| vZ9€8€800 I9L! € UNA OLNOYOL IMAN 3O ALISUIAINA ARGENTINO - E | M 4 e e3 > ba e . j a ip Sn ó o a $ hr E pa y £ : a el . A Ri Yi » pa > . te > v ” á RS A súa e ) , 7 1 pa eN ñ 5. "es. y” y A NE A 7 , AR A A . 5 >, o d O ER OS w% y? + dl 1 é . TM Y % 4 HA ey > Lil ERRE]! De 1441 10347 A es di " e SN A AO e ze la A e Ma des A AL LIA O MD o it roda neo _ nt Hs LE: A o A " z Y E e e e o — e cs cc Sr o o = . - WA =— EL VEMPE ARGENTINO POR D. MARCOS SASTRE ADOPTADO COMO LIBRO DE PREMIO Y DE LECTURA POR EL GOBIERNO DE BUENOS AIRES NUEVAMENTE APROBADO POR EL CONSEJO NACIONAL DE EDUCACIÓN UNDÉCIMA EDICIÓN ILUSTRADA BUENOS AIRES IVALDI € CHECCHI, EDITORES C. PELLEGRINI 635 JES E e “ul UU: Laa lea DUDA AS br majo em > sl E Ae y A) dl pa MES Pa AL E "Ni 0 pa E ES os admirables resultados del cul- tivo de las islas, las observacio- nes y los estudios científicos posteriores a la apari- ción del TempPE ARGENTINO, han venido a confir- mar la propiedad y exactitud de los cuadros y ase- veraciones que parecían más exagerados e invero- símiles. Hoy sale a luz la undécima edición, enri- quecida con datos que los hechos y la ciencia han ofrecido para completar la descripción de nuestro rico y delicioso TEMPE. « . S , , , ' A A y An -- Se ES “e es o a + e ú á ” > > AL E ER . 5 e e e UR Le ¡IAE 1:43 PA 0 y i NE busÉ E , ” == w>Je 4 Yi 4 E MO E CAPÍTULO 1 Introducción No lejos de la ciudad de Buenos Aires existe un amenísimo recinto agreste y solitario, limitado por las aguas del Plata, el Paraná y el Uruguay. Nin- guno de los que frecuentan el pueblo de San Fer: nando habrá dejado de visitarlo; a no ser que sea un hombre indiferente a las bellezas de la natura- leza y ajeno a las dulces afecciones. Todo el que tenga un corazón sensible y tierno, lo sentirá inun- dado de las más gratas emociones al surcar sus plá- cidas corrientes, bordadas de la miás lozana vegeta: ción; se extasiará bajo sus frondosas arboledas, veladas de bejucos, y verá con delicia serpentear los numerosos arroyuelos que van a unirse con los grandes ríos. En mi infancia, arrancado por primera vez de los muros de la ciudad natal, me hallé un día absorto y alborozado en aquel sitio encantador. Más tarde, en la edad de las ilusiones, lo visité impelido por los 10 EL TEMPE ARGENTINO. placenteros recuerdos de la niñez, y creí haber hallado el edén de mis ensueños de oro; y, hoy, en la tarde de la vida, cuando la ignoble rivalidad ha oscurecido la aureola de mis esperanzas, lo he vuelto a visitar con indecible placer; he vuelto a gozar de sus encantos: he aspirado con dulce expansión inte- rior las puras y embalsamadas emanaciones de aquellas aguas saludables y de aquellos bosques siempre floridos. Este recinto tan ameno, ceñido por los tres caudalosos rios, son las islas que for- man su espacioso delta. ¡Quién pudiera describirlas! Una mansión campestre, en un clima apacible, embellecida con bosques umbrosos y arroyos cris- talinos, animada por el canto y los amores de las aves, habitada por corazones buenos y sencillos, ha sido y será siempre el halagieño objeto de la aspi- ración de todas las almas, en la edad en que la ima- ginación se forja los más bellos cuadros de una vida de gloria y de ventura. Y después de la lucha de las pasiones, de los combates de la adversidad y los desengaños de la vida, en los términos de su ca- rrera, es todavía la paz y el solaz de una mansión campestre, la última aspiración del corazón humano. Por eso la tabloza y la lira de los genios de la Grecia consagraron los más bellos colores y armonías para pintar la amenidad de su valle del Tempe; y por eso también serán algún día celebradas por los inge- nios argentinos y orientales, las bellezas y excelen- cias de las islas deliciosas que a porfía acarician las aguas del Paraná, el Plata y el Uruguay, y que, situadas casi a las puertas de la populosa Buenos Aires, se encuentran solitarias y sin dueño. Mil sitios habrá en el globo más pintorescos, por las variadas escenas y románticos paisajes con que la naturaleza sabe hermosear un terreno ondulado INTRODUCCIÓN. 11 y montañoso; pero ninguno que iguale a nuestras islas en el lujo de su eterno verdor, en la pureza de su ambiente y de sus aguas, en la numerosidad y la gracia de sus canales y arroyuelos, en la fertilidad de su suelo, en la abundancia y dulzura de sus frutos. CAPÍTULO HL Un paseo por las islas Sencilla es mi canoa como mis afectos; humilde como mi espíritu. Ella boga exenta y tranquila por las ondas bonancibles sin osar lanzarse a las olas turbulentas del gran río. Bien ve las naves fuertes naufragar, bien ve los verdes camalotes fluctuantes, que separados de la dulce linfa natal, al empuje de las corrientes, vagan acá y allá, ora batidos y des- menuzados contra las riberas, ora arrebatados por el océano de las aguas amargas hasta las playas extranjeras. ¡Paraná delicioso! tú no me ofreces sino imáge- nes risueñas, impresiones placenteras, sublimes inspi- raciones; tú me llamas a la dulce vida, la vida de la virtud y la inocencia. ¡Cuántos goces puros! ¡cuán deleitosas fruiciones plugo a tu Hacedor prepararnos en tu seno! En medio de tus aguas bienhechoras, de tus islas bellísimas, revestidas de flores y de frutos; entre el aroma de tus aires purísimos; en la paz y la quietud de la humilde cabaña hospitalaria de tus bosques... allí, alli es donde se encuentra aquel edén perdido, aquellos dorados días que el alma anhela! La leve canoa, al impulsc de la *espadilla, se des- UN PASEO POR LAS ISLAS. 13 liza rápida y serena sobre la tersa superficie que semeja a un inmenso espejo guarnecido con la ce- nefa de las hojosas y floreadas orillas, reproducidas en simétricos dibujos. El sol brilla en su oriente sin celajes; las aves, al grato frescor del rocío y del follaje, prolongan sus cantares matinales, y se res- pira un ambiente perfumado. Las islas por una y otra banda, se suceden tan unidas, que parecen las márgenes del río; ; pero este gran caudal de agua que - hiende mi canoa no es más que un simple canalizo - del grande Paraná, cuyas altas riberas se pierden - allá, bajo el horizonte. A medida que adelanta la canoa, nuevas escenas aparecen ante la vista hechizada, en las caprichosas ondulaciones de las costas, y en los variados vege- tales que la orlan. A cada momento el navegante se siente deliciosamente sorprendido por el en- cuentro de nuevos riachuelos, siempre bordados de hermoso verdor; sendas misteriosas que transpor- tan la imaginación a eliseos encantados. Al paso que se desarrollan las vueltas salientes de las costas, vanse descubriendo nuevas abras y canales arbolados, y continuados bosques; no como aquellas selvas vetustísimas, donde los resquebra- jados troncos seculares levantan sus copas infructí- feras, jamás penetradas por el sol, sofocando bajo de sí toda vegetación, y ofreciendo el reino de la noche y del silencio. No: sobre este suelo de reciente formación, surcado por una red de corrientes cris- talinas que fluyen sobre los lechos de flores ; se elevan bellos árboles y arbustos que protejen los raudales, coronando sus orillas de ópimos presentes de Flora y de Pomon; bellos árboles variados, de mil for- mas y matices, que la vista contempla embebecida. Ya, separados por familias, o bien, entremezclados 14 EL TEMPE ARGENTINO. forman acá y allá espesos boscajes interrumpidos por claros espaciosos que dejan gozar libremente de la luz y hermosura de los cielos. Unas veces des- plegando libremente su ramaje, se muestran con la fisonomía peculiar a cada especie; otras veces en densos grupos, forman sombríos embovedados; y otras, se encorvan sobre las aguas, oprimidos con la muchedumbre de sus frutos. Aquí el naranjo esférico ostenta majestuoso su ropaje de esmeralda, plata y oro; allí el cónico laurel de hojas lucientes, refleja el sol en mil des- tellos; allá asoman sus copas el álamo piramidal, la esbelta palma, el enhiesto aliso y el sauce de con- tornos aéreos, que mece sus cabellos al leve impulso de los céfiros; más allá los durazneros, de formas indecisas, compiten entre sí en la copia y variedad de sus pintados frutos; y por todas partes el seibo florido, patriarca de este inmenso pueblo vegetable, muestra orgulloso sus altos penachos del más vivo carmín y extiende sus brazos á las amorosas lianas, que lo visten de galas y guirnaldas, formando en- cumbrados doseles, graciosos cortinados y umbro- sas grutas que convidan al reposo y al deleite. Aun los árboles privados de su verdor y de su savia se ven vistosamente adornados de agáricos y líquenes, festonados de bonitas enredaderas, y em- balsamados por la flor del aire, planta inmortal que vive de las auras. | Los globosos panales del camuatí y la lechiguana, cual desmesurados frutos, cuelgan aquí y allí, do- blegando los arbustos con el peso de la miel más pura y delicada. Si en la edad dorada los troncos y las peñas desti- laban los tesoros de la abeja, escondido en sus huecos, aquí se brindan al deseo en colmenas de UN PASEO POR LAS ISLAS.- 15 admirable construcción, pendientes de las ramas de un arbusto. Y no es la tosca bellota, ni las bayas desapacibles el regalo que ofrecen estos montes, sino las más gustosas y variadas frutas. La Y E TE NE 9, A UE A SM, f El En estas aguas y verjeles, innumerables peces y anfibios se solazan; prodigiosa multitud de aves, con el brillo y variedad de sus colores, la gracia y belleza de sus formas, adunan el concierto de sus cantos, con la alegría y viveza de sus giros para acrecer los embelesos del paisaje. 16 _ EL TEMPE ARGENTINO. Sigue la canoa de arroyo en arroyo hasta las últimas ramificaciones de las aguas que, ora salen del seno de las islas, ora penetran en él, estrechán- dose cada vez más, hasta tener que surcar sobre las plantas acuáticas que de orilla a orilla entretejen sus tallos y sus flores. Algunos de estos arroyuelos, cuando ya parece que van a terminarse, desembocan en una cancha dilatada, produciendo una sorpresa inexplicable. El que surca mi canoa, corre recto, como un canal, sombreado de arboles cubiertos de lianas. Aquí se empieza a oir con el silencio el blando murmullo de las aguas. Las aves han cesado ya en sus cantos. Sólo resuena alguna vez la caída de la capibara que se somormuja con estruendo, o se escucha el arrullo compasado de la tórtola, que con tiernas emociones nos inspira. Allá a lo lejos se avista entre los sauces una peque- ña choza sobre el borde del raudal; es el rancho soli- tario del carapachayo, el hombre de las islas. Bajo de ese humilde techo pajizo residen el sosiego, el contento y la benevolencia. Aquí es donde se encuen- tra en toda su pureza la índole suave y el carácter noble de los hijos de la región del Plata, inteligentes, animosos, sufridos, sobrios, generosos y hospitala- rios. ¡Con cuánto interés escucha uno las animadas narraciones de estos hijos de la naturaleza! ¡Qué interesante es la descripción de sus “exploraciones, del acopio de maderas y construcción de sus hanga- das, de la recolección de frutas y de mieles, de sus sementeras, cacerías, pescas y otros ejercicios en que se emplean agradable y útilmente, proveyén- dose de lo necesario para una vida frugal e indepen- diente! ¡Con cuánta facilidad y placer se acomoda uno a sus sencillos usos y a su rústico menaje! UN PASEO POR LAS ISLAS 17 ¡Cuán gustosamente participamos, al lado de su hogar, del mate aromático, inocente vínculo de la sociabilidad entre los pueblos del gran río! ¡Cos- tumbres puras y sencillas de la patria! ¡cuánto im- perio tenéis sobre un corazón que os idolatra! Sí, en medio de estas cabañas solitarias, es donde reinan la seguridad, la calma y la armonía; bienes debidos, no al freno de las leyes, sino a la influen- cia de la religión, de la libertad y la naturaleza. Esta madre liberal e inagotable prodiga en estos ríos y estos campos, como en el siglo de oro, sus bellezas y sus bienes. Todo parece aquí preparado para las satisfacciones y el bienestar del hombre, sin el tra- bajo abrumante que por todas partes lo persigue. Todo le induce al fácil cultivo de tan fecundo suelo; todo le inspira el amor a la paz y la confraternidad. ¡Libertad anhelada! ¡dulce reposo! ¡deliciosa correspondencia de las almas ingennas! ¡placeres puros, bálsamo del corazón! ¡al fin os he encontra- do! ¿En dónde construiré mi humilde choza? Fluc- túo sin resolverme entre tanto sitio encantador, co- mo el picaflor que gira sin decidirse a elegir el rami- to de que ha de colgar su pequeño nido. 2 — Tempe IMD IO. MZ ARA AERRARERERI VASOS ON CAPÍTULO III El río Paraná El río Paraná, el Nilo del Nuevo Mundo, llamado por algunos el Misisipi de la América del Sud, ha recibido como éste, de los aborígenes, un nombre que expresa su amplitud y magnificencia. Paraná en la lengua guaraní, significa padre de la mar, y Misisipi, en la de los Natchez, padre de las aguas. No parece sino que esos dos pueblos indígenas, de los opuestos continentes hubieran sentido la misma impresión de asombro, al contemplar por primera vez sus grandiosos ríos, para significarla con pala- bras que en su respectivo idioma exprimen el mismo pensamiento. Para formarse una idea clara del gran Parana, sería necesario comprender en su conjunto el vasto sistema fluvial de que él forma el cauce mayor, € inventar un nombre que conviniese a ese gran todo. Por falta de esa palabra, los geógrafos denominan ya río Paraná, ya río Paraguay, ya río de la Plata, la cuenca principal de esas guas. Figuraos un árbol desmesurado, tendido sobre una vasta llanura. Su pie es bañado por las aguas del océano Atlántico del Sud a los 36” de latitud. Con una prolongación de seiscientas leguas, las extremi- EL RÍO PARANA. 19 dades de sus ramas alcanzan a los 13”, penetrando en Bolivia, en el Brasil, en el Estado Oriental del Uruguay, en todo el norte de la República Argen- tina, y entrelazándose con las vertientes del cauda- loso Amazonas. Su dilatada copa, tan ancha como elevada, abraza en todas su ramificaciones una superficie de ciento . ochenta mil leguas cuadradas, que encierra los terri- torios más ricos y los mejores climas de la tierra. Su tronco de sólo cincuenta leguas de elevación y de base desproporcionada, mide sesenta leguas de anchura en su unión con el mar, y diez en su pri- mera bifurcación formada por sus dos mayores bra- zos, el río Uruguay y el río Paraná, los cuales tienen por ramas secundarias numerosos tributa- rios, tan caudalosos como los mayores ríos de Europa. El Paraná, que es la continuación del tronco, ma con el Paraguay la segunda gran bifurcación, recibiéndole a la altura de trescientas leguas, frente a la ciudad de Corrientes. El río Paraguay, a la manera del Misuri norte- americano, al unirse al Paraná, parece una prolon- gación de éste: por la identidad de dirección y su copioso caudal; con todo eso, su concurrente es el que ha participado del nombre del principal, porque como éste, se dilata por entre innumerables islas. Así también el Misuri, aunque mayor que su con- fluente el Misisipi, no ha recibido el nombre del que le debe la mayor parte de sus aguas. El río Paraguay atraviesa; de norte a sud, los ricos territorios brasileros de Matto Groso y Cuyubá. Sus numerosos afluentes navegables que bajan del este, facilitan la comunicación con los distritos minerales de oro y diamantes del Brasil, y más 20 EL TEMPE ARGENTINO. abajo con los de la República Paraguaya, abundante en maderas preciosas y en los ricos productos inter- tropicales. Sus mayores afluentes del oeste son el eters y el Bermejo, que nacen de los Andes, corriendo el primero por el territorio boliviano y el segundo por el argentino y atravesando ambos la vasta extensión del Gran Chaco, desaguan en el río Paraguay, más abajo de la ciudad de la Asunción. El gran río Paraná, que rivaliza en extensión con su afluente el Paraguay, tiene su origen en la Sierra do Espinazo, de riquísimas minas de diamantes, al N. O. del Río de Janeiro, y su dirección general es hacia el S. O. Es engrosado por varios grandes ríos que recibe del este entre los cuales los más notables son el río Grande o Pará, el Tieté, el Paraná-Pané y el Curitiba. En las fértiles llanuras que atraviesa el Paraná es donde florecieron las célebres Misiones de los Guaranies, establecidas por los Jesuítas. Mientras corre por los distritos montañosos del Brasil, no es navegable, a causa de sus muchas cas- cadas y saltos que están más arriba de los pueblos de Misiones, especialmente una llamada el Salto Grande o de Guairá, que merece mención especial, porque es una de las maravillas que dan celebridad a nuestro río. El Salto de Guairá está cerca del trópico de ca- pricornio en los 24”. “Es una catarata espantosa, digna de ser descrita por los poetas. El Parana, que en este paraje puede «decirse que está en los princi- pios de su curso, tiepe ya más agua que una multi- tud de los mayores ríos de Europa «eunidos. Poco antes de precipitarse tiene cerca de una legua de ancho con mucho fondo. Esta enorme anchura, se - EL RÍO PARANÁ. 21 reduce de pronto á sesenta varas en un paso peñas- coso desde el cual se arroja con tremenda impetuo- sidad y atronador estrépito, por un plano inclinado de una altura perpendicular de veinte varas. El rui- ¿Río Pilcomayo. do se oye de seis leguas, y al aproximarse se cree sentir temblar bajo los pies las rocas de la proximi- dad. Los vapores que se elevan por el choque vio- lento de las aguas contra las puntas de los peñascos que hallan en las paredes y el cauce del precipicio, se ven a la distancia de muchas leguas como gran- 22 EL TEMPE ARGENTINO. des columnas de humo; y de cerca forman a los ra- yos del sol diferentes arcoiris de los más vivos co- lores y en los que se percibe algún movimiento de temblor; además estos vapores producen una lluvia eterna en los alrededores (1)”. “A la inmediación de la catarata el aire está siempre tenebroso; su es- truendo causa espanto a las aves, pues en los dila- tados y espesos bosques de sus orillas no se ve pá- jaro alguno y todos los animales huyen despavori- dos de aquellos sitios (2)”. Si la parte superior del Paraná es de una subli- midad imponente, si es impracticable por la multi- tud de sus cascadas y arrecifes; en el resto de su curso ofrece el carácter opuesto, por su hondura, su silencio, su mansedumbre y la belleza de su lecho sembrado de islas cubiertas de naranjos, de palme- ras y una gran variedad de árboles, arbustos y plan- tas desconocidas (3). | ¡Quién pudiera abrazar de una mirada todo el conjunto de hermosura, majestad y grandeza del Paraná incomparable! ¡Quién tuviera las alas del cóndor para contemplar desde las nubes, esa inmen- sa balsa de aguas serenas que reflejan el más her- moso de los cielos, con ese archipiélago prodigioso de innumerables islas de variedad indescribible! Aparecieran aquellos grupos de verdor, profusa- mente esparcidos por la planicie cerúlea de las aguas, cual colosales cestas de flores y frutas, desti- 1. Azara. 2. Centenera. ES : 3. En 1854 el herbario de M. Bonpland tenía más de tres mil plantas de la región del Plata, y en su Flora del Plata (aún inédita) hay clasificadas o descritas mil quinientas plantas desconocidas. EL RÍO PARANÁ. 23 nadas a decorar el festín del pueblo venturoso que algún día ha de gozar ¡oh patria hermosa! de tus gracias virginales. ¿A qué compararé el río espléndido? ¿Cómo des- cribiré el más grandioso de los ríos? Su aspecto es majestuoso, dilatado su álveo, suave su corriente. Los altos buques desplegan su velamen y surcan libremente por su canal profunda y anchurosa. Ex- tiéndese con sus afluentes caudalosos por miles de leguas sin obstáculos, brindando a la industria y al comercio inmensas regiones, las más salubres y fértiles del globo, donde algunos pueblos nacientes 24 EL TEMPE ARGENTINO. abren hoy sus brazos fraternales a todos los pueblos de la tierra. Aun el maravilloso Nilo, árbitro de la existencia de Egipto, al lado del Paraná quedaría oscurecido. Este como aquél, cada año se espacia por extensas llanuras, aunque la fecundidad que producen sus crecientes es un lujo de la naturaleza, perdido para el hombre en medio de las vastas comarcas que atraviesa, y de las dilatadas y numerosas islas que riega y fecundiza. Sus dichosos habitantes, tan re- ducidos en número, no disfrutan sino de una por- ción imperceptible de tantas y tan variadas produc- ciones espontáneas. Si se emplearan el arte y el trabajo, serían incal- culables los beneficios del cultivo de más de cuatro mil leguas cuadradas, abonadas periódicamente por sus aguas. El Paraná, como el Nilo, se divide en muchos brazos al vaciar sus aguas, y ambos tienen su em- bocadura en iguales latitudes, aunque en opuestas direcciones. Su inundación como la del Nilo, se efectúa en la estación de las lluvias tropicales; no con la violencia de las avenidas de otros ríos, sino por una lenta gradación; de modo que, aunque se eleve muchos pies sobre algunas tierras, los árboles asoman ilesos sus copas por encima de las aguas, cediendo blan- damente su follaje a los halagos de la mansa co- rriente, y todas las islas sumergidas, reaparecen en la bajante con mayor belleza y lozanía. En un suelo tan ricamente abonado por el paso de las aguas y el detrito de las plantas, la labor se reduce a reprimir la exuberante vegetación de aque- lla esponjosa mezcla de lino y de mantillo. ¿Y como se han de equiparar las aguas turbias y EL RÍO PARANÁ. 25 cenagosas del Nilo con las del Paraná, tan saluda- bles y tan puras? Aquéllas, antes de la creciente se ven casi agotadas e impotables, cuando los cristales del Paraná son siempre copiosos, puros y exquisitos. ¿Ni cómo puede compararse este clima templado y sano, con el caluroso y mortífero de la región del Nilo? El simún, viento abrasador y ponzoñoso, viene cada año a difundir el terror y la muerte por las llanuras del Egipto, cubriéndolas de inmensos turbiones de arenas ardientes y de miasmas perni- ciosos que agostan los plantios y arrebatan la exis- tencia a hombres y animales. ¡Paraná incomparable! tus escenas son siempre risueñas y de vida, tu verdor es eterno, las lluvias, a la par de las crecientes perpetúan la frondosidad de tus riberas y tus islas; nunca empaña el polvo el esmalte de sus frondas ni el brillante colorido de sus flores y sus frutos: jamás el huracán turbó la paz de tus florestas; y si el pampero impetuoso pero benéfico, agita con violencia las ondas del Plata indefenso, apenas frisa tus canales protegidos por la espesura de tus islas, y sólo esparce el bien en tus dominios, depurando los más ocultos senos de tus bosques. No solamente es admirable el Paraná por lo ex- tenso de su curso, la mole y excelencia de sus aguas, la profundidad y limpieza de su cauce, lo feraz y salubérrimo de sus islas y riberas, la profu- sión de sus producciones naturales, la benignidad de su temple, y sus inundaciones periódicas, sino también por tantos afluentes navegables que con- curren con el Uruguay y sus tributarios a formar el magnífico estuario del río de la Plata, ofreciendo a la navegación y aá la agricultura el más vasto y 26 EL TEMPE ARGENTINO. grandioso sistema de canalización e irrigación, que pueda concebir la mente humana. Inmensas soledades, rios caudalosos, bosques interminables, dilatadas pampas, valles donde re- bosa la abundancia, montañas henchidas de teso- ros... Las más importantes regiones del continente sud-americano todavía están por habitarse; sus más feraces tierras sin cultivarse; sus mayores riquezas aun están por explotarse. La nueva tierra de promisión, destinada acaso por el Omnipotente, para el asilo de la libertad y de la dicha ¿será la conquista de la iniquidad y de la fuerza? ¿o el apanaje de la moralidad y la inteligen- cia? ¿Para quiénes estará reservada después de tantos miles de años? Tres centurias hace que en medio de este oasis del mundo nuévo, se agita un pueblo valiente y hos- pitalario, a quien está encomendada su guarda hasta la realización de los altos destinos de esta porción privilegiada de la herencia humana. A A A 0 e O E A CAPÍTULO IV El delta El Paraná, como otros muchos ríos, tiene en su embocadura un terreno formado de aluviones y otras causas, que se llama delta por su figura trian- ular semejante a la letra griega de ese nombre. El delta del Paraná está comprendido en tres varios brazos denominados Paraná de las Palmas, Cara- belas, Paraná Miní, y Paraná Guazú, por los cuales desemboca en el río de la Plata. Es un vasto trián- gulo isósceles envuelto por el Paraná, el Uruguay y el Plata, que presenta a estos dos últimos su base de unas quince leguas, con una altura que no bajará de treinta, y cuyo vértice está enfrente de la Villa de San PedrokEste es el territorio insular, que, ca- reciendo de nómbre, he querido designar con el de Tempe Argentino. Dice Ampére, que Lyell ha deducido de un cálcu- lo fundado sobre la cantidad de materia sólida depo- s'tada anualmente por las aguas, que han sido ne- cesarios sesenta y siete mil años (67,000) para fo1- marse el delta del Misisipi; y que según Elíe de Beaumont, el delta del Nilo no se ha formado con menos lentitud. Pero estos geólogos discurren bajo la suposición de que en aquellos ríos el alzamiento 28 EL TEMPE ARGENTINO, del terreno sea debido solamente al depósito de las crecientes anuales. ¿Han averiguado de las tradi- ciones, o en el estudio del suelo, si hubo otras cau- sas más activas para su formación? Tal es la aluci- nación que a veces produce en la mente del sabio la belleza de una teoría preestablecida, que en la obser- vación no ve, no puede ver más que los fenómenos que concurren a realizarla; quedándose muy atrás del vulgo que puede sospechar, sin gran esfuerzo de meditación, que en un río tan caudaloso como el Misisipí, bien pudieron sus impetuosas corrientes ' haber acarreado inmensa copia de árboles y tierras, que depositados en su embocadura, hayan acelerado la formación de su gran delta. En efecto, el mismo Ampére, que visitó aquellos lugares, asegura que cuando se escava en el del Misisipí, se encuentran muchas capas de troncos de florestas enteras, amon- tonadas por lechos sucesivos, las unas sobre las otras, y que en una de esas excavaciones se ha en- contrado un cráneo humano. Véase pues, como las mismas conclusiones de la ciencia vienen a desva- necer la pretendida vetustez de los deltas; porque si hay alguna cosa demostrada en la geología, es la poca antigúedad de la raza humana sobre la tierra. “y Mas, sea lo que fuere de aquella edad fabulosa, para la formación de nuestro delta han concurrido agentes muy activos que rápidamente han estado produciendo su levantamiento y extensión. Aunque, en consideración a la poca fuerza de la corriente del Paraná no se admita la estratificación de leños (de la que tampoco se encuentran vestigios en las exca- vaciones, aunque no profundas, que se han hecho), tenemos una causa poderosa del incremento de las islas, en las dunas o depósitos de tierra formados por las polvaredas o tormentas de polvo; en las EL DELTA. 29 cuales muy recientemente M. Bravard ha encontra- do la explicación geológica de la formación y fer- tilidad del suelo de la pampa. La vegetación lujuriante de las islas de nuestro delta por medio de sus raíces y el depósito de sus despojos, las está levantando sin intermisión, lenta pero incesantemente, y la frecuente sumersión, pro- ducida por la intumescencia del Plata que deposita estratos de limo, es otra causa más aceleradora de su crecimiento, que las inundaciones anuales, en épocas anteriores; pues al presente, por grande que sea la creciente de arriba, no alcanza a cubrir las islas del bajo delta. El bajo Paraná, ramificado en mil canalizos que entrelazan sus innumerables islas con una red de hilos de agua, cada día detiene su curso y retrocede para acariciar y estrechar entre sus brazos aquellas hermosas hijas de su seno, a quienes sin cesar acre- cienta y enriquece con su abundante sedimento y frecuentes riegos. (1) De este cotidiano retroceso de las aguas, ocasionado por los vientos, resulta que todos los canales y arroyos del delta corren alterna- tivamente en direcciones encontradas, facilitando de tal modo la navegación y los transportes, que no hay sino esperar el momento en que el curso del río sea favorable, para llegar al punto deseado, al solo impulso de la corriente. Así es que aquel celebrado dicho de Pascal, que los ríos. son caminos que andan, puede aplicarse con toda propiedad a esta parte del Paraná, pues que es un camino que con- duce a los navegantes hacia rumbos opuestos. 1. En el país se da el nombre de mareas a las crecientes en sentido inverso a la corriente del río, causadas por el em- puje de los vientos sobre el río de la Plata. 30 EL TEMPE ARGENTINO. Las valiosas producciones de las islas, que mana- ron día por día durante siglos, cual ríos de leche y miel, no han bastado para llamar la atención sobre el inagotable venero que las cría. Los habitantes de la campaña construyen sus casas, cercas, corrales, carros y arados con las maderas de las islas, sin saberlo. El negociante europeo paga con estimación las pieles de nutria y capibara, ignorando quizá su procedencia. La cáscara que suministra el tanino para la curtiembre, la leña con que se proveen las fabricas y el hogar, el zumo refrigerante de la na- ranja, la exquisita miel, los delicados duraznos, soír bienes que se disfrutan en Buenos Aires y en las poblaciones ribereñas de una y otra banda de los tres ríos, sin que se conozca el suelo que espontá- neamente los produce. Siglos hace que estas islas preciosas están entregadas al hacha destructora del leñador indolente, y son sin tregua esquilmadas por la ciega codicia del hombre inculto, sin el coto de la ley y sin el correctivo reparador de la industria. ¿Cuál es el país tan afortunado como el Tempe Argentino, cuyos moradores vivan exentos de la pena impuesta al hombre de no gozar sino á costa de sus fatigas los productos de la tierra, sin más trabajo que alargar la mano para recoger los abun- dantes dones de un suelo feraz y de sus fecundas aguas? ¿En qué país del mundo, como en este nue- vo paraiso se ve la industria y el trabajo reempla- zados por la misma naturaleza que, encargada del abono y riego del suelo, le hace producir las más seguras y abundantes cosechas? ¿Inventó jamás la ciencia un medio tan fácil de comunicación co- mo el de los canales del delta, donde los buques pueden surcar por opuestos derroteros, sin necesi- EL DELTA. 31 dad de la fuerza de los brazos, de los vientos, o el vapor ? La tan celebrada fertilidad de Egipto, debida a las inundaciones del Nilo, además de requerir la concurrencia del arte en la construcción de lagos y canales, está sujeta a las contingencias de una se- quía destructora cuando faltan las crecientes; alos inconvenientes de un clima abrasador e insalubre, y ala pena del asiduo trabajo del labrador. Más en esta región venturosa del Paraná, además de los dones con que nos brinda la naturaleza, la feracidad del suelo será tan constante y perpétua, la fructi- ficación y las cosechas tan seguras como la versa- tilidad de los vientos que producen el repetido as- censo y descenso de las aguas que lo riegan y abo- nan repetidas veces en el año. 3 Tampoco necesita ser removido por el hierro un terreno perfectamente mullido y abonado hasta la profundidad de doce pies; como que todo él es for- mado del sedimento de las aguas en las crecientes, y del polvo de las tormentas y de los despojos ve- getales y animales; obra de dilatados siglos. En los ribazos formados por los derrumbes, y mejor en una zanja que se practique sobre el terreno, es fá- cil notar este sistema de formación de las sutiles capas alternadas, una de finisima tierra roja, y otra de ojarasca y detrito, que ofrecen la apariencia del ojaldre. La parte más profunda del suelo no contiene más que un limo rojizo, y debajo de éste un barro are- noso de color plomo oscuro. En ningún punto de todo el terreno de estas islas puede encontrarse piedra, ni arena sensible al tacto, ni cuerpo mineral alguno que no haya podido estar en estado de impregnación en las aguas o de sus- 32 EL TEMPE ARGENTINO. pensión en el aire; porque siendo la formación del terreno obra de la lluvia, de un polvo impalpable y del asiento del líquido, y no de violentos aluviones, la suave corriente no pudo arrastrar ni depositar allí, sino las sustancias que puede traer desleídas o flotantes. Una combinación tan hábil y prolijamente prepa- rada por la naturaleza, cual no podría ejecutarla el arte, es de una actividad vegetativa tan vigorosa, que necesita ser reprimida, y no estimulada; es tan suelta y fofa, que no requiere ser aflojada sino com- primida al pie de las plantas. Así es que, al des- montar el terreno, conviene dejar las cepas de los árboles, para que la demasiada labor no aumente la exuberancia de la fertilidad que puede ser nociva a ios plantios. El sistema de riego, desecación y navegación tra- zado allí por la mano de Dios, es el más completo que pueda imaginarse. La utilidad y la belleza se ven en él admirablemente combinadas. Nótanse en primer lugar varios canales navegables, capaces de embarcaciones de grande calado, casi paralelos entre sí, que siguen una dirección aproximada a la del cauce O brazos principales dividiendo el delta en largas zonas; y que entrelazados por otros canales transversales, subdividen aquellas zonas en varías islas de extensión y formas muy variadas. La parte interior o central de cada isla es un bajío o conca- vidad que constituyen un verdadero estanque de irrigación y desagúe. Desde aquel estanque parten en todas direcciones multitud de regueros o arro- yuelos que van a desaguar en el canal que circuye a la isla, formando todos en su curso los más gra- ciosos giros por entre densas arboledas. EL DELTA, 33 En cada inundación se represan las aguas en aquel grande estanque; de modo que aunque baje el río con rapidez, como ordinariamente sucede, queda la isla rebosando y empapada como una es- ponja, en tanto que se desagua pausadamente por las regueras o arroyitos, entreteniéndose así una constante humedad en el terreno. Estas regueras sirven también para mantener en perpetua comuni- cación las aguas del estanque interior con las del río; por medio de las crecientes diarias que no alcanzan a cubrir el terreno. Con esta continua renovación se hace imposible la corrupción de las aguas, pues jamás están estancadas ni quietas; ni aun puede tener lugar la fermentación pútrida de los despojos del reino animal, porque las frecuentes inundaciones los entregan a la voracidad de los peces que sobreabundan. Libre así la atmósfera de miasmas que la alteren, e incesantemente purifi- cada y embalsamada por las emanaciones vivifi- cantes de los vegetales, ¿cómo no ha de ser el. aire de las islas el más puro y sano que pueda respi- rarse? Si el alto Paraná ofrece escenas sublimes de mag- nificencia y de terror, en sus estruendosos saltos, en la impetuosidad de su corriente, er sus altas barrancas que se desploman en grandes masas a la vista azorada del viajero, en sus selvas tenebrosas y fragosos montes, poblados de tigres, leones, coco- drilos, serpientes ponzoñosas, vampiros sanguina- rios y lúgubres buhos, que día y noche atruenan el aire con,sus discordantes aullidos; en el bajo Pa- raná todo es tranquilo, silencioso y risueño. “La naturaleza (observa Saint-Pierre) no emplea 3 — Tempe 34 EL TEMPE ARGENTINO. los pavorosos contrastes sino para alejar al hombre de algún sitio peligroso; en todo el resto de sus obras, sólo reune los medios armónicos.” En las plácidas vegas del “Tempe Argentino nada hay que se parezca a precipicios, cimas, ni cavernas; su manto de verdura no encubre plantas venenosas ni lo afean abrojos y espinas; los bosques no oponen a su acceso zarzas, matorrales o breñas, ni abrigan. fieras O repugnantes sabandijas; en sus aguas ni hay abismos, ni cataratas, ni remolinos, ni torren- tes, ni aun oleadas se levantan. Todo allí es apa- cible, dulce y bello; mo se oye sino melodías inefa- EL DELTA. 33 bles: no se ve sino objetos armoniosos; concordan- cias de sonido, simetrías de formas, armonías de colores, de movimientos, de vidas. Las nieblas nunca empañan el hermoso celeste de su cielo; y cuando lo cruzan hermosas nubes, es para embelle- cerlo con la variedad de sus formas y matices. Y todas estas escenas del cielo y de la tierra, vénse primorosamente representadas en el espejo de sus ríos siempre tranquilos. A su vez el follaje que se mira retratado, imita, al soplo de la brisa, el mur- murio de las aguas; se oye el canto de las aves, y los ecos del soto repiten el sentido clamoreo del amartelado chajá que llama a su compañera. MX Este cúmulo de tan dulces emociones imprime en el alma un sentimiento inexplicable de bienestar, que uno cree aspirar en el ambiente; que parece que da a nuestro ser un nuevo espíritu de vida, que trae a nuestra memoria todos los gratos recuerdos, y predispone el corazón para todo afecto tierno. Siendo en las márgenes de los arroyos, donde la vegetación es más vigorosa, siempre corren éstos por entre frondosas arboledas cubiertas de enreda- deras floridas, ofreciendo a la vista encantada, ya una hojosa bóveda, bajo la cual pasa silencioso el arroyuelo, ya una magnífica arcada, ya un sombrio cortinado en forma de gruta, que convida con su belleza y su frescura. En los arroyos de menor caudal no falta para cru- zarlo un puente rústico pintoresco, formado por algún corpulento seibo caído, pero siempre engala- nado con sus penachos de hermosas flores de ter- ciopelo carmesí y un lujoso tocado de bejucos. Parece que las aves prefieran para establecer su morada los árboles de las orillas. Entre los nidos más lindos llaman la atención el diminuto del pica- 36 EL TEMPE ARGENTINO. flor con sus dos huevecitos como dos perlas, y el del boyero, a manera de una bolsa larga, de un admirable tejido hecho con finísimas pajas o sutiles raíces. Aunque es constante el silencio de unas aguas siempre apacibles, y lentas en su curso, óyese de vez en cuando un blando susurro producido en un canalizo por el obstáculo de un tronco que oponién- dose a la corriente, forma la única cascada de estos sitios. Pero el silencio del río es frecuentemente interrumpido por el macá que bate la superficie con sus alas y sus remos para ayudarse en su pesado vuelo; por los cardúmenes de peces que azotan las aguas; y por las nutrias y carpinchos que se zam- puzan. =A : Como diariamente se eleva y baja algunos pies el nivel de las aguas de los canales principales, cada día los más pequeños, ora se quedan en seco, ora rebosan; pero los mayores son siempre navegables. Esto hace sumamente fácil la internación y comuni- cación por todo el espacioso delta, ofreciendo a la industria una ventaja inapreciable, como puede con- cebirse, suponiendo que todos los caminos de una provincia se transformasen en canales de navega- ción. Las tierras más altas y Apis para toda especie de cultivo son las que están a orillas de los canales y arroyos, y se llaman albardones, cuya anchura varía desde cinco a seis varas hasta cien o más. Por lo general son tanto más extensos los albardones cuanto mayores son los arroyos que los orillan, y cuanto más distan las islas de la embocadura del río. Desde lo alto del albardón va descendiendo el terreno hasta formar la concavidad o estanque inte- rior que se llama vulgarmente bañado cuando tiene EL DELTA. , 37 tan poca agua que se enjuta en el estío, y laguna la propiamente tal. Las tierras más bajas que son las que forman el fondo de los estanques o bañados, y que deben ser excelentes para arrozales y mimbreras, están todas cubiertas de un perenne yerbazal. En muchas de ellas crecen bien los sauces y deben prosperar todos los árboles acuáticos. La aptitud de las tierras altas para todo género de cultivo, sin que la sumersión perjudique las sementeras, está demostrada por la experiencia de los carapachayos o isleños, que siem- pre han recogido abundantes cosechas de sus peque- ñas huertas, y con ensayos en mayor escala, hechos posteriormente por hombres inteligentes que han empezado a explotar en esa mina desconocida de riqueza vegetal. No hay que imaginarse prodigios de fructificación, en cuanto al tamaño de las pro- ducciones, como los racimos de la tierra de Canaan que necesitaba cada uno ser suspendido en una pa- lanca entre dos hombres; pero sí, es verdaderamen- te prodigiosa la multiplicación de los granos y la abundancia de las frutas, y es también indudable que mejoran en calidad y en volumen. El maíz da cuatro mil por uno; y si los vástagos de las cepas gigantescas de la Palestina se plantasen en nuestra tierra de promisión, darían seguramente sus mons- truosos racimos. Las islas de mucha extensión suelen tener tierras elevadas, cubiertas de árboles en el centro de las lagunas, formando otras islas en el seno de cada isla. El+descubrimiento de esos montes, jamás ho- llados por la planta del hombre, es un suceso que colma las aspiraciones, así como constituye la mayor riqueza del carapachayo laborioso, quien dispone como dueño absoluto de las maderas y demás pro- 38 EL TEMPE ARGENTINO. ducciones de su hallazgo. Por una convención tácita entre los isleños, es reconocido y respetado el dere- cho de propiedad en estos casos, mientras el primer ocupante se emplea en la corta o tiene establecido allí su rancho. ./ ¡Misteriosos bosques, apartados asilos, habitados tranquilamente por la tórtola; donde sólo se oyen sus arrullos amorosos y el susurro de las alas del mainumbí o el mumurio de los sinuosos arroyue- los!... ¡apacibles soledades! ¡dichoso el que pueda levantar el velo de vuestros secretos encantos; pero todavía más dichoso aquel que los pueda gozar en paz al abrigo de su choza! COXAPERITCO. Y Habitantes Pudiera dudarse de que fueran habitables unas islas anegadas muchas veces en el año, si el hecho de estar pobladas desde tiempo inmemorial, no de- mostrara que esas inundaciones no presentan incon- veniente alguno. Ni las numerosas ranchadas (así se llaman las habitaciones temporáneas), ni los ranchos estables ocupados por los isleños y sus familias, han sido jamás destruidos por el impulso de las aguas o los vientos, sin embargo de su débil construcción, y de verse muchos de ellos anegados con frecuencia por no haber tenido la precaución de levantar su piso. Por lo general, una vara de terraplén para el pavimento de la casa es suficien- te para que no alcancen a bañarlo las mareas más altas. Teniendo todos su embarcación a la puerta, como vehículo indispensable, encontrarán en ella segura salvación, en el caso de una crecida extraor- + dinaria, que nunca puede durar más que la suestada AS e O >. 40 EL TEMPE ARGENTINO. o el huracán que la produce, sin que haya que temer nada de las olas, porque allí nunca se forman. Tan desconocido ha estado el delta para los habi- tantes de la ciudad, que un escritor distinguido, entusiasta admirador de sus bellezas, aun después de visitar algunas de sus islas, creyó que todavía la familia no había establecido allí su hogar. Los vie- Jos nogales, naranjos y parras que se encuentran acá y allá simétricamente colocados, árboles seculares plantados por la mano del hombre, revelan la anti- gúedad de su morada estable, que remonta a una época anterior a la conquista. Es tradición entre los habitantes de las islas, que los Jesuitas tuvieron allí grandes establecimientos agrícolas, y es probable que los primeros cultivadores serían sus neófitos los Guaranies. , O Consta de la historia de estas regiones, que las islas del delta en la época del descubrimiento de esta parte de la América, estaban ocupadas por la nación Guaraní. Menos incultos que los nómades habitantes de las pampas, los Guaranies vivían en poblaciones esta- bles, cultivaban sus tierras, cosechaban grandes cantidades de maíz, batatas y otros frutos, y tam- bién el algodón, del que sus mujeres tejían las telas necesarias para sus vestidos; hacian inagotables acopios de miel, con la que, como con el maíz, pre- paraban la chicha; criaban como aves domésticas, patos, pavos, hocos, gallinetas, yacúes o pavas de monte, araes o guacamayos; y se aprovechaban de la abundantísima pesca y de una gran variedad de animales monteses de carne sabrosa que abundan en estos ríos. Ep su índole y costumbres participa- ban del carácter dulce y apacible de la naturaleza A » Ml - HABITANTES. 41 que los rodeaba. Su sencillez y hospitalidad jamás se desmintió en su trato y comunicación con los primeros pobladores europeos. HFstas bellas dotes las conservan aun sus descendientes que forman la masa de la población del Paraguay y de Corrientes, habiendo también conservado su propio idioma. Hasta el día la lengua guaraní, casi con exclusión de la castellana, es la que se habla en la república Paraguaya, en todas las clases de la sociedad. Como la extensión del delta es más de doscientas eguas cuadradas, el corto número de sus habitantes no puede alterar la fisonomía montaraz y solitaria del país. Ellos, además, eligen para establecerse los arroyos apartados de los canales de la navegación general: así que, no es de extrañar que los viajeros tengan aquellos sitios por inhabitados. (1) En estas nuevas Batuecas existe pues, desde tiem- pos muy remotos, un pueblo sencillo e inocente, de costumbres patriarcales, donde han reinado imper- turbables el orden, la paz y la armonía, sin el apoyo de las leyes, cuya acción no alcanza allí, y sin la im- tervención del poder público, civil ni religioso, que allí no imperan. Veinte años hace que frecuento las islas y trato con sus moradores, sin que jamás haya tenido un sí ni un no con ninguno de ellos; sin que jamás haya presenciado la menor desavenencia, ni escena algu- na desagradable. $ 0 1. Escribíamos esto en el año de 1856. Al presente se ha- —Tlan ocupadas todas las islas del bajo delta, por un conside- rable número de hijos del país y de extranjeros, que han “acudido de Buenos Aires y de'los pueblos cireunvecinos. ” v 42 EL TEMPE ARGENTINO. AMí no se usan cerraduras ni trancas en las puer- tas, aunque las chozas queden solas por muchos días; nadie osa tomar lo ajeno; el hogar y cuanto hay en él está protegido por la religión de la hospi- talidad, la cual sólo permite que el forastero que llega a la choza solitaria, tome de ella lo necesario para su inmediato refrigerio y descanse en la cama de su dueño ausente. Tales son hasta hoy mismo las costumbres envi- diables del Tempe Argentino. La hospitalidad es el rasgo más característico del isleño, como lo es de todos los naturales de la cam- paña en la vasta región a que dan su nombre el Paraguay, el Paraná, el Plata y el Uruguay. Cuanto menos civilizados son los indígenas de un país cual- quiera, y cuanto menos frecuente es la comunicación entre los diferentes grupos, tanto más vigoroso se manifiesta el sentimiento de la hospitalidad. El ha existido y existe en todas las regiones del orbe, tanto entre los pueblos salvajes, como entre los más morigerados, que se encuentren en esas condi- ciones de segregación y de incultura. No parece si- no que la hospitalidad es un sentimiento innato, gra- bado en el corazón humano por su Hacedor, para conservar la confraternidad entre todos los hombres, y asegurar la sociabilidad, haciendo imposible el aislamiento de los pueblos. Y así como para la per- petuidad de la especie, dió al amor el atractivo del supremo deleite físico; así, para asegurar los víncu- los de la sociedad universal, acompañó el ejercicio de la hospitalidad de un placer moral inefable. "Todas las naciones han propendido a fomentar la práctica de la hospitalidad haciendo de ella un dogma sagrado, una ley inviolable. Tanto en la India, como en la Grecia y el Egipto, era una creen- HARITANTES. 43 cia universal el tránsito y permanencia de los dioses en forma humana entre los hombres. Ese viajero, ese peregrino desvalido que llegaba a las puertas de la casa ¿no podía ser Brama, Osiris, Orisis, u otra deidad aparecida a los hombres para verlos de cer- ca y experimentarlos? ¿Qué paso más tierno y edi- ficante que el de Filemón y su esposa Baucis, hos- pedando con la mayor cordialidad en su pobre ca- baña a Júpiter y Mercurio disfrazados de peregri- nos, que habían recorrido toda la población sin en- contrar hospitalidad entre los opulentos y felices de la tierra? En los campos y en las islas del Paraná, del Uru- guay y del Plata, como en los pueblos antiguos, el huésped es siempre acogido con respeto y alegría, servido y obsequiado con perfecto desinterés. Diréis que es de su propia conveniencia el ejercicio de la hospitalidad; para cuando llegue el caso de tener a su vez que reclamarla; que la hospitalidad no es más que la aplicación de aquel precepto que provie- ne de una previsión egoísta más bien que de una generosidad desinteresada: “Haz con los otros lo que quisieras que hiciesen contigo”.—Bien: por este cálculo no seréis rechazado del hogar, se os provee- rá de lo necesario si carecéis de dinero para pagar- lo, y se os tratará, en fin, con la frialdad y descon- fianza que no puede menos de inspirar un hombre extraño y desconocido. Mas no es esta la hospitali- dad del isleño argentino; él os recibe con el cariño de un hermano, de un padre; os introduce al seno de su familia, sin preguntaros quién sois; os cede su propio lecho; os sienta a su mesa con regocijo; par- te con vos, sin admitir recompensa, sus escasas pro- visiones; y todo esto lo hace él, lo hacen su esposa y sus hijos con tan buena voluntad y tanto gusto, que 44 EL TEMPE ARGENTINO. os encontraréis contento y feliz y no podréis dudar que aquellos corazones gozan, al serviros, de la más pura satisfacción. He ahí la verdadera hospitalidad, la virtud inspirada por el Cielo. O ISI CAPÍTULO VI El rancho A la margen de un arroyo encantador, a cuatro pasos de su orilla y a la sombra de un grupo de sau- ces elevados y coposos, una simple estacada en un ámbito de seis varas en cuadro, sosteniendo un te- cho de paja con paredes formadas de junco o de ramas; tal es el rancho del isleño. Es su obra de pocos días, que dura muchos años. Su mueblaje se compone de un cañizo para dormir, y otro más alto para despensa; una mesa de seibo; algunos bancos y platos de la misma madera; asador, olla y paba o caldera de hierro: un mate y un saco de camuati para la sal. He aquí un edificio que con su menaje todo no vale tanto como uno solo de los muebles que el lujo ha hecho necesarios al habitante de las ciu- dades. Y esa pobre choza con su rústico ajuar com- prende cuanto el hombre puede necesitar para su seguridad y reposo, su comodidad y placer... pero que no se aloje en ella el que haya llegado a ener- varse al extremo de ser más delicado que el pica- flor que la prefiere para suspender bajo su alero la cuna de sus hijuelos. ¡Cuán poco necesita el hombre para vivir satisfe- cho y tranquilo, cuando las necesidades facticias y 46 EL TEMPE ARGENTINO. las vanidades del inundo no le han hecho esclavo de mil gustos nocivos e innecesarios, de mil ridicule- ces y de un sin número de costosas bagatelas ! ¿Qué artesonado puede igualarse a la pompa y hermosura de un grupo de sauces de Babilonia que abraza en su extensa bóveda la cabaña con su patio y el puerto y la chalana y el baño, defendidos del sol por sus ramas colgantes frondosísimas? (1) Aun consultando la variedad y delicadeza de los gustos (si se ha de combinar su satisfacción con la salud) nada de las mesas opíparas se puede echar menos al probar las sencillas preparaciones del fo- gón de las islas. Yo hasta ahora no he gustado un plato que supere al odorífero y jugoso asado que solo nuestros cam- pesinos saben preparar. Difícilmente la cocina del rico aderezará un manjar tan sabroso como sano y suculento. Para el sobrio habitante de las islas, el simple te del Paraguay o mate, suple con ventaja para su paladar y su salud, por todos los licores y pociones conocidas. El agua exquisita que corre al pie del rancho del carapachayo bastaría para hacerlo preferible a las habitaciones ciudadanas con todas sus bebidas peregrinas. El agua del Paraná, tan digna de su fama por su excelencia, quizá sea más eficaz que todas las panaceas y elixires inventados para recobrar la salud y conservarla. ¡Oh, qué hechicera y agradable es ia morada del isleño a la margen del arroyo, al abrigo de dos co- 1. Chalana: pequeña embarcación plana, sin quilla, gene- ralmente sin cubierta. Tiene timón y vela (a diferencia de la canoa que no los tiene), y cuando le falta el viento, anda al impulso de un botador. Si es muy chica, se maneja como la canoa con una espadilla o pala que sirve a la vez de remo y de gobernalle. ; EL RANCHO. y7 pudos sauces, con su baño delicioso y su chalana! ¡Qué deleitable contemplar las bellezas de la prima- vera desde su rústico y pintoresco albergue! ¡Qué grato es aspirar el aire vivificante de la mañana, que penetra en el rancho libremente, incitándonos a gozar el bello espectáculo de la salida del sol! ¡Qué encanto escuchar a la alborada el cuchicheo de los nidos y los alegres preludios de los himnos a la aurora que asoma por el oriente! Todavía no se muestran para el hombre señales del alba, cuando bajo su mismo techo se la anuncia la charla bullicio- sa de las golondrinas, seguida muy pronto por las tiernas canciones de la tacuarita, y los gritos del bienteveo repitiendo su nombre. 'Todas las aves abandonan la espesura que les sirvió de refugio con- tra los temores de la noche; dejan sin cuidado sus polluelos, y cada una a su modo celebra la vuelta de la luz que les trae la alegría y los placeres! La calan- dria se remonta por los aires entonando sus inimi- tables cantos, para anunciar desde el cielo a los dor- midos el nacimiento del sol. El hornero, modelo de industria y parsimonia, nos avisa con su ruidoso claqueo, que ha llegado la hora del trabajo. El bo- yero (pájaro tejedor) parece despertar a los gana- dos con sus silbidos sonoros que imitan la voz hu- mana. El carpintero, sin pérdida de tiempo, conti- núa a golpe de pico en un duro tronco la obra labo- riosa de su nido, y millares de jilgueros, cantando todos a la vez, aumentan el regocijo de la madruga- da con el gracioso desconcierto de sus trinos. Toda la naturaleza se despierta a gozar el placer de la existencia desde los primeros albores del nuevo día. El verdor del follaje, la frescura de la brisa, la fragancia y belleza de las flores, el susurro de los árboles, la trisca de las aves y los peces, el AS EL TEMPE ARGENTINO. rocío, y las aguas que centellean con sus reflejos... todo infunde el más puro alborozo, todo embarga los sentidos y los llena de una deleitación sosegada y pura, todo nos inspira vehementes deseos de fijar nuestro domicilio en la cabaña situada a la margen del arroyo, a la sombra de los elevados y coposos sauces, con su chalana y su baño entre las ramas colgantes y las flores y los pájaros canoros. t 15 y Ñ Ip De! E Ss _E , ss CAPÍTULO VII Animales útiles El hombre se cree autorizado para disponer a su antojo de las obras de Dios; error de su ¡gnorancia, O vana presunción de su orgullo; humos de su pris- tina grandeza. El cree que, sin más examen que el de su inmediato provecho, puede entrar a sangre y fuego en los dominios de los reinos animal y vege- tal. Y sin embargo, no desconoce el orden admirable que preside en toda la creación; orden que es más palpable en el equilibrio de fuerzas productoras, conservadoras y destructivas, pues nunca se ha per- turbado sin gran perjuicio de la familia humana. Pretender el derecho de disponer a su albedrío de esos seres, es abrogarse el derecho de atentar con- tra ese orden conservador. En el sistema actual de la naturaleza es necesaria la existencia de los animales carniceros y voraces para neutralizar la excesiva multiplicación de otros vivientes, y para purgar la tierra de los cadáveres pertenecientes a los seres que expiran de muerte natural o de otro modo, a fin de que no corrompan el aire que han de respirar los que sobreviven. También es necesaria la presencia de los árboles A — Tempe 50 EL TEMPE ARGENTINO. para la conservación de las aguas, para atraer las lluvias y para la constante depuración de la atmós- fera. Regiones enteras, las más fértiles de la tierra, se han convertido en áridos desiertos, a causa de haberlas despojado el hombre de sus arboledas, y muchos pueblos se vieron y se ven hoy, por igual motivo, con su antigua sanidad perdida. Provincias hay que han visto todas sus cosechas devoradas por los insectos, a causa de haber destruido ciertas aves, porque comían algún grano de las eras, y han teni- do que volver a traer y propagar los pájaros que habían exterminado por dañimos. En una porción no pequeña del territorio argen- tino hacen grandes estragos en las quintas y un enor- me consumo de pastos en los campos las hormigas, que se han multiplicado asombrosamente, por ha- ber sido destruidos los tamanduáes u osos hormi- gueros, cuadrúpedo expresamente organizado para alimentarse de hormigas. Así es como el hombre, por no observar las leyes de la naturaleza y, creyendo muchas veces librarse de un animal nocivo o de un árbol inútil, destruye el equilibrio de la creación, y ocasiona las plagas que a la vez consumen su riqueza y su salud. Por el contrario, cuando aplica su razón a la ex-. plotación de las riquezas naturales, no procede a destruir sin el previo estudio necesario de las causas finales de los seres; y así saca de ellos el mayor provecho posible, sin exponerse a provocar futuros males. Se sujeta a reglamentos en el desmonte, la caza y la pesca, en el interés de conservar estas ri- quezas para sí y sus descendientes. Asegura bajo las leyes protectoras la vida de todos los individuos de ciertas especies que no le hacen sino beneficios, como sucede con el buitre de Bengala en la India, ANIMALES ÚTILES. 51 con la polla de Faraón en Egipto, y con el urubú o carranca en el Perú, Haití, el Brasil, Paraguay y otros puntos de Sud-América. 'Todas estas aves, parece que estuviesen exclusivamente encargadas de la limpieza de las ciudades, pues libran diaria- mente las habitaciones y las calles de animales muer- tos y toda clase de inmundicias. Al ponerse el sol vienen en grandes bandadas a las poblaciones, se tragan todas las basuras, por repugnantes que sean, y después de haber hecho la más completa policía, se retiran. En Lima los llaman ciudadanos, como que se hombrean con la gente que nunca incomoda a estos empleados civiles, aunque despidan un olor poco agradable, y a veces alguno de ellos perturbe el orden público, armando camorra con algún perro por disputarse un hueso. “Todos los gobiernos de esos países han tomado a dichos pájaros bajo su protección imponiendo una fuerte multa al que mate alguno de ellos. La cigiieña es también protegida por las leyes y costumbres de la Holanda, y hasta los Hotentotes castigan severamente al que mate uno de los pájaros secretarios del Cabo de Buena Esperanza, enemigos implacables de las serpientes. También el hombre se apodera de las especies que encuentra más útiles y dóciles, domesticándolas y conservándolas bajo su inmediato dominio. Empero, que no se envanezca atribuyendo a su superioridad esa conquista; que no se jacte de ha- ber, por medio de su habilidad y de su industria, subordinado a su voluntad esos seres; no, él no ha hecho más que recoger un don con que lo ha favo- recido el Cielo, no ha hecho más que aprovecharse de aquel instinto, de aquella predisposición tan mar- cada, impresa en determinados seres, en obsequio del hombre, por la mano del Criador apiadado de 52 EL TEMPE ARGENTINO. su destitución en medio de todas las criaturas que, por doquiera huyen a su aspecto. Quiso conservarle un resto de su servidumbre al monarca destronado. De nada ha valido la superioridad de su inteli- gencia y de su fuerza para sujetar a los rebeldes. Hasta ahora no ha podido el hombre someter a su obediencia aquellas especies en que no se encuen- tra una innata tendencia a la sumisión. Todo lo que puede conseguir, es reducir algunos individuos, a fuerza de trabajo, o con prisiones; pero domesticar las razas, jamás. Con cada nuevo individuo tiene que recomenzar su tarea de docilizarlo. En miles de años de ensayos incesantes no ha logrado siquiera dominar al ruiseñor, ni domesticar al canario, al halcón, al oso, al mono y tantos otros. El admirable y valiosísimo castor, huye de su presencia; el ele- fante y el loro cautivos se rehusan a los impulsos más poderosos de la naturaleza, y no se propagan; el lobo, a pesar de ser tan afín al perro, es indo- mable. Lejos de notarse tal indocilidad y hurañía en las especies domesticables; lejos de necesitarse hacer- las pasar por una larga serie de generaciones para suavizarlas y hacerlas contraer hábitos nuevos, el hombre las encuentra ya, desde su estado silvestre o montaraz, con las mejores disposiciones para sometérsele; y no sólo para servirlo según las habi- tudes naturales, ¡peculiares a cada especie, sino abandonándolas con increíble docilidad, hasta con- traer costumbres diametralmente opuestas a las pri- mitivas, y formar de una especie razas o varieda- des con hábitos contradictorios, como sucede con el perro. A este incomparable animal que, por sus nobles prendas, se le presenta a su mismo amo como el ANIMALES ÚTILES. 53 modelo de la amistad, de la lealtad, de la resigna- ción, de la abnegación y de tantas otras excelentes cualidades, ¿le habrán sido inspiradas por el hom- bre que, o no las tiene, o las mancha a cada paso? ¿por el hombre que no pocas veces se muestra in- 4 Uh nt : añ ¡LA ' SS y dl e 2 2 tE > == 3 A 7x Ar pa id E O ADA j a? 1á z 2 E “ Y * Un NA FP justo, ingrato, duro y caprichoso con el mismo gene- roso animal a quien no puede degradar ni corrom- per con el mal ejemplo de sus violentas pasiones ? La cabra y la llama han dejado sin repugnagcia la independencia de las montañas y el placer de sal- 54 EL TEMPE ARGENTINO. tar de risco en risco, para sujetarse a la vida seden- taria del establo; la oveja, de clima frío, como lo in- dica su vellón, se acomoda a todos los temperamen- tos, y hasta se vuelve ictívora; el caballo soporta to- dos los climas, y llega a hacerse omnívoro como su señor; el búfalo y el toro, dó- ciles a la voz de un niño, con- ducen enormes pesos; el ca- mello se postra de hinojos para recibir la carga; la abe- ja ha perdido su innata afi- ción a los bosques, y no los busca ya, por más que goce de la libertad del vuelo, y no perciba nada de su señor en retribución del tesoro de sus panales; la paloma casera, bien que dueña de su albedrío y de sus alas, jamás se aleja de la habita- ción del hombre, aunque no reciba de su liberalidad un solo grano. . Otras muchas especies, como si se hallasen domi- nadas de una invencible inclinación a la compañía del hombre, constantemente rodean y aun ocupan nuestras casas, aunque sin renunciar a la indepen- dencia; y nos son útiles persiguiendo los insectos que nos molestan, o recreándonos con sus cantares. De este número son las golondrinas, el pinzón, la tacuarita, el picaflor, la calandria y el jilguero. ¿De dónde proviene esta domesticidad, sino de la indole del animal? ¿De dónde, sino de una inclina- ción instintiva a la compañía del hombre? ¿De dónde esa incompresible facilidad de 'renunciar sus propensiones naturales, para amoldarse a las nugstras? ¿De dónde esa buena voluntad para ser- virnos, que les hace soportar con gusto las más ANIMALES ÚTILES. 55 duras tareas, sino de una secreta predisposición determinada por el Autor de la naturaleza, para que ciertas especies de animales quedasen consagradas al servicio inmediato de la familia humana ? Por eso es que han sido vanos sus .es- fuerzos para hacer nuevas conquistas, cuando no han encontrado al animal predis- puesto; y se pierde en la os- curidad de los tiempos más re- motos el origen | de la domesticación del mayor número de las espe- cies que actualmente tiene subordinadas. Con todo, el hombre tan preciado de su saber y de su industria, todavía está muy distante de com- pletar el estudio de las propiedades y costumbres de los seres que lo rodean, ni la adquisición de los servicios que le ofrecen, especialmente en los países recientemente descubiertos o explorados. Circuns- cribiéndonos a la región que habitamos, ¡cuánto no tendría que admirar en el estudio de tanta variedad de abejas y avispas melíferas y cereras que se hallan en nuestros bosques! ¡Cuánta facilidad encontraría en domesticar las especies que carecen de aguijón, como otra prueba más de la inocuidad de los ani- males de este clima! ¡Cuánto provecho no sacaría 56 EL TEMPE ARGENTINO reduciendo a su servicio tantas aves y cuadrúpedos tan útiles como dóciles del delta! ¡Cuánto que ad- mirar y que aprender en la arquitectura del hor- nero, en su laboriosidad, su aseo y su amor a la familia! El nos enseña a ser esmerados y previsores en la construcción de nuestras casas, formando a nuestra vista un edificio perfectamente regular y hermoso, que ofrece comodidad y seguridad, y tan sólido, que por dilatados años resiste a las intempe- ries, sin necesidad de refacciones. El, a una con su consorte, nos despiertan al amanecer con su canto bullicioso; y nos incitan al trabajo con su ejemplo, enseñandonos que esa es la hora más propia para emprender las tareas del día, y que el aire de la ma- drugada es lo que más contribuye a sostener la salud del cuerpo y la alegría del ánimo, como lo prueban todos los ejemplos de longevidad humana, la cual sólo se encuentra entre las personas ma- drugadoras. (1). 1, Huffeland lo demuestra con numerosos ejemplos y ra- ciocinios en su libro el “*Arte de prolongar la vida?”. CAPÍTULO VII El picaflor y el chajá Sin un estudio detenido y sin escribir grandes vo- lúmenes, no es posible manifestar las maravillas que a cada paso nos sorprenden en nuestro suelo. $Só- lo en la ornitología, no son menos de cuatrocien- tas las especies nuevas descritas por Azara. No me propongo revistar todas las del delta. Entre estos seres alados hay dos que no he podido menos de observar, porque fueron los primeros que impresio- naron con viveza mi infantil imaginación, la prime- ra vez que penetré en los encantados ríos de la pa- tria; el uno, grande y majestuoso, cerniéndose en- tre las nubes, y el otro, diminuto y hechicero, inmó- vil en el aire, ante una flor. “¿Habrá algún hombre que al ver esta preciosa criatura balanceada entre el susurro de sus peque- ñas alas, en el seno de los aires donde se halla sus- pendida como por encanto, girando de flor en flor con un movimiento tan gracioso como vivo, conti- nuando su curso del uno al otro extremo de nuestro vasto continente, y produciendo en todas partes transportes siempre nuevos, ¿habrá algún hombre, pregunto, que habiendo observado esta brillante OQ IS EL TEMPE ARGENTINO. partícula del iris, no se detenga para admirar, y no dirija al instante su pensamiento lleno de adoración hacia el todopoderoso Criador? ¿hacia aquél cuyas maravillosas obras cada uno de nuestros pasos nos descubre, y cuyas concepciones sublimes mos son manifestadas por todas partes en su admirable sis- tema de creación? No; sin duda, semejante ser no existe.” No hay escritor, sea naturalista o simple viajero observador, que no haya consagrado al picaflor al- gunas páginas, siempre las más bellas de sus obras. Buffón ha trazado un cuadro encantador de esta joya alada de la América, y Audubon (de quien son las palabras que preceden) lo describe con igual gracia y propiedad. No obstante mucho falta toda- vía para que la pintura se acerque «1 su modelo, mucho falta que observar en la vida del picaflor; pero no seré yo quien ose añadir mis borrones a aquellas páginas doradas. Como un objeto que ha llamado la atención en todos los países donde se ha presentado, todos han querido ponerle un nombre que fuese la expresión de sus cualidades o atributos. Sin duda que las voces de mainumbi, colibrí, gua- chichil, en las lenguas guarani, caribe y mejicana, significarán alguna de las raras propiedades de esta flor animada. En nuestro idioma se le llama p1ca- flor porque siempre se le ve libar el néctar de las flores, tente en el aire, porque no se posa al tomar su alimento, sino que se cierne en el aire delante de cada flor sin ajarla ni aún moverla. Pájaro abeja, pájaro mosca y tominejo, por su extremada pequeñez; pájaro-resucitado, porque se creía que moría en el invierno para resucitar en el verano. EL PICAFLOR Y EL CHAJÁ. 59 Sus diferentes especies, que son muchas, se distin- guen por su color dominante, como el oro verde, el dorado, el topacio, el zafiro, esmeralda, rubí - topa- cio, tomando los nombres del oro y las piedras pre- ciosas por la brillantez de su plumaje de primorosos cambiantes. Los que abundan en este clima tem- plado son del más hermoso y brillante color verde con tornasoles azules. Pero ¿qué analogía hay entre el picaflor y el chajá? El uno es el extremo de la pequeñez entre los pájaros, no sólo de aquí, sino de todo el mundo; y el otro el extremo de la magnitud en las aves de estos ríos. El picaflor y el chajá son amigos del hombre. Si no se les persiguiese, visitarían con fre- cuencia nuestras casas, como todavía lo hace el picaflor, aun en las ciudades, anidando en los corre- dores y dentro de las habitaciones. Un hilo, una paja que cuelgue dentro del techo es lo suficiente para asegurar allí un nidito en que apenas cabe una nuez. No es raro verlos recorrer los aleros y las ventanas buscando las telarañas que es el principal material para sus nidos. ¡Cuántas veces alguna niña rubicunda, al verlo revolotear en torno de su cabeza, habrá lisonjeado su amor propio con la idea de que el picaflor tendría por flores sus labios y sus mejillas! Uno y otro son de un natural apacible. Yo he tenido un chajá que, a pesar de haber sido tomado ya adulto, no se mostraba zahareño, y muy pronto se familiarizó con la gente. Más de una vez he to- mado de noche al picaflor en su nido, donde es- taba empollando sus huevecitos blancos, del ta- maño y forma de una pequeña habichuela o poroto; y después de mostrarlo a varias personas y pasar de mano en mano, lo he vuelto a colocar en su nidada, 60 EL TEMPE ARGENTINO. y ha quedado muy tranquilo. El mismo picaflor ha sacado sus polluelos y se los he quitado para criarlos con agua azucarada, sin que los padres dejasen de venir a traerles el sustento acostumbrado, hasta que ya crecidos, los he dejado tomar el vuelo libremente. Un pajarillo tan aéreo, tan voluble, tan extraordina- riamente rápido en su vuelo; que jamás baja al suelo; que voltejea sin cesar; que nunca se de- tiene un minuto entero en una rama, ¿podría avenir- se al estrecho recinto de una jaula? Tal vez se lo- graría conservarlo en una pajarera cubierta interior- mente de gasa, para que el aturdido no se estrella- se contra los alambres. Buffón cita un ejemplo referido por Labat, de mucho interés para el estudio de la índole de esta inocente avecilla. “El P. Montdidier puso dentro de una jaula un nido de colibríes en la ventana de su cuarto a donde venían sus padres a darles de co- mer. Llegaron estos últimos a domesticarse en términos que no salían casi nunca del aposento, en donde sin jaula y sin opresión venían a comer y dor- mir con sus hijuelos. No pocas veces he visto yo a los cuatro sobre los dedos del P. Montdidier, cantar como si estuviesen posados sobre la rama de un árbol. Los alimentaba con una masa muy fina y clara hecha con bizcocho, vino de Málaga y azúcar. Sobre esta pasta pasaban ellos la lengua y cuando estaban satisfechos, revolaban y cantaban. Nunca he visto una cosa más amable que estos pajaritos, que giraban por todas partes dentro y fuera de la casa, y que volvían apresurádos, no bien oían la voz EL PICAFLOR Y EL CHAJÁ. - 61 del que les daba el sustento.” El picaflor de nues- tras islas busca sin ningún interés la compañía del hombre. “Podos los años sacan cría dentro de mi rancho; este verano dos casales hicieron sus nidos, uno en la punta de una filástica que colgaba de la cumbrera, y el otro en una ramilla de la quincha, al alcance de mi mano. El picaflor y el chajá no se alimentan sino de vegetales; aquél libando las flores, y éste pastando la yerba, sin tocar a los granos ni a las frutas. Esta condición debe hacer más aceptables sus servicios para el hombre; esos servicios con que parece que ellos se le brindan, al acercarse constantemente a su mansión. El uno quiere alegrarla con su hermo- sura y su donaire, el otro defenderla de las aves rapaces, con su valor y con sus armas. El chajá es el temible enemigo del águila, de los gavilanes y todas las aves de rapiña. Su vigilancia no cesa un solo instante. Para no faltar a ella por la noche y poder dormir tranquilo, tiene cada bandada un cen- tinela que despierta a los demás con yun grito de alarma, cuando los amaga algún peligro, a fin de ponerse en defensa, o huir todos a la vez. También participa el picaflor del coraje del chajá. Prevalido de la prodigiosa velocidad de su vuelo, acosa sin temor a los pájaros que se acercan a su nido, y cla- vándoles su agudo pico, pone en vergonzosa fuga «al altivo halcón y al atrevido caracará, haciéndoles conocer que entre las aves, lo mismo que entre los hombres, no hay enemigo débil. El chajá, la mayor de las gallináceas, es tan cor- pulento como el pavo, pero más alto y cuellierguido; se asemeja mucho al terutero, en figura, garbo y costumbres, salvo que éste es insectívoro y aquél herbivoro. Se les ha dado esos nombres por onoma- 02 * EL TEMPE ARGENTINO. topeya, es decir, a imitación de su grito peculiar, que ambos repiten con voz resonante. El chajá tie- ne un copete y dos fuertes espolones en cada ala co- mo el terutero, de los cuales se sirven para alejar de sus crías a las aves de rapiña y todo animal que pueda incomodarlos. Uno y otro anidan en el suelo al raso (el chajá suele armar sus nidos en las lagu- nas); no gustan posarse sobre los árboles, y viven siempre en descampado; ambos ponen cuatro hue- vos, los del terutero pintados, los del chajá blancos y mayores que los de pava. - Los polluelos de las dos especies salen del huevo revestidos de un simple vello, y siguen a sus padres desde que dejan el cascarón. Considero a los dos muy domesticables, y lo mismo al picaflor, pero dejándolos en libertad como las palomas, los urubúes y las cigiteñas. El terute- ro conservará los jardines y las huertas libres de hormigas y otros insectos perjudiciales, y el chajá preservará nuestros ganados y nuestras aves de los estragos que hacen las de rapiña. En el Brasil se sirven del kamichi (especie análoga al chajá) para defender las aves domésticas. Azara vió diversos chajáes criados desde chicos en las poblaciones ru- rales del Paraguay, que se habían avezado a la vida casera lo mismo que las gallinas. Los teruteros, y también el mismo picaflor, con- tribuirían a ahuyentar a los rapaces de mayor pu- janza; aquellos por su unión en el ataque, y éste por su audacia. Obsérvese bien, la naturaleza dota siempre a sus criaturas de todos los medios conducéntes al fin que las destina; y las presume suficientemente para su conservación. A las aves de rapiña las ha dotado de un vuelo raudo y de una vista perspicaz, a la cual EL PICAFLOR Y EL CHAJÁ. 63 deben (no al olfato como se ha creído) el que pue- dan ocurrir de muchas leguas de distancia, al mo- mento de caer cadáver algún ser; y para preservar- las a ellas mismas de la persecución de otros carní- voros y aun del hombre, dió a sus cuerpos una car- ne cenceña y repugnante, y olor fétido. A los sapos, especie de máquinas semovientes destinadas a engu- llir insectos, a más de un aspecto odioso, los dotó la naturaleza de la facultad de trasudar un humor nauseabundo, que los libra hasta del pico de la ci- gúeña que no deja reptil con vida. ¡Qué mal hace el hombre en contrariar los desig- nios de la Providencia, destruyendo esas especies! Para evitar que le molesten, aléjelas de su morada, impida su excesiva multiplicación, y basta. Contra las aves de rapiña tiene el perro y el chajá. Este, aunque sin mal olor que lo rechace, es de carne flo- ja y gomosa, lo que ciertamente lo librará de la glo- tonería humana; por lo cual se dice generalmente que el chajá es pura espuma. Tiene también para su seguridad el instinto de la vigilancia, que lo hace estar siempre alerta noche y día; y las aceradas púas de sus alas, con cuyo auxilio sale casi siempre victorioso de las aves y los cuadrúpedos. He aquí pues, otros dos seres más que agregar al pobre cortejo del pretenso rey de la creación; dos seres destinados para su servicio. Al menos en las armonías de la naturaleza no aparece otra causa fi- nal de los instintos del picaflor y del chajá. Este como destinado a lo útil, forma una sola especie, sin belleza ni variedad en el plumaje; aquél como preparado para lo agradable, forma un género com- puesto de muchísimas especies de picaflores, a cual más preciosa, brillando todas con los colores más ri- 64 EL TEMPE ARGENTINO cos, más vivos y más variados; con las formas más primorosas, con las gracias más hechiceras. Estos dos nuevos amigos del hombre, sólo espe- ran su buena acogida para consagrarse a su recreo y su provecho. No le piden protección, ni cuidados, ni casa, ni comida; sólo le piden su amistad. Así como el pueblo ha puesto a la casera golon- drina bajo la tutela religiosa de las ánimas, para que ni los niños se atrevan a ofenderlas; así también ponga al precioso picaflor bajo la celeste tutela de los ángeles, para que él y su nido sean inviolables. Y así como el urubú americano, la polla de Faraón, el buitre y la cigúieña viven en medio de los pueblos, bajo el amparo de los gobiernos; que también la vi- da del chajá sea protegida por la ley, para que de- fienda las aves de nuestros cortijos y los ganados de nuestros campos. TU y E A A O Y E, Y E Y Y Y INIA o PP ARRNRRANRIIAIICO CAPÍTULO IX Continuación del chajá Esta ave magnífica, aunque clasificada ya y des- crita en su conformación exterior por los natura- listas, todavía su curiosa historia y su rara fisiología no han sido bien estudiadas. Nacida para vivir en las llanuras, a la margen de las lagunas y los ríos, apacentándose en bandadas, con instinto gregal co- mo los rebaños y las aves sin vuelo, corriendo por el suelo con sus pollos como las gallinas, y alimen- tándose exclusivamente de yerbas; es sin embargo, amiga de vivir aisladamente en familia, es valiente, poderosa y voladora. Tiene la facultad de remontarse como el águila y el cóndor, y sostenerse mejor que ellos en las re- giones elevadas de la atmósfera, por la rara propie- dad que goza de aligerarse dilatando su cuerpo ex- teriormente. Cúbrelo todo él un conjunto de vesícu- las que infladas a voluntad del pájaro por un gas exhalado de su interior, le dan un enorme volumen; y si, como es probable, llena ese mismo fluido el hue- co de las plumas y los huesos, no será extraño que, sumamente reducida la gravedad específica del ave, S — Tempe 66 - _ EL TEMPE ARGENTINO, pueda ésta suspenderse en el aire sin esfuerzo, cuál aereóstato, según se la observa frecuentemente cer- niéndose entre las nubes, por largas horas, sin no- table movimiento de sus alas. Tanto la hembra como el macho son monógamos, es decir, que la unión de los sexos es singular e in- disoluble, ofreciéndonos el dechado más perfecto de amor conyugal. Aunque la unión de los sexos en los animales no parezca ser más que una necesidad física, es inne- gable que en algunos de ellos toma el carácter de un verdadero amor, hasta idealizarse como en el hom- bre, y hallarse unido a un tierno afecto independien- te del acto generador. Una unión afectuosa y de una constancia y fidelidad recíproca, se nota en las águilas, las tórtolas, los papagayos, también en va- rios mamíferos; más donde nos ofrece lo más su- blime y puro del himeneo es entre los chajaes. Que aquellas personas cuya exquisita sensibili- dad busca con tanto interés y encuentra con tanto placer las tiernas afecciones de algunos seres felices que, en medio del inmenso conjunto de la creación, la naturaleza parece haber querido privilegiar con el don del sentimiento, escuchen por un instante lo que algunos observadores refieren del ave singular que nos ocupa. Sepan que entre los numerosos habitantes del ai- re, cada uno de los cuales según su especie nos pre- senta un remedo o simulacro de alguna de las pa- siones del hombre, hay uno que reune en grado he- roico todas las inclinaciones afectuosas del corazón humano. Los chajaes, por una elección mutua, se unen ma- CONTINUACIÓN DEL CHAJÁ. 67 cho y hembra, con un afecto recíproco, en consor- cio exclusivo e indisoluble. Son tan extremosos en su cariño, que viven inse- parables haciendo comunes sus temores, sus peli- gros y sus goces. Véseles siempre apareados, ya en sus paseos aéreos, ya en sus excursiones campes- tres, ayudándose en sus tareas de nidificación e in- cubación. Extiéndese el ardor que los anima hasta los débiles polluelos que acaban de nacer, abrigando y conduciendo ambos consortes con solicitud estos frutos de su unión; preservándolos con su vigilancia y su denuedo de la garra cruel de sus enemigos, has- ta que la prole pueda bastarse a sí misma. Estos esposos felices, después de concluidos los cuidados de la familia, buscan la sociedad de sus semejantes, y renuevan sus antiguas amistades, esperando, siempre fieles y constantes, la llegada de otra primavera que renueve sus amorosos pla- ceres y sus tiernos afanes. Y cuando la muerte lle- ga a romper tan dulce vínculo, el chajá que sobrevi- ve, como si ambos no tuvieran más que una sola vida animada por el amor, no tarda en exhalar el último aliento entre fúnebres lamentos. Descuret refiere un hecho interesantísimo sobre la ternura conyugal del chajá: “Bonnet criaba ha- cía muchos años un par de esos hermosos pájaros conocidos en Francia bajo el nombre de insepara- bles y que los ingleses llaman aves de amor. Cuando la hembra debilitada por la edad no podía alcanzar al comedero, el macho le daba el alimento con un cariño que encantaba; cuando llegó al estado de no poderse tener en pie, él hacia los mayores esfuerzos para sostenerla; y cuando murió, se puso el macho a correr con mucha agitación, probó varias veces 68 EL TEMPE ARGENTINO. darle de comer; más viéndola inmóvil, se detuvo a contemplarla, se puso a exhalar los gritos más las- timosos, y poco tiempo después sucumbió.” ¡Qué cuadro tan lleno de emociones para las almas tier- nas y sensibles! Y de no menor interés para la mis- ma filosofía que se complace en contemplar el prin- cipio y el efecto de un instinto elevado, especie de inteligencia que produce entre estas aves habitudes sociales y pacíficas en que se ve la rara unión de la fuerza y la dulzura; que da origen a tiernísimos afectos y goces en cierto modo sentimentales; y que nos ofrece perfectos ejemplos de amor y de fidel: dad, sublimados hasta la abnegación y el sacrificio. ¡Ah! ¿por qué estas virtudes que harían un edén de la sociedad humana, son tan raras entre los seres infinitamente superiores por las dotes celestes de la razón y el sentimiento? Si la historia del chajá hu- biera sido conocida por las antiguas musas euro- peas; si el númen poético del nuevo mundo hubie- se bebido las inspiraciones en las mágicas fuentes de una naturaleza llena de maravillas y seducciones, ¡cuántas veces estos modelos de amor y de ternura no hubieran sido celebrados en esas encantadoras producciones de una invención brillante y un senti- miento delicado, que la sabiduría recibe de manos de la poesía, como los perfumes y las formas bellas que dan más atractivo a los frutos de la ciencia! Domestiquemos, tengamos a nuestro lado estos preciosos seres, tan justamente denominados aves de amor, aves inseparables, para tener constantemente a nuestra vista escenas tan hermosas como propias para educar el corazón. Así podremos ver aun en- tre los brutos, y contemplar realizado el objeto de las primeras aspiraciones de nuestra alma, el amor CONTINUACIÓN DEL CHAJÁ 69 constante, la amistad verdadera; afectos generosos, virtudes que el hombre siempre envidia y admira, y cuyo espectáculo tiene siempre el poder de conmo- verlo, aunque no las posea, o pervertido, afecte des- conocerlas. AS - Y 7 75 2 d A = Lam zz" E E A, TZ DA IO IN IO IO IV IG IA IV _IOX IO AS A A a a 7 a a a a E a a Y AT 7 CAPÍTULO X El yacú o pava del monte, el pato real, el macá, el biguá y el caburé Entre las aves isleñas más estimables por su car- ne y más útiles para enriquecer nuestros gallineros, merecen la preferencia dos magníficas gallináceas, conocidas por los nombres de pava del monte y carau. Una y otra ofrecen un alimento no menos 2 sano que grato al paladar; recurso apreciable para surtir la mesa de los colonos del delta, y sobre todo para el regalo de los viajeros. El nombre guaraní de la primera es yacú, y tanto ésta como carau son voces imitativas de los graznidos peculiares a estas aves. El carau es de dos pies de largo, y de color negruzco con algunas pintas blanquecinas en el vien- tre. El yacú o pava del monte es una especie in- termediaria entre el faisán y el pavo, de la misma forma, pero menor tamaño que éste; su plumaje es de un tornasolado verdinegro con reflejos metálicos. Tiene sobre la base del pico una carúncula carnosa, naranjada, y en la cabeza un moño elegantemente rizado. Esta especie se reune en bandadas numero- sas, y elige por mansión los bosques: anida sobre los árboles y se alimenta de semillas, frutas y bro- EL YACÚ O PAVA DEL MONTE, EL PATO REAL, EITC. 71 tes; pero a similitud del carapachayo, no tiene otra cosa de montaráz sino su domicilio, pues su ca- rácter más saliente es el de la tranquilidad y man- sedumbre; sus costumbres son tan pacíficas como sociales. Verdad es que la constante persecución que han sufrido las pavas del monte, por ser bocado exquisito, las ha hecho tan desconfiadas, que en el bajo delta no se presentan sino por casales; pero siempre se acercan a los ranchos, como para mani- festar su inclinación a la vida doméstica. Aunque se tomen ya adultas, en breve se muestran tan fa- miliares como las gallinas, y no son más delicadas o melindrosas que éstas para alimentarse. “Es de admirar (dice Mr. Lesson) que hasta aho- ra no se haya pensado traer a nuestros corrales unas aves que son tan preciosas como el mismo pavo y no menos fácil habituarlas a nuestro clima. Su na- tural lleva demasiado impreso el sello de la indolen- cia y de la tranquilidad de hábitos para que en poco tiempo puedan obtenerse resultados favorables. Por otra parte parecen hallarse contentas a la in- mediación del hombre cuya sociedad buscan, y al acercarse la noche vienen a recogerse en la guari- da que se le ha preparado, donde viven en paz.” Todo lo que se ha dicho del yacú es aplicable al pato real, otro de los moradores del delta, llamado así por su grandeza y la brillantez de su ropaje. Es de cerca de una vara de largo; tiene la cabeza guar- necida de protuberancias carnudas de un color rojo muy vivo; su plumaje es de un negro reluciente; tornasolado con verde oscuro: saca hasta catorce patitos de cada incubación. Le gusta encaramarse sobre los árboles, y suele aovar en ellos aprove- chándose de los nidos abandonados de otras aves. Te EL TEMPE ARGENTINO. Llámasele también pato moscado o almizclado, por el olor que despide, proveniente de un licor que filtra de las glándulas situadas sobre la rabadilla, la cual se debe cortar así que se le mate, para que su carne no tome mal sabor. Son tan domesticables como los yacúes, y las dos especies estaban entre las aves caseras que los conquistadores encontraron en las poblaciones guaraníes. Entre las aves acuáticas de más provecho, abunda mucho el macá, del género de las grevas. Aunque clasificado entre las palmípedas, no tiene mem- brana en los pies como los patos, sino los dedos separados y aplastados como pala de remo, y sin uñas; es un aparato exclusivamente para nadar, así es que no le sirve para andar en tierra, y por eso no se le ve nunca caminar ni asentarse en el suelo. No tiene cola, ni vuela sino a remesones, y siempre rasando la superficie del agua. Estas aves deben apreciarse por su mucha grasa, por su carne de gusto agradable, por los huevos que se comen como los de gallina, por su pluma abun- dante, suave y lustrosa, y por su espeso y finísimo plumón. Sería muy fácil sujetarlas en charcos y estanques, porque no pueden caminar ni escaparse volando. Se mantienen de pececillos y de insectos que buscan dentro del agua. El macá no debe confundirse con el biguá, lla- mado zaramagullón por los Españoles. El primero es de vientre ceniciento y manto gris, y el segundo es todo negro; el macá tiene el pico e - y aguado, el biguá corvo en su extremidad. Este tiene la cola en forma de abanico, membranas entre los dedos, y vuela con bastante rapidez. El plumaje del biguá no es impermeable como el del otro; por ese motivo se EL YACÚ O PAVA DEL MONTE, EL PATO REAL, ETC. 73 le ve con frecuencia parado sobre los troncos de las riberas con las alas extendidas para orearse. En la familia de las aves nocturnas encuentro dos que conviene conocer; la una como amiga, y la otra como enemiga. El ñacurutú, uno de los mayores buhos que se conocen, aunque de aspecto espantoso, es manso con el hombre y se sujeta a desempe- ñar en nuestras casas el oficio de ratonero, sin des- mandarse jamás a echar las uñas sobre la familia de pluma. “Todo lo contrario se le atribuye al cabu- ré, que a pesar de ser un pequeño mochuelo, es for- tachón y atrevido. “No hay (dice Azara) una ave más vigorosa en proporción del volumen de su cuerpo, así como no la hay más feroz ni más in- domable. Tiene el valor y la destreza de introdu- cirse bajo las alas de todas las aves, sin exceptuar los pavos y los caracaraes, y agarrándose de sus car- nes, les devora los costados y las priva de la vida. “Llámanlo rey de los pajaritos, porque se cree gene- ralmente, que estos vienen cuando él los llama para almorzarse al más gordo. Lo que sucede es, que el caburé solamente de noche hace sus matanzas, y cuando llegan a descubrirlo de día los pájaros que lo aborrecen, se alborotan, chillan, se reunen en gran número y giran alrededor del enemigo en ade- mán de acometerlo, pero sin osar acercársele. El caburé se mantiene impasible e inmóvil, manifestan- do el mayor desprecio a la turba de cobardes que lo cercan por todas partes y lo asordan con su al- gazara. El no tiene apetito porque ha hecho una es- pléndida «cena; pero, como se le vienen a las ma- nos tan buenas presas y la ocasión hace al ladrón, echa sus garras a la que más le place, y allí mismo tranquilamente, en presencia de los parientes y ami- 74 EL TEMPE ARGENTINO. gos de la víctima, se la trinca y se la come, sin que ninguno se lo estorbe. Habrá quienes al presenciar este cuadro, exigirán de estas tímidas avecillas la reflexión y el valor que suele faltar a los mismos hombres en situaciones se- mejantes. BIOL IWO IV IO IV IN IV IV IO IO IV IO IO IM IN INM IM co eaes calcoles ca calcalco cs ARAS IOSIEOS (allEoS! CAPÍTULO XI La calandria o el ruiseñor de América No poca confusión ha causado en la Historia na- tural de América el abuso que hicieron de la nomen- clatura los primeros pobladores y viajeros, apli- cando a las producciones de este continente, ya nombres caprichosos, ya las mismas denominacio- nes de las del antiguo, al más ligero rasgo de seme- janza que advirtiesen entre unas y otras. De esto se ha derivado el erróneo concepto formado, aun por los doctos, de la degradación o inferioridad de las especies americanas. De ahí el juzgar al llama como un camello degenerado, y tener por un ani- mal contrahecho al perico-ligero, por haberlo obser- vado fuera de su elemento, que es la dilatada copa de nuestros bosques, y por el ay ay de su voz, supo- niendo que esta interjección de dolor en el lenguaje humano, manifestase igualmente en una bestia la triste condición de un ser condenado por la natura- leza a la desdicha. De ahí también llamar nutria al quiyá, cerdo al carpincho, oso al tamanduá u hor- imiguero, y dar todavía nombres no menos impro- pios a gran número de animales y plantas de estas regiones, 70 EL TEMPE ARGENTINO. Uno de los pájaros americanos que por la hermo- sura de su canto, ha arrebatado la admiración del mundo antiguo, denominado por los naturalistas mimus o burlón y poligloto (que habla muchas len- guas), ha recibido entre nosotros el nombre inade- cuado de calandria, siendo así que ni aun perte- nece al género de esta alondra, sino al de los mirlos. Es el mismo burlón de la Luisiana, la tenca de Chi- le, y el cenzontlatole de Méjico; nombres todos alu- sivos a la facultad que posee este pájaro de imitar el canto de las demás aves, y aún el grito de algunos cuadrúpedos. También lo han llamado Orfeo por su habilidad musical, y Buffón lo llama ruiseñor de América, reconociendo la supremacia de nuestro cantor sobre la filomena del viejo mundo. El es también el úni- co en el globo que tiene el arte singular de acompa- ñar su voz con movimientos llenos de gracia y de ex- presión. Los burlones, o lámenseles calandrias, son aves exclusivamente americanas como los picaflo- res; unos y otros sin rival en toda la creación, en belleza y variedad éstos, y aquéllos en gracia y can- to. Las dos especies recorren todo este vasto con- tinente, hermoseando la una con su lindeza y su gracejo, y la otra con su música y su mímica, los sí- tios privilegiados con un suelo feraz y un cielo ar- diente o templado. Nuestra calandria tiene un ropaje pardo y sin brillo. M. Lesson, examinando una, muerta en los alrededores de Montevideo, la encontró de una ex- traordinaria semejanza con la especie de Cuba y de los Estados Unidos. La parte superior de su cuer- po es de un color ceniciento oscuro, con listas blan- cas en las alas; tiene unas manchas blancas sobre los ojos, figurando grandes cejas; su pecho es cenizoso LA CALANDRIA O EL RUISEÑOR DE AMÉRICA. 77 y su vientre blanquecino. Lejos de hacer daño en los sembrados y jardines, persigue las orugas, y en el invierno destruye las crisálidas que las harían pulular después de su transformación. Es difícil tenerla enjaulada si no se ha criado en casa, a causa quizá de ser de un natural tan vivo, que no se para jamás, pues hasta para cantar va saltando o revo- lando. A poco tiempo de hallarse sin libertad muere consumida de tristeza. Sin embargo, es un ave bas- tante familiar y con cierta inclinación al hombre, pues se la ve acercarse con frecuencia a su morada, complaciéndose en cantar a su presencia. No debe- mos nosotros manifestar menos humanidad y gra- titud que los Americanos del Norte para con esta avecita inocente y graciosa. “Los niños (dice Au- dubon) en general, no tocan estas aves, que son protegidas por los labradores; y esta benevolencia para con ellas llega a tal punto en la Luisiana, que no es permitido matarlas en ningún tiempo.” Es imposible leer las brillantes páginas que aquel elocuente ornitólogo consagra al burlón, sin admi- rar y cobrar el más tierno afecto al objeto de su entusiasmo. “No son (dice hablando de su canto), no son las dulces consonancias de la flauta o del oboe las que escucho, sino las notas más armoniosas de la misma naturaleza; la suavidad de los tonos, la variedad y gradación de las modulaciones, la ex- tensión de la escala, la brillantez de la ejecución, to- do aquí es sin rival. ¡Ah! sin duda, en el mundo entero no existe ave alguna dotada de todas las cua- lidades musicales del rey del canto, de aquel que ha aprendido todo de la naturaleza, sí, todo!” “No sólo canta bien y con gusto (añadiremos con Buffón), sino también con acción y alma: o por mejor decir, su canto no es otra cosa que la expre- 78 > EL TEMPE ARGENTINO. sión de sus afecciones internas; se entusiasma a su propia voz, la acompaña con movimientos cadencio- sos, siempre adaptados a la inagotable variedad de sus frases, ya naturales, ya adquiridas.” Tiempo hacía que yo me ocupaba en el cultivo de una de las bellísimas islas del delta. Una hermosa mañana de otoño salí de mi choza al amanecer a dar un paseo por mi posesión. Caminaba lentamente; ya atravesando plantios de jóvenes frutales que me presentaban sus primicias, hermoseadas con el lus- tre del relente; ya siguiendo las sendas humbrosas del monte, donde las aves que acababan de desper- tar, saltaban de rama en rama, haciendo caer sobre mí una lluvia de rocío; ya abriéndome paso por la espesura y vagando sin sendero. ¡Qué enajenantes descubrimientos! ¡Arroyuelos da por entre espadañas coronadas de sus blancos penachos y de pintados pájaros, durazneros abrumados con su fruto en racimos rubios y carmi- nados, hermosos panales colmados de miel!... ¡Oh, qué dicha el descubrirlos por primera vez! ¡Qué gusto andar por sendas desconocidas, trazadas por la apacible capibara; contemplar aquellas vertien- tes de agua cristalina, a cual más sinuosa y bella; encontrarse sorprendido bajo una rústica glorieta que siglos haría esperaba la primera visita del hom- bre; y allí, sobre su alfombra de musgo, intacta aun, tenderse a reposar y enajenarse con el recuer- do de las emociones de aquel día! A cada paso se ofrece un objeto nuevo, una plan- ta, un insecto en que se descubren nuevas mara- villas que tienen el espíritu en incesante fruición. La naturaleza, infinita en su variedad y portentosa en sus Obras, ofrece al observador una fuente ina- gotable de goces intelectuales, que jamás terminan LA CALANDRIA O EL RUISEÑOR DE AMÉRICA. 79 en la fatiga o el hastío de los placeres de los sen- tidos. Absorto en estas reflexiones, no había no- tado que ya un sol radiante había disipado las som- bras del crepúsculo y los vapores del río. Me ha- llaba a la entrada de un dilatado bosque de seibos imponentes por su grandeza; bellos por sus flores y los festones de lianas que ondeaban de copa en co- pa, amenizados por los juegos de la luz del sol que penetraba en lampos temblorosos por entre el agitado ramaje. El árbol que me daba sombra es- taba más espléndidamente decorado que los otros; entre mi árbol y el bosque se extendía un pequeño campo, y en medio de él descollaba un mirto flori- do. Mil susurros agradables se sucedían a mi al- rededor, y un ambiente fresco y oloroso, no sé por qué, al repirarlo me llenaba de contento y embarga- ba mi espíritu en una vaga y dulce contempla- ción. Repentinamente despierta mi atención una músi- ca deliciosa que parecía resonar en todos los ámbi- tos del bosque. Cuanto acento encantador puede sa- lir de la garganta de las aves; cuantas seducciones hay en los instrumentos músicos más bien tocados y en la voz humana más dulce, más melodiosa y más querida, parecían haberse reunido en los acentos que escuchaba. La luz y el perfume y las bellezas que me habían enajenado, se habían confundido con la célica armonía para no formar sino un solo concierto. Mis ojos buscan anhelosos la Silfide, la Ondina o la Sirena que producen el encanto, cuan- do una faja vaporosa, compuesta de innumerables alas, elevándose en espiral sobre el mirto solitario, me presenta en su cima a la calandria ejecutora de aquel portento de melodías. SO EL TEMPE ARGENTINO. A los hechizos de la música uníase la gracia in- comparable de los movimientos del ave. Salían de su garganta gorgeos vivos y sonoros, y al mismo tiempo remontaba con raudo vuelo describiendo cír- culos, y descendía con iguales giros, para volver a subir, sin cesar, en sus hermosos concentos. Ciér- nese en el aire, cual colibrí ante las flores, acompa- ñando una suavisima cadencia con la vibración im- perceptible de sus alas, como si exprimiese allí to- da la intensidad de su ternura. Acelera nuevamente su revuelo circular y exhala suspiros melodiosos que no pueden menos que corresponder a la voluptuosi- dad de sus recuerdos, degradándose al paso que as- ciende el cantor en rápido remolino, hasta apa- garse en un silencio en que mi alma se deleitaba como si resonaran aun en mi interior los ecos de la divina armonía. Posada la calandria sobre la copa del mirto, nuevos acentos estrepitosos y brillantes llenan los espacios del bosque, sucediéndose con la volubilidad de los arpegios y los trinos, y el ave los acompaña con revuelos igualmente vivos y tumul- tuosos, que son acaso la expresión de los transportes de su júbilo celebrando sus dichas y sus triunfos. E SSSSSe: CAPÍTULO XII El cantor sin nombre y el pirirí Tres son los pájaros canores que se distinguen entre los que alegran nuestros ríos y nuestros campos, y que en la jaula han acreditado ya su fama musical: la calandria, el cardenal y el jilgue- ro. Pero hay otro músico inominado, una especie de mirlo negro, que por su modestia y su retiro es menos conocido y afamado que los otros, porque se oculta entre el ramaje en las horas calladas de la siesta, para ensayar con su voz remisa las suaves melodías que modula su garganta. ¡Cuántas veces en el silencio de un retiro cam- pestre, sus dulcísimas canciones semejante a los melancólicos acentos de una arpa eólica, no ha- —brán conmovido al lector, haciéndole olvidar el li- bro en que se satisfacía la necesidad de instruirse O el deseo de derramar los placeres del entendimien- to sobre la uniformidad de las horas de ocio y so- ledad; haciéndole preferir, por no sé qué mágico atractivo, el lenguaje incomprensible de una avecita a las interesantes narraciones y pinturas hechice- ras del novelista y el poeta! Más a la vez, estas sencillas armonías de la naturaleza exaltando el 6 — Tempe 82 EL TEMPE ARGENTINO. alma, la predisponen para los goces intelectuales, aumenta la ilusión de los cuadros poéticos, la vi- veza de las patéticas escenas, y dan realidad a los idilios más encantadores, realzando de este modo los placeres de la meditación y la lectura. Todo se anima y se hermosea al tibio aliento de la primavera que va de prado en monte des- plegando las formas de la belleza, risueñas pre- cursoras de la fecundidad y el deleite, que al paso que encantan nuestros ojos, electrizan nuestros pe- chos hinchéndolos de tierna expansión y de alborozo. Al suave calor de las auras se enciende y aviva la llama de aquella afección que todo lo sensible abriga. Manifiéstanlo los peces que en tumulto se precipitan buscando las aguas tranquilas donde las algas preparan su venturoso tálamo; las aves que se afanan en la artificiosa construcción de sus ni- dos, entonando cada amante el alegre epitalamio de su unión dichosa; y las mismas flores cuya fra- ganancia y brillantez revelan el secreto de su sexual consorcio. Entonces, todo cuanto nos rodea irradia el atrac- tivo de las gracias y el embelezo de la belleza. El monótono rumor de las aguas y el silbo de los bosques, son blandos arrullos que adormecen nues- tro espíritu; en el meandro umbroso de las selvas hallamos indecibles armonías de formas y colores, que arrebatan nuestra vista; aun en las voces de- sacordes con que significan su gozo las vivientes, percibimos melodías inexplicables que regalan el oído e inflaman el corazón. ¿Será que ciertas manifestaciones de la natura- leza nos atraigan, menos por su conformidad con las leyes eternas de lo bello, que como una elo- cuente enunciación del contento, de la dicha, de EL CANTOR SIN NOMBRE Y EL PIRIRÍ. $83 la felicidad; de esa aspiración vehemente del cora- zón humano? A los oídos del campesino no hay mú- sica más grata que los balidos del rebaño cuyos ve- llones simbolizan su ventura y su tesoro; o bien, el mugir de los bueyes que van a abrir los surcos para sus mieses. Cuando el labrador contempla en la era reali- zadas las esperanzas del año, ¿qué cuadro de Ra- fael o del 'Ticiano será a sus ojos tan bello como aquél montón de trigo? Y sin duda que por eso en la poesía pastoral de los tiempos bíblicos esas rústicas escenas ofrecían los símiles más propios para expresar los alicientes de la voluptuosidad, y vonderar los atractivos de la bella Sulamita. Así también cuando en una hermosa mañana de primavera contemplamos el espléndido manto de lo- zano verdor, matizado de tanta variedad de flores que anuncian ópimos frutos, y las nacientes semen- teras que al tenor de sus brotes hacen retoñar las esperanzas del sembrador; cuando presenciamos los amores y los goces de toda la creación; cuando todo anuncia días serenos, tranquilos y abundosos, entonces no se ven sino escenas placenteras en los ríos, en los lagos, en los bosques y en los prados; no se oyen sino himnos armoniosos, aunque con- fundan su rústico canto mil aves bulliciosas con las notas melodiosas del cardenal, la calandria y el jil- guero, o con los melifluos acentos del cantor inno- minado. Así los vocingleros piriríes suelen también contribuir a nuestra alegría, atronando el bosque con sus gritos descompasados, cuando los ardientes rayos del sol de mediodía han impuesto el silencio a las demás aves. Parados sobre la copa de un ár- bol, dando todos la espalda al astro refulgente, en- tonan su invariable canto, que consiste en repetir si EL TEMPE ARGENTINO. una misma frase, empezando por tonos agudos que bajan gradualmente, a manera de solfeo, en tanto que toda la banda repite en coro la palabra de su nombre pirirí; de lo que resulta un concierto tan discordante como festivo, que parece más grotesco con las chuscas contorsiones de los cantores. Los piriries son algo mayores que el zorzal; su color es pardo, su plumaje muy ralo, su cola larga, y tienen un copete desairado. Vuelan poco; pue- den considerarse como andadores o humícolas, por- que frecuentemente andan por el suelo buscando in- sectos y pequeños reptiles para alimentarse. Son más familiares y mansos que las mismas aves de corral. Parece que gustasen de la compañía del hombre, sin otro objeto que el de serle útiles, ex- tirpando las sabandijas y larvas que saben arrancar de la tierra con sus corvos picos. Sus pichones se crían fácilmente con carne cruda, sin necesidad de enjaularlos, y se encariñan tanto de su dueño, que lo siguen a todas partes, aunque ande a caballo. Viven en sociedad, formando pequeñas colo- e agrupados por simpatía, y andan siempre jun- Construyen entre todos una habitación común, pa sus hijos juntos, viviendo en la más completa comunidad de tareas y de goces de familia. Su nido común es un gran globo, formado de ramitas entretejidas, con su interior muellemente ta- pizado de lana y plumazón. Allí ponen sus hue- vos todas las hembras del aduar, y hacen las incu- bación echándose varias de ellas a la par, y tur- nándose con las restantes. Los huevos, del tamaño de los de la perdiz, son lindísimos, de un hermoso color celeste, jaspeados con vetas blancas de relie- ve, que al menor roce se desprenden. Estas cuitadas avecitas son muy friolentas, a a EL CANTOR SIN NOMBRE Y EL PIRIRÍ. 85 causa de su escasa pluma y enjuto cuerpo. Para dormir abrigadas fuera del nido, se apiñan sobre una rama tan estrechamente, que una hilera de diez a doce, parece a la distancia que sólo se compone de cuatro a cinco individuos. En el invierno bus- can siempre la resolana, extendiendo sus alas para recibir mejor el calor del sol. Su plumaje descolorido, su forma desairada, su canto disonante y su carne momia los garantizan contra la codicia humana; antes bien, su incompa- rable mansedumbre y su sobriedad exclusivamente insectívora, debieran merecerle inmunidad y pro- tección en nuestras casas,+a fin de que se propa- gasen para bien de la agricultura y para inocente pasatiempo de las familias. Aquél que creó este pájaro inofensivo, privándolo de la habilidad del canto, de la gala, del plumaje, de la belleza de las formas y aun de la gracia y el donaire, pero dotándolo en cambio, de inclinaciones sociales y haciéndolo susceptible de afectos y de go- ces en cierto modo sentimentales, parece haber que- rido darnos un ejemplo de la superioridad de be- lleza moral sobre la belleza física. En efecto, el pirirí, con toda su fealdad y su desaire y su voz desentonada, se hace querer al instante por su be- Jlísima índole, por su amistad desinteresada, por su gratitud a toda prueba, y por su amable sensibili- dad: dotes que le conquistan el cariño y los cui- dados de los niños, el amor y regalo de las damas, hasta verse con frecuencia abrigado en su regazo y en su seno, mostrándose sensible como una perso- na a las caricias que se le prodigan. Si debiera estas atenciones a su hermosura, le durarían cuando más lo que ésta dura, o sería olvidado luego que se pre- sentase otra ave más bonita. S6 EL TEMPE ARGENTINO. Así son las inclinaciones del corazón; las que tie- nen su cuna en los sentidos son tan incostantes co- mo la causa que las engendra. Sólo hay una belle- za que tiene la prerrogativa de fijar el amor que inspira; única, cuyo ideal es el mismo para todos los tiempos y países, y única que no fenece: es la belleza del alma. ' 4 | 1 CAPÍTULO XI! El carpincho, el quiyá, el apereá, el ciervo De los abundantes recursos con que nos brindan las islas del Paraná, para el sustento del hombre, prefieren los isleños dos cuadrúpedos seme-anfibios, de carne sabrosa y sana: el carpincho o capibara, y el quiyá, impropiamente llamado nutria; ambos per- tenecen al orden de los roedores. No es pues el carpincho un chancho como muchos se han creído: lo único en que se le asemeja es en la abundancia de su tocino y en el sabor de su carne, en lo grueso de su cuerpo y en lo cerdoso de su pelo que es par- do y tiene debajo otro más corto y fino. Nunca llega a ser tan grande como el cerdo, pues el mayor carpincho no tiene más de cinco palmos de largo: su cabeza es muy corta, parecida a la del conejo, con el hocico mucho más romo, las orejas muy pe- queñas, redondas y sin pelo; la boca chica con dos dientes incisivos en cada mandíbula; largos y cor- vos; carece de colmillos y de cola; las piernas son cortas, y más las de adelante que tienen cuatro de- dos provistos de uñas anchas y obtusas; las de atrás S5 EL TEMPE ARGENTINO. sólo tiene tres dedos. Difieren del puerco, tanto por su forma como por su índole y costumbre. El carpincho es el animal más corpulento entre los roe- dores. Anda mucho en el agua, donde nada y zabulle, sacando con frecuencia la cabeza para respirar, no camina comunmente sino de noche, sin alejarse de la orilla de agua, porque, corriendo mal, a causa de su excesiva crasitud y de sus cortas piernas, no halla su salvación sino precipitándose en el río cuando se ve perseguido. Dos criados en mi casa, no comen sino vegetales, y no se sirven de sus pies para asegurar la comida. Estos dos carpinchos, con otros más, fueron ex- traidos del vientre de una carpincha cazada' en mi isla. Una de mis hijas los ha criado con leche de vaca, y le han cobrado tal afecto, que la siguen y acuden a su voz. Son de indole mansa y tranquila ; ni aun en el estado: salvaje acometen nunca a los hombres ni a los perros; no hacen amistad ni riñen con los demás animales. No dudo que la raza pueda facilmente reducirse a la domesticidad ; lo que sería una adquisición útil, por lo apetitoso de su carne y su mucho lardo; por su fecundidad, pues se asegura que dan hasta ocho hijos en cada parto; y por la baratura de su alimento, como que son animales herbívoros. Los que tenemos en casa se han aque- renciado tanto, que a pesar de vivir en entera liber- tad y en el campo, todos los días, después de satis- facer su necesidad de comer y bañarse, vuelven a reposar y tomar el sol en el patio, y cuando se les deja afuera de noche, bregan por entrar arañando las puertas. Gustan de que los alaguen; se dan con todo el mundo, y no se irritan aunque los maltratan. EL CARPINCHO, EL QUIYÁ, EL APEREÁ, EL CIERVO. 89 Los carpinchos pueden clasificarse entre los pa- quidermos, por lo grueso y fuerte de su cuero; cur- tido, es de mucha duración, y se le emplea en cal- zado y otros usos; pero los isleños poco se apro- vechan de la piel, porque generalmente destinan el carpincho para su mesa, preparándolo de aquel modo peculiar a nuestro país, que da a las carnes una ternera, un olor y un sabor tan especiales: el asado con cuero. El quiyá pertenece como el castor a la familia de las ratas nadadoras; es casi del tamaño de aquel mamífero célebre por su admirable habilidad en la construcción de represas, casas y almacenes; parti- cipa de sus formas, pero no de su industria. Sus pies de atrás son palmeados, es decir; que los dedos están unidos por una membrana, como en los patos y Otras aves acuáticas; tiene dos dientes incisivos en cada mandíbula, semejante a los del carpincho; la cabeza ancha; las orejas pequeñas y redondea- das; el hocico obtuso; los pies constan de cinco de- dos con los pulgares de los anteriores muy cortos; la cola es tiesa, cónica, larga, escamosa y casi sin pelo. Este cuadrúpedo se distigue de todos los demás mamíferos por un carácter muy singular de su or- ganización, y es, que la hembra tiene las tetas en las espaldas. Esta particular disposición de las mamas, parece indicar que la madre lleva constantemente sus hijos a cuestas. Pare cinco o seis de cada ges- tación, y esta se repite varias veces en el año. La piel del quiyá es semejante a la del castor, aunque no tan bella, y la sustituye perfectamente en la fabrica- ción de los sombreros; de ahí su alto precio. Consta de dos especies de pelo; el uno más corto, muy es- 90 EL TEMPE ARGENTINO peso, fino, felposo, impenetrable al agua y que cu- bre inmediatamente el pellejo; el otro más largo, fuerte y lustroso, pero mucho menos espeso, cubre el primer vestido y le sirve como sobretodo, de- fendiéndolo del lodo y del polvo. El pelo corto es el único que se emplea en las manufacturas; su co- lor es aplomado. Parece que el quiyá está sujeto a la muda como otros cuadrúpedos; por lo cual de- ben tener más peso y valor las pieles que se sacan en el invierno. : Con el pele de la bizcacha (otro roedor de tama- ño del quiyá, muy propagado en nuestros campos) hacian muy bellas estofas los Peruanos en tiempo - de los emperadores Incas, según el abate Molina; y en Chile ha sido empleado en las fábricas de som- breros. Los carapachayos y todos los del pais, atribuyen virtudes medicinales a la grasa de nutria o quiyá, de la cual se sirven como tópico en varias enfer- medades. Es herbívoro, y si también come peces, como se cree, puede al menos vivir sin ellos, como está demostrado con las que se domestican. Sus hábitos son apacibles y se dociliza muy pronto; las familias de los isleños con frecuencia crían quiyáes; más no con el objeto de que se multipliquen, sino por entretenimiento y para regalarlos o venderlos. En mi quinta existe uno que se trajo recién nacido y fué criado por uno de mis hijos, a quien conoce y ama tanto, que poco se separa de su lado, y duerme a sus pies, no obstante el gran trabajo que le cuesta al pobre animalito treparse por una escalera al cuarto del niño que está en alto. Es tan familiar como un perro, y sumamente manso; siendo chico EL CARPINCHO, EL QUIYÁ, EL APEREÁ, EL CIERVO, 91 jugueteaba y retozaba con los dos carpinchos que se criaban con él; sólo se alimenta de vegetales, y le gustan mucho las papas y el pan; no come carne ni pescado, ni cosa alguna guisada; tanto para co- mer como para acicalarse, se sienta derecho y hace uso de sus manos como un mono; es muy pedigúe- ño con todas las personas indistintamente, encabri- tándose y tirándoles de la ropa para que le den algo, se baña y zabulle muchas veces al día en los charcos de la quinta, pero no por largo tiempo; y no se le ha notado inclinación a escarbar la tierra ni encovarse. Parece, pues, que no sería defícil convertir al quiyá en animal enteramente doméstico como el conejo; y en este caso habría hecho la industria una adquisición preciosa, no tanto por el uso de sus car- nes, cuanto porque, sometido al esquileo o la depi- lación, daría anualmente un pingúe beneficio, que ahora no se obtiene sino con la muerte del animal; y porque alimetándose con las yerbas del campo, ocasionaría muy pocos gastos. También se ha multiplicado mucho en el delta el apercá, pequeño roedor, conocido con los nombres de cuis y conejillo de Indias. Tiene el cuerpo grue- so, de color pardoratonesco, con el vientre blanque- cino, las orejas muy chicas, y carece de cola. Los apereaes se domestican con facilidad y son natural- mente apacibles y mansos; pero no toman cariño a nadie. En estado de domesticidad se han obtenido blancos, amarillos, más o menos leonados o ana- ranjados, matizados de estos colores y de negro, en extremo diferentes de su tipo. Se multiplican con una rapidez asombrosa; la preñez solo dura tres 92 EL TEMPE ARGENTINO. semanas; paren cada dos meses, hasta once hijos cada vez. Se alimentan de toda especie de yerbas, y son muy aficionados a la corteza tierna, de mane- ra que hacen mucho daño en los plantíos de árboles, Puede decirse que el apereá es una verdadera plaga de las islas; pero es muy facil ahuyentarlos y ex- terminarlos por medio de los perros. Son buenos para la mesa, su carne es tierna y gustosa, y se co- men con la piel, pelándose fácilmente como quien despluma un ave. También gusta de estas herbosas márgenes el ciervo, ese rumiante inocente y tranquilo, a par de bello y airoso, con su cabeza adornada más bien que armada de astas ramificadas como los árboles, y que como éstos reverdecen todos los años, des- tinado al parecer para hermosear y dar vida a la so- leda de las selvas. A pesar de la persecución tenaz que sufre de los hombres este timido y apacible animal, no deja de visitar la morada de su letal enemigo durante las horas seguras de la noche, como si quisiese dejar- nos estampados en sus huellas el reproche de rehu- sarle habitar bajo de nuestro amparo, los asilos pa- cíficos de estos jardines de la naturaleza. ¿Por qué hacerles esta guerra de exterminio? ¿Por qué no favorecer la multiplicación de la especie por el in- terés mismo de la industria humana? La carne del cervato y de la cierva es manjar ex- celente; pero la de los machos tiene un gusto des- agradable. Nadie ignora que de sus pieles adobadas se hace un cuero flexible y duradero, los cuernos además de servir para mangos de toda clase de ins- trumentos cortantes, dan por medio de procedimien- id oy EL CARPINCHO, EL QUIYÁ, EL APEREÁ, EL CIERVO. 93 tos químicos espíritus y álcalis de uso muy fre- cuente en la medicina. La famosa cola fuerte de l: China es fabricada con los nervios de todo el cuer- po del animal. + MID + + GMT + + METEO + + AFD + +» A Y» AUD € +» AD Y Y» AUD +» A TNA AAA SAA TA ARTES SS SES SS SS SSSSSSS + MED + + AO + +» SEED + + MID + +» MED + +» MA +» AUD + +» AED >» A CAPÍTULO XIV El tigre o yaguareté Generalmente se considera al tigre como un ani- mal en extremo feroz, de una crueldad invencible, y devorado constantemente por una sed insaciable de sangre. En vano es que todos los observadores inteligentes se hallen contestes en asegurar que aun el verdadero tigre asiático no es más feroz que el león; que sólo acometen acosados por el hambre (circunstancia en que el mismo hombre va más ade- lante, pues se hace antropófago); en vano Buffón y Cuvier han comprobado que el jaguar, tigre ame- ricano O yaguaraté, es menos fiero que la pantera, la onza y el leopardo que rara vez se tiran sobre los hombres, y que para hacerlo huir, no es menester más que presentarle un tizón encendido. A pesar de eso, se considera al tigre como el símbolo de la cruel- dad, y la palabra tigre se ha hecho sinónima de cruel, inhumano, sangumario, aplicada a las perso- nas: aunque con más verdad debía ser a la inversa, por que la crueldad y sevicia del hombre deja muy atrás la de las fieras. ¡Observación dolorosa a par de humillante para la especie humana!: la destructi- vidad del tigre, de la pantera, de la hiena, del chacal, nunca se ejerce contra los individuos de su especie; más la del hombre se desplega a veces con caracteres EL TIGRE O YAGUARETÉ. 95 espantosos, sobre sus semejantes, sobre su propia sangre, sobre sí mismo, pues es el único ser que tiene la funesta prerrogativa del suicidio. Créese generalmente que en el delta no sólo se encuentran todas aquellas especies inofensivas y provechosas para el hombre, sino que también son la guarida de feroces tigres. Esta es una creencia errónea, producida y alimentada por el mismo isle- ño, que se complace en abusar de la credulidad de los puebleros, refiriéndoles cuentos de tigres, cuyas fechorías nunca pasan de haber robado la carne de la ranchada o arrebatado a un perro. En efecto, hay tigres bastante astutos para atra- par un perro cerca del fogón o de la chalana, apre- tándole el pescuezo para que no grite y despierte a sus amos. Todos los habitantes de estas islas y cos- tas están firmemente persuadidos de que estarán li- bres de las garras del yaguareté, siempre que tengan un perro a su lado. A ser cierto la ferocidad que se supone en los tigres, o su abundancia en el delta, serían repetidos los casos funestos entre el considerable número de personas que se hallan en él o lo frecuentan, la 06 EL TEMPE ARGENTINO. mayor parte sin armas para su defensa, y sin más abrigo para pasar la noche, que una débil choza, durmiendo muchas veces al raso. "Tampoco hay te- mor de encontrar tigres en las islas anegadizas. Tan seguros están los carapachayos de que no hay peligro alguno de fieras de ninguna especie en la parte inferior del delta, que sus mujeres andan con frecuencia solas y con sus niños, en pequeñas canoas, internándose por los arroyos, y penetrando a pie por los bosques más espesos, en busca de du- raznos o naranjas. Este hecho, que yo he presen- ciado muchas veces, es la prueba más concluyente contra la existencia de los tigres en esta parte dei delta. Digo expresamente en esta parte, porque es indudable que en la parte superior y demás islas, río arriba, y aun en toda la costa firme, los hay, aunque en corto número. La causa por que no se encuentran en las islas inferiores, es la misma que se opone a la propagación de otras especies de cua- drúpedos que no sean anfibios; es la frecuencia de las inundaciones que en pocos días los ahuyenta- rían, y ahogarían a sus cachorros. Esto no impedirá que de tarde en tarde cruce por el bajo delta algún tigre de los que se alejan de sus guaridas, huyendo de los cazadores, o bien encarni- zado él mismo en perseguif su caza. Menos rara que en las islas es en las poblaciones de la costa la presencia de algunos tigres desgaritados. Las ciu- dades de Santa Fé, Montevideo y Buenos Aires han tenido algunas veces esos huéspedes; pero ellos no vienen de las islas, sino de los montes y pajonales de tierra firme, donde no hay inundaciones que los molesten y donde tienen ganados para su alimento. Con el aumento de la población se van haciendo más raras estas visitas, y como hemos dicho antes, los EL TIGRE O YAGUARETÉ. . 97 'yaguaratés o tigres del bajo Paraná, lejos de atacar al hombre, evitan cuanto pueden su encuentro. Así que, no es raro encontrar isleños que han enveje- cido en los montes sin haber visto jamás un tigre, aunque muchas veces hayan visto sus recientes huellas. La facilidad con que se amansan y familiarizan estos cuadrúpedos, es otra prueba de que no son tan feroces como se cree. Si no fuese por el rece- lo que inspira la presencia de un animal tan fuerte y tan temido, no sería necesario tener en jaula ni aun atados los tigres bien domesticados. He conocido uno comprado por mi padre en San- ta Fé, tan manso y tan dócil, que cualquiera lo ma- nejaba con un cordelito, y nunca se le tuvo enjau- lado ni se le cortaron las uñas ni los dientes. Era adulto y de gran tamaño; se dejaba manosear por todos los de la casa; una negra que lo cuidaba, solía retozar y revolcarse abrazada con el tigre, como pu- dieran hacerlo dos perrillos juguetones. Habiéndose trasladado mis padres a Buenos Aires, el yaguara- té, como miembro de la familia, fué también de los del equipaje. Cuando desembarcamos, el tigrazo iba en un carro junto con la negra, mirando con in- diferencia la muchedumbre de curiosos que lo se- guían por las calles de esta ciudad. Yo que marcha- ba al lado del convoy. iba diciendo para mí: Ahora se convencerán todos éstos, de que no es tan bravo el tigre como lo pintan. Otro caso notable de domesticidad, entre otros muchos que podría referir, es el de un tigre que había en Coronda (villa de Santa Fe), tan suma- mente manso, que solían dejarlo suelto por el ejido, 7 — Tempe 98 A EL TEMPE ARGENTINO. y consentía que los muchachos del pueblo cabalga- sen sobre él. Este extremo de mansedumbre es muy Írecuente en nuestros leones o coguares; en el cole- gio de Monserrat en Córdoba teníamos uno en li- bertad, más manso que una oveja. Después de estos hechos, no me sorprendí al leer en Cuvier, que en París, en la casa de fieras, había un tigre americano tan manso, que se allegaba a recibir los halagos de las personas que lo iban a ver; y también encontré muy creíble el caso curio- sísimo referido por Humboldt, que copiaré aquí por- que corrobora mi opinión sobre la indole de los ani- males de nuestro delta. “Algunos meses antes de nuestra llegada, un ti- gre que creían joven, había herido a un niño que jugaba con él; me sirvo con seguridad de una ex- presión que debe parecer extraña, habiendo podido verificar en los mismos lugares unos hechos que no son sin interés para la. historia de las costumbres de los animales. Un niño y una niña de ocho a nue- ve años, ambos indios, estaban un día sentados en la yerba cerca de la villa de Atures, en medio de una sabana que nosotros hemos atravesado muchas veces. Sobre las dos de la tarde, un tigre sale del bosque, se aproxima a los niños dando saltos al re- dedor de ellos y ocultándose, unas veces entre las altas gramíneas, y saliendo otras con la cabeza baja y el cuerpo arqueado a la manera de nuestros gatos. El muchacho ignoraba el peligro en que se hallaba, pero pareció conocerlo en el momento en que el ti- gre le dió algunas manotadas sobre la cabeza, que, aunque leves en el principio, fueron sucesivamente más fuertes. Las uñas del tigre hieren al muchacho, y la sangre corre de las heridas; la niña entonces toma una rama de un árbol y castiga al animal que EL TIGRE O YAGUARETÉ, 99 huye inmediatamente. A los gritos de los niños acu- den los indios y ven al tigre retirarse dando brincos, -sin dar muestras de ponerse en defensa. Nos traje- ron el niño herido, que parecía inteligente y des- pejado. La garra del tigre le había arrancado la piel por bajo de la frente, y hecho ctra herida encima de la cabeza.” El mismo escritor ha observado que en ciertos parajes es mayor la voracidad y la actividad de la ponzoña de los insectos, así como la ferocidad en las clases de los más grandes animales. Pone, por ejemplo, el yacaré, o caimán, que persigue a los hombres en la Angostura; mientras que en la Nue- va Barcelona y en el río Neverí (y yo añado en el río Paraná) se baña el pueblo tranquilamente en medio de estas reptiles. Los tigres de Cumaná, del istmo de Panamá y del Paraná, son cobardes en comparación de los del alto Orinoco y el Paraguay. Los indios saben muy bien que los monos de tal'o cual valle se domestican fácilmente, mientras que otros individuos de la misma especie, tomados en otros parajes, son indomesticables. Sería inútil hacer la descripción del hermosísimo pelaje del yaguareté, igual al de la pantera. No hay uien no haya visto su piel (el cuero del tigre), con azón tan estimada como objeto de lujo, y que por u escasez no vale menos de una onza de oro en el 4 100 EL TEMPE ARGENTINO. ceres. El inseparable caballo para buscar y perse- guir al yaguareté, algunos perros para descubrirlo y provocarlo, un chuzo corto y una daga para matar- lo, es todo el equipo y armamento del que va a lu- char con el animal más vigoroso y feroz del Nuevo Mundo. Por muy dichoso se tendría nuestro intré- pido cazador, y muy pronto cubriría su corcel de chapeados y jaeces de plata, si encontrase un tigre siquiera cada día, pues que su valor y su pericia le dan la seguridad de darles caza y acogotarlos a mansalva; pero está ya muy rara la especie en el bajo Paraná, y no hacen frente al hombre sino cuan- do se ven hostigados por los perros. Entonces el im-' pertérrito cazador, echa pié a tierra, se adelanta hacia la fiera, espera que se abalance, y si no arre- mete contra ella hiriéndola con su chuzo, y si éste llega a fallar, hace uso de la daga, dándole golpes certeros y mortales para no desgarrar la valiosa piel. Más de una vez, buscando las emociones del subli- me espectáculo de esta lucha, he cometido la impru- dencia de acompañar al cazador de tigres; pero mi adversa o favorable suerte rehusó cumplir mi inten- to temerario, pues no dimos con ninguno, a pesar de haber hecho largas excursiones a caballo, duran- te días enteros y con buenos perros de pista, por la dilatada isla de Santa Fe, entonces inhabitada y montuosa. DAR CAPÍTULO XV El ocelote y el micuré Fuera del yaguareté, que, como se ha visto, no es más que una visita rara en el delta, creo que no hay en él más cuadrúpedos carniceros, que el ocelote y la sariga o micuré, impropiamente llamado gato montés, y comadreja. El primero, se encuentra en todo el continente, es animal nocturno que hace la guerra a los pequeños mamíferos y a las aves. La segunda, nocturna también, es del cuerpo de un gato, y de color rojo acanelado, con el vientre de un blanco amarillento. Tímida e inofensiva, se domes- tica con facilidad; tiene la astucia de la zorra, al grado de sufrir las más crueles heridas sin chistar, fingiéndose la muerta, hasta que echando de ver que sus perseguidores se han alejado, se arrastra como puede hasta su cueva. Es el corsario de los nidos, buscándolos de noche sobre los árboles, sabe sor- berse los huevos de gallina, haciéndoles al efecto un pequeño agujero; se regala con los pollos y chupa la sangre a las cluecas, cuando puede atraparlas al descuido; también hace daño en las huertas, porque come de todo, siendo notablemente aficionada a las uvas. 102 EL TEMPE ARGENTINO, e > Para comer hace uso de sus manos que son bas- tante parecidas a las del mono, y también se sienta y hace sus monerías como éste. Tiene una cola muy larga, prehensil, que le sirve para asegurarse en las ramas de los árboles y para sostener y llevar a los hijos, ya grandezuelos, sobre su espalda, enroscan- do ellos sus colitas en la de la madre. Una particularidad sorprendente distingue este animal de todos los demás de la creación: tiene un segundo seno externo donde acaban de desarrrollar- se los fetos después de salir prematuramente del seno interno. Los naturalistas han visto en este fe- nómeno una doble gestación, y en su consecuencia han clasificado estos mamíferos con la voz dideltos (dos úteros), llamándole también marsupiales o animales con bolsa. Ese segundo seno de la hembra es un ancho bol- sillo que tiene en el bajo vientre, formado de su mismo pellejo, que cubre las mamas, cuyos pezones son de una forma singular: muy delgados, filifor- mes, puntiagudos y excesivamente largos, como de dos pulgadas. A los pocos días de preñez la sariga pare, o más propiamente aborta, y hace pasar los hijos a su bolsa o bolsillo. | Para efectuar esto, la madre, llegado el trance del parto, se encorva hacia adelante a fin de que uno de sus largos pezones penetre en el conducto sexual; allí apoderándose de él el pequeñuelo, nace pren- dido y pasa a la bolsa; s así sucesivamente los seis u ocho de cada gestación se van trasladando al nuevo seno o bolsillo, donde permanecen asidos de las mamilas sin soltarlas durante muchos días. Des- pués, empiezan a salir, a comer o a solazarse, vol- viendo cuando quieren al abrigo de la bolsa. Este pezón tragado por la sarigiela, siendo de 3 3 EL OCELOTE Y EL MICURÉ. 103 mayor longitud que ésta, es probable que atraviese su estómago y penetre en los intestinos para trasmi- tirle directamente el jugo alimenticio sin previa elaboración estomática; trasmisión que no se efec- tuará por medio de la succión, sino por un procedi- miento análogo al del cordón umbilical para la nu- trición del feto humano. Aunque la sariga se domestica fácilmente, es re- pugnante por su fea figura, con su hocico agudo, su boca hendida hasta cerca de los ojos, su cola de ví- bora y su cuerpo que parece siempre sucio, con el pelo áspero, sin lustre; y más todavía por el tufo que despide. Su nombre guaraní, micuré, significa hediondo. Pero todo eso se podría soportar, con tal de poder estudiar observando de cerca ese raro modo de amamantar los hijos, de llevarlos consigo, y se puede decir, de educarlos; lo que es un ejem- plo singular en la naturaleza, así como es singular 104 EL TEMPE ARGENTINO. y diferente de todos los animales cuadrúpedos la conformación de los órganos de la generación, que son duplicados, tanto en la hembra como en el macho. Vemos que las madres de todas las especies, cu- yos hijos no pueden andar en su primera edad, los abandonan y dejan solos todo el tiempo que ellas diariamente ocupan en buscar el alimento; más la amorosa sariga no solamente los lleva en la falda, mientras son ternezuelos, sino que, aun mucho des- pués de su destete, anda por todas partes con su pesada carga. Ellos constantemente en el regazo o inmediatos a la madre, el paso que participan de las presas que ésta hace, aprenden de ella a buscar la vida, a conocer a sus enemigos y evitar los peli- gros. Es un curioso y tierno espectáculo el que nos ofrece la sariga en los solícitos cuidados que pro- diga a su familia. Vésela siempre alerta, en tanto que las sarigiielas se entregan confiadamente al re- tozo propio de su tierna edad, aunque muy obe- dientes y listas para correr a meterse en la bolsa al primer aviso de la madre. Al verla triscar con sus hijitos, acariciarlos con mil monadas, llamarlos cuando se alejan y vigilarlos con afán, no parece si- no que obrara a impulsos del más entrañable amor maternal. Esta buena madre lleva su ternura hasta la abnegación, exponiendo su vida, y aun dejándose sacrificar cuando vé a sus hijos en peligro, espe- rando impávida que todos se refugien en su seno, antes de emprender la fuga. Jamás el genio de la poesía, que ha querido algu- nas veces relevar la inteligencia de los animales, realzar su sensibilidad y ennoblecer sus afecciones aproximándolas a las del hombre, jamás habrá po-. pit y. . li - EL OCELOTE Y EL MICURÉ. 105 dido ser tan fácilmente seducido, cual lo sería al presenciar los cuidados de la sariga madre, y todas las circunstancias que acompañan a la crianza de sus hijos. Por fecunda que fuese la imaginación del poeta, imposible le sería hermosear la pintura de este sentimiento maternal con más encantos que los que la naturaleza nos presenta en este cuadro. BR Seas CAPÍTULO XVI Peces, tortugas Al oir hablar de tigres y panteras, la imaginación se transporta al centro de las fragosas selvas; ve las fieras que las pueblan, las víctimas que huyen des- pavoridas, o que lanzan con su sangre los últimos gemidos; oye los vientos que silban por entre el tupido ramaje, los troncos que rechinan en su roce, los rugidos lejanos de la pantera; y en medio de esa soledad, de esos riesgos y horrores, admira la noble y austera figura del rey de la creación, sobre el potro que ha sometido, acompañado de los leales mastines que van a compartir con él los peligros de la lucha con el más fuerte y altivo de los tiranos del bosque; todo lo que infunde pavor y tristeza se apo- dera vivamente del alma, la conturba, la acongoja. Mas al nombrar los habitantes de las aguas dul- ces, los peces de nuestros ríos, sólo escenas apaci- bles y risueñas se pfrecen a nuestra reminiscencia; ríos sosegados que se deslizan mansamente por en- tre márgenes románticas; lagos encantadores colo- cados en valles pintorescos, embellecidos y anima- dos por pajizas chozas que abrigan corazones bue- nos y sencillos. Un día templado y sereno nos con- PECES, TORTUGAS. 107 vida a disfrutar los tranquilos placeres de la pesca; vemos preparativos de redes, nasas, espineles y flexibles cañas armadas de un débil anzuelo, ins- trumentos todos que pueden ser manejados sin fa- tiga ni peligro por las manos delicadas de la mujer y del niño; reuniones placenteras como para una fiesta, un descanso después del trabajo, un objeto de grato pasatiempo; todo lo que en el seno de la hermosura de los campos y en el alborozo que ins- piran, recrea el espíritu y dulcifica las penas del corazón... Y a los que hemos nacido en la márgen de esos ríos; a los que hemos fre- cuentado el laberinto de los canales de su delta; a los que he- mos experimentado desde la infancia el irresistible atractivo de una pa- tria favorecida por la naturaleza, ¡qué agradables y puros recuerdos traen a la memoria! Nos recuer- dan los juegos de la niñez; los goces de la pesca en el arroyo inmediato al hogar paterno; la pacífica la- boriosidad de la familia del pescador, cuya dulce quietud hemos envidiado en los días del infortu- nio... y todavía los ríos de la patria nos prometen para la vejez, quieta e inocente distracción, útiles solaces. Hay variedad y abundancia de peces en todos los canales y arroyos del delta, como para satisfacer todos los gustos; tan distintos en formas, tamaño y color, como en sabores, con la particularidad de ser todos un alimento sano en todo tiempo y sin excep- ción. Sábese que en otros países hay pescados vene- nosos, por ejemplo en la Habana, donde se conoce 108 EL TEMPE ARGENTINO. con el nombre de siguatera el envenenamiento pro- ducido no sólo por las especies conocidas como dañosas, sino por otros que, por causas ignoradas, suelen contraer el siguato o calidad ponzoñosa. Entre el manguruyú, de más de cien libras de peso, el gurubí, de más de treinta, y la mojarra como una sardina, hay para formar un extenso ca- tálogo; mas como no nos hemos propuesto sino dar una muestra de las riquezas del Tempe Argentino, sólo mencionaremos por su hermosura el dorado, que llega a veinte libras, todo recamado de oro y plata, tan brillante dentro como fuera del agua, mucho mayor en tamaño y más ricamente vestido que la dorada, pez doméstico de la Gran China, transportado con tanta solicitud en casi toda la Eu- ropa; los pejerreyes, enormes (comparados con los del Mediterráneo), de color plateado y cuerpo transparente y de una carne que jamás hastía; fi- nalmente por su exquisito gusto, el pacú, también de veinte libras; todos escamosos y de agua dulce. Más de una vez éste y otros varios, salpresados por mí, han podido competir con el mejor bacalao; según el paladar de buenos gastrónomos. Entre los pescados sin escama merece particular mención el armado, por su carne sabrosa, alimenti- cia, sana, sin espinas, y de una consistencia y blan- cura que la asemeja a la carne de algunas aves. Es animal omnívoro y voraz, que se pesca con la ma- yor facilidad, poniendo en el anzuelo aunque sea un pedazo de naranja agria o una flor de seibo. Llega a tener hasta una arroba de peso. En las islas me he regalado con él repetidas veces, guisado con un poco de grasa de vaca y mucha agua, sin más con- dimento que la sal. Todas las personas que han to- PECES, TORTUGAS. 109 mado este plato, lo han hallado apetitoso. De su caldo gelatinoso se hace una suculenta sopa, que tal vez llegaría a competir con la famosa de tortuga, si el arte culinario acertase a prepararla con las espe- cias convenientes. La vitalidad del armado es tan poderosa, que fuera del agua está un día entero sin morirse; y aun después de destripado, desollado, dividido en postas y salado, continúa su carne palpitante dando señales de vida. Algún día la industria sabrá sacar partido de la prodigiosa fuerza vital de los armados, para transportarlos a grandes distancias, y conser- varlos vivos en los mercados, como se practica en Europa con la carpa y en las islas Filipinas con un pescado de laguna llamado dalag, que, rociándolo con agua diariamente, se mantiene muchos días vivo fuera de su elemento. Al observar que el armado abunda en las lagunas que suelen secarse en el verano, y que cuando vuel- ven a tomar agua sin tener comunicación con los rios, vuelve también a aparecer el armado, me in- clino a creer que este pez viaje por tierra como la anguila y otros peces que hacen esas emigraciones; a no ser que pueda esperar dentro del fango, en estado de inedia, la vuelta de las aguas, como tam- bién sucede con otros peces y reptiles. En los pueblos decaídos de la prístina civilización de la familia humana, la pesca y la caza fueron y son aun las primeras industrias que les proporcio- nan el sustento y una ocupación agradable. Pero hay la diferencia entre la caza y la pesca, de que esta última conviene a los pueblos más civilizados, y que, lejos de oponerse a los progresos de la agri- cultura, del comercio y de las artes, multiplica sus felices resultados. 110 EL TEMPE ARGENTINO La labranza como la pesca son los veneros más productivos de riqueza y de vigor para las naciones, y así como deben cultivarse las plantas útiles exó- ticas, para obtener mayores beneficios del suelo, así también deben importarse, para que se propa- guen en las aguas, las especies más estimadas de pes- cados que se encuentran en otros países. Los últimos progresos de la piscicultura hacen sumamente fácil, por medio de la fecundación arti- ficial de los huevecillos, la traslación y aclimata- ción de las especies de los climas más remotos. En- tre tantas que pudieran centuplicar la riqueza de nuestros ríos, sólo citaré la carpa, por la circuns- tancia de ser un pez que, alimentándose de insectos v restos de animales y vegetales, sería muy útil para la limpieza de los cauces y arroyos del delta, que han de necesitar una prolija policia cuando se aumente la población. Fs además un pescado de tanta estimación por su sabrosa carne, que desde el medio de la Europa ha sido introducido y multipli- cado en Inglaterra, Dinamarca, Holanda y Alema- nia. Su fecundidad es prodigiosa, pues en una carpa mediana, según el cálculo de M. Petit, se han en- contrado 342.000 huevos. Vive siglos, adquiere grandes dimensiones, y un peso que llega a cua- renta libras. La carpa es un buen alimento, de fácil digestión; su lechada (laitance) es un bocado deli- cado y sustancioso. El paladar, conocido en el co- mercio con el nombre de lengua de carpa, es muy apetecido y bien pagado. Con los huevos de carpa se hace una salazón co- nocida con el nombre de caviar, muy buscada como manjar exquisito y suculento. La vejiga de la hiel de estos peces proporciona una tinta verde de que PECES, TORTUGAS. 111 se hace uso en la pintura; de sus escamas se hace una cola piscis de superior calidad; y se atribuyen virtudes extraordinarias para la curación de algu- nas enfermedades a una pequeña eminencia del fondo de su paladar, denominada piedra de carpa. Este pescado puede vivir muchos días en la at- mósfera. Por consecuencia de esta extraña facultad, se puede llevar vivo a lejanos mercados, también lo ceban teniéndolo colgado fuera del agua, envuelto en musgo, rociado con frecuencia, y haciéndole tra- gar pan con leche. Bien que en general los peces estén dotados de una fuerza vital muy enérgica, porque en ellos la vitalidad de los diversos órganos no depende tanto de uno o muchos centros comunes como en los de sangre caliente y organización seme- jante a la de los mamiferos, las carpas gozan en grado supremo esa facultad de resistir a las contu- siones y heridas, y por eso pueden sufrir la castra- ción, sin más resulta que engordar más que antes; para lo'cual, sean machos o hembras, les abren el vientre, les quitan los órganos sexuales y les cosen en seguida los bordes de la herida, de que muy pronto sanan. 112 EL TEMPE ARGENTINO. La carpa no puede ser más aparente para nues- tros ríos, pues es de clima templado, de agua dulce, y se cría en los estanques, en las lagunas y en los ríos de poca corriente. Es utilisima para limpieza de las aguas, pues se nutre con insectos y sustan- cias animales y vegetales. Críase también en las la- gunas y en las ciénagas. Este pez, de que se sacan tantos provechos, y que ofrece un abundoso e inagotable lucro por su por- tentosa multiplicación, al paso que por sus hábitos y raras propiedades, inspira el mayor interés al fi- sico y al filósofo, merece también la atención del economista que se preocupa del bien de los pueblos. ¡Dichoso el hombre de Estado y el escritor influ- yente, que con sólo emitir una idea útil, pueden abrir nuevas fuentes de riqueza y prosperidad a las naciones! “¿Y podrá dudarse hoy (dice Lacepede) de la prodigiosa influencia que una inmensa multiplica- ción de peces tiene en la población de las naciones ? Fácilmente debe verse como sostiene esta maravi- llosa multiplicación, en el territorio de la China, a la innumerable cantidad de habitantes que hay allí, por decirlo así, amontonados. Y si de los tiempos presentes nos remontamos a los antiguos, se puede resolver un gran problema histórico; se explica co- mo mantenía el antiguo Egipto la gran población, sin la cual los admirables e inmensos monumentos que han resistido a la acción devastadora de tantos siglos y aún subsisten en aquella tierra célebre, no hubieran podido levantarse, y sin la cual Sesostris no habría conquistado ni las márgenes del Eufrates, del Tigris, del Indo y del Ganges, ni las riberas del Ponto-Euxino, ni los montes de la Tracia. Conoce- PECES, TORTUGAS. 113 mos la poca extensión del Egipto. Cuando se levan- taron sus pirámides, cuando sometieron sus ejérci- tos una parte del Asia, estaba casi tan limitado co- mo ahora por los estériles desiertos que lo circuns- criben por oriente y occidente; y, sin embargo sabe- mos, por Diodoro, que mil y setecientos egipcios na- cieron en el mismo día que Sesostris! Deben pues suponerse, en el Egipto, en tiempo de aquel famoso conquistador, a lo menos treinta y cuatro millones de habitantes. Pero ¿qué gran número de peces no contendría entonces el río, los canales y los lagos de una región en donde el arte de multiplicar estos animales era uno de los principales objetos de la solicitud del gobierno y de los cuidados de cada fa- milia? Fácil es calcular que solamente el lago Me- ris (1) podía mantener más de un billón y ocho- cientos mil millones de peces, de más de diez y ocho pulgadas de largo.” También hay en nuestras islas varias especies de tortugas que ponen en gran cantidad sus exquisitos huevos, que tienen cáscara fuerte, y los hay esféri- cos y elipsoides. Suelen huevar cerca de las casas, como no ha mucho lo hizo una, a diez pasos de mi habitación y a la luz del día, en San Fernando. Por 1, “*Meris”” era un gran lago artificial que comunicaba con el Nilo por un canal, y tenía 70 leguas de cireunferen- cia; extensión que próximamente tendrá la parte dulce del estuario del río de la Plata. Cuando el Nilo, creciendo exce- sivamente, hacía temer algunos estragos, se abrían exclusas que llevaban al lago las aguas sobrantes: y cuando, por el contrario; la inundación no era suficiente, se sacaba del la- go, por medio de sangrías, la cantidad de agua necesaria para regar las tierras. $8 — Tempe 114 EL TEMPE ARGENTINO. manera que, aun en este reptil, cuya estupidez es proverbial, se verifica lo que he observado en la generalidad de los cuadrúpedos y las aves del bajo Paraná y río de la Plata, y es, que aquí son de indole más suave, más familiares y más suscepti- bles de la domesticidad que en otras comarcas. En nuestras ciudades sería muy útil este galápago para librar de sabandijas los jardines, como sirve ya pa- ra la limpieza de los aljibes y pozos de balde. La tortuga es muy fecunda; hay especies en que cada hembra pone anualmente cuatrocientos huevos. Excava un hoyo somero, en paraje limpio donde no alcancen las crecientes; en pocos minutos hace allí su postura hasta sesenta huevos; en seguida los tapa con barro que hace con su orina, y los aban- dona para que se empollen con el calor del sol. Las tortuguillas, desde que salen del cascarón, se dirigen por instinto al arroyo o depósito de agua más inme- diato, y cada una tira por su lado a buscar la vida. He aquí un ser completamente desvalido. Aban- donado por sus mismos padres desde antes de nacer, inerme y estólido, parece destinado a perecer pre- maturamente. Pero no, la Providencia suple por todo para con él; desde su misteriosa incubación, confiada a la acción solar, lo provee ya de una casa ambulante, que le sirve también de fuerte coraza para su defensa; lo hizo apto para vivir en la tierra y en el agua; le acordó larga vida y lo dotó además de una vitalidad extraordinaria; lo ha eximido de la necesidad premiosa del alimento, pues no hay animal más sóbrio y que pueda pasar años enteros sin comer, como se asegura de la tortuga; y final- mente, si no participa de los placeres de la materni- dad, tiene en compensación los de otro goce más PECES, TORTUGAS. 115 vivo, aunque sensual, de una duración sin ejemplo entre los demás seres que se unen por el instinto de la propagación. Así, este huérfano prohijado por la naturaleza, se encuentra en condiciones de exis- tencia más favorable que los otros que ha confiado a la solicitud de una madre, y dándoles armas y sa- gacidad. No es extraño, pues, que sea la tortuga uno de los animales más numerosos en todos los cli- mas que le convienen; ni debe sorprendernos el cálculo que hace Humboldt del resultado de la co- secha de huevos y preparación del aceite que sacan de ellos los Indios del Orinoco, en un corto espacio de terreno y durante. tres semanas. Para obtener en nuestros ríos dentro de pocos años una cosecha tan rica, bastaría transportar una pequeña cantidad de huevos de la fecunda especie del Orinoco, puesto que para la cría de los galápa- gos como para la de los peces, no se necesita el con- curso de las madres después de la huevación. Conocidos son los usos medicinales de la tortuga, cuán apetitosos son los huevos y la carne de algunas especies, notablemente de la tortuga franca de mar, que suministra un alimento agradable y saludable a los navegantes. En Jamaica se conserva este que- _lonio en parques para ser vendido en los mercados, siendo la especie que se remite a Londres, en donde es un manjar gustado y de lujo. Ei caldo de tortuga tiene la fama de ser un poderoso restaurativo de las fuerzas enervadas por los excesos de la sensualidad. Con todo, es preferida por los gastrónomos como un excelente manjar la tortuga de agua dulce, lla- mada trionice feroz, de algunos ríos y lagunas de la América, análoga a la trionice de Egipto que se encuentra en el Nilo y presta grandes servicios en 116 EL TEMPE ARGENTINO. aquella región, devorando los pequeños cocodrilos al salir del huevo. La especie americana tiene la concha flexible, y la cabeza prolongada con el hoci- co parecido al del cerdo. Su propagación en nues- tras aguas dulces, al paso de aumentar los beneficios de la pesca, nos presentaría un nuevo suculento pla- to con que variar los placeres de la mesa. » nn v PA AY a OS OE AE ELIAS ICAA RNAS IN: CAPÍTULO XVII El Camualti La colmena es un jardín de virtudes. Plutarco. Es un destello de la divinidad. Virgilio. Su historia es una serie de prodigios. La Treille. Entre el cúmulo inmenso de las riquezas natura- les que cubren profusamente la faz de nuestro sue- lo hermoso, entre los innumerables, nuevos y bellos objetos que ofrece a nuestra contemplación en los tres grandes órdenes de la creación terrestre, hay uno en nuestras islas, prodigioso, pero ofuscado por la misma sobreabundancia que lo rodea, como la centelleante luciérnaga se pierde entre las estrellas que brillan al través de nuestro diáfano cielo, o como el incomparable picaflor desaparece por su pequeñez en medio de la multitud de lindas y variadas aves que abrigan nuestros bosques. Ese objeto tan pere- grino como ignorado, cuyo nombre es apenas cono- cido, es el CAMUATÍ. 118 EL TEMPE ARGENTINO. He preferido el estudio del camuatí, por lo mismo que yace oculto e ignorado, como se encuentra la virtud entre -el tumulto de la sociedad humana; el camuatí, que bajo un exterior sencillo, tosco, sin brillo, emblema de la modestia que suele acompañar al mérito, encubre cosas admirables, incomprensi- bles. El camuatí es una república de avispas, incógnita todavía en el mundo científico; es una maravilla de las obras de Dios; es una lección elocuente para los hombres. No es mi intento describir ni menos analizar esta obra divina; sólo sí, llamar la atención de los sab:os capaces de comprenderla. Y he recogido algunas pala- bras simbólicas de salud y de vida, que han reflejado hacia mí, al contemplar este espejo de una sabiduría y poder sobrenatural; y me apresuro a comunicárselas a mis hermanos, porque es un deber tan grato el hacer bien a sus semejantes, y mayor y más dulce todavía ser útil a nuestros compatriotas. Desde los más remotos siglos la historia natu- ral de las abejas ha ocupado la atención de los sa- bios. Hubo algunos que emplearon todos los años de su vida en ese estudio; se cuentan por millares los libros y tratados que se han escrito sobre estos in- sectos industriosos, y entre sus autores se notan muchos naturalistas afamados. Pues bien; las avis- pas del camuatí americano son mucho más admira- bles que las abejas de la colmena europea. Desde los primeros pasos de uno y otro enjambre EL CAMUATÍ. 119 se manifiesta la superioridad industrial de aquél sobre ésta. Las abejas no pueden emprender su trabajo si no encuentran una oquedad en los leños o en las rocas, o una colmena preparada por el hombre; pero el camuatí (1) no necesita de abrigo alguno, ni de auxilio ajeno; más ingenioso y audaz, confiado en su habilidad e industria, una ligera rama le basta como punto de arranque para desplegar la idea su- blime de aquel palacio pensil que encierra tantas ma- ravillas. Los habitantes de la colmena, reducidos a un li- mitado recinto, como los hijos de la Europa, tienen que abandonar su patria y errar buscando un nuevo asilo por el mundo. No así los habitantes del ca- muatí, que continúan por muchos años ampliando los términos de su ciudad aérea; y cuando juzgan conveniente dividirse en nuevos Estados consul- tando sus recíprocos intereses, se separan en paz, como Abraham y Lot, y van a fundar otras colonias felices en los dilatados bosques que los redean. Las abejas tienen que emplear el néctar de las flores para hacer sus construcciones, porque de la miel se forma la cera en sus estómagos, secretándo- se por los anillos inferiores del abdomen, sin inter- vención de su industria. Más ecónomos e industrio- sos, los camuatíes no sacrifican, como aquéllas, una parte de su tesoro melífluo para construir su mora- da y sus panales; preparan ellos mismos una pasta idéntica a la del papel, hecha de la albura de los árboles secos, cuyas fibras arrancan, trituran y hu- 1. Llámase indistintamente ““camuatí”” la avispa y el edi- ficio que ella construye. 120 EL TEMPE ARGENTINO. mectan con sus mandíbulas, dándole más o menos consistencia, según lo requiere la arquitectura del edificio. Con este arte singular hallan en todo tiem- po materiales abundantes, cuando la abeja tiene que esperar la estación de las flores para empren- der sus trabajos. Reducido el alimento de la abeja a las frutas, las flores y la miel de su despensa, suele agotársele ésta y padecer de necesidad en los inviernos prolon- gados. Pero el camuatí, que puede y sabe economi- zar sus provisiones, sustentándose con insectos, vive siempre en la abundancia, prestando al mismo tiem- po, como insectívoro, un importante servicio a la agricultura. En cuanto a la organización de estas dos admira- bles sociedades, no me es posible aún formar un paralelo exacto, porque todavía no he hecho un es- tudio detenido de la economía social del camuatí. No obstante, de la igualdad que he observado en todos sus individuos, de la similitud de todos los alveolos entre sí, y de la no existencia de los zánga- nos, se puede inferir que el sistema gubernativo del camuatí es análogo a la democracia, y por consi- guiente es muy aventajado al gobierno de las abejas. Tienen éstas la fatalidad (como muchas sociedades europeas) de alimentar en su seno una clase privi- legiada de ciudadanos que viven sin trabajar, llama- dos zánganos; bien que son de tiempo en tiempo expulsados por el pueblo. El camuatí se compone únicamente de ciudadanos laboriosos, que con su industria y trabajo contribuyen a formar una habi- tación, una provisión y una defensa común, que aseguran el bienestar individual. No es tampoco el gobierno de las abejas un re- EL CAMUATÍ. 121 medo del gobierno monárquico hereditario como se había creído. Es a lo sumo una monarquía electi- va, según se deduce de las observaciones de Schi- rac y de Huber, que consideran a la abeja madre como reima de la colmena. Las abejas crían y prepa- ran para abejas reinas cierto número de larvas co- munes del pueblo, las cuales, por medio de una ali- mentación abundante, se transforman en verdade- ras hembras, en vez de quedar sin sexo como las demás obreras. Hasta cuatro veces en el año las abe- jas eligen nueva Reina; por manera que a cada ge- neración corresponde un nuevo reinado. Al tiempo de la elección se observa en el interior de la colmena gran murmullo e inquietud. La Reina destronada corre agitada de un lado a otro, como si intentase acometer a la nueva electa, pero ésta es rodeada y defendida por el pueblo, hasta que la soberana depuesta se ausenta seguida de sus adictos, y bus- can donde establecerse. Cuando se muere la sobe- rana y falta un candidato para el trono, hay un interregno mientras crían una larva del pueblo para reina. Cuando el supremo Hacedor formó al hombre, dotándolo de la inteligencia y del libre albedrío, parece que quiso dejarle a sus ojos, en la colmena y el camuatí, una lección viva y perpetua del orden social, para que por él se modelasen las sociedades humanas. Pero ¡cuán poco se ha sabido aprovechar de estos divinos ejemplos! No carece de verosimilitud que la colmena del Viejo Mundo haya sido la que inspiró a Platón el ideal de su República, aunque admitiendo la divi- sión de clase o categorías y la esclavitud, porque la luz divina del Evangelio no había llegado aún 122 EL TEMPE ARGENTINO. para disipar los grandes errores de la humana polí- tica. Empero en el nuevo mundo tuvo el hombre un modelo más acabado en la república del camuatí, y una inspiración más pura en la religión para esta- blecer la sociedad sobre la base de la fraternidad y | mancomunidad, como en aquellas colmenas de hom- bres de las reducciones guaraníes, tan celebradas, que florecieron en la misma patria del camuatí. ¡ Admirable combinación de voluntades, esfuerzos e interés, que da por resultado el orden, la paz, la seguridad y la abundancia para todos! Economía social, por cierto muy superior a lo general de la civilización humana, donde abandonados los indivi- duos la sus impulsos aislados y necesariamente in- coherentes, se ponen en choque unos con otros los intereses privados, y el interés individual en oposi- ción con el interés colectivo. En el camuatí, del con- curso armónico del trabajo de todos, resulta la ma- yor suma posible de comodidades y riquezas, de que participan igualmente el pequeñuelo, el anciano y el enfermo, no teniendo ningún individuo por qué in- quietarse por su futura suerte ni por la de su des- cendencia. El camuatí, como la abeja y otros insectos de este orden, está armado de un aguijón ponzoñoso, que siempre lo emplea para su defensa y nunca como agresor. Conocida está la triste condición de las abejas europeas, condenadas a trabajar para sus amos. ¡Miísero pueblo, cruelmente sacrificado a la codicia de los mismos a quienes enriquece! (1). Nuestras avispas, injustamente conceptuadas por 1. En Europa es muy general entre los colmeneros la cos- tumbre de matar las abejas para sacar los panales. Za ed e - + dla EL CAMUATÍ. 123 malignas y feroces, son de la indole más noble, pa- cifica y sociable. Yo he traído más de un camuatí de los montes silvestres del Paraná, lo he colocado cerca de mi habitación, y al punto han continuado las avispas sus trabajos, reparando algunas lesiones que había sufrido exteriormente en el transporte; y mil veces me he puesto a mirarlas trabajar a dos pasos de distancia, sin que jamás hayan intentado ofenderme. Por el contrario, parece que sensibles a mi afecto, ha venido uno de sus enjambres a si- tuarse en un peral inmediato a mis ventanas, a seis pasos de distancia, construyendo al alcance de la mano una magnífica colmena, donde han podido ob- servar de cerca sus trabajos todas las personas que han visitado mi quinta de San Fernando. Se muestran tan familiares y confiados, que be- ben en nuestros mismos vasos, y se paran sobre las flores y las frutas que los niños tienen en sus ma- nos. Muchas veces cuando he visto al camuatí afa- nado-en arrancar las fibras de un tronco seco para preparar su pasta, lo he tocado impunemente con el dedo, sin que por eso abandonase su tarea; un tenue estremecimiento del insecto manifestaba, no sé si su temor o su contento, pero su ira no seguramente. ¡ Y éstos son los animales odiados y tenidos por perversos! Los camuaties sólo hacen uso de sus armas en defensa de su vida, de su propiedad y de su pueblo. ¡Desdichado del que quiere ofenderlos, del que lle- gue a conmover su edificio, o a perturbar su sosie- go! Entonces cada uno de estos pequeños insectos se convierte en un guerrero temible. Sin aprecio de sus vidas, sin mirar si el enemigo es poderoso, se arrojan sobre él en veloces torbellinos; lo acosan, lo 124 EL TEMPE ARGENTINO. nieren, lo persiguen con encarnizamiento, hasta po- nerlo en fuga y dejarlo escarmentado para siempre. Así es como se defiende lo que se ama; y los que quieren tener patria y libertad, así es como deben defenderlas. 24) a UA ; Dada 1 A 5 A ad y mt: e AUTE hdr CAPÍTULO XVII Continuación del camuati La geometría les ha dado su regla y su compás Quintiliano., Detrás de las cortinas está el sublime artista. Bonnet, Camuatí es palabra del guaraní, que significa: avispas reunidas amigablemente. Sólo un idioma tan hermoso y expresivo, tan sencillo y filosófico como el guaraní, pudiera comprender tantas ideas en tan breves y suaves sonidos, y encerrar en el nombre de una cosa más notables atributos. Esta avispa es mucho más pequeña que la abeja doméstica, pues sólo tiene seis líneas de largo, y poco más de una de grueso. Su cabeza es abultada, su color negro con una pinta amarilla, cuadrada, en la espalda, entre el nacimiento de sus alas color café. El abdomen, que es igual a su cuerpo, se une a éste por una cintura filiforme. Su figura es más esbelta y graciosa que la de la abeja, y no tiene el vello que tanto afea el cuerpo de ésta. Tal es el in- secto que vive como la abeja en sociedades nume- rosas, bajo de ciertas leyes; que provee a su subsis- 126 EL TEMPE ARGENTINO. tencia y la de su familia por medio del trabajo; que construye sus ciudades pendientes de un árbol, mu- radas y techadas; compuestas de grandes caseríos, con sus calles y sus plazas. S1 al más sabio geómetra o ingenioso arquitecto se le propusiese el problema de formar el mayor número posible de viviendas, en el menor espacio, con la mayor solidez y el menor gasto de materiales y trabajo, consultando también la mayor comodidad y seguridad de sus moradores, y bajo un plan que pueda continuarse indefinidamente según el incre- mento de la población; tal vez alcanzaría su ciencia a resolverlo satisfactoriamente, y si lo consiguiese, no podría ser otra la solución, que el camuatí. Sería necesario ocupar un gran volumen para ex- poner toda el «arte, toda la habilidad, toda la sabidu- ría con que está trabajada esta obra maravillosa; arte, habilidad y sabiduría, que, sin duda, no están en el insecto que la ejecuta. Me limitaré a hacer una breve descripción que, aunque defectuosa, ten- drá siquiera el mérito de la relación del primer vía- jero que visita un país desconocido. El camuatí en su exterior es semejante a la col- mena de los antiguos y a la que, después de mil en- sayos, ha adoptado y descripto Lombard moderna- mente; de lo que resulta, que el ingenio del hombre no ha podido encontrar para morada de la abeja, una forma más adaptable que la que ofrece el ca- muatí. Es un cono truncado, con su cúspide hemis- férica, se asemeja a una campana colgada, pero la base es inclinada y convexa. El tamaño del edificio, varía según el período de su construcción ; los hay hasta de tres pies de altura y dos de diámetro. También varían mucho las rela- ciones geométricas entre su elevación y la amplitud CONTINUACIÓN DEL CAMUATÍ. 127 de la base, según lo más o menos numeroso de los enjambres; pero en todos los camuatíies es casi igual el diámetro del techo o bóveda, que es de diez a doce pulgadas. Cerca de la base, en la parte más elevada del declive de ésta, tiene una abertura de dos o tres pulgadas, resguardada por un techo sa- liente abovedado; éste es el atrio o portal del edi- ficio. Todo el exterior del camuatí está erizado de gruesas y cortas púas romas que defienden las pa- redes contra el choque de las ramas de los árboles y el rozamiento producido por la contínua oscila- ción de aquel palacio colgado. Antes de pasar al interior del camuatí, haré cono- cer el material de que es formado. Reune éste tan- tas y tan buenas condiciones que, después de bien examinado, no puede la imaginación concebir una cosa más adecuada para su destino. Ya se ha dicho que ese material es una pasta como papel, hecha de la albura o primera madera que se halla bajo la cor- teza de los árboles: y es precisamente la misma de que era fabricado en la China el primer papel que se conoció en Europa no hace muchos siglos. ¡Inven- ción admirable, que tanta parte ha tenido en los pro- gresos de la civilización y de las ciencias! ¡Ojalá los hombres la hubieran podido aprender de las avispas algunos miles de años antes! No podían las avispas haber elegido una sustancia más abundante en toda estación, ni más fácil de transportarse "por su levedad. La cera, además de ser pesada y fusible, necesita pasar por una elabo- ración de veinticuatro horas en el segundo estóma- go de la abeja para ser secretada; mas el camuati prepara al aire libre su pasta papirácea en pocos instantes. 128 EL TEMPE ARGENTINO. Para construir su colmena colgada en una rama, como le era utilisimo para mayor seguridad de sus riquezas y otras muchas conveniencias, necesitaba emplear un material que reuniese las calidades de fuerte y liviano; y estas propiedades reune en alto grado la pasta del camuatí. Y es por su naturaleza susceptible de muchas modificaciones: para el forro de la fábrica las obreras la hacen compacta y tenaz; para la cuna de los hijos, muelle y flexible; es impe- netrable a las lluvias; es mal conductor del calórico para que se conserve la buena temperatura interior impidiendo el efecto, tanto del frío como del calor exterior; y finalmente es inodora e insípida, para que no incomode a los habitantes ni altere el sabor y aroma de la miel. La misma contextura fieltrosa de esta admirable preparación, tiene una relación muy inmediata con la conservación del edificio, del tesoro que encierra y de la salud de las avispas. Al través de aquellas porosas paredes se escapan los vapores y emana- ciones perniciosas que en las colmenas ocasionan el - enmohecimiento de los panales, las enfermedades y mortandad de las abejas. ¡Qué singulares analogías se encuentran entre la colmena europea y las ciudades de Europa, y entre la población del camuatí, colmena americana, y las poblaciones de América! ¡ Aquéllas, todas dolorosas; éstas, todas venturosas! ¿Qué son sino unas colme- nas infectas esos desordenados montones de casas sobre casas, aislados de la naturaleza, donde una in- mensa población bulle, ansiosa de vida en un foco de muerte? Nuestras simétricas ciudades con sus an-- chas y rectas calles, sus espaciados edificios, sus jardines y arboledas, gozan de las condiciones hi- giénicas del camuatí. Imitemos también la prolija CONTINUACIÓN DEL CAMUATÍ. 129 limpieza de este insecto, pues que el aseo es uno de los primeros requisitos para la sanidad, y jamás se- remos visitados por las epidemias que diezman con írecuencia las colmenas y las ciudades del antiguo mundo. Más esa infeliz coincidencia resultará más, cuan- do nos internemos en esta nueva Pompeya, encu- bierta por tantos siglos a los ojos de los hombres. La esfera, además de ser la más bella de las for- mas, es la que con menor superficie encierra mayor espacio, y la que tiene más solidez con menos mate- rial; tal es la figura del camuatí el primer año de su construcción. Pero no son estas solas las condi- ciones que se requieren en la obra: no le conviene al arquitecto continuarla en la misma forma esfé- rica, porque cada año, ensanchándose el edificio con el aumento de enjambre en el verano, tendría que trabajar un nuevo techo y cubrir una gran superfi- cie con un muro sólido para pasar el invierno. No toca, pues, en los años subsiguientes, la parte supe- rior del edificio, sino que, partiendo de la mitad del globo ya construído, continúa hacia abajo la obra con progresivo ensanche, dándole la forma cónica que es, después de la esférica, la que ofrece mayor ámbito y firmeza. Con este plan ingeniosísimo se concilian y combi- nan todas las ventajas desiderables, el fácil escu- rrimiento de las aguas, por la declividad de todas las superficies; la fortaleza del techo, por su con- vexidad; la mayor resistencia en las paredes, por su hechura circular, y la ampliabilidad indefinida del edificio en proporción del aumento de sus habi- tantes. 9 — Tempe 130 EL TEMPE ARGENTINO. El comenzar la obra por el techo tiene también muchas ventajas; la principal es, que todas las obras nuevas y los trabajadores estén siempre a cu- bierto; y cada año, a la entrada del invierno, no tie- nen más que reforzar la capa inferior, para que toda la construcción quede asegurada. Mil observaciones pueden hacerse en favor de la forma exterior del camuatí, y todas nos conducirán a asegurar que se- ría muy difícil, sino imposible, dar más perfección a la colmena argentina. Empiezan las avispas su edificio abrazando con la pasta papirácea cuatro o seis pulgadas de una rama delgada, de las más horizontales, y desde allí ex- tienden la cúspide de la campana que ha de servir de techo. En el interior o cielo de esta bóveda hacen el primer panal en forma de una taza pegada por su borde al techo, con las celdillas por la parte in- ferior, de modo que todas quedan boca abajo. A me- dia pulgada de distancia, hacia abajo de este primer panal, construyen el segundo, de igual forma, pero algo mayor. Continúan en este mismo orden, agregando panal bajo panal, en capas paralelas cada vez más gran- des, extendiendo y ensanchando al mismo tiempo la pared exterior, a la cual van adheridos en dispo- sición casi horizontal. Según se va agrandando el ca- muatí, van tomando los panales una dirección más oblicua, que va siempre en aumento. Estos panales pueden considerarse como los diferentes pisos del edificio. A cada panal le dejan una abertura arri- mada a la pared, y todas estas puertas se comunican en linea recta, de abajo arriba, formando una gale- ría, que es el pasadizo o la calle principal interior, desde la puerta exterior o el portal, con su corres- pondiente sobrado que lo defiende de las lluvias. CONTINUACIÓN DEL CAMUATÍ, 131 Cada año hacen un portal nuevo y cierran el del año precedente. Contando estos portales tapiados, se puede saber el número de años que han trabajado las avispas. He visto hasta ocho portales en un ca- muatí. Los panales tienen alvéolos solamente por la par- te inferior; la superficie superior queda escueta co- mo un patio cubierto que tiene por techo el caserío del panal de arriba, y sirve de techo al panal de aba- jo. La curvatura e inclinación de los panales les da más fuerza para sostener el peso de la miel y de la cría; y la posición vertical e inversa de los pa éolos es muy conveniente para la limpieza y conservación de la miel sin cristalizarse. El dejar sin celdillas la superficie superior de los panales, debe ser también con el objeto de tener por donde transitar sin interrumpir a los trabajadores, ni andar sobre la miel y los hijos; comodidad que no ofrecen los panales de la colmena. Los camuatíies dan a sus celdillas la misma forma exágona de las de la abeja; cada celdilla tiene seis lados o paredes correspondiendo cada pared a cada una de las seis celdillas circundantes: pero el fondo de las del camuatí no es anguloso como el de las de la colmena, sino redondeado para mayor comodidad de la tierna prole. La arquitectura apiaria, que ha sido y es el asom- bro de los geómetras y arquitectos, es más artifi- ciosa y admirable en la colmena que en el camuatí, en cuanto a la disposición de la base de los alvéolos, porque la abeja, haciendo dobles sus panales (es decir de dos capas o camadas), de modo que los alvéolos se tocan por sus fondos, ha adoptado una traza admirable para ganar espacio y economizar materiales. 132 EL TEMPE ARGENTINO. La avispa del camuatí, como que dispone de ma- teriales abundantísimos, ha consultado más su co- modidad que la economía, construyendo sus panales sencillos (esto es, de una sola camada de alvéolos), y por consiguiente no necesita dar a los fondos la forma angular, y ha preferido hacerlos cóncavo- convexos, configuración indudablemente más a pro- pósito para la cuna de las larvas. Los alvéolos o celdillas del camuatí todos son sensiblemente iguales, sin que se note uno solo que pueda decirse destinado para alojamiento de una reina, o de un zángano, como sucede en la colmena, donde se encuentran algunas celdillas de doble ta- maño para las larvas de las presuntas reinas. - El forro o pared exterior del camuatí es grueso y compacto como un cartón fuerte, con mayor espesor y solidez en su techumbre. Para hacer la habitación más abrigada, con ahorro de tiempo y materiales, las avispas han aplicado hábilmente aquella propie- dad del aire de ser mal conductor del calórico. Para ello han establecido contra el techo, por la parte de adentro, un sistema de cavidades, formado con ho- juelas dispuestas en formas de escamas, o cubiertas con cielo raso, de modo que entre éste y el techo queda interpuesta una capa de aire. Por este medio se preserva. completamente el edificio del ardor del sol en el estío y del efecto de los hielos del in- vierno. Sería necesario hacer una larga y difusa relación para detallar todas las particularidades que se ob- servan en el interior de un camuatí. En todas ellas surge ostensiblemente la idea de la utilidad, que envuelve en sí las de seguridad y de comodidad, así como la economía de tiempo y de trabajo; y CONTINUACIÓN DEL CAMUATÍ. 133 todo esto obtenido siempre por medios tan ingenio- sos y sencillos, que no puede menos de reconocerse allí la obra de una alta sabiduría. La serie de prodigios de que se forma la historia del camuatí empieza desde su cuna. Luego que las avispas han dado principio a las paredes de los pri- meros alvéolos, deponen un huevecito en el fondo de cada celdilla empezada, del cual sale un gusanito o larva, sin más miembro que su cabeza apenas perceptible. Mientras las obreras adelantan los al- véolos, otras avispas se ocupan en alimentar a su informe prole. A los veinte días de este afán, cuan- do las larvas están crecidas del tamaño de las avis- pas, cierran éstas las puertas de sus celdillas con una cubierta abovedada. Entonces la larva se forja un capullo de una película sutil, y permanece inmó- vil y sin alimento en aquel secreto encierro. Allí se efectúa de un modo misterioso su transformación en avispa, pasando primero por el estado de crisáli- da en que se perciben ya algunos lineamentos de su futura conformación. Esta metamorfosis, incomprensible a la razón hu- mana, se opera en seis días en la crisálida del ca- muatí, al paso que hay otros insectos que permane- cen meses y aun años enteros en aquella completa inmovilidad e inedia. Llegado el momento de su libertad, rompe la joven avispa la puerta de su pri- sión, sepulcro o cuna, y sale a gozar de una nueva vida. dotada ya de la misma habilidad e industria de sus progenitores. Las generaciones se suceden con mucha rapidez; se aumenta prodigiosamente la población, trabajan todos con actividad; ensanchan a gran prisa su ciu- dad; y cuando se aproxima el invierno, se apresu- 134 EL TEMPE ARGENTINO. ran a llenar sus almacenes de provisiones para la rígida estación. Estas consisten en la miel, producto de una breve elaboración del néctar de las flores en un órgano especial del insecto. La miel del camuatí me parece superior a la de la abeja, e indudablemente la podemos obtener más pura, porque no teniendo olor ni sabor alguno los vasos que la contienen, no la pueden privar de su perfume ni comunicar ninguna cualidad extraña, como sucede a la miel de las abejas, a causa de la cera de que son formados los panales. ¡No sé qué especie de sensación tan agradable se experimenta, al tener uno en la palma de sus manos uno de aquellos hermosos panales esféricos del ca- muatí, rebosando de nitidísima, cristalina miel! Sea que nos lisonjee la idea de que todo aquel dulce peso que gravita en nuestras manos es puramente de la miel, pues el vaso que la contiene es tan tenue, tan leve, tan aéreo; sea que encante nuestros ojos la vista de aquella superficie, en que con perfecta simetría se diseñan los alvéolos como el engaste de una joya de diamantes; o sea la satisfacción de admirar tan de cerca una obra tan maravillosa, y ser dueños de tan espléndido regalo de la naturaleza; o sea, en fin, que aquel contorno esférico, la más her- mosa de las formas, despierte en nuestro pecho vo- Inptuosas simpatías: lo cierto es, que es sumamente delicioso; contemplar uno en la palma de sus manos el primoroso panal del camuatí rebosado de exqui- sita miel hiblea. Todo en él nos convida a llegarlo a nuestros labios, a aspirar su aroma, a gustar y pala- dear aquella limpida ambrosía que se nos ofrece en forma sólida, como un refinamiento del placer, para disfrutarla con más comodidad y deleite. CONTINUACIÓN DEL CAMUATÍ. 135 ¡Bendita sea la Divina Providencia! Ella ha man- dado al mundo esta muchedumbre innumerable de pequeños obreros para que se empleen en la reco- lección de una abundante y preciosa mies, que sin esto sería perdida por el hombre! Las flores sin número que realzan con mil colores y dibujos el manto de la naturaleza; las flores des- tinadas para decorar la mansión del hombre, pues que sólo él sabe gozar de su hermosura y su fra- gancia; esas flores, tan bellas como efímeras, en- cierran en sus cálices el dulce néctar que el camuatí atesora en sus maravillosas fábricas. ¿Qué cosa her- mosa puede haber que no encierre en sí algún bien? Mas la hermosura que no promete sino un fugaz deleite, es una flor sin néctar. Las virtudes y los talentos en la beldad, son cual la miel en el her- moso panal del camuatí. - Ni la mujer fué destinada a brillar solamente en su juventud pasajera, ni las flores fueron hechas con sólo el objeto de ostentar su fugaz belleza. Ellas tienen un alto y sublime destino: en las flores tam- bién se verifica el más estupendo de los arcanos de la naturaleza, la obra de la generación. En ellas tie- nen las plantas su tálamo nupcial. Sus formas bellas, su brillante colorido, sus variados matices, los per- fumes de sus pétalos, el almíbar de sus nectarios, todo concurre para hermosear su himeneo misterioso. Los melíferos camuaties son los convidados a estas secretas bodas; y no sólo presencian aquel tierno consorcio que asegura la fecundidad de la tierra y el sustento de los vivientes, sino que ellos también contribuyen a estrechar el amoroso enlace. Introducidos en las corolas, hacen desprenderse el polen fecundante; y establecida así la comunicación 136 EL TEMPE ARGENTINO. entre los estambres y los pistilos, que son los órga- nos de la reproducción en las plantas, se asegura y abrevia la fecundación de los granos y frutas que han de perpetuar las especies vegetales y ¡alimentar innumerables seres. Es la avispa también la que transportando el polen de unas especies a otras, contribuye a la producción 33 a de las plantas híbridas, y a las variedades de flores y frutos que resultan de estos cruzamientos. Y será ella también la que más de una vez estrechará el lazo amoroso, entre aquellos vegetales de diferen- tes sexos, que por su separación no pueden despo- sarse, como sucede con nuestro magnífico ombú, lográndose así propagar por nuestras pampas este árbol providencial, tan apreciable por su sombra, como por sus virtudes poco conocidas. ¡Ombú majestuoso, lleno de hermosura, lleno de vida, gloria del desierto! tú eres el hijo predilecto de esta tierra, y yo te amo más que tu misma madre. Tú CONTINUACIÓN DEL CAMUATÍ. 137 eres el emblema de la Patria; fuerte, invencible, be- néfico, hospitalario como sus hijos. ¡Ombú grandio- so, incomparable! eres para mí más hermoso que los soberbios pinos de aquella región infausta del otro lado de los mares. Tu gloria oscurecerá su gloria. ¡Amante solitario de nuestros campos! ¡vuelen tus amores en alas del bello camuatí hasta el seno de tu amada, para que tu benéfica copa proteja la cabaña hospitalaria de nuestras pampas! ¡Admirable armonía de todas las obras de Dios! Este insecto pequeño, que apenas percibimos como una ligera sombra que pasa rápidamente delante de nuestros ojos, formando con sus alas un tenue su- surro apenas perceptible a nuestros oídos, está sin embargo estrechamente enlazado con la conserva- ción, la reproducción, la vida y los goces de toda la creación terrestre, sin exceptuar al más altivo de los vivientes! ¡Y quién creyera que aun en el orden moral se podría encontrar una relación inme- diata entre el insecto y el hombre! ¡entre una socie- dad de avispas y la sociedad humana! Y ¿qué tiene que enseñar el hombre a la avispa del camuatí? ¿No tiene, más bien, mucho que aprender de su ma- ravillosa industria, de su laboriosidad, de su econo- mía social, de sus costumbres ? Mi alma se sobrecoge de admiración y de respeto cuando veo a un insecto ejecutar operaciones que presuponen tanta habilidad, tanto saber, tanta pre- visión. No puedo menos que ver allí una sabiduría suprema que ha querido confundir y humillar la soberbia de la ciencia humana. Si a cada paso que da el hombre, si a cada mirada que arroja sobre el corto número de objetos que están al alcance de sus sentidos (cortísimo en com- 138 EL TEMPE ARGENTINO. paración de la infinita creación imperceptible que tiene a sus plantas, y de los infinitos mundos que se vislumbran en la inmensidad del espacio y de todo lo invisible); si a cada paso que dá el hombre, encuentra un prodigio que admirar; si él mismo es un conjunto de prodigios incomprensibles, ¿por qué no levanta su espíritu «12 la contemplación de la suprema Inteligencia que obró tantas maravillas? ¿Por qué no confiesa con humildad que su ciencia, llena de ignorancia, no es capaz de comprender aquella sabiduría y poder infinitos que resplandecen en todas las obras del Altísimo? Así lo hizo siempre el sabio. Pero el insipiente, que no ve en una estrella nada más que una pequeña luz, y en una avispa, nada más que un vil insecto, ¿qué creencia podrá conservar, si nada conoce, ni aun su misma incapacidad ? ¡Cuán grande se siente el hombre cuando se en- cuentra capaz de arrancar a la naturaleza alguno de sus recónditos secretos; cuando descubre alguna de las leyes que rigen la máquina del mundo; cuando considera los progresos del entendimiento humano; cuando contempla las maravillas del arte y las obras inmortales del genio! El encuentra en sí un princi- pio fecundo, investigador, creador, sublime, el pen- samiento, y se siente elevado sobre todo lo terreno y material, y se enorgullece de su propia grandeza! ¡Empero ¡cuán pequeño parece a sus propios ojos! ¡cuán confundido, cuando circundado de las infini- tas maravillas de la creación, no puede su mente penetrarlas! ¡cuando en faz de la obra de un insecto, no puede medir con ella su orgullosa inteligencia! La obra portentosa del camuatí, hace siete mil años que tiene el grado de perfección que admira- mé — E ici E cb CONTINUACIÓN DEL CAMUATÍ. 139 mos hoy en ella? y el hombre ha necesitado siete mil años de investigaciones y de estudios para hacer los descubrimientos que le son más necesarios; y después de los desvelos de los sabios, del sacrificio de tantos héroes, de las desdichas de tantas genera- ciones, aún está muy distante de alcanzar aquella armonía social, aquél orden venturoso que hace ya siete mil años que se hallan establecidos en la repú- blica del camuatí. Pero hay esta diferencia: que la perfección del camuatí es la obra de la voluntad y sabiduría de un Dios; y la perfección de la sociedad humana, dejóla el mismo Dios a la voluntad y sabiduría del hombre. CAPÍTULO XIX El mamboretá o el profeta, el religioso, el rezador, el predicador, el mendicante El mante de los naturalistas y mamboretá de los Guaraníes es un género de insectos que comprende varias especies diseminadas en todas las regiones del globo, como sucede generalmente con las crea- ciones más útiles al hombre, que se multiplican y prosperan bajo todas las latitudes. Unico carnicero entre los ortópteros (de dos alas rectas) se man- tine únicamente de insectos, dando caza principal, mente a los voladores. Por esta propiedad, unida a su gallardia y mansedumbre, debiera ser naturali- zado en nuestra casa y jardines; y sería de desear que las gentes del campo, en lugar de destruir los nidos de estos insectos, los respetaran como mere- cen los defensores de las cosechas. Mas, por desgras cia, los mismos beneficiados propenden, sin saberlo, , al aniquilamiento de la especie, cada vez que, pre- tendiendo limpiar los plantíos, arrancan de las axi- las de las ramas unas aparentes excrecencias corti- cales en que se abrigan los huevecitos del mambo- retá, y no las larvas que taladran los árboles, según EL MAMBORETÁ O EL PROFETA, EL RELIGIOSO, ETC. 141 erróneamente lo asegura nuestro Grigera en su Manual de Agricultura. Hace algunos años que en una publicación popular he combatido este pernicioso error que impide la multiplicación de esos inqcentes y útiles compa- ñeros del hombre, que con tanta frecuencia como confianza lo visitan, aun en el interior de su mo- rada, como si vinieran a ofrecerle sus servicios. El mante o mamboretá es un insecto que ha lla- mado siempre la atención del pueblo y de los doctos en todos los países, inspirándoles asombro y reve- rencia. La antigiiedad veía en el aire meditabundo y la vestidura talar del mante, una semejanza de las antiguas Sibilas, y creía que realmente vaticinaba lo futuro, según lo acredita el nombre genérico que le dieron, que significa profeta. Hoy mismo casi todas las naciones del antiguo mundo miran este insecto con una especie de superstición, atribuyén- dole facultades de un orden elevado y sobrenatural, como lo prueban los nombres que se le han aplicado científicamente, tales como: el santo, el religioso, el devoto, el predicador, el mendicante, el adivino. En el Africa central, según el viajero Caillaud, es este insecto objeto de verdadera «adoración; según Sparman, es venerado como una divinidad tutelar por los Hotentotes, quienes tienen por santa a la persona en que por casualidad se llega a posar un mante; en Turquía lo miran como insecto sagrado; y en todo el Oriente se le tributa una especie de culto, y se considera como una señal feliz encon- trárselo en su tránsito. En la Europa culta se le mira con admiración; en Francia se le tiene igual estimación, lo llaman prie-Dieu (ora a Dios) y creen 142 EL TEMPE ARGENTINO. firmemente que reza; y en España sucede lo mismo pues le dan el nombre de rezador. Se asegura que el mamboretá enseña el camino al niño alejado de la casa de sus padres, y a la joven extraviada que tiene la suerte de encontrarlo. Generalmente lo tie- nen por adivino, y acostumbran preguntarle: ¿Dónde está Dios? creyendo ver que el animalejo señala el cielo con la pata. Así es como la superstición obliga a los pueblos a respetar un insecto utilisimo para la conservación de las plantas. Y esas creencias por más extravagantes y absur- das que sean, no hay que presumir que son exclusi- vamente vulgares o del pueblo ignorante, pues que han participado de ella hombres instruidos. El na- turalista Moufet dice con candor: “Este animalito es reputado tan adivino que enseña su camino al niño que lo interroga, extendiendo una de sus patas, y rara vez o nunca se equivoca. Confunde a la razón, que, por solo las exteriori- dades, hayan podido adquirir tan inmerecida fama unos irracionales cuya vida toda es un tejido de ini- quidades: a juzgarlos dotados del albedrío que se les apropia. ¡Tanto es lo que engañan las apariencias! ¡Tal es el poder fascinador de la hipocresia! El fratricidio, el mariticidio, el canibalismo, la fero- cidad y la holgazanería son los verdaderos atributos del mante europeo. Refiérese que apenas nacidos, los hermanos se atacan y devoran unos a otros, sucumbiendo los más débiles. Durante su juventud hace cada uno una vida enteramente salvaje y vaga- bunda, sin relación alguna con los de su especie; antes al contrario, siempre que se encuentran dos, se traba un combate a muerte, hasta que el uno consigue cortarle a su contrario la cabeza para co- DS. Ma ae A A A A ts cda cl cdi. ¿di EL MAMBORETÁ O EL PROFETA, EL RELIGIOSO, ETC. 143 mérsela en el acto. En su pubertad se unen, es ver- dad, cediendo al instinto de la propagación; pero el macho tiene que alejarse con rapidez, por que si no es bastante pronto en la huída, como suele suceder, al momento es devorado por la hembra. Cuando a esta le llega el tiempo de aovar, abandona su carga sobre una rama, donde perecería su descendencia, si la naturaleza no hubiera previsto a su conserva- ción por medio de una pasta en que salen encerrados los huevos. Es ciertamente misterioso, que los mismos insec- tos en el Nuevo Mundo sean de índole y costumbres diametralmente opuestas a los del otro continente. Al menos yo puedo asegurar que en tantos años de observaciones, nunca he visto ni he oído decir que el mamboretá, tan común en este país, ejecute ninguno de esos actos feroces que se refieren del ultramarino. Nuestro mamboretá, tan gracioso y familiar como inofensivo, es generalmente de un verde mate des- colorido, los hay atabacados, y algunas especies tienen las alas pintadas con los hermosos colores del iris, dispuestos en anillos concéntricos como en el meteoro. Su configuración es la misma de los mantes del viejo mundo, y su tamaño llega a tres pulgadas. Tiene el corselete muy fuerte, largo y delgado, el vientre grueso, almendrado, blando, y cuatro piernas larguísimas, sobre las cuales, cuando está quedo, se le ve con el cuerpo erguido; posición que en ningún otro insecto se observa. Su pequeña cabeza es libre y voluble, de manera que con faci- lidad dirige la cara a todos lados, y aun puede mirar hacia atrás sin volver el cuerpo. Sus ojos lisos o únicos, son espaciosos y abultados; sus dos grandes 144 EL TEMPE ARGENTINO, y transparentes alas están plegadas como abanico debajo de dos anchos élitros o cubiertas flexibles. Los otros dos miembros, que los naturalistas cuen- tan en el número de las patas, son verdaderos bra- zos, con su correspondiente antebrazo, en igual disposición que los nuestros, aunque en lugar de manos, tiene unas manoplas, armadas de corvas y fuertes uñas, de las cuales se sirve lo mismo que el hombre cuando tiene baldados los dedos. Aunque se ayuda de los brazos y manoplas para la locomo- ción como los cuadrumanos, los usa principalmente para su defensa y para agarrar insectos y comér- selos 'a bocados, no chupándolos, como dicen los entomólogos del mante europeo. Para asir con la mano impunemente al mambo- retá, es menester asegurarlo por los brazos tomán- doselos entre los dedos; pues aunque nunca trata de morder, sabe clavar sus uñas de un modo morti- ficante para las manos delicadas. Cuando está parado, conserva vertical su cuerpo, con los brazos en ademán deprecativo, lo mismo que el sacerdote cuando hace sus preces en el altar Se le ve casi siempre en esa postura, inmóvil, horas enteras, en acecho de su presa. El mamboretá es exclusivamente insectívoro, con la particularidad de que desde que nace vive de la caza, sin hacer el más leve daño a las plantas ni a las frutas. Aunque lento para andar, es ágil para la caza, y diestro para la pelea. Es tan arrogante y confiado, que si se le toca o molesta, en lugar de huir, se mantiene firme y se defiende con los brazos, haciendo quites y dando manotadas, como si fuese una persona, sin perder ni avanzar terreno. Tam- bién suele pavonearse el mamboretá, desplegando: sus alas hasta el suelo e imprimiéndose por intér- =valos un sacudimiento que produce un ruído seme- jante al de las vibraciones de una hoja de esmalte; como si se ufanase, cual pavo real, ostentando la "belleza de su ropaje. h- Llegado el tiempo del desove, en el otoño, la hembra del mamboretá lo efectúa, saliendo cada -huevecillo envuelto en una masa gris, en tal dispo- sición, que los cuarenta o más huevos oblongos quedan acomodados paralelamente en tres o cuatro hileras, formando un grupo en forma de una pe- queña avellana adherida a la bifurcación de la rama de un arbusto. La masa después de seca, queda bas- tante dura, esponjada e impermiable para proteger 3 | EL MAMBORETÁ O EL PROFETA, EL RELIGIOSO, ETC, 145 aptitud de buscarse la vida cazando insectillos. Tie- len desde chicos la misma estructura de sus padres, ro sin alas, y son más vivos y graciosos en sus movimientos. Al paso que van creciendo, mudan el pellejo varias veces, hasta que, siendo adultos, les crecen las alas. Hay otras especies, aunque no tan comunes, de formas muy extrañas; una, al primer aspecto, parece una pajita y éste es el nombre que lleva; otra, parece una media hoja seca, lo que ha dado origen a la creencia vulgar de que son real- mente pajas y hojas convertidos en bichos. Tal es el mamboretá, el más extraordinario de los insectos; tan raro por su figura como por su desa: rollo, maneras y costumbres, que nace perfecto en 10 — Tempe 146 EL TEMPE ARGENTINO. su organización, sin pasar por el estado de larva; que ofrece el hecho raro de la poligamia femenina; que tiene brazos y manos de que se sirve como los monos; que manifiesta tanta expontaneidad en sus acciones y movimientos; que al orgullo, al valor y la fuerza, une la mansedumbre, la paciencia y la - confianza; que no solamente parece animado de ver- daderos sentimientos, sino dotado de inteligencia, alucinando de tal modo sus apariencias a los verda- deros racionales, que le atribuyen el don de profe- cía, lo veneran como santo, y lo adoran como Dios. Cuando los europeos arribaron por primera vez a las costas del Nuevo Mundo, encontraron a este sin- gular insecto, distinguido también con cierta consi- deración popular entre los indigenas que en la región del Plata le habían puesto el nombre signifi- cativo de mamboretá, frase interrogativa de la len- gua guaraní que en la nuestra equivale a la pré- gunta: ¿Dónde está tu chacra? (1). Así como los nombres inadecuados de religioso, santo, profeta, predicador, rezador y mendicante, que este insecto lleva en el Viejo Mundo, patentizan la superstición y la ignorancia de las naciones que los impusieron; así también encuentro que, bien analizado, en nombre americano basta por sí solo para caracterizar la nación que lo aplicó. Es obvio que la sencilla pregunta ¿Dónde está tu chacra? dirigida a un forastero extraño, presupone que el pueblo que la hacía se componía todo de i 1. La voz “*chacra?””, en esta parte de la América, corres- ponde exactamente a una posesión de tierra y casa de >) branza, que en España se llama ““cortijo””, y éste es el sig-/ nificado que tiene la voz correspondiente del nombre com-' puesto, “*mamboretá?”. ' EL MAMBORETÁ O EL PROFETA, EL RELIGIOSO, ETC, 147 labradores, cada uno propietario de una casa y here- dad en cultivo, sin duda, porque comprendían que la propiedad territorial es un derecho y el trabajo un deber de todos, y por consiguiente formaban una sociedad basada sobre la justicia, la igualdad y la fraternidad ; de lo que necesariamente debía resultar la libertad y el bienestar de todos sus miembros. En una palabra, debió ser un pueblo laborioso, bueno y feliz. "Pal era en efecto la nación numerosa de los Guaraníes que tranquilamente ocupaba este dilatado suelo en la época de su descubrimiento por los Españoles. Así lo describen los primeros histo- riadores del Río de la Plata: eran labradores, indus- triosos, pacíficos, bondadosos y hospitalarios. Y todavía conservan tan buenas cualidades los míseros restos que de aquella raza han quedado con la denominación de Correntinos y Paraguayos, que aun poseen en toda su integridad y belleza el idioma de sus mayores, única herencia que aun no se ha intentado arrebatarles. Empero, esa nación infortu- nada, dejará, a despecho de sus verdugos, un monu- mento de su civilización y de su importancia, tan duradera como el planeta que habitamos, en los caracteres de su admirable idioma indeleblemente estampados en los árboles y en los valles, en los bosques, en los ríos, en las creaciones todas del vasto y fecundo suelo que fué suyo, pues que en todos sus ámbitos se verán siempre y serán perpe- tuamente repetidos los nombres guaraníes, hasta del más oculto arroyuelo, de la más humilde planta, del más pequeño pececillo y del insecto menos cono- cido; nombres sabiamente impuestos por la nación guaraní, que han sido adoptados, no sólo por sus dominadores, sino por la ciencia misma. 148 EL TEMPE ARGENTINO. Los entendidos guaraníes aplicaron a cada animal, a cada planta, a cada objeto, un nombre adecuado a sus propiedad o caracteres más notables. Al obser- var entre las avispas una especie que vivía en sociedad fraternal como ellos, que todas trabajaban como ellos sin admitar zánganos, y que como ellos se protégian mutuamente, dijeron: he aquí unas avispas amigablemente unidas —camuati; y este fué el nombre con que las distinguieron. Al ver un viviente de extraña figura, con fuertes brazos y manos, al parecer más aptas para el trabajo que las patas de la avispa, y que demostraba superior inte- ligencia, le preguntaron: “Dinos, peregrino ¿por qué te vemos siempre errante y solitario alrededor de nuestros cortijos? ¿Dónde está tu chacra?f— Mamboretá;” y ésta última frase fué el nombre del : insecto. ¡ Desdichado pueblo guarani! ¿Qué ha sido de tu antigua prosperidad y libertad? ¿Dónde están los populosos caseríos de vuestros padres? ¿Dónde vuestras propiedades, vuestros campos, vuestras chacras? Todo ha sido devorado por la codicia de vuestros conquistadores, que invocando un Dios de justicia y una religión de paz y confraternidad, toda- vía han exigido vuestro sudor y vuestra sangre. Ellos, con la misma verdad que a un insecto feroz y fratricida de su país, se aplicaron a sí mismos los. titulos de religiosos, profetas, predicadores y santos. XSSieaSSs PO A CAPÍTULO XX El sepulturero, el cáustico, el crepitante, el éntimo y los luminosos Al lado del mante religioso, dedicado piadosa- mente, según la creencia popular, a la vida contem- plativa debemos colocar al sepulturero, insecto exclusivamente consagrado a enterrar los muertos. Los necróforos, o escarabajos sepultureros, pare- cen destinados por la naturaleza para purgar la tierra de los despojos que la ensucian y cuyas ema- naciones contribuyen a viciar el aire, pues no tie- nen más ocupación que la de enterrar los restos ani- males y aún los cadáveres enteros de pequeños mamiferos y reptiles. Organizados para llenar este objeto, están dotados de un olfato tan delicado, que al instante se reunen en gran número al olor lejano de la carne mortecina; y apenas se puede explicar cómo unos animalitos tan pequeños (de media pul- gada) puedan sepultar en pocas horas una rata, O una gallina entera. Cavan con afan debajo del cadá- ver, de modo que éste se va hundiendo por su pro- pio peso, hasta que llegando a suficiente profundi- dad, los enterradores terminan su obra cubriéndolo con la tierra extraída del hoyo o sepultura. 150 EL TEMPE ARGENTINO. Dudo que este escarabajo, en su estado perfecto, se alimente con las materias pútridas que maneja; las enterrará para asegurar la empolladura de sus huevos y la nutrición de sus crías. A los pocos días nacen las larvas; que son unos gusanos blancos, provistos de patas cortas y poderosas mandíbulas. Para pasar al estado de ninfas, ellos mismos se en- tierran más profundamente; se fabrican con tierra amasada con su saliva una celda oval, y después de algún tiempo de encierro, salen transformadas en escarabajos para seguir el ejercicio de sus prede- Ccesores. El color fúnebre del sepulturero coincide con su oficio; y es notable como, a pesar de una ocupación tan sucia, pueda este insecto conservarse apar limpio y sin olor. | Aunque el mamboretá y el necróforo no recrean nuestra vista por sus formas ni colores, dan pábulo. a la meditación del filósofo y despiertan la atención del vulgo con sus singulares facultades y habitudes, y son, asi mismo, animalillos útiles que se acercan a la habitación del hombre para prestarle sus servi- cios. No asi las pintadas mariposas y tantos coleóp- teros, que nos seducen con su belleza, superando en brillo y variedad a las mismas flores; pues, aunque generalmente inofensivos en su nueva existencia a son ellos los que producen los innumerabl gusanos, orugas O 1socas, rastreras y voraces que deshojan los árboles; talan las huertas, taladran 13 nuestros muebles, roen nuestros vestidos y epácss man a los ganados. 31 Las mariposas del delta, son lindas y Pe la vestidas de plata, oro y terciopelo de todos los « res; aunque no para formar colecciones tan her EL SEPULTURERO, EL CÁUSTICO, ETC. 151 sas y ricas como con los espléndidos lepidópteros de latitudes más elevadas. Podemos incluir entre los elegantes, por su figura y sus libreas matizadas, varias especies de carábicos, de las cuales dos me- recen especial mención por la singularidad de sus propiedades: el cáustico o bicho moro y el crepi- tante. El primero, es fitófago muy voraz, de color cenizo, punteado de negro; cuando se le agarra, vierte por la boca y trasuda por todas las coyun- turas un licor amarilloso, acre y cáustico, que causa ardor y rubefacción en las personas de cutis deli- cado. Nuestros farmacéuticos parece que lo emplean como equivalente de la cantárida; y tiene la ventaja de no ser ponzoñoso. (1). El crepitante, insecto análogo al cárabo petardo de Europa, tiene una arma semejante a la del zo- rrino o mofeta; cuando se ve perseguido produce por el ano una explosión o estallido, lanzando un gas como humo, de un olor fuerte, parecido al del alcalí volátil; y puede repetir la descarga muchas veces seguidas. Los coleópteros del género cárabo nos hacen grandes servicios devorando las babosas y muchos insectos y orugas que atacan las plantas. Los cára- bos se distinguen por su forma prolongada, por sus patas largas y fuertes, siempre dispuestas para la carrera, y por sus antenas delgadas. 1. ““En la colección de insectos (dice D. Ramón de la Sa- gra), recientemente traída a Madrid por la expedición cien- tífica al Pacífico, se halla una especie de cantáridas de Mon- tevideo, también vejigatorias, pero que no ofrecen el incon- yeniente de ser venenosas como las de Europa??”. *“Señalaremos entre las cantáridas que pueden sustituir a la común, ““la cantárida punteada*” de Montevideo, **cyta adspersa?”? Klug., ““epicauta adspersa?” Dej. Reveil.—For. mulaire raisonné des médicaments nouveaquz, 152 EL TEMPE ARGENTINO. Entre los coleópteros, hay esmaltados coprófagos o acatangas, capricornios de vivísimos colores, y crisomelas o vaquitas de cuerpo redondo y depri- mido, tan preciosas, que algunas son como esme- raldas, y otras parecen de puro oro. Me limitaré a describir un coleóptero del género éntimo, como digna muestra de nuestra fauna ento- mológica, y por la circunstancia de haber sido yo su primer descubridor en las islas del delta, único punto donde se le encuentra, al menos en estas lati- tudes. Este éntimo no cede en tamaño y hermosura al imperial y otras especies del Brasil, de las que difiere la nuestra en que tiene las patas lisas, y no vellosas como las de aquellas (1). A este género per- tenecen las especies más notables de la entomología, por el brillo de sus colores y la belleza de sus for- mas; cumo que por eso la ciencia los ha particulari- zado con el nombre estimados (que es el signifi- cado de la voz griega éntimo), distinguiendo con los epítetos de imperial, noble, espléndido, las di- versas especies conocidas. Si el éntimo del delta fuese de una especie nueva, convendría llamarlo platense o argentino. Es bastante grande, como de una pulgada; su cuerpo se asemeja a una navecita inversa; es sólido y todo teñido de un color verde muy brillante, recamado de oro y azul. El éntimo argentino es una verdadera joya for- jada por la naturaleza, que puede figurar al lado de 1. Tal es el aserto del Dr. Burmeister, que examinó el primer “*éntimo”” que encontré en las islas y lo dediqué al Museo de Buenos Aires. Poco después encontré un casal de ellos, y tuve el gusto de regalárselos, todavía vivos, al señor D. Bartolomé Mitre (siendo Presidente de la República) pa- ra su rica colección de insectos del país. EL SEPULTURERO, EL CÁUSTICO, ETC. 153 las obras más acabadas y primorosas del arte, aun- que tengan por materia el oro y las piedras más preciosas; con la diferencia que en el artefacto más perfecto y pulimentado se notan groseros de- fectos si se les mira al través de un lente, al paso, que en el insecto se descubren nuevas y más admi- rables perfecciones. Pero ¿cómo dar una idea exacta de este objeto peregrino, sin emplear el pincel para ofrecer siquiera una tosca semejanza de su forma y de su ornato? Aun así sería imposible imitar la brillantez y tornasol de sus tintas vigorosas, que se conservan invariables después de muerto el in- secto, En la necesidad de compararlo con algún otro viviente conocido, yo 'no encuentro sino aquel pri- moroso pajarito, obra maestra de la creación. El éntimo, sin disputa, tanto por la belleza de su figura, como por la riqueza de sus galas, debe ocupar entre los insectos alados el mismo rango que el picaflor entre las aves. El vivo colorido de las pedrerías y el esplendor de los metales bruñidos relucen en el cuerpo del éntimo como en las plumas del picaflor; igual es el fulgor, igual la vivacidad de sus colores y cambian- tes; e igual es nuestro encanto al contemplarlos. Aunque no puede haber semejanza en su estructura, por ser de naturaleza tan distinta; mas si el uno hechiza nuestros ojos con los mórbidos y tornátiles perfiles del ave, también el otro nos embelesa con la bella disposición de su cuerpo, de forma navi- cular sin ángulos ni líneas rectas que interrumpan la suavidad de sus contornos: y el éntimo tiene con el picaflor del delta una semejanza de colorido que no deja de ser reparable, pues ambos son de un hermoso verde con reflejos azulados. Las seis patas 154 EL TEMPE ARGENTINO. esmaltadas del insecto son igualmente verdes, domi- nando el azul turquí en su cabeza y en toda la parte inferior de su cuerpo. Los élitros estriados del én- timo, multiplicando en sus relieves y nacelas las refracciones de la luz, hacen estincilar en todas di- recciones su ropaje de esmeraldas y zafiros, todo salpicado de chispas de oro. El reposo, la apacibilidad, la inocencia del éntimo platense cautivan a la par de su belleza. No huye de la mano que lo aprisiona; no hace el menor esfuerzo - para evadirse, ni tiene armas para su defensa; su único ardid al verse en peligro, es dejarse caer al suelo y hacer la mortecina. Apacible, silencioso, pausado en sus movimientos, parece un ser apenas animado: no es sino una alhaja, dotada de un tenue aliento vital, lo indispensable para su conservación y procreo; una alhaja que parece brindarse a la timida y delicada mano de la beldad, para que con- fiadamente la coloque entre sus más lindas preseas, como lo practican las Brasileñas con el éntimo im- perial haciéndolo engastar en aros y prendedores. El éntimo platense nos recuerda también la manse- dumbre e inocuidad de los cocuyos o tucus, con que las jovenes Argentinas y las Peruanas suelen realzar su tocado y su hermosura en los saraos y paseos nocturnos, adornándose con estos insectos luminosos, que cual si fuesen joyas de diamantes refulgentes, dan en cierto modo realidad al fabuloso carbunclo. El cocuyo o linterna es indigena de la América muy diferente del insecto fosforescente conocido en ambos mundos con los nombres de lampiro, luciérnaga, luciola, marmóa y bicho de luz. Nues- tro cocuyo es el piróforo descripto por Mr. Lacor- e e 5 s EL SEPULTURERO, EL CÁUSTICO, ETC. 155 daire, su tamaño varía según la especie; los hay hasta de pulgada y media de longitud. Su caparazón es fuerte, de color negro, forma oblonga; es de lento andar, toma el vuelo con dificultad ; es fitófago y enteramente inofensivo. Su luz es perenne y no intermitente o relampagueante como la de la luciér- naga; ni alumbra como ésta por ei vientre, sino por los discos que tiene en la espalda, y también por la juntura del pecho y el abdomen, cuando despliega las alas. Un solo cocuyo ilumina la obscuridad de la noche hasta una distancia considerable, y es sufi- ciente para leer en las tinieblas. Los Indios se lo atan a los dedos de los pies para andar de noche por los senderos del bosque y también se aiumbran en sus chozas colgando del techo una jaulilla llena de cocuyos. La química no ha podido todavía descubrir la naturaieza de la sustancia luminosa de los insectos fosforescentes. Sólo se sabe que la luz es producida por la combustión lenta de una secreción particular, que en la luciérnaga ocupa los últimos anillos del vientre, y en el cocuyo se halla dentro de tres veji- guillas; dos situadas en los ángulos posteriores del corselete y otra debajo del pecho, sin niguna comu- nicación entre sí. Cuando el insecto duerme o se ve molestado, apaga o cubre sus luces con una mem- brana opaca, o por otro medio desconocido. Si por acaso llega a caer de espaldas, da un salto vertical para caer sobre las patas; pero no se sirve de ellas para saltar, sino que, apoyando en el suelo las dos extremidades de su cuerpo, lo arquea y cimbra para arriba. Parece que el nombre de tucu que se le da en este país es por imitación del traquido de su cuerpo cuando salta. Vive al parecer tranquilo y 156 EL TEMPE ARGENTINO. contento cuando se le tiene cautivo en un vaso .con alguna fruta para su alimento. Hay en el delta otro insecto luminoso que por su belleza considero sin par en la entomología. Refiere Azara que “vió en el Paraguay un gran gusano de cerca de dos pulgadas de largo, cuya cabeza por la noche parece un carbón ardiente, y tiene además en todo el largo del cuerpo de cada lado una hilera de agujeros redondos, semejantes a ojos, de los que sale una luz débil, amarillenta”. El que he visto yo es una oruga del mismo tamaño, pero toda luminosa. Su cuerpo se compone de siete artejos que son otras tantas luces permanentes; la que corresponde a la cabeza es rojiza, y las demás son verdosas. No se puede dar un objeto más precioso y admirable, visto en la obscuridad de la noche. Si se presentase una joya de luces tan bellas y de tan suave brillo, no tendría precio. A AS ds. OA IO] II IO IO IO IO IO IO IO IA IO IA asocio IS A A A A A A a a a a? a? Y Y CAPÍTULO XXI La avispa solitaria Entre los insectos que se distinguen por su ele- vado instinto y por su industria, al más admirable por la apariencia de previsión y de ciencia, y por su industria y su historia sorprendente, es una avispa solitaria, que aun no tiene nombre porque nadie ha penetrado todavía, con los ojos de la investigación, al arcano de su vivienda. Esta avispa es grande, de más de una pulgada; su cuerpo es esbelto, negro, lustroso, sin vello, y las alas de color café. Sus mo- vimientos son vivos y graciosos, es inofensiva, y tiene un canto melancólico, de sonidos dulces y vibrantes, parecidos a los que resultan girando un corcho por el borde de un vaso de cristal. No es necesario ir a los campos o a los bosques para observarla; ella misma se nos presenta confia- damente y se establece en nuestras casas, para eje- cutar a nuestra vista y ofrecer a nuestra contempla- ción la obra artística de su ciego instinto, y los admirables resultados fisiológicos de sus misteriosas 158 EL TEMPE ARGENTINO. z operaciones, puramente maquinales. Si, dentro de la habitación del hombre, no solamente en los ran- chos de las islas, sino en los edificios urbanos, todos los años se avecinda, y no elige las piezas apartadas para levantar su casita y establecer su familia con más seguridad y sosiego, sino los aposentos habita- dos, en cuyos techos y paredes trabaja descubierta, como si se complaciese en mostrarnos su habilidad y probarnos su confianza en el rey de la naturaleza, de quien no teme le rehuse la hospitalidad, ni mire con desdén una de las marvillas de su Creador. ¿Por qué no prefiere, como las demás avispas, la soledad y seguridad de los bosque para construir el nido a su póstuma prole? ¿No posee, como el ca- muatí, el arte de construir una casa sólida, capaz de resistir las intemperies? Parece, pues, que la avispa solitaria no buscase hasta el interior de nuestra alcoba, para darnos ejemplo de laboriosidad, de habilidad, de previsión, y también de abnegación, pues que todo lo hace para sus hijos. Flla no dis- fruta un solo instante de las comodidades de su morada ni de sus abundantes provisiones; trabaja con afán, bajo de nuestro techo pasando las no- ches al raso; y una vez concluida su tarea, se aleja para siempre a vivir o morir en la soledad y des- amparo del desierto. ¡Singulares costumbres las de esta avispa, en oposición completa con todas las demás especies, que viven en sociedad y se auxi- lian mutuamente para la construcción de sus ni- dos y su defensa! La avispa solitaria tiene una vida enteramente aislada, sin relación alguna con sus semejantes. Es una viuda desvalida, que apenas gozó un momento LA AVISPA SOLITARIA, 159 de su enlace conyugal; que no ha conocido a sus padres; y que, sin esperanzas de criar ni aun ver a sus hijos sabe sin embargo proveer a la seguridad y subsistencia de ellos. Ella sola lo hace todo; sin el concurso del macho, el cual, probablemente, des- pués de su pasajera unión sexual, habrá sucumbido como el zángano que obtiene los favores de la abeja reina, pues que nunca se ve sino a la avispa hembra en la obra y provisión de la casa. Se compone ésta de varios departamentos o grupos de casillas tubula- res hechas de finísimo barro, paralelamente coloca- das. Cada departamento consta de una casilla central y cinco laterales para las larvas. Las provisiones consisten en arañas de patas cortas, de diferentes especies. Las trae vivas, pero atontadas por efecto del venenoso aguijón de la avispa; y así semivivas las amontona, unas sobre otras, en el cañuto o casi- lla del centro y tapa la entrada. Al mismo tiempo pone un huevo en cada una de las casillas laterales y también la cierra. Dando por esto por concluída su misión, abandona casa, provisión e hijos, para seguir la vida errante y solitaria de los bosque. Entre tanto los hijos que salen de los huevos, pasan todo el invierno en su encierro, nutriéndose y creciendo por un sistema de alimentación el más curioso y extraño. Se alimentan no por la boca, sino por los poros de su cuerpo, absorviendo las emana- ciones de las arañas que al fin perecen por consun- ción. Esa absorción es suficiente para el desarrollo de las larvas hasta su transformación en avispas perfectas, las cuales salen de su prisión abriéndose paso con los dientes, y cada cual vuela por su lado para volver en el verano a construir, cada una aisla- 160 EL TEMPE ARGENTINO. damente, su edificio, repitiendo las mismas opera- ciones de la avispa madre. He aquí un verdadero vampirismo; pero, al revés del monstruoso absurdo (admitido todavía en nues- tros tiempos por naciones ilustradas) son aquí los vivos, los verdaderos vampiros que engordan a ex- pensas de las sustancias de los semi-muertos. El fenómeno que nos ocupa está admitido y expli- cado por la ciencia médica, aunque no precisamente en cuanto a la completa alimentación por medio de la absorción cutánea y pulmonar; pero reconoce el hecho de que una persona debil se robustece, puesta en contacto frecuente con otra vigorosa. La expe- riencia ha demostrado que, cuando en el matrimo- nio existe gran desproporción de edades, el consorte de más años mejorará a expensas del más joven; y se ha visto que los niños que duermen con personas ancianas, desmedran notablemente y aun llegan a morir. Una de las causas, tal vez la más activa, de la espantosa mortalidad de los niños de las inclusas, consiste en la falta del fomento del regazo materno, que completa la alimentación del infante con las emanaciones de la madre o del ama. Este hecho fué conocido desde los tiempos más remotos, como parece probarlo la aplicación que de él hicieron los médicos hebreos en la decrepitud del rey David. El célebre Hufeland, en su Arte de prolongar la vida, cita algunos casos curiosos, muy interesantes bajo el punto de vista científico. Todo cuerpo vivo exhala sin cesar, por medio de la transpiración en forma gaseosa, parte de su sus- tancia, y esa emanación participa de las mismas condiciones de salud o enfermedad del cuerpo que A AA AAA LA AVISPA SOLITARIA. 161 las produce; al mismo tiempo absorbe constante- mente por la piel y por los pulmones las emanacio- nes de los cuerpos inmediatos. En el caso de la avispa solitaria, es probable que sus larvas estén dotadas solamente de la propiedad de absorber; y, como las arañas se encuentran con esa misma propiedad debilitada por la extenuación, resulta que las larvas estarán constantemente reci- biendo emanaciones asimilables sin perder nada; y por el contrario, las arañas perderán su sustancia sin compensación, demacrándose hasta quedar redu- cidas al pellejo, como se las encuentra cuando las larvas han llegado al estado de crisálidas. Todo esto, y mucho más, tendría que. saber la avispa madre si ella operase guiada por el racioct- nio. Para que un ser dotado de inteligencia pudisra proceder con el acierto de esta avispa, necesitaría prepararse con el estudio de la Física, la Fisiología y la Historia natural, además de la teórica y prác- tica indispensables para la construcción del edificio con las debidas proporciones y requisitos, aunque fuese con auxilio de la regla y el compás. Para resolver el extraño problema de alimentar los hijos sin darles de comer, debería, ante todo tener «conocimientos de las funciones de la respira- ción y absorción, y de la peculiaridad de las larvas de ser sólo absorbentes. Entonces podría ocurrirle la idea de colocar las larvas al lado de otros insectos vivos que las nutriesen con sus emanaciones; pero ¿cómo hacer para que estos animales no devoren a las tiernas crías? ¿y cómo conservarlos vivos por el largo tiempo de tres o cuatro meses? Para eso sería indispensable que supiese que la araña goza el privi- 11 E Tempe 162 EL TEMPE ARGENTINO. legio de poder vivir mucho tiempo sin comer; y para evitar que ataquen a las larvas ni embaracen su desarrollo, idearía encerrar las arañas dentro de una casilla y colocar las larvas alrededor de este depósito. Mas para discurrir así, sería preciso que conociese la propiedad que tienen los gases de pasar al través de los cuerpos porosos y que esa porosidad existe en un tabique de tierra. “También le sería necesario conocer la ferocidad de las arañas que llegan a devorar a las más débiles de su especie, porque si en el encierro en que las deja tuviese lugar esa carnicería, quedaría todo perdido. Para evitar tal desastre habría de ocurrir al arbi- trio de narcotizarlas, sabiendo que lo lograría por medio del veneno del aguijón y conociendo también la dosis homeopática que se debe suministrar para no producir la muerte de las arañas. ¿Y no habría el temor de que el veneno introdu- cido en el organismo de la araña, siendo a la vez absorbido por la larva, causase la muerte de ésta? Debería, pues, la avispa estar enterada de que los venenos animales únicamente obran introducidos en una herida o llaga, y pierden toda su fuerza reci- bidos por absorción e ingestión; por manera que la carne de un animal muerto de una mordedura pon- zoñosa se puede comer impunemente, aunque im- pregnada de un virus deletéreo. Aun llegada a este punto la solución del problema, todavia pudiera malograrse todo el trabajo con la asfixia de las larvas y sus forzadas nodrizas, si ignorase que unas y otras pueden vivir sin respirar el aire libre. Y, finalmente, sería necesario saber de antemano la duración del período del crecimiento de las larvas hasta su metamorfosis para poder gra- LA AVISPA SOLITARIA,. 163 duar la cantidad de provisiones vivas que se deben almacenar. ¿Llegaría el hombre a las conclusiones del insecto, sin pasar primero por las vacilaciones de. la duda y por mil experimentos infructuosos ? TOS NS NS ONO NS ONO NS ONO NS NS NY ONO ONO ONO ONO ONO NS ON CAPÍTULO: XX Los mosquitos Los mosquitos, las moscas, los piques y otros parásitos obligan al hombre a preservar su morada de los miasmas que inficionan la pureza del ambien- te, necesaria para la vida, y a la práctica del aseo en su persona, que tanto importa para la conser- vación de la salud. Las aguas encharcadas, las inmundicias y putre- facción de toda especie son los criaderos donde pululan las larvas de tan incómodos insectos, al mismo tiempo que son el foco de las emanaciones que alteran la bondad del aire respirable. El único inconveniente real que tienen las islas es la molestia que causan los mosquitos en la esta- ción del verano; pero, como sólo invaden por la noche, fácil es librarse de ellos con el uso del mos- quitero, o ahuyentándolos con zahumerios. El barón de Humboldt en sus viajes por la América acuato- rial observó que los mosquitos no pasaban de una capa muy baja de la atmósfera, de unos doce a quince pies de altura; de modo que estableciendo a algunas varas de elevación un retrete para pasar Ñ ra SAS A IA O ss A E A Te e FAA LOS MOSQUITOS 165 la noche, se puede uno librar completamente de ellos, como vió el mismo Humboldt que lo había practicado cierto padre misionero. Los indigenas habían hecho esa observación desde tiempos muy antiguos. Dice el padre Lafiteau que los conquistadores encontraron, en las márgenes del río de las Amazonas y del Orinoco, naciones nume- rosas que construían sus aldeas en el aire sobre tron- cos de palmas, a la altura de veinte pies del suelo, para librarse de la incomodidad de los mosquitos. Puede asegurarse, porque se ha experimentado en estos países, que los mosquitos también desapa- recen o se disminuyen al paso que se “aumenta la población. Sábese que el mosquito es un insecto que solamente en el agua se propaga, y ha de ser una agua completamente tranquila. Pretender, fun- dándose en la propia observación, que estos insectos se multiplican entre el follaje, es repetir un error vulgar que sólo prueba la falta de nociones sobre la historia natural. Depone la hembra del mosquito sus huevecillos sobre la superficie del agua estancada, porque es necesaria la quietud del líquido para la incubación, el nacimiento de su prole y las transformaciones por que tiene que pasar. Permanece la nidada flo- tando hasta que empollada por el calor del ambiente, salen a los dos días unas larvas semianfibias que viven y crecen dentro del agua, hasta que llega la época de su metamorfosis, antes del mes. Entonces vuelven a flotar en estado de crisálidas, que es cuando se van transformando en insectos alados, y en breve tiempo, rompiendo la túnica que lo en- 166 EL TEMPE ARGENTINO. vuelve, sale el mosquito hecho y derecho, para tor- mento de los demás vivientes. Ahora bien, con la populación y el cultivo de Pe islas, habrá cada vez menos aguas detenidas, porque se despejarán los canales obstruídos por los cama- lotes y árboles derribados, se limpiarán todas las acequias de desagiie, y se harán desaparecer los la- gunajos para utilizar el terreno. Hoy es ya notable la diminución de los mosquitos en los puntos habi- tados del delta. Si en nuestras ciudades los hay (a veces más tenaces y astutos que los de las islas), es porque tienen su criadero en los aljibes y otros de- pósitos de aguas pluviales. Además de que, esa molestia, sólo sentida en algunas noches calurosas del verano, ¿no está sufi- cientemente compensada con la seguridad de no ser uno incomodado por ningún otro insecto ni saban- dija de los que en todas partes abundan? En el de!- ta no existen aquellos ápteros chupadores que nos privan del sueño, y que no podemos evitar con el mosquitero. En la apacible mansión de las islas no hay insectos que causen la menor molestia durante las horas del día; no hay bichos ofensivos, ni rep- tiles ponzoñosos, ni se multiplica alli la oruga que despoja los árboles de nuestras quintas, ni existe la langosta que tala los campos, ni la hormiga des- tructora de las flores y las frutas. ¿Qué paraje hay en el mundo conocido, que con menos inconvenien- tes reuna mayores ventajas que las preciosas islas del río Paraná? ¡Cuántas regiones que hoy vemos cubiertas de plantas útiles y ganados de todas espe- cies fueron antes el exclusivo dominio de las fieras! El hombre, atraído por la fertilidad del suelo, esta- bleció allí su morada, destruyó los focos de infec- LOS MOSQUITOS, 167 ción, y ahuyentó los animales nocivos, taló las sel- vas, desaguó los pantanos, purificó el aire, labró la tierra y la obligó a fructificar y alimentar numero- sos rebaños para su sustento y su riqueza. + MED + + AMD + + AD Y +» A + +» AUD € €» A € +» AO Y» AD + A DIPIIIDIIIIIIIIIII RRE + MED + + AM + +» AO + +» A +» +» A + +» AMD + +» A + +» A Y» MA CAPÍTULO. XXHL Las flores olorosas, la oruga de esquife Ha sido una creencia universal, desde los tiempos más remotos, que el olor de las flores y en general los perfumes vegetales purifican el aire. Si esta per- suasión, que parece instintiva en el hombre, llegase a ser un hecho confirmado por la ciencia; si los aro- mas estuviesen dotados de la virtud de destruir los miasmas pestiferos, en tal caso tendríamos un de- fensivo natural, de facilisima aplicación, contra el azote cruel de las epidemias en el cultivo de las ilores en torno de nuestras viviendas, como lo es contra las impurezas de la atmósfera la plantación de árboles en las ciudades. - “El aceite esencial, dice un autor moderno, que se desprende incesantemente de las flores en forma de vapor perfumado es un agente antipestilencial capaz de destruir los principios deletéreos de la fie- bre amarilla, el cólera y demás contagios.” Entre las plantas indígenas de suavísimos olores que las islas de nuestro delta nos ofrecen, hay tres notables por su perfume, que puede ser equiparado con el de las más suaves esencias: el 2sipó, el du- raznillo, y el arrayan. El isipó es una magnífica ¿Is LAS FLORES OLOROSAS, LA ORUGA DE ESQUIFE. 169 enredadera vivácea que figuraría con ventaja entre las que decoran los más lujosos jardines formando colgaduras, festones y pabellones de espeso y perpe- tuo verdor. Es de larga vida, crece sin enroscarse; sus hojas son grandes, coreáceas, parecidas a las del naranjo; sus tallos fuertísimos aunque delgados se extienden desmesuradamente. De ellos han hecho siempre los montaraces, sin ninguna preparación, fuertes cordeles para asegurar el armazón de las hangadas y para sus construcciones rústicas. Las flores purpúreas de este bejuco, semejante a la arvejilla, no carecen de belleza; su aroma recuerda el sahumerio de exquisitas pastillas o pebetes; el fruto es una legumbre con hermosas habas color café, casi esféricas, muy duras. El duraznillo fragante es un pequeño arbusto siempre verde, cuyos congéneres son muy comunes y conocidos en el país con los nombres de duraz- millo negro y duraznillo blanco, gozando este último de gran crédito como planta medicinal. El que des- cribo es, como éstos, de ramazón quebradiza; sus hojas son semejantes a las del durazno, origen de su nombre; los ramilletes de sus humildes florecitas, de un amarillo verdoso, sólo a la caída de la tarde exhalan sus efluvios odoríficos que no difieren del balsámico olor de la vainilla, sin embargo de que la planta estrujada despide un hedor nauseoso. El exquisito aroma de estas flores y la abundancia del arbusto que las produce se brindan a la industria para reemplazar la valiosa vainilla, extrayendo su esencia para el tocador, para la confitería y la econo- mía doméstica. - También debe ser el duraznillo de fácil cultivo, 170 EL TEMPE ARGENTINO. pues en el delta se le ve prosperar al sol y a la sombra, en los terrenos secos y en los húmedos. - El día que descubrí esta planta en mi isla, me paseaba por entre mis frutales dedicándole mis cuidados, cuando al ponerse el sol percibí repenti- namente un olor a vainilla, tan suave, grato y pene- trante, que me embargó deleitosamente. No sabiendo a qué atribuir aquella improvisa fragancia, que no me parecía provenir de las flores, sino de esencias o perfumes, se me figuró que había pasado por allí alguna apuesta dama de la ciudad, dejando en pos de sí la estela olorosa de sus ropas perfumadas. Pero muy luego ví un pequeño arbusto florido, el duraznillo, que me reveló la procedencia del exqui- sito aroma que se confundía con el de la preciada vaimilla, El arrayán es aquel vegetal favorito de los anti- guos, conocido con el nombre de mirto, tan ensal- zado por los poetas de todos los siglos, dedicado entre los Griegos y los Romanos a la diosa de la her- mosura; emblema de los triunfos de los amantes y los guerreros; aquel poético mirto, con cuyas flexi- bles ramas se hacían coronas para honrar a los hé- roes y a los magistrados, y que los hebreos, en la fiesta de los Tabernáculos, llevaban en la mano junto con la palma y el olivo: ese mismo mirto es el que hoy, con el nombre de arrayán, embalsama y poetiza con su presencia los vergeles del delta; así como continúa y continuará siendo el ornato indis- pensable de los jardines en uno y otro hemisferio. El arrayán es un arbusto elegante y delicado, siempre verde, que se eleva cinco o seis metros; su follaje es denso y luciente; compuesto de hojas pe- queñas de un verde claro, lanceoladas, agudas, de ', LAS FLORES OLOROSAS, LA ORUGA DE ESQUIFE. 171 un tejido consistente. Su madera es blanquecina, fuerte, correosa, susceptible del torno, propia para utensilios; sus florecillas blancas, de estambres mu- cho más largos que los pétalos; se agrupan forman- do lindos plumeritos que exhalan sin cesar un olor subido, embargante, que trasciende percibiéndose a larga distancia del arbusto. El fruto es una pequeña baya azul oscura que persiste todo el invierno como las hojas. Toda la planta es aromática; de ella se extrae el cosmético conocido con el nombre de agua de ángel. Por sus propiedades medicinales se coloca en la categoría de los vegetales aromáticos, astrin- gentes y tónicos; por eso sus hojas y su corteza eran empleadas antiguamente en cocimiento para lociones y baños. Hoy día, aunque la medicina ha abandonado su uso, sus virtudes conservan el apre- cio popular; y hay personas que prefieren el olor del mirto al de las mejores esencias, y se asegura que las modernas damas romanas emplean su agua destilada para aromatizar sus baños, considerándolo como especifico más eficaz para la conservación de sus atractivos. La industria cuenta el arrayán o mirto entre los vegetales útiles. En Italia y en Grecia se emplean sus hojas para curtir las pieles; en varios países se sirven de sus frutos en lugar de la pi- mienta; en el Brasil los llaman craveiro da terra. Ienoro si nuestro arrayán es una especie nueva; más aunque como vegetal se confunda con el mirto común. o con alguna de sus numerosas especies y variedades, hay en él una particularidad zoológica que lo singulariza. Esta consiste en una oruga singu- lar, denominada por mí oruga de esquife, que vive entre sus ramas alimentándose de sus hojas con ex- clusión de toda otra planta. Es de una pulgada de 172 EL TEMPE ARGENTINO largo, lampiña, muy semejante a la oruga llamada bicho de cesto. Lo mismo que ésta, vive aquélla constantemente dentro de su vivienda portátil sin dejarla nunca, pues la disposición de sus miembros no le permite andar afuera sino arrastrándose peno- samente. Dicha vivienda tiene la forma de buque- cillo con cubierta, de dos pulgadas de largo y media de grueso, que llamo esquife por tener dos proas como el batel de ese nombre, las cuales se levantan con gracia formando una curva a semejanza de las góndolas; en cada proa hay una abertura o escotilla, por donde la oruga marinera se asoma para dirigir su bajel sin salir de la bodega. Este esquife es for- mado de una pasta durísima de color aplomado, producida por el insecto, primorosamente graneada como la piel de zapa, pero suave al tacto y lustrosa. Su sistema de locomoción es muy curioso; es pro- piamente una navegación aérea. El esquife está siempre suspendido entre dos ramas del árbol, como en un columpio, por dos hilos que llamaremos ma- romas, asegurados en una y otra proa. No he ob- servado cómo se ingenia la oruga para tender las maromas que suspenden su nave, y para hacerla cambiar de rumbo cuando le conviene dirigirse a otra rama, O pasar a otro arbusto; probablemente soltará al aire una hebra larga, como hace la araña para extender la primera cuerda de su red. Siendo la seda de la oruga sumamente leve volará al menor impulso del ambiente hasta dar con una rama en que se pegue, y una vez asegurada la hebra volante, queda establecida la maroma; entonces la oruga la va recogiendo desde abordo para dirigir su navecita hacia el nuevo gajo que le presenta abundancia de hojas para su alimento. En las horas de su reposo, A € ci AAA LAS FLORES OLOROSAS, LA ORUGA DE ESQUIFE, 173 retira el esquife del amarradero y lo deja colum- piándose entre sus dos maromas. La forma aovada del casco de la embarcación es necesaria para que la oruga pueda darse vuelta dentro de la bodega, a fin de sacar la cabeza, ya por una, ya por la otra escotilla, según lo exija la maniobra del esquife. Cuando le llega el tiempo de pasar al estado de crisálida, corta una de las maromas y ata fuerte- mente el esquife por una de sus proas a una rama delgada, quedando en posición vertical mientras se opera la metamorfosis. No conozco la mariposa ni he observado la historia de la oruga de esquife; pero tengo por cierto que tan peregrino insecto es indigena de este país, que sólo vive en el arrayán, y que ésta es la primera noticia que se publica de su existencia. 7 O y MINO IO IO IO ITA IO IA SI OS STA A AA A A DS a a A 7 a a 7 0 e” ns a CAPÍTULO XXIV Las lianas, el pitito y la nueza Lo que constituye la belleza mayor de aquellos bosques son las lianas o enredaderas que todo lo invaden, sin dejar árbol que no engalanen con su perpétuo verdor y con sus flores. Extiéndense con increíble rapidez, adquiriendo muchas de ellas proporciones gigantescas con sus troncos*como parras o largos cables. Algunas veces pasando de copa en copa, cubren una considerable extensión de bosque, concluyendo por confundirlo en una sola masa de follaje. Ellas son las que en la planicie del delta reempla- zan las colinas, los barrancos, las cavernas, simu- lándolas sobre la armazón de los árboles más ro- bustos. Enramadas sombrías, graciosos kioscos, colum- natas festonadas, colgaduras y guirnaldas de mil flores sobre la márgen de los arroyos, a cada paso incitan al viajero a detener su marcha para contem- plar de cerca y disfrutar su amenidad y su frescura. Cuando, en forma de festones, los entretejidos bejucos penden entre dos árboles, parecen hamacas floreadas, donde se ven los nidos de las aves suave- mente mecidos por las brisas. LAS LIANAS, EL PITITO Y LA NUEZA. 175 Se ven magníficas tiendas de campaña que tienen por mástil central un seibo oprimido con el peso de un denso tejido de lianas, que, después de haber subido por su tronco, se descuelgan por toda la peri- feria de su copa, y arraigan de nuevo en el suelo, formando a su alrededor un gran círculo de cordo- nes y cortinas. Entre la confusión de tanta variedad de plantas trepadoras, son notables: el isipó, de tallos tan lar- gos y fuertes que se emplean como cordeles; la afa- mada zarzaparrilla, única planta espinosa de las islas; una leguminosa que produce pequeños porotos que los leñadores saben aprovechar para su ali- mento; el carapé, que da una papa comestible en forma de torta; el tasí, que se señala por la magni- tud y rareza de sus frutos, y más por la particular propiedad que tienen sus pequeñas flores de atrapar por la trompa a las mariposas que se le introducen para chupar el néctar. Las enredaderas se agrupan en torno de los ár- boles en tal muchedumbre que he llegado a contar hasta diez especies sobre un solo tronco, trabándose entre ellas una verdadera lucha por encaramarse y ganar la luz. Unas suben enroscándose; otras ensortijando sus zarcillos; otras agarrándose con sus garfios; otras asiéndose con los pedículos de sus hojas, y hay una que, aunque encuentre el tronco del árbol entera- mente cubierto de otras lianas, se introduce como una sierpe con la punta de su tallo, dura y lisa, ase- gurándose con las espinas de que se va erizando, al paso que adelanta camino, hasta que se sobrepone a sus rivales, y sólo entonces empieza a desplegar sus hojas. | 176 EL TEMPE ARGENTINO. Entre esa multitud de lianas, tres son las que más se han hecho conocer por su utilidad o su belleza : el pitito, la nueza y el burucuyá, y son las más comu- nes, tanto en las islas como en el resto del país. La primera es del género tropeolo, que comprende una treintena de especies originarias de América (Mé- jico, Perú y Río de la Plata). La de flores naranja- das, conocida con los nombres de capuchina, taco de la reina, flor de la sangre, alcaparra de Indios y berro del Perú, es cultivada en los jardines, así del viejo como del nuevo Mundo. Con sus flores se ali- ñan las ensaladas; sus frutos encurtidos pueden reemplazar a las alcaparras; todas las partes de la planta tienen las propiedades del berro, y son anties- corbúticas. El sabio Linneo ha admirado y celebrado el tro- peolo por la rareza de sus formas; y su hija Cristina observó con asombro, que cuando está en flor la capuchina despide luces semejantes a las chispas eléctricas a la hora del crepúsculo vespertino. Nuestro tropeolo, llamado pitito, por la figura del pito o pipa común que tienen las flores, proviene de un tubérculo globoso, del tamaño y contextura de la papa de comer, que contiene un zumo glutinoso, cristalino, de olor fuerte y sabor picante como el rábano. Sus hojas son alternas, pequeñas, delicadas, lisas, de un bonito dibujo en forma de estrellas; cada una se compone de cinco hojuelas lanceoladas, circularmente unidas a un larguísimo pedículo que le sirve de zarcillo para trepar y asegurarse, con la particularidad de que no lo enrosca sino cuando encuentra de qué asirse. Crece con rapidez, echando tallos no más gruesos que un hilo de acarreto, que se extiende sin término y se ramifican copiosa- A. ts Md E AS, E ES 5 LAS LIANAS, EL PITITO Y LA NUEZA. 177 mente; de modo que en poco tiempo desplega anchos velos de verdura sobre el arbusto, la verja o la glorieta que ha ocupado. Sus lindísimos festones pueden servir de modelo al bordado y para las artes de adorno. El pitito merece un lugar preferente en los jardi- nes por su bellísimo follaje que resiste a las heladas; recreando nuestra vista en el invierno. En la prima- vera se cubre de lindas y raras florecillas de coral, cuyos estrechos y hondos nectarios parecen sólo apropiados a la lengua del picaflor, el cual no cesa de girar en torno de ellas; y luego se transforman en pequeños frutos redondos, que, con sus largos pedúnculos, parecen alfileres de pecho con engarce de tres azabaches. Su jugosa pulpa da un hermoso color morado, y tiene las enérgicas propiedades de los tubérculos de la planta. Arnold asegura que los frutos de la capuchina son purgantes, y tanto esa como las otras virtudes de la planta deben ser comunes al pitito y demás especies, si es que todas gozan de las mismas propiedades, como lo cree Merat. Digno objeto es de un estudio fisiológico la extra- ña peculiaridad del pitito de resistir al frío más in- tenso, a pesar de la extrema delicadeza de este be- juquillo; a la vez de no poder soportar el calor, pere- ciendo en el verano, aunque en las islas nunca le fal- te la humedad ni la sombra. Se ha observado que el tropeolo es un vegetal animalizado por contener el fósforo en grande cantidad. ¿No gozará esta liana la propiedad animal del calor interno, debido a la producción fosfórica que arde a medida que se va formando, produciendo al mismo tiempo los peque- 12 — Tempe 178 EL TEMPE ARGENTINO. ños relámpagos que despide en su floración? Con esto quedaría explicado el fenómeno de su vegeta- ción hienal, así como el de no resistir a la acción del calor estival, que, aumentando el fuego interior, la consume. (1) El tierno y gracioso pitito, que se burla de los fríos del invierno, no puede resistir a los calores del verano; y entonces lo reemplaza otra liana tosca y desairada que se extiende con sorprendente pronti- tud; propiedad que le ha dado el nombre griego brionia (que crece con vicio). La especie más co- mún, en España se llama nueza o vid blanca, en Francia nabo del diablo, y acá sandía cimarrona. Sus largos tallos herbáceos se elevan por las cercas y los árboles con el auxilio de zarcillos como los de la parra, sus hojas son grandes, palmadas como las de la vid y la sandía; la raíz es gruesa como el brazo y a veces más. Cultivase en los jardines europeos, por la prodi- giosa celeridad con que cubre los espacios que se le destinan. En Alemania los artistas la plantan en tiestos, y cuando sus tubérculos han adquirido el suficiente volumen, la trasplantan en el suelo, en- terrando solamente las raices más delgadas. A la raíz gruesa, que queda fuera de la tierra, la tallan en forma de un rostro humano y le dan los colores convenientes para hacer más propia la semejanza. La naturaleza parece que se complace en acceder a ese entretenimiento inocente; pues a pesar de seme- jante operación, la planta vive y prospera sin alterar su nueva figura artística, sirviéndole sus retoños de 1. Branconot ha encontrado en la capuchina una cantidad notable de ácido fosfórico. LAS LIANAS, EL PITITO Y LA NUEZA. 179 cabellera. Este extraño género de escultura serviría de curioso ornato «a nuestros jardines, pudiendo amoldarse a todos los caprichos imaginables, puesto que las mismas formas caprichosas de los tubércu- los de la nueza ofrecen campo vasto a la fantasía del escultor. Con la raíz de esta planta era confeccionado el cosmético que las damas de la antigua Grecia tenían por más eficaz para embellecer el cutis y reparar los estragos de la vejez (1) Su uso como purgante es popular en Europa, es- pecialmente en Suecia y en Alemania, donde los lugareños suelen hacer un hueco en la raíz de la nueza durante la noche para que mane el jugo con que se purgan. También hacen rebanadas delgadas, que aplicadas a la piel irritan e inflaman, y forman así rubefacientes como los de mostaza. La raíz de la brionia va adquiriendo gran fama en la medicina. Hoy han vuelto a acreditarse muchas de las admirables virtudes medicinales que le atri- buían los antiguos, cuyo descrédito acaso provino de no haber hecho uso de la raíz fresca o recién arrancada, porque después de seca pierde toda su energía. Además de ofrecer esta preciosa planta un reme- dio popular, siempre al alcance del pobre y del ais- 1. Dioscórides atribuye á esta raíz la virtud de limpiar el cutis, quitar las arrugas y extirpar las quemaduras del sol, los barros, las pecas y las manchas. *““La vid blanca (añade el Dr. Laguna, traductor de Dioscórides) es la que llama- mos nueza en Castilla, planta muy conocida y de muchas y no vulgares gracias... El aceite que hubiese hervido en su raíz, quita todas las manchas y cardenales del rostro”?. Hoy es remedio popular para el reumatismo agudo. 180 - EL TEMPE ARGENTINO. lado habitante de la campaña, también se le brinda como un abundante y nutritivo alimento, que siem- pre tendrá a la mano el viajero y el desgraciado fugitivo. Hay una clase de mandioca en el Brasil (de la que se hace la fariña) que contiene, como la raíz de la nueza, un zumo muy acre y venenoso; pero ese zumo se extrae lavando la raíz después de molida o triturada, quedando así en estado de po- derse usar como alimento sano y agradable. Sus cogollos, como los de la mayor parte de las plantas trepadoras, son buenos para comer, cociendo antes en agua los que tengan alguna acritud. “Yo los he comido así, dice Darwin, y me han parecido casi tan buenos como los espárragos.” También es usada en nuestro país como planta tintórea. Cociendo el tallo, hojas y fruto, resulta un hermoso color amarillo con que se tiñe la lana para los tejidos en las provincias argentinas del interior. cit A td A A AO AA — ás CAPÍTULO XXV El burucuyá o la pasionaria El bejuco que hemos colocado en tercer lugar en la categoría de los más preciados de este suelo, aunque no tiene las propiedades medicinales y ali- menticias de los otros, merece la primacia por su hermosura, su magnificencia y sus caracteres sim- bólicos. En efecto, entre la innumerable variedad de lianas de nuestro emisferio, la que más cautivó la atención de los descubridores e historiadores de América, por la rara belleza de sus flores, fué el burucuyá de los Guaranies que los Europeos han realzado con el nombre de pasionaria o flor de la Pasión, enredadera vivaz, de pomposo follaje verde- esmeralda, que se conserva todo el año, y que por espacio de cuatro meses luce esmaltada de hermosas flores en que se encuentran todos los matices del azul, desde el celeste al turquí, y los del encarnado, desde el rosa al carmesí, y a veces en una misma flor reunidas todas estas tintas; viéndose, al mismo tiempo, cubierta de frutos naranjados, más bellos, cuando entreabiertos muestran los granates de su seno. Admirable y singular como toda ella es la manera 182 EL TEMPE ARGENTINO. de operarse la fecundación en esta flor. Sus tres estigmas, u órganos hembras, al abrir el capullo se hallan juntos y erguidos, y se ha observado que, algunas horas después, se separan y se inclinan hasta encontrarse con los órganos machos o estam- bres para recibir el polen, y luego de haber sido fecundados vuelven a levantarse, permaneciendo adheridos a la baya hasta su maduración. ¿Quién, al contemplar este simulacro de los más vivos sen- timientos, no se ilusionará hasta atribuir la anima- lidad a esta flor maravillosa? El célebre autor del poema de los Amores de las plantas hubiera dicho que las tres novias, al impulso de la pasión, buscan a sus esposos que las aguardan en el tálamo nup- cial, y que después, cual tiernas madres, permane- cen inseparables del fruto de su consorcio. Es tan numerosa la clase de las pasionarias, que ya se han descrito más de doscientas cincuenta es- pecies con diferencias bien notables. ¿Cómo explicar la minuciosa semejanza de todas las flores de una misma pasionaria, cuando sus especies numerosas presentan tantas variedades? Las hay muy fragantes, y a algunas se le atribu- yen virtudes medicinales. Su fruto, muy apetecido de las aves, tiene un sabor dulzaino, agradable a los niños; antes de la madurez se hace con él un dulce muy exquisito por su aroma y por su dejo. Transportado a Europa, el burucuyá es objeto de los mayores cuidados en los jardines e invernácuios, sirviendo su follaje para tapizar las paredes y for- mar guirnaldas siempre verdes. Los hielos de nues- tro clima no le ofenden; su vida es de largos años, y sus tallos se extienden sin término hasta la cima de los álamos más altos, frondoseándolos vistosa- EL BURUCUYÁ O LA PASIONARIA. 183 mente en el invierno con su verde manto tachonado con los discos cerúleos de sus flores y las esferas doradas de sus frutos. Su nombre científico pasiflora, que significa flcr de la Pasión, preconiza la singularidad de presentar en los órganos floreales un recuerdo tan marcado de los principales instrumentos de la pasión del RKe- dentor, que no sólo ha impresionado la imaginación del pueblo, tan propenso a encontrar lo maravilloso, sino el espíritu ilustrado y pensador de muchos es- critores. Para representar en un vegetal unos objetos de formas entre sí tan discrepantes como extrañas a la conformación de los órganos de la fructificación, debía resultar un conjunto singular que formase una flor en nada parecida a las demás; y así es en efecto la flor de la Pasión. En ella se ve la imagen de la corona de espinas que pusieron los judíos sobre la cabeza de Jesús, la columna donde fué azotado, los tres clavos con que traspasaron sus pies y manos, las cinco llagas, y las cuerdas con que lo ataron: penetrando con la fe en el corazón del fruto de la pasiflora, también hallaremos allí un recuerdo del cruento sacrificio en aquellos glóbulos que, en color, brillo, forma y tamaño, remedan gotas de sangre coaguladas. ¿Será que Aquel que para demostrar la verdad de su misión divina, mandaba a la naturaleza y la na- turaleza le respondía con los más brillantes prodi- gios, haya querido dejar escrito en la misma natu- raleza el recuerdo de su sacrificio? Y eligió para perpetuarlo, no el granito de las montañas, sino los órganos frágiles de una flor que perece el día que nace; pero que en infinitas y perpétuas ediciones 181 EL TEMPE ARGENTINO. renueva la celeste inscripción, como en las débiles hojas del papel, la imprenta perpétua la sublime doc- trina de su Evangelio. O ¿será todo esto una mera ilusión? ¡Venturosa ilusión que engendra la importante realidad del re- cuerdo saludable de la redención del hombre, a la vista de una flor, en los jardines y en los desiertos, por donde quiera que la suerte guíe sus pasos! Y esa misma planta que el cristiano admira como em- blema del sacrificio que le abrió los cielos, también le enseña con su ejemplo, que no confíe en sus pro- pias fuerzas para subir a ellos por el sendero de la virtud. ¿Qué habría sido de esa lozana pasionaria sin el arrimo del árbol que la sostiene? El hombre es una débil liana que se agobia por su propio peso; es una pasionaria frondosa que extiende sus prime- ros vástagos hacia el cielo; más si le falta un apoyo se encorva y arrastra por la tierra. Sostened con la fe sus sentimientos; dadle el arrimo del árbol de la cruz; regadlo con la doctrina de la caridad, y cre- cerá vigoroso y dará las flores de las virtudes y copioso fruto de buenas obras. Todo lo que nos conmueve en lo bello; todo lo que nos enajena en la virtud; todo lo generoso, todo lo heroico, se resume en esta palabra divina: “AmAD A DIOS Y A LOS HOMBRES.” Dios ha puesto la moral en el amor, para que estuviese al alcance de todos los hombres, hasta de los más pobres de espíritu. La inteligencia podrá desarrollarse más o menos, pero el alma siempre será grande. ¡Doctrina subli- me que toma sus discípulos en el primero y úl- . timo escalón! Jesucristo por medio de la caridad, eleva a la multitud ignorante hasta la sabiduría de Sócrates. A la Religión, pues, corresponde vivificar A A A A A e cc tt AE AS. EL BURUCUYÁ O LA PASIONARIA, 185 - KE——áÁ— a los pueblos. Serán justos delante de Dios, si aman a los hombres, y poderosos entre los hombres, si aman a Dios. El amor, esa caridad prescripta por el Evangelio, es una felicidad para este mundo y para la eternidad. Amad, y vuestros deseos quedarán satisfechos; amad, y seréis felices; amad, y seréis libres e invencibles; amad, y todas las potencias de la tierra se arrastrarán a vuestros pies. El amor es una llama que arde en el Cielo, y cuyos dulces refle- jos brillan hasta nosotros. Abrensele dos mundos, concédenseles dos vidas. Por medio del amor a Dios y a los hombres, gozamos de la virtud, de la paz y de la libertad en la tierra, y nos uniremos a Dios en el Cielo. No hay verdad ninguna, moral o política, cuyo germen no se halle en algún versículo del Fvange- lio. Cada uno de los sistemas modernos de filosofía ha comentado uno, y lo ha olvidado después; ia filantropía ha nacido de su primero y único precepto, —la caridad; la libertad ha seguido el camino tra- zado por él, y nunca servidumbre degradante ha podido subsistir ante su luz; la igualdad política ha provenido del reconocimiento que nos ha hecho hacer de nuestra igualdad, de nuestra fraternidad ante nuestro padre Dios; las leyes se han morige- rado, los usos inhumanos se han abolido, las cade- nas se han roto, la mujer ha reconquistado el res- peto en el corazón del hombre. A medida que su palabra. ha resonado en los siglos, ha hecho des- plomarse en ruinas un error o una tiranía; y puede decirse que el mundo actual en su conjunto, en sus leyes y costumbres, sus instituciones, sus esperan- zas, no es más que el verbo del Evangelio, más o menos encarnado en la civilización moderna. Pero 186 EL TEMPE ARGENTINO. su obra dista mucho de estar acabada: la ley del progreso o de las mejoras, que es la idea activa y potente de la razón humana, es también la fe del Evangelio; él nos prohibe pararnos en el bien; nos llama siempre hacia la perfección; nos veda deses- perar de la humanidad, ante la cual presenta, sin cesar, horizontes más luminosos: y cuanto más se abren nuestros ojos a la luz, más promesas leemos en sus misterios, más verdades en sus preceptos, más vasto porvenir en su destino. AA MT CAPÍTULO XXVI El irupé La más admirable de todas las flores, la planta singular de la familia de las ninfáseas, llamada irupé por los Guaranies, y Victoria regia por los botánicos, es una de las maravillas del reino vegetal, que se ostenta en nuestros grandes ríos. Aunque no se la encuentra en el archipiélago del delta del Parana, ¿cómo es posible, al describir este río, dejar en si- lencio tan hermosa hija de sus aguas? Los que hayan visto las balsas o islas herbáceas que flotan en las hondas del Paraná, formadas de nenúfares, sagitarios y otras plantas acuáticas, vul- . garmente llamadas camalotes, fácilmente concebi- rán como se extiende el 1rupé sobre las aguas. Figu- rémonos uno de esos mantos flotantes, del verdor más fresco formado de gran número de bandejas redondas, de una brazada de ancho, coronadas de enormes espigas globosas de azabache, y de magní- ficas flores carmesies de alabastro, de una vara de ruedo, que esparcen un aroma delicioso. Todo es notable y raro en esta planta fluvial: sus flores, sus frutos, su fragancia y hasta sus movi- mientos espontáneos que la colocan entre las plan- tas dotadas de sensibilidad. 188 EL TEMPE ARGENTINO. Los grandes discos de sus hojas natátiles, de cinco a seis pies de diámetro, lisas y verdes por en- cima, con un reborde vertical de dos pulgadas, se asemejan a una gran fuente, lo que ha dado*origen a su nombre guaraní irupé (plato en el agua). Por debajo son rojizas, con una red de gruesas nervadu- ras huecas que contribuyen a mantenerlas sobre el agua, aunque aves de gran tamaño, como las garzas, se posan sobre las hojas que pueden sostener el peso - de una criatura, sirviéndole de cuna flotante. El peciolo sale del centro de la hoja. Los rizomos “Oo tallos de la planta, siempre sumergidos, están erizados de largas espinas, y lo mismo las nervadu- ras de las hojas, el pedúnculo y el cáliz, que está dividido en cuatro sépalos rojos. La flor, de un pie de diámetro, se compone de más de cien pétalos, interiormente blancos, simétricamente colocados que, según se acercan al centro, van disminuyendo en tamaño y tomando un color encarnado hasta el carmín. Numerosos estambres forman en medio de la flor una bella corona amarilla y punzó. Estas flores colosales del irupé brillan con sin- gular hermosura a la luz del sol, esparciendo un olor suavísimo, comparable al de la flor del aire, y sobrenadan como las hojas de la planta, alargando para ello una8 y otras sus pedúnculos y peciolos todo lo que es necesario para llegar al nivel del agua; y cuando esta se eleva accidentalmente, aque- lla prolongación continúa. A la flor sucede un fruto esférico del tamaño de la cabeza de un niño, que se cubre de semillas o granos redondos del grueso de la pimienta, duros, lisos, negros y lustrosos, llenos de una fécula amilá- cea propia para el sustento del hombre; por esta SRT EL IRUPÉ. 189 razón en el país es designada la planta con el nom- bre de maíz de agua y sirve de alimento a los natu- rales. Siendo el irupé o Victoria regía planta anua que se reproduce por la simiente, sería muy fácil su multiplicación, con sólo echar sus granos en los arroyos y lagunas de fondo cenagoso; pero no pros- pera sino bajo un clima cálido. En Europa se ha logrado conservarla y hacerla dar flores en acuarios, a una temperatura de treinta grados. La planta germina y crece desde los primeros días del otoño; pero permanece en el estado de inmer- sión hasta la primavera, cuando el calor constante de la atmósfera no puede ya dar lugar a una repen- tina destemplanza. Las flores retardan su aparición hasta el verano, saliendo diariamente del agua al amanecer, y desapareciendo con el astro del día, mientras que las hojas permanecen siempre sobre- nadando. La Victoria regia presenta con más propiedad que otras plantas el raro fenómeno del reposo noc- turno que Linmeo observó en algunos vegetales, denominándolo sueño de las plantas. Las flores del irupé, después de permanecer abiertas durante el día, según se ha dicho, hacen a la caída de la tarde sus preparativos para retirarse a su alcoba acuática. Se apimpollan poco a poco, ciérranse sus cálices, y así que se pone el sol, se sumergen y pernoctan debajo del agua hasta que vuelve la luz del día; y entonces aparecen de nuevo sobre la superficie des- plegando sus capullos y difundiendo su perfume. ¡Cuán bello es! ¡Cuán majestuoso el momento en que la reina de las ondas desabrocha lentamente su corola desenvolviendo uno tras otro sus anchos pé- talos oblongos, cóncavos, rosados y brillantes, y 190 EL TEMPE ARGENTINO. mostrando su purpúreo seno! Al contemplar me- ciéndose sobre las aguas a estas hermosas náyades, y verlas ocultarse en las ondas luego que por la ausencia de la luz no pueden ya lucir sus galas y atractivos, nos parecen unos seres dotados de sen- sibilidad e inteligencia que se complacen en la ad- miración y simpatía que inspira el esplendor de su belleza, y el embeleso delicioso de quien, al contem- plarlas aspira el hálito balsámico que exhalan. En torno de ellas, todo parece reunirse para aña- dir a los placeres de los sentidos los goces del sen- timiento. Al surcar la ligera nave por entre las islas frondosas del alto Paraná sobre una agua tranquila, velada con el verde manto de los nenúfares de coro- las celestes y de plata y oro, y el pomposo ropaje y las soberbias flores encarnadas del irupé, galantea- das por lindas mariposas, encantadores colibries y un variado cortejo de aves acuáticas, ¡qué dulce serenidad penetra en el alma del viajero! La soledad y el silencio de los bosques, las maravillas de la vegetación, la animación inocente de tantos seres, todo nos produce el olvido de los cuidados y afanes mundanales; todo concurre a dilatar el corazón, a renovar el recuerdo de nuestras más tiernas afec- ciones, y avivar nuestra ingénita aspiración a un retiro de paz, de descanso y de contento. El hombre siempre ha pedido a la naturaleza la calma del cora- zón perdida; y en verdad que sólo la naturaleza ha podido siempre restituirsela. Siglos y siglos, miles de años habían corrido sin que se hubiese presentado en aquellas soledades habitadas por el espléndido irupé, sin que se hu- biera aparecido un ser que pudiese admirar y hacer conocer al mundo esta obra maravillosa del Crea- EL IRUPÉ. 191 dor; hasta que penetró allí el hombre culto, único capaz de apreciar y gozar tanta belleza. Haencke, botánico alemán, que murió en América en medio de sus doctas investigaciones, fué el primero que dió a conocer (en 1779) esta magnífica ninfeácea, denominándola euriale amazónica, en memoria del río en cuyas márgenes la descubrió. En 1831, d'Orbigny la encontró en los ríos Paraguay y Pa- raná... Después ha sido bautizada por el botánico inglés Lindley con el nombre de Victoria regia, en obsequio a su soberana, y últimamente el viajero alemán Schomburgh la describió preconizándola como la reina de las flores. Por cierto que no hay en todo el orbe otra planta que reuna como el 1rupé la hermosura a la magnificencia; la fragancia y belleza de las flores a la utilidad de los frutos, la singularidad de sus formas y la rareza de sus habi- tudes. MOI IO III IO IO IIA IAN CAPÍTULO XXVII Los árboles ¿Qué compañeros más útiles del hombre, que los árboles que, a la vez que amenizan su mansión, mantienen la fertilidad del suelo que cultiva? Los árboles protegen las vertientes, impiden la pronta evaporación de las aguas y atraen las lluvias y los rocíos. Los árboles depuran la atmósfera de los gases perniciosos, exhalan el oxígeno que nos da la vida, depuran y fecundan el suelo que los nutre, después de colmarnos de sus dones. Los árboles, nos dan alimento, medicina, vestido, casas, muebles, utensilios, embarcaciones, vehículos de toda clase y mil productos necesarios para las artes todas. Los árboles nos refrigeran con su sombra en el verano y mantienen el fuego del hogar en el invierno; nos protegen contra el huracán y contra el rayo; ofrecen abrigo a las aves y forraje a los ganados; proporcio- nan recreo a nuestros ojos, melodía a nuestros oídos, perfume a nuestro olfato, regalo a nuestro gusto, grata y útil ocupación a nuestros brazos, vitalidad a nuestro cuerpo, y elevación a nuestro espíritu. Por poco que se observe la vegetación del delta argentino, se notará muy luego, que son dos los rasgos que la particularizan; el uno es la confusa mezcla de árboles, diferentes en forma, en follaje y en color; el otro la prodigiosa variedad de plantas Mu” AA. A LOS ÁRBOLES. 193 sarmentosas, llamadas enredaderas, bejucos y lia- nas; las cuales dan a sus arboledas un aspecto muy variado, e imprimen a sus paisajes cierto aire festivo y romántico en que consiste su mayor encanto. La vista no se harta de recorrer, ni la mente de admirar la profusión de vegetales, aun de las más aparta- das familias, que se agrupan y entretejen confun- didos, sin perjudicarse al parecer; sirviendo además de apoyo a las plantas trepadoras, nutriendo las parásitas y abrigando las aéreas que no participan de los jugos de la tierra, ni usurpan la sustancia del árbol que las lleva. Los árboles que han cumplido el período fijado a la existencia de cada especie, parecen aun por largo tiempo frondescentes con el prestado follaje de las lianas que los envuelven, y cuando sus carco- midos troncos caen al suelo para devolverle con su descomposición los principios que de él han recibido, todavía la naturaleza se apresura a velar las huellas de la muerte revistiéndolos de una túnica de verde musgo, adornada de helechos y agáricos, ¿Cómo explicar tan activa como inagotable fecun- didad? El supremo grado de fertilidad del terreno, la extraordinaria profundidad de esa tierra vegetal, 13 — Tempe 194 EL TEMPE ARGENTINO. el riego frecuente de las mareas, la propiedad ferti- lizante de las aguas del Paraná por su tibieza y de las del Plata por su limo, la ausencia completa de aguas corrompidas, y finalmente, la angostura de las zonas numerosas, que hace más accesibles las masas vegetales a la acción del sol y demás agentes atmosféricos, todas éstas deben ser las causas de tan copiosa y exhuberante vegetación. Así también se comprende por qué la flora del delta nos presenta el aspecto de una latitud más elevada, por las mumerosas especies de árboles y plantas de hoja permanente, que dan a sus bosques la fisonomía alegre de la primavera, a pesar de los frios y heladas del invierno, formando un notable contraste con la vegetación agostada de la costa. Mas ¡ay! que pronto desaparecerá tanta ameni- dad, tanta belleza, ante los rudos pasos de la indus- tria desnaturalizada por la' codicia y el error. Con dolor se ven caer ya los bellos árboles que hacían la delicia de nuestro Tempe a los golpes del hacha, acerada como los corazones en que el interés ha ahogado el sentimiento de lo bello, y ciega como la ignorancia que labra su propia ruina. ¡Arboles bienhechores, que fuísteis el encanto de mi infancia, y que siempre he contemplado con enajenamiento y gratitud! yo os ampararé, yo Os conservaré ilesos como os crió la naturaleza, sobre los arroyos que rodean mi rústica vivienda, para que vuestro espeso ramaje continúe derramando sobre ella la frescura de vuestra sombra, el bálsamo de vuestras flores, la ambrosía de vuestras frutas, el canto de vuestras aves. ¡Ah! esparcid como siempre en torno de mi cabaña la fragancia y el regalo, la: salud y la alegría! | | | CAPÍTULO XXVIII Los duraznos El pérsico, llamado así por su origen, melocotón en España, y en esta parte de América durazno o duraznero, es el frutal que se ha propagado en las islas, lo mismo que el naranjo, de un modo asom- broso, formando montes, que parecen interminables sobre las márgenes de los canales y arroyos del delta. Al observar la espontaneidad de su germina--' ción, el vigor con que crece y prospera, a pesar de la espesura que lo circuye; al notar su frondosidad y larga vida, la abundancia, la grandeza, el colorido, la delicadeza y la fragancia de sus frutos, podría creerse que el Plata y no la Persia es la patria ori- ginaria de este árbol, si no constase que fué traído al Nuevo Mundo por los primeros colonos europeos. No es raro ver en las islas durazneros de la cor- pulencia de un hombre, con una copa de cinco varas de radio, llena de duraznos, o más bien, meloco- tones tamaños como naranjas. Generalmente crecen mezclados con los árboles silvestres, viéndose algu- nos tan oprimidos por la vegetación indígena, que apenas alcanza un rayo de sol por algún resquicio del tupido follaje que los rodea; y no obstante, se muestran vigorosos y fecundos. Sujetos al cultivo 196 . EL TEMPE ARGENTINO. del hombre, los arbolitos de un año que se trasplan- tan a cuatro o cinco varas de intervalo, al siguiente verano empiezan a fructificar, y al cuarto año -ocu- pan ya todo el terreno, cruzando unos con otros sus ramas laterales, encorvadas hasta el suelo con el peso de la fruta. | El hermoso melocotón o durazno silvestre de las islas no cede, en el conjunto de sus calidades, a ninguna otra de las frutas más preciadas de todo el orbe; pues que a la belleza de su forma esférica, matizada de lucidísimos colores, y a su olor aromá- tico, reune una pulpa delicada; de una dulzura tan grata al paladar que no causa saciedad, aunque se coma con exceso. Y si a estas excelencias se agrega que es en alto grado alimenticio y saludable, ¿crál será la fruta que se le pueda comparar ? Sólo tres variedades se conocen del durazno isleño, designadas con los epítetos de blancos, amarillos y bayos, éstos por el color de su piel y aquéllos por el de su carne. No hay abridores o priscos ni pelones; todos son ligeramente vellosos y de carne adherida al hueso o carozo. Aunque de variado sabor, son sin excepción dulcíisimos y fragantes. Su pulpa suculenta, más o menos jugosa y refres- cante, es un alimento que conviene a todas las eda- des, desde los niños de pecho hasta los ancianos, aunque no se tome con moderación, con tal que la fruta esté bien madura y se le quite la piel o cás- cara. Para los estómagos débiles conviene sazonarlos con vino y azúcar. Si los pérsicos, en todas sus va- riedades, son con razón universalmente apreciados como una de las producciones más agradables y sanas de las zonas templadas, nuestros duraznos silvestres son los preferidos en Buenos Aires por PEA e - LOS DURAZNOS. 197 su relevante bondad y exquisito aroma; ellos son el adorno de nuestras mesas y uno de los postres más deliciosos. Antes de su madurez, se comen preparados en compota o en conserva; y en mermelada, estando maduros. Para conservarlos sin dispendio, se secan al horno con su hollejo, o al sol, decortezados y enteros, o descarnados, y con más frecuencia redu- cidos a lonjas, lo que constituye los orejones; pre- paraciones todas que no les, dejan sino una parte de su mérito, pero nada pierden de la propiedad nutritiva y saludable. Se extrae de esta fruta, por su abundancia, el aguardiente de durazno para el comercio local, en alambiques establecidos en el delta. Con el hueso o el carozo, haciéndolo infundir en aguardiente, se prepara uno de los mejores licores, conocido bajo el nombre de agua de noyó, de virtud estomacal. Un uso más importante de la parte leñosa de estos huesos es el que de ellos se hace para la prepara- ción de un hermoso negro muy usado en la pintura al óleo bajo el nombre de negro de albérchigo, y muy estimado por el hermoso gris que de él se ob- tiene. Del tronco y ramas de este árbol suele manar una goma que tiene mucha analogía con la goma arábiga, y es considerada con razón como una suce-. dánea de ésta. Se la emplea en los mismos usos. La madera del duraznero, que en otro tiempo era la única leña que se quemaba en las cocinas de Buenos Aires, y que continúa empleándose en la campaña como postes de corral, está hoy día clasi- ficada entre las mejores maderas para taracea O embutidos. Sus vetas son anchas y bien marcadas, de un bello rojo pardo, mezcladas con otras vetas Y 198 EL TEMPE ARGENTINO. de un color más claro; el contacto del aire, lejos de alterar sus colores, aumenta su hermosura; su grano fino y unido lo hace susceptible de un hermoso pulimento; es fuerte y durable, y entre las made- ras del país es una de las más buscadas por la eba- nistería u obras finas de carpintería. Tanto las flores del durazno como la hoja, la pepita o almendra y el carozo contienen ácido prú- sico, el más terrible de todos los venenos sacados de los tres reinos de la naturaleza; pero que la me- dicina emplea como medicamento. Todas estas par- tes son amarguísimas. Las flores tienen una virtud laxativa, que es menos activa cuando están frescas; la. infusión de los pétalos es la que se usa con fre- cuencia; con ella se hace el Jarabe de durazno, que se administra a los niños y a las mujeres débiles como purgativo y vermifugo (1). Finalmente, las hojas y la almendra del durazno son empleadas por el arte culinario para mejorar el gusto de las cre- mas, pastas, etc. El completo de tantas cualidades, así útiles como agradables, hacen de este árbol un don precioso de la naturaleza de nuestro delta, que todo el país ha apreciado debidamente, habiéndose apresurado cada 1. Para hacer este jarabe se hace primeramente una infu- sión en agua hirviente de una gran porción de flores de du- razno; después se mezcla el agua de la infusión con doble peso de azúcar refinado, y se pone al fuego para que hierva a fuego lento hasta que tome el punto de jarabe. La dosis a tomar: una cucharada cada media hora hasta que empiece a hacer efecto. En el delta donde no hay médicos ni boticas, debían tados los quinteros recoger las flores cuando caen (que son los pétalos) hacerlas secar a la sombra y guardarlas para el uso de las familias. LOS DURAZNOS. 199 uno de sus habitantes a trasplantarlo en el recinto de su morada, aun en el centro de las ciudades. Por todas partes en los establecimientos de campo, sean estancias, chacras o quintas, se ven montes de du- raznos. La presencia del duraznero despertará siempre recuerdos agradables a los hijos de este suelo. ¿A quién, en la niñez, no llenó más de una vez de rego- cijo el galano aspecto de este árbol, cuando, cubierto de un manto color de rosa, nos anuncia la cercana primavera? ¿A quién no ha encantado la vista de su copa agobiada por el peso de sus torneados frutos, rubios como el oro, o blancos como el marfil, con las chapas de carmín que anuncian su sazón? El duraznero nativo de las islas no puede rivalizar con los árboles siempre verdes que crecen a su lado; pero su tronco extiende largos brazos cuyos flexi- bles gajos brindan sus racimos de duraznos a la mano que quiera recogerlos. Aunque no ostentan copas densas y elevadas; pero agrupados cerca de la casa, forman frondosos bosquecitos de fresca sombra y silencioso retiro, alfombrados de fina y tendida grama. ¿Quién no ha recorrido Métna vez en su infancia 4 espesos montes de duraznos de nuestras chacras, ya buscando los nidos de los pájaros, ya espiando la madurez primera de la fruta? ¿Cuántas veces no han suscitado nuestra inocente bulliciosa rivalidad, disputándonos la posesión de los duraznos más her- * mosos y maduros para tener el placer de presentár- selos a las personas más queridas? El duraznero ha sido el testigo de nuestros primeros goces, el com- pañero de nuestros placeres juveniles; jamás podre- mos contemplarlo sin cariño. Estas primeras emo- 200 EL TEMPE ARGENTINO. ciones serán siempre caras al corazón sensible, - y los objetos que las recuerdan no pueden serle indi- ferentes. Empero, si queremos ver reproducidas con viveza esas imágenes risueñas de la primera edad, preciso será que penetremos por las amenas soledades del fortunado Tempe Argentino, por entre esos montes interminables de duraznos que las lianas floridas entrelazan con el mirto y el laurel, y que los arroyos retratan en sus tranquilas aguas, entreteniendo su lozanía y su frescura. En esos selváticos asilos, en que no se encuentran todavía huellas humanas que despierten ideas melancólicas, es donde la imagina- ción nos traza con delicia las candorosas escenas de la infancia, los afectos puros de nuestra juventud con sus nobles y santas aspiraciones, olvidando en horas apacibles los continuos pesares de la vida. AAA CAPÍTULO XXIX El agarrapalo Entre las innumerables plantas descofocidas y raras de nuestras islas hay un árbol de condiciones singulares, cuyo nombre es apropiado a su rapa- cidad. Es un verdadero constrictor vegetal, que se llama agarrapalo, por la propiedad que tiene de agarrarse del tronco de los otros árboles para hacerse un lugar entre la apiñada vegetación, y sobreponerse y su- plantar a los demás. Su pequeña simiente conducida por los vientos, se fija y germina sobre el tronco de un árbol cual- quiera, y alli se nutre y crece segura entre las ramas, desplegando sus humildes raíces por encima de la corteza. Las crecientes del Paraná ahogan mil plantas tiernas que apenas levantaban sus débiles tallos sobre la tierra que las vió nacer; pero el agarrapalo se salva en lo alto del tronco que lo ampara” Las tempestades sacuden y desgajan el árbol protector; mas el agarrapalo se preserva al abrigo de la copa hospitalaria. Continúa así me- drando y extendiendo sus raíces hacia el suelo, hasta que las introduce en la tierra, y entonces se desarrolla y crece con nuevo vigor, ostentándose siempre verde y frondoso. Dotado el agarrapalo de 202 EL TEMPE ARGENTINO. una vegetación activa muy superior a la del árbol oprimido, absorbe todos los- jugos del terreno, en- vuelve con sus raíces al tronco hospitalario, y lo sofoca; y al fin el humilde advenedizo descuella soberbio, enseñoreado del suelo, y enriquecido con los despojos del extinto árbol nativo. Un gran fenómeno social semejante a este fenó- meno vegetal se está efectuando hoy en el seno del Nuevo Mundo, un acontecimiento que se desen- vuelve en proporciones inmensas, y de un resultado funesto sobre la suerte de muchos millones de seres humanos. El opera una revolución, un cambio com- pleto y rápido en todas las condiciones políticas, morales y materiales de los pueblos sometidos a su influencia. Sus efectos son la extinción de las nacio- nalidades, la degradación de las razas, la ruina y la miseria de los individuos. Su acción es tanto más segura e incontrastable, cuanto que es pacífica y legítima en sus medios; y tanto más temible, cuanto más desconocida es en sus verdaderas causas, € inapercibida en sus efectos del momento. Este fenó- meno social es producido por la SUPERIORIDAD IN- DUSTRIAL E INTELECTUAL sobre la ignorancia. Una nación en otro tiempo prepotente y opulenta, hoy en lastimosa decadencia, ha hecho pesar los males del idiotismo sobre treinta millones de sus hijos y descendientes; raza atrasada e inerte, que se encuentra circuida de otras adelantadas, indus- triosas, activas y emprendedoras, que la explotan, le absorben sus industrias, la empobrecen, la debi- litan y por fin la dominan y anonadan. Esa raza que se encuentra hoy en lucha tan desi- gual, y que ha cedido su riqueza y su influencia en todos los puntos del globo donde ha entrado en 22 ¿o il deci rider ct A tem call EL AGARRAPALO. 203 libre competencia con otras más aventajadas, es la raza ibera, es nuestra raza. Y necesariamente ha de ceder a la conquista pacífica, operada por la supe- rioridad científica e industrial, si no despierta de su sopor, si no se coloca al nivel intelectual de las de- más por medio de la instrucción . En medio de los actuales progresos de la ciencia y la actividad humana, no puede ser otra la suerte de los pueblos ignorante. El peligro es inminente, permanente, y crecerá de día en día, porque crecer con espantosa rapidez las fuerzas industriales que se desenvuelven en torno de nosotros, y afectan nuestros medios de vivir y de prosperar. Reconcentremos todas nues- tras fuerzas sobre nosotros mismos; levantémonos por un supremo esfuerzo. El remedio está ahí: Iws- TRUCCIÓN PRIMARIA A TODOS, NIÑOS Y ADULTOS. Cultivar el corazón y la inteligencia del pueblo, enseñarle los rudimentos de la ciencia para exponer ante sus ojos los tesoros de la naturaleza y de la industria, y la importancia de sus deberes y dere- chos; he aquí el único remedio para tamaño mal que amenaza con la miseria a nuestros hijos, pre- sentando a su vista a los extraños sentados sobre la herencia de nuestros padres. Para este grande objeto deberían unirse todos los hombres de todas las condiciones, sean cuales fue- sen sus ideas. De esta cuestión debe separarse toda querella de partido, de círculo, de aspiraciones. No se debe permitir que se la mezcle con las opiniones políticas. El pueblo todo debiera consagrarse a este objeto con la unidad de acción de un solo hombre. ¿Quién puede calcular el grado de progreso, de elevación, de moralidad y de engrandecimiento a 204 EL TEMPE ARGENTINO. que llegaría nuestra patria, con el inmenso campo que se brinda en ella a la industria en su dilatado territorio virgen, en sus riquezas no explotadas y en las que yacen ignoradas, si se levantase un día una generación compuesta de individuos todos edu- cados y en posesión de los medios poderosos de la ciencia y de los procederes de la industria moderna ? Con el desarrollo de la inteligencia y la morali- dad, ¡cuánto no crecería su potencia de producción! ¡cuánto la fecundidad de la industria! ¡cuántos recursos nuevos, no sospechados aún no descubriría en las artes y en la naturaleza! Con la educación y la instrucción así difundidas, se aumentarían en igual proposición las probabilidades de la aparición de las grandes capacidades y los genios creadores que ilustran y engrandecen a los pueblos. Aquel gran pensamiento de Leibnitz: Si se refor- mase la educación de la juventud, se conseguiría reformar el linaje humano; paradoja en aquel siglo, sueño dorado de las almas nobles, que ha tenido en la época presente su realización en la América del Norte, produciendo la nación más poderosa, libre y próspera del mundo; ese pensamiento formu- lado para nosotros por Rivadavia en esta bella frase: La escuela es el secreto de la prosperidad y del engrandecimiento de los pueblos nacientes, es hoy bien comprendido por todas las inteligencias; es ya una verdad casi trivial, de la que nadie duda, y que sólo espera el impulso del Poder para dar a nuestra sociedad un nuevo ser, y salvar de su inminente ruina nuestra nacionalidad y nuestra raza. —IN IO. sn AAA TAS EE ls calcio eE pis HB E A CAPÍTULO XXX El seibo y el ombú “) El ombú de nuestras costas y el seibo de nuestros ríos son los primeros objetos que hieren la vista del extranjero que desde lejanas tierras viene en busca del metal precioso que da nombre a estas regiones. ¡Dos árboles estériles por única muestra de las pro- ducciones del Río de la Plata, a las ávidas miradas de los peregrinos que pisan, llenos de esperanza, la nueva Canaan, la tierra de leche y miel, prometida a su infortunio! ¡Qué inesperada desilución! ¡Qué desencantos! Dos árboles improductivos, ¿cómo pueden anunciar el suelo más feraz, el clima más hermoso de los dos mundos? Pero que penetre el extranjero en nuestras pam- pas que producen el oro en verdes hebras: que 1. El ombú, árbol peculiar de esta parte de la América del Sud, pertenece al género *“Fitolaca””, especie dióica (Compendio botánico de Ortega, y An encyclopedia of plan- tes, de Leudon). A la particularidad de ser estos árboles, unos masculinos y otros femeninos, deben el nombre griego dióica que significa ““dos casas?”?. 206 EL TEMPE ARGENTINO. penetre en nuestras islas que vuelven en pomas de oro las simientes confiadas a su seno; y sabrá esti- mar aquel árbol mágnifico que, después de haberle ' servido de norte para llegar al puerto deseado, le ofrece fresca sombra y seguro albergue en medio de los prados píngiies que le han de dar la anhelada opulencia sin más trabajo que el cuidado de un rebaño: y sabrá estimar aquel otro árbol florido que prepara el terreno fertilísimo que le dará la riqueza en retorno de un poco de industria y de sudor. El ombú es el árbol del pueblo pastor, a quien ofrece sombra y casa en medio de las vastas dehesas que alimentan sus ganados. El seibo es el árbol del pueblo labrador, para quien prepara el suelo fértil, surcado de canales navega- bles; y los materiales para improvisar su choza, sus muebles y su barquilla. El ombú incita al pastor a dejar sus habitudes nómadas, brindándole un asilo cómodo, grato v bello. El seibo contribuye a estrechar la sociedad humana y acelerar su progreso, preparando un te- rreno capaz de una densa población. Para eso los creó la Providencia, diseminando al uno por las pampas, y agrupando al otro sobre los ríos. ¡Singular armonía entre dos vegetales de tan distinta naturaleza como el seibo y el ombú, y de ambos, árboles estériles, con la civilización humana. Uno y Otro son plantas peculiares y exclusivas de la región del Plata, donde desempeñan una misión providencial. El junco y el seibo son los operarios que la natu- rd Mic cado ica rr AUN A EL SEIBO Y EL OMBÚ. 207 raleza emplea para elevar los bajios y los bancos sobre el nivel de sus aguas y reunir los materiales que deben componer la tierra vegetal de las islas nacientes. Un juncal, apesar de su aparente debi- lidad, es el firme pilotaje que sirve para formar el cimiento del futuro terreno. Los tenaces juncos, naciendo sobre las playas de los bancos, aseguran el arenal por medio de las espongiolas de sus raíces entrelazadas, y entre la tupida muchedumbre de sus vástagos retienen las nuevas arenas sucesiva- mente arrojadas por las ondas; también protegen la germinación de otras plantas acuáticas, que con sus despojos y el légamo del río van preparando el terreno para la vegetación arbórea. El seibo es el primer árbol que aparece entre el juncal: al principio, pequeño, tortuoso, raquítico y lento en su crecimiento, como si viviese luchando con la muerte; mas al fin triunfa, mejorando él mismo las condiciones del terreno, y entonces crece vigoroso y corpulento, pero desairado e irregular como aquellos deformes saurios antediluvianos que los geólogos nos pintan. Se propaga con rapidez, formando en torno de la isla naciente una estacada de robustos troncos, que entretejidos con las plantas trepadoras, se oponen a la acción de los vientos y las olas, y conservan en calma el agua que cubre el terreno en las crecientes diarias, obligándola a depositar toda la materia sólida que trae en sus- pensión. Por otra parte, sus gruesas raíces solevantan el suelo notablemente, haciéndolo apto para la vegeta- ción de nuevas yerbas y arbustos; y la misma rami- ficación rala del seibo es una condición necesaria 208 EL TEMPE ARGENTINO. para su destino de terraplenador, porque es una espaldera viva, preparada por la naturaleza para sostén de las plantas sarmentosas. Mil enredaderas se apiñan bajo su copa que no las priva de la luz del sol, y trepan a porfía por su rugoso tronco y espaciada ramazón para cubrir la desnudez del patriarca con un manto de follaje, mezclando sus variadas flores con las del árbol pro- tector. En su espesura encuentran las aves seguro asilo para dormir, y abrigo para sus nidos. Así es como al pie de los seibos se acumula lentamente un gran depósito de detrito, resultado de la descompo- sición de las sustancias orgánicas depuestas por cy plantas, los insectos y los pájaros. El ombú, lejos de propagarse como el seibo, se cría siempre solitario y a largas distancias en la pampa. De ningún modo convenía que el ombú partici- pase de la fecundidad del seibo, porque éste fué destinado para formar el terreno y prepararlo para el hombre; pero aquél solamente para proteger su habitación sobre un terreno ya preparado. La natu- raleza, para asegurar la multiplicación y perpetuidad de las especies vegetales, se ha mostrado pródiga en la producción de la semilla, e ingeniosa en los medios de su propagación. A unas les ha dado alas o velas para que sean llevadas por los vientos; a otras garfios para que se agarren de los animales encargados de transportarlas sin saberlo; estos mis- mos diseminan otras muchas después de haberles servido de alimento; a otras las ha rodeado de una pulpa apetitosa que las hace transportar a largas distancias por el hombre. EL SEIBO Y EL OMBÚ. 209 A las habas del seibo las dotó de la misma gra- wedad específica del agua para que fuesen fácilmen- te trasladadas por el liquido, y detenidas en los jun- cales donde debían germinar; e hizo además bi- sexas las flores de este árbol para asegurar su fruc- tificación. Con el ombú ha seguido la naturaleza un plan opuesto. En primer lugar, ha hecho de él una planta dióica, es decir, que tiene los sexos separa- dos en individuos distintos; de modo que para que el ombú hembra pueda dar semilla, no sólo ne- cesita tener un ombú macho inmediato, sino que una brisa favorable o algún insecto alado en la época precisa, lleve el polen sobre las flores fe- meninas. Dado que se logre la fecundación, sien- do su fruta incomible, no apetecida por las aves, y no teniendo ninguna facilidad para mudar de sitio, debe germinar al pie del mismo ombú, donde muy luego la tierna -planta parece ahilada por la densidad de la sombra; y las que por cualquier accidente logran nacer al aire libre, generalmente mueren por los hielos del invierno. Si así no fuese, si el ombú tuviera la facultad reproductiva de los otros vegetales, no existieran hoy las pampas; serían un terreno perdido para la agricultura; las cubriría una selva impenetrable de ombúes que rechazarían toda tentativa, todo esfuerzo humano para la ocupación útil del suelo. ¡Cuánto trabajo, gastos y años de fatiga no le cuesta al norteamericano el desmonte de sus bos- ques, aunque sean de maderas utilizables! ¿Con qué provecho se podría talar un monte, cuya ma- 14 — Tempe 210 EL TEMPE ARGENTINO. dera inútil se renueva vigorosa detras del hacha que la derriba? ¡Cosa admirable! Después del transcurso de mi- les de años desde la formación del suelo de las pampas, mo se ha formado un solo bosque de ombúes; sólo se encuentran individuos aislados, que, lejos de embarazar el cultivo del terreno, son los mejores protectores de la estancia y de la cha- cra, defendiendo del sol y de la intemperie sus animales, sus aves, sus carros y sus útiles de la- branza. La Providencia ha conservado por largos siglos, preparadas para el hombre, esas inmensas llanuras cubiertas de una gruesa capa de tierra vegetal, libre de piedras, bosques y matorrales, para que le fuese fácil su cultivo. Sólo plantó allí un árbol frondoso, vedándole la ocupación del terreno, hasta que llegase el pueblo que debía ser favorecido con tan rica posesión. . El ombú es el único objeto que se eleva sobre la dilatada pampa, destruyendo la monotonía de ese océano de verdura. Sus abultadas-raíces, que se levantan en una enorme masa cónica, base de un tronco, imitan las rocas simulando en los huecos de su seno sombrías cavernas que pueden servir de cómoda habitación en el desierto. Casi siempre su presencia indica desde bien lejos, la morada humana al caminante extraviado que apresura ha- cia él sus pasos para gozar el seguro reposo del rancho hospitalario de la pampa. En las dilatadas llanuras sin caminos, el ombú es el norte del viajero; y levantándose sobre la planicie de las costas del Plata, en forma de coli- nas invariables como las montañas, son la guía segura del navegante para tomar el puerto, evi- tando los bajíos peligrosos. EL SEIBO Y EL OMBÚ,. 211 Uno de los caracteres distintivos del ombú es su longevidad, condición requerida en un ser que con dificultad se reproduce. No se conoce el término de su vida. Nadie ha visto hasta ahora un ombú seco de vejez. No hay tradición que recuerde la edad juvenil de algunos. Por las enormes dimen- siones de ellos, con treinta varas de circunferencia en su monstruosa base y quince en su tronco, pue- de juzgarse que tiene miles de años de existencia. ¿Será sin límites la vida del ombú? Una exis- tencia perpétua estaría en contradicción con las leyes del organismo animal y vegetal, que señalan a la vida un término más o menos largo; pero puede admitirse que el ombú goza, como ciertos pólipos de una vida múltiple, que se renueva ince- santemente por su parte exterior, mientras en la interior va feneciendo la organización originaria: de manera que el ombú que hoy juzgamos mile- nario, no sea en realidad sino un ser nuevo, se- pulcro vivo de sus progenitores. El estudio de la fisiología del ombú nos decifrará este enigma; entretanto hay un hecho observado por todos, que prueba que en este árbol extraordinario efec- tivamente muere y se destruye su parte interior, pues todo ombú antiguo tiene hueco su tronco y aniquiladas sus raíces primitivas. Un fenómeno de longevidad igualmente inde- finida, aunque por un proceder muy diferente, se verifica en el mangle, que descuelga algunos vás- tagos hasta el suelo, para echar nuevas raíces que lo rejuvenecen y eternizan. El seibo, que no ha sido creado como el ombú para compañero del hombre, y que se multiplica con exceso, vive solamente el tiempo necesario 212 . EL TEMPE ARGENTINO. para cumplir su destino de formar el terreno, y cuando cae decrépito al impulso del viento, toda- vía contribuye con sus despojos a aumentar y bonificar la tierra; o bien, ofrece al isleño una ma- dera leve y débil, pero durable, y a propósito para sus rústicos muebles y vajillas. Además de su extraordinaaria longevidad, tiene el ombú tal fortaleza que no hay huracán que lo derribe; y es su vitalidad tan prodigiosa, que ni la sequedad ni el fuego tienen poder para des- truirla. Si por acaso algún violento torbellino llega a destrozar su copa, muy pronto se rehace con asombroso vigor y lozanía. ¡ Prodigiosa dura- ción y solidez del edificio levantado en el desierto por la mano de Dios para el hombre! El ombú siempre ha resistido las sequías des- tructoras que, de tiempo en tiempo, han asolado las campañas. ¿Cómo una planta de tanto follaje, y situada sobre un terreno árido, puede soportar tan prolongada privación del agua? Ahora pode- mos iínauirir el destino de las desmedidas raices del ombú, aue más bien parecen una dilatación o protuberancia de su tronco. Sin duda aquella es la despensa donde tiene un abundante acopio de jugos que absorbe en los días de abundancia, para no perecer ei los de esterilidad. El camello y el dromedario, creados como el ombú para vi- vir en el desierto, tienen en su cuerpo grandes depósitos de grasa y de agua, a los cuales deben la facultad de poder pasar muchos días sin comer ni beber, al cruzar dilatados páramos donde no se encuentra ni una gota de agua, ni una hebra de yerba. Así el oinbú también tiene su abundante provisión de savia, que le permite soportar la se- EL SEIBO Y EL OMBÚ. 213 quedad de la atmósfera y el suelo sin perder nada de su frondosidad, sin faltar con protección de su sombra, cuando más la necesitan los vivientes. ¿No hay en todo esto una admirable y sabia pre- visión que nos revela al Creador? Mas, en medio de los furores del hambre y de la sed abrasadora de una larga seca, el tierno, sucoso y fresco ombú sucumbiría a la voracidad de los animales, si su autor no hubiera evitado esta otra causa de destrucción, dando a los jugos de este árbol un sabor que repugna a los cuadrúpedos, a las aves y a los insectos. Y a esto también se debe que el ombú pueda germinar y crecer en medio de los campos sin sufrir la menor lesión del diente de las bestias. No goza el seibo igual privilegio, pero se salva por su fácil y excesiva multiplicación ; también ha sido dotado de una vitalidad no inferior a la del ombú, porque tiene que resistir a un agente más poderoso de destrucción, cual es el fuego de las quemazones que frecuentemente devora los mon- tes de las islas. Todos los árboles y plantas que- dan reducidos a cenizas, menos este gran obrero de la naturaleza, que, retoñando con nuevo vigor, sigue cumpliendo su destino. | Parece que el Hacedor hubiera querido que dos seres que desempeñan un rol tan importante fue- sen respetados por toda la creación. Y ésta es la ocasión de defenderlos contra el mayor reproche que se les hace, cual es la inutilidad de su madera. Si ésta fuese de algún valor, ¿qué hubiera sido de la única sombra y amparo de las pampas? ¿qué de la fertilidad de nuestro delta? En un país sin bosques, las necesidades del hogar y la explota- ción ciega de la codicia los habría exterminado. 214 EL TEMPE ARGENTINO. Primeramente el salvaje, que suele derribar el árbol para tomar su fruta, los hubiera talado para calentarse al fuego de sus leños; después el civilizado, no menos egoísta e imprevisor, hu- biese dado cabo a la devastación. Véase, pues, como la desestimación de su ma- dera es también una de las condiciones indispen- sables para el objeto de su creación. El ombú no sirve mi para el fuego, es frase repe- tida por el hombre irreflexivo; pues a eso cabal- mente se debe su conservación, de tanta impor- tancia para los habitantes de la pampa. El seibo tampoco es bueno para la lumbre, y aunque su frágil madera es de algún provecho, su aplicación, antes indicada, es limitadísima y de poco interés. Así como el ombú refrigera con la frescura de su sombra a los hombres y animales, cuando el sol abrasa la tierra con sus rayos; así el seibo, cuando las aguas se retiran, derrama sobre las plantas que lo rodean una lluvia de agua cristalina que mana de sus ramas. Algunas veces he plantado al pie de un seibo algunas tomateras que han prosperado admirablemente en un suelo constantemente hu- medecido por las fuentes del árbol. Suelen verse varias de sus ramas envueltas en erandes espumarajos, de los cuales destila la savia gota a gota. Dentro de esa espuma se rebulle un enjambre de larvas, cuyas madres seguramente han sido las que, picando*la corteza al desovar, han abierto las fuentes para la extravasación de la savia. Es creencia vulgar que de esas larvas salen los tábanos, pero no es así. Yo he obser- vado sus transformaciones; de ellas resulta un in- secto alado, verde, saltón, como de seis líneas de largo, de corselete muy ancho terminado en dos — > es hc lic EL SEIBO Y EL OMBÚ. 215 puntas agudas; el cual ninguna semejanza tiene con el tábano. Si el hombre no se halla satisfecho con los ser- vicios que le prestan estos vegetales, analícelos, estudie sus propiedades, y quizá encontrará mu- chas de gran provecho para su salud y convenien- cia. Lo que está comprobado es que posee una sin- gular virtud, de infalible efecto, no simplemente para curar una dolencia física, sino para cortar de raíz un vicio de los que más degradan al hombre, —la ebriosidad. Hubo en Buenos Aires, a princi- pios de este siglo, una señora, conocida de muchas personas que actualmente viven, que con el mejor éxito hacía profesión de esta especialidad médica. Suministraba en cierta dosis (que ella nunca reve- 16) el jugo de la raíz del ombú, mezcládo con el licor favorito del paciente; lo que daba por resul- tado una repugnancia tal a las bebidas alcohóli- cas, que el borracho dejaba de serlo para siempre. A personas fidedignas y respetables he oido citar varios casos de semejante curación, que general- mente se practicaba con los soldados y esclavos de aquel tiempo. Debe también poseer nuestro ombú la virtud antisifilitica de su congénere la fitolaca de la América setentrional. Si aquel secreto se recuperase; si esta importan- te virtud fuese comprobada por la medicina, ¿qué mayor recomendación para el árbol argentino? Entonces sí, que la presencia del árbol providen- cial tendría mucho más inmediata relación con el bienestar del hombre en este suelo. La civili- zación, en su nueva evolución en la región del Plata, hallaría en él un antídoto para las dos 216 EL TEMPE ARGENTINO. ponzoñas que más corroen y degradan a la civi- lización actual: el alcohol y la sífilis (1). No debe olvidarse otra condición importante del seibo y el ombú, aunque sea común a la ge- neralidad de los vegetales, y es la propiedad que tiene de purificar el aire, absorbiendo los miasmas perniciosos, y exhalando el oxígeno necesario pa- ra la vida del hombre. Las grandes poblaciones, por un error fatal a su salud, han extirpado en su recinto esos morigeradores de la atmósfera, destruyendo el equilibrio y la armonía que la na- turaleza ha establecido entre el animal y el vege- tal. Las pequeñas poblaciones, impulsadas por el deseo pueril de parecerse en algo a las ciudades, hacen lo posible por destruir las arboledas de su seno, acabando así con el más bello adorno de un pueblo, sea ciudad o aldea, y con las fuentes más puras y perennes de la salubridad del aire que respiran. El seibo para los jardines y el ombú para los paseos públicos; no hay planta que los aventaje (1) Dice Rambosson que los hijos engendrados durante la embriaguez resultan ordinariamente epilép- ticos. (“Les lois de la vie”.) Morel relata en compro- bación de este aserto los ejemplos más tristes y desga- rradores, exclamando: “¡Qué de hechos no podría yo añadir en confirmación de la degenerescencia de los descendientes de individuos entregados al alcoholismo crónico!” “No debe, pues, sorprendernos observar en las naciones civilizadas tantas aberraciones de inteli- gencias y tanta perversión de sentimientos.” (“Trai- té des dégénérescences”.) ¿Quién ignora que el uso del aguardiente ha sido y es la causa principal de la rápi- da y enorme disminución de la población indígena de ambas Américas, y de la extinción de muchas tribus? EL SEIBO Y EL OMBÚ. 217 en la pureza de sus emanaciones, y pueden compe- tir en belleza con el resto de los árboles. El ombú sobre su extensa base que ofrece cómodos asien- tos, su robusto tronco terso y limpio, y su ramaje pintoresco, ostenta una magnífica copa esférica, sin par en frondosidad y colorido. El seibo, que nació como la mujer para mostrarse engalanado, es preciso, para verlo en su esplendor, que osten- te sus grandes ramos de hermosas flores carme- sies sobre su atavío de pasionarias y enredaderas floridas. Así es como lo presenta a nuestros ojos la madre naturaleza en su patria el Tempe de los Argentinos. El ombú prospera en los lugares más áridos y en toda clase de terrenos, con tal que no tengan una humedad excesiva. Sólo se multiplica por la semilla, y es preciso, mientras es pequeño, ponerlo a cubierto de las heladas. Transplantándolo jo- ven, no requiere ya ningún cuidado, ni el del rie- go; y alos cuatro o cinco años, ya es un árbol muy írondoso. El seibo, por el contrario, quiere una tierra suelta y medianamente húmeda. Se mul- tiplica por estaca, y desde el primer año se puede tener un árbol hecho y florido plantando un grueso poste. Pero, ¡cuidado! que como la rosa, tiene sus espinas, pequeñas pero enconosas, que se extienden desde el tronco hasta las mismas hojas. No hay árbol como el ombú para formar um- brosas alamedas o avenidas arboladas. La natu- raleza de nuestro clima, madrastra de los árboles exóticos, parece que les niega el sustento, exigien- do la solicitud y constante atención del hombre. El ombú, su hijo predilecto, prospera admirable- mente sin necesidad de estos cuidados. Y ¿cuál . 218 EL TEMPE ARGENTINO. es el árbol de otros climas que aventaje a nuestro ombú en frondosidad, majestad y hermosura? Bien puede herir su copa un sol abrasador, bien puede faltarle el refrigerio de los rocíos y el alimento de las lluvias, no por eso dará paso a un solo rayo del astro, ni soltará una sola de sus ho- jas; mientras que los demás árboles languidecen, se angosta su follaje y ralea su sombra en la esta- ción. de los calores. En otro tiempo, añosos copudos ombúes reci- bían al viajero delante del muelle de Buenos Aires, y por su belleza y su frescura se hacían amar y admirar del extranjero, desde que pisaba nuestras playas; empero fueron despiadadamente arranca- dos por el gusto pervertido de los que no encuen- tran nada hermoso en su patria; por los que no se impresionan de la sublimidad de la pampa ni de la magnificencia del gigantesco vegetal que forma su mejor ornamento. Despreciamos el ombú por- que no lo hemos visto ensalzar en los idilios de Gésner o de Meléndez, por más que nuestros poe- tas le hayan consagrado bellísimas estrofas. ¿Se- rá menester que vengan los extraños a enseñar- nos a apreciar y admirar lo que es bueno y bello en nuestro suelo? ¡Seno hermoso de la patria que siempre encon-. tré lleno de encantos, que has hecho siempre las delicias de mi vida! ¡Cada día hallo en tí nuevas gracias que gozar, coa maravillas que admirar! Niño todavía, yo amaba los bosques misteriosos de tus islas y las llanuras solitarias de tus pam- pas. ¡Con qué embeleso, desde la altura de las raíces del ombú, seguía con la vista el arado del labrador, y las crecidas bandas de pájaros que se precipitaban sobre el reciente surco, en pos de ici Di ERA AA A AA cs EL SEIBO Y EL OMBÚ. 219 los insectos arrancados de la tierra! Otras veces, desde la enramada de un seibo florido, escuchaba con alborozo el canto de las aves, mezclado con las canciones y los golpes del leñador. Niño to- davía, encontraba un objeto de placer, siempre nuevo, en la observación de cada ave, cada in- secto, cada planta. En la cabaña de las pampas, como en la choza de las islas, hallaba siempre co- razones ingenuos y sencillos como el mío. ¡Oh! ¡qué dulce es la paz de nuestros campos! ¡Oh! ¡qué plácida es la mansión de nuestras islas! ¡Calma deliciosa, alegría pura, tesoro de un co- razón sencillo! hoy siento tus trasportes como los sentía en los bellos días de mi adolescencia, cuando, libre de cuidados, el cultivo, la lectura y la naturaleza hacían todas mis delicias. Mi co- razón, puro como el pimpollo que se despliega al nacer la aurora, no se abría sino a las impre- siones gratas y a los afectos tiernos y generosos. Una agradable ilusión me E EE la tierra como un edén venturoso... ¡Ah! yo no había presenciado aún las miserias de la humanidad; aun no había sufrido los golpes del infortunio ! ¡Oh! ¡Con cuánto placer vuelvo mi vista hacia aquella dichosa época de mi vida! Lo que yo amaba entonces, aun lo amo ahora. ¿No me será dado volver a la quietud de mi cabaña, bajo la sombra del ombú, al lado de las almas sencillas que la habitan? ¿No me será posible echar al ol- vido los excesos e injusticias de los hombres, en- tre los bienes y armonías de la naturaleza? Soli- citen otros con afán los favores de la fortuna, aten su libertad al carro de la ambición, compren al precio de su reposo un vano renombre; yo he vivido y viviré contento en el seno de los pací- 220 EL TEMPE ARGENTINO. ficos campos. Que mi corazón, siempre penetrado del amor de la virtud, sólo aspire a los bienes in- mortales; y guste yo, hasta el fin de mis días, de los placeres de mi infancia. Prefiera' siempre los rústicos cuadros de la naturaleza a las tumultuo- sas escenas del mundo; un albergue campestre a un palacio orgulloso., y la calma del espíritu a una brillante posición. Que mi imaginación se re- presente siempre los mortales, buenos para amar- los, y sinceros para creerlos; que una dulce ilu- sión me transporte a los bellos días de la edad de oro; y que el amor y la amistad me hagan siempre sentir sus goces inefables. CAPÍTULO XXXI A la caida de la tarde Era una hermosa tarde de verano, en uno de los arroyos más frondosos de nuestro Tempe, don- de todavía la naturaleza no había sido despojada de sus inimitables atavíos. El río rebosaba, preci- pitándose por los arroyuelos a refrescar el seno de las islas. Los árboles con sus frutos y las lianas con sus flores, vivamente retratados en el agua, añadían a la natural belleza del arroyo el nuevo atractivo que se encuentra siempre en la armo- nía de las formas gemelas. ¡Qué banquete tan espléndido el que la natura- ia ofrecía a todos los vivientes, en aquellas fru- tas delicadas, de las más apetecidas en todo el mundo, derramadas allí con profusión ! Bosques interminables de durazneros silvestres orillan los canales, encorvándose hasta el agua, cargados de melocotones maduros que no ceden en tamaño, en sabor, en fragancia ni en colorido, a las más peregrinas variedades obtenidas por el cultivo. 222 EL TEMPE ARGENTINO. Los costeros, los carapachayos, y todos los que viven o se ocupan en las islas, hombres, mujeres y niños, en fin, todos los que tienen una pequeña barca, todos suspenden sus habituales trabajos, para aprovecharse de esta cosecha gratuita e in- agotable. Se emplean millares de embarcaciones en el transporte de los duraznos a los pueblos de las costas del Plata, del Paraná y del Uruguay. Durante los dos meses de la ipoRaN de la fruta el canal de la villa de San Fernando se convierte en una feria incesante, donde día por día entran numerosos cargamentos de duraznos, y salen cen- tenares de carretas y carros que llevan a granel la sazonada fruta para la ciudad de Buenos Aires y toda la campaña. Y a pesar de este inmenso consumo, suele ser tan excesiva la abundancia, que a veces, en el puerto no vale más de medio peso fuerte toda la cantidad de melocotones que puede cargar un hombre. También nosotros habíamos escogido algunos de los más hermosos en los duraznales del Tempe Argentino y tratábamos de regresar, aprovechando la bajante y la frescura de la noche. Al ponerse el sol emprendimos nuestra marcha. Liviana la ca- noa, y diestro el remero, pronto empezamos a dejar atrás todos los barcos que cargados de fru- ta, de borda a borda, se dirigían al canal como nosotros. Desde que entramos en uno de los brazos prin- cipales, ibamos alcanzando los buques que venían del interior de los ríos con sus altas trojas de maderas, carbón, cuerambre y demás frutos del. país. Por no exponerse a naufragar en la travesía del río de la Plata, se dirigen al Puerto nuevo de San Fernando, donde, tienen que alijar para 1 adore is io de tine cis nd. A LA CAÍDA DE LA TARDE. 223 continuar su viaje hasta Buenos Aires, a veces con muchos días de espera, sufriendo el comercio y la industria el gravamen que es consiguiente. Mi espíritu se angustiaba con estas reflexiones como siempre que dirijo mi consideración sobre los males de la sociedad humana; pero la natura- leza instantáneamente recobró sus derechos sobre mi corazón, llamando mi atención hacia uno de sus más esplendentes espectáculos. De repente, al transponer de la punta de un bosque, hiere mis ojos un luminoso disco de oro; era el sol en su ocaso. Yo contemplaba absorto la sublime hermosura de los cielos en aquel con- junto armonioso de luz, de colores y de formas. Como si una emanación celestial penetrara todo mi ser, me anegaba en inefable dulzuras. El sol no irradiaba ya un calor ardiente; su luz no ofusca nuestra vista; ya no es sino un globo de oro, cuyo limbo toca el borde aparente de la tierra. Magnífico y despojado de sus rayos, parece un nuevo astro, más grandioso y bello que cuando resplandece en el meridiano. Brillantes nubes nacaradas le componen un magnífico dosel, desplegándose con las formas más graciosas, te- ñidas de púrpura y azul, contorneadas por un filete de oro, diáfano y luciente. La cortina del gran dosel, es del más subido escarlata en torno del sol, y pasando por los matices intermedios, siguen el morado y al jacinto, confundiéndose al fin con el limpido azul celeste de nuestro cielo. Es inútil que me detenga a describir un espec- táculo de belleza y magnificencia tal, que no hay símil que no le sea inferior, y tan diversificado, que no había momento en que no presentara un 224 EL TEMPE ARGENTINO. nuevo aspecto, ostentando nuevas armonías de for- mas, de tintas y de luces, desde que el sol llegó al horizonte hasta que se acabó de ocultar de nuestra vista. Solamente me propongo excitar la curiosidad de los que visitan nuestran islas; porque desde los canales del delta, es de donde se debe contemplar la puesta del sol en toda su belleza. El aire transparente y puro de esta vasta llanura, donde no hay polvo ni vapores que pue- dan empañar la atmósfera, hace más perceptibles los fenómenos de la luz y los más delicados juegos de los suaves contornos de las nubes. Nuestra atención se dirige a los objetos que nos rodean, atraída por el ruido del aire agitado por las alas de las aves que eligen la caída de la tarde para retirarse a su acostumbrado asilo. Por donde quiera que se dirija la vista se descubren banda- das de diferentes especies, siguiendo todas la misma dirección del centro del delta. Las unas vuelan apiñadas y en desorden, en forma de nu- blados, tales son las palomas, los tordos, los jil- gueros y las cotorras bulliciosas; otras van en hi- leras ordenadas, como las vandurrias, los patos, los cisnes de cuello negro, y los flamencos de alas de fuego; vuelan solitarios acá y allá las águilas, los halcones, los caracaraes, las cigúeñas, los to- yuyúes > las garzas color de rosa. El zorzal, el piririguá, el bienteveo, la calandria y tantas otras avecitas se cruzan por todas partes, en busca de sus nidos, haciendo resonar los ecos del bosque con sus mutuos reclamos. Los peces entran en cardúmenes a disfrutar del gran festín y se precipitan por los arroyuelos para tomar su parte en el suelo sembrado de melocoto- nes, ahora cubierto por la marea. Bien se conoce caco Dels A LA CAÍDA DE LA TARDE. O sú premura y muchedumbre en el escarceo de las aguas y en sus frecuentes brincos y colazos. El dorado que no quiere sugetarse al régimen fru- gívoro, salta a veces sobre el agua tras su presa, luciendo sus escamas cubiertas de oropel. La entrada de la noche es la hora en que más se difunden los olores. Abren las flores su cálices al relente y a las brisas de la tarde, y radiosas parecen dar al sol un tierno adiós exhalando sus más suaves períumes. El mirto, cuyo solo nom- bre expande nuestros pechos con dulcísimos re- cuerdos; el siempre verde mirto, delicado y ele- gante, todo lo llena con su exquisita fragancia, que trasciende entre los demás aromas, como la pa- sión de que es emblema domina sobre todas las pasiones. ¡Con qué delicia se respira, a la caída de la tarde, el aire embalsamado de las islas! El sol se ha ocultado bajo el horizonte; las nu- bes han perdido sus galas y el cielo su esplendor; la débil luz del crepúsculo precede al manto oscu- ro de la noche. La meditación acompañada de un vago sentimiento de melancolía, ha reemplazado las efusiones de nuestro gozo. El ocaso del sol, nos daría la imagen del ocaso de la existencia! Si la mañana: de la vida es la época más placentera, ¿no es la tarde más tran- quila y templada? El sol, cuando se pone, ¿no es tan bello y magnífico como cuando nace? Y ese sol, después de embellecer nuestro occidente, ¿no va a anunciar la aurora a otras regiones, dejándo- nos aquí los recuerdos de un hermoso día? Así el hombre, cuando se acerca al término de la vida, se goza en la calma de las pasiones; los inocentes placeres que encantaban su infancia 15 < Tempe 226 EL TEMPE ARGENTINO. vuelven entonces a regocijar su corazón; se ejer- cita en la práctica de las buenas obras; y cuando llega a su Ocaso, para tranquilamente a un nuevo mundo, donde su existencia será perdurable y su dicha sin amarguras, dejando acá la memoria de sus virtudes. PI IN IOIWODIN II III II IVIIN HDN III O A RE A A AA AA A A a 7 A 7 a 7 7 77 CAPÍTULO XXXII La noche en las islas Las sombras y el silencio de la noche habían sucedido a la agitación y al bullicio; más luego una suave claridad ilumina de nuevo los objetos; era la plácida luz de la luna en toda la plenitud de su esplendor. Las aguas tranquilas del Tempe resplandecian como ríos de plata líquida fluyendo de los senos misteriosos de sus bosques. ¡Cuán delicioso es navegar por estos frondosos riachue- los, en una noche serena, a la luz argentada de la luna! ¡Oh, cuánto, en la edad juvenil, cuánto se enajena el alma al contemplarla, transportán- donos al ideal de nuestros primeros sueños de ventura! Y después que el tiempo ha descorrido el velo de las dulces ilusiones, todavía su luz apa- cible nos infunde la calma y nos inspira al recogi- miento, Nuestra barquilla ha penetrado por una abra espaciosa, cuyas márgenes no se ven sino como dos fajas uniformes y sombrías. En la una y en la otra innumerables luciérnagas hacen centellear co- mo relámpagos sus doradas luces fosfóricas. Una aura fresca y períumada templa el calor sin rizar la tersa superficie de las aguas que nos muestran Y 228 EL TEMPE ARGENTINO. en su espejo el firmamento. La chalana boga por el medio del ancho río. Bajo de nuestros pies mi- ramos el cielo y las estrellas; la embarcación pa- rece suspendida en el espacio inmensurable, cir- cundada de los astros. Bosques, islas, aguas, todos los objetos terrestres han desaparecido de nuestra vista, que sólo contempla en derredor la bóveda estrellada del firmamento. | ¿Qué son las grandezas de la creación terres- tre en parangón con los portentos de la creación del firmamento? ¡Espectáculo grandioso y su- blime! ¡Espacio sin límites, en cuya insonda- ble inmensidad encuentra el alma algo que está en armonía con el sentimiento vago, pero in- deleble, de eternidad y perfección que la impele a la aspiración de lo infinito. La imaginación se pierde en esa extensión inmensa del universo, poblada de innumerables mundos, entre los que no es más que una es- trella nuestro sol, de más de un millón de le- guas de circunsferencia, acompañado de nues- tro globo y demás planetas que hacen sus re- voluciones dentro de un espacio de dos mil y doscientos millones de leguas. ¡Y a esta vasta esfera, que abarca nuestro sistema planetario, la separa de los demás mundos un asombroso vacío! Se mide por millones de millones de leguas la distancia de la más próxima estrella; y cada una es un sol que no cede en magnitud a nues- tro sol; y cada una de ellas dista tanto de las demás como de nosotros. Y cuando se reflexiona que el telescopio ha descubierto muchos millones de estrellas, con- sideradas como otros tantos soles con sus siste- mas planetarios; y que millones de mundos no LA NOCHE EN LAS ISLAS, 229 son sino las orillas de la creación, porque si pudiéramos llegar al más lejano, divisaríamos desde allí nuevos abismos del espacio, sembra- do de otras miriadas de estrellas, de otros mun- dos sin número y sin que más allá pudiésemos alcanzar los límites de la fábrica del universo... ¡Oh Dios! ¿quién puede comprender la inmen- sidad de tu sabiduría y tu poder? ¿Quién pue- de penetrar en lo infinito de tus obras? ¿ Y qué seres pueblan esos astros innumerables? ¡Qué infinita variedad de criaturas gozarán de la vida en esa serie interminable de mundos! $1 en el breve espacio del globo terráqueo, si en este átomo del universo es tan variada y admira- ble la creación, ¿qué será en la infinidad de las esferas creadas por el Omnipotente para prodi- gar los beneficios de su infinita munificencia? El astro que nos alumbra es a su vez arreba- tado hacia un centro desconocido. La ciencia ha descubierto que el sol gira por una órbita ig- norada, llevando en pos de sí todos los planetas de su séquito. ¿Habrá algún astro más podero- so allá en las profundidades del espacio, que por planetas tenga sistemas enteros de mundos? ¿Y no será ese mismo astro poderoso, atraído junto con sus mundos, por otro astro superior, y así sucesivamente hasta llegar al primer cen- tro de atracción de lo creado? Se desarrolla ante mi espíritu un sistema de sistemas de mundos, cada vez más vasto, cuyos límites no alcanza mi razón, y cuyo primer móvil será ¡quién sa- be! el mismo Creador. Mi mente se confunde. Abrumado y perdido en las oscuras regiones de lo infinito, callo y adoro el Increado. Los cielos manifiestan su gloria y ostentan 230 EL TEMPE ARGENTINO, su sabiduría y su poder; sólo él podrá hacernos comprender las maravillas de sus obras; sólo él podrá manifestarnos los misterios de la crea- ción. ¡Oh Dios mío! ¡Oh mi Creador! mi alma, ansiosa de la verdad, ve en tí la fuente de toda sabiduría; mi alma, sedienta de felicidad y de vida, ve en tí la fuente de la beatitud y la inmor- talidad. ¡Quién pudiera llegar a tí para saciar estas aspiraciones imprescindibles, a las cuales nada puede satisfacer sobre la tierra! Más allá de esta ciencia llena de ignorancia; más allá de estos goces tan mezclados de amar- guras; más allá de esta breve existencia está el término incomprensible de nuestras innatas as- piraciones, como hay un centro para cada pla- neta y cada mundo. Dios es el centro invisible que atrae nuestras almas por medio de las ten- dencias indelebles que en ellas imprimió como en los astros. Cualquiera que sea la naturaleza de mi alma, es un ser inmortal, y tengo la firme esperanza de que ha de gozar en otra vida mejor, toda la felicidad a que aspira. Aquel que todo lo creó, y gobierna los mun- dos desde su excelsa gloria, ¿no dirigirá también a la familia humana al término de su anhelo por la paz y la ventura? ¿Hallará o no el género hu- mano ese centro desconocido, esa estrella invi- sible que ha buscado al través de los siglos, para entrar como todos los astros del firmamen- to en la órbita del orden y de la armonía uni- versal? ¡Qué sublime es la religión que santifi- ca estas esperanzas, y las vigoriza con la fe, nos inspira la caridad, para hacernos dignos de nuestro glorioso destino! ¡Qué satisfacción y qué alborozo para una al- PAE A a Mcido. iZ Mo td Mi lt A LA NOCHE EN LAS ISLAS. 231 ma elevada, el pensar que sobre las ruinas de todas las potestades del orbe, se levantará a la voz del Salvador una soberanía, única e indes- tructible, en una sociedad universal, que reali- zará todas nuestras ideas de orden, de justicia, de unión, de amor y de felicidad; que será el fin de todo progreso y el principio de una ar- monía inalterable, semejante a la del porten- toso conjunto del universo! ¡Ved ahí cómo la sociedad, por el carácter di- vino y por los altos destinos que le da el cristia- nismo, es un objeto grandioso y augusto, digno de todos los sacrificios y de toda la veneración de los hombres! ¡Oh verdades eternas, sin las cuales sería un Ateo impenetrable la natura- leza humana! ¡Oh divina Religión! sólo el que tiene profundamente grabada en su corazón tu sublime y consoladora doctrina, es el que co- noce nuestra verdadera misión aquí en el suelo, y el verdadero valor de las cosas terrenales. Só- lo en su alma, el amor a los hombres, el amor al bien público, es un sentimiento que lo hace abra- zar con entusiasmo todas las ocasiones de ser útil a sus semejantes, que le hace repeler todos los movimientos egoístas del interés personal; que le imprime no sé qué de grande, de santo y heróico, que lo asemeja al mismo Dios, ha- ciéndolo digno de ser venerado en los altares. Una fe divina, una esperanza que acalla todas las inquietudes, todas las aspiraciones y ansie- dades del alma humana, nos muestra un mundo resplandeciente y glorioso más allá de este mun- do, una vida inmortal más allá de esta vida pe- recedera; una perfección celestial superior a to- da perfección humana; una felicidad más gran- 232 EL TEMPE ARGENTINO. de, más verdadera que cuanto se puede imaginar sobre la tierra; y que nos persuade que los mis- mos males que sufrimos son para nuestro propio : bien. ¿Qué son entónces los trabajos, las angus- tias, los dolores? ¿qué son todos los pesares de la vida, comparados con una bienaventuranza. superior a todas las alegrías y goces imagina- bles, y de una duración. que se prolongará de siglo en siglo eternamente? Que nos cerquen los peligros; que nos abru- men los males; bendeciremos como Job a la Di- vina Providencia; y si ya nos rodean las sombras de la muerte... ahí está Dios que nos sostiene; que quiere recibirnos en su seno; que nos llama a la patria celestial, donde nos encontraremos, padres, hijos, hermanos, esposos, amigos, reuni- dos en una sociedad bienaventurada que subsis- tirá en la inmensidad de los siglos eternos. ¿Quién soportaría la idea de que un inocente pueda morir en el oprobio y en los suplicios, y que esta pobre alma no sea recibida por su crea- dor?” ¡Vida futura! ¡oh última palabra de la ciencia humana! ¡oh dulce esperanza! ¡oh santa creencia! ¿podríamos sin tí comprender el mun- do, y podríamos sin tí soportarlo? S1 el justo recibe acá, por recompensa de los hombres, la ingratitud, las persecuciones, la ca- lumnia, la infamia, no importa, él beberá como Jesús el cáliz de la amargura, y esperará. El no mira el instante de la muerte como el de sus últimas relaciones con los hombres, ¡no! él lleva, con la fe de la inmortalidad, la gozosa certidum- bre de que, desde la mansión de los cielos verá fructificar sobre la tierra la semiente de sus buenas obras, él lleva también la dulce esperanza de que LA NOCHE EN LAS ISLAS. 233 llegada la época feliz en que sea conducida la gran familia humana a la perfección y a la perpetuidad, - morará con todos los buenos en el reino de la feli- cidad, el cual no tendrá fin. ¡Sublimes pensamientos! transportes inefables los de una alma que se siente formada para ser eterna, y que, elevándose sobre la tosca envoltura que la sujeta, y sobre las pequeñeces de esta vida, se engolfa en la deliciosa contemplación de su glo- rioso porvenir, CAPÍTULO XXXIII El Tempe de la Grecia El valle del Tempe, tan celebrado de los antiguos por su amenidad, era un pequeño territorio muy fértil y de clima benigno, situado en la Tesalia, parte de la antigua Grecia que hoy pertenece a la Turquía europea con el nombre de Romelia. “El valle llamado en Tesalia Tempe (dice un escritor antiguo), está entre los montes Olimpo y Ossa, y lo atraviesa el río Peneos, juntándose con él mu- chos arroyos que aumentan su caudal. La natura- leza adorna aquel sitio admirablemente. La ye- dra, la zarzaparrilla, y otras enredaderas florecen subiendo y entretejiéndose con los árboles, for- mando grutas sombrías donde los caminantes en medio de la siesta se recogen y refrescan. Por to- da aquella llanura de campos corren fuentes de frías y cristalinas aguas, que son muy saludables a los que se bañan en ellas. Hay en todo este con- torno gran muchedumbre de aves, que recrean con sus cantos. El Peneos pasa por el medio, muy so- segado y manso, cubierto de muchas sombras de los árboles que se crían en sus orillas, estorbando al sol la entrada de sus rayos; lo que hace muy ameno el viaje a los que por él navegan. Concu- EL TEMPE DE LA GRECIA. 235 rren anualmente a este valle todos los pueblos co- marcanos, y juntándose allí, hacen grandes sacri- ficios a los dioses, festejándose después con ban- quetes. (1) Barthelemy, que redujo a breves y brillantes páginas cuanto los Griegos dijeron de su Tempe, parece que al describirlo fuera trazando las esce- nas deleitosas de nuestro delta. “El río presenta casi por todas partes un canal tranquilo, y en va- rios lugares abraza lindas islas cuyo verdor per- petúa. Las grutas de sus riberas y el césped que las tapiza parecen el asilo del reposo y del placer. Los laureles y diferentes clases de arbustos forman por sí mismos bosquecillos y glorietas, y las plan- tas que serpentean por sus troncos se entrelazan en sus ramas y caen en festones y guirnaldas. Mientras seguíamos lentamente el curso del Pe- neos, mis miradas, aunque distraídas por una mul- titud de objetos deliciosos, volvían siempre sobre el río. Ora veía centellear sus aguas al través del follaje que sombrea sus orillas; ora contemplaba la marcha apacible de sus ondas que parecían sos- tenerse mutuamente, llenando su carrera sin tu- multo y sin esfuerzos. Tal es la imagen de una alma pura y tranquila; sus virtudes nacen las unas de las otras; y todas obran de concierto y sin ruido.” Tan resaltantes analogías del Paraná.con el valle delicioso y fértil del Antiguo Mundo, ha sido lo que me movió a aplicarle el nombre de Tempe; aunque puede decirse con propiedad que el griego (1) Eliano, “Historias varias.” 1, JII, citado por Juan de Guzmán, en su traducción de las “Geórgicas” de Virgilio. 236 EL TEMPE ARGENTINO. es una miniatura en parangón del argentino, que abraza más de doscientas leguas cuadradas, cuan- ' do aquel sólo se extiende en una faja angosta, de menos de dos leguas de longitud. Pero esa faja no es más que una extremidad del gran valle de Tesalia, fertilizado por una gruesa capa de limo que dejó allí el Peneos (hoy salembria), convirtién- dolo en el terreno más feraz de la Grecia, y el más célebre del mundo por su amenísimo Tem- pe; del mismo modo que el Paraná fertiliza, con su légamo y su riego, más de cuatro mil leguas cuadradas de islas y costas, además del incompa- rable Tempe de su delta. El Peneos, aunque en proporciones diminutas respecto al Paraná, tiene como éste numerosos afluentes que fertilizan las llanuras de su hoya; y otra analogía presenta en el color, la tersura y mansedumbre de sus aguas, que movió a Homero a darle el epíteto que constituye el nombre de nuestro caudaloso río, el Peneos de las ondas argen- tinas. j Ambos Tempes gozan de un mismo clima, igua- les en temperatura, en salubridad y en fecundidad. Uno y otro son patria del laurel y del mirto, em- blema de la gloria y del amor. Hay con todo una diferencia inmensa entre los dos valles y sus ríos, y es que aquél ha perdido ya eran parte de su primera fertilidad, y con ella su antigua fama, porque el Peneos no tiene las cre- cientes fertilizantes del Paraná, que en esto es só- lo comparable con el Nilo. Si la fertilidad prover- bial del Egipto, que data de época inmemorial, es hoy tan admirable como en sus tiempos primitivos, con mayor razón debe contarse con la perpetuidad de la feracidad de nuestro "Tempe, que es bañado EL TEMPE DE LA GRECIA, 237 y abonado por las crecientes, no una vez, sino treinta y más todos los años. A pesar de la identidad de este importante ras- go, que es el característico de los delta del Nilo y el Paraná, no hubiera sido propio aplicar a éste un nombre de tan hermosos recuerdos, pero empaña- do por un clima desastroso y por las frecuentes calamidades que alejan de aquella celebérrima re- gión el bienestar y las delicias con que la región del Plata se brinda a los mortales. Los principales azotes de Egipto son los fre- cuentes temblores de tierra, la lepra y las oftal- mías; el ardor de su verano de ocho meses, inso- portable para los Europeos; los vientos secos y ar- dientes; la escasez de las lluvias; y finalmente, la subsistencia de sus habitantes está a merced de las crecidas del Nilo, que a veces son insuficientes para asegurar las cosechas del año. | Herodoto llama con razón el valle de Egipto, un don del Nilo; pues la extensión que riega este río, computada en dos mil leguas cuadradas, es la única parte arable y fértil de todo el país; así es que el Egipto, bajo un cielo ardiente y seco, sería, sin la inundación, un desierto como el Sahara. Los depósitos del valle del Tempe fueron el resultado de una prolongada permanencia de las aguas del Peneos, que repentinamente dejaron en seco aquellas llanuras. Según las antiguas tradi- ciones, hubo un tiempo en que no tenían salida esas aguas; el país no era más que un gran lago; hasta que un temblor de tierra, rompiendo los di- ques de granito, abrió paso al río Peneos por entre el monte Ossa y el Olimpo hasta el Archipiélago, resultando de este desagúe la desecación del terre- no, que quedó dotado de asombrosa fertilidad, só- 238 EL TEMPE ARGENTINO lo comparable a la del valle del Nilo, y la del valle del Paraná, porque los tres valles deben su feraci- dad a la misma causa: los depósitos limosos de las aguas. Los pueblos, y muy especialmente los antiguos, inclinados siempre a suponer causas maravillosas a los grandes fenómenos de la naturaleza, atribu- yeron aquel inmenso beneficio, efecto del terremo- to, al tridente de Neptuno. Así también los Egip- cios hacían descender del cielo las fuentes del Ni- lo, al cual conservan todavía un respeto religioso; lo llaman santo, bendito, sagrado, y cuando se abren los canales para la inundación, las madres sumer- gen a sus hijos en la corriente, creyendo que esas aguas tienen una virtud purificante y divina. Hay en Necrópolis un templo magnífico, con una esta- tua gigantesca, de mármol negro, que representa al Nilo como un dios coronado de laureles y espi- gas, y apoyado sobre una esfinge. Igualmente los antiguos griegos, en el valle de Tempe, que mira- ban como un lugar santo, tenían un altar donde se reunían a celebrar sus ritos, y después de hacer grandes fiestas, regresaban con guirnaldas de los laureles del valle. Los pueblos que circundan el maravilloso valle del Paraná, lejos de consagrarle algún sentimien- to de admiración o aprecio, lo han mirado con la mayor indiferencia; porque, dueños de campos fer- tilísimos, regados por las aguas del cielo, no han examinado el valor de las tierras bonificadas por el riego y sedimentos de las aguas de los ríos. Mas, llegará día (y hoy sucede ya con muchos terrenos de las costas) en que un suelo exhausto se negará a dar a sus habitantes las pingúes cosechas de otro tiempo, y entonces se lamentarán de no haber sa- EL TEMPE DE LA GRECIA. 239 bido aprovecharse de aquel invalorable regalo que les ofrecía la naturaleza, a la puerta de sus casas. Irán al delta, y quedarán asombrados de ver las maravillas que habrá creado allí la industria y actividad de los diligentes, con el poderoso auxilio de una feracidad sin ejemplo; de un clima inmejo- rable y propio para toda clase de cultivos; de un riego y abono seguros y gratuitos, que en donde quiera cuestan a la agricultura grandes sumas. Sí, irán al delta, pero ya será tarde, porque lo encon- trarán todo ocupado por una población rica y flo- reciente. Pero los negligentes podrán al menos, como los viajeros del Tempe Griego, pasearse libremente por los arbolados arroyos del Tempe Argentino; gustar de la frescura de sus sombras, de las pinto- rescas vistas de sus chalets, sus puentes y sus gón- dolas; de la presencia de las producciones más raras y las frutas más delicadas del globo; de las armonías del gorjeo de las aves; mezclado con la música y alegres cantares de sus dichosos morado- res. CAPÍTULO XXXIV Agricultura del delta Al hablar del cultivo de la tierra, con relación al delta, no me propongo hacer una exposición de las reglas y prácticas que todo el mundo puede encontrar en los libros de agricultura, o en la ruti- na. Todo lo contrario, trataré de hacer abandonar, por innecesarias y dispendiosas, muchas de esas reglas y prácticas usuales, fundándome para ello en los principios de la agronomía y en el estudio de nuestro suelo. AGRICULTURA DEL DELTA. 241 DRENAJE Dice el geopónico inglés Stephens, que “aunque la observación haya probado hasta la evidencia que el agua detenida, sea en la superficie del te- rreno, sea en lo interior, perjudica al crecimiento de todas las plantas útiles, sin embargo todavía no se ha averiguado bien cómo se produce ese fenó- meno”; pero, a mi ver, la fisiología vegetal con el auxilio de la química, lo ha explicado perfectamen- te. No Se puede ya,dudar que las plantas necesitan un suelo permeable al aire, al oxígeno y al ácido carbónico. Es preciso que estos elementos aeri- formes se hallen en estado de penetrar entre las moléculas del suelo para asegurar a las raíces un desarrollo libre y vigoroso, pues está demostrado hasta la evidencia que los vegetales absorben, por medio de sus raíces, los principios de la vie- rra, no solamente en estado de combinación con el agua, sino también los gaseosos; así como se asimilan por medio de las hojas, los fluidos nu- tritivos que la atmósfera contiene. Por consecuencia, un terreno inundado o empa- pado en agua, siendo inaccesible al aire, debe ne- cesariamente causar un entorpecimiento más o menos grande a la nutrición de las plantas. Así es como el agua que permanece sobre las raíces, aunque sea pura y corriente, es perniciosa, y lo es también la excesiva humedad de la tierra. A primera vista parecerá que la geopónica del delta es la que más reclamará el drenaje, a causa de las frecuentes inundaciones y de los bañados, 416 — Tempe 242 EL TEMPE ARGENTINO. ciénagas y lagunas interiores; pero en este punto como en otros, no menos capitales, la naturaleza es la que se ha anticipado a los deseos del hombre, estableciendo allí un sistema de desecación que reune todas las condiciones del mejor drenaje. El desagúe en las islas se opera por canalizos que entrelazan todo el delta. Empiezan por hilos de agua que de cada bañado parten en todas di- recciones por lechos someros, y que juntándose en diferentes puntos forman arroyitos, y éstos con- curren a formar largos arroyos que corren largas distancias recibiendo en su curso numerosos arro- yuelos, hasta que a su vez desaguan en cánalejas, en canales y en verdaderos brazos del Paraná. Además, la contextura del terreno deja rezumar el agua, la que se ve manar por toda la extensión de los ribazos y bordes de los arroyos; de modo que el suelo está siempre enjuto y saneado, como lo muestra la lozanía de la vegetación. - Lo único que tiene que hacer el hombre, es con- servar limpios todos esos arroyos de desagúe, para que corra libremente el agua; y, cuando más, abrir algunas zanjas angostas en los lugares convenien- tes, para facilitar el escurrimiento de la humedad, o para la más pronta salida de las aguas en cier- tos recodos de los albardones en que se forman aguazales. A mi parecer no se puede adelantar más en la desecación de las islas por medio del drenaje. Los bañados o ciénagas no se pueden secar, por- que están, con mucha frecuencia, bajo el nivel de las aguas del río; y aunque se impidiese la en- trada de éstas en las crecidas ordinarias, ¿cómo se podría impedir su infiltración por un subsuelo tan penetrable? Lo mejor es dejar que entren y AGRICULTURA DEL DELTA, 243 salgan libremente por sus canales naturales, para que no se estanquen y corrompan. Pienso que la escrupulosa limpieza de todos los arroyos produ- ciría el efecto de enjutar mayor extensión de te- rreno, y disminuiría además los criaderos de mos- quitos. DESMONTE Para el plantío de frutales u otros árboles, la única preparación necesaria en las tierras del del- ta es desmontar o voltear la arboleda silvestre, y rozar o cortar las malezas. El descuajo y la rotu- ración, no solamente son innecesarios, sino per- judiciales. Descuajar o arrancar de raíz los árboles y mato- rrales, y roturar o sea labrar las tierras con arado, pala o azada (operaciones que requieren mucho tiempo y gastos), pueden y deben omitirse en te- rrenos de las condiciones del suelo de las islas. El trabajo del simple desmonte queda bien com- pensado con el precio de la leña y las maderas. Los árboles que causan mayor embarazo en el desmonte son los seibos. Su corpulencia y su enor- me peso hacen perder mucho tiempo en cortarlos, desgajarlos, trozarlos y arrojarlos como inútiles fuera del terreno, entre tanto no tenga demanda su madera. Mas para evitar este trabajo hay un remedio muy sencillo, y es dejarlos en pie. Bas- tará quitarles con el hacha un palo de corteza en rededor del tronco cerca del suelo, para que en el primer año se sequen sin retoñar y sin que en nada perjudiquen a los plantíos o sementeras que se hagan entre ellos. “El jardín frutal (dice un cultivador norteamericano) se planta sobre la pa- 244 EL TEMPE ARGENTINO, ja de la primera cosecha de trigo sin derribar los grandes árboles silvestres. La vista se complace con el agradable contraste de los manzanos frondosos creciendo en medio de un bosque de árboles se- cos. Como se necesitaría mucho tiempo para cor- tarlos, el norteamericano se contenta con quitar- les la corteza; y planta en seguida los jóvenes frutales entre“los árboles viejos, que, despojados de sus hojas, parecen enormes esqueletos. ¡Qué espectáculo instructivo, ver así el reinado de los antiguos hijos de la naturaleza concluir y ceder ante la industria que se adelanta armada de su hacha, aguijoneada por la necesidad y seguida de la abundancia!” Para el cultivo del lúpulo y de la vainilla (si se lograra aclimatarla), servirían los seibos de zar- zos a estas plantas trepadoras. Los árboles son, en cierto modo una parte cons- tituida del delta; sin ellos no se habría formado éste; y suprimidos, desaparecerían las tierras pa- ra formar barras movibles en la entrana del Pa- raná y el Uruguay, como las que tanto embarazan la navegación del Plata. A una simple observa- ción salta a los ojos que el polvo impalpable que forma el terreno de las islas no ha podido deposi- tarse, ni podría haberse localizado, sino en virtud de la tranquilidad de las aguas sobre el suelo, aun en medio de los más recios temporales; y esa tran- quilidad es debida a la arboleda y los juncales. Es pues de la mayor importancia, es de nece- sidad suma para la conservación de las islas, que el poder público reglamente el corte de sus mon- tes, que hasta hoy están sin limitación de período ni estación, a merced de la imprevisión de los cultivadores y de todo el que se presente con una AGRICULTURA DEL DELTA. 945 hacha. Ya la experiencia ha enseñado a muchos de ellos, que deben dejar las orillas de los cana- les y arroyos guarnecidos de su herbazal, para impedir el desmoronamiento y los derrumbes. Es tan deleznable el suelo, que si estuviese des- nudo, bastaría el movimiento ordinario de las co- rrientes para disolver en breve tiempo la obra de muchos siglos; pero la naturaleza lo defiende con un tejido compacto de juncos, espadañas, totoras, cardos, camalotes, (nayádeas flotantes), y mil es- pecies de enredaderas y arbustos siempre frondo- sos. Mas todavía era necesario proteger toda la su- perficie de los albardones contra la acción de las aguas. A esto proveyó también la naturaleza, por medio de los seibales que impiden las oleadas, y de otras plantas de hoja permanente, que sirven de abrigo a las partes bajas del interior de las islas para que continúe la obra del crecimiento del suelo. Otra ventaja ofrece la conservación de algunos árboles silvestres en las márgenes y en el centro, y es la de proteger contra los vientos los plantíos de frutales. Ah LABOR 1 El labrador de hoy como el de ayer, el rústico como el instruido, cavan, aran, revuelven, desme- nuzan la tierra, sin que lo preocupe la causa a que es debida la utilidad de la labor; causa cuyo cono- cimiento los conduciría a regularizar el empleo de la fuerza y los capitales de una manera ventajosa y económica. Lo que indudablemente obra en be- 216 EL TEMPE ARGENTINO. neficio del terreno es su desmenuzamiento que ha- ce segregar nuevos elementos minerales, ponién- dolos en disposición de,ser absorbidos por las plan- tas, y lo hace penetrable a los principios alimenti- cios contenidos en la atmósfera, al mismo tiempo que deja libre el paso a las raíces y a las lluvias. ¿Qué necesidad hay pues de pasar el hierro por las tierras del delta que están divididas y des- menuzadas hasta lo infinito, que no contienen nada segregable porque se componen de particu- las impalpables, y que no pueden ser más per- meables a las insuficiencias atmosféricas, ni más accesibles para las raíces y las aguas? Increíble parece cuánto ciegan al entendimiento el empirismo y la rutina. Está el labrador sobre el suelo de las islas con su azada en las manos para ejecutar la tradicional labranza; siente que el te- rreno se hunde bajo sus pies; prueba calarlo con el mango de su herramienta; y sin esfuerzo se le entierra hasta el ojo; aplica la mano en la tierra y la levanta a puñados que se lleva el viento; ve toda clase de plantas y árboles, de las frutas más delicadas, que prosperan sin cultivo; y con todo, agacha el lomo a la labor pensando fertilizar el suelo con su sudor. No lo juzgo tan idiota que crea esto; pero obra como si lo creyera, en fuerza de la rutina. Gasta sus fuerzas y su tiempo sin provecho, echando a perder un don perfecto del cielo. El suelo inmejorable del delta, no solamente no necesita labor alguna, sino que al contrario, en lugar de mullirlo, es preciso consolidarlo para que las mareas no lo laven, las lluvias no lo arrebaten, los vientos no lo levanten, y el calor no lo rese- que. Su excesiva fertilidad es debida principal- AGRICULTURA DEL DELTA. 247 mente a su contextura esponjosa y suelta que da facilísimo acceso a las raíces capilares, y les pre- senta todos los principios minerales que contiene; que da salida, ya por la infiltración, ya por la eva- poración, a todo exceso de humedad; que atrae de las capas inferiores la necesaria para la nutri- ción de las plantas; que se impregna de los rocíos, y se deja penetrar lo bastante del sol y del aire pa- ra suministrar a las raíces el calórico y los gaces que necesitan. Conforme a estas condiciones, la experiencia ha enseñado que en el delta, para el cultivo de los árboles de toda clase, no se ha de remover el te- rreno, sino únicamente hacer el hoyo necesario para plantar los de raíz, y meramente clavar los de estaca. Mas para las plantas anuas, u hortali- zas, conviene hacer una cava somera para des- arraigar las malas yerbas y facilitar la operación de cubrir las semillas. Una vez hecha la planta- ción, o la sementera, no se vuelve a tocar la tie- rra, sino para sacar o carpir las malezas, traba- jo que se debe hacer con guadañas de hoja corta y fuerte. ABONO La fertilidad de un terreno es inagotable cuan- do es administrado según las sabias leyes de la naturaleza. Un prado, un bosque incultos, jamás se esterilizan, porque la mano inhábil del hombre no ha entrado a perturbar la armonía de estas leyes. Florestas tan antiguas como la tierra, re- verdecen, fructifican y se reproducen incesante- mente, sin que el suelo pierda un ápice de su vir- tud primitiva, porque le vuelven día por día, en 248 EL TEMPE ARGENTINO. sus hojas, en sus bayas, en su propia disolución, en los excrementos y cadáveres de los insectos, aves y brutos que nutren, toda la sustancia que reciben de sus fecundas entrañas, y lo enriquecen con nuevos principios minerales que absorben de la atmósfera. Las sabanas, las pampas, las llanuras donde se suceden sin intermisión las generaciones de las yerbas que sirven de sustento a las aves y de- más animales silvestres, restituyen también en sus despojos a la madre común lo que recibieron de su seno exuberante. Y se fertiliza más y más el terreno cuando se hallan reunidas las condicio- nes más favorables para la fertilidad, a saber, la humedad, una tierra apropiada y un temperamen- to elevado. Entonces, como acontece en el delta, la vegetación apenas se halla limitada por el espa- cio; los despojos de las generaciones que mueren, las raíces, troncos, ramas, vienen a constituir un terreno donde se desarrolla la simiente con redo- blado vigor. Empero, ¿qué hace el hombre? ¿Imita acaso a la naturaleza que debió siempre ser su guía y su maestra? Retira del suelo todas sus producciones, por una larga serie de años, sin dejarle ni aun la paja, sin darle siquiera los desechos de las rique- zas que recibe. Empobrecido el terreno de sus principios constitutivos en el desarrollo de los vegetales, mengua la fertilidad de los campos, y disminuyen las cosechas al grado de no compen- sar el trabajo del labrador. Entre otros mil, te- nemos un reciente ejemplo en la Virginia, región en otro tiempo tan fértil, y que no puede pro- ducir hoy día el tabaco ni los cereales. Cuando el mal está hecho, el remedio es muy AGRICULTURA DEL DELTA. 249 difícil, pues consiste en restablecer el equilibrio perdido, restituyendo los principios minerales extraídos de la tierra que la atmósfera no puede proporcionar; y esto no se logra sino con el auxilio de abonos importados, y otros medios, siempre costosos. Lo mejor es evitar el mal, adoptando un sis- tema de cultivo que conserve el equilibrio, a imi- tación de la naturaleza. A juzgar por la abundancia y feracidad de los depósitos de tierra vegetal en el delta, y por analogía con otros países que se encuentran en condiciones análogas, la fertilidad de su terreno no sufrirá disminución alguna, mientras las cre- cientes continúen depositando sobre él el cieno que acarrean, por muy poco que coopere el hom- bre de su, parte para suministrar al suelo los principios que han de ser sustraídos por las co- sechas. Se sabe que en Egipto, país pobre en maderas, el estiércol de los ganados forma la principal parte de sus combustibles, y sus cenizas es el único abono que reciben los terrenos del valle del Nilo, que hasta el presente no han perdido nada de su celebrada fertilidad. El sistema de los barbechos es en general in- admisible, y en nuestro caso enteramente inútil, porque la tierra no se cansa sino porque ha per- dido los principios minerales absorbidos por las plantas, y se sabe con la certeza posible, que ni el aire ni las lluvias pueden dárselos. Sucede, sí, que ciertas tierras adquieren por una disgregación, debida a la acción de la atmós- fera y del tiempo, algunos principios necesarios, por ejemplo, para la producción del trigo, pero 250 EL TEMPE ARGENTINO. no es menester para eso dejarlas en barbecho, pues que pueden, entre tanto, sembrarse plan- tas tuberculosas sin que se menoscabe: ni pertur- be su fertilización para los cereales. Pero esa disgregación no puede tener lugar en el terreno pulverulento del delta, donde ya nada hay que dividir. El medio más eficaz y económico para obtener siempre abundantes cosechas sin esquilmar ja- más la tierra, es la adopción de un buen sistema de rotación y de abonos. En cuanto a la rotación de las sementeras, nada diré por la estrechez del espacio, pero ha- blaré algo a cerca del abono de las tierras, por- que creo necesario llamar la atención de nues- tros cultivadores sobre este punto. La química ha demostrado que en las materias fecales sólidas y líquidas del hombre y de todos los animales, y en los huesos y en la sangre de los que consumimos, se encuentran todos los principios que fueron extraídos del suelo en for- ma de semillas, frutos y forrajes, por consiguien- te depende de nosotros restaurar, con poco tra- bajo, las pérdidas en la composición de nuestras tierras; para lo cual basta recoger con cuidado todas esas materias y abonar con ellas el terreno. Haciendo constantemente esta operación, como lo practica la naturaleza, no habrá ningún des- perdicio y la tarea será insignificante. Los habitantes del delta, por ningún motivo deben arrojar al río los troncos, la ramazón ni las malezas del desmonte y de la roza, ni los re- síduos, huesos, ni basuras de ninguna clase. Los animales muertos deben ser enterrados sin de- AGRICULTURA DEL DELTA. 251 mora, con el doble objeto de estercolar la tierra e impedir los miasmas de su putrefacción. Hay dos consideraciones más que imponen la abstención de arrojar al agua esas basuras, la una es la conveniencia de contribuir con ellas al le- vantamiento del suelo de las islas, y la otra la necesidad de conservar la pureza de las aguas. No quieran incurrir en el error de la nación que, a pesar de ser una de las más adelantadas en agricultura, ha privado a su suelo de los elemen- tos más necesarios al desarrollo de las plantas, arrojándolos a los ríos, donde se han acumulado de tal modo, que inficionan las aguas y la atmós- fera, hasta el grado de hacerla mortífera para los habitantes de las riberas, como sucede hoy mis- mo en la ciudad de Londres. En éste como en los demás casos en que la ciencia, a una con la experiencia, han dado su fallo, es necesario que éste sea sancionado por las prescripciones de la ley; porque, por desgra- cia, todavía las verdades más importantes para la salud y el bienestar del hombre, no han pene- trado en el entendimiento del pueblo, ni aquí ni en las naciones más preciadas de su civilización y Sus progresos. EPÍLOGO a Al tratar de la geoponia del Tempe Argentino, me he propuesto aplicar los principios de la cien- cia a las condiciones del terreno, tan raras y ex- cepcionales como proficuas, con el fin de sacar de él el mayor producto, con el ahorro posible de tiempo, trabajo y gasto; es decir, con la ma- yor economía de fuerzas. Los actuales cultiva- 252 EL TEMPE ARGENTINO. dores han seguido un camino diametralmente opuesto al que yo señalo y que he practicado con fruto. Ellos no han hecho más que seguir las prácticas generales de la labranza, juzgando que observaban los dictados de la ciencia, cuando no hacían más que aplicar empíricamente las re- glas establecidas para el cultivo de la generalidad de los terrenos, a uno de condiciones singulares. Han labrado a fuerza de brazos una tierra que no necesitaba ser removida; han derribado y des- cepado árboles que no necesitaban ser tocados, han roturado un suelo que no requería más que una simple sacha o escarda para hacer fructificar prodigiosamente cuanto pudiese contener en su espacio; y en otras muchas operaciones han pro- cedido de un modo inverso al que convendría para obtener los productos mejor y más bara- tos. La civilización es la economía de la fuerza, la ciencia nos da a conocer los medios más sencillos para obtener con la menor fuerza posible el ma- yor efecto y utilizar los medios para obtener un máximum de fuerza. Toda manifestación y disi- pación inútil de fuerza, ora en la agricultura, ora en la industria, ora en la ciencia, ora por fin en el Estado, es un rasgo característico del estado salvaje y de la falta de civilización: Ya que la naturaleza parece que ha querido en el delta anticiparse al hombre, preparándole un suelo pingúe hasta lo maravilloso, conservándolo siempre mullido e incesantemente regado ¿por qué no aprovecharse de este trabajo hecho? ¿para qué ese desperdicio de fuerzas que no conducen a mejorar las condiciones productivas del terre- no? AGRICULTURA DEL DELTA. 253 ¡Cuán poco tiene que hacer el hombre para ser el dichoso dueño de esta joven naturaleza que lo espera con los brazos abiertos para inundarlo de los goces más puros y embriagarlo con sus encantos! Ella todo lo tiene allí preparado para la cómoda y deliciosa mansión de sus amantes: boscajes deleitosos, suavísimos aromas, aguas sa- ludables, aire purísimo, mieles y frutas delicadas, aves y peces variados, sabrosas carnes, precio- sas pieles, leña y madera en abundancia, anima- les dóciles y útiles, vías cómodas, y riegos practi- cados por la misma naturaleza; sin fieras que do- meñar, sin especies ponzoñosas que temer, sin cenagales infectos que desecar, sin matorrales es- pinosos ni troncos robustos que talar, y sin nece- sidad de labrar ni bonificar la tierra para hacer- la producir cuanto el hombre pueda apetecer para su regalo y su riqueza. Tales son las islas que forman el delicioso Tempe Argentino donde confunden sus aguas el Paraná, el Uruauay y el Plata. APÉNDICE I Aves útiles Cuando los mormones, después de su larga pe- regrinación por el desierto, se establecieron en el valle del Lago Salado, se dedicaron con afán al cultivo de la tierra por proveer a su subsisten- cia. Tanto les escasearon las provisiones, que se alimentaban con las pieles de los animales que habían carneado desde su llegada, y todas sus esperanzas se cifraban en las sementeras que prosperaban admirablemente. Ya se contaba por segura una abundante cosecha, cuando repenti- namente se presenta un enemigo formidable que empieza a destruirla. Era una invasión de esca- rabajos negros, en tal muchedumbre, que venían devorando y arrasando toda la vegetación que se encontraba al paso de sus legiones. Sólo un milagro podía salvar a los mormones de la es- pantosa calamidad del hambre; pero confiando en la divina Providencia, la invocaban en su de- solación con fervorosas preces, cuando he ahí que numerosas bandadas de pájaros blancos, seme- jantes a las gaviotas, se presentan en el valle, y en poco tiempo concluyen con los insectos. Tenían aquellos pájaros la particularidad de no hartarse de tragar escarabajos; pues así que lle- APÉNDICE. 255 naban de ellos el buche, los vomitaban ya muer- tos para volver a engullir los vivos. Las gavio- tas, las lechuzas y otros animales tienen la mis- ma propiedad: de desembuchar los restos indige- ribles de los insectos y animalejos tragados. En una reciente reunión agrícola de Suiza, el barón von Tschudi, célebre, naturalista suizo, insistió con energía en demostrar los importan- tes servicios de los pájaros en la destrucción de los insectos. Sin pájaros, dijo, no hay agricultura posible, ni vegetación. Los pájaros realizan anualmente en pocos meses la tarea de la destrucción prove- chosa que millones de manos humanas no po- drían desempeñar en otros tantos años; y el sa- bio, por tanto, censuró severamente la estúpida costumbre, tan general en Europa, de destruir a los pájaros, recomendando, al contrario, que se tratase de atraerlos a los jardines y a los sembra- dos. Entre las aves más meritorias cuenta a las golondrinas, a los pinzones, a los paros, a los gorriones, etc. 256 EL TEMPE ARGENTINO. Merecen una recomendación especial, por lo mismo que sin el menor fundamento en toda épo- ca han sido reputados como aves de mal aguero, y generalmente se les persigue a muerte, los bu- hos, las lechuzas, los mochuelos. Las aves de rapiña diurnas, osadas ladronas, vienen a robar de nuestros corrales las gallinas y palomas, y destruyen toda caza; más con las lechuzas y'otros rapaces no sucede así; por el contrario, hacen erandes servicios a la agricultura, destruyendo muchos pequeños roedores molestos, y los insec- tos que viven a costa de nuestras cosechas. Las pequeñas especies sobre todo, domesticadas y criadas en los jardines, nos harían importantes servicios. Por regla general son exclusivamente insectí- voras todas las avecitas de pico fino, de diferen- tes especies, llamadas colectivamente así, por- que su pico es recto, delgado y en forma de pun- zón o de alezna. Muchas aves hay en esta América recomen- dables como perseguidoras de insectos. Tene- mos un género (Mirmothera) que consta de mu- chas especies de pájaros hormigueros, todos ame- ricanos, a excepción de una sola especie que es del antiguo mundo. Los principales (nombrados por Bouillet) son el rey de los hormigueros, el erande y pequeño befroi, el campanero, el arada cantante, el tetema y el policur. En este país son muy comunes y conocidos como insectívoros: pirirí o urraca, el hornero, el espinero, el carpintero, el bienteveo, el churrin- chi o brasa de fuego, la tacuarita, el sietecuchi- llos, la calandria, el terutero, la gaviota, la gar- za, la cigúueña, el avestruz y otros. Los mencio- APÉNDICE. 257 nados son los que más se acercan a nuestras ca- sas, a pesar de la guerra cruel que se les hace, consentida por las autoridades y por las leyes que debieran protegerlos. Cuando el hombre, menos ignorante y egoís- ta, conozca mejor las armonías de la creación, y sus propios intereses, extenderá esa protección, no sólo a las aves destructoras de insectos vo- races, de sabandijas nocivas y de cadáveres de animales, sino también a muchos mamíferos, y reptiles, y aun a insectos que le prestan iguales servicios (1). Entonces, restablecido el equi- librio, verá preservadas sus cosechas, verá per- petuado el verdor de los campos, el follaje de los árboles y una vegetación activa purificando cons- tantemente el aire que respira. (1) Nadie ignora que hay varias especies de cule- bras que sirven al hombre destruyendo las sabandijas y todo animalejo perjudicial; pero no dejará de causar sorpresa la noticia que trae Alcado en su “Diccionario de América” de una “culebra hormiguera.” “Quinque- tenoto”, culebra que se alimenta de hormigas; es muy común en la provincia de Piritú, del Nuevo Reino de Granada, donde le dan este nombre. No es menos sin- gular por esta propiedad, que por la simétrica distri- bución que tiene de manchas blancas y negras; su ex- tensión es de catorce pies, y de cuatro o cinco pulga- das de diámetro; se deja acercar a ella y agarrar sin hacer daño, como el animal más manso, y por eso al- gunos negros le dan adoración.” 47 — Tempe BOBO IB IOBOBIWV IB IO BIO IO IO IO IO IO IO AARRAIAAAOA OS NOS NS NS ¡ql Martin Triste (Del diario «La Nación Argentina») Conocidos son los desastrosos efectos de la pla- ga terrible de la langosta que invadiendo perió- dicamente en cantidades asombrosas, tala todo género de vegetación y trae consigo la muerte de los ganados, la ruina de las fortunas, el ham- bre de las poblaciones, y hasta las epidemias mis- mas, sin que se haya ensayado aun entre nos- otros un medio eficaz de librar los campos del agente devastador. Nadie tiene idea de lo que es una invasión de langosta, sino viéndola. Hace seis o siete años que pudimos presenciar uno de estos espectáculos en la ciudad del Pa- raná. La masa incalculable de insectos que oscurecía la atmósfera, se había abatido sobre la tierra. To- do lo que era vegetación, hasta los grandes ár- boles, estaba talado. Los campos y hasta las ca- lles de la ciudad presentaban el aspecto de una gran inundación en que se agitaban olas verdes y vivientes con un movimiento repugnante y con- tíinuo. . APÉNDICE. 259 Los campos de Buenos Aires son a menudo castigados por este flagelo, que actualmente se siente en algunos puntos del oeste de la campa- ña. Se comprende, pues, que encontrar el medio de combatir y hacer desaparecer esta plaga es prestar a la población un servicio de importancia incalculable. Considerándolo así, tenemos mucho placer en insertar la siguiente interesante comunicación con que el Dr. D. Antonio J. Almeyra nos fa- vorece desde el 235 de Mayo. «25 de Mayo» Agosto 2 de 1868, “Sr. Redactor de La Nación Argentina. “Me tomo la libertad de ocupar su atención por ser con un motivo de interés general, no sólo para la Provincia, sino para toda la República, que ve casi todos los años devastados sus mon- tes, sembrados y campos por la langosta. “Quien no ha estado en la campaña, no puede hacerse una idea de lo que puede este insecto; yo lo he visto por la primera vez este año en el partido de Navarro. Veía avanzar la langosta, talando todo y sin que quedara para las ovejas más que la tierra. ¿Qué esperanza tenemos para que concluya esta plaga? Ninguna, pues por des- gracia en nuestro país no nos ocupamos de es- tas cosas, y sin embargo nos sería muy fácil imi- tar en esto a la Francia, que como usted sabe, tie- ne su jardín de aclimatación para hacer el bien al 260 EL TEMPE ARGENTINO. país, a sus colonias y aun a los países extranje- ros. “Al decir esto del jardín de aclimatación, no quiero decir que se establezca uno aquí, aún cuando esa era mi idea al regresar de Europa, pues tenemos aquí todos los medios y ventajas para hacerlo, como ser hombres inteligentes en diversos ramos de historia natural, tierra fértil y barata, buen clima, etc., etc. “En el boletín mensual de la sociedad imperial zoológica de aclimatación, del mes de marzo, he leido lo que están haciendo en Francia para con- cluir en Argel con la langosta, como concluye- ron con ella en la isla Reunión; y la mejor prue- ba es copiar algunos párrafos de dicho boletín. “Los desastres ocasionados en Argelia por la “langosta han dado la dichosa idea a Mr. Alfred “Gradidier de aplicar a esta grande colonia el “remedio eficaz que fué empleado el siglo pasado “en las islas Macareñas. Muchos años seguidos, “el producto de las tierras de estas ricas colonias y “particularmente de la isla Borbón, era periódica- “mente»devorado por estos insectos y la miseria “más profunda sucedía a la prosperidad. Fué en- “tonces cuando el hábil intendente de estas islas “tuvo la idea de aclimatar allí el pájaro cazador de “langosta, el martín triste. Este pájaro, voraz de Éstos insectos y de sus huevos, se propagó con “tan prodigiosa rapidez, que poco tiempo después “de su introducción, las nubes de langosta desapa- “recieron, y después de un siglo, este flagelo no se “ha reproducido más. “A nuestros gobiernos no les costaría PR introducir algunos cientos de estos pájaros que, diseminados en los alrededores de los pueblos, APÉNDICE. 261 se aclimatarían perfectamente, y dictando las pe- nas más severas contra el que destruyese estos pájaros o sus nuevos. “* Algunos dirán que aquí tenemos pájaros que destruyen la langosta, pero si los hay acá, estos no se ocupan de ello, pues, no teniendo agua en los arroyos, se van a buscarla a los ríos; estos pájaros son: la gaviota y la cigueña, que no pueden ni compararse con el martín triste que destruye hasta los huevos de la langosta. “Tengo la esperanza que a más de publicar es- to, usted escribirá algo sobre el particular para llamar la atención de nuestro ilustrado gobier- no, y ordenará a PS Y ELTIGO. .. «ANTONIO J. ALMEYRA.>» “La especie tipo del género martín (gracula), es el martín triste (gracula tristis) que se halla en Bengala, Java y la Isla de Francia. Los mar- tines se reunen y vuelan en grandas bandadas. Son pájaros viajadores cuya presencia es un be- neficio para las comarcas que visitan, porque des- truyen una enorme cantidad de insectos y par- ticularmente de langostas.” (Bouillet, Diction- natre universel des sciences, etc.) hope 0 JN » GEO +» +» GD + + AED Y» AU + +» GU Y €» A + + A Y» AD A A ETA ARA ARA ATTE TAS SOS SS SS SS SS SSSSS * GIO + +» GE + +» AD + + AD + + AD + + GA + + AD + + AD Y» AO III El rey de los buitres, el urubú, el aura y el cóndor Los agentes que en el reino animal parecen principalmente encargados de la limpieza, sustra- yendo a la putrefacción todo viviente que expira o perece sobre el suelo, son las aves designadas con el nombre genérico de buitres; razón por la cual existen en todas las comarcas, bajo todos los climas. Inclinados a nutrirse de cuerpos muertos, carnes corrompidas e inmundicias de to- da especie, libran la atmósfera de esos focos pes- tilenciales. Convencido el hombre de que esto redunda en su provecho, los ha puesto bajo su salvaguardia, y hay países en uno y otro emis- -ferio en que ciertas especies viven bajo el ampa- ro de las leyes. Vamos a recordar los nombres y algunas par- ticularidades de los buitres de América, a fin que sus habitantes, especialmente los del Sud, sobre- pongan la estimación por los servicios que nos prestan, a la repugnancia que inspiran sus habitu- des asquerosas. Los buitres propiamente dichos pertenecen ex- clusivamente al antiguo Mundo; pero se com- prende bajo el nombre general de buitres mu- chas aves de rapiña de diferentes géneros. El urubú (iribú, según Azara) es el más co- mún en el nuevo Mundo, y el más sociable, pues APÉNDICE. 263 se les suele ver en bandadas por centenares. Por su utilidad para la limpieza pública, gozan de la protección de las leyes en muchas ciudades y vi- llas de la América meridional y en los Estados del sud de la septentrional. A esa protección es debida en parte su gran multiplicación, mientras que el cóndor y el rey de los buitres son cada día más raros. El urubú puede estar más largo tiempo sin co- mer que ninguna otra ave. Su carne es hedionda, y de ese mal olor participa su piel y sus plumas; por eso no son de ningún provecho para la mesa. Su largo es de dos pies. D'Orbigny ha visto en Carmen de Patagones, sobre el río Negro, reuniones numerosísimas de urubúes. En un saladero se habían carneado doce mil animales vacunos para la exportación de carne salada. Durante esta faena de algunos meses, los huesos, que quedaban con bastantes restos de la carne, eran amontonados a la mar- gen del río Negro, y se veían constante y entera- mente cubiertos de urubúes y caracaraes o ca- ranchos en número tan asombroso, que el viajero no ha creído exagerar computándolo en más de diez mil de ambas especies. El aura es otro buitre americano, menos co- mún que el urubú. En guaraní se llama acabiray, que significa cabeza calva; es todo negro, lustro- so con aguas violadas; tiene la cabeza desnuda, roja, y arrugada, y pies rojizos. Su largo es de dos tercias de vara. Cuando remonta el vuelo y gira en arcos pausadamente, parece que no agita sus alas, bajando luego al paraje en que su vista perspicacisima ha decubierto algún animal muer- to, sobre el cual se arroja con sus compañeros 204 EL TEMPE ARGENTINO. para destrozarlo y comerlo vorazmente hasta-no dejarle más que los huesos. Come también caracoles e insectos, y no per- sigue las aves, ni es pendenciero. Retíranse al campo a dormir juntos sobre algún árbol, y al salir el sol se les ve posados en los cercos y teja- dos de las casas. La hembra pone dos huevos de un blanco azulado, manchados de rojo, en un ni- do hecho en el suelo sin arte; cuando pichón es blanco. Los Guaranies llaman iribú-bichá, que signifi- ca gefe de los iribúes, al ave que los naturalistas denominan rey de los buitres, a causa de la cresta carnosa, de un naranjado vivo, que adorna su cabeza como una diadema. Es la especie más hermosa de todas las de este grupo, por el varia- do colorido de su cabeza y cuello y por la lindeza de los matices de su plumaje. Su pescuezo des- nudo está cubierto de curúnculas multicoloras de un bello efecto, y rodeado en su base por un lindo collar de plumas azules. El color o del ave es negro sobre las alas y la espalda, blanco todo el resto, incluso el iris de los Aero Es de gran talle, acercándose a una vara de lar- go. Se alimenta de animales muertos y de in- mundicias, sin atacar jamás al más pequeño pá- jaro ni al más débil cuadrúpedo. El rey de los buitres abunda en el Brasil y en el Paraguay. El cóndor o gran buitre de los Andes es la espe- cie más notable por su gran tamaño. No.es, a nuestro juicio, de aquellas aves que merecen ser patrocinadas, pues no sólo se alimentan de ani- males muertos, sino que también atacan con fre- cuencia a los vivos que encuentran débiles o re- cién nacidos, APÉNDICE. 265 Tiene un metro y treinta centimetros desde la Ed: del pico hasta la extremidad de la cola, y a envergadura de sus alas es de tres metros. Humboldt ha medido algunos que tenían hasta cuatro metros y medio. Esta notable diferencia proviene indudablemente de la variedad de ra- zas. Según las observaciones del limeño D. San- tiago Cárdenas (citado por Des Murs (1), hay en los Andes tres especies de cóndores. La pri- mera, de color ceniciento, designada con el nom- bre de moromoro, no tiene menos de cuatro me- tro y sesenta centímetros de envergadura. La segunda especie no tiene nombre particular; es de color café, y tiene cuatro metros y treinta centímetros. La tercera es el cóndor de espalda y cola blan- (1) “Les trois régnes de la nature.” 266 EL TEMPE ARGENTINO cas, la única conocida por los naturalistas euro- peos; es de tres metros a tres metros y sesenta y seis centímetros la extensión o envergadura de sus alas. Los cóndores habitan igualmente los países - frios y los más calientes; se encuentran, tanto en las alturas de los Andes como en todas las costas del océano Pacífico, y en las del Atlántico en la Patagonia, a gran distancia de las montañas. El cóndor es, sin contradicción , entre todas las aves la que remonta más el vuelo. D'Orbigny los ha visto cernerse al nivel de la cumbre del Ilima- ni que tiene 7.500 metros de altura; mientras que a 6.000 metros el hombre no puede resistir a la rarefacción del aire. Según Lemery, la grasa del cóndor es tesoldie va y nerviosa. En Turquía y en Grecia emplean la grasa del buitre como un excelente reme- dio contra los dolores reumáticos, y como emo- liente y resolutiva Se ha exagerado mucho el poder del sentido olfático de los buitres, suponiendo que son guia- dos por el olor para venir sobre la presa desde prodigiosas distancias. Aunque esta creencia ha sido apoyada por Humboldt, la destruyen com- pletamente las observaciones de Leybold, consig- nadas en su interesante Excursión a las Pampas Argentinas. “Mi experiencia; dice, me da la con- vicción de que el cóndor anda a caza de su ali- mento, guiado solamente por la vista y no por el olfato. ¡Cuántas veces he tenido ocasión de encontrar por sus pestiferas exhalaciones el ca- dáver de alguna res, escondido entre peñascos, que sin embargo ninguno de los numerosos cón- 1? dores había husmeado! APÉNDICE. 267 Humboldt asegura “que en el Perú y en Quito para dar caza al cóndor, matan una vaca o un caballo, y que al poco rato el olor del animal muerto atrae de lejos estas aves”. Mas para que estos buitres puedan, sin verlo y sólo por el ol- fato, venir casi instantáneamente a precipitarse sobre el animal que se les acaba de sacrificar, se- ría necesario suponer que desde el momento de caer muerto el caballo o la vaca, se desarrolla el grado de corrupción indispensable para que haya emanación de moléculas pútridas odoras y que éstas crucen el espacio con velocidad eléctrica; todo lo cual es un absurdo. Debemos creer más bien lo que es verosímil, lo que el hecho aducido por Leybold pone fuera de toda duda: que el cóndor está continuamente de centinela sobre alguna altura, o remontado sobre las regiones altas de la atmósfera hasta que divisa algún ani- mal muerto u otra presa que le convenga. Lo que decimos del cóndor debe aplicarse a todos los buitres y aves de rapiña. Todas son guiadas por la vista y no por el olfato, al buscar su ali- mento. Esto es lo que había pensado Butfón; esto es lo que las observaciones de Levaillant y Audubón tienden a demostrar, y que Leybold ha constatado. No tendrá, pues, que temer la madre de fami- lia, de la voracidad y atrevimiento de nuestros buitres, respecto a los provisiones de la casa, por- que para librarlas de su q ico, basta la precaución de taparlas con un simple lienzo. Audubón hizo repetidas veces la experiencia con- los catartos, tanto silvestres como domésticos, y nunca se di- rigieron a la presa que no podían descubrir con la vista. IV Domesticidad del carpincho - Desde la segunda edición del Tempe Argentino. está en mi poder una interesante descripción de las habitudes de un carpincho domesticado por el canónigo D. José Sevilla Vázquez, en su anti- guo curato de Bella Vista, en la provincia de Corrientes. No habiéndola podido publicar en las sucesivas, ediciones de mi libro, a causa de su mucha extensión, me he resuelto a darla hoy en extracto: : «Zárate», Diciembre 10 de 1860. “Señor D. Marcos Sastre. “ Siendo suscriptor a la Biblioteca Americana del Dr. D. A. Magariños Cervantes, leí con mu- cho interés el Tempe Argentino de D.. Marcos Sastre, que tanto ha llamado la atención de los amantes de la literatura, y hoy he vuelto a leer con igual gusto la segunda edición, en que en- cuentro nuevas páginas, llenas de instrucción de elocuencia y de verdad; pero lo que más ha lle- nado de gozo mi alma, lo que más la ha eleva- APÉNDICE. 269 do a su altura son los Consejos de oro so- bre la educación. Quiera el que todo lo puede, que todos lean, estudien, aprendan y prac- tiquen cuanto de noble, santo y bello Vd. ha proporcionado a las madres y a los preceptores. Dios quiera que las madres de los Argentinos pongan en acción los preceptos que Vd. estable- ce para bien y provecho de ellas, de sus hijos y de la sociedad en general. Que los preceptores, verdaderos sacerdotes de la inteligencia, cumplan y observen los Consejos de oro, entonces, no hay que dudarlo, merecerán bien de la patria. La so- ciedad les agradecerá como agradecer y respe- tar deben todos a su autor. “* La descripción del delta del Paraná y Uru- guay, me trajo a la memoria un dicho de M. Bompland. En 1842 me hallaba en el pueblo de San Borjas, uno de los siete de Misiones, donde Mr. Bompland poseía una quinta, jardín botáni- co que él cultivaba por sus propias manos. Pon- derando un día lo benigno del clima de las Mi- siones, lo productivo de su suelo, y sus exquisi- tas y abundantísimas frutas, añadió dirigiéndose a mí en tono festivo: “Sr. Cura, cuando Moisés “prometió a los Israelitas conducirlos a la tierra “de promisión, no la conocía ni sabía en qué “parte del globo estaba esa tierra; pues si así “no hubiera sido, habría marchado con su pue- “ blo, sin descanso, hasta llegar a esta verdade- “dera tierra de promisión, donde nos hallamos.” “Entre los objetos de la historia natural que Vd. describe, ha atraído particularmente mi atención la capibara o carpincho; por haber te- nido la oportunidad de observarlo muy de cerca y por.mucho tiempo. 270 EL TEMPE ARGENTINO. “En el año 1843, siendo cura de Bella Vista, compré por un real plata un carpincho mamon- cito que, a juzgar por su pequeñez, tendría quin- ce o veinte días. Principié a alimentarlo con le- che de vaca. A los cinco meses estaba muy cre- cido, me seguía por todas partes, me acompañaba en mis paseos al rededor del pueblo, y aun en las visitas que hacía a mis feligreses. Cuando en el tránsito encontraba verde y fresca gramilla, so- lía quedarse saboreando su alimento natural; mas al reparar que yo me había alejado algunas cua- dras, levantaba la cabeza, hacía una o más gam- betas, acompañándolas con un resoplido, cual si estuviese en el agua, y a grandes saltos llegaba y se rozaba dando vueltas sobre mis pies, de tal modo que me privaba seguir caminando. Estas gambetas, vueltas y revueltas, cesaban cuando yo, acariciándolo, le decía en alta voz: Basta. $1 por mi orden, alguno de mis sirvientes le impe- día salir conmigo, el carpincho obedecía y que- daba cabizbajo, espiando la ocasión oportuna pa- ra la fuga. Rara era la vez que dejaba de conse- guirlo, y entonces se presentaba en las casas don- de otras veces él me había acompañado. “Todos mis feligreses, hasta los niños de la es- cuela, querían al carpincho; unos le daban pan. otros chipa (torta de maíz), quien dulce; y rara vez despreciaba el convite. Jamás siguió a otra persona más que a mí y a una sirvienta de color que cuidaba de su alimento. “También me acompañaba al baño, llevando sobre el lomo la ropa, sujeta por una cincha. Lle- gábamos al puerto, mas el carpincho no se movía de la orilla, hasta tanto que le aliviaba de su car- ga y entraba yo en el río. Entonces se arrojaba APÉNDICE. 271 con estrépito y continuos resoplidos. Era cosa digna de notarse, que cuando yo zambullía, me es- peraba en el mismo lugar donde yo salía, y na- dando a mi lado regresaba a la orilla. “Vd. sabe que no hay, y añadiré, ni puede haber un Correntino que no sea un gran nada- dor. Las bellas y generosas Correntinas tam- bién hacen de ello alarde y tanto, que he visto a muchas hijas de Goya, de Bella Vista, y de la Capital, vadear el río Paraná y regresar casi sin descansar en la orilla opuesta que pertenece al Chaco. Todos a la vez invitaban al carpincho, lo acariciaban y aún lo obligaban a nadar con ellos; : pero jamás lo hizo, permaneciendo siempre a mi lado y nadando al rededor. Quedaba en el río mientras yo me vestía; mas viendo que doblaba la sábana, salía a recibir su pequeña carga, marcha- ba adelante y me esperaba en la puerta de mi habitación, tendido largo a largo. Ya la sir- vienta le había quitado la ropa y entonces reci- bía un chipá que devoraba en dos minutos. “ En un viaje que hice a la ciudad de Corrien- tes, me embarqué con el carpincho y lo hacía dor- mir en la cámara. Al segundo día de navega- ción, el viento contrario nos obligó a tomar puer- to, y luego el patacho estuvo asegurado con un cable a un corpulento sauce, rozando su costado con la barranca, un poco más baja que el casco del buque. Salto yo sin plancha a tierra, siguién- dome el carpincho, que muy luego desaparece entre el follaje. Dos largas horas habían trans- currido; el sol se aproximaba al ocaso, y mi car- pincho no volvía. Poco después un marinero, que desde lo más alto del palo mayor observaba la costa, me grita: “El carpincho se ha reunido 2972 EL TEMPE ARGENTINO. a una piara de carpinchos.” Regreso en el acto al buque, subo a la cofa o cruz del palo mayor y le llamo a gritos. El carpincho oye mi voz, la reconoce, deja la compañía de su especie, y ufa- no y corriendo a grandes saltos por la masiega, Mega, salta sobre la cubierta, y mirando a lo alto, esperó que yo descendiera. *Continuaré refiriendo cuanto he olssl ai en mi carpincho doméstico, durante cuatro años, hasta dejarlo en poder del Jefe de la escuadra in- glesa en el Plata, M. Hotham, quien lo condujo a Inglaterra. Entonces el carpincho era corpu- “lento, manso cual un perro faldero, sufrido como un cordero. Este animal semi-anfibio se reduce con suma facilidad a la domesticidad, a la que se presta de suyo, sin esfuerzo de parte del hom- bre; come de todo, carne cocida, legumbres; gus- ta mucho de la mandioca y batata; pero jamás ví a mi carpincho comer carne cruda ni pescado. No era glotón; por el contrario era parco; no des- preciaba jamás el dulce, y tanto era así, que re- cibiendo en los postres su parte, pronto la con- cluía, y saboreándose volvía por otra. Testigo Mr. Hotham que, enamorado y admirado de su mansedumbre y de sus cualidades, lo llamaba, y luego que estaba a su lado, le ofrecía con su pro- pia mano, colocando sobre la palma, el dulce que el carpincho comía con pulidez. “ Los empeños de la amistad consiguieron que cediese mi carpincho, para regalárselo a Mir. Hotham. Yo mismo lo conduje a bordo, donde hallé una casita de madera, pintada al óleo, dis- puesta para hospedar al carpincho, dividida en tres separaciones; una con arena, la segunda con su alfombra de triple, la tercera de dos varas y APÉNDICE. 273 tres cuartas de largo, por dos varas de ancho, lle- na de agua. Por los periódicos de aquella época, supe que Mr. Hotham regresó a su patria pero nada puedo decir a Vd. sobre mi carpincho des- de entonces. A NS « JosÉ DE SEVILLA VÁZQUEZ.> 18 — Tempe FOOD AD FOGOOIIGOIOAIAS ES83E333 CICI SBS EIISES CICICICICIALCI 7% La Flor de la Pasión La Pasionaria se encuentra en Asia y en Amé- rica, mas su primera patria es todavía un miste- rio. El Sr. Magariños Cervantes ha tenido una feliz inspiración, tan piadosa como patética, al atribuir su primer origen a una gota de la sagrada sangre del Redentor del mundo, en los preciosos versos que ha consagrado a la misteriosa Flor de la Pasión. EL MBURUCUYA (FLOR DE LA PASIÓN.) Embalsamando la erguida Frente de mi patria hermosa, Hay una flor primorosa Del trono de Dios caída. Como virgen pudorosa Velada en su manto serio, Ella sujeta a su imperio Alma y corazón ;—el hombre La llamó al ponerle nombre: “De las flores el misterio”. APÉNDICE. 275 Sobre el tronco purpurino De sus hojas de esmeralda, En enlace peregrino, Levántase una guirnalda De espinas, y alabastrino Pedestal, en cuya punta Tres clavos se ven que el aura Separa amorosa y junta, Cuando su brillo restaura , El nuevo sol que despunta (1). Y se ven al par en ella Con rojo polvo imitadas, Cinco llagas, como huella De las heridas sagradas Que en su santa misión bella El Hijo de Dios un día, Por la humanidad impía Enclavado en el madero, Recibió del pueblo fiero Que lo ultrajó en su agonía. Y acaso cuando él herido Ya sin fuerzas, tristemente, Al pecho inclinó la frente Sin exhalar un gemido, De aquella sangre inocente Una gota cayó al suelo. Y la tierra sin consuelo Brotó una flor de esperanza, Como prenda de la alianza Entre los hombres y el cielo. (1) PBsta flor se cierra y marchita al ponerse el sol, y no se abre ni recobra su brillo hasta que el astro reaparece. 1559) EL TEMPE ARGENTINO. El soplo de la tormenta Arrebató sus semillas Y las trajo a las orillas Que el Atlántico sustenta; Aquí, de las maravillas De la creación entera Como estrellas en la esfera Derramó la santa mano Del único Soberano Que en todas partes impera. Y cuando llegó el instante En que la grey castellana En sus playas clavó ufana Su enseña y la cruz triunfante; Halló en esa flor, radiante, Sobre su cáliz posado, Como en un germen fecundo El trasunto idealizado De ese misterio sagrado, Vida y luz del Nuevo Mundo; De esa Religión sublime Que igual no tiene en la tierra, Que toda virtud encierra, Que alivia a todo el que gime; Que si injusto nos oprime Encarnizado el destino, Levanta una mano al cielo Y con la otra en el suelo, De la virtud el camino Nos muestra con santo anhelo. (A. MacariÑños CERVANTES Brisas del Plata.) VI El ombú Como el ombú es una de las especies del género fitolacca y según Linneo, las plantas de un mismo género tienen las mismas virtudes, para venir en conocimiento de las propiedades químicas y medi- cinales de nuestro árbol, que no están aún ave- riguadas, debemos informarnos de las de la se- gunda especie de este género (fitolacca decandria) que crece espontáneamente en la América del Nor- te, donde se hace mucho uso de ella en la medici- na y en las artes. La descripción botánica de esta última (según el examen hecho a solicitud mía por el Dr. D. Vicente López) conviene enteramente con la del ombú en los caracteres botánicos; la diferencia está solamente en la estatura colosal de nuestro árbol comparada con aquélla, y en la particulari- dad de ser de un solo sexo cada individuo. En cuanto a las propiedades químicas del om- bú, conocemos ya la gran cantidad de potasa que dan las cenizas de sus hojas y ramas. En la pro- vincia de Entre Ríos lo he visto preferir a otras plantas para la fabricación del jabón, por la for- taleza de su lejía. Según Branconnot, las cenizas de la fitolacca de Norte América dan lo menos 278 EL TEMPE ARGENTINO. el 42 por 100 de álcali cáustico puro o potasa pu: ra. También abunda este principio en la baya o fruta dlel ombú. Las lavanderas de Buenos Aires saben aprovecharse de la virtud que tiene de qui- tar las manchas y limpiar perfectamente la ropa. Ningún pájaro come este fruto; así es que per- manece largo tiempo en el árbol, proporcionando un excelente jabón al campesino. Las bayas de la fitolacca de Norte América ex- primidas dan un jugo dulzaino y algo nauseoso, y también levemente acre, con poco olor. Este jugo contiene materia sacarina, y después de fermen- tado cede alcohol por la destilación. El sabor de la raiz es también dulzaino y suave al principio, pero seguido luego de una sensación de acrimonla. Propiedades medicinales de la fitolacca Norte-Americana La raíz principalmente es vomitiva, purgante y aleún tanto narcótica. Como vomitiva es muy lenta en su operación, pues muchas veces no co- mienza hasta una o dos horas después de tomada, y entonces continúa obrando mucho tiempo, tanto en el estómago como en las tripas; rara vez pasa de cuatro horas. El vómito que produce no es acompañado de mucho dolor o espasmo; pero algunos médicos han observado juntamente efec- tos narcóticos, como entorpecimiento, vértigo o vahíidos y alguna oscuridad en la visión. Se ha propuesto como sustituto de la ipecacuana; pero la lentitud y continuación larga de su operación y su tendencia a purgar el vientre, la hace menos APÉNDICE. 279 propia para los objetos que aquella acostumbra desempeñar. La dosis del polvo de la raíz como vomitivo es de diez a treinta granos. Cuando se da en dosis menores, como un grano hasta seis, sólo obra como alterante, y está muy recomendado para curar el reumatismo crónico o antiguo. Se hace de los frutos bien maduros, puestos en infusión en aguardiente común por unos pocos días, una tintura bien cargada que se da en dosis de una cucharita de café, tres veces al día, en un poquito de agua, u otra bebida cualquiera, pa- ra el reumatismo crónico; es un remedio popular en los Estados Unidos. El Dr. Zollickoffer, mé- dico norteamericano, curó ocho enfermos de di- cha afección, dando cada cuatro horas una cucha- rada común del zumo exprimido del fruto madu- ro. Para conservar este jugo libre de fermenta- ción y listo para usarlo durante el verano, aconse- ja añadir ocho onzas de aguardiente común de beber a cada cuarta del zumo dicho. La virtud de este jugo, dice, no puede atribuirla a ninguna propiedad narcótica, sino a una propiedad alteran- te general que se ejerce sobre toda la economía animal. El mismo zumo, condensado al fuego, ha sido empleado contra los lamparones y las.llagas cance- rosas. “Yo uso las hojas, dice Quer, para las úlce- ras inveteradas y callosas, y he experimentado be- llísimos efectos”. Los doctores Jones y Kollok, del Estado de Sa- vannah, aseguran que la fitolacca cura el gálico en sus diversos períodos, aun sin el auxilio del mercurio. POESÍAS A un ombú Eres la verde gumnalda De la cabaña pajiza Que va marchando de prisa Com el pasado en la espalda Y a tm frente el porvemir.” Donde huye la turba errante Y clava el hombre su planta, Tu cabeza se levanta Cual la de immenso gigante Que está diciendo: Hasta aquí. Tú señalas las barreras Que dividen al desierto, Y oyes el vago concierto Que alzam las auras ligeras De la pampa en el umbral. h Eres lo último que muere De la morada del hombre, Y > Estás diciendo al viajero, Que alli descansó un mortal. e. APÉNDICE. 281 Mas ¿qué miras? ¿La campaña Que a lo lejos se dilata, El arroyuelo del plata, El cielo que nada empaña, O el inmenso pajonal ? No, tú miras a lo lejos, Al transponer aquel monte En el lejano horizonte, Como en mágicos espejos Lo que es y lo que será. Miras la Pampa argentina De ciudades matizada, Y por mil naves surcada La laguna cristalina Que hoy cubre verde juncal; Miras la pobre cabaña Que en palacio se transforma, Y que al tomar nueva forma Una nueva luz la baña Con resplandor sin igual. : Miras al indio tostado Que lanzando un alarido, Va huyendo despavorido Por el llano dilatado En pavoroso tropel; Y tras él el tigre fiero Que abandona su dominio, Hoy, teatro del exterminio, Que ocupa un pueblo altanero Y que transforma en verjel, 292 EL TEMPE ARGENTINO. No pases más adelante, Que más lejos, abatido, Marchito y descolorido, Verás al ombú gigante, Hoy de la pradera rey, Y en su lugar la corona Verás alzarse del pino, Que unido al hierro y al lino, Sirve al hombre en toda zona Para dar al mundo ley. Ese destino te espera, Arbol cuya vista asombra, Que al caminante das sombra Sin dar al rancho madera, Ni al fuego una astila dar: Recorrerás el desierto, Cual mensajero de vida, Y, tu misión concluida, Caerás cual cadáver yerto Bajo el pino secular. (BarToLOMÉ MITRE, 4'/Mas.) El ombú Cada comarca en la tierra Tiene un rasgo prominente; El Brasil su sol ardiente, Minas de plata el Perú, Montevideo su Cerro, Buenos Aires, patria hermosa, Tiene su Pampa grandiosa, La Pampa tiene el ombú. B60: ..0..'.0U0001: 100.600. 0600000004s0s0s0 APÉNDICE. No hay allí bosques frondosos, Pero alguna vez asoma En la cumbre de una loma Que se alcanza a divisar, El ombú solemne, aislado, De gallarda, airosa planta, Que a las nubes se levanta Como el faro de aquel mar. ¡El ombú! Ninguno sabe En qué tiempo ni qué mano En el centro de aquel llano Su semilla derramó: Mas su tronco tan nudoso, Su corteza tan roída, Bien demuestran que su vida Cien inviernos resistió. Al mirar cómo derrama Su raíz sobre la tierra, Y sus dientes allí entierra Y se afirma con afán, Parece que alguien le dijo Cuando se alzaba altanero: Ten cuidado del pampero, Que es tremendo su huracán. Puesto en medio del desierto, El ombú como un amigo, Presta a todos el abrigo De sus ramas con amor; Hace techo de sus hojas Que no filtra el aguacero, Y a su sombra el sol de enero Templa el rayo abrasador. EL TEMPE ARGENTINO, Cual museo de la Pampa, Muchas razas él cobija; La rastrera lagartija Hace cuevas a su pie; Todo pájaro hace nido Del gigante en la cabeza: Y un enjambre en su corteza De insectos varios se ve. Y al teñir la aurora el cielo De rubí, topacio y oro, De allí sube a Dios el coro . Que le entona al despertar Esa Pampa, misteriosa Todavía para el hombre, Que a una raza da su nombre Que nadie pudo domar. ¡Cuánta escena vió en silencio! ¡ Cuántas voces ha escuchado Que en sus hojas ha guardado Con eterna lealtad! El estrépito de guerra Su quietud ha interrumpido; A su pie se ha combatido Por amor y libertad. En su tronco se leen cifras - erabadas con el cuchillo, Quizá por algún caudillo Que a los indios venció allí; Por uno de esos valientes Dignos de fama y de gloria, Y que no dejan memoria Porque murieron aquí. APÉNDICE. 283 A su sombra melancólica En una noche serena, Amorosa cantilena Tal vez un gaucho cantó; Y tan tierna su guitarra Acompañó sus congojas, Que el ombú de entre sus hojas Tomó rocío y lloró. Sobre su tronco sentado El señor de aquella tierra, De su ganado la yerra Presencia, alegre tal vez; O tomando el matecito Bajos sus ramos frondosos, Pone en paz a dos esposos, O en las carreras es juez. A su pie trazan sus planes, Haciendo círculo al fuego, Los que van a salir luego A correr el avestruz... Y quizá para recuerdo De que allí murió un cristiano, Levantó piadosa mano, Bajo su copa una cruz. Y si en pos de larga ausencia Vuelve el gaucho a su Partido, Echa penas al olvido Cuando alcanza a divisar El ombú, solemne, aislado, De gallarda, airosa planta, Que a las nubes se levanta Como el faro de aquel mar. (Luis L. DomínGUEzZ, América Poética.) 286 EL TEMPE ARGENTINO. Cuando salió a la luz el Tempe Argentino en su primera edición, el Dr. Juan María Gutiérrez tuvo a bien enviarme los hermosos versos siguien- tes, acompañados de estos halagúeños conceptos que agradezco cordialmente : “En prueba y en hu- “ milde recompensa del placer que me ha causado “ su libro, le incluyo, dedicándosela, esa composi- “ ción inédita y, sin esta circunstancia, condenada “a perpetuo olvido...” El ombú Sobre la faz severa de la extendida Pampa Su sombra bienhechora derrama el alto ombú, Como si fuese nube venida de los cielos Para templar en algo los rayos de la luz. El sólo, poderoso, puede elevar la frente, Sin que la abrase el fuego del irritado sol, En la estación que el potro discurre en la llanur: De libertad sediento, frenético de amor. El sólo, hijo de América fecunda, Aislado se presenta con ademán audaz A desafiar el golpe del repentino rayo, A desafiar las iras del recio vendaval. En tanto que las hojas de su guirnalda inmens Apenas se conmueven sobre su altiva sien, Apuran sus corceles los hombres del desierto, Asilo, temblorosos, pidiéndole a su pie. APÉNDICE. 287 Y encuentran, cobijados del pabellón frondoso, Abrigo contra el soplo del viento destructor, Y en calorosa siesta la sombra regalada Que inspira dulces sueños cargados de ilusión. ¡Oh! necio del que inculpa por indolente al Igaucho Que techo artificioso se niega a levantar; El cielo le ha construído palacio de verdura, Al pie de la laguna, su transparente umbral. ¿No mira cuál se mecen las redes de la hamaca Al viento perfumado que ha calentado el sol, Y dentro de ella un niño, desnudo y sin malicia, Fruto de los amores que el árbol protegió? ¿En derredor no mira los potros maniatados, Las bolas silbadoras, el lazo y el puñal? ¡La hoguera que sazona riquísimos hijares, Y el poncho y la guitarra y el rojo chiripá? En todos los placeres del gaucho y los dolores, El árbol del desierto derrama protección; Con su murmurio encubre la voz a los amantes, O el ¡ay! del que en la liza herido sucumbió. Por eso.muchas veces se miran levantados, Al pie del vasto tronco de un olvidado ombú, Pidiendo llanto y preces al raudo pasajero Los siempre abiertos brazos de la bendita cruz. FIN DEL APÉNDICE a SEP 27 1903 PLEASE DO NOT REMOVE CARDS OR SLIPS FROM THIS POCKET UNIVERSITY OF TORONTO LIBRARY QH Sastre, Marcos 113 El Tempe argentino S25 1900 BioMed Mir q AM MGSU UTA ¡A pe dE An t ano 00 pS ? pee ; ida! «Le HARI del | IIA Nail 5 1040 se o dl IAN led 19441 Ab ml ita 1 AS by e ¿ 197 y dd ds q Au 100 Phdids 144) A R4) . e $ pie Aa pedo Ae MIO mabel Condes ME del Rd 44d P0N ae - IIA as hind e: 14524 40bq ba RAN lod dba) uN AA a Hao rra dida A MA ns l , ERTADAA y Ji ee y ! 4 dai 4 14M TA 3 HQ Aaa dina Ha Anand +14 a AICA A EN pr Ne ANNA Side A 0 4:44 ad e pee o Ha » iS STE aa ; A rd 144 e us 44431 105 y A Dad EE pies MaS AS Y pt mv AGN AM Ln 1 do An mo! Das y oNiaR) El an enc ' AA Mu He Al sil . 58 de A br A , ap Ve Al A e ' a 119) a Gh Ed pa Minitale 0 es Ma Por psA! pr td EN Ana + PRO TE Ar yy LA TRES >= ar d ZE ¿Es y tr Ad a ele Ae id e AS A A parra E e a y a, EAS e O RS ME E A 4 A e E A AS Ez <= A 4 ¡Hidra AIRE AA Aa an ue le Ron da A Igdel j dE mani LEN o DALE AA : a OS As qa 4 AR: ¡NS ANTAS 58 AER í E Si 1 if das 4id AA e ES EE ES at e y eri nes e 44441 4 4 CA dd 4 Dr! 4 $441 e La ds sn t: dd a A Me 141 FU ANAL a Acole; etilo TO a ENERA DAS e RAY 1% ATRTEIAAS e 4 o SA dd AN EA LAN Ada ”T 4244 ¿ÍA > PRI A ITA Adi ni Aaa pe j SAS 444 a ey : ; III 0 1995 A) AA 4 a UI mE 4 Y DOE ai AA 0 Do : (0 a 5 nro de A Ahi pun A 158 a AA Ho ds UN E da a ANTE cad pia olle: 3 AA ARAN a md eN 40 IDO a NE Eon ad E A ci AA id AS o z AS Es >