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ESPAÑA EN LA VIDA ITALIANA DURANTE EL RENACIMIENTO
BENEDETTO CROCE
ESPAÑA EN LA VIDA ITALIANA DURANTE EL RENACIMIENTO
VERSIÓN ESPAÑOLA DE
TOSE SÁNCHEZ ROJAS
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EDITORIAL MUNDO RATINO MADRID
ES PROPIEDAD
Copyright by Mundo Latino, Madrid.
Derecho reservado.
Tallebbs CALPE, Ríos Rosas, 24.— MADRID
DEDICATORIA
A
EUGENIO MELE
B. Croce.
PALABRAS DEL TRADUCTOR
A raíz de aparecer la primera edición del libro La Spagna nella vita italiana durante la Rinascenza, publicamos en el diario El Sol — 3 y 16 de febrero de 1919 — dos impresiones de lectura de este volumen. Con ellas formamos hoy el prólogo que encabeza esta tra- ducción española.
Dos libros he repasado estos dias que me han hecho rectificar al- gunos juicios en torno al problema de Castilla: el de M acias Picavea, escrito en los días de la catástrofe nacional, hace ahora exactamente veinte años, y el del filósofo napolitano Benedetto Croce La Spagna nella vita italiana durante la Rinascenza (Laterza e Figli, Bari, 1917). Hay en estos dos libros, el español y el italiano, un hondo amor a la verdad y una seria y firme preocupación por los valores españoles. Dejando a un lado El problema nacional del profesor de Valladolid, y fijándome ahora solamente en los estudios de Croce en torno a la eficacia de la influencia española en la vida italiana du- rante los siglos XV, XVI y XV 11, diré que ciertas afirmaciones, mejor aún, ciertas defensas que hace Croce del espíritu español du- rante los Austrias, me han hecho pensar que también antaño, como hogaño, el pueblo era digno de sus reyes y de sus validos, y que los movimientos de independencia que entonces se alzaron fracasaron por- que ya en las postrimerías del siglo XVI estaba seca y exhausta la savia de las virtudes del pueblo español.
El libro de Croce expone el reflejo de nuestra hegemonía política
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y militar en Italia antes de los Reyes Católicos y a lo largo de la dinastia de los Austrias. Carlos I de España y V de Alemania, que se hace coronar Emperador en la iglesia de San Petronio, de Bolonia, no suscita ninguna oposición seria por parte de los italianos. Los poetas le cantan, los políticos le adoptan de modelo, las mujeres le festejan en las fiestas populares de Ñapóles, como nos recuerdan ciertas telas y estampas famosas. De Felipe II dice un historiador de la época, S. Guazzo, que «conserva dignamente su grandeza reah. De su hijo escribe otro cronista contemporáneo que «es el mejor mo- narca del mundo y que desciende de la familia Julia, del gran Julio César, primer emperador romano». La superstición popular aseguró que los Austrias poseían un gran Crucifijo prodigioso y otros talis- manes con toda suerte de venturas. De España no llega a Italia más que la apariencia y la superficialidad de su esplendor. Los militares lo llenan todo con el estruendo de sus armas. Italia no se da entonces cuenta de que España, su dominadora, es tan pobre y está tan atra- sada como ella. Tan atrasada en el aspecto político; que en el de la cultura, hasta Boscán y Garcilaso, vivimos nosotros de lo que lla- maría Croce las pastorellerie y frascherie del ingenio de nuestros vecinos.
Italia — observa con su perspicacia de siempre el genial pensador napolitano — no fué oprimida por España, porque «España era ya un país en decadencia». Si tenía del Estado moderno la unidad monár- quica y las instituciones militares, era, por otra parte, demasiado medioeval y feudal en su constitución política, careciendo, sobre todo, de aquella preparación y de aquellas virtudes industriales y comerciales indispensables a la conservación del poder en los tiempos modernos. Tal ausencia de calidades hace inofensiva, a la larga, la influencia es- pañola en el espíritu italiano. La Iglesia que Italia aveva nel suo cuore en el corazón y en el centro y en la entraña de su territorio, se encontró en lo hondo de estas andanzas de dominación, hegemonía y conquista, con una alianza reaccionaria de la Europa del Sur con- tra la Europa del Norte, y fué ella, la Iglesia, la que dio, acaso, un sentido de regresión a la aventura militar española fuera de su pro- pio suelo.
El cuadro de nuestro Ricardo Macías Picavea de una Castilla exhausta, de su$ Comuneros rebeldes, pero sin cohesión ni unidad ni orientación algunas en la organización de su plan defensivo contra el César; de unos rollos teñidos en sangre a la entrada de los pue-
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blos y de las villas, de unas industrias rotas, de un comercio abando- nado y de una agricultura rutinaria y primitiva, lo completa mara- villosamente Croce en estas páginas con nuestros soldados camorris- tas que roban las capas a los aldeanos; con nuestros gobernadores ineptos, fastuosos y amigos del expedienteo; con nuestros literatos hin- chados y vacíos; con nuestros místicos ardientes y «tal vez heréticos»; con nuestros guapos, y secretarios de prelados, y corchetes hambrien- tos. España, y sobre todo Castilla, secan sus lacras y piojos al sol de Bolonia, de Ñapóles, de Roma y de Milán. Y los italianos, más cultos y listos que nosotros, pero sin ideales nacionales entonces, ape- nas salidos de su municipalismo rabioso, individualista y agresivo, no aciertan a ver más que la figura cesárea, el sueño de su viejo im- perialismo enterrado en la noche de la Edad Media; la muralla na- tural contra los turcos, y hasta las virtudes caballerescas, eco de nues- tras coplas, romances y cancioneros que sacuden el corazón de un pueblo que sabe darse cuenta de la belleza de un gesto y déla grandeza de la gens hispánica.
El espíritu español, a que alude Croce en la última mitad de su libro, desde que Fernando de Aragón se apoya en Ñapóles para ex- tender los dominios de su corona por aquella Penínsida, es siempre el espíritu castellano, pero el espíritu castellano de la decadencia que se manifiesta en los siglos XVI y XVII. Esa España, que ama Croce porque cree, a pesar de todo, en su fuerza y en su empuje, es la de la idea monárquica «aunque el sentimiento monárquico era de- voción al señor». «Esa España no iniciaba una evolución — agrega — sino que la remataba y concluía.»
Italia no advierte, hasta ya muy entrado el siglo XVII, que está tambaleándose «la tanto tiempo combatida y desde hoy vacilante má- quina de la Monarquía española». Un jurista, Fulvio Testi, advierte al duque de Modena, a raíz de la rebelión portuguesa, que los días de los Austrias están contados. «Sé que el poder del Rey Católico es vasto, inmenso, infinito — escribe Testi — . Pero todos los reinos y todas las dominaciones tienen sus períodos. Mayores fueron las mo- narquías de los medas, de los persas y macedonios, y se deshicieron. Más grande fué la República de Roma, y murió. Más vasto el Im- pero de César, y cayó, sin embargo.»
Y a Testi no le engañan ya las apariencias. Italia, «la serva Italia», mira, cara a cara, a su dominadora. El cronista modenés, desde su retiro de Castelnuovo, cuenta al duque de Modena el 3 de
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febrero de 1641 sus temores y vaticinios. Mirando hacia Occidente , con guerras en Portugal y en Cataluña, parece descubrir las vacila- ciones de aquel pobre Felipe IV, amante de la Calderona, que cuenta a Sor María de A greda que para luchar con Cataluña no tiene orien- tación alguna ni cuenta con más apoyo que el de la Providencia. Mirando a España, Testi ve a «Castilla que está precisamente en el medio y que es desgraciadísima». Sin el mar que la arrulle, entre rastrojos y barbechos amarillos, Castiglia che vi resta appunto nel mezzo è infelicissima y... todas las demás provincias están no sola- mentes exhaustas, sino desoladas.
II
El donjuanismo. — Sigamos hablando del libro de Benedetto Croce La Spagna nella vita italiana durante la Rinescenza (Bari, Laterza editori, 1917), que nos ofrece un curioso cuadro, bella y so- briamente trazado, de la proyección del espíritu castellano en las ciu- dades italianas. No quiero comentar, sino exponer. Los donjuanes, las mujeres galantes, los militarotes rudos, los bachilleres y doctor - zuelos, los clérigos desaprensivos, los aventureros de rompe y rasga, pululan y se divierten bajo los pórticos de Bolonia, en las rumorosas calles napolitanas, en las plazas florentinas y sienesas, en los pala cios de Roma y sobre los canales de Vemcia. Y todos ellos dejan huella de sit paso. Los donjuanes...
Los donjuanes que andan a cintarazos en los dramas de Don Pe- dro Calderón, que se enternecen en Lope y primorosean y gesticulan en Tirso, hacen en Italia el amor «a la española» o lo que es igual — según nos advierte el dramaturgo Bentivoglio en II Geloso — , pa- sean bajo las ventanas de las bellas con marcial apostura, perdonando las vidas de los que topan por el camino. A duras penas se resignan a los favores de las damas. Todas las preferencias se las merecen ellos. ¡Ah! — exclama un Don Juan en Los engañados, parlando en rudo y sonoro romance — ; ya sabe cuánto valen los españoles en cosas de mujeres. ¡Oh, cómo se holgan de nosotros estas putas italianas/» El capitán Marrada es el Don Juan de Pisa. En cuanto topa con un paisano, no se harta de narrarle sus aventuras galantes. «Muchas
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andan perdidas por mí — insinúa — y aun de las mejores de la tierra.t No se le conocen, sin embargo, otros apaños en la ciudad que los que sostiene con su criada Agnoletta.
El donjuanismo castellano se condensa en la frase italiana de «hacer el don Diego». Los «don Diegos» se llevan la mano al cora- zón, dicen ¡vida mía! y ¡amor mío! a cada paso; se presentan a las mujeres italianas en calidad de náufragos y de incomprendi dos, como los violinistas húngaros de hoy, y las descubren, en trágicas confiden- cias, tesoros exquisitos de sensibilidad no sospechados por ellas. Los don Diegos explotan los mostachos y la figura, que cotizan y revocan en colaboración con el sastre y con el peluquero.
El Aretino nos cuenta en los Raggionamenti (novelle, II, 47) «que se hacen limpiar a cada paso las calzas por los servidores». La pompa, la gravedad, el sosiego, acompañan a tal refinamiento. «En la nación española — advierte con toda malignidad Castiglione — las cosas exteriores son el mejor testimonio de las íntimas o espirituales.» El lujo, la pompa en la servidumbre, el recuerdo de las hazañas na- cionales, de los abuelos godos y de las riquezas de estirpe, son los espejuelos de que se valen los don Diegos para la caza de las alon- dras.
Las damas, sin embargo, tienen sus sospechas. Los caballeros de Santiago y de Alcántara, que aseguran a Italia ser parientes del rey, apenas si comen en su tierra. Hablan siempre de los dineros que lle- garán de España, y los dineros de España llaman en Italia desde el siglo XVI a los que no llegan nunca. El donjuanismo castellano que tiene una época de esplendor en Bolonia con los colegiales de San Clemente, en Ñapóles y Milán con los bravos de mostachos fie- ros, en Roma con los poetas a sueldo de prelados y cardenales y en Venecia y Parma con los espías de la casa de Austria, se derrumba como un bello cuento oriental. Y en Italia se comenta con una car- cajada, que prolonga Alejandro Manzoni hasta fines del siglo XVIII en Los novios.
Las espuelas y los sables. — Benedetto Croce, en el capitulo X de su libro, consagrado al estudio de Lo spirito militare e la reli- giosità spagnuola, diserta agudamente sobre el honor militar de los vasallos castellanos de su Majestad Católica. «Yo he estudiado poco — dice un oficial español en un diálogo de Jerónimo de Urrea — por- que me gustan más las armas que las letras.» «Los españoles — asegura
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Guicciardini — se inclinan más a las armas que cualquiera otra na- ción cristiana. De estatura menuda y muy ágiles y diestros, estiman de tal modo el honor que no temen la muerte.» La infanteria es habi- lísima; no así la caballería que, según el parecer de Maquiavelo (El príncipe, cap. XXVI) «es muy escasa y vale poco». A Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, atribuyen los italianos el aforismo «Es- paña para las armas e Italia para la pluma».
Las batallas de Ravenna y de Pavía, el saco de Roma, el asedio de Florencia y el asalto a San Colombano a las órdenes del insigne marqués de Pescara, familiarizan a los italianos con los sables y con las espuelas de nuestro país.
En las comedias se hace imprescindible el tipo del militar español. La malicia popular le designa con nombres harto significativos: Fie- ramoscas, Cocodrilos, Cortar rincones, Rajatroqueles, Matamoros, Cardonas y Tempestades. Son los bravos de Alejandro Manzoni que impiden al calzonazos de Don Abundio que case a los muchachos que tanto se aman. Tienen fama de fanáticos y de crueles. Y no to- leran bromas con las cosas atañaderas a su profesión.
Palabras tales como locos, judíos y marranos se italianizan para designar a nuestros militares. No son estas palabras precisamente injuriosas; se refieren más bien al origen sarraceno o judío que gra- tuitamente supone en nuestros militares la Italia de los siglos XVI y XVII.
El término pecadillo se italianiza también, peccadiglio, como re- cuerdo de la confesión de un militar, que después de absuelto por el confesor, tornó al Tribunal de la Penitencia para decir al sacerdote — nos cuenta Bernardo Navagero — que se había olvidado de un pe- cadillo, consistente en no... creer en Dios.
Los toritos. — César Borgia quiere repoblar a Roma con gentes de su tierra y de su raza. En Roma aparecen familias que llevan los apellidos de Cardona, Moneada, Oviedo, Ramírez, Lorca y otros. César Borgia, llevó a la capital de la cristiandad las corridas de toros. El 24 de junio de 1500 el propio César, detrás del Vaticano, con la espada corta y la muleta, mató cinco furiosos toros, entre la admiración de las damas. En 1502, en Ferrara, con motivo de las bodas de Alfonso de Este con Lucrecia Borgia, se repiten las corri- das, delante del Castillo Estense. Las damas aplaudieron a los jus- tadores que llevaban espada corta y muleta. Después de los toritos,
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los españoles celebraron un baile en Palacio en honor de la nueva duquesa. (Yo recuerdo haber visto en Ferrara unos cuadritos de la época reproduciendo estas escenas.)
No me diga el lector que Croce se complace demasiado en hacer resaltar estos influjos culturales de Castilla en Italia, o que yo me so- lazo en reproducir esta lamentable exposición. No hay nada de eso. Pero una observación salta a la vista del más miope. Nuestra hege- monía militar coincide siempre con épocas desdichadas de angostura cerebral, con el triunfo de la barbarie y de la picardía, con la domina- ción de las capas menos inteligentes y más retardarías de cada período histórico. Italia y España se influyen más intensamente cuando los intereses dinásticos de los Austrias no han empujado todavía a nues- tro pueblo en aventuras peligrosas. Antes de Fernando el Católico, antes de Carlos I, antes de Felipe II, « Castilla era para los italianos aquel bello país — reza el Tesoeetto — donde se alza la ciudad de Toledo y son bonitas las mujeres, y los hombres ásperos y caballe- ros». Pero así que asomamos como conquistadores — en el Papado con los Borgias y en el Imperio con los Felipes — nos trocamos insensi- blemente en unos bravucones y perdonavidas de saínete napolitano y de comedia boloñesa.
José Sánchez Rojas.
ADVERTENCIA DEL AUTOR
Los estudios que componen este volumen me ocuparon los años 1892, 1893 y 1894. Quería escribir entonces una extensa his- toria de la influencia española en Italia desde la Edad Media hasta el siglo xviii. Pero luego llamaron mi atención y ocuparon mi tiempo otros estudios y abandoné la tarea comenzada, a pesar de haber escrito sobre este tema algunos discursos para solemnidades académicas y más de veinte artículos en revistas, y a pesar tam- bién de haber llenado mis apuntes de notas curiosas que tenía en gran estimación. Aprovechando ahora lo que ya tenía escrito, orde- nando, compendiando y añadiendo cosas nuevas a mis notas, he trazado este cuadro, o mejor aún, este esbozo de cuadro, de las relaciones de Italia con España durante el Renacimiento, no sin echar una rápida ojeada sobre los tiempos anteriores. Para la época posterior, y sobre todo para el siglo xvn, que da margen a consideraciones e investigaciones de la mayor importancia, no me considero preparado suficientemente; pero algunos de mis estu- dios sobre este período pueden verse en mis Saggi sulla lettera- tura italiana del Seicento (Bari, 1911) yen la segunda edición de mis Teatri di Napoli (Bari, 1916).
He de advertir, finalmente, que, aunque al rehacer ahora y re- tocar, aquí y allí, este viejo trabajo mío he consultado publicacio- nes recientes, su fecha debe fijarse en los años que he apuntado ya, porque entonces fué realmente concebido y preparado, y así lo doy ahora con más variaciones de forma que de fondo y de substancia.
Publicistas de más talento que yo se han consagrado en Italia a los estudios españoles; descuella entre ellos el que hace veinti- tantos años era un muchacho y es hoy viejo amigo mío, Eugenio Mele, y que hoy me honra aceptando la dedicatoria de este libro.
B. C.
Ñapóles, abril, 1915.
INTRODUCCIÓN
ESPAÑA E ITALIA DURANTE LA EDAD MEDDA
España e Italia vivieron dos años de vida común como conse- cuencia de la dominación territorial y de la hegemonía política española en nuestro país. El centro ideal de los italianos, o como ^e decía entonces, «la corte», era Madrid; muchísimas familias espa- ñolas se habían establecido definitivamente en Italia; nobles y ple- beyos de Italia se alistaban en las banderas de los ejércitos de los Reyes Católicos; políticos y magistrados de Italia figuraban en los Consejos de la Corona; lengua y costumbres de España, y hasta algunos de sus monumentos literarios, pasaban allá como monu- mentos literarios, costumbres y lengua de nuestro país; la vieja burguesía itálica de las repúblicas y de los señoríos se mostraba aristocrática a la española en los virreinatos y gobiernos en que se habían plasmado; hasta, en fin, los Estados que se habían man- tenido más nacionalmente puros mostraban el sello característico del pueblo que había logrado preponderar políticamente. Más tar- de, durante el siglo xvni, se aflojaron tales lazos y vínculos de unión; los príncipes de la familia borbónica española que vinieron a Ñapóles y a Parma formaron Estados independientes, aunque aliados con la Monarquía de que eran oiiundos, y sus próximos su- cesores progresaron en el camino de la autonomía, se valieron pre- ferentemente de hombres del país, se hicieron cada vez más italia- nos en sus intereses y en sus costumbres, recibieron a oleadas el influjo de la general cultura europea y pasaron, lenta y paulatina-
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mente, a nuevas alianzas opuestas a la política española. De esta suerte, en las postrimerías del siglo vemos que tales principados se apoyan en Austria contra los republicanos franceses, amigos de España, y que, por el contraio, los republicanos de Ñapóles, adversarios de los Borbones, suspiran por la llegada de la flota francoespañola, en la que esperan el acabamiento de su servidum- bre. Las vicisitudes de las guerras napoleónicas llevaron de nuevo a los italianos a tierras españolas; pero, a excepción de los pocos regimientos sicilianos que combatieron a las órdenes de Welling- ton, los demás fueron, mezclados con los ejércitos españoles, a que- brantar la inquebrantable independencia española. Más tarde, a merced de las distintas corrientes políticas del siglo pasado, varios patriotas italianos combatieron voluntariamente en España al lado de los liberales contra los carlistas. Las milicias españolas se asomaron a Civitavecchia para sostener el poder temporal de los Papas contra los republicanos de Roma, y los legitimistas espa- ñoles nos facturaron después, con el fin de sostener en Ñapóles la dinastía de los Borbones, a uno de sus famosos cabecillas, que tomó carta de naturaleza entre nosotros, mezclándose con los brigantes indígenas. Pero desde el siglo xviii en adelante se rompe la unión intrínseca de españoles y de italianos; los dos pueblos se alejan y extrañan poco a poco; apenas sobreviven aquí y allá, singularmente en Cerdeña, algunos núcleos españoles; las tradicio- nes vivas se van perdiendo y la lengua y la literatura españolas se van concentrando en tema erudito para doctos y filólogos. De la antigua comunión de ambos pueblos durante más de dos siglos quedó rastro en la historia, y sobre todo en una gran novela de enorme popularidad y gran eficacia, que dibujó, en una edad rela- tivamente remota, sus personajes y sus matices (1).
Pero en la historia se han tratado estos temas, en los aspectos político y militar, desde un punto de vista de aversión a un pe- ríodo de nuestra vida nacional que se distinguió por su servidum- bre bajo el yugo del extranjero, deso/uidándose adrede el estudio de las múltiples relaciones entre los dos pueblos, o como se dice hoy, de los influjos culturales que los dos pueblos ejercitaron recí- procamente. Precisamente este tema me preocupa desde hace ya
(1) Alude Croce a I pronessi, sposi, los novios, la novela de Alejandro Manzoni, que es una viva sátira de los gobernadores y capitanes españoles durante nuestra dominación en el Milanesado. — N. del T
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algunos años, constriñéndome especialmente a la influencia que España ejerció sobre Italia, dejando a otros el estudio de la in- fluencia italiana sobre los españoles. No me lisonjeo de haber des- cubierto cosas demasiado importantes sobre este particular, ni de creer que haya escrito una monografía perfecta; pero no quiero sumarme a la pereza de que hacen gala nuestros historiadores y literatos siempre que se ocupan de temas españoles, contentán- dose con palabras y afirmaciones demasiado genéricas o anun- ciando pragmáticamente la necesidad de realizar investigaciones, sin que se pongan a realizarlas desde luego y sin nuevas dilaciones.
Es natural que, al intentar el estudio de la influencia española en Italia durante los siglos que se han llamado precisamente de la dominación española, me fije en los tiempos en que empezaron esa hegemonía y esa influencia y en los tiempos remotos en que las relaciones entre ambos pueblos, si no faltaban del todo, eran completamente débiles e irregulares. Y sin repetir cosas trilladas sobre la España romana y la España cristiana primitiva, y sin detenerme demasiado en las disputas acerca del carácter de los es- critores iberorromanos, que estaban contagiados (según una teoría literaria que se ha desarrollado muchas veces) del morbo concep- tista, metafórico, transmitiéndolo a los escritores de su raza, que luego supieron inocularlo a los italianos del siglo xvn (1), estudie- mos las invasiones bárbaras que se formaron en Italia y en Es- paña, pueblos que luego habían de ligarse con múltiples y estre- chos lazos de relación.
En varios aspectos fueron, entonces, semejantes los destinos de ambos pueblos, cuando los Visigodos, que habían recorrido ame- nazad oramente Italia, echaron su zarpa sobre España, y echando de su recinto a otros pueblos bárbaros que habían penetrado antes que ellos, y abatiendo lo poco que quedaba de la dominación ro- mana, se apoderaron enteramente de la Península. Sesenta años después los Ostrogodos ocuparon Italia, y como eran, como todos los de su estirpe, los más civilizados entre la gente bárbara, se en- contraron mejor dispuestos a aceptar y recoger la cultura romana. Ataúlfo había pensado en fundar un imperio gótico respetando la ley romana, y Teodorico continuó con ima postura semejante,
(1) Véase mi ensayo Secentismo e spagnolismo en mi volumen Saggi sulla letteratura italiana del Seicento, Bari, 1911; páginas 189-93.
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entre conciliadora y ecléctica, en relación a Italia (1). Pero ninguno de los dos Estados romanogermánicos dio señales de gran vitali- dad, sucumbiendo primeramente el reino ostrogodo bajo las armas bizantinas, en aquella súbita resurrección del Imperio de Oriente, cuando éste reconquistó, en el centro de la Península Ibérica, una faja de terreno en torno a Cartagena, donde estuvo entroni- zado durante más de ochenta años. El reino visigodo fué invadido después por los árabes, aunque no agregado del todo a ellos, por- que la España romano-cristiano-germana, agazapada en un ángulo septentrional de la Península, vivió pobre y silvestremente, pero vivió, reformándose y alargándose tras de asiduos esfuerzos y aspi- rando, a través de los siglos, a la reconquista territorial. Cuando, siete siglos después, los monarcas españoles se apoderaron de Ita- lia se vanagloriaban al dejarse saludar como «la alta estirpe de los godos» (2).
Con tan distintas vicisitudes históricas en ambos pueblos, pre- ocupada España con la lucha contra el enemigo nacional y religio- so, despedazada Italia en territorios y dominios diversos, con una formación política y social asaz desemejante, no tuvieron ocasión de relacionarse ni de cruzar sus zonas de cultura viva y directa- mente. De higos a brevas se comunicaban italianos con españoles y éstos con aquéllos; entre los embajadores que todos los príncipes de Europa mandaron a saludar al glorioso califa de Córdoba Ab- derramán III (912-61) se contaban los enviados por Hugo, rey de Italia. Es de suponer que procedían de España las hordas árabes que se apoderaron de Sicilia (3). Pero nada más; la misma Iglesia universal de Roma, que nunca fué del todo extraña a los asuntos religiosos de los españoles, no llegó a afirmar, hasta la segunda mitad del siglo xi, sus derechos sobre aquellos Estados cristianos.
Durante largo tiempo España fué para los italianos, y en gene- ral para los restantes pueblos de Europa, principalmente el país en el que se debatía ima lucha encarnizada y eterna entre cristia- nos y paganos, riñendo sus batallas contra el poderío musulmán, que amenazaba a la misma Italia en sus expansiones progresivas.
(1) Para las noticias procedentes de España sobre las cosas visigodas, véase Grego- rio Magno, Dial, (en SS. RR. langob.); ed. Waitz, pág. 535.
(2) Véanse las Rime, de Chariteo, ed. Pércopo (Ñapóles, 1892), cap. VI y IX, passim.
(3) Laftjente, Historia de España, II, 321; Amari, Storia dei musulmani, I, passim; G. Sforza, en Giorn. ligiiistico, XX (1893), páginas 134-56.
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En el mismo siglo xvn existían autores que recordaban aquellos siglos, durante los cuales «las lacras de la nación española» eran com- padecidas en todo el mundo, hasta el punto de que «en las mismas iglesias los españoles se recomendaban a la caridad de los fieles cristianos, cuyas limosnas se recogían para libertarlos de la mísera esclavitud, en la que yacían tantos infelices bajo el yugo opresor de los moriscos de Granada» (1). Razones de defensa propia, re- forzadas por el fervor religioso, empujaron a los nuevos Estados italianos a dar la mano a los españoles en aquella contienda singu- lar, hasta el punto de que varios voluntarios italianos, unidos a los de otros países extranjeros, se encontraron en 1085 en la conquista de Toledo; en 1088, los de Pisa (2) conquistaron y saquearon Alme- ría; Pisa y Genova intervinieron en semejantes aventuras un siglo más tarde . Gloria esplendorosa para Pisa fué la famosa expedición a las Islas Baleares, con trescientos navios, acompañados y bendeci- dos por el legado del Papa y por el arzobispo Pedro, ayudados por el conde Raimundo, de Barcelona, y por otros barones de Cata- luña, Provenza y el Languedoc; empresa comenzada en 1114, y en la que los pisanos se apoderaron primeramente de Ibiza y luego, con reiterados asaltos, de Mallorca, libertando a los pobres cristia- nos atormentados brutalmente por los bárbaros, volviendo a Pisa en 1116 con un riquísimo botín y buen número de prisioneros, entre los cuales se destacaba el rey Burabe, que «pisanam tandem... tra- ductus in urbem Prcebuit Italice sese spectabile monstrum», como canta el poeta de aquella expedición (3). Corresponde, en cam- bio, a los genoveses la más gloriosa participación en la expedi- ción de 1146 y en las sucesivas, y en las cuales, y a instancias del Papa, cuyo auxilio habían reclamado los príncipes cristianos, des- pués de haber vencido a los piratas de Menorca, conquistaron Almería después de un largo asedio; luego Tortosa, ayudados por los reyes de Castilla y ce Navarra y por los condes de Barcelona; conquistando, además del botín y de varias ventajas comerciales, el dominio de buena parte de aquellas tierras redimidas (4). Ade- más los genoveses, con una serie de venturosas demostraciones
(1) Boccalini, Pietra del paragone politico, ristampa Daelli, pág. 71, cfr. 73.
(2) TRONCI, Annali pisani (Pisa, 1868), I, 174.
(3) RR., II, SS., 111-162.
(4) Caffaro, Ann. gen., en RR., II, SS., VI, 261-2, 285-90; cfr. Canale, Storia di Genova, I, 132-42. Sobre un poema latino de la conquista de Almería, véase Amador de LOS RÍOS, Historia de la liter. sp., II, 219-27.
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militares y de prudentes y sagaces negociaciones, obligaron a los reyes moros de Valencia, de Murcia y de otros reinos españoles, al pago de tributos y a concesiones comerciales (1). De tales luchas y negociaciones estuvieron alejados los príncipes de la Italia me- ridional, aunque Guillermo II intentó después, por su cuenta, la aventura de Mallorca (2).
En las cruzadas apenas participaron los españoles, por la sen- cilla razón de que ellos sostenían dentro de su propio territorio una verdadera y legítima cruzada. El Papa recomendó al arzo- bispo Ricardo, de Toledo, que había marchado a Roma al frente de un pelotón de cruzados que querían luchar en Tierra Santa, que volviese a España, donde le esperaba una grande y áspera misión que realizar. El arzobispo llevó a los suyos a la conquista de Al- calá. La lucha contra los árabes de España recibió nuevo impulso con esta intervención del Romano Pontífice, y voluntarios de dis- tintos pueblos de Europa pelearon contra el enemigo secular de España (3). Gran solemnidad alcanzó en Roma el día 23 de mayo de 1212, cuando el Papa Inocencio IV anunció al pueblo que había acogido favorablemente al arzobispo de Sevilla, enviado por el monarca castellano en busca de auxilios en la cruzada contra los Almohades, concediendo indulgencias para los que luchasen en ella (4). Algunos meses después los príncipes coaligados, y poco ayudados en realidad por los voluntarios de Europa, ganaron la batalla de las Navas de Tolosa.
Las narraciones épicas contribuyeron no poco a convertir a Es- paña, en la imaginación de las gentes, en el país de los grandes com- bates en nombre de la fe religiosa; hablamos, sobre todo, de la epopeya caballeresca francesa del ciclo carlovingio, que tuvo tanta resonancia en Italia, y en la que se citaba frecuentemente la em- presa de Cario Magno contra los sarracenos españoles, la
dolososa rotta, quando Carlo Magno perde la santa gesta (5).
Además de los dos poemas francoitalianos de la Entrée en
(1) Canale, obr. cit., I, 322-32.
(2) La Lumia, Storie siciliane, I, 483-9.
(3) Ranke, Gesch. de germ. u. roman. Wólker, páginas XXI-II.
(4) Lafuente, obr. cit., Ili, 359-81.
(5) Interno, XXXI, 16-17.
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Espagne y de la Prisa de Pampelune, compuestos en las postri- merías del siglo xiii y los albores del xiv, pertenecen también a este ciclo el Fierabrás, del que surgió el Cantar de Fierabrás y de Oliverio, y el Andéis de Carthage, que redujo Andrés de Barberico en la Spagna y en la Seconda Spagna (1).
Las peregrinaciones tenían una importancia decisiva en las re- laciones entre país y país, teniendo que recordar aquí que España poseía uno de los más famosos y concurridos lugares de peregrina- ción, el santuario de Santiago de Compostela, donde se veneraba el cuerpo del Apóstol,
per cui laggiù si visita Galizia (2).
Del siglo vii, no antes de él, deriva la tradición de San Yago y de su apostolado en España; del ix procede el asendereado hallazgo de su cuerpo y su elevación a patrono de los españoles y a capitan celestial contra los moros. Hacia ese santuario volaba el recuerdo de los italianos cuando se dirigían a la vieja Iberia, «el país de Es- paña (reza la breve descripción geográfica del Tesoro), que discu- rre por las tierras del rey de Aragón, y del rey de Navarra, y de Portugal, y de Castilla, hasta el mar Océano; el país en que se alza la ciudad de Toledo y Compostela, donde yace el cuerpo de meser San Yago Apóstol» (3). En varias ciudades italianas se ve- neraban fragmentos del sagrado cuerpo del Apóstol; uno de ellos podrá verse en la ciudad de Pistoya, que había recibido tal dona- ción de manos del obispo de Compostela (4). Una de las más famo- sas peregrinaciones italianas para visitar San Yago, famoso en la historia de nuestra literatura, es la que intentó, sin poderla llevar a feliz remate, Guido Cavalcanti (5). Petrarca encontró en las cer- canías de Aix un grupo de mujeres y doncellas que, a preguntas
(1) NyrgP; Storia dell' epopea francese nel medio evo, trad. italiana, páginas 89-93; P. Rajna, La rotte di Roncisvalle nella letteratura cavalleresca italiana (en el Propugnatore, volúmenes III y IV); G. París, Anseis de Carthage et la Seconda Spagna, en Ras. bibl. d. letter. ital., I (1893), páginas 173 y siguientes.
(2) Paradiso, XXV, 17-18.
(3) Trad. de Giamboni (Bologna. 1877), 11, 41-2; cfr. el Dittamondo, IV, 27.
(4) A. Chiappelii, La leggenda dell' apostolo Iacopo a Compostella, en Studi di antica lett. cristiana (Torino, 1887).
(5) A. Baktolli, Storia della letteratura ital., IV, 164-7; véase el ingenioso opúsculo de E. Beombilla, Il diverso pellegrinaggio a Compostela di Guido Cavalcanti e Dante Alighieri (Teramo, 1899).
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suyas, le respondieron que eran romanas y que se dirigían a Com- postela (1).
Pulci alude a las maravillas que contaban los peregrinos de San Yago al retorno de su viaje, entre ellos, que habían visto la piedra con la que Orlando trató en vano de despedazar a Durlin- dana y el gran cuerno color de rosa que figuraba en el altar ma- yor del templo:
E tutti i pellegrini questa novella riportali di Galizia ancora espresso d'aver veduto il sasso e il corno fesso (2).
Massuccio refería en la misma época que un habitante de Sa- lerno fué a Roma a solicitar perdón por sus grandes maldades, obteniendo la penitencia de visitar San Yago (3). Peregrinaciones que tuvieron sus fieles en los siglos xvi y xvn (4); en el siglo xvm se encaminaban a él el conde de Cogliosto y su mujer, a los que en- contró en el camino (¡excelente grupo, aunque indigna imagen de la Italia de entonces!) el caballero Santiago Casanova (5).
En lo que dice relación a la cultura, la España que tuvo re- nombre en la Edad Media no fué precisamente la de los españo- les, sino la de los judíos y la de los árabes. En la arábiga Córdoba descollaban los estudios de matemáticas y de medicina, y en ésta y en otras ciudades los judíos tenían una rica vida espiritual, des- collando en 1139 y en 1140 Jeoudà-Ibn-Ezra, cuando vino a Ita- lia entre los judíos italianos, bastante romos e ignorantes por regla general (6). Los judíos y los árabes figuraban en las cortes de los príncipes cristianos, así españoles como extranjeros, y con algunos de ellos mantuvo relaciones en Sicilia Federico II (7). La ciencia semítica se fijó en Europa a través de España por obra y gracia
(1) Farinelli, en Giorn. storico, XXIV, 218. (Farinelli hizo una docta y larguísima mención de estas páginas mías cuando vieron la luz, mención que he tenido en cuenta para extractar, a mi vez, de ella, algunas referencias que van en este lugar).
(2) Margante, XXVII, 108; cfr. XXV, 263.
(3) Novellino, nov. 16.
(4) Bibliografia en Farinelli, lugar citado.
(5) Casanova, Mémoires, ed. Garnier., VIII, 10-5.
(6) Para los árabes, véase Shack, Poesía y arte de los árabes en España, trad. alem. Sevilla, 1881; para los judíos, Graetz, Les juifs á" Espagne, trad. alem., París, 1872, y Amador de los Ríos, Historia social, política y religiosa de los judíos de España, Ma- drid, 1875.
(7 Shack, obr. cit., II, páginas 306 y siguientes.
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principalmente de da escuela de traductores» de Toledo, fundada por el arzobispo Raimundo (1126-1150) (1).
En aquella escuela se formaron el italiano Gerardo de Cremo- na, traductor de muchísimos tratados de medicina, filosofía y astronomía; Miguel Scoto, introductor del averroismo en Italia, aquel que, según el Dante,
... veramente Delle magiche frodi seppe il gioco (2);
el alemán Ermán, traductor de Alfarabio y de otros autores ára- bes; y estos dos últimos, Scoto y Ermán, solicitados en la corte de los Hohenstanfen en Sicilia (3). Con la ciencia semítica penetró también en Europa la narración oriental, cuya principal y más co- nocida compilación en Occidente fué la Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso, judío converso, traducida a principios del siglo xiv, o tal vez antes, al alemán (4), y de la que se ha creído hallar algún eco o resonancia indudables en el Novalino y en el Deca- meron (5).
Los judíos y los árabes españoles, en virtud del magnífico papel que representaban en el teatro de la cultura de su tiempo, apare- cían ante los ojos de nuestros viejos escritores con semblante de doctos a lo Fausto, llenos de ciencia y saturados de misterio. En el Novellino se habla (con una de las frecuentes, extrañas y signi- ficativas confusiones) «de un filósofo que se llamó Pitágoras, y fué de España, e inventó una tabla para la astronomía», y de un meser que «vivía con arreglo a los augurios y a la usanza española» (6); Franco Sacchetti cuenta «de un español, o judío, y pagano desde luego, que era hombre de mucho sentimiento y de mucha indus- tria», muy querido de Cario Magno, que trató de convertirle a la verdadera fe (7). España, en general, y particularmente Toledo, fueron la sede de las ciencias ocultas; Salerno era la ciudad de la
(1) Menéndez y Pelato, Historia de los heterodoxos, I, páginas 393 y siguientes.
(2) Inferno, XX, 116-7.
(3) Menéndez t Pelato, obr. cit., I, 404-7.
(4) Disciplina clericalis, ed. de Heidelberg, 1911, introducción, páginas XII-III; un fragmento de la antigua versión alemana fué publicado por P. Papa, Florencia, 1891; cfr. Rivista critica della letteratura italiana (1892), pág. 212.
(5) D'Ancona, Studi, Bologna, 1880, páginas 316, 317 y 321; LANDAU, Quellen des Dee, páginas 79-83.
(6) Novellino, nov. 28.
(7) Novelle, nov. 125.
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medicina; Bolonia, la del derecho, y Toledo, la de los demonios, dcemones. Muchas veces se ha citado una octava de Pulci que así lo atestigua:
Questa città di Toleto solea
tenere studio di negromanzia;
quivi di arte magica si leggea
pubblicamente e di piromanzia;
e molti geomanti sempre avea
e sperimenti assai d'idromanzia;
e d'altre false openion di sciocchi
comm'è fatture o spesso batter gli occhi (1).
En otros respectos, en los puramente literarios y artísticos la in- fluencia de los árabes españoles en las modernas literaturas espa- ñolas ha sido no solamente exagerada, sino formulada deficiente- mente, como puede verse en los viejos libros de Bettinelli, de Lam- pillas y de Andrés (2).
Hasta la literatura vulgar y neolatina de España, si tuvo pron- to, como la italiana, relaciones con las literaturas francesa y pro- venzal, no las tuvo, en cambio, directas con la italiana, porque las lenguas castellana y catalana no fueron conocidas entre nos- otros, salvo, naturalmente, en los casos aislados, probables y po- sibles (3), y porque, además, las obras de aquella literatura primi- tiva o eran intensamente nacionales, o procedían de las mismas fuentes en que bebía la misma literatura italiana, circunstancia histórica que explica, en más de una ocasión, la semejanza que se advierte entre las dos. Graciosísimos despropósitos los de los escritores españoles, de los que ya se burlaba Tassoni en sus tiempos, cuando afirmaban que el Petrarca había imitado nada menos que a Ausias March, nacido un siglo después que el poeta italiano (4). Gracioso disparate el de Fontamini cuando asegura
(1) Morgante, XXV, 259, cfr. pág. 42 y siguientes, 81 y siguientes. En el mismo poema los recuerdos de la «Córduba antica», de Avicena y de Averroes (XXV, 254). Cfr. Gomparetti, Virgilio nel medio evo, II, 98; Menéndez y Pelayo, obr. cit., I, 575-7; Fa- rinelli, lug. cit., páginas 207-8.
(2) Véase Shack, obr. cit., II, 314-8, el cual quería reconocer influjos árabes en la métrica de la primitiva poesía italiana.
(3) D'Ovidio (Saggi critici, pág. 366), ha probado que el Dante no podía contestar a la pregunta de la lengua que se hablaba por los españoles.
(4) Tassoni, Considerazioni sopra le rime del Petrarca (Modena, 1607), f. 3. Los lite- ratos del siglo xvi estaban convencidos de que la palabra chero, usada por el Petrarca, era un vocablo que él había tomado de la lengua española. «Chero, voz española, usada
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que el Dante leyó el Amadís y que lo imitó probablemente cuan- do habla de las transformaciones del hombre en troncos y estir- pes (1). Sugestiones de mera vanagloria nacional son también los asertos del Sr. Amador de los Ríos cuando escribe que Brunetto Latino se inspiró en el septenario de Alfonso X para escribir su Tesoro, o que, sin los cuentistas españoles, Boccaccio no habría alcanzado seguramente la gloria lograda con su Decameron (2). Cuando nos llama la atención la semejanza entre textos italianos y españoles tengo para mí que lo más discreto es hablar de obscuri- dad en las fuentes, pero nunca de transmisión inmediata y directa de los textos españoles a los italianos (3).
Por lo demás, es evidente que fueron más complejas y constan- tes las relaciones entre Italia y los Estados cristianos españoles a fines del siglo xn y en todo el decurso del xm. El Papado, que había establecido su dominio en España, especialmente bajo Alejandro II y Gregorio VII (señal evidente de ello fué el cambio del rito y bre- viario romanos en el gótico y muzárabe), intervino varias veces, con plena autoridad, en las vicisitudes matrimoniales de los prín- cipes, y, reconociendo la teoría de Hildebrando, Alfonso Henriquier regalaba Portugal al Pontífice en 1144. Pedro de Aragón se pre- sentaba en 1204 a Inocencio III para recibir la corona de las manos de este Papa y convertirse en tributario suyo voluntariamente.
Decayendo a cada paso las ciudades árabes y aumentando en importancia las ciudades italianas, los estudiantes españoles acu- dían a nuestras aulas a fines del siglo xii, sobre todo a las Univer- sidades de Bolonia y de Padua. Lectores de Derecho canónico fueron en Bolonia el maestro Juan de Dios y Raimundo de Pe- ñafort; la Universidad de Padua tuvo en 1206 un rector español. Brunetto Latini, en las primeras páginas del Tesoretto, nos cuenta que encontró en tierras de Navarra un escolar que sobre los lomos de un mulo bayo venía de Bolonia, dándole noticias de la patria lejana. Y no es cosa de investigar aquí la cantidad de cultura jurí- dica que nuestras Universidades prestaron a España y de qué modo más eficaz influyeron en la compilación de las Siete Partidas. Un siglo más tarde el cardenal Gil de Albornoz levantaba en Bolonia
por el Petrarca», leemos en el Vocabolario de Fabrizio Luna (Ñapóles, 1563); cfr. Ben- titoglio, Satire, ed. del Gioletto de 1550), fol. 23; Costo, Lettere (Ñapóles, 1604), pág. 300 .
(1) Dell'eloquenza italiana (Venezia, 1737), páginas 78-9; cfr. 89.
(2) Obr. cit., V, 43-4.
(3) Cfr. Farinelli, lug. cit.. p. 215.
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el Colegio de España, que fué durante varios siglos el refugio de los estudiantes españoles que venían a estudiar a Italia (1).
Cobraban cada vez mayor renombre las dos principales Casas reales españolas, la de Castilla y la de Aragón, luego que el rey San Fernando conquistó Córdoba (1236), Sevilla (1248) y Cá- diz (1250), haciendo sentir su hegemonía en Granada y en Murcia, y después que el monarca Jaime el Conquistador se apoderó de Valencia. Por todas partes refulgía la gloria del
grande scudo In che soggiace il leone e soggioga (2)
y de las barras de Aragón. Así que Sevilla fué arrancada a los mo- ros, el rey San Fernando concedió a los genoveses, en 1251, el ejer- cicio del comercio en aquella ciudad, con preferencia a los cata- lanes y a otros pueblos (3). La reputación del hijo de San Fernando, de Alfonso X el Sabio, se extendió también en Italia de tal modo que cuando, en 1256, los príncipes alemanes no se resolvían a ele- gir emperador, los písanos se atrevieron a ofrecerle el Imperio, mandando a España a su embajador Bandino Lancia en repre- sentación nada menos que de los communis Pisani et totius Italice et totius fere mundi, obteniendo, en cambio, grandes privilegios (4). Al mismo rey Alfonso, llamado en Italia il re Nanfosse, acudió de embajador en 1260 Brunetto Latino en nombre de los bandos güelfos de Florencia. Era popular el «alto rey de España», que «esperaba la corona imperial, que Dios no la discutiría», porque
sotto la luna, Non si trova persuna, Che per gentil lignaggio, Né per alto barnaggio Tanto degno ne fosse Coni' esto re Nanfosse (5).
(1) Ticknor, Hist. d. I. sp., trad. frane, I, cap. 18; Farinelli, 1. e, páginas 212-14; Picatoste, Españoles en Italia, I, 73. Sobre el Colegio de San Clemente de Bolo- nia, v. J. Pineda, Roles aegidiana seu Catalogus ilust. vir. qui ex collegio maiore S. CU- mentis Hispaniarum Bononiae degenlium prodiere (Bononiae, 1624), y G. Giordani, Cen- ni storici, ea Almanacco statisc. archeol. bolog., páginas 87-127. No tiene valor alguno el libro de P. Borrajo y H. Giner de los Ríos, El colegio de Bolonia, Madrid, 1880.
(2) Paradiso, XII, 53-4.
(3) Canale, obr. cit., II, 473-86.
(4) TRONCI, Annali pisani, I, 453-4, 455-8.
(5) En el Tesoretto, cap. II. Cierto pasaje del Decameron, X, I, parece aludir a Alfon- so X el Sabio.
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Por este tiempo vinieron a Italia por primera vez aventureros españoles con soldados catalanes y con Federico de Castilla, jefe de milicias castellanas, acudiendo a la corte del rey Manfredo (1). Acudieron después con mayor profusión a las órdenes del hermano de Federico, Arrigo, que desde las tierras del rey de Túnez pasó a las de Ñapóles, después de la conquista de ellas, realizada por su primo Carlos de Anjou, trayendo consigo más de ochocientos caballeros españoles, «muy bella y buena gente», harto aguerrida en las luchas contra el moro. Batiéndose después con el de Anjou, Arrigo se unió a Conradino, peleando en Tagliacozzo, contribu- yendo grandemente a la victoria de la primera parte de aquella jornada con sus españoles, que espantaron al adversario por su nuevo modo de combatir y por su destreza y agilidad manejando las lanzas (2). Tal vez los residuos de aquella mesnada, expulsados del Reino, eran dos españoles» que en 1269 lucharon al lado de los de Siena contra los florentinos (3).
(1) Del Giudice, Cod. diplom. angioino, II, 9.
(2) Saba Melespina, IV, 10. *Hispani adhuc, cum ad torquendum hostilia lacertas agües habere dicantur, nonnumquam lacertis adductis in gyriim, vibrando lanceas compel- lebant hastas ocius volare per auras, quandoque hostium obviantium transfigentes praecor- dia fixo scuto. Sicque, dum huiusmodi per diversa camporum loca geruntur, omnis multi- tudo pugnantium pementibus cedü Hispanis, et aliis de prima acie supradicta.» Véase Del Giudice, Don Arrigo, Infante di Castiglia (Ñapóles, 1875). Para la canción italiana atri- buida a Anigo, consúltese F. Scandone, Notizie bibliografiche di rimatori della scuola siciliana (Ñapóles, 1904).
(3) Villani, Cron., VII, 31.
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LOS CATALANES Y LOS ITALIANOS
La primera intervención directa de los pueblos de la Penín- sula Ibérica en la vida política y social italiana no fué de los caste- llanos ni del rey de Castilla, sino de los catalanes y del rey de Ara- gón. La ciudad de Barcelona, reconquistada a los moros en los años 98o y 986, floreció en seguida gracias a su enorme tráfico, como puerto de depósito de las mercancías orientales y europeas (1), llegando a adquirir extraordinaria importancia cuando se unió al condado de Provenza, y sobre todo, cuando en 1157 los condes de Barcelona se coronaron reyes de Aragón (2). Las ciudades ma- rítimas de Italia entraron en múltiples relaciones con su futura rival en el Mediterráneo; en 1127 los genoveses concertaban con Barcelona un tratado de comercio y disputaban con el señorío de Pisa para obtener privilegios y exenciones (3), y más atrás, recor- damos las empresas que genoveses y písanos llevaron a cabo con los condes de Barcelona contra los sarracenos. Otros tratados se firmaron, favorables igualmente a las repúblicas italianas cuando éstas eran las más fuertes; con los de Pisa en 1233 (4), con éstos y los genoveses en 1265 que lograron excluir a los demás italianos, lombardos, florentinos y luqueses de tales relaciones comercia- les (5). Pero la creciente potencia política del rey de Aragón y la creciente extensión del comercio catalán sembraron gérmenes de
(1) Beer, Allg. Geschichte des Welthandels (Viena, 1860-84), I, 213-7, y Capjíany, Memorias históricas sobre la marina, el comercio y las artes de la antigua cuidad de Barce- lona, Madrid, 1779-92.
(2) Villani, Cron., VII, 76.
(3) BEEK, obr. cit., I, 214.
(4) Tronci, obr. cit., I, 423.
(5) Capmany, obr. cit., II, 31; cfr. Canale, obr. cit., II, 473-86. Para estudiar el pacto de los catalanes con Ancona, v. Arch. stor. lombardo, VIII, 636.
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honda rivalidad y de fieras luchas entre los Estados italianos. Mien- tras los reyes de Aragón eran solamente reyes de Aragón, ¿qué razones de discordia podrían tener con nosotros? «Quce poterant esse discordiarum causee inte?- reges, mediterraneis finibus inclusis, et Genuenses, maritimis rebus intentisi)) Pero la hostilidad comenzó cuando los reyes, dueños de Barcelona, lanzaron navios a los ma- res, añadiendo nuevos territorios a su corona (1).
Mientras tanto, y a consecuencia de la unión de los catalanes con los provenzales, Cataluña se les antojaba a los italianos, lin- güística y poéticamente considerada, como una prolongación de la tierra de la lengua de oc, y con ella, la restante España y hasta la misma Castilla; por eso el Dante llama conjuntamente hispanos a los pueblos que hablan esa lengua (2). Las relaciones de los rimadores italianos con los provenzales de Cataluña se confun- dieron con las de la literatura provenzal en general (3), y en Ca- taluña y en Castilla florecieron y descollaron algunos rimadores provenzales de Italia, como Bonifacio Calvo en la corte de Alfon- so X el Sabio (4).
Dispuestos les reyes de Aragón, en virtud de la hegemonía al- canzada en tierra y en mar, a las aventuras más extraordinarias, emparentados—a pesar de las amonestaciones papales — con la Casa señora del mediodía de Italia, no hemos de maravillarnos que cuando los sicilianos gritaron como a moros a los de la señoría de Anjou, comenzaran a tratar inmediatamente sus diferencias con aquellos príncipes belicosos y ambiciosos, con el rey de Castilla, y sobre todo con Pedro de Aragón. Este último, empujado por lo que él creía su derecho de herencia, se preparó con sus gentes a la conquista de Túnez, desembarcando en la cercana Sicilia. Catalanes y sicilianos, llevados a la victoria por Roger de Lauria,
(1) Lucubrationes de bello hispánico, Paría, 1520, fol. 5.
(2) D. Ovidio, lug. cit.
(3) A Jordi, un poeta que vivió durante el reinado de Jaime el Conquistador, Be le atribuyó un soneto, imitado por el Petrarca, que comienza
Pace mu trovo...,
cuando lo ocurrido ea que del Petrarca imitó esa composición el poeta Jordi, que vivió en el siglo xv. (Cfr. Ticknor, I, 300-1, n.) y Amador de los Ríos, VI, 578, n. En la Crus- ca provenzale de Bestero se habla de la influencia del catalán (provenzel) en la lengua catalana.
(4) Farinelli, lug. cit., páginas 217-9, pero véanse las dudas que abriga sobre el particular la señora Michaellis de Vasconcellos en Zeitschr. f. román. Philologie, 1902, páginas 71 y siguientes.
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se fundieron en un solo pueblo, alcanzando el poderío del rey de Aragón un esplendor que no había logrado antes arma alguna y que encontró su eco en las arrogantes palabras de Lauria al conde de Foix, cuando quería imponerle una tregua en u ombre del rey de Francia:
— Ningún pez puede asomar su cabeza sobre el agua de los mares sin el escudo de las armas reales aragonesas (1).
El rey Pedro, que no quería ceñirse a las cosas de Sicilia, que- ría convertirse en cabeza visible de los gibelinos italianos, sorpren- diéndole primero la guerra en la frontera española y truncándole después la muerte aquellos pensamientos. Pero este monarca dejó un hondo y vivo recuerdo de sus gestos y hazañas en la memoria de los italianos. Así, Dante se lo figuraba en el Purgatorio, alto y grueso, «membrudo», cantando salmodias con su rival Carlos, el de «la nariz masculina», elogiándole como a hombre capaz de toda suerte de temeridades (2). Giovanni Villani resumía su juicio sobre el monarca aragonés, escribiendo en la Cronaca: «El supra- dicho Pedro, rey de Aragón, fué valiente señor, diestro en las armas, aventurero, sabio y fué respetado por cristianos y sarra- cenos mucho más que lo fueron todos los reyes de su tiempo» (3). Boccaccio recuerda en el Decameron una de las más bellas tradi- ciones que corren de boca en boca en torno a Pedro, la de la deli- ciosa narración de Lisa, la cual, en un torneo que el aragonés tuvo en Palermo con sus barones, «peleando» a la catalana, se enamoró del rey. Enferma Lisa del grande y desesperado amor que sentía por Pedro, fué visitada por éste caballerosamente, instándola y persuadiéndola a que tomase por marido un mancebo que el rey la elegiría, «aunque Pedro no tendría inconveniente en llamarse su caballero y en darla un solo beso como pago al mucho amor». Añade Boccaccio que, según muchas refei encías, el rey Pedro supo cumplir con la palabra empeñada, llamándose siempre el caballero de Lisa y llevando a los combates la insignia que le regaló la ena- morada muchacha. En vano Federico de Ragin, heredero de las ambiciones de Pedro, quiso extender su brazo sobre la Italia con- tinental, coaligándose con el emperador Arrigo VII, cuya muerte inopinada anuló el auxilio siciliano, teniendo que volver a la isla
(1) D'Esclot, cit. por AMARI, Guerra del Vespro, II, 146.
(2) Purgatorio, VII, 112-4.
(3) Cron., VII, 103.
España en la vida italiana.
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Federico para no salir ya más de ella. En Federico había puesto todas sus esperanzas el Dante, revolviéndose más tarde amarga- mente contra él.
A la conquista de Sicilia siguió la de Cerdeña, llevada a cabo por la rama primogénita de Aragón, a quien ya se la había con- cedido el Papa Bonifacio VIII en 1297, no pudiendo lograr su as- piración hasta 1323, excluyendo a los písanos que la dominaban y teniendo que luchar muchos años contra los magistrados y se- ñores locales (1). No logró, en cambio, la posesión definitiva de Córcega, que fué cedida por Pisa a Genova en 1299 y que quiso ser arrebatada por los catalanes a esta república, renunciando a ella con la paz de 1336. En 1352, en alianza con los venecianos y con los griegos, combatieron los catalanes contra las galeras genovesas en aguas del Bosforo en la terrible y dudosa batalla de las Columnas. Alfonso V de Aragón reanudó la lucha en 1420, ase- diando inútilmente el puerto de Bonifacio, que se defendió heroi- camente, siendo al fin vencido y hecho prisionero por los geno- veses en 1435 junto a Ponze, durando ya desde entonces el rencor y la hostilidad contra éstos, juntamente con las rapiñas y saqueos, de tal suerte — escribe Bracelli — que «manente pacis nomine, cuneta cifra ultroque, ut in hostes, agebantur» (2).
Las consecuencias sociales de la señoría aragonesa-catalana se palparon no solamonte en la constitución política de Sicilia, en la que S3 introdujeron formas y costumbres robadas al Parlamento aragonés — como lo atestigua el mismo nombre de brazos con que se designaron los tres estamentos del Parlamento siciliano — sino en la manera de producirse el feudalismo (3). Muellísimas fami- lias catalanas emigraron a la isla, teniendo en ella feudos y rela- ciones políticas, como los Alagones — una de las doce antiguas fa- milias de los ricos hombres de Sobrarbe — , los Calcerando, los Mon- eada, los Peralta, los Valguarnera, los Cabrera y los Lillori (4),
(1) Manno, Storia della Sardegna (Capolago, 1840), voi. II, libros IX y X. Cfr. G. Villani, Cronaca, IX, 198, 210, 251, 331, 339, y M. Villani, III, 80, IV, 24, 34. Un poe- ma sobre la conquista de Cerdeña, que existe manuscrito en Cagliari, se cita por Toda y Guell, Bibliografía española de Cerdeña, páginas 245 y 246.
(2) Obr. cit., hacia el final. Para las guerras entre catalanes y genoveses, cfr. G. Vi- llani, X, 175, 189, 206; XI, 17; XII, 100, y M. Villani, II, 27, 35, 39, 59; IV, 22; V, 45; VI, 20.
(3) De Gregorio, Considerazioni sopra la storia della Sicilia, Palermo, 1805-16; sobre todo, el capítulo IV.
(4) Una lista de 58 familias de barones sicilianos de lengua catalana nos da Capma- NY, Bel establecimiento de varias familias ilustres de Cataluña en las islas y reinos de Ara- gón, II, 37.
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formando el partido «catalán» que luchó largo tiempo con el «la- tino», o lo que es igual, con los barones indígenas del siglo xiv Las familias catalanas tenían sus núcleos principales en Catania y en el valle de Noto (1). Penetraron a la sazón varios vocablos catalanes en el dialecto siciliano, como se ve en los textos de fines del siglo en adelante, cuando la infiltración tuvo lugar, pasando aquellas palabras — como ya se ha advertido — directamente desde los barones forasteros al habla popular (2).
También la dominación catalana dejó sus huellas en la arqui- tectura , porque al mismo tiempo que los reyes de la Casa de An- jou introdujeron el puro gótico francés en Ñapóles, en Sicilia se difundió el gótico que allí llamaban «flemeggiante» que puede verse en Aragón, en Cataluña, en el Rosellón, en las Islas Baleares y en Rodas, contándose entre los monumentos más interesantes de ese estilo la iglesia de Santa María de la Cadena, de Palermo, la catedral de Mesina — con incrustaciones semejantes a las de las casas segovianas — , la catedral de Nicogia y distintos palacios; en cambio, se advierten pocas huellas de este estilo en el continen- te (3). Pero bastante más profunda fué la transformación de Cer- deña, en la cual, además de las baronías catalanas, hubo en la ciudad de Alghero, que se llamó también Barceloneta, una colonia completa de Cataluña, que todavía subsiste (4).
La lengua catalana antes, y la castellana después, no encon- traron obstáculo en un país en el que, aparte del dialecto sardo y de algunos sones pequeños donde se hablaba el pisano y el ge- novés, no había una lengua culta, adoptada por la mayoría. Las ordenanzas del gobierno se publicaban, por ende, en la lengua de los domiuadores. Catalana primero y castellana después fué la lite- ratura sarda durante varios siglos (5). Las Cortes generales de la isla se dividieron en tres ramos, que se llamaron estamentos a la española, como en las Cortes del reino aragonés (6).
Cerdeña, mezclada desde un principio con la corona de Aragón,
(1) Le Lumie, Metteo Palizzi owero i latini e i catalani, en Storie siciliane, II, 7-212.
(2) C. Avolio, Introduz. allo stud. del dial, siciliano (Noto, 1882), páginas 67-84. Según Picatoste, obr. cit., I, 178-9, Dante dijo que «el origen déla lengua italiana pro- viene de este dialecto siciliano mezclado con el español».
(3) C. Eulaet, Origines francaises de l'architecture gothique en Italie (París, 1894), página 220.
(4) S. Morosi, L'odierno dialetto cataleno di Alghero in Sardegna (en la Miscellenea di filologie C aix-C anello ) , y P. E. Guarnerio, en Archs. glottol., IX, 261-4.
(5) Toda t Guell, Bibliografia española de Cerdeña, Madrid, 1890.
(6) Menno, obr. cit., II, I, X, páginas 260-5.
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no participó de la historia propiamente italiana, cosa que también le ocurrió a Sicilia por haber corrido la misma suerte desde los albores del siglo xv (1). Importa, por lo tanto, determinar las vicisitudes de la influencia española en el resto de Italia, y ya que ahora hablamos de los catalanes, recordemos que, a conse- cuencia de la larga guerra que siguió a la revolución de las Vís- peras, muchos pelotones de ellos comparecieron en las milicias mercenarias que entonces se formaron en Italia (2). Les atraía, principalmente, la corte napolitana del rey Roberto de Anjou, que rey joven había sido huésped de Cataluña durante siete años, des- de 1288 a 1295, eligiendo dos princesas españolas, Violante de Aragón y Sancha de Mallorca, para contraer primeras y segundas nupcias. A consecuencia de tales bodas vinieron a Ñapóles varias familias catalanas, entre las que descollaron los Rhet o Laraht de Barcelona, que se llamaron los Della Ratte entre nosotros; recor- demos a Diego que acompañó a la princesa Violante y mariscal del rey Roberto, y que estuvo después, en 1314, en Toscana (3). Entre los consejeros y familiares del rey podemos citar a Juan de Aye, regente de la Vicaría; Raimundo Blanch, Pedro Ferrera, con tantos otros, sobresaliendo, entre los capitanes, Raimundo de Car- dona (4). En la corte de Roberto fué médico, astrólogo, doctor en leyes, Arnaldo de Villanova (5). Cuando Roberto visitó Florencia en 1305, llevaba consigo «una mesnada de trescientos caballeros aragoneses y catalanes»; «mesnada de catalanes» fueron los que persiguieron en 1308 por las calles de Florencia a Corso Doneti, despedazándole (6). De Sicilia pasaba en 1311 al servicio del rey Gilberto Centellas, caballero catalán, con doscientos caballeros y
(1) Véase, para la época anterior a la confusión de ambos pueblos, Le Lumie, Iqueto viceri (en Storie siciliane, II, 413-80). Los aragoneses hicieron valer muchas veces después de la unión de las Españas bajo un solo cetro, sus derechos particulares sobre Sicilia; los sicilianos, a su vez, durante la dominación española en la mayor parte de Ita- lia, recordaban con orgullo que ellos no habían sido conquistados, sino que se habían unido espontáneamente a la corona de Aragón; véase documentación en Le Lumie, Sto- rie siciliane, III, 26-7.
(2) Para los Almogárabes — llamados así por su modo de guerrear y de robar en tie- rras de morería — véase, entre otros, el libro de Moncada, Expedición de catalanes y ara- goneses contra turcos y griegos, impreso en 1620 y reimpreso en el tomo XXI de la Biblio- teca de Rivadeneyra. V. entre los libros recientes, G. Schltjmberger, Expédition des *Almugavares« ou routiers catalans en Orient de Van 1301 à Van 1311 (París, 1903).
(3) Decameron, VI, 3. Cfr. Be Leliis, Pisedelle fam. nobili del Regno di Napol i, III, 1-34.
(4) Summonte, Eistoria, ed. 1675, II, 411; Costanzo, Ist. di Napoli, 1. v.
(5) Véase Farinelli en Giorn. stor. lett. ital., XXIV, 219-20.
(6) S. Villani, Cronaca, Vili, 82, 90.
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trescientos almogábares (1). En 1312, Juan de Anjou, hermano del rey, marchaba a Roma «con seiscientos caballeros catalanes y de las Pullas» (2). Una escuadra de catalanes, con franceses, ale- manes y borgoñeses, formó parte de las huestes florentinas que, mandadas por Raimundo de Cardona, perdió en 1325 la batalla de Altopescio (3). Capitanes meritísimos y corsarios catalanes vi- vían frecuentemente a sueldo de los Estados italianos; famoso fué un siglo después el capitán Bernardo Villamarino, que sirvió a los florentinos contra los genoveses (4).
En los siglos xiv y xv el comercio catalán adquirió extraordi- naria importancia, acentuándose la rivalidad entre Barcelona y las ciudades italianas (5). Jaime de Aragón había favorecido con distintas concesiones los intereses de la madre patria en Sicilia, procurando no descontentar a los genoveses que le habían favo- recido y ayudado en sus empresas; Pedro, su antecesor, había con- firmado también los privilegios a los de Pisa (6). En Ñapóles, du- rante el reinado de Carlos II, se concede a los catalanes la facul- tad de nombrar sus «cónsules» en las principales ciudades del reino, de alguno de los cuales se conserva el nombre (7). Los catalanes se decidieron a habitar entonces una calle de la ciudad, que aún hoy mismo se llama Rúe Catalana; y no sabemos si entonces o más tarde otro rincón de aquella barricada fué llamado de los Arago- neses (8). Pero en 1324, Pisa rogó a Pedro de Aragón que olvida- se los prejuicios que existían contra sus mercaderes, cambiando, en 1379, Pisa con relación a Cataluña, porque le concedió libre comercio, cónsul propio, lonja, igualdad de gabelas con Pisa, fa- cultad de mandar fuera de ésta hierro labrado y no labrado, arma- duras de toda clase y maderas de cualquier calidad, licencia para andar de noche por Pisa después del tercer toque de campana
(1) Ammirato, Fam. nob. napol., II, 203-8.
(2) S. Villani, Cronaca, IX, 39.
(3) Obr. cit., IX, 300. Nueva luz sobre las relaciones entre Aragón e Italia arrojan hoy los copiosos y abundantes documentos publicados por H. Tinke en sus Acta arago- nensia (Berlín y Leipzig, 1908); los documentos 226, 434, 442 y 447 son cuatro cartas del rey Roberto escritas en un catalán afrancesado.
(4) A la muerte de Villarino se refiere una narración inserta en la Fazecie del piova- no Arlotto (ed. Baccini, Froenze, 1884), páginas 108-10.
(5) Lo que prueba la difusión y el renombre del catalán en las tres penínsulas y en todas las islas del Mediterráneo; v. Finke, obr. cit., pág. 768 y doc. 147.
(6) Amari, Guerra del Vespro, II, 170, 236-7; cfr. I, 154.
(7) Camera, Annali, II, 345, n.
(8) De Stefano, Descriz. dei luoglis sacri di Napoli, folios 44-45. Junto a la Rúe Catalana estaba el fondaco Piscavino, que un viejo topógrafo traducía como corrupción de vizcaíno.
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desde casa a los almacenes, etc. En aquel tiempo, entre las modas que llegan a Italia figuran los trajes «a la catalana» (1). Verdade- ramente, los catalanes no solamente practicaban el comercio, sino también y muy ampliamente la piratería en las costas italianas. La piratería, por lo demás, tomó incremento con la conquista de Sicilia, favoreciendo las continuas guerras con Genova^ Desde en- tonces araro admodum pacata maria, hispanique pirata?, cum aliorum quidem populorum tum gennensium proscipue prceda alebantur» (2).
« — ¿Por qué no vas a España? — preguntaba un interlocutor en uno de los diálogos de Pontano.
— Porque mientras busco a los doctos, puedo caer en manos de los piratas y quedar amarrado al reino. Sicilia tiene menos gra- nos que piratas España» (3).
Y si por su carácter industrioso y amigo del lucro «los catala- nes que de las piedras sacan panes)) eran en toda España moteja- dos de avaros (4), de la misma reputación, mezclada a un odio intenso, gozaban los catalanes en toda Italia. Cuando una comi- tiva de catalanes se presentó en Ñapóles para entregar a Jaime de Aragón como esposa la princesa Costanza, hija de Manfredo, dejaron la impresión de miserables y recelosos (5); como catalán típico describe Boccaccio, en el Decameron, a Diego Della Ratte. Este juicio general encuentra eco, a lo que se me alcanza, en al- gunos versos del Dante; recuérdese la reprensión de Carlos Marti- llo al hermano Roberto, después de haber recordado la opresión fiscal que promueve tan grandes sacudidas en el pueblo de Pa- lermo:
E se mio frate questo antivedese
l'avara povertà di Catalogna
giè fuggiria, perchè non gli offendesse (6).
(1) C. Merkel en Rendic. dei Lincei, s. IV, voi. VI, 1897, pág. 529. Sobre los precios de telas de Valencia, Gerona y Barcelona en el mercado de Ñapóles, v. Faraglia en Aiti d. Accad. Pont, XXIV, pág. 24.
(2) Bracellei, obr. cit.
(3) En el Antonius, en ópera, edic. aldina, 1518, f . 86. Cfr. Masuccio, nov. 48.
(4) Non nimium sumptuosi, les decía el Papa Juan XXII (Finke, obr. cit., pág. 635). En La lozana andaluza, de Delgado (ed. liseux, II, 70): <Mira que es convite de catalanes; una vez en vida y otra en muerte»; y en el mismo libro, II, 102, comparando la avaricia catalana con la italiana, dice: *Nunca tan gran estrechura se vio en Cataluña ni en Floren- cia como agora hay en Roma.» Sobre la avaricia catalana véase la narración de ALLAMANI, escrita entre 1524 y 25, sobre la hija del conde de Tolosa (en Novelle di alani autorifio- rentini, Torino, 1853, páginas 38 y 39.
(5) Del Giudice, Une legge santuaire del 1290, Napoli, 1887, pág. 86.
(6) Paradiso, VIII, 76-9.
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En cuyos versos, el de Imola, y con él la mayoría de los exé- getas, afirma que se alude a los cortesanos catalanes del rey Ro- berto, explicación que nos parece atinada, por lo que hemos dicho más arriba acerca del elemento fosrastero en la corte de aquel rey. Pero ¿qué podía dañar mayormente al rey Roberto? ¿Su pro- pia avaricia o la avaricia de los demás? ¿Debía «huir» de sus cor- tesanos o del vicio de avaricia de que le daban ejemplo? Se sabe que Roberto era muy avaro; «puente de avaricia», le llama una balada de la época (1). Para darse entera cuenta del sentido de la expresión del Dante tenemos que fijarnos que designa avaricia con las palabras la «avara pobreza de Cataluña, como lleva vicio de cobrar al de la usura». El exégeta de Imola añade: «Et vere Ca- talani reputanlur homines cordati et sagaces inter Hispanos», y el viejo Laneo interpreta de este modo: «Tomaba previsiones en su vida, sin ser sórdido, cualidad inherente a los catalanes» (2).
También Petrarca dijo jocosas palabras contra los catalanes, pero sus exposiciones eran de odio contra los extranjeros en gene- ral y no contienen nada de particular ni de característico (3).
De todos modos, el odio italiano contra los catalanes puede testimoniarse con infinidad de documentos del siglo xvi. Por ejem- plo, Mesuccio escribe una novela de un cierto Pedro Geneffra, mer- cader catalán en Salerno, que fingiéndose buen amigo de cierto pobre hombre de esta ciudad, le roba la mujer, no sin que las gentes adviertan al mísero que «se guarde de relaciones y de tra- tos con catalanes». «En aquel tiempo — añade Masuccio — las prác- ticas de los catalanes no eran tan conocidas a nuestro reino como lo son hoy, y aparecen tan claras y tan manifiestas, que todos se apartan de ellas, piies ofenden con vergüenza y con daño, como acusan todos los ejemplos que nos dan buen testimonio de su mala naturaleza» (4). Cuando el valenciano Calixto III es elegido Papa, por toda Italia se oye un grito de indignación: «¡Un Papa bárba- ro y catalán! Advertid a qué grados de abyección hemos llegado los italianos. Por todas partes dominan los catalanes y Dios sabe
(1) La de los reyes'de Ñapóles en la derrota de Montecatrini. (Rime divino, ed. Car- ducci, apéndice).
(2) V. Muratori, Antiqq. Itali., I, c, 1243; comedia, con el comentario de Laneo (Polonia, 1866), III, 140. L'Amari, Guerra del Vespro, I, 326, ve, por el contrario, en esas palabras una manifiesta alusión al rey Jaime de Aragón que publicó efectivamente va- rias disposiciones contra el lujo (Del Giudice, obr. cit., pág. 86).
(3) Farinelli, lug. cit., páginas 228-9.
(4) Nov. 40.
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hasta qué punto están insoportables con su dominio» (1). El odio contra los catalanes es un semillero de inconvenientes para la es- tancia de Alfonso de Aragón en Italia. «Tum — escribe Campano — nihil italicis Catalonorum nomine nifestins et Catalanos paiari omnes quicumque transmerinum regnum in Italiani traicissent» (2). En Ñapóles y en Roma son frecuentes los motines contra los ex- tranjeros. Plutarco se burla donosa y continuamente de ellos. «¿De qué modo pueden salimos a pedir de boca nuestros asun- tos?— pregunta — . Y se responde: — ¡No firmando jamás obliga- ción alguna con mercaderes catalanes» (3). Cuando el cardenal de Rovere, después Julio II, huía de Roma por sus querellas con Ale- jandro VI, respondía continuamente al duque de Calabria que quería reconciliarlo con el Papa, que no quería ligarse jamás a ca- talanes (4). Añadamos las expresiones de horror que revelaban la crueldad de aquella ralea de piratas, que hacían sufrir a los ga- leotes un verdadero infierno; en el dialecto napolitano quedaron las expresiones de «estocada catalana» y «lanzada catalana», para designar golpes mortales. Un proverbio siciliano, que circula en nuestros días, aconseja: «Dios te guarde del cepo catalán» y tam- bién «Dios te guarde del viejo catalán» (5).
Bajo el nombre de catalanes se comprendían todos los subditos españoles del rey de Aragón, como bajo la denominación de espa- ñoles se designaban a los castellanos, o mejor aún, a todos los vasallos del rey de Castilla (6), con los que se mantenían relacio- nes menos frecuentes y que gozaban de reputación no distinta a la de los alemanes, o tudescos y franceses en general, esto es, bárbaros, gente feroz, fuerte en el manejo de las armas y comple- tamente desprovista de cultura. «Hispani semibarbari et afferati homines» (7), llamaba Boccaccio a los príncipes españoles por sus
(1) Carta desde Roma a Pier di Cossino dei Medici, 1455, en PASTOE, Eist. des papes, TI, 304, n. V. una anécdota de Arlotto, obr. cit., páginas 240-1.
(2) Vita Brachii en RR. II, SS., XIX, 590.
(3) En el Antonius (ópera, ed. cit., II, f. 88 t.).
(4) Por ejemplo, Galateo. Esposiz. del Pater noster (en Collana d. Sant. di Tena di Otranto, IV, 171); ARETINO, Raggionamenti (ed. 1584, II, 46); Rimatori napolitani del Quatrocento, ed. Mandatari, páginas 10-11. Serafino Aquilano, refiriéndose a la elec- ción de Alejandro VI, lamenta que la nave que ciñe «con viento en popa el mar del Tíber» es ahora esclava de «la galera de un catalán» y que, reducida, va a servir a los iberos. (Rime, ed. Menghini, son. XCI, pág. 129).
(5) S. Salomone Marino, en Arch. star, iteti., XIX, 233-4; Pithe, Proverbi sicil., , p. CXCII.
(6) Cfr. Villani, Cron., VI, 83; Fazio Degli Uberti, Civiche,, ed. Renier, pági- nas 208-9.
(7) ¿Carta que acompaña al tratado De Cesibros vivor. illusi.
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guerras continuas, describiendo su aspecto físico y haciendo refe- rencias al «color cadavérico» que les distinguía de los romanos del color español; «amarillento», habla Buenaventura describiendo las facciones de San Antonio de Padua que se llamó en el siglo Fer- nando Balhen (1). Gozaban fama de belicosos y de valientes. «Hombres diestros en las armas, atrevidos y francos», les llama Fazio Degli Uberti, que les elogia también como maestros del mar (2).
Cuando en 1420 Alfonso de Aragón vino a Ñapóles, encontrán- dose con la milicia italiana de la reina, mandada por Braccio de Montone, Campano, biógrafo de este último, cuenta que entre el rey y el famoso condotiero, y entre los capitanes españoles e ita- lianos, se discutió acerca de la cualidades y defectos de ambas milicias. Los españoles se vanagloriaban de combatir tan enérgi- camente como los alemanes y como los franceses, de abrazar casi todos la profesión militar y de hacer estragos en las filas adver- sarias con tal ímpetu y ferocidad que pocos prisioneros con vida les quedaban entre las manos, echando en cara a los italianos el pequeño número de soldados que tenían en el campo de batalla, su deficiente modo de guerrear y los poquísimos muertos que lo- graban en las huestes enemigas. Braccio responde a estos razona- mientos que el arte guerrero no radica en el número, sino en el valor, y el valor no tanto en la fortaleza del cuerpo como en el temple del espíritu: «Vosotros, españoles, nacidos, educados, ave- zados al ocio, corréis en gran número a la milicia, ignorantes del arte militar, haciendo lo que podéis. Os arrojáis sobre el enemigo a guisa de fieras, hiriéndoos más bien con vuestra impericia que con el hierro del adversario, llamando prudencia a vuestra furiosa temeridad. Además, sois verdaderamente necios en vuestras creen- cias, porque estimáis más digno morir a manos del enemigo que escapar a sus garras y burlar su acometividad.» La polémica se hizo general, conformándose todos con el parecer del rey Alfonso de que «los italianos sobresalían por su arte y los demás por su número; los españoles y los franceses peleaban con el ímpetu feroz del ánimo, y los italianos, no con la ira precipitada, sino con el con -
(1) Boccaccio, Lettere, ed. Corazzini, pág. 365; cfr. Voigt, Secolo del Rinascimento trad. ital., II, 345-7; Filocolo, ed. Montier, pág. 365; cfr. Farinelli, lug. cit., páginas 212. 227. Sobre el color español véase el Dialogo dei colori, de Dolce (en la redente ed. e Carabba del Canciono).
(2) Dittamondo, VI, e. 27.
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seio prudente» (1). En esta ocasión. Campano, recordando las cor- tesías que se cambiaban entre españoles e italianos, observaba otro raseo psicológico de los españoles cuando escribía que son «por na- turaleza los más ceremoniosos, entre todos los pueblos» (2). Añade Panermita que la rudeza y la ignorancia son comunes a todos los españoles hasta los tiempos de Alfonso de Aragón, añadiendo que aborrecían las humanidades hasta el punto de considerar como llenos de ignominia a los hombres que empleaban su tiempo en el estudio: «ignominia propemodum notarent» (3). Sin embargo, se había penetrado la literatura italiana en aquellos bárbaros y sabido es que el Dante y el Petrarca fueron estudiados, traducidos e imita- dos en España y en las cortes de los reyes castellanos y aragone- ses, llegando la imitación a su grado máximo de desarrollo durante el reinado de Juan II de Castilla (1407-1454). En España comen- zaban a gustarse también los estudios de la antigüedad. El nuevo aspecto de la vida italiana comenzaba a revelarse entonces para los españoles, cosa que había de ocurrir poco después a los italia- nos con la vida española (4).
(1) Vita Brachu, 1. e, coli. 584-9; cfr. Panermita, De dictis et factis Alphonsi regís, IV, 44.
(2) Leteris nationibus natura blandiores (ivi, c. 580).
(3) Obr. cit., I, 4.
(4) Cfr. Farinelli, 1. c, páginas 230-4; B. Santisenti, I princi influssi di Dante, del Petrarca e dell Boccaccio sull. lette, espagn. (Milano, 1902); cfr. Farinelli, Appunti su Dante in Ispagna nelV età media (Giorn. stor. del lett. ital., 1905, Supp., núm. 8, pági- nas 1-105); Sulla fortune del Petrarca in Ispagne nel Quattrocento (ivi, XLIV, 297-350); Note sulle fortune del Corbaccio nelle Spagne medievale (en Misceli. Mussafie, Halle, 1905); Note sul Boccaccio in ¡spagna nell età media (en Arch. f. nener. Spr. u. liter., 1906); C. B. Bourland, B. and the Decameron in castilian and catalán literature (en Revue hispani- que, XII, 1-132).
Ili
LA CORTE ESPAÑOLA DE ALFONSO DE ARAGÓN EN
ÑAPÓLES
Al rey Alfonso de Aragón, a este monarca al que hemos visto presidir y resolver la disputa entre sus capitanes y los de Braccio, y que supo insinuarse en los negocios de Ñapóles durante la do- minación de la última reina de Anjou, apoderándose del territorio después de una guerra muy larga (1), corresponde la trasplantación a nuestro continente de una dinastía española, haciendo valer, de este modo, más directamente la influencia de su pueblo. En Alfonso de Aragón pensaban cuantos en el siglo xvi trataban de dilucidar los orígenes de la entonces flamante prepotencia de Es- paña en Italia (2). «Fué Alfonso — dice Tristán Caracciolo — el que no contento con la herencia paterna, añadió a ella las provincias napolitanas, haciendo famoso en Italia el renombre español que casi se había extinguido en ella.» «Fué Alfonso — repetía más tarde Giovio — el primero que trajo a Italia la estirpe española, para que aquí reinase durante largo tiempo» (3).
Y fué Alfonso, además y sobre todo, el que familiarizó a los españoles con el humanismo italiano, hasta el punto de haber pa- sado a la historia como uno de los principales impulsores de la cultura del Renacimiento. Los príncipes españoles, henchidos de conceptos medievales y feudales, desdeñaban, como hemos visto, las humanidades. El mismo padre de Alfonso VI, el valeroso rey
(1) N. F. Faraglia, Storia delle regine Giovano, II d'Angió (Laudano, 1904); Storie della lotte pra Alfonso d'Aragone e Renato d'Angió (ivi, 1908).
(2) Hispanorum nomen pcene abolitum celebre in Italia reddidit ( Opuscoli, ed. Gréire página 145)
(3) Gui primus Hispaniei sanguinis stirpem ut in ea diu regnaret, I talee imposintt . (Elogie vivorum bellica virtute illustrium, ed. Basilea, 1575 pág. 135).
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Fernando, era considerado por Valla como parum excultus litris, aconque ut ilio scBcollo et ut in hispane nobilitate non indoetus; el mismo Valla nos refiere ima curiosa anécdota a cuenta de su igno- rancia (1). Pero Alfonso se opuso con todas sus fuerzas al desdén señorial de la ignorancia, hasta el punto de que repitiéndose en cierta ocasión y a su presencia el apotegma de un soberano espa- ñol de «que no convenían las letras a los hombres nobles y gene- rosos» exclamó indignado que semejante proposición no era de un monarca, sino de un buey (2). Y logró atraerse y rodearse de estu- diosos italianos conversando con ellos de filosofía y de humani- dades (3).
Pero ol aspecto italiano y humanístico de la figura del rey Al- fonso no debe hacernos olvidar su condición de español y de bár- baro (4). Su mismo entusiasmo por los estudios tenía cierto barniz bárbaro y provinciano: «Vayte, vayte a estudiar)) (5), decía a los muchachos con !os que se topaba. Pendiente estaba de los labios de los literatos de su corte, a los que rendía toda suerte de hono- res (6). Dio la vuelta al mundo la anécdota de la mosca que se posó sobre su nariz, mientras escuchaba absorto y boquiabierto al orador florentino Giannozzo Mamietti. Yo mismo he publicado re- cientemente (7), una carta del rey al cardenal de Aguilea dándole las gracias por unos cuadros y una estatua que éste le había en- viado, en la que dice que. antes de recibir el regalo «no avia comi- do*, porque tornaba de caza y «deliberé antes satisfazer al deseo que al cuerpo e las vi sin otro intervalo». Si algunos advierten en el rey vestigios de la soberbia e hinchazón peculiares en su gente, con- viene que recordemos su fuerte religiosidad española. Lector asi- duo de la Biblia, aficionado a los estudios teológicos, siempre rodeado de obispos y de frailes, cuando encontraba por la calle el Sacramento descendía del caballo y lo acompañaba hasta casa
(1) De rebus a Ferd. Arag. rege gestis (en Ker. Hispan, senpt., Francfort, 1579, II, 1071-2).
(2) Panermita, obr. cit., 1, 56, y comentario de Enea Silvio.
(3) Se atribula al rey Alfonso una traducción española de las epístolas de Séneca (G. M. Alexsandri, El perogone della lingue toscane et Castiglione, Ñapóles, 1560, en la dedicatoria.
(4) V. Gotheim, Culturen twicklung Sud-Italians (Breslau, 1886); cfr. páginas 413- 22, 573 y siguientes.
(5) Así, en el texto. — N. del t..
(6) Lo refiere LüCENA en el Libro de vida beata; cfr. AMADOR DE IOS RÍOS, obr. cit. VI, 389.
(7) En la revista Napoli nobilissima, I, 127-8.
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del enfermo, y el Jueves Santo, ante la presencia de la corte y de los embajadores, lavaba los pies a los doce pobres (1). Ayudado por el Papa español Calixto III, contribuyó grandemente a la ca- nonización de San Vicente Ferrer, cuyo culto se introdujo en Ña- póles, llegando a ser San Vicente un santo popularísimo en esta región (2). Caracciolo observa que cuando Alfonso entró en Ñapó- les «prirnus ex hispanorum regum familie ad nos moderandosi}, era ya hombre maduro, «cetate iam grandiosi, quedragesimum anim et sextum agebat annum (3). No habló nunca el italiano a la per- fección, sirviéndose ordinariamente de la lengua española, del cas- tellano, que no del catalán, como hijo de príncipe castellano edu- cado en la corte de Enrique III (4). Españoles eran el ceremo- nial, las costumbres de su vida doméstica (5). En sus conversa- ciones se refería continuamente a las cosas españolas, de las que se valía para sus comparaciones (6).
Con Alfonso se llevó a cabo otra inmigración española seme- jante a la de Sicilia, y muy superior, por su extensión y su impor- tancia, a la catalana en la corte de Roberto.
Da la feconde e gloriosa Iberia madre di re, con l'Hercule Aragonio, e da la bellicosa intima Esperia, señan mili' alti eroi nel regno Ausonio, di cui li gesti e la virtù notoria jaran del nobil sangue testimonio. ¡Oh, quanto il legno fie degno di gloria che'i dee portere in terre di Saturno/,
cantaba, algunos decenios después, con dejo de profecía, el poeta Cariteo, o lo que es igual, Benedicto Gareth, un español de Bar- celona (7).
(1) Cfr. Arch. stor. napol., XI, 101.
(2) Summonte, Historia, III, 118; Arch. stor. napol., VI, 430; en un soneto lo cantó Digennero (Cam., ed. Barme, pág. 349). De su tiempo es la magnifica tabla con la his- toria de la vida del santo que se admira en la iglesia de San Pedro Mártir. La reina Isabel, mujer del rey Fernando, elevó a San Vicente Ferrer un grandioso templo.
(3) Oratio ad Alph. ninior., manuscr. Bibli. Nacional, IX, c. 15; folios 58-63; sobre esta oración ha disertado Gotheim, 1. cit.
(4) Vespasiano di Bisticci, Vite, ed. Bartoll, páginas 57-8.
(5) Panekmita, obr. cit., IV, 18.
(6) Obr. cit., IV, 33.
(7) Rime. ed. Percopo, 11, 412-13.
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Entre aquellos héroes vinieron, en primer lugar, los cuatro hei> manos Avalos y Guevara, de los que dice el poeta,
frutto d'un sol tonen da due radici, duo Aveli e duo Guevare, antique genti, bellicosi e terror degl'inimici (1),
de un solo tronco, siendo hermanos uterinos Iñigo y Alfonso de Avalos, Iñigo y Fernando Guevara, porque su madre Costanza de Tovar se había casado en primeras nupcias con Pedro Guevara y en segundas con Rodrigo de Avalos, condestable de Castilla y conde de Rivadeo, que había perdido sus estados por militar en la facción de los hermanos de Alfonso. Los cuatro acompañaron al rey en las distintas vicisitudes de la larga guerra. Iñigo de Ava- los, conocido con el nombre de «Conde Camarlengo» y de marqués de Pescara, había sido hecho prisionero con el rey en Milán, sir- viendo después, con la licencia de éste, durante algún tiempo, a Felipe María Visconti, y volviendo al lado del monarca después de la conquista definitiva de Ñapóles. Alfonso de Avalos, conde de Archi, ahogó en las Calabrias la primera revuelta de los baro- nes (2). Iñigo de Guevara, queridísimo del rey Alfonso, corno cumplido caballero, muy valiente y muy experto en música, dan- zas y canciones (3), llegó a ser mayordomo y gran marisca], mar- qués del Vasto, conde de Ariano de Potenza y de Avice, muriendo a consecuencia de las heridas recibidas en la batalla de Troya, defendiendo el trono del hijo de su bienhechor. Y, finalmente, Fernando Guevara, después de haber corrido el mundo en busca de aventuras, combatió públicamente en 1436 con un caballero ale- mán, venciéndole (4), y tomó parte en el asedio de Atienza con el rey Juan de Castilla, conde de Balcastro, en las guerras de Italia; amante de los estudios, gran poeta, este buen Fernando, no dos- igual en majestad al rey (5), pasó el resto de su vida en Ñapóles, donde murió ya viejo (6).
(1) Obr. cit., II, 415.
(2) Percopo, notas en los lug. cit.; Ammirato, Fam. nob. nap., II, 93-113; la bio- grafía de Iñigo en Vespasiano di Basticci, Vite, ed. Bartoli, páginas 397-8.
(3) T. Caracciolo, De varietete fortunoe, en Opuse, cit., pág. 106.
(4) Cancionero de Stúñiga, páginas 456-7.
(5) Chariteo, Rime, ed. cit., II, 415.
(6) Sobre los Guevaras, Ammirato, obr. cit., II, 302-3; DE Lellis, disc, cit., I, 61; Percopo, notas citadas.
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Fernando Guevara quedó en la memoria de los españoles, en- riqueciendo su literatura con la gloria de estas dos familias; Cer- vantes, en Don Quijote, recuerda que don Fernando de Guevara «fué a buscar las aventuras en Alemania, donde combatió con mi ce Jorge, caballero de la casa del duque de Austria» (1). Tirso de Molina, en ou drama Paktbras y plumas, nos habla de un don Iñigo «caballero español» en la corte del rey don Fernando, que dice ser de la casa de Avalos,
el blasón de la española nación,
e hijo de un Ruy López, el cual,
vino a Italia con don Alfonso el primero ... que el reino ganando con su prudencia y acero, hizo al tiempo coronista inmortal de su memoria. No alcanzó Alfonso vitoria en esta noble conquista que no se le atribuyese al esfuerzo y al dolor de mi padre vencedor...
En otro drama, Cautela contra cautela, aparece un don Enrique de Avalos, y fiel a su rey que pelea contra los cobardes barones napolitanos:
Enrique de Avalos soy, marqués del Basto y Pescara; don Alfonso de Aragón, rey de Ñapóles, confía de la diligencia mía,
(1) Parte I, cap, 49.
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con una inmensa aiición este reyno; gran privado ministro, por tales modos he de dar ejemplo a todos...
Con los Avalos y con los Guevara, vinieron los Cavanillos o Cavaiglia con García, conde de Troya, «el primer valenciano que estableció su casa en Ñapóles», que murió en 1432 en la expedición contra los florentinos (1); los Cárdenas, con Alfonso, marqués de Laino (2); los Sisear, con Francisco, aragonés, camarero del rey y conde de Ayelo (3); los Centellas, que ya habían pasado por Sici- lia, con Bernardo, Francisco y Antonio, marqués de Cotrone (4). De Sicilia vinieron los Cardonas, como Alfonso, conde de Reggio, y Pedro, que fueron ambos camarlengos del rey (5); los Díaz Garlón, con Pascual, conde de Alife y castellano de Castelnuovo (6); los Mila de Valencia, con Pedro, Ausías y Ludovico, que después fué cardenal (7); los Bisbal, llamados así del nombre de un castillo que poseían cerca de Barcelona, con un Bisbal que mandó Gaete en 1453 y cuyo hijo Francisco sirvió fielmente a los sucesores de Alfonso (8); los Sanz, con Pedro, Martín, Bernardo y Arnaldo, también éste castellano de Castelnuovo (9); los Ayerbe, de la san- gre real aragonesa, con Sancho, señor de Simari (10), y con otros mil, que no cito, porque el lector que quiera conocer estos nom- bres puede acudir a los infinitos libros que existen sobre las fami- lias nobles napolitanas.
Estos inmigrados españoles establecieron pronto lazos de pa- rentesco con las familias indígenas. Iñigo de Avalos, por ejemplo, casó con Antonela de Aquino, de la sangre de Santo Tomás, única hija del marqués de Pescara, dando origen a la progenie de «Avalos y de Aquino... honor de Ausonia y de España» (11); Iñigo de Gue
(I) Giorn. nap., ed. Gravier, pág. 153, CARACCIOLO, De varietate, cit. pág. 103; Summunte, obr. cit., II, 140.
(21 De Lellis, disc, cit., I, 151-6.
(3) Obr. cit., I, 284.
(4) AMMIRATO, obr. cit., II, 203-8.
(5) Arch. stor. nap., II, 325, e ivi, VI; Miniéis Riccio, passim.
(6) Ammirato, obr. cit., II, 61-3; y Miniéis Riccio, 1. e.
(7) Obr. cit., II, 338-42; Borelli, lindex neap. nob., 161-2; De Lellis, I, 89-22
(8) Obr. cit., II, 55-6.
(9) Obr. cit., I, 79-80.
(10) De Lellis, obr. cit., I, 453-60.
(II) Chakiteo, Rim, ed. cit., II 190.
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vara casó con Cobella Sanseverino, hija del duque de San Marcos, Antonio Centellas con Enriquetta Ruffo (1), Sancho de Ayerbe con Bianca Sanseverino, y el hijo de éstos con Laura Sisear. Dignos de mención son los matrimonios de la familia Alegno, dis- puestos por el mismo rey, que hizo casar las dos hermanas de Lucrecia, a la que él amaba, la una con Juan Ruiz Arella, catalán, capitán de Ischia, y la otra con Ausias Milá, de donde descendie- ron los Milano, príncipes de Ardoze; la hija de Ausias, Diana, contrajo nupcias con Alfonso Sanz, hijo de Arnaldo (2).
Además de estas familias que se establecieron en el reino con feudos y parentescos, muchos otros españoles ocuparon los más diversos empleos de la administración pública. Las páginas de la historia de la época están llenas de sus nombres. Recordemos a Raimundo Doyl, camarlengo del rey y virrey de Abruzzo (3); Bernardo Villamarino, almirante, como otros varios de su apelli- do (4); Lope Jiménez de Unea, que fué durante algún tiempo virrey de Ñapóles y concertó la paz entre Alfonso y los genove- ses (5); Fray Luis Despuix embajador del rey (6); Raymundo de Ortaff, catalán, que fué enviado con una legión al socorro de Skanderberg (7); Martín de Lanuza (La Nuce), alcaide general de Aragón y director de la Armería Real (8), etc., etc. El futuro Papa Calixto, Alfonso Borgia, fué el primer presidente del Sacro Real Consejo, en cuyo cargo le sucedieron otros españoles, como el obispo de Urgel y Rodrigo de Falco; al servicio de Alfonso estuvo veintidós años Mateo Malferil, de Mallorca, doctísimo en derecho civil y canónico (9). Las escasísimas noticias que se tienen de la Universidad de Ñapóles durante aquel período nos permiten re- cordar, sin embargo, que en 1451 enseñaba en ella teología Luis Cadure y física un cierto Diego, español (10). Recordemos, entre los prelados españoles, a Juan Soler, al humanista Fernando de Cór-
(1) Véanse curiosos pormenores en Summonte, III, 50-3;y en Giorn. nap. cit., pági- nas 131-2.
(2) ExpiLLY, Della casa Milano, París, 1753.
(3) Summonte, III, 24, 51; Miniéis Riccio, 1. cit.
(4) Summonte, III, 111; Miniéis Riccio, 1. cit.
(5) Summonte, III, 37; cfr. Panormita, I, 41, III, 3, 9.
(6) Summonte, III, 79; Miniéis Riccio, lug. cit.
(7) Summonte, III, 161.
(8) Summonte, III, 187; Miniéis Riccio, 1. cit.
(9) Véase su biografía en Vespasiano da Bisticci, ed. cit., 400-1; cfr. Minieisj Ric- cio, 1. cit.
(10) Canna vaie, Lo studio di Napoli nel. Rinascimento. (Torino, 1895), pág. 44. Sobre Cardona, v. Panormita, 1. cit., I, 49.
Espana en la vida italiana. 4
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doba, Felipe Fagadell, Juan García, Melchor Miralles, el maestro Cabanas (1). Capellán mayor del rey era Fray Domingo Exarch y lugarteniente suyo, Martín Cortés; limosnero del duque de Cala- bria, Antonio Pérez; confesor, Bernardo Miguel (2); ayo, Ximeno Pérez de Cornelia, gobernador del reino de Valencia, luego de la provincia de Tene di Laorro (3); gobernador del hijo del rey, el caballero valenciano Guillermo de Vicho (4). Pintor de cámara y familiar del rey fué, desde 1440 a 1451, Jacomart Baco de Va- lencia, al que se atribuye modernamente algunas pinturas de las iglesias napolitanas (5).
Hay luego mi enjambre de empleados subalternos, de negocian- tes, de artífices, que vienen de España, como vemos en las cédu- las de la Tesorería Real; repasamos los nombres de los plateros Francisco Pérez, Francisco Ortál, Hipólito Ferrer; del sastre Ber- nardo Figueras y del portugués Martino, etc. (6). Español era el bufón del rey, mosen Borra, cuyo nombre verdadero era Antonio Tallander, de Barcelona, jurisconsulto primero y bufón después, en cuyo mísero oficio murió en Ñapóles, y cuyo cuerpo, llevado a Barcelona, fué enterrado en aquella catedral, donde podemos ad- mirar hoy su efigie en mármol con las campanillas y las orejas de burro (7). Lorie de Rosa dice en su elogio de Ñapóles que «toda la ciudad está llena de catalanes» (8); muchos catalanes abandona- ban Barcelona por esta ciudad para aventar la memoria de sus procesos (9). A la isla de Ischie, que fué obstinadamente rebelde, Alfonso llevó una colonia catalana «ut essent — escribe Pan ormi -
(1) Miniéis Riccio, lug. cit., y su Biografie degli accademici pontaniani, cfr. Vespa- siano da Bisticci, pág. 67. A todos éstos menciona Amador de los Ríos, VI, 399-400. GOUBEKTE, en la Coronica de Aragón, Zaragoza, 1499, de la que hablaremos oportuna- mente, fol. CCXXIX, juzga que Alfonso «ahun en su fin se falló tan venturoso que vino a morir en mano de los más excellentes y más quatholiquos y devotos maestros de theo- logia y de toda virtud, y del arte de bien morir en especial que havia en la cristiandad, maestre Epila, maestre Soler y maestre Fernando, el postrimero de los quales, ni rogado por el rey, ni requerido por el papa, ni escogido por la ciudad y cabildo de Ñapóles, quiso recebir el arzobispado de aquélla».
(2) Miniéis Riccio, 1. c.
(3) Miniéis Riccio, 1. c; cfr. Arch. stor. nap., II, 725.
(4) Arch. stor. nap., II, 275.
(5) E. Bertatjx, Les disciples de Jean van Eyck dans le royanme d' Aragón (en Revue de l'Art, XXII, 1907, páginas 339-60).
(6) Miniéis Riccio, 1. cit.
(7) Lo recuerda Pontano, De liberalitate, c. 89; v. Jaime Ripoll en las Memorias de la Academia de Buenas Letras de Barcelona, v. II, y otras noticias en una memoria
de M. DE BOFARULL.
(8) Arch. stor. nap., IV, 430.
(9) Vespasiano de Bisticci, pág. 55; cfr. Gothein, obr. cit., pág. 414.
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ta — , qui cum virginibus aut viduis isclavis conunbia copularent, ratus videlicet, id quod evenit, ánimos illorum delinire et conciliari posse prole suseepta» (1).
En cierto modo puede achacarse a la influencia española el fuerte predomino que el feudalismo tuvo en Ñapóles, bastante de- bilitado bajo el yugo de la casa de Anjou, luego que normandos y suevos lo habían despedazado con mano férrea, para establecer la monarquía absoluta. Alfonso, que procedía de la feudal España, acreció su poder con nuevas concesiones, aunque al ratificar los privilegios y los abusos todos de los señores napolitanos pensó en hacérselos gratos para que aceptasen luego a Fernando, su suce- sor e hijo bastardo. Y en realidad, lo que hizo fué llenar de difi- cultades a su hijo y a los descendientes, con la pérdida final del reino, debida a los barones turbulentos, que primero llevaron a Juan de Anjou y luego a Carlos Vili. A Alfonso de Aragón se debe el haber traído a la tierra napolitana la ruinosa institución canónica del vínculo de la tierra con el uso de los pestos, institu- ción que en Aragón se llamaba de la mesta y entre nosotros el «Favoliere de Puglia)) (2). Derivación española fué el Sacro Real Consejo, destinado a juzgar las apelaciones que se hacían al rey desde los distintos tribunales e imitado del Consejo del mismo nombre que funcionaba en el reino de Valencia (3). Catalán era el idioma que se usaba en las cancillerías y en catalán se escribían las cuentas y cédulas del Tesoro hasta 1480 (4).
En las fiestas y en las diversiones populares napolitanas se advertían huellas de la vida social española. Como reza una can ción:
li balli maravigluosi tratti da catalani; li lero numi giiisi tan zentile e soprani: quisti passa italiani. (5)
(1) Op. cit., II, 22.
(2) V. S. Stjgenheim, Geschichte der Aufhebung der Leibeigenschaft und Hórigkeit in Europe. (San Petersburgo, 1861), páginas 229-230; cfr. 42 y siguientes.
(3) Giannone, Storia civile, I. XXVI, e. 4.
(4) Barone, in Arch. stor. nap., IX, 8.
(5) Pub. por Mazzatinti en el apéndice a os Rimatori napol. del Quattrocento, edición citada, páginas 187-91.
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Estos «numi giüsi» eran los momos, es decir, los bailes de más- caras, de lo que ya escribía el obispo de Cartagena, Alfonso de Santa María, cuando hacía referencia al «juego, que nuevamente agora se usa de los momos», juzgando que «aunque de dentro del esté onestat e maduretat e gravetat entera, pero escandelízase quien ve fijosdalgo con visajes ajenos» (1). La misma canción re- cuerda, entre los bailes, las cascardas, las palomelas y
le moresche danze avante le basce e le alte appresso;
las «morescas» eran pantomimas mezcladas con danzas, y las «bajas» y las «altas», conocidísimos bailes españoles. De los juegos y de las representaciones de los catalanes, y de los momos tan frecuen- tes en la corte aragonesa, encontramos continuas referencias (2). Es muy posible que en los tiempos del rey Alfonso se dieran en Ñapóles «corridas de toros» y «juegos de cañas», de cuyas diver- siones tenemos precisas noticias, en la segunda mitad del mismo siglo. En general, el mismo poeta citado admiraba el lujo que florecía entonces «en Ñapóles grande y bella», el esplendor de las cabalgaduras y de los vestidos, «las capuchas tan diversas de ter- terciopelo, con franjas largas y transversales», los «cordones», las «mangas», admirando la galantería, la fascinadora y resuelta ga- lantería del traje:
chi vedessi tanti galanti,
insemi tutti quanti,
a quest'ora seria servente.
Güero de Riberos, que se encontraba precisamente en la corto del rey Alfonso, enumeraba las cualidades del galán:
Capelo, galoche, guantes, el galán deve traer, bien cantar y componer en coplas y consonantes,
(1) Cit. por Amador de los Ríos, VII, 470, n.
(2) V. Croce, Teatri di Napoli, nuov. ediz., Bari, 1916, páginas 6-7.
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de cavalleros andantes leer historias y libros, la silla y los estribos a la gala concordantes (1).
Lo que nos importa advertir ahora es que toda la literatura vulgar de la corte del rey Alfonso es española, porque el monar- ca apenas si entendía el italiano; por cuya razón no podía estimu- lar a los poetas indígenas. Son escasísimos los monumentos napo- litanos en italiano vulgar de aquel entonces, siendo poquísimas las rimas que se recogen en el cancionero del conde de Popoli (2) y en el poema de imitación dantesca, El giardeno de Marino Jonata de Agnone, que fué comenzado no en época anterior a 1455 y ter- minado en 1465. Abundan, por el contrario, los monumentos de la poesía castellana nacidos en el suelo de Ñapóles. Castellana, decimos, y raras veces catalana, porque Alfonso, hijo de un prín- cipe castellano como ya hemos dicho, educado en Castilla, era más castellano que catalán. Cuando acompañando a su padre visitaba Aragón y Cataluña, le acompañaban siempre poetas castellanos. Ñapóles fué después uno de los focos principales donde se verificó la fusión literaria y lingüística de las distintas poblaciones espa- ñolas, nuncio y prólogo de la unificación política (3).
Aquellos poetas de su corte eran, o grandes señores que mane- jaban lo mismo la pluma que la espada, o escuderos, pajes o me- nestrales, protegidos de estos magnates. Señalemos, entre los cas- tellanos, a Lope de Stúñiga, a Diego de Sandoval, conde de Cas- tro; a Gonzalo de Dueñas, Hernando Mugica, Diego del Castillo, Juan de Tapia, Juan de Andújar; entre los aragoneses, a Juan de Moncayo, Juan de Sesie, Hugo de Huníes, Pedro Ximénez de Urrea, Juan Hernández de Híjar, García de Borja, Pedro Cuello, Pedro de Santa Fe, con otros de poca importancia, y entre los ca- talanes, a Francisco Faner, Pedro Torrellas, Juan Ribellos y los Carvajales. Sus versos están casi todos recogidos en un cancio- nero, del cual existen códices con variantes en Madrid, Venecia y
(1) Coblas sobre la gala, en el Cancionero general, ed. 1573, folios 79-80. Cfr. el canto de los galanes en Gallardo, Ensayo, I, 471-5.
(2) Entre los rimadores figuran Cola di Monforte, nacido en 1415; De Gennaro, na- cido en 1436. Colette y Spinello componían versos antes de 1458. Véanse las loas a la de Alegno en los versos, páginas 52-3, 72-3, 132, 189.
(3) Véase la introduc. al Cancionero de Stúñiga, p. XXV-VI.
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Roma (1). Poesías líricas en su mayor parte, como convenía a gente guerrera y galante, que no podía deleitarse con las compo- siciones doctas y con las disquisiciones filosóficas en los versos (2). La mayor parte de esas poesías se refieren a la vida napolitana y a casos acaecidos en la ciudad.
Si el marqués de Santillana había descrito en la Comedíela de Ponza la desgraciada batalla naval de aquel nombre que costó la prisión a Alfonso, Juan de Tapia recuerda en sus versos las prisiones de Géixova, en las que yacían los compañeros del rey, y las más cómodas y menos lóbregas de Milán (3). Y Pedro de Santa Fe verifica el remoto prólogo de la conquista, la partida del rey de tierras de España, su despedida de la reina María, el viaje del rey, el acogimiento que recibe de la reina Juana de Ñapóles y la destrucción de esta ciudad (4), siguen las alabanzas al rey y a la reina lejana por boca de Andújar y de Tapia (5), y de varias da- mas, como la condesa de Ademo, mujer del siciliano Guillermo de Moneada, cantadas por Andújar (6); de Leonor de Aragón, prin- cesa de Posano, por Carvajal (7); de la mujer de don Ladrón de
(1) El códice de Madrid, conocido con el nombre de Cancionero de Stúñiga, se pu- blicó como Cancionero de Lope de Stúñiga, códice del siglo xv, ahora por primera vez publi- cado (Madrid, 1872); el códice de la Bibl. herciana fué descrito por MUSAFIA en los Sitzungs berichte de la Academia de Viena, 1867, y el de la Bibl. Cesanetense por E. Tkza, II Cancionero della Casanatense (Venecia, 1895). Sobre los tres, v. las observaciones de MUSAFIA, en los Denkschriften de la Academia de Viena, voi. 47 (1902), pág. 2 y siguien- tes. Otras poesías de procedencia napolitana, sacadas de los códices parisinos, publicó Ochoa y de las mismas dio fragmentos Amador de los Ríos, obr. cit., VI, cap. 14, Poe- tas de la corte de A de A. En las bibliotecas de Ñapóles no existen códices españoles del período aragonés, y los de la biblioteca del rey de Aragón están en gran parte en la Nacio- nal de París, habiendo sido estudiados por Morel-Fatio, Département des manuscrits espagnols et des rnss. portugais (París, 1852); cfr. Ochoa, Catalogue des mss. espagn. (París, 1844), páginas 378-5, 25. Siete colecciones contienen poesías del tiempo del rey Alfonso. Códices españoles de procedencia napolitana, llevados de aquí por el hijo del rey Federico, se conservan en la Universidad de Valencia; cfr. Amador de los Ríos, VI, 446-7, n. Composiciones catalanas se leen en el códice 590 del Fondo italiano, de París; Mazzatinti, Mss. italiani delle biblioteche di Francia, pág. 115. En Ñapóles fueron com- puestos muchos versos catalanes del Cancionero de la Universidad de Zaragoza (Menén- dez Y Pelato, en España Moderna, junio, 1894, pág. 162). La conocidísima poesía de Juan de Dueñas, La nao de amor, lleva en un códice de París la advertencia: «Fecha en Ñapóles, estando en prisión en la torre de Sant Vincent.» Véase ahora el proemio de Me- nendez Y Pelayo, Antologia de poetas líricos castellanos, voi. IV, Madrid, 1893.
(2) Wolf, Studien, pág. 212.
(3) Dezir en la mala pagua et presión de Genova, cit. por Amador de los Ríos, VI, 442, n; Canción a la hija del duque de Milán, siendo en prisión. Cane, de Stúñiga, pági- nas 203-4.
(4) Comiat entre el Rey y la Reina en el viage de Ñapóles; Lohor del rey Alfonso en el viaje a Ñapóles; Lohor al rey en la recepción fecha por la reyna napolitana; Lohor al Rey en la destruyeión de la ciudat de Ñapóles.
(5) Lohores al Rey Don Alfonso, de Andújar; A la muy excellente reyna de Aragón et de Secilia, de Tapia (Cane, de Stúñ., páginas 205-6).
(6) Cane, de Stúñ., 192-4.
(7) Op. cit., pp. 329-30.
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Guevara, por Fernando de la Torre (1), y de alegres grupos de damas italianas y españolas cantadas por Güero de Riberas y por Tapia (2). Entre todas las damas, los poetas exaltan a la bella Lucrecia, hija de Nicolás de Alegno, amada por el rey. Tapia la llama «la combatida que venció al vencedor» no vencida nunca por amor (3), y Carvajales celebra la admirable castidad de aquellos amores, en que la virgen napolitana vive en medio del furor de grandes llamas, entre lenguas de fuego que la rodean sin quemar- la, alegre «como entre flores y ramas» (4). Como Andújar, Torre- Has y otros varios (5), Carvajales, por encargo del rey, compone una poesía cuando Lucrecia marcha a Roma para solicitar del Papa la disolución del matrimonio de Alfonso con la reina María, año 1457 (6). Hasta el gran poeta valenciano, Ausias March, que desde 1426 a 1444 estaba al frente de una halconería real y man- daba al rey a Ñapóles los halcones que él mismo adiestraba, pare- ce aludir a Lucrecia en una poesía dirigida al monarca, donde, con el pretexto de pedirle un halcón, acude a la intercesión de la
done que vos aven sovent davant satis fahent vostres senys e rahó (7).
Otros versos aluden a las diversiones de la corte. Son proble-
(1) Op. cit., páginas 195-6.
(2) Op. cit., páginas 168-71, 222-6. La primera está dirigida al señor Francisco de Centellas y comienza así:
Gentil sennor de Centellas, ved qué forfía sostengo: muchos dicen por do vengo, si vi tan fermosas damas como las napoletanas; yo respóndoles que sy, salvo seys damas que vi en belleza soberanas.
Estas seis bellezas son la condesa de Ademo, otra que se llama Gatula o Gottola, una Lucrecia de la gentil sede de Nido — tal vez la de Alagno — , una Camila de Capuana, otra segunda Lucrecia y Margarita Minutólo, mujer de mosen Gallarte (sobre la cual v. Fon- tano, Be bello neap., en el 1. 1). En la segunda canción, la de Tapia, loando y nombrando todas las damas de Turpia (?), hay una larga lista de nombres italianos y españoles.
(3) Obr. cit., páginas 207-8.
(4) Obr. cit., páginas 305-8.
(5) Sobre la de D'Alagno y los poetas que la cantaron en castellano, catalán, caste- llano y latín, véase mis trabajos Lucrecia d' Alagno, en Nuova Antologie, septiembre 1915; también ha publicado un canto inédito de Torrellas en Arch. stor. p. 1. prov. nap., XL 605-8.
(6) Cane, de Stúñ,, pág. 336.
(7) Las obras del valerós cavaller y elegantissim poet AUSIAS MARCH (Barcelona 560), páginas 120-122,
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mas y dudas, como los de Fernando de Guevara que dirige al rey la pregunta de si «las danzas y los amores disturban al que quiere dormir bien», respondiéndole el rey por conducto de Carvajales (1), o los de Andújar que remite la sentencia al conde camarlengo Iñigo de Avalos (2), o los juegos poéticos de Fernando de la Torre (3), o los de Lope de Stúñiga, que al pedirle seis damas una composi- ción, hace liso de seis adormideras, tomándolas de color distinto, poniendo ima copla en cada una, mezclándolas luego, por que todas ellas se sirvan de tales versos en sennal de su ventura (4). Gentes y lugares de Italia y tierras napolitanas, sirven de fondo a las aventuras amorosas de otros poetas como Carvajales, que en sus serranillas nos transporta a Florencia, y a Siena, y a los contor- nos de Roma, y a las calles de Aversa, donde topa con una joven y linda campesina:
— Dónde soys, gentil galana?... Respondió mansa et sin pressa, ■ — Me madre e de Aversa, io, misser, napolitana (5).
Pero no es preciso espigar demasiado en el cancionero que recoge la obra de estos caballeros, si bien en el Cancionero de obras de burlas provocantes a risa (6) las composiciones de otro poeta, medio juglar, medio cerril, Juan de Valladolid, que estuvo muchos años en la corte de Alfonso y en la de Fernando de Ñapóles, visi- tando desde allí diversas ciudades italianas. En 1458 pasa por Ferrara, Mantua y Milán; el marqués Borso d'Este lo recomienda al duque de Milán «como Juan de Valladolid, poeta español y vulgar, según el propio parecer», hombre y cortesano de la majes- tad del rey de Aragón y de Navarra, etc., y que parece que sabe rimar. El marqués Ludovico Sonrege de Mantua le loaba «por su virtud y por su presteza en improvisar la rima en lengua espa- ñola». Hacia 1462 volvía a Mantua, con recomendaciones de Fran-
(1) Cane, de Stúñ., páginas 337-40.
(2) Obr. cit., 71-9; no a Juan de Bordaxi, como supone el editor, pág. 415.
(3) Obr. cit., páginas 273-293.
(4) Obr. cit., páginas 294-5.
(5) Obr. cit., pág. 373; cfr. páginas 352-3, del mismo, por un gentilhombre de Nola,
(6) Edic. de L. Usor y Río, Londres, 1841; las poesías de Juan, poeta, páginas 59-63. 73-81,96-7 128-30.
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cisco de Sforza, que afirmaba, a su vez, «que cantaba muy bien y dice que es un poeta vulgar, que se deleita rimando en sonetos». En 1473 repite este viaje por Mantua y por Milán con cartas de Fernando y de la duquesa de Calabria, Hipólita Sforza (1). A Juan de Valladolid se refieren algunas coplas burlescas de Riberas «es- tando los dos en Ñapóles», en las que se dan nuevas de las voces que corren en tomo a su persona en Castilla y de los peligros y amenazas que tiene sobre su cabeza (2).
Los mismos poetas de los días felices hicieron oír su voz en los días del dolor y de la adversidad. La muerte del rey Alfonso, acaecida en 1458, fué lamentada en una epístola de Fernando Fe- lipe de Escobar, dirigida a Enrique IV de Castilla y en la Visión de Diego del Castillo (3). A raíz de la sublevación de los barones, Tapia consagra palabras llenas de emoción a la devisa, a la empresa del rey Fernando:
Devisa que los metales
pesa su fortaleza
y gran valia,
pocos te fueron leales
mostrando la su vilesa
et Urania (4).
Y con viveza, aunque con cortesía, atacaba en su alvalá o di- ploma a una dama infiel a los aragoneses, María Caracciolo, hija de la condesa de Arena:
0 donzella italiana, que ya fuiste aragonesa, eres tornada francesa, no quieres ser catalana! ...
En efecto, el conde de Arena (5), que había sido partidario de
(1) Doc. pub. por E. Motte, Giovanni da Valladolid alle corti di Mantova e Milano, en Arch. stor. lomb., XVII, 1890, páginas 938-40; v. la carta de recomendación de Fer- nando en el Bibliofilo, de Bolonia, 1886, mim. 5, pág. 68.
(2) Cancionero de obras de burlas, páginas 100-2.
(3) Pub. por Gallardo, Ensayo, I, 592-600 y en Menéndez Pelato, Ant. de los poet. lir., 193-214.
(4) Cane, de Stúñ., 209-10.
(5) En 1448, el territorio de Arena era propiedad de Cole d'Arena, cuyo hijo casó con Juana Ruffo, (Arch. di Stato di Napoli, Quintern. di Calabria I f. 210), cfr. De Le LLis, ins. Bib. Naz., X, A, 2, fs. 19, 210-211, X, A, 3, f. 238.
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Renato de Anjou, en, 1458 se unió a la rebelión de Calabria, pa- sando al bando de Juan de Anjou, y aunque la condesa, su mujer, se mantuvo fiel a la casa de Aragón, la hija, por el contrario, que se menciona en una carta del embajador milanés del 21 de no- viembre de 1459 (1), la María Caracciolo, que aquí recordamos, parece dominada por otro sentimiento. Tapia alude a la volubili- dad de su bella amiga:
Si la rueda de fortuna nos torna en prosperidat, venceremos tu beldat y la tu grand fermosura. Faser t'han ceciliana aunque eres calabresa; dexarás de ser francesa e tornarás catalana,
y termina con este envío, a guisa de desafío:
A ti, madame María, Car achula el sobrenombre, Johanne de Tapia es el hombre que aquesta alvalá te envía (2).
Y el mismo Tapia reverenciaba a Catalina Orsino, condesa de Buchianico, mujer de Mariano dAlagno, cuya figura esculpida se ve aún en la iglesia de Santo Domingo de Ñapóles:
Bien mostrastes lealtad a la casa de Aragón, sufriendo toda presión con fé, amor y verdat, defendiendo nuestra empresa contra Francia et casa Ursina, porque soys de fama dina de Buchianico condesa (3).
(1) Nunziante, I primi anni di Ferdinando d'Aragona, en Arch. stor. nap., XVIII, 579, 586, 612, 617.
(2) Cane, de Stúñ., 198-202.
(3) Obr. cit., 218-9,
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Otros cautos injurian a los barones desleales y elogian, en cam- bio, a los valientes muertos en defensa del rey, como el de Carva- jales hablando de Jaumot Torres, capitán de los ballesteros reales, muerto junto a Carinola en una de las vicisitudes de la gue- rra (1), Sepultados en la iglesia de San Pedro Mártir, bajo el epí- grafe funerario con la fecha de 24 de febrero de 1460, se leían tiem- po atrás algunos dísticos de Pontano (2), que convendría buscar a las composiciones de este poeta (3). El rimador español comienza su canto con una solemne descripción de la salida al campo del héroe. Alboreaba; las trompas guerreras daban la señal; el cielo estaba velado de nubes, y las gentes comenzaban a moverse, y a la cabeza de ellas, Jaumot, más hermoso que Aquiles, sobre un alto y poderoso corcel, con armas deslumbrantes, vestido de mora- do damasco. Pero no describe el combate, del cual dice Pontano:
Duus ruit incantus stratum Iaomotus in hostem, occubat et vieti vietar ab ense cedit;
pero en cambio nos cuenta cómo fué llevado el cuerpo ensangren- tado a Capua, y desde Capua a Ñapóles, con gran honor, llorado como no se le hubiera llorado en la misma Valencia, su patria. Haciendo más solemne el duelo, movit amans fletum virgo, dice Pontano y Carvajales:
E, sobre todo, más duelo faria una j erniosa duenna o donzella, messándose toda en mucha querella, rasgando su cara que sangre corría...
Recordemos, en fin, el Romance del Rey Don Fernando, en el que se habla del dolor de la reina Isabel por la falsa noticia de la muerte del rey — ¿después de la batalla de Sarno? — y de la lle- gada del mensajero con las nuevas de la derrota del ejército real y de la salvación del soberano (4).
(1) Obr. cit., 381-3.
(2) D'Eugenio, Napoli sacra, pág. 460.
(3) De tumulis, I, 31, en Carmina, ed. Soldati, II, 185.
(4) Fragmentos en Ahador de los Ríos, VI, 486-7.
IV
ESPAÑOLES Y COSAS ESPAÑOLAS EN LA CORTE DE FERNANDO DE ÑAPÓLES
La muerte de Alfonso y la separación del reino de Ñapóles de los demás dominios de la casa de Aragón, incluyendo los ita- lianos de Cerdeña y de Sicilia, detuvieron algún tiempo la inmi- gración española en nuestro país, dando lugar a que volviesen a su procedencia muchos de los españoles que habían seguido las huellas del conquistador. Durante su reinado, continuó la aversión de los napolitanos a los catalanes, aversión que parece simboliza- da por la anécdota de aquel maestro Francisco, sastre de Cellario, partidaiio del rey Renato que odiaba mucho al rey Alfonso, lla- mándole catalán a guisa de injuria. Cuando lo veía, le maldecía para que le oyesen los demás, con las palabras: «¡No puede ser más catalán!» — alabando a Renato y los franceses — , hasta que el rey logró reconciliarse con él (1). Pero Alfonso, preocupado de las protestas y lamentaciones de sus paisanos, no podía evitar el des- contento de los indígenas, como vemos en Tristán Caracciolo que diserta sobre la externitas, sobre el extranjerismo del monarca (2). Los barones napolitanos miraban con hostilidad a los barones es- pañoles, hasta el punto de que, en cierta ocasión, las dos noblezas estuvieron a punto de chocar, como aconteció con el desafío que lanzó Juan Antonio Caldora a Iñigo de Avalos, que le recusó, de- clarando que él, caballero limpio, no podía batirse con el descen- diente de Jacobo Caldora, cuya infidelidad había hecho de todos sus sucesores hombres de «reproche» (3). En una de las enferme-
(1) B. Capasso, en strenna Giannini, a. III, páginas 97-101.
(2) De varietale fortuna, ed. Grévier, páginas 83-4; y Oratio ad Alfonsum iuniorem edición citada.
(3) Costanzo, Historia, 1. XIX.
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dades del rey Alfonso, «los catalanes comenzaron a guardar sus ri- quezas en los castillos y muchos señores empezaron a adoptar po- siciones nuevas» (1). En la última dolencia del monarca, Ñapóles se alzó contra los catalanes, viéndose precisado el príncipe Fer- nando a pasear a caballo por la ciudad, dando satisfacción a los revoltosos y expulsando a muchos catalanes de Ñapóles (2). Se dice que el rey, en su agonía, aconsejó al hijo que prescindiese de aragoneses y de catalanes y que solamente llamara a los italianos a su consejo (3). El príncipe de Taranto, que a poco se rebela con- tra el nuevo rey, decía al embajador de Sforza que Alfonso jamás había tenido en cuenta sus servicios, a causa de los catalanes «enemigos de los italianos, sobre todo, de los valientes», y que Fernando parecía dispuesto a seguir por el mismo camino, porque en los asuntos de monta «se unía a los españoles y a los catalanes, siguiendo sus consejos y orientaciones», a lo que el embajador le respondió haciéndole notar que «la mayor parte de los catalanes habían vuelto a su país, y que los poquísimos que quedaban en la corte se habían vuelto más circunspectos» (4).
En efecto: volvieron a la patria, para no citar mas que prela- dos, Fernando Valenti, Cardona, Soler, Guillermo de Onigdorfile y otros, deshaciéndose la bella compaña de los poetas. Diego del Castillo, en su Visión, hacía lamentarse así a los criados y servido- res del rey moribundo:
¿A do fallaremos, mezquinos, tal corte, tal rey, compañeros de todos y guai?... ¿Adonde seremos tan bien rescibidos y quién nos dará tan sano consejo? ¿Adonde podremos fallar un tal viejo rey más humano que vieron nacidos? ¡Iremos agora ya muy desparcidos por tierras ajenas con mucho dolor, seremos ovejas que van sin pastor a manos de lobos sin duelos comidosl (5).
(1) Giorn. nap., fecha 5 abril 1444, ed. Gravier, páginas 130-1.
(2) A. DE Tümmulillis, Notabilia temporum, ed. Corvisieri, pág. 74.
(3) El fragmento de la Crónica que da esta noticia es muy conocido; v. Giannone Storia civile, XXVI, 6.
(4) Nunziante, obr. cit., XVIII, 411, 429-33. Cfr. la Cronica di Anonimo Verorose, ed. Soranzo (Venezia, 1915), pág. 112.
(5) Página 205 de la edic. de Menéndez y Pelato.
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El nuevo rey necesitaba el apoyo indígena, porque la actitud de los aragoneses de España con relación al reino de Ñapóles no era del todo benévola. Muy conocido es el intento que el partido español de Ñapóles inició, de acuerdo con Carlos, príncipe de Viana, hijo de Juan y primo de Fernando, para mantener aquel dominio alejado de España (1). A la proclamación de Fernando contribu- yeron poderosamente, al lado del pueblo napolitano, aquellos es- pañoles, que, emparentados con familias napolitanas, se habían convertido en napolitanos por defender sus intereses (2) y aunque el rey Juan no pensase nunca seriamente en reivindicar Ñapóles, Fernando miraba siempre con recelo hacia Occidente, hacia Ara- gón, como se prueba, por ejemplo, al acercarse la flota de socorro que le enviaron de Aragón contra el pretendiente de la casa de Anjou; pactó inmediatamente con Juan Coreglia, gobernador re- belde de la isla de Ischia, temiendo que la colonia catalana alzase la bandera de Aragón, animando al rey Juan a que se apoderase del reino (3).
Cuando, acabada la guerra, Fernando se encontró señor única- mente de las tierras napolitanas, tuvo cordiales relaciones de pa- rentesco con los soberanos de Aragón, participando cordialmente, como era natural en un príncipe de sangre española, en las ventu- ras de la Península Ibérica. Por encargo y a nombre de Fernando, Diómedes Caraffa, conde de Meddaloni, escribía un memorial de advertencias políticas y militares para Enrique IV de Castilla en una de tantas ocasiones en que aquel príncipe botarate tenía ne- cesidad de consejo (4). Aquellos lazos de afecto y de buena inteli- gencia se consolidaron con el segundo matrimonio de Fernando, en 1477, con Juana, hermana del que luego fué Rey Católico (5). Progresó rápidamente la nacionalización de los aragoneses de Ñapóles (6), cuyo gobierno era, en los aspectos político y económi- co, independiente de España, faltando tan sólo, como disminuyó
(1) G. Desdevises du Desert, Don Carlos d' Aragón, prince de Viane, Elude sur l' Espagne du nord au XV siècle, París, 1889.
(2) Costanzo, Historia, 1. XIX.
(3) Costanzo, 1. XX.
(4) Conocemos un arreglo hecho en el siglo xvi en el libro Gliammaestramenti mili- tare, del Sr. D. Caraffa, primer conde de Meddaloni e di Cerreto (Napoli, 1608); v. Cro- ce, Memoriale a Beatrice d'Aragona (Nap. 1894), pref.; y la monografia de Persico, Diomede Carafa, uomo di Stato e scrittore del s. XV (Nap. 1899).
(5) Passaro, Giornale, pág. 33.
(6) Véanse las preciosas observaciones de Ranke, en Geschichte der romanisch, u. german. Vòlker, ed. cit., páginas 142-3.
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en efecto, llegando casi a desaparecer, el predominio de los indíge- nas con perjuicio para los españoles inmigrados. Los italianos, cuyo nombre apenas aparece durante el reinado de Alfonso, abun- dan y predominan en la historia de Fernando, cuyos ministros de Estado se llaman Antonio de Petruciis y Juan Pontano. De tal modo se aliaron las familias de barones españoles con las de los barones italianos, que entre ellos hubo barones que participaron en las conjuras y se rebelaron contra el rey, como aconteció con el marqués de Cotune, Antonio Centellas, y más tarde, en 1486, el gran siniscalco, Pedro Guevara, hijo de Iñigo, y marqués del Vasto, que perdió sus propiedades y su vida en la segunda con- juración baronil (1).
Pero sería aventurada la afirmación de que el elemento espa- ñol fué eliminado totalmente de la vida napolitana, lo que no era posible, no sólo por los lazos sociales que ya se habían afirmado, sino por los dinásticos con la madre patria, a los cuales nos hemos referido, y, finalmente, por la creciente importancia que la corona española iba adquiriendo en los Estados europeos, sobre todo en Italia, donde sus relaciones eran más próximas y antiguas. El mismo Fernando, nacido en España y educado entre españoles y por españoles, no pudo olvidar del todo sus costumbres, y, como ya advertía Tristán Caracciolo, tenía no pocas cualidades del ca- rácter español, y su parentesco con los indígenas y con los hijos que le habían nacido en Italia no le apartaban de la compañía y del consejo de sus fieles compatriotas, no pudiendo nunca conver- tirse en «punino nostrum se prceberedicique velleU (2). Escribía bas- tante mal el italiano vulgar, mezclándole con giros y modismos españoles (3), y español hablaban lo mismo él que su hijo, el duque de Calabria, cuyas inclinaciones eran también muy españolas (4). Muchos españoles, a pesar de haberse repatriado gran número de cortesanos del rey Alfonso, permanecieron en sus empleos, vivien- do en Ñapóles también gran número de los antiguos compañeros del conquistador. Hasta 1484 permaneció en la ciudad el fidelísi- mo conde camarlengo Iñigo de Avalos (5), teniendo sinecuras y
(1) T. Caracciolo, De varietate fortunes, pág. 106.
(2) Oratio, ms, cit., Gothein, obr. cit., páginas 523-9.
(3) Véase una carta de su puño y letra, publicada por Novati, in Rass. bib. d. lett. iial., II (1894), pág. 207.
(4) Giovio, Dialogo delle imprese (Leóne, 1559), pág. 32.
(5) Passaeo, Giornale, pág. 44.
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gobiernos los Guevara, los Cabanilla, los Bilbal, los Sisear, los Cár- denas, los Ayerbe y otros. En las milicias había también capita- nes y soldados españoles (1), así como en la mayor parte de los empleos públicos (2). En catalán continuaron redactándose, como ya hemos dicho, las cédulas de tesorería.
Por lo demás, eran frecuentes los viajes de España a Ñapóles y las largas estancias de los españoles en esta ciudad. En la igle- sia de Santo Domingo leíase el siguiente epitafio en el sepulcro de una anciana de ochenta años, muerta en 1469, mujer de Jaco- bo Feror: «Mi nombre es Blanca y mi patria Barcelona. Cuando Ñapóles era más castigada por la guerra, yo, para volver a abra- zar a mis hijos, vine a Ñapóles, donde he muerto a los cinco años de mi estancia» (3). De Barcelona venía en 1467 ó 1468 Benito Gareth, que con el seudónimo de Gariteo logró bastante renom- bre entre los poetas de la época (4). Con Gariteo vivían en Ñapó- les parientes suyos, entre los cuales recordamos un sobrino llama- do Bartolomé Casarsagia. La mujer que amó Gariteo y a la que cantó con el nombre de Luna marchó casada para España. De otra dama catalana existe memoria de haberse enamorado otro poeta, Jacobo de Jennaro (5). Entre los compañeros de profesión de Gareth figuraba el español Juan Pardo, consagrando sus ver- sos a muchos españoles, no solamente a los príncipes de sangre real y a los de Avalos, a los que era particularmente afecto, sino a Pedro Lázaro de Egea, al jurisconsulto Gerónimo de Coli, a Gon- zalo Fernando de Heredia, arzobispo de Tarragona y embajador
(1) Para Iñigo López de Ayala, v. Faraglia, Ettore Fieramosca, pág. 59, n.
(2) La nota del Códice de la Doctrina moral, ms. esp. 21 de la Nac. de París, dice así: *Yo Pere Bleza de Yallencia, criat dell glorias rey Alfonso Daragún, compri lo dit libre en los banchs de Ñapóles en mans de coredor, a quinse del mes de giner del any MCCCCLXIII, esent castellari del castcll della chera (de la terra) per pari dell molt alt senyor rey don Fer- nando a" Aragón, rey della gran Cicilia.» Se recuerdan algunos artífices españoles de aque- lla época, como los pintores Gilio Rogico (1483) y Alvaro y Pedro, españoles (1485-88). V. Filangieri, Indice degli artisti, II, 15, 383, 572. Un pintor, Fernando Brigos, traba- jaba en Ñapóles años después en 1509 (obr. cit., I, 57). En 1469 se encontraba al lado del rey Fernando mosén Narciso Verdun, licenciado en Sagrada teología, de quien el rey decía que era hombre «de fama singular y de vida modestísima» y de «doctrina assay loguista», y al cual procuró la abadía de Santa María del Patir (Arch, di Stato di Napoli, Collat. comune, 6, páginas 62, 107, 108).
(3) Db Stefano, Descricione dei luoghi sacri di Napoli, f. 117.
(4) Véase la int. de Peecopo a las Rime.
(5) Soneto:
Dal barbarico sito al dolce nido,
in Canzoniere, ed. Barone, pág. 74. Entre las rimas de Galeote hay una «Venando de Var- selona ad un cavaliere che veniva prima in Napoli»; v. Giorn. stor. lett. ital., XX, 13, 79. España en la vida italiana. 5
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del Rey Católico, al conde de Belcaltio Fernando de Guevara y a Baltasar Milán, segundogénito de Ausias, al que apostrofaba de esta manera:
Reliquia de l'antica libértate, onor de l'alta patria valentina, Milano, pieu d'ingegno e di dottrina, de virtù militare e nobiltate.
Y resucitó con fuerza el orgullo de sus paisanos recordándoles la estirpe real de Aragón «progenie más que humana de los Godos», elegida por Dios para dar paz y gloria a la sufrida Ñapóles (1).
La inmigración era esporádica, no solamente entre los nobles, sino entre el pueblo, porque en 1463 un cronista advierte que «ve- nerunt tres naves meratm catalanis de Barchinina cum uxoribus et filiis corum Neapolim» (2) que debían ser obreros o mercaderes. De aquí proviene el florecimiento de su colonia en Ñapóles y el recrudecimiento de los motines contra los catalanes, como el famo- so de noviembre de 1485, del que nos dice el mismo cronista que hubo una gran revuelta entre catalanes y napolitanos, muriendo cuatro de aquéllos y dos de éstos, teniendo que escapar los cata- lanes al Molo, cerrando la puerta, y aplacándose el motín al día siguiente» (3). ¿Qué más? De España y de Sicilia venían a Ñapó- les mujerzuelas de placer, como dice Pontano, hablando del fin de la guerra y del restablecimiento de la paz: «eí iam audio Sicilia Hispaniaque ex intima adventum nobis florem scortillorum, recen- tissimum quidem vezereum mercimonium, urbanosque inventutis Ule- cebras atque allectamenta» (4). Así este buen Pontano, que a su vez no hacía caso mayor de su fe conyugal, divirtiéndose con una ga- ditanula, con una muchacha de Cádiz (5).
La literatura española no desapareció completamente de Ña- póles, aunque Fernando no fué amigo de los poetas; solamente su hijo se deleitaba con la poesía vulgar italiana, como es sabido. Entre las obras que el rey Fernando prefería, manuales prácticos,
(1) Véase la canción titulada «Aragonia».
(2) Annali del Raimo, in RR. II. SS., XX, III, c. 232.
(3) Ivi, c. 236.
(4) En el Asinus (en Opera, ed. cit., II), f. 176.
(5) En el Antonius, voi. cit., fol. 89.
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tratados de política, de arte militar, de caza, de herrería y otras, además de las latinas y de las escritas en italiano vulgar, se tiene noticia de algunas españolas. Para este rey, Fernando de Heredia escribió la Refección del alma (1); en las cédulas de tesorería vemos anotado en 1472 un libro transcrito a la lengua española por Juan Marco Cúrico, sobre los halcones; en 1475 la Práctica de la citreria, de Matías Mercader, archidiácono de Valencia, códice que aun existe en la Biblioteca Nacional de Palermo (2). Siguiendo las no- ticias que nos suministran las cédulas de tesorería, nos encontra- mos también, en 1485, con un libro escrito en catalán, la Ordina- zione di casa d' Aragona, que el catalán Bartolomé Jimari traducía al latín; en 1488, con la traducción del catalán de «un libro de Ma- nuel Diez», que supongo sea el de Menascalcia, compuesto por Manuel Diez, herrero del rey Alfonso (3), y en 1492, «un libro de escuela» en castellano, trancrito por Cúrico y dedicado al conde de Alife (4). Un «libro español sobre el modo de regir el Estado y de muchas otras cosas morales», leía, en 1466, Hipólita Sforza juntamente con su esposo el duque de Calabria (5). Un napolitano, Cola de Jennaro, esclavo en Túnez desde los diez y ocho años, dedicaba el 4 de abril de 1475 al rey Fernando su traducción del libro catalán Secretimi secretorum (6). Un códice de la Biblioteca Nacional de París contiene un sumario de la historia de los reyes visigodos y de los de Castilla y León hasta 1480, en cuya dedi- catoria al mismo rey Fernando se le dice que le conviene tener clara idea «de sus rayces», y que sobre el tema falta una ordenada compilación en Italia, ya que las crónicas castellanas son muy pro- lijas, especialmente para un rey que está ocupado en tantos y tan graves negocios (7). Otro códice contiene la traducción napolitana de las ordenanzas del rey Pedro IV de Aragón (8). De una tra- ducción castellana del Catilinario, hecha por el maestro Francisco
(1) Amador de ios Ríos, obr. cit., VII, 60-1.
(2) Mazzatinti, La biblioteca dei re d'Aragona (San Cacsiano, 1897), núm. 594. Un Libro de cocina, de Ruperto de Rola, cocinero del rey don Fernando de Ñapóles, sugiere un comentario de Farinelli, en Rass. bibl. d. lett. ital., VII, 263.
(3) Sobre esta obra, v. Morel Fatio, Catalanische Utteratur; Grober, Grundriss, II, parte II, pág. 113; Gallardo, Ensayo, II, 803-5. La traducción fué hecha por el ex- perto caballerizo Pedro Andrea; Pércopo, Rass. crit. d. lett. ital., II, 130.
(4) Barone, Ced. di tesoreria, en Arch. stor. nap., IX, 239, 609, 634, X, 12.
(5) Farinelli, en Rass. bibl. d. lett. ital. VII, 263.
(6) Nos da noticia Morel Fatio, en Rumania, XXVI, 74-82.
(7) Morel Fatio, Département des ms. espagnols, etc., cod. núm. 110.
(8) Cod. ital., núm. 408; v. Morel Fatio, Rumania, 1. c.
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Vidal de Noya, se conserva un códice escrito de puño y letra de un tal Sicilia «rey de armas del victorioso don Fadrique de Aragón», y dedicado a éste por el obispo de Montepeloso (1).
Que la poesía española continuaba teniendo devotos en Ñapó- les lo confirma el hecho de que infinidad de Cancioneros, de libros de Juan de Mena y de otros poetas, proceden, en su mayor parte, de las bibliotecas de los barones napolitanos, principalmente las del gran siniscal Pedro de Guevara y Sanseverino, príncipe do Bisignano (2). Mejor lo prueba todavía las referencias que en los albores del siglo siguiente hace Galateo de muchos autores espa- ñoles conocidísimos en Ñapóles, que no eran muy a propósito para ser recordados en 1504, cuando Galateo escribía. Recuerda a los que leyendo por puro pasatiempo el «dulce romance» preferían las obras del Homero español, Juan de Mena, a saber: la Coronación con su comentario y Los trescientos o El laberinto (3).
En otro lugar habla de la Coronación llamándola burlescamente Cornicationem cum suo commento et Aristotele suo Cordubensi (de cuyo comentario fué autor el mismo Mena, componiéndose luego, hacia fines del siglo, los del Laberinto por Muñoz de Guzmán y Francisco Sánchez) (4). También habla de su predilección por las coplas y los copleadores españoles. (5). De las obras en prosa men- ciona los Trabajos de Hércides (Fatiche d'Ercole), de don Enrique de Villena, y la Vida beata, de Juan de Lucena (6), compuesta esta última en 1463, retocada seguidamente e impresa por primera vez en Zamora en 1483, y que no es en realidad otra cosa que una reducción y una traducción libre del diálogo de Fació, De felicitate vita? (7). Finalmente nos hace suponer que fueron muy celebrados y leídos en Ñapóles los libros de caballerías, que tanto se divul- garon e imprimieron durante el reinado de los Reyes Católicos,
(1) Antonio, Bibl. nova, I, 497.
(2) V. Morel Fatio, obr. cit., passim; Mazzatinti, La biblioteca dei re d'Aragona, cit.
(3) «Si metterano ad solazar nel dolce romanzo, leggeranno Joan de Mena, lo Omero spagnuolo, la coronazione con lo suo comento y las triscientas» (es la Esposizione del Pa- ter Noster, en Collana degli-scritt di terra d'Otranto, IV, 201). Puede pensarse que en este pasaje, con la frase «Homero español», quiere aludirse a la versión castellana de la Ilíada latina, el Omero romaneado, hecha por Mena (v. Amador de los Ríos, VI, 50-1); pero Galateo indica en otro lugar que cuando habla del Homero español se refiere al mismo Mena. Homerus Ule hispanus (Be educacione, pág. 154).
(4) Amador de los Ríos, obr. cit., VI, 97.
(5) Exposiz. cit., IV, 149-50, XVIII, 79; De educatione, pág. 154.
(6) De educatione, pág. 134.
(7) Amador de los Ríos, VI, 295-6; Ticknor, I, 379-80; De Puymaygre, La cour de Jean de Castilla, II, 17-19; Farinelli, Rass. bibl. d. lett. ital., II, 134.
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aludiendo a la «algarabía y sus romances», para caer en la consa- bida confusión entre moros y españoles (1). Sabemos que Fran- cisco Fernando de Avalos, el futuro y célebre marqués de Pescara, vencedor de Pavía, se nutrió con semejantes lecturas en Ñapóles durante su muchachez (2), y sabemos, que a principios del si- glo xvi, el Amadís era citado por los escritores italianos (3), si bien no podamos conceder a un historiador de la literatura española que Pulci y Boiardo lo imitasen en sus poemas (4).
Algún poeta español vivió entonces en Ñapóles, y ya hemos dicho que en la corte de Fernando y en la de su padre vivió, du- rante muchos años, Juan de Valladolid (5). Un Hurtado de Men- doza dirigía versos españoles al conde de Alife, Pascual Díaz Gar- lori, castellano de Castelnuovo, una glosa de nunca fué pena mayor, que comienza:
Sin remedio de mi venir
Padesco tan gran desir,
precedida de una carta dedicatoria, firmada do vuestro captivo... furtado de JMendoga», donde parece dar a entender que el poeta estuvo prisionero en aquel castillo allá por los años de 1487 (6). Y así como en el cancionero español de la corte de Alfonso se leen versos italianos compuestos por poetas españoles, por Carva- jales (7), así en los cancioneros vulgares italianos que aparecen en Ñapóles durante la corte de Fernando, se ven con frecuencia com- posiciones españolas atribuidas a autores italianos. En el códice de París hay una tal vez de Francisco Galeote o de Francisco Spinello que comienza:
Triste ¿qué será de mi?
(1) «Los que se deleitan de la algarabía y de sus romances... (Esp. cit., pág. 101 Algaravía, según el diccionario de Franciasini, es «hablar de moros y de bárbaros» y de lengua que no se entiende.»
(2) Giovio, La vita del marchse di Pescara, en vite di XIX huomini illustri, trad. Do- menichi (Venezia, 1559), f. 171.
(3) Cían, en las notas a su ed. del Cortigiano, páginas 380-1.
(4) Amador de los Ríos, VI, 96, n, aduce como prueba de esta probable imitación los duelos de Orlando y Reinaldo en los poemas de Pulci y de Boiardo (c. XXVII, 1. c. XX) y el Amadís, I, c. XXII.
(5) Véase más arriba, páginas 57 y 58.
(6) Véase el códice de los Sonecti del conde de Policastro (entonces en aquella pri- sión), ms. Bib. Nac. de Nap. XIII, D. 70, publicados en la Scetta de los Romagnoli, disp. CLXVII, páginas 60-5. Es superfluo hacer resaltar la errata de la identificación que hace Mióle (Arch. stor. nap., IV, 584) de este Hurtado con el célebre Hurtado de Mendoza que florece un siglo después.
(7) Las canciones Tempo sarebbe horamay y Non credo che più gran doglia (Cancio- ero de Stúñiga, 374, 375).
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Otra anónima llena de italianismos y una tercera escrita en buen castellano (1); y algunas coplas y un estrambote italiano o napoli- tano de metro, y español de lengua, pueden verse en una colección de un conocido códice sicardiano (2). Una estrofa española de amor por Doña Ana, condesa de Modica y almirante de Castilla, saboreamos en el códice de las rimas de Policastro (3). Algunas veces se imitan composiciones españolas en italiano, como ocurre con Francisco Galeote, que rehizo y cantó ante el rey Fernando las «siete alegrías del amante», o, lo que es igual, Los siete gozos del amor de Juan Rodríguez de Padrón (4). Este cambio e identi- ficación de temas entre rimadores napolitanos y españoles prueba la semejanza del ciclo cortesano a que unos y otros pertenecen, y da cierto relieve a las semejanzas de contenido que se advierten entre la lírica española y la napolitana que se desarrolla en la corte de Ñapóles desde los últimos años de Alfonso a los primero- de Fernando. Hasta se observan también ciertas semejanzas mes tricas. Cosas todas que pueden inducir e aseverar, aparte del in- flujo toscano, un influjo español en la lírica italiana del siglo xv, particularmente en las canciones (5). Aparte de la imitación de Ovidio y de Boccaccio, se advierte la influencia española en las muchas Cartas de amor, compuestas en prosa por los escritores na- politanos de entonces, por De Jennaro, como vemos en el códice parisino, por Galeote y por otros en el cancionero del primero, por un anónimo en otro códice aragonés-parisino y que pueden confrontarse con los que se leen en muchos códices españoles de procedencia napolitana (6). La manera de firmar tales cartas — véase Galeote—: «El que vive fuera del amor y de la esperan- za», o también «El que de ti espera su salud», o «El que vive en las obscuras mazmorras», se parece a las firmas de los españoles y de los españolizantes en los albores del siglo xvi. Así, Juana de Aragón se firmaba «La triste Reyna», la princesa de Salerno,
(1) Rimatori napolitani del Quattrocento, ed. Mandolari, páginas 88, 94, 122.
(2) Cod. Eiccard. 2712, fi. 48, 121-22.
(3) Ed. cit., pàg. 81.
(4) Flamini, F. Galeote, en Giorn. stor. d. lei. nap., XX, 16. La composición origi- nal de Rodríguez se lee en el Cancionero de Stúñiga, páginas 52-62.
(5) P. Savi Lopez, Lirica spagn. nel secolo XV, en Giorn. stor. d. let. ita!., XLI, y en Trovatori e poeti. Studi di lirica antica (Palermo, 1906), pàg. 189 y siguientes; E. Perco- po. Ras. crit. d. lett. ital.
(6) Rimatori napolitani, ed. Mandalari, páginas 155-9; Flamini, / Galeota, páginas 46-7; Mazzatinti. Mss. ital., 1, 104, II, 124-9; Morel Fatio. Mss. espagn. nn 216, 230, 305, 313
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«La syn ventura Princesa de Salerno», y el prior de Messina, don Pedro de Acuña, encabezaba de este modo una carta suya:
Esta charta se ha de dar
a quien causa mi penar (1).
Como es fácil suponer, estos escritos literarios y no literarios, napolitanos del siglo xv, muestran muchas huellas españolas en la lengua — huellas italianas vense paralelamente en el cancionero de los poetas de la corte del rey Alfonso — . Basta abrir el cancionero parisino de rimas napolitanas para encontrar inmediatamente las palabras porfía, fermosura, linda y noble dama, farto y mas que farlo, con otros vocablos semejantes (2). En el cancionero de Ga- leote encontramos aqueta, verdedera, porfía. En una de las cancio- nes editadas por Percopo hay porfía y largamente. En los opúscu- los de Diómedes Caraffa vemos menosprecio, creato — criado- — , al- bardano, adrendare— arrendar — y otros (3). En el poema Lo bal- zino, de Ruggiero de Pacienza, escrito en 1498, leemos verdatero, spantare, donairo, juro a Dios, muy bien, muy bien attillato — atil- dado— , attelatura, posata, mozzi, intorcia y aparece el nombre de infante, dado a los príncipes de la casa real (4). Cariteo, que como español convertido en poeta toscano debiera ser más precavido, escribe, spanto, coraggio, aggravare, sperar, etc. (5). Pero dejando estos despojos a los filólogos y cazadores de voquibles (6), ex- cluiremos aquí un primer caso — o un segundo, si por primero se quiere aseverar la influencia de Lucano y de Marcial en la litera- tura latina — ; un primer caso de influencia españolista que hace valer entre nosotros el conceptismo del siglo xvn. Porque, como ya es sabido, D'Ancona, discurriendo sobre lo que él llamó «el conceptismo de la poesía cortesana del siglo quince», asentó la
(1) Castiglione, Cortigiano, II, 78. A propósito de este modo de firmar las cartas, cuéntase en un viejo libro español, La Floresta, de Melchor de Santa Luz, Zarago- za, 1576, f. 1451, que ima condesa viuda solía firmar «la triste condesa», y que habiendo dirigido una carta así firmada a un aldeano y rentero suyo, éste, para no ser menos, firmó también «el triste Pero García».
(2) Rim. napol., ed. Mundalari, 42, 47, 78.
(3) Flamini, F. Galeota, 1. c. pág. 60. Barzellette napol., ed. Pércopo (Napoli, 1893); D. Caraffa, Opuscoli, ed. de la Bib. Soc. stor. napol. seg. XX, e. 26.
(4) Fragmentos que he dado yo mismo en Areh. stor. nap., XXII, 632-701. Para la palabra infante, v. MOREL Fatio, Bulletin hispanique, XIV (1912), páginas 318-22;
(5) Pércopo, introd. a la Rime, p. CLXXXIX.
(6) Véase Savi López, voi. cit., páginas 236-7.
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hipótesis de que Cariteo, español, que fué uno de sus represen- tantes principales, introdujo en la literatura italiana este vicio del ingenio español, que vuelve a aparecer más tarde con los mismos españoles dentro del siglo xvil.
En aquel tiempo, en España, escribe, «los últimos ejemplos de la poesía provenzal, artificiosísima, con las imitaciones petrarques- cas, engendraron una poesía, a lo que el genio de la raza pres- taba un no sé qué de ampuloso y de hinchado» (1). Mas, por lo que respecta a Cariteo, Pércopo ha demostrado que su conceptismo es petrarquismo de buena ley (2), cuando, medio siglo después, se citaban como ejemplares de mal gusto a los poetas cortesanos del siglo xv, como después se citaban a Marino y a Achillini, ningu- no le dio cuenta de que habían escapado a la epidemia española. Dice el enamorado Fortunio en una comedia de Salviati:
Oh notte giorno delle mie vite! Vite delle beate luce mie! Disgombr amento di tutte le mie tenebre! O sole, perchè non sei tu spento in eterno! ajinchè queste notte divenendone perpetua, con le sua perpetuanza venge a perpetuar perpetuamente il mio bene.
(¡Oh noche, día de mi vida! ¡Vida de mi feliz luz! Extinción de todas mis tinieblas. Sol, ¿por qué no te apagas eternamente, para que esa noche, haciéndose perpetua, venga, en su perpetuidad, a perpetuar perpetuamente mi bien?)
Y su criado Granchio comenta:
Ah! Ah! come disgrado
V Unico, e'Z Tebadeo, um cheH leo,
e'Z Serafino, e V Altissimo!
(1) D'Ancona, Del secentismo nella poesie cortigiane del sec. XV, en Studi sulla lett. ital. de primi secoli (2." imp. Milano, treves, 1891), páginas 188-9.
(2) En la introducción a su cita de edic. de las Rime.
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(¡Ah! ¡Ah! ¡Cómo desagradas al Unico, al Todopoderoso, al Cielo, al Serafín, al Altísimo!) (1).
Si hemos de prestar poca fe a estas emanaciones españolas de estilo conceptuoso, cierto es, para volver a la vida napolitana de los tiempos de Fernando, que entonces las cosas españolas eran muy conocidas y familiares entre nosotros. Muchos cuentos de Massuccio figuran como sucedidos en España entre personajes de aquella nación (2). Pontano sabe contarnos anécdotas de la fiereza guerrera de los vascos (3), y hablarnos en otra parte de cierto Baltasino, consejero de Fernando I de Aragón — padre de Alfon- so— (4). En otro lugar discute sobre Fernando y su magnanimi- dad (5). De los círculos literarios de Ñapóles surge la obrita de Michele Riccio, De Regibus Hispaniae (6) y hasta las crónicas lo- cales hablan de asuntos españoles (7).
El comercio y trato con los españoles había dado a los napoli- tanos una idea bastante completa de las calidades de estas gen- tes; hasta el tipo del «español» figura en las farsas dialectales que se recitaban en la corte (8). Entre las cualidades de su ingenio, descollaban principalmente la argucia y la sutileza, que se recono- cen universalmente y proverbialmente, un siglo después (9). Pon- tano analiza brevemente la argucia española discurriendo a pro- pósito de Marcial, en alguna de cuyas expresiones encuentra esta forma de espíritu: «Los españoles son muy amigos de la burla; si observas a los que de, entre ellos, pertenecen al pueblo o a la plebe, verás que más que en burletas y donaires gastan su tiempo en mordacidades, amando más la invectiva y el sarcasmo que la risa y el deleite nacido de la alegría, común entre hombres senci- llos» (10). El autor refiere dichos mordaces de los españoles, tales como la respuesta dada por un enano a un hombre gordo llamado Rodriguillo, la de Rebollete al viejo Rodrigo Carrasio y otros (11). También Bandello ha escrito el cuento de «las burlonas y prontas
(1) Ih Granchio, III, 2.
(2) Novelle, 1, 40, 45, 47, 50.
(3) De Fortitudine (en Opera, ed. cit. I), fol . 83.
(4) De obedientia, voi. cit., f. 35.
(5) De magnanimitate, voi. cit., f. 260.
(6) Impresa con Regibus Francorum, etc., Roma, 1505.
(7) Passaro, Giornale, páginas 30-31 y passim.
(8) Croce, Teatro di Napoli, nuova ediz., pág. 10.
(9) Castiglione, Cortigiano, II, 42.
(10) De sermone (Opera, ed. cit., II), f. 220. Gothein, obr. cit., pág. 589.
(11) De sermone, ed. cit., fs. 218-9.
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palabras» de «un español agudísimo», Rodrigo de Sevilla, «que fué llevado a Ñapóles de muchacho, donde vivió con los reyes de Ara- gón (1). En otro lugar, el mismo Pontano define a los españoles «genus hominum acre atque ingeniosum» (2). Vespasiano da Bisticci, a su vez, en la biografía de Ñuño de Guzmán, juzga «que la na- turaleza de los españoles consiste en ser agudos de ingenio»; Guz- mán «era agudísimo y de un juicio extraordinario» (3). Pero lo que merece que hagamos resaltar aquí, dejando a un lado la ar- gucia y la mordacidad, es que en sus frases adviértese no sé qué de ampuloso; así, Pontano, que analizando la argucia española, encuentra el vicio de la ampulosidad en Marcial: «maxime ampu- llosa etacide, quod quidem Hispanicum est» (4).
También gozaban los españoles fama de galantes, lo que con- firmamos en sus cancioneros, por la abundancia de las composi- ciones dedicadas a las galas y a los galanes. Como capital del país de la galantería aparece la ciudad de Valencia, en alabanza de la cual hay un romance en el Cancionero general del bachiller Alon- so de Proaze, que le describe de esta guisa:
Toda jardín de plazeres I deleytes abastada, De damas lindas, hermosas, En el mundo muy loada De mas y de mas polidos Galanas la mas preciada "Euxemplo de polideza Corte contino llamada,
y así sucesivamente. Pontano, llevando un viejo enamorado a las tablas, que andaba por las calles cantando sus trovas amoro-
(1) Novelle, III, 48.
(2) En Antonius, ed. cit., pág. 86.
(3) Vite, ed. cit., pág. 520. Sobre la forma de argucia peculiar a los españoles, v. Wolf, Studien, pág. 134.
(4) De sermone, ed. cit., f. 220. Otro juicio sobre el carácter e ingenio españoles pue- de verse en Paolo Cortese, De cardinalatu: «Ambitiosi, blandi, curiosi, avidi, litigiosi, tenaces, sumptuosi, suspitiosi, vafri, ac barbaros propre Itali nominari solento, y se re- fiere un dicho de Pico de la Mirandola acerca de la superioridad de los españoles conci- biendo, por ejemplo, el modo de llevar una guerra y la de los italianos discurriendo sobre las artes del dibujo y dibujando.
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sas, afirma «e medie sicilicet Valentia delatum hoc est» (1). Del ya mentado Carrasio de Valencia, que octogenario se dedicaba a tocar la trompa, observa «ut sunt plerique Valentini cives, tum invenes, amoribus dediti, avi deliciis» (2), agregando de las iglesias y de los monasterios de aquella ciudad que eran casas abiertas a los aman- tes, los mismo que lupanares (3). La fama galante y erótica de aquella ciudad, traspasando los límites de Ñapóles se extendió a toda Italia, hasta el punto de que uno de los antiguos cuentos carnavelescos, del tiempo de Lorenzo, que se llama La canzone dei galanti, comienza citando a los valencianos:
Siam galanti di Valenza Qui per pessi capitati D'amor gie presi e largati Delle dame di Fiorenza (4).
Fama que dura, por lo demás, hasta el siglo xvi, pues según lee- mos en Bandello: «Valencia es ima gentil y nobilísima ciudad don- de... hay bellísimas y preciosas mujeres que alegremente saben enamorar a los hombres. En toda Cataluña no hay más lasciva y amorosa ciudad que Valencia. Si por acaso cae por allá un man- cebo inexperto, las mujeres le adiestran en las lides de amor mucho mejor que las sicilianas de más baja condición» (5). Aretino, per- filando en una comedia suya el tipo del «señor Lindezza de Va- lencia» (6), y Ariosto, describiendo a Buggiero en brazos de la bella Alcine, lleno de perfumes y de amoroso gesto, dice que «parece estar avezado a tratar valencianas» (7). Y Fiacumetta, aquella her- mosa Fiacumetta, que engañó tan gentilmente a Astolfo y a Gia- condo, ¿no era precisamente hija de un hostelero español «que
(1) En el Antonias, ed. cit., f. 71.
(2) Be sermone, ed. cit., f. 219.
(3) De inmanitate (en Opera, ed. cit., I), f. 322.
(4) «Somos galanes de Vallencia que pasamos por aquí, ya ligados por amor a las florentinas, etc.». Bibl. d. lett. pop., ed. de I. Ferrari, páginas 48-9. En la colección de Lesea se llama cantos de los perfumeros y se atribuye a Santiago de Bientina (Conti carnascialeschi, ed. Giierm., páginas 116-17.
(5) Parte I, nov. 42; cfr. las Relationi universali de Botero (Venecia, 1608), pág. 6. Otras noticias sobre la reputación de Valencia en este respecto pueden verse en Farine- lli, Ras. bibl., cit., VII, 284, y en Menéndez y Pelayo, Orígenes de la novela, III, pági- na CLXXIII y siguientes.
(6) La cortigiena, I, 10. «He leído el cartel que manda don Cirimonia de Moneada al señor Lindezza de Valencia.»
(7) Orlando, VII, 55.
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tenía posada en el puerto de Valencia, bella de gesto y bella de figura» (1).
Muchos nombres que solían llevar los españoles daban lugar a anécdotas picantes, como aquella del español que llegando a una hostería donde quería guisar por propia cuenta la comida, y pidiendo el desayuno, declaró llamarse — la anécdota es de Pon- tano — , Alopantius Asimarchides Hiberneus Alorchides. — Miseri- cordia— gritó el posadero — , esto no basta para los cuatro gran- des señores (2).
Según Pontano, el trato con españoles y catalanes produjo efec- tos pésimos en el pueblo napolitano, de modo que nuestro pueblo inocentísimo, cuando comenzó el tráfico comercial con Cataluña y con toda España, se echó a perder al probar la admiración y aprobación de tales costumbres. De él aprendió la costumbre de jurar por «el corazón» y «por el cuerpo» de Dios; de él, a multipli- car los delitos de sangre, hasta el punto de que en Ñapóles no valía cosa mayor la vida de un hombre y en todas partes se veían orejas, narices y labios destrozados; de él aprendió el feísimo culto y trato con las meretrices (3). Y aunque los lamentos de los tiem- pos lejanos cuando un país o una ciudad «gozaba de paz sobria y púdica» sean siempre una conocidísima y renaciente ilusión psico- lógica y un agradable motivo poético, debe admitirse que ciertas morbosas manifestaciones sociales nacieron en Ñapóles al aumen- tar su población, y con el cruzamiento de ella con los extranjeros, con gente que, al huir de su patria, no era precisamente un espejo de moralidad y amaba la vida de la aventura.
(1) Orlando, XXVIII, 2.
(2) Fontano, De sermone. La misma anécdota cuenta Brandello; en otra forma se narra también en la citada Floresta española de Santa Cruz, i. 208-9.
(3) En el Antonius, i. 69; v. las observaciones de Gothein, obr. cit., pág. 39.
LOS ESPAÑOLES EN ROMA Y EN OTRAS PARTES DE ITALIA AL FINALIZAR EL SIGLO XV
A la colonización española de Ñapóles, iniciada por Alfonso de Aragón, hubo que añadir, aunque en menor escala, la de Roma por efecto de la elevación al solio papal del tantas veces recordado Alfonso Borja— o Borgia, a la italiana — que tuvo el nombre de Calixto III, y que fué subdito y hechura del aragonés (1).
Añoso, de temple castizamente español, lleno de celo religioso y guerrero, voluntarioso y tozudo, amantísimo de su familia y de sus compatriotas, Calixto se dedicó, por una parte a continuar con todas sus fuerzas (un pensamiento que entre los italianos era en- tonces literario y retórico y entre los españoles respondía a un sentimiento real) la cruzada contra los infieles (2), y por otra, a llamar a Roma a un enjambre de parientes suyos, nombrando car- denales, en los primeros nombramientos que hizo en 1453, a tres españoles, entre ellos su sobrino Rodrigo Borgia, su también so- brino Luis Milá de Valencia y un hijo del rey de Portugal (3). La ciudad de Roma se pobló de españoles, principalmente de las pro- vincias de Cataluña y Valencia. «No se ven más que catalanes», escribía en 1458 Pablo de Ponte (4). Un estudioso de la Roma de aquel entonces dice que en la ciudad se introducen costumbres españolas y hasta el acento español (5). Hubo ciertamente, y pa-
(1) Sobre los orígenes de la familia Borja, cfr. Ikiarte, César Borgia, París, 1889, I, 18-21.
(2) V. Pastor, Histoirc des papes, II, 315 y siguientes.
(3) Panyinio, Epitome pontif. romano, Venecia, 1557; cfr. Pastok, obr. cit., II, 416-34.
(4) Cit. en Gregorovius, Storie d. città d. Roma, trad. ital., V, 177-8.
(5) Gregorovius, 1. c.
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rece que por vez primera, las famosas corridas de toros, una de las cuales se celebró en 1455 en el anfiteatro Flavio por los españoles en honor de su papa (1). Cuando Calixto enfermó gravemente en 1458 — como en Ñapóles, cuando la enfermedad de Alfonso — los catalanes pensaron en ponerse a salvo, retirándose a Civitavec- chia (2). Pues si Alfonso era considerado en Ñapóles como mo- narca que seguía siendo extraño para ellos, del mismo modo Ca- lixto sigue siendo extraño en el recuerdo y en los aforismos del pueblo, que le llamó «barbarus papa», cuando su exaltación al Pontificado (3).
A pesar de la rápida reacción ocurrida con motivo de su falle- cimiento, España — dice un escritor moderno — «había tomado po- sesión del Vaticano» y Rodrigo Borgia, que había adoptado el nombre de Alejandro VI, continuaba la obra de su tío (4). De la inmigración española a Roma, que no cesó a la muerte de Calixto, da idea la familia de los Gerona, de Barcelona, que vino probable- mente durante su pontificado, y que continuó llamando a sus deu- dos y familiares en los años sucesivos. En 1473, bajo el pontifi- cado de Sixto W, llegaba el poeta Saturno Gerona, del cual nos ha contado la vida y descrito el enterramiento Snoli (5) y del cual yo mismo he encontrado bastantes composiciones latinas en los códices de la Biblioteca de Perugia (6). Más tarde, un Francis- co Gerona era «abreviador del parque menor» y después abogado consistorial; Simón Benedicto Gerona, expedicionario apostólico; Juan, clérigo de cámara; Saturno, primer escritor apostólico, suce- dió al tío Francisco en el cargo que desempeñaba éste (7). Aque- lla inmigración es también militar, porque en 1484 se menciona «quosdam Hispanos hedites dominorum Coliimnensium» y en 1486 «aliqui Hispani Ecclesia; stinpendiari» (8).
El cardinal Borgia, como todos los suyos, continuó con las
(1) Farinelli, Rass. bibl. d. lett. ital., II, 138.
(2) Infessura, Diario, ed. Tomessini, pág. 62; cfr. PASTOR, obr. cit., II, 440, 446-7.
(3) Galateo, De educatione, 1504.
(4) Iriarte, obr. cit., I, 20-1.
(5) Messer Saturno, en Nuova Antologie, 15 mayo, 1894, páginas 232-48.
(6) Los versos y epístolas latinos dirigidos a Saturno Gerona están en los ms. I. 125 de la Biblioteca Comunal de Perugia, y contienen versos de Andree Jacobazzi, que diri- gió varios escritos a personajes españoles como a un maestro García, profesor de gramá- tica, al obispo de Barcelona, al obispo de Tarragona, a Alfonso Diego, y compuso otros por orden de Alfonso Benavides y por consejo del obispo Carvajal.
(7) Guoli, 1. cit., pág. 238.
(8) Infessura, Diario, ed. Tommessini, páginas 168, 215, cfr. 290.
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costumbres do los suyos, manteniendo con todos ellos muy estre cha relación. Sus hermanos se habían casado en España y él mis- mo estuvo allí varias veces, habiendo sido legado pontificio en Castilla. Una larga poesía española y publicada en el Cancionero de obras de burlas con el título de El aposento en J uvera (1), es una sátira escandalosa dirigida en aquella ocasión contra el car- denal Rodrigo y su séquito, representados a guisa de los miem- bros del cuerpo de un personaje alegórico muy gordo llamado Juvera. De los hijos del papa, Pedro Luis fué duque de Gandía en el reino de Valencia, en cuyo ducado le sucedió el hermano Juan, que se casó con una noble valenciana, María Enriquez, em- parentada con la casa de Aragón. En España se buscaron los pri- meros partidos matrimoniales para Lucrecia con un Centellas, un Prócide y un Prada (2). Entre españoles se educó César, cuyo pri- mer preceptor fué un cierto Spannolio de Mallorca, perteneciente a la academia de Pomponio Leto (3); con el mismo carácter estu- vieron a su lado Juan de Vera de Ercilla y el «queridísimo fami- liar» Francisco Remolúer de Lérida (4). En el Cancionero general se referían ciertos versos a la cifra que llevaba en su capa, con las iniciales entrelazadas de su nombre y el de su amiga: «He de- xado de ser nuestro, Por ser vos, Que lexos era ser vos!» (5). En una comedia del siglo xxi, un Pedro Antonio, castellano, recuerda: «Como avernos tiempo, no esperamos tiempo, solía decir mi padre cuando era gentilhombre del duque Valentino» (6).
El cardenal Rodrigo hablaba continuamente español y valen- ciano; en estas dos lenguas se correspondía con sus hijos; en va- lenciano están extendidos los documentos domésticos (7). Hecho papa, llamó a su lado a muchos compatriotas, y como es fácil imaginar, estrecharon con él sus relaciones los que ya las tenían iniciadas. En las vicisitudes de su vida, de su papado, recorda- mos los nombres de Juan López, Juan Casanova, Pedro Caranze, Juan Merades, Francisco de Lorris, Miguel Remoliner, y el famo- so Perotto, o sea aquel Pedro Celderón que tuvo una muerte trá-
(1) Canción, ed. cit., páginas 7-26; v. advertencia preliminar, p. VI-XII.
(2) Véase Gregorovius, Lucrecia Borgia, trad. ital., Frenze, 1875, y el libro citado de Iriarte.
(3) Aivisi, Cesare Borgia duca di Romagna, Imola, 1878, pág. 2.
(4) ALVISI, obr. cit., pág. 459.
(5) Ed. de 1557, pág. 220.
(6) L'amor costante, 1536, a. I.
(7) Gregorovtcjs, Lucrecia Borgia, páginas 31, 40, 358, 364.
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gica por mano de César. De cuarenta y tres cardenales que creó durante su pontificado, diez y nueve fueron españoles. Entre sus médicos se recuerdan Pedro Pintor, autor de un tratado De morbo gallico, dedicado al papa, y el valenciano Gaspar Torella, que sirvió además a sus sucesores (1). Su bibliotecario fué un catalán, Pace o Pacell, que en 1492 obtuvo este puesto que en vano había solicitado Policiano (2). Su bufón Gabrieletto, cuando lo acompa- ñaba a la hora de las bendiciones, fingía predicar en latín y en español (3). Tenía a su lado un cuerpo de mercenarios formado en España (4), y como en Ñapóles, también descargó por allá el flos scotillorum, hasta el punto de que el pontificado de Alejandro quedó en la memoria de tan alegres hombres como su «tiempo mejor... que había más putas en Roma que frailes en Venecia» (5). Tantos españoles de tan diversa catadura, mezclados en la pobla- ción romana, se hacían notar por los holgorios, escándalos y tur- bulencias, principalmente en las fiestas y en los espectáculos pú- blicos (6).
A César Borgia, que ponía en ellos todo su afecto, se debe el propósito de repoblar Roma con sus compatriotas y de hacer de ellos la base principal para su dominio (7). Junto a él encontramos a Juan Cardona, Hugo de Moneada, Pedro de Oviedo, Pedro Ra- mírez, Gonzalo de Mirapute, Diego Ramírez, Marcos Suera, Ra- miro de Cora y muchos otros; del mismo origen parece Miguel Co- rolla— al que otros hacen italiano — , y que era su brazo derecho (8). Las corridas de toros como los juegos de cañas no habían vuelto a verse en Roma desde los tiempos de Calixto; con Inocencio VIII, y so pretexto de la conquista de Granada, «plures Prelati Hispa- nos nationis... tanzos donarunt publice uccidendosi). César tenía la pasión de sus compatriotas por las corridas; en Roma, el 24 de junio de 1500, día de San Juan, detrás de la Basílica de San
(1) Campillas, Saggio apologético, II, 207 y siguientes.
(2) S. B. Picotti, Anedotti polisianeschi (en Studi di storie e di critica dedicati a P.C. Folletti, Bologne, 1914).
(3) Bürchardi, Diario, cit. por Farinelii en Ras. bibl., VII, 264.
(4) Bürchardi, Diario, ed. Thasne, II, 82, 233, 248, 362.
(5) La lozana andaluza, ed. Liseux, I, 270.
(6) Despachos de Feltrino dei Manfredi en 1499, enADEMOLLO, Il carnevale di Roma al tempo di Ales. VI, Frienze, 1891, pág. 25.
(7) "Affectere Romance civitatis imperium, urbem kispanis inquilinis replete, et per eos nobilissimi sanguini, proceres, quos eiecisset, diu arcere a patria, peraret» V. Jovn, Elegia vivorum bellica virtute illust., ed. cit., 1575, pág. 202.
(8) Alvisi, obr. cit., páginas 256-8.
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Pedro, él, vestido de simple justador, con la espada corta y la muleta, a pie, se las vio con, cinco toros, a los que mató, quitando la cabeza de uno de ellos (1); otra vez que se detuvo en Cesena dio al pueblo el espectáculo de la muerte de un toro bravo (2). Corridas de toros, celebradas por él y por el séquito español, tuvieron también lugar en 1502 cuando se celebraron las bodas de Alfonso de Este con Lucrecia Borgia (3), la cual llevó a su lado a varias damas españolas, como Angela Borgia, Catalina, Juana Rodríguez (4); en algunas ocasiones aparece vestida «a la española» (5), otras bailando danzas de este país (6); en su biblio- teca tenía libros españoles, como un libro de canciones con los proverbios de Domingo López, un libro de coplas a la espa- ñola, una vida de Jesucristo y otro libro religioso escrito en español (7).
Había también en Roma, en la corte de los Borgias, y en la co- lonia española, no pocos poetas; nos encontramos con cuatro de ellos que contribuyeron al llanto de las musas por la muerte de Serafín Aquilano en las notas colletanae y que se llamaban Perotó Señino, Santiago Velázquez de Sevilla, Juan Sobrar de Alcañíz y Enrique Caiado, portugués (8). Otro, apellidado Soria, compuso un epitafio, que fué traducido al latín, en la muerte de César Bor- gia (9). En Roma figuraba Juan de Lucena, autor de La vida beata, como familiar del papa Pío II (10); Alonso de Palencia y Juan de Mena también se encontraban entre nosotros (11); vinien- do más tarde a Italia, hacia 1396, Juan de la Encina, fundador del teatro español, que aquí estuvo hasta 1515 y que tornó nue- vamente en 1522 (12). También en Italia, por los años de 1483 a 1499, vivía entre los familiares del cardenal Orsini, Diego Guillen,
(1) Iriarte, obr. cit., I, 222-3.
(2) Alvisi, obr. cit., pág. 157.
(3) Gregorovius, Lucrecia Borgia, pág. 219.
(4) Lucrecia Borgia a Ferrara, memoria, Coviche, Ferrara, 1867.
(5) Btjrchardi, ed. cit., Diario, III, 180.
(6) Lucrecia Borgia a Ferrara, pág. 48; cfr. GREGOROVIUS, obr. cit., pág. 208.
(7) L. Beltrami, La guarda roba di Lucrezia Borgia, Milano, 1903; cfr. FARINELLI, Rass. bibl., VII, 264. Sobre el Cancionero estense escrito en Italia y llevado a Ferrara por Lucrecia, cfr. K. Wolmoller, Ber Cancionero von Modere en Roma. Forschunga, X 1898, pág. 417.
(8) D'Ancona, Studi sulla letter. ital., cit., pág. 154.
(9) Cancionero general, ed. de 1573, f. 300; cfr. Giovio, Elogia cit., pág. 203.
(10) Extractos de La vida beata en Gallardo, Ensayo, III, 543-6; cfr. pág. 545.
(11) Menéndez y Pelato, Antologia, pág. XI.
(12) Amador de los Ríos, VII, 247-8, 489.
Espana en la vida italiana. 6
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de Avila, que en 1483 componía en Roma un poema alegórico de imitación dantesca, a petición del obispo de Pamplona, Alfonso Carrillo, y en 1499, escribía el Panegírico de la reina Isabel (1). Se ha dicho que en la corte de los Borgias se representaban dra- mas españoles (2), pero yo no puedo aportar dato alguno sobre el particular. Pero sí consignaremos que un versificador descono- cido rimó en aquella lengua una serie de quintillas y de décimas en alabanza de Lucrecia Borgia y de sus damas de honor, cuando celebró sus bodas en Ferrara:
Soys, duquesa tan real, en Ferrara tan querida, qu'el bueno y el comunal, de todos en general, soys amada, soys temida. Soys plaziente a los ajenos, soys atajo d' entrévalos, soys amparo de los menos, soys amiga de los buenos y enemiga de los malos.
Y sigue:
Pues ¿quién podría recontar, por más que sepa dezir, vuestro discreto hablar, vuestro grazioso mirar, vuestro galante vestir? Un poner de tal manera, de tal forma y de tal suerte, que aunque la gala muriera, en vuestro dechado oviera la vida para su muerte (3).
En Roma se había establecido desde hacía muchos años otro
(1) Obr. cit., VII, 273-5.
(2) Alvisi, páginas 235-6, que cita fuera de propósito La Celestina.
(3) Manuscritos XIII. G. 42-3 de la Bibl. Nac. de Ñapóles que yo publiqué: Versi spagnuoli in lode di L. Borgia duchessa di Ferrara e delle sue damigelle, Ñapóles, 1894; cfr. Menéndez y Pelato, en Revista de España, junio 1894, e Farinelli, en Rass bibliog., II, 138-9.
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poeta — si así puede llamársele — , Alonso Hernández de Sevilla, clé- rigo y protonotario eclesiástico, que vivía en estrecha familiaridad y devoción con Bernardino Carvajal, uno de los cardenales crea- dos por Alejandro VI, y que fué figura principal en los aconteci- mientos políticos de la época, principalmente en el concilio de Pisa. Cuando murió el infausto papa Borgia,
que hizo la nuestra hispana nación, al mundo odiosa, qual nunca se viera
— versifica Hernández — (1) desatando iras terribles contra los es- pañoles, hasta el punto de que si no hubiese sido por la miseri- cordia divina, Carvajal abrió su casa para que en ella se refugia- ran sus compatriotas, Hernández le consagró un homenaje de gra- titud por el peligro del que había escapado:
Tu casa fué el arca donde han escapado toda nobleza de gente d' E spaña, según el gran odio, rencor y gran saña que tanta Alexandre nos ovo dexado.
Y también por gratitud se comprometía a dedicarle una serie de obras que había compuesto, una Vita Christi, doce libros titulados De la esperanga, otros doce De la justicia, ocho De educazione prin- cipis, los Siete triumphos de las siete virtudes, y otros «diversos trac- todos de varias cosas no desplazibles». Pero de todas sus obras, una solamente fué impresa después, ya muerto el autor, en Roma y en 1516, a cargo de otro clérigo, Luis de Gibraleón, la Historia parthenopea, o lo que es igual, un poema escrito en honor del Gran Capitán, que pertenece al grupo de aquellas obras histérico- poéticas, entre las que se cuentan el citado Panegirico de Avila, las Valencianas lamentaciones de Narváez, el poema de Tapia eu las bodas de Margarita de Navarra y otros semejantes (2). Existe también una crónica en métrica de arte mayor y en estrofas de ocho versos — a la usanza de Mena en el Laberinto — -, que aunque
(1) En la obra Los doze triumphos de los doze Apóstoles fechos por el Cartuxano (tr. III, c. 4) se coloca al papa Alejandro en los Infiernos.
(2) Amador de los Ríos, obr. cit., VII, 280, n; cfr. 269 n, y Ticknov, obr. cit., III, 406-7; cfr. 395 y siguientes.
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mezcla groseramente la mitología en la narración, no está des- provista de cierto interés como documento histórico (1).
Beurbo confirma que la lengua española era usadísima en Roma, escribiendo que «como España había mandado sus pueblos a Roma para servir al papa, ocupando Valencia toda la colina del Vaticano, nuestros hombres y nuestras mujeres no gustaban mas que de las palabras españolas y del acento español (2). El mismo Beurbo aprendió el castellano; así han pasado como poe- sías suyas algunas transcripciones hechas por Lucrecia Borgia para su uso de algunas estrofas hechas por Cartagena, por Tapia, por Juan Alvarez Sato y por Diego López de Haro (3).
También en el resto de Italia se fué infiltrando la influencia española como consecuencia de los matrimonios entre príncipes y princesas aragonesas en Milán y en Ferrara y de otras causas distintas. Los dos príncipes otenses, Segismundo y el futuro duque Hércules, fueron enviados a Ñapóles para que allí aprendieran las artes de la perfecta cortesanía, casándose luego Hércules con Elena de Aragón, princesa amante de los estudios, que estrechó las rela- ciones entre las cortes de Ñapóles, Ferrara, Mantua y Milán (4). Los músicos españoles, al lado de los flamencos, se encontraban en muchas cortes italianas, adquiriendo cierta popularidad en ellas y no solamente en la corte aragonesa de Ñapóles, ciertos bailes de origen español (5).
Juan de Valladolid andaba errante de unas en otras cortes y en la de los Ote se cantaban ciertos aires españoles. Recientemen- te se ha dado a conocer una poesía española, escrita pobablemente al finalizar el año 1480, dirigida a Segismundo y a Hércules, con ocasión de la toma de Otratito hecha por los turcos y de las cruel- dades que éstos cometieron (6). En la guerra de 1482 entre la se- ñoría de Venecia y el duque de Ferrara se advierten muchos «in- fantes españoles» que estaban al servicio del duque de Urbino (7), y al acabar el siglo se alistaba entre la soldadesca florentina
(1) Del poema de Hernández di una noticia bibliográfica en Arch. stor. nap., XIX, 532-49.
(2) Della volgar lingua, ed. Sonzogno, pág. 157.
(3) Este punto fué aclarado por la Michaelis, cfr. Teza, en Rev. crit. d. letter. ital., II, 1885, ce 61-3.
(4) Cfr. G. Bertoni, G. M. Barbieri, e gli studi romanzi nel secolo xvi, Modene,1905.
(5) Farinelli, en Rass. Ubi., VII, 266-7.
(6) Fué publicado por S. Bertoni en Roman. Forscliungen, XX, 332; el mÌ3mo, Canzonette mìisicali francesi e spagnuole alla corte d'Este, Modene, 1905.
(7) Diario ferrarese, en RR. II, SS., XXIV, 260.
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aquel Pedro Navarro que adquirió gran fama en los primeros de- cenios del siglo siguiente como habilísimo artillero, y que había venido antes a Italia al servicio del cardenal Juan de Aragón (1). Aumentó la inmigración en Italia de los judíos y de los marranos, perseguidos en España, donde se les quemaba; contra los judíos y marranos publicaron bulas Sixto IV en 1483 e Inocencio VIII en 1487 (2). En 1492 estalló la gran persecución española contra ellos, y los judíos llegaron de España exánimes, escuálidos, maci- lentos, con los ojos hundidos, como cadáveres ambulantes, plan- tando tiendas en nuestras ciudades (3). A Ñapóles — escribe un cro- nista en agosto de aquel año — , «comienzan a llegar naves carga- gas de judíos, procedentes unos de Sicilia y otros de España, ex- pulsados por el señor rey español (4). En Roma — escríbese en junio de 1493 — , «de prime parte marrani steterunt in maxime quantitate extra portam Apiam aput caput bovis, ibi tentone ten- dentes, intraveruntque in urbem secreto modo» (5). En Ferrara, en julio se habla «de ciertos marranos expulsados de Granada por el rey de España» (6). Entre estos judíos había hombres doctos y de alto valor, como aquel Judas Abrabanel, que se llamó después León Hebreo, y que escribió el libro Dialoghi di amore, que buscó refugió en la corte del rey Fernando (7). Los hebreos españoles se distinguían en Roma por su cultura, habiendo entre ellos letra- dos y ricos y muy resabidos, siendo a su lado entonces, como en la Edad Media, los italianos los mas necios (8). Esta inmigración ju- daica contribuyó a formar una opinión pésima de los españoles en general, motejados desde entonces como «judíos» y como ma- rranos» (9). «Marrano», «circunciso» y catalán llamaba J uliano della Rovere, que fué luego Julio II, al odiado papa Alejandro (10).
(1) Giovio, Elogia cit., páginas 292-4.
(2) Infesscra, obr. cit., pág. 227. La inmigración era más antigua; cfr. Amabi- le, II Santo otficio della Inquisizione, città di Castello, 1892, I, 80-1.
(3) Senarega, cit. por Lafuente, Historie de Esp., VII, 29.
(4) Passaeo, Giornali, pág. 56; cfr. Notargiomo, Cron., ed. Garzilli, pág. 177.
(5) Burchardi, ed. cit., Diar., II, 82; cfr. Infesstjra, pág. 290.
(6) Diario ferrar., 1. cit., XXIV, 285; cfr. FRIZZI, Storia di Ferrara, IV, 163-4.
(7) Menéndez y Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España, II, parte I, página 11 y siguientes; y el libro de Fiorelli, cit. más atrás. Sobre el médico español Santiago Martino, véase Farinelli, Rass. bibl., VII, 265.
(8) Lozana andaluza, ed. cit., I, 138.
(9) Sobre marranos y judíos, Pulci, Morgante, XXVII, 286; Canti carnascialeschi, ed. Germini, páginas 204-5. Marrano significa originariamente cerdo y se aplicaba en España a los conversos; v. Farinelli, Marrano (en Studü etterari e linguistici dedicati a P. Rajna, Firenze, 1911, páginas 491-555).
(10) Iriarte, César Borgia, II, 35.
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Pero remontándonos a otras regiones más altas ole cultura, sin que dibujemos aquí ni aun esquemáticamente la historia del hu- manismo español en sus relaciones con el italiano, conviene adver- tir que la actitud de los humanistas españoles para con Italia era la misma del rey humanista Alfonso de Aragón. Los españoles go- zaban fama de grandes teólogos y de muy versados en cosas sa- gradas y eclesiásticas; si el rey Alfonso suscitaba en el Panormita el recuerdo de los emperadores que España había dado a Italia — Trajano, Adriano, Teodosio I, Arcadio, Honorio, Teodosio II — , el papa Calixto tornaba a ver en Enea Silvio la imagen del santo papa Dámaso, advirtiendo que aquel país era muy fecundo en pre- lados, quorum vite emendutissime doctrine admirabilis. Sobresalie- ron, en efecto, en el concilio de Basilea, Alfonso Carrillo, Juan Cervantes — del que fué secretario Enea Silvio — y Juan Torque- mada que durante veinticinco años había enseñado en Roma dere- cho canónico. El mismo Enea Silvio alaba en otra parte a Anto- nio Cerdano, arzobispo de Messina, y Juan Carvajal (1). Este ca- tálogo podría ampliarse considerablemente (2); conviene leer las biografías que de muchos prelados españoles compuso Vespasiano de Bisticci (3).
Pero estos hombres representaban la cultura de la Edad Media que se agonizaba en Italia y de muy distinto modo eran conside- rados los que se alistaban en las escuelas italianas para estudiar humanidades. Fario, Panormita, Valla, Filelfo, sostenían corres- pondencia con estos ambiciosos, que eran literatos profesionales, aspirantes a literatos, o simples amigos de las letras, soberanos, príncipes y gentiles hombres (4). El obispo de Burgos, Alfonso de Cartagena, tuvo estrechas relaciones con los doctos italia-
(1) Panormita, 1. IV, introd. y coment, relativo a Cruce Silvio.
(2) Extensamente habla de los doctos prelados españoles de la época, CampillAS, Saggio apolegetico, parte II, voi. I, páginas 98-127; v. Antonio, Bibl. vet. e nova. El Cole- gio de España en Bolivia producía entonces hombres de gran erudición y de excelsa pie- dad, algunos de los cuales fueron beatificados y canonizados por la Iglesia, como Ñuño Alvaro Osorio y Pedro Arbués. Sobre los estudiantes españoles y portugueses en Pavía, v. Arch. stor. lomb., XVII, 535, 542, 554.
(3) Obr. cit., biografía de los cardenales Santiago de Portugal, de Gerona, de San Sixto, Mella, Mendoza, obispo Alfonso de Portugal, Malferito, etc. Del cardenal de Gero- na (pág. 157 y siguientes) se recuerdan las obras intituladas Corona del principe y Storia del reame di Spagna. En Venecia — 1497 — se imprimía un Pentateuco en español (cfr. Pi- CATOSTE, Españoles en Italia, I, 122).
(4) F. Philelphi, Epistole, ed. de Roma, 1705; una docena de estas cartas — 1449 a 1456 — se dirigen a Iñigo de Avalos. Entre las Campanae del Panormita, algunas van dedicadas, además del rey, a Centellas, a Martorell, a Fletumme y otros. Varias obras sobre humanidades están dedicadas a personajes españoles.
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nos (1) y tomó parte en el concilio de Basilea, después del cual se detuvo en Roma cerca de Eugenio IV, siendo conocidísima su po- lémica con Leonardo Aretino a propósito de la nueva traducción de las Eticas de Aristóteles. En general, se conducían con la mayor modestia y adoptaban la postura de sencillos discípulos. «Hcec vides mea barbara — escribía Fernando Valenti al Panormita — quum si aliquit dulce fuerit, tuum est et non meum; cetera inculte, rugosa et dura, mea sunto (2).
Lorenzo Valla consagraba grandes elogios a Fernando de Cór- doba, muy mozo, que en 1444 había llegado en Ñapóles a ser con- fesor del rey (3), admirando su rica erudición y el arte sutilísimo de su modo de razonar. Pero eran elogios a la erudición teológica y eclesiástica, perfectamente explicables, porque el maestro Fer- nando defendió a Valla ante la Inquisición de Ñapóles por su disputa con Antonio de Bitonto sobre el símbolo de los apóstoles. Por lo demás, el panegirista se ve obligado a hacer cierta clase de reservas «... lingue latina, facultas poètica tante ei adest, quantam Hispanie docete ant aliqua provincia potuit. Breviter summe, ut di- citur, manus in eo desideratur; solum nanque in Italia vitor Ule dicendi, ornatus orationis, vis eloquentice viget, sive in prosa sive in carmine, presertim sactus fundamentis in gresca lingue» (4). Cuando el maestro Fernando, después de haber estado un año en París, tornó a aparecer en Italia en 1446 y tuvo en Genova ante cin- cuenta mil oyentes una academia de dialéctica sobre veintiocho cuestiones, Antonio Cassarino lo juzgó con severidad, mejor aún, despectivamente, como «barbusculos homo, sine letteris, sine lepore atque adeo sine sensa» que se jactaba de poseer ñudaicas letteras», mostrando fácilmente que las había aprendido antes que las lati- nas, con la pretensión inaudita de presentarse ante «latines homi- nibus». Al lado de Polizano, en Florencia, lestuvieron los portu- gueses Caiado, Tensira y Arias Barbosa; de Tansira dice Lilio Gi-
(1) Léase la biografía que de él escribió Fernando del Pulgar, que puede verse traducida por De Puymagre, La cour lütérarie de D. Jean II de Castüle, I, 216-9. Léase en Vespasiano la biografía de Ñuño Guzmán, obr. cit., páginas 517-20.
(2) Amador de los Ríos, obr. cit., VI, 400-1, que se esfuerza por atenuar el juicio del Panormita sobre la barbarie española.
(3) Doc. pub. por Minieri Riccio, en Arch. stor. nap., VI, 245.
(4) V. sobre el maestro Fernando, además de la memoria de Havet de 1882, Morel Fatio, MaUre Fernand de Cordoue et les humanistes italiens du XV siede, (en el Recueü de travaux d'érudition dédiés a la memoire de J. Havet, París, 1895, páginas 521-33. Re- cientemente, A. Bonilla, Fernando de Córdoba y los orígenes del Renacimiento filosófico en España, Madrid, 1911.
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raido que en Florencia «Hispanas cmrimonias cum deliciis et elegan- tiis Florentisorum comim xerat (1).
Como los españoles venían a Italia a aprender humanidades y a acrecer los conocimientos adquiridos en su patria — recordemos aquí a Antonio de Nebrija — , los italianos, por su parte, marcha- ban a España como educadores de príncipes y a desempeñar car- gos de tanta importancia como éstos. En 1433, el rey de Castilla invitó a su lado a Guiniforte Bazizza (2), pero entre todas famosa fué la estancia de Lucio Marineo Siculo, a quien logró persuadir Federico Henuquer, gran Almirante de Castilla, estableciéndose en Salamanca, trabando amistad con Nebrija que había vuelto de Italia, y que después de haber enseñado durante doce años en aquella Universidad, marchó a la corte de los Reyes Católicos (3). Por aquel entonces, en 1487, estuvo en la misma corte Pedro Már- tir de Anghiera, al que sus amigos desanimaron diciéndole: «Cier- to es que España ha sido singularmente favorecida por la natu- raleza; pero, comparada con Italia, es como la mísera estancia de un palacio del que Italia es la sala central. ¿Qué italiano ha ido jamás a España, de no ser mercader o peregrino?» Y Pedro Már- tir reargüía: «Italia está ociosa con el extranjero y llena de lacras; no así España. Italia está fragmentada y España unida; discordes los príncipes italianos y los españoles de acuerdo» (4). Le decían también: «Un italiano no puede hacer fortuna en España; los es- pañoles no creen a nadie a su altura; jamás un extraño ha llegado a puestos eminentes en aquel país, y los españoles son gentes que desprecian las letras» (5). Y Pedro Mártir se consolaba a sí mismo: «En España tengo fama de gran hombre de letras. ¿Qué sería en Roma sino un pájaro entre las águilas y un enano entre gigan- tes?» (6). Y en España podía tomar sobre sus hombros la misión
(1) Cilius Gregorius Giraldus, Be poetis nostrorum temporum, ed. K. Wotke (Berlín, 1894), diel. II, páginas 57-61. Una carta de Caiado a su maestro florentino Marcelo Vir- gilio se publicó por Pellizzari, Rass. bibl., XVI, pág. 250 y siguientes.
(2) V. G. Romano, Q. V, en Aren. stor. sic. xvu, 1892, 1-27.
(3) TlRABOSCHl, Storia d. lett. ital., VI, libr. III, 576. Véanse: G. NOTO, Lucio Mari- neo, umanis*a siciliano, Catania, 1901; Moti umanistici in Ispagna al tempo del Marineo Caltanisseta, 1911; P. Venne, Cultori delle poesie in Ispagne durante il regno di Ferd. il Cat., Aorie, 1906; Precettori ital. in Isp. dur. il regno di F. il C. (ivi, 1907; Nel mando umanistico spagnuolo, Rovigo, 1906.
(4) Opus epistolarum Petki Martiris Angleri, medilanensis, ed. Amsterdam, 1670; cfr. 1. 1, 1, ad Ascanio Sforze, 2, al conte Borromeo y a Pietro Merso. -^ Zia
(5) Obr. cit., libr. I, 3, a Teodoro di Pavia, 1, 51, aJGabriele Mendoza. V. sobre es. e desprecio de los españoles por las humanidades, Marineo, Epist. fam., 1. VII ep. 3 y 7.
(6) Obr. cit. libr. I, 21, a Teodoro de Pavía.
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de atraer aquel pueblo, tan rico de ingenio, al estudio de las hu- manidades. «¿Qué culpa, después de todo, tienen los españoles, si desde niños y por hábitos tradicionales se les educa en el amor a las armas y en el desprecio a las letras, diciéndoles que el cul- tivo dfe . quéllas honra, y el de éstas es opuesto al manejo de las armas?» (1). Pero la admiración mayor de Pedro Mártir se reser- vaba para los dos grandes monarcas, Isabel y Fernando, que ha- bían procurado a España tantas felicidades. «Si alguna vez dos cuerpos han sido animados por un solo espíritu, son estos dos, que gobiernan una sola alma y una sola mente. No hay unidad en la naturaleza que pueda compararse a esta unidad» (2). Otros italianos siguieron su ejemplo marchando a España, como Alejan- dro Giraldino, preceptor de las princesas reales. Al cabo de un par de años, Pedro Mártir podía ufanarse de haber abandonado por España el suelo natal (3). De estos humanistas italianos, que frecuentaron las cortes de los Aragoneses en Ñapóles, o las de los príncipes españoles, surgieron muchos libros de elocuencia latina en torno a las cosas de España. Además de las obras^de Panor- mita, de Riccio y otra de Lorenzo Valla, De rebus a Ferdinando Aragonice sebe gestis, la copioso serie de las obras de Merineo, De laudibus Hispanice, De Aragonice regibus, De rebus Hispanice me- mora ilibus (4).
La admiración que Pedro Mártir manifiesta por Fernando de Aragón y por Isabel de Castilla nos lleva como de la mano a es- tudiar la nueva grandeza, la importancia política que España tuvo para los italianos en la segunda mitad del siglo xv. En la primera mitad, el asedio de Ñapóles por Alfonso de Aragón había suscita- do principalmente temores y preocupaciones; entre él y los geno- veses continuaban, aún después de la paz de 1444, más o menos francas las hostilidades (5); Cosimo de Médicis tenía a Alfonso por un medio bárbaro y Francisco Sforza tomó el partido de sopor- tarlo, pensando que sin Alfonso, los franceses hubieran puesto fá-
(1) Obr. cit., V, 102, a Pedro Gonzalo Mendoza, arzobispo de Toledo. Y cfr. I, 17 a Femando de Talavera, sobre la concordia de las letras con la milicia, y V, 103, a Asea nio Visconti.
(2) Obr. cit., I, 6, a Pomponio Leto.
(3) Obr. cit., II, 74, 76.
(4) Tiraboschi, 1. c. Otras noticias sobre las relaciones de los españoles con los hu- manistas italianos en Farinelli, Rass. bibl., VII, 265.
(5) Bkacellei, De bello hispánico, i. 44 y las cartas escritas por Panormita en nom- bre de Alfonso a los genoveses, y por Bracelli, en nombre de éstos, a Alfonso.
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cilmente sus plantas en Italia (1). Y aunque el adulador Enea Silvio se felicitase viendo toda Italia bajo su dominio, como esta- ba entonces, «sub communicatibus», porque «cor nobile virtutes proe- miati) (2), cuando en 1447 Alfonso se dirigió contra Florencia, un poeta florentino le increpó:
O gran re d'Araone, quel dispetto
t'ha fatto venir contro al fiorentino
popul, che t'era servidor perfetto?
No pensar tu incoronarti del regno
di Talie per forze di tua gente
perchè il tuo nome um riè ben degno! (3).
Estas sospechas no se relacionaban para nada con la lejana grandeza de Fernando y de Isabel, cuyo matrimonio narraba un cronista, refiriendo que a él fué Fernando disfrazado «y así que estuvo en Castilla al lado de la reina Isabel, a despecho de mu- chos grandes de aquel reino que querían por monarca al rey de Portugal, lo hizo rey de Castilla y lo tomó por esposo; de modo que así que muera el padre, será rey de Aragón y de Castilla» (4). Vespasiano de Bisticci lo ensalzaba como «virtuosísimo entre todos sus deudos», casto, religioso, «de una inviolable justicia», no temien- do a nadie, pero dando umversalmente la razón a todos, así a los señores como a los inferiores, habiendo logrado refrenar con tal firmeza a los magnates turbulentos «que solían gobernar a su ma- nera, sin obedecer al rey» (5).
Con esta admiración no rezaban para nada los temores, siendo puramente sentimental y poética, ya que se consagraban del todo a realizar la obra de la cristiana España contra los infieles y asis- tían entonces al último gran episodio de la lucha secular: la con- quista de Granada. Le asistía, en efecto, a la noble lucha caba-
(1) GOTHEIM, obr. cit., p. VI, 400, 483-4.
(2) En una epístola a Mariano Sozzini, ep. 39, en la ed. de Basilea de a Opera, pá- gina 526.
(3) «Oh gran rey de Aragón, ¿qué despecho te ha movido a pelear contra el pueblo florentino, que tan lealmente te servía? No pienses ceñir, por fuerza, la corona de Italia, aunque seas digno de ello». Refiérese en Flaminis, Lirica toscana del Rinascimento, pági- nas 131-2. Cfr. contra Alfonso y los catalanes, el poema de Antohio d'Agostino de San Miniato sobre el asedio de Piombino en 1448; en RR. II. SS., XXV, 319 y siguientes, 360.
(4) Passaro, Giornali, páginas 39-40.
(5) Vite, páginas 158-9 (en la vida del cardenal de Gerona).
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lleresca, que por las plazas y las aulas de Italia los bardos y los poetas pintaban a las imaginaciones ávidas, habiéndoles de los pa- ladines de Carlos y de los caballeros de Artú. «Fué una guerra gen- til— escribía años después Navagero — , no había entonces mucha artillería... todos eran valientes y bravos... todos se iban a las ma- nos y todos realizaban bellas empresas... Toda la nobleza española se encontraba en aquella guerra y todos hacían empeño en con- ducirse de la mejor manera y en conquistar mayor fama... La reina, con su corte, daba a todos ánimo. No había señor que no estuviera enamorado de alguna de las damas de la reina, las que estando presentes a las hazañas de cada uno y dándoles por su propia mano las armas con las que combatían, concediéndoles sus favores, animándoles con palabras que les prestaban coraje y ro- gándoles que con hechos les demostrasen todo cuanto las querían, el hombre más cobarde y de menos valor se creía capaz de vencer al más valiente y animoso de los adversarios, perdiendo la vida antes que volver avergonzado a la vera de la mujer amada. Así puede decirse que esta guerra fué vencida por el amor» (1).
Con júbilo fué acogida y festejada por todas partes en Italia la noticia de la victoria con la entrada de los cristianos en Gra- nada. En Roma se encendieron alegres hogueras y los embajado- res de España ofrecieron al pueblo una fiesta alegórica, constru- yendo un castillo de madera al que dieron el nombre de Granada, celebrándose, como ya ha dicho, corridas de toros y juegos de cañas (2). El cardenal Riario hizo recitar con este motivo el drama Historia Bostica, de Carlos Verardi de Cesena (3). Igualmente, en la corte de Ñapóles, se recitaron dos «farsas» o dramas alegóricos de Sannazzaro (4), en uno de los cuales se mostraba a Mahoma, espantado e inseguro ya en todas partes, «viendo al gran león de
(1) Navagero, Il viaggio latto in Ispagna et Francis, Venecia, 1563, páginas 26-7. (Este viaje es compendio de una serie de cartas a Ramisco, escritas en 1525 y 1526; cfr. Lettere di XIII nomini illustri, Venecia, 1561, páginas 661-706. V. Il cortigiano, III, 35, 51 y notas de Tickon, ed. cit.).
(2) Btjrchardi, Diario, I, 444-7; v. el Panegirico de Diego Guillen de Avila: *Ya en Roma s' encienden hogueras por esto, sa fingen que toman Granada con sañas. Allí corren toros, allí juegan cañas. Ya pistan, ya muestran triumphos compuestos (V. fragmen- tos en las notas a Tickon, ed. cit.).
(3) Caroli Verardi CISenatis, Historia Bostica ad R. P. Raphcedem Riasium Car- dinalem (Romee, per Eucharinum Silber, 1493;) se reimprimió en Eispania illustrate, Francfort, 1603, II, 861-77. En la edición original puede verse la música de un canto en italiano vulgar, que vuelve a encontrarse en Barbieri, Cancionero musical, Madrid, 1890, y cuya primera estrofa es como sigue:
(4) Croce, I teatri di Napoli, nuova edic, páginas 8-9.
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Castilla cómo extendía sus garras en muchas millas y se profeti- zaban empresas ulteriores. «¡Oh gran Fernando: tú rematarás al turco, batallando! En las fiestas del carnaval de Florencia se oyó por entonces el canto del Moro de Granada:
Donne: questfè un moro di Granata, di real sangue e bel, corno vedete; rotto fu in quella guerra fortunata, onde chiede mercè, donne discrete... (1).
Fernando de Aragón, efectivamente, como se desprende del augurio de Sannazzaro, aparecía ante los ojos de Italia como el afortunado destructor del poder musulmán; Italia, amenazada por los turcos, se volvía a él, bramando de esperanza. El mismo Fer- nando parecía tener conciencia de la misión que le incumbía, y en junio de 1493 enviaba a Roma un embajador, doliéndose de las frecuentes guerras que estallaban en Italia entre cristianos y cristianos, mientras él, por su parte, «continuo exponebat statum suum et vitam suam pro salute christiance fidei et pro ipsius argu- mento, continuo certando cum infidelibus» (2). Así aumentó el inte- rés que su persona y sus hazañas inspiraban, y cuando en diciem- bre de 1492 llegaron a Roma noticias de haber salido milagros- mente ileso de la agresión de un sicario (3) se hicieron públicas manifestaciones de contento, y Marcelino Verardi, sobrino de Car- los, componía para el cardenal Riario la tragicomedia carmine
(1) «Mujeres, éste es un bello moro de Granada, de sangre real como veis; derrotado en aquella guerra afortunada, pide vuestra compasión, mujeres discretas». Canti carnas- cialeschi, ed. Guemini, pág. 79. Sobre otras obras italianas que celebran la conquista de Granada y elogian a Fernando e Isabel, v. Farinelli, Ras. bibl., VII, 264.
Viva el gran re don Fernando con la Reyna donn' Isabella; viva la Spagna et la Castella píen de gloria triunphando! La cita mahometana potentissima Granata, de la falsa fé pagana, e dissolta é liberata, per virtute et man armata del Fernando et Isabella. Viva Spagna et la Castella pien de gloria triunphando.
(2) Infessura, Diario, páginas 287-8; cfr. BURCHABDI, Diario, II 80.
(3) Bubohardi, Diario, II, 27-32.
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heroico, intitulada Fernandus servatus. Aumentó la aureola que le ceñía de gloria y de fortuna con la maravilla del descubrimiento de los «Nuevos Mundos», que un italiano había descubierto «por Castilla y por León» (1).
El poderío de Fernando no hacía concebir el mas pequeño temor ni la preocupación más elemental por la libertad italiana. La rama de su Casa, que se había trasplantado a Italia por el reino de Ñapóles, se había convertido en rama completamente ita- liana. Verdaderamente, Fernando de Ñapóles, a pesar de las hue- llas de su origen español, era italiano de intereses, como juzga perfectamente Guicciardini (2) y representa de modo bien carac- terístico el carácter político del príncipe italiano del Renacimiento. No seguía a sus parientes de España ni en el ardor ni en el fana- tismo religioso, aunque un fraile francisco español, con el fraude de haber descubierto el libro de San Cotaldo, le empujase a echar de su reino a los judíos (3). Y lo que de español había quedado ciertamente en él por su nacimiento y por sus hábitos de mocedad se había extinguido del todo en su heredero, Alfonso II, al cual Tristal Caracciolo, después de describir todo lo que de forastero había en sus antecesores, «ctmcta quo? in avo patreque tuo desidera- vimus, uno beneficio instansatui, quando te nobis gennerunU (4), le reputaba y consideraba como italiano del todo. Si algunos peli- gros podían presagiarse o temerse, habían de venir por el lado de Francia, pero no por el de España.
(1) V. para estudiar la causa de que España, que durante mucho tiempo fué presa de las invasiones extranjeras, comenzase a afirmarse como gran potencia en Europa, las observaciones de Guiceiardini en su Relazione di Spagna, de 1512-3 (en Opere inedite, VI, 278-80, 285).
(2) Storia d'Italia, al final del 1. 1.
(3) Passaro, Giorn., pág. 52; Notargiomo, Crónica, páginas 173-4; cfr. Bandello, Novelle, I, 32. Sobre los judíos en Ñapóles, cfr. Gothein, obr. cit., páginas 409-11. Véase, como prueba de la benevolencia que inspiraban, la epístola de Galateo, De neophitis (en Coli., III, 125 y siguientes). Y ahora, la excelente monografía, a base de documentos de archivo, de N. ferorelli, Gli ebrei nell' Italia meridionale (Torino, 1915), donde se prueba la política de protección que Fernando de Aragón les prestaba. En este libro se leen además (páginas 87-90 y 224-5), muchas noticias nuevas sobre León Hebreo y los demás Abrabenel.
(4) Oratio, ms. cit. Verdad es que Alfonso II, precisamente en sus pocos meses de reinado, reafirmó su parentesco dinástico con España, y tuvo escrúpulos religiosos con relación a los hebreos, como se desprende al menos de su testamento (v. Gallo Diurnali Ñapóles, 1846, páginas 31, 37, 39.
VI
LA PROTESTA DE LA CULTURA ITALIANA CONTRA LA BARBARA INVASIÓN ESPAÑOLA
Hay que tener presente el estupor y luego la humillación que se apoderó de los italianos, cuando, sacrificados y vencidos por los galos, vieron aparecer en Sicilia legiones de españoles, primero a pelear contra éstos y luego a ayudar a la liberación de la tierra italiana, y vencer después a los franceses, haciéndose ellos los due- ños de Italia. El eco de aquel estupor y de aquel dolor resuena todavía en los versos de Ariosto:
Non hei tu, Spagne, l'Africa vicine che t'he vie più di quest'Italie offesa? E pur dar travaglio a la mesquine lessi le prime tue si bela impresa! (1).
Dirigía la nueva empresa Gonzalo de Córdoba, el Gran Capi- tán (2), cuya fama se había esparcido por primera vez en Italia con motivo de la conquista de Granada y que venido al reino de Ñapóles al frente de un puñado de hombres en ayuda del joven rey Ferrantino, contra los franceses de Carlos VIII, había liber- tado Ostia, restituyéndola a la Santa Sede. Acogido triunfalmente en Roma, el papa le había distinguido con la condecoración de la
(1) «¿No tienes tú, España, a Africa de vecina, que te ha ofendido mucho más que Italia? ¿Y vas a dejar tan bella empresa por esta mezquindad?», Orlando, XVII, 76.
(2) Sobre esta denominación, que le dieron los italianos, véase la Breve parie de las hazañas del excelente nombrado Gran Capitán, referida en Martínez de LA Rosa, Obras completas, París, 1844, III, 113. Consúltense las Crónicas del Gran Capitán, editadas por Rodríguez Villa en el tomo X de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1908, donde figuran Las dos conquistas del reino de Ñapóles, editadas por primera vez en Zara- goza, 1554.
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rosa, que todos los años solían distribuir los pontífices a algún personaje excelso de la cristiandad (1). Entrando nuevamente en el reino por Calabria contra los franceses en el verano de 1501, ocupó Atripalde en el mes de junio del año siguiente, alzando, como se supo luego en Ñapóles, «la bandera del rey de España en dicha tierra» (2). Pareció ceder luego a la supremacía de los fran- ceses, no saliendo de las Pullas; pero en abril de 1503 le llegaron refuerzos de España, el 28 ganaba la gran batalla de Cerinola, el 13 de mayo ocupaba Ñapóles, el 29 de diciembre daba la batalla de Garellano y el 2 de enero obtenía la fortaleza de Gaeta, con lo que terminaba la conquista del reino.
Una canción española celebraba entonces la caída de Gaeta, expresando a la vez la orgullosa conciencia del nuevo e irrefrena- ble ímpetu de la nación:
Gaeta nos es subjeta, y si quiere el Capitán, también lo será Milán. Si el poderoso Señor rey de los cielos y tierra quiere hacer esta guerra, ¿quién será el defendedor? Si su favor da favor a nuestro Gran Capitán, los franceses, ¿qué farán? Los poderosos leones, reyes de muy grand estado, descuiden de su cuidado, descansen sus corazones', passadas son sus passiones y de bien a bien irán que todo lo ganarán (3).
Aquel clérigo, Alonso Hernández, que hemos encontrado en Roma en tiempos de los Borgias, y del que hemos recordado la
(1) Guicciardini, 1. e; Gregorovitjs, Storia delle città di Roma, VII, 460.
(2) Passaro, Giornali, pág. 129.
(3) Barbieri, Caucionero musical de los siglos xv y xvi (Madrid, 1890), num. 340 pagina 172.
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Historia partenopea, o lo que es igual, el poema que compuso en alas bauza del Gran Capitán, manifestaba con bastante claridad en su- pésimos verses este gran orgullo de los soberanos, de los guerreros y de todo el pueblo español. Los Reyes Católicos eran los más gran- des que había tenido aquel país después de la invasión de la mo- risca; nunca había reinado más grande acuerdo entre monarcas y subditos,
y aquestas son cosas de alto texidas,
o lo que vale tanto, una altísima previsión de la Providencia Di- vina. El Gran Capitán, padre de la patria,
luzero de España que el latió fia lumbrado,
ha demostrado al mundo lo que valen los españoles frente a la tan celebrada superioridad francesa; fuerzas poderosas hay en Oc- cidente, fuerzas de España y de sus hijos, que saben abatir a los franceses, desbaratando la ciega opinión que hace de éstos los dueños del mundo. A diversos santuarios — añade burlonamente — , a Santiago, a Loreto, a Roma, suelen llevarse exvotos y presentes; pero Francia no conoce otro que el del Gran Capitán, al que ofren- da caballos, hombres y piezas de artillería. El pueblo español tiene la virtud de los dominadores; si los franceses son bravos, los espa- ñoles les aventajan en la obstinación, decididos a morir o a vencer:
Ispanos ardientes y muy animosos
reinando la cólera con malenconía,
los quales aquellos dan tal osadía
que mueren o acaban sus hechos famosos.
Al entrar en combate, parecen lentos y flojos, pero se infla- man poco a poco, hasta que llegan a la más alta tensión de vio- lencia. Son prudentes, templados, fieles a toda prueba, respetuo- sos con las antiguas costumbres:
Antiguas paternas han ynstituciones que padres a hijos las bien enseñaron, los unos con otros después praticaron y hazen de aquellos sus observaciones. España en la vida italiana. 7
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Prontos de mano, vivos de ingenio, pedir limosna es lo que más les humilla y buscan su ventura con el trabajo y con la es- pada:
Y fuera d' España vy alguno partir
con un rreal solo apenas lo lleva,
y va hasta Roma haziendo tal prueva
que nunca le falte comer y vestir.
Honran las mujeres, son corteses:
y siguen de niños tan nooble crianca mas no por lisonja ny otro color.
Espléndida vida llevan los grandes de Castilla, que tienen la cos- tumbre de mandar a sus hijos durante algún tiempo a que sirvan de pajes a otros grandes, para que se familiaricen con el honor y la virtud:
virtud y doctrina, y mejor conocer
en guai sotil pena consiste la honrra,
y ansi, desde pajes, esquivan deshonrra
y presto la huyen sin les enpecer,
si bien no puede menos, él, que vive en Italia y en un ambiente de cultura y de estudio, de lamentar la poca estimación en que aquellos grandes tienen a las letras:
En solo una cosa non han advertencia y desto me spanto, no quieren hazer; no ponen sus hijos dotrina aprender y han en las letras muy gran negligencia.
También había estimado necesario, años antes, hacer esta res- tricción, otro español que, para decir toda la verdad, era tan buen historiador como buen poeta, el clérigo Hernández: hablo de fray Fabricio Gauberte de Vagad que en 1455 imprimía en Zaragoza una Coronica de Aragón, libro pueril seguramente, censurado por los mismos españoles, más que por otra cosa por el estrecho ara- gonesismo del autor acaso, y que es bastante representativo como manifestación del común sentir de los españoles por aquellos tiem-
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pos (1). Hay que tener en cuenta que Gauberte escribía su Coro- nica por encargo de los diputados del reino de Aragón, que la obra fué examinada por «tan egregios, magníficos y famosos docto- res» como messer Gonzalo García de Santa María, «lugarteniente de justicia de Aragón» y messer Gaspar Mañete, que el Rey Católico le aprobó ordenando — dice el autor — «que anadiessen en el salario que assignado me ovieran que diessen algo más, porque según que le agradara mucho más se le merecía de quanto ellos assignaram. De- jando a un lado la fantástica historia que Gauberte traza de los españoles de la antigüedad, que antes que los griegos y los roma- nos, «ya por inmortal fama aneavan toda la Europa», y al rey Hés- pero que «sojuzgó primero la Italia, y Hesperia como España de su nombre la llamó», cosas de las cuales no «e sabe una palabra a causa de la negligencia de los escritores españoles o del recelo de los griegos y romanos; dejando a un lado el panegírico que traza de España, con el procedimiento que es peculiar a los encomios populares de aldeas y de ciudades, resaltando su superioridad por sus riquezas naturales sobre todos los demás pueblos del planeta, por el aire, por los productos agrícolas, por los animales domésti- cos, por los peces, los ríos y los mares y por las cuantiosas rique- zas que desparrama a manos llenas sobre los demás, conviene re- saltar el frecuente paralelo que Gauberte hace de España e Italia, deprimiendo a ésta y exaltando a aquélla. Los españoles son gen- tiles caballeros — dice — no ávidos mercaderes, como los italianos: «la gente de acá toda refuye y anda muy lexos de las tristes ganan- cias, partidos, interesses y mercadurías de Italia, que allá todo se vende bien como acá todo se da; la gente de acá toda sabe más a la corte que a la tierra y al trato, toda está fuerte más en cavalleria, en honrra y esfuerzo, que en officios de manos, más en crianca, hidal- guía y nobleza, que la gente común en Alemana y Francia, que los más son officiales y viven de sus artes, todos salen a varones acá, y varones de honor». Pero no sólo los hombres; también las mujeres de España valen más que las italianas, por una razón que noes-
(1) Una copia de este rarísimo volumen se encuentra entre los inmuebles de la Bi- blioteca Universaria de Cagliari, y yo pude estudiarle a mi sabor en Ñapóles, gracias a la cortés concesión del Ministerio de Instrucción Pública. Sobre la descripción bibliográ- fica del voi., v. Gallardo, Ensayo, IV, 850-1. Severo juicio de Gauberte de «el bachiller Juan de Molinai en su Crónica antigua de Aragón, impresa en Valencia en 1524 y que es una traducción de la obra de Lucio Marineo; de este voi. hay un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Ñapóles; cfr. Qiorn. stor. de lett. ital., XXVII, 403-5.
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pera oírse en labios de aquel monje de San Bernardo, que había profesado expresamente en el convento de Santa María de Santa Fe; porque las españolas no son «frías» como las italianas. Tan extraño elogio era sencillamente la premisa de una terrible acu- sación contra los italianos: «y ahún fasta las damas de Hespaña en dexar de ser frías, como son las de Italia, y en saber festejar y ser mucho más dulces que no las de allá: no sé si lo calle, mas razón no lo sufre; detienen los hombres tan de amores vencidos, que les fazen dexar y poner en olvido los tan pavorosos y crimines fieros que allí se platican^. Ya podemos colegir con qué tino habla el buen fraile del poder político: España nutre al mundo no sólo de los productos de su suelo, sino de sus generosos diestros, jefes en lo espiritual y en lo temporal, pontífices, emperadores, reyes. Español es el papa Alejandro; español el emperador Maximilia- no, el mayor caballero de aquella edad, cuya madre era hija del rey de Portugal y de la princesa Leonor de Aragón. Y a Italia España hizo el regalo del magnánimo Alfonso, que enseñó a los italianos las virtudes, para ellos desconocidas, de la cortesía y de la magnificencia: apara que mejor la instruyesse y enseñasse cerca de la magnificencia y de la virtud más real y famosa que es la da- divosa grandeza, cortesía y crianca, que de antes ni sabían los prín- cipes de Italia del recibir tan magníficamente las embaxadas, ni menos del mesurado festejar de estrangeros, cuantos después han de- prendido del serenissimo festejador soberano y magnánimo rey Don Alfonso)). Y si quiere decirse — se objeta a sí mismo Gauberte — que el sucesor de Alfonso en Ñapóles ha sido su bastardo Fernando, ¡aprenda el mundo qué casta de hombre es el bastardo de un rey español! España es el verdadero baluarte de la cristiandad contra el peligro que amenaza a Europa; de ella sola, y de nada más que ella, toda la gente de Africa, toda la morisma tiene miedo. La empresa de Africa se hubiera logrado enteramente si Italia no hubiese llamado a los franceses y si Francia no hubiera sido ba- tida en Italia: «si la siempre discorde y tan zenzillosa Italia no ziza- - ñara y sembrara discordias, no procurara su perdimiento y estrago, fasta llamar su enemigo y ponerlo en su casa. ¡O maldito el desa- tiento cruel y de la Italia que le llamó y del rey de Francia que tal siguió para tanto perdimiento y daño de toda la cristiandad!... (1).
(I)lp5i más amplios extractos del libro de GAUBERTE en Rassegna pugliese (1895 páginas.38-41.
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Tal era la postura de los españoles, conscientes de su poder, borrachos de su buena fortuna, orgullosos de su fuerza y virtud frente a los italianos, midiendo un pueblo con otro, sintiendo su propia superioridad y creando una leyenda y una prehistoria de ella. Postura muy diversa, políticamente, de la de los españoles que plantaron sus tiendas en Sicilia, invitados por I03 indígenas revoltosos y rebeldes al dominio francés, y diversa de la de los españoles que habían venido a Ñapóles con el rey Alfonso, llama- do a intervenir en los negocios del reino por la adopción que de él hiciera la segunda mana, sostenida por un sector importante de los barones. Y completamente distinto en lo que repecta a la cultura, porque los italianos acostumbraban a encontrar en los españoles admiradores y discípulos, y hasta discípulos humildes, como el rey Alfonso y tantos y tantos señores, prelados y huma- nistas, que aprendían de ellos los buenos estudios y el buen latín, procurando despojarse de la corteza bárbara, y convirtiéndose alguna vez de guerreros en doctos y poetas. Tu abuelo — decía Pontano en sus versos a Jerónimo Borgia — , vino a Italia siguien- do al fiero Marte, pero a ti te placen, no las armas, sino los dul- ces estudios de las musas:
Sirisium, Borgi, domus est tua, quan rigat annis, Siris in Herculeis advena littoribus His consedit avus, terra devectus Ibera, quera procul a patrie Martis abegit amor. Te nec belle invanì, nec te invat cereus ensis harta nec hostili proeda amore placet (1)
Así se amansaron e italianizaron los Avalos, los Guevaras, los Cavanillas y otros españoles que fueron ornamento de las acade- mias alfonsina y pontoniana (2). No es exacto hablar de la tena- cidad con la que los españoles inmigrados en Italia conservaran, frente a la cultura italiana, los hábitos y las tradiciones de su país, citando como ejemplo el caso de Fernando de Avalos, marqués de Pescara, que según Giovio, hablaba español y desde niño leía en Ñapóles libros de caballerías (3). Así como los Avalos habían
(1) Eridant, II, 20 (Carmina, ed. Soldati, II, 384).
(2) Véanse las Biografie des acad. pontaniani de MifriEEl RICCIO.
(3) GoraEru, obr. cit., pág. 406.
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sido los primeros en aceptar la influencia de Italia, así Alfonso de Avalos, padre de Fernando, al decir del mismo Giovio (1), «odiaba con toda su alma los ingenios españoles» y si el joven For- nendo, que quedó huérfano, fué educado a la española y entre españoles, llamándose compatriota de éstos y siendo considerado por los italianos como un semitraidor, eso fué precisamente en el período de la plena fortuna española en Italia.
El daño no se limitaba a tan orgullosa actitud propia del pue- blo victorioso y dominador, sino que, como sucede siempre, la admiración por la fuerza, la moda que es secuela de esta admi- ración, la adulación que sugiere, extendió prontamente en Italia, durante los primeros años, con el nombre de los Reyes Católicos y de su Gran Capitán, las costumbres españolas, las formas socia- les, las diversiones y espectáculos, el lenguaje, los hábitos mora- les, las cosas buenas y las cosas malas que se reputaban excelen- tes porque procedían de los vencedores y se las suponía caracte- rísticas de su fuerza y de su victoria. Cuanto de español había en Italia, particularmente en Ñapóles y en Roma, se reavivó y se extondió en los primeros años del siglo. España pareció unida en- tonces a Italia, no sólo con sus armas, sino con todo su espíritu nacional, debilitando la tradición, las costumbres y hasta la mis- ma cultura.
Que los representantes de esta cultura desdeñasen la avalancha y tratasen de reaccionar contra esta invasión que a ellos les pa- recía bárbara (y lo era en efecto, en el buen significado de la pa- labra, en el sentido que le da Vico de «barbarie generosa»), y prorrumpieran en deprecaciones hacia la Edad Media que resur- gía poderosamente en el sagrado suelo de Italia, contra el rena- cimiento y el humanismo, son cosas que se comprenden perfecta- mente, que se comprueban con infinidad de testimonios, como ya hemos tenido ocasión de señalar con los juicios de Pontano y de otros. Pero ningún documento puede igualarse por el calor pasional y por la riqueza de sugestiones que atesora al tratadito latino del humanista meridional Antonio de Ferrariis, llamado Ga- lateo de su lugar natal, Galatone, en tierras de Otranto, tratadito que lleva el título De educatione, largo tiempo inédito, que no se
(1) La vita del marchese di Pescara, en Vite di XIX nomini illustri, ed. cit., fol. 180.
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publicó hasta 1565 (1), elogiado después calurosamente como mag- nífico ensayo de ética y de pedagogía, dando lugar a que se fan- tasease sobre el nombre de Galateo y que se le creyese obra de Monseñor de la Casa (2). En realidad, nadie se dio cuenta del carácter de aquel escrito y de su significación histórica (3).
Galateo, que a la sazón contaba sesenta años, había vivido gran parte de sus años en Ñapóles (4), conocido perfectamente a los españoles de la corte del rey Fernando, aprendido aquella lengua, estudiado las principales obras de aquella poesía y obser- vado los caracteres y tendencias españolas, desde el punto de vista de un italiano, heredero y guardián de la civilización de la tierra.
En las guerras que habían ensangrentado el reino había segui- do el partido de los aragoneses contra el de Francia (5); pero «aragonés» quería decir para él «italiano» y «napolitano» fiel a la descendencia, que se había hecho italiana, del rey Alfonso. Puede colegirse de esto con cuanta angustia asistiera Galateo a la intro- misión de los españoles de España en los asuntos de Ñapóles, so capa de protectores de sus parientes, pero con la verdadera mira de actuar de dueños, de substituirlos y de sujetar el país a la coro- na española. La conducta del Rey Católico había sido de tal natu- raleza que los mismos españoles no se atrevían a justificarla (6), pues muchos acariciaban la esperanza de que restituiría el reino al joven hijo del rey Federico, Fernando, duque de Calabria, que había llevado consigo a Italia, sin considerar — como observa Gui- ciardini — , que era vana esperanza en nuestro siglo la magnífica restitución de tal reino» (7). Galateo figuraba en el número de
(1) En los Scritti inediti o rari di diversi autori trovati nelle prov. di Otranto, pub. por F. Carotti, Ñapóles, 1885; reimpreso después con la trad. ital. en el voi. II de la Collana di scrittori di terra d'Otranto, Lecee, 1867, de cuya edición me serviré para las citas. Para otras noticias bibliográficas, cfr. mi nota en Giorn. stor. d. lett. ital., XXIII, 394-7.
(2) El título del libro de Casa está separado, como hoy va unido, al nombre de Ga- leazzo (Galateo, a la latina) Fiorimonte.
(3) Gothein, obr. cit., que se sirve muy bien de los testimonios de Galateo para trazar el cuadro de la cultura del Renacimiento en la Italia meridional, no conoce de Ga- lateo mas que las cartas publicadas en el tomo VIII del Spicilegium, de Mal, y el dialogo Heremita, que juzgaba inédito, siendo así que se había publicado ya en dicha Collana.
(4) V. sobre Galateo la monografía de A. de Fabrizio, Antonio de Ferrariis Galateo, pensatore e moralista del Rinascimento (Trani Vechi e e. 1908).
(5) De educatione, obr. cit., pág. 141.
(6) Gauberte, que escribía en 1499, dice de Federico que reinaba entonces en Ñapó- les, «que de mano del rey de Castilla y Aragón esperaba para siempre poseerle;- Hernández, espectador de la rapiña, pasa de largo sobre el asunto, afirmando que los Reyes Católicos *han ellos avido algún desplazer. Del rey don Fedrique e lo deven kazer, y alégale causas que causa traya». iHist.parthenop., 1. II).
(7) Storia di Italia, 1. VI.
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aquellos candidos y esperaba que el mozo volviese oportunamente a Ñapóles a regir, con mano firme, el cetro del viejo Fernando. Su temor era otro que, con el predominio del espíritu hispano, aquel joven italiano, educado en España, no se cambiase de ita- liano en español.
Su padre, el rey Federico, le había dado como preceptores al conde de Potenza y al humanista Crisòstomo Colonna, con aplauso de Galateo, que había expresado en una carta escrita el año 1500 la confianza que le inspiraban tan eximios educadores (1). Con su discípulo, Colonna se encuentra en 1501 en la defensa de Toranto, y caída esta ciudad en poder de Gonzalo y enviado a España el duque de Calabria, su preceptor le acompañó. Galateo, que era muy amigo suyo, quiso confiarle sus temores y esperanzas, hacién- dole toda suerte de advertencias y exhortaciones, escribiendo en los últimos meses de 1504 y en los primeros de 1505 (2) una larga carta que se convirtió en el tratado De educatione, sobre el cual discurrimos (3).
Debió escribirle en un momento de gran excitación como pa- recen darlo a entender el desorden, las digresiones y repeticiones que abundan en ella y hasta la viveza del estilo, que expresa el anhelo ansioso que vibra en el espíritu del escritor. A muy dura prueba había sido sometida su paciencia ante el espectáculo del españolismo triunfante y de la jactancia de los hombres de aquella tierra, y creció su irritación, porque mientras escribía su libro, llegaba a sus manos el libro de Gauberte Coronica de Aragón (4), que lo había publicado, y contra el cual, el autor prorrumpe en toda clase de denuestos, diciéndole: ñnsanus quidam, nescio cuius ordinis aut pecoris monachus; Gothus aut Pcenus aut proselytes, profanus, barbarus hostis Italia?; chronistes maior ipse (sic enim se ipsum, sed ego comisten appello) celtiber; bestie, vitro gentis,
(1) Es la segunda de las editadas por Mai en el Spicilegium donde (VII, 511) se leen versos de Pontano sobre Crisòstomo y Potentino: mostros queis licet educare reges*. Sobre Colonna, G. Angelluzzi, Intorno ali vita e alle opere di Crisostomo Colonna da Caggiano, pontaniano accademico, Ñapóles, 1856. Galateo le dirigió varias cartas.
(2) Determiné yo mismo la fecha en Giorn. stor. d. lett. ital., XXVII, 398.
(3) En los dos manuscritos que he visto (Bibl. Naz. V. F. 78 y Bibl. Branccaciana, VI, a, 11) lleva el título de Galateus medicus ad Chrisostomum de educatione.
(4) tlnsolens et insanus nescio cuius armenti monachus cogit me insanire, et ea que non erant propositi mei. Occurrit mihi, antequam epistulam signarem, Ule insana bcllua; non potuit me continere, quin responderem, nec ignoro responsionem meam UH honori futuram* (ed. cit., pág. 122). Las dos impresiones citadas del libro De la educatione, llevan por error en los manuscritos o en la lectura, cambiado el nombre del autor de la Coroni- ca, escribiendo Gambertus en lugar de Gaubertus.
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arrogantissima; tam ineruditas quam inflatus superbia gothica*. Si aquel libro, publicado ya hacía algunos años, no había recibido de los italianos la respuesta que merecía, dependía de haberse es- crito no en latín, sino en español, lengua que no todos poseían tan a la perfección como Galateo (1).
No es cosa de insistir sobre la trama de la epístola, que es una reseña y comparación de las distintas formas de educación anti- gua y moderna, para recomendar la italiana, ni sobre la finaldad de la misma que ya apunta en la exhortación a Colonna al hablarle de sus relaciones con el joven príncipe: «Italum accepisti, Italum redde, non Hispanum» (2). Pero conviene ordenar y resumir el cuadro de costumbres españolas que pinta Galateo, matizado por él con exclamaciones continuas de repugnancia, de desdén y de error. En cuyo cuadro hay un rasgo que domina sobre los demás y los unifica y señala al mismo tiempo la diferencia capital res- pecto a las costumbres italianas, diferencia sobre la que ya hemos insistido: el desprecio por las letras, por la cultura de que los españoles con los franceses se vanagloriaban y ufanaban. Gauberte, en sus panegíricos de los Reyes de Aragón, se complacía haciendo notar que ninguno de ellos sabía de letras: los nobles españoles estimaban que el culto de las letras era incompatible con la hidal- guía, con la nobleza (3). Conocer el latín era, según ellos, achaque de plebeyos y de rústicos; en cambio gustábales la algaravía, o lo que es igual, emitir, desde el fondo de la garganta, groseros sonidos sarracenos, arábigamente aspirados, que estimaban condición pre- cisa de nobles y cortesanos (fidalgus et palatinus) y de gente ga- lante (galani) (4). Adversarios a la bella escritura latina del Re- nacimiento, se atenían obstinadamente, como señal de nobleza, a los largos caracteres que llamaban «góticos», llenando el papel de inexplicables borrajetes, de áncoras y de ganchos, que Galateo nunca pudo aprender ni descifrar, y que, cuando los vio por vez primera, se le antojaron caracteres fenicios, de la época primitiva
(1) «Si latine scripsisset, nam non omnes ut Galateus, ínter Hispanos versatus, tin- gitani hüpanicam novernut, mullos haberet, qui temeritati, inscitioe et ingratitudine eins obsisterenU. (Ed. cit., pág. 132).
(2) Ed. cit,, pág. 137.
(3) Ed. cit,, páginas 129, 133-4.
(4) Ed. cit., páginas 131, 134, 136, 138. Este afirmación de Galateo es la más anti- gua o una de las más antiguas afirmaciones de la derivación arábiga de las guturales es- pañolas, teoría que tuvo gran resonancia y que ha sido desechada poco a poco; cfr. el Gundriss de Grobe, I, 400.
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de la escritura humana (1). Se decían descendientes de los godos, con singular ingratitud para Roma que había civilizado la antigua España y mezclado la sangre ibérica con la sangre romana. Godos eran verdaderamente, oriundos de los escitas, salvo algunos que llevaban el sagrado germen de Roma, entre los que descollaban los hombres ilustres de España, como Villena, Juan de Mena y Lucena que levantaban su voz contra la vanagloria española de la ignorancia. Excepciones eran también, entre los españoles que conocía Galateo (2), Diego Mendoza, valiente capitán, que en su genealogía se remontaba, no a un godo, sino a un ibero, y Núñez Docampo, castellano del Castillo del Oco en Ñapóles (3), que con- fió sus hijos a Pedro Summonte, discípulo de Pontano, para que, al volver a España, fueran diestros en humanidades y estuvieran educados a la italiana (4). Rara modestia que estrechó la amistad entre Galateo y Docampo, ya que, al revés de éste, la mayoría de sus paisanos eran hinchadamente admiradores de sí mismos (5) sin ahorrarse donayres (in suis dicterii quce donaría dicunt) que decían los italianos (6). A los italianos, burladores y groseros, según ellos, pero sobrios, graves y dedicados a las obras de ingenio, según el sentimiento opuesto de Galateo, les argumentaban diciéndoles en qué consistían la magnificencia y la vida cortesana y galante, contraponiendo al ideal italiano el ideal español de los grandes de Castilla, que en tantas cosas mostraban huellas de la molicie orien- tal que persistía por la tradición arábiga. Sobre todo, en las exqui- sitas misas, en las lutanzas artificiosamente adobadas, condimen- tadas y perfumadas con las pitanzas blancas y los albos manjares (alba fercula) y con el minucioso ceremonial para comer los pája- ros, desparramar la sal, levantar los manteles y levantar las copas (7). Y luego en la parte amorosa de la vida, en el continuo charlar y festejar a las damas, con largas y vanas bromas, y hasta en ir de noche, y hasta de día, viejos y jóvenes, a tocar instru-
(1) Ed, cit,, pág. 134.
(2) Es aquel Diego Mendoza en cuya casa dijo La Motte las palabras injuriosas para los italianos que dieron lugar al desafío de Barletta (v. el mismo Galateo, De pugna tredecim equitum, en Coli., II, 261).
(3) La guardia de este castillo le había sido encomendada por el Gran Capitán; v. Cantalicio, De vis recepta Parthenope, 1. II. Cfr. sobre Docampo, Ieiakte, César Borgia II, 209, 228-9.
(4) Ed. cit., páginas 110-11, 129, 134-5.
(5) Ed. cit., páginas 132-155.
(6) Ed. cit., páginas 130, 131.
(7) Ed. cit., páginas 140, 141-44.
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mentos y a cantar ante las ventanas de las hermosas (1). Lo que traía como consecuencia los cuidados femeninos que los hombres daban al cuerpo: ungüentos y perfumes, manos enguantadas, pecho desnudo, anillos, brazaletes, cadenas, pintándose los viejos el ca- bello o hermoseándolo (2). De aquí lo del hacer de la noche día y los ruidos espantosos en las primeras horas mañaneras (3). De aquí los hábitos de adular (4) y de considerar, como forma y como expresión de ingenio, las bromas, argucias, donaires, galanteos y ledorias (hispanos lepores, blandities argüíalas, scommete, ledo- Has) (5). Amaban los juegos de lucro (6) y entre los caballerescos celebraban el llamado «juego de cañas», que Galateo admiraba de memoria antes de haberlo visto, y que viéndolo, lo despieció por no entender una jota de juegos guerreros, pues se encontró ante unos gritos estridentes y arábigos, bandas, turbantes, y «tú sigues, yo huyo» y «tú huyes, yo sigo», llevando el escudo no al pecho, como debe llevarse, sino a la espalda, reduciéndose todo el juego a una huida de cobardes y a una caza al fugitivo que no es de hombres fuertes: achaque y diversión de moros (7). ¿Y su poesía? ¿Cómo podía compararse a la del Dante, a la de Petrarca, y sobre todo, a la del Petrarca de la gran canción a Italia? ¿Qué era, al lado de Petrarca, un Juan de Mena, «el Homero español; qué era la Coronación de éste a la que había glosado un autor cordobés? Al lado de los italianos, los versificadores españoles no merecían el nombre de poetas, sino el de copulatores, o como se decía en es- pañol, el de copleadores (8). Afeminada, lánguida, lamentable, triste era su música (9).
Y si quería comprenderse toda la grosería y bajeza de las cos- tumbres españolas, bastaba observar el modo que tenían de edu- car a sus hijos, bastaba estudiar la educación española comparán- dola con la italiana. Los grandes de España y los simples caba- lleros mandaban sus hijos al servicio de nobles y caballeros, y inferiores en rango al de ellos, de los cuales se servían éstos como
(1) Ed. cit., páginas 120-1, 146-7.
(2) Ed. cit., páginas 121, 147, 162-3.
(3) Ed. cit., pág. 145.
(4) Ed. cit., pág. 165.
(5) Ed. cit., pág. 138.
(6) Ed. cit., pág. 151.
(7) Ed. cit., pág. 155.
(8) Ed. cit., pág. 154.
(9) Ed. cit., pág. 152.
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criados, mezclándolos con sus retoños o rapazes (rapaces en el sen- tido latino o equivalente a los marinoli en el italiano). De esta laya, según los españoles, se hacían más pacientes ante los traba- jos, maliciosos, taimados, prontos, agudos, astutos, audaces, y no, a buen seguro, más prudentes, veraces, modestos y buenos, por- que aquélla era una educación servil, a la usanza de Davo y no de Panfilo. Añádase que se consideraba como de alto valor, den- tro de aquellas normas educativas, saber engañar, robar o sustraer con destreza, emplear birrias con éste o con aquél, pedir dinero para jugar, tomar en serio las cosas ofrecidas en broma, cosas todas que se tomaban y loaban como desenvolturas (1). España era, de este modo, la ruina de Italia. La secuela de las desventuras italianas tenía su origen en los papas españoles, en aquel Calixto — ¡ironía del nombre! — que, elevado al solio pontificio, se consagró a hacer todo el daño posible a los herederos de su protector Al- fonso y que hubiera devastado a Italia si la muerte no se lo hu- biera impedido, y de aquel Alejandro o Rodrigo, su sobrino, que continuó y remató la obra de su pariente, trayendo a los franceses primero, ya los españoles después, a las tierras de Italia (2). Las legiones españolas, ya adiestradas en guerras de odio y de exter- minio contra los infieles, los españoles o catalanes que habían re- sucitado y hecho familiar en el Mediterráneo la piratería, llegados a Italia en pequeño número, siete mil infantes apenas, se bastaron para empobrecerla, de donde surgió el proverbio «que de tierra donde ponen su planta los españoles, no vuelve a brotar un hilo de hierba» (3). Pero todas estas cosas eran puras minucias al lado de la corrupción que habían introducido y que seguían introdu- ciendo en las costumbres, destruyendo de raíz la antigua seriedad italiana. Los españoles se ufanaban continuamente, luego de haber pisado esta tierra, de haber enseñado muchas cosas a los italianos. ¡Ojalá hubiera evitado Dios que las naves españolas hubieran lle- gado a las playas italianas! ¿Qué nos enseñaron ellos? Ni las letras, ni las armas, ni las leyes, ni el arte de la marina, ni el comercio, ni la pintura, ni la escultura, ni la agricultura, ni ninguna otra disciplina civil, sino la usura, el hurto, la piratería, la esclavitud naval, los juegos, la prostitución, el amor con las meretrices, la
(1) Obr. cit., páginas 132-3.
(2) Obr. cit., páginas 112-4.
(3) Ed. cit., páginas 164-5; efr. páginas 177-8.
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profesión de sicario, los cantos blandos y lúgubres, los platos ára- bes, la hipocresía, los lechos blandos y delicados, los ungüentos, los perfumes, las ceremonias de la mesa y otras tantas vanidades, dignas de ellos, verdaderos bárbaros, y que son menos libidinosas que malas. De los franceses primero, y de los españoles después, especialmente en el reino de Ñapóles, proceden los vestidos pom- posos y recargados con otros malos hábitos; desde que llegaron, aumentaron los vicios del juego y de la mentira (1). Hasta aque- llos vicios nefandos que el inconsciente Gauberte atribuía a los italianos, se introdujeron aquí, verdaderamente, con los aragone- ses (2). De las «costumbres de Occidente» — dice en otro trabajo suyo — , llegaron a Italia la adulación, el tú convertido en vos, el dar a hombres mortales títulos como Majestad y Excelencia, el llamar Vuestra señoría a gente soez y bellaca, el beso las manos y los pies, los servidores y esclavos de las antefirmas epistolares y todos los superlativos de la adulación (3). De los españoles proce- den también la frecuencia en los duelos seguidos de sutilezas ca- ballerescas; por una «pequeña injuria», por una «simple palabra» lo del desafío a las armas y llamar «a los reyes de armas», con «vanas y pueriles observancias» de «requerido y requeridor, de huir y de ocultarse, de mandar cartas y de responder con el con- sejo de imperitos, de quién ha de dar el campo y quién las ar- mas», apelando a ciertos «estatutos del diablo, del vanísimo blasón y de no sé qué de sable y de sinoble (4), con las sutiles y enredadas invenciones de Reyes de armas, Reyes de máscaras y Reyes de haba de San Martín» (5). Y con la invasión de los españoles y de los demás extranjeros, la boga de las lenguas extranjeras, que juntamente con el renacimiento del toscano vulgar, borraban el empleo del latín. «Parece muy bello — escribe — y es de varón prác- tico y cortesano saber el francés y el castellano, y no diré que quien tiene como título de gloria saber las lenguas de las gentes extrañas y como achaque de vituperio y rusticidad saber el latín, no entiende el Evangelio de Cristo... y sabe las coplas y el le-
di Ed. cit., páginas 117, 123-5, 151.
(2) Ed. cit., páginas 121-2: «Pudet dicere, sed dicam, quie verum est; ante adventum Arag&nensium nulli in aula procerum huius regni pueri venales erant aut custoditi; incognú tura erat illum vitium ante adventum exterorum.*
(3) Ezposiz. del Paternoster, parte 2.» en Collana, XVIII, 79.
(4) Colores heráldicos: negro y verde.
(5) Ezposiz. del Paternoster, ivi, páginas 25-6,;
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mosín, como quien ha estado en aquellas tierras.» Por eso, nues- tro autor, juzgando, hablando y escribiendo de otro modo, temía que los que se deleitan con la algarabía y con sus romances, le reputasen de «necio, iribcente y lerdo» (1).
Aunque Galateo deprimía a los franceses y a los españoles, a los españoles principalmente, y repitiese el dicho de que Dios hizo a los pueblos del aceite y a los españoles y a los franceses de la hez que el aceite despide (2); aunque Galateo ponía a Italia, su pueblo, sobre los cuernos de la luna, y principalmente, a Venecia, espejo de la antigua libertad italiana, donde sobrevivía vigorosa- mente el espíritu nacional y donde todos tenían puesta su espe- ranza para el porvenir (3), no podía, en el curso de su descripción juvenalesca, quitarse una duda de la cabeza, o como él dice, dejar sin respuesta una tácita objeción que seguramente se le haría. Estos españoles, estos franceses, con tan horribles costumbres, con sus vicios, habían vencido, sin embargo, a los demás pueblos, y entre ellos, a la civilísima Italia (4). Lo que quiere decir para nos- otros, hombres imparciales y modernos, que si Galateo supo ver perfectamente los defectos y los vicios de la barbarie, no se había dado cuenta de su virtud, de la frescura, de la juventud y del ímpetu de su virtud. Galateo sale del paso con una respuesta de médico, cuya profesión ejercía, asegurando que había visto mu- chas veces hombres intemperantes, rebeldes a los consejos de la higiene, salir perfectamente de enfermedades gravísimas, y morir, en cambio, a otros que fueron dóciles a los consejos de los médicos y supieron abstenerse de cuanto les prohibieron, lo que quería decir, no que la enfermedad no fuese enfermedad, sino que la ca- prichosa fortuna había venido en auxilio y salvación de los tales, y que, moralmente hablando, una salvación o una victoria por el estilo no debiera ser motivo de contento ni de vanagloria, por cuya razón los cartagineses consideraban como delito capital haber ven- cido en una batalla, cuando ésta no había sabido disponerse ni ordenarse para el triunfo (5). Respuesta ingeniosa y aguda, cierta mente, pero aguda y superficial, ya que mientras tanto, aquellos locos españoles ponían el pie en el cuello a los sabios italianos y
(1) Exposiz. del Paternoster, parte I, páginas 149-50, parte II, pág. 101.
(2) De educatione, páginas 134-5.
(3) Ed. cit., pág. 127.
(4) Ed. cit., pág. 155.
(5) Ed. cit., pág. 156.
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los ligeros y corrompidos vencían a los graves y a los puros. El joven Fernando, duque de Calabria, no volvió más a Italia, donde, en cambio, volvía algunos años después, solo, Crisòstomo Colonna, a quien volvemos a encontrar, andando el tiempo, de preceptor de una princesa italiana, Bona Sforza (1). El último retoño de los soberanos de Ñapóles quedó prisionero del Aragonés en España, y en vano, por ayudarlo a escapar de la prisión y por intentar la reconquista de Ñapóles, perdía por él la vida Filippetto Coppola, hijo — ¡extraña coincidencia! — de aquel conde de Sarno que había sido decapitado por haber tramado la conjura de los barones con- tra Fernando el viejo (2). Convertido en príncipe español, rodea- do de una corte española, se casaba después con la viuda del Rey Católico, Germana de Foix, y moría medio siglo después en Va- lencia, donde se conserva su recuerdo en el monasterio de San Sebastián, que fundara (3).
El mismo Galateo, seis años después de la invectiva que com- pusiera con el título De educatione, comenzaba a mirar las cosas de muy distinta manera, con resignación, con calma, hasta con algún rayo de esperanza. Dejando los caprichos de la fortuna, vol- vía a reanudar el estudio de un pensamiento de aquella epístola, la teoría de la sucesión de las monarquías, pensamiento pesimista, porque si a los romanos se les había asignado el hierro, a los espa- ñoles «pésimos y últimos de entre los hombres», les correspondía el fango, haciéndole meditar en las palabras de San Pablo «ü sunt in quos fines sceculorum devenerunU (4). Y en 1510 (5), sacudido por las nuevas victorias de Fernando el Católico en las playas africanas, admirado de los viajes y de los descubrimientos que estaban realizando españoles y portugueses, no quiso ver en la hegemonía española un suceso del todo desconsolador. Todos los demás pueblos habían tenido su momento en la historia: los orien- tales, los griegos, los romanos, los godos y longobardos, los fran- cos y germanos; solamente los españoles habían estado hasta en-
(1) Augelltjzi, obr. cit., pág. 15; cfr. la carta del mismo Galateo Ad illustrerà do- minar», Bonam Sfortiam, en Coli., Ili, 139.
(2) Stjmmonte, Historia di Napoli, III, 455-7; cfr. sobre el duque de Calabria, Ca- racciolo, De varietate fortunaz, ed. Gravier, pág. 89.
(3) La sociedad que rodeaba en Valencia al duque de Calabria y su vida se describen en el Libro intitulado El cortesano, de Luis Milán, reimpreso en la Colección de libros raros o curiosos, t. VII, Madrid, 1874.
(4) De educatione, páginas 104, 163.
(5) Ad Catholicum Regem Ferdinandum, en Coli., III, 315, 16; v. sobre el particular las observaciones de Gothein, páginas 418-19.
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tonces sin intervenir, «soli Hispana hocusque vicissitudinem uni habuerunt», aunque siempre habían tenido fama de hombres muy fuertes, militando al servicio de otros pueblos, de los cartagineses o de los romanos. Con el rey Fernando, que había borrado en España las últimas huellas de la esclavitud, e instruido al pueblo en la disciplina militar y en las buenas leyes, ocupaban ahora el primer papel en la escena del mundo (te regnante, caput orbis erit). Italia, que era objeto de la codicia turca y que había visto a los infieles traspasar sus fronteras, esperaba de España protec- ción y ayuda, lo mismo que toda la Cristiandad. «Españoles — ex- clamaba— , escuchad la palabra no de un poeta, sino de un buen hombre; españoles, llegó vuestro momento; no perdáis la ocasión, «ne perdite Hispani, occasionem; venere vostra tempora)). Pero es preciso que, para aprovecharla, añadáis la virtud a la fortuna, la humanidad a la fuerza.»
De semejantes pensamientos participaba también Sannazzaro, desde su voluntario destierro de Francia, donde había acompaña- do a su rey Fedrico. Cuéntase que habiendo mostrado el Gran Capitán deseos de visitar las antigüedades de los Campos f légreos y elegido por guía a Sannazzaro, saliendo con él de Castelnuovo, comenzaron a discurrir sobre la grandeza, las victorias y el poder de España. Llegados ante la gruta de Posilipo, el poeta trató hábil- mente de dar otro giro a la conversación: «Hora es ya — dijo — señor ilustrísimo, que después de haber contado los felices progresos de España, comencemos a narrar las grandezas italianas; esta gruta nos sirve de magnífica ocasión para ello, según veo en los deseos vuestros». Y se puso a evocar los fastos de Roma y de Italia, dueña del mundo, «y con suma atención de aquel señor, y con alabanzas para uno y otro pueblo, habló de los distintos acaeci- mientos de los dos reinos, diciendo, a guisa de conclusión, que si la nación española había sufrido también el cautiverio, hoy, cam- biando el cielo su influencia por medio de varias vicisitudes, era dueña y señora con la mayor gloria» (1).
España había vencido, y a juicio de los políticos italianos, Ma- quiavelo y Guicciardini (2), había sabido vencer. Si los humanis-
(1) G. B. Crispo, Vita di Giacopo Sannazzaro, Boma, 1592, p. 21-3.
(2) V. El Príncipe (trad. esp. de J. Sánchez Rojas, tomo 953 de la «Colección Universal Calpe»), capítulos III, XVI y XXI, y de Guicciardini, la citada Legazione di Spagna de 1512-3 en el voi. VI de la Opere inedite.
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tas se resignaban, nuestros políticos se resignaban entonces a estu- diar objetiva y fríamente la hegemonía innegable, o a lo sumo, como el político y poeta Maquiavelo, suspiraban por ima Italia que volviese al manejo de las armas, haciendo de ella un pueblo tan vigoroso como el español, y añorando para ella un príncipe italiano que emplease para la derrotada, discorde y sierva Italia, las artes de Fernando el Católico. El pueblo, el bajo pueblo, la plebe, se resignaba, murmurando, blasfemando y asegurando que «Dios se había hecho español» (1).
(1) «¿Habéis dicho que Dios e3 parcial y español?», es uno de los pecados de blas- femia sobre ios que se interroga en el Speculum confessariorum (1525) de Fra Matteo Corradone.; cfr. Capesso, // Tasso e la sua famiglia a Sorrento, Ñapóles, 1866, pági- ginas 16-7, 227.
EspaSa rn la veda italiana.
VII
LA SOCIEDAD GALANTE ITALO -ESPAÑOLA EN LOS PRIMEROS AÑOS DEL SIGLO XVI
Pero callando ahora los lamentos y desdenes de los italianos puros, conviénenos estudiar al detalle la difusión de las tenden- cias y costumbres españolas en Italia, que Galateo señalaba en los comienzos para llenarlas de censuras y de vituperios. Claro es que si se gritaba contra la moda era porque la moda existía, y que si a él le molestaba el españolismo, a otros muchos agradaba. Pron- ta y fácil acogida tuvo, en efecto, en la alta sociedad de Ñapóles — el país peninsular que primeramente se anexionó a la domina- ción española, y en la sociedad aristocrática y de los barones, que por regla general vio en la señoría de los Reyes Católicos la con- tinuación de la de sus reyes aragoneses, y que puesta a elegir entre Francia y España, se inclinaba más lealmente al lado de ésta — . Cuando en 1503 un heraldo del Gran Capitán se presentó en Ñapóles, intimidándole para que se rindiese al «Católico Rey de España» la deliberación fué breve porque «el partido aragonés» había comenzado a levantar la voz; abiertas de par en par las puer- tas de la ciudad, entraron inmediatamente en ella el conde de Matera — conocido con el sobrenombre de «gran aragonés» — y otros señores, gritando: — «¡España, España!» Muchas eran las familias nobles napolitanas oriundas de España, que nutrían el odio más encarnizado contra los franceses. Alfonso de Avalos, hijo de Iñigo, marqués de Pescara, había muerto en 1495 combatiendo por Fer- nando; su hermana Costanza, duquesa de Francavilla, ofreció al rey Federico y a los demás miembros de la Casa Real un asilo en la isla de Ischia, que gallardamente defendía la duquesa con-
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tra los ejércitos franceses. Hernández la elogiaba por haber de- mostrado, de este modo, su «nobleza de España, que antigua tenía*. En la solemne entrada de Gonzalo en Ñapóles, Iñigo, marques del Vasto, fué a buscarlo a Poggiorale, le entregó las llaves de Ischia «y el Gran Capitán le abrazó muy estrechamente» (1). Aquella familia, como tantas otras que se habían establecido en Ñapóles el siglo anterior, se mostró inmediatamente española de espíritu y de tradición, como ocurrió con el joven Fernando, marqués de Pescara, y con Alfonso, marqués del Vasto (2). Indudablemente, persistían, entre los barones napolitanos, pero pertenecían por regla general a las familias que, por odio a los aragoneses, habían sostenido los amigos del duque de Anjou y los franceses de Car- los VIII y que dieron pruebas de rebeldía en las guerras habidas después en el reino y en Italia, hasta que fueron convertidas, ven- cidas o reducidas a la impotencia. Pero el nuevo gobierno se las ingeniaba con gran habilidad y prudencia para atraerse a aquellos descontentos, hasta el punto de que Galateo observa «que los es- pañoles quieren mejor a los de Anjou que a los que siempre hemos estado de su parte» (3). Y alcanzó su fin, ciertamente, como se vio en la actitud de la familia más poderosa de tradición francesa, la de Sanse verino, atrayéndose la rama de los Bisixnano, y duran- te muchos años la de los príncipes de Salerno, haciendo españo- lísimo de costumbres y educando con «ayos» traídos de España al joven Fernando Sanseverino, que se casó con una catalana, con Isabel Villamarino (4). Y cuando éste, bastantes años después, volvió a sentirse rebelde, le tocó las de perder y tuvo que escapar al destierro. Llegada la nueva a Ñapóles — escribe un cronista, amigo suyo — no hubo casa que no se afligiese de ello, ni persona que no se doliera sinceramente, pareciendo lamentable que un tal gentil señor como él, de tan excelentes cualidades, y tan querido de todos, hubiera tenido tan desastroso fin, haciéndose rebelde,
(1) Ivi, pág. 138.
(2) Sobre la educación española del primero, véase Giovio, 1. cit., y del segundo, FlLONlCO, Arch. stor. nap., II, 313-4 n.
(3) Esposizione del Pater noster, ed. cit., parte II, p. 12.
(4) Castaido, Historia, ed. Gravier, pág. 46. Su padre, Roberto, después de haber hecho las paces con los Reyes Católicos, recibió de ellos como mujer a María de Aragón, hija y heredera del duque de Villahermosa. La altivez de Fernando «muchos juzgan que estaba precedida de la educación española recibida en su mocedad bajo el magisterio y la disciplina españolas; porque tuvo en su niñez y en los primeros años de la adolescencia dos maestros o ayos, como se dice ahora, Juan de Oyeda y el otro don Jaime Castelvy, que lo educaron con refinamientos casi reales».
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sin que el rey le hubiera dado motivo para ello. Sus amigos y servidores, cubiertos de vergüenza, andaban de un lado para otro, como si se hubieran rebelado con él» (1). La protesta de ser «más español de afección que otros de patria», que se atribuye a Tansi- lo, o de ser «más español que el mismo españolismo», como decía Antonio Minturno (2), sonaban en los oídos con aquel dejo de deber, de decoro y de complacencia personal que hoy tienen las protestas de ser «buen patriota» o «sincero liberal».
Si a esto se añade el predominio que los intereses de clase o casta tuvieron sobre los genuinamente nacionales, se comprenderá perfectamente que los barones napolitanos y españoles, los mili- tares de uno y de otro pueblo, vivieran fraternalmente y se sin- tieran como elementos componentes de una misma sociedad y de una misma patria. Cantalicio, en su poema, había imaginado que el Rey Católico, confiando al Gran Capitán la conquista del reino y la expulsión de los franceses, les hablaba de Italia como de la tierra
fcedera cui nostri semper cimxere parentes servaruntque fidem, cui lingue et moribus i isdem et non dissimiles facie nos astra crear unt (3).
Lo mismo que repetía el Gran Capitán en la breve arenga que pronunció ante los trece caballeros italianos, amigos de los espa- ñoles que combatían en honor de Italia contra la insolencia fran- fesa: «debere — le hace decir Galateo — illos nemi nisse Italics virtu- tis... seque sub felici auspicatu Catholicorum regum pugnare, et ítalos atque Hispanos gentem esse eiusdem sanguinis, eiusdem lin- guai: victor iamque... gratiorem quam Italis Hispanis futuram (4).
Así no puede maravillarnos que un literato o cronista español, describiendo un año después la sociedad que brillaba en Ñapóles, nota esta fraternidad entre señores napolitanos y españoles, obe- dientes a un mismo ideal y a un solo impulso. «Todos estos cava- lleros, mancebos y damas y muchos otros principes y señores se halla- ban en tanta suma y manera de contentamiento y fraternidad los unos con los otros, assi los españoles unos con otros como los mismos na-
(1) A. Castaldo, obr. clt., pág. 122.
(2) Tansilo, Capitoli, ed. Volpiceli!, pág. 363; Lettere di messer Antonio Mintukno (Vinegia, 1549).
(3) De vis recepta Parthenope, 1. e, al fin.
(4) De pugna tredecim equitum, 1. e.
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turóles de la tierra con ellos, que dudro en diversas tierras ni reynos ni largos tiempos passados ni presentes tanta conformidad ni amor en tan esforzados y bien criados cavalleros ni tan galanes se hayan hallado.»
Copio estas palabras de un libro intitulado la Question de amor, que, publicado la primera vez en 1523 (1) fué muy leído y muchas veces reimpreso en España, Italia y otras partes en la primera mitad del siglo xvi, y que volvió a reimprimirse al final del si- glo (2), siendo luego olvidado, hasta el punto de que sólo merece una referencia superficial a los historiadores de la literatura espa- ñola (3). Me fijo en ese libro, no por su valor literario, que Ticknor exagera demasiado cuando lo considera «como uno de los prime- ros intentos de la literatura española», sino como documento re- presentativo. He hecho, sin embargo, un descubrimiento que me avergüenza llamar tal, tan sencillo es, aunque nadie lo haya hecho antes que yo: el descubrimiento de que es una novela de clave. La «llave — diría Pascolo — estaba en el quicio de la puerta y bastaba para verla, dar la vuelta y entrar, pero ninguno se había decidido a ello».
La trama de la novela (4) es la siguiente: Cuando Carlos VIII estaba en Italia, Vasquirán, caballero español de Todomir (¿To- ledo?), yendo a la corte de los Reyes Católicos y pasando por la ciudad de Ciramuda (Zaragoza), se enamoró de una dama llama- da Violina. Los padres de ella se negaron a entregársela como esposa, y marcharon con la hija a la ciudad de Valdeana ( Valen -
(1) Erróneamente, Ticknok, obr. cit., I, 389-90, cree que la primera edición es de Valencia de 1527; Amador de los Ríos, obr. cit., VII, 395-6, cfr-. 495 y Brune?, Man. d. libraire (5.a edición, IV, 1012-4) recuerdan la de «Valencia», 1513, hecha por Diego Gumil.
(2) Conozco, además de la primera, las ediciones de Salamanca 1519 y 1539; Vene- cia, 1533; Zamora, 1539; Medina del Campo, 1545; Venecia, 1154 (sobre esta cfr. BoUGl, Annali del Giolito, I, 408-10). Amberes, 1556, 1576; Lovaina, sin año; Salamanca, 1560; Amberes, 1598, y hay otras, tal vez sin año, pero que es tal vez de Toledo hacia 1527. Le Question fué traducida al francés (París, 1541). V. Menéndez y Pelato, Orígenes de la novela, I, p. CCCXXVII, núm. 1.
(3) Ticknor y Amador de los Ríos, lugares citados.
(4) Me valgo de la edición de Salamanca, de la que se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Ñapóles y transcribo su largo título que es casi un sumario: Ques- tion de amor de dos enamorados: al uno era muerta su amiga: el otro sirve sin esperanca de galardón. Disputan qual de los dos sufre mayor pena. Entretexense en esta controversia mu- chas cartas y enamorados razonamientos. Introdúzense mas una caca. Un juego de cañas. Una égloga. Ciertas justas. E muchos cavalleros et damas con diversos et muy ricos atavias: con letras et invenciones, concluye con la salida del señor Visorey de Ñapóles: donde los dos enamorados al presente se hallavan: para socorrer al Sancto Padre: donde se cuenta el nú- mero de aquel luzido exército: et le contraria fortuna de Ravena. La mayor parte de la obra es historia verdadera. Compuso esta obra un gentilhombre que se hallo presente a todo ello. Ultima impression de la presente obra: y de muchos defectos y corrutos vocablos corregida.
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eia) y de allí a Italia, o mejor dicho, a la ciudad de Telersina, la mayor de las islas de Sicilia (Palermo). Allí tiene ocasión de tra- tar y conocer a otro caballero español, Flamiano, natural de Val- deana y que reside habitualmente en Noplesano (Ñapóles). Cuan- do no se ven, los dos mantienen una nutrida y frecuente corres- pondencia epistolar. La muerte arrebata a Vasquirán a su amada Violina, y, al mismo tiempo, Flamiano tiene la desgracia de ena- morarse en Ñapóles, perdidamente, de la jovencita Belisena, que no qiúere o no puede saber de él. Desesperados por amor, aunque por distintas causas, ambos amigos, Flamiano envía a su compa- ñero desde Ñapóles a su amigo Felisel para recibir noticias suyas y darle las propias, y Felisel es portador de una carta de res- puesta y describe cómo ha encontrado a Vasquirán hundido en su acerbo dolor de amor y de muerte. Con la carta se inicia la disputa, la Question, que se refiere al punto tan debatido de ca- suística amorosa de si es más infeliz el que ama sin esperanza o el que ha perdido ante la muerte el objeto de su amor. Cuestión que, de momento, salvaremos diciendo que ambos son desgracia- dos y que ambos pueden enloquecer, morir o consolarse; pero en aquellos tiempos no se resolvían las cosas con tanta filosofía y se prefería girar en torno de ellas con agudísimos contrastes y suti- lísimas distinciones.
Con la disputa se enreda la discusión de una partida de pista, de un torneo, en el que Flamiano es caballero armado. Un nuevo cambio de cartas donde la polémica continúa con otra descripción de una cacería, en la que Flamiamo tiene un largo coloquio con Belisena, que con gran firmeza rechaza la oferta de su amor. La polémica se orea más y más con un nuevo viaje del paje Florisel. Más cartas. Flamiano, en compañía de los señores que forman la alta sociedad aristocrática de Ñapóles, se dirige a un paraje que dista ocho kilómetros de la ciudad, llamado «Virgiliano», tomando parte en un juego de cañas, en una mascarada y en la recitación de una égloga española, alusiva a sus amores con Belisena. Tercer viaje de Felisel a Sicilia, llevando presentes y cartas de su amor y señor. Vasquirán se resuelve a venirse a vivir a Ñapóles, y dando las oportunas disposiciones en Palermo para continuar con el culto que profesa a su amada muerta, se pone en viaje. Helo con Flo- rián continuando «la question» alrededor de la cual continúan lazo- nando con la mayor amplitud. Y después se ponen de acuerdo
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para ofrecer a la sociedad napolitana una tela de justa real. Obte- nido el permiso del virrey, se celebra esta gran fiesta.
Entre tantas diversiones, llega el anuncio de las hostilidades entre Francia y España, de la alianza concertada entre el papa y el Rey Católico, conocida por el nombre de la «liga santa»; Ña- póles se llena de pertrechos guerreros; el ejército, con el virrey a la cabeza, se pone en movimiento; Flamiano parte también para la nueva guerra. Vasquirán, que vuelve a quedarse colo, realiza una excursión para sus quehaceres a Sicilia, resuelto a marchar inmediatamente al lado de su amigo. Pero una noche en Palermo, le aparece en sueños Flamiano, herido de muerte, entre varios ca- balleros heridos. ¡Triste y verdadero presentimiento! Felisel, que llega inmediatamente después, le da noticias de la sangrienta de- rrota de Ravenna y le entrega la carta que Flamiano le ha diri- gido antes de morir, fechada en Ferrara el 17 de abril de 1512.
Escrito este libro, como el autor declara en las primeras pági- nas., en alabanza de una dama, que en la obra toma el nombre de Belisena, «por servir y complazer un cavallero, a quien llama Flamiano, que aquella dama servia» y que se refiere a sucesos acae- cidos en Ñapóles como él mismo nos advierte, entre 1508 y 1512, a los que se mezclan ciertas invenciones para dar interés a la tra- ma (1), donde se introducen muchísimos personajes reales, pero con nombres alterados «por cierto respecto que se escrivió necesario», es evidente que está formado de cartas, razonamientos y poesías, entre las últimas coplas, villancicos y una égloga, que fueron es- critos antes de 1512 y que quedaron manuscritos o fueion reci- tados en la buena sociedad napolitana, que discretamente enten* día las alusiones y reticencias, y desde luego, enviados a la cor- tejada Belisena. Los apuntes de las fiestas, de las empresas, ca- cerías, justas, parecen anotaciones a lápiz de un «cronista mun- dano», porque también entonces tiene su importancia la crónica de sociedad aunque no existiesen los diarios, y en los Giornali manuscritos de Passaro, hay una descripción de las bodas de Bona Sforza, que se parece del todo a las de la Question (2). El mismo autor forma parte de la alta sociedad de Ñapóles (3). Y dice en
(1) Parece referirse a los sueños y a las disputas.
(2) Passaro, Giorn. cit., páginas 240-58.
(3) *Compuso esta obra un gentilhombre que se halló presente a todo ello*, será la por- tada del libro de que ya hemos hecho mención.
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el proemio que ha querido ocultar su nombre «porque los, que con más ingenio querrán en ello (en el libro) algo enmendar, lo puedan mejor hazer y de la gloria gozar su parte», pudiendo considerar la obra como resnullius y llevar a ella su parte de colaboración per- sonal, y para que los detractores, que nunca faltan, tengan liber- tad «para saciar las malas lenguas, no sabiendo de quién detraían», lo que hace suponer que el autor fuera hombre de alguna cuenta, un gentilhombre que no quería enojar a sus críticos, ni que sus críticos le molestasen a él.
Si la alteración de los nombres de los personajes hace la obra algo escura en las consideraciones históricas, no hemos de decir por eso, que los personajes no puedan reconocerse. Ante todo los nombres supuestos repiten siempre las iniciales de los nombres verdaderos. Los caballeros, cuyos nombres se describen, llevan siempre los colores de la dama a la que sirven. Con ambos ele- mentos nos es posible rehacer las parejas amorosas. Finalmente, en la última parte de la obra, añadida cuando ya estaba com- puesta su trama central, al describir el ejército que el virrey Raimundo de Cardona sacó fuera de Ñapóles, se ponen los nombres verdaderos e históricos de los personajes, circunstan- cia que, añadida a la advertencia que nos hace el autor de que éstos son los mismos que aparecen en la primera parte, facilita grandemente el hallazgo de los personajes auténticos. Hallazgo que, por lo demás, es facilísimo y seguro siempre, aunque la misma inicial se repita a veces para nombres distintos, y en otras dudemos de si ésta es la del nombre o la del apellido, y en algunas más haya sospecha de erratas de escritura o de im- presión.
Ninguna duda, sin embargo, podemos abrigar con relación a la heroína de aquella novela de amor, sobre Belisena, amada por Flamiano, porque es, efectivamente, Bona Sforza, hija del duque de Milán Juan Galearro y de Isabel de Aragón. Como tal se la designa con el título apenas alterado de «hija de la duquesa de Me- liano, que era una muy noble señora viuda», que, por entonces, fué a pasar una larga temporada a Ñapóles, y como tal, se confirma en la segunda parte, donde entre las damas que presencian el des- file de los ejércitos de Cardona, se habla de la «señora Duqtiesa de Milán y la señora su hija doña Bona». De regreso, efectivamente, al reino de Ñapóles, después de sus desventuras de Milán y de la
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guerra de Caries VIII en 1499 (1), Isabel, o en sus posesiones de la tierra de Bari o en la ciudad de Ñapóles, con su hija Bona, educada por el preceptor Colonna (2) que, nacida en 1493 (3) tenía en 1508, año en que empieza la novela, quince años, y diez y nueve cuando se casó, en 1512. La crónica escandalosa (4) contó de Bona, casi una niña, atrevidos apasionamientos con el mozo aquel de Héctor Pignatelli que obtuvo «de su amor algo más que las hojas» y de la que se dice también que, al casarse en Polonia con el rey Segismundo, en 1517, corrieron nuevas de que el exce- lente marido, al conocer a su esposa y la dote que le aportaba, reflejó su doble, mejor, su triple desilusión en un dístico demasia- do melancólico (5).
Sea lo que sea de esto, volviendo desde estos detalles tan pro- saicos al mundo de la galantería y de la caballería, de la novela se desprende que desde 1508 a 1512, que la muchachita Bona fué «servida» y adorada en vano por Flamiano, caballero de Valencia, que no sabemos con seguridad quien fuese, pero que fué cierta- mente un personaje de carne y hueso, herido en Ravenna y muerto en Ferrara, adonde fueron transportados y donde murieron varios prisioneros y heridos del ejército español (6). Aunque simple gen- tilhombre, nos explicamos que Flamiano mirase tan alto, enamo- rándose de una princesa, destinada a ser reina «mirado y conside- rado el valor, merescer y Belisena, todas las esperanzas que esperanca de algún bien darle podían, la puerta le cerraban». En el coloquio que tuvo con él Belisena, o sea Bona, le dio a entender que el único modo de «servirla» (7) era el de prescindir de ella: «para esto que te digo, como ya te he dicho, los inconvenientes de mi estado y de mi condición y honestidad me dan inconveniente no sólo para
(1) PASSARO, Giorn. cit., pág. 121.
(2) Si veda sopra im questo voi., pág. 118.
(3) Trinchera, Codice aragonese, II, parte I, pág. 276.
(4) Aludo a la colección manuscrita de los Succesi de la corone, sobre la cual cfr. A. Borzelli, Successi tragici ed amorosi di S. e di A Corone (Napoli, Casella, 1908).
(5) «Regina Bona attuili nobis tria dona: Faciem pictam, dotem jictam et vulvam non stridami. V. Passaro, obr. cit., pág. 258 de la ed. impr. y en muchos manuscritos de los diarios del siglo xvu. V. Darowsky, Bona Scorza (Ryzm, tip. del Senado, 1904) que se aprovecha de mis indagaciones, por cierto, sin indicar su origen.
(6) Cfr. en Passaro, obr. cit., pág. 193. La noticia de la muerte del conde de Avelino, Juan de Cardona, ocurrida en Ferrara, que había sido herido en la batalla de Ravenna y moría a consecuencia de una lesión antigua que había recibido en un juego de cañas.
(7) Traduzco adrede servir, para expresar literalmente la palabra italianísima y caballeresca de enamorarse de una dama y quedar obligado al vasallaje de su voluntad y de su hermosura. — N. del T.
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que, como hago, della reciba mucho enojo, mas para que, aunque tú mil vidas, como dizes, perdiesses, yo dellas haya de hazer ni cuenta ni memoria». A lo que Flamiano responde en vano: «Assi que, señora, si quereys que de quereros me aparte, mandad sacar mis huessos y raer de allí vuestro nombre y de mis entrañas quitar vues- tra figura, porque ya en mí está convertida».
En torno a estas dos señoras, Bona e Isabel, giran en la novela, los distintos personajes de la sociedad italoespañola de Ñapóles. He aquí el virrey Raimundo de Cardona, tan querido y predilecto del Rey Católico, que hasta se dijo que fuera hijo natural de este monarca; he aquí dos cardenales, el de Valencia, Luis Borgia, hombre galantísimo, y el de Sorrento, Francisco Remolinez, viejo amigo de los Borgias, antiguo familiar queridísimo de César e ins- tructor del proceso de Savonarola, que no pudiendo vivir en Ña- póles después de los tratados de mal género que allí había cometi- do, vivía en Ñapóles, donde tenía fama «de hombre malísimo y era muy mal querido» (1). He aquí al cuñado del virrey, el gran almirante Bernardo Villamarino, conde de Capaccio, de una fami- lia de gente de mar y lleno de gloria por sus hazañas contra turcos y berberiscos. Sigue una legión de ilustres guerreros, italianos o españoles: Fabricio y Próspero Colonna, don Carlos de Aragón, los príncipes de Bisignano y de Melfi, los duques de Ferrandina, de Bisceglia, de Atri, de Termoli, de Gravina, de Traetto; los mar- queses de Pescara, de Padula, de Nocito, de Bitonto, de Atella; los condes de Monteleona, de Avellino, de Polenza, de Popoli, de Soriano, de San Marcos, de Matera, de Cariati, de Trivento; An- tonio de Leyva, Juan Alvarado (2), el prior de Mesina Pedro de Acuña (3), Diego de Quiñones, Héctor y Guido Ferramosca, Fer- nando Alarcón, Jerónimo Lloriz, Gerónimo Fenollet, Luis Ixar, Gaspar Pomar y otros muchos. Españolas y napolitanas son las damas que sobresalen en esta sociedad: las dos «tristes reinas» Juana de Aragón, viuda del rey Fernando el viejo, y su hija del mismo nombre, viuda del rey Ferrantino, la viuda princesa de Sa-
(1) Passaf.o, Giornali, páginas 188-9.
(2) De Leyva muchos años después contaba a Giovio (Elogia, i. 316), que vino a Italia de muy joven, en 1502, como lugarteniente de una sección de caballos de Sancho Martino, su tío, que en el mismo barco en que se embarcó se encontró con los dos herma- nos Benavides y con los dos Alvarados, padre e hijo.
(3) Era capitán de cincuenta hombres de armas y fué herido en Ravenna: Sañudo, Diari, XIII, 257, 325, XIV, 151, 170, y Passaro, Giornali, pág. 180. A él, y no a Hugo de Moneada, como supone Cian, alude CASTIGLIONE en el Cortigiano, II, 78.
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lerno Marina de Aragón, la duquesa de Trancavilla Constanza de Avalos, las duquesas de Gravina y de Traetfco; las marquesas de Pescara, del Vasto, de Padula, de Bitonto, de Laino, de Nocito; las condesas de Venapo, de San Marcos, de Capaccio, de Matera, de Soriano, de Trivento, de Terranova y tantas y tantas otras, sin hablar de las damas y damiselas italianas y españolas, que for- maban la corte de las «tristes reinas».
Todos estos personajes se reconocen fácilmente en la primera parte de la novela. Así, el conde de Avertino es el de Avellino, el prior de Mariana es el de Mesina, el duque de Belisa es el duque de Bisceglia, el conde de Poncia el de Potenza; el Sr. Fabricano, Fabricio Colonna; Atineo de Lavesín, Antonio de Leyva; el car- denal de Brujas, el cardenal Borgia; Marcos de Reinar, el capitán Alarcón; Pomarín, el capitán Pomar; Albalader de Coronis, Juan de Alvarado. También se reconocen por lo general las damas que éstos cortejan y a las que están ligadas de amor. Porque esta no- vela (si se quisiera cambiar el título doctrinal por otro más nove- lesco) podía titularse: «Amores, fiestas y armas»; en cosas de amor se explican pomposamente los usos y costumbres de la galantería caballeresca y medieval, harto cultivada en España y hoy fla- mante también en tierras italianas. Cada caballero lleva consigo, como se ha dicho, la divisa de su dama y palabras alusivas a las vicisitudes de su corazón. Por ejemplo: Flamiano, al ir a las fies- tas de los esponsales del conde de la Marca (de San Marcos), algún tiempo después de haberse enamorado y de haber recibido noticias de la desventura de su amigo, se vistió de una loba frisada, forrada de damasco negro, acuchillada todo por encima, de modo que por ella mesma se mostrase la forradura con las cuchilladas (1), todas atadas con unas madezas negras y con una leyenda que decía:
No descubre mi pena ni tristeza, el ajena,
el dolor propio y el dolor del amigo. Ejercicio intelectual muy adecuado a estas damas y caballeros eran las «cuestiones de amor», al uso de la que servía de argumento a la novela (2), y a la que
(1) «Taglietti», como se traducía entonces en italiano, según podemos ver en Aretino.
(2) V. en el Cortegiano, 1, 10, uno de los juegos propuestos por Fregoso y la nota que acompaña a este pasaje en la edición de Cian.j
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debió en buena parte la fortuna que tuvo, pues en la edición vene- ciana de 1554, hecha por Alfonso de Ulloa, se añaden, a modo de apéndice, una serie de cuestiones semejantes (1). Ejercicios predi- lectos son asimismo escoger empresas y leyendas y componer co- plas y toda suerte de versos de amor. Versificaban muchos de aque- llos militares y gentileshombres que intervienen en la Gestión de amor. El marqués de Pescara, Fernando de Avalos, estuvo du- rante algún tiempo locamente enamorado de la española Isabel de Requeséns, mujer del virrey (a la cual, se cuenta, que tuvo la audacia de dejarle caer en el pecho un collar, sin que Isabel hiciera nada por el momento, hasta que al día siguiente envió como re- galo el collar a la marquesa de Pescara). Para ella componía versos el marqués en español, como una vez que, advirtiéndole desdeñosa, escribió sobre el tambor de Paleone, maestro de música de la vi-
Más fe y menor ventura, la memoria es mi enemigo; mas sólo en la memoria quedará toda mi gloria,
y otra vez, para la misma dama, rimó de esta manera:
Si tú me cierras, Amor,
en el mejor tiempo la puerta,
la de la muerte está abierta (2)
El Cancionero General recoge versos de Pedro de Acuña, de Diego de Quiñones, de Carlos de Guevara y de Rodrigo de Ava- los (3). El napolitano Sansorino, príncipe de Salerno, versificaba en español, y en días de desgracia compuso una canción desconso-
(1) Venecia, Giolitto, 1554: tTrece questiones muy graciosas sacadas y puestas en nuestro romance de cierta obra toscana llamada el Plisloculo, del famoso poeta y orador Juan Bocaccio». V. P. Rajna, Rumania, XXI, 28-81.
(2) Véanse las Vite, de Filonico, manusc. Bibl. Naz. B., 67, fol. 69, 89, y en la edi- ción de Jordi (Vitoria Colonna), páginas 102-3.
(3) En la ed. de 1527, Carlos Guevara debe ser el conde de Potenza. Un Juan de Cardona de versos en el folio CLXV; pero debe ser, no el conde de Avellino, sino el mismo que compuso un Tratado de amor (Cfr, Gallardo, Ensayo, II, 219).
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ladamente triste que se cantó en toda Italia, y de la que Brantome nos ha dado la primera estrofa:
Ya pasó el tiempo que era enamorado, ya pasó mi gloria, ya pasó mi ventura, y ha llegado la hora de mi sepultura.
Y tornando a las páginas de la Question volvamos a las cace- rías, a los juegos de cañas, a las recitaciones que se describen en el libro, destellos de la vida galante y exótica.
La partida de torneo fué concertada por cuatro caballeros de cada bando con ocho correrías, y había, entre otros premios, una tienda de plata de ocho marcos al que mejor gustase y ocho cañas de raso carmesí al caballero que se presentase «más galán con los caballos mejor enjaezados». El marqués de Pescara, que figuró entre los justadores, llevó un vestido de terciopelo leonado con puntas de plata y con la divisa: «No pueden pessa mis males, Pues al medio les ha faltado remedio», y por la noche llevaba un vestido de brocado blanco forrado de raso leonado, con fajas del mismo raso, con algunas plumas de escribir, donde se leía: «No se puede mi passión Escrevir, Pues no se puede sufrir», yendo acompañado de muchachos y pajecillos con los mismos colores blanco y leonado.
La justa real debía, en la mente de sus organizadores, so pre- texto de fiesta y de diversión para todos, servirles a ellos y a los demás atribulados del mal para «publicar sus apasionados dolores», encontrando para semejante empresa acogimiento y ayuda en el cardenal Borgia, «un notable cavallero y mancebo y tan inclinado a las cosas de la cavalleria, aunque perlado». Un heraldo, o albardán, publicó por la ciudad el cartel de desafío de la justa, con los pre- mios para los vencedores, entre ellos un diamante de cien ducados para la dama mejor adornada y un rico rubí al mejor vestido galán que acudiese a la fiesta nocturna en casa del virrey.
El juego de las cañas se llevó a cabo en un escampado entre la ciudad y el mar, donde se había erigido un gran tablado recubierto de ricos tapices, con dos legiones de caballeros: la una dirigida por Flamia.no y la otra por el cardenal Borgia. Los del bando del car- denal se presentaron alineados a la turca, con trompetas y bande- ras en las lanzas, y vestidos con jubones de brocado negro forrado de raso rojo obscuro y con máscaras turcas. Flamiano y los suyos
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les hicieron frente con alcancías; al verlos volvieron grupas, y los turcos, lanza en ristre, les siguieron para volver todos al lugar del juego.
La égloga, finalmente, aludía al coloquio que había tenido Fla- miano con Belisana durante la cacería, y llevaba a la escena a un pintor, Torino, que cantaba y se lamentaba de la repulsa sufrida por aquél, con otros dos que divagaban con discursos y polémicas en torno a sus penas, y la pastorcita Benita, que intervenía, les escuchaba y les volvía después las espaldas, dejándoles a solas con sus cantos y lamentaciones. Era una representación cortesana de la que participaban Flamiano y cuatro caballeros amigos suyos.
Esta elegante sociedad de caballeros, consagrada enteramente a los amores, juegos y fiestas, recuerda verdaderamente el fresco famoso del camposanto de Pisa, la alegre campaña en el florido vergel, a la que se aproxima inexorablemente con su hoz la Muerte. Entre aquellas diversiones llegó el bando de guerra, y el virrey se puso al frente de un ejército precioso y tan adornado y gentil como correspondía a personas tan galantes. «Los barones de Ñapóles — escribe Giovio — adquirieron hermosos caballos de guerra y se procuraron bellas divisas de armas; entre ellos Pescara, con sin- gular desenvoltura, se había provisto de sayos, penachos y cubier- tas de caballo suntuosísimos, bordados a la aguja en oro y carme- sí» (1). En la novela se describen menudamente, demasiado minu- ciosamente, los adornos, los atavíos, del virrey, del marqués de Pescara y de los demás capitanes. Algunos meses después aquella sociedad, aquel ejército, yacía quebrantado y deshecho, sangrante, lleno de fango, en los campos de Ravenna. Sus bellos vestidos, sus ricas divisas y sus galas habían caído en poder de los soldados franceses (2). Vasquirán, en su fúnebre sueño, ve a Flamiano con el rostro y el cuerpo lleno de heridas, y a su vera nel conde d'Aver- tino de la misma manera del herido; en la delantera, assentados, al prior de Mariana, y al prior Dalbano, y a Rosseller el Pacífico, y Alvalader de Cerosías, y a Pomesis y Petraiquis de la Gruta, y a Guillermo de Cauro y a su hermano el conde de Torramastra, y más
(1) Vita del Pescara, ed. cit., fol. 170; cfr. Lettera da Napoli, 1 nov. 1511 (Sañudo, Diari, XIII, 325), «todos suntuosos y en orden perfecto».
(2) Se ganaron en aquella batalla trescientos mil ducados entre dinero, objetos de plata y vestidos de brocado y de terciopelo que los extraños señores italianos y los seño- res capitanes españoles se habían mandado hacer para aquella empresa (Passarci, Gior- nali, pág. 179).
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de otros cien caballeros españoles y de Noplesano, y los todos con muchas heridas en sus personas». Hay crónicas particulares de la muerte de algunos de estos caballeros, como, por ejemplo, del mag- nánimo D. Pedro de Acuña, de Alvarado, maestro de guerra del joven Pescara, y del conde de Avelino (1). Aquellos galantes caba- lleros, aquellos guerreros bien vestidos, se batieron como leones, haciendo pagar bien cara la victoria a los franceses y a su capitán Gastón de Foix, aquella victoria sangrienta, en la que Ariosto sabía escuchar:
¡gran rammarichi e l'angosce
ch'in veste brune e lacrimosa guancia
le vedovelle fan per tutta Francia! (2).
Rey, religión, honor militar, culto caballeresco de la mujer, componían la fe que los animaba y que se refleja precisamente en el discurso que hizo Vasquirán al amigo que marchaba a la gue- rra: «Tú — le dice— puedes estar contento porque motivos bien jus- tos te determinan a obrar: primero, el servicio de la Iglesia, que os decide a todos; luego, el servicio a tu rey, como cumple a tu deber; en tercer lugar, porque vas a usar el traje militar, que es el que verdaderamente te corresponde, y en cuarto y principal, porque llevas en tu pensamiento a la señora Belisaria y dejas tu corazón en su poder.»
La Question de amor no es la única obra de la literatura espa- ñola que haya nacido de la vida de la sociedad italoespañola en aquellos primeros años de la unión de Ñapóles con España. Hay en el Cancionero General (3) un «dechado de amor, hecho por Vázquez a petición del cardenal de Valencia, y enderezado a la Reyna de Ña- póles», que debió ser compuesto por el año 1510, porque el cardenal que le dio el encargo, Luis Borgia, murió en 1511, año en que tam- bién murieron las princesas de Salerno y de Bisignano y la condesa de Avelino, que se mencionan en el Dechado (4), y porque Victoria Colonna, a quien llama «la marquesa de Pescara», se había casado
(1) Passaro, obr. cit., pág. 180; Giovio, Vita del Pescara, í. 173.
(2) «Las lamentaciones y los alaridos que vestidas de negro y con las mejillas rojas lanzan las jóvenes viudas por Francia entera», Orlando, XIV, 7.
(3) Edición de Toledo de 1527, fol. CLXXXII-III.
(4) Passaro, obr. cit., páginas 176-7. La princesa de Bisignano y el cardenal Borgia hablan sido envenenados por el príncipe marido de aquélla, que había descubierto el enredo de ambos (Croce-Ceci. Lodi di dame napoletane del secolo decimosesto. Ñapóles, 1894, pág. 57).
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con Avalos en 1509 (1), y aunque las reinas de Ñapóles, las «tristes reinas», eran dos como hemos dicho, ambas viudas y ambas Jua- nas, ambas viviendo bajo el mismo techo, lo más probable es que la que aquí se nombra sea la joven, la viuda de Ferrantino, que en 1510 contaba cerca de treinta y dos años. A la madre, en cam- bio (permítaseme esta digresión), se refiere un precioso romance popular español (2) que, tal vez por la sugestión del poético nom- bre, idealiza aquella figura de reina viuda y destronada, de la que hace un símbolo de infinito dolor.
Con toda solemnidad comienza así el romance:
Emperatrices y reinas cuantas en el mundo había, las que buscáis la tristeza y huís de la alegría, la triste reina de Ñapóles busca vuestra compañía.
Sus ojos lloran todas las lágrimas que pueden verter; ¡cuántas desgracias en torno a ella, cuántas pérdidas de personas queridas! Llora al rey su marido, al rey su hijo, al rey su sobrino y yerno, a su hermano y a todos sus sobrinos; entre tantas desventuras, y bajo la amenaza del rey de Francia, que quiere robarle el Reino, pide socorro a sus hermanos, los reyes de Castilla, y sube a una alta torre a explorar ansiosamente, por sobre la inmensidad del mar, si llega por fin el socorro que espera:
Subiérame a una torre la más alta que tenía, por ver si venían velas de la tierra de Castilla: vi venir unas galeras que venían de Andalucía; dentro viene un caballero, Gran Capitán se decía; — ¡Bien vengáis el caballero, buena sea vuestra venida...!
(1) Passaro, obr. cit., pág. 162.
(2) Ya incluido en el Cancionero de romances de 1550, se lee ahora con dos textos en el Romancero general, ed. Duran, voi. II, números 1249-50.
España en la vida italiana. 9
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Estas mujeres que sobreviven a la Casa aragonesa de Ñapóles atraen poéticamente nuestra fantasía. Confieso que no sé leer sin alta conmoción, como de tragedia, la relación que el tosco cronista Notar Giacomo hace del incendio que estalla el 21 de diciembre de 1506 en la sacristía de la iglesia de Santo Domingo, cuando el fuego reduce a pavesas las cajas funerarias que contienen los res- tos de los reyes de Aragón, cuando llegan a aquel lugar la reina viuda Juana Isabel de Aragón, duquesa desterrada de Milán; Bea- triz de Aragón, reina de Hungría repudiada, que, ante el lamen- table espectáculo, «acordándose de sus dolores, prorrumpen en un grandísimo alarido» (1).
En los años durante los cuales fué compuesto el Dechado de amor, las dos tristes reinas vivían en el antiguo palacio real de Castel Capuano, honradas como hermana y sobrina del Rey Ca- tólico, rodeadas de una magnífica corte, atentas a gobernar su Estado, o lo que es igual, las muchas propiedades de que disfru- taban en el Reino (2). Juana Castriota gozaba del afecto de las dos reinas y de gran influencia en su corte, hasta el punto de que no había contraído matrimonio por consagrarse enteramente a ellas, aunque las malas lenguas añadiesen que en aquella devoción no era extraño el vínculo de la joven reina con su hermano Cas- triota, duque de Ferrandina, y a ella misma se le atribuyesen amo- ríos con Alarcón (3). Además de la Castriota, figuraban como da- mas de aquella corte la duquesa de Gravina, Juana Villamarín, María Enriquez, María Cantelmo, una doña Pórfida, una señora Maruxa, María Sánchez, Leonor de Beaumont, Violante Centellas, Angela Villaragut, María Carroz y Diana Gambacorta. Todas estas damas inspiraron el Dechado de amor, en el cual el cardenal Bor- gia (es él quien habla), después de loar a la reina, pídele, lo mismo que a sus damas, que borden paños distintos que muestren los sufrimientos de sus enamorados, indicando a cada una el tejido de cada paño y la divisa o leyenda que ha de llevar. La composi- ción comienza dirigiéndose directamente a la reina:
Alta Reyna que merece quanto en el mundo s 'encierra,
(1) Notar Giacomo, Cronica, páginas 295-6.
(2) Noticias sobre su vida y su estado en Arch. stor. nap., XIX, 359-61.
(3) Filonico, ms. citado, en la Vita d'Isabella d'Aragona, í. 49.
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añadiendo que si la fortuna le ha quitado el dominio, la Natura- leza le ha prodigado belleza y bondad:
. . . quanto del inundar os ha quitado ventura, tanto os ha dado natura de virtud y de hermosura quanto os ha podido dar;
y advirtiendo que ella es «reina general», «reina real de las reinas», osa suplicarle que borde con sus damas el paño del modo que aca- ba de indicar:
Yo he tenido atrevimiento
para osaros suplicar
queráis con las damas vuestras
labrar un paño de muestras
do todas las vidas nuestras
sus males puedan mostrar.
Y se le ruega que borde en un paño un cielo enteramente sem- brado de estrellas con el sol en medio y esta divisa: «De tan alta claridad no es mucho salir centellas que se abrasse el mundo deltas.» A la Castriota, que borde ima tela negra y blanca, rodeada de una cadena, como símbolo de la suya de la que penden y cuelgan tantos corazones. A María Enriquez, «servida» por el cardenal (1), un lazo de seda floja encarnada; a la duquesa de Gravina (que era entonces Beatriz Ferrillo, de los condes de Muro (2), dama que no toleraba cortejos), otros símbolos y divisas parecidos. Cosa aná- loga hacía con las demás, con la Villamarín, hija del almirante y hermana de la famosísima Isabel, princesa de Salerno, a quien hacía el amor el conde de Avellino, con el que se casó; con la Can- telmo, cortejada por Jerónimo Tenollet; con doña Pórfida, por la que bebía los vientos el marqués de Pescara; la Villaragut, feste- jada por Francisco Cantelmo; la Carroz, por el capitán Alvarado; la Sánchez, por el capitán Pomar; la Centellas, amadísima de su marido Ángel Galeote, y de otras que no cita; de la Gambacorta y de la reina misma no cita los amantes, añadiendo que están «en
(1) Aveva sposato il marchese di Lucito; ed è forse quella «Maria lusitana», alla quale e diretta l'epistola del Galateo, De hypocrisi (in Coli, cit., I, 227-47, cfr. p.v).
(2) V. el voi. Vili, tav. 2 de las Fani. nob. de Luta.
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lugar do nadie puede alcanzar)). La composición teje asimismo vina corona para otras señoras napolitanas que no son damas de la reina: para Isabel de Aragón, para Bona Sforza, para la princesa de Salerno, para Leonor Piccolomini, servida por Luis Ixar; para Victoria Colonna, marquesa de Pescara (1), servida por el marqués de Bitonto, Juan Francisco Acquaviva (2); para Maria de Alife (tal vez la hija de Fernando Díaz Garlón, conde de Alife, a la que dirigió un epigrama Sannazzaro) (3), servida por Pedro de Acuña, y, en fin, para una señora. Isabel (tal vez Isabel Castriota), que pertenecía a las damas de la duquesa de Milán, que estaba ser- vida por Carlos de Aragón, hijo de un bastardo del viejo Fernan- do (4). Sigue el epílogo y la despedida en una larga serie de estro- fas, de las que solamente pondré aquí las dos últimas:
Aquí verán que sentimos
aqui verán que pasamos,
aquí verán que sufrimos,
aquí verán que callamos,
aquí verán que hazeys,
aquí verán que hazemos,
aquí verán los estremos
del mal que por bien tenemos,
del bien que por mal teneys.
I assi será esta favor
hará dotrina e memoria
a los que saben d'amor
de sus penas e dolor,
e a quien no, qu'es pena e gloria,
aquí los unos sabrán
los males qu'en ellos caben;
sabrán antes que os alaben
lo que después passarán.
(1) Los versos que conciernen a la Colonna dicen así: «De seda amarilla e grana, Labrad, señora, un pincel, Do vea dama galana, Quien os viera tan ufana, Que Dios os pintó con él; E labrad una columna, De los dos de los estremos, Do vuestro nombre miremos, E también porgue en vos vemos, Que en estremo vos soys una.» La divisa era ésta: «Simas d'una no tuviera, En mi sola la pusiera».
(2) Fué herido gravemente en la batalla de Ravenna y murió antes que el padre en 1527.
(3) Carmina, III, 4; cfr. Passaeo, Giornali, pág. 155.
(4) De Enrique, marqués de Geracei; cfr. Caputo, Discendenza della Real Casa d' Aragona, núm. 74. Murió en 1512.
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No sólo en el Cancionero General, sino en otro de Obras de burlas encontramos composiciones nacidas en aquel tiempo y de aquella sociedad. Muchas de las damas recordadas, la reina Juana, María, Leonor, Diana, Maruxa, Pórfida, Juana y ademas una Muñoz, ima Inés, una Isabel Castriota, hermana de Juana (que fué amiga y después mujer de Guido Ferramosca, hermano de Héctor) (1), volvemos a encontrarlas en una Obra de un caballero, llamada visión deleitable (2), que es una graciosísima sátira. Finge el autor que, angustiado por las cuitas y querellas de amor, camina por la calzada de Capuana, cuando,
si venís como en visión mucha gente en procesión que me puso espanto velia; mas cuando cerca de mí se allegaran con plazeres, todo temor despedí, porque luego conocí que todas eran mujeres: que con honrra muy rreal llevaban a Matihuelo en un carro triunfal, él tan gordo, largo y tal, que arrastraba por el suelo: y luego tras él venían muchas dueñas y donzellas, que a altas voces dezían: — ¿Las que de ti se devian plazer se desvía dellas!
Cantado a coro el elogio, cada ima toma la palabra para dirigirse al personaje, cuyo canto sigue su deseo y sus expresio- nes de ternura. Pero aquella composición no tiene ya carácter satírico o de vituperio para las damas nombradas, y es sólo una
(1) Cfr. Fasaglia, Ettore e la casa Fìeramosca, Ñapóles, 1883, pág. 77. Guido muiió en 1531 en su castillo de Mugnano, e Isabel (que murió en 1545) le hizo erigir un sepulcro en Montecassino.
(2) Cancionero de obras de burlas, ed. cit., páginas 135-40.
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burla galante, como se ve en la disculpa final del caballero- so autor:
No sé quién fué el atrevido
que tales coplas trobó:
sé que todos como yo
por muy loco Vhan tenido
porque tanto se atrevió:
que trobar cosas viciosas
a damas tan virtuosas,
fué tan fuera de razón,
que fué bien como en carbón
engastar piedras preciosas.
Que damas tan escogidas,
en tanto estremo acabadas,
han de ser tan bien queridas,
que sean casi adoradas
sin ser de nadie ofendidas.
I si alguno las ofende,
su gran virtud las defiende
para que quede confuso,
y el que tal obra compuso
sus necedades enmiende.
No se sabe a punto fijo quién fuera el autor o quiénes los auto- res de tales composiciones, aunque la Question de amor parezca del autor mismo de la Cárcel de amor, Diego de San Pedro (1). El que las dos obras se imprimieran a la vez no es razón bastante, sin em- bargo, para que el autor de ambas sea el mismo. Al mismo Diego San Pedro se atribuye también, sin fundamentos sólidos, la Vi- sión deleitable (2). Lo que no cabe duda es que entre los tres libros hay una estrecha relación y un cercano parentesco. Como el De- chado lleva en la portada el nombre de un Vázquez, acude a la mente el pensamiento de que sea el propio «Vasquirán», amigo de Flamiano, testigo y redactor de sus trabajos de amor. Aun podía irse más allá, identificando ese Vázquez con un meser Juan Váz- quez, que había sido agente del cardenal Pompeyo Colonna, y
(1) V. el Discurso preliminar, de Aribau, al voi. III (Novelistas anteriores a Cervan- tes), de la Biblioteca de Aut. Esp., de Rivadeneyra, pág. 12.
(2) En la misma Biblioteca, voi. XXXVI (Curiosidades bibliográficas), p. XXI, n.
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en 1529 era, a las órdenes de Victoria Colonna, vicemarqués de Aquino y Palazzolo (1). Como este Vázquez se llama en un docu- mento clericus abulensis (2), o lo que es igual, de Avila, podíamos continuar con la indagación recordando que a un Vázquez o Ve- lázquez de Avila atribuye Duran un rarísimo y pequeño cancio- nero o colección de coplas, impreso en letra gótica (3). Pero todas éstas son conjeturas tan vagas y discutibles, que no es cosa de continuarlas, porque el nombre preciso del autor o de los autores poco añade al valor que estos documentos tienen para nosotros como pintura de las costumbres galantes y caballerescas de la so- ciedad hispanoitaliana en los albores del siglo xvi.
(1) Vittoria Colonne, Carteggio, páginas 59-60, y Supplemento, de Jordl, pág. 84 n. Pero no me parece fundada la identificación de Jordi de este Vázquez con Juan Vázquez Hurtado, que en 1568 fué obispo de Aceña y murió en 1571 (Mghelli, Italia sacra VI 221).
(2) Protocolo del notario Piroti, de Roma, nov. 1527, f. 66 (según la indicación que me hizo Jordi).
(3) Como me advirtió Menéndez y Pelato, en Revista de España, junio, 1894, pá- gina 113.
Vili
LA LENGUA Y LA LITERATURA ESPAÑOLAS EN ITA- LIA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XVI
Ya hemos visto que Galateo lamentaba la difusión en Italia de las lenguas forasteras y sobre todo de la española. Es muy natu- ral que un pueblo, al dominar a otro, o simplemente al entrar en estrechas relaciones con él, suscite interés por sus cosas o intentos de comprender y hablar su lengua; lo mismo que ocurre, después de todo, en mayor o menor escala, con el pueblo al que domina y con el que entra en relación. Sin ira y sin odio, con gran amplitud de ideas y de sentimientos, Castigliona, mientras Galateo difundía sus escritos por Italia y principalmente en las provincias meridio- nales, aconsejaba a su cortesano ideal el conocimiento de las len- guas «española y francesa», porque «el comercio con una y con otra nación es muy frecuente en Italia, pues ambos pueblos están muy conformes con nosotros, y ambos príncipes, siendo poderosí- simos en la paz, tienen siempre la corte llena de nobles caballeros, que por todo el mundo se desparraman, y nosotros necesitamos hablar con ellos». Tampoco censuraba el empleo de palabras de aquellas lenguas introducidas en italiano, ((aquellos términos, o franceses o españoles, que ya hemos aceptado en nuestras costum- bres», mentando de las españolas primor, accertare, aventurare, ripassare, aflillato, creato (1).
En verdad, mejor aún que los explícitos testimonios de italia- nos y de españoles, como Casa (2) y Valdés (3), quien dice que «en
(1) Cortigiano, n, 37, 1, 34, y en las notas de Cían, observaciones sobre la poca di- fusión del francés.
(2) Galateo, ed. Sanzogno, pág. 45.
(3) Diálogo de lat lenguas (ed. Madrid, 1873), pág. 5.
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Italia, asi entre damas como entre caballeros, se tiene por gentileza y galanía saber hablar castellano)), confirman la difusión, de la len- gua española tantas palabras y giros como se ven mezclados en los escritos italianos de los albores del siglo xvi que formaban la viva y fresca impresión producida por el conocimiento de aquella lengua. Galateo, como se ha visto, mezcla españolismos en sus ex- presiones vulgares y latinas, y recordaré un pasaje de la Exposisione del Pater Noster, donde alude a «aquel impío proverbio castellano Gran merced a mis manos», y otro donde emplea la expresión «y como se dice, comia con todos» (1). Las comedias, principalmente las del Aretino, y las rimas burlescas que más circulan nos su- ministran frecuentes ejemplos de tales locuciones. «Sin ella no pue- de hacerse nada» (dice un personaje de La cortigiana, 1534), y otro añade «toca pagar a nosotros», encontrándose también las expresiones «mucciaccia (muchacha), el «mozzo mui lindo et agra- dable», un nuccio (mucho) appassionado Don Sancco», «vigliacco, higio (hijo) de puta, traidor» y «te chiero (quiero), hombre civil, tomar la capezza» (cabeza), y aorca, aorca» (2). En el capítulo del mismo Aretino al duque de Florencia encontramos «los audaces muy galani (galanes,) y en el de Bini contra las calzas, el «muc- ciaccio» (muchacho) (3). En aquel tiempo se introdujeron en las comedias personajes españoles que hablaban en su lengua (4), y algunas veces se desarrollaban escenas de equívocos por la seme- janza del sonido con diversidad de significado en algunas palabras de las dos lenguas (5).
No ya sólo en la sociedad, sino que en la política se difundía también el empleo del español. El castellano, en Cerdeña y en Si- cilia, desplazaba al idioma catalán; en Ñapóles se desarrollaba in- tensamente; español era el lenguaje de la diplomacia hasta en Lombardia, y español hablaban los reyes y gobernadores que no siempre tenían el humor de hablar, y de hablar bien, el italiano. Las costumbres idiomáticas de los italianos, militares y emplea- dos en aquellas cortes están claramente despejadas en los Capitoli,
(1) Ed. cit., parte II, páginas 15, 72-3.
(2) Cortigiana, II, 4, 6, V, 6, 7; v. otras frases en Talanto, I, 1, y en el Ipocrito, V, 25.
(3) Opere burlesche, recogidas por Casca (Usecht al Reno, 1771), III, 20, 1, 331.
(4) Por ejemplo, en los Ingannetti (1531), en el Amor costante (1536), de Piccolo- mini, en Attilia (1550), de Raineri, y en otras muchas.
(5) Por ejemplo, Cecchi, Rivali, III, 4, y Tasso, Intrighi d' amore, V, 1, 2; v. Tan- sillo, ed. Volpicene, pág. 241; Costo, Fuggilozio, f. 134.
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de Tansilo, «continuo» del virrey Toledo y compañero de armas de su hijo García. Allí se encuentran profusamente palabras espa- ñolas, como gorra, creanza, enoscio (enojo), aglio (hallo), cuentas, ramaglietto (ramillete), spento, mozze, acca (heca), pi servito, l'ora buone (en hora buena), y frases enteras, como «sin partillo con otro no la como» y «mas si hay una gentil garganta», y también: «Don Garzía que sube más arriba» (1). En un capítulo, interrumpiendo su discurso italiano con tres tercetos escritos en buen castellano, Tansiloo vuelve a su lengua original, observando a renglón seguido:
Già vi fate la croce, già dite: — Ave Marie! Luigi scrive Castigliano. E che insalate è questa che fatte heve? Mescola l'ispagnuolo e l'italiano! Che nova fantasie, che nova baia a la bocca gli a datto e a la mano? Questa faccenda strana non vi paia; vi giuro ch'io mi scordo cual che volto s'io son nato in Italie od in Biscaia. Il viver con spagnuoli, il gire in volte con spagnuoli, m'han fatto nom quasi novo e m'hanno quasi la mia lingua tolta (2).
En efecto, hacia la mitad del siglo Ñapóles parecía un país medio español con relación a la lengua. Máximo Troiano, discu- rriendo sobre los italianos que florecen «en la vaga lengua caste- llana», hablaba de esta nuestra tierra Ñapóles gentil como de la ciudad de Italia donde más se hablaba el español (3). En un libro escrito entonces sobre costumbres populares se lee que si se ha- blaba tosca y flojamente en aquellas provincias era por la mezcla
(1) Capitoli, ed. cit., páginas 65, 91, 203, 219, 241, 254, 257, 265, 285, 287, 298, 360, 373, etc.
(2) «Ya hacéis la cruz, ya decís: lAve María! Luis escribe castellano. Pero ¿qué ensa- lada estáis haciendo? Mezcla el español y el italiano. ¿Qué nueva fantasía, qué nueva burla trae ahora con las manos y la lengua? No os parezca extraña esta actitud; os juro que a veces me olvido de si he nacido en Italia o en Vizcaya. Soy un hombre nuevo, he perdido casi del todo el uso de mi lengua, a fuerza de vivir y de andar con españoles». Obra citada, páginas 22-3. El caso inverso, aunque frecuente entonces, de un español que, al hablar, «mezcla a España con Italia» se da en Mauro, Opere burlesche, I. 287, en la persona de Gottiero, cortesano del marqués del Vasto (Francisco Gutiérrez, sobre el cual cfr. Vittoria Colona, Carteggio, pág. 28). Véase, sobre otros casos, mi opúsculo sobre la Lingue spagnuole in Italia, páginas 52-4.
(3) II Compendio, de Massimo Troiano (Firenze, 1601), pág. 49.
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con las lenguas extranjeras, sobre todo en Ñapóles, «donde se habla la lengua española» (1). «Si tú hubieras estado doce años en Ñapóles, como he estado yo (responde en una comedia el criado Feluca a uno que se maravilla de que hable el castellano corrien- temente), no me lo preguntarías. En Ñapóles son ya más espa- ñoles que napolitanos» (2). «De españolerías (dice Panigarola) están llenas las dos ciudades de Ñapóles y de Milán, donde un caballero que ha estado cuatro días en España finge que se ha olvidado en- teramente de la lengua natal, y que las palabras y frases españolas le circulan corrientemente por la boca, llenando sus razonamien- tos de expresiones como esser servita, regalara, descuidi, con che nostra signoria» (3). Se protestaba por sentimiento nacional (4); pero las protestas caían en el vacío. Hasta algún italiano versificó, como hemos visto, y trató de escribir literariamente en espa- ñol (5); pero fueron casos raros y de poca importancia en la pri- mera mitad del siglo, donde se da el caso inverso, escribiendo ver- sos italianos Torres Naharro, Bartolomé Gentil, Tapia, el portu- gués Sa de Miranda y muchos otros (6).
La lengua española estaba tan difundida en Italia (y en Fran- cia, y en Alemania, y en Inglaterra), que los embajadores emplea- ban intérpretes para hablar ante el Senado veneciano y los espa- ñoles no (7). Todo el mundo se había hecho pueblo español, y el castellano era la lengua más necesaria entre todas las que se ha- blaban entonces (8). Muchas palabras españolas, que entonces en-
(1) Gli costumi, le leggi et l'usanze di tutte le genti..., per Giovanni Boemo, alemanno (Venezie, 1543), f. 156.
(2) C. Castelletti, I Torti amorosi (Venezie, 1585), IV, I. Cfr. Tasso, Gl'intrighi d'amore, IV, 13.
(3) F. Panisarola, Il preditatore (Venezie, 1609), intr. a la seg. part., pág. 4.
(4) V. la carta de Caro a Alfonso Cambi, Importuni de Ñapóles (Rome. s. f.; cfr. Costo, Lettere, pág. 205.
(5) En la sàtira, I.
(6) Como aquel Horacio Solimare y aquel otro Horacio de Gervasio de Venosa; véase Fiorentino, int. a las Liriche, de Tansillo, p. XIV-XVIII.
(7) Tres sonetos italianos, además de un capítulo trilingüe, de Torres Naharro, en Propaladia, ed. Cañete, I, 41-3, 126-7; el segundo soneto es de 1515, porque se alude a la elección de Juliano de Médicis como capitán general de la Iglesia y a la muerte de Contes- mia de Médicis, hermana del papa León X; el tercero alude a Agustín Chigi. Los diez y ocho sonetos de Gentil, que se leen en el Cancionero General, son de argumento religioso; uno de ellos, Che cosa è Dio..., se imprime por error en las líricas de Tansilo sencillamente porque éste lo copió para su uso particular y lo arregló. En el mismo Cane, hay cinco capítulos atribuidos a Tapia y siguen las obras españolas de éste (que no es el Tapia de la corte del rey Alfonso), dos de los cuales se leen entre las rimas de Bembo, porque éste las copió y enmendó (V. Savi Coper, Note al Bembo, en Propugnatore, v. s. voi. VI, par- te I, fase. 31-2).
(8) Cantú, Storie degli italiani, V, parte I, páginas 879-80. Sobre el uso de la lengua española entre estadistas y diplomáticos, v. Farinelli, Ras. Bibl., VII, 270.
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traron en el vocabulario italiano vivo, penetraron en aquel tiempo, como el ya citado mozzo (el mucciaccio no tuvo fortuna) que Ariosto ofrece italianizado, pero aún con la procedencia extranjera fresca «si fuese mozo de espuela» (1), así como lindo, sfarzo (esfuerzo), com- plimento, creanza, disinvoltura, sussiego y otros (2). Español es el aio (ayo), por preceptor (3); buscare, aprovecciarsi (aprovechar- se) (4); vocablos militares, como rancio (rancho) y arrancharsi (comer o tomar el rancho) (5); vocablos mai ineros (6) y pala- bras árabes y americanas que vinieron a nosotros a través de España, como manteca, riso (arroz), rucchero (azúcar), chicchera (jicara). Infinidad de españolismos penetraron en los dialectos, pri- mero en el siciliano, después en el napolitano y luego en los lom- bardos (7). Vocablos que en la lengua y en los dialectos entraron con las cosas y con las nuevas formas y significados que las cosas tenían. Por los ejemplos que hemos aducido hemos visto que prin- cipalmente se emplearon en las costumbres de la buena sociedad y en la vida militar y marinera.
Lo que nos hace pensar que la literatura española no podía tener gran eficacia en un país como Italia, que había llegado antes que España a su madurez espiritual. De modo que se dio el fenó- meno inverso de la influencia de la literatura italiana en la lite- ratura española. Las obras españolas eran ecos apagados de algo
(1) Osservationi delle lingue castigliane (Venezie, 1583), dedicatoria.
(2) Para lindo, Tobler, en Zeitschr. f. Rom. Philol., 1894, pág. 297; F. De Herrera, en las anotaciones a Garcilaso (páginas 120-2), donde dice de lindo que ninguna lengua puede alabarse de otra palabra mejor que ella; para complimenti, Costo, Lettere, páginas 26-8: para creanze, Mauro, cap. II (en Opere burlesche, I, 229); para disinvoltura, v. Ga- lateo, citado más arriba; para sussiego, Alberi, Relaz. d. amb. ven., II, 269; cfr. Tas- soni, Secchia, II, 43.
(3) Costo, Lettere, pág. 20; cfr. Castaldo, Istoria di Napoli, ed. Gravier, pág. 46.
(4) Tasso, en II Souzege omeo del piacere vuesto.
(5) V. el Vocab., de Franciosiin.
(6) Sobre este tema ha publicado distintos trabajos el profesor Funcio Zaccaría, Contributo allo studio dil l'iberisuis in Italia (Torino, Clanen, 1905); La ricchezza, la gran- dezza dell'uso e l'importanza che nei rami nautico, commerciale et amministrativo avea nei secoli 15°, 16° y 17" lo spagnuolo-portoghese: I Ramo nautico (Villafranca, Rossi, 1907J; Il parco, il marame e il cabrestante ecc. ..ossia la ripercussione del linguaggio nautico spag- nuolo-portoghese in Italia (Modene, Unione Cooper., 1908), y anunciaba, además, otra obra extensa con el título: Un travasso importante e guai ignoto. Spagnolismi e portoghes- sisismi entrati come chessie in Italia, raccolti e documentati.
(7) Para el siciliano, v. C. Avolio, Introduz. allo studio del dialetto siciliano (Noto, 1882, páginas 68, 84; para el napolitano, en el cual se cambiaron por influjo español tan- tos sonidos fonéticos y tantas construcciones sintáxicas, cfr. Ovidio Moneci, Manua- letto spagnuolo, Napoli, 1879, páginas 13-21, y D'Ovidio, Ital. Gramm., en Gnmdiss de Gròber, I, 525; Wentrup, Beitrage 2.-Eentuiss d. neap. Mundast, Witemberg, 1855, pá- gina 4; v. vocablos recogidos por mí en Lingue spagnuola in Italia, páginas 57-8; para los dialectos lombardos, véase lo que dice S. di Castro en Arch. stor. lomb., IV, 491.
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que ya había pasado de moda en Italia, como la poesía cortesana y provenzalesca de los Cancioneros, o imitaciones de modelos ita- lianos del siglo xiv, o libros caballerescos, sentimentales, muy in- feriores a los grandes poemas caballerescos que Italia creaba sati- rizando la caballería y humanizando cada vez más los sentimien- tos. Ni siquiera obras como La Celestina y El Lazarillo, llenas de observaciones realistas, podían ser grandes novedades para el país del cuento y de la comedia, y por su contenido especial no se pres- tan a las adaptaciones y cambios por los hábitos tan distintos de la tradición literaria italiana. La corriente nacional y popular de la poesía española, la de los romances, que había de transformarse y enriquecerse un siglo después con la poesía dramática de los Lope, los Tirso, los Alarcón y los Calderón, aparecía entonces como escondida y estéril, ligada, como estaba, a la historia de la Edad Media en España y a sentimientos y tradiciones de aquel pueblo. Para sentirla como era debido se precisaba la concurrencia de una simpatía histórica y de una nostalgia por la Edad Media, que se formaron mucho después y de modo reflejo en el período romántico. Lo que podía acogerse y conocerse de la literatura es- pañola no era nuevo y original, y lo que era original y nuevo no podía florecer en nuestro suelo o tenía que marchitarse inmedia- tamente en él.
Para medir la divulgación que tuvo en Italia la literatura espa- ñola en la primera mitad del siglo xvi tenemos que prescindir, ante todo, de lo que se refiere a la vida particular de las colonias españolas en las ciudades de Italia. Así, en Roma, en 1513, se re- citó la farsa de Juan de la Encina, Plácida y Vitoriano; pero se recitó en casa del cardenal Arborense, y dos tercios de la sala es- taban llenos de españoles. «Más putas españolas había que italia- nos», escribía el agente del duque de Mantua, que añade el juicio que mereció a los españoles, «y, a lo que dicen éstos, no fué muy bella» (1). En manos españolas circuló la edición que se hizo en Roma de esta farsa, tal vez en 1514, y de la Tribagia en 1521 (2). La misma suerte corrió la edición de la Tinelaria, hecha en la misma ciudad por Torres Naharro en aquel entonces (3), y los ita-
(1) Documentos publicados por Luzio, en D'Ancona, Origini del teatro italiano, II, 81-2.
(2) V. la edición del Teatro completo, hecha por la Real Academia Española en 1893, y los estudios de Cotarelo, en la España Moderna, 1894.
(3) Barbera, Catálogo, pág. 722.
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líanos no parecían darse cuenta de la colección de los dramas de éste, la Propaladla, impresa en Ñapóles en 1517 «por Juan Pas- queto de Sallo, impresor que vivía junto a la iglesia de la Anun- ziata». En Italia, y en imprentas napolitanas, vieron también la luz, en 1529, los diálogos de Mercurio y Cerón y el Cactancio, el primero de Alonso y el segundo de Juan de Valdés (1). Muchísi- mos libros españoles se publicaron en Venecia en 1529 y en años sucesivos, como la Historia de Amalio y Isabela (2); en 1533 y 1534 las bellas ediciones del Amadis y del Primaleón, cuidadas por De- licado, y en 1537 el curioso Vanaris Tribunal, de Luis Escrivá, de Valencia (3). Especialista en libros españoles fué el tipógrafo Esteban Sabtro, que marchó a vivir desde Verona a Venecia, «maestro (como él mismo se llama en la portada de La Celestina, de 1534) que estampa todas las obras españolas en quarto folio», y que era aconsejado en sus ediciones por Domingo de Gaztelú, se- cretario del embajador Lope de Soria. Más numerosas, más ele- gantes, más importantes, fueron las ediciones hechas en 1552 y 1553 por Giolitto de Venecia, con la colaboración de Alfonso de Ulloa, de La Celestina, La cárcel de amor, La question de amor, las obras de Boscán y otras (4). Aunque Ulloa, verdadero mediador entre ambas literaturas (5), tratase de despertar el amor de los italianos por los libros españoles, y aunque en aquellas ediciones añadiese una Introduzione o ima Esposizione di vocaboli spagnoli para uso de los italianos (6), a los españoles se destinaban princi- palmente, como se ha comprobado después con las muchas tra- ducciones españolas hechas de libros italianos, que Giolitto, con la colaboración de Ulloa, tradujo El duelo, de Muzio; las Letencios, de Libürnio; el Orlando, de Ariosto, traducido por Urrea, y la Clicca de Homero, traducida por Gonzalo Pérez. También Ulloa traducía las Empresas, de Giovio (7), y el tipógrafo Marcolini daba
(1) B. QüATRiCH, Bibl. Hispana, Londres, 1895, pág. 141.
(2) Gallardo, Ensayo, I, 386 y siguientes; cfr. Menéndez y Pelato, Orígenes de la novela, cit,, voi. I, p. CCCXXXII.
(3) Gallardo, obr. cit., IV, 1474.
(4) Bongi, Annali del Giolito, I, pref., p. XL,VII-VIII y passim. En estas indaga- ciones se ha distinguido también E. ZACCARÍA en su Bibliografia italo ibérica ossia edi- zioni e versioni di opere spagnuola e portoghesi fattesi in Italia, de cuya obra se ha publi- cado la primera parte. Edizioni (Carpi, tip. Bavagli, 1908).
(5) Para Ulloa, v. Ghilini, Teatro d'uom. letter, Milano, 1640, páginas 16-7; Anto- nio. Bibl. Nov., I, 55-6; Campillos, Saggio, I 342 y siguientes, además de Gallardo y Bongi, obr. citadas.
(6) Véase, por ejemplo, Le Question de amor, Venezie, 1554, f. 155-8.
(7) Impresa en Lyon, Boville 1562 v. sobre Ulloa la advertencia de Koville.
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en 1551 la Tueca dei Don in spañol. Gramáticas y vocabularios para uso de los italianos aparecieron mucho después (1).
Algunas poesías españolas tuvieron, sin embargo, gran divul- gación entre nosotros, como las coplas, los romances, los villancicos, los motes, las preguntas, las invenciones y las glosas recogidas en el Cancionero general y en otras colecciones de esta clase. Además de Bambo, a quien ya nos hemos referido, sabemos que en los pri- meros años del siglo Galeotto da Caretto leía y copiaba poesía española (2). Composiciones de este pueblo se encuentran frecuen- temente en las colecciones musicales de entonces (3). Mario Equí- cola, discurriendo sobre la poesía amorosa española, conceptuaba superfluo hacer advertencias preliminares como había hecho con los provenzales y franceses, «porque han sido dadas a conocer a todos por muchos trovadores las coplas, los villancicos, las cancio- nes y los romances», antojándosele también superfluo dar el nom- bre de muchos versos que traducía, «poique muchos son públicos y han salido al público». Le parecía un defecto español esa manía de mezclar las cosas sagradas y profanas, las lamentaciones de los profetas, las oraciones, el salmo De profundis y las expresiones de los afectos del amoi profano. De tales pecados acusa igualmente a Mena (4). A uno de los interlocutores del Diálogo de las lenguas,
(1) No se puede llamar así la traducción en dialecto siciliano del voc. latino caste- llano del Nebrijense, hecha por un cierto Escobar de Siracusa y dedicada en 1512 a Pedro de Urrea, embajador del rey de España, de la que hay una ed. veneciana de 1519-20; cfr. A. Bacchidelle Lega, Bibl. dei vocabolaris dei dial, ital., Bologne, 1876, páginas 61-3, y S. Pitre, en Saggi di critica letteraria (Palermo, 1871), páginas 61-3. Después de la citada Exposición, de Ulloa, se imprimieron el Paragone della lingua toscana et cas- tigliana, de Sio. Mario Alessandri di Urbino, Napolis, Caucer, 1560, que había vivido largo tiempo en España; las Osservationi della lingua castigliana, divise in quattro libri, de Giovanni Miranda (Venezie, Giolitto, 1568, reimpresa varias veces, cuyo autor era español; Il Compendio, de Massimo Troiano, sacado del libro del Miranda, con anotacio- nes de Argiste Sinffride, (1593, 2.a ed., Firenze, 1601), y, finalmente, la Grammatica spa- gnuola e italiana, de Lorenzo Franciossini (Venezie, 1624, muchísimas ediciones). De los vocabularios merecen citarse el de Cristóbal de las Casas, Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana (Sevilla 1570), y el más conocido de Franciossini, Vocabo- lario italiano ed spagnuolo (Roma, 1620), innumerables ediciones, y del mismo, los Diá- logos apacibles (Venecia, 1626), manual de conversación. V. largos extractos de estos libros en mis op. La lingua spagnuolain Italia, páginas 23-32; cfr. E. Mele, Tra gram- matici, maestri di lingua spagn. e raccoglitori di proverbi spagn. in Italia, en Studi di filol. mod., a VII (1914), pág. 13 y siguientes.
(2) Cinque poesie spagnuole attribuite a Galeotto del Carretto (Carpi, 1891), tomadas de un códice estense. Que no son composiciones de Carretto lo demuestra C. Mi- CHAELis de Vasconcellos, en Romanische Forschungen, XI (1899).
(3) Por ejemplo, en las Frottole, de Andrea Antico, da Mentone, Roma, 1518, en el Fioretto di prottole, Napoli, 1519; etc., cfr. a este propósito A. Farinelli, Ras. bibl. d. lett. ital., II, 139.
(4) En el libro De natura d'amore, compuesto en 1495, rehecho en 1525, y del que tengo a la vista la ed. de Porcacchi (Venegie, Giolitto, 1563). Al final del libro V hay una larga serie de versos sobre amores españoles, traducidos en prosa italiana por Equícola,
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al italiano Marzio, a quien se cita con gran fiecuencia en todas aquellas estrofas, pregunta Valdés: «¿Adonde diablos habéis apren- dido esas coplas?» «¡Qué sé yo! (responde éste). ¡Entre vosotros!» (1). También nosotros reimprimíamos las famosa., coplas de Jorge Manrique y los proverbios del marqués de Santillana. Es posible que el uso español de la glosa trajese consigo el italiano de la «trans- mutación)), o, lo que es igual, de la paràfrasi de una estrofa de un poeta célebre en tantas estrofas como eran los versos de la primera; por ejemplo: de ima octava del Orlando en ocho estrofas, como se ve en muchas composiciones populares (2), o como hizo con todas las octavas de los primeros cantos de este poema Laura Tenacine en sus conocidísimos Discorsi sopra le prime stanze del Furioso (1549).
Además de esta lírica exótica y cortesana, debemos volver la vista a los libros de caballeiía, como Amadis (3), Tirante el blanco, y a toda la serie de los Amadises de Grecia, Palmerines, Prima- liones, etc. El Tirante (editado en valenciano en 1490) andaba en manos de damas y princesas italianas en 1500 (4), siendo traducido en italiano por Lelio Manfredi en 1519 e impreso en 1538. El Ama- dis y sus secuaces fueron traducidos por Mambrino Roseo, por Pedro Lauro, por Ulloa y por Juan Miranda (5). Castiglione hacía en El cortesano constantes alusiones al Amadis (6). Huellas de éste encontramos también en Orlando, «la áspera ley de Escocia», con el nombre de Melisa (la Melicia de la novela), con escenas del Ti- rante y de la Historia de Aurelio e Isabela, en lo que se refiere a la historia de Ginebra (7). Algunos trataron de componer poética- mente los libros españoles de caballería, como ya se había hecho en el ciclo carolingio y bretón; poetas de segunda y de tercera fila,
siguiendo con frecuencia «el modo de decir español», sin cambiar «algunas palabras... en- tre ellas las que nosotros hemos aceptado y usado». El curioso privilegio se cierra con un madrigal italiano imitado de un pasaje del Amadis de Gaula, 'Mozo con viso che in tal fuoco alpino», etc. En el libro IV (páginas 267-8) sobre psicología amorosa de los españoles y de otros pueblos.
(1) Ed. cit., pág. 114. Tansillo (Capitoli, pág. 171) alude a un tal que se llama il conde d'aro e cante l'appia, per far come tangli altri, alle spagnuole.
(2) Cfr. F. NOVATI, en Lares, Boletín de la Soc. Etnogr. Ital., III, 1914, 242-5.
(3) Recordemos aquí que el único ejemplar que se conoce de la 1." edición del Ama- dis (Zaragoza, 1508) fué encontrado en Ferrara en 1872; año antes lo vendía Quaribch en Londres ( Bibl. Hisp., páginas 8-9).
(4) Antonia de Balzo e Isabel Gonzaga: véase Ltjzio Reinier, Niccolo da Corregió, en Giorn. stor. d. lett. ital., XXII, 71-3.
(5) Véase, además del Quadrio, la bibliografía de Melzitosi, Milano, Daelli, 1865, páginas 13-4.
(6) Cortiggiano, III, 54 y la correspondiente nota de Cían.
(7) Eajne, Fonti del turiso, páginas 112, 128, 131, 132, 134 n, 349, 354; cfr. pági- nas 177-8.
Espana en la vida italiana. 10
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como Bernardo Tasso en su Amadis (1560) y Dolce en Palmerín y en Primaleón, hijo de Palmerín (1562). El hijo de Bernardo, Tor- cuato, recordará después al Amadis y a sus compañeros así en Rinaldo como en la Jerusalén (1). Su expansión se comprueba por los muchos vestigios que quedan de tales libros y poique entre las familias nobles italianas se adoptan los nombres de Palmerín y de Esplandión (2). El libro Guerin mezquino circuló en Italia en cas- tellano, a cuya lengua fué en seguida traducido; como libro espa- ñol citábalo Valdés (3), y de la redacción española se valió, esti- mándola original, Tulia de Aragón en el poema en que puso en verso aquella novela (4).
En tercer lugar, hay libros de costumbres y de amores, entre los que descuella La Celestina, que no solamente circuló entre nos- otros en su lengua original, sino también en la traducción italiana que hizo un español, Alfonso Ordóñez, familiar del papa Julio II, a instancias, como él nos dice, de madame Gentile Feltria de Cam- propeloso (5). Celio Manfredo, para satisfacer el deseo de Isabel de Gonzaga, que buscaba inútilmente en las librerías de Milán un ejemplar de la Cárcel de amor (6), traducíala en italiano y la im- primía en Venecia en 1514. El mismo Manfredi, en 1251, tradujo la Historie di Aurelio et Isabelle nelle quele si disputa che più dia occasione di peccare o l'huomo alle donne o la donne all'huomo (7). En Venecia se publicaba en 1552 la Historia de los amores de Clareo y Florizee y de los trabajos de Isea, de Alfonso Núñez de Reinoso, con un soneto de Dolce en loor del autor (8), la cual no tuvo la
(1) V. Vivaldi, Sulle ponti delle gerus. liberata, Contazzaro, 1893, y en torno a este libro, Solerti, en Giorn. stor. d. lett. ital., XXIV, 255-68; E. Proto, Sul Rinaldo di T. T. (Napoli, 1895). Cfr. Dunlop, Geschichte der Prosadichtungen, Berlin, 1851, páginas 157, 175, y E. Baret, De l' Amadis de Gaule et de son influence sur les moeurs et la litterature au XVI et au XVII siede (Paris, 1873), páginas 159-160.
(2) V. Montanini, Dell' bloquenze leture (Venecia, 1737), páginas 79-91 y el cit. 1. de Baret, passim. Cfr. Calmo, Lettere, ed. Rossi, páginas 332-4.
(3) Diálogo de las lenguas, pág. 131.
(4) V. la carta de Tulia que precede a su Guarino o il meschino. Una trad. sp. anota en un catálogo Fernando Colón; de otra de 1518 copia un largo título Gallardo, obra citada, I, 875-6.
(5) Al final de la trad. de 1506 se lee esta octava: Nel mille cincuecento e cinque apunto Pa spagnuolo in idioma italiano, Estato questo opúsculo tramuto Pa rué Alphonso Hordenez neto hispano A instantia di colei eh' he tu re rasunto Ogni bel modo ed omemento humano, Gentil Feltrie Fragoso honeste e degno, In cui vera virtù triomphe et regne.
(6) Cfr. Luzio Renier, 1. e, 4-72-3.
(7) Gallardo, obr. cit., E, 386 y siguientes; Bongi, obr. cit., I, 48-50; Rajne, obra citada, páginas 133-4; Albertazzi, Romanzi e romanzieri del '500 e '600, Bologne, 1891, 139-41.
(8) Bongi, obr. cit., pág. 378; se reimprimió en el voi. Ili de la Biblioteca de Riva- eneyra.
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fortuna de la obra anterior, que se reeditó varias veces. En cambio gozó del mayor renombre, años después, la Diana, de Jorge de Montemayor; reimpresa en 1520 en Milán por Andrés de Ferrari, con nueva dedicatoria en español a la señora Bárbara Fiesca, con un soneto de Lucas Con tile a Jorge de Montemayor, otro de Jeró- nimo de Tejada y cuatro octavas añadidas al canto de Orfeo en elo- gio de una Campugnani y de una Visconti (1), se reimprimió en 1568 por Ulloa en la imprenta de Giolitto. Parece que no se conoció inmediatamente el genial Lazarillo del Tormes, del cual conozco ima edición milanesa de 1587 (2) que la presenta como una obra que «yacía casi olvidada y del tiempo carcomidas, y que fué traducida toscamente al año siguiente. Tampoco fué divulgado el graciosísimo cuadro de costumbres de ambiente italiano La lozana andaluza, de Delicado (3).
Citemos los libros morales y eruditos, como los de Antonio Guevara, obispo de Mondoñedo, y de Pedro Mejía, o Messia, como se decía a la italiana. Y pasando a la geografía y a la historia, los comentarios a la guerra de Carlos V de Pedro Salazar y de Luis de Avila; la Crónica general de España y del reino de Valencia, de Beuter; las descripciones de viajes de Oviedo, de Zarate y de Fer- nando Colón; Giambulleri, en su historia de Europa, y en la parte relativa a España, donde no hizo otra cosa sino traducir la Crónica general, publicado en Zamora en 1541 por Florián de Ocampo (4). Un gramático de la segunda mitad del siglo nos da un catálogo de libros españoles que aconseja a los italianos; voy a transcribirlo porque recuerda muchos libros de varia literatura a los que me he referido en general: «Existe (dice) La selva de varia lección, de Pedro Mejía; La vida de Marco Aurelio, de Guevara, traducida por Mambrino Roseo de Fabriano; El libro de las cuatro enferme- dades cortesanas, La flor de la consolación, El oratorio de los reli- giosos, de Guevara; La vida de los emperadores, del señor Pedro Me- jía; los cuatro volúmenes de Cartas, de monseñor de Mondoñedo;
(1) Sobre esta edición, R. J. Cuervo, en Remie hispanique, V (1858), pág. 308 y si- guientes. Acerca de la influencia de la reimpresión italiana sobre la ortografía española, véase el mismo Cuervo, ivi, páginas 298-300.
(2) Por Jacobo María Meda, a instancia de Antonio de Antonio, dedicada al señor Leandro Marni, Cfr. Catálogo de la Biblioteca de Salva (Valencia, 1872, II, 153).
(3) Aquí no hablamos, como de cosas impertinentes, de las fábulas asiáticas que a través de las compilaciones españoles medievales (el Enxemplario, etc.) pasaron a las colecciones italianas; v. S. Petraglione, Sulle novelle di A. F. Doni, Trañi, 1900, p. 120 y siguientes.
(4) E. Mele, en Gian. stor. d. letter. ital., LIX, 359 y siguientes.
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El monte Calvario, del mismo; La milicia celeste, El consejo y conse- jeros del rey, de Federico Turio Ceriol; las Instituciones de los ju- gadores, de Pedro de Covarrubia; las Instituciones de mercaderes, de Juan de Jarava; Las seis jornadas de la filosofía natural, los Razonamientos, del señor Pedro Mejía; la Filosofía natural, de Juan Jarava (de Jarava); el Diálogo del verdadero honor militar, de Jeró- nimo Urrea; los Comentarios, de Navarra; el Origen de los turcos, de Díaz Tanco; la Historia de la conquista del Perú, de Agustín de Zarate; y de libros portugueses, el Asia, de Juan de Barrios; las Historias, de Castañeda (de Fernao Conas de Castanheda), los cua- les ha traducido el señor Alfonso Ulloa (1). Muy leídos fueron los volúmenes del obispo de Mondoñedo, Guevara, elogiadísimos en Italia (2), a quien Luis Groto llamaba «único dictador de las letras españolas», y de cuya imitación hay huellas no sólo en el Groto, sino en Bernardo Tasso, en Parabosco, en Contile, en Lando, en Leho Manfredi, en Lucrecia Gonzaga y otros (3).
Pero todos o casi todos estos libros, desde los líricos de los Can- cioneros a las novelas caballerescas, a los cuentos de amores y de costumbres, a los tratados morales y de varia erudición, eran (salvo alguna rara excepción) conocidos, leídos y admirados en las cortes, en los círculos del gran mundo, entre la gente que considerábala literatura como un pasatiempo. También las cortesanas leían libros españoles, parloteaban el español y hasta escribían billetes y car- tas en esta lengua (4). Loe. literatos propiamente dichos, los críti- cos, los poetas, los juzgaban severa y hasta desdeñosamente. Tor- naba a reproducirse, en cierto modo, la actitud que adoptaron los humanistas italianos frente a las novelas humanistas españolas. Bastantes españoles poetizaban, sin embargo, en latín, y algunos
(1) M. Troiano, compendio, at., p. 358-9. Hay también en este libro una colección de libros italianos traducidos al español, y de las obras originales de Ulloa. V. para otras trad. de Lauro, Tirabochi, Bibl. moa., III, 76-81.
(2) El primer libro de las Cartas de Guevara (1539) fué traducido por Gatzelu, 1545; el segundo (1542) del mismo en el 46; el tercero de Ulloa en el 59, y luego, repetidas las cartas en cuatro libros, fueron reeditadas en italiano. Marco Aurelio fué traducido por Roseo en 1542 y en una edición aumentada en el 44; el Menosprecio de la corte por Barnu- celli en 1551; Montecalvario, por Ulloa en 1555 y la segunda parte por Lauro en el mis- mo año; el Despertador de los, cortéjanos por Bondi, Venecia, 1554. V. H. Vaganat, An- tonio de Gucrara et son oeuvre dans lelitterature italiane en Bibliofilia, XVII, núms. 9-10, Para una trad. de la Visión delectante de Alonso de ia Torre, hecha por A. Delfino, cfr. Teza en Riv. crit. d. leti, ital., II, 184-5.
(3) Farinelli, en Ras. bibl., VII, 280.
(4) Para Tulia de Aragón, si reda sopra, p. 162. Para las cartas españolas de las cortesanas, v. Farinelli en apéndice a mi opúsculo sobre Lingue spagnuole, p. 73.
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españoles nos recuerda Cilio Giraldo en su Diálogo de 1548 (Sepúl- veda, Stúñiga, Nebrija, Juan Hispano, Vives) y portugueses (Caia- do, Tensira, Barboso, Silva, Celio, Rosenda, Acerseras y Perso) (1). Estos poetas hispanolatinos continuaron siendo poco estimados por los latinistas italianos durante el siglo xvi. «No es posible (ad- vierte Valdés) que vosotros concedáis que uno que no sea italiano tenga buen estilo en latin» (2). Antonio Minturno, respondiendo a su amigo Gaspar Centellas, que le había mandado el poema Thali- christia, de Alvaro Gómez de Ciudad Real, altamente elogiado por Nebrija como una Eneida cristiana, juzgaba este libro obra más cristiana que poética, porque «este nuestro poeta novel es de tal naturaleza, que no quiere volver a repetirse con Erasmo, del que se aprovechó Sannazzaro, pues cuando escribe acerca del divino parto de la Virgen no usa locución que no sea latina». A este pro- pósito Minturno, rindiendo homenaje a los escritores que la anti- gua Iberia había dado a la literatura romana, juzga severamente a los modernos y a cuantos escriben en lengua castellana. «Mejor que los modernos imitan los antiguos; a los modernos no les conoz- co, ni en su deplorable latín, sino en su mismo romance vulgar» (3). El juicio de Minturno era común a los críticos italianos, excep- tuando únicamente a aquellos poetas y prosistas españoles que habían imitado a los italianos, como Garcilaso, Boscan, Diego Hurtado de Mendoza y otros. Garcilaso fué festejadísimo en Ita- lia; en Venecia se volvieron a imprimir sus poesías en 1553 (4), y un soneto suyo está traducido en Pistoletti amorosi, de Doni (5). No es muy seguro que fuera español el gentil poeta Francisco de la Torre, sobre cuya persona no sabemos todavía lo bastante (6).
(1) De poètis mostrorutn temporum, e. cit. Recuerda también, con elogios, los poetas en romance Mena, Manrique y Ausias March (p. 62). Sobre la correspondencia del docto jurista A. Agustín con los italianos, v. Gallardo, Ensayo, I, 578. Para el plagio que Dolce hizo de Vives, Borigi, Annali del Giolito, p. 100-2.
(2) Diálogo de las lenguas, p. 129.
(3) Minturno, Lettere, ed. cit., p. 29-30. La obra a que se alude es la Thalichristia in quo Jesu Christi Redemptoris triumphus redemptionisque nostrce mysteria celebrantur, libros XXV, dedicados al papa Adriano (compiuti, apud, Arnaldum Guilelmum de Brocar, 1522); sobre esta y otras obras de Gómez, cfr. Antonio, Bibl. nova, I, 59-60.
(4) Bongi, obr. cit., I, 412. Otra ed. de Ñapóles, 1604, se describe en el Cát. de la Bibl. Salva, I, 255. Marino lo recuerda en la Galería, Venecia, 1636, p. 226.
(5) Tre libri di pistolotti amorosi (Venecia, 1558), f. 40 y sigtes. y el soneto que em- pieza: «Pasando el mar Leandro el animoso...»
(6) Cfr. Farinelli, Una epístola poética del capitán D. Cristóbal de Times (Bellin- zone, 1892), p. 5 n. — A un Francisco de la Torre, del Consejo del Emperador y su em- bajador en Venecia, dedicaba el 15 de julio de 1558 Ulloa su trad. de las Empresas, de Giovio.
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Obras en coplas castellanas y versos al estilo italiano imprimía en Venecia (1552) Núñez de Reinoso (1), mostrando la diferencia entre ambos estilos: el anticuado e inculto y el nuevo o literario. Pero, en general, cuantos discursos sobre literatura castizamente española son del parecer de Minturno. Verdad es que Castelvetro había escrito que «las lenguas española y francesa tienen tanta autoridad como la italiana..., teniendo la española sus escritores famosos, como los tiene Italia»; pero también lo era que Varchi rechazaba este aserto, juzgándolo adulador para las dos poderosas naciones, y completamente gratuito, hasta que no se dijera «qué escritores españoles y franceses pueden codearse y compararse con Dante, Bocaccio, Petrarca y otros italianos». «El más bello y dis- creto escritor (continúa Borghini, que habla acerca de este punto en El Ercolano) que tiene la lengua castellana, pues no es cosa hablar de las restantes lenguas, es Juan de Mena, en verso, sin re- ferirme ahora a los modernos, y en prosa el que escribió el Amadis de Gaula...; y en estos dos autores, los españoles que tienen letras y juicio (que yo por mi cuenta no puedo formular juicio alguno sobre las lenguas española y francesa, que no entiendo) advierten muchas buenas cualidades, así en torno a la inteligencia y maes- tría del arte como a la pureza y propiedad de las palabras. De estas buenas cualidades acaso pudiera destacaros alguna; pero no quiero defender a nadie, ni compararlo ofendiéndole o disminu- yendo su talento al lado de otros, ni perder el tiempo en torno a cosas que tengo para mí que se manifiestan mucho mejor ellas solas por sí mismas» (2).
Sobre el Amadis en particular, y sobre otras novelas, se pueden señalar no pocos juicios adversos que demuestran hasta qué punto fueron discutidas en Italia. Pigna escribía: «Casi todas las novelas españolas están llenas de vanidad porque acuden a cada paso a los milagros, haciendo brotar acontecimientos que están muy le- jos de ser naturales y reales, creando un dialecto artificial al acu- dir a tanta cosa extraña» (3). Gira Idi Cintio habla «de los desmayos que ocurren a Amadis en el fragor de las batallas; cuando ve a su Osiana se le caen siempre las armas de la mano y se queda como muerto, pareciendo una mujer o un tierno mancebo, cosa que
(1) BONGI, obr. cit., I, 378.
(2) Ercolano, quesito III.
(3) I romanzi (Venezie, 1554), p. 40; cfr. 24.
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jamás imita Ariosto en sus invenciones» (1). En un diálogo de Spe- roni, preguntando uno de los interlocutores por qué no le habla una palabra «de las novelas españolas que son muchísimas, a lo que dicen los impresores, y más conocidas de los italianos que las fran- cesas», éste responde: «Porque, realmente, no están escritas como las francesas, ni escritas de modo que enriquezcan nuestra prosa, a la que naturalmente se conforman mucho más el aire y la gra- cia de las francesas» (2). Lasca se burlaba de los nombres «bajos, viles y sin invención», llevados por Bernardo Tasso y Alemanni a los poemas italianos, pareciéndole el nombre de Amadís nombre de fraile, de esbirro, de pedante, y no de guerrero (3), lo que vale tanto como mostrar su antipatía por la misma novela. Baldi es- cribe un epigrama sobre los librotes del Amadis, del Fidamante y del Girone, tan pesados (4). Referencias desfavorables de Bar- gagli, de Muzio y de otros, pudeen leerse también en Fontami- ci (5).
Giraldi Cintio censura no sólo literaria, sino también moral- mente La Celestina, acusando al autor de incurrir en la faltado descubrir el artificio «mientras quiere imitar la comedia arquea ya rechazada como censurable de todos los teatros; y no sólo in- curre en este error, sino en muchos otros, no sólo de arte, sino de decoro, dignos en verdad de ser evitados por el que escribe discre- tamente; tampoco está exento de otros vicios de bulto, con los que atiende, más que a la conveniencia de la fábula, a juegos y divertimientos españoles» (6).
Ya puede imaginarse uno qué pensaban los literatos italianos de las composiciones recogidas en los Cancioneros, que precisa- mente en aquellos tiempos habían rechazado despectivamente la lírica cortesana del siglo xv, tornando a contenidos más graves y a formas más puras. Los que se reían de los poetas de las barca- rolas, del Unico, del Todopoderoso, del Serafín y del Altísimo, ya habían expresado su juicio sobre las rimas de los Cancioneros.
(1) De'romanzi, della commedia, etc., ed. Duelli, L, 42, cfr. 7-8.
(2) Speroni, Opere, II, 288.
(3) Rime burlesche, ed. Verzone, p. 39.
(4) Inédito en sus manuscritos de la Bibl. Naz. de Ñapóles; cfr. L. Ruberto, Studi su B. Baldi, Bologna, 1882, p. 32-4.
(5) Eloquenza italiane, 1. e. Benigno con los dos Amadises de Grecie y de Gaula y con Primaleón se mostró Torctjato Tasso (v. L'apologie della Gerusalemme y el Discorso sul poeme heroico) , por razones que fàcilmente se desprenden de su vida y de sus dispo- siciones sentimentales.
(6) Obr. cit., II, 95, cfr. 31.
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En una Exhortación al estudio de las letras, de Hortensio Lan- do, se lee entre otras cosas: «¿Por qué dejáis de estudiar? Dudo mu- cho que las sirenas de los mares vecinos no os atraigan ni desvíen del sendero que conduce a la virtud; cerrad los oídos diligente- mente a usanza del discreto Ulises; de otro modo estaréis perdi- dos. Mejor es que gastéis en libros lo que gastáis en ámbar, en guantes perfumados y otras delicadas mescolanzas, que os han hecho más blandos y afeminados que los Asirios y Sábeos, de los cuales os han venido estos vicios. ¿Qué placer os reporta la lectura de estos Amadises, Floriseles, Palmerines, Esplandianes y Primaliones, en los cuales no hay mas que fantasías de enfermos y narraciones que nada tienen de verdaderas y de verosímiles? No niego, sin embargo, que estén escritos en una lengua llena de dulzura. En lugar de libros españoles debierais comprar libros grie- gos, de donde se deriva la erudición de los escritores latinos» (1).
Este fragmento de Lando confirma que los libros españoles llegaron a producir verdadero fanatismo entre las gentes; pero como todos los refinamientos, pompas, galanterías, ceremonias y sutilezas, aquí trasplantadas por los españoles, fueron tan eficaces en ciertas clases sociales como estériles ante la vida del pensa- miento y del arte, en la que sobresalían en Italia entonces otros modelos e ideales.
(1) En apéndice a la Sferza di scrittori antichi e moderni (Venecia, 1550), f. 30. Cfr. Doni, / marin (ed. de Fanfani, Kreuze, 1863), I, 280: «¿Qué os place más? ¿Las no- velas de traducción española, las cosas de Boccaccio, las historias, las rimas u otras cosas deleitables?»
IX
LAS CEREMONIAS ESPAÑOLAS EN ITALIA
La fogosa galantería española había sido advertida inmedia- tamente por los italianos desde la época del rey Alfonso de Aragón, dando lugar a una pequeña literatura de proverbios, anécdotas y caricaturas en la segunda mitad del siglo xv (1). Es indudable que el «tono» del amor era entonces en Italia distinto, menos sen- timental y menos teatral. Aquellos cortejos, desvanecimientos, desmayos, apasionamientos y suspiros maravillaban y hacían reír. Hasta la primera mitad del siglo xvi siguió Valencia gozando fama de la ciudad de la galantería. Otras ciudades se recuerdan también por la hermosura y gentileza de sus damas y por la perfección del culto caballeresco, como Sevilla y Barcelona (2). La comedia se apodera en seguida del tipo del español enamorado; en El celoso, de Bentivoglio, se describe un muchacho que pasea bajo las ven- tanas de su amada y que «hace el novio perfectamente a la espa- ñola» (3); en Los engañados (1531) aparece en escena un español, Julio, que se conforma con empresas modestas, poniéndose a tiro de la criada Pascuala con la esperanza de que ésta, robando a los señores, le regale calzas, camisas y jubones. «Verdad es (dice a Pascuala) que tiene dos gentiles mujeres por amantes; pero no puede frecuentarlas sin un riesgo frecuente, y necesita personas que se cuiden de sus menudencias.» Pascuala, aunque vieja, no se deja llevar de las lisonjas de los españoles; los conoce, no los quie- re bien y no siente deseos de complicarse con ellos. Así es que da una cita a Julio para burlarse de él, y éste cae en el lazo, segurísimo
(1) <St veda sopra, p. 30, 71-3.
(2) Si veda Tansillo, Capitoli, ed. clt., p. 151-342.
(3) Il Geloto (Venezie, 1544), I, 3.
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de sí mismo, exclamando para su capote: «¿Harta gana que tiene de ser conmigo! ¡Ya sabe la maldita cuánto valen los spagnuolos en las cosas de las mujeres! ¿Oh, cómo se holgan de nosotros estas putas italianas!» (1). Menos infortunado y mejor representante del tipo en toda su ingenuidad es el capitán D. Francisco Marrada, del Amor costante, comedia de Piccolomini. Valiente, hombre que ha venido a Italia a hacer su fortuna, quedándose al servicio del du- que Alejandro, que lo ha nombrado capitán de su guardia en Pisa, no tiene otra preocupación espiritual que los lances de amor. Si hemos de creerle, todas las damas de Pisa beben por él los vientos. Así, que tropieza con otro español, antiguo amigo, después de ha- blar de la patria común y de las aventuras que allí le acaecieron, a la pregunta de si piensa volver a España contesta que jamás, porque en Pisa se encuentra como el pez en el agua: manda en el comisario, que escucha sus consejos; tiene gran predicamento en toda la ciudad, «y tengo muchos passatiempos, máxime con estas gentiles damas, y por deziros la verdad, muchas andan perdidas por mi, y aun de las primeras de la tierra» (2). Eso sí, no le conocemos en todo el curso de la comedia más querida que su criada Agnolet- ta. Con ésta tiene un coloquio, muy de mañana, al salir de casa con los mejores trapos: «No venga nadie esta mañana conmigo (dice dirigiéndose a las personas de la casa), ni paje ni otra persona, porque quiero ir a festejar a estas gentiles damas. ¿Oh, cómo me pesa de llevar siempre gente en compañía, que se me han ido dos mil ven- turas en este año, con estas señoras, por no hallarme solo! Mas déxa- me adobar esta camisa y limpiar los zapatos y gorra. ¿Oh, pese a tal, que se me ha olvidado de peynar y perfumarme las barbas!» Y la pobre Agnoletta, que lo lleva a un lugar poco digno de él, a la cantina del amo, le dice sencillamente: «Todo lo mío es vuestro, señor Francisco.» Y él responde con énfasis: «Muchas mercedes, que ni yo quiero ser de otra persona que de vos, y os doy mi fe que des- pués que he venido de Spana no he querido a otra que a vos; y os cer- tifico que tenia en Spana una dozena siempre de gentiles damas a mi plazer y voluntad» (3). En el Ortensio, del mismo Piccolomini, Alonso responde al español Rojas, que quiere apartarlo de sus amo- res: «Mucho me maravillo, Sr. Rojas, que a un español como es vues-
(1) IVingannati, IV, 6.
(2) L'amor eostante, II, 1.
(3) Obr. cit., I, 12.
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tra merced busque apartarme del amor, siendo exercicio de su na- ción)) (1). El español, convertido en tipo representativo en la come- dia de arte, se trueca «en el español desesperado con el nombre de Don Diego de Mendoza, en el escenario de aquella representación que fué improvisada en Munich en 1568 (2). Un cómico malísimo que hacía ese papel fué descrito por Garzoni (3) «como un español que sólo sabe decir mi vida y mi corazón». El nombre de Don Diego se hizo proverbial en la frase «hacer el Don Diego» (4).
Por inclinación natural de aquellos pueblos, y por la consecuen- cia no menos natural de haber venido a Italia no como pacíficos comerciantes, sino como guerreros, ávidos de riesgos y de place- res, sin lazos de familia que les atasen a nadie, la vida amorosa y sus manifestaciones tuvieron su escenario en Italia, siendo pro- tagonistas los españoles que se habían desparramado sobre nues- tras ciudades. Como aquel hábito de vida llevaba consigo los cuidados minuciosísimos consagrados a la propia persona en su aparición exterior, que debía revelar el sentimiento predominante que expresaba, los españoles eran considerados como fastuosos, de- licados y casi afeminados. «Un español atildado, oloroso, repug- nante», está descrito amorosamente por Aretino en sus Regiona- menti (5), «lleno de vanidad, con el mostacho enhiesto... y con otras lindezas en su persona». Bandello dice de cierto personaje suyo que «tenía mucho de portugués», y que «a cada dos por tres, bien a caballo, bien a pie, se hacía limpiar las calzas por un ser- vidor, no consintiendo encima del traje la más pequeña mota» (6).
Tan extremoso refinamiento iba siempre acompañado por la pompa y la gravedad, por el sosiego o el reposo, por la «gravedad reposada», como traducía Castiglione, «que tanto distingue a la nación española, porque las cosas exteriores frecuentemente de- nuncian las íntimas y las de dentro» (7). Lujo en los trajes y pompa en la servidumbre, énfasis de decoro en el gesto y en la palabra, recuerdo frecuente de las propias gloriosas hazañas, de las hazañas
(1) L'Hortensio, I, 3.
(2) Se trata de las escenas, tantas veces impresas, de Massimo Troiano. Sobre un comediante que se encontraba en Manitua en 1566 y que era llamado «el español de la comedia»; cfr. D'Ancona, Origines del teatro italiano, II, 443-4.
(3) La piazza universale di tutte le prolesioni, Venecia, 1610, f . 320.
(4) PASCUALIQO, Intricati, IV, 4.
(5) Ed. de 1584, II, 44.
(6) Novelle, II, 47.
(7) Cortegiano, II, 27, 37.
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de los abuelos, de la nobleza de la casa o de la estirpe, eran carac- teres o hábitos que se advertían en los españoles, y que suminis- traban, a la vera de su exotismo y de su afectación de elegancia, tema abundante a las burlas, sátiras y comedias, y que, de acuerdo con la índole de aquellas obras literarias, casi siempre contrasta- ban con la honda realidad. En Italia aquellos españoles adoptaban el aire de grandes personajes o de magníficos señores, de caballe- ros de Alcántara, Santiago o Calatrava, de parientes del rey de España, aunque en su país no tuvieran casi ni propiedades, ali- mentándose de pan y de rábanos, bebiendo agua y llegando a Ita- lia con las calzas rotas (1). «Los dineros de España» (2) significa- ban los dineros que no llegan nunca; sus riquezas eran puramente fantásticas e imaginarias; la miseria española (que tenía su novela en El lazarillo, la novela del hambre, hambre de señores, hambre de escuderos) se encuentra descrita también en los escritores ita- lianos, que no cesan de recordar las vigilias y los ayunos que su- fren los españoles cuando viven a expensas propias, sus comidas cuando se hacen convidar, sus mezquindades. También suelen des- cribirnos su cara larga y triste, su fisonomía comida por el amor y por el hambre (3). Su lista de nombres resonantes, que le hacía reír a Pontano a mandíbula batiente, sigue sirviendo de caña- mazo a finas burlas, así como el sentimiento de la importancia personal, que se extiende a las más humildes profesiones. Pablo Giovio, contando las fiestas que se celebraron en Ñapóles cuando la llegada de Carlos V, habla de un español bisogno, de un soldado reciente que, pareciéndole que no recibía en una reunión el trata- miento a que tenía derecho, cortó por lo sano diciendo: «¿JVo me conocéis vosotros? No se ha de tratar d'esta manera a los hombres de honra.» «¿Y quién sois vos?», le preguntaron los espectadores, estu- pefactos. uSoy el limpiador mayor de la plata dorada del conde de Benavente)) (4). Los jactanciosos y los vanidosos tomaron carta de naturaleza en las obras literarias. Español es, en El Ariosto, Fe-
(1) Por ejemplo, Coppetta, en Opere burlesche, II, 49; Mauro, ivi, 1, 290; Bandello, Nov., IV, 25; Fortini, Nov., II, 13; Domenichi, Scelta di motti, Firenze, 1566, pág. 297; Guazzo, Civil conversation, i. 128-9.
(2) La frase es de Cecchi, en Maiana; cfr. Aretino, Ragionamenti, ed. cit., II, 44; Navagero, Viaggio, fol. 10.
(3) Bandello, Nov., 1, 12; Turchi, Lettere, pág. 193; Domenici, Scelte, páginas 305- 6; Atanagi, Lettere facete (ed. de Venecia, 1601), f . 156; Basile, Cunto de li cunti, ed. Cro- ce, I 44.
(4) Lettere, i. 97-8 (desde Ñapóles, 12 de diciembre de 1535).
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irán, el «jactancioso español» (1). En Los rivales, de Cecchi, apa- rece un jactancioso de riquezas y de proezas, un Don Iñigo Corpión de Buziquillas. Español se dice también del hombre que no tiene creencias (2). Españolada ha quedado en el vocabulario italiano en el sentido de pomposidad y fanfarronería.
También se llama español al que se cuida de su figura y de su presencia, pide a los demás deferencia y respeto para sí, y por lo mismo, observa los mismos miramientos con relación a los demás, para mejor respetar sus derechos respetando sus deberes propios, y promoviendo así un cambio de cortesías, porque los españoles gozan fama de corteses y de muy ceremoniosos (3). En el teatro italiano también se satirizan las üonguerias castellanas», las reve- rencias, inclinaciones de espinazo y fórmulas de saludo. Por la misma razón se llaman «maestros de cortesanía» (4) y son busca- dos en las cortes y por los prelados de Roma. «Español» y «corte- sano» se convirtieron en términos sinónimos (5). Expertísimos fue- ron reputados los españoles en las formalidades del duelo y en las demás cuestiones que atañen a la caballería (6).
A pesar de la compleja y de la vivísima sátira las costumbres españolas que se caricaturizaron en seguida se difundieron rápi- damente en Italia y sobre todo en Ñapóles, dónele encontraron ambiente propicio. De enamorados, galantes, ceremoniosos y jac- tanciosos fueron también juzgados los napolitanos. Las napolita- nerias originaron un tipo cómico que, salvo la diversidad en el lenguaje, corresponde perfectamente con el tipo cómico del es- pañol en los albores del siglo xvi, como se ve en las comedias de Aretino, de Porta y de sus imitadores (7). A los testimonios que ya he aportado en otras ocasiones sobre el particular po- dría añadir ahora otros; señalaré, en primer lugar, que hay una especie de identidad entre los términos españolerías y napolita-
(1) Orlando, XII, 42-5.
(2) Atanagi, Lettere facete, pág. 125, carta de Ludovico de Canossa, 25 agosto 1509).
(3) Lozana andaluza, II, 144. Cfr. Mauro, Opere burlesche, I, 255; Ruscelli, ivi, II, 100; Turchi, Lettere, páginas 41-2, 183.
(4) Cortegiano, II, 21.
(5) Aretino, en el Rag. delle corti, «dádose a lo español y a lo cortesano»; Dolce, Il ragazzo, I, 5. «No practicar con españoles y con cualquiera clase de cortesanos».
(6) Véase página 116 acerca de lo que sobre este punto decía Galateo; v. un frag- mento de Sabba da Castiglione de 1505, cit. por Farinelli, en Ras. bibl. d. letter. ital., II, 142.
(7) Sobre el tipo del napolitano en la comedia, véase mi estudio en los Saggi sulle letter. ital. del SHcento, páginas 271-308, y especialmente, sobre el españolismo, pági- nas 278-87.
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nerías. Aretino habla de una «reverencia a la española napolita- nizada» (1), de la buena crianza que se aprende en Ñapóles, del «besar las manos», del «suspirar fuertemente a la española», que era peculiar en los napolitanos»; de las grandes jactancias y men- tiras de éstos «sobre todo cuando hacen el amor», discurre Mau- ro (2); del gran uso que hacían de la escopeta y de la estrella Berni (3); de la educación de uno que parecía nacido y criado en Ñapóles Caporali (4); de las napolitanerías, esto es, de la cor- tesanía y buena crianza españolas por él observadas en Ñapóles Fascitelli (5), y otros del modo de proceder, afectado, de napolita- nos y españoles (6). Y basta ya. Los napolitanos, como los espa- ñoles, eran puestos en solfa a fuer de jactanciosos como «asesinados por el amor», afeminados, jactanciosos, huecos con la nobleza y prestancia de su estirpe.
Servitude d'amor, vas heggiamento, portas penna, vestirsi or verde or giallo, gioco di canne, giostra, torneamento, musiche, mascherate, scene, ballo, ogni festa (7)
Son versos del napolitano Tansillo, que se refieren a la vida de su ciudad.
Los modos ceremoniosos también fueron imitados en Roma. En 1506 eran ya conocidos, porque en una carta fechada en Emi- lia Pía el día 12 de junio, que cuenta las bodas de Juan Giordano Orsini con Felicia della Rovera, se dice que Orsini, una vez cele- brada la ceremonia del enlace, llevó a la esposa a una estancia, «haciéndola ciertas ceremonias a la española, asegurándole que ella era la dueña, y que en el banquete nupcial continuaron tales cere- monias, como, por ejemplo, haciendo que un paje se quitase el sombrero, permaneciendo descubierto hasta que, después de cenar
(1) Ragionamenti, ed. cit., I, 10.
(2) Opere burlesche, I, 246, 273, 280, 299.
(3) Opere burlesche, I, 10.
(4) Vita di Mecenate, c. 1.
(5) Turchi, Lettere, páginas 113-6 (carta escrita en 1547).
(6) Obr. cit., pág. 196 (carta del 6 de mayo de 1550).
(7) «Servidumbre de amor, espasmos, plumas, vestidos verdes y amarillos, juego de cañas, cintas, torneo, música, mascaradas, escenas, bailes, fiestas...», Capitoli, ed. cit., p. 114.
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todos, volvió a cubrirse, demostrando en aquella cena lo bien que hablaba el francés y el castellano, como si de otras cosas más no quiera jactarse» (1). En otras partes de Italia estas costumbres entraron con menos intensidad y con más retraso. Casa, en el Galateo, censura la introducción de las ceremonias, vocablo que se ha trasladado de las cosas sagradas a las profanas, «porque los hombres comenzaron desde el principio a tratarse con maneras artificiosas fuera de lo conveniente y a llamarse dueños y señores entre sí, inclinándose, retorciéndose y plegándose unos a otros en señal de deferencia, descubriéndose la cabeza, nombrándose con títulos exquisitos y besándose las manos como si las tuvieran con- sagradas lo mismo que los sacerdotes». «Esta usanza no original en nuestro país, sino forastera y bárbara, de algún tiempo a esta parte ha tomado carta de naturaleza en Italia, la cual, mísera en las obras y envilecida y rebajada en sus empresas, se ha crecido y adornado solamente con las palabras vanas y con los títulos superfluos.» Al menos (advierte en otra parte) ima clase más ex- quisita de ceremonias, «traídas desde España a Italia», han sido aquí mal recibidas; me refiero a las ceremonias de aquellos «que hacen arte y mercancía» y saben que a tal suerte de personas «co- rresponde un gesto, y a tal otra una sonrisa y a la de más genti- leza sentarse en vina silla, o, al menos, sobre una banqueta» (2); aquella etiqueta, en suma, y aquella serie de ceremonias que ya eran conocidas en Ñapóles. Y como acostumbraba parangonarse la buena manera italiana a la ceremoniosa española, Arcano, se cretario del cardenal Cesarini, haciendo uso de esta distinción advertía la impropiedad de emplear la locución «italiana» como de- nominación general, exceptuando al menos, en este caso, «la corte de Roma y la baronía de Ñapóles, donde está la monarquía de las mentiras», substituyendo también la designación más restringida de lombarda «porque, a lo que creo, en Lombardia quedan muchos hombres de bien» (3). De todos modos, la adulación y las «ceremo- nias» se introdujeron entonces en Italia, según afirmaba Luis Co- maro, escribiendo que eso había sucedido «no hacía muchos años en mi tiempo» (4).
(1) Luzio Renier, Mantova e Urbino: Isabelle d'Este et Elisabette Gonzaga, Torino, 1893, páginas 178-9.
(2) Galateo, ed. Zonzoono, páginas 32-37.
(3) Atanagi, Lettere facete, pág. 251 (carta del 16 de diciembre de 1531 a S. Porrino.
(4) Delle vita sobrie (1558) introd.
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Signo literario de estas ceremonias fué la «adopción» en Italia de nuevos títulos y formas de cortesía. No hablemos de aquel «Don tan grato al español vanidoso» (1), que en Italia no se usó nunca demasiado y que en el mismo Ñapóles, tal vez por el espí- ritu burlón de sus gentes, descendió de importancia, se trocó en locución corriente y se dio entonces y se da también a las perso- nas de cierta edad del pueblo y de la clase media (2). El título que entonces se introdujo en Italia fué el de «Señor», con grave escán- dalo de los hombres juiciosos, que lo juzgaron adulación vilísima. Ariosto nos refiere un diálogo suyo con un criado español de un prelado romano:
Signor — diro — , non s'usa più fratello, poiché la vile adulazion spagnuola mt-sse la signoria fin in bordello/ — Signor — se fosse ben mozzo di spuola — dirò... (3)
En efecto, hasta las cortesanas ambicionaban el título de «se- ñoras». Muy conocidas son en las historias de la época las «seño- ras» Tulias, Isabelas y Verónicas; señora llegó a significar, í in más aditamento, la cortesana (4). Las italianas de la burguesía y del pueblo sonreían al oírse llamar «por los españoles de tal modo, tan extraño a sus oídos: — Toma mi amistad, que bueno para ti — ; decía Gil a Pascuala, y ésta íeplicaba irónicamente: — ¿Y me harás señora, no?» (5). Y Agnoletta, condoliéndose de los flojos y esca- sos regalos de los españoles, añadía: «¡Nos hacen señoras a todo pasto!; no lo entienden bien; sólo a llamarse señoras aspiran estas mujeres» (6).
Al escándalo moral de adulación se unió el que llamaremos gra- matical, cuando del señor nació, abstractamente, «Señoría», con- virtiéndose en título y modo de locución.
(1) Caporali, Vita di Mecenate, p. VIII. Cfr. Don Quijote, 1. II, c, 2, parte II, c. 45. Para el empleo burlón de Don, v. Opere burlesche, I, 383, II, 54.
(2) Cfr. Galiani, en el Vocab. napol., I, 137, y Galanti, Desc. del regno di Napoli, I, 399. Usase también por lo demás en el siglo xv; v. un fragmento del proceso de los barones, apéndice a Porzio, Congiura, ed. D'Alae, p. CXXX-IX.
(3) Salire, 1-76-84.
(4) Varchi, La suocera, II, 1; Freezuola, / Lucidi, donde no se da a la cortesana mas título genérico que el de señora.
(5) Gli' Ingannatti, II, 3.
(6) L'amor costante, I, 11.
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En un capítulo de Buscelli dirigido a Molza e intitulado Contra il parler per vostra signoria, después de una irónica declai ación:
Non siam pur obligati allo spagnuolo perchè con si elegante elocuzione si he fatto insignorir de cualque duolo (1),
se afirma que el tú se ha desterrado por completo, sirviendo sólo de frase de ira y de vilipendio y para hablar a los pobres criados, como si fueran una pandilla de bribonea ; que el vos se empleaba por inadvertencia, corrigiéndose en seguida con una «Magnificen- cia», con un «Vuestra Señoría» o con «Vuestra Merced», con una Excelencia ducal y que solamente se hablaba a las gentes en ter- ceia persona (2).
Discutieron en prosa la cuestión de la señoría, entre otros, Ber nardo Tasso, lamentando que, después de tantas invasiones bár- baras, «las señoiías, que antes no se habían visto ni oído en Italia, dejando su natural país de España, hayan venido en tan gran número a vivir con nos. otros, y que hayan tomado de tal modo posesión de nuestra vanidad y de nuestra ambición, que no po- demos sacudírnoslas de las espaldas» (3). Caio, respondiendo a Tasso, juzgaba imposible desarraigar el abubo, aunque «cosa ex- trañísima y caígante, hablamos con uno como si fuese otro y abs- tractamente; esto es, con la idea de la persona a quien nos dirigi- mos, no con lapeisona misma» (4). Claudio Tolomei, ('polemizando con todos los secretarios de Italia», daba una sarta de razones para advertir que los maestios de la lengua toscana no usaban jamás tales modos de expresión, que se trataba de suprimir en los dis- cursos la segunda persona y que era cosa idiota emplear a cada instante el concepto de señoría (5). Solamente Rinaldo Cossi de- fendió la aborrecida frase, procurando buscar ejemplo, en los añ-
il) «No estamos obligados a los españoles, porque con tan elegante elocución», etc. (Opere burlesche, II, 121-5).
(2) tEcco ch'iniceme, foi tanno una giostra, tGuello, lo quel, con lei o con le sua» ,El parlar s' amplíe e'l scrivir più s'inchiostra», etc. (Opere burlesche, II, 121-5).
(3) B. Tasso, Lettere, I, 17-22 (carta a Caro).
(4) Carta desde Bruselas, sin fecha; v. a otro de Casto a Tolomei de 29 de julio de 1543.
(5) Tolomei, Lettere (desde Roma, 22 agosto del 43, a Caro).
España en la vida itallína. i i
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tiguos escritores e invocando la generalidad de su empleo, aunque con «la lascivia de las ceremonias, ostasse aumentando día en día en nuestros tiempos» (1). Como siempre, la tierra donde la señoría tuvo más acogida y echó más hondas raíces fué Ñapóles, como se ve en un pasaje de Caro (2). De vuestra señoría derivó el «Lei» italiano, porque, como dice una gramática de aquel tiempo, «otro mal uso reina hoy, que es el de algunos señores que, hablando o es- cribiendo a otro a quien no quiere llamarle de vos por parecerle demasiado poco, o llamarle vuestra señoría, título que se les antoja demasiado giande, le hablan o escriben en tercera persona «él, suyo, suya, suyos, suyas, y de otros modos abstractos, de donde no puede derivarse sentimiento alguno» (3).
Con el señor y la señoría se hicieron comunes los títulos usua- les más superlativos, en forma adjetiva y abstracta, como Exce- lencia, Reverencia, Magnificencia y otros muchísimos (4), que se atribuyeron a la influencia española, aunque alguien protestase añadiendo que en España se usaba de tales tratamientos y en Ita- lia se abusaba de ellos (5). Igualmente se exageraron en humildad y servilismo las antefirmas de las cartas (6), como «el beso su mano», (el beso sus pies no llegó a emplearse), en lugar de nuestro viejo e italianísimo «conservaos bien», «me recomiendo a vos», «soy todo vuestro» (7).
Podíamos continuar ocupándonos de las menudencias de las costumbres españolas de vida galante y fastuosa imitadas enton- ces en Italia, y sobre todo de la moda de los vestidos, de los cuales, como en general para las prácticas sociales, Castiglione juzgaba preferible para los italianos la moda española, como la más grave y la más sencilla que se ajustaba perfectamente a su carácter (8).
( 1 ) Lettere di XIII humini illustri (Venecia, 1561), páginas 752-9. La fecha justa de la carta no es del 69, sino del 49.
(2) Carta de Roma, 8 marzo 1549, a Di Costanzo.
(3) G. M. Alessandri, Il paragone della lingue toscana et castigliana (Napoli, 1560), f. 64; cfr. M. Troiano, compendio, páginas 57-63. V. un fragmento de los Diporti di Par- naso, de S. S. Ricci, que refiere Glareano (p. Apropo), La Grilleia (Napoli, 1668), pá- gina 35, y el diálogo de Fanfain, Il Lei, il Voi e il Tu, en Vocab. dell' uso toscano (Firenze Barbèra, 1863), páginas 523-5.
(4) Ruscelli, cap. cit.; Ammirato, Opuscoli, III, pág. 442.
(5) Alessandri, op. cit., f. 63-4.
(6) Cfr. Troiano, obr. cit., páginas 224-5, y Ammirato, 1. e, pág. 447 y siguientes; Costo, Trattato del segretario, pág. 582.
(7) Sobre el «beso su mano» y sobre el uso de la tercera persona, v. otras noticias en A Salza, Luca Contile. Firenze, 1903, páginas 193-7, en las cartas de Contile.
(8) Corteggiano, II, 27 ,37.
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Pero las modas que entonces se introdujeron en Italia provenían de todos los pueblos, de los franceses y de los alemanes no menos que los españoles; pero este exotismo y esta variedad fueron pre- cisamente las notas dominantes que registraron los autores de aquel tiempo, como Lasca (1). También se atribuían a los espa- ñoles demasiados adornos (2), y en La lozana andaluza se afirma que ya no se empleaban vestidos ni zapatos a la francesa, sino a la española (3). Más que de los españoles, de los caballeros franceses vino a nosotros la moda de las ««empresas con motes», de las em- presas galantes (como las llamaría Vico para distinguirlas de las heroicas, genuinamente bárbaras), de las cuales se encontraban «modelos celebrados en la lengua española, Amadís de Gaula, Pri- maleón, Palmerln y Tirante el Blanco», empleándose frecuente- mente aquella lengua, como la más adecuada para cantar aque- llos hechos (4). Un libro español de motes se recuerda en una carta de Antonio de Balzo de febrero de 1514, que desea el marqués de Sazzuolo «para servirse de ellos en estos tres días de Carnaval», y no sabemos si eran motes de empresas o de juegos y adivina- ciones (5).
Entre las formas de ceremonias no cabe olvidar el modo gra- cioso de quitarse el sombrero que los italianos imitaron de los es- pañoles al «descubrirse a la española» (6), ciertas reglas para de- terminar quiénes habían de salir antes y quiénes después de las casas (7) y ciertas modas que pronto dejaron de emplearse, como aquella de los banquetes, en las cuales, cada vez que se daba de beber al señor, se encendían dos y a las veces cuatro hachos (8),
(1) «Ya se lleva la capucha y el manteo...», etc. Rime, ed. Verzone, pág. 394.
(2) «Aquellos blecos de oro, aquellos adornos...», etc. Bentivoglio, Satire (en la del viaje de Scandiano).
(3) Ed. cit., II, 198-200. En la ya citada obra de Giovanni Boemo, Oli costumi, le leggi e l'usance di tutte le genti (Venecia, 1543), f . 155-6, se leen alusiones al modo de ves- tir español y al de las distintas comarcas de Italia. Para épocas sucesivas, v. los Habiti, de Vecellio, Veaecia, 1590.
(4) Giovio, Dialogo delle imprese militari et amorose, con'un raginamento di messer Lodovico Domenichi (Lione, 1559), páginas 8, 159.
(5) Luzio Renier, en Oiorn. stor. d. lett. ital., XXXIII, 35.
(6) Mauro, en Opere burlesche, I, 255. Sobre los modos de saludar, v. Guevara, Lettere, trad. ital. (ed. de Venezie, 1611), 1. II, páginas 34-7.
(7) Gian Loise: «Entre primero Vuestra Señoría, Camilo. |No, Vuestra Señoría! S. No, a fe, que a Vuestra Señoría toca. C. Hacedme esta gracia. S. Procedamos a la española, que al entrar, entra primero el dueño, y al salir, sale primero el forastero» (In- trighi d'amore, V, 10).
(8) Ammirato, obr. cit., III, páginas 37-8; v. una curiosa anécdota de 1580 en Verri, Stor . a di Milano (ed. Le Monnier), II, 281-2.
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con la no menos ridicula de hacerse llevar la escopeta por el «mu- chacho» que iba detrás de escolta (1). De las danzas que se trajeron de España recordamos la «gallarda a la española», la «baja», la «pa- vana», la «pavanüla», el «tordillón», la «españoleta» (2), y después la «zarabanda» y la «chacona», que Marín describió como «juegos impíos y profanos», complaciéndose luego en describirlos lasciva- mente (3). Los españoles pasaban como excelentes jugadores de ajedrez, y compusieron libros sobre este juego que fueron tradu- cidos al italiano (4). Pero dejando estas cosas, que requieren cono- cimientos especiales que yo no tengo, recordemos que tenían gran fama las fiestas que los españoles trajeron a Italia; «sus fiestas, tan bellas y sabrosas», decía Lasca, lamentando que empezaran a ol- vidarse (5). Entre las fiestas sagradas sobresalía, por su magnifi- cencia, la de Santiago, que los españoles celebraron en Ñapóles aun en el áspero asedio de Lautrec (6). En cuanto a las diversio- nes profanas, me fijaré en la fortuna que tuvieron en Italia dos de las más castizamente españolas, una de las cuales es todavía famosa hoy, la corrida de toros, y otra que lo fué antiguamente, el juego de caña^. Ambas se vieron varias veces en Italia durante el siglo xv y se hicieron populares en el siglo xvi.
Tenemos noticias de corridas de toros de los carnavales de 1513 y de 1519 en Roma (7). Las tenemos de Ñapóles en tiempo del vi- rrey Pedro de Toledo, «que en España tenía fama de gran torero», y que tomó parte en las distintas corridas de toros que se celebra- ron en 1535 y en 1536 con motivo de la visita del emperador Car- los V, corridas en las que también intervinieron «muchos caballeros napolitanos, que con su destreza peculiar hicieron pronto estos
(1) Bini, capítulo de as calzas, en Opere burlesche, I, 327.
(2) V., para las postrimerías del siglo xv, el Trattato dell'arte di ballo, de Guilielno Ebreo, pesarse (Scelta, del Romagnoli, ntìm. 131), y para los siglos xvi y xvn, Caroso, Il ballerino, 1550; Negri, Nuove inventioni di balli, 1604 y otros conocidos tratadistas.
(3) Marino, Adone, XX, 84 y siguientes. V. el libro de Villanelle spagnole et italiane et sonate spagnuole, manuscrito desc. por Morel Fatto, Mss. espagn., núm. 607. Sobre los bailes y sobre la zarabanda en particular; Pellicer, Tratado histórico sobre el origen y progresos de la comedia y del histrionismo en España (Madrid, 1804), I, 124 y si- guientes.
(4) Cortegiano, II, 31. Conozco el Giuoco degli scacchi, de Rui López, spagnuolo, nuovamente tradotto in lingue italiane da M. Scio. Dom. Tarsia (Venezia, Trivabene 1584).
(5) Rime, ed. Verone, pág. 372.
(6) G. Rosso, Istoria, ed. Gravier, pág. 23.
(7) Ademollo, Il carnevale di Roma al tempo di Alessandro VI, Giulio II e Leone X (Firenze, 1891), pág. 37 y siguientes, 83 y 85.
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ejercicios y tan bien como un español cualquiera» (1). Conocemos corridas en Siena (2), de las que dice un poeta que «fueron muy sangrientas las celebradas en la plaza». En Florencia, donde un canto de carnaval se pone en boca de unos muchachos que van a matar al toro en la plaza de Santa Croce, en la que se celebró una gran corrida en abril de 1584, con motivo de la visita del príncipe Vicente Gonzaga (3). Pero las corridas de toros fueron siempre un espectáculo exótico que no llegó a penetrar en las cos- tumbres nacionales. «Adustos son los Españoles, y en placeres poco durables, y hasta sus públicos regocijos tienen del funesto», dice Suá- rez de Figueroa (4), y los italianos llamaban a este juego «placer de las mil horcas» (5).
El mismo carácter exótico tuvo el juego de las cañas, de los que tenemos noticias, además de los ya conocidos (6), frecuentes en Ñapóles y otras ciudades de Italia. Conocemos uno verificado en Ñapóles el 10 de agosto de 1510, en la plaza de Selleria, como manifestación de alegría por la conquista de Trípoli (7); en Roma en 1519 (8) y en Bolonia se conoció, por primera vez, en 1529 con motivo de la estancia en aquella ciudad de Carlos V y del Papa (9). Era un juego árabe, del que dice Shack que se usa todavía en Oriente con el nombre de Oschenid (10). Moros auténticos lo co- rrieron en Ñapóles en 1543 con motivo de la visita de Muleassen, rey de Túnez (11). Con vestidos moros turcos y moros se hacía siem- pre este juego, y lo hizo un siglo después Massaniello con su legión de piratas, que habían tomado el nombre de alarbi (árabes) (12).
(1) G. Rosso, Istoria, páginas 50, 51, 66. Para las corridas de toros en Sessa, v. la crónica de Fuscolillo, en Arch. stor. nap., I, 626.
(2) Mauro, en Opere burlesche, I, 232.
(3) Atribuido a Alfonso dei Pazzi, en Opere burlesche, III, 351-3.
(4) Posilipo, Ratos de conversación (Ñapóles, 1629), pág. 102.
(5) Turchi, Lettere piacevoli, pág. 91.
(6) Véanse páginas 43, 80, 94, 113-4, 137-8.
(7) Passaro, Giornale, pág. 170.
(8) Ademollo, obr. cit., páginas 83-5.
(9) «Hasta en dicha Bolonia se han celebrado bellísimos juegos por... señores espa- ñoles y otros señores y gentiles hombres por amor y ante las ventanas de sus damas, con gran placer del pueblo por ser dicho juego insólito en nuestras tierras de Italia...» Cro- naca del soggiorno di Cario V in Italia, edita de G. Romano (Milano, 1852), pág. 162. La palabra no leída en el manuscrito es precisamente canne, cañas, como se habrá supuesto y como me confirma mi amigo el profesor Romano.
(10) Sobre el origen, v. los fragmentos del libro de Diego de Arce, Miscelánea, Mur- cia, 1606, citado por A. de Castro, Discurso sobre las costumbres públicas y privadas de los españoles en el siglo XVII (Madrid, 1881), pág. 91 y siguientes.
(11) Crónica de De Spenis, en Arch. stor. nap., II, 521-2.
(12) Capecelatro, Diar., I, 15.
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Lo describen, entre otros italianos, Galateo, según hemos dicho (1), Marineo, Cortese, Castiglione (2); a él alude Ariosto en las pa- labras del Orlando:
con quell'agevolezza che si vede
silta la canne lo spagnuol leggiadro (3),
y Tasso, cuando describe Clorinda que:
... nel fuggir da tergo oppone alto lo scudo e'l cepo e custodito: cosi coperti van nei giochi mori da le pelle lanciate i fuggitori (4).
De lo que se deduce que el juego se hacía de dos maneras: bien lanzando cañas o pelotas de greda, que en español jamás le he- mos dicho al describir el juego que se describe en Question de amor recibían el nombre de alcancías (5). Estas cañas o pelotas recibían en el dialecto napolitano el nombre caruselli, con el que se conocen todavía las pollitas de creta, conocidas en español con ese otro nombre. Por eso el juego de las cañas, que desde España pasó a Ñapóles antes que a otra ciudad italiana, fué llamado en napo- litano «gioco dei caroselli)), como atestigua un pasaje de Surgente, que menciona el «ludus arandinum» con su variedad de «ludus ca- rusellorum» llamándoles «prorsuo idem ritu: tantum differunt quod in lusu arundinum, arundineis spiculis, in casusellorum vero, fes- taceis vasculis, quos casurellos appellari dixiums, alii illos impetunt: equester uterque » (6). He aquí el origen napolitano, sí, pero ge- nuino, del nombre del carosello, que se dio a otras formas de tor- neos, pasando a Francia y convirtiéndose en carrousel, nombre
(1) V. páginas 113-4.
(2) Marineo, De rebus Hisp. memor., I, XII; Cortese, De cardinalatu, í. LXXIV; Castiglione, Cortegiano, I, 21.
(3) «Con aquella agilidad en que los alegres españoles juegan las cañas», Orlan- do, XIII, 37.
(4) «Que al huir de espaldas, con el escudo alto y la cabeza cubierta, como van en los juegos moros los que huyen lanzando las cañas», Jerusalemme liberata, III, 32.
(5) V. páginas 137-8.
(6) De Neapoli illustrate (Napoli, 1727; la 1 .» ed. es de 1597 y pòstuma), pág. 123. Cfr. sobre este libro, Soria, Storici napoletani, II, 560-2.
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que sobrevivió a la cosa y al juego árabe de las cañas y de las pe- lotas de creta (1).
Aun podrían estudiarse otras menudencias de las costumbres españolas trasplantadas a Italia; pero aquí nos abstendremos de ello, porque nos alejaría mucho del tema de nuestro razonamiento, que no es otro que el de poner en claro la españolización llevada al tono y al énfasis en la vida social, abandonando la sencillez bur- guesa y adoptando hábitos de galantería, de fastuosidad y de ce- remonias, que hacía retoñar en Italia ima especie de Edad Media, Edad Media que rimaba con la cultura de los nuevos tiempos. Tornando a esta influencia más estrictamente espiritual, es im- portante estudiar su efecto sobre el estilo, es decir, sobre el modo de actuar el propio ánimo, y, consiguientemente, de expresar los propios sentimientos. Tornaremos para eso a reanudar las obser- vaciones que ya hacía Pontano en el siglo anterior acerca de la ampulosidad y de la argucia del hablar español (2); pero nos guar- daremos mucho de creer que ésta fué la causa de la decadencia y del barroquismo de la literatura italiana. Lo que sería afirmar de- masiado, porque una cultura y una literatura no decaen por cau- sas externas, sino por razones íntimas, cuando agotados los pensa- mientos antiguos y seca la fuente de los viejos sentimientos, sin que se formen otros nuevos que sean lo suficientemente enérgicos, se continúa trabajando sobre los ya caducos, en el vacío espiritual, substituyendo la espontaneidad intelectual y poética con la ha- bilidad, el ingenio y el esfuerzo. La verdad es, modestamente, que los españoles, con su ceremonial y con su apego a las cosas exte- riores, dieron ejemplo y sirvieron de incentivo para el estilo cere- monioso e ingenioso, hinchado y vacío, que se circunscribió pri- meramente a las cartas y a las demás escrituras cortesanas de poco valor en la marcha del espíritu y de la literatura italianos de principios del siglo xvi: literatura que contenía en sus entrañas la futura decadencia con su sensualismo y con su irónica ñoñez, en su ausencia de sentimiento religioso, ético y civil.
(1) Las demás etimologías que se encuentran en los vocabularios son puramente fantásticas; la de Tramatee, de currus solis, «porque primero estas correrías fueron he- chas en honor del Sol por su hija Circe, a la que Tertuliano atribuye tal invención; la de DÍEZ (Etimol. Wórterb., ed. 1869-70, II. 114) de carras, y la de ZAMBALDI (Yoc. etim. ital., página 251), que hace derivar casorello o garosello de cara. DÍEZ creía que el vocablo ha- bía pasado del francés al italiano, y Litré sospechaba, justamente y exactamente, lo contrario.
(2) V. páginas 63-71.
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La influencia española sobre el estilo fué denunciada a tiempo por Giraldi Cintio en un pasaje sobre las novelas, las comedias y las tragedias, donde se recomienda que «no se empleen esos mons- truosos modos de decir, que son hoy tan estimados por muchos, que no ya sólo en las comedias y en las tragedias, sino en las plá- ticas caseras y en las mismas cartas familiares los esparcen de tal modo, que en cada folio se encuentran dos o tres; de ellos debe huir todo escritor que se estime como huyen en el mar los navegantes de los escollos. Debe huirse con cuidado de tales vicios, porque este defectuoso modo de decir se parece de tal modo al verdadero, que de él reciben frecuentemente los escritores grandísimo daño, si de él no se dan cuenta y si no hacen los posibles por desecharlo.» Por los ejemplos se desprende de qué modos de locución nos acon- seja que huyamos, recordándonos un joven siciliano «que por su mala fortuna había estado bajo un maestro llamado Spine», y del que recuerda dos frases. La una: «¿Con qué vaso de la mente ex- traeré del manantial de la elocuencia las ondas de las palabras que lleven al líquido de vuestro corazón el torrente de mis deseos?» Y esta otra: «¿Con qué ejército de amor podré yo tener los capi- tanes que hagan batallar las escuadras de mis deseos, que con los golpes de mis palabras vengan a apoderarse del fuerte de nuestro corazón, abriendo la entrada de mi fe, hasta que, victoriosa, re- pose en tan dulce estancia?» Giraldi Cintio aduce otros ejemplos, como el de un fraile predicador que, habiéndose excitado al ha- blar de las cosas de la lujuria, dijo, queriendo despertar la aten- ción del auditorio: «Deten él pie de la inteligencia en el campo de la muerte», y discurrió buen espacio de tiempo con estas y parecidas metáforas. De lo que Giraldi discurría, y lo que censuraba con todas sus fuerzas, era de las metáforas ingeniosas o pedantesca- mente continuadas, como fin de sí mismas, y fuera del que debía tener la metáfora como cualquiera otra forma de alocución, que es la de expresar un sentimiento determinado de manera propia y eficaz. Después de lo cual Giraldi Cintio habla de la derivación de tales modos, estimados (dice) por aquellos que, «seducidos por no sé qué afectación de habla española, han puesto entre las rosas de la lengua italiana (así hablaré yo ahora también) estas pun- zantes espinas, y este fango en sus líquidos y puros manantiales para enturbiarlos; porque aunque esta manera de decir es ala- bada por algunos en la lengua española, no conviene a la nuestra
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de modo alguno, y si conviene alguna vez no conviene todas: ha de hablarse desnuda, clara, limpiamente, y por decirlo así, con brevedad, sin esta excesiva y censurable hipérbole» (1).
Pero Giraldi Cintio no fué el único que protestó contra este abuso. Que los modos españoles fueron entonces objeto de cen- sura y burla puede comprobarse por un fragmento que se puede tomar del librito Sindicio sopra la tragedie di Canace e Macareo, escrito en 1543, probablemente por Bartolomé Cavalcanti, contra la tragedia de Speroni. Censurando el estilo y las metáforas exa- geradas de ella, el crítico dice que tal vicio es peculiar a los pa- duanos, y especialmente a los que componen la Academia de los Inflamados (a la que pertenecía Speroni), y que han pensado «que la alteza y la gravedad del estilo estriba en las voces hinchadas, en los modos de decir obscuros y en acoger las expresiones des- usadas». Uno de aquellos académicos que leyendo un libro sobre el orador y sobre el poeta trataba de «censurar los modos españo- les, queriendo enseñar a escribir y a hablar laudablemente», ado- baba el estilo de su discurso crítico «con la sombra de ima afec- tadísima afectación para decirlo a la española, empleando modos de decir que eran bastante peores que los que él censuraba en los españoles». Y en efecto, daba como expresiones correctas algunas como éstas: «Cada vez, de hora en hora, te guardo con más fres- cura en mi memoria y te tengo escondido en el regazo de mis re- cuerdos»; «Esperaré hasta que las estrellas acaben de sufrir las influencias celestes en los serenos campos del cielo, hasta que las estrellas nocturnas no empiecen a despertar el sol». Y para mani- festar su amor a una dama dice así: «Aquí y allá, feliz e infortu- nado, con próspera o adversa suerte, siempre seré aquel feliz he- liotropo del que vos sola, con entera firmeza y en todo tiempo, seréis el sol» (2).
No cabe la menor duda que tales modos de decir estaban harto difundidos en Italia. Basta recordar las cartas de Aretino, donde los encontramos a manos llenas (3). Yo daré un ejemplo de Ber-
(1) Giraldi Cintio, Dei romanzi, delle commedie, etc., ed. cit., II, 100-2, cfr. 184-7. Sobre este pasaje de Giraldi llamó la atención por vez primera Gaspary, Stor. d. lett. ital., parte I, páginas 366-7.
(2) Giudicio sopra la tragedia di Canece et Mecateo, con molte utili considerazioni circa l'arte tragico e di altri poemi (VeDezie, 1566), f. 37 y siguientes; la 1.» edición es de 1550 y fué reimpresa en Speroni, Opere, IV, 92-144.
(3) Cfr. De Sanctis, Stor. d. 1. lett. ital., ed. Croce, II, 128-9.
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nardo Tasso en una carta escrita precisamente a Sporini, que em- pieza de este modo: «Si nuestra amistad, magnífico señor Spori- ni, no estuviera basada en la dura y sólida piedra de la virtud y adobada con la cal de tantas gentilezas usadas entre nosotros, yo dudaré que el viento impetuoso de nuestra ausencia y de un tan largo silencio hubiera acabado con ella enteramente» (1). Y cito este ejemplo para añadir que algunas veces estos modos se usa- ban a guisa de broma y de burleta, lo que confirma, después de todo, su empleo. La burla es evidente en Giovio, harto diestro en el lenguaje cortesano: «Yo quisiera que vos no gastaseis la cola al faisán de mi designio.» «Vuestra carta ha sido como un polvo de nuez moscada sobre el huevo fresco de la que tuve hace tres días» (2).
Tampoco cabe poner en duda que este estilo procedía de Es- paña (3) no sólo por la afirmación de los contemporáneos, argu- mento fuertísimo sobre la realidad de este origen, sino porque los modelos de tal estilo no se buscan solamente en las obras litera- rias, sino en el comercio personal con los españoles, de los que se- guía admirándose la argucia (4), y porque en algunas obras lite- rarias se encuentran ejemplos evidentes de tales modos. Una obra de estas indica Giraldi Cintio al hablar de La Celestina, y censu- rando «a los que la han tomado como modelo, más atentos a los juegos españoles que a la conveniencia de la fábula» (5). En cuya Celestina, si no se encuentran precisamente enfáticas metáforas continuadas, de las cuales hemos dado ejemplos, hay gran exu- beración de imaginación y de palabras, mucho cabrilleo de com- paraciones y de sinónimos (6). El que quiera continuar la investi- gación debe consultar no solamente los Cancioneros y los libros de caballería, sino las obras cortesanas que tuvieron éxito en Ita- lia, como las Cartas, el Marco Aurelio y otros libros de Gueva-
(1) Lettere, I, 167.
(2) Lettere, i. 41, 62.
(3) Como hace Garpary, lugar citado.
(4) Cortegiano, II. 42; Giovio, Dialogo delle imprese, pág. 25; v. Miranda, Osserva- tioni della lingua castigliana, páginas 339-40.
(5) Obr. cit., II, 99.
(6) Por ejemplo: *Por Dios, no corrumpas mi placer, ni mezcles tu ira con mi sufri- miento, no revuelvas tu descontentamiento con mi descanso, no agries con tan turbia agua el claro licor del pensamiento que traigo, no enturbies con tus envidiosos castigos y odiosas reprensiones mi placer* (acto VIII). La madre Celestina dice hablando del amor: *Es un juego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleita- ble dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte» (acto X).
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ra (1). La verdad es que las metáforas ensartadas y el ampuloso estilo cortesano eran ya cosas viejas en Italia, y encontraban con- diciones favorables para su desarrollo en la vida artificiosa de las cortes; pero la verdad es que en los albores del siglo xvi fueron aprobadas, lanzadas y sacudidas por el espíritu español que invadía nuestras costumbres.
(1) Precisamente a la influencia de Guevara atribuye Candniaun el origen del mal gusto del estilo inglés; v. la nota de Fákinelti en tomo al libro de Griffon Childs sobre Lyly, en Rev. crit. de hist. y liter. españ., I, núm. 5 (agosto, 1895), páginas 133-6.
EL ESPÍRITU MILITAR Y LA RELIGIOSIDAD ESPAÑOLA
Será errado suponer que toda esta galantería, introducida en Italia por los españoles, fué un afeminamiento en los hábitos, una depresión del espíritu militar, un acrecentamiento de la ya ini- ciada corrupción italiana. Las galas, las ceremonias, los suspiros, el lujo y el fausto eran en los españoles aspectos del semblante ri- sueño de una personalidad guerrera, de una triunfante, poderosa y casi feroz sociedad militar. Ya hemos visto, al estudiar la Qnes- tion de amor, que los cortejadores y bardos, amantes y románti- cos, que aquella novela coloca en el escenario de la alegre vida de Ñapóles, habían sido los héroes de la sangrienta batalla de Ravenna. El Amadís y los demás libros de caballerías, llenos como estaban de amores y de desdenes, eran la lectura predilecta de los soldados, como sabemos por innumerables documentos y como nosotros por única prueba oiremos repetir a un soldado literato que vivió largo tiempo en Italia, tradujo el poema de Ariosto y es- cribió un diálogo sobre el honor militar, por Jerónimo Urrea, que hace decir a su Altamirano: «Yo he estudiado poco porque sentí siempre más inclinación a las armas que a las letras, no apren- diendo a leer mas que libros de romances y caballerías, que me inclinaban el ánimo a ejecutar cosas heroicas y empresas ilustres. Me gusta mucho leer las escaramuzas y guerras de Granada. El ardimiento y fortaleza del rey católico Don Fernando, la valentía del gran maestro de caballeros de Calatrava, de Garcilaso de la Vega y del conde de Cabra, Reduan y Remerax, aquel modo de inquietar a las gentes del castellano de Castronuño y de otros me inclinaron y encendieron el ánimo para ejecutar cosas maravillo- sas. Mas para estos menesteres es preciso que el hombre que se reputa caballero no consienta ultrajes, que sepa vengarse y satis-
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facerse, que no haya nadie que se atreva a injuriarle, y toda esti- mación ganaré venciendo en el campo a quien quiera ofenderme con su entuerto, y de este modo también lograré dar fama y pres- tigio a mi nombre» (1). Bajo la envoltura erótica e idílica de estas novelas, como bajo las galas de los caballeros españoles, como más tarde en la locura de D. Quijote, que ya comenzaba a dibujarse aquí, latía el antiguo corazón guerrero de España.
A los italianos, «habituados (como observa Guicciardini) desde muchos años atrás más a la imagen de la guerra que a la guerra misma», estos españoles que se batían con los franceses, y aque- llos alemanes y suizos que luchaban ora en un bando, ora en otro, les daban la impresión, como ya se ha notado en los relatos donde se cuenta la guerra de Granada, de una actuación en la realidad y sobre la tierra de Italia de las gestas cantadas en los poemas caballerescos. Acentos épicos y heroicos resuenan en nuestros cro- nistas más humildes cuando narran aquellas luchas, transformán- dolas en epopeyas, como Cantalicio en el poema donde canta las empresas del Gran Capitán en el reino de Ñapóles, spectacula Martis nunca vistos:
Hispanii Gallique simul se Icedara acerbe; utraque gens, odiis iampidem exercita magnis virgie iactantes inter se sazpe solebant (2),
como héroes homéricos o guerreros cristianos contra los islamitas, y como éstos, prontos al sarcasmo impío. Cuando se ve ante el cuerpo del duque de Nemours, que se había jactado de cenar con él por la noche y que ahora estaba deshecho e inerte, Gonzalo, en el poema de Cantalicio, exclama:
Infelix, nostris tandem superatus abarmis, Galle, iaces, ponisque tuos, miserande, jurares, et cenare hodie mecum, qui, Galle, volebas, sic, me decepto, mensas Plutonis adsti! (3)
(1) Dialogo del vero konore militare nel quale si dif finiscono tutte le querele, che possono occorrere fra l'uno e l'altro huomo. Con molti notabili esempij d'antichi e modernis. Composto dal illustre sig. Don Gerónimo de Vrrea viceré di Puglia e del Consiglio di sue Maesté Cattolica. Et nuovamente tradotto di lingue spagnuola da Alfonso UUoa. In Ve- netie, apposo gli heredi di Marchio Sessa. MDLXIX. V. folios 16-17.
(2) I)e bis recepta Parthenope, ed. Gravier, 1. II, pág. 39.
(3) Op. cit., 1. Ili, pág. 58. La versión de Sertorio Qualtromani substituye en aquella época a estos versos: «Infeliz señor, ¿cómo caíste en la flor de tu gloria? O animo-
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En los intervalos de las batallas campales, en los largos y fa- tigosos ocios de los asedios, había desafíos como, por ejemplo, el que se realizó al lado de Traéis entre trece españoles y trece fran- ceses, seguidos del duelo a muerte entre Bayardo y Don Alonso de Sotomayor, cosas que contadas en las páginas de El fiel ser- vidor parecen verdaderos y genuinos capítulos de novelas caballe- rescas.
Los italianos comparaban los hábitos militares de aquellos pueblos, surgiendo entonces el proverbio, que se repitió luego du- rante varios siglos, de la «furia francesa» y de «la tardanza y gra- vedad españolas». Guicciardini juzgaba a los españoles más incli- nados a las armas «que otra nación cristiana cualquiera», y aptos para ellas, «porque de estatura ágil, muy diestros y esbeltos de brazo y muy devotos del honor en achaques de armas, por no mancharlo no temen para nada a la muerte». Sobre todo elogiaba su infantería, habilísima en la defensa y en los asaltos de la ciu- dad; en cambio sus hombres de armas, esto es de a caballo, le parecían escasos y de poco valor (1), juicio que compartían Ma- quiavelo (2) y otros, y que parecían justificar las peripecias de sus batallas. Su modo de combatir y de pelear a caballo tenía no sé qué de asiático o de africano (3). Fué también aquella la época de las grandes transformaciones en el modo de combatir, por las imitaciones que se hicieron de los encuentros y de los ordenamientos de los españoles, de los suizos, de los francesees, y por la práctica de la «ciencia» militar acumulada por los condo- tieros italianos.
No vaya a imaginarse, sin embargo, que los italianos se estu- vieron quietos como jueces de campo, alabando a unos y censu- rando a otros, y mucho menos que todo aquello acabase en «teo- rías y en sueños como los de Maquiavelo cuando soñaba una nueva milicia italiana que, evitando los defectos respectivos de los es- pañoles y de los suizos, resistiese a caballo y no tuviera miedo a la infantería» (4). Acaeció entonces algo análogo a lo que, tenien-
80 señor, ¿quién no llorará tu muerte? Pero tú :io has muerto, porque tus gestos vivirán eternamente en los labios de los hombres» (Ed. Gravier, pág. 64).
(1) Se encuentra en las Satire, de Rosa (L'Invidia).
(2) Arte delle guerra y El Príncipe, ed. esp. de José Sánchez Rojas, voi. 953, de la Colección Universal Calpe, cap. 26. V. la llamada Commedia in versi senza titolo., IV, 2.
(3) Cortese, De Cardinalatu, fol. LXXIV, GncciARDiNi, 1. e.
(4) El Príncipe, cap. 26, ed. cit.
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do en cuenta la diferencia de los tiempos, sucedió a principios del siglo xix en las guerras de la Revolución y del Imperio, en las que los italianos se dieron cuenta de su inferioridad militar, y combatiendo en los ejércitos extranjeros se vieron obligados a emular a éstos, haciendo honor al nombre nacional. Ciertamente, cuando las guerras de España y de Francia con Italia los extran- jeros no ahorraban burlas y desprecios a los italianos. Franceses y españoles reconocían que «los italianos, coa su conocimiento de las letras, mostraban poco valor en el manejo de las armas de algún tiempo a esta parte», como reconoce Castiglione, el cual añadía que «la cosa era más que verdadera», aunque procuraba atenuar su juicio añadiendo a continuación «que la culpa de unos pocos ha ocasionado, aparte del daño, eterna censura para los demás» (1). Más que insolentes eran, por naturaleza, los franceses, aunque también los españoles, más graves y ponderados, dejaban sentir de vez en vez el peso de su orgullo; más que ninguno aquel espa- ñol trasplantado que se llamaba el marqués de Pescara (2). Tor- cuato Tasso nos habla en uno de los primeros esbozos de su Jeru- salén de un castellano, Hernando, que insulta a los señores italia- nos y a «la sierva Italia» (3). Precisamente entonces se difundía el proverbio de la escasa belicosidad italiana, y Erasmo, en sus Ada- gios, citaba como paradoja la expresión de italus bellax (4); al Gran Capitán se atribuía el aforismo de España para las armas e Italia para la pluma (5). Expresiones que eran estímulos de reac- ción o indicios de estas mismas reacciones y contrastes, porque los italianos mantuvieron, o más bien, afirmaron entonces, frente a los extranjeros, el valor nacional con sus compañías de hombres de armas y de infantes, que, capitaneadas por italianos, formaron parte de los ejércitos españoles. Para demostrar lo cual basta que citemos cualquiera de las grandes empresas guerreras de la pri- mera mitad del siglo xvi, o una cualquiera de las famosas batallas de entonces, como las de Ravenna y Pavía, o el asalto de Roma, o el asedio de Florencia, o alguno de los célebres hechos de armas,
(1) Cortegiano, I, 43.
(2) Giovio, Vita del Pescara, ed. cit., f. 254.
(3) Carducci, en Tasso, Opere minori, ed. Solerti, III, 514.
(4) «Myconius calvus, velut si quia Scytham dicat eruditum, Italum bellacem», contra cuya frase se escribió ima Defensio Italiae adversus Erasmum (v. Sabbadini, Storie del ciceronianismo, Torino 1886, pág 67).
(5) Floresta española, de Santa Cruz, cit., Í. 27.
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como el asalto dado a San, Colombano bajo las órdenes de Pescara, donde «los españoles y los italianos, a porfía y en buena emula- ción, asaltaron los muros», y donde, muertos algunos caballeros napolitanos, ese alzó un grito por todas partes, y, cumpliendo todos con su deber, fué tomada la roca» (1). Singular espectáculo de esta emulación guerrera fué la empresa de Túnez de 1535, cuando todos los barones de Ñapóles crearon milicias a sus ex- pensas, aparejando también nutridas galeras, siguiendo a Carlos V a tierras de Africa, mandando todo el ejército el español napoli- tano marqués del Vasto y la infantería italiana Sanseverino, prín- cipe de Salerno. Se distinguieron los napolitanos en la presa de la Goleta, donde muchos de aquellos gentiles hombres y soldados pe- recieron, entre ellos el conde de Samo, cuyas proezas nos cuenta Giovio en una carta, observando «que los italianos, por regla ge- neral, se esfuerzan por recuperar el honor antiguo, y realizan fre- cuentemente las más duras hazañas» (2). La nobleza napolitana, que había gozado fama de guerrera en tiempo de los condotieros, creció con esta reputación durante la primera mitad del siglo y supo acrecentarla; asimismo, los italianos de la Italia Alta, y «gue- rrero de Lombardia» se llamaba al buen soldado, proverbialmente, a guisa de su buena calidad y excelencia (3). Los retratos de los italianos se colocan al lado de los españoles y de otros extranjeros en la hermosa galería de las virtudes militares de aquel tiempo, que es el libro de Giovio (4) y en otros libros españoles del mismo argumento, como el de Valles (5).
En achaques del honor militar, que los italianos avivaron con el ejemplo de los españoles, como a su ejemplo también adoptaron las formas de la elegancia social y de la galantería caballeiesca, podernos recordar los desafíos y los duelos que los soldados ita- lianos sostenían en defensa del honor militar de su nación, entre los que sobresale la lucha de Barlette, que hizo popular el nombre
(1) Giovio, Vita del Pencara, f. 231-2.
(2) Giovio, Lettere, f. 76 y siguientes.
(3) Mauro, en Opere burlesche. I, 261.
(4) Elogia vivorum bellica virtute illustrium (1554) varias veces reimpreso y trad. al italiano.
(5) Pedro Valles, Historia del fortissimo y prudentissimo capitán Don Hernando de Átalos, marqués de Pescara, con los hechos memorables de otros siete excelentissimos capi- tanes del Emperador don Carlos V, Rey de España, que fueron en su tiempo, es a saber, Prós- pero Colonna, etc., etc., Zaragoza, 1557.
España es la vida italiana. 12
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de Héctor Fieramosca (1). A veces los duelistas eran italianos con- tra españoles, como ocurrió con el soldado de Ferrara, Rosso della Malvasia, que fué elegido campeón de los soldados italianos en la acusación de traición que lanzaron a los soldados españoles del duque de Urbino. Rosso della Malvasia mató a su adversario, y fué alabado en un soneto de Ariosto:
Tra ferri ignudo e sol di core armato con l'Altero inimico a fiera fronte quanto è il valor d'Italia hai dimostrato (2).
Y aunque Galateo, como sabemos, atribuye a los españoles la introducción del duelo en Italia (3), y éstos hagan rebotar la acusación contra los italianos, afirmando, con Urrea, que los prín- cipes italianos lo favorecían extraordinariamente (4), lo que es cierto, debemos advertir la rediviva sensibilidad del honor mili- tar que tenía lugar entonces en Italia y que debía considerar- se como no despreciable cualidad entre sus exageraciones y abusos.
El más notable efecto de la venida de los españoles a Italia fué el de la formación de nuevas milicias, después de la muerte y acabamiento de las viejas huestes comunales y de la lenta y pau- latina extinción de las compañías de condotieros. A las guarnicio- nes de infantería y de caballería españolas se añadieron, en las zonas de Italia donde dominaba España, las compañías italianas de hombres de armas, actuando en el reino de Ñapóles el llamado «batallón», o milicia provincial, que también se estableció en Si- cilia de modo análogo. Italia tuvo entonces, si no un ejército na- cional, porque le faltaba unidad e independencia nacionales, cuer- pos de soldados nacionales, que ya hemos visto que tomaron parte
(1) V. la monografía de Faraglia, Ettore e la casa Fieramosca, Napoli, Mora- no, 1883.
(2) «Entre hierros, solamente armado de corazón, ha demostrado, frente al altivo enemigo, cuánto es el valor de Italia», Opere minori, ed. Polidoni, I, 307; Bartjffaldi, Vita dell'Ariosto, pág. 179. Véase para episodios semejantes, Venturino de Pfsaro, Narrazione d'una disfida fra italiani e spagnuoli (pub. por Palmieri, Nutti, pemorre Szene, 1876).
(3) V. página 116.
(4) Dialogo cit., f. 1-4. En Ñapóles se imprimió el libro Contra la pestilencia de los duelos, de Pedro de Tolosa (Picatoste, Los españoles en Italia. Madrid, 1887, II, 56-7). Un Tractatus de duello. Remedio de desafios, de Iacobo Castillo, fué impreso en Turín en 1525.
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en las guerras de la primera mitad del siglo xvi y conocieron todos los campos de batalla en los siglos siguientes bajo las banderas es- pañolas. A semejanza de las ordenanzas del invasor, se formaron otras en los distintos estados y principados de Italia, represen- tando la forma de ejército de la monarquía absoluta que había de persistir, sin variaciones perceptibles, hasta la Revolución francesa.
El tipo del caballero español, propuesto como modelo a los italianos en la época en que éstos andaban divorciados de las armas, era ciertamente asaz noble y digno. Los italianos lo estimaron siempre y tuvieron a orgullo el combatii a la vera de aquellos sol- dados, por la gloria, como entonces se decía, «de una y otra Hes- perio», contra los turcos y los berberiscos, contra los luteranos y los franceses. Corría entre los españoles la expresión «Pon la honra, pon la vida, y pon las dos, honra y vida, por tu Dios (1). Se estimaba a los valientes españoles, como demuestra un proverbio que a la sazón corría por Italia: «No hay mejor capitán que Juan Dorbina ni mejor alférez que Santillana» (2), con otros paiecidos. Es, pues, absurda la opinión de algunos escritores que aseveran el odio y el desprecio que se manifestaban en Italia, durante la hegemonía española, por el soldado español, considerado como jactancioso y cobarde. Este sentimiento, contrario a cuanto vamos demostran- do, no existió jamás en el ánimo de los italianos.
Nada prueban la caricatura y máscara teatrales del «capitán español» que ya se dibuja en el tipo teatral del español en la co- media del siglo xvi y en el mencionado Don Iñigo, de Los rivales de Cecchi. El personaje cómico del bravucón matasiete y cobarde es de todas las literaturas, como sencillo y alegre contraste psico- lógico. En la comedia española antigua aparece también en el Centurio, de la Celestina; en el Brumandilón, de la Tragicomedia de Lisandro y Rosalía; en los Fieros que hace un rufián llamado Mendoza (3), y que se representó por actores (La figura de un rufián cobarde) en una obra de Naharro, sucesor de Lope de Rue- da (4). En Italia, a principios del siglo xvi, llena como estaba de toda clase de armas, abundaban las ocasiones para solazarse en
(1) Franciosini, Diálogos apacibles, pág. 169.
(2) PiCATOSTE, op. cit., II, 105.
(3) Cancionero de obras de burlas, páginas 233-6.
(4) Cervantes, Ocho comedias (Madrid, 1615), prólogo
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estos tipos cómicos, que ya aparecen dibujados en algunas des- cripciones de Boyardo (1), de Castiglione (2), del Aretino (3), y en aquel capitán Coluzzo que Aníbal Caro encontró en Veletri, «siempre enredando en torno a la hostería», y que con tan vivos colores pinta en una de sus cartas (4). Algunos nombres, como el de Fracaso, que fuá el sobrenombre de un capitán de la casa de Sanseverino, parecían hechos a posta para pasar, como pasaron, a la comedia, en la que también circularon los apodos de Fiera- mosca, o Ferramosca (5), de Mamaraldo, de Marramao (6) y de Cardona (7). Así penetra en la comedia el capitán vanidoso y co- barde, como se ve en el Spampana de la farsa de Venturino de Pesaro (8); en el capitán Tinca de Ñapóles, de la Taranta, de Arentino, y en otro, que se multiplican hasta lo infinito por la imitación latina que invadió la comedia de la época. El miles glo- riosas, si originariamente era italiano y casi siempre oriundo de Ñapóles, alguna vez era extranjero. Como los españoles daban en Italia el mayor contingente a la vida militar, y la lengua espa- ñola era la que se entendía mejor, es natural que junto al capitán italiano surgiese como tipo cómico el capitán español, tanto más elianto que en el tipo del español corriente y moliente a todo medo ya se designaba a éste como comido por la vanidad, como orgu- lloso y afortunado en empresas de amor, de abolengo y de rique- zas y como ampuloso en su modo de hablar. «Si el cielo se cayese (decía un capitán a los suyos, que dudaban, saliendo al campo, al ver el número excesivamente crecido de enemigos) lo havemos de tener con los brazos.» «Si el mundo tuviesse assas (decía otro) lo olearia» (9), y tales palabra? se repetían con complacencia y admi- ración. Pero la rica literatura que se formó en torno al capitán español (capitán Cardona, Cocodrilo, Matamoros, Cortarrincones, Rajabroqueles, Sangre y Fuego), y que tuvo actores especiales,
(1) Carta en que se describe a un capitán de ballesteros llamado D. Jerónimo, de Carlos Vili, cit. por Novali en Oiorn. stor. d. lett. ital., V, 279-82.
(2) Cortegiano, I, 17-18.
(3) Ragionamenti, ed. cit., II, 66.
(4) Carta desde Veletri, 30 abril 1538.
(5) En la Philenia, de Marioonpa, 1547.
(6) V. Croce, Teatri di Napoli, nuov. ed., pág. 32.
(7) El capitán Cardona figura ya en el Anfiparnaso de VECCHI (1594) y en losBalü di sfessania, de Cellot.
(8) Reproducida en Quadrio, Storie e ragione d'ogni poesia, voi. Ili, parte II, pá- ginas 217-9.
(9) Floresta española.
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conio Fabricio de Fomaris y Silvio Fiorillo, y dio lugar a reperto- rios especiales de bravatas, no nos pertenece realmente estudiar en este lugar, no sólo porque pertenece a la segunda mitad del si- glo xvt y a la primera del xvn, sino porque es mecánica, poco expresiva, sin relación con la vida y sin frescura de invención (1). Para demostrar hasta qué punto estaba alejado este tipo de la vida y qué poco respondía al sentimiento de los italianos con re- lación al de los españoles, basta recordar que uno de los más gran- des, que el más grande enemigo de éotos de entre todos los escri- tores italianos, Traiano Boccalini, observaba amargamente que «era torpe la desproporción de haber introducido en las comedias como jactancioso aquel tipo de español, que nunca se jacta de lo que no ha hecho ni dice tampoco aquello que va a hacer, que niega o falsea los males hechos, que antes amenaza con las manos que con la boca, haciendo y obrando antes de hablar» (2). Se trata, por ende, de un personaje más de tragedia que de comedia. Y para tornar a confirmar la inocencia de la representación cómica, con- viene que repitamos, con el preceptista de la comedia de arte, la advertencia de que cuando el capitán se hace en español hay que hacerlo con decoro, porque esta nación, por todas suer- tes gloriosa, no aguanta que se burlen de ella como aguantan las demás...; el español reirá al oír las bravuras, pero no consen- tirá que se le hable de cobardías de sus soldados aunque sea por ficción» (3).
Los caballeros y guerreros españoles tenían, antes de llegar a Italia, un fuerte carácter religioso, como efecto de su guerra secu- lar contra los infieles, contra los moros, más atentos a ganar la gloria eterna que los bienes terrenales.
(1) Las principales comedias en que aparecen estos tipos son Angelica, de De For- NARis (1584); la Fantesca, de PORTE; el musical Antiparnaso, de VECCHI (1594); Li tre capitani vanagloriosi, de Fiorillo (1621). Capitanes españoles y napolitanos aparecen en las comedias de Virgilio VERRrcCHi (Li diversi linguaggi, Venezie, 1609; Il servo astuto (ed. 1610). Para la descripción del tipo, v. BrENARROTTl, La Tancia, giorn., II, acto III, escena 2." Para el repertorio, las Rodomontadas castellanas o españolas (contra- posición a las Bravure del Capitano Spavento, de Andremi), imp. en París (1607) y reim- presa en Venr eia por Franciosini. Para el traje, Riccoboni, Historie du théatre italien (París, 1728, páginas 314-5); v. PERRrcci, Dell'arte rappresentativa, pág. 334; Moland, Molière et le comedie italianne (París, 1867), pág. 183; v. el retrato de Silvio Fiorillo que yo reproduje en Saggi sulla letter. ital. del '600, pág. 204.
(2) Ragguagli di Parnaso (ed. de Venezie, 1680), I, 242-3.
(3) Perrucci, Dell'arte rappresentativa, pág. 274. V. mis Saggi sulla letter. ital. del '600, pág. 242.
— 182 — Como decían las coplas de Jorge Manrique:
El vivir que es perdurable no se gana con estados mundanales, ni con vida deleitable donde moran los pecados infernales.
Mas los buenos religiosos gañanías con oraciones y con lloros: los caballeros famosos con trabajos y aflicciones contra moros.
Este carácter religioso, que casi les convertía en monjes mili- tares, y que les hacía dignos del nombre de aquel caballero D. Ki- rieleissón de Montalbán, tan admirado por D. Quijote, se perdió pronto en Italia, donde los españoles se consagraron más a los estados mundanales, a cosas profanas, llegando varias veces hasta a combatir contra el Pontífice Romano, al lado de los lanceros luteranos, en el famoso saco de 1527, cantando bajo las ventanas del Pontífice prisionero un Paternoster burlón (1). Verdad es que siguieron combatiendo al lado de los italianos contra turcos y berberiscos; pero esta guerra o guerrilla, aunque virtualmente es- tuviera unida a la misión histórica del pueblo español, y aunque Tansilo celebrase a Fernando de Toledo, muerto en la empresa de Africa en 1554, diciendo que «había nacido de la sangre donde se aprende cómo el hombre vence o muere ante el moro» y «que murió como vivió, como un caballero cristiano» (2), esta lucha no era precisamente por la religión, sino contra los corsarios que de- vastaban las costas españolas e italianas, dando lugar a pactos y alianzas de índole política con los infieles. El tipo del caballero español, militar y solterón, no era el de los españoles que se despa- rraman por Italia a principios del siglo xvr, ni la fama les pintaba tampoco entonces de aquel modo.
(1) Lo refiere (del Diálogo de Lactancia) A. RODRÍGUEZ Villa, Memorias para la historia del asalto y saqueo de Roma en 1527 (Madrid, 1875), pág. 436.
(2) Liriche, ed. Fiorentino, pág. 67.
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La fama que les acompañaba, o más bien el recelo que desper- taban, era, por el contrario, el de una ortodoxia insegura, cosa que se debía a tantos judíos y marranos que, expulsados de España, se habían refugiado entre nosotros, haciendo pensar que seme- jante inseguridad quedaba bien generalizada en el país de origen contaminando la población restante y a que muchos llamados cristianos eran realmente moros o judíos conversos, marranos, y en sus adentros poco creyentes en la religión cristiana. Por eso la injuria de «marrano» se hizo popularísima contra los españoles en genera], y «loco, judio, marrano (decía un dramático de la época), son las tres palabras que se incluyen en todo insulto que se les haga» (1). «¡Oh, hombre sin fe, marrano!», exclama la sombra de Argalia contra Tenán, a quien Ariosto denomina «el caballero de España» (2). Y para dar otro ejemplo literario, entre los innume- rables que puedo dar, señalaré la contestación que da Pascuala al español Gil cuando éste le dice que rece sus Paternoster: «¿Qué haré yo mientras vos decís vuestros Padrenuestros? ¿Queréis que yo me haga ima marrana y que aprenda a rezarlos como vos?» La misma Pascuala dice: «Vosotros, españoles, creéis en Cristo no más que en cualquiera otra cosa» (3). En la realidad histórica recor- demos que Paulo IV, haciendo eco a Julio II, «jamás hablaba de Su Majestad y de la nación española que no les llamase herejes, cismáticos y malditos de Dios, germen de judíos y de marranos, hez del mundo, deplorando la miseria de Italia que se veía obli- gada a servir a esta gente tan abyecta y tan vil» (4). Apareció ade- más por entonces la acusación o sospecha capital en la frase de «pecadillo de España», que Ariosto recuerda en las sátiras, expli- cando que los españoles no creían «en la unidad del Espíritu, del Padre y del Hijo» (5), con la oculta y profunda irreligiosidad de los judíos y árabes, mal convertidos al dogma de la Trinidad. «Pe- cadillo» se llamaba irónicamente (y esta palabra pasó a nuestra lengua) porque circulaba la anécdota burlona de un español que, «después de haberse confesado de todos sus pecados, volvió al con-
(1) Miranda, Osservazioni della lingua castigliana, pág. 341.
(2) Orlando furioso, I, 20; cfr. XII, 45.
(3) Acto IV, 6, y V, 4.
(4) Relaz. de Bernardo Navagero, en Relaz. degli amb. ven., ed. Alberi, serle II, volumen III, pág. 377 y siguientes.
(5) Sátira a Pedro Bembo, versos 34-6.
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fesor para decirle que se había olvidado de un pecadillo, consistente en no creer en Dios» (1).
No lograban mitigar ni atenuar esta opinion los escritos que hacían los españoles en defensa del cristianismo, como el libi ito que se publicó en Bolonia (1513) contra «los pérfidos judíos y mis- mamente contra los Heréticos infieles cristianos», que «un mag- nífico, venerable y católico doctor, maestro Gerónimo Español, por la gracia de Dios y de la gloriosa Virgen María, y lleno del amor y caridad de Jesu-Cristo santo, dejada la pérfida e inicua fe ju- daica, y mediante el bautismo venido a la fe católica» escribió con ardor de neófito (2). O como la Thalichristia, que ya hemos tenido ocasión de mencionar (3), de Gómez de Ciudad Real, que Min- turno en 1534 juzgaba cristiana de sentimiento, declarando al mis- mo tiempo que estaba dispuesto a creer, no sólo por no poner en duda que «los españoles sean buenos y piadosos cristianos..., sino porque está tan lejos de lo que de este libro se deduce el nombre de marranos, que inventó no un italiano, sino un español, que si alguno estimase que estaba hecho no para manifestar su cristiana fe, sino para encubrir su marranismo, podría reputarlo menos de- voto de Cristo» (4).
Tampoco lograron disipar estas sospechas con el celo que de- mostraron persiguiendo primero y expulsando después a los he- breos indígenas refugiados en las tierras italianas, porque de tales medidas se entreveían pronto las causas, ora fiscales, ora polí- ticas. Los mismos judíos habían enseñado a los italianos los pro- cedimientos y causas de las persecuciones religiosas españolas (5), de modo que los judíos, al menos en Ñapóles, fueron bien acogidos y considerados como un elemento útil para la vida económica (6). Y les perjudicaban mucho, creciendo su mala fama, las terribles noticias que se decían al oído de la severísima represión empleada en España por el Tribunal de la Santa Inquisición, porque (según el silogismo de los italianos) eso probaba que los españoles nece-
(1) Lo cuenta Caro en el Commento di ser Agresto (1538) y Pino en el Dialogo di pittura, 1548, según MELE en Giorn. stor. d. lett. ital., LXIII, 462-3.
(2) Gallardo, Ensayo, IV, 1500-2. Un Tractatus zelus Christi contra Judaeos, Sa- rracenos et infideles, compuesto en 1450 por un doctor Pedro de la Caballería de Zaragoza, fué impreso en Venecia por Barezzi en 1592 (obr. cit., III, 299).
(3) V. pág. 167.
(4) MlNTURNO, Lettere, ed. cit., f. 29-30.
(5) V. la obra citada de Ferorelli, páginas 220-40.
(6) V. Castaldo, Storia, ed. Gravier, pág. 66.
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sitaban, para conservar la pureza de la fe, de vigilancia y de cas- tigos de que no tenían necesidad los italianos. Por eso el pueblo de Ñapóles se opuso constantemente, y violentamente (con el tu- multo de 1510 y con el más grave de 1549), al establecimiento de la Inquisición española en su país, no sólo por instinto de liber- tad, sino por dignidad de buenos cristianos (1).
Hasta los libros de caballería parece que destilaban un perfume poco ortodoxo y poco moral. En 1572 se pensó en llevar al índice toda la caterva de Amadises y de Palmerines, con otros libros de amores, sueños y vanidades. Medio siglo después el prelado Fon- tamini descubría una cierta conexión entre la lectura del Amadís, la corte del príncipe de Salerno y la herejía a que se entregó este último (2).
La fama de la incredulidad española, tan generalizada y fir- memente creída en Italia en la primera mitad del siglo xvi (3), fué cediendo en las postrimerías del mismo siglo. «Siempre los es- pañoles tienen en la cabeza alguna herejía», dice un personaje de una comedia de Dolce (4), lo que es una forma atenuada del juicio precedente. Luego la palabra «marrano» perdió su significa- do preciso, quedando convertida en simple injuria indeterminada.
(1) V. Gctciakdixi, Belaz. di Spagna, pág. 283; Tristano Caracciolo, De inquisì- tione epistola (en Opuse, ed. Gravier); Tassilo, Capitoli, pág. fi3; T. Tasso. Il Gonzaga o vero del piacere onesto. Cfr. AMABILE, Il Santo Ufficio dell'Inquisizione in napoli (Citte di Castello, 1892).
(2) Cfr. un memorial dirigido en 1572 al cardenal Sirleto en Ch. Dejob, Be l'influen- ee du Concile du Trente sur la littérature, etc. (París, 1884), páginas 172-3, Fontanini, 1. c.
(3) He aquí un proverbio que se refiere a varios pueblos. «Alemán, borracho; fran- cés, disoluto, y español, incrédulo (en la comedia de Nic. Carbone, Gli amorosi inganni) , Napoli, 1559, a. V, esc. 6.
(4) Il ragazzo (1541), II, 3.
XI
ASPECTO DE LA DOMINACIÓN Y DE LA POBLACIÓN ESPAÑOLAS EN ITALIA
La influencia que hemos descrito se desarrollaba en los años mismos en que el poder militar de España unía al dominio de las dos islas italianas, que poseía secularmente por herencia y por con- quista, gran parte del continente de Italia, estableciendo en las restantes su hegemonía y venciendo en una serie de guerras a su rival Francia. La primera tierra que se convirtió en posesión espa- ñola fué precisamente aquel reino de Ñapóles que había sido el primer objetivo de la codicia francesa, aquel reino que, disputado entre los príncipes de Aragón y los pretendientes de la Casa de Anjou, estaba ligado por lazos familiares y dinásticos con el pue- blo español, cuya suerte estaba dispuesto a seguir. Y aunque en los años que siguieron inmediatamente a las conquistas del Gran Capitán se advirtiesen todavía algunas inseguridad e incertidum- bre — el mismo Gonzalo fué acusado con razón o sin ella de que- rerse aprovechar de la muerte de la reina Isabel para convertirse en señor absoluto del país que se le había confiado, hasta que pru- dentemente se olvidó de sus propósitos — , lo cierto es que no sur gió más peligro que el de 1528, cuando el asedio de Lantrec a la ciudad, última vigorosa y directa tentativa de los franceses para reconquistar la herencia de los Anjou. Vencido el peligro no sin grandes dificultades, fué nombrado virrey Don Pedro de Toledo, cuyo largo gobierno sirvió para dar definitivamente a Ñapóles el carácter de una provincia española; Toledo fué honrado por sus contemporáneos con el título de «gran virrey» (1). Ñapóles forma-
ti) V. su vida escrita por S. Miccio, en Arch. stor. nap., s. I, voi. IX, pág. '■
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ba en Italia una especie de cuartel general de las milicias españo- las, que en Ñapóles se recogían y aprestaban para las guerras pe- ninsulares, en cuyas peripecias se enfrascaron los españoles tan pronto como tomaron aquella ciudad. En 1504 se presentaba en Ñapóles al Gran Capitán ima Embajada de Pisa «recomendándose a su ilustre señoría de parte del Rey Católico de España, y a la que mandó un gobernador, Pedro Ramírez, y seiscientos infantes españoles con el coronel Núñez» (1). En 1509, aprovechándose de la Liga de Cambray, los españoles quitaron a los venecianos las tierras que poseían en las Pullas. Y se esparcieron luego por toda Italia, con ocasión de la Liga Santa, cuando Pedro Navarro, famoso en las obras de minas, asaltó en Bolonia, que en febrero de 1512 fué libertada por los franceses de Gastón de Foix. Y, finalmente, se reunieron con el grueso del ejército mandado por el virrey Car- dona, en Ravenna, donde tuvo lugar el 11 de abril la gran batalla que perdieron los españoles, sin que los franceses recogieran pro- vecho alguno de su vistoria.
En aquella de Ravenna do tanta sangre se vido, tú te llevaste el sonido, nosotros la dicha buena,
decía una canción musical de la época, que resonó largamente en los palacios señoriles de España y de Italia y en la que se re- cuerdan todos los reveses de los galos en nuestro país (2). En efec- to, tornado a Ñapóles el ejército de Cardona, marchó al desqviite en los últimos días de mayo, y desde 1512 a 1515 operó con vici- situdes en Toscana y en Lombardia. En Lombardia tornó a pre- sentarse en 1521, y después de haber intentado recuperar a Par- ma, repuso en el ducado de Milán a Francisco Sforza, derivando hacia Genova. En 1524, Pescara y Borbón, derrotado Bonnivet, atravesaron el Piamonte y se internaron en la Provenza. Engro- sado el ejército con otros cuerpos, el 25 de febrero del año siguiente ganaron la batalla de Pavía. Durante el curso de estas guerras, el Milanesado, dado, vuelto a quitar y vuelto a dar a Sforza, volvió,
(1) Passako, Giornali, pág. 143.
(2) De Juan Ponce, en Baebieki, Cancionero musical, cit., núm. 342, páginas 173-4.
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a la muerte de éste, en 1531, a la dominación española, formando la provincia española de la Italia septentrional, como formaba la meridional la del reino de Ñapóles, dirigida, corno ésta, por un gobernador. A todas estas conquistas pusieron el sello la paz de Crespy de 1544 y de Cháteau Cambrésis de 1559. Mientras, el pa- pado intentaba con Paulo IV alterar la hegemonía establecida. En Toscana, al duque Alejandro, que era un juguete en manos de los españoles, sucedía Cosimo de Médicis, que ejercitó con firmeza la política de los Reyes Católicos y al que los españoles le ayudaban en 1555 para la adquisición de Siena. Genova, que en 1514 había concluido un tratado con el rey Fernando, fué convertida por Carlos V casi en estado de vasallaje y servidumbre, coadyuvando siempre con la mayor lealtad a la política de los sucesores de éste, hasta el punto de que los italianos la injuriaban con el título de «meretriz de España», mientras los españoles la consideraban como habilísima usufructuaria de sus fuerzas económicas (1). Venecia había perdido en la Italia continental la fuerza que todavía sabía desplegar en los principios del siglo y no podía oponerse eficaz- mente a la nueva potencia extranjera, como tampoco podía opo- nerse el duque de Saboya y medio español Manuel Filiberto, ven- cedor de San Quintín, preocupado solamente de reconstruir y sol- dar sus estados hereditarios.
Convertida Italia en tan importante campo para la política y los ejércitos de España, es natural conjeturar que en ella, y, sobre todo en Ñapóles por las razones que ya hemos apuntado, guió, obró, vivió más o menos largamente, y hasta se estableció en defi- nitiva, la flor y nata de la gente de España, de sus guerreros, de sus políticos y de sus nobles. Basta hojear las historias del tiempo para tener ima noción general, porque no podemos distraernos aquí ni en trazar la historia de la política española en Italia, ni de ilustrar los hechos principales de los españoles venidos a nuestro país, contribuyendo con indagaciones hechas en los archivos y en las bibliotecas de Italia a las biografías compuestas por nuestros eruditos, por ser esta obra de carácter monográfico. Si quisiéramos ver como por un agujero aquella sociedad italo-española, del mis- mo modo que nos hemos valido de la Question de amor estudiando
(1) V. Restosi, Genova nel teatro classico di Spagna (Genova, 1912), y Ancora di Genova nel teatro classico di Spagna (Ivi, 1913), y E. MELE, I genovesi descritti dagli spa' gnuoli, en Fanfulla delle Domenica, XXXVII, num. 23, 6 junio 1915.
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los elementos de la sociedad napolitana en 1510, repasaríamos las poesías de Luis Tansilo (1) para la generación siguiente, para la época de la empresa de Túnez, para la sociedad que rodeó a Car- los V en su viaje a la Italia meridional y durante su permanencia, y que fué instrumento por un lado y obstáculo por otro a la polí- tica de su virrey Toledo. En estas poesías aparecen además del virrey, de su hijo García y de los sobrinos, el marqués del Vasto, Alfonso de Avalos, el duque de Sesa que se había casado con la hija del Gran Capitán (2) y era en Ñapóles como su vivo recuerdo y su tradición, hasta el punto de ser celebrado como «el digno su- cesor del Gran Gonzalo», como «el Gonzalo menor», y luego tantos y tantos otros militares, capitanes de la guardia, castellanos y co- mandantes de regimientos españoles contra los turcos. Y encontra- remos también a Garcilaso de la Vega que había venido por primera vez a Italia a fines de 1529, acompañando al emperador al Congre- so de Bolonia, que había servido en la campaña de 1530 contra Bolonia, y que después de unos meses de destierro en una isla del Danubio, había acompañado a Toledo en Ñapóles, en 1532, en caüdad de leal amigo y colaborador de este virrey. Aquí estrechó relaciones cordialísimas con literatos del país, con Tansilo, con Es- cipión Capece, con Mario Galeotte, con Seripando, con Minturno, con Bernardo Tasso, Antonio Telesio, Gerónimo Borgia y otros. Aquí cantó a la marquesa de Padula, María de Cardona, única hija de aquel conde de Avellino, que hemos visto cortejar a Juana Villamarino, hacerla su mujer y caer, muy joven, en la batalla de Ravenna:
Ilustre honor del nombre de Cardona,
décima moradora del Parnaso,
que aquí compone ima oda hablando de un Galeota enamorado de una Sanse verina (3). Y de Ñapóles hizo Garcilaso un nido para su corazón:
Allí mi corazón tuvo su nido
un tiempo ya...
(1) V. las Liriche en la ed. del Florentino, y los Capitoli en la de Volpicene.
(2) La duquesa murió en Ñapóles en 1535, y Mauro, en su capítulo a Pedio Carnes- secchi, alude al buen duque de Sesa... cuando medio desesperado llora la muerte de bu duquesa (Opere burlesche, I, 248).
(3) A la flor de Guido, como se llama en las ediciones; pero debe leerse Nido, la casa de los Nido, una de las más nobles de Ñapóles.
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Y después de haber cumplimentado varias misiones de Toledo para Carlos V y de haber marchado a Barcelona en 1533, donde volvió a ver al amigo Boscán, teniendo con él una conversación de gran trascendencia para la literatura española y para la imitación de la italiana, tomó parte, con muchos amigos suyos, en la empresa de Túnez, salvándole la vida en un combate el napolitano Fede- rico Carafa, volviendo a Ñapóles herido
en la parte que la diestra mano gobierna, y en aquella que declara el conceto del alma...
Siguió luego al emperador a la alta Italia, llevando a cabo otras embajadas con los Dorias en Genova y los Leyvas en Milán, muriendo de heridas que recibió junto a Fréjus en octubre de 1536 (1). Tansilo, que tenía el cargo de continuo con el virrey, aparece también como amigo y familiar de literatos como Bos- cán (2), de magistrados españoles, Coli, Marcial, Minadoi, Muñoz, Fonseca, y con un conjunto de damas españolas, no sólo de las viejas casas ya antiguas en el reino, sino de las nuevas, entre las que sobresalían entonces María de Aragón, mujer del maiqué^ del Vasto; la hermana Juana, mujer de Ascanio Colonna; María de Cardona, que acabamos de recordar; Costanza de Avalos, la más joven, mujer de Piccolimini, duque de Amalfi; las dos hermanas de Leyva, hijas de Antonio; la Concublet, mujer del duque de Nó- cera; Juana Carlin, mujer de Mario Loffredo; Luc/ecia Borgia, mu- jer del marqués de Casfelvetere; Mamia Borja, mujer del conde de Rinari; Victoria Ayerbe, mujer de un Colonna y luego de un Mormile; Isabel Briseña, que se había casado con el capitán Gar- cía Manríquez, y otras muchas más (3). Nuevas familias españo- las se ligaron con vínculos matrimoniales en el reino, como los Zuñí cas (Zúñigas), Requeséns, Reveitera, Alarcón, Leyva, Tole-
(1) V. la biografía que escribió de Garcilaso E. Fernández DE Na vaerete (Madrid, 1850) y la carta inédita que yo publiqué en la nota Intorno al soggiorno di Gare, de la Y. iti Italia (Napoli, 1894).
(2) E. PÉRCOPO, Giovanni Boscán e Luigi Tansillo in Ras. erit. d. lett. ital., (1915), página 193 y siguientes.
(3) Sobre esta sociedad femenina, Croce-Ceci, Lodi di dame napolitane del secolo decimosesto (dall'Amor prisionero... di Mario di Leo) con note storiche (Napoli, 180-i)
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do, Borgia, Quiñones, Enriquez y otras. Entre los españoles que entonces vivieron en Ñapóles importa no olvidar a Juan de Val- dés, que vino la primera vez desde Roma en los últimos días del año 1532 o en los primeros de 1533 (1), como archivero de la ciudad, que ya había desempeñado su hermano Alfonso, muer- to por entonces, y que aquí permaneció hasta su muerte ocurrida en 1541. Valdés suscitó en la sociedad que frecuentaba, que era la de los napolitanos más cultos, el interés por los problemas religiosos de aquel tiempo y la aspiración a una forma de cris- tianismo más íntimo e intenso, fundado en el principio de la jus- tificación por la fe. De Valdés procede todo el movimiento na- politano de la Reforma, entre cuyos adeptos figuró Isabel Brise- ña, obligada, por esta razón, a huir de Italia. De muchos de sus escritos, como de las Ciento diez consideraciones, por ejemplo, no quedan más que traducciones italianas que entonces hicieron sus amigos. En Ñapóles compuso, en los años de 1534 a 1536, el céle- bre Prólogo de la lengua, del que son interlocutores dos italianos y dos españoles (2).
Estos brevísimos trazos son insuficientes para describir un cua- dro general de los españoles en Ñapóles, y menos aún, en Italia en la primera mitad del siglo xvi. Para describir éste, convendría indagar la composición de la sociedad española de Roma, muy nu- merosa (3), de Lombardia, de Venecia, de otras regiones de Italia que dominaban y frecuentaban; dar noticia de los españoles eru- ditos y literatos que estuvieron en relación con los literatos y erudi- tos iltalianos; de los italianos que viajaron por España y escribie- ran «obre cosas españolas (4) y de los artistas españoles que vi-
(1) Sobre esta fecha loa documentos que he publicado en Arch. stor. nap. XXVIII, 151-3.
(2) Sobre Valdés en Italia, v., además de Caballero, Juan y Alonso de Valdés (Ma- drid, 1875), Menéndez y Pelato, Historia de los heterodoxos españoles, II, 164-90, y Amabile II Santo ufficio, cit.
(3) *Én aquel tiempo no había dos españoles en Roma, y agora hay tantos» (Lozana andaluza, I, 84-6). Fray Pablo de León, en su Guía del cielo, atacando la corrupción romana, decía que la Iglesia estaba completamente llena o de los que sirvieron y fueron criados en Roma, o de obispos, o de hijos, o de parientes, o de sobrinos, etc. (cit. por Me- néndez y Pelayo, Eist. de los heter., II, 28-9). Tansilo (Capitoli, pág. 148) encarecien- do a una persona rica de experiencia de la vida, dice tcomo hombre que nace en España y envejece en Roma».
(4) Sobre los viajes de italianos en España, v. Farinelli (además de su Rassegne bibl., VII, 272-5), en Apuntes sobre viajes y viajeros por España y Portugal, en Rev. crit. de hist. y Ut. esp., 1898; más apuntes, en Revista de archivos, bl. y museos, 1903, y las Aggiunte, etc., en los Melanges offerts a Picot (1913).
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nieron a estudiar a nuestra tierra (1). Sobresaliente y llena de significación es la figura de Diego Hurtado de Mendoza, poeta e historiador, que fué embajador en Venecia desde 1539 a 1547 y en Roma desde 1547 a 1555, que tomó parte en el Concilio de Trento y figuró como gobernador de la Toscana. Del trato con semejantes hombres, políticos y amantes de las letras, surgió el elogio que era común en Italia a la «prudencia» de los españoles (2), a su sagaci- dad en los asuntos de Estado, a la que se añadía, por regla general, la «lentitud» o «tardanza» en la resolución. Menos laudable cualidad, aunque también muy característica, era la «obstinación» (3).
Tansilo creía que el virrey Toledo era perfecta encarnación de las virtudes políticas españolas, que presentó como modelo vivo para todo aquel que quisiera estudiar la política (4), y otra vez dirigiéndose a él, advertía que todas las cosas «que de vos nacen están rodeadas de misterio y la prudencia guía cuanto decís y cuanto hacéis» (5).
Llena de peripecias era la vida de los españoles que venían a Italia «por experimentar su ventura», como decía precisamente uno de ellos en una comedia (6). Valga como ejemplo la vida de Juan de Espinosa, que en 1580 publicaba en Milán un Diálogo en laude de las mujeres, de cuyo autor nos suministra abundantes noticias un amigo (7). Nacido en Belorado, en la provincia de Burgos, en Castilla, Espinosa era, por el lado de la madre, pariente del coronel Cristóbal Samudio, que en agosto de 1511 desembarcó en Ñapóles con tres mil infantes españoles (8), y que combatiendo con los suyos en Ravenna murió después de haber realizado mil prodigios de valor. Del muchacho Espinosa se cuidó el capitán Fernando Alar- ci) Vicente Juane3, Francisco de Rivalta, Luis de Vargas, Tomás Pelegret, Pablo de Céspedes, Juan de las Roelas, Alonso Berruguete. Francisco de Holanda, Gaspar Be- cerra, Juan Fernández Navarrete, llamado el Mudo y muchos otros.
(2) i... los milaneses, que dan a conocer la abundancia; los franceses, la liberalidad; los alemanes, la riqueza; los venecianos, la majestad y la virtud; los españoles, la pruden- cia (Doni. Le zucca, ed. de Venecia, 1597, f. 27).
(3) «Es más obstinado que una mula española» (Bektivoglio, // geloso, acto III); «como español, es tardo y lento» (Mauro, Opere buri., I, 230).
(4) «SI yo quiero saber cómo se gobiernan un reino y un ejército, aprender lo que en 103 libros antiguos se enseña... cómo se conduce un señor discreto... me inspiraré en laa obras de Toledo, etc.», Capitoli, pág. 156.
(5) Capitoli, pág. 285. Cfr. el Vocab. nap. (ed. Porcelli), II, 75, en la palabra sara- cene «... hombre de sagacidad y prudencia, porque no de otro modo eran los españoles que venían a gobernarnos.»
(G) L'amor costante, II, 1.
(7) Advertencia de Jerónimo Serrano al Diálogo en laudes de las mu ¡eres, intitulado Ciiwpcenos, Milán, Tini, 1580).
(8) Passaro, Giornali, pág. 176.
España en i.a vida italiana. 13
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c('n. compañero de armas y gran amigo ele Samudio. Educándole a su lado, a los diez y siete años le llevó a la expedición de Túnez y lo quiso entrañablemente durante toda su vida. Muerto Alarcón, Espinosa fué nombrado secretario de su yerno Pedro González de Mendoza y lo siguió en los empleos que éste desempeñó en Sicilia, en la Basilicata, en el Piamonte; y muerto Mendoza, fué nom- brado para varias misiones en Venecia por el gobierno español y figuró como capitán en tierras del Milanesado, en los Abruzzos y en el valle siciliano. Y no conocemos más andanzas y correrías de él después de 1580, año en que todavía vive. En Italia, tan vasto canapo encontraban los españoles para su actividad y tan rica sa- tisfacción a sus gustos, hasta el punto de no saber sapararse de ella; se veían — al decir del español Urrea — «muchos hombres venir a Italia, que cansados de las cosas de ella, vuelven a España pen- sando que en su patria y en sus cosas deben encontrar vida larga y regalona, y apenas vuelven a su suelo, y comienzan a gustar del contento y del reposo, o mueren o tornan, por un motivo cual- quiera a Italia» (1). Otras veces venían los españoles de paso nada más esperanzados de gozar aún mejor fortuna en Flandes o en el Nuevo Mundo, como ocurrió con aquel D. Alonso Enriquez de Guzmán, que narró su vida en un manuscrito que hoy se guarda en la Biblioteca Nacional de Ñapóles (2), y que enfáticamente se titula: «Dios sobre todo. Título del presente libro el qual fué hecho por un cavallero ymitando al César Magno, el qual cavallero salió de su patria por las del mundo partido para relias y adquirir gloria y fama para dexar de si perpetua memoria... » Era — según nos cuenta con la característica vanidad española — natural de Sevilla, hijo de D. García Enriquez de Guzmán, hijo a su vez del conde de Gijón y pariente, por este lado, del rey Enrique de Portugal. Huérfano, vivió con su madre, Doña Catalina de Guevara, «muy habladora, aunque honrada mujer y buena cristiana». Noble de linaje, escaso de medios, sin sustento alguno, afligido por su pobreza y ganoso de ser rico, se decidió, en 1518, «a buscar sus aventuras», cuando aún apenas contaba diez y nueve años de edad, saliendo de Sevilla con mi caballo, una mula, un asno, un lecho y sesenta ducados. Después de haber tomado parte a la ventura en un combate en
(1) Diálogo del honor militar, cit., f. 1.
(2) Lleva la signatura de I. É. 47 y es bastante más completo que el manuscrito de la Biblioteca Nacional de Madrid; v., para la descripción, A. Mióla, Notizie di tn»s. vola- ntini delle libi, dì Napoli (Napoli, 1895), páginas 61-66.
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las Gerbes junto a Túnez, llegó «desnudo de roba y de dinero y vestido de presunción* a Ñapóles, donde tenía muchas relaciones y sabía que valía por una buena recomendación su título de capi- tán eque es una cosa muy honrada en Italia. ..d'Evi Ñapóles, cuando se dirigía a una hostería de la Rúe Catalana, fué reconocido por un criado de un gentilhombre de su tierra llamado D. Alvaro Pérez de Guzmán, que estaba con el virrey y que había llegado a Ñapóles, también él, con más honra que hacienda. El criado dio cuenta del encuentro al marqués de Lucito, muy hospitalario con los forasteros, y principalmente con los que llevaban el apellido de su mujer María Enriquez. Mientras don Alonso estaba en su hostería jugando al triunfo, una patrulla de gente, furiosa, entró dando voces para arrestarlo, y él, que no tenía la conciencia muy limpia por haber sido rufián, esto es, bravucón y guapo, corrió a una ventana para tirarse de ella y escapar. Entonces, el mar- qués de Lucito, que estaba al frente de la ronda, se dio a conocer diciéndole: «Señor, el alguacil que os viene a prender soy yo, que soy el marqués de Luchito, por mandado del señor don Alvaro Pérez de Guzmán». «Os arresto— añadió — por haber cometido la mala acción de venir a esta hostería en ima ciudad donde tenéis amigos y pa- rientes; la cárcel donde os arresto es mi casa.» En esta casa seño- rial fué obsequiad ísimo por el marqués y por la marquesa, descan- sando en un lecho con adornos de oro y terciopelo; a la mañana siguiente llegó un mercader con brocados y redes de todas clases, haciéndose un sayo y una capa. Quedó en Ñapóles sesenta días tan agradablemente, y cuando marchó contra su deseo, sus huéspedes le dieron vestidos y telas, regalándole además cien ducados, con los que marchó a Roma, donde no le seguiremos, como tampoco le seguiremos al Perú, donde encontró su fortuna, por lo visto.
Un espectáculo lamentable, terrible y triste a la vez, ofrecía siempre la llegada de las tropas españolas, con aquellos soldados de reciente alistamiento que se llamaban los bisónos y que los italia- nos llamaban también i bisogni (los necesitados) porque, en ver- dad, era gente que de todo carecía. Bandello alude despectivamente a «los españoles plebeyos que se llaman bisónos, que vienen a Italia con las abarcas» (1) como pobres aldeanos que eran, arrancados del arado. Un versificador napolitano describe al soldado español, sin
(1) Nov., IV, 25.
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un céntimo en el bolsillo, al flanco la espada que no puede sacar de la vaina por lo roñosa que está, «mísero, afligido y aburrido de tan áspero y continuo ayuno •> que baja de la galera «con semblante afligido, de la color de la cera» (1). En mayo de 1535 — escribe un cronista — «las naves trajeron tres mil soldados nuevos de España, que llaman bisónos, los cuales, por haber sufrido mucho durante la travesía, se fueron a comer y a beber alegremente, así que desem- barcaron, escapando a la hora de pagar» (2). Los españoles recono- cían también la tremenda miseria de sus soldadescas, que eran «tropas de nueva infanteria, y como tal débil, achacosa y casi desnu- da, que a tanto padecer en tan largo viaje, mal pueden resistir tan manidos despojos)). De dos mil soldados que llegaron a Ñapóles a las órdenes de Diego Manrique de Aguano, murieron setecientos a las pocas horas de haber desembarcado. Se añadía que mostrán- dose «en tan mala forma por los naturales» les movían a desprecio «no sólo para con los que a quien miran en tan vil paño, sino también juntamente para con los demás de la nación, pareciéndoles ser todos (juicio en particular proprisimo de los vtdgares y de una morina condición y metal)» (3).
Además de las soldadescas regulares, giraban por las ciudades italianas, particularmente en las sujetas a la corona española, indi- viduos que se decían soldados, que iban a alistarse o que estaban alistados ya y a punto de salir para la guerra, y que en tanto sembraban cuentos y burlas a todo pasto y que cometían toda clase de desafueros; les llamaban soldados chorilleros, o churr Uleros, o churrulleros. ¿Por qué les llamaban así? Había en Ñapóles una famosa hostería — todavía ima calle lleva su nombre e indica su emplazamiento — llamada del «Ceniglio». En esta hostería — dice Della Porta — «acudían a capítulo» cuantos pasaban «el día roban- do bolsos o falseando monedas, escrituras y procesos, y las noches dando caza a las capas y a los ferreruelos, haciendo centinela pol- las calles, para asaltar las puertas de los palacios y los objetos de las tiendas, que tales eran sus siete artes liberales» (4). La fama
(1) Del Tufo, Rityatto di Napoli ms. de la Bib. Nac. de Nap., sign. XIII, B. 93, fo- lios 103-4.
(2) G. Rosso, Istoria, pág. 55. V. un despacho del 8 de marzo de 1576 en Arch. stor. üal., s. I, voi. IX, pág. 212, y la crónica de Zazzera, pág. 531.
(3) Cristóbal Suárez de Figueroa, Posilipo, Ratos de conversación en los que dura el paseo (Ñapóles, por Lázaro Scoriggio, 1629), páginas 290-1.
(4) L'astrologo, III, 1, 11; del mismo, Tabernaria, III, 8; Furiosa, II, 1. V. el Cakn- daio, de Brtjno, III, 6 (ed. Spampanato, pág. 95).
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de esta hostería, que fué cantada un siglo después en una égloga napolitana de Basile (1), se propagó en los primeros años del si- glo xvi, fuera de Ñapóles, por el que llamaríamos mundo interna- cional de la picardía. Delgado señala, entre los sitios más famosos, junto al Rialto de Venecia, las gradas de Sevilla y la Sapienze de Roma, el «Chorrillo de Ñapóles». (2). Así, el nombre de chorilleros se dio primeramente a los que pasaban el día en la hostería hablan- do de milicia, discutiendo con los capitanes acerca de condiciones y de pactos, empinando el codo y de francachela eterna, sin irse jamás a la guerra y sin arriesgar la vida, bien vestidos y con todo el atuendo de los hombres de honor (3), y luego a la hez de la solda- desca, a los desertores (4) y demás morralla. Y el vocablo, que pro- cedía de un nombre local de Ñapóles, pasó, finalmente, a la lengua española con el significado genérico de hablador y de embrollón (5). Descendiendo ahora bastantes escalones en la reseña de la inmi- gración española, no dejaré de recordar aquella numerosa legión de mujeres ávidas de vida y dispuestas a correr aventuras con los hombres de su país, que siguieron la ruta marcada ya por sus ante- cesores a la Ñapóles de los Aragoneses y a la Roma de los Borgias. En lo que se refiere a Roma, poseemos un libro precioso que puede servirnos de eruía en esta sociedad; nos referimos a la ya citada
(1) Talia o vero lo Cerriglio, en las Muse Napolitane (Napoli, 1635). Pero hacia la mitad del siglo había decaído bastante, según nos cuenta un humorista español: *Fuí a visitar la taberna principal del Chorrillo, y hállela tan diferente y en tan bajo estado, que llegué a dudar si era aquélla la misma que ser solía* (E. González, Estebanillo González, 1652, ed. de París, 1912, páginas 217-18).
(2) Lozana andaluza, ed. cit., II, 140.
(3) Así lo atestigua Cristóbal de Vtllalón, que vino a Ñapóles poco después de 1550, en su Viaje a Turquía (en el voi. Autobiografías y memorias, Madrid, 1905), en el volumen Autobiografías y memorias de la Nueva Bibl. de Aut. Españoles, pág. 91) donde recuerda, entre otros parajes notables, El ChoRILLO. «¿Es de ahí — pregunta uno de los interlocutores — lo que llaman soldados chorilleros?» Y Villalón contesta: *Deso mesmo; que es como acá llamáis los bodegones, y hay muchos galanes que no quieren poner la vida al tablero, sino de andarse de capitán en capitán a saver quando pagan su gente para pasar una plaza y partir con ellos, y beber y borrachear por aquellos bodegones; y si los topáis en la calle tan bien vestidos y con tanta crianca, os harán picar pensando que son hombres de bien». Es, pues, fantástica la etimología vasca que propone Julio Cejador (Franca), La lengua de Cercantes (Madrid, 1906), II, 344-5.
(4) Para esta significación, v. Cristóbal Suarez de figtjeroa, El pasajero' (ed.de Madrid, 1963), pág. 247. A. G. de Trtjenía y Mayo, en una nota a su edición de El ca- samiento engañoso y El coloquio de los perros, sostiene que la palabra equivale siempre a 'soldados desertores* y que alejándose luego de esta primera significación, se aplicaba a los ^borrachos, habladores y charlatanes».
(5) V., para el empleo de esta palabra, Cervantes, Don Quijote, II, 45; en Pedro de ürdemalas, jorn. I; en el Coloquio de los perros (ed. cit., pág. 329 y nota cit.); en El licen- ciado Vidriera (ed. de Narciso Alonso Cortés, Valladolid, 1916, pág. 58); en el interm., El rufián viudo, edición de Hazañas y la Rúa, Sevilla, 1906, pág. 184. V. la nota que cita los pasajes de Delgado y de Villalón. También encontramos la palabra en Qüevedo, Las zahúrdas de Plut&n (en Los sueños, ed. de París, Michaud, sin año, III, pág. 65).
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Lozana andaluza, de Francisco Delicado o Delgado, médico y lite- rato, que vivió en Roma de 1523 a 1527. Vivían entonces en Roma — escribe Delgado en una larga enumeración burlona — mujeres de todos los rincones de España: «Hay españolas castellanas, vizcaínas, montañesas, galicianas, asturianas, toledanas, andaluzas, granadinas, portuguesas, navarras, mallorquínas)) y hasta «putas mozárabes de Zocodover». ¿Y cómo concurrían en tan gran número? «Vienen al sabor y al olor: de Alemania son traídas y de Francia son venidas, las dueñas de España vienen en rameaje, y las de Italia con carmaje». ¿Y cuáles son «las más buenas en bondad», entendiendo por bondad la perfección y destreza en el oficio ? «/ Oh, las españolas son las mejores y las más perfectas!». Todavía se añade esta noticia en otra ocasión: «Son venidas a Roma mil españolas, que saben hacer de sus manos maravillas y no tienen un pan que comer» (1). Además, en los Raggionamenti del Aretino se recuerdan las cortesanas espa- ñolas en Italia, las recuerda Zappino y las recuerda Ademollo (2). Una de las heroínas más famosas, Isabel de Luna, figura en las narraciones de Bandello (3).
También debiéramos recordar los numerosos judíos españoles que más tiempo permanecieron en Ñapóles, de donde fueron defi- nitivamente expulsados en 1541 (4), y de los demás que permane- cieron confinados en Roma en la judería, donde estaba la sinagoga de los castellanos y de los catalanes. De esta judería (o ghetto en italiano) se contaban leyendas espantosas. ¿Quién puede — dice un personaje del drama Amor y celos, de Tirso de Molina — contarme rápidamente lo que me ha sucedido? Y el obro, el romero, responde:
... Una redoma con dos diablos encerrados, que hay demonios redomados en la judería de Roma (5).
(1) Lozana andaluza, ed. cit., I, 138, 194-6, 200, II, 204.
(2) Rag. dello Zappino, pág. 239; en los Rag. del Aretino se habla de una española, llamada Nlcolasa; cfr. Lettere di cortegiane del secolo xvi, ed. Ferrai, pág. 9, n, e 11. Para algunas prostitutas residentes en Roma, v. el capítulo de Coppetta a la señora Hortensia Greco, en Op. buri., II, 50; sobre el enamoramiento de una española, v. Dolce, capitulo a Buonriccio, ivi, I, 389, y para algo semejante, Mauro, ivi, I, 227. Otras noticias recoge Farinelli en Ross, bibl., VII, 285.
(3) Novelle, II, 51, IV, 17. Cfr. sobre una «Juana, española», Ademollo II carnavale di Roma, cit., pág. 20.
(4) V. Ferorellt, obr. cit., pág. 233 y siguientes. Disputas con judíos de Ñapóles tuvo Guevara en 1535; v. sus Cartas (Lettere), trad. ital., ed. de 1611, eilio II, pági- nas 184-9. 215-31.
(5) Amor y celos, acto II, esc. 6.
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Los judíos trataban en Roma libremente con los cristianos y éstos estaban obligados a llevar una señal roja; sus mujeres anda- ban ordinariamente «adobando novias y vendiendo solimán labra- do y aguas por la cara» (1). Había también falsos cristianos o marranos contra los que procedía la Inquisición (2), dándose el caso de perversiones místico-eróticas como la de la secta de españoles y portugueses, descubierta y castigada con la hoguera en 1578 (3)
Los sentimientos de la población italiana eran muy diversos, según las formas o los representantes de las formas de la inmigra- ción italiana con los que estaban en contacto. Y si los guerreros y caballeros podían admirar la proeza y el espíritu caballeresco de sus adversarios, de sus vencedores y de sus hermanos de armas, los políticos loar la agudeza de los diplomáticos y gobernadores que enviaba España, el pueblo tenía que dolerse y sentir rabia y desdén por las devastaciones y estragos, a los que asistía, y de los cuales era víctima en sus guerras contra los españoles. Bentivoglio en sus sátiras narra uno de estos episodios de crueldad (4).
Y Mauro recuerda los saqueos, cuando «las lanzas de los espa- ñoles, con ciertos ladronzuelos italianos, saqueaban incluso a los labradores» (o). Y horrenda memoria quedó en las gentes de las ferocidades españolas en ciertos asaltos y conquistas de fortalezas, como en el saqueo de Prato en 1512, donde entre las tropas asal- tantes «había no pocos moros y marranos que jamás se saciaban de sangre». Los habitantes de la mísera Prato que pudieron coger «fueron muertos por aquellas gentes, que les daban en la cabeza los primeros golpes». Vn rimador se lamentaba de que «los turcos infieles eran más blandos con los cristianos que los españoles en Prato. Pero no eran españoles, sino perros rabiosos, enemigos de Cristo, llenos de vicios y más bestias que hombres». Otro contaba que tenían un semblante parecido a los que crucificaron a Cristo,
(1) Lozana andaluza, ed. cit., I, 60.
(2) Por ejemplo, en 1513; cfr. Passaro, Giornali, pág. 187.
(3) Montaigne, Journal de voyage en Italie, ed. D'Ancona, páginas 291-3. En 1571, en la catedral de Ñapóles, hacían pública retractación de su fe doce mujeres catalanas, acusadas de vivir secretamente como judías.
(4) Se refiere a un episodio en que unos españoles robaron a un pobre aldeano, que Iba a Florencia en su burrito, despojándole del miembro viril, v. Le satire et altre rime piacevoli (Venecia, 1550; a M. Pietro Antonio Acciainoli).
(5) Maceo, en Opere burlesche, I, 253: acerca de los terribles motines, obr. clt.» 1, 287.
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«con barbas descuidadas y horrendo color», ásperos, negros, hórri* dos, extraños, perros rabiosos más que españoles» (1).
No hablemos del saco de Roma en que la soldadesca, a porfía con los lanzichenecchi, desvastaron, quemaron y prostituyeron la ciudad eterna, sede del vicario de Cristo, entre la atónita estupe- facción de los contemporáneos. Y aunque surgiese entonces de distintos sectores una voz que explicaba y justificaba aquellos ho- rrores como castigo divino por la corrupción de la corte pontificia — tesis que sostuvo Alfonso de Valdés en su Diálogo deLactan- cio (2) — , y a la que Aretino alude sarcàsticamente en el prólogo de la Cortigiana, diciendo que Roma «estaba purgando sus pecados a manos de los españoles» (3), otro sentimiento de índole muy dis- tinta se abrió pronto camino, sosteniendo que todos los que habían tomado parte en aquel saqueo acabarían de mala muerte. Confir- mación de esto, pareció la muerte del condestable de Borbón, ase- sinado mientras escalaba las murallas; la de Hugo de Moneada, ahogado en el mar en la batalla de Orso; la de Juan Dorbina en Spello, y la del príncipe de Orange en Gavinana. Con ocasión de la matanza que de los españolesh izo en 1539 en Castelnuovo el cor- sario Barbarroja, Sperono Speroni juzgaba que aquella empresa había sido consecuencia «no de las fuerzas turcas, sino del juicio de Dios, el cual, vengándose como suele de un enemigo con otro, dio a la boca de estos perros, como reliquia de su era, ciertos inso- lentes españoles que habían sobrevivido a la peste de Roma, por- que en desprecio de la religiún cristiana violaron y saquearon sus iglesias con la mayor impiedad (4).
Menos violentos, pero siempre gravosos y pesados para los pue- blos eran aquellos soldados a los pueblos en tiempo de paz, con los llamados «alojamientos» en las ciudades a donde iban destina- dos; de estos vejámenes y opresiones nos traza un vivo retrato Tansilo cuando en 1551 suplica al virrey Toledo que libre de los tales alojamientos a su pueblo, Venosa. Venosa, durante veinticua-
(1) Tre narrazioni del sacco di Prato (1512), en Arch. stor. ital., s. 1, 1. 1, 1842.
(2) Contra este opúsculo re rebeló Castiglione, entonces legado pontificio en España; véase Menéndez y Pelato, Hist. de los heterodoxos, II, 111-28, y extractos en apend. Ro- dríguez Villa, obr. y 1. cit.
(3) «¿Dónde sucedieron tan dulces burlas? En Roma. ¿No la veis aquí? ¿Esta es Roma? Misericordia. |No la habría reconocido nunca! Os recuerdo que está purgando sus pecados en manos de los españoles y es bien de temer que no le sucedan cosas peores». Cír. en la misma comedia, I, 23, V, 15, 23.
(4) Orazione contro Barbarrosa, en Opere (Venezie, 1740), III, 245.
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tro años venía soportando bien una compañía, bien dos de hombres de armas a los que tenía que mantener. Aquellos soldados, al am- paro de un viejo estatuto, no solamente lo compraban todo «franco de fianza», sino a precio inferior al del mercado, que pagaban o no pagaban; exentos de gabelas, buscaban gentes que se entendieran con los mercaderes, dejando todo el peso de la ley sobre las espal- das del débil. Y además, los celos. «¡Cómo martillan los celos en los pechos de los villanos que van al campo y dejan en casa una mujer bonita! ¡Y cómo temblaban viendo pasear a aquellos solda- dos, sobre todo si oyen el sonido de laúdes o de guitarras que les suenan a muerte»! (1).
Los alojamientos eran tan costosos que a las veces se emplea- ban como castigo para las ciudades indóciles (2). Ya hemos tenido ocasión de recordar las voces buscare y aprovecciarsi que a causa de los usos y costumbres de los soldados españoles en Italia pasa- ron a nuestro vocabulario (3). Aquí añadiremos la palabra cappea- re, que quiere decir andar de ronda por la noche robando la capa a los campesinos, haciéndose proverbial la frase de «robar la capa de noche como hacen los españoles» (4). ¡Y no sólo la capa! «¿Es español éste que se acerca a vos?- — dice en la comedia (ñ) el paje a su amo, y éste replica: ¿Español? ¡No os acerquéis tanto! Desde abí». Y en otro paraje: «Dios quiera que éste no nos engañe y no ponga los ojos en ese oro. Conque ¿español y fraile, eh?» Y en las Intrighi d'amore: «¡Ay! Este es español (6). ¡Dudo que no me lleve el chambergo con las plumas!» (7). «Hasta su besar la mano era interpretado sarcàsticamente como un modo de robar, de sacar el
(1) Poetie lìriche, ed. Fiorentino, p. VII y siguientes.
(2) Para Marsela y Pennini, Palmeki, Storie di Sicilia (Palermo, 1865), pág. 384.
(3) Véase pág. 154.
(4) Por ejemplo, L. Domenichi, Facezie (ed. de 1588), páginas 322-3. «Cada noche lo encuentro a capas por los contomos y asesinando en las carreteras», dice Urrea en el Diálogo cit., f. 60. En el Arch. stor. ital., 8. 1, voi. IX, pág. 250, desp. de Ñapóles, 5 Julio de 1605: «Los españoles se han acostumbrado a capear de noche y desde que obscurece no puede uno andar seguro por la ciudad». V. la comedia de Porte, La fantesca, IV, 6, y en la de Calderón, Dar tiempo al tiempo, la escena en que cuatro españoles se disponen a capear. A propósito de la capa, VARCHI, describiendo el modo de vestir de los florentinos en su tiempo, escribe: «La noche, durante la cual se acostumbra mucho a salir en Floren- cia, se usan en la cabeza bonetes y a la espalda capas, llamadas a la española, porque lle- van atrás la capucha, que, llevada durante el día, si no se trata de un soldado, es reputa- do como timante y hombre de mala vida». (Storie Fiorentina, IX, 47. ed. Le Mounier, volumen II, 84).
(5) Raineri, L'Attilia, V, 6.
(6) Domenichi. Le due cortigiane, II, 3.
(7) Acto IV, esc. 13.
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anillo como las gitanas» (1). Españoles y napolitanos que pertene- cieron a la soldadesca que estuvo de guarnición en Siena, estaban también desacreditados por su triste vida de rapiña, y dos de ellos, que se jactan de sus bellaquerías, aparecen en una narración de Fortini (2). Ante ciertas espléndidas apariencias, seguidas de tris tes efectos, se repitió el adagio muy generalizado entonces: «Espa- ña, sana por fuera y podrida por dentro» (3).
Es de suponer que fueran frecuentes las algaradas entre espa- ñoles e indígenas, como ocurrió en Ñapóles durante el asedio de Lautrec, o en Ñapóles también cuando llegaban los hambrientos bisónos. En cierta ocasión, por ejemplo, vinieron a las manos es- pañoles y napolitanos, con muertos de una y otra parte y gran escándalo de la ciudad, cosa que sirvió de disgusto al virrey (To- ledo), que no pudo, con su rigor acostumbrado, hacer demostracio- nes de castigo, porque no logró averiguar de parte de quién estaba la culpa, si de los soldados o de los napolitanos (4). En otros casos siguieron terribles venganzas populares. En los primeros encuentros de los motines de 1546, «dentro de las tabernas del Chorrillo diez y ocho españoles fueron muertos y despedazados, y tirados a la calle desde las ventanas; en la plaza de la Rúe Ca- talana, y en las casas de esta calle, fueron muertos muchos viejos y mujeres españoles» (5). Tansilo recuerda los horrores de dos años antes con vivos colores, asegurando «que querían despeda- zarse y comerse unos a otros» (6).
Por otra parte, los españoles se dolían de la poca autoridad que se daba a sus soldados en las ciudades de Italia donde iban de guarnición. «¿Por qué pensáis — dice Urrea — que están tan tran- quilos los estados del Turco, si no es por la autoridad que tienen los genízaros, que solamente uno de ellos hace temblar a toda la ciudad? ¿Qué valor queréis que tenga un soldado viéndose poco estimado y ultrajado por el villano que él o sus antepasados con- quistaron? Sé bien que visteis en Trapani y en otros lugares de
(1) Dovizi, Calandria, II, 7; Cecchi, Il corredo, III, 6; Ammirato, Delle cerimonie, en Opuse, III, 354-5.
(2) Nov., II, 13. En L'idropica, de Guarini, III, 10, se dice que la cortesana Corelte es hija de «madre española y de padre napolitano, aleación de finísima plata».
(3) Lo recuerda Trissino en la Poética (Venecia, 1563), div. VI, pág. 34.
(4) G. Rosso, Istoria, páginas 18 y 55. (ó) Castaldo, Istoria, páginas 83-4. (8) Capitoli, ed. cit., pág. 296.
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Italia asesinar por leves motivos a treinta o a cien soldados, y que todo lo arreglaron con dinero, pagando con sus rentas una brizna de las deudas del rey, siendo perdonados estos pueblos que a esa costa se aprestaban a realizar daños mayores; de estas flaquezas que dan lugar a que los pueblos estimen poco a las gentes de guerra, suelen venir escándalos mayores» (1). Frecuentes eran también las luchas sangrientas que se encendían entre las soldadescas italianas y españolas dentro de los mismos ejércitos (2).
En estas ocasiones, al grito de ¡España, España!, se respondía por el adversario con el de ¡Italia, Italia!, siendo insultados los es- pañoles con más furia que nunca como <<marranos» (3) y ampliando el sentimiento de odio comprendía a todos los extranjeros, espa- ñoles, alemanes, suizos y franceses, todos igualmente — juzgaba Berni — «enemigos de la sangre italiana» (4). La misma extensión de este juicio demuestra que no tenía nada de específico contra los españoles como tales españoles, en el fondo más soportables y realmente más soportados que los insolentes y mujeriegos france- ses, y más estimados que no los hinchados y bárbaros tudescos. Ese juicio expresaba sencillamente el aborrecimiento genérico por el invasor extranjero, aborrecimiento que se encuentra en todos los pueblos, y el más general contra los agentes fiscales o militares opresores, fueran nacionales o extranjeros. España, a lo sumo, figu- raba en primer lugar, porque según dice Pedro Nelli en un dístico, era la dueña de aquella edad (5), la triunfadora, dominadora y vencedora.
Si ahora nos preguntásemos si este triunfo o dominio fué un bien o un mal, tendríamos que responder que la respuesta fué dada de una parte por la nueva conciencia italiana que lo consi- deró como un oprobio y como una abyección, pero que, por eso mismo, esa respuesta ha sido ya implícitamente negada por la his- toria, que no puede juzgar con el sentimiento de la nueva concien-
(1) Diálogo, cit. , f. 155.
(2) V. Giovio, Vita del Pescara, i. 186, para tina terrible y sangrienta colisión que tuvo lugar en Milán con motivo de los alojamientos durante la Liga Santa; A. M. Ban- dini, Il Bibbiena, Livorno, 1758, páginas 29-32, para otra colisión ocurrida en el campo junto a Mondolfo, durante la empresa de Urbino.
(3) «¿Cuándo haremos una ensalada con estos españoles marranos?», grito de un campesino que refiere una crónica napolitana de 1585; cfr. Arch. stor. napol., I, 135.
(4) Opere burlesche, I, 79.
(5) V. nSpagna, spugna déla nostra etate*, Nelli, Satire (en Selte libri di satire), de L. Ariosto, H. Bentivogli, etc., Veneri», 1583, 1. IV, s. VI, f. 112.
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eia italiana del resurgimiento, sino que debe referirse a la Italia del Renacimiento. Como Italia, por razones conocidas, no podía soldarse entonces en un estado unitario nacional; como las vicisi- tudes de transformación de Europa no la permitían vivir como en los siglos xiv y xv; como era necesario que de cualquier modo sa- liese del municipalismo de la tardía Edad Media y se fuera plas- mando en la forma de las monarquías modernas, el dominio de España fué para ella, entonces, el mayor mal y el mayor bien al mismo tiempo. España comenzó a recoger sus Estados en grandes masas; España ordenó sus fuerzas con alguna medida y concurrió con sus milicias a defender el peligro turco; España cortó la anar- quía de la vida italiana, la limpió de los turbulentos varones y de los señoríos que no conocían más intereses que los de sus casas, y con su dominio, con su hegemonía, hasta con las oposiciones que suscitó, fué formando y preparando a los italianos ciertos senti- mientos de devoción al rey y al Estado, que tuvieron sus conse- cuencias en el desarrollo futuro, político y civil. Italianos fueron y a Italia sirvieron aquellos que sirvieron al gobierno español, y esparcieron su sangre en todos los campos de Europa, y se consi- deraron, no como traidores, sino como leales a su patria. Es verdad que aun entonces, en la primera mitad del siglo xvi, no pocos con- sideraban a Italia incompatible con España, pero eran, o vanos jeremías del tiempo pasado, de «la vida que se llevaba en tiempo de los italianos, y no de los franceses y de los españoles» (1), o utopistas, y casi profetas, como el gran autor de la exhortación para librara Italia de los bárbaros, Nicolás Maquiavelo (2), o par- tidarios retardarlos de Francia contra España, dos nombres que perduraron largamente como símbolo de opuestas simpatías políti- cas (3). Los momentos que parecían más propicios para libertar a
(1) Aretino, Ipocrito, V, 10.
(2) V. El Príncipe, trad. esp. de José Sánchez Rojas, voi. 953 de la «Colección Uni- versal», Calpe, cap. 26.
(3) El contraste se dio en el siglo XVII, como pudo verse en las guerras de la casa de Saboya y en los partidos que se formaron en Ñapóles durante la revolución de 1647 a 1648; en el Milanesado. en los principios de aquel siglo, había los dos bandos de españoles y navarros; «Navarros nuestros» eran llamados los fautores de Francia (cfr. Arch. stor. lomb., VI, 99-103). En el Forastiero, de Capeccio (1634) se habla de ciertos napolitanos «que se reúnen y celebran asambleas, y hablan de la nación francesa con un afecto inde- cible», y de uno al que el autor oye decir: «Hermano, tengo el cuello en el pecho» (página 217). El vestir a la francesa o a la española era profesión de afecto por uno u otro bando; en 1628, el embajador español en Turín se escandalizaba viendo vestido a la francesa al joven príncipe Francisco de Este (Penero, II Conte Fulvio Testi, Milano, 1865, páginas
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Italia de los españoles y volverla a los italianos, como el memo- rable año 1526, pasaron sin consecuencias porque Italia carecía de fuerza moral para empresa semejante. Fallaron miserablemente las distintas tentativas posteriores de Burlamacchi en Toscana, de los Fieschi en Genova, del príncipe de Salerno en Ñapóles, de los -pro- risciti florentinos en Siena, tentativas que se apoyaron en la ayuda de Francia, con la que siempre contó el papa antiespañol por ex- celencia, Paulo IV (1). El cual, invocando la libertad de Italia (los extranjeros que estaban fuera de Italia y la ninguna preponderan- cia de un Estado italiano sobre otro) se lamentaba «de la antigua armonía de esta provincia en cuatro partes, la Iglesia, la Serení- sima (Venecia), el Reino de Ñapóles y el Estado de Milán», y mal- decía las almas infelices de Alfonso de Aragón y de Ludovico Sforza que «estropearon tan noble instrumento italiano». Odiaba particu- larmente a España porque «de la experiencia de las cosas pasadas» deducía «que los franceses no solían ni podían detenerse largamente en Italia, porque la nación española es como la hiedra, que donde ataca permanece», y poseyendo ya tanta parte de Italia, «deseaba lo demás» (2). Pero la hiedra se estaba quieta porque era vigorosa y el terreno apto, y «la antigua armonía» de Italia, la lira de cua- tro cuerdas, se había roto y pertenecía al pasado, al pasado que no vuelve.
78-9); entre las acusaciones que dirigió Francisco Carafa al duque de Nocera en 1640 era de «vestir a la moda francesa» (Filamondo, II genio bellicoso, pág. 265); v., para casoa análogos, Capeceiateo, Annali, pág. 127; Mémoires du Conte de Modène, pág. 55. «Fran- ceses» y «españoles» llegaron a ser hombres de partidos locales en las ciudades italianas; cfr. Montaigne, Journal du voyage en Italie, ed. D'Ancona, páginas 156-7. «¿Quién pue- de poner de acuerdo a Francia con España? No mezcles a España con Francia», son pro- verbios (v. PittrÉ, Prov. sic, III, 142), en los que aparece la vieja división secular.
(1) Véase Db Leva, Storie di Cario V, II, 329-33.
(2) Relación de Bernardo Navagero. ya citada.
CONCLUSIÓN
XII LA DECADENCIA HISPANO - ITALIANA
La época que ahora se abre, y de la que hemos descrito el pe- ríodo de los albores, se reputa como una de las más infaustas de la historia de Italia, época comparable en cierto modo al fin de Roma y a las consecuencias de las invasiones bárbaras: la época que va desde la mitad del siglo xvi a los comienzos del xvni, desde la paz de Chàteau-Cambrésis a la guerra de sucesión de España, en que faltó en Italia toda vida política y todo senti- miento nacional, la libertad de pensamiento se apagó, empobreció la cultura, la literatura se hizo amanerada y vacua y cayeron en el barroquismo la arquitectura y las artes plásticas. Se consideró a España no sólo como compañera, sino como auxiliar de esta de- cadencia, como el poder ora arcano, ora abierto, que llevó a cabo la gran ruina y formó el desierto así en Italia como en todas par- tes. Y su pésima influencia se acusó en todas las manifestaciones de la vida, en la económica y moral no menos eme en la religiosa, intelectual y artística. «El despotismo español en Italia — tomo la cita de un libro reciente — no sólo destruyó la antigua vitalidad económica, sino que, penetrando como veneno en todo el organis- mo nacional, corrompió la vida del país en sus mismos manantia- les, adulteró su espíritu en todas sus manifestaciones, cambió el antiguo y limpio semblante del carácter italiano. Milicias, oficios, instituciones, usos, opiniones, vestidos se forjaron a la española; al amor de la patria sucedió el puntillo de honor; a las batallas, los duelos; a las altas ambiciones, las vanidades mezquinas; a los
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trabajos industriales, el dolce far niente; a las grandes virtudes y a los mismos ocios, fruto de una gran exuberancia de vida, vicios, consecuencia de inacción y de flojedad; a las grandes y nobles des- venturas nacionales, desgracias puramente caseras y domésticas; a las noblezas ilustres por las grandes hazañas, una nobleza fas- tuosa con títulos vanos; a las compañías de aventura, primeras y descompuestas mih'cias nacionales, las partidas de bandidos; al ser, el parecer; al Estado, la corte. La familia fué corrompida por los fideicomises y por los dusinas; la religión por las prácticas exter- nas; el sentimiento y la educación por la hipocresía; las relaciones por los títulos y por el sosiego; fausto y resplandor por fuera, mi- seria y sordidez por dentro; de la falsedad, de la hinchazón y de la degradación morales y sociales se contagiaron el lenguaje, las artes y las letras» (1).
Cuadros como éste de cargadas y negras tintas, í'asgos históri- cos como el que aquí transcribimos preñados de características ne- gativas, son, como ya hemos dicho, poco históricos en verdad, por- que en lugar de criterios intrínsecos a los hechos adoptan criterios extrínsecos — como sería, por ejemplo, el de ima Italia distinta, antigua o nueva, del pasado o del porvenir, porque entre ese cri- terio y los hechos hay discrepancias, porque los hechos, en lugar de ser comprendidos, son condenados, y las características, en lu- gar de tener un carácter positivo, lo tienen negativo. Muy otra debe ser la misión del historiador, del verdadero historiador que desea- mos a Italia para nuestra vida de los siglos xvi y xvn, en la cual había que investigar la crisis de la vieja sociedad italiana y la germinación, lenta o escondida, de la nueva, lo que debe recomen- darse en todos los momentos de aquella historia, hasta para las vilipendiadas costumbres de entonces, hasta para la tan despre- ciable literatura del siglo xvn (2).
Pero el que quiera comprender las calidades y las razones de lo que se ha dado en llamar precisamente decadencia italiana — de- cadencia que sólo fué verdaderamente tal en ciertos sectores y bajo ciertos respectos — tiene la obligación estrechísima de libertarse del fantasma de una España, fuente de malicia y corruptora de una
(1) F. P. Cestaro, Studi storici e letterari, Torino, Roux, 1894, páginas 65-6.
(2) Véase, como contribución a un estudio positivo de la literatura italiana de la época, cuanto he dicho en mis Saggi sulla letteratura italiana del Seicento, pref.,
p. vn-xxin.
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Italia incorrupta, porque esta concepción es lógicamente absurda, ya que no hay ningún influjo ejercitable donde no existe espíritu dispuesto a elaborarlo y a recogerlo, dándole pujanza y modifi- cándolo más o menos extensamente. Que España no era una po- tencia maléfica y enemiga, cosa es que se demuestra con la con- ciencia de los contemporáneos, ya que, por regla general, no sólo estaba contenta, sino orgullosa de que Italia uniese sus destinos a los destinos españoles. Carlos V, el emperador que pareció revivir el antiguo sueño, haciendo, como escribía Tansilo, que repetía la frase sacramenta] «un solo pastor y un solo rebaño» (1) en el mundo, fué admirado en toda Italia como señor de ella. Testimonio inge- nuo de ello nos ofrece las palabras que casi con las lágrimas en los ojos escribía en cierta crónica un burgués napolitano: «Sabio y be- nigno Emperador: que el Señor le dé tanta felicidad en el cielo como poder le concedió en la tierra. ¡Con cuánta circunspección trató siempre todas las cosas! Me considero como el hombre más feliz del mundo por haber nacido en su época, y mucho más, por haberle visto tantas veces en Ñapóles» (2). El mismo sentimiento recogieron sus herederos, admirándose en Felipe II «la grave y ve- nerable majestad con la que, moviendo los ánimos a reverencia, es casi como un ídolo adorado de los príncipes y señores, y con razón se muestra como Rey y conserva dignamente su grandeza real» (3). En el reinado de Felipe III, las gentes se complacen de que «Ñapóles obedezca hoy al mayor Rey y Monarca del mundo, el rey de Ñapóles y de las Españas, de la Augustísima Casa de Austria; descendiente de la Familia Julia, del gran Julio César, primer Emperador Romano» (4). Y el pueblo cantaba: «Casa de Austria, nombre valeroso, que nunca del Turco ofensas sufrió»; atribuyéndola de paso la posesión de un Crucifijo prodigioso y de otros talismanes y virtudes recónditas (5). La utilidad de la unión de los italianos con los españoles fué defendida con preferencia a la de otros pueblos por varios políticos de aquel entonces, y por el mismo Campanella, que había conspirado contra España, no por la independencia italiana, sino por su utopía de una república
(1) Canción a Carlos V, en Poesie liriche, ed. cit., pág. 90.
(2) Castaldo, Istoria cit., pág. 106.
(3) S. Guazzo, Civil conversinone, i. 131-2.
(4) F. DE Pietri, Dell' historia napolitana (Ñapóles, 1634), pág. 50.
(5) CROCE, Canti politici del popol. napolitano (Ñapóles, 1892, pág. 25). V. sobre la reverencia y confianza que inspiraba el rey de España, Castaro, obr. cit., páginas 58-9
España en la vida italiana. 14
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comunista, de una ciudad del Sol, utopía que trató de casar con el dominio español que esperaba se extendiese a todo el mundo (1). Motivo de vanagloria fué vestirse a la española; «españolizado — dice Franciosini — es el que se comporta según el estilo y las cos- tumbres de España, no pudiendo menos de ser un gentilhombre» (2). Se hacían viajes a España para conocer la gran corte de Madrid (3), y para aprender los modos de comportarse y de correr fácilmente el camino que conducía a la posesión de los empleos y de las sine- curas (4). Los gentileshombres italianos se alistaban en las bande- ras del rey y en la vida militar se ilustraban (5). Los soldados na- politanos primero, y después los italianos en general, tenían por privilegio de Carlos V el puesto fijo de retaguardia y el ala iz- quierda de la vanguardia, correspondiéndole la derecha a España como nación primogénita (6). La noción del honor a la española y los duelos eran señales de vigor y dignidad; a la española se ves- tían los hombres y las mujeres, estas últimas sumidas en la igno- rancia y apartadas de la vida social, afirmándose entre alabanzas que de este modo se mantenía la austeridad en la familia (7). LTna curiosa jerga italoespañola se trocó en la lengua de conver- sación de señores y cortesanos (8). No hay que hacer demasiado caso de las imprecaciones que se oyen de vez en cuando contra los extranjeros y contra los españoles en particular, que más que genéricas son perfectamentse retóricas, ni que sacar de su terreno histórico y llevarla más allá de sus fronteras naturales a la litera- tura antiespañola que acompañó en los albores del siglo xvn a la
(1) En la Monarchia di Spagna y en los Discorsi ai principi italiani.
(2) En su Vocabolario español e italiano (1.» ed., Roma, pág. 1620), v. la palabra españolado.
(3) Solo Madrid es corte y el cortesano en Madrid, por Alonso NüSez de Castro, coronista de su Majestad. Tengo delante la 3.a ed., de Madrid, 1675. Véase sobre la corte de Madrid una corta de Eugenio de Salazar, escrita sobre 1560, en Epistolario español (Bib. Rivadeneyra), I, 283-6.
(4) V. los Ricordi manuscritos (que se encuentran en varias bibliotecas públicas y privadas de Ñapóles) del jurisconsulto Francesco d'Andrea. V. F. de Fortis, Gover- no político, Ñapóles, 1755.
(5) El libro de oro de sus gustos es para Ñapóles la obra de Ftlamondo, II genio bellicoso di Napoli, memorie istoriche d'ala/ni capitani celebri Napolitani, c'han militato per la Fede, per lo Re, per la Patria (Napoli, Parrino e Nuzi, 1694). V. Casignani, Le truppe napoletane durante la guerra dei Trent'anni (Firenze, 1888; ext. O Rassegna na- zionale) .
(6) FlLAMONDO, obr. cir., discurso preliminar, y cfr. I, 470, 222. Un Breve discurso tobre las diferencias que hay entre las naciones española y napolitana por las pretensiones de la vanguardia, etc., escribió, por orden de Felipe IV, Fabrizio de Rossi en 1663.
(7) De singular importancia es la descripción de las costumbres napolitanas escrita en 1703 por Paolo Mattia Doria (ed. de Schispe en Arch. stor. nap., XXIV, 25-84, 329-50.
(8) Véanse ejemplos recogidos en La lingua spaglinola in Italia, páginas 55-8.
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política y a las guerras del duque de Saboya, ni exagerar la im- portancia de algún antiespañol profesional, que suscitaba en los españoles no solamente desdén, sino estupefacción en su enemis- tad, que les parecía singular e irracional, como se ve en el soneto que le endilgó Lope de Vega:
Señores Españoles, ¿qué le hicistes Al Bocalino o boca del infierno? (1)
Las mismas revueltas que estallaron aquí y allá, como la famo- sísima de Ñapóles, fueron una protesta más contra las medidas fis- cales que contra los españoles y lina condenación lo mismo de la nobleza indigna que del mal gobierno del virrey y de los goberna- dores. En realidad, y sin que queramos motejar de adulona toda la legión de escritos en prosa y en verso con que Italia celebraba la gloria del poder español, hay que reconocer que durante aquel siglo y medio no hubo en nuestra tierra un verdadero odio nacio- nal contra España y contra los españoles, y que su pujanza de- cayó y desapareció de Italia no por motivos nacionales, sino inter- nacionales. Salvo las acostumbradas referencias retóricas y aisla- das, nadie acusó en serio a España de insidiosa y de corruptora del pensamiento y tradición italanos, y si alguno lanzó esta acu- sación, la comentó añadiendo que aquella obra deletérea se había realizado con un cálculo sutilísimo, sin descubrirla, con arte infer- nal, tan infernal que casi podía reputarse inverosímil. Las famosas «máximas de España», sus «secretos de Estado», en los que los mis- mos monarcas españoles y sus ministros creían hasta el punto de celebrarlas como normas de conducta que habían de observarse rigorosamente con plena seguridad de éxito, eran el reflejo de vici- situdes y contingencias históricas, convertidas en sagaces aforis- mos empíricos.
Tenemos que buscar en otra parte la realidad de aquel enton- ces, reconociendo que Italia y España eran entrambas, a la sazón, pueblos en decadencia. Afirmación evidente en lo que dice relación a Italia, porque es bien sabido que, en parte por retraso, en parte por precocidad y rapidez en el desarrollo, no había podido formarse políticamente de tal modo que resistiera las compactas monarquías
(1) Obras no dramáticas en prosa y verso (Bibl. Rivadeneyra, XXXVIII), pág. 891.
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de los pueblos vecinos y que, al mismo tiempo, por el cambio de las rutas comerciales del mundo, había secado las fuentes de su prosperidad, a la vez que, en el grado de cultura a que había lle- gado, carecía de aquel espíritu ético necesario a los nuevos tiem- pos que se inauguraban con la reforma religiosa, que habían de trocarse después en la religión del libre pensamiento. Y España que la conquistaba y que hacía sentir su fuerza política y guerre- ra en toda Europa, si tenía del Estado moderno la unidad monár- quica y los ejércitos, era, por lo demás, demasiado medieval y feu- dal en su composición social, y carecía de aquella preparación y de aquellas virtudes industriales y comerciales indispensables a la conservación del poder en los tiempos modernos, cosa que ad- vertían nuestros curiosos del Renacimiento, advirtiendo, al lado de la obstinada ignorancia de los españoles, su atraso en las artes y en la agricultura (1), como notaron después la rápida despobla- ción del país, como corolario de la miseria, de la emigración y de las guerras (2). Y medievales eran también sus ideas, las ideas de que se nutren los pueblos, su religiosidad que era superstición, su sentimiento monárquico que era devoción al señor, su no saber qué hacer con la ciencia y con la filosofía. De modo que cuando se extendió victoriosamente sobre Italia, cuando unió a sus fuer- zas las del Imperio, cuando añadió a sus dominios del viejo mun- do los del mundo nuevo, no entraba en un período de creciente poderío, sino que recogía la flor y el fruto de su civilización gue- rrera y caballeresca; más bien que iniciar un desarrollo, debe decir- se que lo cerraba. Como España se había nutrido de la lucha con- tra los infieles e Italia llevaba en su corazón a la Iglesia Católica, esta potencia internacional, cuando se vio amenazada de la Re- forma, encontró en una Hesperia sus armas y en la otra los me- dios de cultura para constituir la alianza reaccionaria de la Euro- pa meridional contra la septentrional, a la cual fué pasando poco a poco la guía del mundo moderno y que representó el progreso en toda suerte de actividades contra la regresión y la decadencia hispanoitalianas.
De aquí la impropiedad de considerar como influencia maléfica
(1) Por ejemplo. Guicciardini, Relaz. di Spagna, y el Viaggio, de Navagero, ya citados.
(2) Por ejemplo, Campanella, Monarchia di Spagna, capítulos XI y XX.
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de España sobre Italia lo que fué analogía y comunidad de proceso histórico, durante el cual ciertamente España donó, pero recibió también, e Italia recibió y donó a su vez, igualmente. Las socieda- des libres de loa ciudadanos, las academias napolitanas, por ejem- plo, fueron disueltas por Pedio de Toledo y durante muchos años prohibidas rigorosamente; pero se hacía eso, lo mismo en Italia que en España, por una parte para que no se renovasen las viejas con- juras de nobles y de barones contra el poder real, y por otra para que no se cultivasen las novedades religiosas — de ambas cosas fue- ron culpables o al menos sospechosas las academias napolitanas — , o lo que es igual, para obedecer al nuevo ideal monárquico y católi- co aceptado en Italia. España, en lugar de enviar a Italia como en los primeros tiempos guerreros atrevidos y aventureros, enviaba magistrados expertos en el arte de estrujar a los pueblos y de refre- narlos, o con atenciones, o con blanduras, o con gracias (1); pero Italia, que ya no era campo de lucha entre sus repúblicas y seño- rías, ni de pelea entre los Estados europeos, la Italia amodorrada y pacífica no merecía otra casta de gobernadores, ni de distinta catadura eran casi todos bus príncipes indígenas y los patricios su- pervivientes de sus repúblicas. España, en lugar de los galantes y a las veces despreocupados caballeros del Renacimiento y de los gentiles hombres abiertos a la cultura, nos mandaba entonces a Italia a sus jesuítas y predicadores; en lugar de cancioneros y de libros de caballería nos inundaba con sus libros de «conceptos espi- rituales», y en lugar, en fin, de ofrecernos las especulaciones atrevi- das y a veces heréticas de sus místicos, nos daba la nueva escolás- tica de los Suárez y de los Marianas y la flamante casuística de los Medinas y de los Escobar. Pero de todo esto era el alma la Iglesia Romana, en la que todos los italianos consentían, hasta el punto de que, aunque en Ñapóles se rechazó siempre por razones políticas la inquisición de España, aquí quedaron y se desarrollaron otras formas de aquel tribunal, que alimentaban las delaciones y las au- toacusaciones por escrúpulos de conciencia. Bajo la dominación española crecieron en las ciudades italianas las plebes ociosas, an- drajosas, con sus torpes vicios de miseria. La lengua española pres-
(1) Acerca del favor que, contrariamente a Carlos V, sus sucesores dieron al elemen- to español sobre el indígena, v. SuÁREZ DE FiGüEaoA, Posilipo, páginas 87-9; BOTERO, Relazioni, pág. 17. Cfr. también Ranee, Spanische Monarchie, páginas 125, 159.
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tó al dialecto napolitano las tres palabras que quedaron en él como típicas, lazzaro, guappo y camorrista (1). España era el país de los andrajos, y si Italia hubiese sido más rica y trabajadora, hubiera sacudido el dominio de los andrajos españoles como hicieron los Países Bajos (2). España, por otra parte, dio un sentido nacional al lujo, a las ambiciones y a las viejas emulaciones, gracias a sus ceremonias, a sus grandes, a su fausto, a su modo de entender la gravedad y la dignidad, orientando la vida hacia las exterioridades y destacando la forma de la substancia (3). Hacia las exterioridades se había orientado también la sociedad italiana, sin ideales patrió- ticos, con un comercio pobre y gran afición al ocio. Lo mismo cabe decir de la literatura y de la poesía, reducida a la única inspiración de la sensualidad y al juego de las foimas extrínsecas, aprovechán- dose España de las pastorelas y recetas italianas, como se ve hasta en ima parte de la obra del gran Cervantes, y tomando Italia algu- nas invenciones españolas paia su uso acerca de los modos de dis- currir y de metaf orear (4).
Era una decadencia que se sostenía en otia decadencia, y si el fantástico Campanella podía hacerse ilusiones y creer a principios del siglo xvn en una España dominadora y unificadora del mundo, pocos decenios después, en 1641, un observador más práctico, Ful- vio Festi, revelaba la realidad en su opinión dirigida al duque de Modena a propósito de la rebelión de Portugal que juzgaba «como
(1) Para la primera, véase la demostración en mi volumen Aneddoti e profili settecen- teschi (Palermo, 1915, páginas 233-243). Añadiré que en el Lazarillo del Tormes (1554) hay latería y lazerado (ed. de Clásicos castellanos, Madrid, 1914, páginas 95, 112, 135, 140, 147, 201) y en el Vocabolario, de Las Casas (1570), f. 209, lazería (miseria, escasez) y lacerado. Para guappo, véase una crónica del siglo xvn, citada por Capasso (La famiglia del Mesaniello, Ñapóles, 1893, pág. 60 n, «guappo a la española y smargiasso en napolita- no», y A. de Castro, Discurso acerca de las costumbres de los españoles (Madrid, 1891), pá- ginas 76-8. Camorrista, del juego de la camorra (en árabe, juego de azar), v. Capasso, 1. cit.; y procedía de la costumbre de dirimir autoritariamente las dudas del juego, pre- valeciendo al fin la autoridad, como ocurrió con aquel hombre sin oficio ni beneficio que Sancho Panza encontró en la isla de Barataría, y a quien echó, amenazándole con cas- tigo de mayor importancia (Don Quijote, II, 49).
(2) El mismo Dorie, que todo lo atribuía al arte político de los españoles, acaba di- ciendo (Descriz., ya citada, pág. 66): «Es necesario ver si la sola malicia de quien ha go- bernado este reino ha sido la única causa de tantos vicios y si no ha cooperado también en ello la maligna influencia del clima. Porque la malicia española no explica por sí sola el extravío de los flamencos.»
(3) Para la ruina ocasionada por el lujo y por el fasto en la nobleza napolitana, véa- se G. Rosso, Istoria cit., pág. 70, y para el siglo siguiente, Capecelatro, Annali, pági- na 75; véase un ejemplo de aspiración a la dignidad de grandeza española, pág. 153. So- bre el desprecio a las profesiones liberales en la nobleza napolitana, v. Tansillo, Capitoli, página 5.
(4) Véanse mis citados Saggi sulla letter. ital. del Seicento, pág. 161 y siguientes, 189 y siguientes.
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la mayor desgracia que pudiera ocurrir a tan gran Monarquía». Porque — continuaba — rebelada Cataluña y ahora Portugal, las dos regiones más ricas y populosas de España, «Castilla, que queda precisamente en el medio, y las demás provincias, con la excepción de Andalucía, están no solamente exhaustas, sino desoladas». De mal en peor las cosas de Alemania, de Flandes, de las Indias y de la misma Italia, donde «el Estado de Milán está destruido, desolado el reino de Ñapóles, perdida la Sicilia», la miseria y el desmorona- miento acumulan las causas de alzamientos próximos; los distintos Estados italianos desconfían, titubean o son francamente hostiles. De modo que las consecuencias que pueden derivarse de la subleva- ción portuguesa «son tan graneles y tan importantes que no se me antoja temerario afirmar que puedan dar al traste con la tanto tiempo combatida y desdo hoy vacilante máquina de la Monarquía de España. Sé que el poder del Rey Católico es vasto, inmenso, infinito. Pero todos los reinos y tedas las dominaciones tienen sus períodos. Mejores fueron las monarquías de los Medas, de los Persas y de los Macedonios y se quebrantaron. Mayor fué la República de Roma y acabó. Mayor el Imperio de los Césares, y cayó, sin em- bargo. No es cosa de detenerme en generalidades, porque estudian- do los detalles, abrigo la creencia de que la grandeza austriaca no está muy lejana de su declinación» (1). Grito que era precisamente, a una distancia no muy remota — la de siglo y medio — el contrario que oímos a Galateo, Venera vostra tempora, Hispanif En efecto, pocos años después los tumultos estallaron por todas partes, y aun- que pudieron reprimirse con bastante dificultad, declinó la poten- cia política de España en la segunda, mitad de siglo, convirtiéndose en una débil sombra de lo que antes había sido. Los ejércitos espa- ñoles no recibieron el esfuerzo de capitanes y de regimientos italia- nos como tiempos atrás, teniendo que aguantar la poco grata com- pañía de bandoleros y de galeotes. La influencia social de España también disminuyó rápidamente, acabando casi completamente a partir de 1680; las modas de los trajes vinieron de Francia, cesó
(1) Al Duque de Modena, desde Castelnuovo de Garfasiana, 3 febrero 1641; doc. edit- por Di Castro, Fulvio Testi e le corti italiane nella prime metà del xvn secolo (Milano- 1875), páginas 220-6. TASSONI, en las Filippiche (ed. de Florencia, 1855, pág. 72, cfr. 92) decía algo semejante: «Aquella monarquía que fué un cuerpo tan robusto, hoy tubercu- loso por la larga inacción de Italia y la fiebre ética de Flandes, es un elefante que tiene el alma de una gallina, una luz que sorprende pero no hiere, un gigante que tiene los bra- zos sujetos por un hilo.»
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la manía de los duelos, las mujeres comenzaron a participar en la vida social y en las conversaciones y en las Academias (1). La lite- ratura española no produjo cosa alguna que despertase interés, y la lengua española fué substituyéndose poco a poco por la francesa. Las cosas de España tomaron entonces un aspecto vacío, hinchado, caricaturesco, casi ridículo; se inventó la palabra «españolada» en sentido despreciativo para expresar lo que antes se admiraba y entonces se despreciaba, el falso oropel, las ceremonias fastidiosas, los arabescos literarios. La nueva cultura y la literatura francesa protestaban de consuno contra el nial gusto hispanoitaliano y los italianos, defendiéndose como podían de la acusación, la recogían y la aprovechaban (2).
Espero que algún escritor dibuje y pinte en sus menudencias y con hondo amor a la verdad el cuadro de la influencia española en Italia desde mediados del siglo xvi hasta después del xvn, per- siguiendo las distintas huellas de españolismo que sobrevivieron en Italia a lo largo del siglo xviii. Es una investigación que debe realizarse porque es indispensable para la historia de la mueite de la vieja Italia y de la génesis de la nueva; indispensable a la misma hostoria de España y de toda la Europa meridional y católica. El que se sujete a esta investigación no querrá, por la comunidad y las analogías del proceso histórico, perder completamente de vista las diversidades que persisten en los dos países. Porque en aquel enflaquecimiento de la vida práctica, en aquel desprecio por la vida intelectual, España, que había sido militarmente tan fuerte, pudo largo tiempo vanagloriarse de sus ejércitos, sobre todo de su infan- tería y de sus virtudes y tradiciones militares. Pueblo de heroica tradición, logró hacer valer, más allá de la segunda mitad del si- glo xvn, junto a su literatura cortesana y junto a ella, la pura ins- piración popular y nacional, que tuvo su forma definitiva en el gran florecimiento de la poesía dramática. En cambio, Italia, a pesar de sus frivolidades, dejó huella alta y viril en la historia del pensamiento, primero con los grandes filósofos subditos de España, Bruno, Campanella y Vico, y luego en la ciencia positiva y naturaj
(1) Léase a propósito la citada descripción de Doria, y para la abolición de los due- los, por compañía, el albarán o empeño tomado en 1673 por 369 caballeros de la nobleza napolitana, que yo edité en Arch. stor. nap., XX, 543-58.
(2) Véanse las polémicas entre el padre Bonhours, autor de la Manière de bien pen- ter, y los literatos italianos (las Considerazioni, de Oni, etc.).
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de la escuela de Galileo, en sus juristas y jurisdiccionalistas — soste- nedores del Estado contra la Iglesia — , en sus técnicos y literatos que se desparramaron por el extranjero, mientras daba un poema de Tasso, con la poesía pastoril, idílica y erótica, con la obra musi- cal, con sus escuelas de pintura, escultura y decoración del siglo xvii, la última forma de la poesía y del arte del Renaci- miento, lleno de atractivos singulares en su otoño, y surcado por relámpagos y adivinaciones del futuro. Y la fe en el pensamiento, tan tenaz en Italia, le hizo posible acoger a ella, políticamente do- minada, antes que a su dominadora, la corriente nueva de cultu- ra, el racionalismo, que llegaba de Fiancia, y desarrollar, antes y más felizmente que España, todas las consecuencias, incluso las prácticas y políticas, reformistas y revolucionarias. Y mientras España durante el siglo xviii yacía como exhausta y chocha, Ita- lia resurgía en el gobierno de los Estados, en la economía, en la ciencia, en la literatura, y comenzaba a despertarse, o mejor dicho, a formarse en ella en virtud del pensamiento, el sentimiento na- cional y unitario, que no fué oprimido durante la dominación es- pañola porque no existía en la realidad entonces.
FIN
APÉNDICE
UN PASEO POR LA ÑAPÓLES ESPAÑOLA
Para mí, que me gusta callejear y soñar por las viejas calles de Ñapóles, entrar en sus iglesias, leer los epitafios de sus tumbas y contemplar todos los demás monumentos de la ciudad, constituye un singular placer el topar con los vestigios, aquí y allá disemina- dos, del pueblo extranjero que por tanto tiempo convivió con nos- otros, y casi llegar a oír, a través de las piedras, la historia que aca- bo de narraros. Como muchos de los recuerdos que antaño se veían en Ñapóles de personajes y de cosas de España se han destruido, dispersado o cambiado de lugar, me es grato completar las páginas del libro que estoy ahora deshojando, con las noticias que de estos monumentos nos dan sus topógrafos, los conocedores de la ciudad y los intérpretes de sus epígrafes.
Tal vez el más antiguo vestigio español en Ñapóles era la iglesia de San Leonardo in insula maris, junto a la plaza de Chiaia, des- truida en los primeros años del siglo pasado, para formar la loggetta, que a su vez desapareció para formar luego la calle de Caracciolo. La iglesia de San Leonardo se erigió, según la tradición, en 1208, por un maestro Leonardo de Orio, gentilhombre castellano, que había hecho voto en una tempestad que le sorprendió en el mar de edificar una casa al santo de su nombre en el mismo paraje donde, encomendándose a él, había logrado su salvación (1). Este origen afortunado podía simbolizar las raras y accidentales relaciones que nuestro país tenía, en aquellos remotos tiempos, con el de España.
No tan accidentales son los recuerdos de los catalanes que per-
ii) Véase para la historia de la Iglesia la revista Napoli nobilis, 1, 1892, páginas 6-7
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fenecieron a la corte del rey Roberto: de la reina Sancha de Ma- llorca, muerta en 1345, cuya tumba se contemplaba en la iglesia de la Croce di Palazzo que ella fundó (1); de Juan de Aya, que fué regente de la corte de la Vicaría, consejero y familiar del rey, que fundó en 1330 la pequeña iglesia de Santa Catalina de Celani (2) de los Rhat o Larhat de Barcelona — Della Ratta, a la italiana — que se extinguieron en su rama primogénita en 1511 con Catalina de la Ratta, condesa de Caserta, de la que se conserva en la iglesia de las monjas de San Francisco el mausoleo — la inscripción men- ciona, entre otros — a su antenado Diego de la Ratta, gran camar- lengo de Roberto (3), cuyas tumbas de la rama segundogénita se guardan en la iglesia de la Anunziata (4), y, en fin, de los Mayrada, a los que se refiere una lápida, casi destruida, en el pavimento de Santa Clara: Hic iacet nob. vir. Raymundus de Mayrade catalanus claree memorice Regís Roberti (5), uno de los protegidos y corte- samos del rey que procuraron a éste mejor fama de ávido y ava- ro a la catalana. Como ya hemos dicho, existe todavía la calle a que dio nombre aquella colonia, la Rúe Catalana.
Abundantísimos son los monumentos de la casa aragonesa de Ñapóles; entre ellos sobresale el grandioso arco triunfal de Alfonso el Magnánimo, aún incrustado entre dos de las torres de Castel- nuovo y que expresa en sus líneas y en sus esculturas la unión de la potencia militar española con el renacimiento clásico italiano. En la sacristía de Santo Domingo el Mayor, en aquella extraña superposición de cajas fúnebres, que tiene el aire de una tienda o de una biblioteca de esqueletos, está el sepulcro vacío que contuvo el cuerpo del Magnánimo — trasladado a España en 1667 — y los sepulcios del viejo Ferrante, del rey Ferrantino, de Juana su mu- jer, de Isabel de Aragón, duquesa de Milán, y de algunos descen- dientes o pertenecientes a la descendencia real, como la marquesa del Vasto, María de Aragón, mujer de Alfonso de Avalos, y de los Aragonés, duques de Montalto. En el coro de San Pedro Mártir están sepultados Pedro de Aragón, hermano de Alfonso, muerto en el asedio de Ñapóles de 1439; Isabel de Chiaromonte, primera
(1) De Stefano, Descrizioni dei luogli sacri (Napoli, 1560), f. 129-130; D'Eür ESIO, Napoli sacra (Napoli, 1693), pág. 557.
(2) D'Engenio, pág. 259.
(3) D'Engenio. pág. 254.
(4) D'Engenio, pág 414.
(5) D'Engenio, pág. 250.
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mujer de Ferrante el viejo, y la hija de ambos, Beatriz, reina de Hungría. En Monteoliveto, aparte de las tumbas de algunas damas y gentileshombres, bastardos de la casa, hay un recuerdo de los monjes al bienhechor del convento Alfonso II, muerto en Sicilia, lejos de Ñapóles, como lejos de Ñapóles murieron en Francia el rey Federico y en Valencia el hijo Ferrante, último duque de Calabria. La viuda de Ferrante, la «triste reina» Juana, bermana de Fernando el Católico, fué sepultada en Santa Varía la Nueva y ha desaparecido la lápida con su efigie (1).
También se han perdido las huellas del pozo de Santa Sofía, por donde penetraron en Ñapóles los soldados de Alfonso (2) y de la iglesia de Santa María de la Paz, que Alfonso hizo educar en Campovecchio en memoria del asedio (3); muchos de sus compa- ñeros en la conquista y en el gobierno del reino duermen en esta tierra que hollaron victoriosamente. En Monteoliveto descansan el sueño eterno los Avalos, Iñigo, el «conde camarlengo» (4), el pri- mer Alfonso, marqués del Vasto, el «gran paladín» (5), «el mejor caballero de aquella edad» (6) muerto junto a Castelnuovo comba- tiendo por Ferrantino; Iñigo de Guevara, muerto a consecuencia de las heridas que le fueron causadas en Troia, fué sepultado en Ariano (7). En Monteoliveto están las tumbas de los Cabanilles (8), de los Sanz (9); del primero de éstos, Arnaldo, que fué durante muchos años castellano de Castelnuovo, celebra la fidelidad y el epitafio, porque al frente de aquel castillo, «asediado por tierra y por mar, para no manchar su fe, despreciando los peligros de muerte, no vaciló en comer las torpes carnes de mulos y de perros, ni le hicieron desviar de sus propósitos los tormentos y amenazas que se emplearon con dos hermanos suyos caídos en poder del enemigo, prevaleciendo la fortaieza de ánimo sobre los vínculos de la sangre, y de nuevo, muerto el rey Alfonso, rechazó los ricos ofre- cimientos que le fueron hechos para que dejase de guardar fe al
(1) Summonte, Eistoria, ed. de 1675, IV, 15-6; DE Lellis, Agg. al D'Eugenio, ms. Bibl. Nac. X, B. 23, f. 18-9.
(2) CROCE, Leggende napoletane (Napoli, 1905), páginas 32-42.
■ (3) MraiERi Riccio, en Arch. star. nap., VI (1881), páginas 34, 248, 417; cír. Colüm- BO, ivi, X, 188-9 n.
(4) Passaro, Oiorn., pág. 44.
(5) Passaeo, obr. cit., pág. 81.
(6) Orlando Furioso, XXXIII, 33.
(7) DE Lellis, Discorsi, I, 66-9.
(8) D'Engenio, pág. 512; De Lellis, Aggiunte, pág. 122.
(9) D'Engeiíio, páginas 510-1.
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ínclito Fernando». En Santa María la Nueva están las tumbas de Pa&casio Díaz Garlón, conde de Alife, y de algunos miembros de la familia Sisear (1); en San Severo Mayor, las de los Bisbal (2); en Santa Clara y en el Espíritu Santo, las de los Na ver de Aragón (3); en la catedral y en la iglesia de los Incurables, las de los Ayerbes (4); en San Pedro Mártir, la de Jaime Torres, honrada con un epitafio de Pontano (5); en Monteoliveto, la de Galcerán Martín de Valen- cia, consejero del rey Fernando (6); en Sant'Angelo, la de García de Vera, tesorero del mismo rey (7); en Santo Domingo el Mayor, la tumba del caballero mallorquín Juan Poó, virrey de Sessa y comandante en tierra y ar de los dos Fernandos (8); en San Lo- renzo hay un recuerdo de los Pérez (9), y en Santo Domingo de la Blanime de Barcelona, que hemos citado en este volumen (10). La lápida de Mariela Minutólo, muerta en 1430, que se lee en San- ta Bárbara de Castelnuovo, nos traslada a tiempos anteriores a la conquista de Ñapóles, aludiendo a su marido, Egidio Sasizera, vi- rrey de Alfonso, rey de Aragón y de Sicilia (11).
Nos encontramos a continuación con los capitanes y guerreros de la conquista española, entre los cuales conviene recordar muy especialmente la ruda figura soldadesca de Pedro Navarro, nacido en Navarra de gente humilde, que fué primero marinero, que vino después a Italia en busca de fortuna como palafrenero del cardenal Juan de Aragón, adscribiéndose posteriormente a las milicias flo- rentinas del capitán Pedro del Monte, con el cual tomó parte en la guerra de la Lunigiana. Volvió al mar y se dio al corso, hasta que apareció en la segunda expedición de Gonzalo de Córdoba como capitán de infantes. Distinguióse notablemente por su invención o especialidad de las minas en los asaltos, adquiriendo de esta laya Castel D'Uovo, aterrándose la guarnición francesa que vio por «aquella milagrosa maquinación alzarse por los aires los bastiones de la isla que descansaban en los escollos y temblar, abrirse y rom -
(1) D'Engenio, pág. 492; cfr. De Lellis, Discorsi, I, 285-6.
(2) DE Lellis, Agg., pág. 371.
(3) De Lellis, Aggiunte, pág. 147; D'Eugenio, páginas 252, 519.
(4) D'ENGENIO, páginas 33, 188, 192.
(5) D'ENGENIO, pág. 460. V. pág. 52-3.
(6) D'Engenio, pág. 506.
(7) D'Engenio, pág. 79.
(8) D'Engenio, pág. 278.
(9) De Stefano, f. 138.
(10) De Stefano, f. 117; D'Eugenio, pág. 272. Véase pág. 59.
(11) D'Engenio, pág. 477; v. la revista Napoli, nobiliss., II, 119.
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perse todas las cosas en la furia de las llamas con la ruina de mu- chas personas» ( 1 ). En Castel D'Uovo se conserva todavía memoria de aquellos estallidos de minas, porque en 1693 el virrey conde de Santo Stefano, llevando a él las aguas potables, no supo defenderse de la atracción de contraponer, según el epígrafe que se lee en la fuente, la abundancia de las aguas a los torrentes de fuego, que un tiempo desencadenó por allí el viejo guerrero español (2). Este hombre de las minas, este diabólico dueño y señor del fuego, con su aspecto aldeano de traje y de semblante, gordo, de escasa esta- tura, paseó por Italia su invento, y cuando el Rey Católico, que lo había hecho conde, le envió a las costas de Africa, llegaron simul- táneamente las nuevas de sus victorias y Europa entera esperó que el poder español sabría librarlo para siempre del peligro turco. Pero de mal en peor aquella expedición y vuelto a Italia Navarro como jefe de la infantería española, a él se le echó la culpa de la derrota de Ravenna por haber dado la batalla en un momento desfavorable y por no haber sabido romper la resistencia de la infantería alema- na. Prisionero en aquella triste jornada de los franceses, se cerró así el período espléndido y afortunado de sus gestas militares. Con- ducido en rehenes a Francia sin que fuera rescatado por el Rey Católico, el grosero y violento soldado montó en ira de tal suerte que se pasó al servicio del enemigo, combatiendo bajo sus bande- ras durante los años siguientes. Prisionero por primera vez de los españoles en 1522, fué recibido por Pescara «con singular humani- dad», no como enemigo, «por respeto a la gloria de su virtud tantas veces reconocida» (3^ y después de haber estado tres años en la pri- sión de Castelnuovo, fué libertado en un cambio de prisioneros. En la nueva guerra de Lautrec se dejó sorprender en A versa, vol- viendo a la prisión en el mismo castillo, donde murió o fué asesi- nado, que no se sabe bien del todo. El sobrino del Gran Capitán, duque de Sesa. varios años después, sintiendo generosa indulgen- cia y reverencia por aquella descarriada gloria española, hizo tras- ladar los restos de Navarro desde la iglesia del castillo, donde se guardaban sin honor alguno, en su capilla de Santa María la Nueva, la capilla del Gran Capitán, junto al cuerpo de Lautrec, muerto durante el asedio, haciendo que Aníbal Caccavello esculpiese am-
(1) Palabras de Giono, Elogi, trad. Domenichi, f. 226-9, elogio de Navarro.
(2) Celano, ed. Chiarini, IV, 530-1.
(3) Giovio, Vita del Pescara, i. 204.
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bas tumbas, y encargando las inscripciones a Pablo Giovio, que ce- lebró en la de Navarro la prceclara virtus vel in hoste admirabilis (1).
En la iglesia de Piedigrotta una lápida recuerda a Núñez Do- campo de Zaragoza, muerto en 1506, amigo y compañero del Gran Capitán, el mismo que en mayo de 1504 se hacía entregar la espada de manos de César Borgia, declarándole prisionero del rey de Es- paña. Fué Núñez Castellano de Castelnuovo muy querido de nues- tros humanistas por su amor a la cultura italiana (2). Allí están también las tumbas de los Cardonas, y la de Bernardo Villamarino, conde de Cappaccio y lugarteniente general del reino, muerto en 1516 (3). Raimundo de Cardona, virrey de Ñapóles y general en Ravenna, está sepultado en la pequeña iglesia de Monserrat; los Blanc de Barcelona, el primero de los cuales, Francisco, siguió la expedición de los Cardona, en la iglesia de Santo Domingo (4); el virrey Carlos de Lannoy, en la capilla de la familia que está en Monteoliveto; Isabel de Cardona, mujer de Villamarino, en la igle- sia de San Sebastián, e Isabel de Recasens, mujer de Cardona, en la Anunziata (5).
En la sacristía de Santo Domingo se conservan la caja funera- ria y la espada del marqués de Pescara, Fernando de Avalos, ven- cedor de Pavía; en Santiago, la capilla de los Alarcón (6), y en la iglesia de Piedigrotta recordamos el monumento que ya no existe en ella y que se levantó a la memoria de Juan de Urbina, el más valiente capitán de los infantes españoles de su época, que, des- pués de haber servido largo tiempo en Italia, de haber tomado par- te en el asalto de Roma de 1527 y en la toma del castillo de Sant' Angelo, murió de heridas recibidas durante el asalto de Spello en 1529, cuando la expedición del príncipe de Orange (7). El monu- mento de bronce, erigido por Rodrigo Ripalta, fué fundido para servicios de guerra, y rehecho en mármol, desapareciendo tam- bién el mármol del todo (8).
(1) V. sobre esta tumba, Napoli Nobiliss., v, 179-80; cfr. Giovio, Lettere, f. 51.
(2) V. en este voi. pág. 112; cfr. D'Engenio, pág. 661; Iriarte, César Borgia, II, 209, 228-9.
(3) D'Engenio, pág. 660; Paesino, Teatro dei Viceré, I, 139.
(4) D'Engenio, pág. 287.
(5) De Stefano, f. 178, 48; D'Eugenio, pág. 410.
(6) Véase, para las demás tumbas de los Alarcones, D'EUGENIO, pág. 553.
(7) V. Guicciardini, Storie d'Italie, 1. XIX, y Giovio, Historia (ed. de Basilea, 1575) II, 112-13.
(8) De Stefano fol. 82-3; D'Eugenio, pág. 661 .
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Pero detengámonos en la iglesia de Santiago de los Españoles, debida al virrey Pedro de Toledo, que para levantarla, además de contribuir con su peculio personal y con limosnas de distinta procedencia, creó una tasa especial sobre la soldadesca española, compró el solar e hizo edificar la iglesia en 1540 al arquitecto Fer- nando Manlio (1). Detrás del altar mayor está el mausuleo que el mismo virrey se hizo esculpir en vida por Juan de Nola (2), colo- cado en su sitio definitivo por su hijo García en 1570, y que no contiene el cuerpo de su fundador, que murió y fué sepultado en Florencia (3). Es un gran sarcófago cuadrado, imitación del de Francisco I en Saint -Denis, que surge de un basamento también cuadrado, y cuyos rellanos están adornados de frisos y figuras em- blemáticas. En la cara anterior está el epígrafe, con los escudos de los Alvarez de Toledo y de los Pimentel Ossino; en las otras tres caras, bajorrelieves representando el primero la expedición de 1538 contra los turcos que habían saqueado Ugento y Castro (4), otro la de las aguas de Baia contra el corsasio Barbarroja, y el tercero, por la cara posterior, la entrada de Carlos V en Ñapóles en 1535. Sobre el sarcófago, así decorado y circundado de las cuatro Vir- tudes, están arrodilladas las estatuas de Don Pedro, armado y grave, y de su esposa Doña María Pimentel, que lee devotamente un libro de oraciones.
Fué Toledo, como hemos dicho, quien con firme y hábil polí- tica redujo ei reino de Ñapóles a una provincia española, refre- nando los barones, reprimiendo la herejía, tratando hasta de in- troducir en él la Inquisición. Este país, que había sido casi una carga para Fernando el Católico, se trocó después en una renta abundante y copiosa para sus sucesores (5). Toledo amplió y her- moseó la ciudad de Ñapóles, cuya calle principal lleva todavía su nombre, dando principio a grandes obras que remataron, con gran sentido de la magnificencia, otros virreyes españoles que no podemos enumerar aquí, porque sería tanto como trazar la his- toria topográfica y edificia de Ñapóles a lo largo de dos siglos (6). Calle de Medina se llama hoy mismo — -aunque la fuente se haya
(1) Ceiano, ed. cit., IV, 377; cfr. Capasso, en Arch. stor. anpol., XV, 631.
(2) Tansulo, Poesie liriche, ed. cit., pág. 12; cfr. pág. 7.
(3) Arch. stor. üal., s. 1, voi. IX, pág. 86.
(4) Cfr. Tansillo, obr. cit., pág. 10.
(5) V. Remo-NT, Die Carata von Maddaloni, I, 49-50.
(6) Las enumera, por lo demás, PABRrxo en su citado Teatro dei Viceré. España eh t.a vida italiana. 15
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trasladado a Rettifilo — la que va desde el Municipio a San José; Puerta de Medina, del mismo virrey, duque de Medina de las To- rres, al paraje donde, hasta 1860, se alzaba una puerta de la ciu- dad; Puerta de Alba, que llevaba el nombre de Antonio Alvarez de Toledo, duque de Alba de Tormes, a la puerta que hoy vemos junto a la plaza del Dante, y Puerta del conde duque de Olivares, a la que mandó abrir el virrey de este título, Enrique de Guzmán, junto a Mantracchio. Otros nombres se han olvidado ya, como el de la calle de Rivera o de Alcalá, llamada hoy de Monteoliveto, abierta por el virrey de este título; la calle de Medinaceli, en el paseo con arbolado de Chiaia, que estaba donde hoy está la Villa, debido al virrey Luis de la Cerda, duque de Medinaceli; el puente de Monterrey, hoy puente de Chiaia, construido por el virrey, conde de este título; calle de Guzmán en la bajada del Gigante; calle de Girón, en recuerdo del duque de Osuna, Pedro Girón, que hoy se llama de San Antonio Abad.
La población española, desde mediados del siglo xvi en ade- lante, habitaba generalmente las casas sitas a lo largo de la calle de Toledo, y en el barrio limítrofe que se llamaba de los Celsos que fué regalado por sus dueños a los que levantasen casa en él, con un pequeño censo (1). En el trayecto que va desde Santa Ana del Palacio a Magnocavallo, se alojaron de cinco aséis mil solda- dos, llamándose aquel paraje de los cuarteles españoles, o simple- mente de los cuarteles (2). Un callejón se llama hoy mismo del ¡Sargento mayor y tuia plaza Largo de las Barracas. Aquello no era precisamente un cuartel; los soldados vivían en casas particulares, y frecuentemente en casas de lenocinio que se habían cobijado por allí y que les dieron mala fama (3). En 1651, después do la revolución de Masaniello, el virrey, conde de Oñate, acabó con la costumbre indecorosa, trasladando los soldados a Pizofalcone y adaptando para cuartel el gran palacio del marqués de Treviso, que fué ampliado en 1668 por el virrey Pedro de Aragón. Y aun- que un adulador de este virrey se jacta de que había convertido a los soldados en otros tantos «ermitaños religiosos», un maldiciente
(1) Celano, ed. cit., IV, 636.
(2) CAPASSO, Sulla circoscrizione civile ed eclesn. di Napoli (Ñapóles, 1883), páginas 43-4, 46. V. SüÁKEZ DE FlGUEROA, El pasajero, 1617 (en los Doc. p. la hist. de Espa- ña, XXII, página 25.
(3) Celano, IV. 543-4.
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contemporáneo glosaba que se trataba más bien de «religiosos men- dicantes» porque «con los trajes enteramente rotos y medio desnu- dos, piden limosna al primer transeúnte» (1); soldados, para de- cirlo de una vez, de la plena decadencia española, semejantes a los que encontraba en España José Baretti, que le quitaban la en- salada del plato mientras él desayunaba en la hostería. Ante Cas- telnuovo, junto a la fuente llamada del Caballo Marino, estaba la Garita de la Guardia Española, con ima compañía de infante- ría (2). No mucho más lejos, junto a la iglesia del Hospitalito, y detrás del actual Albergo di Ginevra (Hotel de Genève) está aún la famosa calle del Cerriglio, sin la*, célebres hosterías que los verda- deros y los falsos soldados españoles frecuentaban, y que dieron lugar, como hemos dicho, al nombre de chorilleros (3).
En la calle de Toledo estaban, entre otros palacios de españo- les, el de Egidio Tapia, contraído hacia 1560 por Juan Francisco Palma, llamado el Mormando, en el ángulo del callejón de Baglivo Uríes (4), llamado así en recuerdo de un magistrado español, como se llamó al otro callejón Puente de Tapia, porque lo mandó cons- truir Carlos Tapia para pasar de su casa grande a la otra más pe- queña (5); el palacio de los Ceballos, llamado después palacio Sti- gliano, edificado según el proyecto de Cosimo Tansaga por Juan de Ceballos. duque de Ostimi (6); junto a Santa Brígida, las casas de Francisco de Tovar, gobernador de la Goleta después de la con- quista de Carlos V, razón por la cual la calle de Santa Brígida se llamó antes la Goleta de Don Francisco (7); en la calle de Nardones, la casa de cierto caballero Nardones o más bien Maidones (8). Por estos andurriales, el callejón del conde de Mola recuerda las casas de los Váez, que llevaban ese título; la calle del comendador Avila (como se llamaba en 1581 la de los Celsos) encerraba el pa- lacio de los Avilas (9) y las casas de los Aldanas daban nombre a la calle del barón de Aldana, comprendida en la parroquia de Santa Ana de Palacio (10). Descendiendo por el Largo del Castillo,
(1) V. Napoli nobiliti., I, 131.
(2) Celano, IV, 399.
(3) V. en este volumen páginas 226-8.
(4) FILANGIERI, Indice degli artefici, I, 18, 115, 131, 340.
(5) Celano, IV, 637.
(6) Celano, IV, 631.
(7) Celano, IV, 627.
(8) Celano, TV, 618.
(9) Filangieri, índice degli artifici. I, 100.
(10) Registros parroquiales de 1651.
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se veía el palacio de la familia Moles, luego de Sirignano (1), y en el extremo de la calle de Monteoliveto, junto al Jesús, el de los Vargas, duques de Cagnano (2), y junto a San Juan el Mayor el de los Sánchez, hoy de los Guisso (3). Saliendo a Pizzofalcone, junto a Santa María de los Angeles, estaban los dos palacios del regente Diego Zuffia (4); junto al puente de Chiaia, el del otro regente Esteban Carrillo (5); la calle de Chiaia y la próxima colina que se llama aún de San Carlos de los Mostdle, por los jardines y las casas en ella enclavados de esta familia, tenía palacios de los Robles, de los Borgas de Aragón, de los Sotos, Morreras, Cardonas, Manríquez, Leyva y otros (6). En el barrio de Chiaia estaba el palacio y la villa de García de Toledo, hijo del virrey; el palacio de los Alarcón, hoy de Sisignano; el del regente Matías de Casama- ta y el de los portugueses Fleyta Pinto, príncipes de Ischitella (7). En Capodimonte. la casa y la villa del regente Miradois (8) daba el nombre al Miradois; en los alrededores están todavía las calles de los Fonseca (9); el pórtico López se llama así en recuerdo del regente Pedro López (10); «palacio del Español» se llama a la casa que está frente a la Congregación de las Vírgenes, porque pertene- ció en tiempos «a un rico propietario de aquella nación» (11).
Además de las parroquias, iglesias y casas religiosas debidas a la piedad de los españoles, como la iglesia de San Vicente cons- truida en 1590 por obra del virrey conde de Miranda, la de Santa María de Loreto con el Conservatorio a ella anejo que mandó edi- ficar Juan Tapia, la de Santa Brígida, debida sobre todo a la munificencia de Juana de Quevedo ( 12), había otras iglesias e ins- tituciones españolas. Así la iglesita de la Virgen de Monserrat, en honor de la Virgen minera que se venera en la montaña catalana, erigida en 1506 con las limosnas de los napolitanos y que ha es- tado y que está hoy dirigida por un prior y por los monjes espa-
da Celano, ed. cit.. IV, 372.
(2) Gelano, ed. clt., IV, 346.
(3) Celano, ed. cit., IV, pág. 72.
(4) Celano, ed. cit., IV, 584-5.
(5) Celano, ed. cit., IV, pág. 566. [(6) Napoli noMliss., VI, 147.
¡g (7) Celano, ed. cit., V, 561.
(8) Celano, ed. cit., IV, 382, cfr. III, 99.
(9) Celano, V, 579.
(10) Celano, V, 403.
(11) Chiarini, en Celano, ed. cit., V, 397-8.
(12) D'Engenio, páginas 476-7, 543, 648.
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ñoles (1). La de Santiago, que era sede de una congregación de nobles españoles, con un hospital al lado para los enfermos de este país, trocada desde 1583 en el monasterio llamado de la Concep- ción para hijas de oficíale? españoles y de otras «gentes de respeto», y desde 1597, por orden del virrey Miranda, en banco de pigno- raciones y depósitos (2). Ala entrada de la calle de Santiago esta- ba la cárcel para españoles (3), y a la salida, en la llamada guar- diola, se ejecutaban las sentencias de muerte con los soldados de esta nación (4). Otra congregación española recibía el nombre de la Soledad o Solitaria, fundada en 1581, para la cual dos cofrades de ella, el capuchino Pedro Trigoso y el maestro de campo Luis Henríquez, construyeron la iglesia de la Solitaria en la colina de Pizzofalcone, con un dispensario para las huérfanas de los militares españoles, a cuyo mantenimiento contribuía la milicia con un im- puesto sobre su paga, y que estaba gobernado por un caballero de Santiago, por un capitán de infantería, por un teniente de ca- ballería y por un entretenido — un soldado pensionado — , elegidos todos por el virrey (5). Igualmente, en ima de las calles afluen- tes a la de Toledo, había un asilo de arrepentidas españolas, lla- mado de la Magdalena o de la Magdalenita, fundado por Isabel Alarcón y Mendoza, condesa del Valle, y patrocinado en 1364 por la virreina, condesa de Monterrey, que hizo construir la iglesia (6). En Santo Espíritu, una lápida de 1620 recordaba el donativo he- cho a aquel convento por la catalana Jerónima Fernández para dotar todos los años en la festividad del Rosario a dos mujeres po- bres, catalanas, y faltando éstas, a españolas en general (7). Otra lápida de 1650 recordaba la fundación de dos Elviras de Monte- negro, tía y sobrina, para ayuda de indigentes españoles (8). Mu- chos conventos recogían especialmente a frailes españoles, carme- litas, agustinos, mercedarios y de otras órdenes (9). Dos iglesias con la evocación de la Virgen del Pilar de Zaragoza, la una, en 1682,
(1) G. CECl, en Arch. stor. nap., XVI, 747-8.
(2) De Stefano, f. 60; D'Eugenio, pág. 541; Celano, IV, 379; Pamino, Descr. di Napoli, páginas 88-90.
(3) Celano, IV, 639; Capasso, obr. cit., pág. 117.
(4) S. Guerra, Diurnali, ed. Montemayor, páginas 105, 131-2.
(5) G. Ceci, en Napoli nobiliss., I, 107.
(6) Celano, IV, 621: cír. D'Eugenio, pág. 453, y Capasso, obr. cit., pág. 117.
(7) De Lellis, Aggs., ros. pág. 241.
(8) De Lellis, obr. cit., pág. 131.
(9) Celano, IV, 567, 627, V, 272 y passim; v., para los frailes de la Merced, Napoli nobiliss., VI, 146-7.
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junto a Santelmo, por ol castellano Luis Espluga, y la otra, junto al Molo, por los marineros, con el nombre a la napolitana de la Virgen del Piliero (1). Una iglesia se llamaba de la Santísima Tri- nidad de los Españoles y otra de Santa Ter esita (Santa Teresella) de los Españoles también. Y ya que hablo de instituciones espa- ñolas, recordaré aquí a la Academia de los Ociosos que se reunía en el claustro de Santa María, en Caponapoli, y que juntó a los ingenios españoles e italianos de Ñapóles y de España, frecuen- tándola, entre otros, los Argensolas, Quevedo y el conde de Vi- llamediana (2).
Pero tornando a los epitafios sepulcrales, ¡cuántos de estos se leen y se leían en las iglesias napolitanas de gentes de armas, de toga, de casaca y de cogulla! Comenzando por las gentes de armas, daré aquí un catálogo de algunos nombres de militares, ordenán- dolo cronológicamente. En la iglesia de Piedigrotta, reposa Luis Viacampo, alférez imperial y capitán de infantes, muerto en Bo- lonia en 1530 durante la coronación de Carlos V, y el capitán Ro- drigo de Ripalta, el que levantó el monumento a De Urbina y que murió de un arcabuzazo en el asedio de Ceri; a los dos les hizo el monumento Francisca Viacampo, mujer de entrambos, y cuyos restos reposan al lado del primer marido, por expresa voluntad, y que fué enterrada a su lado en 1554 (3). En San Juan de los Florentinos está la tumba de Diego de Sarmiento, hijo del conde de Rivadavia, capitán de gentes de armas, señor del castillo de Manfredonia, muerto en 1534 (4). En la Annunziata, yace Fer- nando Cardona, gran almirante, que allí puso también una lápida en memoria de su hermana Beatriz (5). En Santa María la Nueva, Pedro de Yciz, alférez de caballería que hizo durante veinticinco años las guerras de Italia y murió en 1535 (G). En Santa Catalina de Fox-mello, el portugués Luis Alfonso de Silva, caballero del Cristo y señor del castillo de Capuana (1536) (7). En Monteoliveto, Juan Rivera, caballero sevillano, que durante veinte años sirvió
(1) Celano, IV, 744, 567.
(2) Croce, Saggi sulla lett. ital. del Seicento, página» 145-7 155-6 158.
(3) D'Engenio, pàg. 661.
(4) D'ENGENIO, pàg. 524.
(5) D'Enoenio, pàg. 410.
(6) De Stefano, f. 127; cfr. D'Eugenio, pàg. 539, sobre otro Pedro de Yciz, muerto en 1581.
(7) D'Engenio, pág. 152; cfr. De Lellis, Fam.nob., I, 93, 195, y especialmente 96-7.
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« Don Fernando el Católico y el resto de su vida a Carlos V (1536) (1). En la iglesia de los Incurables, el capitán Juan de Sa- linas, continuo de su Majestad, muerto en 1544 (2). En Santiago, Alfonso Basuerta, de Toro, capitán de infantería durante diez y ocho años bajo las banderas de Carlos V, que murió al frente de la Basilicata (3); Federico de Urías, aragonés, maestro de campo, baylio de Santa Eufemia, consejero de Carlos V, muerto a les setenta años en 1551; Cristóbal de Toiralba, de Toledo, capitán de infantes, que guerreó en Italia, Africa y Francia y que estuvo diez y siete años al frente de la fortaleza de Gaeta; Alfonso Man- ríquez Laqnilao, que por espíritu y afición gueneros, dejando la corte del emperador que le quería muchísimo, vino a Ñapóles y batalló con los franceses y con los moros (4). En San Juan el Ma- yor están enterrados Nicolás de Vargas y su tío Juan, capitán de infantería (1553) (5). En el Hospitalito, Tomás Nugresio, noble español, de la Guardia Real, y Bartolomé Diez Daux, que se en- contró en todas las guerras de Fernando y de Carlos V (6). En Mon- teoliveto, la familia Scala: Andrés siguió en Ñapóles al magnánimo Alfonso; Galcerán sirvió durante medio siglo a Fernando y a Car- los Ven Italia, en Flandes, en Africa y en Hungría, y durante la ba- talla de Pavía, al frente de los gastadores, abiiendo brecha en un muro, hizo prisionero personalmente a Francisco I; Livio Scala, finalmente, combatió en Lepanto, y herido de muerte presenció la de dos hijos suyos (7). En Santiago yacen Diego de Orioles, capitán, que, bajo las banderas de Carlos V, combatió en Africa y en Fran- cia, al cual puso la lápida su mujer en 1561, y Diego Xarquía, de Valencia, castellano de Aquila (1569) (8). En la Cruz de Palacio, Pedro Mudarra, general de artillería de Carlos V en el reino de Ña- póles y continuo del rey de España, muerto en 1569, y Gabriel Ta- rragona, que combatió en Rodas y murió en Ñapóles (9). En San- tiago yacen Diego Valdés, de Villaviciosa, que militó a las órdenes de Carlos y Felipe durante cuarenta años, muerto en 1575; Pedro
(1) D'Engenio, pág. 510.
(2) Cetano, II, 707.
(3) D'Engenio, pág. 538.
(4) D'ENQENIO, pág. 533-4.
(5) De Leliis, pág. 50.
(6) D'Engenio, pág. 484.
(7) De Lellis, Agg., pág. 221.
(8) D'Engenio, páginas 529 639.
(9) D'Engenio, pág. 559.
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Castilla, sevillano, a las órdenes de los Reyes Católicos durante treinta años y que murió siendo gobernador de Taranto; Sancho Zorroza, de Bilbao, muerto en 1551, contable general de la flota cristiana de Don Juan de Austria y superintendente de las fortifi- caciones del Reino (1). En Santo Espíritu, Francisco Difonti, capi- tán, muerto en 1583 (2); Martín Alvarez Rivera, general de las ga- leras, muerto en 1588; Esteban de Pisa Osorio, capitán e inspector de las milicias españolas del Reino (1588) (3). En Santiago yacen los cinco hermanos Salinas, oriundos de Burgos, todos a las órde- nes de Carlos V y de Felipe II: uno profesor de música y de filoso- fía en la Universidad de Salamanca (4), los otros cuatro muertos en el campo de batalla (5). En Santo Espíritu descansa el sueño eterno Francisco Diez Daux, de Daroca, en Aragón, que edificó una capilla en 1598, después de haber servido, durante cuarenta años, en paz y en guerra, a Felipe II en Italia y al emperador Ma- ximiliano en Alemania y en Hungría, y de haber figurado como continuo de los virreyes Osuna y Miranda y como capitán de la guardia alemana (6). En la Solitaria, Francisco de Valdés, que sir- vió militarmente a Felipe II durante cincuenta años, llegando al grado de general, y a quien dedicó la lápida su hija, mujer del capi- tán Blasco de Avalos y Ayala, y el entretenido Alvaro González de Santa Cruz, de Burgos, que sirvió a su Rey quarenta años en los estados de Flandes y en otras muchas ocasiones y que murió en 1610 (7). En Santo Espíritu, el alférez Fernando Ortiz Calderón, muerto en 1602 (8) y Miguel de Vilchey, teniente general de la arti- llería del Reino, muerto en 1611 (9). En Santiago, los Ortiz, entre lo? cuales figuraba Alonso, que era capitano entretenido, en 1615 (10). En la Solitaria, otro entretenido, García Peña de Quiñones, de Toro ( 1615) (1 1). En Santo Espíritu, Juan de Goñi, comandante de naves, muerto en 1624, al cual consagró el monumento su hijo Fray Pe-
(1) D'Engenio, páginas 534-5.
(2) D'Engenio, pág. 242.
(3) D'Engenio, pág. 549.
(4) Es el famoso maestro músico salmantino Salinas a quien dedica su célebre oda el maestro Fray Luis de León. — N. del T.
(5) D'Engenio, pág. 536.
(6) D'Engenio, pág. 545.
(7) D'Engenio, páginas 560-1.
(8) D'Engenio, pág. 548.
(9) De Lellis, pág. 242.
(10) D'Engenio, pág. 542.
(11) D'Engenio, pág. 560-1.
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viro, maestro en Sagrada Teología y Prior del convento (1). En San' ta María de los Angeles, el capitán Francisco Picarte, de Gocen - taina, en el leino de Valencia, muerto en 1625, y Jerónimo de Olóriz y Assaya, caballero de Alcántara, capitán de infantería, caballerizo del virrey duque de Alba, muerto en 1628 (2). En el Carmen, Pedro de Arce y de Gamboa, jefe del castillo de Barletta, que sirvió al Rey durante cincuenta y dos años en muy grandes ocasiones y en diversas partes, muerto en 1634 (3). En Santa María de los Angeles, maestro de campo del tercio de Ñapóles, muerto en 1636; el capitán Pedro de Rada y Losada, de Otalero, Galicia, que, sirviendo al rey cuarenta años seguidos, veinte y cinco de ellos en la armada, hizo en este tiempo muchas cosas señaladas contra enemigos de la fe cathó- lica, muerto en 1642; Lucas Gutiérrez, contador de las gentes de armas del virrey, muerto en 1646 (4); Felipe de Zúñiga Enriquez, comisario general de la caballería, muerto en 1662 (5). En Monte de Dios, Diego Quiroga y Faxardo, general de artillería cuando estallaron los motines de 1647, muerto en 1680 (6).
No son éstas, ya lo sabemos, todas las leyendas de los sepulcros de los militares españoles enterrados en las iglesias de Ñapóles; poro aquí las damos con sus nombres, con sus títulos y la vanaglo- ria de sus títulos, a guisa de silueta de aquella sociedad. De la cual es documento curioso la inscripción sepulcral que se lee sobre la tumba del maestro de campo Dionisio de Guzmán en la iglesia de Santa María de los Angeles y que transcribo a continuación, corri» giendo, sin embargo, algunas de sus extravagancias ortográficas: «D. O. M. Guarda este, mármol las famosas cenizas — de aquel eroe imbencible Dionisio de Guzmáh — Cavallero del ávito de Santiago — de los consejos de guerra de Su Majestad — maestro de campo general de los exércitos — de Milán y Lombardia, armada real y este Reyno — . Falleció en 24 de Julio de 1654 — militó 44 años continuos en guerra viva — en las provincias de Italia, Estados de Flandcs — Reynos de España y armadas marítimas — comenzó de soldado y subió a fuerza de su mérito — a todos los grados de la milicia — ganó a su Rey trein- ta y una fortalezas — socorrió 18 plazas, peleó y benció a veces — fué
(1) De Lellis, pág. 241.
(2) De Lellis, páginas 277, 237.
(3) De Lellis, pág. 101.
(4) De Lellis, pág. 310, 237.
(5) Celano, ed. cit., IV, 565.
(6) Ceci, en Napoli nobilis., I, 106.
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terror de ios aversarios, cxemplo de los amigos —- asombro de, los exér- citos y enbidia de las naciones — • constante en los travajos, intrépido en los peligros — templado en las costumbres y modesto en las felici- dades— . La antigua Castilla le dio noble oriente — nació para honra de su patria — vivió para servir a su Rey — y habiendo muerto para si quedará inmortal — a la memoria de los siglos futuros». ¡Parece una página arrancada de la? Rodomontadas castellanas del capitán Mátamenos o Cctarrincones!
Otras in-ici'ipcione.- pueden leerse en el castillo de Santelmo, que nos da noóicia de aquellos ea'te'lanos. durante los tiempos en que el virrey Toledo lo hizo ampliar, según las nuevas necesidades militares, por el arquitecto Pedro Antonio Escrivá, de Valencia, haciéndolo cintodiar por un primo suyo, del mismo nombro y ape- llidos, hasta fines de' siglo xviii. Recordamos, entre otros, a Mar- tín Galiano y Granulles, de padre italiano y de madre española, que, d sde muy joven, militó en las huestes de Flandes, y fué ge- neral, castellano de la roca de Milán, defensor de la ciudad de Va- lencia sobre el Pó contra un ejército tres veces superior, «sinistra ad hoste debilis, dextra semper fortiter in hostes usus», y durante vein- te años castellano de Santelmo, muerto en 1662; Juan Buides, de Valencia, que durante medio siglo combatió en las guerras de Por- tugal, en Messina, en Piamonte, en Cremona, que casi quedó exan- güe de tantas heridas, pero no sin entereza de espíritu «centenis Mavortis ictibus pene exanguis, um exanimis», y que pasó sus últi- mos años en Santelmo, donde mmió a I03 ochenta años, en 1721; y Francisco Vázquez, que desde simple soldado, cuando el adveni- miento de Carlos de Borbón, pasó a ser vicecastellano y murió en 1776, a los ochenta y ocho años (1).
Con más rapidez me ocuparé de los sepulcros de los magistrados, administradores y otros funcionarios del gobierno español, como de los Sánchez, enterrados en Santa María la Nueva y en la Annun- ciata. De estos, Sánchez, Alfonso, paje de Fernando el Católico, capitán y luego tesorero general del reino de Ñapóles, murió en 1504, y otro, del mismo nombre, realizó varias embajadas en nom- bre de Juana de Aragón ceica del duque de Saboya y de su her- mano Fernando el Católico, siendo por espacio de siete años orador de Ca/los V en la República de Venecia, concluyendo la paz con
(1) L. Salazar, Castellani di Santelmo, 2.* edlc, Ñapóles, 1899.
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cata República en tiempos harto calamitosos para Italia, y final- mente, siendo tesorero del Reino, muerto a los ochenta años en 1564 (1). Los Minados están sepultados en San Lorenzo, sirviendo Petruccio al rey Federico y luego a Fernando el Católico, leyendo Derecho civil en Pisa y muriendo en 1517, y Juan Tomás (1505-56) que escribió obras jurídicas y leyó Derecho canónico en Ñapóles (2). Los Solanes, de Valencia, yacen en la iglesia de San Antonio; Juan Bautista, matemático y filósofo, halló la muerte, a los treinta años, al querer curarse una enfermedad que le aquejaba a la vista, «reme- dium qucerens in mortem incurrit», enfermedad que contrajo por dedicarse fervorosamente a sus estudios (3); los Coli están enterra- dos en Santa María de la Consolación en Posilipo (4); loa Marsiales y I03 Mallorcas, en Santiago (5); los Bastidas, en San Agustín (6): los Mardones, en Santiago (7); los Morgat, de Huesca, en San Luis de Palacio (8); los Tapia, los Mallorca, los Santa Cruz, los Quadros. los Aldana.-, los Hermosa, los Rivera y los Santa María, en Santia- go (9); los Moles y los Rivera, en Santo Espíritu (10), pasando por alto otros muchos, pero no sin olvidar esta lápida que estaba en Santa María la Nueva: «Fuy el que no soy — Soy el que no fuy — Serás el que yo soy — Espania me dio la cuna — Italia suerte y ven- tura — Y aquí es mi sepultura — Es de Rodrigo Núñez de Palma, Anno D. 1597» (11).
Haré una mención más somera todavía de las inscripciones se- pulcrales de prelados, frailes, teólogos, varones piadosos, y citaré entre ellos, en primer lugar, a uno de los fundadores del a Compa- ñía de Jesús, compañero de San Ignacio de Loyola, y de Juan Lay- ner en París, Alfonso Salmerón, de Toledo. Vino a Ñapóles por pri- mera vez en 1551 a extirpar, con sus predicaciones y pláticas pri- vadas, los gérmenes de herejía que en la ciudad había dejado Val- dés, estableciendo aquí sus jesuítas; y aquí se retiró a descansar, ya viejo y enfermo, después de haberse levantado la iglesia del Jebús
(1) D'Engekio, páginas 405, 411, 488.
(2) De Stefano, í. 137; cfr. Volpicella, notas a loa Capitoli de Tanallo, pág. 230.
(3) De Stefano, páginas 28-9; D'Eügenio, pág. 640
(4) De Stefano, f. 158; D'Eugenio, f. 666.
(5) D'Engenio, pág. 554; cfr. Tansillo, Capitoli, pág. 123.
(6) D'Engenio, pág. 392.
(7) D'Engenio, pág. 539; cfr. Tansillo, Capitoli, páginas 378, 386-7.
(8) D'Engenio, pág. 555.
(9) D'Engenio, páginas 536-40, 542.
(10) D'Engenio, páginas 546-548.
(11) D'Engenio, pág. 490.
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Nuevo, según los planos del Padre Proveda; en ella está enterrado Alfonso Salmerón (1). Además de la inscripción de éste, leíase en el Jesús Nuevo la del Padre Cristóbal Rodríguez, legado pontificio de la armada real en Lepanto, confesor de Don Juan de Austria y perseguidor de Ioí herejes de Calabria (2). Un Fray Gerónimo Tos tado, de Lisboa, carmelita, doctor de París general de su orden, consultor en España del Gran Inquisidor General, muerto en Ña- póles en 1582, iecibió sepultura en la iglesia del Carmen; un Fray Bartolomé Miranda, de Córdoba, dominico, predicador celebérri- mo, prefecto de los estudios en Roma y en España, muerto en 1590, descansa en la iglesia de Santo Espíritu (3); un Fray Marco Antonio Camas y Requesens, barcelonés, gobernador de Iglesias y de otras ciudades de la Cerdeña, y después de la muerte de su mujer, fraile agustino, maestro en teología, predicador, autor del Microcosima y gobierno universal para todos los estados, y de otros libros, muerto en 1606, descansa en la iglesia de Santa María de la Esperanza (4); un Fray Juan de Cartagena, fianciscano, autor de muchos volú- menes teológicos, muerto en 1617, en Santa María la Nueva (5). En la iglesia del Santo Espíritu estaba la tumba de un Fray To- más Ramírez, dominico, maestro de teología, consultor de la In- quisición, venido a Ñapóles con ocasión de gravísimos negocios de Estado, y muerto en 1624, confesor del virrey duque de Alba, el cual le elevó su sepulcro, o como reza la inscripción barroca «cui vivo arcana corpons sepelierat, eidem mortilo condidit sepulcrum (6). En la iglesia de las Arrepentidas Españolas, ima lápida de 1685 recor- daba a la posteridad el nombre de cierta hermana Angélica de San José, llamada en el siglo Ana Ceballos, natural de Messina, la cual «e mundi deliciis ad meliores et cceletis Neapoli mirabiliter rapta es», haciendo penitencia en aquel lugar, que quiso enrique- cer con sus presentes (7). En Santiago, sobre la tumba del canó- nigo Ruiz de Otalara, que fué veintidós años capellán de aquella iglesia y murió a los noventa años en 1602, se leía: «choro assiduus musica celebrisi; ¡adecuado elogio a un canónigo! (8).
(1) IVENGENio, páginas 309-12; cfr. SüMMONTE, Historia, IV, 258-9.
(2) D'Engenio, pág. 312.
(3) D'Engenio, páginas 437, 548. 576.
(4) D'Engenio, páginas 437, 548, 576.
(5) De Leli.is, Aggiunte, ins. III, 27.
(6) De Lellis, pág. 240.
(7) Celano, IV, 622.
(8) D'Engenio, pág. 535.
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En Ñapóles trabajaron artistas españoles; además de los que ya recordamos durante la dominación aragonesa (1), citaremos a Pedro Francione, al que nuestros escritores llaman el español y los documentos presentan como magister Petrus hispanus pretor habitator Neapolis, que pintó de 1510 a 1512 en el monasterio de San Gregorio Armenio y pintó también en San Grandioso y en Santa María Egipciaca, pinturas de las cuales se ha perdido todo rastro (2). De Francisco Ruviales, llamado el Polidorino, se han perdido las mejores obras y queda el cuadro de la Piedad en la capilla de Castelcapuano (3). Un Pedro Prato, o de la Prata, o de la Plata, que de las tres maneras se le nombra, hizo muchas escul- turas y tal vez la misma fábrica de la capilla de los Caracciolos, marqueses de San Juan de la Carbonara, construida y arregla- da, como es sabido, de 1516 a 1557 (4) y que, probablemente, fué el mismo que edificó en 1547 la pequeña iglesia parroquial de Santelmo «opera et artificio Petri Prati hispani (5). Escrivá, ya ci- tado, que rehizo el castillo de Santelmo y construyó el de Aquila, y compuso un libro en defensa de la fábrica de estas fortalezas (6). Un gran artista dio España a Ñapóles en el siglo siguiente, José Ribera, el Espanoleto, del que tantas telas se admiraron en nues- tras iglesias y museos. Las huellas del arte español en Ñapóles son más leves que otras dejadas por aquel pueblo que todavía hoy, en monumentos y en inscripciones, nos recuerda las voces y los gestos de su fuerte vida militar, política y religiosa.
(1) Véase página 59 de este volumen.
(2) Filangieri, Indice degli artifici, I, 228, II, 522; D'Engenio, páginas 199, 426; Celano, III, 60; De Dominici, Vite, 2.a ed., II, 235-6.
(3) Celano, III, 322; II, 375, 396, 399; De Dominici, op. eit., II, 254-55.
(4) D'Engenio, páginas 160, 326; De Pietri, Historia napol., pág. 209; Capaccio, Forastiero, pág. 856; Celano, II, 487.
(5) Celano, IV, 739-40.
(6) Apologia en escusacián y favor de las fábricas que se hacen por designo del comen' dador SCRIBA en el Reyno de Ñapóles y principalmente de la del castülo de San Telmo, com- puesta en diálogo entre el vulgo que la reprueva y el comendador que la defiende, edición di E. MARlATEGtn, Madrid, 1878.
NOTICIA BIBLIOGRAFICA
Las memorias y los artículo* que vieron la luz pública y hoy se condensan en este volumen, son las siguientes: 1. / primi con- tatti tra Spagna e Italia (Los primeros contactos entre España e Italia) en Atti dell'Accademia Pontonianade Ñapóles, XXIII, 1893;
2. La corte spa annoia di Alfonso d'Aragona a Napoli (La corte es- pañola de Alfonso de Aragón en Ñapóles), ídem, XXIV, 1894;
3. Versi spaglinole in loda di Lucrecia Borgia e delle sue damigelle (Versos españoles en alabanza de Lucrecia Borgia y de sus dami- selas), Ñapóles, 1894, extracto de la Rassegna Pugliese; 4. Di un antico romanzo spagnuolo relativo alla storia di Napoli, La cuestión de amor (De una vieja novela española relativa a la histoiia de Ñapóles, La cuestión de amor), Ñapóles, 1894, extracto de los Ar- chivi storici napolitani, XIX; 5. La corte delle tristi regine (La corte de las tristes reinas), ídem, 1894, extracto de los mismos Archivi; 6. Di un poema spagnuolo relativo alla imprese del Gran Capitano nel Reyno di Napoli. La «Historia Parthenopea» (De un poema es- pañol relativo a las empresas del Gran Capitan. La Historia Parthe- nopea), idem, 1894, extracto de lo? mismos Archivi; 7. Intorno al soggiorno di Garcilaso de la Vega in Italia (En torno a la estancia de Garcilaso de la Vega en Italia), Ñapóles, 1894; 8. Di alunis versi italiani di autori spagnuoli (Sobre algunos versos italianos de autores españoles), ídem, 1894; 9. Intorno al trattato De Edu- catjone di Antonio Galateo (En torno al tratado De la educa- ción de Antonio Galateo), en el Giornale storico di letteratura ita- liana, XXIV, 396-406; 10. Memorie degli spagnuoli nella città di Napoli (Memorias de los españoles en la ciudad de Ñapóles), Ña- póles, 1895, extracto de la revista Napoli nobilissima, volúmenes II y IV; IL L'aversario spagnuolo del Galateo (El adversario espa- ñol de Galateo), en Rassegna pugliese, 1895; 12. La lingua spa-
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gnuola in Italia, appunti (La lengua española en Italia, apuntes), con apéndice de A. Farinelli, Roma, Loescher, 1895; 13. Ricerche ispano -italiane. I. Appunti svila letteratura spagnuola in Italia alla fine del secolo XV e nella prima metà del XVI (Indagaciones his- pano-italianas. I. Apuntes sobre la literatura española en Italia a fines del siglo xv y en la primera mitad del siglo xvi), en Alti dell'Accademia Pontaniana, XXVIII, 1898; 14. Ricerche ispano- italiane. II. 1. La città della galanteria. 2. Il peccadiglio di Spagna. 3. Gli spagnuoli descritti dagli italiani. 4. Lo spagnuolo nella com- media italiana. 5. Il tipo del Capitano in commedia e gli spagnuoli in Italia. 6. Il tipo del Capitano spagnuolo (Indagaciones hispano- italianas. II. 1. La ciudad de la galanteria. 2. El pecadillo de Es- paña. 3. Los españoles descritos por los italianos. 4. El español en la comedia italiana. 5. El tipo del Capitán en la comedia y los españoles en Italia. 6. El tipo del Capitán español), en Atti, vo- lumen XXVIII, 1898; 15. Il ginoco delle canne o il carosello (El juego de las cañas o el carrosel), en la revista Napoli nobilissima, XV, 1901; 16. Un'osteria famosa di Napoli e una parola della lin- gua spagnnola (Una hostería famosa de Ñapóles y ima palabra de la lengua española), ídem, XV, 1906.
Debo no pocas indagaciones y modificaciones a las notas que sobre mis escritos publicó, con gran riqueza de noticias, a Arturo Farinelli y doy las gracias a mi amigo Eugenio Mele que me ha ayudado con toda cortesía en la corrección de pruebas de este volumen.
INDICE DE NOMBRES
Abderramán III, 20. Abrabanel I. Véase León hebreo. Acerseras, 149. Acquaviva (G. F.), marqués de
Vitonto, 132. Acuña (P. de), 71, 123, 125,
128, 132. Ademo (Condesa de), 54. Agustín (A.), 149 n. Alagno, fam., 49. Alagno (Lucrecia de), 49, 55. Alagno (M. d'), 58. Alagona, fam., 34. Alamanni (L.), 151. Alarcón, fam., 191, 224, 228. Alarcón (F.), 123, 130, 193. Alarcón y Mendoza (Isabel), 229 Albornoz (Cardenal), 27. Alcalá (Duque de), virrey de
Ñapóles, 226. Aldana, fam., 227, 235. Alejandro II, papa, 27. Alejandro VI, papa, 40, 77-8,
79, 80, 85, 100. Alfarabio, 25. Alfonso X, rey de Castilla, 27,
28, 32. Alfonso Henríquez, soberano de
Portugal, 27. Altissimo (L'), poeta, 72, 151. Alvarado (J.), 123, 124, 128, 131. Alvarez Gato (J.), 84. Alvarez de Toledo, duque de
Alba, 226, 233, 236. Ebpana en la vida italiana.
Alvarez Ribera (M.), 232. Alvaro, pintor, 65 n. Amadis, 69, 145-6, 150-1-2, 163,
173, 185. Ana, condesa de Módica, 70. Ancona (A. de), 71. Andrea de Barberino, 23. Andrés (G.), 26. Andújar (G. de), 53, 54, 55, 56. Anghiera (P. M. de), 88. Antonio de Padua (San). Véase
Balhen (F.). Aquilea (Cardenal de), 44. Aquino (Antonia de), 48. Aragón (de):
— Pedro I, rey de Aragón, 27.
— Jaime I, rey de Aragón, 28.
— Pedro, rey de Aragón y Si- cilia, 32, 33.
— Federico de Aragón, rey de Sicilia, 33.
— Jaime, rey de Sicilia, 37-8. — ■ Pedro IV, rey de Aragón,
37, 67.
— Fernando, rey de Aragón, 44, 73.
— - Pedro, hermano de Alfon- so V, 220.
— Alfonso V de Aragón, rey de Ñapóles», 34, 40-1-2-3, 61-2-4, 67, 70-1-3-7-8, 86-9, 90, 100-1, 153, 205, 220, 221, 231.
— Ferrante I de Aragón, rey de Ñapóles, 51-6-7, 62, 73, 93, 100, 101-4, 220.
16
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— Alfonso II de Aragón, rey de Ñapóles, ,221.
— Ferrante II de Aragón, rey de Ñapóles, 95, 220-1.
— Federico de Aragón, rey do Ñapóles, 68, 103-4r 112, 221.
Ferrante de Aragón, hijo del rey Federico, duque de Cala- bria, 103, 111, 221.
— Fernando de Aragón, rey de España, El Católico, 89, 90-2,97, 102-3, 111, 112, 113, 123, 130, 223, 225, 231, 232, 234.
— Carlos de Aragón, príncipe de Viana, 63.
- Juana de Aragón, reina de Ñapóles, mujer de Ferrante I, 63, 123, 130, 221, 234.
— Juana de Aragón, mujer de Ferrante II, 129, 133, 220.
— Leonor de Aragón, duquesa de Ferrara, 84.
— Isabel de Aragón, duquesa de Milán, 121, 130, 132, 220.
— Beatriz de Aragón, reina de Hungría, 130. 221.
— Juan de Aragón, cardenal. 85, 222.
— Carlos de Aragón, marqués de Gerace, 123, 132.
— María de Aragón, princesa de Salerno. 116, 123-4, 128, 132.
- María de Aragón, marquesa del Vasto, 191, 220.
— Juana de Aragón, princesa de Taglia cozzo, 191.
— Duque de Montalto Aragón, 220.
— - Tulia de Aragón, cortesana,
146, 149. Arbués (P.), 86. Arcano (de), 159. Arce y Gamboa (P.), 233. Arena (Conde de), 57. Aretino (P.), 75, 138, 155, 157,
158, 169, 180, 198, 200.
Argensolas (Cuatro hermanos), 230.
Ariosto (L.), 75, 95, 128, 141, 143, 151, 156, 160, 166, 173, 178, 183.
Arrigo de Castilla, 29.
Ataúlfo, rey de los Visigodos, 19.
Atella (Marqués de), 123.
Atri (Duque de), 123.
Avalos, fam., 46, 65.
Avalos (A. de), 46-7-8, 101, 220.
Avalos (A. de), marqués del Vasto, 116, 177, 190, 220.
Avalos (Constanza de), señora. 124, 135.
Avalos (Constanza de), duque- sa de Amalfi, 191.
Avalos (I. de), 46, 47-8, 56, 61.
64, 86 n., 221. Avalos (I. de), 124. Avalos (R. de), 46, 125. Avalos (F. F. de), marqués de
Pescara, 69, 101, 115, 116,
123, 125, 126, 127, 129, 131,
176, 177, 223, 224. Avalos Ayala (B. de). 232. Avelino (Conde de), 123, 124,
127, 128, 190. Averroes, 26 n. Avicenna, 26 n. Avila, fam., 227. Avila (D. G. de), 81, 83, 91 n. Avila (L. de), 147. Aya (G. de), 36, 220. Ayerbe de Aragón, fam., 48,
65, 222. Ayerbe (S.), 48. Ayerbe (Victoria), 191.
B
Baco (J.), 50. ■
Baiardo, 175.
Baldi (B.), 151.
Balhen (F.), 41.
Baltisino, 73.
Balzo (Antonia del), 145 n., 163.
Bandello, 73, 75, 155, 195, 198.
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Barbarroja, corsario, 200, 225. Barbosa (A.), 87, 149. Baretti (G.), 227. Bargagli (S.), 151. Baroncelli, 148 n. Barzizza (G.), 88. Basile (G. B.), 197. Bastida, fam., 235. Basuerta (A.), 231. Beaumont (Leonor de), 130-3. Becerra (G.), 193 n. Bembo (P.), 84, 140. Bentivoglio (E.), 153, 199. Benttinelli (S.), 26. Benvenuto Deimola, 39. Berni (F.), 158, 203. Berruguete (A.). 192 n. Beuter, 147. Bini, 138. Birgos (F.), 65. Bisbal, fam., 48, 65, 222. Bisceglie (Duqtie de), 123-4. Bisignano (Príncipe de). Véase
Sanseverino. Bisogni (los bisónos), 195. Bisticci (V. de) 74, 86, 90. Bitonto (A. de), 87. Bitonto (Marquesa de), 123-4. Blanch, fam., 224. Blanch (R.), 36. Blancina de Barcelona. 65. 222. Bleza (P.), 65 n. Boccaccio, 27, 33, 38, 41, 150. Boccalini (T.), 181, 211. Boiardo, 69, 180. Boíl (R.), 49. Bondi (V.), 148 n. Bonifacio VIII. papa, 34. Bonnivet, 188. Borbón (Condestable de), 188,
200. Borges de Aragón, fam., 228. Borgia, fam., 191. Borgia. Véase Calixto III. Borgia (Angela), 81. Borgia (César), 79, 81, 123, 224. Borgia (Juan), 79. Borgia (Jerónimo), 101, 190.
Borgia (L.), cardenal, 123-4-6-8. Borgia (Lucrecia), duquesa de
Ferrara, 79, 81, 82, 84. Borgia (Lucrecia), marquesa de
Castelvetere, 191. Borgia (P. L.), 79. Borgia (R.). Véase Alejandro VI. Borja. Véase Borgia. Borja (G. de), 53. Borra (Mossen). Véase Tallander Boscan (I.), 143-9, 191. Bouhours, 216 n. Braccio de Montone, 41, 43. Braceli, 34, 38. Brisegna (Isabel), 191, 192. Bruno (G.), 216. Buires (G.), 234. Burabe, rey de Mallorca, 21.
Caballería (de la) P., 184. Cabanes, maestro, 50. Cabaniglia. Véase Cabanilla. Cabanillas, fam.. 48, 65, 221. Cabanülas (G.), 48. Cabreras, fam., 34. Caccavello (A.), 223. Cagliostro, 24. Caiado (E.), 81, 87, 149. Cal cerando, fam., 34. Calderón (P.), 79. Caldora (G. A.), 61. Calixto III, papa, 39, 45-9, 77-8,
86, 108. Calvo (B.), 32.
Camas y Requeséns (M. A.). 236. Campanella (T.), 214, 216, 209. Camorrista, 214. Campano (G. A.), 41-2. Cancioneros, 142, 151. Cantalicio, 117, 174. Cantelmo (F.), 131. Cantelmo (María), 130-1. Capaccio (Condesa de), 124. Cápese (S.), 190.
— 244
Caporali (C), 158. Cappe o Cappeare, 201. Caracciolo (Maria), del conde de
Arena, 57-8. Caracciolo (T.), 43-5, 61-4, 93. Carafa (de), 63, 71.
Carafa (F.), 191.
Carafa (F.), duque de Nocera, 205 n.
Carbone (N.), 186.
Cárdenas, fam., 48, 65.
Cardenal de Gerona, 86 n.
Cardenal de Portogallo, 86 n.
Cardenal de San Sixto, 86 n.
Cardona, fam., 48, 224, 228.
Cardona (Isabel de), reina, 224.
Cardona (María de), marquesa de Padula, 190-1.
Cardona (R. de), capitán del rey Roberto, 37.
Cardona (R. de), virrey de Ña- póles, 121, 123-4, 188.
Cardona (F.), 230.
Cardona (G.), 80.
Cardona (J.), 122 n.
Cardona (J.). Véase Conde de Avellino.
Cardona (L.), 48.
Cardona (Capitán), tipo cómi- co, 180.
Cariati (Conde de), 123.
Cariteo, 45, 65, 71-2.
Carlin (Juana), 191.
Carlos I de Anjou, rey de Ñapó- les, 29.
Carlos II de Anjou, rey de Ña- póles, 37.
Carlos V, emperador, 156, 164-5, 177, 189, 190-1, 209, 210, 225, 227, 230-1-2.
Carlos VIII, rey de Francia, 95, 116, 122.
Carlomagno, 22.
Caro (A.), 162, 180.
Carosello. Véase Giuoco.
Carranza (P.), 79.
Carrasio (R.), 75.
Carretto (G. del), 144.
Carrillo (A.), obispo de Pam- plona, 82-6. Carrillo (S.), 228. Carrillo y Toledo (M.), 231.
Carroz (María), 130-1-3.
Cartagena (A.), obispo de Bur- gos, 86.
Cartagena (fray Juan de), 236.
Cartagena, poeta, 84.
Carvajal (B.), cardenal, 83.
Carvajal (C), 86.
Carvajales, 53-4-5-6-9, 69.
Casa (G. de la), 137, 159, 165.
Casamata (D. M.), 228.
Casanova (Jaime), 24.
Casanova (Juan), 79.
Casar sagia (B.), 65.
Casas (C. de las), 144 n.
Cassarino (A.), 87.
Castanheda (F. L. de), 148.
Castelvetro (L.), 150.
Castelví, 116 n.
Castiglioni (B.), 137, 155, 162, 166, 176, 180.
Castillo (D. del), 53-7, 62.
Castillo (P.), 232.
Castriota (Juana), 130-1.
Castriota (Isabel), 132-3.
Cavalcanti (B.), 169.
Cavalcanti (G.), 23.
Ceballos (Ana), 236.
Ceballos (G. de), 227.
Cecci (G. M.), 157, 179.
Celestina (La), 143, 151, 184.
Celio, 146-9.
Centellas, fam., 48, 87.
Centellas (A.), 49, 64.
Centellas (G.), 36, 149.
Centellas (Violante), 130-1.
Cerda (Luis de la), duque de Medinaceli, virrey de Ñapó- les, 226.
Cordona (A.)f 86.
Ceriol (F. T.), 147.
Cerriglio, hostería, 196, 197, 202, 227.
Cervantes (G.), 86, 179 n., 182, 197 n, 214.
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Céspedes (P. de), 210 n.
Cínico (G. M.), 67.
Claverde Aragón, fam., 222.
Colón (Cristóbal), 93.
Colón (F.), 147.
Colonna (C), 104-5, 111, 122.
Colonna (F.), 123-4.
Colonna (P.), 123.
Colonna (Victoria), 124-8, 132 n.
Coli, 191, 235.
Coli (G. de), 65.
Concublet. duqtiesa de Nocera,
191. Constanza de Suevia, reina de
Aragón, 38. Contile (L.), 147-8. Coppola, 111. Córdoba (Gonzalo de). Véase
Gran Capitán. Córdoba (F. de), 49, 87. Corolla, o Correglia, Ruiz (G.).
48, 63. Corolla (M.), 79. Cornaro (L.), 159. Corso (R.), 161. Cortese (P.), 166. Corradino, 29. Cortés, 50.
Covarrubia (P. de), 148. Cuello (P.). 53.
Ch
Chiaromonte (D.a Isabel), reina de Ñapóles, 59, 220.
Chigi, 140 n.
Chorrilleros, Churrilleros, solda- dos, 227.
Dante, 23-7, 32-3-8-9. 42, 107,
150. Delgado (F.), 142, 148. Delfino (D.), 148 n. Dezpuch (L.), 49. Días Tanco, 148. Diaz Garlón, fam., 48.
Diaz Garlón (María), 132.
Diaz Garlón (F.), 132.
Diaz Garlón (P.), conde de Alife,
69, 220. Diego Español, 49. Diez Daux (B.), 231. Diez Daux (F.), 232. Diez (M.), 67. Difonti (F.), 232. Docampo (N.), 106, 224. Dolce (L.), 146, 185. Doni (A. F.), 149, 152 n. Dorbina (J.), 179, 200. 224, 230. Doria, 191.
Dueñas (J. de), 53, 54 n. Duran (A.), 135.
Egea (F. L. de), 65. Encina (J. de la), 81, 142, 157. Enrique III, rey de Castilla, 45. Enrique IV, rey de Castilla,
57, 63. Enrique, rey de Portugal, 194. Enriquez de Guzmán (A.), 194. Enriquez de Guzmán (G.), 194. Enriquez, fam., 191. Enriquez (María), 79, 130-1, 195, Enxemplario, etc., etc., 109 n. Epila, maestro, 49 n. Equícola (M.), 144. Erasmo, 149, 176. Ermanno, traductor, 25. Escobar, 213. Escobar (F. P. de), 57. Espinosa (J. de), 193-4. Es landian, 152. Espluga (L.), 220. Este (Alfonso de), 81. Este (B. de), 56. Este (E. de), 83-4. Este (F. de), 214 n. Este (S. de). 83-4. Eugenio IV, papa, 87. Exarch (D.), 50. Eximénez Pérez de Correglia. 50.
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Fació, o Fazio, 63, 88.
Fagadell, 50.
Fansaga (C), 226.
Farinelli (Arturo), 240.
Farrer (F.), 53.
Fascitelli (O.), 158.
Fació del Uberti, 41.
Federico II, emperador, 24.
Federico de Castilla, 29.
Felipe II, rey de España, 209, 231-2.
Felipe III, rey de España, 209.
Feltraia (Gentile), 140.
Fenollet (G.). 123, 131.
Fernando el Santo, rey de Cas- tilla, 28.
Fernández (Jerónima), 229.
Fernández Na varrete (J.), lla- mado El Muto, 191 n.
Ferramosca. Véase Fieramosca.
Ferrandina (Duque de), 123.
Ferrantino. Véase Ferrante II de Aragón,
Ferrare (P.), 36.
Ferrariis (A. de). Véase Galateo.
Ferrer (Hipólito), 50.
Ferrer (Iacopo), 64.
Ferrer (San Vicente), 45.
Ferrillo (Beatriz). Véase Duque- sa de Gravina.
Fieramosca (Capitán), tipo có- mico, 180.
Fieramosca ((i.), 123, 133.
Fieramosca (H.), 123, 133,177-8.
Fiesca (Bárbara), 147.
Figueras (B.), 50.
Filelfo (F.). 86.
Fiorillo (S.), 181.
Fleyta Pinto, fam.. 228.
Flores (J. de), 147.
Florisel, 152.
Foix (G. de), 188.
Foix (Germana de), viuda de
Fernando el Católico, 111. Foix (Odetto de). Véase Lautrec. Fonseca, fam., 228.
Fonseca, 191.
Fontanini (G.), 26, 150, 185. Fornaris (F. de), 181. Fortini (P.), 202. Francione (P.), 236. Franciosini (L.), 148 n., 210.
Gabateo, 68.
Gabrieletto, bufón, 80.
Galateo (A.), 102-3-4-5-7, 110, 111, 115, 116, 117, 137, 138. 166, 178, 215.
Galeota (A.), 131.
Galeota (F.), 69, 70, 71.
Galeota (M.), 190.
Galliano y Granulles (M.), 234.
Gambacorta (Diana), 130-1.
García de Santamaría (G.), 99
Gareth (B.). Véase Gariteo.
Garzia (G.) 50.
Garzoni (T.), 155.
Gatzelú (D. de), 143.
Gauberte, 50 n., 98, 99. 104, 105, 109.
Gentilbe, 140.
Gerardo de Cremona, 25.
Gerona, fam., 78.
Gerona (Saturno), 78.
Giambulari (F.), 147.
Gibraleón (L. de), 80.
Gilio Rogico, 65 n.
Giolito (G.), editor, 143-7.
Giovio (P.), 43, 101, 127, 143, 156, 170-7, 224.
Giraldi Cintio (G. B.), 150-1, 168. 169, 170.
Giraldino (A.), 89.
Giraldo (Lilio), 87-8, 149.
Girón (P.), duque de Osuna, vi- rrey de Ñapóles, 226.
Gómez de Ciudad Real (A.), 149, 184.
Gonzalo de Córdoba. Véase Gran Capitán.
Gonzalo Hernández. Véase Du- que de Sessa.
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Gonzaga (Isabel), marquesa de
Mantua, 145 n., 147. Gonzaga de Mendoza (P.), 194. González de Santa Cruz (A.),
232. Gonzaga (L.), 56. Gonzaga (Lucrecia), 148. Gonzaga (V.), 165. Goñi (G. de), 232. Gottiero. Véase Guttierez (F.). Gran Capitán (El), 95-7, 101,
116, 80, 174-6, 112, 110. 117,
119, 222-3-4. Gravina (Duque de), 123. Gravina (Duquesa de). 122, 130. Gregorio VII, papa. 27. Groto (L.), 148. Guappo (Guapo), 214. Guerin Meschino (El), 146. Guevara, fam., 46, 65. Guevara (A.), obispo de Mon-
doñedo, 147, 148, 182. Guevara (A.). Véase Potenza
(Conde de). Guevara (C), 125. Guevara (Catalina de), 194. Guevara (F.), 46-7, 56, 66. Guevara (I.), 46-8-9, 221. Guevara (L. de), 55. Guevara (P.), 64, 68. Guiciardini (F.), 93, 103, 112.
174, 175. Guillermo II, rey de Sicilia, 22. Gusmano (N.), 74, 87 n. Gutiérrez (F.), 138 n. Gutiérrez (L.), 233. Guzmán (De), 233. Guzmán (E. de), conde de Oli- vares, virrey de Ñapóles, 226.
H
Heredia (De), 65. Heredia (F.), 65-7. Hermosa, fam., 235. Hernández (A.), 83, 96, 115.
Hernández de Ixar (J.), 53. Henríquez (F.), gran Almirante
de Castilla, 88. Henríquez (L.), 229. Holanda (F. de), 191 n. Hordóñez (A.), 146. Hurtado de Mendoza, 69. Hurtado de Mendoza (D.), 149
193. Hugo, rey de Italia 20.
I
Inés (Señora), 133. Inocencio III, papa, 27. Inocencio IV, papa, 22. Inocencio VIII, papa, 80-5. Ionata, 52.
Isabel de Castilla, la Católica, reina de España, 89, 90, 187. Ixar (L.), 123.
J
Jaime (San), apóstol, 23-4.
Jarava (J. de), 148.
Jenaro (C. de), 67.
Jenaro (P. I. de), 65, 70.
Jeouda-Ibn-Ezra, 24.
Jerónimo Español, judío con- vertido, 139.
Jiménez de Urrea (L.), 49.
Jiménez de Urrea (P.), 53.
Jordi, 37 n.
Juana II, reina de Ñapóles. 54, 98.
Juan de Dios, 27.
Juan II, rey de Castilla, 42-6.
Juan de Anjou, 37.
Juan de Austria (Don), 232-6.
Juan de Nola, 225.
Juan Hispano, 149.
Juanes (V.), 192 n.
Juegos de cañas, 52, 79, 91, 1Ó7, 108, 122-3, 167, 168.
Julio II, papa, 40, 85, 140, 182.
248 —
Laino (Marqués de), 124. Lampillas (S.), 26. Lampugnani, 147. Lana (I. de la), 39. Lancia (B.), 28. Lando (O.), 148, 158. Lannoy (De), virrey de Ñapó- les 224. Lasca (El), 150, 163, 164. Latini (Brunetto), 27-8. Lauria (Roger de), 32-3. Lauro (P.)/l45. Lautrec, 164, 201, 223, 187. Laynez (G.), 235. Lazarillo de Tormes, 142, 156. Lazzari (lázaros), 214. Ley va, fam., 171, 228. Leyva (A. de), 123-4. Leyva (Hermanas de), 191. Leonardo Aretino, 87. León Hebreo, 85. Leto (P.), 79. Liburnio (N.), 143. Lillori, fam., 34. López (D.), 81. López (G.), 79. López (P.), 228. López (Pv.), 164 n. López de Haro, 84. Lorca (R. de), 79. Lorris (F. de), 79. Lillola (I. de), 235. Lucano, 71.
Lucena (De); 68, 106, 81. Lucito (Marquesa de), 195. Luna (Isabel de), 198.
LL
Lloriz (G.), 123. Llofredo (M.), 28.
M
Machianello, 165. Malferit (M.), 49, 86 n.
Mallorca, fam., 235.
Manetti (G.), 44.
Manfredi, rey de Sicilia, 29, 38.
Manfredi (L.), 145-8.
Manlio (H.), 225.
Manrique de Aguarso (D.), 196.
Manrique (G.), 145, 182.
Manríquez (G.), 191.
Manriquez, fam., 228.
Manríquez Laquilar (A.), 231.
Mañete (G.), 99.
Maquiavelo (N.), 112, 175, 204.
Marades (G.), 79.
Marcader (M.), 67.
Marciai, fam., 235, 191.
Marciai, 71-4.
Marcolini (F.), 143.
March (A.), 26, 55, 149 n.
Mardones, fam., 227, 235.
María de Castilla, reina de Ara- gón, 54-5.
Mariana, 213.
Marineo (L.), 88, 99 n., 166.
Marino (G. B.), 72, 149 n., 164. Marrada (R. de), 220. Marramao, o Maramaldo (Capi- tan), tipo còmico, 180. Marrera, fam., 228. Martín (G.), 222. Martino (G.), 85 n. Martino Sarto, 50. Martorell, 88 n. Maruxa (La señora), 130-3. Masuccio, salernitano, 24, 39, 73. Matamoro (Capitán), tipo cò- mico, 180, 234. Matera (Conde de), 123. Matera (Condesa de), 124. Mauro (G.), 158. Maximiliano, emperador, 100.
232. Mèdici (Alejandro de), duque de
Florencia, 189, 154. Mèdici (Cosme de), el viejo, 89. Mèdici (Cosme de), duque de
Florencia, 189. Mèdici (Condesa de), 140 n. Mèdici (G. de), 140 n.
249 —
Medina (B.), 213.
Medina de las Torres (Duque
de), virrey de Ñapóles, 226. Megía (P.), 147-8. Mele Eugenio VIII, 238. Melfi (Príncipe de), 123. Mella (Cardenal), 86 n. Mena (Juan de), 68. 81-3, 107,
144-9 n., 150. Mendoza (D.), 106. Mendoza (Cardenal), 86 n. Merliano (G.). Véase Juan de
Nola. Messia (P.). Véase Megía (P.). Miguel Escoto, 25. Milá (Milano), 48, 56. Müá (A.), 49. Milá (L.), 77.
Minadoi, fam., 191, 228, 235. Minadoi (G. T.), 235 Minadoi (P.), 235. Minoz, 191. Minturno (A.), 117, 149, 150,
184, 190. Minutólo (Mariela), 222. Mirafonte (G. de), 80. Miralles (M.), 50. Miranda (B.), 236. Miranda (Conde de), virrey de
Ñapóles, 228, 232. Miranda (G.), 144 n., 145. Moles, fam., 228, 235. Molina (J. de), 99 n. Molina (T. de), 47, 198. Moneada, fam., 34. Moneada (G. de), 54. Moneada (H. de), 80, 200. Moncayo (I. de), 53. Monte (P. del), 222. Monteleón (Conde de), 123. Montemayor (G. de), 147. Montenegro (Elvira de), 229. Monterrey (Conde de), virrey de
Ñapóles, 226. Monterry (Condesa de), virrei- na de Ñapóles, 229. Morgat, fam., 235. Mudarra, 231.
Muleasen, rey de Túnez, 165. Muñoz, 133. Muzio (G.), 151. Muxique (F.), 53.
N
Naharro, actor, 140-2.
Nardones. Véase Mardones,
Narváez 83.
Navajero (A.), 91.
Navarra, 148.
Navarro (P.), 85, 188, 222, 223.
Nebrija (A.), 88, 149, 144 n.
Nebrissense (El). Véase Nebrija.
Nelli (P.), 203.
Nemour (Duque de), 174.
Níquel (B.), 40.
Nocito (Marquesa de), 124.
Nocito (Marqués de), 123.
Notar (Jaime), 130 n.
Nugresio (T.), 231.
Núñez, coronel, 188.
Núñez de Guzmán, 68.
Núñez de Palma (R.), 235.
Núñez de Reinoso (A.), 146, 150.
Nuze (M. de la), 49.
Ocampo (F. de), 147. Olariz y Assaya (G.), 233. Oñate (Conde de), virrey de Ña- póles, 226. Orange (Príncipe de), 200, 224. Orio (L. de), 219. Orioles (D.), 231. Orlando, 24. Orsini (Cardenal), 81. Orsini Catarinella, 58. Orsini (G. G.), 158. Ortal (F.), 50. Ortal (R. de), 49. Ortiz (A.), 232. Ortiz Calderón (F.), 232. Osorio (N. A.), 86 n.
— 250
Osuna (Duque de), virrey de
Ñapóles, 232. Oviedo, 147. Oviedo (P. de), 80. Oyeda (O. de), 116 n.
Pace, o Pacell, 80. Padula (Marquesa de), 123-4. Palencia (A. de), 81. Palma (G. F.), llamado el Nor- mando, 227. Palmerin, 145, 146, 152, 163,
185 Panigarola (F.), 140. Panormita (A.), 42, 50, 86-7-9. Parabosco (G.), 148. Pardo (G.), 65.
Paulo IV, papa, 183, 189, 205. Paulino, músico, 125. Pelegret, 228.
Peña de Quiñones (G.), 232. Peralta, fam., 34. Pércopo (E.), 71, 72. Pérez, fam., 222. Pérez (A.), 50. Pérez de Guzmán (A.), 195. Pérez (F.), 50. Pérez (G), 143. Pescara (Marquesa de). Véase
Colonna Vittoria. Petrarca (F.), 26, 32, 42, 107,
150. Petruciis (De), 64. Pía (Emilia), 158. Picarte (F.), 233. Picolomini (A.), 154. Piccolomini (Leonor). Véase Bi-
signano (Princesa de). Piccolomini (E. G.). Véase
Pio II. Pedro (Alfonso), 25. Pedro, arzobispo Pisano, 21. Pedro Español. Véase Francior-
ne (P.).
Pedro Mártir. Véase Anghiera.
Pedro, pintor, 65 n.
Pigna (G. B.), 150.
Pignatelli (E.), 122.
Pimentel Osorio (María), virrei- na de Ñapóles, 225.
Pintor (P.), 80.
Pío II, papa, 81.
Pirro, 149.
Pisa Osorio (De), 232.
Plata. Véase Prato (P.).
Platamone (D.), 87 n.
Policiano (A.), 80.
Pomar (G.), 123, 131.
Ponce (I.), 188 n.
Pontano (G.), 38, 40, 59, 61-4-6, 73-4-6, 101-2, 156-7.
Poo (G.), 222.
Popol (Conde de), 123.
Pérfida (Doña), 130-1.
Porta (G. B. de la), 157, 196.
Potenza (Conde de), 104, 123, 134.
Prada y Losada (P. de), 233.
Prato (El saqueo de), 199.
Prato, o Prata, 237.
Primaleón, 152, 163.
Prior de Mesina (El). Véase Acuña (P.).
Proaza (A. de), 74.
Proveda (Padre), 236.
Proverbio catalán, 40.
Proverbio español, 204-8-9.
Puigdorfila (G. de), 62.
Pulci, 24, 26, 69.
Quadros, fam., 235. Quadros (G. de), 53. Quevedo (F.), 230. Quevedo (Juana de), 228. Quiñones, fam., 191. Quiñones (D. de), 123. Quiroga y Fajardo (D.), 233.
— 251
Raimundo, arzobispo de Tole- do, 25.
Raimundo, conde de Barcelo- na, 21.
Raimundo de Peñafort, 27.
Ramírez (D.), 80.
Ramírez Montalbo (D.), 232.
Ramírez (P.), 90, 188.
Ramírez (T.), 236.
Ratta (de la), fam., 36, 220.
Ratta (Catalina de la), 220.
Ratta (D. de la), 36-8, 220.
Rebolleta, 73.
Remolines (F.), cardenal, 123. 49.
Remolines (M.), 79.
Renato de Anjou, 61.
Requeséns, fam., 191.
Requeséns (Isabel de), virreina de Ñapóles, 123, 224.
Resende, 149.
Reverterá, fam., 191.
Riario (Cardenal), 91-2.
Ribellas (J.), 53.
Ribera, fam., 235.
Ribera (G.), llamado el Españó- lete, 237.
Riberas (S. de), 52-5.
Ricardo, arzobispo de Toledo, 22.
Riccio (M.), 73, 89.
Ripalta (R.), 230.
Rivalta (F. de), 192.
Raht. Véase De la Ratta.
Roberto de Anjou, rey de Ña- póles, 36-8, 220.
Robles, fam., 228.
Rodríguez (C), 236.
Rodríguez del Padrón (J.). 70.
Rodríguez (Juana), 81.
Rodriguillo, 73.
Roelas (F. de las), 192 n.
Rosa (L. de la), 50.
Roseo (M.), 145-7.
Rosso de la Malvasia, 178.
Rovere (Felicia de), 158.
Rovere 'G. de la). Véase Ju- lio II. Rucelli (G.), 178. Rueda (L. de), 179. Ruffo (Enriqueta), 49. Ruiz de Otalara, canónigo, 236. Ruviales (F.), 237.
Sabbio (S.), 143.
Sá de Miranda, 140.
Salazar (R.), 147.
Salinas (J. de), 231.
Salinas hermano, 232.
Salmerón (A.), 235.
Salviati (L.Ì, 72.
Samudio (G), 193. "
Sancia de Mallorca, reina de Ña- póles, 36, 220.
Sánchez, fam., 228, 234.
Sánchez (F.), 68.
Sánchez (María), 130-1.
Sandoval (D. de), 53.
San Marco (Conde de), 124, 123.
San Marco (Condesa de), 124.
Sannazaro (I.), 91, 112, 149.
San Pedro (D. de), 134, 146.
Sanseverino, fam., 116.
Sanseverino (Blanca), 49.
Sanseverino de Bisignano, prín- cipe, 68, 116, 123-8.
Sanseverino (F.), príncipe de Sa- lerno, 125 n., 177, 180.
Sanseverino (Violante), 190.
Santacruz, fam., 235.
Santa Fe (P. de), 53-4.
Santa María, fam., 235.
Santa María (A. de), obispo de Cartagena, 52.
Santillana, alférez, 179.
Santillana (Marqués de), 54, 145.
San Estéfano (Conde de), virrey de Ñapóles, 223.
Sanz, fam., 48, 221.
Sanz (Alfonso), 49.
Sanz (Arnaldo,) 48-9, 221.
252
Savar (G.). Véase Jarava (I.
de). Sarmiento (D. de), 230. Samo (Conde de), 177. Sasirera (E.), 222. Sazchetti (F.), 25. Scala (A.), 231. Scala (G.), 231. Scala (L.), 231. Scovar de Siracusa, 144 n. Scriva (L.), 143. Scriva (P. A.), 234, 237. Schack (Conde de), 165. Segnino (P.), 80. Séneca, 44. Sepúlveda, 149. Serafino aquilano, 81, 152. Seripando (G.), 190. Sessa (Duque de), 190, 223.
Sforza (Bona), 111. 120-1-2, 132. Sforza (F.), 57.
Sforza (F.), duque de Milán, 89. Sforza (F.), último duque de
Milán. 188. Sforza (G. G.), 121. Sforza (Hipólita), 57, 67. Sforza (L.), 205. Segismundo, rey de Polonia, 122 Silva, 149. Silva (L. A. de), 230. Simoni (B.), 68. Sisear, fam., 48, 65, 222. Sisear (Laura), 49. Sixto IV, papa, 85. Sobrar (G.), 80. Solanes, fam., 235. Solanes (G. B.), 235. Soler (G.), 49. Soler (I.), 62. Soria, 80.
Soria (L. de la), 144. Soriano (Conde de), 123. Soriano (Condesa de), 124. Soto (de), fam., 228. Sotomayor (A. de), 175. Spampana, tipo còmico, 1 80. Spannolio de Mallorca, 79.
Speroni (S.), 150, 169, 170, 200. Spina, gramático, 168. Spinello (F.), 69. Stúñiga (L. de), 53-6. Stúñiga, poeta latino, 149. Suárez (F.), 213. Suárez de Figueroa (C). 165. Suera (M.), 80. Summonte (P.), 106. Surgemte (M. A.), 166.
Tallander (A.), 50.
Tansillio (L.), 117, 138-9, 158,
182, 190-1-3, 200-9, 140 n.,
145 n. Tapia, fam., 235. Tapia, 84, 140. Tapia (C), 227. Tapia (E.), 227. Tapia (G.), 228. Tapia (J. de), 53-4-5-7-8, 84. Tarragona (G.), 231. Tasso (B.), 148, 150, 161-6-9,
190. Tasso (T.), 146, 166, 176. Tassoni (A.), 26. Tebaldeo (A.), 72, 151. Telesio (A.). 190. Tensira. 87, 149. Teodorico, rey de los Ostrogo- dos, 19. Termoni (Duque de), 123. Terracina (Laura), 145. Terranova (Condesa de), 124. Testi (F.), 214. Texeda (T. G. de), 147. Tinca (Capitan), tipo cómico,
180. Tiro al bianco, 145, 163. Toledo (de), fam., 191. Toledo (Ferrante de), 182. Toledo (G. de), 139, 190, 228. Toledo (Pedro de), virrey de
Ñapóles, 164, 187, 190, 200-2,
213, 225, 234. Tolomei (C), 161.
253 —
Toralva (C), 231. Torcila (G.), 80. Torquemada (G.), 86. Torre (A. de la), 148 n. Torre (Fernando de la), 55-6. Torrellas (P.), 53-5. Torres (I.), 59, 222. Torres Naharro (B.), 140-2. Tostado (G.), 2 36. Tovar (Constanza de), 46. Tovar (F. de), 227. Traetto (Duque de), 123. Traetto (Duquesa de), 124. Trigoso (P.), 229. Trivento (Conde de), 123. Tri vento (Condesa de), 124. Trovano (M.), 139, 144 n. 155 n.
U
Ulloa (A. de), 123, 143, 145-7-8. Unico (El), poeta, 72-3. Urbino (Duque de), 178. Urgel (Obispo de), 49. Uries, fam., 227. Uries (F.), 231. Urrea (G.), 148. Urrea (G. de), 143, 173, 178,
194, 202. Urries (H. de), 53.
Vaez, conde de Mola, 227. Valdés (A. de), 143, 192, 200. Valdés (J. de), 137, 143-5-6-8,
192, 231. Valdés de Villa viciosa (D.), 231. Valenti (F.), 62, 87. Valguarnera, fam., 34. Valla (L.), 44, 86-7-9. Valladolid (J. de), 56-7. Valles (P.), 177. Varchi (B.), 150. Vargas (G. de), 231. Vargas (L. de), 192 n. Vargas (B. N.), 231. Vargas, duque de Cagnano, 228.
Vasto (Marqués del), 124, 177.
Vázquez, 128, 134.
Vázquez de Avila, 134-5.
Vázquez (F.), 234.
Vázquez (G.), 134.
Vecchi (O.), 180 n.
Vega (G. de la), 190-1.
Vega (Garcilaso de la), 173.
Vega (L. de), 211.
Velázquez (G.), 81.
Venafro (Condesa de), 124.
Ven turino de Pesaro, 180.
Vera (G. de), 222.
Vera (I. de), 79.
Verardi (C), 91.
Verardi (M.), 92.
Verdun (N.), 65 n.
Viacampo (Francesca), 230.
Viacampo (L.), 230.
Vico (G. B.), 163, 216.
Vico (G. de), 50.
Vidal de Noya (F.), 68.
Vilcey (M. de), 232.
Villalón (C. de), 197-8 n.
Villamarino (B.), almirante, 37, 49.
Villamarino (B.), lugarteniente de Ñapóles, conde de Capac- cio, 123, 224.
Villamarino (Juana), condesa de Avellino, 128, 131-3, 190.
Villamarino (Isabel), princesa de Salerno, 116, 131.
Villamediana (Conde de), 230.
Villani (G.), 33.
Villanova (A. de), 36.
Villaragut (Angela), 130-1.
Villena (E. de), 68, 106.
Violante de Aragón, 36.
Virgilio (M.), 88 n.
Visconti (F. M.), 46.
Visconti, 147.
Visónos (Los). Véase Bisogni.
Vives (L.), 149 n.
W
Wellington, 18.
— 254 —
X
Xarquia (D.), 231. Zarate, 147-8.
Zappino (dello), 198.
Zevallos. Véase Ceballos. V Zorroza (S.), 232.
Zufia (D.), 228.
Zúnica (Enríqviez F. de), 233. Yciz (P. de), 230. Zúnica, fam., 191.
INDICE
Páginas.
Palabras del traductor 7
Advertencia del autor 15
I. Introducción. España e Italia durante la Edad
Media 17
II. Los catalanes y los italianos 31
III. La corte española de Alfonso de Aragón en Ña-
póles 43
IV. Españoles y cosas españolas en la corte de Fer-
nando de Ñapóles 61
V. Los españoles en Roma y en otras partes de Italia
al finalizar el siglo xv 77
VI. La protesta de la cultura italiana contra la bárbara
invasión española 95
VII. La sociedad galante italoespañola en los primeros
años del siglo xvi 115
VITI. La lengua y la literatura española en Italia en la
primera mitad del siglo xvi 137
IX. Las ceremonias españolas en Italia 153
X. El espíritu militar y la religiosidad española 173
XI. Aspecto de la dominación y de la población espa- ñolas en Italia 187
XII. Conclusión. La decadencia hispanoitaliana 207
Apéndice. — Un paseo por la Ñapóles española 219
Noticia bibliográfica 239
Índice de nombres 241
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