orien- tales atravesaban otra parte del anillo, compa- rativamente mucho menos rica (76). Si la hipó- tesis de una retrogradacion regular ó de una simple oscilación de la línea de los nodos tomara consistencia, los documentos antiguos serian ob- jeto de un interés muy especial. Tales son loa Anales chinos, donde entre las noticias cometo- gráficas se citan varias apariciones de meteoros, 12 154 COSMOS. que se remontan á épocas anteriores á la de Tir- teo ó segunda guerra mesénica. Señalaremos en- tre otras dos apariciones que tuvieron lugar en el mes de marzo, y una de las cuales se remonta al año 087 antes de la Era Cristiana. Entre las cin- cuenta y dos apariciones que ha recogido Eduar- do Biot en los Anales cliinos, ha notado que las del 20 al 22 de julio (estilo antiguo), son las más frecuentes; y podrían corresponder á la apari- ción actual del dia de San Lorenzo (77). Bogus- lawski, hijo, ha descubierto en los anales de la Iglesia de Praga (Benessii de Horowic Chroni- con Ecclesice Pragensis) una aparición de es - trellas errantes ocurrida el 21 de octubre de 1300 (est. ant.); si esta aparición que fué entonces visible en pleno dia, corresponde al fenómeno actual del mes de noviembre, puede deducirse de la precesión en 477 años que el sistema entero de los meteoros ó más bien, su centro de grave- dad, describe con un movimiento retrógado una órbita al rededor del Sol. Por uitirao, de las teorías más arriba desarrolladas resulta, que si hay años en que las dos apariciones de agosto y de noviem- bre faltan á la vez en toda la superficie de la Tierra, es preciso buscar la causa de esta ano- malía, ya en una interrupción del anillo, ya en los intervalos que dejen entre sí los grupos su- cesivos de asteroides, ya, en fin, como quiere Poisson (78), en las acciones planetarias, cuyo efecto sería modificar la forma y la situación del anillo. HUMBOLDT. 15") Ya lo hemos dicho: las masas sólidas que des- pide el cielo provienen de los bólides inflamados que se vén durante la noche; de dia, y estando el cielo sereno, caen con estrépito del seno de una nube oscura, pero no llegan en estado de incan- descencia, aunque sí muy calientes. Ahora bien: cualquiera que sea su origen, estas masas pre- sentan en general, un carácter común que es imposible desconocer; cualquiera que sea el tiem- po y el lugar de su caida, son siempre las mis- mas las formas esteriores, las propiedades físi- cas de la corteza, é iguales los modos de agrega- ción química de sus elementos. Tan sorprendente paridad de aspecto y de constitución, no ha esca- pado á los observadores; pero cuando se la exa- mina individualmente encuéntranse también no- tables escepciones. Compárense los aerolitos por Pallas mencionados, la masa de hierro maleable de Hradschina en el condado de Agram, y la de las orillas de Sisim en el gobierno de Ieniseisk, ó también las que traje de Méjico (79), todas las cuales contienen 96 por 100 de hierro; compáren- se, digo, con los aerolitos de Siena, en los que apenas se cuenta un 2(100 del mismo metal, ó con los de Alesia,Jonzacy Ju venas, desprovistos enteramente de hierro metálico, y reducidos á una mezcla cuyos elementos perfectamente sepa- rados ya en cristales, puede distinguir el mine- ralogista, y dígasenos si es dable concebir opo- sición más marcada. De aquí la necesidad de di- ferenciar en dos clases estas masas cósmicas: la 156 cosmos. de los hierros mete^ricos combinados con el ni- kel, y la de las piedras de grano fino ó basto. Otro carácter particular de los aerolitos es el aspecto de su corteza esterior, cuyo espesor no pasa ja- más de algunas líneas de superficie, reluciente como la pez, y surcadas á veces por venas ó ra- mificaciones muy señaladas (80). Uno solo, que yo sepa, se esceptúa de esta relación; el aerolito de Chantonnay (Vendeé), cuyos poros y abolla- duras constituyen, como en el aerolito de Juve- nas, otra singularidad muy rara. En todos los demás, la corteza negra es distinta del resto de la masa de un gris bastante claro, con una línea de separación tan marcada como el pedrisco de granito blanco con veta negra ó aplomada (81), que traje yo de las cataratas del Orinoco, y que se encuentra en otras muchas como las del Nilo y rio Congo por ejemplo. El fuego más violento de nuestros hornos de porcelana, no produce nada análogo á esta corteza, tan perfectamente dis- tinta del resto de la masa de los aerolitos, cuyo interior no ha sufrido alteración alguna. Cier- tamente que, algunos hechos parecen indicar que estos fragmentos meteóricos, han esperimentado una especie de reblandecimiento; perú, en general, la manera de agregarse sus partes, la carencia de aplanamiento después de la caida, y el pococalor que poseen en aquel instante, no permiten supo- ner que su masa interior haya estado en fusión du- rante el corto trayecto que recorren desde los lími- tes de la atmósfera hasta la superficie de la tierra. HDMBOLDT. 157 Berzelius ha hecho escrupulosamente la aná- lisis química de estos cuerpos, y encontrado en ellos los mismos elementos que vemos esparci- dos en la superficie de la tierra, á saber: ocho metales, el hierro, el nikel, el cobalto, el man- ganeso, el cromo, el cobre, el arsénico y el es- taño; y cinco tierras, á saber: la potasa, la sosa, el azufre, el fósforo y el carbón; es decir, la ter- cera parte del número de los cuerpos simples ac- tualmente conocidos. Aunque las masas meteó- ricas estén formadas de iguales elementos quími- cos que las especies minerales de las montañas y de las llanuras, no por ello dejan de presentar siempre en el modo como están combinados estos elementos, un carácter muy diferente, y un as- pecto estraño á nuestro globo. El hierro en el estado nativo que se encuentra en casi todos los aerolitos les imprime también un sello especial; mas no podría atribuirse por ello este tipo es- clusivamente á la Luna, pues nada se opone á que pueda haber astros desprovistos como ella de agua, y privados de las reacciones químicas de donde nace la oxidación. En cuanto á las ve- sículas gelatinosas, á las masas orgánicas seme- jantes á la tremellanostoc, que han sido tenidas desde la Edad media como un producto cósmico, residuo de las estrellas errantes, así como tam- bien á las piritas de Sterlitamak (al oeste del Oural),que pasaban por núcleos de granizos (82), es preciso colocarlas entre los mitos de la me- teorología. Los aerolitos de tejido fino y granu- 158 cosmos. loso, compuestos de olivina, de augita y de la- brador (83), son, según Gustavo Rose, los úni- cos que se asemejan á nuestros minerales (tal es el aerolito de Juvenas muy semejante á la dole- rita); pues contienen sustancias cristalinas co- mo las que se encuentran en la corteza terrestre; y aun en el hierro meteórico de Siberia, citado por Pallas, la olivina no se distingue de la ordi- naria, más que por la falta de nikel, el cual está sustituido por el óxido de estaño (84). Si se tiene en cuenta que la olivina meteórica contiene, co- mo nuestros basaltos, 47 ó 49 por 100 de magne- sia, y forma más de la mitad de las partes terro- sas de los aerolitos, según Berzelius, no causará admiración la gran cantidad de magnesia que se halla en estas masas cósmicas. Y como el aero- lito de Juvenas contiene cristales separables de augita y de labrador, podemos deducir de la aná- lisis de las piedras meteóricas deChateu-Renard, de Blansko y de Chantonnay, que la primera es probablemente una diorita compuesta de anfibol y de albita, y que las otras dos son combinacio- nes de anfibol y de labrador. Pero estas analogías me parecen débiles argumentos que citar en fa- vor del origen terrestre ó atmosférico que ha querido asignarse á los aerolitos. Porque no hay razón alguna, y aquí podria referir el célebre entretenimiento de Newton y Conduit, en Ken- sington (85), para suponer quesean en gran par- te idénticos, los elementos que forman un mismo grupo de astros, ó un mismo sistema planetario. HUMBOLDT. 159 ¿Ni cómo admitir el principio de la heterogenei- dad de los planetas después del bello sistema que esplica su génesis por la condensación gradual de anillos gaseosos, abandonados sucesivamente por la atmósfera solar? A mi juicio, estamos tan poco autorizados para atribuir esclusivamente al nikel, al hierro, á la olivina ó al piróxeno (au- gita) de los aerolitos, la calificación de sustan- cias terrestres, como podriamos estarlo para de- signar por ejemplo, como especies europeas de la ñora asiática, las plantas alemanas que encontré más allá del Oby. Y si los astros de un mismo sis- tema se componen de iguales elementos, ¿cómo no admitir que estos elementos, sometidos á las leyes de una atracción mutua, pueden combinar- se en relaciones determinadas y dar vida, ya á las cúpulas resplandecientes de nieve ó de hielo que cubren las regiones polares de Marte, ya en otros astros, á las pequeñas masas meteóricas que contienen, como los minerales de nuestras montañas, cristales de olivina, de augita y de la- brador? No debe dejarse nunca nada abandonado al arbitrio, y hasta el dominio de las conjeturas es preciso que el espíritu sepa dejarse guiar por Ja inducción. En ciertas épocas, se oscurece momentánea- mente el disco del Sol, y su luz se debilita hasta el estremo de ser visibles las estrellas en pleno dia. En 1547, hacia la época de la fatal batalla de Mühlberg, se efectuó por espacio de tres dias enteros un fenómeno de este género, que no pue- 100 COSMOS. de esplicarse ni por las nieblas ni por las cenizas volcánicas. Kepler quiso buscarle una causa, primero en la interposición de una materia cos- mética, y después en una nube negra que supo- nía formada por las emanaciones fuliginosas, salidas del cuerpo mismo del Sol. Chladni y Schnurrer atribuían al paso de masas meteóri- cas por delante del disco solar, los fenómenos análogos de ios años 1090 y 1203, de los cuales duró el primero, tres horas, y el segundo seis. Desde que han sido consideradas las estrellas errantes como formando un anillo continuo, si- tuado en el sentido de su dirección común, liase notado una singular coincidencia entre la vuelta periódica de las lluvias de metéoros y las mani- festaciones de los misteriosos fenómenos de que acabamos de hablar; y á fuerza de ingeniosas investigaciones y de una discusión profunda de todos los hechos conocidos, ha llegado Adolfo Erman á señalar dos épocas del año, el 7 de fe- brero y el 12 de mayo, en que se ha manifestado esta coincidencia de un modo sorprendente. Ahora bien: la primera de estas dos fechas cor- responde á la conjunción de las estrellas erran- tes que están en el mes de agosto en oposición, con el Sol, y la segunda, se refiere á la conjun- ción de los asteroides de noviembre y á los fa- mosos dias fríos de las creencias populares (San Mamerto, San Pancracio y San Servando) [9b). Los filósofos griegos tan poco inclinados á la observación, como ardientes y fecundos en. HUMBOLDT. 161 si8temas cuando se trataba de esplicar fenóme- nos que apenas habían entrevisto, nos han de- jado consideraciones muy aproximadas á las ideas que se aceptan hoy generalmente, acerca del ori- gen cósmico de las estrellas errantes y aeroli- tos. «Piensan algunos filósofos, dice Plutarco en la vida de Lysandro (87), que las estrellas errantes no provienen de partículas desprendidas del éter que llegan á apagarse en el aire inme- diatamente después de haberse inflamado; ni que tampoco nacen de la combustión del aire que se disuelve en gran cantidad en las regiones supe- riores, sino que son más bien cuerpos celestes que caen, es decir, que sustraídos en cierto mo- do al movimiento de rotación general se preci- pitan enseguida irregularmente, no solo en las regiones habitadas de la Tierra, sino que tam- bién en el gran Océano, de donde resulta que no se los puede encontrar.* Diógenes de Apolonia se espresa en términos aun más claros (S8). «Entre las estrellas visibles, dice, se mueven también estrellas invisibles á las cuales por con- siguiente no ha podido darse nombre. Estas úl- timas caen frecuentemente sobre la Tierra, y se apagan como aquella estrella de piedra que tocó encendida cerca de ^Egos-Potamos.* Indudable- mente una doctrina anterior habia inspirado al filósofo de Apolonia, que creia también que los astros eran semejantes á la piedra pómez. En efecto, Anaxágoras de Clazomeno se figuraba te- dos los cuerpos celestes «como fragmentos de 162 cosmos. roca que el éter por la fuerza de su movimiento giratorio hubiera arrancado á la Tierra, infla- mándoles y trasformándolas en estrellas.» Así, pues, la escuela jónica colocaba, como Diógenes de Apolonia, en una misma clase á los aerolitos y á los astros, asignándoles el propio origen terrestre, pero en el único sentido de que la Tierra, como cuerpo central, facilita la materia á cuantos le envuelven (89); <'e igual modo que con nuestras ideas actuales derivamos el siste- ma planetario de la atmósfera primitivamente dilatada de otro cuerpo central, el Sol. Es pre- ciso, pues, guardarnos de confundir "«'tas ideas con lo que comunmente se llama el origen ter- restre ó atmosférico de los aerolitos, ó con la sin- gular opinión de Aristóteles, que no veia en la enorme masa de ^Egos-Potamos sino una piedra arrastrada por un huracán. Hay una disposición de ánimo más nociva aun quizás que la credulidad desnuda de toda crítica, y es la arrogante incredulidad que re- chaza los hechos sin dignarse profundizarlos. Estas dos irregularidades del espíritu son un obstáculo al progreso de la ciencia. En vano, desde hace veinte y cinco siglos, los anales de los pueblos hablan de piedras desprendidas del cielo; á pesar de tantos hechos fundados en tes- timonios oculares, irrecusables, tales como los bcetilfos, que desempeñaron tan importante pa- pel en el culto de ) s Totéoros entre los anti- guos; el aerolito que Jes compañeros de Cortés HUMBOLDT. 163 vieron en Cholula y que había chocado con la pirámide próxima; las masas de hierro meteórico de que se hicieron forjar espadas de sables los califas y príncipes mogoles; los hombres muer- tos por piedras caidas del cielo, como por ejem- plo, un fraile de Cremona el 4 de setiembre de 1511, otro fraile de Milán en 1650 y dos marine- ros suecos, heridos dentro de su navio en 1674; á pesar de tantas pruebas acumuladas, quedó en el olvido un fenómeno cósmico de tamaña importancia, y sus íntimas relaciones con el mundo planetario permanecieron ignoradas hasta los tiempos de Chladni, ilustre ya por su descu- brimiento de las líneas nodales. Pero hoy es im- posible contemplar indiferentemente las magní- ficas apariciones de las noches de noviembre y de agosto; diré mas, uno solo de esos rápidos metéoros bastará frecuentemente para dar vida á serias observaciones. Ver surgir de repente el movimiento enmedio de la calma de la noche y turbarse por un instante el plácido brillo de la bóveda celeste; seguir con la vista al metéoro que cae dibujando en el firmamento una lumi- nosa trayectoria ¿no nos trae luego al punto á la imaginación esos espacios infinitos llenos por doquiera de materia y vivificados por todas par- tes de movimiento? ¿Qué importa la estremada pequenez de esos metéoros en un sistema donde se encuentran, al lado del enorme volumen del Sol, átomos tales como el de Ceres, y el primer satélite de Saturno? ¿Qué importa su repentina 164 cosmos. desaparición cuando un fenómeno de otro orden, la estincion de las estrellas que brillaron en Ca- siopea, en el Cisne y en la Serpentaria, nos ha obligado ya á admitir que en los espacios celes- tes pueden existir otros astros de los que en ellos vemos por lo común? Al presente ya lo sabemos: las estrellas errantes son agregaciones de mate- ria, verdaderos asteroides que circulan alrededor del Sol, que atraviesan como los cometas las ór- bitas de los grandes planetas y que brillan, por último, cerca de nuestra atmósfera, ó al menos en sus últimas capas. Aislados en nuestro planeta de todas las par- tes de la creación que no comprenden los lími- tes de nuestra atmósfera, no estamos en comu- nicación con los cuerpos celestes sino por el in- termedio de los rayos, tan íntimamente unidos, de la luz y del calor (90) y por la misteriosa atracción que los cuerpos lejanos ejercen, en ra- zón de su masa, sobre nuestro globo, sobre lo* mares, y aun sobre las capas de aire que nos rodean. Pero si los aerolitos y las estrellas er- rantes son realmente asteroides planetarios, su modo de comunicación con nosotros cambia de naturaleza, se hace más directo y se materia- liza en cierto sentido. En efecto; no se trata ya de aquellos cuerpos lejanos cuya acción sobre la tierra se limita á ocasionar vibraciones lumi- nosas y caloríficas, ó también á producir movi- mientos según las leyes de una gravitación re- cíproca; sino de cuerpos materiales, que aban- HUMBOLDT. 165 donando los espacios celestes atraviesan la at- mósfera y vienen á chocar con la tierra, de la cual forman parte desde entonces: tal es el único acontecimiento cósmico que puede poner á nues- tro planeta en contacto con las otras regiones del Universo. Acostumbrados como estaraos á no conocer los seres colocados fuera de nuestro globo sino por las medidas, el cálculo y el razo- namiento, nos admira ahora el poder, sin em- bargo, tocarlos, pesarlos y analizarlos. Así es como la ciencia pone en juego los secretos re- sortes de la imaginación y las fuerzas vivas del espíritu, mientras que el vulgo no vé en estos fenómenos sino chispas que se encienden y apa- gan, y en esas piedras ennegrecidas, caídas con estrépito del seno de las nubes, el producto gro- sero de una convulsión de la naturaleza. Aunque estos enjambres de asteroides, de los cuales nos hemos ocupado largo tiempo como asunto de predilección, se asemejan á los come- tas por la pequenez de sus masas y por la mul- tiplicidad de sus órbitas, difieren, no obstante, de ellos, esencialmente, por el mero hecho de que no brillan ni son visibles para nosotros, sino hasta el momento en que atraviesan la esfera de acción de nuestro globo. Pero el estudio de estos metéoros, no completa todavía el cuadro de nuestro sistema planetario, tan complejo, tan rico en formas variadas, desde el descubrimiento de los planetas menores, de los cometas inte- riores de corto período y de los asteroides me- 106 cosmos. teóricos; réstanos hablar del anillo de materia cósmica á que se atribuye la luz zodiacal, citada ya muchas veces en el trascurso de esta obra. Todo el que haya pasado años enteros en la zona de las palmeras, conservará toda su vida el dul- ce recuerdo de aquella pirámide de luz que ilu- mina una parte de las noches, siempre iguales, de los trópicos. De mí sé decir, que la he visto tan brillante como la via láctea en el Sagitario, no solamente sobre las cimas de los Andes, en las alturas de 3,000 ó 4,000 metros donde el aire es tan puro y tan raro, sino que también en las inmensas praderas (llanos) de Venezuela, y á orilla del mar bajo el cielo siempre sereno de Cumaná. Sin embargo, alguna vez proyéctase una pequeña nube sobre la luz zodiacal y con- trasta de un modo pintoresco en el fondo lumi- noso del cielo, siendo entonces el fenómeno de gran belleza. Este juego atmosférico se halla apuntado en mi diario de viaje, desde Lima á la costa occidental de Méjico. «Hace tres ó cuatro noches (entre 10 y 14° de latitud septentrional) que apercibo la luz zodiacal con una magnifi- cencia totalmente nueva para mí. Por el brillo de las estrellas y de las nebulosas, podría creerse que en esta parte del mar del Sud la transpa- rencia de la atmósfera es extraordinaria. Desde el 14 al 19 de marzo, regularmente tres cuartos de hora después de ponerse el sol, era imposible distinguir el menor rayo de la luz zodiacal, y sin embargo la oscuridad era completa. Una hora HUMBOLDT. 167 después de la prueba, aparecía de repente con gran brillo, entre. Aldebaran y las Pléyades; el 18 de marzo tenia 39° 5' de altura. De una y otra parte, cerca del horizonte, estendíanse pe- queñas nubes prolongadas sobre un fondo ama- rillo; mas arriba, otras nubes matizaban el azul del cielo con sus cambios de color, ofreciendo un aspecto semejante al de una segunda puesta de sol. La claridad de la noche aumentaba enton- ces por aquella parte de la bóveda celeste, hasta igualarse casi á la del primer cuarto de luna. A las diez, la luz zodiacal era muy débil, y á media noche apenas se divisaba una huella en aquella parte de la mar del Sud. El 16 de marzo, cuando brillaba con ma3Tor intensidad, se vis- lumbraba hacia el Oriente una débil reverbera- ción.» En nuestros climas del Norte, en esas re- giones brumosas que se llaman templadas, muy al contrario sucede: la luz zodiacal no es visi- ble de una manera clara sino al principio de la primavera, despaes del crepúsculo de la tarde, y sobre el horizonte occidental; y hacia el fin del otoño en el Oriente, antes del crepúsculo matutino. Apenas se comprende que un fenómeno tan notable no haya llamado la atención de los físi- cos y astrónomos hasta mediados del siglo XVII, y que haya pasado desapercibido también á los árabes, que hicieron observaciones tantas en el antiguo Bactriana, en las márgenes del Eu- frates y en el mediodía de España. Por lo demás, 11)8 COSMOS. no es menos sorprendente el tardío descubri- miento de las dos nebulosas Andrómeda y Orion, que Simón Mario y Huygens fueron los primeros á describir. En la Britannia Baconina de Chil- drey (91) de 1601, es donde se encuentra la pri- mera descripción bien clara de la luz zodiacal, no habiéndose hecho la primera observación sino dos ó tres años antes; pero indudablemente per- tenece á Domingo Cassini la gloria de haber sometido el primero este fenómeno á un examen profundo (en la primavera de 1683). En cuanto á la luz que se vio en Bolonia en 1668 y que percibía también por la misma época el célebre viajero Chardin (los astrólogos de la corte de Ispahan no la habían citado con anterioridad: llamábanla nycek, pequeña lanza), no era la luz zodiacal (9¿), sino la enorme cola de un cometa cuya cabeza estaba oculta bajo el horizonte, y que debia presentar una gran analogía de as- pecto y de posición con el largo cometa de 1843. Es imposible dejar de reconocer la luz zodiacal en el brillante resplandor que se vio en 1509, durante cuarenta noches consecutivas, subir como una pirámide por encima del horizonte oriental del llano mejicano. En un manuscrito de los antiguos Aztecas, perteneciente á la Bi- blioteca real de París (Codex Telleriano- Remen- sis) (93), es donde he visto mencionado este cu- rioso fenómeno. Así, pues, la luz zodiacal ha existido en todos los tiempos, aunque su descubrimiento en Euro- HDMBOLDT. 169 pa no date más que desde Childrey y Domingo Cassini. Háse querido atribuirla á una cierta atmósfera del Sol; pero esta esplicacion es inad- misible, porque según las leyes de la mecánica, el aplanamiento de la atmósfera solar no puede esceder del de un esferoide, cuyos ejes estén en la relación de 2 á 3, y por consiguiente sus ca- pas estremas no pueden estenderse mas allá de los 9p20 del radio de la órbita de Mercurio. Las mismas leyes mecánicas fijan también los lími- tes ecuatoriales de la atmósfera de un cuerpo celeste que gira sobre sí mismo, en el punto donde la gravedad se equilibra con la fuerza centrífuga; solamente allí el tiempo de la revo- lución de un satélite sería igual al tiempo de la rotación del astro central (94). Esta limitación tan restringida de la atmósfera actual de nues- tro Sol llega á ser más sorprendente, cuando se la compara con la de las estrellas nebulosas. Herschell ha encontrado muchas cuyo diámetro aparente llega á 150c; y admitiendo para esos astros un paralaje inferior á 1', resulta que la distancia de la estrella central á las últimas ca- pas de la nebulosidad, equivale á 150 radios de la órbita terrestre. Si pues una de esas estrellas nebulosas ocupara el lugar de nuestro sol, no solamente comprendería su atmósfera la órbita de Urano, si no una distancia ocho veces ma- yor (95.) Asi, pues, la atmósfera solar está encerrada en límites más estrechos que aquellos por que 13 170 COSMOS. se esti^nde la luz zodiacal. Este fenómeno se es- plica mejor suponiendo que existe entre la ór- bita de Venas y la de Marte, un anillo muy apla- nado, formado de materias nebulosas, y que gira libremente en los espacios celestes (06). Quizás se baile este anillo en relación con la materia cósmica que creemos esté más condensada en las regiones próximas al Sol; ó acaso se aumente de continuo con las nebulosidades abandonada* en el espacio por las colas de los cometas (97). Tan difícil es decidir algo sobre este punto, como consignar las verdaderas dimensiones del anillo, que varían indudablemente, puesto que parece algunas veces comprendido por entero en la ór- bita de la Tierra. Las partículas de las nebulo- sidades de que este anillo se compone, pueden ser luminosas por sí mismas, ó reflejar única- mente la luz del Sol. La primera suposición no parece inadmisible, pues podria citarse en su apoyo la célebre niebla de 1783, que en ^.lena no- che, y en la época de novilunio, producía una luz fosfórica bastante intensa para iluminar los ob- jetos y hacerlos claramente visibles aun á la distancia de 200 metros (98). En las regiones tropicales de la América del Sur, han causado muy amanudo mi asombro las variaciones de intensidad que la luz zodiacal es- perimenta. Como entonces pasaba yo durante meses enteros las noches al aire libre, ya á ori- llas délos rios, ó en las praderas (Llanos), tuve frecuentes ocasiones de observar atentamente HUMBOLDT. 171 este fenómeno. Cuando la luz zodiacal habia llegado á su máximun de intensidad, se debiíi- taba notablemente algunos minutos para volver después á tomar inmediatamente su primitivo estado. Nunca llegué á ver, como dice Mairan, ni coloración roja, ni arco inferior oscuro, ni aun centelleo; pero sí noté muchas veces que la pirámide luminosa estaba atravesada por una rápida ondulación. ¿Habrán de creerse cambios reales en el anillo nebuloso? ¿O bien no será más probable que en el momento mismo en que mis instrumentos metereológicos no me revela- ban variación alguna de temperatura ó de hu- medad en las regiones inferiores de la atmós- fera, se operasen sin embargo en las capas ele- vadas, sin yo advertirlo, condensaciones capaces de modificar la trasparencia del aire, ó más bien su poder reflectante? Observaciones áé aa turaleza muy diferente justificarían, en caso necesario, esta apelación por causa? meteoroló- gicas que suponemos obrando allá en el límite de la atmósfera. Olbers, en efecto, ha señalado «dos cambios de luz que se propagan en algunos segundos como pulsaciones de un punto á otro de la cola cometaria, y que Un pronto aumen- tan como disminuyen su estension en muchos grados; y como las diferentes partes de una cola de algunos millones de teguas deben estar muy desigualmente distantes de la tierra, re- sulta, por consiguiente, que la propagación gra- duad ie la luz no nos permitiría apercibir, en 172 COSMOS. un tan corto intervalo de tiempo, los cambios reales que pudieran ocurrir en un astro de es- tension tan considerable (99).» Forzoso es convenir, sin embargo, en que estas observaciones en nada contradicen la rea- lidad de las variaciones observadas en las colas de los cometas; ni tienen además por objeto ne- gar que los cambios de resplandor tan frecuen- tes en la luz sodiacal puedan provenir, ya de un movimiento molecular en el interior del ani- llo nebuloso, ya de una súbita modificación de su poder reflectante, sino que he querido sola- mente distinguir en estos fenómenos, la parte que pertenece á la sustancia cósmica propia- mente dicha, de la que debe restituirse ;i nues- tra atmósfera, intermedio obligado de todas nuestras percepciones luminosas. En cuanto á los fenómenos que pasan en el límite superior de la atmósfera, límite tan controvertido fre- cuentemente por otros motivos, ciertos hechos bien observados demuestran cuan difícil es darse en este punto cuenta satisfactoria. Por ejem- plo: aquellas noches de 1831, tan maravillosa- mente claras en Italia y en el Norte de Alemania que podían leerse aun á media noche los carac- teres más finos, están en manifiesta contradic- ción con todo lo que las más nuevas y sabias in- vestigaciones han podido enseñarnos acerca de la teoría de los crepúsculos y de la altura de la atmósfera (100.) Los fenómenos luminosos de- penden de condiciones poco conocidas, cuyas va- HUMBOLDT. 173 riaciones imprevistas nos sorprenden, ya se trate de la altura de los crepúsculos, ó ya de la luz zodiacal. Hasta ahora hemos considerado lo que per- tenece á nuestro Sol, ó sea el mundo de las for- maciones que dependen de su acción regulado- ra, es decir, los planetas, los satélites, los co- metas de corto y largo período, los asteroides meteóricos aislados ó reunidos en anillo conti- nuo, y por último, el anillo nebuloso, cuya po- sición en los espacios planetarios autoriza á con- servar el nombre de luz zodiacal, con que pro- piamente se le designa. Por todas partes reina la ley de la periodicidad en los movimientos, cualquiera que sea la velocidad ó la masa de los cuerpos celestes. Solo los asteroides que atra- viesan nuestra atmósfera pueden ser detenidos en medio de sus revoluciones planetarias, pa- sando á formar parte de un gran planeta. En este inmenso sistema, en el que la fuerza de atracción del cuerpo central determina los lími- tes, se ven los cometas obligados á volver al punto de partida, aun desde una distancia igual á 44 radios de la órbita de Urano, y recorrer una órbita cerrada; no siendo menos maravi- lloso que hasta en aquellos cometas que por la escesiva tenuidad de su masa se nos aparecen bajo el aspecto de una nube cósmica, retenga sin embargo el núcleo, en virtud de su atracción, las últimas partículas de una cola de muchos millones de leguas. Por donde se vé que las J74 COSMOS. funrzas centrales son á la vez las que constituyen y tas que mantienen un sistema. Aunque podernos considerar al Sol como in- móvil con relación a los astros mayores ó me- nores, densos ó nebulosos, que verifican alrede- dor de él sus revoluciones periódicas, en realidad gira el mismo Sol en torno del centro de gra- vedad de todo el sistema, y este punto está si- t nado ordinariamente en el interior del propio Sol, á pesar de los cambios que sobrevienen sin esa:' en las posiciones respectivas de los plane- tas. Pero el movimiento progresivo que tras- porta al Sol en el espacio, ó mejor dicho, el cen- tro de gravedad del sistema solar, es de una na- turaleza diferente, movimiento cuya velocidad es tal, que el cambio relativo del Sol y de la es- trella 61 del Cisne, es, según Bessel, de 61i->,000 iniriámetros por dia (1). Nada sabríamos de este movimiento de traslación del sistema solar, si la admirable exactitud de los instrumentos de jnedifion que posee actualmente la astronomía, y los progresos de sus métodos de observación, no hubiesen llegado á hacer sensibles los peque- ños cambios de posición que al parecer afectan las estrellas, semejantes en esto á los objetos colocados sobre un rio, movible en apariencia. El movimiento peculiar de la estrella 61 del Cis- ne, es sin embargo bastante considerable para producir en setecientos años Io entero de dife- rencia en su posición relativa. Apesar de las dificultades inherentes á la de- HUMBOLDT. 175 terminación del movimiento propio de las estre- llas (llámase así el cambio que se origina en sus posiciones relativas), es, sin embargo, más fácil medirle con exactitud que investigar su causa. Descartada la aberración producida por la suce- siva propagación de los rayos luminosos, y el pequeño paralaje que procede del movimiento de la Tierra alrededor del Sol, los cambios obser- vados no nos dan aun el movimiento real de las estrellas sino combinado con los movimientos aparentes que han debido originarse de la tras- lación general de todo el sistema solar. Mas los astrónomos han llegado á separar estos dos ele- mentos, merced á la exactitud con que se co- noce al presente la dirección del movimiento propio de ciertas estrellas, y á la ingeniosísima consideración, debida á las leyes de la perspec- tiva, de que aun cuando las estrellas fuesen ab- solutamente inmóviles, deberían, no obstante aparentemente moverse separándose del punto hacia el cual dirige el Sol su carrera; y resulta en último análisis de estos trabajos, en que el cálculo de las probabilidades juega tan impor- tante papel, que tanto las estrellas como el sis- tema solar están en movimiento á la vez en el espacio. Por investigaciones practicadas con arreglo á un plan más vasto y más perfecto que las de W. Herschell y Prevost, Argelander ha probado que el Sol se dirige actualmente hacia un punto situado en la constelación de Hércu- les, á 267° 49* 7" de ascensión recta y á 28° 49' 176 COSMOS. 7" Je declinación boreal (equinoccio de 1792,5); resultado importante que se funda en la com- binación de los movimientos propios de E37 es- trellas (2). Fácilmente concíbese qué cúmulo de dificultades han debido presentarse en estas de- licadas investigaciones, en que se trataba de distinguir los movimientos reales de los movi- mientos aparentes, y de formar la parte relativa al sistema solar. Considerando los movimientos propios de las estrellas, despojados de todo efecto de perspec- tiva, hallánse muchas que siguen direcciones opuestas de grupos; mas los datos actuales de la ciencia no bastan para obligarnos á admitir que todas las porciones de nuestra zona estrellada, y todas las pertenecientes á las demás zonas de que está lleno el Universo, deben moverse alrededor de un gran cuerpo desconocido, brillante ú opa- co. Indudablemente, semejante hipótesis satisfa- ce á la imaginación y á la incesante actividad del espíritu humano, siempre deseoso de desen- trañar las últimas causas. El Estagirita habia dicho ya: «Todo lo que tiene movimiento supo- ne un motor; el encadenamiento de las causas no tendría fin, si no existiese un primer motor inmóvil (3).» Pero el estudio de estos movimientos estela- res no paralájicos, independientes del cambio de posición del observador, ha abierto á la acti- vidad humana ancho campo para que estienda libremente sus investigaciones, sin lanzarse á HUMBOLDT. 177 concepciones vagas en el mundo ilimitado de las analogías. Aludo á las estrellas dobles, cuyos movimientos lentos ó rápidos, se verifican en órbitas elípticas según las leyes de la gravita- ción, dándonos así la prueba irrecusable de que estas leyes no son especiales de nuestro sistema solar, sino que reinan también hasta en las más apartadas regiones de la creación: sólida y bella conquista de la astronomía, que asimismo debe- mos á los recientes progresos de los métodos de observación y de cálculo. El número de estos sis- temas binarios ó múltiples cuyos astros compo- nentes circulan alrededor de un centro de gra- vedad común, es verdaderamente pasmoso (pa- saba de 2.800 en 1837); pero lo que principal- mente hace de este descubrimiento una de las más brillantes conquistas científicas de nuestra época, es la estension que dá á nuestros cono- cimientos sobre las fuerzas esenciales del Uni- verso; es la prueba que nos ha suministrado de la universalidad de la gravitación. Los tiempos que emplean estas estrellas en trazar una revo- lución entera, varían desde cuarenta y tres años, como en la estrella de la Corona, hasta miles de años, como en la 66 de la Ballena, en la 38 de Góminis y en la 100 de Piscis. Desde los cálculos de Herschell hechos en 1782, el satélite más próximo de la estrella principal en el siste- ma triple de Cáncer, ha completado ya una re- volución y aun parte de otra. Combinando con- venientemente las distancias y los ángulos (4) 178 C08MDS. que determinaban en diferentes épocas las po- siciones relativas de las estrellas que componen los sistemas dobles, se llega á calcular los ele- mentos de sus órbitas reales, y aun a fijar pro- visionalmente sus distancias á la Tierra y la re- lación de sus masas con la del Sol. Estos resul- tados conservarán largo tiempo un carácter hi- potético, porque ignoramos si la tuerza de atrac- ción se regula invariablemente en aquellos sis- temas, como en el nuestro, por la cantidad de las moléculas materiales; Bessel ha demostrado por qué aquella fuerza podría ser allí específica y no proporcional á las masas (5). La solución definitiva de estos problemas, parece, mies, re- servada á un porvenir muy lejano aun de nos- otros. Comparando el Sol con los astros que compo- nen nuestra capa lenticular de estrellas, es de- cir, á otros soles que brillan por sí mismos con luz propia, se reconoce la posibilidad de determi- nar, respecto de algunos por lo menos, ciertos límites estremos entre los cuales deben hallarse comprendidas sus distancias, sus masas, sus magnitudes y su velocidad de traslación en el espacio. Tomemos por unidad de medida el radio de la órbita de Urano, que equivale á diez y nue- ve radios de la órbita terrestre, y hallaremos que ]a distancia de a del Centauro, al centro de nuestro sistema planetario, contiene 11.900 de aquellas unidades; la do l-> estrella ni del Cisne cerca de 31.300 y la de a <|0 la Lira 41.600. La HUMBOLDT. 179 comparación del volumen de las estrellas de pri- mera magnitud con el del Sol, depende de su diá- metro aparente; elemento óptico cuya determi- nación presentará siempre una gran incertidum- bre. Admitiendo con Herschell que el diámetro aparente de Arturo no escede de un décimo de segundo, resultará que su diámetro real es once veces mayor que el diámetro del Sol (6). Una vez que la distancia de la estrella 61 del Cisne es co- nocida, merced á los trabajos de Bessel, es po- sible determinar aproximadamente la masa de esta estrella doble. Bien es verdad, que no basta la porción de la órbita que el satélite ha recor- rido desde las observaciones de Bradley, para fijar con gran precisión los elementos de su ór- bita real, y particularmente el eje máximo; sin embargo, el célebre astronómico de Koenigsberg (7) cree poder afirmar que «la masa de esta es- trella doble no difiere en mucho de la mitad de la del Sol.» Este es un resultado de medidas efectivas; que por lo tocante á analogías fun- dadas en la masa que predomina en los planetas provistos de satélites, y en la observación hecha por Struve de que hay entre las estrellas bri- llantes seis veces más sistemas binarios que en- tre las estrellas telescópicas, han creído otros astrónomos poder atribuir á la mayor parte de las estrellas dobles, una masa media superior á la del Sol (8). Mucho tiempo ha de pasar toda- vía antes de obtener en este punto resultados generales. Añadamos por último, que Argelan- 180 COSMOS. der coloca al Sol en el rango de las estrellas cu- yo movimiento propio es considerable. Causas numerosas que obran incesantemente produciendo variaciones en la posición relativa de las estrellas y de las nebulosas, en el resplandor las de diferentes regiones del cielo, y en la apa- riencia general de las constelaciones, pueden des- pués de miles de años imprimir un carácter nue- vo al aspecto grandioso y pintoresco de la bóve- da estrellada. Estas causas son: los movimientos propios de las estrellas; el de traslación que lle- va en el espacio toilo nuestro sistema solar; la súbita aparición de nuevas estrellas; la debilita- ción y aun la estincion de algunas de las anti- guas; y finalmente, y más que todo, los cambios que esperimenta la dirección del eje terrestre á consecuencia de la acción combinada del Sol y de la Luna. Dia llegará en que las brillantes cons- telaciones de Centauro y de la Cruz del Sud, se- rán visibles para nuestras latitudes boreales, en tanto que otras estrellas (Sirio y el Tahalí de Orion) dejarán de aparecer sobre el horizonte. Semejantes consideraciones hacen sensible en algún modo la magnitud de aquellos movimientos que proceden con lentitud, pero sin interrumpir- se nunca; y cuyos vastos periodos forman como un reloj eterno del Universo. Supongamos por un momento que se realizan los sueños de nues- tra imajinacion: que nuestra vista escediendo los límites de la visión telescópica, adquiere una potencia sobrenatural; que nuestras sensaciones HUMBOLDT. 181 duraderas nos permiten comprender los mayo- res intervalos de tiempo; en tal supuesto al pun- to desaparece la inmovilidad que reina en la bó- veda celeste: innumerables estrellas son arras- tradas como torbellinos de polvo en direcciones opuestas; las nebulosas errantes se condensan ó se disuelven; la via láctea se divide en pedazos como un inmenso cinturon que se desgarra á girones; por todas partes reina el movimiento en los espacios celestes, como reina sobre la tierra en cada punto de ese rico tapiz de vegetales, cu- yos retoños, hojas y flores presentan el espectá- culo de un perpetuo desarrollo. El célebre natu- ralista español Cavanilles fué el primero que tuvo la idea de ver «crecer la yerba,» dirigien- do un fuerte anteojo provisto de un hilo micro- métrico horizontal, ya sobre el tronco de un aloe americano (Agave americana) cuyo creci- miento es tan rápido, ya sobre la copa de un botón de bambú, de igual manera que lo hacen los astrónomos cuando miran por la cuadrícula de sus telescopios una estrella culminante. En la naturaleza física, para los astros como para los seres organizados, el movimiento parece ser una condición esencial de la producción, de la conservación y del desarrollo. El fraccionamiento de la via láctea que acabo de mencionar, merece especial atención. Midien- do el cielo con la ayuda de estos poderosos te- lescopios, William Herschell, á quien es preciso tomar siempre por guia en esta parte de la his- 18¿ COSMOS, toriade los cielos, halló que la latitud real de la via láctea esceue en 6 ó 7' á su latitud aparente, á la que se distingue con )a simple vista y se halla figurada en los mapas ceiestes (i)). Los dos nodos brillantes en que se reúnen sus dos ramas, uno de los cuales esta situado hacia Ceí'eo y Ca- siopea, y el otro hacia el Escorpión y Sagitario, parecen ejercer sobre las estrellas inmediatas una atracción poderosa. Este conjunto de estrellas contiene á lo menos 33 000, de las que una mitad parece di- rigida en un sentido completamente opuesto á. la de la otra mitad; por donde Herschell supone una tendencia á la ruptura en esta parte de la capa estelar (10). Calcúlase en 18 millones el número de estrellas que permite distinguir el telescopio en la via láctea. Para formarse idea de la magnitud de este número, ó más oien, para buscar un término de comparación, basta recordar que no divisamos á simple vista en toda la superficie del cielo, mas que 8.000 es- trellas; que tal es, en efecto, el número de las comprendidas entre la primera y sesta magni- tud. Por lo demás, los dos estremos de la esten- sion. es decir, los cuerpos celestes y los ani ma- lulos microscópicos, concurren ambos á produ- cir esa impresión de asombro que escitan en nos- otros los grandes números, sentimiento estéril i cuando se les presenta aislados, sin relación con el plan general de la naturaleza ó con la inreli- i gencia humana: una pulgada cúbica de trípul de j HüMBOLDT. 183 Bilin, contiene en efecto, según Erhemberg, 40.000 millones de conchas silíceas de galionelas. Según hace notar Argelander, las estrellas brillantes son más numerosas en la región de la via láctea de nebulosas, que en cualquiera otra parte del cielo, pero además de esta via láctea compuesta de estrellas, hay otra via láctea de nebulosas que encuentra á la primera casi en ángulo recto. De las observaciones de Sir John Herschell, se desprende que la primera forma un anillo análogo al de Saturno, una especie ae cinturon aislado por todas partes y colocado á alguna distancia de nuestra capa lenticular de estrellas. Nuestro sistema plane- tario está situado en el interior de este anillo, pero escéntricamente, más cerca de la región donde se halla la Cruz del Sud que de la región opuesta de Casiopea (11). Una nebulosa que Messier descubrió en 1774, pero que no pudo ob- servarse sino imperfectamente, reproduce al pa- recer con asombrosa exactitud todos los rasgos del conjunto que acabamos de bosquejar, pues, se encuentra allí el grupo interior y el anillo formado por las diversas partes de la via láctea (12). Respecto de la via láctea compuesta de ne- bulosas, créese que no pertenece á nuestra zona estelar, sino que la rodea únicamente á una enorme distancia bajo la forma de un gran cír- culo, casi perfecto, que atraviesa las nebulosas de Virgo tan numerosas hacia el ala septentrio- nal, la cabellera de Berenice, la Osa mayor, el 184 COSMOS. cinturon de Andrómeda y los Piscis boreales. Probablemente esta via láctea se cruza con la otra formada de estrellas hacia la región de Ca- siopea, reuniendo así sus polos situados én la dirección en que es menos espesa nuestra capa estelar; polos destruidos indudablemente por las fuerzas que condensaron las estrellas en gru- pos (13). Según estas consideraciones deberíamos re- presentarnos en el espacio: primero, nuestro gru- po de estrellas, tíonde se encuentran indicios de un cambio progresivo de formas, y aun de una dislocación, determinada, indudablemente, por la atracción de los centros secundarios; desjues, dos anillos de los cuales, uno, colocado á muy prande distancia se compone esclusivamente de nebulo- sas, y el otro más aproximado á la Tierra, está formado enteramente de estrellas desprovistas de nebulosidades, (es el que llamamos via láctea). Estas estrellas parecen por término medio, de dé- cima ó undécima magnitud (14); pero tomadas separadamente, difieren mucho entre sí: mien- tras que, por el contrario, las que componen los grupos aislados ofrecen casi siempre una perfec- ta uniformidad de magnitud y de brillo. Por cualquier punto que se haya estudiado la bóveda celeste con auxilio de telescopios, bas- tante graduados, para penetrar en el espacio, háose visto estrellas siquiera no hayan sido más que de vigésima ó vigésima cuarta magnitud; ó I bien nebulosas, en las cuales, instrumentos más i HUMBOLDT. 185 poderosos, nos harían distinguir, sin duda, al- gunas estrellas aun más pequeñas. En efecto, los rayos luminosos que recibe la retina en estos di- versos géneros de observación, proceden, ya de puntos aislados, ya de puntos estremadamente cercanos; siendo en este último caso la visibili- dad mayor que en el primero, como lo ha demos- trado recientemente Arago (15). La nebulosidad cósmica umversalmente esparcida en el espacio, modifica verosímilmente su trasparencia, y debe- ría por lo tanto disminuir la intensidad de aque- lla luz homogénea que, debería existir en toda la bóveda celeste, según Halley y Olbers, si cada uno de sus puntos fuese la base de una serie in- finita de estrellas dispuestas en el sentido de la profundidad (16). Pero estas ideas no están con- formes con lo que nos enseña la observación; muéstranos esta, regiones enteras desprovista de estrellas, aberturas en el cielo, como decía Herschell; existe una en Escorpión, de 4o de la- titud, y otra en el Serpentario; cerca de estas dos aberturas y hacia sus bordes, se encuentran ne- bulosas resolubles. La que se nota al borde oc- cidental de la abertura de Escorpión es uno de los más ricos grupos de pequeñas estrellas que pueden hallarse en el cielo. Herschell esplica por la atracción de estos grupos la ausencia de es- trellas en las regiones vacías (17). «Hay, dice, en nuestra zona estelar regiones que el tiempo ha destruido*» Si queremos representarnos las estrellas telescópicas escalonadas en el espacio, 14 18o COSMOS. como formando un tapiz que cubre toda la bóve- da aparente del cielo, entonces, las regiones va- cías de Escorpión y Serpentario, serian otras tantas aberturas por donde penetra nuestra vis- ta hasta en las más hondas profundidades del universo. Allá donde las capas del tapiz están interrumpidas, habrá quizás otras estrellas que nuestros instrumentos no alcanzan á divisar. La aparición de los metéoros Ígneos, indujo tam- bién á los antiguos á suponer que existen hen- diduras ó brechas (chasmata) en la bóveda ce- leste; pero las consideraban únicamente como pasajeras, creyendo además que estas hendiduras eran brillantes y no oscuras, á causa del éter lu- minoso que debía según ellos distinguirse, por aberturas accidentales (18). Derham y el mismo Huygens, no estuvieron muy lejos de esplicar de esta manera la tranquila luz de las nebulosas (19). Cuando comparamos las estrellas de primera magnitud con las estrellas telescópicas, que es- tán ciertamente, por término medio, mucho más apartadas de nosotros; cuando comparamos los grupos nebulosos con las nebulosidades irreduc- tibles, como la de Andrómeda, por ejemplo, ó bien con las nebulosas planetarias, nuestras con- cepciones acerca de esos mundos situados á dis- tancias tan diferentes y como perdidos en la in- mensidad, esperimentan el dominio de un hecho que modifica, según ciertas leyes, todos los fe- nómenos y todas las apariencias celestes: el he- cho de la propagación sucesiva de los rayos lumi- HUMBOLDT. 187 nosos. Según las últimas investigaciones de Stru- ve, es de 30,808 miriámetros por segundo de ve- locidad de la luz: un millón de veces próxima mente mayor que la del sonido. Con arreglo á lo que los trabajos de Maclear, de Bessel y de Stru- ve nos han enseñado acerca de las paralajes y las distancias absolutas de tres estrellas muy desiguales en brillo, a del Centauro, 61 del Cisne y 03 de la Lira, un rayo luminoso, á partir de cada una de ellas emplearía respectivamente tres, nueve y un cuarto, y doce años para llegar de aquellos astros hasta nosotros. Ahora bien: en el corto pero memorable período de 1572 á 1604,. es decir desde Cornelio Gemma y Tycho hasta Képlero, aparecieron sucesivamente tres estrellas nuevas, una en la Casiopea, otra en el Cisne y la otra en el pié del Serpentario. El mis- mo fenómeno se reprodujo en 1670, en la conste- lación de Vulpeja, pero con intermitencia; y en estos últimos tiempos Sir John Herschell ha re- conocido durante su permanencia en el Cabo de Buena Esperanza, que el brillo de la estrella ,, del Navio se habla aumentado gradualmente desde la segunda hasta la primera magnitud (20). Todos estos hechos pertenecen en realidad á épo- cas anteriores á aquellas en que los fenómenos de luz los anunciaron á los habitantes de la tier- ra; llegan pues á nosotros como por la tradición. Háse dicho con verdad, que, merced á nuestros poderosos telescopios, nos ha sido dable penetrar á la vez en el espacio y en el tiempo. Medimos 188 COSMOS. efectivamente el uno por el otro; y una hora de camino equivale para la luz á 110.000.000 de mi- riámetros que recorrer. Mientras que en la Teo- gonia de Hesiodo las dimensiones del Universo están espresadas por las caida de los cuerpos («el yunque de acero no cayó del cielo á la tierra más que 9 dias y 9 noches»), Herschell estimaba que la luz emitida por las últimas nebulosas, visibles aun con su telescopio de cuarenta piós, debía emplear cerca de dos millones de años para llegar hasta nosotros (21). Así pues, ¡cuántos fenóme- nos habrán desaparecido mucho antes de ser per- cibidos por nuestros ojos! y ¡cuántos cambios que no vemos aun se habrán verificado ya de muy antiguo! Los fenómenos celestes no son simul- táneos sino en apariencia; y aunque se disminu- ya tanto como se quiera la distancia á que se ha- llan de nosotros las débiles manchas de nebulosa, ó los grupos estrellados; aunque se reduzcan los miles de años que miden sus distancias, no por ello dejará de ser luz que emitieron y que llega á nosotros hoy, en virtud de las leyes de la pro- pagación, el testimonio más antiguo de la existen- cia de la materia. De esta manera es como la cien- cia lleva al espíritu humano desde las premisas más simples alas más altas concepciones, y abre esos campos fecundados de luz «donde infinitos mundos germinan como yerba de una noche (22).» NOTAS. Hemos suprimido la cifra de las centenas en la indicación numérica de las notas; en rez de 115, por ejemplo, hemos pues- to sencillamente 15. Esta supresión no puede ocasionar confu- sión, toda vez que al número de llamada está unido el de la página correspondiente. MOTAS. (1) Pág. 7.— Frase tomada de la preciosa des- cripción de un bosque que se hace en Pablo y Virgi- nia, de Bernardino de Saint-Pierre. (2) Pág. 10. — Estas comparaciones solo son aproxi- madas: hé aquí las medidas exactas, es decir, la al- tura sobre el nivel del mar. La Schneekoppe ó Riesenkppa, en Silesia, 1606 metros, según Hallaschka; el Rigi, 1799, admitiendo 435 para la altura de la superficie del lago de los Cua- tro Cantones. (Eschmann, Ergebnisse der trigonome- trischen Yermess ungen in der Schweiz, 1840, p. 230); el monte Athos, 1065 m., según el capitán Gauttier; el Pilato, 2300 m.; el Etna, 3314, según el capitán Smyth (esta altura es de 3315 m. según una medida barométrica de sir John Herschell, que este sabio tu- vo á bien comunicarme por escrito en 1825; y de 3322 m., según los ángulos de altura medios por Cao- ciatore en Palermo, y calculados admitiendo 0.076 como valor de la refracción terrestre); el Schrec- khorn. 0479 m.; el Junfrau, 4181, según Tralles; el Mont-Bianc, 4808 m., según diversas medidas dis- cutidas por Roger (Bibl. universal, mayo 1828, p. 24-53), 4795 m., según las medidas tomadas desde 102 NOTAS. el monte Colombier, en 1821, por Carlini, y 4800 m.t según los ingenieros austríacos que le midieron des- de Tródlod y el ventisquero de Ambin. (La altura efectiva de las montañas de la Suiza varia próxima- mente 7 m., según Sschmann, á causa del espesor variable de las capas de nieve que cubren sus cimas). El Chimborazo, 6529 m., según mis medidas trigono- métricas (Humboldt, Recaen d'Observ. astron.,t. I, p. LXXIl); el Dhnwalagiri, 8556 m. Existiendo una diferencia de 136 m. entre las determinaciones de Blake y las de Webb, debemos observar que no es posible conceder la misma exactitud á la meiida del Dhawalagiri (montaña blanca según el sánscrito; dhawála, blanco, y giri% montaña), que á la del Jawahir, 7848 m., pues esta última se ha deducido de una operación trigonométrica completa, (V. He- bert y Hogdson en los Asiat. Researche., t. XIV, p. 189, y Suppl. to Encycl. Brit., t. IV, p. 643). En otro lugar (Ann. ríes Sciences natur., marzo 1825), he hecho ver que la altura del Dhawalahiri (8558 m.) depende á la vez de varios elementos algo inciertos, azimuths y latitudes astronómicas: (Humboldt, Asie céntrale, t* III, p. 282). Se ha creído, pero infunda- damente, que existía en la cordillera Tartárica (al Norte del Thibet) y frente á la cordillera de Kouen- lun, varios picos nevados de 30,000 pies ingleses ds elevación (9144 m., casi doble d' la altura del Mont- Blanc), ó por lo menos de 29,000 pies ingleses=8839> m. {Cap. Alexander Oerard's and John Gerard's Journey to Boorendo Pass, 1840, t. I, p. 143 y 131). El Chimborazo está indicado en el testo solamente co- mo «uno de los pico^ más elevados de la cadena de los Andes,» porque en 1827, el distinguido y hábil via- jero M. Pentland, midió en su memorable espedicion NOTAS. 193 al Alto-Perú (Bolivia), dos montañas situadas al Este del lago de Titicaca, el Sorata (7696 ni.), y el Illimani (7315 m.) que esceden en mucho la altura del Chimborazo (6530 m.), y que casi alcanzan la del Jawahir, que es la mayor montaña medida hasta aho- ra en el Himalaya. Asi, el Mont-Blanc (4808 m.) es 1721 ra. más bajo que el Chimborazo; éste cuenta 1 165 menos que el Sorata; el Sorata, 154 m. menos que el Jawahir, y probablemente 863 m. menos que el Dhawalagiri. Las alturas de las montañas están in- sertas en esta nota con exactitud minuciosa, porque falsas reducciones han introducido en gran número de mapas y láminas modernas resultados completa- mente erróneos. Según la nueva medida del Illimani por Pentland, en 1838, la altura de esta montaña es de 7275 m.; y su diferencia con la medida de 1827 es apenas de 41 m. (3) Pág. 10.— La falta de palmeras y heléchos ar- borescentes en las vertientes templadas del Hima- laya, está demostrada en la Flora Nepalensis de Don (1825), así como en las notables láminas litografia- das de la Flora Indica de Wallich, catálogo que contiene la enorme cantidad de 7683 especies de plan- tas del Himalaya, casi todas fanerógamas, pero cuyo estudio y clasificación han quedado incompletos. En el Nepaul (lat. 26° 1t,2 — 27° 1 [4), no qonocemos aun mas que una sola especie de palmera, el Chamoe- rops MartianaWall. (Plantee Asiat., t. III, p. 5.), la cual crece á una altura de 1600 m. sobre el nivel del mar, en el humbrío valle de Bunipa. El mag- nifico helécho arborescente Alsophila Brunoniana Wall., del cual el Museo británico posee desde 1831 un tronco de 15 metros de longitud, no crece en 194 NOTAS. el Nepaul, sino eu las montañas de Silhet, al N. O. de Calcuta, por los 24° 50' de latitud. El helécho del Nepaul, Paranema cyathoides Dod., otras veces Sphoeropteris barbata Wall. (Pl. Asiat., t. I, p. 42), se aproxima en verdad á la Cyalhea, de la cual he visto en las misiones de Caripe de la América del Sur, una especie de 10 m. de altura; pero no es un árbol propiamente dicho. (4) Pág. \\.—Ribes nubicola, R. (jlaciális, R.gros- sularia. Las especies que caracterizan la vegetación del Himalaya son cuatro pinos, á pesar de la aser- ción de los antiguos «sobre el Asia oriental.* (Stra- bon, lib. XL. pág. 510 Cas.), veinticinco robles, cua- tro abedules, dos .Esculus (un gran mono blanco de cara negra vive encima del castaño salvaje de 30 me- tros de altura que crece en el reino de Kachemira, hasta los 33° de latitud. Cari von Hügel, Kaschmir, 1840, 2.a part., p. 249, siete arces, doce sauces, ca- torce rosales, tres fresales, siete especies de rosas de los Alpes (Rhododendra), una de las cuales tiene 6 m. de altura, y muchas otras especies septentriona- les. Entre las coniferas se encuentra el Pinus deod- wara ó Deodara (en sánscrito dewa-dura, madera de construcción de los dioses), que se aproxima mucho al Pinus cedrus. Cerca de las nieves perpetuas bri- llan las grandes flores de la Gentiana venusta, 67. Moornroftiana, Swertia purpurascens, S. speciosa, Parnasia armata, P. nuhicula, Pcenia Emodi, Tu- lipa stellata; y aun al lado de estas variedades de los géneros de Europa, peculiares de las montañas de la India, encontramos varias esp3cir>s europ 'as, tales como el Leo atodon i 'ara xacum , la Prunélla vulga- vis, el Galiuia uparme, el Thlaspi arrense. El brazo NOTAS. 195 mencionado ya por Saunders en el Viaje de Turner, y que entonces se habia confundido con el Calluna vulgaris, es una Andrómeda, dato de la mayor im- portancia para la geografía de las plantas asiáticas. Si he hecho uso en esta nota de espresiones poco filo- sóficas, tales como géneros europeos, especies euro- peas, se encuentra en Asia en estado silvestre, es una consecuencia del lenguaje empleado por la antigua botánica, que á la idea de una vasta diseminación, ó más bien, de la coexistencia de las producciones or- gánicas, ha sustituido muy dogmáticamente la hipó- tesis fabulosa de una imaginación, que ella misma supone, en su predilección por la Europa, haber pro- cedido del Occidente hacia el Oriente. (5) Pág. 11.— En la vertiente meridional del Hima- laya, el límite de la<¡ nieves perpetuas se encuentra á 3947 m. sobre el nivel del mar; y en la vertiente sep- tentrional, ó más bien, en los picos que se elevan so- bre la meseta tibetana (tartárica), este límite ascien- de á 5067 m., desde los 30° \\2 hasta los 32 de latitud; mientras que en el Ecuador, en la cordillera de los Andes de Quito, no pasa de una altura de 4813 m. Tal es el resultado que he deducido de la combinación de un gran número de datos de Webb, de Gerard, de Her- bety de Moorcroft. (Véanse mis dos Memorias sobre las montañas de la India de 1816 y 1820, en los An- uales de Chimie et Physique, t. III, p. 303; t. XIV, p. 6, 22, 50). Esta mayor altura, á que se vé relegado en la vertiente tibetana el límite de las nieves perpetuas, es consecuencia de la irradacion de las altas llanuras vecinas, de la pureza del cielo y de la rara formación de la nieve en una atmósfera muy fria y seca á la vez. (Humboldt, A sie céntrale, t. III, p. 281-326). Mi opi- nión acerca de la diferencia de altura de la nieve en 196 NOTAS. los dos lados del Hi malaya, tenía en su apoyo la reco- nocida autoridad de Colebrooke. «Según los documen- tos que poseo, me escribía en junio de 1824, encuentro también 13000 pies ingleses (3962 ni.) para altura de las nieves perpetuas en la vertiente meridional y á los 31° de latitud. Las medidas da Webb rae dan 13500 pies ingleses (4114m.), por consiguiente, 500 pies (152 m.) más que las observaciones del capitán Hogson.Las medidas de Gerard confirman en un todo vuestra opi- nión, y prueban que la línea de las nieves es más ele- vada al Norte que al Sur.» Hasta este año (1840), no se ha impreso el diario completo de los hermanos Ge- rard, bajo los auspicios de M. Lloyd ( Narrative of a Journey from Caunpoor to the Boorendo pass in the Himalaya by cap. Alexander Gerard and John Ge- rard, edited by Georye Lloyd, t. I. p.29J, 311, 320, 327 y 341). Se encuentran muchos detalles sobre algunas localidades, en la Visit to the Shatool, for the purpose of determining the Une o f perpetual snow on the sou- them fare of the Himalaya, in Mig. 1822; desgracia- damente estos viajeros confunden sin cesar la altura en que cae la nieve esporádica con el máximun de la que alcanza la línea de las nieves en la meseta tibeta- na. El capitán Gerard distingue los picos que se elevan en el centro de la meseta, y en los que coloca el lími- te d i las nieves perpetuas entre 18000 y 19000 pies in- gleses (de 5486 á 5791 m.), de las vertientes septentrio- nales de la cordillera del Himalaya que rodean el des- filadero atravesado por el Sutledge, y cuyos flancos, profundamente surcados, no pueden irradiar mucho calor. La altura de la villa de Tangno es solo de 9300 pies ingleses (2835 m.), mientras que la de la meseta que rodea el mar sagrado de Manasa, debe ser de 17000 pies ingleses ó 5181 m. También, hacia esto punto en NOTAS. 197 que se interrumpe la cordillera, el capitán Gerard en- contró la nieve á 500 pies ingleses (152 m.) más baja en la vertiente septentrional que en la meridional, frente al índostan; y valúa en 15000 pies ingleses (4572 m.) la altura de las nieves perpetuas. La vegetación de la meseta tibetana ofrece notables diferencias com- parada con la de los terrenos meridionales que depen- den d? la cordillera del Himalaya. En estos últimos, las mieses cesan á los 3040 m.; á veces hasta hay que segarlas cuando los tallos están verdes; el límite su- perior de los bosques en que crecen aun grandes robles y pinos Dóvadáru, se halla situado á 3645 m.; el de los abedules enanos 3957 m. En los llanos elevados, vio el capitán Gerard pastos hasta una altura de 5184 m.; los cereales dan resultados á 4300 m. y aun á 5650; los abedules de troncos altos á 4300 m., y se encuentran pequeños tallares que sirven de combustible hasta á 2500 m., esto es, 390 m. sobre el límite inferior de las nieves perpetuas, bajo el Ecuador, en Quito. Por otra parte, es de desear que la altura media de la meseta tibetana fijada por mí en 2500 m., solo entre el Hima- laya y el Kouenlun, así como la diferencia de altura de las nieves en las vertientes del Sur y del Norte, sean determinadas nuevamente por viajeros acostum- brados á juzgar por la configuración general del ter- reno. Con demasiada frecuencia se han confundido hasta ahora las simples evaluaciones con medidas efectivas, y la altura de los picos aislados con la de las mesetas que los rodean. (Consúltense las ingenio- sas observaciones sobre la hipsometría. de Cari Zim- mermann, en su geographische Analyse der Karte von Inner-Asien, 1841, p. 98). Lord hace notar la diferen- cia que presentan las dos vertientes del Himalaya y las de la cordillera alpina del Hindoukouch, con res- 198 NOTAS. p^cto á los limit-s de las nieves perpetuase fin esta última cadena, dice, la meseta esta situada al sur, y por consiguiente la altura de las nieves es mayor en la vertiente meridional; lo contrario tiene lugar en el Himalaya, que está limitado al Sur por terrenos cáli- dos, como el Hindoukouch lo está al Norte. > Los datos hipsométricos de que tratamos aquí, necesitan cierta- mente una revisión crítica respecto á los detalles; bas- tan sin embargo, para establecer el hecho capital de que la admirable configuración del terreno del Asia central ofrece á la especio humana todo lo que es ne- cesario para su desarrollo: habitación, alimento y combustible, y estoá una altura sobre el nivel del mar tal, que á la misma en cualquier otro paraje no en- contramos más que nieves perpetuas. Esceptuemos sin embargo la árida Bolivia en que tan raras son las nieves: Pentland, en 1837, fijó su límite á una altura media de 4775 m. entre los 16 y 17° 3[4 de latitud aus- tral. Las medidas barométricas de Víctor Jacquemont, víctima prematura de un ardor noble é infatigable, han confirmado de la manera más completa la opinión que yo había emitido sobre la diferencia de las dos vertientes del Himalaya, en 1 ) relativo á la altura de las nieves. (Véase su correspondencia durante su via- je á la India, 1828-1832, libro XXIII, p. 290, 296,299). «Las nieves perpetuas, dice Jacquemont, descienden más en la pendiente meridional que en las pendientes septentrinales, y su límite se eleva constantemente á medida que nos alejamos hacia el Norte, de la cordi- llera que rodea la India. En la garganta de Kioubrong, á 5581 m. de altura, según el capitán Gerard, me ha- llaba todavía muy por debajo del límite de las nieves perpetuas, que creo s >rá en esta parte del Himalaya de 6000 m.» (Valuación muy exagerada). «Cualquiera NOTAS 199 que sea la altura á que se ascienda en la pendiente meridional del Himalaya, añade este viajero, siempre conserva el clima el mismo carácter, iguales estacio- nes que la-; llanuras de la India; el solsticio de verano produce lluvias no interrumpidas hasta el equinoccio de otoño. Pero desde Cachemira, cuya altura calculo ser de 5350 pies ingleses (1630 m., casi la altura de las ciudades de Méjico y de Popayan), comienza un nuevo clima en un todo diferente.» (Correspondí, de Jacque- mont, t. II, p. 58 y 74). El aire caliente y húmedo del mar, llevado por los monzones á través de las llanuras de la India, llega y se detiene en las pendientes avan- zadas del Himalaya, según la ingeniosa observación de Leopoldo de Buch, y no se esparce por las regiones ti- betanas de Ladak y de Lassa. Cari de Hügel aprecia la altura del valle de Cachemira sobre el nivel del mar en5818 pies ingleses, ó bien 1775 m., según el gra- do de ebullición del agua (2.a parte, p. 155, y Journal ofGeor ph., Society, t. VI., p. 215). A los 34° T de la- titud, se encuentran muchos piós de nieve, desde di- ciembre hasta marzo, en este valle donde los vientos casi nunca agitan la atmósfera. (6) Pág. 12.— Véase en general mi Essai sur la Géographie des plantes, y el Tableau physique des régions équinoxiales , 1807, p. 80-88; sobre las varia- ciones de temperatura del dia y de la noche, vóans3 la lámina 9 de mi Atlas geogr. et phys. du Nouveau Continent, y los cuadros de mi obra de Distributione geographica Plantarum secundum cmli temperiem et Altitudinem montium, 1817, p. 90-116; la parte metereológica de mi Asie céntrale, t. III, p. 212-224, y por último, la esposicion más nueva y más exacta de las variaciones que esperimenta la temperatura á 200 NOTAS. medida que se asciende en la cordillera de los Andes, en la Memoria de Boussingault Sur la profondeur á laquelle on trouve, sous les tropiques, la couche de température invariable (Aúnales de Chimie et de Physique, 1833, t. Lili, p. 225-247). Esta memoria contiene las alturas de ciento veintiocho puntos com- prendidos entre el nivel del mar y la vertiente de Antisana (5457 m.) así como la determinación de su temperatura media atmosférica, la cual varía según la altura, de 27°, 5 á Io, 7. (7) Pág. 16.— Véase sobre el Madhjadeca, propia- mente dicho, la escelente obra de Lasse, indische Alterthumskunde , t. I. p. 92. Los Chinos llaman Mo- kie-tki al Bahar meridional situado al Sur del Gan- ges; véase Foe-Koue-Ki, por Chy-Fa-Hian, 1836, p. 256. Djambu-dwipa es la India entera; pero esta pa- labra significa también algunas veces uno de los cua- tro continentes búdicos. (8) Pág. 16.— Ueber die Kaioi-Sprache auf der Insel Java, nebst einer Einleitung ueber die Vers- chiedenheit des menschlichen Sprachbaues des Men- chengeschlechts, por Guillermo de Humboldt, 1836, t. I, p. 5-310. (9) Pág. 17.— Este verso está tomado de una ele- gía de Schiller que vio la luz por primera vez en las Eoren de 1795. (10) Pág. 22. — Elmicrómetroocularde Arago, feliz perfeccionamiento del micrómetro prismático ó de doble refracción de Rochon. Véase la nota de M. Ma- thieu, en la Histoire de l'Astronomie au dix-huitié- me siécle, por Delambre, 1827, p. 651. NOTAS. 201 (11) Pág. 25.— Carus, Yon den Ur-Theilen des Rnochenund Schalen-Gerustes, 1828, § 6. (12) Pág. 26.— Plutarco, in vita Alex. Magni, c. 7. (13) Pág. 32.— Las determinaciones aceptadas ge- neralmente para el punto de fusión de las sustancias refractarias son exageradas. Según las investigacio- nes siempre exactas de Milscherlich, el punto de fusión del granito no oscedo nunca de 1300° centí- grados. (14) Pág. 33.— Véase la obra clásica de Luis Agas- siz sobre los peces del mundo antidiluviano: Recher- ches sur les poissons fossiles, 1834, t. I, p. 38; t. II, p. 3, 28, 34. Apend., p. 6. La especie entera de los Amblypterus Ag., que se asemeja á la de los Palceo- niscus (llamados también Palceothrissum.) , desapa- reció bajo las formaciones jurásicas en el antiguo terreno hullero. Las escamas de los peces de la fami- lia de los Lepidoides (orden de los Ganoides), forman como una especie de dientes en ciertos sitios y están cubiertas de esmalte, perteneciendo á las especies mas antiguas de peces fósiles después de los Placoi- des; encuéntranse aun representantes vivos de estas especies en dos; el Bichir del Nilo y del Senegal y el Lepidosteus del Ohio. (15) Pág. 35. — Goethe, Aphoristiches ueberdie Na- tur (edición de las Obras Completas, 1833,t.L.p. 155.) (16) Pág. 45. — Descubrimientos de Arago en 1811 (Delambre, Eist. de VAstron., pasaje ya citado, pág. 652.) (17) Pág. 45.— Goethe, Aphoristiches ueberdie Na- tur. (Onras, t. L. p. 4). 15 202 NOTAS. (18) Pág.48.— Pseudo-Platon, Alcib., II, p. 148, ed. Steph.; Plutarco, Instituto, lacónica, p. 253. ed. Hutten. (19) Pág. 55.— La Margarita philosophica i\e[ prior de la Cartuja de Friburgo, Gregorio Reisch, apareció primeramente bajo el siguiente título: .-Epítome om- nis phüoscphios, alias Manta rita philosophica, trac- tans de omni gennere scibili. La edición de Heidel- berg (1486) y la de Strasburgo (1504) llevan también este título; pero su primera parte fué suprimida en la edición de Friburgo del mismo año y en las doce ediciones posteriores que se sucedieron en cortos in- tervalos hasta 1535. Esta obra ejerció gran influen- cia en la difusión de los conocimientos matemáticos y físicos á principios del sigio XVI y Chasles, el distin- guido autor del Apercu historique des méthodes en géométrie (1837), hizo ver cuan importante es la en- ciclopedia de Reisch para la historia de las matemá- ticas en la edad media. He sacado partido de un pa- saje de la Margarita philosophica que se encuentra solo en la edición de 1513, para esclarecer la impor- tante cuestión de las relaciones del geógrafo de Saiut- Di S Hylacomilo (Martin Waldse ^müller, el primero que dio al Nuevo Continente el nombre de América), con Amerigo Vespucio, con el rey Rene de Jerusa- lem, duque de Lorena y las célebres ediciones de Ptolomeo de 1513 y 1522. Véase mi Examen critiqué de la géographie du Nouveau Continent et des pro- gres de Pastronomie nautique aux XVo et XVI* siécles, t. IV., p. 99-125. (20) Pág. 55.— Ampére, Essai sur la Philos, des Sciences, 1834, p. 25; Whewel, Induct. philos., t. II, p. 277; Parck, Pantology, p. 87. NOTAS. 203 (21) Pág. 55. — Todos los cambien en el mundo fí- sico pueden referirse al movimiento. Véase Aristó- teles Phijs. ausc, 1. III, c. 1 y 4, p. 206 y 201 '1. VIII, c. 1, 8 y 9. p. 250, 262 y 265, ed. Bekker). De Generat, et corrupt., 1. II, c. 10, p, 336; Pseudo- Aristóteles, de Mundo c. 6. p. 398. (22) Pág. 62.— Sobre la diferencia que existe entra la atracción de las masas y la atracción molecular, cuestión ya suscitada por Newton. Véanse Laplace, Exposition du Systéme du Monde, p. 384, y el Sup- plé>nenl au livre Xde la Mécaniqne celeste, p. 3 y 4. Véanse también Kant, Metaphys, knfangsgrande der Naturwissenschaft. (Obras completas, 1839, t.V, p. 309); Péclet, Phgsique, 1838, t. I, p. 59-03. (23) Pág. 65.— Poisson, Connaissances des temps pour ranee 1836, p. 64-66; Bessel, en los Annalen der Phys. de Voggendorff, t. XXV. p. 417; Encke, en las Mémoires de VAcadémie de Berlín, 1826, p. 257; Mitschirlich, Lehrbuch der Chemie, 1837, t. 1, pá- gina 352. (24) Pág. 66.— Cf. Otfried Müller, Dorier, t. 1, pá- gina 365. (25) Pág. 67.— Qeographia generalis in qua affec- tiones generales telleris explicantur. La edición más antigua dada en Amsterdan por los Elzevir es del año 1650; la segunda (1672 y la tercera (1681), fueron pu- blicadas en Cambridge por Newton. Esta obra capi- tal de Varenio es, en el verdadero sentido de la pa- labra, una descripción física de la tierra. Desde la descripción del Nuevo Continente, discretamente bos- quejada por el jesuíta José de Acosta (Historia na- tural de las Indias, 1590), no habían sido considera- 204 NOTAS. das de una numera tan general las cuestiones que se relacionan con la física del globo. Acosta es más rico en observaciones, pero Varenio abraza un círculo de ideas más estenso, porque su perman sacia en Holan- da, centro de las más vasras relaciones comerciales de la época, le habia puesto en contacto con gran nú- mero de viajeros instruidos. «Generalis sive univer- salis geographia dicitur, qu« tellurem in genere con- siderat atque affectiones explicat, non habita parti- cularium rogionum ratione.» La descripción general de la tierra por Varenio (Pars absoluta, capítulo I- XXII) es, en su conjunto, un tratado de geografía comparada, sirviéndome del término empleado por el autor mismo (Geographia comparativa, c. XXXIII- XL), pero en una acepción mucho más restringida. Se pueden citar entre los pasajes más notables de este libro los siguientes: la enumeración de los siste- mas de montañas y el examen de las relaciones que existen entre sus direcciones y la forma general de los continentes (p. 66-76, ed Cantabr. 1681); una lista de los volcanes apagados y de los volcanes en activi- dad; la discusión de los hechos relativos al reparto general de las islas y de los archipiélagos (p. 2¿0), á la profundidad del Océano con relación á la altura de las costas próximas (p. 103), á la igualdad de ni- vel en todos los mares abiertos (p. 97), y á la depen- dencia que tienen entre sí las corrientes y los vien- tos reinantes; la desigual salumbre de los mares; la configuración de las costas (p. 139); la dirección de los vientos como consecuencia de las diferencias de temperatura, etc.... Citaremos aun como muy nota- bles las consideraciones de Varenio sobre la corriente equinoccial de Orient1 á Occidente, á la cual atribuye el origen del Gulf-Stream que principia en el Cabo de NOTAS. 205 San Agustín y desaparece entre Cuba y la Florida (p. 140). Nada más exacto que su descripción de la corriente que baña la costa occidental del África, en- tre el Cabo Verde y la isla de Fernando Pó en el golfo de Guinea. Varenio esplica por el «levantamiento del fondo del mar» la formación de las islas esporá- dicas: «magna spirituum inclosorum vi, sicut ali- quando montes e térra protusos esse quídam scribunt (p. 225).» La edición publicada por Newton en 1681 (auctior et emendaiior) no contiene desgraciada- mente ninguna adición de tan notable genio, ni si- quiera se menciona el acbatamiento del globo terres- tre, no obstante las esperiencias de Richer sobre el péndulo, de nueve años de anterioridad á la edición de Cambridge. Por lo demás, los Principia mathe- inatica philosophia' natuxális de Newton, no fueron comunicados en manuscrito á la Rogal Socieiy de Londres hasta abril de 1686. No se sane á punto fijo dónde nació Varenio: según Joecher, en Inglaterra: la Biographie universelle (t. XLVII, p. 495) le supone nacido en Amsterdan; pero de la dedicatoria de su Géographie genérale al burgomaestre de esta ciudad, se deduce qce las dos suposiciones son falsas. Varenio dice claramente que se refugió en Amsterdam «por- que su país natal habia sido quemado y completa- mente destruido durante una larga guerra;» estas palabras parecen aplicarse al Norte de Alemania y á los estragos de la guerra de los Treinta años. En la dedicatoria de otra obra, Deacriptio regni Japo- nice (Anas. 1649), al senado de Hamburgo, dice Vare- nio que hizo sus primeros estudios matemáticos en el Gimnasio de esta ciudad. Es, pues, de creer, que tan ingenioso geógrafo naciera en Alemania, y pro- bablemente en Luneburgo. (Witten, Mera. Theol, 205 NOTAS. 1685, p. 2142; Zedler, Universal Lexihon, t. XLVI, i 7 15, p. 187). (26) Pág. 68.— «La Science géeographique gené- rale comparé!} ou Etude de la terre, dans ses rapports avec la nature et avec l'histoire de l'hoinrne,» por Cari Ritter (traducido del alemán al francés por E. Buret y E. Desor). (27) Pág. lO.—Hoonoc en su acepción más antigua y en el sentido propio de la palabra, significa adorno (ornato del hombre, de la muger ó del caballo): to- mada en sentido figurado significa orden y orna- mento del discurso. Por confesión de todos los anti- guos, Pitágoras fué el primero que empleó esta voz para designar el urden en el Universo y aun el Uni- verso mismo. Pitágoras nunca escribió, pero se en- cuentran pruebas muy antiguas de este aserto en muchos pasajes de los fragm mtos de Philolao (véase Stobée Eglogce, p. 360 y 460, ed. Hecren, y Boeckh, Phüolaus, p. 62 y 90). Siguiendo el ejemplo de Na?ke, no citamos á Timeo de Locres por ser dudosa su au- tenticidad, Plutarco (de Placilis phüosophorum, 1. II. c. 1) dice del modo más claro que Pitágoras dio el nombre de Cosmos al Universo, á causa del orden que en él reina. (Véase también Galien, de Historia phi- losoph., p. 429). De las escuelas filosóficas, esta pala- bra con su nueva significación pasó al dominio de los poetas y de los prosistas. Platón designa los cuerpos celestes con el nombre de Uranos; pero el orden de los cielos es también para él el Cosmos; y en su Ti- meo (página 30, b.), dice que «el mundo es un animal >dotado de un alma.» Sobre el espíritu separado de la materia, ordenador del mundo, véase Anaxágoras NOTAS. 207 de Clazomóne. ed. Schaubach, p. 111, y Plutarco, de Placitis philosoph., 1. II, c. 3). En Aristóteles (de Ccelo, 1, I, c. 9) el Cosmos es «el Universo y el orden del Universo;» pero también le considera como divi- diéndose en dos partes en el espacio: el mundo sublu- nar y el mundo situado sobre la luna (Meteorol. 1. I, c. 2 y 3, p. 339 a. y 340 b. ed. Bekker). La definición del Cosmos que he citado anteriormente en el testo, está tomada del Pseudo-Aristóteles, de Mundo, c. II, p. 391. La mayor parte de los pasajes de los autores griegos sobre el Cosmos, se encuentran reunidos, pri- meramente en la controversia de Richard Bentley contra Charles Boyle, sobre la existencia histórica de Zaleuco, legislador de Locres (Opúsculo, philologices, 1781, p. 347, 445; Disertation upon the Epistles of Phalaris, 1817, p. 254); después en la escelente obra de Naeke, Sched. crit 1812, p. 9-15; y por último, en Teófilo Schmid, ad Cleom. cycl. theor. met., 1. I, c. 1, p. IX, 1 y 99. Tomada en acepción mas restringida, la palabra Cosmos se ha empleado también en plural (Plut. ibid. 1. I, c. 5) para designar las estrellas (Sto- bóe, 1. I, p. 514; Plut., 1. II, c 13), ó los innumera- bles sistemas diseminados como otras tantas islas en la inmensidad de los cielos, y formados cada uno de un sol y una luna (Anaxág. Claz., Fragm., p. 89, 93, 120: Bramlis, «Geschichte der Griechisch-Romischen »Philosophie,» t. I, p. 252). Cada uno de estos grupos, formando así un Cosmos, el Universo debe tener una significación más amplia (Plut., 1. II, capítulo 1). Hasta mucho tiempo después del siglo de los Tolo- meos, no se aplicó esta palabra á la tierra. Boeck ha dado á conocer inscripciones en elogio de Trajano y Adriano Corpus Inscr. Grosc, t. I, núms. 334 y 1306), asi como por mundo se espresa á veces la tierra sola. 208 N0TA8. Ya hemos indicado esta singular división de los es- pacios celestes en tres partes, el Olimpo, el Cosmos y el Uranos (Stob ee, 1. I, p. 488; Philolao, p. 94-102); la cual se aplica á las diversas regiones que rodean este foco misterioso del Universo. En el fragmento que nos ha conservado esta división, el nombre de Uranos designa la región más int -ñor situada entre la luna y la tierra; este es el dominio de las cosas va- riables. La región media, en la que los planetas cir- culan con orden inmutable y armonioso, se llama es- clusivamante Cosmos, según concepciones muy par- ticulares sobre el Universo. En cuanto al Olimpo, es la región esterior, la región ígnea. Cicerón dic e tam- bién en su traducción da Timeo, c. 10: quem nos lu- centem mundum vocamus. Por lo demás, la raiz sánscrita mand., de la cual Pott hace derivar la pa- labra latina mundus (Elymoloj. Forschungen, pri- mera parte, p. 240), reúne el doble significado de bri- llar y adornar. Lóha designa en sánscrito el mundo y los hombres, como la palabra francesa monde, y se deriva, según Bopp, de lók (ver y brillar): lo mismo sucede con la raíz eslava sujet, que quiere decir á la vez luz y mundo (Grimm deuscre Gramm., t. III, p. 394). En cuanto á la palabra de que se sirven hoy los alemanes (icelt, en antiguo alemán iceralt, en antiguo sajón worold y wéruld en anglo-sajon), su significa- ción originaria fué, según Jacobo Grimm, la de uii intervalo de ti mpo, una edad de hombre (sVerfalls der romischen Stdats-Religion,» 1837, p. 41- 45. Según toda probabilidad, Ennio no ha tomado nada de los fragmentos de Epiearmo, aunque sí de los poemas compuestos bajo el nombre de este filósofo, y concebidos en el sentido de su sistema. (29) Pág. 73.— Aulu Gelle, Nóctes Atticos, 1. V, c. 18. (30) Pág. 82.— «Bruno, ou Du príncipe divin et »naturel des choses,» por J. de Schelling, traducido del alemán al francés por Husson, 1845, p. 204. (31) Pág. 96.— Las consideraciones relativas á la diferencia que existe bajo el concepto de la claridad, entre un punto luminoso y un disco de diámetro an- gular apreciable, han sido desarrolladas por Arago en el «Analyse des travaux de sir William Herschell. »(Annuaire du Bureau des longitudes,» 1842, p. 410- 412 y 441.) (32) Pág. 98. — «Las dos nubes Magaliánicas, Nu- bécula majar et minor, son objetos muy notables. La mayor se compone de conjuntos estelares irregula- res, conjuntos esféricos y estrellas nebulosas mas ó menos grandes, mezcladas con nebulosidades irreduc- tibles. Según lo más verosímil, estas últimas no son sino un polvo estelar (star-dust); pero aun el teles- 210 NOTAS. copio de 20 pies es impotente para resolverlas en estrellas. Producen una claridad general cuyo campo de visión está iluminado y los otros objetos se encuen- tran diseminados sobre este fondo brillante. Ninguna otra región del cielo encierra tantas nebulosas y con- juntos de estrellas en el mismo espacio. La Nubécula minór es mucho menos bella; presenta más nebulo- sidades irreductibles, y los conjuntos estelares son á la vez menos numerosos y menos brillantes.» (Ex- tracto de una carta de sir Jhon Herschell, fechada en Feldhuysen, Cabo de Buena Esperanza, 13 de junio de 188*6.) (33) Pág. 99.— Esta bella espresion xóproc ovpa- rav tomada por Hesychius de un poeta des -onocido, hubiera podido ser citada ya al tratar de K>> Campos celestes (Himmels-Garten, literalmente: jardines del cielo), si la palabra xóproc no hubiera sido emplea- da conmunmente para designar de una manera ge- neral el espacio comprendido en un recinto. Por lo demás, no puede desconocerse la afinidad de esta pa- labra con el Qartcn de los alemanes (en lengua góti- ca gards, la cual se deriva, según Jacobo Grimm, de gairdan, cingere), ó con el grad, gorod de los Esla- vos, con el khart de los Osetas, y según Pott, Ety- wolog. Vorschungen, primera parte, p. 144) con el chors de los Latinos (de donde corte, corte ó corral). Citemos también el gard, gárd de las lenguas del Norte (un cerramiento, y por consiguiente un cerca- do, una residencia), y las palabras persas gerd gird, recinto, círculo, después residencia regia, castillo ó ciudad, como tfe vé en los antiguos nombres de lugares que se encuentran en <ü S^hahnameh1 de'; Firdusi: Siyawahchgird, Darabgird, etc. NOTAS. 211 (34) Pág. 103.— El error probable de la paralaje de 22 del Centauro, determinada por Maclear, es de O", 064. (Résnltats de 1839 ct de 1840). Véeanse las Transad, of tke Astron. Soc, t. XII. p. 370. Para la paralaje de la 61a del Cisne, véase Bessel, en el An- nuaire de Schumacher, 1839, p. 47- 49: error medio O",014. Respecto á la idea que debemos formarnos de la figura real de la via láctea, encuentro en Ke- plero este notable trozo (Epitome Astronomías Co~ pernicance, 1618, t. I, 1. I, p. 34-39): «Sol hic noster >nil aliud est quam una exfixis, nobis major etclarior >visa. quia propior quam fixa. Pone Terram stare »ad latus, uno semidiámetro vise lactse, tune haec via >lactea apparebit circulus parvus, vel ellipsis parva, »tota declinans ad latus altcrum; eritque simul uno >intituitu conspicua, quae nunc non potest nisi dimi- >dia conspici quovis momento. Itaque fixarum sphaera >non tantum orbe stellarum, sed etiam circulo lactis >versos non deorsum est terminata.» (35) Pág. 106.— Si en las zonas abandonadas por la atmósfera del sol, se han encontrado moléculas demasiado volátiles para unirse entre sí ó á los pla- netas, deben, continuando su circulación alrededor de este astro, ofrecer todas las apariencias de la luz zo- diacal, sin oponer resistencia sensible á los diversos cuerpos del sistema planetario, bien por causa de su estremada rareza, bien porque su movimiento es casi el mismo que el de los planetas que encuentran. > Laplace, Exposition du Systéme du Monde, (quinta edición), p. 415. (36) Pág. 107.— Laplace, obra citada, página 396 y 414. 212 NOTAS. (37) Pág. 107.— Littrow, Astronomie, 1825, t. II, p. 107; Maedler, Astron., 1841, p. 212; Laplace, obra citada, p. 210. (38) Pág. 109.— Véase Keplero, sobre la densidad decreciente y el volumen creciente de los planetas á medida que aumenta su distancia al Sol; considera el astro central (?l sol) como el más denso de todos. Véa- se su Epitome Astron.' Copern. in YH libros digesta, 1618 1622, p. 420. Del mismo modo que Keplero y Otto de Guericke, pensaba Leibnitz que los volúmenes de los planetas crecen en razón de su distancia al Sol. Puede leerse su carta al burgomaestre de Magdeburgo (Maguncia, 1571), en la colección de Escritos alemanes de Leibnitz, editada por Guhrauer, primera parte, p. 264. (39) Pág. 109.— Para la comparación de las masas, véase Éncke, en las Astronom. Nachrichten de Schu- macher, 1843, n.° 488, p. 114. (40) Pág. 113.— Admitiendo con Burckbardt, 0.2725 para diámetro de la Luna y Ij49,09 para su volumen, se encuentra 0, 5596, ó próximamente 5¡9 para su den- sidad. Véase también G. Beer y H. Msedler, cler Mond, p. 2 y 10; y la Astronomie de Maedle^, p. 157. Según Hansen, el volumen de nuestro satélite es próxima- mente 1]45, (lj49,6 según Msedler), y su masa lj87,75, tomados el volumen y la masa de la Tierra respecti- vamente por unidad. Para el tercer satélite de Júpi- ter, el mayor de todos, las relaciones con el planeta central son: 1 1 1 5360 el volumen, y 1]11300 la masa. Respecto al achatamiento de Urano, véanse las As- tron. Nachrichten de Schumacher, 1844, n.° 493. NOTAS. 213 (41) Pág. 118.— Véanse Beer y Msedler, obra cita- da, 185, p. 208, y § 347, p. 332, y de los mismos auto- tores la Physische Kenntniss der himmlischen Kor- per, p. 4 y 69, tabla I. (42) Pág. 120.— Los cuatro cometas más antiguos, cuyas órbitas ?e han podido calcular, fueron observa- dos por los chinos, y son: el 1.° el del año 240 (en tiem- po de Gordiano III); el 2.° el de 539 (en tiempo de Jus- tiniano); el 3.° el de 565, y el 4.° el de 837. Según Du- jósur, este último permaneció durante 24 horas, á me- nos de 400,000 miriámetros de la Tierra. Su aparición aterró de tal modo á Luis el Piadoso, que este príncipe creyó deber fundar muchos conventos á fln de conjurar el peligro. Durante este tiempo, los astrónomos chinos ebservaban de una manera verdaderamente científica, la trayectoria aparente del nuevo astro, midieron su cola, cuya longitud era de 60°, y describieron sus va- riaciones; pues era unas veces sencilla y otras múlti- ple. El primer cometa cuya órbita ha sido calculada por solo las observaciones europeas, fué el de 1456, una de las apariciones del cometa de Halley; durante mucho tiempo se creyó equivocadamente que esta era la primera aparición bien cierta de este famoso co- meta. Véase Arago, en el Annuaire de 1836, p. 204 y además la nota (56) de las aquí coleccionadas. (43) Pág. 121. — Arago, en el Annuaire de 1832, p. 209-211. El cometa de 1402 fué visible en pleno sol, como el de 1843. Este último fué observado en los Es- tados-Unidos el 28 de febrero, entre una y tres de la tarde, por J. G. Clarke (en Portland, Estado del Mai- ne). Se pudo medir con gran precisión la distancia del núcleo al borde del Sol. Este núcleo debía ser muy 214 NOTAS. denso; el cometa tenía la apariencia de una nube blanca de contornos muy destacados: únicamente pre- sentaba un espacio oscuro entre el núclo y la cola. (Amer. Journ. o f Science, t. XLV, n.° l,p. 229; Astron. Nachrichten de Schumacher 1843, n.° 491, p. 175). (44) Pag. 121.— Philos. Transad, for 1808, 2." par- te, p. 155; for 1812, 1.a parte, p. 118. Los diámetros de los núcleos, medidos por Herschell, fueron de 538 y d i 428 millas inglesas. Para las dimensiones de los come- tas de 1798 y 1085, véase Arago en el Annuairede 1832, p. 203. (45) Pág. 124.— Arago des Changements physiques de la comete de Halley, du 15 au 23 octobre 1835, en el Annuaire de 1836, p. 218-221. La dirección que afec- tan ordinariamente las colas de los cometas era ya co- nocida en tiempo de Nerón, Comee racios solis effu- giunt, dice Séneca, Nat. Quoest, libro VII, cap. 20. (46) Pág. 124. — Véase Bessel, en las Astron. Na- chrichten de Schumacher, 1836, núm. 300-302, p. 188, 192, 197, 200, 202 y 230, y en el Jahrbuhc del mismo, 1837, p. 149-168. W. Herschell creyó encontrar en el magnífico cometa de 1811, indicios de un movimiento de rotación en el núcleo y la cola. {Phil. Transad, for 1812, 1.a parte, p. 140); la misma observación hizo Dunlop en Paramatta, con respecto al tercor cometa de 1825. (47) Pág. 125.— Bessel, en las Astron. Nachrichten de Schumacher, 1836, núm. 303, p. 231; Schum. Jahr- buch, 1837, p. 175. Véase también Lehmmann, sobre las colas de los cometas, enBode's As trhn, Jahrb. fur. 1836, p. 168. (48) Pág. 125.— Aristóteles, Meteor. 1. 1, c. 8, 11-15 NOTAS. 215 y 19-21 (ed. Ideler, t. I, p. 32-34), Riese, Philos. des Aristóteles, t. II, p. 86. Cuando se reflexiona en la in- fluencia que ejerció Aristóteles durante toda la Edad media, no puede menos de deplorarse la hostilidad de este grande hombre contra las brillantes ideas de los antiguos pitagóricos sobre la estructura del Universo. en el mismo libro en que recuerda Aristóteles que la escuela de Pitágoras consideraba á los cometas como otros tantos planetas de largo período, declara él que los cometas son simples meteoros pasajeros, que nacen y se disipan en nuestra atmósfera. De la escuela de Pitágoras, estas ideas, cuyo origen se remonta á los Caldeos según Apolonio de Mynda, llegaron á los Ro- manos que se limitaron á reproducirlas como hacían con todo. Apolonio, al describir las órbitas de los co- metas dice, que penetran profundamente en las re- giones superiores del cielo; sobre esto, Séneca se es- presa como sigue (Natur. Qucest., 1. c. 17); «(Cometes non est species falsa, sed proprium sidus, sicut Solis et Lunae: altiora mundi secat et tune demum apparet quum in imum cursum sui venit.» Añade (1. VIL c.27): «Cometas íeternos esse et sortir ejusdem cujos coete- ra (sidera), etiamsi faciem illis non habent simi- lem. Plinio (II, 25) hace igualmente alusión á las ideas de Apolonio de Mynda cuando dice: «Sunt qui et haec sidera perpetua esse credant suoque ambitu iré, sed non nisi relicta á Solé cerni.» (49) Pág. 126.— Olber, en las Astron. Nachrichten. 1828, p. 157 y 184. Arago, de la Constitution physi- que des Cometes, Annuaire de 1832, p. 203-208. Ya los antiguos habían notado que penetra nuestra vista al través de los cometas lo mismo que al través de una llama. La observación más antigua de estrellas que 216 NOTAS. han permanecido visibles, á pesar de la interposición de un cometa, se remonta á Deiuócrito (Aristóteles, Meteor., 1. I. c. 6). Este hecho ha dado ocasión á Aris- tóteles para referir que él mismo había observado la ocultación de una estrella de Géminis, á causa de la interposición de Júpiter. Séneca ha dicho: «Se ven las estrellas al través de un cometa lo mismo que al tra- vés de una nube.» (Nat Quoet. 1. VII, c. 18); en reali- dad, estas palabras no deben referirse al cuerpo del cometa, sino solamente á su cola, pues el mismo Sé- neca añade (1. Vil, c. 26): «Non in eaparte qua sidus ipsum est spissi et solidi ignis, sed qua rarus splendor occurrit et in crines dispergitur. Per intervalla ig- nium non per ipsos vides.» Esta última restricción es supérflua; toda vez que puede verse á través de una llama cuyo espesor no sea muy considerable. Galileo no lo ignoraba y acerca de este particular hizo inves- tigaciones las cuales cita en el Saggiatore (Lettera á Monsignor Cesarini, 1619. (50) Pág. 126. — Bess el, en las Astron. Nachrichten, 1836, n.° 301, p. 204-206. Struve, en el Recueil des Mén. de VAcad. de Saint- Pétersbourg, 1836, p. 140- 143, y en las Astron. Nachrichten 1836, n.°303, p. 238. «En Dorpat, la estrella que se hallaba en conjunción con el cometa, distaba solo 2", 2 del punto máa bri- llante del núcleo. La estrella no dejó de ser visible; su luz no pareció debilitarse siquiera, en tanto que el núcleo del cometa fué como eclipsado por el brillo más intenso de la estrella que sin embargo no era más que de 9.a ó 10.a magnitud.»' (51) Pág. 127. -«-Las primeras investigaciones en que Arago hizo uso de los fenómenos de la polariza- ción para analizar la luz de los cometas, llevan la NOTAS. 217 focha del 3 de julio de 1819, la noche misma que aparecía de repente el gran cometa. Yo estaba en- tonces en el Observatorio, y pude convencerme, como Mathieu y como el difunto Bouvard, de que las dos imágenes luminosas obtenidas por medio del anteojo prismático, tenían un brillo desigual, cuando el ins- trumento recibía la luz del cometa, al paso que cuan- do mirábamos á la Cabra, cerca de la cual se en- contraba el cometa aquella noche, las dos imágenes brillaban con la misma intensidad. En la época del retorno del cometa de Halley, en 1835, el aparato modificado indicaba la presencia de la luz polariza- da, por el contraste de dos imágenes de colores com- plementarios (rojo y verde, por ejemplo): nueva aplicación de la polarización cromática, cuyo des- cubrimiento es debido á Arago. Véanse, Aúnales de Chimie, t. XIII, p. 108, y el Annuaire de 1832, p. 216. «Del conjunto de estas observaciones, dice Ara- go, debe deducirse que la luz del cometa no estaba compuesta en su totalidad de rayos dotados de las propiedades de la luz directa, propia ó asimilada; en él se encontraba luz reflejada especialmente y pro- longada, esto es, luz proveniente del sol. De este método no puede asentarse de una manera absoluta que los cometas no tengan luz propia. En efecto, he- chos luminosos por sí propios, los cuerpos no pierden por esto la facultad de reflejar luces estrañas á ellos.» (52) Pág. 128.— Arago, en el Annuaire de 1832, p, 217-220; Sir John Herschell, Astronomie, § 488. (53) Pág. 130.— Encke, en las Astron, Nachrich- ten, 1843, n.° 489, p. 130-132. (54) Pág. 131.— La dace, Expos. du Systéme du Monde, p. 216 237. 16 218 NOTAS. (55) Pág. 131.— Littrow, Beschreibende Astrono- mie, 1835, p. 274. Acerca del cometa de corto perio- do descubierto recientemente por Faye en el Obser- vatorio de París, cuya escentricidad es 0,551, su distancia perihelia 1,690 y la afelia 5,832, véanse las Astron. Nahrichten de Schumacher 1844, n.° 495. (Acerca de la identidad presunta del cometa de 1766 con el tercer cometa de 1818, véase la obra citada, 1833, n.°239; y sobre la identidad del cometa de 1743 con el cuarto cometa de 1819, el n.° 237.) (56) Pág. 133.— Laugier, en los Comptes rendus des Séances de V Academie, 1843, t. XVI, p. 1006. (57) Pág. 137. — Fries, Vorlesungen ueherdie Stern- kunde, 1833, p. 262-267. Se encuentra en Séneca (Nat, Qucest, 1. VII, c. 17 y 21) una prueba bastante mal elegida de la innocuidad de los cometas; habla el filó- sofo del cometa «quem nos Neronis principatu loetis- simo vidimus et qui cometis detraxit intámiam.» (58) Pág. 139.— En Popayan (latitud boreal 2°26', altura sobre el nivel del mar, 1793 m.) En 1788, uno de mis amigos, persona muy instruida, vio en pleno dia un bólide tan brillante, que iluminó por com- pleto toda su habitación, á pesar de la luz solar cuyo resplandor no estaba debilitado por nube alguna. En el instante de su aparición, el observador se halla- ba de espaldas á la ventana; y cuando se volvió, una gran parte de la trayectoria recorrida por el bólide brillaba aun con mucha intensidad. En lugar de la repugnante espresion de Sternchnuppe (literalmente pavesas de estrellas) preferiria otras espresiones de alemán no menos castizo como Stemshuss 6 Sternfall NOTAS. 219 (en sueco Stjernfall; Star-shoot en inglés y Stella Candente en italiano), si no me lo hubiera impedido la obligación que me he impuesto de evitar escru- pulosamente en mis escritos, las palabras inusitadas; cuando se trata de cosas conocidas generalmente y bien determinadas en el lenguaje ordinario. El vulgo en su física grosera cree que las luces celestes nece- sitan ser despabiladas como si fueran candiles. Sin embargo, he oido otros nombres menos agradables aun en los bosques próximos al Orinoco y en las so- litarias orillas del Casiquiare; los indígenas de la misión de Vasiva (Relat. hist. du Voyage auu ré- í/ions équinoxiales, t. II, p. 513), llaman á las estre- llas errantes, orina de las estrellas, y al rocío que se deposita en perlas sobre las preciosas hojas de la heliconia, saliva de estrellas. El popular mito de los lituanos acerca del origen y significación de las es- trellas errantes, indica más elegancia y nobleza en esa facultad de la imaginación que dá á todo una for- ma simbólica: «Cuando nace una criatura, Werpeja tuerce para él el hilo de su destino; cada uno de es- tos hilos se termina en una estrella. En el instante de la muerte, el hilo se rompe y la estrella cae, pa- lidece y se apaga. > Estas palabras están estractadas del libro de Jacobo Grimn, Deutsche Mithologie, 1843, p. 685. (59) Pág. 139. — Según la relación de Denison Olms- ted, profesor del colegio de Yale en New-Havre (Connecticut). Véanse los Annalen der Physik de Poggendorff, t. XXX, p. 194. «Keplero, dicen, ha desterrado de la astronomía los bólides y las estre- llas errantes. Según él, estos metéoros son engen- drados por las exhalaciones terrestres y van en se- 220 NOTAS. guida á perderse en las altas regiones etéreas.» Sin embargo, acerca de esto se ha esplicado con suma reserva. «Stellse candentes, dice, sunt materia vis- cida inflammata. Eurum aliquae inter cadendum ab- sumuntur, aliquae veré in terram cadvnt, pondere suo tractíe. Nec est dissimile vero quasdam conglobatas esse ex materia foeculenta, in ipsam auram aetheream immixta: exque a;theris regione, tractu rectilineo, per aerem trajicere, ceu minutos cometas, occulta causa motus utrorunique.» Re.pl ero, Epit. Astron. Copernicance, t. I. p. 80. (60) Pág. 140.— Relation liistorique, t. I, p. 80, 213 y 527. Si se distingue en las estrellas errantes como en los cometas la cabeza ó el núcleo y la cola, se puede juzgar por la longitud y el brillo de la cola ó del rastro luminoso, del grado de transparencia de la atmósfera, y dar cuenta de la superioridad de las regiones tropicales á este respecto. En ellas la im- presión producida por el espectáculo de las estrellas errantes es más viva, sin que por esto el fenómeno necesite ser más frecuente; allí se ve mejor y dura más tiempo. Por lo demás, la influencia de la atmós- fera sobre la visibilidad de estas apariciones, es ha- cer sentir, aun en las zonas templadas, por las gran- des diferencias que se observan en apostaderos poco distantes. Asi Wartmann dice que el número de los metéoros que han podido contarse durante una apa- rición de noviembre, en dos lugares próximos, en Gi- nebra y en Planchettes, estaban en la relación de 1 á 17 (Wartmann, Mem. sur les étoiles fiantes, p. 17). Brandes ha hecho una serie de numerosas observa- ciones muy exactas acerca de las colas de las estre- llas errantes. Este fenómeno no podria esplicarse por NOTAS. 221 la persistencia de la impresión producida en la re- tina, visto que continúa á veces hasta un minuto des- pués que el núcleo de la estrella ha desaparecido. Ge- neralmente el rastro luminoso aparece inmóvil. (Gil- bert's, Annalen, t. XIV, p. 251). Estos hechos esta- blecen una gran analogía entre las estrellas errantes y los bólides. El almirante de Krusenstern, en su via- je alrededor del mundo, vio á un bólide dejar tras sí un rastro luminoso que brilló durante una hora, sin cambio sensible de lugar. (Voyage, primera parte, p. 58). Sir Alexander Burnes describe en brillantes tér- minos la transparencia atmosférica de Bokhara (latit. 39° 43', altura sobre el nivel del mar, 390 m.: «There is also a constant serenity in ist atmosphere, and an admirable clearness in the sky. At night,thestars ha- ve uncommon lustre, and the milky way shinhes glo- riously in the firmament. There is also a nevercea- sing display of the most brilliant meteors, which lart like rockets in the sky: ten or twelve of them are sometimes seen in an hour, assuming every co- lour: fiery, red, blue, palé and faint. It is a noble country for astronomical science, and great must ha- ve been the aventage enjoyed by the famed obser- vatory of Samarkand.» Burnes, Travels into Boh- ai §ham, t. II, 1834, p. 138. Si Burnes cree que las es- w: §trellas errantes son numerosas cuando pueden con- tarse 10 ó 12 por ahora, no seria justo hacer de ello un motivo de censura para un viajero aislado: ha ido necesario recurrir en Europa á un sistema de observaciones regularmente continuado, antes de der asegurar con Quetelet {Corresp. mathém. et >hys., nov. 1837, p. 447), que aparecen, por término medio, ocho estrellas errantes hor ahora en el cír- culo que abraza una sola persona; y aun otro esce- 222 NOTAS. lente observador, Olbers, reduce e<¡te número á cinco ó seis. (Annuaire de Schumacher, 1836, p. 325). (61) Pág. 141. — Sobre el polvo meteónco, véase Arago, en el Annuaire de 1832, p. 254. Hace muy poco he tratado en otra obra (Asie céntrale, t. I, p. 408) de demostrar cómo el mitoescítico del oro sa- grado, que cayó del cielo en plena incandescencia, y fué luego una propiedad de la Horda dorada de los Paralatas (Herod., 1. IV, c. 5-7), pudo tomar naci- miemo en el confuso recuerdo de la caida de un ae- reolito. Los antiguos han hablado también de masas argentíferas lanzadas del cielo en tiempos del empe- rador Severo, y con las cuales se intentó platear algunas medallas de bronce (Dio Ca*io, 1. LXXV, p. 1259); sin embargo, el hierro metálico habia sido ya reconocido como uno de los elementos de las piedras meteóricas (Plinio, 1. II, c. 56). Respecto á la espre- ' sion tan repetida lapidibus pluit, sábese ya que no siempre se refiere á la caida de aereolitos. Así, en el libro XXV, cap. 7, estas palabras designan ra- pillis, esto es, fragmentos de piedra pómez arrojados por un volcan no completamente estinguido, el Monte Albano, hoy Monte-Cavo; véase Heyne, Opuscula, acad., t. III, p. 261, y mi Relat. histor., 1. 1. p. 394. El combate sostenido por Hércules contra los Ligios cuando se dirigía desde el Cáucaso al jardín de las Hes- pérides, se refiere á otro orden de ideas. Este mito tenía por objeto asignar un origen á los trozos de cuarzo que se encuentran en abundancia en los Cam- pos Ligios, cerca de la embocadura del Ródano. Aris- tóteles creia que los arrojaba una hendidura eruptiva dwrante un temblor de tierra; y Posidonio los atribuye á la acción de las olas de un antiguo mar interior. En NOTAS. 223 un fragmento del Prometeo libertado, de Esquilo, se halla una descripción, cuyos detalles todos pudieran aplicarse perfectamente á una lluvia de aereolitos. Júpiter forma una nube y hace caer «una lluvia de piedras redondeadas que tapizan el suelo de aquel país.» Ya Posidonio se permitía ridiculizar el mito geonósticode los tejos y de \os pedruscos. Por lo demás, la descripción que han dejado los antiguos de las pie- dras de los Campos Ligios (hoy este país se llama La Crau), está conforme en un todo con la realidad. Véa- se Guerin, Mesures barométriques dans les Alpes, et Météorologie d' Avignon, 1829, c. XII, p. 115. (62) Pág. 142. — El peso específico de los aerolitos varia desde 1, 9 (Alesia) á 4, 3 (Tabor); su densidad es generalmente tres veces mayor que la del agua. En cuanto á los diámetros reales que he asignado á los bólides, he recurrido á las medidas mas dignas de confianza: desgraciadamente el número de estas me- didas es muy limitado. Hé aquí algunas: el bólide de Weston (Connecticut, 14 diciembre 1807), 162 m.; el observado por Le Roi (10 julio 1771), 325 m. próxi- mamente; el del 18 de enero de 1783, le estimó sir Carlos Blagden en 845 m. Brandes {Unter-haltungen, t. I, p. 42) asigna un diámetro de 25 á 40 m. á las es- trellas errantes; aprecia la longitud de sus colas ó de sus rastros luminosos en dos ó tres miriámetros. Pero es de creer que los diámetros aparentes de los bólides y de las estrellas errantes han sido exagera- dos, bajo la influencia de ciertas causas de natura- leza óptica. Su volumen no puede bajo ningún con- cepto compararse con el de Ceres, aun admitiendo «70 millas inglesas» como diámetro de este pequeño planeta. Véase la escelente obra: On the Connesioh 224 notas. of the Physical Sciences, 1835, p. 411. Como docu- mento justificativo en apoyo de un aserto de la pá- gina 106, sobre el gran aerolito caido en el lícho del rio de Narni, y que hasta ahora no ha sido encon- trado, voy á trasladar aquí el pasaje que Pertz co- pió del Chronicon Benedicti monachi Sancti kn- drcce, in Monte Soracte (Biblioteca Chigi en Roma); este documento se remonta al décimo siglo y en ól se refleja el estilo bárbaro de aquella época: «Anno, 921, temporibus domini Johannis decimi papa?, in anno pontificatus illius 7, visa sunt signa. Nam juxta urbem Romam lapides plurimi de coelo cadere visi sunt. In ci vítate qua? vocatur Narnia, tam diri ac te- tri, ut nihil aliud credatur, quam de infernalibug locis deducti essent. Nam ita ex illis lapidibus unus omnium maximus est, ut decidens in flumen Narnus, ad mensuram unius cubiti super aquas fluminis usque hodi ; videretur. Nan et ígnita? fácula? de coelo plu- rima? ómnibus in hac civitate Romani populi visas sunt, ita ut pene térra contingeret. Alia? cadentes, etc.» (Pertz, Monum. Gcrnx. hist. scriptores, t. III, p. 715.) Sobre el aerolito de .Egos, -Potamos, cuya caida dice la crónica de Paros haber tenido lugar en el año primero de la 78a olimpiada (Boeckh, Corp. Inscr, qraec. t. II, p. 302, 320 y 340), cf. Aristóte- les, Meteor., 1. I, c. 7 (Ideler, Comm., t. I, p. 404- 407); Stobee, Ecl. phys. 1. I, c. 25, p. 508, ed. Heeren; Plutarco, Lysandre, c. 12; Diógenes Laert. 1. II, c. 10. (Véanse también más adelante las notas 69, 87, 88 y 89). Según una tradición mogólica, una roca negra de 13 metros de altura, hubo de caer del cielo á una llanura próxima á las fuentes del Rio Amarillo en la China Occidental. (Abel Remusat. en el Journal de Physique de Lametherie, 1819, mayo, p. 264.) NOTAS. 225 (63) Pág. 144. — Biot, Traite dWst-ronomte phy- siqíie, (3.aedic.) 1841, t. I. p. 149, 177, 238 y 312. Mi amigo el inmortal Poisson esplicó de una manera completamente nueva la ignición espontánea de las piedras meteóricas á una altura en que la densidad de la atmósfera es casi nula. «A una distancia de la tierra tal, que la densidad de la atmósfera sea total- mente sensible, parece difícil atribuir, como ya se ha hecho, la incandescencia de los aerolitos á un roza- miento contra las moléculas del aire. ¿No pudiera suponerse que el fluido eléctrico, en estado neutro, formase una especie de atmósfera que estendiéndose mas allá de la masa de aire estuviera sometida á la atracción de la tierra aunque físicamente imponde- rable, y que siguiera por tanto á nuestro globo en sus movimientos? En semejante hipótesis, al pene- trar en esta atmósfera imponderable, los cuerpos de que tratamos descompondrían el fluido neutro por su desigual acción sobre las dos electricidades, y al electrizarse aumentaría su temperatura, concluyendo por ponerse en estado incandescentes (Poisson. Rech. sur la Probabilité des jugcments, 1837, p. VI.) (64) Pág. Ui.—Philos. Transad., t, XXIX, pág. 161-163. (65) Pág. 144. — La primera edición de la impor- tante obra de Chladni. Ueber den Ursprug der von Pallas gefundenen und anderen Eisenmasen, apa- reció dos meses antes de la lluvia de piedras de Sie- na, y dos años antes que Lichtemberg escribiera en una coleecion de Gcetinga «que piedras provenientes de los espacios celestes penetraron en nuestra atmós- fera.» Véase también la carta de Olbers á Benzen- berg, fecha 18 noviembre 1837, en la obra de este úl- timo sobre las estrellas errantes, p. 186. 226 NOTAS. (66) Pág. 145. — Encke, en los Annalen de Poggen- dorff,t. XXXIII (1834)., p. 213. Arago, en el Annuaire para 1836, p. 291. Dos cartas mías á Benzenberg, del 19 de mayo y del 23 octubre 1837, sobre la precesión presumible de los nodos de la órbita recorrida por el flujo periódico de las estrellas errantes (Benzen- berg, Sternschnuppen, p. 207 al 209.) El mismo 01- bers adoptó más tarde esta idea de un retardo pro- gresivo en la aparición de noviembre (Astron. Na~ chrichten, 1838, n.° 372, p. 180). Voy á esponer á continuación los elementos que me parecen deben servir para fijar el movimiento de los nodos v añadiré dos observaciones árabes á la época descubierta por Boguslawski para el siglo XIV. En el mes de octubre de 902, y en la noche en que murió el califa Ibraim-ben-Ahmed, aparecieron gran número de estrellas errantes; aparición que «se ase- mejaba á una lluvia de fuego.» Por esta razón dióse á este año el nombre de año de las estrellas. (Conde, Hist. de la dom. de los Árabes, p. 346). El 19 de octubre de 1202 «estuvieron en movi- miento las estrellas durante toda la noche. Caian co- mo langostas.» (Comptes rendus, 1837, t. I, p. 294, y Frsehn, en el Bull. de l'Acad. de Samt-Petersbourg , t. III, p. 308). El 21 de octubre, est. ant. de 1366; die sequente post festum XI millie Virginum, ab hora matutina usque ad horam primam, visa? sunt quasi stallse de ccelo cadere continuo, et in tanta multitudine quod nemo narrare sufficit. Esta curiosa noticia de la que vuelvo á ocuparme más adelanta en el texto fué des- cubierta por M. de Boguslawski, hijo, en la Cho?ii- con Ecclesice Pragensis, p. 389. Esta crónica se en- cuentra también en la segunda parte de los Scripto- NOTAS. 227 res rerum Bohemicarum, de Pelzel y Dobrowsky, 1784. )Astron. Nachrichten de Schumacher, diciem- bre 1839). Del 9 al 10 de noviembre de 1787, observó Hem- mer numerosas estrellas errantes en el mediodía de Alemania, y particularmente en Manheim. fKaemtz, Meteorologie, parte III, p. 237.) El 12 de noviembre de 1799, después de la media noche, tuvo lugar la gran lluvia de estrellas errantes que hemos descrito Bompland y yo, y que fué obser- vada en gran porción de la tierra. (Relat. hist., t. I, p. 519-527). Del 12 al 13 de noviembre de 1822, Kloeden vio en Postdan un gran número de estrellas errantes entre- mezcladas con bólides (Gilbert's Annalen, 1. 1, LXXII, p. 219). El 13 de noviembre de 1831, hacia las cuatro de la mañana, vio el capitán Bérard una gran lluvia de estrellas errantes en la costa de España á la altura de Cartagena. (Annuaire de 1836, p. 297.) En la noche del 12 al 13 de noviembre de 1833, la memorable aparición tan bien descrita por Denison Olmsted, en la América del Norte. En la del 13 al 14 de noviembre de 1834, el mismo fenómeno, aunque un tanto menos marcado, en la América del Norte (Poggend., Annalen t. XXXIV, p. 129). El 13 de noviembre de 1835, un bólide esporádico cayó cerca de Belley, departamento del Ain, y pren- dió fuego á un montón de leña. ( Annuari de 1836, p. 296). En 1838, el flujo de las estrellas errantes se mani- festó con mayor claridad del 13 al 14 de noviembre. (Astron. Nachrichtem. 1838, n.° 372) 228 NOTAS. (67) Pág. 146.— Me consta que de sesenta y dos estrellas errantes observadas en Silesia (1823), por invitación de Brandes, viéronse muchas de ellas á una altura de 34, 45 y aun de 74 miriámetros. (Bran- des, Unlorhaltungen fur Freunde der Astron. und Physik, libro 1.° p. 48); pero a causa de la pequenez de su paralaje. Olbers cree dudosas todas las deter- minaciones de alturas que escedan de 22 miriá- metros. (68) Pág. 146.— La velocidad planetaria, es decir, la celeridad de traslación de los planetas en sus órbi- tas, es en Mercurio de 4,9; en Venus, de 3, 6; en la Tierra, de 3, 0 miriámetros por segundo. (69) Pág. 147.— Según Chladni, fué un físico italia- no, Paolo María Terzago, el primero que consideró los aerolitos como piedras arrojadas por la Luna. Emitió con efecto esta idea en 1660, en ocasión de haber sido muerto en Milán un monje franciscano por la caida de un aerolito. «Labant Philosophorum mentes,» dice en su obra (Musoeum Septalianum, Manfredi Septa- loe, Patricii Mediolanensis , industrioso labore cons- truetum. Tortona, 1664. p. 44). «sub horum lapidum ponderibus; ni decere velimus, lunam terram alteram, sive mundum esse, ex cujus muntibus divisa frusta in inferiorem nostrum hunc orbem delabantur.» Olbers, que ignoraba estas hipótesis, se ocupó desde 1795, después de la célebre caida de aerolitos de Siena (Id junio 1794), en calcular la velocidad que debería ani- mar á una masa lanzada desde la Luna para llegar á la Tierra. Este problema de balística preocupó diez ó doce años después á los geómetras Laplace, Biot, Bran- des y Poisson. La opinión muy admitida en aquella épo- NOTAS. 229 ca, y hoy abandonada, de que existían volcanes muy activos en la Luna, inducía al público á confundir dos cosas muy diferentes á saber: la posibilidad bajo el punto de vista matemático, y la vorosimilitud bajo el punto de vista físico. Olbers, Brandes y Chladni creyeron encontrar «en la velocidad relativa de 3 á 6 miriamétros por segundo, de que los bólides y es- trellas errantes están animados cuando penetran en nuestra atmósfera,» un argumento decisivo contra el origen salenítico de estos meteoros. Para que las pie- dras lanzadas de la Luna puedan llegar á la Tierra, es necesario, según Olbers, que estén animadas de una velocidad inicial de 2527 metros por segundo. (Lapla- ce había hallado 2396 m.; Biot, 2524; Poisson, 2314). Laplace considera esta velocidad inicial como siendo solamente 5 ó 6 veces mayor que la de una bala de cañón á su salida de la pieza; pero Olbers ha hecho ver «que si las piedras meteóricas fueran arrojadas de la Luna con una velocidad inicial de 2500 á 2600 m. llegarían á la Tierra animadas de una velocidad que sería solo de 1,14 miriámetros por segundo. Pero como la velocidad observada es realmente de 3,70 miriámetros por término medio, la velocidad de pro- yección inicial en la superficie de la Luna debería ser de; 35700 m. próximamente, 15 veces mayor por lo tanto que la supuesta por Laplace.» (Olbers, en A Schumacher's Jahrbuch, 1837, p. 52-58, y en el Neues Physih Worterlwch de Gehler, t. VI, 3.a parte, p. 2139- 2136. Sin embargo, es preciso convenir en que si la hipótesis de los volcanes lunares fuese hoy aun admi- sible, la falta de atmósfera daría á estos volcanes una notable ventaja sobre los de la Tierra con relación á la fuerza de proyección; pero con respecto á esto, ca- recemos de datos exactos aun para nuestros volcanes 230 NOTAS. y todo induce á creer que su fuerza de proyección ha sido notablemente exagerada. El doctor Peters, que observó y midió con escrupulosa exactitud todos los fenómenos del Etna halló que la velocidad máxima de las piedras arrojadas por su cráter era solo de 81 m. por segundo. Otras observaciones hechas en el Pico de Tenerife en 1798, dieron 975 m. Si Laplace, al ha- blar de las piedras meteóricas al linal de la Expos. du Syst. du monde (edición de 1824, p. 339), dice con in- teligente reserva que «según lo más verosímil provie- nen de las profundidades del espacio celeste,» se le vé en otro lugar sin embargo (cap. IV, p. 233) volver á la hipótesis selenítica con cierta predilección (sin duda no debía conocer la enorme velocidad planetaria ,de las piedras meteóricas), y suponer que las piedras ar- rojadas por la Luna «llegan á ser satélites de la Tier- ra, describiendo á su alrededor una órbita más ó me- nos alargada, de tal suerte que no llegan á la atmós- fera terrestre, sino después de muchas y á veces de un número muy considerable de revoluciones.» Así como á un italiano de Tortona ocurriósele un dia la idea de que los aerolitos provenían de la Luna, del mismo modo algunos físicos griegos imaginaron ha- cerlos venir del Sol. Diógenes Laercio (1. II, c. 9) rela- ta esta opinión al hablar de la masa caida cerca de AEgos-Potamos (véase la nota 62). Plinio, el gran re- copilador, recuerda también e Se atri- buia igualmente á Anaxágoras el haber profetizado la caida de una piedra de mediana magnitud, conser- vada en el gimnasio de Abydos. Aerolitos caídos en pleno dia, cuando la Luna no era visible, fueron pro- bablemente el origen de la idea de piedras arrojadas por el Sol. Uno de los dogmas físicos de Anaxágoras, dogmas que atrajeron sobre él persecuciones religio- sas, fué que el Sol era «una masa incandescente en fusión. En el Faetón de Eurípides, llámase al Sol, se- gún la idea del filósofo de Clazomena «masa de oro,» es decir, materia de color de fuego y que brilla con un vivo resplandor. Véase Walckenaer. Diatribe in Eu- rip. per. dram. Reliquias, 1767, p. 30; Diog. Laert, 1. II. c. 10. — Encontramos, pues, en los físicos griegos cuatro hipótesis diferentes: los unos atribuyen estos meteoros á las exhalaciones terrestre; los otros, á piedras arrancadas y levantadas por hu racanes: (Arist., Meteorol., 1. 1, c. 4 y 9). Estas dos primeras opiniones asignan un origen terrestre á las estrellas errantes y á los bólides. La tercera hipótesis coloca este origen en el Sol; y Analmente, la cuarta lo coloca en los es- pacios celestes, esplicando el fenómeno por la apari- ción de astros por mucho tiempo invisibles, á causa de su alejamiento. Sobre esta última opinión de Diógenes de Apolonia, opinión que coincide completamente con las ideas actuales, véase el texto pág. 111 y la nota 88. Por mi profesor de lengua persa, M. Andrea de Ner- ciat (sabio orientalista, actualmente en Smirna), sé que en la Siria se dá mucha importancia, á causa de una antigua creencia popular, á las piedras caídas del cielo, cuando este está iluminado por la Luna. Los 232 NOTAS. antiguo3, por el contrario, se preocupaban por la caí- da de aerolistos durante los eclipses de Luna: Véase Plinio, 1. XXXVII, c. 10; Solinus, c. 37: Salm., Exerc, p. 531, y los pasajes reunidos por Ukert en la Geogr. der Griechen und Rómer, 2.a parte, 1. 1, p. 131, nota 14. Véase sobre la inverosímil hipótesis de Fusieneri, que atribuía la formación de las piedras meteóricas á la condensación súbita de vapores metálicos de que estuvieron ordinariamente cargadas las capas supe- riores de la atmósfera, como sobre la penetración mutua y la mezcla de gases de especies diferentes, mi Relat hist, 1. 1, p. 525. (70) Pág. 148.— Bessel, en la Astron. Nachrichten de Schum., 1839, números 380 y 381, p. 222 y 346. Ter- mina la Memoria con una comparación de las longitu- des del Sol con las épocas de la aparición del mes de noviembre, á partir de 1799, fecha de la primera ob- servación practicada en Cumana. (71) Pág. 149.— El doctor Tomás Forster dice (The pocket Encyclop. of Natural Phaetxomena , 1827, p. 17), que en el colegio de Christ-Church en Cambridge, se conserva un manuscristo titulado: Ephernerides re- rum naturalium, cuyo autor parece ser un fraile del siglo precedente. Al lado de cada dia del año, indica el manuscrito el fenómeno correspondiente, como la pri- mera florescencia de ciertas plantas, la llegada de los pájaros, etc.. El 10 de agosto está designado bajo el nombre de meteorodes. Esta indicación, unida á la tradición relativa á las lágrimas de fuego de San Lo- renzo, determinaron á M. Forster á seguir asidua- mente la aparición del mes de agosto. (Quételet, Cor* resp. mathem., serie III, t. I, 1837, p. 433). NOTAS. 233 (72) Pág. 149.— Humboldt, Relat. hist., 1. 1. p. 519- 527; Ellicot en las Transad, ofthe American Society, 1804, t. IV, p. 29. Apago dice, hablando de la aparición de noviembre: «Así se confirma cada vez más la exis- tencia de nna zona compuesta de millares de pequeños cuerpos, cuyas órbitas encuentran al plano de la eclíp- tica hacia el punto que la Tierra vá á ocupar todos los años del 11 al 13 de noviembre. Es un nuevo mundo planetario que empieza á revelársenos.» Annuaire de 1836, p. 296). (73) Pág. 150. — Cf, Musschenbroek, Introd. ad Phil. Nat., t. II, p. 1061; Howard, Ctimate of London, t. II, p. 23, observaciones del año 1806, porconsiguien- te, siete años anteriores á las primeras de Brandes (Benzenber Stemschnuppen, p. 240-244); las observa- ciones de agosto hechas por Tomás Forster, en Qué- telet, obra citada, p. 438-453; las de Adolfo Erman, de Boguslawsky y de Kreil, en el Jahrbuoháe Schum. 1838, p. 317-330. Sobre la posición del punto de diver- gencia de los meteoros en la constelación de Perseo, el 10 de agosto 1839, véanse las escelentes medidas de Bessel y de Erman (Schum., Aslron. Nachrichten, nú- meros 385 y 428). Sin embargo, parece que el movi- miento en la órbita no fué retrógrado el 10 de agosto de 1837. Véase Arago, en los Comptes rendus, 1837, t. II, p. 183. (74) Pág. 150.— El 25 de abril de 1095, «una infini- dad de personas vieron caer las estrellas del cielo, tan compactas como el granizo,» (uf, grando, nisi lu- cerent, pro densitate putaretur; Baldr., p. 88); llegó- se á creer en el Concilio de Clermont, que tal suceso debía ser presagio de grandes revoluciones en la cris- 17 234 NOTAS. tiandad; Wilken, Geschichteder Kreuzzüge, t.l,ip.lo. El 22 de abril de 1800, se vio ana gran lluvia de estre- llas errantes en la Virginia y en Massachussets; pa- recía «como la combustión de un cohete que hubiese durado dos horas.» Arago fué el primero que señaló la periodicidad de este «surco de asteroides.» (Annuaire de 1836, p. 297). Las lluvias de aerolitos á principios de diciembre, son también muy notables; y pueden encontrarse indicios de su periodicidad en las antiguas observaciones de Brandes (contó dos mil estrellas er- rantesdurante la noche del 6 al 7 de diciembre de 1798), y quizás también en la enorme lluvia de aerolitos que cayó en el Brasil, el 11 de diciembre de 1836, cerca del pueblo de Macao, sobre el rio Assu (Brandes, Unter- haltungen, 1845, 1.a entrega, p. 65, y Comptes ren- dus, t. V, p. 211). Capocci descubrió doce lluvias de aerolitos entre el 27 y 29 de noviembre (de 1 809 á 1839), y otros fenómenos del mismo género correspondientes al 13 noviembre, al 10 agosto y al 17 julio. ( Comptes rendus, t. XI, p. 257). Es muy notable, el que ningún flujo periódico de estrellas errantes ó de aerolitos se haya presentado hasta ahora en las partes de la ór- bita terrestre que corresponden á los meses de enero, febrero y tal vez marzo. Sin embargo, yo he observa- do en el mar del Sur, el 15 de marzo de 1803, una gran oantidad de estrellas errantes, y se ha visto en Quito una lluvia de meteoros del mismo género, poco tiem- po antes del horrible temblor de tierra de Riobamba (3 febrero 1797). Reasumiendo, las épocas siguientes parecen deber fijar la atancion de los observadores: 22-25 abril: 17 julio (17-26 julio?) (Quételet., Corresp., 1837,. p. 435); 10 agosto; NOTAS. 235 12-14 noviembre; 27-29 noviembre; 6-13 diciembre. La multiplicidad de estos flujos periódicos no de- ben ser objeto de seria dificultad, como no lo es el gran número de cometas que llenan los espacios ce- lestes, sin que la diferencia esencial que existe entre un cometa aislado y un anillo de asteroides, pueda hacer viciosa la asimilación. (75) Pág. 151.— Fernando de Wrangel, Reise lángs der Nordhuste vonSiberien inden Jahren, 1820-1824, 2.a parte, p. 259.— Sobre la vuelta de la gran apari- ción del mes de noviembre, en períodos de 34 años» véase Olbers,en el Schumacher's Jarbuch, 1837, p.280. — He oido decir en Cumana, que poco tiempo antes del temblor de tierra de 1766, se liabía visto un luego de ar- tificio celeste, semejante al del 11 al 12 de noviembre de 1799; el intervalo sería pues de 33 años. Sin embargo, el temblor de tierra no tuvo lugar á principios de no- viembre, sino el 21 de octubre de 1766. Una noche apa- reció el volcan de Cayambo, durante una hora, como envuelto por una lluvia de estrellas errantes, y los habitantes de Quito, asustados por esta aparición, hi- cieron procesiones, con objeto de atenuar la cólera ce- leste; quizás los viajeros que van á Quito pudieran de- cirnos la fecha precisa de este fenómeno. Véase Relat. hist., t. 1, c. 4, p. 307; c. 10, p. 520 y 527. (76) Pág. 153. — Estracto de una carta que me fué dirigida con fecha 24 enero 1838. El enorme enjambre de estrellas errantes del mes de noviembre de 1799, no fué visible más que en América; pero allí se obser- tó desde New-Herrnhut, en la Groenlandia, hasta el 236 NOTAS. Ecuador. El enjambre de 1831 y el de 1832 se vieron solo en Europa; los de 1833 y 1834 únicamente lo fue- ron en los Estados-Unidos de América. (77) Pág. 154.— Carta de M.Eduardo BiotáM. Qué- telet, sobre las antiguas apariciones de estrellas er- rantes en China, en los Büll. de Z' Acad. de Bru.ve- lles, 1843, t. X, n.° 7, p. 8.— Sobre la noticia sacada del Chronicon Ecclesice Pragensis, véase Boguslaws- ky hijo, en los knnalen de Poggend., t. XL Vlll,p. 612. (78) Pág. 154. — «Se cree que un número que parece inagotable, de cu jrpos demasiado pequeños para ser ob- servados, se mueven en el cielo, ya alrededor del Sol, ya alrededor de los planetas, así como quizás también alre- dedor de los satélites. Supónese que cuando nuestra at- mósfera encuentra á estos cuerpos, la diferencia entre su velocidad y la de nuestro planeta es suficientemente grande para qu 3 el rozamiento que sufren contra el aire, eleve su temperatura hasta el punto de ponerlos in- candescentes y á veces hasta de hacerlos estallar. Si el grupo de las estrellas errantes forma un anillo conti- nuo alrededor del Sol, su velocidad de circulación, podrá ser muy diferente de la Tierra; y sus desplaza- mientos en el cielo, consecuencia de las acciones pla- netarias, podrán aun hacer posible ó imposible, en di- versas épocas, el fenómeno de que se encuentren en el plano de la eclíptica.» (Pooisson, Recherches sur la probabilité desjuments, p. 306-307). (79) Pág. 155.— Humboldt, Essai politique sur la Nouvelle-Espagne (2.a edición), t. III, p. 310. (80) Pág. 156.— Plinio había observado ya el color NOTAS. 237 particular de la costra de los aerolitos «colore adus- to-» (1. II, c. 56 y 58): la espresion »lateribus pluisse» se refiere igualmente al aspecto de los aerolitos cuya superficie indica la acción del fuego. (81) Pág. 156.— Humboldt, Relat. hist. t. II. c 20, p. 299-302. (82) Pág. 157.— Gustavo Rose, Reisenacdew Ural, t. II, p. 202. (83) Pág. 158.— G. Rose, en los Annaleñ de Pog- ged., 1825, t. IV., p. 173-192; Rammelsberg, Erstes Suppl. zum chem. Handicórterb, der Mineral., 1843, pág. 102. «Es un hecho muy notable y por mucho tiempo olvidado, dice Olbers, el que ningún aerolito fósil haya sido encontrado entre las conchas fósiles de los terrenos secundarios y terciarios. ¿Débese deducir de aqui que si caen verosímilmente, según Schreibers, setecientos aerolitos por año sobre la superficie ac- tual del globo, no haya caido ninguno antes de la época en que fué formada esta superficie?» (Olbers, Schum. Jharbuch, 1838, p. 329.) Muchas masas de hierro nativo niquelífero, de naturaleza problemáti- ca, han sido halladas á una profundidad de 10 metros debajo de tierra en el norte del Asia (lavaderos de oro de Potropawlowsk), y muy recientemente aun en los Karpatos occidentales (minas de Magura, cerca de Szlanicz). Cf. Erman, Archiv. fur wissensebatfl. Runde von Russland, tomo I, p. 315; y Haidinger, Bericht uber die Szlaniczer Schúrfe in Tinga rn. (84) Pág. 158.— Berzélius, JahresbericM. t. XV. p. 2Í-5? NOTAS. 217 y 231; RammMsberg Handwó?-terbuch, 2.* partef p. 25-28. (s5) Pág. 15S.— «Sir Isaac said, he took all the planets to be composed of the same matter with this earth. viz, earth, water and stones, but vario- usly concocted.» Turner, Collections for the hisí. of Grantham. cont. authentir Memoirs of sir Isaac Xeioton, p. 172. (86) Pág. 160.— Adolfo Erman, en los knnalen de Poggend., 1839, t. XLVI1T, p. 582-601. Algunos años antes, dudaba Biot que la corriente do ast. roides de noviembre, debiera reaparecer hacia principios de mayo (Comptes rendus, 1836, t. II, pá- gina 670). Madler investigó, mediante ochenta y seis años de observaciones meteorológicas hechas en Herlin, lo que se debe pensar déla popular creencia relativa á los tres famosos dias de frió del mes de mayo (Vcrandl. der Yereins fur Befórd.des Qar- tenbaues, 1834, p. 377), y halló que efectivamente, el 11, el 12 y el 13 de mayo, la temperatura retrógrada 1 .°22, precisamente en la época del año en que el mo- vimiento ascendente debería ser el más marcado. Convendría que este fenómeno curioso, donde se ha visto el efecto de la fundición de los hielos en el no- roeste de Europa, pudiera ser estudiado simultánea- mente en puntos muy distantes, en América, por ejemplo, y en el hemisferio austral, Cf. el Bull. de l'Acad. rmp. de Saint-Petersbourg . 1843, t. I, nú- mero 4. (87) Pág. 161.— Plutarco, Lymndro, c. 22. Según ia narración de Damachus (Daimachos) se ha visto NOTAS. 239 durante setenta dias consecutivos, una nube inflamada arrojar chispas qae se asemejaban á estrellas .erran- tes, descender después y lanzar por último la piedra de /Egos-Potamos, «que solo formaba una porción in- significante de la nube.» Esta narración es inverosí- mil; puesto que de ella resultaría que el bólide ha debido moverse durante setenta dias en el mismo sentido y con la misma velocidad que la tierra, cir- cunstancia á la cual solo obedeció durante un corto número de minutos, el bólide del 19 de julio de 1686, descrito por Halley. Por lo demás, este Daimachos, el escritor, podría ser muy bien el Daimachos de Platea, que Seleuco envió á las Indias al hijo de An- drocoto y que Strabon (p. 70, Casaub), presenta como un «gran narrador de fábulas;» otro trozo de Plu- tarco Paráll. de Solón, et de 'Public, c. 4, induciría á pensarlo. Sea como fuere, aquí solo se trata de la narración muy tardía de un autor que escribía en Tracia, siglo y medio después de la caida del célebre Aerolito, y cuya veracidad ha parecido suspecta á Plutarco. (88) Pág. 161.-Stob., ed. Heeren, 1. I, c. 25. p. 508; Plutarco, de Plac. philos., 1. II, c. 13. (89) Pág. 162.— El trozo notable de Plutarco (de Plac. philos., 1. II, c. 13) está concebido en estos tér-, minos: «Anaxagoras demuestra que el éter ambiente es de naturaleza ígnea, por la fuerza de su movi- miento giratorio, arranca pedazos de piedras, los po- ne incadescentes y los transforma en estrellas.» Pa- rece que el filósofo de Clazomena, esplicaba también por un efecto análogo del movimiento general de ro- tación, la caida del león de Nemea, que una antigua 240 NOTAS. tradición hacía caer de la Luna sobre el Peloponeso (filien.,. 1. XII, c. 7; Plutarco, de Facie in oí-be Luna, c. 24; Schol. ex Cod. Parte in Apoll. Argón., 1. I, p. 498, ed Schoef.; t. II, p. 40; Meineke, Annal. Alex., 1843, p. S5). Antes teníamos piedras ae la luna, ahora tenemos un animal caido de la luna. Según la ingeniosa observación de Bceckh este an- tiguo mito del león lunario, de Nemea, tiene un orí- gen astronómico, y en la cronología se halla en rela- ción simbólica con el cielo de intercalación del año lunar, con el culto de la Luna en Nemea, y los fue- gos que le acompañaban. (90) Pág. 164.— Copio aquí un notable trozo de Kle- plero sobre las irradiaciones calóricas de las estre- llas; una de esas inspiraciones que á cada paso se en- cuentran en los escritos de tan distinguido sabio. «Lu- cios proprium est calor: sydera omnia calefaciunt. De syderum luce claritatis ratio testatur, calorem universorum in minori esse proportione ad calorem unius solis quam ut ab homine, cujus est certa calo- ris mensura, uterque simul percipi etjudicari pos- sit. De cincindularum lucula tenuissima negare non potes, quin cum calore sit. Vivunt enim et moven- tur, hoc autem non sine calefactione perücitur. Sed ñeque putrescentium lignorum lux suo calore desti- tuitur; nam ipsa putredo quidem lentus ignis est. Inest et stirpibus suus calor.» (Paralipomena in Vitell. Astron. pars obtica, 1604, prop. XXXII, p. 25). Cf. Keplero, \Epit. Astronomía Copemicanoe , 1818, t. I, 1. I, p. 35.) (91) Pág. 168.— «Thereis another thing, wich I re- commend to the observation of mathematical men: NOTAS. 241 wich is, that in February, and for a little before, and a little aftor that month (as I have observed several years together) about sev in the evening, when the Twilight hath alniost deserted the horizon, yon shall see a plainly discernable way of the Twilight stri- hin np toward the Pleiades, and seeming almost to touch them. It is so observed any clear night, but it is best Mac nocte. There is no such way to be observed at any other time of ihe year (taht I can perceibe), ñor any other way at that time to be perceived dartin up elsewhere. And I believe it hath been and will be constantly visible at that time of the year. But what the cause of it in nature should be, I cannot yet imagine, but lea ve it to further inqui- ry,» Childrey, Britannia Baconica, 1661, p. 183. Tal es la primera y más sencilla descripción del fenóme- no. (Cassini, Découverte de la lumtére celeste qui pa- rait dans le zodiaque, en las Mém. de VAcad., t. VIII, 1730, p. 276. Mairan, Traite phys. deVauror: boréale, 1754; p. 16). La notable obra de Childrei de la cual hemos tomado el trozo que antecede, contiene tam- bién (p. 91) detalles muy bien razonados sobre las épocas de máximo y mínimo en la distribución anual del calórico y en la marcha diurna de la tempera- tura, y algunas consideraciones sobre el retardo que se manifiesta para la producción del efecto máximo ó mínimo en todos los fenómenos metereológicos. Des- graciadamente el capellán de lord Henry Somerset, enseña al propio tiempo, en su Filosofía baconiana que la tierra está alargada hacia los polos (idea tam- bién de Bernardino de Saint-Pierre). «En su origen, dice, la tierra era completamente esférica; pero el continuo aumento de las capas de hielo hacia los dos polos, modificó esta figura; y como el hielo está 242 NOTAS. formado de agua, de aquí resulta que la masa de esta disminuye por todas partes.* (92) Pág. 168.— Dominico Cassini (Mém. d'Acad., t. VIII, 1730, p. 188), y Mairan (Aurore boréale, p. 16), creyeron encontrar la luz zodiacal en el fenóme- no que se observó en Persia en 1668. Delambre (Hist. de 'Astron. moderne, t, II, p. 742) atribuye el descu- brimiento de esta luz al célebre viajero Chardin; pero el mismo Chardin presenta este nyazoyk (ny- zek, lanza pequeña) en el Couronnement de Solimán y en otros lugares del relato de su viaje (ed. de Lan- glés, t. IV, p. 326; t. X, p. 97), como «el grande y famoso cometa que apareció casi en toda la tierra en 1668, y cuya cabeza estaba oculta en el Occidente, de suerte que no podia vérsele en parte alguna desde el horizonte de Ispahan.» (Atlas duvo- yaf/e de Chardin, tab. IV, con arreglo á las obser- vaciones hechas en Schiraz). La cabeza de este come- ta fué vista en el Brasil y en las Indias (Pingré, Co- métographie, t. II, p. 22). Sobre la identidad presu- mida del último gran cometa de 1843, con el que Cas- sini habia tomado por la luz zodiacal, véase la Aslron. Nachr. de Schumacher, 1843, n.° 476, 1840. En Persa, las palabras nizehi, ateschin (dardos ó lanzas de fue- go) se aplican también á los rayos del sol en su orto ó en su ocaso; del propio modo nayazik está tradu- cido en el Léxico árabe d > Freytag, por stellos can- dentes. Por lo demás, estas singulares denominacio- nes aplicadas á los cometas, comparándolos con lan- zas y espadas, se encuentran en todos los idiomas, sobre todo, durante la edad media. Hay más, el gran cometa observado en 15)0, desde el mes d3 abril has- ta el mes de junio, fué designado siempre por loses- NOTAS. 243 critores italianos de aquella época con el nombre de il signor Astone; (véase mi Examen critique de V historie de la Géographie, t. V, p. 80). Háse alirma- do muchas veces que Descartes (Cassini, p. 230, Mai- ran, p. 16) y aun Keplero pelambre, 1. 1, p. 601) ha- bia conocido la luz zodiacal; pero esta opinión me pa- rece inadmisible. Descartes (Príncipes, III, art. 136, 137) esplica de un molo bastante oscuro la formación de las colas de los cometas: «Por rayos oblicuos que al caer sobre diferentes partes de las órbitas plane- tarias, llegan á nuestra vista desde las partes latera- les, por una refracción estraordinaria;» dice también que los cometas que se ven en el crepúsculo de la noche ó en el de la mañana, pueden aparecemos «co- mo una ancha vigueta» cuando el sol se halla entre el cometa y la tierra. Estos pasajes en nada se refie- ren á la luz zodiacal, así como tampoco aquel en que habla Keplero de una atmósfera solar (limbua circa solem, coma lucida;) esta, dice, impide que la oscuridad sea completa durante los eclipses totales de sol. Nada es menos exacto que el pensar con Cassini (p. 231, art. XXXI), y con Mairan (p. 15), que las pa- labras «trabes quas vocant» (Plinio, 1. II, c. 26 y 27) se refieren á la luz zodiacal que se levanta en el ho- rizonte en forma de lengua. Entre los antiguos la pa- labra trabes se aplica siempre á los bólides (ardores et faces) y á otros metéoros ígneos, ó bien á los co- metas de largas cabelleras. (93) Pág. 168.— Humboldt, Monuments des peuples indigénes de l' Amérique, t. II, p. 301. Este rarísimo manuscrito, proviene de la biblioteca de Letellier, arzobispo de Reims; contiene numerosos pasages sa- cados de un ritual azteca, de un calendario astrológi- 244 NOTAS. co y de anales históricos que se estienden desde 1197 á 1549, los cuales transcriben á un tiempo los fenómenos naturales, la fecha de los terremotos, la aparición de los cometas, los de los años 1490 y 1529, por ejemplo, y numerosos eclipses de sol muy importantes para la cronología mejicana. En el manuscrito de Camargo, Historia de Tlascala, llámase á la luz que ascendía desde el horizonte occidental hasta casi el zenit «chis- peante y como sembrada do estrellas muy unidas.» Esta descripción de un fenómeno que duró cuarenta dias no puede aplicarse en manera alguna á las erup- ciones del Popocatepetl, volcan situado á muy poca distancia en dirección del S.-E. (Prescott, His. ofthe Conquest of México, t.I, p. 284). Comentadores más recientes han comprendido esta aparición, en la que veia Motezuma el presagio de alguna gran desventu- ra, con la «estrella que humeaba» (más propio; que centelleaba; en mejicano choloa, chispear y cente- llear). Por lo que respecta á la conexión de este vapor con la estrella Citlal Choloa (Venus) y con el Monte de la Estrella (Citlaltepetl, ó el volcan de Orizaba), véase mi obra sobra los Monuments despeuples indig. de l' Amérique, t. II, p. 303. (94) Pág. 169.— Laplace, Expos. du Systéme du Monde, p. 270; Mecanique celeste, t. II, p. 169 y 171. Schubert, Astron., t. III, § 206. (95) Pág. 126.— Arago, Annuaire de 1842, p. 408. Cf. las consideraciones desarrolladas por sir JohnHers- chell, acerca de la pequenez del volumen y del brillo de las nebulosas planetarias, en la obra de Mary Som- merville, Connexion ofthe phys. Seiencias, 1835, p. 108. La idea de que el Sol es una estrella nebulosa. NOTAS. 245 cuya atmósfera diera lugar al fenómeno de la luz zo- diacal, no fuó emitida por Dominico Cassini y sí por Mairan en 1731 (Traite de V Aurore boreale, p. 47 y 263; Arago en el Annicaire de 1842, p. 412). Esta idea no es más que una reproducción de otra de Keplero. (96) Pág. 170.— Con objeto de esplicar la forma de la luz zodiacal, recurrió Dominico Cassini, como lo hi- cieron más tarde Laplace, Schubert y Poisson, á la hipótesis de un anillo aislado. Dice asi: «Si las órbitas de Mercurio y de Venus fueran visibles (material- mente en toda la estension de su superficie), las vería- mos habitualmente de la misma figura y en la misma disposición, con respecto al Sol y en las mismas épo- cas del año que la luz zodiacal.» (Mem. de l' Acad., t. VIII, 1730, p. 218; y Biot en los Comptes rendus, 1836, t. III, p. 666). Cassini pensaba que el anillo ne- buloso de la luz zodiacal estaba formado de un núme- ro infinito de cuerpos planetarios escesivamente pe- queños, girando alrededor del Sol; no estaba muy le- jos de creer también que la caida de los bólides tenía relación con el paso de la Tierra á través de este ani- llo nebuloso. Olmested y especialmente Biot (obra ci- tada, p. 673), trataron también de relacionar esta opi- nión con la lluvia de estrellas errantes del mes de no - vi^mbre; pero Olbers espuso sus dudas acerca de este particular. (Schumacher's Jahrbuch, 1837, p. 281). Houzeau en las Astron. Nachr. del mismo editor, 1843; n.° 492, p. 190, examina si el plano de la luz zodiacal coincide exactamente con el plano del Ecuador solar. (97) Pág. 170.— Sir Jhon Herschell, Astron., § 487. (98; Pág. 170.— Arago, en el Annuaire de 1842, p. 246 NOTAS. 246. Numerosos hechos parecen indicar, que cuando una masa está reducida mecánicamente al estado de división estrema, la tensión eléctrica puede crecer lo bastante para desarrollar la luz y el calor. Las ten- tativas que se han hecho con los mejores espejos cón- cavos no han dado, hasta ahora, ninguna prueba deci- siva de la existencia del calórico radiante en la luz zodiacal. (Carta de M. Matthiessen á M. Arago, en los Comptes rendus, t. XVI; abril, 1843, p. 687. (99) Pág. 172.— «Lo que me decís acerca de las variaciones de la luz zodiacal entre los trópicos, y sobre las causas de estas variaciones, escita tanto más mi interés, cuanto que yo mismo, desde hace mu- cho tiempo, presto particular atención áeste fenóme- no, cada vez que se presenta durante la primavera, en nuestra zona septentrional. He pensado siempre como vos que la luz zodiacal debia estar animada de un movimiento de rotación; pero en contradicción con la idea de Poisson, de que me dais cuenta, ad- mito que esta luz se estiende hasta el Sol, creciendo rápidamente en intensidad y que su parte más bri- llante forma la corona luminosa, que parece rodear al Sol, durante los eclipses totales. He observado de un año á otro considerables variaciones en esta luz; es á las veces, durante muchos años consecutivos, muy brillante y muy estensa; otras, apenas percep- tible, también durante algunos años. Cr.'O haber hallado la primera indicación de la luz zodiacal en una carta de Rothmann á Tycho, en la que aquél, dice haber observado que el crepúsculo de la tarde concluía durante la primavera, cuando el Sol habia descendido 24° bajo el horizonte. Rothmann tomó ciertamente la desaparición sucesiva de la luz zodia- NOTAS. 247 cal en los vapores del ocaso, por el fin real del fenó- meno crepuscular. Jamás he visto movimiento de efervescencia á causa sin duda, de la pequenez de la luz zodiacal en muchos países; pero con seguridad te- neis razón de atribuir las rápidas variaciones de bri- llo, que bajo los trópicos os han presentado los obje- tos celestes, á los cambios que sobrevienen en nues- tra atmósfera, especialmente en las regiones eleva- das. El efecto de que habláis se manifiesta del modo más asombroso en las colas de los cometas. Se ven con frecuencia, sobre todo cuando el cielo está muy despejado, pulsaciones que parten de la cabeza como punto más bajo, y que en uno ó dos segundos recor- ren toda la cola, de tal suerte, que ésta parece di- latarse rápidamente algunos grados y contraerse in- mediatamente, después, del mismo modo. Estas on- dulaciones, de las que antes se había ocupado Roberto Hooke, y hace poco tiempo también Schraeter y Chlapni, no se proceden en el cuerpo mismo del co- meta; resultan de simples accidentes atmosféricos. Esto se hace evidente con solo pensar en que las diferentes partes de un cometa, cuya longitud es de muchos millones de leguas, se encuentran necesaria- mente situadas á distancias muy desiguales de la Tierra, y que su luz emplea, para llegar hasta nos- otros, intervalos de tiempo que pueden diferir en mu- chos minutos. Respecto á esas variaciones de la luz zodiacal que habéis visto en las orillas del Orinoco prolongarse minutos enteros, no puedo decidir si de- ben atribuirse á resplandores efectivos, ó bien á un juego de la atmósfera. Me es igualmente imposible esplicar la claridad singular de ciertas noches, asi como la estension y el resplandor anormal de los crepúsculos de 1831, crepúsculos cuya parte más bri- 248 NOTAS. llanto no correspondía, aegun algunos observadores, al lugar que el Sol debia ocupar debajo del horizon- te.» (Tomado de una carta que me dirigió, desde Bre- ma el doctor Olbers, el 26 de marzo de 1833.) (100) Pág. 172.— Biot. Traite d'Astron. physique (3.a edi.). 1841, t. I, p. 171, 238 y 312. (1) Pág, 172.— Bessel, en el Schumacher's Jhar- buch fur, 1839, p. 51; esta velocidad llega quizá á 742.000 miriámetros por dia; la velocidad relativa es, por lo menos, de 618.000 miriámetros; más del doble de la velocidad con que gira la Tierra alrede- dor del Sol. (2) Pág. 174.— Sobre el movimiento del sistema solar, según Bradley, Tobú?s Mayer, Lambert, La- lande y W. Herschell, véase Arago en el Annuaire de 1842, p. 388-399; Argelander en las Astron. Nachr. de Schum., números 363, 364, 498; y sobre Perseo, considerado como cuerpo central, alrededor del cual girare todo el conjunto estelar, en la Memoria vori der eigenen Beioegung des Sonnensystems. 1837, pá- gina 43. Véase también Othon Struve en el Bull. de l'Acad. de Saint* Peterbourg , 1842 t. X, n.° 9, p. 137- 139. Un nu3Vo cálculo de este último dá, para la di- rección del movimiento solar, 261° 23' A. R.; 37° 36, decl.; y uniendo este resultado al de Argenlander, se encuentra por una combinación definitiva de 797 es- trellas, 2595 9' A. R.; 34° 36' decl. (3) Pág. 176.— Aristóteles, de Casio, 1. III, c. 2, p. 201, ed. Belcker; Vhys. 1. Vlil, c. 5, p. 256. (4) Pág. 177.— Savary, en el Connaiseance des NOTAS. 249 temps para 1830, p. 56 y 163; Encke. Berl, Jahrbú- cher, 1832, p. 25 y siguientes; Arago en el Annuaire de 1834, p. 260-295; John Herscheil, en las Mem. of. the]Astron. Soc, t. V, p. t71. (5) Pag. 178.— Bessel, Untersuchung des Theüs der planetaris chen Storungen, welche aus der Bewe- gug der Sonne entsechen, en las Mem. de l1, kcad. des Sciences de Berlín, 1824. (Classe des Mathem.) p. 2-6. La cuestión fué iniciada por Juan Tobías Ma- yer, en los Comment. Soe. Reg. Gotting., 1804-1808, t. XVI., p. 31-68. (6) Pág. 179.— Philos. Transad, for, 1803, pá- gina 225; Arago, Annuaire de 1842, p. 375. Para po- der considerar de un modo sencillo la distancia de las estrellas, tal como la he trascrito algunas líneas más arriba, en el testo, basta colocar dos puntos, que disten entre sí un pió para representar el Sol y la Tierra; Urano entonces estaría situado á 19 pies del primer punto y Vega de la Lira á 64 leguas (de 4.000 metros). (7) Pág. 179.— Bessel, en Schumacher's Jahrbuch, 1839, p. 53. (8) Pág. 179.— Maedler, Astron., p. 476; el mismo, en Schum. Jahrbuch, 1839, p. 95. (9) Pág. 182.— Sir W. Herscheil, en las Phüos, Transad, for., 1817; 2.a parte, p. 328. (10) Pág. 182.— Arago, Astronomie populaire, to- mo II, p. 17. 18 250 NOTAS. (11) Pág. 183.— Sir John Herschell, en una carta escrita desde el cabo de Buena Esperanza el 13 de Euero de 1836; Nicholl, Archit. ofthe Eeavens, 1838, p, 22.— Véanse también muchas indicaciones aisladas de sir William Herschell, sobre el espacio privado de estrellas que nos separa de la via láctea, en las Phüos. Transad, for, 1817; 2.a parte, p, 328. (12) Pág. 183.— Sir John Herschell. Astron., § 624. El mismo, en las Observations of Nebulce and lusters of Stars (Transad, 1833, 2.a parte, p. 479, 25): «We have herea brother System bearing a real physical resemblance and strong analogy of struc- ture of Our own.» (13) Pág. 184.— Sir William Herschell, en las Transad, for, 1785, t. I. p. 257. Sir John Herschdl, Astron. § 616. («The nebulous región ofthe heavens forms a nobulous milky vay, componed of distinet nébulas as the other of stars.» El mismo, en una carta qu- me dirigió en marzo de 1829.) (14) Pág. 184.— John Herschell, Astron., § 585. (15) Pág. 185.— Arago, knnuaire de 1842, p. 282- 285. Astronomie populaire, t. I, p. 524-527 y 534-536. (16) Pág. 185.— Olbers, sobre la transparencia de los espacios celestes en Bode's Jahrbuch, 1826, pá- gina 110-121. (17) Pág. 185.— «An opening in the heavens,» William Herschell en las Transad, for., 1785, tomo LXXV, primera parte, p. 256; el francés Ladlane, en NOTAS. 251 el Conn. des temps para el año VIII. p. 383; Arago, Astronowie populaire, t. I, p. 511. (18) Pág. 186.— Aristóteles, Meteor., 1. II, c. 5, 1; Séneca, Natur. Qucest, 1. I, c. 14, 2. «Coelum dis- cessisse», en Cicerón, de Divin., 1. I, c. 43. (19) Pág. 186. — Arago, Astronomie populaire, 1. 1, página 515. (20) Pág. 187.— En diciembre de 1837, sir John Herschell vio la estrella de Argos, que habia sido hasta entonces de segunda magnitud, crecer rápida- mente en brillo, y llegar á ser de primera. En enero de 1838, lucia ya tanto como la de la del Centauro. Según las noticias más recientes, Maclear la halló en marzo de 1843 tan brillante como Canopea, y aun la de la cruz del Sud parecía completamente deslucida al lado de la de Argos. (21) Pág. 188.— «Henee it follosws that the rays of light of the remotest nébula? must have been almost two millions ofyearson their way, and that con- sequently, so many of years ago, this object must already have had an existence in the sider al hea- ven, in order to send out those rays by which we now perceive it. «Williara Herschell, en las Tran- sad, for., 1802, p. 498; John Herschell, kstron. §590; Arago, Astronomie populaire, t. I, p. 363-406 y 438-445. (22) Pág, 188.— Este verso es de un precioso so- neto de mi hermano Guillermo de Humboldt, gesam- tnelfe Werke.. t. IV, p. 358, núm. 25. FIN DEL TOMO PRIMERO. ÍNDICE. PÁGINAS. Prefacio (le Alejandro de Humboldt 5 Apuntes biográficos de Humboldt 13 Introducción.— Consideraciones sobre los diferen- tes grados de goce que ofrecen el aspecto de la Naturaleza > el estudio de SM3 leyes. . • 26 Primera parte.— El Cielo. Cuadro de los fenóme- nos celestes , 85 Notas 191 COSMOS SBVILLA.-Oücina tipográfica de esta Biblioteca, Castellar 23. BIBLIOTECA HISPANOSUR AMERICANA. COSMOS ENSAYO DE UNA DESCRIPCIÓN FÍSICA DEL MUNDO ALEJANDRO DE HUMBOLDT. VERTIDO AL CASTELLANO PARA ESTA BIBLIOTECA. TOMO II SEVILLA. EDUARDO PERIÉ, EDITOR. 1875. LA TIERRA. CUADRO DE LOS FENÓMENOS TERRESTRES. Después de la naturaleza celeste, vengamos á la terrestre. Un lazo misterioso las une, y en el mito de los Titanes era el sentido oculto, que el orden en el mundo depende de la unión del Cielo con la Tierra. Si por su origen pertenece la Tier- ra al Sol, ó cuando menos á su atmósfera, sub- dividida en otro tiempo en anillos, actualmente está la Tierra en relación con el astro central de nuestro sistema y con todos los soles que brillan en el firmamento, por medio de las emisiones de calor y de luz. Una débil parte del calor terres- tre proviene del espacio en que se mueve nues- tro planeta; y esta temperatura del espacio, re- sultante de las irradiaciones caloríficas de todos los astros del Universo, es casi igual á la tem peratura media de nuestras regiones polares. Pero la acción preponderante pertenece al Sol; sus ra- 6 COSMOS. yos penetran la atmósfera; iluminan y calientan su superficie; producen corrientes eléctricas y magnéticas y engendran y desarrollan el gormen de la vida. Tendremos que considerar primeramente la distribución de los elementos sólidos y líquidos, la figura de la Tierra, su densidad media y las variaciones que esperimenta á cierta profundi- dad, y por último, el calor y la tensión electro- magnética del globo. De este modo llegaremos á estudiar la reacción que el interior ejerce contra la superficie y la intervención de una fuerza uni- versalmente esparcida, el calor subterráneo, nos esplicará el fenómeno de los temblores de tierra, el salto de las fuentes termales, y los poderosos de los agentes volcánicos. Las sacudidas interio- res, modifican poco á poco las alturas relativas de las partes sólidas y líquidas de la corteza terres- tre, y cambian la configuración del fondo del mar. Al mismo tiempo fórmanse aberturas temporales ó permanentes que ponen en comunicación el in- terior de la tierra con la atmósfera; y en tal caso, de una profundidad desconocida surgen masas en fusión que se estienden por los flancos de las mon- tañas, ya con impetuosidad, ya con un movimien- to lento, hasta que la fuente ígnea se agota y la humeante lavase solidifica bajo la corteza de que está cubierta. Nuevas rocas se presentan enton- ces á nuestra vista, en tanto que las fuerzas plu- tónicas modifican las antiguas por medio del con- tacto con las formaciones recientes, y más fre- HUMBOLDT. 7 cuentemente aun por la influencia de un manan- tial próximo de calor. Las aguas ofrecen combinaciones de otra na- turaleza; tales son las concreciones de restos de animales ó vejetales; los sedimentos terrosos, arcillosos ó calizos, y los conglomerados, com- puestos de detritus de las rocas, cubiertos por capas formadas de conchas silíceas de los infu- sorios, y por los terrenos de trasporte donde ya- cen las especies animales del mundo antiguo. El estudio de estas formaciones, lleva á comparar la época actual con las anteriores; á combinar los hechos; á generalizar las ^relaciones de os- tensión y las de las fuerzas q;^g se ven todavía en actividad. .o Hace dicho que los grandes telescopios nos ha- bían dado á conocer el interior de los demás pla- netas, mas bien que su superficie: la indicación es exacta si se esceptúa la Luna. Merced á las observaciones y á los cálculos astronómicos pó- sanse los planetas, se miden sus volúmenes, y determínanse sus masas y densidades con preci- sión; pero quedan ignoradas sus propiedades fí- sicas. Solo en la Tierra, merced al contacto inme- diato estamos en relación con los elementos que componen la naturaleza orgánica é inorgánica. Hemos visto como la física del Cielo, desde las lejanas nebulosas hasta el cuerpo central de nues- tro sistema, está limitada á las nociones genera- les de volumen y de masa. Allá nuestros sentidos no pueden percibir rasgo alguno de vida, y si se 8 cosw han aventurado algunas conjet uras acerca de la naturaleza de los elementos que,; constituyen tal ó cual cuerpo celeste, ha sido preciso deducirlo de simples semejanzas. Pero las p ropiedades de la ma- teria y todo ese tesoro de coriocimientos que dan á nuestras ciencias físicas tanta grandeza y po- der, lo debemos únicamente á la superficie del planeta que habitamos y más aun á su parte só- lida que á su parte líquida . Después de haber señaiado la diferencia esen- cial que existe bajo este punto de vista entre la ciencia de la tierra y la ciencia de la cuerpos ce- lestes, es in dispensa ule reconocer también hasta donde pueden esUaderse nuestras investigacio- nes sobre las prue;edades de la materia. Su cam- po está circunscrito por la superficie terrestre, ó más bien por la profundidad adonde las escava- ciones naturales y los trabajos de los hombres nos permiten llegar. Estos últimos no han pene- trado en el sentido vertical más que 650 metros bajo el nivel del mar, se ha demostrado que los depósitos de carbón de piedra, mezclados con res- tos orgánicos del mundo antiguo, se hunden á 2000 metros bajo el nivel del mar. Los terrenos calcáreos y las capas devonianas alcanzan una doble profundidad. Todo cuanto está situado á mayores profundidades que las depresiones de que he hablado, que los trabajos de los hombres y que el fondo del mar donde la sonda haya po- dido llegar (30,000 pies de sonda sin alcanzarle) nos es tan desconocido como el interior de los HCMBOLDT. 9 demás planetas de nuestro sistema solar. La elevación de la temperatura á proporción que se vá profundizando en el terreno, y la reac- ción del interior del globo contra la superficie, nos conducirán á la larga serie de los fenómenos volcánicos: tales son, los terremotos, las emi- siones gaseosas, las fuentes termales, los volca- nes de cieno y las corrientes de lava que vomi- tan los cráteres eruptivos. También la potencia de las fuerzas elásticas obran alterando el nivel de la superficie. Grandes playas, continentes en- teros, se han levantado $ hundido; las partes sólidas se separan de las fluidas; el Océano, atra- vesado por corrientes cálidas ó frias, cubre de hielo los polos. Los límites que separan las aguas de los con- tinentes esperimentan frecuentes cambios. Las llanuras han oscilado de abajo arriba y de alto á bajo. Asi se descubre, siguiendo el examen de los fenómenos en su mutua dependencia, que las fuerzas poderosas cuya acción se ejerce en las entrañas del globo, son también las que quebran- tan la corteza terrestre, y abren salida á la lava arrojada por la enorme presión de los vapores elásticos. Estas fuerzas que en otro tiempo solevanta- ron hasta la región de las nieves perpetuas las cimas de los Andes y del Himalaya, han produ- cido también en las rocas combinaciones y agre- gaciones nuevas, y trasformado las capas, ante- riormente depositadas en el seno de las aguas, 10 COSMOS. en donde existia ya bajo mil formas la vida or- gánica. Las partes sólidas y secas de la superficie ter- restre donde la vejatacion ha podido desarrollar- se en todo su vigor, están en continua relación de acción y reacción con las masas que las ro- dean en donde reina casi esclusivamente la or- ganización animal. El elemento líquido se halla á su vez cubierto por las capas atmosféricas. La humedad acumulada en la región de las nu- bes se condensa alrededor de los vértices ele- vados, corre por los flancos de las montañas, y de allí vá á esparcir por las llanuras la fecun- didad y el movimiento. Pero si la distribución de los mares y de los continentes, la forma general de la superficie y la dirección de las líneas ésotermas, regulan ó dominan la geografía de las plantas, no sucede lo mismo cuando se trata de las razas humanas. Los progresos de la civilización concurren con los accidentes locales, aunque de una manera más eficaz, á determinar los caracteres diferen- ciales de la raza y su distribución numérica so- bre la superficie del globo. Ciertas razas, fuer- temente apegadas al suelo que ocupan, pueden ser rechazadas de él y aun destruidas por razas vecinas más desarrolladas, sin que apenas quede de ellas un recuerdo que recoger en la historia. Otras, inferiores solamente por el número, atra- viesan entonces los mares, y de este modo es como han adquirido casi siempre los pueblos na- HUMBOLDT. ll vagantes sus conocimientos geográficos, aunque la superficie total del globo, ó al menos la de los paises marítimos, no se haya conocido del uno al otro polo sino hasta mucho después. Antes de abordar en los detalles el vasto cua- dro de la naturaleza terrestre, he querido indi- car aquí en globo de qué manera pueden reu- nirse en una sola obra la descripción de la su- perficie de la Tierra; las manifestaciones de las fuerzas que se mueven sin cesar en su seno; las relaciones de estension y de configuración, tanto horizontal como verticalmente consideradas; las formaciones típicas de la geognosia; los grandes fenómenos del mar y de la atmósfera; la distri- bución geográfica de las plantas y de los ani- males; y por último, la gradación física de las razas humanas, únicas suceptibles de cultura intelectual, siempre y por do quiera. Esta uni- dad de esposicion supone que los fenómenos han sido mirados en su mutua dependencia y en el orden natural de su encadenamiento. La simple yusta posición de los hechos no llenaría el ob- jeto que me propongo; no podría satisfacer la necesidad de una verdadera exposición cósmica. Pasando ahora á pintar la naturaleza terres- tre bajo todos sus aspectos, necesario es empe- zar por la figura y las dimensiones de la Tierra, atento que la figura geométrica de este planeta nos manifiesta su origen y su historia tan bien 6 mejor que el estudio de sus rocas y minerales. Su forma elíptica acusa la fluidez primitiva, ó 12 COSMOS. al menos el reblandecimiento de su masa; así como su aplanamiento es para los que saben leer en el libro de la naturaleza, uno de los da- tos mas antiguos de la geognosia. «La figura matemática de la Tierra es aquella que tomaría su superficie si la cubriese completamente un líquido en estado de reposo;> y á esta superficie ideal, que no reproduce las desigualdades ni los accidentes de la parte sólida de la superficie real, es á la que se refieren todas las medidas geodésicas, cuando se las reduce al nivel del mar. Para determinar exactamente esta super- ficie ideal, b^sta conocer el valor del aplana- miento y la longitud del diámetro eqnatorial; pero el estudio completo de la superficie exigiría que una doble medida fuere ejecutada en dos di- recciones rectangulares. Con las once medidas de grados (determina- ciones de la curvatura de la Tierra en diferen- tes puntos de su superficie) practicadas hasta ahora, nueve de ellas en nuestro siglo, conoce- mos ya bien la figura del globo. Estas medidas no dan para diferentes meridianos la misma cur- vatura bajo igual latitud. El decrecimiento de la pesadez cuando se va del ecuador al polo, de- pende de la ley que siguen las variaciones de la densidad en el interior del globo; y lo mismo sucederá con cuantas deducciones saquemos de este hecho respecto de la figura de la Tierra. Tres métodos se han empleado para determi- nar la curvatura de la Tierra; á saber: las me- HUMBOLDT. 13 didas efectivas de grados de meridiano; las ob- servaciones del péndulo; y ciertas desigualdades lunares: todas tres dan idéntico resultado. El primer método es á la vez geométrico y astro- nómico; en los otros dos, se pasa de los movi- mientos observados con exactitud á las fuerzas que los han producido, y de estas mismas fuer- zas á su causa común, que está en relación con el aplanamiento de la Tierra. Cuéntase que Galileo en su niñez, hallándose un dia en los divinos oficios, reconoció la posi- bilidad de medir la elevación de la cúpula de la iglesia por la duración de las oscilaciones de las lámparas suspendidas en la bóveda á alturas desiguales. ¡Cuan lejos estaba entonces de pre- ver que su péndulo seria trasportado del uno al otro polo, para determinar la figura de la Tierra, ó mas bien, para comprobar que la di- ferente densidad de las capas terrestres influye sobre la longitud del péndulo de segundos! Conocida la figura de la Tierra, puede dedu- cirse de ella la influencia que ejeice en los mo- vimientos de la Luna; y recíprocamente, cono- ciendo bien estos movimientos es fácil llegar a la forma de nuestro planeta. El aplanamiento que se deduce asi de las desigualdades lunares, tiene sobre las medidas aisladas de grado, y so- bre las observaciones del péndulo, la ventaja de ser independiente de los accidentes locales, y puede considerarse como el aplanamiento medio de nuestro planeta. Comparándole con la veloci- 14 COSMOS. dad de rotación de la Tierra, prueba que la den- sidad de las capas terrestres va creciendo desde la superficie hacia el centro; resultado idéntico al que se obtiene cuando se compara los aplana- mientos de Júpiter y Saturno con la duración de sus respectivas rotaciones. Los dos hemisferios presentan casi la misma curvatura bajo las mismas latitudes; pero las medidas de grados y las observaciones del pén- dulo dan para diversas localidades resultados tan diferentes, que ningura figura regular pue- de adaptarse á datos asi obtenidos. La figura real de la Tierra es á una figura regular geo- métrica, «lo que la accidentada superficie de un mar tempestuoso á la superficie tranquila de un estanque.» No le bastaba al hombre haber medido asi la Tierra, sino que le era preciso también pe- sarla; y para ello se han imaginado muchos mé- todos. El primero consiste en determinar, por medio de una combinación de medidas astronó- micas y geodésicas, cuánto desvia la plomada de la dirección vertical á las inmediaciones de las montañas. Fúndase el segundo en la compara- ción de las longitudes de un péndulo que se hace oscilar primero al pié, y luego al vértice de una montaña. El tercero es la balanza de torsión, que puede considerarse también como un pén- dulo oscilante en el sentido horizontal. De estos tres procedimientos, el último es el más seguro. Las investigaciones recientes de Reich, hechas HUMBOLDT. 15 en la balanza de torsión, han fijado la densidad media de toda la Tierra en 5, 44, tomando por mitad la del agua pura. Ahora bien: según la naturaleza de las rocas que componen las capas superiores de la parte sólida del globo, la densi- dad de los continentes es apenas de 2,7; y por consiguiente la densidad media de los continen- tes y de los mares no llega á 1,6. Véase, pues, cuánto deberá ir creciendo hacia el centro la densidad de las capas interiores, si bien sea por la presión que esperimentan, ó bien por la na- turaleza de sus materiales. Muchos físicos célebres, colocados en puntos de vista diferentes, han deducido de este resul- tado conclusiones diametralmente opuestas acer- ca del interior de nuestro globo. Háse calculado á cuanta profundidad deben adquirir los líqui- dos, y aun los gases, mayor densidad que la del platino ó el iridio; y después, para armonizar la hipótesis de la compresibilidad indefinida de la materia con el valor fijo del aplanamiento, redu- cido ya hoy á límites muy aproximados entre sí, el ingenioso Leslie se ha visto en la necesidad de presentarnos el interior del giObo terrestre como una caverna esférica «llena por un fluido im- ponderable, pero dotada de una fuerza de espan- sion enorme.» Tan aventuradas concepciones dieron origen bien pronto á ideas aun más fan- tásticas, en espíritus verdaderamente estraños á las ciencias. Llegóse á suponer que crecían plan- tas en aquella esfera hueca; poblósela de anima- 16 COSMOS. les; y para disipar las tinieblas, díjose que cir- culaban en ella dos astros: Pluton y Proserpina. La figura, la densidad y consistencia actuales del globo están íntimamente ligadas á las fuer- zas que se agitan en su seno independiente de toda influencia esterior. Así, la fuerza centrífu- ga, consecuencia del movimiento de rotación de que está animado el esferoide terrestre, ha de- terminado el aplanamiento del globo; y á su vez este aplanamiento denota la fluidez primitiva de nuestro planeta. Una cantidad enorme de caló- rico latente háse hecho libre por la solidifica- ción de esta masa fluida; y si, como Fourier di- ce, las capas superficiales son las primeras que se han enfriado y solidificado al emitir sus rayos hacia los espacios celestes, las partes más próxi- mas al centro deben haber conservado su fluidez é incandescencia primitivas. En la ignorancia completa en que estamos acerca de la naturaleza de los materiales de que está formado el interior de la Tierra; de los di- versos grados de capacidad para el calórico y de conductibilidad de las capas superpuestas; y por último, de las trasformaciones químicas que las materias sólidas ó líquidas deben esperimentar bajo la influencia de una presión enorme, no po- demos aplicar á nuestro planeta sin reserva las leyes de la propagación del calórico que ha des- cubierto un profundo geómetra para un esferoi- de homogéneo de metal, ayudado de una análi- lisis que él mismo habia creado. Las leyes cono- HUMBOLDT. 17 <ñdasde la hidráulica no pueden aplicarse áeste estado intermedio sin grandes restricciones. La atracción del Sol y de la Luna, que levanta las aguas del Océano y produce las mareas, debe ha - cerse sentir también bajo la bóveda formada por las capas solidificadas, produciendo indudable- mente en la masa fundida un reflujo, una varia- ción periódica de la presión que soporta la bó- veda. Sin embargo, estas oscilaciones deben de ser muy pequeñas, y no podemos atribuir á ellas, sino á fuerzas interiores más poderosas, los temblores de tierra. El calórico se propaga en el globo terrestre de tres maneras diferentes. El primer movi- miento es pariódico y hace variarla temperatu- ra de las capas terrestres á medida que el caló- rico, según las estaciones y la posición del Sol, penetre de alto á bajo, ó se estienda de abajo á arriba, tomando la misma senda, aunque en sen- tido inverso. El segundo movimiento es de una escesiva lentitud: una parte del calórico que pe- netra por las capas ecuatoriales, se mueve en el interior de la corteza terrestre hasta casi los polos; allí se desvía de su dirección, sale á la atmósfera y vá á perderse en las apartadas re- giones del espacio. El tercer modo de propaga- ción es el más lento de todos, y consiste en el enfriamiento secular del globo. En la época de las más antiguas revoluciones de la Tierra, esta pérdida del calor central ha debido ser conside- rable; pero ha ido tan á menos desde los tiempos 18 COSMOS. históricos, que escapa casi á los instrumento» termométricos. La superficie de la Tierra se en- cuentra por lo tanto colocada entre la incan- descencia de las capas interiores, y la baja tem- peratura de los espacios celestes, que probable- mente es inferior al punto de congelación del mercurio. Las variaciones periódicas que la situación del Sol y los fenómenos meteorológicos producen en la temperatura de la superficie, no se propa- gan al interior de la Tierra sino hasta muy cor- tas profundidades. Los puntos situados á dife- rentes profundidades sobre una misma línea ver- tical, alcanza así, en épocas muy diferentes, el máximun y el niínimun de la temperatura que les corresponde; y cuanto má.s se alejan de la superficie menor es en ellos la diferencia de sus dos estrenaos. En 1.a región templada que nosotros habitamos, la capa de temperatura invariable se encuentra á una profundidad de 24 á 27 me- tros; hacia la mitad de ella las oscilaciones que el termómetro esperimenta á consecuencia de las alternativas de las estaciones, valen á penas medio grado. Bajo los trópicos, la capa invaria- ble se encuentra ya á 1 pió debajo de la superfi- cie. Puede considerarse esta temperatura media de la atmósfera en un punto dado de la superfi- cie, ó mejor dicho, en un grupo de puntos cer- canos, como el elemento fundamental que deter- mina en cada región la naturaleza del clima y de la vegetación. Pero la temperatura media de HUMBOLDT. 10 toda la superficie es muy diferente de la del mis- ino globo terrestre. Se pregunta frecuentemente si el curso de los siglos ha modificado sensible- mente esta media temperatura del globo; si el clima de una región se ha deteriorado; si el in- vierno se h a hecho en ella más dulce, y el estío menos cálido. El termómetro es el único medio de resolver cuestiones semejantes, y su descu- brimiento apenas se remonta á dos siglos y me- dio; y casi no ha sido aplicado de una manera racional hasta hace ciento veinte años. No su- cede lo mismo cuando se trata del calor central de la Tierra. Así como de la igualdad en la du- ración délas oscilaciones de un péndulo puede deducirse la invariabilidad de su temperatura, así también la constancia de la velocidad de la rotación que anima al globo terrestre, nos dá la medí :1a de la estabilidad de su temperatura media. El descubrimiento de esta relación entre la duración del dia y el calor del globo, es cier- tamente una de las más brillantes aplicaciones que han podido hacerse de un largo conocimiento de los movimientos celestes, al estudio del esta- do térmico de nuestro planeta. Se sabe que la velocidad de rotación de la Tierra por medio de la irradiación, debe disminuir su volumen; por consiguiente todo decrecimiento de temperatura corresponde á un aumento de la velocidad de ro- tación, es decir, á una disminución en la dura- ción del dia. Ahora bien, teniendo en cuenta las desigualdades seculares del movimiento de la Lu- 20 COSMOS. na, en el cálculo de los eclipses observados en las épocas más remotas, se encuentra que desde el tiempo de Hiparco, es decir, dos mil años há, la duración del dia no ha disminuido ciertamente ni aun la centésima parte de un segundo. Puede afirmarse sin salir de estos mismos límites, que la temperatura media del globo terrestre no ha variado en Iil70 de grado, desde dos mil años acá. Las consideraciones precedentes acerca del calórico interno de nuestro planeta descansan casi esclusivamente en los resultados de las mag- níficas investigaciones de Fourier. Poisson ha suscitado ciertas dudas sobre la realidad de este crecimiento continuo del calórieo terrestre des- de la superficie del globo hasta su centro; según él no hay calórico que no haya penetrado de lo esterior á lo interior; y el que no proviene del Sol depende de la temperatura, ó muy alta ó muy baja, de los espacios celestes que atraviesa el sistema solar en su movimiento de traslación. Por más que esta hipótesis se haya emitido por uno de los más profundos geómetras de nuestra época, no ha podido satisfacer ni á los físicos ni á los geólogos. La misteriosa dirección de la aguja imantada depende á la vez del tiempo y del espacio, del curso del Sol y de la posición geográfica. Por la aguja imantada puede sa- berse la hora que es del dia, lo mismo que bajo los trópicos por las oscilaciones del barómetro. Las auroras boreales, resplandores rogizos que coloran el cielo de nuestras regiones árticas, HÜMBOLDT. 21 ejercen también sobre la aguja una acción pa- sajera, pero inmediata. Cuando el movimiento horario de la aguja se vé turbado por una tem- pestad magnética, acontece con frecuencia que la perturbación se manifiesta simultáneamente, así como suena, en la tierra y en el mar, á cen- tenares y millares de legu&s, ó bien se propaga en todos sentidos por la superficie del globo, de una manera sucesiva y con cortos intervalos de tiempo. Es cosa verdaderamente admirable, que los movimientos irregulares d« do* peque- ñas agujas imantadas pueden revelarnos la dis- tancia que las separa, aunque se las suspenda bajo tierra á grandes profundidades, y enseñar- nos por ejemplo, á qué distancia del Oriente de Ccetinga ó de París, se encuentra Casan. Pero cuando la súbita perturbación del mo- vimiento horario de la aguja anuncia y prueba la existencia de una tempestad magnética, es preciso confesar que ignoramos aun el lugar don- de reside la causa perturbadora: ¿será en la cor- teza terrestre, ó en las regiones superiores de la atmósfera? Por desgracia la cuestión aun no es- tá resuelta en la actualidad. Si se considera la Tierra como un verdadero imán, es preciso en- tonces atribuirle según la espresion de Federico Gauss, célebre fundador de una teoría general del magnetismo terrestre, la fuerza magnética de una barra imantada, de una libra de peso, por cada octavo de metro cúbico. Parece que los pueblos occidentales conocie- 22 cosmos. ron desde muy antiguo la fuerza de atracción de los imanes naturales; y es por lo mismo hecho bien notable, que solo los pueblos de la estremi- dad oriental del Asia, los chinos conociesen la acción reguladora que el globo terrestre ejerce sobre la aguja^ imantada. Mas de mil años antes de nuestra era, en la época tan oscura de Codro y de la vuelta de los Heraclides al Peloponeso, los chinos tenían ya balanzas magnéticas, uno de cuyos brazos llevaba una figura humana que indicaba constantemente el Sud; y se servían de esta brújula para caminar á través de las inmen- sas estepas de la Tartaria. Ya en el siglo III de nuestra era, es decir, setecientos años por lo me- nos antes de la introducción de la brújula en los mares europeos, los barcos chinos navegaban por el Océano índico, según la indicación mag- nética del Sud. La fuerza magnética de nuestro planeta se manifiesta en la superficie por tres clases de fe- nómenos, uno de los cuales corresponde á la intensidad variable de la fuerza misma, mien- tras que los otros dos comprenden los hechos re- lativos á su dirección variable, es decir, la incli- nación y la declinación', este último ángulo se cuenta en cada lugar en el sentido horizontal, á partir del meridiano terrestre. El efecto comple- to que el magnetismo produce en lo esterior, puede también representarse gráficamente por medio de tres sistemas de líneas, á saber: las lí- neas isodinámicas, las líneas isoclínicas, y las HUMBOLDT. 23 líneas isogónicas\ «^ en otros términos: las líneas de igual intensidad, de igual inclinación y de igual declinación. La distancia y la posición re- lativa de estas líneas no permanecen siempre las mismas, sino que están sometidas á continuas desviaciones oscilatorias. Las variaciones horarias de la declinación dependen riel tiempo verdadero; están reguladas por el Sol mientras luce sobre el horizonte, y decrecen en valor angular con la latitud magné- tica. Cerca del Ecuador, por ejemplo, en la isla de Rawak, son apenas de tres á cuatro minutos, mientras que suben hasta trece ó catorce en la Europa central. Ahora bien; como desde las ocho y media de la mañana hasta la una y media de la tarde, por término medio, la estremidad bo- real de la aguja se dirige del Este al Oeste en el hemisferio septentrional y dei Oeste al Este en el hemisferio austral, se ha supuesto con razón que debe haber en la Tierra una región situada probablemente entre el Ecuador terrestre y el Ecuador magnético, en la cual la variación ho- raria de la declinación sea nula completamente. Esta última curva, no hallada todavía, podria llamarse línea sin variación horaria de la de- clinación. Así como se ha dado el nombre de polos mag- néticos á los puntos de la superficie de la Tierra en que desaparece la fuerza horizontal, de igual manera se llama Ecuador magnético^ la curva formada por los puntos en que la inclinación de 24 cosmos. la aguja es nula. La posición de esta línea y sus cambios seculares de forma han sido en nuestros dias objeto de serias investigaciones. Según los excelentes trabajos de Duperre y que ha atrave- sado el Ecuador magnético en seis ocasiones di- ferentes desde 1822 á 1825, los nodos de los dos Ecuadores, es decir, los dos puntos en que la linea sin inclinación corta el Ecuador terrestre, pa- sando de uno á otro hemisferio, están colocados de una manera poco regular: en 1825, el nodo que estaba cerca de la isla de Santo-Tomás hacia la costa occidental de África, se hallaba á 188° 1(2 del modo situado en el mar del Sud, junto á las pequeñas islas de Gilberto, casi bajo el meridia- no del archipiélago de Vití. A principios de este siglo, he determinado yo astronómicamente á 3600 metros bajo el nivel del mar, el punto 7o 1* lat. aust. y 80° 54' long. occid.) en que el Ecua- dor magnético corta la cadena de los Andes en- tre Quito y Lima. Al Oeste de este punto, el Ecuador magnético atraviesa casi todo el mar del Sud en el hemisferio austral y se aproxima lentamente al Ecuador terrestre. Poco antes de llegar al Archipiélago Indio, pasa el hemisferio septentrional, toca únicamente las estremidades meridionales del Asia, y penetra en seguida en el continente africano al Oeste deSocotora, hacia el estrecho de Bab-el-Mandeb, siendo entonces cuando se separa más del Ecuador terrestre. Después de haber atravesado las regiones desco- nocidas dtel interior del continente africano en, HUMBOLDT. 25 dirección al Sud-Oeste, el Ecuador magnético vuelve á la zona austral de los trópicos hacia el Golfo de Guinea, separánlose entonces de tal modo del Ecuador terrestre, que va á cortar la costa brasileña hacia Os Ilheos, al Norte de Por- to-Seguro, á los 15° de latitud austral. Desde allí á las mesetas elevadas de las cordilleras, en que he podido observar la inclinación de la agu- ja, entre las minas de plata de Micuipampa y la antigua residencia de los Incas, Caxamarca, re- corre toda la América del Sud; vasta región, que por aquellas latitudes es aun para nosotros una tierra incógnita, magnética, como el África Central. Por recientes observaciones, recogidas y dis- cutidas por Sabine, sabemos que desde 1825 á 1837 el nodo de la isla de Santo Tomás se ha ade- lantado 4o de Oriente á Occidente. Seria de suma importancia si el otro nodo, situado en el mar del Sud, hacia las islas de Gilberto, ha retro- cedido al Oeste otro tanto, aproximándose al me- ridiano de las Carolinas. Los brillantes descubrimientos de Oersted, Arago y Paraday demuestran que existe una re- lación íntima entre la tensión eléctrica de la at- mósfera y la tensión magnética del globo ter- restre. Según Oersted, el conductor queda iman- tado por la corriente eléctrica que le atraviesa; y según Faraday, del magnetismo nacen por in- ducción corrientes eléctricas. El magnetismo, pues, no es otra cosa que una de las formas 2(3 COSMOS. múltiples bajo las cuales puede manifestarse la electricidad; y estaba reservado á nuestra época el probar la identidad de las fuerzas eléctricas y magnéticas, presentidas ya confusamente desde los tiempos más remotos. Con gran sorpresa mia, he reconocido que los salvajes de las orillas del Orinoco, saben producir la electricidad por me- dio del lucimiento; los niños de esas tribus se entretenían en frotar los granos aplanados, se- cos y brillantes de una planta trepadora sili- cuosa (probablemente la negrilla), hasta que conseguían atraer con ellos hebras de algodón ó briznas de cañas. Para aquellos salvajes, eso era simplemente un juego de niños; pero para nosotros, ¡qué asunto de graves reflexiones! En- tre aquellos juegos eléctricos de los salvajes, y nuestros para-rayos, nuestras pilas voltaicas y nuestros chispeantes aparatos magnéticos, hay un abismo insondable que han escavado miles de años de progreso y de desarrollo intelectual» Cuando reflexionamos sobre la perpetua mo- vilidad de los fenómenos del magnetismo ter- restre; cuando vemos que la intensidad, la incli- nación y la declinación varían á la par con las horas del dia y de la noche, con las estaciones, y aun con el número de años trascurridos, no podemos menos de creer que las corrientes eléc- tricas de que dependen estos fenómenos, forman sistemas parciales muy complejos en el interior de la corteza de nuestro planeta. Pero ¿cuál es el origen de estas corrientes? ¿Serán como en los HUMBOLDT. 27 esperimentos de Seebek, simples corrientes ter- mo-eléctricas producidas por la desigual distri- bución del calórico, ó más bien corrientes de in- ducción, nacidas de la acción calorífica del Sol? ¿Concederemos cierta influencia en la distribu- ción de las fuerzas magnéticas al morimiento de rotación de la Tierra, y á la diferente velocidad de las zonas según su mayor ó menor distancia al Ecuador? ¿Existirá quizás algún centro de ac- ción magnética en los espacios interplanetarios, ó en cierta polaridad del Sl»1 y de la Luna? Estas últimas hipótesis nos recuerdan que G-aliJeo en su célebre Diálogo, esplica la dirección constan- te del eje de la Tierra par medio de un centro de acción magnética situado en los espacios celestes. Si nos representamos el interior del globo terrestre como una masa mantenida en el esta- do de liquefacción por un calor enorme, pre- ciso es que renunciemos á la hipótesis del nú- cleo magnético que han supuesto en la Tierra algunos físicos para esplicar estos fenómenos. Sin embargo, el magnetismo no desaparece completamente sino á la temperatura del blanco, y el hierro conserva todavía vestigios, mientras su temperatura no pasa del rojo oscuro. Atri- buíanse en otro tiempo las variaciones horarias de la declinación al calentamiento progresivo de la Tierra bajo la influencia del movimiento diur- no aparente del Sol; pero esta acción interesa so- lamente la capa más superficial, pues se halla demostrado por observaciones hechas cuidado- -8 COSMOS. sámente en varios puntos del globo, valiéndose de termómetros colocados debajo de tierra á di- ferentes profundidades, que el calor solar pene- tra tan solo á algunos pies, y con estremada lentitud. En el estado actual de nuestros conocimien- tos tenemos, pues, que resolvernos á ignorar las últimas causas físicas d¿ estos complicados fe- nómenos; que si la ciencia ha hecho de algún tiempo acá brillantes progresos, es bajo otro aspecto muy diferente, ya determinando numé- ricamente los valores medios de cuanto puede ser sometido á las medidas de tiempo y de espa- cio, ya dirigiendo todos sus esfuerzos á distin- guir lo que hay de constante y regular en el fondo de esas variables apariencias. De Toronto, en el alto Canadá, hasta el Cabo de Buena-Es- peranza y la tierra de Van-Diemen, y de París á Pekin se halla el globo cubierto de Observato- rios magnéticos, en los cuales se espía sin cesar desde 1828, por medio de observaciones simul- táneas, toda manifestación regular ó irregular de magnetismo terrestre, y se calculan hasta las variaciones de 1(40,000 en la intensidad total. Intimas relaciones existen entre el magne- tismo del globo y las fuerzas electro-dinámicas valuadas por Ampere de una parte, y la produc- ción de la luz polar y del calórico de nuestro planeta, de otra, advirtiendo que los polos mag- néticos de la Tierra se consideran como polos de frió. Hace mas de 128 años, Halley sospechaba HUMBOLDT. 29 que las auroras boreales podrían ser muy bien simples fenómenos magnéticos: hoy esta vaga sospecha ha adquirido el valor de la certidum- bre esperiraental, después que el brillante des- cubrimiento de Faraday nos ha hecho ver que la luz puele producirse por la solí acción de las fuerzas magnéticas. Hay ciertos fenómenos precursores de la au- rora boreal: ya durante el dia que precede á la aparición nocturna, la marcha irregular de la aguja imantada anuncia una perturbación en el equilibrio de las fuerzas magnéticas terrestres. Cuando esta perturbación alcanza su mas enér- gico grado de desarrollo, el equilibrio roto se restablece por medio de una descarga acompa- ñada de luz. «La aurora boreal no debe ser con- siderada como causa esterior de la perturbación, sino como resultado de una actividad terrestre, cuyo poder alcanza á producir fenómenos lumi- nosos, y que se manifiesta así, de un lado, por esta producción de luz, y de otro, por las osci- laciones de la aguja imantada » La aparición de la aurora boreal es el acto que pone fin á una tempestad magnética, así como en las tempesta- des eléctricas otro fenómeno luminoso, el relám- pago, anuncia que el equilibrio momentáneamente alterado en la distribución de la electricidad, llega al cabo á restablecerse. Para reunir en un solo cuadro todos los ras- gos característicos de este fenómeno, conviene ante todo describir el nacimiento, y después las 30 eos uos. diversas fases do una aurora boreal completa- mente desarrollada. Hacia el meridiano magné- tico del lugar en que se ha de realizar el fenó- meno, el cielo, antes puro y sereno, empieza á encapotarse por el horizonte, formándose en él una especie de velo nebuloso que sube ler ta- mente hasta llegar por último á una altura de 8 ó 10 grados; por entre este segmento oscuro, cuyo color pasa del negruzco al violado, se divi- san las estrellas como á través de una espesa niebla. Otro arco mas ancho, pero de brillante luz, al principio blanco y después amarillo, li- mita el segmento oscuro; pero como este arco lu- minoso aparece después que el segmento, es im- posible atribuir la presencia de este último á un simple efecto de contraste con el arco brillante. A las veces, el arco luminoso parece agitado durante horas enteras, por una especie de efer- vescencia y por un cambio continuo de forma, antes de comenzar á despedir los rayos y colum- nas de luz que suben hasta el zenit. 'Cuanto mas intensa es la emisión de la luz polar, mas vivos son sus colores, que pasan del violado y el blanco azulado al verde y rojo purpurino, por todas las tintas intermedias. Las columnas de luz salen, al parecer, del arco brillante, mezcladas con ra- yos negruzcos que semejan una espesa humare- da; ó bien se elevan simultáneamente en dife- rentes puntos del horizonte, confundiéndose en un mar de fuego. Es tal en ciertos momentos la intensidad de esta luz, que Lowenoern pudo HÜMBOLDT. 31 reconocer en pleno dia, el 29 de Enero de 1786, los cambios luminosos y ondulaciones de la au- rora boreal. Suelen verse con bastante frecuencia auroras australes en nuestros climas, así como se ven auroras boreales entre los trópicos, en Méjico, por ejemplo, en el Perú, y aun hasta los 45° de latitud austral; y no es raro que el equilibrio magnético se turbe simultáneamente hacia uno y otro polo. Como quiera que sea, el aspecto del fenómeno depende siempre de la posicicn del ob- servador, y cada cual ve su aurora boreal, así como cada cual ve también diferente su arco iris. Es necesario distinguir la zonr. terrestre en que la aparición luminosa es simultáneamente visible en todas partes desde que se presenta, y las regiones mucho menos estensas en que se reproduce casi todas las noches. Una misma au- rora boreal ha sido frecuentemente observada á la propia hora en Inglaterra y en Pensilvania, én Roma y en Pekin; salvo que la frecuencia de estas apariciones disminuye con la latitud mag- nética, ó en otros términos, decrece á medida que el observador se aleja, no del polo terrestre, sino del magnético. Mientras que en Italia una aurora boreal es fenómeno muy raro, obsérvase muy á menudo por el contrario en América, en el paralelo de Filadelña, porque estas regiones están menos distantes del polo magnético. En Irlanda, Groenlandia, Terra-Nova, á orillas del lago del Esclavo y en Fort-Entreprise en el alto 32 cosmos. Canadá, el cielo se ilumina todas las noches en ciertas épocas del año con resplandores movi- bles, que como dicen los habitantes de las islas de Shetland, forman «una alegre danza.» Las au- roras boreales, por último, no son ni mas vivas ni mas frecuentes en el mismo polo magnético, sino á cierta distancia de dicho punto; así al menos se desprende de los datos recogidos en las espediciones polares. Al dar á tan magnificas apariciones el nom- bre de auroras boreales, ó el mas inexacto aun de luces polares, se ha querido solamente desig- nar la dirección por donde empiezan á producirse las mas veces. La gran importancia de este fe- nómeno consiste en que la Tierra está dotada de la cualidad de emitir una luz propia, distinta de la que recibe del Sol. La intensidad de la luz terrestre, ó propiamente hablando, la claridad que en todo su esplendor puede esparcir esta luz sobre la superficie de la Tierra, es algo mas viva que la del primer cuarto de Luna, y tan fuerte á veces, que sin tr bajo ha sido posible leer ca- racteres impresos. Esta luz de la Tierra, cuya emisión no se interrumpe casi nunca hacia los polos, nos recuerda el resplandor fosforescente que se observa por lo común en la parte de Ve- nus no iluminada por el Sol; y no será estraño que otros planetas (Júpiter), la Luna y aun los cometas posean también una luz nacida de su propia sustancia, independiente de la que el Sol les envia, y cuyo origen comprueba el polaris- HUMBOLDT. 33 copo. Aun prescindiendo de la apariencia pro- blemática, pero muy común, de las nubes poco elevadas, cuya superficie toda brilla durante al- gunos minutos con trémulo resplandor, hay en nuestra atmósfera otros ejemplos que citar de esta producción de las terrestre, cuales son las famosas nieblas secas de 1783 y 1831, que emi- tian una luz muy sensible durante la noche; aquellas grandes nubes, observadas con tanta frecuencia por Rocier y por Beccaria, que bri- llaban con luz apacible; y por último (observa- ción ingeniosa de Arago), la luz difusa que guia nuestros pasos en las noches de otoño ó prima- vera, cuando las nubes interceptan toda luz ce- leste y la nieve no cubre aun la Tierra. Si las altas latitudes tienen sus auroras, cuyos res- plandores coloreados atraviesan é iluminan la atmósfera, las cálidas regiones de los trópicos tienen también su luz, que brilla en la superficie del Océano, en una estension de muchos miles de leguas cuadradas. Pero aquí la luz es un pro- ducto de las fuerzas ©rgánicas de la naturaleza; las olas, coronadas de espuma fosforescente, se alzan, ruedan y quiebran como en un mar de fue- go; cada punto de su inmensa superficie es una chispa, y en cada chispa se manifiesta la vida animal de un mundo invisible. Tales son las fuen- tes numerosas de la luz terrestre. Si el calor central de nuestro planeta se liga, por una parte, á la producción de las corrientes electro-magnéticas, y déla luz terrestre que nace T. II. 3 34 cosmos. de ellas, bajo otro punto de vista, se presenta como fuente principal de los fenómenos geog- nósticos. Ahora nos proponemos considerar estos fenómenos en su encadenamiento y diversas fa- ses, desde la conmoción puramente dinámica y el levantamiento de los continentes ó de las ca- denas de montañas, la erupción de los gases y de los vapores, de los torrentes de lodo hirvien- do y de las rocas ígneas ó de lavas en fusión, que se trasforman por el enfriamiento en rocas cris- talizadas. A fin de seguir en el cuadro de los fenómenos geognósticos el orden mismo de su filiación y de su dependencia originaria, empezaremos por aquellos cuyo carácter es esencialmente diná- mico. Los temblores de /ierra se manifiestan por oscilaciones verticales, horizontales ó circula- res, que se suceden y se repiten con cortos in- tervalos. La^ dos primeras especies de sacudidas son frecuentemente simultáneas: tal es, á lo me- nos, el resultado de las numerosas observacio- nes de este género que he podido hacer por mar y por tierra en una y otra parte del mundo. La acción vertical de abijo á arriba produjo en Rio- bamba, en 1797, el efecto de la esplosion de una mina, hasta el punto de que los cadáveres de gran número de sus habitantes fueron arrojados mas allá del arroyo de Lican hasta la Cuica, co- lina cuya altura es de muchos centenares de pies. Ordinariamente la sacudida se propaga en línea recta ú ondulada á razón de 4 á 5 miriá- HUMBOLDT. 35 metros por minuto; alguna vez se estiende á la manera de las ondas y forma círculos de conmo- ción, en los cuales las sacudidas se van del cen- tro á la circunferencia, pero disminuyendo de intensidad. Los medios que se han imaginado pira estu- diar las ondas de conmoción indican con bas- tante exactitud su dirección y su intensidad to- tal, pero no su alternancia ó su intumescencia periódica. La ciudad de Quito está situada al pié de un volcan todavia en. actividad (el Rucu Pi- chincha) á 2,910 metros sobre el nivel del mar; posee bellas cúpulas, elevadas iglesias, casas macisas de muchos pisos, y los temblores de tierra son allí frecuentes; pero con gran sor- presa mía he visto que rara vez estas sacudidas cuartean las paredes, al paso que en los llanos del Perú, oscilaciones mucho menos fuertes per- judican las chozas de Bambú muy poso eleva- das. Los indígenas que han conocido millares de temblores de tierra, creen que esta diferencia depende menos de la duración larga ó corta de las sacudidas y de la lentitud ó rapidez de la os- cilación horizontal, que de la regularidad de los movimientos que se producen en sentidos con- trarios. Las sacudidas circulares 6 giratorias son las mas raras, pero también las mas peli- grosas. En los países en que los temblores de tierra son relativamente mas raros, se cree general- mente, á consecuencia de una inducción incom- 36 cosmos. pleta, que la serenidad de la atmósfera, un calor sofocante y el horizonte cargado de vapores, son los fenómenos precursores del terremoto; pero es un error, contradicho no solamente por mi propia esperiencia, sino que también por la de todos los observadores que han pasado algunos años en comarcas tales como Cumaná, Quito, el Perú y Chile, cuyo suelo se vé frecuentemente agitado por violentas sacudidas. Yo he sentido temblores de tierra en tiempo sereno ó lluvioso, y lo mismo con la fresca brisa dei Este, que con un huracán tempestuoso. La intensidad de cierto ruido que casi siem- pre acompaña á los temblores de tierra, no cre- ce en la misma proporción que la violencia de las sacudidas. Estudiando atentamente las di- versas fases del temblor de tierra de Riobamba (4 de febrero de 1797), acontecimiento de los más terribles que ha mencionado la física de nuestro globo, me convencí plenamente de que la gran sacudida no fué acompañada del más leve rumor. La formidable detonación (el gran ruido) que se oyó debajo de tierra en Quito y en Ibarra paro nó en Tacunda, ni en Hambato, ciudades más aproximadas sin embargo, al cen- tro de conmoción, no se produjo sino" 18*ó 20 minutos después de la catástrofe. Un cuarto de hora más tarde del célebre terremoto que des- truyó á Lima (28 de octubre de 1740), se oyó en Trujillo un trueno subterráneo, pero sin produ- cir sacudida alguna. Así también, trascurrido HUMBOLDT. 37 largo tiempo desde el gran temblor de tierra de Nueva Granada (16 de noviembre de 1827), des- crito por Boussingault, se oyeron en el valle de Cauca detonaciones subterráneas que se suce- dían de 30 en 30 segundos pero siempre sin sacu- didas. La naturaleza del ruido es sumamente varia- ble: ya rueda, brama y resuena como si choca- ran cadenas; á las veces es vibrante como los estallidos de los truenos cercanos, y también re- tumba con estrépito, cual si en las cavernas sub- terráneas se quebrasen masas de obsidiana ó de rocas vitrificadas. Es sabido que los cuerpos só- lidos son excelentes conductores del sonido, y que las ondas sonoras se propagan en la arcilla cocida con una velocidad de diez ó doce veces mayor que en el aire; y por lo tanto los ruidos subterráneos pueden oirse á distancias enormes del punto donde se producen. En los llanos de Calabozo y en las orillas de Rio -Apure en Cara- cas, uno de los afluentes del Orinoco, es decir, en una estensíon de 1,300 miriámetros cuadra- dos, se oyó una espantosa detonación, no acom- pañada de sacudidas, en el momento mismo en que un torrente de lava salía del volcan de San Vicente, situado en las Antillas á una distancia de 120 miriámetros, que es, como si dijéramos, que una erupción del Vesubio se había sentido en el Norte de Francia. Aun cuando estos ruidos subterráneos no va- yan aconiDañados de sacudidas, producen siem- 38 cosmos. pre honda impresión, aun sobre aquellos que han habitado mucho tiempo en parajes sometidos á frecuentes sacudimientos, pues espérase con an- siedad lo que seguirá á estos gruñidos interiores. Por formidable que sea para el espectador la erupción de un volcan, siempre queda circuns- crita en estrechos límites; mas no sucede lo mis- mo con los temblores de tierra, pues si bien la vista distingue apenas las oscilaciones del sue- lo, el asolamiento que éstas producen pueden es- tenderse á miles de leguas. En los Alpes, en las costas de Suecia, en las Antillas, en el Canadá, en Turinga y hasta en los pantanos del litoral del Báltico, se sintieron las sacudidas del tem- blor de tierra que destruyó á Lisboa el 1.° de noviembre de 1755. Rios lejanos fueron aparta- dos de su curso, fenómeno ^a señalado en la an- tigüedad por Demetrio de Calateo; las fuentes termales de Taeplitz se agotaron en un princi- pio, y después aparecieron de nuevo con aguas coloreadas de ocre ferruginoso é inundaron la ciudad; en Cádiz las aguas del mar se elevaron á 20 metros sobre su nivel ordinario, y en las pequeñas Antillas, donde la marea no subt? casi nunca de 70 á 75 centímetros, se elevaron las olas negras como la tinta á más de 7 metros de altura. Háse calculado que las sacudidas se per- cibieron en este dia fatal, sobre una estension de territorio cuatro veces mayor que la de Europa. Ninguna fuerza destructora, sin esceptuar ni aun la más mortífera de nuest~as invenciones, HUMBOLDT. 39 es capaz de hacer perecer á tantos hombres á la vez en un espacio de tiempo tan corto en algu- nos minutos, y en algunos segundos, perecieron sesenta mil hombres en Sicilia el año 169.1; trein- ta ó cuarenta mil en el temblor de tierra de Rio- bamba de 1797, y quizás cinco veces otros tantos en el Asia menor y en Siria en tiempo de Tiberio y Justino el Anciano, hacia los años 19 y 526. Si fuera posible reunir noticias del estado diario de toda la supeificie terrestre, se adqui- riría bien pronto la xonviccion de que se halla siempre agitada por sacudidas en alguno de sus puntos, incesantemente sometida á la reacción de la masa interior. Basta considerar la fre- cuencia y universalidad de este fenómeno, pro- vocado indudablemente por la elevación de tem- peratura; y el estado de fusión de las capas in- feriores, para comprender que es independiente de la naturaleza del suelo en que se manifiesta. Si puede creerse á primera vista que los tem- blores de tierra producen efectos puramente di- námicos, estudiando los hechos más corrobora- dos, se conoce bien pronto que no se limitan á levantar de su anticuo nivel países enteros, ta- les corno la costa de Chile en noviembre de 1822, y Ella-Bund en junio de 1819, después del tem- blor de tierra de Cuth, sino que dan nacimiento también á erupciones de agua caliente (en Ca- tania 1818) de vapores acuosos (en el valle del Misisipí, cerca de Nueva-Madrid, 1812), de mias- mas tan perjudiciales á los rebaños que pastan 40 COSMOS. en Jos Andes, de lodo, de negra humadera, y aun de llamas, (en Mesina, 1783 y en Cumaná 1707). Durante el gran tenblor de tierra que destruyó á Lisboa el L° de noviembre de 1755, viéronse salir llamas y columnas de humo de una grieta formada nuevamente en la roca de Alvidras, cer- ca de la ciudad, tanto más espesa, cuanto las detonaciones subterráneas eran más intensas. El común origen de los fenómenos que acabo de describir, se halla aun envuelto en la oscuridad. Indudablemente es preciso atribuir á la reacción de los vapores sometidos á una presión enorme en el interior de la tierra, todas las sacudidas que agitan su superficie, desde las más formi- dables esplosiones hasta esas débiles conmocio- nes, en modo alguno peligrosas, que se sintieron durante muchos dias en Scaccia de Sicilia, antes del levantamiento volcánico de la nueva isla de Julia, Es evidente que el foco donde nacen y se desarrollan estas fuerzas destructoras está si- tuado debajo de la costra terrestre, ¿pero á qué profundidad? Lo ignoramos; así como la natu- raleza química de estos vapores tan violenta- mente comprimidos. Si la actividad de los volcanes, cuando no en- cuentran salida, se ejerce contra el suelo y pro- voca temblores de tierra, estos, á su vez, obran por reacción sobre los fenómeno3 volcánicos. Las grietas ayudan á la formación de los cráteres de erupción y favorecen las reacciones químicas que en ellos se engendra por el contacto del aire* HUMBOLDT. 41 Una columna de humo que salia del volcan de Pasto, en la América del Sud, desapareció súbi- tamente el 4 de febrero de 1797, durante el gran temblor de tierra que destruyó á Riobamba, 36 miriámetros más allá, hacia el Sud. Temblores de tierra que se hacian sentir en toda la Siria, en las Ciclades y en Eubea, cesaron de repente en el momento mismo en que un torrento de ma- terias ígneas brotaba en las llanuras de Chaléis. Refiriendo este hecho el célebre geógrafo d'Ama- sea, añade: «que des'le que las bocas del Etna se habían abierto y bomitaban fuego; desde que las masas de agua y de lavas en fusión pueden ser arrojadas fuera, el litoral padece menos tem- blores de tierra que cuando los cráteres estaban cerrados antes de la separación de la Sicilia y de la Italia.» Es, pues, indudable, que la fuerza, volcánica interviene en los temblores de tierra; pero esta potencia universalmente esparcida como el calor central del planeta, llega raramente, y esto en algunos puntos aislados, á producir fenómenos de erupción. Las masas liquefactas de basalto, de melaflro y de grunstein que surgen del inte- rior, llenan poco á poco las hendiduras y acaban por cerrar toda salida á los vapores. Cuando es- tos se acumulan, acrece su tensión, y su reac- ción contra la costra terrestre puede ejercerse de tres maneras distintas: ó quebrantan el suelo, ó le levantan bruscamente, ó varian con lentitud la diferencia de nivel entre los continentes y los 42 COSMOS. mares. Esta última acción no es sensible sino después de largos años, y fué observada por pri- mera vez en una estension considerable de Suecia. Después de haber considerado á la Tierra co- mo fuente de calórico, de corrientes electro- magnéticas, de la luz de las auroras pelares, y de los movimientos irregulares que agitan su superficie, réstanos descubrir los productos ma- teriales de las fuerzas que animan nuestro pla- neta, y las modificaciones químicas que se efec- túan en sus capas superiores, y aun en la mis- ma atmósfera. Vemos salir del suelo vapores acuosos; efluvios de gas ácido carbónico, casi siempre sin mezcla de ázoe; gas hidrógeno sul- furado, vapores sulfurosos; y con más rareza, vapores de ácido sulfúrico ó de ácido hidroclóri- co; por último, gas hidrógeno carbonado, del cual se sirven desle hace miles de años en la provin- cia china de Sse-Tchuan para alumbrarse y ca- lentarse, y que acaba de aplicarse recientemente á los mismos usos en Fredonia, pequeña ciudad del Estado de NewYork de los Estados-Unidos de América. Las grietas de donde escapan estos ga- ses y vapores no se presentan únicamente en las cercanías de los volcanes, sino que se las en- cuentra también en las regiones donde faltan el traquito y las demás rocas volcánicas. De todas estas emanaciones gaseiformes, las más numerosas y abundantes son las de ácido carbónico denominadas también mofetas. En las HUMBOLDT. 43 regiones volcánicas, las emisiones de ácido car- bónico aparecen como un último esfuerzo de la actividad volcánica. En épocas anterioras, el ca- lor más fuerte del globo terrestre y el número considerable de grietas que las rocas ígneas no habían cortado aun, favorecieron poderosamente estas emisiones; grandes cantidades de vapores de agua caliente y gas ácido carbónico se raez ciaron con la atmósfera, y produjeron en casi todas las latitudes esa vegetación exhuberante, esa plenitud de desarrollo orgánico cuyo cuadro ha trazado Adolfo Brongniart. En las regiones cálidas y húmedas, donde la atmósfera se halla siempre sobrecargada de gas ácido carbónico, los vegetales ene mtraron condiciones tan favo- rables á su desarrollo, que pulieron formar los materiales de las capas de carbón de piedra y de lignito, fuentes casi inagotables de fuerza física y de bienestar para las naciones. Estos lechos de combustibles están repartidos principalmente en cuencas que la naturaleza parece haber conce- dido especialmente aciertas regiones de Europa, tales enmo las Islas Británicas, la Bélgica, la Francia, las provincias Rinianas interiores y la Silesia superior. La enorme cantidad de ácido carbónico cuya combinación con la cal ha pro- ducido las rocas calizas, formando esas grandes capas en que solo entra próximamente como una octava parte de carbón, salió entonces del fondo de la Tierra, bajo la influencia predominante de las fuerzas volcánicas. Lo que no pudieron ab- 44 COSMOS. sorver las tierras alcalinas, se repartió en la atmósfera, donde los vejetales del antiguo mundo se unieron incesantemente; el aire, purificado asi por el desarrollo de la vida vejetal, no con- tiene ya hoy dia sino una preparación le gas ácido carbónico est.remadamente escasa y sin in- fluencia deletérea en las organizaciones anima- les del mundo actual. Por entonces también, abundantes emisiones vaporosas de ácido sulfú- rico ocasionaron la destrucción de las innume- rables especies de moluscos y peces que habita- ban las aguas del antiguo mundo, y formaron las capas de yeso contorneadas en todos sentidos y sometidas por aquel tiempo, sin duda alsruna, á frecuentes sacudidas. Causas físicas análogas hacen surgir aun hoy del seno do la Tierra, gases, líquidos, légamos y lavas hirvientes; pudiendo ser considerados los cráteres de erupción como especies de fuentes intermitentes. Todas estas materias deben su temperatura y su constitución química á los mis- mos lugares de donde surgen. El calor medio de las fuentes es inferior al de la atmósfera cuando sus aguas descienden de las alturas. Las proce- dentes de lo alto de las montañas pueden mezclar- se á las del interior de la Tierra, de donde resulta que la temperatura de las fuentes no dá siempre con exactitud la posición de las líneas isogeoter- mas ó líneas de igual temperatura interna de la Tierra, como notamos mas de una vez mis com- pañeros de viaje y yo en el Asia septentrional. HÜMBOLDT. 45 Para que los manantiales frios puedan dar- nos fielmente la temperatura media, es preciso que estén puros de toda mezcla con las aguas que descienden de las alturas ó con las que vie- nen de capas muy profundas, y que además re- corran un largo trayecto subterráneo á la pro- fundidad constante de 13 á 19 metros en nues- tros climas, y de poco más de 1 metro, en las regiones equinociales. Con efecto, la tempera- tura no comienza á ser constante en aquellas diferentes regiones, sino en las capas que se en- cuentran á las profundidades indicadas; ó en otros términos; á las capas en que las variaciones ho- rarias diurnas, y aun mensuales, de la atmós- fera, dejan de ser perceptibles. Según lo que sabemos respecto del crecimien- to del calórico en el interior de la Tierra, las capas donde estas aguas adquieren una tempe- ratura tan elevada deben estar situadas á una profundidad de 2,200 metros. Si el calor interno de la Tierra es la causa general que produce los manantiales calientes, las rocas que estos atraviesan no pueden modificar su temperatura sino en virtud de su permeabilidad ó de su ca- pacidad para el calórico. Los más calientes de todos les manantiales permanentes, aquellos cu- ya temperatura es de 95° ó de 97,- son también los más puros y menos cargados de materias minerales en disolución; pero su calor es me- nos constante que el de los tranantiales com- prendidos entre 50 y 74°. La invariabilidad de 46 cosmos. éstos, bajo la relación de la temperatura y de la composición química, se ha conservado de una manera muy notable, al menos en Europa» desde hace cincuenta ó sesenta años, es decir, desde que la exactitud de nuestras medidas ter- mométricas y de nuestras análisis ha permitido comprobarlo, La repentina aparición del Joru- 11o, nuevo volcan cuya existencia se ignoraba antes de mi viaje á América, ha demostrado cómo pueden proceder los manantiales de agua caliente de las aguas pluviales que caen en el interior le la Tierra para reaparecer más lejos, después de haber estado en contacto con un foco volcánico. Cuando el Jorullo se elevó de repente en setiembre de 1759, á 513 metros sobre ias llanuras que le rodean, dos pequeños ríos lla- mados de Cuitimba y San Pedro, desaparecieron á la par: algún tiempo después fuertes sacudi- das les abrieron salida, y reaparecieron bajo la forma de manantiales termales. En 1803 medí su temperatura y era de 65°,8. Puesto que los temblores de tierra vienen frecuentemente acompañados de emisiones de agua y de vapores, podemos considerar las sal- sas ó pequeños volcanes de fango, como el pun- to de transición de las emisiones gaseosas y de los manantiales termales á las espantosas erup- ciones de los montes ignívomos. Con efecto, si esos manantiales irregulares de materias fun- didas, que llamamos volcanes, dan nacimiento á las rocas volcánicas, pirsu parte los manan- HUMBOLDT. 47 tiales termales, cuyas aguas están cargadas de ácido carbónico y de gas sulfuroso, producen por vía de depósito, de una manera lenta, pero continua, capas de travertino horizontalmente superpuestas, ó bien forman montecillos cóni- cos, como en la Argelia por ejemplo, y en los Baños de Caxamarca sobre la vertiente occi- dental de las cordilleras peruanas. Las salsas ó volcanes de fango merecen, en mi concepto, mayor atención que la que han acostumbrado á concederles los geólogos. El ha- ber desconocido la imp -rtancia de este fenóme- no, depende de que hasta ahora no se ha con- siderado más que la última de las dos fases que presenta, es decir, el período de calma en que persisten las salsas durante siglos enteros. La aparición de las salsas vá acompañada de tem- blores de tierra, de truenos subterráneos, del levantamiento de regiones enteras y de emisio- nes de llamas que se elevan á gran altura, si bien son de corta duración. La aparición de los volcanes de fango ofrece siempre cierto carácter de violencia, si bien no pueden quizás citarse dos fenómenos de este gé- nero que la ofrezcan en igual grado; después de la primera erupción acompañada de llamas, pre- sentan al observador el aspecto de una activi- dad interior del globo terrestre, débil, es cierto, pero continua, y que siempre va ganando terre • no. Pronto llega acortarse la comunicación con las capas profundas en donde reina un intenso 48 COSMOS. calor, y vienen las erupciones de fangos frios á demostrarnos que el sitio del fenómeno en esta segunda fase no tiene quizás su asiento á mucha distancia de la superficie. La reacción del inte- rior del globo contra su corteza esterior se ma- nifiesta con una fuerza completamente distinta en los volcanes propiamente dichos, esto es, en los puntos donde existe comunicación, ya sea permanente, ya periódica, con un foco situado á gran profundidad. Es preciso distinguir cuida- dosamente todos los efectos volcánicos mas ó menos pronunciados, tales como los temblores de tierra; las fuentes de agua caliente ó de vapo- res; los volcanes de fango; la erección de las mon- tañas de traquita á manera de cúpula ó campa- na, pero sin escavacion; la formación de una abertura en el vértice de estas montañas, ó la de un cráter de elevación en los terrenos basál- ticos; y la aparición final de un volcan perma- nente en estos mismos cráteres, ó en medio de los restos de su andamiada primitiva. En épocas diferentes, y según sus distintos grados de acti- vidad y de potencia, los volcanes permanentes emiten vapores acuosos ó ácidos, escorias in- candescentes, y cuando las resistencias han sido vencidas, estrechas corrientes de lava fundida bajo la forma de prolongados arroyos de fuego. Con no menor energía, si bien de una manera mas local, se ha manifestado también la reacción del interior de nuestro planeta en el solevanta- miento de porciones aisladas de la costra terres- HUMBOLDT. 49 tre, causado por los vapores elásticos, y que aparece bajo las formas de cúpulas redondas de traquita feldespática y de dolerita; ó en el rom- pimiento de las capas á consecuencia de la pre- sión de abajo á arriba y en la sucesiva eleva- ción de las mismas, da tal suerte que producen una vertiente interior, dando así lugar á que se forme el recinto de un cráter de elevación. Este cráter presenta el aspecto de una isla volcánica, cuando el fenómeno de que hablamos se efectúa en el fondo del mar, cosa que no suele ser muy común. De este modo se ha formado el circo de Nisyros en el mar Egeo, y el de Palma, descrito con notable erudición por Leopoldo de Buch. Un volcan propiamente dicho, no existe sino allá donde hay una comunicación permanente del interior del globo con la atmósfera. Enton- ces, la reacción del interior contra la superficie procede por largos períodos, pudiendo estar in- terrumpida durante siglos y reproducirse ense- guida con nueva energía, como antiguamente acaeció en el Vesubio. En Roma pensábase ya en tiempo de Nerón en colocar al Etna entre los volcanes que se apagan poco á poco; mas tarde afirmó Eliano que su vértice se hundía porque los navegantes no lo distinguían ya de tan lejos como otras veces. Si los indicios de la primera erupción subsisten, y se conserva intacta la ar- mazón primitiva, entonces el volcan se alza del centro de un cráter de levantamiento, y el cono áe erupción está rodeado de una muralla circu- _ .. 4 50 COSMOS. lar de rocas cuyo asiento ha sido fuertemente empujado hacia arriba. Algunas veces, no se encuentran vestigios del recinto que formaba esta especie de círculo, y en tales casos el vol- can, cuya figura no es siempre circular, se le- vanta inmediatamente sobre una meseta á la manera de prolongada cumbre; tal es el Pichin- cha, al pié del cual está construida la ciudad de Quito. Si á los volcanes se llama con ju^ta razonen muchas lenguas montañas ignívomas, no por ello deduciremos que estas montañas se hayan for- mado siempre por la acumulación incesante de corrientes de lava. Su composición parece mas bien resultar en general de un levantamiento brusco de las masas reblandecidas de traquito, 6 de augita mezclada con labrador. La altura del volcan da la medida de la fuerza que lo ha pro- ducido. Hay tanta variedad en esta altura, que ciertos cráteres tienen apenas las dimensiones de una simple colina, en tanto que en otros pai- sajes se ven conos de 6,000 metros de elevación. La altura de los volcanes, me ha parecido que ejerce una grande influencia en sus erupciones; y que su actividad está en razón inversa de su altura. En vez de estar libres y aislados en medio de las llanuras, pueden los volcanes hallarse ro- deados como los de la doble cadena de los Andes de Quito, de una meseta de 3 ó 4,000 metros de elevación. Esta circunstancia bastaria quizás HUMB0LDT. 51 para esplicar los fenómenos particulares de aquellos volcanes que no vomitan nunca lava, aun en medio de formidables erupciones de esco- rias incandescentes, y deesplosionesque se oyen á mas de cien leguas. Tales son los volcanes de Pop.iyan, los de la meseta de los Pastos y los de los Andes de Quito, salvo el volcan de Anti- sana, único quizás que se esceptúa entre estos últimos. Lo que da á un volcan su fisonomía particu- lar, es on primer término: la altura del cono de cenizas; después, la forma y la magnitud de su cráter. Pero estos elementos principales* de la configuración general de las montañas ignívo- mas, el cono de cenizas y el cráter, no dependen de ninguna manera de las dimensiones de la mis- ma montaña. Situado casi siempre en la cima de la mon- taña ei cráter de los volcanes, forma un valle profundo semejante á un cono truncado, cuyo fondo es casi siempre accesible á pesar de sus continuos cambios; y aun puede decirse que la mayor ó menor profundidad del cráter es un in- dicio que permite juzgar si la última erupción es ó no reciente. Largas hendiduras, de donde se escapan torrentes de humo, ó bien pequeñas es- cavaciones circulares llenas de materias en fu- sión, se abren y se cierran alternativamente en este valle. El fondo se hincha ó se hunde, y le- vántanse allí montecillos de escorias y conos de erupción que surgen á veces sobre los bordes 52 COSMOS. del cráter, cambiando así el aspecto de la mon- taña durante años enteros; pero á la erupción siguiente, estos conos caen y desaparecen de re- pente. No deben por lo tanto confundirse, como ha acontecido con harta frecuencia, las abertu- ras de los conos de erupción con el cráter mismo que las contiene. Cuando este último es inacce- sible á causa de su profundidad y de la vertiente de sus paredes como sucede al Rucu-Pichincha (4.855 metros;), podemos al menos colocarnos so- bre el borde, y considerar los vértices del cono que se levanta desde el fondo del valle interior, rodeados de vapores sulfurosas. ¡Magnífico es- pectáculo! Nunca se me ha presentado la natu- raleza bajo un aspecto mas grandioso que en los bordes del cráter de Pichincha. En el intervalo de una á otra erupción puede suceder que el volcan no produzca ningún fenómeno luminoso, y sí solo vapores de agua caliente que se esca- pan por las grietas; no siendo estraño encontrar en el área recalentada del cráter, montecillos de escorias á las cuales podemos aproximarnos sin peligro. En este último caso, es dado ai geólogo viajero, entregarse sin temor al placer de ver en miniatura el espectáculo de una erupción: masas de escorias inflamadas, arrojadas sin ce- sar por pequeños volcanes, caen sobre los lados de los montecillos, y cada esplosion se anuncia regularmente po7 un temblor de tierra pura- mente local. La lava sale algunas veces de las cavernas ó de los pozos que se forman en el mis- HUMBOLDT. 5:-1. mo cráter; pero nunca llega á romper las pare- dea ni á esparcirse por encima de los bordes. Si tiene lugar entre tanto una ruptura en las la- deras de la montaña, la lava sale entonces por ella, y la corriente ígnea sigue una dirección tal, que el fondo mismo del cráter propiamente dicho, no deja de ser accesWe en la época de sus erupciones parciales. Para dar una idea exacta de estos fenómenos, tan frecuentemente desfigurados por narraciones fantásticas, hemos debido insistir en la descripción de la forma y de la estructura normal de los montes ignívo- mos, cuidando sobre todo fijar el sentido de las palabras cráteres, volcanes, cono de erupción, cuya vaguedad y diferentes acepciones han in troducido tanta confusión en esta parte de la ciencia. Los volcanes se elevan sobre la línea de las nieves perpetuas, como los de la cadena de los Andes, presentan fenómenos particulares. Las masas de nieve que los envuelven se derriten re • pentinameate durante las erupciones, y produ cen inundaciones poderosas, torrentes que arras- tran en pos de sí pedazos de hielo y escorias humeantes. Estas nieves ejercen también una acción continua durante el período de calma del volcan, por sus filtraciones incesantes en las ro- cas de traquito. Las cavernas que se hallan en las laderas de la montaña ó en su base, se trans- forman poco á poco en. receptáculos subterrá- neos que se comunican por estrechos canales con 54 cosmos. los arroyos alpinos de la meseta de Quito. Los peces de estos arroyos se multiplican preferen- temente en las tinieblas de las cavernas; y cuan- do las sacudidas que preceden siempre á las erupciones de las cordilleras quebrantan la masa entera del volcan, las bóvedas subterráneas, abriéndose de repente, vomitan á la vez agua, peces y fango tobáceo. Este cuadro general de los fenómenos volcá- nicos, seria incompleto, si nos limitásemos á des- cribir su actividad dinámica y la estructura de los volcanes; réstanos, pues, arrojar una mirada sobre la inmensa variedad de sus productos ma- teriales. Las fuerzas subterráneas destruyen las antiguas combinaciones de los elementos para formar con ellos otras nuevas, ejerciendo su acción sobre la materia liquefactada por el ca- lor, durante todo el tiempo que permite el estado de fluidez ó de disgregación de la misma mate- ria. Las líquidas, ó simplemente reblandecidas, se solidifican bajo la influencia de una presión mas ó menos considerable; y esta diferencia de presión parece ser la causa principal de la que existe entre las rocas plutónicas y las rocas volcánicas. El nombre de lava se aplica á las materias fundidas que salen en prolongadas cor- rientes de un orificio volcánico. Cuando varias de estas corrientes se encuentran, y son detenidas por un obstáculo, se ensanchan, llenan grandes depósitos y se solidifican en ellos formando ca- pas superpuestas. Esto es todo lo que puede de- HDMBOLDT. 55 cirse en general acerca de la especie de acti- vidad volcánica de que se trata. La composición mineralógica de la lava varía según la naturaleza de las rocas cristalinas que constituyen el volcan; según la altura del punto en que se efectúa la erupción; y, por último, según el caler mas ó menos fuerte que reina en el interior. En algunos volcanes faltan comple- tamente varios productos vitrificados, como la obsidiana, la perlita y la pómez; en otros, estas rocas provienen del cráter, ó de puntos situados interiormente á pequeñas profundidades. El es- tudio de estas relaciones, importantes para com- plejas, exige una gran exactitud en la análisis química ó cristalográfica. Las emisiones gaseosas están formadas en gran parce por vapores de agua pura; se conden- san y dan origen á manantiales como los que sirven á los cabreros de la isla de Pantellaria. En la mañana del 26 de octubre de 1822 se vio salir por una hendidura lateral del cráter del Vesubio una corriente que por algún tiempo se creyó fuese de agua hirviendo; pero examinán- dola mas de cerca Monticelli, halló que era solo una corriente de ceniza seca, de lava reducida á polvo por el rozamiento que corria como fina arena. Esta columna ascendente de ceniza es la que Plinio el Joven describe en su célebre carta á Tácito, comparándola á un pino que no tenga mas ramas que las de la copa. Los resplandores 56 cosmos. que se divisan durante las erupciones ce esco- rias, y el brillo rojizo de las nubes situadas por encima del cráter, no son verdaderas llamas, ni pueden atribuirse á la combustión de gas hidró- geno; son, sí, reflejos de la luz de las masas candescentes lanzadas por el volcan á gran al- tura, y provienen también del mismo cráter, que ilumina los vapores ascendentes. En cuanto á las llamas que se han visto salir del fondo del mar, como en tiempo de Strabon, durante las erupciones de volcanes situados cerca de la cos- ta, ó poco antes del levantamiento de una nueva isla, nada nos atrevemos á decidir. Independientes de la influencia de los climas en su modo de distribución geográfica, hánse di- vidido los volcanes en dos clases esencialmente diferentes: los volcanes centrales y las cadenas volcánicas. Los primeros forman siempre el cen- tro de un grupo de volcanes secundarios muy numeroso y regularmente dispuestos en todos sentidos; al paso que los de las cadenas volcáni- cas están escalonados á cortas distancias en una misma dirección, como chimeneas que se hubie- ran formado sobre una falla. Esta segunda clase se subdivide á su vez en otras dos: ó bien les volcanes de una misma cadena se elevan del fondo del mar en forma de islotes cónicos, y entonces están ordinariamente distribuidos al p*é de una cadena de montañas primitivas que corre en la misma dirección, ó bien están colocados entre la linea culminante de la cadena primitiva cuyas HÜMBOLDT. 57 cimas forman. El Pico de Tenerife, por ejemplo, es un volcan central, y el centro de un grupo al cual pertenecen las islas volcánicas de Palma y Lanzarote. El inmenso baluarte natural que se estiende desde el Chile meridional hasta la costa Noroeste de América, ya simple, ya dividida en dos ó tres ramales paralelos, reanudados de tre- cho en trecho por estrechas articulaciones tras- versales; la cadena de los Andes, en una pala- bra, nos ofrece en gran escala el ejemplo de una cadena volcánica, colocada en tierra firme. El gran número de volcanes activos situados en las islas ó en las costas, y las erupciones sub- marinas que se producen todavia de tiempo en tiempo, han hecho pensar que la actividad vol- cánica está subordinada ala proximidad del mar, y háse creido que la una no podia desarrollarse ni durar sin la otra. Aceptando estas ideas anti- guas como punto de partida, se ha procurado últimamente fundar toda la teoría de los volca- nes sobre la hipótesis de la introducción de las aguas marinas en sus focos, es decir, en las ca- pas mas profundas de la corteza terrestre. Esta teoría produjo una discusión muy complicada; mas sin embargo, después de bien considerados los datos que actualmente posee la ciencia, pa- réceme que el debate podia reasumirse en las cuestiones siguientes: ¿Los vapores acuosos que incontestablemente exhalan los volcanes en gran cantidad, aun en sus periodos de reposo, provie- nen de las aguas saladas del mar ó de las aguas 58 cosmos. dulces meteóricas? ¿La fuerza de espansion del vapor de agua que se desarrollad diversas pro- fundidades en los focos de los volcanes, puede formar equilibrio con la presión hidrostática de las aguas del mar, y permitiría en ciertos casos un libre acceso á los focos volcánicos? ¿La pro- ducción de una gran cantidad de cloruros metá- licos; la presencia de la sal marina en las hen- diduras de los cráteres, y la del ácido hidrocló- rico libre en los vapores acuosos que se despren- den de aquellos, suponen necesariamente la in- tervención de las aguas del mar? ¿La inactivi- dad de los volcanes, ya temporal, ya permanente y definitiva, está determinada por la obliteración de los canales que primitivamente han conduci- do hacia sus focos las aguas del mar ó las aguas meteóricas? Finalmente, y sobre todo, ¿cómo conciliar la carencia de "llamas y la falta de gas hidrógeno durante el período de actividad, con la hipótesis que atribuye esta actividad á la descomposición de una enorme masa de agua? (no hay que perder de vista que el desprendi- miento de hidrógeno sulfurado es propio de las sulfaratas, más bien que de los volcanes activos). Los fenómenos volcánicos no dependen, pues, de la proximidad del mar, en el sentido de que deban su origen á la introducción de las aguas en las regiones subterráneas; que si las costas a 1 parecer ofrecen favorable asiento á las erupcio- nes, es en razón de que forman los bordes de pro- fundas llanuras ocupadas por el mar, y de que HUMBOLDT. 59 estos bordes cubiertos solamente por las capas de agua, y situados á mayor abundamiento á algunos miles de metros bajo el nivel del in- terior de los continentes, deben presentar en general á la acción de las fuerzas subterráneas, mucho menos resistencia que la tierra firme. La formación de los volcanes actuales cuyos cráteres establecen una comunicación perma- nente, entre la atmósfera y el interior del globo, no debe ser de época muy remota, porque las capas de creta más elevadas, como todas las formaciones terciarias, existian antes que estos volcanes, como lo demuestran las erupciones de traquito y los basaltos que constituyen por lo común las paredes de los cráteres de levanta- miento. Los melafiros se estienden hasta las ca- pas medias terciarias, pero empieza ya á mos- trarse bajo de la formación jurásica, puesto que atraviesan los abigarrados asperones. Conviene no confundir los cráteres actualmente en acción, con las erupciones anteriores de granito, de por- firos cuarzosos, y de eufótida, que se efectuaron por las fallas deí antiguo terreno de transición. La actividad volcánica puede desaparecer completamente, como ha sucedido en Auvernia; algunas veces cambia de lugar y busca otra sa- lida en la misma cadena de montañas y enton- ces la estincion no es más que parcial* Sin ne- cesidad de remontarnos más allá de los tiempos históricos, encontramos ejemplos de estincion total mucho más recientes que los de Auvernia. 60 COSMOS. En efecto, el Mosychlos, volcan situado en la lisa consagrada á Vulcano, y cuyos «torbelli- nos de llamas» cita Sófocles, esta en la actua- lidad apagado; y otro tanto ^uede decirse del volcan de Medina, que, s^gun Burckhardt, vo- mitó el último torrente de lava el 2 de no- viembre de 1276. Hemos llegado al término de la descripción general de los volcanes, una de las más impor- tantes manifestaciones de la actividad interior de nuestro planeta; descripción fundada parte en mis propias observaciones, y parte en los trabajos de mi amigo Leopoldo de Buch, el me- jor geólogo de nuestra época, y el primero que ha reconocido la íntima conexión y dependen- cia mutua de los fenómenos volcánicos. Estos trabajos me sirvieron do guía, principalmente en lo que se refiere á los contornos generales. El estudio analítico del reino animal y ve- getal del mundo primitivo, ha seguido dos di- recciones, de las cuales han resultado dos cien- cias distintas. La una, meramente morfológica, describe los organismos y estudia su fisiología, tratando de llenar por las formaciones estin- guidas, los vacíos que se presentan en la sórie de los seres que actualmente viven. La segunda,, más especialmente geológica, considera los res- tos fósiles en sus relaciones con las capas se- dimentarias donde se les encuentra, y cuya an- tigüedad relativa pueden ellos determinar. Com- parando de una manera muy superficial las es- HUMBOLDT. 61 pecies fósiles con las especies actuales, se habia incurrido en un error cuyas huellas se descu- bren aun hoy en las singulares denominaciones que se dieron á ciertos cuerpos de la natura- leza. Este error consistía en el empeño de re- conocer las especies vivas entre las organiza- ciones estinguidas, de igual manera que en el siglo XVI se confundían; por falsas analogías, los animales del mundo antiguo con los del nue- to continente. Pater Camper, Ssemering y Blu- menbach, fueron los primeros que entraron en una senda más racional; y suyo es el mérito de haber aplicado los recursos de la anatomía com- parada de una manera verdaderamente cien- tífica á la parte de la paleontología, (arqueo- logía de la organización) que se ocupa de los osamentos de los grandes animales vertebrados. Pero los grandes trabajos de Jorge Cuvier y Alejandro Brongniart, son los que han fundado la geología de los fósiles, por la feliz combi- nación de los tipos zoológicos con el orden de sucesión y la edad relativa de los terrenos. No se ha logrado hasta el presente descu- brir una relación exacta entre la edad de los terrenos y la graduación fisiológica de las es- pecies que contienen, por lo tocante á los ani- males invertebrados; por el contrario, esta de- pendencia se manifiesta de la manera más re- gular tratándose de los animales vertebrados. jEntre estos últimos los más antiguos, son los peces; después, recorriendo de abajo á arriba la 62 cosmos. serie de las formaciones!, se encuentran sucesi- vamente los reptiles y los mamíferos. El primer reptil (un sauriano del género Monitor según Cu- vier, se encuentra en el esquisto cobrizo de Zehs- tein, en Turingia, según Murchison, el paleo- sauro y el tecodontosauro de Bristol, son de la misma época. El número de saurianos va aumen- tando en el calcáreo, conchífero, en el Kenper, y en la formación jurásica, qae es donde llega al máximun. En la época de esta formación vivían plesíosauros de largo cuello de cisne formado de treinta vértebras; el megalosauro, cocodrilo gi- gantesco de 15 metros de largo, con los huesos de sus pies muy semejantes á los de nuestros más pesados mamíferos terrestres; ocho especies de ictiosauros; el giosauro {Lacerta gigantea de Soemmering); y en fin, siete especies de repug- nantes plerodáctilos ó saurinos provistos de alas membranosas. El número de saurianos semejan- tes á los cocodrilos, disminuye ya en la creta; encuéntrase, sin embargo, en esta formación, el cocodrilo de Maestricht (el mososauro de Cony- beare), y el colosal iguanodonte, que quizás era herbívoro. Según Cuvier, los animales pertene- cientes a la especie actual de los cocodrilos se remontan casi á la formación terciaria; y aun eljl hombre testigo del diluvio de Schenzer, enorme salamandra del género del axolote que traje ál Europa de los grandes lagos del rededor de Mé- jico, pertenece á las más recientes formaciones, de agua dulce de (Eninga. HDMBOLDT. 63 Tratando de leer en el orden de superposición de los terrenos la edad relativa de los fósiles que contienen, se han descubierto importantes rela- ciones entre las familias y las especies (estas úl- timas siempre poco numerosas) que han desa- parecido, y las familias ó las especies vivas to- davía. Todas las observaciones están contestes en que los faunos y las floras fósiles difieren tan- to más de las formas animales ó vejetales exis- tentes, cuanto que las formaciones sedimentarias donde yacen, son más inferiores, es decir, más antiguas. Así, pues, grandes variaciones han te- nido lugar sucesivamente en los tipos generales de la vida orgánica: grandiosos fenómenos, se- ñalados primero por Cuvier, que ofrecen relacio - nes numéricas, que han sido objeto de las inves- tigaciones de Deshayes y Lyell, y han llevado á estos sabios á resultados decisivos, sobre todo en cuanto á los tan numerosos y perfectamente conocidos fósiles, de las formaciones terciarias. Agasiz, que ha examinado 1700 especies de pe- ces fósiles, y que calcula en 8000 el número de las especies actuales descritas, ó conservadas en nuestras colecciones, afirma en su gran obra, que «escepcion hecha de un pez fósil, propio de las geodas arcillosas de la Greonlandia, no ha encontrado nunca en los terrenos de transición, ni en los secundarios y terciarios, animal de esta clase que fuese idéntico con un pez vivo en la actualidad;» y añade esta importante ob- servación: «La tercera parte de los fósiles del 64 cosmos. calcáreo tosco y de la arcilla de Londres perte- nece á familias estinguidas; debajo de la creta no se halla ni un solo género de peces de la épo- ca actual; y la singular familia de los sauroides (peces cuyas escamas están cubiertas de esmal- te, que se aproximan casi á las de los reptiles, y provienen de la formación carbonífera, donde yacen sus mayores especies, hasta la creta donde se encuentran aun algunos individuos) presenta con dos especies que habitan hoy el Nilo y cier- tos rios de América (el lepidosteo y el poliptero) las mismas relaciones que existen entre nues- tros elefantes ó nuestros tapires, y los masto dontes ó los anaploteriones del mundo primitivo. Acabamos de ver que los vertebrados más an- tiguos, es decir, los peces que aparecen en to- das las formaciones, á partir de los estratos si- lúricos de transición hasta las capas de la época terciaria. De la misma manera, los saurianos empiezan en el zechstein, y si añadimos que la formación jurásica (esquisto de Stonesfield) nos presenta los primeros mamíferos (tilacoterion de Prevost y de Buckland, análogo á los marsu- piales, según Valenciennes), y que el primer pá- jaro se ha encontrado en el depósito más antiguo de la formación cretácea, habremos indicado los límites inferiores de las cuatro grandes divisio- nes de 3a serie de los vertebrados. En cuanto A los animales invertebrados, los corales pétreos y los sérpulos se encuentran con- fundidos en las formaciones más antiguas con HÜMBOLDT. 65 los cefalópodos y crustáceos de una organización muy elevada, así que se hayan mezclados los ór- denes más diferentes en esta parte de la serie animal; pero aun asf, han podido descubrirse le- yes Ajas respecto de muchos grupos aislados per- tenecientes á un mismo orden. Conchas fósiles de la propia especie, goniatitas, trilobitas, y numu litas, constituyen montañas enteras; y allí don de quiera que diferentes géneros están mezcla - dos, existe por lo común una relación regular entre la serie de los organismos y la de las for- maciones, habiéndose observado también que la asociación de ciertas familias y de ciertas espe- cies, sigue una ley regular en ios estratos su- perpuestos cuyo conjunto compone una misma formación. Las capas cuya naturaleza ha sido determi- nada por los fósiles ó los cantos rodados que contienen, constituyen un horizonte geológico, según el cual, el observador psrplejo puede orientarse y reconocer la identidad ó la antigüe- dad relativa de las formaciones, la repetición periódica de ciertas capas, su paralelismo ó su completa supresión. Cuando nos proponemos abrazar así en toda su simplicidad, el tipo gene- ral de la formación sedimentaria, se encuentra sucesivamente yendo de abajo ú arriba: 1.° El terreno de trancision, dividido en grauwacka inferior y superior, ó en sistemas silúrico y devoniano: este último tenia en otro tiempo el nombre de esperen rojo; T. II. 5 66 COSMOS. ' 2 ° El trias inferior, que comprende el cal- cáreo de montaña, les terrenos hulleros, el nue- vo asperón rojo inferior (todtliegendes), y e! cal- cáreo magnésico (zechstein); 3.° El trias superior, que comprende el as- perón abigarrado, el calcáreo conchífero y el keuper; 4.° El calcáreo jurásico (lias y oólita); 5.° El asperón ma'iiso (quadersandstein), la greda inferior y superior, así como las últi- mas capas que empiezan en el calcáreo de mon tañas; 6.° Las formaciones terciarias', que com- prenden tres subdivisiones caracterizadas por el calcáreo basto, el carbón moreno ó lignita, y los arenales sub-apeninos. Vienen luego los terrenos de transporte (alu- vión), que contienen los osamentos gigantescos délos mamíferos del antiguo mundo, talos como los mastodontes, el dinotérion, el misurion y los megaterios, contándose entre estos últimos el mylodon de Owen, especie de perezoso de tres y medio metros de largo. A estas especies estin- guidas, se unen los restos fosiliñcados de anima- les cuyas especies viven aun, como elefantes, ri- nocerontes, bueyes, caballos y ciervos. Existe cerca de Bogotá, 2660 metros sobre el nivel del mar, un campo lleno de osamentos de masto- dontes, en el cual he hecho ejecutar escavacio- nes con el mayor cuidado; y en cuanto á los osamentos de la meseta mejicana, pertenecen á : HUMBOLDT. (57 ciertas razas estinguidas de verdaderos elefan- tes. En los estribos del Himalaya se contienen igualmente numerosos mastodontes; encuéntrase también el sivaterion y la gigantesca tortuga ter- restre de cuatro metros de largo y dos de ancho; y por último, restos pertenecientes á especies vivas en la actualidad, como elefantes, rinocerontes, gi- rafas: y cosa notable; estos fósiles corresponden á una zona donde domina todavía hoy el clima tropical, que se creia haber reinado en la época de los mastodontes. Comparada ya la serie de las formaciones inorgánicas de que la corteza terrestre se com- pon^, con los restos organizados que las mis- mas contienen, réstanos por bosquejar el reino vegetal da los mundos primitivos, y demostrar de qué manera el ensanchamiento de la Tierra Arme y las modificaciones atmosféricas han traí- do el desarrollo sucesivo de las diferentes floras. Ya hemos visto que las más antiguas capas de transición no contienen sino plantas marinas y hojas celulares, y que los estratos devonianos son los primeros en que se encuentran algunas formas criptógamas de plantas vasculares. Por más que se haya creído posible deducir de cier- tas miras teóricas acerca de la simplicidad de las formas primitivas de los seres orgánicos, que la vida vegetal ha precedido á la vida ani- mal, y que la primera era una condición nece- saria para el desarrollo de la segunda, ello es lo cierto que ningún databa venido á justificar se- 68 eos ...os . mejante hipótesis, ante» al contrario, las razas humanas que en lo antiguo fueron rechazadas hacia las regiones glaciales del polo ártico, y se alimentaban esclusivamente de pec^s y cetáceos, prueban por el hecho mismo de su existencia, que, en rigor, las sustancias vegetales no son indispensables á la vida animal. Después de las capas devonianas y del calcáreo de montaña, viene uns formación cuya análisis botánica ha hecho grandes progresos en estos últimos tiem- pos. El terreno hullero comprende no solamente plantas criptógamas análogas á los heléchos, y monocotüedones fanerógamas, sino también di- cotiledones y gymnos permas. De las cuatrocientas especies que próxima- mente se conocen pertenecientes á la flora del terreno hullero, nos limitaremos á citar las ca- lamitas y las licopodiáceas arborescentes; los le- pidodendros escamosos; las sigilarías de 20 me- tros de longitud, que á las veces suelen encon- trarse de pió y arraiga las, y se distinguen por su doble sistema de haces vasculares; las estig- marias semejantes á los cactos; una infinidad de hojas de heléchos acompañados por lo común de sus troncos, y cuya abundancia prueba que la tierra firme en las épocas primitivas era esen- cialmente insular; las cicádeas, y sobre todo las palmeras, en menor número que los heléchos; las asterofitas do hojas verticilares, parecidas á las náyades; y las coniferas semejantes á ciertos pi- nos del género Araucaria :'on escasos vestigios HUMBOLDT. 69 de anillos anuos. Todo este reino vegetal se ha desarrollado ampliamente en las partes levan- tadas y secas del viejo asperón rojo, mantenién- dose invariables los caracteres que le distinguen del mundo vegetal actual, á través de los perío- dos siguientes, hasta las últimas capas de la greda. Pero la flora de formas tan estrañas en los terrenos hulleros, presenta en todos los pun- tos de la tierra primitiva una uniformidad sor- prendente en los géneros» si no en las especies. Acabamos de decir que las palmeras se en- cuentran reunidas con ciertas coniferas en ter- reno hullero, asociación que se reproduce en to- das las formaciones y se continúa buen trecho en el período terciario. En la actualidad pare- cen que huyen las unas de las otras. Estamos de tal modo acostumbrados, aunque sin razón, á considerar las coniferas como esencialmente propias de las regiones septentrionales, que yo mismo quedé sorprendido al encontrar un es - peso pinar entre la venta y el alto que se hallan como subimos al mar del Sud, hacia Chupan- singo y lcts elevadas praderas de Méjico, á 1,200 metros sobre el nivel del mar; pinar que tardé un dia entero en atravesar, y en el cual se ha- llan los árboles coniferos entrelazados con pal- meras de abanico llenas de pagagayos de va- riados colores. La América del Sud produce en- cinas, pero no alimenta ni una sola especie de pinos; y la primera vez que se presentó á mi vista un abeto como un recuerdo de mi patria, 70 COSMOS. estaba situado cerca de una palmera de abani- co. También Cristóbal Colon en su primer viaje de esploracion divisó coniferas y palmeras mez- cladas en la punta oriental del Norte de Cuba, y por consiguiente, entre los trópicos, aunque apenas sobre el nivel del mar. Este observador profundo, á quien nada se escapaba, habla de este hecho en su diario de viaje como de una singularidad, y su amigo Anguiera, secretario de Fernando el Católico, refiere lleno de sor- presa «que se encuentran juntos pinos y palme- ras en el país nuevamente descubierto.» Es de gran interés para la geología comparar la dis- tribución actual de las plantas sobre la super- ficie de la tierra, con la geografía de las floras estinguidas. La zona templada del hemisferio austral, cuyas innumerables islas, abundantes aguas y maravillosa vejetacion que participa á la vez de la flora de los trópicos y de los paí- ses frios, ha descrito Darwin con tanto arte, es la que ofrece ejemplares más instructivos para la geografía de las plantas modernas y para la de las plantas primitivas, rama muy importante de la historia del reino vegetal. Las cicádeas, que según el número de las es- pecies fósiles pertenecientes á esta tribu debie- ron jugar un papel más importante en el mun- do actual, acompañan á sus análogas las coní~ feras de la época en que se formaron los lechos de carbón, y desaparecen casi totalmente en el período de los asperones, abigarrados; pero en HUMBOLDT. 71 este mismo período se desarrollan también cier- tas coniferas. Las cicádeas adquieren su máxi- raun en el Keuper y en eliias, donde se han en- contrado hasta veinte especies distintas. En la greda predominan las plantas marinas y las ná- yades. El período terciario medio está caracte- rizado por la vuelta de las palmeras y de las ci- cádeas. Finalmente, la vegetación del último pe- ríodo ofrece gran analogía con la flora actual. El árbol de ámbar del mundo primitivo era mas resinoso que cualquiera de los coniferos del mundo actual. En medio de las materias vege- tales incrustadas en el ámbar se han encontrado flores machos y hembras de cupulíferas y de ár- boles indígenas de hojas aciculares; p^ro varios fragmentos bien determinados de thuja, de cu- pressus, de ephedera y de caslania vesca, mez- clados á otros fragmentos de nuestros abetos y enebros, acusan una vejetacion diferente de la que reina actualmente sobre el litoral del mar Báltico y del mar del Norte. Acabamos de recorrer en la parte geológica del cuadro de la naturaleza toda la serie de las formaciones, desde las rocas de erupción y las capas sedimentarias mas antiguas, hasta el ter- reno de transporte en que yacen los pedruscos errantes. Supúsose que estos pedruscos fueron trasladados por ventisqueros ó por montañas de hielo flotantes; pero en mi concepto, mas bien lo fueron por la impetuosa caida de las aguas, detenidas primero en receptáculos naturales, y 72 cosmos. desencadenadas luego por el levantamiento de las montañas. Por lo demás, el origen de estas masas aisladas, de que no hablo aquí sino inci - dectalmente, será largo tiempo aun objeto de discusión. Los mas antiguos miembros de la for- mación de transición son el esquisito y la grau- wacka, en los cuales se encuentran algunas plantas marinas procedentes d3l mar silúrico, llamado antiguamente mar cámbrico. Estos ter- renos primarios (como se los llama) descansan sobre el gneiss y el micasquisto; pero sí estas dos rocas deben considerarse en sí mismas como capas sedimentnrias transformadas, ¿sobre qué base descansan los mas antiguos sedimentos? Aquí, escapa nuestro medio de investigación que es la observación directa, y quedamos abando- nados á meras conjeturas. Según un mito de la comogonia india, la tierra está sostenida por un elefante, el cual, para no caer, está á su vez apoyado por una enorme tortuga; pero ro está, permitido á los crédulos bramines preguntar quién mantiene á la tortuga. Muy semejante es el problema que aquí tratamos de resolver, y no será estraño, por tanto, que nuestra solución se vea sometida á los ataques de la crítica. En la parte astronómica de esta obra hemos visto có- mo se ha formado nuestro planeta á espensas di la atmósfera primitiva del Sol; es verosímil que la materia nebulosa de los anillos separados de esta atmósfera se haya aglomerado en esferoi- des, circulando alrededor del Sol, y que luego HDMBOLDT. 73 la condensación se fuere operando sucesivamen- te procediendo de las capas esteriores hacia el centro, hasta quedar, por último, formada la primera corteza sólida; las capas superiores de esta corteza constituyen, como las llamamos hoy, las mas antiguas capas silúricas; capas que han sido atravesadas y levantadas por rocas de erupción salidas de profundidades inaccesibles. Es, pues, indudable, que extetian ya estas rocas completamente formadas debajo del sistema si- lúrico, semejantes á esas otras rocas que apa- recen aquí y allá, sobre la superficie de la tierra y que hemos llamado granito, roca augítica ó pórfiro cuarzoso. Guiados por la analogía, po- demos admitir que las materias que han pene- trado por los estratos sedimentarios, y rellenado sus hendiduras, son simples ramificaciones de una base inferior. Los focos de los volcanes ac- tivos están situados á profundidades enormes, y si he de juzgar por los fragmentos incrustados en la lava de los volcanes que he estudiado bajo las zonas mas diferentes, debo creer que una roca granítica primitiva forma el soporte de todo el edificio de las capas superpuestas que consti- tuye la corteza terrestre. Si es cierto que el ba- salto compuesto de olivina no se dá antes del pe- ríodo cretáceo, y si las traquitas se presenta- ron mas tarde, no lo es menos que las erupcio- nes graníticas pertenecen á la época de las mas antiguas capas sedimentarias, como se halla palpablemente demostrado hasta en la meta- 74 cosmos. mórfosis de estas últimas capas. Los progresos recientes de la geognosia nos permiten concebir cómo la determinación de las épocas geológicas, por medio de los caracteres que suministran ya la composición mineralógica de los terrenos, ya la serie de los organismos, cuyos restos aquellos contienen, ya el modo de estratificación de las capas levantadas, contor- neadas ú horizontales, pueden conducirnos por el encadenamiento íntimo de los fenómenos al estudio de la repartición délas 7nasas sólidas y liquidas, y de los continentes y de los mares, que dan su corteza á nuestro planeta. Existe, en efecto, un punto de contacto entre la historia de las revoluciones del globo y de la descripción de su superficie actual, entre la geología y -la doctrina general de la forma y división de los continentes. Los contornos que separan la tierra firme del elemento líquido, y las relaciones de estension de sus superficies respectivas, han cambiado singularmente en la larga serie de las épocas geológicas. Han variado cuando el car- bón de piedra formaba sus lechos horizontales sobre las capas levantadas del calcáreo de mon- taña y del viejo asperón rojo; han variado tam- bién cuando las lias y la oolita se depositaban sobre las hiladas del keuper y del calcáreo con- chífero, ó cuando la greda se precipitaba por las pendientes de la arena verde y del calcáreo ju- rásico. Hé aquí el resultado de las investigaciones HDMBOLDT. 75 hechas con el objeto de determinar la estension de la tierra firme en épocas diferentes. En los tiempos mas antiguos, durante los períodos de transición silúrica y devoniana, y hacia las pri- meras formaciones secundarias, incluso el trias, el suelo continental consistía únicamente en is- las separadas cubiertas de vegetales. En los pe- ríodos s'guientes estas islas se unieron entre sí, pero de tal suerte, que formaban innumerables lagos y golfos profundamente cortados. Por úl- timo, cuando las cadenas de los Pirineos, de los Apeninos y de los montes Kárpatos se levanta- ron, y por consecuencia hacia la época de los terrenos terciarios, los grandes continentes apa- recieron casi con la figura que tienen al pre- sente. En el mundo silúrico y en la época en que reinaron las cicadeas y los saurianos gigantes- cos, fué ciertamente menor del uno al otro polo la estension de los terrenos salidos de las aguas, que la que tienen hoy los del mar del Sud y Océano Indico. Aquí es necesario añadir, para acabar la descripción del engrandecimiento su- cesivo de las tierras salidas de las aguas, que poco tiempo antes de los cataclismos que han traído en intervalos mas ó menos largos la sú- bita destrucción de un número tan grande de vertebrados gigantescos, una parte de las masas continentales ofrecía ya las actuales divisiones; y aun se estenderá mucho mas esta semejanza, si atendemos á la gran analogía que reina en la América del Sud y en las tierras australes, entre 70 COSMOS. los animales indígenas de nuestro tiempo y las especies distinguidas. Nuestros continentes deben quizás su altura sobre el nivel general da las aguas circundantes, á la erupción del pórfiro cuarzoso, que ha tras- tornado tan violentamente la primera gran flora terrestre y los estratos de terreno hullero. Las partes unidas de los continentes, á las cuales damos el nombre de llanuras, no son en reali- dad mas que grupos estensos de colinas y de montañas, cuyas bases yacen al nivel del fondo del mar; ó en otros términos: toda llanura es una meseta con relación al suelo sub marino. Las desigualdades primitivas de estas mesetas han sido niveladas por las capas sedimentarias, y luego recubiertas por los terrenos de aluvión. Tales son los principales datos que deben te- nerse en cuenta cuando se trata de comparar las superficies respectivas de la tierra firme y del mar, y de estudiar la influencia que estas relaciones ejercen sobre la distribución de las temperaturas, las presiones variables de la at- mósfera, la dirección de los vientos, el estado higromótrico del aire, y por consiguiente sobre el desarrollo de la vegetación. Basta considerar que el agua cubre cerca de los tres cuartos de la superficie total del globo, para que nos estrañe menos la imperfección en que había permanecido la meteorología hasta principios de este siglo; pues solamente á partir de esta época, es cuando se empezó á recoger y á examinar una gran copia HÜMBOLDT. 77 de observaciones exactas sobre la temperatura del mar en diferentes latitudes, y en diversas (estaciones del año. Si como antes consignamos la estension do las tierras es mucho mayor en uno de los hemis- ferios qie en el otro, ya se haga la división por el meridiano de Tenerife ó el Ecuador, también es fácil reconocer que existen además otros con- trastes entre el antiguo y el nuevo continente, verdaderas islas rodeadas por todas partes del Océano. En efecto, su respectiva configuración general y las direcciones de sus ejes máximos son totalmente diferentes; el continente orien- tal se dirige en masa del Oeste al Este, ó con mas exactitud del Sud-Oeste al Nordeste; en tanto que el continente occidental casi sigue la direc- ción de un meridiano, corriendo del Sud al Norte ó mas bien de S.-S. O. al N.-N.-O. A pesar de estas notables diferencias, obsérvanse también ciertas analogías entre ambos continentes, so- bre todo en la configuración de las costas opues- tas: por el Norte, los dos continentes están cor- tados en la dirección de un paralelo (el de 70°); y al Sud, terminan ambos en punta ó en pirárai- ¡r|des, con prolongaciones submarinas señaladas r salientes islas y bancos, que no oirá cosa son, el archipiélago de la Tiera de Fuego, el ban- co de Lagullas, al Sud del cabo de Buena Espe- ranza, y la Tierra de Yan-Diemen separada de la Nueva Holanda (Australia) pjrel estrecho de Bas. La playa septentrional del Asia escede al m rio; 7S . COSMOS. paralelo de que acabamos de hablar, pues hacia el cabo de Taimura llega á los 78° 16' de latitud, i según Krusenstern; pero desde la embocadura del gran rio de Tschukotschja hasta el estrecho de Bering, el promontorio oriental del Asia no pasa de 63° 3' según Beechey. La orilla septen- trional del nuevo continente sigue con bastante exactitud el paralelo de 70°: porque al Sud y al Norte del estrecho de Barrow, de Boothia-Felix y de la Tierra de Victoria todos los terrenos no son sino islas disgregadas. La forma piramidal que los grandes conti- nentes afectan en sus estremidades .se repro- duce frecuentemente en menor escala, no so- lamente en el Océano índico (penínsulas de la Arabia é índica, y península de Malaca), sino también en el Mediterráneo, donde ya Eratós- tenes y Polycio habian comparado bajo esta re- lación las penínsulas ibérica, itálica y helénica. La Europa misma, cuya superficie es cinco ve- ces menor que la del Asia, puede ser conside- rada como una península occidental de la masa; casi enteramente compacta del continente asiá-l tico. Las numerosas articulaciones y la forma.' ricamente accidentada de los continentes, ejer-< cen una gran influencia sobre las artes y la ci-í vilizacion de los pueblos que los ocupan: ya Stra- bon preconizaba como una ventaja capital «la variada forma» de nuestra pequeña Europa. Nuestro Océano Atlántico presenta todos Ios- rasgos que caracterizan la formación de un va- HUMBOLDT. 79 lie. Diríase que el choque de las aguas se ha di- rigido primero hacia el Nord-este, luego hacia el Nor-oeste, y después otra vez hacia el Nord- este. El paralelismo de las costas situadas al Norte del décimo grado de latitud austral; los ángulos salientes y entrantes de las tierras opuestas; la convexidad del Brasil, que mira hi- cia el golfo de Guinea; la de África, opuesta al golfo de las Antillas; todo en una palabra, con- firma estas consideraciones que pudieron pare- cer en un principio'temerarias. En el valle At- lántico, y aun en casi todas las partes del mun- do, las orillas profundamente desgarradas y abundantes en islas numerosas se oponen á ori- llas seguidas y compactas. Largo tiempo lia que hice yo observar de cuánto interés era para la geognosia la comparación de las costas occiden- tales del África y de la América del Sud bajo los trópicos. Tales son las más generales consideraciones que el examen de la superficie de nuestro planeta puede sugerir, relativamente á la figura y es- tension actual de los continentes, fin el sentido horizontal. Hemos reunido los hechos y puesto de relieve algunas analogías esteriores entre re- giones lejanas, sin que pretendamos por ello ha- ber fijado las leyes de la forma general de la Tier- ra. Cuando un viajero examina las eminencias partidas que se producen con bastante frecuen- cia al pié de ciertos volcanes activos, como el Ve- subio, por ejemplo; cuando vé variar el nivel del 80 COSMOS. suelo algunos pies, antes ó después de las erup- ciones, y formar un vuelo semejante á un techo 6 una eminencia aplanada, no tarda en recono- cer que basta la más insignificante variación en la intensidad de las fuerzas subterráneas, ó en la resistencia que les opone el terreno, para que las partes levantadas afecten tal ó cual confi- guración, tal ó cual dirección completamente di- ferente. Pues de igual manera, cualquier débil perturbación ocurrida en el equilibrio de las fuerzas interiores de nuestro planeta, habrá de- terminado una reacción más enérgica de las mo- toras contra una parte de la costra terrestre, que contra la parte opuesta, y no habrá sido menester más para que estas fuerzas levanta- ran en el hemisferio occidental un continente compacto con un eje casi paralelo ai Ecuador, y hecho al ir de las aguas de un mismo meri- diano d¿íl hemisferio oriental, una banda estre- cha de tierras que abandona á las aguas más de la mitad de esta parte del globo. Los cambios que se han originado en los ni- veles relativos de las partes sólidas y líquidas de la costra terrestre, y que han determinado la emersión y la inmersión do las tierras bajas y los contornos actuales de los continentes, deben atribuirse á un conjunto de causas numerosas que han ido obrando sucesivamente, y entre las cuales las más decisivas son sin disputa la fuer- za elástica de los vapores contenidos en el inte- rior de la tierra; las variaciones bruscas de tem- HCMBOLDT. 81 peratura de ciertas capas de macho espesor; el enfriamiento secular é irregular de la corteza y del centro del globo, de donde provienen las arrugas y los pliegues de la superficie sólida; las modificaciones locales de la gravitación, y por consiguiente, los cambios de curvatura en ciertas partes de la superficie de equilibrio del elemento líquido. Es un hecho reconocido hoy por todos los geólogos, que la emersión de los continentes se debe á un levantamiento aparen- te ocasionado por la depresión real del nivel ge- neral de los mares. Siendo muy probable que los movimientos os- cilatorios del suelo, los levantamientos y decen- sos de la superficie durante las primeras edades de nuestro planeta, tuviesen más intensidad que hoy, no debe sorprendernos encontrar en el in- terior mismo de los continentes, depresiones, locales y playas enteras situadas muy por debajo del nivel, siempre igual, de los mares actuales. Tales son los lagos de Anatron, descritos por el general Andreossy, los pequeños lagos Amargos del Istmo de Suez, el mar Caspio, el lago de Ti- beriada, y sobre todo el mar Muerto. Los niveles de estos dos últimos mares están respectiva- mente situados á 203 y 400 metros por debajo del nivel del Mediterráneo. Si fuese posible qui- tar de una vez todo el terreno de aluvión que envuelve las capas potreasen un gran número de partes planas de la superficie del globo, se rveria que la corteza terrestre, así desnuda, ofrece 82 cosmos. multitud de depresiones profundas bajo el ni- vel actual de los mares. En ciertos lugares pa- rece que el suelo se halla sujeto aun á lentas oscilaciones, independientes de todo temblor de tierra, propiamente dicho, y muy semejantes á las que han debido producirse, casi por do quiera, en la costra ya solidificada, pero poco consistente de la.i épocas primitivas. Deben, probablemente, atribuirse á las oscilaciones de este género, los períodos irregulares de eleva- ción y descenso del nivel del mar Caspio, fenó- meno del cual he visto yo mismo rasgos bien marcados en la cuenca septentrional de est^ mar. Estos fenómenos, sobre los cuales hemos que rido llamar por un momento la atención, mani- fiestan cuan lejos está todavía el actual orden de cosas de una perfecta estabilidad, enseñán- donos que los contornos pueden, por los ince- santes cambios que se efectúan y la configu- ración de los continentes, modificarse á la larga, y que estas variaciones, sensibles apenas, de una generación á otra, se acumulan por perío- dos cuya duración rivaliza con la de los grandes períodos astronómicos. Desde hace 8.000 años la orilla oriental de la península escandinava qui- zás se haya elevado wás de 100 metro; y si este movimiento es uniforme, puede asegurarse, que á los 12.000 años comenzarán á surgir de las aguas y á convertirle en tierra firme ciertas partes del fondo del mar, próximas al litoral, y cubiertas actualmente por 50 brazas de agua. HUMBOLDT. 83 Tan largp período de tiempo suspende desde luego el ánimo; y sin embargo, apenas es com- parable á los inmensos períodos geológicos que abrazan series enteras de formaciones superpues- tas y de mundos de organismos estingu'dos. No hemos considerado hasta aquí más que los hechos de levantamiento; pero si continuamos las mis ■ mas analogías al tratar de los fenómenos que parecen indicar una depresión progresiva, reco * noceremos al punto, que este último efecto puede asi mismo, producirse en gran escala. Así es que la altura media de la región de las llanuras en Francia, no llega á 156 metros, y bastaría, por lo tanto, el menor de los cambios interiores de que nos ofrecen rasgos sorprendentes las edades geológicas, para que en muy poco tiempo se su- mergiese gran parte del norte de la Europa occidental, ó al menos, para q-ie s? modificase profundamente la forma que hoy tiene nuestro litoral. El levantamiento y la depresión de la tierra firme ó de la masa de las aguas, fenómenos re- cíprocos, puesto que la elevación real de uno de estos elementos hace que aparezca al instante una depresión en el otro, son las únicas causas de todas las variaciones que esperimenta la forma de los continentes. Conviene á una obra libre ó imparcial, como la presente, mirar esta gran cuestión bajo todas sus fases, y mencio- nar al menos la posibilidad de una depresión real del nivel de los mares; es decir, de una 84 COSMOS. disminución de la masa de las aguas. Que cuando la temperatura de la superficie era más elevada, cuando las aguas se filtraban por fracturas ma- yores, y cuando la atmósfera poseía propieda- des muy diferentes de las actuales, se hayan producido grandes variaciones en la cantidad del elemento líquido, y por consiguiente en el nivel de los mares, cosa es de la que nadie duda hoy. Pero en el estado actual de nuestro planeta, ningún hecho anuncia semejante disminución, ni hay nada que pruebe directamente que la masa de las aguas aumente ó decrezca de una manera progresiva, como tampoco que la altura media del barómetro al nivel del mar cambie lentamente en un mismo apostadero. De las in- vestigaciones de Danssy y de Antonio Nobile, re- sulta que el descenso del nivel del mar sería imediatamente acusado por un aumento corres- pondiente en la altura de la columna baromé- trica; pero como esta altura no es idéntica en todas las latitudes, y depende de varias causas meteorológicas, tales como !a dirección general de los vientos y el estado higrométrico del aire, sigúese de ello que el barómetro solo no es in- dicio seguro de las variaciones del nivej del mar. Que á principios de este siglo, ciertos puertos del Mediterráneo hayan sido abandonados por las aguas y quedado secos durante muchas ho- ras, no quiere decir que la masa de las aguas del mar haya realmente disminuido, ó que el nivel general del Océano haya esperimentado un HUMBOLDT. 85 descenso; pues lo único que de tales hechos se deduce, es, que las corrientes del mar, pueden, mediante un cambio de fuerza y de dirección, ocasionar la retirada local de las aguas, y aun la emersión permanente de una pequeña parte del litoral. Así como la forma estsriormente articulada de los continentes y los innumerables cortes de sus orillas ejercen una saludable influencia en los climas, en el comercio y hasta en los pro- gresos generales de la civilización, así también la configuración del suelo en el sentido de la al- tura, es decir, la articulación interior de las grandes masas continentales, puede jugar un papel no menos importante en el dominio del hombre. Todo lo que produce variedad de for- ma en un punto de la superficie terrestre, ya sea una cadena de montañas, una meseta, un gran lago, una verde estepa, ya también un de- sierto, con bosques por orillas; cualquier acci- dente del suelo, en una palabra, imprime un sello particular al estado social del pueblo que allí habita. Así, pues, las reacciones interiores son las que levantando las cadenas de montañas á tra- vés de las capas violentamente erectas, han dado figura á la superficie del globo, y preparado el dominio en que las fuerzas de la vida orgánica debían obrar nuevamente, después de restable- cida la calma, para desarrollar en toda su pro- fusión las formas individuales. Sin estas formi- b6 COSMOS. dables revoluciones, la salvaje uniformidad que ellas han hecho desaparecer en gran parte en uno y otro hemisferio, hubiese debilitado la ener- gía física é intelectual de la especie humana. Cuanto más se admira la imaginación al re- presentarse la altura y la masa de las cadenas de montañas, más se sorprende el espíritu al reconocer en ellas los testigos de las revolucio- nes del globo, los límites de los climas, el punto de división de las aguas, y la base de una ve- getación particular; y es más necesario enseñar por medio de la exacta evaluación numérica de su volumen, cuan pequeño es este en realidad, comparado con el de los continentes, ó con la estension de las regiones vecinas. Supongamos, por ejemplo, que la masa entera de los Pirineos, cuya base y altura media está medida con gran exactitud, se haya de distribuir uniformemente por la superficie de la Francia; hecho, pues, el cálculo, nos encontramos con que el suelo apenas llegaría á los 3 metros de elevación. Si del mismo modo diseminásemos por la superfi- cie de Europa los materiales que forman la ca- dena de los Alpes, el aumento de su elevación sería á lo más de 6 metros y medio. La envuelta líquida y la gaseosa, de que está rodeado nuestro planeta, presentan á la vez con- trastes y analogías. Nacen los primeros de la diferencia que existe entre los gases y los lí- quidos, relativamente á la elasticidad y al modo de agregación de sus moléculas, y provienen las HDMBOLDT. 87 segundas déla movilidad común á todas las par- tes de los fluidos y de los líquidos, manifestán- dose por consiguiente sobre todo en las corrien- tes y en la propagación del calórico. La profun- didad del mar como la del Océano aéreo nos son igualmente desconocidas. En los mares de los tró- picos se ha sondeado hasta 8220 metros, sin lle- gar a! fondo; y si como pensaba Wollaston, la atmósfera acaba en un límite fijo semejante á la superficie ondulada del mar, la teoría de los fenómenos crepusculares indican para el Océa- no aéreo una profundidad nueve veces mayor por lo menos. Este último Océano descansa en parte sobre la tierra firme, cuyas montañas y mesetas coronadas de bosques vienen á ser res- pecto de él como otros tantos bajíos, y parte sobre el mar, que sustenta las capas aéreas más bajas y más húmedas. En ambos Océanos, y á partir de su limite común, la temperatura decrece según leyes de- terminadas, ya nos elevemos por las capas aéreas, ya que descendamos por las acuosas; pero este decrecimiento del calor es mucho más lento en la atmósfera que en el mar. Como toda molécula de agua que so enfría se hace más densa y descien- de en seguida, resulta que por todas partes la temperatura de la superficie del mar tiende á ponerse en equilibrio con la de las capas de aire que le rodean. En la zona tórrida, sobre todo en los para- lelos comprendidos entre el grado 10, al Norte 88 COSMOS. y al Sud del Ecuador, la envuelta líquida da nuestro planeta goza lejos de las costas y de las corrientes de una temperatura que permanece singularmente constante y uniforme en miles de miriametros cuadrados. Háse deducido de aquí con razón, que la manera más sencilla de aco- meter la solución del gran problema tantas ve- ces agitado, de la invariabilidad de los climas y del calórico terrestre, sería someter la tem- peratura de los mares tropicales á una larga serie de observaciones. Si sobreviniese en el dis- co del Sol alguna gran revolución bastante du- radera, se reflejarían sus efectos en las varia- ciones del calor medio del mar, con más seguri- dad aun que en la de las temperaturas medias de la tierra firme. La zona en que las aguas del mar alcanzan su máximun de densidad (de salazón), no coin- side ni con la del máximun de temperatura, ni con el Ecuador geográfico. Las aguas más ca- lientes forman al parecer al Norte y al Sud de esta línea dos fajas no paralelas. Lenz ha des- cubierto en su viaje alrededor del mundo, que las aguas más densas, estando el mar en calma, se hallan á los 22° de latitud Norte y á los 18° de latitud Sud; y la zona de las aguas menos saladas á algunos grados al Sud del Ecuador. En la re- gión de las calmas casi perennes, el calor solar no produce sino una ligera evaporación, porque las capas de aire saturado de humedad que des- cansan sobre la superficie del mar, raramente HUMBOLDT. 89 se renuevan por los vientos. Las perturbaciones en el equilibrio de las aguas y los movimientos que de ellas resultan, son de tres especies. Los unos irregulares y ac- cidentales como los vientos que los originan; producen en pleamar y durante la tempestad, olas cuya altura suele llegar hasta 11 metros. Los otros, regulares y periódicos, dependen de la posición y de la atracción del Sol y de la Lu- na (flujo y reflujo). Las corrientes pelágicas constituyen un tercer género de perturbaciones, y aunque variables en cuanto á la intensidad, son permanentes sin embargo. El flujo y reflujo es propiedad de todos los mares, escepto los pe- queños mediterráneos, en los cuales la oleada producida por el flujo es apenas perceptible. Es- te gran fenómeno se esplica completamente en el sistema newtoniano, el cual «le ha colocado en el círculo de los hechos necesarios.» Cada una de estas oscilaciones periódicas de las aguas del Océano dura poco más de medio dia; su altura en pleamar es de muy pocos pies, si bien por consecuencia de la configuración de las costas, que se oponen al movimiento progresivo de las ondas, puede aquella tocar en los 16 metros en Saint-Malo en los 21 y aun á 23 metros de la costa de la Acadia. «Despreciando la profundi- dad del Océano como imperceptible con relación al diámetro de la Tierra, el ilustre Laplace ha demostrado analíticamente que la estabilidad del equilibrio de los mares exige para la masa II- 90 COSMOS. quida una densidad inferior á la densidad media de la Tierra; y en efecto, esta última densidad es, como ya hemos visto, cinco veces mayor la del agua, por lo cual las tierras altas no pue- den jamás ser inundadas por el mar, ni los res- tos de animales marinos que se encuentran en la cima de las montañas han sido llevados á ella por mareas más altas en otro tiempo que las actuales.» "Uno de los triunfos más brillan- tes de la análisis, ciencia que ciertos espíritus pequeños afectan despreciar, es el haber some- tido el fenómeno de las mareas á la previsión humana: gracias á la teoría completa de Lapla- ce, anunciase hoy ya en las efemérides astronó micas la altura de las mareas que deben ocurrir en cada sieigia, advirtiendo de esta manera á los habitantes de las costas los peligros que es- tán espuestos á correr en tales épocas. La marcha progresiva de las mareas y los vientos alisios, producen en los trópicos el mo- vimiento general que arrastra á las aguas de los mares de Oriente á Occidente, y al cual se ha dado el nombre de corriente ecuatorial ó corriente de rotación. Cristóbal Colon reconoció la existencia de esta corriente en su tercer via- je (el primero en que intentó llegar á las regio- nes tropicales por el meridiano de Canarias), pues en su libro se vó lo que sigue: «Tengo por cierto que las aguas del mar se mueven como el cielo, de Este á Oste, «(tas aguas van con los cielos)» es decir, según el movimiento diurno HUMBOLDT. &1 aparente del Sol, de la Luna y de todos los astros. Las corrientes, verdaderos ríos que surcan los mares, son de dos especies: llevan las unas las aguas calientes hacia las altas latitudes, y traen las otras las aguas frias hacia el Ecuador. La famosa corriente del Océano Atlántico, el Gulf Stream, reconocida ya en el siglo XVI por Angleria y sobre todo por sir Humfry y Gilbert, pertenece á la primera clase. Hacia el Sud del cabo de Bueña-Esperanza es necesario buscar el origen y los primeros indicios de esta corriente; penetra de allí en el mar de las Antillas, re- corre el golfo de Méjico desemboca por el es- trecho de Bahama, y luego en dirección del Sud- sud-oeste al Nor-noroeste se aleja más y más del litoral de los Estados-Unidos, se ladea hacia el Este en el banco de Terranova, y vá á tocar las costas de Irlanda, de las Hébridas y de la Noruega, á donde arrastra granos tropicales. Su prolongación del Nord-este recalienta las aguas del mar y ejerce su benéfica influencia hasta en el clima del promontorio septentrio- nal de la Escandinavia. Al Este del banco de Terranova, el Gulf Stream se bifurca, y envía, no lejos de las Azores, una segunda rama hacia el Sud, en el cual se encuentra el mar de las Sargasas, inmenso banco de plantas marinas, que impresionó tanto la imaginación de Cris- tóbal Colon, y que Oviedo llama praderías de yerba. Un número inmenso de pequeños ani- tnaies marinos habitan estas masas de eterna 92 cosmos. verdura, trasportados aquí y allá por las blan- das brisas que en estos lugares soplan. Como se vé esta corriente pertenece, casi en su totalidad, á la parte septentrional del Atlántico, y costea tres continentes: África, América y Europa. Una segunda corriente, cuya baja temperatura he reconocido en el otoño de 1802 reina en el mar del Sud é influye de una manera sensible en el clima del litoral. Esta segunda corriente lleva las aguas frias de las altas latitudes australes, hacia las costas de Chile, baña dichas costas y las del Perú, di- rigiéndose primeramente del Sud al Norte, y después, á partir de la bahía de Arica, marcha del Sud-sud-este al Nor-nor-oeste. La tempera- tura de esta corriente fria no pasa entre los trópicos y en ciertas estaciones del año, de 56*6, mientras que en las aguas mansas inmediatas, sube hasta 27° 5, y aun hasta 28° 7. Por último, al Sud de Payta, hacia la parte del litoral de la América meridional que sale al Oeste, la cor- riente se encorva coiho la misma costa, y se separa de ella y«ndo de Este á Oeste; de suerte que continuando con rumbo hacia el Norte, el navegante abandona la corriente y pasa de una manera brusca del agua fria al agua caliente. Con una superficie menos variada que la de los continentes, encierra, sin embargo, el mar en su seno una exhuberancia de vida, de la que ninguna otra región del globo basta á darnos idea. Carlos Darwin nota con razón en su inte- HÜMBOLDT. 93 resante Diario de viaje, que nuestros bosques terrestres no abrigan, ni con mucho, tantos ani- males como los del Océano; que el mar tiene tan- bien sus bosques compuestos por las largas yer- bas marinas que crecen en los bajíos, ó por flo- tantes bancos de fucos arrancados por las cor- rientes y las olas, cuyas ramas desunidas suben hasta la superficie por causa de sus células que el aire hincha. La admiración que produce la profusión de las formas orgánicas en el Océa- no, se acrecienta cuando se usa el microscopio, porque se reconoce entonces que el movimiento y la vida lo han invadido todo. A profundida- des que esceden en altura á las más poderosas cadenas de montañas, cada capa de agua está animada por poligástricos, ciclidias y ofrididi- nas: pululan allí los animalillos fosforescentes, los mamraarios del orden de los acalefos, los crustáceos, los peridinios y las nereidas, cuyos innumerables enjambres salen á la superficie por ciertas circunstancias meteorológicas, y trans- forman entonces cada ola en espuma luminosa. La abundancia de estos pequeños seres vivien- tes es tal, y tal la cantidad de materia animai que resulta de su rápida descomposición, que el agua del mar se convierte en verdadero lí- quido nutritivo para animales mucho mayores. El mar no ofrece, ciertamente, fenómeno al- guno más digno de ocupar la imaginación, que ese lujo de formas animadas, esa afinidad de seres microscópicos, cuya organización, no por 94 COSMOS. pertenecer á un orden inferior, es menos deli- cada y variada; pe.ro también origina otras emo- ciones más profundas, y casi me atrevería á decir más solemnes, por la inmensidad del cua- dro que desarrolla á la vista del navogante. La segunda envuelta de nuestro planeta, la esterior y universal, es el Océano aéreo, en cu- yos bajíos (mesetas y montañas) habitamos; y nos presenta seis clases de fenómenos, íntima- mente ligados entre sí por una dependencia mu- tua. Estos fenómenos proceden de la constitu- ción química del aire, de las variaciones que es- perimenta su diafanidad, su coloración, y la ma- nera con que polariza la luz, y nacen de los cam- bios de densidad ó de presión, de temperatura, de humedad ó de tensión eléctrica. El aire, ade- más de contener el oxígeno que es el primer ele- mento de la vida animal, posee otro atributo no menos importante, cual es el de servir de conductor al sonido, y serlo por consiguiente del lenguaje ideas y relaciones sociales para los pueblos. Si el globo terrestre careciera de at- mósfera como nuestra Luna, no seria mas que un desierto silencioso. Desde principios de este siglo, la proporción de los elementos que forman las capas accesibles del aire ha sido objeto de continuas investiga- ciones, en las cuales hemos tomado una parte muy activa Gay-Lussac y yo. La análisis quí- mica de la atmósfera ha llegado en estos últimos tiempos á un alto grado de perfección, merced HUMBOLDT. 95 á los escalentes trabajos que Dumas y Boussin- gault han hecho con arreglo á nuevos métodos de mayor exactitud. Según dicha análisis, el aire seco contiene en volúmer 20,8 de oxígeno y 79,2 de ázoe; y además, de 2 á 5 diez milésimas de ácido carbónico, menor cantidad aun de gas hidrógeno, y según las importantes investiga- ciones de Saussure y de Liebig, algunos vesti- gios de vapores amoniacales, que suministran á las plantas el ázoe en ellas encerrado. Algu- nas observaciones de Lewy nos inducen á creer que la proporción de oxígeno varia algo según las estaciones, y según que el aire se recoja del interior de los continentes ó de la atmósfera del mar; y en efecto, si la inmensa cantidad de or- ganizaciones animales que alimenta el mar pue- de hacer que varíe la proporción del oxígeno en el agua, compréndese que debe resultar de aquí una alteración correspondiente en las capas de aire próximas á la superficie. El aire recogido por Martins en el Faul-horn á 2,762 metros de altura no era menos rico en oxígeno que el aire de París. La palabra clima, tomada en su acepción ge- neral, sirve para señalar el conjunto de varia- ciones atmosféricas que afectan nuestros órga- nos de una manera sensible, á saber: la tempe- ratura, la humedad, los cambios de la presión barométrica, la calma de la atmósfera, los vien- tos, la tensión más ó menos fuerte ele la elec- tricidad atmosférica, la pureza del aire ó la pre- 9rt COSMOS. sencia de miasmas mas ó menos deletéreos, y por último, el grado ordinario de transparencia y de serenidad del cielo. Este último dato no in- fluye únicamente sobre los efectos de la irra- diación calórica del suelo, en el desarrollo or- gánico da los vejetales y la madurez de los fru- tos, sino que también en la moral del hombre y la armonía de sus facultades. Si la superflcie_de la tierra estuviese forma- da de un solo fluido homogéneo, ó de capas de un mismo color, igual densidad, el propio brillo, idéntica facultad de absorber los rayos solares, y análogo poder de irradiar el calórico hacia los espacios celestes, todas las líneas isotermas, iso- toras é isoquimenas se dirigirían paralelamente al Ecuador. Bajo esta hipótesis las cualidades absorbente y emisiva para el calor y para la luz, se hal\'i~ian por todas partes de la superficie del globo en paridad de latitud. De este estado medio, que no escluye ni las corrientes de caló- rico en el interior del globo ni en su envuelta gaseosa, ni la propagación del calor por las cor- rientes de aire, es de donde debe partir la teoría matemática de los climas, como de un estado primitivo. Todo lo que altera los poderes absor- bente y emisivo en algunos puntos situados en paralelos iguales, produce una inflexión en las líneas isotermas. La naturaleza de estas inflec- siones; los ángulos en que las líneas isotermas, i*oteras, isoquimenas, cortan los círculos de la- titud, la posición del vértice de su convexidad HUMBOLDT. 97 ó de su concavidad con relación al polo del he- misferio correspondiente, son efectos de causas que modifican, mas ó menos poderosamente, la temperatura bajo las diferentes latitudes geo- gráficas. Es útil al progreso de climatología el que la civilización europea se haya establecido sobre dos continentes opuestos, ó mas bien que haya irra- diado de nuestra costa occidental hasta una cos- ta oriental, atravesando la gran cuenca del At- lántico. Cuando después de muchas tentativas efímeras en Islandia y en Groenlandia, fundaron al fin los habitantes de la Gran Bretaña sobre el litoral de los Estados Unidos de América sus primeras colonias duraderas, cuya población aumentó rápidamente, por virtud de las perse- cuciones religiosas, del fanatismo y del amor á la libertad, los colonos que vinieron á estable- cerse entre la Carolina del Norte y la emboca • dura del rio S^.n Lorenzo, se admiraron de espe- rimentar inviernos mucho mas frios que los de Italia, Francia y la Escocia, bajo iguales latitu- des que ía de estos países. Semejante diferencia de climas debía fijar la atención; y sin embargo, esta observación no fué realmente fecunda en resultados para la meteorología, sino cuanto pudo fundarse en datos numéricos, espresivos de las tempera' uras medías anuales. Comparando de esta m^n^ra Nain en la costa del Labrador con Gothenburg, Halifax con Burdeos, New- York con Ñapóles, San Asrustin en la Florida con T. II. 7 98 COSMOS. el Cairo, se nota, que para las mismas latitudes* las diferencias entre las temperaturas medias del año en la América oriental y las de Europa occidental son, yendo del Norte alSud, 11°5,7°7, 3o 8 y casi 0o. El decrecimiento progresivo de estas diferencias en una serie que comprende 28° de latitud, es sorprendente. Mas lejos, hacia el Sud, bajo los mismos trópicos, las líneas Iso- termas son siempre paralelas al Ecuador. Por los ejemplos precedentes se ve que estas cues- tiones tan frecuentes en los círculos de la socie- dad: ¿cuántos grados es la América mas fria que la Europa? (sin distinguir entre las costas del Oeste y las del Este) ¿qué diferencia hay entre las temperaturas medias del año en el Canadá ó los Estados-Unidos y las de la Europa? «vése, repetimos, que bajo una forma tan absoluta, tan general, tales cuestiones carecen de sentido.> Al señalar las causas que pueden modificar la forma de las líneas isotermas, distinguiré las que~elevan la temperatura de las que tienden á hacerla descender. La primera clase comprende: La proximidad de una costa occidental en la zona templada; La configuración particular á los continentes que están divididos en penínsulas numerosas; Los mediterráneos ó los golfos que penetran profundamente en las tierras; La orientación, es decir, la posición de una tierra relativamente á un mar sin hielos, que se estiende mas allá del círculo polar, ó con re- HUMBOLDT. 99 lacion á un continente de una estensión conside- rable, situado sobre el mismo meridiano hacia el Ecuador, ó cuando menos en el interior de la zona tropical; La dirección Sud y Oeste de los vientos rei- nantes, tratándose del borde occidental de un continente situado en la zona templada, y sir- viendo las cadenas de montañas de amparo y abrigo contra los vientos que llegan de regiones mas frias; La falta de pantanos cuya superficie queda cubierta de hielo en la primavera y hasta prin • cipio del estío; La carencia de bosques en un terreno seco y arenoso; La serenidad constante del cielo durante los meses de verano; La proximidad, en fin, de una corriente pelá- gica, si sus aguas son mas calientes que las del mar circundante. Entre las causas que hacen descender la tem- peratura media, coloco: La altura sobre el nivel del mar de una re- gión que no presente cimas considerables; La cercanía de una costa occidental para las latitudes altas y medias; La configuración compacta de un continente, cuyas costas estén desprovistas de golfos; Una gran estensión de tierras hacia el polo y hasta la región de las nieves perpetuas, á me- nos que no haya entre la tierra y esta región un 100 COSMOS. mar constantemente libre de hielo en el in- vierno; Una posición geográfica tal, que las regiones tropicales de igual longitud estén ocupadas por el mar, ó en otros términos, la ausencia de toda tierra tropical bajo el meridiano del pais cuyo clima se trata de estudiar; Una cadena de montañas que por su forma ó dirección se oponga al acceso de los vientos ca- lientes, ó bien aun, la proximidad de picos ais- lados, por causa de las corrientes de aire frió que bajan á lo largo de sus vertientes; Los bosques de gran estension, porque impi- den la acción de los rayos solares sobre el suelo; porque sus órganos apendiculares (hojas) pro- vocan la evaporación de una gran cantidad de agua en virtud de su actividad orgánica, y por- que aumentan la superficie capaz de enfriarse por irradiación. Los bosques obran, pues, de tres maneras: por su sombra, por su evaporación y por su irradiación; Los numerosos pantanos que forman en el Norte; hacia la mitad del estío, verdaderos ven- tisqueros en medio de las llanuras; Un cielo nebulos< de verano, porque inter- cepta parte de los rayos del Sol; Un cielo de invierno muy puro, porque favo- rece la irradiación del calórico. La acción simultánea de todas estas causas reunidas, de aquellas sobre todo que dependen de las relaciones de estension y configuración de dUMBOLDT. 101 las masas opacas (los continentes) y de las mas^s diáfanas (los mares), determinan las inflexiones de las líneas isotermas proyectadas sobre la su- perficie del globo. Las perturbaciones locales engendran los puntos convexos y cóncavos de estas líneas. Como son de diferentes órdenes es- tas causas, deberá cada orden considerarse pri- mero aisladamente. Los alisios (vientos del Este de la zona tro- pical), producen remolinos ó contra-corrientes que imprimen la dirección Oeste ú Oeste- Sud- oeste á los vientos reinantes de las dos zonas templadas; son, pues, estos últimos vientos, ter- rales relativamente á una costa oriental, y vien- tos marítimos respecto de una costa occidental. Ahora bien; no siendo la superficie del mar tan susceptible de enfriarse como la de los conti- nentes á causa de la enorme masa de las aguas y déla precipitación inmediata de las partículas enfriadas, resulta de aquí que las costas occiden- tales deben ser mas cálidas que las costas orien- tales, siempre que no venga á modificar su tem- peratura alguna corriente oceánica. Otro tanto sucede con la analogía que existe respecto de la temperatura, entre la costa occidental de la América del Norte, bajo las latitudes medias, y la costa occidental de Europa. Aun en las regiones del Norte se nota una sorprendente diferencia entre las temperaturas medias anuales de las costas orientales y la de las costas occidentales de América. En Nain, en 102 COSMOS. el Labrador (lat. 37° 10"), es la temperatura de 3o, 8 bajo 0o; mientras que es todavía de t}\ 9 sobre 0" en Neu-Archangelsk, en la costa No- roeste de la América rusa. La temperatura me- dia del estío es apenas de 0°, 2 en el primer lu- gar, y de 13°, 8 en el segundo. Pekin (39° 54*) en la costa oriental del Asia, posee una tempe- ratura media anual (11° 3) menor que la de Ña- póles, que no obstante está situado algo mas al *Norte: la diferencia, escede de 5o. La tempera- tura media del invierno en Pekin es, por lo me- nos, de 3o bajo 0o; y en la Europa occidental, en el mismo París (lat. 48° 50'), de 3o, 3 sobre 0o. Los inviernos de Pekin son también, por térmi- no medio, dos grados y medio mas frios que los de Copenhague, á pesar de la situación mucho mas septentrional de esta última ciudad. Hemos dicho ya con qué lentitud sigue la enorme masa de las aguas del Océano las varia- ciones de temperatura de la atmósfera, dedu- ciendo la consecuencia de que el mar sirvo para igualar las temperaturas, y templar los rigores del invierno á la vez que los calores del estío. Da aquí una importante oposición entre el clima de las isias ó de las costas, propios á todos los con- tinentes articulados, ricos en penínsulas y en golfos, y el clima del interior de una gran masa, compacta de tierras firmes; contraste desarro- llado completamente la primera vez por Leopol- do de Buch, sin que sus rasgos característicos, ni sus efectos sobre la fuerza de la vegetación, HÜMBOLDT. 103 «i desenvolvimiento de la agricultura, la tras- parencia del cielo, la irradiación calorífica del suelo y la altura de las nieves perpetuas, hayan escapado al gran geólogo. Jamás he encontrado en esta parte ninguna del mundo, ni aun en el mediodia de Francia, en España ó en las is'as Canarias, tan buenos frutos, y, sobre todo, tan hermosos racimos de uva, como en los alrededores de Astrakan, á ori- llas del mar Caspio. La temperatura media del año es allí próximamente de 9o; la del estío sube á 21°, 2 como en Burdeos; pero en invierno el termómetro desciende á 25° y á 30. Lo mismo su- cede en Kislar á la embocadura del Terek, aun- que esta última ciudad es aun mas meridional que Astrakan. Las líneas que he llamado i soq almenas é isó- teras (líneas de iguales temperaturas de invier- no y de estío no son en modo alguno paralelas A las líneas isotermas (líneas de iguales tempe- raturas anuales). Si allá donde los mirtos cre- cen al aire libre, y donde el suelo no se cubre jamás en invierno de nieve permanente, las tem- peraturas del verano y del otoño bastan apenas para que sazonen las manzanas; y si para dar vino potable huyen los viñedos de las islas y de casi todas las costas, aun de las occidentales, no debe esto atribuirse únicamente á la baja temperatura que reina por el estío en el litoral; pues la razón de estos fenómenos, no está en las indicaciones producidas por los termómetros 104 COSMOS. suspendidos á la sombra, sino que es preciso bus- carla en la influencia de la luz directa, que has- ta aquí para nada se ha tenido en cuenta, aun- que se manifieste en multitud de fenómenos, co- mo, por ejemplo, en la combustión de una mez- cla de hidrógeno y de cloro. Existe bajo este res- pecto una diferencia capital entre la luz difusa y la luz directa, entre la luz que atraviesa un cielo sereno, y la que se debilita y dispersa en todos sentidos, en un cielo nebuloso; diferencia sobre la cual hace ya tiempo que procuré llamar la atención de los físicos y los fitólogos, como también sobre la cantidad de calórico, descono- cida aun, que la acción de la luz directa desa- rolla en las células de los vpjetales vivientes. Las mismas relaciones de climas que se ob- servan entre la península de Bretaña y el resto de Francia, cuya masa es más compacta, sus es- tíos más cálidos y más crudos sus inviernos, se reproducen hasta cierto punto entre la Europa y el continente asiático, del cual viene á ser la Europa península occidental. Dobe Europa la benignidad de su clima, á su configuración rica- mente articulada; al océano que baña las costas occidentales del Antiguo Mundo; al mar libre de hielos que la separa de las regiones polares; y sobre todo, á la existencia y situación geográ- fica del continente africano, cuyas regiones in- tertropicales irradian abundantemente y pro- vocan la escension de una inmensa corriente de aire cálido, al paso que las regiones situadas al HUMBOLDT. 105 Sud del Asia son en gran parte oceánicas. Hada- se indudablemente más fria la Europa, si el Áfri- ca se sumergiese; si saliendo la fabulosa Atlán- tide del fondo del océano uniese la Europa con la América; si las aguas calientes del Gulf- Stream no se vertieran en los mares del Norte; ó si una nueva tierra, levantada por las fuerzas volcánicas, se intercalase entre la península Es- candinava y Spitzberg. A medida que avanzamos del Este al Oeste, recorriendo en un mismo pa- ralelo de latitud, la Francia, la Alemania, la Po- lonia, la Rusia, hasta la cadena de los montes Ourales, vemos á las temperaturas medias del año seguir una serie decreciente; pero también al mismo tiempo que penetramos de este modo en el interior de las tierras, la forma del Con- tinente se hace cada vez más compacta, aumén- tase su anchura, la influencia del mar disminu- ye, y la de los viantos del Poniente se deja sen- tir menos: circunstancias en donde hay que bus- car la principal razón del descenso progresivo de la temperatura. En las regiones situadas más allá del Oural, los vientos del Oeste llegan ya á convertirse en vientos terrales, y al penetrar en aquellas comarcas después de haber soplado sobre grandes estensiones de tierras heladas y cubiertas de nieve, las enfria en vez de calen- tarlas. El rigor del clima de la Siberia occiden- tal es un efecto de estas causas generales, de- bido á la configuración de la tierra firme y á la naturaleza de las corrientes atmosféricas; pero 106 COSMOS. no á la grande elevación del suelo sobre el nivel del mar, aunque lo hayan asi asentado Hipócra- tes, Trogoé-Pompeyo y más de un viajero céle- bre del siglo XVIII. Dejemos ya las llanuras para ocuparnos de las desigualdades de que está sembrada la su- perficie poliédrica de nuestro globo, y conside- remos las montañas relativamente en su acción sobre el clima de los países vecinos y á la in- fluencia que ejercen en razón de su altura sobre la temperatura de sus propias cimas, ó aun de sus mesetas. Las cadenas de montañas dividen la superficie terrestre en grandes cuencas, en valles angostos y profundos, y en valles circu- lares, que encajonados por lo común como entre murallas, individualizan los climas locales co- locándoles en condiciones especiales con rela- ción al calor, á la humedad, á la trasparencia del aire y á la frecuencia de los vientos y tem- pestades. Esta configuración ha ejercido en todo tiem- po una poderosa influencia sobre las produccio- nes del suelo, la elección de cultivos, costum- bres, formas de gobierno, y aun sobre las ene- mistades de las razas vecinas. El carácter de la indi oidualidad geográfica llega, por decirlo así, á su máximum, cuando la configuración del sue- lo, en el sentido horizontal como en el verti- cal, e¿ lo más variada posible; hallándose fuer- temente grabado por el contrario el carácter opuesto en las estepas del Asia septentrional. HÜMBOLDT. 107 en las grandes llanuras herbáceas del Nuevo- Mundo (sábanas, llanos, pampas), y en los eria- les de maleza de Europa, y en los desiertos are- nales ó pedregales del África. Desde que se sabe con alguna exactitud cómo se distribuye el calor en la superficie del globo, no es ya permitido formular de una manera ab- soluta la siguiente cuestión: ¿á qué fracción del calor termomótrico medio del año ó del estío cor- responde una variación de Io de latitud sin sa- lir de un mismo meridiano? Existe en cada sis- tema de líneas isotermas de iguales curvaturas una relación íntima y necesaria entre estos tres elementos: la disminución del calor en sentido vertical y de abajo á arriba; la variación de temperatura por cada cambio de un grado en latitud geográfica, la relación, finalmente, que se dá entre la temperatura media de un punto situado sobre una montaña, y la distancia al polo de otro punto de igual nivel que el mar. En el sistema de la América oriental^ la tem- peratura media anual varía, desde la costa del Labrador hasta Boston 0ff,88 por cada grado de latitud; desde Boston á Charleston al trópico de Cáncer (Cuba) la variación disminuye y no es más que de 0°,66. Ya en la zona tropical la variación de la temperatura media es tan lenta, que desde la Habana á Cumana, el cambio para cada grado de latitud no escede de 0o, 20. Todo lo contrario sucede en el sistema for- mado por las líneas isotermas de la Europa cen- 108 COSMOS. ¿ral. Entre los paralelos de 38° y de 71° encuen- tro que la temperatura decrece uniformemente á razón de medio grado del termómetro por cada grado de latitud; mas como, por otra parte, el calor disminuye un grado en esta región, cuando la altura aumenta 156 á 170 metros, resulta de aquí que 78 ú 85 metros de elevación sobre el nivel del mar producen el mismo efecto sobre- la temperatura anual que un cambio de un gra- do de latitud hacia el Norte. Así vemos que la temperatura media anual del Convento del Mon- te San Bernardo, situado á 2.491 metros de ele- vación, hacia los 45° 50' de latitud, vuelve á, encontrarse en llanuras situadas á 75° 50*. Cuanto más próximos del Ecuador nos ha- llamos, más elevado es el limite de las nieves perpetuas^ como tuvo ocasión de observar, y fué el primero, el ingenioso Pedro Mártir de An- gleria, uno de los amigos de Cristóbal Colon, después de la expedición emprendida en octu- bre de 1510 por Rodrigo Enrique Colmenares. Véase lo que Angleria escribe á este propósito en su bella obra De Rebus oceanices: «El rio Gaira desciende de una montaña (en la Sierra Nevada de Santa Marta), que al decir de los compañeros de Colmenares, supera en altura á todas las conocidas; y así debe de ser, en efecto, puesto que tal montaña, situada lo más á 10* del Ecuador, conserva en todo tiempo la nieve sobre sus cimas.» El límite de las nieves per- petuas, en una latitud dada, le constituye la HUMBOLDT. 109 línea de las nieves que resisten al estío, ó en otros términos, la mayor altura á que puede llegar esta línea en el trascurso entero del año. Debemos distinguir cuidadosamente este dato de los tres fenómenos siguientes: de la oscila- ción anual del límite inferior de la nieve es- porádica; y de la formación de los ventisque- ros, que no pueden existir al parecer sino en las zonas frias y templadas. Conocemos ya el límite inferior de las nie- ves perpetuas; en cuanto á su límite superior, nada hemos de decir, por que aun las cimas más altas de las montañas, no llegan, ni con mucho, á las capas de aire enrarecido que, según la ve- rosímil opinión de Bougner, no contienen ya va- por vesicular capaz de producir cristales de hie- lo por vía de enfriamiento, ni de tomar de tal modo una forma visible. El límite inferior de las nieves no es sola- mente una función de latitud geográfica y de la temperatura media anual del lugar en que se encuentran aquellas, porque ni en el Ecuador ni aun en la misma zona tropical es donde este límite llega á su mayor altura sobre el nivel del mar, como se ha creído por mucho tiempo; el fenómeno de que se trata es en general un efecto muy complejo de la temperatura, del es- tado higrométrico y de la forma de las monta- ñas; y si le sometemos á una análisis todavía más minuciosa que permiten hoy las últimas observaciones, reconoceremos que depende del 110 COSMOS. concurso de un gran número de causas, tales como la diferencia de las temperaturas propias de cada estación; la dirección de los vientos rei- nantes y su contacto con el mar ó con la tierra; el grado habitual de sequedad ó de humedad de las capas superiores de la atmósfera; el espesor absoluto de la masa de nieve, caida ó acumula- da; la relación entre la altura del límite infe- rior de las nieves y la altura total de la monta- ña; la situación relativa de esta última en la cadena de que forma parte; una gran escarpa- dura de las vertientes; la proximidad de otras cimas igualmente cubiertas de nieve perpetua; la estension y la altura absoluta de las llanu- ras en cuyo seno se eleva la nevada cima como un pico aislado, ó sobre el flanco de una cadena de montañas; y finalmente, la situación de estos llanos á orillas del mar ó en el interior de los continentes, y el estar formados de bosques ó de praderas de pantanos ó áridos arenales, y de grandes moles pétreas. En América, el límete inferior de las nieves llega bajo el Ecuador á la altura del Mont-Blanc en la cadena de los Alpes, y luego' desciende hacia el trópico boreal, las últimas medidas le colocan 312 metros próximamente más bajo de la meseta de Méjico, á los 91° de latitud sep- tentrional. Elévase por el contrario, hacia el trópico austral, pues según Pentland, en la cor- dillera marítima de Chile esta dicho límite á 800 metros más elevado que en el Ecuador, cerca HÜMBOLDT. 111 de Quito, en el Chimborazo. el Cotopaxi y el Antisana. El doctor Guillies aseguró también que á los 33° de latitud austral el límite de las nieves perpetuas está comprendido entre 4,420 y 4,580 metros en la vertiente del volcan de Pen- quenas. Casi en el mismo círculo de latitud boreal, sobre la vertiente meridional del Himalaya, el límite de las nieves perpetuas está situado 3,956 metros de altura. Combinando y comparando las medidas practicadas en otras cadenas de mon- tañas, se liabia previsto este resultado, que han confirmado plenamente y después las medidas directas. Pero la vertiente septentrional, so- metida á la influencia de la meseta tibetana, cuya altura media parece ser de 3,500 metros, el límite de las nieves perpetuas sube más alto y llega próximamente á 4,068 metros. Seme- jante diferencia ha sido largo tiempo controver- tida en Europa y en la India, y yo mismo he consagrado desde 1820 varios escritos, á fin de esponer mis opiniones acerca de este asunto. Tratábase, con efecto, de uno de esos grandes hechos naturales que no interesan solo á los físicos; porque la altura de las nieves perpetuas ha debido ejercer una poderosa influencia en las condiciones de vida de los pueblos primitivos, y casi siempre simples datos meteorológicos han determinado en grandes estensiones de un mis- mo continente, aquí la existencia agrícola, y en cualquiera otra parte la nómada. 112 COSMOS. Si algunas regiones intertropicales, donde jamás cae lluvia ni roclo y cuyo cielo permanece completamente despejado durante cinco y aun siete meses, nos ofrecen, no obstante, árboles cu- biertos de fresco y gracioso verdor, débense in- dudablemente á que las partes apendiculares (las hojas) poseen la facultad de absorver el agua de la atmósfera por un acto particular á la vida orgánica, independientemente de la disminución de temperatura que produce la irradiación. Las árilas llanuras de Cumana, de Coro y de Ceara (Brasil septentrional), que no humedece jamás la lluvia, contrastan con otras comarcas inter- tropicales en donde llueve con abundancia. En la Habana, por ejemplo, Ramón de la Sagra ha deducido le seis años de observaciones, que caen al año, ] or término medio, 2,761 milímetros de agua, e- decir, cuatro ó cinco veces mas que en París y Ginebra. En la vertiente de la cadena de los Andes, la cantidad ie lluvia anual decrece como la temperatura, á medida que la altura aumenta. Caldas, uno de mis compañeros de viaj* en la América del Sud. notó que en Santa Fé de Bogotá (2,600 metros de altura), la canti- dad anual de agua no escede de 1,000 milímetros; siendo por esto allí menos abundante que en ciertos puntos de las costas occidentales de la Europa. Boussingault, ha visto muchas veces en Quito retrogradar el higrómetro de Saussure hasta 26°, para una temperatura de 12 á 13?, Gtou-Lussac en su célebre ascensión aerostática HUMBOLDT. 113 hizo marcar al mismo instrumento 25% 3 en ca- pas de aire situadas á 2,100 metros de altura. Pero la mayor sequedad que se ha observado hasta aquí en las llanuras bajas es indudable- mente la que Gustavo Rose, Ehrenberg y yo he- mos tenido ocasión de medir en Asia entre las cuencas del Irtyschy del Obi en la estepa de Pla- tawskaia. En estos últimos tiempos, algunos observadores han suscitado dudas acerca de la gran sequedad que las medidas higrométricas de Saussure y las mias asignan al aire en las altas regiones de los Alpes y de los Andes; pero se han limitado á comparar la atmósfera de Zurich con la de Faulhorn, cuya altura solo en Europa pue- de tomarse por considerable. Bajo los trópicos, cerca de la región en que la nieve empieza ácaer, es decir, entre 3,600 y 3,900 metros de altura, las plantan alpestres de hojas de mirtos y de grandes flores, propios de los Páramos, están bañadas por una humedad casi perpetua; pero esta humedad no prueba que exista á tal eleva- ción una gran cantidad de vapores, sino única- mente que su precipitación se reitera con fre • cuencia. Puede decirse otro tanto de las nieblas, tan comunes en la bella meseta de Bogotá. Los nu- blados se forman en capas y se disuelven mu- chas veces en el espacio de una hora: rápidos juegos atmosféricos que caracterizan, en gene- ral, las mesetas y los Páramos de la cadena de los Andes. La electricidad de la atmósfera se une de mil 114 COSMOS. modos á los fenómenos todos de la distribución, del calórico, á la presión, á los meteoros acuo- sos, y probablemente también al magnetismo de que parece estar dotada la corteza superficial del globo. Estas relaciones íntimas se nos reve- lan, ya se considere la electricidad de las bajas regiones del aire en donde su silenciosa marcha varía por períodos todavía problemáticos, bien la estudiemos en las capas elevadas, en el seno de las nubes, donde brilla el relámpago, y nace atronador el rayo. Grande es la influencia que ejerce sobre los dos reinos animal y vejetal, no solo por los fenómenos meteorológicos que pro- duce, tales como la precipitación de los vapores acuosos, y la formación de compuestos ácidos ó amoniacales, sino como agente especial que es- cita directamente el aparato nervioso y los mo- vimientos circulares de los líquidos orgánicos. No es esta ocasión de renovar antiguas discu- siones acerca del origen de la electricidad que se desarrolla en la atmósfera estando el cielo se- reno: ni investigaremos si es preciso atribuir aquella electricidad ala evaporación délas aguas cenagosas cargadas de sales y de sustancias ter- reas, á la vegetación, á las innumerables reac- ciones químicas que se verifican en el suelo, á la desigual distribución del calor en las capas aéreas; ó si será necesario recurrir á la ingeniosa hipó- tesis porque esplica Peltier la electricidad posi- tiva de la atmósfera, suponiendo al globo carga- do constantemente de la negativa. HUMBOLDT. 115 Si puede decirse en tesis general que el equi • librio de las fuerzas eléctricas está sujeto á per- turbaciones menos frecuentes allí donde el Océa- no aéreo descansa sobre un fondo líquido, que en las atmósferas continentales, no por ello sor- prende menos ver en el seno de los mas vastos mares pequeños grupos de islas obrar sobre el estado eléctrico de la atmósfera, provocando la formación de las tempestades. En mis largas se- ries de investigaciones hechas en tiempo nebu- loso, ó al empezar á caer la nieve, he visto á me- nudo á la electricidad atmosférica, vitrea en un principio de un modo permanente, pasar de sú- bito á la electricidad resinosa, reproduciéndose estas alternativas en diversas ocasiones, lo mis- mo en las llanuras de las zonas frias, que en los páramos de las Cordilleras, entre 3,200 y 4,500 metros de altura. Las nub^s de color gris pizarra cargadas de electricidad resinosa, según las in- vestigaciones de Peltier; y las blancas, rosadas 6 naranjadas, poseen la electricidad vitrea. Las nubes tempestuosas pueden formarse á cualquier altura. Yo las he visto coronar las cimas mas altas de los Andes; y aun he encontrado señales de vitrificación producidas por el rayo sobre una de las rocas en forma de torre que cubren el cráter del volcan de Toluca, á 4,000 metros de elevación. De igual manera en las bajas llanu- ras de las zonas templadas, la altura de ciertas nubes tormentosas, medida en sentido vertical, escedia de 8,000 metros. Pero en cambio la capa 116 COSMOS. de nubes que encierra el rayo puede bajarse y descender alguna vez á 150 y aun á 110 metros del suelo de las llanuras. En el trabajo mas completo que tenemos hasta ahora acerca de una de las mas delicadas ramas de la meteorología, Arago distingue tres especies de manifestaciones luminosas (los re- lámpagos), que son: relámpagos en zig zag, cu- yos bordes están claramente terminados; los que sin formas definidas iluminan el cielo, parecien- do cuando brillan que la nube se entreabre para darlos paso, y los que asemejan globos de fuego. Los primeros darán apenas lilOOO de segundo; pero los relámpagos de forma de globo son me- nos rápidos y pueden durar muchos segundos. Sucede alguna vez que nubes solitarias, coloca- das á una gran altura sobre el horizonte, se ha- cen luminosas, sin que se oiga el trueno, y aun sin apariencia alguna de tempestad; singular fenómeno que dura bastante tiempo, y fué seña- lado la primera vez por Nicholson y Beccaria, cuyas descripciones concuerdan perfectamente con las observaciones mas recientes. Hanse visto también brillar con eléctrico resplandor y sin síntoma alguno de tempestad, granizos, gotas de lluvia y copos de nieve. Indicaremos, por último, como uno de los rasgos mas sorprendentes de la distribución geográfica de las tormentas, el contraste singular que ofree la costa peruana, donde nunca truena, comparada con el resto de la zona intertropical, donde en ciertas épocas del HUMBOLDT. 117 año, y casi diariamente se forman tempestades cuatro ó cinco horas después de haber tocado el sol en su zenit. No terminaremos la parte meteorológica del cuadro de la naturaleza, sin insistir de nuevo sobre la íntima conexión que guardan entre sí los fenómenos atmosférico1?. Ninguno de los agen- tes que como la luz, el calor, la elasticidad de los vapores y la electricidad, desempeñan papel tan importante en el océano aéreo, puede dejar sentir su influencia, sin que el fenómeno produ- cido sea inmediatamente modificado por la inter- vención simultánea de todos los demás agentes. Esta complicación de causas perturbadoras nos lleva involuntariamente á las que alteran sin cesar los movimientos de los cuerpos celestes, y especialmente los de una masa pequeña que se aproximan mucho á los centros principales de acción (cometas, satélites y estrellas errantes). Pero aquí la confusión de las apariencias llega á ser frecuentemente inestricable, y quítanos la esperanza de poder llegar alguna vez á prever, fuera de límites muy estrechos, ios cambios de la atmósfera, cuyo conocimiento anticipado seria de tanto interés para el cultivo de los verjeles y de los campos, para la navegación el bienestar y los placeres de los hombres. Los que buscan ante todo en la meteorología esta problemática previsión de los fenómenos, se convencen de que en vano se han emprendido tantas espediciones, y recogido y examinado observaciones tantas; 118 COSMOS. para ellos la meteorología no adelantó nada, y an su confianza á una ciencia, tan estéril á sus ojos, para concedérsela á las fases de la luna ó á ciertas días señalados en el calendario por antiguas supersticiones. Rara vez ocurren grandes separaciones lo- cales en la distribución de las temperaturas me- dias; ordinariamente, las anomalías se reparten uniformemente sobre grandes estensiones de ter- reno. La desviación accidental llega á su máxi- mun en un lagar determinado, y decrece en se- guida de una y otra parte de este punto, dentro de ciertos límites; mas pasados estos pueden ha- llarse grandes desviaciones en sentidos opues- tos, solo que se producen con más frecuencia dal Sud al Norte que del Oeste al Este. fiase notado con razón, que las indicaciones del barómetro se reñerená todas las capas aéreas situadas sobre el lugar de la observación hasta los límites estreñios de la atmósfera, al paso que las del termómetro y del sicrómetro son jura- mente locales y no se aplican mas que á la capa de aire próxima al .suelo. Si se trata de es- tudiar las modiflcacioneí termornétricas ó hi- groíaé*". icas de las capas superiores, es necesario proceder á euservut-ioneN directas sobre las mon- tañas ó á as onsiones aerostáticas. Si estos me- dios directos faltan, es preciso recurrir entonces á hipótesis que permitan emplear el barómetro como instrumento de me.lida para el calor y la humedad. Los fpnómenos meteorológicos se ini- HUMBOLDT. 119 cian ordinariamente por una perturbación le- jana que ocurren en las corrientes de las alta8 regiones; luego poco a poco el aire frió ó calien- te, seco ó húmedo de algunas corrientes desequi- libradas, invade la atmósfera, turba ó resta- blece su trasparencia, amontona las nubes, dán- doles formas macásas y redondas, ó las divide y disemina en ligeros copos como la pluma blanda de las aves. Así pues, la multiplicidad de las perturbaciones se complica también por la leja- nía de las causas de ordinario inaccesibles. Después de recorrido el círculo de la vida inorgánica del globo terrestre, y bosquejado á grandes rasgos la forma esterior de nuestro pla- neta, su calor interno, su tensión electro-mag- nética, los efluvios luminosos de sus polos, su vulcanismo, es decir, la reacción del interior contra la corteza sólida y sus dos envueltas, ó sean el mar y el Océano aéreo, damos por con- cluido el cuadro de la descripción física del mundo. REFLEJO DEL MUNDO ESTERIOR EN LA IMAGINACIÓN DEL HOMBRE. DEL SENTIMIENTO DE LA NATURALEZA SEGÜN LA DIFERENCIA DE LAS RAZAS Y DE LOS TIEMPOS. De la esfera de los objetos esteriores pasamos á la esfera de los sentimientos. En lo que pre- cede hemos espuesto, bajo la forma de un vasto cuadro de la Naturaleza, cuánto nos ha dado á conocer la ciencia, fundada en rigorosas obser- vaciones y libre de falsas apariencias, acerca de los fenómenos y de las leyes del Universo. Pero semejante espectáculo de la Naturaleza quedaría incompleto, si no considerásemos de qué manera se refleja el pensamiento y en la imaginación, predispuesta á las impresiones poéticas. Un mun- do interior se nos revela, que no esploraremos 122 COSMOS. como hace la filosofía del arte, para distinguir en nuestras emociones lo que pertenece á la ac- ción de los objetos esteriore3 sobre los sentidos, de lo que emana de las facultades del alma ó se refiere á las nativas disposiciones de los diversos pueblos; pues basta con indicar la fuente de esta inteligente contemplación que nos eleva al sen- timiento puro de la Naturaleza, é inquirir las causas que, despertando la imaginación, han contribuido tan poderosamente á propagar el estudio de las ciencias n?turales, y la afición á los lejanos viajes sobre todo en los tiempos modernos. Háse repetido con frecuencia que el senti- miento de la Naturaleza, sin ser estraño á los pueblos antiguos, se ha espresado no obstante con menos energía en la antigüedad que en los tiempos molernos. Los griegos, dice Schiller, llevaron á su m'is alto grado la fidelidad y la exactitud en la pintura da los paisajes, entran- do en minuciosos detalles, pero sin que su alma tomase en ello más parte que la que tomaría en la descripción de un trage, de un arma ó de un escudo. Parece como que la Naturaleza ha- bía interesado más su inteligencia moral. Ja- más se aficionaron á ella con la simpática y dul- ce melancolía de los modernos. Por verdadero que sea en cierto modo este juicio, no debe hacerse estensivo á toda la an- tigüedad. Se forma p"or otra parte idea incom- pleta de las cosas, compreivHendo únicamente* HÜMBOLDT. 123 bajo el nombre de antigüedad y por oposición á los tiempos modernos, el inundo griego y el mun- do romano. Profundo sentimiento de la Natura- leza se revela en las más antiguas poesías de los hebreos y de los indios, es decir, en razas muy diferentes, como lo son las semíticas y las indo-germánicas. Solo podemos juzgar de la sensibilidad de los antiguos pueblos respecto á la Naturaleza, por los pasajes de su literatura en que está espre- sado aquel sentimiento. Encuéntranse induda- blemente en la antigüedad griega, en la flor de la edad del linaje humano, un sentimiento tier- no y profundo de la Naturaleza, unido á la pin- tura de las pasiones y á las leyendas fabulosas; pero el género propiamente descriptivo, no es nunca entre los griegos sino un accesorio, apa- reciendo el paisaje como el fondo de un cuadro en cuyo primer término se mueven formas hu- manas. La razón de esto es, que en Grecia todo se agita en el círculo de la humanidad. Cantábanse en Delfos himnos á la Primave- ra, con el fin sin duda de espresar la alegría del hombre libre ya de los rigores del Invierno. Las Obras y Dios de Hesiodo contienen también una descripción del Invierno, introducida quizás más tarde por algún rapsoda jónico. En este poema se dan preceptos sobre la agricultura y sobre otras profesiones, y se indican los deberes de una vida honesta, todo ello en el tono de una noble sencillez, aunque con la sequedad didáctica. No 124 cosmos. se levanta Hesiodo á inspiración más alta, sino para cubrir las miserias de la humanidad con el velo del antroporfismo en el bello mito alegórico de Epimeteo y de Pandora. Así también en la Teogonia, compuesta de elementos diversos y muy antiguos, los fenómenos del mar se per- sonifican á menudo bajo nombres característi- cos, como por ejemplo, en la enumeración de las Nereidas. Esta tendencia á revestir de la forma humana los fenómenos de la Naturaleza fué co- mún á la escuelas de los aedas de Beocia y á toda la poesía antigua. Hasta época muy cercana á la nuestra no han formado género de literatura distinto, los variados recursos del género descriptivo, es de- cir, de la poesía de la Naturaleza, bien sea que se limite á pintar el lujo de la vegetación tro- pical, ya que represente bajo una forma ani- mada las costumbres de los animales. No debe- mos deducir de esto que allá donde todo respira tanta sensualidad, haya faltado completamente la sensibilidad para las bellezas naturales, ni que admirando tantas obras maestras inimita- bles creadas por la imaginación de los griegos, no podamos hallar entre ellos algunos rasgos de poesía contemplativa. Si estos vestigios son bien raros en concepto de los modernos, no tanto de- pende esto de la falta de sensibilidad de los an- tiguos, como de que no esperimentaron la nece- sidad de espresar con palabras el sentimiento de la Naturaleza. Menos inclinados á la natura- HUMBOLDT. 125 leza inanimada que á la vida activa y al traba- jo interior del pensamiento, adoptaron desde luego y conservaron la epopeya y la oda como la forma más elevada del genio poético. Esto supuesto, las descripciones de la Naturaleza no podían entrar en estos poemas sino accidental- mente, y no parece que la imaginación se haya detenido jamás en ellas como en un objeto á parte. Con posterioridad, y á medida que se bor- ró la tradición del antiguo mundo y sus flores se agostaron, la teórica invadió el dominio de la poesía did'áctica: poesía severa, noble y sin adornos bajo la antigua forma filosófica y casi sacerdotal, que fué la del libro de Empedocles sobre la Naturaleza; mas por la mezcla de la retórica perdió poco á poco su sencillez y dig- nidad primitivas. La poesía bucólica, especie de drama popu- lar y campestre, que tuvo su nacimiento en las llanuras de la Sicilia, está reputada justa- mente como una forma intermediaria; siendo más bien el hombre de la Naturaleza que el paisaje, lo que se representa en esa pequeña epopella pastoril. Tal es, al menos, su carácter en Teócrito, poeta que le ha dado la forma más acabada. El elemento elegiaco ocupa también un lugar en el idilio, y parece que debe su origen al pesar de un ideal perdido, y á que siempre vá mezclado un fondo de tristeza en el cora- zón del hombre al íntimo sentimiento de la Na- turaleza. 126 cosmos. Cuando la verdadera poesía se estinguió en Grecia con la vida pública, la poesía didáctica I y descriptiva se consagró á la trasmisión de laj ciencia La Astronomía, la Geografía, la caza y la pesca vinieron á ser los asuntos favoritos' de versificadores que desplegaron con frecuencia una flexibilidad maravillosa. Las formas y las] costumbres de los animales están retratadas con gracia, y con tal exactitud, que la ciencia mo- derna puede encontrar allí sus clasificadores en géneros y hasta en especies; mas falta á todos aquellos poemas la vida interior, el arte de ani- mar á la Naturaleza, y aquella emoción con cu- yo auxilio el mundo físico se impone á la ima- ginación del poeta, aun sin que este tenga cla- ra conciencia de ello. Nótase un sentimiento más vivo y delicado de la Naturaleza en algunos trozos de la An- tología, restos preciosos de diversas épocas. Fray Jacobos ha reunido en su bellísima edición, bajo un título aparte, todos los epigramas relativos á los animales y á las plantas: pequeños cuadros que por lo común no se refieren sino á objetos individuales. Sin embargo, por lo general, pa- rece que los poetas de la Antología se ocupan de los animales con preferencia á las plantas. Me propongo simplemente en estas páginas esclarecer con algunos ejemplos tomados de la literatura descriptiva, consideraciones generales sobre la contemplación poética del mundo. Así, que habria ya abandonado el florido campo de HUMBOLDT. 127 la antigüedad griega, si creyese posible en un libro que me he atrevido á intitular Cosmos, pasar en silencio el tratado sobre el Mundo, fal- samente atribuido á Aristóteles. El autor re- presenta al globo «adornado con su lujosa vege- tación, fertilizado por innumerables irrigacio- nes, y (cosa la más maravillosa á su juicio) po- blado de seres pensadores. La emosion que sentían los griegos en el fondo del corazón ante las bellezas naturales, por más que no tratasen de espresarla bajo una forma literaria, se encuentra aun más rara- mente entre los romanos, Parece que debía es- perarse otra cosa de una nación que fiel á las antiguas tradiciones de los S/culos se dedicó principalmente á la agricultura y á la vida del campo. Pero al lado de esta actividad de los ro- manos dábase en ellos una gravedad austera, sobria y mesurada razón que los predisponía poco á las impresiones de los sentidos, lleván- doles más bien hacia las realidades de cada dia, que no hacia la contemplación poética é ideal de la Naturaleza. Estas oposiciones entre la vida interior de los romanos y la de las tribus grie- gas se reflejan en la literatura, espresion inte- ligente y fiel del carácter de los pueblos. A pe- sar de su comunidad de origen la estructura in- terna de ambos idiomas formaba una nueva di - ferencia entre ellos. Conviénese en reconocer que la lengua del antiguo Lacio es menos rica en imágenes, menos variada en sus giros, y más 128 cosmos. propia para espresar la verdad de las cosas que para plegarse á las fantasías de la imaginación. La poesía desplegó todas sus riquezas en el poema de Lucrecio sobre la naturaleza. El au- tor, discípulo de Empédocles y de Parmenides, abraza en su obra el mundo entero realzando aun más la magostad de su esposicion por las- formas arcaicas de su estilo. La poesía y la filo- sofía han confundido sus fuerzas en el libro de Lucrecio, sin que resulte nunca de su mezcla aquella frialdad que censuraba ya severamente al retórico Menandro, comparándola al brillan- te aspecto bajo el cual se representaba Platón la Naturaleza. Si no obstante la agitada vida que ocasio- nan las pasiones políticas, conservara un esta- dista ei. su corazón entusiasta afición á la Na- turales, y el amor de la soledad, la fuente de estos sentimientos habría que buscarla en las profundidades de un carácter grande y noble. Los escritos de Cicerón prueban la verdad de este aserto. Sábese ciertamente que en su tra- tado de las Leyes y en el del Orador Cicerón tomó mucho de la Phedra de Platón; pero la imitación no ha quitado nada de su propia in- dividualidad á la pintura del suelo itálico. Pla- tón pinta en algunos rasgos generales «la es- pesa sombra del alto plátano, los perfumes que exhala la flor del Agnus-castus y la brisa del estío, cuyo murmullo acompaña á los coros de las cigarras. » Por lo que respecta á la descrip- HDMBOLDT. 129 cion de Cicerón, tan fiel aparece, según ha no- tado recientemente un ingenioso observador, que aun hoy pueden comprobarse todos sus ras- gos en los mismos lugares. El conocimiento de las obras de Virgilio y de Horacio se halla tan generalmente estendi- do entre las personas un tanto iniciadas en la literatura latina, que sería supérfiuo tomar pa- sajes de ellas para comprobar el tierno y vivo sentimiento de la Naturaleza que anima á al- gunas de sus composiciones. En la epopeya na- cional de Virgilio, la descripción del paisaje de- bía de ser, según la naturaleza misma de este género de poemas, un simple accesorio, y ocupar por consiguiente lugar reducido. En parte nin- guna se advierte que el autor se haya empeña- do en describir determinados parajes; pero los armoniosos colores de sus cuadros revelan un conocimiento profundo de la Naturaleza. ¿En dónde fueron pintadas con mayor belleza, la cal- ma del mar y la tranquilidad de la noche? ¡Qué contraste entre estas imágenes apacibles y las enérgicas descripciones de la tormenta, en ei libro primero de las Geórgicas, de la tempestad que asalta á los troyanos en medio de las Estro- fadas, del derrumbamiento de las rocas y de la erupción del Etna, en la Eneida! Hub'era po- dido esperarse, de parte de Ovidio, como fruto de su larga estancia en Tome, llanuras de la Mesia inferior, una descripción poética de aque- llos desiertos sobre los cuales ha permanecido 130 COSMOS. muda la antigüedad. Cierto os que el desterra- do no vio aquella parte de las estepas que, cu- bierta en el verano de vigorosas plantas de cua- tro á seis pies de altura, ofrece á cada ráfaga de viento la graciosa imagen de un agitado mar de flores; porque el lugar a que fué confinado Ovidio, era un páramo pantanoso. De sentir és sobre todo que Tíbulo no ros haya dejado ninguna gran composición descrip- tiva tomada del natural, ya que entre los poe- tas que ilustraron el reinado de Augusto es de los pocos que, felizmente estraños á la erudi- ción alejandrina, y aficionados á la vida del cam- po, sensibles y sencillos por consiguiente, be- bieron en sí mismas sus inspiraciones. Sus ele- gías deben considerarse, á la verdad, como cua- dros de costumbres en los cuales el paisaje está relegado al último término; pero la consagra- don de los campos y la sesta composición del libro primero demuestran lo que hubiera podi- do esperarse del amigo de Horacio y de Messala. Lucano, nieto del retórico M. Anneo Séne- ca, se asemeja mucho á él por el adorno orato- rio de su estilo; ha pintado, sin embargo, con rasgos admirables de sorprendente verdad, la destrucción del bosque de los Druidas en la ri- bera, hoy asolada, de Marsella. Las encinas al caer se apoyan entre sí y sostienen en equili- brio; despojadas de sus hojas, dejan que penetre por vez primera un rayo de sol en aquella santa y sombría oscuridad. Lucilio Júnior, amigo de HUMBOLDT. 131 Séneca el filósofo, ha representado también con exactitud la erupción de un volcan, en su poe- ma didáctico de el Etna, si bien ha prescindido de ciertos detalles circunstanciados, que son los que únicamente dan originalidad á semejantes descripciones. No son menos raras las descripciones de la Naturaleza entre los prosistas romanos que en- tre los prosistas griegos. Los grandes historia- dores Juüo César, Tito Livio y Tácito, apenas hacen otra cosa que describir incidentalmente un campo de batalla, el paso de un rio ó de des- filaderos impracticables en las montañas. No puedo leer en los anales de Tácito, sin cierto placer, la travesía de Germánico por el Ems (Amisia), y la gran descripción geográfica de las cadenas de montañas que costean la Siria y la Palestina. Quinto Cursio ha pintado también muy felizmente la soledad de los bosques que de- bió atravesar el ejército macedónico, al Oeste de Hecatompylos, en la pantanosa provincia de Mazenieran. Insistiría más sobre esto, si pudiera distinguirse con seguridad la parte que en las descripciones de dicho escritor se debe á su viva imaginación de aquella que las fuentes históri- cas le suministraron. Por ahora me limitaré á mencionar aquí la grande obra enciclopédica de Plinio el Viejo, á la que no puede compararse ninguna otra de la an- tigüedad por la riqueza de materiales; y libro que es tan variado como la misma Naturaleza. La 132 cosmos. Historia Natural de Plinio, según el plan que el autor se habia formado, no podia contener mu- chas descripciones individuales de objetos deter- minados; mas siempre que la atención del autor se fija en el conjunto de las fuerzas naturales ó en el orden magestuoso que preside al universo (natur» majestas), se observa en sus palabras un verdadero entusiasmo. El libro de Plinio ha ejercido una gran influencia durante toda la edad media. Citariamos con gusto, como testimonio del sentimiento de la naturaleza entre los Roma- nos, las casas de recreo graciosamente situadas subre las alturas del Pincio en Tusculano y en Tibur (Tívoli), y cerca del cabo Miseno, en Pu- zol y en Bayas, si¡ no estuvieren todas como las de Escauro y Mecenas, Lúculo y Adriano, obs- truidas por edificios suntuosos. Los templos, los teatros y los hipódromos, alternan con las paja- reras y otras construcciones destinadas al entre- tenimiento de limazas y lirones. La casa de cam- po de Escipion, en Liternum, aunque más senci- lla indudablemente, estaba guarnecida de tor- reones como una fortaleza. El nombre de Macio, amigo de Augusto, ha llegado precisamente has- ta nosotros, porque muy aficionado á todo lo que era artificial y contrario á la naturaleza, fué el primero que introdujo el uso de podar con si- metría los árboles según formas tomadas de la arquitectura ó délas artes plásticas. Plinio el Joven, poseedor de numerosas casas de recreo, HUMBOLDT. 133 ha escrito en términos encantadores las de Lau- rento y Toscana. Sien ambas á dos, los edifi- cios y caprichosos adornos de madera recortada, se veian esparcidos con una profusión que re- chazaría nuestro gusto moderno, sin embar- go, las descripciones que de ellas nos ha dejado Plinio, y el cuidado también que tuvo Adriano en hacer reproducir artificialmente la imagen del valle de Tempe, en su casa de recreo de Tí- voli, atestiguan que los Romanos, aun los que habitaban en las ciudades, sentían el encanto del paisaje, y no eran indiferentes al libre goce de la Naturaleza, á pesar de su gusto algo esclusi- vista por las artes, y del valor que daban á las comodidades de la vida, y aunque calculasen con esquisita solicitud la situación de sus casas de campo, con relación al sol y á los vientos. Los antiguos no nos han dejado descripción alguna de las nieves perpetuas que coronan los Alpes, y se coloran de rojos reflejos á la salida y puesta del sol; ni fijaron su atención en el es- tado de los azules ventisqueros, ni en la impo- nente naturaleza del paisaje suizo. Sin embar- go, la Helvecia, se veia continuamente atrave- sada por estadistas ó generales que se dirigían á G-alia, y llevaban literatos en su compañía. Sabido es que Julio César, cuando volvió á Ga- lia en busca de sus legiones, aprovechó el tiem- po componiendo, durante el paso por los Alpes, un tratado de gramática, de Analogía. Silio Itálico, que murió en tiempo de Trajano, en una 134 cos.mos. época en que ya la Suiza alcanzaba un estado floreciente de cultura, celebra con pasión todos los barrancos de Italia y las sombrías orillas del Liris, boy Garellano; pero representa la región de los Alpes como un horrible desierto falto de vectación. No es meno-> sorprendente que el ma- ravilloso aspecto de las rocas de basalto cortadas en columnas naturales, como las que se encuen- tran en el centro de Francia, i trillas del Rhin, y en la Lombardía, no decidiera á los Romanos á describirlas ni aun á mencionarlas siquiera. Cuando nuevos sentimientos vienen á desar- rollarse en el mundo, es casi siempre posible encontrar aquí y allá algunos gérmenes preco- ces y profundamente sepultados. El mund > nue- vo no ha roto bruscamente con el antiguo pero los cambios verificados en las aspiraciones reli- giosas de la humanidad, en los más tiernos sen- timientos morales, y aun en la vida estertor de los hombres, han puesto de manifiesto de repente lo que habia hasta entonces pasado desapercibi- do. El cristianismo preparó los espíritus para que buscasen en el orden del mundo y en las be- llezas naturales, el testimonio de la grandeza y escelencia del Creador. Esta tendencia á glorifi- car la Divinidad en sus obras debió desarrollar el gusto por las descripciones. Citaremos aquí parcialmente algunas descrip- ciones de la Naturaleza tomadas de los Padres de la Iglesia griega, y menos conocidas induda- blemente de nuestros lectores, que los pasajes en HUMBOLDT. 135 que espresaron los antiguos habitantes de Italia su afición á la vida campestre. Empezaré por una carta de San Basilio, por el cual tengo desde hace mucho tiempo una singular predilección. Nacido en Cesárea de Capadocia, Basilio renun- ció, antes de haber cumplido treinta años, á la vida tranquila que llevaba en Atenas, visitando las tebaidas cristianas de la Siria y del Egipto meridional. A mitacion de los Esenios y Terapeu- tas, precursores del cristianismo, se retiró á un desierto á orillas del Iris en Armenia. Su segun- do hermano Naucracio, se habia ahogado pes- cando en este rio, después de haber llevado por espacio de cinco años la dura vida de los anaco- retas. Basilio escribia á Gregorio de Nacianzo: «Creo, en fin, haber hallado el término de mis errantes peregrinaciones. Renunciando con pena á la esperanza de volver á reunimos, más exacto seria decir á mis sueños, porque estoy conforme con el que llama á la esperanza el sueño de un hombre despierto, he salido para el Ponto en busca de la vida que me conviene. Dios me ha hecho encontrar aquí un lugar á propósito para mis gustos. Puedo ver en realidad todo lo que nos representaba la imaginación en nuestros juegos y en nuestros momentos de reposo. Una alta montaña rodeada de frondoso bosque, se vé regada por su parte Norte de aguas límpidas y frescas. A sus pies se estiende una llanura in- clinada que fecundizan los húmedos vapores que se exhalan de las alturas. El bosque que rodea á 136 cosmos. la montaña y en donde se apiñan árboles de for- mas y especies diferentes, parece establecer un muro de defensa á su alrededor... Dos barrancos profundos limitan mi soledad. De un lado, el rio que se lanza de la cima opone una barrera continua y difícil de franquear; del otro, cierra su entrada un ancho pico de la montaña. La habitación está situada sobre la cresta de otro pico, de manera que consiente abarcar la lla- nura en toda su estension, y contemplar des- de lo alto la caida y el curso del Iris, mis agra- dable para mí, que el Strymon para los habi- tantes de Amphipolis. Este rio, el más rápido que conozco, se rompe contra una roca próxima y se precipita arremolinado en un abismo, ofre- ciéndome como á todos los viajeros, un aspecto lleno de encanto; y es, además, para los habitan- tes de la comarca útil recurso, por el infinito número de peces que alimenta en sus espumosas ondas. ¿Debo describirte los vapores que se ex- halan de la tierra ó las brisas que se levantan de la superficie de las aguas? Admire otro la abundancia de las flores y el cai.to de las aves; yo no tengo esparúo de tiempo para aplicar mi es- píritu á tales objetos. Lo que me encanta so- bre todo es la tranquilidad de la comarca; no la visitan sino algunos cazadores, porque mi desierto dá pasto á ciervos y rebaños de cabras monteses; pero no á vuestros osos y leones. ¿Có- mo podria yo cambiar este sitio por otro alguno? Cuando Alcmeon encontró las Echinades no qui- HUMBOLDT. 137 so ir más allá.» A pesar de la indiferencia que quiere oponer San Basilio á alguno de los en- cantos de su retiro, hay en esta sencilla pintura del paisaje y de la vida de los bosques, senti- mientos más en armonía con los sentimientos modernos que todo lo que nos queda de la an- tigüedad griega y latina. De lo alto de la caba- na solitaria en donde se ha refugiado el santo anacoreta, penetra la mirada hasta la bóveda húmeda del bosque. Basilio encontró por fin el lugar de descanso por el que tan largo tiempo habian suspirado él y su amigo Gregorio de Na- cianzo. La alusión mitológica con que termina la carta, resuena como una voz que salida del antiguo mundo encuentra un eco en el mundo cristiano. Las Homilias de San Basilio sobre el Hexame- ron revelan también el sentimiento de la Na- turaleza que en el existia. Pinta las dulzuras de las noches eternamente serenas del Asia Menor, en donde, según su espresion, los astros, flores inmortales del cielo, elevan el espíritu del hom- bre de lo visible á lo invisible. Si en la narra- ción de la Creación del mundo quiere celebrar las bellezas del mar y describir los variados y cambiantes aspectos de esa llanura sin límites, muestra cómo dulcemente agitada «por el soplo de los vientos, refleja una luz ya blanca, ya azu- lada, ya roja; y cómo en sus apacibles juegos acaricia la playa.» Hállase el mismo tono de concordia melancólico con la Naturaleza en Gre- 138 cosmos. gorio de Niza, hermano de San Basilio. «Si veo, dice, la crestado la roca, la cabana, la llanura, cubiertas de naciente yerba; si veo el rico ador- no de los árboles, y á mis pies las lises á que ha dado la Naturaleza el perfume y el brillo de sus colores á la vez; si distingo el mar en lontanan- za hacia el cual lleva mis miradas la nube que pasa, apodérase de mi alma una tristeza que no carece de dulzura. Con el otoño desaparecen los frutos, caen las hojas, pierden de flexibilidad las ramas de ios árboles, y nosotros mismos, abrumados de profunda melancolía al ver esas eternas y regulares transformaciones, nos iden- tificarnos con las misteriosas fuerzas de la Na- turaleza. Cualquiera que contemple este espec- táculo con los ojos del alma, comprenderá la pe- quenez del hombre comparado con la grandeza del Universo.» La afición á las descripciones poéticas entre los cristianos, no es el solo efecto de esta glo- rificación de la Divinidad por la entusiasta con- templación de la Naturaleza; puede decirse tam- bién que en el primitivo fervor de la nueva fó, á la admiración acompañaba siempre el despre- cio hacia las obras humanas. Crisóstomo repite en mil pasajes: «Cuando veas un magnífico mo- numento, y te encante el espectáculo de una lar- ga columnata, dirige en seguida tus miradas hacia la bóveda del cielo, y á los campos libres donde pacen los rebaños cerca de las orillas del mar. ¿Quién no despreciaría todas las obras del Hw'MBOLDT. 139 arte, cuando en la calma de su corazón admira la salida del sol derramando sobre la tierra una luz dorada, cuando á la orilla de una fuente, recostado sobre la fresca yerba ó á la sombra de poblados árboles dilata á lo lejos su mirada que se pierde en la oscuridad?» La ciudad de Antioquía estaba en aquella época rodeada de ermitas, y en una de ellas vivía Crisóstomo. Cuando más adelante, en tiempos opuestos á toda civilización, se estendió el cristianismo entre las razas germánicas y celtas, que no co- nocían hasta entonces otra religión que la de la Naturaleza, honrando bajo sus símbolos grose- ros las fuerzas conservadoras ó destructoras del Universo, el íntimo comercio de la Naturaleza y el estudio de sus misteriosas leyes, llegaron fácilmente á hacerse sospechosos de brujería. El conocimiento del mundo esterior pareció en- tonces tan peligroso, como lo fuera el cultivo de las artes plásticas en tiempo de Tertuliano, de Clemente de Alejandría y de casi todos los an- tiguos Padres. En los siglos XII y XIII, los con- cilios de Tours (1169) y de París (1209) prohi- bieron á los frailes la culpable lectura de las obras de física. Alberto el Grande y Rodrigo Bacon fueron los primeros que rompieron con verdadero valor las trabas del entendimiento humano, absolvieron á la Naturaleza, y la res- tablecieron en sus antiguos derechos. Hemos señalado hasta aquí las oposiciones que se manifestaron en las liturgias griega y la- 140 COSMOS. tina, tan íntima mente unidas entre sí por otra parte, según la diferencia de los tiempos. Pero | los contrastes que se producen en la manera de sentir no son únicamente consecuencia del tiem- po ó de las revoluciones en cuya virtud los go- biernos, las costumbres y las religiones se trans- forman irresistiblemente, pues aun sorprenden más los que ocasionan la variedad de las razasj y su carácter originario. Véase si no la oposi-¡ cion que se advierte en lo tocante al sentimien- to de la Naturaleza y al color poético de la* descripciones, entre los Griegos, los Germanos del Norte, en las razas semíticas, los Persas y los Indios. Ese amor á la Naturaleza que es propio de las razas contemplativas de la Germania, mani- fiéstase en alto grado en los más antiguos poe- mas de la edad media; buena prueba de ello es la poesía caballeresca de los Minnestnger, bajo el reinado de los Hohenstauffen. Cualesquiera que sean las relaciones históricas que existan entre esta poesía y la poesía romana de los Pro- venzales, no puede desconocerse en ella el ele- mento germánico puro. Las costumbres de las naciones germánicas, sus hábitos de vida, su amor á la independencia, todo revela el senti - miento de la Naturaleza de que estaban íntima- mente penetrados. Los Minnesinger errantes, por mas que algunos descendieran de príncipes y todos fueran cortesanos, permanecían siempre en asiduo comercio con la Naturaleza, mante- HDMBOLDT. 141 niendo en toda su frescura la natural predispo- sición que en ellos se notaba hacia el Idilio, y también con frecuencia á la elejía. Con el fin de apreciar mejor los efectos de predisposición seme- jante, me referiré á los dos sabios que más pro- fundamente conocieron la edad inedia alemana, á mis nobles amigos Jacobo y Guillermo Grimm. cLos poetas alemanes de esta época, dice el úl- timo, no se cuidaron jamás de describir la Na- turaleza de una manera abstracta, es decir, sin otro objeto que el de pintar con animados colo- res la impresión del paisaje. Y no faltaba segu- ramente á los antiguos maestros alemanes el sentimiento de la Naturaleza, pero lo referian siempre á los acontecimientos que narraban 6 á las más vivas emociones que rebosaban en sus cantos líricos. Empezando por la epopeya nacio- nal, por los más antiguos y preciosos monumen- tos de la musa alemana, no encontramos ni en los yiebelungen ni en el poema de Gudrun des- cripción alguna de la Naturaleza, ni aun allí donde la ocasión se presentaba naturalmente. En el poema de Gudrun, que supone costumbres al- go más cultas, se entrevé mejor el sentimiento de la Naturaleza. Cuando la hija del rey y sus compañeras, reducidas á la condición de escla- vas, van á llevar á orillas del mar las ropas de sus señores, indica el poeta el instante del año en que el invierno toca á su fin, y empiezan de nuevo los conciertos de los ruiseñores. La nieve cae todavía, y la cabellera de las doncellas 142 cosmos. se mira azotada por el viento de marzo. Cuando Grudun saL; del campo esperando la llegada de sus libertadores, las olas del mar brillan con loi primeros fuegos de la mañana y distingue los oscuros cascos y los escudos de sus enemigos. Estas no son sino algunas palabras; pero basta para dar una imagen distinta de las cosas, aumentar de este modo la espectativa del gran- de acontecimiento que se prepara.» «A la epopeya sencilla pueden oponerse la¡ largas y curiosas narraciones de los poetas del siglo XIII, que cultivaban el arte cuando ya te- nia conciencia de sí mismo. Hartmann de Ane, Wolfran de Eschenbach y G odofredo de Estras- burgo, se distinguen de tal modo entre todos los J demás, que bien podemos llamarles los maestros y los autores clásicos de la poesía caballeresca. Fácil seria recoger del v;isto conjunto de sus obras testimonios de la emoción que les causaba la Naturaleza. Este sentimiento, sin embargo, solo se revela por la elección de las comparacio- nes; ni aun pensaron en delinear los cuadros que seles presentaban á la vista, independientemente de la narración, ni detienen el curso de los acon- tecimientos para descansar en la contemplación de la Naturaleza y su apacible vida. Verdad es que cuando los poetas líricos del siglo XIII can- tan el amor (die Minne) lo que tampoco hacen constantemente, hablan del dulce mes de mayo, del canto del ruiseñor, del rocío que brilla en las flores del bosquecillo; pero siempre con ocasión HUMBOLDT. 143 de los sentimientos que parecen reflejarse en es- tas imágenes. Si quiere esprem? impresiones melancólicas, el poeta nos hace pensar en las hojas que se marchitan, en las aves que enmu- decen, en el sembrado oculto por la nieve. Los mismos recuerdos se repiten incesantemente, si bien espresados, preciso es reconocerlo, con en- canto y bajo formas muy variadas. La epopeya esópica, que elegía las bestias para sus héroes, no debe confundirse con el apó- logo oriental; aquella nació de un contacto ha- bitual con el mundo de los animales, sin decidido propósito de pintar exactamente sus fisonomías. Este erénero de fábula, apreciado de una manera superior por Jacobo Grimm en el prefacio de su edición de Reinhart Fuchs, revela el placer que se sentía entonces por la Naturaleza, Las bes- tias, no ya encadenadas al suelo, sino dotadas de la palabra y accesibles á todas nuestras pa- siones, contrastan con la vida tranquila y silen- ciosa de las plantas; forman un elemento siempre activo á destinar á animar el paisaje. Intenciones dan de unir á los monumentos de la poesía descriptiva entre los Germanos, los restos de la poesía céltica y ersa, que han pasa- do de un pueblo á otro por espacio de medio si- glo, bajo el nombre de Ossian, como nubes erran- tes en el cielo; pero el encanto se ha roto cuando se ha reconocido incontestablemente el fraude de Marcpherson, en la publicación del testo gaé- lico evidentemente supuesto y contrahecho so- 144 COSMOS. brelaobra inglesa. Existen en la antigua lengua ersa cantos en honor de Fingal, conocidos con ei nombre de cantos de Flnnian, que fueron re- cogidos y escritos después de la introducción del cristianismo y no se remontan quizus al siglo VIII de nuestra era; pero estas poesías populares contienen muy pocas descripciones sentimentales del género de aquellas que dan singular encanto al libro de Macpherson. Hemos indicado ya que si la predisposición á la contemplación y á las fantasías no es estraña á las razas indo-germánicas de la Europa sep- tentrional, sino que antes bien constituyen uno de sus rasgos distintivos, no debe atribuírsela á la influencia del clima, es decir, al ardiente de- seo de los goces de la Naturaleza, acrecentado por la privación. Esta 33 la ocasión de penetrar algo mas en la literatura descriptiva de la India. «Representó- monos, dice Lassen, á una parte de la razaariana abandonando las regiones del Ñor oeste, su pri- mitiva patria, y emigrando hacia la India, De- bió admirar las riquezas de aquella naturaleza desconocida. La dulzura del clima, lo fértil del suelo, la liberalidad con que derramaba sus magníficos dones debieron prestar mas brillantes colores á la nueva vida de aquellos pueblos. Además de las preciosas cualidades propias de los Arianos, y del raro desarrollo de su entendi- miento, que permite encontrar en ellos el ger- men de cuanto grande y elevado realizaron los HUMBOLDT. 145 Indios mas tarde, el aspecto del mundo esterior les condujo desde luego á reflexionar profunda- mente acerca de las leyes de la Naturaleza, y sus meditaciones determinaron en ellos la ten- dencia contemplativa que constituye el fondo de la poesía mas antigua de los Indios. Esta impre- sión dominante que ejerce la Naturaleza sobre la conciencia de todo un pueblo, se manifiesta especialmente en los sentimientos religiosos y en el homenaje tributado al principio divino de la Naturaleza. La indiferencia hacia todas las cosas de la vida aumentó también estas disposi- ciones soñadoras. ¿Quienes se hallan mas al abri- go de toda distracción, quiénes podian aislarse mejoren una profunda contemplación, y reflec- sionar acerca de la vida del hombre en este mun- do, sobre su condición después de la muerte, so- bre la esencia de la Divinidad, que aquellos pe- nitentes, aquellos bracmanes, que habitaban en la soledad de los bosques, cuyas antiguas escue- las son uno de los fenómenos mas característicos de la vida india, y que han ejercido una influen- cia considerable sobre el desarrollo intelectual de toda la nación? Si me es permitido valerme de algunos ejem- plos para hacer comprender el vivo sentimiento de la Naturaleza que con frecuencia brilla en la poesía descriptiva de los Indios, empezaré por los Vedas, el mas antiguo y mas sagrado de to- dos los monumentos que atestiguan la cultura de los pueblo? del Asia oriental. El principal ob- T. II. 10 146 cosmos. jeto de dicho libro es la glorificación de la Natu- raleza. Los himnos de Rigveda contienen bellí- simas descripciones de los primeros albores del dia y del sol «de manos de oro.» Sin embargo, los autores de los Vedas rara vez se cuidan de describir el aspecto de los lugares que estasiaban á los sabios. En los poemas épicos del Ramayana y del Mahabaraia, posteriores á los Vedas y anteriores á los Puranas, los cuadros de la Na- turaleza se hallan aun ligados con la narra- ción, como conviene á este género de composi- ciones; pero al menos retratan lugares determi- nados y son el fruto de impresiones personales. El nombre de Kahdasa se hizo célebre desde luego entre los pueblos occidentales. Este gran poeta florecía en la brillante corte de Vikrama- ditya, y era por consiguiente contemporáneo de Virgilio y de Horacio. Las traducciones france- sa, inglesa y alemana del Sakuntala han justifi- cado la extraordinaria admiración de que ha sido objeto Kalidasa. La ternura de los sentimientos y la fuerza de invención, le aseguran un lugar distinguido entre los poetas de todos paises. Puede juzgarse del atractivo de sus descripcio- nes por el drama encantador de Vthvama y Ur- vasi, en el cual recorre el rey todos ios recodos de las selvas en busca de la ninfa Urvasi, por el poema de las Estaciones y por la Nube mensa- jera (Meghaduta). Kalidasa ha pintado en esta composición la verdad misma de la Naturaleza, los trasportes con que es saludada, tras una HDMBOLDT. 147 larga sequía, la primera nube ¡ue aparece en el cielo como nuncio de la estación de las lluvias. De los Arianos orientales, es decir, de la fa- milia indobramánica, maravillosamente predis- puesta por su organización al goce de las belle- zas pintorescas de la Naturaleza, pasemos á los Arianos del Occidente, á los Persas, que reunidos en otro tiempo á los pueblos de la misma raza en la región situada al norte de la Persia y de la India, se separaron mas tarde, y adoradores espiritualistas de la Naturaleza, concillaron este culto con la concepción maniquéa de Ariman y de Ormuzd. Lo que llamamos literatura persa no se remonta mas allá de la época de los Sasanidas. Los monumentos mas antiguos de la poesía de los Persas han desaparecido. Únicamente después de la conquista de los Árabes, cuando se renovó la faz del pais, refloreció una literatura nacional bajo las dinastías de los Samanidas, de los G-az- nevidas y de los Seldjucidas. Al buscar la huella del sentimiento de la Naturaleza entre los Indios y los persas, no hay que olvidar que las civili- zaciones respectivas de estos dos pueblos han estado separadas doblemente por el espacio y por el tiempo. La literatura persa pertenece á la edad media; la gran literatura india pertenece propiamente á la antigüedad. La Naturaleza no ofrece sobre la meseta del Tran los robustos árboles y la variedad de formas y de colores, que presenta á nuestros encantados ojos el suelo del Indostan. La cadena del Vindhya, que por largo tiempo ha 14S COSMOS. determinado el límite del Asia Oriental, está comprendida aun en la zona de los trópicos, en tanto que toda la Persia está situada mas allá del trópico de Cáncer, y aun parte de la poesía persa tuvo su origen en la región septentrional de Balkh y de Fergana. Los cuatro Paraisos ce- lebrados por los poetas persas eran el valle de Sogd, cerca de Samarcanda; el de Maschanud, junto á Hamadan; de Seha-abi-Bowan, no lejos de Kal'eh-Sofid en la provincia de Fars, y la lla- nura de Damasco, llamada Gute. Los reinos de Irán y de Turan están desprovistos de bosques; no hay por consiguiente sitio para aquella vida solitaria de las selvas que tan profundamente habia escitado la imaginación de los poetas in- dios. La descripción del paisaje rara vez interrum- pe la narración en la epopeya nacional ó Libro de los Héroes de Firdusi. El elogio de las costas de Mazenderan, puesto en boca de un poeta via- jero, me parece estremadamente gracioso, y que representa con verdad la dulzura del clima y la fuerza de la vegetación. Este elogio arrastra al rey Kei-Kawus á una espedicion hacia el mar Caspio y á una nueva conquista. Las poesías á la primavera, de Enweri, de Dschelalednin, que pasa por el poeta místico mas notable del Orien- te, de Adhad y de Feisi, semi-persa y semi-indio, tienen todas viva frescura, si bien el placer que causan se vó turbado con frecuencia por el de- seo pueril de rebuscar comparaciones demasiado HDMBOLDT. 149 ingeniosas. Sadi en su novela Cosían y Oulistan (El Jardín de los frutos y de las rosas), y Hafiz, cuya filosofía práctica se ha comparado á la de Horacio, señalan la época de la enseñanza moral el primero, y el segundo, el mas elevado vuelo de la poesía lírica. Si descendiendo de la meseta del Irán nos di- rigimos hacia el Norte atravesando el reino de Turan hasta la cadena del Ural, que separa la Europa del Asia, llegamos á los lugares que sir- vieron de cuna á la raza finlandesa; porque los Finlandeses salieron en otro tiempo de la región de los montes Urales, como las hordas turcas del Altai. Entre estas razas finlandesas establecidas á gran distancia hacia el Occidente en las bajas llanuras del continente europeo, existían cantos que el doctor Elias Loennrot ha recogido en gran número de boca de los Carelianos y de los cam- pesinos de Olonetz. Una antigua epopeya, com- puesta de cerca de doce mil versos, trata de la lucha de los Finlandeses y de los Lapones, y de las aventuras de un héroe divino llamado Vaino; contiene descripciones de la vida rústica en Fin- landia, estremadamente graciosas. Para acabar de considerar lo que en el sen- timiento de la Naturaleza y en la manifestación de este sentimiento puede provenir de la dife- rencia de las razas, de la conformación del suelo, de la constitución política y de las creencias re- ligiosas, réstanos arrojar una mirada á esos pue- blos del Asia que más contrastan con las razas 150 COSMOS. arianas ó indo- germánicas de los Indios y los Persas. Las naciones semíticas ó arameas nos ofrecen en los monumentos mas respetables y mas antiguos de su poesía, con una inspiración poderosa y una brillante imaginación, el testi- monio de un sentimiento profundo de la Natu- raleza; sentimiento es presado con grandeza y esplendor en las leyendas pastoriles, míos nim- nos sagrados, y en aquellos cantos líricos que hace resonar en tiempo de David la escuela de los videntes y de los profetas, cuya sublime ins- piración, casi estraña al pasado, se torna llena de presentimientos hacia lo porvenir. La poesía hebrea, aparte de su elevación y profundidad, ofrece á las naciones del Occidente el singular atractivo de hallarse íntimamente ligada con recuerdos consagrados por tres gran- des religiones: la religión mosaica, la cristiana y la mahometana. No son los pueblos de Europa los únicos cuya imaginación se siente atraída por los recuerdos de los Santos Lugares; pues las misiones, favorecidas por el espíritu comer- cial y conquistador de los pueblos navegantes, han llevado los nombres geográficos y las des- cripciones del Oriente, tal y como nos los ha con- servado el Antiguo Testamento, hasta el fondo de los bosques del Nuevo Mundo y á las islas del mar del Sud. Uno de Jos caracteres distintivos de la poesía de la Naturaleza entre los hebreos, es que, re- flejo del monoteísmo, abraza siempre al mundo HUMBOLDT. 151 en imponente unidad, comprendiendo á la vez el globo terrestre y los luminosos espacios del cielo. Rara vez se detiene en los fenómenos ais- lados, y se complace en contemplar las masas. La Naturaleza no está representada en ella co- mo poseyendo existencia aparte y merecedora de homenajes en virtud de su propia belleza, sino que siempre se aparece á los poetas hebreos en la relación con el poder espiritual que la go- bierna desde lo alto. La Naturaleza es para ellos una obracrea'-a y ordenada, la espresion viviente de un Dios por todas partes presente en las ma- ravillas del mundo sensible. Los libros del Antiguo Testamento, conside- rados como obras de literatura descriptiva, re- flejan fielmente la natura del pais en donde vi- vian los Hebreos, representando las alternativas de desiertos, llanuras fértiles y bosques sombríos que ofrece el suelo de la Palestina, é indicando todos los cambios de temperatura por el orden en que se verifican, las costumbres de los pue- blos pastores y su apartamiento hereditario de la agricultura. Las narraciones épicas é histó- ricas son de una estremada sencillez y quizás mas desnudas de adorno que las de Herodoto. Merced á la uniformidad que se ha conservado en las costumbres y en los hábitos de la vida nómada, los viajeros modernos han podido con- firmar la verdad de aquellos cuadros. La poesía lírica está mas adornada y desarrolla la vida de la Naturaleza en toda su plenitud. Puede decirse 152 cosmos. que el salmo 103 es por sí solo un bosquejo del mundo. Los salmos ofrecen con frecuencia considera- ciones semejantes acerca del mundo; pero en ninguna parte de una manera más completa que en el capítulo xxxvn del libro de Job, antiquísi- mo seguramente, aun cuando no anterior á Moi- sés. Nótase que los accidentes meteorológicos que se producen en la región de las nubes, los vapores que se condensan ó se disipan según la dirección de los vientos, los caprichosos juegos de la luz, la formación del granizo y del trueno» habían sido observados antes de ser descritos. Muchas otras cuestiones se han planteado tam- bién en aquel libro, que la física moderna puede, indudablemente, reducir á fórmulas mas cientí- ficas; pero sin que todavía hayan encontrado para ellas solución satisfactoria. Repútase ge- neralmente el libro de Job como la obra mas aca- bada de la poesía hebrea; en él se advierte el encanto pintoresco en la descripción de cada fe- nómeno, y el arte á la par en la composición didáctica del conjunto. En todos las pueblos que poseen una versión del libro de Job, estos cua- dros de la naturaleza oriental han producido im- presión profunda. Allí donde la Naturaleza es mas avara de sus dones, aguza los sentidos del hombre, á fin de que atento á todos los síntomas que se manifiestan en la atmósfera y en la región de las nubes, pueda prever, en medio de la sole- dad de los desiertos, ó sobre la inmensidad del HÜMBOLDT. 153 Océano, todas las revoluciones que se preparan. La parte árida y montañosa de la Palestina se presta, sobre todo, á este género de observacio- nes; tampoco falta variedad á la poesía de los Hebreos. Mientras que desde Josué hasta Samuel respira esta el ardor de los combates, el librito de Ruth la espigadora ofrece un cuadro de la mas ingenua sencillez y de indefinible encanto. Goethe llamab?. i este libro, en la época de su entusiasmo por el Oriente, el poema mas deli- cioso que nos ha trasmitido la musa de la epo- peya y del idilio. En tiempos mas próximos de los nuestros, los primeros monumentos de la literatura de los Árabes conservaban todavía un débil reflejo de aquella gran manera de contemplar la Natura- leza, que fué en una época tan atrasada, rasgo distintivo de la raza semítica. Recordaré á este propósito la pintoresca descripción de la vida de los Beduinos en el desierto por el gramático Asmai, que ha unido este cuadro al nombre cé- lebre de Antar, formando una gran obra con otras leyendas caballerescas, anteriores al mahome- tismo. El héroe de esta novela romántica es el mismo Antar, de la tribu de Abs, hijo del jefe Scheddad y de una esclava negra; sus versos pertenecen al número de los poemas laureados y puestos en la Kaaba. El sabio traductor inglés Terrick Hamilton, ha llamado la atención sobre los acentos bíblicos, que resuenan como un eco en los versos de Antar. Asmai hace viajar al hijo 154 COSMOS. del desierto á Constantinopla; hallando en esto ocasión de oponer de una manera pintoresca la civilización griega á la rudeza de la vida nóma- da. Que la descripción del suelo ocupe, por otra parte, poco lugar en las poesías mas antiguas de los Árabes, no debe admirarnos, teniendo en cuenta que, según ha hecho notar Freitag, orien- talista de Bona muy versado en aquella litera- tura, el objeto principal de los poetas árabes es la narración de los hechos de armas, el elogio de la hospitalidad y de la Qdelidad en el amor, y que además, casi ninguno de ellos era originario de la Arabia Feliz. En las regiones desprovistas del ornamento de los bosques, los fenómenos atmosféricos, la tormenta, la tempestad, la lluvia tras una larga sequía, se apoderan por lo mismo con mucha mayor fuerza de la imaginación. Buscando en- tre los poetas árabes descripciones animadas de estas escenas de la Naturaleza, debo especial- mente recordar las llanuras fecundadas por la lluvia ó invadidas por nubes de insectos zumba- dores, en el Moallahatáe Antar, el fiel y magní- fico cuadro de la tormenta, por Amru'l Kais, j otro en el sétimo libro de la colección designada con el nombre de Hamasa, y, por último, en el Nabegha Dhobyani, la riada del Eufrates arras- trando islotes de cañas y árboles descuajados. Hasta aquí he procurado esponer, en parte al menos, de qué manera el mundo esterior, es decir el aspecto de la Naturaleza animada é ina- HUMBOLDT. 155 nimada, ha podido obrar diversamente sobre el pensamiento y la imaginación, en diferentes épocas, y entre razas distintas. He seguido á los Griegos y los Romanos hasta el momento mismo en que se agotan los sentimientos que han dado eterno lustre á las obras de que se compone la antigüedad clásica entre las naciones occidenta- les. He buscado en los escritos de los Padres de la Iglesia cristiana la espresion conmovedora de aquel amor á la Naturaleza que engendró la vida contemplativa de los anacoretas en la cal- ma de la soledad. Al considerar á los pueblos indo-germánicos (doy aquí á esta denominación su sentido menos general) me he remontado de las poesías alemanas de la edad media á las de los antiguos habitantes del Asia Oriental, los Indios, y de los menos favorecidos del Asia Oc- cidental que poblaban antes el Tran. Después de echar una ojeada á los cantos célticos ó gaélicos y á una epopeya finlandesa nuevamente des- cubierta, he pasado á una rama de la raza semí- tica ó aramea, y he mostrado á la Naturaleza desplegando sus riquezas en los cantos sublimes de los Hebreos y en las poesías de los Árabes. De este modo ha podido verse el reflejo del mundo esterior sobre la imaginación de los pueblos es- tendidos por el Norte y por el Sud-este de Eu- ropa, por el Asia Menor, por las mesetas de la Persia y por las regiones tropicales de la India. Para abarcar toda la Naturaleza, he creido ser necesario contemplarla bajo dos aspectos, y des- 156 COSMOS. pues de haber observado los fenómenos en su rea- lidad objetiva, mostrarlos reflejándose en los sen- timientos de la humanidad. Luego que hubieron desaparecido las domina- ciones aramea, griega y romana, pudiera decir, después que hubo espirado el antiguo mundo, el sublime Creador de un mundo nuevo, Dante Ali- ghieri, revela de vez en cuando una profunda inteligencia de la vida de la tierra, apartándose entonces de sus pasiones y resentimientos místi- cos que pueblan de fantasmas el vasto círculo de sus ideas. La época de su vida sigue inmedia- tamente á aquella en que deja de oirse la voz de los Minnesinger de la Suabia. Para permanecer algún tiempo más en el sue- lo de Italia, si bien dejando á un lado el frió gé- nero pastoril, podemos pasar de los poemas del Dante á los sonetos elegiacos en que Petrarca describe el efecto que produjo en él, después de la muerte de Laura, el gracioso valle de Vau- cluse, á las poesías más cortas de Bojardo, ami- go de Hércules de Este, y á las estancias que compuso más tarde Victoria Colonna. En el renacimiento de la literatura clásica, cuando volvió á florecer esta en todos los pue- blos, merced á las nuevas relaciones que se es- tablecieron con la Grecia, el cardenal Bembo, ilustrado protector de las artes, amigo y conse- jero de Rafael , es el primero entre los prosistas que nos ha dejado atractivas descripciones de la Naturaleza. Su diálogo del Etna ofrece un HÜMBOLDT. 157 cuado animado de la distribución geográfica de las plantas en la pendiente de la montaña, des- de las fértiles llanuras de la Sicilia hasta las nieves que coronan los bordes del cráter. En la Eistorioe Venetce obra acabada en más avanza- da edad, el clima y la vegetación del nuevo con- tinente están caracterizados de una manera to- davía mas pintoresca. En el momento en que el mundo se encon- traba súbitamente en randecido, todo se reu- nía para llenar el espíritu de magníficas imá- genes, y darle una conciencia más alta de las fuerzas humanas. El descubrimiento de Améri- ca renovó el efecto producido por la conquista macedónica, y ejerció más influencia aun que las cruzadas sobre los pueblos occidentales. Por primera vez el mundo tropical ofrecía reunidos á las miradas de los europeos, la magnificencia de sus fecundas llanuras, todas las variedades de la vida orgánica escalonadas en la pendiente de las cordilleras, y el aspecto de los climas del Norte que parecen reflejarse en las mesetas de Méjico, de la Nueva Granada y de Quito. El prestigio de la imaginación, sin la cual no pue- de haber obra humana verdaderamente grande, dá singular atractivo á las descripciones de Co- lon y de Vespucio. Vespucio al pintar las costas del Brasil, dá pruebas de un conocimiento exac- to de los poetas antiguos y modernos. Las des- cripciones de Colon, cuando traza el dulce cielo de Paria y el vasto rio del Orinoco, que debe 158 cosmos. tener su nacimiento á lo que él cree, en el Pa- raíso, sin que por esto cambie el sitio de esta mansión, están impregnadas de un sentimiento grave y religioso. En las épocas heroicas de su historia, no se dejaron guiar los portugueses y castellanos úni- camente por la sed del oro, como se ha supuesto interpretando mal el espíritu de aquellos tiem- pos. Todo el mundo se sentía arrastrado hacia los azares de las espediciones lejanas. Los nom- bres de Haiti, de Cubagua y de Darien, habían seducido las imaginaciones á los comienzos del siglo XVI, como sucedió después de los viajes de Anson y de Cook, con los nombres de Ti- nian y Otahiti. El deseo de visitar apartados países bastó para arrastrar á la juventud de la Península española, de Flandes, de Milán y del Sud de Alemania, hacia la cadena de los An- des y las llanuras abrasadoras de Uraba y de Coro, bajo la enseña victoriosa de Carlos V. Mas tarde, cuando las costumbres se dulcifica- ron y todas las partes del mundo se abrieron á la vez, aquella inquieta curiosidad se entre- tuvo por otras causas, tomando una nueva di- rección. Encendiéronse los ánimos con apasio- nado amor por la Naturaleza, dando el ejem- plo primero los pueblos del Norte; eleváronse las miras á medida que se ensanchaba el cír- culo de la observación científica; y la tenden- cia sentimental y poética que existía ya en el fondo ríe los corazones tomó una forma más de- HUMBOLDT. 159 terminada hacia fines del siglo XV, dando na- cimiento á obras literarias desconocidas de los tiempos anteriores. Si llevamos otra vez nuestras miradas á la época de los grandes descubrimientos que han preparado el nuevo trabajo de los espíritus, las descripciones de la Naturaleza que se nos pre- sentan primeramente, son las que el mismo Co- lon nos ha legado. La fisonomía característa de las plantas; la impenetrable espesura de los bosques, la feraz abundancia de las plantas que cubren las ri- beras pantanosas, los rojos flamencos que, ocu- pados en pescar por la mañana, animan la em- bocadura de los rios, llamaban alternativamen- te la atención del viejo marino al costear la isla de Cuba, entre las pequeñas islas Lucayas y los Jardinillos, que yo mismo he visitado. Cada nue- vo país que descubre le parece más bello que el que ha descrito anteriormente, y duélese de no encontrar palabras con que espresar las dulces sensaciones que esperimenta. Completamente estraño á la botánica, si bien habíase estendido ya por Europa el conocimien- to superficial de los vegetales, merced á la in- fluencia de los médicos árabes y judíos, el mero sentimiento de la Naturaleza le lleva á obser- var atentamente todo lo que ofrece un aspecto desconocido. En Cuba distingue siete ú ocho es- pecies de palmeras más bellas y más altas que la que produce los dátiles. Comunica á su in- 160 COSMOS. teligente amigo Anguiera que se ha maravilla- do de ver en una misma llanura palmeras y pi- nos agrupados y entremezclados. Examina los vegetales con mirada tan penetrante, que desde luego observa en las montañas de Cibao pinos que, en vez de frutos ordinarios, producen bayas se- mejantes á las aceitunas del Alxarafe de Sevilla. Vemos aquí, por el Diario de un hombre falto de toda cultura literaria, cuánto poder ejercen sobre un alma sensible las bellezas característi- cas de la Naturaleza: la emoción ennoblece el lenguaje. Los escritos del almirante, especial- mente los que compuso á la edad de sesenta y siete años al realizar su cuarto viaje y contar su maravillosa visión en la costa de Veragua, son, no más castizos, pero sí más arrebatado- res que la novela pastoral de Bocacio, las dos Arcadias de Sannasar y de Sidney, el Salido y Nemoroso de Garcilaso, ó la Diana de Jorge de Montemayor. Este carácter de verdad que nace de la ob- servación inmediata y personal, brilla en su más alto grado en la gran epopeya nacional de los portugueses. Siéntese flotar como el perfume de las flores de la India al travos de aquel poema escrito bajo el cielo de los trópicos de la gruta de Macao y en las islas Moluscas. Sin detenerme á discutir una opinión aventurada de Fr. Schle- gel que considera las Lusiadas de Camóens su- periores con mucho al poema de Ariosto en cuan- to al brillo y riqueza de la imaginación, puedo HDMBOLDT. 161 afirmar al menos, como observador de la Natu- raleza, que en las partes descriptivas de las Lu- siadas jamás han alterado en nada la verdad de los fenómenos, ni el entusiasmo del poeta, ni el encanto de sus versos, ni los dulces acentos de su melancolía. Al hacer el arte más vivas las impresiones, ha añadido más bien grandeza y fidelidad á las imágenes, como sucede siempre que bebe en una fuente pura. Camóens es ini- mitable cuando pinta el cambio perpetuo que se verifica ontre el aire y el mar, las armonías que reinan en la forma de las nubes, sus trasfor- maciones sucesivas y los diversos estados por que pasa la superficie del Océano. No se muestra Camóens gran pintor única- mente en la descripción de los fenómenos ais- lados, sobresale también en abarcar las gran- des masas de un solo golpe de vista. El canto tercero de su poema reproduce á grandes ras- gos la configuración de Europa, desde las más frias regiones del Norte hasta el reino lusitano, y hasta el estrecho en que Hércules realizó su último trabajo. Por todas partes hace alusión á las costumbres y á la civilización de los pueblos que habitan esta porción del mundo tan rica- mente articulada. De la Prusia, la Moscovia y les paises «bañados por las frias aguas del Rhin,» pasa rápidamente á las deliciosas llanuras de la Grecia «que crea los corazones elocuentes y los nobles juegos de la imaginación.» Al elogiar á Camóens como pintor marítimo T. II. 11 162 COSMOS. sobre todo, he querido decir que las escenas de la naturaleza terrestre le habian atraido menos vivamente. Ya Sismondi ha indicado que nada atestigua en su poema que se haya detenido ja- más á contemplar la vegetación tropical y sus formas características: no nombra sino los aro- mas y las producciones de que el comercio sa- caba partido. El episodio de la isla encantada ofrece, en verdad, el más gracioso de todos los paisajes; pero la decoración se compone, cual conviene á una isla de Venus, los mirtos, cidra- limoneros, granados y limoneros de olor, arbus- tos todos propios del clima de la Europa meri- dional. Cristóbal Colon, el mayor do los nave- gantes de su tiempo, sabe gozar mejor de los bosques que las costas limitan, y presta más atención á la fisonomía de las plantas. Pero Co- lon escribe un diario de viaje y traza en él las vivas impresiones de cada dia, mientras que la epopeya de Camóens celebra las hazañas de los portugueses. El poeta, habituado á los sonidos armoniosos, no intentó siquiera tomar de la len- gua de los indígenas nombres bárbaros para in- troducir las plantas exóticas en la descripción de un paisaje que no era, después de todo, sino el fondo del cuadro delante del cual se agita- ban sus personajes. Háse comparado frecuentemente la figura ca- balleresca de Camóens, con la figura no menos romántica del guerrero español Alonso de Erci- 11a, que sirvió bajo el reinado de Carlos V en el HUMBOLDT. 163 Perú y Chile, y en esas lejanas latitudes cantó las acciones en que él había tomado una parte gloriosa; pero nada hace suponer en toda la epo- peya de la Araucana que el poeta hubiese ob- servado de cerca la Naturaleza. Los volcanes cubiertos de perpetua nieve, los valles abrasa- dores á pesar de la sombra de los bosques, los brazos de mar que penetran á lo lejos en las tierras, no le han inspirado casi nada que pue- da constituir una imagen. El elogio escesivo que Cervantes hace de Ercilla, cuando pasa revista graciosamente á la biblioteca de Don Quijote, ■asi no puede esplicarse sino por la ardiente ri- validad que existía entonces entre la poesía es- pañola y la poesía italiana; y quizás sea este uicio el que ha engañado á Voltaire como á >tros muchos críticos modernos. La Araucana ^s indudablemente un libro en que se respira un ioble sentimiento nacional; las costumbres de ina tribu salvaje que combate por la libertad •stán en él descritas calurosamente; pero la dic- ion es lánguida, recargada de nombres propios v sin rasgo alguno de entusiasmo poético. Este entusiasmo brilla en cambio en muchas ^trofasdel Romancero caballeresco, en las poe- tas religiosas y melancólicas de Fray Luis de León, y en particular en la composición que lleva •or título Noche serena, cuando canta los eter- tos resplandores del cielo, y por último en las irrandes creaciones de Calderón. «En la época mas floreciente de la comedia española,» dice mi 104 COSMOS. noble amigo Luis Tieck, crítico profundo muy versado en el conocimiento general de la litera- tura dramática, «hállanse con frecuencia, en Calderón y sus contemporáneos, descripciones deslumbradoras del mar, de las montañas, de los jardines, y de los valles cubiertos de bosques, compuestas en el metro de los romances y de las canzone; pero casi siempre están sembrados es- tos cuadros de rasgos alegóricos y cargados de colores artificiales que nos impiden respirar el aire libre, ver las montañas y sentir la frescura de los valles. Acercándonos á los tiempos presentes, nota- mos que, desde la segunda mitad del siglo XVIII, la prosa descriptiva, especialmente, ha adquiri- do una fuerza y exactitud enteramente nuevas. Aunque el estudio de la Naturaleza aumentado por todas partes haya puesto en circulación una masa enorme de conocimientos, la inteligente contemplación de los fenómenos no ha sido sofo- cada bajo el peso material de la ciencia, en el corto número de hombres susceptibles de entu- siasmo; sino que mas bien ha aumentado asi- mismo esa intuición espiritual, obra de la es- pontaneidad poética, á medida que el objeto de la observación ganaba en elevación y se esten- dia; es decir, desde que la mirada ha penetrado más profundamente en la estructura de las mon- tañas, tumbas históricas de las organizaciones que pasaron, y abarcado la distribución geográ- fica de los animales y de las plantas, y el paren- HUMBOLDT. 165 tesco de las razas humanas. Los primeros que han dado un poderoso impulso al sentimiento de la Naturaleza por el atractivo que ofrecian á la imaginación, y que han puesto al hombre en contacto con la misma Naturaleza, inclinándole, como consecuencia inevitable á remotos viajes, son: en Francia, J. J. Rousseau, Buffon, Ber- nardino de Saint-Pierre, mi antiguo amigo de Chateaubriand, escritor que aun vive y que cito aquí por escepcion; en las islas Británicas, el ingenioso Playfair; y, -por último, en Alemania, Forster,. compañero de Cooken su segundo viaje de circunnavegación, escritor elocuente y dota- do de cuantas facultades hacen apto á un hom- bre para popularizar la ciencia. Una mayor profundidad de sentimientos, una mayor frescura de impresiones se respira en las obras de J. J. Rousseau, de Bernardino de Saint- Pierre y Chateaubriand. Si recuerdo aquí la se- ductora elocuencia de Rousseau, las pintorescas descripciones de Clarens y de la Meilleraie, á orillas del lago de Ginebra, es porque en los principales escritos de este herborizador, mas cuidadoso que instruido á decir verdad, escritos que aparecieron -veinte años antes que las Epo- ques de la nature de Buffon, el entusiasmo se desborda, lo mismo que en las inmortales poesías de Klopstoch, de Schiller, Goethe y Byron, y se manifiesta especialmente por la precisión y ori- ginalidad del lenguaje. Un escritor puede, sin tener á la vista los resultados directos de la 1G6 cosmos. ciencia, inspirar afición estraordinaria al esiudio de la Naturaleza, por el atractivo de sus descrip- ciones poéticas, aunque se refieran á lugares muy circunscritos y conocidos. En Alemania, como en España y en Italia, no se ha manifestado durante mucho tiempo el sen- timiento de la Naturaleza sino bajo la forma artificial dei idilio, de la novela pastoral y de la poesía didáctica. E¡sta senda es la que han se- guido largo tiempo Pablo Flemuiing en su viaje á Persia, Brock.es y el tierno Evaldo de Kleist, Hagedom, Salomón Gessner y uno de los mayo- res naturalistas del mundo, Hailer, cuyas des- cripciones de lugares tienen cuando menos con- tornos mas determinados y colores mas distin- tos. El falso gusto del idilio y de la elegía rei- naba entonces, y esparcía sobre las composicio- nes poéticas una melancolía monótona. En todas aquellas producciones la feliz perfección del len- guaje no bastaba á disimular la insuficiencia del asunto, ni aun en el mismo Voss, dotado sin embargo de un alto sentimiento y de un conoci- miento exacto de la antigüedad. Solo pasado al- gún tiempo, ganó el estudio del globo en varie- dad y profundidad, y cuando las ciencias natura- les no se limitaron ya á registrar las produccio- nes curiosas, sino que se elevaron á mas altos ho- rizontes y á comparaciones generales entre las diferentes regiones, pudieron aprovecharse los recursos del lenguaje para reproducir en toda su frescura el animado aspecto de las lejanas zonas. HÜMB0LDT. 107 Remontándonos á la edad media, los antiguos viajeros, tales como Juan Mandeville (1353), Hans Schiltbarger de Munich (1425) y Bernardo de Breytenbach (1486), nos encantan aun por su amable sencillez, por la libertad de su lenguaje, y por la seguridad con que se presentan ante un público poco dispuesto á escuchar sus narracio- nes, pero que las oia con tanta mayor curiosi- dad y confianza, cuanto que aun no se avergon- zaba de su admiración y asombro. El interés que inspiraban entonces las narraciones de viajes, era casi.de todo punto dramático. La fácil y ne- cesaria introducción de lo maravilloso en ellas les ha dado un color casi épico. Las costumbres de los pueblos no están espuestas en tales nar- raciones bajo la forma descriptiva, sino presen- tadas de relieve por el contacto de los viajeros con los indígenas. Los vegetales carecen aun de nombres y pasan desapercibidos, á no ser que de tiempo en tiempo se señale un fruto de sabor agradable ó de forma estraña, ó bien un árbol sorprendente por las dimensiones estraordinarias de su tronco y de sus hojas. Entre los animales píntanse con preferencia los que se acercaban mas á la forma humana, los mas dóciles ó los mas peligrosos. Los contemporáneos creian to- da via en todos los peligros con que se les asusta- ba, y que muy pocos de entre ellos habian ido á afrontar. Lo largo de las travesías hacia que apareciesen los paises de la India (llamábase así á toda la zona de los trópicos) como apartados á 168 COSMOS. distancia incalculable. Colon no podia escribir aun fundadamente á la reina Isabel estas pala- bras: «La tierra no es inmensa; es mucho menor que lo que el vulgo se imagina.» No puede negarse, según las consideraciones que preceden, que en los cuentos de los viajeros modernos el elemento dramático está relegado á segundo término, y que en la mayor parte de ellos solo es un medio de ligar unas á otras, á medida que se presentan, observaciones acerca de la naturaleza del pais y de las costumbres de los habitantes. Pero es justo añadir que esta in- ferioridad está compensada por la abundancia de las mismas observaciones, por la grandeza de las ojeadas generales acerca del mundo, por los laudables esfuerzos intentados para restablecer la verdad de las descripciones, tomando los tér- minos propios del idioma del pais que esplora el viajero. Al progreso de los tiempos debemos el engrandecimiento indefinido del horizonte, la abundancia siempre creciente de las emociones y de las ideas, y la eficaz influencia ejercen recí- procamente las unas sobre las otras. Los mismos que no quieren abandonar el suelo de la patria, no se satisfacen hoy ya con saber cómo está conformada la corteza terrestre en las zonas mas apartadas, y cuál es la figura de las plantas 6 de los animales que las pueblan; es necesario que creen de todo una imagen viviente, y hacerles par- ticipar en algún modo de las impresiones que el hombre recibe en cada región del mundo esterior. HüMBOLDT. 169 He tratado de hacer entender en estas pági- nas, cómo el talento del observador, la vida que comunica al mundo sensible, y la diversidad de miras que se han producido sucesivamente en el inmenso teatro en que se desarrollan las formas creadoras y destructoras del universo, han po- dido contribuir á estender el gusto de la Natu- raleza y á ensanchar las ciencias de que es ob- jeto. El escritor que ha trillado este camino con mayor poderío y mas felizmente es, en mi juicio, mi ilustre maestro y amigo Jorge Forster. Si se ha aplicado con frecuencia en mala parte el término de «poesía descriptiva» á las repro- ducciones de la Naturaleza tan estimadas de los modernos, particularmente entre los Alemanes, los Franceses, los Ingleses y los Americanos del Norte, esta censura no puede recaer sino sobre el abuso que se ha hecho del género, creyendo de buena fé engrandecer el dominio del arte. A pesar del mérito de la versificación y del estilo, las descripciones de los productos de la Natura- leza, a que consagró Delille el fin de su larga carrera, y que fueron tan aplaudidas, no pueden confundirse con la poesía de la Naturaleza, á poco que se tomen estas palabras en un sentido eleva~ do. Estrañas á toda inspiración, lo han de ser por consiguiente á toda poesía: son frias y secas como todo lo que brilla con un resplandor pres- tado. Censúrese, pues, si se quiere, esta poesía descriptiva que tiende á aislarse y á formar un género á parte, pero no se confunda con ella el 170 COSMOS. serio esfuerzo que han intentado en nuestros dias los observadores de la Naturaleza para ha- cer comprensibles por medio del lenguaje, os de- cir, por la fuerza inherente á la palabra pinto- resca, los resultados de su fecunda contempla- ción. ¿Por qué despreciar un medio que pone á nuestra vista la imagen animada de las remotas regiones esploradas por otros, y nos hace espe- rimentar una parte del goce que causa á los via- jeros la contemplación inmediata de la Natura- leza? Hay gran sentido en la espresion figurada de los Árabes: «La mejor descripción es la que convierte en ojos los oidos.» Repito aquí de intento, que pueden darse á las descripciones de la Naturaleza contornos fijos y todo el rigor de la ciencia, sin despojarlas del soplo vivificador ae la imaginación. Adivine el observador el lazo que une el mundo intelectual al mundo sensible, abarque la vida universal de la Naturaleza y su vasta unidad mas allá de los objetos que mutuamente se limitan, que esta es la fuente de la poesía. Cuanto mas elevado es el asunto tanto mas cuidado debe ponerse en evi- tar el adorno esterior del lenguaje. El efecto que producen los cuadros de la Naturaleza corres- ponden á los elementos que los componen; todo esfuerzo y toda aplicación de parte del que los traza no hará otra cosa que debilitar la impre- sión que debieran engendrar. Pero si el pintor se ha familiarizado con las grandes obras de la antigüedad, si posee con firmeza los recursos de HUMBOLDT. 171 su lengua, y sabe espresar con verdad y senci- llez cuanto ha esperimentado ante las escenas de la Naturaleza, el efecto no faltará entonces. Tanto mas seguro es el éxito si no analiza sus propias disposiciones en vez de describir la na- turaleza esterior, y deja á los demás' toda la li- bertad de sus sentimientos. INFLUENCIA DE LA PINTURA DE PAISAJE EN EL ESTUDIO DE LA NATURALEZA. No es menos á propositóla pintura de paisaje que una descripción fresca y animada para di- fundir el estudio de la Naturaleza; pone también de manifiesto el mundo esterior en la rica va- riedad de sus formas, y, según que abrace mas ó menos felizmente el objeto que reproduce, puede ligar el mundo visible al invisible, cuya unión es el último esfuerzo y el fin mas elevado de las artes de imitación. Mas para conservar el carácter científico de este libro, debo sujetarme á otro punto de vista. Si de la pintura de paisaje ha de tratarse aquí, es únicamente en el sentido de que nos auxilia en la contemplación de la fisonomía de las plantas en los diferentes espa- cios de la tierra; porque favorece la afición á los viajes lejanos, y nos invita de una manera tan 174 COSMOS. instructiva como agradable á entrar en comu- nicación con la naturaleza libre. En la»antigüedad llamada por escelencia an- tigüedad clásica, las predisposiciones de ánimo particulares á los griegos y á los romanos no consentían que la pintura de paisaje como tam- poco la poesía descriptiva, fuesen para el arte un objeto distinto; y de aquí que se tratara á las dos como accesorios. Subordinada la pintura de paisaje á otros fines, no ha sido en mucho tiempo sino un fondo sobre el cual se destacaban las composiciones históricas, ó un adorno acci- dental en las pinturas murales, no de otra ma - ñera el poeta épico hacía visible por medio de una descripción pintoresca, la escena en que se realizaban los acontecimientos, ó mejor aun, el fondo delante del cual se movian sus personajes. Es indudable que debió haber en las más an- tiguas pinturas de Grecia algunos rasgos des- tinados á caracterizar los lugares, si es verdad que Mandroclos de Samos, según refiere Hero- doto, hizo pintar para el gran rey el paso de los Persas por el Bosforo, y que Polygnoto re-^ pr^ ntó la ruina de Troya sobre los muros de Lesché, templo de Delfos. Entre los cuadros que describe Filostrato el viejo, cita un paisaje en el cual se veia salir el humo de la cima de un volcan, y torrentes de lava que iban á caer en el mar vecino. Según las congeturas de los más recientes comentadores, otra composición muy complicada debió llegar á pintarse del natural; HÜMBOLDT. 175 abrazaba siete islas, representando el grupo vol- cánico de las islas Eolicas ó de Lipari, al norte de la Sicilia. Las decoraciones escénicas desti- nadas á realzar aun más con nuevo prestigio las obras maestras de Esquilo y de Sófocles, debie- ron contribuir al aumento paulatino de los lí- mites del arte, haciendo sentir más vivamente la necesidad de imitar, teniendo en cuenta la perspectiva y de una manera propia para repro- ducir la ilusión, ya un palacio, ya un bosque, rocas y objetos de la misma naturaleza. Perfeccionada así, merced á las exigencias del arte dramático, la pintura de paisaje pasó del teatro á las habitaciones de los particulares y más tarde tomaron este lujo los romanos de los griegos. Desde César, la pintura de paisaje llegó á ser en Roma un arte distinto; pero según todas las muestras que se han obtenido de las esca- vaciones de Herculano, de Pompeya y de Stabies, las obras de este género apenas si ofrecían otra cosa que planos topográficos de la comarca. Más bien habia el propósito de representar los puer- tos de mar, las casas de campo ó los jardines ar- tificiales, que no pintar la naturaleza en toda libertad. Los griegos y los romanos solo busca- ban en el campo habitaciones cómodas, deján- dose impresionar bien poco de las bellezas ro- mánticas y salvajes. La imitación podía ser fiel, en cuanto lo permitían, sin embargo, una indi- ferencia exajerada por lo común hacia las reglas 176 COSMOS. de la perspectiva, y el empeño de sujetarlo todo á un orden convencional. Hemos hecho ver por qué progresos análo- gos los dos medios que posee el hombre de hacer revivir la Naturaleza, la palabra inspirada por un lado y por el otro el dibujo, pudieron en la antigüedad clásica conquistar una existencia independiente. Las muestras de paisaje al estilo de Ludio, halladas en las escavaciones de Her- culano, tan felizmente proseguidas en estos úl- timos tiempos, son todas verosímilmente de la última época, y pertenecen al muy corto espa- cio de tiempo que media entre Nerón y Tito. Si consideramos los procedimientos de ejecu- ción, la pintura cristiana no cambió de carác- ter desde Constantino hasta principios de la edad melia, y permaneció durante todo este período muy próxima al antiguo arte de los Griegos y de los Romanos. Las miniaturas que adornan suntuosos manuscritos, muchas de las cuales nos han llegado sin alteración, constitu- yen un tesoro de antiguos recuerdos, lo mismo que los mosaicos más raros, que datan de la misma época. Desde mediados del siglo VI, cuan- do Italia cayó en el empobrecimiento y la anar- quía, el arte bizantino conservó especialmente \ un reflejo de la pintura antigua y los tipos persistentes de una época mejor. Las produc- ciones de la escuela bizantina nos conducen por una transición natural á las creaciones de la segunda mitad de la edad media, cuando el gus- HÜMBOLDT. 177 to por los manuscritos ilustrados se estendió del Bajo -Imperio á las regiones del Occidente y del Norte, á la monarquía de los Francos, á los Anglo-Sajones y á los habitantes de los Paises Bajos. No deja de interesar, con efecto, á la his- toria del arte moderno observar, como dice Waa- gen, que los célebres hermanos Hubert y Juan Van Eyck se formaron principalmente en la es- cuela de los pintores de miniatura establecida en Flandes, que, desde la segunda mitad del si- glo XIV, se elevó á tan alto grado de perfección. En los cuadros históricos de los hermanos Van Eyck es donde se admira por vez primera el cuidado puesto en los detalles del paisaje. El museo de Berlín posee dos tablas de una magní- fica composición que los mismos artistas, ver- daderos fundadores de la escuela Neerlandesa, pintaron para la catedral de Gante, y que repre- sentan anacoretas y peregrinos. Juan Van Eyck adornó el paisaje con naranjos, palmeras y ci- preses de maravillosa fidelidad, que destacán- dose de masas más sombrías dan al conjunto de la composición un carácter grave y elevado. Esta obra maestra de los hermanos Van Eyck data de la primera mitad del siglo XV. En esta época la pintura al óleo era todavía un descu- brimiento reciente, y comenzaba únicamente á prevalecer sobre las pinturas al temple, por mas que sus procedimientos hubiesen adquirido des- de luego gran perfección. "Una nueva necesidad habíase despertado: tratábase de dar vida á las T. n. 12 178 cosmos. formas déla Naturaleza. Para seguir los pro- gresos de este sentimiento debemos recordar de qué modo un discípulo de Van Eyck, Antonello de Messina, introdujo en Venecia el gusto por la pintura de paisaje, y qué influencia ejercieron los cuadros salidos de la misma escuela, hasta sobre Dominico Ghiriandajo y otros maestros de Florencia. En esta época, los esfuerzos se di- rijian aun hacia una imitación minuciosa y ser- vil en demasía. En las obras maestras de Ticia- no es donde aparece la Naturaleza' por vez pri- mera ampliamente comprendida y representada á grandes rasgos. Ticiano, sin embargo, habia podido ya tomar por modelo á (Morgione. El sen- timiento de la Naturaleza era tan vivo en Ti- ciano, que no solo en sus más graciosas compo- ciones, sino hasta en los cuadros de un género más severo, parece que al pintar el cielo ó el paisaje que constituye el fondo de los cuadros» tenia á la vista los objetos que reprodujo. An- nibal Carrache y el Dominiquino en la escuela bolonesa han dado á sus obras el mismo carácter de elevación. Si bien el siglo XV fué la época más brillante de la pintura histórica, hasta el siglo XVII no florecieron los grandes pintores de paisaje. A medida que se conocían mejor y se observaban con más atención las riquezas de la Naturaleza, el dominio del arte iba ensan- chándose; y por otra parte se perfeccionaban de dia en dia los procedimientos materiales. Mer- ced á una conciencia más elevada del sentimien- HUMBOLDT. 170 to de la Naturaleza, el mismo siglo pudo reunir á Claudio Lorenés, el pintor de los efectos de luz y de los lejos vaporosos; á Ruysdael con sus bosques sombríos y sus amenazadoras nubes; á G-aspard y Nicolás Pussino, que han dado á los árboles un carácter tan imponente y gallardo; á Everdingen, Hobbema y á Cuyp, cuyos paisajes parecen la Naturaleza misma. En este período, tan feliz para el arte, imi- tábanse hábilmente los modelos que ofrecía la vejetacion del Norte de Europa, de la Italia me- ridional y de la península Ibérica. Adornábase el paisaje con naranjos, laureles, pinos y pal- meras. Las palmeras de dátiles, única especie de esta noble familia que se conocía hasta en- tonces además de la llamada Chamserops, espe- cie de palmera enana originaria de las costas de la Europa meridional, eran representadas por lo común, de una manera convencional, con un tronco cubierto de escamas semejantes á las de las serpientes. Durante mucho tiempo fueron estos árboles los únicos tipos de la vejetacion tropical, como y según una creencia muy ar- raigada aun en nuestros dias, el Pinus pinea representa por sí solo la vejetacion de Italia. Estudiábanse poco los contornos de las altas cadenas de montañas, pues las cimas coronadas de nieve que se elevan sobre las verdes praderas de los Alpes reputábanse como inaccesibles. Hay, sin embargo, un artista que debe distinguirse de todos los demás, por la variedad de sus fa- 180 COSMOS. cultades y la libertad de su genio: Rubens, que sumido en el seno mismo de la Naturaleza, abra- za todos sus aspectos, representando con una verdad inimitable, en sus grandes cazas, la na- turaleza salvaje de animales del bosque, al mis- mo tiempo que haciéndose paisajista, reproduce con raro acierto la meseta árida y enteramente desierta donde se destaca en medio de las rocas el palacio del Escorial. Para que la representación de las formas individuales de la Naturaleza, en lo que se re- fiere al ramo del arte que nos ocupa, pudiese adquirir mayor variedad y exactitud, era pre- ciso que se hubiera agrandado el círculo de los conocimientos geográficos; que se facilitaran los viajes á las regiones lejanas, y que se ejercitase el sentimiento en comprender las diferentes be- llezas de los vejetales y caracteres comunes que los agrupan en familias naturales. Los descu- brimientos de Colon, de Vasco de Gama y de Al- varez Cabral en el centro de América, en el Asia meridional y en el Brasil; la estension dada al co- mercio de especies y sustancias medicinales, que haciancon las Indias los Españoles, los Portugue- ses, los Italianos y los Holandeses; el estableci- miento de jardines botánicos en Pisa, Pádua y Bolonia desde 1544 á 156S, aunque sin el útil acce- sorio de las estufas, todas estas causas juntas fa- miliarizaron á los pintores con las formas mara- villosas de un gran número de producciones exó- ticas, y les dieron alguna idea del mundo tropical» HÜMBOLDT. 181 El hombre que sensible á las bellezas natu- rales de las comarcas cortadas por montañas , rios y bosques, ha recorrido por sí mismo la zona tórrida, y contemplado la riqueza y varie- dad infinita de la vejetacion, no solamente en las costas habitadas sino que también en los Andes cubiertos de nieve, en la Pendiente del Himala- ya y de los montes Nügherry en el reino de My- sore; el que haya recorrido los bosques vírgenes que se encierran en la cuenca comprendida en- tre el Orinoco y el rio de las Amazonas; ese solo puede comprender cuan ilimitado campo está abierto todavía á la pintura de paisaje entre los trópicos de ambos continentes, en los ar- chipiélagos de Sumatra, Borneo y las Filipinas, y cómo las admirables obras concluidas hasta hoy no pueden compararse con los tesoros que tiene reservados la Naturaleza para los que quieran hacerse dueños de ellos. Hasta ahora solo han sido visitadas esas mag- nificas regianes por algunos viajeros que care- cían de una preciosa y larga esperiencia de las artes, y cuyas ocupaciones científicas no les per- mitían espacio para perfeccionar su talento de paisajistas. Muy corto número de ellos, llevados por el interés que ofrecen á la botánica esas formas nuevas de frutos y flores, poáian espre- sar la impresión general producida por el as- pecto de los trópicos. Los artistas encargados de acompañar á las grandes espediciones en- viadas á esas comarcas á espensas del Estado, 182 cosmos. eran por lo común escogidos á la casualidad, y no se tardaba en reconocer su insuficiencia. Aproximábase el fin del viaje y los más hábiles de entre ellos á fuerza de contemplar las gran- des escenas de la Naturaleza y de ensayarse en su reproducción, empezaban entonces á ad- quirir algún talento de ejecución. Es preciso decirlo también, los viajes denominados de cir- cunnavegación ofrecen á los artistas raras oca- siones de penetraren los bosques, llegar al cur- so de los grandes rios y trepar á los vértices de las cadenas interiores de las montañas. Un gran acontecimiento, la emancipación de las posesiones españolas y portuguesas de Amé- rica, y el adelanto de la civilización en la In- dia, en la Nueva Holanda, islas de Sandwich y colonias meridionales de África, deben sin du- da alguna, no solo facilitar los progresos de la meteorología y de todas las ciencias de que se compone el conocimiento de la Naturaleza, sino que también dar á la pintura de paisage un ca- rácter más elevado y un vuelo que no hubiera podido tomar sin los .cambios sobrevenidos en estas regiones. Todo lo que en el arte toca á la espresion de las pasiones y á la belleza de las formas hu- manas, ha podido recibir su última realización en los paises más próximos al Norte, donde rei- na un clima templado, bajo el cielo de Grecia y de Italia. Penetrando en las profundidades de su ser, y contemplando en sus semejantes los ras- HUMBOLDT. 183 gos comunes de la raza humana, es como el ar- tista, creador é imitador á la vez, evoca los ti- pos de sus composiciones históricas. La pintura de paisage no es tampoco puramente imitativa; tiene, sin embargo, un fundamento más mate- rial y hay en ella algo más terrestre. Exige de los sentidos una variedad infinita de observa- ciones inmediatas, que debe asimilarse el espí- ritu para fecundizarlas con su poder y darlas á los sentidos bajo la forma de una obra de arte. El gran estilo de la pintura de paisage es el fruto de una contemplación profunda de la Naturaleza y de la transformación que se ve- rifica en el interior del pensamiento. Cada rincón del globo es, sin duda alguna, un reflejo de la Naturaleza entera. Las mismas formas orgánicas se reproducen sin cesar, y se combinan de mil maneras. Las regiones heladas del Norte se reaniman durante meses enteros. Cúbrese la tierra de yerbas; despléganse las plan- tas como en los Alpes; y el cielo aparece sereno y puro. Familiarizada únicamente con las for- mas simples de la flora europea, y un pequeño número de plantas naturalizadas en nuestras co- marcas, la pintura de paisage, merced á la pro- fundidad de los sentimientos y á la fuerza de la imaginación que animaba á los artistas, pudo desempeñar su "raciosa tarea. En esta limitada carrera, pintores eminentes, tales como los Car- rachios, Gaspar Pusino, Claudio Lorenés y Ruys- dael, encontraron bastante espacio para produ- 184 COSMOS. cir las creaciones mis diversas y encantadoras, mezclando hábilmente todas las formas de árbo- les conocidos y los efecto» tan variados de la luz. Sóame permitido recoriar aquí las considera- ciones que desenvolví, hace cerca de medio siglo en la obra titulada Cuadros de la Naturaleza* consideraciones que se relacionan estrechamen- te con el asunto de que trato en este momento. El hombre que puede abarcar de una mirada la Naturaleza, hecha abstracción de los fenómenos parciales, reconoce los progresos en cuya virtud se desarrollan su vida y fuerza orgánica, á me- dida que el calor aumenta desde los polos al ecuador. Este progreso es menos sensible aun desde el Norte de Europa hasta las costas del Mediterráneo, que desde la península Ibérica, la Italia meridional y la Grecia al mundo de los trópicos. Flora ha estendido su tapiz sohre la tierra desigualmente tejido; más espeso en aque- llos parajes en que el sol domina á la tierra des- de mayor altura y brilla en el profundo azul del cielo ó en medio de vapores trasparentes, lo es menos en las sombrías regiones del Norte, donde la repentina vuelta de los hielos no deja tiempo de brotar al botón, y sorprende á los frutos antes de su madurez. En el país de las palmeras y de los heléchos arborescentes, en vez de los tristes liqúenes ó de los musgos que cu- bren la corteza de los árboles hacia las regio- nes glaciales, el cimbidio y la olorosa vainilla se suspenden al tronco de los anacardios y de HUMBOLDT. 185 higueras gigantescas. El fresco verdor del dra- concio y las hojas profundamente cortadas del pothos, contrastan con las brillantes flores de las orquideas. Las bauhinia trepadoras, las pa- sifloras y los banisteros de flores de oro enla- zan á los árboles del bosque, y se lanzan á lo lejos por los aires; tiernas flores salen de las raices del teobroma y de la ruda corteza de los crescentia y de los gustaviá. En medio de este lujo de vegetación, en la confusión de estas plan- tas trepadoras, el observador reconoce difícil- mente muchas veces á qué" tronco pertenecen las flores y las hojas. Un solo árbol entrelaza- do de paulinia bignonia y de dendróbio ofrece reunidas en algunas ocasiones porción de plan- tas que, separadas unas de otv*as, bastarían para cubrir un considerable espacio de terreno. Cada parte de la tierra, sin embargo, tiene también sus bellezas propias. En los trópicos, la diversidad y la elevación de las formas ve-, getalos; en el Norte, el aspecto de las prade- ras, y, después de una larga espera, el des- pertar de la Naturaleza al primer soplo de la Primavera. Tanto como los p' itanos, de la fa- milia de las musáceas, el follaje se desplega y se desarrolla, otro tanto se contrae y aprieta en las casuarinas y en los árboles de hoja acicu- lar. Los pinos, los tuya y los cipreces, forman una familia propia de los climas del Norte; rara vez se hallan formas análogas en las llanuras de los trópicos. El follage eternamente verde 186 COSMOS. de estos árboles reanima las comarcas glacia- les y desiertas, recordando á los pueblos sep- tentrionales que si la nieve y los hielos cubren la superficie de la tierra, la vida interior de la vegetación, como el fuego de Prometeo, no pue- de estinguirse en nuestro planeta. A pesar del estado poco satisfactorio en que han permanecido hasta ahora los grabados que acompañan y aun afean frecuentemente nues- tras relaciones de viajes, no han contribuido poco, sin embargo, á dar á conocer la fisonomía de las zonas lejanas, á estender la afición á los viajes por las regiones tropicales, y á estimu- lar activamente el estudio de la Naturaleza. Las decoraciones de los teatros, los panoramas^ los dioramas, neoramas y toda la pintura de gran- des dimensiones, tan perfeccionada en nuestros dias, han hecho más general y más fuerte la impresión producida por el paisage. Vitruvio y el gramático Julio Polux nos han descrito las decoraciones campestres que servían para la representación de las piezas satíricas. Mucho tiempo después, hacia la mitad del siglo XVI, el establecimiento de los bastidores, debido á Sér- lio. favoreció mucho la ilusión; pero hoy des- pués de los admirables perfeccionamientos que Prévost y Daguerre han dado á la pintura cir- cular de Parker, puede uno casi dispensarse de viajar por lejanos climas. Los panoramas circu- lares prestan más servicios que las decoracio- nes de teatro; porque el espectador, encantado HUMBOLDT. 187 en medio de un círculo mágico y al abrigo de importunas distracciones, se cree rodeado por todas partes de una naturaleza desconocida, y conserva recuerdos que después de algunos años se confunden con la impresión de las escenas rie la Naturaleza que haya podido ver realmente. Hasta el presente, los panoramas, que no pue- den producir ilusión, sino á condición de tener un gran diámetro, más bien han representado ciudades y lugares habitados, que las grandes escenas en que la Naturaleza desplega su salva- je abundancia y toda la plenitud de la vida. Es- tudios característicos hechos en las laderas es- carpadas del Himalaya y de las Cordilleras, ó en medio de los rios que surcan las comarcas inte- riores de la India y de la América meridional, producirían un efecto mágico si se cuidase so- bre todo de rectificarlos según imágenes saca- das al daguerreotipo, escelente para reproducir, no la espesura del follage, sino los troncos gi- gantescos de los árboles y la dirección de sus ramas. Todos estos medios, cuya enumeración no podemos omitir on un libro tal como el Cos- mos, son muy apropósito para propagar el es- tudio de la Naturaleza; é indudablemente se conocería y sentiría mejor la grandeza sublime de la creación, si en las grandes ciudades junto á los museos, se abriesen libremente á la po- blación panoramas con cruadros circulares que representasen sucesivamente paisajes sacados en diferentes grados de longitud y latitud. Multi- 188 COSMOS. plicando los medios con cuyo auxilio se repro- duce bajo imágenes espresivas el conjunto de los fenómenos naturales, es como mejor se fa- miliariza á los hombres con la unidad del mun- do, haciéndolos sentir más vivamente el armo- nioso concierto de la Naturaleza. DESARROLLO PROGRESIVO DE LA IDEA DEL UNIVERSO. La historia de la Contemplación física del Mundo es la historia del conocimiento de la Na- turaleza tomada en su conjunto; es el cuadro del trabajo de la humanidad que intenta abarcar la acción simultánea de las fuerzas que obran en la tierra y en los espacios celestes, tiene, pues, por objeto esta historia la descripción de los progre- sos sucesivos, en cuya virtud las observaciones van tendiendo á generalizarse más y más. Ocupa también un lugar en la historia del mundo inte- lectual, en tanto que la inteligencia se aplique á los objetos sensibles, al desarrollo orgánico de la materia aglomerada y á las fuerzas que guar- da en su seno. El mejor medio de dar una idea de la natura- leza de las cosas que deben tener lugar en este cuadro, es citar algunos ejemplos. A la historia del mundo pertenecen los descubrimientos del 190 COSMOS. microscopio compuesto, del telescopio y de la po- larización de la luz, porque han suministrado los medios de conocer lo que es común á todos los or- ganismos, de penetrar en los más remotos espacios del cielo, y de distinguir la luz propia de la luz re- flejada, es decir, de reconocer si la luz solar emana de un cuerpo sólido ó de una envuelta gaseosa. Por el contrario, la enumeración de los ensayos que desde Huyghens nos han conducido sucesivamen- te al descubrimiento de Arago sobre la polariza- ción coloreada, debe reservarse para la historia de la Óptica. Así mismo es preciso dejar á la his- toria de la fitognosía ó botánica el desarrollo de los principios según los cuales la innumerable masa de los vegetales puede dividirse en familias; mientras que la geografía de las plantas, es de- cir, la distribución local y climatológica de los vegetales que cubren todo el globo, compren- diendo las algas que guarnecen la cuenca de ios mares, forma una división importante en un en- sayo histórico sobre el desarrollo de la idea del Universo. Ante todo, es preciso distinguir cuidadosa- mente los presentimientos que anteceden á la ciencia, de la ciencia misma. ,A medida que la raza humana avanza en cultura, muchas cosas pasan del primer estado al segundo, y esta trans- formación oscurece la historia de los descubri- mientos. Basta, por lo común, que se liguen una á otra eh el espíritu, las investigaciones ante- riores, para sentirse animado, sin darse perfec- HüMBOLDT. 191 ta cuenta de ello, de una fuerza que guía y fe- cundiza á la facultad adivinatriz. Puesto que la historia de la Contemplación física del mundo es, según la hemos definido, la historia de la idea de la unidad aplicada á los fenómenos y á las fuerzas simultáneas del Uni- verso, el método de esposicion en un libro de es- te género debe consistir en la enumeración de los medios en cuya virtud se ha revelado suce- sivamente la unidad de los fenómenos. Bajo este punto de vista distinguimos: l.°el libre esfuerzo de la razón elevándose al conocimiento de las leyes de la Naturaleza, es decir, la observación razonada de los fenómenos naturales; 2.° los acontecimientos que han ensanchado súbitamen- te el campo de la observación; 3.° el descubri- miento de instrumentos propios para facilitar la percepción sensible. Las fases esenciales de la historia del Cosmos deben determinarse según esta triple consideración. A fin de hacernos com- prender mejor, vamos á caracterizar de nuevo, auxiliándonos de algunos ejemplos, la diversidad de medios por los cuales ha llegado la humani- dad progresivamente á la posesión intelectual de una gran parte del Universo. Citaremos ejem- plos tomados de las tres clases que acabamos de distinguir. Remontándonos á la física más antigua de los helenos, el conocimiento de la Naturaleza es- taba sacado de las profundidades de la inteligen - cia, y resultaba más bien de contemplaciones in- 192 cosmos. tenores, que de la percepción de los fenómenos. La filosofía natural de la escuela jónica, está fundada en la investigación del origen de las co- sas y la transformación de una sustancia única. En el simbolismo matemático de Pitágoras y de sus discípulos, en sus consideraciones sobre el número y la forma, descúbrese, por el contra- rio, una filosofía de la medida y de la armonía. Aplicada esta escuela á buscar por todas partes el elemento numérico tiene (por una especie de predilección hacia las relaciones matemáticas que ha podidc recoger en el espacio y en el tiem- po), fijó, por decirlo así, la base sobre que debian levantarse nuestras ciencias esperimentales. La historia de la Contemplación del Mundo, tal co- mo yo la comprendo, no se detiene tanto en pin- tar las frecuentes oscilaciones entre la verdad y el error, cuanto los pasos decisivos que se han dado en la senda de la verdad, y los felices es- fuerzos intentados para considerar en su verda- dera luz las fuerzas terrestres y el sistema pla- netario. Ella nos demuestra que si Platón y Aris- tóteles se representaban la Tierra sin rotación ni revolución, y como suspendida en su inmovi- lidad en medio del mundo, la escuela de Pitágo- ras, según Filülao deCrotona, aunque no sospe- chase la rotación de la tierra, enseñaba al me- nos el movimiento circular que describe en tor- no del foco del mundo ó fuego central (Hestia). Hicetas de Siracusa, que se remonta por lo me- nos más allá de Teofratto, Heraclides de Ponto, HUMBOLDT. 193 y Ecfanto, conocían la rotación de la tierra; pero Aristarcos de Samos, y sobre todo Seleuco de Babilonia, fueron los primeros que siglo y medio después de Alejandro combinaron el movimiento de la tierra sobre sí misma, con la órbita que traza alrededor del sol, como centro de todo sis- tema planetario. Si la creencia en la inmovili- dad del globo reapareció en los tenebrosos tiem- pos de la edad media, merced á la influencia do- minante del sistema de Tolomeo; y si ya en el siglo VI de nuestra era Cosmas Indopleustes ha- bía recurrido al disco de Tales, para dar una idea de la forma de la tierra, es justo decir tam- bién que cerca de cien años antes de Copórnico, el cardenal alemán Nicolás de Cusa tuvo bastan- te valor ó independencia para proclamar de nue- vo el doble movimiento de nuestro^ planeta. Des- pués de Copérnico, el sistema de Tycho fué in- dudablemente un paso atrás, aunque no se de- tuvo la marcha por mucho tiempo. Desde que se hubo reunido una masa considerable de ob- servaciones exactas, á lo que contribuyó pode- rosamente el mismo Tycho, no podía tardar la verdad en resplandecer. Por lo que precede se vé, que el período de las oscilaciones en el co- nocimiento del mundo ha sido principalmente el de la adivinación y de los delirios filosóficos so- bre la Naturaleza. Después de la observación directa y del tra- bajo del pensamiento, que debían tener por efec- to inmediato el de llegar al conocimiento más T. II. 13 194 COSMOS. exacto de la Naturaleza, hemos indicado, como segunda división, los grandes acontecimientos que han podido descubrir más espacioso hori- zonte á la vista de los observadores. No es pre- ciso en estas consideraciones históricas presen- tar el encadenamiento de todos los hechos; basta para la historia del Cosmos recordar en cada época los acontecimientos que más han influido en el trabajo intelectual de la humanidad, y han permitido abarcar mejor la Naturaleza. Bajo este punto de vista, los acontecimientos más considerables para los pueblos situados alrede- dor de la cuenca del Mediterráneo, son: el viaje de Colseus de Samos al otro lado de las colum- nas de Hércules; la espedicion de Alejandro á la península de la India del lado de acá del Ganges; la dominación de los romanos; los progresos de la civilización árabe, y el uescubrimiento del nuevo continente. La historia de la Contemplación del Mundo, fundada, en ia observación reflexiva de los fenó- menos naturales, en un encadenamiento de he- chos considerables y en los inventos que han en- sanchado el círculo de la percepción sensible, no puede presentarse aquí, aun limitándose anti- cipadamente á los rasgos principales, sino de una manera rápida é incompleta. Sin embargo, me lisonjeo con la esperanza de que este ligero bos- quejo, pondrá al lector en estado de comprender más fácilmente el espíritu con que podría lle- narse algún dia un cuadro tan difícil de trazar. HDMBOLBT. 195 De la misma manera que el conocimiento del Mundo ha comenzado por una especie de intui- ción adivinatriz y algunas observaciones posi- tivas sobre partes aisladas del dominio de la Na- turaleza, así también creemos deber tomar como punto de partida, en esta narración, un espacio limitado de la tierra. Escojeremos aquella cuen - ca á cuyo alrededor se han agitado los pueblos cuyos conocimientos han sido el fundamento más real de nuestra civilización occidental, la única quizás en que no hayan sufrido interrupciones los progresos. Seguirse pueden las grandes cor- rientes que han llevado al Oeste de Europa los elementos de la civilización y de un conocimien- to más general de la Naturaleza; pero es imposi- ble reconocer en la multiplicidad de estas cor- rientes una fuente primitiva. Las miras profun das sobre el co; junto de las fuerzas naturales y el sentimiento de su unidad, no son el privilegio de lo que se llama un pueblo primitivo, deno- minación dada, según los sistemas históricos que han dominado alternativamente, ya á una raza semítica situada en la parte septentrional de Cal- dea, en el país de Arpaxad, (la Arrapachitis de Tolomeo, ya á la raza de los indios y á la de lo?, iranios encerrada en el país de Zend, entre el Oxo y el laxarte. La historia, en cuanto se apo- ya en testimonios humanos, no reconoce pueblos originarios ni asiento primordial de la civiliza- ción; no admite esa física primitiva, ni esa cien- cia revelada de la Naturaleza, que fué sofocada 196 cosmos. más tarde por las tinieblas de la barbarie y del pecado. En una remota antigüedad, en el límite del horizonte que puede descubrir la verdadera ciencia histórica, vénse ya brillar simultánea- mente, como puntos luminosos, grandes centros de cultura irradiando los unos hacia los otros: el Egipto, cuyo resplandor se remonta por lo menos á cincuenta siglos antes de nuestra era; Babilonia, Nínive, Cachemira, el Irán y la China, desde la primera colonia que de la vertiente nor- oeste de Kuenlun se transportó al valle rega- do por el curso inferior del Hoangho. Esos pun- tos centrales nos recuerdan involuntariamen- te las grandes estrellas que fulguran en el fir- mamento, soles eternos de los espacios celes- tes cuya fuerza luminosa conocemos, sin poder medir, escepto un pequeño número de ellos, la distancia relativa de nuestro planeta. La hipótesis de una física primitiva revelada á la primera raza humana de una ciencia de la Naturaleza propia á los pueblos salvajes y que la civilización no hubiera hecho sino oscurecer, entra en una esfera de conocimientos, ó, más bien, de creencias, que debe permanecer estra- ña al objeto de este libro. Sin embargo, se en- cuentra ya profundamente arraigada esta creen- cia en los dogmas más antiguos de la India, en la doctrina de Crischna: «Es probable que la verdad estuviese originariamente depositada entre los hombres; pero poco á poco se adormeció y fué ol- vidada. El conocimiento reaparece como un re- HUMBOLDT. 197 cuerdo.» Dejamos con gusto indecisa la cuestión de saber si todas las razas llamadas hoy salvajes se hallan efectivamente en el estado de rudeza na- tural y originaria, ó si un gran número de entre ellas no son, como muchas veces se ha podido conjeturar por la estructura de su lengua, razas convertidas en salvajes, y como restos dispersos librados del naufragio en que acaso pereciera prematuramente una primera civilización. Ob- servando mas de cerca lo que hemos convenido en llamar hombres de la Naturaleza, no se des- cubre en ellos nada de esa pretendida superiori- dad en el conocimiento de las fuerzas terrestres que por amor á lo maravilloso se atribuye á los pueblos no civilizados. El sentimiento confuso de la unidad que une entre sí á todos los pode- res de la Naturaleza, puede indudablemente es- pantar la imaginación en el estado salvaje, pero tal sentimiento no tiene nada de común con lo* esfuerzos intentados para llegar á una concep- ción clara del conjunto de los fenómenos. Los puntos de vista verdaderamente generales sobre el mundo no pueden resultar sino de la obser- vación y de combinaciones intelectuales, y es preciso que estén preparadas por un largo con- tacto de la humanidad con el mundo esterior. No son tampoco la obra de una sola raza, sino el fruto de comunicaciones recíprocas y del co- mercio quí> se establece entre todos los pueblos, ó* al menos entre gran número de ellos. Ya hemos observado que en razón de la mis- 198 cosmos. mu multiplicidad de las corrientes que han transportado los elementos de la ciencia de la Naturaleza y en el transcurso de los siglos los lian repartido desigualmente por la superficie del globo, conviene tomar por punto de partida en la historia de la Contemplación del Mundo un solo grupo de pueblos, y escoger aquel dono»' - encuentre el germen de toda nuestra civiliza- ción occidental. La cultura intelectual de los Griegos y de los Romanos puede parecer sin du- da alguna muy reciente si se la compara con la de! Egipto, la China y la India; pero á despecho de las revoluciones y de la mezcla de las nacio- nes invasoras, los elementos estraños que les afluyeron del Oriente y del Mediodia se han re- producido sin interrupción en el suelo europeo, juntamente con los resultados de su civilización indígena. En aquellos paises en que se habían estendido numerosos conocimientos muchos mi- les de años antes, ó bien la barbarie lo arrojó todo en las tinieblas, ó bien, conservando las na- ciones las costumbres antiguas é instituciones políticas, complejas é invariables como en la China, se han detenido por completo en la senda de las ciencias y de las artes industriales, lle- gando á ser estrañas á esas comunicaciones de pueblo á pueblo, sin las cuales no se pueden for- mar las ideas generales. Merced al desarrollo inmenso de su navegación, los pueblos europeos y ios que originarios de la Europa han pasado á otros continentes, se hallan presentes, por do- HüMBOLDT. 199 cirio así, en todas partes, mostrándose á la vez en los mares y en las costas mas lejanas, pu- diendo amenazar al menos las regiones que no poseen. En su ciencia, cuyo patrimonio se ha trasmitido sin interrupción, y en su nomencla- tura científica, hallamos las huellas de los nu- merosos caminos á través de los cuales penetra- ron en los mismos pueblos importantes inventos, ó á lo menos sus gérmenes; huellas que son co- mo otros tantos jalones en la historia de la hu- manidad. Después que la civilización abandonó sus mansiones primeras, situadas entre los trópicos ó en las zonas subtropicales, escogió esta parte del mundo cuyas regiones septentrionales son menos frias que las del Asia ó América, coloca- das á iguales latitudes. Las condiciones físicas de Europa han opuesto á los progresos de la ci- vilización menos obstáculos que Asia y África, en donde vastas cadenas de montañas paralelas, mesetas y mares de arena forman límites difíci- les de franquear. Partiremos, pues, para esponer en sus fases principales la historia de la Con- templación del Mundo, del rincón de la tierra que por sus relaciones topográficas y su sitio en el globo ha favorecido mas las comunicaciones entre los pueblos y el engrandecimiento de las miras cósmicas que de ellas resultaron. CUENCA DEL MAR MEDITERRÁNEO. Platón deja entrever un profundo sentimiento de la grandeza del mundo cuando indica en los siguientes términos en el Phedon los estrechos límites del mar Mediterráneo: «Nosotros todos, los que llenamos el espacio comprendido entre el Phaso y las columnas de Hércules, no poseemos sino una parte de la tierra, agrupados alrededor del mar Mediterráneo como hormigas ó ranas alrededor de un pantano La estrecha cuenca en cuyas orillas hicieron florecer una brillante civi- lización los Egipcios, los Fenicios y los Griegos, La sido el punto de partida délos acontecimientos mas considerables. De allí salieron las colonias que han poblado vastas comarcas en África y Asia, y las espediciones marítimas, por cuyo medio se descubrió todo un nuevo continente occi- dental. El mar Mediterráneo ha conservado en su 202 cosmos. forma actual la huella de una división anterior en tres cuencas cerradas que se limitaban entre si. La cuenca del mar Egeo está limitada al Sud por el arco de círculo que forman, á partir de las costas de la Caria, las islas de Rodas, de Creta y deCiteres (Cerigo), y que viene á morir en el Peloponeso, no lejos del promontorio Ma- lea. Mas al Oeste se halla el mar Jónico ó la cuenca de las Sirtes, que encierra la isla de Mal- ta. La punta occidental de la Sicilia no dista de las costas de África mas que 89 miriametros; y la súbita aparición, aunque rápidamente desva necida, de la isla volcánica Ferdinandea, que surgió del fondo del mar en 1831, a! Sud oeste de las rocas calcáreas de Sciacca, atestigua un esfuerzo de la Naturaleza para cerrar de nuevo la cuenca de las Sirtes entre el cabo Grantola, el banco de Aventura reconocido por el capitán Smith, la isla Pantellaria y el cabo Bon, y para separar esta cuenca de la tercera, formada por el mar Tirreno. La cuenca del mar Tirreno re- cibe las olas del Océano que penetra á través del estrecho de Gibraltar, y comprende la Cerde - ña, las islas Baleares y el pequeño grupo volcá- nico de las Columbradas españolas. Esta división del mar Mediterráneo en tres cuencas debió contener en un principio el vuelo de los viajes de descubrimientos emprendidos por los Fenicios y los Griegos; mas tarde, por el contrario, los ha favorecido. Los Griegos per- manecieron largo tiempo encerrados en el mar HU-UBOLOT. 20-í Egeo y en el de las Sirtes. En los tiempos homé- ricos, el continente de Italia era todavía una perra desconocida. Los Focenses fueron 1 >s pri- meras que abrieron el mar Tirreno, al Oeste de Sicilia; algunos navegantes que se dirigían á Tarteso tocaron en las columnas de Hércules. Es preciso no olvidar que Cirtago estaba situado «n el límite del mar Tirreno y de la cuenca de las Sirtes. La ribera septentrional del mar Mediterráneo iiene la ventaja, señalada ya por Eratóstenes, según cuenta Estrabon, de estar mas dividida y mas ricamente articulada que la costa de África. Tres penínsulas se destacan de ella: España, Italia y Grecia, qu^, cortadas por gran número de golfos, forman con las islas y costas vecinas estrechas lenguas de mar y tierra. Est\ dispo- sición del continente y de las islas que han sido separadas de él violentamente, ó levantadas por la fuerza de los volcanes, á lo largo de las grie- tas de que está el globo surcado, han engendrado desde luego consideraciones geológicas sobre el agrietamiento de los terrenos, los temblores de tierra y el travasamiento de las aguas mas altas del Océano á cuencas del nivel inferior. El Pon- to, los Dardanelos, el estrecho de G-ades y el Me- diterráneo con sus innumerables islas, eran muy á propósito para llamar la atención acerca de esto sistema de esclusas naturales. Lo que ha habido de mas eficaz en la influen- cia ejerñda por la situación geográfica del Me- 204 cos.uos. diterráneo sobre las relaciones de los pueblos y sobre esta conciencia de sí mismo á que se hfc elevado sucesivamente el mundo, es la proximi- dad del continente oriental, proyectándose háciaí delante por la península del Asia Menor: es el gran número de islas que pueblan el mar Egeo y que han sido como un puente arrojado al pasa de la civilización; es, en fln, el largo surco esn cavado entre la Arabia, el Egipto y la AbisiniaJ en el cual bajo el nombre de golfo Arábigo ól mar Rojo, penetra el Océano Indico, separado! únicamente por un istmo estrecho del Delta dera Nilo y de las costas que limitan el Mediterráneo al Sud-este, Estas relaciones topográficas facili- taron el desarrollo del poder fenicio, y mas tar- de del helénico; apresuraron el vuelo de las ideas, viéndose los recursos que el mar ofrece como elemento de aproximación de los pueblos- En Egipto, en las orillas del Eufrates y del Ti*« gris, en la Pentapotamia india y en la China, en todas las comarcas donde primitivamente apareció la civilización, la vemos que sigue al curso de los grandes rios que las atravesaban; no sucedió lo mismo en la Fenicia ni la Grecia. La actividad de los Griegos, el instinto que los llevaba á todos y particularmente á la raza jó- nica, á las empresas marítimas, pudo satisfa- cerse libremente, merced á la distribución mará* villosa de la cuenca del Mediterráneo y á las co- municaciones de este mar con el Océano por el Sud y al Oeste. HDMBOLDT. 205 Después de haber descrito el lugar de la es- cena, dispuesta de tal manera que los elementos de que se formó la civilización de los Griegos y u ciencia geográfica, debian afluir allí natural- mente de todas partes, debemos sin demora ca- racterizar á los pueblos que, situados en las cos- tas del Mediterráneo, podian gloriarse de una antigua y brillante cultura, es decir, á los Egip- cios, á los Fenicios con sus colonias estendidas por el Norte y Oeste del África, y á los Etrus- cos. Las emigraciones y el comercio son las cau- sas que mas han influido en el desarrollo de aquellos pueblos. A medida que el descubri- miento de los monumentos y de las inscripciones, como el estudio mas filosófico de las lenguas, han ensanchado en estos últimos tiempos nuestro horizonte histórico, se han comprendido mejor las influencias complejas y múltiples que ejer- cieron sobre los Griegos los pueblos del Asia hasta el Eufrates, y en particular los Licios y los Frigios, unidos por común origen con los ha- bitantes de la Tracia. Segu Lepsius, cuyos últimos de cubrimien- tos, resultado de la importante espedicion que tanta luz na derramado sobre toda la ciencia de la antigüedad, el valle del Nilo, que ha jugado tan gran papel en la historia de la humanidad, contiene figuras auténticas de reyes que se re- montan hasta el principio de la cuarta dinastía de Maneton. Esta dinastía, que comprende á los constructores de las grandes pirámides de Giseh, 206 ix smos. Chephren ó Schafra, Cheops-Chufu, y Menkera ó Mencheres, comienza más de 3,400 años antes de la Era cristiana, veinte y tres siglos antes de la invasión dórica de los Heráclidas en el Pelo- poneo. Lnpsius considera las pirámides de pie- dra P las necesidades del espíritu, pnr la conformación particular del país y por las instituciones sacerdotales y políticas, aunque contenida al mismo tiempo en su desarrollo, im- pulsó á los pueblos, allá como en todas partes, á ponerse en contacto con las naciones estran- jeras, á emprender espediciones lejanas y á fun- dar ciudades. Sin embargo, las indicaciones que nos suministran la historia y los monumentos solo atestiguan conquistas pasajeras en el Con- tinente y una marina poco considerable, á lo menos si nos concretamos á la que propiamente pertenecía al Egipto. Esta antigua y poderosa nación no parece haber ejercido en el esterior una influencia tan duradera como otras razas menos numerosas, pero más activas. El largo trabajo de su civilización nacional, más prove- choso á las masas que á los individuos, fué cir- cunscrito á determinados límites, y debió, por lo tanto, contribuir poco al engrandecimiento de las miras generales sobre el mundo. Rarasés Meiamun, que reinó de 1288 á 1322 antes de Je- 7 HÜMBOLDT. 20 sucristo, seis siglos antes de la primera Olim- piada, emprendió lejanas espediciones. Recorrió, según Herodoto, la Etiopía, dejando allí monu- mentos de los cuales los más apartados hacia el Mediodia se encuentran, según Lepsius, en el monte Barkal; atravesó la Palestina de Siria, y después, pasando del Asia Menor á Europa, visi- tó á los Escitas, á los Tracios, y llegó hasta Cólquida y las orillas del Phaso, en donde «e de- tuvieron estenuados parte de los soldados que le acompañaron en su marcha. En opinión de los sacerdotes, Ramsés ya antes de esta campaña habia costeado en largas naves las riberas del mar Eritreo y subyugado á los pueblos que las habitan, hasta que adelantando más halló un mar que no era navegable á causa de los bajíos. Diodoro afirma que Sesoosis (Ramsés el Grande) penetró en la India hasta más allá del Ganges, y trajo prisioneros de Babilonia. «El tínico he- cho averiguado, añade Lepsius, en lo que se re- fiere á la antigua navegación de I03 Egipcios, es que no se limitaron estos al Nilo, y recorrieron el golfo Arábigo. Las célebres minas de cobre situadas cerca de Uadi-Magara, en la península de Sinaí, estaban ya en esplotacion en tiempo de la cuarta dinastía, bajo Cheops-Chufu. Hasta la sesta dinastía las inscripciones se esten- dieron en el país comprendido entre Hamamet y el camino de Cosseir, que une al valle del Nilo con la costa occidental del mar Rojo. En la épo- ca de Ramsés IT se intentó construir el canal 208 cosmos. de Suez, sin duda para facilitar las comunica- ciones con la parte de la Arabia de donde pro- venia el cobre.» Empresas más vastas fueron confiadas á buques fenicios, tales como el viaje de circunnavegación verificado por Neko II al- rededor del África (011-595 antes de Jesucristo), viaje con frecuencia puesto en duda, y que á mis ojos no tiene nada de inverosímil. Hacia el mismo tiempo, un poco antes, en la época del padre de Neko, Psamraitico (Psemetek), y algo más tarde, después de terminada la guerra civil que perturbó el reinado de Amasis (Aahmes), mercenarios griegos que se establecieron en Nan- cratis, asentáronlas bases de un comercio du- radero. Desde aquel momento pudieron introdu- cirse en el país productos estranjeros, y el hele- nismo penetró poco á poco en el Bajo Egipto. Las influencias locales disminuyeron en prepon- derancia; tendió el espíritu á emanciparse, y aquel germen de felicidad se desarrolló rápida y enérgicamente en el período durante el cual la conquista macedónica cambió toda la faz del mundo. La apertura de los puertos egipcios en tiempo de Psammítico señala una era tanto más importante, cuanto que el país, al menos por las costas septentrionales, habia permanecido cerrado largo tiempo en absoluto á los estranje- ros; como lo está aun el Japón. En esta enumeración de los pueblos civiliza- dos, distintos de los helénicos, que habitaron la cuenca del Mediterráneo, el más antiguo asiento HÜMBOLDT. 209 y punto de partida de la ciencia cosmológica, los Fenicois suceden á los Egipcios, y fueron los más activos intermediarios de las relaciones que se establecieron entre los pueblos, desde el Océano Indico hasta las regiones occidentales y septen- trionales del antiguo continente. Limitados bajo ciertos respectos en su cultura intelectual, y menos familiarizados con las bellas artes que con las artes mecánicas, no llevaron á sus creacio- nes la misma grandeza que los habitantes del valle del Nilo, dotados de una organización mas sensible. Sin embargo, por la actividad y osadía que desplegaron en sus empresas comerciales, y especialmente por el establecimiento de nume- rosas colonias, una de las cuales sobrepujó mu- cho en poderío á la metrópoli, contribuyeron en más alto grado que todas las demás razas que poblaron las orillas del Mediterráneo, á la cir- culación de las ideas, á la riqueza y variedad de miras de que fué objeto el mundo. Usaban los Fenicios las medidas y pesos empleados en Ba- bilonia, y conocían ademas la moneda acuñada como medio de facilitar las transacciones, ins- trumento ignorado, cosa bastante singular de los Egipcios, cuya educación artística llegó á tan gran perfeccionamiento. Pero lo que qui- zás contribuyó más á aumentar la influencia de los Fenicios sobre la civilización de los pue- blos con quienes estuvieron en contacto, fué el cuidado que tuvieron en comunicar y esten- der por todas partes la escritura alfabética de X. II. u 210 COSMOS. que se servían hacía ya mucho tiempo. No únicamente p^r su mediación y por el im- pulso que comunicaron han suministrado los Fenicios nuevos elementos á la contemplación del mundo; sino que también ensancharon en algunas direcciones particulares el círculo de ía ciencia con sus propios descubrimientos. Su prosperidad industrial, fundada en el desarrullo de su marina y en la actividad con que fabrica- ban los habitantes de Sidon objetos de cristal blanco y de color, tejian las telas y las teñian de púrpura, los condujo, como sucede siempre, á progresos en las ciencias matemáticas y quí- micas, y sobre todo en las artes de aplicación. «Represéntase á los Sidonios, dice Estrabon, co- mo laboriosos investigadores, así en astronomía como en la ciencia de los números. Preparáronse para estas ciencias por medio del arte de la nu- meración y las navegaciones nocturnas, porque ambas á dos son necesarias al comercio y á los viajes marítimos» Si queremos medir la estén - sion del país que abrieron por primera vez los buques y las caravanas de los Fenicios, basta in - dicar las colonias establecidas cerca del Ponto - Euxino, en las costas de Bitinia, colonias que se remontan verosímilmente á gran antigüedad; las Cycladas y muchas islas del mar Egeo que fueron reconocidas en tiempo de Homero; la par- te meridional de España, rica en minas de plata (Tarteso y G-ades); el Norte de África, al Oeste de la pequeña Syrte (Utica, Hadrumeto y Car- HDMBOLDT. 211 tago); las regiones septentrionales de Europa que producían el estaño y el ámbar; y por úl- timo, dos factorías establecidas en el golgo Pér- sico (Tylos y Aradus, hoy islas de Baharein). Partiendo de Cartago, y probablemente tam-r bien de Tarteso y de Gades, fundadas dos siglos antes, los Fenicios esploraron una gran par- te de las costas Nor-oeste de África, y fueron bastante más alia del cabo Bojador. En aquellas- costas estaban situadas las numerosas ciudades de los Sirios, cuyo número eleva á 300, Estra- bon, y que fueron destruidas por los Farusios y los Nigricianos. Entre ellas estaba Cerne (la Gaulea de Dicuil, según Letronne), que formaba la estación principal de los buques y el depósito mejor provisto de toda la costa. Al Oeste, las is- las Canarias y las Azores, descubiertas en otro tiempo por los Cartagineses; y al Norte, las Or- eadas, las islas Feroe y la Islandia han llegado á ser como estaciones intermediarias para los buques que se dirigen al nuevo continente, á la vez que marcan los dos caminos por los cuales la raza europea se ha puesto en comunicación con la que puebla el Norte y el centro de Amé- rica. Esta consideración da un gran interés al problema por resolver de si los Fenicios de la metrópoli, ó los de las colonias estendidas por las costas de la Iberia y del África (Gadeira, Cartago y Cerne) conocieron á Porto Santo, Ma- dera y las Canarias, y en qué época las conocie- ron. Puede aun decirse que esta cuestión irn- 212 cosmos. porta á la historia del mundo; que en una larga cadena de acontecimientos se llega de buen gra- do al primer anillo. Con ocasión de estas islas deliciosas, las Ca- narias, los escritores posteriores, tales como el compilador desconocido que compuso la colección de Cuentos Maravillosos atribuida á Aristóteles y utilizó el Timeo, ó mas bien Diodoro de Sici- lia, mas esplícitoen este asunto, refieren la tom- pestadque produjo accidentalmente el descubri- miento. «Buques fenicios y cartagineses, dice Diodoro, que sedirigian hacia los establecimien- tos fundados ya en esta época en la costa de Li- bia, fueron arrastrados en plena mar.* Este ac- cidente debió ocurrir en el primer periodo del poderío marítimo de los Tirrenos, al principio de la lucha entre los Pelasgos de la Tirrenia y los Fenicios. Estacio Seboso y el rey de Juba Numidia, fueron los primeros que dieron nom- bre á cada una de esas islas; pero por desgracia los nombres no eran cartagineses, aun cuando se escogieron según noticias sacadas de libros cartagineses. Al enumerar los elementos que contribuye- ron á ensanchar el conocimiento del mundo y afluyeron seguidamente á los Griegos de los di- ferentes puntos del mar Mediterráneo, hemos seguido á los Fenicios y á los Cartagineses en sus relaciones con las comarcas del Norte, de donde sacaban el estaño y el ámbar, y en los establecimientos que formaron cerca de las re- HUMBOLDT. 213 giones tropicales en las costas occidentales de África. Réstanos recordar el viaje marítimo que hicieron los Fenicios hacia el Sud, y que termi- nó mas allá del trópico de Cáncer, en el mar Prasódico y el mar Indico, á 742 miriá metros de Cerne y del Cuerno occidental de Hannon. Per- mitido es conservar algunas dudas acerca de la situación de los paises que producían el oro, de aquellas regiones lejanas designadas con los nombres de Ofir y de Supara; puede indistinta- mente suponerlas colocadas en la costa occiden- tal de la península índica, ó en la costa oriental de África. Es incontestable por lo menos que la raza semítica, raz? activa, esencialmente propia para el papel de intermediaria, y desde luego en posesión del alfabeto, iba á buscar las pro- ducciones de los climas mas diversos, desde las islas Casitérides hasta el Sud del estrecho de Bab-el-Maudeb, y muy adentro en las regiones tropicales. Bl pabellón tirio flotaba al mismo tiempo cerca de las costas de la Bretaña y en el Océano Indico. Los Fenicios tenían factorías en los puertos de Elath y de Aziongaber, situados en la estremidad septentrional del golfo Arábi- go, así como también en el golfo Pérsico en Ara- dus y en Tylos, donde, según Estrabon, existían templos cuya arquitectura recordaba la de los templos edificados á orillas del Mediterráneo. Tampoco debe olvidarse el comercio de las cara- vanas que los Fenicios enviaban para traer las especias y bs perfumes, y que llegaban mas allá 214 cosmos. fie Palmira, á la Arabia-Feliz y á la ciudad cal- dea ó nabatea de Gerrha, en la costa occidental del go' fo Pérsico. Las espediciones emprendidasjuntamente por los Israelitas y los Tirios, bajo la dirección de Salomón y de Hiram, partieron de Aziongaber, pasando, á través del estrecho de Bab-el- Mandeb, al país deOfir (?pheir, Sophir, Sophara, Supara, según 'a forma sánscrita dada por Tolomeo). Salomón, muy aficionado al lujo, hizo construir una flota en las orillas del Mar Rojo, á cuyo objeto Hiram le dio hábiles marineros de la Fe- nicia, y buques tirios que hacian ordinariamente el viaje de Tarschich. Las mercancías traídas de Opr consistían en oro, plata, madera de sán- dalo (algummin), piedras preciosas, marfil, mo- nos (kophim) y pavos reales (thukkiim). Los nombres de estas mercancías no son hebreos sino indios. Según las ingeniosas investigaciones de Gesenio, de Bjnfey y de Lassen, es estremada- mente verosímil que los Fenicios, familiarizados desde luego con los monzones periódicos, merced á las colonias que habían establecido en el golfo Pérsico y á sus relaciones con los habitantes de Gerrha, visitaron la costa occidental de la pe- nínsula de la -ndia. Cristóbal Colon estaba muy persuadido de que la tierra de Ofir (el Eldorado de Salomón) y el monte Sopora formaban parte del Asia oriental, del Chersonesus áurea de Tolomeo. Menos apta que los Fenicios para el papel de HUMBOLDT. 215 mediadora entre los pueblos, la raza sombría y severa de Jos Etruscos hizo también menos para ensanchar la esfera de los conocimientos geográ- ficos. Bien pronto se mostró sometida á la in- fluencia griega de los Pelasgos de Tirrenia, que se habían estendido por todas las costas corno un torrente desbordado. Los Etruscos hicieron muy considerable comercio con los países que producían el ámbar; atravesaban el norte de Italia, pasaban los Alpes por el camino Sagrado. Los Rasenas de Retía, tronco originario de los Etruscos, descendieron casi por el mismo camino á las orillas del Pó, y aun mas lejos hacia el Sud. Lo que nos importa sobre todo, según el punto de vista desde donde debemos colocarnos para abarcar los resultados mas.generales y mas duraderos, es la influencia que la vida pública de los Etruscos ejerció sobre las mas antiguas instituciones de Roma y por lo tanto sobre toda la vida romana Antes de llegar á los Helenos, á esa raza tan felizmente dotada, en cuya cultura ha echado profundas raices la cultura moderna, y cuyas tradiciones han contribuido en mucho á formar la Hea que podemos tener de las primeras no- ciones difundidas sobre los pueblos y sobre el mundo, hemos indicado como asientos origina- rios de la civilización del Egipto, la Fenicia y la Etruria. Hemos considerado la cuenca del Mediterráneo en su confl.oru ración propia y en su situación relativa, investigando la influencia de 216 cosmos. estos accidentes y de estas relaciones en el co- mercio que se estableció entre las costas occi- dentales del África, las regiones del Norte, el golfo Arábigo y el Océano Indico. En ningún lugar de la tierra iia estado sometido el poder á mas alternativas, ni sufrido mas cambios la vida real por los progresos de la inteligencia. El mo- vimiento se propagó y mantuvo por los Griegos y los Romanos, especialmente luego que los Ro- manos destruyeron en los Cartagineses los últi- mos restos del poderío fenicio. Lo que se llama principio de la historia no es otra cosa que la conciencia de sí propias, que viene á desarro- llarse en las generaciones ulteriores. Ventaja es de nuestro tiempo que el horizonte del histo- riador se ha ensanchado de dia en dia merced á los brillantes progresos de la filología compara- da, á un estudio mas curioso y á una interpre- tación mas segura de los monumentos, y á que las canas superpuestas de los primeros siglos al fin se descubren á nuestra vista. Además de los pueblos cultos que habitaban las orillas de! Me- diterráneo, otros muchos dejaban ver también rasgos de una antigua civilización. Tales son, en el Asia Menor, los Frigios y los Licios; y en la estremidad occidental del globo, los Túrdulosy los Turdetanos, Estrabon dice de estos pueblos: «Son los mas civilizados de los Iberos; están fa- miliarizados con la escritura y tienen libros que se remontan á una alta antigüedad. Poseen tam- bién poesías y leyes redactadas en verso, que HUMBOLDT. 217 datan, según ellos, de seis mil años.» Me he detenido eu este ejemplo con el fin de indicar qué parte de la antigua civilización, aun entre las naciones europeas, ha desaparecido sin de- jar señal alguna; y cuan estrecho es el círculo en que permanece encerrada para nosotros la historia antigua de la contemplación del mundo. Cuando el imperio frigio fué incorporado al reino de Lidia, y la Lidia á la Persia, las ideas de las poblaciones griegas del Asia y de la Eu- ropa se engrandecieron al mezclarse. A conse- cuencia de las espedicione^ de Cambises y de Darío, hijo de Hystaspes, la dominación de los Persas se estendió desde Cirene y el Nilo hasta las fértiles orillas del Eufrates y el Indo. Un griego, Scylax de Caryanda, fué encargado de esplorar el curso del Indo, partiendo de la ciu- dad de Caspapyra, en el antiguo reino de Cache- mira, y siguiendo el rio hasta su embocadura. Las comunicaciones de los Griegos con algunos puntos del Egipto, eran ya activas antes de la conquista de los Persas en los reinados de Psam- mitioo y de Amasis. Estas diversas relaciones decidieron á un gran número de Griegos á aban- donar el suelo natal, no solamente por el deseo de fundar colonias apartadas, sino que también para ir en calidad de mercenarios á formar el núcleo de ejércitos estranjeros en Cartago, Egip- to, Babilonia, Persia y Bactriana. El aspecto físico de la Grecia ofrece el atrac- tivo particular de una comarca continental y 218 COSMOS. marítima á la vez. La riqueza de contornos en que se fuñía este doblo beneficio debió engen- drar desde muy temprano en los Griegos la afi- ción á la navegación, á un comercio activo y á frecuentes comunicaciones con los pueblos es- tranjeros. La preponderancia marítima de los Cretenses y de los Rodios fué seguida de las es- pediciones emprendidas ante todo con miras de rapiña y de piratería, por los Samios, Focios, Tafios y Thesprotas. El alejamiento de la vida marítima que revelan los poemas de Hesi.-do, ó arranca solo de una disposición personal, ó se esplica por la timidez y la inesperiencia náuticas que debieron retener á !os pueblos de la Grecia continental en el momento en que comenzaba la obra de su civilización. Por el contrario, las pri- mitivas leyendas y los más antiguos mitos hacen siempre referencia á viajes lejanos ó á alguna espedicion marítima, como si la imaginación aun juvenil de la raza humana se complaciera en la oposición de las creaciones ideales con una es- trecha realidad. De aquí han nacido las espedí - ciones de Baco y de Hércules, adorado en el tem- plo de G-ades bajo el nombre de Melkarth, los via- jes de lo, las peregrinaciones de Aristeas que se- guían á sus resurrecciones sucesiva?, y las de Arbaris, el taumaturgo de las regiones hiper- bóreas, que atravesaba el aire en una flecha, fi- gura simbólica bajo la cual se ha creído recono- cer una brújula. En los viajes de este género, los acontecimientos y las observaciones cosmológi- HÜWBOLDT. 219 cas í^on un reflejo los unos de los otros; la histo- ria legendaria de aquellos tiempos se amolda al progreso de las ideas. Si ha de creerse á Aristó- nieo, Menelao debió dar la vuelta al África re- gresando del sitio de Troya, 500 años antes de Neko, y navegar desde Gades hasta las Indias. En el período que nos ocupa, es decir, en la historia de la Grecia anterior á la conquista ma- cedónica, tres acontecimientos han contribuido especialmente á engrandecer la idea que los grie- gos se formaban del mundo; y son: las tentati- vas hechas para penetrar al Este y al Oeste, par- tiendo del Mediterráneo, y el establecimiento de numerosas colonias desde el estrecho de Gades hasta las costas del Nord-este del Ponto-Euxino. El esfuerzo hecho para penetrar hacia el Es- te, que data próximamente de doce siglos antes de nuestra era, 150 años después de Ramsés- Meiamun (Sésostris), es designada, histórica- mente hablando, con el nombre de Espedicíon de los Argonautas á Cólquida. Este acontecimiento real, pero envuelto en ficciones, es decir, mez- clado de circunstancias ideales, no es otra cosa, reducido á su significación más sencilla, que la realización de una empresa nacional, destinada á abrirse paso en el inhospitalario Ponto-Euxi- no. La fábula de Prometeo y la libertad del Ti- tán inventor del fuego, predicha para la época en que Hércules había de visitar el Oriente, la ascención del Cáucaso por la ninfa lo, partiendo del valle del Hybristes, los mitos de Friso y de 220 COSMOS. Helle, todo indica esta dirección constante, y se- ñala el deseo de penetrar en el Ponto-Euxino, á donde ya se habian aventurado anteriormente algunos navegantes de la Fenicia. Un vasto campo se abrió también á la etno- grafía cuando se penetró en la parte Nord-este del mar Negro. Asombró la diversidad de las len- guas, y se sintió vivamente la necesidad de há- biles intérpretes, primer recurso de la ignoran- cia, é instrumentos groseros aun de la filología comparada. También por entonces los que hacian el comercio recíproco, partieron del Palus Meo- tides, cuya estension se exageraba mucho, avan- zando á la casualidad en las estepas habitadas hoy por los Khirguisos de la Horda Media, á través do una serie de tribus de Escitas Escolo- tos á quienes tengo por de la raza indogermá- nica, de los Arcipeos y los Isedones hasta los Arimaspes, poseedores de ricas minas de oro en la vertiente septentrional del Altai. Allí era don- de estaba situado el antiguo imperio de los Gri- fones, en el cual tuvo origen el mito meteoroló- gico de los Hiperbóreos que se estendió muy le- jos hacia el Occidente, siguiendo la huella de Hércules. La emigración dórica y la vuelta de los He- raclides al Peloponeso, grandes acontecimientos que renuevan la faz de la Grecia» caen próxi- mamente siglo y medio después de la espedicion semi-histórica semi-fabulosa, de los Argonau- tas, es decir, después que el Ponto-Euxino llegó HÜMBOLDT. 221 á ser accesible al comercio y á la navegación de los griegos. Esta emigración, juntamente con el establecimiento de nuevos Estados y de nuevas constituciones, fué ocasión y punto de partida del sistema colonial que señala un período im- portante de la vida helénica, y por favorecer la cultura intelectual, contribuyó más que ningu- guna otra causa á agrandar la idea dei mundo. Ninguno otro pueblo de la antigüedad pre- senta una reunión de tantas y por lo general tan poderosas colonias; cierto es, que desde la fun- dación de las primeras colonias eólicas, entre las cuales brillaron Mitilena y Esmirna, hasta las de Siracusa, Crotona y Cyrene, no trascurrieron menos de cuatro ó cinco siglos. No olvidemos que un gran número de ciuda- des griegas prosperaban al mismo tiempo en el Asia Menor, en el mar Egeo, en la Italia meri- dional y en la Sicilia; que Mileto y Marsella fun- daban, como Cartago, otras colonias á su vez; que Siracusa, en el apogeo del poder, combatía contra Atenas y contra los ejércitos de Annibal y de Amiicar; que Mileto, después de Tiro y Car- tago, fué mucho tiempo la ciudad comercial más importante del mundo. Lo que distingue á las colonias griegas de to- das las demás, especialmente de las colonias in- móviles de la Fenicia, y lo que ha impreso á su organización un sello propio, es la individuali- dad y las diferencias originarias de las razas de que se componía la nación. Había en las colonias 222 cosmos. griegas como en todo el mundo helénico, una mezcla de fuerzas, de las cuales las unas tendían, á la separación y á la aproximación las otras. Esta oposición produjo la diversidad en las ideas y en los sentimientos, ocasionando diferencias en la poesía y en el arte rítmica, si bien mantu- vo por todas partes aquella plenitud de vida en la que todo lo que parece enemigo se apacigua y reconcilia, por virtud de una armonía más gene- ral y elevada. Réstanos mencionar el tercer acontecimien- to que ya he indicado, como influyendo particu- larmente en el progreso de la contemplación del mundo, juntamente con la apertura del Ponto- Euxino, y el establecimiento délas colonias en las costas del Mediterráneo; esto es, el paso por el estrecho de Gades. La fundación de Tarteso, la de Gades donde se habia consagrado un tem- plo al dios viajero Melkartk, hijo de Baal, así como la colonia de Utica, más antigua que Car- tago, prueban que los Fenicios ya navegaban ha- cía muchos siglos por el Océano cuando se abrió por primera vez á los Griegos el camino que Pín- daro llama puerta de Gadeira. Coleo de Saraos quería darse á la vela para Egipto en el momento en que venían á comenzar 6 quizás solamente á reuovarse, en el reinado de Psammítico, las relaciones de este país con la Grecia. Vientos del Este le arrojaron hacia la isla Platea, y de allá fué empujado al Océano á través del estrecho de Gades Al referir Herodo- HÜMBOLDT. 223 to este hecho, añade con intención, que una ma- no divina guiaba á Coleo de Sanios. No fué úni- camente la importancia de loa imprevistos bene- ficios que de aquí resultaron para la ciudad ibé- rica de Tarteso, sino también el descubrimiento de espacios desconocidos y el acceso á un mundo nuevo, que apenas se entrevia por entre las nu- bes de la fábula, lo que dio fama y esplendor á aquel acontecimiento por donde quiera que la lengua griega se hallaba estendida en el Medi- terráneo. Veíanse por primera vez del otro lado de las columnas de Hércules (llamadas en un principio columnas de Biareo, de Egeon y de Oró- nos), á la estremidad occidental de la tierra, en el camino del Elíseo y de las Hespéridos, aquellas aguas primitivas del Océano que rodeaban la tierra, y de las cuales se quería aun, en esta época hacer provenir todos los rios. En las márgenes del Faso, habian encontra- do los navegantes una ribera que cerraba el Pon- to-Euxino, imaginando que más allá solo existía el Estanque del Sol. Al Sud de Gales y de Tarte- so, descansaba la vista libremente por el infini- to; circunstancia que ha dado durante 1500 años una importancia particular á la puerta del mar Mediterráneo. Dispuestos siempre á ir más allá, los pueblos navegantes, tales como los fenicios, los griegos, los árabes, los catalanes, los mallor- quines, los franceses de Dieppe y de la Rochela, los genoveses, los venecianos, los portugueses y los españoles se esforzaron sucesivamente por 224 cosmos. avanzar en el Océano Atlántico, que por mucho tiempo se tuvo por tenebroso, lleno de limo y de bancos de arena, hasta que partiendo de las Ca- narias ó de las Azores, tocaron de estación en estación, en el nuevo continente á que ya los Normandos habían llegado por otro camino. Pero la espedicion de Coleo de Sanios no sir- vió únicamente para señalar la época en que se abrieron nuevos mercados á las razas griegas, ávidas de emprender largos viajes marítimos, y á los pueblos herederos de su civilización, sino que ensanchó también inmediatamente la esfera de las ideas. Entonces fué cuando el gran fenó- meno del flujo periódico del Mar que hace sen- sibles las relaciones de la Tierra con el Sol y con la Luna, llegó á ser objeto de una atención pro- funda y sostenida; fenómeno que hasta entonces no se había manifestado á los griegos en la sir- tes africanas sino de una manera irregular y aun espuesta á peligros. Posidonio estudió el flujo y reflujo en Hipa y en Gades, comparando sus observaciones con lo que en los mismos si- tios podían enseñarle los Fenicios más esperi- mentados sobre las influencias de la Luna. ESPEDICION DE ALEJANDRO MAGNO AL ASIA. Si al seguir la historia del género humano nos fijamos en la unión cada vez más íntima que se estableció entre las poblaciones de la Eu- ropa occidental y las del Sud-Oeste del Asia, del valle del Nilo y de la Libia, la espedicion de los Macedonios dirigida por Alejandro, la caida de la monarquía persa, las primeras relaciones con la península de la India y la influencia ejercida por el imperio griego de Bactriana durante 116 años, forman una de las épocas más importantes de la vida común de los pueblos. La esfera en que se realizó este movimiento era inmensa; el con- quistador, por sus esfuerzos infatigables para mezclar todas las razas y crear la unidad del mundo bajo la influencia civilizadora del hele- nismo, aumentó la grandeza moral de la empre- sa. La fundación de tantas ciudades en parajes cuya elección indica un pensamiento más gene- ral y elevado; el celo por establecer en ellas una T. II. 15 226 cosmos. administración independiente, sin oponerse «1 los usos naciones ni al culto indígena; todo nos de- muestra que tendia á la realización de un plan bien determinado. Las consecuencias que pri- mitivamente habían escapado quizás á sus previ- siones, se desarrollaron por sí mismas en virtud de las nuevas relaciones, como acontece siem- pre bajo la presión de acontecimientos graves y complicados. Cuando recordamos que desde la batalla del Granico hasta la invasión destruc- tora de los Sacies y de los Tocaros en Bactria- na, no trascurrieron más que cincuenta y dos olimpiadas, nos admira la mágica seducción que ejerció la civilización griega importada del Oc- cidente, y las profundas raices que echó en tan corto tiempo. Confundida esta civilización con la ciencia de los Árabes, de los Neo-Persas y de los Indios, ha prolongado su influencia hasta la edad media, de tal suerte, que por lo común no se puede distinguir con certeza lo que pertenece á la literatura griega, de lo que, habiendo que- dado puro de to'la mezcla, debe referirse al ge- nio propio de las poblaciones asiáticas. En el capítulo precedente hemos presentado el mar como un elemento de aproximación y en- lace entre los pueblos, y descrito en algunos rasgos la estension dada por los Fenicios y Car- tagineses, Tirrenos y títruscos á la navegación. Hemos hecho ver cómo los Griegos fortificados en su poder marítimo por numerosas colonias, intentaron estenderse más alia de la cuenca del HÜMBCLDT. 227 Mediterráneo, penetrando al Este y al Oeste por el intermedio de los Argonautas y de Celeo de Samos; y cómo hacia el Mediodía atravesaron el mar Rojo las flotas de Salomón y de Hiram para ganar la tierra de Ofir, y visitaron las apartadas comarcas llamadas, pafs del oro. Este segundo capítulo vá á llevarnos al interior de un vasto continente, por caminos que se abren por vez primera al comercio y á la navegación. Las causas principales que han contribuido £ ensanchar el círculo de las ideas, porque bajo este punto de vista debemos especialmente con- siderar las conquistas de Alejandro y el imperio menos efímero de la Bactriana, son á saber: la estension del pais, y la diversidad de los climas comprendidos entre Cirópolis, situada en la margen del laxarte á igual latitud que Tiflis y Roma, y el delta oriental del Indo, cerca de Ti- ra, bajo el trópico de Cáncer. Podemos añadir también á aquellas las siguientes: la maravillosa variedad del suelo, entrecortado por fértiles co- marcas, desiertos y montañas cubiertas de nie- ve; las formas nuevas y tamaño gigantesco de los animales y de los vejetales; la distribución geográfica de las razas humanas en su diversi- dad de color; el contacto de los Griegos con las poblaciones del Oriente, dotadas en su mayor parte de cualidades brillantes y cuya civiliza- ción se perdia en el origen de los tiempos, y el conocimiento de los mitos religiosos de aquellos pueblos, de sus delirios filosóficos, de sus obser- 228 cosmos. vaciones astronómicas y supersticiones consi- guientes. Si tomando por medida los grados de longi- tud, comparamos la mayor estension del mar Mediterráneo con el espacio que existe en direc- ción de Este á Oeste, y desde el Asia menor has- ta las orillas del Hyphaso (Beas) y las Aras del Regreso, reconoceremos que el mundo conocido de los Griegos se duplicó en algunos años. Para precisar mejor lo que entiendo por estos mate- riales de la geografía física y de la ciencia de la naturaleza, acrecentados de tan noble manera por consecuencia de las marchas y de las fun- daciones de Alejandro, recordaré ante todo las observaciones reunidas en aquella época por primera vez, acerca de la configuración parti- cular de la superficie terrestre. En las regiones que recorrió el ejército de los Macedonios, las tierras bajas, es dacir, desiertos sa'iteros y des- provistos le vejetacion, tales como los que están situados al Norte de la cadena de Asferah,- una de las prolongaciones del Thianchan, y las cua tro grandes cuencas cultiva las del Eufrates del Indo, del Oxo y del laxarte, contrastan con mon- tañas cubiertas de nieve y de 19.000 pies de ele- vación. El Indo-Kho ó Cducaso índico de los Ma- cedonios, que sirve de prolongación á los mon- tes Kuenlun y está situado al Oeste de la ca- dena meridiana de Bjlor que lo corta perpen- dicdlarmente, se divide hacia Herat en dos gran- des caleñas que limitan el Kafiristan, y de las HUMBOLDT. 229 cuales la más meridional es la que tiene mayor altura. Alejandro, después de haber subido á la meseta fie Bamain, ya de una altura de 8.000 pies, donde se ha creído ver la roca de Prometeo, se elevó hasta la cresta del Kohibaba, con el fln de seguir á lo largo el Choes y pasar por la ciudad de Kabura, para ir á atravesar el Indo, un poco al Norte de la ciudad moderna de Al- tok. Comparando los Griegos la elevación menos considerable del Tauro, al cual su vista estaba habituada, con las nieves perpetuas que cubren el Indo-Kho, y que junto á Bamian no comien- zan, según opinión de Burnes, hasta los 12.200 pies de altura, tuvieron ocasión de reconocer en más vasta escala la superposición de los climas y de las zonas vejetales. Las producciones indias, así naturales como industriales, eran conocidas imperfectamente por antiguas relaciones de comercio ó por las nar- raciones de Ctesias, que vivió diez y siete años en la corte de Persia, como médico de Artajer- jes Mnémon. Sabíanse apenas los nombres de la mayor parte. Nociones más exactas se espar- cieron por el Occidente por el intermedio de los establecimientos macedónicos. Llegóse á cono- cer también los arrozales entrecortados por ar- royos, á los cua'es concedió Aristóbulo una men- ción particular; los algodoneros, lo mismo que las telas finas y el papel cuya materia suminis- traban; las especias y el opio; el vino hecho con arroz y jugo de. las palmeras, cuyo nombre sans- 230 cosmos. crito tala se debe á Arriano que lo ha conserva- do; el azúcar de caña, confundida con frecuen- cia con el labaschir formado del jugo del bam- bú, la lana que crece en los grandes árboles de bombax; los chales tejidos con la lana de las cabras del Tibet, las telas de seda de Sérica, el aceite de sésamo blanco (en sánscrito tila); el aceite de rosa y de otros perfumes; la laca (en sánscrito lakscha, en la lengua vulgar lakkha); y por último, el acero batido llamado acero de Woutz. Solo á partir de este momento pudo en reali- dad el hombre vanagloriarse de conocer una gran parte de la Tierra. El mundo esterior entró en parangón con el mundo subjetivo de la imagina- ción, y no tardó en ser dominado por éste. Mien tras que siguiendo el camino abierto por Ale- jandro la lengua y la literatura griegas lleva- ban por doquier sus frutos, la observación cien- tífica y la combinación sistemática de los mate- riales déla ciencia habian llegado á ser, gra- cias á los preceptos y al ejemplo de Aristóteles, operaciones claras para el entendimiento. Sin embargo, investigaciones recientes y se- rias, si no han destruido compltítamente) cuan- do menos han quebrantado la opinión de qu Aristóteles habia sacado inmediatamente pode- rosas elementos para sus estudios zoológicos de la conquista macedónica. La miserable compo- sición donde se refiere la vida del filósofo de E^ Tagira, atribuida durante mucho tiempo á Am- HDMBOLDT. 231 monio, hijo de Hermias, habia difundido entre otros muchos errores el de que el maestro habia acompañado á su discípulo, al menos hasta las orillas del Nilo. La gran obra de Aristóteles so- bre ios Animales, parece haber seguido muy de cerca á la Meteorología, que según algunos in- dicios sacados del libro mismo, se eleva á la Olimpiada ciento seis ó cuando menos ala ciento once, es decir, que precedió en catorce años la llegada de Aristóteles á la corte de Filipo, ó al menos tres años antes del paso del Gran ico Le- vántanse á la verdad algunas objeciones contra la opinión que tiende á retrasar la época en que fueron escritos los nueve libros de Aristóteles sobre los animales, y se opone particularmente á ella el conocimiento exacto que parece haber tenido del elefante, de! ciervo caballo de luenga barba (Hippelaphos), del camello de doble giba de la Bactriana, del hippardion ó tigre cazador, tenidu por el lobo-tigre, y del búfalo indio, in- troducido por primera vez en Europa en la épo- ca de las Cruzadas. Sin embargo, la comarca que designa Aristóteles como patria de esta es- pecie de ciervo con melena, llamado Cervus Aris- tot 'lis por Cuvier, no es la Pentapolamia india que atravesó Alejandro» sino mas bien la Ara- cosia, pais situado al Este del Candahar, y que formaba con la Gedrosia una de las antiguas sa- trapías persas. La espedicion macedónica, que abrió una parte tan grande y tan bella de la tierra á la in- 232 cosmos. fluencia de un pueblo llegado al más alto grado de civilización, puede considerarse justamente como una espedicion científica; y aun es la pri- mera en que un conquistador se hace acompa- ñar de hombres versados en todos los conoci- mientos humanos: naturalistas, geómetras, his- toriadores, filósofos y artistas. La acción ejer- cida por Aristóteles no se limitó á sus propios trabajos; se hizo sentir también por la inter- vención de los hombres eminentes que él habia formado y que seguian la espedicion. Rl que de todos ellos brilló más fué uno de sus parientes cercanos, Calistenes de Olinto, el cual habia ya compuesto antes de abandonnr la Grecia algunas obras de botánica y un bonito estudio anatómico sobre el órgano de la vista. La espedicion de Alejandro suministró por primera vez la ocasión de comparar en una vasta escala las razas africanas, que de todas partes afluían á Egipto, con las poblaciones d^l Asia del lado de allá del Tigris, y con las razas origi- narias de la India, que tenían la piel fuerte- mente coloreada, pero sin los cabellos crespos de los negros. La división de la especie humana en variedades, el lugar que estas variedades han ocupado sobre la tierra, mas b'en por conse- cuencia de los acontecimientos históricos que no por la influencia perseverante de los climas, al menos desdo que los tipos estuvieron claramente determinados; la contradicción aparente que existia entre el color de ias razas y su residen- HUMBOLDT. 233 cia, debieron escitar vivamente la curiosidad de los observadores reflexivos. Hállase todavía en el interior de la India una vasta estension de territorio habitada por poblaciones primitivas de color muy subido y casi negro, completamente distintas de las razas arianas de tez mas clara, que penetraron posteriormente en aquellas re- giones: tales son, la raza Gonda, mezclada con las tribus que habitan las cercanías de los mon- tes Vindhya; la raza Bulla, en las montañas frondosas de Malava y de Gazerate, y la raza Kola de Orisa, A esta cosecha de ideas que habia hecho na- cer el aspecto de un gran número de fenómenos nuevos; el contacto con diferentes razas de hom- bres, y los contrastes de su civilización, faitaron desgraciadamente los frutos del estudio compa- rativo de las lenguas; es decir, de un estudio histórico ó filosófico que descansase en las rela- ciones esenciales del pensamiento humano. Las investigaciones de esta naturaleza eran estra- ñas á la antigüedad clásica. En cambio las con- quistas de Alejandro suministraron á los Grie- gos materiales científicos, robados á los tesoros que venian amontonando desde tan largo tiempo los pueblos que les habían precedido en la senda de la civilización. Basta para formarse idea de ello, pensar que, según investigaciones recien- tes y sólidas, además del conocimiento de la tiorra y de sus producciones, el conocimiento del cielo fué también ensanchado considerablemente 234 COSMOS. por las relaciones establecidas con Babilonia. Desde la conquista de Ciro, el colegio astronó- mico de los sacerdotes, establecido en aquella canital del mundo oriental, habia perdido mu- cho de su brillo. La pirámide con gradas de Belo, queal propio tiempo era templo, tumba y observa - torio, destinada á señalar las horas de la noche, habia sido abandonada por Jerjes ala destrucción; dicho monumento estaba ya ruinoso cuando la invasión macedónica. Pero precisamente porque la casta privilegiada de los sacerdotes se hallaba disuelta, y porque en su lugar se habia formado v.n gran número de escuelas astronómicas, ha- bia sido posible á Calistenes, obrando en esto según los consejos de Aristóteles, como observa Simplicio, enviar á Grecia observaciones sobre el curso de los astros durante una larga serie de siglos. Según Porfirio se elevaban dichas obser- vaciones á 1903 años antes de la entrada de Alejandro en Babilonia (Oümp., 112, 2). Las pri- meras observaciones de los Caldeos de que hace mención el Almagesto, que según todas las apa- riencias son también las mas antiguas en que ha creído poder apoyarse Tolomeo, no van más allá del año 721 antes de nuestra era, es decir, de la primera guerra de Mesenia. Lo que hay de cierto en ello es, que los Caldeos conocian de una manera tan exacta los movimientos medios de la luna, que las astrónomos griegos pudieron tomar sus cálculos por base, cuando establecie ron la teoría de aquel satélite. Parece también HUMBOLDT. 235 que los Griegos se aprovecharon, para la cons- trucción de sus tablas astronómicas, de las ob servaciones sobre los planetas á que habían lle- gado los Caldeos por su gusto innato á la as- trología. Es imposible distinguir, en medio de las ti- nieblas que las envuelven, las consecuencias in- mediatas del contacto de los Griegos con los pue- blos de origen indio en la época déla conquista macedónica. Probablemente la ciencia ganó poco en elio, puesto que Alejandro, después de haber atravesado el reino de Porus entre el Hydaspes, festoneado por bosques de cedros, y el Acesines, no penetró en la Pentapotamia, mas allá del Hyphaso; sin embargo, llegó hasta un punto en donde ya este rio ha recibido las aguas de Sa- tadru, llamado por Plinio Hesidro. El descon- tento de sus soldados redujeron al conquistador que queria adelantar hacia el Este hasta el Gan- ges, á la gran catástrofe de la retirada. Ale- jandro no llegó hasta el asiento de la verdadera civilización in lia. Seleuco Nicator, fundador del gran imperio de los Seleucidas, fué el primero que se adelantó desde Babilonia hasta el Ganges, y el que, merced á las embajadas repetidas de Megasten^s á Pataliputra, logró establecer re- laciones políticas con el poderoso Sandracotto. De esta manera fué como. pudo la Grecia em- pezar á sostener relaciones frecuentes y -dura- deras con la parte de la India mas civilizada, el Madhya-Desa ó comarca del centro. Es cierto 236 cosmos. que existían en la Pentapotamia sabios braha- manes y gymnosofistas, que vivían como ana- coretas; pero ¿conocían el admirable sistema de numeración de los Indios, según el cual un pe- queño número de cifras cambian indefinidamente de valor por el único hecho de su posición? E9to es lo que no podría decirse con seguridad; y aun es lícito dudar, aunque sea muy verosímil, que en la comarca mas civilizada de la India hubiera sido ya inventado este sistema. ESCUELA DE ALEJANDRO. Después de la disolución del mundo macedó- nico, que abarcaba partes considerables de tres continentes, se desarrollaron bajo formas muy diversas en verdad, los gérmenes que el genio de Alejandro habia depositado en un suelo fértil, aproximando y uniendo los pueblos. A medida que se iba borrando cuanto habia de esclusivo en el espíritu y en la nacionalidad de los Grie- gos; á medida que la imaginación creadora per- dia algo de su profundidad y de su brillo, las relaciones entre los pueblos tomaban nuevo vuelo, los conocimientos de la Naturaleza adqui- rían su mas alto grado de generalidad, y de este modo llegaban á ser mas fructuosos les esfuer- zos intentados para comprender el conjunto de los fenómenos, ^n el imperio de Siria, entre los Attalos de Pérgamo, entre los Seleucidas y los Tolomeos, por todas partes y casi simultánea- mente, estos progresos fueron favorecidos por 238 COSMOS. soberanos de un raro mérito. El Egipto griego tuvo sobre los otros Estajos la ventaja de la uni- dad política; fnémaravillosamente ayudado tara- bien por su posición geográfica. En efecto, mer- ced á la larga hondonada que llenó el golfo Ará- bigo desde el estrecho de Bab el-Mandeb hasta Suez y Akaba, en la dirección de la gran línea de levantamiento que surca el globo de Sud- sud-este á Nor-nor-oeste, los buques que nave- gan en el Océano Indico no están separados mas que por algunas ieguas de tierra de aquellos que costean las riberas del Mediterráneo. Tres grandes monarcas amigos de la ciencia, los tres primeros Tolomeos, cuyo reinado no comprende menos de un siglo, por los magníficos establecimientos que fundaron para favorecer el progreso de la inteligencia, y por sus interrum- pidos esfuerzos para engrandecer el comercio* marítimo, dieron al conocimiento de los países y al conocimiento mas general de la Naturaleza, un desarrollo al cual no había podido llegar hasta entonces ningún pueblo. Este tesoro cien - tífico pasó de los Griegos del Egipto á los Roma- nos. Ya en tiempo de Tolomeo Filadelfo, media siglo apenas después de la muerte de Alejandro, y aun antes que la primera guerra púnica hu- biera quebrantado la república aristocrática d* Cartago, Alejandría era la mayor plaza comer- cial del mundo. Por Alejandría pasaba el camino más corto y más cómodo para llegar de lacuenc* del Mediterráneo á la parte Sud Este del África» HUMBOLDT. 239 á la Arabia y á las Indias. Los Lagidios apro- vecharon con un éxito sin ejemplo el camino que la Naturaleza parecía haber indicado por sí misma al comercio del mundo por la dirección del golfo Arábigo; camino que no podrá recobrar por completo su importancia y sus derechos sino cuando la civilización haya dulcificado las cos- tumbres de los pueblos orientales; y las nacio- nes del Occidente hayan abjurado de su recelosa envidia. Aun en el tiempo mismo en que llegó el Egipto á ser provincia romana, conservó toda su opulencia. El lujo que crecia en Roma bajo los Césares alcanzaba á la comarca del Nilo, y era preciso ir á pedir los medios de satisfacerlo, especialmente á Alejandría, como depósito que era del mundo. Los compañeros de Alejandro tenían conoci- miento de los monzones que favorecían tan efi- cazmente las travesías entre las costas orinnta- les del África de una parte, y de otra, las costas septentrionales y occidentales de la India. Des- pués de haber pasado diez meses en reconocer ¡a parte de este rio que se estiende desde Nícea sobre el Hidaspes hasta Pattala, con el fin de asegurar al comercio la libre navegación del Indo, Nearco se apresuró al principio del mes de Octubre (olimp. 113), á darse á la vela cerca de Stura, porque sabia que el monzón de Nord- este y de Este soplando á lo largo de sus costas, que se estienden bajo un mismo paralelo, le di- rigiría hacia el golfo pérsico. Mas tarde, cuando 210 COSMOS. se conoció mejor todavía la ley que regula los vientos particulares de aquellos sitios, los pilo- tos se animaron hasta el punto de llegar por la alta mar de Ocelis, en el estrecho de Bab-el- Mandeb, al gran depósito de la costa do Malabar hasta Muziris, situado al Sud de Mangalor Las comunicaciones establecidas en el interior de las tierras hacían también afluir á Muziris las mercancías de las costas orientales de la Penín- sula de mas acá del Ganjes, y aun el oro de la apartada Chryse (quizás isla de Borneo). La gloria de haber facilitado esta vía hacia la India se atribuye á un marino desconocido llamado Híppalo. No puede determinarse tampoco de una manera precisa la época on que éste vivió. En la historia de la Contemplación del Mundo debe ent.'ar la enumeración de todos los medios que han facilitado la aproximación de los pue- blos, hecho accesibles partes considerables de la tierra, y engrandecido la esfera Je los conoci- mientos humanos. Entre todos estos medios uno de los más notables fué la apertura material de una vía fluvial que puso en comunicación el mar Rojo con el Mediterráneo por el Nilo. Ya Neko había intentado la empresa de abrir un canal en el sitio donde los dos continentes, profunda- mente escotados, se tocan solo por un itsmo es- trecho; pero atemorizado por las respuestas de los sacerdotes abandonó su proyecto. Aristóteles y Estrabon van más allá, y atribuyen la honra de este trabijo á Sósostris (Ramsós-Meiamnn). HUMBOLDT. 241 Herodoto encontró y describió un canal cons- truido por Bario, hijo de Hystaspes, que termi- naba en el Nilo un poco más arriba de Bubas- to. Este canal cegado más tarde por las arenas, fué restablecido definitivamente por Tolomeo Fi- ladelfo, y puesto en un tal estado, que sin ser navegable todo el año (no había sido posible ob- tener este resultado, á pesar de lo ingenioso del sistema de esclusas puesto en uso), activó el co- mercio de la Etiopía, de la Arabia y de la India hasta la dominación romana, hasta Marco-Aure- lio y quizás hasta Séptimo Severo, es decir, du- rante más de cuatro siglos y medio. Todas estas empresas, todos estos estableci- mientos de los Lagidios, sea que tuviesen por objeto el desarrollo del comercio ó el progreso de las ciencias, descansaban en un gran pensa- miento, que era una inspiración incesante hacia lo remoto y lo universal, el deseo de reunir por un lazo común todos los elementos esparcidos, de agrupar en grandes masas las miras acerca del mundo y las relaciones que presentan los di- versos aspectos de la Naturaleza. Es nuestro principal propósito, en estas pá- ginas, poner en claro los progresos que han se- ñalado el período de los Tolomeos, los resulta- dos producidos por el concurso de todas las re- laciones esteriores, por la fundación y manteni- miento de grandes establecimientos, tales como el Museo de Alejandría y las dos bibliotecas de Bruchium y de Rhakotis, por la reunión cole- T. II. 16 242 COSMOS. giada de tantos hombres eminentes y animados todos de un amor práctico por la ciencia. Su erudición enciclopédica les hacia aptos para com- parar las observaciones y generalizar los cono- cimientos sobre la Naturaleza. El gran Instituto científico, debido á los dos primeros Lagidios, conservó entre otras muchas, la ventaja de que sus miembros trabajaban libremente en las di- recciones más opuestas. Establecidos en un país estranjero, rodeados de diferentes razas de hom- bres, guardaron siempre la originalidad del es- píritu griego, y la penetración que es uno de sus caracteres. Según el espíritu y la forma de esta esposi- cion histórica, bastará un pequeño número de ejemplos para demostrar cómo, bajo la protec- ción de los Tolomeos, la esperiencia y la obser- vación se hicieron reconocer como las fuentes verdaderas de donde debía salir la ciencia de la Tierra y de los espacios celestes; cómo por efec- to de sus tendencias particulares, la escuela ale- jandrina, sin dejar de aplicarse á la reunión de materiales, no debió por esto renunciar á gene- ralizar las ideas en una cierta medida. Si las es- cuelas filosóficas de la Grecia trasladadas al bajo Egipto, se habian penetrado bien del espíritu oriental y habian acreditado un gran número de interpretaciones simbólidas sobre la natura- leza de las cosas, en el Museo, al menos, las ciencias matemáticas permanecieron siempre co- mo el apoyo más firme de las doctrinas plütói.i- HUMBOLDT. 2 13 cas. Las matemáticas puras, la mecánica y la astronomía, marchaban casi de concierto. En la profunda estimación que daba Platón al desar- rollo matemático del pensamiento, corno en las miras fisiológicas que el filósofo de Esta-ára es- tendía á todos los organismos, estaban conteni- dos, por decirlo así, los gérmenes de todos los progresos que realizó más tarde la ciencia de la Naturaleza. Ambos á dos fueron la estrella con- ductora que guió seguramente el espíritu hu- mano á través de las locas imaginaciones de los siglos de tinieblas. A ellos se debe el que no ha- yan perecido los principios de la ciencia y las fuerzas sanas del espíritu. El matemático astrónomo Eratóstenes de Ci- rene, el más célebre de la lista de los Biblioteca- rios de Alejandría, se aprovechó de los tesoros que tenía á su disposición, y los hizo entrar en el plan sistemático de una geografía universal. Separó la descripción de la Tierra de todas las leyendas fabulosas. Por lo mismo que era tam- bién muy versado en la cronología y en la his- toria, no se permitió la mezcla de los hechos his- tóricos que con anterioridad á él daban vida é interés á la geografía. Esta desventaja fué com- pensada con las observaciones matemáticas acer- ca de la forma articulada y estension de los con- tinentes-, por conjeturas geológicas sobre la unión de las cadenas de montañas, sobre el efec- to de las corrientes y sobre las comarcas en otro tiempo cubiertas de agua, que ofrecen aun hoy 2 11 COSMOS. todas las apariencias üc¡ un locho de mar seco. Participando de las opiniones de Estraton de Lampsaco sóbrela teoría de las esclusas aplica- da al Océano firmemente convencido de que la hinchazón del Ponto-E uxino habia producido otras veces la rotura de los Dardalelos y ocasio- nado por consecuencia de ella la abertura del es- trecho de Gades, el bibliotecario de Alejandría llegó en virtud de esta creencia á investigar el importante problema de la igualdad de nivel en- tre todos los mares estertores que envuelven los continentes; puede juzgarse del éxito que tuvo su intento de generalizar las ideas, observando que toda el Asia está atravesada bajo el para- lelo de Rodas, en el diafragma de Dicearco, por una cadena de montañas que forma de Oeste á Este una linea de demarcación no interrum- pida. A la necesidad de generalizar las miras sobre la Naturaleza, consecuencia del movimiento in- telectual que se agitaba en esta época, débese también atribuir la primera medida de grado ejecutada por un griego. Me refiero al ensayo intentado por Eratóstenes para medir el espacio comprendido entre Syena y Alejandría, con el de determinar aproximadamente la circunferen- cia de la Tierra. Lo que debe escitar más nues- tro interés en esta empresa, no es el resultado obtenido según los datos imperfectos de los apea- dores que contaban los pasos, sino la tentativa hecha para llegar á conocer, partiendo del estre- HUMBOLDT. 245 cho espacio de su prís natal, la magnitud de la esfera terrestre. Puede reconocerse la misma tendencia á la generalización en los progresos brillantes que hizo, en el siglo de los Tolomeos, el conocimien- to científico de los espacios celestes. A este pro- pósito, recordaré los "rimeros astrónomos de Alejandría, Aristíles y Tiraochares, que deter- minaron el sitio de las estrellas fijas; y Aristar- co de Samos, contemporáneo de Cleanto, que, fa- miliarizado con las antiguas teorías de los pita- góricos, intentó descorrer el velo de la estructu- ra del mundo, y fué el primero que reconoció la inmensa distancia que separa á las estrellas fijas de nuestro pequeño sistema planetario, y el que presintió el doble movimiento que efectúa la Tierra sobre sí misma v alrededor de! Sol, como centro del mundo. Citaré también á Seleuco de Erytrea ó de Babilonia, esforzándose un siglo más tarde en apoyar con nuevas pruebas la opi- nión de Aristarco, precursor de Copérnico, y á Hiparco, creador de la astronomía científica, que es de toda la antigüedad el que suministró á la ciencia el mayor número de observaciones per- sonales. Los trabajos de Hiparco ofrecen además el carácter particular de haber aprovechado los fenómenos observados en las regiones celestes, para determinar la posición de los lugares geo- gráficos. Este enlace del conocimiento del Cielo con el de la Tierra, este reflejo mutuo de ambas 246 cosaíos. ciencias, da más unidad y vida á la gran idea del Universo. Ei nuevo mapa del mundo, traza- do por ¡liparco según el de Eratóstenes, descan- sa, en todos los casos en que esto era posible, en observaciones astronómicas: las longitudes y la- titudes geográficas están determinadas en él se- gún los eclipses de luna y la medida de las som- bras. Por una parte el reloj hidráulico de Cte- sibio, perfeccionamiento del clepsidro, podia pro- curar una división más exacta del tiempo; por otra, los instrumentos que usaban entre los as- trónomos de Alejandría para determinar los di- versos puntos del espacio y medir los ángulos, eran reemplazados incesantemente por otros más perfectos, desde el antiguo gnomon y loa escút- fos, hasta la invención de los astrolabios, de los a/rmíllos solsticiales y de los lineales dU jp1 ricos. Servido asi el hombre en cierta manera por ór- ganos nuevos, llegó gradualmente á una noción más exacta de todos los movimientos que se realizan en el sistema planetario. El número de los matemáticos eminentes no se limita á algunos astrónomos-observadores del museo de Alejandría. La edad de los Tolo- meos fué principal mente el período más bri- llante de las ciencias matemáticas. En el mismo siglo apareció Euciides, el primero que hizo de las matemáticas una ciencia; Apolonio de Perga, y Arquímedes, que visitó el Egipto y se enlaza por Conon á la escuela de Alejandría. El largo camino que conduce de la análisis geométrica, HUMBOLDT. 247 tal como la entendía Platón, y de los triángulos de Menechmo, hasta la edad de Keplero y de Tycho, de Euler y de Clairaut, de d'Alembert y de Laplace, está señalado por una serie de des- cubrimientos matemáticos, sin los cuales las le- yes que regulan los movimientos de los grandes cuerpos del mundo, y sus relaciones recíprocas en los espacios celestes, hubieran permanecido eternamente desconocidas para el género huma- no. Ante todo, un instrumento material, el te- lescopio, ha suprimido la distancia penetrando á través del espacio; ha llevado las matemáticas á las regiones apartadas del Cielo por la combi- nación de las ideas, y tomado posesión segura de una parte de aqnel vasto dominio; y hé aquí que hoy, en estos tiempos tan fecundos en descu- brimientos científicos, la mirada de la inteligen- cia, con el auxilio de todos los elementos de que permite disponer el estado actual de la astro- nomía, ha podido descubrir un planeta, deter- minar su lugar celeste, su órbita y su masa, aun antes de que el telescopio se haya dirigido so- bre él. PERIODO DE LA DOMINACIÓN ROxMANA. Cuando seguimos los progreso3 intelectuales de la humanidad y el desarrollo sucesivo de la idea del Universo, el período de la dominación romana se nos presenta como uno de los momen- tos más importantes de esta historia. Encuén- transe reunidas por primera vez en estrecha alianza todas las fértiles comarcas que circun- dan la cuenca del mar Mediterráneo, sin contar los vastos paises que se agregaron después á aquel inmenso imperio, especialmente en el Oriente. Lugar es este para decir una vez más como el cuadro de la historia del mundo, que intento bosquejar á grandes rasgos, adquiere con la apa- rición de tal reunión de Estados tan íntima- mente ligados entre sí, un interés nuevo debido á la unidad de composición. Nuestra civiliza- ción, es decir, el desarrollo intelectual de todos Jos pueblos del continente europeo, puede con- 250 COFMOS. siderarse que echó sus raices en la civilización de los pueblos esparcidos en las costas del Me- diterráneo, siendo como un retoño directo de la de los Griegos y los Romanos. La denominación, demasiado esclusiva quizas, de literatura clá- sica, dada á las literaturas griega y latina, pro- viene de la conciencia que tenemos del origen de nuestros conocimientos más antiguos, de que sabemos de dónde arranca el impulso primero que nos ha hecho entrar en un círculo de ideas y de sentimientos relacionados íntimamente con la dignidad moral y la elevación intelectual de una raza privilegiada. Aun considerando las co- sas bajo esto punto le vista, existe indudable- mente un gran interés en investigar los elemen- tos que partiendo del valle dal Nilo y de la Fe- nicia, del Eufrates y del Indo, han venido por diversas sendas, harto poco esploradas hasta ahora, á refluir en el ancho rio de la civilización griega y latina. Pero estos mismos elementos los debemos á los Griegos y á los Romanos, co- locados estos últimos entre los primeros y los Etruscos. Las dos penínsulas cuyas ricas articulacio- nes se destacan en la parte septentrional del mar Mediterráneo, han sido, i ues, el punto de par- tida de la cultura intelectual y de la educación política para los pueblos que poseen al presente v aumentan cada dia el tesoro imperecedero (así lo esperamos) de la ciencia y do las artes creadoras; para los pueblos que á su vez han HDMBOLDT. 251 ido á infundir la civilización á otro hemisferio, y que vanagloriándose de llevarle la esclavitud, han acabado á pesar suyo por implantar en él la libertad. Este origen común de la ciencia y de las ideas no impide, sin embargo, que, como por un favor de la suerte, la unidad y la diver- sidad ie mezclen felizmente aun en el continente en que vivimos. Ei imperio romano, si se considera la estén - sion del territorio que ocupaba en su forma mo- nárquica bajo los Césares, es sin duda, absolu- lutamente hablando, menos vasto que el imperio chino bajo la dinastía de los Thsin y de los Han del Oriente (desde el año 30 antes de J. C. al año 116 de nuestra era), que la dominación de los Mogoles bajo Dschingischan, ó que las co- marcas que forman actualmente el imperio ruso en Europa y en Asia. Pero á escepcion de la monarquía española, antes de la pérdida de sus posesiones en ei nuevo Continente, jamás se reunieron bajo un mismo cetro, teniendo en cuenta á la vez los beneficios del clima, la fe- cundidad del suelo y la situación relativa del imperio romano, regiones más vastas ni más fa- vorecidas que aquellas por donde se estendia la dominación romana desde Octavio hasta Cons- tantino. Desde la estremidad occidental de la Europa hasta el Eufrates, desde la Bretaña y una parte de la Caledonia hasta la Getulia y el límite don- de comienzan los desiertos de la Libia, no era 252 cosmos. solamente la variedad infinita de los aspectos que presentan la conformación del suelo, las producciones orgánicas y los fenómenos natu- rales lo que llamaba la atención: la raza huma- na ofrecia también todos los matices de la civi- lización y de la barbarie. Aquí se la veia en po- sesión de las artes y de las cion ias desde remo- ta antigüedad; más alki se hallaba aun sumida en el primer crepúsculo donde flota la inteligen- cia cuando se despierta. Debió esperarse que, mediante el beneficio de una larga paz, la reunión de una sola monar- quía de tantas y tan vastas comarcas y de cli- mas tan diversos, que la facilidad con que atra- vesaban las provincias funcionarios escoltados por numeroso séquito de hombres de variada instrucción, hubieran apr> vechado de una ma- nera maravillosa, no solamente á la descripción de la tierra, sino á la ciencia misma de la Na- turaleza, y dado origen á miras más elevadas sobre el conjunto de los fenómenos. Semejantes esperanzas sin duda que eran demasiado ambi- ciosas, y no se han visto satisfechas. En todo el largo período en que el imperio romano con- servó su integridad, durante un espacio de cua- tro siglos, no vemos aparecer como observado- res de la Naturaleza sino á Dioscórides de Cili- cia y á Galeno de Pérgamo. El primero aumentó notablemente el número de las especies vejeta- Íes ya descritas; debe, sin embargo, colocarse después de Teofrasto, que ha sabido imprimir HüMBOLDT. 253 por todas partes el sello de su espíritu filosófico. Galeno estendió sus observaciones á gran núme- ro de especies animales, y por la delicadeza de sus análisis, por la importancia de sus descu- brimientos anatómicos, mereció figurar después de Aristóteles, y muchas veces antes que él. Tal es al menos la opinión de Cuvier. Al lado de Dioscórides y de Galeno, hay aun otro nombre, pero uno solo, de cierto esplendor, y es el de Tolomeo. No le citamos aquí como geófrafo, ó come inventor de un sistema nuevo de astronomía, sino que no vemos en él ahora mas que al físico que por sus esperimentos ha llegado á medir la refracción de la luz, y puede ser reputado como el fundador de una parte con- siderable de la óptica. Sus derechos no se han reconocido hasta muy tarde, aunque indudable- mente son incontrovertibles. Los hombres eminentes que imprimieron el lustre á la ciencia al período imperial eran to- dos de origen griego. En la lucha de elementos que se observaba en la civilización de los tiem- pos del imperio romano, la victoria quedó de parte del elemento más antiguo y mejor orga- nizado, de la ra za griega. Pero después de la decadencia sucesiva de la escuela de Alejandría, las luces de la ciencia y de la filosofía se debi- litaron y dispersaron. Más tarde se las ve re- nacer en Grecia y en el Asia menor. El establecimiento de la dominación romana fué sin duda efecto de la grandeza inherente al 254 cosmos. carácter romano, de la severidad que se mantu- vo largo tiempo en las costumbres, y de un pa- triotismo exclusivo unido ti elevado sentimiento que do sí mismo tenían. Pero una vez obtenido este resultado, debilitáronse poco á poco las no- bles cualidades que le habían producido, desna- turalizándose bajo la influencia inevitable de nuevas relaciones. Con el espíritu nacional se estinguió el ardor común á todos los ciudadanos, y desaparecieron al mismo tiempo la publicidad y el principio de la individualidad, bases las más firmes de los Estados libres. La ciudad eterna llegó á ser el centro de una circunferencia vasta en demasía. Faltó el espíritu que hubiera podido sin agotarse, animar aquella inmensa corpora- ción de Estados. La religión cristiana llegó á, ser la religión del imperio, cuando ya estaba profundamente quebrantado, y cuando los bene- ficiosos efectos de la nueva doctrina, se esteri- lizaban por causa de las contiendas dogmáticas de las sectas enemigas. Así se vio desde enton- ces comenzar el doloroso combate de la ciencia y de la fé, que, renovándose sin ce^ar bajo for- mas diversas, se prolongó á través de los siglos y fué un constante obstáculo para la investiga- ción de la verdad. Si el Imperio romano á causa de su estension y de la constitución política que era consiguien- te, fué impotente para sostener y vivificar las fuerzas intelectuales y creadoras de la huraani-' dad, lo contrario de lo que habia acontecido en HUMB0LDT. 255 las pequeñas repúblicas griegas aisladas é inde- pendientes, tenia en cambio otras ventajas que no deben olvidarse. La esperiencia y la multi- plicidad de las observaciones aportaron abun- dante cosecha de ideas. El mundo de los objetos esteriores se ensanchó considerablemente, y así se facilitó á los siglos venideros la contempla- ción reflexiva de los fenómenos de la Naturaleza. Activáronse las relaciones éntrelos pueblos por la dominación romana, la lengua latina se estén - dio por todo el Occidente y una parte del Asia Septentrional. La dominación romana, que llegaba por el Oesto al promontorio Sagrado, siguiendo la costa septentrional del Mediterráneo, es deMr, hasta la mas apartada estremidad del continente euro- peo, no se estendia por el Esto, ni aun en tiem- po de Trajano, que navegó par el Tigris, mas que hasta el meridiano del golfo Pérsico. Por este lado, y en el período cuyo cuadro bosque- jamos, fué por donde hicieron progresos mas considerables las relaciones de los pueblos y el comercio terrestre tan importante para la geo- grafía. Después de la caida del imperio griego de Bactriana se establecieron además comunica- ciones con los Seros, merced á la poderosa in- tervención de los Arsacidas. Pero estas no eran sin embargo, masque relaciones indirectas, in- suficientes para compensar el perjuicio cansado á las relaciones inmediatas de los Romanos con los pueblos del Asia interior por la actividad 256 cosmos. que los Partos desplegaron en su comercio de reventa. Las grandes invasionas se dirigieron en Asia del Este al Oeste, y en el nuevo continente del Norte al Sud. Siglo y medio antes de nuestra era, por el tiempo próximamente de la destruc- ción de Corinto y de Cartago, la raza turca de los Hiungnu, que de Guignes y Juan de Muller han confundido con los Hunor de raza finlan- desa, invadiendo cei;ca de la muralla de la China al pais de los Yuetas (quizás los Getas) v los Usunos, pueblos notables por su rubia cabellera y ojos azules, y probablemente de raza indo- germánica, dieron el primer impulso á aquellas emigraciones que no debían llegar á las fronte- ras de Europa sino quinientos años mas tarde. De este modo, oleadas de poblaciones, atraídas hacia el Occidente, se corrieron lentamente desde el valle superior del Huangho, hasta el Don y el Danubio, mientras que movimientos en sentido contrario mezclaban una parte de la raza humana con la otra, en el lado septentrio- nal deljintiguo continente, y daban lugar á hostilidades que se trocaban después en rela- ciones de paz y de comercio. Estas grandes cor- rientes de pueblos que, como las del Océano, siguen su marcha entre masas inmóviles, son acontecimientos de gran trascendencia en la his- toria de la Contemplación del mundo. Durante el reinado del emperador Claudio, llegó á Roma atravesando el Egipto una emba- HOMBOLDT. 257 jada que envió el Rachia de la isla de Ceilan; y en tiempo de Marco-Aurelio Antonino, llama- do Antun por los historiadores de la dinastía de los Han, se presentaron en la corte de China embajadores romanos, después de haoer llegado por mar hasta Tun-kin. Señalamos desde ahora los primeros vestigios de las relaciones que man - tuvo el imperio romano con la China y con la India, porque muy verosímilmente se debe á es- tas relaciones el haberse difundido en estas dos comarcas y hacia los primeros siglos de nuestra era, el conocimiento de la esfera griega del zo- diaco griego y de la semana planetaria de los as- trólogos. Los grandes matemáticos indios Wa- rahmihira, Brahmagupta y aun quizás Arya- bhatta, son posteriores á la época que nos ocupa ahora; pero puede ser también que alguno de los descubrimientos pertenecientes originariamente á los indios, y á los cuales llegaron aquellos pueblos por sendas solitarias y estraviadas, ha- yan penetrado en el Occidente antes del naci- miento de Diofanto, á consecuencia de las rela- ciones comerciales que habían tomado tan vas- tas proporciones en tiempos de los Lagidios y de los Césares. Hasta qué punto se multiplicasen aquellos ca- minos, y cuan vasto desarrollo recibiesen por todas partes las comunicaciones de los pueblos, lo demuestran de la manera más decisiva las gi- gantescas obras de Estrabon y de Tolomeo. El in- genioso geógrafo de Amasea no manifiesta en sus T. II. 17 258 cosmos. medidas la exactitud que en las de Hiparco, ni sabe aplicar como Tolomeo los principios mate- máticos al conocimiento de la tierra; pero por la variedad de los materiales y la grandeza de su plan, es su obra superior á todos los trabajos geográficos de la antigüedad. Estrabon habia visto por sí mismo una parte considerable del imperio romano y de ello se litonjea. Después de haber escrito cuarenta y tres-libros de historia, para servir de continuación á la de Polybio, tu- vo valor de empezar á los ochenta y tres años de edad la redacción de su gran obra geográfica. El mismo observa que la dominación de los Roma- nos y la de los Partos contribuyeron, cada una en su tiempo, á asegurar más todavía el libre tránsito por el mundo, que las conquistas de Alejandro, cuyos resultada confundían á Era- tóstenes. El comercio de la India no estaba ya en manos de los árabes. Estrabon se admiraba en Egipto de ver tan aumentado el número de los buques que partían directamente de Myjos-Hor- mos hacia los puestos de la India, y su imagi- nación le arrastraba mucho más allá de aquella comarca, hacia las costas orientales del Asia. Bajo la misma latitud que el estrecho de Gades ó la isla de Rodas, en el sitio en qué, según su opinión, una cadena no interrumpida de monta- ñas, prolongación del Tauro, divide el antiguo continente en su mayor anchura, sospecha la existencia de otro continente, situado entre la Europa occidental y el Asia: «Es muy posible. IIUMBOLDT. 250 dice, que siguiendo por el Océano atlántico el paralelo de Tinoe (ó de Atenas según una cor- rección propuesta por el último editor), se ha- llen aun en aquella zona templada, uno ó mu- chos mundos, poblados por razas humanas dis- tintas de la nuestra.» Sorprende verdaderamente que tal aserto no haya llamado la atención de los escritores españoles que, á principios del si- glo XVI, creían ver por doquiera entre los aut )« res clásicos, la prueba de que el Nuevo Mundo no era completamente desconocido desde aquella época. Desgraciadamente la estensa y rica obra de Estrabon fué casi desconocida de la antigüedad romana hasta el siglo V. Plinio mismo no sacó partido de ella á pesar de todo su saber. Solo á. fines de la edad media empozó este libró á in- fluir en la dirección de los espíritus; sin embar- co, esta influencia fué menor que la de la Geo- grafía de Tolomeo, obra mas especialmente ma- temática, casi enteramente estraña á las ideas de la física general, y que no es otra cosa sino árida nomenclatura. La Geografía de Tolomeo sirvió de guia á todos los viajeros hasta en el siglo XVI. A oda descubrimiento creíase reco- nocer en aquel libro las nuevas regiones aunque designadas con otros nombres. Del mismo modo que los naturalistas durante mucho tiempo se obstinaron en ajustar forzosamente á las clasi- ficaciones de Linneo tod^s 1<>s especies de plan- tas y animales últimamente descubiertas, a«í 260 COSMOS. también los primeros mapa a del nuevo continente aparecieron en el Atlas de Toiurneo, que preparó Agatodemon, en la época en que entre los Chi- nos ya estaban representadas las provincias occidentales del Imperio en cuarenta y cuatro divisiones. La Geografía universal de Tolomeo tiene indudablemente la ventaja de reproducir á nuestra vista todo el antiguo mundo, no solo de una manera gráfica, trazando los contornos, si- no que también numéricamente, determinando las posiciones por la longitud y la latitud, y por la duración de los dias. Pero aunque Tolo- raeo haya acreditado con frecuencia que pre- fería los resultados astronómicos á las enume- raciones de las distancias por tierra ó por mar, no se puede desgraciadamente reconocer sobre qué base establecía él cada una de las determi- naciones de lugares cuyo conjunto escede del número de 2,500, ni qué verosimilitud relativa debe atribuírseles refiriéndolas á los itinerarios en uso por entonces. Los Griegos y los Romanos, por cuidado que en ello pusiesen, no podían for- mar exactos itinerarios, porque ignoraban com- pletamente la dirección de la aguja imantada, careciendo, por lo tanto, del recurso de la brú- jula, que mil doscientos cincuenta años antes de Tolomeo figuraba ya con otro instrumento des- tinado á medir los caminos en la construcción del carro magnético del emperador chino Tsching- wang. Así mismo desconocian la manera de de- terminar con exactitud las direcciones de las lí- HDMBOLDT. 261 neas, es decir, el áiiürulo qae forman con el me- ridiano. A medida que en nuestros dias se lian cono- cido mejor las lenguas de la India y ei zend de la antigua Persia, háse visto con creciente sor- presa que una gran parte de la nomenclatura geográfica de Tolón. es un monumento histó- rico de las re'ajioues comerciales establecidas en otro tiempo entre el Occidente y las comar- cas mas apartadas del Sud y del centro del Asia. Entre los mas importantes resultados de estas relaciones puede contarse el de haber llegado al cabo á formar una idea exacta del mar Caspio, y comprobado que se hall i cerrado por todas par- tes. Tolomeo restableció esta verdad, y echó por tierra definitivamente un error que habia du- rado cinco siglos y rr^dio. Durante su perma- nencia en AkjcvUdría, habia podido procurarse noticias exactas acerca de las comarcas limítro- fes del mar Caspio, como también respecto de las espediciones comerciales de los Aorsos, cu- yos camellos llevaban las mercancías de la India y de Babilonia á orillas del Don y el mar Negro. De lamentar es que Tolomeo, que nueva- mente comprobó la verdadera forma del mar Caspio, tenido mucho tiempo como mar abierto, üegun la hipótesis de los cuatro golfos, y según también los reflejos imaginados en la luna para esplicar las manchas de que aparece sembrado su disco no haya renunciado asimismo á la fá- bula de aquella región desconocida del medio 262 cosmos. día que debia juntar el Promontorio Praso con Cattigara y Thinae, y unir por consiguiente el África oriental con el pais de Tsin (la China). Esta fábula, que hace del Océano índico un mar interior, tiene su origen en opiniones que se re- montan, por medio de Marin de Tyro, á Hiparco, Seleuco de Babilonia y hasta Aristóteles. Hemos recordado antes, de un modo inciden- tal, cómo llegó á ser Claudio Tolomeo, por su óptica que nos conservaron los Árabes, aunque muy incompletamente, el fundador de una parte de la física matemática. Cierto es que aquella parte, en lo que concierne á la refracción de la luz habia sido tratada ya en la Catóptrica de Arquímedes, si ha de creerse á Tíiéon de Ale- jandría. La ciencia ha realizado un progreso considerable, cuando los fenómenos físicos, en vez de ser observados y comparados simplemente entre sí, como de ello nos ofrecen memorables ejemplos entre los Griegos, los numerosos ó in- teresantes Problemas del pseudo Aristóteles, y entre los Latinos los libros de Séneca, los provo- caba de intento y evaluaba numéricamente en condiciones que modifica el . mismo observador. Este modo de esperimentacion caracteriza las investigaciones de Tolomeo sobre la refracción de los rayos luminosos en el momento de su paso á través de medios de desigual densidad. Tolomeo hacia pasar los rayos del aire al agua y al cris tal, ó del agua al cristal, bajo grados de inci- dencia diferentes: los resultados de estas esperien- HUMBOLDT. 263 cias han sido reunidos por él en un cuadro. Esta apreciación numérica aplicada á hechos que sus- citad esperimentador á su arbitrio, á fenómenos naturales que no pueden referirse al movimiento de las ondas luminosas, es un acontecimiento único en la época de que tratamos en este mo- mento. Aristóteles, para espiicar los efectos de la luz, habia supuesto que el medio se mueve entre el ojo y el objeto sobre el cual se flja. El período de la dominación romana no nos ofrece más después de esto, en el estudio de la natura- leza elemental, que algunas esperiencias quími- cas de Dioscórides, y como ya he esplicado en otro lugar, el arte de recoger en verdaderos apa- ratos de destilación los vappres que se escapan y vuelven á caer gota á gota. Para el conocimiento de la naturaleza orgá- nica, después del anatómico Marin, después de Rufo de Efeso, que se dedicó á disecar monos, y distinguió los nervios sensibles y los nervios motores, después de Galeno de Pérgamo, que eclipsó á todos sus rivales, no hay mas nombres que citar. La historia de los Animales por Elíano n á descubrimientos tam- bién favorecidos por operaciones herméticas so- bre los metales, hechas á este propósito, ó que á él concurrieran accidentalmente. Los trabajos de Geber, ó mejor dicho, de Djaber (Abu-Mussah Dschafar-al Küfl), y los de Rasis (Abu-Bokr- Arrasi), mucho mas posteriores tuvieron muy importantes consecuencias. Señálase esta época por la composición del ácido sulfúrico, del ácido nítrico y del agua regia, por la preparación del mercurio y de otros óxidos metálicos, y por úl- timo, por el conocimiento de la fermentación alcohólica. La primera organización científica de la Química y sus progresos importan tanto mas á la historia de la Contemplación del Mundo, cuanto que entonces por la primera vez, fué comprobada la heteroganeidad de las sustancias y la naturaleza de las fuerzas que no se mani- fiestan por el movimiento, y cuanto que al lado de la esoelencía de la forma, tal como la enten- dían Pitágoras y Platón, introdujeron el princi- pio de la composición y de la mezcla. Sobre es- 286 cosmos. tas diferencias de la forma y de la mezcla des- cansa todo cuanto sabemos de la materia; y son. las abstracciones bajo las cuales creemos poder abrazar el conjunto y el movimiento del Mundo, por la medida y por la análisis. Difícil es hoy determinar la utilidad que haya podido tener para los químicos árabes el cono- cimiento de la literatura india, y en particular de los escritos sobre el Rasayana; qué es lo que han tomado de las artes profesionales de los an- tiguos Egipcios; de las nuevas prescripciones del pseudo-Demócrito ó del sofista Synesios sobre los procedimientos de la alquimia; y por último, lo que han podido recoger de las fuentes chinas por intermedio de los Mogoles. Puede afirmarse al menos, según las nuevas y concienzudas inves- tigaciones del eminente orientalista Reinaud, que ni la invención de la pólvora, ni el uso que de ella se hizo para lanzar proyectiles huecos, pertenecen á los Árabes. Hassan-al-Rammah, que escribía en los años de 1285 á 1295, no co- nocía esta aplicación mientras que ya en el aiglo XII, es decir, cerca de doscientos años antes de F°rthold Schwartz, se usaba de una especie de pólvora para volar las rocas del Rammelsberg, una de las montañas que forman el grupo de Harz. Subsisten también muchas dudas acerca del descubrimiento de un termómetro atmosfé- rico atribuido á Avicena, según el testimonio de Sanctorio. Lo que hay de cierto en ello es que trascurrieron todavía seis siglos enteros antes HUMBOLDT. 287 de que Galileo, Cornelio Drebbel y la Academia del Cimento llegaran á medir con exactitud la temperatura, y procurasen así un medio pode- roso de penetraren un mundo de fenómenos des- conocidos, que nos asombran por su regularidad y periodicidad, y de comprender el encadena- miento universa! de los efectos y de las causas en la atmósfera, en las capas superpuestas del mar y en el interior del globo. Entre los pro- gresos que la física debe á los Árabes, preciso es limitarnos á citar los trabajos de Alhajen sobre la refracción de los rayos, tomados quizás en parte de la Óptica de Tolomeo, y el descubri- miento y la aplicación del péndulo como medida del tiempo por el gran astrónomo Ebn-Jonis. La pureza de la trasparencia, rarísimamente turbada del cielo de la Arabia, llamaron la aten- ción de sus habitantes, en el tiempo mismo en que aun no se habían despojado de su rudeza primitiva, acerca del movimiento de los astros. Así es que al lado del culto astronómico de Jú- piter, en uso entre los Lachmitas, encontramos también entre los Aseditas la consagración de un planeta próximo al Sol, y mas raramente vi- sible, como Mercurio. Sin embargo; esto no im- pide que la actividad científica desplegada por Árabes en todas las ramas de la astronomía prác- tica, deba atribuirse en gran parte á las influen- cias de la Caldea y de la India. Las condiciones de la atmósfera, por beneficiosas que sean, en razas bien dotadas, no pueden menos de favore- 288 cosmos. cor las disposiciones naturales ya desarrolladas por el contacto oon pueblos mas adelantados en civilización. ¡Cuanta comarcas no hay en la América tropical, tales como Payta y las pro- vincias de Cumaná y de Coro, en donde se desco- noce la lluvia, dondo el aire es aun mas traspa- rente que en Egipto, en Arabia y en Bokhara! El clima de los trópicos, la eterna serenidad de la bóveda celeste sembrada de estrellas y nebu- losas, influyen por do quiera en las disposicio- nes del alma; mas p-^0. que esas impregnes sean eficaces, para que muevan el espíritu y le lleven á ideas fecundas y al desarrollo de los prin- cipios matemáticos, preciso es que en el interior y en el estürior se ejerzan otras influencias in- dependientes por completo del clima; necesario, por ejemplo, que la satisfacción de las necesida- des religiosas ó agronómicas haga de la división del tiempo una condición del estado social. En las naciones entregadas al comercio y al cálculo, como los Fenicios; en pueblos constructores y agrimensores, como los Caldeos y los Egipcios, las reglas prácticas de la aritmética y de la geo- metría se descubrieron bien pronlp; más esto no podia ser aun en ellos, sino una preparación para el desarrollo de la astronomía y de las matemá- ticas consideradas como ciencias, Necesario es más alto grado de cultura para que los fenóme- nos terrestres puedan aparecer como un reflejo de los cambios que st1 realizan en el Cielo, según una ley invariable, y que en medio de estos fe- HÜMBOLDT. 289 nómenos se dirija el espíritu hacia el polo fijo, según la espresion de un gran poeta alemán. La convicción de la regularidad que preside al mo- vimiento de los planetas, es lo que mas ha con- tribuido en todos los climas á la investigación del orden y la ley en las olas del mar atmosfé- rico, en las oscilaciones del Océano, en la mar- cha periódica de la » cruja imantada y en la dis- tribución de los ojres organizados sobre la su- perficie de la tierra. Cualesquiera que sean, por otra parte, las obligaciones de los Árabes para con los pueblos que les precedieron en civilización, particular- mente para con las escuelas de la India y de Ale- jandría, no puede negarse que han engrandecido de una manera considerable el dominio de la As- tronomía, gracias á su sentido práctico, al nú- liioi-o y dirección de sus observaciones, á la per- fección de los iastrumentos de medida, y final- mente, al celo con que corrigieron las antiguas tablas comparándolas cuidadosamente con el Cielo. Sédillot ha reconocido en el libro VII del Almagesto de Abul-Wefa, la importante pertur- bación que desaparece en las sizigias y en los cuartos y toca su máximun en los octantes. Este fenómeno es el mismo que bajo el nombre de va- riación se habia considerado hasta aquí como un descubrimiento de Ticho-Brahe. Las obser- vaciones de Ebn-Junis en el Cairo han adquirido principalmente importancia por las perturba- ciones y las variaciones seculares comprobadas T. II. 19 290 COSMOS. en las órbitas de los dos mayores planetas, Jú- piter y Saturno. El cuidado que tuvo el califa Al-Mamon de hacer medir un grado terrestre en la gran llanura de Sindschar, entre Tahmor y Bakka por observadores cuyos nombres nos ha conservado Ebn-Junis, tiene menos importancia por los resultados obtenidos, que por ser un tes- timonio de la cultura científica á que habia lle- gado la raza árabe. El esplendor de esta cultura tuvo ciertos re- flejos que debemos señalar y son: al Oeste, en la España cristiana, el congreso astronómico de Toledo reunido en tiempo de Alfonso de Castilla, y en el cual el rabino Isaac Ebn-Sid-Huzan jugó el principal papel; en el fondo del Oriente, el observatorio provisto de un gran número de ins- trumentos de Ilschan-Holagu, nieto menor del gran invasor Dschigischan, estableció sobre una montaña cerca de Meragha, que Nasir-Eddin, de Fons, en la provincia de Korasan, hizo centro de sus observaciones. Estos hechos particulares merecen mencionarse en la historia de la Con- templación del Mundo, porque recuerdan de una manera evidente cómo la aparición de los Ara- bes, ejerciendo su mediación sobre vastos espa- cios, ha podido servir para propagar la ciencia y acumular los resultados numéricos, que en la gran época de Képlero y de Ticho llegaron á ser la base de la astronomía teórica y valieron para rectificar las ideas sobre los movimientos de los cuerpos celestes. HDMBOLDT. 291 Después de haber pagado el tributo de elogios que merecen los servicios prestados por los Ara- bes á la ciencia de la Naturaleza en ¡a doble es- fera del Cielo y de la Tierra, réstanos todavía mencionar lo por ellos añadido al tesoro de las matemáticas puras, esplorando las sendas soli- tarias del pensamiento. Según los últimos tra- bajos emprendidos en Inglaterra, Francia y Ale- mania sobre la historia de las matemáticas, pa- rece que el Algebra de los Árabes ha tomado pri- mitivamente su origen en «dos rios que seguian separadamente su curso, indio el uno y griego el otro.» El Compendio de Algebra compuesto por el matemático Mohammed-Ben-Muza, de Chowarezm, de orden del califa Al-Mamon, tiene por base, no los trabajos de Diofanto, sino los descubrimientos de los Indios. También ya en tiempo de Almanzor, á fines del siglo VIII, fue- ron llamados varios astrónomos indios á la bri- llante corte de los Abasidas. La traducción de las obras de Diofanto al árabe por Abul- Wefa- Buzjani no se hizo hasta fines del siglo X según Casiri y Colebrooke. En cuanto al método, que consiste en ir gradualmente y con reserva de lo conocido á lo desconocido, método que parece haber faltado á los antiguos algebristas de la India, los Árabes le habian tomado de las escue- las de Alejandría. Esta bella herencia, au- mentada con nuevas adquisiciones, se estendió en la literatura europea de la edad media por mediación de Juan de Sevilla y de Gerardo de 292 cc-smos. Crémona. «Los tratauos de Algebra de los In- dios contienen la resolución general de las ecua- ciones interminadas de primer grado y una dis- cusión de las ecuaciones de segundo grado mu- cho más completa que las de los escritos de los Alejandrinos que se han conservado hasta noso- tros. No queda duda, por lo tanto, de que si estos trabajos de los Indios se hubiesen revelado á los europeos dos siglos antes, y no en nuestros días, habrian debido acelerar el desarrollo de la aná- lisis moderna.» Por las mismas vias, y ayudados de las re- laciones que ya debían al Algebra, aprendieron los Árabes á conocer las cifras indias en Persia y en las orillas del Eufrates. Esta nueva adqui- sición data del siglo IX. Por entonces algnos Persas se hallaban establecidos como aduaneros á lo largo de las orillas del Indo, y el uso de las cifras indias se había hecho general en las fac- torías de aduana fundadas por los Árabes en las costas septentrionales de África, frente á las playas de la Sicilia. Los Árabes prestaron así un doble servicio á las ciencias matemáticas: su Algebra, á pesar de la insuficiencia de sus signos y notaciones, habia influido felizmente, tanto por lo que ha- bían tomado de los Griegos y de los Indios, como por sus propios descubrimientos, en la época brillante de los matemáticos italianos de la edad inedia. Ellos fueron también los que porius es- critos y por la estension de su comercio, difun- HUMBOLDT. 293 dieron el sistema de numeración india desde Bag- dad hasta Córdoba. Estos dos progresos, la pro- pagación de la ciencia y la de los signos numé- ricos con su doble valor absoluto y relativo, in- fluyeron de una manera diferente, pero igual- mente eficaz, en el desarrollo matemático de la ciencia de la Naturaleza. Así se llegó en el do- minio de la Astronomía, de la Óptica y de la Geografía física, en la teoría del calor y en la del magnetismo, á regiones que parecían coloca- das fuera del alcance de los hombres, y que hu- bieran quedado sin este útil socorro inaccesibles. Háse agitado con frecuencia en la historia de los pueblos la cuestión de saber qué hubiera su- cedido si Cartago hubiese triunfado de Roma y sometido á la Europa occidental: «puede tam- bién preguntarse, dice Guillermo de Humboldt, cuál seria hoy el estado de nuestra civilización, si los Árabes hubiesen conservado el monopolio de la ciencia que estuvo mucho tiempo entre sus manos y permanecido en posesión del Oc- cidente.» Me parece fuera de duda que no hu- biera ganado nada la civilización en ninguno de los dos casos. A la mi*ma causa que produjo la dominación romana, es decir, al espíritu y al carácter romanos, más bien que á aconteci- mientos fortuitos y esteriores, somos deudores de la influencia ejercida por los Romanos en nuestras instituciones civiles, en nuestras le- yes, nuestra lengua y nuestra cultura intelec- tual. A uonsucuencia de esta benéfica influencia 294 COSMOS. y de una especie de afinidad íntima, hemos lle- gado á comprender el espíritu y la lengua de los Griegos, en tanto que los Árabes apenas se fijaron más que en los resultados científicos de la eru- dición griega, es decir, en los descubrimientos que interesaban á las ciencias naturales y físi- cas, en la Astronomía y en las Matemáticas pu- ras. Conservando cuidadosamente los Árabes la pureza de su idioma nacional y la agudeza de sus pensamientos metafóricos, supieron dar á la espresion de sus sentimientos y á la forma de sus sentencias la gracia y los colores de la poe- sía. Pero á juzgar por lo que eran en tiempo de los Abasidas, por más que hubieran trabajado sobre la antigüedad con la cual los hallamos desde entonces en comercio, parece que jamás hubieran podido dar vida á esas obras literarias y artísticas de tan elevada poesía y de un arte tan consumado que se glorifica de haber produ- cido en su desarrollo nuestra civilización euro- pea orgullosa con justicia de la armonía que ha sabido establecer entre tantos elementos di- versos. FIN DEL TOMO SEGUNDO. ÍNDICE DEL TOMO II. PlaiKAS. La Tierra.— Cuadro de los fenómenos ter- restres 5 Reflejo del mundo esterior en la imagina- ción del hombre. — Del sentimiento de la Naturaleza según la diferencia de las razas y de los tiempos 121 Influencia de la pintura de paisaje en el es- tudio de la Naturaleza 173 Desarrollo (progresivo de la idea del Uni- verso 189 Cuenca del mar Mediterráneo 201 Espedicion de Alejandro Magno al Asia. . 125 Escuela de Alejandro 237 Período de la dominación Romana. . . . 249 Período de la dominación Árabe 268 i s I PLEASE DO NOT REMOVE CARDS OR SLIPS FROM THIS POCKET UNIVERSITY OF TORONTO LIBRARY .f>*ASci. S>J>£> 2»' '»> > » 3)> -3 5^/ :> >¿^ M>