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DISCURSO PRONUNCIADO EN EL CONCILIO VATICANO POR EL

OBISPO STROSSMAYER.

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Típ. “El Noticiero Evangélico”.— Quezaltenango.

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EL PAPA Y EL EVANGELIO

La siguiente es traducción del famoso Discurso pronuncia - do en el Concilio VATICANO por le Obispo STROSSMAYER: el cual fue publicado en Florencia , Italia.

“Venerables Padres y Hermanos:

No sin temor, pero con una conciencia libre y tranquila, ante Dios que vive y me ve, tomo la palabra en medio de vosotros en esta augusta asamblea.

Desde que me hallo sentado aquí con vosotros, he seguido con atención los discursos que se han pronun¬ ciado en esta sala, anciando con grande anhelo que un rayo de luz, descendiendo de arriba, iluminase los ojos de mi inteligencia, y me permitiese votar los cánones de este Santo Concilio Ecuménico con perfecto conocimien¬ to de causa.

Penetrado del sentimiento de responsabilidad, por lo cual Dios me pedirá cuenta, me he puesto a estudiar con escrupulosa atención los escritos del Antiguo y Nue¬ vo Testamento; y he interrogado a estos|venerables mo¬ numentos de la verdad para que me diesen a saber si el Santo Pontífice, que preside aquí, es verdaderamente el sucesor de San Pedro, Vicario de Jesucristo, infali¬ ble doctor de la iglesia.

Para resolver esta grave cuestión, me he visto pre¬ cisado a ignorar el estado actual de las cosas, y a tras¬ portarme en imaginación, con la antorcha del EVANGE¬ LIO en las manos, a los tiempos en que ni el Ultramon-

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tanismo ni el Galicalismo existían, en los cuales la Iglesia tenía por doctores a San Pablo, San Pedro, Santiago y San Juan, doctores a quienes nadie puede negar la autoridad Divina sin poner en duda lo que la San¬ ta Biblia, que tengo delanteros enseña y la cual el Concilio de Trento proclamó como la regla de la fe y de la moral.

He abierto, pues, estas sagradas páginas; y bien, ¿me atreveré a decirlo? nada he encontrado que sancione próxima o remotamente la opinión de los ultramontanos. Aun es mayor mi sorpresa, porque no encuentro en los tiempos apostólicos nada que haya sido cuestión de un papa sucesor de San Pedro y Vicario de Jesucristo, como tampoco de Mahoma que no existía aún.

Vos, monseñor Manning diréis que blasfemo: vos monseñor Fie, diréis que estoy demente. ¡No, Monseño¬ res; no blasfemo ni estoy loco! Ahora bien, habiendo leído todo el nuevo testamento, declaro ante Dios, con mi mano elevada al gran Crucifijo, que ningún vestigio he podido encontrar del papado, tal como existe ahora.

No me rehuséis vuestra atención, mis venerables hermanos, y con vuestros murmullos e interrupciones justifiquéis a los que dicen, como el padre Jacinto, que este Concilio no es libre, porque vuestros votos han sido de antemano impuestos (in procedenza imposti). Si tal fuese el hecho, esta augusta asamblea, hacia la cual las miradas de todo el mundo están dirigidas, caerla en el mas grande descrédito.

Si deseáis que sea grande, debemos ser libres. Agradezco a su excelencia monseñor Dupanloup, el signo de aprobación que hace con la cabeza. Esto me alienta y prosigo. Leyendo, pues, los santos libros con toda la atención de que el Señor me ha hecho capaz no encuentro ni un solo capitulo, o un corto versículo en el cual Jesús a San Pedro la jefatura sobre los apósto¬ les, sus colaboradores.

Si Simón, el hijo de Jonás, hubiese sido lo que hoy día creemos sea su santidad Pío IX, extraño es que no les hubiese dicho: “Cuando haya ascendido a mi Padre, debéis todos obedecer a Simón Pedro, así como ahora me

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obedecéis a mi. Le establezco por mi Vicario en la tie¬ rra. 99 No solamente calla Cristo sobre este particular, sino qus piensa tan poco en dar una cabeza a la Iglesia, que cuando promete tronos a sus apóstoles para juzgar a las doce tribus de Israel (Mateo 19: 28), les promete doce, uno para cada uno, sin decir que entre dichos tro¬ nos, uno sería más elevado, el cual pertenecería a Pedro. Indudablemente, si tal hubiese sido su intento, lo indi¬ caría. ¿Qué hemos de decir de su silencio? La lógica nos conduce a la conclusión de que Cristo no quiso elevar a Pedro a la cabecera del colegio apostólico.

Cuando Cristo envió a los apóstoles a conquistar el mundo, a todos dió la promesa del Espíritu Santo. Per¬ mitiendo repetirlo: si él hubiese querido constituir a Pe¬ dro en su Vicario, le hubiera dado el mando supremo sobre su ejército espiritual. Cristo, así lo dice la Santa Escritura, prohibió a Pedro y a sus colegas reinar o ejer¬ cer señorío, o tener potestad sobre los fieles, como hacen los reyes de los gentiles (Lucas 22: 25, 36). Si San Pe¬ dro hubiese sido elegido papa, Jesús no diría esto; por¬ que según vuestra tradición, el papado tiene en sus ma¬ nos dos espadas, símbolos del poder espiritual y temporal. Hay una cosa que me ha sorprendido muchísimo. Re¬ volviéndola en mi mente, me he dicho a mismo: si Pedro hubiese sido elegido papa, ¿se permitirla o sus co¬ legas enviarle con San Juan a Samaria para anunciar el Evangelio del Hijo de Dios? (Hechos 8: Ib).

¿Qué os parecería, venerables hermanos, si nos per¬ mitiésemos ahora mismo enviar a su Santidad Pió IX y a su eminencia monseñor Planier al Patriarca de Cons- tantinopla para persuadirle de que pusiese fin al cisma de Oriente? Mas, he aquí otro hecho de mayor importancia. Un Concilio Ecuménico se reúne en Jeru- salón para decidir cuestiones que dividían a los fieles ¿Quién debiera convocar este concilio si San Pedro fuese papa? Claramente San Pedro. ¿Quién debía presidirlo? San Pedro o su legado, ¿Quién debiera formar o promul¬ gar los cánones? San Pedro. Pues bien, ¡nada de esto su¬ cedió! Nuestro apóstol asistió al Concilio, así como los

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demás; pero no fue él quien resumió la discusión, sino Santiago; y cuando se promulgaron los decretos, se hizo en nombre de los apostóles, ancianos y hermanos (He¬ chos 15).

¿Es esta la práctica de nuestra Iglesia? Cuanto más lo examino, ¡oh, venerables hermanos! tanto más estoy convencido que en las Sagradas Escrituras, el hijo de Jonás no parece ser el primero.

Ahora bien, mientras nosotros enseñamos que la Iglesia está edificada sobre San Pedro, San Pablo cuya autoridad no puede negarse, dice, en su Epístola a los Efesios 2: 20, que está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo.

Este mismo apóstol cree tan poco en la supremacía de Pedro, que abiertamente culpa a los que dicen; «so¬ mos de Pablo, somos de Apolo (I Corintios I: 12); así como culpa a los que dicen, «somos de Pedro.» Si este último apóstol hubiese sido Vicario de Cristo, San Pa¬ blo se hubiera guardado bien de no censurar con tanta violencia a los que pertenecían a su propio colega. El mismo apóstol Pablo, ai enumerar los oficios de la Igle¬ sia, menciona apóstoles, profetas, evangelistas, doctores y pastores.

¿Es creíble, mis venerables hermanos, que San Pa- plo, el gran apóstol de los gentiles, olvidase el primero de estos oficios, el papado, si el papado fuera de divina ins¬ titución? Ese olvido me parecen tan imposible como el de un historiador de este Concilio que no hiciese men¬ ción de su Santidad Pío IX. (Varias voces: j Silencio , hereje , silencio!)

Calmaos, venerables hermanos, que todavía no he concluido. Impidiéndome que prosiga, manifestaríais al mundo que procedéis sin justicia, cerrando la boca de un miembro de esta asamblea. Continuaré: el apóstol Pablo no hace mención en ninguna de sus epístolas a las diferentes iglesias, de la primacía de Pedro. ¿Si esta primacía existiese, si, en una palabra, la Iglesia hubiese tenido una cabeza suprema dentro de sí, infalible en en-

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señaliza, ¿podría el gran apóstol de los gentiles olvidar de mencionarla? ¡Que digo! Más probable es que hubiera escrito una larga epístola sobre esta importante materia. Entonces, cuando el edificio de la doctrina cristiana fue erigido, ¿podría, como lo hace, olvidarse de la fundación, de la clave del arco? Ahora bien; si no opináis que la Iglesia de los apóstoles fué herética, lo que ninguno de vosotros desearía u osaría decir, estamos obligados a confesar que la Iglesia nunca fué más bella, má3 pura ni más santa que en los tiempos en que no hubo Papa. (Gritos de, \no es verdad! ¡no es verdad!) No diga mon¬ señor de Laval «No.» Si alguno de vosotros, mis venera¬ bles hermanos, se atreve a pensar que la Iglesia que hoy tiene un Papa por cabeza, es más firme en la fe, más pura en la moralidad, que la Iglesia apostólica , digalo abiertamente ante el universo, puesto que este recinto es un centro desde el cual nuestras palabras volarán de polo a polo.

Prosigo: Ni en los escritos de San Pablo, San Juan o Santiago, descubro traza alguna, o germen del poder papal. San Lucas, el historiador de los trabajos misio¬ neros de los Apostóles, guarda silencio sobre este im¬ portantísimo punto, El silencio de estos hombres san¬ tos, cuyos escritos forman parte del canon de las divina¬ mente inspiradas Escrituras, me parece tan dudoso e imposible, si Pedro fuese papa, y tan inexcusable, como si Thiers, escribiendo la historia de Napoleón Bonaparte, omitiese el título de Emperador.

Veo delante de a un miembro de la asamblea que dice señalándome con el dedo: «¡Ahí está un obispo cismático, que se ha introducido entre nosotros con falsa bandéVa!» No, no, mis venerables hermanos; no he en¬ trado én esta augusta asamblea como un ladrón por la ventana sino por la puerta, como vosotros; mi título de obispo, me dió derecho a ello, así como mi conciencia cristiana me obliga a hablar y decir lo que creo ser verdad.

Lo que más me ha sorprendido, y que, además, se puede demostrar, es el silencio del mismo San Pedro. Si el apóstol fuese, lo que proclamáis que fue, es decir, Vi-

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cario de Jesucristo en la tierra, él, al menos, debiera saberlo. Si lo sabía, ¿cómo sucede que ni una vez sola obró como papa? Podría haberlo hecho el día de Pen¬ tecostés, cuando predicó su primer sermón, y no lo hizo; en el Concilio do JerusaléD, y no lo hizo; en Antioquía,y no lo hizo; como tampoco lo hace en las dos epístolas que dirige a la iglesia. ¿Podéis amaginaros un tal papa, mis venerables hermanos, si Pedro era Papa?

Resulta, pues, que si queréis mantener que fue pa¬ pa, la consecuencia natural es, que él no lo sabía. Aho¬ ra pregunto a todo el que tenga cabeza con que pensar y mente con que reflexionar: ¿Son posibles estas dos su¬ posiciones? Digo, pues, que mientras los apóstoles vi¬ vían, la iglesia nunca pensó que h&bia papa. Para mantener lo contrario, sería necesario entregar las Sa¬ gradas Escrituras a las llamas, o ignorarlas por comple¬ to. Pero escucho decir por todos lodos: «Pues qué, ¿No estuvo en Roma? ¿No fue crucificado con la cabeza aba¬ jo? ¿No se hallan los lugares donde enseñó, y donde di¬ jo misa en esta ciudad eterna?»

Que San Pedro haya estado en Roma, mis venera¬ bles hermanos, reposa solo en la tradición; más aún, si hubiese sido obispo de Roma, ¿Cómo podéis probar con su episcopa o su supremacía? Scaligero, uno de los hom¬ bres más eruditos, no vacila en decir que el episcopado de San Pedro y su recidencia en Roma deben clasificar¬ se entre las leyendas ridiculas (Repetidos gritos: «/ Tapadle la boca: tapadle la boca : hacedle descender del pulpito.

Venerables hermanos, estoy pronto a callarme; más, ¿No es mejor en una asamblea como la nuestra, probar todas las cosas oomo manda el apóstol, y creer todo lo que es bueno? Pero, mis venerables amigos, tenemos un Dictador, ante el cual todos debemos postrarnos y callar, aun su Santidad Pió IX, e inclinar la cabeza, ese dictador es la Historia. Esta no es como un legendario que se puede formar al estilo que el alfarero hace su barro, sino como un diamante que esculpe en el cristal palabras indelebles. Hasta ahora me he apoyado solo en ella, y no encuentro vestigio alguno del papado en

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los tiempos apostólicos; la falta es suya, no mía. ¿Que¬ réis quizá colocarme en la posición de un acusado de mentira? Hacedlo si podéis.

Oigo a la derecha estas palabras: «Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia» (Mateo 16:18;) Con¬ testaré esta objeción después, mis venerables hermanos; mas, antes de hacerlo, deseo presentaros el resultado de mis investigaciones históricas. No hallando ningún vestigio del papado en los tiempos apostólicos, me dije a mi mismo: quiza hallaré lo que ando buscando en los anales de la Igesia. Pues bien, lo digo francamente, busqué al papa en los primeros cuatro siglos, y no he podido dar con él. Espero que ninguno de vosotros du¬ dará de la gran autoridad del santo obispo de Hipona, el grande y bendito San Agustín. Este piadoso doctor, honor y gloria de la Iglesia católica, fue secretario en el concilio de Meíive. En los decretos de esa venerable Asamblea, se hallan estas palabras significativas: «Todo el que apelace a los de la otra parte del mar, no será admitido a la comunión por ninguno en el Africa.

Los obispos de Africa reconocían tan poco al obispo de Roma, que castigaban con excomunión a los que re¬ curriesen a su arbitrio. Estos mismos obispos en el sexto concilio de Cartago, celebrado bajo Aurelio, obispo de dicha ciudad, escribieron a Celestino, obispo de Ro¬ ma, amonestándole que no recibiese apelaciones de los obispos, sacerdotes o clérigos de Africa; que no enviase más legados o comisionados y que no introdujese el or¬ gullo humano en la Iglesia. Que el patriarca de Roma había, desde los primeros tiempos, tratado de atraerse a mismo toda autoridad, es un hecho evidente; y es un hecho igualmente evidente que no poseía la supremacía que los ultramontanos le atribuyen. Si la hubiese po¬ seído, ¿Osarían los obispos de Africa, San Agustín entre ellos, prohibir apelaciones a los decretos de su supremo tribunal? Lo confieso, sin embargo que el patriarca de Roma ocupaba el primer puesto. Unas de las leyes de Justiniano, dice: «Mandamos, conforme a la definición de los cuatro concilios, que el santo papa de la antigua

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Roma sea el primero de los obispos, y que su alteza el arzobispo de Constantinopla, que es la cueva Roma, sea el segundo.» Inclínate, pues, a la supremacía del papa, me diréis.

No corráis tan apresurados a esa conclusión, mis ve- rables hermanos, porque la ley de Justiniano lleva es¬ crito al frente: «Del orden de Sedes patriarcales.» Pre¬ cedencia es una cosa, y el poder de jurisdicción es otra. Por ejemplo, suponiendo que en Florencia se reuniese una asamblea de todos los obispos del reino, la preceden¬ cia se daría naturalmente al Primado de Florencia, así como entre los occidentales se concedería al patriarca de Cqnstantinopla y en Iglaterra al arzobispo de Canter- bury. Pero ni el primero, segundo, ni tercero, podrían aducir de la asignada posición una juridiceión sobre sus compañeros. La importancia de los obispos de Roma, procede, no de un poder divino, sino de la impor¬ tancia de la ciudad donde está su Sede. Monseñor Dar- voy no es superior én dignidad al arzobispo de Avigon; mas no obstante, París le da una consideración que no tendría, si en vez de tener su palacio en las orillas del Sena, se hallase sobre el Ródano. Esto que es verdade¬ ro en la jerarquía religiosa, lo es también en materias civiles y políticas. El perfecto de Roma no es más que un perfecto como el de Pisa, pero civil y políticamente es de mayor importancia aquel.

He dicho ya que desde los primeros siglos el patriar¬ ca de Roma aspiraba al gobierno universal de la iglesia. Desgraciadamente casi lo alcanzó; pero no consiguió cier¬ tamente sus pretenciones, porque el Emperador Teodo- sio II dió una ley, por la cual estableció que el patriar¬ ca de Constantinopla tuviese la misma autoridad que el de Roma (Leg. cod. de sacr. etc ) Los padres del Con¬ cilio de Calcedonia colocan a los obispos de la antigua y nueva Roma en la misma categoría en todas las cosas, aun en las eclesiásticas. (Can. 28 ) El sexto concilio de Cartago prohibió a todos los obispos se obrogasen el tí¬ tulo de príncipe de los obispos, u obispos soberanos. En cuanto al título de Obispo universal que los papas se

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abrogaron más tarde, San Gregorio I, creyendo que sus sucesores nunca pensarían en adornarse con él, escribió estas notables palabras: “Ninguno de mis antecesores han consentido en llevar este título profano, porque cuando un patriarca se abroga a mismo el nombre universal , el título de patriarca sufre descrédito. Lejos esté, pues, de los cristianos, el deseo de darle un título que cause descrédito a sus hermanos.

San Gregorio dirigió estas palabras a su colega de Constantinopla, que pretendía hacer primado de la igle¬ sia. El Papa Pelagio II, llamaba a Juan, obispo de Constantinopla, que aspiraba al sumo pontificado, impío y profano. “No se le impute decía— el título universal, que Juan ha usurpado ilegalmente, que ninguno de los patriarcas se abrogue este nombre profano, porque, ¿Cuán¬ tas desgracias no debemos esperar, si entre Jos sacerdo¬ tes se suscitan tales ambiciones? Alcanzarían lo que se tiene predicho de ellos: «El es rey de los hijos del or¬ gullo». (Pelagio II, Lett. IB).

Estas autoridades, y podría citar cien más de igual valor, ¿No prueban con una claridad igual al resplandor del sol en medio día, que los primeros obispos de Roma no fueron reconocidos como obispos universales y cabezas de la iglesia , sino hasta tiempos muy posteriores? Por otra parte, ¿Quién no sabe que desde el año 325, en el cual se celebró el primer concilio de Nicea, hasta 580 año en que fue celebrado el segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, y entre más de 1,109 obispos que asistieron a los primeros seis concilios generales, no se aliaron presentes más que diez y nueve obispos del Occidente?

¿Quién ignora que los conoilios fueron convocados por los emperadores, sin siquiera informarle de ello, y frecuentemente aun en oposición a los deseos del obispo de Roma? ¿O que Osio, obispo de Córdova presidió el primer concilio de Nicea y redactó sus cánones? El mismo Osio, presidiendo después el concilio de Sárdica excluyó al legado de Julio, obispo de Roma. No diré más, mis venerables hermanos: y paso a hablar de gran

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argumento a que se refirió anteriormente, para estable¬ cer el primado del obispo de Roma.

Por la roca (petra), sobre que la santa Iglesia está edificada, entendéis que es Pedro. Si esto fuera verdad, la disputa quedaría terminada; más nuestros antepasados, y ciertamente debieron saber algo, no se oponían sobre esto como nosotros. San Cirilo, en su cuarto li¬ bro sobre la Trinidad, dice: «Creo que por la roca de¬ béis entender la fe inmóvil de los apóstoles.» San Hila¬ rio, obispo de Poitiers, en su segundo libro sobre la Tri¬ nidad, dice: “La roca (petra), es la bendita y sola roca de la fe confesada por la boca de San Pedro;” y en el sexto libro de la trinidad, dice: «Es sobre esta roca de la confesión de que la iglesia está edificada.» “Dios, dice San Jerónimo, en el sexto libro sobre San Mateo ha fundado su Iglesia sobre esta roca y es de esta roca que el apóstol Pedro fue apellidado/' De conformidad con fe, San Crisóstomo dice en su homilía 58 sobre San Mateo “Sobre esta roca edificare mi Igesia, es decir, sobre la el de la confesión.” Ahora bien, ¿Cuál fue la confesión del apóstol? Hela aquí: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.”

Ambrosio, el santo arzobispo de Milán, sobre el se¬ gundo capítulo de la epístola a los Efesios; San Basilio de Celeuoia y los padres del concilio de Calcedonia enseñan precisamente la misma cosa. Entre todos los doctores de la antigüedad cristiana, San Agustín ocupa uno de los primeros puesto por su sabiduría y santidad. Escuchad, pues, lo que escribe sobre la primera epístola de San Juan: “¿Qué significan las palabras edificaré mi Iglesia sobre esta rooa? Sobre esta fe, sobre eso que di¬ ces, eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” En su tratado 124 sobre San Juan, encontramos esta muy significativa frase: “Sobre esta roca, que has confesado, edificaré mi Iglesia, puesto que Cristo mismo era la roca/'

El gran obispo creía tan poco que la Iglesia fuese edificada sobre San Pedro, que dijo a su grey en su sermón 13: “Tu eres Pedro y sobre esta roca (petra), que tu has confesado, sobre esta roca que has recono-

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cido, diciendo: eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente, edificaré mi iglesia: sobre mi mismo que soy el Hijo del Dios viviente. La edificare sobre mismo y no yo sobre tí” Lo que San Agustín enseña sobre este célebre pasaje, era la opinión de todo el mundo cristiano en sus días, por consiguiente resumo y establezco:

lo. Que Jesús dió a sus apóstoles el mismo poder que dió a Pedro.

2o. Que los apóstoles nunca reconocieron en San Pedro al Vicario de Jesucristo y al infalible dootor déla Iglesia.

So. Que el mismo Pedro nunca pensó ser papa y nunca obró como si fuese papa.

4o. Que los concilios de los primeros cuatro siglos, mientras reoonocían la alta posición que el obispo de Roma ocupaba en la Iglesia debido a Roma, tan solo le otorgaron una preeminencia honoraria, nunca el poder y juridicción.

5o. Que los santos padres, en el famoso pasaje, «Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,» nunca entendieron que la Iglesia estaba edificada sobre San Pedro (super Petrum), sino sobre la roca (super petram), es decir, sobre la confesión de la fe del Apóstol.

Concluyo victoriosamente, conforme a la historia, la razón, la lógica, el buen sentido y la conciencia cristiana, que Jesucristo no dió supremaoía alguna a san Pedro, y que los obispos de Roma no se constituyeron en sobe¬ ranos de la Iglesia, sino tan solo confesando uno por uno todos los derechos del episcopado. (Voces: ¡silencio! ¡protestante insolente, ¡silencio!).

¡No soy un protestante insolente! La historia no es católica, ni anglicana, ni calvinista, ni luterana, ni arme- niana, ni griega cismática, ni ultramontana. Es lo que es, es decir, algo mas poderoso que todas las confesiones de fé, que todos los cánones de los concilios Ecuméni¬ cos. ¡Escribid contra ellas si osáis hacerlo! mas no podréis destruirla, como tampoco sacando un ladrillo del coliseo, podríais hacerlo derribar. Si he dicho algo que la historia pruebe ser falso, enseñádmelo con la historia.

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y, sin momento de titubeo, haré la más honorable apología. Mas tened paciencia, y veréis que todavía no he dicho todo lo que quiero y puedo; y aun si la pira fúnebre me aguardase en la plaza de San Pedro, no callaría, porque me siento precisado a proseguir.

Monseñor Dupanloup, en sus célebres «Observacio¬ nes» sobre este Concilio Vaticano, ha dicho, y con razón, que si declaramos a Pío IX infalible, deberemos necesa¬ riamente, y por lógica natural, vernos precisados a mantener que todos sus predecesores eran también infalibles. Pero venerables hermanos, aquí la historia levanta su voz con autoridad, asegurándonos que algunos papas erraron; podéis protestar contra esto o negarlo, si así os place, mas yo lo probaré. El papa Victor, (192), primero aprobó el montañismo, y después lo condenó. Marcelino, (296 a 303), era un idólatra. Entró en el templo de Vesta y ofreció incienso a la diosa; diréis que fue un acto de debilidad; pero contesto: un Vicario de Jesucristo muere, mas no se hace apóstata. Liberio 358 , consintió en la condenación de Atanasio; después hizo profesión de Arrianismo para lograr que se revocase el destierro y se le restituyese su Sede. Honorio 625 se adhirió al monotelismo, y el padre Gratry lo ha probado hasta la evidencia.

Gregorio I, 578 a 590 llama Anticristo a cual¬ quiera que se diese el nombre de Obispo universal, y al contrario, Bonifacio III, 607 a 608 persuadió al empe¬ rador parricida, Phooas, a que le confiriera dicho titulo. Pascal II, 1088 a 1099 y Eugenio III,— 1145 a 1153 autorizaron los desafíos: mientras que Julio II, 1599 y Pío IV, 1560 los prohibieron. Eugenio IV, 1431 a 1439 aprobó el Concilo de Basilea, y la restitución del cáliz a la Iglesia de Bohemia; y Pío II, 1458 re¬ vocó la concesión. Adriana II, 867 a 872 declaró el matrimonio civil válido; pero Pió VII, 1800 a 1823 lo condenó. Sixto V, 1585 a 1590— compró una edición de la Biblia, con una bula recomendó su lectura; mas Pío VII condenó su lectura. Clemente XIV, 1700 a 1721 abolió la compañía de los Jesuítas, permitida por

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Pablo III, y Pío VII la restableció.

Mas, ¿A. qué buscar pruebas tan remotas? ¿No ha hecho otro tanto nuestro santo padre que está aquí, en su bula, dando reglas para este mismo Concilio, en el caso de que muriese mientras se halla reunido, revocan¬ do tanto cuanto en tiempos pasados fuese contrario a ello, aun cuando procediese de las decisiones de sus pre¬ decesores? Y ciertamente, si Pió IX ha hablado ex cátedra , no es cuando desde el profundo de su sepulcro impone su voluntad sobre los soberanos de la Iglesia. Nunoa cocluiría, mis venerables hermanos, si tratase de presentar a vuestra vista las contradicciones de los papas en sus enseñanzas; por lo tanto, si proolamáis la infalibilidad del Papa actual, tendréis que probar, o bien que los papas nunca se contradijeron, lo que es imposible, o bien tendréis que declarar que el Espíritu Santo os ha revelado que la infalibilidad del papado tan solo data de 1870. ¿Sois bastante atrevidos para hacer esto? Quizá los pueblos estén indiferenteé y dejen pasar cuestiones teológicas que no entiende y cuya importan¬ cia no ven; pero, aun cuando sean indiferentes a los principios, no lo son en cuanto a los hechos.

Pues bien, no os engañéis a vosotros mismos. Si decretáis el dogma de la infalibilidad papal, los protes¬ tantes nuestros adversarios, montarán la brecha, con tanta más bravura, cuanto que tienen la historia de su lado; mientras que nosotros solo tendremos nuestra ne¬ gación que oponerles. ¿Qué les diremos cuando expon¬ gan a todos los obispos de Roma, desde los días de Lucas hasta su Santidad Pío IX? ¡Ay¡ Si todos hubiesen sido como Pió IX, triunfaríamos en toda línea; más ¡desgraciadamente no es así! Gritos de Silencio , silencio , basta , bastal). ¡No gritéis, monseñores! Temer a la historia es confesaros derrotados, y además, si pudiérais hacer correr toda el agua del Tiber sobre ella, no podríais borrar ni una sola de sus páginas. Dejadme hablar, y seré tan breve como me sea posible en este importantísimo asunto.

El Papa Virgilio 538— compró el papado, de Belisario

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teniente del emperador Justiniano. Es verdad que rompió su promesa y nunca pagó por ello. ¿Es esto una manera canónica de ceñirse la tiara? El segundo con¬ cilio de Calcedonia lo condenó formalmente. En uno de sus cánones se lee: «El obispo que obtenga su episoopodo por dinero, lo perderá y será degradado.» El Papa Eu¬ genio III imitó a Virgilio. San Bernardo, la estrella brillante de su tiempo, reprendió ai Papa, dioiéndole: «¿Podréis enseñarme en esta gran ciudad de Roma, alguno que os hubiere recibido por papa sin haber primero recibido oro o plata por ello?»

Mis venerables hermanos, ¿Será el Papa que esta¬ blece un blanco a las puertas del templo, inspirado por el Espíritu Santo? ¿Tendrá derecho alguno de enseñar a la Iglesia la infaliblidad? Conocéis la historia de Formoso demasiado bien para que yo pueda añadir nada. Esteban XI, hizo exhumar su cuerpo, vestido con ropas pontificales; hizo cortarle los dedos con que acostumbraba dar la bendición, y después lo mandó arrojar al Tíber, declarando que era un perjuro e ilegítimo.

Entonces el pueblo aprisionó a Estéban, lo envene¬ y lo agarrotaron. Mas ved, como las cosas se arreglaron. Romano, sucesor de Esteban, y tras él Juan XI, rehabilitaron la memoria de Formoso. Quizá me diréis, esas son fábulas, no historia. ¡Fábula! Id, mon¬ señores, a la librería del Vaticano y leed a Platina el historiador del Papado, y los anales de Baronio A. D. 897.— Estos son hechos que, por honor a la Santa Sede, desearíamos ignorar; mas cuando se trata definir un dogma que podrá provocar un gran cisma en medio de nosotros, el amor que abrigamos hacia nuestra venera¬ ble madre la iglesia católica, apostólica y romana, ¿De¬ berá imponernos el silencio? Prosigo. El erudito cardenal Baronio, hablando de la corte papal, dice .

Dad atención, mis venerables hermanos, a estas palabras: «¿Qué parecía la Iglesia Romana en aquellos tiempos? ¡Qué infamia! Solo las poderosísimas cortesanas gobernaban en Roma. Eran ellas las que daban, cambia¬ ban y se tomaban obispados; y, ¡horrible es relatarlo!

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hadan a sus amantes los falsos papas, subir al trono de San Pedro. Baronio A. D. 912. Me contestaréis, esos eran papas falsos, no los verdaderos. Séalo así: mas en este caso, si por cincuenta años la Sede de Roma se halló ocupada por anti-papas, ¿Cómo podréis reunir el hilo de la sucesión papal? ¡Pues que! ¿Ha podido la Igle¬ sia existir, al menos por el término de un siglo y medio, sin cabeza, hallándose acéfala? ¡Notadlo bien! La mayor parte de esos anti-papas se ven en el árbol genealógico del papado; y seguramente deben ser estos los que describe Baronio: porque aun Genebrardo, el gran adulador de los papas, se atrevió a deoir en sus crónicas A. D. 901:

«Este centenario ha sido desgraciado, puesto que por cerca de ciento cincuenta años los papas han caído de sus virtudes de sus predecesores y se han hecho apóstatas más bien que “apóstoles”. Bien comprendo como el ilustre Baronio se avergonzaba al narrar los actos de esos obispos romanos. Hablando de Juan XI, 931 hijo natural del Papa Sergio y de Marozía, es¬ cribió estas palabras en sus anales: «La santa Iglesia, es deoir, la Romana, ha sido atropellada por un monstro, Juan XII. 956 Elegido papa a la edad de diez y ocho años, mediandte la influencia de cortesanas, no fué en neda mejor que su predecesor,»

Me desagrada, mis venerables hermanos, tener que mover tanta suciedad. Me callo tocante Alejandro VI, padre y amante de Lucrecia; doy la espalda a Juan XXII 1219 , que negó la inmortalidad del alma, y que fué de puesto por el Santo Concilio Ecuménico de Constanza.

Algunos mantendrán que este Concilio fué solo pri¬ vado. Séalo así; pero si le negáis toda clase de autori¬ dad, deberéis mantener, como consecuencia lógica, que el nombramiento de Martín V, 1417 fue ilegal. En¬ tonces ¿A dónde va a parar la sucesión papal? ¿Podréis hallar su hilo? No hablo de los cismas que han deshonrado a la Iglesia. En esos desgraciados tiempos la Sede de Roma se hallaba ocupada por dos, y a veces hasta por

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tres competidores. ¿Quien de estos era el verdadero Papa.

Resumiendo una vez más, vuelvo a decir, que si decretáis la infalibilidad del actual obispo de Roma, deberíais establecer la infalibilidad de todos los anterio¬ res, sin excluir a ninguno; mas ¿Podéis hacer esto cuando la historia está allí probando con una claridad igual a la del sol mismo, que los papas han errado en sus enseñanzas? ¿Podéis hacerlo y mantener que los papa9 avaros, incestuosos, homicidad, simoniaoos, han sido vicarios de Jesucristo? ¡Ay! ¡venerables hermanos! mantener tal enormidad sería hacer traición a Cristo, peor que la de Judas, sería echarle suciedad en la cara. ( Gritos : / abajo del pulpito! / pronto ! j cerrad la boca del hereje!).

Mis venerables hermanos, estáis gritando; ¿Pero no sería más digno pesar mis razones y mis palabras en la balanza del santuario? Creedme; la historia no puede hacerse de nuevo, allí está y permanecerá por toda la eternidad, protestando enérgicamente contra el dogma de la infalibilidad papal. ¡Podéis declararla unánime, pero faltaría un voto, y ese será el mío! Los verdade¬ ros fieles, monseñores, tienen los ojos sobre nosotros, esperando de nosotros algún remedio para los innume¬ rables males que deshonran la Iglesia, ¿Desmentiréis sus esperanzas? ¿Cuál no será nuestra responsabilidad ante Dios, si dejamos pasar esta solemne ocasión que Dios nos ha dado para curar la verdadera fe?

Abracémosla, mis hermanos; amémonos con un áni¬ mo santo; hagamos un supremo y generoso esfuerzo; volvamos a la doctrina de los apóstoles, puesto que, fuera de ella no hay más que horrores; tinieblas y tra¬ diciones falsas. Aprvechémonos de nuestra razón e inteligencia tomando a los apóstoles y profetas por nuestros únicos maestros, en cuanto a la ouestión de las cuestiones: «¿Que debo hacer para ser salvo? Cuando hayamos decidido esto, habremos puesto el fundamento de nuestro sistema dogmátioo, firme e inmóvil como la roca, constante e incorruptible de las divinamente ins¬ piradas Escrituras. Llenos de Confianza, iremos ante el

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mundo, y, como el apóstol San Pablo, en presencia de los libres pensadores, no reconoceremos a nadie más que a «Jesucristo, y a este Crucificado » Conquistaremos me¬ diante la predicación déla «locura de la cruz», asi como San Pablo conquistó a los sabios de Grecia y Roma y la Iglesia romana tendrá su glorioso 89. (Gritos clamorosos: ¡bájate! ¡fuera con el 'protestante , el calvinista , el traidor de la Iglesia).

Vuestros gritos monseñores, no me atemorizan. mis palabras son calurosas, mi cabeza está serena. Yo no soy de Lucero, ni de Calvino, ni de Pablo, ni de los apóstoles, pero si de Cristo. (Renovados gritos : ¡anate¬ ma! ¡anatema al apóstata!) ¡Anatema, monseñores, anatema! Bien sabéis que no estáis protestando contra mí, sino contra los santos apóstoles, bajo cuya protec¬ ción desearía que este concilio colocase a la Iglesia. ¡Ah! si cubiertos con sus mortajas saliesen de sus tumbas ¿hablarían de una manera diferente de la mía? ¿Qué les diriais, cuando con sus escritos os dicen que el papado se ha apartado del Evangelio del Hijo de Dios, que ellos predicaron y confirmaron tan generosamente con su sangre? ¿Os atreveríais a deoirles: «preferimos las doc¬ trinas de nuestros papas, nuestro Bellarmino, nuestro Ignacio de Loyola, a la vuestra?» ¡No, mil veces no! a no ser que hayais tapado vuestros oídos para no oír, cubierto vuestros ojos para no ver y embotado vuestra mente para no entender.

¡Ah! Si El que está arriba quiere castigarnos, ha¬ ciendo caer pesadamente su mano sobre nosotros, como hizo a Faraón; no necesita permitir a los soldados de Garibaldi que nos arrojen de la ciudad eterna; bastará con dejar que hagáis a Pío IX un Dios, así como se ha heoho una Diosa de la bienaventurada Virgen.

¡Deteneos! ¡deteneos! venerables hermanos, en el odioso y ridículo precipicio en que os habéis colocado. Salvad a la Iglesia del naufragio que la amenaza, bus¬ cando en las sagradas Escrituras solamente, la regla de fe que debemos creer y profesar. He dicho. ¡Dígnese Dios asistirme!

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Estas últimas palabras fueron recibidas con signos de desaprobación semejantes a las de un teatro. Todos los padres se levantaron muchos se fueron de la sala.* ( Bastantes italianos, americanos y alemanes, y algunos cuantos franceses e ingleses rodearon al valiente orador, y con un apretón fraternal de manos, demostraron que estaban conformes con su modo de pensar. Este dis¬ curso que en el siglo décimo sexto hubiera conseguido para el valiente Obispo la gloria de morir en la hoguera, en el siglo XIX solamente provocó el desdén de Pío No¬ no, y de todos los que desean abusar de la ignorancia de las gentes.

¡Pobres ciegos! ellos mismos caerán en el hoyo que han cavado para otros.

EXPLICACION

EL

DISCURSO anterior fue pronunciado por el obispo Strossmayer, en el Concilio Vaticano, que se cele¬ bró en Roma, en el año 1870. Aquel Concilio fue convo¬ cado por el Papa Pío Nono, con el objeto de hacer un esfuerzo gigantesco para salvar al Papado, que ya años antes comenzaba a amenazar ruina. y fpj

Los Jesuítas, siempre fieles apoyos de los papas, y lograron declarar la Infalibilidad del Papa, como dogma de fe ; pero no sin mucha oposición de parte de centena¬ res de dignidades de la Iglesia Romana misma. Entre ellos el obispo Efcrossmayer habló con grande energía y. elocuencia, en contra de tan grande blasfemia, y el re- j sultado ha sido muy funesto para la Iglesia de Roma.

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El mismo año del Concilio, el pueblo italiano rom¬ pió, para siempre el yugo papal: tomaron posesión de la ciudad de Roma, y destronaron al Papa. La Biblia fue introducida en Roma misma; y el puro Evangelio de JESUCRISTO comenzó a ser predicado allí, después de haber sido, despreciado, aborrecido, y casi desconocido por 1260 años.

El año siguiente 1871— más de cinco mil 5,000 representantes de varios países católicos romanos se re¬ unieron en la ciudad de Munich, en Baviera, y solemne¬ mente protestaron en contra de las iniquidades del pa¬ pado, y se comprometieron a reformar los abusos de su Iglesia; devolviéndole las doctrinas puras de la Biblia; rechazando todo lo que ha emanado de los papas y je¬ suítas. Estos reformadores titulándose “Católicos An¬ tiguos, con el famoso y elocuente Padre Jacinto, a su frente, se han aumentado de una manera asombrosa.

Así es como por el célebre Concilio Vaticano, la Iglesia Romana ha pronunciado la sentencia de su muerte, y desde entonces marcha velozmente a su des¬ trucción: los países más romanistas la abandonan, y delante del Evangelio de Cristo, el papado se oonsume, como Dios lo a predicho.

“Al cual el Señor matará con el espíritu de su boca,

y destruirá con el resplandor de su venida.” II Tes. 2:8.

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Algunos miembros del clero han osado decir que el discurso de Strossmayer es apócrifo: tal aserción es ri- díoula, mejor sería que contradijeran si pueden los argumentos que el obispo empleó: su discurso y su hu¬ millación después, son hechos que la prensa de Europa ha confirmado; y son tan verdaderos como lo es la conversación de los padres Jacinto y Grassi. o como el triunfo de los católicos Antiguos.

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