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EL ALMA DE LOS LIRIOS

OBRAS DE VARGAS VILA

Edición de la Librería de la Vda de Cli. Bourel París.

Aura.

Lo Irreparable.

Emma.

Copos de Espuma.

Flor del Fango.

Ibis.

Las Rosas de la Tarde.

Alba Roja.

Los Parias.

Los Divinos y los Humanos.

El Alma de los Lirios.

Para Prensa.

Palabras de Combate. Palabi-as de Arte . La Simiente.

J. M. VARGAS VILA

El Alma

de

los Lirios

Elle grandissait, enorme, colossale, la Femme, s'élevant sur le monde, nue comme la Vérité, resplendissante de Beauté, de Soleil et de Vie, touchant le zénith de sa tete et crucifiant ses bras vers l'aurore et le couchant.

LIBRERÍA BE LA V"* DE GH. BOURET parís i México

23j Rué Visconti, 23 | 14, Cinco de Mayo 14,

1904

Quedan asegurados los derechos de propiedad conforme á la ley.

Tristes, apasionadas y sinceras, estas páginas tie- nen la forma y el relieve de una vida real.

A quel que vivió esa vida ya no existe.

Ya la Muerte selló para siempre, con su beso inter- minable, los labios de aquel grande Insatisfecho, nunca saciado de ósculos culpables.

Encadenado fué al reposo eterno, aquel corazón de tormenta, rebelde á toda forma de quietud.

Aplacada fué en los hielos del sepulcro, la fiebre pertinaz de aquel cerebro, que sólo pudo entrar en calma con la onda de Eternidad que lo cubrió.

Yalos brazos lacerados de aquel gran Poeta gráfico, se cruzaron para siempre sobre el pecho apaciguado.

Ya duerme en la calma y el reposo, como un héroe caído en la batalla, aquel altivo y fiero solitario, cuya vida fué como una llama, combatida por el viento en la noche negra;

Y esa vida son estas páginas.

¿Por qué?...

Porque pasaron por mi vida como lises crepuscu- lares, embalsamándola con su perfume intenso de Belleza, de Dolor y de Crimen.

Porque ellas arrojan aún sobre mi espíritu ente- nebrecido de tristeza,^ claridades radiosas y soplos de primavera, que hacen gemir la vieja selva, envuelta en la calma lenificante del olvido, bajo la ceniza gris que vierte la irremediable Melancolía, sobre el recuerdo de las agitaciones adolescentes y el fulgor de los sueños pasionales, ya hundidos con sus prelu- dios dolorosos en la gran calma maravillosa, que pre- cede á la inexorable Muerte.

Porque sus bocas voraces comieron mi corazón é hicieron pasto de ellas mis altos sueños luminosos, mis ambiciones heroicas, mis nobles entusiasmos, y el poder visionario de mi genio de creador.

Porque ellas devoraron mi Gloria.

Porque al acercarse á mí, se precipitaron como hacia una vorágine, en el círculo de la Fatalidad, que cual una Ménade celosa rodea mi Amor.

VIH

Porque al besarme, besaron en mis labios el horror de la Tragedia Inexorable.

Porque la Sibila de Albano, mirando mis manos, con sus ojos fosforescejites de loba medrosa, había gritado, con un inenarrable horror:

/ Desgraciados de los que te amen !

~j Desgraciado de ti si amas !

Porque las palabras de la Pitonisa cumplidas fueron...

Y, envenenada fué mi vida por el néctar delicioso de los lirios del amor...

Para recuerdo de esos lirios martirizantes y ado- rados ;

Para hacer un ramillete de. esas flores fugaces, y divinas;

Por eso escribo estas páginas ;

¡ Oh, puñado de lirios de mi vida!

¡ El Alma de los lirios, gime aquí !

Lirio Blanco.

&dM^atSo %ocÍc{y

Fué en los esplendores de un crepúsculo malva, en la pradera silente, blonda de luz, sobre la cual la tarde expiraba, en el estremecimiento portentoso del último beso de amor de un sol lejano, que mis ojos la vieron por la primera vez. Avanzaba en las tonalidades amatista y violeta del paisaje, con una belleza de Madona, cual si se desprendiese de un cuadro de devoción, peregrina hacia el milagro, por la esmeralda obscura de la campiña mística.

En la beatitud languideciente de la hora y la calma augusta de la escena virgiliana, ella era como una gran flor de nieve, un lirio de ópalo, abriendo, sus pétalos eucarísticos en la penumbra densa del bosque rumoroso.

La triste evaporación del crepúsculo ponía un velo de bruma sobre su cabeza blonda, coronada de flores, formando un tenue halo radioso al esplen- dor de sus cabellos lunares. Sus grandes ojos extá- ticos de un gris azuloso de gema, gris metálico, lu- minoso, ignescente, como el de las olas del golfo de Salerno, tocadas por el sol, se densificaban, enne-

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greciéndose bajo la sombra de las pestañas, que los entenebrecían como bosques de encinas circundando lagos de estaño.

En la atmósfera lánguida, pesada con el calor de la hora, el viento susurraba como una arpa en el si- lencio profundo. Grandes flores silvestres agoni- zaban á la vera del monte adusto, donde pájaros presurosos abatían el vuelo, como abanicos sedosos, plegados por las manos de hadas somnolientas.

Y, ella, avanzaba descuidada, soñadores los grandes ojos visionarios, con un gesto sonambúlico por el sendero estrecho, bajo los grandes sauces que inclinaban sus cabelleras románticas sobre el agua silenciosa y desierta de las zanjas, de la cual nada alcanzaba á turbar el infinito enojo.

Absorta en no qué sueño como de cosas leja- nas, ella no me había visto, y, al hallarse así ante un jinete inesperado, en la senda estrecha, sobre el campo inmenso y solitario, tuvo un movimiento de sorpresa, cuasi de miedo y se detuvo. Quedó un mo- mento inmóvil, abrazando el delantal lleno de rosas rojas, que abarcaba con sus dos brazos, como asas maravillosas de una ánfora etrusca.

Contestó apenas á mi saludo con una leve inclina- ción de cabeza, azorada, llena de una vergüenza cuasi infantil, que teñía su rostro de las colora- ciones delicadas de un geranio, y desapareció en el recodo inmediato del camino, así, coronada de flores montaraces, que fingían sobre su cabeza, extrañas cinceladuras de plata, entre los ramajes estremeci-

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dos, haciendo sonar bajo sus pies, las hojas secas, que parecían morir felices, en fiebre de holocausto, besando las plantas trituradoras en una caricia de muerte voluptuosa.

Y, desapareció en la sombra trasparente teñida de una luz vaga, dejando en pos de algo de miste- rioso y de solemne, que emanaba de la armonía de su belleza, del esplendor sagrado de sus pupilas profundas.

Y, quedé solo, en el silencio engrandeciente, viendo perderse allá, lejos, el oro de esa cabellera que el crepúsculo incendiaba sobre la espalda como una púrpura real, y la forma ondulosa y blanca que desaparecía en la arboleda triste, como un rayo de luna sobre una esmeralda pálida.

Y, temblé como ante algo misterioso, alzado cerca do mí, en el fondo obscuro de la selva.

¿Quién era ella?

¿ De dónde surgía esa flor radiosa de belleza, en- carnando en la euritmia de sus líneas, todo el Ideal, toda la Poesía, y todo el Deseo de la vida, centellando en el fondo de la noche divina que se desprendía de sus pupilas de abismo ?

Yo no la conocía.

Habiendo regresado á la aldea hacía poco, des- pués de tres años de ausencia, pasados en la vida monótona y la estéril austeridad de un colegio le- jano, me sentía en ella como un extranjero, solo, armado ante la hostilidad muda, inevitable del país natal.

¡ Oh, el tedio de las campiñas nativas, el espan- toso horror de los horizontes patrios!

Me oprimía todavía la sensación de naufragio inmenso, de insoportable angustia, que me había apretado el corazón á la vista de los campanarios grises y ruinosos y de las casas miserables sucias y

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destartaladas, que formaban el pueblo hosco y frío que me vio nacer.

La patria no se escoge, se acepta. Gomo no se la puede cambiar con honor, es preciso soportarla con valor.

Ciertas almas, ponen en sufrir su patria, tanta ab- negación como otros en defenderla.

Vivir en ella, sería un sacrificio mayor que morir por ella.

V, así, á la vista de la mía, yo había puesto tris- temente mis manos sobre los ojos, y había llorado, en la inmensa obscuridad de todo lo radioso que moría detrás de mí.

Y, sentí, ante aquel horizonte de ignorancia, de bajezas y de lapidación, todas las fuerzas ciegas y adversas del Destino aglomerarse sobre mi cabeza.

Yo no sabía su grandeza terrorificante ; no la sa- bía pero la presentía.

Y, estupefacto vi la aldea alzarse ante mí, como la obra ciega del odio y la persecución. ■. ' Su presencia, semejante á una suprema derrota, pobló mi corazón de sombras y terrores.

Y, comprendí, por la rápida acuidad de mi visión interior, cuan lejos estaba yo, de todos esos seres, cuya animalidad, presuntuosa y celosa, me contem- plaba con tenacidad, cuasi con odio.

Y, en el inconmensurable antagonismo, me sentí divorciado para siempre de aquella patria que no acariciaba mi corazón, ni lograba hacerlo latir por ella, y antes bien, lo hacía alzarse, lacerado entre

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los dos, como un muro de tinieblas y de separación, como un abismo de odio.

Y, rebelado ya contra la patria hostil, fuerte en mi individualismo poderoso, me aislé, viviendo de mi propia vida, sintiéndome vibrar como un instru- mento en el silencio, escuchando el grito de mis presentimientos, que engrandecían en la inmovili- dad, hablándome de glorias futuras, de cielos ilumi- nados de apoteosis.

Y, algo de fuerte y de terrible, el milagro del pensamiento empezaba á crecer en mí, con vuelos vertiginosos, más sonoro á causa de la soledad, más cargado de revelaciones á causa de la distancia in- mensa de los liombres.

Y, en el recogimiento de la soledad yo sentía el Infinito mezclarse á mis pensamientos, tocar á mi corazón, como un mar taciturno de silencio,

Y, fuerte en mi invencible orgullo, continuaba en desafiar los sarcasmos de la aldea, de pie sobre mi aislamiento que ya parecía una cima.

Y, en mi decisión augusta de separación definitiva forzaba el odio á contemplarme.

El vértigo de la soledad me coronaba de infi- nito.

Es en la soledad que vive el genio.

Sólo la soledad es fecunda. Sólo en ella se halla la línea de perfección, la grande armonía silenciosa de las fuerzas primordiales, el tesoro enorme de los pensamientos huraños é inmortales, que como pája- ros de grandes vuelos no viven y no vuelan sino en

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lo inaccesible ; procesión de verdades inmortales, que escapan á la vista de los hombres, lis de su sombra borrascosamente confusa, que brotan la palabra, que es luz, y el color y la forma, la plástica canción de la Belleza.

El soplo de la soledad nos envuelve en una radio- sidad animada de cosas, dentro de la cual sólo podemos confiar á la Eternidad el secreto de esas cosas inmortales que nos animan.

La soledad está lejos de la vida, por eso es pia- dosa, y está lejos de la vulgaridad, por eso es noble. Mi corazón coronado de naufragios, triste campo de derrotas prematuras, sangraba ante la intensa mise- ria interior de los seres que me rodeaban y se cerraba impenetrable ante ellos.

Odiaba á los hombres como tumbas y los esqui- vaba como á espectros.

La ternura de mi madre me iluminaba como una alba, me protegía como un escudo, pero no alcan- zaba á consolarme, á llenar todo lo infinito de mi corazón insatisfecho, á calmar la inexorable ansia nostálgica del beso hermano de la caricia.

Su seno suave y calmado, como un remanso de aguas dormidas, era el único reposorio á mi frente ya soñadora de aureolas, visionaria de halos ra- diosos, _,

Y su corazón era el único vaso donde yo vertía el tesoro de mis ternuras, la sorpresa divina de mis palabras, cuando mi alma ebria de visiones, como de un vino de estrellas, buscaba su regazo y me re-

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clinaba en él, sonriendo al deslumbramiento de grandes cosas futuras.

Y, ella, era la única cj[ue penetraba en mi alma.

He ahí por qué la madre arraiga tan profunda- mente en el fondo de nuestra vida. Por qué ella es la única que entra á nuestro espíritu en la hora tene- brosa del misterio, en la gestación laboriosa del pen- samiento bajo el azul fecundo y vago del ensueño.

Pero, su amor no es el Amor.

Y, mi alma se alzaba, como una flor adorante y clamorosa, llamando ese sol desconocido que tar- daba en asomar.

Entonces fué que la visión radiosa apareció en mi camino, y mi aspiración fué hacia ella, como una sombra alzada del fondo de todas las profundidades.

Y, la coronó de sus tinieblas.

Y, aquella noche, al volver á casa, pregunté á mi madre, quién era la visión blonda que había deslum- ])rado mis ojos en la penumbra del bosque.

Es Delia, la hija del nuevo Juez, que hace poco ha venido, me dijo mi madre, con su voz calmada, que parecía un cántico. Y, luego, con un ritmo de admiración que no era fingido exclamó :

¡ Oh, cómo es bella ! ¿ No es verdad que es muy bella? hijo mío.

Muy bella, respondí.

Y, callé, replegándome en la sombra de mi cora- zón, como para ver mejor la visión evocada por el ritmo del verbo maternal.

Y, después me extasié en pleno sueño, un vago

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ensueño, que tenía algo del esplendor de lo divino y el estremecimiento portentoso de lo real.

Es necesario adorar, dijo el alma envolviéndose en un velo de crepúsculo.

Florecían los ftirolillos, como tulipanes de luz, en las ramas de los árboles ; pendían como abalorios incendiados, de las puertas rústicas y las ventanas donde como cestas de clavellinas lucían los rostros alegres de las muchachas del pueblo; circuían como una enredadera de fuego el amplio pórtico y la torre vetusta de la Iglesia, sobre la cual las chispas de los cohetes disparador fingían cascadas de rubíes en la noche negra. Se elevaban los globos aerostáticos en el aire calmado, como grandes pájaros estacionarios, con el pico de fuego, prontos á devorar la tiniebla aterciopelada y láctea del firmamento que se des- plegaba coiiio grandes gasas húmedas, salpicadas de oro. Las campanas sonaban enloquecidas, venturo- sas, gritando sus salmos metálicos en la gloria de la noche franjeada de estelas blondas, como gritos de fe, como palomas escapadas á la sombra del San- tuario incendiado, batiendo alas desesperadas sobre -los lampadarios y los corazones ardientes de piedad. Y, la gran sinfonía de metal entusiasmado^ vibraba en cántico de alegría bajo el azul sereno, sobre la

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plaza rumorosa y llevaba hasta el valle profundo, ahogado en la beatitud de las sombras, su apasionado cántico de metal, vencedor del silencio y las tinie- blas. Como un relicario maravilloso, que contuviera rubíes de Calcedonia y topacios de Esmirna, engar- zados en viejas cinceladuras de argento pálido, el templo abierto dejal^averla iluminación multicroma de sus altares, donde el oro viejo de las molduras se hacía radioso en la fulguración de millares de cirios que ardían al pie de los ídolos grotescos, radiosos ellos también, bajo sus grandes halos de metal. Los lirios, como ostensorios de pureza, alzaban sus vír- gulas de oro éntrelas ondas azulosas del incienso, que flotaban como nubes de un lago, bajo el calcio inmaculado de los pequeños arcos góticos, festona- dos de laurel.

Afuera, en la plaza negra, la multitud campesina hormigueaba, extendiéndose y contrayéndose como los pliegues de un manto y formando con los cirios agitados en las manos, ondulaciones de moluscos fosforescentes llevados por la onda negra. Y, la ilu- minación movible, estriada, prismática, de aquel gran rebaño humano, semejaba la luz intermitente de una bandada de cocuyos en una selva dormida.

Y, aquella ola negra de bestialidad adoratriz, se estrechaba, se compactaba en contracciones de vípera, chocaba contra los muros, en ondulaciones de marea, y se arrojaba, se agrupaba al pie del ídolo procesional, como bajo el disco de una estrella ó el bronce de un escudo, rumorosa, suplicatoria, llenos

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los labios de plegarias desesperadas, encorvada la frente triste de bestia ciega encadenada á un mito.

La Virgen, sobre las andas doradas, todas llenas de laureles y plantas del monte, avanzaba, llevada en liombros, radiosa de piedras falsas y de estrellas de papel, más estrellada que la noche lujuriante en cuya cúpula profunda se perdían los rumores de su apo- teosis. Con movimientos lerdos de autómata oscilaba, siguiendo el ritmo desigual de los hombros que la llevaban, blanca y azul, bajo la corona flameante, emblanqueciendo por momentos bajo la lluvia se- dosa de pétalos que manos piadosas le arrojaban desde los balcones, y que ondeaban, voloteaban como nieve menuda y caían lentamente sobre el manto y á sus pies, como un homenaje mudo de las pálidas rosas.

El aire se poblaba de clamores, de repiques y de plegarias, como el rumor creciente de un río de ado- ración.

En la casa de mis tías, una vieja casa conven- tual, blanca y florida, en la cual germinaban en perpetua floración las plegarias y las lilas, de ro- dillas sobre los amplios balcones que daban á la plaza, estaban muchas familias de los notables del pueblo, título con que el servilismo aldeano cos- quilleaba el orgullo agreste de los ricos del poblado.

Y, allí, en esa sombra de cabezas incHnadas, es- taba Flhi, divinamente bella, con su belleza de le- yenda, así como una rosa blanca, caída entre fron- dazunes crepusculares.

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Su hermosura, amarga y dolorosa como un poema (le lágrimas, irradiaba en esa penumbra, con los tonos áureos y blancos de esas nubes de poniente que el otoño unge sobre los cielos tristes.

Su forma inmóvil y blanca, que parecía un diseño tumular, se destacaba apenas en su fragilidad inquie- tante y linearia, como una evocación mortuoria, como un lirio de mármol sobre una tumba de ba- salto.

Estaba de rodillas, vestida en blanco, como la Virgen que iba en andas, pero el manto que la cubría era obscuro, de tonos violáceos, que hacían resaltar más sus palideces asiáticas de ídolo de marfil.

Sus labios tristes, como camelias pálidas de sufri- miento, como lilas exangües de dolor, como geranios mustios, en cuyos cálices tenebrosos hubiera vertido la Noche todo el licor amargo del Silencio, se movían lentos, con un ritmo de pétalos estremecidos.

Oraba, y de sus labios meditabundos, se desgra- naba la plegaria como un rosal de rosas de Infinito. Sus brazos cruzados como si abrazasen con sus largas manos marmóreas todas las cruces negras del Sacrificio, todas las coronas del Escarnio, todas las flores del Dolor y de la Desolación, parecían prontos á abrirse como alas de Redención, en un gesto abnegado de crucifixiones, sobre pináculos de des- esperanza, en horizontes glorificados de aureolas trágicas.

En sus ojos magnificados por el éxtasis, se ex- tendía, como en una noche boreal, la melancolía de

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las lagunas septentrionales, de las grandes landas desiertas donde llora la soledad, de los amplios mares brumosos donde el invierno canta.

El oro fluido de sus cabellos lactescentes, con una irisación de espigas otoñales ya muertas por el frió, se tornaban, á las luces lunares, en un blondo de ceniza, con reflejos de ópalo, se hacían casi blancos como auroras de cristal, y le formaban un limbo in- dcflnible de heliotropos, sobre el cual se hubiera espolvoreado todo el fulgor astral de las noches del trópico. Era como una gran gardenia, sobre la cual una araña del cielo hubiese tejido una red de oro.

Se diría que el silencio le hacía un nimbo.

Un halo de palideces imprecisas flotaba en torno de ella, como el alma vasta y fría de las soledades, como el fondo de una gruta de perla, donde se obs- tinara una alba perpetua.

Yo contemplaba aquel mármol vivo, inmóvil en la luz lunar que caía sobre él como una lluvia de pétalos.

y, tuve la sensación de que mi alma se ahogaba y desaparecía, en ese grande océano de tristeza, que eran los ojos enigmáticos de aquella virgen, que parecía hecha toda de sombra y de melancolía.

Un divino, un inmenso amor nació en mí, por aquel ser frágil y puro, que parecía temblar en el dolor.

Y, en la sinfonía triste de las cosas, mi alma pre- ludiaba la paráfrasis de los amores irremediables, gritando á la noche negra las palabras victoriosas : Yo amo...

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La procesión llegaba á su fin.

La Virgen desaparecía, hundiendo su silueta lumi- nosa en el Santuario incendiado, entre la adoración crepitante de los cirios, entre nubes de incienso y bajo los pórticos coronados de rosas, como escapada al gesto de los brazos tendidos, de las manos cris- padas hacia ella en ademán suplicatorio. El rebaño humano la seguía con murmullos prolongados y refluía hacia el templo empujándose, estrujándose contra los muros blancos, con un rumor de selva y de océano... Por última vez, ya allá lejos, en la gloria ígnea del altar, ])ajo el ábside con aureolas de laurel, se vio la imagen volverse sonriente hacia la multitud, tendiendo á ella sus manos cargadas de bendiciones, en un gesto de sem])rador, arrojando sobre el surco de la fe la semilla de la esperanza. Su manto azul osciló como el peplum de la aurora. Y, ya inmóvil sol)re el altar, su cabeza centelleó en la apo- teosis, como un sol.

Y, las puertas del templo se cerraron.

Todos se pusieron de pie y la vida renació, bajo los cielos nimbados de oro, sobre el campo saturado de aromas lujuriantes.

Ella entró á la sala, con su marcha rítmica, como fascinada de sueños, con ondulaciones y esbelteces de un junco índico, con la mansedumbre lánguida de un cisne meditativo en la paz religiosa de un bosque, bajo un firmamento nacarado, en el turba- dor silencio de la noche luminosa.

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Parecía más grande y más flébil, vestida de blanco, en los reflejos moarés de su abrigo vio- láceo que hacían una penumbra amatista á la cera pálida de su rostro y á las luces tristes de sus ojos, llamas moribundas sobre un bosque muerto.

Avanzaba feérica, luminosa, como un rayo de luna filtrado en los follajes, como la ondulación de una ala nivea, silenciosa, toda blanca, en la pompa milagrosa de la noche ecuatorial.

Y, al verla avanzar así, radiosa y misteriosa, un verso de la Vita Nuooa brotó en mi cerebro y dijo á mi alma : /íé ahí venir aquella que debe establecer sobre su dominación.

Y, valeroso fui hacia ella.

Una de mis tías me la presentó y al tomar en la mía su mano blanca, que era una claridad, sentí que mi vida se ligaba á esta rosa pálida y que mi co- razón se rendía al fluido turbador, que se escapaba de aquel ser calmado y bello, triste como una noche sin aurora.

Y, al inclinarnos para el saludo, nuestras dos al- mas se inclinaron también, tocadas de un vértigo extraño, para mirar el abismo tenebroso de la pa- sión, que se abría ante nosotros. Y, sin pronunciarla, dijeron la gran palabra, que canta eternamente en el corazón y en los labios de los hombres : el Amor,

Y, el Amor fué en nosotros.

La palabra musical no fué dicha. Pero, nuestras manos al desenlazarse, habían ya sellado el pacto eterno, frente al Dolor, al Destino y ala Muerte.

Ondas de una vibración extrañ i descendían sobre mi alma solitaria.

La dulce tristeza del Amor, que pasa sobre el jar- dín de los sueños como el hálito del lago taciturno sobre las flores que duermen en el agua, abriendo en el silencio el esplendor de sus colores lejanos, cayó también sobre como una sinfonía que era un encanto, ¡la tierna melopea, de las liras irresis- tibles y cautivadoras !

En la mendicidad de afectos en que vivía mi co- razón, este estremecimiento delicado, esta alba de amor, cuasi divina, abría un cielo inesperado á mi triste alma claustral, y ella obedecía á la llamada, irresistible que le venía de esos cielos irrevelados y vibrantes.

Mi soledad, poblada hasta entonces de grandes sueños hoscos y rebeldes, se pobló de sueños tier- nos y consoladores, que vinieron á halagar mi gran miseria moral, á poblar de encantos mi brutal aisla- miento... PerO; del fondo de ese abismo de felicidad, se alzaba la insoportable, la terrible angustia, como

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la no.che implacable devorando las púrpuras del cielo.

Y, la eternal melancolía, extendió sobre ese pri- mer idilio de mi vida, su manió de sombras, que tanto se parecía á la muerte.

Y, la alegría, ese sol de primavera, que debía alumbrar aquel gran desgarramiento que el amor hacía en nuestras almas, fué. velado y triste, sus rayos triunfales hicieron apenas una alba pálida sobre nuestro cielo desierto, que parecía un su- dario.

Pero no era de mí, que partía aquella tristeza in- sondable y extraña, que enduelaba nuestra pasión como una gasa fúnebre, extendida ante nuestros ojos sedientos de infinito.

Era de Ella, de su alma de silencio, de su figura blanca que parecía una flor.

Y, en el gran rito de Amor, que celebraban nues- tros corazones, en el rayo de gloria que nos bañaba, ella permanecía triste, como la vaga esfumación de., un sueño en el crepúsculo, conro .la sombra de la noche sobre las floraciones dormidas.

Y, así, paseábamos, en las tardes inermes, por los senderos solitarios, en los caminos rectilíneos, entre la monotonía perfumada de los rosales, y la pompa del llano multicolor, que semejábala superficie de , una mar calmada.

. Ella, muy grande para su edad, con su palidez de ámbar y el nimbo de oro de su cabellera lunar, pa- recía un dibujo prerrafaelita, un diseño del Luini,

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avanzando on el llano desnudo, en la calma argen- tada del paisaje.

Y, las manos en las manos, nos hablábamos larga- mente, tiernamente, bajo las arboledas seculares, en los caminos desiertos, cerca á los estanques grises, que semejaban escudos de batalla que el poniente envolvía en una magnificencia de gloria.

Mecido por las palabras que cantaba su boca, me sentía absorbido, como desaparecido en un sueño de paz y beatitud, en el enervamiento delicioso del fluido cautivador que se escapaba de ella.

Su belleza exquisita, de una perfecta euritmia de formas, encadenaba mi alma á la contemplación muda y creciente... Y, sentía el vértigo de Ella.

Y, mis ojos, cargados de enternecimiento devo- raban la figura radiosa, vibrante de ideal, enigmá- tica como el Misterio. Y, rosas espirituales, rosas de Adoración, nacían en y pétalo á pétalo las desflo- raba á sus pies, como las piolas de un cántico... Y, mi alma la besaba castamente, armoniosamente, en limbos supraterrestres de una espiritualidad per- fecta.

Bajo los macizos florecidos, en el bosque saturado de odoraciones de fecundidad, exuberante de savia vegetal eu fermento, ante la calma bestial de la natu- raleza, llena de efluvios de voluptuosidad, mis senti- dos se turbaban á veces... Y, ante su cuerpo casto, que envolvía el lino púdico, en pliegues armoniosos, ante el cielo de sus ojos, que fingía la coloración pá- lida de un levantar de astros, estrechando en las

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mías sus manos sensitivas y temblorosas, como dos pájaros enfermos, viendo en el nacimiento del cuello y de los brazos la pulpa adorable y suave de la piel, sentía ante esa contemplación plástica, el aliento mal- sano del deseo alzarse en y la serpiente impura envolver con caricias de llama mi cuerpo adoles- cente.

Y, mientras ella quedaba serena, hierática, en el ritmo de sus gestos calmados, que eran una música, como envuelta en una nube de cosas inmaculadas, yo me debatía en el torrente pasional, bajo sus olas fangosas, terriblemente triste y humillado, ante los gritos inmundos de mi animalidad desesperada, tratando de libertarme de ella, con la evocación de pensamientos altos y nobles, bajo el encanto lenifi- cante de aquellos ojos tan admirablemente serenos.

Y, mi corazón se levantaba, purificado de la mise- ria de su lepra, por el flujo de pureza y santidad que se escapaba de aquella alma inefable, de aquellos labios sobre los cuales el poder del verbo tenía extrañas sonoridades irresistibles.

Y, mi espíritu, como resurgiendo de una cripta, milagrosamente lleno de blancuras, se alzaba hasta ella, hasta el cielo-contemplativo y místico de su alma enamorada. Y, todo mi amor, hecho de dolor, de amarguras y de melancolía, iba delirante hacia ella, hacia la paz y el esplendor que rayaban en su rostro de virgen y hacia la eucaristía de sus labios, donde en la plenitud del silencio palpitaban sin abrirse las flores de la inmortal consolación.

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La tristeza que venía del campo y caía de los cielos en desolación, envolvía, nuestras almas. Y, en el duelo solemne de la hora, en el crepúsculo que envolvía la tierra y ahogaba los montes, nos abra- zábamos estremecidos, en un gran gesto de espanto, en el profundo silencio que solo interrumpía el grito de los pájaros, la cadencia de las fuentes, sonando en la soledad, bajo el abismo celeste, y el ritmo de nuestros corazones, que vibraban como liras de eter- nal melancolía, en el oro glauco de hi noche, que se alzaba ya sobre los estanques lívidos.

Huérfana de madre, sin hermanos, Delia había engrandecido en la soledad, bajo la mirada casi indi- ferente de su padre, hombre frivolo, sensual, al cual su viudez le pesaba como una carga.

El gran sol de la ternura, no había alumbrado nunca sobre ella y su corazón aterido de ese frío mortal, permanecía cerrado, como un botón de rosa^ esquivo á abrirse bajo el sol taciturno del invierno.

Y, la niña, inclinada la cabeza como un pistilo frágil, me contaba la pena de su vida, con ojos terri- ficados por el dolor y su voz c[ue tenía como un cre- pitamiento de llama.

Su madre había muerto, horas después de haberla dado á luz. En el delirio de una fiebre intensa, había ido á arrojarse en un río cercano á la casa cam- pestre donde le había sorprendido el alumbramiento. Ya en meses anteriores, durante la preñez, había in- tentado arrojarse al mismo río, en horas de pertur- bación mental, ocasionada por las brutalidades de su marido. Su cuerpo rígido, extraído délas ondas, fué la primera visión, que se grabó en aquel cerebro

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vii'gen. Crecida aliado de su abuela, no viendo á su padre sino muy rara vez, consagrada al culto de su madre muerta y á la rememoración de la tragedia violenta en que aquella había desaparecido, llegó á los catorce años, llena de una exaltación dolorosa, que no hacía sino aumentar diariamente. La muerte de su abuela la entregó á su padre, que no pudo nunca ocultar el enojo que esta carga le ocasionaba. Así llegaron á nuestra aldea. El padre, ebrio consue- tudinario, politicastro rural, olvidaba por completo su hija, y se ausentaba del hogar semanas enteras, entregado á una nueva concubina, con cuyos amores escandalizaba por entonces el pudor bravio de aquel nido de castidades aldeanas.

Así abandonada vivía ella.

Y, nuestro amor se entristecía de la tristeza de su vida. Y, nuestros ojos cegados por extraños presen- timientos, parecían no alcanzar á ver las costas lu- minosas del país de la ventura.

Pero la gran tristeza venía de ella, de la melanco- lía de sus pensamientos, de sus palabras que pare- cían temblar ante la vida, de sus amplios gestos litúrgicos, que parecían marcar, como inmensas alas agoreras, todo el circuito de ladesolación inolvidable.

Inclinada sobre mi corazón, dejaba correr la fuente de sus tristezas, que iban del fondo de su alma hacia la mía, como una corriente obscura que arrastrase pétalos odorantes.

Yo te he encontrado como un árbol de vida, en mi camino hacia la muerte, me decía. Yo iba á ella

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como por un bosque de laureles hacia la mar cal- mada. Yo iba á ella con avidez. Es allí que habita la ventura. El resplandor engañoso de la vida, no des- lumhra mis pupilas atónitas, ni prende auroras de deseos, en el rubio de esta cabellera, que semeja un sudario. Solo has podido detenerme en la vida, con tu voz de encantamiento. Solo has podido en- cadenar mis alas, en vuelo hacia el reposo. La per- suasión divina de tu amor me hace vivir. Tentadores, misericordiosos y elocuentes, tus labios me atan á la vida. La red luminosa de tus palabras ha inmo- vilizado mi vuelo hacia el gran río profundo del Silencio. La fuerza imperiosa de tu amor me. hace vivir. Es tu corazón toda la inmensidad de la vida. ¿ Cómo podría yo vivir fuera del cielo que has hecho para darme la alegría ? Mi pobre alma dormida en las profundidades, despertó á tu voz y te sigue como un resucitado á su profeta. Como una luz en la obscuridad, como una melodía en las tinieblas, me guías á tra- vés déla sombra. Eres para mí, luz y armonía. Eres toda mi zona de sol. Fuera de tí, la tinieblaylamuerte.

Calla, calla, le gritaba yo, sellando en los labios el horror de la palabra fatal, acariciando con ter- nura apasionada sus manos que temblaban como alas heridas.

La felicidad existe sobre la tierra. Tiene como las plantas su hora propicia. Es la hora de la felici- dad, gocémosla.

¿Cuánto dura la vida de esa planta? decía ella, y callaba.

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Su visión obsesionante era el agua. Permanecía largo tiempo absorta, mirándola correr. Inmóvil, como sugestionada, se inclinaba sobre la gran mole de las aguas, como tendiendo el oído hacia voces lejanas, como si oyese llamadas irresistibles venir á su corazón.

El agua tiene una alma, me decía, una alma tierna y melancólica que solloza en el fondo de los ríos. El agua tiene labios. El agua llama y besa. Nada hay igual á la atracción de las aguas calmadas. Su extraña fascinación finge todos los mirajes. Yo siento que me llama, que me atrae y tiende brazos visibles hacia mí. Son los brazos de mi madre. Ella me llama desde el fondo del abismo donde encontró la calma.

Y, vibrante, estremecida, se refugiaba en mi pecho, como para expulsarlas visiones de la obsesión fatal.

Y, aterrados ambos, nos sentíamos como llevados por las ondas de un río negro, bajo un cielo más ne- gro todavía, sin gritos, sin esfuerzos, en una extraña aspiración de descanso y de agonía..

¿Por qué mi alma incomprensible, inquieta y atormentada, empezó á sentir entonces esta sed infi- nita de ideal y de emociones, que ha sido la fuente de todos los placeres y los dolores de mi vida ?

¿Qué condiciones de atavismo, de carácter y de medio, podían llevarme á esas vagas aspiraciones, á esa tristeza exclusivamente intelectual, que se apo- deraba de mi ánimo ?

¿Porqué no despuntaba en mí, la sabia y bestial resignación, la mediocridad apacible y desarmada de todos mis antecesores, héroes de la gleba, muer- tos al pleno sol después de sus grandes victorias sobre la naturaleza, en la tierra domada, vencida y fecundada por ellos ?

¿Por qué ya aparecía yo, como uno de aquellos tristes predestinados á vencer ó á morir en la espan- tosa batalla de la vida ?

¿ Por qué ciertas almas, como ciertas flores, no se abren sino bajo acres brisas de borrasca, que han de llevar lejos, sus gérmenes deletéreos y violentos ?

¿ Por qué sin presentirlo siquiera, ciertas almas

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nacen enfermas, del mal de su época, el mal del siglo, sin estar ligadas para nada, al vasto movimiento de las costumbres de su tiempo ?

Yo había nacido en una zona de barbarie, en un país casi absolutamente separado de la civilización, agrupación híbrida de indígenas analfabetos, casi en nada distintos de la bestia primitiva, y de semile- trados pavorosamente imbéciles, que no habían educado sino sus apetitos y ocultaban bajo el som- brero los cráneos más desmesuradamente idiotas, y bajo el vestido el más monstruoso corazón de bár- baros.

¿Porqué sin elementos tradicionales que la infor- maran así, mi alma como tocada por la fiebre de su siglo, se apartaba de la gran miseria ambiente, é iba como arrastrada por fuerzas ocultas, recorriendo extrañas etapas morales, hacia zonas extrañas de pensamiento, hasta entonces no conocidas por los míos ?

Yo no era fruto de una raza decadente, empobre- cida por los vicios, gastada por los placeres, agotada por la predominada cerebral de grandes genios.

Mis antecesores paternos, todos habían sido campe- sinos robustos, sanos, ignorantes, que por genera- ciones de generaciones, habían nacido, crecido, vivi- do y muerto en esos campos, sin ver más horizonte que aquel que delineaban los llanos verdáceos, los bosques tornasoles, los lejanos cerros meditativos. Su corazón de grandes niños no había sentido oirás pasiones que el delirio del trabajo, el dolor de la

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muerte y el amor legítimo que era para ellos como un placer mezclado de religiosidad en el rito sagrado de la procreación.

Su cerebro no se había agotado en abstrusas elucu- braciones filosóficas, en el dédalo de las teorías políticas, en sueños quintesenciados de pasión, en subtilidades emocionantes de arte, en refinamientos de voluptuosidades morbosas. Ni sabios, ni escri-, lores, ni artistas, ni hombres de Estado, había dado aquella raza de vigor animal, de hombres sanos y fuertes, crecidos y muertos sobre el surco fecundo, cerca al arado heráldico, en medio de sus vacadas apacibles, mugidoras, ante el horizonte espléndido de sus cosechas, que como esclavos sumisos, incli- naban ante ellos sus espigas cargadas de oro, cuando domadores de la tierra, pasaban al trote de sus potros indómitos, recorriendo esos campos regados por su sudor, fecundados por el trabajo recio de sus manos.

Muy niño aún, yo recuerdo, haber acompañado á mi abuelo, por el campo recién arado, tras de los bueyes grasos, llevando talegas llenas de simiente, que él arrojaba en el surco ávido, con un gesto de bendición, cuasi litúrgico, con una gravedad sacer- dotal, atento cual si escuchase salmos de vida salir de las entrañas desgarradas de la tierra, majestuoso en su grandeza de labrador octogenario, perfilando su alta silueta de patriarca en la severidad inmu- table del paisaje, en la calma idílica de las llanuras asoleadas.

Y, ese era para él, no un trabajo, sino el gran

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placer de su ancianidad, cuando ya se inclinaba hacia esa tierra que había amado tanto, y que aún laboraba antes de desaparecer cargado de hijos y de bienes crecidos bajo él, con la multiplicidad prodi- giosa de los patriarcas amados de la Biblia.

Mi padre, tenía la pasión de la Naturaleza. La amaba con un delirio de fauno. Era una alma pánida, ferozmente enamorado de su tierra madre. Era agri- cultor por atavismo, por temperamento, por placer y por constitución. Tenía el horror de la ciudad y del poblado. Aislado en sus campos, vigilando él mismo sus cosechas, lleno su corazón del amor á la tierra, á mi madre y á .

¿Por qué de esa selva de cuerpos robustos y almas sanas, tan poderosamente arraigados en la tierra, rebeldes al vuelo y la visión, surgía yo, niño enfer- mizo como mi madre, meditativo, tenazmente abra- zado al pensamiento, pertinazmente atento á las grandes cosas silenciosas y graves de la vida?

¿ Porqué el alma colectiva de mis abuelos, no can- taba en el himno del trabajo y mis manos y mi cuerpo en quietad estéril, rehuían la faena recia y no se tendían hacia el gesto augusto de los grandes campesinos que habían inmovilizado sus siluetas rudas, sobre ese mismo horizonte de paz y de quietud?

¿Por qué mi ser adolescente comenzaba á ser tortu- rado por extraños dolores morales, por aspiraciones incoherentes, por sueños fragmentarios é imprecisos, que volaban en un ambiente abstracto y difuso.

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como grandes pájaros desterrados de la aurora, fuera del tiempo y del espacio?

¿Por qué en la miseria de mi vida interior, mi co- razón empezaba ya á lanzar grandes llamadas impre- catorias al cielo } al destino, ensayando en el infi- nito cruel, levantar la cabeza contra todos y contra todo?

¿Por qué mis manos se tendían hacia el muro de la sombra, deseosas de aprisionar el infinito azul?

¿Por qué un orgullo inconmensurable, me lanzaba ya al encuentro terrible de la existencia, como si fuese capaz de cortar ó inmovilizar ya las garras in- visibles de todas las cosas de la vida ?

¿Por qué ante el medio ambiente impersonal y hostil, ante el asalto déla banalidad agresiva, yo no sabía borrarme ó capitular, y resistía bruscamente, refugiándome en la violencia y en la soledad de mis sueños?

¿ Por qué mis labios tomaban ya el gusto amargo del odio y con una emoción de cosa sagrada, amaba atraerlo sobre mí, cual si fuese la forma amada de la gloria ?

En la intensidad aguda de mi deseo por realizar grandezas ocultas, en un mundo exterior que huía á mis miradas, viendo mis sueños animarse y respirar en una atmósfera de infinita crueldad que los inmo- vilizaba, mi corazón- sangraba, mi pensamiento se sentía asesinado y las lágrimas subían á mis ojos, como una protesta muda, ante el horizonte impene- trable del Destino.

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Mi alma insatisfecha, enormemente triste, sentía ya la formidable laxitud, que hace temblar el rosal pensante, bajo el insoportable enojo de la inercia.

Y, mi voluntad, emocionada, imperiosa, hacía señales de partir hacia la vida, hacia la acción, en un bello gesto de sueños realizados.

Y, de las claridades desmesuradas del futuro, una grande, una inmensa esperanza, caía sobre mi co- razón, abierto como una flor.

Mi madre había adivinado mi amor. Y, la deli- cadeza exquisita de su alma maternal, supo ador- nar de flores el reposorio de mi corazón. Acaso pensó también que bajo la bondad acariciadora de sus ojos, ese amor sería más puro y que un deber moral, le mandaba velar por aquella niña sin madre, aban- donada, desarmada ante la pasión violenta que ins- piraba ásu hijo.

Ello es, que Delia, por llamamientos de mi madre, se hizo más asidua en casa, y que era allí, mientras mi madre bordaba tras de los emparrados que gua- recían el corredor, que nosotros platicábamos en el jardín, entre los rosales tupidos, á la orilla del río profundo y traidor que corría á nuestros pies con perfidia silenciosa, bajo el estremecimiento de los follajes, en la paz atenta de las cosas.

Dulcemente, devotamente, castamente yo le to- maba las manos, mientras caía á mi lado como una cascada el oro fluido de su cabellera que fingía en las blancuras del traje un resplandor de luna sobre la nieve casta. En la violencia aguda de mi deseo yo

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quería despertar su alma para el amor feliz, su alma blanca, que parecía la muerte, su alma triste, que parecía el dolor.

¡ Oh, la sonrisa inenarrable de sus labios evocadores de la pena, cuando yo le hablaba de nuestra felicidad futura y alzaba ante ella el miraje de nuestro amor poderoso y triunfador en los campos sonrientes de la vida.

Y, me estremecía ante el silencio de esos labios, de los cuales no salía un grito de esperanza, y yo sufría de la desolación que castigaba tan rudamente aquella alma amada.

¿Por qué no creer en la ventura?

¿Por qué no abrir su corazón á la magnífica espe- ranza que brilla como un sol y designa más allá del dolor, el camino de la salud, en la gloria triunfal del esfuerzo, ó los grandes silencios del ensueño, los limbos iluminados del ideal?

¿Por qué cerrar los ojos al deslumbramiento de la ventura que se alza como una autora desconocida, en las extrañas decoraciones y las solemnes magni- ficencias, que el deseo de los corazones alza en los horizontes flotantes de la fantasía?

] Oh, lo que yo sorprendía en sus ojos, en el mis- terio enloquecedor de sus pupilas de abismo! ] Oh, ese algo sombrío, cambiante, inasible, que pasaba por ellas como un reflejo terrible, como una serpiente de esmaltes en la serenidad de un campo de rosas !

Mi mirada, sondeadora de almas, no podía asir nada, de eso^ en el fondo de la suya, sin embargo, tan

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trasparente y tan pura cuando se alzaba hacia en un vuelo de éxtasis.

Su rehusa de creer en la ventura, su melancolía brumosa me invadía también y después de haber vaciado la urna de nuestras confidencias, como rosas tristes de adoración, sobre las cuales habían cantado nuestras almas como dos ruiseñores en delirio, nos abrazábamos, como para sentir unidos nuestros co- razones y uníamos nuestros labios como un secreto ante la quietud de los campos próximos, solemni- zados por el rumor inmenso de la noche y el fragor distante de los torrentes...

Y, en esa hora magnífica de tristezas, llena de en- cantos, en el semisilencio que subía hasta nosotros y ahogaba la cadencia de nuestras voces en su duelo solemne, lágrimas consolatrices y purificadoras caían de nuestros ojos.

Y, nuestras melodías pasionales, subían en el si- lencio como una melodía de pájaros perdidos en la noche.

Todo pensamiento tiende á hacerse acción.

Toda idea quiere traducirse en acto.

Todo esfuerzo de mentalidad quiere solidificarse en hecho.

De ahí que la forma activa de la energía contem- plativa, sea siempre el Arte, en cualquiera de sus formas.

La acción brutal, el automatismo animal, es- pantan las naturalezas delicadas, y las arrojan en el aislamiento, en la zona de intelectualidad meditativa, que permite mejor, con el crecimiento austero y consciente de la personalidad, lalibre expansión del subconsciente, de ese algo sagrado que sube del instinto profundo hacia la luz inmensa.

No se escapa á la fiebre del Arte, si se lleva en sí.

El espectáculo de la naturaleza se refleja en cada organismo según el grado de su propia sensibi- lidad.

La acuidad de las emociones sentidas, marca el número de fibras heridas, es decir de sensaciones despertadas en el alma al contacto con la Belleza,-.

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Es la vibración de esta sensibilidad, lo que marca la conciencia artística.

Y, el artista nace y se revela todo á ese contacto, con su alta y segura apreciación del conjunto, su percepción patética de las cosas, la intensidad de sus sensaciones, su emocionalidad rara y cuasi dolo- rosa, su facultad prodigiosa de percepción y pro- ducción cuasi simultáneas, con una fecundidad de alma pánida, un acervo inmenso de sordas energías y una concepción armónica y rigurosa, de todo cuanto se debe á la santidad y á la inmortalidad del Arte, la única forma de representación y traduc- ción pura y noble de la Vida.

El contacto con la naturaleza, es decir, la reacción del medio, empezaba á despertar en mi alma emo- ciones nuevas, una manera nueva de sentir esa na- turaleza, una sensibilidad nueva y aguda para amarla, una fuente nueva de emotividad, como si el corazón de la tierra se revelase hasta palpitar acorde con el mío y el alma de la vida me hablase aloido, como la serpiente aquella que lamía los de Casandra en el templo de Apolo, por cuya divina revelación, la profetisa supo el mundo de las armo- nías.

¿ Qué es una vocación ? la revelación de una con- ciencia.

Y, fué del fondo de mis tristezas profundas, de la tortura de mi vida sentimental, que brotó en mí, el sentimiento del Arte, como una fuente cristalina en los flancos de un monte virgen.

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Fué en mi aislamiento taciturno, cuando solitario paseador pensativo en los campos desiertos, veía florecer para solo el enojo, enflorando la cam- piña, que mi alma, crispada bajo la mano brutal de mis sensaciones, comenzó á abrirse, á destenderse, ante la calma augusta del campo, á sentirse turbada ante la pureza infinita délos horizontes, maravillada ante el sagrado esplendor, que se desprendía de todas las cosas iluminadas para de una nueva luz.

Gradualmente mi tristeza se diluía en una calma melancólica, que no carecía de encantos, y quedaba horas enteras extendido en el llano, mirando los horizontes movibles colorearse y palidecer en gra- daciones lentas de luz, que prismatizaban los pai- sajes, evaporándolos en una poesía intensa de sueño, descolorándolos en opulencias aéreas de miraje...

El alma campesina de mis abuelos se revelaba en mí, viva y'perdurable, por el amor loco á la naturaleza.

Pero lo que en ellos era acción, era en contem- plación.

Yo he sido y soy un contemplativo.

La brutalidad de la acción me lastima hasta la sensación aguda del dolor. Mis manos mismas no parecen ser hechas para las asperidades potentes del trabajo. Son manos de idealidad. Hay manos artistas, manos diáfanas evocadoras. Viendo ciertas manos se- siente la impresión de la armonía y de la luz. Hay manos armoniosas y manos luminosas. La mano de Miguel Ángel era redonda y gruesa como la pata de un paquidermo, la de Giotto era pequeña y pálida,

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como una pluma de ánade ; Wagner tenía la mano velluda y fuerte, como una garra de león ; la de Litz evocaba las cuerdas y la forma de una arpa. Paga- nini tenía manos excepcionales como su genio. El violín quedó huérfano de ciertas notas, el día que la muerte inmovilizó para siempre aquellas manos maravillosas.

Yo tenía ya el culto y la admiración de mis manos. Mi madre me sorprendía atento, mirándolas, cual si esperase ver salir del lin de sus dedos largos y páli- dos, cálices de rosas mágicas ó rayos blondos de luz.

La sangre robus-ta y campesina, la espesa sangre patriarcal, vino generóse de la vieja cepa bárbara, empobrecida y debilitada en mí, por las herencias maternas, por la vida sedentaria y meditativa, se hacía tenue, cuasi opalina, al circular por las venas de aquellas manos que tenían opacidades y traspa- rencias de alabastro.

¿ Por cuál disgregación ó desviación de las fuerzas primitivas de la raza, ó por cuál armoniosa transfor- mación de leyes atávicas, yo, el heredero de esos hombres rudos, héroes de acción puramente animal, nacidos y vividos en el movimiento sin tregua, era un soñador, un especulativo, un inerte, al cual el más pequeño esfuerzo físico le causaba una aversión intolerable?

Esta autopsicología, esta autoquímica de mi alma, no me preocupa ahora. Constato el hecho, no lo ana- lizo. Los fenómenos de mi vida interior, visibles á la intensa acuidad de mis ojos espirituales, desarrolla-

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ban mi visión Interna, dejando ver al desnudo mi alma en formación, ya ondeante, inasible, soberbia y tempestuosa, violentamente orientada hacia los leja- nos y quiméricos horizontes déla idealidad. Mi espí- ritu subtilizado en la soledad, fatigado de girar en un círculo restringido de ideas, tornó por ley de regre- sión hacia el amor desmesurado de la Naturaleza, que había sido el dios de mis abuelos.

Y, la vi y la amé con conciencia artislica^ la más alta conciencia que el ser humano puede sacar de las profundidades de mismo; la conciencia heroica y voluptuosa, la sola que puede abarcar el conoci- miento de la realidad y del misterio y acercarse con alas impalpables, al gran desiderátum de la Vida.

Ellos habían mirado, con amor la Naturaleza. Yo la veía. Ellos la habían amado; yo la comprendía. Toda la pasión animal de aquellos hombres de tra- bajo, se hizo en pasión intelectual, admiración de pensamiento. El corazón de la raza vibraba en mi cerebro. El amor violento y confuso de aquellos hombres de la gleba por su madre Tierra, esplendo- rosa, se hizo en un amor intelectual, intenso y alto, una atracción magnética que me llenaba de impresiones desconocidas, de motivos de pensa- miento, de amplias y sonoras sensaciones luminosas.

Y, mi alma, inclinada á la contemplación en el seno augusto y sereno delasoledad, vio surgir ante ella la visión grandiosa del Arte, alzándose del fondo mismo de las cosas que miraba. Y, fué hacia ella.

La Naturaleza se reveló á con su seno repleto

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de bellezas, y mis ojos ávidos de mirar, miraron la maravilla de las cosas, que se extendían ante mí, confusas, imprecisas y radiosas, como la visión tierna de un gran cuadro mural, desvanecido por el tiempo.

¡Oh, el alma eterna de las cosas, más complicada que las cosas eternas del alma!

una tenaz exultación de la materia, un amor, un designio generoso Je despertar á la vida el corazón inanimado de la tierra me poseyó. Y, me embriagaba de luz ante los paisajes abiertos á mis ojos, y per- manecía como ciego, deslumbrado, extático, ante la visión fulgurante de la luz, que incendiaba los hori- zontes desmesurados.

Fui un enamorado del paisaje. El verde se hizo el punto de partida de todas mis sensaciones. La óptica se hizo el receptáculo de todas las emociones de mi cuerpo. Y, mi alma se incendiaba, de un incendio in- terior, como por el soplo de una gran llama divina. Y, una gloriosa Epifanía se hizo en mí. Y, ante la visión del Arte, que|abría el infinito de sus cielos á mis ojos, mi alma quedó, como una Esfinge pensa- tiva, con las alas aprisionadas, ante los soles incon- mensurables, que iluminan la visión alucinante del ' desierto.

Y, mi alma quiso ir hacia la inmortal Belleza, en un vuelo perdurable hacia la Gloria.

Ser un animador de la Naturaleza inerme, un hace- dor de alma para las cosas, un evocador de la vida en la muerte aparente de tanto ser inanimado que no

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espera sino un beso de amor para vivir : he ahí el sueño que me aprisionó.

Inmovilizar por el pincel lo que mis abuelos em- bellecieron con sus manos. Resucitar por la magia del color, lo que ellos fecundaron por la fuerza del sudor. Pintar con mis manos lo que ellos decoraron con las suyas. Inmortalizar lo que ellos amaron. Ser un pintor, he ahí el anhelo que surgió súbitamente en mi alma.

Y, fui el prisionero de mi sueño. Delia me alentaba en este vuelo de fantasía, y secundaba mis coloquios de adoración al Arte, con la sinfonía ingenua y suave de sus palabras, cuando lentamente recorríamos los campos, ebrios de amor, y ella, como una hada pensativa, extendía como un fluido en torno suyo, el esplendor de su belleza boticeliana, que parecía hallar su cuadro natural en el paisaje de gracia agreste y de melancolía suntuosa que nos rodeaba..

Exuberante de gracia y de bondad, me escuchaba arrojar el germen de mis idealidades, sobre el surco abierto en mi corazón, sobre el cual cantaba mi alma, como un pájaro extático en la apoteosis del sol.

Y, al contacto de mis sueños, su rostro se ani- maba, con una vida luminosa de transfiguración, y se hacía más grave su belleza de eternidad, belleza áurea y frágil, hecha como para no inmovilizarse en las cosas precarias de la vida.

Y hablábamos entonces de cosas altas, vagas y deliciosas, saturadas de tristeza, puras como su co- razón, blancas como sus manos sensitivas, sus

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manos exquisitas, que estrechaban suavemente las mías.

¡Sus manos eucarísticas, como hechas de anémo- nas y esencia de jazmín ! Sus manos de belleza extraordinaria, flores de Piedad y de Perdón, manos hechas para cruzarse extáticas sobre el pecho ó jun- tarse férvidas en la plegaria. ¡Manos de adoración, manos de éxtasis, hechas para alzarse temblorosas ante Dios, pero no hechas para retener ni para enca- denar! Manos para la ofrenda y el incienso, rehacías á la caricia y al amor.

¡Manos inolvidables! ¡ Oh, manos adorables!

¡Oh, el prestigio sagrado de las manos! ¡Las manos que son rosas, las manos que son lirios, las manos que acarician como una bendición! Las manos déla madre las manos de la amada, las manos que en el ciclo sereno del Silencio diseñan su gran gesto de Paz y de Perdón !

¡Oh, manos redentoras! ¡Oh, manos adoradas!

¡A dónde ese Poema?

¡ A dónde esa canción?...

Mi padre no me comprendía. Mirándome con in- quietud, la limpidez de su alma y de su mirada se turbaban, trataban de penetrar en mí, y se replega- ban vencidas, cuasi indiferentes, como si hubiesen dejado de lado el alma de un extraño que agonizara lejos del radio de su conciencia, calmada y dulce.

Le sucedía aveces inquietarse, mirando mi frente palidecer en el azul de la tarde, cargada de pensa- mientos, grave como un ostensorio donde brillase un rayo de sol extinguiéndose dulcemente.

Y, hablaba entonces á mi madre, y yo los sentía cuchichear cuando en las noches se detenían cerca á mi lecho, creyéndome dormido, y hablaban cosas de angustia y de temor, mientras mi padre, con gestos conmovedores, me rodeaba con sus fuertes brazos de titán, y mi madre extendía sobre mi cabeza sus manos blancas, que parecían alas.

Físicamente, yo era un adolescente delgado, pá- lido, demasiado alto para sus diez y siete años, con un rostro demasiado serio, demasiado melancólico, con una rara melancolía estremecida y vibrante, que

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se extendía por todo él como una emoción, y se refu- giaba como en un foco lunar, en los ojos medita- tivos, profundos, obscuros entre el espeso cerco azul que los rodeaba como un disco tenebroso y la som- bra de las pestañas, negras como la cabellera desor- denada y recia que caía habitualmente sobre la frente.

No era ese el tipo sanguíneo, fuerte, algo mon- taraz, que mi padre hubiera deseado para la perpe- tuación de su raza.

De ahí, que su amor hacia mí, cuyo temperamento físico y moral era una gran desilusión de su espí- ritu, estuviese saturado de esa especie de conmise- ración tierna, que se tiene por los hijos enfermos ó deformes.

Yo, era, para él, un enfermo, y él, sufría de esa idea, rodeándome de toda especie de agasajos.

Nuestros corazones estaban juntos por el afecto, pero nuestras almas estaban distantes, tan distantes, que no alcanzaban a columbrarse.

No pudiendo estar permanentemente conmigo, sabiéndome absolutamente inapto para las faenas del campo, me dejaba confiado al amor de mi madre, libre para la elección de una carrera, seguro deque, como él decía, refiriéndose á nuestrar cuan- tiosísima fortuna : siempre tendría con qué vivir, sin preocuparme de trabajar ni de estudiar.

Así, cuando mi madre le participó mi deseo de continuaren casa mis estudios de dibujo ya muy avanzados en el colegio, y de dedicarme por com-

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pleto á la pintura, accedió gustoso, como hubiera dado gusto a cualquier otro de los que él creía ca- prichos de mi temperamento enfermo.

Mi madre fué feliz de esta resolución, que no le arrebataba ya su hijo, para llevarlo á un colegio, y Delia, á esta noticia, demostró por primera vez que un rayo de felicidad inundaba su alma.

Mi vida tomabaasí un esplendor nuevo, una orien- tación mejor hacia destinos más altos.

Bien pronto, el Maestro, que debiera hacer la la- bor de mi cultura artística, fué hallado.

Era un viejo pintor italiano, que ambulaba por aquel entonces, en las capillas y pueblos cercanos, restaurando cuadros de innobles advocaciones que el pueblo aureolaba de milagros, poblando de mudas evocaciones de Belleza, iglesias rurales, donde no se posaría nunca la mirada de un hombre consciente, embelleciendo con creaciones maravillosas muros humildes de oratorios agrestes, alzados á la vera de caminos solitarios, ó sobre los picos enhiestos de montes dormidos bajo las tempestades, y poblando las naves de templos superandinos, con admirables reminiscencias de Siena y de Volterra.

Vittorio Vintanelli, se llamaba el pintor errante, que gastaba en las desgracias estériles del exilio las energías.de su alma helénica, su caudal prodigioso de ciencia pictural, que ejercido en plena barbarie, iba como un río desconocido, camino del desierto hacia la muerte.

Nada más conmovedoramente pintoresco, que su

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aspecto de filósofo troglodita, que recordaba á las mentes menos avisadas, las figuras de los pintores trashumantes del Renacimiento.

Con su vestido de pana azul, descolorado por las lluvias y su gorra de paño inclinada sobre la oreja, semejaba un artista bohemio del Quarlkr /rt/iíí,pero la gravedad impasible del rostro, las hondas arru- gas, la luenga barba inculta, le daban tal aire de austeridad, que comandaba el respeto. En su frente había como un resplandor de ergástula ascética. Imaginaos algo del faunesco rostro verlainiano, y de la hirsuta melancolía brumosa del de Tolstoi, y ten- dréis una idea del de Vittorio Vintanelli, pero con 'rasgos acentuados de fuerza que no tuvo nunca el autor del Relicario, siempre en lágrimas, y una ex- presión de implacable rencor, que no tiene nunca la mirada nebulosa y contemplativa del Apóstol Sár- mata.

Y, Vittorio Vintanelli no era solo un pintor admi- rable de rara erudición pictórica, un conocedor cons- ciente y profundo de los grandes maestros de todas las edades, un técnico poseedor de los secretos de la línea y del color, de los elementos constitutivos de la luz^ del análisis de las tonalidades y el contraste armónico de las coloraciones. Era un tradicionalista y un modernista al mismo tiempo.

Como todo artista genial, era un innovador. Su técnica sabia lo impulsaba al amor de las formas exactas, del dibujo impecable, sin el cual la pintura no es sino una aberración de colores y una danza

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macabra de líneas. Pero como era antes que todo y por sobre todo, un gran sensitivo, un gran poeta, en él cantaban los colores con una vibralidad atmosfé- rica luminosa. Todo en él era ritmo, armonía y on- das sonoras.

Era una grande alma lírica, perdidamente enamo- rada déla luz. El Arte era á su cerebro, una inmensa sinfonía luminosa, una vástatela de claridad, donde el dinamismo universal, los organismos todos de la vida, estaban animados por un ritmo continuo de gamas cromáticas intensas. Era un primitivo y un impresionista al mismo tiempo. Pero más que todo, era un aislado, un revolucionario alo Gauguin. Tenía la ferocidad concentrada y agresiva de Yinci, del cual se proclamaba discípulo y con el cual conser- vaba una vaga semejanza en los extraños ojos ama- tistas y el corte de la barba nazarena.

Desterrado, desdeñado, humillado, perdido en su mundo interior de colores, aquel gran sublevado, vivía el sueño de sus propias visiones, versicolor y tumultuoso, fuerte en la nobleza desmesurada, en la desesperación altanera de su alma, condenada á to- dos los silencios, por la depresión afónica del medio moral en que vivía, carente de ondas sonoras para la repercusión del pensamiento, en las formas gran- diosas del Arte.

Nacido en Florencia, como el terrible Alhiguieri, del cual tenía el alma soberbia y vindicativa, ha- biendo crecido en los mismos lugares que inmorta- lizó el teólogo lírico, era como aquel doctor místico

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de la rima, un alucinado, un revolucionario y un poeta.

Había esparcido la fuerza y el ardor apasionado de su espíritu, ya en prosas de polémica magistral, que recordaban los incendios apocalípticos de Al- fieri, ora en poemas de exquisita factura, que tenían en su mágico encanto la pureza de líneas de un oli- var toscano, la misteriosa diafanidad del cielo flo- rentino y la fluidez taciturna, la iluminación tierna y roja, que da un sol de estío, sobre la colina clásica de San Miniato.

Expulsado de su país por cosas revolucionarias, porque era un anarquista, uno de esos niveladores y destructores, sacerdotes del grande Enigma, após- toles de ese nuevo Cristo, que avanza lentamente por sobre el mundo en ruinas, de esos mártires que el mundo ejecuta hoy, y que adorará mañana, cuando de nuevo los patíbulos donde expira la Verdad, se tornen en señales redentoras y glorias del altar ; uno de esos héroes hechos para subir á los pinácu- los sangrientos, donde esperan su hora, incompren- didos, resignados, sonrientes ante la plebe bárbara y el pretorio en furia, resignados y sublimes, sus- pendidos en su agonía sobre la cima sangrienta, en el claro obscuro de la Historia, en las soledades hos- tiles donde se. agoniza sin aureola y se muere sin gloria ante los hombres y los cielos impasibles, sin un estremecimiento de Apoteosis...

Sin patria, sin familia, peregrinaba por América, en espera apasionada de triunfos que juzgaba cier-

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tos, engañando su ardor febril, con ejercicios de arte, en los cuales, como un nabab disfrazado de mendigo, dejaba caer la pedrería mágica de sus creaciones como un cofre de perlas sobre los pueblos bárbaros, recorriendo á pie los caminos intransi- tables, decorando templos y pintando santos bajo la mirada de curas intonsos, que hacían observaciones al encanto singular de sus madonas c¡ue habría fir- mado Sanzio y á las coloraciones de sus ángeles extáticos, que habría tomado por suyos Cimabúes.

Y, tendiendo á revelarse á mismo, en las obras en que la creación inmóvil de su pensamiento, relie- jaba, con el ^joc/e/' consciente de su potencia creadora, el estado doloroso y atormentado de su alma, traba- jada en secreto, por sus sueños, infinitos de reivindi- caciones definitivas ; todas sus creaciones, agitadas y múltiples, tenían, aun en el éxtasis, no qué gesto heroico, qué soplo de idealidad indómita, como si en los ojos torturados de los mártires, extáticos de voluptuosidad, en las pupilas de sufrimiento volun- tariamente ciegas al alivio, en las miradas de los supliciados, rebeldes á impetrar misericordia, co- rriese un extraño estremecimiento de revancha, un soplo de esperanza exterminadora, un sombrío, fe- bricitante paroxismo de venganzas lejanas... Todos aquellos santos tenían intensos gestos rebeldes, bajo la unción de sus miradas beatíficas, de sus halos de glorificación y de las coronas que nimbaban sus frentes de grandes elegidos de la Histeria.

De sus madonas ásus mendigos, todos tenían ojos

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misteriosos, interrogadores, llenos de una intensidad devoradora y alucinante, y rostros exangües de vigi- lias, demaceraciones, de expectativas desesperantes, rostros de una lividez de celda, de ergástula y de pa- tíbulo.

Tal Cristo suyo, clorótico y demacrado, bello como el Cristo de las tardes de Emmaüs, bajo el torrente de cabellos negros, sombreando su frente angosta, haciendo más profunda la mirada cuasi agresiva de sus ojos inmensos de zafiro, daba la impresión de un agitador de muchedumbres, de un revolucionario arengando á la plebe, sembrando la conmoción, haciendo germinar las grandes justicias, al soplo de su palabra profética, sembradora de la tempestad en el espacio... Y, blanco y lívido, en su demacradez de hambre y de vigilia, que dibujaba su cuerpo oseoso, tras de la túnica cuasi harapienta, era bajo la noche de sus pensamientos y de su angustia, la encarna- ción, el símbolo, la humanización tangible del Pue- blo, de la grande alma colectiva y dolorosa : la Humanidad hambreada y miserable.

Sus ángeles eran tristes, como bellos hijos de mendigos, abriendo sus ojos tiernos sobre el mundo hostil á su miseria. Flores de hambre, candidas y febricitantes, que daba pena contemplar.

Sus vírgenes, eran tristes, graves, meditativas, flores de nácar bajo cielos de otoño, con delicadezas tenues de juncos inverosímiles, y en sus ojos de esmaltes, quietos, impenetrables como una agua muerta, pasaba el estremecimiento de un largo, pro-

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fundo y voluptuoso delirio de dolor, una mareante ondulación lívida, como de grandes olas de cenizas, cual si todos los volcanes ocultos de la tierra, humea- sen y llameasen en la serenidad pérfida de aquellas pupilas húmedas y glaucas... Y, el águila teologal de las grandes revelaciones, parecía opiatizada ó prisionera en aquellas bocas pálidas, desdeñosas, sobre cuyos labios sinuosos, y delgados como una interrogación, parecían haberse posado, las cien alas silenciosas y enormes del Enigma...

Y, ese mismo soplo de revelación heroica que animaba sus creaciones picturales, pasaba engran- decido, por los períodos de su prosa musical, ar- diente y sonora, llena de un poderoso aliento lírico, del cual emanaba un encanto de fuego, como el del Vesubio ardiendo bajo el cristal sereno de los cielos opulentos.

Todo el hechizo contenido en las formas silenciosas de sus cuadros, estallaba como una armonía innu- merable, en los ritmos de su palabra, reveladores de todo el poder divino de la música verbal. Era el cautivador.

Sus escritos, truncos, como grandes bloques mar- móreos, tenían la elocuencia sagrada de un himno guerrero. Eran un clamor bajo las estrellas.

En esa trasfiguración de su genio irradiando en la prosa escrita, resultaba ser un profeta, en cuya flora- ción gigantesca de sentencias, parecía condensado el sueño de todos los visionarios, á quienes les fué

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dado el don divino, de adivinar y decir al mundo los destinos de las razas, y hablar en las horas cíclicas de la Historia, clamando sobre el frenesí de los pue- blos en derrota.

Era un Poeta enorme y desconcertante, cuyas creaciones daban el vértigo del abismo y de las cimas.

Sus frases contorsionadas semejaban restos de una convulsión planetaria, fragmentos de un des- garramiento geológico, vistos á la luz espectral de un sol de apocalipsis.

Estaban dotados de una tan fuerte Belleza, de una musculatura talmente vigorosa y hercúlea, de tal intensidad de visión, de tal fuerza adivinatoria y pro- fética, que de Isaias á Píndaro y de Píndaro á Hugo, la fuerza terrible de las cosas ocultas y divinas no había sido cantada igual, ni la cristalización de la cólera ígnea fulguró mejor que en estas estalactitas milagrosas, que como un pórtico de fuerza, alzó la fiebre lírica del genio, en la frontera misma del pro- digio.

Leyéndolo, los espíritus débiles debían sentir la impresión del anonadamiento, y plegarse, como un zócalo demasiado débil, bajo el peso de una esta- tua...

Las bellezas del estilo envolvían y adornaban aquellas imágenes de la fuerza, como la hiedra en- redada en el pecho de un centauro, como briznas de heléchos en las melenas de un león que ha atrave- sado la selva, como hace la arena brillante del de-

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sierto, manto de oro sobre las alas plegadas y la grupa opulenta déla Esfinge.

Era un evocador y un dominador.

Fué para el Iniciador.

Fué con un golpe de su mano de titán, que abrió ante las puertas áureas del templo del Arte, es- maltadas de las siete gemas simbólicas, y me mos- tró, allá, en la penumbra sagrada, erectos en su inmortal blancura, los altares luminosos de la Ver- dad y la Belleza.

Y, fuimos hacia ellos.

Como de una crisálida informe, mi pensamiento, nació, surgió, se alzó en espiral de mi cerebro al indujo de aquella palabra acariciadora y luminosa. Todo lo que de noble había en se movió armo- niosamente hacia la Verdad y hacia la Belleza, súbi- tamente orientado por la potencia mágica de aquel verbo, después del cual yo no he sentido la palabra hablada tener igual imperio en otros labios huma- nos

Y, fué en el campo, en el divino silencio de las tardes serenas y calmadas, en las horas reflexivas y graves del estudio, bajo la mirada inquietante de sus ojos azules y fríos de una dureza luminosa de es- malte, que mi espíritu tuvo la revelación y la visión de las cosas profundas de la naturaleza y el sentido de la vida le fué revelado.

Aquel ser, todo de energía y de venganza, aquel apasionado del rencor, se dulcificaba como por en-

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canto, se desarmaba al contacto con la belleza inerme, impecable de la tierra, se transfiguraba ante ella, cual si sintiese la divinización súbita de su alma y de las cosas surgir á ese contacto, al juego de los colores, á la vibración de las ondas luminosas, que radiantes y difusas, se extendían sobre la limpidez de los horizontes, haciendo brotar, como de un ofren- darlo misterioso, mil bellezas ocultas, de los senos recónditos del campo, cuando en peregrinación ar- tística íbamos por los senderos, buscando, con ojos inquisidores de Belleza, donde poner nuestros caba- lletes y alzar nuestro taller de pintores ambulantes-

El verde armonioso, interminable de las praderas místicas; la línea sinuosa de las Cordilleras multi- formes, en su unión difusa con las nubes ; la sere- nidad aérea, cuasi irreal, de los horizontes, in- terrumpida á veces por el estremecimiento de vuelos lejanos; los lagos especulares, hechos negros bajo la sombra violácea de los cipreses del llano ; la pris- matización de los paisajes, dilatándose en la visión hasta las opacidades del ensueño ; la gradación lenta y sabia de la luz, sobre el declive abrupto de los montes; la tenuidad de sus matices en la lenta infil- tración por los ramajes obscuros ; la forma y el espí- ritu mudos y latentes de los seres inanimados y dis- persos, llegaban á su alma engrandecidos por la intensidad luminosa de su visión artística y brota- ban de su paleta divinizados por la ejecución magní- fica de su genio.

Y, yo seguía con ojos de alma sus vuelos atrevidos

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por los cielos del Arte, en su doble orientación hacia la Verdad y hacia la Belleza, que eran los polos inmóviles, sobre los cuales se apoyaba su vida toda, su grande alma de artista y redentor.

Y, en una genésica aspiración cariñosa, él trataba de crear en una alma nueva, queriendo hacerla como la suya, suntuosa de Belleza y de Idealidad, ílameante de fuego interno, inexorablemente orien- tada hacia el sacrificio, hacia la energía y hacia la acción.

Y, se empeñaba en modelar en la cera de mi tem- peramento mórbido, las creaciones hercúleas de sus mármoles heroicos.

Y, deseando sentirme inflamado por sus revela- ciones, agitaba ante la antorcha rojiza y crepi- tante de su verbo, la fogosidad intensa de sus vi- siones, que daban la impresión de un tropel de leones escapados de un incendio, de un combate lejano de olas en la sombra.

¡Oh, las grandes y bellas cosas de que me hablaba gravemente, largamente en las grandes tardes apa- cibles, en que al encanto muelle de una dulzura pri- maveral, como embriagado por un filtro de divinas indolencias, por el sortilegio extraño que parecía alzarse del silencio y de las aguas, mi alma bogaba en el mar voluptuoso del ensueño, mientras él la llamaba con llamadas desesperadas hacia las grandes emociones de la fuerza, de la lucha y de la vida.

Y, mientras envuelto en las nubes de sus cóleras, como en un manto de fuego, él me mostraba en los

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cielos lejanos, negros por el horror de las tormentas futuras, las estrellas aun pálidas de las liberaciones humanas, mi espíritu, sordo á los gritos de la fuerza, iba por otros cielos, buscando á través del misterio de las nubes, las luces blancas que como asfódelos de perla, anuncian en la bruma nostálgica el país glauco del Ensueño, por cuyas costas de contornos suaves, pasa el amor en un largo estremecimiento, con ca- ricias de ondas de ópalo, bajo cielos florecidos con azahares de luz.

El alma sagaz y penetrante que era Vittorio Vinta- nelli no tardó en comprender que tenía entre sus ma- nos el alma inerme y maleable de un soñador, adusto y despótico, pero rebelde al sacrificio, ajeno al amor tormentoso de las multitudes, y se dedicó á cultivar en el artista exquisito, que según él, debía ser yo.

La filosofía asoladora de Vittorio Vintanelli, no halló nada que destruir en mí. Pasó como un viento sobre el desierto, sin ajar ninguna flor. Aquel grao soplo, destructor de quimeras, no halló nada que tumbar en mí, todo estaba caído. Mi alma no era un templo en ruinas, era simplemente un templo sin deidades. Ni fragmentos de estatuas olímpicas, ni torsos de dioses contorsionados había en ella. Allí no había dios. La sombra del mito formidable, no extendía allí sus alas de quimera. Las murallas de mi fe no podían quebrantarse y caer al grito pode- roso de aquella voz libertadora, por una razón muy sencilla: yo no había tenido nunca fe. Yo había prac- ticado y continuaba en practicar, la religión de mi

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madre. Nunca había preguntado á las imágenes mudas, cuyo simbolismo no penetró jamás en mi corazón, el porqué de sus actitudes dolorosas, ni el porqué de su adoración. Esos mitos inermes, sin aureolas, pasaban ante ofendiendo mis pupilas con la cacofonía de sus colores y martirizando mi noción innata de la belleza, con el horror de sus figuras antiestéticas, pero, sin decir nada ámi alma, sobre el sentido oculto de su mitología, sobre el sol de verdad que pretendían ostentar en sus coronas de talco. Ni yo me preocupaba de interrogarlos. La indiferencia religiosa, es másfatal á las creencias que la negación absoluta. La negación supone un fervor, el fervor de destruir y de crear. La indiferencia no supone nada, sino el desdén, un desdén insultante y abrumador, para las quimeras y aparatos decora- tivos de la fe. La negación es un entusiasmo, indica siempre una fe en sentido contrario. La indiferencia no indica nada, sino Jo innecesario, la inanidad, la imbecilidad de las cosas de la fe. La negación es una pasión ; la indiferencia no. Un irreligioso es siempre un creyente ; un indiferente no. El irreligioso per- sigue y destruye porque tiene ideales nuevos, creen- cias nuevas, necesidad de crear y reformar ; el indiferente no destruye porque no cree, y como no cree no tiene el ideal de crear. De un irreligioso puede hacerse un creyente ; de un indiferente jamás. La indiferencia no es la muerte de la fe, es la absoluta inaptitud á producirla; es la incapacidad de creer. Los negadores son grandes apóstoles. Pero, solo los

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indiferentes son grandes filósofos. La Filosofía es la Indiferencia. Epitecto es su profeta. La irreligiosidad es un Ideal. La indiferencia es un temperamento.

Nada igual al asombro de Vittorio Vintanelli, cuando pudo, inclinándose sobre mi alma, ver en ella la absoluta desolación, la absoluta esterilidad, de cosas de la fe, y no escuchó salir de ella el grito humano, ese grito de impetración á lo infinito y lo absoluto, que sale de todas las almas y va clamoroso, en un vértigo de esperanza, hacia los cielos desier- tos, donde impera la impenetrable Nada.

Y, él, el gran negador, retrocedió asombrado. Su entusiasmo heroico no comprendía la Indiferencia. Creer, creer, era para él una necesidad ; creer, una forma de amar, amar la única razón de vivir. Su alma vibrante y lúcida, dada á todos los esfuerzos y todos los heroísmos, no comprendía esta quietud ambiente, sin los delirios de la destrucción, sin la fiebre ambi- ciosa de las liberaciones humanas.

Y, apasionadamente, tiernamente, miró en como en el fondo de una agua profunda, y mi alma toda le fué revelada y visibles se le hicieron los rin- cones más recónditos de mi pensamiento, y vio con asombro, como en el fondo de una basca de mármol, unida, sólida, inquebrantable, la Indiferencia, ser el fondo, todo el fondo de mi alma.

Indiferencia religiosa, indiferencia política. Un desdén que era casi una náusea, por esos tumultos imbéciles creadores de ídolos y de amos, exulta- ciones fanáticas, obstinaciones viles é inútiles, apo-

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teóticas de divinidades sangrientas y de humanidades sanguinarias.

Un desprecio abrumador por los dioses y los hombres.

¿ Y, el pueblo ?

Una creación, quimérica, como Dios.

¿ Y, la libertad?

Una explotación vil como la religiosidad.

Y, Vittorio Vintanelli retrocedió herido de dolor ante el abismo de aquella alma, que como una rosa muerta no exhalaba de el inmenso perfume de los inciensos divinos y de las grandes cosas huma- nas. Alma insonora, sin la vibración de los grandes himnos conque las religiones han llenado el mundo y sin la repercusión de los grandes gritos con que las multitudes han llenado la historia. Alma cerrada á toda emoción colectiva, aislada en misma como en los jardines mortales de una Sión crepuscular,

Y, aquella alma de acción miró aterrorizada aquella alma de meditación, que á su vista reculaba en la sombra milenaria, allá muy lejos en soledades estelares. '

No creer en Dios le parecía lógico. No creer en el pueblo le parecía absurdo. No perseguir la religio- sidad le parecía cobarde. Pero, no servir la libertad le parecía vil.

Amarse á mismo más que á la Humanidad le parecía un crimen.

¿Cómo podía vivirse así fuera de la lucha, es de- cir, fuera de la vida?

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¿Cómo no vivir para los otros? Fuera del gesto heroico no había grandeza. El sacrificio es la ventura.

Luchar es vivir, decía él.

Pensar es vivir, decía yo.

Y, él escuchaba bien el desbordamiento de vida que había en mi cerebro lleno de pensamientos be- llos é inexpresados, tendidos como una plegaria hacia las más altas formas de la vida... Y, vio que mi ca- beza desgraciada y pensativa se alzaba en la bruma de mis sueños como una interrogación, como una gran rosa blanca, cargada de deseos...

Y, comprendió en mí, que había un culto más alto que el de la Libertad y el de la Religión : el culto del Arte.

Y, se inclinó ante él,' ante mi heroica juventud, resuelta á dedicarse á ese culto, vivo en los esplen- dores del pasado, y que, por-el ritmo ideal del sonido, del color y de la forma, ha sostenido en el mundo el culto ideal de la Belleza.

Y, así, mi alma de soñador vivió libre cerca al alma de aquel luchador que tenía el atractivo pode- roso, irresistible de ios mares.

Y, nuestros sueños infatigables siguieron sus vuelos paralelos en la inmensidad, por sobre el vacío y la sed de nuestros corazones desolados en su men- dicidad, por sobre la miseria de nuestras almas su- pliciadas, en su esfuerzo generoso hacia las cimas del Ideal.

Y, escuchábamos en el silencio, con los ojos des- mesuradamente abiertos hacia la Verdad. El dolor es el corazón del Arte.

A pesar de ser yo un cerebral, en quien el corazón no existía, al decir de Vittorio Vinlanelli, ó residía en el organismo en la triste condición de viscera atrofiada, mi amor por Delia continuaba en llenar mi vida de un perfume intenso de casta poesía.

A pesar de no creer con Vittorio Vintanelli, que el amor es unaprueba de inferioridad intelectual, y que cualquiera que sea la forma de que se le revista, no es más que la bestialidad coronada de tlores, yo no era ni he sido nunca un sentimental.

Así como mi infancia pasada siempre en el campo, mi natural meditativo y una rara natural aristocracia de espíritu me habían mantenido lejos de las pro- miscuidades y prostituciones en que otros mancilla- ban su adolescencia, así mi falta absoluta de lectu- ras pasionales mantem'a mi espíritu lejos de las crisis agudas de la sentimentalidad.

La sensualidad, que había de ser el aguijón im- placable y el impulsor terrible de mi vida, dormía entre las flores de mi castidad, como una pantera atada con un collar de lirios.

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Mi amor, ó mejor dicho iiueslrcamor, eraalgo tan ideal, tan puro, tan incorpóreo, que era más bien una fraternidad enamorada, la que florecía sobre nuestros labios y en nuestras almas.

Por eso, mi madre, que leía bien en nuestros co- razones, como saben solo leerlas madres, las vi- dentes dolorosas de la vida, pudo dar amplio campo á la caridad de su corazón, recogiendo á Delia, y poniéndola bajo nuestro techo, cuando su padre, de- puesto por incontinencia, del puesto que desempe- ñaba, huyó con su querida, ofreciendo volver luego por su hija, que recomendó ámi madre, con prome- sas pomposas de pensión alimenticia.

'Y, Delia, vivió así al lado nuestro, cerca de mí, cariñosa y dócil como una hermana, creciendo en belleza y en bondad, como una gran flor lánguida y efímera, cuyo perfume de suavidad, lejos de hablar á los sentidos, hablaba únicamente al alma, como una vibración de esperanza, algo dulce de ver y de escuchar, algo nacido para probar que la pureza pro- funda es también una cosa de la tierra.

¡ Flor extraña y vesperal, con pétalos de muerte y olor de eternidad !

Nuestro amor era hecho de respefo, de tristeza y de adoración, talmente puro, que al abrazarnos se- mejábamos dos hermanos dolorosos, que una igual pena desgarra el corazón.

En un recogimiento común, que era como una evo- cación de cosas delicadas, ella levantaba á sus ojos puros, como dos llamas de cirios sagrados, y

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me decía, inclinando hacia su rostro, que la sombra hacía de una palidez astral :

Yo que el gran soplo de tristeza que nos en- vuelve, viene de mi corazón. Tu dolor soy yo. Es el espectro de mi vida, lo que entenebrece la tuya. Yo debiera irme, sí, irme donde mi madre me llama.

Pero ¿ qué quieres ? la alegría me es prohibida : la alegría no está en mi corazón. La alegría es hija de la ventura. La tristeza es la hermana del dolor. Mi tristeza contagia tu alma.

Yo siento que anublo tu juventud radiosa. El ave divina de la vida que canta en tí, se calla á mi aproximación. ¿Es mi egoísmo quien te encadena á mi melancolía? Oh, nó, es mi amor. Es mi amor in- finito que me hace vivir. Perdóname mi amor.

Y, cruzabasobre el pecho sus dos manos exangües, como dos palmas en cruz.

Y; yo me inclinaba sobre el deseo de su boca, llena de silencios embalsamados; como un prado en flor y estrechaba contra mi corazón el suyo, lleno de es- pantos dolorosos y permanecíamos así, abrazados como dos sombras, entre el lento desfloramiento de los geranios que la cubrían de pétalos, como una apoteosis de blancuras, menos blancas que su rostro de camelia, que su cuello frágil y la línea que bajaba hasta el nacimiento de sus senos de alabastro, que temblaban dulcemente como dos golondrinas asustadas.

Y, yo le murmuraba mi amor con palabras ar- dientes sí, pero de un ardor tenue, como llamas azu-

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losas de alcohol, sin el rojo de las grandes pasignes carnales, sin el fuego de la sensualidad que quema las flores del Amor como el sol estival délos trópicos marchita y descolora la blancura nivea de los ro- sales fastuosos. El calor de mi pasión era temperado, sereno, como el rayo lejano de una estrella en la opalización difusa de un horizonte inerte.

Y, vagábamos así por la llanura, en una melancolía infinitamente dulce, llenos de un amor material por las cosas que nos rodeaban, como magnetizados, hipnóticos, en la calma abacial de la campiña, en el horizonte verde y azul de los montes y los lagos.

Y, ella gozaba en permanecer largos ratos cerca al agua quieta, atornasolada y profunda de los es- tanques, que como antiguos espejos de acero obs- curecidos por los siglos, reproducían en su opacidad borrosa, la silueta blanca y frágil de su belleza hiper- dulia nimbada de asfódelos.

Otras veces, mientras el sol vibraba sobre nues- tras cabezas sus más blondos rayos, evocadores de poemas de luz, ella, se acodaba melancólica á la ba- randilla de un puente y quedaba horas enteras ab- sorta, viendo correr el río, inclinada hacia el abismo de las olas, como si éstas la llamasen con gestos desesperados de amor, como si le gritasen, con voces misteriosas, de un extraño encanto...

Y, quedaba así, inmóvil, como un gran símbolo vencido, pronto á desaparecer bajo las linfas de una fuente sagrada.

¿Ves? me decía en ocasiones, mostrándomelas

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burbujas azules que hacía el agua en la quietud trai- dora de un remanso profundo.

Esos son los ojos de mi madre. El alma de ella vive en las aguas y me llama desde allá. El alma de las aguas es cariñosa y consoladora ; es el alma de la quietud y del reposo. Mi madre halló en ellas la ventura. ¿Porqué temblar ante el espanto de la vida, mientras haya aguas misericordiosas 'i'

Y, como replegada sobre su ser interior, callaba entonces, hundiendo su mirada ávida de misterio y de muerte en la bruma violácea y difusa de las aguas obscuras y profundas.

No se adornaba nunca la cabeza, no ponía jamás sobre su seno, sino flores acuáticas, arrancadas por ella misma de los islotes movibles ó los juncales del lago.

Y, nunca se mostró más bella, que en esa decora- ción de aguas, adecuada á su belleza, donde sus ges- tos lentos y graves, sus palabras suaves y tiernas, tenían proyecciones y sonoridades extrañas, vaporosa como una evocación divinamente ideal, coronada de nenúfares nocturnos, que semejaban ópalos fantás- ticos en el torrente áureo y fluido de su cabellera astral.

Con una sonrisa triste, solía ofrecerme los ninfeos húmedos para que los prendiese á su pecho, después de haberlos besado, con la pasión fraternal de una amadriada besando un silfo marino.

Son las flores de mi madre. Tú, no puedes ima- ginarte lo que gozo cuando tengo las manos llenas de

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todas estas cosas blancas, Jílancas como mortajas, decía, rompiendo soñadora, como sonambulizada, las flores tristes, que caían á sus vestidos y á sus pies como un gran manto lúgubre.

Y, regresábamos á casa entre el gran soplo de re- novación que subía del campo crepuscular al cielo maravillosamente puro, tratando de acallar nuestros grandes sueños turbados y dolorosos, mientras la gran luz roja desaparecía del horizonte y la noche pacífica bajaba del cielo y se extendía sóbrelos hori- zontes prodigiosamente lejanos...

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Un rayo de alegría, como una gloria de sol, vino de súbito á iluminar nuestras tristezas, á rarificar el ambiente opresor de nuestras neurosis impla- cables.

Mi madre recibió una carta de uno de sus hermanos, residente en un pueblo de tierras cálidas, anuncián- dole que Aureliana, su hija mayor, pronta á casarse, venía, antes del matrimonio, á pasar con nosotros un mes, para robustecer su salud en un clima frío, y á invitarnos y hacernos la participación de su enlace.

Yo, apenas recordaba vagamente á mi prima de tres años mayor que yo, y á quien había visto de niño dos ó tres veces, durante algunas fiestas de su pueblo natal, y así recibí indiferente la noticia de su próximo arribo.

En la atmósfera de soledad, de tristezas, de turba- ción y como de estupor extraño en que vivíamos, la presencia de un ser nuevo, ajeno á nuestra vida, venía á perturbarnos y á inquietarnos á todos. Y, fuimos tácita, silenciosamente hostiles á aquella que debía venir. Teníamos como el pudor y la in-

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quietud de nuestras pobres almas cerradas, de nues- tras vidas meditativas y claustrales.

Y, Aureliana vino.

Radiosa de juventud, de belleza, de alegría, su llegada fue como una irrupción de aire y de sol al abrir las ventanas largo tiempo cerradas, del apo- sento de un enfermo.

Su alta talla opulenta, sus contornos bien deli- neados y fuertes, como una virgen de Tiepolo, el en- canto violento y puramente carnal que se desprendía de toda ella, la hacía una de esas figuras inquietantes y turbadoras, hechas todas para inspirar el deseo, para despertar aun en las imaginaciones más castas, visiones locas de sensualidad y aun en las bocas más puras la sed inagotable de los besos. Había en la insolencia de su seno florido, en la amplitud fuerte y dura de las caderas, en la pompa estatuaria de la garganta mórbida, en el rojo sangriento de los labios, llenos de un deseo inconmensurable y en los ojos profundos, llenos de sueños mórbidos y luces misteriosas, tal desborde de vida animal, de volup- tuosidad inconsciente y devoradora, que su frota- miento sólo, daba el vértigo en el despertar súbito de todos los instintos dormidos en el hombre.

Era más que la mujer, era la hembra, la gran felina, devoradora de hombres, cegadora de aureo- las, tronchadora de destinos.

Su belleza impresionante, que daba el mareo de los sentidos, no venía de la pureza de las líneas, de la armonía de las facciones, de los matices delicados

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y las coloraciones suaves de la piel; nó, venía de no qué algo indefinible y profundo que se despren- día de ella como un hálito, como una evocación de lujuria, un encanto acre y violento de pecado. De todo su cuerpo la sensualidad se exhalaba como un perfume y como un cántico.

Alegre, bulliciosa, infantil, el contento residía en su alma, un contento loco y radioso de vivir.

Una bandada de mirlos posándose en un rosal sil- vestre, no llenan el campo de arpegios más gozosos, que los que se oyeron en casa, desde el día en que entró en ella, esa hada del contento.

y, al fulgor de esa alegría todo se sintió revivir en aquel huerto de tristezas que era nuestra vida. Como una gran ráfaga de gozo, aquella alma sana, alma de bullicio y de alegría, todo lo cambió entre nosotros.

La piedad de mi madre, los estudios míos, la melancolía de todos, se vieron interrumpidos, por el anhelo de locomoción, de diversión, de felicidad que agitaba á mi prima.

Había venido á divertirse y entendía llenar al pie. de la letra su programa.

Excursiones al campo, bailes, juegos, todo lo inventó y todo lo llevó al campo.

Nuestro salón, el pobre salón vetusto y familiar que no se abría casi nunca, sino para solemnidades de familia, que ya no se celebraban, sintió volar el polvo que lo cubría, como los restos descubiertos en un sarcófago que se abriese.

Los retratos al óleo, las fotografías descoloridas.

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los daguerrotipos borrosos, que en los muros y sobre las mesas, envejecían en una soledad de capilla, vieron de nuevo el sol, su viejo amigo, que vino á jugar en sus marcos dorados y sobre sus rostros graves, con el mismo amor, con que había acariciado sus personajes vivos, en el calor de las siembras y las reverberaciones de la era.

El piano, un viejo piano que, cuando yo era niño, habían traído para enseñarme la música, sintió otra vez descubrir sus teclas amarillas, como en una son- risa tardía los dientes de una anciana que ha sido bella, y notas desconocidas y alegres volaron de él, como canciones antiguas de la boca de una abuela en una alegría de Navidad.

Los viejos sofás y los amplios sillones se vieron, durante el día, llenos de plumas para sombreros y de cintas y encajes, desparramados acá y allá, mien- tras en la noche resistían el peso de las muchachas del pueblo cursis y encogidas, y los mozos crudos y torpes, que unos y otros emperifollados y pomadea- dos, venían á hacerla visita y á bailar y divertirse hasta horas avanzadas.

Mi madre, que no salía de casa sino á la misa do- minical y en las dos ó tres grandes fiestas del año, se vio llevada de aquí para allá á visitas y saraos. Pero, su salud delicada, y su tendencia natural al recogimiento no le permitieron sostener esa vida sino la primera semana. Después, me tocó á mí, llevar á mi pt-ima á todas partes. Eso fué creando entre nos- otros una intimidad, una camaradería, que fué

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acabando con mi desabrimiento, mi encogimiento, mi zurdería, de mozo esquivo, dado á la soledad y al aislamiento. Aureliana me trataba como á un hermano, sin ninguna de las reticencias, las fili- mesquerias hipócritas, que son de uso, entre mozos de sexo contrario. Me echaba el brazo al cuello aun en presencia de mi madre y me abrazaba también si en un súbito acceso de alegría le venía en mientes. Mi madre sufría sin decirlo, y ocultaba su contra- riedad, con la dulzura exquisita que era el fondo de su alma delicada.

El sufrimiento de Delia era más profundo, más recóndito, más serio. Ella, era la única que no se había sentido arrebatada por aquella ráfaga de ale- gría. Con el pretexto de ayudar á mi madre en sus faenas, durante el día, no nos acompañaba á las visitas, ni á los paseos, y con la disculpa de no saber bailar no concurría nunca de noche á la sala. Siempre correcta, siempre amable con Aureliana, la ayudaba en la confección de sus trajes y sus modas, sin dejar trasparentar la menor contrariedad. Aure- liana, reía de su simplicidad, desdeñaba su delicada y pura belleza, y no la apellidaba á ocultas, sino : la tonta. ¿Sabía Aureliana nuestro amor? Yo no he podido definirlo, pero creo, que lo sos- pechaba, y reía de él, como de un capricho de niños.

En cambio, conmigo, tomaba actitudes desespe- rantes, que comenzaban á turbar profundamente

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mi sensualidad ya en vela, mi virilidad que desper- taba imperiosa y voraz.

La mujer, tomaba ya á mis ojos, el aspecto temible y terrible de la gran cosa deseada.

La crisis viril se operaba en rápidamente, y aparecía lo que debía ser toda mi vida, el cerebral agudo, el amante de la voluptuosidad, incansable de caricias y de besos.

El Arte y la Mujer, habían de ser los dos polos de mi vida : ya había hallado el uno, me faltaba fijar en el otro mi equilibrio vacilante.

La soledad hosca de mi adolescencia, que me había abierto los cielos serenos del arte y del pensa- miento, me había alejado de la mujer. Mi tempera- mento de artista se había despertado frente á la Na- turaleza. Mi temperamento de hombre de amor, se despertaba entonces, al tacto y al contacto de los en- cantos carnales de Aureliana.

Cada vez que al subirla ó bajarla del caballo, la exuberancia de sus senos me rozaba los labios y las formas de su cuerpo se apoyaban en mis manos, sentía emociones desconocidas, y el ritmo de la vida llegaba á con la intensidad y las alucinaciones de la fiebre.

Mis largos sueños sobre el esplendor de los paisajes, se obscurecieron, se llenaron de esplendores y deca- dencias, de ondeamientos y de sombras, en los cuales aparecía, como en un cuadro paradisíaco, ella, la Mujer, desnuda, como mis ojos no la habían visto aún.

-ir

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Mi pubertad se exaltaba como un delirio y mi vir- ginidad me torturaba como un dolor.

Ya no tuve tiempo de pintar, ni de soñar.

Mis pinceles y mis sueños fueron abandonados. El ideal candor de mi pasión por Delia se obscureció y amándola aún, el instinto obscuro de mi animalidad seguía otra vía, muy lejos de mi amor puramente contemplativo.

Y, seguí á mi prima por todas partes, como hipno- tizado por la promesa de sus formas. Era un deses- perado de la carne.

Delia no se quejó de ese abandono, sus ojos puros se nublaban de lágrimas, sin que sus labios exhalaran una queja.

Nuestras pláticas á la sombra de los rosales, se interrumpieron bruscamente. Ya no soñábamos todas las tardes, las manos en las manos, viendo morir el sol en su púrpura insondable devorado por las som- bras, como un sultán asesinado por eunucos.

Ella no dijo nada.

Solo mi madre inquieta me hizo observaciones. Mi conducta á sus ojos era indelicada y era cruel.

Yo me excusé con el deber de atender á mi prima, á quien ellas dejaban casi en el aislamiento.

Por primera vez vi la frente de mi madre plegarse con severidad y sus ojos hacerse duros.

Si yo hubiera sabido, no habría nunca dejado venir aquí esa mujer.

Tal calificativo en los labios de mi madre, seme- jante por lo imprevisto á una gota de veneno en una

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abeja, me dejó desconcertado, é intenté defender á mi prima.

Sin dejarme concluir mi madre, alzando su mano, en actitud mitad suplicatoria, mitad autoritaria, me dijo mirándome en los ojos :

Espero en tí, que nos ahorrarás una gran ver- güenza y un gran dolor...

Y, desapareció, grave y augusta, en la indignación de sus afectos todos.

El reproche de mi madre me hirió hoadamente; y la seguridad de merecerlo me entristeció casi hasta las lágrimas.

La sensualidad es triste, como lasentimentalidad que es su hermana.

Y, mi sensualidad, que era toda de deseo, bru- mosa é imprecisa, me sumía en una melancolía vaga y dolorosa, una melancolía animal, que era viva y desgarradora como un tormento físico.

La lenta montada de todas las savias de la volup- tuosidad, torturando mi cuerpo joven, me sumía á veces en embriagueces deliciosas y difusas, soña- doras de caricias, y otras, en cóleras sordas y des- esperadas, ó en laxitudes -cobardes, que me hacían maldecir la miseria de mi vida.

Yo, no había gustado aún la alegría deliciosa y di- vina de la posesión material de un cuerpo amado, pero la presentía como la realización maravillosa de todos mis sueños, como el fin más alto y el comple- mento de mi vida.

El sordo rumor de la lujuria todo lo ahogaba en mí.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 77

Mis labios tristes, cansados de las melodías amo- rosas y de los besos ácimos de la pm'e/a, se tendían desesperados al gran beso definitivo, que debía con- mover las partes más íntimas de mi ser.

Y, mi tristeza se formaba, de la nostalgia irritada delplacer y de la alegría sexual, que me faltaba. Este sufrimiento, como todos los sufrimientos, me hacía injusto.

La seriedad severa y reprobadora de mi madre, me exasperaba, terminando por hallarla inmerecida y dura.

La melancolía enigmática de Delia, que se engran- decía, magnificada en la resignación y en el dolor, se me hacía ofensiva é insoportable. Y, no pudiendo ir contra sus quejas, iba contra su silencio, como contra un reproche.

Todo lo que me rodeaba, me parecía hostil y malo. Mi egoísmo desmesurado culpaba los mismos seres que hería y me indignaba de que no se quejasen en su tortura. El dominador sin entrañas y sin fibras que debía ser yo, aparecía de súbito con toda su brutalidad animal, en esta primera crisis de mi sen- sualidad desesperada, de fiera en rut.

Confinado hasta entonces en mi soledad, mi doci- lidad aparente no era sino una forma de fuerza ren- dida ante la debilidad ambiente que me robeaba. Mi obediencia no era sino indiferencia. Pero frente á la primera resistencia real, todo mi temperamento de voluntad indomable, de egoísmo sin piedad, de rebelión tenaz, de dominio inabordable, no nacido

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para la obediencia, para la seducción ni la ternura, se mostró de súbito, brotó impetuoso, como un torrente largo tiempo contenido por el peso de una roca.

Y, me revolví furioso, contra todo lo que me aprisionaba, contra el respeto de mi madre y el amor de Delia, que eran á mis ojos, formas pe- sadas de esclavitud. Y, aun amando mucho aque- llos dos seres, los hallé crueles y estorbosos á mi ventura inmediata.

Pero, por sobre esta cólera, esta ingratitud, por sobre este deseo, c¡ue era un dolor, á veces la piedad, el reconocimiento, la ternura tendían sus alas, como palomas místicas, sobre el incendio de mi corazón, y entonces buscaba con cariño desarmar la severi- dad de mi madre, ir á la conquista de sus besos perdidos.

El corazón materno es inagotable de ternuras. Él, es la fuente del Perdón. Los labios sedientos de los hijos no se tienden nunca á él sin ser desal- terados.

Mi madre, siempre triste, se dejaba acariciar. Cada beso suyo era un consejo. La piedad florecía en ellos como el rosal en una primavera. Me imploraba la paz, pero no para su corazón, sino para el de Delia, asesinado. Sin exasperar mi carácter, que ella sabía violento, me hacía dulces reproches.

Ella ha llorado aquí toda la noche, me decía.

Y, yo ponía mis labios, y reclinaba mi cabeza enloquercída, allí donde ella había llorado.

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La magia do las caricias raalernas serenaba mi corazón atormentado, esclavo de la fiebre del deseo,

Y, purificado por esas caricias, iba en busca de Delia, queriendo consolarla.

Me era casi imposible encontrarla. Huía de mí, sin ostentación, sin ruido, como apartándose para dejarme la vía libre, la vía triunfal hacia mi deli- rio. Se quitaba de mi vista, como si quisiese con su presencia apartar un remordimiento de mi co- razón.

Al fin, un día, la detuve bajo el emparrado que precedía al jardín.

Confusos nos miramos el uno al otro, como dos resucitados.

Toda la tristeza de nuestros corazones irradió en nuestros ojos, y los gritos del naufragio de nues- tras almas espiraron en nuestros labios, como en una playa desierta.

Perdóname, le dije, estrechando su mano, que había aprisionado por la fuerza.

Y, la miré en los ojos misteriosos, y la vi lejos, tan lejos, tan extraña, que sus. palabras llegaron á como un eco, cuando me dijo :

Perdonarte ; ¿de qué? me hiciste vivir un bello sueño. Mi corazón vive aún de ese sueño desvanecido. No se muere de tristeza. No se puede nada sobre el corazón humano, no se puede nada sobre el destino. Para un corazón lleno de infinito, la más alta aspiración es sacrificarse... Yo no entris- teceré más tu vida. Yo no seré el obstáculo contra el

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cual se rompa tu ventura... Deja mi corazón morir solo... La vida es irresponsable de los crímenes que aglomera sobre los seres. eres inocente, ¡ oh hermano mío !... Hay un momento en la vida en que es necesario decir adiós á su pasado. La vida no es hecha sólo para amar. Es necesario sufrir. Deja sufrir mi corazón... Deja morir mi corazón. Hay almas que ya no quieren ser amadas... Y, no pueden ser consoladas...

Y, desapareció de mi lado, como una gran sombra estremeciday su vestido blanco hizo en Ja penumbra el gesto lento de dos alas heridas que se esca- pan ..

Y, no pude detenerla, no supe detenerla. A causa de la religión de la Verdad, que vive en mí, no quise mentirle, no supe negarle.

Y, sentí que una parte de mi vida se iba con ella.

Y, una emoción grandiosa y tierna, que venía de todo mi pasado, subió hasta mi corazón sollozante, desesperado ante el gran grito de desolación que se alzaba en torno mío.

Y, la inmensa esperanza de ser amado puramente, murió en mi corazón.

Y, silenciosamente, furiosamente, con un odio lúgubre, maldije las fuerzas poderosas de mi pasión, que nublaban así con su miseria los cielos inaccesibles de mis sueños.

Y, niño desarmado ante la vida, inerme ante la ironía de las cosas, sentí que las lágrimas me

EL ALMA DE LOS LIRIOS 81

ahogaban y las dejé correr suavemente, lentamente, purificadoras, como un consuelo ante la gran noche impenetrable !...

Y, lloré á causa de mi corazón.

i?

Mientras el alma de mi amor lloraba en la penumbra, el alma entera de mi deseo cantaba en la naturaleza.

La alegría serena y casta del Amor no me bas- taba, era el placer, lo que quería, era la alegría sexual, desbordante y tormentosa, la que llamaba á grandes gritos mi naturaleza despertada por la vida.

Mi cuerpo, presa de las metamorfosis de la edad, se tendía como'una llama á la emoción de lo infinito sexual.

El pájaro del Idilio ya no cantaba en el corazón sus melodías enamoradas. La bestia exasperado, el Instinto, lanzaba en lo más vibrante de mi ser su rugido formidable.

La obsesión de las carnes de Aureliana, me per- seguía como un íncubo trágico.

Jamás me preocupé de su corazón, de lo que pudiera sentir por aquel espíritu frivolo y ardiente, aquella llama inconstante y turbadora que era mi prima.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 83

Nuncame incliné sobre el mar profundo y cambian- te de sus pupilas buscando una alma. No. Era á su cuerpo, ingenuamente perverso y provocador, que me polarizaba por una atracción magnética, que iban todos mis deseos, todos mis sueños, con la fuerza misteriosa, irresistible, que lleva todos los seres, impulsados por las fuerzas ciegas del instinto, hacia el gran gesto augusto de la universal fecun- dación.

Y, ante los paisajes infinitos, llenos de sol, satu- rados de belleza, yo no pensaba sino en ella, en su cuerpo prodigioso, y en un arrebato continuo de mi ser hacia el suyo, no escuchaba sino la llamada del Deseo, sonaren la soledad, como un rugido de fiera, que venía de las montañas lejanas, de los campos en fecundación, brillando como un incendio tras de las cimas dormidas, los abetos convulsionados y el hori- zonte verdáceo de las frondazones argentadas.

Aureliana no era inocente. Ella sabía de la pasión, Y, se gozaba en despertar en la emotividad de los instintos, el rut de la más implacable bestialidad.

Fingiendo tratarme como un hermano, me atena- ceaba con la inocencia fingida de sus libertades. Me echaba los brazos al cuello con cualquier pre- texto, apoyaba en lodo el peso de su cuerpo duro y vibrante y quedaba así, mirándome con un extraño fulgor felino en la mirada. ¡Oh, su mirada, que interrogaba y que deseaba !

Nunca olvidaré la vez primeraque sus labios que- maron los míos.

84 VARGAS VIL A .

Había gente en el salón y se jugaban juegos de sociedad. Ella, me pidió unos nardos. Fui al jardín para cogerlos. El campo parecía gemir aún bajo el azote de la lluvia, que acababa de'pasar, ráfagas de hielo sacudíanlos grandes árboles, como paralizados en el silencio, en el gran misterio de los cielos vela- dos ; los astros desaparecidos daban apenas una blancura difusa, obscurecida por nubes deformes, que semejaban archipiélagos de sombras en una mar del polo ; las grandes rosas vírgenes desfloradas por el huracán, extendidas en una ola deliciosa de blan- curas, penetraban como una carne nubil, de efluvios deliciosos, el éter inconmensurable, absorto en la vigilia taciturna de los asiros...

En el jardín solitario, no se escuchaba más ruido que el de los arbustos sacudidos por mi mano al arrancarles su corona de blancuras. Yo, colocábalas flores sobre un banco, y estaba ya dispuesto á reco - gerlas para marcharme, cuando sentí un ruido en el ramaje y dos brazos enloquecidos me aprisionaron. Era Aureliana. Sus ojos fosforescentes brillaban en la sombra; su seno cuasi desnudo tocaba mi rostro, ahogándome de vértigo con el olor de sus carnes en tormenta, y sus labios carnudos me devoraban en un beso asesino y lento, como la lengua voluptuosa de una pantera joven lamiendo la sangre de una presa... ¿Cuánto duramos as'í ? Yo no lo sé. Un ruido muy leve en los arbustos interrumpió nuestro abrazo. ¿ Era el viento ? ¿era un suspiro ? ¿ era una ave caída del ramaje?... Aureliana, sin inmutarse, reco-

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gió los nardos y volvió al salón. Yo quedé sobre el banco, tiritando, extraviado, presa de un acceso verdadero de fiebre.

Yo había probado un estremecimiento nuevo, que ya no olvidaría jamás. Los labios de la mujer me habían tocado con beso de deseo y ellos me habían inoculado el ardor inextinguible de la carne. El beso incompleto engrandecía hasta el paroxismo mi exas- peración sensual.

La voluptuosidad parecía levantarse no sólo en mí, sino en torno de mí, de todos los objetos que me rodeaban, como una atmósfera... Descendía de los cielos inmensos, se alzaba de las flores, cuchi- cheaba en los ramajes olorosos, murmuraba en los juncales del río, se inmovilizaba en el gesto taci- turno de los árboles dormidos. Y, brotaba en el aire como un perfume y vestía los paisajes todos, de un extraño colorido.

Yo, no veía ya en la naturaleza, violada por mi in- telectualidad concupiscente, sino mujeres desnudas, como grandes copos de nieve sobre el verde y ne- gro de las hojarascas del monte, y lechos de amor, reposorios de deseos, en todo sitio solitario y um- brío, donde mi adoración sexual gozaba en evocar las líneas entrevistas, de carnes luminosas y opu- lentas.

El perfume de Aureliana, su perfume íntimo y pasional, sus senos de holocausto, ofrecidos á mis besos, tan cerca de mis labios, sus ojos, como can- táridas del monte, brillando fosforescentes tan cerca

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de los míos, el roce de sus cabellos en tumulto ro- zando mis mejillas como delgadas víboras eléctri- cas, el collar de sus brazos aprisionándome al cuello como una enredadera de amor, y sus labios terribles, voraces, insaciables, mordiendo mis labios, torturándome la lengua, aspirando á devorarme ; todo eso que formó nuestro único beso sensual dado basta entonces, no se borró ya nunca de mi cerebro y fué la pesadilla de mis noches y el vértigo de mis días.

El beso, ese beso, es un veneno, y los labios que lo han probado, lo aspiran hasta morir.

El Deseo, Emperador de los Sentidos, me mandó caminar á la victoria... Y fué hacia ella ..

Era una tarde de canícula. El viento dormía, como abrumado por el calor asfixiante que sumía todas las cosas en un reposo de marasmo. La llanura, inmóvil en su quietud extraña, parecía una mar muy lejana, de la cual no se percibiera la más tenue oscilación. De los macizos florecidos se escapaba un olor de fecundación, efectuada á la sombra, por todas las cosas y todos los seres de la tierra... Aure- liana y yo, rendidos de fatiga, nos habíamos apeado, bajo un grupo de árboles, que formaban una cú- pula espesa, sobre un torrente tranquilo. Había- mos amarrado nuestros caballos libremente, para dejarlos pastar, y nos reposábamos así, tendidos sobre la hierba.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 87

Una inefable voluptuosidad surgía de la natura- leza toda, y ganaba nuestros cuerpos, lenta, grave, deliciosamente.

Yo, había cerrado los ojos y fingía dormir, escu- chando las aguas límpidas cantar en los guijarros y los insectos amarse entre las hojas caídas.

Aureliana, tendida á lo largo, dejaba diseñar, bajo su traje de amazona, las formas fuertes de su cuerpo, terriblemente estremecidas, agitadas por un temblor nervioso. Tenía los ojos entrecerrados, mirando el sol ; un rojo subido coloreaba sus mejillas y su frente, y de vez en cuando paseaba su lengua felina sobre sus labios resecos, para refrescarlos. Alzó la cabeza, cuyos cabellos en desorden cayeron como un jugo de vid sobre la tierra ardida, apoyó la mejilla en el brazo y creyéndome dormido me devoró larga, tenaz, golosamente, con la mirada. Después, arrastrándose sobre la hierba, vino hasta colocarse cerca de mí, y de un salto se me avalanzó encima, me aprisionó en sus brazos, y comenzó á devorarme, á besos sonoros y rabiosos..,.

Mi deseo exasperado surgió entonces, y fui yo, quien la cubrió de besos enloquecidos y laceró sus senos con caricias crueles, y la poseyó violenta, brutal, é incansablemente, en un vértigo enloque- cido, en un verdadero frenesí de mi lujuria des- pierta....

Ella gemía bajo mis abrazos, feliz, delirante, exta- siada, dando al sol el deslumbramiento de su cuerpo satinado, que tenía ondulaciones de serpiente y líe-

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liando el campo con los gritos roncos de su pasión animal desbordante y feroz.

Y, quedamos así, enlazados, felices, en el estreme- cimiento absoluto de nuestra carne ebria de volup- tuosidad, mientras las bestias inquietas husmeaban nuestro abrazo, la selva gemía dulcemente y los abe- tos contorsionados parecían grandes antorchas con- cupiscentes, prendidas en la llama del sol que se moría...

La música de las caricias llenó el campo.

Y, sobre nuestras desnudeces delirantes, la noche extendió como una lluvia de pétalos su manto suave y tenebroso, lleno de sensualidades.

Y, devoramos el inflnito que duerme en el fondo de la voluptuosidad. -

En torno del amor, cuando es puro, flota una me- lancolía vaga y pasiva, que lo corona como un nimbo, lo aureola de divinidad y lo prolonga, lo prismatiza, en horizontes de idealidad desmesurados, como cie- los inabarcables de visión.

Ignorar es la sola condición de inmortalidad en el amor.

Saber es morir.

El placer acelera la caducidad, que es el fondo del amor.

El corazón del placer tiene un sabor de muerte y de ceniza, como las manzanas rojas de á orillas de los lagos asfaltites.

Nada es igual al dolor que se extrae de la ventura.

El despertar de la voluptuosidad es triste, como un cielo de crepúsculo de donde ha desaparecido el sol.

Mi primera impresión, después de aquel encuentro definitivo con Aureliana, fué de un desencanto pro- fundo, como un sentimiento de repulsión por ella. Yo, esperaba otra cosa del amor. ¿Aquel segundo de epilepsia era todo?

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Rebelde al remordimiento, mi corazón, libre de los espantos del pecado, no sentía la náusea del pla- cer, sino una desilusión, un vacío, como el gran rompimiento de un sueño en el cual se hubiesen acumulado todas las quimeras.

¿Era eso el amor?

Mi larga espera sollozaba su desencanto, ante el desvanecimiento de tantas cosas como había soñado en la hora misteriosa y creatriz del abrazo de los sexos, en el gran gesto apasionado y fecundador que expande la vida sobre el inmenso universo.

Y, mi alma desengañada, se volvió tristemente hacia las cosas del amor puro, y volví á coronar de flores mi Ideal.... Y, de mis labios mancillados bro- taron de nuevo los cánticos apasionados de mi amor primero. Y, la figura de Delia, pensativa, resignada y dolorosa, volvió á alzarse ante mí, como la imagen de mi ventura, en los horizontes de nuestras llanuras amadas, bajo las grandes nubes opalescentes, orna- das de silencio, entre la blancura húmeda de los ne- núfares languidecientes, cerca á las aguas muertas, las aguas del dolor, las aguas de las lágrimas.

Y, mi alma y mi corazón se volvían hacia ella, con el fervor de un culto, con la desesperación de dos brazos tendidos hacia la costa, en una hora de naufragio.

Todo mi amor resurgió violento, tenaz, invasor, como el fuego de un incendio que se creía extinto y estalla de súbito en llamaradas.

Un gran soplo de ternura pasó en mi corazón,

EL ALMA DE LOS LIRIOS 91

purificando mi pensamiento, barriendo mis últimas mancilladuras.

Y, por un desdoble de mi personalidad, yo veía como una cosa extraña, el fuego que me había consumido, brillar allá, muy lejos, sobre la colina fatal, como el incendio de una ruina en un horizonte muy lejano... Y, arrojaba mis recuerdos hacia allá, para que se quemaran y desaparecieran en ese incendio de olvido.

Como si el mismo hálito de purificación que cla- reaba mi alma, hubiese pasado sobre ellos, los campos volvieron á tener á mis ojos su misma ingenua poesía, sus mismos encantos, secretos y profundos, su misma íntima, irrevelada belleza.

Una inefable poesía se levantaba de esta natura- leza fresca y grandiosa, de las hierbas húmedas, de las aguas límpidas, de los juncales gráciles, las arboledas obscuras y los lejanos montes enigmáticos, como grandes bestias de piedra, de una mitología cambodyana.

Ebria de lirismo y de ternura, toda mi alma tendía hacia su pasado, hacia mi idealidad abandonada, hacia mi amor tan puro, tan resignado y tan esquivo.

¿ Delia se dio cuenta de ese regreso de mi alma hacia ella?

¿Nada dijeron á su alma profunda, mis miradas furtivas y rendidas, llenas de una humilde y silen- ciosa imploración, más elocuentes que todas las palabras con las cuales mi boca culpable podría romper los silencios graves y densos, en que el

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destino había envuelto nuestros pensamientos y nuestros sueños ?

La facultad adivinatoria del amor, que rarifica las ideas y hace como transparentes los sentimien- tos del ser amado, ¿había desaparecido, ó se había atrofiado en ella, que no podía, ó no quería com- prender la angustia tierna, la adoración desolada, de que estaban impregnadas mis pupilas, la tristeza que se disolvía en una nube de llanto, más elo- cuente que todas las confesiones apasionadas, y más apasionada que una caricia lenta?

¿Por qué continuaba en huirme con una obstina- ción dulce y apartaba de sus ojos, como para dejarme sin luz, en el lúgubre paisaje de tinieblas en que mi alma caminaba hacia ella ?

¿ Por qué su corazón permanecía cerrado á la piedad, cerrado como una flor sobre la cual ha llovido llanto, y que no quiere abrirse, á causa de las tristezas pasadas y de las venturas ofrecidas ?

¿Por qué volvía el rostro y apartaba los ojos de mi alma, que regresaba á ella lacerada, mendiga do ternura y le gritaba su naufragio en la noche negra, y esperaba de sus ojos divinos el esplendor de la resurrección ?

¿ Por qué?

¿ El dolor, era más fuerte que el amor en aquella alma maltratada injustamente por la vida cruel, que lacera sin curarlos los seres y las almas ?

Yo no lo sé, pero ella continuaba en alejarse de mí, en hacerme ver en sus palabras y en sus actos, que

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nuestras almas estaban lejanas, muy lejanas, sepa- radas para siempre en el camino eterno del aban- dono.

Y, yo probaba ante esta rehusa la emoción inde- finible y terrificante de la soledad, del anonada- miento y de la muerte.

No ser amado ya.

He ahí lo que llena el alma de una sombra mayor que no haber sido amado nunca.

Sentirse muerto en un corazón en que se ha vivido, es de todas las formas de la muerte la más cruel.

La gravedad calmada y fraternal, la nobleza soberana y llena de atención que ponía ella en su alejamiento, me llenaba de mayor tristeza, me tor- turaba de mayores tormentos, que si ella hubiese puesto en despreciarme un átomo siquiera de cólera ó de venganza.

Pero no, su inefable belleza interior, no descom- ponía con la violencia los ritmos armoniosos de su espíritu, como su serenidad grandiosa no descom- ponía con el gesto rudo ó violento, la euritmia ma- ravillosa de su rostro.

Nunca una palabra amarga, nunca una actitud descomedida, respecto á mí. La más atenta y dócil de las hermanas, podría apenas compararse á ella, en su trato lleno de grave afabilidad y de exquisita reserva.

Siempre al lado de mi madre, más atareada que nunca en las faenas de la casa, impenetrable, en su sonrisa triste, que la envolvía como una aureola,

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pasaba cerca á sin detenerse nunca, sin verme casi, esquivando siempre fijar en los míos sus ojos consoladores, donde palpitaba para el reflejo de todas las esperanzas. . .

¿ La magnificencia de su corazón estaba agotada á la mendicidad de mi dolor ?

¡ Mi falta era pues irremediable 1

Y, he ahí que la idea de la muerte vino á como una gran consolación.

¿Porqué no morir, cuando había muerto su inmor- tal sonrisa para ?

La muerte no es dura sino por las cosas que se aman. Es dura á causa de nuestro corazón. Ser olvidado es ser amortajado. ¿ Por qué empeñarse en vivir á despocho del olvido? El duelo del corazón es " más duro de llevar que todos los duelos de la vida. El espanto de un corazón amortajado de olvido, es la única verdad á que no se habitúan los ojos del alma brutalmente celosa de horror. La nada no existe para el corazón. Toda la Verdad está en el Dolor. El Amor es la miseria y la gloria de la vida.

¡Oh, lumbre de la Noche!...

La inmensidad de nuestros corazones tiene nece- sidad de ser interrogada. El corazón desgarrado pide ser consolado. Para debatirse, para consumirse, aun para morirse tiene necesidad de otro corazón. El silencio hace mal al dolor, como una asfixia. El dolor quiere ser revelado. Es en la hora del desastre que se tiene necesidad de ese algo tierno, luminoso y profundo : un corazón. Un corazón á quien abrirse,

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á quien confesarse, á quien decir á gritos el dolor. Confiarse es prolongarse, esparcirse, vivir más allá de mismo, abrir su corazón á todos los vientos del consuelo para evitar la muerte. Hay cierta volup- tuosidad en la ostentación de la herida interior; la mirada ajena es como una caricia. La sombra de otra alma inclinada sobre nuestro dolor, tiene siempre el ritmo y la forma de una grande esperanza compasiva. Dejar de callar es dejar de morir. Es necesario entregar su sueño á otros ojos que lo devoren. El estremecimiento de otro ser es preciso á nuestro dolor, plegado miserablemente hacia la tierra.

¿ Quién sostendría el mío ? ¿ quién lo levantaría? ¿ qué voz gritaría en mi soledad? ¿á quién abrir mi corazón?

Vittorio Vintanelli, despreciaba mucho el alma de la mujer, para comprender el dolor que viene de ella. El alma de la mujer, ¿ es que él le concedía una? No parecía eso en la fórmula estrecha y brutal en que él encerraba su pensamiento : tota mulier in útero, era su credo. El terrible y autoritario ideólogo, llevaba en su misoginia toda la candorosa ignorancia de la mujer, que caracteriza los hombres de alto espíritu. Todo misógino ignora la mujer. Son gran- des niños desengañados, que hacen una teoría de su rencor, y niegan, para no ser vencidos por él, ese algo frágil, ondeante, dúctil y exquisito, que es un alma de mujer.

La mujer, decía él, no es sino un sexo exaspe-

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rado ; el amoi' en ella no es sino el instinto ; hecha para la procreación, todas las demás formas de la vida y del amor le son extrañas. Ella no pide ser amada, sino ser poseída. El placer es la norma de su vida. El lecho es su trono y es su altar ; allí es nues- tra soberana y nuestro dios. Fuera del lecho la mujer es estorbosa y es odiosa. Los chinos que le defoi - man los pies, no tienen sino una presciencia de la verdad ; debieran cortárselos. La horizontal es la única posición apta á la mujer. La mujer puesta de pie es fatal. Cada paso que da, en la vida, lo da hacia su perdición y hacia la de los demás. Bajo sus plan- tas florecen la tragedia y el dolor... Es la sembradora del Mal, la devoradora de sueños ; la enemiga de la Gloria.

Yo, que sabía las teorías del Maestro á este res- pecto ¿ cómo habría ido á consultarle penas de amor, que lo habrían hecho sonreír?

Para los que ven en el amor como luego he visto yo, un hecho puramente fisiológico ¿ qué valor pue- den tener las penas del corazón y la sulil y compli- cada trama de la pasión sentimental ?

Una pasión pura y dolorosa como lamía, entonces, necesitaba una alma de pureza y de dolor á quien confiarse.

Era un corazón, un gran corazón lo que pedía.

¿Dónde estaba ese corazón?

Yo lo tenía cerca á mí, al alcance de mis manos, de mis labios y de mi voz.

Yo tenía allí un corazón sufriente, amoroso y lace-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 97

rado, en el cual podía verter mi dolor como en una ánfora y dejar caer mis palabras desesperadas que subían de la sombra de mi corazón.

¿No tenía yo una madre? ¿no estaba ella allí, mi- rándome con ojos de desolación, con su grande alma de ternura y de sinceridad, la palabra del consuelo pronta en su boca simple y augusta?

¿A dónde iría yo, que no fuera al corazón de mi madre ?

Su alma toda de amor y de simplicidad, había comprendido el regreso de la mía a los senderos del bien, ese regreso tan ardientemente pedido por ella en sus plegarias, y tan candorosa, tan paciente- mente esperado en su fe inagotable.

El alma de las madres no se engaña. La acuidad de su mirada tiene algo del prodigio y del milagro. Se pueden engañar todas las mujeres ; no se engaña nunca la madre. La mentira, ni está en ella, ni entra en ella. La verdad reside en ella, como el vértigo de amar. Ella encarna y realiza en sí, todo el amor. De ahí su poder adivinatorio. Sus ojos adivinan y sus labios profetizan. ¡Ay! y sus palabras de divinidad son estériles. ¡Solo su corazón es fecundo en el dolor! Consolar, suplicar y adorar á la carne de su carne ; he ahí la madre.

La mía había comprendido mi angustia, la vacila- ción de esos días dolorosos, en que subía á mi cora- zón un hálito divino de pureza, y volvía á mis anti- guos senderos de amor, como un convaleciente escapado al lecho y á la muerte. Sus ojos habían

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perdido la triste severidad cou que otras veces obser- vaban los míos; sobre sus labios, como un arco-iris crepuscular, vagaba una sonrisa pálida, como hecha de tristezas desvanecidas y de esperanzas nacientes; y en su boca triste, se veía bien que la ternura apri- sionaba los besos, que mi ingratitud había hecho inmerecidos. Sus In^azos se tendían hacia mi cuello, como alas de bendición, y sus manos diáfanas, como crisálidas de alabastro^ habían ya diseñado sobre mi frente, suaves gestos de absolución y de caricia.

Así, aquella tarde, cuando llegué al ángulo del corredor, donde en un verdadero gabinete de ver- dura, hecho de parásitas y convólvulos, ella bordaba en compañía de Delia, la más cariñosa sonrisa de bienvenida me acogió, y su mano tendida me señaló el puesto más inmediato á ella; y yo me tendí en los cojines, casi á sus pies, mi cabeza en sus rodillas, como implorando una caricia que sus manos piado- sas no tardaron en darme, penetrando como dos rayos de luna en la tiniebla de mis cabellos, que ali- saron por un momento, con un cuidado lento y tierno.

Y, después se pusieron al trabajo.

El rostro grave y delicado de mi madre se incli- naba sobre las telas obscuras, como para graduar la combinación de los matices y con dedos lentos sus manos largas y finas desmadejaban las sedas, que corrían por ellos, como hilos nmlticolores en las irra- diaciones de un prisma. Se diría que trenzaba con ellas (;al)clleras de astros.

EL ALMA DE LÜS LIRIOS 99

Delia, inclinaba su busto frágil y su rostro albo, como una flor de marfil y de oro, sobre la tela violeta en que trabajaba y sus manos blancas parecían dos hermanas de la pnloma mística, que sus dedos bor- daban, sobre un corazón sangriento, encerrado en un cáliz áureo, que dos ángeles sostenían en un campo de lirios amatistas.

Viéndola así, tan triste, tan grave, sabiendo todo lo inexplicado que dormía en aquella resignación y gemía en aquel silencio que se exhalaba como un ritmo de sus labios hei-méticos y sus ojos invio- lables de llanto y de secretos, vinieron á mi memo- ria los versos del Poeta.

l'ARA AQUELLA QUE ESTÁ TRISTE

Si tu me permettais de Uve Dans ton cceur que Vamour dccJiirc, De quels soucis inexpliqués, Ce qui fait battre tes paupiéres

Sur tant de ¡armes prisonnicres, Tant de sanglots dissimulés, ', Je saurais sécher ees yeux tendres

les larm,es semblent attendre

Comme en une source yelée, Quun tiede rayón de lumiére Ait fondu leur prison de verrc Pour soiü'dre et puis bouillonncr.

Es un palio para la Iglesia, dijo mi madre, mostrándome el trabajo, ya bastante adelantado.

100 VARGAS VILA

El dibujo es de Delia, déjaselo ver, bija mía, pues que él entiende tanto de eso.

Entre temerosa é involuntaria, ella quitó el papel de seda, que ocultaba la parte del dibujo aun incon- cluso, y sin decir una palabra, se hizo á un lado, para que yo pudiera verlo.

Al inclinarme sobre la tela, mi brazo la tocó sin quererlo, y retrocedió, tan intensamente pálida, que pareció iba á desmayarse. Una angustia infinita amedrentó su rostro y no pudo responderme una palabra, cuando la felicité por la perfección del diseño. Volvió á tender apresuradamente el papel y continuó en trabajar.

Su rostro, de una emoción intensa, revelaba un verdadero dolor físico, un malestar inconfesable. Todo el destrozo de su alma se veía en aquel ins- tante de exaltación, casi de pavor, que la sacudía.

Uq silencio penoso nos envolvía. El agua de la fuente, interrumpía con su sonoridad límpida, aquella quietud, que el olor de los mirtos y las ama- polas cercanos embalsamaba de amor.

Las manos de mi madre y las de Delia, proyec- tándose con gestos lentos sobre la tela obscura, se- mejaban un desplegamiento de alas en el crepúsculo ; se diría un vuelo de mariposas blancas.

El silencio hacía más violenta la tensión de ánimo en Delia, que pretextando un trabajo de repostería para esa noche, cubrió su tela de bordar y se alejó, no sin decir algo á mi madre, que sonrió con bondad.

Viéndola alejarse sentí penetrar en mi corazón

EL ALMA DE LOS LIRIOS 101

toda la tristeza de las horas anteriores y cfue su sola presencia había bastado á disipar. Una inmensa sensación de olvido, de abandono, de soledad me invadió todo... La idea de lo irreparable me poseyó, ¡lo irreparable, que caíacomo un rayo sobre la tierna locura de mi corazón I

Y, cerrando los ojos permanecí absorto, como lleno aún de su vaga presencia... Y, como espe- rando lo imposible, quedé fijo en las huellas de aquella sombra, desparecida hacia ese infinito donde palpitaba la gran melancolía de mi corazón.

Y, seguro de no ser todo entero solo en mi dolor, seguro de ser alentado, consolado, salvado, volví mis ojos álos ojos santificados de mi madre, que yo sen- tía fijos en como una Providencia.

Una intuición profunda de mi dolor entristecía los grandes ojos de esa madre, que oía gritar mi co- razón en el silencio.

Amas muidlo, puesto que sufres mucho, ¡oh hijo mío !

Sí, dije yo con una voz desfalleciente, que era como una renuncia á la ventura, una llamada deses- perada hacia la inútil esperanza.

Ella se inclinó sobre mí, sobre mi frente tempes- tuosa y me besó en los ojos cerrados, apoyando dulcemente en ellos sus labios de perdón y san- tidad.

¿ Por qué desesperar, hijo mío, si ella también te ama ? Ella te ama aún más, porque ha sufrido más. ¡ La pobre niña! Ha sido necesaria toda mi autori-

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dad para obligarla á vivir. Yo sabía bien que volverías áella... Ella te perdonará.

No, madre, no quiere perdonarme.

¿ Le has hablado?

¿ Cómo hablarle si huye de ?

Ella teme la sinceridad de su corazón. Sabe que está desarmado ante tu amor. Anhela y teme ser vencida. Es necesario que la hables.

Pero ¿ cómo ?

Eso no será difícil, pero, antes, es necesario que me des tu palabra de no recomenzar. Antes es necesario que me jures que esa mujer (que de resto debe partir dentro de dos días), no volverá á perturbarle, que no volverás á hacernos sufrir tanto. Piénsalo bien, porque la crueldad de un nuevo engaño sería algo de irremisible y de fatal. fuerte, hijo mío, y sobre todo noble. Nadie, ni yo misma, te perdonaría un nuevo engaño.

Madre, madre, yo te juro.

Y, no pude decir más, porque Delia, de regreso, entraba en ese momento.

Apoyé mis labios en las manos que mi madre te- nía cruzadas sobre las rodillas, y ante la presencia de aquella que era todo el amor, callé, con un silen- cio religioso, lleno de votos, que iban hacia la som- bra que sitiaba mi corazón, que devoraba mi cora- zón, que se había hecho inmenso como si fuesen dos corazones muertos en uno solo...

EL ALMA DE LOS LIRIOS 403

' Mi madre se puso trabajosamente de pie.

Yo le ofrecí el brazo.

Se apoyó suavemente en él, y poniendo la otra mano en el hombro de Delia, comenzó á andar entre los dos.

Así salimos al jardín.

El cielo, de un blanco perláceo, se extendía como una gasa tenue, anaranjada en Jas orlas por los últi- mos reflejos del sol, que se perdía en los horizontes como una horopéndola de cristal, batiendo alas des- mesuradas sobre los cielos sonoros.

Los senderos del jardín, tibios aún por la caricia prolongada del sol, se tapizaban de hojas y de péta- los, que se arremolinaban en torbellinos de blan- curas y átomos de luz. La sombra solemne de los pinos, daba magnificencias de templo á las avenidas solitarias y rectas, que se prolongaban hasta el río, como escoltadas por grandes hileras de mirtos y de rosales en flor. Allá lejos, la presencia del valle hacía una desgarradura en el follaje, formando un pórtico oro y azul, como un arco de lapizlázuli, en la magni- ficencia apoteósica del cielo.

Marchábamos lentamente, como vencidos por la tristeza de la hora, dulcemente conmovidos por la belleza melancólica de la tarde y la ternura dolorosa que se aposentaba en nuestros corazones.

El rostro de mi madre, ennoblecido por la edad y por el sufrimiento, parecía más exangüe y tomaba tintes adamantinos en la penumbra de los árboles.

Viéndola caminar así, penosamente, apoyada en la

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fragilidad de nuestras dos adolescencias, inclinando hacia ellas su cabeza blanca, que parecía una estrella, tuve una sensación desgarradora, como si ese noble rostro se tiñera de un reflejo de muerte, y un in- menso movimiento de piedad, de remordimiento y de amor se hizo en mi corazón.

Estreché tan fuertemente su brazo, que ella volvió á su rostro angélico y sus ojos de piedad, y como para recompensarme, acariciando mi propio amor, pasó su mano augusta por la cabeza blonda de Delia, en una caricia suave, como de nieve que se descon- gelase en una cima de oro. La niña alzó hacia ella sus grandes ojos llenos de ternuras y como temiendo por la fragilidad de aquel ser que tanto la amaba, le dijo dulcemente :

¿No estáis cansada? Sería mejor reposar un poco.

Sí, dijo mi madre, dirigiéndose con nosotros al banco más cercano.

Y, se sentó entre ambos.

La brisa fresca hacía ondulaciones, en la mar vio- leta del paisaje. Vuelos lentos, vuelos blancos inte- rrumpían la armonía lila del horizonte, con el estre- mecimiento vago de alas que se recogen. Sobre el amatista cuasi negro de las frondas dormidas, nubes de pájaros multicolores abatían el vuelo, fingiendo dibujos de oro y blanco, como trazados por la mano de una novicia, sobre la seda morada de una casulla episcopal.

Magnolias enormes se abrían en la obscuridad ya

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engrandeciente del boscaje, haciendo con su blan- cura opulenta, como inmensos focos de luz sobre el verdinegro inquietante de las hojas y el misterio de la penumbra, emblanquecida á trechos por macizos de azucenas, que, como grandes copas de alabastro repletas de perfumes, saturaban la atmósfera, y por los grandes lirios acuáticos que á la orilla del arroyo, y sobre la basca quieta y profunda, semejaban flora- ciones de cristal, en un miraje de luna. Por sobre los mirtos rojos y los laureles rosados, trepaban los geranios en una irrupción de blancuras, que hacían un nimbo ideal á las cabezas de mi madre y Delia, que las sacudían sonriendo para evitar la lluvia de pétalos, que rodaban por sus mejillas y sus cuellos, como caricias perfumadas, como besos blancos de almas de niños muertos, juguetonas en la sombra. Los grandes rosales pensativos nos rodeaban con sus blancuras discretas, con la belleza litúrgica de monjas en oración en la penumbra apacible de un coro crepuscular.

Un hálito de paz, de quietud, de beatitud venía del paisaje obscuro, de los cielos lejanos y entraba en nuestras almas, como una evocación muda al amor y á la tranquilidad, como una llamada imperativa á las grandes reconciliaciones del espíritu, á la renun- cia definitiva de las emociones efímeras, de los sueños malsanos, de las agitaciones estériles de la vida.

El rostro de mi madre se hacía grave, de una gravedad melancólica, sus ojos parecían impregna-

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dos de todas las tristezas de las campiñas dolientes y los brumosos horizontes lejanos, y su voz como pesada de emociones y de recuerdos, sonaba en la soledad con las notas pausadas de una sinfonía de arpas en el silencio... Su busto, ya doblegado por la edad, se inclinaba sobre nosotros, con el cuello tino y la cabellera blanca, como un sauz de plata sobre remansos dormidos.

Gomo un estremecimiento de llama en la gran sombra imperante, como una antorcha pálida bajo una cúpula negra, el oro Huido y tierno de la cabe- llera de Delia lucía en la tiniebla crepuscular como un halo de estrella, prisionero de las frondas. Sus ojos, como vencidos por el llanto, húmedos aún de las lágrimas recientes, eran como un jardín de deso- lación, donde floreciera el espanto de la vida, en el dintel de la inexorable noche, y como frenéticos de tinieblas de eternidad, se lijaban grandes y abiertos en el inmenso cielo, con miradas voraces de misterio, devoradoras de la insondable Nada... Y, sus párpa- dos se cerraban lentamente, con la nostalgia de vés- peros agonizantes. La noche moral nos envolvía más densamente que la noche hrmamental, en cuyo seno luminoso, se perdían nuestros estériles so- llozos.

Y, niños tristes, desheredados de ventura, nos estrechábamos contra la madre, de cuyo corazón profundo, inagotable, esperábamos ver surgir el con- suelo, como un rosal generoso de rosas de encanta- miento.

EL ALMA DE LOS LUCIOS 107

Y, dóciles á la esperanza, callábamos, en el gran estremecimiento de amor, que venía del aire cal- mado, de los cielos graves y tacitmnios hasta nues- tros corazones cargados de tristezas.,.

Mi madre se puso de pie, apoyándose en nuestros hombros, y dijo con voz de inflexiones suaves pero acentuada con un tono de autoridad, que era casi una orden :

Esperadme aquí. Yo vuelvo pronto.

Delia, desconcertada, como si no liubiese com- prendido, se puso de pie, para seguirla.

No. Espérame aquí, le repitió mi madre, Y, se alejó.

La niña quedó como hebetada, viéndola partir, los brazos inermes, caídos á lo largo sobre la túnica blanca, el manto azul, á medias desprendido de los hombros, la cabeza baja, en un gesto de verdadera angustia y de terror.

Y, ambos quedamos fijos, viendo alejarse lenta- mente la silueta negra en la arboleda obscura.

Guando hubo desaparecido por completo, Delia se dejó caer sentada sobre el banco, recogió su abrigo y cruzó las manos bajo él, en la más triste actitud de desolada resignación.

Entonces me acerqué á ella.

¿Tienes miedo? la dije. ¿Te disgusta quedar sola conmigo? Tienesrazón de odiarme. Yo soy indigno de tu amor. Pero yo quiero hablarte, quiero decirte todo lo que he sufrido, todo lo que he llorado, desde que me he visto indigno de tu amor, ¿quieres oírme?

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Ella no respondía, fijando sus grandes ojos de estupor en los cielos constelados, como si escu- chase cantar en su alma el sortilegio de las estrellas.

Tu silencio indica todo tu desprecio, añadí yo. Comprendo bien que he muerto en tu corazón. Pero yo necesito decirte que vives en el mío, que yo no amo y no he amado sino á ti, que sola eres mi vida y mi pasión, eso necesitaba gritarte, eso necesitaba decirte, antes de morir ó desaparecer.

Su rostro hermético, sus ojos profundos é inmó- viles, se volvieron á con un gesto de alucinada, y su voz grave murmuró, como repitiendo una palabra que respondiese á un sueño suyo :

-— Morir... Morir... ¿Es que sepuedemorir cuando se quiere? El corazón amante es corazón cobarde. No se muere de su amor. Se muere con su amor. Es cuando se ha dejado de amar que se deja de vivir. Corazón que ama vive siempre. La muerte no tiene imperio sobre el amor. Es cuando muere el amor, que el alma debe morir. ¡ Ah, vivir por el amor, sin él!... Tuno sabes lo que es ese suplicio... Tuno lo sabes...

Dijo, y volvió á mirar el cielo fulgurante, sobre el cual para se habían abolido lodos los astros

Delia, le grité yo. Mi amor, mi vida, por gracia, oye toda la verdad. Yo he estado loco, yo he estado fuera de mí. Ha sido un vértigo. Todo ha pasado. Yo vuelvo á tí, más rendido que nunca, más amante que jamás. iNo me rechaces. No me expulses de tí. Déjame amar tu corazón. Si no me amas ya, déjame amarte.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 100

Ella, había cerrado los ojos, pálida como una muerta, exangües y convulsivos los labios enigmá- ticos, apretadas contra el corazón las manos tem- blorosas y heladas.

Diosjuío ! Dios mío ! dijo, poniéndose de pie como para huir,

Delia,por piedad, volví ágritarle arrastrándome de rodillas hasta tomarla por una de sus manos que me comunicó su frío mortal.

Prisionera así, volvió á caer sobre el banco, ocultó su cabeza entra las manos y sacudida por una tempestad de sollozos, comenzó á llorar amar- gamente.

Viéndola conmovida, la adiviné vencida.

Amor mío, la dije, descubriendo su rostro, que brilló á mis ojos, como una rosa triste, ultrajada por la escarcha.

Déjame, dijo ella. Ten compasión de mí. ¿Qué quieres de mi corazón? Él te hadado todo lo que era suyo. ¿ Por qué quieres torturarlo aún ? Déjalo agonizar solo y vencido. Él, no te pide amor sino respeto. Respeta mi corazón...

—- No hables así, amor de mi alma. No hables así. Tus palabras me castigan y gimo bajo tus pala- bras. ¿Qué quiero de tu corazón? Quiero vivir en él.

Siempre has vivido en él.

¿Siempre?

Siempre, y es á causa de vivir en él que lo has matado. Es de tu vida que él se muere. Muere de tu ventura. Eso es amor.

lio VARGAS VILA

Si me has amado siempre, si aun rae amas, I por qué no me perdonas ?

¿Perdonarte? ¿y de qué? ¿No era tuyo mi corazón? Yo no he de preguntarte qué hiciste de él. Si lo rompiste bajo tus plantas, benditos sean los pies que despedazaron mi corazón. Yo los beso, yo los adoro en silencio. El dolor es la única voluptuo- sidad sagrada en el amor. Es la única que lo aviva y no lo mata. Sufrir, sufrir, sufrir, he ahí el grito de gozo en el amor. Morir, morir, morir, he ahí su grito de victoria. El amor es un esclavo que besa al león que lo devora.

Amor que no sufre no es amor, amor que no per- dona no es amor, dijo extendiéndome sus dos manos blancas, que parecían dos alas de nieve.

Gracias, ¡ oh, mi Adorada ! dije llevando á mis labios los dos copos de eucarística blancura. Gra- cias. Yo seré digno del Amor y digno del Perdón.

Así sea, dijo mi madre, apareciendo entre nos- utros, inesperada y silenciosa, como una sombra.

Nuestros brazos le hicieron un collar y nos abra- zamos los tres.

Ella se sentó y atrayéndonos sobre su corazón, nos reclinó sobre su seno.

Y, luego, amorosamente, dolorosamente, besó nuestras cabezas tristes, de niños inclinados en la sombra.

Y, aquellos besos en delirio, flores de desposo- rios, eran como un collar de aurora, que unía nues- tras almas para siempre.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 111

Y, volvimos á la casa, en una trinidad radiosa, estremecidos de ventura, por un sendero de rosas de alegría, bajo el cielo clemente, donde las estre- llas fingían ramilletes de azahares y sobre las cimas lejanas, grandes claridades prendían gasas flotan- tes como inmensos velos nupciales.

Los rosales semejaban, en la blancura inmaculada, una procesión de vírgenes en marcha hacia un altar de desposada.

El jardín era como un templo inmenso donde las flores, en holocausto se consumían ante altares invisibles.

Y, el bosque era una procesión de estrofas.

Y, la noche una lira epitalámica.

Y, cantaba el Cantar de los Cantares...

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¡ Cómo después de tanto tiempo mi corazón ha suspirado hacia el encanto de esa hora!... Hora en c[ue fui sincero, hora en que fui puro, hora en que mi corazón sintió la plenitud de la ventura en la plenitud de los amores que no mueren.

La comida fué alegre como hacía tiempos que no lo era en la mesa nuestra.

Mi madre estaba radiosa, Delia sonreía, Aureliana hablaba de su próxima partida, con una satisfacción sincera, y charlaba de todo, con una volubilidad de pájaro.

Después del café ellas se dirigieron á la sala, donde no tardó en oirse el piano gritar bajo los de- dos de mi prima, y yo me retiré al ángulo del corre- dor que daba sobre el jardín, y acodado en la ba- randa, pude gozar al fin solo con mi felicidad.

y, evocadas por el recuerdo, las escenas de aquella tarde, surgían más vivas, más dulces, más tiernas aún que lo fueron bajo la sombra cómplice de los rosales en flor.

Y me absorbí en el recuerdo de esa emoción dolo-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 113

rosa y grata á la vez, con el placer triste de tortu- rarme en las reminiscencias penosas, y la alegría viva, inconmensurable de mi victoria, la victoria que me aseguraba para siempre la posesión del corazón amado.

Después de haber sufrido tanto, un deseo loco de ventura, de tranquilidad, de egoísta quietud me poseyó, y pensé con un placer enorme en el viaje de Aureliana, que volvía á dejarnos sin testigos extraños, en la apacibilidad de nuestras almas tris- tes, tan misteriosamente enamoradas de la soledad, tan extrañamente místicas, en la contemplación de nuestro amor ideal.

Y, yo, el intelectual buscador de la emoción nueva, ' el enamorado de la quimera, el analista de los sen- timientos, el sembrador de paradoxas, capitulaba ante la realidad de la vida, ante la perspectiva de ser amado puramente, santamente, en los muros del hogar secular, así como lo habían sido mis abuelos, los graves y fuertes analfabetos, que dormían allá tras el muro blanco del Campo Santo, más allá del río obscuro, lleno de pérfidos abismos.

El silencio lúgubre que venía del campo, se armo- nizaba con el cielo que se había hecho negro, difuso, con resplandores rojos, como el campo de una gran carnicería.

¿ Cuánto tiempo estuve así, inerme, descuidado, feliz, en presencia de la fatalidad que me ace- chaba ?

Yo no lo sé.

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114 VARGAS VILA

Un ruido muy ligero me sacó de mi ensimisma- miento. Cuando alcé la cara, Aureliana estaba de- lante de mí.

Sin darme tiempo para interrogarla siguieras me tomó las dos manos en las suyas, y me dijo, casi insuflándome su aliento en los labios :

Yo parto mañana en la tarde. Quiero que nos veamos á solas. Te espero esta noche en mi cuarto, ¿quieres ?

No.

Acercando casi hasta tocar mi rostro, el abismo rojo y negro de sus labios y de sus ojos, me dijo dulcemente :

Ven.

No.

Entonces yo iré al tuyo.

Y, atrayéndome violentamente hacia ella, me de- voró con uno de esos largos besos asesinos que daban el vértigo.

Yo la rechacé violentamente, casi al mismo tiempo que mi madre y Delia aparecían en el otro extremo del corredor, retirándose ásu apartamento.

•Tuve deseos de llamarlas, de decirles todo, y gritar á la cara de Aureliana su vergüenza. Pero desapa- recieron prontamente, y cuando volví á mirar, Aureliana había desaparecido también.

Lleno de una cólera sorda y violenta me retiré á mi aposento.

Y, allí, como si hubiese surgido del suelo, una in- mensa flor roja, como una gran copa de sexualidad,

EL ALMA DE LOS LIRIOS 115

el recuerdo del beso, de aquel beso dado en la som- bra, vino á perseguirme.

Y, ante la visión de la boca lasciva y fatal, provoca- dora de mortales alegrías, ánfora de besos infames y perversos ; de los senos mórbidos que mis manos habían aprisionado y mis labios habían acariciado hasta querer devorar el rojo de sus botones erectos; y sus carnes gloriosas, cegadoras de blancuras, que mis manos habían palpado curiosas y voraces, y habían torturado enloquecidas en los espasmos del placer supremo, apareció en el pobre ser de carne y de placer, la bestia dócil al olor de la hembra, el animal de amor orgulloso y despreciable que es el hombre, arrastrándose en el fango del instinto y extendiendo sus brazos en gesto inútil y desesperado, hacia idealidades de pureza, cielos vacíos en que no cree.

Y, toda mi debilidad, toda mi decadencia moral, apareció en la intensidad del deseo, de ese deseo mórbido y desesperado que se apoderó de mí.

Sí, deseé á Aureliana, la deseé con la locura crimi- nal que ella había prendido en mi sangre con su beso asesino, su beso evocador de desnudeces magníficas y del salvaje impudor con que gimió en mis brazos, cuando estremecida de placer llenó la selva con los gritos inarticulados de su lujuria de leona.

Y, mi ventura, mi pobre ventura, tan penosa- mente reconquistada, temblaba como una flor bajo el huracán, ante esa nueva tempestad de deseos, que amenazaba dar en tierra con ella.

IKi VARGAS YILA

Mi sensualidad exasperada por la abstinencia re- ciente y la imposibilidad de violar mis juramentos frescos ai'in, me sumía en un vértigo de dolor, en vi- siones de obscenidad, que mancillaban mi alma, la azul pureza de mi pensamiento, reconquistado para el bien.

Y, una tristeza profunda me invadía ante esta abyección de mis pensamientos, ante esta floración de abominaciones que surgían en mi cerebro, aho- gándolo todo, borrándolo todo, no dejando en mis tinieblas, sino la tlor del sexo iluminando el cielo como un sol.

Y, me debatía contra los pensamientos obsesio- nantes, contra los gritos de mi carne y las llamadas solicitadoras que de los más íntimos rincones de mi ser, surgían llamándome para la deslealtad y para el vicio, y el perfume del pecado, saturando la atmós- fera, como un incienso que ardiera en la memoria, me ^turbaba hasta la locura y mis labios incons- cientes repetían las letanías de la lujuria, mientras mis manos y mis dedos como tendidos á un rosal de perdición, se alargaban, buscando los senos rígidos, los ocultos tesoros, que una vez me habían sido re- velados, en la comunión augusta de los sexos.

¿Dónde buscar fuerza para mí, pobre ser de Amor torturado por el instinto, pronto á sucumbir bajo la ley inexorable de la especie?

No, no iré, decía yo.

Y, como para buscar una áncora que me salvara en aquel naufragio de todas mis fuerzas, me postraba

EL ALMA DC LO;? LIRIOS 117

ante el retrato de mi madre, lo besaba con amor, besaba el retrato de Delia, y ante estas dos santas, ostias de abnegación y de pureza, buscaba olvidar aquella mágica flor de carne, aquella ostia de perver- sidad y de concupiscencia, que irradiando en las tinieblas me ofrecía sus labios abiertos como un abismo...

Aquel contacto de pureza me serenaba, palabras de amor brotaban de mi corazón hasta mis labios, como un cántico del triunfo de la pureza y del amor.

Mis ojos ardidos de visiones tuvieron lágrimas de paz y de serenidad; mis brazos tendidos á la flor mal- dita del pecado se plegaron dóciles sobre mi pecho, como para proteger mi corazón ; mis labios convulsos se cerraron como sellados por un beso invisible, y cual si ese beso hubiese sido el de mi madre, disipa- dor de todas las tormentas, me dormí tranquilo, como un náufrago en la playa, después de la bo- rrasca

Había dormido apenas una hora, cuando me des- perté por un ruido insólito cerca de mi lecho.

Intenté incorporarme y me sentí aprisionado por dos brazos y atraído contra un cuerpo desnudo y palpitante y devorado por besos ardientes que sella- ban en mi boca todo grito.

Era Aureliana.

Yo no supe resistir... ' ¿Fui culpable ?

¿ Lo fué el instinto ?

H8 VARGAS VILA

El efluvio de la carne me cegó, y ebrios de volup- tuosidad, aguijoneados por la seguridad de la ausen- cia próxima, nos amamos con avidez, con desenfreno como si nuestros labios voraces y nuestros cuerpos insatisfechos quisieran consumirse y morir en el abandono total de nuestras carnes exacerbadas, en el delirio desmesurado de los besos, en la plenitud estremecida de la gran gloria carnal...

Rendidos, fatigados, vencidos por el goce desme- surado, irreflexivo y loco de nuestros cuerpos, nos dormimos al fin rendidos, el uno contra el otro, en la actitud enamorada de un dulce, irremediable vencimiento.

De súbito, nos despertamos ambos, obedeciendo á la misma impresión.

¿No has sentido? alguien ha hecho luz con un fósforo, aquí, cerca á nosotros, dijo ella.

Sí.

¿ Quién será?

Heridos de terror ambos guardamos silencio y á medias levantados en el lecho, mirábamos aterrados en la sombra.

Sentimos claramente pasos en la habitación, y luego vimos una forma blanca que entreabrió la puerta que daba al patio y desapareció con precipi- tación.

Es Delia, ¿Lilias visto? dijo Aureliana tem- blando.

Sí.

BL ALMA DE LOS LIRIOS 119

A medio vestir, lleno de angustia y de pavor, salté del lecho y me precipité afuera.

La forma blanca, había atravesado el patio y se dirigía hacia el jardín.

Delia, le dije, porque la había conocido bien, en un momento en que la claridad astral la iluminó al salir de un grupo de arbustos.

Al sentirse llamada precipitó el paso, abrió la puerta del jardín y la cerró por dentro.

Delia, Delia, grité yo entonces, seguro del horror de su resolución.

Y, me precipité contra la reja... estaba cerrada. La niña corría desesperada por la Avenida negra de sombra.

Delia, Delia, gritaba yo sacudiendo la reja fatal. Ayudado por un sirviente acudido á mis gritos,

escalé la reja y me lancé en seguimiento de aquella forma blanca, que ya se perdía allá, muy lejos, cerca al claro de la playa, donde adusto, tormentoso, rugidor, extendía el río, la negrura impenetrable de sus aguas.

Delia, Delia, gritaba en la soledad.

Y, era una carrera vertiginosa de los dos hacia la muerte...

Llegada á la orilla del río, se detuvo un momento, volvió á mirar y al oir mi grito y ver que iba en su seguimiento, abrió sus brazos, como dos alas enor- mes, y se precipitó en la corriente.

Yo la vi, yo la vi, desaparecer bajo las ondas negras, y no tuve ya fuerzas para llamarla.

l'2ü VARGAS VILA

Me boté en la corriente impetuosa y nadé tras de ella. Por un momento, en un claro de árboles que iluminaba el cielo, vi la masa blanca de sus vestidos notaren la corriente...

Y, ya sin gritos, estupefacto en el silencio, nadé, nadé, nadé, en la noche negra, tras de la forma blanca.

Después sentí la paralización de mis miembros, la atonía general, el vértigo y la asíixia...

Desaparecí también bajo las ondtis, y mis brazos se cerraron para abrazar la muerte...

Salvado por un criado que me seguía nadando, fui traído á casa, casi en estado de muerte, mien- tras otros buscaban río abajo el cuerpo de Delia, que hallaron ya sin vida, en un remanso tranquilo, donde zarzas piadosas le habían detenido engar- zándose á las faldas del ropaje.

La terrible verdad me fué ocultada.

Cuando después de veinte y cuatro Iioras de un marasmo mortal abrí los ojos en mi lecho, mi madre silenciosa velaba cerca á mí.

Una bruma había en cerebro, que velaba en él la realidad de las cosas.

De esa bruma tardaba aún en desprenderse el recuerdo trágico.

Poco á poco, por una lenta asociación de ideas, reconstruí el hecho y como un abismo á la luz de un relámpago, el paisaje y la escena de horror brotaron en mi cerebro con una fidelidad aterradora.

Y, ¿ella? ¿ella? grité yo, incorporándome en el lecho y clavando en mi madre mis ojos, mis inmensos ojos de febricitante.

'í^

122 VARGAS VILA

Esta, puso su dedo en los labios, imponiéndome silencio.

-^ Cállate, no te agites, eso podría serte fatal.

Miré ámi madre asombrado.

En pocas horas había envejecido diez años. En la dulzura de su rostro el dolor había hecho verdaderos destrozos; una nube de atlicción lo envolvía como en un sudario anticipado ; sus labios exangües tenían un pliegue de tristeza tan profunda, tal gesto de laxi- tud desesperada, que invitaban á llorar; el gran do- lor que revelaban sus ojos tiernos y profundos, era acentuado por las huellas candentes que el llanto había impreso en los párpados y en los surcos rugo- sos de las mejillas, de tal manera enflaquecidas que acusaban toda la osatura del rostro demacrado y no- ble ; la lividez se acusaba más que todo en la frente amplia, que podía competir con el blanco niquelado de los cabellos, que caían sobre las sienes como dos alas de ánade sobre una cabeza de Niobe; su busto se encorvaba prematuro, su paso era lento, y como si hubiese cegado de repente, sus manos temblorosas y torpes no acertaban con los frascos de la pequeña farmacia familiar, aglomerados en la cómoda cer- cana.

Pero aun más que en lo físico, era en lo moral, que se veía su inevitable vencimiento.

La sensación de aquel dolor penetró neta en mi corazón, con una vivacidad real y profunda.

~ Mamá, mamá querida, le grité tendiéndole los brazos.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 123

Ella hizo el mismo gesto de silencio y vino á mí, lenta y grave, y me cubrió de nuevo y me tocó en la frente, ordenándome dormir.

¿Y, ella, ella? volví á gritarle yo desesperado. Siempre con el dedo en los labios, ella me mostró

con la otra mano el aposento vecino.

¿ Duerme ?

Sí.

Y, como si mi corazón que sólo pedía ser apaci- guado no quisiese más, me replegué en el silencio y rendido por la emoción, entré de nuevo en los limbos de la fiebre...

Cuando horas después, me desperté en una ver- dadera crisis de delirio y de lágrimas, estaba solo.

La estancia silenciosa me parecía prolongarse extrañamente, enormemente, más allá de toda reali- dad.

La débil luz de una lámpara de aceite, que ardía al pie de una imagen de la Virgen, comunicaba al aposento una luz difusa, qae más bien engrandecía la sombra, espesándola hacia los ángulos remotos, donde dormían formas invisibles, dando á las cosas contornos fantasmales, comunicando á los pequeños objetos una movilidad extraña, que los hacía apare- cer como desprendidos de su centro, moviéndose y danzando en una capa viva de mercurio.

Con las intermitencias y chisporroteos de la exigua luminaria, la sombra, por intervalos, se hacía com- pleta y al reaparecer había una como danza macabra de todos los objetos, que parecían surgir, borrarse y desaparecer oscilantes en la penumbra.

La imagen piadosa, con su corona cerrada, su manto áureo, tomaba á veces la forma de una mari-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 1:2o

posa enorme clavada sobre el muro, y las cabezas ru- bias circuidas de alas, que en forma de ángeles cir- cundaban el retablo, semejaban insectos luminosos, con las antenas clavadas en una hopalanda negra. Una rosa blanca, que en un vaso rojo se consumía al pie de la imagen, al rayo de la luz amarillenta se hacía lívida y entre sus pétalos se vaciaban huecos de sombra , que le daban la representación y el horror de una calavera de mono. A través de los vidrios de la ventana, los árboles del jardín y las enredaderas del muro, parecían brazos de esqueletos que trepa- ran hasta allí para mirarme.

Las visiones de la fiebre se hacían intolerables, y una angustia, un horror creciente, se apoderaron de mí. La soledad me enloquecía...

Quise llamar á alguien y me incorporé sobre el lecho.

Un rumor sordo, confuso, monótono, llegaba hasta mí.

Presté oído atento. El rumor venía de uno de los aposentos cercanos. Era un rumor de voces en sor- dina, lentas, apagadas, imploradoras... Por instantes, una sola voz triste, tenía el recitado, límpida como un solo de flauta en la noche calmada. Después, las otras respondían graves, pausadas, como un mur- mullo de fuentes. En ciertos pasajes, la voz solitaria se hacía aguda, como un grito en la soledad, y las otras respondían emocionadas, guturales como un gran sollozo comprimido.

Un terror loco se aopderó de mí.

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126 VARGAS VILA

Salté del lecho, rígido en mi larga camisa blanca, y avancé á tientas por el aposento obscuro.

A medida que avanzaba, el sonido de las voces se hacía más claro, más distinto. Orientado por ellas, atravesé otra habitación y me hallé frente á una puerta, por cuyos intersticios, se escapaban rayos de una luz muy viva...

Las voces sonaban adentro, ya absolutamente claras y distintas : rezaban.

Empujé la puerta y avancé.

Sufrí la impresión de un deslumbramiento. La luz era tan viva que me cegó al principio, después, empecé á ver distintamente los objetos.

¡Oh, el cuadro de belleza, de pureza, de tristeza, que abarcaron mis ojos ! Sobre un catafalco todo cu- bierto en sedería blanca, en un ataúd blanco, ves- tida en blanco, cubierta de rosas blancas, sus manos cruzadas sobre un crucifijo, menos blanco, que los dedos que lo aprisionaban, estaba Delia. Su cabe- llera auroral resplandecía á la luz de los cirios y sus pupilas hacían tras de los párpados cerrados dos manchas azules, como de cocuyos prisioneros bajo la nieve. Y, su boca, su pálida boca parecía sonreír divinamente.

Me llevé la mano á los ojos y di un grito de an- gustia.

Nadie me había visto entrar.

Las mujeres inclinadas volvieron las cabezas para verme.

Una sombra, una gran sombra formidable, se

EL ALMA DE LOS LIRIOS 127

alzó ante mí, para barrerme el camino, y la mano ruda de mi padre, empujándome vigorosamente, me empujó fuera, cerrándome la puerta con violencia.

Caí de espaldas, aterrado y enloquecido.

Me incorporé de nuevo, y andando de rodillas, me acerqué á la puerta cerrada é intenté mirar por los intersticios luminosos. Nada se veía.

El rezo había otra vez tomado su vuelo y las voces sonaban graves y lentas, como una sensación de vuelos innumerables.

Y, yo de rodillas, las manos contra la puerta, apoyada en ellas la frente calenturienta, expulsado por la violencia paternal, de aquel aposento que profanaba con mi presencia, lloré amarga, desespera- damente, y rogué no por aquella que se iba, sino á ella, á ella la santa, la mártir, la Bien Amada, la gran taciturna, que atropellada por la vida había plegado sus grandes alas en el seno de la muerte.

Un tiempo inabarcable, un tiempo sin medida, imposible, inconmensurable, trascurrió en mi alma, ante aquella puerta de desolación y de jus- ticia, tras de la cual un coro de mujeres aterrori- zadas, rezaban las aleluyas de la transfiguración, ala virgen blanca que dormía bajo las rosas, como en una apoteosis de corolas, la amante mística de mi corazón, enamorada de las aguas y de la muerte, tendida bajo sus grandes mantos nupciales, cerrados los ojos meditabundos, plegados los labios amargos, la frente taciturna coronada de nelumbos...

128 VARGAS VILA

Mi cuerpo todo temblaba como mi corazón, desam- parado en el fondo del dolor. Quise gritar y me faltó la voz, mis ojos ya no vieron, mis oídos no oyeron, mi cabeza pálida tendida á la esperanza se dobló sobre los hombros y caí al suelo inerte, ante la puerta inexorable, tras de la cual amortajaban mi corazón,

Y, mi alma, gritó un grito único, más allá de to- das las cosas...

Y, mi corazón se rompió en sangre, en una herida incolmable de Imposible y de Inmensidad.

El infinito del Dolor está en nosotros.

Lirio Rojo.

II

¡ Roma !

¿Quién no ha soñado con ella como un gesto di- vino hacia una cosa de gloria?

¿Quién no ha quedado pensativo á la orilla de este río de Belleza y de Eternidad, en cuyas ondas lentas se ha mirado cuanto de grande, de noble y de bello, ha aparecido en los horizontes fugitivos de la Historia, en los celajes cambiantes, voluptuosos y heroicos de los remotos cielos del pasado?

¡ Oh, el cisne divino de las melodiosas melanco- lías, Fénix de perfección, espejo del milagro, donde el genio inconmensurable de las edades, ve reflejada su propia imagen, como un sol de Inmortalidad sobre la tierra !

Nada hay igual á la melancolía profunda que se escapa de la ciudad abismal, imperecedera, al des- lumbramiento de divinidad que se siente frente á aquella ruina, rosa de Eterna Vida, tendida perti- nazmente hacia el rayo del Misterio.

Las alas del pensamiento se pliegan asombradas ante esta visión de inmovilidad y las palabras y las

132 VARGAS VTLA

cosas toman significación grave y profunda, como de grandes voces celestes y flores de Infinito.

La gran Silenciosa encadena las almas con el despliegue rítmico de sus visiones, con el manto de sus revelaciones extraordinarias, con el poder mis- terioso y significativo de su cielo de maravilla, des- plegado como un peplum de prodigio sobre la frente taciturna de los siglos.

Tal así me sucedió ámí, cuando escapado al lúgubre drama que ensombreció mi vida, fui enviado con Yittorio Vintanelli, á continuar mis esludios de pin- tura en la Ciudad Eterna.

Niin bin ích endlich ¡jeboren I

i Al fin he nacido !

Así exclamó Goethe, el grande Impasible, cuando su genio, escapado á las selvas de Germania, llegó á los muros sagrados de la Ciudad Vencida.

Así pude exclamar yo, cuando mis ojos ardidos de llantos estériles, se posaron sobre la ciudad del dolor y de la calma, á cuya grandeza pacificadora venía á pedir alivio para mi corazón atormentado.

¿Qué podía ser el triste drama de mi vida obscura, junto á los grandes dramas pasados y vividos en el vientre monumental de aquella madre fecunda de la Tragedia y de la Gloria?

Allí, las madres habían sufrido más que la madre adorada que lloraba por en el oratorio de la casa campesina, ante la D olorosa, meditativa en un nimbo de cirios y de rosas.

Allí, las vírgenes habían sufrido masque aquella,

EL ALMA DE LOS LTRTOS 133

que asesinada por mis traiciones dormía para siem- pre, allá en el cementerio de mi aldea, á la sombra de una cruz, bajo un manto de lirios en botón.

¿Qué era el dolor de mi corazón en aquel hogar inmenso de la Desolación donde parecía sollozar el alma inconsolable de los siglos ?

La gran calma, la calma augusta, que se desprende como un perfume, de aquel mundo de piedras glo- riosas, ganó lentamente mi corazón, desde el día en que mis ojos se posaron por la primera vez, en la augusta miseria de tanta gloria profanada.

Y, Roma me poseyó.

La gran Sibila Dominadora de las almas, abrazó mi corazón contra sus senos de piedra, y sus labios de mármol me besaron, con un gran beso maternal, que engrandeció mi espíritu al igual de los grandes predestinados, que allí sintieron el estremecimiento dje las revelaciones, agitarlos como una fiebre, en esa selva de milagros, bajo los ojos taciturnos de la gran loba de piedra.

Y, su alma de Silencio y de Soledad penetró en mí.

¡ Oh, el alma prodigiosa de las ruinas!

Las ruinas tienen un alma.

Las ruinas hablan.

Las ruinas cantan.

¿ Quién no ha oído en Roma, el canto de aquel coro de sirenas petrificadas, cuyos senos de mármol se alzan aún henchidos de voluptuosidades y por cuyos labios de piedra se escapa aún el himno inolvidable de la Belleza Inmortal?

134 VARGAS VILA

Las armonías vivas, sutiles, delicadas, de esas sirenas del mar del olvido y déla muerte, llegan al alma con un poder sobrehumano, de Arte, de Ensueño y de Visión.

Nunca olvidaré mi primera visión del Forum^ la visión silenciosa y terrible, que se alzó ante surgiendo del valle muerto, en la lúgubre quietud del cielo y de la tierra.

Bajo un firmamento de palideces, azulosas, que se diría hecho de turc^uesas enfermas, donde los astros muy lejanos semejaban ópalos de presagios. Uses heráldicos de muerte, la gran selva de mármoles apareció á mis ojos, surgiendo de lapenumbracomo la inmensa osificación de un sueño de espanto, la cristalización prodigiosa de una profecía de desas- tres, la petrificación súbita de las estrofas dispersas 4e un poema dantesco, sobre el cual hubiera ple- gado sus alas de bronce el genio apocalíptico de la grandeza y de la muerte.

La luna en creciente, brillaba allá muy lejos, como un escudo roto por la lanza do un curiado, y como enclavada en la cumbre del Sabino, todo bañado de luces violetas, como el catafalco de un obispo, sumía el paisaje en una sombra profunda, sobre la cual, grandes claridades astrales se extendían, como es- tandartes luminosos en el silencio, como banderas blancas, banderas de paz, sobre una tumba de héroes.

Del Arco de T'üus al Tabularium era uno como estancamiento de tinieblas, del cual, acá y allá, sur-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 135

gían blancuras imprevistas, como fragmentos de es- lalactitas, ó cuerpos de águilas blancas, sobre altos mástiles inmóviles : Eran la Columna Juniana, el Templo de Vesla, las tres columnas erectas del Templo de Marte. Se diría la arboladura de una flota fan~ tosmal encallada en un mar de sombras.

Y, costas silenciosas de este océano en quietud, á un lado, en las faldas del monte Celio, como el es- queleto de una ciudad dormida en la muerte la noche después de un combate naval, alzaba su mole negra, inmensa y rugosa: el Coliseo. Y, al otro, sobre el monte visitado por el rayo y el prodigio, el monte de las águilas augustas, perfilaba su silueta armoniosa y hlancR, el Capitolio. Y, ásu sombra, bajo los trofeos de Márius, los mármoles p^ntélicos de Castor y Pólux, parecían acariciar lainquietud celosa de la loba latina, que á sus pies, traza círculos concéntricos en su jaula, y cuyas ubres salvajes no hallan ya bocas de conquis- tadores que las expriman, extrayendo de ellas el líquido bravio que da el frenesí heroico de la gloria y de la muerte.

Más allá, sobre el monte Caprino, los cipreses del palacio Cafarelli parecían ocultar en la negrura de sus ramajes, el abismo de la Roca Tarpeya, en cuyo vórtice se inclina la sombra heroica de Manilo.

La luna ascendía lentamente, lentamente, y la sombra sedesvanecía, diluyéndose en unalactescencia de ópalos. La luz blanca, lívida, con una rara colo- ración azulosa iba penetrando poco á poco en las ruinas, despertándolas, acariciándolas, besándolas.

j^

136 A'ARGAS VILA

envolviéndolas suavemente hasta destacarlas á me- dias, y entonces el Fovum apareció á mis ojos, como una ciudad lacustre a mitad sepultada en las aguas.

Guando la luna dominó por completo el horizonte, el cuadro se hizo blanco de un blanco tenue, como un lago de argento, lleno de islotes lapislázuli.

Y, el inmenso bosque de mármoles, iluminado de súbito, parecía animarse como un jardín prodigioso en que cantara la Aurora.

El pórtico de Dii Consenles, las tres columnas del Templo de Vespasiano, quedaron allá lejos, solos, hundidos en la penumbra, como grandes buitres pensativos á la orilla de aquella mar de luz tranquila y serena, que no alcanzaba á besar con sus olas res- plandecientes los restos de ^Edes Concordi¿e, que mostraban sus basamentos de mármol mutilados por la mano de los siglos.

Vagamente, lentamente, con imprecisiones y fluc- tuaciones de miraje, como buques de una flota mis- teriosa, ardidos por un incendio, iban apareciendo los templos inmensos, la basílica Constanlina, la ba- sílica Julia, la Casa de las Vestales, haciendo huecos en la sombra á lo largo de la Via Sacra, hasta la Via Triunfal y el Palacio de César, más allá del cual y en un nuevo esplendor de fulguraciones, se ofrecían á los ojos atónitos los arcos de Septimio Severo y el de Constantino, y más allá aislado en su soledad, como una muda evocación á la fuerza y á la gloria, la ruina del Anfileairo Flavius, como la gran galera de los siglos, volcada sobre las playas de la Historia.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 137

Así, como los restos de un combate de cíclopes, así se alzaban las ruinas, en aquel mar de helio- tropo, que la caricia de la luna sembraba de rosas de oro

Desde el día en que aquella gran visión, magnítica y tentatriz surgió ante mí, de aquel estuario de sombras donde duerme el oleaje de los siglos, tuve la revelación y la fiebre del pasado, y el alma de las ruinas me poseyó.

El alma de las ruinas, heroica, enamorada y tenaz os seduce, os conquista, os vence bajo su encanto irresistible y nostálgico, en la gracia noble de sus gestos petrificados, con el encanto augusto de su melancolía, que se escapa de las piedras como un vaho de inspiración, de fuerza y de eternidad.

Las ruinas os ven, os sonríen, os llaman, ten- diendo sus brazos de mármol, en un gesto desespe- rado de náyades cautivas.

Las ruinas os hablan, con la elocuencia enorme de sus labios lacerados, donde sonaron antes todos los gritos del Tumulto.

Nosotras fuhiios la Gloria, dicen todas.

En se posó el Trofeo de César, dice el Tem- plo de la Victoria.

Y, en el águila de Mario.

Yo escuché á Cicerón, dice el mármol profa- nado de los Rostros.

Yo.vi al divino Tito, dice un arco triunfal.

138 VARGAS VILA

Pompeyo se apoyó en mí, dice una columna rota.

Julia me ungió con los lirios de sus pies, dice la losa de un tribadium.

Yo di sombra á Popea, murmura unarquitrave desplomado.

Caracalla violó una esclava á mi sombra, dice el atrium de un templo.

Heliogábalo se reclinó aquí en los brazos de Sofirino, clama una terma.

Aquí Nerón se entregó á Eporo, dice otra.

Cómmodo combatió aquí, con un toro, dice la piedra de un altar de sacrificios.

Aquí fué Mesalina fatigada por los guardias de Claudio, dicen las ruinas de un prostíbulo.

Sobre murió Virginia, dice una losa.

Sobre cayó Tarquino, dice otra,

Aquí el puñal de Bruto, creyendo engendrar la Libertad, engendró á Octavio, dice el pedestal de la estatua de Pompeyo.

En se apoyó Tiberio Graco, para vencer, dice un muro.

Y, en para morir, dice otro.

La libertad nació en nosotras.

Y, la esclavitud,

Por eso fuimos grandes.

Y, por eso desaparecimos,

Fuimos la Gloria y la Vida.

Dadnos Vida y te daremos Gloria

EL ALMA DE LOS LIRIOS 13í)

Y, yo me di con pasión á evocar la Vida, en aquel mar inmenso de la Muerte.

Y, quise revivir las truncas idealidades de las pie- dras.

A los pocos días de llegado á Roma, ya peregri- naba con mi caballete y mis pinceles, del gran Fo- rum, al Forum de l'rajano, del Arco de Filo á la Pi- rámide de Sexto^ del Featro iMarcellus, á las Fermas de CaracaUa, copiando la belleza de las líneas y evo- cando el alma de los mármoles, porque los mármo- les tienen un alma, como la luz y los colores, alma de evocación y de inspiración, alma inmortal. El artista que no adivina, no evoca y no resucita esa alma, no será nunca un artista.

En la Roma solitaria del estío, yo sentí toda la fiebre de la poesía arqueológica apoderarse ávi- damente, de mi pensamiento y de mi corazón, y me di á copiar con una pasión iluminada é in- tensa, los grandes y los pequeños aspectos de ese mundo muerto, que salía de su tumba de siglos, para el encanto y el amor de mis ojos de Poeta.

Vittorio Vintanelli, me dejaba hacer.

Él, sabía bien de esa fiebre de las ruinas que asalta á los artistas jóvenes, cuando llegan á esa gruta encantada del Lacio, donde la gran Sibila, la Sortílega divina, los aduerme con el filtro que se escapa d^ sus ojos de piedra, de su vientre de piedra, de sus senos de piedra, senos inago- tables y próvidos, fuentes inmortales de la Belleza Eterna.

l'lO VARGAS VILA

En aquel medio, de inquietud adivinatoria, de poesía secular, que enerva divinamente, y agita el alma con largos estremecimientos de inspiración, como bajo el influjo de un amplio y poderoso soplo, venido de las costas del Misterio, la fiebre de las ruinas, precede siempre á la fiebre del paisaje.

Eso lo sabía Vittorio Vintanelli, y sabía que por los senderos de ese paisaje, taciturno, sembrado de eternidad, por entre la blancura de los grandes már- moles resplandecientes de divina belleza, por ese sendero de Gloria y de Inmortalidad, iría yo, como ya fueron todos, por una Vía Appia, de inspira- ción y de milagro, hacia los horizontes silenciosos y especulares, hacia los caminos blancos, intermi- nables, ornados de tumbas ilustres, hacia la imper- turbable y sagrada belleza, de esos paisajes, llenos de la más intensa y acre poesía que haya jamás to- cado el pensamiento y el corazón de los hombres : la poesía de la campiña romana.

Y, me dejaba embriagarme de antigüedad, respe- tuoso á mis grandes dolores, seguro de que éstos habrían de desaparecer, en esa hora divina que vi- vía mi vida, en el flujo creciente de sensaciones, de emociones, de coloraciones y de visiones, que for- man el mundo interior, intenso, indescifrable y mis- terioso del artista.

Y, mientras me dejaba entregado á mi sueño de Olvido y de Silencio, él, iba liacia su gran sueño de rencor y de tumulto.

Mientras yo me absorljía en la evocación del pa-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 141

sado, él marchaba abiertamente hacia la redención del porvenir.

Y, cuando yo me inmovilizaba, con los ojos vuel- tos hacia los lejanos esplendores de la Muerte, él iba hacia el incendio, rojo y bravio, de las grandes batallas de la Vida.

Y, éramos como dos sombras, inclinados sobre la grandeza desmesurada de dos sueños terriblemente estériles.

Y, ambos éramos tristemente semejantes, inclina- dos así entre la Verdad y la Nada.

El abismo de la ilusión está en nosotros.

La Vida es un Miraje.

El Genio no se destierra.

Él, lleva su patria en sí.

La patria no es una idea, es un hecho, un hecho indiscutible y fatal, bajo el cual se sucumbe si se es débil, y sin el cual se vivé si se es fuerte.

Vittorio Vintanelli, no amaba la patria, la entele- quia sangrienta, el minotauro insaciable, con ese amor animal, esa resignación de bestia, que se en- cierra y se atrinchera, en esa divisa de ahattoir, esa palabra hermética y sin genio, que se llama el pa- triotismo.

Él, no arbolaba sobre su gorro frigio, ese penacho de egoísmo y de idiotia, que los grandes mise- rables ponen sobre sus frentes obscuras, sobre las cuales ha llovido el guano de todas las iniquidades, para seducir con él la interminable estulticia, la inconsciente veneración de las multitudes, adorado- ras de la fuerza, la irremediable imbecilidad de los hombres que los lleva siempre á degollarse entre sí, por vocablos que no comprenden, al pie de ídolos impasibles, sudorosos de ignominia.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 1 Í3

No, Vittorio Vintanelli, no amaba la patria corno cosa suya, sino como una porción de humanidad, á la cual la exaltación de su fe, el milagro de su vo- luntad, la fuerza de su sacrificio, su actitud sorpren- dente de discóbolo libertario, portador del rayo des- tructor, habían de purificar y libertar.

Su palabra fracasante, llena de una energía libre y obscura, exacerbaría la exutoria de esos pueblos, que aspiraba á curar por el dolor.

Sus' admoniciones iterativas, caerían como una lluvia de rayos, sobre las ciudades del oprobio, y el oprobio de los hombres.

Con una angustia desesperada, interminable; con una conmiseración colérica y triste á la vez ; con una piedad acre y un rencor celoso, el vidente alu- cinado se dio á la destrucción, con la tenacidad sombría de un prisionero, por romper el muro tras el cual espera ver la luz del día.

Y, se arrojó á cuerpo perdido en la lucha, en el tumulto, en la sombría batalla de sus ideales.

Hiza de su talento portentoso, de su arte inimi- lable, un solo útil, un instrumento acerado y terrible para la Revolución. De su pincel hizo una pica.

El artista exquisito, en quien el alma del paisaje parecía sonar como un cántico, la coloración magní- fica de cuyos cuadros pedía la magnitud, el espacio, la gran luz triunfal de los frescos de (jozzoii, tanto así era de amplia, de viva, de matizada y de can- tante ; este mágico de la grande armonía de los co- lores, cuyo pincel era como una lira cromática, en

-i*

14-4 VARGAS VILA

cuyos toques, el azul perlado, cuasi blanco, subía como una imploración, tiñéndose de tintes glaucos y rojos, hasta formar horizontes de sangre, cielos pa- vorosos de tempestad y de exterminio ; el creador potente y fecundo, que de la fragua desús luchas in- teriores, de los limbos de su visión fuerte y tenaz, sacaba las cabezas agresivas y poderosas de sus após- toles, lívidas y sombrías, ferozmente enigmáticas de silencio, el rostro macerado de sus Cristos sensitivos y anémicos, brillantes de luz interna en paisajes grandílocuos de calma primaticia, el gesto de noble histeria en que sus teorías de vírgenes visionarias marchaban á la muerte, los grupos blancos y graves de sus ancianos leonescos, llenos de una majestad primitiva y salvaje, sentados ó de pie, en un silencio espectante, tras el cual parecía oirse el rugido de las fieras del circo, y se creía ver las fauces negras de los jaguares de Nubia, y las garras enormes de los leones de Etiopia. Este evocador mágico de los co- lores exquisitos y de las formas gráciles, cuyas colo- raciones de una suavidad diáfana, predisponían el alma á los ensueños y cuyas visiones bélicas como movidas por el soplo tempestuoso de su idealidad heroica, Ijrotaban del lienzo, combatientes y des- tructoras, símbolos vivos de lucha y redención. Ese Neptuno formidable del mar de la visión antigua, cambió sus pinceles por el lápiz, y corrosivo evocador de la vida moderna, se hizo el caricaturista impla- cable del Sveglio, diario anarquista de Roma.

Ese gran genio pictural, enamorado de las decora-

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ciones paganas, en las cuales en fondos de azul y de violeta, dignos de Lucas Signorelli, alzaba figuras impresionantes y estilizadas como de Wistler, llenas de vida intensa y profunda como las de Charles Mo- net; ese grande armonista, grande porque teníala originalidad inalienable de la concepción y el domi- nio inimitable de la ejecución, salió de su mar de coloros y de luz y con tinta negra, como los hori- zontes de su cólera, dio forma á las terrificantes crea- ciones de su odio, á las deformaciones de un cómico espeluznante, con que su rabia gráfica, inmorta- lizaba en el ridículo, los hombres y las cosas que él detestaba.

Desde el día en que se hizo el artista de la revan- cha, una alma nueva, de una hilaridad lúgubre, habló en él. Su gran faz, taciturna y trágica, tuvo un nuevo rictus. Sobre sus labios todos do Verdad y de Justi- cia, hechos para las supremas adjuraciones y los apostrofes empenachados de horror, corrió un nuevo estremecimiento, se fijó un nuevo gesto de burla fe- roz, más terrible que todos los huracanes de elo- cuencia que hasta entonces habían salido de su boca profética, ó iluminado sus terribles ojos de visiona- rio, hechos para ver el dolor y ordenar el sacrificio.

Esa sonrisa de Aristófanes, en la máscara de Esquilo, magnificaba el horror, añadiéndole un nuevo dardo.

El terrible pintor de almas perversas, tuvo el espíritu, más mordaz que los corrosivos que modi- ficaban los contornos en sus placas de acero. ,: 10 ,

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Nada escapó á aquel historiógrafo enconado de los vicios de su época, cuya fetidez envenenaba la atmósfera.

Su genio, al simplificarse, se intensificó y se multiplicó.

Su mirada de alucinado, haciéndose cruel, tuvo una acuidad prodigiosa, un desdoble de visión, que iba derecho á lo deforme, á sorprender el gesto que mata, para fijarlo en la mueca convulsa, en la más- cara grotesca, con los cuales clavaba vivos en el papel, aquellos que caían bajo el escalpelo implacable de su pluma ó de su lápiz.

Su prosa violenta y burlona, lejos ya de la elo- cuencia florecida y profética de sus primeras luchas, adquirió un nervio, una ductilidad que no tenía; movible como el mercurio, corrosiva como el vitriolo, se hizo terrible y cruelmente mordaz, en su mezcla confusa de canallería y de belleza y tuvo una ductilidad de daga mortal.

Su genio de dibujador psíquico, estalló en una serie de figuras y de cuadros, donde el cómico, de un vis sin antecedentes y sin ejemplo, emulaba con la profundidad de la intención, de una perversidad intensa y cruel, de una rabia fría y mordaz, fuerte y triturante como las mandíbulas de un tiburón.

Desollaba los hombres con su lápiz y los regaba de vitriolo con su pluma.

No conoció piedad.

Toda Roma y toda Italia miraron hacia aquel es- calpelo dirigido contra su corazón.

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Y, Vittorio Vintanelli crecía como un espectro amenazante, bajo ese cielo del Lacio, en el corazón de la Roma Eterna, cuenca de las manos de la Histo- ria, donde han venido á soplar y á refugiarse todos los huracanes del mundo.

Tribuno encolerizado, audaz y demoledor, era en la plaza pública como en el diarismo, el genio lírico en frenesí, la voz del sufrimiento y de la desespe- ranza, estilizando en sus tropos poderosos, en sus hipérboles cáusticas, como en sus dibujos tan audazmente perversos, toda la inquietud, la tristeza, la sombría vela del pueblo, en espera de extrañas y no lejanas realizaciones de Ideal,

Pero, permanecía desdeñoso, aislado, lejos de la glorióle que aborrecía, trabajador consciente en su obra de demolición, seguro de morir bajo los es- combros del edificio poderoso que minaba.

Representante extraño de la neurosis más expre- siva del siglo, sosteniendo con el soplo de su pasión su obra, que acaso él solo no alcanzaba á ver terri- blemente estéril, se alzaba ante el agotamiento y las conm.ociones espasmódicas de su época, como el representante verbal y gráfico de la rebelión feroz é irascible, protectora y castigadora, en esta hora iracunda de desequilibrios y de naufragios mentales, de angustias supremas en la humanidad irresoluta y terrificada.

Y, había hecho de ese sueño el centro de orienta- ción de sus pensamientos.

Yj.adoraba el miraje que vivía en él : el miraje de

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los harapos hechos púrpura y la púrpura hecha polvo,..

Y, en su extraña aberración terrible y fija, él se abrazaba divinamente á la idolatría de la Justicia.

Y, la aureola de Infinito y de Eternidad que nimba la frente de los mártires, nimbaba ya la suya cir- cuida de pensamientos en éxtasis.

La pasión de libertar engendra el vértigo de morir.

Aspirar á la Justicia es una forma de abrazar la Nada.

Adorar algo en la vida es adorar el polvo.

Todo en la vida, todo hasta Dios, engaña los ojos del creyente.

La Esperanza es un engaño al corazón de las crea- turas.

La Verdad no existe sino creada por la locura de los hombres. No hay Verdad como no hay Divinidad : sinónimos de la Sombra.

No hay cierto sino el dolor. Fuera de él no existe sino el espacio, poblado sollozos.

Toda fe es una gran desolación.

Yo me sentía enfermo del mal de los deseos im- precisos.

La lenta concentración de las fuerzas del alma, su orientación hacia un fin de belleza, sondolorosas y laboriosas, como la concepción y el alumbramiento de los seres.

A los seis meses de permanencia en Roma, yo no tenía aún un amigo.

Mi odio á las colectividades, á las coteries, á las agrupaciones, aun apiñadas al pie de una bandera de Arte, subsistía en mí.

Y, continué en ser en Roma, como en mi tierra natal : un aislado.

El pueblo de pintores, amables, libres y gozosos que pululan de la Piazza de Spagna, á la Porta del Popólo, y tienen su cuartel general en la Vía Mar- guita, me sedujo al principio, por su aspecto bariolé., multicolor, de un pintoresco raro, de una alegría en- cantadora, con sus síMí/ios, más ó menos abigarrados, sus modelos llenos de belleza y colorido, sus artistas, descuidados, francos, sinceros en el arte y en

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vida. Es en aquel rincón de la Ciudad Eterna, que se mueve, todo cuanto ha de ser mañana gloria del mundo. Y, es allí, que pulula y flota, lo que de genio hay en la pintura romana. Aquel bohemismo colo- rido y alegre, ruidoso y genial, aquel núcleo de artistas espirituales, decidores y mordaces, haciendo cosas admirables entre el liumo de dos cigarros y una botella de Chianti, pintando ó modelando cuerpos púberes con una impasibilidad gozosa, hija del hartazgo y de su gran noción de la belleza plás- tica, repartiendo al igual céntimos y besos, á las modelos robustas de la Cioceria., ó las frágiles y delicadas hijas de Roma, que ofrecen al pincel, la delicadeza de sus formas botticellianas, que el hambre ha pulido así, en aquella perfección de líneas que fué el encanto de los maestros florentinos y el sueño de los místicos primitivos, todo aquel mundo ruidoso y gozoso, me cansó bien pronto, como con- trario á mis hábitos de soledad y de silencio.

Los artistas ricos y festejados, que el éxito y el mérito han enriquecido y que tienen sus estudios, en villas suntuosas, fuera de los muros, en las largas vías silenciosas, que se extienden más allá de las puertas de la Ciudad Eterna, me sedujeron por su gracia exquisita, su cortesía calurosa y familiar, la gracia de su amabilidad perfecta. Eran grandes señores de la más alta nobleza intelectual, Príncipes del Arte, que sabían estaren esa atmósfera de gloria y de celebridad, sin pose^ sin orgullo impertinente, como en un medio que les era natural y debido.

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Rodeados y festejados por los patriciosromanos, todos protectores generosos y conocedores exquisitos del Arte, habituados á codearse con príncipes y aun sobe- ranos en gira por la Ciudad Eterna, conservaban en su gesto calurosamente cordial, en su simplicidad noble y graciosa, un aire de camaradería, unas fra- ternales maneras de atelier, que bastaban para cautivar y conquistar al más rehacio.

Yo no conozco nada más bajo que los odiadores del triunfo ajeno.

El rencor ciego contra los que vencen, contra los que llegan, según el vocablo usado en la lengua de los rales, es la piedra de toque en que se revelan los impotentes de todos los matice3, los mediocres, los nulos, los desheredados del talento, los pálidos gimiotadores de la crápula, los desnudos del mérito, vencidos en su obscuridad invencible, los desespe- rados de la derrota, los que no han triunfado y no triunfarán, los innobles y disgustantes hijos de la Envidia, que no valen todos ellos, en la inquietud de sus contorsiones desesperadas, una palabra, un gesto, de los grandes sembradores de libertad, de belleza, de infinito, que pasan serenos, por esa atmós- fera cargada de blasfemias, sin que perturben su marcha triunfal, la baba sucia de los caracoles del rencor, ni el gesto obsceno con que les arrojan estiércol los grandes monos de la crítica letrada.

Siempre que he oído denigrar de un gran nombre, de esos ya consagrados y triunfales, me he vuelto para ver al protestatario, seguro de encontrarme.

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con un vencido prematuro, un abortado, un retar- datario, un impotente, incapaz del esfuerzo y la victoria.

No se triunfa sin mérito, y no se permanece inédito con él.

El ('.rilo, la forluna... palabras que han inventado los mediocres, para negar el triunfo de los grandes.

Felizmente, en Roma, el triunfo de los mayores, que pintan cuadros para millonarios, en la decora- ción suntuosa de sus villas, que son palacios, no des- pierta la emulación ni el celo, de los pintores ge- niales y gozosos que derrochan su talento pintando acuarelas y venezias al por mayor, en los vicolos lumi- nosos de la colina pinciana.

La sociedad de esos artistas mundanos, victo- riosos y exquisitos, en pleno deslumbramiento de su celebridad, si me sedujo no me retuvo. Su mundani- dad elegante y fastuosa, su cortesanía obligada y brillante no se amoldaban á mi carácter, y mi sed de aislamiento no se hermanaba con el ruido y la fatiga de su vida de corte, de fiestas, de boato intermi- nable, en que sus genios languidecían, prisioneros de su gloria.

El hermetismo formulario de las academias no me seducía tampoco. Sin desdén por la tradición, la im- pasibilidad y el amaneramiento clásicos, mi carácter me apartaba del servilismo escolástico, y de las fór- mulas estrechas, los dogmatismos perniciosos, la vanidad tradicional y vacua de los sistemas petrifica- dos y el didactismo enfadoso y estéril del Arte oficial.

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De ahí que aun contando buenos y espirituales amigos en la Academia de Francia y en la de España, permaneciera lejos también de la Villa Medicis y de San Pietro in Montorio, donde atrofian su ingenio los artistas de concurso, en el onanismo triste de las imitaciones clásicas.

Acogido y agasajado por la franca cordialidad de los artistas jóvenes y operosos, representantes ilumi- nados del artitismo nuevo; distinguido benévola y noblemente por los maestros triunfadores; y amisto- samente relacionado con los representantes jóvenes y ancianos de la pintura académica, me aislé, sin embargo de todos ellos, y fiel á-mi temperamento solitario, me aparté, para trabajar á mi manera, si no para crearme un arte personal, al menos para ser personal en el Arte.

Y, así, en vez de buscar un estudio en la tumul- tuosa y panorámica Via Margutta^ ó hacerlo en las pintorescas y opulentas villas de fuora Portas, me refugié en un amplio y luminoso apartamento de la Via Sicilia, muy cerca á la Porta Salaria, desde el cual mis ojos abarcaban un paisaje de austeridad y de grandeza, impresionante por el encanto clásico del conjunto, por la suntuosa y apasionante perspec- tiva de cielos y de cimas que abarcaba. A mis pies los jardines obscuros y simétricos de la Villa Medi- cis; el verde negro de las arboledas del Pincio, salpi- cadas de flores violentas y blancuras entrevistas ; más allá la línea violeta de los pinos girasoles de Monte Mario, y en el descenso sobre la esmeralda

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brillante de los jardines pontificales, la cúpula de San Pedro, como un zafiro inmenso, engarzado en un brazalete de esmaltes.

Y, allí me absorbí en el estudio.

El silencio es el padre de la inspiración.

Es en los jardines de la soledad que se coge esa flor de gloria que se llama la originalidad.

El tumulto degrada y mata el genio.

Solo el aislamiento es fecundo.

Fué aquel espectáculo de grandeza, de belleza y de tristeza, visto desde mis balcones, bajo el radioso sol y en la noche taciturna, el que guió mi inspira- ción hacia el esplendor inagotable de los paisajes vecinos.

La Naturaleza habló á mi corazón, y mi antigua alma campesina volvió á escuchar el cántico de Pan, y ansió de nuevo la sinceridad amorosa de los cam- pos, las ya extintas impresiones de las llanuras son- rientes bajo los cielos felices.

Y, el adorador del paisaje, resurgió en mí.

Poco á poco, fui desprendiéndome del encanto lumulary frío de las ruinas, y sacudiendo el letargo luminoso de sus besos solemnes, abandoné sus bra- zos de piedra, y fui de nuevo hacia mi antigua pa- sión por la Naturaleza.

Y, abandonando el amor y el culto de la Muerte, me volví de nuevo hacia la simplicidad, la suntuosi- dad y la Verdad de las cosas de la Vida.

La inmensidad formidable, muda y soberbia de la campiña romana, la monotonía heroica y gloriosa

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de esos llanos desolados, donde como una proyección de alas inmensas, parecen agruparse y esfumarse los grandes hechos legendarios y corren como ríos taci- turnos los sonoros prodigios de la Historia.

La Vida, la Muerte, la Gloria, no han tenido nunca escenario más vasto y más grandioso, cuadro más apropiado á su magnificencia, que el de estas llanuras tristes, de cuyas lagunas pestilenciales se escapa la fiebre como un fantasma perseguidor de las altas idealidades bélicas, que cabalgaron por esos llanos en las grandes auroras de la Vida, ya casi olvidadas en esta hora vesperal de abatimiento y de oprobio en que morimos los humanos.

En el silencio lúgubre y mortal de esos llanos ca- talépticos, como atónitos de espanto. Ante la quietud augusta de ese escenario vacío, que llenaron con su fracaso los más grandes dramas de la Raza y de la Gloria. En ese desierto del marasmo y de la muerte, cuna de la latinidad vencida, yo me sentía revivir á nuevas y más austeras inspiraciones ; un nuevo y poderoso soplo de heroicidad pasaba en mi alma, como un estremecimiento de evocación alta y bélica, soñando creaciones dignas de aquel cuadro magnifi- cente. Y, como un florecimiento de rosas rojas, sobre una pradera triste, esmaltada de flores inve- rosímiles de voluptuosidad, de heroísmo y de muerte, mi fantasía forjaba grandes visiones, gestos ex- trahumanos, para fijar allí, sobre ese suelo convul- sionado, las formas más augustas de la Belleza y de la Vida.

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Huí de los pétreos y clásicos silencios del Forum, y fui hacia los letales y ardientes silencios del de- sierto.

Ya no fueron los esplendores lunares en los már- moles sagrados, los que atrajeron mi pensamiento, fueron los crepúsculos perláceos, intermitentes de pompa triste, cubriendo las llanuras desmesuradas, en vagas ondulaciones de sudario ; las auroras indes- criptibles en su derroche de luces y colores, bri- llando como un incendio sobre las cumbres del Tíbulo ; y el Tíber, el viejo río, hermano de los siglos y padre de la Historia, arrastrando majestuoso el esplendor de sus pompas de topacio hacia la mar in- mortal.

Hay en el paisaje romano uua saturación de me- lancolía, de quietud y de grandeza, que pone en nuestra sangre un virus mortal, que sube de sus lagunas glaucas, de sus praderas de girasoles hierá- ticos, alzados ante el sol como grandes cálices de oro llenos de un vino de inquietud, de desespera- ción, de deseo inagotable y fatal.

La fiebre de las lagunas, deliciosa y sutil, se alza como un sortilegio y como una inspiración, de aquella inmensidad de tristezas y de grandezas," acumuladas en la desesperante aridez de aquellos llanos, pictóricos de la nostalgia y del silencio que vienen del fondo délos siglos.

Si la Yida es un sueño, que vale la pena de soñarse. Si la obra de Arte ha de ser la expresión más alta y más fiel de ese sueño. Si el paisaje, es,

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después del poema escrito, la más intensa y sugestiva expresión de arte puro, en ninguna parte del mundo se vive ese sueño, más pura, más amplia, más grave, más noblemente, que frente á los parajes desolados, á la soledad arcana y ascética, á la desmesurada taciturnidad de la campiña romana.

La llanura maravillosa es como unaplaya desierta, de la cual se ha alejado el trágico flujo y reflujo del terrible mar humano, fatigada de albergar la Histo- ria, el Deseo, el Crimen, la Grandeza y la Catástrofe de los hombres; llanura del Prodigio, que parece guar- dar en su mudez, el testamento eterno del Silencio.

Todo allí calla.

El grito murió, en aquella boca del Espanto.

No hay cerros, no hay bosques, no hay árboles...

Gramíneas de un verde gris, asfódelos tumulares, glicinas pálidas, que parecen guardar en sus hojas exangües, los miasmas deletéreos, que siembran la muerte, en la esterilidad crepuscular de esos llanos áridos, donde se agotó el laurel que coronó la frente del mundo antiguo.

Como seculares espejos de acero, incrustados en negras molduras de bronce, las lagunas pcmtinas, las lagunas fatales, donde los gérmenes de la muerte surgen de cada ola, se muestran allá lejos en el horror de sus riberas desoladas, donde el perfume muere' y cesa el vuelo de los pájaros perdidos.

Rebaños melancólicos se mueven en el verde sucio del llano, bajo el cayado de niños anémicos, de gran- des ojos negros, devorados por la fiebre.

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Y, allá, muy lejos, como si huyesen del contagio, el perfil de los montes negros, ornados de pinos lú- gubres, cuyas siluetas móviles se destacan en el ho- rizonte, con el aspecto de grandes monjes desespera- dos con los brazos extendidos al espacio, implora- dores de extrañas misericordias.

¡ Y, el paisaje lúgubre y grandioso entró en mi alma como una exultación !

Entre los clamores de combate, que parecían subir á del llano inmenso lleno de estremecimientos trágicos, en los que se creería ver huir aullando al aire su derrota y agitando sus estandartes vencidos, el tumulto antes heroico délas razas humanas, subían, los rumores melodiosos de la Belleza imperece- dera, que dormía allí, sepultada bajo la muerte como el cadáver de una Vestal bajo el escudo de los bár- baros, como una divina rosa mustia pisoteada por un tropel de dioses en derrota.

El silencio engrandecía el poder de la Visión, ante la inmensa aridez vertiginosa, donde se sentía dormir el ala fatigada de los siglos, acumulados en las fronteras del reino inviolable del reposo.

Y, mi alma toda se elevaba en la luz, al contacto del paisaje, ese paisaje de estupor sagrado, lleno del orgullo misterioso de su belleza muerta.

Y, de la aurora á la noche, se me veía vagar por la llanura augusta, como por un jardín prodigioso, copiando la visión sublime, evocando los muertos esplendores, llenos los ojos de una embriaguez ex- tática, los labios prontos al cántico devoto, hasta

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que todo desaparecía en la sombra bajo el beso reli- gioso de la tarde, y la Noche letárgica caía sobre el abismo del llano, hecho negro y sombrío como un inmenso estanque metálico, en cuyo fondo lúgubre los astros del gran cielo lejano dejaban caer lágri- mas de oro, como una lluvia de consolaciones y un testimonio de Eternidad.

¡ Desolación misteriosa, que guarda en sus labios de Infinito, el testamento profético del mundo!

*

Y, obstinado en mi sueño, como en la contem- plación poderosa de un ideal invisible, perdido en la eflorescencia tembladora de mis grandes visiones interiores, aislado é indiferente á los dolores y las ambiciones de la humanidad, mi teoría del arle por el arte, se afinaba, se afianzaba más, y me encerraba y me muraba en la Torre de Marfil, la fortaleza in- sultada, burlada por el arrivismo tumultuoso y es- téril, casi ahogada por el oleaje fangoso de la inun- dación populachera, azotada por la cola de los grandes peces democráticos, hipocampos de batalla, encantados de su maravillosa fecundidad de espumas.

El rencor paradoxal, de los enemigos del Ensueño y la Belleza, no turbaba mi concepción del arte puro, mi entusiasmo ascético por las obras de aislamiento, de silencio y de misterio.

En vano la voz austera y revolucionaria de Vittorio Vintanelli, pasaba huracanada sobre el rosal de mis sueños hablándome de un arte nuevo, arte de com- bate, arte rojo de revolución y de exterminio. Y, diseñaba ante mis ojos, los grandes gestos violentos

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y descompasados, la visión agresiva y brutal de los macabeos de la revancha, pasando en la inquietud sorda del momento, por sobre las multitudes en delirio, como una bandada de buitres rojos, en vuelo á los festines de la muerte.

Estos cuadernos de Vittorio Vintanelli, fibrosos y convulsivos, llenos del gran soplo de idealidad, que animaba todo lo suyo y como alumbrados por la terrible llama de esperanza y de destrucción que brillaba siempre en sus ojos meditativos y violentos, tenían un sabor acre y extraño, que incitaba á gustarlos, á despecho de sus utopías de un lirismo sanguinario y sus explosiones sonoras como de grandes minas voladas en el fondo de la tierra.

La lucidez temible de sus profecías, su obstinación terrible hacia la muerte, los hacían interesantes, aun para aquellas almas que no lo hubiesen amado como yo.

Recuerdo algunas de sus paradoxas, luminosas y terrificantes unas, pueriles otras, con la puerilidad sincera, candida y violenta de toda palabra de sec- tario.

« El Arte es acción, decía él.

Arte no es contemplación.

La meditación es la pereza del espíritu.

El Ensueño es la almohada de los débiles, el inmenso campo en que sembró Onán : caos de esterili- dades.

Greiffl nur hinein ins volle menschen. Leben, dijo Goethe.

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Agarra en plena vida, tal debe ser la consigna del Arte.

El canto de la Energía, la exteriorización de la Vida Heroica, tal debe ser la obsesión del Arte actual.

El gesto heroico es la más bella línea del Arte.

El Arte que no guarda el calor de una Fe, no es el Arte.

La Fe en la humanidad, es la única que puede pro- ducir un Arte verdaderamente humano.

El Arte cristiano se inspiró todo en la Divinidad ; el Arte humano debe inspirarse todo en la humanidad.

La forma, fué el alma del Arte pagano.

El símbolo, fué el alma del Arte cristiano. La Vida debe ser la forma del Arte humano.

Dios, debe desaparecer ya del Arte, como de todo.

La Gran Quimera, muda y falaz, ha ocupado ya demasiado la mente y las cosas de los hombres. Debe ahogarse en su esterilidad.

La Belleza, fué la inspiración del Arte helénico.

La Tristeza fué el culto del Arte católico.

La Libertad debe ser la inspiración del Arte anár- quico.

Ya no se trata de la libertad en el Arte, sino del Arte de la Libertad.

El colordel Arte se ha fijado.

El Arte es rojo.

i Rojo como una bandera de guerra á muerte ; rojo como la sangre y como la cólera I

No más artistas soñadores. Es la hora de los ar-

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listas vengadores, de los artistas demoledores, los grandes iconoclastas de las cosas fatigadas y enveje- cidas, creadores de las grandes cosas nuevas, sem- bradores inspirados de los escombros y las rui- nas...

Es necesario que toda filosofía, toda moral, que no sea la del hecho destructor, inmediato y definitivo, desaparezcan del Arte.

El Arte de hoy debe ser un gesto heroico y trágico hacia la Destrucción y hacia la Muerte.

Cierto grado de locura es necesario al sacrificio, como es necesario al genio.

Un hombre equilibrado, léase, mediocre, no será nunca un Héroe, ni un Apóstol.

Es preciso cierto grado de divina alucinación, para ver en el fondo del Abismo. No se dialoga con las osamentas, como Ezequiel ; no se vive en comu- nicación con las tormentas del Averno como el visionario de Éfeso ; no se nutre de la limosna de los pájaros del cielo, como el taumaturgo del Carmelo, ni se ve humear en pleno día la zarza del Oreb, como el loco del Pentateuco, sin ese grano de divina demencia.

El Cristo era un loco triste, cuya histeria, de pasi- vidad melancólica, no le elevó nunca á la verdadera y desesperada actitud de la grandeza.

Ha obtenido la tristeza de ser mirado como dios, falto de grandeza bastante para ser admirado como hombre.

Era la azucena taciturna de ese jardín de para-

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bolas, del cual, Pablo, el Apóstata, fué la adelfa en- rojecida.

El estremecimiento de la fiebre que agita el mundo, debe agitar también el Arte actual.

lil Arte debe ser antorcha y ser volcán, debe alum- brar en las tinieblas y arrojar al viento de la noche su ceniza de muerte.

El Arte debe ser una gran bomba, á cuya explo- sión, nitrácea y verdosa, desaparezca la Iniquidad y tiemble el mundo.

Cada cincel debe ser un puñal.

Cada pincel debe ser una tea.

El lirismo orgulloso del Arte viejo, debe desapa- recer ante la gran noche profunda que cae de cielos desconocidos sobre las cosas y los hombres.

El mundo, ebrio de gemidos, está lleno de mur- mullos profundos...

Sobre las ondas avanza una forma blanca y grave, como el Cristo del Tiberiades, y viene sobre la playa donde velan los esclavos, así como un rayo de luna en la hora melancólica en que duermen los reba- ños.

El mundo se ilumina como de una alba de fiebre.

Una angustia profunda posee las almas y los cora- zones, que gritan en un tumulto inmenso.

Es la hora de la Revolución.

Hagamos arte revolucionario.

Todo va á morir... Todo va á nacer.

Seamos los artistas de ese Renacimiento.

Seamos las alondras de esa aurora.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 165

¡Es una aurora de Sangre! en un cielo de ce- nizas !...

Seamos las águilas fuertes que miran el incendio de ese sol.

Afilemos los picos y las garras !

La ventura universal tiene necesidad de precur- sores.

El mundo tiene necesidad de vengadores.

Seámoslo. »

Estas ideas de Vittorio Vintanelli, me hacían extra- ñamente soñador.

Sus utopías sangrientas, sus paradoxas inflama- das me deslumhraban sin convencerme.

Pero, el sol de sinceridad que hrillaha en ellas me atraía en una inclinación muda de respeto.

Vittorio Vintanelli era un Profeta y un Vidente.

Él, veía lo que anunciaba : la sacudida portentosa del mundo, cuando el Titán harapiento arranque de sus goznes la puerta de la Ventura, siempre cerrada ante él, y la Humanidad entre por ella, entonando el cántico feliz del Tantum Ergo...

Los profetas son gentes que se acuerdan del porve- nir. Han visto. Han visto eso. ¿Dónde? No podrían decirlo. Pero, eso, lo han oído sus oídos habituados al huracán. Eso, lo han visto sus ojos, hechos al des- precio de los sueños y á las contemplaciones del Prodigio.

Ellos tienen el alma abierta á todos los vientos de la pasión, como la caverna de un monte, terrible- mente habitada por leones y por serpientes, y en

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cuyo fondo negro, canta á veces un pájaro perdido.

El Espanto divino los posee, aunque no crean en la divinidad.

Dios habla por sus labios aunque blasfemen con- tra Dios.

La Verdad, es la antorcha prisionera de sus labios, siniestramente agitada por los terribles vientos del Misterio.

Y, sufren de pie la tempestad.

Y, desafían el huracán ; un huracán de desarraigar encinas y de tumbar leones.

Y, marchan hacia el Ideal, con la visión de un te- rrible Apocalipsis en las pupilas, llenas de la bruma confusa de lo Eterno.

¡Éfeso está muy lejos !...

Partidos del Sinaí tardan en llegar á Pathmos... El monte terrible, el monte de las visiones y de la Justicia está lejano. No llegarán á él, sino después de haber pasado por las calderas ardientes de Domi- ciano.

Llevan el rayo en la mano, después de haber sido fulminados por él. Con ese rayo se alumbran el ca- mino. Y, con él matarán cuando lo suelten de la cima.

El espejo de la Justicia les ardió los ojos y desde entonces noven sino rojo ; el sol rojo ^ la hora roja, que viven más allá del azul trasparente donde vuela el águila rapaz, el águila que partida de la cima, ha de venir á devorar el mundo. El águila que está á la diestra de Jehová, y trae el sol rojo, bajo las alas.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 167

La vida se extiende en derredor de ellos como un huracán. Son los soberanos de la Desolación. Reinan en su imperio inabarcable!

En su verbo tumultuosamente profético, vociferan todos los hombres por la boca del hombre.

Son la esclusa por donde el río de la Verdad entra en lo Eterno.

En ellos acaba el mundo que salvan.

Se dan á la Muerte por el Amor.

El día de su Victoria es aquel de su condenación. Ganaán es el objeto de su vida y la hora de su muerte.

Ellos saben eso. Ven eso, y van á eso.

¿Quién los impulsa?

¿Quién lleva el sol al Occidente, el huracán al Septentrión y las águilas, con las alas tendidas al Levante?

Los Profetas son hombres de fe. Ellos no creen lo que ven, sino ven lo que creen. Creer y crear son sinónimos en la Fe. Los profetas son toda la Fe de una época. La nuestra, menguada y anémica de fe, tiene muy pocos...

Los profetas redimen sin redimirse.

Son los cautivos, encadenados invisiblemente. Ellos lo saben, y marchan. ¿Hacia dónde? Hacia el pináculo sangriento... ¡ Slultitiam Crucem !...

JT

Yo había casi olvidado.

Había arrojado mi dolor en las profundidades del Olvido, como los antiguos arrojaban al mar, una estatua de Neptuno, para calmar la tempestad.

Y, mi alma se serenaba así, bajo la gran caricia del Olvido, en una onda de pacificación y de quietud que ahogaba mis recuerdos dolorosos.

Y, mi corazón se diluía en la atmósfera vibradora del Arte, en una irradiación luminosa de grandes cosas silenciosas y augustas, cosas sin palabras, co- sas cuya alma de silencio y de misterio, hasta en- tonces inmensamente desterradas de mi alma, se revelaban á mi espíritu con el doloroso sortilegio de su belleza abandonada, con su dulzura sin son- risa, iluminando la tiniebla como la aurora de un día lánguidamente blanco.

El Olvido está en nosotros. Es á causa de su gran- deza que lo negamos. Su gran Misericordia consola- dora nos espanta. Rebeldes, no vamos á él; pero él viene á nosotros. El hombre no quiere entrar en el Olvido, pero el Olvido entra en él. En el seno del

EL ALMA DE LOS LIRIOS 169

Olvido lodo se borra, como un gran gesto humano hecho en las tinieblas.

La mendicidad desesperada de nuestro corazón, no se aplaca sino con la limosna del Olvido. El vacío, la sed, la desesperanza de la vida, no se aplacan sino con el beso tranquilo de aquella inmensidad. El Olvido es el destino de las cosas y es su último refugio. El dolor está en la prolongación divina de su ausencia.

Y, aquel que consuela, embelleciéndola vida, vino á mí.

Y, mi corazón destrozado de amarguras, profun- damente desgarrado por los dolores, como una co- lina maldita, calcinada por torrentes de lava, sintió la gran caricia, de aquel que tiene la fuerza de los apaciguamientos definitivos. Y, sobre los bordes rojos de mis heridas sangrientas, sentí los labios enormes de aquel hermano de la Muerte y de la Nada. Y, mis heridas se cerraron, con ese beso de consolación terrible, que encierra en cuanto hay de deleznable y miserable en el destino de los seres. ¡ Oh, cómo es dulce y terrible ir hacia el Ol- vido ! Nada hay igual al dolor de esa alegría. Sería imposible la tortura de vivir, sin la gloria suprema de Olvidar. El Olvido es el beso de la Verdad sobre la Vida.

El recuerdo es una perspectiva, una lejanía tem- blorosa y fugaz, que el soplo profundo del Olvido basta á anonadar La gran marea de mi pasión se retiró llevándose los últimos restos de aquel naufra-

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gio, dejando mi corazón al desnudo, desnudo y con- solado como un niño que se duerme.

Y, sobre esaplaya triste, solo quedaron, como dos grandes irradiaciones, dos fosforescencias enormes, el rostro de mi madre y la forma blanca de Delia, infinitamente pálidas, como dos grandes flores de esperanza y de imposible, que la distancia y la muerte, ahogaban entre el dolor y la sombra, como en el vértigo de dos soledades.

Y, mi corazón las amó entonces, dulcemente, tran- quilamente, serenamente, sin mezcla de amargura, de remordimiento, de terror, como dos grandes co- razones hermanos vistos en el miraje, en el deslum- bramiento de un gran gesto de paz y de fraternidad.

Y, todo lo demás, todo el drama, todo el dolor, todo el estremecimiento de pureza, de angustia, de voluptuosidad, toda la pena desmesurada que había agitado mi alma como una borrasca, todo pasó, todo desapareció de mi corazón, hundiéndose en un gran temblor de sombra, como las alas de un pájaro en los duelos de la tarde sobre los cielos le- janos.

La vida es un gran esfuerzo de separación y de mutilación.

No se puede encadenar la Nada.

Había olvidado y mi corazón callaba.

Fuera de los encuentros naturales con la mujer, esa cópula de dos bestias, ese gran abrazo brutal de prima Los en orgasmo, la fiebre del amor no me había tocado.

EL ALMA DE LOS LIRIO» 171

Amaba fisiológica, calculada, higiénicamente.

Roma, como toda ciudad sacerdotal, es engañosa, simulada y profunda en las prácticas del vicio.

El vicio desenfadado, alegre, tumultuoso, de París ; ése que corre como un torrente, á pleno sol, ó bajo los rayos de la luna, sin estancarse nunca, sin ocultarse jamás; ése no existe en Roma. Allí, el vicio es sabio, monacal, oculto y misterioso. Lo que en París es torrente, en Roma es cloaca. Allí el incendio de los sentidos no se ve. El fuego se incuba bajo la montaña sagrada. Una vez bajado hasta él, se &iente el asom- bro de haberlo ignorado. El vicio vive hoy en Roma como antes vivía la fe : oculto. Tiene sus catacumbas, sus lupercales, sus ritos y sus liturgias ; sus movi- mientos son reposados, hieráticos, sabios como de grandes besos pontificales. Se diría que el vicio en Roma, tiene un color violeta, de capa de prelado y de anillo episcopal. Todos los ritos de Amor, dise- ñan el gesto de una gran bendición pastoral en el silencio. En Roma el amor es un cáliz ; dolide pongáis los labios para beber, hallaréis aún el calor de los labios de un levita. La cúpula de San Pedro pro- yecta una sombra dulce sobre ese nido de Amor.

Ese silencio, ese misterio, esa penumbra, llena de olores discretos, da al amor en Roma un sabor acre y enloquecedor, un estremecimiento de lujuria an- tigua, que trae á los labios y á los ojos el encanto de las más extrañas evocaciones... En ninguna otra ciudad del mundo la exasperación de la voluptuosi- dad tiene un encanto más profundo, más intenso,

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más desesperante, que en aquella ciudad Urbis el Orhis^ flor paradisaica del vicio antiguo, donde el Asia y el África, mandaron todos los iris blancos y negros de su crápula, donde reinó Heliogá- balo y vibró Popea, y sobre cuyo jardín de ruinas, parecen alzarse como dos esfinges insatisfechas, men- digas de caricias y de besos, Mesalina, con la grupa y los senos tendidos á la caricia ruda, de los legio- narios ebrios, y Nerón, la lira en la mano, desceñido el cinto, coronado de rosas, cerrando sus ojos de esmeralda bajo el beso de un esclavo...

En Roma al éxtasis de la voluptuosidad, se une otro fenómeno único : el éxtasis de la luz.

Roma en el estío es una rosa en fuego.

Tiene horas deslumbradoras, en que su visión alu- cinante y sagrada, se diría un gran lirio de oro en un campo de ondas de luz, armónicas y maravillosas, extendidas bástalo infinito como una mar en fuga.

Hay horas feéricas, en que la Ciudad Santa, brilla como un Oreb de maravillas, donde el rayo se hace sol. Es el milagro ígneo de la ciudad incombustible y flotante, como prisionera en una rada eléctrica, florecida de lises rojos. Es el miraje de una selva en fuego, sobre la cual traza curvas el ala de una águila blanca.

Dios, hizo la Belleza con el limo del Tíber, y la animó á la vida con el sol de Roma. Ese debió ser el sol del Génesis.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 171^

Fuera de Roma, fuera de Italia, la atonía de los ojos es completa.

Ya no hay luz.

Y, el luminoso incendio de la Ciudad Divina, expulsa los hombres de su seno.

La perpetua maravilla de ese deslumbramiento no puede contemplarse.

Todos huyen al esplendor de Roma canicular.

Y, la gran rosa ígnea queda en soledad.

Y, yo, había huido de ella.

Peregrinaba en soledad por la campiña romana.

Era una tarde de belleza antigua, de encanto impe- recedero y fatal, cuyo recuerdo ha dejado en mi alma, la misma impresión, que si hubiese soñado, violando á las riberas del Tíber la loba que lactó á Rómulo.

Me había adormecido al lado de mis esbozos y mis pinceles, muy lejos de Roma, cerca á Monte Porzio, á la sombra de unos arbustos somnolientos, viendo el río rodar quieto y pausado como una humilde vida hacia la muerte.

De súbito, el ladrido de un perro me despertó.

Abrí los ojos y vi que alguien estaba cerca á mí.

Era una niña, una guardadora de rebaños, que me miraba entre alelada y confusa.

Con los párpados entrecerrados, mis ojos la vieron alzarse ante mí, como el tallo de una orquídea rara, en la agonía purpúrea de la tarde.

Era como una heroica flor de ese campo de ba- tallas, en la cual corriera la sangre de los héroes

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muorlos, hecha cuasi negra bajo su piel cobriza de leona joven.

Era un bello animal, salvaje y huraño, con gracias frágiles de adolescente.

Agotado de fatiga, abrumado de calor, vencido de laxitud, la contemplé sin embargo con codicia, como un fruto tierno, ofrecido al apetito de mis jóvenes carnes insatisfechas.

Ella me contemplaba inocente y descuidada, de ninguna manera inquieta, fijos en sus grandes y bellos ojos sorprendidos, unos ojos negros y lumi- nosos de cielo ecuatorial, los labios rojos vibrantes, las mejillas como dos llamas que subían el rostro hasta los témpanos, como para quemar la cabellera atormentada y negra, virgen de peine, con el enma- rañamiento de una zarza, sóbrela cual una toca roja brillaba como una llama.

El color de sus vestidos era indefinible de sucie- dad, y sus piernas ágiles y fuertes, se envolvían de la rodilla abajo, en esa especie de borceguíes, que es el antiguo calzado de los pastores del Lacio.

Apoyada en su cayado, continuaba en mirarme, y yo sentía en la extraña obsesión de sus ojos me- tálicos.

Cuando me incorporé, trató de huir, como una cierva espantada que ve alzarse un cazador de las orillas de un foso.

Pero le hablé con cariño y se detuvo.

Trabamos discurso, y poco á poco me acerqué á ella, que ya confiada no trataba de escaparse.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 175

Hablamos del país y de sus rebaños, y de otros pintores que ella había visto recorriendo el llano y de los cuales huía siempre, porque le habían dicho que los extranjeros eran malos.

Le mostré mis telas comenzadas, mis paisajes en esbozo, que la niña observó con amor, como que re- producían aquellos lugares que eran todo el hori- zonte de su vida.

Le hablé de hacerle su retrato, le dije que era bella, y le acaricié el mentón para hacerle levantar el rostro bronceado de gitana, que lució al sol, como una granada abierta.

La tarde caía lentamente, con una languidez orien- tal, recogiéndose como el manto escarlata de una bayadera, rendida al sueño á la sombra de una pal- mera de Ceylan.

Sobre las cimas rojas el sol expiraba violentamente en una negrura indefinible.

Y, en esas medias tintas lilas y violáceas, ella, de pie ante mí, parecía un inmenso iris negro, alzado en la soledad, ofrecido á mi deseo.

Al verla así, terriblemente apetitosa, con sus grandes ojos de marmajas fosforescentes, la gar- ganta y los senos ya opulentos, medio desnuda bajo los andrajos que cubrían mal su belleza cuasi andró- gina, el ser instintivo y brutal que hay en mí, dijo cosas malas á mi corazón.

Y, rodeando con mi brazo el cuello recio de la niña devoré su rostro á besos y mordí con delicia las ce- rezas jugosas de sus labios.

176 VARGAS VILA

Sorprendida y amedrentada rehuyó las caricias y cuando mis manos profanadoras tocaron ávidas el tesoro de sus senos, se defendió con valor, presa de una verdadera cólera.

Entonces fué una desesperada lucha en que venció mi fuerza

Tumbada al suelo, ultrajada y dominada sufrió mis violaciones, llorando y defendiéndose, como una gata salvaje, con los dientes y las uñas.

Y, en el silencio del llano murió el grito de su vir- ginidad asesinada

Nunca olvidaré la mirada terrible de sus ojos, el gesto desesperado de sus brazos, su grito de mal- dición cuando ya profanada, se escapó llorosa y triste, por la llanura negra, en el crepúsculo rojo, que hacía espejismos blondos sobre el moaré de las aguas lejanas.

Los enojos de esta aventura, que tuvo por resul- tado el nacimiento de un niño, estuvieron á punto de ocasionarme grandes contratiempos, que fueron transitoriamente arreglados con unos centenares de liras, dados á los padres de la niña.

Pero bien pronto, empecé á sentir la fatalidad de este hecho, que había de pesar tan dolorosamente sobre mi vida.

Nueve meses después, día por día, vi entrar á mi estudio los padres de la pastora. Traían un envol- torio en los brazos.

La Giovanina, ha parido esto, me dijeron, y ella no quiere alimentar el bambino. Aquí está. Y, pusieron el niño sobre el diván, que acababa de abandonar una bella modelo.

En vano los halagué con el dinero y la palabra. En vano les supliqué que lo conservaran con ellos mediante una pensión.

Testarudos y agresivos nada quisieron oir, y se marcharon, dejándome allí aquel niño, hecho por ^. 12

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sin voluntad, sin amor, y que nada, sino un rencor profundo inspiraba á mi corazón.

Y, aquí los leyendistas de la voz de la sangre, del prestigio y la fuerza de ese licor impuro con gér- menes de abatimiento y destrucción que da la vida.

Yo había hecho ese niño, era mío, era sangre de mi sangre y carne de mis carnes, y, sin embargo, yo, su padre, no sentía por él, ni amor, ni atracción, ni siquiera simpatía, sino un temor, una aversión, un odio cobarde, por ese ser que entraba así en mi vida, como una hostilidad. Un rencor sordo y confuso, me agitaba contra ese ser inerme, inconsciente, que dormía un sueño animal, en las toscas blancuras de sus ropas de neonato.

Y, un deseo inmenso de hacerlo desaparecer asaltó mi fantasía.

Estrangularlo dulcemente , dulcemente , antes que nadie entrara.

Pero, y ¿ después ? ¿ cómo explicar la presencia del niño allí? ¿ cómo legalizar su muerte? ¿ cómo ocultarlo? La estrangulación dejaría huellas y eso me sería fatal. Y, luego, los enojos del juzgado, de una causa, acaso de una condenación... No, no. Había que sufrirlo, que soportarlo, que dejarlo vivir. Su vida sería el castigo de la mía. Su vida ! ¿ es que había de engrandecer así, á la sombra de mi corazón, siguiéndome á dondequiera, apoyado en mi melancolía como en un báculo de tristezas y dolores ? ¿Y mi camino sería el suyo, y yo llevaría su vida entre mis manos, como la pálida hostia del deber?

EL ALMA DE LOS LIRIOS i 79

No, no, mi corazón no tenía el gran poder de amar aquel desconocido. ¿ Cómo tendría la grandeza de hacerlo vivir ? Y, él ¿ qué me debía á mi ? : la miseria espantosa de la Vida. Desde ese momento hasta aquel en que cerrara sus ojos para siempre, ¿ quién era el solo responsable de todos los dolores de su vida? Yo, su padre, es decir: su verdugo. Yo, la voz de cuya concupiscencia lo llamó á la Vida, de los profundos senos de la Nada. Yo brutal y egoísta, que lo había hecho descender de mis ríñones hasta el vientre de su madre, para darme el placer de una sensación epiléptica, fugitiva y bestial.

Y, ¿ese ser me debía amor á ?¿ A mí, á su creador es decir á la fuente original de todos sus infortunios? ¿ A que le había impuesto ese horror y ese error inconsolable y lamentable que se llama : la Vida? ¿A mí, que con mis deseos inabarcables, lo había lanzado en la infinita noche, en la ruta irrevocable por donde se va al dolor ?

¿ Amor á ? No. Odio, hijo de la Justicia : eso me debía.

La Vida es un mal. Imponerla es un crimen.

La paternidad no es una virtud, es un placer : por eso procrean los hombres. La paternidad impone deberes, no da derechos.

Perpetuar la humanidad es una complicidad con el Destino, para perpetuar ese error inconmensura- ble, que es la Vida.

Engendrar es un delito. Ser padre es ser verdugo. Sembrar la Vida es sembrar las lágrimas sobre la

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tierra. ¡ Semilla de hombre, semilla de horror y de desolación !,..

Dar la Vida es engendrar la Muerte.

Perpetuar la Vida es perpetuar el Dolor.

¿ Por qué? ¿ Para qué ?

Así pensaba yo, casi con un estremecimiento de conmiseración hacia aquel ser inerme, que estaba allí á mi vista, pidiendo ser perdonado ó asesinado, enigma blanco, engrandeciendo en el silencio, como una gran desgracia y un gran dolor.

Y, lo miré de nuevo como enemigo, y llamé sobre él todas las catástrofes.

Yo hubiera dado algo de mi vida por su muerte.

¡ Oh, cómo clamé al cielo por que hundiese el piso ó desplomase el techo sobre ese ser dormido, sobre ese germen de mal y de angustia que iba á penetrar en mi vida.

Y, el cielo no me oyó.

Miré hacia el patio que era como un hueco de sombra.

¿Si lo arrojase allí, desde la ventana?

Pero y ¿ el ruido del cuerpo al caer?

Abrí la ventana y miré hacia abajo. Inmensa pro- fundidad.

Miré hacia la campiña romana.

Guardarlo unas horas más, éir en la noche á arro- jarlo al Tíber.

¿. No sería mejor ? ¿ quién podría verme ?

Entretanto^ por qué no ponerle un cojín encima? Tal vez así perecería asfixiado.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 181

Había allí al alcance de mi mano, un gran cojín turco. Lo tomé cuidadosamente con una alegría fe- roz, y lentamente, suavemente, muy dulcemente, fui poniéndolo encima del pequeño cuerpo, que des- apareció todo bajo él. Entonces el niño lloró. Su llanto se oía apenas, como muy lejos, bajo las sedas y las lanas... Y, poco á poco se hacía más débil, más ahogado...

En aquel momento abrieron la puerta del taller, y Yittorio Vintanelli, entró, presuroso como siem- pre, ■

En ese instante el niño lloró más fuerte, como si hubiese hecho un último esfuerzo antes de callarse para siempre.

¿Un niño, eh? dijo Yittorio, ¿ dónde diablos llora?

Ahí, dije mostrándole el diván. Lo he tapado por temor al frío.

Pero hombre de Dios, si se va á ahogar. Y, bo- tando lejos el cojín, tomó al niño en los brazos, lo desenvolvió de todas sus ligaduras y poniéndolo des- nudo, sobre una gran tela roja, lo abaniqueo con un abanico japonés que estaba sobre el muro.

Abre el balcón. Lo abrí.

El niño lloraba fuertemente y pataleaba á sus an- chas.

¡ Cómo es bello ! decía Yittorio inclinando sobre el niño su gran cabeza mosaica, con una ternura leonina y contemplativa.

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182 ADARGAS VILA

Y, ¿ de dónde diablos sale este bimbo? ¿quién ha parido aquí :*

Es el de Giovanina.

¿ Aquel de Monte Porzio?

Sí. Los viejos lo han traído, y me lo han bo- lado.

Y, ¿ qué vas á hacer de él ?

No pudiendo matarlo optaré por criarlo.

La gran frente miguelangelesca de Vittorio, so volvió hacia en una interrogación enorme y con- fusa.

¿ Malario ? los labios del hombre, no pronuncian nunca esa palabra, que pertenece á los labios del Destino.

La Vida es una flor de Divinidad, que es preciso cultivar en los jardines humanos, como una obra inmensa de Esperanza, como una higuera inmortal, llena de un gran designio.

¿ No ves que es un hombre? añadió indicando el sexo descubierto del niño. ¡ Un hombre ! ¿ Sabes lo que significa esa cosa enorme y esa palabra in- conmensurable ? ¿ Sabes el enjambre de cosas desconocidas que giran y zumban, en torno á ese árbol de dolores triunfales que es un niño que nace ? La Vida es un grito hacia lo desconocido. ¿ Quién osará ahogar ese grito, que acaso va á despertar el mundo ? La Vida es una gloria que marcha sobre la Noche... Es un gran gesto en flor. ¿ Sabemos lo que será ese gesto ?

Y, tomando una de las manos del niño, que había

EL ALMA DE LOS LIRIOS 183

callado, dijo, con un gran calor de convición y en los ojos una llama de Visión :

¿ Sabes lo que esta mano guarda en ; lo que esta mano nos dará mañana? La Vida es un Enigma.

¡ Oh, mano adorada, mano misteriosa, mano naciente I ¡ que entre tus dedos florezcan cosas rojas, que la venganza y la Justicia en florezcan ; que de parta el resplandor que mata, que el puñal surja en como un gran lis, que llevarás al corazón de la Injusticia vencedora !

Dijo y sus labios cargados de profecías, se posaron sobre los del niño, que prorrumpió á llorar.

// fanciullo, tiene hambre, démosle de comer, dijo y con su operocidad habitual tocó el timbre para llamar á la portera ; mandó comprar leche y un biberón, y pocos minutos después, estaba radíente de felicidad, con esa placidez enorme de los fuertes, sentado en el diván, dando él misino el biberón al niño que lo devoraba.

¡ Y, éste era el hombre implacable, el terrible agi- tador que hacía temblar la prensa, el sagitario cuyas flechas querían matar el sol, el terrible desollador de hombres y azotador de reyes; el gran clamoroso inacabable, llamador del Exterminio y de la Muerte!

Sí, era el mismo que hospedado como un mendigo por allá en los callejones de la Lungara, descendía todasla mañanas por las calles de Trastevere, con los bolsillos llenos de raciones de pan, que repartía entre las mujeres y los niños que lo esperaban á las puer-

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tas, mientras daba un soldó álos ancianos, una me- dicina á los enfermos ó un libro á un operario y siempre un consejo, una esperanza, algo benéfico y noble á aquel pueblo de menesterosos, que no tienen más luz que el sol, porque no se la han podido aún quitar los venturosos de la tierra. El mismo que con su traje de artista bohemio, traje de pana obscura, amplia y ílolante y su sombrero enorme, cubriendo la melena hirsuta, esparcida en largos bucles sobre el cuello y los hombros, y el rostro con palideces de iluminado, perdido en la luenga barba apostólica ya cuasi blanca, se veía circular presuroso, por los vicolos obscuros y las escaleras tortuosas de las locandas, donde se refugian todos los persegui- dos y amonestados por la ley, llevándoles ya un recurso solicitado en las cajas cooperativas, ya una limosna enviada por ios compañeros, ya el último óbolo que la previsión había dejado en los bolsillos exhaustos de su traje averiado que lo hacía parecer un mendigo genial y luminoso. El mismo que se veía constantemente por los corredores del Palacio de Justicia y las salas de los juzgados, hostigando los abogados y activando las causas de los anarquistas presos, cuya libertad encarecía con ahinco fraternal, ala ciencia y la bondad de letrados amigos ó admi- radores suyos. El mismo que en los días de visita, recorría las salas de los hospitales, llevando un recurso ó un consuelo al lecho de los anarquistas heridos en los tumultos ó enfermos de miseria. El mismo que después de ser la figura familiar del dolor

EL ALMA DE LOS LIRIOS 185

y la pobreza, iba á las oficinas del Sveglio, feroz é implacable, orgulloso y vindicativo, aclamar grandes gritos de Venganza y de Revancha, gritos inabar- cables y formidables, que iban á conmover el cora- zón mismo del Silencio.

Y, era ese mismo león rojo, cuyo rugido sonaba en la belleza solemne, como un himno en el dolor, el que estaba allí radioso el rostro patriarcal, flore- cidos los labios de sonrisas infantiles, tiernos los ojos de divino visionario, inclinada la frente enorme, sobre el niño desnudo, que había agotado el bibe- rón, y pataleaba feliz, bajo la barba candida que lo cubría como una ola...

Se diría la estatua de un gran río, algo así <íomo la imagen del Nilo, con el pequeño Moisés sobre las ondas.

Y, el terrible agitador reía, reía, reía, palmeando al niño que hundía sus manecitas rojas en el to- rrente de la barba candida...

Y, bien, me dijo un momento después ¿ qué hacemos de este cojiipañero ?

Pienso ponerlo en nodriza.

Muy bien pensado. Yo me ocuparé de eso. Co- nozco una, sana y fuerte, una bella romana, que ali- mentará este lobatón. Por ahora se lo damos á la portera.

Y, cariñosamente, con una ternura toda maternal, puso el niño sobre el diván y tocó el timbre.

La portera, ya al corriente de la aventura, se en- cargó del niño hasta que Vittorio vinieija á buscarlo.

186 VARGAS VILA

Antes es necesario, pensar en darle un nombre. Será un l)autizo civil. Lo llevaremos al Capitolio para inscribirlo en el Registro, ¿qué nombre le pon- dremos?

Es necesario un nombre heroico.

No, yo tengo horror á los héroes y á los nombres heroicos.

No digas eso. El heroísmo es lo único que hay en el hombre, que le distinga de los cerdos. Déjame escoger el nombre. Yo seré su padrino y tengo dere- cho á la elección. Lo llamaré Manlio. ¿Te parece?

Si yo hubiera amado á mi hijo hubiera discutido el nombre, ¿pero qué me importaba que ese ser extraño llevara un nombre de héroe ó de Santo, for- mas iguales de imbecilidad? Con la misma indiferen- cia con que lo dejaba vivir, podía dejarlo bautizar, ¿qué me importaba?

Sea, dije.

Ti-js días después, el niño era registrado en los libros de la Ciudad Eterna, y bautizado por nos- otros, con vino de los castillos romanos, en una hos- tería fuera de Porta Triiinfale, partió para Frascatti con su nodriza.

Y, presa del acceso de odio que me asaltaba á su vista, lo vi partir como un gran peso que me quita- ran del corazón, como algo repugnante que me quita- ran de la vista.

Lo vi alejarse como una liberación. Y, llamé la muerte sobre él con todas las fuerzas de mi alma.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 187

¿Por qué Dios no me escuchó?

Una vez libre de este florecimiento de mi carne, yo continué en vivir el acre flujo y reflujo de mi vida, triste como una playa desierta, en la cual sobre la sombra inmóvil del agua gris, las estrellas fingen grandes lotus de acero caídos en el largo silencio de su soledad...

La Vida es un gesto desesperado de la Impotencia hacia la Nada.

Y, un año, y olro año, se pasaron así, en el olvido vacío de las grandes desgracias, en el estancamiento monótono, en la soledad melancólica, donde mi vida semejaba una barca amarrada en los canales som- bríos, al abrigo de los vientos, sobre las aguas me- lancólicas que duermen bajo el azul del cielo.

Tristeza dolorosa, llena de nostalgias, que cae sobre las almas cerradas y purificadas en la calma del silen- cio, donde se diría que existen petrificados todos los esplendores de un poniente y duerme el porvenir de un sol.

El himno largo y amplio de las cosas muertas, sube en ellas como un viento de quietud sobre los corazones devastados, que van dulcemente hacia la muerte.

Y, mi corazón agonizaba de esa tristeza, en la in- tensa y calmada desesperación de los corazones hechos para el amor y á quienes el Destino condena á la dolorosa espera de ese divino desconocido, de ese albo despertador de almas, que avanza como un peregrino grave por los campos pacíficos, bañado de

EL ALMA DE LOS LIRIOS 189

luz furtiva, y viene hacia nosotros con sus manos cargadas de venturas donde pone todo el esplendor de su alma pensativa.

Y, arrastrando así, lalenta agonía de mi esperanza, por los jardines desiertos y los caminos intermi- nables, sobre los cuales caía el sol, como una nieve blonda y rosa, sobre un cáliz de flor, mi alma se re- fugiaba en las vibraciones, en las sensaciones y en las glorias del Arte.

El Arte sentido es una enfermedad, y yo era en- fermo de ella. Sentía su fiebre intensa y creadora, su gran soplo de recogimiento y de evocación, la in- abordable, la dolorosa tortura de lo irrevelado, ale- teando en el cerebro como una inmensa águila de fuego.

El Arte está en uno. Es uno mismo. Se ve confuso, tembloroso y profundo dentro del alma, como una selva de corales en el fondo de una mar pro- funda.

El Arte es un estado de Visión, en él se siente la belleza inagotable de las cosas presentes, hermana- da por no qué insondable misterio, á la belleza inmarcesible de las cosas desaparecidas y ala nece- sidad indomable de evocar de la Nada la belleza in- creada de las cosas por venir.

Y, yo concretaba todo mi Arte en el paisaje.

El paisaje es el poema de las cosas. Mi Arte era todo de evocación. Era la rememoración de los cielos violentos, de los montes plutonianos, de las selvas primitivas de mis tierras natales, idealizadas, esti-

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lizadas, romantizadas, en el contacto sabio con el paisaje antiguo.

El instinto misterioso del sufrimiento intensificaba mi inspiración, en el silencio de la sombra amiga, bajo los viejos árboles pródigos del oro esparcido de sus hojas, en los amplios senderos bordados de rosas, donde las tardes morían misteriosamente, como asesinadas en una apoteosis de sangre.

Y, en el silencio embriagante, donde la paz se destloraba como una gran magnolia, todo absorto en la verdadera y gran quimera del pasado, que sonaba á mi alma como un sollozo de arpa, mi recuerdo como un ciervo sediento iba hacia él, hacia la cla- ridad de sus linfas, y los bosques, los llanos, los horizontes patrios, evocados con un recogimiento religioso, venían á mi cerebro, y brotaban de mis pinceles en una feria mágica de luz y de colores. Los pintores tienen el privilegio de hacer oir por los ojos. Y, yo hacía estallar la fanfarria sonora de las luces tropicales, en el blanco de mis lienzos trans- figurados, sobre los cuales, la intensidad de mi tristeza extendía como un manto azul de sollozos, sobre el mortal silencio de las cosas magnificadas.

Esos paisajes, comenzaron á hacerme pronto, una celebridad local entre los pintores romanos.

Los mismos artistas españoles, con ser los más poderosos en la luz y en el color, se sintieron como sorprendidos y soñadores ante la seguridad, la fuerza, la cegadora y sabia coloración de aquellos cuadros, en que la potencialidad del pintor hacía el miraje.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 191

Y, esos pequeños paisajes expuestos en las vi- drieras de los grandes negociantes del Corso Hum- berlo, -Vía Nazzionale y Vía Co7idotli, tuvieron siempre un círculo de admiradores ante ellos. Fir- mados con mi nombre : Flavio Duran ; muy vendidos en el mercado, eran designados con el nombre de : Paisajes del Flavio, que según la moda italiana debía ser mi nombre.

Y, los Flavios, circularon entre los amadores de toda Italia, llegaron hasta las galerías de los prín- cipes, emigraron para los salones de los ricos ex- tranjeros y llegaron hasta la Academia Nacional de Pintura. Los príncipes los tuvieron ; un Doria, tuvo mi: Abrevadero, un Colonna mi : Canto de Cigarras ; un Ruspoli, la Bora del Sol, un Massimo : Canicular, y mi cuadro : La siesta del llano, fué colocado en el Palacio de Bellas Artes.

Érala celebridad inesperada y fructuosa.

Vittorio Vintanelli irradiaba de contento, mientras los estagiarios de la celebridad gritaban contra mí.

Desde entonces aprendí, por qué toda mediocridad llama modestia su impotencia, injusticia su derrota, fortuna el triunfo del mérito y locura la irrupción del genio.

Aquella luz de gloria no me conmovió. Mi corazón sangraba, fuera de aquel rayo, que no tenía el poder de consolarlo.

Y, mi gran soledad se abría en el alma como una herida.

Y, mi silencio se parecía á la muerte.

192 VARGAS VILA

Y, tuve miedo de la Vida, á la orilla de la Nada. No se puede vivir sin un grande Amor. Se muere de no amar. Amar es perdurar.

La fama debía romper mi soledad, ella traería seres extraños cerca de mí.

Y, yo sentía ya mi vida llena de una presencia, cuando un día vi entrar á mi estudio, dos hombres desconocidos. El uno alto, seco, ya frisando en los riesenta, vestido de negro como un alto funcionario, de aspecto marcial, cabello corto, bigote y pera blancos, apto como para modelo de un Gorot, iba seguido de un joven, cuasi un niño, alto, elegante, seno, de un aspecto altivo y frío, altivez y frialdad, que debían venir de un inmenso orgullo ó de una extraña timidez.

Maestro, me dijo el anciano. Soy uno de vues- tros admiradores. Vuestros cuadros me seducen. Yo no entiendo de eso, pero os aseguro que me encantan. Mi hijo, y extendió la mano mostrando al joven, os adora. Es un fanático de vuestra escuela y de vuestros procederes técnicos ; dice que vuestro colorido lo embriaga. Sus amigos le atribuyen gran- des facultades artísticas;, y sus maestros también. Él desea perfeccionarse y estudiar bajo vuestra direc- ción. Os ha visto en alguna parte, en un círculo de artistas, según creo, y desde entonces no me deja vi- vir, terriblemente obsesionado por la idea de ser vuestro discípulo, y pidiéndome todos los días que lo

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ponga en vuestro estudio. Yo que no tenéis discí- pulos y que no admitís, pero os pido hacer una ex- cepción por nosotros, que os admiramos tanto.

El anciano calló y el niño que había permanecido mudo, me miraba con tal actitud de admiración y de súplica en los ojos, que no tuve el valor de rechazar así, inmediata, bruscamente, el ruego de su padre, que él secundaba tan rendida, tan ardientemente con la mirada.

¿ Habéis estudiado bastante la pintura ? le pre- gunté.

Sí, Señor.

Y, me habló entonces de sus estudios, de sus maes- tros, de su pasión vehemente por el Arte.

Su voz, mal segura, traicionaba la emoción. Su frase revelaba una alta cultura pictórica, una senti- mentalidad prematura, un pensamiento grave y triste, una gran pureza de horizontes y de alma.

Su palidez intensa, el brillo de sus ojos soñadores, la frente opulenta, los labios herméticos, todo su aire de meditación, de distinción exquisita, predisponían en su favor y acusaban todos los lincamientos del ar- tista nato, de una de esas almas de élite, que herma- nan admirablemente á la noble distinción de las dotes físicas la exquisitez de una alma de excepción.

El padre volvió á hablar para suplicarme que no dejara caer en desilusión el ahna de su hijo, cuyo sueño, era, llegar un día á pintar esos paisajes de oro y púrpura, esos cielos tropicales, esos crepúscu- los opulentos, que hacían soñar en el incendio de un

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19 i VARGAS VILA

campo de heliotropos reflejándose en mares de rubí.

Vacilé un momento, ante esta responsabilidad, pero la mirada del niño fué tan intensa, tan suplica- toria, que fui vencido por ella, y accedí al íin á que viniera á mi estudio dos veces por semana.

El padre no me ocultó su gratitud ; el hijo no pudo ocultarme su contento.

Gracias, profesor.

Gracias, maestro.

Eleonora, será feliz, dijo el padre, y compren- diendo que yo no sabía de quién se trataba, añadió :

Eleonora es mi hija. No tengo sino ella y Et- tore, y señaló al joven. Eleonora está actualmente en Verona. Espero que al venir podré tener el honor de presentárosla en mi casa, y me extendió su tar- jeta, que decía : Cav Colonnello Eleodoro DaJzio, dei Baroni de Asprovento. Capo Uf/lzia. en el Ministero delle Colonie, etc.

Y, con un cordial apretón de manos se despidió de mí, repitiéndome su agradecimiento.

Ettore Dalzio, tuvo un momento mi mano entre las suyas y me dio las gracias, con una voz conmo- vida y musical, mientras un rayo de triunfo avivaba el fulgor velado de sus ojos profundos, y ponía un tenue rojo de emoción en el mármol límpido de su rostro y sobre sus labios, donde una leve sombra aterciopelada, acusaba ya su adolescente y severa vi- rilidad.

Y los vi partir, arrepentido de mi debilidad, ate- rrado ante la aproximación de esas almas nuevas,

EL ALMA DE LOS LIRIOS 195

acosado por un extraño presentimiento de temor, ante esos seres que entraban así, brusca, intempes- tivamente en mi vida.

Y, tuve el deseo vehemente y súbito de huir, huir muy lejos, partir, escaparme de aquellos seres que se aproximaban con amor á mi alma inconsolable y taciturna.

I Huir!

¿ Por qué ?

El Misterio está sobre nosotros y nos rodea por todas partes.

La Vida es una interrogación en el silencio...

La respuesta está en el fondo del sepulcro.

¿ Estará ?

j^

Ettore Dalzio entró en mi vida.

Los ojos mendigadores de aquel adolescente ex- traño escrutaron mi corazón.

Aquel discípulo insatisfecho del saber, sediento del Misterio, buscaba en el Alma radiosa del Arte, el alma vertiginosa del artista. No era sólo la ciencia de la forma y del color, lo que él buscaba ; era. la fuente de vida y de inspiración de donde vertía ese colorido que á él lo cegaba.

Era una inapaciguable sed psicológica, la que lo llevaba á irse por la pintura arriba, como ascen- diendo por un rayo de luna, hasta el momento inte- lectual, el instante psíquico, en que esa combinación de colores había nacido en el cerebro mismo del ar- tista. Toda obra de Arte marca un estado cerebral ] del ánimo. Los paisajes son estados de alma. Eran ^ esos gestos denunciadores del espíritu, los que espia- ban los ojos inquisidores del discípulo.

Toda obra inmortal es obra vivida : poema, melo- día, estatua, ó cuadro. Es la exteriorización de las

íl

EL ALMA DE LOS LIRIOS 197

cosas sentidas y vividas, lo que forma la esencia in- destructible de las obras del Arte.

Y, Ettore Dalzio, aspiraba á conocer más mi ma- nera de senlir que mi manera de ejecutar el Arte. Quería compenetrarse con mi pensamiento, ver el fenómeno cerebral de mi inspiración, los gestos si- lenciosos de mi espíritu en trabajo, verme vivir mi vida cerebral, fijar mi alma en gestación de Arte.

Y, apartaba la vista de las figuras exteriores de su pensamiento, para mirar vivir mis creaciones inte- riores. Se aproximaba á como para recoger los rayos esparcidos de mi alma, cual si sintiese descu- brir más verdad á medida que miraba más hondo. Su mirada grave y aguda, gozaba en comprender la gran Verdad desnuda, el estremecimiento del ser espandido en plena vida, en esa hora de límpida, de gran sinceridad, donde algo de divino se incorpora en lo real : la hora de la Inspiración. Y, sabía, que hay en el alma del Artista, un grande esplendor, invisible de ordinario, como las estrellas en el día. Y, ese estremecimiento de lo Eterno, pasando en la obra de Arte, es lo que la hace inmortal.

El genio es el esfuerzo recto de la Vida hacia la Gloria.

La visión, es el alma inaler del Artista. Todo artista verdaderamente grande, tiene una visión personal déla Vida, y la traduce en sus obras. Ser original es ser personal.

198 VARGAS VILA

No hay una Belleza.

Hay formas infinitas de la Belleza. Y, esas formas recogidas en un foco de visión netamente i^ersonal, adaptadas á una concepción personalísima de la Belleza y reproducidas así, es lo que forma ese algo tan basto y tan complejo, y sin embargo, tan QmX^ nentemente jjersü»rti, que se llama : la originalidad.

La originalidad denuncia al Genio, como la garra al león.

Poco tiempo me bastó para comprender, que Ettore Dalzio, era un artista prodigioso, pero que aun haciéndose mi discípulo, adaptándose á mi pin- tura, no llegaría nunca á ser otro yo.

Su visión, erar distinta de la mía.

Él, podía amar el colorido de mis cuadros. i\o po- dría sentirlo, nunca.

Su visión de los colores no era una visión occi- dental.

Hijo de una escandinava, nacido en el Norte opaco, tenía la concepción fría, el sentido de los co- lores tenues, de los matices vagos y los tonos grises de las grandes telas filandesas y de los inmensos horizontes árticos.

Un hombre del Norte, podrá admirar, pero no podrá sentir nunca, esa embriaguez de los colores que grita en los cuadros de los pintores del mediodía.

Ettore Dalzio, era un artista todo subjetivo, del cual, la realidad existía exclusiva y soberanamente en él. Era una alma ascética, tenazmente dada á la contemplación interior de la Belleza. Podría

EL ALMA DE LOS LIRIOS 499

decirse de él, que la sentía, más que la veía. Y viéndola con esa lucidez sublime de Amor, la embe- llecía en el Éxtasis. Y, reproduciéndola, tal como su cerebro la abarcaba, hacía de ella una dilatada mag- nificencia de idealidad. De ahí, que á sus cuadros, faltara exactitud, pero holgaban en intensidad de pensamiento, en tan poderosa intensidad vital, que vivían una vida : tenían una alma.

Esos artistas son los estagiarios inarrancables de la perfección. Sublimemente enamorados de ella, viven en espera de la grande hora de su revelación, sin comprender que ya el Verbo, revelador de la Belleza, habló á sus almas y por eso la producen así, profunda y obscura, límpida y fría, como el miraje inabordable de mares septentrionales.

Y, la Epifanía délos colores no viene á ellos.

Sus cuadros carecen de humanidad, pero exube- ran de potencialidad. Su mirada toda interior, está hecha para ver hacia el enorme abismo espejeante, donde se mueve confusamente, esa inabarcable y quejumbrosa masa de dolor : la Vida. Ellos abrevan sólo en el Dolor, esa fuente negra y profunda, ma- nantial profetice, donde tiene su origen la Inspira- ción.

Y, el deseo inexhausto, vertiente de inquietudes, los tortura hasta el delirio.

Y, viven en la inmensa contemplación de lo vivo invisible.

Pintan la Vida vista hacia adentro y revelada en el alto estilo de la concepción intelectual.

200 VARGAS VILA

No se preocupan de la apariencia de las cosas, sino de la esencia de las cosas mismas. Pintan lo que la Vida dice, más que lo que la vida muestra. Son la voz de la Naturaleza, más que su reflejo. La . pintan sin mancilla, no deformada por la vida.

La Vida afea la sombra divina de las cosas. La Vida empequeñece y mutila. La Vida mata.

El océano tenebroso de la Belleza sentida, no per- mite su exteriorización completa.

Ningún artista logra jamás, exteriorizar en la ex- presión toda la Belleza sentida. Es imposible la re- producción completa de la visión interior. Toda obra es una mutilación de nuestro pensamiento, un frag- mento de la creación interna. Es apenas una parte, la más pálida, la menos intensa y menos profunda déla Visión, \a que se reproduce en la obra del ar- tista, ya sea libro, estatua ó cuadro. Son copias de sombras, las que se traducen en formas.

La grande obra está en nosotros y queda dentro de nosotros, superior, intraducibie, irrevelada. Sólo su sombra se proyecta en la obra de Arte. Cual- quiera que sea el Arte es una palabra de divinidad. De ahí su gloria instintiva de cosa inmortal. Una partícula de divinidad hace lo Eterno.

Los cuadros de Ettore Dalzio, eran de una como luz de eternidad, que era una predilección atormentada por lo infinito. La nostalgia de lo bello, sentida hasta el vértigo, la bruma del sueño inarticulado, el espectáculo de la belleza desaparecida, de la cual es imposible consolarse, se lamentaban allí.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 201

Lo inmenso invisible reinaba en ellos.

Lo subjetivo intraducibie, que es lo objetivo sen- sible, era la esencia de esos cuadros.

Los seres adquirían bajo su pincel toda la altura del ser humano, inasible, inapaciguable, de contor- nos fugitivos, en la atmósfera de tristeza y de dolor que es la vida.

Era un pintor de almas, más que un pintor de cosas.

Era un artista psíquico.

Escuchaba los rostros, más que los pintaba.

De ahí que el retrato era su característica, su cima y su fuerza. Allí adquiría toda su extensión la im- pecable acuidad de su sentido artístico.

Lo infinito del alma humana : he ahí lo que el pintor de retratos debe reproducir, lo único que debe fijar en ese desencadenamiento de impresiones y expresiones fugitivas que es el rostro del hombre.

El retrato es la psicología de la pintura.

Y, Ettore Dalzio poseía en sí, el sentido de esa ciencia encantadora y profunda.

Él miraba el alma humana como una águila ve el mar; de un solo golpe, y sin vértigo.

Este niño milagrosamente precoz, vivía en íntima y perpetua comunión con los problemas abstrusos del misterio y de la vida.

¿Cómo podía en un cerebro de diez y ocho años residir tal cantidad de pensamiento serio y trascen- dental?

La meditación silenciosa, era el alimento de aquella alma. Sus gestos calmados parecían despre-

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ciar la palabra, que dormía en sus labios como un germen de fuerza y de deseo, pronta á brotar cuando la pasión noble la hiciera vibrar en la calma de las cosas muertas, en el esplendor desús vastos sueños, en la revelación de sus entusiasmos, cuando pusiera su mano sobre el corazón sangriento de la Vida.

Huérfano, porque la muerte lo desterró del pa- raíso maternal, tenía el corazón solitario y aislado.

Su madre, una noruega, con quien su padre había casado en uno de sus largos destierros, había muerto al nacer él, allá en Gristiania, dejándole, con la reproducción de su rostro de serena belleza, todo el germen morboso de sus sueños, su alma de melan- colía, lago tranquilo donde dormía el enojo de la vida.

Traído muy niño á Verona, patria de su padre, vivió en la soledad de la casa familiar, al cuidado de su hermana, de diez años mayor que él y cuyo cariño verdaderamente maternal, había sido la única ternura de su vida.

Su padre, rudo garibaldino, entregado á la cons-. piración y á la batalla, se retiró después de la victo- ria á la calma de su hogar, y allí emprendió la educa- ción del niño, con el extraño fervor de todas sus creencias, abriendo ante sus ojos asombrados, los horizontes gloriosos del heroísmo antiguo, donde se diseñaban los gestos magnificentes de los hombres, la Iliada de las multitudes ávidas de libertad, los cielos ilimitados del sacrificio, el desfile intermi- nable de los predestinados del martirio. Y, á la evo-

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cación de la epopeya, su voz era como un gran grito guerrero, terrible en los paisajes entusiastas, ame- nazadora como si poblase cielos desconocidos con el clamor formidable de todos los anatemas de la Historia.

El niño lo oía absorto, como aquellos que escu- chan en el sueño voces reveladoras.

Lo miraba con admiración, y veía la aparición de los fantasmas heroicos alzarse en la bruma de su cerebro, como visiones gloriosas, dominadoras de los corazones y de la vida, vencedoras del espanto y de la muerte, aureoladas de gloria, nimbadas de Infinito.

Y, las amaba perdidamente, locamente, triste- mente, como un enamorado que tiene necesidad del sacrificio para ser consolado.

Los grandes gestos heroicos dibujados en el vas'to panorama de la epopeya, fueron su culto, su obse- sión, su idolatría.

El culto de lo heroico residía en él como una potencia real que iluminase su cerebro, con la cer- tidumbre de una palabra que sonara en su corazón.

Su sensibilidad se aguzaba hasta el dolor, y su na- turaleza artística, dilataba ya en él, la fuerza creadora que superpone horizontes á liorizontes y desarrolla el poder de la visión.

Y, así, cuando soñador infantil, iba del brazo de su padre, silencioso y serio, precozmente atormentado por el anhelo de la Verdad y el dolor de las cosas de la Vida, en su paseo habitual de todas las tardes,

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por los malecones del Adíge, donde vertía el sol todo el oro y el rojo de su agonía, como vistiéndolos de púrpura, bañando en una dilución áurea los cam- panarios rojos, las cúpulas esbeltas, los cipreses tornasoles, él, dejaba reinar su corazón, volar su pensamiento por esos horizontes ignotos bajo los cuales, con una grande acuidad de visión inusitada, él sentía, él veía, vivir la insoportable, la dolorosa vida humana á ese ser de dolores que es el hombre. Y, sufría con él y lo compadecía con un dolor que teníala divinidad de todos los dolores. Y, verdades irreveladas gritaban en su corazón.

Y, al contacto de ese dolor del alma universal, aún no sufrido, su corazón se hacía un limbo de tinieblas, cercano del abismo.

Y, vio sobre el mundo una especie de aureola enemiga que asombró su simplicidad pensativa. Y, su alma se replegó con violencia sobre su corazón, abierto como una tlor. Y, por una larga emoción de fraterjüdad entraba en el dominio de las cosas sagra- das. Y, dejaba lo infinito del dolor, penetrar como un río en lo infinito de su ser. Y, adoraba lo que hay adorable sobre la tierra : la Belleza y el Dolor.

Y, en la melancolía esplendorosa, de los largos crepúsculos veroneses, que fingen ábsides desmesu- rados sobre los duomos suntuosos de «San Zeno, Sania Anaslasia y Sania Marta in Órgano, coronándolas torres de San Nazzaro, de caprichosas mitras escar- latas, él, gozaba en perderse por los laberintos de los Giardini Giusti, en el recogimiento mortuorio de

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la apacible soledad, meditabundo en el paisaje ilu- minado, soñador en las ondas opalescentes de luz, trémulas de agonía, entre los rosales inmaculados, llenos de una tristeza virginal, perdido en la música de la tarde que tenía encantos misteriosos de cari- cias, dejando cantar su corazón en el candor crepus- cular, á la sombra rígida de los cipreses azules, ante la desnudez pagana de los mármoles, viendo morir el día sobre la verdura pálida de los montes lejanos ; y caer el gran sol vencido, sobre el oro poético del valle, las violetas del silencio y el negro denso de los ramajes umbríos, como una gran rosa de pesa- dumbre, desflorada en una urna mortuoria.

Y, en el despliegue maravilloso de su corazón hacia el dolor, gozaba, otras tardes en perderse por los barrios pobres, los centros populosos y mise- rables de la ciudad, y abandonando la sombra de los viejos palacios blasonados, salía por la Piazza Santa Anastasia, hasta la Via Sottoriva, donde en las cons- trucciones infectas y ruinosas, pulula la miseria y reina la angustia de los desheredados de la vida.

Y, sus ojos, cautivos de la piedad, quedaban fijos en aquella grande aglomeración de sombras, donde el poder de su ternura adivinatoria presentía la in- mensa ola de dolores que pasaba allí, sobre aquel hormigueamiento de seres, que se mostraban, se borraban y desaparecían en la noche, como un gran corazón tenebroso que se oculta para llorar. Y, en su contemplación, toda misteriosa de silen-

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Y, al contacto de ese dolor del alma universal, aún no sufrido, su corazón se hacía un limbo de tinieblas, cercano del abismo.

Y, vio sobre el mundo una especie de aureola enemiga que asombró su simplicidad pensativa. Y, su alma se replegó con violencia sobre su corazón, abierto como una flor. Y, por una larga emoción de fraternidad entraba en el dominio de las cosas sagra- das. Y, dejaba lo infinito del dolor, penetrar como un río en lo infinito de su ser. Y, adoraba lo que hay adorable sobre la tierra : la Belleza y el Dolor.

Y, en la melancolía esplendorosa, de los largos crepúsculos veroneses, que fingen ábsides desmesu- rados sobre los duomos suntuosos de S(m Zeno, Sania Anastasia y Sania Marola in Órgano, coronando las torres de San Nazzaro, de caprichosas mitras escar- latas, él, gozaba en perderse por los laberintos de los Giardini Ginsti, en el recogimiento mortuorio de

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la apacible soledad, meditabundo en el paisaje ilu- minado, soñador en las ondas opalescentes de luz, trémulas de agonía, entre los rosales inmaculados, llenos de una tristeza virginal, perdido en la música de la tarde que tenía encantos misteriosos de cari- cias, dejando cantar su corazón en el candor crepus- cular, á la sombra rígida de los cipreses azules, ante la desnudez pagana de los mármoles, viendo morir el día sobre la verdura pálida de los montes lejanos ; y caer el gran sol vencido, sobre el oro poético del valle, las violetas del silencio y el negro denso de los ramajes umbríos, como una gran rosa de pesa- dumbre, desflorada en una urna mortuoria.

Y, en el despliegue maravilloso de su corazón hacia el dolor, gozaba, otras tardes en perderse por los barrios pobres, los centros populosos y mise- rables de la ciudad, y abandonando la sombra de los viejos palacios blasonados, salía por la Piazza Santa Anastasia, hasta la Via Sottoriva, donde en las cons- trucciones infectas y ruinosas, pulula la miseria y reina la angustia de los desheredados de la vida.

Y, sus ojos, cautivos de la piedad, quedaban fijos en aquella grande aglomeración de sombras, donde el poder de su ternura adivinatoria presentía la in- mensa ola de dolores que pasaba allí, sobre aquel hormigueamiento de seres, que se mostraban, se borraban y desaparecían en la noche, como un gran corazón tenebroso que se oculta para llorar.

Y, en su contemplación, toda misteriosa de silen-

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cío, las lágrimas venían á sus ojos, abundantes y puras como su corazón.

Y, suave y blanco, como una aparición bajo el pórtico del crepúsculo, sentía elevarse en él la gloria sin palabras, la majestuosa presencia del genio que había de transügurarlo, y quedaba allí absorto, hasta que la noche caía preciosamente sobre los cielos y sobre su alma como una pacificación...

En su casa, el niño callaba, como enmudecido ante el tumulto de tantas cosas invisibles que gritaban en él, y se hundía en los silencios de un grande enerva- miento, donde su alma solitaria se elevaba y radiaba como un pálido ostensorio ante el oro del sol.

Y, creció así, en la ciudad armoriada y ruinosa, bajo el patrocinio de tantos siglos en relieve, esculpi- dos sobre los portales macizos, tendidos sobre los arcos triunfales, como enredados á los pórticos ma- jestuosos, en las columnas de las grandes basílicas, sobre los frescos iluminados de las naves y de los claustros, en ese como relicario de gemas amarillas y purpúreas, cercado de bermellones y de ágatas que es Verona.

Y, su alma se engrandecía así, tendida desespe- rada y dolorosamente hacia la vida, lanzando las voces de su deseo á los cuatro puntos del horizonte, como flores arrebatadas por un gran viento, sin- tiendo crecer en el fondo de su cerebro la visión obsesionante y radiosa del Arte y del Dolor, como un sol portentoso de inmensidad y de muerte.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 207

Engrandecido en la soledad, sin más compañero in- terior que su corazón reflexivo en busca hacia la Verdad, queriendo ver y penetrar las cosas ocultas de la Vida, detenido y vacilante ante el templo del Amor, cuyas puertas miraba á la vez arrogante y tímido, tendiendo hacia ellas los brazos suplicantes, como dos grandes alas ensayando el vuelo, el adoles- cente vino á Roma, donde su padre fué nombrado Director de un Ministerio.

La Sibila inmortal habló á su corazón.

Y, su alma hizo el gesto deíinitivo de renuncias, que inicia la peregrinación hacia la Belleza.

Y, consagró su vida al Arte.

Y, fué entonces que vino á mí.

Y, quiso poner su corazón bajo las grandes alas de mi soledad, cansadas y pesadas de la pena de vivir.

Y, soñó con hallar en un Maestro á lo Vinci, tierno y clarividente, que arrojara el polen de las ideas en su cerebro, con la palabra profunda y simple de los grandes sembradores ; que tomara en sus manos su pobre corazón, entristecido como una tarde reinante de agonía ; que orientara su alma solitaria en el vacío, tendida como una garra para aprisionar la Nada; que se inclinara sobre su vida, desierta como una landa donde el otoño bate el ala de los inviernos futuros ; que cubriera con la pompa auroral de sus visiones, con la radiación apoteótica de su genio, la perja crepuscular de su tristeza, su gran rostro pálido que parecía la gloria.

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Y, no soñaba con encontrar la devastación, la aridez, la soledad de mi corazón, esterilizado y azotado por los vientos furiosos de las pasiones in- sociables.

¡ Este corazón altanero y feroz, despiadado y triste, que me hace estar cada día de más en más solo, en un aborrecimiento lento de la vida y de los hom- bres, aislado, solitario, huraño, en una atmósfera moral sin vibraciones, que no tiene más espacio abierto sobre la vida que aquel que ocupa mi so- berbia de Arte, y por el cual escapan mis sueños con un ruido de águilas en tropel!

Encadenado á mi soledad, indiferente á todo, esas grandes formas del amor universal, esas vagas pala- bras que encadenan los seres .en la infinita miseria de su debilidad : el patriotismo, la amistad, la ca- ridad, todas esas formas de altruismo estéril y me- lancólico no tocan mi corazón.

Mi alma se cierra voluntaria y violenta, ante la mirada de los otros, como una flor esquiva que no quiere en su cáliz desolado sino el solo misterio de sus pistilos.

¿ Ettore Dalzio, se apercibió acaso de lo que había en mi alma de desdén inclemente, de orgullo in- abordable, de insensibilidad fría, paralassensaciones y emociones de las almas extrañas? Tal vez sí, porque comenzó á recogerse sobre mismo, como descon- certado, arrepentido de la noble impetuosidad, con que en los primeros días quiso abrir su corazón, y dejar ver su alma de sinceridad y de deslumhra-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 209

mientos, ante mi mirada indiferente, lejana, fría, como el reflejo de un astro polar.

Y, retrocedió bruscamente asombrado, como un hombre que creyendo entrar á un jardín, cargado de sombra y de perfumes, recibe en el rostro y en los ojos el soplo cegador y mortal las arenas del desierto.

Pero, demasiado joven para analizar, rebelde á toda psicología, su sinceridad candorosa, hecha para creer y amar ciegamente, no persistió mucho en su recogimiento deviolencia^y conunacandorosi- dad conmovedora, fué abriendo lentamente ante mis ojos, el misterio de su alma rara, luminosa como una estrella.

Y, vi su corazón.

Y, me complací en verlo vivir, ajeno á esos fenó- menos de sensibilidad incomprensibles y fatales, y penetrando así por su revelación á lo infinito de su ser moral.

Alma de genio, de simplicidad y de luz, triste, perfumada y radiosa, como un lirio que fuese un astro.

Sus labios que habían tomado ya el gusto amargo del desdén, se gozaban en decir un no, imperioso é imperial, á las realidades tristes de la vida, negán- dose á entrar en ellas.

Y, crispando las manos sobre su éxtasis, era como una águila inmóvil en el infinito siempre virgen, donde cada constelación es un misterio.

Su corazón era como su pensamiento.

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Y, abrió SU corazón. , .

El silencio es un pudor que no tienen todas las almas.

Y, él, me dijo en un himno de simplicidad todas las cosas de su corazón.

Y, sus sueños me fueron dichos y se alzaron ante en un sol de revelación, como un gran enjambre luminoso, puesto á volar á la hora del crepús- culo.

La nostalgia del amor ponía un raro calor en sus palabras, como si la ausencia de aquel sol del alma, fundiera todos sus rayos en el verbo, que lo nom- braba como una imploración.

Una palabra que no tiembla no sale sino de los la- bios ; la palabra profunda, aquella que viene del co- razón, vibra agitada, estremecida, con un temblor de abismo, como una ola de fuego, de un volcán muy hondo.

Ettore Dalzio, tenía una cabeza ideal de César ado- lescente. Bajo las prominencias de la frente enér- gica, sobre la cual caía en bucles castaños la cabe- llera ensortijada y tumultuosa, sus ojos profundos y dolorosos de niño trágico, se abrían en una muda imploración de amor, irradiando de un fuego ex- traño las esmeraldas claras de sus pupilas misterio- sas, de un verde lácteo de crisopráseos. Su palidez de lirio imperial, hacía resaltar más la línea pálida de los labios, orgullosos y despectivos, sobre los cua- les imperaba el Silencio como una garra. Toda la belleza altiva de ese rostro de camafeo imperial, re- í

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sidía en el misterio de los ojos glaucos, de gema, y en la expresión de esa boca amarga y desafiadora, que se extendía sinuosa como la ondulación de un rayo. Una sombra trágica vagaba como un velo impalpable sobre la bella cabeza obstinada, de ojos enigmáticos, llenos de infinito, y labios iniciadores del mutismo hostil. Su cuerpo alto, delgado, flexible, de una su- prema y natural elegancia, sabía llevar con una ex- quisita y perfecta distinción, los vestidos de impeca- ble corte inglés, quelo hacían semejarse al más se- lecto vastago de un lord.

Ser guiada, ser convencida, ser amada, he ahí lo que pedía esa alma de llama y de penumbra. Y , aquel gran corazón abierto como una herida, en medio del miraje de las cosas, suspiraba por eso.

Una melancolía superior ásu edad lo poseía, como si la emoción de todas las cosas sagradas vibrase en él y la gloria de las antiguas épocas remontase hasta su corazón.

Serio, meditativo, reservado, se entregaba al es- tudio con una tenacidad silenciosa, como si sintiese subir en él la inspiración, flor del silencio, que sellaba sus labios herméticos y florecía de sus dedos prodigiosos.

Inmóvil ante la tela, el pincel en sus largas ma- nos delicadas, el ojo inquietante, con una fijeza ex- traña de pájaro de presa, permanecía largas horas sin hablar, como aprisionando en sus retinas, para dejar indeleblemente impresos en el lienzo, los vagos lincamientos de un sueño, el misterio irrevelado

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del color y de la forma, el alma inasible, fugaz y atormentada de las cosas...

Y, de sus párpados entrecerrados brotaba la vi- sión, y de sus dedos, esos grandes paisajes pensati- vos, llenos de vida intensa y dolorosa, esos cielos opacos, de horizontes interminables, que parecían llorar, esos ponientes de un blanco glauco como de violetas ajadas, reflejo de horas opalescentes, donde sobre campos de rosas do una lividez anémica, bajo un cielo nacarado, como una gran perla enferma, se extendía el vago silencio de las noches estrelladas.

Y, cuando la sombra, cayendo de los cielos, como el consuelo sobre un corazón atormentado, le impe- día fijar por completo la idea flotante y lúcida de su pensamiento, permanecía aún, largos minutos absorto, como lejos de la vida, en las azulidades vagas y temblorosas de la penumbra, como fulmi- nado por la orfandad de las cosas y de las claridades, rodeado de inmensidad, como envuelto en un largo pesar de los soles desaparecidos.

Y, después, como si recobrase la palabra, con una voz de nostalgia y de evocación, que parecía temblar aún bajo el último beso de la emoción artística que había tocado su alma, venía á hablarme, con una sonrisa tan triste, como si sobre su boca se hubiese congelado una pálida luna de lágrimas.

Y, me abrazaba, con los labios mudos, como si aprisionase en ellos palabras extrañas, de cosas mila- grosamente nacidas en su corazón, como si sintiese agigantarse algo, salido de su alma hacia la sombra

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engrandeciente, y doblaba su cabeza obscura como la noche, sobre la sombra aún más espesa de mi pe- cho impenetrable.

Y, parecía como si algo subiese de sus entrañas, cual una llama al cielo divino y se inmovilizase en sus labios taciturnos.

Y, en sus ojos de sombra, su alma parecía batir las alas, tendidas hacia como una invocación.

:^

Como del silencio de un lago dormido bajo la nieve, se alza el estupor de la bruma, decorando el paisaje arborescente, así del fondo del recuerdo se alza aquel día de fascinación extraña, hora de des- lumbramiento en que conocí á Eleonora Dalzio.

Era un cuadro, todo de simplicidad familiar, el que la rodeaba, cuando llevado por Ettore Dalzio, é invitado por su padre, le fui presentado.

¡Oh, mi alma triste, vestida de otoño, mi alma triste, vestida de ceniza, cómo saludó cayendo do rodillas la aparición imperial de aquella virgen, esca- pada de los jardines del silencio, de aquel lirio rojo de belleza, avanzando hacia mí, como un enigma vivo y tentador, como un jeroglífico des lumbrante, que tuviese en sus manos de icono, pri- sionera la mariposa de mi destino, aleteando en sus dedos de nácar aptos á todas las misericordias!

Las vestales que se perfilan bajo el cielo claro, en sus zócalos desnudos, augustas en sus túnicas de piedra, bordadas por el estremecimiento oro y rosa de las hojas autumnales caídas sobre ellas, en la

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calma del crepúsculo, no tienen la majestad de aquel cuerpo, desafiador de los mármoles clásicos y de los bronces inmortales, que han inmovilizado la trage- dia proyectándose sobre las aguas túrgidas, ó alzando sus palideces en el verde obscuro y el imperio de soledad de los parques augustales.

Bajo la noche de su cabellera negra, que semejaba el casco bruñido de la Minerva de Corinto y el már- mol terso de su frente voluntariosa y triste, se abrían los cielos de sus ojos negros, tenebrosos y profundos, como dos estigias inmortales donde ardiera el esplen- dor triste de soles carbonizados. La nariz recta y corta ; la boca roja, carnuda y sensual ; el busto de un puro y atrevido relieve, y el cuerpo todo, como el mármol heroico de esas victorias vestidas de viento, que agrupó en el Triunfo^ el cincel magnífico del Groccio.

Hay mujeres cuya aparición da el deseo como un vértigo.

Eleonora Dalzio era una de ellas. Sus ojos, como una tiniebla impenetrable, atraían por el misterio extraño que los llenaba, por la bruma de sueños mórbidos, que como de un océano de vo- luptuosidad se alzaba de ellos, llenándolos de evo- caciones turbadoras. Se diría que sus miradas feli- nas, cambiantes y complejas flechaban la carne, con sus efluvios misteriosos de voluptuosidades audaces y violentas, y que el silencio imperioso de sus labios, guardaba, como una esfinge, la entrada al mundo irrevelado de un inabarcable jardín de rosas de Eros.

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De toda su belleza, viva y cantante como un himno marcial, misteriosa como un rito, impresio- nante como una evocación, se escapaba como un per- fume, el fluido inquietante de la sensualidad exqui- sita y fatal, que hace irresistible el encanto cautivador de ciertos seres.

Mi alma de artista, mi cuerpo joven, lujurioso y voraz, temblaron electrizados y deslumhrados á la aparición turbadora de aquella belleza, C£ue era como la quimera realizada de mis sueños de poeta, la en- carnación real de todas mis idealidades de creador, la promesa florecida de mis más ardientes sueños de voluptuosidades audaces é inasibles.

Y, fui el vencido de aquella belleza conquistadora, de cuya frente hecha para la diadema de Cleopatra, de cuyos ojos abismales y tristes como mi corazón, emanaba el imán irresistible, el efluvio dominador, el algo inexplicable que sólo existe en los ojos de los beluarios y de las mujeres nacidas para el domi- nio irremediable de los hombres.

Eleonora Dalzio, se sintió admirada, cuasi amada, en ese primer encuentro de nuestras almas y aspiró con orgullo el homenaje de mi admiración total á su belleza y la promesa de mi esclavitud á su invi- sible poder de voluptuosidad y de pasión.

Nos miramos los dos como bajo la sensación de un baño de luz, y en la luminosa rarificación del am- biente moral, nuestros dos corazones se adivinaron gemelos y nuestras dos almas se abrazaron en el jardín de sus sueños, como en un florecimiento de estrellas.

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Antes de haber hablado una palabra, nuestros dos espíritus se habían dicho algo definitivo, á través de esa atmósfera de cosas irreveladas, que cantaban en torno nuestro la sinfonía vibradora de la vida y del Amor.

En ese cuadro de Arte y de elegancia que la ro- deaba, en la penumbra, hecha roja por el reflejo de la pantalla purpúrea, la belleza de Eleonora Dalzio brillaba como un incendio, altanera y enigmática, como uno de esos pasteles de patricias veronesas, que como un vestigio de la raza, adornaban el salón familiar, lleno de sombra y de quietud. Su cabellera, como nimbada de mirtos ideales, fulguraba entre los cortinajes rojos y la luz difusa haciendo aún más herméticos sus labios de camafeo, los grandes iris negros de sus ojos, que fingían sobre su rostro pálido, tonos de aguas muertas, donde se ahogaran rosas enfermas.

^ Por las ventanas abiertas penetraban soplos cáli- dos y de las terrezas vecinas venían perfumes ener- vantes de narcisos.

En el silencio vertiginoso, bajo el cielo claro de la ciudad dormida, vibrábanlas sinfonías exultantes de la Noche, bajo los astros centellantes sobre el topacio turbio del Tíber... Y, allá lejos, los pinos girasoles se diseñaban en su simplicidad lúgubre, aislados, destacados en el claro de la luna, que se elevaba lentamente, dando al paisaje el tono verde y negro de un bajo-relieve en bronce.

En ese ambiente de quietud y adoración, sólo los

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ojos tristes de Ettore Dalzio, tenían algo de obscura- mente hostil, en el acero de sus pupilas serias é in- violables.

El Coronel, hablaba de las épicas faenas y de las grandes tragedias del Risorgimenlo. Y, sus gestos y su voz, amplios y sonoros, evocaban los hombres y los hechos ya caídos bajo el hacha ntutiladorá del tiempo y vivos sin embargo en las páginas de la Historia y en el corazón inconsolable de la Italia.

Con el poder febril de sus visiones, el viejo patriota diseñaba los grandes cuadros de la epopeya, cuasi mítica, donde bajo selvas interminables de laureles, héroes dignos de los compañeros de Ajax, erraron, lucharon y triunfaron, como empujados por un hu- racán hacia las más altas cimas,

Y, se callaba á veces, como ahogado por la emo- ción de su propio vértigo lírico, por el soplo desbor- dante de su emoción y el prestigio comunicativo de sus evocaciones.

Eleonora lo oía como envuelta en un manto de sol, cual si esas palabras la incendiaran de un incendio de gloria.

Ettore Dalzio, escucliaba en silencio, dejando errar su mirada brumosa por sobre los altos árboles de la terraza hacíalos cielos claros, que brillaban sóbrela tierra ardida y fatal, ahora muda, como absorta en el engendramiento de nuevas tragedias, atenta al ru- mor informe de futuras apoteosis.

Y, su mirada, que yo había creído hostil, dulcifi-

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cada por la contemplación, se hacía tierna y suave, como la caricia de una ala de gaviota.

Cuando nos retiramos los dos, en el silencio de aquella noche que hacía de Roma uno como místico golfo de silencio, hacia cuyas islas sagradas subía la sinfonía reverente de los siglos, la figura ardiente de Ettore Dalzio, era calmada y grave, como su palabra llena de estremecimientos y de una ternura armó- nica y profunda, que llegaba al alma, como el per- fume de un campo de rosas exóticas abiertas en la sombra.

Y, cuando desde la altura de la Trinitá dei Monti, recostados en la balaustrada, vimos á Roma, estan- cada y negra, á nuestros pies, como una gran tlor de sombra con pistilos de mármol, la mano de Ettore Dalzio alzándose como un cáliz diáfano hacia un in- visible ostensorio, señaló con un ritmo suave la ciu- dad, y dijo :

Maestro, la música de los colores existe. ¿ No oís cómo sube hacia nosotros en ondas serenas de un amatista obscuro, todo un himno á la vez profundo y triste de los mil colores que sollozan ahogados por la sombra ? ¿ No sentís cómo se quejan los tonos vi- vos, ardientes y cantantes del color, bajo esta inva- sión implacable, niveladora y fatal de la tiniebla? ¿ No veis cómo el azul de los cielos es impotente para hacer azular siquiera tenuemente esa ciudad in- móvil y negra coronada de gloria ? La esfera celeste no tonifica la escala musical de los colores, que que- dan esculpidos en el silencio, como flores de mar-

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mol, adornando un muro mortuorio. Sobre los flan- cos de la tiniebla emergen rosas deformes, rosas sin color, tristes como la muerte. La sinfonía oro y perla que cae del orbe de las constelaciones, se rompe y se evapora al tocar la impenetrable sombra. Todas las cosas monstruosas que rodean la vida, obedecen á la sombra. La sombra es mala y es estéril. La noche es la nodriza del crimen. Sólo la luz es fecunda y re- velatriz : ella crea y ella evoca. ¿ No sentís como un estremecimiento de angustia inmortal subir al cora- zón cuando se contempla frente á frente el horror de la insondable noche? Yo odio la noche, simulacro vivo de la Muerte. La odio, aun coronada por espigas de oro celeste. Odio ese enigma fatal. Odio lo negro. Es el color del abismo. El negro engulle y aniquila todo. El negro es el alma de la noche. La noche ene- miga. ¡ Oh yo siento que moriré en una noche así, ahogado por su sombra !

Dijo y calló, inclinándose sobre la balaustrada y mirando tenazmente, perdidamente, casi con envi- dia el abismo, cual si se alzase solo, solO; solo, ante la inmensidad de la sombra que engullía su corazón.

Y, sus ojos se obstinaron en el vértigo, como si llamasen algo, del fondo de sus profundidades.

No, la Noche es bella dije yo; la noche es amorosa y maternal. La noche es la gran sinfonía de lo Infi- nito. Es la madre del presagio que levanta en los co- razones la esperanzade una aurora. Ella evoca todo lo triste que duerme en la luminosa alma humana. Ella es la gran iniciadora del Éxtasis, la madre del Amor.

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¡ El Amor ! ¿ Conoces el amor? ¿ amas? ¿ A quién amas ? dijo con un grito angustiado, to- mando mis manos en las suyas temblorosas. Y, el sonido de sus palabras, rompiendo la dulzura de la noche, sonó convulso y gutural, como" el grito de una criatura desgarrada por las entrañas del ver- dugo.

Me volví hacia él.

Su rostro parecía devorado por el más ardiente dolor, sus ojos desolados eran un mar de angustia, una llama indetmible surgía de ellos y temblaba bajo la emoción violenta, con una especie de locura presta á osarlo todo, con miradas implacables, in- vencibles, como garras tendidas hacia el fondo de las entrañas.

Así, con los ojos espantados, con la boca colérica, no había en él nada del gracioso adolescente, cuya cabeza odorante; lívida de melancolía, se inclinaba momentos antes como el lis de la noche, desnudo de esperanza.

Su mirada no osó resistir la mía.

Con una gracia conmovedora, en que volvió á aparecer toda su alma de niño desesperado, cual si su angustia, se hubiese disuelto en una dulce resig- nación melancólica, soltó mis manos, con un gesto de vencimiento inenarrable, y murmuró :

Perdóname. Yo no tengo el derecho de tu pen- samiento. Otros poseen la llave de tu secreto, porque poseen tu corazón. Perdóname.

Y, calló mirando la sombra como si todo su sueño

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de infinito bogara en la penumbra; ¡cisne blanco viajero hacia la muerte !...

Y, nos separamos, tristes los dos, á causa de nues- tro corazón, de nuestro corazón hecho un muro de silencio.

Era la hora del amor para Eleonora Dalzio, y su alma se volvía hacia él, como un girasol hacia el rayo del astro.

A los veintiocho años que contaba, su juventud exuberante se exultaba hacia el deseo, como una llama hacia el espacio, como un cántico hacia el aire.

Huérfana de madre á los tres años, educada en un convento, salida de allí, para ser la alegría y el encanto de la casa de su tía, vieja dama aristócrata y mística, allí vivió hasta que su padre entró del destierro, ya viudo por segunda vez y la llevó consigo cuando apenas tenía catorce años, para entregarle el cuidado del fruto de su segundo matrimonio, el pequeño Ettore, entonces de edad de cuatro años. Y, desde entonces se dio al cuidado y á la educación de ese hermano de diez años menor que ella y al cual profesó el cariño entusiasta, abnegado y ciego de una madre. Su alma violenta y tierna, sedienta de cariños, huérfana de grandes afectos, se dio de tal modo al cuidado de su hermano, lo amó con tal

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vehemencia, que su padre mismo, llegó á hacerle dulces reproches, y cariñosas advertencias, sobre la adoración ilimitada que profesaba á ese niño soñador y delicado.

Ettore Dalzio le pagaba igualmente, tributándole un amor violento, celoso y sombrío. De todo, hasta del cariño de su padre, sentía la mordedura de los celos, tratándose de Eleonora. Tierno, infantil, acari- ciador, la llamaba madre, la mimaba siempre, no podía estar lejos de su lado, la seguíaá todas partes, y ya adolescente, cuasi un hombre, necesitaba del beso de aquellos labios y la caricia de aquellas manos para dormirse.

La belleza verdaderamente admirable de Eleonora Dalzio, su gran cultura intelectual, su alma exquisita de mujer y de artista, habían despertado en torno de ella, grandes é intensas pasiones. Idilios esbozados y rotos, matrimonios frustrados por la cuestión imperiosa y negativa de la dote que no tenía, habían sido toda su vida sentimental, en la cual su corazón no había hablado sino por el dolor de sus grandes desesperanzas. Otros amores que inspiró no tuvieron eco en su corazón y marchaba así, virgen de cuerpo y de alma, en todo el esplendor de su belleza impre- sionante, hacia el crepúsculo de su juventud sacri- ficada, cuando nos hallamos los dos en la senda de la vida.

Y, ella apareció á mí, en esa horaconfusadesueños informes y aspiraciones irreales, cuando marchaba solo por la vida, terriblemente solo, y los paisajes

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de mi patria y el rostro de mi madre ausente, recu- laban en el pasado, y mis ojos, infatigablemente fijos en el eterno deseo de la belleza, no veían nada sobre el muro sin colores, contra el cual batía sus alas un imposible sueño. Hora miserable de mi vida, en que el alma se arrastraba como rota y torturada, por la gran nada de las voluptuosidades profundas, tras el sueño real de la carne, por la cual gime el eterno grito de nuestras entrañas y de nuestro corazón.

En la tristeza lamentable de esa soledad ardiente y brutal, Eleonora Dalzio apareció como un sol y lo iluminó todo. Nuestros corazones sufrientes, silen- ciosos y desamparados, abiertos como dos llagas inmensas, se mostraron, se compadecieron y se amaron.

Nuestro amor no tuvo el prefacio obligado de las declaraciones rituales.

Era demasiado intenso, demasiado sincero, dema- siado impetuoso para eso.

Las Almas tienen un lenguaje que no saben los labios de todos los hombres.

Y, cuando aquella tarde, en la tristeza del salón ahogado en la penumbra, tomando entre las mías su mano que me parecía casi inmaterial, mirándola en los ojos insondables que se engrandecían devora- dores, le dije al oído mi pasión, su alma fraternal me respondió con una emoción tan profunda, su mirada brilló de un reflejo interior tan luminoso, que pude aspirar allí, todo el amor que se escapaba de ella como una esencia espiritual.

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Y, después de nuestra confesión callamos, como oyendo las grandes alas de nuestro Destino vibrar enloquecidas en el silencio,

Y, ella quedó soñadora^ toda inmóvil, toda blanca, sobre los cojines rojos, donde su sombra parecía un geranio.

Y, las cosas fingían soñar en una especie de terrible aletargamiento en torno nuestro.

La sombra tragaba los últimos reflejos de la luz, disolvía y devoraba los colores, como un pájaro negro perseguidor de coleópteros enfermos, y la ola obscura niveladora, bajaba de los cielos y llenaba, nuestras almas de crepúsculos.

Eleonora, más lívida que la hora misma que nos circuía, parecía defenderse del vuelo de cosas extra- ñas, de visiones graves y trágicas, como aglomera- mientos de sueños, evocadores de sombras hostiles. Y, los pensamientos de nuestro amor, vagaban como pobres aves errantes, hacia cimas inhospitala- rias, bajo cielos enfurecidos.

La sensación prodigiosa del vértigo, que nos envol- vía, huyó como un desgarramiento súbito, cuando el nombre que atormentaba nuestros corazones, subió hasta nuestros labios y cayó como una abjuración en el silencio : Ettore Dalzio.

Ella fué la primera que lo pronunció, con un tem.- blor de incjuietud amorosa en la voz, con una son- risa maternal, que iluminaba como de un resplandor de luna, la palidez insondable de su belleza augusta. Es necesario compadecer al pobre niño, dijo.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 227

No ha tenido en la vida más amor que el mío. Yo he sido la sola ternura de su vida. Y, teme que alguien pueda robársela.

Pero Ettore Dalzio es ya casi un hombre, dije yo, con rudeza. Es tiempo de que él también vaya hacia el amor.

Oh, no, es un niño, dejadlo vivir, y ella se estremeció, como sobresaltada de una inquietud ma- ternal y previsora, cual si el adolescente lejano hubiese corrido en aquel momento un gran peligro.

Un movimiento de odio, sordo y feroz, surgió desde ese momento en mi corazón, contra Ettore Dalzio, que llenaba y hacía estremecer así, aquel, corazón que yo quería ver lleno sólo de mi amor, y conmovido únicamente por mí.

Y, volvimos á quedar' silenciosos, abiertos los ojos en las tinieblas, atentos al Destino y á la Vida, que vibraban en torno nuestro con misterios de mar y voces lejanas de implacables hostilidades...

Afuera, el cielo palidecía gradualmente ; del jar- dín, antes lleno de ruidos emocionantes, subía el silencio como un perfume, bajo la caricia azulada del cielo, de una implacable serenidad de ópalo. De la cima de los montes trasfigurados en el silencio, descendían grandes soplos de paz, como alas enormes de letargía, y en el infinito lejano, los farallones aislados se alzaban como plegarias de corazones des- nudos ante el dolor inmenso.

La serenidad extática de la hora crepuscular, que inmovilizaba el paisaje, en una como cristalización

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radiosa, idealizaba la belleza muda de Eleonora Dal- zio, como santificada en la paz inmensa de esa gloria desfalleciente, luminosa en el corazón del si- lencio.

Y, como si la melancolía infinita que inundaba nuestros corazones, se hubiera toda diluido en ter- nura, nos abrazamos en la sombra, y nuestros labios se unieron en una santa y silenciosa imploración.

Fui el huésped asiduo de la casa Dalzio.

Era siempre el bienvenido, y una atmósfera de generosa cordialidad me circuía.

El Coronel, era de una benevolencia y una afec- tuosidad perfectas. Siempre lleno de las más delica- das atenciones para mí.

Eleonora, radiaba de felicidad y de noble belleza en medio á las pinturas y á los bibelols antiguos, del pequeño salón en que, como una muestra de con- fianza, se me recibía entonces y que era con su atmósfera de arte exquisito, un cuadro mejor á nuestra pasión, que el suntuoso y severo salón tapi- zado de rojo en el cual la había visto por la primera vez.

Ettore Dalzio, se esforzaba en ser de una amabili- dad fraternal, que no lograba ocultar por completo, la inquietud angustiosa que mis visitas le causa- ban.

Donna Ana, la buena dama de compañía de Eleo- nora, anciana rezandera, dormilona y glotona, mas- cujaba rezos y se dormía al fin, con un bombón en la

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boca, como si la simpatía que decía inspirarle yo, fuese el más poderoso soporífero para el aletarga- miento de su vejez desocupada.

Las puertas del salottÍ7io, se abrían sobre una terraza llena de mimosas, de gardenias, de tulipanes y de jazmines del Cabo, que llenaban la estancia toda de perfumes penetrantes, mientras su blanca lividez se abría en la noche, como una gran queja lánguida de amor.

Era allí que solíamos escaparnos, para dilatar nuestra pasión á la vista de aquel panorama inmenso en el cual parecían magnificarse nuestros cora- zones.

Y, hablábamos de nuestro amor, con voces entre- cortadas de indefinibles estremecimientos, con voces que subiendo del fondo de nuestros corazones, pare- cían traer todos los temblores que se agitaban en las profundidades inmateriales de nuestras almas.

Y, perdíamos la noción del tiempo en esos diálo- gos, en que la seducción de la hora y el encanto de nuestras palabras, nos hacían desear una eternidad para gozarlas.

Y, nuestra sorpresa era ingenua cuando, donna Ana, al despertarse, ó Ettore Dalzio al regresar de fuera, hacían volar todas las abejas de nuestro en- canto, disipaban nuestro ensueño y traídos á la rea- lidad de la vida, veía yo que era llegada la hora, siempre demasiado pronta, de partir.

En las mañanas, yo la esperaba ál salir de su misa habitual, alas puertas de Sania Andrea dell Valle,

EL ALMA DE LOS LIRIOS 231

y siguiendo la Via Propaganda^ subíamos por la escalera lateral de la Piazza Minganelli, hasta las alturas de la Trinitó y de ahí por bajo la arboleda que sombrea la Villa Medecis, entrábamos al Pincio.

Y, allí, mientras donna Ana, completando rezos, hacía una estación de sueño matinal, nosotros errá- bamos entre los bustos gloriosos, en las terrazas florecidas, cerca á las balaustradas, desde las cuales se veía la Ciudad Única, vibrar en la gloria matinal, bajo el eterno fulgor de sus cielos inmortales.

Las realidades del presente no bastaban á nuestro amor, y el alma de Eleonora, sedienta de misterio, quería interrogar el porvenir.

¿ Por qué me dejé convencer de ella, aquella mañana lúcida, en que con caricias en los ojos y en la voz me sedujo para ir á casa de la Sibila de Albano ?

¿ Por qué no resistí?

¡ Cosas del amor !

Donna Ana secundó á Eleonora, refiriendo las cosas asombrosas, que aquella mujer, la más célebre de las quirománticas, adivinadoras y decidoras de la buenaventura, había hecho. Ella había anunciado al Papa la tiara, á los cardenales la púrpura y había profetizado la muerte del Rey.

Perseguida y liostilizada por la policía, tenía sin embargo una clientela enorme, en que se contaban á la par de las más altas damas del patriciado, los grandes personajes de la prelatura y de la política y la legión obscura de los supersticiosos populares.

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Hablando de esta explotación lamentable, ala cual iba á prestarme, y que donna Ana cubría con todas las leyendas del prodigio y las crónicas bárbaras de la superstición, abandonamos esa mañana el Pincio^ lleno de sol y de perfumes, y atravesando gran parte - de la ciudad, fuimos hasta el obscuro y tortuoso vícolo, cercano á Piazza Navona, donde tenía su antro la Slrega, es decir la bruja adivinadora del porvenir.

Eleonora iba preocupada, pensativa, con toda su nativa superstición en vela, como si fuese á asistir verdaderamente á un rito supranatural, en que las cosas de la vida le fuesen realmente reveladas.

Donna Ana rezaba, repasando las cuentas de su rosario, interrumpiéndose para contar una vez mas, cómo la Sibila de Albano, había anunciado á Eleo- nora, la aparición de un joven extranjero, rico, que sería su amante, y que esa predicción, que me vi- saba, sin duda ninguna á mí, había tenido cumpli- miento, puesto que hoy íbamos los dos, á interrogar la misma adivinadora sobre cosas de nuestro amor.

Yo reía y las burlaba á ambas, fingiendo un con- tento que no tenía, porque en el fondo estaba pro- fundamente disgustado conmigo mismo, por la injus- tificable debilidad que cometía, prestándome á esa farsa innoble.

Así llegamos al portón miserable, y subimos la es- calera sucia y estrecha de la famosa embaucadora.

Tocamos repetidas veces á la puerta. Adentro se sentían carreras y voces bajas. Sin duda ocultaban

EL ALMA DE LOS LIRIOS 533

algo, porque el lemor de la policía no deja vivir á aquellas gentes. Al lin entreabrieron la puerta, ase- gurada con una cadena y una mujer de aspecto su- friente y demacrado asomó la cabeza. La presencia de donna Ana la tranquilizó y sin decir más acabó de abrir la puerta, que volvió á asegurar con cerro- jos, luego que hubimos pasado.

El saloncito en que se nos introdujo, no tenía nada de anormal, ni de misterioso, que revelara el antro de la Pitonisa. Un mobiliario muy modesto y coma en toda casa italiana una inmensa profusión de cua- dros en los muros.

Pocos momentos después, fuimos instados á pasar en una pieza inmediata, que daba sobre el corredor y que tenía casi el mismo aspecto pobre y banal de la primera, con la sola añadidura de un brasero, pren- dido en un ángulo y una mesa llena de cuadros y señales cabalísticas en el centro. Allí estaba la Sibila. Era una mujer del pueblo, alta, gruesa, de aspecto vulgar, vestida como una campesina, de un aspecto repulsivo, por su aire caviloso y ladino, con unos terribles ojos de astucia y de codicia.

Quería jugarnos las cartas.

Yo le manifesté que no creía en eso y que estaba cansado de hacérmelas jugar en todas partes, por IdS más célebres quiromán ticos y gitanos y estaba por consiguiente bastante informado ya de todo lo que concernía á mi porvenir, que había ido allí por dar gusto á esas Señoras y que no permitiría sino la lectura de las manos para complacerlas.

234 VARGAS VILA

La Strega no mostró ni desagrado ni sorpresa. Guardó las barajas y tomó en la suya la mano de Eleonora.

Bella mano, dijo ; gran línea del corazón ; larga vida ; la línea de la ventura súbitamente rota aquí. ¿Veis este agujero? es una gran desgracia, un hecho trágico... un muerto... sangre... más sangre... ase- sinato... ¡ oh, eso es liorrible !., .

Y, con un gesto de verdadero horror, la bruja soltó bruscamente la mano de Eleonora y retiró su silla como si realmente la sangre fuera á man- charla.

Eleonora palideció, muda de horror, sus grandes ojos extraviados de espanto.

Flavio, Flavio, ¿has oído?

Indignado con la innoble farsa, que se jugaba á mi vista, abusando de la credulidad de esas criaturas, iba ya á apostrofar la vulgar impostora, poniéndome de pie para marchar, cuando sentí que esta me había tomado bruscamente la mano para mirarla. No que- riendo hacerle creer que yo temía sus burdas su- percherías, ó dabacríklito á ellas, la dejé hacer.

Gran línea de cabeza : artista genial. Nula la líaea del corazón. Larga vida. Mucha fortuna. Suceso. Gloria. La línea del amor fatal. Aquí hay un muerto, alguien ha muerto de vuestro amor. Más desgracias, otro muerto... Sangre... Heridas... irreparables... La línea de la ventura súbitamente trunca... La línea de la , Gloria rota , desaparecida ... ¡ oh , más saní^re !...

EL ALMA DE LOS LIRIOS 2oO

Y, apartó mi mano, con el mismo liorror con que había apartado la de Eleonora.

Esta vez, la sibila había retrocedido hasta la pared, y se apoyaba en ella, lívida, los ojos malos, casi feroces.

Yo ¿he de confesarlo? sentí un espanto creciente dentro de mí. El espectro de Delia se alzó en mi mente. Y, tuve miedo, verdadero miedo, de los otros muertos evocados por aquella predicción .. El espec- tro de lo desconocido me aterraba.

Haciendo un grande esfuerzo^ fingiendo indig- narme de la audaz comedia, arrojé un luis de oro sobre la mesa de la Strega y dije :

Vamonos.

Y, salimos.

Eleonora temblaba...

El aspecto aterrado de donna Ana, daba piedad, é incitaba áreir, tan cómica era su confusión.

Ya en la calle, sentimos que la ventana del se- gundo piso se abría. Alzamos á mirar. La sibila con ojos de verdadero horror, apareció en ella, teniendo en unas tenazas el luis de oro, y nos lo arrojó con una imprecación como un conjuro. Al alzarlo, no pude casi tenerlo en los dedos, pues ardía las manos : había sido pasado por el fuego.

¿ Creía verdaderamente esa miserable en su si- niestra predicción ?

¿La creía?

En vano traté con mis burlas de volver la alegría

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al alma de Eleonora. Agitada, temblorosa, pálida, hacía esfuerzos inauditos para no llorar.

Lo infinito de la tristeza lloraba en su corazón.

Así, casi sin hablar, llegamos á Piazza Colonna, donde hubimos de separarnos.

Y, les dije adiós, con una serenidad toda fingida, burlando en vano un dolor tan real, como el terror terrible que asaltaba mi corazón.

El Misterio nos rodea por todas partes... Somos presa de lo desconocido.

El terror es el único sentimiento lógico frente á lo impenetrable...

Afirmar, negar, dos gestos miserables de la con- ciencia estéril.

La duda es el estado natural del espíritu.

Verdad y Error, Afirmación y Negación : he aiu' grandes jeroglíficos escritos sobre el agua.

Así pensaba yo, ascendiendo hacia mi estudio, en esa mañana de luz triunfal.

Pensaba y temblaba.

La superstición es la fe de los que no tienen nin- guna....

Para recibir á Eleonora Dalzio, mi alelicr, se con- virtió en un templo suntuoso de arte y de perfumes. Los muros blancos y escuetos, desaparecieron, bajo vistosos y raros am«:o5; algunos cuadros míos, que yacían esbozados ó arrinconados, fueron coloca- dos en marcos lujosos y puestos por tapiceros hábiles sobre las murallas, y á la luz, así como las copias de grandes maestros, y obras de pintores modernos, célebres, que formaron después mi galería y que en- tonces empezaba á reunir ; alfombras fuertes y sun- tuosas cubrieron el suelo; cristales artísticos tamiza- ron los reflejos del día ; telas costosas y vistosas, tapices orientales, sederías chinas, se extendieron sobre las consolas y cubrieron los sillones y divanes ; biombos japoneses exhibieron sus dibujos raros en la penumbra discreta; jarrones antiguos, prodigiosos de arte, como grandes ostensorios se colmaron de rosas ; cestas enormes de violetas, boiiquels monu- mentales de iris, macetas de claveles y narcisos abrían la suave policromía de sus pétalos sobre vela- dores costosos, al lado de los grandes bronces artís-

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ticos y los bustos laureados que en los ángulos obs- curos proyectaban sus blancuras.

De todas esas cosas escogidas, preparadas con cuidado solícito de Arte y de Amor, parecía subir un denso efluvio de pasión adoratriz.

La luz era tierna, el aire perfumado.

Se diría una copa llena de un mágico brebaje.

El sol de ventura que yo guardaba en mi corazón, parecía esparcirse sobre todas las cosas de aquel ofrendarlo, preparado para ella y lleno ya del encanto de su presencia invisible.

Y, de la perspectiva de los paisajes esbozados, de las líneas puras de las estatuas, de los pliegues sedo- sos de las telas, de los pétalos innumerables que esparcían sus olores triunfales, de todas esas cosas í[\ie parecían como animadas de una vida misteriosa y apasionada, se desprendía un hálito de homenaje tierno, una imploración de bienvenida, para aquella que iba á venir, aquella que debía llegar, á embelle- cer, á animar un día con su presencia real, todas esas cosas ya llenas de la inconcebible intensidad del efluvio misterioso de su presentimiento.

Era el Coronel Dalzio, quien había deseado que yo hiciera el retrato de Eleonora y ella había accedido gustosa á poscr en mi alelier bajo la mirada turbia y la somnolienta protección, de ese cancerbero des- dentado, que era donna Ana.

Ettore Dalzio, me había ayudado en silencio, taci- turno y nervioso, á la decoración y el embelleci- miento del Estudio, los cuales él, veía bien, que

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eran un homenaje de mi alma para Eleonora.

Un silencio pesado y triste reinaba entre los dos. Yo sentía su alma hostil más que sus manos delga- das y pálidas, posarse sobre las cosas, como en un movimiento contenido de destrucción.

Las pocas indicaciones de su gusto artístico impe- cable, salían como angustiadas de sus labios, que hubieran querido estrangularlas. Sus miradas eran de un rencor profundo y ardiente, que parecía hacer palidecer las rosas y entristecer las Venus desnudas, que se alzaban en el silencio como una blanca aspi- ración de amor. Pero esas miradas se enternecían, se dulcificaban, al encontrarse con las mías.

Y, entonces se hacían cuasi imploradoras, cual si quisiesen ser perdonadas de las tristezas que relle- jaban, i) de la amargura con que se posaban sobre los objetos que habían de detener y deslumhrar los divinos ojos de Eleonora.

i Eleonora ! nunca ese nombre volvió á ser dicho por él en mi presencia : lo guardaba como una hos- tia, de la cual sus labios eran el sagrario. Nunca las amables y tiernas confidencias, en que antes parecía verterme su alma, volvieron á serme hechas por él. Su corazón como su boca, cerrados y seüados fueron para toda revelación, y la fuente de las ternuras pa- reció agotarse en su alma hecha un desierto. Y, se hizo impenetrable y lejano, como un gran monte envuelto en las tinieblas...

Enigmático, teiíaz en su meditación silenciosa, apenas si me dirigía la palabra, en los largos días

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de trabajo que permanecíamos juntos en la soledad del estudio.

Había escogido para trabajar, uno de los ángulos más remotos del salón, á donde yo no iba nunca y allí permanecía ante sus telas, largas horas sin ha- blar. Las raras palabras que se cruzaban entre nos- otros, eran únicamente sobre cuestiones técnicas de Arte. Era el discípulo aislado, •— casi podría decirse armado, frente al Maestro. Nuestras almas no tenían ya contacto, eran como extrañas y remotas. Frío, correcto, de una impecable corrección en sus mane- ras, nunca me dio motivo de queja, pero toda efu- sión, toda fraternidad, toda confianza, fueron lenta, gradual, implacablemente, ahorradas por él de nues- tras relaciones. Sólo una gran luz de ternura y de afecto, luz persistente y tenaz, irradiaba en sus ojos al mirarme. Y, como vergonzoso de conservar este vestigio de afecto en su corazón, rebelde á esta ter- nura superior á todos sus rencores, sus ojos tristes no se posaban sobre mí, sino en los momentos en que yo trabajaba y no podía verlo. Yo sentía la per- sistencia tierna de aquellos ojos, que parecían ha- blarme sin verlos. Pero bastaba alzar hacia él los míos, para que la mirada desapareciera. Y, sorpren- dido así, un fondo de insondable dulzura quedaba vagando en sus ojos y en su faz, como la niebla en un lago sorprendido por el sol.

Y, se inclinaba entonces hacia el esbozo de sus paisajes grandiosos, donde sobre el perfil desgarrado de los cerros, inclinaba grandes pinos inconsolables.

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y sobre los gestos ilesencadenados de las rocas la calma de cielos inconmensurables.

Su nervosismo exasperado, daba algo de doloroso y de febricitante á las creaciones de sus cuadros, al encanto singular de sus paisajes inconclusos, que parecían perderse en limbos de quimeras, por la subtilidad exquisita de sus figuras gráciles, como ángeles de Luini y el poder maravilloso con el cual, por coloraciones tenues, de una gradación suave, lle- vaba el espíritu hasta la adivinación interior de cosas supraterrestres.

Pero, lo que cada día se mostraba más en él, era su condición de revelador de almas ; ese algo inexpli- cable, complejo y poderoso, que caracteriza á los maestros del retrato ; esa mezcla obscura é indefini- ble, de misterio y de evidencia, de indefinido y de profundo, de emotivo y de turbador ; ese lazo estre- cho entre la expresión y la forma, que hace el alma del retrato, nadie como él sabía evocarla, fijarla y darle vida, por un poder de percepción que tenía del privilegio anormal del genio.

Justamente en esos días en que todo el atelier, fué removido para adornarlo, yo, que con motivo de la penosa situación Creada entre nosotros, hacía muclio no iba hacia el ángulo del salón donde él pintaba, tuve que hacerlo por necesidad, y mis ojos fueron sorprendidos, encontrando sobre el caballete de Ettore, no el paisaje que yo creía, sino mi retrato, un retrato inimitable por el poder de la expresión, por la fuerza reveladora del alma, que vibraba en él.

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Yo, aparecía de pie, frente á una tela, pintando un paisaje de coloración roja y nácar, de una suntuosi- dad africana. Todo en ese cuadro era admirable, desde la expresión del rostro lleno de una intensa luz de alma, que como una inmensa nebulosa se exten- día por la tela y la llenaba toda, hasta la imitación magistral del estilo en el cuadro diminuto que hacía surgir bajo mi paleta. Nada igual á aquella fuerza de expresión, á aquella verdad espiritual, grabada allí por un milagro de concepción psicológica, por el cual el alma se revelaba toda y quedaba como sorprendida, y aprisionada, fija allí victoriosamente por la ciencia profunda del pintor, en la fusión de tonalidades tenues y el prestigio armónico de las coloraciones. Me vi, me reconocí, me sentí vivir, en el fondo de aquella tela inconclusa, como en un caso de autoscopía.

Absorto me hallaba en contemplarla, cuando Et- tore Dalzio apareció.

Una gran contrariedad, un inmenso disgusto, se reflejaron en su rostro.

Y, como yo lo cumplimentara por aquel trabajo perfecto, me respondió :

Eso es viejo, hace seis meses que lo esbocé y no he querido concluirlo.

Y, acentuó el querido con un marcado deseo de ser comprendido.

Ante la acritud dolorosa de esa respuesta, yo callé.

" Es un mamarracho, murmuró él, con un sordo

EL ALMA DE LOS LIRIOS 2í3

rencor contra su obra, y antes que yo hubiera tenido tiempo de impedirlo, pasó su pincel gordo empapado en albayalde, sobre la pintura, momentos antes can- tante de vida y de colores.

Y, todo desapareció bajo aquella blancura mor- tal.

Al ver así borrarse y ahogarse mi propia imagen, bajo aquella capa láctea, casi gris, tuve la impresión angustiosa de desaparecer bajo el agua ó ser en- vuelto en un sudario muy fino, tras el cual se borra- ban á mis ojos las cosas adoradas de la vida. Y, sentí en el corazón la amargura desgarradora del artista, que ve perecer una obra, en la cual el genio humano ha dejado impresa la huella de ese instante de divi- nidad en que el hombre se hace como dios, por el poder creador de su numen, y es como él, el artífice de las almas, el evocador y el creador de las cosas suprahumanas é inmortales.

Y, me alejé, visiblemente contrariado.

Ettore Dalzio, encariñado en su obra de destruc- ción, no alzó los ojos.

Una atmósfera como cargada de cosas muertas é irremediables nos separaba, cual si la eternidad de un secreto supremo alzara entre los dos el desierto hostil de los antagonismos irremediables....

Toda necesidad de explicarnos y aun de expresar- nos, parecía demás entre los dos, cuando ya defini- tivamente roto el lazo de las ternuras, nuestras almas se separaban hacia caminos distintos de la eternal desolación.

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Teníamos miedo de comprendernos y cubríamos con un manto de silencio el ídolo luminosa que se alzaba entre los dos....

Y, Eleonora Dalzio, sufría de la amargura de su hermano, sufría hasta el martirio, en su corazón fra- ternal y materno, que gemía torturado entre sus afectos, como el cuerpo de una virgen despedazado por leones.

La tristeza agresiva, la taciturnidad hostil, de Ettore Dalzio, pesaba como una nube negra sobre la anunciación radiosa de nuestro amor, que se extendía como una aurora sobre cielos abrasados.

Aquel celo vigilante y feroz, evocador de gestos abolidos y de fantasmas trágicos, entraba en ella acre y soberbio, como espiando imperioso la hora de estrangularla, la hora del golpe anonadador que de- biera romper nuestra ventura.

El niño, antes sumiso y amante, se había hecho para la hermana, el terrible atormentador, armado de celos implacables. Parecía que á aquel su grande amor tan tierno y tan sumiso, hubiera sucedido un odio negro, inquieto, inexorable, ¿contra quién? ¿contra qué?

La casa tan silenciosa antes, siempre llena de

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quietudes apacibles y ele silencios austeros, se hizo el teatro de querellas ruidosas y discusiones inter- minables. El tranquilo y tierno poema de fraternidad abnegada y fraternal, se convirtió en un drama obs- curo y tempestuoso, en una tragedia en que la Fata- lidad pesaba como una montaña sobre esas pobres almas torturadas, como en la inclemencia de una creación de Esquilo.

El hermano espiaba á la hermana, la denunciaba, la irrespetaba...

Ella, defendía su amor, vehemente y rabiosa, amargamente sorprendida ante la inusitada actitud de aquel que era como su hijo y que un viento de injusticia alzaba hoy ante ella como un juez y como un verdugo.

Y, las querellas se agriaban, llegando hasta el escándalo.

Ettore Dalzio, no vaciló en pedir el apoyo de su padre, suplicándole enviara á Eleonora á Verona, y el de su vieja tía, pidiéndole llamara su hermana á su lado. El padre, sediento de paz, quiso imponer el viaje á su hija, la tía, alarmada y cautelosa la llamó fingiéndose enferma. Todo fué en vano. Eleonora no partió. Ante su voluntad inflexible, el padre cedió; la tía se redujo al silencio. Solo Ettore Dalzio no se desarmó : fué implacable. La escena que tuvo lugar el día de aquella rehusa, fué tan violenta, que el Coronel Dalzio tuvo que imponerse á su hijo, pronto á levantar la mano contra la hermana rebelde á partir.

Lo que Ettore hace, me decía ella, pocas tardes

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después, en horas do tristeza y confidencia, me parte el corazón.

Hay algo en su joven existencia, en el ardor inmo- derado de sus actos, algo superior a su voluntad, que lo tortura y nos tortura....

En sus ojos límpidos, que el dolor no había nublado nunca, yo veo pasar ráfagas desconocidas, extrañas cosas, como si del fondo de su alma se levantase un vaho malo, que todo lo obscureciera y lo nublara todo. Ya no es aquella suave y dulce melan- colía de sus visiones artísticas, exaltadas por los más altos sueños de Belleza Ideal lo que brilla en ellos. No. Sus actos dolorosos y brutales tienen algo de Fatali- dad, algo inconsciente, que tiembla en su alma enlo- quecida y en sus carnes martirizadas. Es necesario haberlo visto, como lo he visto yo, después de una de aquellas escenas inmotivadas y terribles, en que todo lo acre de su sangre le había subido al cerebro y á los labios, en ideas horribles y en palabras crueles, venir hacia mí, como tomado de espanto ante su acción mala, los ojos clarividentes y tristes llenos aún de lágrimas amargas, los labios insultadores, donde había muerto la palabra agresiva, dulcificados por una triste sonrisa imploradora, tomar mi mano, nerviosa, brutalmente entre las suyas, y cubrirme de besos, gritando con su antigua voz de niño :

Perdón, Nora^ perdón. Sufro horriblemente. ¿No ves cómo sufro? Y, llorar amargamente, deso- ladamente, como un lobezno perdido en la noche, en medio de un desierto.

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Y, al encanto de mis palabras, que obran sobre él como un sortilegio, abrumado, como arrepentido, cierra los ojos, oculta la cabeza en mi regazo y so- lloza largamente.

Y, de súbito, como si algo más fuerte que su co- razón palpitase en él; como si algo de irremediable y tenebroso se alzara en el fondo de su ser y una obsesión aislada y terrible volviera á poseerlo azo- tándolo con todas las realidades crueles de la vida, sus ojos se abren desmesurados, tiembla todo, como sacudido por una tempestad de dolores, y ciñendo mi talle, trayendo mi rostro contra el suyo, mirándome en los ojos tenazmente, me grita :

Pero, ¿ lo amas? ¡ Nora ! ¡ Nora 1 Dime que no lo amas.

Y, como tomado del irascible furor de la locura, crujiendo los dientes, en una exasperación que lo bace rígido me grita :

no serás de él. no serás de él, mientras yo viva.

j Oh ! nunca olvidaré cómo, una noche, después de una de esas escenas de violencia y de acalmía suce- sivas, después de haber gemido sobre mi seno, me seguía de rodillas por el salón obscuro gritándome :

Nora, Nora, júrame que no lo amas. Nora, no le hagas mal. le serás fatal. serás su perdición. Nora, apártale de su camino. Por él, por mí, Nora, huye su amor...

Y, gemía lamentablemente, tendiendo los brazos imploradores hacia mí.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 249

Y, la tristeza de todas las cosas irremediables pa- recía pasar en su voz, que sonaba en el silencio como la admonición terrible de un presagio. ¡Oh, estas escenas me hacen mucho mal ! Su angustia traspasa mi corazón como una espada. ¿ Por qué nuestro amor lo desespera ? ¿ Por qué ?

Amargo como una ola, un presentimiento de an- gustia me sube al corazón...

Eso decía Eleonora, refugiándose en mi pecho, como para protegerse contra la visión fatal.

Y, yo no osaba disipar aquella nube de angustia que también ganaba mi alma...

Y, quedábamos absortos, pensativos, aterrados, como si los gemidos desgarradores de Ettore Dalzio llegaran hasta nosotros, llenando nuestros cora- zones.

Y, parecía que aquellos sollozos, sollozaban en nosotros la miseria de las cosas irremediables.

Y, sentíamos el espanto ganar nuestros corazones, que temblaban ante las fuerzas ciegas é irresistibles de la vida, alzadas ante nosotros en la visión ator- mentada del Dolor irredimible.

Y. sollozábamos también, profundamente desga- rrados el uno y el otro, como deseando oir en el si- lencio una palabra distinta de la nuestra, algo que vibrase y que brillase, prendiendo una luz sobre nuestras almas unidas en un terror de naufragios. La tristeza es el lote del amor, tan pobremente, tan miserablemente humano.

Y, ella vino.

Y, ella llegó, ofreciendo á mis ojos deslumhrados el esplendor de su belleza inefable, santificando con su presencia tanta cosa esparcida en torno suyo, como un homenaje de admiración mudo y sincero, que le cantaba cosas inmortales, en las corolas des las flores donde yo había puesto mi alma.

¡ Oh, los días de ventura inenarrable, aquellos en que llenó con su hermosura, como una gran sinfo- nía de luz y de colores, el recinto de mi atelier antes lleno de soledades insondables !

Ettore Dalzio, no asistió á ninguna de las sesiones que su hermana quiso darme, y douna Ana que la acompañaba, se dormía sonriente, entre los/^í7í(?/o/sy los geranios á la sombra amable y discreta de los biombos japoneses.

Horas de vida intensa, aquellas en que ya termi- nada la sesión de pose, me acercaba á ella, con una emoción de amor en los ojos y en los labios, revela- dora de la exaltación magnífica de mi alma.

Y, hablábamos allí, tiernamente, confiadamente,

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entre las tapicerías multicolores, cerca á las siluetas esbeltas de los dioses, bajo el palio de las grandes parásitas y las flores opulentas, que guardaban el secreto de nuestros diálogos, en los cuales, nuestras almas se abrían, ellas también, pobres flores deso- ladas, en la calma lenitiva de la gran quietud am- bieíite.

La tristeza que embrumaba nuestros pensamien- tos, se evaporaba, al rayo de luz que ponían en nues- tros corazones las palabras consolatrices de nuestro amor, y á los himnos purificadores que dejábamos salir de nuestros labios, como grandes fuentes lús- trales, echadas á correr y á murmurar por los jardi- nes entenebrecidos de nuestros grandes sueños ro- mánticos.

Ella y yo rememorábamos nuestros antiguos sufrimientos, nuestras actuales tristezas, la pasada inutilidad de nuestras vidas dolorosas y estériles... Y, las cenizas de nuestros recuerdos llenaban la urna de las melancolías, como una lenta lluvia de cenizas... Y, bendecíamos labora, en que nuestro amor había aparecido, como un sol sobre tanta mi- seria,

Y, en el semisilencio de la estancia, parecía que cantos lánguidos de ventura subiesen hasta nos- otros, como epitalamios misteriosos de los jardines en delirio, aguijoneados por el beso de fuego del estío

A la caricia de mis pinceles, reproductores de la

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Belleza intangible, la figura de Eleonora Dalzio, sur- gía en una evocación de colores, de la tela consa- grada por la caricia tierna de aquel retlejo de carnes lunares, y el estremecimiento oceánico, negro y pro- fundo, de las sombras en que flotaba la gran cabe- llera vertiginosa.

Pronto se grabaron en el lienzo la palidez intensa, enigmática, del rostro imperioso, sobre cuya albura astral, como dos pozos profundos abiertos en una estepa, como dos grandes buitres prisioneros de la nieve, se abrían los ojos negros, insondables, miste- riosos, ojos de óvalo extraño, que proyectaban sobre el rostro todo, una sombra, una caricia, un vago y hondo estremecimiento de crepúsculo polar. Como una luna en menguante sobre la mar helada, fa frente estrecha y tersa se alzaba, visible apenas bajo la cabellera tenebrosa, como nimbada de mirtos ideales, ornada de camafeos, como una cabeza de Cleopatra, de la más pura iconografía. La boí^a larga, sinuosa, elocuente de voluptuosidad, parecía temblar bajo una emoción enamorada y vehemente, que acrecía el bermellón de su grande arco sangriento. La garganta y el seno, descendían perfectos, estatua- rios, como un bloque impoluto, hasta la línea en que el azul pálido del traje, ocultaba los dos tuli- panes blancos y rojos de sus pechos, sobre los cuales, un gran ramo de nardos, se extendía como una lluvia de pétalos de plata y se evaporaba en los re- flejos de las gasas flotantes, con el blanco argentado de una grande alga marina.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 2o3

Eleonora Dalzio, se complacía en ver surgir de los limbos del arte, la evocación de su belleza maravi- llosa, el esplendor irresistible y violento de su carne divina.

Su orgullo mismo, rendía homenaje á su hermo- sura trágica y real y acariciaba con sus ojos de tinie- blas, las claridades radiosas, de donde emergía como un astro, la condensación tangible de su Belleza, en un acto impecable de perfección, en la serenidad extática de su busto de Virgen Triunfadora.

Y, volvía hacia la magia nocturnal de sus mira- das, y con el gesto domador que rinde y que acaricia, parecía agradecerme con sus ojos, que eran como lánguidas llamas nocturnas, y en un encanto de alti- vez vencida, me ofrecía la magnificencia de sus labios, donde, como una rosa de eternal misterio, despuntaba el beso, en la lividez angustiosa de la gran letargía crepuscular

Y, cuando ella había partido, yo quedaba como absorto en la contemplación de su Belleza ya ida, recogiendo las rosas que habían quedado sobre el piano, los pétalos de otras que había desflorado con su mano, los cojines donde había quedado impresa la curva de su brazo ó las formas de su cuerpo, aspi- rando el perfume incitante que había dejado como un reguero de aromas, en todo Qlciielípr, que parecía estremecido aún de su presencia, como una mar donde perdura el resplandor de una estrella.

Y, 4ina atmósfera de cosas tiernas, como abando-

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nadas por ella, me envolvía, me acariciaba en la sombra florecida de recuerdos, en la cual, como ra- mas desmesuradas, de árboles amenazantes, tendi- das hacia para estrangular mis sueños, los pre- sentimientos me asediaban, me torturaban y levan- taban en mi cerebro un tropel de ideas negras, que como un vuelo silencioso de pájaros deformes, pasa- ban sembrando la simiente y el olor de la Muerte en la gran selva nocturna.

Una de aquellas tardes, en que me había entrete- nido más de lo ordinario, en la contemplación del retrato de Eleonora Dalzio, que irradiaba con blan- curas luminosas, en la penumbra, donde apenas ge- mía el soplo del crepúsculo, que barría sobre la te- rraza abierta, la frágil dulzura de las hojas muertas, Ettore Dalzio, entró de súbito, y avanzó vacilando en la grande obscuridad, orientándose por el débil rayo de luz estelar que entraba proyectando sobre el suelo las ramasones sombrías de los árboles del jardín.

No tuve tiempo de cubrir, como hacía todas las noches, el retrato de Eleonora, y temoroso de que tropezara con él, le hablé.

Tembló al eco de mi voz, que sonó extraña en la calma triste de la hora y el gran silencio crepuscular que todo lo envolvía.

¿Sois vos? me dijo, quedando inmóvil bajo el reflejo de los ramajes, proyectados sobre él, dise- ñando su silueta grácil en la luz difusa, sobre la línea pálida del horizonte, donde había muerto el

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día lentamente, con raras fosforescencias de mar ecuatorial.

Le supliqué que hiciera luz, y ante su inmovilidad y su mudez persistentes, me levanté y moví el botón de la luz eléctrica.

La onda blanca y azulosa de los focos, que pendían del techo, se esparció como una aurora de nieve de- vorando la sombra, envolviéndolo todo en el ritmo lento de sus ondas de ópalo, que tenían estremeci- mientos de una gran lira vibrante.

Y, en la inmensa claridad, el retrato de Eleonora Dalzio surgió de las tinieblas, con sus blancuras as- trales, como un pálido sol sobre mares amatistas.

Cual si la visión de aquel cuadro le hubiese reven- tado las pupilas, Ettore Dalzio llevó sus manos á los ojos y se cubrió el rostro todo, en una crispatura violenta, lanzando un grito inarticulado como un rugido de pantera estrangulada.

Y, de súbito, con un salto de fiera, fué sobre el retrato, hundió las manos en la tela, lo desgarró en jirones y lo tiró al suelo con el gesto de la más implacable cólera.

No tuve tiempo de oponerme á ese destrozo.

Cuando fui hacia él, para impedirlo, era ya tarde.

Al sentirme aproximar, Ettore Dalzio, con un gesto salvaje, de bestia herida, pronta á la revancha, los ojos fulminadores, los labios convulsos, los dientes apretados, tendió á las manos crispadas como para estrangularme.

Yo, retrocedí asombrado, ante aquel espectro de -i*

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locura que aparecía así, lendiéndome los brazos, como dos grandes alas, aprisionadoras y trágicas. Seguro de mi poder de sugestión, real y efectivo, sobre aquella alma en demencia, le grité :

Ettore, Ettore.

Como si mi voz viniera de una gran lejanía, des- pertando su razón, quedó inmóvil, los ojos cerrados, en un esfuerzo visible por serenarse y dominarse. Poco á poco, ese viento de locura fué extinguiéndose en los ojos asombrados, como un huracán vencido en una selva autumnal, sobre su intensa palidez se destendió la rigidez de los labios, el aire de ferocidad salvaje se disipó como la última nube de una tor- menta de verano, una seriedad dolorosa se extendió sobre su rostro, y una gran confusión, una gran tris- teza se posaron en él.

Ninguno de los dos hablábamos.

Al fin, él fué el primero, que tendiéndome las ma- nos me dijo :

Flavio, perdóname. Esto es superior á mí. ¿Por qué condenarme á este suplicio? Eso es como obli- garme á ver violar mi madre. Flavio, ten piedad de mí, ten piedad de ella. No la profanes, no la toques. Deja que la vida pase sobre ella como la caricia del sol sobre una nieve inmaculada. Ella es pura, la vir- tud se alza de su corazón como el humo de un holo- causto. No disipes ese humo. No te acerques, Flavio. No estrangules mi ventura. ¿No ves que ella es todo para en la tierra? Ella y tú. Ella es mi madre y es mi hermana. Yo la amo con todos los candores y

EL ALMA DE LOS LIRIOS 257

todos los respetos de la vida. Ella reúne para mí, todas las bellezas y todas las bondades de la tierra. Todos los sueños de mi vida duermen en sus ojos. Todas las armonías de la naturaleza duermen como una música eterna entre sus labios divinos. Mi alma florece en su alma como una primavera. Ella ha sido la semilla y el sol de mi espíritu. Cuando ella se in- clina sobre para besarme, en su beso maternal aspiro la fuente de la ventura inagotable. Sus labios no son para labios de mujer. Son los labios de la eterna dicha, que me besan. En ellos reside todo el amor de la vida para mí. ¡Oh, mi hermana! ¡Oh, mi hermana !...

Y, temblaba, bajo el imperio de una sensación extraña.

Y, acercándose más á mí, suplicante y delirante, me decía con un acento desgarrador en la voz y un resplandor de indefinible angustia en la mirada :

Oye, Flavio. Amarla es á mis ojos una profana- ción. Desearla es una mancilla. El Deseo es una vio- lación. íVo seas implacable, Flavio. ¿Qué se ha hecho la bondad fraternal de tu corazón? ¿No ves cómo engrandece mi dolor, cual una tempestad en el vientre de la noche? ¿No me ves sufrir como un tor- turado en las tinieblas, bajo el poder de cosas horribles, innombrables y desoladoras? La conspira- ción de cosas excepcionales de la vida me acosa y me estrangula. ¿Quién es la causa de tanta miseria? ¿Quién me hiere? ¿Quién me mata? Ella, la santa, la bendita, la adorada, ella, la madre virgen de mi co- ^. - 17

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razón... Y, tú, tú, Flavio,, á quien he amado más después de ella, á quien he amado con lo que me quedaba de vida, en el vuelo impetuoso de mi admi- ración. He ahí los dos polos en que se apoyaba mi vida, que me faltan de súbito, que me huyen, que se conjuran contra mí, para precipitarme en el vacío....

Ella me falta, sí, porque ella te ama y va hacia arrastrada por la pasión como una hoja por un viento impetuoso. Tú, has despertado cuanto había de hu- mano, de innoble y de terrificante, en esa alma que dormía tranquila á la sombra de los huracanes de la vida. Tú, has despertado su carne, que grita ya como una loba en desolación. El frenesí doloroso y terrible del amor, ha entrado en ella. Yo lo siento, yo lo palpo, yo lo veo en su faz de pesadumbre, en sus ojos ardidos, en los estremecimientos de su voz, donde palpitan y tiemblan inmensas cosas inde- cibles. Yo la veo impetuosa y vencida ir hacia tí. Apártate, Flavio, apártate de su camino. No me robes el sol. Déjame el derecho de vivir.... No me fuerces á conquistarlo.... Eso sería horrible.... Yo veo rojo, rojo por todas partes.... En mis sueños, en mis vigi- lias, no veo sino esa línea roja, que me limita el horizonte.... Todos mis sueños se ahogan en esa ola purpúrea, como rosas blancas en una ánfora de sangre.

Inclinó la cabeza sobre su pecho, tendió las manos inertes, y quedó como vencido por la emoción inte- rior que lo rompía.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 259

Un silencio fúnebre llenaba la estancia, donde se agrupaban las cosas que parecían evaporadas. La luna brillaba afuera, sobre la bruma silenciosa, como sobre un lago estigio. Y, las estrellas titilaban sobre ese mar solitario, donde parecía oirse palpitar el inasible corazón de lo Infinito.

Y, callábamos los dos, los ojos fijos en el lejano horizonte, como temerosos de volverlos sobre la in- finita miseria de nuestras almas.

En ese silencio angustioso, la lividez de Ettore Dalzio se hacía cadavérica. ¿ Por qué extraña sensa- ción de pavor me pareció hallarme en- presencia de un muerto que hubiera sucumbido por mi mano ?

Presa de un terror irracional, me pesaba ese silen- cio, y estaba pronto á romperlo, cuando sentí que Ettore, buscó en la sombra mi mano y la llevó á sus labios.

La sentí bañada de lágrimas, y la retiré brusca- mente.

Avanzó hacia mí, cuasi espectral, como en un horizonte de cenizas crepusculares y me dijo con una angustia incontenible :

Flavio, Flavio, perdóname.

Basta, le dije yo entonces. Tu conducta es innoble. Abusas lamentablemente de mi hospitalidad y de mi generosidad. Te comportas en mi casa como un canalla, y fuera de ella como un miserable. Me hostilizas y me fatigas. Yo no quiero tolerarte más. Es tiempo de acabar con esto. Tu presencia me enerva y me disgusta. Tu compañía me es odiosa. Yo

.^

260 VARGAS VILA

no quiero verte más, Eltore Dalzio. Yo no soy ya tu Maestro ni tu amigo. Mi casa no será más la tuya. Las puertas están abiertas para irte. Yo te expulso. Vete.

Y', con un gesto decidido extendí mi mano, mos- trándole la puerta del taller.

Como si hubiese recibido un golpe de maza en la cabeza, asombrado, vacilante, como un hombre que teme entrar en el delirio, con una voz de desespera- ción cuasi violenta, me dijo :

Flavio ! Flavio ! ¿ qué dices ? ¿ me echas ? ¿ me arrojas á la calle? ¿Tú que eres todo para mí, todo después de ella?

Sí.

No, Flavio, no me arrojes de tu lado. Perdó- iiame.

Vete.

Ten piedad del mal que sufro. No me arrojes así.

Vete.

Solo estaba cuando vine á tí. Yo no quiero quedar solo. No me arrojes así en las tinieblas, rolo bajo el horror de mi destino, .. i Flavio, Flavio ! no me abandones.

Y, acariciando mi mano que había tomado de nuevo, el pobre niño se arrastraba casi á mis plantas, gritándome :

i Perdóname, perdóname ! No me arrojes así á la muerte.

Enervado, enfurecido con esa insistencia, me aparté, gritándole indignado :

EL ALMA DE LOS LIRIOS 261'

Basta, basta. Vete.

Se alzó rígido, sombrío, como bajo el peso de una maldición ; anduvo como un sonámbulo por el salóa silencioso ; se detuvo un momento frente á y anonadado, estupefacto murmuró :

Está bien. Matar ó morir, es mi destino. Sea. Se irguió cuan alto era, en la penumbra, donde

temblaron los reOejos de oro de su cabellera, y sin mirarme siquiera abandonó lentamente el salón.

Yo lo seguí con la vista.

No se volvió una vez siquiera hasta que la puerta: se cerró tras de él, como la lo?a de una cripta.

Poco después, su3 pasos en la cal'e.-

Y, aproximándome á la ventana, lo vi alejarse y perderse en la gran noche calmada, pensativo, incli- nado, como si siguiese las huellas de su propia sombra.

Y, la máxima del Maestro : el hombre es contra los Jwmbres, repercutió en mi corazón...

Cuando quedé solo sentí un grande alivio.

La presencia de aquel niño tierno, colérico y ce- loso, me enervaba hasta la desesperación.

Su neurosis me contagiaba.

Era algo que me enfermaba y me estorbaba, era necesario pues suprimirlo de mi vista.

La cualidad distintiva de mi carácter ha sido lo que yo llamo : la persistencia en la orientación.

Yo voy derecho á un fin, y todo lo que me estorba tiende á ser suprimido por mí.

Los escollos me encolerizan sin aterrarme y encarnizo contra ellos con la furiosa persistencia de las olas.

Ó me rompen, ó los rompo ; tal es mi dilema.

He abí por qué, ver desaparecer á Ettore Dalzio, roto y vencido por mí, me fué causa de una gran ventura.

Yo no tener piedad para lo que me daña. Cuanto anubla ó perturba mi vida, me es intolerable- mente odioso, absolutamente incompatible con mi existencia.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 263

Suprimirlo, es mi primer pensamiento y mi pri- mer deber.

El egoísmo, que es el fondo exultante y exaltante de mi personalidad, es el que me ha salvado del cri- men, en esas crisis agudas de coraje contra lo que me oprime.

¿Por qué no ahogué entre mis brazos, ó arrojé por la ventana á Manlio, á mi hijo, el día que vino á pesar sobre mi vida como una carga y como un es- torbo ? Por egoísmo, es decir por miedo á perder mi" tranquilidad, mi reputación y hasta mi vida.

He ahí por qué no maté á Ettore Dalzio, sobre el retrato desgarrado de su hermana.

Si me hubiese sido dado hacerlo desaparecer sin responsabilidad ninguna de mi parte, todo lo habría hecho para hundirlo en la muerte. Si en ese mo- mento me hubiesen pedido la mitad de mi fortuna, por hacerlo desaparecer, yo la habría dado gozoso. Tal es el fondo de fría, implacable ferocidad que hay en mí.

¿ Cuáles causas generatrices, han podido formar en mí, esta masa rocallosa, allí donde otros tienen esa viscera sensible y cómica, el corazón? ¿La herencia? Tal vez. Mi padre no era un tierno para sus arren- datarios, unca lo vi conmoverse con la miseria exorbitante de su suerte.

Un peón, un arrendatario, eran para él, una bestia de carga, una cosa explotable y despreciable, un instrumento de riqueza y de labor. Si eso pensaba él, más cerca de la civilización, ¿ qué pensarían y

264 VARGAS VILA

cómo obrarían los abuelos, esos bellos especímenes de animalidad, apenas separados por una línea im- perceptible, de ese rudo etalón de humanidad : el hombre primitivo?

¿ El medio de ideas primordiales ? Ese también tendrá acaso su parte de inconsciente y tenebrosa responsabilidad. Yo engrandecí entre esos campesi- nos rudimentarios y feroces, colocados por sus ins- tintos más cerca del primato que del civilizado. Y, luego, esa semicivilización fragmentaria, elemental falsa é incompleta, que reinaba en mi país, sendo ci- vilización que no haln'a hecho sino añadir vicios á la barbarie, y cuyo diario espectáculo de guerras ci- viles y asesinatos políticos, liabía sorprendido mi infancia y habituado mi adolescencia ¿no tendría gran parte ?

Yo no lo creo, ni creo que sea bajo forma de herencia instintiva que gozo de esa atrofia feliz del corazón para todo lo que no sea el amor de la mujer, que en el fondo no es en mí, sino una grande exas- peración fisiológica, una gran sensualidad.

La prueba de que el atavismo no ha puesto nada en esta disposición de mi temperamento, podría hallarse en que yo carezco de los sentimientos, que exaltaron más las energías y agitaron más profunda- mente el corazón de mis abuelos : la religiosidad, el patriotismo y el instinto familiar.

Ellos, eran fanáticos, como se es en aquellas sie- rras bravias, capaces de todos los heroísmos y todos los sacrificios por su Dios, del cual no sabían sino la

EL ALMA DE LOS LIRIOS 265

obscura y lejana leyenda que la estulticia alzó en torno de ese mito distante y brumoso : el Galileo.

Su fanatismo político era igual á su fanatismo re- ligioso, irracional y violento. Por él arrojaban al viento su fortuna y exponían su vida, el día que cualquier caudillo, prodigio de brutalidad, ó cual- quier papagayo forense, apóstol del idiotismo, de- claraban en peligro ó próximo ala victoria, ese amas de ambiciones, de deslealtades y de crímenes, que ellos llamaban, su partido.

Y, el predio familiar era una fortaleza, en la cual reinaban y morían como amos absolutos, como jefes de clan cuya voluntad omnipotente hacía do- blar todas las cabezas y plegar todas las voluntades. Y, amaban su familia como á su propiedad, con un instinto ciego de codicia y de dominio.

Por su Dios, por su patria, por su hogar, tal era su divisa.

Y, yo carezco por completo de esos tres instintos.

Yo no creo en Dios, en la patria, ni en la familia.

Esas tres fuentes de explotación no agotan el cau- dal de mi alma. Dios, es para una palabra nula ; la patria, una palabra cruel ; la familia, una palabra sentimental. Ninguna de esas tres entelequias, mitos acaparadores, esclavizadores y sangrientos, es una realidad á mis ojos. Ninguna de ellas me tienta al sacrificio. Convencionalismos fatales, hechos para explotar la energía individual, en beneficio de la co- lectividad, haciendo desaparecer el hombre en los hombres, sumando y destruyendo la base de toda

266 VARGAS VILA

energía, el individuo, para enriquecer, engrosar y hacer triunfar, ese monstruo anónimo, llamado : Todos. ¿Qué os da la Religión, después de haberos pedido el sacrificio de las escasas venturas de la tierra? la promesa de los abismos hondos, ilimita- dos de los cielos... Y, ¿qué os ofrece por todos los sacrificios y las maceraciones de la vida? la calma problemática más allá de la muerte. El Sacrificio en cambio de la Nada.

Y, la patria, que os exige todo ¿qué os da en cam- bio de vuestros sacrificios, de vuestros desvelos y aun de vuestra vida? un collar y un número para figurar en el rebaño. Os pide todo y no os da nada. Es la más terrible expresión de la colectividad devo- rando la individualidad.

Y, ¿la familia? Cuando hayáis agotado una vida de abnegaciones y sacrificios por ella, y caigáis ren- didos á la fatiga, en los brazos de la muerte, aun se creerá que no habéis liecho bastante por la ventura de aquellos que os devoran...

Los minotauros implacables, tienen para pagar vuestro sacrificio, esa palabra que lo borra : el de- ber.

Si atacado de histeria mística, os dejáis arder en una hoguera, para defender la integridad de vuestra fe, la religión dirá que habéis cumplido vuestro de- ber.

Si morís en la frontera de vuestro país, defen- diendo una tierra que es de todos, pero que hasta aliora han poseído los vuestros, la patria por toda

EL ALMA DE LOS LIRIOS 267

oración fúnebre, dirá que habéis cumplido vuestro deber.

Morid agobiado de trabajo, agotado de privacio- nes, después de haber consumido una vida consa- grada á la familia y por todo premio á vuestro sa- crificio, ella dirá que habéis cumplido vuestro deber.

Vivir páralos otros, morir por los otros .. He ahí vuestro deber ..

Y, sobre el grandioso horror de todos los calva- rios, en lo alto de las cimas rispidas del sacrificio, sobre los pináculos sangrientos de todas las inmo- laciones, sobre las cruces solitarias donde la abnega- ción muere en silencio, la humanidad pone esta pa- labra selladora y niveladora : el deber...

Y, ella ondea como una flámula lírica y cínica, suelta á todos los vientos del espacio, sobre las ci- mas de todas las crucifixiones, la trágica palabra : el deber.

¡ Irrisoria bandera de justicia, clavada sobre el sepulcro de todas las ineptitudes de la vida !...

Bajo ella se amparan los rumiantes, nostálgicos del yugo...

En cuanto á mí, yo podría ver desaparecer en un huracán de cataclismo, todas las cruces, todos los altares, todos los templos de la tierra, sin que mi corazón se conmoviera, ni mis ojos se volvieran para mirar siquiera el polvo que levantara ese de- rrumbe de divinidades humilladas, desaparecidas en el crepúsculo de sus profecías, en la hora definitiva de la muerte de los dioses.

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268 VARGAS VI LA

En cuanto á mi patria, yo la vería envuelta en un huracán de conquistas, sepultada por un aluvión de razas extrañas, que mis brazos no se tenderían para defenderla, ni mi pecho le serviría de escudo.

El fanatismo político, como todos los fanatismos, no es á mis ojos, sjno una manifestación de histeria, una neurosis de degenerados.

Tengo la política en el mismo concepto que la prostitución. Ambas son la cloaca máxima por donde corren y se desaguan los más bajos instintos de la animalidad. Solo hay una cosa que iguala mi desdén por los políticos, y es mi odio, mi horror por las multitudes. El pueblo, ese nuevo ídolo, que la turba polícroma de los charlatanes, pretende alzar sobre cimas fantásticas de martirio, me parece el símbolo de la animalidad indolente y presuntuosa, la más baja adoración de la crápula abyecta y coronada. La aAgarRhía pía fonan le de los gansos libertarios tiene el privilegio de montarme en una santa indignación. La estirpe cacofónica y demonetizada de los liberta- dores, esos clowns de circos sangrientos, tendrían el privilegio de mi hilaridad, sino tuvieran el de mi aversión. Esos tenores de serrallo, empenachados de elocuencias pueriles, tumitlcados de orgullo, gra- sos y blandos como una ampolla de sentimentalidad imbécil, encargados de probarnos la infecundidad milagrosa de la palabra, no tienen superior sino en los héroes del penacho, los predestinados de esa his- teria ruidosa y grotesca, llamada : el heroísmo. De los apóstoles y los héroes, haría yo una sola hecatombe,

EL ALMA DE LOS LIRIOS 269

ahorcando el último libertador, con las tripas del último tribuno.

Eso por la religión y por la patria. En cuanto á la familia, yo no creo que haya lazos de familia, no hay sino : hábitos de familia. Todo eso de leyes de la naturaleza y voces de la sangre, es el viejo fárrago de la hojosa jerigonza primitiva, ios gritos de la co- lectividad animal, clamando en el vacío sus dogmas claudicantes.

Yo no he tenido hermanos, no puedo saber lo que es la fraternidad.

Por mi padre tengo una deferencia respetuosa, pero, nuestras almas, muy distantes, ni se engañan ni se aproximan.

Sólo mi madre florece en mi alma y se arraiga en mi corazón, como el cinamomo que impregna de su esencia un sarcófago, como una flor eternamente abierta y renovada entre las grietas de un muro en ruinas.

De todos los sentimientos, no hay á mis ojos, lógico, imperecedero y verdadero, sino el amor. Pero, el amor tal como yo lo concibo y lo siento, el amor de los sentidos, es decir : la sexualidad.

El amor cerebral, no es sino la sexualidad cons- ciente, refinada y reflexiva. El amor sentimental, es una aberración, cuando no una monstruosidad. La ley suprema del amor es, el Instinto.

El sexo es todo el amor, fuera de él no hay sino la extravagancia, la perversión y lo monstruoso.

El deseo es el alma del amor.

270 VARGAS VILA

Así amo yo. Es la exasperación de mi deseo sexual, lo que forma el fondo de mi amor.

Así he amado siempre.

Así amo ahora á Eleonora Dalzio.

Así, en una crisis de fiebre animal indomable, en una desesperación del instinto, que me llevaría á las peores extravagancias y aun á los peores crímenes.

Y, es ese instinto dominador, cuasi salvaje, lo que me hace odiar con furor todo lo que se opone entre el objeto amado y yo. La furia del león contra aquel que le disputa los flancos dorados de la leona y no su corazón.

He ahí porqué odio á Ettore Dalzio, por qué lo he arrojado lejos de mí, por qué anhelo destruirlo, por qué daría la mitad de mi vida por desaparecerlo. Sí, porque él ha osado alzarse como un obstáculo frente á mi deseo, ponerse entre el cuerpo de Eleonora Dalzio y yo. Sí, porque yo no deseo sino ese cuerpo. Ese cuerpo es mi adoración, es mi pasión vehe- mente, insatisfecha y tenaz.

¿ Por qué ocultarlo ? ¿ para qué?

Tratándose del amor no hay instintos inferiores ; no hay sino el instinto. No hay bajas pasiones ; no hay sino la pasión. Todo lo que tiende á espirituali- zar el amor, no hace sino deformarlo.

Todo amor es una sed de posesión.

El acto; he ahí el principio y el fin del amor, el amor mismo.

Así amo yo á Eleonora Dalzio.

Y, ella ¿me ama? Sí, lo creo. Y, me ama en el sen-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 271

tido en que yo pido y quiero ser amado. Eleonora Dalzio, es ante todo un temperamento.

Lo dice bien la palidez intensa de su rostro, el rojo sangriento de sus labios, tan rojos que semejan una herida y el resplandor velado y terrible de sus ojos, esos ojos cuasi serenos á fuerza de ocultar su propio fuego. Yo siento que ella viene hacia mí, como un coleóptero hacia la llama que lo fascina y ha de consumirlo. Se tiende hacia mi pasión, como un labio reseco hacia la gota de agua, como la playa árida hacia el tumulto del río, que corre en el silen- cio. Su pasión es hecha de las esterilidades ardientes y terribles de su vida. El sacrificio de su juventud le pesa ya como un fardo, y quiere arrojarlo. Siente la inutilidad de su castidad. Viene hacia el amor como una loba hacia la fuente... Es la hora crepuscular; la hora en que los leones beben.... La caricia de la noche vecina enerva su alma. Es la hora definitiva y todo tiembla en ella, como las flores de un jardín en la agonía del otoño. Es para ella, la hora de la tarde, la hora en que las estrellas palidecen y Venus brilla como un ópalo intermitente en los cielos desolados. ¡ La hora del amor!

¿ Y, yo la amo? Sí, puesto que la deseo.

La amo con todas las fuerzas exasperadas del ins- tinto, con todas las locuras terribles de mi sexuali- dad en celo.

Amo su belleza material, vibrante como un himno, incitante como un perfume de serrallo.

Amo su cabellera tenebrosa, que cae sobre su

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cuerpo como una clámide de sombras, robándolo á la luz y hace un manto de azul mercurial sobre el mármol de sus hombros.

Amo su frente tersa, como un broche de ágata en un infinito de tinieblas.

Amo su boca sensual, que parece una gran des- garradura sangrienta, en los flancos de una gacela blanca.

Amo su cuerpo todo, su gran cuerpo felino y escul- tural, cjue exaspera mi deseo.

Y, es á causa de ese amor, que odio á Ettore Dalzio.. Es á causa de ese amor, que lo odio hasta la muerte.

Y, es la ferocidad de ese odio, la que hace que de las lágrimas de aquel niño, no me haya quedado sino un recuerdo enojoso, y un sentimiento de liberación definitiva.

Todo ese tiempo pasado de compañerismo, de fraternidad artística, cuasi de cariño paternal, se ha borrado como si no hubiesen existido.

Yo mismo me sorprendo, de no haber tenido una fibra sensible, un movimiento de piedad, para aquel dolor que se arrastraba de rodillas ante mí, ni un re- cuerdo grato para la adoración de aquella alma, que me había amado casi hasta el éxtasis.... Nada, en- contré en mi corzón, ante aquel sentimiento tan sin- cero y que yo arrojaba voluntario fuera de mi casa y de mi vida. Nada, ni siquiera esa vaga tristeza, esa impresión de soledad, que sucede en otros á la muerte ó la ruptura de un afecto.

Así es mi corazón.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 273

Todas las formas de los afectos se proyectan en él, pero no se graban. Pasan... pasan... lejos, acaricián- dolo con su sombra, y se borran después.... así como el vuelo blanco de una bandada de garzas en las aguas de un estero, como nubes vagabundas del cielo sobre las espumas de un torrente : una forma, un reflejo... después, la lejanía, la disolución, la des- aparición... Nada...

Yo no del culto del recuerdo. Esa tortura me es desconocida. Mi espíritu no puede vivir en el pa- sado. El pasado es un muerto. ¿Cómo abrazarse á un cadáver para vivir asi? El abrazo de la muerte, mata. La asfixia sube del pasado, como la sombra de un pozo profundo. Su aliento es intolerable y fatal. Yo, no de esta necrofilia extraña. Yo, no dialogo con la sombra. Lo que fué, fué, y no será. ¿Á qué pues en- cariñarse á él? ¿Por qué el culto de las cosas muer- tas? El pasado es la muerte. La muerte es muda y es estéril. Ella es incapaz de darnos un átomo de pla- cer; ¿para qué entonces cultivar su amor? El placer es el objetivo de la vida. Vivir la vida; gozar de la hora presente, he ahí el consejo del sabio. Amar, mientras el amor sea un placer; arrojar el amor fuera de desde que se hace un tormento ó un re- cuerdo. Yo no he comprendido nunca estos eremitas de la histeria, enterrados así, voluntariamente, entre las ruinas de su propio corazón, ¡sepultureros pia- dosos, cultivadores de cenizas ! El culto de los re- cuerdos une lo inútil á lo grotesco. Esa prolongación de las cosas muertas, me parece algo así, como la f. ' 18

274 VARGAS VILA

petrificación de los cadáveres : una momificación cruel. Vivir con el recuerdo de una gran pasión, es como viajar con el cadáver de un ser querido : una profanación mala y pueril, un sacrilegio estéril y dañoso. Hay que dejar dormir los muertos... Lo que muere se entierra : seres y sentimientos... Y, no se evocan jamás. La tierra y el olvido : he ahí el único homenaje digno, de, la vida liacia la muerte... El olvido es el puñado de tierra que arrojamos al pa- sado. Hay en el olvido una insondable dulzura, que embellece la vida, y magnifica la muerte, como un sol caído tras de montañas infinitas.

El olvido es una gran pasión y una consolación terrible.

El olvido es la defensa y el poder de una alma fuerte.

Y, el olvido está en mi.

¿Es esto un bien? ¿es un mal?

El Bien... El Mal... ¿es que existen? Bien y Mal : sinónimos de nada; palabras, formas vagas, apa- riencias de cosas...

La vida es una ilusión, como Dios, como la Verdad, como el Error.,.

Nada existe.

Todo es un miraje temblando en lo Jafinito.

Y, así es mi corazón, como un miraje.

¿Por qué?

Yo no me he detenido nunca en el análisis de mi propio corazón.

Soy así y gozo con ser así.

f:L ALMA DE LOS LIRIOS 2/5

No pudiendo hacerme otra alma, sigo los impulsos de la mía, feliz de obedecerla. La vida es una caza á la ventura. Y, yo vivo mi vida.

Y, es á causa de este amor á la ventura, que odio á Ettore Dalzio : porque se interpone entre ella j yo. .He ahí por qué lo odio'hastala muerte.

El gran soplo de ternura que de su corazón sale para mí, me irrita y me exaspera.

¿Qué puede importarme la expresión cruel de su dolor, lleno de una melancolía viril, que me pide piedad? ¿ Quá?

¿ Qué culpa tengo yo de que ese niño prodigioso y I-aro, se empeñe en vivir fuera de la realidad y fuera de la vida? ¿ Por qué he de ser yo el juguete de sus ^ sueños? ¿ Por cfuc ?

Y, una grande, inconmensurable alegría, me venía de ver que había partido, de pensar que ya no vol- vería, que sus ojos tiernos, inquisidores y visiona- rios no se fijarían más en mí, con la cuasi inmovili- dad de una águila que otea la presa... Ya su silen- cio, lleno de cosas amargas no se alzaría ante mí, tomo un muro minado y lleno de asechanzas... Ya ,i¡o sentiría más el horror de su presencia cerca de mí. Ya no lo vería más... Ya estaba lejos... lejos de mi casa, lejos de mi vida...

A esta sola idea un gran bienestar me vino y me- dormí tranquilamente con la satisfacción radiosa de- aquellos que han vencido.

276

VARGAS VILA

i Oh, qué triste debe ser la vida de aquellos que tienen corazón, y sienten dentro de la crisálida de ar- cilla, el grito miserable de la bestia !

Lo primero que vino á despertarme al día si- guiente, fué un despacho telefónico de Eleonora Dalzio, preguntándome si Etlore había dormido en casa mía, pues no había entrado á la suya.

Le respondí, diciéndole que no, y volví á dor- mirme, seguro de que el hermano /erné/e, como lo llamaba yo, habría ido á consolarse de su expulsión, en los brazos de Julia Nonci, la linda modelo, que últimamente le otorgaba sus favores.

Poco antes de medio día, una carta de Eleonora Dalzio, vino á despertarme. En ella, me pre- guntaba por su hermano, llena de una alarma justificada, pues era la primera vez que Ettore Dalzio no entraba en la noche á casa Víctima de una an- gustia cruel y de tristes presentimientos, como poseída de un terror ciego, tomada por el presagio de un desastre, temblando ante las implacables fata- lidades de la vida, la hermana me abjuraba ir en busca del hermano, y su súplica era como un grito de naufragio, que convulsionaba todo su ser moral y revelaba como en un sollozo, la indecible, la inago-

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Le respondí, diciéndole que no, y volví á dor- mirme, seguro de que el hermano terrible, como lo llamaba yo, habría ido á consolarse de su expulsión, en los brazos de Julia Nonci, la linda modelo, que últimamente le otorgaba sus favores.

Poco antes de medio día, una carta de Eleonora Dalzio, vino á despertarme. En ella, me pre- guntaba por su hermano, llena de una alarma justificada, pues era la primera vez que Ettore Dalzio no entraba en la noche á casa Víctima de una an- gustia cruel y de tristes presentimientos, como poseída de un terror ciego, tomada por el presagio de un desastre, temblando ante las implacables fata- lidades de la vida, la hermana me abjuraba ir en busca del hermano, y su súplica era como un grito de naufragio, que convulsionaba todo su ser moral y revelaba como en un sollozo, la indecible, la inago-

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lable ternura de su corazón, por el adolescente infor- lunado.

La más ciega cólera, los más brutales celos, se apoderaron de mi ánimo á la lectura de aquella ^ carta.

¡ Ah, su corazón no era enteramente mío ! ¿Tenía aún tiempo de pensar en otros, de angustiarse por otros, de sufrir y de llorar por algo que no era nues- tro amor?... Y, entonces mi odio á Ettore Dalzio creció hasta lo imposible.

Y, un gran rayo de alegría me inundó el alma, pensando que se hubiese ido, que hubiese desapa- recido, que no volviese jamás...

Y, ¿ si hubiese muerto? Si hubiese buscado en el suicidio un alivio á su inquietud?

A esta sola idea temblé de placer, de un placer, enorme, de un gran placer feroz.

La idea de que Ettore Dalzio, pudiera haberse suicidado,, me llenó de tal contento, de tan inmensa -alegría, que salté del lecho tarareando el refrán de una canción, cosa inusitada en y reveladora de un estado de ánimo cercano á la ventura.

Y, pensé con insistencia en esa hipótesis, muy admisible desde luego. ¿ Qué de extraño tendría que aquella naturaleza emotiva é impresionable, dada á las más peligrosas delicuescencias sentimen- lales, á la manía analítica de la autosicología y el autoexamen maleable, de sus propias sensaciones, entregado á las más raras fruiciones de su sentimen- talidad mórbida, siempre á caza de emociones raras

EL ALMA DE LOS LIRIOS 279

y desconocidas en el dominio psíquico y sensorial, viviendo siempre fuera de la realidad y rebelde á entrar en ella, anonadado ante el desastre definitivo de todas sus afecciones, hubiera buscado en la muerte el último consuelo y la solución definitiva?

Y, me parecía ver la alta silueta, el paso lento y grave de Ettore Dalzio, abandonando el taller y per- diéndose en Ja noche, como una visión de adiós, con un gesto definitivo de desesperanza y vencimiento, como un vuelo de mansedumbre hacia la muerte...

Y, á la idea de este ocaso eterno, una aurora irra- diaba en mi alma...

El criado vino á anunciarme que el Coronel Dalzio deseaba verme.

Di orden de hacerlo entrar al salón y me vestí para recibirlo.

Hacía tiempo que entre el Coronel y yo, reinaba algo, que no era la antigua y admirable cordialidad de los primeros días. El calor, la espontaneidad de nuestras relaciones, habían desaparecido. Una co- rrección amable y fría, una esquivez delicada, les habían sucedido. Un principio de aversión, que no quería mostrarse, algo secreto y desconocido, habían hecho cuasi hostil, al viejo veterano, antes tan alegre y decidor, de corazón abierto y franco. ¿Era trabajo de Ettore Dalzio? ¿Era disgusto es- pontáneo del padre por la corte que yo hacía á Eleo- nora?

Yo no podía saberlo. Esa frialdad creciente, nos había ido alejando poco á poco. Así, me fué extraño

280 VARGAS VILA

saberlo en casa. Sin embargo, salí á su encuentro con una cordialidad que no era fingida.

El pobre padre estaba desolado. La desaparición del hijo lo conturbaba hasta la desesperación.

Nunca, nunca, me decía él, Ettore había dor- mido fuera de casa.

Y, supersticioso, como todo italiano, teníala cabeza llena de ideas negras y de suposiciones inverosí- miles.

Oh, decía gesticulando el pobre anciano. Á mi hijo le ha pasado algo, algo horrible, me lo dice el co- razón. Eltore está consumido, devastado, cuasi loco. Yo no conozco ya á mi pobre hijo. En ciertas horas, en ciertos momentos, lo he visto espantoso. Sus ojos me han dado terror, tanto así estaban llenos de cosas horribles. Su voz me ha hecho gemir, tanto así era de lamentable. Una idea fija, inexorable atormenta su cerebro... Todo en él ha cambiado, todo, todo... Su ternura misma, tiene algo de inusitado y de febril. Ayer, antes de salir, me besó como nunca me había besado, cual si presintiese que una gran desgracia iba á separarlo de mí, ¡ Oh, mi hijo ! ¡ mi pobre hijo !

Y, el anciano calló porque los sollozos le estrangu- laban la voz en la garganta.

Yo traté de consolarle, pero cuidé bien de no rela- tarle la escena brutal de la noche anterior. Si Ettore Dalzio había huido ó había muerto, yo no quería que Eleonora Dalzio, tuviera razón para increparme. Y, callé.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 281

Salimos el padre y yo, en busca del desaparecido.

Recorrimos en vano todos los estudios de pintura de la Vía Marmulla, Via Babuino, y todos aquellos cercanos á Piazza de Spagna y Piazza del Popo' o, en ninguno de ellos había estado. Preguntamos á los ciociaris, que en multitud polícroma estrellaban como un mosaico la escalinata de la Trinidad^ y la Barcada del Bernini : no lo habían visto. Y, todos lo conocían, puesto que le habían servido de modelo.

Como él no bebía, ni tenía hábitos de intemperan- cia, no era asiduo de ningún café. Solía vérsele á veces, en la terraza del Aragno, tomando algún re- fresco, ó en el café dei Gvecci^ en Via Condolli, repa- sando los grabados de alguna revista de Arte. Pero, allí no lo habían visto tampoco. Fuimos hacia los es- tudios de pintores célebres, fuera de los muros, y que él solía frecuentar á veces, y se nos dijo que allí no había estado.

Dejando al Coronel en un café del Corso, fui á in- terrogar las muchachas que eran amigas de él y que yo sabía frecuentaba con más asiduidad. Ninguna de ellas había recibido su visita el día anterior.

Fui entonces donde Julia Nonci, que pasaba por su amante y que gozaba en efecto de todas sus pre- ferencias.

La linda modelo, me recibió con una frialdad cuasi hostil, frialdad que se fundió en un llanto desespe- rado y una cólera terrible, ala noticia de la desapa- rición de Ettore, á quien según ella, no había visto hacía dos días.

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Eso tenía que suceder, eso tenía que ser así, gritaba ella, con el rostro bañado en lágrimas. El pobre Ettore no podía continuar con esa vida que y su hermana le hacéis. Él, no hablaba ya sino de matarse. ¿ Por qué no te ha matado ? ¿ Por qué esa debilidad de quererle á que eres su verdugo? Un miserable...

Y, continuó una serie de denuestos que yo no me detuve á oir, lo cual puso acaso más furiosa, á la bella hetaira, que abandoné sin consolar y que me gritaba aún en la escalera las más bellas injurias de su re- pertorio.

Ante lo infructuoso de mis tentativas, el padre, se hundía cada vez más, en las tinieblas de la suposición y el desaliento.

Yo le infundía valor, y le prendía acá y allá, luces de esperanza, como antorchas en la noche negra.

Al fin, á las tres de la tarde, viendo que eran in- fructuosas todas nuestras pesquisas, resolvimos poner el asunto en conocimiento de la Qúestura.

Al saber que se trataba de un hijo del Coronel Dalzio, toda la policía de Roma se puso en movi- miento.

El Prefecto mismo, que era muy su amigo per- sonal, hizo destacar parejas de carabineros á caballo, en todas direcciones, telefonó á los pueblos cerca- nos y dio orden de avisar por telégrafo ó por telé- fono, la más leve noticia que se tuviera.

Así se pasó toda la tarde, y parte de la noche, en la más desoladora angustia.

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Al fin, á las doce, una llamada del teléfono, nos hizo poner á lodos en pie.

La Qüeslara, llamaba, para avisarnos que, al Hos- pital de San Giacomo, liabía sido llevado un joven, á quien los guardias habían hallado muy lejos, sobre el camino de Veietri, privado de sentido, y como no había aún vuelto en sí, no había podido verificarse la identificación. El joven era alto, blondo, vestía un traje gris, con abrigo claro, y llevaba en el anular derecho una sortija, ornada de una esmera'da en ca- bujón. Sus ropas interiores llevaban bordadas en seda las iniciales E. D. y una corona de barón. No había duda: era Ettore Dalzio.

Cuando llegamos al Hospital, eran las dos de la mañana. Nos habría sido imposible entrar si la au- toridad no hubiese ido con nosotros.

Renuncio á describir la escena que tuvo lugar en presencia del cuerpo de Ettore Dalzio, inanimado. El dolor del padre y de la liermana daba piedad.

El joven, había sido hallado bien lejos de Roma, tendido en el suelo. Cerca de él se había recogido un frasco que según el examen había contenido estricnina. Los médicos, que habían hecho ya un lavatorio estomacal completo, no se atrevían aún á pronunciarse sobre el grado de gravedad del enfermo, hasta no estar seguros sobre los efectos de la absor- ción del tósigo y poder combatir la intoxicación.

Ettore, con una blancura de cadáver, los ojos vi- driosos, los dientes apretados como en una convul- sión tetánica, estaba inmóvil, rígido.

-ir

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Así duró más de doce horas, hasta que las inyec- ciones de los médicos, neutralizando la acción del veneno, le dieron nueva vida.

Era ya la noche del día siguiente, cuando abrió los ojos, sin conocer á nadie, sin darse cuenta de nada, sin balbucear una palabra. Atónito y mudo.

Estaba salvo, al decir de los médicos, pero era necesario ahorrarle toda emoción, dejarlo en una quietud de ánimo completa.

Se prohibió la entrada á los extraños y solo su padre y su liermana pudieron verlo.

Yo aproveché gozoso de esa disposición, que me libraba de la coroée de esa visita, que no me ocasio- naba sino disgustos.

El Coronel y Eleonora, no me hicieron tampoco la más leve indicación para acompañarlos. ¿Porqué? ¿ Ettore Dalzio había dicho en el delirio algo ? ¿ Había <;ontado la escena última habida entre nosotros ?

No sé, pero yo veía bien ciue el padre se destacaba cada momento más de mí, sin ocultarme ya, un estado de ánimo que me era abiertamQnte hostil.

En cuanto á Eleonora, el dolor del hermano la había absorbido tan por completo, poseía su alma de tal manera, que ni un instante se ocupó de mí, en esas horas de angustia, como si su amor hubiese su- frido una paralización, cual si un verdadero mo- mento de amnesia pasara sobre su corazón.

Esa desesperación, esa consagración al enfermo, ese olvido de mi ainor, aumentaba mi pasión por ella y mi odio salvaje hacia Ettore Dalzio. Su dolor, su

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desastre, su sacrificio, no lograban desarmarme. Lo odiaba ahora más, por haber burlado mi alegría de creerlo muerto.

Así, aquellos días que duré sin verlo, fueron un gran regalo de ventura.

Cuando indiscreciones de la servidumbre de San Giacomo, me hicieron saber, que en los días de fiebre y de delirio, era á á quien llamaba, con gritos desesperados, tuve un verdadero movimiento de dis- gusto.

Y, cuando Eleonora misma, como para criticar mi ausencia, me dijo un día :

Ettore pregunta todos los días por tí. No pude contener un gesto de desdén, cuasi de cólera.

Y, ella, bajó la cabeza, meditabunda, triste, como si le pesara la confesión de este cariño tan grande, sobreviviendo así, á mi desdén y aun á mi ultraje.

Días después, cuando ya Ettore había sido trasla- dado á su casa y yo, ido con el único deseo de ver á Eleonora, me hallaba en el salón, ésta, que había en- trado un momento á ver al enfermo, salió como ven- cida, vino á con una grande expresión de súplica en los ojos, diciéndome :

Ettore quiere verte. Ven. Y, yo entré.

El enfermo, reposaba sobre las almohadas, casi tan blanco como ellas. La enfermedad lo había adel- gazado hasta hacerlo esquelético. Su palidez lo hacía espectral. En el rostro exangüe, que parecía tallado en marfil, los ojos lucían desmesurados, inabar-

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cables, en el foco de tinieblas hondas que circuían las violetas pensativas. La boca habitualmente triste, era inconsolable en su rictus de amarga desespe- ranza, de vencimiento irremediable.

La cabellera inmensamente crecida, le caía en largos bucles sobre la frente, surcada de grandes pliegues y sobre el cuello cuasi trasparente, que sur- gía como un tallo de flor, del azul pálido de la camisa de noche.

Al verme intentó sonreír, y me tendió sus dos ma- nos espectrales, murmurando :

Gracias, y un rayo de ventura pareció iluminar su pobre rostro dolorido.

Gracias, repitió, estrechando mi mano, mirán- dome intensa, dolorosamente, y el llanto silencioso, incontenible inundó su rostro.

■^ Después, cerró los ojos y quedó inmóvil.

Basta por hoy, dijo la hermana, temiendo que aquella emoción tan fuerte pudiera serle fatal.

Y, salimos

Yo vi que él abrió los ojos y me miró partir No hizo esfuerzo ninguno para detenerme.

Eleonora, me acompañó hasta la puerta del salón y volvió cerca del lecho del hermano con ternura inmensa y desbordante.

Y, luego los sentí que hablaban muy paso. Ella, con una voz maternal, acariciadora, cual si lo me- ciese en sus brazos, aspirando á dormirlo. Él, con una ternura extraña en la voz varonil, rota por la fa- tiga, pero, extrañamente musical y tierna.

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¿Qué se decían? ¿qué?

Esos diálogos tenían el privilegio de desesperarme.

¿Qué hablaban esas dos almas en desastre?

Todo lo que decían, todo lo que hablaban, era un robo á mi ternura.

Y, el egoísmo inconmensurable de mi corazón, su- fría de aquellas ternuras, prodigadas fuera de él, de aquellas pa'íabras, que no repercutían dentro del abismo de su vida.

Y, yo, sospechaba los besos dados en la claridad blonda del rostro enfermo, y esos besos, aun sabién- dolos maternales, cuasi inmateriales, me parecían el más torturador espectáculo á que huljíese asistido jamás mi alma en visión.

Y, el miraje de esas ternuras infinitas, me llenaba del más vasto horror y hacía en mi alma el negro denso, dentro del cual, se fundían inarmónicamente, todas las desesperaciones de mi vida.

Y, en paroxismos de una demencia colérica, yo tendía espiritualmente mis manos hacia Eleonora, que me parecía lejana, muy lejana, elevada sobre lodos mis sueños, sobre todas mis esperanzas, en un firmamento lleno de cosas olvidadas....

Y, gemía por ella, que tenía entonces, toda la fas- cinación, todo el poder irresistible de los ídolos.

La divinidad del ídolo está toda entera en el cora- zón del adorador.

Toda adoración es un gesto de esclavitud.

Y, es á causa de las tristezas de esa adoración, que queremos ser amados de los ídolos...

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Y, damos al ser amado un corazón de divini- dad....

Y, es á causa de ese engaño inconmensurable que morimos.

El ídolo está en nosotros

Y, un espanto inmenso, me venía, déla idea de ser abandonado por ella.

Y, la imagen de la victoria implacable del hermano, se presentaba á mi imaginación, con una lucidez y una tenacidad, que tenían la obsesión de una aluci- nación.

Sí. Ettore Dalzio vencería por el dolor. El alma de su hermana estaba reconquistada. Creatura de carne, turbada y débil, maravillada ante la vía ideal, ¿iba pues á sacrificar nuestra pasión á su misericordia? El sacrificio, que había sido el alma de su vida, ¿iba á renacer en ella? ¿ Á dónde iba el ritmo de su co- razón? Terriblemente despertada por el recuerdo de las horas lejanas de su adolescencia, de los valles tristes, del río silencioso, del relicario de bellezas que es Verona, su alma volvía silenciosamente hacia ese pasado de quietud, de abnegación, en la cual se había abierto su juventud, como una rosa de glo- ria, bajo la muralla negra del Olvido. ¿ El sortilegio del pasado la atraía más que el sol de nuestro amor que no flameaba ya ?... El horror de esta idea alzaba en mi corazón tal tumulto, que yo mismo me espan- taba.^

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Mi pasión aullaba en la sombra y su aullido for- midable ensordecía mi vida... Y, mi cólera, como una antorcha, iluminaba el abismo donde nuestro amor tenía palideces de cadáver.

Invencible como el mal y como la muerte, el celo devoraba mi corazón.

Y, el turbión de mis dolores se llevaba todas mis alegrías, como el río lleva en sus ondas el fulgor de las estrellas hacia el mar.

Y, veía disolverse en lo infinito el esplendor de mi gran pasión, en medio de la sombra creciente, que obscurecía el cielo de mi vida, lleno con el cla- mor de mi alma supliciada... Y, temblaba ante el espanto de ver disolverse, desvanecerse, esa forma, ese miraje, esa quimera, que llenaba mi vida.

El amor como la vida no es sino una apariencia, una forma, un gesto vago de la inasible vida hu- mana, que va, corre, cambia, desaparece, como una nube bajo el huracán, en cielos llenos de grandes amenazas ocultas.

j Oh, miseria del corazón buscar esta inexistente realidad humana, que no vive sino en la muerte!

Y, buscando la ventura, esa religión que no existe, consumimos en lo imposible, la débil ternura de nuestro corazón. Y, su ausencia nos hace sufrir, y su muerte nos hace morir. Y, todo eso es la vida : abrazarse á su propia sombra, cabalgar en su misma caída : vivir su muerte.

¿No valdría más morir, sinceramente, noblemente, morir por nosotros mismos, frente á la implacabili- >. 19

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dad de este horizonte ilimitadamente ciego y sordo, ante el dolor que nos hace llorar, desaparecer altiva- mente ante este orden de cosas hostiles, más fuertes que nosotros ?

La muerte, es el único desafío á la fatalidad.

El suicidio hace al hombre superior á Dios, por- que Dios no puede morir, y el hombre sí.

La muerte voluntaria es un acto de divinidad.

El gran gesto de desaparición en el sepulcro, llena la eternidad, con el milagro de una voluntad.

Matarse es libertarse.

Por la acción suprahumana del suicidio, el hom- bre vence, vence definitivamente el dolor y la vida. ¿ Qué mayor victoria?

Matarse es redimirse.

Por ese solo acto, el hombre supera á Dios ....

Yo no tenía ese valor y la miseria de vivir me cas- tigaba.

Mis días eran una larga agonía, en que estrangu- lado por el orgullo, me debatía en un silencio la- mentable, en que se ahogaba mi grito implorador.

Mis noches eran crisis interminables de deseos exasperados, de visiones turbadoras, de atroces tor- turas físicas y morales, en que un espanto misterioso parecía torturar las raíces más ocultas de mi ser.

Y, la vaga presciencia de que ese amor había de serme fatal, la certidumbre de que ya comenzaba á serlo, me asaltaban. Pero ¡ ay ! no tenía el valor de las renunciaciones definitivas, y me abrazaba á la esperanza de las divinas alegrías, que aquel amor

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doloroso me ofrecía en la belleza soberbia y en las carnes ávidas de Eleonora Dalzio.

La violencia de mis emociones cortaba el vuelo á mis visiones.

Ya no trabajaba, no tenía pasión para ello, y solo el tropel de mis sueños abortados, llenaba la calma cuasi ascética de mi estudio silencioso.

Grandes crisis de desaliento me asaltaban, un pe- sado aletargamiento de la voluntad, un deseo resig- nado de morir. Pero mi orgullo y mi sensualidad reaccionaban, aguijoneándome para la lucha, para la victoria definitiva de todos mis instintos.

Luchar ¿Contra quién? ¿Contra un anciano inde- fenso y un niño enfermo?

¿Vencer? Sí. Vencerla á ella, cuyo cuerpo de diosa escapaba á mis caricias.

Pero, aun en ese designio feliz de voluntad triun- fante, me parecía ver el mar estancado de mis tris- tezas, en el cual no había de cierto sino la catástrofe y la muerte.

En vano Eleonora Dalzio, en los pocos instantes que me concedía, se empeñaba, en calmar mi dolor intolerable, en apaciguar mis celos monstruosos, las tormentas pavorosas de mi corazón pronto á rom- perse.

Extraordinariamente hermosa y taciturna, ella aparecía á mis ojos como una evocación prodigiosa de placer, como la gran rosa mágica de la voluptuo- sidad, pronta á desflorarse en los abismos tenebro- sos de mi vida.

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Y, entonces, el soplo brutal de mi deseo, pasaba como un huracán de devastación sobre jardines en flor. Mi sensualidad revestía las más agudas formas de la morbosidad y los deseos más envilecedores se abrían en aquel jardín erótico, donde las más absur- ^ das flores de lujuria aparecían sobre los surcos in- mensos de la histeria.

¿ Adivinaba ella la profanación de mis pensamien- tos en el fuego asolador de mis miradas ?

Su rostro permanecía impenetrable, como su pensamiento.

Y, largas olas de silencio nos cubrían, y quedába- mos absortos, mirando por las ventanas abiertas, la ciudad dormida y la campiña histórica.

De la tristeza que enlutaba nuestros pensamien- tos, que parecía desprenderse de la inercia de las cosas inanimadas y de la maravillosa profundidad de las cosas pensadas y no expresadas por nosotros, se alzaba á veces un vaho de acritud, y nos sentía- mos lejanos y hostiles, y nuestras voces sonaban en la desolación, como la queja de náufragos, expirando en playas muy distantes, con un terrible océano entre los dos.

Otras veces, la melancolía misma de nuestros pen- samientos nos hacía tiernos, compadecíamos nues- tras heridas, como dos mutilados sobre el mismo lechO; esquivábamos tocarlas y de esa misma com- pasión de nuestros dolores, nos venía una gran emoción fraternal, que hacía asomar á sus ojos lá- grimas consolalrices.

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Entonces, tomaba yo en las mías sus manos te- nues, que se hacían como prismáticas al brillo de las piedras raras que circuían sus dedos, yo decía á su espíritu atento, en una atención maravillosa, las mil cosas secretas de mi corazón.

Y, como una fuente sollozadora en los zarzales, mis palabras de fervor caían en las tinieblas como divinas aguas de milagro.

Y, mi corazón fortificado por la luz de la esperanza naciente, cantaba como un ruiseñor enamorado, en la selva de la noche... Y, cantaba en el silencio intur- bado, la queja de su delirio, profundo y rumoroso como un mar.

¡Oh, quién dirá jamás de los besos silenciosos, dados en la penumbra, sobre las flores rojas de los labios, donde la nostalgia del amor ponía el sabor acre y salobre de una copa de lágrimas? Y, en ese osario de palabras muertas, temblaban nuestros be- sos convulsivos con un subor amargo de cenizas !

¿Quién dirá el encanto furtivo de la caricia que turbaba en su quietud las tórtolas de sus senos, para buscar el corazón clemente, cuyo ritmo engrandecía en la noche, tembloroso de amor, mientras las hojas estremecidas tenían latidos de alas, pájaros ebrios de armonía himnologaban en la sombra serpenteada de luces profundas, y en la intensidad del ensueño ador- mecedor del deseo de los cuerpos, los labios en los labios, mirándonos en lo profundo de los ojos, nuestras almas celebraban el cántico de los cora- zones ?

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Nadie, sino ella y yo...

El ascua de aquellos besos incompletos, quemando nuestros labios, hacía hervir nuestra sangre y estre- mecerse nuestro cuerpo, en la visión del gran beso definitivo...

Todo beso es una herida, por ella mana la sangre de un deseo inagotable.

Los labios que nos desgarran, ¿saben lo que hacen?

¿Besan por amor? ¿Besan por fatalidad, en el vér- tigo del vicio y del amor que lleva hacia la muerte?

¿Quién sabe?

El beso es un misterio. Todo es misterio pensativo y profundo en torno nuestro.

¿A qué interrogar?

¿A quién?

Toda interrogación es un grito en el vacío.

La Verdad está en el silencio.

¿La Verdad?...

¿Existe la Verdad?

¿Quién sabe la significación de esa palabra in- mensa que nos envuelve como una noche?

¿Es que sabemos algo en medio del fantasma de las cosas, de la fragilidad délas apariencias que nos rodean, que no tienen consistencia sino por el horror de su eternidad?

Vivir es ignorar.

Vivimos con la llaga en las entrañas, y no po- demos verla sino con los ojos espectrales de la muerte.

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La fraternidad con el Misterio no da la tranquili- dad sino á causa de su inmensidad.

El alma no vuela en el Misterio ; queda quieta, como un pájaro que ve la aurora.

El Abismo tiene un Sol.

í^

Era necesario vivir, era necesario triunfar.

En la vida vencer es un deber.

Es necesario destruir de un solo golpe el des- aliento, la tristeza, el tedio, todo eso que anubla y empequeñece la vida.

Es necesario acercar al alma el licor de la fuerza, en copa de resistencia y decirle : « Bebe, de lo con- trario morirás. » No. Yo no sería vencido; no quería ser vencido. La esencia de mi naturaleza misma pro- testaba contra esta aceptación de la derrota.

Mi orgullo, como un cordial vivificador, me comu- nicó una energía extraña y tenaz, que me dio una gran ambición del triunfo, una esperanza inconmen- surable en él.

Mi correspondencia con Eleonora Dalzio, había tomado hasta entonces todo mi tiempo. Tres veces por día nos escribíamos, y mis cartas eran como un diario de las batallas morales de mi corazón.

Fiel á mi designio, fui espaciando mis cartas. Con pretexto de una comanda de cuadros, reduje nuestra correspondencia á una misiva por día. Y, aun en

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ella, mi ternura que era grande, no presentaba los lineamentos de violencia y de pasión fatal que habían llenado las otras.

Entonces, fué Eleonora Dalzio quien llegó á temer por mi corazón ; y por el alma suya, como por un cielo gradualmente obscurecido, se vieron pasar las sombras alternantes y "terribles de la desesperación y de los celos.

En sus cartas, se sentíala fiebre de cosas inexpre- sadas, y se veía su alma, vagar atormentada por los grandes caminos desamparados del terror y de la duda.

El fantasma del Olvido se alzaba ante ella, como un gran muro, hasta entonces no presentido por su corazón.

¡ Temía ser olvidada !

Y, en su corazón impetuoso, el amor se alzaba vio- lento, armado de todos los rencores, para defenderse contra el olvido.

i El amor ! ¡ Ese grande amor que lleva á salvarse ó á perecer, en las luchas salvajes de la vida!

Y, como si todo su pasado de sacrificio estéril, de inmolaciones infecundas, se hubiese alzado ante ella, con el espectáculo asolador de sus esterilidades inútiles, su alma se rebelaba al suicidio moral, á en- trar de nuevo en el silencio, en la abnegación solita- ria, por el sacrificio de su inmenso amor.

Y, la soledad de su alma, la soledad de su juven- tud sacrificada, se alzaba ante ella para aterrarla, y tendía á los brazos desesperados, pidiendo no ser abandonada.

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Y, toda su alma trágica, gemía en aquellas cartas, pronta á romper los yugos que querían encadenar su voluntad....

Yo, sentía la llama de su amor, envolverme á dis- tancia como un incendio de sol.

Y, veía la resurrección violenta de su pasión, alzarse ante el obstáculo, como una fiera ante la reja, resurgir de su acalmía, como una hoguera que el viento de la noche aviva y fortifica.

Y, comprendí que era la hora de mi poder.

Mis visitas ya, raras ala casa Dalzio, cesaron por completo, ante la hostilidad manifiesta del padre...

Entonces, la exaltación de Eleonora, no conoció ya límites.

Se rebeló contra el yugo paterno, con una exaspe- ración que tenía de la locura.

Y, nuestras citas, que se hacían más frecuentes, eran para ella crisis de lágrimas y de reproches, de angustias y de celos interminables.

Y, yo las abreviaba, seguro de aguijonear con eso su pasión.

Y, un día llegué á decirle :

Puesto que es mi amor quien te martiriza, yo me borro ante tu felicidad; yo parto si es preciso, si ello place á aquellos que te torturan.

Era en Villa Maltei, en cuyas arboledas melancóli- cas, moría el sol en una lluvia de carmín y de oro, y sobre los mármoles pálidos, la gloria del crepúsculo extendía su sombra omnipresente.

Jamás olvidaré la lividez terrificante, el grito de

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angustia, con que la pobre mujer vencida, se abrazó á diciendo :

¿ Partir tú? jamás, jamás, primero la muerte.

Alma mía, le dije entonces, desflorando sus la- bios con los míos ¿ dónde nos conduce nuestro amor ? ¿Adonde vamos? Si este laberinto multiforme, no tiene más salida que el dolor, ¿á qué seguirlo? ¿á qué ir con los ojos abiertos hacia él? Si amar es su- frir, ¿para qué amar? El amor tiene otras praderas, otros soles ¿por qué no volver los ojos hacia allá? ¿por qué no marchar hacia ellos? El amor tiene flores maravillosas, ¿por qué no cogerlas? ¿por qué contentarnos en desgarrar las manos con sus espinas? Lo que hacemos es insensato ¿ á quién acusar de nuestros dolores ? Si la vida abierta ante nosotros nos ofrece sus goces y no queremos tomarlos, ¿por qué quejarnos? ¿por qué?... ¿ Por qué soportar en el alma todo el dolor del mundo y no gozar del placer que llevamos en nosotros? El cuerpo humano es una lira de emociones ; ¿ por qué no arrancar la melodía suprema? ¿por qué limi- tarnos al viejo clavicordio sentimental, para entonar con él la romanza monótona de nuestra desolación terrible ? Si nuestros amores románticos no estallan en nada definitivo, ¿ á qué continuarlos ? ¿ á qué ?...

Ella, no respondía, parecía que sobre su alma triste las palabras pasaran sin sonido y no tuvieran el poder de despertarla.

Y, aquella creatura encorvada bajo el pesar in- eluctable, no tuvo el don de conmoverme.

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Embriagado por mis palabras, llegué á sentir la verdad de ellas y la convicción profunda de la inuti- lidad de ese amor sentimental, puso más amargura en mi voz cuando le dije :

Vamos, decídete... Es mejor que yo parta ; ¿ á qué torturar así nuestras dos vidas ?

Y, con una voz que era un soplo, ella murmuró :

No me abandones, no me abandones, tuya soy. Yo no soy en poder tuyo sino una cosa que te ama. Haz lo que quieras...

Entonces, la atraje entre mis brazos, en la calma del jardín, ya invadido por la languidez de la noche y el silencio, en la sombra que se extendía ante nosotros en una calma fluvial, cubriendo como un manto de pudor las estatuas desnudas de los dioses desterrados.

Y, le dije al oído tantas cosas, que su carne tem- bló, en una convulsión ardiente de deseos.

¿ Quieres ?

Sí.

¿ Cuándo ?

El jueves.

¿Dos días aún ?

Sí...

Sea...

Y, sellamos el compromiso con tantos besos, que debieron exultar los faunos rientes, que en las fuen- tes cercanas, humedecían sus barbas de piedra, en la inmóvil y gozosa quietud de un sueño antiguo.

Y, bajo el dulce sol que se moría, regresamos á la

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ciudad, muda ya la palabra en nuestros labios, pero llenos del encanto de nuestra promesa irrevocable.

Y, la visión gloriosa de la mujer prometida, llenó mi corazón.

Y, nos separamos, llenos los dos de la presencia de nuestro amor, engrandecido por la presciencia misteriosa del gran beso irremediable...

De nuevo mi estudio se engalanó para recibirla, como en los días ya lejanos, en que su hermosura irradió allí como un sol, cuando mi pincel reprodu- cía en la tela los rasgos clásicos de su belleza im- ponderable.

De nuevo la oritlama roja y oro de las sederías, volvió á cubrir los muebles entristecidos; los tapices de Esmirna, cubrieron los mosaicos del suelo ; las telas triunfales de Petchilí, se alzaron en haces sobre los muros y cayeron como una dalmática rutilante sobre los sillones y los divanes ; las estatuas y los bustos, como grandes lises de mármol, perfilaban en fondos escarlatas la línea impecable de su belleza blanca, maravillosa en la penumbra; los grandes vasos antiguos rebosaban de rosas blancas, sobre las cuales caía la sombra de las grandes parásitas, cuyas hojas violáceas entristecían la alegría de los gera- nios, que escalaban el muro, en una ascensión de pétalos inmaculados ; y todas esas cosas, como ani- madas por la fiebre de la espera, vibraban como emocionadas, se hacían radiosas para recibirla, en la

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tierna sinfonía de un gran culto adorador. En ellas el alma entera del amor cantaba un Epitalamio.

Un cielo maravilloso, como una dilución muy tenue de jacintos y amapolas, daba afuera sus extrañas coloraciones, que apenas penetraban á través de los cristales, cubiertos por cortinillas de seda de un color de argento casi perla, que hacía la luz tierna, amor- tiguada, como una luz blanca de pagoda.

Una penumbra deliciosa, adoratriz y cómplice, en- volvía las cosas en uno como murmurio confidencial, cuando ella penetró, aquella tarde inolvidable, en aquel templo suyo, que yo había ataviado para reci- birla, para rendirle culto, en el rito de nuestros besos, donde, su cuerpo como una hostia iba á ser levadura augustal de sacrificio...

En la sombra discreta del aposento, apareció vaporosa, como fosforescente de amor, entre las ne- gras blondas que la cubrían.

Un perfume capcioso se escapaba de sus trajes, perfume de ámbar, que turbaba con su acritud extraña los sentidos y llenaba la estancia toda, donde reinaba un silencio misterioso, como prepa- rado para el éxodo vertiginoso de los besos.

La brisa tibia, embalsamada con el hálito de los rosales cercanos, pasaba por sobre nosotros, como desflorando con labios maternos, aquella frente, sobre la cual, se estremecfan, prontas á morir, las clemátides enfermas de una larga virginidad.

Un embriagante olor de tierra fecundada, olor de vida vegetal y de animalidad fuerte y obscura, se

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desprendía de los jardines cercanos y de la pradera remota, saturando el ambiente de efluvios pesados de voluptuosidad, que predisponía á una lucha deses- perada de caricias.

Cuando le hube quitado ol velo con que se cubría el rostro y el manto con que ocultaba sus formas adorables, la tomé en mis brazos con dulzura y la estreché larga, silenciosa, apasionadamente.

Ella temblaba, como presa de un terror mortal, y sobre el espanto de su rostro, la sonrisa del amor se dibujaba, como un arco iris bajo los cielos en lluvia.

Los párpados bajos, los labios tristes, estrechaba mis manos en silencio.

Nos sentamos en el sofá, que se hundió al peso de nuestros cuerpos, como invitándonos á reclinarnos más profundamente en él.

Ambos callábamos. Yo saljía por propia experien- cia, que en esos casos la palabra sobra, y evapora el sentimiento y despierta y aleja la mujer.

Yo la rodeaba el talle con mi brazo, y su cabeza inerte, como separada del tronco, caía sobre mi hombro.

Y, temblábamos los dos, sorprendidos por el mis- terio de la hora, en el silencio incitador y cómplice, que parecía poblarse de llamadas desesperadas á gestos concupiscentes...

Y, el collar de nuestros besos, se interrumpía úni- camente, para dejar salir las palabras sacramen- tales :

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Yo te amo....

Yo te adoro....

Y, el rosario del amor se desgranaba en nuestros labios, bajo la paz luminosa de los cielos, donde los astros, como ostensorios lejanos, enviaban sobre nosotros el rayo intermitente de sus fuegos enamo- rados... Y, toda la letanía de la pasión fué dicha por nosotros.

Palpándonos amorosamente , con tocamientos dulces de voluptuosidad, que parecían músicas sa- bias, ebrios de amor y de reconocimiento, marchamos hacia la posesión suprema, que parecía llamarnos en la sombra, con voces estranguladas de deseos.

Blanca y flébil, como un cisne prisionero, ella me hablaba en voz muy baja, tenue como una armonía de arpa, devolvía mis caricias con el encanto de una emoción religiosa, y sus ojos brillaban como astros muy remotos, sobre el rostro pálido, que tenía tenui- dades de flor.

Y, yo, las aprisionaba al salir de sus labios tristes, de los cuales, el deseo se escapaba como una llama taciturna.

Cuando mi amor se hizo brutal, y en la sensación del vértigo exasperado, la incliné sobre el sofá, y brilló su cuerpo desnudo, y en la succión prolongada de nuestros besos hechos febricitantes, nuestros cuerpos se unieron en el espasmo definitivo, y el grito débil de su virginidad violada, llenó la estan- cia.... las glisinas que temblaban sobre los vasos, dejaron caer sobre nosotros sus pétalos, desflorados,

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como la belleza profanada que sollozaba en mis brazos

La noción del tiempo, del espacio y de la vida, se borró en nosotros, estremecidos, ebrios del beso fatal, felices en el abrazo de nuestros cuerpos lacerados de amor...

Bella, de una belleza aún más intensa, con la tur- bación sagrada de su carne profunda, trágica en la onda impetuosa de sus deseos crecientes, que la hacían vibrar con no qué extraños fuegos y la hacían fosforecer con una especie de taciturnidad nocturna, con una sed de maravillamientoy de exul- tación, se prendía frenética á mis labios, cuando un ruido inusitado nos hizo levantar la cabeza ..

Alguien había cerca de nosotros.

Había anochecido y no se distinguía nada.

A medio levantarme, prisionero todavía de sus brazos, di vuelta al botón de la luz eléctrica.

y, Ettore Dalzio, pálido, inmóvil, estupefacto, se alzó ante nosotros en la irradiación luminosa, como una aparición de Justicia, de Dolor y de Venganza.

Parecía no vernos, tal era la atonía de sus pupilas.

Y, sin el gesto indefinible de todas sus facciones, sin el inmenso temblor que lo agitaba, se hubiese dicho un cadáver, alzado así en la luz, sobre la fron- tera misma del horror y de la Muerte.

Presintiendo lo ineluctable de una tragedia inme-

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diata, me puse súbitamente entre él y su hermana, para protegerla.

Eleonora, dio un grito, queriendo cubrir sus des- nudeces, y tapándose el rostro con las manos, corrió á refugiarse en el pequeño gabinete donde se desnu- daban los modelos.

Y, un reguero de rosas y violetas, marcó la fuga de sus pasos.

Ettore y yo quedamos frente á frente.

Lívido, cuasi incorpóreo, los ojos desmesurados, sin fulgores, los labios exangües, apenas visibles por el gesto amargo que los hacía separarse como una desgarradura, en una carne muerta, me dijo con una voz lenta y difícil :

Flavio Duran, ya tu obra está cumplida. Has matado mi corazón y la has deshonrado á ella. Tu egoísmo ha devorado de un solo golpe mi ventura y el honor de mi nombre. Me lo has robado todo : el amor de ella y el honor de mi familia. Por estoy abandonado y deshonrado... Sin tí, sin ella, ¿qué será de mi vida? Flavio Duran, ¿qué has hecho de ella ? ¿ Por qué te encontré en camino ? ¿ Por qué entraste un día bajo el techo de mi hogar? Tu aliento lo ha devastado todo... todo... Ah, yo debería matarte. Yo lo sé. Ese es mi deber. ¿Por qué no lo hago ? ¿ Por qué ?... No, yo no vengo á mataros á tí, ni á ella. Vengo á caer en medio de vosotros. Vengo á regar con sangre vuestros amo- res... Una sangre que no se secará... Flavio Duran, yo no vengo á matarte. Vengo áque me veas morir.

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Y, sacando un revólver se apuntó al corazón.

Yo, pude con una sola palabra, haber dominado aquel niño sugestionable y violento. Pude con un solo gesto, haber apartado de su pecho el arma, que apenas podía sostener su mano sin fuerzas.

Pero, no lo quise.

No dije una palabra ; no hice un movimiento.

El odio implacable me paralizaba allí.

Adiós, dijo el niño desesperado, mirándome por última vez, con una mirada indefinible de ternura y de reproche. -

Aparté de él la vista, para no verlo morir.

Una detonación sonó entonces.

Y, Ettore Dalzio cayó á mis pies. La bala le había tocado el corazón.

Por un esfuerzo supremo, levantó su cabeza, apo- yándose en el brazo y con ojos ya entenebrecidos por la muerte, con un gesto vago me llamó.

Me acerqué á él.

Con un arranque do fuerza heroica, de esa que es común en los moribundos, me echó los brazos al cuello, me estrechó con locura, y buscando mi oído, me dijo en él, por qué me dejaba vivir... por qué mo- ría. ..

Y, desprendiendo sus brazos, rodó al suelo,

¡ Estaba muerto !

Y, quedé solo con él. Entonces un terror pánico, inexplicable, incontenible se apoderó de mí.

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La hermana había huido y yo estaba solo, solo con aquel asesinado, cuyos ojos vidriosos parecían fijos en mí, siguiéndome á dondequiera con una mirada indescifrable, que era como una imploración.

No fui más dueño de mí, y enloquecido de pavor, sali del estudio y descendí por la escalera lanzando gritos lamentables

El suicidio de Ettore Dalzio fué el escándalo del día.

Todos los que envidiaban mi talento ; aquellos á quienes hacían sombra mis triunfos ; los otros, á quienes mi fortuna exasperaba ; los que no perdona- ban mi orgullo ; los que calumniaban mi soledad ; todos se unieron, roedores y voraces en torno á mi reputación amenazada, como grandes tiburones, en torno á un buque pronto á hacer naufragio. Creían llegada la hora de mi caída y se aprestaban á devo- rarme.

Y, en esta hora inconmensurable, hora de dolor, estuve solo, solo como mi vida, cara á cara con mi destino. La impertinencia del consuelo no vino á tocar mi corazón. Yo era un aislado, un solitario, y aislado y solitario debía sufrir. Solo debía caer y si era preciso, solo debería morir. La soledad es una cima, sobre la cual no se posan sino las grandes aves meditativas del silencio.

Y, ellas me hicieron compañía.

Vittorio Vintanelli estaba ausente. Perseguido por la justicia, acorralado por la jauría, el gran león re-

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beldé había huido, agitando su antorcha en la noche impenetrable, ¿ á dónde ? Su última conferencia había sido dicha en Milán. Su última carta estaba fechada en Berna ; en ella me anunciaba no escri- birme más por temor de comprometerme...

Allí perdí sus huellas... Era una grande ausencia, una ausencia inconmensurable, que espaciaba mi soledad. Fuera de su fraternidad, toda amistad era para una palabra obscura, una garra que se po- saba sobre mi corazón y desgarraba mi herida. El orgullo de la soledad, da esa insensibilidad, que es como la túnica de un dios de piedra, en cuyos pliegues se rompe la tormenta.

Roma se llenó con el ruido del escándalo. Mil ver- siones circularon en pocas horas ; todas exageradas, todas falsas. La fantasía inventó las más inverosí- miles leyendas.

Unos, decían que yo había sido herido, que un duelo había tenido lugar entre Ettore Dalzio y yo, cerca al cuerpo desnudo de su hermana desmayada ; otros, que yo había matado á Ettore Dalzio.

Y, la verdad tardaba en abrirse campo, porque allí no había inverosímil sino la verdad.

¡ Inverosímil hasta el misterio !

¿Por qué no me había matado?

¿ Por qué se había matado ?

¿ Por qué?...

La pericia medical declaró el suicidio.

La calumnia cayó á tierra. Pero, la tremenda in- terrogación quedó gritando en todos los labios.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 311

¿ Por qué se había matado ?

¿Por qué?...

¿ Por quién ?

Y, la verdad me quemaba los oídos... Y, mis labios habían de cerrarse como un gesto de muerte ante la gran tragedia desoladora.

Y, huí...

Huí, llevándome mi hijo.

Huí hacia París.

Mi hijo, mi secreto y mi dolor, me hicieron com- pañía.

Fui hacia París como hacia el olvido.

Fui hacia la gran ciudad, pidiendo á su tumulto la clemencia tenebrosa del océano.

La sed de todos los olvidos ardía en mí.

Y, fui hacia ellos.

París, la Ciudad Sol, me fascinaba sin atraerme. La amaba sin desearla.

Yo no amo las grandes ciudades.

Su tumulto me desconcierta y me aterra. Soy el enemigo personal de la muchedumbre.

Toda multitud me parece una selva de hombres, donde cada árbol me es hostil. El hombre colectivo me disgusta hasta la náusea y me asombra hasta el horror.

Siento el vértigo de las masas.

Un tumulto, aun á distancia, me hace palidecer. Si yo hubiera sido un hombre público, héroe ó tri- buno, una apoteosis habría bastado para matarme. Habría muerto de mi gloria.

Soy el enamorado del Silencio.

La soledad es mi culto.

Tengo el alma cenobítica y claustral.

La vida superior no se desarrolla sino en el espa- cio ideal de los silencios.

El verdadero resplandor de la Belleza, no se mués*

EL ALMA DE LOS LIRIOS < 313

tra á nuestros ojos, sino en ese destierro terrestre, que se llama : la soledad.

La contemplación, que es el estado natural del alma solitaria, abre los cielos inconmensurables de la Visión y enseña los últimos corpúsculos de gloria, al alma visionaria, hecha vidente.

El Silencio es un cántico sin notas, cántico del alma, que hace sonar en la soledad las voces inarti- culadas de todas las espiritualidades de la tierra.

Y, mi alma es como un himnólogo de esos cantos.

Como esas almas de solitarios, de que habla Helio : el Silencio es mi 'patria.

Y, me hundo en él, como en un gran baño repara- dor de luz y de misterio.

El Silencio fortifica y dignifica.

La rosa, la pálida rosa del ídma, se abre en sus senos ilúcidos, como un jirón de cielo lleno de astros.

El vértigo de la Soledad y del Silencio, reina omni- presente en mi corazón.

Los grandes silencios conventuales, de ciertas ciu- dades italianas, que parecen dedicadas á descifrar el silencio en sus jeroglíficos de piedra ; los silencios de Pisa, de Subiaco, de Orvieto, de Yelletri, me sedu- cen, me dominan, me fascinan hasta el éxtasis.

Por eso amo á Roma y á Venecia, por sobre todas las ciudades de la tierra. Las amo como los dos más grandes templos del Silencio.

La fiebre que se escapa de las campiñas romanas, ardidas y desiertas, es una fiebre de m.udez. Se

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teme con el ruido del pincel despertar la soledad.

La fiebre que se escapa de las lagunas venecianas, obscuras, profundas, tornasoles, es una fiebre de si- lencio. Los grandes horizontes acuáticos con abis- mos de mar y de infinito, las ondas muertas de los canales que parecen obscuras do secretos, todo in- vita á callar...

De las altas cúpulas de oro, de los muros ne- gros, de las torres acanaladas, se siente bajar el Silencio como una ala, como una admonición á la quietud.

Y, Venecia es como un cimófano pálido, prendido sobre el pecho del Silencio.

El gran recuerdo que yo conservo de mi patria, es el recuerdo de sus soledades.

Ella no vive en sino por sus silencios :.el silen- cio de sus selvas, el silencio de sus valles, el silencio de sus ríos.

Aquellas selvas enormes, vastas como países, yo las he visto dormir en el abismo de su soledad, en la angustia de las tardes, bajo su penacho de llamas, como prontas á revelar una alma... y se duermen en el silencio, temerosas de ser llamadas á la vida. Aquellos valles próvidos, inmensos, donde cabría la Europa, callan, en el silencio de su virginidad agreste, temerosos de ser denunciados y ser violados por el tumulto y la conquista. Aquellas grandes ci- mas se alzan hacia el cielo, solas, como una implo- ración del Silencio hacia la Eternidad. Aquellos ríos fantásticos, grandes como mares, indescifrables

EL ALMA DE LOS LIRIOS 315

como la vida, entran al océano sin tumulto, como almas déla Soledad entrando en la Muerte...

El Silencio es el alma de la Vida.

El Silencio es la palabra de la Sabiduría.

En la boca cerrada de la Esfinge vive todo lo que hay de divinidad sobre la tierra.

El Silencio es la confidencia de lo bello. En él flo- rece todo lo que el Arte puede dar al corazón hu- mano.

Las grandes cosas inmortales no nos son dichas sino por los labios tristes del Silencio... Él, es el ma- nantial de la Revelación y brota de las rocas mismas de la Eternidad.

Para amar el Silencio se necesita comprenderlo : ser una alma de meditación...

La soledad es el horror de la mediocridad : se muere en ella.

Condenad á la soledad un hombre mediocre y lo habréis condenado á la demencia.

Él, ignora el lenguaje de la soledad, y las grandes voces del Silencio le son desconocidas. Nada dirán á su corazón de tumulto.

La vida de silencio es una predestinación y para vivir en su reino es necesaria una iniciación.

La poesía de los claustros no vive sino del Silencio. El misticismo, es una abeja de oro que liba en esa flor. Los místicos son los doctores extáticos del coro del Silencio. Cuando yo he entrado á las grandes abadías, á los monasterios inmensos de cartujos y trapenses, allí donde se oye el Silencio y el Silencióles ley, es su

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himno, ese himno sin sonidos y sin palabras, el que ha dicho cosas grandes y ha sumido en la medita- ción mi alma sin fe. Todos aquellos monjes graves, de sincera ó fingida austeridad, no se han sublimi- zado y engrandecido á mis ojos, sino por su silencio. Aquellas vidas de renunciaciones no me dicen nada, es aquella vida de silencios, la que abre á mi fantasía un jardín de divina primavera.

Tras de cada uno de aquellos labios sellados vela una alma. La vida intensa del Silencio la hace mag- nificente. Uno de esos monjes en oración no es grande porque dialoga con su Dios ; es grande por- que se abisma en el Silencio. El voto del silencio es un voto de divinidad, no por la dificultad de guar- darlo, sino por la dificultad de comprenderlo. Oir el Silencio, he ahí la clase de divina demencia, que el mundo no comprende.

Y, la divinidad no habla sino por grandes silencios á los hombres.

Y, donde una de esas palabras de silencie cae, se abre un genio.

El genio es la flor del mundo interior poblado de silencios.

He ahí por qué yo no amaba á París.

La Ciudad Luz, con sus siete cabezas de Hidra, coronadas de relámpagos, y su vientre palpitante de lujurias, no decía nada á mi corazón, nada á mis sentidos.

Yo llegaba á ella, con un fardo de tristezas, mayor que lo que ella podría mostrarme de grandezas.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 317

Aquel cerebro del mundo, nada podía decir á mi cerebro de artista.

¿Que podría la ciudad grandiosa y terrible, ha- blarme de Arte á mi, que venía de la cuna del Arte mismo, de allí donde su alma se ha abierto y ha florecido en mayor vigor de Belleza y de Inmorta- lidad? Ars Parens.

¿Qué podrían mostrarme sus museos, donde el bandalaje épico, ha acumulado las huellas de sus rapiñas, á mí, familiarizado con la diaria contempla- ción de las obras maestras, de las cuales esos mise- rables rehenes del saqueo daban apenas una pálida y remota idea?

¿ Qué podrían decirme de nuevo sus artistas más ó menos geniales, que para serlo habían tenido que ir á beber aquella fuente de la cual mi espíritu se- diento había ya agotado hasta la última linfa?

A un artista formado en Italia, ¿ qué podrá ense- ñarle el Arte todo de los demás países de la tierra, floración pálida de ingenios, al lado de aquel jardín de bellezas, en el cual los chefs-d'oeuvre, se abren, como la flor inmortal del Genio, fecundado por un sol imponderable, que no brilla sino allí? Porque el sol de Italia, como el cielo de Grecia, son la mitad del genio nacional. El perfil ligero, aéreo, armónico de los frisos y columnas del Partenón no puede desta- carse, no puede concebirse, en toda su gracia im- pecable y majestuosa, sino en la pureza, en la dia- fanidad única de los cielos atenienses.

Y, las alas enormes de la Victoria colosal que

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dominaba el acrópolis, ¿dónde pudieron abrirse diseñando su perfil linearlo, que no fuera en ese horizonte de aguas y montañas, bajo la transpa- rencia luminosa de los cielos homéricos, ante el zafiro fosforescente de mares peloponesos ?

Y, el cielo no se conquista. La luz no es un des- pojo que los merodeadores del azar pueden traer enredado en sus espuelas, uncido como un esclavo á su corcel de guerra victorioso.

Conocedor de París, no me fué difícil instalarme.

Antes de una semana tenía ya amueblado mi apar- tamento y establecido mi atelier, por allá vecino al Boulevard Montparnasse, en la rtíc d'Odessa^ una calle hundida entre el Boulevard y la Gare^ calle lejana y adusta, donde no se oía más ruido, que el constante vaivén de los trenes de hanlieue. Era un pabellón blanco y coqueto, que daba sobre un jardín sembrado de mimosas y glicinas. Lo bañaba siem- pre la luz, esa luz blanca y sin intensidad, que tan raras veces se hace vibrante y azul en el cielo de París. Constantemente, como pájaros fantásticos, las columnas de humo délos trenes, espaciándose en el aire, fingían fragmentos fumosos de un cielo lon- dinés. De las ventanas más altas se veía el cielo cambiante, panoramas fragmentarios de París, los trenes que llegaban y salían... Un cielo sin presti- gio á mis OJOS, una ciudad sin voces para mi alma, un tumulto que no decía nada á mi corazón, i Oh, el

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cielo, el silencio, la quietud romanos ! ¿ dónde es- taban? La Ciudad Eterna, ¿no era pues eterna para mí? ¡También había pasado!

Era un miraje... otro miraje...

Siempre el miraje, en la niebla cambiante de mi vida.

¡ Nada que colme el vacío, la sed, la inmensidad del corazón ! ¡ Nada sólido, nada real, donde posar|mi infatigable sueño I i El desencadenamiento continuo, el torbellino perpetuo de las cosas de la vida, cam- biando siempre mi horizonte, desarraigando mis pasiones, produciéndome el estremecimiento miste- rioso de la nada, y del vacío !

La instabilidades el destino de la vida.

No hay asilo seguro para nuestro corazón.

¿Dónde ocultar la humillación de nuestras derro- tas?

¿Cómo rehacer nuestro bello gesto de victoria?

La inanidad de todo esfuerzo reside en la vida, en su tranquila inmensidad.

Todo esfuerzo es el gesto de dos manos tendidas para abrazar la Nada.

¡ Oh, la Vida, la estéril, la infecunda carrera hacia la Muerte!...

Con ese inmenso poder de olvido, que es la fuerza propulsora y genitriz de mi corazón, la serenidad fué viniendo poco á poco á ini espíritu, y suave- mente lenificaba mis heridas.

¡ Me había propuesto olvidar, no posar mi pensa-

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miento en el rincón obscuro de mi memoria donde dormía el sangriento drama ! No recordar la hora gloriosa y trágica en que Eleonora Dalzio cayó ven- cida en mis brazos, y Ettore Dalzio rodó muerto á mis pies.

¿Áqué golpear mi cerebro contra el horror? ¿Á qué la estéril contemplación de lo irremediable?... El pasado, el presente, el Bien, el Mal, faces cam- biantes de la Vida, estados transitorios, inasibles de algo informe y confuso, todos pasan, todos pere- cen, todos mueren...

¿Á qué darles valor y forma de cosas tangibles é imperecederas ?

¿ A qué mirar en el abismo donde se mueven tantas sombras?

Yo expulsaba las mías de mi memoria, las empu- jaba fuera de mi corazón, las precipitaba, las echaba hacia el Olvido con una tenacidad impla- cable y feroz.

Me había propuesto marchar hacia el Olvido y la lo- graba. Ya me sentía entrar en él, como en un paisaje iluminado á medias por la luna. Claridades tenues irradiaban en mi espíritu lentamente libertado de las visiones obsediantes, mientras la bruma de los recuerdos quedaba abajo, muy abajo, como la som- bra al pie de un monte sobre el cual empieza á des- puntar la aurora.

Los trabajos concernientes ala instalación de mi apartamento, ocupando todo mi tiempo, ayudaban á esta obra de liberación.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 321

De Romano había traído sino mis cuadros. Todos mis muebles habían sido vendidos en subasta. Yo no quería testigos de ese pasado. Todos esos mue- bles me parecían como impregnados del perfume de Eleonora... Todos me parecían manchados con la sangre de Ettore Dalzio.

Y, yo me empeñaba en expulsar la sombra de los dos hermanos, á grandes golpes de Olvido, de mi corazón.

¿ A dónde mi amor por Eleonora? La posesión lo había matado. Como todos mis amores, no era un amor, era un deseo. Y, el deseo muere al realizarse, como ciertos insectos en el acto de la fecundación. La sangre de Ettore Dalzio, me parecía á un mar que nos separaba. Ella había puesto un acre sabor de muerte en nuestros besos.

Yo no la había visto, no le había escrito después de la catástrofe. No le había comunicado mi viaje. Me empeñaba en expulsarla de mi recuerdo, y ella se iba lentamente, lentamente, como una nube que se esfuma... ¿Aqué continuar ese idilio, tan bru- talmente roto por la vida?

¿ Para qué continuar unidos el viaje á lo Impo- sible? ¿A dónde irían ya nuestras dos almas? ¿Adonde?...

En París compré todo un nuevo mobiliario.

Y, fué un gran placer de mi espíritu, dirigir, ar- reglar, ejecutar por mismo la decoración de mi atelier.

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Por el gran poder de aislamiento que hay en mí, la fiebre del traijajo, cualquiera que sea, me ab- sorbe de tal manera, que toda idea ajena á él des- aparece, y como el filósofo ideal, yo vería indife- rente caer el mundo á pedazos, con tal que no tocara mi obra, esperando sereno la mole convulsionaria que había de romperme la cabeza.

Me di en esos días á pintar todo un lado del estu- dio : un gran fresco mural al estilo de Carpaccio. Era un cuadro sin alegorías, un horizonte de aguas y de juncos, de un verde de aguas lodosas, bajo un cielo de azulceladón,un cielo estupefacto sin ful- gores, en cuyo fondo el rayo delicuescente de una luna taciturna, acariciaba aquel estancamiento de melancolías...

Ese horizonte de evocación involuntaria despertó en mi alma el recuerdo ya olvidado de Delia, Y, no temblé. La vi y no la reconocí en el fondo de mi memoria. Su bello rostro de miniatura sin colores, no dijo nada dulce, nada tierno, nada acariciadora mi corazón... Su mudez era igual á la mudez del alma mía...

Á través del tiempo y del espacio, nuestras almas ya no se conocían... ¡ Oh, poder del olvido y de la Muerte 1 Él, borraba todo á mis ojos, todo, hasta el punto de no poder roproducir aquel rostro, no po- derlo pintar allí como intenté, ¿por qué? Porque no lo recordaba.

Sus facciones, sus gestos, su expresión se habían borrado, no vivían ya en mi memoria.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 323

Yo sabía del color de sus cabellos y de sus ojos, de la sonrisa de su boca, pero todo era mezclado, con- fundido, palidecido, sin precisión, sin claridad, como las líneas de un daguerrotipo, ya casi desaparecido por los años.

¡ Y, la había amado hasta el delirio, hasta no poder vivir sin ella, hasta intentar morir con ella I...

Y, hoy, sus facciones no podían llegar á mi memo- ria, ser reproducidas por mi pincel. .. No recordaba ya como eran ellas...

¿ Eso es el amor ?

¡Oh, bendita esterilidad de mi corazón!

Y, no pudiendo reproducir esa sombra de mi pasado, para llenar con ella el fondo del cuadro, pinté una calavera enorme, sostenida en tentáculos de pulpo, que como una inmensa y repugnante araña llenaba todo el horizonte...

Y, reí ante aquel monstruo tentacular, que se refle- jaba en las aguas, informe, aterrador, efímero como Dios.

Y, reí de la inanidad de la Vida, del Amor y de la Muerte.

Absorto en mi soledad, mis días se pasaban casi en la ventura.

Mi sola compañía era Manilo. El pobre niño se había encariñado de tal modo á mí, que no me dejaba un minuto. A todas partes me seguía, con una seriedad, con una gravedad extrañas á sus años, fijando en mí, obstinadamente, sus ojos ne- gros, inmensos, que recordaban los de la madre ,

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pero, tiernos, acariciadores, llenos de cosas irreve- ladas. Y, termniadas las faenas del día, cuando yo reposaba, venía á en el silencio, caminando muy paso, y me rodeaba el cuello con sus brazos y recli- naba en mi hombro la cabeza agobiada de rizos negros como una noche, y se quedaba dormido así.

Y, yo veía con un espanto sin medida, aquel ser creciendo al lado mío, viviendo por mí, siendo un pedazo de mismo, y eso me aterraba...

La Vida es una cosa mala, la Vida es una cosa cruel, estamos rodeados de fuerzas hostiles por todas partes, no podemos librarnos de ellas, esta- mos entregados á garras invisibles... No hay ven- tura posible. El dolor reina en todas partes. ¡ Vivir es una desesperación y una vileza ! Bastante crimen es soportar la Vida. ¿Porqué darla?

Y, á ese pensamiento, una gran conmiseración me venía por ese ser inerme y desvaUdo, á quien yo había impuesto la carga ponderosa de la Vida. Ese ser, de cuyas manos diminutas me parecía ver surgir puñales ocultos, pidiéndome razón de mi crimen, ¿i Icrimen sin castigo, el crimen cobarde de la imposición de la vida á un ser. / El crimen de la paternidad! ¿quién lo castiga?

Lástima, una lástima inconmensurable; he ahí lo que me inspiraba ese ser que era mi hijo.

Yo no podía amarlo.

¿Por qué?...

En vano se interroga el corazón... Él, ni obedece

EL ALMA DE LOS LIRIOS 3^5

ni responde... La gran mudez de nuestro corazón es un pudor, una gran rehusa á la mentira y al engaño... La grandeza del corazón le viene de su silencio.

He ahí, que un día, mientras clavaba un cuadro lo recuerdo muy, bien era un Rivera bituminoso y verdáceo, atravesado por un rayo de sol rojo, que se diría, una herida de sable en el anca de una pan- tera negra, tocaron á la puerta.

La sirvienta fué á abrir.

Buscan á U., vino á decirme.

¿Quién?

Una Señora.

Hágala U. entrar.

Y, sin bajar de la escalera, esperé.

Una mujer alta, esbelta, toda en duelo, entró al Salón.

No tuvo que nombrarse, ni alzar su velo, ni decir una palabra, la reconocí al momento y fui hacia ella :

¡Eleonora!

Flavio...

Y, cayó en mis brazos, apoyando su cabeza en mi hombro con un gran sollozo.

¡ Lo Irreparable, se alzaba ante mí, inexorable, abrumador !

¡ Eleonora! ¡ Eleonora! estaba allí... Su padre la habla puesto á la puerta, su deshonra la seguía á

i*

32G ADARGAS VILA

todas partes, ¿á dónde ir? ¿Á quién buscar que no fuera á ?

Mi amor es más grande que tu ingratitud, me dijo por todo reproclie á mi abandono.

Y, como SI fuese de una raza de átridas, murmuró con un temblor de espanto en la voz :

La sombra de Ettore me sigue á todas partes. Á la evocación de este nombre, yo la rechacé

con horror, nuestros brazos se desligaron instinti- vamente y nos apartamos, cual si la sombra del muerto se hubiese alzado entre nosotros, manchán- donos de sangre.

Ten piedad de mí, dijo cayendo casi de ro- dillas.

La levanté en mis brazos. Y, cuando alcé el velo para besarla, al unirse nuestros labios, me pareció que un olor de tumba se escapaba de los suyos, y sentí el mismo sello de espanto que los labios de Ettore Dalzio pusieron en mi oído.

Desde ese día, Eleonora Dalzio, entró de lleno en mi casa y en mi vida. Ya no salió más : fué mi querida.

Y, la horrible promiscuidad del amancebamiento; la vulgaridad inevitable del collage, el terre á terre, de las ligazones clandestinas, se impusieron á mi vida, afeándola, mutilándola, envileciéndola ! La grande hora de lamina de mis sueños había llegado. El collar que caía sobre mi cuello iba á estrangu- larme. De todas las cadenas de esclavitud, ninguna

EL ALMA DE LOS LTHIOS 327

que envilezca más, que la que forman dos brazos de mujer en torno al cuello de un hombre... Una querida. He ahí lo que significa toda la vulgaridad rastrera de la vida, la domesticidad de los instintos, la esterilidad de los sueños, la infecundidad del cere- bro, la muerte lenta y definitiva del genio.

El amancebamiento es el tósigo embrutecedor que lleva al idiotismo. Y, sería el más lento de los suicidios sino lo fuera el matrimonio. La mujer es para el genio el heraldo de la muerte : la querida es el verdugo. Dalila vive en todas ellas : no mutilan el sexo, sino el genio.

En cuanto á mí, el día que aquella cadena cayó sobre mi cuello^ la felicidad murió en mi corazón. No hubo ya una hora de ventura para mí.

¡ Oh, la sucia, la inenarrable promiscuidad del menage, el cubil asqueroso en que se encierran dos fieras para desgarrarse en nombre del amor !

¡ No hay nada más terriblemente devastador que la entrada de otro ser en nuestra vida ! ¡ Cómo gime, cómo llora el jardín de nuestros sueños profanado por sus plantas ! La desorientación absoluta de nuestra vida, viene de la entrada de un ser extraño en ella. Nada hay igual al horror de aquella presencia omnipresente, que llena vuestra existencia y la sobre- pasa, cuya mirada de egoísmo cruel se hunde aún más allá de los lindes de vuestra vida. Y, sentir á todas horas, en todos momentos, unos ojos y un espíritu que os atisban, os ven, os siguen por donde- quiera. Sentir que ya nada os pertenece, ni vues*-

328 VARGAS VILA

tros sentimientos ni vuestras acciones. Todo os es contado, espiado, interpretado, analizado, por otros ojos que siguen vuestra vida. Vuestros pensamien- tos, aquellos que expresáis y aquellos que calláis, todos son devorados por esos ojos. Ya no hay lugar de vuestra alma donde podáis retiraros solos. Las más recónditas capas de vuestra conciencia serán escarbadas, esculcadas, por el poder invencible de esos ojos. Vuestros silencios mismos os serán estu- diados. Cuerpo y alma vuestros, pertenecen des- nudos á otro ser: sois su cosa, su esclavo : sois el amante.

Yo sabía bien que no se ama su querida. Pero, esperaba bien poder habituarme á ella. ¡ Ay, me en- gañé también ! No pude habituarme.

Desde el día siguiente á aquel en que Eleonora entró á mi casa, la mañana aquella en que al des- pertar, la vi dormida al lado mío, después de una noche de placer en que nuestros cuerpos jóvenes, sintieron hasta la saciedad el vértigo del beso, com- prendí que ni un átomo de mi antigua pasión por ella vivía en mi alma.

Y, la verdad brutal, la verdad sin velos gritó en mi corazón :

¡Tú no la amas I me dijo, ¡ no la amas ! La enemiga de los sueños ha ^entrado en tu vida. La enemiga de la gloria duerme sobre tu corazón.

Y, un espanto ciego, un terror loco se apoderó de mí, y tuve el intento de levantarme en sigilo y esca- parme... Huir lejos, dejándolos á todos, abandonan-

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dolos á todos, no escuchar sus llamadas, no volver la cara, marchar, marchar hacia adelante, hacia la ventura, hacia la libertad, hacia la vida... Huir de esa mujer, cuya cabeza obscura, caída así en la almo- hada, me parecía un buitre negro, pronto á devorar mi corazón.

Huir, huir...

En ese momento Eleonoraabrió los ojos brumosos, cargados de sueño, como un cielo de aurora, donde aun duerme la noche, y me tendió sus brazos...

Y, la cadena odiosa y fatal ciñó mi cuello ; y como un esclavo ebrio, doblé mi cabeza sobre su seno medio desnudo.

Y, así entré de lleno en la monotonía, en la deses- peración de una vida sin ventura.

Y, el mundo revistió á mis ojos los colores de mi duelo.

Y, todo el poniente de mis sueños, gimió sobre la gran ruina de mi corazón...

En París era yo un aislado aún más que en Roma: un eremita de la gran ciudad. Mi soledad, era la sole- dad terrible de que habló el poeta: la soledad de dos en compartía.

Para los demás, mi aislamiento era absoluto. Era un cenobita en el tumulto.

En París, no hay entre los pintores, un núcleo de vida fraternal, un espíritu de compañerismo artís- tico que los una, como en Roma.

Los artistas de París viven solos, trabajan solos, Juchan solos, devorados por la fiebre del lucro, por la

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sed de la competencia, corriendo tras la miseria del reclamo. Es un tumulto de mercaderes en furor. El mercantilismo desenfrenado, hace que en París, la pintura y la escultura no sean un arte, sino un oficio, y allí no haya artistas, sino artesanos del mármol, delbronce y del pincel.

En Roma, se sueña aún en la Gloria. Es á ese res- pecto una ciudad arcaica. En París no se sueña sino con el dinero. Los artistas romanos aspiran á ser gloriosos ; los artistas de París no aspiran sino áser ricos. El oro del cielo hasta á los artistas de Roma, j todo el oro de la tierra no bastaría á los artistas de París. Elarrivismo sin escrúpulos, mediocre y triun- fal,los deslumhra y los atrae. Los vencedores, los co- ronados, los inmortales de ese pugilato innoble, son Géróme, cargado de cruces, de diplomas y de me- diocridad; Carolus Duran, el gran cazador del dollar, retratista patentado de los reyes del metal y...

¿ Á qué nombrarlos todos ?

Ya no son aquellos días nobles, en que los pintores se agrupaban al pie de los grandes nombres de In- gres y Delacroix, agitándolos como banderas de combate.

Los pocos grandes, los personales, viven aislados, retirados, lejos, muriendo en la tristeza y el Olvido.

Los dos grandes genios verdaderos : Gauguin, el Descamps del trópico, más luminoso, más intenso, más vivo, y Rodin, el mago del Cincel, el Polífemo visionario, que modela monstruos en el mármol, única manera de modelar dioses, yacen olvidados.

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desdeñados, sin discípulos porque son grandes, sin admiradores porque son genios.

Y, la befa cae sobre, su obra como una miseri- cordia.

Y, los fragmentos de sus mármoles heroicos sirven para lapidarlos, con ellos.

Y, las olas del arrivismo ahito, pasan, cubren, devoran, hacen desaparecer aquellos grandes rehu- sadores de la gloria metálica, misántropos enormes, aislados en su magnífico sueño de Belleza.

Y, los rinocerontes del tecnicismo, todos los pa- quidermos de Academia, agitan sus grandes patas líricas contra la lucidez de esos visionarios, despre- ciadores de muchedumbres, cuyas creaciones des- comunales tienen el divino horror de una pro- fecía.

Y, Rodin, ve rechazados sus mármoles, y Gáuguin ve proscritos sus cuadros, porque esos bloques in- mensos, toscos como un delirio de la piedra y esas telas pomposas y raras, como un sueño de las selvas, no gustan á la brutaUdad inestética de las multitudes, al sentimentalismo irritante de los dilettantes de la crítica, al ojo atónito y bestial de los bárbaros de la burguesía, hecho á la pintura de- corativa de los cafés cantantes.

El arte oficial y el arte comercial, matan el Arte. Los artistas, convertidos en alabarderos de los Mi- nistros y en corte mercenaria de los cartagineses de ultramar,- han renunciado á la inspiración por la ex- plotación, y ese arte de commis voyageurs sumerge •i"

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el arte y los artistas en un naufragio del cual no escaparán. La comanda es la ley inflexible de ese arte de bric á brac. Obtener la demanda de una alegoría de la República, ó el retrato de un cerdo de Pensilva- nia ; he ahí el Ideal. El oro de los bárbaros mata el Arte después de deshonrarlo.

Es verdad que no muere sin protesta. Al lado de los grandes solitarios, el genio y el pudor del Arte han ensayado otras rebeldías. El Impresionismo, el Simbolismo, el Independientismo, han ensayado la protesta estéril y han fracasado, muriendo como un dios de Wagner, en una melodía, sobre un jardín de obras inmortales.

La Francia, evangelizada y conquistada por aquel apóstol de la mediocridad, llamado Max Nordau, ha comenzado á odiar la Belleza, con el mismo horror de aquella mente de semita bárbaro, y apellida lo- cos los hombres geniales, con la misma dialéctica de abarrote de aquel judío escapado de no qué obs- curo ghetto de Alemania, para insultar las almas ge- niales. Y, como sus antiguos congéneres de Galilea, bajo el dictado de Pablo el apóstata, ensayaron des- truir toda la belleza pagana, una cohorte de irres- ponsables, á quienes las lecturas de aquel leproso, Enemigo personal del Genio^ hiperestecian las me- ninges, la ha emprendido contra todo lo que hay de belleza sobre la tierra, en nombre y por autoridad de aquel hebreo inquisidor.

Y, el genio huye dando grandes gritos, azotado por aquellos publícanos de la prensa.

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Los discípulos del gran rabino se sientan al pie de ese Calvario á esperar la muerte del Genio, crucifi- cado por ellos.

¡ Y, el Genio expira solo !

Y, la sombra se hace.

A lo lejos, en la tiniebla profunda se oyen grandes aullidos de gozo : son los bárbaros que avanzan. .

Á mi llegada á París, yo vi algunos de esos pin- tores. Conocí la gran masa de estagiarios, en espera del éxito. Y, los hallé infantiles de vanidad, enamo- rados de una técnica arcaica y sin horizontes, de una rutina inconsolable, reproduciendo Corots y DelacroiXy apegados á la tradición, como ostras al casco de una nave inútil, sin más rumbo, sin más orientación, que la idea fija del reclamo y del lucro.

Sus coteries, semilleros pavorosos de envidias ba- jas y de calumnias locuaces, rebosaban de blague y de puff^ sin un átomo de seriedad, de sinceridad, ni de fraternidad. En ellas se hablaba más de literatu- ras exóticas y de políticas pasionales, que de las altas y serenas cuestiones del Arte y la Belleza.

El vicio que respiraban sus ateliers, era un vicio snob, equívoco, en que se sentía la histeria y el mufle, como el relente que se escapa del cuarto de un eterómano.

No era el vicio enamorado, romanesco, cuasi para- disíaco, de los estudios de la \ ¡a Margutla, de donde

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se sentía salir como grandes bocanadas de aire, la Naturaleza sin velos y el Amor sin artificios.

Muchos de ellos me visitaron, por conocerme ya de nombre, á causa de algunos cuadros vendidos en París, ó por referencias y biografías de ciertas revis- tas de Arte.

Y, todos ellos me hallaron jJoseMr, orgulloso, enig- mático y raro. Criticaron mis vestidos elegantes y mis cabellos cortos. En esos medios de bohemismo artístico, no se concibe el talento sino á la sombra de una melena galilea, y la inspiración es una ave que no se para sino en las alas enormes de un som- brero calañés. Vestir de pana, es darse ya una fric- ción de Arte sobre la piel.

No recortarse la barba es tener talento. Beber ajenjo es tener genio.

Yo no tenía ninguno de esos distintivos, y era por consiguiente ante ellos, como todos los .artistas extranjeros, un bárbaro, un intruso, un parvenú, á quien sólo la fortuna había hecho conceder algún mérito. Nunca el mejor de mis paisajes igualaría al último Millet. ¿ Qué pincel de bárbaro reproduciría jamás, el preciosismo arcaico y bucólico de un Pous- sin?

Ante su ideal dogmático y su academicismo es- trecho, nada valían los extraños. Y, el más grande de los italianos del Renacimiento, no valía lo que el arte sin fe y la pompa gongórica del último de los pintores del Rey Sol.

Las fronteras de la barbarie principiaban para

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ellos más allá de la Escuela de Bellas Artes. El Acró- polis de aquellos extáticos era el Instituto. Sus dioses escolásticos : los imaginistas de Rouen, los góticos de Chartres, los Clouet, los Jean Goujon, los Germain Pilón... Y, Chardin, Rigaud, Largiére, Pu- get, Boucher, los iniciadores del dibujo. Y, ante Claude Lorrain, Fragonard, Pigalle, Delacroix, Ingres, Courbet, Corot, Manet, Messonier y Besnard, ¿qué valían los griegos todos, de Fidias al Samotrá- ceo, y los primitivos con Fra Angélico y el Perugino ; Buonarotti y Sanzio, Primaticio y Rosso y Tinto- retto, y el Ticiano, Correggio y Gozzolli, Cimabues y Orcagna y Massaccio y Vinci ? Nada, nada, nada : bárbaros, bárbaros, bárbaros I...

Ahogados en la rutina dogmática del clasicismo arcaico, no alcanzaban á ver nada en lo pasado, nada en lo presente que igualara ó superara, los dioses lares do su pintura, que pensativos sobre las montañas del Academicismo, vueltas las faces hacia el pasado, sueñan en el Silencio, el sueño eterno de las momias. . .

Yo, era pues ante ellos, un bárbaro más, un bár- baro venido de muy lejos, de las selvas misteriosas que baña perpetuamente el sol.

Y, como mi querida no era fácil, ni mi mesa es- taba siempre abierta para cultivar la ingratitud esto- macal de mis colegas, bien pronto fui dejado solo, abandonado á mi orgullo, entregado á mi soledad, mi amada soledad, antes tan bella, hoy inhabitable y llena de inquietudes, perpetuamente espiada por el

-i?

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amor de dos ojos, fijos en como una maldi- ción.

Yo no salía casi. Mi estado de amancebamiento me impedía contraer y sostener relaciones hono- rables. Esquivaba frecuentar altos círculos sociales, por temor de ser descubierto y criticado luego. Huía la colonia de mi país, para que sus murmuraciones enconadas no fueran á llegar hasta los oídos de mi madre. No recibía visitas, temeroso de tener que presentar á alguien mi querida y mi hijo. Y, esta rehusa obligada á entrar en la sociedad de los otros, me empujaba aún más ijrutalmente en mi aisla- miento. Ese estado irregular de vida social, causaba un estado anormal de exaltación á espíritu.

Mis nervios desarreglados, por la constante exci- tación, tomaron todas las formas de la neurosis. Mi amor mórbido de la soledad se hizo misantropía, tuve el horror del mundo, del cual antes tenía el desdén. Ideas anormales, casi todas inconscientes, asaltaban mi cerebro, filias y fobías irrazonadas se apoderaban de mi ánimo, miedos inexplicables, entusiasmos inusitados, seguidos de una depresión, una languidez, en que sentía escapárseme la vida. Mi impresionabilidad extrema, mi desigualdad de humor, me hacían intolerable á todos y á mismo. El enervamiento me abrumaba y el trabajo aun el más familiar se me hacía insoportable. Bajo la obse- sión repetida de mis ideas extrañas, lúgubres, mi equilibrio mental desaparecía. Una fatiga general me invadía, vértigos, hormigueamientos, alucina-

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cienes, y por último el insomnio, la terrible vigi- lia interminable me tomó en sus garras.

Entonces, ante aquello, que era el derrumbe, el naufragio de mi vida mental, resolví consultar un especialista.

Y, la tortura de las drogas vino aún á aumentar mis martirios. El bromuro, el mentol, el valerianato combatieron mis neuralgias agudas. La convalaria, la quasina amorfa, el hemoneurol, persiguieron mis vértigos. El doral, el acónito, la hiosciamina, el opio, el sulfonal y la morfina, en dosis y prepara- ciones diversas me libraron del horror délos insom- nios. Pero, todo eso me debilitaba, me quebrantaba, me hacía desaparecer paulatinamente.

Combatir la neurosis, por todos los medios higié- nicos, fué entonces el método radical de curación : la vida al aire libre, la hidroterapia, la electricidad, me fueron prescritas, como los grandes tonificantes y re- constituyentes del sistema nervioso. La acción diná- mica de ciertas aguas me fué indicada también.

Á la acción benéfica de este sistema combinado, el terrible flagelo parecía ceder.

La tonicidad del aire y délas aguas, especialmente de las cloruradas y sulfurosas, el poder refrigerante de las duchas, la acción sedativa de la electricidad, la fuerza restauradora y pasiva del masaje, estimu- lando los elementos sensitivos de los centros vitales, fueron con su poderosa energía reaccionando el des- fallecimiento de las funciones nerviosas, dominando la irritabilidad, favoreciendo la circulación de la

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sangre y de la linfa, suprimiendo los dolores neu- rálgicos, los vértigos y el insomnio, restableciendo gradual y triunfalmente el equilibrio orgánico.

Mi poderosa juventud vencía.

Pero el mal no podía ser vencido por completo porque la raíz de ese mal estaba en el alma.

¿ Quién me libraría de él?

Solamente la muerte...

La muerte que me anonadara para siempre, ó la muerte que aventara lejos en las soledades del se- pulcro la belleza de esa mujer y la inocencia de ese niño.

¡ La muerte liberatriz !

¿ Por qué no venía?

¿ Por qué?

Porque ella residía en mis manos y yo no tenía el valor de desencadenarla, ni sobre ellos, ni sobre mí...

Víctima de mi cobardía, oculta bajo el nombre vacuo y pomposo del deber ¿ de quién esperar mise- ricordia? ¿ de quién?...

Lamorfinay el éter abrían ante el mundo de sus sueños, sus quimeras luminosas y amnésicas.

La euforia, reparadora y lenificante, libertadora del tedio y del dolor, me ofrecía los paisajes analgé- sicos y pacificadores de sus paraísos arti/iciales.

Y, el terrible alcaloide me atrajo, con el espejismo de sus nirvanas quiméricos, de sus anonadamientos, de sus grandes y misteriosas beatitudes. Felizmente, mi temperamento fué rebelde á la intoxicación y me

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aparté lleno de náuseas y de disgusto, de la entrada de aquel vórtice de la demencia.

No sabiendo desaparecer por ninguna de las puertas que llevan á la locura ó ala tumba. No sa- biendo matar ni morir, me resigné á vivir, á vivir mi vida miserable de concubina] e y de dolor ....

Eleonora y yo no salíamos casi nunca.

Durante la semana, yo me la pasaba encerrado en mi estudio, trabajando ó fingiendo trabajar, evo- cando en vano el fulgor de mis antiguas visiones, mal- diciendo mi destino terrible, fija mi vista en la selva de laureles petrificados con que yo había soñado co- ronar mi frente... Y, un grande y bello grito salía de mi alma al dolor de las grandes cosas imposibles...

Y, quería en vano resucitar mi vida, mi vida mo- ral anonadada, rota, bajo el peso de mi cadena.

Y, fuerzas de destrucción, fuerzas de muerte, me trabajaban con un furor sordo. Todos los gérmenes mórbidos de mi temperamento surgían entonces, todos los elementos malos de mi ser, se desencade- naban en una tempestad de violencias, y las alucina- ciones, los delirios, rae asaltaban de nuevo, y quería buscar la muerte y la llamaba, á grito desesperado, en la tarde magnífica, ante el poniente trágico, tras del cual la noche, como un león de las tinieblas, abría su jeta enorme para devorar el sol.

Era necesario reaccionar.

Me ponía de pie y salía, como un sonámbulo, por las calles tumultuosas, que me parecían pobladas de

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esiDectros, todos blancos, transparentes, como en una pesadilla de éter.

Y, solo, á merced de esas visiones hostiles, iba por las calles perseguido por ellas, seguido por un coro de lamentaciones, salidas de bocas invisibles .. Y, las calles, las plazas, los puentes, parecían tem- blar, huir ante mí, en una fuga desesperada, en un hormigueamiento de líneas negras, en cuya confu- sión los reverberos ponían livideces y actitudes de cadáveres, gestos macabros, como de una aguafuerte deGoya...

El aire se me bacía irrespirable en plena calle, crisis parciales de agorafobia me sobrevenían, el es- pacio me aterraba. Entonces, entraba precipitada- mente al primer café que hallaba abierto y allí ter- minaba la noche, ante los topacios burbujeantes del Champagne^ único licor que soportaba mi estómago desarreglado, cuando no iba á terminarla en brazos de una belleza de Irottoir, de esas que pueblan de noche los grandes boulevares de París. Y, no regre- saba á la casa sino en las primeras horas del alba, cuando calculaba que Eleonora, fatigada por la es- pera, dormía. ¡ Oh, el horror de esos regresos, y el más espantoso horror de las escenas que los se- guían!...

La cólera mutua nos llevaba hasta los extremos de la más baja vulgaridad. Y, nuestros labios y nuestras almas decían cosas que nos hubieran enrojecido en las ajenas bocas.

La frecuencia de aquellas escenas, que exaspe-

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raban mis nervios hastallegac á temer por mi razón, convertían el menar/e, como toáoslos de su clase, en una jaula de fieras.

Períodos de acalmía veaían á veces, cuando al- guna demanda importante y fructífera me obligaba á trabajar. Absorto entonces en mi obra, olvidaba las miserias de mi vida.

Para tonificar mi sistema nervioso, solíamos irlos domingos al campo, hacia Neuilly, Asniéres, Saint- Cloud. Pero, casi siempre preferíamos quedar en el bosque hacia las orillas del gran lago, para almorzar allí al aire libre.

Aquellas excursiones burguesas, que yo juzgaba ineficaces, agriaban mi ánimo, y el día, que debía ser de fiesta, se tornaba casi siempre de guerra y de disgusto, al fin del cual, Eleonora, regresaba siempre á casa con los hermosos ojos llenos de lágrimas, con una onda impetuosa de sollozos, ahogada dentro el pecho.

Ella también se enervaba, se enfermaba, comen- zaba á histerizarse con esta vida de contrariedades y de angustias inacabables. El contagio la ganaba.

Á veces salíamos de noche. Los cafés de la ribera izquierda no nos gustaban. El ruido de Vachelte Sufflot, Francois P'\ todas esas brasseries y tabernas que sudan la lujuria y el alcohol, esas cervecerías llenas de estudiantes y cotoltes, tumultuosas y vi- ciosas, más bien que disiparlas exasperaban nuestras tristezas, y chocaban contra la distinción nativa y la educación refinada de Eleonora, que se sentía

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extraña y aminorada, en esos medios vulgares.

Más bien, solíamos, después de que ella había acostado á Manlio, para con el cual se había con- vertido en una verdadera y amorosa madre y al cual empezaba á profesar esa adhesión heroica, ilimitada, que había tenido por Ettore Dalzio, pasarlos puentes y refugiarnos en uno de los grandes cafés de la ribera derecha. Casi siempre preferíamos un café-concierto. En verano : les Ambassadeurs, VHorloge^ Casino ; en invierno : Olimpia, FoUes-Bergére, ó nos dejá- bamos seducir por las aspas lucientes del Moulin Rouge, que se movían, como alas de una mariposa incendiada, allá, arriba, sobre las alturas de Mont- martre.

Pero, Eleonora, prefería los espectáculos serios, más acordes con su educación y su carácter. En ella, la raza no abdicaba, la gran señora permanecía in- tacta, en sus gestos, en sus aficiones, en las exquisi- teces de sus gustos, en su odio á la banalidad y á la vulgaridad.

Los extrenos de óperas, especialmente, en la Opera Cómica, nos contaban siempre entre sus asiduos.

El alma eminentemente artística de Eleonora, alma de raza y de país, tenía el culto de la verdadera y gran música, y los conciertos Colonna, las audi- ciones de la Pépiniére y de la Sala Erard, eran su supremo encanto.

Las olas de aquella música parecían ahogar nues- tros dolores, y nos sentíamos como transfigurados,

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radiosos, cual si un baño de felicidad nos hubiera resucitado, cambiado, vuelto á las cimas luminosas de nuestro antiguo amor...

Y, el regreso, después de haber cenado en la Paix ó en el Café Boyal, era alegre, ruidoso, casi siempre tarareando alguna aria de la música escuchada.

Y, llegados á casa, nos amábamos como en otro tiempo, nuestros cuerpos jóvenes y vibrantes se en- lazaban en el Amor, en abrazos precarios, que pare- cían apasionados.

¡ Oh, el horror del despertar al día siguiete, el mismo horror de todos los días, al verla á mi lado, acostada cerca de mí, perfecta en su quietud, dor- mida en su inmutable belleza !

¡ Cómo subía entonces el odio á mi corazón, en oleadas vertiginosas, contra ella, contra la enemiga de mi libertad, la acechadora de mis sueños, la corta- dora de mis alas, mi carga, mi cadena!... ¡ Oh, cómo hubiera querido pulverizarla, anonadarla, desapa- recerla de un solo golpe I

Mis miradas buscaban sobre su seno desnudo, el lugar donde un puñal pudiera atravesarle el corazón. Su cabeza caída sobre la almohada, su cuello admi- rable, me incitaban á cortarla, gritaban por una ha- cha, ¡ah, su sangre, su sangre! ¡cómo sería cara á mis ojos estupefactos, y en la crisis de mi rencor sordo y profundo, mis manos, nostálgicas de garras, se tendían hacia su garganta opulenta, como para estrangularla... Y, me retiraba asustado contra el muro, ante aquel delirio rojo, que perturbaba mi

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razón... Y, la miraba dormir, rememorando y lla- mando sobre ella, todas las causas fortuitas que pu- dieran hacerla desaparecer, una congestión, una aneurisma, una neumonía, una apendicitis, que la arrebatara de mi lado...

¡ Oh, con qué intenso placer pensaba entonces en el esplendor de su belleza muerta, en verla amorta- jada por mis manos, cubierta de rosas, que yo mismo arrancaría para ella; llevada al cementerio por mí; puesta por mismo en la fosa, bajo la lápida que impediría toda resurrección, dormida para siempre, para siempre lejos de mí, separados por la Eterni- dad!...

Acaso entonces la perdonaría, al poner sobre ella el beso que un prisionero pondría en las rejas de su celda, ya cerrada para siempre, ó en los eslabones de su cadena rota...

Y, viéndola dormir, sintiéndola cerca, todos mis rencores estallaban en el ánimo, mis rencores que eran un dolor, el dolor de verla viva, al lado de mi vida encadenada.

Y, así se pasaron días, meses, años, en esa deso- lación desesperada, que me conducía lentamente ala muerte...

Renuncio á contar mi calvario, la insondable amargura de esos años, en que soporté á mi querida como una enfermedad y soporté su amor como una pena...

¿Por qué me obstinaba en vivir ? ¿ Por qué?

Porque una luz de Arte aleteaba aún en mi cere-

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bro como una águila moribunda y vibraba en el vacío de mi vida, mi pobre vida esclava, llena de silencios sin grandeza, y de pasiones sin gloria.

La invitación hecha para concurrir al Salón, la seguridad de ser admitido en él, comunicó á mi alma un extraño vigor y la seguridad de hacer un cuadro superior á todos mis cuadros anteriores, algo digno del premio y de la gloria, retempló mi ánimo decaído y me puse al trabajo con una tenacidad que era una fiebre.

Y, me absorbí en él.

El Arte es una liberación.

Y, algo decía á mi vaga esperanza :

Efectúa tu sueño. Marcha hacia él, en el silen- cio radioso vecino del Misterio, j Triunfarás !

Y, en la gran sombra, voces me hablaban... Y, sentía allá lejos la presencia del Infinito acariciar la fuerza de mi sueño...

Y, la Inspiración, la solitaria sublime dijo á mi corazón :

¡Olvida y crea !

Y, traté de olvidar y de crear... Y, sentí que su aliento de perfumes rompía todos mis dolores, y todo cambió en mi vida, como á la luz de un reflejo suave.

Y, amé mi Inspiración...

Y, sentí el vértigo de ella.

/ Surge et üluminare !

¡ Resurrectio!...

^9uar.So Mo^icf.^

Una mañana de fin de invierno, una de esas ma- ñanas crudas y desapacibles, que invitan á llorar, cansado de vagar por el Luxemburgo, acumulando emociones, líneas y colores, para ciertos toques de mi cuadro, perseguido por la brisa inclemente, me refugié en un café. Allí, me di á repasar cuasi indi- ferente los diarios de la mañana. La política tediosa y ruin los llenaba casi todos ; las bocanadas del es- cándalo hacían temblar las letras en les faits divers, y una literatura epileptiforme á lo Brunetiére, lle- naba el resto. Repasábala sección : A Travers París, del Matin, cuando tropecé con un suelto que no por qué llamó fuertemente la atención : iMort de faim el de froid. \ Muerto de hambre y de frío !

¿Quién podía morir así, en la capital del mundo civilizado? Y, el suelto decía : « Hoy, en las prime- ras horas de la mañana, fué encontrado sobre el trottoir del Boulevard Saint-Germain, cerca á la Es- cuela de Medicina, un pobre viejo desmayado. Ayu- dado por los agentes, fué llevado á una farmacia, donde un cordial lo volvió á la vida. Dijo llamarse

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Víctor Vanutelli, ser italiano, artista pintor y vivir en la rué Cujas. Se negó á ir al hospital y fué condu- cido á su domicilio. El médico, que ocasionalmente lo asistió en la farmacia, nos dijo que el viejo moría de hambre y que tenía un principio de congestión ocasionada por el frío. En la casa de la rué Cujas, á donde fuimos en busca de noticias, nos dijeron que el viejo era un solitario, á quien todos tenían por un nihilista ruso. Como se ve, nuestro clima se hace autocrático, y París, convertido en una nueva Sibe- ria, mata los enemigos del Czar, por el hambre y por el frío. Es un lado desconocido de la alianza franco- rusa. »

Aquel suelto me revelóla verdad toda. Aquel viejo era Vittorio Vintanelli, por más que el repórter afrancesando el nombre le hubiera puesto un ape- llido de cardenal. Aquella púrpura graciosa no ocul- taba al gran Rebelde.

Monté en el primer coche que pasó y me hice con- ducir ala rué Cujas.

Me apeé ante la puerta que llevaba el número in- dicado por el diario. Era una de esas casas sucias y obscuras, un hotel borgne, tan numerosos en ese barrio, donde se agrupan amontonados, todos los desechos de la miseria, todos los náufragos de la proscripción ; de las letras, de la huelga y del crimen : un antro de desheredados de la suerte, uno de esos lugares de dolor oculto, de que está pletórico París.

Pregunté á la portera.

Mi traje negro debió hacerme pasar á sus ojos por

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un médico ó por un inspector de policía, porque me dijo muy obse?t[uiosa :

Le vieil ? 11 n'a pas encoré creoé...

¡ El viejo ? ¡ no se ha reventado todavía !... He ahí toda la frase de admiración, de respeto, de gratitud, que á aquella ogresa villana, le merecía, el gran defensor del pueblo, el gran amador de multitudes, el gran sacrificado... Ese es el pueblo. Eso es esa bestia ciega que no obedece sino al azote, ese mons- truo bestial y antropófago que devora sus apóstoles y lame con gratitud las manos ensangrentadas de aquellos que le desgarran los lomos... Ese es el Pueblo.

Subí hasta el quinto piso, por la escalera tortuosa, llena de inmundicias y de ruidos, hasta encontrar la buhardilla miserable que habría desechado el úl- timo ganapán y donde se había refugiado un genio vencido.

Entré.

Luz no faltaba ; entrabaá torrentes por la ventana sin vidrios, por todas las claraboyas sin resguardo, por la puerta desvencijada, por todas las hendiduras délos muros agrietados. Hacía una temperatura po- lar. La nieve de las noches anteriores, acumulada afuera, se derretíalentamente, lentamente, y filtraba una agua helada por los vidrios rotos, por los muros porosos, por el zinc disjunto de los techos y corría por el suelo de aquella perrera glacial é inhabi- table.

Allí, sobre una especie de lecho, formado de libros

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y papeles, sin colchones y sin ropas, sobre unas mantas harapientas, estaba extendido un liombre. Era bien Vittorio Vintanelli. Su barba patriarcal hecha candida, le descendía en ondas de un argento mórbido, hasta más abajo del pecho ; su delgadez ascética, su palidez marfileña eran cuasi transpa- rentes, terrosas como las de un cadáver : su cráneo luciente, sin cabellos, brillaba como un retablo á la luz de un cirio; había cerrado los ojos; se hubiera dicho un eremita en agonía. Un rayo de sol blanco y sin brillo daba un reflejo acuoso, casi verdáceo, sobre esa cabeza supliciada, que emergía como una máscara del martirio, abofeteada. El martirio es un castigo, un justo castigo de haber creído en el Bien y haberlo practicado.

Cerca del lecho yacía una mujer, ensayando intro- ducir en la boca del enfermo una cucharada de ali- mento, que los dientes apretados no dejaban pene- trar. Pálida, casi tan pálida como el moribundo, parecía hecha de crepúsculos y de mudeces. Tipo raro de espiritualidad, cuasi incorpórea, cuasi in- sexual, se movía borrosa y confusa como una som- bra. En aquel rostro de miseria y consunción, no se veían sino los ojos, dos ojos grandes, intensos de martirio, ojos de esos extrahumanos ardidos por el ideal de una visión, tristes por la miseria de amar la humanidad, ojos de los cuales se escapaba una tan gran dulzura, que era casi una belleza. La boca larga, delgada, tenía la contracción violenta de las bocas de dolor y de Verdad ; bocas que han apurado

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todo el acíbar de las grandes penas y dicho las más grandes palabras de la Vida ; bocas de consolación y de desolación ; bocas en las cuales no ha volado el beso, pero en cuyos labios sangra prisionera la pa- loma teúrgica del Verbo ; boca de profetisa y de Si- bila.

El rayo de luz que iluminaba la cabeza apostólica del viejo nimbaba también la de la mujer. Se diría el cuadro de un monje primitivo, reproduciendo una escena de cristianos en las catacumbas, bajo el rei- nado de Domiciano.

La mujer me vio entrar y toda absorta en su mi- sión fraternal, me dijo :

Ya no puede pasar el alimento.

Y, puso la taza con el cordial sobre un cajón que había al lado.

Tomé una mano de Viltorio en las mías ; estaba helada y rígida. La muerte invadía ya las extremi- dades.

Me acerqué á su oído y lo llamé.

Intentó abrir los ojos, ya turbios y sin vista. Uno solo obedeció á su deseo, y en la mirada de ese ojo ya lleno de la muerte, en esa mirada, casi de ultra- tumba, vi que me reconocía.

Una lágrima, elocuente como un grito, rodó por sus mejillas, hasta su barba y quedó brillando allí, como una estrella en un río profundo.

¿Cuál es su nombre? preguntó la mujer.

¿Lo ignoráis?

Sí.

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Y, ¿ cómo habéis venido ?

Supe que se moría solo. Soy su vecina. El dolor no tiene nombre ni patria.

Además... yo comprendía que era de los nues- tros. Los desterrados nos amamos sin conocernos. .

¿De dónde sois ?

Soy rusa.

Entonces le hablé de ese hombre grande que moría ante nuestros ojos.

La mujer pálida se transfiguraba oyéndome. Su fealdad ascética se hacía radiosa. Las mujeres de la Biblia no mostraron más unción viendo alzarse ante ellas la figura agonizante de Jesús de Galilea; ni María la de Magdalo y Marta la de Bethania, tem- blaron de más divina admiración, envolviendo para enterrarlo el cuerpo del Nazareno ajusticiado, que aquella sombra de hembra iluminada y dolorosa, al saber que era Vittorio Vintanelli, el Gran Refracta- rio, el que moría así de hambre y de frío en ese lecho de harapos.

Ella había leído á Vittorio Vintanelli, el rugido de aquel gran león de libertad, había llegado iiasta ella, en el silencio helado de la eterna noche de Siberia. Porque ella también era un apóstol, ella también era una mártir.

Cuando su hermano, estudiante en Moscow, fué condenado á muerte en una de esas grandes conmo- ciones que el espíritu nuevo produce al pie las cátedras en Rusia, y agraciado luego, fué deportado á Siberia, ella lo siguió y fué la sombra de su cuerpo

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y el sol de su alma, hasta que bajo los golpes del knuk y el frío mortal, sucumbió el niño idealista, que como otros tantos había soñado con la libertad, en ese desierto de almas, en esa gran zona de bar- barie moral, que se extiende más allá del Cáucaso.

Era allí que había leído los libros de Vittorio Vin- tanelli, que filtraban como un rayo de luz á través de la red espesa de la vigilancia carcelaria.

Exaltada, visionaria como su hermano, ella tam- bién había sido apóstol, había predicado la buena nueva entre gentiles, había sufrido el hambre y la cadena, y salvada milagrosamente, había escapado, peregrinando de China al Japón, del Japón á Amé- rica, de América á Europa, predicando sus ideas, dejando caer el germen de sus sueños rojos, de eslava vengadora, de San Francisco á Chicago, de Chicago á New York, de New York á Londres, de Londres á París, donde era el alma de esa colonia de Sombras, que en el desamparo y la miseria, sue- ñan con la visión de un místico Canaán, más allá de los montes Urales, en el corazón de su imperio tár- taro y feroz.

Y, aüí, agitando en la miseria su antorcha roja, el frío de París la había herido por la espalda y en un lecho de hospital había ido á reposar su cuerpo de virgen rebelde, su pobre cuerpo que consumía la tisis.

Hacía apenas dos días que había abandonado el hospital, cuando la suerte la colocó así, frente á frente de aquel gran vencido, que moría víctima del mismo Ideal.

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Él, Kropotkine, Bakounine, he ahí mi trinidad de pensadores, dijo la rebelde acrática, contem- plando honda y dolorosamente aquella ruina hu- mana, aquella cima de pensamiento y de energía que se derrumbaba á nuestra vista.

¡ Cómo es triste morir sin vencer! dijo la irre- ductible Hipatia, y un gran sollozo conmovió su pe- cho hundido y frágil, de tísica ya espiada y esperada por la muerte.

Un ruido que salía de la garganta del gran viejo inerme, interrumpió nuestro diálogo.

Vittorio Vintanelli agonizaba.

En el silencio del cuarto se oía el ruido de aquella agonía tranquila, como el ronquido de un león que duerme.

Fué cosa de pocos minutos.

De súbito, el moribundo abrió ios ojos, unos gran- des ojos visionarios y lúcidos, como si la bruma de la muerte hubiese huido de ellos y los fijó en tiernos, paternales, llenos de interrogaciones... Así un minuto ; luego, gradualmente, se fueron entene- breciendo, la vida se retiró de ellos como una marea, se nublaron, se extraviaron, se hicieron fijos^ blan- cos, como los de una estatua, el estertor cesó, y un rictus mortal, crispó su boca.

Dios sea con él, dijo la rusa viéndolo expirar.

Por un movimiento convulsivo, "Vittorio Vinta- nelli se sentó, su figura se llenó de una luz extraña, una luz de transfiguración, un esplendor intenso, como una aurora de rayos irradió en sus pupilas y

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en su frente. Se diría que iba á vivir, á volar, á ful- minar. Su boca, antes llena de una apacibilidad lu- minosa, se hizo amarga, casi iracunda, como para el alumbramiento de una gran verdad, y exten- diendo sus manos al espacio, cual si quisiese estran- gular al Gran Mito, gritó :

I Dios es una mentira! ¡ No hay Dios !...

Y, cayó sobre un lado, la cabeza inerte, con un gran resplandor de gloria sobre la faz helada.

Una serenidad instantánea se extendió sobre el rostro, hecho bello por la calma de la muerte, im- ponente en su inmovilidad de piedra, que lo hacía semejar á una estatua de Saturno en reposo.

Le cerramos los ojos, que aun parecían mirar, y la boca rígida que parecía aún estremecida por el soplo de la última gran verdad que había volado de ella.

Y, lo dejé allí, con aquella mujer arrodillada, llena de una santa ternura, de una admiración adolorida, que era como la caricia de un martirio á otro martirio, el esparcimiento misterioso de un corazón, el gemido de una santidad hacia otra santidad.

Y, fui á arreglar las cosas del entierro.

Cuando volví, horas después, la mujer estaba aún extática, inmóvil al pie del cadáver.

Cuando debió alejarse, porque íbamos á amorta- jarlo, se inclinó con una emoción de ritualidad sobre el pobre muerto, y con todo el fervor de su fe adivi- natriz, besóla gran frente de soledad terrible, donde estaba, divinamente escrito, el poema doloroso de la miseria de creer, la terrible expiación del gran crimen

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de amar las multitudes, de haber amado el corazón ingrato y cruel de todos los oprimidos de la tierra.

El croque-mort, que venía conmigo de la agencia funeraria, para ayudarme al amortajamiento, parecía sorprendido y conmovido de tanta miseria.

Al desvestir el cadáver para envolverlo en el suda- rio, la última tristeza se reveló' á mis ojos. Vittorio Vintanelli no tenía camisa, ni ropas interiores, una bufanda, le ceñía el cuello, una larga levita cerrada con alfileres, unos pantalones descosidos y aguje- reados... Nada debajo, nada para proteger su cuerpo demacrado. Por las botas agujereadas y casi sin suelas, entraba el agua hasta sus pies sin medias, húmedos aún por la lluvia de aquella mañana fatal...

Lo envolvimos en las grandes sábanas que yo había hecho traer para el efecto. Y lo pusimos en el féretro. Las blancuras del rostro, de la barba, de las mortajas, se confundían en una sola, y con la ri- gidez de la muerte parecía una estatua de Moisés, tallada por Rodin.

Cuando tuve necesidad de salir para arreglar todas las formalidades de la defunción, el gran muerto no quedó solo, porque la rusa volvió á ocupar su puesto, más transfigurada, como si brillase en ella una mayor luz de misterio y de verdad. -

Y, allí veló toda la noche como en misterioso diá- logo con el muerto, cual si una misma, intensa luz de esperanza y de verdad los iluminase á los dos... ¿ Y, una alba de silencio eterno los envolvía. . . .

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Y, en la tarde brumosa del día siguiente, éramos cuatro las personas que seguíamos aquel gran ven- cido al cementerio.

Eleonora, Manlio y yo, formábamos un grupo. La rusa iba á nuestro Jado, silenciosa, como automática, fijos los ojos tenazmente en el ataúd, como si de él viese salir una gran luz.

No había sobre el carro más coronas que las nuestras.

El féretro humilde se mostraba escueto, bajo él sol triste que lo rodeaba de nimbos, severo entre las corolas de las grandes flores que lo acariciaban como alas.

Así atravesamos París, bullicioso, indiferente, hasta el cementerio de Montmartre.

Nadie entre los pasantes podía sospechar que aquel gran muerto había muerto por nosotros, por todos los hombres, muerto de dolor, de miseria y de aban- dono; que aquel cadáver había sido un ser de Humanidad, de Caridad, de Fraternidad, de todas esas palabras, torpes y vacías, que llevan á la locura es- téril del sacrificio, y conducen ala inanidad temera- ria de los suplicios heroicos.

Los burgueses se descubrían ante la muerte, no ante el muerto ; el pueblo esbozaba un gesto torpe y perezoso, para saludar á aquel que le había dado su vida en holocausto, y todos seguían atareados, fe- bricitantes como enloquecidos, en la lucha mise- rable de una vida en que el dolor reina como amo.

Llegados al cementerio, hicimos círculo para decir

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adiós á aquel que se iba. Un rayo de sol oblicuo y rojo proyectaba y engrandecía nuestras figuras sobre el féretro, y prendiéndose á las iniciales y las molduras doradas del féretro lo envolvía en un gran fulgor de hoguera.

Eleonora, sollozando, se puso de rodillas. Manlio lloraba. La rusa rezaba, con los ojos cerrados, como si pensara en ese momento solemne en todos los desiertos de su vida.

¡ No descendió á la fosa sin lágrimas aquel que había enjugado tantos lloros, aquel que había dado todo á la humanidad para morir I

Cuando el cadáver descendió en la sepultura, la rusa arrojó sobre él un ramo de lilas, ¡ pobres lilas de á deux sous, que temblaron sobre el muerto como lágrimas ! Y, d.obló la cabeza como sollozando en lo imposible sobre la miseria de todas las perfecciones. . . Y, con una mirada, triste como la vida, se alejó por el sendero estrecho bañado de sol, como por un ca- mino regado de cenizas... Y, ella también era una sombra.

Sobre el sepulcro, las manos señoriales y piadosas de Eleonora, extendieron las 'coronas, cuyas flores centellaron al sol, como astros de misterio.

Y, todos regresamos en silencio, en medio de la gran sombra crepuscular que caía sobre la ciudad y envolvía lentamente nuestras almas, i Tristes, como sintiendo en nuestros espíritus la presencia vaga y grandiosa de la Muerte ! ¡ Tristes á causa de la Vida !

El día del ver nissage, llegó al fin. Yo lo esperaba con una emoción intensa. Toda mi nerviosidad se había gastado en espera de ese día. Iba á gozarla grande y terrible emoción del contacto decisivo con el público. Iba á juzgar del efecto que haría mi cuadro, aceptado por eljurado, en medio del des- pecho de los que no habían llegado y el celo mal re- primido de los que llegaban conmigo.

Eleonora y yo, estuvimos desde temprano á las puertas del Gran Palacio y entramos en^ él, con la multitud elegante, que llena aquel día, más por snobismo que por amor del Arte, los salones de la Exposición. Multitud heteróclita y ¿artoíe'e, cosmopo- lita y seudo intelectual, déla cual se escapa un inso- portable relente de fatuidad dorada y letrada, capaz de asfixiar todas las ambiciones en un corazón bien puesto.

Damas en gran toilette, pintadas y emplumadas, como un paje de ópera ; mujeres escritoras, llenas de una suficiencia más opulenta que sus senos y sus ancas calipigias, cansadas de ofrecerse y exhibirse,

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en redacciones, ministerios y ateliers; espantosos marimachos feministas, lésbicas y onánicas, con rollos de papeles bajo el brazo, prontas á tomar notas para sus revistas de Arte ; americanas repor- ters, vasos de impudicicia, llenas de hipocresía, ce- rrando los ojos ante una estatua desnuda y siendo capaces de desnudar todos los granaderos de la guardia entre los dos batientes de una puerta ; co- cones fanées, mastodónticas y redoradas, cuya pin- tura de treinta años, sería capaz de resistir sin avería todos los torpedos de una escuadra ; horizon- tales jóvenes en vena de arte ó enamoradas de un artista; y las queridas del gremio, sencillas y dis- cretas, charloteando por grupos, con una vivacidad de pájaros. Mezclados á esa legión femenina, de 'la cual se escapaba un perfume excitante de carnes en sudor y de esencias de tocador, se veían, igualmente pomadeados, acicalados y trajeados, los hombres indispensables de toda apertura de Salón. Mecenas apócrifos y respetables, de una gravedad monolítica; diaristas presuntuosos y ¿/a^iteurs, casi todos calvos, porque su pelo como la naturaleza le tenía horror al vacío ; críticos voraces y mordaces, todos ignaros, pero todos ruines, vendidos al reclamo, pontificando y barbarizando desde las columnas de los grandes diarios, haciendo y deshaciendo reputaciones con volubilidades de griseta histérica; cronistas empena- chados de fatuidad, con pretensiones á escritores ; gacetilleros. portentosos de ioiipé ; todos los de las altas y las bajas capas de la prensa, llenos de sufi-

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ciencia heroica y de orgullo imbécil. Y, luego, todo el mundo del sport ; los clubmen; los banqueros, los dilettanti, en fin, el Tout-Paris, de las primeras, de las carreras y del vernissage.

Provisto de una guía, logré llegar hasta mi cua- dra, que estaba gentilmente colocado, en frente de una luz que le venía do lo alto, animando los colores, dándoles vida y vibración.

Hago gracia de los cuadros admirables, expuestos en las diversas salas y en que todos los estilos y todas las escuelas estaban representados y donde al lado de los cuadros poderosos de ejecución y de idealidad de los pintores jóvenes, había grandes telas de los príncipes del pincel, donde lucían los nombres ya gloriosos de Charpentier, Delcombe, Besnard y Bouguereau. ¿Qué pudo merecer el elogio y el triunfo de mi cuadro? Acaso lo exótico del tema, unido á la valentía del color y la perfección del dibujo, que ha sido mi preocupación constante en la pintura.

El Cafetal, tal era el nombre de la tela, represen- taba una cogida de café bajo la sombra dulce de los grandes árboles, en las azulidades difusas de la selva, donde el grano rojo parecía sangrar bajo las manos d-e las cogedoras, que se abatían sobre él como grandes mariposas rosadas. En la profundidad de la montaña se veía el agua clara de un arroyo, en el cual un pato tornasol abría las alas, mientras el sol horizontal prendía en las copas de los árboles extra- ñas rosas de oro que iluminaban el fondo profundo y silencioso del paisaje.

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Algunos grupos se estacionaban frente de él. Los unos lo admiraban todo ; otros hacían distingos ; unos se decidían por el colorido ; otros por el dibujo; quién por la intensidad poética del conjunto, quién por las cabezas de las cogedoras, que parecían grandes flores pensativas.

Ello es, que contra todos mis pesimismos, el cuadro triunfaba.

Desconocido de todos, pude mezclarme á la multi- tud, oir los elogios y las críticas y apurar algunos tragos del licor amargo y delicado, pero siempre fatal, de la celebridad. Y, no me embriagó á causa de mi ambición, de mi ambición inmensa, que no ama sino la gloria, de la cual la celebridad no es sino una parodia estéril. La gloria es el rostro de la In- mortalidad, del cual, la celebridad no es sinola mueca. La celebridad es efímera, flor de capricho y de neurosis colectiva ¿cómo podría coronar ni llenar mi corazón?...

Y, triste fui á causa de mi triunfo. Y, miré mi cua- dro con una cólera sorda, una gran cólera que me impedía llorar.

Y, lleno de un gran silencio interior, me senté en un puesto inmediato y me dejé caer en él, como si me hundiese en la sombra.

Y, me sentí feliz en mi aislamiento, rodeado de mi propia tiniebla, que hacía en un abismo.

Y, quedé estupefacto ante mi propia soledad moral.

Y, miré mi cuadro sin amor, como si fuese una obra de otro.

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Y, quedé asombrado, pensando que se pudiera luchar para vencer.

¡Vencer! ¿qué significa ese grito que sale déla sombra hacia la Nada ?

i El esfuerzo ! desplegamiento de alas de una oruga hacia el sol, ¿á dónde va ese gesto desesperado de la impotencia hacia la luz?...

Yo había dejado á Eleonora y Manilo en el Restau- rante donde habíamos almorzado, y me detenía allí, invadido por mis tristezas, roído por mi mal interior, que devoraba todas mis ilusiones, como uno de esos grandes insectos cazadores de luciérnagas en la noche... Y, me aletargaba en mi monstruoso desen- canto, que entumecía y mutilaba las alas poderosas de mis sueños.

Y, á causa de mirar tanto en la tristeza de pensar, no encontraba nada que pudiera consolarme de la miseria de vivir.

Y, todo se obscurecía á causa de la sombra de mi corazón.

El gran tumulto iba pasando, y sólo algunos retar- datarios de selección, se agrupaban con calma en torno de aquellos cuadros que más les habían lla- mado su atención.

En el grupo, ya escaso, que se estacionaba frente al mío, un hombre y una mujer me interesaron entre todos, por la insistencia y el calor con que analizaban ciertos detalles del cuadro.

El, ora pequeño, grueso, ventripotonte, los cabellos y el bigote rubios, ya entre canos : se hubiera dicho,

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un librero de Leipzig ó un cervecero de Hambourg. Ella, era maravillosamente delicada y bella : un taua- gra, un Sevres, el modelo de un primitivo de Fiesola. Su rostro de una pureza de líneas, de una armonía de proporciones, que hacían pensar en esos ángeles de Antifonarios, que monjes artistas crearon en el siglo dieciséis^ tenía una palidez de camelia, en la cual dos ojos verdes, de un verde tierno y glauco, que recordaba las algas del océano y los botones de clemátidas cerrados, se movían lentos y graves, bajo una frente tersa y grandes cejas obscuras como la cabellera castaña con reflejos rojos de cobre, como las de aquellos retratos que cual poemas de Arte, de Vida y de Silencio, llenan las salas pinacotaicas, del palacio de los Boges, en Venecia, en los cuales, sobre rostros con transparencias de múranos, se entorchan cabelleras vertiginosas, como serpientes negras, estriadas de oro. Todo en ella era infantilidad, gra- cilidad, ligereza eurítmica y aérea : se diría hecha para volar como una libélula. Era, como un silfo, encarnado en una Gracia, de Tiepolo.

Es inmenso de verdad, decía ella, mirando el cuadro. ¿No ves cómo se parece á la Tebaida de don Ricardo Juárez? ¿Te acuerdas cuando nos invitaron á la cogida de café?

Sí, dijo él, es magnífico. Y, su ingenuidad, no ocultaba sino á medias, que su linfa abundante, no le permitía interesarse tanto por las bellezas pictóri- cas del cuadro.

La admiración venía toda de ella, que exclamaba :

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Aquí, no comprenderán nunca eso, no podrán comprender esa verdad, porque la ignoran. Aquí no conocen sino nuestra naturaleza de acuarela, nues- tros grandes bosques, que cabrían todos en un telón de teatro, nuestros árboles que se podrían atravesar con un alfiler de sombrero. Aquí no sospechan si- quiera el trópico. No conocen más flora que la del Jardín de Aclimatación, ni más fauna, que la fauna doméstica de Rose Bonheur. Aquí no conocen el café sino tostado ¿cómo van á apreciar bien un cafetal? El alma de los críticos, no comprenderá nunca este cuadro, porque no lo han vivido. Esa naturaleza les es extraña y no pueden tomarla sino por una exage- ración de fantasía. Y, sin embargo ¡ qué verdad de colores I ¡qué gran verdad! Si parece que huele á bosque!...

Y, sus narices se abrían vibrantes, parecían olfa- tear, como las de una gacela que ve el prado.

Esa conversación, matizada de palabras españolas, y nombres creollos, me hizo sospechar que aquella gente hubiera estado en mi país, ya que su acento no dejaba duda de que eran franceses. Y, resolví acercarme poco á poco á ellos.

Aquí no conocen, continuaba en decir ella, otra naturaleza exótica que la de los orientalistas, que parecen todos un álbum de Salambó, ilustrado por Flaubert mismo. El Oriente de Delacroix... el Oriente de Descamp, siempre la misma monotonía asoleada | y grandiosa... Perspectivas de desiertos y de oasis, caravanas blancas bajo horizontes rojos... palmas, :

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camellos, el horror del desierto sin belleza. A me dan sed, aquellos cuadros. Y, luego los otros, los pintores de Palestina, de Jericó, el mismo sol, las mismas murallas, los mismos llanos inclementes... ilustraciones de la Biblia en grande escala.

Pero, la gran naturaleza, la ignoran. Solo Gauguin reveló un punto de ella y lo declararon loco... Mu- cho temo que el destino de este cuadro sea seme- jante.

¿Quién es el autor? dijo el marido, á quien su miopia exagerada impedía leer la pequeña placa do- rada, puesta al pie.

Ella inclinó sobre la Guía, su admirable cabeza de paje palatino, adornada de un fieltro azul con una pluma blanca y deletreó las silabas de mi nombren Flavio Durcán...

Y, al oirlo de sus labios amé mi nombre y me pareció que todas las orquestas del mundo entona- ban un himno de gloria para mí.

¿Tú lo conoces?

No.

Debe ser muy joven, porque allá, no lo oímos nombrar.

I Allá! ¿habían pues estado en mi país? Eso me hizo aproximarme más á ellos.

Sus mujeres son deliciosas, continuó la joven. Mira qué carnaduras, qué expresión de rostros y de ojos. Yo quisiera ser retratada por él.

Imposible. ¿No has convenido con la señora Po- beda, ir mañana á casa de Madrazo?

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Sí, pero yo quiero que sea este pintor de allá, el que haga mi retrato. Y, dio con el cabo de su som- brilla en el suelo, como enfadada por este asomo de contradicción.

Y, ¿cómo hacer si nosotros no conocemos ese pintor? dijo el hombre, como temeroso de haberla disgustado.

El Cónsul de su país debe conocerlo, dijo ella, con una voz ya hecha dulce, y como privada de toda fuerza.

Es verdad, yo averiguaré con él.

Y, discutieron luego del cuadro, porque el hombre sostenía, que á aquellas alturas de las Cordilleras, no había patos tornasoles, que el color de las alas era excesivo y que el animal parecía un cisne negro de Australia.

Ella sostuvo haber visto allá patos de ese color y nombró las lagunas y los sitios donde abundaban los palmípedos así.

Y, como yo hiciese, involuntariamente, una señal afirmativa con la cabeza, ambos volvieron á mi- rarme fijamente.

¿Conocéis esa región? me dijo él, con admi- rable cordialidad.

~ Sí, señor.

Y, con motivo de ese detalle de verismo conti- nuamos en hablar. Ante ciertas explicaciones técni- cas sobre el cuadro y ciertas explicaciones del me- dio, ella me preguntó seguidamente :

¿Sois pintor?

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Sí, señora.

¿Exponéis en el Salón, este año ?

Sí.

¿Cuántos cuadros?

Uno.

¿Dónde está colocado ?

Ahí.

¿Cuál? ¿Éste ? ¿ El Cafetal ?

Sí.

Sois Flavio Duran.

Servidor.

Ah, dijo ella con una emoción visible. ¡Cuan felices somos en conoceros !

Y, me tendió su mano franca con una inocente camaradería, ajena á todos los convencionalismos.

Y, conversamos largo y amigablemente sobre el arte y sobre mi país. Ellos conocían bien este último, porque él, había sido Cónsul general en la capital, por varios años, y ella lo amaba por haber pasado allí, según su decir, los más bellos años de su vida.

Á esta sola frase, un celo feroz y obscuro se desen- cadenó en mí, contra los hombres y las cosas de mi país. ¿Por qué había sido ella feliz allí? ¿Era una historia de amor? ¿Por qué eran esos los más bellos años de su vida? ¿Por qué me hacía sufrir ya aquella mujer que desarrollaba á mis ojos motivos infinitos de visiones? ¿Por qué mi alma ansiaba beber ya el secreto de su vida en el misterio de sus ojos, en el abismo de su belleza hecha para la maravilla y para

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la adoración? Lo insondable y lo inabarcable consti- tuyen toda la grandeza y toda la fuerza del pensa- miento y del deseo.

Ella se sentía envuelta por mi mirada, como por una capa de fuego, circuida de adoraciones mudas que caían á sus pies como flores y se sintió como encerrada por un gran deseo, que reproducía su imagen como un río profundo.

Su mirada límpida irradió de cosas misteriosas, y como si sintiese el mareo de los vertiginosos espa- cios que se abrían en mi corazón, me tendió su mano, diciéndome con emoción :

Prometadnos que iréis á vernos. ¿Lo prome- téis?

Sí.

¿Cuándo?

El próximo domingo.

Os esperamos. No faltéis, dijo ella, con una como embriaguez de alma en la voz, con una emo- ción intensa y profunda en la mirada.

Y, los vi partir, y los seguí con los ojos, como si mi vida se disolviese, se condensase, se arremoli- neasé, en torno de aquella cabeza de mujer, que sur- gía como un sol, sobre las cimas negras de mi eora- zón.

y, la miré perderse y desaparecer en el silencio radioso, como en un nimbo espacioso de idolatrías, donde la seguían mis ojos cargados de enterneci- mientos, que eran como plegarias.

Y, quedé más solo, más perdido en mi soledad

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moral, perdido á causa del miraje que había entre- visto mi corazón...

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¡ Oh la deliciosa soirée que inició mis visitas en casa de los Martolet!

El Cónsul y su mujer ocupaban un muy bello y lujoso apartamento en un hotel de la cwenue de Fried- land, cercano á la plaza de la Estrella.

La señora Martolet y su marido me recibieron con una cordialidad fraternal, como que efectivamente yo era el bienvenido.

Erminia, que así se llamaba ella, estaba encanta- dora de sencillez, de gusto sobrio y exquisito. Vestía un traje color perla, ornado de encajes crema, con grandes mangas abiertas, que semejaban alas lentas de cisne y dejaban ver los brazos admirables de una cinceladura cellinesca, ligeramente dorados de un vello dúctil, apenas visible, como el de ciertas hojas parasitarias; un descote discreto, como para un vestido que no era de recepción, dejaba emerger su garganta blanca y pulida, como un cáliz de azucena y entrever el encanto de su piel sedosa y el camino obscuro que separaba sus dos pechos fuertes, que seinejaban dos grandes magnolias, prisioneras en el

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encaje, donde un pájaro de brillantes, sujetaba un ramo de muguet.

En la tela cambiante, de reflejos dulces, sus movi- mientos tenían ondulaciones de liana acuática, duc- tilidades de alga, era como el tallo de un nínfeo, sobre el cual se alzaba su cara pálida, como una flor. El misterio turbador de sus ojos de esmeraldas, se hacía más intenso, más profundo, en el marco obs- curo que le formaba la cabellera, peinada á la inge- nua, como Cléo de Mérode, que cubriendo el nácar de las mejillas, solo dejaba en descubierto, los gló- bulos de las orejas, sobre los cuales dos brillantes en pendeloque, hacían reflejos solares.

Su gracia perfecta, su naturalidad atractiva y con- fiada, algo de adolescente y virginal, que distinguía su adorable cabeza de niño, no hicieron sino aumen- tar la emoción extraña, la turbación creciente, que se había apoderado de mi corazón, cuando la vi por vez primera contemplando mi cuadro en el salón.

Se habló casi únicamente de mi país, se le elogió con entusiasmo, se rimaron grandes ditirambos á la belleza y á la riqueza de su suelo.

Todo eso me dejaba frío, ante la contemplación del encanto perfecto, de la magia irresistible de aquella mujer, hecha toda de cosas delicadas y tier- nas.

Ella se puso al piano y como para agradarme aún más, tocó músicas de mi país, y cantó con una voz emocionante y suave como un arpegio, las más bellas canciones de aquella tierra remota.

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Y, la voz de esta mujer estallaba como un torrente de embriaguez musical, por sobre el infinito de mi alma. Se diría que toda mi adolescencia florecía de sus palabras como un manojo de lirios. Mi pasado todo, surgió de aquellos labios divinos, temblando en ellos como un jazmín...

Mi madre, mi patria, toda la melodía de mi anti- guo amor surgió en el fondo de mi alma, que se di- lataba ante este cántico, como una gran flor de muerte...

Una ansiedad, una agonía, una pena sin nombre ardían mi corazón. Y, remontaban como una onda amarga á mi garganta, llenándola de sollozos, que yo estrangulaba apretando hasta hacer sangre mis pobres labios helados.

¿ Mis ojos dijeron á los suyos, el mundo interno de cosas removidas y dolorosas, que la onda musical despertaba en mi corazón ?

Yo no lo sé, pero ella cerró el piano y se alzó ante mí, pálida, como una flor autumnal, con un dolor de musa antigua, en su boca hecha grave y en sus ojos inanimados de misterio...

Y, cuando nos hablamos, después, nuestras voces tenían ya, no qué extraño son de confidencias, qué vibración tierna, como de seres que han llorado.

Y, en ese estado de ternura mórbida, la figura de Erminia se disolvía á mis ojos en rayos de una claridad astral, que bajaba hasta mi dolor para con- solarlo, irradiando en mi alma como un rayo de luna pacífico y lenificante.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 37o

Y, todo eso hacía que aquella mujer, entrase más hondamente, más fuertemente en mi corazón, con su espiritualidad, su infantilidad, su fragilidad de flor efímera y pensante.

Estamos desarmados contra el amor. No hay refu- gio posible contra la miseria de amar. Amamos como vivimos, por la cobardía de nuestro corazón. Somos los prisioneros del instinto, como somos los galeotes de la vida. No nos pertenecemos. Nuestros pensa- mientos, nuestras acciones, nuestros afectos, obede- cen á fuerzas ajenas, extrañas, que residen fuera de nosotros. Somos los instrumentos y el juguete de algo hostil y demente que nos tortura y nos rompe. Nada hay igual á la miseria de nuestra vida, si no fuera la miseria de nuestro corazón.

Me separé de aquella casa con la promesa formal de volver á ella, y la presión fuerte de la mano de Er- minia Martolet, dio casi la fuerza de un juramento á mi palabra.

Y, al hallarme en la Avenida, bajo los grandes árboles, blancos de luz lunar, me sentí solo, tan solo, que tuve frío, frío de cuerpo y de alma ; sentí la sen- sación del vacío, del abandono, de la soledad, casi el contacto de la Muerte y de la Nada... Una calma glacial me envolvía en la noche indiferente, una calma desnuda de toda presencia, de toda alma, de todo refugio...

Gané la acera opuesta y me senté en un banco y contemplé larga, tenaz, celosamente, las ventanas del salón, tras de cuyas vidrieras, la silueta grácil

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de Erminia , hacía intermitentes proyecciones.

Y, en torno mío, todo fracasaba, todo se abis- maba, como en un naufragio.

El dolor sobrepasando todas mis fuerzas, me cla- vaba ante el fantasma de mi vida moral, deformada y rota.

Y, con una lucidez extraña, contemplé, como si fueran de otros, los jirones de mi vida miserable, flotando ante mis ojos.

Y, reviví toda mi triste vida de esterilidad, de con- cubinato frío, de abyección á la piedad... Y, mi por- venir se presentó ante mis ojos como una landa de- sierta, inacabable, tras de la cual un mar muy triste alzaba sus soledades infinitas...

Joven, casi ilustre, rico, ¿qué había hecho de mi vida sentimental? ¿á dónde había sembrado mi co- razón? ¿Cuál era mi vida actual?... La cohabitación con una mujer á quien no amaba, el sacrificio por un hijo á quien no podía amar tampoco... Todo en nombre de la palabra estúpida, de la palabra feroz- mente idiota : el deber. ¿Hay otro deber que el de su propia felicidad? Aquel que se sacrifica falta á su destino. El sacrificio es flor de idiotia. Para castigar este delito la naturaleza crió la ingratitud.

¿Cómo destruir radicalmente todo mi pasado? ¿Cómo vivir de nuevo ? ¿ Vivir? y ¿para qué ? Sí, mi corazón aceptaba y deseaba la vida, mi corazón que estaba triste. ¿ Triste por qué mi corazón ? ¡ Triste á causa del Amor ! Triste á causa de una mujer.

Porque el amor de nuevo germinaba en ; el

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loco amor de los sentidos, que había devorado mi carne y consumido mi vida toda !

Yo amaba á Erminia Martolet.

El delirio loco de su amor había entrado en mí. La amaba á mi manera, con el deseo salvaje, enorme, indominable, que forma el fondo irresistible de mi pasión de amor. ¡ El terreno en descanso florecía de nuevo, con una milagrosa fecundidad I

Y, en ella, como en todas, yo no amaba la mujer, sino la hembra. Y, esa hembra, delicada como una miniatura, frágil como un pétalo, comenzaba á sacu- dir mi sensualidad, con alas terribles de simoun.

Y, al surgimiento de esta nueva pasión, mi pasión antigua, es decir, lo que arrastraba de ella, me pesó con el triple peso de una cadena enrollada al cuello... Y, se abrió ante mis ojos, creciendo hasta el último límite del horror, el cuadro de mi vida esclava, mi lamentable existencia carcelaria.

Y, Eleonora Dalzio, me pareció como la sombra enorme de una leona, echada sobre mi corazón.

Y, respiré fuertemente, y me puse de pie, como para librarme de aquel peso enorme, de aquellas garras terribles.

Y, me hallé solo en la grande Avenida, á cuyo extremo cercano, el Arco, hecho negro y monstruoso, como una ruina bajo un cielo de agonía, parecía sos- tener el peso de las tinieblas que caían del cielo pro- fundo, inmovilizando las alas de sus victorias de

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piedra... Era como un Genio castigado, resistiendo su duelo, en el horror de lo Infinito.

Y, bajé lentamente, por los Campos Elíseos, hacia la Plaza de la Concordia, muy lentamente, como un prisionero que siente acabar su hora de sol y se arrastra miserablemente á su mazmorra.

Ya en la calle de Rivoli, tuve miedo del río cer- cano, de ese río, que me llamaba con grandes men- sajes de olvido, hacia la liberación de los dolores fu- turos, hacíala renuncia final del gesto vil y estéril de la Vida.

Me metí en un coche y di Id dirección de mi casa.

Cuando sentí el Puente de las Artes, temblar bajo el vehículo, sentí un deseo loco de avalan- zarme afuera y correr hacia las aguas profundas, que allá, abajo, los reverberos iluminaban de luces vivas, como miradas de mujer... Tuve miedo de la embriaguez de mis sueños de muerte y de mis votos de espanto. Cerré los ojos y me refugié en el fondo del carruaje, como si toda la sabiduría infame de la tierra, esa sabiduría que insta á vivir, se hu- biese refugiado en mi corazón, venciendo las llama- das obstinadas de mi destino hacia la Muerte.

Y, fui hacia las gemonías donde se pudrían mi orgullo y mis sueños infinitos, y llegué al fin ante la puerta de mi casa.

Cuando el cochero hubo partido, ya solo con mi Destino, en la» calle obrera y solitaria, sentí crecer mi horror, ante aquella puerta cerrada, tras de la cual

EL ALMA DE LOS LIRIOS 377

como un perro encadenado, aullaba miserablemente mi vida.

Y, no tuve el valor de entrar.

Y, me di á vagar por las calles silenciosas y ame- nazantes á aquella hora. Y, fui por el líoulevard Montparnasse, hasta el Boulevard San Miguel, y en- tré al primer café que hallé abierto y allí ante una copa de licor, traté de olvidar mi presente de amar- gura, de pedir un alto á mi Destino, una tregua al horror de mis noches, donde bebía á torrentes la vergüenza y la Desesperación.

Y, cuando cerraron el café y me hallé de nuevo en la calle, entregado á los azares de mi vida, ante el gran recogimiento de sombras que anunciaba el alba y tomé el camino del regreso inevitable, los cielos vieron en una sombra miserable : la de un hombre de rodillas, llorando ante las estrellas...

¿Y, mostraré sin embargo á las miradas ajenas el esplendor delicado de las páginas de ese Idilio ?

¿Diré cómo Erminia Martolet respondió á las lla- madas de mi corazón y cómo nuestras almas, cual si oyesen una misma voz de Eternidad, acudieron si- lenciosas á la cita inefable del Amor ?

¿Relataré las fluctuaciones torturadoras y divinas, las lentas aproximaciones, los mirajes conmovidos y tiernos, por cuyos caminos llegamos á encontrar- nos, definitivamente prisioneros del mismo sueño, en la realización magnífica de él ?

¿ Diré de aquellas horas enternecidas y castas, en que haciendo su retrato, en el rtíe/ier improvisado por ella en su propio hotel, nuestros corazones llenos de piedad, marcharon hacia la primavera de una ven- tura próxima, los ojos apartados de nuestras vidas, donde no queríamos ver reflejarse, como en estan- ques de dolor, nuestros pobres sueños insatisfechos ?

¡ Oh, los soplos estivales que despertaron en nues- tros corazones el esplendor de las radiosas albas !

¡ üh, labora de reposo, en que terminado el Ira-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 379

bajo, ella, inmóvil, todavía en su traje de soirée, des- cubierto el seno admirable, escuchaba de mis labios las confesiones exaltadas, que subían á su alma, como las brisas de un valle de donde subiesen per- fumes de rosas. Y, apoyando tiernamente su cabeza en mi hombro, me decía las dulces palabras, que sólo pedían ser aprisionadas sobre los labios tier- nos...

¿ Á qué hablar de la hora solitaria y radiosa, en que la furia de mis abrazos'^ y el peso de mi cuerpo, despedazaron la gran magnolia que irradiaba en su seno, y entre palabras de adoración fundimos nues- tros seres en uno solo? ¿la hora en que fué mía ?.

Nuestros amores, cansados y humillados de alber- garse en hoteles hospitalarios, necesitaban un tem- plo suyo, donde ante el altar délas grandes adora- ciones y de los ritos secretos, como ante un divino ostensorio, ardiesen perpetuamente, los cirios infla- mados del deseo.

Y, entonces, para ella y para nuestro amor, sólo para recibirla y para amarla, alquilé y amueblé un atelier, discreto, lujoso y silencioso, al otro lado del Sena, en la extremidad contraria del mío, al ex- tremo de Montmartre, en el Boulevard de Clichy.

Amueblé preciosamente las tres piezas áelatelier, reuní bibelots, aglomeré cuadros, exploré los anti- cuarios para acumular curiosidades y con lujo dis- creto y armonioso, con una decoración sobria y rica,

80 VARGAS VILA

hice de aquella capilla, un templo digno de recibir y de albergar, á aquella que mi orgullo y mi pasión alzaban hasta las apoteosis de un dios.

Y, sobre el reflejo de las sedas suntuosas, en el satín de los terciopelos versicolores que cubrían el lecho, los divanes y los cojines regados por doquiera, conocí la suprema embriaguez de poseer su cuerpo desnudo, su joven cuerpo tembloroso de deseos, que extendía sobre las cosas todas, el reflejo blanco y dorado de sus carnes luminosas.

Perversamente , largamente , golosamente , nos amábamos desnudos como jóvenes dioses, sobre el lecho rojo y profundo, los sofás voluptuosos y se- dosos, los cojines sabios y flexibles, dóciles al ca- pricho de nuestros cuerpos, haciendo de todos los sitios altar de sacriflcios, en aquella capilla de luju- rias, llena de los aromas de las flores y del perfume que se escapaba de los grandes frascos de esencias destapados. El alma de todas las cosas, amables y tiernas, nos sonreía desde el fondo de los estanques mudos de los paisajes, y el oro muerto de los cua- dros.

Y, gemíamos de felicidad, el corazón contraído, en los espasmos ya dolorosos, de nuestras carnes in- satisfechas.

Era una cosa extraña y sorprendente, cómo en aquel ser delicado, en aquella creatura de idealidad, que semejaba uno de esos serafines extáticos de los libros corales del siglo doce, que se conservan en las abadías de Monteoliveto, ó una Virgen de la Biblia de

EL ALMA DE LOS LIRIOS 381

Montalcino, podía contener en tanto fuego, ser una amante tan ávida, tan ardiente, tan insospechada é inconmensurablemente fogosa, de besos tan sabia- mente combinados y terribles, capaz de dar en uno solo, toda la plenitud de las felicidades.

De sus labios insaciables, de las fresas maduras que culminaban sus senos rígidos, de su cuerpo todo magnífico y mágico se escapaba un vértigo de luju- ria, que era como el himno triunfal de su carne divina y voraz. Era como una hostia que contuviese en el veneno de todas las cantáridas de un bosque. Érala más pálida, la más delicada, la más frágil de las flores de la histeria. Era el deseo insaciable. Su sexo se parecía á mi corazón.

Pero, ¡ ay ! mi ventura de amar estaba envenenada por los gérmenes de mi propia vida.

Eleonora Dalzio, con ese sexto sentido que tienen las mujeres para presentir el engaño, tomó una ac- titud de celos, de espionaje, de persecuciones, que convirtieron mi vida en un batalla encarnizada. Ya no hubo paz posible. De la mañana á la noche, las escenas se sucedían á las escenas, y los insultos, las amenazas, las violencias, se hicieron intolerables.

Eleonora, perdió todo dominio sobre misma, y no fué ya sino la hembra celosa, llena de todos los rencores, suspicaz, atrevida, indominable.

Sus celos, sus violencias, su acrimonia y más que todo su espionaje agresivo y escandaloso, exasperaron mis neurosis hasta la locura, y en mi brutalidad llegué á castigar su cólera con mis propias manos.

382 VARGAS VTLA

Aquella exaltación constante del ánimo, unida al abuso inmoderado del placer, llegaron á perturbar mis nervios hasta un estado verdaderamente alar- mante.

¿, Qué tienes ? me decía Erminia, tocándome en la frente y en las manos. evstás enfermo. Ardes de liebre.

Sí, de la fiebre de tus besos.

Y, la aprisionaba en mis brazos, y la traía contra mi corazón, y la torturaba con caricias que la hacían desmayarse de ventura.

Eleonora, viéndose abandonada, no cesaba en la lucha.

Toda su paciencia, toda su mansedumbre, se tro- caron en una cólera y un rencor imponderables. Su sangre italiana le gritaba cosas horribles. Y, yo sentía que la vendetta germinaba en ella, como una llor terrífica y fatal.

Y, cuando exasperado por sus violencias, la ame- nazaba con remitirla á Italia ó abandonarla por completo, sonreía con una sonrisa de horror, llena de cosas terribles.

Hazlo si quieres... Ensáyalo si puedes... ¡ Ay de tí. ! Siento que la profecía de la Sibila de Albano crece en mi corazón... ¡ Guárdate de ella !

Y, ya los dos nos mirábamos como enemigos. Nuestra vida era un campo de combate. Nuestras dos existencias un duelo á muerte. ¿ Por qué esta mujer se empeñaba en ser amada? Por qué disputarse un corazón que no era suyo ?

EL ALMA DE LOS LIRIOS 383

Ya mi pecado de generosidad estaba castigado. Los ingratos son hechos para eso, para castigar el ab- surdo fatal del sacrificio .

¿ Quién dijo á Eleonora mi refugio ?

¿ Quién le mostró el camino de él?

Yo no lo sé.

Pero un día, llegó, impensada, intempestiva, rui- dosamente á mi estudio del Boulevard de Clichy, donde afortunadamente yo estaba solo.

Mi asombro fué inmenso.

¿ Qué vienes á hacer aquí? le dije.

Vengo á conocer tu casa y tu querida, me dijo amargamente, plantándose ante en actitud desa- fiadora.

Yo la dejé hacer y continué en pintar.

Es chic, dijo, paseando una mirada felina por todos los objetos del salón; y luego se dirigió hacia la alcoba y el gabinete de toilette. Yo la dejé pasear su cólera.

De súbito, sentí un ruido fracasante de cristales que se rompían, y un olor de Ámbar, de Imperial Ruso, de Violetas de Parma llenó el ambiente, mez- clándose al de esos perfumes íntimos, que usan las mujeres para sus baños. Cuando acudí era tarde, ya todos los frascos que contenían perfumes estaban por el suelo, así como los mil dijes y tonterías, que las mujeres dejan por dondequiera como testigos de su paso. Y, en aquel momento, Eleonora prendía fuego á una bata blanca, un peignoir de seda y en- cajes, con que cubría Erminia su cuerpo desnudo,

38i VARGAS VILA

después de nuestros combates pasionales. Ya la llama iba á comunicarse álos cortinajes del lecho, cuando yo pude arrojándole todael agua del baño, apagar ese principio de incendio.

Y, volviéndome á ella, que seguía indiferente rompiendo objetos de tocador, le dije con una cólera violenta :

Vete de aquí.

No me iré.

La tomé por un brazo para arrojarla fuera, y se prendió á para desgarrarme, con una violencia de tigre.

Renuncio á describir la escena de violencia y de brutalidad que entonces tuvo lugar.

Al ruido de aquella lucha subió el concierge^ á quien di orden de expulsarla, y la expulsó á empe- llones, bárbaramente, por la escalera abajo.

Rotos los vestidos, amoratado el rostro, descendió gritando, impulsada por las brutalidades del portero, y no se calló sino á la presencia de un policía, que la mujer de aquél había ido á buscar.

Inmóvil, lúgubre, toda en negro, estuvo parada al frente de la casa, hasta altas horas de la noche. Des- pués, desapareció.

Aquél fué nuestro último choque.

Yo no volví más á la rué d'Odessa.

Mi intención de abandonarla fué inexorable. No la vería más.

Y, no la vi.

Le remití una buena cantidad de dinero para su

EL ALMA DE LOS LIRIOS 385

viaje, autorizándola para disponer de los muebles de nuestro apartamento, ya que estando Manlio interno en un colegio, no había quien quedara en él.

No me contestó siquiera.

Feliz de aquella solución, que yo creía definitiva, me entregué por completo á mi nuevo amor.

Y, absorto todo en la ventura de amar, no dudé ya de la paz soberana de mi corazón.

Y, marchaba ante mi sueño, enorgullecido de mi felicidad, que me cubría los ojos como una venda.

Aquel que ama no ve sino la inmensidad de su emoción.

Su ventura lo ciega comoun sol.

25

Y, fueron días adorables de felicidad, en que nues- tras bocas golosas, nuestros cuerpos ávidos no se saciaban de abrazos ni de besos, y unidos frenética- mente, no nos dejábamos, sino cuando ya nuestras naturalezas exhaustas pedían gracia.

Descubriendo cada día nuevos secretos de belleza en aquel cuerpo de líneas impecables, yo gustaba de verlo brillar á plena luz, con su tenuidad deslum- brante de pétalo y de astro.

Si lo amas tanto, ¿por qué no lo copias? me dijo ella un día.

Su palabra, que iba al encuentro de mi deseo, lo completó, y me di con un afán loco á la dulce tarea de pasar á la tela, la euritmia, el ritmo envidiable y armónico, la maravillosa fusión de tonos y diseño, la gran magia de líneas de aquel cuerpo, que no hubieran hecho igual Jacopo de la Quercia ó el Cozzarelli, en la dignidad majestuosa de sus estatuas policromas.

Los viejos orífices cincuecentistas, prodigio de aquel siglo de arte maravilloso y de gran gusto ful-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 387

gurante, no copiaron perfección igual, ni el más aca- bado medallón de Ugolino de Vieri, tuvo fineza de ejecución', de suavidad casta y sentimental, que aquellas formas re\:eladoras de la Eternal Belleza.

Ella se dejaba copiar con un orgullo voluptuoso, con la serena indolencia con que las náyades del Rutelli reciben el beso del sol, en su desnudez plu- viosa.

Y, entre beso y beso, saliendo de mis brazos, mar- tirizada aún por mis caricias, ella hacía su pose des- nuda, inmóvil, la cabellera en ondas sobre la espalda como un manto de bronce, con la gracia adolescente de un Kermes de la más pura antigüedad helénica, en los ojos la divina serenidad de Pia del Tolomei, y en los labios, algo de la enigmática, son risa cruel de Monna Sapia.

Y, ella se sentía feliz, cuando el sol, cayendo sobre sus carnes cual un beso, hacía de su cuerpo como una estatua de alabastro y de oro, y de su cabellera un casco de cobre luminoso, una cauda metálica, estriada de venazones rojas. Y, sonreía feliz á la luz que la acariciaba como un contacto suave de len- guas invisibles.

Interrumpíamos la pose, á veces, para solazarnos con un vaso de vino y nuevos besos, y volvíamos contentos al trabajo.

Era una de las últimas sesiones, cuando ya su be- lleza se destacaba como una intensidad de blancuras en la inconsciencia profunda de la tela, y su cuerpo grácil emergía, como una azucena nítida en un hori-

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zonte de hojas, como un rayo de luna en las placi- deces de un cielo malva.... Habíamos amado y gozado mucho, y ella satisfecha, sonriente, hacía su pose, llenando con el perfume y el encanto de su cuerpo radioso la atmósfera calmada....

Yo estaba absorbido en mi trabajo, inclinado hacia la tela.

No sentí abrir la puerta. Pero, la impresión de alguien que andaba me hizo alzar la cabeza.

Eleonora Dalzio estaba allí y avanzaba sobre la mujer desnuda...

Ésta quedó inmóvil, como fascinada por la sorpresa y el terror.

Comprendiendo la inminencia del peligro, corrí á ponerme entre las dos... Era ya tarde!... Eleonora, había lanzado ya gran parte de una botella de vitriolo, sobre la cabeza y el rostro de Erminia. Yo interpuse mis dos manos, para cubrir el rostro divino, ya ciego y ardido y todo el resto del licor cayó sobre ellas... Un inmenso olor á sulfuro y a carnes quemadas llenó el estudio...

Erminia cayó á tierra, dando un grito, y al des- prenderse, sentí que algo de nuestras carnes se des- prendía... Lo que había rodado al suelo, no era ya sino una masa inerte, negra de la cabeza hasta los senos.

Dominando el espantoso dolor que ardía mis manos, tuve aún fuerzas para volver á mirar á la asesina.

Eleonora Dalzio, apoyándose contra el muro, te-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 389

niendo la botella vacía en la mano, me miraba como una sonámbula.

Al ver que me debatía, presa de los dolores más horribles, vino hacia temblando :

¡Flavio! ¡Flavio! ¿Te he hecho mal? Perdó- name.

Y, cayó de rodillas ensayando besar mis manos tumefactas.

Vete, le dije, arrojándola con un pie lejos de mí.

A mis gritos habían acudido el portero y gentes de los apartamentos vecinos.

Socorredla, pronto un médico, grité mostrando á Errainia, exánime en el suelo.

¿Quién la ha matado? gritó el portero, creyén- dola cadáver.

Esa mujer, dije, señalando á Eleonora. Todos se avalanzaron sobre ella, maltratándola

para maniatarla. Yo alcancé á ver que la abofeteaban y la tiraban de los cabellos...

Y, ya no vi más...

Como en un sueño escuché su grito desesperado, cuando la arrastraban por la escalera, clamando :

¡Flavio! ¡ Flavio 1 ¿Te he hecho mal? Yo no pensaba... Perdón... Perdón...

No supe más de mí. Caí exánime al suelo.

Cuando volví en mí, en una sala de la gran Clínica del Doctor B..., leí bien en todos los rostros la com- pasión y el estupor.

Ya se sabía mi nombre. Mi nombre que coronaban la catástrofe, el escándalo y la Gloria el mismo día... Para aquellos hombres yo era el triunfador, el ar- tista laureado, aquel que acababa de obtener uno de los grandes premios del Salón... Aquel sobre el cual, la prensa de París y de Europa, entonaba á esa hora las aleluyas de la celebridad.

Yo era ése.

Yo era ese vencedor...

Y, he ahí que para evitarme la muerte, por la gangrena, mis dedos serían amputados y mis manos mutiladas casi por completo... Estaban carbonizadas y no se adherían al pulso sino por tejido también tocado por el líquido asesino.

¡Y, yo era el vencedor! ¡Oh, sarcasmo de la Vida!

Yo, cuyas manos, creadoras de esa victoria, caían convertidas en cenizas...

EL ALMA DE LOS LIRIOS 391

] Yo, el Tántalo mutilado !

Yo, cuya cabeza continuaría en crear, sin que sus manos deformadas pudieran reproducir un rasgo si- quiera de su creación inmensa.

¡Yo era ése I...

Y, cuando la terrible verdad me fué dicha. Cuando supe que las fuentes mismas de mi gloria, mis manos adoradas habían muerto sobre mi cuerpo vivo, que ya ñolas veríamás, artífices de lo inmortal, arran- car los secretos arcanos al seno de la luz, y reprodu- cir, en formas imperecederas, los aspectos múltiples de la universal belleza, que ya no obedecerían dó- ciles á la inspiración de mi cerebro, porque ellas liabían sido calcinadas sobre el rostro de la Belleza humana, por las manos del odio, tuve una crisis ver- dadera de locura, la cual tuvieron pena en dominar, rindiéndome al fin por la morfina, en la calma repa- radora del letargo...

Y, la terrible mutilación fué hecha. La cuchilla del cirujano acabó lo que el vitriolo de Eleonora Dalzio, había comenzado, y de aquellas manos de artista que habían hecho mi gloria, y habían sido el culto de mi vida, no quedaban sino dos muñones ardidos, como fragmentos de troncos que ha quemado un rayo...

Y, cuando abrí los ojos después déla tremenda ope- ración, no vi en torno mío, sino rostros compasivos de seres extraños...

¡ Solo! ¡Solo en el dolor como en la vida ! ¡ Solo!

Es verdad que entonces todos los artistas de París, vinieron á visitarme, coronándome con sus elogios.

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como se arrojan flores sobre un enemigo muerto... Es verdad que la prensa de la gran Ciudad, tuvo un grito de dolor unánime ante la tragedia de mi destino y de mi gloria asesinada.

¡Y, la compasión hizo en torno de mi nombre un halo de gloria dolorosa !..,

Y, todo, ¿para qué?

¿Para qué mi vida?

Los narcóticos, la debilidad, las emociones, me sumieron en un letargo profundo.

Sólo salía de él á intervalos, para responder á los magistrados que venían á interrogarme.

Y, dije la verdad, toda la verdad, sin tratar de ate- nuar para nada el crimen de Eleonora.

Un Magistrado, acaso más hombre que los otros, me dijo :

¿No tenéis nada que decir en su defensa? - Nada.

Y, nada me dictaba mi conciencia.

Yo no podía violentar mi corazón.

Y, la dejé condenar.

Y, cuando días después, la vi salir, ya condenada, de la Sala del Tribunal, marchando entre dos gen- darmes, y se volvió hacia mí, diciéndome, más bella que nunca :

Flavio, perdóname si te he hecho mal. Yo es- taba loca.

No le respondí siquiera. Aparté de ella los ojos, y la rechacé lejos de mí, con uno de mis muñones ardidos, que eran como el espectro de mis manos.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 393

¿Espectro? ; Oh, el que vieron mis ojos aquel día en el Hospital, cuando levantaron los apositos á la desventurada Erminia para que yo pudiera verla ! ¡ Oh, el horror de aquel cráneo rojo, sin cabellos, de aquellos ojos sin cejas ni pupilas, el hueco de aque- llas narices ausentes, que dejaban ver hasta el fondo del cráneo; aquellos labios comidos por el fuego dejando en descubierto los dientes blancos como los de una calavera ; y aquella inmensa llaga que cubría todo, desde la garganta hasta los senos can- dorosos...

¡Oh la Visión de Horror!...

Y, huí como un loco, cuando aquellas mandíbulas deformes se movieron, queriendo hablarme... Huí, creyendo que aquella boca sin labios quería besarme, que aquella inmensa y repugnante llaga quería es- trecharme contra ella...

Y, huí de París.

Huí llevándome mi hijo.

¡ Huí !

¿^acia dónde ?

Hacia el Abismo, hacíala Nada, hacia la Muerte..

Lirio Negro,

III

Sobre mis labios ya no se refleja la sombra del beso, y muerto está el sol de las sonrisas. ¿Diré con ellos la lenta agonía de mi corazón? ¿Contaré el reflejo perdido de mi pensamiento sobre la onda estancada, muda y lúgubre de mi vida, donde duerme el fantasma de mis grandes sueños apasionados y lejanos ?

El recuerdo engrandece en la sombra santa y se refleja en mi alma como un rayo de luna en las pupi- las turbias de un cadáver, ¿diré yo las voces de mis- terio, los lloros infinitos con que habla á mi co- razón ?

El olvido de la hora antigua sería la ventura po- sible de mi vida, ¿he de recordar su resplandor puro y fatal, para que brille sobre el horror de mi inexo- rable noche ?

No, no. Yo no siento el valor de escribir las memo- rias de estos días fatales, cuya tristeza sin embargo me atrae, con el prestigio de un sueño insensato.

¡Escribir! ¿Es que mis manos mutiladas pueden hacer el gesto noble de quien traza los círculos de

398 VARGAS VILA

SU alma sobre el papel, como se desfloran rosas páli- das, en una cámara fúnebre, llena de la presencia visible de la Muerte?

Como cálices de flor, llenos de tinieblas, las cosas de mi vida se muestran á mi corazón ; mas ¿ cómo decirlas? ¿Cómo romper su virginidad claustral, su amplio velo de misterio, con estas mis manos horro- rosas y deformadas?

¿Cómo escribir los sueños de mi corazón?

El Tiipe ivrilei\ la fría máquina ideada por los .. j hombres, para la reproducción de sus ideas mercan- tiles, esa máquina inerte, que yo tengo al frente, ¿podrá reproducir la dulce sonoridad, la belleza tierna de las cosas que modulan en el azul de mi alma, los pensamientos que como mariposas noctur- nas volotean en y cantan con los sonidos altera- dos de una flauta en el silencio de una selva?

En New-York, habitué mis muñones, á moverse i sobre este teclado como si fuesen dedos, y cuatro 1 años de práctica me permiten manejar esta máquina, con asombrosa rapidez.

¿Contaré á ella y por ella, mi vida de abatimiento y soledad, desde aquel día en que dejé á París, bajo el horror de la catástrofe que mutilaba mi vida, y sólo con mi hijo, me di á peregrinar por el mundo, en un viaje que ha durado cuatro años, hasta caer aquí, en mi antigua casa, como en una gruta de la muerte, llenadelrumor de mis tumultos encadenados?

No, yo no puedo escribir ya, libro de confldeneias, ni de memorias.

EL ALMA DE LOS LlRTOS 399

Esparciré aquí y allá, notas ligeras, fragmentos de mis emociones, vagas cosas de mi pensamiento, y como ramas sin follaje, proyectadas sobre la nieve, se verán así también reflejadas, las horas silenciosas de mi corazón.

Como un pájaro ebrio de lágrimas, mi alma canta á la orilla del crepúsculo,...

Heme aquí de nuevo en mis campos nativos, en mi hogar solitario, donde la muerte lo ha devastado todo.... Y, soy en estos lugares de desolación, algo como el sobreviviente, la sombi'a, el recuerdo de aquel naufragio de vidas...

Mi soledad entra en otra solexiad poblada de espec- tros. Mi casa está sola, sola como una tumba, inexo- rablemente vacía... El implacable enojo de la Eterni- dad parece pesar sobre ella. Se diría, que en su calma lúgubre, vagan ios espectros de los que me amaron, tendiendo á sus brazos, silenciosos en la rigidez blanca de sus sudarios inmóviles...

Mi padre, murió trágicamente, despedazado por un potro indómito...

Mi madre no le sobrevivió sino unos meses y des- apareció arrebatada por su tristeza inconsolable, por que ella también tenía este 7nal de la vida, siempre semejante, según decía Lucrecio. Eadem sunt omnia semper, ese amor á lo que el incurable Leopardi lla- maba : la gentilezza di morir, ese tedio de la vida, que me dejó en herencia con todas sus neurosis de campesina afinada y degenerada.

400 VARGAS VILA

Como una sombra que se refleja sobre un estanque helado, así he aparecido yo á la puerta de mi hogar, lleno de los silencios de la Muerte.

Vuelvo aquí con mi hijo, que ve por vez primera estos valles tristes, estos montes áridos, estos hori- zontes de cielos en desolación

Declinaba ya el sol tras de las sierras de Agua Dulce, el monte lejano, que se alzaba sobre la tristeza de los llanos dormidos, cuando acabamos de descen- der al valle, en cuya sombra profunda, ese mismo sol parecía llorar lágrimas de oro....

Era como una mar argentada, bajo uua azulidad difusa, llena de cosas impalpables, el gran panorama ya olvidado, que se alzaba de nuevo ante mis ojos.

Como un pájaro que vuelve al bosque, mi memoria iba^voloteando de árbol en árbol y de sitio en sitio, recordando los caminos blancos, que la melancolía del crepúsculo iba borrando lentamente...

La sombra que estrechaba los horizontes ahogaba el paisaje todo en una uniformidad negra y grave de sepulcro.

Dejando á un lado la vereda que conduce al pueblo, tomamos la que lleva al Silencio, la casa campestre, la vieja casa de nuestra hacienda, que yo me propo- nía habitar.

Por entre los cercados de piedra, á cuyo pie las aguas se extendían quietas y mefíticas, con coLores de estaño, reflejando nuestras sombras, hechas des-

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mesuradas por la luz horizontal del sol que se moría, llegamos frente á la gran puerta, que sobre el camino da ingreso á los patios de la casa.

La puerta gimió al abrirla, como si nos saludara con un sollozo. Se diría que sus goznes enmohecidos suspiraban. ¿Me reconocerían acaso? Las cosas tienen una alma.

Por la avenida estrecha, toda bordeada de sauces, como en un campo santo, llegamos á la casa.

Sobre el patio desierto daba el crepúsculo una sombra vaga, violácea, incierta, que en el horror de la noche fría, hacía recular las perspectivas del edi- ficio, que parecía remoto, hundido en una sombra lejana, reflejado en la superficie lívida de un lago muerto... Una atmósfera de somnolencias y de horror parecía circuirlo .. Parecía llorar en su in- menso abandono.

La casa estaba toda cerrada, muda, como una rehusa á la vida y á la hospitalidad. Aquella soledad hosca, parecía decir : Aquí se ha muerto! Aquí se muere!... Y, la Muerte murmurar : Este es mi Imperio.

En la tiniebla implacable, con su atmósfera letal de olvido letárgico y do pesadas tristezas, la casa, blanca y verde, parecía, como una flor fantástica, emergida de los grandes silencios, bajo la inmensidad délos cielos, en un largo sueño de soledades...

Sobre los barandajes, antes verdes, y ahora des- colorados por las lluvias, enredaderas incultas se prendían, llenando los corredores de hojas y de flores secas, que arrastradas por el viento, huían á lo lejos, . ;' 26

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produciendo un ruido lúgubre, como de llantos en la sombra.

Al lado de la casa, la Capilla, sin blancuras, pare- cía la cabana de un aduar abandonado. La puerta desvencijada, Qaía sobre sus goznes rotos, y adentro, una vaca rumiaba apaciblemente, proyectando sus cuernos enormes y reflejando en sus pupilas quietas, las ruinas conmovedoras del santuario. En las grietas y maderas del altar anidaban los pichones, así como entre las molduras doradas y sobre la ca- beza y las barbas monumentales de un Padre Eterno, . cuyas pupilas cegadas por el estiércol, como las de Tobías, acusaban la familiaridad irreverente, de aquella tribu alada. En el muro, se extinguía triste- mente un Cristo, antes restaurado por Vittorio Vin- tanelli, con livideces y coloraciones que hacían pen- sar en el ocre y el cinabrio tan amados por la paleta ascética y claustral del Spagnoleto. Y, hoy, estaba ya borrado y bien muerto el pobre Cristo...

¡ Borrado y muerto, como en mi corazón I...

La veleta de la torre, yacía por el suelo y una grieta inmensa se abría como una herida, sobre las negruras tuberculosas del campanario, ya inclinado como para caer. Las cornejas anidaban allí y bajo la campana, cuyo grito de metal había enmudecido para siempre, después de haber anunciado al valle la muerte de los últimos moradores de la casa.

Allá, detrás, en la lenta obscuridad y el horror lan- guideciente, el jardín ruinoso y amontado, semejaba un zarzal inculto y la verdura no comenzaba sino

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más allá, en la vera del río, en las grandes semen- teras que la noche envolvía también en un manto de sombras y de lúgubres silencios....

Al ruido de nuestros caballos en el empedrado, salieron de allá, muy lejos, de una profundidad re- mota del corredor, dos sombras, que la hora alar- gaba y ennegrecía desmesuradamente, como en una agua fuerte de Goya.

Y, penosamente, trabajosamente, como dos cosas que se arrastrasen sin alma, llegaron hasta nos- otros.

En la sombra que engrandecía con nuestra an- gustia, no se distinguían facciones, en aquellas for- mas espectrales.

Eran los viejos guardianes de la casa, que habían visto morir á mis padres, y me habían visto partir á mí.

Cuando estuvieron cerca, me sorprendió aquella vejez, que era como un anonadamiento y una ruina. Flacos, encorvados, obscuros, la cabeza y el pecho inclinados hacia la tierra, me parecían dos viejos sarmientos ardidos y rugosos, apenas adheridos al suelo de una roza.

Pantaleón, medio ciego, no hizo siquiera mención de reconocerme, llegó lento, inconsciente, fantosmal, hasta muy cerca de nosotros, y allí se detuvo sin proferir palabra.

Dolores, su mujer, nos miró asombrada, sin re- conocerme tampoco. Ambos conlamirada estupefacta de seres que han vivido largo tiempo en la soledad.

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¡ Dolores I le dije yo.

1 El niño Flavio ! murmuró la pobre mujer, cruzando las manos en señal de asombro, y dejando luego caer los brazos desalentados á lo largo de su cuerpo, en un gesto de desolación compasiva, ante la ruina que miraba.

Ella me había visto partir adolescente, gallardo, exuberante de vida y de alegría, y me veía regre- sar, envejecido, agobiado, la cabeza blanca, como una maldición de nieve.

Y, los dos viejos alzaron sus rostros desolados hacia y el crepúsculo los bañó de una palidez terrosa, que los hacía aparecer como dos cadáveres. Y, me parecieron como dos muertos que me mi- raban,

Para sacudir aquella sensación de angustia, que pesaba sobre nosotros, les hablé entonces, y mi voz sonó extraña, como si sonase bajo una cripta, en la soledad silenciosa y glacial de aquella casa de la Muerte.

Y, no sabiendo qué decirles, en ese letargo mor- tal, les pregunté entonces por Fermín, su último hijo y mi ahijado, á quien yo había dejado andando á gatas, por sobre las losas de ese mismo patio, en- vuelto ahora en las vagas somnolencias de la sombra.

Los dos viejos se miraron, como buscándose el' alma, á donde estaba la profunda herida.

¡ Ah ! Señor, dijeron, á una voz, que la misma angustia hacía ronca y doliente.

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Y, la madre sola dijo :

Una escolta pasó por aquí y se lo llevaron en la recluta.

¿ Cuándo?

=-- El año pasado.

Y, ¿ no habéis sabido nada de él ?

Nada.

Un silencio estrangulador de todas las voces, cayó sobre ellos.

¿ Qué habrá sido de él? murmuró luego el an- ciano.

¿ Qué habrá sido? repitió la madre.

Y, dejaron caer la cabeza en las manos, pensando en el ausente.

Y, alzaron luego los rostros al cielo, como una in- terrogación, ¡ al cielo, que arrojaba sobre ellos som- bras, como puñados decenizas !...

Entonces, como para consolarlos, les mostré mi hijo. Lo miraron taciturnos, indiferentes, sin decir nada. ¿ Qué podía importarles ese niño que no había nacido allí? Era para ellos un extranjero. Para sus pobres almas, la sola familia era yo.

Dejando los caballos en poder de Pantaleón, nos dirigimos hacia la casa. Dolores nos precedía.

Al subir las gradas que conducían al corredor, me pareció ver la sombra de mi madre, al fin de la esca- lera, tendiéndome los brazos.

La vi, sí, yo la vi, con sus serenos ojos de piedad, con la mansedumbre de su sonrisa, moviendo los labios tristes, que querían hablarme.

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Me detuve un momento, Cei'ré los ojos y me apoyé en Manlio.

Cuando volví á abrirlos, el fantasma querido estaba allí.

Entonces corrí precipitado hacia él... Y se des- vaneció á mi vista...

Papá, Papá, me gritó Manlio, corriendo detrás de y cogiéndome por un brazo.

Él, también temblaba de terror.

Giré la vista en torno mío, como para recobrar mis sentidos, loco de espanto, sentí que los sollozos me subían á la garganta, tuve vergüenza de gritar, apoyé la cabeza sobre el hombro de mi hijo, y lloré amargamente, con sollozos que sonaban en la noche como quejas...

¡ Yo había visto á mi madre !

Las puertas de la sala, se abrieron sin ruido, dejando ver un vientre de negruras.

Manlio y yo, nos miramos, como si oyésemos todo el pasado caminar allá adentro, y las sombras délos muertos, cuchichear en el silencio cosas de otra vida.

Y, entramos á la gran sala, que parecía un sepul- cro. De toda ella se escapaba un olor de abandono, de soledad, de muerte, que aterraba... Los muebles crujían al contacto del frío, como huesos de esque- letos que se moviesen en la sombra. Las cortinas blancas, agitadas por el viento, se desplegaban y se recogían, como grandes alas desamparadas, como sudarios alzados por brazos invisibles.

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La sensación del horror que se escapaba de todo aquello, llenaba nuestros corazones, y estábamos más lívidos en la sombra, que la lividez de la sombra misma.

Llegamos, caminando á tientas, hasta un sofá. Yo me dejé caer en él. Manilo se sentó á mi lado, estre- chándose contra mí, como si tuviera frío.

I Oh, cómo es triste todo esto! me dijo con su bella voz adolescente, que parecía temblar en la pe- numbra, ahogada por el infinito de las cosas, por el grande enternecimiento que venía de lo Inmutable hacia nuestros corazones.

Esto es la Patria, hijo mío. Esto es el Hogar. Y, volvimos á quedar silenciosos, absortos, en la

crisis de sensibilidad que torturaba nuestras almas.

Entonces, él, me pasó su gran mano pálida por la frente, como solía hacerlo siempre, y alzándose hasta mí, me besó larga, tierna, tristemente, como un beso de crepúsculo sobre un monte árido. Inclinó la cabeza sobre mi hombro y quedamos así, como si él se hubiese dormido en el silencio.

La luz astral, que entraba por la puerta, hacía grandes gestos blancos en la sombra.

Y, la tiniebla abrazaba nuestros corazones tene- brosos, como en una obscura y ciega fraternidad.

La grande akna del dolor vive en el silencio. Y, como en un piadoso olvido de la palabra, callábamos los dos...

Cuando Dolores vino á llamarnos para comer, nos pareció como si muchos siglos hubiesen pasado

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sobre nuestras cabezas... La luz que la sirvienta traía, deslumbre nuestras pupilas, hechas á la som- bra y al duelo de todos los colores.

Y, caminamos así, tras ese rayo de luz, como dos peces ciegos tras el surco de una barca...

Y, el dolor subía á nuestras almas como una espe- cie de inmensidad... Y, las llenaba...

El comedor blanco y frío, rebosaba de angustias. Se sentían el vacío y el horror de todas las presencias ya desvanecidas... La inmovilidad de los grandes aparadores era fantasmal ; sus vidrios eran como espejos que reflejaban sombras de muertos. La forma de las cosas se lamentaba. Se diría una fuga de almas. El silencio salía de nuestros corazones. Y, era un gesto del alma, petrificado sobre nuestros labios. Solo el sonido del filtro que en un ángulo lejano rarificaba el agua, interrumpía con el caer de las gotas, lentas y mesuradas, aquel silencio verbal, que encadenaba nuestras almas.

La adolescencia triste de Manlio, no tenía curiosi- dades. Sus ojos, como atónitos en esa semiobscuri- dad, parecían no querer ver. Sus labios, donde dor- mía el espanto, se rebelaban á preguntar. Sólo estaba atento á mi dolor.

Él adivinaba que en mi alma pasaban en ese mo- mento cosas asoladoras, como un huracán que des- troza una selva. Y, por una compenetración, una intuición evidente, su pobre alma gemía en aquella devastación. Lloraba mis dolores. Estaba triste de

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mi tristeza y enfermo de mi neurosis. La herencia fatal se extendía ya sobre él, como la garra de una tigre, sobre el abismo informe de su corazón.

Y, en lo infinito de mismo, las cosas y los he- chos que nos rodeaban, hacían unensombrecimiento profundo, en el cual temblaba su alma dolorosa, de rodillas ante el Misterio...

Cuando Dolores vio que Manlio tenía que trin- charme la carne y partirme los otros manjares de la comida, quedó absorta, mirando mis manos enguan- tadas, unas pobres manos de caucho, que la Orto- pedía por una necesidad de Estética, había puesto allí en el lugar de mis manos prodigiosas y au- sentes.

Y, creyendo en un reumatismo que las inmovili- zaba, me habló de las varias plantas que por allí usa- ban para curarlo y de los diversos santos, que por allí tenían el privilegio milagroso de hacerlo des-^ aparecer. En esas leyendas de un idiotismo bárbaro, de un fanatismo irracional, sonaba toda el alma analfabeta y religiosa del pueblo nacional. Por aquella boca hablaba la patria.

¿Por qué raro instinto, todo femenil, aquella mu- jer del pueblo, inculta y zafia, tuvo el tacto exqui- sito de no hablar aquella noche de nuestros grandes muertos?

Presentes en nuestro espíritu, demasiado cerca de nosotros, ellos debieron agradecérselo.

Afuera, el cielo pálido, como lleno de un insopor- table ei^ojo, daba reflejos de acero, entre los cuales,

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las estrellas parecían ojos de mujer dormida, por donde hubiesen corrido lágrimas. Un frío intenso entraba por la puerta abierta, desde la cual se veía el campo glacial, como un gran manto negro que temblara.

Cosas invisibles y malas parecían vagar en esas brumas, donde los fuegos fatuos parecían ojos de fieras que atisbasen. Á través de los vidrios délas ventanas, la luna reflejaba en el suelo y sobre el mantel las ramas de los árboles macilentos, cuyas hojas, movidas por la brisa, hacían en las blancuras de la mesa, movimientos de escarabajos fantásticos. La acequia que corría por el patio, gemía en la obs- curidad su gemido de siglos. Y, el alma del campo, el alma del silencio, llenaba con su inmensidad las cosas y los seres... Un perro aullaba á la luna ané- mica, que esbozaba un gesto de cloioi, sobre la sierra lejana.

Y, las formas patéticas de las cosas de la noche, pasaban sobre nuestros corazones con su inmutable tranquilidad, sin reflejar sobre ellos su sombra pací- fica de Olvido y de Quietud.

Y, nuestro dolor era como una armonía, puesta triunfalmente sobre las cosas...

La flor de llama de nuestro pensamiento, ilumi- naba profundamente, infinitamente la sombra, que era un miraje continuo... ¡ Como la Vida : el miraje de la Nada !...

Dejamos el comedor y fuimos á dormir...

La naturaleza, más fuerte que todo, venció á Man-

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lio, que se durmió rendido á la fatiga, en un sueño misericordioso de Olvido.

Yo no esperé el sueño natural, que hacía mucho había huido de mí.

Después de la operación que mutiló mis manos, y los días de sopor que la siguieron, el uso necesario de la morfina, en perlas, me había hecho perderle toda aversión y yo me había convertido en un tri- butario de ella, un amante de su imperio de Olvido y de Apaciguamiento.

Apenas dormido Manilo, apuré dos perlas del nar- cótico, me cubrí el rostro con un paño y entré en el encanto peligroso y mortal de los sueños artificiales; en esos paraísos donde :

Le malade revoit ses ivresses passées, Tous ses plaisirs ardents et ses nuits insensées. Les amours passagers qiii creusent son tombeau, Sepiliere oii, quelque jour, s'en ira par lambeaii Ce corps qiii doit mourir, tué par l'ataxie, Dans le coma final et laparalysie.

Y, nos dormimos á la sombra de los grandes muertos, que parecían mover sobre nosotros alas letárgicas y consoladoras.

El esplendor de nuestros dolores se replegó en la calma, como una ola en una playa tranquila.

El hombre con todas sus angustias no es sino una apariencia de sombra sobre la tierra.

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El instinto encadena su alma fijándola en una ac- titud de piedra.

Dormir es cambiarse en cosa.

Y, el sueño fué para nosotros como un gesto do luz en las tinieblas...

Guando abrí los ojos, con el cerebro pesado aún por los efectos soporíferos del alcaloide, tardó mu- cho en darme cuenta del lugar donde me hallaba.

Una luz muy fuerte, entraba por bajo las puertas del balcón mal ajustadas y con ella fui poco á poco viendo y reconociendo los objetos que me rodeaban.

Un olor suave de albahaca yde tomillo, llenaba el aposento, y como la charla de una vieja campesina, despertaba en mí, el recuerdo de los campos cerca- nos y de las antiguas arcas maternas. Del olor de aquellas hierbas impregnaba mi madre los arcones de pino y los inmensos escaparates de nogal, donde guardaba la ropa de la casa. Las sábanas que me cubrían estaban olorosas á él.

Las amplias cortinas de linón blanco, que atadas con cintas azules, se extendían á mis lados y sobre mi cabeza, me hacían uno como nimbo, evocador de mi niñez y mi inocencia.

Reconocí bien el lecho en que me hallaba : era la cuna de mi raza.

AUL habían nacido y dormido, engendrado y

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muerto mis abuelos. Allí había sido hecho yo, y allí había nacido... Allí habían muerto todos mis antece- sores uno á uno, como ramas de una vid cansada de dar frutos... De allí había surgido la vida de una raza, y allí la había agotado la muerte. Nacer es empezar á morir.

Las dimensiones enormes del aposento, parecían crecer desmesuradas, en esa sem.iobscuridad, hecha blanca, por la blancura sepulcral de los muros, hecha inmensa por la altura inusitada de los techos.

El grande armario negro hacía una mancha larga, cubriendo más de la mitad de un muro ; un lavabo monumental le hacía pendant ; un gran sofá de tintes abigarrados, desaparecía cubierto por nuestras ma- letas, y un lecho menos grande que el lecho patriar- cal y que pronto reconocí, por haber sido el mío, ocupaba el otro ángulo del aposento. Allí dormía Manlio.

Su juventud radiosa, lucía como una flor en esa calma sagrada. Sus diez y seis años opulentos y sanos, irradiaban en un resplandor de belleza va- ronil, que lo hacía parecer un joven dios, dormido sobre la tierra. Tenía, míos, la alta estatura y las facciones fuertes; de su madre tenía el tinte moreno, los ojos negros y fieros, los labios rojos, los dientes blancos de lobezno.

En ese momento dormía, vuelto de lado, con la mano izquierda bajo la mejilla, la cabellera en des- orden, la respiración fuerte, en un abandono repo- sado y noble, en una grande y fuerte exuberancia

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de vida... Y, era bello como los pastores de su raza, dormidos á la sombra de un arbusto, en la soledad indescifrable de la campiña latina.

Y, su alma aparecía en una revelación de ternura y de lealtad, en la cual la suerte de su vida se mar- caba vagamente. Aquella sensibilidad enfermiza me hacía sufrir. Yo lo veía ya tocado del terrible mal, del mal intenso y estéril, cuyos maxilares enor- mes devoraban mi vida. ¡ Oh, el mal lívido y verde^-- la esmeralda profunda del dolor : la neurosis ! ta herencia psíquica, trabajaba su ser emotivo é lün/ presionable, como una agua muerta que inund.a^eií'- tamente un prado de flores : estaba en sualuia^c^ftio una gota de mercurio, prisionera en una gema/cón^ cava; se movía, se deslizaba cuasi invisible ;/¿ qué acontecimiento la haría volcarse ? ¿ cuándo reba- saría? Mi sensibilidad rudimentaria, habí^ crecido en él hasta una emoción morbosa, incontenible : era la degeneración de la herencia. Habiendo crecido al lado mío, sobre todo en estos últimos años de pere- grinaciones, había sufrido por completo la sugestión de mi espíritu enfermo, á tal grado, que reproducía sin darse cuenta, todas las singularidades, las abe- rraciones, lo que llamaríamos los tics de mi carácter desigual y fantástico. Como yo, era un solitario. Y, como yo, era un artista. Amaba y poseía un arte, que es la fuerza y la esencia del alma de su raza. Amaba la música. Desde niño, en Roma, mostró tal afición á ese arte, que hube de darle un maestro de violín. Sus progresos fueron prodigiosos, de tal manera, que

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cuando llegó á París ya podía acompañar á Eleonora Dalzio al piano. En Francia, completó su educación, y, á los doce años, cuando la desgracia me forzó á emigrar con él, los maestros de la más alta música le eran familiares, Litz, Bach, Schuman, Bethoven, Schuber, Auber, Boíeldieu, Wagner, Berlioz... Todos ellos le eran conocidos, de todos ellos ejecutaba la música con un grande arLe, una insuperable maes- tría, y sobre todo, con un sentimiento, una exqui- sitez de interpretación, que denunciaban en él, á grandes voces, el artista nato, aquel que siente y vive, la música que toca.

Nada había igual á la ternura de este niño para conmigo. Me alarmaba y me conmovía.

Durante esos últimos años de continuos viajes, habla tenido que sufrir todas las penas de mi inutili- dad, ser mis manos, sufrir mi humor desigual, mis alternativas de carácter, mis violencias inusitadas, todas las violencias de mi habitual exaltación ner- viosa.

Y, ahora, venía conmigo á encerrarse en esa so- ledad, á consumir su adolescencia y su juventud, allí, á la sombra de esos cerros ásperos, en ese horizonte triste, de valles y de montañas.

Tristemente preocupado por la idea de aquel sacri- ficio, pensé también ; y si no lo hiciera así, ¿ qué sería de él ? ¿ Qué sería de su vida si yo lo hubiese abandonado ? Vagaría en la miseria ó habría muerto ya de hambre, en las calles de Roma ó de París. Y, ¿ por quién? ¿ A causa de quién ? á causa de mí, que

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lo desperté ala vida en la ferocidad animal de mis instintos. Si moría por mí, ó lejos de ¿ quién lo habría matado ? yo, que lo había hecho venir al mundo por la voluntad cruel, de mi voluptuosidad imperiosa é insaciable. Mi mano y mi vida pesaban como las dos garras de un buitre, sobre esa bella cabeza ado- lescente, que dormía allí, en un sueño sereno, con un vago gesto de dolor sobre la boca triste.

No queriendo ensombrecerme con pensamientos graves, salté del lecho, me eché un robe de chambre y pasando al gabinete inmediato, abrí el balcón que daba sobre el campo, y me asomé á él.

La luz, una luz auroral, límpida y vibrante, entró á torrentes y en cascadas, acariciándome con sus rayos. Un frío vigorizador y tonificante reinaba en la atmósfera. El aire puro, oxigenado, lleno de esencias, balsámicas, entró llenando de nueva vida mis pul- mones, y aligerando la circulación de la sangre. Mi cabeza cargada de malos sueños, se sintió libertada de ellos. Mi corazón respiró fuertemente, libre de su tedio mortal y después de muchos años me pareció que por primera vez veía la vida.

Me recliné en la baranda del balcón, para recibir en pleno rostro aquellas oleadas de vida y darme un baño de luz, de aire, de perfumes ; saturarme de cosas sanas y potentes.

La mañana, de un azul blanco y glauco, envolvía las cosas en un prisma vaporoso y difuso, que las hacía instables, como paisajes de un espejismo. La luz, en aquellas altiplanicies, no reviste el azul in-

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tenso, apasionado, de los valles profundos ; es una como luz clásica y fría, que hace de por las cosas blancas, dando un extraño relieve de pureza á los objetos y álos seres; una especie de espiritualización radiosa.

Los cerros del oriente, se destacaban en un fondo de claridad inmutable, con tal pureza de líneas, en el horizonte candido, que se dirían tallados á cincel. Sus declives tenían tonalidades de heliotropo, que en las quiebras profundas, se hacía de un azul intenso de violetas; heléchos multicolores los esmaltaban, como un capricho japonés, pintado porOuri-Maya, en un biombo de marfil. El llano quieto, tenía verduras pálidas, de mnr septentrional. Los largos caminos blancos c[ue lo cruzaban, serpenteando y perdiéndose bajo los sauces, eran como estelas de oro, dejadas por quillas invisibles. El río, inmenso, profundo, . quieto, sin declives, era como un lago moroso y taci- turno. Los esteros lejanos, blondos de sol, con sus ánades meditabundos, semejantes á flores de plata de una dalmática blanca, eran como grandes espejos de talco, sobre los cuales hubiesen llovido muchas, rosas... Más allá de la garganta profunda formada por los dos cerros que limitan el valle, se alcanzaban á ver las últimas casas de la aldea, sobre las cuales se alzaba, la torre negra y vetusta, perfilada como un mástil, en la pureza del cielo perla, lleno de gloria matinal. Y, sobre tanta palidez iluminada, en el si- endo fulgurante, el cementerio rústico se alzaba en a colina agreste, con sus cruces y sus piedras tumu-

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lares, como un nido de vuelos encadenados... V, es- pejeaba en el gran vértigo de luz, como un esplendor ante mis ojos... Allí dormían todos los muertos de mi raza, aquellos fugitivos de la vida, que habían dejado solitaria mi alma. Con gesto vagamente implo- rador las cruces se alzaban, como promesas opu- lentas de esperanzas, sobre sus pobres restos en silencio.

Y, ellos continuaban en dormir, en la emoción cantante de la aurora,..

Y, el duelo de aquel polvo sagrado parecía venir hasta mi corazón.

Y, todo mi pasado se alzaba entre ellos, como algo escrito en el Misterio Implacable,

La grandeza del corazón se alimenta de lamiseria de amar... ¡ Amar á los vivos y á los muertos... como una gran marea de inmortalidad !

Es la pequenez humana, la que niega la magnifi- cencia del amor.

Es la miseria de la Vida, la que niega la Muerte como una aureola.

Todo cabe en el misterio de amar y de morir.,.

El corazón que se abre álos amores, se abre como una flor á las lágrimas.

Así se abrió mi corazón...

Y, temeroso de llorar, temeroso de sufrir, me apar- té de allí, y entré en silencio al salón, como lleno del horror de cosas vividas y un deslumbramiento de almas entrevistas.

Y, parecía como si todas las fuerzas de la sombra

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me empujaran hacia la luz, por el esplendor envi- diable de haber vis lo la muerte...

El viejo salón parecía sonreirme, invadido por las luces blondas de la mañana triunfal, que ponían en él, extrañas blancuras, como de cosas nupciales.

En la nube de polvo sutil que el aire levantaba, los objetos se veían ligeros y como apoteósicos. Una lluvia de átomos de oro, cayendo sobre la vetus- tez austera de los muebles, los hacía como blancos, de una blancura asiática de mezquita y se prendía á los cuadi'os y á los muros, como festonándolos de gloria. Ün encanto á la vez místico y lánguido, se ■escapaba de aquella armonía severa y claustral, rsobre cuyas vejeces sin historia, las pajillas de luz -del sol, como áureos tréboles heráldicos, parecían armoriar los escudos vírgenes de aquella raza de plebeyos. Una calma abacial reinaba allí, y se exten- día como una caricia untuosa de mano sacerdotal, rsobre la tela roja de los sofás, cuyas patas antes doradas, hoy descascaradas y verrugosas, semejaban grandes garras de leones, heridos de elefanteasis. Los sillones altos de brazos y espaldares, severos «omo cumies canónicas, arreglados en fila, parecían como un coro capitular esperando los abades de la orden ó una alta comitiva prelaticia. El dorado de las consolas había paHdecido, como el de las corni- sas de los espejos tiernos, cuyas lunas borrosas, retrataban los objetos con la bruma confusa de grandes pupilas de agonizantes.

Sobre los muros escuetos, grandes manchas ne-

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gras, como de murciélagos allí clavados, se exten- dían, en una regularidad desesperante. Eran retratos de familia, todos fumosos, negros, como ciertos cua- dros que se ven en las sacristías del Bravante ó en los museos de las ciudades neerlandesas, ó aquellos otros que en las galerías rhenianas, la maledicencia' cuelga ala gloria de Rembrandt. La fantasía de Luy- ken no habría imaginado nada más lúgubremente có- mico, que aquellos roslrosrojos, pictóricos de animali- dad, sobre aquel negro bituminoso de la tela : eran co- mo grandes soles de bestialidad sobre un horizonte de crimen. Sólo dos telas, rompían el gesto estúpido de aquella bicromía negra y roja. Eran dos ijetratos que pudieran decirse de una delicadeza cuasi exquisita, no por la perfección de la factura, sino por el rayo de espiritualidad difusa y obsesionante, que se esca- paba de esos rostros. El uno, era el de una monja. Nunca perversidad ascética, brilló con más intensi- dad en ojos de mujer, que en los de aquella santa, abominablemente divina. Eucarística, mística y sa- cra flor de histeria, abierta en los jardines del Señor, aquella antecesora nuestra, había pasado por ilumi- nada, por extática y por estigmatizada, como una santa Clara ó una Catarina de Siena. Desde su sole- dad claustral poblada de visiones, ella había profe- tizado; y sus crisis de ; lucinación habían hecho el espanto y la fe de las gentes de su tiempo. Nada semejante ala llama intensa de deseos y de prostitu- ciones que brillaba en los ojos de aquella convul- sionaria, de aquella histérica, cuyos ataques de epi-

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lepsia habían pasado por crisis de divinidad, ante el fanatismo estulto y adocenado, de aquellos que ignoraban el morhus virginum et viduarum.

El enigma de lujurias que había en aquel rostro de livide.ces hinduas, de ojos cavernosos y voraces, de boca hermética y triste, traía á mi memoria el recuerdo de las más grandes lésbicas y tribadistas, que yo había conocido, en los jardines de Citerea, devoradoras y terribles, enlazadas como lianas de consunción á cuerpos jóvenes, anonadados de placer. ¡Oh, lagran lujuria, la lujuria silenciosa, que vivía en aquellos ojos do monja, tenebrosos, cambiantes, como doscarbones ardidos, como dos gemas en fusión ! ¡Oh, la santa perversidad, la divina histeria, el inagotable deseo que parecían consumir aquel ser, anunciando la profunda, la incurable perversión de aquella alma! ¡cómo me seducía, cómo me atraía, con un arrebato carnal, con un deseo de amor retrospectivo hacia ella! ¡Oh, esa visión me enervaba y me obse- sionaba! ¡Cómo hubiera querido yo enseñarle el en- canto del verdadero amor! ¡cómo quería ahora pren- derme á sus labios blancos y exangües»,^ y chupar de ellos lentamente, muy lentamente, todo el veneno de lujurias y de promiscuidades, que hirvió en el fondo de su ser, y acariciar su seno inexhausto, mi- rando adentro hacia las cavidades abismales de sus ojos, para sorprender las grandes lascivias que tor- turaron su cuerpo, en los espasmos de su amor soli- tario y estéril ! Hubiera querido abrazar, romper, tor- turar aquella sombra, aquel lienzo, hasta apurar en

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él, el secreto de las lujurias que despertaba en mi alma.

Descolgué el cuadro, lo limpié del polvo, lo miré en los ojos vertiginosos, lo besé en los labios fríos, y lo puse, el rostro contra la pared, para que no me obsesionara más con sus miradas suplicatorias, hasta que hubiera hecho fabricar para ella, la cornisa blanca florecida de lirios místicos, en que soñaba encerrar el enigma cuasi incestuoso de su belleza claustral.

El otro, era un retrato de hombre, en la misma negra tonalidad de los otros cuadros. Visto á distan- cia se hubiera dicho un Van Dyck ó un Vinci; visto de cerca tenía intemperancias de un Velázquez. El rostro era amarillo, ceroso, de una flacura y una transparencia ergastularias; el óvalo largo ; la frente desmesurada; las mandíbulas de lobo; la mirada triste, extraviada, ojos de contemplativo ó de ven- cido; una boca melancólica, con un rictus de desdén amargo. Aquél era un hermano de mi madre, del cual había oído yo, cuando niño, hablar con mucho misterio, como de alguien que ha cometido un cri- men. Una pasión lo había hecho célebre en la aldea. A los veinte años, se había enamorado de una mu- jer casada y había huido con ella á la capital. Allí había hecho versos y tragedias sin éxito. Y, acosado por la hostilidad de todos, estrangulado por la mise- ria, espiado por el hambre, se había hecho saltar la tapa de los sesos, diciendo con Ghénier : aquí hay algo. Era un fracasado.

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Pero en el rostro doliente de aquel hombre de amor, muerto á los veinte y tres años, impulsado al suicidio por los rigores de un padre avaro y cruel y los prejuicios de una sociedad hipócrita y corrom- pida, había una rara luz de idealidad, un resplandor de desdén y de soberbia, c¡ue no eran sin grandeza. Hasta ahora me explicaba yo bien, la figura moral de aquel que había pasado por loco, siendo simplemente un rebelde. Y, me propuse buscar entre los papeles de familia, sus dramas y sus versos, que yo sabía sellados y ocultos, como las piezas comprobatorias de un delito. Y, descolgué el cuadro y lo limpié, por- que me propuse también ponerle un marco digno de él, que fuese una gran lira de oro, coronada de un asfódelo negro. Yo amaba ya aquel antecesor mío, en cuyos ojos brumosos y apasionados, como cielos .de Noviembre, brillaban magníficas concupiscencias y rayos de genio, como fauces de la loba trágica que devoró su ahiia : la gran Neurosis.

Y, quedé allí, mirando con una mezcla grande de compasión y envidia, aquellos otros retratos, mono- cromos y antiestéticos, con sus faces congestio- nadas y pletúricas, potentes de vida animal y que ahora parecían heridas de desprecio y de piedad, viendo ante ellos, esos últimos vastagos de su raza, afinados, degenerados, agotados de cerebralidad aguda, ir, camino de la histeria, hacíala decrepitud y hacia la muerte.

Manilo, que había llegado en silencio, contemplaba también aquellos retratos de antecesores suyos,

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apoyada la mano en mi hombro, esperando que yo volviese la cara, para darme su beso de saludo.

Esta es tu raza, le dije yo. Raza feliz, porque como los pueblos de que habla el filósofo, no tiene historia.

Mi raza eres tú, dijo abrazándome con efusión. tienes historia y tienes gloria.

Y, como si hubiese comprendido que con la última palabra había despertado mi dolor dormido en las tinieblas, añadió :

La gloria conquistada no se mutila, ni se muere.

Y, con la violencia nerviosa que intensificaba su sensibilidad, besó mis dos muñones ardidos, sobre los cuales había olvidado esa mañana poner mis- manos de caucho.

¿Por qué traté de ver en su palidez conmovida, en no qué momentáneo extravismo de los ojos, una extraña semejanza, con aquel Severo Coral, hermano de mi madre, cuyo retrato acababa yo de descolgar del muro? No lo sé. Fué una visión, un relámpago, pero yo vi ese parecido. Y, miré á mi hijo con estu- por : las rosas tiernas de sus mejillas eran lívidas, el cerco violáceo que circuía sus ojos los hacía profun- dos y violentos, la boca fatigada era triste, como si su alma hubiera vivido muchos años en el dolor, boca que recordaba la boca cruel, cargada de silen- cios, de aquella Sara Coral, la monja epiléptica, cuyo retrato me habíaenamorado momentos antes, con la sugestión de su belleza perversa de gran perla en-

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ferma, de concupiscencia monacal. Y, tuve miedo, como si liubiese visto pasar algo horrible, en las tinieblas malsanas de su razón, cual si el mal de aquellos pálidos antecesores, tan lentamente incu- bado en mí, fuese á estallar en él, y lleno de angus- tia, de desesperación pensé, ¿qué será de nosotros si el azote de la raza materna, que yo no vengo á descubrir sino ahora, llega á herirnos? si como lo temo :

La vieillc folie était encoré en route...

Y, tomándolo por el brazo, salimos al comedor, por los corredores asoleados y luminosos.

El sol destruyó la lúgubre visión que había entur- biado en el fondo sereno de las cosas.

Y, la gloria de vivir volvió otra vez á tocar nues- tros corazones.

Y, vivimos :

Car notre vi'i est faite, inópuisahlement ,

Dii tourbillon sans fin des apparences vaine^.

La composición y refacción del Silencio, absorbió por aquel entonces todo nuestro tiempo.

La vieja casa, pintada y rejuvenecida, se vio bella entre los macizos de árboles podados, las enredade- ras artísticamente encaminadas, sirviendo como grandes cortinas de verduras, esmaltadas de cálices lucientes. Plantas raras y parásitas costosas adorna- ban los corredores, en cuyos muros, inmensas calco- manías de escenas de caza, fingieron cuadros mu- rales. Los patios enarenados llenos de arbustos y flores delicadas, tenían el aspecto de esos pcn-tcrres, que preceden los colíages, ingleses y los hacen tan maravillosamente sugestivos.

Yo, había hecho venir de Europa, paulatinamente, y con mucha anticipación, todos mis muebles, mis tapicerías, mis cuadros, que pronto estuvieron repar- tidos por la casa, dándole el aire y la realidad de una mansión moderna, confortable y lujosa.

En el Salón, la alfombra de un color rosado pálido, á grandes ramazones de orquídeas de un azul lácteo de vegetaciones submarinas, hacía resaltar el color

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de los muros, tapizados de un papel gris perla, con grandes lirios de oro y las telas de los muebles, todas claras, con floraciones caprichosas y p.ájaros fantás- ticos, como trajes de emperatrices chinas ó telas opu- lentas de un palacio de Seoul. Los muebles de esti- los diversos, según el último uso de los salones de Europa, sofás renaissance ; b erg ere s LouisW ; un grande espejo Directoire, cuya consola de pórfiro imitaba un sarcófago egipcio, sostenido por dos pelí- canos de bronce; sillones Premier Fmpire ; pu/f's in- gleses; veladores de laca, con raras incrustaciones de gemas de Ceylán; y por mesa central, un grifo de hierro rojo, sosteniendo una copia en mármol de la barcada del Bernini. En un ángulo, el piano de Man- ilo, sistema ^ra?^(i, en pino blanco, y sobre él, el re- trato inconcluso de Erminia Mortelet, iluminando con sus desnudeces de astro, la escasa sombra que los cortinajes de seda clara proyectaban en la estan- cia. En materia de cuadros, no iiabía sino dos haciendo pendant, en los muros laterales, dos grandes telas de color heroico : Sacrifice de Corésus, por Fra- gonard, y, ñíort de Timopluine^ de Besnard; y en el ángulo opuesto al piano, en un caballete de ébano, preciosamente incrustado de madreperla, como para hacer pendant al cuadro de Erminia Mortelet des- nuda, una copia admirable de la Madona, del Becca- fumi, atribuida á Girolamo del Pacchia y dos San- guignas, en el estilo de Baldasare Peruzzi. En materia de bibelots^ no había sino un intaglio, en madera, inconcluso y maravilloso, representando

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una Adoración, atribuido á Goro di Ser Neroccio, y una estatuita en madera dorada, modelo de arte sienes, en la época cuatrocentista, representando María de Mágdalo, obra de una preciosidad exquisita y un atrevimiento raro, sólo atribuíble al Cozzarelii, ó á aquel grande innovador, que se llamó Sano di Pietro. Una araña del más puro vidrio de Murano pendía del techo, dando en las noches una luz azul- celadónica, que hacía parecer la estancia á la Grolla azzurro, de Sorrento, toda irradiante de tonos argen- tados.

La vasta pieza, llena de cosas exquisitas y sobrias, de colores pálidos y tonalidades armoniosas; refle- jaba casi todas las grandes y raras elegancias, que mis ojos de artista habían contemplado, en las lar- gas peregrinaciones, que me impuso el Destino sobre la tierra.

Esa decoración de floras irreales y fascinatrices ; esos pájaros inverosímiles y grifos fabulosos ; esos tintes de rosas moribundas y lilas delicuescentes ; esos verdes de amaranto, cuasi inconcebibles, como el de ciertos insectos que brillan en las madréporas; esos carmines pálidos como de sangre de adelfas; todo ese deslizamiento armonioso de tonos y de con- trastes, de melodía pictural y estética, habían sido la tortura de mi fantasía, cuando monté definitivamente mi apartamento en París. Ese era mi salón parisiense, intacto y trasladado allí, sin quitarle un solo hibelot.

Mi gabinete de trabajo, estaba al lado, comunicán- dose por una puerta, oculta toda por un gran arazzo,

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que le servía de cortina y que representaba la Buida deFjieas, trabajo de un raro mérito, en que las figu- ras, de tamaño natural, se destacaban con un poder prodigioso de relieve, y que yo había comprado en Roma, en una venta al asta de los bienes de un cardenal difunto. Detrás de esa cortina, y como para sostenerla al ser levantada, había un groom, extraño: el cadáver de un mono inmenso, que yo había traído de las Antillas ya embalsamado y que á causa de una gibosidad en la espalda, yo había tenido la idea de vestir de 7?¿^o/e/ío.Nadamáslúgubremente divertido, que el cadáver de ese antropoide vestido de bufón. Era la imagen completa del hombre: grotesco y ser- vil. Eso me divertía enormemente. Grandes librerías, estilo liberlij, de madera roja, con incrustaciones de cobre, estaban colocadas al centro de cada muro, so- bremontada cada una, del busto de un filósofo anti- guo, hecho en la imitación de un mármol bicolor, estilo pompeyano. Las cuatro grandes bibliotecas, estaban separadas, sin ninguna continuación que pudiera darles el aspecto banal de un estudio de abogado y la vulgar simetría de todas las librerías. Sus puertas de cristales venecianos, admirablemente pintados, representando escenas de Shakespeare, y cuidadosamente cerradas, ocultaban los libros á la vista de todos. El escritorio, era como una mesa de operador, hecha para sostener los instrumentos de cirugía. Una gran plancha de cristal de roca, soste- nida por patas de cobre, sin ninguna ornamentación. Sobre ese cristal^ no había sino una calavera amari-

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lienta, la calavera de un suicida, que me había rega- lado un estudiante de medicina y en la cima de la cual, yo había hecho incrustar un pequeño tintero de plata antigua, adornado con dos esmeraldas en cuarzo, que tenían el color verde pútrido de una llaga, y una imitación de perlas amarillentas, que parecían pústulas; y como yo no usaba sino tinta colorada, las gotas que se habían escapado de la pluma, hacían grandes manchas rojas sobre el cráneo, que parecía así, una cabeza recién desollada, llenaMe escoriaciones pútridas. Era deliciosa esa cabeza de muerto. Yo la amaba por la fascinación que ejercía sobre el agujero negro que encima de la nariz señalaba el paso de la bala, y por el delicioso horror que me inspiraba la vista de sus huesos triturados. Yo había hecho colocar en las órbitas huecas, unas pupilas de vidrio, verdes como dos gotas de óxido de cobre, y que en aquellos huecos sin párpados, me mi- raban con tal fijeza, que llegaron á obsesionarme y yo permanecía largas horas ante ellas, como queriendo- escrutar el misterio de esos ojos que parecían ha- blarme. Yo amaba ese muerto, que era un amigo consolador, un hermano glorioso, que había tenido el valor de hacer lo que yo no podía ya : matarse. | Oh ^ elhermano,el doloroso hermano descarnado que pare - cía hacerme señas desde la Eternidad! ¿No lo seguiré yo algún día? ¿Quién sabe? Una biblioteca giratoria, baja como un aparador de música, ocupaba el centro del gabinete, con los libros de mis autores de prefe- rencia y teniendo encima una gran lámpara de bronce,

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en que el cuerpo contorsionado de una mujer que parecía una serpiente, sostenía con su cabeza astuta, el globo de luz, cubierto por un inmenso abat-jour de seda verde. En un ángulo, el más obscuro de la pieza, cerca á una chaise longue de cuero marroquí, con entalles de un arte bárbaro, había un velador, cubierto por la tela roja y dorada de una casulla, que me había servido para modelo de decoración de un cuadro religioso, y encima, todos los útiles de fu- mador : en un cáliz auténtico, los cigarros, y una pa- tena, igualmente auténtica, servía de cenicero. Ese cáliz y esa patena, los había obtenido en un Monte de Piedad, donde un Capellán de monjas, los había em- peñado dejándolos perder. El cáliz era de estilo bizan- tino y de un bello trabajo de orfebre medioeval ; éste, como la patena^ eran de plata dorada, y habiendo perdido el oro habían tomado un bello color de Cris- iopher candido y luciente. Eran dos hibelots que yo estimaba más que por su origen sagrado, por la dulce voluptuosidad que me daba su profanación. Cada vez €[ue yo arrojaba la ceniza de un cigarro, en aquella patena donde había estado el cuerpo de un dios, me parecía que esa ceniza que caía allí, amortajaba todas las divinidades. Y, eso me hacía feliz. Un diván en cuero rojo, liso, ocupaba el otro ángulo del aposento, detrás de un biombo de laca, ornado de tres pai- sajes, admirablemente reproducidos : un Corot, blondo de sol, dorado como el fondo de un icono ruso; un Millet, gris y melancólico, como el crepús- culo en una landa bretona, y entre ellos un Watteau

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divino, un rincón del parque de Versailles, donde al fin del estanque, apoyados en un cisne de piedra, se besaban dos enamorados, ella una marquesita ra- diante, rubia, como un Amor, del Grocio, y él un adolescente de gorgneras, sobre cuyapalidez de efebo, parecían temblar las tres perlas simbólicas de los Valois. Los muros, estaban todos ornados de trabajos exclusivamente míos : dibujos, acuarelas, pasteles, grandes esbozos de paisajes y algunas aguas fuertes. No había extraños á mi pincel, sino el retrato de Severo Coral, el suicida, encima del escritorio, y el de Sara Coral, la monja histérica, frente al diván, mirándome con sus intensos ojos de pasión. Era en ese diván, que yo soñaba cuando el veneno encan- tador del narcótico circulaba deliciosamente, llenan- do mi cerebro de visiones, sobre las cuales lucían como dos estrellas remotas, los ojos intensamente demoniales de la monja.

Aquel gabinete de trabajo, se comunicaba con un pequeño salón, por el cual se salía al comedor.

En la otra ala del edificio, atravesando el gran Salón, estaba mi dormitorio, comunicando con un pequeño apartamento de Manlio, compuesto de un saloncito de estudio, su cuarto de lecho, el baño y el gimnasio. Lo demás de la casa, estaba inhabitado, ó pertenecía ala servidumbre.

Tanto los balcones del Salón, como los de mi escri- torio y los de nuestros aposentos, daban sobre el jardín, que tocaba á tres lados del edificio.

En aquel jardín que habíamos hallado como una

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dehesa inculta, también hubo una súbita y absoluta transformación.

Una vez pasada la fiebre estética de instalación y decoración de la casa, la arboricultura y la floricul- tura me poseyeron.

Mientras Manilo, hecho un gran cazador ante el Eterno, escalaba breñas ó se hundía en los esteros, persiguiendo liebres ó haciendo hecatombes de patos silvestres, yo, con el jardinero siciliano que había traído, exclusivamente para eso; resucitaba el jardín con arborescencias exóticas y combinaciones flori- culturales, de una idealidad anómala y visionaria.

Sobre grandes pelouses, de un verde intenso, que recordaban los jardines públicos de Londres ó Liver- pool y que bordeaban como encajes grises de Bohe- mia, musgos perfumados y cambiantes con ductili- dades traidoras de pieles de felinos, había, con diminutos claveles rojos, escrito proverbios enteros délas lenguas monosilábicas de Oriente, trazados en caracteres chinos. Y, sobre otros prados amarillos, hechos de girasoles enanos, que semejaban hongos de hierro dorado, había con mimosas de un verde vago de crisoberilio, trazado notas enteras de una gama musical, como para enseñanza y encanto, de los tenores alados que poblaban el jardín... En cam- pos de violetas de un azul apasionado y obscuro, grandes cruces de clavellinas encarnadas, fingían inmensos pectorales de rubíes en el pecho de un obispo ; entre innúmeras macetas de tuberosas de un verde azuloso de cimófanos, grupos de azalias páli-

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das, parecían fragmentos de perlas, incrustados por un lapidario milagroso, en el corazón de una esme- ralda de Muso; las hortensias, como racimos de tur- quesas, se mezclaban á los mirtos florecidos, que semejaban arbustos de coral, recién extraídos del fondo del océano. En las avenidas sombreadas por grandes árboles, los rosales, como pajes palatinos, ofrecían todo el esplendor y la rica variedad de su& pétalos cambiantes. Rosas de Albania, de carnaduras- inverosímiles de un rojo escuálido de durazno, se- mezclaban á la palidez suave de las Reinas de- Holanda^ á la lividez enfermiza de las rosas te, y al cinabrio violento de las Emperatrices, y laS' Guaijanas, que parecían corazones sanguinolentos,, pedazos de una entraña de res, arrojados sobre el prado Y, entre todas ellas, brillaban por su tristeza insólita de flores contra natura, las rosas injertas,, de un verde de herrumbre, como aquel que tiñe los jazmines sujetos á la evaporización de sal de amo- nio. Lirios de un azul candido, de un blanco vir- ginal, de un rosa tierno, de un amatista prelaticio^ daban la ilusión de una bandada de mariposas del monte dormidas sobre el prado. Las magnolias de Zelandia extendían sus blancuras cloróticas, sobre el moaré obscuro de los geranios de Australia, que se- mejaban abejas de terciopelo con grandes antenas de oro, y á los claveles amarillos de Geilán, que eran como topacios languidecientes, cerca á la blancura nupcial y penetrante, de los malabares y los jaz- mines del Gabo.Una variedad infinita de orquídeas y

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de heléchos, mezclaban sus ramas insumisas y per- versas, á las enredaderas devoradoras, que en una feria de campanillas policromas enfestonaban el bosque, y á las hojas metálicas y sanguíneas de las parásitas, que abrían en la penumbra su follaje ver- doso y convulsivo...

Y, más abajo, tras un muro enfestonado de con- vólvulos, se veía la huerta, resucitada también por el abono y el arado. La horticultura me proporcio- naba en ella nuevos placeres, y como Diocleciano de la pérdida de su trono, yo también trataba de conso- larme de la pérdida de mis manos, mirando el es- plendor de mis lechugas.

¡ Qué ser tan miserablemente complexo y tan abyectamente tornadizo es el hombre !

Y, cuando Manlio regresaba, cargado de caza para la mesa, yo tenía ya para mostrarle con orgullo, alguna nueva legumbre, con que ornamentar nuestra comida.

Limitadas ó dominadas nuestras neurosis por la fuerza del trabajo, sacudida la vieja inercia, tonifi- cados y lenificados nuestros nervios, comíamos ape- titosamente.

Después, entrábamos al Salón sin luz, aclarado por el reflejo de los astros lejanos, que entraba por los balcones abiertos, con los perfumes capciosos del jardín y del llano, ya dormidos, en el Silencio que venía :

S'asseoir immensémeni du cóté de la nuit.

Y, Manlio se sentaba al piano, ó tocaba el violín.

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de pie, en medio de la estancia, como envuelto en la luz untuosa y difusa, que lo vestía todo como de una gasa de plata.

Y, tocaba, mirando el campo y el cielo, como ins- pirado por la magnificencia de las cosas, engran- decido por ese soplo de soledad que venía de las montañas lejanas y del cielo inmenso, en un largo estremecimiento de admiración, que hacía lúcido el misterio de las cosas, en una silenciosa evocación de esplendores, que engrandecía en el mutismo de la hora, en el silencio dócil y sometido de la Noche. Era como una alma de idealidad, desnuda ante un esplendor de cielo, en la gloria de los astros.

Notas misteriosas y aladas, de una inabarcable ar- monía, se desgranaban por el espacio mudo, como si cada estrella fuera un ruiseñor en la soledad. Un manto de melodías emocionantes cubría la tierra como la caricia de una nueva voluptuosidad en la naturaleza. Las grandes brisas del espacio se ple- gaban como alas de mansedumbre, sobre los árboles, en la tristeza insondable de los paisajes mudos... Se diría que todas las alondras de la tierra cantaban en un concierto de amor, en un éxtasis de adoración. La armonía encadenaba el alma instable de las cosas en una magnificencia de sueño... Un mundo de pensamientos se removían en el alma obligándola á volar y á sumergirse más allá de misma .. Y, la música cantaba, y la música vibraba y la música gemía... En la calma rutilante que sus notas prolongaba; en la aureola que nimbaba los

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paisajes más lejanos; en los cielos extrahumanos, donde el Silencio escuchaba inclinado y taciturno, la divina melodía; en el espacio nocturno donde todo agonizaba, donde todo se moría,.. La música gemía...

El violín callaba...

Manlio venía hacia mí, se arrodillaba á mis pies, ponía su cabeza en mis rodillas y vencido por su emoción, sollozaba largamente...

¿ Por quién ?

¿ Porqué ?

En la garganta de aquel niño yo oía sollozar mi vida.

Y, sintiendo aquella angustia llorar sobre mis ro- dillas, me parecía que era mi corazón palpitante que gritaba allí.

Y, no lo consolaba.

El Consuelo es una infamia que mancha la magni- ficencia del sufrir.

Tal como yo lo había deseado, mi vida se deslizaba, en la soledad más absoluta.

Desde mi llegada de Europa, yo no había ido nunca al pueblo, donde la caridad aldeana me devoraba con ^ una hosquedad toda bestial.

La leyenda batía sus alas á pleno viento.

El Silencio, era un antro habitado por endriagos, y yo un demoníaco, un t/e/rai^'iíe cavernoso y lujurioso, que celebraba la misa negra, en orgías neronianas, y en cuyo ritualismo de bestia, mancillaba todas las inocencias.

Mi hijo, era un maniaco como yo, que violentaba como un sátiro todas las niñas del campo, y cuyo instinto sanguinario, disparaba sobre los hombres, cuando no encontraba bestias sobre las cuales dis- parar en sus cazas de Nemrod adolescente. Éramos, dos bellas flores de crimen, que el patíbulo esperaba para adornarse con ellas.

Cuando se supo que yo había hecho de la vieja ca- pilla de la hacienda un pesebre para mis caballos de silla ; qy.e sobre el mismo altar donde antes se cele-

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braba el Sacrificio, había colocado las canoas donde las bestias devoraban su alimento, ante los ojos tris- tes del Cristo restaurado por Vintanelli, el cual pare- cía encoger los pies enclavados, temeroso de ser mordido por los brutos; y que las pilas bautismales» donde había sido bautizado yo, y tantos otros de mi raza, llenas de agua que no era bendita, servían para bebedero de animales, y que los ángeles de piedra que las sostenían, servían para amarrar los cabestros de las bestias ; cuando se supo que el antiguo templo del Señor, había sido convertido en establo, por mi herejía sistemática y soberbia, la cólera se exacerbó hasta el delirio, y el obispo me excomulgó, ruidosa y públicamente, en una pastoral que leyó el cura, para que los vecinos me negaran el techo, el agua y la sal, si yo llegaba á pedirlos. Felizmente, mi casa bien construida, mis bodegas bien repletas, mis semen- teras próvidas, y mis arcas con dinero, me alejaban de esa contingencia. Reí de la farsa episcopal y cu- rialesca sin temor á nadie ni á nada. Yo no había hecho bien á nadie, nadie tenía porqué hacerme mal á mí. Porque yo ponía un cuidado especial en no hacer el bien, para que nadie se viera en la obliga- ción precisa de aborrecerme. No dando la limosna, no haciendo el beneficio, no sembraba la ingratitud. Si nadie me debía nada, ¿por qué me iban á aborre- cer? Siendo duro y hasta cruel como era, todos se

apresuraban á servirme; y hasta me amaban Así

es la bestia humana.

Como sucede siempre, tratándose de lo que hiera

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Ó amengüe á los hombres superiores, mi desgracia hacía la ventura de mis contrarios. Verme inhábil para seguir triunfando, era ya para ellos una forma de triunfo. Verme ya incapaz de adquirir nueva glo- ria, era para ellos un principio de la gloria misma. Verme caído en el camino de la inmortalidad, era como una aproximación de ellos hacia ese Sol Eterno. Lo solo que amaban en mí, era mi infortunio, por que ése era su regocijo. Mi mutilación era su salva- ción, por eso amaban mis manos laceradas.... No las amaban por lo que habían producido, sino por lo que ya no podían producir. No pudiendo negar ni adquirir mi gloria pasada, se complacían en calum- niarla. Mi talento no era á sus ojos sino fortuna. Se hablaba de mi vida como de algo pavoroso, que no podía contarse. Yo había mermado mi patrimonio á causa de una vida de crápula que me había hecho célebre. Yo había matado á un hombre cuya hermana había seducido; había arrojado vitriolo al rostro de una mujer que me importunaba y había huido de París perseguido por la Justicia, porque mis orgías habían sobrepasado á las de Sardanápalo y mis vicios habían eclipsado los de Calígula. En fin, era un degenerado trágico, un deplorable espécimen de teratología moral.

Á la cabeza de los ganapanes del dicterio, iban en grupo cerrado, mis antiguos camaradas de escuela, los cuistres adocenados, cuya compacta ignorancia y cretinismo invulnerable, se extendía como un olor de establo por la parroquia analfabeta y bestial.

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Esas marmotas atrofiadas, de mentalidad embriona- ria, que habían quedado adheridas al terruño sem- brando coles, ó habían trej^ado por los andamios estercolarlos de la política rural, donde colgados del rabo hacían visajes de monos y gestos de adoración, disputándose las bellotas del erario nacional, no per- donaban mi gloria, tan noblemente adquirida. Para ellos yo era un dérraciné, un sin patria, que no amaba mi país, puesto que nunca había hecho el retrato de un Presidente, ni había copiado los de los bárbaros enchamarrados, crapulosamente inmundos, que se ag-rupaban al pie del Capitolio Nacional, llamándose libertadores, después de haber sido torcionarios de la ergástula y apellidándose héroes, después de haber temblado en el miedo más cómicamente abyecto que recuerdan los siglos. Yo, no amaba mi patria, porque no había envilecido la indignación de mi pensamiento, reproduciendo sus tumultos preto- rianos, sus rebeliones de libertos, en que los escla- vos se ponían de pie para tener la rara voluptuosidad de caer más pronto de rodillas y arrastrarse más plácidamente por el lodo, ebrios de su inexorable degradación. Para aquellas focas de pantano, tan idiotamente venenosas, mi celebridad era hija del reclamo sabiamente combinado. Yo había engañado y deslumhrado los grandes maestros de las acade- mias romanas; había conquistado á fuerza de ágapas pantagruelescas, el elogio de los pintores y de los críticos de Arte; había atraído la atención sobre mis cuadros por sus extravagancias de demencia; había

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mistificado con mis pastiches, el buen gusto de los conocedores de Arte y de los negociantes de las grandes capitales europeas ; había ofrecido y 7'eija- lado, mis cuadros á los millonarios americanos que los poseían; hahía. pagado, para que el Museo de Be- llas Artes, poseyese mis telas; y por último, había comprado el Jurado del Salón en París, para que me

discerniese un premio Y, en aquel país, donde los

padres eran capaces de vender los hijos por nacer, esas leyendas de soborno y de venalidad, eran pláci- damente aceptadas por los bonzos de la mediocridad, felices de devorar el heno de infamia, que aquellos truhanes escrofulosos arrojaban á su apetito de ru- miantes inconscientes, obsesionados por la Envidia.

Entonces, tuvo lugar un episodio divertido, que sacudió mi monotonía, y el negro enojo, que ya em- pezaba á pesar sobre mí.

Se acercaba en la aldea la época de la zambra eleccionaria, y como los arrendatarios del Silencio y San Gervasio, otra hacienda mía, eran por numero- sos, cuasi una legión, los políticos urbanos, caza- dores de sufragios, se creyeron en el deber de corte- jarme.

Yo, no figuraba en el inventario de ningún partido, y no pudiendo clasificarme, resolvieron sondearme, á ver á qué bando alquilaba la majestad de mi rebaño.

Los conservadores, con el Cura á la cabeza, se creyeron autorizados para enviarme una circular dirigida á los propietarios y personas flotables, del

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lugar, en la cual, con un fausto enorme de retórica rural, me excitaban á votar y hacer votar las qui- nientas ó seiscientas cabezas de ganado humano de que yo disponía, en favor de los candidatos cuya lista me adjuntaban. Y, terminaban, suplicándome coadyuvara á hacer de tan ilustre podredumbre, el óleo perfumado de la salud pública. Los cerdos cra- pulosos de la piara católica, me instaban á obrar así en nombre del Orden., ¡del orden en nombre del cual ellos sembraban el desorden y el tumulto, haciendo asonadas todas las noches, apedreando las casas de los liberales y asesinándolos en las ta- bernas !

Guardé como un documento inconmensurable de la asnalidad imperante, la circular de esos orfeo- nistas evangélicos y no les respondí siquiera.

Los liberales, vinieron á pedir el sufragio de mis siervos, enviándome su propio candidato, ese per- fecto idiota que es Caracciolo Torrealba.

¡Qué de años hacía que no había visto yo, aquel cretino excrementoso! ¡Desde los bancos de la escuela! Era el mismo hipócrita taimado, lleno de inmundicias interiores, con su aire untuoso de sa- cristán equívoco y s-u sonrisa imbécil de seminarista concupiscente. Nada había podido desinfectar aquella alma de lacayo, que matizada de ciertos conocimien- tos, había escalado el diarismo, después de haber deshonrado la métrica, siempre estéril, siempre ren-. coroso, este innoble granuja, consumido por la envi- dia como por una tisis voraz, continuaba en ser el

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enemigo personal del triunfo ajeno, el detractor gratis y apasionado de todo mérito, el cultivador paciente de todos los hongos envenenados de la ca- lumnia. Nada calmaba la desesperación de aquella pulga, puesta en el lecho de la gloria para inquietarla ; nada desarmaba la estupidez interesada, de aquel inmundo aborto hecho de pústulas y guano fétido. Desde la escuela me odiaba aquel repugnante Tar- tufo, que sentía cerca de el escozor de todas las inferioridades.

No me sorprendió verlo llegar al Silencio, la ma- ñana de un domingo, porque ya lo sabía yo en gira eleccionaria por aquellos contornos.

Trabajo me costó ocultar el reculante disgusto que la llegada de aquel Barnum electoral, me ocasionaba, pero, venciéndolo sin embargo, logré ser atento para aquel filisteo de la diatriba, que venía á pedirme su- fragios, después de haber sido el escriba asalariado contra mi gloria.

Lo humillé con mi olvido y con mi opulencia. Lo harté de majares y de vinos ; y cuando partió, iba seguro de haberme conquistado y se creía ya dipu- tado, merced á los seiscientos votos que yo había de darle.

Di orden á mi Mayordomo, para que el día de las elecciones, todos los peones y arrendatarios, se reu- nieran en los patios del Silencio, para ir bajo el cayado de él, á depositar su voto de ciudadanos de un país libre... Todas estas mentiras pestíferas, me divertían enormemente.

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Mandé hacer sigilosamente, las papeletas de voto, que había de poner en manos de la irremediable imbecilidad de mis Subditos.

El domingo dicho, á la hora dada, todo el rebaño agrícola estuvo en los patios de la hacienda, y mar- chaba con el Mayordomo, á ejercer su derecho de elector, llevando en la mano la papeleta roja, que según Garacciolo Torrealba, era el distintivo de los suyos. Y, todos votaron.

¡ Cuál sería la extrañeza del Jurado, al ver que salían de las urnas, con una mayoría abrumadora, dos nombres completamente desconocidos ! los de los ciudadanos, Pantaleón Malaguisa, y Bruno San- taquiva... Pantaleón, era el marido de Dolores, mi cocinera, el pobre viejo que regaba las legumbres y cuidaba los pájaros ; y Bruno, era el idiota alcohólico, encargado de dar el pienso á los caballos y barrer las pesebreras... Tan ilustres ciudadanos, se vieron defraudados de sus enrules y vieron declarar nula su elección, por el crimen de no saber leer ni escribir. Y, yo, que no podía como Calígula, hacer Cónsul á mi caballo, me vi privado del placer de hacer legis- ladores á mis propios siervos. Pero, me consolé de mi derrota, con el placer inmenso que me daba, haber podido dar un bofetón en pleno rostro, al in- fame y nauseabundo : Sufragio Popular.

Esta farsa inocente, c[ue exasperó la cólera de los ilustres cerdos escamosos de la aldea, me propor- cionó ratos de verdadero regocijo, que destendieron la hiperestesia terrible de mis nervios.

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La aldea se apartó más, mucho más de mí, con su aliento de hebetud y de idiotía, y yo volví á sentirme solo, solo, bien lejos de las cabezas viperinas y odio- sas de los hombres, de sus máscaras innobles y bes- tiales, de su inmunda y feroz promiscuidad.

Y, me di á vivir la vida de mi pensamiento, la in- tensa vida interior, la vida de mi yo trascendental.

Y, yo quería olvidar, olvidar en un sudario de sueños, después de haber visto morir mi alta vida de gloria, olvidar, sepultar bajo las rosas del olvido, tantas visiones, tantas inspiraciones, sobre las cuales se tendía el gesto fatal de mis dos manos inútiles...

Era para eso que me intoxicaba de morfina. Para eso, para olvidar la inspiración, persistente, intole- rable, que asesinaba mi vida con la intensidad de sus visiones.

La inspiración, que era en como el rut en un eunuco ; una fusión de cantáridas en los labios de Abelardo.

i La inspiración que mis manos truncas no pueden traducir!...

¡Horas de inspiración! ¡horas mortales!

Des souffr anees sans nombre , et des maux sans mesure. Mais l'esprit reste sain dans le corps délabré, Et, se sentant mourir sombre et desesperé.

Qué espantoso abandono es la vida del hombre sobre la tierra!.,.

He aquí que en mi soledad, en el imperio deleitoso que ya me había formado, la Neurosis hacía de nuevo su aparición tremenda.

Mi temperamento marcado de antemano por la he- rencia mórbida, era una presa fácil á la neuropatía, á la inminencia fóbica, que avanzaba con toda su corte de manías, de folias y de lies.

Por la reacción natural en los temperamentos nerviosos, á la fiebre de la acción, había sucedido una depresión que era un anonadamiento. Disgus- tado de todo, la vida se me aparecía en su inmenso horror, y con un deseo vehemente de quitármela, no tenía el valor de hacerlo. Una sensación dolorosa de vivir era lo único que reinaba en mi ánimo. El hundimiento de mi energía se acentuaba casi hasta su desaparición. Mi voluntad hacía naufragio. Yo no era un ser, era como un harapo, que temblaba de horror á todos los vientos de la vida. El implacable azote se vengaba en mí, de los pocos rayos de luz que había esparcido en mi cerebro. ¿Será verdad que la neurosis es un tributo impuesto por los dioses

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celosos, á los hombres más alejados de la animali- dad primitiva?

El desequilibrio forzado de mis centros sensitivos, me sometía á languideces sin nombre, á tristezas sin objeto, á angustias iracundas, en cuyo fondo tenebroso, temblaba mi razón, como una antorcha, agitada por huracanes en una niebla profunda.

La insondable melancolía reinaba en mi espíritu, y sentía que el mal de la vida, me mataba.

Las neuralgias repetidas, las amnesias, las visio- nes penosas, las alucinaciones, hacían de mis días un martirio y de mis noches un limbo de horror.

Yo veía que las desigualdades de mi humor me hacían insoportable, para los seres que me rodea- ban, y huía de ellos, como de la luz, del movimiento, y de la vida...

Crisis de obsesiones paroxísticas me asaltaban á menudo, sentía como si me vaciasen el cerebro con bombas pneumáticas invisibles, como si manos vio- lentas me apretasen la garganta para estrangularme, y patas de elefantes, se apoyasen en mi epigastro y aplastasen mis entrañas. Y, en ese estado de ere- tismo nervioso, la idea fija, hacía su aparición : en vano me debatía con angustia, ensayaba expulsarla, me empuñaba, me dominaba, me vencía... hasta caer lloroso, aterrado, en vociferaciones y en sín- copes.

La agorafobia, no me dejaba dar un paso; sentía el vacío en mi cerebro y fuera de él ; las perspectivas temblaban y se borraban á mis ojos, el abismo de

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Pascal, comenzaba á mis pies... Tenía seguridad de caerme, de hundirme, si daba un paso... Sólo en las tinieblas podía andar, en la obscuridad mi pie era seguro. Era la luz, la que me daba la sensación del vacío. Odié pues la luz, como una cosa mala, y me encerré, me muré, cubrí todos los intersticios para librarme de la luz, como de la infección de una epi- demia... Otras veces, ni aun en la obscuridad podía andar, porque tenía la sensación completa de rom- perme. Mover un brazo, un pie, alzar la cabeza, ha- bría sido marchar á mi desmoronamiento y á mi ruina.

Y, entonces, quedaba extendido largo á largo en el diván de mi estudio, en una semiinconsciencia pavorosa, en un estado angustioso de turbación mental, en el cual se sucedían las más horribles visiones.

Todas mis alucinaciones de la vista, del oído, del olfato, se hacían tangibles. Yo, sentía voces extrañas, que hablaban cerca de mí, me decían insultos, me cuchicheaban cosas obscenas. Yo, las oía. Yo, veía sombras confusas moverse delante de mí, y los ob- jetos cambiar de lugar para perseguirme. Yo re- cuerdo un día, que estaba en ese estado de semi- somnolencia, haber visto la calavera del suicida y el retrato de Severo Coral, hacerse señas y hablarse. Yo, vi moverse los labios del retrato. Yo, vi abrirse taboca descarnada del cráneo. Y, luego, la calavera vino á mí, lentamente, lentamente, caminando en el vacío, como en la ilusión de la cabeza parlante, y

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llegó cerca á mi rostro, y se puso sobre él, de modo que sus ojos verdes, sus espantosos ojos de vidrio, estaban sobre mis pupilas y miraban hasta el alma, con una fijeza tiránica implacable... Y, luego, sacó una lengua inmensa, roja y larga como una llama, la lengua de un oso hormiguero, pero cortante como una espada, y después de haberme devorado las na- rices, me introdujo esa lengua hasta el cráneo y empezó á, chupar, á extraer lentamente, dolorosa- mente, toda la masa encefálica hasta haber devo- rado mi cerebro... Y, me sentí morir, me desmayé bajo esta succión mortal... Guando volví en mí, la calavera reía, estaba quieta sobre el cristal del escri- torio, como si no acabase de vaciarme la vida.

Otra noche de invierno, de un frío glacial, había hecho prender para calentarme, el brasero que había en medio de la pieza. Era una enorme araña de hierro negro, con las patas y los ojos de cristal rojo, caldeado. Cuando se prendía, los ojos lucían como fanales, y las patas, como ramas enmarañadas de una zarza encendida. Aquella noche, yo miraba fija- mente el insecto ardido, que me obsesionaba con su aspecto de monstruo colérico y tentacular, cuando vi que la inmensa araña se movía; sus ojos se hicieron más rojos, más amenazantes, como si fuesen á sal- tarse de las órbitas negras ; las patas luminosas co- menzaron á moverse, con esa nerviosidad de las arañas, cuando ven la mosca; y el monstruo avan- zaba, avanzaba con el lento movimiento de sus patas de escarabajo ígneo; y su forma repugnante y negra

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se proyectaba inmensa, como la de un oso erizado, hasta los últimos confines que ella misma iluminaba con sus llamas internas.

y llegó hasta el pie del sofá, y sus ojos felinos y enormes me miraron dormir, y alzó una pata [lla- meante hasta mis pies, y luego otra, y otra, y otra... hasta que se encaramó encima y empezó á andar sobre mí, desgarrándome el cuerpo con sus garras penetrantes, hasta que se me puso sobre el pecho con un peso de mole... Y, yo veía la forma negra, que crecía, crecía y me asfixiaba... Luego, con un tubo suctor, como el de los zancudos, pero un tubo luminoso y largo, me picó dolorosamente la vena yugular y empezó á chupar mi sangre con una deli- cia tan voluptuosa, que sus ojos enormes se incen- diaban aún más, y ella misma crecía, crecía, crecía, hasta hacerse roja, gelatinosa, como una enorme ampolla de sangre que me asfixiaba... Y, poco á poco, bajo el efecto de aquella succión horrible, me sentí morir... Mis extremidades se helaron, me hice inerte y sentí escapárseme la vida, con la última gota de sangre, blanca y acuosa, que el horrible mons- truo me extrajo del corazón...

Cuando desperté, al día siguiente, el brasero estaba en medio del aposento, quieto, negro, apagado,... sin memoria de haber agotado toda mi sangre y toda mi vida. ¡Oh, el candido monstruo negro, olvidadizo y voraz!

Otro día, un gran sapo de metal verde, con ojos do ágatas, que yo hacía llenar de agua hirviendo

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para calentarme los pies, saltó también sobre mí, cuando dormía. Yo lo vi saltar; yo sentí la impresión fría, glutinosa, de aquella verdura de esputo, exten- derse sobre mí, como un cartílago fétido, cubrién- dome de un frío mortal, y los ojos de ágatas mi- rarme glaucos, inmensos, saltados, como prontos á reventarse y á llenarme el rostro de un veneno nau- seabundo y viscoso... Pronto aquella inmensa ver- dura de viscera podrida se extendió por todo mi cuerpo, como una vejiga de pus helada, como un inmenso tumor ceroso y acuoso extraído de un vientre muerto y puesto sobre mi corazón... Y, me sentí desaparecer bajo ese gluten fétido y opaco, como bajo una gran pústula verde que me cubría todo, todo... Y, después, vi acuoso, glauco, de un glauco neutro, como si estuviese extendido, bajo las aguas, en el fondo de un pantano muy hondo, con aquel batracio inmenso, por única losa de sepulcro, aplastándome el corazón...

¡ Oh, los misterios de sensualidad refinada, de obscenidades dolorosas y vergonzosas, que el retrato de la monja perversa, iniciaba y realizaba en mí, durante mi sueño I Yo, lávela, claramente, descender del cuadro, quitarse pieza por pieza las burdas telas monacales, hasta quedar desnuda como una flor de mármol... Sus ojos se alumbraban de perversidades, sus labios temblaban, gesticulando la promesa y el deseo de los besos más repugnantes y culpables... Y, yo, inerte no podía moverme, ni ir á ella, ni poseerla, ni torturarla, ni hacerla gemir desfallecida

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entre mis brazos... Entonces, era ella quien venía á mí, con una mirada de loca enfurecida y ofrecía á mi boca el cáliz de sus labios y el ánfora de sus senos, y su boca culpable me devoraba... y me violentaba y me poseía con una rabia de fiera... Y, poco á poco, el cuerpo blanco se obscurecía hasta hacerse negro, frío, gomoso, como en estado coloide, y aquel algo obscuro y repugnante, torpe, sin ojos, abría una boca enorme de voracidad. ¡ Oh, aquella masa ne- gra y viscosa, aquella cabeza estúpida y sin vista, que se veía en el suelo !... era una sanguijuela... una sanguijuela descomunal, que se movía como una serpiente, y avanzaba sobre mí, su enorme cabeza ciega y devoradora...

Y, me despertaba de esas pesadillas, rendido, roto, extenuado, como si hubiese dormido veinte noches, sobre el vientre de una misma mujer...

Estas crisis de alucinación, se terminaban casi siempre por gritos agudos, por grandes vocifera- ciones de angustia, alas cuales acudía Manlio, lleno de terror melancólico, para tomarme en sus brazos y libertarme del horror de las visiones.

Y, me abrazaba, llorando él también, y se estre- chaba contra mi corazón, y decía cosas incoherentes y temerosas, y callaba, ganado por el contagio y mi- nado por la herencia...

La herencia y el contagio, los dos azotes inexo- rables, devastaban su razón; el medio y la intoxi- cación acababan de arrasarla... Sí, porque el niño tomaba éter, él mismo me lo confesó, quejan-

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;' dose de las neuralgias, que le impedían dormir...

Y, mi voluntad aletargada, mi energía desapare- cida, no tuvieron fuerzas para decirle nada, para prohibirle nada...

Y, lo veía desaparecer, lo veía hundirse, á mi vista, en ese abismo en que yo moría, y no podía apartarlo, no podía salvarlo...

Nos hundíamos, lenta, angustiosa, desastrosa- mente los dos, en la>misma muerte...

La emotividad mórbida lo sometía á él, como ámí, á grandes crisis de lágrimas inmotivadas ; el delirio de la melancolía; la. panofobía, ó miedo de todos y de todo, nos asaltaba con igual intensidad... Y, él, como yo, huía de la gente y de la luz; había renun- ciado á la pesca y á la caza, á todo ejercicio al aire libre, y se había encerrado también, sin luz ni aire, en el delirio de su neurosis, con una caja de perlas de éter al alcance de su mano.

Y, así íbamos, no en carrera hacia la muerte, sino en un deslizamiento lento y angustioso hacia ella... Así, como dos hombres que han caído en el mismo río, que los llevan las mismas olas, que juntos se sienten ahogar, se ven morir, y se miran dolorosa- ' mente, antes de desaparecer, engullidos por el abismo.

Teníamos momentos de reacción, llamadas vanas á la energía, tendencias estériles ala acción, gritos desesperados, gestos impotentes hacia la salvación y hacia la Vida, ¡ treguas ficticias de un mal irreme- diable ';

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Desgarrados por aquella túnica de Neso, nuestros cuerpos enflaquecidos, se sentían desaparecer, mina- dos y llevados por el mismo viento de muerte que azotaba nuestros espíritus.

Como por una especie de envenenamiento de la célula cerebral, nuestros insomnios eran completos, y sólo la absorción diaria de los narcóticos, nos pro- porcionaba un sueño débil, intermitente, exaltado, lleno de alucinaciones y de demencias.

En las noches, nuestras voces, nuestros gemidos, las palabras de nuestros delirios, se oían como un solo grito de angustia en la soledad.

En aquella casa se había casi cesado de comer. Nadie iba al comedor. Nuestros estómagos se hacían atónicos y rehusaban todo alimento. Nuestros cora- zones tenían palpitaciones intermitentes, que nos hacían ponernos de pie, abrazarnos y mirarnos uno á otro, desolados, seguros de que íbamos á morir.

Buscando en nosotros mismos fuentes de inquie- tud y de dolor, permanecíamos días enteros sollo- zando, espiando los ruidos, oyendo cosas horribles, esperando el peligro, llenos de un presentimiento aciago de la muerte, estrechados el uno contra el otro, esperando que entraran á matarnos... No nos habríamos defendido : habríamos muerto abrazados como dos lianas de dolor estéril.

y, así permanecíamos días y días, incapaces de movimiento, inmóviles, en el lecho, en una obscuri- dad completa, en una semi inconsciencia, que era como una atonía mental, atravesada por crisis sobre-

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agudas de sensibilidad, por delirios melancólicos, llenos de cosas negras dentro y fuera de nuestro ser.

Á veces se pasaban días sin que yo viera á Manilo, sin que supiera de él, sino por las voces de su deli- rio, por sus gritos de angustia, que escuchaba en la noche...

Y, él, no sabía de sino por los mismos mensa- jeros de dolor.

Nuestra razón naufragaba en esa lucha con el Es- pectro, y podíamos decir todos los días, al despertar, como el infortunado Maupassant, que murió estran- gulado por él :

« Me despierto del reposo corto y turbado, j Fe- lices aquéllos que no se despiertan! Salgo de un mar poblado de sueños, donde mi pensamiento triste y sumergido, privado del timón de su razón, flota á merced de las olas. El día es demasiado corto y la noche es un Sol, comparado al color de mi suerte lamentable... »

Perdidos así en el mar de nuestras turbaciones psíquicas, quise reconstruir nuestra ruina física, re- constituirnos, con el uso de los licores fuertes, el Champagne y el Cognac. Y, bebíamos para fortificar- nos. Champagne helado, mucho Champagne; nues- tros cerebros débiles, no oponían sino una resisten- cia insignificante al poder del alcohol; y á los pocos sorbos de licor, ya estábamos ebrios...

Y, entonces, brillaba uno como sol artificial sobre nuestra vida. Éramos alegres, gozosos, bulliciosos... Manlio tocaba y cantaba, cosas incoherentes, bufas,

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arrevesadas, y yo lo oía encantado, embriagado por el licor, por el canto, por el perfume de las llores de que llenábamos el Salón, flores sobre el piano, llores sobre la consola, sobre las mesas, cestas de flores sobre los sofás, por todas partes flores, pétalos, co- rolas, un mundo de matices y de perfumes... Y, luces, luces, por todas partes luces : lámparas, bu- jías, grandes cirios como de altar, todo lo que bri- llara, todo lo que alumbrara, todo lo que deslum- brara... Y, así nos hallaba la aurora, rendidos, ebrios, entre las flores, cerca á los cirios que aun ardían...

Pero esto, que parecía nuestra salvación, era nuestra pérdida, nuestra ruina, la catástrofe, más cercana, más inminente, más inexorable.

El alcohol, despierta, de una manera terrible, la lo- cura, dormida en los cerebros marcados del estigma ancestral. •• ••••••• ••• ••..

Una noche, habíamos bebido mucho; el Cham- pagne frappé, nos había comunicado una alegría in- tensa, emocionante ; las luces innúmeras nos llena- ban de claridades ; las flores eran enervantes... Manlio, copiando un grabado de Nerón, había tenido el capricho de coronarse de rosas, muchas rosas blancas, que le caían por el cuello y por los hombros, de donde pendía á guisa de manto real, la cobertura del piano, de seda lila, sostenida en el hombro por una magnolia, como un agrafe de alabastro ; sobre la espalda y en la cauda del manto improvisado, era

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una nieve de geranios, heliotropos, y jazmines can- didos... Y, á sus pies, un pedestal de rosas rojas, rojas como sangre, rojas como fuego, cual si fuese de veras el divino hijo de Agripina, hundiendo sus plantas en las entrañas de un hombre des- pedazado, ó en las cenizas ardidas del incendio de Roma.

Así, de pie, la mirada perdida en el cielo lejano, Manlio tocaba el violín, con el arco enfestonado de mirtos, á cuyo extremo, un ramo de nardos brillaba como un broche de azahares...

Nunca la inspiración había sido más alta, en aquel niño sublime, que temblaba bajo las flores, en una verdadera fiebre de armonía, en un éxtasis de genio, inspirado y radioso, coronado de aureolas de milagro, bello y augusto, como una divinidad...

De súbito, se hizo intensamente pálido, sus ojos se abrieron desmesuradamente, dio un grito agudo, como el de un pájaro herido, y cayó al suelo, sin sentido. ¡ Inerme en esa inmensidad de pétalos rojos y de corolas candidas, en esa alba de blancuras ideales, en los cambiantes de la seda lila, que seme- jaba un manto de plata, coronado de rosas, cerca á su violín silencioso, que era como un escudo roto, el arco en la mano convulsiva, temblando, como un tirso florecido ; parecía bien un vencedor augusto, asesinado en su propio carro de Triunfo!...

Yo quise ir á él, socorrerlo, gritar, pero una ato- nía glacial me clavaba en el sillón, y solo un débil grito inarticulado salió de mi garganta.,.

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El niño estaba allí rígido ; la faz violácea ; la boca contorsionada llena de espumarajos ; los ojos fijos, sin miradas; el pecho inmóvil, sin respira- ción...

¡ Era la Epilepsia! el temblor de tierra del hombre, como decía Paracelso, el terrible azote atávico, que hacía su aparición inexorable y siniestra, en aquella naturaleza ya preparada por la herencia, por el con- tagio, por el medio, y exaltada por el delirio tóxico, que hacía destrozos en un temperamento eminente- mente alcoholizable...

En mi bruma, en mi inconsciencia, en mi letargía, la vista de aquel rostro contorsionado, me hizo re- cordar el de mi madre, sujeta á crisis nerviosas, que ahora y sólo ahora me explicaba...

El cuerpo de Manlio comenzó á agitarse por fuertes sacudidas, como si le aplicasen descargas eléctricas, se contorsionaba, se doblaba como un arco, daba saltos enormes de equilibrista, temblaba como un pez en tierra ; la convulsión lo contraía de tal modo, que se diría que iba á romperse... Las contorsiones, ganando la faz, la habían hecho de- forme, lleno de gestos horribles, crujiendo los dientes, los ojos extraviados ; la horrible, la espan- tosa baba cubriéndole el rostro todo...

De golpC; en uno de esos saltos, su cabeza dio contra el grifo de hierro, que sostenía la barcada del Bernini y una honda, una profunda herida, apa- reció en la frente, y la sangre brotó, inpetuosa, in- mensa, roja, cubriéndole la faz...

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El niño había rodado hasta mis plantas, san- griento y convulso...

Y, yo, lo veía agitarse y morir agotado por la hemorragia...

Á la vista de este horror, una carcajada histérica, sonora, estridente, salió de mi garganta, agitándome también en un temblor convulso.

Y, contorsionándome en el sillón, reía, reía, reía. . .

Los sirvientes acudidos á aquel ruido se llevaron á Manlio ensangrentado.

Yo lo vi partir, como un muerto que se llevan... Y, reía, reía, reía...

Y, mi carcajada sonaba en el aire como un la- mento...

La enfermedad de Manlio, cambió otra vez de nuevo el método de nuestra vida.

Ya no bebimos.

Convencidos de que el alcohol es el veneno más activo del sistema nervioso ; que acumulado en los tejidos de los centros cerebromedulares, hace dege- nerar la célula nerviosa, creando la más terrible de las neurosis convulsivas, es decir la terrible, la es- pantosa Epilepsia, dejamos en absoluto de beber.

Incapaces de remontar la pendiente mental que nos llevaba al abismo, volvimos á entregarnos á nuestros narcóticos habituales, y en sus limbos tristes, en sus marasmos sin luz, asistíamos inertes, impotentes, al naufragio inminente de nuestro ser cerebral.

Ya no hubo más alegrías, más músicas, más can- tos...

Enclaustrados de nuevo, la luz murió para nos- otros ; las flores se secaron sobre los vasos y en el suelo, entre la sangre de Manlio ; el vioh'n estaba roto; el piano mudo... Ya no había más perfume

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que el de los venenos que nos consumían ; no había más luz que la que agonizaba lentamente en nues- tros cerebros; no había más ruido que el de nuestros gritos de delirio... Vencidos por el Destino, moríamos en silencio.

Un día, un rumor extraño sonó en el patio y en los corredores. Y, risas y voces de mujeres, claras, límpidas, sonoras, llegaron hasta mí. Y, pronun- ciar mi nombre. Dolores, aterrada, hizo irrupción en la pieza... Pero no había tenido aún tiempo de explicarse, cuando ya el tumulto estaba en el salón, y las voces decían...

¡Pero, qué obscuridad! ¿Aquí no vive nadie? Esto parece una casa en duelo.

Uf 1 qué olor á éter, parece que aquí hubieran operado á alguien. Yo me asfixio, decía una voz más fresca, más rítmica, más musical que la primera.

Abre las ventanas... ¿Dónde está ese hombre? ¡ Flavio ! ¡ Flavio!...

¡Ay! á través de tantos años, reconocí esa voz que me llamaba.

Era la de Aureliana.

¿ Qué venía á hacer aquí ?

¿Por qué venía á interrumpir mi soledad?

Y, la otra mujer, esa que se escuchaba gorjear como un pájaro asustado en las tinieblas del salón, ¿quién era?

Dije á Dolores abrir el salón, suplicar á esas señoras que me esperaran y avisar á Manlio.

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Me puse un sencillo traje de casa, y salí á recibir- las.

Aureliana, me tendió los brazos y retrocedió asombrada ante la ruina que veía.

Demacrado ; los ojos hundidos, cavernosos del morfinómano ; encorvado ; la cabeza blanca, ella va- ciló en reconocerme. Al íin me abrazó conmovida, con los ojos húmedos de llanto.

Ella, se conservaba aún muy bien, en un gran res- plandor de belleza otoñal. Las formas opulentas, la cabellera negra, los ojos vivaces, la boca fresca. Ves- tía con gran lujo, según los últimos modelos capi- tolinos.

Desprendiéndose de mis brazos, me presentó la joven que la acompañaba.

Aquí tienes á Germania, mi hija. Acércate, niña, no seas tonta, abraza á tu tío.

La joven no se hizo rogar, y me estrechó en sus brazos fuertes, musculados y sin embargo suaves, como si fuesen hechos de aljófar.

El olor de su seno, perfumado de esencias, me subió al cerebro casi desvaneciéndome.

Nada más tenebrosamente bello, que la belleza de Germania.

Ni las tziganas que recorren los caminos de Bo- hemia ; ni las gitanas que van á la aventura por los senderos asoleados de la Andalucía ; ni las vírgenes moras, que se ocultan tras de los grandes velos, en los minaretes de Tánger ; tuvieron la piel más obscura, ni los ojos ni los cabellos, de un negro

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más intenso, que los de aquella niña escultural y enhiesta, que semejaba una Isis de tronce, un lirio negro, magnífico y oloroso, lleno de tinieblas y pre- sagios...

El sortilegio de sus ojos, no lo han tenido jamás ojos iguales ; ni el gesto imperioso de sus labios, lo tuvieron las bocas taciturnas de las emperatrices de Nubia ; ni el resplandor de sus ojos conquistadores, brilló igual en el rostro de Cleopatra, ardido por los soles del desierto. ¡ Ei-a el lirio negro, el lirio tene- broso que crece en las riberas del Nilo, cerca á la blancura silente de los sagrados Ibis, pensativos.

Mis ojos se deslumhraron á la vista de ese ídolo javanés, todo bañado de esplendores rojos, que le venían del sol.

Germania, reía, y sus dientes menudos, parecían corazones de almendras, caídos en un vaso de san- gre.

Sus ojos, como deslumhrados por todo lo que veían, se fijaban sin embargo en mí, con una per- sistencia extraña. ¿ Me hallaba demasiado viejo ? ¿ Había una diferencia enorme, entre lo que su ma- dre le había pintado y lo que yo era? El Flavio Du- ran, agotado y triste, que veía ante ella, ¿era muy remoto, del Flavio Duran, que su mente de virgen había soñado ?

Esta idea me desconcertó horriblemente. Tuve vergüenza de mí, vergüenza de mi traje, y me miré al espejo.

Tuve miedo al verme.

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Se diría que era un espectro de la elegancia.

Conservaba mi mismo aire de hombre de gustos refinados, y actitudes de salón. Mi alta talla, encor- vada, había perdido su esbeltez, pero no su distin- ción. Los cabellos canos, iban bien á mi rostro aún joven, de una palidez de cera, como la de todos los morfinómanos, y hacían de un brillo melancólico, mis ojos hechos aún más tristes, por el uso del veneno fatal. Mi vestido de cámara : un smockinfi gris capi- toné, en seda azul, pantalones del mismo color y zapatos de fieltro gris, acolchonados de seda roja, para cuidar mis artritis intermitentes, era de un bello efecto de negligé, adecuado y sobrio. Es ver- dad que mi marcha era torpe y me apoyaba para andar, en un bastón de ébano, cuya empuñadura, formada de una sola pieza de coral en forma de cuerno, servía como amuleto, y preservativo contra \üi jetialura y los reumatismos délas manos, ¡ ay, los pedazos de manos que me quedaban ! y que mi cuello demacrado, desapareciendo en una corbata de seda roja, enrollada á doble vuelta y anudada con un alfiler enorme, que era un camaleón muy tosco, de acero negro, cuya cabeza la formaba un solo granate, rojo como la cabeza de un áspid, me hacían aparecer, sufriente, inútil, como un hombre á quien empieza á invadir el terrible azote cerebral contemporáneo, la horrible psicosis del siglo, el mal de Heine : la parálisis.

Pero, el hombre de mujeres, que era yo, reaccio- nó á la vista de esos dos seres de hermosura, como

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un general moribundo, abre los ojos y se incorpora al sonido de un toque de clarín.

Un hálito de juventud y de fuerza pasó por mi temperamento agotado y por mi cerebro aletargado y brumoso, á la vista de esas dos hembras, al contacto y al perfume de esos dos cuerpos, otoño y primavera de una raza, en la cual habían ya mordido mis dientes, como en una fruta jugosa, apta á apagar la sed de mi sexualidad.

Germania, vestía un traje amarillo claro, en cuyas palideces de marfil, destacaba su rostro moreno, sus ojos y sus cabellos de tinieblas, con el mismo efecto raro y sombrío, de ciertos retablos de Vírgenes ne- gras, con mantos de moaré y coronas de oro, que se ven en algunos oratorios de monjas, en los conven- tos de Sicilia y de Andalucía. Era como una Sulamita tentadora envuelta toda en gasas de Tiro, exaspe- rando con su belleza excitante, la senilidad impo^ tente del Rey-Profeta. Se diría una esfinge de ba- salto, revolcada en las arenas de oro del desierto.

¿ Por qué mi corazón tembló á su vista, como en los años juveniles ya lejanos ?

¿Por qué una luz desolada, brotó en mi cerebro, iluminando los paisajes que parecían ya arrasados y asolados por la Muerte ?

¿ Por qué volvió á vivir mi corazón ?

¿ Por qué ?

¡ Oh, la interrogación inacabable I...

¡ Como un viejo Herodes galvanizado, mi cuerpo se estremecía y mi alma se orientaba hacia aquella

Í68 VARGAS VILA

Salomé terrible, que parecía hecha de todo lo negro del deseo y de todo lo negro de la noche.

Y, sentía que ella se enroscaba á mi alma, como una serpiente negra^ cuyas escamas fueran como pétalos de una pasionaria de betún.

Y, mi alma vio como escrita en la sombra negra, con tinta negra, una palabra negra del Misterio... Y, no la descifró.

Todo eso fué como un relámpago en la noche !

Las dos mujeres se agitaban y se movían á mi re- dor, como grandes pájaros de mar azotando un pe- ñasco mudo.

Aureliana no agotaba su charla :

Ayer llegamos al Oquedal, decía. Y, ¿ cuál no sería nuestra sorpresa al saber por el Mayor- domo, que estabas aquí? No quise escribirte porque según las noticias que me dieron, una de tus excentricidades consistía en no leer ninguna carta. Así le dije á Germania : mañana vamos á ver á Flavio. Ella tenía un poco de miedo porque le ha- bían dicho que estabas loco, pero como es una admiradora fanática tuya, porque ella pinta muy bien, esta mañana, á las cinco, ya estaba en pie gri- tándome :

Vamos, vamos, mamá, que hoy es uno de los días más felices de mi vida. Hoy voy á conocer á Flavio Duran. Quiero verlo aunque sea verdad que está loco, aunque me mate. Yo adoro su genio.

Y, henos aquí, mi querido, en peregrinación á tu casa, á donde hemos llegado más muertas que

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vivas y no nos han ofrecido todavía una sed de agua.

Aturdido por aquella charla, como un hombre que al salir de un desierto, oyese los rumores de un tren en marcha, me disculpé como pude y llamé á Do- lores.

Entretanto, Aureliana y su hija, abrían todos los balcones, registraban el Salón, abrían el piano.

¡ Qué insoportable olor á éter y á morfina! Esto parece una farmacia, decía la madre.

Gemianía, silenciosa, miraba el retrato de Ermi- nia Martolet, que estaba sobre el piano.

¡Qué bella Venus ! dijo Aureliana, que era en pintura como en todo, bestia como una grulla.

No, mamá, no es Venus. Este es un estudio del natural. ¿ No es cierto ? dijo la joven, dirigiéndose á mí.

Sí.

¿ Cómo del natural ? ¿ qué es eso ?

Pues copiado de la persona misma.

Y, ¿una mujer se pone así para que la retra- ten?

Sí, señora.

Y, sacando sus impertinentes de oro y concha de perla, Aureliana miró fijamente el retrato.

¿Quién es ella? chico.

Una Señora de París.

Ah, ésta es la mujer aquella, que la otra sor- prendió en tu cuarto y la quemó ? ¿ Aquella del escán- dalo, de la cual hablaron tanto los diarios?

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Yo, como un hombre á quien arrancan el vendaje de una herida, sentí un escozor interno que me hizo guardar silencio.

Gemíanla se había callado, pálida, apoyada en su sombrilla, mirando el retrato con tenacidad,

Aureliana, insistía :

¿Es ella? dinos.

Sí.

Muy chiquita y muy flaquita, dijo la madre, con un ceño de desdén, pensando acaso en la exube- rancia de sus carnes grasas de yegua normanda.

La hija, miró el retrato, con una mirada intensa, que parecía de odio, de envidia, de rencor, de un tumulto de cosas informes y confusas, que le subían del alma y que ella misma no podría explicarse.

Un estremecimiento como el que remueve las aguas pálidas de un estanque, pareció agitarla, re- corriendo el oro obscuro de su piel y los carbúnculos de sus ojos de orgullo, negros, como el fondo en donde duermen los restos calcinados de las ciudades malditas...

Y, volviéndose á mí, con un gesto grave, de evo- cación litúrgica,, como un gran tulipán negro lleno de rayos de luna, me dijo, con una voz baja y vi- brante, donde parecían sonar muchos sueños, enca- denados ó dormidos :

Es muy bella. ¿ La habéis amado mucho ?

No supe que contestar á esa pregunta, que en otros labios habría hallado de una imprudencia intole* rabie.

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¿Por qué en los suyos me regocijó?

¿ Por qué quise ver en ella, algo como una voz de celos retrospectivos, un eco de cosas nacientes y futuras ?

Aureliana, me sacó de esta perplejidad, con otra pregunta, no menos imprudente, aunque menos delicada.

Y, ¿ tus manos? Muéstranos tus manos...

¿ Por qué tuve vergüenza de mostrarles, el horror de mis muñones rojos y repugnantes disimulados por la ciencia bajo mis guantes amarillos ?

Ah, no las miréis. ¿No veis cómo son deformes? dije mostrando la que parecía apoyar en el bastón, el cual en realidad, no manejaba sino con el resto de la mano ardida.

Las dos mujeres no se atrevieron á tocar.

En ese momento entraron con algunos refrescos.

Y, ¿Manlio? pregunté al sirviente.

Él, suplica al Señor que lo dispense, porque está enfermo.

No. Dile que venga, porque he de presentarlo á las Señoras, que almorzarán hoy con nosotros.

¡ Ah ! es verdad ; no habíamos pensado en tu hijo, exclamó Aureliana. ¡ Pobre niño! me dicen que lo estás volviendo extravagante y loco como tú, ¿Qué edad tiene ?

Diez y seis años, ya muy avanzados hacia los diez y siete.

¿Es italiano ? ¿ ó francés ?

Italiano»

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¿Quién es la madre?

Una mujer.

Se comprende.

Y, Aureliana rió, aunque no debió encontrar la respuesta muy gentil.

Germania, callaba... Y, sus ojos sombríos, como sepulcros de Eternidad, miraban hacia el campo, como si no prestase atención ninguna á nuestra con- versación. Y, lo que había en ella, de oculto y de te- rrible, parecía soñar profundamente.

Tomado que hubieron los refrescos, quisieron conocer la casa, que encontraron llena de suntuo- sidad.

El gusto provincial y la mente limitada de Aure- liana, no le permitían apreciar ciertos detalles, que el talento cultivado y el gusto artístico de Germania, le revelaban al momento.

Las molduras y los diversos estilos de los muebles ; el trabajo y la ciencia profunda de los mármoles ; las preciosas cinceladuras de los bronces ; pero más que todo, las pinturas del Beccafumi y del Peruzzi, la encantaron. Muy inteligente en la pin- tura, pero poco erudita, oyó con una atención apa- sionada, la ligera disertación que hube de hacerle, sobre esa maravillosa época del arte toscano del Docientos á la Decadencia ; sobre la escuela de Si- món Martini, del Duccio, del Bartoli, de los dos Lo- renzetti, de Matteo de Giovanni, y sobre todo de ese gran movimiento de renovación y de liberación, ini- ciado por Sano di Pietro contra el arcaísmo invete-

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rado y el hieratismo ataráxico de las figuras, siendo el primero que implantó el verismo de los rostros y dio pupilas humanas a sus Madonas, que sintieron, por el milagro de aquel pincel, circular la sangre y la vida en sus cuerpos anemiados, hasta entonces simples figuras de Paraíso, carentes de humanidad.

Ella, oía extasiada, mientras su madre bostezaba hasta dar sueño á un avaro en quiebra.

Al entrar al gabinete de trabajo, Aureliana retro- cedió dando un chillido, ante el pobre mono, embal- samado, que le tendía sus dos manos negras y pelu- das. Y, no bien repuesta de ese susto, ya dio otro grito de espanto ante la calavera que liabía en el escritorio.

Vamonos de aquí, este es un cementerio, decía aterrada, y se agarraba á las faldas de su hija.

Ante la profanación de la patena y el cáliz, los pelos se le pusieron de punta, y juró que iba á ro- barme esos dos objetos, para sustraemos al sacri- legio.

Cuando vio el retrato de Severo Coral, gritó :

Mira, hija, mira ; éste es el loco aquel que se mató por la abuela de las Villenas. Míralo qué feo ; ¿no es verdad que tiene cara de loco ? Y, que lo era... ¡Si vieras lo que escribía! Pobrecito! Mu- rió sin confesión. Dios lo haya perdonado, ya que mi abuelo no lo perdonó jamás.

Y, ante el retrato de Sara Coral, se puso de ro- dillas,, y se santiguó, diciendo :

Ven á rezar aquí, que ésta es la monja santa

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que hacía milagros, y la que va á conseguir la salva^ ción de todos nosotros.

Germania, no me pareció de una religiosidad se- mejante á la de su madre, pues mientras ésta, gaz- moñaba al pie de aquel ídolo de Lujuria, que había sido la monja epiléptica, aquélla tomaba de mi biblio- teca central, y hojeaba, un libro de Baudelaire, del cual ensayaba traducir los versos opacos y rectilí- neos, como pequeños ídolos faraónicos, cincelados en metal blanco.

Más fácil le fué, leer de Sagesse, unas líneas, en la amplia y armoniosa libertad del verso verlainiano :

Mon amour est le feu qui devore ajamáis Toute chair insensée, et Vévapore comme Un parfum.

Y, alzó los ojos y me miró, con una mirada en que aparecía su alma desnuda, como un gran lis en una lauda desierta, con el triste desfallecimiento de un corazón ensangrentado.

Yo, temblé bajo el horror de¡mis grandes duelos, como si hubiese oído sonar clarines triunfales, en una noche divina, bajo pórticos lejanos, ornados de grandes rosas de victoria.

Ven acá, á traducir esta oración, dijo su madre, que se había puesto de pie y ensayaba en vano, de- letrear, unas pocas líneas que yo había escrito al lápiz, al pie del retrato y que formaban uno de los más espléndidos cuartetos del inmortal autor de las

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Letanías, ¡Verso admirable, con que yo saludaba to- dos los días la monja tenebrosa!

Germania se acercó á leerlo, y con voz baja, pau- sada, leyó una á una las palabras allí escritas :

Luxure, fruü de mort d Varhre de la vie! huxure, avénement des sens á la splendeur! " Je te salue, ó tres occulte, et tres profonde Luxure, idole noir et terrible

Y, ¿qué es eso? dijo Aureliana, que una de las pocas virginidades que conservaba era la del francés.

Yo, renuncié á traducírselo.

Germania, quedó silenciosa, cual si sintiese las olas de un mar muy hondo pasar por su corazón.

En el momento en que la salutación terrible de esos versos, despertaba y gritaba grandes cosas ne- gras y rojas en el fondo de sus entrañas de virgen, yo vi lucir en sus ojos, como en los ojos de su madre, el mismo resplandor orgiástico, la misma luz de nin- fomanía, que dormitaba como un rayo, tras de los párpados semi-cerrados de la monja lésbica.

El morbo impuro, el terrible morbo ancestral, cir- culaba por su sangre y agitaba su linfa con el ardor del germen hereditario.

¿Qué era su madre?...

¿Qué sería ella?...

Este pensamiento me dejó hondamente soñador.

Germania alzó á sus ojos aún más negros, como si los alzase del fondo de un pantano, llenos aún brumas y de lodo.

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¿Qué acababa de decirle el alma de la monja? ¿Qué había dicho á su corazón? ¿De qué secretos, de qué intimidades de claustro y de dormitorio, le había hablado, despertando en ella el recuerdo del colegio recién abandonado?

Mi mirada fué tan certera, tan honda, que Gemia- nía enrojeció....

En aquel momento, llamaron á almorzar.

Al atravesar el salón, encontramos á Manlio, que venía hacia nosotros.

Hacía días que yo no veía á mi hijo, y quedé asom- brado ante los destrozos que el mal había hecho en él, marchitando y palideciendo las rosas de su be- lleza adolescente.

La blancura de su rostro, como la de todos los eterómanos, era una blancura diáfana, cuasi transpa- rente, como si fuese hecho de cristal. El brillo de sus ojos intenso y como febricitante, era un brillo anormal y parecía conservar en ellos algo del estupor, del estrabismo, con que se hicieron casi blancos, aquella noche fatal, al caer entre las flores, herido por la epilepsia. Vestía un traje londonés, azul ma- rino; zapatos grises de cuero de gamo, como de ci- clista; y anudada al cuello, también á doble vuelta, una corbata color de cereza madura, sujetada por su alfiler de predilección : un gran pelícano de oro muerto, cuyo corazón era un granate enorme.

Enrojeciendo, por la ereutofobía, natural á su edad y á su enfermedad, vino á saludar á las Señoras y me abrazó á mí.

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Aureliana, fué efusiva con él, Germania un poco más reservada.

En el comedor, sonaban extrañas las voces feme- niles. Nuestra misma presencia parecía como una resurrección. Las flores, la vajilla, los vinos, brilla- ban con resplandores nuevos, como si nos diesen la bienvenida, felices de ver otra vez surgir la vida, en aquella casa de agonía y de muerte.

Las buenas gracias de Manlio y su cortesía exqui- sita, cautivaron pronto las dos mujeres. Estuvo espi- ritual, decidor, casi alegre. Sus ojos, hechos vivaces, se clavaban en Germania, como detallando aquella belleza de bayadera, que parecía importada de las costas de Malabar. Acaso, voces de su sangre ma- terna, le recordaban la belleza obscura y tenebrosa de las pastoras nómades en los profundos valles latinos.

Ni él, ni yo, probamos los vinos, y cuando sirvie- ron el Champcupie, ambos, 'por un movimiento instin- tivo y semejante, alejamos el vaso, y nos miramos con horror, heridos del mismo espanto, cual si vié^ semos surgir ante nosotros toda la decoración de aquella escena, en que él rodó á mis pies, herido por el terrible mal que nos acechaba.

Y, la angustia de nuestros ojos, dijo bien, la an- gustia de nuestros corazones.

Después; volvimos al Salón, donde Germania tocó el piano.

Ya el horror, el invencible horror, había caído otra vez sobre mi corazón, donde la reconstrucción de la

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terrible escena, se operó brusca é inexorablemente, á la virtud evocadora de la música....

Y, vi, mentalmente, á mi hijo, coronado de rosas, palpitante de inspiración, caer como herido de un rayo, revolcándose á mis pies, flagelado por el terrible azote que devastaba nuestra raza....

Y, no hubo una sola convulsión de un músculo, una sola contracción de las facciones, que el recuerdo implacable no reprodujera íntegros, amplificados, desmesurados, en el espacio inerme de mi imagina- ción terrificada....

Y, las manchas de sangre, que aun marcaban la alfombra, se engrandecían á mis ojos, negras, in- abarcables, como una mar de sombra y de dolor, un Estigia de infinita, de imperecedera desolación, donde aparecían y desaparecían, lívidas, despren- didas del tronco, como guillotinadas, cabezas trági- cas, cabezas de dementes, que se hundían engulli- das por el abismo, devoradas por el Terrible Mal, por el fantasma inextinguible, que vagaba allí, sobre nuestras cabezas, pronto á herir en nosotros, los últimos vastagos de un linaje, condenado por la fatalidad, fulminado por no qué extraña maldi- ción de furias ancestrales....

Y, en ese tumulto de visiones, yo miré á Germa- nia.... Ella era también flor de esa raza, y debía sen- tir un día en su sangre la furia de ese fango, y en su cerebro los vuelos ciegos y desencadenados de ese huracán, que llevaría á nuestras almas todas, la horrible plenitud del vértigo y de la noche...

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Ella, continuaba en tocar, grave y seria, con no qué de misterioso y de obscuro, como en la tiniebla de un irrevocable pasado, tenebrosa y armoniosa, como una melodía en el crepúsculo...

Y, tuve piedad de ella, de su juventud llena de cosas ardientes y sagradas, de su belleza profunda, donde dormían cosas divinas...

Tuve piedad de su madre, cuya carne experta y pesada, había sentido el trabajo creciente del morbo, sacudiendo todo su ser, como una selva en Octubre.

Tuve piedad de Manlio, en quien tantas cosas monstruosas se cumplían...

Y, tuve piedad de mí, que veía aquel naufragio de almas, náufrago yo también, parado en el umbral de la irremediable noche...

Aureliana, se puso de pie para despedirse, y eso disipó la terrible angustia que sufocaba mi corazón.

Manlio, hizo uncir el phaetón, y fué á acompañar- las él mismo, guiando la jaca mora, á la cual el largo reposo había hecho arisca.

Yo, quedé en la puerta viéndolas partir.

Y, cuando las miré perderse en el último recodo del camino, y vi sus sombrillas claras, desaparecer como dos flores llevadas por el viento, toda mi anti- gua tristeza revivió, y me vi solo, solo, en la flora- ción de miserias que llenaban mi vida...

Y, por primera vez sentí el dolor déla soledad.

Y, por primera vez, la soledad me pesó como un fardo.

¿Á causa de qué?

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Y, la imagen de Germania se alzó en mí, miste- riosa y triste como una evocación en quien se encar- nara un Destino... Muda y augusta como un símbolo, en la soledad de un extraño templo...

Y, vi la miseria de ser solo, en la soledad de un sueño sin esplendores.

Y, lloré mi soledad...

Se diría, que el Destino había infundido una alma, á aquella casa de la Muerte.

Ella brillaba, ella vibraba, como si hubiese sido tocada de improviso por una tempestad de Vida.

El Silencio, perdió hasta la significación de su nombre, convertido como fué en un nido de ruidos gozosos y cantantes.

Aurelianay Germania, tomaron posesión de él, como de un terreno conquistado y expulsaron de allí nuestras tristezas.

El sol volvió á entrar flameante y radioso, por las ventanas abiertas, llenando las estancias de sus in- cendios divinos ; la brisa volvió á purificar la atmós- fera viciada, expulsando los últimos rastros del éter y la morfina, que la llenaban antes, y dejando entrar libremente los enormes ruidos del campo, que so- naban en nuestros oídos hechos al silencio, como el rumor lejano de muchedumbres en tumulto; otra vez, los cálices de flores, se abrieron en la penum- bra, como un saludo de almas fraternales, que venían á hacernos compañía; otra vez la música con susme-

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lodíasde mundos interiores, volvió á agitar nuestras almas, despertándolas á las puras emociones, ilu- minándolas de dulces claridades, despertándolas valerosamente, á la visión luminosa y vibrante de las cosas ideales ; otra vez la vida, volvió á brillar como un arco iris, sobre la inmen'sa mar de angustia donde agonizaban nuestras almas.

Y, todo por ellas. Por ellas, que como hadas de venturanza, entraron en nuestra vida expulsando de ella los fantasmas.

Bajo el pretexto de que su casa era muy pequeña y estaba en refacción, y de que la soledad la enojaba y la mataba, Aureliana hizo del Silencio, su cuartel general. Á él, trasladó sus dioses lares, es decir sus útiles de costura ; y bordando tapicería ó haciendo crochet, se le veía por los corredores y el jardín, con su charla sempiterna y su movilidad asombrosa, mientras Gemianía, ensayaba música con Manilo,^ hacía el dibujo ó pintaba bajo mi dictado, si no se absorbía en la lectura interminable, en mi cuarto de estudio, del cual había hecho su sitio predilecto.

Desde las siete de la mañana ya llegaban abriendo puertas y ventanas, haciendo trabajar las escobas y plumeros, y fatigando el servicio, no acostumbrado á la iracundia de semejantes faenas.

Bajo el pretexto, muy justo y muy verdadero, desde luego, de que siendo nosotros hombres solos, ella tenía el deber de vigilar nuestra casa y no de- jarnos robar, como nos robaban, ignominiosamente, Aureliana tomó sobre sí, el manejo de la casa.

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Yo la dejaba hacer, sin fuerza ni deseo de opo- nerme para nada.

Además, como mi prima no era una virtud que re- sistiera sitio y antes bien, saltábalas murallas para venir ante el enemigo, y mahometana á ese respecto, si la montaña no iba hacia ella, ella venía hacia la montaña, vino hacia mí, con el pretexto de consolar mi soledad y volvimos al placer como en los tiempos antiguos.

Aureliana, conservaba todos sus antiguos ardores, y con gran sorpresa suya, encontró en mí, á quien creía agotado, un amante perfecto, que fatigó su temperamento y acabó de exacerbarlo, iniciándola en las fantasías, las perversidades y los refinamien- tos, con que la corrupción de las viejas civilizaciones salpimenta y duplica, los goces del Amor.

Ella, fué encantada y á los arrebatos de su pasión carnal, unía ternuras de sentimentaHdad, que me aterraban...

Pero, mi alma era arrebatada, como por una águila de fuego, á otras regiones, como una crisálida alzada de un sepulcro, y llevada en el soplo y el es- plendor del sol.

Iba en un peregrinaje divino, hacia otro astro, emergido en el silencio, bajo cielos de extrañas idea- lidades...

Y, oía las grandes voces de la pasión, pasar en mis luminosas éxtasis, como un gran soplo de renova-

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ción, llamándome á la Vida. La vieja llaga de mi corazón se abría y sangraba.

Y, después de haber sufrido tanto, después de haber llorado tanto, he ahí que de nuevo resurgía mi corazón.

Y, era una Anunciación mi vida entera. ¡ Una di- vina Anunciación, que era un cántico I

Y, he ahí que mi alma resucitaba en una apoteosis gloriosa, y se alzaba en una Transfiguración, que cantaban todas las campanas de la pasión, sobre las torres invisibles del milagro.

Yo amaba.

Amaba á Gemianía, la virgen tenebrosa y enig- mática, queme atraía con el sortilegio de un abismo... y me llamaba con mirajes de inmensidad...

Y, la veía alzarse ante mí, traída por el Destino, para ponerse en mitad de mi sendero, terriblemente enigmática como el Misterio, sombriamente negra como la boca del abismo.

Y, me aproximaba á ella, tomado del mismo vér- tigo que me había asaltado ante esas pendientes es- cabrosas y trágicas, por donde se había precipitado mi alma en el dolor.

Y, sentía bien el despertar de mis sentidos, la bo- rrasca fatal, desperezarse como una ala de buitre, allá en las profundidades obscuras y apaciguadas de mi ser.

Y, sentía subir la pasión, en mí, negra, inmensa, tempestuosa, como una marea de equinoccio. No me hacía ilusiones sobre mi corazón. Lo sabía débil,

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voltario, pronto á caer de rodillas, en el momento preciso, ante la hembra que el Destino pusiera en mi camino para acabar de anonadarme.

Y, sentía que la fatalidad del amor, pesaría aún sobre mi existencia, y que el terrible drama de mi corazón no había llegado á su fin.

Sí, lo sentía, porque el amor estaba ya en mí, como un tigre despierto en su guarida.

El amor inmediato, súbito, irreflexivo, violento, como habían sido todos los amores de mi vida.

El golpe de rayo, que me incendiaba como una zarza de milagro á la primera mirada, de los ojos de aquellas mujeres que habían de serme fatales. ^

El mismo resplandor que me cegó y me hizo caer de rodillas ante la primera aparición de Delia, de Eleonora, de Erminia Martolet, ofreciéndoles mi co- razón, como una flor de fuego arrancada á las en- trañas del sol .

El mismo arrebato estúpido, irrazonado, indomi- nable, que me hizo ir atado como un esclavo, á la belleza encantadora y fatal de aquellas creaturas de misterio y de amor que devoraron mi vida...

El mismo vértigo que me había llevado á precipi- tarme por todas las cimas del horror y de la tra- gedia.

¡ El mismo!...

1 El vórtice, el terrible vórtice, volvía á abrirse ante mis pies, llamándome con voces de abismo y gritos de desolación!...

Y, sin embargo, ese amor, me llenaba de luces

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interiores, y era como un gran sol en mi corazón. . Era la grande Epifanía de mi vida llenándome de un fuego de divinidad...

Por él me sentía indisolublemente atado á la vida. Por él vivía.

El era el Cristo de mi resurrección, y el dedo lu- minoso que había curado todas las lepras de mi ser.

Y, sobre la magnificencia de mi sueño, mi corazón se dormía, como un petrel, con las alas abiertas, sobre una nube de tormenta...

No hay sobre la tierra una ventura, que no sea la forma obscura y vaga de la Nada.

Aquella tarde, después de la comida, bajamos al jardín.

El sol canicular había muerto, y la noche invadía el bosque á lentos golpes de sombra, como el flujo de las aguas sobre una playa calmada.

En la verdura negra de las plantas ardidas, ca- brilleaban las últimas luces solares, con el reflejo intermitente y lustroso de una piel de pantera que juguetease en la sombra.

Un perfume de almendras dulces y de mirtos en flor, impregnaba la atmósfera ya llena de un pesado vapor de fertilidad, que se escapaba de la tierra ca- lurosa, recién tocada por la caricia intermitente de las aguas.

El ruido de la acequia remota, poblaba la sole- dad, de voces indefinibles, como mil confidencias de almas, que desgranasen sus secretos en la sombra.

En la transparencia opalina del cielo remoto, las estrellas aparecían, como grandes lises de plata sobre, un escudo de ámbar.

En la suprema belleza de aquella hora de estupor

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y de ensueño, ¿as cosas melancólicas se pusieron á hablar á mi corazón, con grandes voces de medita- ción y de dolor, que más que del profundo valle, pa- recían brotar de los más sagrados abismos de mi ser.

Una sed de abstracción, de soledad, de recogi- miento, me abrasó ante la visión serena y pura, que surgía de las cosas inmutables, y la violencia de los tumultos que subían en mi alma, dulcificados por el encanto turbador de la hora, llena de silencios vo- luptuosos y melancólicos.

Me pretexté cansado y me senté en uii banco de piedra, á la sombra de un pino parasol, cuya gracia indefinible parecía cubrirme con el gesto suave de una caricia.

Los otros, se alejaron, lentamente.

Aureliana y Manilo, hablaban.

Germania, los seguía en silencio, volviendo por momentos la faz hacia raí, para mirarme.

En la sombra de la avenida, donde los rayos este- lares fingían un mosaico, negro y ocre, como un claro-obscuro, de Mantegna, ella misma parecía un rayo de astro, iluminando con su divina juventud, el aire sutil, y la penumbra recogida y apasionada, que la circundaba.

En esa sombra semi-luminosa, hecha como de una solución de índigo y oro ; entre los rosales con claridades místicas, ella misma parecía una gran flor pensativa, cargada de sueños graves, emer- giendo en el crepúsculo, indeciblemente lejana de las cosas de la vida.

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Y, cuando el reflejo blanco de su traje, se perdió tras de los últimos árboles, se habría dicho, el ple- gamiento de alas de una mariposa nocturna, sobre las hojas dormidas.

Al verla perderse en la lejanía entenebrecida, mi alma llena de su presencia ausente, vio abrirse su imagen, como una rosa de oro, solitaria en los cie- los del recuerdo.

Y, ese recuerdo llenaba mi alma, como un per- fume y como un fluido.

Y, vi que su presencia llenaba de cosas ineluc- tables mi vida toda.

Y, pensé en lo grande y en lo triste de mi amor por ella.

Y, dejé mi pensamiento vagar por el espacio que esta pasión violenta y nueva, abría al ala prodigiosa de sus sueños.

Y, sentí todas las cosas obscuras y trágicas de mi Destino, moverse en mi corazón.

Y, la inminencia de las cosas ocultas y terribles que cercaban mi vida, se me apareció en la inmen- sidad del porvenir, como una bandada de gavilanes, avanzando en vuelo triangular, prontos á devorar las alondras de mis sueños, que ya piaban saludan- do el brillo de una aurora.

Y, en el silencio musical de la hora, la imagen de mi amor apareció á i)iis ojos, como aquella estatua de piedra, que soñó la hija de Edipo, y de la cual brotaba una fuente de lágrimas...

Y, el horror 'de la Profetisa de Albano, resurgió

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en mi mente, y vi ese horror retratado en sus ojos de loba y el trágico gesto de angustia en sus labios de Sibila.

¿Cómo luchar contra mi Destino?

¿Cómo?...

¿Había de sucumbir sin esperanza, bajo el signo trágico que marcaba mi vida?

¿Por qué no luchar contra él y reaccionar contra esa preocupación que me abrumaba como un mal sueño?

¿Por qué siempre el amor había de ser fatal, como una maldición á mi existencia?

No. Era preciso desterrar esta idea; luchar contra ella. Vencer. Amar.

¿ Qué era mi vida sin el Amor?

¿ A dónde iba yo solitario en la existencia, arras- trándome por los limbos del delirio hacia la Muerte?

Yo, que había sufrido tanto por el amor, ¿no po- dría salvarme por él ? Mis amores habían sido des- graciados, acaso porque habían sido irregulares, tempestuosos y anómalos. ¿ Por qué no legitimar al- guna vez las pasiones violentas de mi corazón? ¿ Por qué no buscar en un amor puro y legal, el equi- librio, la estabilidad que faltaban á mi vida?

¿Por qué no vivir como vivían los otros?

Yo no era ya un joven ; ¿por qué no pensar con se- riedad, en una vida arreglada que acaso llegaría á salvarme ?

¿ Qué sería pues el matrimonio, para mí? Sería una resurrección. Por él encontraría lo que me faltaba

EL ALMA DE LOS LIRIOS A91

en la vida : el objeto de vivir. Mi vida física y mi vida moral, resurgirían en una nueva floración. En mi casa entraría la alegría como un sol. La Muerte huiría. ¿ Por qué no hacerlo ? Era rico, libre, iba á cumplir cuarenta años ; aun podía escapar por ese medio al delirio y á la obsesión de la muerte. ¿ Qué me faltaba para hacerlo ? Querer.

J, Germania, ¿ me amaría ? Ella no tenía aún veinte años ; la gran difereucia de edad, ¿ no la asus- taría ?

Yo había creído leer en sus ojos algo extraño, algo que no era la aversión, ni siquiera la indiferen- cia. ¡ Uh, si me amara 1

Y, luego, pensando en la soledad que volvería á extenderse sobre mí, si ella rechazaba mi amor, tuve una de esas crisis incontenibles de tristeza, que hacían asomar el llanto ámis ojos.

Incliné el rostro sobre una de mis manos niutila- das y lloré, lloré amargamente, pensando en el horror de mi vida solitaria, en mi destino trunco, ese laberinto de dolorps, ¡que no teníanlas salida que la muerte !... ¡ Ay ! ¡ era tarde, tarde, que yo me había hallado con la cifra fatal de mi Destino ! Era ahora, después de mutilado, después de vencido, cuando ya no podía luchar, ni podía escapar, que venía á descubrir el secreto trágico de mi raza, el terrible morbo, que se aposentaba en mi sangre, llevándome á carrera tendida hacia la epilepsia, hacia la paráli- sis ó hacia la locura... ¡Siempre hacia la Muerte!...

¿Cqhio podría escapar de mi Destino?

492 VARGAS VILA

¿ Cómo salir de esta encrucijada, á cuyo fin el grande y trágico rostro de la Demencia, me miraba fijamente ?

¿Cómo?

Aterrado, sequé mis lágrimas y quise ponerme de pie, para huir al horror de mis visiones.

Germania, estaba inmóvil cerca de mí.

Ella, me había visto llorar. Ella, lloraba también...

Me tendió su mano enguantada, que yo besé como un símbolo.

¿ Por qué llorar? me dijo entonces, con una voz profunda, agitada como un eco de tormenta.

Porque soy un vencido.

¡Un vencido ! ¿de qué?

De la Vida.

¿Habéis renunciado á ella?

Y, ¿qué podría yo hacer de mi Vida?

Vivirla.

Vivirla y, ¿para qué? ¿para quién?

Ella volvió á mirar y de su rostro obscuro, brotaba, mucha luz, como de un diamante negro oculto en la sombra.

La intensidad de sus miradas, era sólo igual á la intensidad de sus palabras...

Y, ¿no amáis á nadie?

¿A quién queréis que ame ?

A vuestro hijo.

No se manda su corazón.

¿Habéis renunciado á amar? ~Y, ¿vos?

EL ALMA DE LOS LIRIOS 493

Ella se estremeció y sin desconcertarse dijo :

¿A qué hablar de mi corazón ?

Y, ¿para qué escudriñar el mío?

¿El vuestro? Ah, porque el vuestro ha vivido siempre bajo mis ojos ; porque vuestra historia ha sido la leyenda dolorosa y gloriosa, en que ha abre- vado mi corazón ; porque vuestro nombre ha sido un icono para mí, durante mi triste adolescencia; porque lejos os veía vivir, y cerca no me resigno á veros morir... Y luego como si dialogara consigo misma :

Ya se ha realizado el gran sueño de mi vida, dijo. Ya he conocido á Flavio Duran, ¿por qué me ha sido dado verlo llorar? ¿por qué?

Porque la sinceridad del alma no se conoce sino en el dolor. Las lágrimas son una revelación.

Y, ¿qué revelaban vuestras lágrimas ?

Lloraban mi soledad.

Y, ¿no la habíais amado tanto?

Sí, hasta ahora... -¿Y...?

Ahora comienzo á odiarla... Yo amaba mi som- bra ; yo amaba mi aislamiento. Ah, ¿por qué los ha- béis interrumpido ?

Flavio, dijo ella, mirándome con tristeza. La Vida es una cosa grave; ella es sabia y es santa. Son siempre sagradas las cosas de la Vida. ¿Por qué mal- decís mi felicidad? Ya se ha realizado el gran voto de mi vida. Ya os he conocido... He ahí lo menos diez años que esperaba este momento ! ¿Por qué mal-

4üi VARGAS VILA

decirlo? Diez años que he vivido de vuestro arte, y de vuestra vida, admirando vuestro genio, gozando vuestras glorias, llorando vuestros dolores, espe- rando la hora de vuestra aparición... Y, he ahí que cuando ella llega, me culpáis por haberla deseado... Eso equivaldría, á que el Cristo hubiera dicho á las mujeres de Betania : ¿qué me queréis? ¿por qué me habéis aguardado? ¿Por qué esperar anhelantes la hora de mi aparición? ¿Por qué habéis creído enmí ? ¿Por qué me habéis amado?...

Germania, Germania, ¡bendita seáis! clamé yo cayendo de rodillas ante ella y besando la orla de su traje. Y, mis dos muñones se tendieron hacia ella como para aprisionarla.

Comprendí que la hora decisiva de mi destino había llegado, y obligándola á sentarse á mi lado, le dije con calma :

-" Germania, ¿queréis ser mi esposa?

Como si toda la intensidad de su vida, hubiese re- íluido entonces hacia su corazón, quedó silenciosa un momento, como abrumada por todas las cosas tumultuosas que debieron venir á su alma, y des- pués, alzando hacia mí, sus ojos, de una obscuridad y una potencia magnética incomparables, me dijo gravemente :

Sí...

Y, me tendió su mano.

Yo, la llevé á mis labios, poniéndome otra vez, casi de rodillas ante ella...

Dejadme callar, le dije yo. Dejad que mi turba-

EL ALMA DE LOS LIRIOS 495

ción pase en el silencio. Soy impotente á dominarla sensación de ventura que me ahoga. Vos me salváis. ¡Bendita seáis!

Ella, sonreía melancólica, inclinando sobre mí, la frente llena de aureolas de belleza.

El ruido de voces cercanas, nos hizo ponernos de pie.

Aureliana y Manilo, se acercaban.

Gemianía, conmovida hasta las lágrimas, bajó el velo negro sobre su rostro.

Y, así, en píe, apoyada en su sombrilla, bañada por un rayo de luna que atravesaba los ramajes, pare- cía una estatua de jaspe, sobre la cual hubiesen puesto la cabeza de basalto de una Esfinge.

Y, regresamos á la casa.

Aureliana charlaba. Germania, conmovida aún, se había encerrado en un mutismo de emoción, que in- tensificaba su mirada, hecha como una luz de peder- nal, ardiente y radiosa. Marchaba adelante, con su madre, y mi alma seguía sus huellas, como un lucero^ en el lago, sobre el surco abierto por las alas tene- brosas de un cisne negro de Australia.

¡Cuánto había vivido mi corazón en pocas horas !

¡Cómo había cambiado de súbito mi Destino !

¡Oh, la triste fragilidad de las cosas de los hom- bres! ¡La débil nube de arcilla, que disuelve en el espacio el viento del crepúsculo. La fragilidad de nuestros sueños, es hecha de su propia grandeza ! ¡ Sueños de Imposible y de Inmensidad 1 ¡ No se en- cadena lo Infinito I

¿De dónde venía en esa hora de ventura la infeli- cidad de mi corazón?

Venía de mi pasado.

Venía de Manlio, que amaba perdidamente á Ger- mania, y venía de Aureliana, que me amaba loca- mente á mí.

Todas las faltas de mi juventud se alzaban para acusarme.

¿Qué son las victorias del hombre sobre la tierra?

Se puede vencer un corazón, no se vence su vida. Ella se alza hosca, tenaz, inexorable, cerca á la mise- ria de cada triunfo... Ella es el sepulturero que re- mueve y arroja al viento toda ceniza de ilusión.

No hay victoria definitiva, sino la victoria de la Muerte.

¡ La Muerte ! ¡He ahí la gran pacificadora, que se ofrecía de nuevo á mi corazón ! Hela ahí venir, con la túnica verde de la Esperanza, tendiéndome los bra- zos.

¿Mi única Esperanza?

EL ALMA DE LOS LIRIOS 497

La Vida me era hostil. Pero yo ensayaría vencer la Vida.

Lucharía contra ella.

El hombre es el prisionero de su pasado. Él, apa- rece delante de nosotros, está detrás de nosotros; nos envuelve como una atmósfera. Á cada paso que damos, el pasado surge como una vida. Se puede luchar con el presente, desafiar el porvenir. Pero, ¿cómo se vence su pasado? Inasible é invencible, él nos tiene entre sus brazos, y nos asfixia y nos tritura.

He ahí mi pasado que se alzaba para castigarme. He ahí los placeres de mi carne que se alzaban flore- cidos contra mi ventura.

¿Qué querían castigar en mí? El bien de haberles hecho bien.

Si yo hubiera asfixiado á Manlio en mi estudio; si lo hubiera dejado morir de inanición, ó lo hubiera arrojado al Tíber, no se alzaría hoy ante mí, celoso de mi parte de ventura.

Si yo no hubiera accedido á calmar, los ardores ninfomaniacos de Aureliana, si no la hubiese hecho feliz con mis condescencias apasionadas, no se alza- ría hoy contra mi feUcidad.

Era por haber sido bueno, que era desgraciado.

La bondad es la debilidad irredimible.

Si sembráis el bien, solo cosecharéis el mal. Sus espinas desgarrarán vuestras manos.

No hagáis el bien... Se alzará en vuestro camino parH asesinaros.

32

498 VARGAS VILA

¡ No lo hagáis ! ¡ No lo hagáis !

Manlio, aceptaba su suerte desarmado, taciturno, con una resignación sombría.

No demostraba rencor contra mí, sino una amar- gura, pensativa y dolorosa.

Toda su sangre italiana, hervía de venganzas. Pero, era contra Gemianía, que las soñaba. He ahí lo que me inquietaba. ¿De qué no sería capaz este niño apasionado y desventurado, que llevaba en la mezcla y en las enfermedades de su sangre, todos los gérmenes de la degeneración, de la locura y del crimen? En él, el delito no sería sino una impulsión natural é irres- ponsable. Su sangre materna, salvaje y vindicativa, lo llevaba hacia la vendetta, con la furia de un lo- bezno, que muerde por instinto. La sangre de su pa- dre, la sangre degenerada y enferma, le había intoxi- cado con los gérmenes del mal, los gérmenes impulsivos y de debilidad cerebral bastantes para hacer de él, un criminal irresponsable. Sabido es que los neuróticos, los histéricos, los epilépticos, llenan hoy todo él escalafón del crimen.

La semilla de la tlor de cadalso, nace en los llanos tristes de la histeria.

El crimen es una neurosis.

¿Con qué fuerzas resistiría este niño la impulsión del crimen si llegaba á soplar en su cerebro enfermo? He ahí lo que me horrorizaba. Yo había visto lucir un reflejo de sangre en sus ojos : el mismo de los

EL ALMA DE LOS LIRIOS 499

accoltellatori romanos, cuando estaba frente de Ger- mania.

Y, él, había osado amenazarla de muerte.

Cuando yo lo llamé para reprenderlo por esa villa- nía, me respondió simplemente :

Si fueras, únicamente otro rival, yo te pedi- ría cuenta. Pero, eres mi padre. Contra no puedo nada. Te llevas la mujer que amo. ¿ Qué más quieres ? Déjame tranquilo.

Y, se alejó, soberbio y despectivo.

Desde aquel día no lo vi más.

Encerrado en su apartamento, entregado de nuevo al uso del éter^ no se hacía ver ni sentir, y se con- sumía lentamente, sin desarmarse ni desarmar á los demás. Yo lo veía morir, tranquilo.

Su veneno me libertaría de él.

Tardaba mucho en desaparecer.

Los furores de Aureliana, no eran silenciosos como los de Manlio, revestían el aspecto de verdaderas cri- sis de nervios, gritaba, vociferaba, tenía ataques histéricos, que concluían siempre por grandes esce- nas de llanto.

Su cólera contra mí, no tenía límites.

Desde el día en que confesé mi amor á Germania, y obtuve de ella la promesa de ser mía, me aparté definitivamente del lecho de su madre. No volví más á él. Aquella cohabitación impura, repugnó ya á mi naturaleza. Me parecía que los besos dados á Aure- liana, eran robados á los labios de Germania, y los guardaba todos para ella... Yo creía que aquel acto

500 VARGAS yiLA

impuro, celebrado tan cerca del lecho de la virgen, la mancillaba, y no volví.

Aureliana, rebelde contra su suerte, hizo todo por detenerme. No aceptaba el abandono. Lloró, suplicó, se humilló, primero... Gritó, insultó, amenazó, al fin. Todo fué en vano...

Furiosa, enloquecida, ciñéndome con sus brazos como garras, mirándome en los ojos, con una pasión de hiena, me gritó :

¿Tú amas á Germania? ¿ Tú?

Sí, le dije, feliz de confesarle mi secreto.

¿Tú? ¿tú? decía retrocediendo pálida, como una muerta.

¿Tú amas á Germania, tú? repetía, con una voz de delirio, con una faz de idiota, como estupidizada por la catástrofe de sus sueños.

Luego reaccionando, hecha otra .vez furiosa, me gritó :

¡Tú no la tendrás nunca, miserable I No la puedes tener. No será nunca tuya. ¡ Nunca I

Ya lo ha sido, dije con una mentira impudorosa, que habíamos ya pactado con Germania, para el momento de esa explicación.

¡ Ya, ya! balbució la infeliz mujer, retrocediendo espantada, los ojos desorbitados, temblorosa, llena de un terror mortal...

¿ Ya, ya la has profanado ? repetía. ¿Tú sangre se mezcló á su sangre ? ¡ Horror ! i horror ! y retro- cedía temblando, como si una visión de drama anti- guo se alzara ante ella.

EL ALMA DE LOS LIRIOS oOl

¿ Por qué callé, Dios mío ! ¿por qué? Si hubiera hablado, yo habría evitado este horror, este cri- men...

¿ Qué? dije yo, asaltado de una mortal é impre- vista angustia.

¿Qué? volvi á gritarle, tomándola violentamente por las muñecas y sacudiéndola con furia.

¡ Sí, yo habría evitado ese incesto !

¿Cómo?

¡ Germania es tu hija!... me gritó con un gesto de ferocidad, como quien arroja una saliba al rostro de un adversario...

—7 ¡ Mi hija !... gemí yo estupefacto. ; Mientes, mi- serable ! ¡Mientes! haces una comedia.

No, yo no miento. Aquel anciano impotente que fué mi esposo no pudo fecundar jamás... Germa- nia fué hecha por tí, aquella noche de horror en que se ahogó Delia... Es ella quien nos castiga...

¡Delia!... el nombre de la muerta olvidada, no había sido hasta hoy pronunciado por nosotros. ¿Por qué surgía en ese momento de horror? ¡Ah, el pasado ¡ el inexorable pasado, ¡ cómo nos estran- gula !

mientes, le dije después de un momento de silencio. mientes.

Yo "no miento, Flavio. Yo no miento.

Sí. Mientes, para evitar que yo me case con Germania. Son tus celos los que hablan por tu boca... Nada podrá tu mentira, porque yo me casaré con ella.

302 VARGAS VILA

No te casarás.

¿ Quién lo impedirá?

Yo.

¿Cómo?

Gritando al pie del altar y en los tribunales la verdad. Yo impediré ante Dios y los hombres la con- tinuación de un crimen semejante.

¡lufelizl ¿No ves que Germania va á ser madre ?

¡ Que lo sea ! Yo diré que el último de mis arren- datarios la fecundó.

¡ Miserable 1 grité tomado de un acceso de có- lera súbita. no hablarás, porque yo voy á matarte. callarás, porque yo voy á arrancarte la lengua.

Y, me arrojé sobre ella, la tumbé al suelo y le apreté la garganta para estrangularla.

La locura ancestral hacía su aparación en mí.

A los gritos de Aureliana, Germania apareció.

Su figura suave y llorosa hizo en el efecto de una ducha. Me desarmé, como un tigre ante el do- mador, como un poseído, ante la sugestión del exor- cista.

Aureliana, furiosa, gritó entonces ante ella la tre- menda acusación.

¿Y, qué? dijo Germania. Yo también^ he sido su querida.

Ante esta palabra también^ el pudor de la madre hizo su aparición. Y, Aureliana, bajando la cabeza, se sonrojó.

Pero, la hembra, apareció pronto frente á la otra

EL ALMA DE LOS LIRIOS 303

hembra, á la rival. Y, fué entonces una lluvia de invectivas y violencias.

Después, una crisis de nervios la atacó, y cayó al suelo revolcándose, echando espuma por la boca.

¡ Cerré los ojos aterrado !

¡ Era el mal ! \ el tremendo mal I \ la aparición del Azote formidable !

La servidumbre acudió para llevarla á su lecho.

Cuando ellos desaparecieron, Germania quedó allí un momento, y acercándose á mí, me tomó las ma- nos con furor, y me besó en los labios diciéndome :

¡ Yo te amo ! ¡ Yo te amo ! Seré tuya. Nadie po- drá impedirlo. Nadie...

Y, desapareció,

Y, quedé, ¡mudo hebetado I...

¿ Era pues el incesto inevitable, el crimen antiguo que me tendía los brazos ? ¿ Era el incesto, la flor de Edipo, la rosa bituminosa de Lot, que abría sus hojas en nuestra sangre y hacía su aparición en nuestra pobre raza enferma y castigada, raza de Atri- das campestres?

¿ El Incesto ? No. ¡ Jamás I

El Incesto ó la Muerte.

He ahí el dilema que me ponía el Destino...

No. Yo no iría hacia el Incesto.

Volvería á mi camino abandonado, y seguiría en carrera vertiginosa hacia la Muerte...

Verso laMorte! Verso laMortel

Y, el silencio, volvió á extenderse sobre el Silen- cio, como un epitafio sobre un muerto.

Y, el tedio y el dolor, volvieron á alzar su Impe- rio en aquella casa de la Muerte.

La soledad sin cantos, sin ruidos, sin palabras, se extendió sobre la casa maldita, y el jardín en duelo y el valle en desolación...

Era el llano de las melancolías, donde erraba como un Luis de Baviera misterioso, el fantasma te- rrible : la locura.

Un viento de demencia bajaba de los cerros vio- letas, sobre el llano verde y ajaba los rosales que, ellos también, parecían ofrecerse, á las manos de Ofelias invisibles, para ser desflorados por ellas...

Y, á ese viento, nuestras almas se doblaban, azo- tadas por él, como aquellas que el loco teológico del Arno, hace desfilar en las estrofas férreas de su In- fierno, bajo su ojo cruel, impasible, de beluario.

Manlio, encerrado y murado en su apartamento, absorbiendo cantidades enormes de éter, no daba más señales de vida, que los gritos de sus delirios

EL ALMA DE LOS LIRIOS 505

furiosos, que en la noche asordaban el valle y per- turbaban mi sueño.

Las crisis de epilepsia redoblaban con una fre- cuencia y una intensidad, que anunciaban ya cerca- nas la parálisis ó la Muerte.

Yo no tenía ni el deseo, ni el valor de verlO;

Lo dejaba morir abandonado, como un perro ra- bioso en su cubil.

Y, yo también moría.

Redobladas mis dosis de morfina, las. neuralgias, las alucinaciones, las crisis de delirio violento, vol-_ vieron á asaltarme, y las amnesias constantes, los síntomas de hemiplejias faciales, las afasias inter- mitentes, eran ya como los pródromos ordinarios de la Ataxia.

Un paso más, y el rayo definitivo me anonadaría.

Aureliana, presa de delirios obscenos, en la forma más repugnante de la histeria femenil, se entregaba á excesos cuya violencia habrían de matarla un día. El terrible mal, se abría en ella en el fondo de su sexo, como una flor que sudara pus. Era el amor del macho, el furor uterino, la forma vergonzosa de su histeria... Á ese estado violento y convulsionario, seguían crisis de anonadamiento hipocondríaco, en que su cerebro hacía naufragio...

Y, del Oquedal al Silencio^ era el mismo espectá- culo, aterrador y angustioso, de una raza entera, agonizando en la locura, bajo una misma obscura y teri ible maldición y el cumplimiento inexorable de leyes misteriosas y fatales...

506 VARGAS VILA

El mismo horrible gesto de la Demencia, hecho sobre el valle de la Desolación., ,

Sólo Germania se había salvado. Sólo ella perma- necía de pie, en medio de esa ruina de almas, aba- tidas á sus pies...

Y, sin embargo. Su obstinación en amarme, ¿ no era una forma de neurosis? ¿ No era una demencia ?

Sí, porque ella me amaba, con un amor descon- certante, terrífico y negro... j Un abismo de Amor!

Ella me escribía, ella había hecho escapadas al furor de su madre, para verse conmigo, y, ella me había dicho mirándome en los ojos, conunaluzde infierno en la mirada :

Yo seré tuya...

Y, yo la esperaba...

El llano gemía afuera como un lobo melancólico, que muriera de tristeza. La noche rugía como una tigre en celo.

Se diría que el alma de Hecuba se lamentaba y su lamento hacía nacer imprecaciones del uno al otro extremo de la tierra...

El viento sonaba como una cólera de pueblos. El rayo vibraba como una cólera de dioses... Y, la tempestad rugía, como queriendo devorar el valle...

¡ Noche de horror! ¡ Oh, noche imponderable!...

Y, yo esperaba...

Esperaba á Germania...

EL ALMA DE LOS LIRIOS 507

Y, la esperaba, roto de angustia, porque yo la amaba.

Yo amaba á mi hija...

Más culpable que Lot, porque él poseyó sus hijas sin amarlas.

Yo, amaba la mía.

Yo, deseaba ahitar la iniquidad de mis lujurias, en esa que era carne de mi carne, y poner mi sangre en aquélla que era sangre de la mía.

La enormidad de mi crimen sobrepasaba á la enormidad de mi locura. Lo monstruoso estaba enmi corazón.

Y, ¿dónde estaba Dios que no me anonadaba? ¿ Por qué no me fulminaba, antes de que mi hija se doblara en mis brazos, al beso de mi estupro bes- tial ?

Pero, ¿era ella mi hija?

He ahí lo que ella y yo, no queríamos creer, para poder amarnos. Y, ¿qué? Nos amábamos I Á nadie pediríamos perdón de nuestra falta...

Y, ella llegó.

Yo sentí en el corredor, el estremecimiento de sus pasos, como una caída de pétalos... Y, fui á abrirle. Y, ella cayó en mis brazos.

o08 VARGAS VILA

Oh, la emoción de su cuerpo divino, reposándose en mí, vestida en rojo, como un arbusto de coral, con venazones blancas.

Venía desfallecida.

La tomé en mis brazos, la llevé en peso hasta mi alcoba, y la acosté sobre un sofá.

Allí me arrodillé á sus pies... y la besé en los labios, en la garganta y en el seno.

Y, la desvestí dulcemente, lentamente, como á un niño dormido.

Fué con mis dientes que yo arranqué alfiler por alfiler de su tocado, y en cada punto descubierto yo le ponía un beso.

Y, fué con mis manos mutiladas y adiestradas, que hice saltar los agrafes de su corsé, y fué con ellas que aprisioné sus senos que se escapaban y que mis labios devoraron con ósculos torturadores.

Y, fué así como la descalcé de sus zapatos y de sus medias, y besé los dedos de sus pies, rojos y blancos, que parecían capullos, y mis labios, subían lentamente hasta las rodillas, besando sus piernas que parecían iluminadas por un cercano rayo de sol...

•■ Entonces, se puso de pie, y todos. sus vestidos ya desceñidos, rodaron hasta el suelo, formándole un pedestal de blancuras, que semejaban una mar de espumas...

Metí mis brazos por debajo de los suyos y la le- vanté.

V, salió entonces de aquella como concha marina.

EL ALMA DE LOS LIRIOS 309

encogiendo las piernas, con el mismo movimiento casto y gracioso, de los ángeles que sostienen las pilas bautismales en la Basílica de San Pedro.

La puse en tierra...

Y, quedó en pie, inmóvil, en su túnica blanca... á la orilla del lecho, como á la orilla de un gran mar desconocido...

Y, me miró con ojos insondables de deseo...

Yo fui hacia ella

En aquel momento. Manilo apareció en la puerta del aposento...

Venía lívido, temblando de furor, los ojos extra- viados.

¿ Estaba ebrio ?

¿ Estaba loco?...

¿ Qué vienes á hacer aquí? le grité yo estupe- facto de horror, viendo brillar un revólver en sus manos.

Vengo á impediros cometer un crimen, me dijo. Vengo amatar esa mujer.

Y, disparó sobre Germania.

Ésta dio un grito y cayó de rodillas.

Loco de cólera, me precipité sobre la panoplia cercana, y tomando como estaba acostumbrado á hacerlo, un sable de caballería, cortante como una navaja de afeitar, y cuya empuñadura estaba hecha expresamente para poder engarzar allí mi mano y manejarlo con destreza, lo agité en el aire, y lo dejé caer, con toda la fuerza de mi cuerpo y de mi alma

510 VARGAS VILA

sobre su cabeza... El niño se abatió á mis pies, con el cráneo despedazado... Y, un torrente de sangre y pedazos de masa encefálica llenaron la alfombra...

Lleno de espanto, dejé caer el sable, y volví á mirar á Germania.

Ésta, estaba en pie, mostrándome con el dedo, el lugar donde se había clavado la bala, que había pa- sado por sobre su cabeza sin tocarla...

Manilo, expiraba ante nosotros, mirándome dul- cemente, fijamente, tiernamente... como llamán- dome para perdonarlo.

¡Oh, la misma mirada de Ettore Dalzio!... ¡La misma mirada!...

Germania en pie me esperaba triunfal y son- riente...

La vista de la sangre, aguijoneó terriblemente mi sensualidad. Y, le tendí mis brazos...

Ella me abrazó, me atrajo contra su pecho, se prendió á mis labios, con una ansia voraz, enlazó lodos sus miembros á mi cuerpo, como una llama y rodamos abrazados sobre el lecho...

Y, fué mía!...

Y, nos amamos así, frenéticos, delirantes, ante los ojos del muerto, que se cerraron lentamente sobre nosotros...

Palermo. í:«1>pfe^*'K04j,^-' - París. Mayo 190í

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