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ANTONIO CÁNOYA^ DED CAjb^TIErDO

El Teatro Español

EDIírOI\IArr IBEI\0-AMEI\ICANA

MADRID

Desengaño, 9, 11 y 13 librería

BARCELONA

Calle Valencia, 209

BAJOS

2181

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EL TEATRO ESPAÑOL

Mucho y yariamente se lia escrito respecto á las revoluciones dramáticas, de forma idéntica, y simultáneamen- te realizadas en España por Lope, y por Shakespeare en Inglaterra (1); mas es ante todo evidente, que no fué tal coincidencia casual fenómeno, sino producto de una propia corriente in- telectual, lenta y lentamente creada, que dio de pronto origen á aquella es- pecie de torrente destructor, semejante al de la Reforma, ó sea la insurrec- ción religiosa. Diferentísima fué ésta, sin embargo, en su índole y consecuen- cias; que no eran los dogmas críticos abandonados los únicos verdaderos, ni había de traer su abandono mal tan grave como el quebrantamiento de la unidad cristiana, que hoy se ecTia bien de menos en los combates de la fe con

(i) Al morir Shakespeare en 1616, ^n toda su gloria, estaba Lope también en el colmo de la suya.

el escepticismo reinante. Para el dra- ma, una de las primeras y mayores manifestaciones del sin^-ular instinto que desde la más tierna infancia nos mueve á la imitación de las cosas que vemos, instinto que, desenvuelto en la inteligencia, se convierte en el de- seo de representación, y propia y per- sonal creación, que engendra todas las artes, llegó á fines del decimosexto si- glo el momento psicológico de romper los viejos moldes. Para servirme de la expresión de Schiller (probablemente tomada de Santo Tomás, y boy adop- tada por Spencer y Renouvier, aunque en algo distinto sentido), ni ingleses, ni españoles, quisieron contentarse con jugar en el teatro, en vez de con sus propias ideas ó pasiones, con las ex- trañas. Era imposible semejante cam- bio sin violar las leyes de la escuela imperante, más lógicas que acomoda- das á los incongruentes acasos de la vida, y por eso con tanta facilidad se perdió el respeto á los venerables co- mentadores del Renacimiento, gente de todo punto consagrada á exagerar los preceptos de Aristóteles, y el falso mo- delo helénico aprendido en las trage- dias de Séneca. Si algo de la antigüe- dad, en tanto, podía aún sostenerse en Terencio, y mejor en los originales que el teatro, era la comedia de Planto y en las imitaciones, sobre todo por lo que hace á Italia, iniciadora de ésta, como en las artes todas, del Renaci- miento. En nuestra Península fué don-

(le tales imitaciones, aunque con fre- cuencia derivadas de Italia, lograron más lozanía, con las obras de Juan de la Encina y Lucas Fernández, Gil Vi- cente, Torres Naharro, Lope de Rue- da y otros autores para su tiempo in- signes; pero aquel arte, prosaico por naturaleza, ni podía bastar, ni bastó por solo á los ambiciosos y enérgicos contemporáneos y subditos de Felipe II y de Isabel de Inglaterra. Únicamente iguales, por lo demás, en su sentido revolucionario los teatros nacionales de Inglaterra y España, desde los prin- cipios dejaron ver en sus respecti- vas obras la natural discrepancia de dos personalidades tan extraordinarias, cuanto eran sus fundadores, cada uno de los cuales excluía toda confusión con otro; fenómenos irreductibles á una sola ley, nacidos para testimonio clarísimo los dos del infinito poder de individualización del espíritu huma- no. Verdad es también que, á la par que sus personales motivos de diferencia- ción, por hablar algo al modo de la filosofía novísima, separábanlos muy distintas tradiciones y costumbres, tan- to y más que los contrapuestos idea- les religiosos y políticos, bajo cuyo in- flujo y dirección vivieran. No había entonces, ni hay más diferentes nacio- nes aun que las dos de que trato, y, en resumen, tampeco se hallarán inge- nios, ni obras que menos se parezcan que el genio y las obras de Lope y de Shakespeare, aunque tal no fuese la

opinión de A. Guillermo Schlegel. Por románticos los declaró éste juntamen- te, no sólo á causa de la identidad de rebelión, sino por la igual discordan- cia de los suyos con los principios del teatro antiguo y la naturaleza de sus ficciones; pero ¡qué romanticismo, en todo caso, tan diferente! (2).

Ciñéndome á nuestro poeta, que es el que aquí me importa, nadie podrá negar que fuera él y no Shakespeare quien crease el romanticismo dramá- tico, tomado en la acepción que pri- mitivamente dieron á aquella voz los hermanos Sclilegel y su amiga madama Staél, principales fundadores aquéllos y propagadora ésta de la moderna crí- tica. Si las ideas y los sentimientos íntimos de la Jídad Media se recogie- ron y elevaron liasta constituir el ideal de una escuela dramática, debióse ex- clusivamente á Lope, de cuyas obras brotó á raudales una nueva fuente de inspiración é invención, qiie, no sólo avasalló á los poetas españoles de su siglo, sino á los compatriotas de tiem- pos posteriores. La primera consecuen- cia de tal revolución fué, por supues- to, el sobreponer la Musa española á la italiana en la poesía dramática, cuando esta nación iba aiín delante de todas en las demás artes y letras. Algo semejante al concepto estético de la

(2) Cours de Lifiérature dramatique, par A. W. Schelegel, traduit de d' allemand par madame Nec- ker de Saussure. París, 1865, tome, second. Seconde partie. Thedíres romantiques, treiziéme legón.

lírica yetrarqua^ca^ por virtud del cual se fué espiritualizando el de la mujer hasta representarla en un tipo único, más bien que real alegórico, se advier- te, á la verdad, en todos los personajes, así galanes como damas, del teatro de Lope; 3' lo que en Italia se llamó stil nuovo, no está lejos de parecerse, ba- jo este sentido, á las obras sugeridas por el Arte nuevo de hacer coviedias, Pero á fuerza de sutilizar, la lírica italiana había llegado á perder por completo de vista la realidad, amane- rándose y agotándose de suerte que ningún positivo influjo tuvo al fin y al cabo entre las gentes, y otro tanto acontecía con los versos amorosos de Herrera y de los otros imitadores cas- tellanos. No era allí, pues, donde podía buscar inspiraciones Lope, y aunque sus personajes tuviesen mucho también de alegóricos, cual diré después, él buscó y halló nuevo camino en el tea- tro para darles, dentro del ideal his- tórico y social de España, original ca- rácter y constante interés. Del petrar- quismo al romanticisTno de Lope hay una distancia, en suma, que es más fácil medir á la simple vista que ex- plicar.

De todas suertes, si aquella antigua lírica italiana, maestra por siglos de la del resto del mundo, debe contarse por uno de los más felices frutos del ingenio humano en la historia de las letras, ni de lejos alcanzó igual éxito dicha nación en el teatro. En vano re-

presentó todavía más allá del siglo de- cimosexto ostentosísimos misterios re- ligiosos alternados con las tragedias ó comedias latinas de Séneca, Planto y Terencio: en vano siguió cultivando con empeño su comedia picaresca ó bufa más que cómica, aunque rica de ingenio á las veces; en vano con sus poemas de interminables octavas-rimas quiso desenvolver también, al propio tiempo que el de la antigüedad clásica, el espíritu de la Edad Media, pues no logró más que modernizar sin fe, ni verdadero sentimiento caballeresco, aunque por alto ó dulcísimo estilo, los ciclos leyendarios. El potentísimo ele- mento pagano del Renaciiniento, le veló de otro lado la mística y candida fe que respiran los dramas religiosos españoles, sobre todo los autos sacra- mentales de Calderón, mejores, sin du- da, para haber recreado el ánimo de Cimabue ó del Giotto,. que de un Mi- guel Ángel ó un Rafael. Ni la escép- tica política resumida por Maquiave- lo, ni las semipaganas iglesias ó imá- genes del puro y neto Eenacimiento, eran á propósito por cierto para infil- trar en el corazón de los italianos aque- lla íntima y, si se quiere, supersticiosa veneración á Dios y al Rey, que, jun- tamente con el antiguo ideal heroico y caballeresco, respiraba por todas par- tes nuestra sociedad. Ni era tampoco con los gentiles hombres egoístas, sin sentido moral, 3- fríamente corrompi- dos, ó con la sensualidad refinadamen-

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te elegante de líus grandes damas de Ñapóles, Milán y Florencia, en el si- glo decimosexto, con lo que había de componer la imaginación aquellos sin- gulares tipos de hombres y mujeres de Lope, que, aunque recogidos por el poeta, cual todos los de su sistema dra- mático, en modelos vivos imperfectísi- mos, eran reflejos, gl ñu, según procu- raré luego demostrar, de la virtud que, muy poco menos que los conventos, escondían entonces nuestras casas par- ticulares. Sin duda que hay también muertes por celos, y aún más comunes y violentas que en España, en la Ita- lia de la época ; pero suelen ser celos mejor ajustados al común sentir que los descritos por Calderón y Lope, y no tan exclusivamente inspirados por la idea del honor: el arte de las esto- cadas se ejercita asimismo allí, y se teoriza, cual en otra nación ninguna, sobre lo que pudiéramos llamar teolo- gía del duelo; mas esto también tuvo, como todo, absolutamente todo, muy distinto carácter en el espíritu espa- ñol. Dicho se está, por otra parte, que el influjo que no tuvo Italia en nues- tro teatro, menos pudiera tenerlo Fran- cia, literariamente inferior durante el siglo XVI á las dos Penínsulas lati- nas ; ni Alemania, casi por entero dada á las polémicas religiosas ó al ejerci- QÍo mercenario de las armas ; ni Ingla- terra, que, con su nativo espíritu po- sitivo, siempre ofreció tan diferente campo á los dramáticos.

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Obsérvese qué momento era en el en- tretanto aquel de la vida española. Ter- minaba por aquellos días en el Esco- rial su existencia el postrer monarca que guardase íntegro en el ánimo el ideal religioso de la Edad Media ; los subditos que heredó su hijo recorda- ban, cual cosa de ayer, haber tenido por soberano un Emperador paladín en Carlos y, y por vecinos y amigos, hé- roes casi de la fábula, que tales eran los conquistadores de América; la an- tigua y obscura devoción nacionacl se había brillantemente coronado con la profunda teología de Salamanca y Al- calá, triunfante en Trento; y aunque padeciese ya España la triste enferme- dad de su pobreza, á que debía sucum- bir tarde ó temprano, casi tanto como en los de Dios, creía aun en los mila- gros de la espada (3). De ella se de- rivaba con efecto, toda individual for- tuna por estas tierras: á ella sólo se debió que desde Covadonga hasta Lis- boa, y desde América á la India, nin- gún día hasta allí dejara de ensanchar- se más ó menos el territorio de la pa- tria. La síntesis de todo esto nos la re- presentan bien al vivo en sus personas mismas los poetas de la época, que, cuando no eran de los vencedores de Lepanto, eran de los vencidos en es- cuadra tal como la Invencible, y des-

(3) Sobre las excelencias de la espada, véase la cu- riosa obra de D. Enrique de Leguina, titulada La Espada, afiintes fara su historia en España: Sevi- Ua, 1885.

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pues de recorrer el mundo de soldados, casi ninguno dejaba de parar en cléri- go. ¿Qué pudiera faltarle á Lope para interpretar y representar cual nadie los

5 pensamientos místico-lieróicos de la ídad Media, ó para ser el verdadero inventor de la dramática romántica, sino lo que de sobra tenía, que era el genio?

Ocioso es decir, pues todo el mundo lo sabe, que el inmortal novador no logró sin contrariedades su empeño, cual sin ellas no le alcanzó Skakes- peare. Cuanto dijo el clasicismo italo- francés durante dos siglos y medio con- tra aquella revolución literaria ; cuanto propalaran, bajo igual sentido, algu- nos españoles en la anterior y la pre- sente centuria; la substancia, en fin, de cuantas críticas, la suntuosa y vas- tísima fábrica de Lope ha sido objeto, en la sucesión de los años, antes de Boileau, y hasta con palabras idénti- cas, lo expuso Cervantes en el capítu- lo XLViii de la primera parte del Don Quijote, tantas veces copiado y comen- tado por los críticos. «Qué mayor dis- parate puede ser», de'cía, «en el sujeto que tratamos, que salir un niño en mantillas en la vriniera escena del pri- mer acto, y en la segunda salir ya he- cho un hovibre barbado? (4). ¿Qué ma- yor que pintarnos un viejo valiente.

(4) Sur la scéne en un ioiir renfsrmí' d^2 atinges JA soHvent le héroe d' un espectacle groasier, Enfant ait pre^nier acíe, esi barboa au dernier

Boileau: L' Art Poétique.

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im mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, nn rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré que he visto comedia que la ¡primera jor- nada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y aun si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acabaría en América? ¿Pues qué si venimos á las comedias divi- nas?... j> Aparte la exageración burles- ca, quiere esto, en suma, decir que eran mortales pecados de la dramática, se- gún Cervantes, el faltar á la unidad de tiempo y á la de lugar, así como el confundir en una propia fábula perso- najes altos y bajos, y nobles y humil- des acciones, ó tejerlas con asuntos sa- grados. Pues búsquese otra cosa en la crítica clásica, y no se encontrará de cierto, así como no cabe hallar en ella más insigne campeón.

Pero mientras éste fulminaba tan dura sentencia, ¡ cuan prodigiosa in- tuición la de su rival Lope ! Sin miedo á los más de los teólogos, que echaban muy de menos la prohibición de Feli- pe II, que por aquel tiemi30 se alzó, y más que nunca se escandalizaban de las ternuras amorosas y pecaminosos lances de sus comedias (5) ; sin curarse

(5) Véase sobre esto singularmente el curioso libro intitulado Bienes del Honesto trabajo y Daños de la Ociosidad, por el Padre Pedro de Guzraán : Madrid 1614; libro en que, sin nombrarlas, se designan bas- tantemente las nuevas comedias para comprender á quién iban dirigidos los principales tiros, y desde su punto de vista, los más fundados, pues se queja especialmente de las comedias que no pocas veces se representaban entonces econ adulterios, incestos.

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de los preceptos tradicionales, puestos bajo la guarda del nombre casi sagra- do de Aristóteles; sin aliado alguno, pues no conocía seguramente á Sha- kespeare ni á sus predecesores; tan só- lo guiado, en fin, por su propio inge- nio, dio en el período histórico opor- tuno con el género de literatura y el sistema dramático que más convinie- sen, no sólo entonces, sino durante si- glos, á su nación. Luego al punto, las cahallerías de los breves y escasos ro- mances viejos; las ampliaciones, imi- taciones y romanzamientos de casos he- roicos con que se iban constituyendo á la sazón loa nuevos y copiosos Ro- manceros; los intrincados libros, que en sus Fortunas de Diana encareció tanto Lope, y de que fueron héroes los Esplandianes, Palmerines, Lisuartes,

sacrilegios, homicidios, venganzas, ambiciones y -pre- tensiojies de honra contra razón y derecho, frau- des y engaños de los criados y siervos», etc. Otro tanto viene á decir el P. Bisbe y Vidal en su raro Tratado de las comedias, en el cual se declara si so ti lícitas: Barcelona, 1618. No habían sido mejor trata- dos, en verdad, los libros de caballería, antes que los matase con el ridículo Cervantes. El mismo año de 1547, en que nació este, publicó el autor de ro- mances Alonso de Fuentes su Summa de philosophia natural, en la cual figura ya un sujeto doliente, 6 monomaniaco, á causa de la lectura de tales libros^ y en especial enamorado de Palmerín de Oliva. Fuen- tes pretendía que se prohibiesen por la justicia, como las comedias se prohibieron, por el mal ejemplo que de ellos también resultaba. tMe admiro», decía, «que se tenga cuidado de prohibir el meter en este reino las sábanas de Bretaña, á causa que se hallaba en- fermar por su respecto muchas personas de muchas enfermedades contagiosas, de las cuales las dichas sábanas venían inficionadas, y no se provea en su- plicar que se prohiban libros que dan de tan mal ejemplo y tanto daño de ellos depende.» Cervantes encontró, por lo que se ve, más apoyo contra los libros de caballería que Lope en favor de sus come- dias.

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riorambelos y Esferamundos, con Ama- dís, su padre común; toda la litera- tura castiza, en suma, se concentró y resumió, por maravillosa manera, en el teatro, gracias á aquella inmortal em- presa en la que lo de menos fué derribar lo antiguo; que es nada derribar cuan- do no se acierta á construir, como se construyó, cosa mejor. Y mucho mejor era, con efecto, aunque harto más di- fícil, que consumirse en la imitación, de ordinario estéril, de los modelos la- tinos é italianos, ya en la épica, ya en la lírica, ya en la dramática misma, cual tantos otros ingenios hicieran, sin excluir al propio Lope, ni mucho me- nos crear un teatro verdaderamente in- dígena, y uno de los más grandes que hayan existido ó puedan existir jamás. ¡ Lástima, por cierto, que no dedicase á escribir con más espacio sus comedias aquellas larguísimas horas que debió emplear nuestro poeta en componer, imitando á otros, tantos medianos li- bros pseudo-clásicos !

jSTo he de detallar aquí el estado en que nuestro teatro se hallaba al tiem- po de comenzar éste á escribir, niño aún, para las tablas; pero justo es ad- vertir que Shakespeare encontró el te- rreno mucho mejor preparado que él para la rebelión. La lucha de clásicos y románticos, no sólo estaba ya bien encendida en Inglaterra, sino que á los primeros les llevaban ventaja en la opi- nión pública los segundos, cuando el genio de su mayor poeta aseguró allí

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el triunfo del protestantismo dramáti- co, y del libre examen en la crítica. Aquí, por el contrario, todo libre exa- men y todo protestantismo eran menos genuinos y naturales que en Inglaterra, y por oso mismo llevaba lieclios meno- res progresos el espíritu de independa contra la rutina de los comentadores aristotélicos. Ileducir de cuatro ó cin- co á tres los actos, titulándolos por lo general jornadas, fué, sin embargo, fe- liz acuerdo, de que más de un predece- sor de Lope se jactó. Traer á la esce- na «tramoyas, nubes, truenos y relám- pagos, desafíos y batallas», había sido ya hazaña de Torres Naharro, referida por el malhumorado Cervantes con cier- to desdén. Juan de la Cueva, en fin, había alardeado también de rebelde contra alguna de las unidades, en es- tos versos de su Poética:

«Huimos ¡a observancia, que forzaba A tratar tantas cosas diferentes En término de un día que se daba».

Pero nadie, en cambio, rechazó más vehementemente que este mismo la más esencial innovación del sistema de Lope y Shakespeare, aunque alguna que otra vez se viera en sus predeceso- res; es á saber: la mezcla en una pro- pia acción de lo sublime y lo bufo, de risas y lágrimas. Dice así la Cueva:

cEntre las cosas que prometen veras No introduzcas donaires, aunque de ellos Se agrade el pueblo, si otro premio esperas. El cómico no puede usar de cosa De que el trágico usó, ni aun sólo un nombre Poner, y esta fué ley la más forzosa».

El Teatro Español 2

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Muy lejos de pensar así Lope, supri- mió, desde los principios, no tanto en el nombre cuanto en la realidad, toda distinción entre los graneros dramáti- cos, creando el drama romántico, ya con el simple título de comedia, ya con el mismo de tracjiconrcdia, que tanto había ilustrado La Celestina. También dieron primitivamente Corneille y Ha- cine el nombre común de comedias á las obras trágicas cómicas ; pero los crí- ticos franceses, siguiendo la tradición clásica, abrieron muy pronto el pro- fundo abismo entre ambos géneros que ba llegado hasta el presente. Por su especial camino, en tanto, acercóse más en este punto nuestro poderoso innova- dor que todos los clásicos á la defini- ción antigua: comedia est imitatio vi- tae, spectduvi consuetudiriis et imago veritatisy>, la cual tomaron muchos del orador romano, pero más concisamente que nadie Luis Alfonso de Carballo (6), con sólo este verso:

«Es la comedia espejo de la vida».

Porque no cabe duda que ésta sea de ordinario tal como Lope, Shakespeare y los románticos modernos la han re- presentado: mezcla alternada de lo se- rio ó triste con lo burlesco : mas aque- lla idea, llevada en la práctica á todas sus consecuencias, bastaba por sola para que rompiese nuestro teatro con

(6) En su Poética intitulada, como es sabido, Cis- ne de Apolo: Medina del Campo, 1602.

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lo más esencial de la tradición dramá- tica, desde Aristóteles y Séneca hasta entonces. No por lo dicho se entienda que fuese la vida en general, ni Ja his- tórica, ni la peculiar de su tiempo, lo que pretendiese Lope pintar. Segura- mente que todo drama debe contener contrastes de la existencia hum.ana, re- flejados en la escena cual un espejo; pero, ¿en qué límites, tajo que distin- tos aspectos debe la vida fingirse, imi- tarse y ser expuesta á la contempla- ción del público? ¿Únicamente acaso con aquellos caracteres generales que por igual presenta en todos los siglos? ¿Tal vez cumpliendo el teatro funcio- nes meramente fotográficas con la vida contemporánea? O, sin perder jamás de vista lo natural, ¿debe, al modo que el escultor ó el pintor de las grandes escuelas antiguas, fijarse también el dramático en lo esencial, despreciando los accidentes vulgares ó insignifican- tes, hasta producir en los ojos, en los oídos, en el entendimiento del espec- tador, aquella suma arm^onía que cons- tituye lo eternamente bello para las ar- tes? Si especialmente escribiese de es- tética, tocaríame responder más dete- nidamente. Básteme ahora decir que el ludus de Santo Tomás, ejercitado en la imitación y representación artística, ó sea el juego, tal como está expuesto en los niimeros decimocuarto y décimo- quinto de las Cartas sohre la educación estética de Schiller (7), si tiene siem-

(7) CEuvres de Schiller, traduction nouvelle, par Ad. Regnier. Esthétique. París, iSó'i.

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pre lina forma viva por objeto, liu de realizarse de suerte, que la forma sea vida y la vida forma, sin confundirse tal forma y vida, ni con lo agradable, ni con lo bueno, ni con lo perfecto. Que estas cosas naturalmente las toma el hombre en serio, y el arte debe guar- dar su carácter de jnego, porque sólo con lo bello ó lo que en algo se le parece se juega intelectualmente, en la vida real, mediante la representación ordinaria de objetos ó acciones, ya en la vida propia del arte, donde se con- densa y realiza la existencia total y completa. La actividad que al arte se aplica, no es aquella, en tanto que por superfina consideraba Santo Tomás ilí- cita, sino la que positivamente sobra para las necesidades sensibles, y res- ponde sólo á lo que en el alma hay de superior á la simple existencia. ¿Cabe encarcelar en los reducidos límites de évsta dicha atividad superior, no dando satisfacción á su exuberante energía, con lo desinteresado también, y lo in- diferente para el mero existir, con lo esencialmente libre por eso mismo y sin sujeción al deber, á la utilidad, ni otro fin alguno de nuestra naturale- za animal y social? No, en verdad. Para mí, de otra parte, la infantil imitación que primeramente se llama juego, y la servil representación de las cosas reales, que ya á las veces recibe el nombre de arte, y es, sin du- da, un juego más, tienen igual, aun- que diferente razón en la vida; por lo

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cual, ni lo primero ni lo segundo pre- tendo excluirlo en sus respectivos ca- sos. Pero lia}' todavía juego más alto, en que consiste el arte verdadero, muy especialmente en la dramática, y quie- ro que en él se represente, no tan sólo lo que es ó lia sido, sino lo que puede y lo que debe ser. De que también sea juego el arte, da claro testimonio, por lo demás, el liecho de que los que más juegan materialmente con las cosas en su vida práctica, son los que por vir- tud de él las representan mejor. Nun- ca lian sido los que han sentido el amor seriamente, y vaya de ejemplo, los que acertasen á pintarle mejor en la poe- sía, sino los que más han convertido en vulgar pasatiempo dicha pasión. ¿Ha habido hombres que más se burlen de ésta y de todas, ni que mejor las des- criban que Goethe y Byron?

Dentro de esta doctrina general se- guramente caben aquellas inmortales resurrecciones históricas que se titulan Ricardo III, El Rey Juan y Enrique VIII ; lo está asimismo la profunda ex- presión de las pasiones de Ótelo, ó de Hamlet; pero cabe de igual modo, en sus esenciales caracteres, el teatro de Lope. Parte por el medio social en que éste vivía y sus discípulos vivieron, parte por la particular índole de ellos, ni aquél ni éstos penetraron en los mis- terios de la historia antigua, ni, como el gran dramaturgo inglés, intentaron interpretar la de su patria; que yo no «oy de los que piensan que en La es-

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trella de Sevilla se represente la muer- te do Escovedo, y en El castigo sin ven- ganza, la fábula de les amores, con su madrastra, del príncipe D. Carlos. Si la suspicacia de algunos ministros re- gios pudo imaginarlo, lo que es de Lo- pe, puede bien afirmar que ni como cristiano, ni como caballero, ni como monárquico, pensaría en traer la ex- tranjera calumnia del segundo de di- chos asuntos á la escena, y, como poeta, no hubiera convertido en un Sancho Ortiz de las Eoelas al inteligente pero poco simpático Antonio Pérez, tan in- digno de semejante honor. Tampoco se empeñó Lope en analizar ó descri- bir fisiológicamente las pasiones huma- nas, tales como se dan en la pura na- turaleza; ni se afanaron después de él sus sucesores, en profundizar otros se- cretos psicológicos, que los que eran simpáticos á los contemporáneos, ver- bigracia, los del amor y el honor, ó, cuando más, los misterios de un dogma, no sólo cardinal en la teología, sino fundamental en la sociedad española de entonces; es á saber: el de la reden- ción mediante el arrepentimiento. De- jóse de sacar así del estudio especial y hondo de las pasiones en general, el sumo partido que por medio de rá- pidas y maravillosas pinceladas, más que de detenidos análisis, sacó Sha- kespeare de ellas, no obstante que para tal empresa contásemos con el copioso caudal de la filosofía del alma que encierran nuestros infolios de teolo-

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gía moral y los libros en romance de casos (le conciencia con que se adoc- trinaban los confesores ordinarios. Lanzóse á cambio de esto Lope, y lan- záronse sus sucesores tras él sin el me- nor escrúpulo, á pintar una vida, me- nos positivamente vivida que pensada: aquella que en los españoles de la épo- ca constituía el sistema de existencia ideal ; lo que los mejores, de sang're más pura y más exquisito gusto de ellos tenían por más caballeresco, en suma. Lo cual quiere, por solo, decir más heroico, más santo unas veces, más honroso otras, y digno de alabanza cuando no de excusa, aun en los casos que expresamente estaba condenado por la religión, la moral y las leyes. Si era en muclio grado convencional esta manera de considerar el arte, no se trataba, al míenos, de una convención arbitraria, individual, producto subje- tivo de los poetas, sino de otra por mo- do espontáneo engendrada en el círcu- lo de ideas, mediante las cuales vivía en sociedad la gente más granada del pueblo singular en que ellos escribían. Jugaba, en fin, nuestra dramática, en el sentido de Scliiller, no con reprodu- cir indiferentemente lo que aquella so- ciedad daba de ordinaria y prác- ticamente, sino representando lo que los españoles de entonces pensaban que debía ser, y querían ser, lo cual podía ser, después de todo, indudablemente. Para esto legitima y teóricamente el sistema. Pero quiero, además, de-

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cirio de unu vez y en abono de las al- tas convenciones estéticas: nunca la simple reproducción de los modelos na- turales, y mucho menos de sus copias, como los adversarios de Lope preten- dían, subirá á la cumbre excelsa de lo bello, ni en la música, reduciéndose á imitar el arte los ruidos 6 los gritos naturales, ni en la escultura, ajustán- dose al modelo vivo nimiamente, ni en la pintura, trasladando supersticio- samente al lienzo el cielo, el agua ó la piel liumana; que para eso bien se es- tán tales objetos según son y en los lu- gares que en la realidad les corres- ponden ; pues, cuanto á la verdad para los sentidos, desafía la naturaleza toda competencia artística, por perfecta que sea. Otra es, por ejemplo, física y mo- ralmente armónica de la Venus de Mi- lo, que jamás se ve en el cuerpo huma- no con rigor absoluto representada, sin dejar de ser tan verdadera y más que la de cualquier hermosa mujer; aque- lla de otra parte íntima y dulce, tam- bién real, de las vírgenes de la escue- la pre-rafaelesca que tampoco logran mirar por calles y plazas nuestros ojos mortales ; una vida, poética, en conclu- sión, no ante lo artificial y rutinario creada, sino ante el modelo vivo, sin el cual nunca se despierta y surge la inspiración fecunda y cierta, ni descu- bre la fantasía todo el maravilloso po- der de transformación y perfecciona- miento que latente guarda; pero crea- da en la razón, y para ella, no por y

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para los sentidos. Bien se puede, ade- más, alegar, aun sin elevarse á nuevas €onsideraciones estéticas, que tan con- vencional cuanto el sistema español fué el de Séneca seguido por los trá- gicos del siglo XVI, y que no lo eja me- nos el del gran teatro de Corneille y Racine con sus tragedias, ni griegas ni romanas, ni francesas en puridad, sino inspiradas en un especial aunque nobilísimo concepto de la vida, hijo del entendimiento, que no de la obser- vación puntual de las pasiones y cos- tumbres en los días de Luis XIV. «La originalidad de Racine», acaba de de- cir, abundando en esta idea, el crítico francés M. Deschanel (8), «consiste en fundir con habilidad suprema lo pa- sado y lo presente ; en juntar á aquella parte de lo antiguo que podía gustar á sus contemporáneos, los nuevos sen- timientos debidos á la civilización cris- tiana; en cometer el anacronismo de sustituir personajes femeninos de su gusto y de su tiempo á las mujeres de Sófocles y Eurípides, dentro de las fá- bulas griegas; en prestar, en fin, una belleza ideal á las cosas de su patria». ¿Fué, por ventura, diferente de éste el convencionalismo de Lope?

No se extrañe que con tanta repeti- ción haga uno el nombre de éste con el del antiguo teatro nacional. Aunque sea verdad que le sobrepujara Moreto luego, lo propio que á otros, en la creá-

is) Racine, por M. Deschaucl : París, 1884.

cióii (le tipos humanos, dentro del sis- tema, así eomo en la vis cómica y en la disposición de las fábulas; aunque fuera mayor que la suya la inspiración trágica de Rojas; aunque no igualase á Alarcón y Tirso en la verdad de la observación y en la pureza y donaire del estilo, ni á Calderón en el rico de- senvolvimiento de tipos morales que le hace el más insigne de nuestros dramá- ticos antiguos, con eso y todo, fuera in- justo negarle ventaja á Lope, así en la invención y pintura de caracteres fe- meniles, como en la perfección del diá- logo, y toca ya en lo imposible el dis- putarle la gloria de la formación del molde maravilloso en que nuestro tea- tro quedó encerrado por tanto tiempo. Dentro de él distinguió Lista siete cla- ses de obras diferentes: las de capa y espada, ó de intriga y amor, las pasto- riles, las heroicas, las trágicas, las mi- tológicas, las de santos y las filosófi- cas ó ideales. Para no citar otras cla- sificaciones posteriores, contentaréme con recordar que D. Marcelino Menén- dez. y Pelayo, en sus interesantísimas conferencias sobre Calderón, las divi- dió de un modo parecido, en sacra- mentales, religiosas, filosóficas, trági- cas, de capa y espada, y géneros infe- riores. Sin oponerme á tales distincio- nes en exactas é indispensables, sin duda, tratándose de analizar completa- mente nuestro teatro antiguo, la índo- le general de estas consideraciones me permite sintéticamente decir que en

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las comedias caballerescas está el fun- damento del sistema propio de Lope. Porque, en verdad, que ni los autos sa- cramentales, ni los dramas puramente devotos fueron invención de aquel poe- ta, ni siquiera española, y el que ele- vase Calderón este género á la mayor altura que haya alcanzado, no quiera decir que en otras naciones no se cono- ciera. Tampoco es cierto, á pesar del entusiasmo exagerado del gran pane- girista de Calderón, Fr. Manuel de Guerra, entusiasmo que más tarde com- partieron los hermanos Schlegel, que en dicho género de obras se cifre lo mejor de aquel poeta y aun de todo nuestro teatro nacional. Por otro lado, lo pastoril y mitológico no tuvo en éste suficiente importancia para que lo uno ó lo otro se estime en él condición pe- culiar y distintiva. Los dramas heroi- cos y trágicos, con las comedias que se titulan de capa j espada, que, en mi sentir, pertenecen al propio género, y los de base religiosa como El Purgato- rio de San Patricio ó La invención de la Cruz, á la par engendrados en el es- píritu de los hombres de las Cruzadas y de la guerra de los ocho siglos, ó sea asimismo en la antigua caballería, fue- ron, pues, los que realmente constitu- yeron nuestro especial sistema dramá- tico. Salidos de una misma fuente, son ambos géneros hermanos, inspirándose esencialmente en idénticos sentimien- tos y principios: los de la heroica y cristiana sociedad que representa nues- tro teatro.

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¿Qué iniporta, por ejemplo, que un oaballero se llame Key Don Pedro en La niña de 2^J(^f(^i ^l ^i(^o hombre de Alcalá y Lo cierto por lo dudoso, ó que sea simplemente hidalgo particu- lar? Como hidalgo suele pensar y obrar ante todo el líey, y obra y piensa el hidalgo cual si fuera Hey, en todas ó las más de las ocasiones. Tampoco alte- ra los caracteres esenciales de nuestras comedias el que muchas por el asunto antiguo y por el clásico desenlace pa- rezcan tragedias; irregulares, mas al fin tragedias. Entre tantos miles de obras y tantas docenas de autores, de todo tiene que haber en los asuntos ó casos, y de todo hay, sin duda; pero mirado el sistema en conjunto, bien se Te que reposa sobre este cardinal pre- cepto del fundador, en su Arte nuevo de hacer comedias:

«Los casos de la honra son mejores Porque mueven con fuerza á toda gente».

Es decir, los casos ó sucesos caba- llerescos. Y bien dejan de por enten- der las obras de nuestro teatro la ver- dadera razón de que sin extrañeza vie- ran los espectadores, al decir del mis- mo Lope en su dicho Arte:

«Sacar un turco un cuello de cristiano Y calzas atacadas un romano».

Porque, con efecto: como no salían nunca á las tablas romanos ó turcos,

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teros, sino españoles de los que "usaban cuellos y calzas atacadas, ó, lo que es igual, caballeros de Madrid, atora dis- frazados de extranjeros, modernos 6 antiguos, ahora representando empera- dores, reyes ó príncipes, ahora fin- giéndose criminales, ahora galanes ena- morados, para nada necesitaban ves- tirse con trajes diferentes. Un propio ingenioso espíritu reina de todas suer- tes en los diálogos de los personajes,, á excepción de los graciosos, que entre igualmente son parecidísimos. Y por lo demás, de igual modo riñen los hom^ bres á lo mejor en muchas de las come- dias de sentido religioso de Calderón, El mágico prodigioso ó La devoción de la CruZy por ejemplo, que en cualquier simple comedia de capa y espada. Ni las mujeres se diferencian tampoco si- no en parecer m¿s ó menos platónicas ó sensuales, según que la musa de Lo- pe ó Tirso las retrata.

«Eusebio, donde el acero

Ha de hablar, calle la lengua»,

dice el Lisardo de la segunda de estasr comedias, y en la primera dice, á poca más ó menos, Floro:

cLa espada Sacad, que aquí son las obras, Si allá fueron las palabras».

Y en el intorín: ¿la Justina de ET mágico prodigioso ó la Julia de La de- voción de la Cruz, discurren de otra suerte por acaso que las poéticas damas-

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de La esclava de su galán ó El rergon- zoso e/i palacio? No liay más decir, en conclusión, sino que aquí ala misma manera de mundo es todo», aplicando al caso cierta frase de Luis Cabrera de C6rdo])a, sobre la historia: mundo, sin embargo, especial y aparte, general- mente habitado por personajes distin- tos de los que la ordinaria vida huma- na produce ; mas, no sólo verosímiles, sino verdaderos en la inteligencia de los autores y sus oyentes, y no imposi- bles, á la sazón, aunque en otra edad y nación pudieran serlo.

^;Ha de deducirse de lo expuesto, por ventura, que el talento singular de Lo- pe se hiciera bien cargo del sumo al- cance crítico, del inmenso valor poéti- co, del carácter nacional y permanen- te de la revolución y creación que ini- ció y en tantísimas partes llevó á ca- bo? No, ciertamente. Para mí, ignoró eso, ni más ni menos que sus adversa- rios, y el primero de todos Cervantes. Ni de otra manera se explican las de- finiciones burlescas que aquél hizo de su sistema. Tratando en una de sus no- velas amorosas, intitulada El desdicha- do por la honra, del modo de escribir- las, se expresa en estos 'términos: «yo he pensado que tienen los mismos pre- ceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo, aunque se ahogue el arte"». Nada había dicho tan rudamente en el Arte nuevo de hacer comedias ^ aunque encierren ignial pensamiento los si- guientes versos:

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«Yo hallo que s¿ allz se ha de dar gusto. Con lo que se consigue es lo más justo».

Escarneció igualmente su teatro en casi todas las demás páginas del Arte nuevo, calificándolo con repetición de bárbaro, y pidiendo perdón por haber- lo creado á una Academia particular de las que á la sazón andaban en moda ; obrando así con el propio desenfado que un contemporáneo nuestro, insig- ne lírico y dramático, en ocasiones va- rias, y señaladamente en el discurso en verso con que le recibió la Academia Española. También Zorrilla, á quien claramente aludo, reputa inconsciente la inspiración de sus versos, con ser, ^cual los de Lope fueron, los más popu- lares é influyentes de la época, dándo- los por hijos de su ignorancia, como por hijas de la barbarie daba el último sus comedias. Lo que en esto debe ha- ber de cierto es que ambos adivinaron más que pensaron lo que hacían, reci- biendo por modo objetivo su originali- dad sistemática, ó, por decirlo más cla- ro, sintiendo espontáneamente, ó per- cibiendo, con particular instinto, la es- pecie de juego literario que 'requerían los tiempos, la latente necesidad esté- tica de sus contemporáneos, bebiendo la inspiración, en suma, en su público más que en mismos.

Para limitar^ae de nuevo á Lope, si aquella intelectual potencia suya, ni bien medida, ni bien conocida por él, pero que dirigía, no obstante, como en

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todo hombre, sus peculiares determina- ciones; si á aquella feliz combinación de raras facultades que ofrecía á su voluntad un instrumento de que ningún otro podía disponer; si á aquella intui- ción profunda y ciegamente espontá- nea, que sin reflexión ni estudio le hi- zo hallar su sistema dramático, hubie- se juntado menos vanidad en producir, es claro que aún sería más grande. Ee- frenando el torrente indócil de su ve- na poética, y prescindiendo de aquella facilidad, á la par prodigiosa y deplo- rable, que le brindaba sólo con la su- balterna ventaja de ser un inaudito improvisador, reuniría á la gloria de haber enriquecido el tronco del arte con una nueva y frondosísima rama, la de haber elevado el teatro, en general, á toda su posible perfección. De cual- quier manera, su dramática es á la gre- co-romana lo que á la arquitectura de este nombre la que se llama gótica vul- garmente. Alejóse al modo que ésta de los moldes clásicos el teatro de Lo- pe, para vaciar en otros nuevos el ideal cristiano-caballeresco de la Edad Media y de los tiempos que inmedia- tamente la siguieron. ¡Y qué gloria no habría acumulado el género humano sobre el inventor de la arquitectura gó- tica, si se le conociese, y ella no fuera, según parece, colé*ctiva transformación y elaboración realizada en común por numerosos artífices, en plazo de tiempo indeterminado! ¡Ah! Con sobrada ra- zón no pisaba Lope calle cuyas puer-

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tas, ventanas y balcones dejase el ve- cindario de Madrid de poblar al punto, con residir aquí tantos años, parándo- se á mirarle cuantos pasaban y basta los que iban en coche, cosa que, como testigo de vista, recordó Fr. Francis- co de Peralta en sus exequias, y home- naje indudablemente consagrado al ce- lebérrimo autor de las comedias y no más: porque hubo quien escribiesje me- jores poemas épicos, y mejores novelas y versos líricos que él, sin lograr ni con mucho honor tamaño, según ex- perimentó, entre otros, Cervantes.

Por cierto, que en la segunda mitad del siglo anterior se discurrió y dispu- tó mucho acerca de los durísimos mo- dos con que reprobó el último la mu- danza experimentada por el teatro es- pañol en manos de Lope y sus imita- dores. Sábese por demás, que, antes de que éste se alzase con la soberanía dramática, escribió también comedias aquel novelista incomparable, las cua- les, si fueron recitadas «sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni otra cosa arrojadiza», cosa que no debe de ser mentira, pues la cuenta él mismo, no bastaron á darle más en la dramá- tica, que en otros géneros de poesía, parecido crédito al que desde un prin- cipio lograron sus libros en prosa. Por entero consagrado á ellos felizmente durante bastantes años, dejó que con todo sosiego avasallase el teatro la nue- va escuela, y cuando volvió á él los ojos después, «no halló pájaros en los

El Teatro Español 3

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nidos (le antaño», según su frase, que es decir que nadie quería ya sus pobres comedias ó entremeses, á punto de te- ner que contentarse con que obscura- mente se dieran á la estamna. Estas postrimeras comedias de Cervantes, que ya tenían los propios defectos que él acriminó tanto en las de Lope, son las que á mediados del siglo anterior D. Blas Nasarre pretendió que lleva- ban la oculta y maligna intención de desacreditar, por virtud de sus pro- pios pecados, las de los autores dramá- ticos zaheridos en el Quijote, procu- rando que lo que éste contra los libros de caballería, ^o consiguieran las tales obrillas contra el nuevo teatro español. Cándido empeño, á la verdad, el del erudito jSfasarre, imposible en quien se hubiese hecho bien cargo de la sin par ironía de aquel libro imico.

Para mí, la singular contradicción que resulta entre la conocida doctrina y la práctica posterior de Cervantes en el arte dramático, tiene mucha más fácil explicación, aun dando de mano á la sospecha de que, no un conven- cimiento sincero, sino la envidia, dic- tase su primitivo y severo fallo. Ni Lope ni Cervantes se hacían en pu- ridad justicia, que como de estas cosas se han visto siempre entre los más in- signes contemporáneos; y el primero había llevado, según se sabe, el desdén injusto hasta contentarse con decir, á propósito de novelas, que «no le faltó en ellas gracia y estilo á Miguel de

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Cervantes»; elogio injurioso por lo mezquino. Pienso, con todo, que la ex- posición de doctrina de este último, en la obra en que se puso todos sus senti- dos, está pregonando á voces que era entonces sincera, sin que obste á juzgar lo contrario el que procurase luego re- mediar la pobreza, que tan difícil ha- cía la honradez en su concepto, some- tiéndose por ganar dinero á la corrien- te del vulgo. También se han visto de estos casos en todo tiempo, y harto ma- yor y más reprensible fué la flaqueza con que difamó su sistema Lope, dán- dole un origen exclusivamente intere- sado en el Arte nuevo de hacer come- dias. ¿Ni que tenía d(í particular que el exterminador de quimeras, eterno burlador de los caballeros andantes y sus proezas, en prosa ó verso, fuese de bonísima fe hostil á las propias caba- llerías trasladadas al teatro por Lope, sin otra importante alteración que aco- modarlas con sus damas y galanes, gra- ciosos ó escuderos, á las calles de Ma- drid, sacándolas de los caminos para hacerlas estantes en vez de aruJantes, y poniéndolas en casas y balcones en vez de castillos señoriales ó ventas? Había, no cabe dudarlo, entre la hon- da perfección de la realidaa de Cer- vantes, y el casuismo idealista del ho- nor V el amor en la nueva dramática, un foso poco menos ancho que entre

el Quijote y los libros de caballería. Tenía, pues, el sin igual novelista á ser como el reverso de una medalla qae

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en el anverso ocuparan Lope ó Cal- derón.

II

Y aquí conviene recordar que la opuesta dirección que aquél y éstos si- guieron, no se observó en ellos solos; que toda nuestra literatura del siglo de oro aparece por ese estilo dividida en dos diferentes ramas, sin ninguna intermedia, la picaresca y la ideal., Te- nía de su parte la primera mucha más tradición popular, según demuestra la copiosa colección nacional de papeles sueltos, rarísimos á veces, coloquios, coplas, entremeses y aun comedias an- teriores á Lope de Yega. A esto hay que juntar gran número de libros célebres en prosa, desde la primera y segunda Celestina y la comedia Seraphina, por ejemplo, hasta la Historia de la vida del Buscón ó Gran Tacaño, pasando por las otras Celestinas de nombres va- rios, por el Lazarillo de Tormes, Rin- coñete y Cortadillo, Guzmén de Alfa- tache ó la Pícara Justina, y por las más de las novelas de Salas Barbadillo, y diversos ingenios no tan felices, pero ricos igualmente en cuadros de cos- tumbres chistosísimos. Aquí los precep- tistas, que hoy dan la imitación rea- lista por única ley del arte, no deben de echar menos primor ninguno. Xo

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ha llegado ni llegará jamás el natura- lismo contemporáneo á pintar más al vivo iin travieso mendicante que el del Lazarillo, ni picaros redomados ó prin- cipiantes tan de relieve como Monipo- dio, Rinconete y Cortadillo, ni tercera cual Celestina, ni hambriento como Pa- blo el buscón, ni corchetes ó agentes de policía, valentones y mozas de vida airada, por no mentar gentes de más alcurnia, cuales aquellos que retrató Que vedo en prosa y verso. No lo to- men los franceses, si me leen algunos de ellos, por indiscreto amor de patria, de que en mis juicios procuro, y creo comúnmente apartarme; pero para mí, su primer maestro en realismo, Rabe- lais, no sufre comparación siquiera con los grandes escritores naturalistas de nuestro siglo de oro.

Al lado de estb wico caudal, que pro- dujo los mayores primores de la prosa castellana, surgió y corrió más cauda- losamente aún, el gran río de nuestra dramática, que recogió en sus aguas todos los gérmenes teológicos, metafí- sicos, políticos y esencialmente socia- les de nuestra civilización. Todavía entonces, aunque no se leyesen ya tan- to las caballerías, en sus especiales li- bros, triunfaban cual nunca en los Ro- manceros, así moriscos como cristia- nos, pero siempre caballerescos, y sin duda en la opinión general. Reinando Felipe II andaban aún en manos de todos tratados jurídicos, que imponían, por obligación, nada menos que el he-

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loísmo de Guzmán el Bueno, según se ve en el del dí)ftor Antonio Alvarez, sobre los alcaides de fortalezas y cas- tillos fuertes (9). Corrían á la par con extremo aplauso el tratado de la Ba- talla de dos, traducido del italiano Pu- teo (10) y el Diálorjo de la verdadera honra wüitar, de nuestro Jerónimo de IJrrea, puntuales catecismos del due- lo entre señores ó hijosdalgos cristia- nos (11); y no debía andar olvidado, pues que era un mero comentario de las leyqes vigentes, el Doctrinal de ca- balleros, ni menos el tratado de Riep- tos é desajios de Diego de Yalera, re- sumen de cuanto usó la antigua caba- llería de Inglaterra, Francia \ España en la Edad Media (12). Debieron estu- diar mucho tales libros nuestros dra- máticos.

jNTada más singular, diclio sea de pa- so, que el casuismo del honor en la caballería, hermano del de la jurispru- dencia y la teología moral. Distinguié- ronse sobremanera en aquella particu-

(9) Ttactado sobre la ley de Partida, de lo que son obligados á hazer los bueJtos alcaydes que tienen á su cargo fortalezas y castillos fuertes, por el Doctor An- tonio Alvarez. Valladolid : por Francisco Fernández de Córdova, 1558.

(10) Puteo (París de), libro llamado Batalla de dos, que trata de batallas particulares de reyes, empera- dores, príncipes y de todo estado de cavalleros y de hombres de guerra. Traducido de lengua toscana. Se- villa: por Domenico de Robertis, 1544-

(11) Diálogo de la verdadera honrra militar, que tracta cómo se ha de conformar La honrra con la cons- cientia. Compuesto por D. Gerónymo de Urrea. En Venecia, 1566.

(12) Tratado de los Rieptos é desafios que erttre los caballeros é hijosdalgo se acostumbran á hacer, según las costumbres de Espafia, Francia é Inglatena, por Mosén Di<rgo de Valera. S. L. ni F. gótico.

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lar dialéctica los letrados italianos; pero transmitiendo todavía más que á sus compatriotas la doctrina, á los ca- pitanes y soldados españoles de Milán y Ñapóles, entre los cuales, y señala- damente en la infantería, siempre an- daba «mucha gente noble y principal», según escribió de su puño, en ciertos apuntes suyos que poseo, el primer don Juan de Austria. No pretendo yo que ciertas cosas se pensasen sólo entre no- sotros en aquella época; antes bien re- conozco que muchas, y por ejemplo la citada, procedían y se imitaban de otras partes, cual acontece con las ideas en todo tiempo. Pero entre las que sin- gularísimamente reinaron en España, fué una, sin duda, la exageración del punto de honor; que lo que en Italia y en Francia misma, tan célebre por el carácter duelista de sus gentiles hom- bres, sólo fué manía cortesana, éralo por acá de todo varón que ciñese es- pada, cuando poquísimos dejaban de ceñirla, reputando, el que más, y el que menos de los cristianos viejos, que olía á hidalgo, y, teniéndose cualquie- ra sin c^rande escrúpulo por caballero principal, obligado á cada paso á de- mostrarlo.

Con ser, en tanto, tan ciertas las dos opuestas direcciones de nuestra li- teratura, no era, sin embargo, posi- ble que anduviesen absolutamente re- partidos nuestros antepasados, como nos los pintan, de un lado el teatro, y las novelas picarescas de otro, en dos

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solas porciones, la una de Quijotes, la otra de Ginesillos de Piamonte ; por acá mendigos, truhanes, valentones, asesinos, ladrones, prostitutas y zurci- doras de voluntades; por allá damas y galanes sin imperfección que no fuera sublimada hasta resultar poética. Por lo que yo he tenido ocasión de ver, y expondré con más extensión inme- diatamente, la vida nacional, que en su desnuda realidad ofrecen los pape- les de la época, publicados ó inéditos, y las relaciones de los extranjeros, que observaron nuestras costumbres en el si- glo decimoséptimo, ni del todo se halla en las comedias, ni se encuentra exac- tamente resumida tampoco en la otra de las dos. grandes ramas de literatura que acabo de determinar. Había, sin duda, una honrada y numerosísima gente neutra entre los caballeros pen- dencieros y galanes, y la ordinaria turba de picaros ó desdichados; gente que no filé objeto del teatro por enton- ces. Había en otro concepto exagera- ción en los sentimientos generosos de que se suponía en el teatro poseída á la principal parte de la nación, v la ha- bía, de seguro, en lo malo ó picaresco que se solía atribuir al bajo pueblo, como la hay con frecuencia en la es- cuela naturalista de ahora, aunque pre- tenda copiar con fidelidad absoluta la naturaleza. Pero en medio de las dos adversas literaturas, ideal y realista, levantóse de repente aquel sarcástico, portentoso y verdadero príncipe de la

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ironía que se llamó Cervantes, é incli- nando con su poderosísima diestra el triunfo del lado naturalista, echó de un solo golpe por tierra la más grande hasta allí de las manifestaciones de la primera de dichas literaturas; es á sa- ber: los libros de caballería. Algo in- tentó asimismo en su novela maravi- llosa contra los romances heroicos, aun- que fuesen de Cario Magno y los Doce Pares, más no tuvo igual fortuna, y contra los del Cid, valiérale más no haber nacido que intentarlo. En tales empresas andaba cuando Lope en la escena con una nueva manifestación de aquella propia literatura ideal, que debía de parecerle definitivamente ven- cida, y desde los principios vivió tan lozana y fecunda, que á querer, en efec- to, acabar con ella, tomara sobre Cer- vantes mayor empeño que sus fuerzas, con ser las que eran. Los libros que hizo víctimas de su pluma, aunque hu- bieran sido genuina expresión del es- píritu nacional, no estaban ya en todo su auge indudablemente cuando co- menzó Lope á escribir comedias, fal- tando de día en día el suficiente candor en los lectores para gustar de magos y encantamentos, gigantes y endriagos, y sobrando el buen gusto en las mejo- res clases sociales para recrearse con el sensualismo generalmente grosero de sus amorosas aventuras, bien que en ellas mediaran tantos héroes y prince- sas. Debía, pues, echarse de menos otro género de literatura que acomodara el

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espíritu todavía ^¿goroso do la Edad Media á la cultura, al modo real de vi- vir de fines del decimosexto y princi- pios del siglo decimoséptimo, y he ahí lo que realizó Lope: lo que Cervantes no pudo, aunque quisiera, estorbar. Las carcajadas con que se leía, y eter- namente se leerá el Quijote, se confun- dieron, por mayor desengaño, con los aplausos inauditos que diariamente provocaban las nuevas carne dias en la escena patria.

Más una cuestión, de paso tocada un poco atrás, y de importancia suma para formar juicio exacto de la naturaleza de nuestro gran teatro, está pidiéndo- me ya esclarecimiento, y es la siguien- te: ¿hasta qué punto se ajustó á las verdaderas pasiones y costumbres de su época la dramática de Lope y Cal- derón? O, lo que es lo mismo: ¿dónde comienza y acaba lo ideal, y dónde lo real ó natural en aquella escuela? No cabe poner esto en claro, sin examinar con algún espacio, y á la luz de los do- cumentos más seguros, las costumbres españolas, sobre todo en la corte, du- rante los cuatro liltimos reyes de la di- nastía austríaca ; asunto en que me he ocupado otra vez, aunque más ligera- mente, y no en todo con opiniones idénticas á las que profeso ahora.

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lli

Al referirme anteriormente á esta materia, cité como principal fuente de conocimiento, las relaciones de los ex- tranjerías, y pienso que con razón, por- que muclias cosas que de puro sabidas se callan los naturales, obsérvanlas cui- dadosamente aquéllos y las cuentan. Que haya que desconfiar de la veraci- dad de alíennos, es indudable; pero cuando todos concuerdan, por fuerza liay que creerlos. Entre estos tales via- jeros, merece primero mención el tes- timonio de uno de los familiares del Nuncio extraordinario Camillo Borglie- se (13), que fué Papa después con el nombre de Paulo Y, y residió en Ma- drid sobre cinco meses, reinando aún ^Felipe II. v^íg'uense luego, por la im- portancia y la fecha, los tres tratados inéditos, últimamente dados á cono- cer por D. Pascual Gayangos, en que el portugués Bartolomé Pinheiro da Teiga pintó al vivo nuestra corte^ du- rante la breve estancia de ella en Va- lladolid en vida de Felipe III (14). Tras estos debe recordarse al holan-

(13) Relation du voyaofe en Espagne de Camillo Borghese, Auditeur de la Chambre Apostolique ea 1594. Publicado por el Sr. Morel-Fatio en su libro in- titulado L'Espagne, au xvi* et au xvii* siécle.— Bonn, 1878.

(14) Entre los papeles de mi biblioteca poseo un «jemplar de la obra manuscrita de Pfnheiro da Veiga.

des Van Aarseens de Sommerdyk (15), veraz y diligente observador de las co- sas de España en la segunda parte del reinado de Felipe IV. También sobre este reinado existe cierta relación mny interesante de Madrid, de un secreta- rio de embajada, d,ada á luz en 1670 (16), y hay otras de menos valer tocan- te á la misma época, entre las cuales incluyo la del presidente Bertauld. Dé- l)ense citar, por último, el conocido Viaje á España de la condesa d' Aul- noy, en forma epistolar (17), y el libro, reimpreso en Londres en 1861, atri- l)UÍdo, sin razón parece, al marqués de Villars, embajador de Francia cer- ca del rey Carlos II (18), del cual co- pió, sin decirlo, aquella señora, mucha parte, por haberlo, sin duda, gozado inédito, no en la narración de su viaje, sino en otra obra que dio al público con el título de Memorias de la corte de España (19). Sea dicha relación de quienquiera, es bastante más de fiar que el viaje de la Condesa, aunque és- te contenga también noticias incontes- iablemente verídicas tocante al reina-

(15) Voyage d'Esfagne, curieux, historique et -poli- ¿igue.—F3i\t en l'anné 1655. Este viaje es el mismo que con el nombre de Van Aarseens de Sommerdyk, Voya- ge d'Espagne fait en 16$$, se publicó en Colonia en 1667.

(i6) Mémoires curieux envoyes de Madrid. A París, «hez Frederic Leonard, 1670.

(17) Relation du voyage d'Espagne.—Scconde cdi- tion.— A La Haye, 1C92.

(18) Mémozres de la Cour d'Espagne, sous le régne de Charles //.— 167S-1682. Par le Marquis de Villars. I^ondrcs, Trübncr ct C.% 60, Paternóster Row, 1861.

(19) Mémoires de la Cour d'Espagne, par Madama D.** (Madame d'Aulnoy).— A Lyon, chez Anisson et Posuel.— 1693.

a

do del postrer vastago de la dinastía austríaca. A otros autores del propio linaje pudiera aludir si me propusiera hacer una bibliografía ; mas bastan pa- ra mi intento los citados. Comparando el conjunto de datos de tales libros con los que nos ofrecen los novelistas es- pañoles contemporáneos, Salas Barba- dillo particularmente; los satíricos Que vedo y Zavaleta, en especial el úl- timo; los Avisos ó Sucesos de Madrid, que, ya impresos, ya inéditos, posee- mos en bastante número, y las escasas correspondencias íntimas que nos que- dan, entre las cuales por su excepcio- nal interés descuella la de ciertos Je- suítas dada á luz años ha por la Eeal Academia de la Historia, cabe en mi concepto formar exacto juicio de la so- ciedad en que se compusieron y repre- sentaron las comedias de nuestro teatro antiguo. Y ante todo se ve que no eran siempre caballerosas las riñas que los Avisos en especial refieren, ni era siem- pre inviolable que los señores mozos de la época y los hidalgos y soldados suel- tos de que andaba llena la corte, solían ser tan pendencieros como los de las comedias, pasando igualmente que ellos sus días, y más sus noches, ena- morando damas al pie de las rejas y balcones, y escandalizando en la obs- curidad las calles con serenatas y cu- chilladas, costumbres por cierto que muchos que ya no somos jóvenes he- mos conocido en uso aun por las pro- vincias del Mediodía. Los tales mozos.

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aunque rara vez desamparados de ocul- tos rosarios é incapaces de morir sin confesión voluntariamente, pues á des- templadas voces la demandaban cada vez que recogían alguna buena esto- cada por las calles, lo cual muestra la sinceridad de sus creencias religiosas, sin rebozo ostentaban los menos decen- tes galanteos, escoltando á caballo los coches de las damas de ocasión, que de igual modo abundaban en la corte, como lugar donde se despachaban á la sazón tantos pretendientes cuantos bas- taban á llenar por recomendaciones de varia índole los ejércitos, las iglesias y los tribunales de tanta parte de Eu- ropa y América. Muy observantes de la Misa, jubileos y devociones, hacían- se nuestros galanes centinelas de las pilas de agua bendita en las fiestas de guardar, tanto y más que por piedad cristiana, con el fin de dar ó recibir mejor citas de amores; y gracias que si la iglesia era de monjas, no enamo- rasen por la reja del coro ó desde las cercanas calles á cualquiera de ellas, que de aquello y ésto les acusaban Za- valeta, Quevedo y otros satíricos de la época.

Irreverente y pecaminoso á no du- dar era; pero ¿qué tenía de extraño que hubiese galanes de monjas, algo disimulados siempre, cuando la etique- ta severísima de la casa de Borgoña en España, bajo Felipe TV y Carlos II, consentía que en las ceremonias pi> blicas á que asistían los Eeyes, fueran

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galanteando y requebrando á las da- mas y meninas de la lieina, muchos señores á caballo escogidos por ellas, los unos pretendientes á maridos, los otros, como casados, por pasatiempo? En esfe galanteo público, los mismos monarcas tomaban á las veces parte, ora á la portezuela de las regias carro- zas de sus mujeres, ora á las de algunas damas á quienes, por extraordinario, querían honrar. Sommerdyk habla asi- mismo de los veataneos de las damas desde Palacio, y de sus conversacio- nes por señas con los caballeros que por la plaza las rondaban ; y esto mismo cuenta el secretario de embajada á quien me referí antes, en sus Memo- rias, seguramente de las más verídi- cas. Se ve, pues, que el galanteo que daba lugar luego á tantas aventuras caballerescas por las calles, tenía en altas regiones su detchado y fundamen- to. Y, sin embargo, maravillábase el buen secretario anónimo de carácter puramente platónico y serio de taleii amores cortesanos, que más parecían á su juicio devociones, que muestras de pasión terrenal. La tolerancia del San- to Ofiqcio con los galanes de monjas obliga, por otra parte, á pensar que igual carácter y sentido tendrían ge- neralmente las demostraciones de éstos en los conventos, lo cual confirman las burlas de los satíricos de la época sobre la esterilidad de semejantes devaneos. No faltaron, sin embargo, sabios teólo- gos que pública y enérgicamente pro-

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testasen contra ello, y con mucha ra- zón, como, por ejemplo, el maestro Juan Francisco de Yillava, prior de la villa de Javalquinto, del obispado de Jaén, el cual, á vueltas de grandes y justas censuras contra algunos sacerdotes de la época, que seguían las hipócritas y obscenas prácticas de los agapetas ó aluvihrados, escribe lo siguiente (20): o ¡ Qué hicieran los sobredichos Santos y Padres del Concilio, si vieran con sus ojos, no los vicarios y religiosos, sino personas seglares y de vida rom- pida, frecuentar algunos conventos y tener con las esposas de Christo fami- liares conversaciones y corresponden- cias, tan indignas de lo que en los con- ventos se profesa cuando lo sabe el mundo! Negocio escandaloso por ex- tremo, y á que los prelados deben aten- der con grandísima vigilancia y soli- citud». De los galanteos de Palacio, en tanto, que tal era el nombre téc- nico de los que antes que éstos he des- crito, da tambiÓTi testimonio el autor de las Mernorias atribuidas al marqués de Yillars, calificándolos de meramente imaginarios ; y bien se puede creer que lo fuesen, cuando lo afirma un francés, indudablemente cortesano, y conocedor de la gran corte de Luis XIV, donde •nadie se espantaba de cosas mayores.

(20) Empresas espirituales y morales, en que se fin- ge que diferentes supuestos las traen al modo extran- jero, representando el pensamiento, en que más pue- den señalarse, así en virtud como en vicio, de manera que pueden servir á la cristiana piedad. En Baeza, por Fernando Díaz de Montoya. Año de 1613.

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Refiere igualmente el citado autor, que en un viaje del lley y su familia á Aranjuez que él presenció, asistían dis- frazados de lacayos ó mozos de muías muchos caballeros tras de los coches de las damas de la Reina, tapada la cara á medias, para aparentar, aunque bien se les conocía, que todo el mundo ignoraba quiénes fuesen. Todo esto que hace buenos ciertos lances del Qui- jote, debía arrancar de tan imagina- rios amores, como que figuraban entre los galanes, según he dicho, hombres casados y solteros, cosa que, á poco que el galanteo subiera á más, no se habría consentido en corte ni concurrencia ninguna decente, cuanto más en la cor- te de Eíípana, y por aquella época. Ver- dad es que las extravagancias con que profanaban los caballeros la severa y casi monástica etiqueta regia, se ex- cusaban con llamarles embebecidos, queriendo decir que. por estarlo en mi- rar á las damas, violaban, sin mala in- tención, la etiqueta, y olvidaban todo respeto. Pero los que no en Palacio y sus alrededores, ni en medio de la cor- te, sino por obscuras callejas y plazas, remedaban en el Ínterin estas singu- lares galanterías platónicas con muje- res de muy otra condición y vida, na- tural era que tuviesen á cada paso que ver con alcaldes y corchetes, á la ma- nera misma que se observa en las co- medias, pues que no sin frecuencia pa- raban en homicidios las riñas, y las serenatas tantas veces acababan bien

El Teatro Español 4

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que mal, siendo de advertir que Múda- me d' Aulnoy las calculó en quinien- tas, una noche con otra. Dicho sea en honor de la justicia, generalmente apo- yada por la corona en la represión de los desafueros y desacatos de personas poderosas y principales, cuanto más de los del vulgo de hidalgos y galanes, no solían de ordinario quedar impunes tales riñas y escándalos; pero nuestro teatro tenía también sus teorías caba- llerescas en la materia.

«Preciso es disimular,

Que anda dama de por medio,

Según me dijo el criado,

Que me avisó; que, en efecto,

La obligación del honor

Es antes que la del -puesto.*

Así habla el que hace de justicia en la comedia Monsalves y Mazariegos, de Zamora; y, como de estas sentencias se encuentran á cada paso en sus pre- decesores. Todo lo cual prueba más y más que no había otros jueces, como no había otros reyes, ni otros verdaderos personajes en nuestro teatro, que los que á modo de religión profesaban y anteponían á todo las leyes justas ó injustas de la caballería; así como que los galanes de Lope, Calderón y sus contemporáneos tenían, con efecto, las singulares condiciones y costumbres, con que se presentan en escena, bien que les faltasen no pocas de las que exigimos hoy á los vecinos honrados. vSucesos particulares se hallan en los Avisos de Cabrera de Córdoba, de Pe-

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Ilicer y jíarrioiiuevo, en las Gacetas manuserrtas de Gascón, en las Memo- rias de Matías de Novoa^ el supuesto Bernabé de Vivanco, y en otros tales libros ó papeles, que, antes que verda- deros, parecen tomados de tal ó cuál comedia famosa. Ninguna ponderación hay en decir que, durante el reinado de Felipe lY, se contaron tantos posi- tivos desafíos nocturnos, tantas muer- tes por mal empleados celos, tantos criados que llevaran y trajeran amoro- sos mensajes, tantos amigos que se com- prometiesen por liacer espalda á otros, y taritas aventuras de tapadas, con todo lo demás que pasa en las comeias, cual en igual espacio de tiempo pudie- ron fingirse en los Corrales de la Cruz y del Príncipe.

Pero, en medio de esta correlación, hasta aquí exacta, de las comedias y las costumbres, aparece potente un he- cho fundaniental que ya he señalado, y en que consiste, á mi juicio, que pre- domine, á pesar de todo, lo ideal sobre lo real y positivo en nuestra dramáti- ca. Si los amores con las damas de la corte eran, según se ha visto, imagina- rios ó á modo de devociones, y otro tan- to acontecía indudablemente con los galanteos de monjas, lo que es las aven- turas corrientes, en que se empleaba la generalidad de los mozos enamorados y valentones de entonces, nada tenían de im.aginarias, ni parece que debían tener de devotas ó platónicas. Los ído- los que en público servían los galanes

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(le los (lías (le Lope y Caldenm, no eran en suma, las damas de las come- dias de estos y otros grandes ingenios, sino las de los cuadros de costumbres de Salas Barbadillo, Quevedo y Zava- leta; que nada de cuanto imputaron éstos al sexo hermoso, ni aun el feo vicio de pedir, con que tantas zumbas le dio el segundo, faltaba, según el tes- timonio conforme de los observadores extranjeros, en las mujeres que pulu- laban por las calles y paseos de la cor- te, ya en Yalladolid, ya en Madrid. Ni fueron su excesivo número y desca- ro, como pudiera sospecbarse, podrido fruto del general desorden de las cosas en los días de Felipe lY ó Carlos II, porque, reinando el segundo Felipe, que consentía mucbas menos licencias en lo demás, fué cuando escribió el ci- tado familiar del Nuncio Borgbese, confirmando las noticias del francés Brantliome, que Madrid estaba inun- dado de mujeres fáciles con apariencia de damas, las cuales por el Prado, por las orillas del Manzanares, y en las varias fiestas de campo de que eran testigos los alrededores de la villa, an- daban en continuos devaneos públicos con los mancebos más principales. Cierto es que, á creer á los embajado- res venecianos, aquel gran político ba- cía excepción de sus austeras reglas, ni más ni menos que otros muchos hombres graves, tratándose de cosas fe- meniles. Otro tanto que el buen cléri- go romano, vio, y cabe decir que tocó

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con las manos, el portugués Pinlieiro da Yeiga en Yalladolid, gobernando á España el piadoso Felipe III. Allí co- rrió por propio aquel escritor fre- cuentes aventuras mujeriles, dignas de andar en comedias, si se le ha de dar entero crédito, y supo no pocas de igual índole de los mancebos más encopeta- . dos, como el conde de Saldaña, hijo del gran privado de Felipe III, el mar- qués de Barcarrota, el duque de Ma- queda y Nájera y sus hermanos, el poeta Yillamedíana y otros varios. Se- guir á rienda suelta por las calles los coches de las damas; salir embozados con acompañamiento de criados á ahu-

f^entar espada en mano á tal ó cuál ga- án que con sus músicos festejaba á una mujer indiferente ; dar por míni- ma ocasión de palos á cualquiera, si por acaso no traía el insultado espada; escandalizar, reñir, ponerse á cada paso en peligro de muerte por desafíos y galanteos, constituía el sistema de vida de esta galana juventud en Yalladolid, como en Madrid después. Y el Prado de allí valió también el de aquí cierta- mente; igual era el pedir las damas sin ningún rubor á los galanes, aunque fueran desconocidos; las meriendas al aire libre en uno ú otro lado idénticas, y de igual modo se cubrían diariamen- te los paseos y romerías de coches con mujeres alegres, y galanes, que á pie ó en coche las requebraban. Lo mismo que el italiano y el portugués, afirmó oommerdyk, en tiempo ya de Felipe

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IV, declarando que en ninguna otra ciudad europea se veían tantas hem- bras do vida libre, ni mucho menos tan obsequiadas por los caballeros, de día en el vSotillo de Manzanares, el Parque del Alcázar, ó la Casa de Campo, de noche en el Prado, cobijadas en sus negros mantos, por donde solo un ojo dejaban ver, á la manera que solían entrar y salir las comediantas en la es- cena. Cna centuria entera, el tiempo mismo en que nuestros dramáticos flo- recieron, transcurrió así, con costum- bres idénticas, en los diversos reina- dos que la llenaron, según atestiguan escritores de distintas naciones. Si la sinceridad de los más de estos, y de Sommerdyk, sobre todo, necesitara de- mostrarse, no habría más que comparar los artículos de Zavaleta intitulados Santiago el Verde en Madrid, El tra- pillo, \ aun el de La Comedia, con la descripción que el viajero holandés ha- ce de la conducta de damas y galanes en dichas fiestas. Salían, según uno y otro autor, al campo en ciertos días, ya del lado de Manzanares, ya del de Fuencarral, grandísimo número de mu- jeres, en coches, que, á veces arrui- nándose, les compraban ó alquilaban los caballeros, no siempre mozos, de la corte, los cuales iban luego caraco- leando á caballo á los estribos, y es- coltándolas, con finísimos extremos de cortesía. Solo como excepción, y para confirmar la sospecha de que eran de no buena vida las galanteadas, advier-

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te el holandés que algunas mujeres de bien acudían igualmente, pero que, yendo con sus maridos, apenas osaban alzar la vista del suelo. Y no sin ra- zón, que si bien Pinlieiro da Yeiga, y otros extranjeros, así como nuestros satíricos, en especial Quevedo, pinta- ron exentos de celos á ciertos castella- nos, parece indudable que el espíritu caballeresco también bacía e;ji esto de las suyas, inspirando el pundonor con frecuencia y muchas veces ocultamen- te, terribles castigos. «¡Qué de hijas y mujeres» (decía á este propósito un autor gravísimo del siglo) «mueren con violencia y secreto, ayudadas por tales causas por manos de sus maridos, pa- dres ó deudos, aunque la sospecha sea dudosa, para echar tierra á la murmu- ración, cumplendo con la honra (21) Por donde se ve que el asunto de A se- creto agravio secreta venganza, no era de los puramente imaginarios. Hoy ya, en tnnto, de las antiguas fiestas de campo de Madrid no queda otra reli- quia notable que la romería del día de San Eugenio al Pardo, dndc todavía las mujeres del pueblo se hacen trans- portar en carruajes de distinta especie, con suntuosos pañolones de Manila de vivos colores sobre los hombros, y allí también meriendan y bailan y danzan por las praderas, pero acompañadas, por lo común, de maridos ó deudos,

(21) Estado de ?fiafr:monio, a/>arietfcia de sus pla- ceres, evidencia de sus pesares, etc., por el Maestre de Campo D. Diego Xaraba : Ñápeles, 1675.

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con que dan señas de ser en general gente honrada, no faltando tampoco personas principales en la fiesta, que van á satisfacer la curiosidad en aque- lla muchedumbre pintoresca y regoci- jada.

Mas r!cuál era la causa, según los observadores extranjeros, de tan extra- ña libertad de costumbres en los tiem- pos de Lope y Calderón? Para vSom- merdyk, consistía en que las mujeres honradas no salían á la calle casi ja- más, y Madame d' Aulnoy confirmó por singular manera esto mismo, pregun- tándose en sus Memorias lo siguiente: «¿A qué han de venir los extranjeros lía Madrid, pues que siempre está es- »condido lo más bello y amable que »aqiií hay, que son las damas? Sería- dIcs imposible tratarlas, no quedándo- »les otro remedio que entregarse á un 3)género de mujeres, peligrosas para la Dsalud, las cuales constituyen, no obs- i>tante, el solo placer y la única ocn- »pación de los españoles, desde edad Dde doce á trece años». Bien cabe sa- car de aquí, por tanto, una consecuen- cia lisonjera para las verdaderas damas de la corte de los Felipes austríacos, y aun para nuestros poetas dramáticos, pues que el sentido de los testimonios anteriores no ofrece la menor obscu- ridad. Ellos ponen de manifiesto que mientras la corte ardía en fantásticos amoríos y aventuras quijotescas, ape- nas eran visitadas las damas honradas por otros ojos que los del sol ; porque

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el holandés añade que tan de continuo vivían recogidas en sus casas, que has- ta solían tener oratorios y oir misa en ellos, tapándose enteramente, si por ra- ro caso salían, con las cortinas ó sillas de manos. Había, pues, que amarlas como á las monjas, de pensamiento; y nuestros caballerosos antepasados de- bían de consolarse de un platonismo para hombres de carne y hueso casi imposible, en la forma que sin rebozo apunta Madama d' Aulnoy, y que por solo da á entender el excesivo nú- mero de mujeres fáciles que se busca- ban la vida en la corte. Lo cierto es, por otra parte, que los papeles de la época, que no perdonan en la ocasión las deshonestidades de monjas ó frai- les, ni los escándalos de algún conven- to, no delatan desmanes de verdaderas señoras, mientras que duques, marque- ses, condes, y todo linaje de caballe- ros, se nos presentan haciendo de ena- morados, y acuchillándose por las ca- lles, ni punto más ni punto menos que los mozos particulares. No ha de en- tenderse por eso que yo piense que toda dama de calidad fuese necesariamente recatada en la época de que trato ; que, por debajo de las costumbres genera- les de una sociedad cualquiera, siem- pre hace la humanidad en bien ó en mal de sus excepciones. Fué, por ejem- plo, excepción en mal, la princesa de Eboli, cuando menos con Antonio Pé- rez, y alguna otra gran señora con Fe- lipe II casi seguramente (22). En

(22) El que haya algo de esto, que parece verosí-

tiempo de Felipe III hubo en Valla- (lolid una marquesa de A^allecerrato, <iue dio con el célebre conde de Villa- mediana escándalos, que parecen cier- tos, pues no solamente los recogió el portugués Pinlieiro da Veiga en sus apuntes, sino que pasaron la frontera, tomando plaza en las Historiettes de Tallemant des liéaux, aunque mezcla- do el suceso con la célebre y probable- mente fabulosa herida de Felipe lY, que el anecdotista francés atribuye á aquel propio caballero, y con otros ca- sos notoriamente de pura invención. Sospechóse de una duquesa de Albur- querque, según Madame d' Aulnoy, y para otros de Veragua, qon el mismo Rey, y de otras se murmuró, sin duda, en diversas épocas; pero si todas estas cosas en realidad sucedieron, porque los cambios de nombres, y la narración repetida de unos mismos hechos en tiempos distintos hace que merezcan es- casa fe las más, el largo plazo de cien años en que se suponen, muestra de sobra, aun pensando lo peor, que la regla general era diferente. Por otro lado, parece indudable que las grandes ■damas de la corte usaban más libertad en su trato que las meramente nobles,

mil, y que en parecidos casos nunca ha escandalizado al mundo y á la historia, no quiere decir que merez- •can crédito las furiosas invectivas y calumnias del príncipe de Orange, entre las cuales figuraron los nom- bres de dos damas españolas. El famoso folleto inti- tulado Afologie ou Béfense contre le Ban et Edit -pu- blié -par le Roí d'Espagne, etc. (véase la edición de ILeyden, que en la portada se supone de Amberes, 1581), es con evidencia un libelo, dictado por la am- bición y la ira contra Felipe II.

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ü (le padres por cualquier otro título respetables, y éstas, sin duda, eran las que, según los extranjeros, no salían casi jamás.

Extraño parece, en el entretanto, que en quienes se emplease aquel de- licadísimo galanteo, que el público en- contró tan natural como bien represen- tado en las comedias de Lope y sus su- cesores, fuera en mujeres de poco más ó menos, y que se tratase á éstas, se- gún dice en una de sus cartas Madamo d' Aulnoy, «con tanto respeto y consi- deración cual si fuesen soberanas». Pe- ro, bien mirado no es maravilla que aquellos platónicos amantes de damas de Palacio y monjas reclusas, comple- tasen sus quiméricas imaginaciones, dando á cualquiera mujer con traje de señora, por más que lo fuera, fá- ciles derechos á su corazón y á su es- pada. Para es seguro que toda la- pada ó semi tapada del Prado, se lo vestía á los ojos de los caballeros de capa y espada con el misterioso en- canto de las verdaderas y honestísi- mas damas que hacían invisibles laá costumbres; y lo que esto, en suma, quiere decir, es que la singular pasión de D. Quijote por Dulcinea no fué in- vención pura, sino representación ver- dadera, aunque llevada á la exagera- ción cómica por Cervantes, de una lo- cura de su época, semejante á tantas otras de la caballería. Lástima tiene que causar, en este siglo positivo, que el alto ideal femenil, que tan pundo-

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norosüs hidalgos uhrigaban en sus exaltadas imaginaciones, se realizase indignamente; pero ¡qué le hemos de hacer! Todo prueba que los públicos alardes de galanteos, las rondas noc- turnas, las riñas sangrientas, las sin- gulares protestas de adoración, en fin, xjue vse prodigaban á las mujeres en- tonces, no se ajustaban á su positivo valor, sino á un concepto ideal del se- xo, diundido cuando menos en la gen- te cortesana, y que Lope con poderoso instinto hizo suyo, poetizándolo y to- mándolo por uno de los fundamentos principales de su escuela. Ni es im- probable que dicho concepto ideal, conforme sin duda con el espíritu de toda la nación, después de aceptado por Lope, fuese vulgarizado por su tea- tro, convirtiendo la nativa inclinación á lo caballeresco de los espectadores, en verdadera costumbre, moda ó pa- sión. Recíprocamente se influyen así en todo tiempo las costumbres y el tea- tro, devolviendo con largas, creces és- te la semilla que de aquéllas recibe. Y en el presente caso tal pienso, por- que ni el familiar del Nuncio Borghe- ;se, ni el portugés Pinherio, pintan los públicos galanteos de la corte con los finísimos colores que más tarde Van Aarseens de Sommerdyk y Madame d' Aulnoy, cuando el nuevo teatro ha- bía tenido ya tiempo de ejercer todo :su influjo entre las gentes. La prueba de que en sus conceptos del honor y <del amor acertó en Espeña Lope, la

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da, en el Ínterin, el que, con poca di- ferencia , todos nuestros autores la adoptaran, hasta Tirso, el más ma- ligno de todos para la generalidad de- sús obras. Ni pasó inadvertido este fundamento idealista del teatro para los hombres de letras contemporáneos. Negando D. Luis de Ulloa en su Pa- pel en defensa de las comedias cas- tellanas (23), que contuviesen ellas torpezas, decía que «antes bien su es- tilo se iba desvaneciendo^ de manera que más por remontado que por baja se apartaba de la propiedad: tan lejos^ estaba de ser deshonesto ni grosero». Y no creo que quepa dudar que las im- purezas de la vida práctica son las que da por desvanecidas en la escena aquel buen poeta; así como por lo remontado entiende, á mi juicio, la ideal y superior á la vida ordinaria con sus inevitables imperfecciones. Tampoco hay más que fijarse bien para percibir que, al hablar del estilo de las comedias, en él encierra todo el sistema de composición. Heredera di-^ recta, en conclusión, de las caballerías,, ó sea de la literatura caballeresca, la dramática española recogió y perpe- tuó muchas de sus alucinaciones, y la del bello sexo en especial; mas no era posible que cosa tal prosperase sina allí donde hubo en realidad Dulcinea» y caballeros embebecidos junto á las;

(23) Obras de D. Luis de Ulloa Pereira. Prosas y versos. Madrid, 1674.

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damas de la corte y en presencia de Reinas y líeyes.

Precivso es reconocer, sin embargo, que, aunque las ideas de que todo esto, bien ó mal, se derivaba, llenasen toda- vía el alma de la nación durante una buena parte del siglo décinioséptimo, notábase antes que promediara, los síntomas de una decadencia lastimosa, quedando de todo subsistente la apa- riencia en vez de la verdad. Luego, y al punto mismo de rendir (.'alderón á Dios su sublime espíritu, apareció ya ésta desnuda. «Aquellas cualida- des históricas» (escribí poco -hace á tal propósito, y no me parece indispen- sable volverlo á decir de otra manera) «que tanto sorprendían á Guillermo Schlegel en las comedias calderonia- nas, ya cuando se representaron éstas, eran no más que una reminiscencia melancólica, puro ideal refugiado en el arte, que no realidad viva, pues no se ceñía nuestra decadencia á lo po- lítico, sino que abrazaba todo lo moral y social. Únicamente el espíritu de los Autos sacramentales permanecía en la nación íntegro de todo lo antiguo, ha- cia la segunda mitad del reinado de Felipe ly, ó durante la minoridad de su hijo, época en que floreció Calderón principalmente. No fué éste solo, se- gún dijo Federico Schlegel, la postrer resonancia, ó luz más bien, del ra- diante crepúsculo de la Edad Media, sino antes que eso, y con mayor exac- titud, la puesta de sol de nuestro ca-

-^'"Tinni'i'nii-li'^'nMi'n'TÍiílWil

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rácter antiguo, del peciiliaiísimo ca- rácter de aquella gran nación de Car- los Y ó Felipe II, por esencia teológi- ca, espiritualista y verdaderamente heroica, aunque quijotesca y quináéri- ca. Calderón, en tanto, proundamente imbuido en tal espíritu aiin, pintóse más á propio, cual observó Lista con sagacidad, que no á los caballeros de su época. Pero los encendidos ce- lajes de aquel ocaso, de todos modos brillantísimo, por fuerza habían de regocijar y entusiasmar á un público que, si bien tan vecino á la cerrada y larga noche de nuestra decadencia, muy bien comprendía lo que le iba fal- tando y desvaneciéndose en él lenta- mente. Todavía en el piiblico de Cal- derón debían de contarse veteranos de Nordlingenó Rocroy; pero el poeta mismo, que fué de los pocos fieles al ideal antiguo, con sus hechos, por los propios ojos hubo de observar ea Ca- taluña, que, si aquel se había conser- vado bastante tiempo al abrigo de las viejas banderas de Italia ó Flandes, lo que es en la tierra de España res- plandecía más ya en las comedias fa- mosas que en los ejércitos. Tratar de resucitarlo con ellas, patriótico empeña fué, aunque ineficaz, porque nunca se sobrepone el arte al imperio de las^ circunstancias en que se da. Nuestra dramática llegó precisamente á su apo- geo allá por los días en que, buscando el celo vehemente del Conde-Duque jó- venes señores con que formar caudi-

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líos, no halló con prendas de ello sino al duque de Alburquerqne, aquel sol- dado raso voluntario, que primeramen- te mandó tercios de infantes, y escua- dras al fin en la mar, siempre con glo- ria, y que si pecó, por ventura, de inexperto General de ca])allería en Rocroy, portóse allí cual en todas par- tes, «con los créditos correspondientes á su esclarecida sangre», según dejó consignado uno de los heroicos ven- cidos. Llegó la comedia calderoniana á su apogeo, ¡recuerdo no menos triste!, cuando una tan noble ciudad como Se- villa reclamaba por preeminencia de honor que ni sus jurados ni sus vein- ticuatros fuesen invitados á salir al opósito del extranjero, que por prime- ra vez, desde remotos siglos, daba de beber á sus caballos en el EWq. ¡Ah! No cabe duda que un español á la an- tigua, tan sólo debía ya hallarse en su patria de veras, asistiendo á los es- trenos de las comedias de Calderón. Y, pocos años después, de la gran teolo- gía salmaticense, en cuyo profundo casuismo moral y jurídico aprendió, sin duda, aquel inmortal clérigo el casuismo del honor con que tejió casi todas sus tramas teatrales, tampoco quedaron más que los empolvados in- folios de Alcalá ó Salamanca, Vitoria, Soto y Suárez estaban reemplazados, con general aplauso, por el P. Fei- jóo.» Pude añadir, y añado ahora, que este discreto eclesiástico fué, con eso y todo, contemporáneo de Zamora, au-

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tor de No hay plazo que no se cu vi pía ni deuda que no se pegue^ y de Cañi- zares, autor de El Dómine Lucas, poe- tas que hasta en los asuntos y los tí- tulos de sus obras eran ciegos imita- dores, cada cual por su lado, de Lope, Tirso 6 Calderón; y no por cierto sin aplauso del público, sobre todo el se- gundo de entrambos, más fiel que el otro todavía á nuestra manera dramá- tica. Luzán mismo, de quien hablaré después, debió de asistir muchas veces en persona á los triunfos teatrales de aquellos poetas. Todo lo cual demues- tra que el sistema de Lope sobrevivió en sus triunfos al espíritu nacional de los días de grandeza; á nuestros domi- nios en Europa; á los tercios invenci- bles; á la dinastía austríaca, bajo la cual estos vencieron y sucumbierojí con tanta gloria; á la metafísica del honor y el amor en las costumbres; á los caballeros de capa y espada; al profundo casuismo teológico ó jurídico de Salamanca y Alcalá en que solían inspirarse los autores; á todo lo de- más, en fin, de la Españi antigua.

IV

Fué y debió ser, pues, de sus genui- nos dramáticos, de quien más difícil- mente se despidiera entonces la nación ; mas ¿cómo y en qué sentido cabe de-

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cir que se despidió? ¿Por ventura hu- bo época en que enteramente se olvi- dasen de ellos los españoles? ¿Murió, con los escritores que lo practicaban, la afición del pueblo á su teatro y á sus nombres? Cuestiones son estas dig- nas de examen, y quiero aquí tratar- las, si no con el detenimiento nece- sario, con todo el que la ocasión con- siente, por lo mismo que no he estado exento en ello de error, hasta que me ha patentizado la verdad alguna ma- yor investigación de los hechos. Fal- táronle, es cierto, poetas á la escuela desde Cañizares en adelante, y, bajo este punto de vista, pudiera decirse que se hizo la mortecina hasta nuestros días. Pero ¿cuándo se pretende, á pe- sar de eso, que con nuestro público, ó siquiera con nuestra crítica general, caj^ó en desgracia? Los que tal dicen, dan por fecha á esta completa contra- rrevolución, la de la publicación de la Poética de Luzán, suponiendo aquella consumada á fines del siglo decimocta- vo y principios del presente. Daríase- les la razón, contentándose con leer los escritos varios en que durante ta- les años y los que siguieron se confun- den nuestras comedias antiguas, con el detestable repertorio de las tradu- cidas ó ridiculamente imitadas, que dieron casi grado de jefe de escuela al infeliz Comella, y principal ocasión á la discreta sátira de El Café, y á las protestas de toda la gente culta de Es- paña. Pero lo cierto es que se trata de

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cosas diferentísimas, pues por mucho que censurasen algunos nuestro tea- tro nacional, siempre se liabló de él con respeto, y Luzán mismo extremó á las -veces sus alabanzas á Calderón, no obstante que aquel crítico, residen- te en París bastantes anos y nutrido allí en el clasicismo francés, ni siquie- ra se contentase con los rigores de Boileau. Que si éste, por e^4^mplo, quería

Qu'en un lieu, qu'en un jour, un seul faií acompli Tienne jusqu'a la fin le theátre remfliit,

Luzán exigió luego que la acción dra- mática no durase un día siquiera, sino sólo tres ó cuatro horas, interpretando erradamente el cómputo de tiempo Aristóteles. A pesar de la autoridad que, en la España de Felipe Y, pres- taba á vsus principios el haber sido ad- quiridos de primera mano en Fran- cia, al lado de las grandes autoridades del siglo de Luis XIY, y no obstante los aciertos de la Poética^ que en 1737 dio á luz, tocante á lo que es siempre verdad en el arte, anduvieron lejos, mucho más lejos que de ordinario se piensa, en señorear nuestra dramática, ni durante su vida, ni después. Al año siguiente, el Diario de los Lite- ratos de España, periódico línico has- ta entonces^ de su género entre noso- tros, y d'.^ grande autoridad, porque, además del excelente humanista Sa- lafranca, su fundador, escribieron en él los dos hermanos D. Juan y D. To-

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más de Triarte, y estuvo protegido di- rectamente por el Key (aunque esto no le librase de sucumbir ante la hos- tilidad rabiosa de los escritores que criticaba), publicó un discretísimo ar- tículo condenando las exageraciones de Luzán, por lo tocante á la imidad de tiempo; artículo en el cual se la- mentó también su autor de las agrias censuras de Luzán contra Lope, en quien el diarista reconocía un dramá- tico insigne, liefutó aquel á la par los argumentos del nuevo preceptista, que, de acuerdo con los críticos extranje- ros, zaliería nuestras comedias por la mezcla de heroico y cómico que ence- rraban, sosteniendo que tal mezcla es- taba abonada por la que ofrece en realidad la vida de lo triste y lo ri- dículo, y aun por el propio ejemplo de los autores griegos y latinos. A la unidad de asunto que se pretendía, y que elevaba á cuatro el número de las dramáticas, siendo la más vigorosa- mente defendida por los pseudo-clási- cos, no sin mofa, la apellidó el diarista unidad de especie, patrocinando ines- peradamente de ese modo la mayor de las diferencias que separa del clasi- cismo italo-francés, no solo nuestro teatro antiguo, sino el contemporá- neo; á saber: la aceptación del drama juntamente trágico y cómico, inclasi- ficable entre las tragedias puras y las puras comedias. Ni pudo pasar cierta- mente por partidario de Luzán un Diario que, tratando más adelante de

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Alarcon y st| comedia la Crueldad por el honor, le declaró en expresos tér- minos «uno de aquellos felices ingenios que dieron leyes á la comedia española, dejando su memoria venerable entre las de los primeros maestros del arte dramático». Tese, pues, que en lo que toca á éste, la Poética de Luzán no dio principio á ninguna verdadera con- trarrevolución.

Doce años después del artículo del Día rio, había ya dado su doctrina más frutos, por lo cual las opiniones adver- sas á Lope, que aquel libro encerra- ba, se extendieron- por los clásicos, co- mo pedía la lógica, extremándose bas- ta la iniquidad sus censuras. Llevó en ello la palma el erudito D. Blas Nasarre, ya citado, hombre sin duda candido y caprichoso. Dio de esto prue- ba mostrándose admirador de todos nuestros dramáticos del siglo décimo- séptimo ; pero exceptuando, por su par- te, en la alabanza á Lope y Calderón. Al primero lo trató nada menos que de odioso heresiarca ó corruptor de la dra- inática española, y no reconocía en él segundo sino un ingenio superior, to- talmente malgastado en obras absur- das ó ridiculas. La verdad es, no obs- tante, que, aunque más regulares que las de aquellos sumos dramáticos, otras comedias de su siglo, señaladamente las de Alarcón y Moreto, uno mismo era el sistema, igual la violación de las reglas clásicas, comunes general- mente los defectos, por lo cual la ad-

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miración de Xasarre hacia unos no se compadecía con el desprecio á otros. Lo (le candido también le corresponde de sobra á aquel crítico, por haber su- puesto que el desarreglo de las últi- mas comedias de Cervantes tenía por objeto disgustar al público del que in- trodujo Lope. Pero cuando llegó á su colmo el extravío del buen Nasarre, fué al poner en parangón, en el pró- logo á las comedias y entremeses de Cervantes, el mérito dramático de és- te, con el de Lope. Mala la hubo en tamaña empresa el paisano y secuaz de Luzán, pues no le costó menos que la vida, á lo que parece.

No bien transcurrido ya un año, salió contra dicho prólogo un papel intitulado La sin razón impugnada y Beata de Larapiés, lleno de sales cáus- ticas, con que cierto partidario de nuestro teatro antiguo zahirió cruel- mente al crítico; pero lo que rebasó la medida, dándole la sofocación de que, segiin Huerta, murió, fué el li- bro publicado á principios de 1751 con éste título: Discurso crítico sobre las comedias en favor de sus vías famosos escritores, obra más extensa y acabada, y quizá del propio autor de La Beata, aunque carezca yo de datos para ase- gurarlo. Tengo á la vista el tal Dis- curso crítico, dedicado por cierto á la marquesa de Torrecilla, que brillaba á la sazón mucho en Madrid, y aunque hubo intención de hacerle pasar por anónimo, tapando cuidadosamente (en

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mi ejemplar al menos) el nombre del autor, resulta de un exam.en atento del prólogo que al final de él se impri- mió, y no era otro que el de D. Tomás de Erauso y Zavaleta. Pocos libros hay de aquel tiempo tan bien escritos, tal vez ninguno, ni con tan segura críti- ca y tan acerba, aunque sin incurrir en las usadas groserías de otros de la época. Lo peor de todo fué, que la exa- geración extravagante de Nasarre res- pecto al mérito que como dramático y preceptista alcanzara Cervantes, dio ocasión á que le perdiese á évste todo respeto el nuevo .crítico, tratándole muy injustamente (24). Por lo demás, escrito el libro en forma de conversa-

(24) Hablando de las comedias de Cervantes, decía Erauso: «No se pueden leer sin molestia del oído y aun del entendimiento. En lo poco que yo he visto de ellas, no he hallado travesura, armonía, concepto su- perior, ni otros adornos que en las obras poéticas pro- duce la delicadeza del ingenio. Las expresiones de que usa Cervantes son demasiadamente sencillas, flo- jas y humildes, pero las más veces en boca de perso- nas que no tienen estas cualidades. Se explica con unos modos y frases d*» más allá que su tiempo, y al fin sus invenciones están desnudas de aparato y pro- puestas con áspera flojedad, etc.» Viendo tratar asi el lenguaje y estilo y el ingenio mismo de un Cer- vantes, todos los que se sientan mal juzgados en las polémicas, pueden consolarse fácilmente. Pero el ejem- plo contra aquél cundió, y también le trató con sin- gular desdén otro escritor que se llamaba D. Gonzalo Xaraba, en el prólogo con que encabezó en 1752 la de- fensa que el P. Manuel Guerra compuso de su propia aprobación teológica del teatro de Calderón, y va al frente de las primeras colecciones del inmortal dra- mático, defensa intitulada Apelación al tribunal de los doctos. «Cervantc^i», dice el Xaraba, «escribió has- ta doce comedias que por parte ninguna tienen pi- cante, ni aun sal.» Esta enemiga contra Cervantes, por lo que toca sobre todo á lo que más admiramos hoy, que es su gracia y su estilo, continuó acentuándose en ciertos críticos hasta últimos del pasado siglo, no obstante las hermosas y frecuentes ediciones que del Quijote se hicieron.

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ción, en que interviene una discreta clama, aunque no exento de pecados de mala fe, como obra polémica, de todos modos pregona la superioridad que todavía alcanzaban las ideas es- téticas de la escuela de Lope sobre la doctrina exótica francesa, no habiendo, además, quien dentro de España se pudiera comparar en saber con su au- tor, en ninguno de los dos opuestos bandos, por aquellos días. Rudísimo fué el golpe para el de los pseudo-clá- sicos; y cuando el desventurado Nasa- rre, discutido y ridiculizado tanto y más que en su doctrina, en su estilo, en su gramática, en su erudición, en su capacidad crítica y basta en los autores que ensalzaba, sucumbió, que- daron solos en cam.paña por bastantes años contra nuestro teatro nacional los italianos y franceses, juzgándole mu- chas veces neciamente, lo misjno escri- tores de la justa celebridad de Yol- taire ó el napolitano Signorelli, que la turbamulta de sus compatriotas res- pectivos. A los italianos, que de mucho atrás solían hacer así coro á los fran- ceses (incluso el eminente Tiraboschi), respondióles el abate Lampillas, con ingenio y vehemencia, aunque con to- da la fuerza de razón y el saber in- dispensables. Contra los franceses en especial, y los literatos españoles que los seguían, aquel que pudiera menos pensarse al pronto, fué quien salió lue- go á la palestra; es á saber: D. Vicente García de la Huerta, autor de una tra-

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gedia en que están observadas con tal exactitud las unidades, que, según di- jo, con razón, Scnipere y Guarinos, apenas se hallará otra que en esto la iguale ; obra, además, que por sus mé- ritos diferentes, á la sazón pasaba por la mejor de España en su género.

Curioso, á la verdad, es que en la más dura de las vengativas diatribas de este nuevo campeón contra los transpirenaicos, que fué sin duda la que enderezó á Kacine por su Atalia, llegando á decir de esta tragedia fa- mosa, que no debió salir de la privada representación de un colegio de niñas, anduviese de acuerdo con Yoltaire y D' Alembert en el fondo del juicio, v hasta en las frases, según se ha sabido modernamente. «Hace mucho tiempo», escribía el primero al segundo en una ocasión, «que S03' de vuestro propio carácter tocante á Ataliay que para nunca ha sido más que una bellísima tragedia de colegialas.» Disculpa me- rece, pues, la irreverencia de Huerta, tan encarecida entonces por los parti- darios exclusivos del arte francés. Pre- cisamente para dar en rostro á los ene- migos de Lope, Calderón y los de su escuela, fué para lo que aquél formó su colección de comedias antiguas en 1T85, exornándola con el prólogo en que tal hizo, y no perdonó á nadie de contrarias opiniones. Era ya el ira- cundo poeta de que trato el postrero de los de su siglo que supiese dar ento- nación castiza al romance castellano,

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y toda su vorsifioaolón, cu general, so ajustaba á los moldes tradirionales. Español, pues, ante todo, el gran triun- fo que alcanzó en la tragedia clásica no logró arrancar de su alma el vehe- mente amor que profesaba á la patria escena, con esta particularidad, que él, que intentó rivalizar con Itacine en su Raquel y su Agamenón vengado, y con Volt aire en su traducción de Zaira ó Xaire, no escribió en el género que defendía cosa alguna. También estaba Huerta muy lejos de carecer de mérito como crítico. Conocía bien el arte dra- mático, teniendo en él más amplias miras que la generalidad de los pre- ceptistas y poetas contemporáneos; y si bien en el ardor del combate trató á Corneille y Racine con injusticia, nunca fué ésta mayor, dígase en excu- sa suya, que la que solía ejercitarse en Francia respecto á todos nuestros au- tores.

Pero ya, cuando él escribió, había llegado á su apogeo en España la doc- trina crítica francesa, y, no bien pu- blicó su prólogo, cayéronle encima di- versos contradictores, á la cabeza de los cuales se puso el joven poeta y magistrado D. Juan Pablo Forner, más que por fanatismo de secta, inducido por su genio reñidor. Vistas las cosas á la distancia en que estamos, toda la ventaja, de la polémica aparece del lado del primero, por más que su con- trincante se le adelantase en destreza. Ni la agilidad dialéctica y la amena

flexibilidad de estilo de este último, ni su vasta instrucción, maravillosa para un hombre que murió á los cuarenta y un años de edad, dejando trabajos de tan varia índole y todos muy estima- bles, bastáronle para lograr otro triun- fo que el de poner en ridículo la rabia con que indudablemente disputaba su adversario, dándole así éste ocasión pa- ra ostentarse defensor simpático de la memoria de Cervantes, y sobre todo de la de Mayans, verdaderamente calum- niada por Huerta, que no tuvo tiempo para arrepentirse del pecado, cual Ga- llardo le tuvo en caso idént^/o.

Aunque por el prurito de escribir, fácilmente tomase parte Forner en cualquier aventura, era incapaz de ruin emulación, y amaba tanto al jefe de nuestros clásicos D. Leandro Moratín, cuanto llegó á detestarle su íntimo ami- go D. Pedro Estala, bien que no por motivos literatos, según se lee en sus cartas. De bonísima fe profesaba For- ner, sin duda, el clasicismo dramático del autor de El Café, y aun escribió con arreglo á él para la escena, sin más fortuna, en verdad, que sus amigos Jovellanos y Meléndez. Nada tiene de singular, por tanto, que aquel alentado mozo tomase contra Huerta la defen- sa de Hacine y de Moliere; pero ¿qué fanatismo de sectario había de abri- gar con esto y todo una persona, á quien escogió Estala para confidente y consultor do cierta Apología de nues- tro teatro, que dejaba en vigor atrás

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á la de aquel poeta? Porque, con más saber y sentido crítir^o que Huerta, su- peróle fácilmente Estala en la empre- sa común. Decíale á Forner, en carta que poseo autógrafa, escrita á IG de Noviembre de 1792, y refiriéndose á aquel trabajo (25): «Demuestro con la mayor evidencia que la traj^edia anti- gua es esencialmente distinta de la moderna por su objeto, por su conduc- ta y por casi todas las circunstancias. Demostrada esta primera verdad, paso á probar que Ta tragedia moderna es invención de Pedro Corneille en cuanto á la disposición material, pero, en cuanto á lo demás, de los españoles ; lo cual confirmo con El Cid, el cual hago ver que no es una imitación, sino un verdadero plagio de las Mocedades del Cid de Guillen de Castro. Examino muy despacio las pretendidas perfec- ciones de la tragedia francesa ; de- muestro la sofistería de las dos unida- des de tiempo y de lugar, invención de los críticos de Corneille, que no co- nocieron ni debieron conocer los anti- guos, sino en cierto sentido ; demuestro la fatuidad de la pretendida ilusión, haciendo ver que no puede ni debe te- ner lugar en las obras de imitación; me mofo de la división de los cinco actos, y cátate por tierra todo el edifi-

(25) Debo esta carta, como las demás que cito, y otros papeles interesantes, á la generosidad de Don Luis Villanucva, que ha tenido la bondad de rega*lár- melos poco tiempo hace, recordando nuestras antiguas y constantes relaciones coa la familia del insigue Forner.

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cío de la gloria teatral de los franceses, y defendida sc)lidamente la nación es- pañola por nn término que hasta ahora no han conocido los Huertas, ni los Lampillas... Sentado este principio, pasaré á demostrar que todas las come- dias modernas, desde la restauración de las letras, son unas plastas fasti- diosas, en que, pretendiendo imitar á los antiguos, no supieron sacar más que las heces de ellos ; hasta que los espa- ñoles, tomando un nuevo rumbo, en- señaron á hacer dramas que pintan las costumbres modernas, apartándose de las mezquinas imitaciones del siervo, del rufián, del hijo perdido y después hallado, etc., que nada enseñaban ni servían más que para dormir. De es- tas comedias españolas aprendió Molie- re; él lo confiesa, y, aunque lo negase, se ve ¡palpablemente en sus obras.» ¿Cabía decir más? Pues Estala, que, en mi concepto, era el mayor crítico español de su tiempo, floreció ya entre el último tercio del siglo anterior y los primeros años del presente. Y aún es más singular, en su clase, el testi- monio que dio él mismo un año des- pués, del disfavor en que todavía es- taba entonces el sistema francés en Es- paña, comparado con el nacional. En el excelente prólogo que acompaña á su traducción del Edipo tirano, de Só- focles (26), dijo lo siguiente: «Como la doctrina de las unidades es tan fácil

(26) Madrid, 1793.

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de aprender, no lux quedudo pedante que no la sepa de coro, y á esta mise- ria lian dado en llamar reglas del arte. En hallando una serie de diálogos que no salgan de un lugar y tiempo muy estrecho, al punto la califican de exce- lente, por estar arreglada al arte (que no conocen otro que éste) ; pero el pue- blo, á quien no se alucina con sofiste- rías, se ha empeñado en silbar estas arregladísimas comedias ó trarjedias, y en preferir a ellas las irregularidades y defectos de Calderón, de Moreto, de Solis, de Rojas y de otros infinitos ig- norantes que tuvieron la desgracia de no saber el gran secreto de las unida- des». En el discurso que sobre la Co- media escribió Estala en su traduc- ción de El Fluto de Aristófanes, se expresa en los siguientes términos: «El ver tan manifiesta contradicción entre los principios teóricos de Cervantes y sus comedias, hizo pensar, no si de buena fe, á D. Blas ííasarre, que las había compuesto tan desatinadas de intento, para ridiculizar las de Lope de Yega, del mismo modo que con su Quixote había hecho ridículos los li- bros de caballería. Pero si este hubiera sido el fin de Cervantes, era preciso decir que había errado los medios; lo cierto es que sus comedias tienen un aire de sinceridad, que no se advierte en la disertación de ISTasarre, y el que las lea quedará convencido de que si las hizo monstruosas, fué por más no poder, ó porque creyó que así agrada-

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rían al vulgo y le darían algún dine- ro, que le hacía más al caso que la es- téril gloria de buen poeta cómico». Más adelante, continúa diciendo: «Lo- pe de Vega, diga lo que quiera el pe- dantismo y la preocupación, sacó de las mantillas nuestro teatro, ennoble- ció la escena, introduxo la pintura de nuestras actuales costumbres, y con la fecundidad de su invención abrió campo á los ingenios, para que for- masen un teatro propio de nuestras cir- cunstancias. No niego que Lope y los que le siguieron despreciaron las re- glas más obvias del drama ; faltan gro- seramente, y las más veces sin necesi- dad, á las unidades de lugar y tiempo; atropellan á la verosimilitud, mezclan lo trágico más sublime con el cómico más baxo, se remontan al estilo lírico, y faltan á la verdad, conveniencia é igaldad de los caracteres. Pero, á pe- sar de estos defectos, tienen escenas admirables, caracteres originales bien pintados; su estilo, cuando no se re- montan, es el propio de la comedia ; enseñaron el arte de variar infinita- mente el enlace y desenlace de la fá- bula, que hasta entonces no había sa- lido de los términos de una servil imi- tación ; presentaron una inmensidad de situaciones y lances teatrales; supieron interesar y deleitar; en suma, ofrecie- ron á los ingenios un riquísimo alma- cén de materiales para perfeccionar el teatro. Aquellas comedias deben de te- ner las bellezas originales, que á pesar

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de los defectos hacen inmortales las obras de ingenio, como sucede con los poemas de Homero; pues todos los días las vemos repetir en el teatro, y aunque nos ofenden sus defectos, nos deleitan incomparablemente más que esas come- dias arreg'ladísinias y fastidiosísimas, que apenas nacen, quedan sepultadas en perpatuo olvido.» A mi juicio, de- ben irle quedando pocas dudas al lec- tor de que, aun en los tiempos de su maj'or apogeo, si logró por acá el pseu- do-clasicismo escasos prosélitos en el público, fué también mucho más fus- tigado que encarecido por los críticos. Sabido es, sin embargo, que algunas de las mejores comedias de nuestro tea- tro antiguo fueron recogidas y prohi- bidas por Real orden de 14 de Enero de 1800, ni más ni menos que lo habían sido antes los autos sacramentales, con lo cual los fanáticos adversarios de la dramática nacional no poco de- bieron regocijarse. Tiempo hacía que, sin marcar la debida separación entre las comedias románticas de nuestro teatro, y las monstruosas producciones de Comella y sus competidores^ califi- cando unas y otras con el solo título de desarregladas, que se suponía injurio- sísimo, hombres de gran mérito, y se- ñaladamente Moratín y Jovellános, pugnaban por alcanzar del Gobierno que extendiese sus funciones de policía á la ordenación y regularización del arte dramático. Querían aquellos va- rones insignes, y la no muy numerosa

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hueste de literatos pseiido-clásicos, ya nacionales, ya extranjeros, que en Ma- drid los secundaba, convertir resuelta- mente el teatro en escuela de costum- bres, con indispensable fin moral, sin parar mientes en el necesario deverti- miento de los espectadores. Eran, ade- más, no hay que decirlo, exclusivos partidarios de las que titulaban coiné- dias arregladas, Y no sin trabajo, se- gún confesaban ellos mismos, consi- guieron al fin del ministro de Gracia y Justicia, D. José Antonio Caballero, otra Real orden, en 21 de Noviembre de 1799, confiriendo á una junta espe- cial el encargo de realizar la apetecida reforma, junta que, entre otras cosas, propuso la recogida y prohibición á que me he referido anteriormente. Jus- to es reconocer que en la larga lista de comedias que padecieron entonces per- secución por la justicia, y que enca- beza los seis tomos del Teatro nuevo español, dados á luz en los años de 1801 y 1802, hay muchas verdadera- mente disparatadas, sin comparación el mayor número. Pero no era la inten- ción, no, limitarse á aquellas solas. Al suspenderse la publicación de dicha livSta, se advirtió al piiblico que conti- nuaría aumentándose á medida que hu- biera suficiente número de nuevas co- medias originales ó traducidas con que suplir (en los teatros) la falta de las antiguas que merecieran desecharse. Y, en el entretanto, contáronse desde luego, entre las recogidas y las prolii-

El Teatro Español 6

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bidas, La vida es sueño, El rey valiente y justiciero y Rico hombre de Alcalá, El tejedor de Segovia, primera y se- gunda parte, El 2)ríncii)e constante y Mártir de Portugal, El jardín de Fa- terina. El inayor encanto amor, Pa- checos y Palomeques, Masariegos y Monsalves, con otras semejantes. Con- cíbese, después de todo, que entre las disparatadas comprendiese la junta censora comedias alegóricas y de ma- gia, como El jardín de Falerina y El nmayor encanto amor, á pesar de que tan de moda estaban en aquel tiempo mismo y se exageraban tan á placer el simbolismo y la alegoría en las artes del diseño, no obligadas, por lo visto, á tener forzoso fin didáctico y moral como las obras dramáticas. También se explica que la comedia titulada Ma- sariegos y Monsalves fuese prohibida, por aparecer el cluelo autorizado en ella, contra la severa reprobración de las leyes y de Jovellanos en su Delin- cuente honrado (27). Pero ¿á qué pudo obedecer la prohibición de La vida es sueño, de El rico hombre de Alcalá y de las dos partes de El tejedor de Se- govia? Para debió de originarla, más que el amor á las comedias arre- gladas, la suspicacia política de la épo- ca. Xo se quiso tal vez que se viese á un Eey destronado por su hijo en la

(27) En el siglo xvii hubo autores adversos al due- lo mas en vano. En casos de honra, se desafiaban basta en Palacio los caballeros, acuchillándose algu- nos delante de Carlos V y Felipe IV.

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escena, en días en que la cansa del Escorial no andaba lejos, y en que el propio Monarca reinante había mante- nido secretas relaciones con el conde de Aranda bastantes anos antes de mo- rir su padre, con el fin de prepararse para el gobierno; relaciones inocentes, á mi juicio, y en el fondo naturales, respecto á otras semejantes, en la per- sona que las había iniciado. No debió de parecer bien tampoco que el regi- cidio y fratricidio de D. Enrique de Trast amara se recordasen en las tablas á la par que la quijotesca justicia de Don P.edro; ni que an caballero parti- cular, hecho por sinrazones bandolero, humillase al fin á su líey, dándole generosamente la vida y la victoria; ni siquiera que un príncipe, llamado Fernando por cierto, prefiriese muerte heroica á que se cumpliesen las pia- dosas, pero á su juicio indignas dis- posiciones de su hermano y Rey di- funto, dando la plaza de Ceuta á cam- bio de su libertad. Las revoluciones de la época disculpan, en todo caso, tal suspicacia, que nadie hubiera abriga- do probablemente en los días de mo- narquismo ingenuo y fervoroso del si- glo decimosexto (28),

Por este otro tiempo de indudables recelos llegaron á estar también supri- midos los periódicos que se publica- ban; mas tan pronto como de allí a

(28) Sobre estas luchas entre los autoreh de aquella época, véase el Apéndice, que contiene noticias curio- sas y desconocidas sobre la reforma de nuestro teatro.

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poco vieron de nueyo la luz, continua- ron demostrando la benevolencia de la crítica española hacia el teatro nacio- nal. El más clásico de dichos perió- dicos, El Memorial Literato de Ma- drid, decía en 1802 (tomo in, año tt) lo que sigue, verosímilmente influido por Estala: «En todas cosas la verda- dera reforma consiste, no en destruir, sino en reedificar; no precisamente en desarraigar un abuso, sino en impedir que le suceda otro, y hacer nazcan be- llezas no conocidas y se conserven las que antes había. Porque, en fin, no- sotros teníamos en nuestras comedias, por lo general, un buen lenguaje^ bue- na y aun excelente versificación, á ve- ces pensamientos elevados, ideas inge- niosas, interés, acción, caracteres y to- das las riquezas del drama, puesto que anegadas en los defectos tan univer- salmente conocidos. Todo fué abajo: y con observar las tres unidades, fáciles de guardar cuando no se quiere otra cosa, creíamos haber hecho una gran- de reforma B. Y antes (tomo i, año 1801) había dicho ya esto el propio periódico, aunque menos substanciosa, más desenfadadamente: «Déjennos con las chistosas extravagancias de Cal- derón y Moreto, en tanto que se nos dan tragedias que nos hacen derramar dulces lágrimas, nacidas de la compa- sión y del terror, ó comedias que con la bien entendida pintura de nuestros vicios nos exciten á la agradable son- risa». Otro periódico, en cuya redac-

^ii^

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eión tomó parte Quintana, intitulado Variedades de eieneias, literatura y artes (tomo ii), trazó en 1805 el insig- ne cuadro de las vicisitudes contempo- ráneas de nuestras comedias: a No hace muchos años», decía, «que sus sales se oían con placer por un efecto de la costumbre, sin excitar grande en- tusiasmo en los espectadores»; pero, habiendo dejado de representarse por algún tiempo, añade el periódico, a al volver á ponerlos en escena, la repre- sentación de los dramas fué aplaudida con un nuevo interés, y parece que su ausencia del teatro les dio á su regreso un carácter de dignidad y de gracia de que los iban despojando la vulgari- dad y frecuencia con que se representa- ban». Que esto fuera de la pluma de Quintana, no lo sé; pero no lo extra- ñaría. Porque en el Ensayo didáctico, titulado Las reglas del drama, y algu- na de sus notas, se mostró indulgentí- simo clásico; 5', entre sus papeles par- ticulares, que poco ha tuve ocasión de registrar, he visto además numerosos extractos de comedias antiguas, de su letra, y juicios de sobra lisonjeros para los que las escribieron ; todo lo cual indica que, lo mismo que el de Eaquel, era apasionado el autor de El Pelayo, que no enemigo, cual se pudiera rece- lar, de nuestro teatro. Hay, por ejem- plo, en la comedia El Príncipe cons- tante, de Calderón, este pasaje:

tFÉNix. ¿Pude excusarlo? MULEY. ¿Pues no?

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FÉNIX. ¿Cómo?

MuLEY. Otra cosa fingir.

Fénix. ¿Pues qué pude hacer? MuLEV. Morir.

Que por ti lo hiciera yo.»

Pues al pie del pasaje escribió de su puno Quintana: «Aquí está literal el famoso Qv^il inoiirút de Corneille, y sin prevención nacional, puede decirse que con ventaja»: juicio que parece de Huerta, porque la grandeza del Morir está en ser un padre, no un amante celoso, qtiien lo pronuncie. En otro apunte se lee: «en la jornada ii de El Tnaestro de danzar, de Calderón, hay los siguientes versos, que demuestran que el poeta no ignoraba la regla de las veinticuatro horas:

«¿En qué ha de parar aquesto, Y más en veinticuatro horas Que da la trova de tiempo?»

Y le sobraba razón á Quintana: que Calderón no ignoraba más que Lope las reglas: lo que hubo fué que, de hecho y caso pensado, ni uno ni otro quisieron observarlas. Otro poeta de harto menor mérito que el autor de la Oda á la Imprenta, pero de buenos estudios clásicos, rindió también culto, y por modo más positivo en aquellos años, á nuestro teatro antiguo, refun- diendo con acierto singular La estrella de Sevilla de Lope. Don Cándido Ma- ría Trigueros, á quien ya, por tales se- ñas, habrá reconocido el lector, osten- tóse entonces tan entusiasta admirador de la obra y del que la escribió, cuanto

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defensor de su sistema contra ' los crí- ticos pseudo-clásicos, demostrando, en la Advertencia con que encabezó una edición esmeradísima de la tal refun- dición, que lo familiar no estaba re- ñido con lo trágico, ni siquiera en el teatro helénico, y que tampoco lo trá- gico exigía ser tratado en verso he- roico. Hasta D. Ramón de la Cruz, el célebre sainetista, se declaró expresa- mente contra los críticos galicistas y su escuela, siendo el primer español, que yo sepa, que, en sustitución á los nom- bres especiales de comedia, tragedia y tragicomedia para las obras serias, em- please el general dramas adoptado ac- tualmente (29). De todos lados se le-

(2q) Era D. Ramón de la Cruz, no sólo hombre de agudo ingenio, sino de bastantes letras, y fué, con efecto, uno de los que con más bríos combatieron á la escuela pseudo-clásica ó francesa. En el prólogo de una extravat^ante obra suya, muy inferior á sus saí- netes, intitulada Qur'en complace á la deidad acierta á sacrificar, se hallan, entre otras, las siguientes lí- neas, muy curiosas por el tiempo en que se escribie- ron: «Esta la llamaría yo Tragicomedia, si no me ha- llara sobrecogido de las exclamaciones de Cáscales y el Sr. Luzán, que la figuran el más horrible monstruo que p'jeden fomentar los alientos unidos de Talía y Melpómene; porque, á la verdad, está escrita del mis- mo modo que la reprueban, con la mezcla de personas ilustres y particulares, lances serios y jocosos, y suce- sos trágicos y festivos; pero no quise disgustar á sus apasiónalos, aunque pudiera argüirlos con los litera- rios de España (los redactores del Diario de los lite- tatos), que, para convencer al Sr. Luzán, citan el An- fitrión de riauto, el Cíclope de Eurípides, con otros del mismo, de Sófocles y Esquilo, y treinta y dos de Pratinas, con el conocimiento de esta especie de poe- mas que trata Horacio en su Arte -poética.^ Con que, combatido de ambos opuestos pareceres, dejé á la dis- creción ajena la libertad del apelativo, dándola el nombre propio Drama, que es el indisputable de su origen». Idénticos motivos á los alegados por D. Ra- món de la Cruz para llamar drama en general á su el. tada obra, han guiado más tarde á los poetas román- ticos de todas las naciones para sustituirla á las es-

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vantahaii así protestas enérgicas con- tra la tiranía dramática francesa.

Poco tiempo faltaba, en el Ínterin, para que el centro de nuestra naciona- lidad se fijase temporalmente en Cádiz. En esta plaza, y durante su famoso ase- dio, cobró de repente el sistema escé- nico español fuerzas irresistibles ya contra sus detractores, merced al ines- perado apoyo de la nueva crítica de A. Guillermo y Federico Schlegel, por el primero expuesta en Viena en 1808, y difundida, y enérgicamente sustentada por el benemérito Bolil de Faber, pa- dre, según es sabido, de la escritora célebre que llevó en vida el pseu- dónimo de Fernán Caballero. Y vi- no por fin á ser el último grande ad- versario de nuestro teatro antiguo, ¿quién lo diría?, Don Antonio Alcalá Galiano; aquel mismo que años más tarde escribió el prólogo del Moro ex- pósito, verdadero programa de roman- ticismo en España, y con quien se cree que consultase en la emigración

peciales denominaciones antiguas de tragedias ó co medias. El nombre de tragicomedia, aunque usado en nuestro teatro antiguo, es el que ha sido muy poco ent picado después, cual nadie ignora. En el Prólogo que escribió para la Colección de sus Sainetes, defendién- dose de los ataques que le dirigió el doctor Signorelli en nombre de la escuela pseudo-clásica, tatribién dijo D. Ramón de la Cruz lo siguiente: «Quisiera que á mis ruegos formasen todos una junta, cual yo la es- toy figurando en mi fantasía, y con la propia autori- dad y magisterio que establecen las leyes de perfec- ción, y condenan los errores de poetas cómicos y trá- gicos, me dijesen, de común acuerdo, ó á pluralidad de votos fundados, cuál es la tragedia, cuál la come- dia, escritas con todas las reglas que pretenden, y sin alguno de los defectos que detestan unánimes con la mayor obstinación».

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el Duque de Rivas el plan y sentido de su Don Alvaro. Mas no le fué mejor en la empresa que á Nasarre, bien que no le costara el fracaso la vida ni mucho menos. Comenzó la contienda en el propio Cádiz, donde imprimió Bohl de Faber los altos elogios que la nueva crítica alemana dispensaba á Calde- rón, hallándose todavía allí Alcalá Ga- liano, que, según parece, se mostró al principio bastante conforme con el la- borioso y entusiasfa extranjero que fan á pochos tomaba la gloria de nuestras letras. Hacia 1814 era, no obstante, al decir de este liltimo, Alcalá Galiano «el principal propagador del despotis- mo literario de los franceses»; y hubo desde luego serias polémicas sobre el caso, con no escasas injurias de ambas partes. Cuando llegó con todo á su ma- yor crudeza el debate, fué en 1817 y 1818 con motivo de escribir Galiano en la Crónica Científica y Literaria de Madrid, artículos de todo punto contra- rios á la crítica alemana y la dramá- tica inglesa y española, pronunciándo- se enérgicamente por el clasicismo francés. Con el título de Pasatiempo crítico, salió prontamente á luz en Cá- diz un folleto en que el Germano ga- ditano y la Amazona literaria (según apellidó Galiiino de burlas al matrimo- nio Bóhl de Faber), juntos en uno, y con aprobación varios amigos, em- bistieron al futuro grande orador, sin dejarle hueso sano, desopinando á un tiempo su juicio, su estilo y lenguaje,

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SU patriotismo y hasta su buena fe. Pero aunque no hubiese quedado Ga- liano vencido en la polémica, que lo quedó en mi concepto, la victoria se pronunció muy poco más tarde, según veremos, por el campo de que había él desertado; y, en el entretanto, Bohl de Faber y su discreta mujer, que usó el pseudónimo de Corina en aquella campaña, merecieron eterna gratitud por lo que hicieron en favor de nuestra genuina literatura.

Antes de mucho acometió luego el clásico Lista en El Censor de 1821 la empresa de exponer el verdadero sen- tido y carácter de la dramática espa- ñola, sobre todo en las reflexiones que acerca de ello dio á luz en el niímero ÍJ8 del mismo, si son, cual pienso, de su mano las críticas teatrales. Muerto aquel excelente periódico, y pasados los tristes años de 1823 á 18->3, reanu- dó su tarea Lista en 1836 desde la cá- tedra del Ateneo de Madrid; mas ya, entre la primera y la última de estas fechas, en 1828, había dado D, Agus- tín Duran á la estampa su Discurso so- bre el influjo de la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo es- pañol: obra directamente inspirada por los trabajos de Bohl de Faber, y, con- forme él mismo confesó allí, por la edu- cación literaria que á Lista debiera. Alcanzó este opúsculo grande y mere- cida boga, que todavía dura. Aunque no fuese de todo punto exacto, según su autor pretendía, que la crítica clá-

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sica hubiera por sola originado la decadencia del teatro antiguo español, no cabe duda que retardó el renaci- miento de nuestra dramática, y para procurarlo fué oportunísimo el refe- rido opúsculo, escrito, además, con ma- yor profundidad y alcance que obra ninguna de cuantas basta allí refuta- ran las teorías gaJicistas. Las nuevas voces de romanticismo romántico, que empleó el primero en nuestra lengua el crítico germano-gaditano, adquirie- ron carta de naturaleza bajo la docta pluma de Duran, á pesar de la repug- nancia que, no sin causa, mostró Lista á aceptarlas, en contraposición á las de clasicismo y clásico, por considerar éste tan clásicos á Lope y Shakespeare como á los trágicos griegos. Una nue- va colección de comedias escogidas, en forma manuable, y patrocinada por Duran, puso también, con más fortu- na que la de Huerta, nucvstro teatro antiguo al alcance del público. Y en este punto la cuestión, Martínez de la Rosa, que tanto liabía censurado á Cal- derón en las notas de su Poética, guia- do por los principio de Boileau, su mo- delo, súbitamente se convirtió al ro- manticismo en Francia, escribiendo allí La Conjiira'^ión de Venecia, prís- tina obra de vsu género en la época. Cuando reapareció, pues, á poco Al- calá Galiano como cómplice del Du- que de Rivas, trayendo juntos á la es- cena el Don Alvaro de este último, na- da faltó á la definitiva victoria del sis- tema dramático nacional.

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Pero siéndole constantemente favo- rable el pueblo y casi siempre la crí- tica, ¿cómo y por qué dejó de haber poetas de la escuela de Lope y Calde- rón por más de un siglo? Lo que pien- so yo acerca de esto es que, aunque le faltase aquel ambicioso aliento de los días de predominante grandeza, debía de quedar latente en el fondo del es- píritu español no poca parte de los sentimientos, las ideas y las quimeras del tiempo de Lope y sus sucesore^i, cuando continuaban aplaudiéndose las comedias de ellos, y liasta solían ganar la aprobación de los fríos críticos. La- tente he dicho, que no manifiesta, lo cual de por explica cómo y por qué el antiguo espíritu no era ya poderoso á inspirar nuevas obras, aunque Jo fue- se para mantener vivo el gusto de las de otras veces. Hay también que tener en cuenta que un siglo y más de cons- tante trabajo de hombres como Lope, Moreto, Rojas, Tirso, Alarcón, Calde- rón y tantos otros insignes, tenía casi agotado su sistema, cual ninguno ri- quísimo en parciales manifestaciones, mas poco vario en caracteres y recur- sos fundamentales; preciso es confe- sarlo. Esa riqueza misma de las pro- ducciones de nuestra dramática, que

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sin ponderación lia hecho decir al ilustre Schack que supera á la de to- dos los demás teatros sumados (30), juntamente con su naturaleza siste- mática que encarnaba por fuerza las fábulas ó invenciones en corto número de ideas madres y de caracteres típi- cos, habían tarde ó temprano de traer su decadencia, aunque otras causas fal- tasen, que no faltaron. Entre éstas tuvo bastante importancia, por su lado, bien que no toda, á mi parecer, cuanta le atribu3'() IJurán, la introducción del gusto de nuestros vecinos transpirenai- cos, tanto y más que por su influjo de los preceptistas, por el conocimiento cada día más general del gran teatro francés del tiempo de Luis XIV.

Y grande le llamo de todo corazón, que mucho se equivocaría quien ima- ginase que ponga yo á nivel el mérito de los preceptistas exagerados y ruti- narios de la escuela clásica en Fran- cia, con el de poetas tales como Cor- neille, Racine y ^íoliére, ni siquiera con el de otros menores, por ejemplo, Rotrou y Yoltaire. ?ío: en especial la comedia de Moliere, si se ha igualado á las veces, jamás se ha superado; y por más que la tragedia francesa no sea en verdad la griega, según demostra- ron nuestro abate Estala primero, y luego A. Guillermo Schlegel, es, en Éa- cine sobre todo, admirable. Con la no-

(30) Hifttoria de la literatura y del arte dramático en España, traducción de D. Eduardo Mier. Prólogo del autor: Madrid, 1SS5.

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bleza de principios y sentimientos que ostenta, con su exactitud de observa- ción en los caracteres, con la sol)riedad y armonía verdaderamente antiguas de las fábulas, y la meditada elección de los asuntos, constituye, á no dudar, el francés uno de los primeros sistemas dramáticos conocidos, muy digno de fi- gurar al lado del de Shakespeare y del español, ya que de ningún modo pueda concederse que les aventaje. Fuera me- nester que á las dichas cualidades jun- tara siquiera de lejos el teatro de nues- tros vecinos la riqueza, la originalidad, la alteza y profundidad de invención é inspiración del español, para que ex- ce<liera á éste en particular. Críticos hay, no obstante, y tan discretos como M. de Méziéres, que parecen compartir modestamente la preferencia de los crí- ticos alemanes por el Teatro de Shakes- peare (31), tratando á par el de Cal- derón con bien poco merecido desdén y todavía mayor ingratitud, dados los muchos asuntos que el francés tomó del nuestro desde Corneille y Rotrou hasta Moliere. Bastarle debiera á cada país en estos contrastes y comparacio- nes difíciles, con que su propia gloria quedase incólume, sin que le fuesen otras sacrificadas.

Para mí, por de contado, el influjo del teatro francés en España era natu- ral desde que se le conoció bien, así por su incontestable mérito, como por

(31) ContemporaÍ7is et successeurs de Shakespeare, par A. Méziéres: París, 1881.

SU novedad y por la afición á las cos- tumbres francesas que consigo trajo el lazo estrecho de la^s dos ramas de la Casa de Borbón, reinantes á entram- bos lados del Pirineo. A esto ayudó na- turalmente asimismo el prestigio de las doctrinas filosóficas y sociales de la nación vecina, que comenzaron á de- rramarse por las clases cultas de la nuestra y todas las de Europa, desde la mitad del siglo pasado en adelante. A tales enemigos se unió bien pronto otro mayor, que fué el cambio de es- píritu, que se observó en España du- rante el siglo pasado, diferente, en apariencia al menos, del de ciento ó ciento cincuenta anos atrás. Y dentro de las nuevas ideas y costumbres, y de la serena, ordenada, y todavía grande, pero juiciosa monarquía de Carlos III, ó de los primeros a Tíos de su hijo, llegó á ser inevitable que la grave tragedia francesa despertase afición y estímulo en nuestra alta sociedad y nuestros hombres de letras, ya que no en el pue- blo. Así se vio que una persona tan fanática por nuestro genuino teatro^ como Huerta, escribiera sólo tragedias ; que mientras estudiaba apasionada- mente Quintana aquel teatro mismo, dictara reglas en verso para el teatro clásico (32) y lo cultivase también, y

(32) Con ser Corneille y Moliere los modelos que recomienda, llama allí al ingenio de Lope omnipoten- te, y dice del cetro adquirido por Calderón en nuestra escena :

*Que aúu en sus manos vigorosas dura».

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que fuese poeta trágico muy estimable el habilísimo refundidor de comedias antiguas D. Dionisio Solís. Tanto estos poetas ilustres como Montiano y Lu- yando, Ayala, Moratín el padre, Cien- fuegos, y otros más ó menos felices hasta Martínez de la Eosa, si no logra- ron aclimatar en España la tragedia á la francesa, injusto sería negar que por conseguirlo hicieron esfuerzos fre- cuentemente dignos de aplauso. Pero más que la de ninguno, fué en tal sen- tido meritoria la empresa de D. Lean- dro Moratín, respecto á la comedia clásica, compuesta á estilo de las de aquella nacicSn; empresa coronada por un éxito indisputable (33).

Y hora es ya de que en breves pala- bras, con esta- ocasión, se le haga aquí al autor de El de las niñas la debida justicia. Que Moratín no sentía como Lope y Calderón, ó como el pueblo es- pañol del siglo XVII, ni siquiera como latentemente, á mi juicio, sentía en gran parte aún el de su siglo, pruéba- lo un solo hecho: el haber sido afran- cesado. Seguramente entre los que si- guieron aquel partido hubo muchos hombres de ciencia y muchos de bien; pero no representantes, en poco ni en nada, del rancio espíritu caballeresco, aventurero y fantástico de sus antepa- sados. Según en otra ocasión he dicho, y tampoco me parece indispensable repetir con palabras nuevas ahora, no

(33) Véase el Apéndice,

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es dado á nadie a resucitar los senti- mientos muertos ó las extinguidas cos- tumbres, ni sustraerse al más ó menos oculto y lento, pero siempre irresisti- ble influjo del espíritu general del si- glo en que se vive». ¿Por qué ya en la corte de Carlos III (añadía yo) nin- guna persona culta creía, pensaba, amaba ni vivía al modo que en la de Felipe IV^? «Por obra de los años y de los sucesos, que ni unos ni otros pasan en balde; obra siempre más fácil de lamentar que de impedir. Entre el gobierno que mandaba escribir Autos sacranieniales y el que los prohibió por escandalosos, había tan grande jibismo como el que media entre el auto de fe de 1680 y la Oda al fanatisTno, de Meléndez ; ó entre las plumas, ro- pillas, ferreruelos y broqueles de los caballeros de Lope y Calderón, y los prosaicos casacones y sombreros apun- tados de los personajes que Moratín, sacó á plaza. Los grandes, títulos y principales caballeros que conoció y trató Moratín ó vivían tranquila y honrada, y acaso tiesamente en sus ca- sas (ni más ni menos que sus austeras y piadosas mujeres), ó daban lugar, con los nuevos devaneos y vicios, que con exactitud pintó Jovellanos, á aque- lla invocación tremenda, mucho más eficaz que éste acaso imaginara:

«¿Qué importa venga, denonada, venga «La humilde plebe en irrupción, y usurpe «Lustre, nobleza, títulos y honores?»

El Teatro Español

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Y mientras la plohe aguardaba, con efecto, su hora, que estaba ya tan ve- cina, cuanto existía del Madrid do Calderón, descrito antes, donde había que buscarlo era, no en las tertulias que frecuentaba Moratín, sino allá por los barrios de Lavapiés y el Barquillo, nuevos Parnaso y Pindó de D. Kamón de la Cruz. Los manólos hacían enton- ces, á modo de parodia histórica, lo mismo que los galanes de Calderón en otro tiempo: torear, rondar, reñir, y padecer persecuciones por la justicia. Hoy ya la alegre musa del buen Don Eamón todos los barrios de Madrid los visitaría en vano, porque de lo que él vio y oyó, únicamente quedan reli- quias en las más apartadas provincias de España. Y es que los caracteres his- tóricos, que se hacen viejos en las na- ciones, van borrándose gradualmente y de arriba abajo, así como de arriba abajo penetran y se extienden también los que han de sustituirlos. El mundo que conoció Calderón se acabó con el siglo decimoséptimo, y con el decimoc- tavo el que peciiliarmente conoció y pintó D. Eamón de Ja Cruz; así es que puso éste último en escena la antigua Es- paña, que se extinguía, mientras Mo- ratín sacaba por primera vez al tea- tro los tipos de la España nueva y de la nueva Europa. Tan ambicioso y su- til fué, con todo eso, el espíritu del siglo, que, no contento con apoderarse del genio de Moratín, se entró también calladamente por los saínetes de mano-

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los y majas de D. llamón de la Cruz, depositando en ellos muy tempranos y prolífieos gérmenes de ideas democrá- ticas. Hizo obligación del cabellero, nuestro teatro antiguo, el ser valiente y pundonoroso, y precisas condiciones del criado villano, las de gracioso y cobarde. En el teatro de D. llamón de la Cruz, por el contrario, todo se lo llevan ya caldereros, taberneros, casta- ñeras y gente del bronce ; quedando re- servadas á La¡i Señor las de moda y la turbamulta de marques |s, abates, pe- timetres ó abogados, petimetras, mar- quesas ó beatas, todas las ridiculeces humanas. Y nada prueba tan decisi- vamente cuan otra fuese la sociedad española del siglo xviii de la del siglo antecedente, donde entre la aristocra- cia y la plebe mediaban abismos, como el que les deleitase ver representar, y aun el hacer papeles ellas mismas, en vsemej antes cuadros de costumbres, á las señoras más encoi)etadas.» El Tna- jisvio, en suma, ]io_sé bien por qué na- cido en los priñreros años de la dinas- tía borbónica, había ya donde quiera reemplazado á las antiguas eahalterías, y, por tanto, si las costumbres de las comedias de Moratín no son muy poé- ticas en propias, la culpa no fué su- ya, sino de su tiempo.

Mas justamente es esto de la poesía lo que más distingue la genuina dra- mática española de la escuela que ilus- tró tanto Moratín, y siguieron sus dis- cípulos inmediatos Gorostiza y Bretón

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(le los Herreros, únicos que ron olnas originales, alternadas con medianas tragedias, por lo general traducidas, ocupasen la escena española, al comen- zar el nuevo período que las páginas de este libro reflejan. Faltaba la poe- sía, la verdadera poesía en nuestro tea- tro, y eso vino á darle el que lioy pode- mos llamar contemporáneo, del cual tengo ya algo por fuerza que decir, aunque no me proponga, según al prin- cipio expuse, repetir, discutir, ni me- nos contrariar ajenos juicios. Y antes de entrar de lleno en este punto, séa- me lícito preguntar por vía de exordio: ¿no es cierto que todavía ahora pudie- ra desesperarse aquel Sumo Pontífice del realismo que se llamó Cervantes, de la grande estimación que en nues- tra escena alcanzan las brillantes cua- lidades heredadas de la escuela del Tnonstrno de la naturaleza, como ape- llidó él á Lope, ignórase si por apodo li encarecimiento? No se representan, sin duda, ni aplauden tanto cuanto otras veces las antiguas comedias; pe- ro las modernas, en cambio, inspiradas en idénticos principios, aunque estén algo decaídas, se aplauden aún bastan- temente. Llenad hoy mismo en Madrid cualquier teatro, no de críticos, no de señoras y caballeros de los que visitan actualmente á París, no de filósoos ó publicistas informados por el reinante espíritu cosmopolita, sino de genuino y castizo pueblo español, y, con mejor ó peor ejecución, haced que ante él se

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representen, por ejemplo, el Don Al- varo del duque de Ivivas, la generali- dad de las obras de García Gutiérrez, y, sobre todo, El Trovador; Los Aman- tes de Teruel, de Hartzenbuscli ; Don Juan Tenorio, ó la primera parte de El Zapatero y el Rey, de Zorrilla; los dramas históricos nacionales como Guzmán el Bueno, de Gil de Zarate, ó El haz de leña, de N^uñez de Arce; los que algo tienen de caballeros de López de Ayala, ó de Echegaray, y mal pe- cado si no veis producirse las mayores emociones de que sea la escena capaz. Pues no hay que vacilar; lo que se aplaude es la poesía, la poesía nacio- nal, que, igualmente en ellas que en nuestras comedias antiguas, sobre cual- quier otra cualidad ó condición res- plandece. No busquéis en las obras ci- tadas profundos, ni menos áridos aná- lisis del alma humana; no exacta ob- servación psicológica, y míenos fisioló- gica; buscad poesía nacional, que es lo que ellas dan á raudales. Su éxito corresponde á la maravillosa versifica- ción heredada de la antigua dramáti- ca; á las danzas de espadas, en esta última tan frecuentes ; á aquellos cons- tantes galanteos, ya metaf ísicos, ya lí- ricos, que recuerdan los de Lope y Cal- derón ; á aquellos heroísmos callejeros, en fin, con sus baladronadas y todo, tan aplaudidas asimismo por los ante- pasados. No por otros motivos que las modernas obras de la escuela, se hacen aplaudir del público de vez en cuando,

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y á poro que se representen bien, sus antiguos modelos: la altivez del Rico hombre dv Aírala, la lealtad de Sancho (3tiz de las l{oelas en Jm Estrrl/a de Sevilla, ó de García del Castañar, los discreteos y delicadezas de El desdén con. el desdén, y aun aquellos pavorosos combates del hombre con las humanas y divinas leyes, tan celebrados sobre todo en El Burlador de Sevilla, aunque sal^a á plaza desfigurado y maltrecho, como en El convidado de 2^¿<?''^^«) ^ dramáticamente desvanezcan su carác- ter los raudales líricos de la musa de Zorrilla de los buenos tiempos. Pa- riente cercano es asimismo, y no hay más que verlo, así del Condenado por descontado, como de Segismundo el de Ea vida es sueño, aquel sombrío Don Alvaro del duque de Rivas, luchando con los sucesivos acasos de la mala suerte, en algo verdaderamente pare- cida á lo que el griego Esquilo llamaba destino; pero tan enamorado y pundo- noroso y fantaseador, como saben sólo serlo protagonistas de dramas españo- les. Sin embargo, no lucha Don Alvaro con aquella divinidad terrible (por va- lerme de las palabras mismas de M. Patín) (34), «que en la opinión de los contemporáneos de Esquilo, cambiaba ciega y caprichosamente, ya las desdi- chas en placeres, ya en infortunios los triunfos, derramando con despotismo brutal desde lo alto de su trono, así

(34) Patín: Etudes sur les tragiques grecs : París,

1877.

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sobre los hombres como sobro los dio- ses, bienes y males, castigos y recom- pensas». No por cierto: sus desdichas se encadenan por 'mera casualidad, ó eventual y vulgar combinación de cir- cunstancias, que no por decreto divino. Ni por eso la lucha es menor, sino más interesante, á mi juicio, que suele ser en la dramática griega, porque en esta el milagro mitológico, desenvuelto en una especie de auto sacramental, ava- sallaba sin encaz resistencia la volun- tad del hombre, al modo que en los dramas totalmente á lo divino de Lope ó Calderón; y por su parte, Don Alvaro no combate sino con algo que pudiera vencer, aunque no venza; es á saber: con ciegas acciones de la naturaleza indiferente, sin valor moral, como no lo tiene la muerte trágica que el rayo ú el cólera morbo ocasionan. Si desde Don Alvaro ó Don Juan Tenorio vol- vemos los ojos á otros dramas contem- poráneos, bien se ve que el Manrique de FA Trovador se desafía con su rival en términos qtie por lo caballerescos envidiarían Moreto ó Rojas; que las dos partes de El iMpafero y el Rey diríanse escritas con la gallarda vena de La Estrella de Sevilla ; que de aque- lla misma parece que proceda, según es tierna, casta y noble dama, la^ Isa- bel dulcísima de IjOS Amantes de Te- ruel. Y aun habiendo ya tratado de la versificación, á propósito del parentes- co de Lope y sus sucesores con los dramáticos contemporáneos, bueno será

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decir quo ella arrastra por sola al moderno público, de la propia manera que seducía y arrastraba al de los tiem- pos de Felipe IV. Verdad es que en es- ta versificación, distinta de la emplea- da por los demás dramáticos de la tie- rra, y con menos licencia y más so- briedad los discípulos que los maestros, compiten con Calderón, el duque de Rivas y López de Ayala; García Gu- tiérrez con Rojas; con Moreto Hart- zenbuscli; y Zorrilla alternativamente con todos, puesto que, dejándose lle- var, antes que del esmero de Alarcón, Moreto, Tirso ó Hojas, de la locución fácil y arrebatada de Lope ó Calderón. La estructura de los versos es una mis- ma en antiguos y modernos patente- mente.

Y por cierto, que me trae esto á ex- poner aquí una consideración, que no puedo apartar de la mente, siempre que se trata de las reglas clásicas. Todas estaban basadas sobre la estricta imi- tación de la naturaleza, ó más bien el candido supuesto de que lo principal en la escena sea producir una comple- ta ilusión de la realidad, cual si fuese de todo punto posible, ó Quando en gran parte se logra, no revelara eso, por lo común, mayor travesura y ha- bilidad industrial ó mecánica que ins- piración ni genio. A nadie le han cau- sado todavía la Transfiguración ni la Comunión de San Jerónimo parecido engaño, en Roma, al que producen los cartujos de los claustros de la Madonna

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decjli Anijcli, termas antiguas de Dio- cleciano ; y, sin emliargo, ¡ cuál de los artistas modernos que los pintaron, osaría reputarse de primer orden, ni medir su mérito con el de Rafael ó el del Dominichinol Por semejante error liasta pretendieron algunos clá^ sicos que entre un acto y otro de las. obras dramáticas no transcurriese más tiempo que el que justamente perma- necía el telón echado, imposibilitando casi siempre así el desarrollo racional de la acción; mas ¿cómo compaginar semejante crueldad estética con la ver- sificación del diálogo, cosa antinatu- ral, si las hay, y más todavía en el pa- reado alejandrino, con hemistiquios iguales, de los clásicos franceses? Real- mente es singular que los cómicos diá- logos de Moliere, hasta aquellos en que toman parte personajes humildes, estén sostenidos en un metro heroico, sin per- juicio, al parecer de los pseudo-clási- cos, de la estricta imitación de la na- turaleza. El donoso octosílabo caste- llano de nuestros antiguos y modernos dramáticos, es instrumento bastante más flexible, natural y á propósito pa- ra todo género de diálogos, y no por eso puede aspirar tampoco á represen- tar, según ellas efectivamente son, las conversaciones ordinarias. Moratín, con su admirable buen sentido, opinaba esto, sin duda, cuando escribió en pro- sa sus dos más célebres comedias, y adoptó en otros casos la más natural de las versificaciones, que es el román-

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<e; ejemplo el Je la prosa, nuevamente seguido por Tamayo en sus principa- les comedias, y en la mejor de las su- yas por Echegaray. Al depurado gusto, por lo demás, de aquel excelente poeta cómico, y al razonable rigor de la crí- tica romántica moderna, deben nues- tras comedias contemporáneas, aparte <le las ventajas anteriormente dichas, el tener, si no tan espontánea y rica, menos ampulosa, impertinente y gon- gorina versificación que la generalidad de las del siglo xvtt.

También son, nadie lo ignora, mu- cho menos desordenados los nuevos que los antiguos ^dramas en la acción y en los cambios de escena, por influjo del propio Moratín y de los preceptistas de su escuela, que educaron á los más de los autores contemporáneos. Ni se ha vuelto, por otra parte, á hablar, y con harta razón, del gracioso, si no verdadero sustituto del coro helénico •cual quiere Yiel-Castél (35), lazo de Tinión, según ya he observado, entre las dos grandes ramas de nuestra antigua literatura, la picaresca y la ideal, aun- que la mezcla de lo jocoso y lo serio en unos mismos dramas haya continua- do, como de esencia en el drama ro- mántico. Y, fuera de esto, no puedo menos de repetir que todo nuestro tea-

(35) €Le Gracioso est, sauf la forme bouffonne, le x;hoeur des tragedles antiques. Comme le choeur, il re- présente pour ansí diré le public dont il exprime sou- vent les sentiments et les impressions probables.» Essai sur le Théáire Esfagncl, par M. Louis de Viel-Castel : París, 1882.

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tro roiitf'm])f)ráii80 pi'ue})a diariamen- te, lo mismo que el que le sirvió de dechado, que si en él liay una verdad pensada, imag-inada antes que vivida, poética y lírica antes que nada, dicha verdad se siente en la escena cual si iormara parte de la vida ordinaria, siendo todavía más clara á las veces que la positiva y realista, donde quie- ra que libres y sanos palpitan castizos corazones españoles.

No he de pasar ya de este punto, sin formular otra pregunta, si pareci- da en la forma, en el fondo muy con- traria á la' q'ue formulé cuando trataba de la completa desaparición de los poetas de la escuela española en el primer tercio del siglo decimoctavo, y es la siguiente: ,:cómo y por qué los ha habido, y tan numerosos y brillan- tes, en el primer tercio del presente siglo? Ya no tan sólo los líltimos res- tos de aquellos ventaneos, y emboza- mientos por las esquinas, de aquellas serenatas y quimeras del siglo décimo- séptimo, estaban relegados á las cos- tumbres provincianas y más vulgares, según he expuesto, sino que hasta el Tnaji.^mo, en que, segiin he dicho, vino á parar el romanticismo callejero de Madrid, estaba extinguido, casi por en- tero, no dejando reliquia sino en los saínetes, todavía con frecuencia re- presentados, de D. llamón de la Cruz, burlesco Lope de Vega de aquella pasa- jera parodia de las antiguas cahalle- rías, y de las escenas de capa y espada,

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por las ínñiuas clases sociales, y ro- niáritico prematuro y convencido por <?ierto, cosa que se desconoce general- mente. Pues si dejando á un lado las €0stunibres nos fijamos en el espíritu de uno y otro tiempo, ¿quién duda que entre el subdito liberal y hasta exaltado de la lleina niña Doña Isabel, por lo común vestido de miliciano nacional para alardear de enemigo del místico D. Carlos, y el vasallo de Felipe II ó Pelipe III, fluctuando siempre entre soldado y monje, había la distancia misma que mediaba de los aiitoa de fe del tiempo de Lope á la horrible ma- tanza de frailes que Madrid presenció á la sazón? Y siendo todo esto induda- ble, ¿cómo explicar, digo otra vez, la repentina aparición en tales circuns- tancias de sucesores tan legítimos de Xiope en nuestra escena contemporá- nea, cuanto los que he citado y otros varios?

Preciso es comenzar por reconocer que en este moderno renacimiento dra- mático no hubo tanto de revolución, reacción ó creación, cuanto de imita- <íión, por más que ésta se realizase brillantemente. Nada se inventó que necesitase nuevo espíritu, ó inspiracio- nes nuevas, ya en el público que aplau- día, ya en los autores que se hacían aplaudir: todo se redujo á escribir de nuevo obras en el género antiguo, siem- pre admirado, segiin he hecho patente, por doctos é indoctos, hasta en el apo- geo de la crítica francesa. Hay, no obs-

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tante, que suponer algún otro elementa más que el mero espíritu de imitación, para darse bien cuenta de un heclia de tamaña monta, y surgen de aquí naturalmente dos preguntas nuevas. Aun admitiendo la exactitud de la ob- servación anterior, ¿cómo y por qué los volterianos y sensualistas poetas de 1836, dieron de pronto en aquel afán de imitar las viejas comedias, no tan sólo saturadas de galantería platónica y amor quimérico, sino de espíritu ca- balleresco, y, por tanto, aristocrático, católico, íiasta ascético natural enemi- go del racionalismo escéptico reinante? Y, por otra parte, ¿la influencia del melodrama francés, que en las catás- trofes de nuestro's dramas contemporá- neos se advierte, habría podido dar por sola á estos últimos la preponderan- cia y los excepcionales aplausos que en la escena alcanzaron? Antes de respon- der á la primero, que es más arduo, séame lícito recordar que los éxitos incomparables del Don Alvaro, de Él Trovador, de Los Amantes de Teruel , nacieron á ojos vistas de lo que obras tales tenían de común con el teatro de Lope y Calderón. Algunas liay en su época, á la verdad, como Carlos II el Hechizado, cuyo fondo trágico, al par que históricamente falso y revo- lucionario, está, á no dudar, tomado de las de Yíctor Hugo ó Dumas, y de aquéllas solas puede decirse que de- bieron más los aplausos al romanti- cismo francés que al nacional, aunque

no

les valieran nuicJio sieiüpre su estruc- tura á la antigua y la versificación. Mas en los supremos triunfos de las tres obras que lie puesto por primer ejemplo (y los que todavía obtienen, pasada la moda romántica, lo demues- tran), no fueron, no, sus catástrofes á la francesa las que arrebataron al patriótico público de IS'jü y IS-JG, sino lo que, con efecto, ostentaban de seme- jante á El médico de su Itonra, A se- creto agravio secreta venganza, Del Bey ahajo ninguno, El pintor de su deshonra, El alcalde de Zalamea, El escondido y la tapada, y otras tales. Para mi al menos, no es otra la verdad. Ni intento negar por eso que, cuando nuestros dramáticos contemporáneos emprendieron repentinamente el cami- no que, en su inmensa mayoría, han seguido después, obedecieran ante todo al general impulso de la novísima re- volución romántica, que entonces ava- salló por igual las literaturas de los pueblos cultos, lo mismo que en el teatro, en la poesía lírica y en la no- vela. Que oir de labios extranjeros tan autorizados como los de los hermanos Schlegel, que su antiguo teatro se con- taba por uno de los dos que por exce- lencia merecían llamarse románticos, al propio tiempo que el romanticismo triunfaba en todas partes, en verdad era cosa que no podía menos de empu- jar á nuestra juventud á la reivindica- ción, felizmente posible, de esta parte de la herencia de los antepasados.

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Mas del liecho de no haber abando- nado hasta allí, ni del todo aún en nuestros días, el público nacional su afición á la escuela de Lope, induzco yo, por otra parte, y así contestaré á la primera de mis antecedentes pre- guntas, dos importantes conclusiones. Es una que, después de haber desapa-. recido en tanta parte de las creencias y las doctrinas corrientes el ideal por aquella escuela realizado, todavía, en lo íntimo del alma, conservaban mu- cho de él los españoles de entonces. La otra es que, si bien menos percep- tible de año en año, tampoco dicho ideal ha desaparecido totalmente hoy en día del fondo psicológico de la na- ción. Y es que el conjunto de creen- cias, opiniones y sentimientos que lle- ga á formar un ideal, capaz de produ- cir mediante el arte tan grandiosa creación como nuestro teatro antiguo, tiene mucho parecido en las naciones con el alma de los individuos, y del todo no suele abandonar el cuerpo en que reside sino con la muerte. Los tiempos sin duda se inclinan á resu- mir los particularismos nacionales en un comprensivo y único espíritu y una idéntica vida universal, lo cual diría, si llegase á ser, mejor existencia tem- poral que la presente al género humi\- uo. Pero, aunque esta hermosa utopia hubiera alguna vez de realizarse, to- davía por siglos y siglos existirán, co- mo indispensables institutos de pro- greso social, las naciones ; y ellas tie-

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nen en tanto que guardar, aunque no quieran, mucho de su respectivo carác- ter liist(3rico: lo cual mayormente se observa y observará en aquellas que, lejos de ascender, hayan decaído, como España. Sin fuerzas suficientes hoy pa- ra ejecutar tan altivas resoluciones, ¿no se ve lo mejor que aquí se piensa y obra aún, cual si el cetro de Carlos V no se hubieáse caído de las manos? ¿No parece, á las veces, que los libros de caballería son aun nuestros catecismos políticos, y Don Quijote el positivo de- chado de los que vivimos entre el Pi- rineo y ambos mares? Pues este ínti- mo y permanente sentido histórico es lo que satisfactoriamente explica nues- tro teatro contemporáneo, y lo que ha- ce que, á pesar de las nuevas sendas que por todas partes sigue el gusto li- terario en la actualidad, el público es- X)añol castizo se deleite, y no poco, aún con aquellas obras dramáticas que con- servan el sabor antiguo.

Ni he de poner fin á este punto sin advertir que, aun las costumbres espa- ñolas de 1835 y 1836 fuesen todavía más diferentes de las del decimosépti- mo que las del último tercio del siglo pasado, el espíritu nacional andaba más de acuerdo en la primera de dichas épocas con las ideas heroico-románticas de los personajes de Lope y Calderón, que lo estuvieron en tiempo de Mora- tín y sus comedias. La guerra de la Independencia y la revolución políti- ca, que tras ella se abrió camino, cám-

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Á

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Liaron la prudente, ordenada é inte- riormente apacible monarquía de los sucesores de Felipe Y, en un campo de apasionamiento y exageraciones opues- tas, á cada paso salpicado de sangre. Algo semejante á la anarquía de los siglos caballerescos y al fanatismo del siglo XVI volvió verdaderamente á ex- perimentarse en España entre el prin- cipio de la de la Independencia y la primera guerra civil. Convirtiéronse otra vez en crueles las creencias reli- giosas y políticas, tan suaves en sus ordinarias manifestaciones durante los liltimos reinados del siglo anterior. Fióse toda divergencia de opinión en- tre los ciudadanos á las armas. Volvie- ron naturalmente sus ojos entonces los descontentos de las presentes, que eran los más de los españoles, á las cosas pasadas, no cayéndose de los labios, de allí adelante, en las expansiones pa- trióticas, los nombres á la verdad glo- riosos de Pavía, Lepanto y Otumba; pero que en boca de nuestros abuelos nunca sonaban tanto, por no necesitar- se, sin duda, cincuenta, ni cien años atrás. Tampoco ahuyentó más los no- bles recuerdos de la casa de Austria, el de la guerra de Sucesión, induda- blemente popular en la mayor parte del país, como por todo un siglo los había ahuyentado, y sin esfuerzo, la dina-^tía vencedora. Felipe IV, con sus desdichas y todo, se hizo de pronto más simpático, por lo que tuvo de poeta y protector de ingenios, que Felipe V,

lU

con liaher éste sido harto más feliz cu las armas, y, todo bien medido, mejor soberano. JSi hubiera sido tan bien aco- gida en la Plaza de Oriente la estatua del segundo, cuanjo lo fué al colocarse, y lo es todavía, la del primero. Tor- nado á su espontaneidad, en suma, el nativo carácter español, bastante co- hibido hasta allí por la gravedad ver- dadera y sólida de los monarcas bor- bónicos y de su ordenado régimen de gobierno, reapareció de repente, y en todas las clases sociales á un tiempo, con sus ordinarias ilusiones y ligerezas, y el indisciplinado y callejero indivi- dualismo de los días en que nuestro teatro floreciera. De todo lo cual se aprovechó, y mucho, para seguir al an- tiguo con éxito, el teatro contempo- ráneo.

En el entretanto, el mayor servicio que, entre no pocos deservicios, como el de contaminarlo con sus excesos me- lodramáticos, le hizo al nuestro el nue- vo teatro francés, fué ahuyentar ya del todo la crítica pseudo-clásica, que por tanto tiempo habían querido imponer- nos nuestros vecinos. Porque ¿cómo se- guir dando crédito á los intolerantes principios de la escuela de Boileau, después de la súbita y triunfante apos- tasía de la dramática francesa? íío menos que dos siglos habían tardado, en dar de mano á los rigores de aquel preceptista y sus secuaces, los compa- triotas de Dumas y Víctor Hugo, aban- donando la famosa unidad de lugar, la

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de tiempo, y la clasificación cerrada de los géneros dramáticos; es decir, acep- tando de plano lo que Lope enseñó en estos cinco versos del Arte n ti eco de hacer comedias.

«No hay que advertir que pase en el periodo De un sol, aunque es consejo de Aristóteles, Porque ya le perdimos el respeto, Cuando mezclamos la sentencia trágica, A la humildad de la bajeza cómica».

Igual espacio de tiempo habían tar- dado los críticos de Francia y de Ita- lia en aprender el resto de la doctrina romántica que, por lo menos dos de los nuestros, profesaron ya pública- mente en tiempo de Lope. Fué el pri- mero el licenciado D. Francisco de Ba- rreda, cuyas singulares y acertadas no- vedades de doctrina, recientemente ba expuesto con su acostumbrada brillan- tez y profundidad el Sr. Menéndez y Peí ayo en su Historia de las ideas es- téticas en España, El otro fué un Don Luis Morales de Polo, á quien el señor Menéndez, que cuando escribió su li- bro no le conocía, tomó, y no sin fun- damento, por mero plagiario del ante- rior, al hallarle citado en cierto discur- so mío del Ateneo. Tradujo Barreda el Panegírico de Trabajo de Plinio, y escribió Morales un Epítome de los hechos y dichos de aquel Emperador, obra, sin duda, diferente ; pero cuando á propósito de la prohibición que hizo Trajano de las comedias latinas em-

f)renden ambos autores la apología de as nuestras, Morales toma varios pá-

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rrafos al pie de la letra del Discurso de Barreda, aunque sin seguirlo en to- do ciertamente. Lejos de eso, ostenta doctrina propia en puntos muy señala- dos, como en la aprobación, por ejem- plo, de los autos sacramentales que su. predecesor condenaba ('5G). Era- Barre- da más docto, y sus ideas sobre las re- glas del teatro pueden casi todas ser adoptadas por la crítica moderna ; Mo- rales, más espiritualista, más atrevido y amplio en la doctrina, más entusias- ta asimismo y, bien que menos correc- to, dotado de mayor elocuencia: dando muestras por igual de conocer direc- tamente los poetas antiguos y los clá- sicos italianos. Para no copiar de los dos libros, tomaré solo del de Morales, más desconocido aún, y el primero de ellos que lie tenido ocasión ae recorrer, algunas frases con que patentizar que expuso la teoría romántica con más

(36) De todas maneras, ofrece alguna dificultad el explicar satisfactoriamente, cómo Morales copió lisa y llanamente en su libro tantos párrafos de Barreda, que, no sin fundamento, pueda llamársele plagiario. Para lU^í, la explicación está en que Morales no imprimió su libro, sino un deudo suyo, varios años después de su muerte, el cual había encontrado, entre los papeles del valeroso Maestre de Campo, que murió peleando en el Rosellón, el manuscrito de dicha obra. Probablemente Morales habría intercalado entre los suyos los párra- fos de Barreda, ó bien proponiéndose citar al autor cuando tuviese dispuesta su obra para la impresión, ó bien con propósito de extractarlos, quedándose con las ideas con que estuviese conforme, y modiftcando la forma, cosa muy fácil, y que podía bien dejar asimis- mo para el término del trabajo. Lo que no se puede creer es que un hombre del mérito literario y del pun- donor harto bien demostrado de Morales, que murió acribillado de heridas por no seguir á sus soldados en la fuga de Leucate, cometiese un descarado plagio, tan fácil de advertir por todo el mundo, puesto que debía andar en manos de todos el libro de Earreaa cuando él escribió el suyo.

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valiente convicción que lo haya hecho nadie todavía ('^7): «Dígannos los ex- tranjeros» (exclamaba, dos siglos an- tes que se escribiese el famoso prólogo de Cromwell): «dígannos qué arte fijo hallamos en las comedias desde que se fundaron, y dado caso que le haya, se- gún Aristóteles v Platón, ¿quién le ha observado?» Y después de destruir así por su bíise el supuesto modelo griego, añadía esta definición peculiar suya, comentándola de acuerdo con Barreda: «Es la comedia un convite que el en- tendimiento hace al oído y á la vista. ¿Y quién ha perfeccionado estos con- vites sino las comedias que gozamos en España? Hay en ellas la majestad, el esplendor y grandeza del Poema Ej)ico; las ñores, las dulzurns sonoras y bien limadas de lo lírico ; tienen las fábulas sus episodios y tal vez su verdad de historia ; tienen las veras, la severidad de lo trágico, las burlas y saínetes de lo cómico, lo picante y libertado de lo satírico, y esto con gran rebozo, y sin aquella libertad y deslumbramiento an- tiguo». ¿Hubo algo más de substancia que lo que estas líneas encierran, en la Estética dramática que puso Yictor Hugo en moda? ¿No es verdad que el Hcrnani cabe todo entero en los con- ceptos que acabo de copiar?

Versos épicos y líricos hay, con efec- to, en este drama, ni más ni menos que

(37) Epítome de los Hechos y Dichos del Empera- dor Trajano. Obra postuma, impresa por un primo del autor: Valladolid, 1684.

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en nuestras antiguas comedias, y tan liincliados y faltos de proporción ó ar- monía con los personajes y los asuntos,

liincliados y faltos de proporción ó ar

los personajes y ' cual puedan ser á veces los de Calde

ron. La mezcla de lo sainetesco y lo trágico tampoco se eclia allí de menos; sólo que no se efectúa por medio del gracioso de nuestro teatro, cosa más perdonable, sino que á lo mejor anda lo grotesco en boca de hombre tal como Carlos V . Ni hay que hablar por su- puesto al autor de Hernani ó á sus se- cuaces de unidades aristotélicas; pero pluguiera á Dios que ya que, á la par que su violación, tanto vilipendiaron los antiguos críticos franceses los evi- dentes anacronismos y las supuestas ignorancias de Calderón, no afease aquella moderna obra maestra tamaño número de errores geográficos, histó- ricos y genealógicos, que acaso en tal cantidad no se encuentren juntos en ninguna comedia famosa. Verdades que nuestro severo Huerta señaló con razón iguales despropósitos históricos y genealógicos en el Cid de Corneille y otras obras francesas, inclusas las del implacable Voltaire. Lo único que decididamente no cabe en los moldes de nuestra antigua dramática, es la extrema pobreza y monotonía de la acción de Hernani, compuesta de bru- tales rencores y abnegaciones inverosí- miles; es la falta de nobleza y verdad, así ideal como positiva, en los carac- teres; es la confusión, no de lo trágico y lo cómico, sino de lo sublime y lo ri-

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dículo; es la alternativa de bufonadas sin chiste con tiradas de magníficos ver- bos, no en boca de diferentes persona- jes, sino de unos mismos. Los gracio- sos españoles, á lo menos, ni hablaban cual héroes nunca, ni carecían de chis- te casi jamás. De aquellos evidentes defectos debe de provenir que la divi- nización del honor castellano, que quie- re representar Hernaniy al modo que efectivamente la representó nuestra dramática, no sea soportada, en la esce- na por los españoles, según se experi- mentó ha poco en Madrid, no obstante el entusiasmo que causaba la actriz que hizo el papel de Doña vSol. Lo que de Hcrnarii pudiera con igual motivo de- cirse de Ruy Blas, de Torqneinada, y otras semejantes creaciones del poeta, que pasa con razón por patriarca y jefe de la literatura francesa del presente siglo. Pero no cabe negar, de todas suertes, que si la rehabilitación teórica se debió á los críticos alemanes, la aplicación y generalización práctica del sistema de Lope encontró en Yictor Hugo un incomparable propagador, concepto bajo el cual merece nuestra gratitud. El hecho es, en fin, que, gra- cias de una parte á los primeros, de otra al segundo y los que secundaron su poderoso ejemplo, despertóse cuando menos se pensaba en nuestros jóvenes autores la inspiración romántica, y con eUa el natural deseo de seguir las lec- ciones de la dramática geuuinamente nacional, determinación que desde el

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I)rincipio aplaudió el público, confor- me con su histórico y no interrumpido sentimiento estético, apareciendo así constituido de la noche á la mañana nuestro teatro contemporáneo.

La gloria del dicho renacimiento fué luego derramándose sucesivamente so- bre cuantos tienen obras en este libro, y sobre otros que en él no figuran, porque seguramente no podían sus pá- ginas comprenderlos á todos. Sin sa- lirme, por mi parte, del espacio que previamente hallo trazado, debo ahora de nuevo insistir en que apenas hay poeta de los aquí comprendidos que no haya recibido directa y fecunda ins- piración de nuestros . antiguos dra- máticos. Aun dentro de la pura co- media, seguro es que no ha existido quien conociese más profundamente que Bretón de los Herreros ó Ventura de la Tega los divinos secretos de la versificación de Lope y sus sucesores. jSTo los ignoró tampoco Narciso vSerra, según demuestran sus obras cómicas. Con ser el diálogo de Moratín modelo eterno de pureza, de sobriedad y natu- ralidad en el estilo familiar, se ha vis- to rara vez imitado en las comedias contemporáneas, prefiriéndose el nú- mero y la brillante sonoridad y senten- ciosidad de los versos de Tirso, Alar- cón y Moreto. Tan sólo en Rubí, de los que en este volumen figuran, se nota mayor afición á Moratín que á es- tos liltimos. Pues si dejando el estilo y la versificación de aquéllos á un lado,

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aunque formen parte tan esencial de nuestra dramática, observamos la ín^ dolé de 'los asuntos, también veremos descollar constantemente el influjo de la escuela española. Que si nuestros autores contemporáneos se han pro- puesto dilucidar y resolver problemas ó tesis de la vida, mérito principal que hoy con razón se atribuye en Francia á Dumas, hijo, el autor de La Dame aux C amelles y de Dénise, no hay duda que hasta en ese camino han sido pre- cedidos y estimulados por nuestros poe- tas antig'uos. Pues si bien se mira. La vida es sueño, El condenado por des- confiado, y otras obras tales, envuelven temas gravísimos de la vida en sus fábulas, aunque, en verdad, no sean de igual índole que los recientemente planteados y mejor ó peor resueltos por la dramática francesa. Más llanas y correspondientes á la existencia ordi- naria, y más parecidas por lo mismo á las de moda, son las tesis que fre- cuentemente encierran las comedias de Alarcón, como Quien vial anda mal acaba. No hay vial que por bien no venga, ó La verdad sospechosa; y todos nuestros dramáticos, y en especial Cal- derón, rivalizan también en esto con el insigne vate de Méjico. Aun en el siglo decimoctavo conservó nuestro tea- tro muy alta esta especialidad, porque dificilísimo es que una tesis social esté tan expresamente planteada, y tan bien resuelta cuanto en El de las ni- ñas. Y si de nuevo tornamos la vista al

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teatro ospanol eoiitomporánoo, nadie negará que el asunto de El hombre de mundo, de Vega, sea una verdadera te- sis humana, admirablemente plantea- da, desarrollada y resuelta. Otro tanto digo de El tejado de vidrio, de El tan- to por ciento, y de Consuelo, obras in- signes en que el gran genio dramático de Ayala aparece entero, y de Los hom- bres de bien y Lo 'positivo, de Tamayo, obra tan española la última, como el Cid y otras son francesas. Hasta la musa, sobre todas fácil, ligera y menos profunda que amena de Bretón de los Herreros, acometió no sin éxito en Muérete y verás y alguna que otra co- media igual empresa. Más reciente- mente que ninguno ha solido plantear de estas tesis Echegaray en las tablas, como la de Locura ó santidad, mere- ciendo con algunas grandes éxitos. Si esa es, pues, la comedia propia de este siglo, cual muchos piensan, creada es- tá en el teatro español desde que lo regeneró Lope, y por manera tal, que nada tiene que envidiar á ninguno to- davía. Tampoco á la comedia de intri- ga, que Bretón, Eubí, Serra y otros modernos ingenios han cultivado, le faltaron modelos en nuestra dramática antigua, y tan insignes, que los pro- pios clásicos, nacionales y extranjeros, solían respetarlos en medio de sus or- dinarios furores. Así es como El lindo Don Diego, El vergonzoso en Palacio, hasta Don Gil de las calzas verdes, y, no sólo en general las verdaderamente

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cómicas, sino aun las llamadas por sus caricaturas de figurÓ7i, lian vivido por largo espacio en la escena, sin que la ideal inspiración que caracteriza el drama nacional estorbara sus triunfos peculiares. Más adaptables sus asuntos á cualquier teatro extranjero, menos susceptibles de los errores históricos y geográficos, que tanto se afeaban en las piezas serias, sin mezcla por lo común de géneros diversos, cosa que tan á mal llevaban los preceptistas intolerantes; libres, por último, de la pretensión de rivalizar con la majestad de la trage- dia, que era en lo que no oía razones el sistema italo-f ranees, las ingeniosas comedias de Alarcón, Tirso y Moreto, y hasta las de Zamora y Cañizares, por fuerza habían de correr el mundo con menos riesgo que sus caballerescas y sentimentales hermanas, y aquellas otras semirreligiosas ó del todo místi- cas, prohibidas al fin y al cabo por el gobierno. No por otra senda, y limitán- dose á pintar al vivo lí^s costumbres or- dinarias, derramó Bretón de los He- rreros raudales inagotables de gracia cómica en sus piezas dramáticas; hizo siempre reir al público con la chistosa espontaneidad de sus escenas Narciso Serra ; y triunfó cual ninguno Rubí por cierto tiempo, merced al hábil artificio de la acción, al decoro constante de los diálogos, al dibujo, á menudo feliz, de los personajes de sus obras.

Pero en el ínterin que todos los gé- neros cultivack)s en nuestro anti«:uo

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teatro revlvíají i»>í v\ calor de! roman- ticisvio iriuafante, ni siquiera enmu- deció en f spaña la tragedia de Cornei- lle, todavía cultivada entre otros por Martínez de la llosa, citado ya á este intento, por Yega en su César, y en su Virginia por Tamayo. He declarado ya tanto mi deseo de no juzgar en este li- bro lo ya juzgado, C[ue sólo quiero con- signar acerca de esto una opinión en mi concepto unánime; á saber: que sin quitarle á la tragedia de Ve^a sus mé- ritos, como no entiendo quitárselos á las de otros contemporáneos que omito, el Edipo y la Virginia son las mejores tragedias clásicas del teatro español. Y para terminar esta parte, diré úni- camente ya: que ni esas excelentes tra- gedias, cada una de las cuales señala una excepción; ni las altas obras his- tóricas de entonación épica, por el es- tilo de El haz de Leña; ni el drama psicológico, de que entre nosotros es principal dechado El drama nuevo; ni los tremendos melodramas, á la manera romántica francesa, de que da todavía - Echegaray ruidosos ejemplos; ni la aparición frecuente de este propio ele- mento exótico que informó en gran parte las obras de García Gutiérrez y (jil de Zarate, y el propio Don Alvaro del gran duque de Rivas, bastan con mucho á privar de su fisonomía de fa- milia á nuestro teatro contemporáneo, descendiente, á ojos vistas, ora en un género, ora en otro, del de Lope y Cal- derón (38).

(38) Por la razóa que se da ea el texto, no hay

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VI

Lloo-iié por fin al término de mi ta- rea. Ya que tan ligeramente he pasado por el teatro contemporáneo, acaso de- biera tralar con mayor detención del presente estado de la dramática dentro y fuera de España, y de su probable porvenir. Pero me lie extendido dema- siado para que me sea lícito escribir mucho más. Algo, aunque sea muy breve, quiero no obstante decir.

Sábese ya que para no es el tea- tro sino lo que son en común las artes; á saber: un juego ó recreo intelectual, un convite del entendimiento al en- tendimiento para darle á un tiempo á gozar por los ojos y los oídos, tal como Luis Morales de Polo dijo, ó quiso de- cir. A las veces Jlega á ser bello en ó sublime, con valor propio y eterno, en manos de los grandes artistas, este

nombrados en este estudio más autores dramáticos qiifr aquellos que contiene la obra, para la cual fué escrito este prólogo. Publicándose aparte este trabajo, debo añadir en justicia, que entre los dramas históricos debería ftgurar, al lado de los mejores, Doña Maria de Molina, del Marqués de Molíns; entre los de capa y espada, Don Francisco de Quevedo, de J3. Eulogio Florentino Sauz, y entre los que tratan de temas so- ciales. Es un Ángel, de D. Ceferino Suárez Bravo. Entre las tragedias pueden citarse el Baltasar, de Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, y alguna de D. José María Díaz; y entre las comedias, Esperanza^ de í). Enrique Cisneros. Son también notables en di- versos géneros algunas de Eguílaz, Cazurro, Larra, Escriche, Palau, Coupigni, Marco, Selles, Cano y otros.

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juego ; pero sin renunciar á lo más ele- vado de su naturaleza, en el divino proceso de la idea estética, bástales ínuclias veces á las artes Jo que todas tienen sin duda por primitivo origen: la imitación. Erauso, aquel gran ad- versario de Nasarre, que antes cité, se burló sangrientamente de este úl- timo, á causa de haberle dado al tea- tro por origen la nativa inclinación del hombre á remedar ó fingir las ac- ciones que ve; y, sin embargo, no es otro el que le encuentra un pensador tal como Augusto Guillermo Schlegel. Ni de distinta suerte cabría explicar el que baya aquel nacido espontánea- mente en tan apartadas y diferentes regiones como la India, la China y el antiguo Méjico, lo mismo que en Grecia. Los remedos ó imitaciones pro- ducen natural jjlacer en los hombres: de aquí, en suma, la afición á las ar- tes en general, y sobre todo al arte dramático. No participo yo, pues, de la opinión de Saint-Marc-Girardin, de que sea la simpatía del hombre por el hombre lo que en especial engendre el placer escénico (-39) ; que el remedo ó imitación de las cosas que les son en más antipáticas, también es ocasión de deleite para los hombres en todas las artes, y en el teatro singularmente. La causa de que unos se inclinen á imitar, y otros gocen con las imitacio- nes, es más general v desinteresada en

(39) Cours de LUtérature Dramalique, tomo

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la especie luimana que aquel ilustre crítico pensaba. Lo que hay de verdad en ello es que lo humano se hace siem- pre á nuestros ojos más interesante, ya nos sea en simpático, ya antipá- tico, que todo lo demás, y de aquí que excite más que nada el sentimiento de la imitación en la escultura y la pin- tura. Justamente por eso el desnudoy que es lo más genuinamente humano, prepondera en las supremas escuelas de las dos artes. Pero esta preferencia se da, sobre todo, en la dramática, donde al hombre no se le imita y pre- senta sólo con líneas ó colores, sino hablando, sintiendo, obrando en pre- sencia del espectador. De todas suer- tes, ni aquello ni esto se hace por nece- sidad, ni por satisfacer un fin indis- pensable á la vida, sino, según tengo repetido, por diversión ó jvego. Juega en la escena el hombre, no ya con los primitivos, ó infantiles, y en ambos ca- sos groserísimos remedos de la natura- leza y la vida, sino con la pasión, con el placer, con el dolor, con los contras- tes de todo aquello que más noble, más profundo, más poético hay en la edad adulta; y, jugando, descansa así de lo necesario, por su propia naturaleza triste, y de la realidad toda, frecuente- mente penosa y sombría. Mera verdad de sentido común resulta, por lo mis- mo, que para distraerse es para lo que se va al teatro ; y, en tal concepto, has- ta los más grandes acusadores de las comedias entre los teólogos, confesaban

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en último ex tronío que sólo eran de aprobar «concediéndolas á la diver- sión» (40). Mucho más preocupados y aun fanáticos que los dichos teólogos parécenme los naturalistas franceses de esta época, que pretenden que se di- vierta al público, quiera ó no, con la mera repetición en las tablas de la vida real que suelen estar hartos de vivir, y ver vivir, los espectadores; tomando, por supuesto, como realidad exacta del "mundo aquello y no más que ellos di- rectamente perciben, ó creen percibir. Con más frecuencia pintan así obras tales al observador que lo observado. Conviene á todo esto decir ya que, cumpliendo su esencial ley la escena y divirtiendo al público, puede tam- bién realizar otros fines muy diferen- tes, ya haciéndose escuela de costum- bres, según pretendieron honradamen- te los clásicos, ya anfiteatro de autop- sias morales, 3^ de conferencias psíqui- co-físicas ó fisiológicas; ora sirviendo de tribuna á las utopías sociales y á la propaganda revolucionaria y anárqui- ca, ora á la sátira social ó política ; constituyendo, en conclusión, un ins- trumento de aplicaciones múltiples, capaz de contribuir á objetos distintos y hasta contrarios. ]S"o divirtiendo, na- da puede lograr, en cambio, porque pa- ra cosas serias está ahí la vida real que nada deja que pedir en peripecias

(40) Véase el ya citado papel de D. Luis de Uiloa en defe'nsa de las comedias decentes castellanas.

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y catástrofes, y en especial están los negocios que inmediatamente atañen á la subsistencia del individuo, de la familia y del Estado. Si los asuntos serios, y aun trágicos, deleitan al hom- bre, no es sino cuando se le presentan en espectáculo y por vía de juego; que en tal caso llega á gozar hasta con los combates de gladiadores, los torneos á punta de lanza, y las corridas de toros, por lo cual no es mucho qiie divirtie- ran á los griegos las terribles trage- dias de Sófocles y Eurípides, ni que hayan gozado con La Torre de jVesle y Ricardo Darlinr/tlion nuestros con- temporáneos. Pero es bien natural que si en ocasiones divierte esto al hombre, todavía más generalmente le recree el espectáculo de las cosas fingidas cuan- do en son hermosas, tiernas, subli- mes, o alegres, chistosas y satíricas. Y en uno y otro caso, de todos modos la nota dominante es jugar á la vida, ó con la vida.

No hay que espantarse, por tanto, de que llegue por lo humilde el teatro hasta las Revistas de Navidad, ó por lo noble se levante, hasta las óperas serias que se intitulan Los Hugonotes ó Roberto el Diablo. Ni lo inverosímil de la música de estas óperas, conside- radas como dramas, ni lo trivial de la imitación ó representación en aquellas piezas vulgarísimas, les quitan á unas ni otras su carácter de obras teatra- les, y de legítimas obras teatrales, cuando se complace en elkis el público.

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No he (le excluir yo, pues, género al- guno de las tablas, salvo el que de to- das partes excluyó Boileau en un verso famoso. Pero, después de esta libera- lísima declaración, ¿será mucho pedir que en el teatro, cual en todas las ar- tes, se guarde algún lugar, y no de los menores, para la poesía? Nadie ha ganado á realista, en su concepto del teatro, al que escribió este, á modo de dístico, que se ha hecho célebre:

«Porque como las paga el vulgo, es justo hablarle en necio para darle gusto».

Y él, no obstante, fué quien inventó el más poético de los sistemas dramá-^ ticos, demostrando así que si es pre- ciso ante todo divertir al público que paga ó concurre, y sin ceremonia pue- de ser calificado de vulgo, eso no empe- ce para divertirlo en ocasiones, mu- chísimo mejor que coA cosas bajas, con lo más puro y noble que produce la mente humana; es á saber: con la con- densación de la vida en los armóni- cos contrastes de la poesía. No bastan á ésta, claro está, los versos fáciles y sonoros, magnífico paño de tisú que puede encubrir un esqueleto. Es indis- pensable que cumpla, ante todo, su misión esencial de hacer sensible lo bello, y que con lo bello sensible di- vierta al hombre. El poeta dramático, en particular, puede buscar objetiva- mente tan interesantes cuadros de vida como ofrecieran á la ardiente fantasía

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española por largo tiempo la caballe- ría, el honor y el amor, ó, penetrar en el fondo de las pasiones subjetivamen- te, al modo que aquella intuición in- mensa de Shakespeare, apellidada por Schlegel imaginación profética, acer- tó á penetrar, ya en sus tragedias, ya en sus dramas históricos, nacionales ó antiguos. Cuando aparece en las ta- blas una de estas verdaderas obras poé- ticas, aunque por acaso ostente más calor de imaginación que sentimiento ingenuo, raro es que no produzca en el público mayor efecto, que ninguna de otro género, notándose esto también si la obra es antes épica y lírica que dramática, según demuestran los gran- diosos éxitos de V'ícior Hugo, casi nunca merecidos por el dramaturgo, sino por el vate. Jío hay, pues, que pensar en excluir del teatro á la poe- sía, que fuera excluir lo mejor. Pero hay que contar al propio tiempo, con que conceptos reales ó ideales, tan du- raderos, tan fecundos, tan íntimamente unidos á una individualidad nacional, como los que han hecho la fortuna de la escuela española, no se topan á cada paso. Además, que el que hayan sido duraderos no quiere decir que sean eternos. Agotada, por ejemplo, la fuente de nuestra dramática á los co- mienzos del siglo decimoctavo, é ines- peradamente vuelta á hallar en nues- tros días, por causas varias, que so- meramente he procurado esclarecer, no era posible que esta alcanzase en

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SU segunda época la larga vida que en la primera; mas ¿por qué no decirlo francamente?: á se me antoja que el nuevo manantial está hoy también ya exhausto. El público que tiene mucho más tardo el paso que los poe- tas, continúa aplaudiendo, y aplau- dirá aún largo plazo, según todas las señas, el Don Juan^ Tenorio, por ejem- plo; pero ¿quien intentaría hoy escri- birlo de nuevo, cuando ya reniega de él hasta su propio autor? Y, si al- guien se resolviera á parecido intento, ¿lo cumpliría?

Resulta de lo dicho que no compar- to la opinión del conde de Schack, tan docto y benemérito en nuestras letras, opuesto de todo punto á que reciban otras obras las tablas que las poéticas y de arte, llegando al extremo de pre- ferir que desaparezcan todas á que al- ternen con las obras eternamente be- llas de los maestres, las de vulgar ó baja ralea. IL esta divergencia nace, no de que deje asimismo de preferir yo que predomine el arte en la escena, sino de que en la práctica juzgo impo- sible que se realice eso jamás. Los bue- nos dramas no bastan á surtir de no- vedades al teatro, y novedades son las que se le piden en cientos de escena- rios á la vez. Ni cabe, por otro lado, olvidar que la democracia ha triun- fado siempre al cabo y al fin en el tea- tro, que es por su índole de todos, y para todos tiene que ser, sin esperar á que el siglo actual la exaltara y pre-

^-•*^

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conizara en las demás esferas. Bastan- te haremos con lograr que no se extirpe hoy la poesía del teatro, que ella con- tendrá el mal y lo compensará en mu- cha parte, manteniendo de todas suer- tes vivo el fuego sagrado de lo bello, que aun entre cenizas suelen guardar las épocas ó naciones más degradadas. Firmemente creo, en cambio, con aquel ilustre poeta y crítico alemán, en la superioridad absoluta sobre cualquiera otro del drama popular «que utiliza todos los elementos nacionales, con- densando en su seno los intereses más elevados y sacrosantos, y adquiriendo por tal manera una existencia propia, y en el fondo y la formíj una raztSn especial de ser» (41). Pero tocante á esto mismo he observado ya, que ni se crea un teatro tal á medida del deseo, y en cualquier tiempo, ni una vez crea- do por dicha, se hace eterno después. Preciso es resignarse de un lado á las obras prosaicas, fruto, según decía Schlegel, de la experiencia, y redu- cidas á combinar racionalmente los re- sultados varios que la observación de la vida ofrece, y de otro á apoyar el drama poético, para que no perezca, en distintas bases que otras veces, den- tro y fuera de España. Lo que m.ás atrae ahora la atención de la sociedad culta, en esa superior esfera, es, según ya he dicho, la exposición y resolución de problemas de la vida, ya individua-

(41) Obra citada.

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les, ya sociales, y el estudio psicológi- co de las pasiones humanas en la es- cena. Quien quiera continuar siendo, no sólo dramaturgo sino poeta dramáti- co probablemente habrá de someterse de aquí adelante á buscar en esos tales asuntos poesía, que, así como así, bien sabe estar ella en todas partes. Bueno será en tal caso coordinar siempre la experiencia y la observación con el sen- timiento interior que impulsa al ar- tista á amar y buscar lo bello en sí, para ofrecerlo por recreación á los de- más. Que cueste trabajo, y pena tal vez, este doble empeño á algunos de nuestros poetas modernos, nada tiene de extraño; pero, al fin, los modelos en España misma están cerca: no hay más que tomar por tales al Homhre de mundo y Consuelo en verso, y, en pro- sa, al Drama nuevo.

Nada de esto, por de contado, quie- re decir que la libertad absoluta de que en todo tiempo ha gozado el tea- tro para alternar las emociones del pú- blico, echando mano de cualquier cla- S3 de asuntos y de formas dramáticas de todo linaje, la abdique respecto á los géneros desfavorecidos un día li otro por la moda, y que tal ó cuál or- den de inspiración quede por completo abandonado. No ha muchos días escri- bió uno de los críticos franceses más en boga, á propósito del Wenceslas, de Eotrou, tomado por cierto de nues- tro repertorio, que la tragedia clásica reviviría, á pesar de todos los signos

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contrarios de la época ; y no falta quien reconozca aun en España, como en el prólogo de Virginia, Tamayo, que aquel sea «el más noble linaje de poe- mas dramáticos». Pues si de acuerdo con entrambos, pienso yo también que no ha de morir del todo la tragedia, ¿cómo he de pensar que del todo pe- rezca nuestro sistema dramático na- cional, acabándose para siempre los autores de buenos dramas caballeres- cos? Cosas que llegan á nacer, y hasta tal punto se desarrollan con vida pro- pia, nunca desaparecen totalmente del mundo de las letras, más inalterable, desde el descubrimiento de la impren- ta, que la naturaleza. Pero, por regla general, tampoco hay que dudarlo: los tiempos se oponen al género caballe- resco ahora, poco menos que al trági- co, y lo que tiende á florecer es el dra- ma psicológico, por excelencia, mo- derno.

En cambio, pocas ideas me parecen más extravagantes que la de los nove- listas que pretenden que el teatro sea hoy una forma literaria, por insufi- ciente, inútil, y, á causa de eso, ytt anticuada. Candidamente afirman es- tos tales escritores, naturalista!^ por su- puesto, que sus descripciones equiva- len á las decoraciones, y que para ha- cerse cargo del lugar y tiempo en que pasa cualquier aventura, es más fácil y agradable leer una docena de pági- nas de Balzac, que contemplar aquello mismo á la simple vista, y con todos

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SUS detalles realizado en la escena. Piensan, por otra parte, que la fábula y la acción están de más donde quiera, y no se diga la intriga, que esa la des- precian por recurso vulgar, entendien- do que no necesita el público sino lo que ellos en sus volúmenes ofrecen, que es una sucesión de cuadros pinta- dos por medio de palabras, ya en pai- saje, ya en lo interior de las viviendas, donde aparecen personas de cualquier edad y sexo, con el único objeto de exponer por lo largo sistemas especia- les de moral, de jurisprudencia, de política tal vez, y sobre todo de vida práctica. Felizmente para la novela, no es ella incompatible con el teatro, pudiéndose ambas cosas gozar igual- mente á sus horas. jS'o tiene poca for- tuna también en ser más barata mer- cancía, pues con lo que cuesta á una familia, aunque sea humilde, el teatro, sobra siempre para comprar un tomo que, corriendo de mano en mano, di- vierta á centenares de individuos de ambos sexos. Que si fuese dado man- dar que las personas que pueden cos- tear el teatro precisamente optasen entre éste y las novelas, ^; cuántas se- rían las que vse decidieran por ellas? Poquísimas. Bien que preste la escena menos campo al desarrollo de los ca- racteres y de los sucesos, posee, en cambio, una fuerza de concentración que domina más rápida y mucho más profundamente el ánimo de los espec- tadores, que ningún libro. Inclínase el

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teatro á la síntesis por naturaleza, y al análisis la novela; mas ¿por qué el segundo y la primera no han de conser- varse á un tiempo en la literatura, co- mo en la lógica? Lo cierto es, que aun- que sea siempre el análisis más posi- tivo método, hasta que no sanciona la síntesis sus resultados, suelen éstos quedarse á la puerta del templo donde se rinde culto á todo lo eterno, incluso naturalmente lo l^ello; culto de que el genio de verdad nunca apostata. Los maravillosos toques con que pinta Sha- kespeare un carácter en pocas palabras, ¿no son mucho más propios del drama que de la novela? Pues, por otra parte, aquellas admirables frases sintéticas nunca producirán leídas el efecto que oídas, si se declaman bienj que el que ahora producen á la lectura, nace en mucho grado de que nos imaginamos oirías declamadas, sabiendo que están para eso escritas. La emoción dramá- tica es, en resumen, la más completa que pueden causar las artes, dándose, no tan sólo en el espíritu como la no- vela, sino en el espíritu y en, los sen- tidos, á lo cual se junta que en éstos puede alcanzar hasta cierto punto la primera los peculiares efectos de la es- cultura y la pintura, todo á un tiempo. Y para concluir: no creo yo que la novela desaparezca ya de las costum- bres, aunque en manos de los natura- listas tienda á desertar de la verda- dera literatura, como tarápoco faltará ya el periódico de entre las gentes.

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porque tienen aquélla y éste la curio- sidad, que es gran fuerza humana, de su lado. Pero el drama, en sus distin- tas formas, vivirá tanto, en mi con- cepto, ya que no viva más, que su ri- val la novela. Que al fin y al cabo sin ella se han pasado los hombres por más tiempo, y en más épocas y nacio- nes, que sin teatro.

Madrid, Dieiembre de 1835.

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Ipéndice al estudio precedente

DOCUMENTOS IMPORTANTES

Pocos admiradores tiene Moratín que lo sean tan de veras como yo lo soy. Sus comedias, sus obras en prosa, su versificación lírica, todo me encan- ta. Fáltale, es verdad, á su poesía ele- vación y le falta ternura; pero él tam- poco alardeó de poseerlas. Lo que tuvo, túvolo como nadie. Su teatro, en es- pecial, líelo juzgado hace tiempo (1) en los términos que á continuación se verán, y que reproduzco, porque no he cambiado de parecer desde entonces.

«La perfección de estilo de sus diá- logos (dije en la ocasión á que aludo), sencillos, cultos, graciosos y limpios del falso lirismo con que han tratado

(O Discurso pronunciado el 25 de Marzo de 1871 en la Real Academia Española, contestando al del Excmo. Sr. I). Manuel Silvela.

<ie velar luego algunos la pobreza de sus asuntos y la de los caracteres que inventaran, no lia menester, por de contado, elogio alguno. Su seguro ins- tinto dramático le dio á conocer cuan á propósito sea la buena prosa para la comedia de costumbres, y escribió por eso en prosa la mejor de las suyas. Por desquite de lo mucbo que bay que concederle, dicen algunos que Mora- tín imitó á Moliere; y, en absoluto, ni esto importa, ni puede negarse. Tro- zos, hay, por ejemplo, y hasta una si- tuación íntegra en La Mojigata, que son copia literal de Tartuffe, y en to- das las obras de nuestro poeta se echa de ver el profundo estudio que tenía hecho del gran maestro francés. Pero €s la verdad pura que Moratín mejoró siempre, ó casi siempre, lo que tomó de su predecesor, aprovechándose, á todo tirar, mucho menos de las inven- ciones de éste, que éste mismo, li otros de sus compatriotas, se aprovecharan de las de nuestros fértiles poetas del decimoséptimo siglo. Son también los recursos dramáticos de Moratín más escogidos y naturales que los del pro- pio Moliere; así como los caracteres de sus personajes resultan más consecuen- tes, y no tan exagerados ni violentos. La joven Clara, haciendo el papel de Mojigata por burlar los propósitos pa- ternales, á los cuales no era entonces costumbre que resistiesen las niñas bien criadas, está mucho más dentro de la verdad que Tartuffc ; y en la si-

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tuación idéntica y capital de ambas comedias, harto más verosímil parece el engaño de D. Martín, deslumhrado á un tiempo por el interés de que Doña Clara se haga monja, por sus falsa» ideas sobre la buena educación de las mujeres y por la ordinaria falibilidad de los paternos juicios, que no aquella ciega credulidad y aquella terquedad infundada con que un esposo ofendido uiega crédito á lo que tan fácilmente suelen darlo todcs, bien que se lo di- jesen, no ya sólo su hijo, sino también su virtuosa mujer, á quien reconocía por tal y respetiiba. Le Misanthropey dicho sea con la debida consideración, antes presenta un ejemplar de locura que no un tipo natural y cómico; y entre su absurda severidad contra las condes endencias, y hasta contra la cortesía que el estado social exige, y su incurable indulgencia respecto á las constantes é inexcusables flaquezas de CéJimcne, hay una contradicción pa- tente, que priva de unidad y aun de realidad á su carácter. Algo tiene del Misanthrope, aunque no hable con hiél sino de los desatinos dramáticos, el D. Pedro de la Comedia nueva; pero, ¡cuánto más racional, más compasivo, más verdadero tipo de hombre no es este D. Pedro con los objetos de su odio (es á saber, los que dan á la es- cena malas comedias, y los que las ce- lebran), que no Alceste, cruel con todo el prójimo, á excepción de la coque- tuela que le tiene sorbido el seso hasta

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el punto de querer huir en su mala compañía de un mundo que por tales y aun menores faltas detesta ! Filinte es mejor carácter y más sostenido que el del Misanthropc; pero no supera en cordura, benevolencia y generosidad al Don Diego de El si de las niiias, No es, ni con mucho, mi intento preferir el buen sentido, el poderoso instinto y gusto delicado de Moratín, al genio, quizá incomparable en su línea, del cómico y poeta francés: básteme de- mostrar que, ni Moliere está exento de lunares, ni falto Moratín de grandes aciertos. La vena satírica de este últi- mo no es ciertamente tan amarga ni tan abundante y profunda como la del primero; la trascendencia de mi- ras de nuestro poeta, limitado á des- cribir costumbres de su tiempo, no es tampoco tanta como la del autor de El Avaro, y en la invención era éste asimismo muy superior á aquél, juz- gando por el número de obras origi- nales que dejaron.

Fuera del asunto de la Coviedia nueva (que viene á ser el de toda su propia vida; es decir, la luclia de su intolerante buen gusto con la ignoran- cia, la corrupción y el desarreglo dra- mático de la época), no contiene en realidad el teatro de Moratín más que uno solo, tratado bajo diferentes as- pectos en otras cuatro comedias. Pare- ce como si de la sociedad en que vivía no le maravillase otro fenómeno que el de lo mal que salía dar estado á las

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doncellas sin contar con su gusto. Cualquiera diría que el flaco de Mora- tín fueran las jóvenes por tomar esta- do; mas como al fin y al cabo murió soltero, no parece fundada esta sos- pecha. Sea como quiera, es indudable que las niñas son lo mejor que hay en todas las casas donde Moratín nos lle- va, y aun si pecan, nunca pecan sino por culpa de los que las guían ó las guardan. Mariquita es la única perso- na discreta de cuantas rodean al asen- dereado autor de FA gran cerco de Vie- na, y por poco Jio la casan con aquel mal pedante de D. Hermógenes, so pretexto de que su marido debía ser erudito y saber mucho. El padre de la Mojigata tuvo muy mala intención, y no mejor acierto al destinarla á mon- ja, no logrando sino malcasarla al fin, cuando su prima, en cambio, tan solo porque la dejaban obrar á su albedrío, resulta nada menos que una heroína. La Dona Mónica de El Barón estuvo á dos dedos de casar con un malhechor vulgar, que se fingía ilustre, á su he- chicera y enamorada hija. Si Doña Isa- bel, la de El viejo y la 712 ña, fué des- graciada, y á su marido D. Roque no le hizo muy feliz con ser tan buena, á nadie pudo imputarse sino al D. Ro- que mismo, ó, cuando más, al astuto y tramposo tutor que interesadamente le otorgó tal esposa. Por último, la hon- rada Doña Irene de El de las niñaf^ puso á su hija al borde de un precipi- cio, del cual se libró gracias á la sin-

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guiar generosidad del provecto Don Diego, mas no sin que la madre pasara por la mortificación de ver que aquella doncella inexperta la aventajaba sin- gularmente en el difícil arte de hallar buen novio. Para salir por primera vez las madres al teatro español, no queda- ron muy medradas.

))Sobra con lo expuesto para com- prender que el ejercicio del principio de autoridad en la familia, consagrado por las leyes y costumbres antiguas, tenía en Moratín un inexorable cen- sor; y que aquel prudente poeta que no se atrevió á elegir cónyuge para mismo, tenía mucba fe en el acierto con que sabrían elegir siempre los su- yos las mucbaclias solteras. Presumió, sin duda, ejecutar muy buena obra en favor del bello sexo, haciéndole librar para tomar estado; pero la libertad, que es realmente mucho más inevita- ble que útil en el moderno régimen so- cial, no basta por sola á remediar mal ninguno. Y, con efecto, el derecho á seguir los consejos del corazón, de- jando los de la razón aparte, por sólo una vez en la vida otorgado en la mu- jer que no enviuda ; de ordinario ejer- cido á una edad en que, sobre esca- sear el juicio, de todo punto falta la experiencia, y con falsos ó incomple- tos datos, ni es tan importante en mismo como pretendía Moratín, ni disminuye el número de los malos ca- sados. Aunque todavía falten datos es- tadísticos acerca de este punto, poco

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se aniesg-a al afirmar que tanto abun- dan aquéllos hoy, por lo menos, como cuando escribía Moratín, y se inventó el recurso de irracional disenso. El exceso de autoridad en la familia an- tigua, si bien tenía sus inconvenientes, no carecía de algunas ventajas. Mas el teatro y la lej- obedecieron ya en esto á la corriente del racionalismo y la in- (lepedencia individual, latente á la sa- zón, y de todo punto irresistible en nuestros días. Moratín, hombre de su tiempo, lo estudiaba y se^^-uía en su es- píritu ; y aun por eso es tan injusto el cargo que contra él se funda en pro- s'aismo monótono de las costumbres y de los caracteres que pinta. Autor de dramas de costumbres, ni quiso ni de- bió hacer Moratín otras que eran las de su época.»

Hasta aquí lo que dije de Moratín en la referida ocasión, que, aunque justo á mi parecer, sin duda es de lo más favorable que se haya escrito acer- v\\ de él hasta el presente. Debo añadir ahora que el servicio que Moratín prestó á nuestro teatro, librándolo de los disparates de Comella y sus secua- ces, tuvo poco menos mérito que sus propias obras. Completa justicia hizo ya á las tendencias saludables de ellas nuestro insigne D. Esteban de Artea- ga, desde que, sin saber el nombre de su autor, le vino á las manos El Viejo y la Niña. Sobre esta comedia escribió en 16 de Junio de 1790 una carta á Eorner, que poseo original, en la cual

El Teatro Español 1^

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decía lo siguiente, con sn acostumbra- do acierto: «También he leído en estos días una comedia nueva, sin nombre de autor, intitulada A7 Viejo y la iXiTia: aunque no abunda de lo que César lla- maba vis cómica, hablando de Teren- cio y de Menandro, sin embargo, su autor me ha parecido hombre de gusto, zanjado en buenos principios y que si- gue la buena senda. Me ha gustado el estilo, sin las quisicosas gongorinas ó de Montalbán, antes bien igual, sen- cillo, castizo y sembrado de ciertos idiotismos propios de Madrid, á lo que me acuerdo. Por lo que toca al modo de pintar los caracteres, no me desa- grada, aunque le hallo bien lejos de imitar la fuerza de Moliere ó la de Aristófanes. Pero todo es empezar. Me alegro con nuestra Nación, que aplau- de (á lo que oigo) este género de pro- ducciones». Pero, aparte del ejemplo de sus propias obras, fué un formidable ariete contra el teatro verdaderamente bárbaro de la época, la representación de la conocida Comedia nueva ó el Ca- fe, que, segiin se sabe, tuvo por asun- to, el poner á aquel en completo ridí- culo. Hasta qué punto exasperase di- cha obra al infeliz Comella y sus ne- cios partidarios, cuéntaselo el propio Moratín á Forner en una discretísima carta, cuyo original poseo también, y que es del tenor siguiente:

«Allí te envío esa comedia para que, si quieres, la leas, y si quieres tam-

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l)ién, me digas francamente lo bueno y lo malo que halles en ella. Yo la tenía concluida dos meses ha; pero no pen- saba en dar paso alguno para que la representasen, persuadido de que no era posible que los cómicos se atrevie- sen á echarla ; cuando, cátate que las trompetas de mi fama, los Loches, los Texadas, etc., etc., comienzan á trom- petear y á decir por esas esquinas que yo había compuesto la comedia más exorbitante que jamás se ha visto,

Ír vieras venir á porfía los Queroles, os Qarciguelas, los Valieses, los Ri- veras y las dulces Juanas, pidiéndo- me comedia de finojos y desmelenado él cabello. Leísela, y quedaron despa- tarrados: la estudiaron con ansia, los amolé á ensayos,' y saqué de ellos todo el partido que sacarse puede.

dTu cliente Comella, luego que supo que se trataba de echarla, empezó á bramar y alborotar como un desespe- rado, diciendo que la comedia era un libelo infamatorio contra él y su ma- jer y su hija la tuerta, y que yo mere- cía azotes, presidios y galeras, etc., etc. Presentó un pedimento al Presidente, otro al Corregidor, otro al Juez de im- prentas y otro al Vicario, para estor- bar la representación é impresión de ella, pidiendo se me castigase con todo el rigor de las leyes, por ser justicia, y para ello, etc. El Presidente cometió el encargo al Corregidor, y éste nombró por Censores á D. Santos y D. Miguel de Manuel: ambos dieron sus informes

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separadamente, y, según ellos, era me- nester canonizarme: al mismo tiempo el Consejo envió la comedia a Valbue- na, que también la aprobó redonda- mente, y entretanto- el Vicario, mi Se- ñor (mal informado de escribientes y pajezuelcs ganados por Comella), se obstinó en no dar el pase y detenerla, no obstante que era ya precisamente la víspera del día que debía represen- tarse. No es posible decirte cuánto me hicieron recliinar estas picardías; pe- ro, en fin, el día se rió distinto, y al fin triunfó Carlos V del poder de Barhavroxa: el Corregidor la despachó bien, el Vicario se vio precisado á sol- tarla, el Consejo permitió la impresión, y se representó el día siete.

»La turbamulta de los chorizos, los pedantes, los críticos de esquina, los autorcillos famélicos y sus partidarios, ocuparon una gran parte del patio y los extremos de las gradas. Todo fué bien; el público no perdió golpe nin- guno, 3' aplaudió donde era menester; pero, cuando en el segundo acto habla Don vSerapio de los pimientos en vina- gre, fué tal la conmoción de la plebe (dioriza y el rumor que empezó á le- vantarse, que yo creí que dal3an con la comedia y conmigo en los infiernos; pero los que no comen pimientos los hicieron callar y sufrir, y se acabó la representación con un aplauso general, que bastó á vengarme de los trabajos padecidos.

pNo obstante, como se desató tanto

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demonio por las calles y rincones di- ciendo pestes de ella, quedó incierto sil crédito en el primer día; pero el éxito del segundo, como el de los siete que duró, fué tan completo, que exce- dió á las esperanzas que todos tenía- mos, y fué superior, sin duda, al que tuvo D, lioque. La ejecución fué bas- tante buena, y la Juana, la frigidísi- ma y yerta Juana, hizo maravillas: admiró en su papel á cuantos la oye- ron, y a cada instante la interrumpían con aplausos,

»Esto es cuanto hay que decir acer- ca de la tal comedia, puesto que los delirios y vaciedades que se oyen por ahí, en boca del pestilente Nifo, el pálido Higuera, Concha, Zavala y la demás garulla de insensatos, son bue- nos para oídos, pero fastidiosos de es- cribirse: lo restante del público la ha recibido con mucho entusiasmo; la gente bien intencionada piensa que una obra como esta debía causar la reforma del Teatro; pero yo creo que seguirá como hasta aquí, y que Corne- lia gozará en paz de su corona dramá- tica.

»Ayer fui á un baile que tuvo la madre Mariana: Arbuxee fué basto- nero; estuvo D. Agustinito, Cordero, los Mayorgas, YinaoTÜlo, etc., toda la canalla'^ polaca, v me divertí hasta las once, que, vienáo que no estabais ni Bernabeu, sentí la falta y me vine á dormir.

nPásalo bien: no ahorques á nadie,

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Y haz liijos, que es lo mejor que puede nacer un Fiscal.»

Nada había lia^ta aquí que decir de los procedimientos de Moratín con- tra las malas comedias, no vsolamente leales, sino encaminados á noble y úti- lísimo fin. Pero á propósito de El Café, comenzó á inclinarse con exceso á los procedimientos gubernamentales y de policía, como desconfiando de los lite- rarios, que tan excelente resultado le dieron y tanta gloria. La siguiente co- municación, dirigida al conde de Flo- ridablanca, con un ejemplar de la Co- Tuedia Nueva, lo demuestra. Dice así la tal comunicación, tomada del Ar- chivo central de Alcalá:

«Tengo el honor de remitir á Y. E. un ejemplar de la Coviedia ISueva, que se ha representado con aplauso en el Coliseo del Príncipe.

dSi no fuese obra mía, yo me dilata- ra en referir largamente á V. E. el éxito feliz que ha tenido: cómo el pú- blico ha percibido los golpes más finos, cómo ha recibido gustoso la doctrina literaria que en ella se vierte, y cómo, en fin, se ha confundido en silencio el partido numeroso de poetas ridículos, apasionados frenéticos y críticos ine- xorables, interesados en desacreditarla ; porque de aquí resultaría una verdad que yo deseaba poder autorizar prác- ticamente ; esto es, que el piiblico ad- mite bien cualquier obra que se le

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escrita con arte, y que no su ignoran- cia, sino la insuficiencia de los que es- criben para el Teatro, es la causa de] abandono indecoroso en que hoy se ha- lla este ramo de nuestra literatura.

»Y, en efecto, Exmo. Sr.: si alguna vez Y. E., aliviado de lo¿ graves cui- dados que le ocupan, se dignase diri- gir su atención á la urgente reforma del Teatro, é informado de personas inteligentes y desapasionadas, llegara á convencerse de que no hay gobierno más complicado, más absurdo, más opuesto á los adelantamientos que el que se observa en él, yo le aseguro que las reformas que dispusiera serían ad- mitidas con aplauso y agradecimiento de la Nación, y no sería ésta la menor gloria de Y. E., aun con ser tantas las que ya tiene adquiridas.

))Digo esto. Señor, en virtud del es- tudio formal que tengo hecho del Tea- tro; de la experiencia que he adquiri- do en él; de la persuasión en que es- toy de la necesidad de su reforma, y de la esperanza que todos debemos te- ner de verle mejorado, puesto que su renovación es tan digna de la ilustra- ción y el celo patriótico de Y. E.»

Desde este punto no cesó ya de me- ditar y preparar la intervención del Gobierno en aquellos pleitos del gusto hasta llegar á las curiosas gestiones de que enterarán á los lectores los docu- mentos subsiguientes. En ellos no pue- do ya siempre alabar á Moratín, ni

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mucho monos. Si se hubiera fonfenta- do con censurar, como censuró funda- damente, del mismo modo que en El Caféy en los documentos que doy á co- nocer ahora, el pésimo gusto reinante entre los autorcillos y comediantes con- temporáneos, y las ridiculas ó misera- bles costumbres teatrales de la época, sólo merecería aplausos; que todo cuanto á este propósito dijo Moratín era justo y certísimo. Pero su conde- nación se extendió, como se va á ver, á nuestras comedias antiguas en gene- ral, y con tal acrimonia y pasión, que no merece disculpa. Los documentos á que me refiero, llegados por fortuna á mis manos, dan nueva luz sobre las opiniones, y aun sobre el carácter de Moratín, que de seguro valía menos que sus comedias. Al texto de ellos quiero referirme literalmente, y los primeros á que aludo, son los que si- guen :

Exposición á S. j\f. el Rey D. Carlos IV.

«Señor: D. Leandro Fernández de Moratín, puesto á los E. P. de Y. M., con el mayor respeto le hace presente: que habiéndose dedicado desde su edad más tierna al estudio de las Letras Hu- manas, y en particular al de la poesía dramática, igualmente que al conoci- miento del Teatro, no sólo en la teóri- ca de los mejores autores, sino en la práctica que ha adquirido por medio

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de sus viajes á los países extranjeros, donde se cultiva con la mayor perfec- ción este ramo de la Literatura, cree haber adquirido en él no vulgares co- nocimientos, que acaso podrían ser úti- les al Teatro español, cuya reforma le parece muy necesaria y urgente.

»A este fin, propone á V. M. la crea- ción de una plaza de Director de los Teatros españoles de Madrid, con todas las facultades necesarias para poder verificar la enmienda de ellos, y si V. M. le juzgase capaz de desempeñar- la, él, por su parte, no dudaría sa- crificar todo su talento y estudio á un objeto de tal importancia, no menos digno de la atención del Gobierno que interesante á las costumbres públicas, á la ilustración y á la <^loria nacional. Londres 14 de Diciembre de 1792. Señor: A. L. R. P. de Y. M.— Lean- dro Ferxáxdez de Moratíx.»

Carta al Exmo. Sr, Duque de la

Alcudia, enviándole la e.vposi-

ción anterior.

«Exmo. Sr.: Muy señor mío y de mi mayor respeto: El estado en que hoy día se halla el Teatro español es tal, que no hay hombre medianamente ins- truido que no convenga en la urgente necesidad de su reforma: los abusos que se han introducido en él, nacen de la poca atención que ha merecido al Gobierno un objeto tan importante, de donde ha resultado por necesidad su envilecimiento.

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»Es cosa averiguada que cualquier teatro bien gobernado produce una uti- lidad muy superior á sus gastos, y ^sta especie de establecimientos es aca- .so la única que puede mantenerse sin mendigar los socorros del Erario Real, ni de los cuerpos del Estado, ni de los particulares; pero por un trastorno y complicación de circunstancias, de que ■es difícil persuadirse, los teatros de Madrid apenas pueden sostenerse, á pesar de la miseria y la indecencia de «US espectáculos, indignos de una cor- te como la nuestra, y nada correspon- dientes al estado en que se hallan las artes, la literatura, la ilustración y la opulencia nacional. Mientras de los productos del Teatro se sacan sumas considerables para objetos que no tie- nen con él la más remota conexión, y á los cuales podría y debería acu- dirse con otros arbitrios, vemos con vergüenza y descrédito nuestro que no liay premios para estimular los buenos ingenios de que abunda la Nación, á -que se dediquen á componer obras dig- nas, por medio de las cuales se destie- rren los desatinos que diariamente se representan. No hay quien instruya á los cómicos en el arte de la declama- ción, de donde resulta que todos ellos son ignorantes en su ejercicio, y si tal vez, por un efecto extraordinario del talento, llegasen á acertar en algo, se- rían inútiles estos esfuerzos; puesto que no hay establecida una recompensa justa, proporcionada á sus adelanta-

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mientos. La ALúsica teatral está, como los demás ramos, atrasada y envile- cida, ni es otra cosa en la parte poéti- ca que im hacinamiento de frialdades, cliocarrerías y desvergüenzas, en la parte musical un conjunto de imita- ciones inconexas, sin unidad, sin ca- rácter, sin novedad, sin gracia ni gus- to; y ¿qué puede ser la parte del can- to, si no se aprende por principios, si no liay ejemplos que imitar, ni es- tímulos que la perfeccionen? Los tra- jes son impropios, ridículos, indecen- tes; el aparato indigno, las decoracio- nes mamarrachos desatinados, en las cuales se gasta (por mala dirección) lo que bastaría para adornar el teatro con otras de los mejores artífices; la pesadez, rudeza y mal gusto de las má- quinas, la colocación incómoda de la mayor parte de los espectadores, ori- gen de inquietud, alboroto v descom- postura que se observa en ellos; la ar- bitrariedad injusta de las entradas, el mal método de la cobranza, la multi- tud de empleos inútiles, la escasez de los que son necesarios, la ninguna su- bordinación que rema en todos los que sirven al teatro, exterior é interior- mente, y otros muchos abusos que sería molesto referir; todo es resulta nece- saria de la complicación y falta de plan con que se administra.

»E1 Corregidor de Madrid es el Juez protector de los teatros; no hay cosa más justa ; pero allí mandan por una parte el Corregidor, por otra los Ee-

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oidores, por otra los Alcaldes, por otra el Consejo, 5^ por otra las órdenes supe- riores que se adquieren por medios ex- traordinarios para favorecer una ú otra ]>retensión particular: de donde resulta que unos deshacen lo que hacen otros; que se multiplican, se contradicen y se inutilizan las disposiciones más justas; que nadie conserva una autori- dad legítima y segura; ningún subal- terno cumple con sus obligaciones, y, por consiguiente, nada se hace bien. Para el examen y admisión de las pie- zas que han de representarse intervie- ne el Corregidor, el Vicario, un Cen- sor que nombra el Vicario, otro Cen- sor nombrado por el Corregidor, otro Censor religioso de la Victoria, y ade- más de éstos, el Autor de la comedia, el Galán, la Dama, el Gracioso, cual- quiera de ellos se halla con derecho de juzgar la obra y desecharla ó admitir- la, según le parece. De aquí resulta que no hay obra de mérito que no sea despreciada, que no se tache, altere ó desfigure con atajos y correcciones he- chas por quien no tiene la menor inte- ligencia de esto, y que no cueste im- ponderables dificultades el hacerla eje- cutar en los teatros, cuando, por otra parte, no hay desvarío, indecencia^ ab- surdo ni abominación que no se aprue- be y se represente. ¿Y habrá quien se lastime de que no hay en España hom- bres de mérito que se dediquen á es- cribir para el Teatro? ¿Quien ha de escribir?

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Dpero dejando á una parte las demás consideraciones, y ciñéndonos sólo á examinar cuáles sean las piezas que hoy día se representan en Madrid, no es posible dejar de admirarse al ver que el gobierno haya mirado con indi- ferencia un objeto de tal entidad. ?ía- die if^nora el poderoso influjo que tie- ne el Teatro en las ideas y costum- bres del pueblo: éste no tiene otra es- cuela, ni ejemplos más inmediatos que seguir, que los que allí ve, autorizados en cierto modo por la tolerancia de los que le gobiernan. Un mal Teatro es capaz de perder las costumbres públi- cas, y cuando éstas llegan á corrom- perse, es muy difícil mantener el im- perio legítimo de las leyes, obligándo- las á luchar continuamente con una multitud pervertida é ignorante.

))En las comedias antiguas que se representan, 2)avece que apuraron nues- tro.^ autores la fuerza de su ingenio en qnniar del modo más halagüeño todos los vicios y todos los delitos imagina- bles^ no sólo hermoseando su deforvii- dad, sino ¡yresent/mdolos á los ojos del jmhlico con el nombre y apariencia de virtud.

»Las doncellas admiten en su casa á sus amantes, mientras el padre, el hermano ó el primo duermen ; los es- conden en sus propios cuartos ; salen de su Clisa, y van á buscarlos á la suya para pedirles celos ó darles satisfaccio- nes; Luyen con ellos y se abandonan á los extravíos más culpables del amor,

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como pudieran las mujeres más perdi- das y disolutas. La autoridad paterna se ve insultaSa, burlada y escarnecida. El honor se funda en opiniones caba- llerescas y absurdas, que en vano han querido sofocar y extinguir las leyes, mientras el Teatro las autoriza. No es caballero el que no se ocupa en amo- res indecentes, rompiendo puertas, es- calando ventanas, ocultándose en los rincones, seduciendo criados, profanan- do, en fin, lo más sagrado del honor y atropellando aquellos respetos que deben contener las pasiones más vio- lentas de todo hombre de bien. No es caballero tampoco el que no fía su ra- zón á su espada, el que no admite y f provoca el desafío por motivos ridícu- os y despreciables, el que no defiende el paso de una calle ó de una puerta á la justicia, haciendo resistencia contra ella, matando é hiriendo á cuantos le amenazan con el nombre del Rey, y abriéndose el paso á la fuga, que siem- pre se verifica; sin que estos delitos se vean castigados, como era consiguiente, sino antes bien aplaudidos con el nom- bre de heroicidad y de valor. En otras piezas, el personaje principal es un contrabandista ó un facineroso, y se recomiendan como hazañas las atroci- dades dignas del suplicio: en una pa- labra: cuanto puede insjnTar relaja- ción de costuvibres, ideas falsas de honor, quijotisvio, osadía, desenvoltu- ra, inohediencia á los Majistrados, des- precio de las leyes y de la suprema au-

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toridad, todo se reúne en tales ohraSy y éstas se representan en los teatros de Madrid, y el Gobierno lo sufre con indiferencia.

dNo nos detendremos en hablar de las comedias de magia, composiciones desatinadas, que mantienen al vulgo en una ignorancia estúpida, 6 que, por mejor decir, le llenan de errores gro- seros, no menos opuestos á una sana razón que á las verdades augustas de nuestra Religión santísima; ni tampo- co de las comedias modernas, que la falta de invención, arte y decoro hace tan insufribles y que tan mala idea dan de nuestra cultura á los extranje- ros que llegan á verlas; hablemos sólo de aquellas p()queñas composiciones llamadas sainetes, y sin examinar las faltas del arte ni otros defectos esen- ciales, tratemos del mayor que hay en ellas, y del que debe excitar con prefe- rencia la vigilancia de la superiori- dad.

»Como el Teatro ha caído en tal des- precio, que el vulgo más abatido es el que le frecuenta con más continua- ción, los autores del día (no hallan'^ dose con talento suficiente para compo- ner obras dignas del público decente é instruido) han procurado con prefe- rencia agradar á la canalla más soez, y así lo han hecho. Allí se rejyresentan,. con admirable semejanza, la vida y cos- tumbres del 2)op\dacho más infeliz, ta- berneros, besngueros, traperos, pillos, rateros, 2?rí'.9?V//^r/o5, y, en suma, las

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heces asquerosas de los ar tabales de Madrid; estos son los j^ersotiajes de ta- les piezas: el cigarro, el garito, el pu- ñal, la embriaguez, la disolución, el abandono, todos los vicios juntos pro- pios de aquella gente, se pintan con coloridos engafiosos para e.rponerlos á vista del vulgo ignorante, que los aplaude porque se ve retratado en ellos,

»Si el Teatro es la escuela de las costumbres, ¿cómo se corregirán los vicios, los errores, las ridiculeces, cuan- do las adula el mismo que debiera en- mendarlas, cuando pinta como accio- nes dignas de imitación y aplauso las que sólo merecen cadena y remo? Si observamos, con alta vergüenza nues- tra, en las clases más elevadas del Es- tado, una mezcla de costumbres inde- centes, un lenguaje grosero, unas in- dignaciones indignas de su calidad, unos excesos indecorosos que escanda- lizan frecuentemente la modestia pú- blica, no atribuyamos otra causa á es- te desenfreno que la de tales represen- taciones. Si el pueblo bajo de Madrid conserva todavía, á pesar de su natural talento, una ignorancia, una rustici- dad atrevida y feroz que le hace temi- ble, el Teatro tiene la culpa.

))A vista de tales reflexiones, ¿quién negará la necesidad urgente de corre- girle, para sacar de él todas las utili- dades de que es capaz un estableci- miento de esta especie, purificándole de los defectos que basta ahora le

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han lieclio conocidamente perjudicial? Arreglado y dirigido como correspon- de, produciría felices efectos, no sólo á la ilustración y cultura na.cional, sino también á la corrección de las costumbres, y, por consecuencia, a la estabilidad del orden civil, que man- tiene los Estados en la dependencia justa de la suprema autoridad.

»Para esto no son menester medios muy extraordinarios; basta sólo que S. M. nombre un Director de los Teatros españoles de Madrid, dándole á éste todas las facultades necesarias para di- rigirlos, siendo las principales de ellas las siguientes:

»1/ El Director tendrá el gobier- no interior del teatro, cuidando de cuanto es conducente á la perfección .de las representaciones, y, en conse- cuencia, todos los ramos que deben considerarse como medios relativos á este fin, estarán sujetos á su dirección. ))2.^ El será responsable al Go- bierno de la bondad política y moral de las piezas que se representen, y, por consiguiente, él será el linico cen- sor de ellas.

»Sin su firma no podrá representar- se obra alguna, antigua ni moderna, y en las antiguas que admitiesen co- rrección podrá alterar ó suprimir los pasajes que le parezcan, y sólo con esta enmienda podrán ejecutarse: cual- quiera infracción de parte de los có- micos en este punto, heclia presente

^^El Teatro Español 11

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por el Director ivl Juez de los Teatrcs, deberá ser castigada severamente.

»'J/ Toda obra aprobada por el Director será ejecutada en el teatro cuando él lo ordene y en los términos que disponga.

»4.* Entenderá en la formación de las compañías, arreglará el número, y elegirá ios sujetos de que han de com- ponerse; procediendo de acuerdo con el Juez protector.

j>d.^ Elegirá y tendrá á sus órdenes los artífices que han de trabajar en las decoraciones, trajes y aparato teatral, como también á todos los demás em- pleados en el servicio del teatro, con facultad de deponerlos cuando falta- sen á su obligación.

»G.^ Igualmente dirigirá lo res- pectivo á la música, siendo ésta una parte integrante del espectáculo.

»7.* ICl Director será absoluto en todo lo perteneciente á las reformas y perfección del Teatro y á las disposi- ciones relativas á mejorarle; pero cuando éstas alterasen la economía y los gastos, procederá de acuerdo con el Juez protector.

»8.* Exceptuados estos casos, no reconocerá el Director otra autoridad superior que la de S. M. por medio del Ministro de Estado.

»Tal es el linico medio de restable- cer á su debido esplendor los teatros españoles. Admita V. E. con la benig- nidad que le es natural estas reflexio- nes, nacidas de mi buen deseo, junto

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con el conocimiento que creo haber ad- quirido en tales materias, y reconocerá fácilmente si merecen ponerse en la consideración de S. M.

BÍfuestro Señor guarde la vida de Y. E. los mnchos años que deseo y necesito. Londres 20 de Diciembre de 1792.»

Com.0 se habrá visto, no solamente he subrayado las tremendas palabras con que condenó Moratín todo nuestro teatro antiguo, sino otras que se re- fieren á los saínetes, entre los cuales incluía, sin duda, por la naturaleza de los asuntos á que alude, los de Don Ramón de la Cruz. Moratín pretendía, así, quitarle al teatro español inmensa- mente más de lo que él le daba con sus obras, á pesar de ser buenas, y más de lo que ningún poeta solo pudiera darle.

Por de pronto, al memorial y la car- ta precedentes, les puso el siguiente decreto el duque de Alcudia (D. Ma- nuel Godoy):

«Examine el Corregidor de Madrid el método que con el memorial de Don Leandro Fernández de Moratín se le dirige proponiendo la mejora y esta- blecimiento de los teatros, para que ponga su dictamen. Fechado en 4 de Enero de 179^.»

Y, con efecto, informó el Corregidor de Madrid, Don Juan de Morales Guz-

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man y Tovar, sobre el proyecto de reii- sura de Moral ín, en los doctos y razo- nables términos que se verá á conli- niiación:

«Exmo. Sr.: Muy señor mío: En cumplimiento de la orden de V. E., en la que se sirvió prevenirme que viese y examinase el proyecto de Moratín sobre reformas de nuestros teatios; que, visto, le informase lo que se me ofreciese y pareciese ; me lie dedicado en repetidas ocasiones á trabajar sobre es- tos puntos; mas como tratar de re- forma de los teatros, hacer un justo discernimiento del talento de Igs au- tores, del mérito de las piezas cóniicas, conocer sus defectos y proporcionar el modo de remediarlos, es asunto que exige muclia instrucción en la Poética, mucba imparcialidad en el juicio, y tiempo para examinar escrupulosamen- te la materia ; las continuas ocupacio- nes del empleo me lian imposibilitado manifestar en este punto lo que mi limitación y corto estudio pueden al- canzar.

»Todos, Señor, son censores de Tea- tro; todos se creen con talento sufi- ciente para criticar las piezas que se presentan, y lo peor es que se ba liecho de moda pintar al nuestro con colores que á la verdad no merece, pegándose el contagio de esta moda aun á hom- bres que por su literatura é instruc- ción en la materia parece debieran es- tar exentos.

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))Moi'atíii, sin duda, es uno de éstos; le híxgo la justicia que merece, pues por algunas obras suyas que he visto y por noticias que me lian dado, le coloco entre los liombres instruidos que tiene la Nación ; pero ó bien sea haber- le cogido el mal de moda, ó que escri- biendo en Londres se hallase retocado del humor melancólico-inglés, hace una pintura de las comedias que se representan en nuestros teatros, á mi modo de entender, exagerada é injusta.

))Dice, pues, que en las comedias an- tiguas se excitan todos los vicios y to- dos los delitos imaginables, presentán- dose al público con el nombrf» y apa- riencias de virtud; no negaré que en alguna de las piezas antiguas se en- cuentran estos defectos; pero querer dar á entender que todas son de esta clase, y que los tales defectos son pri- vativos del Teatro español, me parece es hacer poca justicia á los autores nacionales, y demasiado favor á los extranjeros.

«Confieso no es propio de un infor- me hacer la apología del Teatro; pro- curaré reducirme todo lo posible; pe- ro Y. E., como buen español, disimula- rá mi pesadez en esta parte.

«Bartolomé Torres de Naharro, na- tural de la villa de la Torre, cerca de Badajoz, fué un eclasiástico sabio, que vivió en tiempo del Papa León décimo: compuso varias piezas para el teatro, que se representaron en lioma y otras .ciudades de Italia con gran aplauso,

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y fué de quien tomaron en mucha par- te reglas para sus piezas los italianos: Goldoni confiesa le debemos la reforma de su Teatro. Metastasio, el gran Me- tastasio, digo, el mayor de los poetas italianos, hace una alta estimación de los poetas españoles; ocupaban las obras de éstos un decente lugar en su selecta librería, y confiesa haberse aprovechado mucho de nuestras obras.

))E1 Teatro francés, que á la verdad se ha adelantado mucho en este siglo, no nos debe menos que el italiano: el gran Corneille, fundador de la trage- dia en Francia, aprendió la lengua es- pañola, tradujo nuestra comedia del Cid, confesando la había imitado y tra- ducido: haciendo Voltaire cotejo de la española y francesa, dice que las ver- daderas hermosuras que granjearon el maj'or apTauso á Corneille se hallan to- das en la nuestra.

»E1 Cid de Castro, la Medea y Pom- IJeyo de Séneca y Lucano, fueron los modelos que se propuso Corneille, como él mismo lo confiesa; su hermano To- más siguió las misinas huellas; Molie- re tradujo varias comedias nuestras, entre ellas El Desdén con el Desdény de la que dice Segnorelli (autor nada apasionado á los españoles) que la tra- ducción es muy fría en comparación al original. San Ebremont confiesa que los ingenios españoles son más fecun- dos en la invención que los franceses. Yoltaire dice que la Francia es deu- dora á la España de las primeras tra-

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gedias y comedias de carácter: que has- ta el tiempo de Felipe Y ningún es- pañol tradujo comedias francesas, y que los franceses habían tomado más de cuarenta piezas dramáticas de los españoles.

DÜltimamente, el mismo Moratín, en la piececita que compuso titulada Co- inedia nueva (obra muy graciosa), pin- ta á nuestras comedias antiguas con menos malos colores; confiesa que hay algunas hechas con regla, y dice que aun los defectos de ellas son más apre- riables que el todo de las que se com- ponen en el día.

«Confieso de buena fe que los fran- ceses han adelantado mucho en su Teatro, que tienen autores de mérito que han compuesto buenos dramas ; pe- ro ni éstos ni aquéllos son de un núme- ro crecido, ni creo que sus composicio- nes hayan llegado á un término de per- fección que no merezcan crítica en al- guna parte: á lo menos de las pocas piezas extranjeras que he leído, no he tenido la fortuna de que llegase á mis manos una en la que, bien por la in- verosimilitud, 3'a por la frialdad, ya por el estilo, y más por su moralidad, no notase algún defecto.

»E1 gran Moliere, que se dice ser el padre de la buena comedia en Fran- cia, no está libre de este defecto; pues el P. Rapin y el gran Bossuet dicen que sus comedias están llenas de im- piedades é infamias ; que la virtud y la piedad se ponen en ridículo; la co-

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iTupción síí disculpa y liace agradable, y el pudor queda siempre ofendido. Más corriera la pluma, si el tiempo lo permitiera, y si no contemplase que un informe no es propio lugar para apo- logía, añadiendo sólo que entre las pie- zas nuestras modernas hay algunas que merecen la estimación de los sabios, y que se hallan traducidas en varios idiomas.

»No por esto diré que nuestro Tea- tro no necesita de reforma ; amo á la Nación, pero también la razón y la justicia ; la mayor parte de lo que se escribe en el día es malo; los actores que se dedican á escribir piezas para el teatro, los más son unos mercena- rios, que escriben una comedia porque les den 60 ó 70 pesos. 8u objeto prin- cipal es este pequeño interés, y así en cuatro días trabajan una pieza para el Teatro, cuando los hombres más grandes han necesitado mucho tiempo para meditarlas y escribirlas.

))Para remediar estos males; para que las piezas todas sean, no sólo con- formes á las buenas costumbres, sino también arregladas al arte ; para que los cómicos sepan desempeñarlas ; para que la música sea como corresponde ; pa- ra que las decoraciones sean decentes, y, en una palabra, para una reforma uni- versal del Teatro, y ponerlo en el es- tado brillante que se desea, pone Mo- ratín, por linico remedio, que se nom- bre un Director con amplias faculta- des.

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»Desde el año de 1G08 están dadas reglas para gobierno y policía de los teatros, añadiendo y quitando en va- rias ocasiones, según las circunstan- cias del tiempo lo han exigido; en ellas se prescriben las reglas que cada uno debe observar, poniéndolas en cla- ridad y distinción para que ninguno salga (le sus límites.

»Dice Moratín que en la comedia mandan el Corregidor de Madrid, los Alcaldes de Corte, el Vicario eclesiás- tico y Regidores comisarios: todo es cierto ; pero debiera haber añadido que el Alcalde de Corte, ni examina las piezas, ni asiste al teatro para otro fin que para cuidar de la quietud pública ; los Comisarios, para la intervención de caudales, como que pertenecen á Ma- drid, quedando sólo para la inspección de las piezas el Corregidor y el Vicario eclesiástico; y, á la verdad, contemplo no sólo por iltil, sino también por ne- cesario, el que las piezas todas se ins- peccionen antes de reprcvsentarse por el Juez eclesiástico, por si contiene al- guna cosa contra nuestra Santa Reli- gión; lo que es seguir la loable prác- tica que se observa en todo cuanto se imprime, no imprimiéndose libro ni papel alguno sin este requisito.

»Por esta explicación de las distin- tas facultades de los que tienen inter- vención en el Teatro, resulta: que la inspección de las piezas que se repre- sentan en la parte cómica, y todo el gobierno y policía del teatro, pertene-

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ce sólo al Corregidor de Madrid como Juez protector, y así lo lia declarado S. M. en su líeal Cédula expedida á mi favor.

»La.s ocupaciones del Corregidor de Madrid sabe Y. E. son muchas; por es- ta razón, y también porque, aun cuan- do no fuesen tantas, acaso no se con- sideraría con bastante instrucción para censurar las piezas cómicas, se han nombrado y existen dos Censores: uno eclesiástico, para que vigile sobre los puntos de Religión, que es lo princi- pal, y otro seglar, que es D. Santos Diez González, Catedrático de Poética en San Isidro el líeal, sujeto muy ins- truido en la materia, de quien he vis- to censuras que acreditan su inteli- gencia en ella, y á quien los hombres más instruidos de la Nación tienen por un Profesor hábil, resultando del todo que sólo uno es quien censura las piezas; que lo hace con total libertad, porque para eso se le envían, no ha- biendo más diferencia entre lo que pro- pone Moratin y la práctica, que la ma- terialidad de llamarse Censor el que inspecciona hoy las piezas cómicas, y nombrarle Moratin en su papel Direc- tor.

3!)Yeo que se me argüirá que si el Censor es hábil y tiene facultades para desechar las piezas malas, ¿por qué ge permiten? ¿Por qué se representan? Es fácil la respuesta: porque no hay otras: al pueblo de la Corte es indis- pensable mantenerle una diversión ho-

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nesta para que no se extravíe á cosas que puedan tener fatales consecuen- cias; las comedias antiguas, por muy vistas, lejos de atraer, ahuyentan las gentes del teatro; por esta razón, en ciertas temporadas es antigua costum- bre representar piezas nuevas, y cono- ce el censor que las que se le remiten no están arregladas ; pero se contenta con que no conten^n expresiones que sean contra la Religión y buenas cos- tumbres.

dNo es, Señor, el medio de conse- guir la reforma del Teatro poner un Director; es niecesario buscar este mal en su origen para curarle: éste ya lo llevo indicado, y es la falta de sabios que quieran dedicarse á este trabajo, y, á la verdad, si el Gobierno no aplica su mano poderosa fomentando y pre- miando á los que se dediquen a un tra- bajo tan útil para la Nación, no sal- drá el Teatro del mal estado en que se halla.

))Dos son los principales resortes del corazón del hombre; á saber: honores é intereses; ofrézcanse éstos premios á los que presentasen piezas dignas del Teatro, y se dedicarán á trabajar y co- rregirle muchos sabios de la Nación que miran hoy con tedio emprender semejantes obras; ¿por qué ha de ser- vir de óbice á un joven aplicado el que trabaje algunas piezas cómicas pa- ra adelantar en su carrera? Lo malo es, que así ha sucedido.

i)Me parece que ofreciéndose por la

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superioridad atender á todo el que so- bresaliere en esta clase de obras, ofre- ciendo igualmente seis premios, tres de primera clase y tres de sef^-unda, en cada un año, nombrándose, bien por Y. E., bien por el Consejo, ó por el Juez protector de teatros, cinco per- sonas para que examinasen las piezas de los pretendientes al premio, y para lo diario dejar el método que hoy se observa, se podría lograr insensible- mente la reforma del Teatro y enri- quecerle con buenas piezas.

«Falta otra parte, y es quien ejecute las piezas, porque si no hay buenos cómicos, en vez de lucir las comedias bien trabajadas, les quitarán todo su lucimiento por falta de pericia; pero, Señor, ¿cómo ha de haber buenos có- micos? ¿quién ha de querer poner un hijo ó hija suyo en semejantes ejer- cicios?

))Varios autores nuestros, interpre- tando mal la ley de Partida, han mi- rado la profesión de cómicos como la más despreciable ; es verdad que hoy se ha quitado mucho de esta preocu- pación; pero, con todo, no se les hace á estos infelices el lugar que merecen.

))Más: pudiera pasar el cómico en la situación del día, si se le diese de co- mer; pero, Señor, si perecen de ham- bre: para informar á Y. E. tengo á la vista certificación del Contador del Propio de comedias, en que expresa el total haber que ha percibido cada uno de los individuos de las compañías có-

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micas de Madrid en los anos de 91 y 92, y resulta que el que más ha perci- bido, tomó lS,()5i reales, bajando has- ta G,118.

))Pues, Señor, si la primera Dama de los teatros de Madrid, que son los principales del l?eino, después de tra- bajar jnuclio y de exponerse á que un chispero la sonroje en público, gana 18,000 reales, que escasamente podrán llegar para los adornos de su cabeza y calzado, resultando precisamente, ó que no pueda vestirse ni comer, ó que lo busque por otros medios, no los me- jores, ¿qué mujer ha de ser cómica? Aún es extra fio se encuentren las pocas que hay medianas, y lo mismo se de- be entender de los cómicos.

»En líoma los hubo excelentes, por- que se les premiaba con honores y di- nero; el gran Cicerón estimaba mucho al cómico Eoscio, y aun iba á oirle para aprender la acción y modo de de- cir: si queremos cómicos, imitemos lo que se ha hecho en otras partes, y aun lo que se hace en Madrid con los ita- lianos, á los que, después de asignarles grandes sueldos, les da el teatro todos los vestidos que sacan á él: en este año pasado estuvo aquí la Todi, y por doce representaciones le dieron cin- cuenta mi] reales y un día franco, que le valió sobre cuarenta mil: sólo nues- tros cómicos españoles son infelices, son desgraciados, pues sirven con poca estimación, y llenos de trampas y deu- das para poder salir del día, y con todo

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queremos sean excelentes en su profe- sión: en una palabra, Señor; ni tendre- mos hombres de literatura y juicio que reformen nuestro Teatro, si no se les fomenta y premia; ni cómicos, si no se les da estimación y que comer.

))La miisica de nuestros teatros es más que regular; en sus orquestas hay los mejores profesores de la Corte: cuando vaca alguna plaza, la doy por oposición, y en el día pretenden en- trar por supernumerarios en la come- dia las primeras habilidades de la ópe- ra, y hay algunos miisicos que diaria- mente asisten á la ópera y á la come- dia, dando lugar á ello el que las dos funciones se representen á distintas horas.

»ültimamente, la materialidad de los teatros está muy decente: el del Príncipe se concluyó en el año pasado, y está en términos de que no nos te- nemos que avergonzar porque lo fre- cuenten Embajadores y personas ex- tranjeras: en el de la Cruz van gasta- dos en este año ciento veinte mil rea- les, para darle más amplitud al esce- nario, proporcionar vestuario cómodo y con separación para hombres y muje- res, y otras obras de arquitectura, y , resta satisfacer balconaje nuevo que se

está haciendo á todo el teatro, pintarle, dorarle, y ponerlo, en cuanto permita su fábrica, igual al del Príncipe. Tam- bién se han hecho en este año cuatro decoraciones nuevas, y algunas otras cosas pequeñas; todo lo que manifiesto

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á V. E. porque como sus muchas y graves ocupaciones no le permiten ver- lo, sepa que los teatros no están tan indecentes ni tan descuidados coma pinta Moratín. Que es cuanto puedo informar á V. E., quien, como siempre, deliberará lo más justo.

•Dios guardo á Y. E. muchos años. —Madrid 28 de Octubre de 1793.»

No se contentó el buen Corregidor con este notabilísimo informe, que prueba una vez más, según tengo ante- riormente dicho, cuan excelentes pa- drinos tuvo siempre el teatro nacional, contra los excesos del gusto francés, sino que opuso al de Moratín este otra plan de reforma, que envió al minis- tro con la siguiente comunicación:

«Exmo. Sr.: Desde luego que la pie- dad del Eey se dignó nombrarme Co- rregidor de Madrid, fueron sus teatro;? públicos objeto de mis principales atenciones; porque, siendo su verdade- ro instituto escuela de la moral, de las buenas costumbres y de instrucción, y el estado en que se hallen el termó- metro que gradúa la cultura de una nación, ya se conoce y percibe cuánto se interesa su honor en que llegen á verse en la mayor perfección posible.

»En cuanto ha estado de mi parte, he procurado, á fuerza de gastos cuan- tiosos, la mayor decencia de los tea- tros, tanto exterior como interior, y el lucimiento de sus decoraciones; pero

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no alcanzando mis facultades para re- formar ciertos abusos propios de la ac- tual constitución en que se hallan arrai- gados en ellos progresivamente, que los separa de su verdadero fin, y dan mo- tivo á la crítica de los extranjeros, y aun de los mismos naturales instruí- dos, y, lo que es más sensible, á la cen- sura de los oradores sagrados, necesí- tase de la soberana autoridad y supre- mo poder, animado por la sabia polí- tica de V. E., para ver desterrados di- chos abusos.

«Conociéndolos D. Santos Diez, Ca- tedrático de Poética de los Reales Es- tudios de San Isidro, por su ministe- rio de Censor de los mismos teatros, y animado de mis deseos, ha formado el adjunto plan, que me dirigió, con su representación, que acompaña ; pero que antes de ponerlo en manos de V. E., no contento con mi propio dicta- men, lo mandé examinar por personas instruidas en la materia, entre ellas el Sr. D. José María Yaca de Guz- mán. Oidor de la Real Audiencia de Barcelona, cuj'O mérito en la poesía es notorio por las obras que la Real Academia le ha premiado, y he visto confirmado el dictamen que formé des- de luego, de que dicho plan es una obra trabajada con conocimiento y me- ditación, y la única que ofrece allanar el camino á la deseada reforma.

))La parte científica se ve completa- mente desempeñada, y muy conforme á la naturaleza de la poesía dramáti-

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ca; mas la de gastos y arbitrios uuede recibir, en mi opinión, alguna altera- ción ó modificación ; sin que esta cir- cunstancia haga desmerecer el plan, porque las ocurrencias y coyunturas que presente la ejecución son las que han de servir de norte para preparar el arreglo y perfección, que es casi im- posible conseguirse de un golpe.

»V. E., que tanto se interesa por el honor de la Nación española, bajo cu- yos auspicios goza ya de otros litiles establecimientos, y que conoce muy bien la necesidad de dicha reforma tan deseada, hará, como espero, del adjun- to plan, con su acostumbrado acierto, el uso que proporcione ver indemniza- dos nuestros teatros de tantas invec- tivas de extranjeros y naturales, y aun de las censuras que contra ellos di- rigen en el día,^con razón, los sagrados oradores: animados nuestros buenos poetas é ingenios, que es el modo de que aparezcan en la esceiia dramas dig- nos, que instruyan deleitando, y no co- rrompan las buenas costumbres y mo- ral cristiana ; ejecutados éstos con arte, propiedad y decoro, y premiados, por fin, como corresponde, los actores y ac- trices, poniéndolos á cubierto de los notorios peligros á que los expone su actual miseria, producida principal- mente de las excesivas cargas que so- bre sí tienen los teatros, y arrebatan de las manos de aquellos infelices la mayor parte de un producto anual que, por un quinquenio, se regula á cerca

El Teatro Español 12

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de dos millones de reales: cantidad su- ficiente para que fuesen bien dotados, como se propone, y para que nuestros teatros no cediesen en propiedad y cul- tura á los de otras naciones sabias. Dios guarde á V. E. muchos años. Ma- drid 6 de Setiembre de 1797.»

Cuál fuese este plan prohijado por el Corregidor, sabránlo aquí los lectores leyendo el informe que acerca de él dio el propio Moratín, á quien se lo remi- tió Godoy, deseoso, según se ve, de formar este expediente del modo más impárcial y completo:

«Exmo. Sr.: Devuelvo adjunto á V. E. el Plan de reformas de los Tea- tros públicos, presentado por el Sr. Co- rregidor de Madrid á S. M. (que Dios guarde), y de su orden se ha servido V. E. mandarme examinar y exponer, sobre todo él y cada una de sus partes, lo que se me alcance en la materia.

«Dividiré este Plan en cuatro ar- tículos, que, en mi opinión, compren- den cuanto es necesario para estable- cer la deseada corrección del Teatro so- bre principios sólidos. Hablaré de cada uno de ellos en particular, y expondré, con la brevedad posible, las reflexio- nes que me han ocurrido al exami- nailos.

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dI.

yiPiezas dramáticas. El abandono y desorden que reina en nuestros teatros, lia puesto á los cómicos en posesión de elegir á su voluntad todas las piezas que se representan ; así son ellos y así son los poetas que sufren tal examen y se sujetan á tales jueces. Mientras los Censores sean ignorantes, los censu- rados lo serán también, y las obras aprobadas serán regularmente modelo de extravagancia y necedad.

))Para evitar este mal, sugiere el au- tor del Plan los medios que, á mi pa- recer, son más á propósito. Que de aquí en adelante no se entrometan los có- micos á juzgar ni elegir las piezas, fa- cultad privativa del Juez protector de los teatros, que procederá en esto se- gún los informes qne reciba del Direc- tor ó del Censor. Lnego que esté apro- bada cualquier obra dramática, tocará á los actores representarla bien: esta es sola su obligación, y harto harán si la desempeñan.

))La única dificultad que pudiera ocurrir, la salva el autor del Plan. Los cómicos se interesan en que acuda mu- cha gente al teatro, porque ganan más ; temen que si no dan patadas y bra- midos y no representan indignamente comedias disparatadas, no acudirá el

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público (y este es favor particular que hacen al buen gusto de la Nación) ; este interés y este miedo les da cierto derecho á elegir ellos las piezas y ele- gir las peores que sea posible. Asígnese un sueldo fijo á los actores, en propor- ción de su clase y hal)ilidad, y cesan todos los inconvenientes expuestos: se les quita el manejo de lo que no entien- den; ellos quedarán premiados cuanto es menester, y la escena española será el templo de las Musas y de las Gra- cias.

«Pruébase en el Plan que la recom- pensa que se da á los autores que es- criben para el Teatro no es honrosa, ni liberal, ni equitativa, y trata de los medios de arreglar este punto. El ho- nor y el interés producen artífices; la concurrencia, emulación, y ésta condu- ce á su perfección todos los conocimien- tos humanos. Si el Teatro ha de corre- girse, conviene excitar los ingenios que yacen dormidos, y animarlos á que compongan obras dramáticas dignas de un pueblo culto y de una gran Corte.

»Según el Plan, deberá señalarse á los autores cuyas obras fuesen aproba- das, un tanto por ciento de lo que pro- duzca su representación. Si ellas son buenas, el público gratificará con en- tradas numerosas el mérito del poeta que acertó á agradarle ; y si no lo sím, sufrirá la pena de aquel Juez, que en esta materia no reconoce autoridad su- perior, y no se dirá que, en premio ad- judicado por este medio, se atraviesan

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intereses particulares, ni colieclios, ni predilecciones injustas.

»Propónese también la distribución de tres premios anuales, en otras tantas medallas de oro, para las tres mejores piezas que se presenten; lo cual, aña- dido al tanto por ciento de las entra- das y al honor que resultará á los premiados de ver sus obras elegidas en concurso público, para celebrar con ellas los días de Sus Majestades y del Príncipe Nuestro Señor, será suficien- te estímulo á que escriban los que se- pan escribir con acierto, y todos se apliquen y todos hallen en la carrera dramática recompensas que basten á satisfacer su ambición y su deseo de celebridad, esencialmente necesario á los buenos artífices.

))Creo, pues, que poniendo en prácti- ca los medios insinuados, liabrá en Es- paña poetas dramáticos que escriban con regularidad, y los habría excelen- tes si al mismo tiempo que se reforma- se el Teatro se desterrase para siempre la barbarie í?ótica de las escuelas.

dII.

»Z)e los actores. De poco serviría lo que se previene en el artículo ante- rior, si al paso que se procura que las obras sean buenas, no lo son los acto- res que han de representarlas.

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))La mejor sinfonía de Paisiello de- sollará los oídos, si da con malos ins- trumentistas que la ejecuten. Alguna vez lie visto representar en nuestros coliseos la Fedra ó la Zairay y dudé en muchos pasajes si aqello era trage- dia ó entremés.

«Carecemos de buenos comediantes, porque, como se advierte en el Plan, su elección se hace sin examen, ó, si le hay, los examinandos y los exami- nadores no entienden palabra. Los có- micos se van haciendo lugar unos á otros, por razones de interés, parciali- dad ó parentesco, y el público sufre y paga actores ineptísimos, que no de- berían salir á las tablas ni aun para mudar una silla ; pero como no hay en España maestros que enseñen el arte de la Declamación, no es de admirar que los cómicos sean insufribles. Nadie sabe lo que no aprendió, y el represen- tar bien pide un gran talento, dispo- sición física, delicada sensibilidad, buenos principios, mucho estudio y mucha observación, y práctica de la escena.

))Los remedios de este mal son tan conocidos, que no es mucho que el au- tor del Plan los indique, pues á cual- quiera de menor instrucción y conoci- mientos le ocurriría. Fórmese una Jun- ta, como allí se propone, presidida por el Juez protector y compuesta del Di- rector, del Censor y de los maestros de declamación y Miisica, la cual ten ga á su cargo toda la parte científica

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y facultativa del Establecimiento ; exa- mine la suficiencia de los actores que á ella se presenten, y elija los que halla- se más á propósito. Esto bastaría para conseguir que los escogidos fuesen los mejores entre todos los aspirantes; pero no se lograría con esto sólo que los có- micos adelantasen en su ejercicio; si no se les enseña, nunca le sabrán. Es necesario que haya un maestro de De- clamación para que los instruya, les corrija, cultive el talento y disposición natural que en ellos encuentre, y for- me actores capaces de desempeñar los papeles que les den: esto es lo que pro- pone el Plan, y me parece absoluta- mente indispensable.

«También lo es que se instruyan en la Música algunos actores y actrices, y para esto se propone destinar dos músi- cos de la orquesta. Deberá haber igual- mente un maestro de Esgrima, que en- señe á lo scómicos la destreza, y los ensaye en las piezas en que se haya de hacer uso de esta habilidad. También es necesario un maestro de Baile, que disponga las danzas que ocurran, y lecciones particulares á los actores de uno y otro sexo. Todo esto se previene en el Plan, y los sueldos que en él se proponen para los cómicos, músicos, maestros de todas clases y demás de- pendientes, me parecen muy arregla- dos y suficientes por ahora.

»Habla también del método con que deben formarse las compañías, deste- rrando de ellas las clasificaciones ab-

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siirdas de Galán, Dama, Traidor, Fi- gurón, Gracioso, etc., nacidas de la mala constitución de las piezas que se han representado hasta ahora, y que no pueden tener lugar en las que se hagan con inteligencia del arte, lle- duce á diez y nueve el número de los actores de cada compañía, que es su- ficiente, á mi entender, para el desem- peño de cualquier drama que se haya de representar.

dIII.

fiDe cor aciones, En este ramo hay el mismo desorden y falta de economía que en todos los demás. Basta para in- ferirlo, considerar que los teatros de Madrid carecen de un almacén donde se guarden las decoraciones, ó, por me- jor decir, están reducidos al extremo de no necesitarle; puesto que, después de pagar las que se hacen nuevas, se las lleva el tramoyista como propie- dad suya, y cada vez que se vuelven á necesitar, vuelven á pagarle un tanto de alquiler por ellas. En el año pasa- do subió á más de doscientos y sesenta mil reales el coste de las mutaciones de ambos coliseos, sin haber quedado ni un palo, ni un lienzo, á beneficio suyo.

»IJn buen Pintor asalariado por ca- da compañía ; un buen Maquinista pa-

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gado igualmente por ellas, para que trabaje lo que se le encargue; un sitio destinado á conservar las decoraciones que se vayan haciendo; una reforma en el número y elección de los que hayan de manejarlas, evitarán, sin du- da, los inconvenientes referidos, con mucho ahorro de dinero y notable ade- lantamiento en la perfección y decoro de la escena. Tales son los medios in- dicados en el Plan para mejorar este ramo, y me parece que son los únicos que deben adoptarse, como también los que sugiero acerca de los trajes y apa- rato teatral.

»Para que pueda verificarse cuanto se propone en los tres artículos ante- cedentes, presenta el autor del Plan un estado del producto de los Teatros de Madrid, regulado por un quinque- nio, con expresión de sus gastos y las cargas que deben satisfacer. Coteja es- tas sumas con las que son menester para establecerlos bajo la nueva plan- ta, y halla ser necesario subir los pre- cios de entrada y asientos, con lo cual, y con las economías y ahorros que pro- pone, después de pagado el gasto de censos, contribución á hospitales y hos- picios, jubilaciones, montepío de los cómicos, alumbrado de las calles, re- paro de los edificios, silla ó coche para las Comediantas, tropa, etc., quedará lo suficiente para premiar el mérito de los autores dramáticos, para dar suel- dos competentes al Director, al Cen- sor, á los cómicos, mozos de comparsa

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y vestuario, cobradores y demás depen- dientes, para mantener maestros de Música, Declamación, Esgrima y Dan- za, para asalariar buenos pintores y Maquinistas, costear las mutaciones, y tener talleres y almacenes en que se guarden, y, en suma, para atender á cuanto debe contribuir á la reforma y perfección de este género de espec- táculos. Todo se logra, permitiendo S. M. una subida moderada, segiin se expresa por menor en el Plan.

»Para la resolución de este punto, convendría tener presente: 1.*' Que en otras ocasiones ha venido S. M. en conceder aumentos de precios en los teatros, con harta menos causa; puesto que la de reformarlos y arrojar de ellos (como dice juiciosamente el autor del Plan) la corrupción y el incen- tivo de los vicios, es la mayor y más justa que puede ofrecerse. 2."* Que los precios que hoy se cobran en ellos^ ha- ce ya cerca de treinta años que se esta- blecieron, y considerando el valor pro- gresivo que han tomado todas las co- sas desde entonces acá, se inferirá fá- cilmente que si en aquella época los precios eran equitativos, hoy son ba- ratos en demasía, y piden aumento. 3.® Que esta subida no recae sobre géneros de primera necesidad siendo una con- tribución voluntaria, de la cual puede eximirse todo el que quiera, y, por con- secuencia, no es gravosa en manera al- guna al pueblo indigente. 4.° Que este exceso de precios se está verificando á

I

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cada paso en virtud del permiso que para ello suele conceder el Sr. Corre- gidor, movido de lo que los cómicos le exponen acerca de sus gastos y ne- cesidades; de suerte que se reduce á pedir que se establezca por ley general lo que se practica muy á menudo por gracia. 5.° Que una gran parte de los concurrentes viene á pagar mucho más de lo que debería, por los picos que re- sultan de los cambios y quedan casi siempre á beneficio de los cobradores, por las gratificaciones que hay que darles para cobrar su protección á fin de tener asiento en los días de mayor concurrencia, lo cual, y la arbitrarie- dad de que usan y sus mañas y arti- ficios, cesarían sin duda, fijando los precios que propone el Plan y esta- bleciendo un método que impidiera los abusos en adelante. ().^ Que la subida propuesta no llega todavía á los precios de entrada que se pagan en el teatro de Cádiz, y no hay razón para que en la capital del Reino, centro del lujo y de la riqueza, hayan de ser más ba- ratos los espectáculos que en una ciu- dad de provincia. En fuerza de todas estas consideraciones, soy de opinión que S. M. podrá conceder el aumento de precios que se indica en el Plan.

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))IV.

"büe la policía de los teatros. Sien- do el señor Corregidor de Madrid un Juez y un Ministro del Rey que tiene á su cargo la inspección inmediata y el gobierno de los teatros, cualquiera pensará que en él se resumen toda la autoridad y facultades necesarias para el desempeño de esta Comisión; pero no es así. Yo he visto á muclfos foras- teros admirarse y reirse de la Policía de nuestros coliseos. Cualquiera de ellos ve, al entrar, un Ayudante de la Plaza, un Capitán de Infantería, Sar- gentos, Cabos y tropa de á caballo y de á pie; sigue adelante, y halla un co- brador, y luego un Alguacil, y luego otro cobrador, y luego un Fraile. Lle- ga al patio, quiere subir á las gradas, y tropieza con otro cobrador; siéntase «n la barandilla, se empieza la función, y á lo mejor de ella le embiste otro co- hrador. Ye un aposento principal, y €ree, con razón, que allí estará el Ma- gistrado que preside; pero se equivoca: la jurisdicción de los que ocupan a^quel lugar, sólo se extiende del telón aden- tro, por cuya razón parece que el palco de la villa debería estar en el vestua- rio; pregunta, en fin, quién es quien verdaderamente preside y gobierna en la Sala del espectáculo, y dónde, se

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oculta, y le enseñan un rincón estre- cho, obscuro, indecente, donde ve á un Alcalde de Corte escondido y como en acecho, atrincherado detrás de una fila de alguaciles con varas y pelucas.

«Cualquiera que vea esto, ¿no pen- sará que el pueblo de Madrid se com- pone de gente indomable, que tanta precaución exige para oír una comedia en paz? ¿No pensará que nuestro vulgo es más inquieto y loco que el de Ña- póles, mas feroz y sanguinario que el de líoma, ó más vinoso, atrevido y brutal que el de Londres? Basta el Corregidor para presidir y contener la inmensa turba que ocupa el Circo, en aquellos regocijos públicos en que á un lado está prevenida la extrema-unción, y al otro el verdugo, ¿y no bastará para gobernar el patio de nuestros co- liseos?

))De este choque de jurisdicciones re- sulta necesariamente confusión y des- arreglo: todos tratan de usurpar la au- toridad ajena: no hay unidad de plan; lo que hoy prohibe uno, mañana lo permite otro; las leyes se eluden, por- que se contradicen y destruyen entre sí. Todos quieren mandar algo, y nin- guno obedece.

»Paréceme, pues, que conviene poner en práctica lo que previene el Plan. Si el Sr. Corregidor de Madrid es Juez de los teatros, séalo de veras, y nadie le usurpe esta autoridad ; no haya ape- lación de sus decretos y resoluciones sino el Eey Nuestro Señor por medio

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de su primer Secretario de Estado; pre- sida los espectáculos, auxiliado de las tropas, ó, en su nombre, los Vicepre- sidentes que él escoja entre los liegi- dores del Ilustre Ayuntamiento; y pre- sida al Patio y á los Palcos y al vestua- rio y á cuantos estén en el edificio, y cesen las demarcaciones ridiculas y absurdas que existen boy. Los señores Alcaldes de Corte tienen mucbo que trabajar en su cuartel y en su casa, y el no hacerles perder tres boras cada día facilitará la más pronta adminis- tración de la justicia, tan conforme á las intenciones de S. M. y tan en bene- ficio de la causa pública.

»Estos son los puntos más esenciales que comprende el proj-ecto de reforma de nuestros teatros; lo demás que en él se dice es consecuencia necesaria de estos principios, y si be pasado en si- lencio muchos de los pormenores que abraza, no es porque advierta defecto en ellos, sino porque, siendo resulta de las máximas principales que establece, aprobadas aquéllas, se aprueban éstas.

«Dígnese, pues, Y. E. de recomendar á S. M. las intenciones patrióticas del Corregidor de Madrid, que, presentán- dole un Plan juicioso y de fácil eje- cución para mejorar el Teatro, le ofre- ce al mismo tiempo la ocasión de ace- lerar el progreso de las letras y de la cultura nacional, de suplir en gran parte los defectos de la falta de educa- ción, de instruir al pueblo en lo que necesariamente debe saber, si ba de ser

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obediente, modesto, humano y virtuo- so: de extinguir preocupaciones y erro- res perjudiciales á las buenas costum- bres y á la moral cristiana, sin las cuales ni las leyes obran ni la autori- dad legítima se respeta ; de preparar y dirigir como conviene la opinión pú- blica, para que no se inutilicen ó des- precien las más acertadas providencias del Gobierno, dirigidas á promover la felicidad común, que todo esto y mucho más debe esperarse de un buen Teatro.

»Los de Madrid, y por consiguiente todos los de España, se hallan en un estado lastimoso de corrupción ; escue- las del error y del vicio, y objeto de la censura de otras naciones, que atribu- yen á ignorancia nuestra el abandono en que hoy están. Haga, pues, V. E. que se corrijan, ó mande que se cie- rran y se destruyan ; pero si esta últi- ma providencia tiene tan graves obs- táculos contra sí, como Y. E. no puede ignorar, aspire á la gloria de perfec- cionarlos, y entre las grandes acciones con que ilustra su Ministerio, no será ésta la que menos recomiende á la ad- miración de la posteridad su celo infa- tigable, su previsión política y su ta- lento.

«Madrid 1.^ de Octubre de 1T9T.— Excelentísimo señor. Leandro Fer- nández DE MoRATÍN.»

Para completo conocimiento de la cuestión, conviene advertir que la le- gislación vigente entonces sobre tea-

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tros consistía prinoipalinente en una Heal Cédula, expedida en 1725, para que sólo se pudiera representar en ellos con las textuales condiciones que si- guen:

1.° Que las comedias fuesen prime- ro vistas, leídas, examinadas y aproba- das por el Ordinario, para que así se eviten y no se representen las que tu- viesen alguna contraria á la decencia y modestia cristiana.

2,^ Que se tome noticia individual del autor y representantes que lleva consigo, así hombres como mujeres, con toda distinción.

3.® Que en el concurso tengan pues- to separado los hombres de las mujeres, de tal manera, que, aun para entrar y salir de la casa de las comedias, no en- tren ni salgan los hombres por la puer- ta por donde entran y salen las mu- jeres.

4.® Que los representantes suban y bajen al tablado por parte excusada, para evitar turbación, v guardar la de- cencia conveniente ; y donde los farsan- tes están, no entre hombre ni mujer, sino los de la farsa; y así estén libres para sus vestuarios y tramoyas, etc.

5.** Que por el cerco del tablado se ponga una tabla defensiva, para que no se puedan registrar las entradas y saliólas, iri los pies de las comediantas.

6.*^ Que el primer banco de los con- currentes se ponga retirado del tablado más de una vara.

7.** Que no entren mujeres á ven-

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der fruta, ni agua, ni otros géneros, en la casa 3e las comedias, sino que es- to se haga por algún hombre modesto, y desde encima del tablado, como era en lo antiguo, ó por algunos mucha- chos de muy poca edad.

8.® Que al autor de las comedias se le haga saber por la justicia no per- mita que entren hombres en el vestua- rio, de cualquier estado y condición que sean. ,

9.® Se le prevenga al Alcalde^ que los días que asiste al patio de las muje- res, no lleve consigo más acompaña- miento que el de un Escribano y dos porteros; y ningún otro entre con él, de cualquier calidad que sea.

10. Que á ninguno se le permita pararse, ni llegarse á la puerta por donde entran y salen las mujeres.

11. Que en el invierno la comedia se comience á las dos y media de la tarde, y en el verano á las cuatro.

12. Que los bailes y saínetes que se presentan, ó cantan, sean lícitos y ho- nestos ; V esto se cele mucho.

11. Que si fuere preciso que la mu- jer represente papel de hombre, salga con basquina que cubra hasta el zapa- to ó empeine del pie.

14. Que no se permitan hombres y mujeres juntos en los aposentos, aun- que sean propios.

Limitóse Moratín en su anterior in- forme á llenar los enormes vacíos de esta legislación, exponiendo ideas ra- zonables, y con más ó menos acierto,

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W!?^

encaminadas á reformar verdaderos de- fectos de nuestro teatro; pero sin em- prenderla ciegamente ya contra nues- tra antigua dramática, ni apartarse mucho, en lo general, del plan patro- cinado por el benemérito é ilustrado Corregidor. Sólo dos años después de escrito el anterior documento, se dio por terminado el expediente, y conce- diendo, por cierto, á nuestro poeta cuanto deseaba; es decir, que se le nombrase Director ó reformador ofi- cial de los teatros, con arreglo proba- blemente al plan anterior, pues no consta que en él se liiciesen modifica- ciones. ¿VoT qué verdadero motivo, después de Haberlo ambicionado y pro- curado tanto, renunció Moratín aquel empleo? Ignorólo y quizá sea imposi- ble averiguarlo ya; pero las razones ostensibles que dio, se encuentran en el mem-orial que sigue, dirigido al minis- tro D. José Antonio Caballero.

«Excmo. Sr.: Muy señor mío y de mi mayor respeto: Por dos oficios que me lian dirigido el señor Gobernador del Consejo y el Corregidor de Madrid, he sabido que S. M. ha tenido á bien nombrarme para el empleo de Direc- tor de los Teatros, bajo el nuevo Plan de reforma que debe establecerse; y agradeciendo como debo el verme pre- ferido á otros muchos sujetos de cono- cido mérito é instrucción, permítame Y. E. que le exponga los motivos que tengo para suplicar á S. M. se sirva

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exonerarme de esta comisión, ponién- dola en manos de quien sepa desem- peñarla con mayor acierto. No basta Excmo. Sr., para la dirección de cual- quiera establecimiento, una perfecta inteligencia de su objeto, de los medios que se deben emplear para verificarle, de los obstáculos que ban de removerse, de las circunstancias que se deben aprovechar, porque todo esto, aunque absolutamente necesario, es acaso lo más fácil de adquirirse con el estudio y la meditación. Lo que es más arduo, más importante y absolutamente in- dispensable en tales casos, es el carác- ter del sujeto. El que tío tenga la ener- gía, la fortaleza, la constancia, que son precisas para luchar con las pasiones de los otros hombres, desarmar sus as- tucias, corregir los abusos autorizados por el interés y la costumbre, y hacer- les obedecer á lo que piden la justicia y el orden, despídase de gobernarlos y no admita jamás encargos para los cua- les, si le faltan las prendas del carác- ter, de nada le pueden aprovechar to- das las otras. Bajo este principio ase- guro á V , E. que difícilmente se halla- rá otro menos apto que yo para servir el empleo que S, M. se ha dignado con- ferirme. Mi temperamento, mis incli- naciones, el quebranto que empieza á padecer mi salud, el amor al estudio y la ninguna práctica que tengo de ha- cerme respetar y obedecer, son incon- venientes tan poderosos, que faltaría á mi conciencia y mi honor, si á pesar

de ellos, admitiese una obligación que estoy seguro de no poder desempeñar. Pero aun suponiendo que no hubiese en esta nulidad, y que yo fuese por mi instrucción y mi carácter el más á propósito para verificar en esta parte las plausibles ideas del Gobierno, to- davía podría oponerse una dificultad tan grave, á mi parecer, que ella sola será bastante á persuadir á V. E. que cualquier otro debe ser preferido á mí, y que el mayor esfuerzo que puede ha- cerse para perfeccionar el Teatro, es el de no encargarme nunca su direc- ción. Cuando S. M. se sirvió confiár- mela, sería, sin duda, porque persua- dido de la voz pública, creyó qiie en esta materia tengo alguna instrucción*;

f>ero mi celebridad, sea cual fuese, no a debo sino al corto mérito que han creído hallar los inteligentes en la» pocas piezas teatrales que he compues- to, resultando de aquí, que aunque ellas fuesen tan perfectas como algunos se fi.guran, 5^0 sería un buen poeta dramá- tico, pero no se debería inferir por es- to que soy bueno para Director. La escasez de buenas composiciones, y no otra causa, ha dado á las mías la esti- mación que logran; pero como quiera que sea, si ellas son las menos defectuo- sas y yo el linico que he merecido la preferencia entre los otros, ó por más hábil ó por menos tímido, el separarme de esta ocupación sería dañoso al Tea- tro y retardaría su adelantamiento. El que se encargue de la Dirección de este

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ramo, por gnincle que sea su talento, por mucha actividad que tenga en re- solver y ejecutar, por leves que sean los estorbos y dificultades que le toque vencer, no le quedará tiempo. para otra cosa, si 'ha de cumplir las obligacio- nes que lleva consigo. Nada puede es- perarse de mí, sino que á las pocas obras que he dado al Teatro, sigan otras en adelante menos imperfectas, 7 ésto sólo podrá verificarse, no entre os afanes continuos de una dirección tan extensa, tan difícil, que tantos des- velos pide, y para lo cual me reconozco inútil, sino en la tranquilidad de una vida retirada y ajena de tales cuidados y agitaciones. Si Y. E., como parece, ha formado de un concepto que es- toy muy lejos de merecer, sea conse- cuencia necesaria de este favor el no añadirme obligaciones que no puedo desempeñar, en un empleo que, no só- lo, es superior á mis fuerzas, sino (¿ue, puesto á mi cuidado, resultaría en per- juicio del Teatro mismo y de la públi- ca instrucción. Espero,^ pues, que, per- suadido Y. E. de las razones que acabo de expresarle, las hará presentes á S. M., á fin de que se sirva admitir la renuncia que hago del empleo de Director de los Teatros. Nuestro Se- ñor guarde á Y. E. muchos años.- Madrid y Noviembre 25 de 1799. Excmo. Sr. D. Leandro Fernández DE MoRATJN. Señor D. José Antonio Caballero. »

Y no satisfecho con lo antecedente, e«5cribió luego Moratín á D. Mariano Luis de Urquijo una carta de este tenor:

«Excmo. Sr.: muy señor mío y de mi mayor respeto: Si V. E. ama al Teatro y desea su reforma y protec- ción, no consienta en que yo le dirija. Me tomo la libertad de remitir á Y. E. la copia adjunta, para que, viendo por ella una parte de los motivos que me determinan á renunciar el empleo de Director de los Teatros con que S. M. lia querido honrarme, contribuya con sTi poderoso influjo á que se admita mi súplica.

»La justificación de Y. E. y la esti- mación particular que le merezco no me permiten dudar que se interesará en mi favor, para lograr de S. M. la merced que le pido.

«Nuestro Señor guarde la vida de Y. E. muchos años. Madrid y No- viembre 25 de 1799.»

Moratín tenía razón: su carácter, que, según he dicho ya, no valía tanto como sus obras, ni mucho menos, le hacía impropio para ejecutar la difícil empresa de que se trataba. No es impo- sible que el conocimiento completo de mismo y una humildad y sinceridad loables, fuesen les verdaderos motivos de su renuncia. Pero, entonces, ¿por

qué pretendió antes el caigo con tanto empeño, y hasta pretendió que se crea- se para su persona? ¿Adquirió el cono- cimiento de mismo en los pocos año» que mediaron? Deja esto, con razón, sospechar otros motivos ignorados.

Por lo demás, en el juicio de Mora- tín acerca de nuestro teatro antiguo, hubo también sus diferencias de tiem- po en tiempo. En las apuntaciones, in- dudablemente formadas para su parti- cular estudio, que respecto á algunas comedias de Lope de Vega, Zamora y Cañizares, se han dado á luz en el to- mo iir de sus Obras Postumas (Madrid, 18GT), se burla desapiadadamente de los argumentos, pero alaba la versifi- cación de los diálogos por extremo. En El Café, como le hecho el Corregidor de Madrid en cara, habla de las mara- villas de nuestra dramática con aquel respeto que pocos de los clásicos de la época dejaron de demostrarle en Es- paña, según queda probado en el pre- cedente estudio. La invectiva tremenda de su Memorial de Londres, nunca igualada por autor ó crítico español, desdice mucho de tales antecedentes, á no dudar. Y el haber abandonado es- pontáneamente, al fin, su empeño de dirigir el teatro y reformarlo y del todo acomodarlo á su manera, parece dar á entender también que no era ya, en su concepto, tan necesaria á la paz, la cultura y el buen gobierno de España, la supresión de las comedias de Lope y Calderón.

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No obstante lo dicho el precedente estudio prueba también que la tal pro- hibición llegó á estar en mucha parte decretada.

FIN

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Cánovas del Castillo, Antonio 1 El teatro español

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