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PUBLICACIONES DE LA REAL ACADEMIA DE JURISPRUDENCIA Y LEGISLACIÓN

DANTE

Y SU TRATADO «DE MONARCHIA»

DISCURSO

LEÍDO POR

D. ADOLFO BONILLA Y SAN MARTÍN

VICEPRESIDENTE 1.°

DE LA REAL ACADEMIA DE JURISPRUDENCIA Y LEGISLACIÓN

EN LA INAUGURACIÓN DEL CURSO DE 1921 A 1922

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Y

MADRID

EDITORIAL REUS (S. A.)

Impresor de las Reales Academias de la Historia

y de Jurisprudencia y Legislación

CAÑIZARES, 3 DUPLICADO

1921

ARTÍCULO 66 DE LAS CONSTITUCIONES:

Los trabajos que publique la Academia que- darán de su propiedad. Ningún trabajo reali- zado en la Academia podrá ser publicado sin autorización de la misma

En las obras que la Academia autorice o pu- blique, cada autor será responsable de sus asertos y opiniones

Talleres tipográficos de la EDITORIAL REUS (S. A.) Ronda de Atocha, núm. 15 duplicado.-MADRID (828)

Señores Académicos:

La profunda pena que a nuestro ilustre y querido Presidente embarga en estos momen- tos, por causas de todos conocidas, da lugar a que sea yo, con harto perjuicio para vosotros, quien os dirija la palabra, inaugurando oficial- mente el curso de 1921 a 1922. Sirva esa consi- deración de disculpa en mi favor, y de nue- va oportunidad para reiterar al Sr. Bergamín nuestra más cordial simpatía.

Los agobios del tiempo, hiciéronme pensar en la conveniencia de elegir por tema de la obligada disertación, algo que ya hubiera sido objeto de mis estudios. Y recordé que esta Cor- poración había proyectado, para el presente curso, una serie de conferencias acerca del in- signe autor de La Divina Commedia. En este año, en efecto, celebra el mundo culto el sexto centenario de la muerte de Dante Alighieri

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(1265-1321), y así la Academia se creyó en el caso de colaborar en ese universal movimien- to, encomendándonos a varios de sus miembros la misión de estudiar algunos de los múltiples aspectos de la obra del genial poeta florentino. Pronto tendremos el placer de admirar, con tal motivo, la razonada y gentil palabra del Sr. Crehuet, así como la elegante y exquisita erudición del Sr. Amezúa. Yo, cumpliendo por mi parte, en ínfima escala de méritos, el en- cargo conferido, voy a hablaros de Dante como escritor político, estudiando, en su consecuen- cia, el siguiente tema: «Dante y su tratado De Monarchia.»

No es llana, ciertamente, la tarea; porque el tratado De Monarchia, no constituye solamente un libro de filosofía política, sino que, en gran parte, es una obra «de circunstancias», cuyo sentido ha de explicarse en íntima relación con los tristes tiempos en que Dante nació y vivió. Encontró a Italia sumida en la división más desoladora, y en el mismo estado la dejó, cuando llegó el fin de sus días. Al venir al mun-

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do, en 1265, su ciudad natal, Florencia, la her- mosa ciudad que el Arno baña, era teatro de continuas y cruentas luchas entre güelfos (par- tidarios del Papa) y gibelinos (partidarios de los emperadores de Alemania). Dos años des- pués, en 1267, la victoria del avaro y cruel Carlos de Anjou, dio a los güelfos la suprema- cía. El mismo Dante tomó parte en la batalla de Campaldino y en el asedio del castillo de Caprona (1289). Interviniendo, como prior, en el gobierno de su ciudad, angustiaron su espí- ritu las contiendas entre la facción de los ne- gros (los Donati) y la de los blancos (los Cerchi), los primeros de los cuales, habiendo llegado a dominar, gracias a la protección de Carlos de Valois, condenaron al poeta a destierro perpe- tuo, a confiscación de todos sus bienes, y últi- mamente a ser quemado vivo (1302). Comenza- ron entonces las peregrinaciones de Dante, el cual, después de luchar en vano por la liber- tad de su patria, marcha a Bolonia y a París, vuelve a Italia, andando errante de castillo en castillo, de señor en señor; escribe a los prín- cipes y pueblos italianos, así como a los carde- nales; recorre Lucca, Verona y Rávena, y

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muere en esta última, a los cincuenta y seis años de edad, en casa de su buen amigo Guido Polentano, habiendo sido— dice Fraticelli (1)— «infeliz desde su juventud, por la prematura pérdida de la mujer amada; infeliz en los ser- vicios que quiso prestar a la Patria; condena- do, perseguido, infamado por sus propios con- ciudadanos; desventurado en sus más caras es peranzas de la restauración de Italia y de su regreso a Florencia; pobre, casi mendigo, y constante peregrino de una ciudad en otra». Pero, como el mismo biógrafo escribe, podría- mos muy bien preguntarnos: «Sin los dolores del destierro y de la miseria, sin los tumultos de las pasiones políticas, que no dejan de ser grandes fuentes de poesía, ¿habría quedado la Divina Commedia tal como hoy la poseemos?» Y, sin embargo, en los tiempos de Dante, la lucha de las investiduras (sostenida principal- mente entre el Papa Gregorio VII y el Empe- rador Enrique IV) había pasado. Pasada era también aquella decisiva contienda entre el

(1) Pietro Fraticelli: Storia della vita di Dante Alighieri; Firenze, 1861; pág. 249.

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Pontificado y el Imperio, que se libró por los años de 1235 a 1250, entre Federico II y Grego- rio IX. El sueño de los Staufen, que creyeron llegar a dominar Italia, se había desvanecido casi por completo. En los días de Dante, cuan- do todavía no había él escuchado las doctas lecciones de Brunetto Latini, tuvo lugar el su- plicio de Conradino (1268). La última tentativa de restablecimiento de la autoridad imperial en Italia, fué la de Enrique VII de Luxembur- go, electo emperador en 1308, y prematura- mente fallecido en 1313.

«Dada la manera de pensar de aquellos si- glos—escribe el Profesor Prutz (1)—, no era po- sible el Imperio sin la Iglesia, y para cumplir su misión, debía, no sólo ejercer una influencia decisiva sobre ésta, sino también esforzarse porque permaneciera sometida a su soberanía, y pusiera al servicio de su política todos los medios terrenales y espirituales de que dispo- nía. Los reyes alemanes, partiendo de la idea

(1) Dr. Juan Prutz: Los Estados de Occidente en la Edad Media, desde Carlomagno hasta Maximiliano (en la Historia Universal de Oncken; trad. castellana, Barcelona, 1918, tomo XVII, pág. 6).

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de que el cristianismo estaba llamado a ejer- cer la soberanía universal, y de que, al coro- narse emperadores, se convertían en adalides de esta misión, pretendieron a su vez ser reco- nocidos como soberanos universales; el Impe- rio y el Pontificado debían abarcar, en su con- cepto, todo el Occidente, haciendo de él una gran unidad político-eclesiástica; uno y otro se inspiraban en las ideas del Imperio romano; uno y otro querían, aunque por distintos cami- nos, someter al resucitado romanismo el mun- do que tan radical transformación había su- frido.»

Por otra parte, si los Papas encarnaron, en muchas ocasiones, la protesta del sentimiento nacional italiano contra la dominación extran- jera, sus pretensiones temporales originaron, también, gravísimos daños. Dante lo da a en- tender claramente en el Inferno, apropósito de Nicolás III (a quien pone en aquel lugar):

Che la vostra avarizia il mondo attrista, Calcando i buoni e sollevando i pravi. Di voi pastor s'accorse il Vangelista,

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Quando colei, che siede sopra l'acque, Puttaneggiar co'regi a lui fu vista:

Quella che con le sette teste nacque, E dalle dieci corna ebbe argomento, Fin che virtute al suo marito piacque.

Fatto v'avete Dio d'oro e d'argento: E che altro é da voi all'idolatre, Se non ch'egli uno, e voi n'orate cento?

Ahi, Constantin, di quanto mal fu matre, Non la tua conversión, ma quella dote Che da te prese ü primo ricco patre!» (1).

(XIX, 104-117.)

(1) «Porque vuestra avaricia contrista al mundo, pi- soteando a los buenos y ensalzando a los malos. Pasto- res, a vosotros se referia el Evangelista, cuando vio prostituida ante los reyes a la que se sienta sobre las aguas, a la que nació con siete cabezas (Boma) y obtu- vo autoridad por sus diez cuernos, mientras la virtud agradó a su marido. Os habéis construido dioses de oro y plata: ¿qué diferencia, pues, existe entre vosotros y los idólatras, sino la de que ellos adoran a uno, y vos- otros adoráis a ciento? ¡Ah, Constantino! ¡A cuántos males dio origen, no tu conversión al cristianismo, sino la donación que de ti recibió el primer Papa que fué rico!» (Trad. M. Aranda Sanjuán: Barcelona, Edito- rial Ibérica, s. a.)

Cito siempre a Dante por la edición del Dr. E. Moo- rb (Tutte le opere di Dante Alighieri-, 3.a edición; Ox- ford, 1904).

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De ahí la tristeza y el pesimismo del vate florentino:

«Che le cittá d'Italia tutte piene

Son di tiranni, ed un Marcel diventa Ogni villan che parteggiando viene» (1),

dice en el canto VI del Purgatorio (y. 124-126); y, en el XVI (v. 58-63, 103-112 y 127-129), se ex- presa de este modo:

«Lo mondo é ben cosí tutto diserto

D'ogni virtute, come tu mi suone,

E di malizia grávido e coperto. Ma prego che m'additi la cagione.

Si ch'io la veggia, e ch'io la mostri altrui;

Che nel cielo uno, ed un quaggiú la pone.

Ben puoi veder che la mala condotta

E la cagion che il mondo ha fatto reo, E non natura che in voi si a corro tta.

Soleva Roma, che il buon mondo feo,

Due Soli aver, che Tuna e l'altra strada Facean vedere, e del mondo e di Deo.

(1) «Porque la tierra de Italia está llena de tiranos; y el hombre más ruin, al ingresar en un partido, se convierte en un Marcelo.» (Trad. cit.)

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L'un l'altro ha spento; ed é giunta la spada Col pastorale, e l'un con l'altro insieme Per viva forza mal convien che vada;

Perocche, giunti, l'un l'altro non teme.

DVoggimai che la Chiesa di Roma,

Per confundere in due reggimenti, Cade nel fango, e brutta e la soma» (1).

He aquí, en germen, el tratado De Monar- chia.

(1) «El mundo está, pues, exhausto de toda virtud, como me indicas, y sembrado y cubierto de maldad; pero te ruego que me digas la causa, de modo que yo pueda verla y mostrarla a los demás; pues unos la ha- cen depender del cielo, y otros de aqui abajo Bien

puedes ver, por esto, que en el mal gobierno estriba la causa de que el mundo sea culpable, y no en que vues- tra naturaleza esté corrompida. Roma, que hizo bueno al mundo, solía tener dos soles, que hacían ver uno y otro camino, el del mundo y el de Dios. Uno de los dos soles ha obscurecido al otro, y la espada se ha uni- do al báculo pastoral: asi juntos, por fuerza deben ir las cosas de mala manera, porque, estando unidos, no

se temen mutuamente En el día, la Iglesia de

Roma, por confundir en si dos gobiernos, cae en el lodo, ensuciándose a si misma y a su carga.» (Traduc- ción it.)

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No se conoce exactamente la fecha de su re- dacción, aunque bien puede suponerse que de- bió de corresponder a la edad madura del poe- ta. Piensan los más que lo escribió Dante, cuando Arrigo VII estaba en Italia (hacia 1310 o 1311); pero, muerto aquel Emperador, dedicó el poeta la obra a Luis de Baviera, que luego moró en Italia dos años, hasta diciembre de 1329, sin lograr el fruto que de su incursión es- peraba (1). Boccaccio, en su deliciosa Vita di Dante, cuenta que el Cardenal Bertrando del Poggetto, legado del Pontífice Juan XXII, ha- llándose en Bolonia por los años de 1328, y sa- biendo que el antipapa Pietro da Corvara (que había tomado el nombre de Nicolás V), parti- dario de Luis de Baviera, sacaba argumentos del tratado De Monarchia para sostener la va- lidez de su elección, condenó el libro, y aun quiso que se quemaran los huesos del autor, lo cual quizá se hubiese realizado, sin la oposi- ción de Pino della Tosa y de Ostagio da Polen- ta, a quienes él atendía. De lo cual procede, sin duda, lo que dijo después el gran juriscon-

(1) Fratichlli; op. cit., pág. 271.

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sulto Bartolo, aludiendo al tratado De Monar- chia: que, muerto su autor, «fuit damnatus ab haeresi».

De todas las obras latinas de Dante (el cu- riosísimo tratado De vulgari eloquentia, tan im- portante para la historia literaria, las diez Epistolae, las dos Eclogae, la Quaestio de aqua et térra, mantenida en Verona), los tres libros De MonarcMa constituyen, sin duda, la más trascendental, por su objeto.

Propónese Dante dilucidar estas tres cues- tiones: 1.a Si, para el bienestar del mundo, es necesaria la Monarquía temporal; 2.a Si el pue- blo romano se atribuyó con derecho la digni- dad imperial; 3.a Si la autoridad del monarca romano depende inmediatamente de Dios, o por medio de algún vicario o ministro de éste.

Ante todo, es de advertir que, para Dante, «Monarquía temporal» es sinónimo de «Impe- rio», entendiendo por tal: la soberanía o prin- cipado único, superior a todos en lo temporal, o sea en aquello y sobre aquellas cosas que se miden por el tiempo (unicus Principatus, et su- per omnes in tempore, vel in iis et super iis quae tempore mensurantur) .

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Esto supuesto, pregúntase el poeta: ¿Cuál es el fin de la Humanidad? (porque él da por re- conocido que una cosa es el fin particular de cada hombre; otra el de la comunidad domés- tica, otra el de la vecinal, otra el de la ciudad, otra el del reino y otra el del género humano, umversalmente considerado). Y teniendo en cuenta que, lo característico del hombre, es aprehender por medio del intelecto posible, po- tencia que, totalmente y a la vez (tota simul), no se puede reducir al acto por un hombre solo, ni siquiera por alguna particular comuni- dad humana, sino que requiere, umversalmen- te, el conjunto del género humano, responde con estas memorables palabras: «la propia fun- ción del género humano, tomado en su totali- dad, es actuar siempre toda la potencia del en- tendimiento posible, primero para investigar, y después (y por eso mismo) para ponerlo en obra mediante su extensión» (proprium opus humani generis totaliter accepti, est actuare sem- per totam potentiam intellectus possibüis, per prius ad speculandum, et secundario propter hoc ad operandum per suam extensionem) .

Si escudriñamos, atendiendo al abolengo es-

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colástico de los términos técnicos que Dante emplea, lo que quiere decir con esos vocablos, su pensamiento se nos representa con una for- midable grandeza, en todos tiempos admira- ble, pero más aún en aquellos en que el autor de La Divina Commedia escribía.

Considerad, en efecto, señores, que los esco- lásticos del siglo XIII habían juzgado que la función intelectiva se desdobla en otras dos, de distinta finalidad: una, el entendimiento agente, que abstrae, de las representaciones sensibles, especies o ideas que representan los objetos como universales; otra, el entendimien- to posible, que recibe estas ideas universales, conoce intelectualmente, y forma los concep- tos, juzgando y razonando. Fué aquel un ad- mirable esfuerzo para resolver, en suma, lo que Kant llamaría la posibilidad de los juicios sintéticos a priori, que el filósofo alemán expli-

Ica mediante las formas a priori de la sensibili- dad y del entendimiento, y que los escolásticos justificaron mediante la posesión de esas virtu- des o potencias naturales, sin las cuales no concebían que llegásemos a formar juicios uni- versales y necesarios Vol. L 2

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Pues, siendo así, ¿qué quiere decir el afirmar que la función de la Humanidad consiste en actuar siempre la total potencia del intelecto posi- ble, sino sostener que la misión del Hombre consiste en saber, cada vez más ampliamente, cada vez más profundamente, realizando has- ta sus últimos límites esa potencialidad de co- nocimiento, y, por consiguiente, de progreso, que nos distingue de los irracionales?

Pero acontece con la Humanidad, lo que con sus miembros particulares: su prudencia y su sabiduría se perfeccionan con la quietud y la tranquilidad, y así, en el Evangelio, canta la milicia celestial: «Gloria en las alturas a Dios, y sobre la tierra paz en los hombres del bene- plácito.» Luego es patente que el medio más apropiado para llegar al último fin a que se ordenan nuestras obras, es la paz universal (pax universalis).

Si consideramos ahora, en opinión de Dante, que todo el género humano se ordena a lo uno (como es fácil ver, advirtiendo que, tanto en la familia, como en la aldea, en la ciudad o en el reino, en introduciéndose la división, sobrevie- nen la descomposición y la muerte), compren-

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deremos que uno también ha de ser el que go- bierne, monarca o emperador. Luego, para el bienestar del mundo, es necesario éste.

Añádese a ello, que no siendo otra cosa el universo entero, que un cierto vestigio de la bondad divina, cuanto más se asemeje a Dios el género humano, más perfecto será; pero la Humanidad se parece más a Dios, cuanto más una es, y será más una, cuando totalmente se halle sometida a un solo Príncipe; luego la Mo- narquía es más perfecta que cualquier otro ré- gimen.

Otros argumentos acumula Dante para de- mostrar su tesis de la necesidad de la Monar- quía: como el hijo, para su bien, debe seguir las huellas del padre perfecto, así la Humani- dad, hija del cielo, cuyo movimiento se regula por un primero y único motor: Dios, debe tam- bién regirse por el único impulso de un Prínci- pe, y en virtud de una ley única. Además, en- tre dos Príncipes, puede haber litigio (por su culpa, o por la de los subditos); pero, donde puede haber litigio, debe existir juicio, dado por autoridad superior: si la hay, ella es el Mo- narca; si no, la que intervenga será igual a la

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de los litigantes, y será preciso buscar otra, con lo cual, o se procederá in infinitum, lo que no puede ser, o se acabará por hallar el Mo- narca deseado.

Añádese a esto, que la justicia, tanto es ma- yor en el mundo, cuanto reside en un sujeto más potente y más volente, lo cual, precisamen- te, ocurre con el Monarca; porque sabido es, como dice Aristóteles, que lo más opuesto a la justicia, es la concupiscencia; pero, donde no hay nada que desear, no puede haber concu- piscencia, y tal acontece con el Monarca, el cual— dice Dante— «nada tiene que pueda de- sear, puesto que su jurisdicción sólo la limita el Océano, lo cual no sucede a otros príncipes, cuyos principados confinan unos con otros, como los del rey de Castilla confinan con los del rey de Aragón.»

El ciudadano de una Monarquía, goza tam- bién de la máxima libertad (quam multi Jiabent in ore escribe Dante in intellectu vero pauci). Libre es aquel que existe por gracia de sí, y no por la de otro (quod suimet et non alterius gratia est), lo cual acontece en grado máximo bajo la Monarquía, pues, aunque el Monarca, con res-

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pecto al camino que se ha de seguir, sea señor de los demás, en cuanto al término, es un minis- tro de ellos. Los demás gobiernos: democracias, oligarquías y tiranías, son policías oblicuas, que reducen a servidumbre al género humano.

La Monarquía universal con que sueña Dan- te, no implica, a su juicio, la uniformidad de hábitos y normas legislativas. «La ley— dice— es regla directiva de la vida» (est enim lex re- gula directiva vitae), y debe adaptarse a las con- diciones de la de cada pueblo, pues de un modo habrán de ser regidos los escitas, que viven más allá del séptimo clima, padeciendo un frío glacial, y de otro muy distinto los garamantas, a quienes el exceso de calor obliga a reducir su vestido a la más mínima expresión.

La Metafísica es asimismo invocada por Dante, para probar su tesis: el Ente, la Uni- dad y el Bien, guardan entre una relación gradual: por naturaleza, el Ente precede a la Unidad, y ésta a la Bondad: el máximo Ente es lo máximo Uno, y lo máximo Uno es lo má- ximo Bueno; por eso Pitágoras ponía la Unidad del lado del Bien, y la Multiplicidad, del lado del Mal. Todo lo que es bueno, en tanto lo es,

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en cuanto consiste en uno. Pues si la concordia es algún bien, habrá de consistir en alguna unidad, y, por tanto, si el género humano ha de lograr aquélla, no podrá conseguirlo sin unirse bajo una Voluntad directiva y regula- dora, a la cual aludió el Espíritu Santo, al de- cir: «Mirad cuan bueno y cuan delicioso es ha- bitar los hermanos igualmente en uno»! La paz universal, ese medio tan apropiado para que la Humanidad consiga su último fin, no se ha vis- to sino en los tiempos de Augusto, habiendo «Monarquía perfecta».

* * *

Así estudia Dante la primera de las tres cues- tiones que se propuso. La tesis es magnífica; la Humanidad una, políticamente considerada, y así, asegurada la paz, ese alto premio ofrecido a los hombres de buena voluntad, muchos de los cuales (la mayoría de los cuales), sólo ha podido hallarla en el sepulcro! Y tal unidad, no obtenida a costa de un gobernante tiránico, sino de un ministro o representante de los Hom- bres, que no piense en borrar arbitrariamente

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sus naturales diferencias. Es la unidad en la variedad, armónicamente combinadas. Es el anhelo de un neoplatónico con arreos escolásti- cos.—Sedirá que Dante soñó; pero yo pregunto: ¿no sueñan más todavía (si es que puede califi- carse de sueño la despierta previsión de unos cuantos) los que ahora piensan en una Socie- dad de Naciones, de la cual excluyen delibe- radamente, no sólo a los que llaman pueblos salvajes y bárbaros, sino también a algunos de los que figuran, para hablar al modo dantesco, entre los que más poderosamente han laborado por la total actuación del intelecto posible; y lo hacen, guardando para ultima vatio de su man- tenimiento, no la pax universalis del poeta flo- rentino, sino la amenaza de la guerra o del hambre? ¿No es cosa de recordar, a este propósi to, las fieras palabras de Ezequiel?(XIII, 10-19): «Engañaron a mi pueblo, diciendo: Paz, no ha- biendo paz... Y ¿habéis de profanarme entre mi pueblo, por puñados de cebada y por pedazos de pan, matando las almas que no mueren, y dando vida a las almas que no vivirán, min- tiendo a mi pueblo que escucha la mentira?» * * *

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La segunda cuestión (si el pueblo romano se atribuyó con derecho la dignidad imperial), trátala Dante históricamente, como era de su- poner.

A juicio del poeta, el derecho es la misma voluntad divina, y, en las cosas, una semejan- za de esa voluntad. Lo razona de este modo: el derecho es bueno, y, como bien, está primero en la mente de Dios; pero todo lo que hay en la mente de Dios, es Dios, y él se ama a mismo en grado máximo; luego el derecho, en cuanto se da en él, es por él querido. Pero la voluntad y lo querido son la misma cosa en Dios; luego la divina voluntad es el mismo de- recho.—Notad esta concepción voluntarista del Derecho, que tanto difiere de la mecanicista de Montesquieu, como de la intelectualista, que im- pera hoy en muchas escuelas. En el fondo, cuando Bierling afirma, en nuestros días, cri- ticando a la escuela histórica, que no es el pue- blo la fuente del Derecho, sino que más bien el Derecho es la fuente del pueblo, su criterio no discrepa radicalmente del de Dante.

En esta segunda tesis de que tratamos, Dan- te no es el razonador abstracto y universal del

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primer libro. Es el italiano del siglo XIV, que, a pesar de las divisiones patrias, se siente or- gulloso de pisar la misma tierra que su amado Virgilio (el divinus poeta noster, como él dice), y suspira por la renovación de las antiguas glorias, recordando el

«Tu regere imperio populos, Romane, memento.»

El pueblo más noble, debe ser preferido a los demás; pero el romano fué el más noble de to- tos; luego a él debe otorgarse la preferencia. Y Dante procura demostrar esa nobleza, recu- rriendo a la historia antigua: el pueblo romano es noble, porque desciende de Eneas, famoso por su piedad y por su valor; es noble, porque en él manifestó Dios su amor con el sufragio de los milagros, ya que milagrosos fueron: los he- chos de Numa Pompilio, en cuyo tiempo cayó del cielo aquel escudo que guardaban los sa- cerdotes salios; la salvación de Roma en tiem- po de Annibal; el caso de Clelia, y otros mu- chos.

Además, ese pueblo, «santo, pío y glorioso», persiguió siempre, colectiva e individualmen- te, el bien de la República, que es el fin del de-

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recho. Dante cita a Cicerón, y rememora los ejemplos de Cincinato, de Fabricio, de Camilo, de Bruto, de Mucio Scévola, de Marco Catón, de Publio Decio. Roma nació para mandar, como otros pueblos para obedecer; y de la pro- pia suerte que el juicio de Dios se manifiesta en los duelos judiciales particulares, así se reveló aquél en los duelos colectivos que el pueblo ro- mano mantuvo con los demás. Ni los asirios, ni los egipcios, ni los persas, ni los macedonios, llegaron a obtener la universal jurisdicción que los romanos. Hasta en los duelos particula- res que éstos tuvieron con sus enemigos, se ma- nifestó la voluntad divina en su favor, según se ve si recordamos el de Eneas con Turno, el de los Horacios con los Curiacios, y el de Fa- bricio con Pirro.

Por último, sostiene Dante que la superiori- dad jurídica del pueblo romano, fué reconocida por el mismo Cristo, aunque otra cosa hayan entendido algunos «celadores de la cristia- na», porque Aquél quiso nacer de la Virgen María, bajo el decreto, emanado de César Au- gusto, para que fuese empadronado todo el orbe; y quiso morir bajo la jurisdicción de Pila-

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tos, vicario de Tiberio César, para que el cas- tigo fuese verdadera pena, y no injuria.

Por endebles que sean algunos de los argu- mentos del poeta, ¿no es admirable su patrio- tismo? ¿No es sorprendente que, en uno de los períodos de mayor abatimiento político para su nación (que ni siquiera merecía entonces este nombre), Dante se sienta ufano del viejo po- derío de cónsules y emperadores, y formule jubiloso la afirmación de que, en el orbe ente- ro, corresponde a su pueblo la soberanía, por legítimos títulos, enalteciendo a la «gloriosa Ausonia»?

Y fué ello, sin duda, porque sólo así podía pensar en una redención (que todavía tardó si- glos en presentarse). El presente no es nada; pero lo futuro es forzoso heredero de lo pasado. El pueblo que menosprecia su historia, no lle- gará jamás a creerse capaz de altas empresas, porque ocurre con las colectividades lo que con los individuos: el que no se mueve a imitar los

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buenos ejemplos de casa, es muy difícil, casi imposible, que se sienta inclinado a seguir los de la ajena.

* * *

Acentuando más la tendencia actual del se- gundo libro De Monarchia, procura probar Dan- te, en el tercero y último, que el oficio del Mo- narca depende inmediatamente de Dios, y no de ningún Vicario de éste. Es la parte más esca- brosa, y por eso la más interesante del tratado.

Sostiene, en los capítulos preliminares, que Dios no puede querer lo que repugna a la in- tención de la naturaleza; que, antes de la Igle- sia, están el Antiguo y el Nuevo Testamento, y que la autoridad de la Iglesia no procede de las tradiciones, sino que la autoridad de éstas ema- na de la de la Iglesia.

Enumera luego los argumentos de los que de- fienden que la autoridad del Imperio depende de la de la Iglesia, y los va rebatiendo sucesi- vamente.

Dicen, por ejemplo, que cuando el Génesis de- clara que Dios hizo las dos grandes lumbreras:

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la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche, habló alegóricamente por los dos regímenes: el espiritual y el temporal; y que así como la luna (la lumbrera menor) no tiene luz propia, sino que la recibe del sol, así el ré- gimen temporal no tiene autoridad, sino en cuanto la recibe del espiritual. Dante con- testa (entre otras razones, un tanto infantiles), que el ser de la luna no depende del sol; y ade- más que, si la alegoría fuese exacta, resultaría el absurdo de haber sido creados los accidentes (los regímenes) antes que la sustancia (el hom- bre), pues el sol y la luna fueron creados el cuarto día y el hombre el sexto; y el haber sido producidos los remedios (regímenes) del peca- do antes que el pecado mismo, pues, en el cuar- to día, ni el hombre existía, ni había pecado aún (y sería lo mismo que si un médico prepa- rase la cataplasma para curar la futura poste- ma de un hombre todavía nonnato).

Dicen también que, así como Leví precedió a Judá en el nacimiento, la Iglesia (Leví) pre- cede al Imperio (Judá) en autoridad. Dante replica que la autoridad nada tiene que ver con

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el nacimiento, y que muchos, mayores en el tiempo, son precedidos por los menores bajo esa relación (como los arciprestes por los obispos).

Añaden que el monarca Saúl fué depuesto por Samuel, en virtud de especial mandato di- vino, y, semejantemente, el Vicario de Dios tiene autoridad para dar y quitar el Imperio temporal. Opone Dante que Samuel no hizo eso como Vicario de Dios, sino como especial legado del mismo.

Dicen, igualmente, que al ofrecer los magos oro e incienso a Cristo, representaron que era señor de lo espiritual y de lo temporal, lo cual ha de acontecer con su Vicario. Dante admi- te la exactitud de la alegoría; pero niega la inferencia, porque una cosa es Dios, y otra su Vicario.

Fundándose, además, en aquellas palabras del Evangelio: «Lo que atares sobre la tierra, será atado en los cielos, y lo que desatares so- bre la tierra, será desatado en los cielos», sos- tienen que el Papa puede dictar y derogar las leyes y las decretos de Imperio. Dante afir- ma que ese «lo que» no es absoluto (porque el Papa no puede, por ejemplo, absolver al que

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no se arrepiente), sino relativo a la misión es- piritual encargada a Pedro, puesto que aque- llas palabras van inmediatamente después de estas otras: «Y te daré las llaves del reino de los cielos...-»

En cuanto a las dos espadas que los discípu- los de Cristo le ofrecieron (Lucas, XXII, 38), y que simbolizaban, según la interpretación ale- górica, los señoríos temporal y espiritual, Dan- te prueba, con la exposición del capítulo evan- gélico donde el ofrecimiento se cuenta, que debe interpretarse literalmente, y que carece de fundamento el supuesto sentido alegórico (no conciliable con el versículo 36, donde Cris- to recomienda que cada uno compre una es- pada).

Refiérese luego a la famosa donación de Constantino (de que tanto usó y abusó Grego- rio IX), documento apócrifo de la segunda mi- tad del siglo VIII, en cuya autenticidad creía Dante a pie juntillo, como todos sus contempo- ráneos.— Pero el pensador florentino contesta que a nadie es lícito usar del oficio que se le ha conferido, para lo que es contrario al oficio mismo; y siendo contra el oficio de Emperador

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dividir el Imperio, fué ilícito y nulo lo que, ut dicunt, Constantino enajenó. Por lo demás, Dante, devotísimo de San Francisco (cuya con- ducta parece la mayor contradicción respecto de las costumbres de la Corte romana de su tiempo), no se cansa de proclamar que a la Iglesia le está terminantemente prohibido po- seer bienes temporales, según aquel texto de San Mateo (X, 9-10): «No poseáis oro, ni plata, ni bronce en vuestras fajas , Ni zurrón para el camino, ni dos túnicas, ni abarcas, ni palo.» La autoridad de la Iglesia no es, a juicio de Dante, causa de la autoridad imperial, porque, aun no existiendo la Iglesia, el Imperio poseyó toda su virtud. Además, si la Iglesia tuviera virtud para autorizar al Príncipe Romano, o la tendría de Dios, o de misma, o de algún Em- perador, o del asenso de todos o de los más se- ñalados de los mortales. No la posee por ley natural, porque la Iglesia no es efecto de la naturaleza, sino de Dios; tampoco por ley di- vina, porque no se halla en ninguno de los dos Testamentos un solo versículo que encomiende al sacerdocio la solicitud de las cosas tempora- les, sino todo lo contrario; ni de misma, por

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que nadie puede dar lo que no tiene; ni de al- gún Emperador, por lo que se ha dicho respec- to de Constantino; ni de los demás mortales, porque, no ya los asiáticos y los africanos, sino la mayor parte de los europeos, rechazan se- mejante atribución. Luego no la posee.

Esa facultad, además, es, en opinión de Dan- te, contra la naturaleza de la Iglesia, porque la naturaleza es forma, y la forma de la Igle- sia es Cristo, de quien son estas memorables palabras: «El reino mío no es de este mundo. Si de este mundo fuera el reino mío, los servido- res míos combatieran porque yo no fuese entre- gado a los judíos. Mas ahora, el reino mío no es acá.» (Juan, XVIII, 36).

En conclusión dice Dante—, dos fines pro- puso al hombre la Providencia: uno, la felici- dad de esta vida, que consiste en la operación de la propia virtud, y al que llegamos por me- dio de la Filosofía; otro, la felicidad de la vida eterna, que consiste en el goce de la visión di- vina, y para llegar al cual hacen falta la ilu- minación de Dios y la operación de las tres vir- tudes teologales. Para el primer fin, existe la dirección del Emperador; para el segundo y Vol. L 3

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principal, la del Sumo Pontífice; pero la auto- ridad del Monarca temporal, no emana de nin- gún intermediario, sino de la misma fuente de la universal autoridad.

Tal es el contenido, brevemente expuesto, de ese tratado De MonarcMa, que muchos ci- tan, que pocos han leído, y que tanta tempes- tad desencadenó contra su autor. Es, para su tiempo, obra valentísima. Hoy, la cuestión in- teresa poco, cuando los canonistas nos dicen que la independencia de los dos poderes «sig- nifica que la Iglesia no ha de inmiscuirse en las cosas temporales, ni el Estado en las espi- rituales» (1). Y, sin embargo, la dificultad, que parece tan terminantemente resuelta, sigue en pie; porque, ¿qué se entiende por «cosas tem- porales»? ¿Qué por «espirituales»? La enseñan- za doctrinal, por ejemplo, se cuenta evidente-

(1) Cons. G. Phillips: Du Droit ecclésiastique; tra- ducción Crouzet; t. II, pág. 373; París, 1855.

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mente entre las cosas espirituales: ¿qué atribu- ciones corresponden, respecto de ella, a la Igle- sia? Puntos son estos muy delicados, y cuestio- nes harto candentes, que no se resuelven con una mera distinción verbal, y que se hallan ín- timamente enlazadas con problemas más hon- dos y más universales.

La doctrina dantesca puede explicarse, te- niendo en cuenta dos géneros de precedentes.

Por una parte, la idea de una Monarquía uni- versal romana, se fundaba en el renacimiento del Derecho clásico. «Desde el reinado de Car- lomagno— escribe Savigny (1)— era costumbre considerar a la mayor parte de los pueblos y de los Estados de Europa como unidos por un lazo común, a pesar de las diferencias que los separaban: el imperio, la religión, el clero, la lengua latina, tales eran esos lazos comunes, a los cuales vino a agregarse (en el siglo XII) el Derecho romano. Desde entonces, no se le con- sideró ya como el Derecho particular de los romanos, o como la propiedad exclusiva de un

(1) Histoire du Droit Bomain au Moyen Age, trad. Guenoux; t. III; París, 1839; pág. 67.

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solo Estado, sino como el Derecho común de la Europa cristiana, rango al cual sus antiguos destinos parecían elevarlo naturalmente.» Así Bartolo llega a considerar como cives romani, no solamente a los italianos, sino a los france- ses, ingleses, y demás pueblos en otros tiempos sometidos al Imperio.

Por otro lado, la creencia en una futura uni- dad espiritual, tenía su apoyo en La Ciudad de Dios, de San Agustín (X, 32), el cual recuerda aquel texto de Isaías (II, 2-3): «Y acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová por cabeza de los montes: y será ensalzado sobre los collados; y correrán a él todas las gentes; —Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob, y nos enseñará en sus caminos, y caminaremos por sus sendas.» Y este camino, según San Agustín, es Cristo (el que dijo: «Yo soy el ca- mino, y la verdad, y la vida: nadie viene al Padre sino por mí»); y no es el camino de una sola gente, sino de todos los pueblos (via ergo ista non est unius gentis, sed universarum gentium) .

El Derecho romano; San Agustín: he ahí las

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dos fuentes capitales de la concepción dantesca en el tratado De Monarchia. Un pasado muy lejano; y un futuro más distante aún.

«El libro de Dante (dice con razón James Bryce en su clásica obra: El Santo Imperio Ro- mano Germánico y el actual Imperio de Alema- nia), no es una profecía; es un epitafio» (1).

«Dante— escribe De Sanctis (2)— era hombre doctísimo; pero no era un filósofo. Ni la filoso- fía fué su vocación, la finalidad a que tendie- sen todas las energías del espíritu. Fué para él un dato, un punto de partida. La aceptó como se la entregaba la Escuela, y no alcanzó pleno conocimiento de ella. Lo supo todo; pero no dejó en cosa alguna una huella de su pensamiento, poniendo su cuidado menos en examinar que

(1) Cons. también, sobre el tratado De Monarchia, a Ernbst Nys: Les origines du Droit International; Harlem, 1894; pág\ 26 y sigs.

(2) Storia della Letter atura Italiana: ed. Treves, Milano, s. a.; I, 115.

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en posesionarse. Acogió cualquiera opinión, hasta las más absurdas, y gran parte de los errores y de los prejuicios de su tiempo. Cita con igual acatamiento a Cicerón y a Boecio, a Livio y a Paulo Orosio, escritores paganos y cristianos. La cita, para él, es un argumento. Su filosofar, tiene los defectos de la edad. Lo demuestra todo, aun aquello que no se discute; da la misma importancia a todas las cuestio- nes. Amontona argumentos de toda casta, has- ta los más pueriles; muchas veces no ve lo sus- tancial de la cuestión, y se pierde entre minu- cias y sutilezas. A eso añade la jerga escolás- tica y las infinitas distinciones. No obstante, si por entre tantas callejuelas llegáis hasta el final, encontraréis en su Monarchia una ampli- tud y unidad de diseño, y una armonía de par- tes, que os harán adivinar al gran arquitecto del otro mundo.»

Me inclino a creer que el tratado De Monar- chia no ejerció influencia alguna directa en España. Arturo Farinelli, en sus Appunti su

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Dante in Ispagna nelVEtá Media (Torino, 1905), no menciona ningún texto demostrativo de aquella influencia, ni yo lo he hallado tam- poco.

No hacía falta, en verdad; porque la doctri- na no era nueva entre nosotros. En primer lu- gar, a España no llegó la secular cuestión de las investiduras. Los reyes de Castilla, al re- vés que los aragoneses, no quisieron recono- cerse tributarios de San Pedro. Y si Pedro II de Aragón declaró sus dominios feudatarios de la Santa Sede, los nobles le censuraron su pro- ceder, «protestando— dice Zurita— que no les pudiese causar perjuicio» (1).

Por otro lado, en las Partidas (II, 1, 1) se halla claramente consignada la teoría de la independencia de las dos potestades: «Impe- rio—dicen— es gran dignidad, noble e honrra- da sobre todas las otras que los ornes pueden auer en este mundo temporalmente. Ca el se- ñor a quien Dios tal honrra da, es rey e empe- rador, e a el pertenesce, segund derecho, el

(1) Vicente de la Fuente: Historia eclesiástica de España; tomo IV; Madrid, 1873; pág. 217 y sigs,

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otorgamiento que le fizieron las gentes anti- guamente, de gouernar e mantener el Imperio en justicia. E por esso es llamado Emperador, que quiere tanto dezir como Mandador, porque al su mandamiento deuen obedescer todos los del Imperio, e el non es tenudo de obedescer a ninguno, fueras ende al Papa en las cosas es- pirituales... E otrosi dixeron los sabios que él Emperador es Vicario de Dios en el Imperio, para fazer justicia en lo temporal, bien assi como lo es el Papa en lo espiritual.»

No es tan explícito como el Rey Sabio, aun- que sin discrepar de él en sustancia, su sobrino Don Juan Manuel, contemporáneo del autor de La Divina Commedia. En el Libro de los Estados (cap. XLIX), Don Juan Manuel escribe: «Así como Dios fizo en el cielo dos lumbres grandes: la una el sol, para que alumbrase el día, et la otra la luna, que alumbrase la noche, bien así tovo por bien que fuesen en la tierra estos dos estados: el estado del Papa, que debe mante- ner la Eglesia, que es mantenimiento de los cristianos, et la clerecía, et todos los estados de religión, et aun los legos en lo spiritual; et el Emperador, que debe mantener en justicia

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et en derecho todos los cristianos, señaladamente a los que obedecen al imperio de Roma. Et algu- nos reys son agora, que tienen que non deben obedescer a los emperadores; mas cierto es que, en los tiempos antiguos, todas las gentes et los reys del mundo obedecieron a los Empe- radores de Roma, et, después que fué la ley de los cristianos, ordenaron que el Emperador fuese electo, et coronado, et confirmado.»

El aludido espíritu de independencia es muy propio de la recia y noble tradición castellana. Un curioso pasaje hay, en la Crónica rimada del Cid o Cantar de Rodrigo (conservado en un manuscrito del siglo XV; pero cuyo texto es evidentemente de anterior época), que mues- tra muy a lo vivo ese carácter. El Papa roma- no aconseja al rey de Francia y al Emperador de Alemania, que embauquen al monarca es- pañol, para «tomarle el reynado». El Cid, «a guisa de buen fidalgo», advierte a su rey:

«Sennor, en aquesta fabla sed uos bien acordado. Ellos fablan muy manso, et vos fablat muy brauo. Ellos son muy leydos, et andarvos han engannando. Sennor: pedildes batalla para eras, en el aluor

[quebrando.»

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Llegados ante los tres contrarios:

«Ally fablo Ruy Diaz, ante que el rey don Fernando:

¡Deuos Dios malas gracias, ay papa romano!

Que por lo por ganar venimos, que non por lo ganado.

Embiastes me pedir tributo: traervos lo ha el buen rey

[don Fernando:

eras vos entregara en buena lid en el campo los marcos

[quel pedistes.»

Pero, sin advertirlo, heme apartado del asun- to, y, por otra parte, temo abusar de vuestra benévola atención. Lo de menos, a mi juicio, en el tratado De Monarchia, es el problema histó- rico a que se refieren los libros II y III. Lo que debe importarnos más, es la generosa visión del poeta florentino, que piensa en el universal Principado, con la misma fe con que, en la so- lemne epístola a los Cardenales italianos, les exhorta a luchar virilmente, no sólo por la Iglesia y por Roma, sino «pro Italia nostra, et ut plenius dicam, pro tota civitate peregrinan- tium in terris!» La luz suprema a quien invoca al final del Paradiso, pareció iluminarle en

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aquellos momentos. Según el bello símil que él empleara, así como ante el sol pierde su forma la nieve, y así también como se dispersaban al viento en leves hojas las sentencias de la Sibi- la, egoísmos y diferencias se perdían y se dis- persaban ante su ideal, que consistió en llegar a la Unidad por el Amor, cuyos vínculos liga- ban en un volumen todo cuanto hallaba espar- cido por el universo. Aquella

«Luce iatellettual, piena d'amore»,

que inspiró La Divina Commedia, es también, como habréis podido notar, la que brilla en el fondo del espléndido ensueño De Monarchia.

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