EX-LIBR1S

HECTOR DIAZ USANÍIVARAS

DEAN DE BUENOS AIRES

DIEGO ESTANISLAO

DE

ZAVALETA

El cubretapas de este libro ha sido realizado por Enrique de Larrañaga

En las guardas se ha reproducido la litografía de Carlos Enrique Pellegrini denominada Fiestas Mayas y perteneciente a su álbum Recuerdos Del Río de la Tlata, publicado en 1841.

Derechos reservados - Hecho el rfe/iósilo que. marca la ley 11723

ENRIQUE RUIZ GUIÑAZÚ

El Deán de Buenos Aires

DIEGO ESTANISLAO

de

ZAVALETA

ORADOR SAGRADO DE MAYO CONSTITUYENTE OPOSITOR A LA TIRANIA 1 768 -I 842

EDICIONES PEUSER

BUENOS AIRES

NOV 2 1981 ^¿OGICALSt^í^

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«Una biografía que hace falta para honra del país.»

Juan María Gutiérrez

I. Oleo del Deán Dr. Diego E. de Zavaleta, por F. García del Molino, año 1834. Existente en la Sala de los Canónigos de la Catedral de Buenos Aires

INTRODUCCION

Van corridas varias décadas desde que ]uan María Gutiérrez dijera, con sentido educativo, hablando del Deán Zavaleta, que su biografía hacía falta 11 para honra del País". Sin tiempo él mismo ni documentos para escribirla, limitóse a señalar su ejem- plaridad al conocimiento de las nuevas generaciones. Excepción hecha, en efecto, de algunas semblanzas o de apostillas ocasio- nales, nada fundamental escrito conocemos de su paso por la escena nacional. Se ha hecho silencio en torno a su memoria, interrumpido tan sólo por la nomenclatura de una calle del su- burbio, donde una vulgar plaqueta con su nombre poco dice de sí. ¿Ingratitud? No. ¿Ignorancia? Tampoco. ¿Acaso incomprensión, disfrazada de indiferencia? Es posible. Observamos desde luego, que el Deán no figura en la nómina esculpida en bronce recor- datorio adosado a los muros de todos los templos de la República para enaltecer al clero de los fastos históricos de 1810 y 1816.

Pese a ese mutismo de los centenarios, perdura aún la voz de austeridad que se escuchara en 1810 para requerir la obediencia del pueblo de Buenos Aires a la Junta de Mayo allí presente, ante el Deán, quien, seis años después, proclamará desde el mismo pulpito de la Catedral la independencia de estas Provincias, jurándola con asistencia y testimonio del Supremo Director del Estado.

I 1

Dos hechos capitales en verdad, acrecentados en esa hora histórica por su visión del País, que anhelaba organizar por cima de la maraña de la política rioplatense, oponiéndose a las fuerzas disgregadoras que, bajo la máscara del caudillismo, obs- taculizaban la unión de los pueblos. La llamada "Misión Zava- leta" de 1823, cumplida con ánimo sereno y constancia admi- rable en el pensamiento propulsor de Rivadavia, descubrió en la hondura de su alma provinciana un hálito de grandeza nacional. Desde este ángulo, Zavaleta se nos presenta como antimonárquico. Su pensamiento estrictamente republicano a base de un sistema representativo de gobierno, se ajustaba a la doctrina de un demó- crata moderado, conforme al espíritu entonces en boga.

Su docencia universitaria católica, por otra parte, acrisolada en estudios filosóficos de que dan cuenta varios códices reveladores de erudición; su colaboración ilustrada en las asambleas consti- tuyentes y su participación ininterrumpida en actos institucionales, revestida de una modestia y desinterés reconocidos por sus coetá- neos, le elevan en la perspectiva histórica con títulos inconfundibles.

Mientras los gusanos de la corrupción política roían la pulpa dolorida de muchos, la conciencia del deber ciudadano y de la conducta moral del hombre se mostraba en el Deán templada y valiente frente al plebiscito de 1835, negando su voto a Rosas en el otorgamiento de la usuma de Poder público", con que se originó la tiranía. ¿Será menester algo más, para acercarle al estrado de la justicia postuma?

Pasado el centenario de su muerte, cumplido en 1942, no es posible sigamos remisos en penetrar la verdad de una vida cuyos rasgos van marcando a medida que se intensifica la investigación las excelencias de una personalidad preterida, cediendo el paso a sujetos anodinos de su tiempo, por la inercia y atonía del con-

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sentimiento tácito que va mezclando y confundiendo los altos valores.

Un reparo se ha hecho a la figura histórica del Deán, es preciso decirlo con franqueza; ha sido su participación en la re- forma del clero, consumada por el "barroquismo" de Rivadavia y el partido Unitario en 1822, tergiversada en buena parte por la propaganda y la política de que fué poco después corifeo el propio Rosas, erigido en defensor de la religión católica que no sentía ni practicaba. Situación asaz delicada del período inicial de Mayo, que hizo del Patronato Real un expediente de Gobierno, enfrentándolo a la expectativa justificada del Pontificado, jaqueado como se hallaba éste por el trono borbónico y la Santa Alianza, que no accedían ni toleraban el reconocimiento de las nuevas naciones de América. El regalismo había cundido vigoroso así, en lo más conspicuo de la clerecía americana como una conse- cuencia política. Asunto este de trascendencia que tratamos en su lugar.

Hecha la discriminación, anticipemos que, si el doctor Diego Estanislao de Zavaleta fué meritorio como servidor de la Patria, no lo fué menos como alta dignidad en el gobierno de la diócesis vacante, que edificó con las virtudes del sacerdote ejemplar, puesta la mente y el corazón en las enseñanzas evangélicas, en una época como queda dicho de circunstancias complejas y azarosas de matización y clarificación de las ideologías políticas.

Buenos Aires, 17 de ai/oslo de 1950.

13

Capítulo

I

FAMILIA DEL DEAN ZAV ALETA

Por nuestros papeles de familia sabemos que en el año de 1742, durante el apacible gobierno del mariscal de campo don Domingo Ortiz de Rozas, arribó al puerto de Buenos Aires el navio llamado Luis Erasmo, a cargo del piloto Pedro de la Vigue. Venía a su bordo un apuesto joven hidalgo, natural de la villa de Elgueta, en la provincia de Guipúzcoa, ostentando en su favor, además de las recomendaciones de los de su casa solariega en el terruño helguetaño, el modesto aunque significativo título de «familiar del Santo Oficio».

Apellidábase el viajero Prudencio de Zavaleta. Su juven- tud, energía y visibles ambiciones, le encaminaron a los ricos tenderos de la ciudad indiana y desde luego, hacia el ilustrísimo prelado y demás señores de fuste de la admi- nistración colonial.

Hijo de don Juan de Zavaleta y de doña María deSagasti- guchía, de los cuales era el primogénito entre numerosos reto- ños del añoso tronco, no pensó acaso en ese entonces que ha- bría de ser cabeza de dilatada descendencia, y que varios de su sangre, todavía muy lejanos, mostrarían con el andar del tiem- po, no obstante su fervor por la raza originaria, la mayor satis- facción de su raigambre crecida en el nuevo suelo americano.

Impelido por el fárrago de los negocios, pasó don Pru- dencio los primeros años alternando sus quehaceres entre

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Buenos Aires y Córdoba' y luego, ya incorporado al trajín más rendidor del Alto y Bajo Perú, vióse como enclavado en el seno de la sociedad tucumana, hasta sus últimos días. Quince años de labor diéronle los recursos necesarios para formar su hogar, y hubo de ser en el salón del ilustre gober- nador teniente general José de Andonaegui, donde conociera a una beldad criolla, que le condujera al altar. Allí quedó definido su programa indiano: sería terrateniente, amo de esclavos y con campo sobrado para lo social y lo mercantil. Realizó, en efecto, sus bodas el 29 de junio de 1757 en la iglesia catedral de esta ciudad de la Santísima Trinidad, con doña María Agustina de Inda, hija del acaudalado capitán don Antonio, vecino ya de este puerto y oriundo de los Pasajes de la Vanda, en la ciudad de Fuenterrabía en España, y de doña Petrona Martínez de Tirado, casados éstos en 1720. Aportaba la novia, jovencita de 14 abriles, una dote de consideración, con ejecutoria de nobleza y blasón de los Inda: sobre campo azul, en cabeza una estrella de plata y en punta ocho jaqueles de plata y rojo. Apadri- naron las velaciones amigos muy íntimos, don Juan de Lezica y su mujer María Elena de Alquiza.

Su propósito de permanecer en el norte argentino parecía definitivo, cuando en 1760 otorgó don Prudencio a don Juan Angel de Lazcano un amplio poder 1 emprendiendo la larga travesía a Tucumán, que seguramente volvió a recorrer más de una vez. Allí, tanto en la ciudad como en las serranías del valle de Tafí, transcurrieron años y na- cieron sus hijos. El hogar de Zavaleta no fué muy crecido; contó con tres vástagos, dos de ellos de ilustre memoria: el futuro Deán y su hermano mayor don Clemente. Una sola mujer, María Josefa, casada en 1796 con Atanasio Gutiérrez, cuya vida se desliza en el cabildo de Buenos Aires y en actividades comerciales.

1 Biblioteca Nacional, Ms. 753. Catálogo, pág. 67.

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Para no apartarnos de nuestro biografiado, diremos de pasada que Clemente de Zavaleta asume, por la trascenden- cia de los hechos de que participó como por el concepto de que gozó en Tucumán, la figuración de un varón consular, superior por cierto, al que se exterioriza por personajes trajeados de ordenanza a la usanza de la época. Porque, en verdad, en 1810, era presidente del cabildo, gobernando en tal carácter dos años; y en 1812, Teniente Gobernador, el primero de este título. Como protector de la primera fábrica de armas destinadas al ejército del general Belgrano, pronunció la vibrante proclama que con elogio insertó Mariano Moreno en la Gaceta de Buenos Aires 2. En él reco- noció la Junta de Mayo al «ciudadano honrado, capaz de sacrificar su reposo al bien general de la Patria». Luego en otra ocasión, aprobando sus procederes, decía la Junta Revolucionaria: «Le da a usted las gracias por su celo y eficacia, y espera continúe del mismo modo su comisión, la cual no se le ha conferido como alcalde ordinario, sino como a un individuo que ha merecido su confianza» 3. Así era, efectivamente, quien antes, con igual generosidad, había hecho donativos cuando ocurrieron las invasiones inglesas, como en 1795 al declararse la guerra entre España e Inglaterra. Reputados escritores han exaltado las nobles calidades de su espíritu moderado y patriota. Basta men- cionar su colaboración a Castelli en su paso expedicionario al Alto Perú, cuanto en 1822, nombrado gobernador inten- dente, «como el mejor habitante que tenía Tucumán» 4.

2 Gaceta de Buenos Aires, reimpresión facsimilar, año 1811, t. II, p. 175.

3 Archivo de la Nación: Gobierno, t. XIX, Carpetas 84 a 87, Docs. 19, 21, 26 y otros, año 1810.

4 Antonio Zinny, Historia de los Gobernadores de las provincias argentinas, vol. III, p. 244. P. Antonio Larrouy, Documentos del Archivo General de Tucumán, t. I, pp. 163, 226 y sgts. Don Clemente falleció en 1823 en Tucumán. Era casado con Dolo- res Rui: de Huidobro (3- abril- 1789), de ilustre prosapia. Obra en mi poder su libro diario manuscrito que abarca varios lustros con noticias de muy diverso orden.

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THESES CANONICE.

PRESIDE DOCTORE

D. BASILIO ANTONIO RODRIGUEZ DE

VIDA,

PROPUGNABIT D. DIDACUS Stanislaus Zabaleta, Regalis Collcgii S. Caroli Coliega.

ILLUSTRTSSIMO D. D.

EMMANÜEL1 AZAMOR ET RAMIREZ, Mcritissimo hcclesia- Bonaereñsis Pont i fie i dicarx.

BUENOS.AYRES MDCCLXXXIX.

Csn el Superior pcrmUn del r-xemo. Señor Virrey Marqué» de Lorcro. En la Real Imprcnu de ha Nifto« en pósitos.

H. Ejemplar que fué de la Biblioteca Lamas. Su facsímil en J. T. Medina, Biblio- grafía de la Imprenta del Río de la Plata, pág. 62, N9 10 5. El acto tuvo lugar el 22 de diciembre de 1789

Capítulo

II

PREPARACION ESCOLAR Y CARRERA UNIVERSITARIA. SUS PROMINENTES SERVICIOS EN LA ENSEÑANZA PUBLICA

Diego Estanislao, como dijimos, fué el segundo del hogar Zavaleta-Inda. Vino al mundo en la histórica San Miguel del Tucumán el 24 de octubre de 1768. Joven no mayor de 12 años, ingresó en la Escuela del convento de Santo Domingo de la Capital del Virreinato, donde cursó latinidad, gramática, historia sacra, lógica y algo de apolo- gética, los años 1781 y 1782, entre oraciones y cánticos. Según lo anota Juan María Gutiérrez1 llegado el año 1783 el joven estudiante se incorporó al curso del doctor Luis Chorroarín en el colegio de San Carlos. Con tan eximio maestro de filosofía, reveló ya los primeros destellos de su clarísima inteligencia, destacándose como aventajado alumno en el ciclo completo de los estudios del Real Colegio de San Carlos, donde fué becado. En los cursos de filosofía, como en teología y cánones, dejó la huella de su paso. Rindió examen general de filosofía el 26 de diciembre de 1785, y en 1787 terminó sus estudios teológicos. Según las

1 Juan María Gutiérrez, Origen y desarrollo de la Enseñanza Pública Superior en Buenos Aires, edición de 1915, p. 515 y sigts.

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anotaciones escolares, Zavaleta junto con Manuel Belgrano, aparecen en 1783-85 como alumnos del curso del doctor Chorroarín.

En las constancias del cancelario léese una nota que dice: «El día 22 de diciembre de 1789, tuvo don Diego Estanislao Zavaleta una función literaria en la Iglesia del Real Colegio de San Carlos, dedicada al ilustrísimo señor don Manuel de Azamor, Obispo de esta Diócesis; y el 29 de enero de 1790 decretó el señor cancelario, doctor Carlos J. Montero, que con dicha función había el expre- sado Zavaleta suplido el examen general de teología que se da en el cuarto año» 2.

Este acto público recordado como hecho singularísimo, constituyó el preanuncio de una actuación futura del joven egresado que entonces contaba 21 años y que habría de traducir merecidos laudos en la cátedra y en el pulpito, donde se señalaría luego de modo descollante. Su tesis versó sobre puntos tomados de Las Decretales (Libros I, II, IV y V), sostenida ante el Diocesano y dada a luz en un opúsculo intitulado Theses canonicae, quas, praeside Doctore Domino Basilio Antonio Rodríguez de Vida, propugnavit Dom. Didacus Estanislaus Zavaleta, regalis Collegii S. Caroli Collega, lllustrissimo Dri. D. Emmanueli Azamor et Ramirez, meritissimo ecclesiae Bonaerensis Pontifici dedicatae 3.

2 Nota del libro de aprobaciones, f. 17, firmada por don José de Reina, secre- tario.

3 Ver el facsímil en José Toribio Medina, su Historia de la Imprenta, Virreinato del Río de la Plata, p. 62. Publicado en la imprenta de Niños Expósitos, con superior permiso del Virrey marqués de Loreto, en Buenos Aires mdcclxxxix, p. 29, in. 4o.

Como se sabe, las Decretales forman la base de la gran recopilación de leyes ecle- siásticas, llevada a cabo por Fray Raimundo de Peñafort, sabio jurista español, por encargo de Gregorio IX. Zavaleta se reveló un hábil glosador de las partes seña- ladas en el texto. Tratan del Breviarium en sus cinco divisiones: Judex, judicium, clerus, connubia, crimen. Cuando el gran recopilador hubo terminado su difícil tarea después de tres años de absoluta consagración a la misma, el Pontífice nom- brado la remitió a los doctores y estudiantes de Boloña, París y Salamanca (1234). Por lo general, su estudio, extendido a todas las universidades católicas, importaba pasar en revista las leyes o constituciones del derecho canónico. Esta colección

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El actos, como escribe Gutiérrez empleando el vocablo en el sentido idiomático de las antiguas escuelas, fué dedi- cado al prelado mencionado con un discurso laudatorio, donde se pasa revista a las calidades intelectuales y morales del pastor egregio, y en cuyo panegírico se recogen por el «sustentante» sus rasgos más notorios.

Concluida su carrera de aulas y después de haber dado todos sus exámenes hasta el general de teología, como queda dicho, pasó Zavaleta a la Real Universidad de San Francisco Xavier, en Charcas; y desempeñando los actos, de estilo, recibió en ella los grados de «doctor en Sagrada Teología y de «Bachiller en ambos derechos,» como así consta del título que le expidiera el doctor Bernardino de la Parra, en la ciudad de La Plata el mes de octubre de 1790.

Vuelto a Buenos Aires, fué designado como prefecto o Regente de Estudios en el colegio de San Carlos, cargo que desempeñó desde el 19 de abril de 1791 al 16 de diciembre de 1794. Mientras tanto, comprobamos que dictó la cátedra de Cánones desde agosto de 1792, obteniéndola aunque con carácter interino hasta el 22 de julio de 1793. En esta fecha hizo su primera oposición a la cátedra de Filosofía en con- curso con varios colegas, entre ellos el doctor Mariano Medrano, que fué nombrado. Su segunda oposición la veri- ficó al año siguiente, siendo elegido para el curso de Artes que iniciara en el 95, manteniéndolo tres años; pues luego pasó a la cátedra de Teología de Vísperas en febrero de 1799, que dirigiera con brillo durante seis años. Finalmente, el gobierno lo designó para la cátedra de Prima, en reemplazo del doctor Camacho, de feliz memoria.

gregoriana comprende las cinco compilaciones anteriores, excepto el decreto de Graciano y vale como ley general, quedando así revocadas las Decretales no incluidas por Peñafort. Empero, los canonistas posteriores estimaron legítima la interpre- tación sobre las antiguas compilaciones y aun acudir a los originales auténticos, como se halla en las Regestas, tomando ejemplo en el precedente sentado por el papa Inocencio IV, quien rectificó los textos apartados de su primitivo sentido.

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En el mencionado año de 1795 dictó el doctor Zavaleta el undécimo curso de filosofía, con una inscripción de más de sesenta alumnos, algunos de ellos figuras de lo futuro. Al año siguiente, el 21 de mayo, el obispo de Buenos Aires le ordenó de presbítero en las Capuchinas, actual Iglesia de San Juan. Fundó entonces una capellanía. Sin dar tregua a sus tareas sacerdotales y docentes, por su preclaro talento y versación, cúbrese su «curriculum vitae» de distinciones en la enseñanza pública. Sin perjuicio de referir más ade- lante las producciones de su intelecto, dejemos constancia que el 9 de abril de 1804, conservando su cátedra de Teología, fué designado pasante de los teólogos como juez de opo- sición con voz y voto en los concursos. Después de dieci- nueve años de labor prominente en el magisterio, según lo destacaran sus contemporáneos, ocupó la silla de Magis- tral en el Cabildo Eclesiástico por elección, en resonante concurso.

Refiere Gutiérrez fuente autorizada de información en la historia de la enseñanza pública que en el antiguo plan de estudios se destinaba una parte de la filosofía a la «física general como segunda materia del curso, conforme a la disciplina escolástica. El texto de las lecciones de física que dictó el doctor Zavaleta en 1795, demuestra un verda- dero esfuerzo de aplicación para difundir el conocimiento de las leyes de la naturaleza, siendo de admirar cómo tal enseñanza podía hacerse valedera sin el empleo del cálculo, sin la experimentación y con pocos instrumentos de gabi- nete. Sólo la autorizada palabra del maestro, su exposición intuitiva, de principios y aforismos, era el bagage deposi- tado en la mente del alumnado. Y si por rudimentarios los actos gubernativos o por pobreza de los presupuestos ofi- ciales la enseñanza pecaba de esta insuficiencia, asimismo cabe el elogio, pues afirma Gutiérrez que «tenemos motivos para creer que el curso del dr. Zavaleta fué redactado con mayor esmero y mayor copia de luces entre cuantos se

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1795. Texto del códice referente a la Physica Generalh, II pal Fondo de manuscritos de la Biblioteca Nacional

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s.

IV. Página 136 del códice sobre los cuerpos sólidos y fluidos. Ms. Biblioteca Nacional

dieron en el Colegio carolino, especialmente en la materia de que tratamos* (pág. 317, loe. cit.). Gutiérrez consideraba a Zavaleta como el mejor iniciado de los catedráticos por- teños en el movimiento moderno de las ideas.

El tratado de la referencia, que se conserva en nuestra biblioteca pública nacional y del que damos una reproduc- ción en fotocopia, se intitula así: Elementa philosophiae uní- versae in gratiam studiosae Juventutis regii Sancti Caroli Bo- naeropotitani Convictarii Scolarom usibus accommodata. A Dre Didaco Stanislao Zavaleta, olim e jusdem convictorii allumno in eodem philosophiae professore. Secunda pars, seu Phisica gene- ralis, incepta die tertio Augusti anno Domini millesimo sceptin- gentesimo nonagésimo quinto.

Merced a estudios especializados, de los que es expo- nente en la actualidad el R. P. Furlong, cuya obra en parte inédita enaltece la historiografía y las letras, podemos ser más explícitos e informativos acerca del contenido de este manuscrito latino. Nuestro colega de la Academia ha tenido, en efecto, la gentileza de revelarnos la sustancia de las lecciones de Zavaleta y es en virtud de esa autorizada fuente que podemos ahora circunscribir concretamente sus exce- lencias y defectos. El códice, como se lee en su intitulación, abarca la «Física General», partiendo de la naturaleza del cuerpo animal y rematando en las causas u origen de los terremotos. Se refiere por ende, a la física cosmológica. Según nos lo señalara Furlong, el doctor Zavaleta, meta- físico de garra, no ignoraba ciertamente los avances de las ciencias físicas o experimentales, teniendo en cuenta los resultados positivos de las mismas; pero su temperamento, vocación y carácter, no se avenían en sus rasgos de pen- sador y doctrinario con la manipulación experimental que entonces comenzaba a introducirse en las aulas, donde la física bajaba de las alturas especulativas para posarse en las realidades tangibles de los gabinetes y laboratorios aun incipientes. Al profesor del Real colegio carolino, le era

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acaso muy complejo abandonar la huella tradicional. De ahí que de sus labios se escuchara que «la esencia o razón formal de los cuerpos no consiste en la extensión actual de que goza en cuanto a longitud, latitud y profundidad >. Rechaza el atomismo de Leucipo, Demócrito y Epicuro que reeditaran Descartes, Gassendi y Newton, porque es sis- tema que nada explica a su juicio, y está fuera del problema de la filosofía. No le interesaban las características externas de los átomos, como las señaló Descartes, fuesen grandes o diminutos, divisibles o no. Es decir, que los átomos, no por ser tales, dejaban de ser verdaderos cuerpos. Para Zava- leta, «todo cuerpo se compone forzozamente de dos prin- cipios». La teoría aristotélica-escolástica es la más probable y la que mejor explica la constitución primitiva de los cuerpos y su diversidad.

Vale decir, forma y materia. Habla así de los cuerpos simples, esto es, de los que no son meras agregaciones de otros cuerpos, como el aire, el fuego o el agua. Se refiere a las sustancias producidas por generación. Es aristotélico integral. Omne corpus impenetrabilitate peraeditum est. Es decir, todo cuerpo está dotado de impenetrabilidad, afirmándolo en pugna con Descartes y demás sabios, por cuanto «una extensión aptitudinal o radical en orden a ocupar un lugar o la posición situal de las partes fuera de ellas, es lo que requiere o presupone esa impenetrabilidad». Dos tesis con- sagra Zavaleta a la naturaleza de lo continuo: Una, por la que sostiene que no se compone de partículas divisibles al infinito, y otra, según la cual «el cuerpo extenso o continuo se compone de partes matemáticas».

La segunda parte de este tratado de física discurre sobre las propiedades y afecciones generales de los cuerpos, la rarefacción, la condensación, el vacío, la elasticidad y la gravedad. Habla de la mecánica del movimiento, del por- qué del equilibrio a que tienden los líquidos, la naturaleza de la ebullición, etc. Dispone en su bibliografía de las publi-

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caciones de Sigaud Lafond, quien se destacara por sus experiencias sobre el hidrógeno, llamado entonces aire infla- mable, y por otras numerosas obras y ensayos sobre el calor, la electricidad, etc., resultado de sus lecciones en varios institutos de Francia. Sigue estas lecciones dentro de ciertas posibilidades y de ellas algo le fué dado incorporar a su cátedra, más coloreada era lógico entonces de filosofía con fondo escolástico, que de instrumental y experimentos, difíciles si no imposibles de realizar en la indigencia de los gabinetes escolares. Lo contrario hubiera sido proeza.

Igual importancia debemos atribuir, al siguiente curso que Zavaleta dictara en 1796 sobre «Física particular >\ habién- donos cabido en suerte su hallazgo en el fondo de obras raras» de la biblioteca del Consejo Nacional de Educación. Este códice, desconocido hasta el presente, abarca la tercera parte del curso de filosofía, titulado Physica particularis y contiene además del prefacio -Stabilitis in physica...» cuatro secciones. La primera De térra et regno minerali ; la segunda < De Aqua ; la tercera De aire y la última -De igne et electricitate . Agregaremos de pasada que, cada una de estas divisiones del texto se subdivide en 4-6 artículos < o questio» con sus «conclusio o corollarios N y un capítulo final de Argumenta solvenda . El volumen en buen estado, se halla encuadernado en pergamino: 155 214 mm. Escrito en lengua latina, 175 páginas, tinta negra. Su intitulación completa puede leerse en la reproducción fotocópica que insertamos de este manuscrito que perteneció originaria- mente a Juan Manuel" Fernández de Agüero.

A estas apostillas bibliográficas agregamos la noticia de un tercer manuscrito del Deán, en el archivo del convento de Santo Domingo de esta capital. Contiene dicho códice el curso de metafísica dictado también en el colegio carolino, cuya portada dice: Instituciones philosophiae universae in gratiam studiosae juventutis regii bonaeropolitani Carolini Convictorii elucúbratele a Dre Didacto Stanislao de Zavaleta olim ejusdem

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convictorii allumno, ac nunc in eodem Philosophiae Professore pars 4 Methanphisicam continens Me audiente Joanne Josepho Castañer 4.

Trátase de un volumen de cuatrocientas sesenta páginas, sin fecha, con un denso contenido expositivo, por cierto diferente de la sabida definición de Littré, para quien la metafísica es una supuesta ciencia de cosas inaccesibles, por aquello, tal vez, de que la metafísica debe ser la ciencia de lo que es superior a lo físico o sensible. La enseñanza aris- totélica en labios de Zavaleta cobraría, sin duda, una suti- leza más positiva en el orden tripartito de Dios, el mundo y el hombre, tal como pudiera ser captada en mentes hechas al criterio del siglo xvm en sus postrimerías, más penetradas de ontología, cosmología, y concretamente de antropología, es decir, como estudio trascendental de los grandes objetos de la filosofía y del ser en general. No estamos en condicio- nes de abordar, sin una previa y total traducción de los tres códices de 1795, 1796 y 1797, el ideario filosófico del ya sabio profesor argentino que sabemos uno de los hombres más instruidos de su tiempo en América, lógicamente ali- neado en el común de los escolásticos. Para Zavaleta, como puede deducirse del conjunto de toda su enseñanza, la metafísica es necesaria a todas las ciencias: a las racionales y a las experimentales, como la física, puesto que discurría sobre hechos producidos en sus inmutables principios, cau- salidad y leyes universales. Muy posible fuera que el santo Tomás de Aquino en sus Comentarios a la metafísica de Aristóteles, sirviera a Zavaleta de cotejo y control acerca de la filosofía medieval; sólido cimiento de su saber teológico.

Es por vez primera que este códice ha sido estudiado. Nuestro eminente colega de la Academia de la Historia R. P. Furlong, cuyas investigaciones en el campo eurístico

4 Cfr.: Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, t. III, números 21 - 24, Relaciones documentales, por Jorge N. Furt, p. 46.

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le han deparado prominente lugar como publicista, ha tenido la deferencia de hacernos conocer el resultado de su exégesis y no es, si no con provecho, que insertamos aquí sus conclusiones acerca de los grandes escolásticos bonaerenses de fines del siglo xvm. Para Furlong tanto nuestro biografiado como el doctor Valentín Gómez, «fueron escolásticos de óptima ley». Pensadores, nos dice, de en- tendimiento sagaz e inventivo, profesores eximios de filo- sofía, hombres de indudable talento, con visión total de los problemas filosóficos, quienes no incurrieron en el error entonces frecuente de mezclar la teología con la verdadera filosofía.

Este tercer códice de Zavaleta comprende tres tratados: el de metafísica propiamente dicha; el segundo referente al alma que su autor denomina Sycología; y el tercero, que apunta a la Teología Natural. Al abrir su enseñanza sobre la de- batida cuestión de la distinción entre la esencia y la exis- tencia en un ser creado, cierra su argumentación con una conclusión suareziana: «la naturaleza y la esencia de un mismo ser creado, afirma, no se distingue en realidad sino sólo mentalmente s. Para Zavaleta, «la esencia de que aquí se trata debe ser actual y producida, no la meramente po- sible que sólo se concibe con el entendimiento >. Porque en efecto, a su juicio, «una esencia actual y producida debe constar de alguna real y verdadera entidad, que sea su constitutivo intrínseco y que no difiera de la misma, pues repugna que tal constitutivo intrínseco sea algo diverso de la cosa que lo contiene: Y esa entidad que hace a la esencia de la cosa es existencia por cuanto de otro modo la esencia real no se distinguiría de la posible, que sólo se considera en potencia activa». Apoyado en Suárez a quien cita con elogio, sostiene contra los escotistas que «los grados meta- físicos o los predicados esenciales de una misma cosa, no se distinguen formalmente por su naturaleza antes de la operación mental, sino que constituyen una sola entidad .

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Su doctrina en este punto, es suarística, antiescotista, y antitomista, hallando en la indivisibilidad de la cosa creada el fundamento «para que con distintos conceptos, y en orden a cosas diversas, sea conocido».

Por lo que toca al origen de la'materia, Zavaleta niega sea increada, razonando ampliamente en pro y en contra de la posición creatriz ab aeterno del mundo. Dios es la causa primera y el orden actual procede de El. En su tratado de «sycología», fija quince conclusiones enmarcadas en la enseñanza escolástica, rechazando con gran fuerza de argu- mentos todas las teorías en boga en su época. Según lo reconoce Furlong, el doctor Zavaleta no hace concesión alguna a los conceptos de Descartes, Leibnitz y Malebranche. «El alma racional es, para el profundo tucumano, una sustancia intelectiva, finita, destinada sólo a informar el cuerpo humano-. Empero, el alma-espíritu es inmortal, «libre con libertad de indiferencia».

En dos capítulos, refuta Zavaleta en este ángulo a los cartesianos; y en otros dos, aduce las pruebas para combatir tanto la opinión de Malebranche acerca de que las ideas se ven en Dios, como a Leibnitz en su sistema de la armonía preestablecida que no ve concordado con los principios de la filosofía genuina, o sea con la ciencia escolástica. «Todos nuestros conocimientos aduce se adquieren mediata o inmediatamente por los sentidos mientras la mente esté copulada al cuerpo», y «la libertad formal consiste en la sola voluntad», que no puede ser obligada (cogi potest) a realizar acto alguno; y ningún juicio práctico «de tal suerte dirige la voluntad que necesariamente la determine a una u otra cosa».

Por último, el códice de la referencia desenvuelve en siete capítulos diversos temas teológicos. La disertación arranca de la existencia, esencia y naturaleza de Dios; se refiere a sus atributos y perfección, y finiquita sus aprecia- ciones en el orden externo de los actos divinos que abarcan

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el universo. Para Zavaleta el concurso de Dios es inmediato, previo, no simultáneo respecto a la acción de las causas segundas, con lo que se aparta de la escuela suarista si bien manteniéndose en la ortodoxia escolástica.

Tal es, en apretada síntesis el examen analítico de este manuscrito latino de Zavaleta.

En este ensayo biográfico, desde luego, no nos es posible extendernos a la consideración de la fecunda producción docente del ilustre universitario, pero fué siempre notorio en su época a través del testimonio de hombres eminentes que veneraban su persona, que el Deán Zavaleta dispensó todo su fervor al saber y a la práctica de la cultura con un enfoque institucional, porque no concibió jamás el pro- greso social sin el cultivo de las letras y de las ciencias, el concurso de la escuela y del templo, asentado todo ello en un orden estrictamente religioso y moral. Con razón, pues, fué exornado su nombre con elogiosos calificativos al reco- nocérsele como promotor celoso de la instrucción pública. Diremos en prueba de ello, que cuando se quiso premiar a la ciudad de Mendoza su abnegada participación en la guerra libertadora, se convino en fundar el Colegio de la Santísima Trinidad de Mendoza . El general San Martín, uno de los más empeñosos en la iniciativa, consultó a Zavaleta instándole a que fuese el primer rector no obs- tante las serias responsabilidades que pesaban sobre el Deán en sus tareas de Buenos Aires. Se trataba de inaugurar un establecimiento que por ley gozaría del privilegio de expedir certificados válidos en todas las universidades nacionales y aun en Chile, pues que beneficiaría también con becas a la juventud de este país hermano. A Zavaleta no le fué posible aceptar el honroso ofrecimiento, pese a sus buenos deseos y a la insistencia del Libertador. Por decreto, se le había designado «Rector-, coincidiendo con la diputación al Congreso, razón por la cual debió quedar en Buenos Aires. Ello motivó una sugestión del doctor Tomás Godoy

Cruz, señalando la conveniencia de nombrarse un «rector interino». Pero la excusación fundada no fué óbice para que Zavaleta prestase el concurso de sus altos conocimientos, como consta en nota de Godoy Cruz al Cabildo, infor- mando de los planes de estudio que dice haber estudiado y rechazado algunos, por considerarlos inaplicables en Men- doza. Y agrega: «En vista de ello, de acuerdo con el doctor Zavaleta cuya opinión he consultado en todos estos puntos, así por las buenas y extensas luces de este sujeto, cuanto porque siendo el Rector nato del Colegio, parece muy propio preste su aprobación en los primeros ensayos que medita- mos, he resuelto proponer a V. S. un pequeño plan que remitiré en el correo próximo siguiente, calculado sobre los pequeños fondos que supongo, y duración de año y medio que a lo más tardará en salir el general que se está traba- jando». El general San Martín, escribió: «Ningún hombre nacido en nuestra tierra debe tener a menos, o creer que hace sacrificio viniendo a esta ciudad excelente a fundar los estudios hasta que ellos puedan marchar por solos, bajo la dirección de otros directores que se formen; pues que así todo buen paisano trabajaría por su gloria y por el beneficio de la patria, como tantos militares y otros hombres de mérito que me acompañaron en la empresa de formar el ejército de los Andes». Excusado de nuevo Zavaleta, se eligió al respetable presbítero doctor José Lorenzo Güiraldes (noviembre de 1818) 5.

El 12 de agosto de 1821, Zavaleta forma parte de la «sala de doctores» de la nueva Universidad de Buenos Aires erigida con los auspicios de destacadas personalidades del

6 El Colegio de la Santísima Trinidad, por F. Morales Guiñazú, 1941. Docu- mentación en poder del doctor Horacio C. Rivarola, cuya atención agradecemos. Carta del general don José de San Martín al Deán Zavaleta, en L. V. Várela, Historia Constitucional de la República Argentina, t. III, p. 205. La vinculación perso- nal entre el Libertador y el Deán debía datar seguramente desde 1812, pues el doctor Zavaleta fué quien despachara en la catedral de Buenos Aires su solicitud de matri- monio con doña Remedios de Escalada. Curia Eclesiástica: legajo 120, número 106.

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foro, de la Iglesia y de la política; y en ese carácter de miem- bro académico prestó el juramento de su incorporación. Figura asimismo como componente de la comisión de estu- dios para el «reglamento» de la Universidad (1824), cuyo consejo y experiencia denotaba desde luego su colaboración indispensable, como lo revela de continuo en comisiones diversas. Así, en la integrada con Valentín Gómez y Vicente López, produjo el informe que se halla publicado en el número seis y siguientes de El Monitor (1833-34). Acaso la más alta distinción que le cupiera en suerte en la vida universitaria, se ofreció con ocasión de la muerte del Rector Sáenz, pues se le señaló para ocupar el rectorado. Por reso- lución del 6 de agosto de 1825 quedó nombrado efecti- vamente rector, pero tanto por su natural modestia, pese a su sabiduría y méritos, cuanto por sus atenciones públicas y privadas que según expresó no le dejaban libre el tiempo necesario para ejercer cargo tan importante, declinó tan hon- roso cometido haciendo Zavaleta renuncia del mismo. El go- bierno recurrió entonces al doctor José Valentín Gómez, quien quedó al frente de la institución como rector y cancelario.

Cerramos este ciclo de su vida intelectual recordando la mención agradecida de Mr. James Thompson en el me- morial que elevó en mayo de 1826 a la «Comisión de la Sociedad de Escuelas Británicas y Extranjeras» acerca del estado de la educación en la América latina, recorrida por el informante con el propósito de difundir el sistema lan- casteriano. Dice allí: «A la lista de nuestros excelentes amigos de Buenos Aires debo añadir el respetabilísimo Deán doctor don Diego Zavaleta cuyo sobrino don Ramón Anchoris nos ha hecho también muy buenos oficios ; mil veces me alentó a no desistir de la obra y a luchar con- tra los obstáculos que se ofrecían» 6.

6 Véase El Repertorio Americano, t. II, p. 58, cit. por J. M. Gutiérrez, loe. cit., p. 516. Su culto por el progreso de los estudios superiores tuvieron nueva confir-

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No está demás mentar en este esquema bibliográfico y en presencia de los códices referidos, las consecuencias verificadas por el desuso de la lengua latina en la enseñanza pública, cuando en pleno período revolucionario se hacía sistemática oposición a todo cuanto pudiera derivarse de un régimen tenido por rutinario e inactual. No es posible olvidar así, la crítica general a los planes de estudio entonces en vigencia, expresión para esa generación de un espíritu retrógrado, a punto de no faltar publicista que achacase a métodos apolillados la deficiencia de la cultura colonial. Mas es curioso que, transcurridos veinte años de trastornos y renovaciones en todos los órdenes de la vida nacional, tócale a esos mismos hombres de la generación de Mayo reaccionar contra los nuevos defectos y los síntomas claros de la brega del caudillaje que señalaba los polos opuestos de la cultura y la barbarie. Tal es el alcance ideológico del decreto del 16 de agosto de 1831 del gobierno de Buenos Aires, ordenando rendir en latín todas las pruebas reque- ridas oralmente en las academias de jurisprudencia y medi- cina. Ese decreto refirma el del 9 de mayo de 1826 que obligaba a los alumnos de la Universidad a «poseer suficien- temente el latín». «Sin embargo, agrega, una experiencia hasta dolorosa ha demostrado que no siempre sucede así, quedando por consiguiente ilusorias unas disposiciones tan útiles, como son las que ordenan que los profesores de derecho y medicina tengan un perfecto conocimiento de la lengua latina en que se hallan escritas las obras más an- tiguas y clásicas de aquellas facultades, y sin la que no se puede tener si no un conocimiento imperfecto de las leyes

mación con su voto en tavor del sabio Amadeo Bompland como «profesor de his- toria natural en las Provincias Unidas«, primera cátedra que se brindara en nuestro país a un naturalista extranjero. Ver El Redactor del Congreso de Tucumán, sesión del lunes 27 de julio de 1818. Años más tarde, el gobernador Heredia invitó a Bom- pland a visitar y radicarse en Tucumán. Fué gestor don José Manuel Silva, sobrino del Deán Zavaleta, que ofreció los recursos necesarios. (Agosto 4 y septiembre 15 de 1832, cartas de ambos.)

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que forman la base de nuestra actual jurisprudencia. No pu- diendo el gobierno ser indiferente a un mal de tan grave trascendencia que puede llegar a ser en extremo funesto a la buena administración de justicia, ha acordado y de- creta etc.» 7. En su parte dispositiva deja regla- mentada en seis artículos la forma de llevar a cabo «las pruebas », con un sentido muy neto de cultura superior. Acaso se quería hacer beber en buenas fuentes los ele- mentos de la lengua en que hablaban los Hortensios y los Tulios y las virtudes de Atico, como diría en la tribuna el doctor Manuel Antonio Castro, en su florido estilo.

7 Decreto 16 de agosto de 1831 de puño y letra del doctor Tomás M. de Ancho- rena, en mi colección.

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VI. Códice sobre la Física Particular, existente en el fondo de manuscritos del Nacional de Educación. El texto en 175 páginas numeradas. 1796

Capítulo

III

CARRERA ECLESIASTICA. EL DEANATO. LA REFORMA RIVADAVIANA

Para aquilatar en toda su proyección la personalidad del deán de Buenos Aires, desde los diversos ángulos de su actuación nacional, debemos reseñar ahora, brevísimamente, su carrera eclesiástica en circunstancias en que emergía el movimiento emancipador de Mayo, cuando Zavaleta aban- dona la cátedra universitaria luego de cumplidos cuatro lustros de dedicación celosa a la enseñanza pública. Porque, en verdad, a partir de 1810, está de tal manera identificada su actividad que no sería hacedero desintegrarla dada su influencia y gravitación en la generación histórica, pues que él se asocia al batallar ciudadano, en el parlamento y en la política de partido, con la alta jerarquía prelaticia que investía ya, en el Cabildo eclesiástico. Tanto más, cuanto que sus actitudes y decisiones se resumían en la unidad superior de sus convicciones de canonista y filósofo, puestas noblemente en su fuero interno, al supremo servicio de la Iglesia de Dios y de la Patria naciente.

Hemos dicho que en 1796 fué ordenado de presbítero por el obispo Azamor, quien según lo refiere un cro- nista — apreciaba tanto al doctor Zavaleta, que le tenía

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por su consejero privado, a tal punto reconocía sus luces. Del obispo Lué puede decirse, que le señaló con antelación a las más altas posiciones. Lo cierto es que, en la plena madurez de los cuarenta años de edad, tocóle desempeñar el cargo de Provisor y Gobernador del episcopado de Bue- nos Aires, en momentos de difícil contemporización y má- xima responsabilidad.

De los documentos examinados resulta que este nombra- miento, fué acordado unánimemente por el Cabildo ecle- siástico con arreglo a las disposiciones canónicas el 27 de marzo de 1812, dejándose constancia de las personales calidades que adornaban al favorecido para el desempeño del cargo, por «su aptitud, literatura y ejemplar vida» l. Hecha la comunicación de oficio por excepcional deferen- cia, el gobierno la observó en razón de estimar insuficiente el alcance de la elección, pues que a su juicio no cabían ciertas restricciones, ni tampoco la brevedad del tiempo señalado para su vigencia. Con estas objeciones, el Cabildo capitular se apresuró a dar amplia satisfacción, extendiendo el mandato y abrogando las limitaciones fijadas. Así en efecto el doctor Zavaleta se hizo cargo de la Vicaría el 30 del mes mencionado, prestando juramento luego del rezo de los canónigos en el coro. El gobierno del electo duró en consecuencia hasta enero de 1815, en que fué sustituido por el doctor Valentín Gómez, ocasión en la cual Zavaleta fué designado Vicario General Castrense (24 de febrero) según aparece del despacho expedido por el nuevo provisor en 6 de marzo de ese año. Su actuación como provisor así lo reconoce un documento privado se distinguió por una prudencia y tinos recomendables, por el ejercicio temperado y conciliante en defensa de sus prerrogativas eclesiásticas. Ecuánime y patriota conquistó los respetos del clero y de las autoridades civiles.

1 Archivo Nacional: Culto: 4-7-1, año 1812.

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Es menester abramos un pequeño paréntesis, para refe- rirnos a su incorporación al claustro de los canónigos, tanto más necesario de revelar cuanto que su omisión nos privaría de un importante elemento de juicio para perfilar su personalidad intelectual. Es tal hecho, por lo demás, su iniciación en la vida pública, su promoción a las altas posiciones, el punto de partida para el juicio histórico.

Rivarola, el primer poeta patrio, autor del romancero de las invasiones inglesas, se dirige en efecto, a la Junta Gubernativa recientemente instalada, emitiendo el siguiente juicio que importa la doble consagración: literaria y orato- ria. En cumplimiento dice el doctor Rivarola de la comisión y empleo de teólogo real asistente para las oposi- ciones a la silla magistral vacante de esta santa Iglesia Ca- tedral con que se dignó distinguirme el excelentísimo señor don Baltasar Hidalgo de Cisneros ... he asistido personal- mente a los sorteos de puntos, lecciones, argumentos, ser- mones, y demás actos y funciones relativas al fin expre- sado. . . y con arreglo a lo prevenido por los sagrados cánones, leyes del reino y cédulas reales . . . todos los opo- sitores concurrentes han desempeñado muy cumplidamente sus funciones literarias, brillando a competencia la claridad de sus talentos y erudición en las materias teológicas; pero, a mi parecer, se ha distinguido sobre todos el dr. don Diego Estanislao de Zavaleta . . . » 2.

Todo un expediente se conserva en el repositorio de la Curia, referente a este torneo del saber. El concurso, efec-

2 Archivo Nacional: Gob., t. LXVIII, c. clxii, d. 90. Acerca de este concurso pue- den leerse mayores referencias en la nutrida obra del doctor Nicolás Fasolino, actual arzobispo de Santa Fe, titulada Vida y obra del primer rector y cancelario de la Univer- sidad, presbítero doctor Antonio Sáenz, año 1921, pp. 71 a 79. Este ilustre historiador reconoce, a propósito del deanato «los merecimientos del doctor Zavaleta para ocupar con brillo la primera dignidad del clero porteño, siempre importante y más en aquellos años de sede vacante*, p. 184. A propósito del conflicto suscitado por el decreto del gobierno en el caso del canónigo Planchón, agrega monseñor Faso- lino que la nota fué «escrita con toda maestría y hace honor al talento reconocido de Zavaleta», p. 108.

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tivamente se abrió el 10 de mayo de 1810 con «actos lite- rarios y de pulpito», vale decir de competencia erudita y de orador. El jurado presidido por el limo. Obispo, el Cabildo eclesiástico y un asesor de notoria reputación, re- cibió las pruebas y controversias, entrando en liza lo más granado del clero joven universitario, tales los doctores Antonio Sáenz, Julián S. de Agüero, José Joaquín Ruiz, Francisco Sebastiani y otros, todos los cuales fueron some- tidos a sorteo en temas diversos y por consiguiente sin aviso previo al acto público del examen. Zavaleta debió disertar sobre el tema 24, del libro segundo del Maestro de las Seri' tencias: adamo necessaria fuit ad perseverandum grada ab intrín- seco efficax, que le ocupó una hora entera; y luego otra hora más, para responder y sustentar su defensa ante la impug- nación de los doctores Sebastiani y Agüero, designados «coopositores». La tesis teológica debía evidenciar, pues, que «Adán necesitó para perseverar una gracia intrínse- camente eficaz». Reza el acta que el debate se hizo a «pre- sencia de un lucido y numeroso concurso de gentes de todos estados y clases». Cuanto a la prueba oratoria, la realizó Zavaleta desde el pulpito de la Catedral con lleno de selecto público, versando su oración sobre el capítulo once del Evangelio de San Lucas, decidido al azar. Que el éxito del recipiendario estaba asegurado, no cabe duda. Gozaba ya de fama de predicador elocuente. Su «vis oratoria* se había hecho sentir desde casi todas las parroquias y en especial con ocasión de grandes solemnidades en los templos de las principales órdenes religiosas.

Cerrado el paréntesis, añadamos que por la rectitud de juicio que redundaba en prestigio de sus dotes intelectuales y morales, bien se comprenderá lo viable de su candidatura al «deanato» con que le honró el gobierno en 1818. Es en estas circunstancias que Zavaleta declinó su reelección de legislador, porque no la estimó compatible con «la dignidad de Deán con que el Supremo gobierno le había honrado»

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del CO

VII. Códice sobre Metafísica, en el fondo de manuscritos del Convento de Santo Domingo, Buenos Aires. Curso de 1797

según su protesta hecha tiempo atrás «de no admitir otro empleo mientras fuese diputado». Esta actitud fué renovada ante la H. Junta Electoral en 13 de mayo de 1818, la que resolvió por unanimidad su petición de no ser reelecto ' después de admitida dicha dignidad con que el S. G. ha sabido honrar su mérito y premiar sus servicios» 3. He aquí su título al deanato con que hará vitalicia aquella denomi- nación de «Deán» que, por antonomasia, se empleaba para distinguirle como el consabido «Deán de Buenos Aires»; tal cual se acordaba también al doctor Funes, intitulado «el Deán de Córdoba».

La escisión producida con la Santa Sede, consecuencia natural de la segregación de la corona española, impidió a nuestros primeros gobiernos patrios obtener en forma lisa y llana la provisión del obispado en silla vacante. Veintidós años, en efecto, debieron trascurrir entre la muerte del

3 Cfr.: Documentos para la historia argentina, t. VIII, pp. 150-151. Dejamos, asi- mismo, constancia de que Zavaleta había desempeñado también el cargo de vica- rio general del ejército desde 1816, así como ocupado la dignidad de magistral, cuando fué propuesto en primer lugar y en oposición por el limo, obispo Lué y Riega. Ver Registro Nacional, n°. 321, p. 166, abril 28 de 1812. Acerca de su actuación en el men- cionado cargo recordamos su dictamen en la propuesta de ascenso que se hizo a favor de Fray Luis Beltrán por recomendación del general San Martín (31 agosto 1816). El inspector Gazcón, discurriendo a contrapelo, se opuso, calificando al nombramiento militar de «anticatólico;-. Se trataba del meritorio religioso venta- josamente conocido al frente de la maestranza del ejército de los Andes. El vicario general castrense, en breve y contundente vista, basada en notorios antecedentes de todos los países, recordó con justo criterio la práctica española en el caso del cardenal Cisneros, y la práctica americana observada en Lima y Méjico. Apoyó el ascenso diciendo: «¡Ojalá hubiesen muchos sujetos en el clero secular y regular que desplegasen espíritu y talentos que los hiciesen acreedores a los primeros grados de la milicia! Los votos solemnes agregaba Zavaleta nunca podrían impedir- les que empleasen su valor y sus luces en la defensa de la Patria, porque la obser- vancia de aquellos es muy compatible no sólo con los grados sino aún con los efec- tivos empleos militares. Si el grado militar a que el general San Martín juzga acree- dor al P. Fray Luis Beltrán, exigiese por o autorizase al menos a aquél religioso a no obedecer a sus Prelados, a reunir o atesorar bienes para sí, o a contraer matri- monio, ya se entendería lo que dice el señor Inspector de la necesidad de que la Santa Sede relajase sus votos; pero como no es así, y el padre queda siempre con ellos, nada tiene que hacer en esto el Pontificado». El Gobierno resolvió de confor- midad otorgando el ascenso recabado. (Doc. ref. a la guerra de la Independencia, en Archivo de la Nación Argentina, año 1917, p. 415 y siguientes).

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último prelado español y la consagración del primer obispo argentino. Apenas si contamos una que otra resolución gubernativa atinente a las funciones del titular interino del episcopado. Y así llegamos a 1823, cuando por decreto del 17 de enero, dispone el gobierno que «el presidente del se- nado del clero, lo será el actual Deán o primera dignidad de presbítero dr. don Diego Estanislao de Zavaleta» 4.

Por razones de cronología histórica, y específicamente por la estrecha vinculación que hace al gobierno de la Iglesia, debemos ocuparnos de la ley de 21 de diciembre de 1822, que fué parte integrante de un vasto plan refor- mista que abarcaba tanto lo eclesiástico como lo político y económico, lo educacional y militar. Tal programa de tinte ecléctico, administrativo-ideológico, no sólo daba ca- rácter civilista al gobierno ejercido por «las clases cultas de la sociedad» como se escribía entonces, sino que era divisa de corrientes en boga, bajo el impulso de su animador Bernardino Rivadavia. A este movimiento, un tanto des- conectado de la realidad viviente del país, diósele ampulo- samente el rótulo de La Reforma Rivadaviana >, impuesta desde lo alto del poder, con los auspicios emocionales de una cruzada civilizadora.

Para salvar los equívocos, anticipémonos a advertir que en este singularísimo aspecto de la reforma, el Deán Zavaleta no ejercía ya el gobierno de la Iglesia argentina, si bien par- ticipó en la discusión de la ley mencionada, como represen- tante de la provincia en su legislatura. Su influencia mode- rada, se hizo sentir en la comisión de legislación de que formaba parte. Basta leer el informe de la misma y su des- pacho, para exhibir el freno puesto al proyecto ministerial. Por otra parte, como lo comprueban sus antecedentes, el cuerpo legal de la mentada reforma se componía de una serie de decretos ejecutivos, unos anteriores y otros complemen-

4 Registro "Nacional, 1655, p. 34.

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tarios de la ley misma, con que se hizo efectivo el plan integral de Rivadavia. Todo ello, a cargo del Provisor y gobernador del episcopado que lo fueron desde 1815, Valen- tín Gómez, Fonseca, Achega y Mariano Zavaleta. Este último nunca alcanzó el deanato y cuando fué destituido el doctor Medrano, figura destacada del clero de la época, le sucedió don Mariano hasta 1824, vale decir, en el tiempo agudo del conflicto con el delegado papal monseñor Juan Muzi 5.

Si es ya lugar común, recordar que las relaciones oficiales de la Iglesia argentina con la Santa Sede quedaron interrum- pidas, es asimismo conocido el abolengo jurídico de esa vinculación, a través del ejercicio del derecho de Patronato en la presentación de los obispos para las diócesis de Amé- rica. El hecho histórico pues, planteó un problema no menos político que de orden espiritual y eclesiástico, que por largo tiempo condujo a un callejón sin salida, consecuencia ine- vitable de un antagonismo difícil de atenuar. La Santa Sede no podía proceder a un galopante reconocimiento de los nuevos gobiernos de América frente a las potencias europeas que lo silenciaban o lo desconocían, ni contra- decir el Concordato con España de 1753. Los revoluciona- rios de Mayo, por su parte, al declarar la caducidad de las autoridades españolas, pretendían cortar de raíz el vínculo que asociaba el trono con la Corte romana, en tratándose de tierras americanas, sugiriendo una relación directa con

6 Llamamos la atención sobre los errores cometidos por algunos publicistas, que faltos de información han confundido al venerable Deán con su homónimo, que fué un distinguido abogado del foro porteño, quien tomara los hábitos luego de enviu- dar. Don Mariano Zavaleta secundó efectivamente la reforma con decretos com- pulsivos que provocaron fuerte resistencia. Por otra parte, en el año 1823, el Deán don Diego se hallaba ausente de Buenos Aires en procura de la «unión nacional », como se verá más adelante. Espécimen de estos gazapos se ven en la obra de Acerico A. Tonda, sobre Castro Barros, págs. 9, 128, 214, nota 134, etc. En este trabajo de mérito puede leerse lo atinente a las proyecciones de la polémica periodística, así como algunos juicios de interés. Desde luego, el autor, rechaza el «culpar de impío a Rivadavia y a sus satélites*, pese a la dureza de sus calificativos contra el doctor Mariano Zavaleta.

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la misma. Empero, la realidad revolucionaria exigía como expediente, al menos una solución de emergencia y echados a dar por el sendero de la «epiqueya>, vale decir, de una equidad benigna y prudente, que, por circunstancias de excepción, pudiera alcanzar el fin deseado al margen de la ley hispana, pero dentro de la intención del legislador, pro- hijó un statu quo o modus operandi, de sentido conciliador. De aquí nació con auspicios doctorales, el derecho suce- sorio en favor de la nueva soberanía; y de tal fuente emanó a su vez, la reforma eclesiástica del ministro Rivadavia, primer fruto del patronato nacional argentino.

Con lo precedentemente expuesto, denotamos la caren- cia de una definición sinalagmática acerca de tal derecho de Patronato, pues que hubiese sido menester un aveni- miento de las dos partes contratantes, imposible a todas luces de afianzar, ante el abismo político cavado entre la metrópoli y sus dominios. Empero, la posición oficial de la Iglesia frente a la Revolución, quedó concretada en una cauta y vigilante adaptación a los hechos consumados.

No vamos a detenernos en el detalle de la colaboración directa del clero en el hecho de la emancipación. Este tópico no encuadra en los límites precisos de una biografía, por lo demás, notablemente esclarecido por publicistas y maestros de prestigio 6. Tampoco haremos mérito de algunos episo- dios que acusan las consecuencias de la Revolución en el orden religioso, como ser la relajación y pérdida de la dis- ciplina monástica, que erigió al gobierno de la Junta en árbitro único de las desavenencias entre patriotas y espa- ñoles. Con ello, en resumen, no se hizo más que intensificar las regalías hechas efectivas en la designación de provin- ciales, prohibición del ministerio sacerdotal lesionando dis-

6 Cfr.: Carhia R. D., La revolución de Mayo y la Iglesia; Carranza A. P.,E¡ clero argentino de 1810 a 1830; Piaggio Mons. A., Influencia del clero en la Independencia argentina; Legón F. J. y otros.

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posiciones canónicas, cuanto a otros aspectos de la vida activa de la clerecía, utilizando el píilpito en tribuna de propaganda para la causa de la independencia.

Nada, o en todo caso muy poco, en materia de lealtad religiosa puede achacarse al futuro Deán, pues, como ya lo consignamos, ejerció el provisorato en los años 12, 13 y 14, y es sabido que la mayor interferencia del gobierno en la Iglesia ocurre a partir de fechas posteriores. Sin embargo, dejamos expresa constancia que en mayo de 1812, el doctor Zavaleta proyectó algunas directivas a fin de que, en los sermones se aludiese con encomio la obra del nuevo sistema revolucionario, velando por el bien de la patria naciente, o rogando en la misa por la «causa de nuestra libertad . En dos o tres ocasiones vióse precisamente en la necesidad de levantar el espíritu cívico de los feligreses y dirigió circu- lares reservadas al clero, estimulando el «amor a la Patria que ocupa decía el lugar más distinguido después de Dios en el orden de la caridad». (Arch. Nac. Leg. de Culto).

La primera Junta, en 1810, había formulado consultas a los doctores Funes y Aguirre acerca de nombramientos eclesiásticos, entre otros el de magistral del Cabildo, que habría de ocupar como hemos visto, el doctor Zavaleta. Los dictámenes fueron contestes en afirmar que, el derecho de Patronato no era una regalía afecta a la persona de los reyes, sino a la soberanía; de donde deducía que tal derecho residía en el nuevo gobierno. Como se destacará al tratar del «Memorial Ajustado» de 1834, el criterio de Zavaleta fué muy neto. En el estatuto de 1815, en el de 1817 y en la constitución de 1819, juró en forma explícita que la religión católica, apostólica, romana, era la religión del Estado, y que todo hombre debería respetar el culto público y la reli- gión santa del Estado, a punto que, cualquiera infracción sería mirada como una violación de las leyes fundamentales del país. De ahí que, insistiese en el Congreso del 24, para que se entendiera que el gobierno debe a la Iglesia la más

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eficaz y poderosa protección, así como los habitantes del país todo respeto, cualesquiera fuesen sus opiniones privadas.

Igualmente del punto de vista administrativo y canónico, fué amplio el pensamiento de Zavaleta para toda decisión justa y amistosa que pudiese afectar a la alta dignidad de su rango, y así ha comprobado el doctor Legón7 que el obispo Del Pino, en 1812-13 ejerció funciones episcopales en Buenos Aires con la exclusiva autorización del vicario capitular.

Entremos ahora al examen legislativo de la reforma eclesiástica, que como dijo Avellaneda, había «herido en carnes vivas»; por cuanto de «las celdas mismas de los conventos se escapan rumores siniestros y hasta embozadas amenazas». Aquello fué obra de las circunstancias, un coro- lario del sometimiento a la aquiescencia gubernativa, tra- ducido en banderías de claustro y subversión del orden en relajada disciplina. Como lo anota Carbia «el desquicio, empero, sólo afectó profundamente al voto de obediencia, siendo imperceptible en el acervo documental que la época ha dejado, las transgresiones públicas a los otros votos sobre los que se cimenta la vida religiosa. Sin embargo agrega nadie dudó de que ese estado de cosas requería una enmienda, y fué ella intentada durante el gobierno de don Martín Rodríguez y bajo el ministerio de don Bernardino Rivadavia» 8.

Obra de un regalismo contagioso y avasallador a la usanza Carolina, fué desplegado sin miramientos, pero con propó- sito alto e intención clara. Una serie de decretos precedió al proyecto de ley y en la aplicación de los mismos se pro- dujeron protestas, anticipando las actitudes airadas que más tarde sobrevinieron. El Provisor del Obispado en sede va- cante, que lo era entonces el doctor Mariano Medrano, de

7 Faustino J. Legón, Doctrina y ejercicio del patronato nacional, p. 468 y sgts., citado por Carbia, loe. cit., p. 84.

8 Carbia, op. cit., p. 90. Editorial Huarpes.

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respetable memoria, fué quien abriera la querella ante la Legislatura de la Provincia. Rivadavia le advirtió en res- puesta que «el gobierno es independiente y por lo tanto no hay una autoridad a quien apelar de sus medidas, y que cuando acuerda éstas tiene siempre presentes las leyes (en) cuya observancia no sólo se esfuerza a dar ejemplo, sino a trabajar con una constancia prudente pero inquebran- table, en que este país tan digno de mejor suerte, obtenga cuanto antes las leyes ilustradas a que le ha dado derecho su independencia y las de que se halla en necesidad para adquirir el honor y la prosperidad que le corresponde» 9.

A esta nota siguió otra del Provisor, que Rivadavia mandó archivar por «insubordinada , y ya en trance de conflicto el doctor Medrano, el 8 de julio, recurrió a la Sala de Representantes pidiendo la nulidad de los varios decretos del Poder Ejecutivo, petición a la que se adhirieron con sendos memoriales los religiosos dominicos, mercedarios y recoletos. La Sala, con buen espíritu, llegó a la conclusión luego de agitado debate, de recabar del gobierno la suspen- sión de tales medidas hasta la sanción de la ley de la ma- teria. Mas, tan pronto el Poder Ejecutivo presentó su minuta de ley sobre la anunciada reforma eclesiástica, el Provisor reinició su contienda a la que Rivadavia replicó con aspe- reza, pese a la argumentación sustentada de índole jurídica en afirmación de su competencia y jurisdicción, a punto tan extremo que solicitó la destitución del prelado. De la información que suministra el Diario de sesiones se infiere que las opiniones, en su casi totalidad, fueron contrarias al Provisor, porque, en efecto, la Sala acordó la destitución demandada y el Cabildo debió reasumir el gobierno ecle- siástico a la espera de la elección del nuevo vicario 10.

9 Archivo General de la Nación: Culto, 1822.

10 Sin entrar en el sutil examen que fuera menester, estimamos del mayor interés la publicación del R. P. P. Avelino Gómez Ferreyra S. J., titulada El abate Sallusti,

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En esta situación tan crítica como penosa se entró a la discusión de la reforma legal, el 9 de octubre de 1822; si bien, felizmente, en ninguna oportunidad, prejuicio alguno ni móvil oculto afectó el dogma de la Iglesia, reverenciada en todo momento. El proyecto rivadaviano fué pasado a estudio de una comisión compuesta por los diputados Some- llera, Castex, Gallardo, Díaz y Zavaleta, bajo la presi- dencia de este último n.

La cuestión, en puridad de verdad, estaba ya mal pre- parada de antemano con las medidas y actitudes que hemos señalado, derivadas de un conjunto de circunstancias en su mayor parte de orden civil que colocó su desarrollo en terreno falso, llevando a reacciones extremas, pues que las hubo en el periodismo, en el orden doctrinal y en el motín armado de Tagle. Se percibió de inmediato una con- fusión de ideas, mezcla de regalismo autoritario y centra- lista, frente a un desborde escrito que comprometía las pasiones, desde los presbiterios como dice Estrada hasta el último rincón del hogar doméstico. Habría que agregar, que el comentario postrero a este sacudimiento, no fué ni

en Archivum, t. 1., p. 178 y sigts., donde aparece la autobiografía y el opúsculo > del que fuera secretario de la Misión Mu:i. De toda su profusa relación tomamos lo atinente al conflicto de Medrano con Rivadavia, por aquello de que «l'enfant terrible» suele soltar alguna verdad chispeante en medio de indiscreciones. En el «Apéndice > intitulado Del carácter y actual cultura de los americanos civilizados, la cosecha es abundante. Contiene la nota que hemos mencionado como presentada a la H. Junta de RR., nota que pone en trasparencia el calificativo de Mons. Muzi respecto de Medrano, a quien incluía entre los «hombres de celo exagerado y tur- bulento». Por su parte, el abate Sallusti no titubea en atribuir a la imprudencia y agresividad del Provisor Medrano, las dificultades sobrevenidas, pues que por falta de tacto no obtuvo la revocación del controvertido decreto y evitado la ya ine- vitable destitución. Con mayor insistencia se lamenta del P. Castañeda, inconte- nible en invectivas y sarcasmos, cuyas «tan mordaces y satíricas expresiones a una suprema potestad» le hicieron «reo de todos los males que de allí podían seguirse». Véase como complemento la información que trae R. Piccirilli en Rivadavia y su tiempo, t. 2, p. 180 y sigts.

11 «Dictamen de la Comisión de Legislación sobre la Minuta de Ley para la Reforma del Clero presentada por el Gobierno a la H. Junta de Representantes de la provincia de Buenos Aires». Imprenta de la Independencia, año 1822. Folleto de 23 páginas.

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tan verídico ni tan sereno como hubiese sido de desear, el cual, desplazado a otros móviles y encendido por la pasión política, puso en juego el sagrado nombre de la religión para suscitar banderías. Aun en nuestros días, falta en algunos publicistas la ecuanimidad necesaria, exagerando o tergiversando ciertos gestos cuyas consecuencias fueron las comunes a los demás de toda una época; o bien, enfocando con criterio arcaico y sin discriminación, la naturaleza y causa de actos que juzgamos al presente al tenor igualitario de una ordenación democrática constitucional, que vela por los derechos y dignidad del culto y del ser humano en la vida de relación, con respeto y justicia 12.

Acotemos en síntesis las razones a que obedecía la re- forma siguiendo el dictamen unánime de los miembros de la Comisión y teniendo a la vista el proyecto inicial. Desde luego, el juicio sin disidencias de los firmantes del despacho lo es, en el del convencimiento de que la transformación y mejoramiento de la serie de leyes sancionadas entonces, debía abarcar todo el cuerpo del Estado, pues «que no existe entre nosotros clase alguna por privilegiada que se suponga, a quien no pueda y deba también alcanzar aquella disposición general». La Comisión puntualiza como justi- ficativo el estado de desorden y sus vicios correlativos, por lo que no hay discrepancia en llevar a cabo la reforma, si bien en disidencia con gran parte del plan propuesto por el gobierno, en especial lo de matiz canónico.

12 El general San Martín en cierta ocasión (carta al general Tomás Guido, desde París, en febrero de 1834) debió referirse al motín armado de Tagle. Su juicio con- denatorio, nos da el significado moral del episodio. Dice así: «... la tentativa del doctor Tagle en el año 23, en que con solo 180 pillos, estuvo en el vuelco de un dado en derribar un gobierno, que es menester confesar fué el mas popular en Bue- nos Aires en aquella época». Por su parte Rivadavia, en tres documentos: La «pro- clama» del 20 de marzo, la circular de «el Gobierno Delegado a la campaña de Bue- nos Aires», del 22 de marzo; y en la «orden del día» del 23, denunció su espíritu anárquico y el afianzamiento por parte del gobierno de las garantías ciudadanas contra los crímenes de la turba.

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En ese dictamen se estructuró la reforma en dos partes: la primera, teniendo en vista el clero en general, especial- mente el secular; la segunda iba dirigida a la organización del clero regular, procediendo a desecharla «tomando por base no la supresión de los regulares, sino su reforma» con artículos redactados al efecto. Tanto con referencia a la abolición del fuero eclesiástico como a la supresión de las casas de regulares, con excepción de los monasterios de monjas, la Comisión dispuso no aceptar esas soluciones, excluyéndolas de su despacho. Diríase que la Comisión veló por su independencia respecto de la influencia ministerial y que, en lo fundamental, dió soluciones, propias. El dicta- men parece ser obra personal del Deán Zavaleta y abundó en consideraciones para demostrar la inconveniencia de la supresión de las congregaciones de regulares, pues lo que se perseguía no era la abolición de la vida monástica, sino un cabal ajuste al espíritu de sus institutos. El voto que dió la Cámara se refirió únicamente a los bethlemitas y las órdenes menores, dejando subsistentes las principales. Fueron menester cinco sesiones para llegar a la sanción aprobada. No puede ocultarse la impresión de este debate en que más privó y ello es curioso la pasión política opositora que el respeto al derecho canónico, como lo prueba la acu- sación de sectaria a la obra reformista, pese a que se la estimó reclamada por la santidad de la religión del Estado.

Para la mejor comprensión de todo lo dicho quedaron testimoniadas algunas circunstancias de la decadencia mo- nástica sobrevenida con la fuerza aluvional de las revolu- ciones políticas. Y a fuer de probidad, bien está que verifi- quemos esos antecedentes con la luz necesaria para iluminar el panorama social de entonces. Me refiero a la opinión imparcial del Deán Funes, la cual consta en su autobiografía, en quien cabe presumir se hallase dotado de toda autoridad. El mismo recuerda que para la dilucidación de la reforma rivadaviana se fundó en 1822 el periódico El Centinela, en

cuya redacción intervino asiduamente. Allí se hace mérito, de lo «necesaria de una reforma en la que debía entrar la supresión de los con ventos^. Se agrega que Funes, «en sus artículos procuró hacer ver, que si bien las instituciones monásticas fueron muy útiles en los tiempos de su creación, y dieron copiosos frutos de santidad y letras, atendida la relaja- ción que las ha retirado a una distancia inmensa de sus reglas en esta Capital, sin una esperanza fundada de volver a su observancia, exigía su abolición una razón de Estado. Para mayor comprobación de su aserción hizo también mérito de que en general estas instituciones estaban en oposición al espíritu del siglo, en términos que ni aún por medio de un artificioso enganche, se podía conseguir un solo novicio» 13.

Por resolución del ministro Rivadavia con respecto al cual la Comisión de Legislación mantuvo señalada distancia en las normas que propuso , el Gobierno encomendó al Deán cordobés la traducción de la obra de Pedro Claudio Francisco Daunou, Ensayo sobre las garantías individuales, que se publicó también en 1822 con comentarios acerca de la tolerancia civil y religiosa en materia de libertad de cultos 14. Finalmente, en 1825, el talentoso Deán fustigó la obra de Juan Antonio Llórente, en su Examen crítico de los discursos sobre una constitución religiosa considerada como parte civil. Llórente ha quedado igualmente desconceptuado bajo el rigor exegético del ilustre Menéndez y Pelayo, quien demostrara el cúmulo de sus errores y fingimientos en sus ataques a la Iglesia Católica, pues se había propuesto audaz- mente promover un cisma religioso, aprovechando de la actitud política de la revolución hispano-americana 15.

13 Véase G. Furlong Carimff S. J., BiO'bibliografía del Deán Funes, Córdoba 1939, p. 46.

14 Furlong, opinión cit., pp. 288-296, donde se incluye el juicio del virtuoso Cas- tro Barros.

15 Idem, op. cit., pp. 348 a 355, que permite apreciar la profundidad teológica del doctor Funes.

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Las objeciones críticas de ser la reforma anticanónica, tenían también como se ve, su fundamento: No todas fueron disposiciones encuadradas en principios de conveniencia pública, de carácter administrativo-financiero y en garan- tías constitucionales de orden civil y político. Hubo también y ello es curioso, determinaciones libradas a la jerarquía eclesiástica, respecto de las cuales, el Provisor Mariano Zavaleta y no el Deán, con quien se le confunde, fué de mano larga en su ejecución con ostensible abuso. Fué este Provisor, gobernador del obispado, quien tiró el decreto del 4 de enero de 1823 con una reglamentación que excedió en ciertos aspectos el alcance de los términos formales de la ley 16.

Es conveniente puntualizar para salvar equivocadas in- terpretaciones, que el dictamen de la comisión que presidía el Deán Zavaleta, acusó desde el primer momento una acen- tuada prudencia y ecuanimidad antes de responder a las exigencias del poder ejecutivo, haciéndolo con la circuns- pección requerida en un tema candente que a sus ojos se evidenciaba con hechos notorios hacia una intervención legislativa. «Doce años de revolución decía Zavaleta en que el país, dividido siempre en pequeñas facciones, pareció destinado a formar el patrimonio de los que las presidían, fueron más que suficientes para minar las bases y hasta arruinar enteramente el edificio social. Alguna vez

16 Sería redundante referirnos a otros aspectos, pormenores y resultancias de la reforma rivadaviana. Puede el lector seguir las investigaciones meritorias de R. Carhia y las monografías de Haydee F. de Longoni, Rivadavia y la reforma eclesiás- tica, 1947; Enriqi e Udaondo, Antecedentes del presupuesto de culto en la República Argentina, 1949. Las opiniones de estos autores son dispares entre y no conclu- yentes. Mas especialmente recogemos la autorizada versión de Mons. Nicolás Fa- solino en su mencionada obra, donde se aduce: «Si hubo relajamiento en los claus- tros, faltó el carácter revelado en luchas pequeñas y rivalidades internas para ma- nifestarlo ante las imposiciones del poder; pero más que culpas de las personas, lo era de las doctrinas anticatólicas y en especial anti-romanas en que los actores ha- bíanse educado en las universidades coloniales . Op. cit., p. 118. Ello por lo que toca a los dictámenes fiscales del doctor Antonio Sáen;, doctorado en la Univer- sidad regalista de Charcas.

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les fué necesario a aquéllas capitular con los vicios, san- cionar el desorden y autorizar la inmoralidad. Era preciso un prodigio para que una clase entera, una corporación y aun sólo un número considerable de individuos salvase sin ser tocados de ese contagio universal. Entretanto, los males subsistentes comprobaban no haberse obrado ese milagro».

Y desde luego, sobre el fuero eclesiástico, la Comisión advertía que era prematuro el propósito de la supresión sin que aun hubiesen desaparecido otros fueros, el militar entre ellos. Así declara: «Harto demuestra la experiencia, que no se obtiene la igualdad legal subsistiendo la distin- ción de fueros». De aquí que, la Comisión proyectase el nombramiento de una subcomisión especial para preparar una ley que derogue todo fuero personal y deslinde con claridad éste del fuero real o de causas, que es indispen- sable subsista. Entonces dice será llegado el tiempo de demostrar que el fuero personal eclesiástico sobre materias civiles y crímenes comunes es de derecho positivo humano...».

Pero más especialmente observó, acerca de la supresión de las Casas de Regulares, el artículo veinte del proyecto de Rivadavia que la comisión rechazó de plano. Luego de exponer amplios fundamentos (desde la pág. 10 a la 16), decidió en justicia y de modo unánime, por reformar y no suprimir las congregaciones. A su juicio, la Sala de Repre- sentantes tenía atribuciones legales para sancionar una u otra solución, «sin menoscabo de su fe y sin hacer el más mínimo ataque a la religión sagrada que profesa, venera y ama». Empero la supresión ni era en su sentir de conve- niencia pública, ni resultaba evidente al Pueblo. Estudia en consecuencia la cuestión con «pulso y discreción», porque «es necesario confesar» que desde la infancia se han visto los trabajos apostólicos realizados entre los aborígenes con los mayores riesgos y peligros, prodigando la sangre y la vida de sacerdotes y en múltiples actos de caridad. Por des-

Si

gracia en ese. tiempo revolucionario de que se ha hecho mención «no se ignorn . . . que se han introducido en los claustros la insubordinación, la falta de respeto a las leyes y estatutos, la disipación y otros excesos, que conocen y lloran los verdaderos religiosos . Por ello, la Comisión de- seaba el remedio de los males denunciados, pero no la des- trucción de los institutos. Por otra parte, circunstancias y ventajas acreditaban que el clero regular hacía falta en el desempeño del ministerio sacerdotal en consideración al limitado número de seculares.

De otro ángulo, la comisión con visión clara del propó- sito ministerial advierte una vez más: «Tal es el artículo veinte del proyecto que hoy tiene en espectativa al pueblo, dividido en dos contrarias opiniones: que sirve de pretexto a pasiones innobles disfrazadas con el supuesto nombre de celo por la religión, y que se ha hecho ruidoso entre nos- otros, mas por la animosidad, poco decoro, groseras invec- tivas, sarcasmos y personalidades, con que abusando hasta un extremo escandaloso de la libertad de la prensa, han sostenido el pro y el contra algunos de nuestros periodistas, que por lo extraño que debiera parecer entre personas de regular instrucción, el que el se propusiese a la Sala, por, si juzga necesaria o conveniente su sanción. La Comisión conoce la crítica posición en que se halla colocada. . . sabe que de ningún modo podrá evitar la censura. . .».

Era igualmente de observar que en distintos pasajes del extenso dictamen, los diputados presintieron esa crítica aguda y la admonición severa, pues que emplearon de intento expresiones alusivas a sus individuales conciencias. Así por ejemplo en lo referente a la abolición de los diez- mos dicen: «En la discusión que se tenga para sancionar este artículo, demostrará que esta medida sin oponerse a alguna ley divina como algunos lo han pretendido, o ecle- siástica universal, es útil al público, a los labradores y hacen- dados contribuyentes, y a los ministros mismos que, partí-

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cipes sólo de una tercera parte de que aun tienen que sufrir los descuentos de media annata y tres por ciento del semi- nario, están hechos el único objeto de la más amarga cen- sura».

Finalmente, ante la anarquía producida por la situación de muchos conventos, unos dependientes y otros no de los obispos diocesanos, el dictamen expresa: «Estudiosamente prescinde en esta parte la Comisión de hacer valer la auto- ridad civil para ordenar la subordinación al Ordinario, porque trata de cerrar todo refugio a los que repugnan una medida que reclama el interés público y el de la religión. Sabe que aun así, no faltarán declamaciones. La fuente más copiosa de sofismas y errores es la voluntad. Por aquel medio que a su modo de ver dicta la prudencia y la justicia, el pueblo sentirá las ventajas o tocará el desengaño; y de todos modos la autoridad legislativa se pondrá en mejor aptitud para poder reconsiderar este grave negocio y deli- berar con más acierto».

No está demás, siquiera como rápida acotación ilustra- tiva de la ley de 1822, hacer mérito de lo que con toda propiedad puede considerarse población eclesiástica. En nues- tro país, como en el resto del continente, durante el siglo xvm y comienzos del xix, tenía su mayor agrupamiento en las principales ciudades, sin desconocer por ello el signifi- cado de sus establecimientos en las viejas misiones y en la campaña de Córdoba, hecho evidenciado por los her- mosos conventos de Alta Gracia, Jesús María y otros. La población censada en el virreinato era en 1778 de 477 regulares y 70 seculares. Naturalmente que para los oficios religiosos, predicación y enseñanza, estas cifras resultan harto insuficientes. Después de la expulsión de los jesuítas por Carlos III, y a raíz de ella, escribía el Obispo de Tucu- mán: «No que hemos de hacer con la niñez y juventud de estos países. ¿Quién ha de enseñar las primeras letras? ¿Quién hará misiones? ¿En dónde se han de formar tantos

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clérigos?». Es notorio que en el decurso de los años la po- blación acreció en todos los órdenes de actividades y que el mundo religioso, por consiguiente, tenía multiplicadas sus cifras en la época de la reforma rivadaviana. Con todo, ésta tuvo alguna gravitación, porque como informa el doctor Carbia, casi el 90 % de los religiosos de la provincia de Buenos Aires abandonaron las celdas conventuales, obte- niendo la exclaustración. Por lógica implicancia, esto deter- minó el aumento benéfico del clero secular en los curatos, y la construcción de templos en las ciudades y en el campo 17 .

Para terminar y a fuer de imparciales, nos vemos preci- sados a reproducir aquí el severo juicio del distinguido historiador Fray Jacinto Carrasco O. P., a quien deseamos mentar en esta exégesis biográfica, no obstante compren- derle las generales de la ley, pues es notorio y público, que la orden dominica a la que pertenece cayó bajo el veto ministerial, la cual respondió con inflamados panfletos que exhiben lo objetivo y subjetivo de la querella de 1822.

Dice el P. Carrasco: «En la futura historia eclesiástica argentina le dará mucho que hacer al historiador que con- temple su figura, (la de Zavaleta), un tanto severa y sombría, y quiera abarcar en un cuadro sinóptico los largos y varia- dos trabajos con que llenó su caudalosa existencia. Pero más trabajo tendrá cuando quiera conciliar su conducta de sacerdote, profesor de teología y Deán de la Catedral, - dígase de un subdito incondicional de la Iglesia , con su exagerado regalismo, que lo constituyó en uno de los pilares de la reforma eclesiástica de Rivadavia. Esta «his- toria» descubrirá, a poco andar, que los ocho sacerdotes diputados en la Sala de Representantes de Buenos Aires cuando se discutió esa ley, eran todos regalistas también; y no aducirá por cierto ese hecho para explicar (ya que no para justificar) la conducta del Deán Zavaleta, sino para

17 Doctor Carbia, loe. cit., p. 114.

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condenarlos a todos, como extraviados por un falso patrio- tismo» 18.

Parécenos que el respetable investigador prejuzga y hasta se confunde desde cierto punto de vista. Más adelante, insiste: «Aflojados los muelles y resortes de la disciplina religiosa en ambos cleros, tocóle actuar, y no gloriosamente por cierto, en la famosa reforma eclesiástica de Rivadavia». A continuación recuerda: «Ya he dicho que la historia tendrá que juzgarlo con rigor». Pero enseguida aclara su pensamiento: «Como Deán de la Catedral de Buenos Aires, por lo general, su conducta tuvo que someterse a lo extra- ordinario de las circunstancias porque pasaba la Iglesia».

Ha quedado probado que el regalismo de Zavaleta no fué exagerado, pues que aparece muy por debajo del concepto expresado en ese sentido por el Deán Funes. Tampoco puede admitirse fuera un pilar, o si se quiere el pilar de la reforma, ya que hemos discriminado la acción del Provisor Mariano Zavaleta que soportó todo el peso de su ejecución. Por último, lo de «falso patriotismo» carece de significación interpretativa y más aparenta ser el ribete de un eufemismo. Lo substancial es que el P. Carrasco reconozca «aflojados los muelles y resortes de la disciplina religiosa en ambos cleros», y que «lo extraordinario de las circunstancias» de- terminó la conducta de las autoridades. La «historia» siem- pre juzga con rigor cuando se funda en la justicia y la verdad, las cuales evidentemente, lejos de perjudicar, enaltecen al Deán. Pero, no nos toca a nosotros dictar la «ardua sen- tencia». Sólo reparamos en que no es verídico ni justo dar por no escritos los altos propósitos expresados unánime- mente por la Comisión actuante; y menos todavía aceptar el criterio histórico que ignora los hechos y disocia la con-

18 Léase el interesante escrito de Fr. Jacinto Carrasco O. P., Don Juan Manuel de Rozas y el Obispado del Deán don Diego Estanislao Zavaleta, en Archivum, t. I, cuad. Io, pp. 129 y 133. Buenos Aires. 1943.

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ciencia de solidaria responsabilidad, cuando en plena revo- lución y clarificación de las ideas, la Iglesia debía ser am- parada de su orfandad y recuperada de los abusos e indis- ciplinas con que se la había apartado de su misión y amor a Dios. Más adelante, en el capítulo IX, hacemos el análisis psíquico del «furor de gobernar».

Está dicho ya que al Deán se le conoció mal y se juzgó su obra unilateralmente por críticos que pretendieron sellar la última palabra sin la debida profundización. No perci- bieron en Zavaleta, al integérrimo un tanto «severo y som- brío», para marcar paralelos, digamos por ejemplo, con Julián S. de Agüero, y aun en liza con sus demás colegas de banca legislativa. El Deán, durante la azarosa gestión sigue imperturbable, libre y desapasionado; no medroso ni hosco. Al contrario, transparente en conciencia y convicciones, sentidamente definidas en procura de un ideal cívico-reli- gioso. . . Y volveremos a encontrarle años más tarde en circunstancias de prueba, donde vemos jugar a muy pocos, tomar la pluma para escribir, como si fuera su última con- fesión o el coloquio de la lealtad con su apostolado, estas palabras de unidad espitirual: «repetir y ratificar la profesión pública de mi fe política; y prevenir en parte los ataques, que en razón de las opiniones que vierta , pudieran hacerse a mi fe religiosa, obligaciones sagradas de que no debo desatenderme > 19.

19 Estas expresiones fueron emitidas en ocasión de la consulta que se le hi:o sobre Patronato Nacional, en el Memorial Ajustado, año 1834. No está demás que agreguemos, respecto de su versación de teólogo, que existen dictámenes, desgracia- damente dispersos, sobre materias de considerable importancia. Podemos recordar desde luego su opinión acerca del recurso interpuesto por los religiosos de Cór- doba reclamando la nulidad de su profesión solemne. También sobre dispensa en el matrimonio de hereje con católico. Ambas consultas en la Biblioteca Nacional Ms. Nos. 8026 y 4269 de los años 1837 v 1829, respectivamente.

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Capítulo

IV

DOS ORACIONES SAGRADAS: LA REVOLUCION DE MAYO Y LA DECLARACION DE LA INDEPENDENCIA

Capítulo aparte corresponde a la dualidad oratoria, pues que el doctor Zavaleta se destacó con rasgos propios como orador sagrado y como orador parlamentario. En lo pri- mero, desde el pulpito de nuestra Catedral se le oyó en dos circunstancias de resonancia histórica, porque esas dos ora- ciones fueron pronunciadas con el respaldo jerárquico de sus funciones eclesiásticas, en homenaje a la Revolución de Mayo en 1810 y en loor de la Declaración de la Inde- pendencia en 1816, aunando al sacerdote con el patriota, en un todo inseparables. En lo segundo, oyósele igualmente desde la banca de los diputados de Buenos Aires y en los Congresos constitucionales de 1817 y 1824, así también en la tribuna de la representación ministerial de la Legislatura de Mendoza en 1823, coronando una misión nacional de unión entre los pueblos. Mas, este segundo aspecto perte- nece totalmente a su actuación política con figuración incon- fundible, propia del estadista y del ciudadano. Son, por consiguiente, cátedras diversas cuya proyección interna y externa determina la índole de asuntos tan dispares como lo era su obligada consecuencia: en el pulpito, la exhortación

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cristiana; en el parlamento, la polémica abierta de vuelo institucional.

La semana turbulenta, la de los días decisivos de Mayo es la de la emancipación, pues como lo declaró de modo expreso el virrey Cisneros en su conocido informe de agonía al Rey, «la obra estaba meditada y resuelta ». Los patriotas, en efecto, daban por indiscutible que España había cadu- cado y que en nombre del pueblo se convocara a «Cabildo Abierto» para decidir la permanencia o no del virrey en sus funciones. El 22 de mayo, entre los vecinos convocados, figuraron como asistentes al acto veintiséis sacerdotes, entre ellos los doctores Juan Nepomuceno de Solá, cura de Mont- serrat y Antonio Sáenz, secretario del venerable Cabildo Eclesiástico e inolvidable primer rector de la universidad de Buenos Aires, hecho que nos refleja el verdadero clima de familia con respecto a Zavaleta, pues que los tres, vincula- dos por la sangre l, el sacerdocio y el sentimiento patriótico, presentan en la unidad excepcional de sus rasgos, el alto ideal de libertad con que soñaron su propio destino. A los tres los consumió un ardiente apostolado por Dios y por la Patria. El doctor Zavaleta, empero, no participó de la vo- tación famosa, no obstante estar en íntimo contacto con todo el grupo revolucionario de sus condiscípulos y amigos. Sabemos sí, pese a su temperamento retraído por exceso de modestia, que alentó en todo lo que pudo el movimiento rebelde. Fué concurrente al cenáculo privado de los diri- gentes principales y en una ocasión dio opinión certera sobre el giro de los acontecimientos. Era, efectivamente, asiduo al «club» en casa de Rodríguez Peña y allí, el día 23 de mayo, congregada la mayor parte de la juventud y de los hombres más destacados contra la continuación del virrey en el mando, debió hablar para decidir a Castelli a no renunciar su designación en la Junta, porque en él

Eran primos hermanos Solá y Zavaleta, y sobrino de ambos el doctor Sáenz.

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todos cifraban la esperanza del éxito contra la confabula- ción de los cabildantes europeos. El historiador López nos relata que luego -de oírse varios pareceres, el doctor don Diego Estanislao Zavaleta se adhirió a la opinión de Tagle, y como era agrega un sacerdote venerable, tenido por hombre de grande sensatez, acabaron todos por concordar en que era indispensable que Castelli aceptara el nombra- miento para integrar el nuevo gobierno, sin perjuicio de continuar excitando al pueblo a que se alzase contra el "arbitrio" con que el Cabildo había violado lo resuelto en el Congreso del día 22» 2.

Mas, es singular la característica de este hombre, que si bien volcado por entero en la causa patricia no ha de olvidar su misión sacerdotal, guardando así una serenidad apacible para no caer en la desorbitación de su verdadero papel entre el dogma y la política, entre la doctrina y los hechos, entre el ministro del altar y el tribuno del pueblo. Su exhortación del año 10 vale como ejemplo, porque religioso aclama la paz y el honor. «No esperéis, señores, dijo , que desde este lugar santo os hable yo otro len- guaje que el de la verdad >. El pulpito, en efecto, reclamaba el juicio de la conciencia y del bien. En seguida agregó: «Sois demasiado católicos y piadosos para que no censuréis justa- mente mi conducta si tuviera el sacrilego atrevimiento de prostituir mi sagrado carácter». Proclamaba de este modo su posición en el templo. Subrayó entonces el concepto patrio de un modo que salvara cualquier equívoco: «Un ora- dor profano exclamó podrá tomar a su cargo elogiar desde una tribuna la sublimidad de vuestros leales patrióticos pensamientos y empresas, pero a un orador sagrado sólo le corresponde instruiros y excitaros a la piedad».

Para la mejor compenetración de la oración de Zavaleta debemos traer a la memoria una vez más al Deán Funes,

López V. F., Historia de la República Argentina, t. III, p. 53.

í>3

quien desde la tribuna sagrada abrió un juicio que fué «la primera piedra de la Revolución, reconociendo la existencia del Contrato Social». Corría entonces el año de 1789 y el motivo fué el homenaje tributado en Córdoba a la memoria del rey Carlos III, recientemente fallecido. Si Funes, en tal circunstancia, insinuó el derecho revolucionario, Zavaleta, en su meditada Exhortación a los «hijos y habitantes de Buenos Aires el 30 de mayo de 1810, en la solemne acción de gracias por la instalación de su Junta Superior Provi- sional y de Gobierno» 3, reafirmó con la referencia a los hechos de esa semana gloriosa la verdad de la revolución. Un mérito de excepcional oportunidad dio mayor relieve aún a su palabra insinuante, pronunciada en la Catedral Metro- politana y en presencia de las autoridades ungidas por esa Revolución.

«El honor dijo Zavaleta , alma sin duda de vuestras intenciones, os hizo tomar las medidas más justas y las providencias más acertadas para impedir esos grandes des- órdenes que suelen acompañar y seguirse a las conmociones populares. . . Instalasteis una Junta depositaria de vuestros derechos para que, provisionalmente, os gobierne y vele sobre vuestra seguridad y la de estos vastos y preciosos dominios. . . Siempre que volváis la vista a los memorables días 22, 23, 24 y 25 de mayo de 1810, deberéis levantar vuestro corazón a Dios...».

Luego, con gravedad, agregó: «Debéis tranquilizaros des- pués de haber instalado vuestro Gobierno. Debéis estre- charos con los fuertes vínculos de la paz y caridad para disfrutar bajo el nuevo Gobierno las ventajas de una amable

3 «Exhortación cristiana / dirigida / a los hijos y habitantes / de Buenos-Ayres / el 30 de Mayo de 1810 / en la solemne acción de gracias / por la instalación / de su / Junta Superior Provisional / de Gobierno / por el Dr. D. Diego de Zabaleta Ca- tedrático / de Teología en los reales estudios de esta Capital / =bigote= Con Supe- rior Permiso: / En Buenos-Ayres: / en la Real Imprenta de Niños Expósitos^. 16 páginas.

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E]£ft£)RT ACION CRISTIANA

DIRIGIDA

A LOS HIJOS Y HABITANTES

de Buenos-Ayres

EL 30 DE MAYO DE 1810

.TI 7

IN LA SOLEMNE ACCION DE GRACIAS

POR LA JNSTALACION

DE'SÜ

JUNTA SUPERIOR PROVISIONAL

DE GOBIERNO

JPon Dñ. D. Diego de 2 aba leva Catedrático de Teología en ios reales estudios de esta Capital.

CON SUPERIOR PERMISO: EN BUENOS-AYRES: En la Real Imprenta de Niños Expósitos.

VIII. Oración sagrada pronunciada ante la Junta Revolucionaria a los cinco días su posesión del mando. Ejemplar del autor. 1810

sociedad. . Y en seguida, en tono de discreta prevención? repuso: «Cualquiera novedad que intentarais os desacre' ditaría entre los pueblos cultos y os expondría a los mayores desastres. Vuestra veleidad e inconstancia serían el objeto de su justa censura; y tal vez una guerra civil en que unos a otros os despedazaseis, su infeliz resultado; si es que antes los perturbadores de la tranquilidad pública no sufrían un riguroso pero ejemplar y justo castigo.

» Desde el momento mismo, en que os persuadisteis que un tropel de circunstancias desgraciadas os habían devuelto aquellos derechos sagrados que se consideran propios del hombre cuanto trata de constituirse en ordenada sociedad; y a su consecuencia escojisteis y elejisteis de entre vosotros aquellos sujetos que creísteis más propios para dirigiros y gobernaros, abdicasteis y pusisteis en sus manos vuestros derechos y los revestísteis de un poder que al mismo tiempo que los recarga con el enorme peso del gobierno, los autoriza de modo que ya les debéis obediencia, honor, amor y gratitud».

Este párrafo, con la buena nueva, instruyó al pueblo que escuchaba del fundamento doctrinario y sentido revo- lucionario del gobierno propio. Y luego de repetir textual- mente el orador, el concepto de Funes acerca del Pacto Social y la aspiración legítima de todo ciudadano, acentuó Zavaleta con firmeza: «Este es el origen de las sociedades civiles y el principio de donde se deriva toda autoridad, aun la soberana».

A partir de esta reflexión, la dialéctica se vuelca en el sentido inexorable de la legitimidad de la Junta, y por ende, de la obligación del pueblo entero de prestarle total acata- miento.

Al término de su «exhortación», obsérvase que el ilustre Deán puntualiza su propósito patricio proselitista, acerca del reciente orden de cosas: «... la nueva Junta exclamó tiene por fin principal el conservar ilesos aquellos mismos derechos que sostuvisteis a costa de vuestra sangre y vida (aludía a las invasiones inglesas). . . .Sí señores. Así lo manifiesta

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el acta solemne de su instalación, el juramento que pres- taron sus individuos, y la juiciosa y edificante fórmula del que la misma Junta ha exigido a todas las corporaciones y tropas de esta gran capital».

En aquel inmenso concurso de gentes, que colmaba el centro y las naves laterales del espacioso templo, la admo- nición del doctor Zavaleta debió tener la fuerza de una conminatoria. Cinco días escasos se habían cumplido del estremecimiento capitular con la eliminación del virrey y de la erección de la Junta allí presente, reverenciada con honores litúrgicos y militares. Bastaría, en verdad, esta com- probación física de asistencia personal, para percibir sin esfuerzo la sensibilidad del auditorio y el eco de aquella voz tenida siempre por austera y grave. Allí alternaron las fla- mantes autoridades con la vieja sociedad porteña y todo un abigarrado público de militares, empleados, comerciantes, escolares y servidumbre doméstica. Una tácita conformidad de la conciencia ciudadana parecía responder a aquella presentación oficial requerida de obediencia; manera pri- mordial de iniciar con signos de vida, la nueva misión de los mandatarios.

A la salida de la catedral, como final de aquella cere- monia, se exteriorizó algo más: la unidad de pensamiento religioso y político a través del primer fruto patrio. Porque aquellos ungidos del pueblo, aplaudidos, vivados y asistidos de muchedumbre, anudaban el vínculo de solidaridad revo- lucionaria hacia un ideal de libertad política, que era trasunto fiel de autonomía y nacionalidad. Así, pues, el discurso, exponente promisor del nuevo Estado, hallaba su conse- cuencia y repercusión anímica en la fuerza empírica del hecho que acababa de consumarse bajo las bóvedas cate- dralicias y el manto de la Providencia.

Pasemos ahora a la segunda fecha histórica. Pero antes digamos que en el año 10 había quedado fundada la repú- blica. Sin detenernos a considerar la participación del doctor

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Zavaleta en las asambleas de abril y octubre de 1812, dada la precariedad de esas convocatorias, como en lo relativo al «Estatuto Provisional» de ese año, dentro del cual como parte integrante tenía su significado la Junta Protectora de la libertad de imprenta, en la que el doctor Zavaleta actuó como juez electo. Es notorio que la asamblea de abril fué disuelta por Rivadavia, por haberse arrogado ésta el título de gobierno superior. La excitación del pueblo contra el Triunvirato, provocó el movimiento sedicioso del 8 de octubre que llevó una vez más el Cabildo al mando supremo. La nueva convocatoria para una asamblea constituyente acusó un progreso institucional por cuanto se procuraba un sistema de gobierno para regir a las Provincias Unidas. El doctor Zavaleta, pese a su representación, lo era electo por Tucumán, adoptó un carácter prescindente, excusando su asistencia por sus múltiples ocupaciones. En 1814 se creó el cargo de «Director Supremo» recayendo la honrosa designación en don Gervasio Antonio de Posadas. Con este motivo el primer magistrado recuerda en sus Memorias su consulta a Zavaleta. Lo dice con entera ingenuidad y lla- neza: «. . .bajo las relacionadas garantías publicadas en la más solemne forma, me dispuse y resolví encargarme de la suprema magistratura. Preparé las cortas arengas que con- sulté previamente con el señor Provisor, gobernador del obispado dr. don Diego Estanislao Zavaleta, dignidad de Deán de esta Santa Iglesia Catedral, y con su dictámen y aprobación personado que fui en la Asamblea el expresado día 31 de enero de 1814 a presencia de todas las corpora- ciones y de un inmenso concurso de gentes de todos estados y condiciones, fui juramentado, ocupé el distinguido asiento que me señalaron ...» etc. 4.

4 Memorias y autobiografías, editadas por el Museo Histórico Nacional, t. I, p. 159.

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En el año 16, tras un lustro de arrebatos, decepciones y vicisitudes múltiples, se significaba la alternativa de cum- plir la palabra empeñada o de perecer en la contienda. En ese momento histórico una declaración extraordinaria, solemnísima y provocativa, dirá al mundo que ha nacido una nueva nación soberana, que derriba falsas creencias políticas y principios errados. Nuestros proceres lanzaron su desafío al porvenir, comprometiendo sus nombres, sus vidas y al país mismo. La convicción moral y la fe patrió- tica fueron su fuerza.

El viernes 13 de septiembre se proclamó y juró en Bue- nos Aires, del modo más consagratorio, el decreto augusto , como le llama la Gaceta, «de la Representación Soberana de los Pueblos Argentinos que los eleva al rango y preemi- nencias de nación independiente , según la declaración del Congreso de Tucumán, del 9 de julio de ese 1816 5. En esa mañana se llamó en la crónica «el día grande de Buenos Aires» el Presidente del Cabildo «enarbolando la bandera nacional* tomó al pueblo el siguiente juramento: Juráis a Dios nuestro Señor y esta señal de la Cruz, promover y defender la libertad de las Provincias Unidas en Sudamérica y su independencia del rey de España Fernando VII, sus sucesores y metrópoli y toda otra dominación extranjera?^ «¿Juráis a Dios nuestro Señor y prometéis a la Patria el sostén de estos derechos hasta con la vida, haberes y fama? > Sí, juramos fué la respuesta estentórea del pueblo. «Si así lo hiciereis, Dios os ayude y si no, El y la Patria os hagan cargo».

Con asistencia de todas las corporaciones, jefes y em- pleados civiles y militares, acompañando al director del Estado don Juan Martín de Pueyrredón, y en presencia de un numeroso concurso, se celebró en la Iglesia Catedral

5 Gazeta de Buenos Ayres, sábado 21 de septiembre de 1816, 73, p. 299 de la reimpresión facsimilar.

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una misa solemne de acción de gracias «al Protector Eterno de nuestra libertad». En ese acto, de conmovido sentimiento cívico y religioso, subió al pulpito nuestro ilustre Deán, quien como dice la crónica «desempeñó con aplauso una oración análoga a su elevado objeto».

Tócanos como posteridad, descubrirnos reverentes ante las sombras de aquellos varones componentes de un «ilustre Senado», como le denomina un noble espíritu de nuestras letras, que hizo del Congreso la asamblea más representa- tiva y nacional del alma argentina que haya existido jamás en los anales patrios.

El discurso de Zavaleta que suponemos como todos los suyos de fondo y forma acreditados por su erudición, parece haberse perdido. La búsqueda acuciosa no ha dado el resul- tado apetecido y habremos de resignarnos a recoger el eco de su éxito que registra la prensa de la época. Lumina verbi, en el decir de Cicerón, que llevaron luz y esplendor a la ciudadanía porteña en la fecha inolvidable. Fué siempre notorio cómo Zavaleta aplicaba su erudición teológica a las cuestiones políticas que eran las humanas, avanzando gene- ralmente una idea dominante en sus características medita- ciones, hondas y patrióticas. Por el extracto aparecido en El Observador Americano sabemos, que su «oración panegí- rica eucarística, llenó todos los objetos de su elevado asunto, ya como predicador evangélico, ya como orador patriota». Según el articulista, se demostró no sólo «la justicia de la declaración de nuestra independencia, por la injusticia con que la España nos ha hecho y está haciendo la más san- griente guerra», cuanto «por la incapacidad en que el rey español se halla de protegernos al paso que intenta domi- narnos». Tal el argumento político de los hechos pasados y el dictado de las circunstancias presentes a fin de demos- trar «la obligación de sostener y la esperanza de conservar la independencia nacional». Agrégase que en el final de su discurso, Zavaleta con elocuencia puso de relieve el favor

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del cielo en nuestra causa, el espíritu de religiosidad en el pueblo y el amparo de Dios con «repetidas pruebas de velar y cuidar de nosotros» 6. Aparte lo transcripto de la Gaceta de Buenos Aires, debemos recordar la descripción de las fiestas que con el título de «Día de Buenos Aires», diera a la estampa en 1816 el sabio y poeta don Bartolomé Mu- ñoz, de ilustre memoria, en folleto raro codiciado de los bibliófilos7. Allí se destaca por tan calificado testigo, la ora- toria de Zavaleta y se alude a esa ceremonia religiosa que prestigiara con su presencia el Director Supremo. Una pro- cesión cívica acompañó a las autoridades hasta el Fuerte, y desde los balcones del Cabildo se arrojó al pueblo unas hojas impresas conteniendo el Acta de la Independencia. En las noches de los días 13, 14 y 15 se iluminó toda la ciudad y especialmente dice el opúsculo la Plaza de la Victoria. Finalmente, otra referencia coetánea la tenemos, redactada por el doctor Julián Alvarez, en el número 80 de la Gaceta de Buenos Aires (1818), quien expresa: «Predicó el señor doctor don Diego Estanislao Zavaleta, dignidad Deán de esta Santa Iglesia Catedral de Buenos Aires, y la edificación de un concurso lucidísimo y muy numeroso, correspondió bien al mérito personal y literario del respe- table orador». (Nro. 80 del miércoles 22-VII-1818).

6 El Obszrvador Americano, 5 del lunes 16 de septiembre de 1816, pág. 42.

7 Día de Buenos Aires en la proclamación de la independencia de las Provincias Uni- das del Río de la Plata, por el presbítero Bartolomé Doroteo Muñoz, 1816. Imprenta del Sol, 20 páginas en 4o-

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Capítulo

V

ZAV ALETA Y EL CONGRESO DE TUCUMAN

Un humilde libro manuscrito, encuadernado en perga- mino, inédito e ignorado durante una centuria, permanecía sepultado en los legajos del archivo de los Tribunales, guar- dando el secreto de la elección de los representantes de Buenos Aires al Congreso de Tucumán. Tuve la fortuna de hallarlo y señalarlo al encargado de la sección de his- toria, de la Facultad de Filosofía y Letras, para su publica- ción De los 167 folios, un tercio corresponde a las elec- ciones de diputados, el resto a las capitulares y en especial a las «instrucciones» de 1816, nutridas de derecho político y de revelación histórica. Comprende el interesante período de 1815 a 1820 y allí está trazado el rumbo de la magna Asamblea que declaró la Independencia.

El legajo contiene integralmente las «sesiones de la Hono- rable Junta electoral», nacida ésta como cuerpo permanente del minucioso estatuto de 1815. Las elecciones se hicieron en la ciudad y en la campaña. Cada ciudadano, bajo cu- bierta cerrada y sellada, votó por doce electores y en el

1 Cfr.: Documentos para la Historia Argentina, t. VIII, que contiene el notable estudio del brillante historiador Carlos Correa Luna sobre Antecedentes porteños del Congreso de Tucumán, publicado bajo la dirección del doctor Emilio Ravignani, quien se hizo cargo del hallazgo. (Loe. cit., p. XII).

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Cabildo, en presencia de todos los regidores, se procedió al escrutinio.

Fueron proclamados electores: los doctores Diego E. de Zavaleta, Darregueyra, Anchoris, Medrano, Arana, Chorroa- rín, Gascón, Tagle, J. J. Anchorena, Montes de Oca, Antonio Sáenz y Francisco Belgrano, todos ellos de la Capital. El es- crutinio dio a Zavaleta sesenta votos más que a Darregueyra y más de ciento sobre el resto de la lista. No sabríamos a qué atribuir esa mayoría tan abrumadora en favor de Zavaleta 2. El 22 de agosto de 1815, reunidos éstos en la Sala de Ayuntamiento con los once electores de la cam- paña, efectuaron la elección de los diputados al Congreso Nacional, que fueron: Pedro Medrano, Juan José Paso, Antonio Sáenz, Cayetano Rodríguez, Tomás M. de Ancho- rena, Esteban Gascón y el doctor Darregueyra; en total siete, todos por un año y a los que la posteridad exorna por su actitud en la fecha gloriosa del 9 de julio de 1816.

Acaso la moción de más peso que se hizo en las delibe- raciones de la Junta fué la de saber si gozaba ella de facultad suficiente para dar instrucciones a estos diputados del futuro Congreso, y luego de debatido el punto «por unani- midad de votos » se declaró que la Junta debía darlas, a cuyo fin se dispuso el nombramiento de una comisión especial de cinco individuos que, en definitiva, lo fueron los doctores Zavaleta, Leyva, Chorroarín, Anchoris y Castex, es decir, sus juristas más notorios, con obligación de pre- sentarlas al Cuerpo, como lo practicaron efectivamente en la sesión del 11 de septiembre. Desde luego que en el poder extendido a los diputados se prefijó el mandato de sancionar

2 Indudablemente Zavaleta fué el candidato «favorito» diremos, pues contó con 177 votos para diputado al Congreso de Tucumán; Darregueyra 117; Anchoris 80; Medrano 79, etc. Pero no aceptó la diputación por dos razones fundadas. La primera, su modestia, pues sólo se estimaba a mismo como teólogo y no como político. La segunda, el ser Tucumán el seno de su familia, poderosamente influ- yente, tanto por su hermano don Clemente, cuanto por ser tío y primo de Juan Ma- nuel Silva, los Aráoz, etc., que constituían un núcleo dominante.

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la Constitución, mediante una cláusula general redactada así: «y procedan inmediatamente a fixar la suerte del Es- tado, y formar y dar la Constitución que ha de regirlo».

Las recordadas instrucciones, por otra parte, aparecen en el acta respectiva, intercaladas de puño y letra de Zava- leta, de folio 47 a 48 vuelta, con un preámbulo aleccionador según el cual, es obligación de la Junta formular sus reco- mendaciones a los diputados «para asegurar al Pueblo sus derechos y preparar su felicidad».

Trátase de ocho artículos en total, que corresponden a los anhelos del electorado. En primer término se preco- niza la necesidad de alcanzar la indivisibilidad del Estado, la separación y deslinde de los tres poderes «Legislativo, Executivo y Judiciario»> con expresión de funciones y atri- buciones. En segundo lugar asegurar al pueblo el ejercicio de la soberanía que el Congreso debe reconocer como encarnada en mismo; crear el juicio por jurados, de modo que jamás pueda dictarse la sentencia si no por sujetos iguales al inculpado; ejercer la censura por medio de la libertad de prensa; establecer el derecho de cualquier ciudadano a representar la autoridad y de resistir a la misma, cuando se excede de los límites que señale la Constitución.

La tercera instrucción se ocupa del Poder Legislativo, pues que el Pueblo «no puede exercer racionalmente por mismo dice el poder de hacer leyes, interpretarlas, suspenderlas y revocarlas», o sea, como diríamos en nues- tros días que no gobierna ni delibera sino por medio de representantes, de acuerdo con la consabida fórmula cons- titucional. Los doctores Chorroarín, Castex y Zavaleta, manifestaron explícitamente que el Poder Legislativo debe «subdividirse en dos o más secciones distintas, indepen- dientes entre y ordenadas de modo que la mutua emula- ción empeñe a todas al trabajo, y por este medio se asegure el acierto en sus determinaciones».

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La expresión «sección» se refiere naturalmente al sistema bicameral, pues en la instrucción cuarta se aconseja dejar la ini- ciativa parlamentaria a la «sección mas popular» en materia de contribuciones, empréstitos, recursos o rentas del Estado.

En la quinta instrucción, los miembros de la Comisión se pronunciaron partidarios del Ejecutivo unipersonal. Final- mente, la Junta previene a los diputados sobre la conve- niencia de la posible reforma de la Constitución, mediante cláusula que la estatuya cuando las circunstancias lo exijan. A juicio del doctor Leyva, el propio poder legislativo de- bería ser quien pudiese sancionar tal reforma, una vez recono- cida su procedencia. Un último voto abriga la esperanza de que el Congreso, por gestión de la diputación, acordase en ocasión propicia a la Provincia de Buenos Aires «todo aquello a que la han hecho acreedora sus heroicos sa- crificios por la libertad de todas las de la Unión, y que sea compatible con la felicidad y bien general del Estado».

El análisis de estas Instrucciones, que es tema fecundo y especializado nos llevaría acaso muy lejos, apartándonos del móvil biográfico que inspira este ensayo. En consecuen- cia, sólo agregaremos que el doctor Zavaleta, votado para presidir la Junta, en sesión del 11 de diciembre de 1815, mantuvo estrecho contacto con los representantes y autori- dades del Congreso de Tucumán. Prueba de ello es el in- forme que Zavaleta introduce en la Junta para conocimiento del cuerpo, redactado y firmado por el diputado Antonio Sáenz, dando cuenta del estado en que quedan los negocios confiados a su cargo, a fin de que la Junta «forme su reso- lución sobre conocimientos seguros y exactos».

Allí, el doctor Sáenz expone los «gravísimos inconve- nientes que ocurren para dar al presente su Constitución al país» 3.

3 Cfr.: Acta del 14 de marzo de 1817, folio 106 a 108. El informe de Sáenz está fechado en Tucumán el Io de febrero de ese año.

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Ese trascendental documento comprende tres puntos capitales. Desde luego, ante lo impracticable que resultaba el acuerdo de los diputados para llenar el fin supremo de sus mandatos, de dar en ese momento la Constitución tantas veces presentida y anunciada, la primera proposición lógica del diputado Sáenz tendía a disminuir la numerosa representación en el Congreso por innecesaria, y perjudicial su «costo tan cuantioso». En seguida, y esto era fundamental ante previsibles consecuencias más funestas aun, propicia Sáenz «para evitar que las provincias vuelvan a su anterior estado de disolución» lo cual fatalmente llevaría a la anula- ción de los grandes esfuerzos de unión obtenidos en la con- vocatoria, que se deje uno o dos diputados por Provincia, de modo de formar «una comisión representativa hasta que libre el País de la lucha en que está dice y puesto en tranquilidad, se convoquen nuevos representantes para dar la Constitución». Por último, ruega a la honorable Junta no prorrogarle los poderes conferidos «por varias razones que alega, y porque si la diputación es un beneficio, no es justo que él sólo lo disfrute; y si es una carga, tampoco es el único que tiene obligación de llevarla».

Lo cierto es que tan grave comunicación abocaba a la Junta al examen político del País, con la premura que existía considerar el destino del Congreso y de sus miembros. El panorama trazado por Sáenz, acusaba la falla fundamen- tal de la educación política de que hacían gala los partidos localistas. En Salta se exteriorizaba el odio a los porteños, y en Córdoba se acentuaba que tal rencor hacía que fuesen «mas aborrecidos que los españoles ». En Santiago del Es- tero, la antipatía parecía implacable a través de su diputado Borges; y en otras representaciones, se auspiciaba la candi- datura de Moldes para director supremo, quien con ligereza hacía sorna de Buenos Aires, donde «el gobierno era una jerga rota con que nadie quería taparse». ¡La unidad del país, como puede deducirse, parecía quebrada! El pesimismo

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de Sáenz llegaba a considerar inoportuna toda gestión de orden constitucional, en presencia de la anarquía de ideas y sentimientos. Sólo el Congreso, es el lazo de unión y roto éste se volvería a la disolución provincial. Tal su juicio en cierto aspecto profético.

Zavaleta, una vez que leyó el memorándum de Sáenz, hizo moción para que se declarase si debía o no tenerse en consideración, es decir, si debía debatirse o no este informe previamente al nombramiento de nuevos diputados, pues que había ya caducado el término de los que se halla- ban en ejercicio de la representación. Apoyada y discutida la moción, se votó negativamente por pluralidad de votos. Esta resolución de la Junta no dejó otra alternativa que acceder en consecuencia; y así, por indicación del general Juan Ramón Balcarce se procedió a la elección de los nuevos representantes del pueblo; si bien reconociendo antes, por sugestión del doctor Mariano Medrano, que la Junta tenía legítimas facultades para prorrogar los poderes de los dipu- tados en ejercicio. En resumen, que podía, en su arbitrio resolver la prórroga de los mandatos o proceder a una nueva elección.

Hecha la regulación total de las votaciones resultaron electos al futuro Congreso Nacional, que habría de sesionar en Buenos Aires abandonando la sede de Tucumán, los doctores Diego E. de Zavaleta, Matías Patrón, Luis José Chorroarín, Juan José Paso, Antonio Sáenz, Vicente López y José Darregueyra. (Folio 116, acta del 20 de marzo de 1817).

He aquí que en esta ocasión, el Deán Zavaleta, conse- cuente con su ingénita modalidad, en gesto humilde que le honra, aduce su negativa para la ocupación de la banca. Valorando de inmediato lo honroso del cargo que se le dispensaba, sin embargo dice «no se creía con fuerzas bastantes para sobrellevar el peso de tan grave y delicado cargo. Las arduas materias que debían tratarse y decidirse

en el Congreso agrega eran extrañas a su conocimiento. Que carecía de toda noción en el derecho público por cuanto su carrera, según era notorio en esta ciudad, había sido la de profesor teólogo puramente y que no podía menos de confesarlo y manifestarlo así a la faz del pueblo, para que teniéndolo en consideración la Junta, lo relevase del cargo, protestando como protestaba en caso contrario, no ser en ningún tiempo responsable de los errores, en que involuntariamente podría incidir por falta de conocimientos tan esenciales y cuya responsabilidad toda debería recaer en la H. J. que lo ha elegido, sobre lo que pedía expresa resolución, retirándose al efecto.» 4

Esta renuncia causó verdadera expectación, por cuanto se le sabía patriota de la primera hora, maestro de talla tan versado en el derecho como experimentado en el go- bierno. No cabía pues, hesitación. El acta consigna: «Y los señores acordaron de uniformidad no hacer lugar a la excusación . Con todo, Zavaleta no quiso sustraerse a la emoción del ambiente, acató la decisión, si bien renun- ciando a sus dietas en beneficio del tesoro público. Se con- sideraba ya suficientemente compensado por la Patria dijo rogando se avisase al Cabildo a los efectos con- siguientes (folio 121).

Finalmente. Dado lo complejo del momento y lo ardua de la tarea a emprender en el Congreso, Zavaleta, cons- ciente de la responsabilidad del mandato, hizo presente en la sesión del 11 de abril, las dudas que asomaban a su conciencia ciudadana para el leal desempeño de la diputa- ción. Quiere, en unos casos, ajustarse estrictamente, y en otros, gozar de la libertad necesaria para fijar su compo- sición de lugar dentro del texto y espíritu de la futura Cons- titución.

4 Loe. cit., fol. 117 y 117 v. del libro original de actas. Cfr.: E. Ravicnani, Asam- bleas Constituyentes Argentinas, t. I, p. 288 y sigts.

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El pliego de dudas expuestas fué devuelto con varias anotaciones al margen; y luego, entregadas las «instruccio- nes» con su redacción definitiva en nueve artículos y una recomendación final, concordantes en su casi totalidad con las expedidas el año 15. Añadió como aconsejable el juicio de residencia a los magistrados; señalar tiempo a la duración del poder ejecutivo; en fin, dar la Constitución o instar vivamente para una ley o reglamento provisional si aquélla se creyese inoportuna.

Los poderes amplios se otorgaron por la H. J. «a todos juntos y a cada uno de por sí, para que con los demás de los Pueblos y Provincias que se reunieren procedan a fixar la suerte del Estado, y formar y dar la Constitución que ha de regirlo: sin distraerse ni mezclarse en negocios o recursos particulares que demorarían y tal vez impedirían ver reali- zada la grande obra que se les encarga. . . » 5.

5 El presidente del Soberano Congreso hizo por oficio algunas observaciones a los poderes de la referencia, luego de estudiados, y la Junta contestó dicha comuni- cación por nota aclaratoria que se lee en el folio 130 y siguiente del libro original de actas.

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Capítulo

VI

FIGURACION PARLAMENTARIA: CONGRESO NACIONAL DE 1817-18 Y LA CONSTITUCION DE 1819

En 1814, por las razones que Zavaleta expuso en su carta al doctor Melchor Fernández, vese claramente cómo la idea de renunciar al Provisorato de la Iglesia le venía trabajando de tiempo atrás. Naturaleza señera, sin más ambiciones que la del espíritu, insiste el Deán en su retiro, como preferente al empleo público y a las altas dignidades ejercidas en medio del tumulto de los intereses encontra- dos l. Sin embargo, sus reiteraciones no fueron escuchadas. Cuando pudo abandonar el alto cargo en 1815, ya de modo definitivo, su reputación estaba hecha. En «una informa- ción secreta de origen realista sobre los principales revolu- cionarios del Río de la Plata% se escribía sobre él: «Canónigo, hombre justo, literato, goza del mayor concepto en Buenos Aires y ha renunciado al Provisorato que sirvió con pru- dencia. Es llamado a toda asamblea pública; no admite empleo alguno; se le quiso diputar al Congreso y lo re- sistió . . . » 2.

1 En la Biblioteca Nacional. Fecha 24 de febrero de 1814, 5312-5975. Catá- logo de M. S., p. 237.

2 Ricardo Caillet-Bois en Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, año 1939, p. 19.

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Trasladado a Buenos Aires el Congreso de Tucumán en el año de 1817, el doctor Zavaleta como hemos recordado en el capítulo anterior, estaba ya reconocido como dipu- tado por la Capital. Tocóle iniciarse en la sesión del 6 de junio, absorbiendo por completo la atención de sus colegas acerca de una ponencia de no entender ni resolver el Con- greso, los asuntos particulares que se le sometan. En esa reunión se había manifestado con un discurso «laudable» dice el acta, «con toda la vehemencia que es capaz de ins- pirar el celo público y el deseo de corresponder a la alta confianza con que ha sido honrado por sus comitentes. El asunto era en verdad de responsabilidad inexcusable para la diputación de Buenos Aires, que sólo contaba con facultades limitadas, como ya lo consignamos, excepto para tratar la Constitución y organización del País.

Sus palabras, con las que planteara la orientación a seguir, las conocemos cercenadas por el extracto oficial que las publica. Pese a ello, son lo suficientemente claras y con- vincentes para fijar un itinerario que, arrancando de las instrucciones de la Junta que él mismo había contribuido a sufragar, servían ahora para prevenir los estragos que amenazaban a un país desorganizado y sin ley fundamental. Para cumplir la «principalísima» comisión de dar la Cons- titución, sería esencial en su dictamen, evitar la ilimitación de poderes aplicados a cuestiones extrañas que retardaban la libertad de los pueblos comitentes.

Se hizo un amplio debate que también ocupó las sesiones de los días 9 y 16, en que Zavaleta con alto vuelo trató de los «poderes» que se reciben de los pueblos, muy diversos de los que usurpan los tiranos. Después de haber satisfecho varias objecciones, concluyó el orador proponiendo con precisión la finalidad del Congreso, votándose unánime- mente la resolución siguiente: «Que el Congreso no conozca por punto general en asuntos particulares; y que, con la brevedad posible fije una regla para los que no la tienen

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en las leyes que rijen; sin que esto perjudique que pueda conocer en alguno muy raro y extraordinario en que la salud y la necesidad pública así lo exijan indispensable- mente, a juicio del mismo Congreso con un voto sobre las dos terceras partes .

El Congreso cobró en seguida alta jerarquía, y así los debates del 23 y 27 de junio, más el del 2 de julio, fueron mantenidos en torno al pensamiento dominante en los responsables de la organización; es decir, se había llegado a la oportunidad de debatir la carta fundamental que de- mandaba la Nación.

Fué el doctor Sáenz, con un razonamiento erudito digno de su renombre en el derecho público, quien enfocó el examen de la imposibilidad de acordar una Constitución permanente. Godoy Cruz y Aráoz adhieren con reforzados argumentos, para detenerse en la recomendación de dictar tan sólo un reglamento o estatuto apropiado a un país pequeño y en desarrollo. Pero Zavaleta, deseoso de alcanzar la meta institucional, refuta partiendo de la necesidad de que «cualesquiera fuesen sus circunstancias presentes, debía ser constituido » a fin de dar al País bases sólidas de justicia, deslindar atribuciones y deberes, prescindir de conjeturas y presunciones. Tal decisión no excluiría un perfecciona- miento futuro. En su dictamen, los estatutos provisionales revocados ya repetidas veces no gozaban del respeto debido ni producirían las ventajas de una Constitución. Además, dijo, con requerimiento, no era plausible que los diputados omitieran lo principal de sus mandatos.

El doctor Chorroarín replicó a fondo, recordando que «la forma perpetua de gobierno era esencial a una Consti- tución permanente, y que en el día no había representación bastante para declarar aquella».

Era poner el dedo en la llaga. ¿Monarquía? ¿República? En aquel momento debió pensarse en la agitada controversia tenida en Tucumán. El 2 de julio, en que se prosiguió el

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debate, el señor Castro, con «un discurso enérgicamente pronunciado» apoyó la tesis de Zavaleta y observó con acierto que la Constitución «era el gran principio de que debíamos derivar la esperanza de extinguir el fuego de los partidos y de principiar la reforma de nuestras costumbres...».

Ese día, la Asamblea vióse animada por el incentivo oratorio de varios diputados en pro y en contra, obligando la postergación hasta una próxima reunión, que lo fué la del 21 de julio, en la que el doctor Juan José Paso, ganando en autoridad bajo el recuerdo de los sucesos de Mayo tomó la palabra para «epilogar cuanto se había dicho anterior- mente en la célebre cuestión, sobre si el País se halla en estado de recibir la Constitución permanente que debe regirlo en adelante. Impugnó por su orden todos los funda- mentos de la opinión negativa y estableció sobre nuevas observaciones, la necesidad y conveniencia de proceder en el día a obra tan importante». Con su «bello» discurso como lo refiere El Redactor, termina aquel día.

El 28 de julio se escucha al vicepresidente Zudañes, que se pronuncia también por la necesidad de la Constitución. Pide la palabra el doctor Sáenz, quien dedica una hora entera para mostrar la coincidencia de ideas entre unos y otros contrincantes; empero, señala la discordancia que emer- gía de las circunstancias políticas, para remitirse una vez más a su propia tesis y anterior posición en el debate.

Propuesta la fórmula de las Instrucciones, quedó ago- tada la discusión y cerrada la orden del día en esta ma- teria, pasóse a la votación. En la sesión del 6 de agosto se verificaron los sufragios, resultando mayoría «por que se diese al presente la Constitución», dejando a salvo los derechos de revisión y sanción a los pueblos ocupados por el enemigo, y a los pueblos no representados.

Entre la sanción de una Constitución inmediata o nada, cupo la sugestión de dictar previamente un reglamento preparatorio, anticipo de la Constitución definitiva. En ese

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11 1 E.VOS-A Y RES IMPRENTA de u INDEPENDENCI A

1«17.

IX. El Manifiosto del Congreso a las naciones redactado por el doctor Antonio Sáenz y aprobado con "adiciones que se juzgaron importantes". 1817

torneo parlamentario no hubo, propiamente hablando, ven- cedores ni vencidos, quedando triunfante las consabidas Instrucciones. Llegado el momento de nombrar la comisión redactora, se eligió a los cinco diputados líderes de la con- troversia: Zavaleta, Sáenz, Paso, Bustamante y Serrano.

Digamos ahora que el «estatuto provisorio de 1817 hasta que se dicte la Constitución», como se le llamó sintética- mente por los legisladores3, fué la principal obra del Con- greso Nacional. Lentamente elaborado y ampliamente dis- cutido, acusa el más prolijo estudio que pudo hacerse en- tonces. Sobre sus cláusulas hubo de sancionarse más tarde la Constitución permanente del Estado. No fué en realidad el reglamento un Código político definitivo, pues su propia naturaleza provisional anunciaba lo fugaz de su vigencia.

El Redactor del Congreso que seguimos en consulta sobre su texto trae con fecha Io de noviembre el discurso proclama de sus representantes. Consigna desde luego que «está sancionado que se de la Constitución», que califica de «el escudo legítimo contra el despotismo que provoca la anarquía».

Llegamos en ese año a las sesiones finales de septiembre y octubre. En esa oportunidad, Zavaleta fué nombrado vice- presidente y se le ve actuar en la discusión de leyes diversas. En la reunión del 3 de diciembre se deja constancia de su disidencia con respecto a las obras que traten de Religión que, a su juicio, conforme a la más estricta disciplina ecle- siástica dió su parecer y voto con la concreción siguiente: «Las obras que traten de religión no podrán imprimirse sin previa censura del Prelado Diocesano, si éste expusiese que ellas atacan abiertamente los dogmas de la religión o los principios de la moral de J. C; y si la parte interesada

3 El título completo es: «Reglamento Provisorio sancionado por el Soberano Congreso de las Provincias Unidas de Sud América, para la dirección y adminis- tración del Estado, mandado observar entretanto se publica la Constitución». Quedó sancionado el 3 de diciembre de 1817.

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Acta secreta acerca de la redacción y firma del Manifiesto a las Naciones. 1817

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reclamase de esa censura, lo hará ante los jueces y en el modo que disponen las leyes de la Iglesia*-.

Cuando Zavaleta presentó su renuncia de diputado, la Junta electoral confirió en 19 de mayo de 1818, su banca al general Viamonte, quien prestó el juramento de ley en el acto de su incorporación. El ex-legislador, vióse en con- secuencia privado del placer de firmar la futura Constitu- ción que tan ilustradamente había contribuido a redactar. Esta fué sellada y refrendada el 22 de abril de 1819. La Co- misión redactora, bajo la presidencia del doctor J. J. Paso, trabajó afanosamente, y estando ya próxima la terminación del mandato de los diputados porteños, se obtuvo como ventaja que Paso, Zavaleta y Sáenz pudieran faltar a las sesiones semanales, para contraerse a tan excepcional tarea, a la que dieron cima con el aporte de sus luces y patriotismo. Empero, como acabamos de manifestarlo, Zavaleta dimitió su banca antes de la votación. Es errónea por otra parte, la afirmación sustentada en los manuales escolares, que atribuyen al doctor Gregorio Funes, el papel de redactor. La Comisión quedó integrada con los diputados Bustamante y Serrano ya recordados.

Capítulo

VII

LA MISION ZAVALETA EN PROCURA DE LA UNIDAD NACIONAL

Sin penetrar en lo hondo de la política de Rivadavia y sus consecuencias, pues que excedería el campo de nuestra labor, debemos sin embargo, soslayarla en esta biografía, en razón misma de lo acentuado de los rasgos doctrinales de la fisonomía que nos ocupa y lo no menos trascendente de sus proyecciones en la crisis del federalismo y las bases de la organización constitucional, sobrevenida en seguida. Porque al salir del año 20, vale decir, desde 1821 a 1827, se cuentan seis años netamente rivadavianos donde el doc- tor Diego E. Zavaleta resalta con prominente personalidad.

Antecedido ese lustro de gobierno por relevantes suce- sos, que van desde el Congreso de Tucumán, el Reglamento Provisional de 1817, la inicial actitud de los caudillos, la Constitución de 1819, hasta la batalla de Cepeda y el pacto del Pilar cúmulo de acontecimientos convulsos y con- fusos, de pasiones, retrocesos y anarquía sigúele en el curso de la evolución histórica, el magno problema de la unión nacional, sin desmedro de la formación de las Pro- vincias bajo la enseña de briosa autonomía. Todo ello es de la esencia del derecho público provincial. Zavaleta conocía

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a fondo todas las grandezas y miserias de la Revolución: había sido ya actor y espectador; camarada, maestro o amigo de todos los demás coparticipantes de la obra reden- tora. No obstante la intensidad de su acción, como la de otros ilustres del pretérito, es un pasante egregio en esa galería de espejos de la historia, que se abre en 1815 y se cierra en 1853. Durante este período tormentoso, con que se llena plenamente el conocimiento del derecho público federal argentino, las provincias tuvieron en vigencia quince constituciones diferentes que merecen sin agravio, el perpetuo olvido doctrinal en que yacen, si bien las valoramos como documentos ilustrativos.

Esas constituciones provinciales han sido comentadas y hasta disecadas con erudición por publicistas autorizados l. Una constitución debe revestir primordialmente un carácter definido; o es un cuerpo de doctrina y principios naturales, propios del grupo humano a que se destina y cuya idiosin- crasia no se traiciona con el verbalismo demagógico; o es una constitución civilizadora, como propugna el doctor Rivarola en su definición de la Nacional de 1853 2.

La fácil literatura constitucional de entonces olvidaba el equilibrio de los poderes; pensaba en el Ejecutivo fuerte, un gobernador apoyado en las milicias; y se contentaba con legislaturas decorativas, que fuesen sombras del poder colaborador. El resultado fué la anormalidad política.

En el dinamismo de nuestra revolución, la fuerza social que llamamos autonómica y federativa, obró en la direc- ción política dual de tendencias, que en un caso debilitaba la unidad y en otro fomentaba la pasión localista, por lo que se planteó una lucha cruenta contra toda hegemonía interior que hizo a la unión federativa más virtual que real.

1 Entre ellos el doctor Juan P. Ramos, El Derecho Público de las Provincias Argen- tinas. Tres tomos, año 1914-

2 Rodolfo Rivarola, Del Régimen Federativo al Unitario, p. 342 y siguientes.

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Los dos polos serían Rivadavia y Rosas. El primero se caracterizaría por el dogmatismo jurídico, conceptualismo educacional y reformas liberales, todo a base de centrali- zación y teorías constitucionales de buena fe. El segundo, por delegación en su favor, de facultades dilatadas; confusión de la persona del Estado con la particular del gobernante; prólogo de dictadura y desenlace en tiranía; o sea, fuerza contra sufragio.

Alberdi, con justeza y en pocas palabras, nos propor- ciona el admirable compendio de una acertada armonía política, diciéndonos: «Para detener la descentralización en el límite que conviene a la libertad provincial, sin que se pierda la fuerza del gobierno unido, es menester no llevar al extremo la independencia local; y como el motivo que produce la exageración del espíritu provincial es la omni- potencia del ascendiente central, el verdadero y único medio de calmar el espíritu local exagerado, es usar de calma y moderación en el poder central» 3. Era la buena lección entre hermanas, donde por fatalidad surgía una, despropor- cionadamente mayor, y otras muchas menores, con lo que tardó tanto el afianzamiento familiar definitivo del régimen federal de gobierno.

3 Juan Bautista Alberdi, Obras Completas, t. V, p. 333 y sigts. Entre los publi- cistas de la nueva generación, parece percibirse como ecuánime este concepto básico a que respondió la misión Zavaleta. He aquí una conclusión: «La cuestión que se planteó el mismo día de la caída del régimen virreinal tenía sus raíces en el tiempo de la colonia, y no fué exclusiva ni primordialmente, resolver si convenía al País una forma federal o una forma unitaria de estado, sino lograr la unidad nacional, la unidad integral de la Nación, espiritual, social, política y económica que es, por cierto, algo mucho más grande, más vasto y más trascendente, que la simple exis- tencia de un gobierno nacional organizado». Así, podríamos preguntar si ¿había oposición entre el particularismo de los núcleos de vida locales y el principio de la unidad nacional que tan ahincadamente se proponía Rivadavia? Acaso, las diver- gencias fueron mas periféricas que nucleares entre los contendientes o si se quiere, sólo «un ropaje convencional y transitorio bajo el cual se ocultaron diferencias de temperamento, maneras diversas de cultura, e intereses contrapuestos de personas, de grupos y de regiones». Lo difícil fué, precisamente, armonizar ese desentono de superficie con la realidad crepitante. Recomendamos para estos enfoques, el estu dio del Doctor Bonifacio del Carril, Buenos Aires frente al país, 1944, p. 33 y sigts

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Pero volvamos a nuestro sujeto. El primer intento de reorganización unitaria diólo Rivadavia en 1821, siendo ministro del gobierno que presidía Martín Rodríguez. Ya ha- bía meditado acerca de la abolición de los cabildos, reem- plazándolos por funcionarios dependientes del Poder Eje- cutivo (ley del 24 de diciembre); y para su plan orientador, parecióle necesario lanzar un manifiesto, como así lo hizo en de septiembre de ese año de 1821, sobre las proposi- ciones que el Gobierno había sometido a la sanción de la H. Junta Provincial sobre el Congreso General convocado en Córdoba el año anterior, para borrar «la memoria de ese año de sediciones, de calamidades y de crímenes». Su pro- pósito fué de aplazamiento, por estimar que «aun está lejos de nosotros el momento en que podamos vanagloriarnos de haber asociado a nuestros designios ese amor al orden público, esa idea tutelar y conservatriz de un cuerpo na- cional». A continuación se lamenta de lo ocurrido con la constitución de 1819: «Los golpes mortales declara que se dieron al Congreso pasado y a su Constitución, son dignos de observarse». Habla de una espantosa trama urdida de antemano, la insubordinación, la discordia, el incendio de la guerra civil, los motines militares. . . «la voz de la Patria no fué escuchada entre el tumulto de las pasiones». Luego, para la ejecución de sus proyectos, el Congreso, según él, no contaba con la persona que pudiera ser elegida como magistrado supremo. Además, las Provincias del norte estaban ocupadas por ejércitos enemigos y no podían nom- brar representantes. Casi todas las provincias aparecían escuálidas, sin rentas, sin fuerza militar, dominadas por la depravación y la ignorancia. . . Era preciso esperar. . . fomen- tar el comercio libre y obtener el reconocimiento de nuestra independencia 4.

4 Véase Oratoria Argentina, recopilación de Neptaü Carranza, t. I, p. 217 y siguientes.

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El Congreso a que hemos aludido era la Asamblea Na- cional a que había invitado el coronel Bustos después de ser nombrado gobernador de Córdoba, a raíz de la suble- vación de Arequito. Buenos Aires nombró cuatro diputados, pero el Congreso nunca llegó a reunirse y quedó disuelto con el regreso de las diputaciones a sus respectivas ciudades. Además, Tucumán se había declarado «república», inde- pendiente al mando de Aráoz, que invadió a Santiago del Estero. Por su parte, Güemes se combina con Santiago y ataca a Tucumán, donde es derrotado dos veces consecu- tivas; pero vitoriado en Castañares por sus comprovin- cianos, retomó su jefatura en circunstancias que las tropas españolas se posesionaban de Salta, donde pereció por una bala española el heroico caudillo, rodeado de sus gauchos. Tai era el desastroso estado de las relaciones interpro- vinciales.

En estas aciagas circunstancias, acrecentadas todavía por otros hechos que en el año siguiente hicieron más las- timosa aun la situación política por el intervencionismo portugués en la Provincia Oriental, si bien ampliamente compensadas por los triunfos de San Martín en Lima, creyó Rivadavia llegado el momento de entrar en una «negociación» a favor «de lo que puede llamarse un interés nacional bien entendidos, nombrando al doctor Diego E. Zavaleta, «primer dignidad de presbítero y presidente del Senado del Clero, para desempeñar una misión importante cerca de los gobiernos y los pueblos de la unión antigua ». Expidió las credenciales del caso en cumplimiento de la ley de 16 de agosto de 1822, y concretó esa misión en dos altos propósitos: primero, «la reunión de todas las provin- cias en cuerpo de una nación administrada bajo el sistema representativo»; segundo, «que cada provincia entre a un orden de paz sostenido por los pueblos y por los que go- biernan». En ese período hacían cabeza de gobierno, cau- dillos como López, Ibarra, Quiroga, Bustos, etc.

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El gobierno de Buenos Aires, sobre estas bases, dió instrucciones precisas «para arribar a un término conse- cuentemente útil y de una trascendencia común y decisiva». En la circular, de la que era portador tan notoria perso- nalidad, se decía a los gobernadores que «el gobierno comi- tente tiene justo motivo para esperar que (el diputado auto- rizado) será recibido de un modo proporcionado tanto a la importancia de su misión como a las calidades que lo dis- tinguen; y no dudo agregaba Rivadavia que agregán- dose a sus esfuerzos los que es capaz de poner en acción el señor Gobernador, se convenga sin dificultad y sin retardo todo lo que reclama ya el interés común ».

«El gobierno de Buenos Aires, estableciendo también que en este negocio seguía con la buena fe y la franqueza de que se lisonjea haber usado en toda su marcha, tanto interior como exterior, espera ser correspondido con la misma, y que tales calidades sean universalmente admitidas y ejecutadas en prueba de la buena disposición por la amis- tad y la armonía tan conducentes a la realización del empeño con que no duda que entrarán los pueblos y sus gobiernos» 5.

Si nos atenemos a las instrucciones referidas, el fin de Rivadavia era reunir las provincias del territorio que antes de la emancipación componía el virreinato del Río de la Plata, en cuerpo de una nación como dice el texto regida por el sistema representativo, es decir, «por un solo

6 Misión Zavaleta, Circular del 30 de mayo de 1823, en el Archivo Nacional. Cfr.: Sarmiento Obras Completas, t. VIII, p. 281. Hemos revisado el legajo que bajo la intitulación de Comisionados a las Provincias 1823-24 (n° 2 - 1 - 6) y por índice con los nombres de Zavaleta y García Cossio, contiene la documentación dirigida a los gobernadores Bustos (agosto 1); Bernabé Aráoz (julio 28); Felipe Ibarra (julio 30); José I. Gorriti (agosto 1); José Santos Ortiz (octubre 1); etc. etc., cuyas respuestas y convenciones parecen conformadas a un sincero sentimiento de amistad y patrio- tismo para organizar el gobierno nacional representativo. Por otra parte se trata también en ellas lo concerniente a la gestión del reconocimiento de nuestra inde- pendencia por medio de los negociadores españoles. La documentación de La Rioja procede de la Junta de Representantes, cuyo presidente José Bernardo Luna era un eco del general Quiroga. Algunas de las notas de Zavaleta se destacan por la clara visión del panorama político del país. No las reproducimos por su extensión.

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gobierno y un cuerpo legislativo». He aquí el objetivo me- diato, precedido de una acción paralela esencial en el logro de tal finalidad, debiendo entrar cada provincia en un orden de paz, como insiste el Ministro, sostenido por los pueblos y también por los que gobiernan. O sea, que las autoridades debían «contraerse a establecer la seguridad pública y la individual, aplicándose a conocer con exac- titud los recursos de su respectivo erario, a administrarlo y emplearlo con habilidad». Los otros, es decir, los pueblos: «Ocupándose activamente en las labores y género de indus- tria más productivos, aumentando sus conocimientos por medio de la lectura y sociedad entre ellos, y cuidando de la educación de sus hijos».

Esta visión promisoria, que pareciera amoldarse al estado un tanto embrionario de las poblaciones del interior del país, nos da la primera sensación puramente teórica, con- forme a una enseñanza conceptual y libresca. Pero, en rea- lidad, es la pulsación real, positiva, de la escasa fuerza aní- mica de los centros urbanos y rurales. No se trata de una simple prevención, como si fuera menester una cartilla escolar. En fin de cuentas, Rivadavia desea que esta misión política lo sea también civilizadora, proponiéndose la difu- sión de la cultura.

Las instrucciones, que dejaban a Zavaleta libertad de acción y de conducta, «se confiaban en gran parte a sus talentos y a su celo»». Ellas fijaron los poderes del comisio- nado en este orden:

1) Inspirar plena confianza, desinterés moral y celo na- cional de Buenos Aires, sin reservas y sin partidismo.

2) Olvido de lo pasado, sin resentimientos ni preven- ciones contra políticos y autoridades.

3) Apoyo de los gobiernos existentes, que deberán man- tenerse «hasta la instalación del gobierno y cuerpo legisla- tivo general».

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4) Acuerdos de los gobiernos, Buenos Aires y provin- cias, para obrar «del modo más activo y hábil».

5) Publicidad de gastos y recursos; manifestación de mejoras necesarias y de correctivos y reformas en la admi- nistración.

6) Consulta prudente acerca de la Unión interior en cada provincia con fusión de autoridades.

7) Informar sobre las miras de Buenos Aires acerca del progreso y fomento de la Nación; establecimiento de un fondo nacional para el comercio e industria y las comu- nicaciones fluviales en el norte, centro y sud de la República.

7) Finalmente, todo lo referente a correspondencia del diputado comisionado con su propio gobierno.

Mientras tanto el comisionado hacía sus preparativos de viaje, el ministro Rivadavia, respetuoso de la coopera- ción legislativa, se había dirigido a la Sala de Representantes transmitiéndole el pensamiento gubernativo en un mensaje de estímulo, en el que expresaba, «el gobierno no sólo ha conservado la buena armonía e inteligencia con todas (las provincias), sino que trabaja por acercarse lo posible a un estado de alianza y unión, que parecen desear generalmente. Para obtener mejor este resultado, es preciso proceder con lentitud y circunspección, borrando primero con una con- ducta a todas luces desinteresada, las impresiones de des- confianza que dejaran los pasados desórdenes. La misión pacífica que está a punto de salir para las provincias inte- riores, obrará dice sobre estos principios, siendo de esperar que los ánimos se dejen vencer al fin, del sentimiento natural que induce todavía a formar una sola familia . (Mensaje del 5 del mayo de 1823.)

Con este gesto optimista, Rivadavia apuntaba ya al futuro congreso de 1824, su obra genuina por excelencia en la que Zavaleta podía ser mirado como «verdadero

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XI. Presidencia Zavaleta de la H. Junta de R. R. de Buenos Aires. Ms. original en la colección del autor. 1821

coautor según lo afirma Peña, en una de sus interesantes conferencias de la Facultad de Letras G.

La diputación debía cumplirse ante los gobiernos de Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan y La Rioja. Había en el objetivo de la misión, como se ha visto por el mensaje de Rivadavia a los representantes, un pensamiento tan profundo como loable de organizar expeditivamente el País, soldar la unión nacional y preparar así en un congreso general, que lo fué el de 1824, para dictar la carta consti- tucional que habría de regir la estructura de los poderes de estado, su sistema de gobierno y las garantías ciudadanas. Rivadavia puso toda su confianza en el tacto político de su representante, con lo cual ratificó ese concepto público de respeto y ponderación que acompañó a Zavaleta por vida. Como corolario de esta misión política, renunció aquél de miembro de la H. Junta de Representantes, dimisión que le fué aceptada el 9 de junio de ese año.

La lectura de las notas de Rivadavia en respuesta a los informes del Comisionado, acusa su perfecta aprobación y conformidad con el mismo. En efecto, constantemente le reitera su alto aprecio, porque no sólo le manifiesta que «el gobierno (está) muy confiado en sus talentos para entrar

6 Cfr.: David Peña, Juan Facundo Quiroga, p. 138, el cual agrega: «pues a su simpático influjo personal debióse en gran parte la aquiescencia de las provincias por él recorridas el año 1823 . No es menos insinuante Sarmiento que le llama ilustre y « venerable Deán y que resalta la elección del Comisionado como im- puesta e inherente a las circunstancias, pues esclarece que Rivadavia mandó a Za- valeta «a fin de apoyar con el prestigio de su nombre, medida de tanta consecuen- cia». En Obras Completas, t. XIV, p. 308; t. 48, p. 274. Sin embargo, Juan María Gutiérrez, que tan encomiástico se pronuncia por Zavaleta en su mencionada obra sobre la enseñanza pública, loe. cit., traiciona en parte su conciencia cuando escribe,

pensamiento desinteresado del gobierno de Buenos Aires fué confiada al blando y persuasivo tucumano dr. Diego Estanislao Zavaleta. . . > ¿Qué alcance tiene la cali- ficación? Si al decir «blando» quiso señalar que Zavaleta no era intratable o rígido, y que Rivadavia lo eligió por su don de gentes, el calificativo sería aceptable pero no apropiado, pues en definitiva la misión era llevada ante caudillos taimados como Bustos, Quiroga, etc., que requerían cierta diplomacia. Lo de «persuasivo» es con- cluyeme, porque se trataba de materia espinosa en lucha de ideas.

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en el allanamiento de todas las dificultades que se ofrezcan , sino que sin reatos le renueva sus plácemes. Frases como esta: «entretanto vuelve el Ministro a repetir que le es muy lisonjera la marcha del señor Diputado» (nota del 30 de julio); o bien: «Ya en el correo anterior el Ministro mani- festó cuan satisfactorio le era la conducta del señor Dipu- tado, y ahora agregará, que el último resultado de ella no ha hecho más que confirmarle en el concepto que formó desde que se fió a su celo y habilidad un encargo de tan alta importancia» (nota del 12 de agosto). Estos elogios se exte- riorizan en otras varias oportunidades por La pluma de Rivadavia.

Complementariamente diremos que al comisionado Za- valeta acompañó como secretario el doctor Juan Francisco Gil, entonces primer Secretario de la Universidad y más tarde diplomático, de quien Ignacio Núñez nos ha dejado una noticia biográfica tan cálida e interesante que Juan María Gutiérrez no pudo menos de reproducir con justicia en su conocida obra sobre la enseñanza pública superior 7.

Las provincias encomendadas a la visita del comisio- nado eran, puede afirmarse, de las de más dificultoso aveni- miento en mérito a la desinteligencia ocurrida en episodios dudosos y oscuros. Zavaleta llegó a Córdoba en junio de ese año; y allí tomó contacto con sus principales hombres, comenzando por el gobernador Bustos.

En cartas de Ambrosio Funes dirigidas a su hermano el Deán, entonces en Buenos Aires, le dice haber entrevis- tado a Zavaleta, quien «me trató con toda atención y fran- queza; fué muy bien correspondido. Dió la casualidad agrega que lo encontré solo y hablamos largo rato conformando nuestras ideas respectivas a su comisión; bien que tocadas muy de paso . Según otra correspondencia entre los hermanos Funes, del 21 de julio, se trasluce la

7 Op. cit., p. 595 y sigts.

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discreción con que procedía el comisionado, pues don Am- brosio apunta: «Nada oímos que haya adelantado aquí el diputado y señor Deán de ésa. . . el señor Zavaleta hablará con más conocimiento que los que miramos de lejos las cosas de los gabinetes federalistas. Sin congreso, todo es perder tiempo» 8. Simultáneamente, los informes de Zava- leta demuestran que sus gestiones fueron felices, pues que asevera que el gobernador Bustos compartió sus puntos de vista, lo que mucho complació a Rivadavia. Tal lo testi- monia el acuse de recibo del propio Ministro. Empero, pese a tal aseveración, por una carta de Bustos escrita con pos- terioridad a la visita del comisionado de Buenos Aires, se revela su falta de sinceridad política y la carencia de normas éticas en la desopilante escena que describe de su grotesca reelección. Prueba, asimismo dicha carta, cómo en ese en- tonces existían legisladores imbuidos de dignidad para re- sistir las maniobras de los caudillos montaraces. (En Archivo del doctor Gregorio Funes, tomo III, pág. 385).

De Córdoba se traslada Zavaleta a Mendoza, en circuns- tancias en que el Libertador San Martín, de regreso del Perú, después de su abdicación, se aloja en aquella ciudad. Acaso le visitara para estrechar su mano y testimoniarle su admiración.

Pero antes ha debido detenerse en San Luis, lo indis- pensable para asegurar el consentimiento del gobierno pun- tano que recibió con simpatía las sugestiones porteñas. El historiador Gez comenta y elogia esa misión donde reconoce, una vez más, la muestra de habilidad política y la fuerza dialéctica del comisionado, puestas al servicio del alto propósito que le llevaba 9. Mayor repercusión tuvo,

8 Biblioteca Nacional, sección Ms., doc. 6481/38 y 6481/40.

9 Cfr.: Juan W. Gez, Historia de la provincia de San Luis, t. I, p. 273 y sigts. En la nota del gobernador José Santos Ortiz al gobernador de Buenos Aires (octubre 7 de 1823), da cuenta de la credencial de Zavaleta y expresa su «conformidad por la unión de las provincias, bajo el sistema representativo», y también «a las proposi-

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sin duda, la estada en Mendoza, donde la espectativa y el recibimiento se ofrecieron con características dignas de ser recordadas. Hudson, en sus interesantes y bien escritas páginas, analiza los rasgos del plenipotenciario y la ponde- ración de su gestión. La crónica es emotiva porque da viva- cidad al relato. Cuenta Hudson en sus recuerdos que hubo allí un acto público, a plena luz, que permitió explicar al gobierno y pueblo mendocinos lo complejo del problema institucional, lo urgente de la unión y de la organización nacional, abatida por el regionalismo y la prepotencia de los caudillos.

Para hablar de la paz y de la fraternal solidaridad de los argentinos, bien se brindó a Zavaleta el escenario de la legislatura provincial. Vuelve Hudson a reseñar aquellas sesiones que polarizaban el sentimiento nativo y el orgullo de un vecindario, dominado por el inefable recuerdo de ser la cuna de la campaña continental, ya en esos días coronada con la libertad de Chile y Perú. Es el caso de transcribir las palabras del historiador nombrado: «A las bellas dotes oratorias que poseía, reunía aquellas otras que le son tam- bién no menos exigidas al que habla en público para con- vencer y seducir a los oyentes en asunto de grande interés . El retrato que nos hace Hudson es de un realismo irrepro- chable: «Estatura elevada, cabeza levantada, rostro de linca- mientos severos, mirada dominante y observadora, acción culta, digna y apropiada; voz vibrante, profundamente varonil, sonora y de un efecto atrayente y conmovedor. Su retórica, ajustada a las reglas de la escuela clásica, par- ticipaba de mucha parte de la empleada en el estilo parla- mentario. Su dicción, su juego de frases, el uso de figuras

ciones relativas a establecer las bases sobre que debe afirmarse la seguridad y res- petabilidad del gobierno nacional». La Junta de Representantes nombró más tarde a don Prudencio V. Guiñazú, presidente de la Legislatura, para que informara sobre la forma de gobierno. Su dictamen fué dejar en libertad de acción al Congreso Na- cional sobre la base representativa republicana (diciembre 1825).

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felices y de oportunidad, le atraían la simpatía de los oyen- tes en un constante interés de escucharlo» 10.

El retrato es perfecto. Responde, en lo literario, a lo que en el óleo, pintara García del Molino en 1834, con destino a la Sala de los Canónigos de nuestra Catedral. En lo pictórico se siente aún el influjo físico de su mirar penetrante, que condice bajo la frente despejada, con los rasgos de un temperamento de hombre visiblemente supe- rior. Aquel rostro y aquellas dotes que elogia quien le es- cuchó, nos dan la medida de su personalidad externa en el mundo ilustrado que circulaba en el salón de Rivadavia. Durante tres reuniones, la Legislatura de Mendoza escuchó y aquilató la argumentación severa y concluyente del Deán. Triunfó en ese recinto como había triunfado en Córdoba, y como habría de sucederle ante el gobierno de San Juan, cuyo jefe el doctor Salvador del Carril, le recibiría con alguna pompa oficial, tal vez disonante con la austeridad del eminente sacerdote que sólo ansiaba la cordial acogida, que felizmente obtuvo.

La salida de Mendoza y la entrada a San Juan no pudieron ser más alentadoras. La unión tan trabajosamente lograda parecía al venerable Deán la realización de un sueño. Había pulsado ya la opinión de tres provincias que, en sus votos, traducían el cansancio por la dispersión, por el aislamiento engañoso y fatigante, productos todos del

10 Ver Damián Hudson, Recuerdos Históricos sobre la provincia de Cuyo, t. I, pp- 503 a 530. Cfr.: Registro Ministerial de Mendoza, n™ 19 y 20, año 1823. Cfr.: Argos, año 1823, reimpresión facsimilar, pp. 264, 382 y 406, que incluyen los editoriales tomados de El verdadero amigo del país, 38 y El amigo del país, noviembre de 1823. La documentación mendocina sobre la misión Zavaleta se halla en el Registro Minis- terial, 19 de la ciudad de Mendoza, y en la Revista de la Junta de Estudios His- tóricos, t. XIII, pp. 428, 432, 436, 442 y 453 referentes a reunión del Congreso Nacio- nal; a la convención preliminar de paz y amistad con España, de que fué portador el Deán; a la organización particular y reconcentración general de las provincias, respuesta al Diputado de Buenos Aires y comunicación a la Legislatura; ratificación de la misma en noviembre 22 de 1823; el antecedente del acta de San Miguel de las Lagunas de agosto de 1822; el contenido del Registro Ministerial sobre la negocia- ción Zavaleta y demás documentos complementarios.

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egoísmo, hasta enfriar la fraternidad de los pueblos. Zava- leta iba comprobando un cambio radical, generoso, patrió- tico, en la acción reconstructiva de su diputación. Empero, en el espíritu quimérico de Rivadavia tal reconstrucción debía servir esencialmente para reprimir la "federación" que «progresaba a todo andar», como dice Estrada.

Del Carril acogió la invitación como sus otros colegas adherentes al plan democrático de la unión. La buena fe de todos abrillantaba la esperanza.

Zavaleta ha llevado al sagaz del Carril, en sus cambios de ideas y planes, a la persuación de su noble empeño. Hace fe en el esfuerzo conocido del gobernador para reunir los pueblos de Cuyo bajo un solo gobierno, y en esa inte- ligencia — le dice espera que querrá dar en esta ocasión el último testimonio de sus vivos deseos por la prosperidad del país y de su provincia. Zavaleta le ofrece todo cuanto es cooperación de Buenos Aires: fomento cultural, indus- trial, comercial; las comunicaciones y fondo monetario, pues es urgente multiplicar los puntos de contacto y esta- bilizar el régimen representativo. Le recaba su opinión y queda satisfecho. Le dirige una magnífica nota, que es retrato del momento histórico que viven ambos y aguarda la ratificación del talentoso autor de la Carta de Mayo n.

Como prueba exitosa, tenemos la Convención suscripta en San Juan el 17 de diciembre de 1823. Es el preanuncio de una Navidad feliz. En su breve preámbulo se limita a precisar que las autoridades del pueblo de San Juan, a quienes corresponde representarlo en todo su poder, se compro- meten con el gobierno de Buenos Aires por intermisión de su diputado, el señor Zavaleta ... en los artículos siguien- tes, «cuyo contenido, expresión y realización han parecido

11 Publicamos por excepción este documento y los que le son complementarios, en el apéndice de este volumen.

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reclamar los intereses generales de los pueblos y gobiernos de la antigua unión». Luego en siete cláusulas se estipula el lleno de esa complicada misión, espontánea inteligencia de ambas partes.

Por el primero se declara que, «convencido el pueblo y gobierno de San Juan que existen relaciones naturales entre los pueblos y gobiernos, que bajo el sistema colonial formaban el antiguo virreynato de Buenos Aires, y que es de una conveniencia recíproca de ellos no desprenderse de tales relaciones: habiendo concurrido por su parte con los sacrificios de vidas, costumbres y fortunas a conquistar la independencia de todos y cada uno de ellos, declara que quiere conservarla en toda su integridad, por el único medio justo exequible y eficaz de componer de todos los mencionados pueblos y gobiernos un cuerpo de nación administrada bajo el sistema representativo».

Por el segundo apartado se compromete el envío de diputados, que según el tercero, serían elegidos en propor- ción a la población; y que por el cuarto, en forma directa, según el régimen de la ley vigente del país para la elección de los representantes de la Junta provincial. Se entiende que los diputados llevan el poder omnímodo «de asegurar la independencia nacional, de conservar la integridad del territorio, y de defender todas las libertades individuales y las garantías públicas». Se conviene que el lugar de la reunión sea Buenos Aires y se agregan tres cláusulas más, preparatorias de esa convocatoria, que son expre- sión de una voluntad libre y ejecutante de tan alto pro- pósito. Así quedaron hermanadas las firmas de Carril y Zavaleta.

Mas falta finiquitar aún la noble e inquietante cruzada en la ciudad de La Rioja, el dominio indisputado del «Tigre de los Llanos». Ya habían corrido nueve meses de andanzas en penosas travesías de postas. Los calores del estío estaban atemperados a fines de marzo de 1824, cuando Zavaleta

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entró en la adormecida ciudad. Desde su residencia escribe el siguiente mensaje al legendario Facundo:

«Muy señor mío y de todo mi aprecio: Aprovecho esta oportunidad que se me presenta para saludar a usted desde este destino al que llegué el 26 por la mañana. Yo hubiera deseado haber encontrado a usted en él para hacer personalmente este oficio, y también para hablarle particularmente sobre los obje- tos de mi comisión, e interesar todo el valimiento de V. en su mejor éxito. Pero estoy persuadido que su patriotismo y buenos deseos por el arreglo del país no dejarán de contribuir a este ob- jeto, sea cual fuere el lugar donde V. se halle. Sin embargo yo le suplico a V. encarecidamente no deje en esta ocasión de interponer su influjo a favor de un plan, que como V. estará informado, sólo se dirige a proporcionar a todas las provincias los beneficios de la paz y del orden; y espero confiadamente que V. se servirá atender a esta insinuación del modo que a V. le parezca que puede ceder más en provecho del pais y de la causa que sostiene». La comunicación concluye así: «Luego que haya sido despachado partiré para Córdoba: y confío en que su bondad me hará allanar cualquier inconveniente, que pudiera embarazar mi viaje en el camino y auxiliarme en lo que necesite en el tránsito. Estos favores los recordaré siempre con gratitud; y hágame V. la honra de creer que en cualquier parte donde me halle tendrá V. un amigo y un apasionado. B. S. M. de V. su afectísimo capellán (fdo. Diego Estanislao Zavaleta) 12.

Como se ve, el general Quiroga estaba ausente de la ciudad y el comisionado debió detenerse a la espera de la respuesta. Sarmiento, en su peculiar estilo y con el desen- fado que le era propio para dilucidar los episodios históricos, es quien nos lo presenta pintorescamente a Facundo, en medio de un potrero y bajo de una especie de tienda, no de campaña sino de toldo de indios sostenido en lanzas, tendido de bruces sobre una manta negra. Su indumentaria

12 Este documento y el siguiente fueron dados a conocer por el historiador David Peña en sus atrayentes conferencias sobre Juan Facundo Quiroga, en 1906. Llevan las fechas de 30 de marzo y 3 de mayo de 1824, respectivamente.

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es algo extraña: calzoncillo añasgado, bota de potro y es- puela, chiripá de espumilla carmesí y manta o poncho de paño colorado, agregando que por toda insignia militar llevaba una gorrita con visera de oro macizo; lo cual en verdad no deja de ser un risueño detalle en tan imaginativa anda- luzada. El genial escritor pone término a la escena diciendo que Zavaleta le entregó la «Constitución » todavía inexis- tente, puesto que se sancionó tres años más tarde ; y que Facundo se la devolvió, escribiendo en la tapa de la misma, la palabra «despachado^, en caracteres apenas inteligibles. Por lo que todo quedó concluido 13.

Son tan regocijantes estas afirmaciones de Sarmiento, que sólo pueden ser aceptadas si las atribuímos a un error de su parte, esto es, el de haber confundido esta misión de Zavaleta con otra posterior, acaso la que llevó a cabo el doctor Vélez Sársfield, luego de sancionada la Constitu- ción de 1826. Pero, ni aun esta hipótesis es aceptable, toda vez que Vélez dió cuenta al Congreso sobre la aptitud airada de Quiroga que devolvió sin abrir los oficios remi- tidos por intermedio de Cecilio Bardeja (24 de enero de 1827). En apoyo de la rectificación que formulamos, basta leer la siguiente carta del Deán a Quiroga, de regreso en Córdoba (3 de mayo de 1824), para que volvamos al ca- mino de la verdad. He aquí el texto:

«Muy señor mío: Los generosos comedimientos que orden de V. S. ha usado conmigo el sargento mayor don Tomás Brizuela, desde que llegué a Poleo hasta salir de la jurisdicción de La Rioja, me han puesto en la grata obligación de volverle a saludar para darle las gracias a nombre de mi gobierno y mío, por las nuevas pruebas de amistad con que me ha honrado. Protesto a V. S. con la mayor sinceridad que ellos jamás se horrarán de mi corazón; y que tendría también él mayor pla- cer en que V. S. me ocupase en algo para acreditarle la reci-

13 Cfr.: Sarmiento, Civilización y Barbarie, capítulo sobre Aldao, p. 193, edición Nueva York, 1868.

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procidad de mi afecto. A mi llegada a ésta me he encon- trado con órdenes de mi gobierno para retirarme a aquella ciudad. Allí, como aquí, deseo que V. me reconozca por uno de sus amigos y que ocupe en cuanto guste a este, su atento servidor y capellán. Q. B. S. M. (Fdo): Diego Estanis- lao Zavaleta.»

Y bien: los despachos que el Deán encontró en Córdoba no fueron otros que los firmados por Rivadavia desde Buenos Aires el 16 de diciembre de 1823, acusando recibo de sus informaciones y de los tres documentos complemen- tarios que instruían del giro de los negocios. Véase en una frase el modo de cerrar y recapitular la misión. Dice Riva- davia: Y habiéndolo elevado todo al conocimiento de su gobierno, ha tenido orden de contestar al señor Diputado que una terminación tan satisfactoria es el premio más debido al mérito, con que se recomienda la exposición presentada al gobierno de Mendoza, que también acompaña en copia, la cual ha sido leída con el mayor interés y que tanto por lo uno como por lo otro, puede el señor Diputado estar persuadido que ha llenado dignamente los deseos del Gobierno y los más caros intereses del País» 14.

La misión Zavaleta es el pródromo del Congreso de 1824, uno de los más importantes cuerpos legislativos que admiró la República, por su excepcional composición y la trascendencia de las cuestiones que le tocó abordar. De ese Congreso surgió por primera vez la institución presidencial en el gobierno político de la República.

Por correlación de sucesos debemos hacer presente que, a fines de 1823, los gobiernos independientes de América viéronse amagados por la acción externa de la política

M Documentos para la Historia Argentina, t. XIII, doc. 279, p. 332. El viaje de la misión duró algo más de un año. De junio de 1823 al 11 de julio de 1824, fecha en la que El Argos de Buenos Aires da cuenta del arribo a esta capital, 53 del 14 de julio, p. 251 de la reimpresión facsimilar, v. IV.

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absolutista auropea, aparecida en el horizonte del Nuevo Mundo como espectro de guerra. La coalición formada por la Santa Alianza y el intervencionismo de los tronos en el Congreso de Verona, abrió un vasto campo a las insidias diplomáticas. Las colonias españolas volvieron al tapete de la discusión bajo el intento de una reivindicación bélica en favor de la corona borbónica, con la pretensión inconcebible de hacer tabla rasa del derecho de los pueblos. Se quiso dar en tierra, tanto en España como en el Brasil, con el sistema representativo, afectando profundamente los ideales de la emancipación y el esfuerzo ya entonces defi- nido de lograr la total independencia. Fué entonces deber de los gobernantes prever las contingencias, y Rivadavia, sin demora, aprovechando la misión política de Zavaleta, le encarga otra diplomática, para que ilustre a las provincias acerca del estado amenazante de los sucesos europeos, que podían debilitar la lucha continental americana, siempre en peligro por la desunión existente. Urgía pues, apresurar la reorganización, robusteciendo la solidaridad y el orden general de los pueblos. (En el tomo XIV de Documentos para la Historia Argentina se insertan las notas y credenciales conjuntas dadas a Zavaleta y al general Las Heras para la misión diplomática a que aludimos).

Rivadavia, por nota del 16 de diciembre, manifiesta a Zavaleta «que el desenlace que los sucesos exteriores van teniendo, insta ejecutivamente por que las Provincias del Río de la Plata, aparezcan con la representación que única- mente puede servir a hacer frente a las aspiraciones que el interés combinado de los tronos ha desplegado en Europa e intenta desplegar en el Nuevo Mundo; y también con aquella organización, que al paso que sirva a prevenir por parte de las Provincias Unidas toda pretensión a introducir en ellas principios que contradigan el objeto de la Revo- lución y los más positivos intereses del País, estimule a los demás Estados americanos a ponerse en salvo por medio

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de una reorganización igualmente ilustrada y tan uniforme como es del interés común» 15.

Es por ello que se pidió al Diputado jefe de la misión expusiese a la consideración de todos los gobiernos «que es de necesidad se desplegue por todos cuantos esfuerzos les sean posibles para apresurar la reinstalación del cuerpo nacional. .. El gobierno de Buenos Aires se proponía, de este modo, generalizar las ideas y llevar sus íntimos sentimientos al seno de toda la Nación. Fué pues con este motivo coincidente y concordante con la diputación que llevaba ya a feliz término Zavaleta, que éste dirigió una extensa y notabilísima «Circular» a los gobernadores, en 9 de enero de 1824, reseñando los nuevos hechos europeos, comentándolos con entera claridad y señalando la norma de conducta para superar los inconvenientes presumibles.

Es de advertir que la expresada Circular contemplaba no solamente los conflictos europeos dentro de su propia órbita, sino que también derivaba sus consecuencias sobre la anunciada recuperación de los dominios españoles. Señala, desde luego, la acción de Francia, haciendo penetrar en el territorio español un ejército de 100.000 hombres, para vigorizar la fuerza del trono y permitir al Rey Fernando dar a sus subditos las instituciones que a su juicio corres- pondiesen. Hace mérito de la invasión del duque de Angu- lema para consolidar la reyecía, no obstante que la Inglaterra había ya declarado en ese entonces que no tendría por válida ninguna conquista ni cesión que se hiciese, de alguna colonia ex-española que gozara de una independencia de hecho. Se refiere a las aspiraciones conocidas de los monar- cas, destruyendo el derecho de representación y reforzando a Fernando VII la plenitud de un poder monstruoso, que tenía antes de la proclamación de la Constitución, en el año 1820. Anotaba, por otra parte, el peligro inminente

Documentos para la Historia Argentina, doc. cit., pp. 332/334, t. XIII.

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por los sucesos recientes del Brasil, cuyo emperador, si- guiendo la doctrina proclamada por los poderes combinados en Verona, no sólo había disuelto las Cortes, sino decla- rado enfáticamente que correspondía exclusivamente al trono presentar cualquier nueva constitución. Quedaba evidenciado así que los Braganza estaban en el mismo orden de ideas de la coalición europea, lo que a poco me- ditar, mostraba los riesgos que corría la libertad americana con la propagación de principios absurdos en un Estado limítrofe al de las Provincias del Río de la Plata.

Zavaleta afirma de modo categórico lo temerario de difundir máximas tendientes a satisfacer promesas de res- tituir el rey Fernando sus posesiones, «recuperadas de su dominio injusto con torrentes de sangre dice el Deán y por medio de una resolución valiente, que no está en el poder de ningún monarca de la tierra, hacer vacilar».

La Circular al encarecer la meditación sobre este tema declara, a su vez, que los gobiernos que «hoy se hallan al frente de los negocios públicos, son los obligados especial- mente a destruir estos planes por los medios que exigen imperiosamente las circunstancias, «entre los que enumera la necesidad de uniformar la opinión pública, la ilustración de los pueblos, su urgente organización en un cuerpo de nación, capaz de hacer frente a las aspiraciones que con tanta tenacidad se despliegan en Europa. En resumen, se di- rije a los gobernadores para que manifiesten en esta ocasión, el celo que los honra por la prosperidad del País, agregando: «que hagan sentir a los pueblos, los principios luminosos en que estriba el sistema representativo...; la felicidad y armonía que bajo sus auspicios debe reinar para sofocar todo principio que tienda a contrariar los fines de la Revo- lución americana. . . y finalmente, para que se forme una unión estrecha en ideas y principios entre ambos que «lleve por insignia la libertad y la ilustración de todos los ciuda- danos, y por objeto, la formación de un nuevo Estado

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sobre bases dignas del siglo actual, capaces de contener el torrente de despotismo de la coalición europea . Quiere Zavaleta que la Revolución americana, con sus principios, un ejemplo en el mundo de los valores morales.

Parécenos suficiente como comprobación del espíritu de los dirigentes de la época acotar tan sólo la respuesta del go- bernador de San Juan doctor del Carril quien, aludiendo «al plan más extenso y mañoso contra la libertad interior y exterior de los Estados nacientes de América , reafirma que San Juan está persuadido que la libertad del mundo se trabaja en el taller de la naturaleza por agentes tan efica- ces como indestructibles» y que, en consecuencia: «el go- bierno de San Juan reitera la oferta de sus empeños para prepararse por los medios ya convenidos a resistir el ataque más formidable que le han preparado hasta ahora los ene- migos de los derechos y de la razón» 1G.

0 Véase en el apéndice, el texto íntegro de la circular.

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Capítulo

VIII

EN EL CONGRESO DE 1824 Y POR LA CONSTITUCION DE 1826

Si valoramos el resultado de las misiones de Zavaleta y Cossio, haciendo caudal de las impresiones recibidas por cada uno, y de los sentimientos invocados por los hombres de provincia, podemos fijar dos conclusiones interesantes:

Io) Que la exploración provinciana aconsejaba la pró- xima reunión de un Congreso Nacional, pues se había recogido como espontáneo anhelo, la necesidad de la defini- tiva constitución del país.

2o) Que esa futura reunión de un Congreso Nacional, no sólo era deseada sino que no era temida, como pudiera suponerse frente a gobernantes-caudillos encerrados en sus terruños; porque el concepto de la unidad era tradicional e indestructible; y simultáneamente, había la defensa y con- trol de propios regímenes, que según instrucciones expresas dadas a los diputados, debían ser respetados y mantenidos.

La voz de Rivadavia llamando al pueblo argentino a organizarse, es pues aceptada, aunque aparezcan ciertas

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reservas mentales encarnadas en la masa de la opinión, algo más fuerte y decisiva que el factor de las ciudades, por ilustrado que fuese. Una mirada de conjunto sobre el pano- rama recorrido por los comisionados, había evidenciado los agrupamientos políticos en derredor de las ciudades primigenias. Este movimiento nacionalista, lleno de opti- mismo y buena fe, significó un arranque civilizador y viril sobre la montonera. Estrada nos hace ver cómo al delegar las provincias en el futuro Congreso la soberanía nacional, limitaban el mandato de sus miembros, pues que en defini- tiva, reservándose su régimen interior y sus instituciones propias, coartaban a la Asamblea en el teatro destinado para sus primeros ensayos.

Después de hundida la Constitución de 1819 por la acción de la violencia y el desconocimiento psicológico que quisieron imponer, tanto el monarquismo repudiado como la política centralista, parecía utópica esta nueva tentativa, expresión ilusoria de esperanza y sinceridad. En la gestión inteligente de los comisionados no faltaría sin duda la observación de los pactos de alianzas, modelados en el Tratado Cuadrilátero, que fué fuente de tendencia federa- tiva. Esos tratados, denotaban acaso cierta falta de lógica en la inmediata política rivadaviana, cuando Agüero y Gómez proponían el enfoque teórico de la centralización dentro de una organización dislocada, de legitimidad per- ceptible, ante la trayectoria inmodificable que venían si- guiendo y continuarían los pueblos. El error daba más relieve al noble esfuerzo, irradiado generosamente por sobre el abismo cavado en 1820. Empero, esa tendencia federativa a que hemos hecho referencia, se afirmaba aun más por el caudillaje en auge, representación vigorosa de las pasio- nes populares e impermeable a las concesiones meramente doctrinarias de la centralización, que para ellos no debía confundirse con el concepto de la unidad nacional. Es decir, que la Patria era una, pero el localismo autonómico, si no

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deseaba permanecer en la dispersión, tampoco toleraba la absorción.

Indicar esta antinomia es dar la clave de un fenómeno histórico. Las Provincias no abdicaban su modo de ser propio, y tal nudo neurálgico, no sería seguramente des- atado con las admoniciones ministeriales del sentencioso Agüero, ni con el gesto olímpico de Rivadavia. Porque, a decir verdad, en nuestra organización constitucional se sub- rraya como principio dominante la forma de unión federa- tiva, resultante fatal de los elementos naturales y conven- cionales. Estrada, tan inflamado orador como profundo sociólogo, penetró en este como en otros problemas histó- ricos, con lucidez y erudición. El nos señala, en coinci- dencia con Alberdi, ese error de Rivadavia cometido tan impulsivamente al suprimir los cabildos; y al mismo tiempo, nos dibujan ambos la roja silueta de Rosas, tras de ese de- creto liberticida del 24 de diciembre de 1821. Porque, en efecto, la supresión del Cabildo de Buenos Aires sin reem- plazar sus funciones por otro organismo, que mantuviera lo que J. V. González llamó «la célula orgánica del gobierno representativo , pues que condensaba en sus manos su parte de gobierno efectivo de los intereses comunes, dió valor a la masa desorganizada, inculta, huraña y dispersa; absorbida y manejada después por el oficialismo autocrá- tico, los jueces, los comisarios y los comandantes militares de campaña, es decir, por los señores electores, dueños de comicios l. Así nació y se impuso el personalismo.

El tema atrayente de suyo nos apartaría del objeto inmediato de esta biografía, que deseamos contener en marco proporcionado. Con todo agregaremos que, para orientarla en el sentido estricto de la crítica histórica, debe- mos separar el hombre de su obra. Así, al menos reducimos del calor admirativo lo objetivo y frío de los hechos. Este

1 Cfr.: Joaquín V. González, E! juicio del siglo, p. 91 y sigts.

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método nos acerca más a la verdad, despojándonos nos- otros mismos de lo emotivo de todo juicio personal para dar entrada al análisis razonado de la inteligencia sin des- medro de la justicia. Este ángulo visual es tanto más reco- mendable en este caso, cuanto que todos los unitarios, aquellos hombres ilustrados que reconocían la jefatura de Rivadavia, no, sólo le acataban e imitaban, sino que entre ellos mismos surgía un parecido de escuela, que iba de lo moral a lo físico en invasora identificación.

Pues bien, Zavaleta, el prestigioso Deán de Buenos Aires, era acaso con Gorriti, una excepción en el grupo histórico. Su obra parlamentaria da la exacta medida de su persona- lidad, presentándosenos como el más celoso defensor de las autonomías provinciales. Es verdad que el grande estadista le atraía por el vuelo de su genio progresista y emprendedor; pero, no es menos cierto que en su carácter de sacerdote tuvo como privilegio el raro y único ascendiente del con- sultor espiritual. Por lo demás, le era forzoso a Zavaleta, en su realismo de la vida ciudadana, hecha de tolerancia y experiencia, deducir lo fantasioso del protagonista y hasta oponerse en lo político, cuando creyó se chocaba el senti- miento general de los pueblos. Su mentalidad se manifes- taba así por grados, no siéndole soportable el procedimiento tajante del partido, siempre de prisa, como acosado en la solución. Este relevamiento de su psicosis, muestra en él la concordancia y la disidencia alternativa en asuntos graves, sin que por ello dejara de pagar tributo a la solida- ridad partidaria. Le era muy duro contrariar aquello que estimaba básico, sensato o prudente. Le veremos así, auspi- ciar la ley llamada «fundamental», porque reconoce en ella el pacto de unión de las Provincias; votará la ley de Presi- dencia, porque toda forma de gobierno exije la jerarquía; pero se opondrá a la «ley de la Capital» porque el presidente autoritario interrumpe con su impaciencia la decantación de un proceso histórico, que precipita la aventura rivada-

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viana al propugnar el sojuzgamiento de las provincias, rehusando la consulta al gobierno de Buenos Aires, precisa- mente en la amputación de su territorio. Su modestia y circunspección no se alteran: prefiere ceder al debate, mas no al voto, que es de conciencia, para no exteriorizar la crisis del desacuerdo con sus copartidarios, pese al sacrificio personal. Ensayará entonces el recurso de la conciliación, aconsejando con tacto político, una moción de aquiescencia que no hubo de prosperar. Su argumentación tiene la fuerza y la gravitación de lo palpado y vivido en los quince años corridos desde mayo del año diez, a punto de cargar con la responsabilidad de provocar una escisión en el seno del Congreso. A sus razonamientos se han sumado los de Gorriti, Moreno y otros más. En tal caso, es conveniente por la salud del país mismo, retirar la consulta a Buenos Aires y mantener íntegra la oposición a la Ley. Así al me- nos, el Congreso podrá completar su misión legislativa, la que por ningún concepto debe ser interrumpida. En este punto su probidad ciudadana le aconsejaba la moderación, evitando el derrumbe de una situación vidriosa; situación que el ministro Agüero sostendrá empeñosamente, a des- pecho de los dictados de Balcarce que hablará con cierta prevención de «despotismo» aunque Agüero solemnemente le enrostre la «impertinencia».

Es cuestión previa al examen de la Constitución de 1826 la cronología administrativa que indica los jalones guber- nativos, como consecuencia del vaivén de los sucesos polí- ticos. Comprobamos, en efecto, que en 1820 había desapa- recido la autoridad central de origen virreinaticio, pese a que todos los gobiernos desde 1810 se habían inspirado en un criterio centralista. El edificio levantado en la primera década se derrumba como por ensalmo y las provincias reasumen su soberanía. La más rica de todas, Buenos Aires, adoptó en 1821 atribuciones legislativas y hasta constitu- yentes, sirviendo de ejemplo a las demás. De 1821 al 27

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sobrevienen las reformas rivadavianas que abarcaron lo político, lo militar, lo eclesiástico y lo administrativo. En ese lustro, consecuencia bastante inmediata de la caída del Directorio, nace en las provincias la democracia y el fede- ralismo como brote del aislamiento provincial.

Hemos mencionado la supresión de los cabildos. Recor- demos ahora la reorganización de la junta de Representan- tes sobre la base del sufragio universal y de la elección directa. Una ley, llamada «ley de olvido», permite el retorno a la concordia apelando a aquellos que fueron separados o alejados por ideologías disímiles. De modo paralelo, como una expresión de deseos para asegurar la paz y la unión con las provincias hermanas, se firmó el Tratado del «Cua- drilátero», por el cual Buenos Aires y las tres litorales: Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, se comprometían en recíproca ayuda para el caso de ataque o invasión extran- jera, dejando abierta su adhesión a las restantes del terri- torio. Con ello se reafirmaba la Convención del Pilar, o sea federalismo y nacionalismo explícito, como así fué también el fracasado congreso de Córdoba de tendencia federativa.

II

A principios de 1824 se hace, por fin, la convocatoria oficial. La ley de febrero 27, llama a elecciones para el sus- pirado Congreso, eligiendo Buenos Aires 9 diputados en octubre, entre ellos Zavaleta, Agüero, Paso, Castro y Gómez. En esta emergencia se trasluce el entretelón político de un gobernador de orientación federal, el general Las Heras, y de una Legislatura netamente unitaria, que teme ya la acción de los diputados del interior. La Junta de Represen- tantes porteña sanciona la ley de noviembre 13, por la que la Provincia se reserva el derecho de aceptar o des-

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echar la constitución que presente el futuro Congreso, rigiéndose desde luego por sus propias instituciones.

¿Esta declaración importaba un reto de la mayoría uni- taria de Buenos Aires a las provincias federales? La res- puesta surgía dubitativa ante el enigma planteado. Un con- greso producto de la voluntad concordante de provincias autóctonas debía necesariamente dar una ley suprema, por cuanto todos los diputados sin excepción estaban facultados para dictar la Constitución; y en tal supuesto ¿cómo podía admitirse la reserva de Buenos Aires de rechazar lo que era producto de su colaboración espontánea, expresión de la libre voluntad de sus representantes mandatarios? Por lo demás, ¿era acequible restringir las atribuciones de un Congreso Constituyente? Vése por esto, toda la pru- dencia y habilidad con que habría de procederse para no herir la susceptibilidad de los miembros del alto cuerpo. La actitud de Buenos Aires era, más que preventiva y pre- cautoria, verdaderamente condicional. Lógicamente el ejem- plo cundió entre las demás provincias, afectando puntos vitales del organismo político. La hermana mayor y las demás hermanitas de la familia no necesitaban mirarse a las caras para conocerse. No había secretos entre ellas, porque todas se habían desnudado antes a pleno sol. Es dig- no de ser recordado aquel admirable y primer editorial de El Argos de Buenos Aires titulado «Provincias del Río de la Plata» (12 de mayo de 1821) que conservaba su frescura el día de la inauguración del Congreso (diciembre de 1824). En tres años transcurridos la forma había cambiado, mas no el fondo. Era, si se quiere, una mutación corográfica con los mismos actores.

La diferencia substancial la daba, en síntesis enjundiosa, el conceptismo rivadaviano con su vocabulario hinchado de sonoridad según el cual todo debía ser venturoso, afian- zando el buen tiempo porteño. Se vivía «en los fastos del universo , festejando la nueva «Legislación > que sería la

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traducción de la felicidad en la Ley, una especie de con- vención «entre la autoridad y la razón». En el salón minis- terial, los contertulios del santuario, bajo tales aforismos, salvaban la patria y se remontaban a lo excelso, escuchando este dictado magistral: «Los pueblos son felices cuando gobiernan los filósofos, o filosofan los que gobiernan». El ideal campeaba así en el deleite de un «contrato moral* perfectamente armónico de justicia y rectitud, o en aspira- ciones contractuales entre esa «Autoridad» soberana que emergía de los pueblos purificados por las reformas, con la «Razón» iluminada del magistrado quien debía trazar la norma edificante de la moral pública.

Bajo tales auspicios, plasmados en la mentalidad gu- bernativa, quedó instalado el nuevo Congreso luego de aprobados los diplomas y fijado el reglamento de los de- bates. Abreviemos las palabras ante las grandes leyes. Mas antes, debiéramos poner en lista a los que en el recinto, formaron como escribe un ilustre maestro «el núcleo de las más altas inteligencias y capacidades que el País podía elegir para una misión tan augusta». El mismo autor, agrega: «pero con ser una tarea de carácter constituyente y legislativo, su peso real en los destinos públicos de la época no fué de igual ponderación» 2.

Allí alternaron efectivamente, además de los ya nom- brados: Somellera, Gallardo, Moreno, Castex, Gorriti, Do- rrego, Heredia, Vélez Sársfield, Cavia, Funes, Laprida, Frías, etc., quienes en sesiones parlamentarias durante un trienio aparecieron con «todos los aspectos de un congreso culto de un gran Estado en formación». Empero, su «Constitu- ción», apoyada sobre un gobierno débil sujeto a vicisitudes ambientales, fué tan anémica y efímera como la de 1819, y debió extinguirse como se extinguió el propio Rivadavia y su partido. «La caída del pilar maestro arrastró toda la

2 Idem, loe. cit., p. 138.

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fábrica^. Lo decimos anticipadamente: ¡la Constitución de 1826 no rigió un solo día!

Pasemos a la obra legislativa. El Congreso entró en funciones el 6 de diciembre de 1824 con la representación de 17 provincias, es decir que además de las actuales catorce, se agregaban Misiones, Montevideo y Tarija. Con motivo de la fórmula del juramento, se hizo el primer debate en derredor de su segunda parte que proponía jurar la inte- gridad, libertad e independencia absoluta de la Nación bajo la forma representativa republicana. El significado de los tér- minos transcriptos tenía un alcance intencionado y de tras- cendencia. Rompió la espectativa el Deán Zavaleta3 expre- sando sin ambages y con valentía su opinión, frente al intento de algunos que trabajaron bajo cuerda para no aceptar esa fórmula la que, a juicio de los mismos, debería ser discutida al tratarse la forma de gobierno. El doctor Zavaleta observó que: «Si después de haber algunos dipu- tados pedido que el juramento abraze expresamente todos esos objetos, no se hiciese así, no faltarían glosas malignas sobre las intenciones y miras del Congreso, que desde luego entraría perdiendo una parte de su opinión. Por esta razón - dijo la Comisión ha creído que los diputados debían también protestar a la Nación que están dispuestos a sos- tener la independencia y libertad bajo el gobierno republi- cano. Esto ha querido y quiere la Nación, y los diputados no desempeñarían su cargo si no cumpliesen con esta obliga- ción. En verdad que a la Constitución corresponde dar la forma de gobierno: ella sin duda sancionará la que la Nación cien veces ha ratificado y sellado con su sangre» 4.

3 En realidad Zavaleta, como presidente de la Comisión de poderes, ocupó casi toda la segunda sesión preparatoria, dando las explicaciones necesarias para su aprobación, contemplando en especial la posición de aquellos diputados al Con- greso que eran ministros en el gobierno provincial de Buenos Aires.

4 Diario de sesiones del C. N. de las P. U., t. I, p. 28.

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Estas palabras cuya elocuencia política es evidente, im- portaban no únicamente una profesión de fe democrática sino una marcada disidencia con las repetidas gestiones diplo- máticas de Rivadavia y Gómez en Europa en busca de prínci- pes que coronar. A la interpretación de Zavaleta respondieron los diputados Funes, Castro, Gómez, Agüero y Mansilla, sin oponerse abiertamente al concepto emitido, pero insistieron en su aplazamiento por cuanto carecería de legalidad, dado que la ocasión de tratarla se ofrecería al discutirse precisa- mente esa forma de gobierno. Entonces el diputado Gorriti, en apoyo de Zavaleta, se manifestó sin eufemismos. «Es preciso, dijo, no disimular las cosas que sabemos: se sospecha, se teme y se recela, y de varios modos se nos han manifestado estos recelos que ... se solicita en Europa un príncipe para dominarnos, y nosotros, para borrar y confundir cualquier motivo que haya de habladurías y malicias o embustes, po- demos presentar al mundo entero la carta que manifieste nuestras obligaciones y nuestra decisión» (loe. cit. pág. 36).

Para felicidad del país, se sancionó íntegra la fórmula propuesta del juramento con que se despejó la atmósfera de toda intriga diplomática. Sin embargo, conviene aclarar que cuando el doctor Valentín Gómez calificó de vulgar tal especie, pese a su intervención cortesana en Francia, Gorriti le replicó con énfasis: «Las cosas tampoco son tan vulgares como ha creído el señor diputado. Si hubiéramos de recoger hechos que se han producido desde el comienzo de la Re- volución, quizás marcaríamos cosas que pasan mucho más allá de lo vulgar. Pero nosotros aquí no tenemos necesidad de ir a mortificar a muchas personas que, o no existen o no figuran, y otras que basta saber qué se han hecho; y no se puede dudar que sobre esto particularmente hay en los pueblos temores graves...» (loe. cit. pág. 40).

¡Feliz coyuntura aquélla la de poder dar el rumbo repu- blicano a toda una asamblea, esquivando sinsabores futuros en el engañoso espejismo del sistema monárquico!

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Doble motivo de estímulo para Gorriti y Zavaleta, que vieron inmediatamente afianzado el régimen republicano en el Memorándum que el gobernador general Las Heras dirigió al Congreso por intermedio de su ministro Manuel José García, primer antecedente conocido se ha escrito en que un gobierno patrio exteriorizase sus ideas al respecto. En ese documento bien se distingue, la falsa superioridad que «nace de los privilegios , enfrentada a la muy verídica y real de la «que viene del mérito personal . La monarquía, en definitiva, fué una veleidad de la que no escaparon muchos prohombres de la Revolución. La masa de los pueblos sin discrepancia aclamó siempre los principios na- turales de libertad e igualdad contra toda iniciativa artificial, acaso excusable pero no fundada ni tolerada. Prueba de ello, fué el voto de seis provincias por la forma republicana federal; cuatro por la republicana unitaria, y seis por el régimen federal o unitario a decisión exclusiva del Congreso. Ninguna provincia, en consecuencia, por la monarquía.

III

Con la denominada «Ley Fundamental-, se inició y perfiló el ciclo legislativo del Congreso en la nueva organi- zación política del país. Tanto este estatuto como los que le siguieron, tenían proyección histórica en una gravitación que sobrepasó los cincuenta años subsiguientes de la vida nacional. Basta pues, esta enunciación para aquilatar los altos valores puestos en juego, entre los que, el solo rasgo personal de esos congresales dió relieve a todo un grupo selecto de hombres ya maduros, exponentes cultísimos de la primera generación de Mayo. No hubo exageración pues, cuando los primeros historiadores argentinos anotaron que nueve años antes que Tocqueville publicara su Democracia

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en América, esos oradores discutieron en nuestro parlamento los principios del gobierno del pueblo por el pueblo «con tal caudal de conocimientos y tal brillo», que no se sabía qué admirar más, si esos debates memorables, o la fuerza política social de hechos que subsistieron, pese al nuevo rumbo que se pretendió darles al adoptar la forma republi- cana, «consolidada en unidad de régimen».

El señor Acosta, diputado por Corrientes, fué el autor del proyecto de ley, especie de pacto de unión entre las provincias, con el aditamento de ciertas reglas de derecho y de principios de gobierno. La iniciativa fué destinada a una comisión que integraron Zavaleta, Funes, Paso, Cas- tellanos, Frías y Vélez Sársfield. El dictamen de estos legis- ladores — los más destacados , que redujo considerable- mente el plan del autor, dió por sentada la existencia de un pacto de unión ya anterior entre las Provincias, por la declaración de 1816 que había proclamado la independencia. Se llamó «ley fundamental» en razón de sus disposiciones que afectaban profundamente el orden institucional admi- tido de hecho, el cual debía ser consagrado de derecho, con la total adhesión de esas provincias a dicha proclama- ción. La redacción, en efecto, empleada en el artículo pri- mero así lo estatuye, porque «reproduce del modo más solemne» el pacto con que las Provincias se ligaron «desde el momento en que, sacudiendo el yugo de la antigua domi- nación española, se constituyeron en nación independiente». He aquí en consecuencia, la normal ratificación por la tota- lidad de los Estados, o sea incluso aquellas provincias que no habían firmado el «Acta» o permanecido ausentes del Congreso de Tucumán.

El artículo segundo, al declarar que las atribuciones del Congreso eran constituyentes, dió el preanuncio de la sanción de una nueva Carta constitucional; y en el tercero, sobreponiéndose a toda duda alarmista al respecto, esta- bleció que «por ahora, y hasta la promulgación de la Cons-

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titución que ha de reorganizar el Estado, las provincias se regirán interinamente por sus propias instituciones. En se- guida, por los artículos cuarto y quinto, definió sus facul- tades para «ocuparse de cuanto concierne a los objetos de la independencia, integridad seguridad, defensa y prospe- ridad . Quedó resuelto explícitamente que la Constitución que se sancionase sería «ofrecida oportunamente a la con- sideración de las Provincias », y no sería promulgada ni establecida en ellas hasta su aceptación por las mismas. Lo restante de la ley concernía al gobierno de Buenos Aires, encargándole provisionalmente el Poder Ejecutivo nacional, que aceptó de inmediato por razones de urgencia y a fin de expedirse en los asuntos exteriores, especialmente por la tensión nerviosa del Brasil. Esta «ley fundamental» tuvo el voto favorable de unitarios y federales.

Durante varias sesiones y en alternados debates, unos de fondo, otros de carácter formal, Zavaleta definió sosteni- damente su posición, fuera ella de orden personal o como miembro informante de la Comisión. Como ha podido observarse, la estructuración de la ley fundamental acom- pasa varios puntos que por su significado pudieron ser considerados cada uno de ellos por ley especial. Ello re- quirió generalmente ampliación de referencias o la nece- sidad de precisar el alcance de sus términos.

Acerca del pacto de unión, por ejemplo, Zavaleta re- cuerda en uno de sus discursos que en esas circunstancias la reanudación de vínculos entre las Provincias las obligaba a ratificar «el propósito con que se unieron para formar una nación, desde el momento en que por un acto del más acendrado patriotismo, constituyeron el gobierno federal en las márgenes del Río de la Plata; dieron de allí dijo el primer grito de libertad, y entablaron un pacto que luego se ratificó y que últimamente en el año 16 se sancionó cuando se estableció el Congreso General. Las desgracias sucesivas que dividieron el País, disolvieron enteramente

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el Estado, quedando sólo una relación de afección de pueblo a pueblo; pero cada uno independiente en uso y ejercicio de su soberanía. Fijado el concepto de autonomía, agregó: «Pues cuando se unen otra vez con el ánimo de reintegrar esa nación dispersa, parece necesario que ratifiquen el pacto que repetidas veces habían hecho, y protestando a la faz del mundo, que jamás se disuelva . Luego, a modo de escla- recimiento, repuso: «Yo no creo que el tratado particular, que celebraron las cuatro provincias de Buenos Aires* Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, se oponga en nada al pacto que deben renovar hoy las provincias con arreglo a éste de perpetua unión, para la defensa común y prosperidad del País. . . quiere decir, que con mayor extensión (ahora) . . . se unen a las demás para formar una nación. Ellas no tuvieron otro objeto en aquel pacto que conservar amistad, y hoy se trata del pacto nacional . . . » 5.

En otra oportunidad explica la denominación adoptada en el artículo dos, de «Provincias Unidas del Río de la Plata», motivando acopio de antecedentes en disertaciones de V. Gómez, Paso, Agüero y Gorriti. Pero mayor preocu- pación en el debate deparó el contenido del artículo tres, al mencionar «las instituciones» provinciales. Para Zavaleta se abrazaba así «todas las instituciones que rijan y digan relación al régimen interior de las Provincias».

Su palabra tendió a abortar cualquier suspicacia en el ánimo localista de los diputados, pues con franqueza re- cordó que: «después de la disolución general del Estado, y pasado algún tiempo, que en unas provincias fué más que en otras, las que estuvieron en anarquía conociendo por mismas la necesidad de establecer un orden, trataron de organizarse. En su consecuencia, dijo han creado sus instituciones por las que han seguido rigiéndose y algunas

6 Véase la recopilación Ravignani, Asambleas Constituyentes Argentinas, t. I, pp. 1023 y 1024.

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con un éxito feliz. . . No creía debía alterarse ninguna de ellas. . . se pondría a las provincias en un estado violento, se las privaría de un bien que ellas mismas se han propor- cionado. . . Esta variación acentuó sería tan extempo- ránea como productora de males. . . que se ha procurado dejar a salvo los derechos que tienen las provincias . . . entretanto se promulgue la Constitución para el régimen general del Estado. . . » 6.

Ampliando aun más el concepto político de la ley, y a manera de resumen de las opiniones vertidas, volvió Zava- leta a tomar la palabra como una consecuencia de la polé- mica mantenida por los diputados Funes, Mena, Acosta y otros, haciéndose eco de las objeciones levantadas. «En el curso de esta discusión replicó Zavaleta se ha tocado la necesidad de que el Congreso por una resolución especial, fije su carácter. En todo él se han indicado medidas que el Congreso debía tomar por actos autoritativos, porque aun cuando no se han excluido las de conciliación, se ha in- culcado dictar leyes en oposición de las dictadas por las provincias para su régimen interior». Este hecho, por el que se «cubrirían de luto» las provincias, supondría dejarlo «al arbitrio de la pluralidad». . . Hizo mérito de la misión que llevó al interior en 1823, declarando que «no fué a incitar a las provincias a que se celebrase congreso, fué a negociar con los gobiernos de las provincias» para que «usando de su autoridad, influjo y poder, tomasen disposi- ciones que las pusieran en estado de reunirse cuanto antes en congreso, pues el gobierno de Buenos Aires partió del principio de que las provincias no podrían proceder a sus mejoras, si no organizaban sus recursos y si no aseguraban el orden interior de cada una de ellas» 7.

6 Idem Asambleas, loe. cit, pp. 1042 y 1043.

7 Idem Asambleas, loe. cit., p. 1069.

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En la sesión subsiguiente insistió acerca de este punto esencial con espíritu de persuasión para disipar cualquier mal entendido. «La Comisión está bien persuadida expre- só gravemente de que los señores Representantes conocen que su destino en este lugar es organizar el Estado y que las materias de que deben ocuparse son de un interés nacional . Y luego, refiriéndose al artículo cuarto agregó: «. . .es como una nueva garantía dada a las provincias, de que ellas no serán interrumpidas en la marcha de su civilización que han emprendido, ni que tratará de trabar los pasos que vayan dirigidos a la mejora de sus instituciones. Por esto es, que después de haber sancionado su permanencia, mien- tras tanto que se promulga la Constitución que el Congreso ha de dar, quiso señalar los objetos en general que deben ocupar su atención, y los expresa designando que deberán ser todos los concernientes a la independencia del País, integridad, defensa, seguridad y prosperidad nacional. Pero además creyó que debía señalar los otros objetos que deben ser exclusivamente de su atribución: tal era el intervenir en las relaciones interiores de provincia a provincia. Sería preciso no recordarlo; pero es hoy indispensable al menos indicar las desavenencias que han ocurrido en algunas que otras y que no teniendo entonces ese medio de conciliación que dirimiese las controversias y que las redujese por las vías pacíficas al término de su deber, las provincias se ensangrentarían y se destruirían también los habitantes; ellas han fijado su consideración en el Congreso como un juez imparcial que haya de ejercer para los pueblos cierta intervención que los libre de aquellos desastres».

Analizó igualmente otros aspectos del gobierno propio, sobre la emisión de moneda o la ley de pesas y medidas, para acusar con la voluntad más conciliadora los procederes políticos de la mayor buena fe, tanto en las facultades del Congreso como en los propósitos de dar una Constitución eficiente. A este respecto, en sus palabras quedaba descar-

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tada toda intención de censura, porque se proponía «tran- quilizar los ánimos, particularmente en algunas provincias que están siempre sobresaltadas» 8.

El Congreso se había impuesto a mismo la modera- ción, el camino de la prudencia, porque, como muy bien recalcaba el Deán en otra de sus intervenciones orales: «ni podía en la actualidad dar todas las disposiciones nece- sarias para la reorganización del País, ni tampoco aquellas que fueran indispensables para atender a su defensa, ni era posible designarlas todas; porque en realidad creo que no debe haber ningún señor diputado añadía a quien no ocurra el modo de señalar los medios con que debe contar para la defensa del Estado que hoy se reinstituye>. Se refería así al tema precario de los recursos para solventar esas urgentes necesidades públicas, fundamentar la creación de un erario nacional. Problema difícil de conjurar con arbi- trios improvisados sin que lo informase un censo ilus- trativo 9.

Al finalizar la discusión de ley tan memorable, luego de sendas tenidas en que se oyó el pro y el contra de las ten- tencias en juego, debió el ilustre orador recapitular el alto pensamiento que orientaba los esfuerzos organicistas, y cómo en esas complejas circunstancias debía acordarse a Buenos Aires sin desmedro de las demás provincias el ejercicio del Poder Ejecutivo Nacional. Así, en efecto, abordó la espinosa cuestión instruyendo Zavaleta a sus colegas sobre la diver- sidad de criterios con que se pretendía dar la solución. Sin ambages lo expuso: «Entre todos los artículos que abrazan el presente proyecto, ninguno ha dividido más las opiniones de los individuos de la Comisión que el presente, y en ninguno ha sido más difícil convenir». Se habían pre- sentado, en efecto, cuatro fórmulas. Una encomendando

3 Idem Asambleas, loe. cit., pp. 1072 y 1077. 9 Idem Asambleas, loe. cit., p. 1084 y sigts.

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a Buenos Aires el P. E. de modo provisional; la segunda, asociándole una comisión; la tercera, encargándole única- mente de las relaciones exteriores; y la cuarta, dándole una comisión con voto deliberativo en todos los asuntos, o bien con solo voto consultivo. Esta última, prevaleció a pluralidad de votos en la Comisión. El doctor Zavaleta dió su opinión franca y decidida, pareciéndole, «que por la posición ventajosa y práctica que tenía en los negocios extranjeros, el gobierno de Buenos Aires era el indicado para ser encomendado provisionalmente por el Congreso del P. E. Nacional; pero creyó que debían limitarse sus atribuciones a todo lo relativo a relaciones exteriores, sin que se le asociase comisión alguna del Congreso, porque vería que en esta parte era en cierto modo entorpecer la expedición de los negocios, y porque creía impropio del Congreso mezclarse en esos tratados, siempre que se reser- vaba la ratificación...» etc. (loe. cit. págs. 1101 y 1102). Haremos gracia al lector del extenso debate sobrevenido, habiendo ya consignado páginas atrás la sanción definitiva de la «ley fundamental >.

Con ésta quedó, puede decirse, sellada la reputación y el valer intelectual de los oradores. En lo sucesivo, la variedad del asunto exigirá otros argumentos e ideas. El tea- tro del Congreso que sobrevino en seguida, en la «ley de la presidencia» y «la ley de la Capital» debió experimentar cambio notable. Su elenco contará ahora con Dorrego, Moreno y Gallardo, como refuerzos de la oposición. Señalar esos rasgos en conjunto, que como retratos al agua fuerte nos son presentados por Vicente F. López, Avellaneda, Lamas, Mitre, Gutiérrez y otros escritores que recogieron su tradición, equivale a dibujar su peculiar fisonomía. Es el índice de la cultura de una época, o mejor aún, de la oligar- quía que gobernaba el país.

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IV

La «ley de Presidencia*, del 6 de febrero de 1826, no requirió mayor elucidación luego de presentado por Zava- leta el cuadro de las opiniones vertidas. Contaba con el precedente del decreto que dió lugar a la creación del Ejecutivo Nacional, definitivo, «con separación e independencia de los gobiernos provinciales*, a raíz pre- cisamente del rechazo de la renuncia del gobernador Las Heras. En un par de días quedó elaborada y votada la Ley, y en veinticuatro horas más, se procedió a la elección de Presidente de la República que recayó en Bernardino Riva- davia, por 35 votos contra 3. Zavaleta, lógicamente, votó por Rivadavia. Prestado juramento, en discurso pronun- ciado ante esa Asamblea, perfiló muy firmemente el Presi- dente las bases del plan político que se proponía aplicar, convencido de la necesidad de un gobierno «central y fuerte», para destruir los gobiernos semibárbaros, dilatar el horizonte de la cultura en la práctica de las garantías ciu- dadanas, y dar satisfacción a un orden de cosas que asen- tasen la organización del país, dando término a la prepo- tencia de los mandones. Empero Rivadavia, en su punto de partida, oficializando el partido unitario y por ende erigiendo un sistema atentatorio a la existencia autónoma de cada una de las provincias, cometió su más grande error. El Presidente, en ese discurso inaugural, de modo terminante reclamó como un deber «que todo lo que forme la Capital, sea exclusivamente nacional». Esta exigencia tan rígida y sin ser precedida de un procedimiento conciliatorio, levantó una verdadera tempestad de protestas en la prensa y en el seno del partido federal.

Mas, es curioso que el defecto acusado producía una consecuencia contraria en el sincero propósito de Rivadavia.

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que con la federalización entendía engrandecer, antes que aminorar, la ciudad de Buenos Aires. El hecho en hería profundamente las prerrogativas locales de un Estado de la federación, sin que se subsanase el agravio con elevar la ciudad a la categoría de capital de una nación o cabeza de todo el organismo político. Los conceptos explícitos que se desarrollan en el notabilísimo discurso del ministro Agüero, giran siempre en torno a esa influencia o gravita- ción de la Capital, como centro de recursos, intereses y libertades de los demás pueblos de la república. Es decir, la hegemonía política de la Capital sobre las provincias, en flagrante violación de la ley fundamental votada el año anterior. No fué otra la causa primaria de la terrible guerra civil contra el régimen directorial.

Los dados estaban echados y la sanción de la ley se produjo por veinticinco votos contra catorce. Entre estos últimos se contaron Zavaleta, Gorriti, Moreno y otros que definieron desde el comienzo del proyecto una neta oposición.

Detengámonos ahora a reseñar ese luminoso debate parlamentario en el que Zavaleta, pese a su filiación unitaria debió enfrentarse con sus dos más fuertes correligionarios, Agüero y Valentín Gómez, planteando una grave cuestión de principios con que se impuso a la consideración pública, como celoso defensor de los pactos interprovinciales y por ende, de la autonomía de las provincias.

Un acontecimiento de innegable trascendencia, como la eliminación de Las Heras, quien patrióticamente abandonó su cargo de gobernador trasladándose para siempre fuera del país, luego de altiva protesta en defensa de los derechos hollados de su provincia, así como la disolución de la H. Junta de Representantes el 8 de marzo, que repercutió en la república entera, son episodios institucionales de doloroso recuerdo en la historia política, que no solamente dan en este caso razón a Zavaleta, sino que individualmente apre- ciados, valorizan el índice de su ponderación, acrecentando

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su figura. Hombre de principios y de virtud cívica, en salva- guardia de la tradición de nuestro derecho público provincial, debió en conciencia, como lo hizo, mantenerse en abierta oposición parlamentaria con el ministro Agüero. Fué en- tonces una postura insólita para la prestancia de la agru- pación partidaria, pero ella le enalteció. No sin fundamento pues, el historiador V. F. López ha recordado el ascendiente moral del Deán Zavaleta, «cuya voz dice tenía siempre una grande autoridad en el Congreso y en la opinión > (Tomo IX, pág. 410).

Se había llegado a la sesión del Io de marzo, luego de escuchados varios diputados. Zavaleta pide la palabra porque le parece dice «poco decoroso prestar mi sufragio en silencio. Manifestaré, pues, sincera y francamente mi opinión y la razón, a mi modo de ver, poderosa, que me obliga a votar en contra del proyecto».

Por vía de esclarecimiento comienza ad virtiendo que -en la larga y luminosa discusión. . . no si me he convencido o me he confirmado en la idea de la utilidad que prepararía sin duda, la sanción de este proyecto, para promover la organización general del país». Pero. . . obsta a ello la ley del 13 de noviembre de 1824 dada por la provincia de Buenos Aires. «Ella obsta expresa de tal manera, que en mi conciencia no puedo votar de otro modo que oponién- dome decididamente >. Recuerda en seguida que su sanción ocurrió cuando la Provincia «estaba en el pleno goce, posesión y uso de su soberanía, a consecuencia de la desgra- ciada disolución del año 20; y en que, lo mismo que todas, podía unirse o no unirse, hacerlo absolutamente o bajo las condiciones que a bien tuviese. . . ». Por esa ley, repitió , se fijaron las bases bajo las cuales, voluntaria y espontá- neamente, se quería renovar o ratificar el pacto de asociación con las demás hermanas. Se refería así con estas palabras, a la «ley fundamental» que contenía el voto público de la Provincia «terminantemente expresado y solemnemente pu-

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blicado». El mismo como diputado, aceptó que el artículo tres de la ley del 23 de enero de 1825, había sido la expresión «de lo aprendido en la escuela de sus pasadas desgracias» . . . «por eso quiso la Provincia, que en caso la deseada unión del Congreso no tuviese efecto, subsistiese siempre la forma de gobierno y sus leyes; para que no quedase en el caso de una nueva disolución (no imposible por desgracia) expuesta a envolverse de nuevo en la anarquía». ... «La Provincia de Buenos Aires se dijo se regirá del mismo modo y bajo las mismas formas que actualmente se rige, hasta la promulgación de la Constitución que el Congreso Nacional. . .». «Y yo pregunto, dice Zavaleta ¿se regirá del mismo modo y bajo las mismas formas que actualmente, si llanamente se sanciona el proyecto presentado? Yo estoy bien persuadido, agrega, que la provincia de Buenos Aires, aun en aquella suposición negativa, conservaría sus institu- ciones liberales y ocuparía entre las de la unión, un rango más elevado*.

Empero, el Congreso a su juicio, no puede variar esas instituciones que hacen a la forma de gobierno represen- tativo; y aunque lo pudiera, es lo cierto que Buenos Aires no quiso unirse sino bajo aquella expresa condición.

En su dictamen, por consiguiente, estima el Deán que de un solo modo puede realizarse la federalización de Buenos Aires, o sea, con la negociación del previo consentimiento de la Provincia. Fundando su tesis, mencionó lo ocurrido al Congreso de los Estados Unidos en materia de reservas jurisdiccionales de los estados de la Unión, obligado a ne- gociar con éstos la delegación de autoridad necesaria en el orden nacional. En este sentido argüyó: «Ella, la provincia de Buenos Aires, que jamás se ha negado a ningún género de sacrificios, convencida de la necesidad y conveniencia de la medida, prestaría sin duda su allanamiento con espe- cialidad a la desmembración de la parte más preciosa de su territorio», . . .sin que ello obstaculice a preservar «algu-

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nos derechos que es justo y conveniente resguardar». Es decir, que el precedente americano aconsejaba no saltar «la barrera» ni « mandar » sino negociar «para que le invis- tiesen de la autoridad que no tenía». De no aceptarse este temperamento: «mi opinión es, terminó Zavaleta «que el proyecto en discusión sea desechado».

El ministro de gobierno doctor Agüero tan medido siempre en sus palabras y tan dueño de en los debates que acometía con hábiles y abundantes razonamientos, reveló en esta ocasión una honda preocupación y un no menor desasosiego al responder con iracundia desconocida en su vida parlamentaria. Sabemos en efecto, que el doctor Agüero, como lo describe Avellaneda en su magistral sem- blanza, se distinguía como orador por la fuerza, el número y el encadenamiento de sus argumentos. Menos dialéctico que Gorriti, le superaba por la amplitud de su pensamiento. No es cierto, como se ha difundido, que hubiera en sus dis- cursos la ironía que aguza la palabra o el sarcasmo que la acentúa fuertemente. «El doctor Agüero como lo revela Avellaneda era tan sólo inflexible en sus formas y duro en su tono, y los contemporáneos han recordado por mucho tiempo la aspereza con que trató al venerable Deán Zavaleta, cuando éste propuso que fuera consultada a la Legislatura de Buenos Aires la ley sobre la Capital» 10.

Volvamos pues a la tribuna y al orador para recoger su dictado. Mas antes de su réplica, recordemos que Gallardo, Delgado y Bedoya le precedieron en la polémica, y que esta circunstancia a pesar de ser favorable al gobierno, enardeció con su apasionamiento el amor propio ministerial porque podía efectivamente, con esa moción de orden, suspenderse la sanción de la ley. Toda la sesión del 2 de marzo quedó absorbida por la cuestión promovida por Zavaleta y desde su iniciación el doctor Manuel Bonifacio Gallardo, joven

Nicolás Avellaneda, Escritos, t. I, p. 312, edición de 1883

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legista con bufete de abogado y de temperamento vivaz como periodista, si bien formaba parte del círculo unitario debió impresionar a Agüero cuando afirmó que su opinión, «que me dicta mi conciencia» estaba por el rechazo del proyecto antes que por la consulta a Buenos Aires, si bien su voto se prestaría con la mayoría gubernativa. El diputado Delgado sumó sus razones a las del colega, temiendo con cierto pavor que «una provincia sola sea capaz de cruzar todos los designios de la nación». Luego el representante de Corrientes doctor Bedoya, robusteciendo al oficialismo, concretó su voto desconociendo que el derecho de Buenos Aires fuese una «condición sine qua non que debiera respe- tarse». Lo cierto es que al calor del partidismo estos tres diputados llevados de su entusiasmo, cavaron más honda- mente el distanciamiento con los gobiernos provinciales en general, dando al Congreso como legislador, una prepotencia que sólo podía admitirse en el Congreso como constituyente. En esta controversia se perdieron de vista sus disparos a propósito de una ley que amputaba nada menos que el territorio de un estado provincial, sin mediar la carta constitucional que organizase la Nación. Zavaleta tran- sigía mediando la consulta para segregar el territorio, pero el autoritarismo impaciente sacrificaba sagrados principios en aras de los poderes mayestáticos, sin la voz de los pueblos. La ecuanimidad, desafortunadamente, nada pudo obtener de ventajoso para el bienestar ulterior del país.

Agüero arranca su peroración con palabras severas y en estilo polémico: es el tribuno adiestrado en la batalla parla- mentaria. Se mostraba «con el gesto impenetrable y ceñudo que caracterizaba su fisonomía» como le pinta V. F. López, (loe. cit. pág. 490). En su famoso discurso anterior, que se relee con emoción a través de más de un siglo de distancia, había sentado el aforismo de ser el proyecto la «piedra angular de la reorganización nacional».

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En toda esa semana la atmósfera se había impregnado de fiereza partidaria, y la exaltación estaba dentro y fuera del recinto del Congreso. Sólo así podemos explicarnos que tan admirable orador cayese en los cargos ad hominem dirigiéndose a un correligionario, amigo de largos años, ligados ambos por vínculos superiores. Y como fué la réplica, así volvió la contrarréplica. En realidad, la actitud intran- sigente de la mayoría unitaria en el Congreso, había forzado la declaración de guerra con el Brasil, que como afirma un contemporáneo, se la hacía jugar como razón o pretexto para «capitalizar en Buenos Aires el Poder Ejecutivo Nacio- nal, sin que una Constitución previa le fijara límites».

Buenos Aires, por su parte, se resistía a convertirse en mero instrumento de los partidos en pugna. El centralismo rivadaviano exigía una capital, sede de una autoridad diri- gente que imparta el movimiento a las dependencias y terri- torios subalternos de la maquinaria administrativa. De las expresiones de Agüero, altamente alarmantes, sólo podía colegirse un «centro de donde salgan a todos los puntos de la periferias la vida, los bienes, y los ideales del ciuda- dano. Debía darse entonces a la Nación una verdadera capital permanente, centro del vasto territorio. En su diser- tación no se valió de rodeos para pronunciar su enfática sentencia: «Era indispensable suprimir la provincia de Bue- nos Aires, si era que el presidente o la nación había de gobernar. . . Nuestros pueblos obedecen lo que quieren; y es necesario que la autoridad empiece por ser robustecida para que pueda ejecutar lo que se manda. De lo contrario no se ha de vivir sino capitulando con las pretensiones y con las pasiones de los hombres y con los caprichos de los pueblos. Esto no es mandar y así no se organiza un Estado^ .

Dirigiéndose a Zavaleta directamente, le espetó: «El hono- rable representante que ha deducido esta cuestión, ha em- pezado confesando de piano estar íntimamente convencido de la utilidad y de las ventajas del proyecto, que vale tanto

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como decir que considera importante a la organización del país el que el congreso adopte esta medida, y que es un deber de los señores representantes, por consecuencia, el adoptarla. Pero, el señor representante que reconoce como importante, útil y ventajoso a la organización del país el adoptar el proyecto, desde el momento que trepide en adop- tarlo, traiciona su deber y falta al puesto que ocupa. Si ha confesado que es útil, importante y ventajosa la medida al país, desde este momento no hay ley que pueda deducirse: toda ley que se oponga a esto debe callar, y lo mismo digo de cualquiera consideración o interés personal; sea particular, provincial o como quiera, todo debe callar al interés sumo de la nación. . .». Para Agüero, en su agresiva retahila, tal actitud era consumar la anarquía; sí, la anarquía que hoy asoma su espantosa cabeza por todas partes, y que si no se obra con una mano fuerte, ella va a acabar y a romper para siempre los vínculos de las provincias, y va a poner a la nación en el conflicto, de que un aventurero se haga dueño de nuestra libertad, de nuestras fortunas, y de esa independencia que nos ha costado tanta sangre y tantos sacrificios .'..».

Agüero iba cargando la romana a Zavaleta, sin reparar que su propia intransigencia con el pueblo de Buenos Aires, daba origen a la siniestra sombra del espectro. Creía abatirse en su orgullo al estimar «imbecilidad o debilidad» la nego- ciación cordial con la provincia de Buenos Aires, porque a su juicio era «capitular», «desmoralizar hasta lo sumo no sólo la autoridad del P. E., sino de la representación nacional: esto es acabar con ella, poner una barrera de bronce para que sus resoluciones aunque sean las más benéficas, no surtan ningún efecto».

La andanada colmó la medida cuando Agüero, ya iras- cible, agregó que no quería el ensanche de su autoridad, sino que el Congreso tuviese el nervio y fuerza necesarios para juzgar y censurar al propio P. E., pues éste a su vez

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se apoyaría en él para obtener la «más robusta y fuerte autoridad nacional, capaz de formar un gobierno que haga la suerte de la nación, y al mismo tiempo, que se haga respetar de ese gobierno mismo. Esta, señores, es una segu- ridad incomparablemente mayor que la mezquina garantía de los Eforos de Esparta...». De la nacionalización de Buenos Aires el gobierno «piensa arrancar su marcha, sí, esa marcha en que es preciso que obre con la velocidad del rayo para corresponder a la confianza que ha merecido de la representación nacional. Es, pues, necesario que el Congreso se decida sin pérdida de momento sobre una medida de esta trascendencia para que el gobierno empiece a desplegar su acción. . . ».

No es menester evocar al orador tucumano de anteriores asambleas porteñas, en la magnífica apostura con que le recordara el historiador Hudson en sus éxitos de Mendoza, San Juan, Córdoba y demás provincias. El momento si no era tan trágico como lo imaginó habilidosamente Agüero para presionar el despacho de la ley, era sin hesitación, lo suficiente grave y serio para huir de los recitados meta- fóricos. Zavaleta no hablará de la hidra, del aventurero arribista, ni de las vallas de bronce. Sólo apelará a su con- ciencia cívica y a la fuerza histórica de los pueblos. Se refe- rirá a lo solemnemente pactado y al cumplimiento sagrado de los derechos legales. Tampoco le atemoriza la urgencia reclamada por el ministro, ni la violencia que hace todo poder fuerte. Será sintético pero categórico porque se sabe entre dos gladiadores hercúleos: Agüero que acaba de hablar y Valentín Gómez que ya se anuncia en la tribuna. Así, pues, por su boca hablará la argentinidad democrática negándose a cortar el hilo de la verdadera tradición política y social, en ese laberinto de pasiones enconadas.

Podemos resumir su oración en seis conclusiones.

Primera: Zavaleta, en forma básica rememora la soberanía de las provincias. En el sentido de árbitras de sus derechos

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dijo procedieron todas de la antigua unión ... y así Buenos Aires al sancionar su ley del 13 de noviembre de 1824, determinó condicionalmente una base para la reno- vación del pacto de asociación. Esa base fué luego recono- cida en el artículo tres de la ley del congreso, de 23 de enero de 1825, generalizándola a todas las provincias y no sólo como excepción para Buenos Aires.

Segunda: Buenos Aires anheló siempre la unión y no el aislamiento, y si en 1821 retiró sus diputados, lo hizo persuadida de la imposibilidad de un congreso enton- ces, a punto que más tarde promovió de nuevo la convo- cación.

Tercera: El congreso se instaló en Buenos Aires por la reiterada solicitud de la provincia que dió una ley para salvar las formas de su régimen legal y el derecho de aprobar o desechar la Constitución que diera el congreso.

Cuarta: Que dicha ley estaría vigente hasta la sanción de la Constitución, pues corriendo el riesgo de que des- apareciesen sus poderes, quería que esas instituciones evitasen la desgracia de la disolución. Sólo la sanción de la constitu- ción le aseguraba el no caer en la anarquía o quedar acéfala y sin gobierno.

Quinta: No habiendo orden en el país, ni administración regular, ni paz, era dudosa la permanencia y duración del congreso. Por ello no podía abandonar sus instituciones fiada la provincia en la acción futura de ese congreso mantenido entre «celos y rivalidades envejecidas». En con- secuencia la provincia, tuvo derecho y grave fundamento para darse una ley precaucional.

Sexta: En ese conflicto corresponde el previo avenimiento de la provincia de Buenos Aires para la cesión de su terri- torio, resguardando algunos derechos. No recurrir a este arbitrio conciliatorio para enrostrar las dificultades, no significa, dijo, «energía, sino intrepidez temeraria. . . atre- pellar la barrera en que tal vez pueda uno estrellarse!!».

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Estos fueron los antecedentes y fundamentos substan- ciales de su respuesta al ministro Agüero. Por lo demás, descartó la obligación de consultar este caso específico a las demás provincias, como presumía el gobierno. «Este pro- yecto, repitió, toca sólo y exclusivamente a la provincia de Buenos Aires». Y por lo que respecta al Congreso en sí, refirmó su convicción de que carecía de atribuciones, no debiendo "hacer lo que no puede hacerse".

El debate que parecía ya agotado, cobró nuevo vigor. La controversia se hace más aguda, no ya por el efecto de la palabra rutilante de Gómez que se acoda al ministro con armas y bagajes, sino por la dialéctica eficiente de Gorriti, diputado de respeto y prestigio que coordina precedentes, doctrina y argumentos, en un tren demostrativo y probatorio difícil de vencer. Su ataque al proyecto da más relieve a la oposición que se hace visible también con Balcarce, quien no sólo personaliza sino que califica rudamente el autori- tarismo ministerial. Manuel Moreno hiere a su vez la tesis de la nacionalización con un discurso de corte constitucio- nal, apuntalado con un criterio cerrado por no decir impla- cable. También Juan José Paso se mostró contrario al go- bierno, vehemente en su ancianidad pero sin el brillo ya de la hora de la espada de 1810. Ni federal ni unitario se exhibió más que nada como un tradicionalista en lo jurídico opuesto a dicha desmembración. La sesión ha terminado en líneas tendidas y únicamente resta la expectativa de la votación final.

Al día siguiente, 3 de marzo, Zavaleta solicita la palabra; todos se vuelven hacia él. Con esa jerarquía que le era característica, comienza por declarar: «Yo fui el que en la sesión de antiayer hice, como una simple indicación, la propuesta de que se suspendiese el proyecto y se negociase con la Sala de Representantes de esta provincia su aquies- cencia y avenimiento, impulsado del deseo de que una me- dida que creo tan útil para nuestra organización, se realizase

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pacíficamente; deseoso también de no contrariar como creo debo hacerlo en mi conciencia, el voto de mi provincia. De esta indicación se ha hecho una cuestión de orden, sobre la que manifesté en el día de ayer mis ideas y senti- mientos^.

Luego de una pausa que aumentaba la curiosidad, pues ya se creía vislumbrar el desenlace, agregó: «Mas, como este asunto ha ocupado tanta atención, volviendo sobre él de continuo; firme siempre en el propósito de no adherir al proyecto con mi sufragio, he reflexionado después que, el medio propuesto por y discutido como cuestión previa, es hoy ya inoportunos.

Estas frases dieron evidentemente la impresión de no querer Zavaleta exponer el resultado del debate sobre la ley a las variaciones que se deducían de la votación previa de su ponencia; y acaso también, por lo agitado del ambiente que complicaba la suerte de las autoridades provinciales. Así, en forma escueta subrayó: «Yo podría manifestar esto con bastante claridad, pero la prudencia me determina a no hacerlo. Sin embargo, yo fijaré un principio general, del cual los señores representantes deducirán las razones por las que lo creo inoportuno».

Acto seguido, concentró su pensamiento en esta me- ditación: «Las grandes cuestiones en que se trata de los intereses sumos de la Nación, especialmente cuando ellos bajo ciertos respectos están o pueden cruzarse con los inte- reses caros de las Provincias, deben tratarse en la mayor serenidad de espíritu y cuando las pasiones están en calma».

«Los momentos de una grande agitación no son a pro- pósito para ello. De aquella naturaleza es la cuestión que se versa en el día. Los señores representantes se harán cargo con esto solo sin que sea necesario que yo me extienda más, de los motivos que hoy me determinan, cueste lo que costare al amor propio, a retirar aquella indicación que hice de la mejor buena fe; pues, el hombre puesto en este cargo

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no debe tratar sino de llenar sus deberes sobreponiéndose a todo. De consiguiente, firme en el propósito de estar contra el proyecto, yo la retiro».

La votación dió el siguiente resultado: 25 votos por la afirmativa, 14 por la negativa. El comentario de don Vicente F. López, que traduce la impresión coetánea, se transmite así: «La oposición había triunfado moralmente a todas luces. La razón, la justicia, la prudencia, estaban evidente- mente de su parte. Con ella estaba también la mayoría de los hombres que entonces gozaban de mayor conside- ración en la opinión pública: Paso, Zavaleta, Gorriti, Funes, Castro, López, Moreno, Frías, Balcarce, etc., circunstancia que El Ciudadano, periódico de Cavia y de Dorrego, preco- nizaba como un hermoso triunfo».

Ese mismo periódico escribía que el paso gubernativo sobre ser impolítico, era ilegal y negativo. "£/ Congreso exclamaba es ya un cuerpo muerto!!"

V

El partido ministerial pudo ciertamente, confirmar su pronóstico anterior al debate: estaba seguro de que triun- faría en el Congreso. No obstante, los 14 votos contrarios, tenían más que un valor numérico otro mayor de orden moral. El doble concepto derivaba de los nombres que he- mos mencionado, impermeables al autoritarismo rivadaviano y en particular, por el de aquellos que siendo de esa ten- dencia, demostraron dotes personales para no jurar el acatamiento in verbis magistri.

Esta ley, promulgada en los primeros días de mayo de 1826, trajo como primera consecuencia la crisis gubernativa de la provincia de Buenos Aires de que hemos hablado, en las circunstancias harto complejas en que debían ini-

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ciarse las deliberaciones de la nueva Constitución. El Pre- sidente, persuadido de su necesidad, había urgido un mes antes, en extenso «mensaje» su pronto despacho, luego de consultas a las provincias respecto a la forma de gobierno que creyeran más conveniente, «para afianzar el orden, la libertad, y la prosperidad nacional*. A esto se añade el estado de guerra con Brasil, ya en plenos combates navales. El cuadro, tan recargado de sombras, denotaba en con- traste las fuerzas poderosas atizadas por la nueva ley de la intolerancia política, renovadora del*odio de los partidos. Con ello se desarticulaba el país y la defensa nacional, pues a raíz mismo de la sanción de las primeras cláusulas de la Constitución, se escuchó la protesta del gobernador de Córdoba, que ordenó el retiro de sus diputados; y peor aun, se palpó la falta de colaboración en la formación del ejército por los mandones lugareños, que se reservaron las tropas para sus bastiones.

No nos incumbe en esta biografía el análisis crítico del anteproyecto de Constitución, ni seguir el curso doctrinario de las sesiones. Baste a este propósito anotar las distintas ocasiones en que nuestro sujeto participó, siempre en un papel más de consejero de estado antes que de diputado, para concurrir a la más apropiada elucidación de las cues- tiones. Así leemos sus continuas participaciones, bien sea en resguardo de la provincia que representaba para garantir su derecho en el capital del Banco de Descuentos en los límites jurisdiccionales de su territorio, acerca de las facul- tades del Congreso en materia electoral, o en temas histó- ricos como el rememorativo de los revolucionarios de Mayo, etc. Y también, en oportunidades de excepción, para fijar el alcance del precepto constitucional en materia de cultos. Su palabra autorizada precisó, en cuanto a esto, la protec- ción de la religión católica enraizada en la tradición y en el anhelo popular. Su contenido no era simple, porque a su juicio, la religión de la Nación abraza los dogmas, los

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misterios y el culto. La autoridad nacional le debe pues una protección decidida con todo el rigor de la expresión; así como los habitantes del País el mayor respeto, cuales- quieran sean sus opiniones religiosas. O sea que, a la religión debe rendírsele ese total reconocimiento tanto en el templo como en la vía pública. Decir que la religión católica es la religión del Estado, significaba en su opinión enunciar un hecho positivo, y sancionar una ley preceptiva como tri- buto a cargo del habitante del país.

Sería igualmente redundante seguir a Zavaleta en las conferencias secretas realizadas por el Congreso en asuntos exteriores. Diremos tan sólo que, como miembro de la «comisión especial» encargada de dictaminar lo atinente a los sucesos de la Banda Oriental, colaboró ampliamente en el estudio de esa situación bélica; fuera para el suministro de auxilios, fuerza armada, o determinación de la línea de conducta que debía adoptar el Congreso en la recuperación de esa provincia; etc.

El 24 de diciembre de 1826 finalmente, se dictó la Cons- titución unitaria que por desgracia encendió la chispa de la guerra civil, ensangrentando nuestro territorio durante un cuarto de siglo. Quedó adjunto a ella un «manifiesto» dirigido a los pueblos de la República, que lleva la firma de setenta y dos diputados, más la de ambos secretarios. Zavaleta consigna con su rúbrica ser «diputado por el terri- torio desmembrado de la Capital».

En puridad de verdad, como lo ha sintetizado L. V. Vá- rela en su conocida historia constitucional n, la Constitu- ción de 1826 había suprimido por completo todo lo existente en materia de gobierno y de autoridades provinciales; había destruido aquella autonomía de hecho ejercida desde 1820 por los caudillos que se habían erigido autoritariamente en las provincias, con o sin juntas de representantes, con

11 Luis V. Várela, Historia Constitucional, op. cit., t. III, p. 469.

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o sin constituciones locales, pues no faltó en la farsa polí- tica la constitución orgánica de algunas de esas provincias en el auge del caudillaje. El mismo autor agrega fundada- mente: «La Constitución de 1826 era un paso audaz para tratar de destruir todo eso que existía sin deber existir, en un país que quería ser libre y figurar en el concierto de las naciones > 12 . Como agravante, se acumulaba en el manda- rinato, ese localismo porteño forzado por la federalización todavía inconsulta de su urbe metropolitana.

Mientras tanto, la desolación cundía como un efecto de repudio de la constitución por las provincias. Los infor- mes de los comisionados nos proporcionan el estado fiel de ese caos político. Las misiones fueron poco afortunadas y dan cuenta al Congreso de su gestión. Gorriti, comisio- nado para Córdoba, pese al cambio de ideas y a su empeño, no consigue siquiera que se entre en el examen del texto constitucional. El Deán Zavaleta, comisionado para Entre Ríos, fué impedido de llegar a destino. El doctor Vélez Sársfield recibe devuelto su pliego sin obtener respuesta de Facundo Quiroga. Y así, Tezanos Pinto en Santiago del Estero, Castro en Mendoza, Castellanos en La Rioja. El fra- caso fué calamitoso y el prestigio presidencial decayó bajo el rudo golpe 13.

El 27 de junio de 1827, el eminente magistrado envió al Congreso su renuncia de presidente de la república, en la que traslucía la amargura de su alma. Aceptada por el alto cuerpo, se precipitó la disolución nacional. Como con- secuencia, resurgía Buenos Aires con Manuel Dorrego de gobernador.

El sacudón político como si fuera un sismo de la natura- leza, trastornó e hirió de raíz la vida democrática. Tan

12 Idem, Várela, loe. cit., t. III, p. 471.

13 La documentación completa en la recopilación Ravignani Asambleas, etc., t. III, PP. 1365 a 1405.

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irresistible fué la repercusión que tuvo la caída de Riva- davia con la disolución del Congreso y la pulverización de su partido, que en todas las provincias cambió también la fisonomía de las instituciones representativas. Desde aquel colapso, con el fermento de acerbas pasiones, la prensa aumenta la hoguera. Algunas meditaciones sobre ese congreso que tan a conciencia parecía haber elaborado la carta constitucional, arrojan lampos de claridad en la noche que se aproxima. Desde luego, aquel poder fuerte de que hablaba Rivadavia para dar más cohesión a su pen- samiento centralista, fué ilusión en sus manos y realidad en el régimen rosista del federalismo. Aquellas palabras que invocando a unitarios y federales, fueron lemas de banderías arrolladoras, poco dicen del doctrinarismo de esa constitución, que según Gorriti fué rechazada por los caudillos del interior, no porque fuera federal o unitaria, sino porque simplemente, era una «Constitución».

Con la ley de la Capital, quiso Rivadavia poner en movimiento un resorte vital para el organismo argentino, y sólo desgajó la rama principal del árbol donde consumó su sacrificio patriótico. ¡Qué contraste entre ese centro urbano absorbente y el poco arrastre de sus impulsos! Allí había fuerza y razón, pero la debilidad de un gobierno personal malograba su acción conducente. Puro espejismo. Rivadavia daba fisonomía al poder ejecutivo y esa influencia trascendía a sus partidarios y voceros; empero, no se alcanza a comprender cómo el fundador de ese gobierno y el adalid de un sistema, abandona su programa, cede al caudillo y mutila su figura histórica. Porque no es posible olvidar al Rivadavia del año 12, al poderoso triunviro terriblemente autoritario, al gran ministro de Martín Rodríguez, al pen- sador y al filósofo de las múltiples reformas que a la vuelta de Europa dentro de un lustro, pareciera desnutrido de omnipotencia, que cambia de carácter y renuncia casi sin combate bajo la presión de factores distantes y de segundo

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grado. ¿O es que el Rivadavia presidente es sólo un símbolo de gobierno, una imagen de soberano destronado? Si Do- rrego estimula a los caudillos enemigos del orden, también Rivadavia contaba con recursos como no poseyó antes, con gravitación, dinero y armas.

El presidente Avellaneda, que penetró la psicología rivadaviana como ninguno de sus panegiristas, es quien acierta, cuando nos dice: «Estas no son las causas históricas del inmenso desastre» y se responde en pocas líneas, subs- tanciosas como concentrados químicos: «El régimen de los unitarios desapareció porque, después de haber instituido un gobierno y colocándolo sobre su asiento natural, lo abandonó sin combate, delante del peligro». ¿Qué fuerzas telúricas, preguntamos nosotros, en esos años de ausencia, dan cabida a semejante transformación? ¿Es acaso el roman- ticismo político, la varita mágica que hace del piloto de la nave y del estadista un despreocupado soñador? ¿Cómo aceptar ese trastrueque de la voz de mando, en simple canto discursivo de proclamas y decretos? Y finalmente digamos: ¿si no le fué posible compulsar sobre el antro de ese abismo su posición cumbre, en la cima del poder fué acaso incomprensión del aduar y del rugido de la mon- tonera? ¿No era aquello una nueva redistribución de fuerzas y de acomodación política?

¡Es evidencia palmaria que en el gran Rivadavia se había esfumado la fortaleza del luchador, reemplazado por un ser mayestático e intangible! Así, rehusa la empresa ofensiva y para la defensiva le basta el ceño adusto o alguna palabra despectiva; o simplemente la obcecación egolátrica. En su admirable retrato del grupo unitario, Avellaneda dibuja los rasgos más notorios: « . . .presumían dice demasiado de y tenían por sus adversarios un desdén altanero. . . vivían escuchándose los unos a los otros bajo las leyes de una cortesanía que ha quedado memorable en nuestros fastos sociales; y no tenían quizá una conciencia bien clara de las

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fuerzas políticas que se habían desatado contra su obra. . . Su pasaje por el poder no puede ser más ruidoso, lleva consigo una atmósfera de fiesta. . . cada decreto se convierte en una oda o en un himno. . . De esta situación engañosa de los espíritus. . . no era difícil que saliera la abdicación del gobierno sin combate, y la dichosa explicación...: seremos llamados! * 14.

Otro publicista, que sobre la misma huella ahonda la inquisición de esa causalidad, explica el ostracismo rivada- viano en el: «Cambio del campo de acción», y en ciertas «circunstancias adversas». Ya no era solamente la provincia, sino todo el virreinato en lo físico y lo social, amén de la colaboración del caudillo en contraste con las cualidades civiles de Rivadavia, a quien por omisión «la lección de cosas» del interior, le hubiese sido más provechosa. «Su igno- rancia de la realidad provincial», originaba «la falta de adecuación entre el sistema de Rivadavia y la materia a que se aplicara». Luego, las circunstancias hicieron irreductible la incompatibilidad, como esa prematura federalización de Buenos Aires, a que hemos aludido, la hostilidad de Cór- doba, el juego disolvente de la actuación de Dorrego, la desaparición de Arenales en el gobierno de Salta, la depre- sión monetaria, el fracaso de la explotación minera, etc. Y lo más grave aún, el estéril triunfo de Ituzaingó «que al vencedor que ofrecía la paz creyó el vencido que podía dictarla». Tal abandono de la lucha, o esa «deserción» como agriamente denominaron los lavallistas al descenso del primer magistrado, trájole una larga agonía moral, sin que pudiera realizarse la famosa profecía de la vuelta al gobierno.

El federalismo que se preconizó de inmediato, en contra- dicción a la unidad de régimen de la malograda constitu- ción de 1826, era para Groussac con más justeza, teórica

M Véase La Biblioteca, t. IV, p. 235 y sigts.

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y prácticamente «una simple aparcería de gobernadores >, de modo que el «partido de Dorrego vino a ser el rebaño de Rosas». En suma, la proclamada oposición y franco repudio de la Constitución unitaria, no erigió un verdadero federalismo porque no consolidó el vínculo nacional 15.

Digamos para terminar que, este final del Congreso, su cierre efectivo, fué con la clausura de la tribuna el silencio parlamentario en el debate libre de las ideas por veinti- cinco años!! IC.

15 Groussac P., Estudios de Historia Argentina a propósito de El doctor don Diego Alcona, p. 159 y sigts.

16 La desaparición del gobierno de Dorrego, consecuencia del motín militar, trajo con el desconcierto un estado de indecisión en los espíritus, que no bastó a conju- rar la crisis, la colaboración de la gente supuesta de mayor gravitación. Las vaci- laciones de los bandos en pugna, así como la carencia de conductores en la desarti- culación política y administrativa de Buenos Aires, acarreó males sin cuento. La sublevación del Io de diciembre de 1828, que dió el mando gubernativo al general Lavalle, le exigió una atención preferente de lo militar sobre lo civil de la vida del pueblo, a punto que hubo de recurrirse a medidas de emergencia no siempre atina- das ni fructíferas. El desorden se ahondó en perjuicio visible de la autoridad cons- tituida, que pasó a ser simplemente delegada y por ende sin prestigio ni arraigo.

Una iniciativa de trascendencia sin embargo, hubo de ser la formación del «Con- sejo de Gobierno» inaugurando una nueva etapa que fué breve, con el propósito de enderezar un organismo que pedía respaldo contra la anarquía ambiente. Suplía en cierto modo este cuerpo, la falta de legislatura, acéfala como estaba la Provincia de uno de sus poderes. Se percibía, a no dudarlo, una conciencia acerca de la urgente necesidad de mantener el orden público «contra la barbarie», aspirando como reza el texto del decreto del 4 de mayo de 1829 «al exterminio de los salvajes y de los hombres que se han afiliado con ellos». El gobierno contó con Del Carril, Alvear y Díaz Vélez como ministros, y el Consejo quedó compuesto por los generales Puey- rredón, Cruz, Viamonte y Guido; y por los doctores Diego E. Zavaleta, Manuel A. Castro, V. San Martín, M. B. Gallardo, D. Guzmán, F. Alzaga y B. Ocampo, bajo la presidencia del general Soler.

A todos estos personajes animaba un espíritu de concordia y si en un principio sus atribuciones se limitaron a deliberar y a aconsejar, lo cual era ya promisorio en ese caos social, más tarde se aplicaron a «proponer medidas útiles al bien del país». Empero su existencia no pasó de dos meses quedando el cuerpo disuelto el 6 de julio, luego de haber actuado en siete sesiones, en las que Zavaleta se destaca siempre como hombre experimentado y de consejo. El espíritu transaccional fué predominante en todos los miembros, derivando hacia la fórmula de la conciliación de Lavalle y Rosas, vale decir, el acuerdo entre la ciudad y la campaña. Fué expre- sión de ese sentimiento las convenciones llamadas de Cañuelas y Barracas, que además de sus cláusulas públicas, inscribieron otras de carácter secreto como com- plementarias. Por esa convención de Cañuelas se ponía término a las hostilidades y se restablecía el orden institucional llamándose a elecciones de gobernador, que

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en definitiva lo fué el general Viamonte, quien se dio a la tarea de la pacificación general. Con todo, su influencia fué menoscabada por el prestigio creciente de Ro- sas, quien absorbió totalmente la opinión en su favor, sobre la base fuerte de las milicias que comandaba. En ese breve período tuvo significación y alguna eficacia el denominado «Senado Consultivo» originado en el acuerdo de Barracas del 24 de agosto, ya mencionado. El nuevo cuerpo, integrado por 24 miembros, contó con el Deán Zavaleta en su carácter de presidente del Senado eclesiástico, como igual- mente con el presidente de la Cámara de Justicia, el gobernador del Obispado, el Prior del Consulado y el general Decano, todos ellos como miembros natos de la corporación. Los 19 miembros restantes, se proveyeron directamente, recayendo en ciudadanos de significación. Su labor fué de más trascendencia que la del extinguido Consejo, pues dispuso de mayores atribuciones pero con un resultado efímero, minado por la escisión interna de los federales descontentos, a quienes Rosas calificaba de «federales de categoría» para distinguirlos de la plebe que vitalizaba el partido. El doctor Zavaleta, en su unidad invariable de conducta, participó serenamente en las cuestiones de política exterior que por entonces urgían soluciones prudentes; entre otras, el examen de la difícil Constitución del Uruguay, consecuencia de la Convención preliminar de Paz, celebrada entre la República y el Brasil. El Senado Consultivo tuvo su última reunión el 23 de noviembre de 1829, con asistencia del gobernador Viamonte y de sus ministros. Había llegado al tér- mino de su misión, después de haber dado «vida y marcha » al pueblo, que había encontrado «esquelético», según lo afirmó el primer mandatario. Los senadores fueron celebrados por haber cumplido su juramento de bien público «en circuns- tancias que nuestro desgraciado país se hallaba al borde de su ruina». Mientras tanto, la masa popular se había impuesto ya en la catapulta de la reacción federal con Rosas a la cabeza.

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Capítulo

IX

DEL REGALISMO Y SU SECUENCIA EL PATRONATO NACIONAL

Por razones de extensión y la finalidad de esta biografía, no abordaremos el tema de las doctrinas políticas. Sin em- bargo, nos es menester resumir el concepto regalista de Rivadavia, como característica de un criterio difundido en toda América entre civiles y eclesiásticos. Y ello es tanto más indicado, cuanto que se derramó abundante tinta con visible confusión entre el llamado «despotismo ilustrado» y el activo «liberalismo de la Revolución». Olvídase por lo común que el siglo xvm es un momento crucial de la his- toria, que mirando al «orden jurídico» ve al Derecho como un medio subordinativo que, según el profesor Juan Cristian Wolf (Institutio Juris Naturae et Gentium, 1756), tiende a conseguir la perfección humana. Es decir, que en el juicio sobre la capacidad de perfección del hombre, consiste la diferencia entre el despotismo ilustrado y el liberalismo revolucionario con alcance éste, más político y social que filosófico y legislativo. El régimen autoritario, como re- cuerda Beneyto \ toma su primera postura de una formu-

1 Juan Beneyto, Historia de las Doctrinas Políticas, Madrid, 1948, p. 306 y sigts.; p. 364 y sigts.

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lación de los deberes del príncipe, «éste se encarama bien pronto reafirmando la necesidad de su institución, sin per- juicio de deformar la teoría de los deberes en una ideología direccionista que reduce los derechos del pueblo a la decla- ración de que el rey ha de considerarse a su servicio». Tres etapas se señalan en la marcha histórica hacia el despotismo: absolutismo práctico, absolutismo doctrinal y finalmente, absolutismo ilustrado. Con la educación de las clases diri- gentes, se crean núcleos responsables de la vida política con que se pretende destruir los prejuicios, ciertas institu- ciones y se deja que la libertad dirija la vida social. En suma se alcanza el absolutismo centralizador, la defensa del poder civil frente al poder eclesiástico, o sea del regalismo, lo que se ha llamado el «furor de gobernar».

Como aclara el autor citado, en presencia de la proli- feración legislativa, la política regalista no constituye ele- mento absoluto de tipificación en ese momento; mas en el «furor de gobernar» hay una causa que liga el fenómeno a la preocupación de "dirigir" a los pueblos. El movimiento cultural se hace una internacional patricia en ese siglo, con círculos cerrados como los descritos por Rousseau: La societé de gens de mérite por ejemplo, que hace de común denominador con la influencia de los intelectuales. Es un espejo diríamos, de la presuntuosidad unitaria, en el período rivadaviano argentino, como lo hemos dicho en el párrafo segundo del capítulo anterior. Culmina, entre nosotros, ha- ciendo del gobernante un filósofo práctico que habla y promete «la felicidad de la nación».

Rivadavia hablaba también del laicismo filantrópico que le endereza además, a fuer de liberal, a la tolerancia de cultos, con que sellará la vigencia del tratado con Inglaterra en 1825. Sus antecedentes están en las instituciones de Virginia, Maryland y Carolina del Sur, en las que con la enmienda Madison se fundamenta la tolerancia en la actitud religiosa a favor de concesiones diversas. Todo se auna así

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para elaborar ampliamente los principios de los derechos del hombre, emancipando la persona con dos significados elocuentes: el liberalismo revolucionario, que reduce la acti- vidad gubernativa por virtud del consentimiento popular en la acción política; y el individualismo enaltecido que hace su fortuna en las decisiones de las mayorías electoras. La libertad de igualdad se forja como consecuencia, en un fondo común ideológico, que recoje todas las constituciones del siglo xix: libertad de tránsito, libertad religiosa, libertad de imprenta, de asociación, de enseñanza, de petición y reunión, etc.; igualdad ante la ley, con prescindencia de las viejas prerrogativas de sangre o de nacimiento, de los fueros personales o los títulos de nobleza; igualdad en la base de las contribuciones y de las cargas públicas. Las acciones privadas se reservan a Dios, exentas de la autoridad de los magistrados, cuando no ofenden al orden y a la moral pública. La evolución ideológica o su renovación si se quiere, en las declaraciones americana del norte y francesa, erige como un símbolo nuevo el «Orden público».

Si aceptamos con H. Laski (La Edad de la Razón), que los filósofos y los economistas no provocaron la revolución, pero que sin ellos, resulta evidente, que no hubiese sido la que conocemos, corresponde deducir que ciertos nombres hicieron de palanca poderosa en el movimiento político y cultural de América, donde soplaba el viento de las teorías más avanzadas, productos del salón, la logia y el club.

La línea regalista, se estimulaba en nuestros teólogos, verbigracia, con G. Mayáns que en Observaciones sobre el concordato de 26 de septiembre de 1753, escribió una dedica- toria al rey por demás maquiavélica. Ve, en efecto, en el Sumo Pontífice al que «sabe condescender con franqueza de ánimo en las justas pretensiones de un rey católico, que bien informado de sus reales derechos, y considerando la relación que tienen con las cosas eclesiásticas, desea ejer- citarlos en beneficio de sus vasallos, haciéndolos también

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respetables con la autoridad de la suprema cabeza de la Iglesia Católica». Bien se comprenderá, que tan alta autori- dad no habría de pasar inadvertida ni echarse en saco roto, por los hombres de Mayo, conocida su actitud com- bativa en la Asamblea Constituyente de 1813, o en el Congreso de Tucumán de 1816, donde el pueblo se cuadra románticamente contra la tradición y contra el soberano absoluto. Los demócratas de entonces, libertarios e iguali- tarios, son eco de los ideólogos y publicistas que inundan a la opinión con «apuntamientos», «juicios», «avisos» o discursos» que pululan en los archivos según la postura elegida sobre los puntos reformables, obedeciendo a los «iluministas» dentro de sus logias, en sus sociedades de amigos del país, o en academias que se propiciaban desde los grandes centros de Londres, de París o de Roma, todas anhelosas de nuevas ideas, de hermosas ilusiones de progreso con marcado desprecio por lo que fué. Pero ese liberalismo no es el regalismo.

El furor de gobernar, la fiebre de organización, las elu- cubraciones de Moreno en sus notables escritos, o las de Rivadavia en sus leyes que vislumbran enmiendas al propio Montesquieu en el sentido de encarnar su «Espíritu de las Leyes» en el «Espíritu de los Pueblos»; los decretos, los bandos y proclamas son como registros de hechos tradu- cidos de la voluntad popular y escritos enfáticamente en idioma arrogante. Desde 1820, el partido unitario a fuer de idealista, arrastrado por la corriente «ilustrada», veía en la fórmula del «Contrato Social» de Rousseau un Estado ideal, en cuya estructura debía imperar un orden político protector, sin violación de los derechos humanos, condu- cidos «sabiamente» por una centralización jurídica del gobierno. De ahí que el vocablo «constitución» en 1819 y en 1826, representaba en ese estado de <• inconstitución», precisamente, más que la ideología comprensiva de todos los derechos previstos y respetados, la verdadera fórmula

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de la felicidad. Vinculados a las reflexiones y al teorismo literario de la revolución francesa, creaba un estado emo- cional que anudaba una solidaridad o un mimetismo de identificación.

Por otra parte, los unitarios en general y Rivadavia en particular, admiraban a Bentham en su utilitarismo revelador de una concepción benéfica del Estado. Sistema- tizar postulados acerca de la mejora de la humanidad o de su felicidad, era un doble programa filantrópico a la usanza franco-inglesa del momento. Rivadavia se sentía bien inter- pretado en Principios de Moral y Legislación de este autor, encontrando definida la sociedad política como conjunto de individuos que saben obedecer a una persona o grupo de personas, reconociendo los elementos o factores de gobernantes y gobernados. Para él, promover el bienestar fué siempre crear un mayor valor en la utilidad del gobierno. No le importaba que la teoría no se ajustase enteramente a la historia vivida, pero deseaba un desquite contra la Santa Alianza creyendo en Bentham, quien ya en 1793 había escrito su vigoroso libelo reclamando la emancipación de las colonias, como lo repitiera en 1828 en favor de Canadá.

Rivadavia todo lo reglamentaba porque vivía en éxtasis ante los principios. Su ministerio y su presidencia aparecen robustecidos así por aportaciones de distinta procedencia europea, ora francesa o inglesa, ora española, en un orde- namiento político que estimaba civilizador para enmarcar esa acción del poder público dentro de una misma área de soberanía. Esto nos explica su espíritu reformista y el del grupo histórico, que levantaba su mirada por cima de las faenas del campo, las bodegas de los barcos, las estan- terías y depósitos de las tiendas y el mostrador de las pul- perías. Descubrimos en ese espíritu de reforma algo que nos explicamos con concepto de estetismo; o sea, una política que bien podemos calificar de «política barroca» en el sen- tido dado por Benedetto Croce, como fenómeno histórico

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de conmoción y pompa, de afán de novedad. Una incohe- rencia coherente, pasando por el más sutil intelectualismo al más crudo verismo, antitesis de coraje ampuloso, de estupefacción necesaria para armonizar con el furor de gobernar.

Con criterio de probidad entonces, no se vislumbra la reforma eclesiástica con propósitos sectarios. La propaganda posterior de Rosas abroqueló con fuerza imperiosa a los espíritus timoratos y de ahí, se intensificó una opinión hosca al contenido intencional confesado de la consabida reorganización claustral. Es curioso que trocada la acción gubernativa en estigma de demérito, no se reparase más tarde por exceso de celo rosista en dos circunstancias deci- sivas: la primera, que la reforma no rozó siquiera lo santo y lo dogmático, cuidando de no confundir la Iglesia ni la religión con algunos de sus miembros; la segunda, que la ejecución censurable e indiscreta de ciertas resoluciones administrativas, avanzadas evidentemente sobre el derecho de propiedad y la libertad individual, no fueron obra del Deán, sino de su homónimo el Provisor, con quien poco o nada le ligaba. Y todavía, podría añadirse que la reacción partidaria echando leña a la hoguera de la aldea, dió jerar- quía filosófica o ideológica de modo equívoco a lo que no pasó de ser, en buena parte, un conflicto conventual, o mejor dicho tal vez, un conflicto jurisdiccional. Había que optar entre la dictadura de los estatutos congregacionales y la dictadura de la desobediencia, ya que como quiere el doctor Carbia (loe. cit.) ella fué del claustro. La ley de 1822 sólo pudo ser calificada de tal modo por un regalismo consti- tucional subordinador, encauzado en la corriente puesta al servicio del «orden público >. Claro está que dicha ley no resultaba ortodoxa, pero tampoco aparece sectaria. Por lo demás, eludiendo en el régimen del Estado de derecho toda inmisión en el control de la Iglesia, guardó a ésta sus res- petables garantías tradicionales. Vale decir que la ley no

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atacó la vocación y la práctica religiosa, ni afectó en el fondo el ejercicio de la autoridad prelaticia, pues que los prelados no tuvieron por qué considerarse, de hecho o de derecho, funcionarios del Estado. Lo grave y propio de los asuntos internos y externos de la Iglesia como institución sagrada, y ello es esencial, no fueron interferidos, aunque sobreviniese alguna fricción esporádica, corolario del furor gubernativo. Mas en verdad, no se creó por ello ruptura propiamente dicha en las vinculaciones, ni la Santa Sede alteró el statu quo. Ambas partes anhelaron normalizar las relaciones diplomáticas, en suspenso por obra de la eman- cipación, o sea por la quiebra del vínculo con la corona de España.

Para fray Abraham Argañaraz, ilustre cronista francis- cano 2 < don Bernardino Rivadavia nunca fué un hereje ni un libre pensador vulgar: hombre austero en el fondo, melifluo en la corteza, demo-aristocrático en el sentimiento, patriota honrado; sobrecogido ante las demasías de 1820 y sus consecuencias; reformador por genio y de espíritu emprendedor... puso mano a la reforma general...». Tampoco ve en Rivadavia al autor exclusivo del regalismo exaltado, pues que tuvo su preludio con el secretario de la Junta Mariano Moreno, quien se presentara personalmente en el convento de San Francisco el 23 de noviembre de 1810, intimando la nulidad del capítulo celebrado el 25 de mayo y el nombramiento del Provincial electo, obligando en el término de seis horas a entregar los sellos y registros y convocación de nuevo capítulo, que se celebró tiempo más tarde eligiendo a fray Cayetano Rodríguez, lo que el cronista califica de «cruzada anticanónica y temeraria». Agréguese a estos antecedentes las «decisiones cismáticas» de la Asam- blea General Constituyente de 1813, que prohibió al Nuncio Apostólico residente en España, ejerciera jurisdicción en el

Crónica del Convento grande de Buenos Aires, cap. XVII, p. 42 y sigts.

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Río de la Plata 3, desconectando asimismo a los regulares de sus respectivos prelados, y nombrando Comisario Gene- ral de todas las comunidades religiosas al R. P. Ibarrola, cuya conocida carta circular fué un alegato más, por la independencia nacional; episodios estos de matiz revolu- cionario que extienden la responsabilidad a toda una gene- ración, que fué expresión colectiva de una manera de sentir y obrar, con que dió fundamento legal intervencionista a la obra posterior del ministro porteño, cuyos decretos sucesivos le conducen al estatuto legal de 1822, de «orden público » según la interpretación legal, histórica y conceptual de los hechos ocurridos. El regalismo y sus secuencias, limitados en la órbita actual del Patronato Nacional, eran explicados en el siglo xix por la sistematización de la doctrina jurídica del «orden público» vigente.

Empero, este problema no fué solamente argentino, lo fué continental. En pleno separatismo resultó difícil con- trolar la tergiversación que se hacía de las relaciones con la Curia romana, tanto que no pareció arbitrario a algunos publicistas, atribuir falsamente a los clérigos americanos el propósito avieso de un cisma religioso; o acaso, de una disidencia en un levantismo forzado en lo espiritual. El abate de Pradt, en su obra L'Europe et L'Amerique en 1821 4, aludía a la necesidad de conceder en materia ecle- siástica una gran autonomía a toda Hispanoamérica; y en la aparecida en 1825, que tituló Verdadero sistema de la Europa respecto de la América y Grecia 5 como reza la traducción española, subrayaba que era cuestión primordial la insti- tución de los obispos, que «el uso convertido en derecho» ha vinculado a Roma. Para el autor era de todo punto urgente que en el Congreso de Panamá, a propuesta de

3 Redactor de la Asamblea, 11, p. 42 y sigts.

4 Edición de París, 1822, volumen II, cap. II.

6 Edición de París, 1825, volumen II, pp. 99-118.

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Bolívar, se tomase «una determinación que fuese común a toda América».

El desorbitado abate de Pradt sintetizaba su consejo en esta forma: --...debe la América extender sus miras más lejos, y a este efecto abrazar un orden de cosas común, fundado en el espíritu del catolicismo, y al mismo tiempo en las reglas de la justicia, de la razón y de sus intereses; la reunión de Panamá es una ocasión admirable y al mismo tiempo un poderoso medio de fuerza; pues si alguna cosa es capaz de impresionar a Roma y de conducirla a reflexionar con madurez, será ciertamente la súplica reverente pero viril de todo un Continente, que no pide más que el alejamiento de todo obstáculo a la conservación de su culto. El mundo no habrá visto nada tan nuevo y tan grande» 6.

Bolívar, en efecto, presentó tres ponencias al Congreso de Panamá, en el deseo de obtener la conformidad de todo el Continente hispanoamericano. Las tres proposiciones fueron:

Io) Que en cada Estado hubiera un Patriarca que arre- glara las diócesis, concediera el palio a los metropolitanos y la institución canónica a los obispos que fueran presen- tados.

2o) Que todos estos obispos tuvieran como facultades natas las que antes se concedían llamadas sólitas, (es decir, para dispensas matrimoniales).

3o) Que en cada diócesis los regulares estuvieran sujetos a los ordinarios.

Quedó así planteada por Bolívar, la cuestión político- religiosa. Buenos Aires, ' no abrió opinión ni concurrió. No podían pues, recogerse efectos inmediatos o positivos, como que tal conferencia panamericana tuvo un carácter

6 Blanco Azpurúa, Documentos para la Historia del Libertador, t. X, p. 98 y sigts.

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innocuo, pese al idealismo de sus propósitos y a lo noble de la solidaridad propugnada entre hermanos. En esta espinosa materia, debe consignarse por su influencia moral la carta del Pontífice Pío VIII al gobernador de Buenos Aires, entonces el general Juan J. Viamonte, datada en Roma el 13 de mayo de 1830, preconizando la elevación de la Santa Sede por. sobre el problema político de la Inde- pendencia Argentina con respecto a la corona de España.

No entra por cierto, en el plan de este ensayo, vuelvo a repetir, profundizar la cuestión del patronato, no obstante su innegable interés para la historia constitucional; ni tam- poco el detenernos a exhumar los argumentos de la apasio- nada e ilustrativa polémica debatida en ocasión del nom- bramiento del vicario apostólico doctor Mariano Medrano y de las bulas expedidas en favor de monseñor Escalada. Sobre lo mucho escrito y publicado, basta mencionar, por razón de época, la acción gubernativa del ministro Tomás M. de Anchorena, versado canonista, cuando refutó el «Memorial Ajustado» del fiscal Agrelo, impugnando sus principales proposiciones, como base y principios de estas relaciones entre la Iglesia y el Estado. Empero, la tesis del fiscal, reasumió de entonces al presente la defensa del Patro- nato Nacional con la ratificación del regalismo.

Invitado en consulta el Deán Zavaleta, pues que su pres- tigio se mantenía incólume como teólogo y hombre de estado, habremos de revelar una vez más su modalidad, trascribiendo de su respuesta un breve párrafo que nos sitúa en el punto crítico de un examen de su conciencia, que en definitiva, es acto de lealtad consigo mismo. Tenía entonces 66 años de edad, y un esfuerzo de esta naturaleza resultábale gravoso y hasta «desagradable dijo por cir- cunstancias particulares que ignoran pocos, y que sería indiscreto como impertinente detallar». Así pues Zavaleta sólo anticipó con ánimo sincero en lo personal, lo siguiente: «Voy pues a emprenderla (la tarea), aunque con la conciencia

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de que mis esfuerzos, sean cuales fueren, sobre inútiles al noble objeto que se propone el Govierno, serán siempre insuficientes a corresponder de un modo digno a la con- fianza y alto honor, que me ha dispensado al exigirme el dictamen sobre una materia tan grave y de tanta trascen- dencia para la República y aun para la América entera. Ellos, sin embargo, serán la mejor y más relevante prueba que puedo darle de mi respeto y obediencia a la autoridad suprema del Estado; y por otra parte, me proporcionarán la oportunidad siempre grata para de repetir y ratificar la profesión pública de mi fe política; y prevenir en parte, los ataques que en razón de las opiniones que vierta, pudieran hacerse a mi fe religiosa: obligaciones sagradas, de que no debo desentenderme». (Damos in extenso en el apéndice el dicta- men consultivo del Deán, fechado el 10 de marzo de 1834, incluido en el «Memorial Ajustado».)

Conviene que aclaremos en esta oportunidad que, satis- factoriamente liquidada la discutida Misión de monseñor Juan Muzi, se honraba con el nombre de Zavaleta la nota oficial del 31 de enero de 1831 a propósito de la presentación episcopal. A este respecto debe tenerse presente que dicho nombre en la terna procedió del gobierno federal, no obs- tante que Zavaleta fuése tenido por conspicuo unitario. He aquí lo más substancioso del documento del 31 de enero, firmado por el doctor Anchorena, y que en copia autenti- cada obra en nuestro poder:

«. . .resultando de este expediente que el gobierno pro- visorio de la Provincia dirigió al Sumo Pontífice una carta oficial con fecha 8 de octubre de 1829, en que después de protestarle con la mayor buena fe que el gobierno argentino reconocía en Su Santidad como sucesor de San Pedro, el primado de honor y jurisdicción en la Santa Iglesia, y que sólo en su poder estaba la dispensación de las gracias y el remedio de los males espirituales, le manifestaba que, la escasez de Ministros para el culto de esta Provincia llegaba

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a términos de no contar con los necesarios para proveer los curatos de campaña; que carecíamos de arbitrio para remediar este mal por falta de obispo diocesano, y que por no existir tampoco algún otro en proporcionada y accesible distancia, tocábamos el extremo del conflicto en aquella parte; que además, no alcanzando las facultades de los Vicarios Capitulares para ocurrir a otros muchos daños que en la elección de estos mismos habían causado los des- órdenes interiores, que a su vez también habían ocurrido para aumentar el mal del país, no se encontraba un medio de tranquilizar conciencias y restituir la paz interior del espíritu de sus católicos naturales; y que en fuerza de tan críticas y apuradas circunstancias, acercándose el gobierno Provisorio al Santísimo Padre con todo el respeto y consi- deración que le inspiraba el conocimiento de su alta digni- dad, reclamaba de su paternal bondad y notorio celo por el logro de los fines que se proponían en aquel ocenso, se sirviese destinar un obispo, si no con jurisdicción ordinaria en toda la antigua diócesis de esta ciudad y capital de Buenos Aires, al menos con título de in partibus in fidelium, pero autorizado competentemente para reformar, separar y reva- lidar lo que fuese conveniente, y no estuviese en contradic- ción con las leyes vigentes de este País, asegurándole a Su Santidad que al elevar esta súplica se consideraba en el deber de proponer para el caso correspondiente al doctor don Diego Estanislao Zavaleta, deán de esta santa Iglesia Cate- dral, y al doctor don Mariano Medrano, cura de la Iglesia Parroquial de N. S. de la Piedad, a quien el Illmo. Arzobispo Filipense don Juan Muzi, Vicario Apostólico se sirvió nom- brar en 5 de febrero de 1825 Delegado Apostólico en la Iglesia de Buenos Aires con todas y cada una de las facul- tades de que goza un Vicario Capitular en Sede Vacante; y que gustaba el Gobernador Provisorio de la más lisonjera satisfacción por haberle tocado la suerte feliz de transmitir al conocimiento de Su Santidad su sincera disposición para

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concordar en la forma correspondiente con Su Santidad sobre un plan de comunicación entre la Corte de Roma y este Gobierno, y demás puntos concernientes al bien de la Iglesia, y a los derechos de una Nación Independiente. . . >N.

Por el choque de la opinión fiscal y la limitación que opuso el Senado del Clero (25 de febrero), el gobierno se vió compelido a cortar el conflcto jurídico-canónico plan- teado; y sin desmedro del legalismo, sin esperar siquiera el giro de los trámites en la Secretaría de Estado vaticana, dio un nuevo decreto, pronunciándose definitivamente en el reconocimiento del Vicario Apostólico monseñor Medrano con el carácter legítimo que investía de Obispo de Aulón, (marzo 23 de 1831). Por las modalidades de esa resolución gubernativa, el Senado del Clero nombró al deán Zavaleta y al canónigo Miguel García para acordar con dicho obispo el ceremonial y prerrogativas pontificales. Una pequeña litis se produjo sobre el uso del palio, que Angelis llamó: «Decla- ración de un punto de liturgia eclesiástica; »; folleto que fué contestado con otro, suscripto por «Unos Eclesiásticos» en apoyo del Deán. En síntesis, convengamos en que la réplica no fué óbice para que los ministros del altar asintieran plena y sumisamente en la conciliación y buena inteligencia con la Silla Apostólica 7. Y aun más, por lo que toca a la posición personal del recordado binomio Medrano-Zavaleta, donde cabe todavía una palabra cordial de la que se desprende también, no sólo el rasgo de la disciplina eclesiástica, sino la obediencia ejemplar de quienes fueron en la cátedra Carolina, colegas de insigne precedencia. Bien pudo vislum- brarse para el futuro, el respeto y armonía a que obligaba

7 La Gaceta Mercantil, año 1831, 2160 del 8 de abril: «Exposición del venera' ble Senado Eclesiástico (compuesto de Diego E. Zavaleta, Valentín Gómez, Pedro Vidal, Santiago Figueredo, Bernardo de la Colina, Saturnino Seguróla, Roque Illes- cas y Miguel García) al Gobierno, relativamente al nombramiento de Vicario Apos- tólico en esta diócesis en la persona del obispo de Aulón y cura rector de La Piedad, doctor don Mariano Medrano'-.

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la jerarquía y la dignidad personal de ambos, pues que en bien de la Iglesia, jamás exteriorizarían otras discrepancias que las meramente humanas de índole política. Y como era lógico, monseñor Medrano fué preconizado obispo titular de Buenos Aires, tan pronto se recibieron las bulas de diocesano al año siguiente. El gobernador Viamonte no hizo objeción alguna al «pase» acordado por decreto de 24 de marzo de 1834, prestando Medrano el juramento de rigor.8

Para terminar y a fin de no hacer caso omiso de las últimas consecuencias políticas y no religiosas que sobrevi- nieron de la reforma rivadaviana, recordaremos un antece- dente administrativo en materia de patronato, donde Rosas ya en la silla de gobernador y en disidencia con el decreto de Viamonte, mostróse tan regalista como Rivadavia. En do- cumento que se guarda en el archivo de Mendoza, previene a los gobernadores provinciales acerca de lo «inexorable en consultar y ejecutar cuanto convenga al sostén y crédito de la soberanía de la República» a propósito de las re- laciones entre el Estado y la Santa Sede. Más terminante aún, cuando declara sin fuerza ni valor alguno las bulas, breves, rescriptos pontificios y documentos en general ema- nados de la Silla Apostólica, que de 1810 en adelante no hubiesen recibido el correspondiente pase o exequátur del Gobierno. (Registro Oficial 2713, pág. 368, en febrero 27 de 1837).

Por otra parte, no sería completa la referencia si no agregásemos la actitud personal del propio Rosas con res- pecto al obispo Medrano, haciendo mérito de la orden que le expidiera el 7 de diciembre de 1836, que el prelado acató, de dirigir al pueblo una exhortación al final de los sermones «para que se mantenga firme el sostén y defensa de la ex-

8 Original, 155, carpeta 2. Reproducido en la Revista de la Junta de Estu- dios Históricos, t. VI, p. 246.

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presada causa nacional de la Federación > 9. Esta intromisión resultaba tan arbitraria y anticanónica, como los impugnados decretos del «presidente heresiarca>. Rosas se proclamó defensor de la religión, y como lo recuerda un autorizado publicista que comenta la sagacidad del caudillo porteño cuando subió al poder: «fuése que en realidad le inspirase el espíritu religioso, fuése por conveniencia política, es lo cierto que fué el primer mandatario que se acordó de que la Iglesia de Buenos Aires carecía de Pastor. Al efecto, impone al Cabildo Eclesiástico la persona del doctor Medrano que había defendido los derechos de la Iglesia contra sus perse- guidores unitarios» 10. Su influencia sobre Medrano es más visible todavía en la «circular» de éste, en mayo de 1837, publicada en el Registro Oficial de ese año, donde se con- fundía la plática religiosa con el sahumerio a la «Santa Federación>; especie de haz de fuerzas morales sobre los feligreses a quienes el prelado decía: - Que llevando la divisa federal, hacen un servicio singular a su patria, a su familia y a mismos». Fué lamentable su orientación política, dispar en absoluto con la del Deán Zavaleta , cuando en el templo el pastor de la grey se manifestaba «por el sis- tema federal», «el único a su juicio que nos impide seamos víctimas de las más negras pasiones y veamos correr la sangre inocente de nuestros propios hermanos*. ¡¡Era la conjunción de la política con la religión, aconsejando las preces cotidianas por las almas de Quiroga y de Dorregoü Con esta condescendencia, interpretada como licencia oficial en el lenguaje, se hizo apasionada en algunos párrocos: fueron notorios Solís y Gaete. Se apodó a los unitarios de «impíos, enemigos de la religión- santa del Estado», «herejes

9 Véase P. Pablo Hernández S. J., Reseña Histórica de la Misión de Chile-Paraguay de la Compañía de Jesús, edición de Buenos Aires, 1914, p. 16.

10 Nos referimos al libro del R. P. Rafael Pérez, La Compañía de Jesús restaurada en la República Argentina, Chile, el Uruguay y el Brasil, que trae el cuadro más com- pleto del sentimiento religioso de las masas. Ver p. 53 y sigts.

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encubiertos», «logistas infernales»; o en conjunto bajo el fuego de las luchas de barrio «ateístas y demonios deprava- dos». En todo ello jugaba como divisa de la leyenda negra unitaria, las frases hechas con los conocidos agravios de «inmundos y salvajes», «enemigos de la religión». Tal fué la cosecha callejera de la murmuración rosina, contra la reforma eclesiástica. En el orden político, el juego fraseo- lógico fué más temible: verdadero eco de la propaganda periodística, es ya una bandera que provoca el frenesí del oleaje arrasador con expresiones violentas. «¡Viva la religión, mueran los herejes!».

El partido federal hizo de tajamar esporádico del libera- lismo. Facundo Quiroga, inscribió en sus pendones el grito de «Religión o muerte», dando satisfacción al instinto de las masas como postulado necesario de un nuevo credo. El doctor Tomás Manuel de Anchorena, calificaba a la reforma de «luterana», pese a que ni de cerca ni de lejos asomara el espectro de Lutero. El doctor Felipe Arana se manifestó contrario a la subsistencia del derecho de patrona- to. Rosas, apoyó a la Iglesia permitiendo el restablecimiento de los dominicos y padres jesuítas, valiéndole políticamente la adhesión de todos los antirrivadavianos y aunque, poste- riormente, su absolutismo no se detuvo en contemplaciones, fué más efecto de la política general que del problema de fondo. En suma, los federales, hicieron cuanto pudieron para sacar ventajas al fetichismo de la legislación unitaria.

En nuestros días, culminado un siglo constitucional y borrado con un esfumino enorme este paréntesis convulso del primer cuarto de la centuria revolucionaria (1810-1835), pierden vibración las viejas preocupaciones del regalismo ante la orientación contractualista de tono bilateral, con que se podrá enfocar definitivamente la conclusión de un Concordato; palabra ésta, de profundo significado y conte- nido, desde que fuera promulgada y practicada la obra de los constituyentes de 1853.

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Capítulo

X

FRENTE A ROSAS. DEFINICION DEMOCRATICA CONTRA LA "SUMA DEL PODER PUBLICO"

Después de la renuncia de Rivadavia y la disolución del Congreso, hacia una anarquía reiterada, consecuencia funesta del fusilamiento de Dorrego, se abren las perspec- tivas a dos partidos rivales, por vida y muerte. Ambas corrientes, al chocar, encauzaron sin saberlo un torrente desvastador. No se pensó más que en gobiernos fuertes y facultades extraordinarias que siendo grandes parecie- ron menguadas para desembocar en un abismo insalvable, cortando todos los puentes de la conciliación. Los partida- rios de uno y otro bando, debieron a su vez mancomunarse con el régimen de sangre y violencia sin más alternativa que triunfar o sucumbir. Todo parecía pues conspirar para robustecer el privilegio monstruoso en beneficio de quien nunca se hallaba bastante satisfecho, y exigía así la «suma del poder público» por la voluntad directa del pueblo.

Ungido Rosas como el restaurador de las leyes, el héroe del desierto y el protector de la religión, asoma su garra en el entusiasmo orgiástico de la plebe, provocando la necesaria selección política. Con esta operación casi bioló- gica, se prepara el máximo acorralamiento de los réprobos, y la venganza, a partir de ese instante, es arma efectiva contra

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el campo unitario hasta lo horrendo de las «clasificaciones» con títulos y apodos condenatorios. Se había renovado por desgracia el ardor de las revueltas y de la guerra civil. La libertad política de que se alardeaba, era un mito.

Una ojeada al cuadro militar permite comprobar que, mientras Rosas y Lavalle firmaban la convención de Ca- ñuelas, se iniciaba por el general Paz la campaña de Córdoba contra Bustos, y de rebote la de Facundo Quiroga contra Paz. Fueron frutos victoriosos para los unitarios las batallas de Tablada y Oncativo. Las provincias del interior queda- ban, en consecuencia, enfrentadas a las provincias federales del litoral. Luego del incomprensible accidente ocurrido al general Paz, que le eliminó del escenario político y de la tercera campaña de Quiroga, vencedor en Chacón y Ciu- dadela, se entronizó el mandarinismo con fuerza incontras- table. Pudo Rosas en tal coyuntura expedicionar al desierto los años 33 y 34, acrecentando sin mayores riesgos la ex- pansión dominial de las tierras; y con relativa quietud labrar su portentosa fortuna pública, para ir montando su formidable máquina de opresión. Vale decir que, sobre el interregno fecundo de la labor constructiva, de la que numerosas instituciones civiles daban testimonio fehaciente de progreso social, época llamada sin hipérbole rivadaviana, había sucedido la acción disolvente de todo ese período institucional, incluso la faz constituyente que demandara tan nobles esfuerzos.

En esos primeros meses del año 1835, un sentimiento de estupor embargaba a toda la República, al conocerse el asesinato alevoso de Barranca Yaco. El terror inspiraba la cobardía en el corazón de la sociedad y todos los pusilá- nimes, fueron por contraste, los más exaltados por su adhe- sión federal en la condena del crimen horrendo. Pese a ello, el silencio se hizo para no comprometer las opiniones, pues el espectro de Facundo flotaba en el ambiente lúgubre de los pueblos, sin que nadie acertara a definir la verdad;

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porque a la postre, esa muerte, fué como se ha dicho, una conspiración de todos los localismos, comenzando por el de Rosas, seguido por el de López e Ibarra, y finalizado por los Reinafé, Heredia y otros más. En ese año, tan infausto, se contaban todavía muchos nombres ilustres de los que enaltecieron el grupo histórico (1810-1840). Vivían en la ciudad, rodeados unos de toda consideración social; otros, en un sombrío anonimato, provocado por la pobreza y la edad avanzada. También los había en el destierro y en el exilio voluntario, y no pocos, vencidos o invertebrados, se decoraban con altos cargos del poder judicial como jueces y camaristas, a tal punto la magistratura resultó un acomodo honorable; y ello ¡claro está! les inhibía de exteriorizar sus verdaderos sentimientos cívicos. Pero, en ese año de prueba, amagados por el gran inquisidor, debieron plasmarse o so- portar el vejamen. Terrible decisión, porque no toleró excusas en la inmediata convocatoria electoral.

Es sabido que la ley del 6 de diciembre de 1829, había otorgado las facultades extraordinarias «hasta la próxima legislatura», pero la del 7 de marzo de 1835, producto y amasijo de la abdicación legislativa, salvo alguna rara ex- cepción, fué el pórtico de la tiranía. Esa ley, cabe decirlo sin eufemismos, no fué un accidente, fué una crimen de lesa patria, resultante de un estado anormal de relajada obse- cuencia. Como ha escrito Groussac, «el 7 de marzo de 1835, se aclamó a Rosas por unanimidad, déspota quinquenal». Mas, como en realidad de verdad, esa unanimidad no fué absoluta y sin reservas 1, Rosas dueño ya de todas las con- ciencias, se negó a aceptar el alto cargo mientras esa ley no fuese consultada al pueblo. Debió pues procederse al plebiscito, que en efecto la legislatura reglamentó debida-

1 Léanse las notables cartas cambiadas entre el señor Felipe Senillosa y don J. M. de Rosas, publicadas por Zinny en su Efemeridografía argirometropolitana, o más sencillamente en su bibliografía periodística, p. 355 y sigts. edición de 1869.

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mente en catorce artículos. Desde luego, una mesa receptora de sufragios en cada parroquia, presidida por el juez de paz, especie de comisario de barrio, argos atento a los semblan- tes y receptáculo de todas las comidillas acompañado de dos vecinos. Los alcaldes y sus tenientes debieron citar puerta por puerta a todos los vecinos de cada distrito, sin omitir ninguno. En el acto comicial se debía votar neta- mente por «apruebo ó no apruebo» previa constancia de nombre, domicilio y profesión, en acta pública firmada, y luego archivada en la propia cámara de representantes. ¡El cómputo, favorable por 9.316 votos contra 4, legalizó el ultraje a la dignidad de un pueblo que se sacrificó por mismo a la esclavitud!

Es un deber, un mandato histórico, dar a la posteridad el nombre de esos cuatro ciudadanos, que envueltos con un hálito de patriotismo y de coraje, votaron contra Rosas. Ellos fueron: el doctor Diego Estanislao de Zavaleta, el doctor Jacinto Rodríguez Peña, el general Gervasio Espinosa y el químico Juan José Bosch. Este último dió por la prensa una hoja suelta bajo el rubro de «Los cuatro apóstoles fedigrafos de amén», señalando a los provocadores del atrio comicial, entre ellos el general Quiroga, que al parecer pretendió intimidarle, pero sin éxito. Bosch, se apodaba el «que no tiene cola de paja» 2.

Para valorar el significado de estos votos, es preciso encuadrarles en el concepto ideológico del momento de su prestación. Ante todo, porque los legisladores lo hicieron en primer término obcecados en lo impostergable e impres- cindible de un gobierno fuerte. Acerca de este punto, restos

2 En Zinny, loe. cit., p. 95 y sigts. En la nota de la Sala comunicando a Rosas el resultado del plebiscito y en la proclama de Maza, se compendian los conceptos del acto. Es de advertir que algunos publicistas mencionan diversos nombres de los disidentes y que algunos los elevan a ocho. La única fuente indubitable es la documentación remitida a la Legislatura. Véase la Gaceta del 30 de marzo de 1835.

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. LEY

SANCIONADA

POR LA

HONOR. SALA BE REPRESENTANTES,

E M 7 B> B MARZO D F 1835.

La H S. de Representantes, usando de la soberanía ordinaria y exirordinarie que reviste ha tenido á bien en sesión de esta fecha, sancionar con valor y fuer- za de ley lo siguiente:

A,rt. I Queda nombrado Gobernador y Capitán General de la Provincia, por el término de cinco años, el Brigadier General D. JUAN MANUEL DE ROSAS.

Atrr. 9.° Se deposita toda la suma del poder público de esta Provincia en la persona del Brigadier General D. JUAN MANUEL DE ROSAS, sin mas restric- ciones que las sig-uientes:

1 * Ouc deberá conservar, defender y proteg-er la Religión Católica Apostóli- ca Romana.

2.' Que deberá defender y sostener la causa nacional de la FEDERACION que han proclamado todos los Pueblos de la República.

Art. 3." El eg-ercicio dr este poder extraordinario durará por todo el tiempo que á juicio del Gobernador electo fuese necesario.

Art. 4." Transcríbase esta resolución al expresado Brigadier General, para que se apersone en esta Sala el Miércoles á las doce del dia, á tomar posesión del poder que se le confia: prestando juramento de egercerlo fielmente y del modo que crea mascón veniente al bien d«- esta Provincia y de toda la República en g-eneral.

Art. ó.° Líbresele el correspondiente despacho firmado por el Vice- Presidente .1.* de la Sala, autorizado por el Secretario de la misma, y sellado con el sello de te Representación.

Art 6' Comuniqúese al P. E. en la forma acordada

MANUEL g. pinto,

Vice-Presidente Eduardo f¿ahit(f>. Secretario.

IMPRENTA DEL ESTADO

[. Promulgación de la ley acordando a Rosas la suma del poder público. 183 5

dispersos de federales y unitarios, creyeron con igual fina- lidad servir del modo más conducente a la civilización en contra de la barbarie. Pero, los medios aconsejados por unos y otros fueron diversos. Los unitarios querían vencerla, suprimiendo de la actividad social los elementos rudimen- tarios y cerriles que la nutrían. Los federales, simplemente domesticarla, en transacción o complicidad con los caudillos que concurrirían, a su juicio, a dar más estabilidad a la ley. Esta antítesis de la postura radical de los unitarios contras- taba con la de los federales por ser potencia revolucionaria de caciquismo respondiendo al dualismo hispanoargentino, que fincaba la condición moral de la masa fanática en la idolatría del Hombre.

La ley del 7 de marzo avasalló, doblegó al pueblo, creando un poder personal más que una fuerza de gobierno. En con- secuencia lo discrecional en lo futuro reduciría cualquiera consulta al metódico reconocimiento de los hechos ya consumados. Es triste la dura lección que se recoge de este aciago acontecimiento. ¡Una legislatura rebajada a rebaño humano, que da por estatuto moral al pueblo porteño y por mimetismo a las demás provincias, la abdicación y el solemne renuncio de su control crítico, en todo acto sujeto a fiscalización! Quedó, por tanto, entregada al omní- modo Comandante de campaña: «la suma de las prerroga- tivas que buscaba, para no desprenderse más de ellas hasta que hubiese agotado todos los excesos, todos los resortes de dominio y todas las fuerzas de vida del País, y hasta que, a la inversa del régimen de Rivadavia y más feliz que él en el hecho, hubiese logrado imprimir a casi todas las pro- vincias el tipo uniforme, el cuño personal o inequívoco de su bárbaro sistema» 3.

El Deán Zavaleta, por su tradición universitaria, por su apostolado docente durante dos décadas, por su sentimiento

3 Joaquín V. González, juicio del siglo, p. 71.

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nativo y el honroso ejercicio de consultor presidencial en la misión de 1823, y más aún, como congresista constitu- yente en el fecundo período legislativo de los diez años que transcurren desde 1816 a 1826, había forjado sus ideales políticos y su inmenso anhelo de unir y organizar el país, con el valiente y saludable espíritu de un nacionalismo provinciano y unitario a la vez, extraño en absoluto a cual- quier celosa rivalidad hegemónica, pues que para él la nación integral compendiaba el destino feliz de los pueblos argentinos.

Por su saber, que como es notorio fué de autoridad y ejercido con austeridad en el gobierno y deanato eclesiás- ticos, alcanzó naturalmente por el concenso general, gran irradiación personal. Tal su ascendiente en las tribunas sagrada y parlamentaria. Ese organismo institucional, tantas veces soñado y presentido, quedaba ante sus ojos más que disuelto, despedazado en las fórmulas totalitarias de la ley; y ante su alma argentina, la patria en toda la extensión territorial era dislocada de aquella íntima comunidad moral de los hombres que constituían la reserva tradicional de las viejas ciudades provincianas. Sin poder descender de mismo, quedaría enhiesto en su postura cívica no por tiesura orgullosa, sino por repudio al arrivismo del caudillaje, y en virtud de principios incompatibles con lo incondicional de apetitos voraces. En su amplitud de criterio, su lógica polí- tica quedaba estructurada por lo fundamental y permanente, antes que por lo circunstancial y de emergencia. De aquí que la renovación de los poderes debía serlo dentro de lo regular de un sistema representativo y en la medida de atribuciones legales, extremadamente opuestas a todo cesarismo.

Desprovisto por otra parte de ambiciones y supersticio- nes, frente a la plenitud ciudadana de un voto excepcional, parecióle justo abominar de los consabidos gobiernos pro- videnciales, más peligrosos que los personales. Y porque

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está lejos de toda audacia y desafío, votará en contra de Rosas sólo para descargo de su conciencia, sin atisbar consecuencias medrosas. Al consignar su voto, no realizará pues una simple aspiración platónica como pudiera supo- nerse, corolario de su mentalidad de filósofo. Será la viva expresión de un derecho que debía mostrarse modestamente tal vez, dada su índole característica, pero que lo era de altivez con todos sus quilates. Su gesto, en consecuencia, muy meditado y grave, según lo recuerda con admira- ción Vicente Fidel López, tenía el valor de una decisión. Cuando se cifra en los 67 años, no cabía el alarde ni lo espectacular.

Ese mes de marzo de 1835 merece recordarse eternamente en los anales de la nación. En dichos días, más que en el resto de la larga dictadura, se inoculó de atonía cívica el espíritu del conglomerado social. La atmósfera tiene el enra- recimiento que sofoca, pero también la vibración del rayo como lo revelan los propios documentos de Rosas, en vís- peras de admitir la elección. «Ya lo verán ahora, dice a su encargado Díaz el sacudimiento será espantoso y la sangre argentina correrá en porciones» 4. La voz del dic- tador, como escribe Ibarguren en su documentado estudio de la época 5, tenía el acento de una divinidad iracunda y vengadora. Habla de los unitarios como de una «raza de monstruos» y su persecución ha de ser «tan tenaz y vigorosa que sirva de terror y espanto». Es ya el tirano un- gido por la «voluntad de Dios», con «un poder sin límites». La tiranía, como afirma el ilustre escritor citado, «no fué tan sólo de un hombre, sino de un poderosísimo partido popular, y dentro de éste, de la plebe urbana y rural que constituía su masa». Era tal el terror que «dos generaciones

4 Papeles de Rosas, t. I.

6 Carlos Ibarguren, Juan Manuel de Rosas, Su vida, Su drama, Su tiempo. Cfr.: cap. XVII.

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de argentinos estuvieron prosternadas ante este hombre extraordinario, rindiéndole culto idólatra». Tócanos señalar aquí con un asterisco el martirio de las víctimas, entre ellas las de la coalición de gobernadores pocos años después, inscriptas es verdad en tablas de sangre, luego de su levan- tamiento en armas, sustentado por los sagrados principios de la libertad y de la dignidad humanas.

Sin apartarnos de esa semana plebiscitaria de marzo, el endiosamiento fué un hecho tan impresionante cual pueden testimoniarlo los himnos sacrilegos, las guardias de honor y mil otras exteriorizaciones de la caudalosa ebriedad del triunfo. Festejado sin pudor, sojuzgó al clero que en los templos inciensaba el retrato del tirano. Refiere Ibarguren, que «el obispo de Buenos Aires doctor Medrano de quien algo dijimos en páginas anteriores usaba en todas las ceremonias sagradas en que oficiaba, una lujosa divisa federal que glorificaba a Rosas y clamaba la muerte de los salvajes unitarios con inscripciones bordadas por las monjas»; divisa guardada y exhibida al presente, en el museo municipal «Fernández Blanco».

¡Precisamente, en este clima de envilecimiento colectivo, cuatro ciudadanos sin privilegio, ni siquiera el parlamen- tario que escudó a otros cuatro diputados, tienen la osadía, el valor temerario de votar contra la legalización del man- dato con la suma del poder público! El ejemplo parécenos digno del bronce. El de más notoriedad es el Deán de Buenos Aires, imperturbable en el cumplimiento del deber cívico. Rosas no osa increparlo, pero lo vigilará de soslayo, como veremos en el próximo capítulo. Los otros beneméritos deben fugarse, desaparecer, resignarse al ostracismo. El voca- bulario epistolar del dictador comienza su necrología. Escribe a Ibarra el 28 de marzo: «Es preciso no engañarse, los uni- tarios son los hombres más perversos que alumbra el sol . . . » El satélite de Santiago del Estero se pliega a sus desma- nes y da «órdenes de degollar todos los salvajes...». El

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gobernador Molina, ya amedrentado, fusila en Mendoza al coronel Barcala, pese a tratarse de un laureado de la In- dependencia. Desde entonces se ensanchan las vertientes de sangre.

El general Tomás Guido, quien como ex ministro en el primer gobierno de Rosas gozaba de cierta ventaja que le preservaba del peligro, se creyó obligado no obstante a es- cribir: «No defiendo las garantías por recelo de abuso contra los derechos individuales; las deseo vivamente porque siendo el poder ilimitado un amago permanente sobre los ciuda- danos, por más justo y virtuoso que sea un depositario, disminuye la adhesión del pueblo, inspira temor y sobre- salto aun a la conciencia más acrisolada, y aleja por fin la confianza creadora de la industria y de la riqueza, cuyos resortes son necesarios a la conservación, al progreso y la seguridad misma de los gobiernos». Fué, a decir verdad, como la de Zavaleta, Bosch, Rodríguez Peña y Espinosa, voces aisladas de grandes almas , objeto de meditación y enseñanza, en especial para la juventud que dentro de la acción social es la parte más combativa en el oleaje, a veces frenético y rugiente de las claudicaciones. Fué, a partir de 1835, que el federalismo se hizo paradojalmente unitario y salvaje. Muy pocos, como queda expresado, per- cibieron con serena claridad el proceloso futuro. Fueron adalides del voto consciente. Todo lo demás, esa misma élite porteña con sus doctores, magistrados y hacendados, brindó en fuente de oro su conformismo incondicional. Valga para su desgracia el arte de la adulación, más sensual acaso en el obsecuente que en el adulado, de cuyos labios recogería la detonante aceptación que les hizo esbirros y no ciudadanos. . . Los anales señalan la fecha fatídica: en el Fuerte se izó la nueva bandera con las inolvidables leyendas «Federación o Muerte», «Vivan los federales», «Mueran los unitarios», adornada con los gorros simbólicos de la «Li- bertad». ¡La celeste y blanca de Belgrano quedó ¡plegada

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hasta 1852! En verdad que el «Himno de los Restauradores» fué profético:

«Del poder, la Gran Suma revistes»

«El gran Rosas preside a su pueblo, «Y el Destino obedece a su voz».

La ley, en su artículo segundo, fué de una apostasía sublevante: «se deposita expresó toda la suma del poder público de esta provincia, en la persona del Brigadier Gene- ral don Juan Manuel de Rosas, sin más restricciones que las siguientes: Io Que deberá conservar, defender y proteger la religión católica, apostólica, romana. 2o Que deberá sostener y defender la causa nacional de la Federación que han proclamado todos los pueblos de la República». Por el artículo siguiente se fijó la norma de su duración con respecto a su vigencia, en estos términos: «El ejercicio de este poder extraordinario durará por todo el tiempo que a juicio del gobernador electo fuese necesario».

Para cohonestar la monstruosa herejía político-jurídica, atentatoria de todo derecho público, se invocó la salud del Estado. Su repercusión a través de una dura existencia de más de tres lustros de lágrimas y sangre, dió al pueblo argentino su más condenatoria sentencia en el artículo 29 de la Constitución nacional de 1853, que definió excepcional- mente las facultades extraordinarias, la suma del poder público, las sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. «Actos de esta naturaleza declara llevan consigo una nulidad insanable, y suje- tarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la Patria».

En este comentario apuntamos una observación final: el plebiscito, por la fuerza de la inercia, fué ganando ampli-

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tudes corales hasta dar la nota de la a:lamaci5n. Una sola voz lo dice todo: ¡Rosas! Al ejecutivo fuerte se amalgama el caudillaje mediterráneo, elevado a la categoría de gobierno. Son los valores sugestivos del desierto y las «pavorosas dis- tancias» mencionadas en el Congreso de 1826, nuevas líneas de fuerza. Por contraste las emigraciones argentinas, insu- ficientes esguinces para salvar la vida, fueron válvula de escape con órganos de una nueva prensa, que facilitará a los unitarios reconocerse entre sí. El periódico «logista, anarquista, francmasón», como llamará Rosas a la expresión escrita unitaria, debió hacer de bandera y aguijón para atizar el fuego y levantar ideales por encima «de las necesi- dades de la política en acción». La prensa opositora, que fué tribuna de principios, hizo de contrapeso a la política práctica de los intereses alimenticios 6. Las doctrinas políticas jerarquizadas como «creencias» de la «Asociación de Mayo» implicaron la libertad ante todo; luego la cultura, que afirma netamente la democracia, y que con las otras palabras sim- bólicas del «Dogma» habrían de llegar a ser condiciones futuras en el esfuerzo de una generación limpia de compli- cidades.

6 Confróntese el estudio preliminar del notable crítico doctor José A. Oria en la reimpresión de La Moda de 1837/38 (Buenos Aires, 1938) y la admirable síntesis de Carlos Ibarcuren en Las sociedades literarias y la revolución argentina. Ver tam- bién Faustino J. Legón en su opúsculo Doctrina política de la Asociación de Mayo, donde estudia el dogma socialista de Esteban Echeverría.

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Capítulo

XI

EL DEAN DE BUENOS AIRES PARTE PARA TUCUMAN. EL VETO DE ROSAS EN LA GESTION OFICIOSA DE UN OBISPADO

La manera en que se iban desenvolviendo los sucesos porteños, no eran del agrado ni serían propicios al Deán. Cada día se extremaba más la persecución policial contra los que no se mostraban solícitos al sistema dictatorial Cuanto más exaltado aparecía el partidismo, tanto más peligrosa era la posición de los disidentes. En el ánimo del doctor Zavaleta aquello era una secuela de incidencias dolorosas para sus viejas amistades. Un año atrás, en efecto, la facción de los «Restauradores» había expulsado definiti- vamente a Rivadavia del país, reembarcándolo el 28 de abril de 1834; y la mazorca, sin cuidarse de las consecuencias pues que aparecía apañada por la autoridad, había asaltado la casa de otro amigo respetable, Manuel José García. Aun aquellos simpatizantes del partido ministerial por el solo hecho de mantener su discreción política, debían andar a salto de mata huyendo de la ciudad. El joven Jacinto Rodrí- guez Peña que acompañó al Deán en su voto contra la suma del poder público, se vió precisado a partir para Monte- video. Y así muchos más. Como afirma Saldías, «todas las relaciones políticas se resumen en la persona del gobernador.

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La ley lo ha armado de un poder sin límites y de cuyo ejer- cicio no tiene que dar cuenta para que el gobierno sea en sus manos una máquina que él solo pueda mover en razón de las conveniencias y de los intereses del partido predomi- nante» (Tomo II, pág. 248). Por ello proclamó con inde- cible franqueza, «la necesidad que hay de no detenerse en formas».

La apoteosis de Rosas entristece al Deán. Había obser- vado de cerca las degradantes guardias de honor presididas por los generales Rolón, Pacheco y Pinedo; la genuflexión de sus más apreciados y respetables feligreses, hacendados y labradores, que lucían ya la divisa de «¡Federación o Muerte! ¡Vivan los federales! ¡Mueran los unitarios! ». La ovación callejera en pos del carro triunfal en su desparramo de ser- vilismo por templos, teatros y cien festividades adornadas de gallardetes punzóes, dábanle la clave de un clima popu- lachero que le indicaba la opción entre la adhesión con duro sometimiento, o la oposición en riesgoso trance de elimina- ción. La Gaceta Mercantil proporcionábale cotidianamente las más espasmódicas resoluciones de honores y alabanzas. Todas las provincias han reconocido ya a Rosas en su nuevo grado de brigadier general.

Zavaleta es hombre de paz y contrario a la violencia, a los ataques a las personas y a las propiedades. Sabe que si se enciende la lucha los bandos políticos disputarán re- gando el territorio de la República con ríos de sangre. Para su mente templada, razonada en el orden público y que creyó pocos años atrás utópicamente encuadrada en un régimen constitucional, la perspectiva debía ser más que sombría, verdaderamente abominable y ominosa. Por otra parte en Buenos Aires es demasiado conocido, se le señala con el dedo en ocasión del plebiscito y está muy cerca de todo aquello que le crea una situación penosa para su rele- vante personalidad. Piensa como algo impostergable ausen- tarse de Buenos Aires y dirigirse al interior. Ir a Tucumán,

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a su ciudad natal, es dar satisfacción a la más profunda nostalgia de su corazón, porque desde niño en que salió, no le fué posible retornar a la casa solariega. Por lo demás, era su viejo anhelo y el de los suyos, exteriorizado en las repetidas cartas familiares. Así fué cómo en ocasión de su misión al interior para provocar la unión de los pueblos en 1823, creyó factible abrazar a los de su sangre; mas tal íntimo y fervoroso propósito debió quedar desvanecido 1. Será pues preciso renovar ahora el esfuerzo, poner en la iniciativa todo el calor del empeño pero sin solicitarlo personalmente de Rosas. Un pasaporte para viajar a Tucu- mán era absolutamente de orden legal por exigirlo las pro- vincias del tránsito. Empero, se sentía incómodo en el papel de postulante y dispuesto desde luego a no serlo. La vía indirecta, sin sujeción a la fastidiosa gestión que demandaba el favor oficial, le daría mejor resultado.

En el mes de junio de 1836 Rosas recibe la siguiente carta de Alejandro Heredia, gobernador de Tucumán:

«Tucumán, abril 30 de 1836. «Señor don Juan Manuel de Rosas.

«Estimado compañero y amigo de todo mi respeto. El señor Dean de esa Santa Iglesia Catedral Doctor Don Diego E. Zava- leta tiene en este pais una numerosa familia. Ella ha concebido la esperanza de que el señor Dean visitará este pueblo si obtiene el permiso de V. para verificar su viaje. Me intereso vivamente porque le sea otorgada esta gracia y ruego a V. que en el caso de ser solicitada acceda a ella, sino hay obstáculos invencibles.

«El deseo de los deudos del dr. Zavaleta es muy justo. Ellos descienden de un hermano que se estableció en este país; y es muy natural que ansien por tener algunos días en su seno a un deudo tan inmediato, que les recordará vivamente la me-

1 Cartas en mi colección a don Juan Manuel Silva, desde Córdoba, julio 14 de 1823; San Juan 28 de diciembre de 1823; Buenos Aires, septiembre 10 de 1824, 26 de noviembre de 1824, marzo 14 de 1825 y a don Lucas J. Zavaleta desde Córdoba, 20 de mayo de 1824.

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moria de un padre querido. Esta familia por su antigua y sin- cera adhesión a la causa nacional de la Federación es digna de ser atendida y yo no he trepidado por ésto en recomendar su solicitud.

«Me liga también con el señor Dean una antigua amistad, y así no puedo menos, que interesarme en que él goze la satis- facción de conocer y dar su último adiós a una familia que lleva su nombre, y con la qual le ligan vínculos tan estrechos.

«Acepte mis votos porque el Cielo conserve por muchos años la vida importante de V.» Fdo: Alejandro Heredia 2.

Rosas no hace objeción alguna, si bien para su olfato político no dejaría de llamarle la atención el origen del pedido. Es la familia y no el principal interesado que solicita por conducto del gobernador. El Restaurador accede y re- mite al Deán su pasaporte. La licencia es acordada por un año, y Rosas con su acostumbrada prolijidad burocrática, apostillará la carta de Heredia con una pequeña anotación puesta en el ángulo izquierdo: «Junio 30-1836. Habiéndose concedido el permiso, archívese» 3.

Seis meses después, con motivo de otra gestión de Heredia de que hablaremos en seguida, Rosas escribe a Estanislao López una carta detallada, alusiva a este pasaporte y al viaje del doctor Zavaleta. «Debe V. saber dice Rosas que yo jamás he escrito al señor Heredia ni una letra en favor ni en contra del dr. Zavaleta. Es verdad que al salir este señor de aquí para Tucumán le di mi pasaporte en términos muy honrosos, como lo verá V. por la copia que le incluyo, mas ésto lo hice por ser Dean de esta iglesia catedral, sujeto de bastante respeto en esta ciudad, y porque que se le per- mitía ausentarse de esta iglesia por algún tiempo para que al fin de sus años tuviese el gusto de visitar su país natal, a donde no había vuelto desde su niñez en que vino a estu-

2 Archivo General de la Nación. Secretaría de Rosas. Oficial y confidencial, 1835-36, legajo 25-2-1.

3 Archivo General de la Nación. Secretaría de Rosas, Ibídem.

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diar a ésta, fuese completa la gracia que se le hacía y mayor su contento desde que no solo le sería muy grato presentar el pasaporte que se le había dado, sino también lograría con él toda consideración en el tránsito y en la misma ciudad de Tucumán. Al fin ésto era un favor y obsequio pasajero, limitado solo a su persona y que no podía tener tras- cendencia a ningún objeto de interés público. De mi puño y letra está el borrador hecho con todo estudio y sentido como adver- tirá Ud.» 4.

La lectura atenta de esta explicación acusa de parte de Rosas un velado reproche contra mismo. Reconoce la personalidad de Zavaleta, se vanagloria de su generosidad al otorgar el documento «en términos muy honrosos», como si fuera de singularidad excepcional, y redactado de su «puño y letra»; y por añadidura «hecho con todo estudio y sentido . ¡Qué exceso de detalles para una cosa tan simple o trivial al parecer! ¿Esta obsequiosidad de Rosas responde acaso al deseo de atraer al insobornable Deán, que diera su voto contrario a la ley de la suma del poder público? Porque, según el Restaurador, el doctor Zavaleta, es no solamente «sujeto de bastante respeto en esta Ciudad», sino como se lo dice a Estanislao López en la misma carta: «Es tenido y reputado por todos en este país como unitario, bien que en la clase de esos perversos y foragidos que abundan en ese abominable bando». No acertaríamos a explicarnos la excesiva cautela de Rosas para expedir un pasaporte, si no fuera su maestría de gacetillero, recogiendo la chismo- grafía del ambiente policial por él mismo consentido y au- mentado. No exhibe en efecto la razón justificativa de haber hecho «con todo estudio y sentido» un documento de índole tan personal, que anticipa él mismo ser «un obsequio pasa- jero sin ningún objeto de interés público». En definitiva, Rosas no quería o no deseaba atacar de frente a Zavaleta;

* Archivo General Je la Nación. Oficial y confidencial, 1835 - 36.

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sus razones íntimas tendría, tratándose de una figura vene- rada en la sociedad porteña y con grandes vinculaciones en toda la República. Porque en efecto, su táctica en el tiempo que sigue fué oblicua, simplemente de soslayo. En su manía clasificadora es evidente que para él se trata de un unitario honorable, por arriba de los que consideraba como perversos y foragidos. Acaso sea esto lo único que esclarece la redacción del pasaporte «en términos muy honrosos».

El doctor Zavaleta llegó a Tucumán en la estación inverniza de 1836, habitando la hospitalaria casona de su sobrino el ex gobernador don Juan Manuel Silva, donde se dió cita lo tradicional del norte para presentarle sus respetos y recibir su bendición. Ocasionalmente bautizó en esa ciudad el 12 de Marzo de 1837 a su sobrino bisnieto Nicolás Avellaneda, futuro presidente de los argentinos. Quien más le agasajara fué el gobernador Heredia, su amigo y colega del Congreso de 1824 y por tantos títulos acreedor al afecto comprovinciano. No olvidemos el espíritu afín de Heredia como admirador de Rivadavia y en razón de su fervor por la enseñanza pública, uno de los más grandes ideales del Deán, cuya vida docente y su participación uni- versitaria les asociaba en la común amistad de Alcorta, Echeverría, Alberdi, Avellaneda, Zavalía y Brígido Silva y lo más selecto de la clase intelectual de esa región del país, sobre la cual Heredia se titulaba «protector de Salta, Jujuy y Catamarca».

Emparentado a lo más rancio de los hogares coloniales, tuvo la inmensa alegría de abrazar a los suyos que consti- tuían la más poderosa oligarquía de las cuatro provincias norteñas. De las ciudades y las campañas llegaron a los estrados de su salón, los Zavaleta, Avellaneda, Frías, Aráoz, Alberdi, Ruiz Huidobro, Piedrabuena, Chenaut, Solá, Terán, Lamadrid, Padilla, Garmendia, Avila y muchos otros de la misma ilustre progenie. El Deán fué el bienvenido huésped y el centro de todos los grupos.

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El lamentado deceso del obispo José Benito Lascano, ocurrido en 30 de julio de 1836, dejó vacante la sede epis- copal de Córdoba. Monseñor Lascano, que había sido diputado al Congreso Nacional 1816-19, y que luego de desempeñar la vicaría capitular había sido promovido al obispado como in partibus de Comanen y luego, en 1830, como diocesano de Córdoba por gracia del Pontífice Pío VIII, ganó la más alta consideración y prestigio en los seis años de su gobierno eclesiástico. Conocida la noticia en Tucumán, el gobernador Heredia «prendado de las salientes cualidades de ciencia y competencia del Deán, se creyó en el deber de interesarse porque lo nombraran obispo de la sede vacante de Córdoba» 5.

Esta resolución de Heredia, posiblemente llevada a cabo contra la voluntad del Deán Zavaleta, obligaba lógicamente a una gestión ante Rosas, que era el encargado oficial de las Relaciones Exteriores, por delegación expresa de las pro- vincias y conducto, por consiguiente, inevitable para su gestión. Esta circunstancia insalvable en el orden protocolar, no era aceptable para Zavaleta en su designio de negarse a toda petición de su parte al dictador, manteniendo así su deliberado distanciamiento. Pero ante el empeño tenaz de Heredia, pudo transigirse el escrúpulo en el mejor de los casos permitiendo a Heredia dirigirse a un mediador como Estanislao López, gobernador de Santa Fe, e íntimamente solidarizado con Rosas. En esta forma quedaba patente su delicadeza evitando no sólo que Rosas lo supusiese el mentor interesado, sino que la respuesta de éste no fuese directa a Heredia. La consulta a López era así una defe- rencia amistosa y una interposición feliz. Estamos una vez más, en presencia del «patriota inteligente, modesto y des- prendido^, de que habla Juan María Gutiérrez que le conoció

5 Fray Jacinto Carrasco, Don Juan M. de Rosas y el obispado del Deán don Diego Estanislao Zavaleta, en Archivum, t. I, cuad. 1, año 1943, p. 127 y sigts.

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y cuya vida se alargaba en «acciones honrosas y desinte- resadas».

Heredia, en efecto, escribe a Estanislao López y no a Rosas. Su carta, datada en Tucumán el 29 de agosto de 1836, tiene por objeto precisamente interponer su valimiento ante los gobernadores de Santa Fe, de Córdoba y de Buenos Aires. Es sabido ya, por lo escrito al solicitar el pasaporte, que a Heredia y Zavaleta les ligaba una vieja amistad. En cumplimiento de estos deseos el gobernador destina- tario se dirige primeramente a su tocayo López, de Córdoba, en 30 de octubre, diciéndole con brevedad: «Me asegura el compañero Heredia que, a dar este paso lo estimula: el saber, carácter firme, virtudes de que está adornado y los grandes servicios que ha rendido al país en general, este eclesiástico benemérito» .f> Con igual finalidad envía a Rosas el 5 de noviembre otra carta redactada en estos términos: «Mi querido compañero: acompaño a V. una carta del compañero Heredia para que por ella vea lo que solicita. Como a este amigo le considero acreedor a todo género de consideraciones, y como nada en contra de lo que dice sobre las calidades del señor Zavaleta, no he tenido embarazo en escribirle al señor don Manuel López en el sentido que le manifiesta la adjunta copia; y si V. no lo tiene, tampoco quisiera que segundase (sic.) igual recomen- dación. Si algo hubiese en contra del referido señor Zava- leta, sírvase decírmelo, porque aún hay tiempo para todo. Su compañero y amigo decidido (fdo.): Estanislao López .

Rosas se puso a la mesa de escribir el 26 de diciembre, lo suficientemente descansado después de las fiestas de Navidad, para contestar largo y tendido. Su primera impre- sión es de extrañeza. «No he podido dejar de extrañar dice que cuando yo trato con toda consideración,

6 Carta al gobernador de Córdoba, Manuel Lope:, Archivo Nacional, leg. 25 - 2- 1, Secretaría de Rosas.

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amistad y franqueza a este amigo (Heredia), no haya tenido él la que debía para escribirme una palabra sobre el asunto de su expresada carta, y haya creído más propio molestar a V. para que lo hiciera sobre el particular . Y en seguida, contrayéndose al asunto principal, deja a salvo los reales méritos del candidato que le reconoce Rosas, si bien con la calificación ya recordada de unitario que lo era a pie firme, pero ni exaltado ni vengativo.

Conforme a la dialéctica tan peculiar de su epistolario interminable y agotador, Rosas ensaya en este tema como en todos los que abordó en su vida de gobernante, el entre- tejido soliloquio de sus razonamientos hipotéticos, para no dejar descubrir su verdadera intención. ¿Cómo, el unitario Zavaleta, obispo de Córdoba, propuesto por él? Y aquí comienza la retahila de la argumentación. «Ya V. ve dice a López en qué punto de vista quedaría yo para con los unitarios y federales, si me interesase en que fuese presen- tado para Obispo de Córdoba, en donde habrá otros ecle- siásticos beneméritos, siendo el Deán de Buenos Aires y nativo de Tucumán». El argumento es tan endeble, que olvida al prelado recién fallecido, oriundo de Santiago del Estero y sin embargo Obispo de Córdoba; aparte de que ninguna relación tiene en la materia lo regional dentro del marco de la Nación. También monseñor Nicolás Videla, había sido Obispo del Paraguay y luego 'de Salta, siendo natural de Córdoba. Finalmente, el no menos ilustre obispo de Córdoba Angel M. Moscoso fué nativo de Arequipa.

Pero este avance de Rosas es para despistar. No estando dispuesto a prohijar la candidatura, va ensartando en las cuentas de su rosario todo lo negativo que se le ocurre contra el Deán, pese al reconocimiento que formula de sus altas condiciones. Por esto construye livianamente, sobre movedizas arenas, su baluarte de ataque y le espeta a López este capcioso párrafo: «A esto se agrega que en las diferen- cias que hubo aquí entre el señor Medrano, actual obispo

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de esta diócesis y este Cabildo Eclesiástico, y cuando se ventilaron con calor las cuestiones de que supongo a V. instruido sobre si debían o no retenerse las bulas de obispo de Aulón expedidas a favor del señor Escalada, el Deán Zavaleta fué mirado en el público como uno de los princi- pales contrarios a ambos obispos; y teniendo acreditada la experiencia que la gente de hábitos, sotana y corona parti- cipa de la facultad concedida a San Pedro de abrir las puertas del Cielo por medio del sacramento de la Penitencia, pero no de su humildad, contemple V. todo el riesgo a que quedaría expuesta la tranquilidad del país, si colocado el Deán Zavaleta en la silla episcopal de Córdoba no guardase, como es de temer no guardaría, la mejor armonía e inteligencia con los otros dos obispos» 7.

Obsérvese cómo Rosas no afirma ni niega el juicio; per- tenece «al público» y no a él. De igual manera lo absurdo de la suposición de que los tres obispos armarían una gresca entre ellos, cuando no cabía ninguna confusión de jurisdic- ciones, ni tampoco el caso de decisiones comunes entre los tres prelados. Por lo demás «el riesgo a que quedaría expuesta la tranquilidad del País», debía ser de poca monta para quien disponía de la suma del poder público y man- daba fusilar para sofocar la voz de la ciudadanía sin que fuera menester «detenerse en formas», según lo proclamara francamente. Pero por arriba de todo embuste, ¿qué situa- ción podía imaginar Rosas capaz de atacar el orden público, ni qué antecedente demostrativo de un hecho tan fantasioso?

Con todo, Rosas seguirá monologando de este modo: «No solo se correría este riesgo, sino también el de que su presentación no fuese bien acogida en Roma, porque allí tienen noticia de que el Deán Zavaleta profesa ciertas opiniones

7 Consúltese op. cit, Exposición del Venerable Senado Eclesiástico al gobierno. . . etc, Gaceta Mercantil, 2160. Véase también el capítulo IX de este libro, donde hacemos referencia a las observaciones de orden legal.

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en materia eclesiástica, que son miradas con ceño por la Curia Romana, y cuando media esta circunstancia en los presen- tados para obispos, muy rara vez deja de ser rehusada su institución. En las circunstancias pues, en que se halla esta República, en que es preciso que los gobiernos de la Confederación se capten la confianza y aprecio de la Silla Apostólica para que pueda prestarse generosa en favor de nuestra Iglesia, creo que sería imprudencia exponerse a des- agradarla y producir algún compromiso que pudiese serle muy sensible».

Curioso es en verdad, y ello promueve a risa, esta farsa de Rosas cuando hoy sabemos con documentos a la vista que fué monseñor Medrano muy censurado por su actitud con el gobierno, como consta en el informe del Abate Sallusti. Y aunque hay excesiva ligereza en hacer arrugar el ceño a la Santa Sede cuando se ignora su pensamiento, sobra en cambio rencor o destemplanza para afirmar cate- góricamente un veto, declarando «sería imprudencia expo- nerse». Más correcto hubiera sido confesar a López la simpatía por el candidato oculto que debía ser como Me- drano, un federal bueno y dúctil. De aquí su altisonante palabra, cuando estas «cosas son muy delicadas y ofrecen gravísimos inconvenientes» 8.

8 La clave de toda la parrafada de Rosas, la encontramos en su Circular a los gobernadores cuando les comunica el 8 de mayo de 1837 haber decretado el pase a la Bula y Breve presentados por el presbítero doctor José Agustín Molina, vicario de la diócesis de Salta «después de haber prestado el juramento de ser constantemente adicto y fiel a la causa nacional de la Federación y de sostenerla por todos los medios que estén a sus alcances". Por añadidura diremos que el apolítico y simpático monseñor Molina, obispo y poeta, era tucumano y no salteño, con lo que se evidencia la falsía de la argumentación epistolar. Contaba con justa reputación de irreprochable. Como expresión del terrorismo rosista en los débiles de carácter, es forzoso recordar el triste caso del obispo de Cuyo, doctor Manuel Eufrasio Quiroga y Sarmiente, quien al felicitar al tirano por nota 8 de octubre de 1841, manifestaba la necesidad de «la total destrucción de la horda inmunda de salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres». En su respuesta, Rosas, no sólo acepta el «anatema justo contra los salvajes unitarios, impíos y enemigos de Dios y de los hombres», sino que le agrega: «Resalta la verdadera caridad cristiana que enérgica y sublime por el bien de los pueblos, desea el exterminio de un bando sacrilego, feroz, bárbaro» etc.,

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Rosas asumió, no por convicción y por utilitarismo político, una actitud benefactora para la Iglesia, haciéndose defensor de la religión, siempre que a su juicio ésta respon- diese a los fines de la causa federal. De aquí sus contradic- ciones con los padres jesuítas a quienes abrió las puertas del país, reintegrándoles en sus antiguos dominios tan pronto como los expulsó en cuanto se negaron a admitir su retrato en el Templo, según cuenta Mansilla. Como se consigna en el Registro Oficial (año 1841, pág. 157) «no han correspondido a las esperanzas de la Confederación». Los obispos, fueran monseñor Molina o monseñor Quiroga, debieron jurar su fidelidad a la santa causa federal y comu- nicar al gobierno toda novedad contraria a ella (Registro Oficial, pág. 215). Evidentemente que el doctor Zavaleta no provenía de pasta de tal madera. Rosas presentó en diversas ocasiones esos contrastes en sus actitudes y opi- niones. Siendo la antítesis de Rivadavia, reaccionó contra el centralismo de éste por medio de un gobierno más fuerte y absoluto, a manera de táctica o propaganda de oposición al sistema unitario, induciendo a las masas con apreciacio- nes rebuscadas y maliciosas.

La crítica se recrea en este maquiavelismo de Rosas, particularmente cuando él mismo puntualiza los hechos de sus travesuras políticas; y al admirar su dominio del am- biente y la ascendencia desmedida sobre sus colegas, los caudillos del interior, se piensa con Groussac en la «simple aparcería de gobernadores».

En esta gestión del obispado por iniciativa de Heredia, quien según Rosas «mira como cosa sencilla e indiferente el presentar clérigos ...» o por la intersección de los dos López ambos juguetes del Restaurador , es lo cierto

haciendo evidentemente del pastor un lobo de su redil, «el más adicto a la Sagrada Causa de la Federación». (Ver la Gaceta Mercantil del 6 de diciembre de 1841, 5483).

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que éste aprovechó magistralmente la oportunidad para llamarlos perpetuamente a silencio en la materia, atajando cualquier devaneo. Olvidándose ahora de Zavaleta le endilga a López el siguiente interrogatorio y la moraleja del cuento. He aquí los regocijantes párrafos finales de esta epístola:

«Partiendo de este principio, y contemplando con deten- ción todo el compromiso que hecha sobre el gobierno, que ha de hacer la presentación o propuesta de un obispo, ¿en qué conflictos no llegará a verse muchas veces, y a que errores no será arrastrado, si los demás gobernadores de la Confederación se toman la libertad de interponer sus respetos, valimientos y relaciones para que sea presentado este o aquel individuo? ¿Quién podrá medir los abusos de que será susceptible esta práctica? ¿Quién los males que producirán tales abusos? Y ¿quien será capaz de remediarlos después que estén introdu- cidos? Nadie.

«Yo, compañero, me guardaré mucho de abrir la puerta a semejante conducta, y cuando por una desgracia suceda que se piense presentar a algún eclesiástico cuya institución pudiese traer males a la República, entonces llenaré el deber que me imponga el puesto, hablando con franqueza y sinceridad y haciendo cuanto crea que deba hacer para evitar tanto mal, pero de aquí no pasaré,

«Pudiera extenderme mucho mas sobre este particular, porque tengo aún muchísimo mas qué decir; pero no me al- canza el tiempo para todo lo que tengo que hacer, y lo dicho me parece bastante para que V. conozca mi modo de pensar a este respecto y los graves fundamentos en que me apoyo.

«Concluiré, pues, reiterando mis súplicas al Cielo por su salud y por que le conceda en todo la mas completa felicidad y acierto. Este es el voto constante de su fino compañero y amigo (fdo) Juan Manuel de Rosas» 9.

De estos términos podemos colegir el azoro del comedido López, que si bien acostumbrado a los chubascos de Rosas, no pensó que por una simpática recomendación se le tra-

9 Archivo de la Nación, legajo citado.

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tara de abuso de amistad, recibiera una reprimenda, le amenazaran con cerrar las puertas y le rebajaran el tono del petitorio. Más hábil estuvo Heredia utilizándolo de paragolpe; sabía que cuando a Rosas no se le negaban las premisas, martillaba la conclusión.

El resultado nulo de la gestión indirecta de Heredia, no amortiguó sin embargo esos arranques que desde algún tiempo se hicieron en él bastante comunes, consecuencia desgraciada del abuso de estimulantes. Lástima que tan brillante inteligencia cayera en depresiones de espíritu y en iracundas actitudes. Recordaremos de pasada, sobre el tes- timonio del historiador Saldías 10, el hecho de su asesinato que conmovió a los círculos oficiales de la República, casi tanto como el de Facundo Quiroga, consecuencia de un irreprimible ataque personal, cuando embriagado Heredia según su costumbre dió de bofetadas al jefe Gabino Robles, afrenta que éste juró vengar con pundonor militar. La cró- nica legalizada del suceso recoge las palabras de Robles en el momento de descerrajarle los tres tiros que le produ- jeron la muerte, reclamando los bofetones de Salta: «¡Solo quiero tu vida, tirano!». Con el transcurso del tiempo se quiso salpicar la honra del mártir de Metán implicándole en el crimen por ser unitario, conforme al conocido y corriente slogan de Rosas: «Es la obra de los salvajes y abo- minables unitarios». También cuando pereció Quiroga se propaló y adjudicó el siniestro plan al partido unitario, pero no obstante la calumnia tuvo el propio Rosas que condenar a los federales Reinafé como autores materiales. Empero, el instigador quedó oculto, y nada se sabría si no se hubiese demostrado en otro estudio que Rosas conocía con antela- ción lo que habría de sobrevenir, por tener ya en su poder la carta del doctor Calixto González denunciando el horrendo plan. Pese a las facultades extraordinarias y al prestigio y

10 Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina, vol. III, p. 55 y sigts.

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dominio en las provincias, Rosas no hizo nada para atajar el crimen; antes bien, impulsó a Facundo a realizar con urgencia el nefasto viaje al interior

Para terminar agregaré una consideración de circuns- tancias sobre Zavaleta, a propósito de esta gestión oficiosa del malogrado Heredia en la obtención a su favor del obis- pado de Córdoba. Cabe, en efecto, preguntar ¿Una mitra? ¿Y para qué? Zavaleta jamás la había ambicionado, ni si- quiera en épocas de su mayor influencia. ¡Cómo habría ahora de apetecerla con setenta años de edad e imposibili- tado físicamente para cumplir con las visitas pastorales! En esa altitud de la vida y lleno de pesadumbres como veremos en el capítulo final, no se disimulaba a su clara inteligencia de opositor al gobierno lo poco viable de tal candidatura. Le bastaba el constante apostolado de su sa- cerdocio porteño y la aureola de la consideración pública.

11 La Tragedia de Barranca Yaco, conferencia que pronunciamos en la Biblioteca del Jockey Club de esta capital, año 1929.

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Capítulo

XII

GRAVITACION DE LA PERSONALIDAD DEL DEAN DE BUENOS AIRES EN EL GRUPO HISTORICO

La dictadura de Rosas pretendió sepultar a Zavaleta en un olvido que de rebote alcanzara al propio Senado del clero. La circunstancia de ser tan eminente prelado el ocu- pante como Deán de la primera silla de dignidades, nada importó al gobierno la reiterada vacancia de otras produ- cidas por destierro, caso del doctor Achega, o por falleci- miento de ilustres canónigos, entre ellos Valentín Gómez, cuyo deceso databa de 1833. Recién en 1840, después de siete años se pensó en integrar el Cabildo designándose buenos aunque mediocres clérigos, a quienes se favoreció con la retención de sus curatos. El lustre del viejo senado agonizaba al doble amparo de Zavaleta y Seguróla, enalte- cidos por dignísima pobreza y ancianidad.

Desde su regreso de Tucumán la expansión orgiástica de las saturnales del terror con los pringosos bailes de arrabal, habían hecho enmudecer al Deán. Ni siquiera el pulpito podía dar satisfacción al brillo de su palabra y a su enseñanza moral como alivio a sus grandes pesares. Su re- fugio era el apostolado silencioso casi anónimo; la lectura ininterrumpida de los grandes padres de la iglesia matizada con las publicaciones de los pensadores y políticos europeos;

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su tertulia ocasional con algunos de los dilectos amigos y discípulos que lo amaban, unos cuantos de la nueva generación nacidos bajo el signo de Mayo; y como consuelo hogareño, la correspondencia a sus familiares del interior. Su nostalgia de la casa solariega era tema que se repetía epistolarmente: a su sobrino don Juan Manuel Silva, le escribe: «mucho, mucho me acuerdo de ustedes, mucho hecho de menos el Tucumán. Gustosísimo me retiraría a morir y dejar mis huesos allí, donde ellos fueron formados. Pero, dejemos este asunto que no hace mas que atormen- tarme. No hay reflexión que me convenza, ni idea que pueda consolarme».

En el último lustro de su vida, su memoria se volvía a lo pasado, por más tenaz que fuese su obsesión meditativa en dolorosos acontecimientos recientes. En el balance de sus recuerdos se trazaba una línea divisoria en el tiempo, como si grabase en piedra dos edades. En la primera, su ordena- ción sacerdotal, la dulce añoranza de sus estudios en el colegio carolino al lado de su compañero de banco el bon- dadoso Belgrano, por quien sentía un vivo sentimiento de cariño, siendo ambos discípulos del virtuoso doctor Chorroa- rín. Juan María Gutiérrez los vincula para anotarlos así con elogio: «quienes más tarde dice fueron honra del país y de su maestro» (pág. 499). ¿Cómo no traer a colación en su pensamiento aquella vida docente que durante veinte años hizo tribuna de su cátedra para enseñar a pensar y a obrar en la vida pública a alumnos y oyentes que inscri- bieron sus nombres en el cuadro de honor de la República? Vicente F. López, Achega y cien más, inscriptos como de la generación del 38, la que abrió el «salón literario», fueron sus simpatizantes preferidos. Luego en el movimiento de Mayo, su exhortación cristiana de 1810, desde la tribuna catedralicia en presencia de la Junta Revolucionaria, y en 1816, también en la metropolitana, jurando la Indepen- dencia, exaltando el amor patrio como inseparable de la

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gratitud debida a la Providencia y marcando ya el derrotero de un plan de vida personal que le depararía las más altas posiciones en cargos públicos, asambleas, congresos y con- sejos de Estado. En esa primera edad, ya maduro en la reflexión y en la experiencia de la lucha cívica y religiosa, se proyecta su nombre en las actividades y funciones más obligantes, como directorial y como unitario; no menos que en el sacerdocio donde fué ejemplo de recato llenando tareas de grave responsabilidad y tacto. Su misión de 1823 al interior tuvo la exteriorización de un suceso trascendente en procura de la unión nacional, pero en su meditar y obrar íntimo fué la realización mística del amor al prójimo, de la paz y la concordia de las almas. Su correspondencia a este respecto se refleja más en el espíritu que en el cuerpo social. Toda esta gran porción de su existencia activa y fructuosa se termina puede decirse con la caída de Riva- davia, pero ella es de plenitud cívica, de servicios abnegados por el país, sin pensar acaso en el luctuoso crepúsculo que ensombrecería más adelante a la nación entera. Pertenecen a este sector de su actuación sus éxitos sacerdotales, de universitario y de legislador. Era el hombre de consulta obligada, tenido por consejero sereno y justo, mirado con veneración por dos generaciones y con respetuosa distancia por los adversarios del bando opuesto. El director Gervasio A. de Posadas apunta en sus «memorias* el visto bueno que le da Zavaleta para aceptar el cargo supremo de la repú- blica y la redacción de su primer discurso oficial. El presi- dente Rivadavia le tiene como confidente espiritual en sus deberes religiosos l. Se habla siempre por publicistas y cro-

1 Refiere el historiador V. F. López en el t. IX, p. 149 de su difundida obra, «Un día en que varios hombres del tiempo, discutían a Rivadavia (allá por el año 37 o 38, si mal no recuerdo) dijo alguno que era libre pensador, y que esas asistencias a los ser- vicios religiosos eran nada más que afición al boato público; el Deán Zavaleta (don Diego Estanislao) que oía ésto con grave silencio según su costumbre, dijo: "¡No señor! Puedo asegurar que cumplía en reserva todos los deberes de un católico sin- cero"».

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nistas del venerable Deán al que agasajaron caudillos pode- rosos, llámense Bustos, Quiroga o Heredia. Indudablemente que su característica seriedad, lo adusto de su semblante, se baña a veces de una luz confortante de consideración pública que trasluce íntimas satisfacciones, que por natural modestia no las exhibe tales.

Dos personalidades del clero, llenaron por muchos años los ámbitos de su gran afección. Ambos eran sus parientes cercanos por el vínculo de la sangre de un igual origen troncal. Ellos fueron sujetos de reputación notoria: el doctor Juan Nepomuceno Solá, su primo hermano, bienhechor y guía espiritual, quien le diera duradero hospedaje en su parroquia de Montserrat y educara su carácter en la san- tidad de los actos; porque pocos en verdad llenaron más cumplidamente su apostolado de almas como ese pastor de una grey redimida de la esclavatura y del bajo pueblo de barrio; tal el presbítero Solá, cuya memoria se confunde entre los más fieles servidores de la doctrina de Cristo del viejo Buenos Aires. El otro es su sobrino Antonio Sáenz, pri- mer rector de la Universidad, maestro y patriota, sacerdote y hombre público, arrebatado a la vida en el cénit de su obra. El tríptico se gloría pues con el Deán bajo la divisa del talento y la virtud, frutos benditos de tres hogares fundadores de la argentinidad en Buenos Aires, Salta y Tucumán.

En la segunda edad, proyectada en tinieblas a partir de Rosas, y por consiguiente hasta el último día del doctor Zavaleta, pues que no alcanzó al triunfo de Caseros, su balance rememorativo es de amargura. Ante su vista se han desarrollado hechos imborrables, a punto de herir sus fibras más sensibles. Después de su gesto de 1835, votando contra la ley que acordó la suma del poder público y pasadas las radiaciones luminosas de su viaje al terruño, que le devolvió inmunizado contra los dardos de la pasión y el odio ambiente, todo en él es reconcentración y preparación para la muerte.

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No era por afán agorero que se alcanzaría el fatídico año 40. ¡Su visión de las cosas se hizo más profunda, aun a lo recóndito, exhornando sus juicios con la fe profética! Empero su amargura debía sin dejar de sufrir, diluirse en el perdón de la bondad evangélica sin que asomase a sus labios la más mínima queja o reproche. Ya el ciudadano y el consejero de Estado se había totalmente resumido en el ministro del altar. En una palabra, había dejado de ser hombre público para readquirir las excelencias de su corazón. Es así como vió desfilar la caravana macabra de la sangre vertida en dos años horripilantes, que epilogan su existencia septuagenaria.

Enunciemos sólo los hechos, despojándoles del ropaje con que los reviste la historia. Su amigo el general Alejandro Heredia ha caído bajo el plomo alevoso; Berón de Astrada derrotado y muerto en Pago Largo; los Maza, padre e hijo, sucumbido a la saña del tirano; los revolucionarios del sur despedazados y Castelli degollado; Lavalle con sus visos de campeador no acierta a dar el golpe valedero; el norte argentino y en primer término Tucumán arman una coa- lición que el Deán deberá llorar muy sinceramente ante las cabezas de su estimado doctor Cubas y de su sobrino-nieto el doctor Marco M. de Avellaneda. Gracias que la racha de furia ofrendada en holocaustos sangrientos por aquellos cóndores del Aconquija, le permita sobrevivirse a mismo para orar en el silencio del templo impetrando la miseri- cordia divina en el sacrificio de la misa, exactamente cuando treinta años atrás imploraba la libertad de América sub- yugada por los tiranos de Europa. Vale decir, que no le cabía más refugio que el orden espiritual que lo era todo, porque hasta la Universidad, centro y vocación de su intelecto, se extinguía bajo la atonía ciudadana y uno de sus adalides, su continuador el doctor Diego Alcorta, cuyas lecciones de filosofía propiciara en 1834, acababa de extin- guirse. Es sabido que la élite universitaria, honor de los

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unitarios, quedó totalmente reducida a nada bajo la clase predominante de los hacendados rotulados federales.

En ese año de 1842, la proyección de la personalidad de Zavaleta semejaba una sombra que se alargaba hacia el poniente. Gravemente enfermo escribe su testamento, que por cierto no registraría los epítetos usuales de entonces, legalizados por el odio partidario. ¿A quién nombrará here- dero? Acaso lo ha meditado en sus vigilias y el dictado es brevísimo: «nombro escribe heredero a mi alma». Está dicho todo. Da poder al benemérito provisor doctor Domingo Achega y a don Felipe Piñeyro, que recogen con Juan Andrés Gelly y Obes sus últimas recomendaciones. Cierra sus ojos a los 74 años, próximo ya a sus bodas de oro sacerdotales, el 24 de dicembre de 1842.

Al bajar al sepulcro, hubo concenso en los vencidos en reconocer, cómo se había acordado en él, la unción religiosa con su natural modesto. No le había sido menester violen- tarse en ocasión alguna para evadirse de lo espectacular. No se había gozado así, en su alucinante enseñanza filosófica, ni en el ruido oratorio de su decir clásico y menos en su gravitación sobre el grupo histórico. No se había alterado tampoco esa «grave» serenidad que desalojaba lo desme- surado o lo pretencioso. Al preferir siempre la verdad de la belleza simple, juzgando con parsimonia a hombres y cosas, había acrecentado el valor que le asignaron sus coetáneos, de hombre justo y de consejo. Poseyó así los honores de la consideración pública y la notoriedad de un espíritu conci- liador, sin menoscabo de la pureza de sus opiniones.

Para el Deán de Buenos Aires, la sola filosofía práctica de la historia estaba fuera de la violencia o del odio, sa- biendo que lo imprevisto de la época se escondía en lo más humilde y que toda experiencia salvaba las dudas, a con- dición de ser constante sobre los principios morales. Esas dotes de autoridad y de ecuanimidad en él; ese arte soberano de saber conferir valor a los actos aun en su aparente

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simplicidad, fué precisamente lo que faltó al incorregible ilusionismo de sus correligionarios unitarios, cegados con el poder precario y circunstancial. Lejos de traslucir el éxito con la pompa rivadaviana, supo el venerable doctor Zava- leta rebajar instantáneamente al aplauso toda sonoridad, sin perturbarse con las impresiones más vivas de la política a saltos, que se practicaba entonces, y así quebrar con fijeza de carácter, la fragilidad y la claudicación de los enervados por el torbellino de las pasiones políticas. Reacio, en con- secuencia, a cualquier inconstancia tentadora, prefirió el silencio recoleto a las fustigaciones galopantes del padre Castañeda o, a la ambiciosa prepotencia del doctor Julián S. de Agüero, desgastada en el ardor tumultuoso de la lucha de «la unidad a palos».

La grandeza moral del Deán Zavaleta se nos impone hoy a la distancia, pasado el centenario de su muerte: reco- nocerla en la hondura de su calado es un derecho que solamente compete a la posteridad. Nada más relevante que los rasgos de esa su psicología personal, acentuados a lo largo de su andar por la vida; haz luminoso, donde resume el hombre y sus actos la unidad de conducta, tan sin junturas traidoras que no tolera siquiera los intersticios, con que la flaqueza de los más resquebraja la coraza de los principios. Los publicistas le observaron en ocasiones grave, severo, modesto, muy modesto, a veces sombrío, pero sin rehusar jamás la responsabilidad. Internado como ministro de Dios por las tenebrosas galerías de las conciencias, candil en mano hasta dar con la verdad escondida, presentía lo hondo de las culpas y el alivio de la absolución dada a sus penitentes. Este ministerio hízole integérrimo en el juzgar de los propio y de lo extraño, aunadas la caridad y la tole- rancia, tanto en ese juez examinador de almas, como en el escrutador de los desvíos en el comportamiento social. Y este criterio lo extendía a la política, donde actuara de continuo, pese a su consagración a la Iglesia. Se le llamó

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también, reiteradamente, sabio maestro, teólogo erudito de versación extensa destacando al docente de física, al filósofo, al legislador, y al moralista de costumbres cuando predicaba desde el pulpito. El caudal de su ciencia corría a través del cedazo con que el doctrinarismo ortodoxo advertía las atra- yentes lecturas del racionalismo en auge. Y así, sus discur- sos, consultas y dictámenes, claros y valientes, profundos por definición, enfrentaron las asechanzas inevitables de la crítica aldeana introducida en el periodismo, los comuni- cados y las hojas sueltas. Hay en todo ello y se descubre a simple vista, por la posición y la actitud, un concepto personalísimo de entereza y responsabilidad de convicciones. Sus razonamientos enfocados en lo formativo de la sociedad, abarcan el individuo y su ambiente en la nación y provin- cias; traducen la visión de la hora evolutiva que dejaba, por cierto, poco margen a lo especulativo del pensamiento creador. Patente está el esfuerzo por ser «hombre actual», es decir, el de su tiempo; pensador desinteresado que debió proseguir en el ensueño de apuntalar y constituir una nueva nación. Ese político, con categoría de «consejero de Estado», hechura genuina de los primeros lustros del siglo de «las luces», fué el cabal revolucionario idealista, forjador de escuelas y discípulos animosos, pretensos adalides de la cultura, que debieron comenzar por desterrar de la masa, la crasa ignorancia que les deparó su estado de abyección; y obtener el más grande estímulo de su civismo para poder oficiar en el altar de la Patria con afanes de libertad. Por estas consideraciones, aparece reflejada en el perfil psicoló- gico de Zavaleta, una austeridad tan ejemplar, que sólo es concebida por quien se sentía demasiado amparado de una fe límpida, sin titubeos para captar en lo íntimo de su saber teológico una alta finalidad de vida, sobrepuesta a los errores del momento histórico, a la unilateralidad del adversario impugnador, a los accidentes del desorden y el caos angus- tioso. Está así configurada su fisonomía moral, plena de

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responsabilidad lo repetimos porque merced a ella as- cendió por la escala de los valores supremos: Dios y la Patria, esencias que nutrieron su admirable espíritu.

Nuestros escritores en general, han sido parcos en el juicio crítico. Si exceptuamos a Juan María Gutiérrez, Vicente F. López y a Ignacio Núñez 2, que le trataron personal- mente, o a sus coetáneos que le colmaron de respeto, son pocos los publicistas de la siguiente generación que le va- loran en la equivalencia de sus méritos. No -en balde Gu- tiérrez afirmó que «la extensión de sus servicios durante una vida larga y laboriosa, requiere una contracción espe- cial al examen de los hechos que distinguen esa misma vida», agregando es ésta «una biografía que hace falta para honra del país». En forma esporádica y carente de unidad se le ha señalado como de conducta honorable y cabal, patriota meritorio en alto grado, hombre de letras, catedrático de autoridad, brillante en las principales asam- bleas y uno de los más ilustrados de su tiempo. La medida para su valoración integral nos descubre ahora el hilo de su existencia, entretejido en la trama del devenir his- tórico de la nacionalidad. Su biografía pues, es la historia misma del país.

- Al juicio de Posadas, López, Gutiérrez, etc., debemos añadir el de Ignacio Núñez, autor celebrado de Noticias históricas de la República Argentina y testigo feha- ciente de los acontecimientos de Mayo y años siguientes. En la Vicia del doctor Juan Francisco Gil, que escribió en 1832, nombra a Zavaleta con igual elogio reconocién- dole «uno de los ciudadanos de mayor consideración social» recalcando «esas vene- rables calidades que le han constituido en la primera dignidad del clero», etc., p. 455 de la segunda edición de 1898. La primera data de 1857. En igual sentido el doctor T. Godoy Cruz, y en general así se lee en las cartas de los personajes de esa época.

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APENDICE DOCUMENTAL

CARTA Y CIRCULAR

Orden del señor Provisor, Vicario General y Gobernador de este obispado de buenos alres, doctor dlego estanislao de zavaleta.

«Con fecha 12 del corriente me remite el Superior Gobierno la iniciativa hecha al finado Prelado Diocesano y demás señores Obispos de estas Provincias, determinada a que disponga que ambos cleros, en todos sus sermones toquen un punto relativo al sistema de nuestra sagrada causa; y que en la colecta de la misa se ruegue expresa y determinadamente al Señor proteja la causa de nuestra libertad. Poderosas consideraciones y el ejemplo de los sabios Prelados de Córdoba y Salta, me han determinado a acceder y circular la adjunta orden que paso a V. P. R. con el objeto de cumplir por mi parte la expresada iniciativa.

Dios guarde a V. P. R. muchos años. Buenos Ayres, Mayo 22 de 1812».

(fdo.) Diego E. de Zaváleta.

Circular.

«Al M. R. P. Provincial del Convento de San Francisco.

Con el objeto de que los pueblos se impongan de sus dere- chos en unas circunstancias en que más que nunca les importa conocerlos, de concertar la opinión pública para cortar los ma- les y funestos efectos que produce la diversidad de pareceres, cuyo origen tal vez es la ignorancia o irreflexión; consiguiente a esta iniciativa hecha a esta jurisdicción por el Supremo Go- bierno, se previene a todos los sacerdotes seculares que en sus sermones, panegíricos y doctrinales, toquen oportunamente algún punto que sea propio a ilustrar, fundar y sostener la justa causa que las Provincias Unidas del Río de la Plata se propu-

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sieron desde la instalación de un nuevo Gobierno Provisorio. Encargándoles como les encargamos que al rebatir, como deben, nerviosamente el error, no rompan con imprudencia los sagra- dos vínculos de la caridad, que por su ministerio deben procu- rar estrechar más y más entre los fieles. Se les previene igual- mente que en la colecta de la Misa, después de la primera sú- plica concebida en estos términos: Et fámulos tuos Papam nostrum Pium, Regen nostrum Ferdinandum cum prole regué, populo et exer- citu suo ab omni adversitate custodi, se añada: justam nostrae liber- tatis causam protege; pacem et salutem, etc.» Buenos Ayres, 22 de Mayo de 1812.

(fdo.) Diego Estanislao de Zavaleta.

Esta circular dirigida a F. Cayetano José Rodríguez fué apoyada y cumplida fervorosamente por todos los frailes franciscanos de la República, pues que Rodríguez inició sus sentimientos al Prelado eclesiástico y exhortó a todos sus her- manos en religión en el sentido patriótico expresado.

(Archivo conventual de Córdoba).

CARTA DE FRAY CAYETANO RODRIGUEZ AL OBISPO MOLINA

Buenos Aires, octubre 18 de 1815. . . «Estamos con el sen- timiento de la falta de razón en algunos pueblos que no quieren entrar en los nacionales partidos que adoptamos. Córdoba y Santa se han enloquecido como sabrás. Quieren hacer repú- blica aparte con el Paraguay. Por momentos me parece que no somos dignos de constituirnos ni ser gente. Hacemos muchas locuras, y cuando pensamos con formalidad se levantan nubla- dos tan gruesos y ordinarios que deben avergonzarnos. Se había determinado que el canónigo Zavaleta, hermano de don Cle- mente, en compañía del marqués de Yaví, fuese en comisión a esos pueblos hasta Jujuy a imponerles verbalmente de estos modos de pensar, ya que no lo entienden por escrito Pero ya a punto de salir se ha suspendido, no porqué. . . »

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ARENGA DEL DEAN DE ESTA SANTA IGLESIA CATEDRAL AL SOBERANO CONGRESO

Soberano Señor:

El celo infatigable y asiduos trabajos de Vuestra Sobera- nía han aumentado las glorias de este día, por tantos títulos memorables en nuestros fastos. En él cayeron despedazadas las fuertes y pesadas cadenas que nos ligaban y oprimían baxo el más duro y prolongado despotismo. En él se abrieron por primera vez nuestros ojos para mirar a lo lejos la perspectiva hermosa de la Libertad. En él recobramos nuestra dignidad y reivindicamos los derechos preciosos que la naturaleza y su divino Autor han concedido a todo racional. . . ¡Justos moti- vos para celebrar su memoria!

A estos se agrega el de haber jurado la juiciosa y sabia Cons- titución que Vuestra Soberanía ha dado a los pueblos, y que ha de ser como el más garante de sus derechos, la regla que fixe sus obligaciones y sus deberes. . . ¡Que sea para todos sagrada!. . . ¡Que se cumpla a la letra!. . . [Que nadie se atreva a tirar una línea sobre algunos de sus artículos!. . . ¡Que el magistrado enseñe con el exemplo su observancia!. . .

Tales son los votos del Cabildo Eclesiástico de Buenos Ayres, que al felicitar a Vuestra Soberanía en el día grande de la Patria, tiene el honor de protestar a la faz del pueblo, que será siempre el más celoso defensor de sus derechos y el más exacto observador de su Constitución.

Dr. Diego Estanislao de Zavaleta.

25 de Mayo de 1819.

PRELIMINARES DE LA INSTALACION DEL CONGRESO GENERAL

La Honorable Junta después de una detenida discusión que la ha ocupado en varias sesiones, con respecto a instruir a los Señores Diputados por esta Provincia para el Congreso General que está anunciado, y contestar a sus últimas comu- nicaciones dirigidas a esta corporación con fecha 22 del

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próximo pasado Agosto, ha acordado que dichos Sres Dipu- tados se contraerán solo á invitar á los de las otras Provincias, reunidos en Córdoba, a que acuerden y convengan en lo si- guiente:

Io En fijar la proporción de la población que deba reglar el nombramiento de cada uno de los Representantes en el Congreso General.

2o Que adopten y publiquen un método de elecciones que sirva en todas las Provincias para el nombramiento de dichos Representantes.

3o Que designen el lugar donde deben reunirse aquellos, cuando sean invitadas las Provincias para concurrir con sus respectivas representaciones para fijar el día en que deba ser instalado el Congreso.

4o Que elijan y recomienden a uno de los Gobiernos de las Provincias libres, para que este, a medida que los del Alto Perú se pongan hábiles, las invite e incite a que concurran, por medio de los Diputados correspondientes al Congreso y para que el dicho Gobierno, llegado aquel caso todas las providencias oportunas, para que se realice la apertura e ins- talación de dicho Congreso General.

Igualmente ha acordado la Honorable Junta cometer a V. E. de cuyas luces está plenamente satisfecha, la comunica- cación de aquella resolución a los Señores Diputados, esten- diendo en conformidad a ella las instrucciones competentes a que deben ceñir el uso y ejercicio de las facultades y poderes que les están conferidos.

Todo lo que de orden de dicha Honorable Junta se avisa a V. E. con remisión de la nota original de dichos Señores Diputados para su inteligencia y fines consiguientes.

Dios guarde a V. E. muchos años. Sala de las Sesiones en Buenos Aires, y Setiembre 15 de 1821.

fdo.: Diego Estanislao Zavaleta Presidente

fdo.: Pedro Medrano Vocal Secretario

Excmo. Señor Gobernador y Capitán General de la Provincia.

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CREDENCIAL DE DIPUTADOS

Por Cuanto la H. Junta de Representantes de la Prov." de Buenos-Aires usando de la soberanía ordinaria y extraord.8 que rebiste ha sancionado, en sesión de nueve del corrte, con valor y fuerza de ley, lo siguiente

Articulo primero

Apruébase la elección que ha hecho la Provincia para Re- presentantes al Congreso Nacional, y ha recaído en los S. S. Don Mariano Andrade: Don Julián Segundo de Agüero: Don Valentín Gómez: D. Juan José Paso: Don Diego Estanislao Zavaleta: D. Manuel José García: Don Nicolás Anchorena: D. Francisco de la Cruz, y D. Manuel Ant.° Castro.

2o

Mientras el Congreso Nacional tenga sus sesiones en Bue- nos-Aires, a los Reptes nombrados a él por la provincia no se les acordará compensación alguna.

3o

Líbreseles el correspondiente despacho, con inserción de esta Ley, firmado por el Presidente, autorizado por los dos secreta- rios, y sellado con el sello de la representación, p.a que les sirba de bastante credencial, avisándose al gob.no pa su intelig*

Por tanto, y en conformidad con lo que se dispone en el art.° 3o de la ley inserta, ha mandado librar en fabor de D. Die- go Estanislao de Zavaleta el presente despacho de diputado al Congreso Nacional. Dado en Buenos Aires a catorce de octubre de mil ochocientos veinte y cuatro.

(fdo.) Manuel Pinto Presidí (rúbrica)

(sello con) cubierta de papel blanco

Je Sev° Malavia Justo José Núnez

Sec° Srio

Sor D. Diego Estanislao de Zavaleta

(Credencial de Diputado Nacional)

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CONGRESO GENERAL CONSTITUYENTE

Sesión Secreta del 18 de Julio de 1825. Antecedentes de la guerra con el Brasil: Situación de la Banda Oriental

«. . .En este estado el Señor Zavaleta, miembro de la comi- sión especial, encargada de abrir dictamen sobre la comuni- cación recibida del Gobierno provisorio de la Banda Oriental, tomó la palabra y expuso que, los individuos que la componían, penetrados de la gravedad del asunto y del pulso con que debía manejarse, para no comprometer imprudentemente la seguridad de las provincias contiguas a la Oriental, tales como la de Misiones, Corrientes y Entre Ríos, habían considerado que era necesario oír a los Ministros del Executivo Nacional sobre el estado actual de nuestra situación, sobre los auxilios con que el Congreso podría contar para socorrer a los orientales; sobre la fuerza armada que sería disponible para este objeto; sobre el contingente con que las provincias concurrirían a esta obra; y en fin, sobre todas los datos y antecedentes que debían tenerse presentes para no exponerse a aconsejar a la Sala una medida que, en misma, podría importar esencial- mente una declaración de guerra, o una agresión contra los Brasileros tal vez inoportuna y de muy fatales consecuencias para todo el Estado, y principalmente para aquellas referidas provincias representadas hoy en Congreso, que están más inmediatas al peligro; o para dictaminar la línea de conducta que en circunstancias tan delicadas debía adoptarse por el Congreso para salvar sus legítimos derechos a la Banda Orien- tal, preparar los medios de hacer efectiva su recuperación, y evadir al mismo tiempo los riesgos que por ahora se temen. Que el señor ministro de Gobierno y Relaciones exteriores habrá asistido con este objeto a las conferencias de la comi- sión y había hecho en ella todas quantas explicaciones se le habían exigido acerca de aquellos particulares, aunque con la reserva que demandaba la naturaleza de algunos de ellos. Que después, y a pesar de todo esto, los individuos de la comi- sión se habían mantenido siempre disconformes en sus opi- niones, de tal suerte que no se había podido reunir la mayoría acerca de las dificultades que se habían tocado y controvertido.

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Que en estas circunstancias bien pudieron haber adoptado los miembros de la comisión el medio de presentar cada cual su dictamen a la Sala, pero que aun para esto consideraron que sería preciso que el Congreso resolviese previamente algu- nas cuestiones, que serían de mayor embarazo en los trabajos de la comisión, como por exemplo: si el Congreso por una nota había de contestar a todos los puntos de la comunica- ción del govierno provisorio; porque en opinión de algunos debía contestarse aprobando la conducta de los orientales y ofreciendo de parte del Congreso todo lo que estuviese a sus alcances para el feliz éxito de su causa, reservando solamente el contestar con respecto a la incorporación y recibimiento de los Diputados que ya se decían nombrados por la Provincia Oriental; en opinión de otros debía contestarse francamente adhiriendo en todo a las insinuaciones de los Orientales, aun- que esto importase una agresión o declaración de guerra contra los Brasileros; y aún en opinión de algunos debía aumentarse mayor número a la Comisión para ver si con tal aumento de luces podía facilitarse la expedición de este negocio tan grave y tan delicado. Que, esta ansiedad en que se encontraba la Comisión por la divergencia de opiniones, hizo que el expo- nente (Doctor Zavaleta) pidiese al Congreso en la sesión ante- rior, el que se reuniese en conferencia privada ya que no podía ser en sesión pública, porque la naturaleza del asunto, y sus correspondientes discusiones absolutamente lo resistían, a fin de que oyendo las diferentes opiniones que podrían asomar en la Sala, y a los señores ministros del Poder Executivo Na- cional, resolviese si la minuta de contestación de que está encargada la Comisión debe estenderse a todos los puntos de la nota de los Orientales; si ha de contestárseles que el Con- greso aprueba su conducta, que los auxiliará, que admitirá sus Diputados, y que a todo está dispuesta, aunque para ello sea necesario declarar la guerra a los Brasileros; y en fin, para que el Congreso en mérito a todas las dificultades que ofrece esta materia, se digne tomar alguna resolución que a lo menos sirva como de base para los ulteriores traba- jos de la Comisión.»

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DICTAMEN DEL Dr. D. DIEGO E. DE ZAVALETA SOBRE PATRONATO NACIONAL

Al Sr. Ministro de Gobierno D. Manuel José García.

La respetable nota de V. S., en que se me transcribe el decreto supremo de 21 del próximo pasado Febrero, que ordena a todos los individuos nombrados para integrar la junta de teólogos y juristas convocada para el 24 del mismo, pasen al Gobierno su ditamen escrito sobre las 14 proposiciones im- presas al fin del Memorial Ajustado, me constituye en el deber de llenar esta tarea; tan gravosa para mí, por mi quebrantada salad y avanzada edad; como desagradable, por circunstancias particulares, que ignoran pocos, y que sería tan indiscreto, como impertinente detallar. Voy pues a emprenderla, aunque con la conciencia de que mis esfuerzos, sean cuales fueren, sobre inútiles al noble objeto que se propone el Gobierno, serán siempre insuficientes a corresponder de un modo digno a la confianza y alto honor, que me ha dispensado, al exigirme el dictamen sobre una materia tan grave y de tanta trascendencia para la República, y aun para la América entera. Ellos, sin embargo, serán la mejor y más relevante prueba, que puedo darle, de mi respeto y obediencia a la autoridad suprema del Estado: y por otra parte me proporcionarán la oportunidad (siempre grata para mí) de repetir y ratificar la profesión pública de mi fe política; y prevenir, en parte, los ataques, que, en razón de las opiniones que vierta, pudieran hacerse a mi fe religiosa: obligaciones sagradas, de que no debo desentenderme. Es por esto, que espero se me disimule, si al espresar mi conformidad, res- pecto de las proposiciones del Gobierno, no me ciño al tenor literal del decreto de 21 de Febrero; y me permito hacer sobre ellas una u otra reflexión, conducentes a aclarar su sentido, y comprobar su verdad.

La primera de las proposiciones es tan clara y evidente, que no habrá un solo argentino a quien pueda hoy ocurrirle duda sobre ella. Para el último de estos, empeñarse en demostrársela, sería un agravio: negársela, sería un crimen, que no sabría perdonar. Por consiguiente yo reconozco en la Nación, que formamos, la soberanía de todos los pueblos que integran nues- tra República, con todas las atribuciones y derechos que le son esencialmente anexos, y que hasta el 25 de Mayo de 1810 ejer-

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cieron los reyes de España en ellos. . . Pero como estos pueblos, después de revindicar su soberanía, reconquistando heroicamente su independencia, han manifestado su decidida voluntad de constituirse y gobernarse como República Federal, bajo los pactos, que de común acuerdo sancionen y ratifiquen ellos mismos: como hasta el día no ha llegado el caso, de que estas Provincias o nuevos Estados realicen y ratifiquen esos pactos, a virtud de los cuales se establecerá quizá una autori- dad general, constitucionalmente encargada de la dirección, y ejercicio de los negocios comunes a la federación, que se le designen: entretanto llega el tiempo de que todo esto se veri- fique, es arreglado a derecho y constante de hecho, que cada uno de nuestros gobiernos, aunque nuevos independientes, ha resumido y ejerce plenariamente su soberanía. De lo que resulta demostrada la segunda proposición asentada por el Gobierno. . . Ella anuncia solo un hecho, confirmado con la práctica de nues- tros nuevos Estados, y con la delegación misma, que han hecho al gobierno de este, para que, a nombre de todos, mantenga las relaciones esteriores con los poderes estranjeros; reserván- dose la celebración de tratados y su ratificación.

Pero ¿entre esos derechos y atribuciones propias de la sobe- ranía, que antes ejercieron en estos países los reyes de España, y hoy ejercen los Gobiernos de nuestras provincias, ha de incluirse el patronato y. protección de las Iglesias? Esa es la duda que resuelve afirmativamente el Gobierno en 3a. propo- sición, que creo cierta; arreglando en esta parte mi juicio a lo que terminantemente deciden jurisconsultos célebres, que han escrito sobre esta regalía. «La soberanía, dice uno de ellos, consiste entre otras cosas en este derecho de nombrar a las prelacias de las Iglesias». Summus dominatus consistit, ínter alia, in hoc jure nominandi ad ecloesiasticas proefecturas.

«La regalía del patronato, dice otro se llama Mayoría por- que ella importa propiamente el reconocimiento de la sobe- ranía. . . Es la forma y esencia misma de la magestad» : hanc jurisdictionem (la del Patronato) ideo majoriam vocamus quod ea proprie pertineat ad supremam principatus recogni- tionem. . . Praeterea haec suprema jurisdiction est ipsa forma, et substantialis essentia magestatis. Y aun el rey D. Alfonso el Sabio en la ley 34, tít. 18, part. 3, definiendo las regalías (en cuyo número se incluye el patronato) dice: «Son cosas que están ayuntadas siempre al señorío del reino». Nótese con aten-

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ción, que no dice al rey, sino al señorío del reyno; y lo que vale lo mismo a la soberanía, de quien es atribución esencial. . . Algo más se dirá sobre este mismo asunto al considerar las proposiciones 5, 6, 7 y 8. Mas antes debo espresar, como lo hago, mi absoluta conformidad con la 4a., que reconoce en la nación, y sus gobiernos independientes, el detecho de exa- minar todos los breves, y demás rescriptos de Roma, para dar- les, suspenderles o negarles el exequátur o pase; reconocido, sancionado y practicado en todos los estados católicos sobe- ranos. Me permitiré sólo advertir aquí de paso, que la racio- nal y justa excepción, que conformándose con la ley, hace el Gobierno de los breves de penintenciaria, no es porque en ellos se trate de materias o facultades espirituales; paes que, cuales- quiera que ellas fuesen, no serían más espirituales que las indul- gencias: sino porque aquellos se versan sobre negocios del fuero penitencial; y su examen y reconocimiento violaría el sagrado del sigilo sacramental. Por eso es que generalmente vienen sobrecartados: Discreto confesarlo.

Las cuatro proposiciones siguientes de 5a. a 8a. inclusive, una y otra, se me hace preciso considerarlas a un tiempo mis- mo, por evitar remisiones, o repeticiones fastidiosas, que quizá se harían indispensables, si reflecionara sobre cada una de ellas separadamente. Las 7a. y 8a. son como dos consecuen- cias deducidas con precisión y exactitud de las dos anteceden- tes, que se suponen y sostienen como indudables en las propo- ciones 5a. y 6a. En efecto: si corresponde a nuestros Gobiernos, a virtud del Patronato, la nominación a los obispados, digni- dades, canongias y demás prebendas y beneficios eclesiásticos; si por el mismo título les corresponde la circunscripción terri- torial de las diócesis; parece arreglado a principios de deducir, que Su Santidad no ha debido considerar subsistentes las antiguas reservas con respecto a lo primero; ni reservarse de nuevo lo segundo, sin derogar tácita y aun expresamente el patronato: en cuyo caso, por la ley, está el Gobierno en el deber de retener el rescripto pontificio; y suplicar y reclamar también esta regalía, o llámese derecho nacional. Lo primero y principal porque las mismas disposiciones canónicas, al san- cionar las reservas, terminantemente han exceptuado los bene- ficios de patronato de soberanos, a los que dicen, no se intenta perjudicar. Lo 2o. porque ni aún será fácil encontrar autor alguno, que sostenga como opinión propia, que esas resetvas

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deban extenderse a las Iglesias de Patronato de reyes y prínci- pes soberanos: en cuya categoría deben sin duda alguna con- siderarse nuestros gobiernos, desde que ellos están a la cabeza de Estados independientes e independientes sólo por sus heroi- cos esfuerzos. Nada importan los nombres sobre esta materia: debe sólo mirarse el carácter que inviste la autoridad: y la de nuestros Gobiernos, independiente, como es, de todo poder extraño, inviste esencialmente el de soberanía. Son por lo mismo éstos comprendidos en el principio general, que asien- tan los profesores de uno y otro derecho pontificio y real, particularmente el Sr. Frasso: «Que a los principes supre- mos les pertenece el Patronato general y común de sus Estados; y muy especialmente el de las Iglesias mayores respecto de las cuales se llaman también defensores y Patronos. Supremis enim Principus. . . suorum semper principatuum generalis et communis pertinet patronatus, máxime majorum ecclésiarum, respectu quarum etiam discuntur deffensores et patroni». Pa- tronato general y común, que también puede llamarse, y le llaman real los canonistas; no porque lo ejerce un rey, como en España, sino porque rei adhaeret, como dice el P. Murillo: Patronato, que si bien fué posteriormente autorizado y robus- tecido por las disposiciones canónicas de los Romanos Pon- tífices, ejercieron los príncipes, especialmente en España, mu- chos siglos antes de esta autorización; y aun de haber sido aquel derecho conocido con tal nombre: y Patronato al fin, que, en cuanto importa sólo el derecho de nominación, susti- tuido al de elección, debió necesariamente tener un origen muy distinto del que hoy se le quiere suponer. Lo diré franca- mente»: debió tener un origen popular.

Tal vez no faltará quien censure con acrimonia esta mi proposición. Por eso me es preciso recordar, que desde el mismo establecimiento de la Iglesia de Jesu-Cristo, a todo el pueblo ciistiano correspondió el derecho de elegir los obispos y demás Ministros sagrados. Muy pocos días después de la gloriosa ascensión del Salvador a los cielos, se eligió el primer Obispo, que debía ocupar en el colegio apostólico el lugar del pérfido Judas. Toda la Iglesia reducida entonces sólo a 12 personas, permanecía reunida aun en Jerusalem esperando el Espíritu Santo, que se les había prometido, cuando San Pedro le expone la necesidad de elegir uno que con ellos fuese testigo de la Re- surrección; y de común acuerdo de toda la asamblea se pro-

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ponen dos; se sortean; y por suerte recae la elección en San Matías... Algún tiempo después se suscita una queja de los neófitos griegos contra los hebreos.

Para acallarla, los apóstoles determinan la elección de 7 diáconos, encargados de la asistencia y sustento de los pobres y de la distribución de las limosnas y oblaciones. Los 12 con- vocan a todos los fieles; les dejan la elección libre; ellos la hacen; y presentan, los 7 electos a los apóstoles, que, orando sobre ellos, les imponen las manos y confieren el ministerio; que hoy llamaríamos Beneficio.

Estos dos hechos notables, consignados en los capítulos 1 y 6 de las actas apostólicas, demuestran a la evidencia el derecho, que desde el establecimiento de la Iglesia, ejerció el pueblo cristiano en la elección de sus Obispos, Sacerdotes y Ministros. El se mantuvo por mucho tiempo en esta posesión; y no es preciso ser muy versado en la historia eclesiástica, para saber que el derecho del pueblo a elegir sus Obispos fué umver- salmente reconocido y practicado por siglos en todas las igle- sias del orbe, inclusa la de Roma, madre y maestra de todas las demás. Recórrase toda la Distinción 63, del decreto de Gra- ciano, y allí se tropezará con muchas decisiones canónicas, que ponen a la vista este hecho; y que no copio aquí por no alargar demasiado este dictamen. Pero no quiero dejar de pre- sentar dos documentos célebres, que demuestran, que esta disciplina apostólica subsistía en España en el siglo VI, y aún un tercio después de haber entrado el VIL El primero es el can. 3 de un concilio de Barcelona del año 599, que dispone: «Que a ninguno se permita, invirtiendo el tiempo fijado en los cánones, aspirar a ser admitido al sacerdocio sumo; ya sea por las sacras Regalías, o por medio del consentimiento del clero y pueblo; o por elección y ascenso de los Obispos». El segundo es el can. 19, del 4o. Concilio de Toledo en 633, que refiriendo las personas que no deben ser ordenadas, dice: «Que no lo sean los que no han sido elegidos por el pueblo y por el clero, ni aprobados por el Metropolitano y por el Sí- nodo de la provincia. . . »

¡Ojalá hubiera subsistido y aún subsistiera esta disciplina!. . .

Entretanto ella varió; y notamos que en los siglos poste- riores, en varias partes, los reyes, solos intervenían en la elec- ción de los Obispos. Los de España las hicieron exclusiva- mente suyas: y ese derecho, que hoy se conoce con el nombre

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de Patronato; que, conforme a la regla dada por los apóstoles, correspondía al pueblo fiel, y que éste había ejercido sin con- tradicción, desde que abrazó la fé, pasó a sus reyes; que lo ejercieron, sin duda, en su representación, como cabezas de esa sociedad civil que era también una Iglesia nacional. No es este, señor Ministro, un pensamiento nuevo, que haya ocu- rrido en este tiempo a algún entusiasta apasionado del gobierno representativo. Como un siglo, o algo mas há, que escribía el señor Hontalva su dictamen sobre el Patronato, y citaba ya la doctrina de dos ilustres jurisperitos, que de ese principio deri- vaban el derecho de nominación en los reyes. Es el primero Francisco Zipeo, que en su Lib. 2 «De jurisdict» capítulo 21, hablando de la nominación real de los Obispos dice: que en ella subsiste de algún modo el uso antiguo de la iglesia de inter- venir en las elecciones el pueblo, que, mediante una ley real, ha traspasado al príncipe su derecho: «redolet aliquid ex vete- ris ecclesiae usu, ut populus interveniret, que principi et in principem lege regia jus omne transtulerit». El segundo es Mi- ñano, que en el tratado 2o. de su obra titulada: «Basis Jurisd. Pontif.» hablando de la misma práctica dice: que este derecho se ha trasladado del pueblo al príncipe: «hoc autem jus á populo ad principem, exemplo legis regiae translatum est».

Pero, por mas que sean respetables los nombres de estos dos ilustres profesores, no es tanta para su autoridad, que por su solo aserto, crea, que este apreciable derecho haya pa- sado a los reyes por solo su voluntad: «lege regia. . . » No, toda variación, o novedad sobre disciplina eclesiástica se hizo siem- pre en aquel reino, por sus Obispos, en multiplicados, y fre- cuentes Concilios provinciales y nacionales, que celebraron; y no es creíble, que esta, de tanta trascendencia, se haya he- cho sin su deliberación, y sanción. Especialmente cuando se observa, que otra variación de disciplina, sobre la misma ma- teria de provisión de Obispados, no fué ordenada sino por la autoridad eclesiástica. Hablo de la confirmación de los Obispos, que, conforme a derecho, debía hacerse por el metropolitano; y en España se hacía por el Arzobispo de Toledo, en virtud del canon 6o. del Concilio 12 de aquella ciudad, en que se decidió: «Placuit (dice) ómnibus pontificibus Hispaniae, atque Galli- tiae. . . ut licitum maneat prinoeps Toletano Pontífice quos- cumque regalis potestas elegerit, et dicti Toletani epicopi judi- cium. . . probaverit in quibuslibet Provinciis. . . proeficere Proe-

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sules». Una expresa decisión de la Iglesia española fué necesaria para transmitir al Primado de Toledo el derecho de los metro- politanos. ¿Y no será probable, y muy probable, que en otra igual decisión trasmitiese al rey el derecho del clero y pueblo a elegir, que le correspondía por institución apostólica?

Mas sea de esto lo que fuere. Hayase traspasado a los reyes de España el derecho de nombrar los Obispos, a virtud de una ley real, o de una sanción conciliar: sea esa prerrogativa, en ellos, una usurpación en sus principios, legitimada después con el transcurso del tiempo y aprobación, al menos tácita, de la nación; o haya sido, desde entonces, una transmisión legal de aquel derecho, decretada y sancionada por la Iglesia española: siempre resulta, en último análisis, que si los reyes de España han elegido y eligen o nombran los Obispos, lo han hecho y lo hacen en representación del pueblo fiel, a quien correspon- día, por la primitiva constitución de la Iglesia, elegirlos por sí; y que hoy lo hacen por su cabeza, o gefe que lo representa. Resulta algo más: que la Iglesia Española, al través de tantos siglos, y a pesar de las vicisitudes, a que ha estado sujeta sus disciplina, por este medio legal, ha conservado siempre ese resto precioso de su primitiva libertad en la elección de sus pastores: libertad, que ha sostenido con constancia, y ha recla- mado en todos tiempos con religiosa energía, hasta conseguir afirmarla y asegurarla con compromisos y transacciones solem- nes. Jamás su firme, aunque siempre respetuosa resistencia a las innovaciones que se intentaron introducir con varios títu- los, pudo calificarse de criminal: jamás, por haberla hecho se la tuvo por cismática. Al fin se reconoció su justicia; y la Santa Sede reconoció y ratificó sus derechos por el Concor- dato de 1753.

Al tiempo de la celebración de este tratado, que aseguró a la Iglesia española su apreciable libertad de elegir sus Obispos, y no recibir precisamente los que se le quisiesen destinar, se hallaba ella, como aún está, extendida en distintas partes del orbe. Una de sus secciones existía en esta parte de América. Reconocía el mismo soberano, que la de Europa: ambas tenían por consiguiente en él un mismo representante que a nombre de cada una, en su caso respectivo, ejerciese aquel derecho. Mas hoy la fracción de aquella Iglesia existente en estas pro- vincias, ha querido constituirse, y se ha constituido en un estado independiente del rey de España y de todo poder extran-

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jero. Ha querido tener y tiene, un gobierno propio, que se ha elegido ella misma. No puede ya el rey de España representarla en sentido alguno; porque en ninguno le pertenece. Por consi- guiente, su Gobierno propio a quien ella ha confiado el ejer- cicio y custodia de sus derechos, es quien debe resguardárselos, conservárselos ilesos, y no permitir que sea privada o despo- jada de ellos por persona alguna, por mas que sea elevado su carácter y respetable su autoridad. ¿Y entre esos derechos no le ha confiado este nuevo estado y antigua iglesia, el del patro- nato? Regístrense todos los códigos que ha formado para su régimen y administración; y en todos se encontrará consignada al Gobierno esta atribución. Constituciones que se han hecho: reglamentos provisorios, que se han dado en diverso tiempos: sobre todo, el uso y práctica de este derecho en todo el período, que ha corrido desde el año 10 al presente; todo comprueba, que el derecho de patronato o nominación a todas las digni- dades, prebendas y beneficios corresponde a nuestro Gobierno. . En consecuencia reconozco la proposición 5a.

Ella supuesta, me es necesario convenir en la 7a. que es su consecuencia. El Gobierno, en razón del Patronato, cuyo ejer- cicio se le ha encargado, está en el deber de defender y poner a cubierto de todo ataque los derechos y libertades de esta Iglesia, siempre que aquellos sean violados, o éstas perjudicadas. Es de su obligación y dignidad sostener los primeros y reclamar enérgicamente las segundas. Para uno y otro hay medios y for- mas reconocidas, de que se han servido y usado siempre las supremas autoridades de los Estados católicos . . . Por desgracia es una verdad, que todo poder procura siempre estender cuanto puede la esfera de su autoridad; y no siempre han formado la excepción de esta regla los Romanos Pontífices . . . Cuando de esto faltaran pruebas, bastarían para justificarlo las reservas pontificias. Once siglos corrieron, sin que ellas fuesen conoci- das. Los Obispos entonces conferían todos los beneficios ecle- siásticos de sus diócesis: y lo metropolitanos daban la institu- ción canónica a los Obispos. Las reservas empezaron, como a la mitad del siglo XII, por puras recomendaciones de los Papas a los Obispos; pero éstas se recibían como órdenes, que siempre se cumplían. No faltaron algunos prelados, que, con razón o sin ella, las desatendieron. Esto ofendió, como no era estraño que sucediese; y aquellas recomendaciones bien pronto fueron mandatos «de providendo» con conminatorias de excomu-

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nión si no se obedecían. Algún tiempo después se publicaron las bulas y constitucioties pontificias, que se tuvo cuidado de insertar en el cuerpo del derecho canónico, y muy especialmente en el sexto de Bonifacio VIII, y extravagantes comunes, y de Juan XXII. Vinieron después las reglas de cancillería, que, aunque no tienen vigor sino durante la vida del Papa: «doñee miserationis divinoe clementioe nos universalis ecclesioe regi- mini proesidere concesserit»; como todos los Sumos Pontífices las hacen publicar de nuevo, tan luego como son elevados a la silla de San Pedro, siempre obligan, sin tomar el carácter de ley. En la 2a. y 4a. de estas reglas se reserva S. A. la «provisión libre» de todas y cada una de las Iglesias Catedrales, que vaca- sen; e igualmente las dignidades mayores «sui Pontificali». Es a éstas, sin duda, que el Santo Padre se refiere en la bula de institución del señor Obispo nuevamente electo para esta Igle- sia, en aquellas cláusulas: «dudum siquidem provisiones eccle- siarum cathedralium, tune vacantium, et in posterum vacatu- rarum ordinationi, et dispositioni nostroe reservavimus; decer- nentes ex tune irritum, et inane, si secus super his a quoquam quavis aucthoritate scienter, vel ignonanter contigerit atten- tari». Es a virtud de estas reservas o reglas, publicadas primero por Benedicto XII y sucesivamente renovadas por sus sucesores hasta hoy, que Su Santidad se ha creído autorizado para pro- veer «motu proprio» la Iglesia de Buenos Aires. Pero ¿quién mejor que Su Santidad sabe, que por el tenor literal de la 42 de esas reglas o reservas, la 2a. y 4a. citadas no derogan el Patro- nato de los reyes, condes, duques y príncipes soberanos? ¿Como, pues, podría hacer esta provisión «motu proprio», si no des- conociese el nuestro? Es preciso no afectar, sobre aquella cláu- sula, dudas que no existen. Las reservas, que en ella se indican, importan, no la sola institución, sino la provisión absoluta- mente libre por parte del Papa, sin que nadie intervenga en ella, de cualquier modo ... ¿Y podrá desentenderse de esto el Gobier- no? ¿Habrá de callar y obedecer ciegamente? ¿Hay motivo para estrañar, que en protección de la libertad de nuestra Iglesia, proceda y obre, con respecto a Su Santidad, del mismo modo que lo haría el rey católico en idéntico caso? ¿Y que haría éste? O mas bien ¿qué debería hacer? Conformarse con la ley: rete- ner y suplicar. . . ¿De cuando acá, señor Ministro, el retener una bula, para suplicar de ella, ha podido calificarse de des- obediencia y cisma...? ¿Quien ha acusado de inobedientes y

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cismáticos a los reyes, cuando lo han hecho? ¿Quien ha lla- mado cismáticas a la España, Francia y Portugal por haber retenido y suplicado de la famosa bula In coena Domini, por- que atacaba sus regalías y perturbaba la jurisdicción real?. . . Cada año se publicaban solemnemente en Roma sus anatemas el Jueves Santo, hasta el tiempo de Clemente XIV: y ella no tenía efecto alguno en aquellos reinos, porque en ellos estaba retenida y suplicada. Entre nosotros tienen lugar aun los «re- cursos de fuerza y protección» severamente prohibidos en ella. Concluyo en esta parte reconociendo con la verdad de la 7a. proposición, el deber del Gobierno a conformarse con lo que Ja ley ordena.

Con respecto a la 6a. y deducción que de ésta se hace, que es la 8a., debo exponer: Que tengo por incuestionable, que a la autoridad civil suprema corresponde la circunscripción y deslinde territorial de las diócesis u obispados: ni alcanzo pueda alegarse contra este aserto una sola razón atendible. Esto prac- ticaron siempre los reyes de España, y en nuestros días lo hemos visto practicado para la nueva erección del Obispado de Salta, cuyo territorio fué desmembrado de las diócesis de Charcas y Córdoba. Esto mismo está también supuesto como cierto en nuestras leyes. Se encuentra entre ellas la 3, tít. 7, lib. I de la Recopilación de Indias, cuyo epígrafe es: «que los Obispados de las Indias tengan los distritos que esta ley declara». En el cuerpo de ella, se señalan a cada uno de aquellos, 15 leguas en contorno por todas partes, contadas desde el lugar, en que estu- viese la Iglesia Catedral; y al final se encarga a los Obispos guarden sus límites, y distritos señalados». «Y (continúa la ley) en cuanto a las nuevas divisiones y límites, se ejecute lo suso- dicho, donde Nos no proveyeremos otra cosa». Aquí se ve con claridad, que el rey consideraba una atribución suya, por razón de su soberanía y patronato, la designación de los límites de los Obispados, o su circunscripción territorial, pues que des- pués de haberla hecho por punto general, aún se reserva el derecho de obrar de otro modo cuando lo tuviese por conve- niente.

Mas como la división de esta diócesis, que desde ahora tienen en mira Su Santidad (y que a la verdad creo deberá veri- ficarse, atendidas las actuales circunstancias del país, y la nueva posición política en que se han constituido nuestras antiguas provincias) como esa división, repito, a mas de la circunscrip-

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ción material, o deslinde previo del territorio de cada una de las que de nuevo se formen, exige la aprobación de la autori- dad eclesiástica, é importa además la erección de las nuevas Iglesias Catedrales y la adjudicación de jurisdicción espiritual a los Obispos, que de nuevo se nombren e instituyan canóni- camente, sobre los fieles comprendidos dentro de los territorios deslindados, que antes correspondían a este Obispado: como todas estas atribuciones hoy esclusivamente corresponden al Sumo Pontífice, conforme a la disciplina general de la Iglesia, aunque se eche menos con razón en la bula el recuerdo de este Gobierno y de la parte que le corresponde sobre este negocio (descuido que seguramente no se habría tenido, si se tratara de la división de alguna diócesis de los dominios del rey católico), esta omisión no la juzgo de tal trascendencia, que debiera influir (si no hubiera otra razón) en que se le negase el «pase» a al bula. La enunciada reserva es puramente preventiva al nuevo electo (al menos tal puede ser su concepto) para que desde ahora tenga entendido; que, aunque le confiere el Obispado como existe, él se reserva dividirlo, como creyese conveniente hacerlo y como le corresponde: y no le corresponde hacerlo, sino como dice la ley 5, tít. 5, part. I: «Puede facer (el Papa) de un Obispado dos; o de dos uno, aviendo una razón guisada, por que lo deba facer, que fuese á pró de la tierra, ó por ruego de los reyes». Por lo mismo, conforme como estoy, en que es de la atribución del Gobierno la circunscripción del territorio de la diócesis, en razón de que a este solo puede corresponderle saber como convendría hacerse, para que fuese a pró de la tierra; no lo estoy, en que esa reserva anunciada deba influir de modo alguno en la retención de la bula, que el Gobierno no tiene derecho a hacer por otro principio verdaderamente de gravedad y alta trascendencia.

Las demás proposiciones hasta la 14 inclusive, son a mi juicio absolutamente ciertas: y desde luego las reconozco como tales. Pero séame aun permitido, antes de concluir, hacer sobre la 9, que establece que ningún subdito de este Estado, conser- vando la calidad de ciudadano, puede hacer el juramento que, en la bula de constitución se exige a los Obispos como condi- ción «sine qua non» para su consagración, dos breves obser- vaciones. Es la Ja., que según lo que aparece del certificado de «pase» dado a las bulas del último Obispo de esta Diócesis, que se ha publicado impreso en el Memorial, los Obispos de España

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no hacían ya el juramento conforme a la fórmula que se les incluía de Roma, y que se halla también en el Pontifical Ro- mano (aunque algo cercenada en los impresos en España). La prueba de esto es que en dicho certificado, después de ana- lizarse y censurarse la fórmula romana, se le previene al nuevo Obispo: «Que el juramento que haga sea de obediencia y sumi- sión (nada de fidelidad) a la Silla Apostólica, breve y sencilla- mente, en la misma forma que lo hacen y practican los Arzo- bispos y Obispos en el acto de su consagración. . . » No era por consiguiente el juramento, que estos hacían en su consagración en 802, el prolijo y censurado en dicho certificado. . . Importa- ría mucho conocer los términos precisos, en que aquel se prac- ticaba.

La 2a. observación es: que si un subdito de este Estado, con- servando su carácter de ciudadano, otorgase el juramento de que se trata, en los términos de la bula, podría muy pronto encontrarse en un conflicto tal, que no le fuese posible salir de él sin una nota infamante. Considérese este negocio práctica- mente. El supuesto subdito habría por una parte jurado defen- der, contra todo hombre, las «regalías de S. S. y conservar, promover y aumentar los derechos, honores, privilegios y autori- dad de su Señor el Papa». . . Tales son los términos, o voces precisas en que está concebido ese juramento ... El, como ciu- dadano, ha jurado defender la soberanía de la nación, y sos- tener sus derechos y prerrogativas esenciales. Estos dos deberes tiene que llenar el ciudadano de quien se trata. Demos ahora un paso mas. . . El Gobierno tiene por necesidad, que recla- mar de S. S. el Patronato, que le corresponde a la Nación; cuyo ejercicio se le ha encargado, y que aparece desconocido, si no expresamente negado de hecho, en las recientes provisiones, que se han hecho de Obispos diocesano y auxiliar. ¿Qué quiere suponerse? Que S. S. reconoce el Patronato, que se reclama? ¡Quiéralo el cielo por su bondad! No tendrá entonces dificul- tad ni conflicto . . . Pero si el Romano Pontífice subsiste (como puede muy bien esperarse) en desconocer el «patronato»; y en que a él le corresponde, por razón de las reservas, la provisión libre de todas las iglesias, dignidades, canongias y demás bene- ficios eclesiásticos, ¿que línea de conducta debería guardar el supuesto ciudadano, ligado con esos dos juramentos? ¿Sos- tiene los derechos del país. . .? El Papa lo excomulga, y tal vez lo depone como rebelde por haberle faltado a la jurada.

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¿Defiende los derechos y regalías del Papa. . . ? Es entonces cri- minal; porque es infiel a los primeros compromisos, que contrajo con su patria. ¿Se mantiene indiferente? Esta indiferencia deben mirarla el Papa como un perjurio, y la República como una infidelidad y traición. . . Todo acredita la necesidad de ponerle al menos a ese juramento el correctivo, que indicó, y en que ha inculcado siempre el Ministerio Fiscal, y suplir su defecto con el nuevo juramento que exije el mismo.

Dios guarde al Sr, Ministro de Gobierno muchos años

Fdo: Diego E. Zavaleta.

Buenos Aires, Marzo 10 de 1834.

MISION ZAVALETA 1823-1824

Correspondencia oficial entre el Diputado Dr. Diego E. de Zavaleta y el Gobernador de San Juan Dr. Salvador Ma del Carril.

Al Señor Gobernador.

Excmo. Sr. Aunque las desgracias que en el año 20 sobrevi- nieron a las provincias del Río de la Plata, disolvieron el Es- tado que todas formaban, obligándolas a ponerse independien- tes de una autoridad común; han conservado las relaciones que deben naturalmente existir entre pueblos animados de unos mismos principios y llamados a un mismo destino. Los males que desde aquella época hasta el presente las han afligido, lejos de disminuir la fuerza de esta inclinación uniforme, la han aumentado a término de no ser posible dudar de la dispo- sición de todas a estrechar los vínculos de unión y a afirmar el orden bajo la protección de una autoridad general. El go- bierno de Buenos Aires como todos los demás conoce esta verdad, y acorde con los principios que distinguen la marcha franca de su administración, desea que cuanto antes llegue el día feliz en que las provincias que antes componían el Estado de la unión se restablezcan en un cuerpo de nación adminis- trada por un gobierno y legislatura general, bajo el sistema representativo. Animado del celo más puro por la felicidad del

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país, ha trabajado asidua y constantemente en establecer el orden en todos los ramos de la administración pública en la provincia de su mando, para disponerla y acelerar por su parte este dichoso momento; y se ha persuadido que el modo único de arribar a él, tan pronto como lo exigen el bien común de las provincias y las circunstancias actuales del mundo, es que los gobiernos todos que hoy las presiden, combinen sus esfuerzos para emplear los medios que a su juicio deben conducir con ma- yor seguridad a establecer con firmeza un gobierno nacional sobre aquellas bases que actualmente reclama la opinión pública, y pueden exclusivamente garantir la libertad de los pueblos.

Promover aquel fin, y exponer al gobierno de San Juan, como a todos los demás aquellos medios, es el objeto de que viene encargado el diputado que tiene el honor de dirigir al Sr gobernador esta nota. Antes de todo el debe empezar, feli- citando al Sr gobernador de San Juan por la tranquilidad de que disfruta esta provincia; por la libertad de que en ella gozan los ciudadanos bajo la protección de una autoridad benéfica é ilustrada y por el empeño singular con que ha creado y conserva instituciones las más análogas al espíritu actual de la civiliza- ción, y las más conducentes a la prosperidad de su provincia. Tiene el diputado de Buenos Aires el placer de ver subsistente en San Juan una representación provincial que, acorde con su gobierno marcha en una misma dirección hacia la felicidad pública, organizando el régimen interior, y proporcionando a los ciudadanos los bienes que resultan del sistema representativo. Por ello es que juzga innecesario inculcar, según sus instruccio- nes sobre su formación, ni sobre la necesidad de que esta me- dida sea general en todas las provincias. Cualquiera explana- ción sobre esta materia agravaría las luces y rectitud del Sr gobernador de San Juan. Pero deseoso de llenar sus deberes, él se permite exponer lo que cree su gobierno importantísimo para llegar pronto y con feliz suceso al término de nuestros votos comunes.

Multiplicar los puntos de contacto entre las autoridades y los pueblos: crear el espíritu público de un modo firme y exten- so: y fijar la estabilidad del gobierno en el voto general de todos los ciudadanos, son las ventajas que el régimen representativo obtiene sobre todas las otras formas de gobierno que se han conocido hasta el presente. En él se establece una relación fre- cuente entre la autoridad y la nación: concilia el respeto y adhe-

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sión entre ambas: y asegura la confianza de que tanto necesita aquella para el mejor éxito de sus resoluciones. La representa- ción nacional será por lo mismo tanto mejor cuánto más apro- xime a los fines de su institución y mejor corresponda a ellos.

De estos principios incuestionables, que emanan de la natu- raleza de aquel sistema, nace el deseo que tiene el gobierno de Buenos Aires de que todas las provincias que han de formar el Estado general, reconozcan por base de la representación nacional la población: que con arreglo a ella se fije el número de diputados, y que para esto cada una de ellas forme y publi- que su censo. El diputado cree que nada es más justo, cuando se trata de formar una asociación, como interesar en ella a todos los miembros que representan y concederles una influen- cia decisiva en los negocios y deliberaciones que pertenecen a la felicidad pública, a la tranquilidad y seguridad de todos los representados. Al diputado le es sumamente grato contar con la elevación de sentimientos que sobre el particular caracteri- zan al Sr gobernador de San Juan, y deseoso de que todos los gobiernos de las provincias uniformen sus trabajos por el bien común, expone que la sala de Representantes de la provincia de Mendoza ha determinado que la proporción que se observe en el nombramiento de Diputados para la legislatura general sea, por ahora la que señala el reglamento provisorio del con- greso nacional de 3 de diciembre de 1817. El Sr gobernador de San Juan se dignará expresar cual sea su opinión, caso de no conformarse con la resolución que acaba de adoptar la pro- vincia de Mendoza.

Como la reunión del gobierno general, a juicio del de Bue- nos Aires, debía ser el resultado de ensayos practicados hábilmente sobre la disposición y capacidad de los pueblos, nada reputa más oportuno como el que las provincias que tie- nen más de un gobierno unan sus diferentes pueblos bajo uno solo. Adoptado este proyecto se habría andado la mitad de la carrera para arribar a la reunión general, y ésta prometerá desde su creación una existencia duradera y permanente. La opinión de los pueblos se uniformará bajo la dirección de un solo go- bierno; y los principios y sentimientos que lleven los diputados a la reunión nacional serán solo dirigidos a los intereses públi- cos y al bien general del país.

Si se repara por un momento el cuadro triste de nuestros infortunios se encontrará su origen especialmente en la falta

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de un sistema de acción recíproca entre todos y cada uno de los pueblos; en la variedad de intereses y de ideas de que estaban poseídos. Se creyó que la instalación de un congreso general tendría la virtud de hermanarlas; y no calculando sobre los vicios que habían comunicado a los pueblos una educación colonial y abyecta, se pensó llevarlos a un sistema de unión enteramente opuesto al que antes tenían, sin haber creado antes nuevas habitudes, ni formado entre ellos relaciones más eficaces que las del poder y la sumisión.

Hoy que felizmente se ha extendido más la ilustración y que las desgracias pasadas han trazado a los pueblos y a los gobiernos las sendas que deben guiar a la consolidación de un sistema general de felicidad y de engrandecimiento, es llegada la época en que las autoridades pongan en contacto unos pue- blos que deben unirse por sus posiciones locales é intereses recíprocos.

Al diputado le consta indudablemente cuantos esfuerzos ha hecho el Sr gobernador de San Juan desde su exaltación al mando de la provincia, para reunir los pueblos de Cuyo bajo un solo gobierno, y en esta inteligencia espera que querrá dar en esta ocasión el último testimonio de sus vivos deseos por la prosperidad del país en general, y de esta provincia en parti- cular. Es tanto más interesante la cooperación del Sr goberna- dor de San Juan para el buen éxito de esta medida, cuánto que están acordes con ella los gobiernos de San Luis y Mendoza, según se lo han comunicado al diputado en las ocasiones que sobre su adopción se ha interesado a nombre de su gobierno.

Calculando el gobierno de Buenos Aires sobre el mejor modo de dar al gobierno general crédito y opinión, y que em- piece sus funciones atrayéndose el respeto de todos los ciuda- danos, se ha decidido a exponer a las autoridades de los pueblos la necesidad e importancia del arreglo del sistema de hacienda. Para conseguirlo juzga indispensable que se publique una razón detallada de las rentas públicas, y de las atenciones a que son destinadas; de las mejoras de que sean susceptibles; de los arbi- trios que puedan adoptarse para su mayor perfección y de los inconvenientes que sea preciso remover. Estas ideas serán tanto más aceptables al Sr gobernador de San Juan, cuanto que de- ben servir para la realización de varios proyectos que sabe el Diputado le ocupan constantemente, y que está empeñado en llevar a su término. Pero el Sr gobernador de San Juan no

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podrá menos que convenir en el principio de que no es fácil entrar en los planes de utilidad común que medita, sin obtener antes un conocimiento práctico del estado en que se halla el erario público y sin introducir en él el arreglo que los progresos de la ciencia económica hacen indispensable adoptar en la actualidad. A esta necesidad imperiosa se atiende con la mani- festación de las rentas, que ha indicado el Diputado, y ella, a más, trae la ventaja de asegurar al gobierno la confianza pública y el consentimiento de los ciudadanos a las medidas que dicte.

En el sistema de libertad que ha introducido en esta pro- vincia el Sr gobernador de San Juan, encontrará también justo este proyecto y de alta trascendencia a los intereses generales. Acostumbrados los pueblos a juzgar y hacer justicia a la con- ducta del' gobierno, este encontrará en ellos su mejor garantía y no se desdeñarán de concurrir con erogaciones siempre que se contemplen necesarias para satisfacer nuevas necesidades, que obligue a crear el adelantamiento del país. El Diputado está facultado por su gobierno para ofrecer al Sr gobernador de San Juan que la impresión de las razones anunciadas del censo de la población y de cualquier otro documento que se refiera al bien general de los pueblos, lo hará a sus expensas el gobierno su comitente.

Al proponer el gobierno de Buenos Aires la organización y buen órden del sistema de Haciendas, no solo ha tenido pre- sente los principios generales de justicia y de conveniencia que la demandan, sino también la realización de planes de utilidad general que hace tiempo medita y que manifestará oportuna- mente a los gobiernos de las provincias. Entre otros ocupa el primer lugar la formación de un fondo nacional, destinado a varios objetos, especialmente a proveer del capital posible al comercio é industria de cada pueblo, y a facilitar la comunica- ción por agua hacia las plazas de mayor comercio, y especial- mente las tres grandes rutas nevegables hácia el puerto de Bue- nos Aires, el Río Bermejo por el norte, de los Ríos Segundo, Tercero, etc. hasta el Paraná, y por el Sud del Diamante y Sa- lada. No se oculta a la consideración del Sr Gobernador de San Juan las ventajas incalculables que debe recibir el comer- cio e industria de cada pueblo con la creación de un fondo na- cional destinado a protegerles activamente.

En nuestras provincias donde los capitales son tan escasos porque no es aún conocido completamente el trabajo y la acti-

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vidad, jamás podrán progresar aquellos dos agentes poderosos de la prosperidad común, sin que el gobierno les dispense una protección eficaz; y ninguna otra puede servir más a este fin como la que contribuye a extender y perfeccionar el comercio y la industria.

Iguales beneficios proporciona el proyecto de facilitar, la comunicación por aguas hácia las plazas de mayor consumo. Partiendo del principio anteriormente fijado, se siente la necesi- dad de economizar no sólo los gastos que emplean en una im- portación y exportación tardía y penosa, como la que al pre- sente se hace, sino también la de destinar una multitud de brazos, que no son necesarios por la facultad con que se con- ducen por agua, los productos, a otras ocupaciones y nuevos ramos e industrias. Este es el modo verdadero de favorecer las producciones de los pueblos, y de esforzarlos a la actividad y al trabajo, prestándoles garantías que hagan más seguras, más fáciles y menos dispendiosas las importaciones y exporta- ciones.

El Sr Gobernador de San Juan encontrará en su penetración la necesidad de adoptar los medios que se han propuesto para llevar al fin a que aspiran todos los pueblos con honor y dig- nidad. Solo resta la cooperación de todas las autoridades para realizarlas, y esto es lo que reclama el Diputado a nombre de su gobierno.

Al cerrarse en América el período de la guerra de la inde- pendencia, nada importa tanto como afianzar su libertad de un modo que no deje expuestos los pueblos a los horrores de la anarquía, ni a los vicios de un gobierno formado sin una combinación de elementos que en mismos lleven la seguridad de su estabilidad y permanencia. Para conseguir esta obra es preciso que los gobiernos estrechen sus relaciones, y se mani- fiesten francamente cuanto pueda sugerirles el deseo de la felicidad del país que presiden; que trabajen con la buena y el patriotismo que las distingue por acelerar la época de la reunión de la nación por los medios más seguros; y entonces harán felices unos pueblos que por tantos títulos merecen serlo. El Diputado espera con la mayor confianza que el Sr Gober- nador de San Juan ratificará con esta ocasión los mismos sen- timientos que le manifestó en su conferencia ya que lo hacen digno de la gratitud y consideración de su Provincia y de la de todos los hombres apreciadores del mérito y de la justicia.

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Quiera el Sr Gobernador de San Juan aceptar la expresión más sincera del aprecio y estimación que le profesa el Diputado del Gobierno de Buenos Aires.

Dios guarde a V. E. muchos años.

San Juan, diciembre 15 de 1823.

(fdo.) Diego Estanislao Zavalela.

Excmo Sr

D. Salvador María del Carril,

Gobernador y Capitán General de la Provincia de San Juan.

CONVENCION entre los gobiernos de Buenos Aires y San Juan

Las autoridades del pueblo de San Juan a quienes corres- ponde representarlo en todo su poder, se comprometen con el Gobierno de Buenos Aires por intermedio de su Diputado el Sr Doctor Don Diego Estanislao Zavaleta, primer dignidad de presbítero y presidente del Senado del Clero en los artículos siguientes, cuyo contenido, expresión y realización han pare- cido reclamar los intereses generales de los pueblos y gobiernos de la antigua unión.

Art. 1. Convencido el pueblo y gobierno de San Juan que existen relaciones naturales entre los pueblos y gobiernos que bajo el sistema colonial formaban el antiguo virreinato de Buenos Aires, y que es de una conveniencia recíproca de ellos no desprenderse de tales relajones; habiendo concurrido por su parte con los sacrificios de vidas, costumbres y fortunas a conquistar la independencia de todos y cada uno de ellos, declara que quiere conservarlas en toda su integridad por el único medio justo excequible y eficaz de componer de todos los men- cionados pueblos y gobiernos un cuerpo de nación adminis- trada bajo el sistema representativo.

Art. 2. Queda llano el gobierno de San Juan, proclamada que sea la invitación a remitir sus diputados para que formen

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con los de los otros pueblos que estén en actitud de concurrir actualmente, el cuerpo representativo nacional.

Art. 3. Conviene el gobierno de San Juan en que la base de la representación se reconozca en la población y se mida el número de diputados que les cor-respondan, por las propor- ciones establecidas en el Reglamento provisorio del Congreso nacional de 3 de diciembre de 1817.

Art. 4. Como en el sistema representativo el derecho de elegir sus propios representantes es la salvaguardia de las liber- tades de los pueblos, debe serlo tan suyo, tan inherente y reser- vado a si mismo, que el gobierno conviene en que la elección de diputados sea directa, por la misma forma prescripta en la ley vigente del país para la elección de representantes de la junta provincial.

Art. 5. Los diputados deberán ir omnímodamente bajo el concepto de estar encargados de asegurar la independencia nacional; de conservar la integridad del territorio; y de defen- der todas las libertades individuales y las garantías públicas.

Art. 6. Los diputados deberán sujetarse en la duración de su servicio al término que prescriba el mismo cuerpo represen- tativo para su renovación.

Art. 7. El gobierno de San Juan conviene en que el lugar de la reunión sea Buenos Aires, o el que quede indicado por la mayoría de sufragios de los pueblos.

Artículos Preparatorios

1. Queda obligado el gobierno de San Juan a formar y publi- car un censo exacto de la formación de su provincia.

2. Queda asimismo comprometido a formar y publicar un catastro del valor de sus propiedades territoriales, y a ensayar sobre el producto de todas las industrias el sistema de contri- buciones directas; arreglando las razones de la hacienda al mejor orden a que pueda arribarse en todos respectos.

3. El gobierno de San Juan queda dispuesto a acceder a la centralización de los pueblos que componían la antigua pro- vincia de Cuyo, con tal que sea por medios tan justos y razo- nables que salven al pueblo de la usurpación de sus derechos,

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como los que puede ofrecer una representación calculada so- bre bases uniformemente aceptadas por los pueblos a quienes interese.

San Juan, diciembre 17 de 1823.

(fdos.) Salvador María del Carril. Diego Estanislao Zavaleta.

Por decreto de Julio 23 de 1823 se nombró al general Juan Antonio Alvarez de Arenales para vigilar la fiel ejecución, en la línea divisoria del Perú, de lo prescripto en la Convención con España, y al Doctor D. E. de Z. para procurar la adhesión a la misma convención por parte de los gobiernos de la carrera de Cuyo.

Es con motivo de esta comisión que el Dr. Z. expidió esta notable «Circular» que reproducimos, así como la respuesta del gobernador de San Juan Dr. del Carril.

CIRCULAR

del Señor Doctor Diego E. de Zavaleta, Diputado del Gobierno de Buenos Aires cerca de los Gobiernos y Pueblos del Río de la Plata, con motivo de los sucesos de Europa con respecto a América.

San Juan, enero 9 de 1824.

A los gobernadores del Sud y del Oeste.

Excmo Señor.

El Diputado de Buenos Aires ha recibido órdenes de su gobierno para comunicar a todas las autoridades del territorio de las provincias del Río de la Plata el desenlace que presentan hoy los recientes sucesos de Europa, y la necesidad de que en vista de ellos se apresure lo más pronto posible la reorganiza- ción de la nación. Tal es el objeto de esta nota, que si bien se extenderá a detalles nada agradables a un gobierno amante de

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la libertad de todos los hombres, y de los derechos de todos los pueblos, servirá sin duda para redoblar el empeño loable que lo distingue, porque en los que en esta parte del mundo han proclamado y sostenido con tanto honor aquellas máximas, no permitan sean sofocadas, ni que en ellos se promulguen otras que estén en oposición con los verdaderos intereses del país.

Hacía tiempo que la mayor parte de los monarcas de la Europa, de aquellos que derivan los derechos del trono de los de «legitimidad», o de una «descendencia sagrada», miraban como un ataque a sus intereses la propagación de principios liberales y la elevación de los gobiernos por el voto público de los ciudadanos. Ellos sabían que una vez difundidos no era fácil designar el término hasta donde se comunicasen; que el poder colosal que se habían abrogado no podía ensancharse a su placer, ni aún reputarse enteramente seguro en la misma esfera que ocupaba, y que suscitada por medio de la ilustración una lucha entre las usurpaciones del poder y las reclamaciones del derecho, cambiaría decisivamente la faz de la Europa y el estado ignominioso de los Pueblos. Este convencimiento obraba de tal modo en el ánimo de los monarcas, que toda la política de sus gabinetes se ha dirigido expiesamente a trabar la acción y la tendencia espontánea de aquellos, o por actos de una natu- raleza a todas luces hostil, o de una indiferencia criminal. Una nación ilustre, no menos por su antigüedad que por su fama bien merecida, hace algunos años que dió el grito imponente de libertad contra el despotismo más ominoso; que corrió a las armas para reivindicar los derechos que se le habían usurpado. Los potentados de Europa vieron con indiferencia y muchos de ellos con disgusto, esta declaración magnánima; y los griegos han quedado abandonados a sus propios esfuerzos, sin que la causa que sostienen, en que se interesan igualmente la humani- dad, la justicia y aún los intereses generales de la Europa misma, les haya merecido una atención particular. Han preferido antes dejarles bajo el alfanje cruel de sus opresores que auxiliarlos a sacudir el yugo, por el solo temor de que libres de él se confor- marían al sistema de la libertad y de la ilustración, y aumenta- rían el número de sus opresores y prosélitos.

Tal era la conducta disfrazada de los monarcas cuando la revolución española del año de 1820 por restablecer la cons- titución que formó la nación, vino de nuevo a alarmar sus recelos y a abrir un vasto campo a sus incidiosas pretenciones.

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En el congreso de Verona reunido en 1822 ingirieron inopida- mente los negocios de aquella nación y el estado en que se hallaba la anarquía figurada que amagaba a la Europa, y los riesgos que rodeaban a los tronos «legítimos» sino se contenían los progresos de la revolución. Entonces fué cuando desenten- diéndose de todas las leyes y violando todos los respetos debi- dos a los derechos de la naciones, que tanto afectan proteger, declararon públicamente que los pueblos no podían tener más instituciones que las que les diesen sus reyes; sancionaron la inter- vención que el monarca de Francia pretendía adquirir por la fuerza en las disenciones domésticas de la España; y se formó una liga de reyes para atacar las libertades públicas y las ins- tituciones liberales. El de Francia, que en su arenga al cerrar las sesiones de las cámaras en el año de 1822 se había empe- ñado en disculpar la permanencia de su ejército sobre las fron- teras de España so pretextos frivolos y aparentes, corrió enton- ces el velo a sus miras privadas y anunció en su mensaje a la apertura de las mismas en 1823, la resolución en que estaba de hacer penetrar en el territorio de aquella nación un ejército de cien mil hombres con el objeto de dejar libre al rey Fernando para dar a un pueblo las instituciones que sólo debía esperar de él.

El duque de Angulema su comandante en jefe, efectuó la invasión publicando una proclama que bien puede conside- rarse una declaración de guerra, no solo a la España, sino también a todos los Estados que han proclamado la libertad e independencia en el continente americano. En ella están com- pendiados los principios más antisociales y más opuestos a la soberanía de los pueblos; y no contento con esta manifesta- ción oprobiosa al siglo de la civilización y a la de su nación misma, se extendió hasta declarar en ella que restablecido el trono y el altar, ayudaría al rey Fernando a la recuperación de sus colonias. Este documento público ha sido reconocido por el ministro francés en la Cámara en sesión de 30 de abril del año último; y por éste y otros actos de igual naturaleza el ministro inglés ha declarado solemnemente: que la Inglaterra nunca ten- drá por válida ninguna conquista, ni cesión que se hiciere de ninguna colonia ex-española, que goce en la actualidad de una independencia de hecho; lo que manifiesta claramente la pretensión no menos insensata que hostil, que tienen los poderes de la Liga de ensan- char el círculo de su dominación entre los pueblos libres, que no están conformes con sus doctrinas.

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Bajo de este plan verificó el ejército francés la premeditada agresión del territorio español; al poco tiempo en el Portugal donde se había prescripto el arbitrismo y abrazado el partido constitucional por un golpe el más violento de despotismo res- tableció al rey al sistema antiguo fundado en los mismos pre- textos que decantaron tanto los poderes combinados; y desde entonces se ha creído que aquel gabinete estaba en una secreta inteligencia con ellos para marchar por las mismas huellas que había marcado la coalición. Las aspiraciones conocidas de los monarcas han logrado por último un triunfo, destruyendo el régimen representativo en España y devolviendo al rey Fer- nando toda la plenitud del poder monstruoso que tenía antes de la proclamación de la constitución en el año de 1820; y aunque no son todavía suficientemente conocidas las causas que han obrado en este desenlace funesto, es más que probable que una anarquía amenaza a la España y que ella excitará en la Liga de los reyes tan fecunda para crear peligros y compro- misos cuando conviene a los intereses de los tronos, una doble vigilancia para perpetuar su influencia militar en aquella nación en apoyo del reynado absoluto. Aumentados los pretextos y sus inquietudes, empezarán también a desplegar los planes a una opresión más vasta, y el empeño de sofocar todo principio social que pueda minar la existencia y seguridad de sus tronos.

Si la coincidencia de unos mismos sucesos y la proximidad en que han acaecido unos y otros puede servir alguna vez para calificar su naturaleza y sus fines los que recientemente han su- cedido en el Brasil abren un campo extenso para juzgar sobre las intenciones del emperador. Siguiendo el tema proclamado por los poderes combinados en Verona y por su padre en Por- tugal en la disolución de las Cortes ha deshecho por un golpe militar la Asamblea del imperio; ha proscripto varios repre- sentantes sin forma alguna legal y ha declarado que aún cuando convocara otra nueva, la Constitución será presentada por el trono. Así como los monarcas no reconociendo sino un mismo origen de su autoridad obran por iguales principios y con tendencia a un mismo fin, el del Brasil, por lo que ha promulgado, por la conducta que observa con los pueblos del imperio y con sus representantes, manifiesta indudablemente que está ligado en interés a la coalición europea; y que uno solo es el blanco de sus operaciones; destruir todo lo que sea libertad para los pue- blos y que pueda contribuir a que por más tiempo permanez-

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can como instrumentos de la ignorancia, de la preocupación y del despotismo.

Esta ligera exposición que pudieta haberse derivado si bien de una época anterior a la en que se ha formado, pero de acon- tecimientos de igual naturaleza que comprueban indudable- mente la pretensión de los monarcas, basta por si sola para promover recelos y temores con respecto a la que los anima sobre la suerte de América. Ellos crecen a proporción que se medita sobre los peligros que rodean a la libertad americana por la propagación de principios absurdos en un Estado limítrofe al de las Provincias del Río de la Plata. La liga de los poderes euro- peos, talvez entre en el empeño temerario de difundir en él sus máximas con el objeto de cumplir sus promesas y de restituir al rei Fernando unas posesiones que no le pertenecen; que sus habitanres han recuperado de su dominio injusto con torren- tes de sangre y por medio de una resolución valiente, que no está en el poder de ningún monarca de la tierra hacer vacilar.

Quizás la falta de organización propia en que están los nue- vos Estados, les haga concebir probabilidades a favor de esta nueva tentativa aprovechándose también del extravío de las pasiones que ha motivado el mismo curso de la Revolución; pero los gobiernos que hoy se hallan al frente de los negocios públicos, son los obligados especialmente a destruir estos pla- nes por los medios que exigen imperiosamente las circunstan- cias, la necesidad de uniformar la opinión pública y la ilustra- ción de los pueblos, para organizarlos a la brevedad posible en un cuerpo de nación capaz de hacer frente a las aspiraciones que con tanta tenacidad se desplegan en la Europa.

El gobierno de Buenos Aires sin perjuicio de adoptar cuan- tos medios le sugiere su amor a la libertad y el deber que le im- pone la mejor posición que ocupa con respecto a las relaciones exteriores, desea que todos los que presiden la suerte de las Provincias, manifiesten en esta ocasión el celo que los honra por la prosperidad del país; que hagan sentir a los pueblos los principios luminosos en que estriba el sistema representativo, que se trata de arruinar; la felicidad y armonía que bajo sus aus- picios reina entre los pueblos y los gobiernos; la necesidad de sofocar todo principio que tienda a contrariar los fines de la Revolución americana; y finalmente, que se forme una unión estrecha en ideas y principios entre ambos, que lleve por insig- nia la libertad y la ilustración de todos los ciudadanos, y por

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objeto la formación de un nuevo Estado sobre bases dignas del siglo actual, capaces de contener el torrente de despotismo de la coalición europea.

El gobierno a quien el Diputado tiene la honra de elevar esta nota a nombre del de Buenos Aires, no podía menos que aceptar con placer unas explanaciones que solo son dirigidas al bien general del país, y a que la Europa reconozca algún día que, si el descubrimiento de América hizo una revolución en el orbe físico, ventajosa a sus intereses, causó también con sus principios otra aún más importante en el mundo moral.

El Diputado suplica al Sr Gobernador quiera admitir las consideraciones del respeto y aprecio que le profesa

(fdo.) Diego Estanislao de Zavaleta.

NOTA SOBRE LAS BANDERAS TOMADAS AL ENEMIGO EN LA BATALLA DE ITUZAINGO

«Abril 9 de 1827.

«Las tres banderas que el Ejército Republicano arancó al ene- migo en los campos gloriosos de Ituzaingó aumenta dignamente en n.° de trofeos que adornan a la República en su historia militar y que el Gob.° ha depositado en el templo del Ser Supremo como un tributo de justo homenaje de reconocimiento a las bondades y protección que ha recibido del Altísimo.

»E1 Ministro que suscribe cumpliendo con las órdenes del Gob.no tiene la satisfacción de ponerlas en mano del S. Presi- dente del Senado del Clero para que sean colocadas en la S.ta Iglesia Catedral en la forma que está acordada por punto gral.

»Con este motivo el infrascripto espera que el Sr. Presi- dente del Senado del Clero le pasará una razón detallada de todas las banderas que existan en dha Iglesia, expresando todas las circunstancias que tengan relación a su historia y de que haya constancia en los archivos del Senado».

(fdo.) F.co de la Cruz. (Ministro de Guerra y Marina).

Al Sor Pres.dte del Senado del Clero Dr. D. Diego E. de Zavaleta. (Arch. General de la Nación).

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CORRESPONDENCIA PRIVADA

7 Cartas familiares del Doctor Diego Estanislao de Zavaleta

Años 1823-1824-1825 y 1839.

Dirigidas a don Juan Manuel de Silva, Gobernador que

FUÉ DE TuCUMÁN.

Sor Dn José Man1 Silva

Cordova y Julio 14 de 1823.

Mi querido sobrino: Dn Teodoro Fresco pondrá en sus manos unas comunicaciones en extremo interesantes á todas las Prov.as más ejecutivas respecto á la Prov.a de Salta, y Jujui. En esta virtud espero, q.e luego, luego, luego me las des- pache á sus titular8, aun cuando sea necesario costear un chas- que q.e las lleve, con tal q.e se asegure su conducción. Su objeto se lo expondrá Fresco, mostrándole un impreso, q.e lleva, y yo no le incluio p.r q.e todos los ejemplares, q.e me han venido, he tenido q.e darlos en esta. Quiera Dios q.Q los goviernos ad- hieran á lo q.e se les propone, y reconozcan la posición en q.e estamos pa complacerse con la idea de terminar nta. lucha, ahorrando mas sangre, q.e la q.e se ha prodigado.

Ansio pr q.° llegue el mom.to de acabar de llenar en esta los objetos de mi comisión, p.a acercarme á tener el placer, el puro, y p.a mi puro placer de abrazar una familia, q.e hasta ahora no es capaz de conocer cuanto la amo; Mi herm0 ; mis sobrinos ; Los hijos de estos . . . Que recuerdos tan gratos . . . ¿Pero en q.° circunstancias vuelbo á mi pueblo, y a ver y cono- cer los mios?. . . Mucho me atormenta esta reflexon No quiero seguir más. Dígales á las muchachas, q.e rueguen á Dios qe. es q.n unicam.te puede dar á mis palabras la fuerza, q.e es necesa- rio tengan, si ellas han de contribuir á restablecer la paz, á q.e es acreedor ese pais, tan heroico como desgraciado. Entretanto llega el momto de verlo disponga V. y Vds. todos de la volun- tad, y tierno afecto de este su viejo tío.

Diego Están.0 de Zavaleta.

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Ser D José Man.1 Silva

S.nJuan 28 de Dic.rC de 1823

Mi querido sobrino: Aprovecho la ocas.on de la partida del oficial D. N. Toio para acusar el recibo de la carta de V. en q.e me comunicó la muerte de mi apreciable herm.° V debe hacerse cargo de cuanto debió ella atormentar mi corazón. Yo lo amaba en extremo; así es q.° no ha podido ser maior mi sentim.to Por un ord." regular debí tener el gusto de verlo, antes de sepa- rarme de él p.a siempre; p.° Dios lo dispuso de otro modo. . . Sea su santo nombre bendito. ... si yo admití una comis.on tan penosa. . . Pero dejemos esas consideraciones, q.e no sirven sino p.a renovar una llaga, q.eaun no está cicatrizada. . . que- dan aun mis queridos sobrinos: ansio p.r conocerlos, y abra- zarlos; esto me hará soportables todas las incomodidades, y trabajos de este maldito viaje, emprendido en una edad, harto propia ya p.a descansar. . . pero; lograré verlos? ¿Los hallaré tranquilos? ¿podré descansar siquiera un mes en el seno de mi nueva familia?. . . Yo quiero abandonarme, y me abandono en manos de mi buen Dios. Disponga él lo q.e fuere de su agrado, y á todos nos de resignación con su s.ta voluntad.

Yo he concluido ya felizm.te en esta prov.a los asuntos de mi comis.on pudiera ya emprender mi viaje á la Rioja; p.° aun deberé demorarme un mes mas: parto p.r q.e no haviendo llo- vido una gota hace 10, meses, y siendo los calores, y soles muy fuertes, es inaguantable la atravesia de 50 leguas, q.e debe hacerse á la salida; y parto p.r si puedo conseguir, q.° reunidos los tres pueblos de Mendoza, S. Juan, y S. Luis integren la anti- gua pro.a de Cuyo. Los tres gov.nos protestan quererlo, y van á entrar sobre ello en comunicaciones. Quiero permanecer aquí, p.r si puedo cooperar en este acto, q.e es de la m.or tras- cendencia p.a el bien del pais. Ojalá se consiga, y Cuyo pre- sente un ejemplo q.e sigan los demás pueblos.

Por lo mismo mi llegada á esa se demorará aún, á lo que yo creo, hasta Marzo, ó Abril. Todo lo daré p.r bien sufrido, si consigo verlos, y concurrir con mis esfuerzos, y sacrificios (sean los q.e fueren) á la felicidad de los pueblos, y muy parti- cularm.te de la prov.a á q.e pertenezco por mi nacim.to Mientras el Sor me conceda esta gracia, ó dispone lo qe sea de su agrado, abraze V. á todos mis sobrinos; y todos, todos dispongan de

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la voluntad, y afecto del más amante de todos sus parientes, cualq." qe sea la linea, q.e se elija ¿V sabe quien es?

Diego E. Zaváleta.

Sor D. Lucas José Zavaleta

Cordova 20 de Mayo de 1824

Mi estimado sobrino: En este correo me he tomado la satis- facción de librar contra silva 131, ps á favor de mi amigo el Sor Chantse D. Greg° Gomz qe los necesitaba en esa. Espero, q.e si el no está en esa, lo cubras tu el libram.to y me dejen airoso. Líbrenlos Vds. á Buen8 Ayr.8 contra Gutierrz q.e el los abonará.

Dios ha dispuesto, no tenga yo el gusto de verlos, y abra- zarlos: Sea su nombre bendito. Se me ha ordenado, q.e perma- nezca aquí, y estoy esperando la de q.e me retire á Buen.8 Ayres. Yo he pedido licencia; p.° no creo poderla conseguir. Paciencia que asi convendrá.

Aqui ha llegado D. Fran.c0 Ugarte bueno: me ha encargado de á Vds. sus expresión.8 recíbanlas á su nombre. Pero está tal mi espíritu contristado pr el estado de todos los pueblos, y muy especialm.te pr el de ese desgraciado pais, hecho oy objeto de lastima p.a todos, q.e apenas tengo aliento, sino p.a despedirme de todos Vds. A Dios, mi Lucas; a Dios, y á Dios todos.

Su tio q.e los ama, hoy con mas ternura

D. E. Zaváleta

Sor D. José Man.1 Silva

Buen.8 Ayr.8 10 de 7brC de 1824

Mi querido sobrino: Después de haver peregrinado con hartas incomodidades, á q.e me avine, sin más objeto, q.e tener la complacencia de visitar á Vds y conocer una familia, q.e Dios sabe q.e la amo con la m.or ternura, he tenido el disgusto de q.e se me mandase regresar desde Corbova, sin otorgarme siquiera el permiso de pasar á esa pr tres meses, como lo soli-

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cité. No tengo ya otro consuelo, q.e el saber q.c están todos buenos, y esperar conocer siquiera á aquellos q.e Dios quisiere. Asi convino, paciencia. Se q.c las muchachas me acusan por la demora en Cuyo donde creen permaneci p.r mi voluntad. Pero se engañan mucho: estuve en S" Juan lo q.c fue necesario estar, y nada más. Los sucesos de la península, desgraciados p.a los constitucionales, se precipitaron; y esto ocasionó la necesidad de convocar oficialm.tc a las prov.as á congreso, sin acordar las medidas preparatorias á q.e era dirigida mi comis.on y q.e creo se han de echar menos, cuando llegue el caso. Esto hizo innecesaria la comis.on, y la indicac.on de mi persona p.a representante p.r esta prov.a en congreso, creiendo, q.° se ins- talase muy pronto, fue causa de q.e se me negase la licencia p.a pasar á Tucum.", q.e solicité desde la Rioja y reiteré desde Cordova Paciencia, repito: digales a las niñas, q.e pr mu- chos q.c sean los deseos q.e tenían de conocerme, en esto á nadie cedo; y q.e pr lo mismo no culpen á q.n tiene la misma culpa q.e ellas. Al fin dejemos esto, q.° á nada conduce, sino á renovar llagas, q.e no deben tocarse ya.

Estos dias pasados estuvo aquí Da Andrea Araoz llorando pr q.e V. no quería mandarle su nieto; y q.e antes q.c á esta estaba resuelto á mandarlo a Cordova: se quejó de la dureza de V. q.° pensaba proporcionarle el único consuelo, q.e podría enjugar un tanto las lágrimas, q.e aún derramaba pr su hija Magdalena ék. concluiendo con q." me interesase con V. p.a q.e se lo mandase aquí; ó q.e caso de no resolver esto, no lo embiase tampoco á Cordova; pués q.c ella se disponía á vol- verse á esa, pa tener el gusto de tener consigo á su nieto. Yo cumplo con decírselo á V. y V. hará lo q.° le parezca conven.1*"

Meses pasados libre desde Córdova (ps servir á un amigo) contra V. 131, p.s (segn me acuerdo) y supe por Lucas q.e se havian entregado. Le he dicho á Gutierr2 q.° los abone á V. Para mayor claridad en sus cuentas con él seria regular, q.° le diga los recoja de mi espere su contestación.

Hágame el gusto de decirle á Lucas, q.c ¿en q.e estado están las carretas de media carga, q.e le encargué? Recuerdo q.e en Cordova recibí una carta suia, en q.e me preguntaba, si eran de bueyes ó caballos. Tal estaba entonces mi cabeza, q.e no se si le contesté, q.e eran p.a ser tiradas con bueyes.

Si no lo hize, avísemele esto, y q.° no pierda tiempo. Ahora q.e nombro á Lucas dígame ¿viene Lucas? ¿Y el pintor Brijido?. . .

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Lo peor es q.e haviendo dejado en Cordova en poder de Ugarte dos obritas usadas de Filosofía (pr q.e no se encuentran otras de esa clase) p.a Benito; y dos ejercicios cuotidianos p.a Isidora y Vicenta, me traje olvidado un libro de pintura con sus tintas y pinceles, q.e le mandaba de regalo Miguelito Gutierr* aqui lo vine á advertir. Avíseme si han llegado los libros; y dígale a Brigido, qe no se lo mando hasta q.e me escriba; q.e p.a eso bastantes ratos ociosos tiene en la tienda.

Mis más tiernos recuerdos á mis enojadas sobrinas, no tantos á Tomasa, Vicenta, é Isidora, como á Gabriela. ¿Que curiosidad tendrán de saber? ¿por que?. . . Pues salgan de ella. . . Por q.e esta conmigo más enojada q.e todas; ¿y p.r q.e raz.n? Ella lo sabía; estoy empeñado en desenojarla Ponga V. p.a esto pr mediador en mi nombre á Araoz, dándole antes mis expresión. s A Lucas q.e deseo mucho verlo, y q.e el vea esto, p.a q.e testigo de vista desmienta en su pais una porción de mentiras, qe circulan con crédito, y con q.e se sorprende á los mejores hombres. A las niñas con especialidad á Isidora mil abrazos; cuan sensible me es no haberla oido tocar el piano, y cantar unos tristes á sus tias! ¡Paciencia! p.r 3.a vez: y á Dios mi Silva; mande como guste de este su viejo tio.

D. E. Zavaleta.

Sor Dn José Man.1 Silva

Buen.9 Ayres 26 de Nov.r0 de 1824

Mi querido sobrino: Está ya tan envejecida mi cabeza, qp la creo ya apolijiada. Estaba, y estoy hasta ahoia en la creencia de haver contestado á la carta q.e me condujo el caballero Berdía: así se lo he asegurado á Lucas en varias ocasiones, qfi hemos hablado sobre su contenido. Pero pues q.e pr sus apre- ciable de 29,, del pasado, ó yo he soñado, ó V. no ha recibido mi contestac.on diré á V. mi juicio sobre aquel asunto. Como yo no puedo examinar por mi mismo la inclinac.on particular de los dos jóvenes, en su adelantamt0 tengo el maior interés, creo preciso, q.° V. ante todo lo examine. Benito especialm.te está ya en proporción, no de elegir estado, si, sin duda, de decir, si se siente inclinado á seguir la carrera de las letras. Si es tal su inclinación; y el manifiesta aptitud y disposición pa

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ella, el debe venir á esta, y no á Cordova, diga lo q.e quiera el compadre de Tomasa. (Guárdeme secreto, pr vr q.e sino habrá un nuevo motivo de enojo, y yo nada quiero menos q.e enojarme con las muchachas). Es verdad q.e los estudios no están en el estado, que yo quisiera verlos; no están mas arreglados en Cordova; y aqui se está trabajando en mejorarlos, con fundada esperanza de conseguirlos. Por otra parte hay, como V. sabe, mucha diferencia de Buen3 Ayres á Cordova. En el trato civil solo se hará aquí de mejores ideas, q.e.las q.e adquirirá entre los compases del canto cordoves (fastidioso pr si solo p.a cual- quiera q.e tenga bien formado el órgano del oido) en un par de años de universidad. Creo, pues q.e si Benito ha de seguir la carrera de las letras, bien sea pa eclesiástico (aunqe oy este es oficio de menos valer) p.a abogado, médico, ingeniero, náutico &. es mucho mejor, qe venga aqui, que el q.e se quede en Cor- dova. Pero si el temor de q.e se corrompa, y se haga herege los determinase á mandarlo a Cordova, no lo mande al Coleg° de Monserrat, sino al de Loreto, donde hay al menos de Rector un excelente eclesiástico amigo mió.

Con respecto á Brijido diría lo mismo, si huviera de seguir la misma carrera, p.a la q.e me parece tiene las mas preciosas disposiciones. Pero desde pequeño lo noté muy inclinado á calcular sus ganancias; y aunq.e me parece, qp el producido de los naranjos no le ha salido bien; el podrá ser mas feliz en otros siguiendo la carrera del comercio, á q.e lo creo inclinado. Sin embargo si mos herm,, á ser algo en adelante, es necesario qe la juventud, qe se destina á la profesión de comerciante, ad- quiera otra clase de conocimtos q.e los qe ha tenido hasta aquí. Seria importante ponerlo á Brijido, siquiera un par de años en el escritorio, bien arreglado, de un comerciante en esta; desgraciadam.te hasta oy no conozco uno en q.e pueda colo- carse con probecho. Asi soy de dictamen, q.e si lo ha de des- tinar á esta carrera, lo tenga alg.n tiempo, podrá embiarlo á esta y hacerlo detener alg.n tiempo, pa qe vea el mundo más en grande, y tome algunos conocimtos q.e puedan serle útiles en su pais, sin dejar de trabajar. Este es en substancia mi modo de pensar.

He celebrado sobre manera q.e Gabriela y Tomasa haian salido de su cuidado con felicidad. Felicítemelas á nombre mió, p.r q.e con tanto empeño adelantan la población del Tucumn. prevéngales, q.e hacen hoy mas falta hombres q.e mujeres.

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Lucas me ha dicho, q.c la Isidora havia estado gravisimam.te enferma qc ya havia mejorado: quiera el cielo concederle su perfecto restablecimiento. A ella y a Vicenta mis mas cariño- sos recuerdos.

Siento q.c no se pued.3 despachar las carretas, q.e encargué á Lucas, p.° q.° me havian empeñado sobremanera, p.° ya he hecho píeseme al interesado la imposibilidad de traerlas; y asi de grado o pr fuerza habrá de tener paciencia.

El caball.0 Helguero llegó, y se conserva bueno, aunq.° pr nada le he servido hasta ahora. El y Lucas andan todo ocupa- dos con sus compras, enfardelamientos ck; y así es q.c no nos vemos tanto como yo deseara. Luego q.° se desocupen conver- saremos muy largo, y entrarán mis averiguaciones sobre la vida y milagros de mis sobrinas, y sobrinos. De Tomasa se ya bas- tantes; algo de Vicenta; p ° poco o nada de Gabriela, y Isidora Dígales á todas, q.e las aprecia y quiere mucho su viejo tio.

Diego.

Buen.8 Ayres Mzo 14 de 1825

Sor r> jose Man.1 de Silva.

Mi querido sobrino: El portador de esta será (Dios me- diante) Don Estanislao del Campo, sugeto recomendable pr su probidad y honradez. Pasa á esa con el objeto de realizar cierta cobranza retrazada va a un pais, donde jamas ha estado, y en q.e no tiene la menor relación. Una persona de mi prim.a con- sideración se ha interesado pa qe se lo recomiende á efecto de q.° V. lo favoreza, en cuanto esté en sus facultades. Yo deseo servir á esta persona, y cuento á este fin con su afecto y amis- tad. Espero p.r lo mismo, q.e V. hará en favor de mi recomen- dado lo q.e pudiera hacer p.r lo q.e más ama, creo q.e le digo lo bastante, y vivo satisfecho, q.e V. nada dejará de hacer p.a q.e se administre justicia, y el Sor Campo salga airoso en su racional solicitud.

Con esta ocas.on le encargo mil abrazos á mis sobrinos todos; y V. ocupe en cuanto crea pueda serle útil este su aff.° tio, Ca- pell." y Ara,"

Diego E. Zav aleta.

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Sor D. José Man.' de Silva

Buen.s Ayr s Abril 8 de 1839

Mi apreciado Silva: he recibido la encomienda del cajón de azúcar, que tuvo la bondad de remitirme en tropa de Bergeire. No pudo llegar más á tiempo, pues se me estaba concluiendo una ©déla Habana, que me costó pr favor 46 p." y me he ahorrado, con su favor, de comprarla oy más cara sin duda. Doy á V. las gracias pr su obsequio, que estoy ya usando en su nombre.

Mucho, mucho me acuerdo de Vds. mucho echo de menos el Tucumán. Gustosísimo me retiraría á morir, y dejar mis huesos allí, donde ellos fueron formados. Pero... dejemos Silva este asunto, que no hace más que atormentarme. No hay reflex.on que me convenza, ni idea que pueda consolarme.

A mis queridas hijas Tomasa, Isidora, Vicenta, y Gabriela, mis mas finos recuerdos: que las tengo muy pres.tes en mi me- moria, y que ellas me tengan también p.a encomendarnos reci- procam.tQ á Dios; pues que de el solo podemos esperar nvo consuelo. Havía pensado escribir á Bernabé; no p.a darle tar- días enhorabuenas, que se que no recibiría (y con razón) de buena voluntad. Lo compadezco y mucho viéndolo recargado con tan enorme peso y rodeados de enemigos, q.e á fuerza de chismes y mentiras no cesaron de incomodarlo. Pero los chis- mes se descubren, y las mentiras también. Marche él en el sen- tido de la raz.n y de la justicia, y Dios lo protejerá. Hágame el gusto de decirle, que ha llegado á mi noticia una voz de que el consabido Potro, que entregue con disgusto, y solo p.r ser ord.n de su apoderado, lo han perdido, ó lo han robado, y vendido (que es lo que yo creo). Si esto es cierto, que me avise; p.r que el hermano de el q.e me dio el primero me ha ofrecido otro (aunq.e no p.a cuando) y ese lo he de remitir yo á mi discre- sion, y no á la de el apoderado, que como no es un cajón de saraza, o un tercio de efectos lo fia á cualq.a botarate. Que me diga como se ha perdido (si tal desgracia ha havido) ó si lo ha recibido.

A Brijido ya no tengo tiempo de escribirle; p.r que aun no he escrito p.a Lucas, que es primero, y ya Navia debe venir en busca de las cartas.

Mande V. como guste á su amante tio am.° y serv.or QB.S.M

Diego E. Zavaleta

249

GENEALOGIA DE LOS DRES. ZAV ALETA, SOLA y SAENZ

Acerca del parentesco del Deán Zavaleta con los respetables canónigos Juan Nepomuceno Solá y Antonio Sáenz, basta consignar que los tres tuvieron origen común en sus antecesores maternos los Tirado-Inda, (origen España-Buenos Aires). El Deán era bisnieto del matrimonio Juan de Tirado y María de Castro, padres de Petronila de Tirado casada con don Antonio de Inda; y éstos, a su vez, padres de María Agustina de Inda, esposa de don Prudencio de Zavaleta, padres del Deán.

El doctor Juan N. Solá tenía iguales ascendientes y era primo hermano del Deán, pues Juana de Inda, hermana de María Agustina (madre del Deán), fué casa- da con don Miguel de Solá, padre del ilustre patriota.

Finalmente, el rector doctor Sáenz fué bisnieto de Juan de Tirado y María de Castro, cuya hija Juana Josefa, hermana de Petronila, casó con Saturnino Saraza, que fueron padres de Francisca Saraza, consorte de Miguel Sáenz, padres de Antonio. Vale decir, que el rector era sobrino segundo del Deán.

Como complemento agregaremos que el doctor Solá, nacido en 1751, falleció en 1819 a los 68 años, y que fué votado en la Semana de Mayo para vocal de la Junta Revolucionaria. El doctor Sáenz murió en 1825 a los 45 años y Zavaleta en 1842 a los 74 años. Además del vínculo consanguíneo, unió a los tres una íntima amistad, vínculo religioso y afinidad política.

250

CRONOLOGIA BIOGRAFICA DEL DEAN DOCTOR DIEGO E. DE ZAVALETA.

1768 Nace en Tucumán el 24 de noviembre. 1773 Viene a Buenos Aires. 1781-1783 Escolar de Santo Domingo.

1783 Becado e inscripto R. Colegio de San Carlos. Curso Dr. Chorroarín.

1785 Rindió examen de filosofía, el 26 de diciembre. 1787 Fin de los estudios teológicos.

1789 Su discurso y tesis sobre Las Decretales.

1790 Pasa a Charcas. Doctor en derecho canónico y bachiller

en derecho civil,

1791 Prefecto de estudios en el Real Colegio de San Carlos, hasta

1794.

1792 Catedrático de cánones hasta 1795.

1795-1798 Catedrático en el curso de Artes y Filosofía, curso Física general.

1796 Ordenado de presbítero a los 28 años. Curso de física par-

ticular.

1797 Curso de Metafísica.

1799 Catedrático de teología de Vísperas y cátedra de Prima, (durante seis años).

1804 Pasante de teólogos como juez de oposición con voz y voto.

1810 Término de su carrera docente. Donativos a la Biblioteca Pública. Censor de obras teatrales del Cabildo de Buenos Aires (1811 y 1812).

251

1810 Obtuvo por concurso la silla de Magistral en el Cabildo Eclesiástico.

1810 Oración patriótica en presencia de la Junta Revolucionaria.

1812 Miembro de las asambleas de abril y octubre.

1812-1815 Provisor y gobernador general del Obispado. Circular a los párrocos sobre la causa de la Independencia. (12 de mayo de 1812). =

1816 Vicario General Castrense.

1815-1816 Vocal de la Junta de libertad de imprenta.

1815-1816 Elector en el Cabildo de Buenos Aires.

1816 Oración sobre la Declaración de la Independencia en la

Catedral.

1817 Nombrado Rector del Colegio de la Sma. Trinidad, en Men-

doza, que no acepta; pero colabora en el plan definitivo de los estudios, a pedido de San Martín y Godoy Cruz.

1817 Diputado al Congreso Nacional y vice-presidente del mismo.

1818 Renuncia a sus sueldos como legislador.

1818 Elegido Deán de la Catedral de Buenos Aires.

1819 Diputado del Congreso Constituyente y redactor de la

Constitución.

1821 Miembro de la Sala de los Doctores de la Universidad.

1822- 1823 Las reformas rivadavianas. Presidente de la comisión

de Legislación.

1823 Presidente del Senado del Clero (nueva denominación).

1823- 1824 Misión a las provincias en pro de la unión nacional.

1824- 1827 Diputado al Congreso Nacional.

1824 Comisionado para formar el reglamento de la Universidad.

1825 En 6 de agosto, nombrado Rector déla Universidad. Renuncia

al cargo sin ocuparlo.

1826 Debates y firma del Manifiesto a los Pueblos.

1826 Firma de la Constitución Nacional unitaria.

1827 Informe de su misión a Entre Ríos.

252

1827 Recibe en la Catedral las banderas y trofeos de Ituzaingó.

1829 -— Miembro del Consejo de Cobierno. Hasta el mes de julio.

1829 Miembro del Senado Consultivo (Gobierno general Lavalle). Hasta noviembre.

1834 Respuesta a la consulta sobre Patronato Nacional.

1835 Voto contra la suma del poder público.

1836 Viaje a Tucumán.

1837 Regreso de Tucumán.

1838-1842 Su actividad silenciosa como sacerdote y como canó- nigo en el Cabildo Eclesiástico.

1842 Muere en Buenos Aires a los 74 años; el 24 de diciembre.

1843 Se celebran sus funerales el 20 de enero. 1854 Sus albaceas abren su testamentaría.

INDICES

INDICE DE MATERIAS

PÁGS.

INTRODUCCION 11

Capítulo I. Familia del Deán Zavaleta 15

Capítulo II. Preparación escolar y carrera universitaria. Sus

prominentes servicios en la enseñanza pública 19

Capítulo III. Carrera eclesiástica. El deanato. La

reforma rivadaviana 37

Capítulo IV. Dos oraciones sagradas: la Revolución de

Mayo y la Declaración de la Independencia 61

Capítulo V. Zavaleta y el Congreso de Tucumán 73

Capítulo VI. Figuración parlamentaria: Congreso Nacio- nal de 1817-18 y la Constitución de 1819 81

Capítulo VII. La Misión Zavaleta en procura de la unidad

nacional 89

Capítulo VIII. En el Congreso de 1824 y por la Constitu- ción de 1826 113

Capítulo IX. Del regalismo y su secuencia, el patronato

nacional 153

Capítulo X. Frente a Rosas. Definición democrática con- tra la ' suma del poder público» 169

Capítulo XI. El Deán de Buenos Aires parte para Tucumán.

El veto de Rosas en la gestión oficiosa de un obispado 181

Capítulo XII. Gravitación de la personalidad del Deán de

Buenos Aires en el grupo histórico 197

257

APENDICE DOCUMENTAL

Págs.

Carta y circular del Provisor Eclesiástico. Año 1812 209

Carta de Fray Cayetano Rodríguez al obispo Molina. Año 1815 . 210

Arenga sobre la nueva Constitución. 25 de Mayo de 1819 211

Nota al gobierno de Buenos Aires sobre los preliminares de la

instalación del Congreso General. Septiembre 15 de 1821. 211

Credencial de diputado al Congreso Nacional 213

Sesión secreta del 18 de julio de 1825 214

Dictamen sobre Patronato Nacional. Año 1834 216

Misión Zavaleta a las Provincias. 1823-24. Circular de Zavaleta

y respuesta del gobernador del Carril 228

Convención entre los gobiernos de Buenos Aires y San Juan. . . 234

Circular acerca de los sucesos de Europa con respecto a América. 236

Nota sobre las banderas de Ituzaingó 241

Correspondencia privada. Cartas a su sobrino, el gobernador

José Manuel Silva y otros 242

Referencias al parentesco con los doctores Sola y Sáenz 250

Cronología biográfica del Deán Zavaleta 251

258

INDICE DE LAMINAS

PÁGS.

I. Oleo del Deán Zavaleta, por García del Molino (1834). 10

II. Tesis canónica impresa en 1789 18

III. Curso de filosofía de 1795 23

IV. Códice de física general 24

V. Curso de filosofía de 1795. Figuras explicativas, entre páginas 28 y 29

VI. Curso de filosofía de 1796: Códice de física particular. . 36

VII. Curso de filosofía de 1797: Códice de metafísica 41

VIII. Exhortación en la Catedral, 30 de mayo de 1810 65

IX. Manifiesto del Congreso de Tucumán a las Naciones

(1817) 85

X. Acta secreta aprobando el Manifiesto anterior 87

XI. Nota del gobernador de Buenos Aires acusando recibo de la elección de Zavaleta como Presidente de la Junta de

R. R. (1821) 97

XII. Impreso del texto legal de la Suma del Poder Público, 1835 173

259

IMPRESO

DURANTE LA SEGUNDA QUINCENA DE MARZO DE 1952. AÑO 85 DE LA CASA PEUSER. EN SUS TALLERES DE PATRICIOS 5K0. BUENOS AIRES, ARGENTINA.