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GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

VI

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO

OBII.A.S IDE HomDiisra-

Bosquejo de una Psicoloffia basada en la experiencia. Traduc- ción de Domingo Vaca. Madrid, 19(>4 (Tamaño 23 ;< 15). Precio, 8 ptas.

Historia de la Filosofia moderna. YerBÌón castellana de Pedro González Blanco. Madrid, 1907. Dos tomos de 584 páginas el I.*' y 671 el 2.'' (Tamaño 23 >( 15). Precio, 18 pe- setas.

Filosofia de la Beliqión . Versión española de Domingo Vaca. Madrid, 1909. (Tamaño 23 >( 15). Precio, 6 ptas.

Filósofos contemporáneos.— Traducción, estudio crítico del autor y notas de Eloy Luis André. Madrid, 1909. (Tama- ño 23 /< 15). Precio, 5 ptas.

CDlB^iJ^^ nDE TjJ^C3r:ElJ^lSrGrlB

La higiene del ejercicio en los niños y en los jóvenes. Traduc- ción española de Ricardo Rubio. Madrid, 1894 (tama- ño 19 X 12), 3 ptas.

El ejercicio en los ac/M^^os.— Traducción española de Ricardo Rubio. Madrid, 1896 (tamaño 19 )< 12), 3,50 ptas.

Fisiologia de los ejercicios corporales.— Versión castellana,por Ricardo Rubio. Madrid, 1895 (tamaño 23 >; 15), 5 ptas.

OBIÍ.A.S 3DE 3S¿nOSSO

La educación física de la juventud, seguida de la educación fisi- ca de la mujer, del mismo autor.— Versión castellana de J. Madrid Moreno. Madrid 1894 (tamaño 19 >< 12), 3,50 pe- setas.

El íuíCf?o.— Traducción de la cuarta y última edición italia- na, por J, Madrid Moreno, con un prólogo de D. Rafael Salinas. Madrid, 1892 (tamaño 19 >: 12), con siete graba- dos intercalados en el texto y dos fototipias, 4 ptas.

La /ah'ga.— Traducida de la cuarta y última edición italia- na, por J. Madrid Moreno, con un prólogo de D. Rafael Salillas. Madrid, 1893. En 4.^, con numerosos grabados intercalados en el texto, 4 ptas.

BIBLIOTECA CIENTÍFICO-FILOSÓFICA

GRANDEZA Y DECADENCIA

DE ROMA

I /

POR

G. FERRERÒ

^uiuiío y ei Grande Imperio

TRADUCCIÓN DE

M. CIGES APARICIO

MADRID

DANIEL JORRO, EDITOR ^ ^

23, CALLE DE LA PAZ, 23

1S09

í. t)V

ES PROPIEDAD

2475. Tipolit. de L. Faurc, Alonso Cano, 15 y 17. Madrid.

GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO

El Egipto de Occidente.

Si la insurrección se calmó rápidamente en las llanu- 1-as de las Gallas, en cambio se extendió y agravó tn los. Alpes. Después de libertar Publio Silio á Istria de los panonios y de los nóricos, descendió al valle del Po, di- rigiéndose á la Valtelina y á Val Camónica para comba- tir á los vennonetos y á los camunnos (i). Pero la apa-- rición de su ejército no desanimó á los insurrectos. 1^1 ejempo de los vennonetos que pasaban por ser uno de los pueblos más guerreros de los Alpes (2), arrastró á otros pueblos. Los trumplinos en Val Trompia, y las nuinerosas tribus de los leponcianos (3) que habitaban los Alp»s leponcianos, es decir, todos los valles italia-

(i) Dión, LIV', 20.

(2) Estrabón, IV, vi, 8.

(3) ;Se sublevaron los tromplinos y los leponcianos al mismo tiempo que los vennonetos y los camunnos? Dión no lo dice; pero á Oberziner creemos que le abonan buenas razones para suponerlo, ya que figuran en la inscripción de la Turbia entre la lista de los pueblos alpinos vencidos en esta época por Augusto. Véase Oberzi- ner, Le guerre di Augusto cotí tro i popoli alpini^ Roma, 1900, pági- nas 59 y sig.

Tomo VI ' _ 1

2 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

nos y suizos que daban en los lagos Mayor y de Orta se sublevaron así como los retos y los vindelicianos, cuyas belicosas tribus ocupaban la extensa región de los grisones y del Tirol, y, por la llanura de Baviera, se extendían hasta el Danubio (i). Todo el centro de los Alpes ardía; y, si al Oeste se había detenido el incendio ante el gran vacío hecho por la espada romana en el valle de los salases, la insurrección se propagaba en el centro por la inmensa cadena hasta los Alpes Cottia- nos donde Donno, fiel amigo de Roma:, había muerto dejando la sucesión en un momento de tanto trastorno á su hijo Cottio que no era tan maduro, y hasta los rudos é indomables pueblos ligures de los Alpes maríti- mos (2). En los valles de los Alpes se habían refugiado los últimos restos de las razas que habían habitado la llanura ligures, iberos, celtas, etruscos, euganeos; y allí estos pueblos diversos se mezclaron y combatie- ron entre si; uniéndose, sin embargo, para defenderse contra los invasores procedentes de la llanura y contra Roma, que hasta entonces sólo había hecho escasas é intermitentes apariciones en la mayor parte de los valles. Hasta entonces, pues, habían vivido casi libres en las gargantas de sus montañas, formando tribus bajo el

íi) Dión, LIV, 22.

(2) Oberziner concede, y con razón, gran confianza al pasaje de Ammiano Marcelino (XV, x, 2). En efecto, de ese pasaje resulla que Donno murió por esta época; que Cottio Ic sucedió, y que Cottio y parte de su pueblo tomaron parte en la insurrección de los Alpes marítimos, que, como puede verse en Dión (LIV, 24), estalló en el año 14 antes de Cristo. Es obvio que las insurrecciones posteriores fueron provocadas por el ejemplo de las precedentes 3' también fue- ron consecuencia de ellas.

AUGUálU V EL GRANDE IMPERIO o

gobierno de los ricos propietarios, cultivando las tierras, apacentando rebaños, explotando algo las minas y los magníficos bosques, asaltando á los caminantes, y de tiempo en tiempo, volviendo á la llanura para saquearla. Algunos de estos pueblos hasta habían encontrado mu- cho más oro en la anarquía de los treinta últimos años y en las periódicas depredaciones de la llanura, que en las arenas de sus torrentes. La paz, pues, había sido mu- cho más desagradable á estos pueblos que á los demás habitantes de Itis provincias occidentales, y la insurrec- ción estalló por todas partes.

Súbitamente, Roma se encontró empeñada, en el co- razón mismo de sus provincias europeas, en una guerra gravísima, que hubiese puesto á prueba el genio de un nuevo César. Superar los Alpes á marchas forzadas, castigar á los panonios y á los nóricos que habían in- vadido á Istria y á los germanos que habían invadido la Galla, sirviéndose de rápidas expediciones y de ataques inesperados; restablecer el orden en Tracia, donde tan profundamente se había alterado, por los mismos pro- cedimientos: tal era el plan estratégico que el conquis- tador de las Galias hubiese adoptado contra estos bár- baros de las montañas y de la llanura. Pero los tiempos y los hombres habían cambiado. Augusto, que no que- ría movilizar las legiones de Siria, de Egipto y de Afri- ca, sólo disponía para estas campañas de trece legiones, cinco de las cuales estaban fijas en la Galia y ocho en Iliria y en Macedonia, sin que podamos precisar en qué punto (i). Ahora bien, á pesar de los continuos ejerci-

(i) Pfitzner, Geschichtc dcr romischen Kaiserlcgioiien vgii Aii- oustus h¡s Hadrianus^ Lipsia, 1881, pág. 16.

4 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

cios, estas trece legiones ya no poseían la resistencia y la energía necesarias para servir como instrumentos in- vencibles al rápido genio de un nuevo César. Y Augus- to tampoco ei'a un nuevo César. Ya no queiía ponerse al frente de un ejército; sólo pretendía dirigir la guerra desde lejos, por medio de legados. Decidió, pues, divi- dir en varias partes el trabaio por realizar y ejecutarlas unas después de otras, con prudente lentitud. Por de pronto no se ocuparía de Panonia, ni de la Nórica, ni de Tracia; lanzaría sobre los Alpes todas las fuerzas de que dispusiese; encargaría á Publio Silio después de que venciese á los vennonetos y á los camunnos de mar- char contra los trumplinos y los leponcianos este mismo año, si era posible, ó al año siguiente (i); se prepararía en seguida para romper la coalición de los retos y de los vindélicios, que era la más peligrosa. Del valle del Po marcharía un ejército, para entrar por Verona en el va- lle del Adige, replegarse por Trento al valle del Eisack, y lanzado al enemigo por delante, rechazándole y per- siguiéndole á derecha é izquierda en los valles laterales, capturando y matando á cuantos pudiera coger del pueblo rético, se dirigiría á la garganta c^el Brenner, para descender desde ella, siempre como un torrente devastador, hacia el Inn y la llanura vindeliciana. Du- rante este tiempo partiría otro ejército de la Galia, pro- bablemente de Besanzón, y, siguiendo el curso del Rhin, atravesaría para llegar hasta el lago de Constanza el país de los leponcianos, á donde Silio habría ya pasado. Se apoderaría del lago de Constanza, poseído entonces por tribus vindelicianas; luego, incorporándose al ejér-

(i) Oberziner, oò/a citada, pág';. 59-60.

AUGUSTO Y EL GRAXDE IMPERIO 5

cito de Italia, avanzaría hasta el Danubio, sometiendo entera la Vindélicia (i). Pero, para todas estas expedi- ciones á las Alpes, á Penonia, á la Nórica y á Tracia, necesitábanse generales jóvenes, audaces, inteligentes, llenos de la salud, de la fortaleza y de la energía nece- sarias para las guerras en las montañas y contra los bárbaros, siendo para éstas meaos necesario empeñar grandes batallas que perseguir en una interminable se- rie de pequeños combates, á un enemigo de extremada movilidad. Augusto, pues, había tenido razón en que- rer remozar la república destinando á los más altos car- gos á los hombres de treinta á cuarenta años. Desgra- ciadamente, también en este punto se había visto obli- gado á tener en cuenta los prejuicios, las ambiciones, los intereses, los celos de la antigua nobleza, y tampo- co fué muy ayudado por las circunstancias y por el es- píritu de su tiempo, que enervaba á la vieja nobleza en lugar de comunicarla .nueva energía; de suerte que, á pesar de todos los esfuerzos de Augusto, las hermo- sas inteligencias y las altas capacidades no eran muy numerosas entre los miembros de la antigua aristocra- cia pompeyana que había desempeñado la pretura y el consulado. Al menos, Augusto hizo en este sentido todo lo que pudo. Sin duda por su consejo se vio este año presentarse á los comicios, para el consulado del m\o 1 5, á L. Calpurnio Pisón, al que se cree hijo del cón-

(i) Cberziaer (Le guerre di Augusto contro i popoli alpini, Roma, 1900, págs. 99-101) paréceme haber demostrado que éste era el plan de la guerra. Pero poseemos tan pocos documentos sobre toda esta campaña, que tenemos que contentarnos con simples con- jeturas.

o GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

sul del. año 58, y, por consecuencia, hermano de la últi- ma mujer de César, Calpurnia, y tía de Augusto, aun- que fuese más joven que éste, pues sólo tenía treinta y dos años (i). Augusto quería hacer de él su legattis en Tracia. Luego escogió á Tiberio para mandar el ejército que, partiendo de la Galia, había de invadir la Vindéli- cia. Tiberio tenía entonces veintiséis años. Pertenecía á una de las familias más antiguas é ilustres de la aristocracia romana; había dado ya numerosas pruebas de inteligencia y de actividad. Se le admiraba como un vivo ejemplo de lo que había sido la nobleza en los buenos tiempos de la república. En fin, este año des- empeñó la pretura (2). Augusto, pues, podía hacer de él su legado y confiarle un ejército, sin violar las leyes ni las costumbres, sin cometer una imprudencia, sin que se le acusase de favorecer por amistad á nadie que no fuese digno: al contrario, demostraba que no

(i) Tácito, Ali., VI, 10: patrem ei Cetisorlum. Esta indicación de Tácito nos induciría á creer que Pisón era verdaderamente hijo del cónsul del año 58, que fué censor en el 50, y, por lo tanto, hermano de Calpurnia. Sin embargo, la comparación de su edad con la de su padre y hermana suscita dudas. Como Pisón murió á los ochenta años, en el 32 de la Era vulgar, había nacido en el 48 antes de Cristo, es de. ir, diez ú once años después de casarse su hermana con César. Así hubiese habido entre él y su hermana lo menos vein- ticinco ó veintiséis años de diferencia. Sería temerario d«cir que fuese esto imposible, pues el cónsul del 58 pudo volverse á casar á los cincuenta años; pero siempre resultará una cosa extraordinaria.

(2) No es dudoso que, en su juventud y en su edad madura. Tiberio revelase las más bellas cualidades. No es posible discutir sobre este punto, pues existe acuerdo unánime en los historiado- res. El mismo Tácito lo admite, no obstante su odio (An., VI, 51): egregium vita famaquc, (pioad privatns, vel iii imperiis sub Angus f o

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 7

sólo en sus discursos y para cargos sin importancia, sino sinceramente 3' para grandes misiones, tenía con- fianza en la juventud. No puede decirse lo mismo de otra elección que hizo por entonces, y que no estaba justificada constitucionalmente por los cargos ya des- empeñados ni personalmente por los servicios presta- dos, y que parece una -primera infracción, ligera, es cierto, pero peligrosa en el rigorismo constitucional que Augusto deseaba restablecer. Como legatiis, para mandar el ejército que, partiendo de Italia, debía de atacar en sus valles á los retos, escogió al hermano menor de Tiberio, Druso, segundo hijo de Livia. Druso, que era un joven de veintidós años, había sido autori- zado, como Tiberio, por el Senado, para eiercer las magistraturas cinco años antes de la edad legal, v

/"«/Y. Suetonio (Tiberio, 39) y Dión (LVII, 13) dicen que se maleó después de la muerte da Germánico. Por otra parte, su historia entre los veinte y los cincuenta años es la de un hombre eminente, como ya veremos. Los hechos de su vida, y también los rasgos de su carácter, que pondremos de manifiesto, nos revelan que Tiberio al menos en esta época de su vida representaba muy bien la pura tradición aristocrática, y con una intransigencia que sólo podía en- contrarse en un Claudio. Conviene, pues, tener presente un hecho principal: que, aun entre los historiadores que le son más adversos, no dudan en este punto, y todos convienen en que su juventud es- tuvo adornada de muchas virtudes y exenta de vicios. En este pun- to de vista hay que colocarse desde luego, si se quiere comprender la figura de Tiberio y resolver lo que un historiador alemán ha lla- mado «el enigma tiberiano». No se ha comprendido nunca á Tiberio, porque no se ha estudiado en detalle la parte de su vida que precede á su advenimiento al imperio y que es, sin duda, la más importante. La clave de su historia está íntegramente en los años en que Tibe- rio sólo fué un hijastro de Augusto y uno de los grandes personajes de Roma.

"^ GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

gracias á este privilegio fué electo cuestor para el año 15 (i). Ahora bien, en Roma 3^a se habían visto ejércitos mandados por cuestores, pero por excepción, .^n circunstancias extremadamente graves, cuando no se había podido disponer de un magistrado de rango más elevado. Estas circunstancias no concurrían en- tonces. Si Augusto, que tenía á sus órdenes tantos an- tiguos pretores y cónsules, confiaba un ejército á este joven cuestor, que aun no había dado ninguna prueba de sus capacidades, sólo podía hacerlo por un favor in- conciliable con la forma y con la esencia de la consti- tución republicana. ¡Pero Druso era un favorito de los dioses; todos los favores le parecían reservados! Como Tiberio, poseía la belleza fuerte y aristocrática de los Claudios (2); pero no era, como él y como sus antepa- sados, rígido, altanero, duro y taciturno (3); al contra- rio, Druso era amable y jovial, sabia hacerse amar, has- ta de las personas escépticas y viciosas, esas antigu?.s

(i) Dión Casio no nos da ningún informe sobre el cursus ìioiio- riim de Druso; pero podemos obtener las fechas de su pretura )' de su cuestura en Suetonio (Claudio^ \)\ Drusus i/t quceslunc priTlit- Ticque lionore, ditx Rhcetici, deinde Germanici belli.

12) Suetonio (Tiberio^ 68) nos dice de Tiberio que èva. f ade ho- nesta, y en efecto, sus bustos nos lo muestran así. \'^elej'o Patcrcu- lo, II, xcvii, 3, nos dice de Druso: pulchriiiido corporis próxima fr atenué fuit.

(3) Muchos escritores recuerdan estas maT.eras rígidas de Tibe- rio, que son un rasgo del carácta- aristocrático en las épocas aún poco refinadas y que, por consecuencia, se le puede considerar en Tiberio como una tradición de la gran época aristocrática, como una prueba de que representaba bien, hasta en su temperamento, la antigua tradición de la nobleza romana. Dos siglos antes todos es- taban habituados á ver }' á respetar en los grandes esta rudeza.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 9

virtudes romanas que en su liermano parecían tan ás- peras, aun á las gentes virtuosas. En él, por primera vez en Roma, las antiguas virtudes de la aristocracia romana se hacían humanas y agradables (i). Druso ni siquiera poseía como su hermano entre tantas virtu- des— ei defecto de ser demasiado aficionado al vino. También cuando Augusto le escogió este año para que se casase con Antonia, la hija menor de Antonio 3' de Octavia, Roma concibió tanta simpatía como admira- ción por esta pareja, de la que emanaba un divino es- plendor de juventud, de virtud y de belleza. Casta, fiel, sencilla, abnegada, buena doméstica, Antonia poseía las graves virtudes de la antigua mujer romana; pero al mismo tiempo estaba revestida de las hermosas cua- lidades de la mujer nueva: la belleza, la inteligencia, la cultura, que no habían conocido las antiguas genera- ciones. Hermoso, joven, amable, republicano ferviente v admirador entusiasta de la gran tradición romana (2),

pero en la época de Augusto parecía ya anticuada, y á mucha gente le causaba una impresión desagradable. Plinio (XXVII, 11, 23) fr/sf/s- simtim... homniem; Plinio (XXXV, iv, 28) minime cornisi Suetonio í Tiberio, 68.): incedebat cervice rigida et obstipa: adductofere tmìfii, plei-umque tac 'tus: nullo aut rarissimo et i ani cum proximis sermone, coque tardissimo... Qua omnia ingrata, atque arrogantice. piena et animadvertit Augustus in eo et excusare tentavit... professus, na- turai vitia esse., non animi.

(i) Vele/o, II, xcvii, 2-3: Cujus ingenium utrum bellicis r.iag's cperibus an civilibus sufferecit artibus, in incerto est: morum certe dulcedo ac suavitas et adversus amicos cequa ac par sui (estimatio inimitabills fitisse dici tur.

(2) Esta es la única conclusión que puede obtenerse del obscu- ro pasaje de Suetonio (Tiberio, 50), según el cual, Tiberio hubiera prodita eius (de Druso) episttila, qua sccum de cogendo ad resti-

íO GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Druso poseía las nobles ambiciones que convienen á un hombre de insigne familia, y costumbres tan puras, que todos decían de él que se había casado en plena inocencia y que siempre había permanecido fiel á su mujer (i). Amada por los grandes como por el pueblo, esta hermosa pareja parecía realizar la unión de la fuerza y de la virtud romanas con la inteligencia y la gracia helénicas, que en vano se quería realizar en la literatura, en el gobierno, en la religión, en las costum- b¡-es y en la filosofía.

No es fácil decir por qué razones Augusto se, decidió á nombrar á Druso su legado. En cambio, es seguro que con este acto introdujo la primera grave pertur- bación en la substancia misma de la antigua constitu- ción republicana, Augusto -quería mucho á Druso; su afecto, pues, pudo intervenir bastante en su -decisión, También es pasible que cediese á los consejos de Livia. En fin, la inteligencia y las virtudes del ioven pudieron haber vencido sus últimas dudas. Puesto que Drusa prometía ser un gran general, y se necesitaban jóvenes psra dirigir una guerra, ^'no sería conveniente utilizar en seguida sus raras cualidades? Sin embargo, es indu- dable que Augusto no hubiese escogido á Druso por

tiiaidam l'bertatem Aiigusto agebat. Tiberio siempre amó á su her- mano; si .íjuetonio lo niega en este capítulo, los he<íhos son más fuertes 'que sus negaciones. Si la anécdota no es la deformación de algún h6cho más sencillo, sólo puede indicar un entusiasmo muy vivo del joven Druso por las ideas aristocráticas y republicanas que eran tradicionales en su familia, y que, probablemente, las había heredado de su madre. Los honores y las guerras tuvieron que mo- derar en adelante este entusiasmo, (r) Valerio Máximo, IV, uf, 3.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO I '

SU legado, á no estar seguro de que su elección sería generalmente aprobada. El público era caprichoso; tra- ti'indose de sus favoritos, hasta solía aprobar ó exigir los más extraordinarios privilegios. Ahora bien; entre sus favoritos ninguno ocupaba tan alto rango como el casto esposo de la bellísima y virtuosísima Antonia. En todo caso, el nombramiento de Druso era un grave ejemplo, pues introducía inconscientemente el principio dinástico en la constitución republicana. Pero, mientras que Tiberio y Druso preparaban sus ejércitos, Augusto pasaba el invierno en la Galia, ocupado en examinar una gravísima cuestión. De todos los puntos del país acudían los jefes y los personajes importantes de las civitates ó tribus galas, para anunciarle los abusos y violencias de Licinio; hasta le acusaban de haber ele- vado á tatorce el número de los meses para percibir el tributo dos veces más cada año. Que estas acusaciones fuesen verdaderas ó falsas, escogíase á este avaro pro- curador como punto da mira para disparar por encima de su persona á la nueva política fiscal de Augusto y del Senado, y de la que él sólo era el brazo; y en fin, se pedía la destitución de este agente para suspender el detestado censo (i). Y estas protestas, á las que se

(i) Dión, LVI, 2 1. Este capítulo, a .ique incompleto y mal com- puesto, es importantísimo, pues nos indica el momento en que Au- gusto y sus amigos empezaron á comprender que la Galia era rica. Dión parece referirnos una peregrina historieta; pero es fácil des- cubrir su fondo de seriedad. De un lado vemos á los jefes galos que - quejaban del aumento de los impuestos, cuj'o recuerdo nos ha . laservado el pasaje de San Jerónimo (véase la nota 2.'' en la p;igina 98 del tomo V), y por otro á Licinio, que procura demostrar II Augusto que la Galia es un país rico. Este cuarto lleno de oro y

12 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

añadían nuevas amenazas por parte de Germania, im- presionaron á Augusto de tal manera, que luego de haber procurado atenuar las faltas de su liberto, se de- cidió á abrir una información. Pero Licinio supo defen- derse. Procuró demostrar á Augusto que las quejas de los galos eran hipócritas y su miseria imaginaria, pues dentro de poco serían más ricos que los romanos; pro-' curó ponerse al abrigo de un gran interés político, di- ciendo que este hermoso país de la Galia podría pro- ducir algún día á Italia tanto como Egipto (i), y que

plata que el liberto muestra á su amo, sólo puede revelar la riqueza de la provincia; y la advertencia de que los galos que poseían tan grandes riquezas acabarían por sublevarse, indica un esfuerzo para persuadir á Augusto, todavía escéptico, de que verdaderamente exis- tían tesoros en la Galia. Este capítulo nos revela que Licinio fué el primero en adv'ertir que la Galia se enriquecía rápidamente, y que procuró^acérselo comprender á Augusto, para defenderse de las acusaciones dirigidas contra él por los jefes galos.

(i) Veleyo Patérculo, II, xxxix, 2. Divus Auguslus praeter His- panias aliasque gentes, quarum t i tuli s forum e'.us praenitet, paeiie idem f acta yEgypto stipeudiaria, quatum pater eius Gallüs, in ae- rarium rediius contiilit. También es este un pasaje de capital impor- tancia para la historia de la política de Augusto, cuando se le compa- ra bien. En vez de corregirlo para ponerlo de acuerdo con lo que dice Suetonio (César, 25) sobre el tributo de la Galia, es preferible rela- cionarlo con el pasaje de San Jerónimo y otros numerosos hechos que pronto refe. iremos á propósito del rápido enriquecimiento de la Galia. Es poco verosímil que la Galia, en el momento de la anexión, rindiese tanto como Egipto. Si se admitiese el texto de Suetonio (Cesar, 25) habría que conceder que Roma sólo percibía de Egipto unos cuarenta millones de sestercios, lo cual es poco verosímil, pues resulta una cantidad demasiado pequeña para la más rica provincia del Imperio. Ignoramos cuál era el tributo que pagaba Egipto, y Friedlander ha procurado \-anamente evaluarlo (Darstellungeu ans der Sittenges- chichte Roms, Lipsia, 1890, voi. Ili, pág. 158), relacionando dos pa-

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 13

Roma no debía dejar perder esta inesperada fortuna. Y, en verdad, el inteligente liberto podía mostrar á su

Síijes del historiador Josefo: B. '}., IT, xvir, 2; A. '}., XVII, xi, 4. El primer pasaje nos dice que el tributo de Egipto era doce veces ma- yor que el de Palestma; pero en el segundo pasaje, en vez de reve- larnos el tributo que Palestina pagaba á Roma, nos' da la suma de los impuestos que los judíos pagaban á su gobierno, lo que es muy diferente. En todo caso podemos hacer una comparación con Siria y el Ponto, que en el momento de la anexión pagaban como tributa treinta y cinco millones de dracmas (Plutarco, Pompeyo, 45). ¿Cómo Egipto, tan poblado, tan laborioso y tan fértil hubiese dado menos? Se ha intentado corregir el texto de Suetonio aumentando el tributo galo impuesto poi César; pero se incurre en otra verosimilitud. ¿Es posible que César impusiese á la Galia todavía bárbara, pobre y poco cultivada el tributo que podía pagar un país tan rico como lo era Egipto por su agricultura, por su comercio y por su industria? Pero todas estas dificultades desaparecen si se admite que Veleyo Patérculo, con la concisión algo obscura que le es habitual, ha que- rido decir que, eii s?¿ época (es decir, bajo Tiberio) Egipto y la Ga- lia pagaban casi el mismo tributo. El pasaje de San Jerónimo sobre el aumento de los tributos en la Galia y el capítulo LI\', 21 de Dión sobre las quejas formuladas por los galos contra Licinio, ponen de acuerdo el texto de Suetonio (César, 25) con el de Veleyo Patércu- lo (II, 39).. Ambos textos nos hablan del tributo galo en dos épocas diferentes. En los cincuenta primeros años después de las guerras civiles, los cuarenta millones de sesíercios impuestos por César á la Galia aumentaron de tal manera, que el tributo de la Galia casi llegó á igualar al de Egipto. Y este aumento también se explica admitien- do que por esta época advirtió Roma que la Galia se enriquecía por las razones que pronto expondremos. Por otra parte, si se ad- mite que Augusto comprendió que podría hacer de la Galia el Egip- to de Occidente, toda su política galo-germánica se explica muy fá- cilmente, como jí'a veremos. Arnold (Stuiies of Roman Imperia- lism, Manchester, 1906, pág. 92) parece interpretar como yo el pa- saje de- \'ele3'o Patórculo: Her siiare of taxes (de la Galia) w as equa í to Iha' coniT\bu:el by Egypt itself.

14 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

amo, entre los Alpes y el Rhin, una especie de Egipto, que se veía emerger lentamente de este océano de gue- rras desencadenadas durante tantos siglos en el centro de Europa; podía mostrarle una Galia que ya no era gala, una Galia pacífica que, si aún no se sometía dó- cilmente al yugo extranjero, tampoco soñaba con gue- rras ni conq-uistas; una Galia que, entregándose á las artes, á la agricultura y al comercio, parecía querer imitar en muchos puntos, en el otro extremo del im- perio, al reino de los Ptolomeos. Las civitatcs ó tribus galas aún conservaban casi intacta su antigua organi- zación, á la que Gésar apenas había tocado; pero su actividad, su espíritu, su vida interior, cambiaban rá- pidamente. Ya no eran civitates que guerreaban sin ce- sar entre sí; y aunque las tribus que en otro tiempo habían gozado de una situación preponderante la hu- biesen conservado, los Estados dominadores como los Estados clientes olvidaban sus antiguas rivalidades en un común esfuerzo de desarrollo económico. En lugar de disputárselos con guerras ó de interceptárselos con peajes, procuraban ahora utilizar para las comunicacio- nes, los numerosos ríos, tan anchos, tan cerca los unos de los otros, que, aparte de algunos intervalos que ne- cesitaban ser vadeados de otra manera, las mercade- rías podían importarse ó exportarse desde todos los puntos de la Galia, y transportarse desde el Medite- rráneo al Atlántico siempre por agua. Era esta una ventaja inestimable para una vasta región continental en una época en que tan caros costaban los transportes por tierra (i). Las mujeres siempre eran fecundas, y

'\) Estrabón, I\', i, 2.

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como la guerra no hacía ninguna desolación, la pobla- ción aumentaba. Como Egipto, la Calia se convertía en una región muy poblada relativamente, y en la que se encontraba esta otra condición favorable á un rápi- do progreso económico, tan rara en esta época y que los antiguos llamaban ^roAuavOpcoTiia ó abundancia d^ hombres (f). Estimulada por estas favorables condicio- nes, por el cambio-del régimen políticD, por el espíritu de la época, la nueva generación se lanzaba con ener- gía á cultivos é industrias nuevas. Se recomenzaba á extraer oro y plata de los ríos, de las minas antiguas \' de las nuevas: la Calía, como Egipto, se hacía un país rico en metales preciosos (2). Dos cultivos en los que Egipto superaba á todos los demás países de Eu- ropa y Asia, el cultivo del trigo y el del lino, comen- zaban á extenderse y prosperar en toda la Calía, favo- lecidos por el clima, la abundancia de capitales, la po.- blacíón, el suelo. Con sus llanuras bien regadas, su clima ni demasiado frío ni demasiado cálido, la Calía era, como aún lo es hoy, un excelente país para los cereales; como la población aumentaba y los metales preciosos se hacían menos raros, el precio del trigo de-

(i) Estrabón 1\', i, 2. IloX'jxvOpoj-ia... xái yi^p Toy.y.òs; %: yj- vaixsg xaL Tpáq:s'.v ayaBai...

(2) El relato de Dión (LIV, 21) es ya una prueba de que los nié- lales preciosos comenzaban á abundar singularmente en la Galia por esta época, puesto que Licinio enseña á Augusto una habitación lle- na de oro y de plata. Otra prueba más importante es que muy pron- to se establecerá una fábrica de moneda en Lyon (Estrabón men- ciona ya su existencia: IV, in, 2), lo que no hubiese sido posible ni explicable si los metales preciosos no fuesen tan abundantes en la Galia. '

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bía de aumentar y su cultivo resultar más fructuoso (i;. Por otra parte, los progresos de la navegación en todo el Mediterráneo, estimulaban en la Galia el cultivo del li TO, que se buscaba er todos los puertos para fabricar las velas, que, aún resultando caras, no lo eran tanto como los esclavos remeros (2). Y, en efecto, por esta época ya los cadurces, por lo menos, comenzaban á cultivar y á explotar esta preciosa planta (3). Es, pues, probable que, cuanto más se quejasen los galos, más insistiese el liberto cerca de Augusto para convencerle de que se podría obtener de esta provincia, tan fértil y activa, donde ya había tantos metales preciosos en circulación, mucho oro y plata, como de Egipto, y que la Galla podría ser un día el segundo granero de Rom,a. En la penuria de capital que entonces sufría Italia y en medio de las dificultades qwe era preciso superar pai'a

(i) Estiabún, IV, i, 2: olxoy cfápí'. tloX-jv...

(2j Plinio, 19, Prccm.^ \, 7-9, nos revela que los progresos en el CLikivo del lino y los grandes progresos que reportaba dependían en su época y en la edad precedente de los progresos de la navegación, singularmente, que tenía necesidad de velas. Me parece verosímil que el cultivo dc'l lino, como el del trigo, haj'^a sido uno de los pri- meros en difundirse por la Galia, aunque Estrabón no diga nada de esto. Pero tenemos una razjn bastante seria para creer que las in- dustrias y los cultivos galos de que habla Plinio comenzaron muy pronto: y es la historia de la industria cerámica. Como vererftos más adelante, M. Déchelette ha demostrado en su gran obra que la in- dustria de la cerámica realizó grandes progresos en la Galia durante la segunda mitad del primer siglo de nuestra Era. Pero Plinio no ha- bla de esto, porque aún lo ignoraba. Luego las industrias de que Irata debían ser más antiguas.

Í3Í En efecto, Estrabón (I\', ii, 2) habla ya de esta industria de los cadurces.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 1 7

salvar á Roma del hambre crónica, estas consideracio- nes tenían que ser de gran peso; pero estaban contra- rrestadas por las quejas de los jefes galos, por las sor- das amenazas del descontento popular y por el peligro germánico. Augusto, pues, estaba dudoso, como de ordinario. Si hay que creer á un historiador de la anti- güedad, Licinio acabó por llevar al jefe de la república á una gran habitación llena de oro y de plata arrebata- dos á la Galia; y al ver esto, Augusto se sometió defi- nitivamente á su opinión. Lo cierto, al menos, es que Licinio continuó en su puesto, en la Galia, y que los jefes galos tuvieron que contentarse con la vaga pro- mesa de que no se renovarían los más gra\-es abu- sos (I). Luego, recomenzó la guerra en la primavera del año 15. Mientras que Silio, según parece, sometía a los leponcianos y se apoderaba de gran parte de la mo- derna Suiza, Druso y Tiberío^ ejecutaban el doble ata- que concertado el año precedente contra los retos y los vindelicios. Druso entró en el valle del Adige; encontró al enemigo en Trento y obtuvo una prímera victoria; luego remontó el valle del Eisack hasta el paso del Brenner, unos dicen que combatiendo sin tregua, otros que sin encontrar dificultades; después descendió' hasta el Inn. Durante este tiempo. Tiberio llegó con un ejérci- to á orillas del lago de Constanza, librando en éste una batalla naval contra los vindelicios, que se habían refu- giado en las islas. No sabemos con exactitud dónde ni cuándo se encontraron ambos hermanos: sólo sabemos que atravesaron juntos la Vindélicia, dirigiéndose hacia el Danubio; que el i.'' de Agosto, en una batalla man-

(i) Bión, LIV, 2r. Tomo VI

GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

dada por Tiberio, deshicieron á los vindélicios, reali- zando así la conquista de la Baviera meridional y trans- portando hasta el Danubio la frontera del Imperio (i); que entraron al momento con su ejército en la Nórica, donde no encontraron resistencia (2). En Roma, donde los ánimos estaban ya bien predispuestos en favor de Druso, suscitó tanto entusiasmo la noticia del combate victoriosamente librado en Trento, que el Senado le confió al punto la autoridad de pretor, aunque todavía no se le hubiese elegido para esta magistratura, po- niendo al joven general en regla con la constitución (3). Pero, cuando se supo que la Vindélicia había sido so- metida y que la expedición había terminado tan bien, aún se hizo más vivo el entusiasmo por ambos jóve- nes, y se vieron renacer todas las esperanzas, todos los orgullos, todos los sentimientos que el culto de las grandes tradiciones moribundas alimentaba-n en el es- píritu público. ¡He aquí epe en la selva muerta, arra-

(i) Oberziner, Le guerre di Atignsfo coiilro i popoli alpini, Roma, 1900, págs. 100-102.

(2) Estrabón, iV, vi, 9; el verano en que Tiberio y Druso some- tieron la Nórica sólo puede ser éste.

(3) Creo que así puede interpretarse el obscuro 3' harto breve pa- saje de Dión (LIV, 22): waxs xal xqjtàg GTpaxrjYiv.à; èttì toùto) (la victoria sobre los habitantes de Trento) Xapeív. Es probable que se adoptase para Druso una medida análoga á la adoptada para Octa- vio en el año 43 antes de Cristo, en la época de las guerras de Mo- dena y por la misma razón, es decir, para darle una autoridad mili- tar íntegra y legal. Para mejor comprender este texto de Dión, se le puede relacionar con lo que dice Cicerón (V'/V., \', xvi, 45): demtis igitiir imperium Cicsari, siiie quo res militaris administrar i, tene- ri ex ere i tus, bellum geri non poiest; sit pro prmiore eo jure, quo qui óptimo.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO '9

sada, herida por el rayo, despojada de sus hojas, un viejo tronco recobraba su follaje y sus flores, y daba nuevos frutos! En la general disolución de la nobleza, una de las más antiguas familias de Roma, la de los Claudios, suministraba á la república dos hombres que sabían conservar su rango al lado de las glorias pasa- das, que, entre los veinte y treinta años, daban prue- bas de una energía, de una inteligencia, de una pureza de costumbres, que en vano se buscaban en los sun- tuosos palacios y entre los grandes nombres de Roma. La gente no tardó en ver en Druso y en Tiberio el re- nacimiento de la nobleza histórica que tan ardiente- mente se anhelaba para la salud de la república; y la alegría, la admiración, el entusiasmo fueron tan gran- des, que Augusto pidió á Horacio que celebrase en sus versos este feliz suceso. Y Horacio, que se había nega- do á celebrar los altos hechos de Agripa y de Augusto, accedió. ^Se sintió halagado por esta petición de Au- gusto que, escogiéndole así, ahora que Virgilio ya ha- bía muerto, le designaba como poeta nacional, y le im- ponía, por decirlo así, á la admiración del público que, hasta entonces, se había mostrado tan tibio por este poeta semigriego de Venusa? (jSe dejó tentar por la es- peranza que siempre radica en el corazón de todo poe- ta, por enemigo que sea de la muchedumbre, de hacer- se popular como Virgilio, tratando un motivo de poesía nacional? Lo cierto es que compuso ciento veintiocho de sus preciosos versos, y dos odas, una para Druso y otra para Tiberio. En la primera (la cuarta del libro IV), nos presenta á Druso cayendo sobre los retos y los vindéliciüs.

20 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Qualem ministrum fulminis alitem, Cui rex deorum regnum in aves vagas Permisit expertus íidelem Juppiter in Ganymede llavo,

^ Olim JLiventas et patrias vigor Nido laborum propulit iiiscium Vernique jam nimbis remotis Insólitos docuere nisus

Venti paventem, mox in ovilia Demisit hostem vividus Ímpetus, Nunc in reluctantes dracones Egit amor dapis atque pugnai...

El que se pretende haber sido el poeta cortesano de la nueva monarquía no ve en la gloria de los dos herma- nos nada que aumente el prestigio reciente de una di- nastía; en cambio, ve á la flor de la virtud que renace en el viejo tronco de la tradición aristocrática, herido por el rayo de tantas revoluciones; personificada en Augusto ve la prueba viviente de la tradición aristo- crática, á la antigua familia romana en que las virtu- des se transmiten de padres á hijos por la vía de la he- rencia y de la educación.

sed diu

Lateque victrices caterva; Consiliis juvenis rcvicta;

Sensere, quid mens rite, quid Índoles Nuti'ita faustis sub penetralibus Posset, quid Augusti paternus In pueros animus Nerones.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 21

Fortes creantur fortibus et bonis; Est in juvencis, est in equis patrum Viitus, ñeque imbellem feroces Progenerant aquilse columbam.

Horacio, como tantos escritores modernos, justifica ya la aristocracia con argumentos biológicos sobre la des- cendencia y sobre la herencia, aunque sean más toscos de los que sirven hoy á los discípulos de Darwin. Pero la herencia no basta por sola, ni siquiera para Hora- cio; si la aristocracia es una le}/' de la naturaleza, tam- bién es en parte obra reflexiva de la educación y de la tradición, de la cual es órgano la familia.

Doctrina sed viin promovet insitam, Rectique cultus pectora roborant; Utcumque defecere mores, J)edecorant bene nata culpa;.

Quid debeas, o Roma! Xeronibus, Testis Metaurum flamen et Hasdrubal Devictus et pulcher fugatis Ule dies Latió tenebria.

Qui primus alma risit adorea, Dirus per urbes Aler ut ítalas

Ceu fiamma per ttedas vel Eurus Per Siculas equitavit undas.

Post hoc secundis usque laboribus Romana pubes crevit, et impio Vastata Pcenorum tumultu Fana déos habuere rectos,

22 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Dixitque tandem perfidus Hannibal. «Cervi, luporum príseda rapacium, Sectamur ultro, quos opimus Fallere et effugere est triumphus.

Gens, quae cremato fortis ab Ilie Jactata Tuséis sequoribus sacra Natosque maturosque patres Pertulit Ausonias ad urbes,

Daris ut ilex tonsa bipennibus Nigrae feraci frondis in Algido,

Per damna, per caedes, ab ipso Ducit opes animumque ferro.

Non hydra secto co.pore firmior •Vinci dolentem crevit in Herculem Monstrumve submisere Colchi . Majus Echionseve Thieba\

Merses profundo, pulchrior evenit; Luctere, multa proruit integrum Cum laude victorem geritque Prcelia conjugibus loquenda.

Cartilagini jam non ego nuntios Mittam superbos; occidit, occidit Spes omnis et fortuna nostri Nominis Hasdrubale interempto.»

Nil Claudiie non pertìciunt manus, Quas et benigno numine Juppiter Defendit et curae sagaces Expediunt per acuta belli.

Así es como el más ilustre posta de la época, acce- diendo al deseo de Augusto, celebraba las hazañas

AUGUSTO Y EL (;RANDE IMPERIO ~J

consumadas en Vindélicia, y la nueva gloria de una de las más antiguas familias de la aristocracia romana, que no era la de los Julios, sino la de los Claudios.

La oda en honor de Tiberio era menos filosófica y más descriptiva. Horacio asociaba en ella el mérito de Tiberio á la gloria de Augusto. Al principio se dirige á éste:

Quse cura patrum qteve Quiritium (i) Plenis honorum muneribus tuas. Auguste, virtutes in íevum Per titulos memoresque fastus

¿\eternet...r

Luego, después de haber recordado brevemente las guerras de Druso, describe extensamente, con algo de retórica, peio también con mucho colorido, á Tiberio combatiendo como un guerrero de Homero:

Spectandus in certamine Martio Devota morti pectora liberíe Quantis fatigaret ruinis Indómitas prope quali s undas

Exercet Auster, Pleiadum choro Scindente nubes, impiger hostium Vexare turmas et frementem Mittere equum medios per ignes.

Y continúa comparándole al Aufides hinchado por las lluvias y recordando que el i.° de Agosto, día de la

1 i) Oifas, IV, 14.

24 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

victoria de Tiberio sobre los vindélicios, también es el aniversario del día en que Augusto entró en el palacio abandonado por Cleopatra. En fin, para terminar, vuel- ve al padrastro del joven héroe y celebra en Augusto la grandeza y el poder de Roma:

Te Cantaber non ante domabilis Medusque et Indus, te prófugas Scythes Miratur, o tutela preesens Itali ae dominíeque Romx!

Te, Ibntium qui celat origines, Xilusque et Ister, te rapidus Tigris Te beluosus qui remotis Obstrepit Oceanus Britannis,

Te non paventis lunera Gallia; DuríBque tellus audit Hiberiae,

Te cíBde gaudentes S3^gambri Compositis venerantur armis.

II

La gran crisis de las provincias europeas.

Ambas odas obtuvieron gran éxito. Hasta los críti- co?, que se habían mostrado tan severos para la con mé- trica y el lirismo de Horacio, se declararon vencidos (i). Por primera vez el escritor solitario había sido, en las dos poesías, la voz de Italia entera. Desgraciadamente, por primera vez también, él, tan fino y perspicaz de ordinario, había escrito muchas toi^terías. Augusto de- bió de sonreír leyendo las dos últimas estrofas de la oda á Tiberio: que la Galia no deseaba su muerte y que los fieros sicambros rendían sus armas para ado- rarle. Ambas odas eran hermosas; pero demostraban que Horacio no había comprendido nada de lo que ocurría al otro lado de los Alpes, y que la gente aún lo había comprendido menos que él. En efecto; cuando

(lì Horacio, Odas, 1\', iii, 13 y sigs.: Romev. principis urbUaii... c-tos versos demuestran que el público comenzaba á sentir menos it\ ersión por el lirismo de Horacio. Me parece verosímil que el can- to secular y las odas patrióticas contenidas en el libro IV y com- puestas á instancias de Augusto, fueron la causa principal de este cambio del público en su manera de apreciar á Horacio. Este pro- curaba convertirse en poeta nacional, á imagen de Virgilio.

26 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

los retos y los vindélicios apenas estaban sojuzgados, y mientras que Horacio en sus versos tan fácilmente hacía ahinojarse á todos los pueblos ante Augusto y la majestad de Roma, los ligares, en los Alpes maríti- mos, se insurreccionaban (i), arrastrando á parte de los subditos de Coció (2). Era esto el principio de una nueva guerra que, sin ser peligrosa, resultaría difícil y costosa, sobre todo por la falta de caminos. Para ir las tropas á atacar á los insurrectos en sus valles profun- dos, tenían que tomar el antiguo camino que, tdesde Tortona, por Acquee StatielUe, superaba la montaña hasta Vado y, costeando el mar después de Vado, lle- gaba á la Narbonesa. En el año 43, Antonio había es- calado esta ruta tan mala con los restos del ejército derrotado ante los muros de Modena; pero los tiempos habían cambiado y los soldados ya no eran los mis- mos. Ya no se podían enviar las legiones con sus em- barazosos bagajes poi tan malos caminos (3). De suer- te que á este inmenso imperio, cu^^o -desmesurado po-

fi) Dión, LIV, 24. Véase Oberziner, Le guerre di Angus/ o co?i- tro i popoli alpini, Roma, 1900, pág. 131.

(2) Es una hipótesis de Oberziner, y que me parece inspirada con bastante justeza en* pasaje algo desdeñado de Ammiano Mar- celino, XV, X, 12.

(3) C. I. L., V, 8085, 80SS, S094, 809S, Sigo, 8101, 8105. Son estos cipos de Augusto fechados del 740-741, que se han encontra- do entre Oneglia y la Turbia, en el camino que, como indica la ins- cripción 8102, se llamaba la via Julia Anglista. Está claro, pues, que, en el año 740, Augusto hizo en el camino importantes repara- ciones, que lo ensanchó y lo construyó á la manera romana. Estos trabajos, por otra parte, eran evidentemente consecuencia de la in- surrección de los ligures: esta insurrección hizo ver al gobierno ro-

_mano que era necesario mejorar las comunicaciones con la Liguria.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 27

der ensalzaba Horacio, le costaba mucho trabajo, por falta de rutas, reprimir una insurrección de tribus bar- baras que había estallado en los mismos confines de Italia. Augusto se vio obligado á pedir al Senado los fondos necesarios para rehacer el camino y ocuparse en este trabajo. Pero, á pesar de esta dificultad, el or- gullo y la insolencia de los ligures seguramente que no hubiesen preocupado mucho á Augusto si todos los pueblos y todos los ríos mencionados por Horacio le hubiesen verdaderamente rendido homenaje. Al con- trario, á pesar de los hermosos versos de Horacio, Au- gusto veía que la situación del imperio se hacia muy diferente de la que había encontrado veinte años an- tes. Oriente parecía entonces la gran amenaza del im- perio; en Oriente hacían las ciudades sus periódicos alzamientos y mataban cada momento á los ciudada- nos romanos; en Oriente era donde los grandes y pe- queños Estados, colocados bajo el protectorado de Roma, hacían continuas defecciones; donde los pue- blos de las montañas amenazaban con su arisca inde- pendencia á la dominación romana en la llanura; don- donde la corte de Alejandría urdía sus obscuras intri- gas. En fin, en Oriente era donde las fronteras estaban amenazadas por los más temibles enemigos, los partos. Pero hacía veinte años que todas estas dificultades ha- bían desaparecido; y cuando, hacia fines del año i6, .Agripa se marchó á Asia con Julia, encontró á los par- tos absolutamente tranquilos, no pensando de ninguna manera en aprovecharse de las guerras que habían es- tallado en las provincias occidentales para reconquis- tar á Armenia. Al contrario, había un partido que re- comenzaba á buscar la amistad y casi la alianza de

2S

GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Roma, En la corte estaba una concubina del rey, una antigua esclava italiana regalada por César á Fraates, á la cual ilama Josefo Tesmussa, y cuyo verdadero nombre, según una moneda, era Thea Musa. Esta concubina, que había adquirido gran ascendiente sobre el rey, se proponía ahora excluir de la sucesión á los hijos legítimos del rey para sustituirlos con su hijo, y queriendo asegurar á éste la protección de Roma, se puso al frente de un partido que deseaba la alianza en- tre Roma y el imperio de los partos (i). Roma, pues, tenía las manos libres en toda el Asia Menor hasta Armenia y en toda Siria hasta el Eufrates. En tales condiciones no tenía que preocuparse gran cosa de las dificultades que surgieran en el reino del Bosforo (Cri- mea y las regiones vecinas en las bocas del Don), don- de había muerto el rey Asandro y donde un aventure- ro, de nombre Escribonio, que se había ofrecido por sobrino de Mitrídates, se casó con la reina viuda, Di- namis, y se disponía á que le proclam.asen rey del Bos- foro, afirmando que Augusto le daba su consentimien- to. Agripa no quería dejar á este impostor que subiese al trono del Bosforo y deseaba casar á Dinamis con Polemón, re}^ del Ponto, para unir así el Bosforo al Ponto. Pero pensaba que, para imponed la voluntad de Roma en este lejano país, bastaría una manifestación naval en las costas del reino, que Polemón y él orga- nizarían fácilmente (2). Así, todo el gran trabajo que había de realizar en Oriente se reducía, por el momen-

(i) Josefo, A. y., XV^III, II, 4; Head, ///sL iVum., pág. 964: Qzdg, Oüpavcag Moúar;g Boi.aiXioor¡z. (2) Dión, LIV^, 24.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO* 29

to, á recibir con Julia innumerables homenajes, asistir a fiestas y dejarse colmar de elogios en las inscripcio- nes y poner su efigie en el mármol y en el bronce (i), á dejar que los pueblos de Asia introdujeran en el Olimpo á Julia al lado de Augusto, simbolizando tam- bién en la hija la ardiente aspiración á la monarquía greco-asiática, á esa gran institución secular que pare- cía ser la única que podía conciliar los intereses par- ticulares de las ciudades y defender al helenismo con- tra Persia. La primera de las mujeres latinas, Julia, pudo desempeñar en la confusa tragicomedia de su época el papel de una diosa y fué honrada en Pafos con el título de divina (2); en Mitilene con el título de nueva Afrodita (3); en Ereso con el de Afrodita Geni- trix (4), y en otras ciudades se la colocó al lado de Hestia (5). Luego, mientras que Druso y Tiberio com- batían en Vindélicia y en Retía, Agripa y Julia fueron á visitar en la primavera del año 15 a Herodes, que, deseoso de cortejar al yerno y á la hija de Augusto, había venido á Asia para invitarlos. Pero en el momen-

(li A Agripa y á Jjüa parecen referirse los dos fragmentos de las inscripciones encontradas en Megara (Corp. hiscr. Grcec, Grie- cia Siptentrionalis, I. 64-65). Véasa Biiil. de corresp. helL, 1S80, pág. 517. En honor de Agripa: en Corcira, C. I. Gr., 1878; en Ilion, ídem, 3609. Véase también C. I. A., III, 575-576.

(2) Journal of hellenic Studies, IX, 1888, pág. 243 (citado por Gardthaasen: Augnstiis iind sei'ne Zeit, III (2 ter Theil ). Lip- sia, 1904, pág. 715).

(3) Tnscrlpt. Graca Insnl. maris .^gai, II, 482.

4) Ramsay, Cites ani Bishoprics of Phrygia, voi. II, 482.

5) C. Inscr. Att., ìli, 316 (sin embargo, no 'es muy seguro que 'íouAia desi:!,ne aquí á la hija de Augusto ó á Livia).

30 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

to de apaciguarse Oriente, tan agitado veinte años an- tes, los bárbaros celtas, germanos, ilirios y tracios, tranquilos hasta entonces, se conmovieron de manera alarmante más allá de los Alpes y en los valles del Danubio y del Rhin. La principal causa en esta peli- grosa agitación era la reforma que, en el año 25, había sometido al tributo á las provincias europeas. Los his- toriadores de la antigüedad no se cansan de decir que la Galia estaba descontenta deJ censo; que los dálma- tas y los panonios se insurreccionaron por el tributo harto, pesado que se les impuso. Pero jpor qué estos tributos hacían sufrir tan cruelmente á estas provin- cias? ;Por qué las provincias occidentales se quejaban continuamente de los impuestos, mientras que las pro- vincias orientales cumplían en silencio el deber fiscal para con la metrópoli con tanta facilidad y sin recrimi- naciones? Careciendo de detalles más precisos, sólo in- directamente y por experiencias históricas más recien- tes podemos imaginarnos lo que ocurría en estas pro- vincias, por presentar alguna analogía con la situación de entonces. Roma y esto no es dudoso percibía los tributos de casi todas las provincias en mekales preciosos. Ahora bien: á medida que en todas partes se desarrollaba el arte, la industria y el comercio; á medida que el orientalismo se difundía en Italia, con- sumíanse más artículos de lujo procedentes de Oriente: vinos, perfumes, frutas, plantas medicinales, lanas, te- las, joyas, objetos de arte. Oliente, pues, pagaba con artículos de lujo la mayor parte de su tributo; á cam- bio de sus mercaderías recobraba á Italia el oi"0 y la plata que había derramado en las cajas del procónsul ó del propretor. Seguramente que las provincias orienta-

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 31

es debían ceder á la metrópoli romana parte de su producción agrícola é industrial; pero como esta pro- ducción se hacía con la paz muy abundante; como Roma, después de Accio, ya no era muy exigente y, á cambio del tributo, daba al menos la paz, tan necesa- ria á la industria y al comercio, las provincias de Orien- te se resignaban á pagar* el tributo, porque podían pa- garlo. Pero, al contrario, el tributo debía pesar dema- siado sobre la mayoría de las provincias bárbaras de Europa, porque éstas no fabricaban objetos de lujo ni producían artículos agrícolas para exportar á Italia. Necesitaban, pues, pagar su tributo en metales precio- sos principalmente. Roma no exportaba de estas pro- \incias más que oro y plata, que gastaba en Italia ó en las otras provincias para pago del ejército, para traba- jos públicos y para los demás servicios del Estado. Así se explica que, después de las guerras civiles, la .Galia se diese tanta prisa en buscar y laborear las minas de oro y de plata y que Licinio pudieía mostrar á Augus- to habitaciones llenas de metales preciosos. Pero si la Galia, tan poblada, tan activa, tan rica en minas, podía con relativa facilidad extraer de la tieira los metales preciosos, no sucedía lo mismo con las demás provin- cias, con los pobres dálmatas, con los incultos pano- nios (i). La dominación romana \^ los tributos impues- tos abrieron en este país una brecha por donde el oro y la plata que podían recoger por diferentes procedi- mientos pasaban á otras regiones del imperio, causan -

l^i) En efecto, veremos que Tiberio procuró activar nuis tarde la busca de oro en Dalmacia, 3' que hasta que tuvo que apelar á me- dios coercitivos. Véase Floro, IV, xii, 10-12 (2, 25).

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do casi los mismos funestos ejemplos que los impues- tos excesivos y el tránsito del dinero hacia las ciuda- des, causaron en las provincias más pobres y en los campos de Francia durante los últimos años del reina- do de Luis XIV. El valor del dinero debía de aumen- tar y el de los géneros y de las tierras disminuir, así como las rentas, mientras que los impuestos, percibidos en dinero, eran los mismos ó habían aumentado. Así, en los campos todo eran deudas, despoblación, des- contento. Creo que de esta manera puede explicarse la exasperación que inducirá pronto á tantos pueblos á tomar las armas contra Roma y contra los recaudado- res de los tributos. La crisis debía ser tanto más grave, porque estos pueblos no sólo habían sido invadidos por los agentes del fisco; pero también por mercaderes extranjeros, orientales é italianos, venidos á buscar nuevos clientes, no ya en las clases populares, sino en las clases ricas, es decir, en las clases que, siendo me- nos fieles á las tradiciones nacionales, se ponen más fácilmente á imitar las costumbres de la nación domi- nadora. Desgraciadamente, no es posible rehacer por completo la historia de esta invasión comercial; pero ciertos hechos que conocemos nos autorizan para su- poner otras análogas. Por ejemplo, sabemos que, por esta época, la Italia del Norte empezó á expedir mucho vino por Aquileya y Nauporto á las provincias del Da- nubio (i). También sabemos que, por estos años, se

(i) Esto se desprende de la comparación de dos pasajes de Es- trabón, V, II, 8, y IV, VI, 17. El vino que los ilirios según el pri- mer pasaje venían á recoger en Aquileya, debía de exportarse por el camino que se nos describe en el segundo pasaje. Es verosímil

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 33

comenzaron á v'ender en la Galianas hermosas cerámi- cas, lisas Cromadas, de las famosas fábricas de Arezzo; las cerámicas poco diferentes de las fábricas de Puz- zole (i); las cerámicas ornadas, grises y amarillentas, fabricadas probablemente por Acó en el valle del Po (2); las famosas cerámicas de Cneo Ateyo, que también pa- recían haberse fabricado en Italia (3). Los talleres galos eguían fabricando y vendiendo en los mercados los oppida, la cerámica gala tradicional, los vasos pintados, bordados de ornamentos geométricos hechos á pincel y adornados de diferentes motivos, de lazos ondulados la mayoría, hechos con el cincel ó con la rueda. Pero al mismo tiempo acudían los mercaderes italianos á ofrecer á los ricos galos, con creciente éxito, los plato?, los vasos, las lámparas de fabricación italiana, de míis fina calidad que las de la Gali<i; pero que el prestigio militar y político de Roma hacía parecer aún más her- mosas de lo que realmente eran. Ser\irse de las cerá- micas italianas significaba para los ricos galos acercar- se á los dominadores, disminuir la distancia que había entre los vencedores y los vencidos. Estos informes entresacados son los pequeños fragmentos de un fenó- meno más general, y nos permiten entrever en estas provincias á los mercaderes procedentes de Italia y de

qao so trataba de vino del valle del Po, sobre todo, si se tiene en cuenta el pasaje de Estrabón, V, i, 12, donde celebra las copiosas vendimias de la Cisalpina.

(i) J. Déchelette, Les vas es céramiqíies ornes de la Ga/ile ro- zna! ne, París, 1904, voi. I, pág. 31.

(2) J. Déchelette, obra citada, I, pág. 31.

(3) ídem, id., I, pág. 16.

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las regiones más civilizadas de Órlente procurando pe- netrar entre los bárbaros y enseñarles todas las altas virtudes de la civilización: la coquetería de las finas estofas, el lujo del rico mobiliario, la embriaguez de los vinos exquisitos, la admiración de las bellas esclavas de Oriente, la vanidad de los monumentos públicos, grandes é inútiles, el deber de gastar el dinero de ma- nera que llegase mucho á manos de los artistas, de los intelectuales, de los mercaderes de objetos de lujo. Era esto, si se quiere, la «penetración pacífica» de las pro- vincias europeas, realizada como podía hacerse enton- ces, por la aplicación á los países conquistados de los procedimientos ordinarios que emplea la civilización, para pervertir y descomponer á la barbarie agrícola cuando logra dominarla por la fuerza y por el dinero. Así, los mercaderes también se Uevaban'de estas re- giones buena _parte del oro y de la plata que el fisco romano dejaba; mucha gente contraía deudas; los gran- des se hacían menos generosos con la plebe; las anti- guas industrias del país y los comercios seculares esta- ban amenazados de decadencia }'■ de muerte; los de- seos no satisíechos producían un descontento general que aún hacía más agudo el contraste entre las cos- tumbres nuevas y las antiguas, entre las ideas tradi- cionales y las importadas del extranjero. El odio á la dominación romana, sobrexcitado por tantas causas, amenazaba estallar al primer incidente, de un día á otro. Si la Galia, que era naturalmente rica, estaba tan descontenta, ¿qué sería de las otras provincias, mucho más pobres y menos civilizadas?

También la insurrección que había estallado en los Alpes, y que Augusto aún no había podido domar com-

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pletamente, era poca cosa en comparación de las gue- rras que amenazaban encenderse en los valles del Rhin y del Danubio. De todas las provincias de Europa sólo la remota España, aislada y sometida al fin por las últimas expediciones de Agripa, estaba tranquila. En las demás, la pax romana se tambaleaba. La Galia entera estaba en estado de agitación y de trastorno; la Vindélicia no alentaba, pero sólo porque aún estaba aturdida por el golpe que había recibido el año prece- dente; la Nórica había rendido las armas al acercarse el ejército de Tiberio, por haber quedado débil con las in- vasiones precedentes de los dacios y de los getas-; en cambio, Panonia estaba en plena insurrección; Dalma- cia agitadísima, así como los pequeños principados de la Mesia protegidos por Roma, y al Sur de los Balka- nes, Tracia, donde reinaba la dinastía de los Odrices, colocada también bajo el protectorado romano. Tam- bién en Tracia era muy numeroso y fuerte el partido antirromano, é impopular la dinastía, porque aceptaba la protección romana y, para no parecer bárbara, se mostraba favorable al helenismo. Los campesinos y los pastores tracios sólo con sentimiento servían en los cuerpos de los auxiliares romanos y no querían pagar las poesías de los literatos griegos que la corte susten- tab i (i). Augusto debía de estar tanto más inquieto del estado de estas provincias, por lo . mismo de que tam- bién se empezaba á sentir en otro punto inesperadas y

(i) Véase Ovidio, Pont., II, 9. En esta carta al rey de Tracia, Coti se encuentran curiosos detalles sobre, una de estas cortes semi- b¿írbaras que, puestas bajo la influencia de Roma y del helenismo, se esforzaban por civilizarse.

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gravísimas repercusiones del gran acontecimiento cuyo autor había sido César: la conquista de la Galia. Lan- zando sus legiones en medio de las tambaleantes repú- blicas célticas; haciendo con algunas \-igorosas sacudi- das que se desmoronase sobre sus seculares cimientos el antiguo orden de cosas establecido en la Galia, el hombre fatal, no sólo había realizado una profunda re- volución en la Galia; también había alterado el antiguo equilibrio del continente europeo }'• determinado un mo- vimiento en los pueblos y Estados que, casi invisible al principio, empezaba á adquirir considerables propor- ciones. La conquista romana había pacificado y desmi- litarizado á las antiguas repúblicas célticas. Estos Es- tados belicosos, que durante tantos siglos habían es- tado situados entre la barbarie germánica é Italia, convertíanse en simples divisiones administrativas de una rica nación, que había adquirido gran desarrolla económico, pero que carecía ya. de una fuerte organi- zación militar nacional. La Galia seguía abierta á los germanos, que hubiesen podido pasar ahora al través de estos pueblos pacificados y marchar sobre Italia, sin encontrar en su camino otro obstáculo que cinco legio- nes. Hacía tiempo que Agripa había comprendido que el peligro germánico reaparecería en el Rhin; pero aho- ra también se mostraba en el Danubio, y más grave de lo que Agripa se había figurado. Las concesiones de tierras galas que había hecho á lo largo del Rhin no eran de ningún efecto si vale decirlo así para con- jurar este peligro; era preciso oponer ahora otros di- ques á este mar tempestuoso de tribus que se extendía desde el Vístula hasta el Rhin, desde el Báltico hasta el carso superior del Danubio. Los germanos eran po-

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bres, poseían pocos metales preciosos, no construían ciudades ni poblaciones importantes; vivían dispersos en el campo, en habitaciones solitarias, pero sin arrai- gar fuertemente en ningún sitio; sus costumbres eran rudas; apenas poseían algunas industrias rudimenta- rias, una religión pobre, una agricultura superficial, re- baños numerosos y hábitos casi nómadas. Frecuente- mente ocurría, aún entre las tribus más numerosas, de quemar sus habitaciones, de emigrar á nuevas tierras, de repartírselas, de construir entre ellas sus casas, de apacentar sus rebaños, y de hacer nue^'as siembras. Sus bagajes eran muy ligeros: rebaños, provisión de trigo, armas, algunos muebles, algunos esclavos-. Y, al cabo de un año, cuando se podía hacer la primera re- colección, la tribu se encontraba tan bien instalada en sus nuevas tierras como en las antiguas. El clima ri- guroso, los bosques inmensos, el suelo que sólo era rico en pastos y que producía mucho menos trigo que la Galia, la distancia de los países civilizados, la ignoran- cia, el espíritu belicoso, todas estas razones no sólo im- pedían enriqiiecerse á las tribus germánicas, reñnarse y fundar Estados duraderos, pero también de afincar en el suelo. Las numerosas tribus, móviles como olas al soplo de los menores acontecimientos y de las necesi- dades nuevas, estaban en continua lucha entre para disputarse ciertas regiones, para quitarse los rebaños ó los metales preciosos, para vengar antiguas ofensas; en cada tribu, todos los hombres libres y propietarios, des- de la infancia hasta la vejez, sólo se ocupaban en la guerra, confiando los demás trabajos á los esclavos y á las mujeres; la religión, las costumbres, la familia, as- piraban á exaltar en el hombre el gusto del peligro y

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el desprecio de la muerte. En suma, cada pueblo, gran- de ó pequeño, era una horda de guerreros robustos y sobrios, admirables por su coraje y ardor. Felizmente para Roma faltaba á esta fuerza y á este ardor una in- teligencia reguladora. Cada tribu estaba gobernada por los hombres libres, propietarios y guerreros, que se re- unían en asamblea, acordaban la paz ó la guerra, ela- boraban las leyes, dictaban justicia; y apenas si la au- toridad de estas asambleas, compuestas de hombres violentos é impulsivos, estaba algo atemperada por los sacerdotes y por las familias más distinguidas en razón de sus riquezas y gloria militar. Pero la autoridad de las asambleas y también la de la nobleza eran débiles, pues ni los siglos, ni el contacto con pueblos más civi- lizados, ni las guerras continuas habían dulcificado aún el fiero espíritu de independencia del germano guerrera y propietario. Por esta razón la Galia había podido con- tener tanto tiempo las invasiones germánicas, y tam- bién por esta razón Augusto no hubiese tenido que te- mer tanto á los germanos si la Galia, habiendo perdido la energía militar y adquirido muchas riquezas, la bar- barie miserable de los germanos no se hubiese fatalmen- te sentido arrastrada á caer sobre esas riquezas. Pues la guerra no sólo era una pasión, sino una industria para los germanos; le. aristocracia, sobre todo, no hu- biese podido sin botín repartir presentes entre los gue- rreros menos ricos y sostener á su clientela, que era el único principio de orden político en este mundo vícti- ma de la anarquía. ¡Era fácil de prever que los pueblos germánicos no seguirían despojándose entre para arrebatarse sus pequeños tesoros y sus rebaños escuá- lidos, cuando pudiesen caer unidos sobre la Galia, que

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era tan rica. Seguramente que el alto nombre de Roma aún los retenía en las márgenes del Rhin; pero ¿qué ocurriría el día que advirtiesen que este nombre temi- do sólo contenía una fuerza mucho más modesta? Allende los Alpes, innumerables estados, grandes y pe- queños, habían nacido y caído durante los últimos si- glos, llenándolo todo de ruinas. Pero también la domi- nación romana temblaba ahora sobre estas ruinas. El momento se acercaba en que Roma tenía que decidirse á adoptar graves decisiones á propósito de las provin- cias de Europa, Italia empezaba á entrever que, una por lo menos de estas provincias, la Galia, era muy rica; Augusto veía en ella al Egipto de Occidente, el gran recurso futuro para el Tesoro de la república, una gran salida para la agricultura y la industria de Italia. Era, pues, evidente que el imperio necesitaba de las provincias conquistadas poco antes en Europa; pero también era evidente que la situación insegura y con- fusa de estas provincias no podía durar mucho. Sobre todo, era preciso reforzar la defensa del Rhin, y llevar las fronteras del imperio hasta el Danubio. No se podía defender una frontera tan extensa con tan pocas legio- nes, si no era fuerte por misma. El Danubio era la línea natural de defensa, tras la cual algunas legiones bien mandadas podrían guardar fácilmente inmensas regiones. Necesitábase, pues, á cualquier precio, llegar hasta el Danubio, aún á riesgo de dejar detrás á pue- blos poco seguros y turbulentos.

Tal era la obra por realizar que Roma tenía delante. Esta obra era la parte más pesada de la herencia de César, la consecuencia más grave de la gran estocada que había dado en lo desconocido al realizar la con-

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quista de la Galia, Y era tan difícil, que por ella quizás pueda explicarse por qué Tito Livio hacía en su gran historia de la Urbe esta pregunta que hoy parecería absurda: ¿Hizo César más bien que mal? ¿Hubiese sido para el mundo una dicha ó una desgracia que el hom- bre fatal no hubiera nacido? (i). Para hacer frente á uno y otro lado de fronteras tan extensas á tantos bárbaros se hubiese necesitado la habilidad diplomática y toda la energía guerrera de que la nobleza romana había dado tan iiermosas pruebas en la conquista del impe- rio. Pero la habilidad diplomática y la energía guerrera desaparecieron rápidamente, no obstante los desespe- rados esfuerzos del partido tradicionalista, en la nueva aristocracia compuesta por los que quedaban de la no- bleza histórica, por los jefes de la revolución que ha- bían sobrevivido, por los ricos caballeros y por los in- telectuales pertenecientes á las clases medias. Algo de retórica imperialista, como la ostentada por Horacio en sus bellas estrofas, algunas nociones muy confusas de geografía y de política, ilimitada confianza en Augus- to, tal era ahora todo el arte de gobernar á las provin- cias para esta clase perezosa, superficial y gastada por un intelectualismo confuso y frivolo. Sin hacer objecio- nes ni pedir aclaraciones^ el Senado votaba todas las sumas que Augusto pedía para la guerra; ya no había nadie que hiciese oposición como en tiempos de César ó de Pompe}?^©; al contrario, todos estaban encantados con que el mismo Augusto, sin consultar al Senado, adoptase las decisiones necesarias para la paz }'■ la gue-

(f) Séneca, Nat. Qiuest.., \' , xviii, 4.

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rra, cuya facultad se le había conferido (i). Las altas clases ysL no tenían ningún principio ó tradición para orientarse en las cuestiones de política exterior; con- fundían de lejos los lugares y las épocas, y, con fácil orgullo, sólo se preocupaban de la conclusión que siempre les parecía inevitable: la consolidación y exten- sión del imperio romano. ¡En cuanto á los jnedios que emplear, á las dificultades que vencer, á los peligros que prevenir y á otras miserias semejantes, todo esto solo interesaba á Augusto! Se ha repetido durante si- glos que Augusto despojó poco á poco al Senado, me- diante una hábil política, de todos sus poderes en la política exterior; al contrario, era la disolución moral de la nobleza y la parálisis del Senado quienes en este momento dejaron solo á Augusto empeñado con el ene- liiigo en el Rhin y en el Danubio. Para no es dudo- so que Augusto estuviese de ninguna manera contento de ejercer una autoridad tan poco intervenida en unos asuntos que implicaban tantas incertidumbres y peli- gros imprevistos. Pero, cualquiera que fuese- su opinión personal sobre este estado de cosas, por fuerza tenía que soportarle; puesto que nadie quería ocuparse en él, era necesario que se convirtiese con sus parientes y amigos en órgano de la política exterior supliendo á la incapacidad del Senado, que lo abandonaba todo, y á la del público que, frivolo, ligero, lleno de deseos im- posibles y de ilusiones quiméricas, amenazaba cada

I 1 1 ('. [. L., \'I, 930, V,. i: foídusve cum quivus vokt faceré li- ceat... ita uti Uciiit Divo Augusto. Esta frase de la lex regia Vespa- siana demuestra que Augusto tuvo el poder de hacer la guerra y la paz; pero es imposible decir cuándo se le confirió ese poder.

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instante con oponer obstáculos á las operaciones de guerra ó á las negociaciones diplomáticas. ¡Es cosa muy difícil el dirigir la política extranjera de un país cuando los poetas se encargan de explicársela á las masas!

Sin embargo, Augusto iba á concluir con toda su energía esta vasta empresa. Era éste el momento más dichoso de toda su existencia; el momento en que el Jiilimn sidiLS, la estrella de su fortuna, brillaba al fin con más puro resplandor. Tenía cuarenta y nueve años,, es decir, se encontraba en toda la fuerza de la edad; el régimen rigurosísimo á que se había sujeto, la seguri- dad y la tranquilidad relativas de que había podido go- zar después de las guerras civiles, el temple que suele dar á k)s órganos del cuerpo la vida misma, parecen haber reforzado por esta época su constitución siempre enfermiza. Es indudable que durante unos diez años no había estado peligrosamente enfermo. Su experien- cia política, así como su inteligencia, estaban maduras en este momento. En fin, podía comenzar á creer que su poder se sustentaba en bases sólidas, pues los mis- mos que no le admiraban en su foro interior ni en sus palabras, se resignaban á sufrir su poder, considei-án- dolo como lo menos malo en una época tan corrompi- da. Con él había una hermosa familia bien unida, que podía ofrecer como ejemplo á todos los que pedían el retorno á las costumbres pasadas. (¡Había en Roma mo- delo qiás perfecto de la antigua nobleza romana que Livia? Si Augusto ha hecho una política tan conserva- dora y favorable á las aspiraciones de la antigua no- bleza, si ha procurado con tanta perseverancia recons- tituir la república aristocrática, es muy probable que el mérito ó la responsabilidad pertenezcan á Livia. El

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nieto del usurero de Velletri, el «burgués» ennobleci- do desde poco antes por el éxito y por el casamiento^ sufría la inflaencia de esta mujer que pertenecía á la antigua nobleza, á una de esas familias que Italia siem- pre había considerado como semi-divinas. Pero Livia sabía guardar la reserva necesaria para que su influen- cia conservadora no se hiciese demasiado visible. Con- sejera discretísima en todas las circunstancias difíciles, procuraba no mostrarse, no gustaba de recibir home- najes, y sabía ocultarse. Agripa era un amigo fidelísi- mo; Julia era bella, inteligente, amable, y parecía vivir con prudencia en el remoto Oriente, en compañía de su marido; los dos hijastros de Augusto, inteligentes, ac- tivos y valerosos, eran generales experimentados y buenos maridos; no sólo le ayudaban á gobernar el Es- tado; pero también podían servir ejemplos que opo- ner á la frivolidad de la juventud contemporánea. ¿Qué más podía desear? ¡Ah, si este instante feliz hubiera po- dido detenerse en la pendiente del tiempo! El período que comienza quizás fué el más hermoso de sU larga existencia y tal vez el menos desgraciado. A medida que veía aumentar el peligro, Augusto desplegaba en todas partes admirable actividad. El camino de Liguria se reparó inmediatamente, y la insurrección fué repri- mida con energía en los Alpes Marítimos y en los valles que se habían sublevado contra Coció. Probablemente, también por esta época se ocupó Augusto en reorganizar las regiones conquistadas ó reconquistadas, empleando para ello la brutalidad que en esta época se considera- ba necesaria. Parte considerable, y la más válida, de los pueblos alpinos que se habían insurreccionado, se ven- dió como esclava y se dispersó, ó fué reducida á una

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especie de servidumbre y adscrita á la tierra. En los va- lles sólo se dejó á los habitantes necesarios para culti- var la tierra, y, probablemente, mujeres sobre todo (i). En seguida se dividió el territorio: todos los valles que desembocaban en el lago Mayor hasta el San Gotardo, parte considerable del territorio conquistado á los le- poncianos se incorporarían al territorio de Milán, y so- metidos por consecuencia á la autoridad del pequeño Senado de los decuriones milaneses y de sus magistra- dos comunales (2); lo que hoy llamamos valle de Bre- gaglia, y donde en otro tiempo habitaban los Bergalei, se incorporó á Como (3); los valles de los camunnos y de los trumplinos se unieron al territorio de Brescia (4). En todos estos valles, las tierras confiscadas á las tri- bus y á las familias ricas se dieron en parte á las tres ciudades que aumentaron sus dominios municipales (5), y en parte se repartieron entre Augusto, su familia y

(i) Dión, LIV, 22. üión no dice que la población dispersa se ven- diese como esclava, pero es una consecuencia fácil de deducir, da- dos los precedentes de las guerras antiguas. En cuanto á la frase de Plinio (III, 134)..- TrumJ>¡¿m', venalis cunt agris sais poptilus, me pa- rece aludir á una especie de servidumbre de la gleba. Plinio quiere decir evidentemente que en el territorio jde los trumplinos se ven- dían los campos con los habitantes; es decir, que los hombres esta- ban adscritos á la tierra.

(2) Nissen, ItaUsche Laiideskundc, voi. II, Berlin, 1902, pági- nas 184-185.

(3) Idem, id., pág. 1 88.

(4) ídem, id., 197.

(5) . Nissen (obra citada, pág. 196) ha observado que la conquis- ta dejos valles alpinos aumentó la prosperidad de muchas ciudades en el valle del Po. Es, pues, natural, suponer que parte de las tierras

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SUS amigos: era un gran botín de bosques magníficos, de ricas minas, de excelentes praderas, de tierras férti- les (i). El mismo trato se reservó á los valles de los Al- pes réticos; pues se asignaron casi todos á la nueva provincia de la Retía, cu3'as fronteras trazó Augusto inclu^-endo la Vindélicia y todo el terrritorio que se ex- tiende desde la cresta de los Alpes hasta el Danubio y desde el lago Lemán hasta las fronteras de la Nóricja (2). En ésta acordó Augusto introducir la administración romana y abolir la dinastía nacional; pero no quiso re- ducirla á provincia. Al contrario, le aplicó el régimen del prcEJcctus, cuya experiencia había hecho ya en Egipto. Un caballero escogido por él, gobernaría el antiguo reino á título de virrey, y así quedaría más sometido á Roma. Pero no era bastante haber anexionado la Re- tía y la Nórica; también era preciso defender estos paí- ses contra las invasiones de los germanos y de los da- dos. :Se iban á. crear nuevas legiones para guardar es- tas provincias? El gasto hubiese sido harto pesado, y también hubiese sido muy difícil encontrar bastantes soldados y oficiales en las clases altas, medias ó bajas

coaquistadas en los Alpes se concedió á las ciudades. Era esto en parte una compensación de los dominios comprados por Augusto- después de Accio, para distribuirlos entre los veteranos.

(i) C. i. L., \', 5050, V, 14. Esta inscripción revela que el em- perador Claudio tenía agri y saltus en los valles cuya conquista se realizó por estos años. Para quien conozca las costumbres romanas no será inverosímil que estos agri y estos saltus ha3'an podido provenir del botín de esta guerra, en la cual tomó parte Druso, pa- dre de Claudio.

(2) Obsrziner, Le guerre di Augusto contro i popoli alpini, Roma, 1900, pág. 102.

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de Italia. Decididísimo á no rebasar el númeí'O de las veintitrés legiones, y á conservar al ejército su car^ácter nacional é italiano, Augusto adoptó el partido de sus- tentar la defensa del imperio, así aumentado, en este principio: que las fronteras jamás pudiesen ser atacadas en muchos puntos á la vez y, por consiguiente, que las mismas legiones pudiesen defender los puntos más dis- tantes, siempre que fuese posible transportarlas rápida- mente de un sitio á otro. En vez de aumentar el núme- ro de las legiones, Augusto .prefirió acrecentar su mo- vilidad construyendo nuevos caminos que costaban menos caros y que también podían servir para el co- mercio y para los particulares. Decidió, pues, abrir un camino entre las nuevas provincias y el valle del Po, al través de los Alpes, y por el cual camino, las legiones reunidas en el valle del Po, pudiesen acudir si era pre- ciso á defender el Danubio. Druso se encargó de trazar este camino que, partiendo de Aitino, en el Po, y pa- sando probablemente por Treviso, Feltro, la Valsuga- na, Trento y el valle del Adige, llegaría hasta el Danu- bio (i). Augusto también pensó en construir, por el va- lle de los salases, su colonia de Augtisía Salassoj'itm, y por el Pequeño y el Gran San Bernardo, otro camino estratégico que debía de hacer más rápido el viaje de Italia á la Galia, y gracias al cual en algunas semanas se podrían concentrar en el Rhin las legiones de Iliriay de

(i) Sabemos por una inscripción, C. I. L., V, 8002, que por esta «poca se construyó un camino de Aitino al Danubio: viam Clauiiam Angus tam quam Drusas pater Alpibiis beilo patef aclis der exeral, munibtt ab Aitino usqiie ad Jliivinm Danuvium. Sobre el probable recorrido del camino, véase C. f. L. V, pág. 938.

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Panonia (i), xA.ugusto recomenzó á fundar este mismo año algunas colonias de veteranos, y también éste era un signo de la tempestad que amenazaba. Después de Accio V de las guerras civiles, Augusto ^había des- cuidado un poco á los soldados y á los veteranos. Se había hecho el sordo á las continuas reclamaciones de los soldados para tener menos servicios y estar mejor pagados, temer más ventajas y promesas menos vagas cuancio se les alistasen (2); y al licenciar todos los años á cierto número de soldados que habían servido veinte años por lo menos, no se había preocupado de buscar- les tierras, lo que implicaba un gran gasto y una difícil empresa. Por otra parte, si durante las guerras civiles se había recompensado con tanta frecuencia á los sol- dados dándoles campos, en realidad no tenían ningún derecho á esta especie de pensión; de suerte que había muchos soldados licenciados que, pobres y sin dinero, acudían en vano á mendigar de los personajes podero- sos, con los cuales habían combatido, un pedazo de tierra para pasar sus últimas años. Ahora bien; inopina- damente, Augusto siente este año viv^a solicitud por los pobres veteranos; fuera de Italia, es verdad, les busca

(i) Carecemos de informes sobre la época en que se constru\'ó este camino; pero me parece difícil antes de que los asuntos de las Gallas adquiriesen más importancia, y, por consiguiente, que la de- fensa del Rhin se hiciese urgente. He relacionado, pues, la construc- ción de este camino a la del otro, como dos partes de un mismo proyecto que aspiraba á idéntico fin.

i 2) Ya veremos que .\ugusto propuso al año- siguiente una ley militar que concedía á los soldados grandes ventajas. Los soldados, paes, tenían que haberse quejado bastante de su situación, puesto que Augusta se decidió á darles satisfacción.

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hermosas y fértiles tierras; funda una colonia en Patrás» dándoles parte del territorio comprado á la ciudad (i); funda otra por medio de Agripa en Siria, reconstruyen- do y repoblando así la ciudad de Borito que las guerras civiles habían destruido y despoblado en parte (2). Por esta época, probablemente, pensó también en construir á Augusta Vindelicorum, á Turín y á Benevagienna. Augusta \'indelicorum estaba situada en la extremidad del camino abierto por Druso; Turín en la confluencia del y del Dora, en la nueva gran ruta estratégica del valle de los salases, en el punto donde el Po se hace navegable; Benevagienna en el corazón de los territorios ligures y en las tierras tomadas á los insurrectos (3). Turín y Benevagienna debían estar fortificadas y servir también para inspirar miedo á los ligures.

El Senado, á quien se sometieron estos proyectos, los aprobó sin dificultad; votó los gastos necesarios con la docilidad é indiferencia que le eran habituales, y

(r) Estrabón, VII,_ vii, 5-. La harto vaga indicación cronológica de Estrabón está precisada por San Jerónimo: ad amiutn Abraham, 2003.

(2) EstrabiSn, X\'í, ii, 19: San Jerónimo, frr;' aiinum Ahraliam, 2003.

(3) Dión (LIV, 23), entre los acontecimientos del año 15, dice que Augusto tJjXv.c, ev xe x%[ FaXatia xaL sv x^ ^Ijizpíc;. cu/và; à.TZÓr/.'.OB. ¿Hay que entender por FaXaTÍa la Galia cisalpina? Enton- ces Benevagienna y Turín serian las dos colonias. La suposición no me parece inverosímil. En efecto, sabemos de manera bastante pre- cisa que las colonias de la Galia narbonesa se fundaron en época anterior. Estos años convienen á las dos colonias, á Benevagienna, que supone la sumisión de los ligures, y á Turín, cuya fundación puede relacionarse con la construcción del gran camino estratégico- al t.avés del valle de los salases.

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sin preguntarse de dónde saldría el dinero, fí! año 14 estuvo, pues, para Augusto lleno de cuidados y de ac- tividad. ¡En relación con tantas dificultades, cuan fácil era la misión de Agripa en Oriente! Agripa había reali- zado sin trabajo este mismo año la manifestación naval en las costas de Táurida y arreglado como deseaba los asuntos del reino del Bosforo (i). Luego había vuelto por tierra, cruzando el Asia menor en compañía de He- rodes, que se le había incorporado durante la ex- pedición (2) y procuraba bienquistárselo para realizar en más vasto campo, y ante todo Oriente, la gran idea que daba cierta nobleza á su, política pérfida y violenta: la conciliación del helenismo y del judaismo. No sólo durante su viaje había hecho grandes larguezas á las ciudades griegas, y emprendido á sus expensas la re- construcción del célebre pórtico de Chío (3), pero tam- bién se había convertido cerca de Agripa en el defensor de las ciudades griegas y de los judíos. Pronto se supo en toda el Asia Menor que para obtener algo de Agripa era necesario pedírselo por conducto del rey de Judea, y muchas ciudades se sirvieron de él. Ilion logró que se le perdonase una multa; Chío quizás recobró su liber- tad y obtuvo también una disminución en los impues- tos; á otras ciudades se les concedieron varios fa- vores (4). Por otra parte, Herodes indujo á Agripa á dictar un solemne edicto confirmando y aumentando

(i) Dión, LIV, 24; Orosio, VI, xxi, 28; San Jerónimo, ad aun, 2003 (Edic. Schon., II, pág. 143).

(2) Joseíb, A. y., XVI, II, 2.

(3) ídem, A. J., XVI, n, 2.

(4) ídem, A. J., XVI, 11, 2.

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todos los privilegios, tan odiosos á los indígenas (i), de las colonias judaicas del Asia Menor. Así, este árabe idumeo venido del desierto^ convertíase en Oriente en el gran protector de los judíos dispersos por el imperio y por las colonias emancipadas de la madre patria; po- día interponerse como pacificador entre el judaismo y el helenismo, y hasta osaba erigirse en protector de este último. Y el helenismo oriental, antes tan orgullo- so, tan autoritario, tan exclusivista, toleraba ahora esta intrusión para explotarla (2), que en cualquier otra épo- ca hubiese parecido ridicula y escandalosa. Pero el hele- nismo declinaba y Herodes, el rey de los judíos, se con- vertía en el primer potentado del Oriente helénico y semítico. La pa,r romana, la nueva política inaugura- da por Augusto, que se esforzaba en la medida de lo posible por conciliar los intereses de las diferentes provincias en vez de entregarse al ciego saqueo y de sembrar la discordia en todas partes, creaba en Oriente una situación completamente nueva, y completamente distinta de la situación de Occidente. Por todas partes se veía renacer la agricultura, la industria y el comer- cio: otra vez se oía en todas las ciudades el ruido de los telares; las cubas de los tintoreros recomenzaban á hervir y á arder los hornos de hacer cristales; los obre- ros ya no carecían de trabajo en las ciudades industria- les; los propietarios vendían fácilmente sus excelentes vinos, las exquisitas frutas secas, los simples y las hier-

(i) Josefo, A. 7., XVI, II, 3-4.

(2) Parece que ciertas ciudades griegas, entre las cuales figura Atenas, elevaron en vanos templos estatuas á Herodes. Véase C. I. A., Ili, 550; C. I. G., 2630.

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bas aromáticas. No sólo eran los pueblos de Oriente; también en las ciudades y en los campos, á lo largo de las costas y en las mesetas se compraba con gran faci- lidad y en cantidad ma3^or; pero era Italia la que todos los años pedía á Oriente mayor cantidad de estos ar- tículos de lujo; eran los nuevos mercados que se abrían en las provincias bárbaras de Europa, desde la Galia hasta Tracia. Al adoptar medidas para la defensa del Rhin y del Danubio, Augusto no sólo conservaba la in- tegridad del imperio, también aseguraba grandes mer- cados á las ciudades industriales de Oriente. El consu- mo mismo de los productos de la India, la seda, el arroz y las perlas iba aumentando en todo el mundo mediterráneo (i), y el Oriente, intermediario natural, realizaba grandes beneficios en el comercio, sobre todo Egipto, que hacía una competencia victoriosa á los ára- bes del Yemen. Mientras que en la época de los Ptolo- meos apenas partían al año algunos barcos de Miosor- ne, el puerto egipcio del Mar Rojo, para ir á la India, ahora había toda una flotilla que realizaba el comercio con el Extremo Oriente, y el número de navios que la componían aumentaba todos los años con los mercade- res que se enriquecían en estos viajes (2). Todas las in- dustrias, todos los comercios, todos los cultivos pros- peraban en Egipto, en Siria, en Asia Menor; la misma Grecia, la pobre Grecia, renacía en algunas partes. En Patrás encontraba muy floreciente la industria del biso, y la fundación de una colonia romana no podía

(i-) V^éase Peripl. mar. Eryflir., 49; aunque este documento pertenezca á época posterior. (2) Estrabón, II, v, 12.

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por menos de enriquecer á la ciudad, pues Augusto ha- bía concedido á los colonos algunos territorios y varias poblaciones que debían pagarles un tributo (i). Las canteras de mármol del Ática, del Taigeto, de la isla de Tasos, de Crocea y del Tenaro, comenzaban á enviar mucho marmol á Italia (2); Laconia, Tesalia, Elida, ex- portaban á Roma caballos para los juegos del circo Í3); las ciudades situadas en la embocadura del Danubio co- menzaban á comprar en Grecia vinos y trajes (4); las ciudades como Ipata, en el valle del alto Esperquios, y Titorea en el valle del alto Censo, obtenían de los oli- vares plantados en las tierras vecinas aceite excelente^ y el porvenir parecía sonreirles en medio de la general desolación de Grecia (5). Oriente, pue-s, parecía haber encontrado al fin la paz sólida, esa seguridad de los mares y denlos continentes que necesitan los países in- dustriales y comerciales, y en esa. paz, en esa segundad, otra vez se enriquecía rápidamente, atrayéndose de to- das partes los metales preciosos. Si no curaba comple- tamente los innumerables males que píidecía, discordia de razas, disolución política, confusión religiosa, depra- vación moral, al menos tenía fuerza para soportarlos

(i) Pausanias, V, v, 2; VI, xki, 6; VII, xvii, 5; VII, xxi, 4; VI,.

XXII, I.

(2) Hertzberg, Histoirc de la Grece sous la domiíiation romaiiie., voi. Il, pág. 207.

(3) Hertzberg, oh. cit., voi. II, pág. 208.

(4) Dión Crisostomo, (9/-., XXXVI, pág. 444; XII, pág. igSa; trátase en Dión Crisostomo de una época posterior; pero es evidente que estos cambios comerciales tuvieron que empezar por esta época, en que la prosperidad renacía por todas partes.

(5J Hertzberg, ob..cit., voi. II, pág. 208.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 53

más fácilmente. En medio de la prosperidad, venida de improviso, cuando todos la consideraban desterrada de la tierra, en la prisa que en todas partes se sentía por recoger lo que ofrecía en su cuerno la abundancia, to- das las clases y todas las razas olvidaban un poco los rencores y los celos que la larga crisis había avivado; hasta se permitía á un árabe, rey de Judea, que expre- sase en nombre de todos, á los pies de Roma, la supre- ma necesidad de Oriente: el acuerdo de los pueblos, de las lenguas, de las religiones, en el común interés de explotar con el comercio, con las artes, con las letras, con los vicios y con las fábulas religiosas, al Occidente bárbaro, que Augusto se disponía á abrir con la espada de Roma á la invasión oriental.

El león que había rugido y mordido furiosamente en la época de Metrídates, lamía ahora, tranquilo como un cordero, las manos de Agripa. En lucha con los leoncillos de Europa, Augusto podía preguntarse si no había tenido razón Antonio queriendo transportar el imperio á Oriente. En efecto, ¡cuánto más tranquilo y seguro hubiese estado que en estas agitadas provincias de Europa! Pero ya no era posible retroceder. Mientras que Agripa y Herodes caminaban por el tranquilo Oriente, Augusto meditaba en la Galia dos proyectos mucho más grandiosos que los que había realizado aquel año: la reorganización administrativa de la Galia y la conquista de Germania.

Ili

La conquista de Germania.

Desde el comienzo de su presidencia, Augusto, sin declararse francamente contrario á una politica de ex- pansión, había eludido siempre las aventuras peligrosas más allá de la frontera sabiendo encontrar mil pretex- tos para engañar las impaciencias y las ambiciones po- pulares. Así concertó la paz con Persia cuando Italia quería la guerra. Quince años de esta política habían dado su resultado: Italia comenzaba á resignarse, sin darse cuenta, á esa especie de inactividad sistemática de su política extranjera, y á contentarse con los mo- destos trofeos obtenidos por las legiones que comba- tían en el Norte de España ó en los valles de los Al- pes. La creciente prosperidad, el prestigio renovado, el olvido de Accio, la decadencia tan evidente del Senada determinaban una nueva,prientación del espíritu públi- co. ¿Cómo intentar nuevas conquistas cuando el Sena- do, que debía dirigirlas, estaba paralizado y era im- potente? Pues bien, justamente cuando la opinión pú-

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 55

blica se calmaba y cesaba de empujarle por el camino de las conquistas, Augusto, casi por solo, tran- quila y fríamente, decidía una empresa muy vasta y grave.

Entre los historiadores antiguos y modernos este cambio tan singular les coge tan de improviso que no le atribuyen otras causas que las impenetrables oscila- ciones de una voluntad personal. Pero las causas de- bieron ser más profundas y complejas. Si Augusto no se hubiese persuadido por esta época que la conquista de Germania era absolutamente necesaria y urgente, no se explicaría cómo él, que evitaba siempre las gra- ves responsabilidades, se hubiese comprometido y hu- biese comprometido á Roma, con un Senado débil y una aristocracia medio destruida, en tan temible em- presa. Ahora bien; ;qué causas pudieron persuadirle de que era preciso conquistar á Germania.^ Á falta de do- cumentos directos es necesario recurrir á las hipótesis; y entre éstas, la más sencilla y verosímil, me parece que debe buscarse en los asuntos galos. No es proba- ble que Augusto creyese que Germania valiese por sola los arduos sacrificios de la conquista. Esta sólo podía parecerle necesaria entonces para conservar la Galia, cuyo valor le había ponderado Licinio. Luego hay que relacionar el designio de esta empresa con la gran discusión sostenida en presencia de Augusto en- tre los jefes galos y el liberto. Esta discusión marca una época decisiva en la historia de Roma: aquella en que, gracias á Licinio que le abrió los ojos, la oligar- quía que gobernaba el imperio descubrió al ñn el in- menso valor de los territorios conquistados por César, Augusto, que durante quince años rebuscaba en todo

56 GRANBEZA Y DECADENCIA DE ROMA

el imperio, desde las montañas de España hasta las me- setas del Asia Menor, desde las ciudades de Siria has- ta las aldeas de los Alpes, para encontrar dinero, debía de considerar como una suerte maravillosa para Roma la posibilidad de encontrar allende los Alpes, en medio de las provincias europeas, un territorio limítrofe de Italia, que por su riqueza igualaría algún día á las provincias más opulentas del imperio, y que parecía ofrecer un vas- to mercado á la agricultura y á la industria italianas. Á las ventajas económicas, manifiestas para todos, se unían grandes ventajas políticas. Italia había obligado á Augusto á conquistar y anexionar Egipto para infli- gir una inolvidable humillación á Oriente que se había enorgullecido en deniasía durante las guerras civiles; pero, aunque se hubiese vengado cruelmente en todo Oriente de las tentativas harto ambiciosas de Cleopa- tra, su situación en el imperio no había cambiado. Las provincias de Occidente, aun teniendo á Italia al fren- te, formaban una parte del imperio muy inferior en po- blación, en riqueza y en importancia á la parte orien- tal. Á pesar del desprecio que el nacionalismo romano sentía por los orientales, Italia y la república vivían sin- gularmente de las rentas de las provincias orientales; Augusto, Agripa, los procónsules se veían obligados á guardar todo género de consideraciones á su clientela oriental, á las ciudades, á las monarquías, á los Esta- dos más insignificantes colocados bajo el protectorado de Roma; ésta prodigaba ahora á Herodes, á un idu- meo, á un reyezuelo bárbaro, amabilidades y favores, que dos siglos antes había negado el Senado á los glo- riosos sucesores de Alejandro, á los más insignes re- presentantes del verdadero helenismo. La superioridad

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 57

de Oriente, y sobre todo la influencia de Egipto, au- mentaban rápidamente á medida que la paz borraba los recuerdos de la última guerra civil y difundía en el im- perio y en Italia una civilización más refinada é intelec- tual. No es, pues, inverosímil que Augusto entreviese en la Galia futura, descrita por Licinio, tan rica y tan poblada, no sólo una fuente importante para el Tesoro imperial; pero también un contrapeso á las provincias orientales demasiado vastas, ricas y pobladas. Si Italia lograba prolongarse, por decirlo así, y dilatarse allen- de los Alpes, en una vasta provincia, poblada, rica, ac- tiva en el comercio y en la industria, tendría menos ne- cesidad de Oriente, podría dominarle con má:s-energía y conservar más fácilmente en el imperio la suprema- cía con que Oriente amenazaba.

Augusto, pues, había acabado por dar plena razón á Licinio y había aceptado definitivamente los puntos de vista del hábil liberto, pero amplificándolos en el plan de una nueva y verdadera política gala. Licinio se li- mitaba á proponer que se estrujase á la Galia para ex- traerle por todos los medios el dinero que fuera posi- ble. Pero era evidente que no se podía hacer de la Galia el Egipto de Occidente, con los germanos ame- nazando la frontera, con las provincias vecinas insu- rreccionadas y la revolución latente en la Galia misma. Esta no era, como Egipto, y Siria, una nación vieja habituada durante siglos á obedecer y pagar los im- puestos; la victoria de Licinio la había exasperado y, como se acercaba el término del censo }' la Galia ente- ra iba á quedar sometida al nuevo régimen fiscal, la oposición amenazaba con aprovecharse del general -descontento para suscitar un alzamiento que sería

5^ GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

ayudado por una invasión germánica (i). Si la Galia era la más fuerte columna del imperio en Occidente, había que consolidar sus cimientos por todos los me- dios: tal parece haber sido la idea que, desde este mo- mento, guió á Augusto en su política gala. Y entre es- tos medios diferentes, prefirió servirse de dos: una sa- bia reorganización administrativa de la Galia y la con- quista de Germania. La división territorial que César había encontrado á su llegada á la Galia aún existía. César la había conservado y la paz la había manteni- do. Los pueblos más poderosos, como los eduos y los arvernos, todavía conservaban como aliados de Roma su clientela de pequeñas civitates^ á las que goberna- ban; al lado de estos pueblos, muchas civitates, gran- des y pequeñas, estaban colocadas directamente bajo el dominio ó la inspección de Roma, según que eran sometidos, libres ó aliados. Era evidente que, habien- do cesado las guerras interiores y conv.ertido la Galia en nación industrial y comercial, las grandes clientelas de los eduos y de los arvernos no tenían otra razón de ser que el conservar antiquísimos privilegios y el justi-

(i) Los pasajes de Tito Livio, Per., iT)"], CivHales Germanm cis Rhenum posiiie appugnantur a Druso; el tunmltus qui ob cen- siim exortus in Gallia erat^ compositus... y el de Dión, LIV, 32... 6tà X0Ù5 raXáxa? p-v] èesXoSouXsìv... muestran claramente que la expedición de Druso á Germania se relaciona con las sublevaciones que por el censo amenazaban en la Galia. No es de creer que se trate de invenciones romanas para justificar la invasión de Ger- mania: lo que sabemos sobre la historia de la Galia y de Germania nos revela que la Galia estaba muy agitada por esta época y que, en todas las tentativas de insurrección, contaba con la ayuda de los yérmanos.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 59

fìcar SUS pretensiones á una superioridad completamen- te ficticia: además, podían ser peligrosos para Roma, en caso de una nueva insurrección del país, sirviendo como de primeros núcleos de nuevas coaliciones na- cionales. Augusto, pues, decidió acabar con estas vas- tas clientelas arrebatando á la dominación de los ar- vernos los velavos, los cadurces, los gabalos, y á la de los eduos, los seguciavos, los ambarros, los brancovi- ces, sometiendo estas civitatcs directamente á la auto- ridad de Roma (i). Luego, sustentándose en los resul- tados del censo, redujo la antigua variedad de las civi-

(i) Estrabón ÍIV, ii, 2) nos dice que los velavos fueron sustraí- dos á la autoridad de los arvernos. Hirschfeld (Die ^'Edtier und Ar- verner imier Rom. Herrschaft. Sitzungb. Ber!. Kònig. Aka- deni.^ 18971 voi. II, pág. 1100) me parece haber demostrado que este cambio lo realizó Augusto, y que un cambio análogo se operó para los demás subditos y los eduos y arvernos. Creo que existen numerosas consideraciones para conjeturar que ese cambio se reali- zó por esta época, así como la división de la Galia en tres partes. En la edición italiana (voi. IV, pág. 68, nota i.'"^) había colocado ya la división de la Galia en el año 27; pero un estudio más atento me ha hecho ver que es mucho más probable que fuese en este otro año. En primer término, Augusto no se detuvo en la Galia el año 27; se dirigió inmediatamente á España, mientras que semejante refor- ma exigía larga estancia y mucho estudio. Además, no me parece verosímil que esta reorganización se hiciese antes de terminar la mensuración y el censo de la Galia. Ahora bien: no es seguro que la mensuración terminase en el año 27 y que el censo se ordenase esie mismo año. En fin, las preocupaciones por el estado interior de la Galia que Augusto sentía necesariamente en este momento, nos hacen comprender por qué razones había reorganizado el 14-13 de esta manera á la Galia, mientras que no se acierta á explicar el mismo hecho en el año 27. La Galia estaba entonces m,ás tranquila y Augusto tenía que ocuparse en cuestiones más urgentes.

6o

GRANDEZA Y DECADENXIA DE ROMA

tates á una mayor uniformidad, reuniendo las civitates muy pequeñas para formar una sola, dividiendo las que eran muy grandes y repartiéndolas todas en se- senta civitates que apenas se diferenciaban, que tenían una importancia y extensión casi idénticas, que eran todas independientes y que estaban en inmediata rela- ción con Roma (i). Pero esta nueva reorganización aumentaba el trabajo y también la responsabilidad del gobierno romano. Para que toda la Galia pudiera ser bien administrada en su nueva constitución, y para co- municar más fuerza k la dominación romana, Augusto también acordó hacer una tripartición administrativa de las sesenta ciudades, sin querer por eso sustentarse en la tripartición étnica natural de la Galia. Al Oeste, en la Aquitania, entre los Pirineos y el Carona, la Ga- lia estaba poblada de iberos, y se parecía á España; en el Centro, entre el Ródano y el Océano, desde el Caro- na hasta el Sena, estaba habitada por puros celtas; al Este, entre el Sena y el Rhin, estaba habitada por una mezcla de celtas y de germanos. Las lenguas y las ra- zas indicaban, pues, la tripartición natural del país.

(i) Estrabón (IV. ii, 2) dice que los nombres de !as sesenta ci- vitates estaban inscritos en el ara de Lj^ón. Bajo Tiberio (Tácito, Aii.^ Iir, 44), las civitates eran en número de sesenta y cuatro: la diíerencia puede explicarse, como observa Arnold (Studies of Ro- mani Imperial ism, Manchester, iqo6) si se tiene en cuenta que 'Cuatro tribus germánicas: los nemetos, los vangiones, los tribo- ques, los rauraques, fueron transportados en seguida al otro lado del Rhin é incorporados á la Galia». Véase Ptolomeo, II, ix, 9. Como Bstrabón es la fuente más vecina de Augusto, creo que debe de seguírsele {jara acercarse á la verdad en lo concerniente á la ¿poca que estudiamos.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO

6i

Pero la tripartición de la Galia ideada por Augusto en Aquitania, Lionesa y Bélgica, tendía, al contrario, á mezclar administrativamente lo mismo las diferencias que las afinidades étnicas é históricas de los pueblos galos. En Aquitania reunió diecisiete civitates, cinco de las cuales eran iberas y doce célticas (i): entre éstas estaban los arvernos; á la lionesa asignó veinticinco veintiséis) civitatcs célticas, entre las cuales figuraban los eduos, que estaban separados así de los arvernos (2); formó á Bélgica con diecisiete civitates^ incluyendo al- gunas poblaciones, como los sesuanos, los lingones y

(i) Estrabón dice que catorce (IV, i, i); pero más adelante (i\', n, 2) sólo enumera doce, de las cuales once vuelven á encontrarse, en Ptolomeo (If, vii, 5-13). Ptolomeo asigna á la Aquitania diecisie- te civitates] asi, las civitates de origen ibérico, que, según Estrabón, eran en número de veinte, pero todas pequeñas y obscuras (IV, 11, i), debieron reunirse para formar cinco ó tres civitates más grandes- según que sea ¡a cifra de catorce ó la cifra de doce la que es in- exacta en Estrabón, cuando hace la cuenta de las civitates célticas en Aquitania. La fusión de las pequeñas civitates ibéricas en algu- nas mayores puede explicarnos, como Ptolomeo dice, que en Aqui- tania había diecisiete civitates, mientras que Plinio, al contrario, (IV, XIX, 178; cuenta más de cuarenta. Plinio ha debido enumerar todas las pequeñas civitates originarias que fueron agrupadas en tres ó en cinco civitates más grandes, es decir, ha debido dar la di- visión geográfica de la región, mientras que Ptolomeo nos da la di- visión administrativa. Para ésta ha)'^ que seguir á Ptolomeo, aun tratándose de la época de Augusto; en efecto, sin eso no puede lle- garse al número de las sesenta civitates que, según Estrabón, eri- gieron el ara de Lyon, \ que necesariamente habían de ser todas unidades administrativas.

(2) Plinio, IV, xviii, 106; Ptolomeo, II, vni, 5-12; ambas listas ■lo difieren en algunos nombres, y las diferencias pueden explicarse p ir cambios ocurridos en las circunscripciones administrativas.

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GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

los helvecios, de origen puramente céltico (i). El gru- po central, céltico también, que era el más compacto, activo, num.eroso y, por consiguiente, el más peligroso, encontrándose así amputado al Este y al Oeste, en ventaja del grupo ibérico y del celto-germánico; y el gobierno galo reposaba de este modo en el equilibrio administrativo de tres grupos casi equivalentes.

Es fácil comprender que haciendo esta tripartición artificial, y que no se relaciona en nada con las razas, las lenguas y la historia de la Galia, Augusto se propo- nía extinguir completamente en la Galia el espíritu po- lítico y nacional, debilitar el espíritu de tradición, em- barazar todo acuerdo entre las tribus que la lengua, la raza y los recuerdos relacionaban, y convertir á esta Galia nueva, desnacionalizada, sin espíritu político, ha- cia la agricultura, el comercio, la industria, los estu- dios, los placeres. Pero la reorganización administrati- va no parecía ser suficiente para fortificar la domina- ción romana; pues la esperanza de que los germanos les ayudarían contribuía á agitar á los galos. Era, pues, necesario realizar la conquista de Germania para po- seer seguramente á la Galia y á las provincias del Da- nubio. No se trataba de escoger como para la conquis- ta de Persia; era una necesidad. Si Italia y el Senado no lo comprendían era preciso que Augusto lo com- prendiese, él, que tenía encima la responsabilidad del poder y que debía pensar en eludir á tiempo los grandes peligros que amenazaban en lo porvenir. Sin embargo,

(i) Ptolomeo, II, ix, 4-10. En Plinio (IV, xvii, 100) hay otros muchos nombres, y la razón quizás sea la misma, porque se encuen- tran otros también en la enumeración de iasciv/taces de la Aquitania.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO «3

la campaña de Germania era casi tan difícil como la de Persia. Augusto habría podido darse cuenta de ello, aún sin salir de Roma, leyendo los capítulos xxxix y xl de los comentarios de César, donde el conquistador de la Galia tan claramente expone los peligros y dificulta- des de las guerras en Germania: el valor del enemigo, la falta de caminos, la dificultad de los transportes y aprovisionamientos, los bosques inmensos y la facilidad de las emboscadas. Estas dificultades, tan grandes ya en la época de César, aún habían aumentado en los úl- timos treinta y cinco años; pues los soldados de Au- gusto, mucho menos aguerridos que los de César, ne- cesitaban bagajes más embarazadores, provisiones más abundantes, guías más seguros, caminos más fáciles. Pero si Augusto no era hombre que se aventurase te- merariamente en lo desconocido, como Lúculo y Cé- sar, sabía, no obstante, adoptar graves resoluciones cuando, tras madura refiexión, comprendía que eran necesarias. Á comienzos del año 13, Augusto invitó á Agripa, que aún estaba en Oriente, á regresar á Italia, y él también quiso volver para consultar punto tan grave con el guerrero más experimentado de aquel tiem- po (i). Además, con el año 13 terminaba el quinque-

(i) Paréceme verosímil que Agripa regresó para la expedición de Germania. En efecto, es muy probable que el mando de la em- presa se confiase á Agripa. \'erdad es que á principios del año 12 Agripa marchó á Panonia y no a Germania; pero un acontecimiento imprevisto como la insurrección de los panonios pudo muy luego obligar á Augusto y á Agripa á rectificar sus primitivos planes. En efecto, apenas supo Agripa que los panonios, asustados con su sólo nombre, habían vuelto á tranquilizarse, regresó á Roma, probable- mente para seguir preparando la expedición de Germania. La muer-

04 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

nio de la doble presidencia. Augusto y Agripa, pues^ tenían que encontrarse en Roma para que prolongasen su poder otros cinco años: ;no se podrían estudiar al mismo tiempo un plan de campaña: Por otra parte, el momento debía parecerle singularmente propicio para comenzar la conquista. Si la empresa no era menos di- fícil que la realizada por César en la Galia ó la intenta- da por Antonio contra Persia, Augusto, después de quince años de gobierno feliz, había conquistado bas- tante autoridad para empeñar al Estado en esta aven- tura. Hecha la liquidación, sus quince años de gobier- no habían aportado á Italia más bien que mal: la paz no se había alterado; la prosperidad había aumentado; se habían extinguido muchos rencores y bastantes de- seos habían quedado satisfechos. Y si no era á él solo á quien se debían estos bienes, sin embargo, los con- temporáneos le tributaban todo su agradecimiento. ¿No era él quien durante quince años se ocupaba en refor- mar ios abusos, en redactar leyes y aplicarlas, en reor- ganizar las provincias, en concertar tratados, en apor- tar dinero, en vencer las insurrecciones, en ensanchar el imperio? Ya no se trataba para él, como en tiempos de César, de una popularidad con soplos de tempestad

te lo interrumpió todo: Augusto se decidió entonces á compartir la dirección de todas estas guerras entre Druso y Tiberio. Pero me pa- rece poco verosímil que ^ugusto recurriese para tan grave empresa á sus dos jóvenes hijos, por inteligentes que fuesen, cuando podía iHsponer de un guerrero tan experimentado como Agripa. Además, veremos que al principia se pensó en invadir á Germania por agua, i. lea que parece pertenecer á Agripa, que quizás era más almirante que general. Por mar había obtenido sus dos grandes victorias de Nauloca y de Accio.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 65

y con violentas oscilaciones; era una benevolencia tran- quila, que rodeaba sin cesar á la persona del primer magistrado de la república:

Divis orte bonis, optime Romuke Gustos gentis, abesjani.nimium diu: Maturum reditum pollicitus patrum Sancto concilio redi.

Lucem redde tiue, dux bone, patriíe, Instar veris enim voltus ubi tuus Adfulsit populo, gratior it dios Et soles mc'ius nitent.

Así es como Horacio (i) saludaba á Augusto, que disponía á regresar á Roma; y presentaba á Italia es- perando su vuelta conio la de un hijo que se ha mar- chado lejos. Gracias á él:

Tutus bos etenim rura perambulat, Xutri rura Ceres almaque Faustítas, Pacatum volitant per mare navitíe, Culpari metuit fides;

Nuliis polluitur casta domus stupris, Alos et lex maculosum edomuit nefas, Laudantur simili prole puerperte,

Culpam píEna premit comes.

Quis Parthum paveat, quis gelidum Scythen. Quis Germania quos hórrida parturit Fetus incolumi Cesare? quis ferie Bellum curet Hiberi:e?

(r) Horacio, IV, v. Tomo \T

66 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Horacio, que no era un adulador ni un poeta corte- sano, expresaba en estos versos lo que en Italia sentían sinceramente las clases medias y el pueblo. Tenemos la prueba de ello en un hecho al que los historiadores han prestado muy poca atención: y es que por esta época empieza á organizarse en Italia, y con relación á Au- gusto, si no un culto, al menos una veneración popu- lar cuyas formas, aunque todavía completamente lati- nas, contenían ya un principio siquiera fuera débil del culto asiático de los soberanos. Hacía ya siglos que los esclavos y los clientes tenían costumbre de jurar por el genius del patrono, es decir, por esa esencia di- vina, incorruptible, inmortal de la naturaleza humana, de la que todavía no se tenía más que una idea confu- sa, pero que la mitología latina colocaba ya en el cuer- po para realizar en él las funciones del alma. Y aquí que en las clases medias de Italia se relacionaban estos hábitos con Augusto; en las ocasiones solemnes se ju- raba por su genio como si fuese el patrono común de todos; hasta se comenzaba á imitar á los pastores de la. égloga de Virgilio, sacrificando en todas partes al genius, al numen de Augusto (i). En muchas ciudades,

(ij Horacio, Ep., 11, i, ló:

Jurandasque tuum per numen ponimus aras.

Estci epístola se escribió por aquella época, no antes del año 12, sino después de la muerte de Agripa. Lo vemos en el primer verso:

Cum tot sustineas tanta el nesotia solus

S'o/us quiere decir sin Ag .ipa, sin el colega que había tenido en la presidencia los cinco años precedentes.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO í»/

como Falero (i), como Cosa (2), como Nepi (3}, como Nola (4), como Pesto (5), como Grumento (6) se orga- nizaban colegios Angustales semejantes á los colegios de ios Mercuriales y de los Herculiani, asociaciones cu- yos miembros se proponían asegurar el retorno perió- dico de estos modestos sacrificios. Pisa quizás tenía ya un Augíisteum (7), Benevento tenía un Cesareimi (8). En toda Italia el celo piadoso de las poblaciones satis- fechas por la paz erigía altares á Augusto (9); en Roma, así como en las colonias que él había fundado, y en los municipios que poseían orígenes y tradiciones diferen- tes solía colocarse su estatuilla entre la de los Lares, al lado del hogar, como para invocar su protección, al mismo tiempo que la de los antiguos dioses tutelares de la casa, para la familia y sus descendientes. En la oda escrita con motivo de su vuelta, también dice Ho- racio:

(.'■ondit quisque diem coUibus in suis Et vitem viduas ducit ad arbores; Hinc ad vina redit líetus et alteris Te mensis adhibet deum;

(í)

C. T. L., XI, 3083.

(2)

ídem, Xr, 2Ó31.

(3)

ídem, XI, 3200.

<4)

ídem, X, 1272.

-(5)

ídem, X, 485.

(6)

fde>n, X, 205, 231, 232.

(7)

Ideít, XI, 1420. Pero la inscripción es del año 755

(8j

ídem, IX, 1556.

(9)

Horacio, Ep., II, i, 16. Véase C. I. L., XI, 3303.

(>''i GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Te multa prece, te prosequitur mero Defuso pateris et Laribus tuum Miscet numen, uti Graecia Castoris

niaLMii meiiior Hercuü^ d'i

Había ya en Roma estatuillas de Augusto en las ca- pillitas de los Lares compita/es que se conservaban en cada barrio para un qnadrivium, y por las cuales sentía el pueblo ferviente devoción (2).

No ha}'' que creer por eso que el campesino, el obre- ro, el mercader, se representaban á Augusto como un dios verdadero dotado de un poder sobrenatural, ó que le implorasen mercedes como el católico piadoso de- manda hoy á los santos ó á la Virgen. Todos sabían que Augusto era un hombre como los demás, destina- do también k morir. Este culto sólo era entonces una manera convencional de expresar la maj^or admiración que un hombre puede sentir por otro; de expresar que Augusto era, no un dios, sino que por él se sentía casi el mismo respeto que por los dioses. El cristianisma aún no había venido á oponer lo humano á lo divina de una manera inconciliable, y no era un sacrilegio el venerar á un altísimo personaje con los símbolos de la adoración religiosa. La admisión, pues, de Augusta entre los Lares no significaba otra cosa que la popula- ridad del presidente, aumentando de tal manera, que mucha gente quería colocar la imagen en el santuaria mismo de la familia. Esta creciente veneración nos ex- plica las grandes fiestas que por esta época se organi-

(i) Horacio, Odas, IV, v, 29 y sit (2J Ovidio, Fastos, V, 145.

AU(;USTO V EL GRANDE IMPERIO '^'9

zaron en Roma con motivo de su regreso. Tiberio, que le había precedido en Italia por haber sido electo cón- sul para este año, ofrecería al pueblo numerosos es- pectáculos (i); Balbo, que había terminado su teatro, deseaba que, coincidiese la inauguración con la entrada de Augusto (2), y el Senado, en memoria de las em- presas conducidas á buen término los años preceden- tes, había acordado, después de su vuelta, que se eri- giese al lado del Campo de Marte, á lo largo de la vía Flaminia, una gran ara á la Paz de Augusto, y en la cual los magistrados, los pretores, las vestales, cele- brarían todos los años un sacrificio á la Pa.v Aitgustct para significar que la tranquilidad restablecida en las provincias europeas 3^ sobre todo, el orden que reina- ba en el imperio, eran su obra personal (3). Así su re- greso, aunque también ahora hubiese entrado en Roma durante la noche y á escondidas, se festejó como una felicidad nacional y con manifestaciones que, en parte al menos, eran sinceras. La república, al fin, tenía un jefe universalmente amado y respetado.

Augusto, que tenía una percepción tan fina de esa cosa tan vaga que se llama opinión pública, debía sen- tir que era este el momento, después de tanta pruden- cia, de intentar alguna gran empresa que aumentase su prestigio, la gloria de Roma y la fuerza del Estado. Probable es que, además de los negocios galos, la si- tuación interior le lanzase por este camino. Gracias á

(i) Dión, LIV, 27.

(2) ídem, LI\', 25.

(3) ídem, LIV, 25; Mon. Auc. (Lai.)., Il, 37-41; (G?-.), VI, 20-23,- VII, 1, 4; C. I. L., 12. págs. 244 y 320; IX, 4192; X, 6638.

yo GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

SU juego de báscula entre los partidos y los intereses opuestos, Augusto había logrado restablecer cierto or- den en el imperio. Pero algunos signos harto evidentes hacían ver que este difícil juego terminaría pronto 6 tarde en una caída resonante, si no se procuraba ocu- par el espíritu público y las fuerzas del Estado en al- guna gran empresa nacional. Á juzgar por la lista de los cónsules, se hubiese podido creer que la restaura- ción aristocrática iniciada por Augusto había triunfada plenamente. Así, este año, el colega de Tiberio, es de- cir, de un Claudio, era Publio Quintilio Varo, hijo de un patricio que se había suicidado después de Filipos, y uno de esos nobles de antigua familia que el favor de Augusto y el retorno al pasado habían elevado, to- davía joven, á las más altas magistraturas. Varo, que no poseía fortuna muy grande (i), era ya cónsul, aun- que sólo tuviese treinta y cinco años (2). Hubiese sido preciso remontarse á la más hermosa época de la aris- tocracia para encontrar dos cónsules tan jóvenes y de tan noble familia. Pero en realidad, la constitución aris- tocrática, tan penosamente restaurada durante los quin- ce años precedentes, comenzaba á desorganizarse bajo la influencia de las ideas nuevas y de la nueva genera- ción, la que todavía se encontraba en la infancia en la época de la batalla de Accio. Entonces se produjo ese

(i) Vele}''0 Patérculo {II, 117) nos dice que Quintilio Varo se en- riqueció en Siria, donde fué gobernador el año 6 antes de Cristo.

(2) En efecto, veinte años después, el 7 después de Cristo, fué encargado de gobernar á Germania. Parece poco verosímil que se- mejante misión se confiase en un país bárbaro y de ingrato clima á un hombre con mas de cincuenta años.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 71

hecho que se ve repetir en todos los países que han sido heridos en cierto momento por una gran catástro- fe: á los treinta años próximamente de este aconteci- miento, el equilibrio del espíritu público se rompió sú- bitamente, se produjo un brusco cambio cuyas causas se ignoran; pero cuyo origen debe buscarse en la nue- va generación, que no recibió el choque profundo del suceso trágico y que aportó á la vida diferentes acti- tudes que las de la generación precedente. La genera- ción que en Italia había visto las guerras civiles empe- zaba á desaparecer; en todas partes se abrían paso los jóvenes, que eran muy diferentes de sus padres. No habían presenciado la espantosa convulsión de las gue- rras civiles, la sociedad en disolución, el imperio á pun- to de derrumbarse; no habían recibido de estos aconte- cimientos el choque formidable que había empujado á la generación precedente hacia las grandes fuentes his- tóricas de la tradición, conducido al poder al partido de la tradición, obligado á Augusto, el antiguo vswTspo; revolucionario, á gobernar según el programa de los antiguos romanos. Y la vieja generación no había sa- bido comunicar á la nueva su terrible impresión por medio de la educación y de la tradición; pues los pa- dres carecían 3^a de fuerza para moldear á su gusto el alma de sus hijos. También la nueva generación, que había crecido en una época de paz, de tranquilidad, de prosperidad, no podía comprender el estado de espíritu y la política de la generación precedente, y no tenía bastante docilidad para, respetar esas ideas y para so- meterse á esa política sin llegar á comprenderlas. Pa- recíale que la generación precedente sólo se ocupaba en armarse contra un peligro que esta otra no lograba

/ ~ GRANDEZA V DECADEN'CIA DE ROMA

discernir; las ideas y los sentimientos que habían pre- dominado durante los quince años anteriores, parecían á muchas personas absurdos ó exagerados. ¿Era segu- ro que la república y el imperio periclitarían si la no- bleza no se consagraba otra vez íntegramente al Es- tado, á la guerra, á la piedad, á la tradición, y si las clases superiores se entregaban al placer, al lujo, á los goces del espíj-itu? Sin embargo, los tiempos eran tran- quilos; la riqueza aumentaba; el orden reinaba en todas partes. Roma era de nuevo temida y respetada dentro y fuera de las fronteras del imperio, y Augusto estaba allí para suplir á todo lo que faltaba; para proveer á todas las necesidades; para remediar todos los males. Así como el peligro real ó imaginario había hecho mu- dar de camino á la antigua generación devolviéndola á la vía del pasado, hacia" las fuentes históricas de la vida nacional, así la segundad y la prosperidad, iluso- rias quizás, empeñaban á la nueva generación á des- cender por las llanuras del porvenir, risueñas, floridas y malsanas. Una reacción se iniciaba, bajo la influencia del lujo egipcio, que se difundía al mismo tiempo que las riquezas y el comercio con Oriente, mientras que desaparecían poco á poco los testigos de Accio 3' los contemporáneos de Cleopatra. La secta estoica, vege- tariana y puritana de Sextio, tan floreciente diez años antes, hallábase ahora en rápida decadencia y próxima á extinguirse (i). Roma, donde los grandes gastos del gobierno y de los ricos, la inmigración de orientales, y

íi) Séneca, JVat. QuícsL, \'1I. xxxii, 2: Sextiornm nova el ro- mani roboris secta ínter ¡nitia sua, cum magno Ímpetu cxpíssci ex- tíncta est.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO /3

sobre todo de egipcios, el encuentro de tantos pueblos diferentes }', en ñn, el espíritu de la nueva generación in- citaban al lujo y al placer, 3''a no podía ser más tiempo escuela de austeridad y de virtud. Olvidaba á Accio, á Cleopatra, á Antonio, á los votos de mortificación que había hecho en medio de la gran crisis revolucionaria; pero lo que aún deseaba, sobre todo, eran los placeres. Hasta en el aire había una reacción contra las leyes so- ciales de Augusto. Después de haber ordenado tan se- veros castigos contra el adulterio; después de haber des- encadenado contra los culpables de este crimen las más

ijas pasiones humanas, el espionaje, la delación, la

nganza, el público había sentido tanta disgusto por ici aplicación déla ley, por los procesos escandalosos y las condenas, que no tardó en proteger á los acusados

: adulterio. Además, éstos estaban seguros de encon- trar entre sus amigos y entre los personajes eminentes defensores celosos, que ponían á disposición suya todo

; crédito; sabían que comparecerían ante jurados dis- puestos á la benevolencia y que sólo tendrían que lu- char contra acusadores qué el público despreciciba por adelantado, considerándolos como calumniadores (i). ^Podía casligarse con destierro perpetuo y confiscación de bienes un crimen tan fácil de realizar? ;Caería Roma desde la altura de su grandeza porque algunos descen- dientes de Lucrecia no hubiesen heredado, al mismo tiempo que la belleza, las virtudes de su abuela? Quizas

(I) Véase Dión, LIV, 30. Lti intürvención de Augusto en los procesos de adulterio que refiere Dión, sólo puede explicarse admi- :ndo esta reacción del espíritu público contra la ley, reacción de la - le es prueba como }'a veremos los Amores de Ovidio.

74 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

la lex de maritandis ordinibtis había aumentado el nú- mero de casamientos en las altas clases, pues los tiem- pos se prestaban ahora á ello. Los jóvenes no debían sentir ya tanta repugnancia á casarse y á tener uno ó dos hijos, pues les era más fácil encontrar esposa con dote importante y segura, que no se prometiese, sino que se pagase escrupulosamente. Pero la disposición que excluía á los célibes de los espectáculos públicos parecía á todos harto severa, y cada día se hacía más difícil de aplicar la ley, porque la opinión pública se mostraba demasiado indulgente cuando se la quería violar (i). En fin, la restauración de la constitución aristocrática y timocratica, que hubiese tenido que re- generar á la república haciendo posible una mejor elec- ción de magistrados y senadores, amenazaba, en cam- bio, con asestarle un golpe más rudo, dejándola sin magistrados. No sólo las sesiones del Senado á pe- sar de las multas con que se amenazaba á los ausen- tes— eran cada vez menos frecuentadas, hasta el pun- to de que apenas se llegaba cada vez al número le- gal (2), sino que á Augusto le costaba trabajo como censor rellenar los vacíos que la muerte producía en el Senado. Y, cosa desconocida hasta entonces, se vio á jóvenes rechazar el más alto honor que un ser vivo pudo ambicionar en el territorio del inmenso im-

(i) En efecto, al año siguiente abolirá Augusto como luego veremos esta parte de la ley: Dión (LIV, 30). Esta abolición fué seguramente una concesión hecha á la opinión pública.

(2) Véase Dión, LV, 3. Las reformas introducidas por Augusto, y que están enumeradas en este pasaje, nos muestran la gravedad del mal.

AUiíUSTO Y EL (;RANDE IMPERIO 75

perio (i). Para las magistraturas más numerosas, como el vigintivirato y el tribunado, ya no se presentaba bastante número de candidatos, y el Senado se había visto obligado, durante la ausencia de Augusto, á em- plear recursos para resolver el conflicto (2). En reali- dad, las clases poco afortunadas se encontraban ex- cluidas del gobierno, porque se temía su ambición y su brutal arrivismo; pero las clases ricas, por su parte, se negaban á aceptar los honores muy pesados de las ma- gistraturas, y así entre unos y otros, se quedaba la re- pública sin magistrados. La fuerza de las cosas era más fuerte que las reformas teóricas. La tradición po- lítica y militar de la aristocracia romana se perdía; los jóvenes se alejaban de la política y de la guerra para sacar provecho en otra parte de su medios; los progre- sos de la cultura intelectual también contribuían á de- bilitar el poder del Estado. Había demasiados poetas en las altas clases de Roma, y esto misnio era causa de que escaseasen los grandes generales y los sabios administradores.

Scribimus indocti doctique poemata passim,

dirá pronto Horacio (3). El hijo del mismo Antonio, lulo, que Augusto había educado, y que era pretor este año, cortejaba á la Musa, y á imitación de Virgi- lio, componía un poema épico sobre Diomedes, en doce libros (4).

(1) Dión, LIV, 26.

(2) ídem.

(3) Horacio, Epístolas^ II, i, 117.

(4) Aero, ad Hor., cap. IV, 11, 33.

GRANDEZA V DECADENCIA DE ROMA

Así, mientras que algunos jóvenes como Tiberio permanecían afectos á las tradiciones y seguían las tra- zas de la antigua generación, la mayoría observaba distinta conducta. La unidad moral, que había pareci- do-reconstituirse después de las guerras civiles, se ha- bía roto otra vez. Sobre la juventud pasaba un soplo de placer, de elegancia, de frivolidad, de novedad, con el que un joven poeta del Samnio, Publio Ovidio Nasón, comenzaba á animar por esta época sus graciosos ver- sos. Apenas si al marchar había oído Augusto citar su nombre, y al volver le encontraba ya célebre. Ovidio tenía entonces treinta años, esto es, uno más que Ti- berio: había nacido en Salmona, en el año 43 antes de Cristo (i) y descendía de una familia ecuestre bien acomodada (2); su padre, rico propietario del Samnio, era un italiano de vieja cepa, enemigo de las letras, á las que trataba de imitile stndinm (3), y, según la moda tradicionalista del tiempo, también quería contribuir á la gran restauración romana iniciada por Augusto. Ha- bía hecho estudiar á su hijo derecho y elocuencia; ha- bíale casado muy joven (4), y pensaba hacerle ingresar en la carrera política para hacer de él un magistrado y un senador que aumentase la aristocracia política de Roma. Pero estos esfuerzos habían sido vanos; pues el

'ij Dx'iJio, 7>7.r/í!j-, IV, X, 6.

Cum cecidit fato cónsul uterquc pari

(2) Ovidio, Tristes, 11, 113; I\', x, 7.

(3) Ídem, id., IV^, x, 21.

(4) I-dem. id., I\', X, 6^: pcene mihi pucro.

AUGL'S'rO V EL i;R;VXÌ)E IMPEKll) 77

joven se había obstinado en contrariarlos. Dotado de un gusto literario delicado, de imaginación sutil y viva, aunque superficial, de maravillasa agilidad de espíritu y de natural y prodigioso talento para versificar, Ovi- dio no había estudiado derecho, sino poesía; se había casado, pero para divorciarse en seguida, y vuelto á casarse para, divorciarse de nuevo (i); había sido triunwir capitalis (2;, decemvír litibus jiidicandis (3); pero, apenas había dado sus primeros pasos en la ca- rrera política, cuando se sublevó, contra la autoridad paterna, contra la tradición y contra la política de Au- gusto. Renunciando sin disgusto al laticlave, no tardó en volver á sus queridaa Musas, y acababa de publicar su primer volumen de poesías, los cinco libros de los Amojrs (4), en los que había dado libre curso á su ver- bo. Tras la perfección laboriosa y uniforme, la exquisi- ta ternura, la nobleza ideal de Virgilio; tras la perfec- ción aún más laboriosa y compleja, la profundidad filo- sófica, la contradicción y la ironía atormentada de Horacio, es una nueva fuerza la que' penetra con este joven poeta en la literatura latina, una fuerza en la que se reñeja su época, como el gran cielo inmóvil se refie- ja en las aguas que se deslizan entre las orillas de un río: esta fuerza es lo que puede llamarse el genio de la facilidad. Materia y forma, todo es fácil en esta poesía, que no tiene por eso nada de abandono ni de vulgar.

(i) Ovidio, Tristes^ IV, x, 69 y sig.

(2) ídem, id., IV\ X, 33.

(3) ídem, id., II, 94.

(4) Teuffel-Schwabe, Geschichte der ronüschen Litteratni\\Á^ sia, iSyo, voi. I, pág, 563, § 2.

7* GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Ante todo, Ovidio había querido ev-itar la monotonía fatigosa y solemne del exámetro empleado por Virgilio y la difícil variedad de metros de Horacio; y había es- cogido para su poema el dístico elegiaco, que manejaba con mesura y elegancia. Tampoco el asunto tratado re- vestía gravedad; no lo inspiraba en la filosofía, ni en la moral, ni en las preocupaciones políticas y sociales de su época; aliando siempre motivos convencionales y hechos verdaderos, recuerdos literarios y recuerdos per- sonales, había descrito la vida galante de las altas cla- ses de Roma alrededor de una heroína, que llama Cori- na y de la que hace su amante. Esta amante, disfraza- da con ese bello nombre griego, ¿ha existido verdade- ramente? Y entre las aventuras en que el poeta se asigna el primer papel, ¿cuántas son verídicas, y cuán- tas, en cambio, pertenecen á la ficción literaria? Será difícil decirlo; pues las descripciones son tan vivas, que casi todas producen la ilusión de la verdad. Exactas ó imaginarias, la significación de la obra es la misma, y para comprenderla iiay que recordar la época en que se compuso, se publicó, se leyó y se admiró; hay que pensar en que este libro hizo célebre el nombre del au- tor poco después de aprobar Augusto la lex de mari- tandis ordinibus y la lex de adulteriis coercendis. Con tanta elegancia como espíritu y desenvoltura el poeta se burla de un cabo al otro, y sin decirlo, de estas te- rribles le^/es, de todas las ideas y sentimiento que las habían inspirado, del tradicionalismo y del romanis- mo que estaban entonces en voga. Aquí, para describir el triunfo del Amor sobre la sabiduría y el pudor, se complace en parodiar la descripción de una de las ce- remonias más solemnes del militarismo romano, el triun-

AU(;USTO V KL GRANDE IMPERIO 79

fo de los guerreros victoriosos (i); después nos dice que Marte se ha ido á la frontera, é interpretando á su manera, y no sin ironía, la leyenda de Eneas, el mismo asunto del gran poema religioso de Virgilio, afirma que, como Roma ha sido fundada por Eneas, hijo de Venus, debe ser la ciudad de Venus y del Amor (2): luego es- tablece entre la guerra y el amor una relación que de- bía hacer temblar de indignación á Tiberio:

Militai omnis amans, et habct sua castra Cupido (3).

¡Luego hay que tributar tantos elogios á los que corte- jan á las mujeres bonitas de Roma, como á los que combaten á los germanos en el Rhin!

Ergo desidiam quicumque vocabat amorem Desinat (4J.

En una poesía el poeta encuentra á su amante en un festín donde ha ido con su marido (5); en otra des- cribe una entrevista amorosa en una cálida tarde de estío: Corina ha entrado furtivamente en una habita- ción semiobscura, y Ovidio, que no escatimia los deta- lles, llega hasta el momento en que, según dice, lassi requievimus ambo (6). En otra parte deplora haber

( i) Am.^ I, II, 27 3' sig.

(2) ídem, 1, Vil, 41-42.

(3) ídem, I, IX, I.

(4) Ídem, I, IX, 31.

(5) Ídem, I, 4. Jü) Ídem, 1, 5.

So GRANDEZA Y DECADENCrA DE ROMA

dado una bofetada á su bella en un momento de cóle- ra (i); enumera los tormentos de una lai;ga é inútil i^s- pera durante la noche, á la puerta de su amiga (2); in- dígnase varias veces y con todas sus fuerzas bontra las bellas damas cuyo corazón no es completamente des- interesado (3); se pierde en voluptuosas descripciones de los cabellos de su bella (4); también se alaba franca- mente de no haber ambicionado las «polvorientas re- compensas» de lo=; generales, de no haber estudiado derecho, y en cambio, de haber aspirado á la gloria in- mortal de los versos, sosteniendo que ésta es más no- ble y duradera que las demás (5); pero declara que la poesía épica á la manera de Virgilio es un trabajo har- to penoso y superior á sus fuerzas. Prefiere hablar del amor en sus poemas (6). «No quiero— exclama ex- cusarme de mis costumbres corrompidas... Reconozco que lo son» (7), «Laureles del triunfo, ceñid mi frente, que he vencido. Ved en mis brazos á Corina, vigilada por tantos enemigos, por un marido, por un guardián, por una sólida puerta...» (8). Pero, ^y la ¿e.v ynlia de adiiltci'iis} El poeta se preocupa aparentemente tan poco de ella, que, con pretexto de buscar pendencia á un marido demasiado celoso, se atreve á invectivar claramente á la ley. Que lea el lector la cuarta elegía

(1 ) Am.^ I, 7.

(2) Llcm. I, 6.

(3) Jdem, I, 8; I, lo.

(4) ídem, I, 14. (5 1 ídem, í, 15. (6) ídem, II, I

( 7) ídem, II, IV, 1-3.

(8) ídem, II, XII, 1-3.

AUGUSTO Y EL GRANDE BIPERIO

del libro III, y que él mismo vea si, en medio de estas discusiones sobre las ventajas é inconvenientes de la lex de adiilteriis que ocasionaban los procesos escan- dalosos, los contemporáneos no debían de considerar al marido que quiere obligar á su mujer á permanecerle fiel, como una personificación de la terrible ley. La fantasía del poeta se entrega á tan libre curso en estas descripciones vivas y coloreadas, que aún ho}^ sen- timos placer en leerlas; pero, cuando esas poesías se compusieron, cada una de sus burlas era otro delito. El adulterio, cuj^o poema escribía Ovidio con tanto verbo, tenía que haber sido castigado con el destierro y la confiscación de bienes. Este poema era, pues, un au- daz ensayo de literatura subversiva, que minaba la restauración del Estado emprendida por Augusto.

¡Y, sin embargo, Ovidio había escrito este poema que era admirado por la alta sociedad! Dión nos informa exactamente: el espíritu público se inclinaba ahora á la indulgencia y á la tolerancia. Si el partido de los tradi- cionalistas hubiese seguido siendo el más fuerte, como durante los años precedentes, Ovidio no se habría atre- vido á escribir este libro inmediatamente después de promulgarse las le3^es, y como para comentarlas; y tampoco se le habría admirado. Al contrario, Ovidio era recibido en casi todas las grandes casas de Roma, en la de Mésala Corvino, que no dejaba de alentarle (i), en la de los Fabios (2), en la de Pomponio (3); no puede decirse si lo era ya en la de Augusto. Se podía.

(i) Ovidio, Pont., I, VII, 27 y sig.

(2) ídem, III, III, I y sig.

(3) ídem, I, 6; II, 6; IV, 9.

Tomo VI

82 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

pues, ver en muchos signos que, después de haber esca- pado en las guerras civiles á una destrucción total, la aristocracia romana parecía quererse dejar morir en una especie de lento suicidio, en la indolencia, en el intelectualismo, en la voluptuosidad. Ovidio represen- taba estas tres fuerzas que recomenzaban á actuar en la nueva generación, á medida que la paz hacía desapa- recer los recuerdos de las guerras civiles y que la influencia egipcia adquiría importancia, Pero, en pre- sencia de esta disolución renaciente, Augusto no po- día por menos de comprender la necesidad de un reme- dio más eficaz que las leyes y los discursos. Para un ro- mano cuyo espíritu estaba lleno de las ideas tradicio- nales", ningún remedio debía de parecer mejor que un retorno á la política de expansión. La aristocracia ro- mana había conservado naturalmente todas las cuali- dades intelectuales y morales que ahora se procuraban suscitar por medios artificiales, en tanto que había te- nido ocasión de ponerlas de manifiesto en las guerras y en los asuntos diplomáticos. Encerrada en sus tradi- ciones como en una armadura guerrera, había podido resistir á todas las fuerzas disolventes mientras pudo desarrollar en la guerra y en la diplomacia una peligro- sa política de expansión. Pero esta armadura se dete- rioraba y caía por misma ahora que ya no era necesa- ria. La paz definitiva, el término de la política de expan- sión, inutilizaban, atrofiaban la antigua energía de la noblezp.. Ahora, pues, que existía cierta reconciliación entre los partidos y las clases, en que la hacienda había mejorado bien que mal, y en que Roma podía tentar otra vez difíciles empresas, era preciso no dudar en acometerlas, no sólo para agrandar el imperio, sino

AUGUSTO Y EL GRANDE HIPERIO

8-,

también para fortificar la disciplina interior. Y así Au- gusto, al cabo de quince años de paz se convertía en un militarista, como ho}'- diríamos; militarista modera- do y prudente, como solía serlo en todo. En el número de las causas que deprimían á la nobleza haciéndola perezosa y amiga de los placeres, figuraba la paz, que le quitaba toda ocasión de realizar grandes cosas. Era necesario, pues, abrirle nuevos campos de acción y de gloria, para que los jóvenes supiesen consagrarse á la guerra, y no ya á componer solamente poemas ó á erigir ricas v¿//as á orillas del mar. Las campañas de Germania serían un remedio excelente para comba- tir la molicie que enervaba á la nueva generación y el antídoto más eficaz contra el veneno erótico que las poesías de Ovidio difundían entre la joven nobleza. Con- viene no olvidar que, si al fin de las guerras civiles se había tenido que proceder á una restauración aristocrá- tica del Estado, era singularmente porque la constitu- ción aristocrática formaba parte integrante de la cons- titución militar. El imperio necesitaba un ejército para durar, y ¿dónde, sino en la aristocracia, podían encon- trarse oficiales y generales? La verdadera escuela donde éstos se preparaban para la guerra puesto que enton- ces no había establecimientos públicos de instrucción militar era la familia aristocrática: si la aristocracia se agotaba, el ejército quedaría decapitado, por decirlo así. No es sorprendente, pues, que Augusto, encargado por Italia de conservar la antigua nobleza que consti- tuía la mejor defensa del imperio, pensase que la paz acabaría por hacerla demasiado perezosa, y que, para conservarla capaz de llenar su deber histórico, era ne- cesario que hiciese vida de campaña, sobre todo en una

84 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

época en que los poetas como Ovidio la invitaban al amor y á la voluptuosidad.

Apenas Augusto estuvo de vuelta en Roma, se ocu- pó— sin descuidar otras cosas menos importantes en preparar la invasión de Germania y en combatir al mismo tiempo la disolución progresiva de la constitu- ción aristocrcitica. Comenzó por dar un ejemplo de res- peto á la constitución dando minuciosa cuenta al Se- nado de todo lo que había hecho durante su ausen- cia (i). Luego propuso ignoramos exactamente si al Senado ó á los comicios una reforma militar que res- pondía á diferentes reclamaciones de los soldados, sin duda para preparar las legiones á los peligros y á las fatigas que les esperaban en Germania. La ley precisaba algunas de las condiciones principales del servicio, que sólo se había regulado hasta entonces por costumbres muy vagas, lo que había permitido al gobierno conser- var frecuentemente á los soldados demasiado tiempo bajo las banderas y abusar de sus servicios. La nueva ley fijaba definitivamente el tiempo de servicio en dieci- séis años para los legionarios y en doce para los preto- rianos: terminado este tiempo, unos y otros eran re- compensados, recibiendo, no ya tierras, sino una suma de dinero cuyo total desconocemos (2). En fin, inaugu- ró el teatro comenzado por César, y en recuerdo de su sobrino, le dio el nombre de teatro de Marcelo (3), pro- curando sin duda con este piadoso recuerdo calmar un poco el dolor inconsolable de Octavia; pero dio á enten-

(1) Dión, LIV, 25.

(2) ídem, LIV, 25.

(3) ídem, LIV, 26.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO _ ^5

der por otra parte que no bastaba pertenecer á su fa- milia para merecer la admiración pública, como en las dinastías asiáticas. Tiberio, en los juegos dados al pue- blo para solemnizar su regreso, sentó á su lado, en el lugar reservado al cónsul, á Cayo, hijo de Agripa y de Julia, que Augusto había adoptado y sólo tenía siete años, y todo el pueblo se levantó para aclamarle y aplaudirle frenéticamente. Augusto censuró sin rebozos á Tiberio y al público mismo (i). No hizo nada por com- batir la indulgencia de la opinión pública en favor de los adúlteros, pues esta indulgencia evitaba muchos escán- dalos y castigos muy severos (2). Además, si él'mismo había propuesto la ¡e,r de adtilterüs, era contra su vo- luntad y por verse obligado á ello. En cambio, se esforzó en remediar la decadencia senil del Senado, y apeló al remedio enérgico del reclutamiento forzoso. Tomó la lis- ta de los caballeros, escogió á los jóvenes que tenían menos de treinta y cinco años; hizo minuciosas inves- tigaciones sobre su estado de salud, sobre su fortuna, sobre sus aptitudes y probidad; se aseguró él mismo de que estaban bien constituidos; recogió testimonios so- bre su vida y exigió á cada cual que confirmase ó des- mintiese, prestando juramento, los resultados de la infor- mación: y los que le parecieron poseer la salud, la fortu- na, la respetabilidad, la necesaria inteligencia, «los obli- gó— según nos dice Dión (3) á ingresar en el Senado», amenazándolos probablemente con expulsarlos del or-

(i) Dión, LIV, 27; Suetonio, Atig.^ LVI.

(2) Esto es lo que demuestran como luego veremos las medi- das adoptadas el año siguiente. Véase Dión, LIV, 30.

(3) Dión, LlV, 26.

86 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

den ecuestre, si no aceptaban. ¡Tales eran las medidas adoptadas por este hombre á quien todos los historia- dores han atribuido el proyecto de fundar una monar- quía! Mientras que él sólo hubiese tenido que cruzarse de brazos y dejar que la aristocracia y el Senado se descompusiesen completamente para encontrarse algún día con su familia amo de Roma, de Italia y del imperio. Al contrario, hacía todos los esfuerzos, empleaba todos los medios para comunicar vigor á la aristocracia ago- tada y fortificar al Senado que se debilitaba, es decir, para reforzar á los que, entonces como siempre, eran el principal obstáculo para la fundación de una monarquía. Pero Augusto, como todos sus contemporáneos, no podía concebir que el mundo romano dejase de tener á la cabeza su glorioso Senado y que fuese privado de su gran aristocracia. En fin, cuando Agripa estuvo de re- greso, elaboró con él un ingenioso y original plan de guerra, cuya concepción pertenecía sin duda á Agri- pa. Tratábase de invadir á Germania por el Ems y el Weser. Lo que hacía difícil la invasión de Germania era singularmente la falta de caminos, que obligaba á dividir los cuerpos de ejército y á exponerlos así á las sorpresas y emboscadas. Todos los grandes ríos ofre- cían anchas, cómodas, magníficas vías de comunica- ción, por las cuales podían penetrar tranquilamente los grandes ejércitos en el corazón mismo del país enemi- go, llevando consigo todo lo necesario, armas y provi- siones de trigo (i). Sólo se trataba de construir bastan -

(i) Hay en Dión (LIV,.32) una alusión confusa á una primera expedición de Druso hecha en el año 12 por las costas del mar del Norte. Estrabón (VII, i, 3) nos informa que Druso remontó con algu-

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO

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tes navios. Al llegar por el mar del Norte ambos ejérci- tos podrían buscar la desembocadura de los dos ríos, remontarlos, y llegar al corazón del territorio enemigo, construir fácilmente en el Ems y en el Weser dos cam- pamentos para comenzar la conquista del interior, mien- tras que al mismo momento un cuerpo de ejército cru- zaba el Rhin y se dirigía al Ems. Avanzando así pau- latinamente los cuerpos de ejército que habían seguido el Ems, se encontrarían al fin con los que fuesen por el Rhin y por el Weser, y siguiendo anchos caminos guar-

nos barcos el curso del Ems, sin decirnos exactamente en qué época; pero seguramente fué en el año 12, puesto que es el único en que los historiadores aluden á una expedición marítima de Druso. Los histo- riadores inducen á considerar esa expedición como la primera parte del plan de guerra, y el fin perseguido sería la sumisión de los friso- nes y de las poblaciones coeteras. Pero es evidente que la sumisión de ellos y de ellas tenía mucha menos importancia que la conquista del interior de Germania, objetivo principal de la guerra; y no se explica- ría cómo por tan pequeño resultado hubiese abierto Druso el canal, que era un trabajo gigantesco, y construido una gran flota; y por qué se hubiese expuesto en seguida á los peligros de la navegación en el mar del Norte. Tantos trabajos debían responder á un proj'-ecto más vasto, y por Tácito sabemos que éste no era otro que el ya in- dicado. En efecto, nos dice que Germánico procuró realizar el año 16 después de_ Cristo el plan de su padre: An., l\, %: precatusqice Dru- sjtm patrem, ut se eadem aiisiim... juvaret. Y Tácito ha expuesto precedentemente el plan de Germánico, que es, precisamente, el que hemos atribuido á Augusto y Agripa: Germanos... jiiva?-i silvis, pa- hidibus, brevi aestate et praemattira hieme: suum ?n!litem haud pe- rinde vulneribus, qiiam spatiis itinerum, damno armorum adfici... longn'm impedimentorum agmen, opportutmm ad insidias, defensan- tibiis iiiiqnum. At si mare intrettir, promptam itsis possessionem et hostibus ignotam: sirnul bellum maturius incipi, legionesque et com- meatus pariter vehi, integrum eqiiitem eqnosque per ora et álveos flu- minum media in Germa?iia fore.

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necidos de castillos, se podría unir el Rhin al Ems, el Ems al Weser y quizás también el Weser al Elba. Así se pasaría alrededor del cuerpo bárbaro de Germania una cadena de hierro, que lo tendría sujeto por siem- pre al poder de Roma. Pero, si adoptando este plan, no se hacía correr grandes riesgos á los ejércitos en las re- giones desconocidas, en cambio era preciso salvar otros peligros menos graves, pero no despreciables, al aven- turar los ligeros barcos romanos en el mar proceloso que se extiende desde la desembocadura del Rhin á las del Ems y del Weser. Para eludir este peligro parece que hubo idea de abrir un canal entre el Rhin y el Issel, de manera que por ese canal y por el Issel pudiese penetrar la flota romana en el Zuiderzée y llegar al mar del Norte por el río que entonces ponía en comunicación ese lago con el mar. Druso recibió orden de preparar una flota y de que las legiones abriesen el canal.

x^^

«Hsec est Italia diis sacra».

Así es como Augusto ocupó de nuevo á la aristocra- cia romana reconstituida tras las guerras civiles en una gran empresa diplomática y militar, semejante á las realizadas con tanto éxito durante los siglos prece- dentes. ¡Cuántos sucesos iban á depender de esta em- presa! La aristocracia romana había aumentado duran- te siglos su prestigio, sus riquezas y su poder, gracias á una hábil diplomacia unos guerreros afortunados que habían domeñado, despojado, destruido tantos rei- nos y Estados. Durante siglos enteros había extendido su dominación sobre Roma, sobre Italia, sobre la cuen- ca del Mediterráneo. Pero ¿sería capaz de hacer de la Galia y de Germania un nuevo instrumento de gloria y de fuerza, como lo había hecho ya de Macedonia, de Asia Menor, de Siria y de otras grandes provincias? Esta nueva prueba iba á ser decisiva; pues, ante la aris- tocracia que podía representar en lo porvenir la políti- ca de expansión, se veía organizar rápidamente en Ita- lia otra clase que aspiraba, en cambio, á la elaboración interior, que deseaba reorganizar y explotar el imperio

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conquistado en vez de ensancharlo, empleando todas las fuerzas de que el hombre se sirve para obrar sobre la materia y sobre el espíritu, desde el comercio hasta la religión, desde la industria hasta la administración. La clase media de los propietarios, de los naercaderes, de los intelectuales que se estaba formando en Italia desde un siglo antes en medio de tanta crisis, realizaba definitivamente y desde una á otra punta de la penín- sula, la obra comenzada en tiempo de los Gracos. Des- de hacía quince años eran sus progresos tan conside- rables por el núm-ero, por la cultura y por la riqueza, que la aristocracia ya no lograba dirigir toda su vida intelectual, moral y económica. La aristocracia, gracias á la protección que ejercía siguiendo el ejemplo de Au- gusto, de Mecenas y de Agripa, aún dominaba la alta cultura: la poesía, la historia, la filosofía. Entre los jó- venes pertenecientes á familias de modesta fortuna que habían estudiado durante la revolución y querían ejer- cer la profesión de escritor ó de filósofo, nadie aproba- ba ya los escrúpulos que Horacio se había dedicado á combatir en sus epístolas; al contrario, el número de los que aspiraban á la protección de Augusto ó de al- gún gran personaje se hacía más considerable; no sólo Augusto, sino todos los ricos señores que poseían me- dios de albergar y mantener á los literatos y eruditos, se transfiguraban á los ojos de los intelectuales pobres en semidioses dignos de admiración casi religiosa (i). El mismo Augusto se convertía sin quererlo en arbitra

(i) Ovidio, Pont., I, IX, 35.

Nam tua non alio coluit penetralia ritu. Terrarum dóminos quam colis ipse déos.

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de las bellas letras; pues todos, deseosos de captarse su benevolencia, procuraban adivinar sus gustos y escribir cosas que le agradasen. Así, como seguía pensando en crear un teatro nacional, todos querían escribir trage- dias ó comedias, y estudiaban el arte dramático (i). Pero, si la poesía lírica y la dramática, que sirven poco para gobernar á los hombres, estaban en poder de la nobleza, otros dos géneros de estudios que son instru- mentos de dominación mucho más importantes, la elo- cuencia y la jurisprudencia, caían en parte al me- nos— en poder de los intelectuales y de la clase media, que las transformaban y hasta se servían de ellas con- tra la aristocracia. Como ya hemos visto, Augusto re- sucitó la ¿e.v Cynthia, que prohibía obtener retribución por los actos de asistencia legal. Esta ley era una de las fundamentales del régimen aristocrático; pues, im- pidiendo la formación de una clase de abogados profe- sionales, hacía de la asistencia legal un deber cívico y un monopolio de las clases ricas. Pero hacía bastante tiempo que la dificultad y el número de los procesos aumentaban con la complicación de las leyes y el des- arrollo de la vida social y económica, mientras que el número de las familias ricas disminuía, así como el tiempo que podían consagrar á los asuntos judiciales. Para defender las causas ó para responderé^ cavere^ scribere (tales eran las tre^ funciones del jurista) no bastaba ya, como en otro tiempo, conocer tres ó cuatro reglas de derecho; ahora se necesitaba una prepara- ción especial y estudios largos y difíciles. Pero muchos jóvenes seguían el ejemplo de Ovidio, y abandonaban

(ij Horacio, Ep.. II, i, 219 y sig.

92 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

la jurisprudencia por trabajos más atractivos (i). La aristocracia romana, que había de gobernar el mundo, no podía además estudiar, discutir y juzgar todos los procesos de Italia. Muchas personas, pues, tenían que recurrir á abogados profesionales que cobraban, y de los que la lex Cyiithia no podía librar á Italia. En efec- to, cuando se tenía un proceso era preferible buscar un abogado mercenario á quedarse sin un patrono desin- teresado (2). En fin, había otro inconveniente no me- nos grave. Augusto se encontraba de tal manera sobre los demás senadores por su renombre, por sus rique- zas y por su prestigio, que infinito número de personas se dirigía á él para consultarle ó para tenerle como abogado: todos sus veteranos, todos sus colonos, to- dos los que habían colocado su imagen en el número de sus dioses Lares, creían tener derecho á recurrir á él en sus procesos, aún en los más insignificantes, como á una providencia universal. Pues bien, Augusto se en- contraba colocado por tantas demandas en una situa- ción embarazosa. No podía atender á todas; no quería

(i) Horacio {-Ep.s I. iii, 23 y sig.) nos demuestra que la jurispru- dencia ya no era en su época más que uno de los numerosos estu- dios á que se consagraban las clases cultas, lo que explica la deca- dencia del antiguo patrocinhmi de la aristocracia.

Seu linguam causis acuis seu civica jura Responderé paras seu condis amabile carmen

(2) Por ejemplo, Torcuato, á quien Horacio consagra la quinta epístola del libro primero, parece haber sido uno de esos abogados profesionales que se habían hecho tan numerosos, como lo demues- tra, por otra parte, la tentativa realizada para hacer más eficaz la lex Cytühia.

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darse aires de monopolizar lo que, según la tradición, era uno de los privilegios más antiguos de la nobleza; por otra parte, no estaba bien versado en derecho para responder á todos los puntos que se le sometían. Para salir del trance, Augusto pensó al fin en encargar á cierto número de juristas expertos senadores, proba- blemente— de responderé ó emitir opinión en lugar suyo á todos los que se dirigían á él en alguna cues- tión de derecho (i). La solución era ingeniosa; pero así como el aumento en los abogados de carrera, demos- traba que la aristocracia se dejaba perder este podero- so instrumento de dominación. Sin duda tenía aún en sus filas grandes juristas y oradores: entre los juristas

(i) Creo que así se ha de interpretar el famoso pasaje del Diges- to (I, II, 47) Primus Divus Atigiisüís, ut maio?- inris auctoritas-

haberetur, constituit ut ex autoritate eius responde7'ent. Esta cues- tión á&\jus respondendi es bastante obscura. Pomponio parece no haberse dado suficiente cuenta de las transformaciones históricas que había sufrido esta institución y nos la muestra en su origen de- masiado semejante al modelo que tenía ante los ojos. No me parece posible que en tiempos de Augusto concediese j^a el príncipe éíjus^ respoftdeiidi . Si así fuese, no se explicaría cómo Calígula (Suetonio, Cal 'gula, 34) hubiese tenido la idea de dictar esta disposición, ne qui respo'iidere possent, prctter eum. Además, el estudio y la prácti- ca de la jurisprudencia eran en la nobleza una tradición antiquísima para que Augusto , que de tal manera buscaba el favor de la no- bleza, pensase en abolirla bruscamente, en un terreno donde na tenía grandes dificultades políticas y, al contrario, estaban adscri- tos tantos intereses privados de todas las clases. Antistio Labeón respondebat, pero cuesta trabajo suponer que este conservador rígi- do, que ni siquiera quería aceptar el consulado como merced de Au- gusto, fuese uno de los que ejercieron la jurisprudencia en nombre, con la autorización, ex autoritate , de Augusto. Nada nos prueba

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figuraba Antistio Labeün,-el más sabio y profundo; en- tre los oradores estaban además de Mésala y Asinio Folión, que era 3'a de cierta edad, Lucio Arruncio, Quinto Aterio, Paulo Fabio Máximo que se preparaban para solicitar el consulado en el año 11, los dos hijos de Mésala, que seguían las trazas de su padre, y el mismo Tiberio. Pero, si Labeón era el más íntegro, el más sabio, el más respetado de los juristas de su tiem- po, no era el más influyente. Demasiado rígido, dema- siado afecto á sus principios aristocráticos, se obstina- ba en no reconocer las nuevas tendencias de la legisla- ción de Augusto, que consideraba como muy revolu- cionarias y, aunque invitado por el princeps, se negó á

tampoco que las responsa de estos juristas que hablaban ex aritori- tate de Augusto, hayan tenido valor legal: esto no podía ser, pues se hubiese necesitado toda una organización judicial romana, y no vemos que se haya realizado en la época de Augusto. La reforma de éste sólo puede explicarse como un recurso para desempeñar los de- beres jurídicos que le incumbían, según la tradición, como á cual- quier patricio, y que eran singularmente difíciles para un hombre célebre como él y poco versado en jurisprudencia. Hizo para las consultas lo que los textos nos dicen que hizo para las asistencias en los procesos: cuando no podía desempeñar personalmente este trabajo, se lo encomendaba á un amigo. No hay que olvidar que to- dos los nobles romanos pasaban pa a el pueblo como buenos cono- cedores de las leyes, que si sólo cierto número de ellos se consagra- ban especialmente al estudio de la jurisprudencia, casi todos solían ser consultados por la gente baja sobre cuestiones de derecho, y que muchos se dirigían á Augusto. He supuesto que los juristas encar- gados por Augusto de responder en su lugar eran senadores, porque Pomponio pone empeño en dar á entender que Masurio Sabino era un caballero; era, pues, necesario que el caso fuese inusitado. Por lo mismo, sería posible que Augusto hubiese querido con este expedien- te ayudar á los senadores á salvar sus privilegios.

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presentar su candidatura para el consulado (i); prefe- ría la ciencia pura y los estudios al ejercicio de la pro- fesión; pasaba hasta seis meses del año en el campo (2), donde componía aquella famosa biblioteca que había de constar de cuatrocientas obras de derecho, y que había de legar su nombre á la posteridad (3). No era, pues, á éste al que Augusto podía consultar en las cuestiones de derecho cuando tenía que ayudarle algún jurista, como en la época que elaboró las leyes sociales. Su conseje- ro legal era Ateyo Capitón, hijo de un centurión de Sila, menos sabio y célebre que Labeón, pero que pro- curaba adaptar la tradición á las nuevas necesidades. Así, el respeto y el poder se dividían, como siempre su- cede cuando una aristocracia se d-ebilita, y si el juris- consulto de la nobleza obtenía el respeto, el juriscon- sulto de las nuevas clases conquistaba influencia. Y cosa más grave: la nueva y rigurosa aplicación de la lex Cynthia obligaría á la nobleza á defender gratuita- mente en el tribunal á las clases media y pobre, pero

(i) Tácito (An., III, 75), nos dice que la oposición de Augusto impidió á Labeón el ser cónsul; pero Pomponio {Dig., I, 11, 47) nos dice: Labeo noluit, ciim offerretur el ab Augíisto coitsulatus (es de- cir, la candidatura). Pero j'^a se ha visto precedentemente el trabajo que Augusto debía imponerse para vencer la repulsión de los grandes cuando se trataba de aceptar las magistraturas. Luego es la versión de Pomponio la que parece verdadera. Cuando los hombres de va- lía eran tan raros, Augusto no podía oponerse á la candidatura de un hombre como Labeón. Si éste no aceptó es que deseaba consa- grarse á sus estudios. Tenemos ya un ejemplo de la manera como Tácito altera sistemáticamente los hechos para hacer antipáticos á todos los emperadores.

(2) Pomp., Dig., L II, 2, 47; Aui. Gel., Xllí, x, i.

(3) ídem, Dig., I, 11, 2, 47.

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ya no aseguraba á los grandes lo que era antes la ver- dadera recompensa <\%\ patrocin'mm gratuito: el privile- gio de no poder ser acusados y defendidos más que por sus iguales. Arrastrados por los odios y rencores que habían engendrado sus discordias, asi como por el de- seo de comunicar alguna fuerza á las leyes, las altas clases habían excitado en demasía á sus miembros para acusarse entre sí, y ahora se veía por todas partes surgir de las clases medias á obscuros y ambiciosos ad- venedizos que, empleando nuevos procedimientos ora- torios, sabían revolverse contra la nobleza convirtien- do en arma de persecución el principio de la igualdad de todos ante la ley. El creador y maestro de esta nueva elocuencia era un tal Casio Severo, que sólo te- nía á la sazón una treintena de años (i). De origen hu- milde (2), inteligente, elocuente, y muy ambicioso, se le había ocurrido la idea, no pudiendo ganar dinero de- fendiendo gratis á los pobres, de obtenerlo acusando á los ricos, haciéndose pagar por ellos para retirar su acusación, ó para aprovechar la parte de bienes de los condenados que la ley concedía al acusador (3). Siem- pre que había que sostener una acusación ruidosa y vergonzosa contra un rico, en virtud de la lex de adul- teriis ó de otra ley una de esas acusaciones á las que ordinariamente se negaban los grandes oradores de la

(i) Teuffel-Schwabe, Geschichte der romischen Litteratur^ Lip- sia, 1890, voi. I, pág. 637, § II.

(2) Tácito, An.y IV, 21 sordida originis.

(3) Tácito, An.^ IV, 21: boiiis exutus Casio, pues, había ga- nado dinero y como (Séneca, Contr.^ III, pref. 5) nunca defendía, sino que acusaba siempre, esta fortuna debía de tener el origen que indicamos.

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nobleza por amistad ó por dignidad Casio Severo es- taba siempre allí para encargarse de ella; y, fuese seria ó inventada, que tuviese un fundamento de verdad ó que tuviese por origen ridículos comadreos, la sostenía con igual violencia y explotaba sin vergüenza los ren- cores y los prejuicios de las clases medias contra la aristocracia (i). Roma, habituada á ver circular los lím- pidos arroyuelos de la elocuencia aristocrática, clara, precisa, lógica, aunque en ocasiones algo fría, aún no había visto correr tal torrente de fango volcánico, den- so, amarillo, hirviente y sulfuroso (2). Á los documen- tos sustituía Casio las injurias y las burlas, á los razo- namientos las invenciones extravagantes, las calumnias inverosímiles, las descripciones, las tiradas, el desorden de los detalles impresionantes, todo lo que puede atur- dir á los espíritus toscos que les cuesta trabajo el razo- nar (3). Para juzgar de este contraste basta pensar en el

(ij Tácito, An:, I, jz: J>r/mus Augusliís cogiuüionen d& famosis

Ubellis tractavit, commotus Cassii Severi libidine, qua viros fc-

m'nasqiie inlusircs procacibus scriptis diffa7naverat. Como Casio era orador, estos libelli no podían ser otra cosa que sus discursos de acusación. Así está demostrado, 3' se confirmará por los hechos que pronto expondremos, que sus acusaciones se dirigían sobre todo contra los viros femiiiasqiie inlustres. Así pueden explicarse las it?t- modicas inimiciiias de que habla Tácito (IV, 21).

(2) Tácito, Dial., 19: aiUiquoruní admir.atores Cassiiim Sc-

vernm primum affirmant flexisse ab isla vetere afque directa di-

cendi via.

(3) Tácito, Dial. 26: plus viri habet quam sanguinis; primus e/iim, cofítempto ordine rerum, omissa modestia ac pudore verborum, ipsis etiam quihis ut i tur armis incompositus et studio feriendi pie- rumque dejectus, non pugnai sed rixatur; Ouint., X, i, 117: acerbiias fnira et urbanitas et fervor', sed plus stomacho quam Consilio dedit.

Tomo VI 1

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que hoy existe entre los diarios serios, bien escritos, en los que se aspira á ser exactos, á examinar prudente- mente las cuestiones sin dirigir injurias á los adversarios, y las hojas innobles que, con escándalo, grandes títulos y extravagantes invenciones, adulan y explotan las más bajas pasiones de las clases numerosas para recoger al- gunas monedas en este fango. Sin embargo y esto demuestra su debilidad— la aristocracia que parecía tener al imperio bajo su autoridad, el Senado, las ma- gistraturas no habían sabido castigar á este perro ra- bioso: en todas partes se le temía; se procuraba imitar sus ladridos; los que eran acusados por él, difícilmente encontraban entre sus amigos alguno que quisiese ó supiese hacerle frente. La miserable elocuencia de Ca- sio Severo respondía muy bien á una necesidad de las masas, minada por la sospecha de que la nobleza siem- pre inclinaba en su favor el platillo de la balanza, y no por la fuerza del razonamiento, sino por la riqueza y la gloria. Esta muelle aristocracia temía tanto ser notada de parcialidad que, para evitar las quejas, preferían muchos inmolar de tiempo en tiempo alguno de los suyos al resentimiento popular. Se admiraba al orador, y esta era una excusa para tolerar al picaro. En reali- dad, todos le tenían miedo, sin excluir á Augusto, que se sentía molesto por esa nota de parcialidad, sobre todo en los procesos ruidosos. Negando la asistencia legal á sus amigos hubiese faltado á un deber consa- grado por la tradición; en cambio, concediéndola pare- cía cambiar hasta con ventaja para la parte que defen- día las condiciones del duelo judicial. La intervención de Augusto en un proceso, como patrono de una de las partes, convertíase en presión injusta á los ojos de un

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO . 99

Casio Severo, que deseaba que de tiempo en tiempo se condenase á algún alto personaje, aunque fuese inocen- te, para compensar las numerosas absoluciones de los verdaderos culpables. Augusto, pues, se veía obligado á adoptar mil excusas para salir del paso (i).

La elocuencia de Casio Severo también es una prue- ba de la creciente debilidad de la aristocracia romana. Una aristocracia fuerte jamás se hubiese dejado mal- tratar de esa manera. Sus rivalidades interiores, su pe- reza, su excesiva cultura literaria, su gusto al bienestar que colocaba ahora sobre su prestigio, su disminución numérica, eran causa de que la aristocracia romana ni siquiera osase afrontar á un Casio Severo en esta ciu- dad donde por espacio de tanto tiempo era potente y gloriosa. Era, pues, muy urgente que procurase reco- brar fuerza y prestigio en una gran empresa diplomáti- ca y guerrera para hacer cara á las clases medias, cu- yos peligrosos rencores representaba Casio Severo. Después de haber mendigado ó robado durante un si- glo las tierras de los grandes propietarios y del Estado, después de haber saqueado los templos y los tesoros en todas las regiones del imperio, después de haber he- cho tantas guerras y revoluciones y tan considerable esfuerzo para instruirse y fomentar el comercio, la agri- cultura y la industria de Italia, esta clase comenzaba entonces á recoger los primeros frutos de tantos tra- bajos y peligros. La dificultad que había preocupado á ios agrónomos, á los políticos, á los economistas de la

(i) Véase Dión, LV, 4; Suetonio, Aug,, 56. Más adelante habla- remos del proceso contra .A.sprenas, que revela bien claramente las dificultades en que se encontraba Augusto,

lOO GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

generación precedente; la dificultad que tan bien había estudiado Varrón en su tratado de la agricultura, ha- bía sido sobre todo una dificultad económica: ¿cómo lograr que viviese holgadamente en todas las ciudades una clase media, una burguesía, á expensa de propie- dades de mediana extensión cultivadas por colonos y esclavos; cómo restablecer en estas propiedades una proporción más constante entre el precio de los pro- ductos y los gastos del cultivo? Pues bien, á fuerza de trabajo inteligente, y gracias también á un concurso de circunstancias imprevistas, se resolvió al fin esta difi- cultad— al menos en parte en casi todas las regio- nes, aunque en proporciones diferentes. Si se exceptúa la Liguria, que aún estaba inculta, la Italia del Norte, el valle del Po, entre el Apenino y el Adriático, era se- guramente la parte más favorecida. Dos siglos habían pasado desde el tiempo en que el primer gran jefe del partido democrático. Cayo Flaminio, había obligado á la aristocracia á conquistar esta gran llanura que se extendía al pie de los Alpes, cubierta de encinas, de grandes lagunas y de hermosos lagos, poblada de al- deas célticas, surcada en todas, direcciones por ios rá- pidos ríos que arrastraban en sus arenas el oro de los Alpes, y atravesada por el río que debía parecer de pro- digiosa extensión á los romanos de entonces, habitua- dos á las pequeñas corrientes de la Italia central. Dos siglos después, si todas las lagunas aún no estaban de- secadas (i), si los grandes bosques todavía cubrían.

(i) Estrabón, V, i, 5: áuaaa ¡ièv o'Jv /wpa tiotoíiioíc, izì^rfiÙBi nal eXsai, ¡JiáA'.axa S' "q iñv 'Evevwv.

AUGUSTO Y EL GRANDE niPERIO ^OI

parte de la región (i), las aldeas célticas y lugares ha- bían desaparecido casi de todas partes; de los antiguos habitantes sólo quedaba ya el recuerdo histórico en los nombres de aquellos parajes; todo el valle, de uno á otro extremo estaba ahora sembrado de minúsculas Ro- mas con alma latina. Por las guerras, las revoluciones, la creación de colonias, la sucesiva concesión del dere- cho de latinidad y de ciudad, en fin, por una hábil políti- ca, Roma había logrado realizar en todo el valle ui^a ma- ravillosa transfusión de lengua, de costumbres, de ideas, de instituciones. Poco á poco, bajo la creciente influen- cia de Roma, las familias ricas habían adoptado las cos- tumbres y los nombres latinos, habían aprendido la lengua de Roma, habían ambicionado formar parte del pequeño Senado municipal, de ser electos por el pueblo para los cargos de la ciudad, de tener á alguno de sus miembros cuestor, edil, duunviro y cuatuorviro de la ciudad. Pero, si esta romanización del valle del Po se había realizado cabalmente, y la lex Pómpela del año 89 habían tenido en la Italia del Norte tan felices resulta- dos, es porque desde un siglo antes la evolución eco- nómica del país, había creado ya una burguesía de pro- pietarios bastante holgada y numerosa, y también con bastante voluntad y ambición para hacer funcionar las iristituciones municipales importadas por Roma. Inicia- dos un siglo antes, los progresos de esta burguesía se acentuaban desde hacía quince años; porque ahora to- dos los factores de la prosperidad material se encon- traban reunidos en el gran valle. No sólo era éste fér-

(i) Estrabón, V, i, 12: ai uXai xoaaúxvjv sxo'Joi pocXavov coax é'A Twv svceuGev úocpop^í^v '^ Pcópir] xpéqieiv xa TiXspov.

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til, sino que se prestaba á todos los cultivos; si en la llanura había buenos pastos, extensos bosques, mag- níficos campos de trigo, en las colinas, en los contra- fuertes de los Alpes, podía cultivarse la viña y los ár- boles frutales (i). El valle estaba surcado por todas partes de ríos navegables el Po y sus afluentes— por los cuales podía comunicar fácilmente con el mar, es decir, con el mundo, en esta época en que los trans- portes por tierra costaban tan caros y eran tan len- tos (2). Apenas tenía que temer las hambres, tan fu- nestas en la antigüedad; pues estaba seguro de cose- char todos los años un cereal de inferior calidad, el mijo (3), ese maíz de la antigüedad, y que era bastan- te para sostener á una población relativamente den- sa (4) de campesinos libres, de colonos que cultivaban sus pequeños dominios ó que recibían en arrendamien- to las tierras de otros mayores propietarios (5). Esta

(i) Estrabón, V, i, 4.

(2) ídem, V, I, 5: Plinio, H. N., III, xxi, i.

(3) ídem, V, I, 12.

(4) ídem, V, I, 12: -^ t' sOavSpía.

(5) Colo7ms significa en esta época un campesino libre que arrienda, mediante una pensio^ las tierras de un propietario más rico y las cultiva. Columela lo dice con su habitual claridad (I, 7) opo- niendo el colonus al serviis: hi (los agricultores) vel coloni, vel servi sutit soluti ant vinci i. Comiter agat (el propietario) ctim colonis et avariìis opus exigat quam pe?isiofies. Véase apropósito de la pett- sio coloni, el Digesto, XIX, 11, 54 pr. y apropósito de la lex loca- tionis entre el colonus y el dominus, el Digesto, XIX, iii, 61.— Véan- se también las fórmulas testamentarias que se encuentran en el Di- gesto, XXXIII, VII, 20 pr., las cuales nos demuestran que los coloni eran libres, puesto que quedan en herencia, además de los servi, no Jos coloni sino sus reliqua, es decir, sus deudas con los propieta-

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población bastante fecunda poseía todas las cualidades de los celtas, es decir, de la raza de Europa que posee más vitalidad y recursos, además de ser buena para la guerra, era emprendedora, laboriosa, ingeniosa y bien dotada también para la industria. Y así, mientras que César y los triunviros habían encontrado entre los cel- tas ya latinizados del valle del Po los soldados para las guerras de las Galias y para las guerras civiles, los bra- zos no faltaban ahora á la agricultura y á la industria, para roturar y cultivar las tierras, para introducir ar- tes nuevas ó perfeccionar las antiguas. En fin, había cierta abundancia de capital. Parte de los metales pre- ciosos que se habían saqueado en todas las regiones del imperio durante las guerras civiles, habían pasado al valle del Po con buen número de cisalpinos que, ba-

rios. Si se relacionan con esta definición del coloims dos cartas de Plinio el Joven (III, 19 y IX, 37), se ve que en el segundo siglo las grandes propiedades de la Italia del Norte estaban arrendadas á co- lonos que pagaban su arrendamiento dando unas veces dinero y otras parte de los productos. En la carta IX, 37, Plinio nos dice que quiere renunciar al primer modo de arrendamiento y adoptar el se- gundo. Sin duda que éste es un documento de la primera mitad del segundo siglo; pero creo que podemos servirnos hasta cierto punto de él para saber lo que ocurría en la época de que aquí se trata. Des- de tiempo de César que debía haber gran número de campesinos li- bres en la Galia cisalpina, sin lo cual no podría compreiiderse cómo se convirtió en la región más importante para el reclutamiento del ejército. Aún no había en la Italia del Norte más que pequeñas ciu- dades, que eran poco numerosas; luego era en los campos donde Roma debía reclutar sus soldados. Aunque las ciudades hubiesen au- mentado durante los treinta últimos años, esta situación no parece haber experimentado grandes cambios en la época de Estrabón. Las guerras empeñadas en la Galia, en los Alpes y en Germania, tuvie- ron que hacer llevar muchos esclavos al valle del Po; y esto es lo

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biendo partido pobres para la guerra, volvieron á su país con el botín, y también con los veteranos de otras legiones á quienes se había distribuido tierras en el va- llé del Po. Por esta época, veinte años después de la batalla de Accio, estos capitales habían vuelto en gran parte á la circulación, estimulando en todo el valle la agricultura, la industria, el comercio y aumentando el valor de todos los artículos. Quizás fué durante uno de los viajes que hizo por estos años, cuando Augusto fué invitado á comer en Bolonia por un veterano de Anto- nio que había hecho la campaña de Armenia. Mientras que durante la comida se evocaban los recuerdos del año terrible, sucedió que Augusto preguntó al viejo soldado qué había de cierto en cierta historia que se refería sobre esta guerra y sobre el saqueo del templo

que nos demuestran las inscripciones: pero estos esclavos debieron de emplearse en las ciudades mejor que en los campos, y su número tenía que ser restringido comparado con la población. Cuando Es- trabón (V, I, 12) dice que la Cisalpina tiene grandes ciudades y una densa población, alude principalmente á la población de los campos. Demuéstralo la extensión del cultivo de los cereales y sobre todo el empleo del mijo como alimento. Por otra parte, la existencia de" una población libre de coloni, de agricultores, nos ayuda á explicar el rápido progreso de la agricultura en el valle del Po, progreso de que habla Estrabón 5^ nos lo demuestran los numerosos signos de la creciente riqueza durante el primer siglo. Sin esto habría que admi- tir que la Galia cisalpina compró por esta época muchos esclavos, lo que es poco probable, dada la penuria de capital de que se pade- cía entonces en Italia, y de que es prueba toda la política de Au- gusto. Estamos en una época en que la tierra y el trabajo adquieren valor y en que se empieza á acumular capitales, y no en una época en que ha}' grandes capitales ya acumulados y que se puedan em- plear. Las regiones que se enriquecían eran, pues, las que disponían de gran número de trabajadores libres.

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de la diosa Anaitis; si era cierto que el primer soldado er echar mano á la estatua de oro de la diosa se que- dó ciego al instante. El veterano sonrió; el que había realizado el audaz sacrilegio,' era precisamente él, y añadió que el mismo Antonio estuvo á punto «de co- merse el muslo de la diosa». El soldado había arranca- do una pierna de oro macizo á la rota estatua, se la había llevado á Italia, la había vendido para comprar en seguida su casa de Bolonia probablemente tam- bién tierras y esclavos y vivir de las rentas de este pequeño patrimonio (i). ¡Cuántos otros veteranos tu- \"ieron que volver de las guerras de Oriente, si no con una pierna tan divina, al menos con el oro robado don- de lo encontraron, y del cual gastaron poco á poco la maj^or parce en el valle del Po! Pero terminadas las guerras civiles, el oro no cesó de afluir por otros cana- les á este dichoso valle. Las guerras que Augusto ha- bía sostenido los años precedentes en los Alpes ó allen- de los Alpes, y la guerra que preparaba contra Germa- nia, obligábanle á gastar en el valle del Po gran parte del dinero que con tanto trabajo había sacado de todo el imperio; la construcción de los grandes caminos que iban á cruzar los Alpes, el tránsito de las legiones y su larga pei;manencia en el valle del Po, los importantes suministros de la guerra, fomentaban y seguían fomen- tando el comercio de los campos y de las ciudades ci- salpinas. Así, la guerra empeñada en sus fronteras, era para el valle de Po una industria muy floreciente. Ade- más, en esas guerras caían muchos prisioneros, y así se tenían esclavos más fácilmente y más baratos en

(i) Plinio, XXXIII, XXIV, i.

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este valle del Po vecino de los campos de batalla. En fin, este valle situado entre la Italia central, la Galia y las provincias del Danubio, podía enviar con facilidad sus productos á las provincias bárbaras de Europa y á Rorua.

Todas las condiciones favorables á un rápido pro- greso económico, se encontraban, pues, reunidas allí: la fertilidad de la tierra, la facilidad de comunicaciones, la abundancia de capitales y una población numerosa, activa, inteligente. La clase media, pues, mejoraba los cultivos, perfeccionaba las industrias antiguas introdu- ciendo otras nuevas, y daba al comercio más exten- sión. Las lanas más estimadas en Italia todavía eran las de Mileto, de la Pulla y de Calabria; pero los pro- pietarios de la Cisalpina, aumentando y mejorando las razas, se preparaban á ponerse en primera ñla con las lanas de Aitino, con las blancas lanas de Parma y de Modena y las lanas negras de Pollentia (i). En los Alpes recién conquistados, en el Apenino ligur y tam- bién en los alrededores de Ceva, se procuraba fabricar quesos para exportarlos á Roma (2). En todas partes se plantaban árboles frutales que durante los diez años anteriores se habían importado de Oriente, como el ce- rezo de Lúculo (3); y parece que fué en el valle del Po donde se hicieron las primeras tentativas para aclimatar en Italia el melocotón, que los veteranos de Antonio

(i) Columela, VII, 2: Generis eximii milestas, calabras, apuìas- que nostri existimabant, earumque óptimas tarentinas. N'irne galli- ca pretiosores Itabentur, etc. Véase Estrabón, \, i, 12.

(2) Plinio, XI, xcvii, 1.

(3) Plinio, XV, 30.

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trajeron sin duda de Armenia (i). Por toda la Cisalpina se dedicaba la gente á cebar cerdos para abastecer á Roma y fabricar vino para embriagar á los bárbaros de las re- giones del Danubio. Á medida que la riqueza aumen- taba, Roma necesitaba más cerdos, pues en el mundo antiguo eran éstos el principal alimento de la plebe; se hacía, pues, venir muchos del valle del Po, donde había maravillosos bosques de encinas que podían criar in- mensos rebaños. El enriquecimiento de Roma fomenta- ba también esta rama de la agricultura (2). Era ya en el valle del Po donde se hacían las vendimias más abun- dantes, donde había más ricos mercaderes de vino y más grandes toneles, que por su tamaño se habían he- cho proverbiales (3). Verdad es que el vino era mu}'' or- dinario; pero se vendía á los bárbaros de las provincias del Danubio, que aún no eran finos catadores. Se le transportaba en toneles conducidos en barcos, que des- cendían el Po, atravesaban el Adriático y desembarca- ban en Aquileya; desde Aquileya se transportaba en carros hasta Nauport, hasta el Danubio (4). Sin embar- go, algunos vinos de la Italia del Norte también comen-

(i) Lo que nos induce á creerlo es que en tiempo de Plinio había una especie de melocotón ila,ma.do ga/líc a. (Plinio, I/. A'., X\^ xi, i).

(2) Estrabón, V, i, 12.

(3) ídem.

(4) Véase Estrabón, V, i, 8, y Estrabón, IV, vi, 18. El primero de'estos textos nos informa de que los ilirios que vivían en el Da- nubio acudían á Aquileya para comprar aceite y vino; el segundo- nos da el itinerario que seguían las mercaderías de Aquilej'a para llegar al Danubio. Luego es verosímil que gran parte del vino que en Aquileya se vendía á los ilirios procediese del valle del Po, donde, según nos dice Estrabón (V, i, 12), se'cosechaba gran cantidad.

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zaban á ser apreciados por los ricos romanos y á figu- rar al lado de los famosos vinos de Grecia y de la Italia meridional. Livia, por ejemplo, sólo bebía vino de Is- tria (i). Otra fuente de riqueza para la Cisalpina era la madera, cada vez más solicitada: necesitábase para la navegación, que iba en progreso, y para las ciudades, que se agrandaban. Cortábanse los abetos en la monta- ña y se les hacía descender por los ríos hasta el Po; lue- go, por el Po y por la fossa Atigiísta, el canal que apa- rentemente había abierto Augusto, llegaban hasta Rá- vena, desde donde se expedían á todas direcciones y hasta Roma (2). El olivo enriquecía á ciertos países como Istria (3). El lino también se cultivaba con gran provecho (4). Antiguas industrias, como la del hierro en Como (5) y la de la lana en Padua (6) volvían á explo- tarse y renovarse; la clientela se extendía hasta Roma, donde Padua vendía muchos tapices y capas (7); otras industrias como la cerámica, naciente en este país, rea- lizaban rápidos progresos. Parece que se fundó una fá- brica en Polesina, la de los Atimetos, cuyas linternas se vendían hasta en Pompeya y en Herculano (8); en Asti y en Pollentia (9) se fabricaban copas que iban á

(í) Plinio, H. N., XIV, VIII, i. Véase también III, xxii, 2.

(2) Nissen, Italische La?uieskunde, Berlín, voi, I (1883), pá- gina 170; voi. II (1902), pág. 252.

(3) Plinio, XV, III, 2.

(4) Idem, XIX, i, 9.

(5) Idem, XXXIV, xl, 3.

(6) Estrabón, V, i, 7.

(7) ídem, V, I, 12.

(S) P^orcella, Le i/iduslrie e il commercio ci Milano sotto i Roma- ni^ Milán, 1901, pág. 26.

(9) Plinio, XXXV, xLvi, 3.

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hacerse célebres; la fábrica de Acón, que según parece estabi en el valle del Po, exportaba á la Galla transal- pina y á las provincias del Danubio sus elegantes cerá- micas grises y amarillentas (i); la de Gn. Ate3'0 expor- taba á la Galla narbonesa y á la transalpina; pero no es seguro que esta última fábrica estuviese en la Cisal- pina (2). En fin, las ciudades situadas á lo largo de la vía Emilia, Turín, en el punto mismo donde el Po se hace navegable, Ticino, que es hoy Pavía, se aprovecha- ban cada vez más de los cambios comerciales; Aquileya, sobre todo era próspera: de ella partía todo el comercio que se realizaba con las regiones del Danubio (3).

Todos estos comercios é industrias no requerían des- de luego muy grandes capitales y los importantes be- neficios que obtenían aumentaban el bienestar de la me- diana burguesía en toda la Cisalpina. Al contrario, las tierras eran menos fértiles en la Italia central, el terre- no era más escabroso, los ríos más pequeños y menos fácilmente navegables, la población menos densa é in- dustriosa; el peligro del hambre era mayor; se estaba más distante de las grandes provincias bárbaras. Su única ventaja consistía en estar más cerca de la metró- poli. En ella había más número de grandes propietarios que vivían lejos, y la clase media era menos próspera y numerosa. El Piceno, que estaba demasiado aislado (4),

(í) Déchelette, Les vases ceramiqííes or/ie's de la Gaiile romai- ne, París, 1904, I, 16.

(2) Déchelette, ob. cit., págs. 31-41.

(3) Estrabón, IV, vi, 18.

(4) Véase Nisse, Italische Lajidesk/i/ide, Berlín, 1902, voi. II,. pág. 411.

no GRANDEZA Y DECADENCIA DE- ROMA

vivía singularmente de los productos de su fértil terri- torio (i); Etruria realizaba considerables beneficios ex- plotando sus maderas (2) y las famosas minas de hie- rro de la isla de Elba (3); en Arezzo había fábricas de cerámica que databan de muchos siglos. La conquista de la Galia les había procurado nuevos clientes, los ricos galos querían seguir la moda romana hasta en los utensilios caseros (4), Las canteras de mármol en las montañas que están más arriba de Luni hoy las can- teras de Carrara explotábanse nuevamente; Roma y las demás ciudades de Italia solicitaban mucho el már- mol para su embellecimiento, y el de Luni, limpio y bello como el mármol griego, podía competir con él por las facilidades del transporte (5). Pero en seguida, á medida que se descendía hacia la Italia meridional, los grandes bosques, las grandes dehesas de pasto, los grandes rebaños pertenecientes á un pequeño número de propietarios muy ricos hacían á la población menos densa y á las ciudades menos florecientes, hasta el punto de no poder vivir en ella una mediana burguesía. La Campania y las tierras circundantes formaban como un oasis maravilloso, fértil en vinos y en aceites, y al mismo tiempo muy comercial é industrial. Por todo

(i) Estrabón, V, iv, 2.

(2) ídem, V, u, 5.

(3) ídem, V, II, 6.

(4) Déchelette, c¿. cif., I, págs. 10 y sig.

(5) Estrabón, V, 11, 5. Nissen {ítalische Laiideshmde, Berlín, 1902, voi. II, pág. 285) sostiene con buenos argumentos que, por esta época, el mármol de Carrara comenzó á estimarse y á emplear- se mucho, primero en Italia, y en seguida en todo el imperio. t¿^

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO II I

Pouzzolo se oía el ruido de las herrerías (i); los dos vinos más célebres de Italia, el Cécubo y el Falerno, enran- ciábanse allí en las ánforas; allí también construían los ricos romanos sus más suntuosas villas. Y el gran gol- fo con las ciudades florecientes de Pompeya, de Hercu- lano, de Ñapóles, de Pouzzolo, se abría hospitalario á los barcos que venían de Oriente y de Egipto. Merca- deres de todos los países, sirios, egipcios, griegos, lati- nos, se enriquecían en el comercio que se realizaba en- tre Roma y Oriente, y sobre todo en el comercio con Egipto (2) y con España (3); y construían bellas mora- das en estilo alejandrino, como las que se ha encontra- do en Pompeya. Aun saliendo de la Campania, se en- contraban aquí y allí otros pequeños oasis, ciudades rodeadas de plantaciones de olivos ó de viñedos, como Venafre (4) y Venusa (5); y ciudades como Brindisi, que tenían ya alguna industria antigua ó algún recurso comercial (6). Pero en todo el resto, á derecha é izquier- da de la vía Apia, único camino frecuentado, sólo había vastas propiedades casi desiertas y cultivadas por esca- sos esclavos; grandes bosques solitarios que la falta de caminos impedía explotar; parcelas abandonadas del ager piLblicus de Roma, que nadie quería; ciudades en

(i) Diodoro, V, 13.

(2) Véase Suetonio, Augusto., 98; Estrabón, XVII, i, 7.

(5) Estrahón, III, 11, 6.

(4) Plinio, XVII, IV, 31. Por lo que concierne á la prosperidad de Venafre, debida al cultivo del olivo, véase Nissen, Italisclie Latides- k/íude, Berlín, 1902, voi. II, págs. 796 y sig.

(5) Estrabón, VI, i, 3.

(6) Plinio, IX, Liv, 169; XXXII, VI, 61; XXXIII, ix, 130; XXXIV, xvii, i6o.

112 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Otro tiempo florecientes y que ahora sólo estaban semi- pobladas (i). Menos candidos que los modernos, los antiguos no se forjaron sobre la Italia meridional las ilusiones que acarician los italianos del siglo veinte, y que M. Fortunato se ha esforzado vanamente en disi- par; habían comprendido que, si él valle del Po era un trozo magnífico de la costra terrestre, la Italia meridio- nal valía mucho menos, á pesar de no verse aún deso- lada por el azote ten'ible de la malaria. Situada fuera de las grandes vías de comunicación, despoblada du- rante los siglos anteriores por las guerras, pobre en ca- pitales é incapaz de acumularlos de nuevo, poco fér- til— excepto algunas regiones regada por ríos pòco numerosos y sin importancia, erizada de abruptas montañas, la Itafia meridional no había podido reponer- se de las terribles devastaciones de los siglos preceden- tes. El recurso más importante era todavía después de tantos siglos, y así como en los comienzos de la his- toria de Roma y como hoy mismo en Teias y en las re- giones más incultas de los Estados Unidos los gran- des rebaños de carneros y de bueyes, que erraban sin abrigo, conducidos todos los inviernos y veranos por robustos esclavos de la montaña á la llanura y de la llanura á la montaña. La aristocracia romana y un pequeño número de propietarios muy ricos, se dedica- ban á esta cría. Sin duda las pieles y la lana se vendían en las ricas ciudades de la Campania y en Roma; pqro, si los grandes-propietarios podían obtener algún prove- cho, esta cría de rebaños sólo servía para hacer estéril,, despoblar y empobrecer toda la Italia meridional.

(i) Estrabón, V, iv, ii; VI, i, 2.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO "3

Tal se ofrecía Italia en la aurora incierta de una nue- va época, al través de las últimas nubes dejadas por la gran tempestad de la época republicana y bajo el pri- mer rayo de la pax j^omana. Por primera vez formaba desde los Alpes hasta el mar Jónico un solo cuerpo, y era una forma extraña, con el torso y el pecho de hermosa joven y las piernas entecas y paralizadas de vieja enferma. Colocado entre la Italia central y las inmensas provincias transalpinas en que Roma tenía que renacer, el valle del Po era el país del porvenir. En este valle vivía, formando compacta masa, la parte mejor y más enérgica de la clase media, casi frente á frente de la nobleza cuyos últimos restos estaban en Roma, pero cuyos bienes estaban diseminados por todo el imperio (i), y que, con la variedad de los gustos, la creciente multiplicidad de las ideas perdía su cohesión

ix) Tenemos pocos informes precisos sobre los patrimonios de la nobleza romana por esta época. El único informe preciso quizás sea el que nos comunica Ovidio sobre el patrimonio de su amigf> Sexto Pompeyo: Ponticas, IV, xv, 15 }' sig.

Quam tua Trinacria est, regnataque terra Philippo

Quam domus Augusto continuata foro; Quam tua, rus oculis domini, Campania, gratum...

Sexto, pues, tenía una casa en Roma, una villa en la Campania, tie- rras en Sicilia y en Macedonia. Es posible que la aristocracia tuviese en las provincias parte considerable de sus bienes, sobre todo en las provincias orientales; en efecto, á medida que las leyes agrarias / las distribuciones de tierra en Italia hacían más difícil y menos se- gura la propiedad del suelo en Italia, la aristocracia tuvo que buscar tierras fuera. Durante la tormenta del último siglo no debió ser difí- cil, sobre todo á las familias influyentes, el adquirir baratas, grandes 3' ricas propiedades en las provincias.

Tomo VI 8

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y ese espíritu de casta que en otro tiempo había sido tan fuerte en ella. También por esta razón la empresa de Germania, á la que Augusto la invitaba, podía tener tan gran importancia. Un éxito brillante en esta guerra podría renovar .el prestigio de la aristocracia, cuyo po- der parecía declinar; al contrario, un fracaso sólo podría aumentar la influencia de la clase media, es decir, la influencia de Augusto y de su familia. Esta venera- ción popular que en toda Italia se organizaba por la persona de Augusto, no sólo traducía el agradecimien- to por los servicios que había prestado; significaba, so- bre todo, que la clase media, preocupada de sus exclu- sivos intereses materiales, más expuesta á sufrir el in- flujo de los esclavos y de los libertos orientales por su mediocre instrucción, perdía rápidamente de vista al Senado y á la majestad impersonal del gobierno repu- blicano para no ver ya más que la persona del princeps. Las inclinaciones monárquicas brotabíyi en este medio por la fuerza de las cosas y por una especie de genera- ción espontánea, sin que nadie hubiese sembrado la simiente, y aun contra la voluntad del que hubiese po- dido recoger los frutos. ^Qué importaba á esta nueva gente, ignorante y avara, que allá bajo, en Roma, se extinguiese paulatinamente el Senado, que la aristocra- cia estuviese á punto de disolverse y que un hombre y una familia viniesen á disponer en esta disolución de un poder inmenso y superior al poder republicano? Dis- puesta estaba á conceder á este hombre el mérito de cuanto ocurría de feliz, con tal de que no se alterasen el orden y la paz; de que el vino, el aceite y la lana se vendiesen todos los años á buen precio; de que pudiese pavonearse en el pequeño Senado local; aspirar á los

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cargos de la ciudad; dominar en su municipio. Con la creciente fortuna de esta nueva clase se veía extinguir el ideal republicano, el ideal militar, el ideal tradiciona- lista. Muy pronto, cuando lo que aún quedaba de la nobleza hubiese perdido su respetabilidad y su crédito, Italia ya no vería en su Capitolio más que á la familia de Augusto. Pero Augusto, que quería y debía alentar los progresos de ^sta clase, también quería y debía procurar la resurrección del viejo ideal moribundo. Pues bien; era ésta una contradicción inevitable é insoluble, cuyas terribles consecuencias no habían de tardar en sentir su gobierno, su familia y él mismo.

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El ara de Augusto y de Roma.

Augusto no tuvo dificultad en obtener del Senado la prolongación para Agripa y para él de los poderes pre- sidenciales durante otros cinco años (i); y continuó activamente los preparativos para la guerra. Ignora- mos si sólo empleó para ésta las rentas de la Galia^ ó si se sirvió también de fondos votados por el Se- nado (2). Por lo demás, éstos sólo pudieron solicitar- se con el pretexto de proveer á la defensa de la Ga-

(i) Dión (LIV, 28) sólo habla de Agripa; pero es fácil compren- der que se adoptó la misma decisión para Augusto.

(2) Haré observar aquí, de una vez para siempre, que la historia de las campañas de Germania es muy obscura. Sobre ellas sólo po- seemos informes raros é incompletos que nos han transmitido Dión, Tácito, Orosio, Floro, Plinio, y que podrían reunirse en algunas pá- ginas. El relato que doy, está pues, en gran parte fundado en conje- turas: sólo es una hipótesis sustentada en la verosimilitud mejor que en unos documentos que, por su escasez, deian libre campo á las más absurdas suposiciones. La parte política y constitucional de las guerras también es muy obscura. Augusto no pudo concebir y diri- gir tai vasta empresa sin informar al Senado y al público; pero ig- noramos cuándo ni cómo lo hizo.

AUGUSTO V EL GRANDE BIPERIO ir?

lia (i); pues parece poco probable que Augusto expu- siese su plan, con riesgo de alarmar á los germanos Sea de ello lo que quiera, Augusto no sólo pensó en preparar armas, dinero y soldados; sino que como el éxito de la empresa dependía en parte de la fidelidad de la aristocracia gala, quiso asociarse ésta, antes de partir para Germania, con un compromiso moral, en lo que un compromiso moral puede obligar á los hombres. Se decidió á trasplantar del Asia Menor á la Galia el culto de Roma y de Augusto; á reunir alrededor del templo las dietas anuales, en las que los representantes de las sesenta civitates galas podrían figurar, discurrir y brillar; á organizar como en Asia un cuerpo de sa- cerdotes, escogidos todos entre la nobleza gala de la dieta, y que formarían una nobleza más restringida y selecta. En Asia Menor comenzaba á ser de cierta uti- lidad ese culto: era el símbolo popular de la unidad del imperio y el lazo ideal de las diferentes ciudades entre y de toda la provincia con Roma. ¿No era posible or- ganizar también este nuevo culto en la Galia, donde el antiguo culto nacional, el druidismo, se perdía comple- tamente? Puesto que Italia había tolerado este culto en Asia Menor y puesto que empezaba á recurrir ella mis- ma á los símbolos religiosos para expresar su admira- ción por Augusto, consentiría gustoso en que se erigie-

(i) Dión (LIV, 32) nos dice que la conquista de Germania se -acometió para defender la Galia. Ahora bien, si es cierto que la conquista de Germania tranquilizaba á la Galia, aún parece más temerario el afirmar que en el año 1 2 antes de Cristo, cuando Dru- so entró en campaña, se vio á ello obligado por la urgente necesidad de rechazar una invasión germánica y de atajar una insurrección de la Galia.

llS GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

se un ara de Roma y de Augusto en Lyon, por ejem- plo. En cuanto á la Galia podría esperarse que acogiese favorablemente el nuevo culto, sobre todo si la empre- sa de Germania llegaba á salir bien. La espada de César había abierto en las tradiciones célticas grandes bre- chas por las cuales entraban en la Galia, no sólo las mercaderías, las costumbres y la lengua de los extran- jeros; pero también sus dioses; las antiguas divinidades galas se confundían ahora con las divinidades griegas,, latinas y orientales, que habían tenido con ellas una vaga semejanza; el soplo nuevo penetraba en la Galia por mil resquicios.

Pero, hacia fines del año 13 y principios del 12^ mientras que Augusto meditaba estos proyectos, llega- ron dos noticias: una gran insurrección había estallada en Panonia (i), y el cargo áe Pontifex maxhnus, la más alta magistratura religiosa de la república estaba va- cante por muerte de Lèpido, el antiguo triunviro, que la había desempeñado durante treinta y dos años (2). ¿Era tan grave como se decía la insurrección de Pano- nia.^ La noticia quizás se agrandó deliberadamente para justificar con motivos al alcance de todos una nueva y gravísima reforma constitucional, á la que Augusto se veía obligado por razones mucho más serias. Des- de que se divulgó la muerte de Lèpido, todos estaban de acuerdo en designar á Augusto por sucesor; y el partido tradicionalista, para quien la reforma de las costumbres se sustentaba sobre todo en la religión, quería hacer de esta elección una gran manifestación

(i) Dión, LIV, 28. {2) ídem, LIV, 27.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO "9

popular en favor de las ideas de Virgilio, expresadas poéticamente en la Eneida^ y contra la relajación de las costumbres, del espíritu impío y disoluto de la jo- ven generación, que las le^'es del año i8 eran impoten- tes para refrenar (i). Uri pontijex maxinms, digno de su cargo, podría dar á la reforma de las costumbres, intentada en vano hasta entonces, su base natural: la reform.a del culto. Pero estas preocupaciones religiosas, sobrevenidas de improviso, eran en este momento una grave complicación para Augusto, que estaba ocupado en preparar su gran expedición á Germania. Augusto no ponía menos cuidado en esta época que en los co- mienzos de su gobierno en. no disgustar á la pequeña bandería de los conservadores á ultranza, que deman- daban la reforma del culto y de las costumbres: pero no era fácil ocuparse á la vez en estas graves cuestio- nes interiores 3^ en las conquistas exteriores. Por otra parte, Augusto sabía muy bien que era más apto para pontijex maxhmis en lugar de Lèpido, que para dirigir como generalísimo la guerra de Germania. Por todas estas razones, al parecer, pensó en que el Senado transformase la doble presidencia que desempeñaba con Agripa, en un verdadero reparto del poder civil y del militar, que se habían confundido hasta entonces, en los dos presidentes. La insurrección de Pononia ser- vía de pretexto, aunque fuese un suceso harto común

(i) La gran afluencia de gente que hubo para esta elección, }'• de la que se trata en el monumento de Ancira, 2, 26 y sig. (lat); IV, 3-4 (gr.), sólo ha podido ser efecto del partido tj-adicionalista, que de- seaba hacer una manifestación; el celo de los electores no podía es- timularse, puesto que sólo había un candidato.

I20 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

para justificar tan grave innovación. Todos los genera- les que tenían mando fuera de Italia quedaron á las ór- denes de Agripa; todas las legiones, hasta las que es- taban en las provincias de Augusto, pasaron á sus ór- denes; el mando de los ejércitos quedó así separado del poder del procónsul y del propretor; y la autoridad su- prema sobre los ejércitos, que la ejercía en otro tiempo el Senado, se depositó en un solo hombre (i). Dispo- niendo así de todas las legiones. Agripa podría empezar una empresa cuyos contragolpes eran difíciles de pre- ver en las provincias de Europa que estaban agitadas y medio insurreccionadas, y durante este tiempo Au- gusto procedería en Roma á la reforma del culto, que era tan esperada.

Así, la magistratura suprema, si no es errónea nues- tra interpretación de Dión, aun conservando su forma exterior, cambiaba otra vez en su esencia. Ahora ya no estaban al frente del Estado dos colegas de igual poder, sino un sacerdote y un soldado, que se habían repartido la autoridad suprema. La expedición de Ger- mania, que había de dar solidez á la constitución aris- tocrática, necesitaba de estos recursos, que repugnaban al espíritu de la constitución, precisamente porque la nobleza no tenía por sola bastante fuerza para con-

(i) Dión, LIV, 28 ¡ieíaov à'jxép (es decir á Agripa) xwv éy.aa-

Ta/óGi e^o) ZY¡c, 'IxoXíag àpxóvxwv layjjaai, sraipsi^ag Peréceme

que esta frase sigoifica que á Agripa se le hizo generalísimo con poderes independientes de la autoridad proconsular; y que, por con- secuencia, las legiones que estaban en las provincias de Augusto pasaron á sus órdenes. Es poco probable que haya que considerar- le en este cargo como un legatus de Augusto; era, en efecto, su co- lega y disponía de una autoridad igual á la suya.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 12 1

ducir á buen término la conquista. Había, pues, una contradicción insoluble. Sea de ello lo que quiera, Agri- pa, que había partido en el invierno para Panonia, es- taba ya de vuelta en Febrero, sea como se preten- de— que la noticia de su marcha bastó para aquietar á los rebeldes (i), sea que se propusiese ir á la Galia du- rante la primavera para tomar el mando de las regiones del Rhin. Mientras volvía á Roma, Augusto fué electo pontifex maximus, el 6 de Marzo (2). Aunque Augus- to fuese el único candidato, la afluencia de electores de todas las regiones italianas fué considerable, y la manifestación popular imaginada por el partido tra- dicionalista resultó á maravilla. Si en la sociedad rica, elegante y culta de Roma, se difundía cada vez más el nuevo .espíritu de voluptuosidad, el gusto por la vida fácil, en cambio, el espíritu de devoción y de tradición se conservaban mejor en las clases medias; si en éstas también se estaba lejos de observar siempre los seve- ros preceptos de la moral puritana, apenas se atrevía á negarse á tomar parte en cualquier platónica manifes-

(i). Dión LIV, 28.

(2) Muchos historiadores, entre los cuales tengo la desagracia de contarme (t. i.°, pág. 318) se han engañado al creer que el pa- saje de Ovidio (Fastos. III, 415 y sig.) se refiere á Julio César. Los dos versos,

Caesaris innumeris, quo maluit ille mereri Accésit titulis pontificalis honor.

no dejan duda ninguna: el César de que aquí se trata es Augusto; €n efecto, sólo de él podía decirse que tenía ya innumeri honores. Véase C. I. Z., I, págs. 304 y 314.

122 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

tación en favor de la religión, que siempre se conside- raba oficialmente como la eterna fuente de la paz y de la prosperidad públicas. Trece días después, el 19 de Marzo, comenzaron las QuinqtiatricB ^ las fiestas de Mi- nerva, que eran entonces las fiestas de la parte más baja del mundo intelectual que casi toca con el pueblo, y de la parte superior de los artesanos: las fiestas de los jóvenes escolares y de sus maestros, de los tejedo- res, de los zapateros, de los bataneros, de los orfebres, de los escultores (i). Para agradar á estas clases mo- destas, para dar más dignidad é importancia á estas fiestas, que eran, por decirlo así, las de la escuela pri- maria, y en las que los jóvenes tenían que deman- dar á Minerva el hacer aprovechados estudios, el nue- vo pontifex viaximux tenía que ofrecer al pueblo di- versiones públicas en nombre de sus dos hijos adopti- vos. Cayo y Lucio, que empezaban á estudiar, y hasta ofreció juegos de gladiadores, poco adecuados, en ver- dad, al culto de la diosa de la inteligencia, que tiene horror á la sangre (2). Los artesanos de Roma, aún ve- nerando en Minerva á su protectora, apenas hubiesen gozado de pasatiempos tan nobles. Pero, en medio de estas fiestas, que duraron cinco días, Augusto recibió súbitamente la noticia de que Agripa había caído sú- bitamente enfermo en la Campania durante el viaje. Abandonando las fiestas, Augusto partió en seguida para Campania; pero llegó demasiado tarde. Agripa ha- bía muerto (3), terminando así demasiado pronto, á los

(i) Ovidio, Fastos, III, 8093' sig.

(2) Dión, LIV, 28; Mo?i. Anc, IV, 32.

(3) ídem, LIV, 28.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO I 23

cincuenta años, pero en medio de la riqueza, del poder y de la gloria, la carrera comenzada treinta y dos años antes, á la muerte de César, cuando se puso sin dudar al lado de Octavio. Agripa fué del pequeño número que, en el momento de la catástrofe, tuvo confianza en la estrella de los Julios; y los hechos demostraron que su elección había sido atinada, Al menos la fortuna ha- bla premiado ahora el valor. Agripa representa al ro- mano, despojado ya de su primitiva rusticidad, pero to- davía no corrompido por las degeneraciones del inte- lectualismo, de los vicios y del dinero. Había sabido unir á las hermosas virtudes de su raza las raras cuali- dades que da la cultura; dotado de una inteligencia fuerte y al mismo tiempo sutil, práctica y ávida de sa- ber; dotado de alma enérgica, pero sencilla, recia, se- gura y fiel, había sabido ser á un tiempo general, al- mirante, arquitecto, geógrafo, escritor, coleccionista de obras artísticas, organizador de servicios públicos, y, durante treinta y dos años y sin perder un instante, había sabido poner su genio multiforme é inagotable, primero, al servicio de su partido durante las guerras civiles; luego, al servicio de la república y del pueblo. Murió todavía joven, dejando, además de los dos hijos adoptados por Augusto, otras dos niñas pequeñas y á Julia en cinta: estaba, pues, en regla con la lex Julia de maritandis ordinibus promulgada por su suegro; de- jaba á Augusto parte de su inmenso patrimonio, al pue- blo sus jardines de Roma y las termas, con grandes propiedades para ocurrir á los gastos (i); en fin, deja- ba— herencia aún más hermosa sus Comentarü, co-

(i) Dión, LIV, 29.

í24 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

lección monumental de informes geográficos y estadís- ticos sobre todas las provincias, con los cuales había comenzado á trazar un gran mapa del imperio que la gente podría consultar. El destino había asociado por siempre su nombre severo á la fachada del Panteón, en el centro del mundo, por encima de las generaciones que habían de pasar al pie del monumento imperecede- ro; pero no había querido hacer de él el igual de César, concediéndole el tiempo necesario para conquistar á Germania.

Augusto trasladó piadosamente á Roma las cenizas de su amigo; les dio solemne sepultura; pronunció un gran discurso en su honor y repartió dinero al pueblo en memoria de él (i); después aceptó para él solo la presidencia de la república que, durante más de cinco años, y en su interés como en el del pueblo, había com- partido con Agripa. Aún no había en Roma ningún ciu- dadano que pudiera sustituir á Agripa á su lado. Así, Augusto quedaba por primera vez como jefe supremo del Estado, del ejército y de la religión; por primera vez d_esde su advenimiento se realizaba en su persona la unidad del poder supremo, pero contra su voluntad, por un accidente desgraciado que nadie deploraba tan- to como él. Augusto había tenido una rara felicidad en- contrando á Agripa al principio de su larga carrera; y era para él una gran desgracia el perderle súbitamente, á mitad del camino. En efecto; esta muerte trastornó completamente el plan de la guerra en Germania, y el restablecimiento de la unidad del poder supremo para- lizó al Estado. La flota estaba equipada, el canal abier-

(i) Dión, LIV, 28.

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to y todo prevenido; pero Augusto no osaba á los cincuenta y dos años improvisarse general en jefe y dirigir tan gran guerra, él, que no había sabido dirigir las pequeñas cuando era más joven; ni osaba ir á la conquista de Germania cuando los beatos le habían he- cho pontifex niaximiLS con tanta pompa y aparato y es- taban impacientes de verle iniciar la reforma del culto. Obligado á gobernar simultáneamente el cielo y la tie- rra, los asuntos de los dioses y los de los hombres, Au- gusto se propuso hacerlo lo mejor posible. Envió á Ti- berio á Panonia; abandonó á Roma y se dirigió al valle del Po, á Aquileya, para vigilar él mismo la insurrec- ción y la represión (i); durante algún tiempo parece no •haber querido, adoptar ninguna decisión sobre Germa- nia, pensando quizás diferir la empresa (2); y durante el viaje comenzó á hacer ciertas reformas religiosas. Ante todo retiró de la circulación los falsos oráculos

(i) Paréceme que Schürer (Geschichie der Jüd. Volkes, I, Lip- sia, 1860, pág. 302, tiene razón al afirmar que el encuentro en Aquileya de Herodes y Agripa, de que habla Josefo (A. J., XVI, iv, i) debió ser en el año 12 antes de Cristo, el mismo en que se cele- braron los juegos olímpicos. Por consiguiente, fué el año de que ha- bla Josefo (B. J. /, XXI, 12). Véase Korach «Die Reisen der Kí5n. Herodes nach ROm». Mo)iatsschrift für Geschichte imd JVissens- chafl des Jndenthums, voi. XXX VIII, 1894, pág. 529.

(2) Las operaciones parecen haber comenzado bastante tarde este año, puesto que Druso, como dice Dión (LIV, 32) volvió del

mar del Norte hacia fines de año y^z.\\^ìù'i yàp f¿v. ¿Fué la muerte

de Agripa lo que ocasionó este retraso? Me parece verosímil, aunque ese retraso haya podido tener otras causas: quizás los preparativos no estaban terminados, y quizás también no se había acabado de abrir el cana!. Pero tenemos muy pocos informes para poder afirmar nada aquí.

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sibilinos y los libros de las profecías que hábiles char- latanes habían hecho circular durante la revolución, y que aportaban el trastorno al espíritu popular, y, por una lejana repercusión, á la misma política. Ordenó á todos los que poseían colecciones de oráculos y profe- cías que las entregasen antes de cierta fecha al pretor: quemó todas las profecías é hizo una selección de 2.000 oráculos sibilinos, que se consideraron auténticos y se colocaron en dos armarios dorados del templo de Apo- lo, en el Palatino; los demás fueron quemados (i). Au- gusto se ocupó también en reorganizar simultáneamen- te el culto más aristocrático y el culto más popular de Roma: el culto de Vesta y el culto de los Lares compíta- les, pequeños dioses protectores de todos los barrios, á los que el bajo pueblo solía unir una estatuilla del mismo Augusto. Aumentó los privilegios y los honores de que gozaban las Vestales para facilitar su reclutamiento (2); y prescribió para el culto de los Lares compítales dos ceremonias, una en verano y otra en invierno (3).

Pero, si Augusto había tenido uri momento de duda sobre la empresa de Germania, los asuntos galos no tardaron en hacerle comprender que, para la salud de la república, no bastaba con recitar^ ni hacer recitar oraciones en Roma. También, había que combatir en Germania. En la Galia se había terminado el censo, y el descontento era tan vivo, que la revolución parecía inminente: con ella se hubiese visto indudablemen- te á las hordas germánicas caer sobre la rica provin-

(i; Suetonio, Ang., XXXI.

(2) ídem, Aug., XXXI.

(3) I'Jem.

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cía (i). Augusto tuvo que decidirse á comenzar la inva- sión preparada desde mucho antes. ¡Pero cómo habían cambiado los tiempos! Ya no era con la audacia de Cé- sar, lanzándose á cierra ojos en el porvenir, como se te- nía que invadir á Germania, sino con método, con pasos lentos y circunspectos, avanzando solamente por te- rreno seguro, bien protegida la retaguardia, y después de haber explorado en lo posible lo inmenso desconoci- do en que se iba á entrar. Ante todo se comenzaría por abrir á las legiones un camino seguro hacia el Este, á lo largo del curso del Lippe, construyendo á orillas de este río, en el corazón de la región colocada entre el Rhin y el VVeser, un gran campamento atrincherado, y uniéndolo al Rhin por una larga trocha militar y una cadena de fortines. Desde este campamento atrinche- rado, las legiones difundirían en torno el respeto y el terror de Roma haciendo marchas y expediciones por toda la región situada entre el Rhin y el Weser. Pero antes de que la trocha militar estuviese construida era difícil y peligroso hacer pasar un gran ejército por el camino que costeaba al Lippe. Habíase, pues, tenido la idea de enviar parte de las tropas por el mar, hasta la desembocadura del Ems, de hacerle remontar este río, hasta su curso superior, que se hace paralelo al del Lippe, y que, en ciertos puntos, sólo dista unos trein- ta kilómetros; hacer pasar la otra parte de las tropas por el valle del Lippe, de suerte que ambos, ejércitos pudiesen reunirse en el curso superior de este río. Au- gusto decidió que se realizase este año la primera par- te del plan, es decir, conducir hasta Ems por mar parte.

(i) Dión, LIV, 32.

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del ejército. Encargó de esta empresa á Druso, que sólo era un simple propretor de veintiséis años. Esta desig- nación era atrevida sin duda; pero Augusto quería para esta guerra un hombre inteligente, activo y adicto, que le obedeciese incondicionalmente. ¿Y quién podía inspirarle más confianza que Druso (i)? La empresa se- ría así dirigida por una cabeza casi cana y ejecutada por un brazo aún muy joven. Augusto empezó la cam- paña obrando tan hábilmente como César, cuando rea- lizó la expedición á Bretaña, para no dejar á la Galia desprovista de legiones y á merced de una nobleza in- quieta y descontenta (2). Druso invitó á los jefes galos

(i) Dícese comunmente que Augusto confió estas empresas á sus hijastros por motivos dinásticos; pero es una explicación que se re- fiere á la suposición absolutamente arbitraria de que Augusto quiso fundar una monarquía. Por lo que á nosotros toca, ignoramos si Au- gusto procuró emplear otros hombres, y por lo mismo, no podemos eludir la hipótesis de que escogió á sus hijastros por no encontrar en los demás las cualidades necesarias. La dificultad en encontrar hombres de buena voluntad para empresas menos graves que ésta, hace verosímil la suposición de que tuvo que recurrir á sus hijastros por no hallar otros mejores.

(2) Muchos historiadores piensan que Druso convocó á los jefes galos en Lyon para hacer una inauguración provisional del culto de Roma y de Augusto. Pero Dión (LIV, 32) no dice esto: dice que Tipocpáasi, con el pretexto de la fiesta llamó á los jefes galos, y co- menzó la guerra. Como el ara se inauguró, según veremos en el año 10, los jefes sólo fueron convocados para tratar sobre lo intro- ducción del culto; y su convocatoria, como dice Dión, sólo fué un pretexto para evitar la insurrección de la Galia. Paréceme que en este ardid puede verse una imitación de lo que hizo César cuando la primera expedición á la Gran Bretaña. He supuesto, pues, que Druso se llevó en su compañía, como César, gran número de perso- najes galos, para quitar á la insurrección sus jefes eventuales.

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á una reunión para tratar sobre la nueva ceremonia que iba á introducirse en la Galia, en honor de Augus- to y de Roma; y cuando hubo llegado buen número de ellos, no teniendo ya que temer una insurrección gene- ral de las Galia, dio orden de marchar al ejército y á la nota llev^ándose á estos jefes. Descendió el curso del Rhin, pasó por el canal y entró en el Zuiderzée (i); atravesó el país que es hoy Holanda, el territorio ocu- pado por los frisones, que á consecuencia de negocia- ciones, probablemente entabladas antes de llegar las tropas, aceptaron el protectorado romano en condicio- nes bastante blandas. Pagaron un pequeño tributo, no

(i) Hay aquí una difícil cuestión. Crosio (VI, xxi, 15) y Floro ii\', XII, 33) hacen comenzar las operaciones de Druso por una gue- rra contra los usípetos, los tencteros y los catos, sin decir nada de una operación naval. Orosio dice simplemente: primjim Usipetes, deinde Tencteros et Chatios perdoniitit ; Floro, más preciso, dice i\\iQ primos Usipetes domili f, inde Tencteros percurrit et Caitos; es decir, que sometió á los usípetos é hizo una incursión, un raid^ una marcha por el territorio de los tencteros y de los catos. Dión (LI\^ 32) dice, en cambio, que durante el primer año de la guerra, Druso esperó á los celtas (es decir, á los germanos) en el paso del Rhirr; luego le hace pasar al territorio de los usípetos y de los sicambros, que devastó; en fin, le hace realizar su expedición naval, que por cierto describe confusamente. Pero en el capítulo siguiente nos refie- re Dión los hechos del año que siguió, es decir, del 11, y otra vez nos dice que Druso sometió. á los usípetos, que hizo una incursión en el país de los sicambros y que llegó hasta el Weser, en el país de los catos. Parece, pues, que los hechos referidos al año 1 1 por Dión, son los consignados por Orosio 3' Floro como ocurridos á comien- zos de la guerrra, con la diferencia de que Dión habla de los sicam- bros en vez de los tencteros; la confusión nada tiene de sorprenden- te, puesto que ambos pueblos eran vecinos. En otros términos, Oro- sio 3' Floro parecen comenzar el relato de la campaña de Germania Tomo VI 9

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en dinero, pues eran muy pobres, sino en pieles y en contingentes militares (i). Luego salió Druso con su flota al mar del Norte y recorrió la costa: sometió una isla á la que Dión da el nombre de Burcánida (2); en- tró en el Ems; y, en un sitio que no podemos precisar, desembarcó parte de sus fuerzas (3); luego volvió á des- cender el río con el resto del ejército, salió á plena mar, se dirigió á la desembocadura del Weser, y también procuró remontar este río, probablemente con un sim- ple fin de exploración (4). Pero ahora no lo consiguió, sea que los barcos, demasiado ligeros para un mar agi- tado, fuesen harto pesados para remontar la rápida co-

en el año 11, descuidando lo ocurrido en el año 12, es decir, la ex- pedición naval. Como ya veremos, esta explicación se confirmará en el curso del relato. En efecto, se verá que, si se colocan en el año 11 las expediciones contra los usípetos, los tencteros y los catos, de que hablan Orosio y Floro, los tres historiadores están de acuerdo en la exposición de los hechos. ¿Qué valor hay que conceder á lo que dice Dión sobre los combates que Druso empeñó y de las incursio- nes que realizó antes de la expedición naval? Su relato carece de precisión, y es tan vago, que puede suponerse muj' bien que hace una confusión con los sucesos del año siguiente. Si no ha habido confusió.i, es necesario que la expedición naval haya estado prece- dida de incidentes que es difícil adivinar. Sea de esto lo que quiera, como el suceso importante del año 12 fué la expedición naval, no he tenido en cuenta estos incidentes sumariamente expuestos, y muy obscuros, para que se les pueda narrar claramente, (r) Dión, LIV, 32; Tácito, Anales, IV, 72.

(2) Estrabón, \'II, i, 3.

(3) Véase la nota de la pág. 14.

(4) Dión (LIV, 32): la incursión en el país de los catos parece re- ferirse á una tentativa de exploración en la desembocadura del We- ser. Pero el objetivo de esta incursión no está claro y tampoco se comprende lo qu2 es la Aí¡ivr, de que habla Dión.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO I31

rriente del río, ó tal vez por otra razón que desconoce- mos (i). Lo cierto es que Druso, que conocía muy mal este mar peligroso, estuvo á punto de naufragar: se sal- vó gracias á la ayuda que le prestaron los frisones (2). Á fines de otoño estaba otra vez en la Galia con parte del ejército y de la flota. Dejó á los galos que volviesen á sus casas, después de haberles decidido con sus conse- jos á erigir en Lyon la gran ara de Augusto y de Roma, y á fundar un sacerdocio universal; luego volvevería á Roma para dar cuenta á Augusto de lo que había hecho y recibir nuevas órdenes para el año siguiente (3).

Entre tanto, Tiberio había concluido la guerra en Pa- nonia á la manera de la antigua aristocracia, extermi- nando, capturando y vendiendo á los rebeldes (4). Este joven, si poseía las cualidades de la antigua nobleza, también tenía su dureza. Es probable que lo mejor de la población de Panonia se vendiese á los grandes y pequeños propietarios de Italia, y que se transporta- se al valle del Po. El Senado le decretó el triunfo (5). Entre tanto, Augusto había vuelto á Roma acompañado de Herodes, Este, que había ido á Grecia para asistir á los juegos olímpicos, se le había incorporado en Aquile- ya para cortejar á Julia y ponerle al corriente de la te- rrible discordia que había estallado bajo el cielo ardien- te de Jerusalén, en el palacio real, entre los hijos de la infortunada Mariana. Entre Alejandro y Aristóbulo,

(i) Tácito, Gemí., 34: obstitit Oceanus: esto parece indicar que la navegación se hizo imposible. (2) Dión, LIV, 32. ■(3) ídem.

(4) ídem, LIV, 31.

(5) ídem.

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los dos hijos de esta desgraciada, el hijo que Heredes había tenido de Doris, Antipatro, y Salomé, que con- servaba por su cuñado un odio implacable que iba más allá de la muerte, existía desde hacía algún tiempo una guerra terrible de calumnias é intriga?, que había engen- drado una tremenda sospecha en el espíritu inquieto de Herodes. El rey de Judea temía ahora que Alejandro y Aristóbulo quisiesen asesinarle para vengar á su madre. Si se hubiese visto libre de hacer lo que quisiese, no habría dudado en librarse de esta sospecha haciendo perecer á sus hijos; pero se sentía impopular en Judea, donde conservaba el trono gracias á la protección de Augusto. Si su trágica casa se ensangrentaba otra vez con una espantosa matanza doméstica, Augusto podría abandonarle. No se atrevía, pues, á matar después de la madre á los hijos, para librarse de una sospecha; pero ¡qué suplicio no debía ser para este hombre desconfia- do, que se sentía detestado por infinito número de per- sonas, el vivir con sus dos hijos, recelando de ellos! Y esta trágica situación de su familia es lo que había venido á exponer á Augusto, esperando quizás que le autorizase para matar a sus hijos. Al contrario, Au- gusto se llevó á Roma al rey de los judíos y á sus hi- jos, procuró reconciliarlos, dando como compensación á Herodes las minas de cobre de Chipre, cuyos gober- nadores no obtenían casi nada por negligencia, y que el hábil Herodes sabría explotar de nuevo, pues dispon- dría de la mitad de las rentas. El prudente Augusto sa- bía así restablecer la concordia en la familia de Herodes y realizar un excelente negocio para la república. El pueblo de Roma también se aprovechó de estas discor- dias; pues Herodes entregó á Augusto 300 talentos

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para que los gastase en fiestas. El astuto soberano de Judea supo así comprar por adelantado la indulgen- cia de Roma para los nuevos crímenes que podía verse obligado á consumar; y Roma, ávida de fiestas y de placeres, aceptó este oro como un homenaje (i). Sin duda fué por esta época cuando llegó á Roma la noticia de que un temblor de tierra había causado te- rribles daños en toda el Asia Menor, que los pueblos se encontraban en gran miseria y no sabían cómo pa- gar el tributo este año. Entonces se vio una cosa inu- sitada en esta Roma que, durante tantos siglos, había exigido sus tributos con implacable ferocidad. El Sena- do 3^ el público se conmovieron: se acordó que era pre- ciso ayudar á la desgraciada provincia y no exigirla el tributo este año por lo menos. Pero la hacienda pública estaba en mala situación: ;cómo renunciar á esa suma considerable? Augusto, á quien la herencia de rVgripa había proporcionado bastante dinero, se encargó como siempre de resolver la dificultad; y entregó él mismo al Tesoro, sacándolo de su propia caja, el tributo que Asia debía de haber pagado (2). El público quedó sa- tisfecho, el Tesoro no perdió nada; sólo Augusto per- dió una importante cantidad. ¡En verdad que era un singular monarca este hombre, que tenía que pagar de su fortuna privada los accesos filantrópicos del capri- choso público! La verdadera monarquía hace en gene- ral lo contrario: estruja sin ruido á sus subditos para que la familia del rey acumule una fortuna colosal. Pero las doctrinas humanitarias se difundían en la

(i) Josefo, A. 7., XVI, IV, 1-5. (2; Dión, LIV, 30.

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vieja república al mismo tiempo que el bienestar, que los vicios y que la cultura intelectual; había pasado el tiempo en que gran parte del público vivía direc- tamente de la explotación de las provincias; todos querían ahora que se prodigase á las provincias orien- tales halagos, caricias y concesiones, con tal de que Roma no perdiese en ello. Y Augusto, como de costum- bre, debía resolver la dificultad encargándose de la pér- dida. El Senado acordó igualmente que, por vía de ex- cepción, y durante dos años, se encargase á Augusto de escoger al gobernador de Asia, en vez de fiarlo á la suerte ciega. Augusto sabría escoger á un hombre idó- neo y activo.

¡De cuántos diversos asuntos tenía que ocuparse Augusto: de la guerra en Germania, de la insurrección en Panonia, de la religión en Roma, de las discordias reales en Judea, del temblor de tierra en Asia! Y, sin embargo, al volver á Roma encontraba otras dificulta- des, una de las cuales, pequeña en apariencia, era difí- cil de resolver. Su lex de maritandis ordinibus invitaba á las viudas á casarse en el plazo de un año. Julia, ha- biendo dado al mundo el hijo que llevaba en sus en- trañas á la muerte de Agripa, y que había recibido el nombre de Postumo, debía por lo mismo de que era hija de Augusto darse prisa en obedecer la ley. Si la violaba, ¿qué otra matrona querría obedecerla? Además; por otras muchas razones se presentaba este casamien- to como una gravísima cuestión política. En efecto, 3^a no había duda: esta joven de veintisiete años, bella> amable é inteligente, pertenecía á esa nueva floración de vetóTspoi que, desde hacía algunos años, se difundía sobre el áspero terreno del puritanismo y del tradicio-

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nalismo. Su viaje á Oriente sólo había fortificado sus naturales inclinaciones. La habían festejado como á una reina en el dulce Oriente; había vivido en las cortes fas- tuosas; se había embriagado con el humo del incienso que la adulación asiática quemaba á sus pies; había visto en sus más célebres centros la civilización volup- tuosa, elegante, corrompida, tentación irresistible y mortal terror de los romanos. Por otra parte, es verosí- mil que juzgase y no sin razón que había cumplido sus deberes para con la república, y que, á los veintisie- te años, le había ya dado cinco hijos. Quería, pues, vi- vir de esa vida amplia más brillante y alegre, á que as- piraba entonces la juventud. Esto era para Augusto una grave preocupación; pues, en este momento singu- larmente, no podía considerar las costumbres de su hija como si sólo se tratase de un asunto privado. En efec- to, el partido puritano había recobrado brío después de su elección para la dignidad de pontifex maximits: otra vez se protestaba contra la creciente corrupción de los jóvenes; se deploraba que las leyes del año i8 no se aplicasen con el necesario rigor, y que ya no existie- se la autoridad de los censores; se quería conceder á Augusto, como en el año i8, y por otros cinco años, la prcEJectnra moruvt et legiim que ya no tenía desde el año 13, es decir, los poderes de los censores aún am.- pliados, la facultad de hacer más rigurosas, al aplicar- las, las leyes insuficientes ó demasiado benignas (i).

(i) Dión (LIV, 30) coloca en el año 12 el nombramiento de Au- gusto como lm¡isXYjxr¡g xaí suavopScüxfjS xwv xpÓTiwv para cinco añoF. Es evidente que se alude aquí, pero con poca precisión, al nombra- miento de Augusto como eTO¡ieX7¡xY¡s twv te vóhwv xai twv xpónov/

1 3^ GRANDEZA V DECADENCIA DE ROMA

Augusto quería agradar al partido puritano y favorecer las tendencias arcaicas y conservadoras de las masas; ¿cómo hubiese podido erigirse en campeón de la tradi- ción y tratar con rigor á los grandes por dejar que sus mujeres é hijos obrasen á su guisa, si en su propia casa su hija se rebelaba contra él y contra sus leyes? Por un momento pensó en casarla con un caballero, es decir, cjn un personaje extraño á la política (i), quizás por- que con las familias ecuestres se podía tener más indul- gencia en lo tocante á las costumbres que con la aris- tocracia política y militar, que debía de dar ejemplo y respetar las leyes por lo mismo de que las hacía. Pero al instante se le ocurrió otra idea, idea fatal, que había de ser fuente de desgracias sin número para él, para su familia y para la república: la de dársela por esposa á Tiberio. Si hay que creer los rumores que cir-

que, según el monumento de Ancira (Grac, III, 137 sig.), ocurrió en el año 11. Los capítulos xxx y xxxi del libro LIV de Dión con- tienen, por otra parte, muchos hechos que seguramente ocurrieron en el año 11, como el casamiento de Tiberio y de Julia, de! que otra vez habla Dión entre los sucesos del año 1 1 en el cap. xxxv; haj', pues, derecho á creer que otros hechos tampoco pertenecen á este año. El nombramiento de Augusto como prafectus moriim et les^ìim en el año 11, debe ser resultado de un nuevo esfuerzo del partido conservador tradicionalista, irritado del poco efecto y de la aplica- ción harto benigna de las le3'^es de los años 18 y 17, y estimulado por la solemne elección de Augusto para el cargo de ponti fex má- ximas.

(i) Sin embargo, el hecho referido por Tácito {A7i., IV, 40): Au- gusttis filiam... equi ti romano tr adere meditatus est, se refiere á este momento. Suetonio parece confirmar lo mismo (Aug., 63) /toe (Agri- pa) defu7tcto, miiltis ac diu etiam ex equestri ordine circumspeclis conditionibus...

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culaban por Roma, aun antes de ser la viuda de z\gripa, Julia sentía simpatías bastante manifiestas por el hijo de Livia (i), célebre ya por los altos hechos militares, y que era, además, un buen mozo. Augusto quizás se imaginó que, por esta misma razón, Tiberio lograría más fácilmente refrenar los instintos demasiado ardien- tes de su bella compañera y ayudaría al padre á gober- nar la familia con severidad romana. Por otra parte, es verosímil que por esta época Augusto pensase ya en que Tiberio ocupase algún día el puesto de Agripa en el gobierno, haciendo de él su colega. Luego también le parecería oportuno concederle su lugar en la familia.

En este invierno del año 12 al 11, Tiberio y Druso habían vuelto ambos á Roma para recibir las instruccio- nes de su jefe para el año siguiente. Augusto encargó á Druso de ejecutar la segunda parte (2) del plan que

(i) Suetonio, 7/'¿., 7... su/ qiioqtie sub priore marito appeientem.

(2) En el relato de la campaña del año 11, que Dión (LIV, 33) hace de una manera sumaria, conviene distinguir dos partes: una la marcha de avance en el valle del Lippe que terminó con la funda- ción de Aliso; otra, la expedición al territorio de los sicambros 3'^ de los catos. Paréceme mu}' probable que, en esta segunda parte, se haya alejado del plan primitivo, que sólo comprendía la conquista del valle del Lippe y la fundación de Aliso, esto es, la conquista de una vía muj'' segura de penetración hacia el Este. En efecto, el mis- mo Dión dice que Druso pudo terminar su expedición, porque los si- cambros y los catos vinieron á las manos, cosa que hizo posible la ■expedición y que no se hubiese podido prever en Roma durante el invierno ni durante el año precedente, cuando se estudiaba el plan ■de la invasión. Además, la falta de víveres que obligó á Druso á re- .lirarse; la sorpresa, de la que escapó milagrosamente en la retirada; la rapidez de las marchas, todo indica que esta parte de la empresa fué una improvisación audaz, á la manera de César, cuya idea se la sugirió la situación interior que Druso encontró en Germania, cuan-

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había trazado, es decir, de comenzar una invasión len- ta, metódica y gradual de Germania, remontando con el ejército el valle del Lippe, siguiendo por la ribera de la derecha (i), mientras que la nota que había quedado en el Ems, remontaba su curso. Ambos ejércitos se acercarían así, incorporándose en el alto valle del Lippe; y en la confluencia de éste con un río, que el historia- dor antiguo llama el Elisón, se construiría una gran fortaleza, que comunicaría en seguida con el Rhin por medio de un camino militar y por una cadena de forti-

cio entró ea ella, es decir, en la primavera del año ii. Al decir que Druso obró por propio impulso, sin instrucciones de Augusto, ó in- terpretando muy latamente las que le había dado, establecemos una hipótesis sustentada en la verosimilitud y en el estudio de los carac- teres mejor que en documentos positivos. No es imposible que Au- gusto autorizase á Druso para aprovecharse de las circunstancias favorables; sin embargo, sería sorprendente que un hombre tan pru- dente como Augusto pudiese autorizar á Druso para que avanzase en seguida hasta el Weser y que le cruzase. No es dudoso de que esta expedición, que Dión coloca en el año ii, sea la misma de que Orosio (V'I, XXI, 15) y Floro (IV, xii, 23) refieren como la primera realizada en Germania. En efecto, los tres historiadores están de acuerdo sobre los nombres del primero y del tercero de los pueblos que fueron sometidos: los usípetos y los catos. Están en desacuerdo sobre el segundo, que Dión llama sicambros, y los otros dos tencte- ros. Pero los tencteros y los sicambros eran vecinos, y de aquí ha podido nacer la confusión, ó mejor, la omisión. Los tencteros y los sicambros fueron probablemente incluidos en la campaña de Druso.

(i) Dicen muchos historiadores que Germania fué invadida por el río, es decir, que el ejército fué transportado por la flota. Pero Dión desmiente esto de una manera categórica; pues dice que, para invadir el país de los sicambros, Druso hizo un puente sobre el Lip- pe, TÒV Ts AouTiiav s^s'jgs. Como los sicambros moraban al Sur del Lippe, es evidente que Druso avanzó por la orilla derecha del río; si

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nes. En cuanto á Tiberio, recibió el encargo de regresar á Panonia y de repudiar á Agripina para casarse con Julia. Esta orden no era para regocijarle. Tiberio, el tradicionalista intransigente, que volvía de los campos de Panonia y de los rudos choques con los bárbaros in- surrectos, no sentía ninguna atracción porla bella dama que regresaba de Oriente, llena de elegancias, de capri- chos y de coqueterías. Más ó menos conscientemente, Julia representaba todo lo que Tiberio detestaba en su época. Además, amaba mucho á su mujer, de la que ya

lo hubiese remontado con ¡a flota, ninguna necesidad habría tenido de puente. Este hecho hace más verosímil la hipótesis de que Druso dejó fuerzas el año precedente en el Ems, y que este año lo remonta- ron para incorporarse á las que remontaban el valie del Lippe. Esta hipótesis está sustentada principalmente en un hecho referido por Estrabón (VII, i, 3), el cual nos dice que év xcò 'AjJiaaía \pouzog Bpo'jxxépo'js xaTEvau¡iáxr|as, es decir, que Druso libró en el Ems una batalla naval contra I05 bructeros. Como éstos habitaban en lo alto del valle del Ems, en la región donde ho}^ se encuentra Munster, ha parecido poco probable á la maj'oría de los historiadores que Druso pudiese llegar hasta allí en su expedición del año 12. En cam- bio, si se supone que Druso dejase fuerzas en el Ems con el fin que hemos indicado, esta batalla naval pudo librarse en el año 11, cuan- do el ejército del Ems remontó el río para incorporarse por tierra al del Lippe. Pero, ¿por qué los romanos hicieron recorrer á ambos ejércitos dos caminos tan diferentes antes de que se uniesen en el alto valle del Lippe? No podría explicarse esto si el Lippe hubiese sido navegable; pues en este caso no habría sido difícil introducir por esta vía todo el ejército en Germania. Al contrario, si el Lippe no era navegable, todo se explica: no teniendo bastantes caminos el valle del Lippe, no era posible hacer pasar por allí un ejército muy numeroso: parte de él, fué, pues, por agua, tomando el camino más corto, es decir, el del Ems. El curso superior del Ems y el del Lippe son casi paralelos; solo distan unos cuarenta kilómetros, esto es» dos días de marcha: la unión era, pues, fácil j' segura.

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había tenido un hijo y esperaba otro (i). Resistió, pues, y Augusto tuvo que insistir y casi obligarle (2). Los me- dios para ejercer una presión mu}/ fuerte sobre Tiberio no le faltaban: en efecto, podía romper fácilmente la carrera de Tiberio, quitarle el mando de la guerra de Panonia, hacerle reingresar en la vida privada. Quizás le dijo también que hasta en el matrimonio debía sacri- ficar un noble romano su satisfacción al interés público. Tiberio amaba á su mujer; pero tenía grandes ambicio- nes; sabía sin duda que, al darle á Julia por esposa, Au- gusto le designaba ya como su futuro colega en la ma- gistratura suprema, como sucesor de Agripa. Al recha- zar á Julia, también rechazaba este inmenso honor, la más alta ambición de su vida. Y, á pesar de su dolor, envió á principios del año 11, las cartas de divorcio á Agripina (3 j. Augusto apresuró entonces el casamien- to (4) temiendo que se arrepintiese, y en la primavera, Julia partió con su marido para Panonia. Llegado á Aquileya (5), Tiberio dejó allí á Julia y continuó su ca- mino hacia la provincia, mientras que Druso regresaba á la Galia.

(i) Suetonio, Tiberio, 7.

(2) ídem, Tiberio, 7: Juliam... coacius est ducere.

(3) Habiendo muerto Agripa en el mes de Marzo del año 12, el casamiento de Tiberio y de Julia tuvo que celebrarse antes de Mar- ino del año 11, si, como es probable, se observó la lex de maritandis ordinibus, es decir, en el invierno del año 12 al 11.

(4) Suetonio Tib., 7: Juliam... confestimcoactus est ducere.

(5) Idem (Tib. y 7), nos dice que Julia dio á luz un niño en Aqui- leya. Evidentemente fué al año siguiente; pero el hecho nos revela que después del casamiento, mientras que Tiberio estaba en Panonia, Julia le esperaba en Aquileya, esto es, en la ciudad más vecina don- de podía habitar una gran dama.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO ' ^41

Augusto, que había permanecido en Roma, fué elec- to prtrfectiis morum et legiim por cinco años (i). El partido tradicionalista y puritano logró fácilmente que los comicios y el Senado aprobasen la ley: en efecto, nadie osaba negar oficialmente que la depuración de las costumbres fuese la gran obra que el Senado tuvie- se que realizar; pero mucha gente dejó elegir á este gran censor, persuadida de que no corregiría nada con severidad. En efecto, sólo por complacer al partido pu- ritano se había dejado Augusto ú&g\x prcejectus mortim et legum; pero no tenía intenciones de mostrarse muy severo con las costumbres que cada día resultaban más libres (2); hasta se apresuró en tranquilizar á los vswxspoo introduciendo en la Icx de maj-itandis ordinibus atenuaciones que fueron bien acogidas. Presentó una ley que autorizaba á los célibes y á las mujeres nubiles á frecuentar otra vez los espectáculos públicos (3); y se aprovechó de un sonado proceso de adulterio para desaprobar públicamente la excesiva violencia aporta- da por los acusadores apropósito de este delito. Mece- nas y otros personajes ilustres defendían al acusado; pero, apesar de eso, el acusador invectivó con violen- cia al acusado y á sus defensores Súbitamente apare- ció Augusto en el tribunal, se sentó al lado del pretor y, haciendo uso de su poder de tribuno, prohibió al acusador que ofendiese á ninguno de sus amigos. Esta bofetada aplicada al desgraciado acusador y á todos

(i) Dión, LIV, 30; Moii. Anc. (Grcsc), III, 13 y sig.

(2) Así es como hay que interpretar la frase del liíofi. Anc. (III, 5 y sig.) el cual dice que no aceptó Xa. prefectura.

(3) Dió.1, LIV, 30.

142 GRANDEZA V DECADENCIA DE ROMA

SUS colegas con él, produjo tanta alegría en el público, que se abrió una suscripción pública para erigir estatuas á Augusto (i). Comprendía éste que ahora se sentían propensiones á la indulgencia, y que no era posible contener la nueva corriente de las necesidades, de los deseos y de las aspiraciones; y se hubiese dado por bien contento si, en vez de la reforma general de las costumbres, conque soñaban los viejos conservado- res, hubiese podido realizar una reforma más pequeña y modesta, una simple reforma política: la reforma del Se- nado. Las tentativas hechas durante quince años para reconstituir en Roma el gran Senado de antaño, habían fiacasado; las sesiones cada vez se veían más desiertas: las ausencias eran cada vez más numerosas, y ya no podían aplicarse las multas. Recompensas, penas, lla- mamientos, amenazas no servían de nada para vencer la pereza de los senadores. Esta pereza tenía fuentes muy profundas. Si había ahora en la política más segu- ridad que en otro tiempo, no era tan íácil ganar dinero en ella, y la vida en Roma hacíase cada día más dis- pendiosa para los senadores. Muchos de ellos tampoco querían vivir en la capital más que parte del año; pre- firiendo-, como Labeón, pasar varios meses en el cam- po, donde hacían menos gastos, inspeccionando sus tierras y estando lejos de las innumerables obligaciones de la metrópoli. Por otra parte, si durante los largos años en que se había dejado ir las cosas como querían, el Senado á pesar del engrandecimiento del imperio no había tenido que hacer mucho, ahora en que se quería administrar con inteligencia á Italia y las pro-

(i) Dión, LIV, 30.

AUCiUSTÜ Y EL GRANDE IMPERIO 143

vincias, los senadores se hubiesen visto obligados á aceptar cargos más numerosos y difíciles. La maj^oría procuraban sustraerse á ellos; y Augusto tenía que car- garse con todos: sobre él, sobre él sólo, se acumulaban las dificultades: la aristocracia senatorial se descargaba siempre sobre él, por egoísmo, por miedo, por incapa- cidad y por consecuencia de muchos impedimentos económicos y sociales. Y el peligro parecía aumentar por todo Occidente. Á su vuelta, Tiberio había encon- trado restablecida la calma en Panonia; pero Dalmacia estaba ahora en plena insurrección por las mismas ra- zones que Panonia: no quería pagar el tributo (i). El Senado se apresuró en confiar la Dalmacia á Augusto, y éste ordenó á Tiberio conducir el ejército que el año precedente había reprimido la insurrección de Pano- nia (2). Pero al mismo tiempo los sucesos se precipita- ban en Tracia, donde hacía tiempo que se elaboraban graves cosas. Un sacerdote de Dionisio, que había re- unido un grupo de partidarios, se puso á recorrer Tracia predicando la guerra santa contra Roma, y la insurrec- ción contra la dinastía nacional que era su amiga y aliada. Y de todas partes acudieron los tracios que ha- bían servido en el ejército romano, los jóvenes y los descontentos, formando detrás de este sacerdote una muchedumbre inmensa que por su número, su fuerza y su entusiasmo, había arrastrado á la revolución al ejér- cito real, que estaba organizado con la disciplina ro-

([) Suetonio, T'ib., IX; Dión, LI\', 34; las causas de la insurrec- ción las da después, LIV, 36: AeXnáxa!, xpèg làg eaíLpágs'.g tcSv ypr^liáxwv ¿Tiaváaxvjaav.

(2) Dión, LIV, 34.

144 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

mana. Toda Tracia se sublevó; el rey se yió obligado á huir al Quersoneso, á las tierras de que Augusto, des- pués de Agripa, se .había hecho propietario; las bandas tracias hicieron una irrupción en Macedonia, y se te- mió igualmente una invasión en el Asia Menor (i). Como en Germania había ya un gran ejército y otro en Dalmacia, el peligro era grave; pues no había fuerzas militares en esta región y tampoco un general que me- reciese confianza.

Augusto tuvo que apelar á las legiones de Siria y á un hombre todavía joven que gobernaba entonces la Panfilia, Lucio Cornelio Pisón, el cónsul del año 15; le ordenó que, como legatiis suyo, se dirigiese á Tracia y dominase la insurrección con las legiones de Siria (2).

(i) Ycleyo, II, 98; Dión LIV, 34.

(2) Zippel, Zumpt y Mommsen han querido cambiar na¡i,cpLXías por Mosotag y hacer de Pisón un gobernador de Alesia; pero sin ra- zón, como hace observar Groebe (Ap. á Drumann, 2-, pág. 539). Ante todo, no hay ninguna prueba de que en esta época estuviese ya cons- tituida la provincia de Mesia; y hay buenas razones para suponer lo contrario. Además, como observa Grcebe, lo poco que sabemos de esta guerra nos revela que el ejército romano, encargado de reprimir la insurrección, procedía del Asia Menor, lo que confirma el informe dado por Dión. En fin, no es sorprendente que siendo tan raros los hombres de valor, Augusto escogiese en Panfilia un general para di- rigir esta guerra, que era tan seria. Verdad es que no poseemos nin- gún informe seguro concerniente al estado de Panfilia por esta épo- ca; pero ésta es una razón para atenernos al texto de Tácito, según el cual, la Panfilia pertenecía al Senado y tenía un gobernador. Si Pisón, que había sido cónsul en el año 15, tenía dos hijos, podía ser gobernador de Panfilia el año 11, según la lex de maritmidis ordmibiis. 'Puesto que el ejército romano que penetró en Tracia debía proceder de Asia, he supuesto que las legiones que la compo- nían eran las de Siria.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 145

Pisón era uno de los raros jóvenes cuya inteligencia y valor fuesen dignos del nombre que llevaba. Podía co- locarse al mismo nivel que Druso y que Tiberio (i). Augusto intentó luego hacer algunas reformas en el Se- nado. Puesto que, á pesar de las multas con que se amenazaba á los senadores no se lograba reunir á cua- trocientos de ellos, propuso reducir el número legal (2). Hacía tiempo que se quejaba la gente de que en los ar- chivos del Senado hubiese demasiada negligencia, has- ta el punto de que con frecuencia no se encontraba el texto auténtico de los senatos-consultos, ó que se en- contraban dos que diferían entre sí. Los tribunos ó los ediles á quienes se confiaban estas cartas, considera- ban la vigilancia de los registros como encargo indigno de sus altas magistraturas, y delegaban tal cuidado en los alguaciles que cometían toda suerte de errores. La vigilancia de los archivos se confió, pues, á los cues- tores, magistrados más jóvenes y modestos, que po- drían realizar esta misión con más celo (3). Á título de pontijex rnaximiis, Augusto se ocupó también en hacer más cómodas y sencillas las ceremonias religiosas que presidían las sesiones, y autorizó para que se hiciese un sacrificio con incienso y vino á la divinidad en cuyo templo se reuniese el Senado (4). ¡Pero éstos eran re- medios muy pequeños para un mal tan profundo é in- curable! Al morir Agripa había dejado á Augusto un cuerpo de doscientos cuarenta esclavos encargados de vigilar los acueductos y, por lo mismo, el cuidado de

-(0

Véase Veleyo, II, 94.

(2)

Dión, LIV, 35.

(3)

ídem, LIV, 36.

(4)

ídem, LIV, 36; Suetonio, Aieg., 35

Tomo VI

146 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

este servicio público. Abrumado ya con tantas preocu- paciones Augusto no quiso cargar con esta otra é hizo que el Senado crease un nuevo cargo, el cura aquarum que se confiaría á los senadores (i). Pero, no obstante todos los trabajos que Augusto se imponia, el inmenso imperio seguía siendo juguete de múltiples fuerzas que Augusto no podía por solo dominar y dirigir. Mien- tras que en Roma se ocupaba en la reforma del Sena- do, la guerra se sustraía en Germania al plan que con tanta prudencia había trazado. Cuando Druso entró con su ejército en Germania por el valle del Lippe, en- contró muy agitadas las poblaciones. Aterrados por la aparición de los ejércitos romanos y por los proyectos amenazadores de Roma, muchos pueblos habían con- certado una alianza defensiva durante el invierno. Pero los disentimientos no tardaron en surgir, hasta el pun- to de que en vez de concertar una alianza contra el in - vasor, los germanos como entre ellos solía ocurrir se hicieron mutua guerra. Los sicambros, que habían tomado la iniciativa de la alianza, acababan de arrojar- se sobre los catos que habitaban las riberas del Weser, y todo el territorio al Sur del Lippe, entre el Rhin y el Weser ardía en guerra. Un general audaz no hubiese podido imaginarse mejor ocasión para sorprender á los germanos y rematar con ellos mediante una maniobra semejante á las que solía emplear César, en vez de so- meterlos metódicamente y poco á poco, como Augusto quería. Druso, en quien brillaba una chispa de genio de César, ejecutó hábilmente la primera parte del plan de

(i) Hirschfeld, Untersuchu7igeti auf dem Gcbeite dcr romisch. Verwaltíi/ig, pág. 162.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 1 47

Augusto: sometió á los usípetos, remontó el valle del Lippe para incorporarse al ejército que, sin empeñar más que ligeras escaramuzas, remontaba el valle del Ems. Pero, llegado á este punto, Druso, después de realizada la incorporación, lejos de comenzar la cons- trucción del campamento fortificado, se desvió del plan trazado por Augusto, y, mediante una marcha audaz, se lanzó en lo desconocido en pos de la fortuna, como un nuevo César. Recogió víveres aprisa; probablemen- te sólo se llevó la mejor parte del ejército, atravesó el país de los sicambros, que estaba desierto, invadió el territorio de los tencteros, que se le sometieron, asus- tados por esta inopinada aparición; avanzó rápidamen- te por el territorio de los catos, se arrojó sobre los be- ligerantes, los separó, los batió 3^ los obligó á recono- cer todos la dominación romana. Luego avanzó rápida- mente hasta el Weser. ¿Por qué sólo obtener mediante la prudencia, y perdiendo muchos años, un resultado que en pocos meses podría procurar un golpe de auda- cia? Y la impresión que causó esta agresión centellean- te fué tal, que si la falta de víveres no le hubiese obli- gado á replegarse hacia el Rhin, Druso no hubiese es- tado lejos de realizar al través de Germania una marcha análoga á la de César en Bélgica. Entonces se hubiese aprovechado del estupor experimentado por Germania entera para atravesar el Weser sometiendo por todas partes á los bárbaros. Pero los víveres se agotaban; el país no podía sostener al invasor; Druso tuvo que con- tentarse con los resultados obtenidos y disponerse á volver al valle del Lippe (i). Por la misma época Pisón

i) Dión, LIV, 33; Orosiü, VI, xxi, 15.

148 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

entró con su ejército en Tracia; afrontó á los rebeldes y apenas tuvo éxito al principio (i). En cambio, Tibe- rio fué más afortunado en Dalmacia; pero, mientras hacía esta campaña, los panonios se sublevaron otra vez (2). La situación, pues, no debía parecer muy bue- na durante el verano del año i [ ; y faltó poco para que un desastre agravase las cosas en el otoño. Mientras que Druso se retiraba hostilizado por los mismos pue- blos que había vencido, cayó en una emboscada bas- tante análoga á la que los nervios prepararon á César: tenía que pagar muy cara su audacia de querer imitar á César. Sólo por milagro "escapó con su ejército á un total aniquilamiento cuyas consecuencias hubiesen sido terribles. Pudo regresar al Lippe, donde en un punto sobre el cual no están los historiadores de acuerdo, se dispuso á ejecutar el prudente plan de Augusto (3). Dio orden de construir el castellum, al que se había de dar el nombre de Aliso; volvió á la Calía y decidió fun-

\\) Dión, LIV, 34: fiXxrjBsLg Ttpwxov; Velej'o, II, q8: triennia bellavit.

(2) Dión, LIV, 34.

(3) Se ha escrito gran número de obras sobre el emplazamiento de Aliso, y las opiniones están muy divididas. Unos lo colocan en el alto valle del Lippe, en la confluencia de éste y del Alma, en la vecindad de Paderborn ó del Elsen; otros, al contrario, hacia el co- medio del curso del Lippe, donde está Hamm. (Véase Tarameli] Lo campagne di Germanico nella Germania, Pavía, 1891, pág. 102). Las excavaciones realizadas recientemente en Haltern, situado en el Lippe, todavía más cerea del Rhin, al poner al descubierto un vasto castellum de la época de Augusto, ha inducido á muchos eruditos á creer que era el emplazamiento de Aliso. Al contrario, otros creen que Aliso no podía estar tan cerca del Rhin, y quizás tengan razón. El problema quizás parezca insolublc.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO ^49

dar otro castellum en el Rhin «en el territorio de los catos», nos dice el historiador antiguo, y es probable- mente el castellum que había de convertirse más tarde en la ciudad de Coblenza; en fin, habiendo adoptado es- tas disposiciones, regresó á Roma. Había sido aclamado biipcrator por los soldados, como ya lo había sido Ti- berio; pero fiel á la antigua costumbre, Augusto no qui- so reconocer la validez de este título, porque Druso era un legatus. El Senado le concedió los honores del triunfo; el derecho de entrar en Roma á caballo y el poder proconsular, aunque sólo hubiese sido pretor hasta entonces.

En Roma tuvo que pronunciar Druso la oración fú- nebre de Octavia, que era al mismo tiempo hermana de Augusto, viuda de Antonio, madre de Marcelo y de su mujer (i). Era una dulce figura que desaparecía: Italia la había visto tan pronto alegre como triste; pero con- servando siempre su dignidad en las tormentas de la revolución: tras la muerte de Marcelo se había retirado en silencio y en el olvido. Y también ahora, como el pueblo y el Senado quisiesen prodigar excesivos hono- res á la muerta, se opuso Augusto (2). Por su parte, Tiberio parece haberse dirigido á Aquile3^a al comienzo del invierno en compañía de Julia, que estaba en cin- ta (3). Se esforzó en vivir bien con la nueva esposa que

(i) Dión, LIV, 35; Suetonio, (Aug., 61) refiere la muerte de Oc- ía\-ia cuando Augusto tenía quiíiquagessimum et quartum annum agens <ztatis.

(2) Dión, LIV, 35.

(3) Suetonio (Tiberio^ 7) dice que Julia dio á luz un niño en Aquilej'a. Si, como yo creo, Tiberio y Julia se casaron durante el invierno del año 12 al 11, el nacimiento del niño pudo ocurrir en el

15° GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Augusto le había dado; pero no podía olvidar á la dul- ce Agripina que había pasado á otra casa, y su cora- zón se oprimía cuando pensaba en ella, que seguía en Roma, donde ya no quería volver por temor de verla y sufrir (i). Este orgulloso taciturno, siempre encerra- do en mismo, era un hombre apasionado. Á princi- pios del año lo el cónsul de este año era Julio Anto- nio, el poeta, hijo de Fulvia y de Antonio. Tiberio salió de' Aquileya para ir al encuentro de Augusto, que otra vez tuvo que abandonar á Roma y al mismo tiem- po las reformas y la administración interior, para diri- girse á la Galia, donde la situación era g^^ve. Pero, apenas se incorporó Tiberio á Augusto, cuando de Ili- ria llegaron malas noticias. Los dacios habían atrave- sado al Danubio helado é invadido á Panonia, y los dálmatas se sublevaron de nuevo. Augusto envió in- mediatamente á Tiberio camino de Panonia para reco- menzar su penosa campaña (2), mientras que Pisón, con lentitud y paciencia, realizaba la conquista de Tra-

invierno del 11 al 10, lo que nos hace creer que Tiberio pensó pasar el invierno en Aquileya. Además, Dión (LIV, 36) habla de una in- vasión de dacios que debió ocurrir en los primeros meses del invier- no del año 10, y para reprimirla Tiberio se había separado de Au- gusto, con quien se encontraba in Gallia. Si se supone que la Galia de que aquí se trata es la Cisalpina, todo se explica fácilmente. Au- gusto, que (Bzill. Cornuti., 1888, pág. 16) el i.° de Enero del año 10 estaba ausente de Roma y que (Dión, LIV, 36) pasó buena parte del año en la Lionesa, partiría de Roma hacia fines del año 11, para es- tar pronto en la Galia; Tiberio saldría á su encuentro, probablemen- te en Pavía, pero se vería obligado á abandonarle en seguida al co- nocer la nueva'insurrección, y Augusto proseguiría su viaje.

(i) Véase Suetonio, Tiberio, 7.

{2) Dión, LIV, 36.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 15^

eia, disputando, por decirlo así, cada pulgada de terre- no (i). Al contrario, en Germania parece que durante el año IO, hubo una especie de tregua: se trabajó ac- tiv'amente en la construcción de las fortalezas de Aliso y de Coblenza (2); pero no parece que se librasen ver- daderas batallas (3). Esta tregua quizás se debió á la prudencia de Augusto que, firme en su designio de avanzar lentamente en la conquista de Germania y de emplear en ella las murallas lo mismo que la espada, quiso esperar pam ver el efecto de la campaña del año

(i) Veleyo, II, 98.

(2) Dión (LIV, 33) nos dice que, además de Aliso, Druso estable- ció un castellum en el Rhin, en el país de los catos. Si se consideran las regiones ocupadas por los catos, concluyese que este casteihini debía ser Coblenza ó Magencia. En verdad, aunque vecina del te- rritorio frecuentado por los catos, Coblenza se encuentra más bien frente á las regiones habitadas por los tencteros. Pero como la dis- tancia no es grande y lo mismo se guerreó este año contra los tenc- teros que contra los catos, me inclino por Coblenza, mejor situada que Magencia para defender á la Galia contra los catos y los tenc- teros.

(3) Dión (LIV, 36) sólo habla este año, y en forma vaga, de lu- chas entre los celtas y los catos, que deseaban abandonar el territo- rio que les habían asignando los romanos. Orosio (VI, xxi, 15), entre la frase que resume las operaciones "del año 11 y la que resume las del 9, dice: JMarcomannos paene ad hiterneciojiem cecidií. En Floro (IV, XII, 23) se trata también de una guerra contra los marcomanos, entre las guerras del año 11 }' las del 9. Así, Dión habla de una gue- rra contra los catos y los celtas, y los otros dos historiadores de una guerra contra los marcomanos. Pero es falso que los marcomanos fuesen exterminados, como dice Orosio, puesto que no tardaron en reaparecer. Es muy difícil obtener algo preciso de estos informes tan breves é incompletos. He supuesto simplemente que, cuanto se dice de los marcomanos es una alusión á su famosa emigración, cuya fe- cha se ignora.

152 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

precedente. Sin embargo, la impresión causada por la marcha audaz de Druso fué profunda en los pueblos de Germania; algunos se aterraron de tal suerte que deci- dieron abandonar su territorio á la invasión romana, 3'endo en busca de otros parajes para vivir. Los mar- comanos parecen pertenecer á este número, y sin duda fué por esta época cuando empezaron á emigrar al país que después se llamó Bohemia, conducidos por Mar- bod, el noble que había vivido tanto tiempo en Ronia. Marbod, que era amigo de Augusto y sentía admira- ción por el poder romano, no quería que su pueblo fue- se á las manos con las legiones; prefería conducirle á nuevas tierras, donde pensaba fundar un gobierno más estable y organizar un ejército con la disciplina roma- na, y entregar al ñn á los germanos bárbaros las armas fabricadas por la civilización greco-latina. Un nuevo César no hubiese dejado de aprovecharse de este temor pasajero, y hubiese continuado vigorosamente la mar- cha comenzada el año precedente por Druso. Pero Au- gusto no era un guerrero: era un intelectual, un admi- nistrador, un organizador, un sacerdote. Y á contar de este año, durante toda la guerra, se vio alternar dos estrategias, la de la audacia y la de la paciencia.

El I." de Agosto de este año los jefes de los sesenta pueblos galos reunidos en Lyon, inauguraron en la conñuencia del Ródano y del Saona el ara de Roma y de Augusto. El eduo CsLyo Julio Vercundaro Dubio, fué electo sacerdote (i). Es ésta una fecha memorable en la historia de Europa. La primera de las provincias

(i) Suetonio, Claud., 2; Tito Livio, Per., 137; Estrabón, IV, III, 2.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO ^53

europeas y con más prisa que se habían dado Grecia y las demás naciones orientales, la Galia adoptó el culto de los soberanos vivos, que había tenido su origen en Egipto, y que el Asia Menor había concedido á Au- gusto y á Roma. La Galia misma, tan vecina de Italia, y que una decena de años antes aún tenía institucio- nes republicanas y jefes electivos, la misma Galia no llegaba á comprender esta ingeniosa organización del poder supremo en la república, gracias á la cual Roma había puesto fín á las guerras civiles; no concebía el extraño poder de Augusto, sino al través de las ideas orientales, y veía en él á un monarca asiático que per- sonificaba al Estado. Así perdía sus tradiciones célticas y se deslizaba rápidamente por una pendiente que la conducía, gracias á la política, no á las ideas latinas, sino á las orientales; disponíase á servir y á venerar á Augusto, como los egipcios y los asiáticos habían ve- nerado y servido en otro tiempo á los Ptolomeos y á los Átalos. Augusto se convertía en un Dios y en un monarca, así en la" Galia como en Oriente. El i.° de Agosto del año lo antes de Cristo se colocaba en Lyon la primera piedra del edifìcio, aún hoy casi intacto, de la monarquía europea.

Este mismo día daba Antonia á luz en Lyon un niño •que debía ser el emperador Claudio (i). Era el tercer hijo del i oven general. El conquistador de Germania también estaba en regla con la lex de maritandis ordi- nibiis.

(i) Suetonio, Claud.^ 2.

Julia y Tiberio.

Entre tanto, Roma había elegido cónsul para el año 9 á Druso, el favorito de los dioses, que desde sus haza- ñas en Germania, no sólo gozaba de las simpatías po- pulares, sino de una verdadera admiración general. Luego, hacia fines de año, Augusto, Tiberio y Druso» regresaron á Roma, donde se les recibió con fiestas y honores (i). Pero antes de terminar el año, Druso había vuelto otra vez á Germania, dejando que su colega to- mase solo las haces, el i.° de Enero (2). Esta prisa puede explicarse de dos maneras. Quizás Druso logró persuadir á Augusto de que ya era tiempo de asestar un vigoroso golpe á la barbarie germánica; quizás tam- bién se recibió en Roma la noticia de que los queruscos y los suevos se habían aliado á los sicambros y se dis- ponían á invadir la Galia, repartiéndose previamente el botín: los queruscos obtendrían los caballos, los sue-

(i) Dión, LIV, 36.

(2) Esto es lo que parece indicar el verso 141 del Epicedio» Drusi:

Ouos primum vidi fasces, in funere vidi.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 155

VOS el oro y la plata, los sicambros los esclavos (i). Sea de esto lo que quiera, lo cierto es que Druso, des- pués de haber consagrado en el país de los lingones un nuevo templo á Augusto (2), atravesó en el año 9 con un poderoso ejército la Germania, y llegó combatiendo al principio hasta el Weser, y en seguida hasta el Elba. Ahora adoptó definitivamente la estrategia de César. Desgraciadamente ignoramos con qué fuerzas, por qué medios, por qué caminos, al través de qué dificultades, ejecutó su plan: sólo sabemos que este plan le ocupó hasta el verano, y que después de haber llegado al Elba, se dispuso á regresar á principios del mes de Agosto (3). Mientras que Druso combatía en Germa- nia, en esta primera parte del año 9, Augusto hizo una nueva reforma delSenado. ¡Era la cuarta ó quinta en dieciocho años! Pero los remedios empleados hasta en- tonces fueron ineficaces. Aun desde que se redujo, no

(i) La alianza de los queruscos, de los sicambros y de los sue- vos de que hablan Orosio (VI, xxi, 16) y.Floro (IV, 12) se concertó seguramente entre el año 10 y el 9, y la guerra contra ellos fué el año 9 y no el 12, como dice Mommsen {^Le Provincie romane Roma, 1887, voi. I, pág. 31). Orosio y Floro dan esta guerra como la última campaña de Druso, }'■ Dión confirma indirectamente aquel relato, no obstante la confusión del suyo, diciendo (LV, i) que Druso, en su última campaña, combatió contra los suevos y los queruscos. Pero es imposible afirmar si los germanos se aliaron, para resistir á la marcha de Druso, ó si éste decidió su marcha para romper la alian- za de los germanos.

(2) Casiodoro, Chron. ad an. 745-9. " (3) Druso murió el 15 de Septiempre (C. I. L., \ 2, pág. 329, treinta días después del accidente (Tito Livio, Per.^ 140). El acci- dente ocurrió hacia mediados de Agosto, lo cual demuestra que, en este mes, Druso estaba ya de retorno.

156 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

se había podido alcanzar el número legal, y el escán- dalo llegó al colmo. Todo el mundo exigía una reforma definitiva, la aplicación de remedios radicales que fue- sen eficaces. Renunciando al remedio heroico de hacer desaparecer completamente la pereza de los senadores, Augusto adoptó el partido de contemporizar para po- der rehacer, no ya el Senado monumental que había deseado, si no un semisenado que, sin ser mu}'' activo, no permaneciese en una torpeza escandalosa (i). Pro- puso al Senado pidiendo á los senadores que lo estu- diasen bien antes de aprobarlo un nuevo reglamento menos severo que el antiguo; pero que había de obser- varse con más rigor. Las sesiones obligatorias se redu- jeron á dos por mes, fijándose por adelantado en las Calendas y los Idus, es decir, á primeros y á mediados del mes: en el intervalo, los senadores quedarían li- bres (2). Todas las demás funciones públicas se suspen-

(i) Suetonio, Aug., 35: Quo autem ¡ceti probatique, et religio- s/'í/s et minore tnolestia^ senatoria muiier a funger entw\ sanxii, etc. Suetonio comienza así la enumeración de muchas reformas introdu- cidas en el reglamento del Senado, y que evidentemente se hicieron en globo, porque están por su naturaleza relacionadas entre sí, ó porque todas propenden á que los senadores realicen sus funciones, religiosius et minore molestia. Suetonio nos informa así que en cier- to momento Augusto reformó el reglamento del Senado. ¿Cuándo? Como de costumbre, Suetonio no da ninguna fecha precisa; pero Dión (L. V, 3), nos dice que el año 9, Augusto hizo una reforma en el Senado, y enumera otras ya citadas por Suetonio; calla otras, y cita algunas de las que nada dice Suetonio. Luego es muy probable de que Suetonio y Dión nos den entre ambos todas las reformas realizadas en el año 9, y que se pueden conocer completando entre ambos textos.

(2) Suetonio, Augusto, 35.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 157

dieron estos días (i), y, para los meses de Septiembre y de Octubre, es decir, para la estación de la v'endimia se concedió aún más facilidad. Sólo una parte de los senadores, que se sacarían á la suerte, tomarían parte en las sesiones (2). Al mismo tiempo que el reglamento concedía estas facilidades, aumentaba la multa á los que estuviesen ausentes sin motivo; y se acordó que si los ausentes eran muy numerosos, la quinta parte de los senadores, designados por la suerte, sufrirían la multa (3). En lo que concierne al número legal, tam- bién se modificó el antiguo reglamento, fijando para la validez de los senato-consultos, un número de votos diferente, según la importancia de las deliberaciones, que se clasificaron consiguientemente en distintas ca- tegorías (4). En fin y ésta fué la más importante no- vedad introducida por esta reforma en el Estado, se constituyó una especie de pequeño Senado dentro del grande; se dispuso que cada seis meses se sacase á la suerte un consejo de quince senadores, que durante todo el semestre permanecerían en Roma, á disposición de Augusto, con el cual decidirían todas las cosas im- portantes y urgentes, que el Senado ratificaría en se- guida, en las sesiones plenas de las Calendas 3'' de los Idus (5). Las obligaciones qué implicaba la dignidad de

(i) Dión, LIV, 3.

(2) Suetonio, Augusto, 35.

(3) Dión, LV, 3.

(4) ídem, LIV, 3.

(5) Suetonio, Aug.^ 35: Sibique histituit Consilia sortiri semes- tria cum quibtis de negotiis ad frequentem senatum refcreiidis ante tractaret. Este pasaje es de gran importancia; nos hace ver cuál fué el verdadero origen del cofisilinm trincipis. Al principio no fué éste

15^ GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

senador resultaban así menos pesadas, puesto que se compartían entre todos los senadores. Á falta del Se- nado entero, Augusto estaría asistido por un consilhmi, que representaría á su alrededor al Senado negligente y apático, ocupado en la recolección, en la vendimia ó en los placeres.

Horacio, pues, tuvo razón en celebrar por esta época la gran actividad del presidente, que no tenía á casi nadie para que le ayudase:

Cum tot sustineas et tanta negotia solus, Res ítalas annis tuteris, moribus ornes, Legibus emendes... (i).

Y cada día aumentaban las responsabilidades y las ocupaciones de Augusto. En Germania y en las pro- vincias de Iliria se prolongaba la guerra; en el interior, lo que quedaba del espíritu puritano en la vieja gene- ración, se irritaba cada vez más contra la nueva gene- ración y contra la corrupción de las costumbres; nue- vos conflictos, ásperos y encarnizados, se anunciaban. Nadie podía dudar ya de que la generación que había crecido después de las guerras civiles, iba á rebelarse contra la severa educación que se le había dado, y á

más que un expediente para facilitar al Senado la realización de su trabajo. Dión no dice nada de esta reforma tan importante en el mo- mento de hacerse. En cambio, alude á ella más adelante (LVÍ, 28) cuando habla de una modilicación poco importante introducida en el consH'nim. Este pasaje de Dión es el que nos informa de que el consejo constaba de quince senadores. Suetonio se había descuidado en decirnos su número.

(i) Horacio, Epístolas^ II, i, i y sig. Solus, es decir, sin Agripa, sin el Senado, sin la nobleza.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 1 59

corromper á su alrededor cuanto la generación prece- dente había intentado purificar. Hasta qué punto esta nueva generación era escéptica, egoísta y amiga del placer, podía verse en Roma, donde Ovidio se erigía en director espiritual de la joven nobleza (i); donde, ape- sar de las reconvenciones de Augusto, de Tiberio y de Livia, Julia recomenzaba á dar ejemplo de un lujo ilíci- to en la familia misma que debía enseñar á todas las demás la rigurosa observancia de las lej'es suntuarias del año i8 (2); donde el pueblo demandaba á los gran- des, á la república, á Augusto, pan, vino, diversiones, dinero, y esto á cada instante, con indiscreción y con insolencia (3); donde las clases, los sexos, las edades se mezclaban en todos los teatros formando una muche- dumbre confusa, ruidosa, brutal, perdiendo siempre algo de su dignidad, de su pudor ó de su inocencia. En

(ij Ovidio, Amores: II, i, 5 y sig.

Me legat in sponsi facie non frigida virgo

Et rudis ignoto tactus amore puer. Atque aliquis juvenum quo nunc ego saucius arcu

Agnoscat flamm» conscia signa suee...

(2) Véase Macrobio, Sai., II, 5. Muchas de estas anécdotas nos muestran á Augusto y á Livia intentando refrenar el lujo, las ele- ,?;ancias 3' las diversiones de Julia. Estas luchas corresponden bien

U temperamento de Julia, tal como Macrobio nos lo describe; y esas luchas nos explican los elementos de discordia que se desarrollaron poco á poco entre Juli.^ y Tiberio. El lujo de Julia y lo mismo «icurrirá después con su adulterio -no era una simple cuestión do- méstica; implic.;"-!;! también dificultades políticas, excitando á toda la alta sociedad de Roma á desobedecer las le3'es del año 18.

(3) Suet^.ño, Aug., 42.

l6o GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

los teatros, sobre todo, Roma parecía complacerse en ostentar su desorden moral. Las tentativas para crear un teatro nacional á imitación de los grandes modelos clásicos, serio, moral, artístico, habían fracasado; básta- las altas clases preferían obras de gran espectáculo y de acciones complicadas á las representaciones de obras literarias delicadas, llenas de talento, de filosofía ó de emoción (i). Lo mismo ocurría, y aún con más ra- zón, con QSÍ0L plebea tía que no poseía ninguna cultura literaria. En los teatros de la comedia y de la tragedia se hubiese creído oír los mugidos de los bosques del monte Gargano ó del mar Tirreno (2); ¡tal era el recogi- miento y el respeto con que el público escuchaba las obras laboriosas de los más distinguidos poetas! Los versos más cuidados, los pasajes más patéticos, los pen- samientos más profundos y morales se perdían en esta batahola como pobres hojas arrastradas por la ráfaga. Preferíase á todas las obras maestras del teatro antiguo ó contemporáneo, un hermoso pugilato, una gran ca- rrera de carros, una caza de fieras, una buena matanza de gladiadores (3). Hacia estos espectáculos sentíanse arrastrados todos por una especie de pasión furiosa: se- nadores y plebeyos, hombres y mujeres, viejos y jóve- nes, hasta el mismo Augusto: las matronas acudían para admirar á los atletas desnudos; los jóvenes para ver degollar á las fieras; y en los juegos de gladiado- res, hombres y mujeres se confundían en los mismos bancos en un idéntico delirio de crueldad y de luju-

(i) Horacio, Epístolas, 11, i, 187 y sig.

(2) Ídem, id., II, i, 202.

(3) ídem id., II, i, 185-186.

AUGUSTO y EL GRANDE IMPERIO i6l

ria (i). Todas las clases recibían ahora tal placer á la vista de la sangre, que Augusto se consideró obligado á prohibir los combates de gladiadores á última sangre (2), sin lo cual el público hubiese exigido una matanza en cada espectáculo. ¡La crueldad sin peligro, que es la más horrible é innoble de las pasiones humanas, era la voluptuosidad que más encantaba á la oligarquía seño- ra del mundo! Con diversiones de esta naturaleza, la moral no podía por menos de relajarse; las grandes le- yes sociales del año 18 perdían su fuerza; los vicios osaban ahora afrentarlas y violarlas francamente; la autoridad ya no procuraba que se observasen con ri- gor, y era éste el mayor motivo de cólera y de senti- miento para los admiradores del tiempo pasado, para los tradicionalistas, para las personas sinceramente honradas, y para las que lo eran á su pesar, por no te- ner los medios necesarios para mal obrar. Desesperan- do toda esta gente de poder contener de otra manera la corrupción desbordante, excitaba á la mala ralea de los acusadores profesionales, que tenían por maestro á Casio Severo. Las personas de bien despreciaban á es- tos abominables calumniadores de oficio, que hincha- ban con extrañas invenciones todos los escándalos, grandes y pequeños, que alentaban en la muchedum- bre las más bajas pasiones, enseñándoles á murmurar en los tribunales de las personas que pertenecían á las altas clases y á hacer de los tribunales una sucursal

(i) Véase lo que dice Suetonio (Augusto, 44), sobre la licencia en los teatros, que fué refrenada por Augusto: Spectandi confusissi- mum ac soiiitissimum mof'um correxit,

(2) Suetonio, Aug.^ 45: gladiatores sine m'ssione edi prohibuit. Tomo VI U

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del anfiteatro. Aquí se degollaba á los gladiadores y allí á los hombres y á las mujeres ilustres. Y, sin em- bargo, al lado de los envidiosos y de los cobardes, has- ta la gente de bien llegaba á tolerar estas acusaciones. Puesto que ya no había censores, puesto que Augusto empleaba con tanta negligencia los poderes que le con- fería la prcsfectiira mortim et legum, ¡.'qué otro medio ha- bía para combatir las malas tendencias de la nueva ge- neración (i)? La peor canalla de la LVbs se constituía en guardiana de la moral. Se llegaba á deplorar hasta que la ley prohibiese atormentar á los esclavos para arrancarles declaraciones contra sus amos, con el pre- texto de que frecuentemente esta prohibición asegura- ba la impunidad á los ricos. En efecto, ¿qué testimonios podían ilustrar á la justicia sobre los delitos cometidos en la familia, si se excluía á los esclavos (2)? Sobre todo en los procesos de adulterio, el testimonio de los esclavos podía ser con frecuencia decisivo. Pero, tam- bién había gente que consideraba vergonzoso que los innobles calumniadores usurpasen las funciones casi sagradas del censor, y comprendían cuan peligroso era el furor de querer probar á ultranza todas las acusacio- nes, aún con pruebas imaginarias ó con declaraciones de esclavos (3). Los procesos así instruidos dejaban

(i) Véase lo que dice Augusto este año: dii xy¡v àvxixpus xwv TzoWGiv Tzo^fr¡pia\ (Dión, LV, 4).

(2) Augusto hizo aprobar este mismo año una ley que permitía someter al tormento á los esclavos (Dión, LV, 5).

(3) Dión (L\', 5) nos dice que mucha gente censuró la ley pro- puesta por Augusto para autorizar el tormento de los esclavos en los procesos instruidos contra sus amos.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 1 63

largos rencores, como siempre ocurre cuando la cobar- día del público deja á los maestros cantores profesio- nales la misión de purificar las costumbres. En reali- dad, se perdía en estos procesos la noción de lo verda- dero y de lo justo, y para seguir sus discusiones se descuidaban los asuntos serios. En este mismo mo- mento, mientras Druso combatía en Germania, Roma prestaba toda su atención á un ruidoso proceso de en- venenamiento instruido contra un personaje que perte- necía á la más alta nobleza, y que tenía gran amistad con Augusto: Cayo Nonio Asprenas. También ahora era el acusador Casio Severo (i). Ignoramos á punto fijo el delito de que realmente era culpable Nonio; ¡lo cierto es que Casio Severo le acusaba de haber preparado un horrible brebaje con el que había matado á ciento trein- ta personas (2)! Asustados por el acusador todavía más que por la acusación, por la necia credulidad del públi- co, por el estúpido encarnizamiento de las clases po- pulares contra los acusados ricos. Nonio y su familia se dirigieron al mismo Augusto, suplicándole que se en- cargase de la defensa del acusado. Pero el prudente

(i) El proceso de que Dión (LV, 4) dice simplemente que se si- guió este año, sin nombrar al acusador ni al acusado, es indudable- mente el que se instruj^ó á Nonio Asprenas por envenenamiento, y de que habla Suetonio, Augusto, 56. En electo, ambos autores ci- tan el proceso para referirnos el importante incidente de la cuestión sometida por Augusto al Senado, prueba evidente de que se trata del mismo proceso. Como suele ocurrir, Dión nos comunica la fecha, Suetonio los personajes y el objeto del^roceso. Es necesario que este proceso tuviese gran resonancia, que fuese, como hoy diríamos, una causa célebre, para que Suetonio y Dión hablasen ambos.

(2) Plinio, H. N., XXXV, xvi, 4.

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Augusto quería halagar á estos innobles acusadores profesionales; no quería negar á las clases medias é ig- norantes la platónica satisfacción de los procesos en que, de tiempo en tiempo, se despedazaba á una perso- na rica. Dudó, pues; procuró eludirse; luego para salir del apuro pensó en someter el asunto al Senado: ¿podía defender á Nonio ó no? Confesó no poder resolver la cuestión por sólo; pues, si aceptaba la defensa de Nonio, temía que la gente se figurase que pretendía po- ner su autoridad y su influencia al servicio de un acu- sado que podía ser culpable; por otra parte, si recha- zaba ¿no parecería condenarle, abandonando á un hom- bre que podía ser inocente? (i). El Senado le autorizó por unanimidad á encargarse de la defensa. Pero Au- gusto aún no se contentó con que le amparase una de- liberación del Senado: el día del proceso se colocó en- tre los defensores; pero sólo hizo acto de presencia, no dijo nada y escuchó impasible, sin formular ninguna protesta, el violentísimo discurso pronunciado contra Nonio por Casio Severo (2). Nonio íué absuelto; pero Augusto no tardó en consolar á Casio Severo por su fracaso salvándole á su vez de una acusación formu- lada contra él. En esta ocasión afirmó que la perversi- dad de los tiempos hacían necesarias tales acusaciones y tales acusadores (3). En verdad, es cosa de pregun- tarse de qué sirve y de qué vale el poder, cuando se ve al hijo de César, al presidente del Senado y de la repú- blica, al primer ciudadano del imperio, al sumo pontí-

(1) Suetonio, Aiig.., 56.

(2) ídem, id., 56.

(3) Dión, LV, 4.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 165

fice, obligado á tales complacencias y amabilidades con un picaro como Casio Severo.

Y, sin embargo, á pesar de los procesos y escándalos, la corrupción se difundía por todas partes. Después de haber compuesto Ovidio múltiples epístolas imaginarias de amantes célebres en la leyenda y en la historia, osa- ba componer sin reparar en la lex Julia^ un verdadero manual del perfecto adúltero: el A^-s amatoria. Pero la franca desobediencia y la protesta declarada contra las grandes leyes sociales del año i8, no comprometían la obra de Augusto y la restauración conservadora tan peligrosamente como ciertas formas de desobediencia hipócrita é invulnerable, que violaban el espíritu de las leyes escondiéndose tras la observancia escrupulosa de la letra. La lex de maritandis ordinibiis al castigar el celibato había obligado á gran número de ciudadanos romanos á casarse; pero nadie había previsto que el egoísmo cívico de las altas clases encontraría el medio de ultrajar la ley en el matrimonio mismo, no teniendo hijos. Sobre todo en el orden ecuestre, es decir, en lo que hoy llamaríamos la holgada burguesía, los hogares sin hijos eran cada vez más numerosos. La vida se ha- bía hecho más refinada; se quería gozar de todos los placeres que la civilización egipcia revelaba á todas las clases; y el egoísmo aumentaba singularmente en las familias de buena posición, pero que no poseían gran fortuna y que no hubiesen podido vivir mejor y ser más numerosas. Á pesar de la creciente prosperidad, había en Roma más deudas de las que convenían á un Estado bien administrado (i). Mucha gente, pues, te-

(i) Dión, LV, 8,

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nía que sacrificar por sus hijos los placeres cuya tenta- ción se ofrecía ahora tan fuerte por todas partes, ó, al contrario, tenía que sacrificar á sus hijos por los pla- ceres, extinguir en germen la posteridad que había de continuarles en el tiempo, resignarse á perecer total- mente al fin de su existencia para mejor gozar de la hora breve que habían de vivir en esta tierra. Este se- gundo partido era el que frecuentemente solía adoptar- se. El orden de los caballeros disminuía rápidamente, y todos los que se preocupaban del bien público deplo- raban más vivamente, á medida que el mal se hacía mayor, que la ley sobre ei matrimonio no diese mejo- res resultados (i). En efecto; su objeto no había con- sistido en obligar á los hombres y mujeres á vivir bajo el mismo techo y á compartir el mismo lecho, sino á dar hombres á la república. Si el orden de los caballe-

(i) La cuestión del celibato de los caballeros se ofrece en Dión como ya madura en el año 9 después de Cristo (LVI, i) al proponer- se la lex Papia Poppaea. Pero, como no se proponen las leyes antes de que las cuestiones no haga tiempo que están maduras, es eviden- te que el mal debía ser antiguo en el año 9 después de Cristo. Ade- más, la ley Papia Poppaea no fué como ya veremos la primera que se dictó para combatir la esterilidad; otra más severa se presen- tó en el año 4 después de Cristo. La cuestión debió sazonarse poco á poco, á medida de que bajo la influencia de las costumbres nuevas y más refinadas los casamientos sin hijos resultaban más numero- sos en el orden de los caballeros y se cayó en la cuenta de que la lex de maritandis ordinibus no realizaba su objetivo. Primero, pues, se propuso la ley del año 4 después de Cristo, luego la lex Papia Pappaea, cuyo propósito fué justamente combatir, no ya el celibato, sino los matrimonios sin hijos. Entre la lex de mar i fandis ordinibus y la lex Papia Pappaea hay que colocar este nuevo fenómeno so- cial: la esterilidad creciente en los matrimonios del orden ecuestre.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 167

ros se extinguía, acabarían por secarse las raíces mis- mas de la constitución aristocrática; pues los senado- res se renovaban en el orden ecuestre. La necesidad de un orden ecuestre numeroso hasta se hacía más nece- saria á medida que el imperio se agrandaba y que la nobleza senatorial disminuía, para que pudiera hacerse en el orden ecuestre una selección más amplia de ma- gistrados civiles y de oficiales para las legiones. Así pa- rece ser que j^a en la época de Augusto todos los cuer- pos de caballería reclutados entre los subditos bárba- ros estaban mandados por miembros del orden ecues- tre (i); y también entre los caballeros escogió Augusto á los gobernadores de Egipto y de Nórica" y buen nú- mero de procuradores encargados de vigilar el cobro de los tributos en las provincias. En suma, el orden ecuestre se convertía, por decirlo así, en una segunda nobleza, en una nobleza de reserva que podría soste- ner la constitución aristocrática, si la primera nobleza se debilitaba demasiado. Perdiendo todos los días el or- den senatorial parte de su actividad, todo el mundo de- positaba su confianza en el orden ecuestre, menos sa- ciado de honores y riquezas que el otro, cuyo celo cí- vico podía estimularlo la ambición de ascender á una nobleza más alta y de aumentar su fortuna con los emolumentos del Estado. Pero si el orden de los caba- lleros también se extinguía en voluntaria esterilidad, ¿qué sería del Estado? ¿Dónde encontrar jefes para las legiones y para los cuerpos auxiliares? Era cosa muy grave ver el egoísmo cívico pasar así de la pequeña oli-

(i) Hirschfeld, Uiitersuchiingeu auf dcm Gebiete der romiscli^ Veriijaltung, Berlín, 1876, voi. I, pág. 247.

1 68 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

garquía senatorial á las capas inferiores y más densas de la sociedad.

Mucha gente, pues, comenzaba á decirse que con- \'endría reformar la lex de maritandis ordinibus, de suerte que, además del celibato, alcanzase á la volun- taria esterilidad de los matrimonios. Pero el mal no era bastante grave para que se sintiese la voluntad de obrar inmediatamente. Bastaría con observar, recrimi- nar y hacer proyectos. Entre tanto, Augusto se marchó I durante el verano al valle del Po, quizás para ponerse en comunicación con sus dos legados que combatían en Panonia y en Germania, y llegó á Ticino (Pavía), Aquí es donde recibió en el mes de Agosto una terri- ble noticia: el 13 llegó Druso con su ejército á un sitio, que en vano han buscado los historiadores durante si- glos enteros, y cayó del caballo rompiéndose una pier- na. No pudiendo mandar el ejército y no atreviéndose á confiarlo en pleno territorio enemigo á uno de sus oficiales, Druso se detuvo, construyó un campamento y envió un mensaje á Augusto para que le remitiese otro general que condujese al ejército, si él tardaba en curarse (i). Por fortuna, poco antes de llegar esta mala noticia, Tiberio había dejado á Panonia, más tranquila este año que de ordinario, y había llegado á Ticino. Sin escolta, con un solo guía, viajando día y noche, Tiberio cruzó los Alpes, y recorrió cerca de 200 millas sin alentar (2). Pero, apenas llegó á tiempo para abra- zar por última vez á su hermano. Á los treinta años,

(i) Tito Livio, Per., 140; Dión, L-V, 1-2; Suetonio, Claudio, i. (2) Dión, LV, 2; Plinio, VII, 84; Valerio Máximo, V, v, 3; Tito Livio, Per., 140.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 169

en plena gloria y fortuna, el joven amado de los dioses, murió, de su herida sin duda (i), sin haber podido sos- pechar la caducidad de la obra por que moría, sin ha- ber visto en su agonía la nube de dolor y de vergüen- za que muy pronto iba á envolver la orguUosa fortuna de su familia. La muerte de Druso fué para toda Italia un duelo nacional, sentido hasta en los campos más distantes. No pudiendo nada contra el destino, la na- ción consternada quiso al menos traducir su dolor en un cortejo interminable que siguió los despojos desde el lecho mortuorio en Germania hasta la pira en Roma. El féretro fué trasladado hasta los campamentos de in- vierno á hombros de los centuriones y tribunos milita- res; luego, á partir de los campamentos de invierno, fueron los decuriones y los notables de las colonias y de los municipios los que cumplieron á su vez con este piadoso deber (2). Tiberio marchaba delante, siempre á pie, en señal de duelo (3). El grupo, con su triste y pia- dosa carga, cruzó así los Alpes, descendió al valle del Po, encontró en Pavía á los padres desconsolados, pro- siguió con ellos durante el invierno el camino de Roma, saludado por las poblaciones que acudían de todas partes para dar al paso su último adiós á los despojos mortales del joven, y por las diputaciones de las ciu- dades que venían á dar el pésame á Augusto y á Li- via (4). Los funerales se celebraron en Roma con gran- diosa solemnidad, en presencia de todo el Senado, de

(i) Dion, LV, 2; Valerio Máximo, V, v, 3; Epiced. Brusi, 89-94.

(2) Idem, LV, 2; Suetonio, Claudio, i.

(3) Suetonio, Tiberio, 7.

(4) Epic, Drusi, 202-204.

17° GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

todo el orden ecuestre, de infinito número de ciudada- nos (i). El cuerpo se expuso en el foro, entre las esta- tuas de los Claudios y de los Livios: Tiberio pronunció allí uh discurso; los caballeros transportaron luego el cuerpo al Campo de Marte, donde se encendió la pira: pira tranquila y triste, bien diferente de lo que había sido la de César (2). Después de Tiberio, Augusto pro- nunció en el circo Flaminio un elogio del difunto; acon- sejó á los jóvenes que imitasen su ejemplo; tuvo frases emocionadas para desear que los dos hijos de Agripa adoptados por él se pareciesen á Druso, y pidió á los dioses el poder morir como Druso, sirviendo á la repú- blica (3). El Senado acordó que se rindiesen al muerto numerosos honores, y que se le diese el tílulo de Ger- mánico, el cual sería hereditario en su familia: también concedió á Livia todos los privilegios á que tenían de- recho las madres de tres hijos, aunque sólo hubiese te- nido dos (4),

Así murió Druso. Augusto aún le lloró más y con más amargura que Italia, y no sólo por el amor pater- nal que hacia él sentía. En Druso perdía un instrumen- to que no podía reemplazar fácilmente. La decadencia progresiva del Senado era causa de que Augusto se viese cada vez más obligado á recurrir á sus próximos parientes ó á sus amigos íntimos, sobre todo por la po- lítica exterior que exije más aún que la interior cierta continuidad. En los buenos tiempos de la aristo-

(i) Tácito, Aíi., IJI, 5; Séneca, D/a^, VI, iii, 2.

(2) Dión, LV, 2.

(3) ídem, LV, 2; Suetonio, Claudio, i.

(4) Suetonio, Claudio, i; Dión, LV, 2.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO I?!

cracia, el Senado, con su concordia, su perseverancia, su solidez monumental y su gran prestigio, había podi- do conducir á buen término --aún cometiendo muy frecuentes errores una política exterior con conti- nuidad; había triunfado en todas sus empresas, aún cambiando cada año á los procónsules y propretores encargados de ejecutar sus planes diplomáticos y mi- litares, aún empleando, al lado de hombres excelen- tes, á otros mediocres ó malos. Cualquiera que enton- ces fuese la necesidad de dirigir pronto un asunto difícil, siempre se encontraba en la asamblea ciertos Senadores que lo conocían bien, que podían recordar los precedentes, estudiar atentamente el curso de los acontecimientos, ilustrar á sus colegas y poner- los en situación de escoger un plan posible y de ejecu- tarlo con la necesaria energía. Al contrario, ahora el Senado, atacado de incurable laxitud, ni siquiera logra- ba reunirse en número suficiente, y había confiado á Augusto toda la política exterior, no sintiéndose ya con la voluntad ni con la fuerza de dirigirla. Augusto, pues, se encontraba casi solo ante el obscuro porvenir; casi solo tenía que adivinar los terribles enigmas y co- municar á la política exterior esa continuidad que es su alma; él era, tan débil y pequeño, no obstante su autoridad, quien había de recibir en lugar del Senado el contragolpe de los fracasos y quien siempre podía te- mer el ser arrastrado por una catástrofe. Este hombre, pues, no podía ya cambiar todos los años á los que le servían de instrumentos empleando á la vez unos bue- nos y otros malos; se veía obligado á buscar hombres de alta inteligencia y de alma fuerte, deseando que por una larga práctica se hiciesen capaces de tratar los

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más difíciles asuntos extranjeros y aliviarle de respon- sabilidades harto pesadas. Pero no le era fácil encon- trar á tales colaboradores, sobre todo para las provin- cias de Europa y para las cuestiones de Germania. La estancia en estas regiones frías, bárbaras é incultas era menos agradable que en Oriente, en países requísimos y de antigua civilización. César ya había realizado en la Galia una misión mucho más difícil y penosa que la de Lúculo y Pompeyo en Oriente; y ahora la política germánica, panónica, ilírica, á la que el desarrollo de la Galia concedía tanta importancia, exigía de la aristo- cracia romana mucha más abnegación de la que se ne- cesitaba para la política oriental. Pero la abnegación cí- vica era la virtud que más faltaba á la nueva genera- ción. ¿Habría ahora muchos jóvenes que consintiesen en pasar largos años lejos de Roma, siempre ocupados en combatir al enemigo, á vigilarle ó á negociar con él, y teniendo á Augusto al corriente de todos los suce- sos? Augusto había tenido la buena fortuna de encon- trar á dos en su familia. Tiberio y Druso, y he aquí que el destino celoso le arrebataba á uno. Ahora, para toda la política germánica, gala, ilírica y panónica, sólo podría contar con Tiberio. Pero si éste tenía como gue- rrero el mismo valor que Druso, en cambio no era tan amable ni popular. Y era esta una nueva dificultad que apuntaba en una situación ya tan complicada. Habien- do comenzado Roma la conquista de Germania, era ne- cesario que el jefe de la república, jefe á la vez del ejér- cito, fuese un hombre de guerra experimentado y muy al corriente de la situación de Germania. Tras la muer- te de Druso, Tiberio no sólo tenía que ser el principal colaborador de Augusto, sino el primer hombre del im-

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perio después áel princeps y su sucesor eventual. Des- graciadamente, si Tiberio era un gran general, carecía de las cualidades que habían hecho popular á su her- mano; comenzaba á tener muchos enemigos y á no es- tar de acuerdo con Julia. Mientras que los jóvenes aris- tócratas de su edad se enervaban en Roma entre el lujo, la ociosidad, la lectura de los libros encantadores y perversos de Ovidio, Tiberio se endurecía, se hacía más romano, volvía verdaderamente á las antiguas ideas y costumbres en la vida de los campamentos, en medio de las batallas, ante la marea de la barbarie que, desde hacía tantos años, veía estrellarse á sus pies, en las fronteras poco sólidas del vasto imperio. Mientras que sus compañeros se sentaban aturdidamente en Roma en el festín de la paz, él veía hincharse ante las fronte- ras el peligro germánico, panónico, tracio, que podría desencadenarse algún día aquende los Alpes, si Roma no era capaz de oponerle un poderoso ejército. Le pa- reció, pues, que no había necesidad más urgente que aumentar las fuerzas militares del imperio; pero, ^idónde preparar á los oficiales y generales para los ejércitos? ¿Era en las escuelas de los retóricos y de los filósofos griegos, entre los sacerdotes de Isis, en los estableci- mientos de los mercaderes egipcios, al lado de las cor- tesanas siriacas? En Roma no había otra escuela de la guerra que la antigua familia aristocrática, con la seve- ridad de las costumbres y de las tradiciones de antaño. El tradicionalismo y el militarismo solo eran entonces una misma cosa. Tiberio, militarista ardiente, tenía que esforzarse en ser completa y rígidamente romano en sus ideas, en sus maneras, en sus sentimiento^, sobre todo, en medio de una generación en que las costum-

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bres romanas realizaban tan rápidos progresos. Aunque supiese muy bien el griego, tenía cuidado cuando hacía uso de la palabra en el Senado, de no emplear nunca ninguna de esas expresiones griegas que las personas cultas con tanta frecuencia intercalaban entonces en su latín al hablar de algún asunto serio (i); no quería que le asistiesen los médicos sabios que venían de Oriente, y prefería recurrir á las viejas recetas que se conservaban en las familias romanas (2); aunque la ley aprobada en el año 2^] antes de Cristo autorizase á los procónsules y propretores para pagar á sus oficiales, y aunque ahora fuese necesario estimular con dinero el celo cívico de los Senadores y caballeros. Tiberio des- aprobaba esta innovación, que estaba en pugna con uno de los principios fundamentales en la sociedad aristocrática (3): él solamente daba víveres, según la antigua costumbre, y jamás dinero (4). Nuevo Catón el Censor, Tiberio también censuraba el lujo creciente de la nobleza, que difundía la corrupción, los vicios y la molicie, que hacía salir del imperio para enviarlos á las

(ij Suetonio, Tiberio^ 71.

(2) Suetonio, Tiberio., 68. Que este desprecio por los médicos fuese un acto de hostilidad hacia el orientalismo, pues los médicos instruidos venían casi todos de Oriente, nos lo demuestra un pasaje de Plinio y su invectiva contra los médicos, que termina así: Ita est profecto: tmagnitiido pop/di romafii perdidit ritus, vincendoque vieti sumus. Paremus externis, et una artium imperatoribus quo- que itnperaverunt (H. J\í., XXIV, 4). Puesto que este sentimiento de aversión por los médicos extranjeros aún era tan vivo en la época de Plinio, se explica fácilmente la actitud de Tiberio.

(3) Véase sobre esta reforma el t. IV, pág. 285.

(4) Suetonio, Tib., ifo: comités peregriuationwn expeditioiMmqiic 7tnnquan salario, cibariis tantum., sustentavit.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 175

Indias y á China, á cambio de las piedras preciosas y de la seda, los metales preciosos que hubiese sido más cuerdo invertir en aumentar el ejército y en hacer más seguras las fronteras (i). Tampoco quería un excesivo aumento en los gastos públicos ni los repartos muy frecuentes de dinero que el pueblo exigía con creciente insistencia (2), Mientras que Augusto administraba la hacienda con cierta indulgencia, él hubiese deseado que se volviese á la severa administración de la antigua aristocracia; sobre todo, censuraba el descuido con que se dejaba robar por los particulares los bienes de la re- pública (3), En fin;- no sólo demandó que se aplicasen con vigor las leyes sociales del año 18, sino que era partidario de una reforma de la lex de maritandis ordinibus que castigase á los matrimonios estériles y

(i) Suetonio, Tib.^ \b'' Pccuniae parcas acienax... Tácito., ^-1«., III, ^2: princeps aiitiqíiae parcimoniae... \'éase la carta de Tiberio al Senado citada por Tácito [An., III, 53-54) y que resume mu}' cla- ramente sus ideas sobre el lujo. Seguramente que la carta es autén- tica. En efecto, contiene ideas que corresponden á toda la política de Tiberio. Ya viejo y jefe del Estado, tras las amargas experiencias que referiremos, Tiberio, aún considerando el lujo como nefasto, desconfiaba de poderlo refrenar: en su juventud, pues, había tenido que ser un ardiente partidario de las leyes suntuarias.

(2) Suetonio, Tib.y 46 y 47.

(3) ídem, id., 49: plurimis ctianí civitat/bus et privati s reteres immiinitates et jas metalloruní ac vectigalium adempia... Esta me- dida que Suetonio cita como prueba de la avaricia de Tiberio, solo revela que era partidario de una administración mu}' severa de la hacienda, y que estaba más preocupado en aumentar los ingresos xiel Tesoro público que en favorecer los intereses privados. En efec- to, Tiberio anula en provecho del Tesoro público las imnmnitates^ recobra las minas (jtis metallornm) ó las tierras arrendadas median- te un vectigal á los particulares ó á las civitates, y que pertenecían

176 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

obligase á los caballeros á tener hijos (i). Pero estas ideas de un tradicionalismo tan rígido, ese espíritu au- toritario, esa necesidad, esa dureza que hacía de él un general incomparable, no agradaba nada en Roma. Lo que el pueblo quería eran repartos de dinero, fiestas y liberalidades, el placer y la facilidad en todo, en la política, en la administración, en la vida privada; y no quería á este Claudio, á este administrador parsimo- nioso, que aún se mostraba más económico con el di- nero público que con el suyo. La nueva generación, que demandaba que s.e aplicasen con indulgencia ó se aboliesen completamente las leyes sociales del año 18, desconfiaba de este joven que aún pedía una aplica- ción más rigurosa. Todos los que explotaban tierras ó minas del Estado tenían miedo de este aristócrata de vieja cepa que colocaba los intereses del Estado por encima de sus provechos. En fin, mucha gente se sen- tía molesta por su reserva taciturna y por la sequedad de sus maneras. En Roma no dejaban de preguntarse si este Claudio creía vivir en tiempos de la segunda guerra púnica, cuando los aristócratas podían tratar de

al imperio. Se esforzó, pues, en curar la administración de la com- placencia y negligencia que habían prevalecido bajo el gobierno de Augusto. Esto nos hace suponer ya que en la época de que habla- mos, Tiberio profesaba ideas más severas sobre ese punto. Este rasgo también concierta con los demás: Tiberio representa en todo con intransigencia la tradición aristocrática. **

(i) Lo que me induce á creerlo es que, como más adelante vere- mos, la primera iey contra la esterilidad se propuso el mismo año en que Tiberio regresó de su destierro en Rodas, y en que, siendo cole- ga de Augusto, se convirtió en realidad en verdadero jefe del im- perio.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO I 77

esta manera á sus inferiores. Hasta fué necesario que Augusto interviniese, que excusase, por decirlo así, á su hijastro, asegurando al Senado y al pueblo que esas maneras demasiado rudas eran efecto de un tempera- mento defectuoso, pero no de un mal corazón (i). Sin embargo, este espíritu apasionado, pero hermético y taciturno, padecía con el recuerdo de Agripina, que se había convertido en mujer de Asinio Galo; tanto sufría, que Augusto tuvo que adoptar medidas para evitar que los dos antiguos esposos se encontrasen, pues estos encuentros turbaban demasiado al impasible gene- ral (2). Por su parte, Julia se desviaba de un marido que, apesar del esfuerzo que hacía para vivir de acuer- do con ella, se aislaba en el recuerdo y en el senti- miento de otra mujer. El nacimiento de un niño pare- ció acercar á los dos esposos; pero el niño murió al poco tiempo, y se rompió la tregua entre estos dos ca- racteres opuestos (3). Mientras que Tiberio era un de- cidido partidario de las antiguas ideas y costumbres romanas, Julia cada vez se inclinaba más al lujo, á la vida mundana, á los nuevos hábitos.

Augusto nombró á Tiberio legatits en el lugar de Druso, encargándole que impusiese á Germania una rendición definitiva. Pero comprendía demasiado bien la necesidad de prepararse nuevos colaboradores para no verse reducido á contar solamente con Tiberio; y

(i) Suetonio, Tib.^ 68. El pasaje es importante, pues nos de- muestra inderectamente que había en Roma una corriente popular contraria á Tiberio.

(2) Suetonio, Tib., 7.

(3) ídem, id., 7.

Tomo VI 12

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para ello, á partir de este momento, redobló los cuida- dos que concedía á la educación de Cayo y de Lucio César, los dos hijos de Agripa y de Julia que había adoptado. Hasta entonces les había enseñado él mismo á leer y escribir; y para evitarles las malas relaciones, los había conservado todo lo posible á su lado, hasta llevándoselos en sus viajes cuando salía de Roma (i). Pero había llegado el momento de que asistiesen á una escuela, y se dedicó á buscarles un buen maestro, Ve- rrio Flaco. Esta elección era significativa. En las escue- las, como en todas partes, el arcaísmo y el espíritu de novedad estaban en pugna, y mientras que otros maestros más atrevidos, como Quinto Cecilio Epirota, leían en sus escuelas á los autores modernos y aun á los autores vivos, Virgilio y Horacio, por ejemplo (2), otros procuraban formar el espíritu de los jóvenes en la admiración de las viejas edades con la lectura de los poetas antiguos. El más célebre entre estos maestros tradicionalistas era precisamente Verrio Flaco, reputa- dísimo, no sólo como profesor, pero también como eru- dito y arqueólogo. Se ocupaba entonces en restablecer el calendario, es decir, las fechas de las fiestas civiles, de las solemnidades religiosas y de los grandes aconte- cimientos, y componía también un gran diccionario de la lengua latina, incorporándole, además de las palabras arcaicas casi olvidadas ó ya muertas, todo un tesoro de recuerdos é informes que se perdían (3). Augusto

(i) Suetonio, Tib.^ 64.

(2) Suetonio, De ili. Grant., 16.

(3) Teuffel-Schwabe, G&schichtc der romischen Litferatu/\ Lip- sia, 1890, voi. I, págs. 609 y sig.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 1 79

había escogido á Verrio Flaco precisamente por el ca- rácter tradicionalista de su enseñanza. Deseaba que al frecuentar la escuela de Verrio Flaco, sus dos hijos adoptivos se forjasen un alma antigua; y para que el maestro no se escatimase ningún trabajo Íe asignó como remuneración loo.ooo sestercio anuales (i). En suma, así contaba preparar por una educación estricta- mente tradicionalista, dos hombres políticos cuando menos en su familia, si las demás de la aristocracia ya no daban. Cayo tenía doce años y Lucio nueve: aún habría que esperar bastantes años antes de que uno ú otro pudieran sustituir á Druso, tan prematuramente desaparecido. Augusto tomó al mismo tiempo la direc- ción de la educación de los tres hijos de Druso, de acuerdo con la noble y pura Antonia que, fiel al re- cuerdo de Druso y también por sus hijos, había queri- do permanecer viuda. Augusto no tuvo valor para obli- garla á contraer un nuevo enlace, á esa especie de adulterio postumo que la lex Julia de maritandis ordi- nibiis imponía á todas las viudas.

Por una casualidad inesperada y singular sucedió por esta época que Roma pudo dar sin trabajo ni peligro un paso de avance en Asia, y esto simplemente porque el imperio de los partos retrocedió debilitado por sus dis- cordias interiores. Invitado á celebrar una conferencia en la frontera, el gobernador de Siria recibió de los re- presentantes del rey una proposición verdaderamente sorprendente: que se encargase de los cuatro hijos legí- timos de Fraates -Seraspadano, Rodaspo, Venono y Fraates, de sus mujeres y de sus hijos y enviarlos to-

(i) Suetonio, De til. Gram., 17.

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dos á Roma, al lado de Augusto. Tea Musa, la-concu- bina italiana que César había regalado á Fraates, per- suadió al viejo y chocho rey que dejase el trono al hijo- que ella le había dado; luego, para evitar las guerras ci- viles y las luchas, hizo que separase á sus hijos legíti- mos y que los enviase á vivir en un brillante destierro, á orillas del Tíber. (i). Esta proposición, aberración inaudita de un gobierno de favoritos y de ancianos, na podía por menos de ser bien recibida por el gobierno romano. En efecto, si el hijo de Tea Musa se convertía en rey, podía esperarse que el imperio sería gobernado por el partido romanófilo, y la paz no se alteraría así en Oriente. Por otra parte, sería fácil ofrecer á Italia que ignoraba las intrigas urdidas en la corte de los par- tos— como una nueva humillación Persia este acto del rey. En fin, Roma tendría en su poder unos precio- sos rehenes que le permitirían intervenir, sin darse aires de ello, en la política de los partos. La proposición fué aceptada y los príncipes conducidos á Roma, «enviados como rehenes por el rey de los partos á la República», según se dijo en Roma. Cuando Augusto los tuvo en su poder, se apresuró en mostrarlos al pueblo en los gran- des juegos del Circo Máximo, adonde los invitó, y dón-

(i) Mon. Anc, VI, 3-5; Estrabón, XVí, i, 28; Josefo, XVIII, 11, 4; Veleyo, II, 94. Se puede determinar aproximadamente la fecha gra- cias á Estrabón, el cual nos dice que el gobernador romano que se en- cargó de remitir á los hijos se llamaba Ticio. Por otra parte, Josefo nos dice que Herodes calmó las discordias suscitadas entre Ticio, gobernador de Siria y Arquelao rey de Capadocia, antes de su ter- cer viaje á Roma, el cual refieren unos al año 10 y otros al 8 antes de Cristo, pero que ocurrió casi en la misma época de que hablamos. Esa fecha del envío de los hijos sólo puede ser aproximada.

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de, luego de hacerlos cruzar solemnemente la arena, los sentó á su lado (i). Las cosas, pues, iban bien en Oriente. Si Tiberio lograba obligar á los germanos á una rendición definitiva, el imperio podría gozar de larga paz, pues Pisón casi había realizado la sumisión de Tra- cia; y Panonia y Dalmacia parecían tranquilas. Augusto, pues, deseaba ir á la Galia para inspeccionar más de cer- ca las operaciones de Tiberio. Pero antes de esto, tenía otra cuestión que arreglar. Á fines del año 8, haría veinte que estaba al frente de la república, y sus poderes quin- quenales iban á expirar. En medio de tantas dificulta- des, y habiendo tan pocos hombres que le ayudasen, no es inverosímil que, prudente como era, Augusto pensa- se un momento en abandonar á otros el poder y las responsabilidades del porvenir (2). Veinte años de go- bierno pueden fatigar hasta á un hombre muy ambicioso y enérgico y hacerle desear alguna tranquilidad y repo- so. Pero la situación estaba llena de profundas é invisi- bles dificultades. Para todo el mundo era evidente que

(i) Suetonio, Augusto, 43. Augusto en el Mon. Anc. (VI, 5), los W'à.mz. p' gnor a: Suetonio, (Aug., 21 y 43) y Veleyo (II, 98) los deno- mina obsides. Luego está claro que se procuró pasar á estos jóvenes por rehenes, mientras que en Josefo y en Estrabón vemos que fueron entregados con muy diferente propósito. Roma no hubiese sido ca- paz de obligar á los partos á entregarle rehenes.

(2) Dión LIV, 6: x-^v te ■i^ysiiovíav, xatusp àqj'.sEs (üc, sÀeyev... àxo)v Sy^Osv auGíg ÓTcéaxYj... Esta aserción sobre la cual expone Dión irónicamente su duda con ese S'^Gev, quizás sea más verosímil de lo que se figuraba el historiador, que vivió en una época bastante re- mota de Augusto. Veinte años de gobierno como éste hubiese podido fatigar á un hombre más robusto que Augusto; y no es raro ver á los hombres políticos pedir descanso, sobre todo cuando han llegado á cierta edad.

1»2 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

si Augusto se retiraba sería imposible restablecer la an- tigua república sin princeps, con los cónsules al frente^ y cerrar el paréntesis abierto en el año ij antes de Cristo en la historia constitucional de Roma. El princi- pado, que sólo había sido al principio un cargo provi- sional para restablecer el orden y la paz, habíase con- vertido en un órgano vital del imperio. Las provincias,, las ciudades, los aliados, los subditos, los Estados ex- tranjeros, habituados durante veinte años á ver un solo hombre á la cabeza del Estado, confundían á Roma con su persona; todos sentían por él veneración, afec- to y temor; dondequiera que hubo necesidad de nego- ciar se trataba con él; en todas partes se habían cifrada en él las esperanzas y la confianza. Si desaparecía, si no había en su puesto otro hombre de igual autoridad^ todo el edificio de las amistades, de las alianzas, de las clientelas, de las sumisiones, para erigir el cual se habían necesitado veinte años de guerras y de diplomacia^ podía derrumbarse bruscamente. Por ejemplo, hubiese sido difícil de prever lo que ocurriría en Germania, si Augusto se retiraba á la vida privada. En efecto, como el Senado no tenía voluntad, ni energía, ni unión, ya no era capaz como en otro tiempo de dirigir la política ex- terior que se había hecho muy extensa y complicada. Sobre todo para la política extranjera, ya no bastaba un magistrado renovado todos los años, sino escogido para larga duración, que supiese velar por las fronteras, estar al corriente de todos los cambios, tratar y resol- ver rápidamente todas las cuestiones. Augusto, pues, no se hubiese podido retirar más que á condición de encontrar un sucesor dispuesto á recoger su poder y continuar sus funciones. Y este sucesor existía; si

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Augusto se retiraba, su sucesor por todas las razones que acabamos de decir sólo podía ser Tiberio. Pero la situación era tan peregrina que una nueva dificultad, la más paradójica de todas, procedía justamente de ahí. La impopularidad de Tiberio era cada día mayor. Ciertos soldados adoraban á su Biberio así le llama- ban en chanza, aludiendo á su único defecto, su afición al vino (i); y Tiberio era respetado en todos los cam- pamentos como un general severísimo, pero justo, va- leroso é infatigable, admirado como un grande hombre sencillo y serio por los oficiales y los amigos íntimos que le seguían (2). Pero en Roma ocurría otra cosa: entre la nobleza degenerada, entre todos los que hubiesen que- rido gozar los privilegios de su rango sin soportar las cargas á ellos anejas; entre todos los que se enrique- cían con el saqueo del presupuesto y los célibes furio- sos de verse privados de tantas herencias por las leyes sobre el casamiento; entre las familias sin hijos que te- mían ser despojadas algún día. Toda esta gente temía al hombre enérgico cuyo poder naturalmente aumenta- ba á medida que Augusto envejecía, y que prometía gobernar con más vigor que éste. Si hasta el gobierno de Augusto parecía á muchos demasiado conservador; el gobierno de Tiberio debía de parecerles una calami- dad nacional, que debía de evitarse á ultranza. Por esta razón se formaba un partido contra él en el Sena- do, entre los caballeros, entre el mismo pueblo. Sólo la reelección de Augusto podía resolver por el momento

(i) Suetonio, Tib.^ 42.

(2) Puede verse en Veleyo Patérculo el entusiasmo que Tiberi» inspiraba entre los que habían podido conocerle de cerca.

IS4 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

todas estas dificultades y contentar á todos como un mal menor. De bueno ó mal grado, Augusto tuvo que aceptar la prolongación de su presidencia, no ya por cinco años, sino por diez. Quizás el miedo á Tiberio ex- plique esta prolongación: se quería estar tranquilo de este lado, al menos durante diez años. Augusto partió luego para la Galia, después de haber hecho aprobar una reforma sobre el procedimiento penal, que también era una derrota para la aristocracia. Tratábase de una ley que permitía atormentar á los esclavos en los pro- cesos incoados contra sus patronos. Según esta ley se hacía una especie de venta ficticia del esclavo al Es- tado ó á él mismo; después de esta venta, el esclavo ya no pertenecía al acusado, y podía interrogársele. Se había ideado esta singular sutileza jurídica para com- placer al público que protestaba contra la impunidad casi general de los ricos; pero si mucha gente aprobó esta reforma considerándola necesaria, otra la cen- suro (i) y no les faltaba razón. Augusto deshacía con una mano lo que hacía con la otra, y, mientras que por todos los medios se esforzaba en reconstituir económi- ca y moralmente á la aristocracia, ofrecía á los celos y á la codicia de las clases medias, de los intelectuales pobres y «arri vistas», un arma terrible para destruir por el escándalo, por acusaciones verdaderas y por el escándalo, el honor y la fortuna de la nobleza. Jamás una aristocracia seria podría tolerar que los criados de- clarasen contra los amos. La aristocracia romana, pues, tenía necesidad más que nunca de renovar su prestigio por un gran éxito en la política germánica. Apenas Au-

(i) Dión, LV, 5. '

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 185

gusto llegó á la Galia, cuando Tiberio pasó el Rhin al frente de un ejército; y esto fué suficiente. Los germa- nos habían quedado tan acobardados y desanimados por la marcha de Druso, que todos los pueblos germá- nicos, excepto los sicambros, preguntaron en qué con- diciones podrían rendirse. Augusto respondió que no entablaría negociaciones hasta que los sicambros le hu- biesen enviado sus embajadores; pero cuando aquéllos, cediendo á las súplicas de los otros pueblos enviaron á la Galia la flor de la nobleza, Augusto rechazó toda concesión; exigió la rendición incondicional y hasta re- tuvo prisioneros á los embajadores sicambros, dejando sin jefes por esta estratagema desleal á aquel pueblo valeroso. Si los bárbaros son feroces en las guerras, los pueblos civilizados suelen ser embusteros y carecer de fe. Los germanos se sometieron (i).

Así, pues, la Germania quedó en cuatro años some- tida hasta el Elba, y la gran empresa concebida por Cesai', la realizó su hijo. Por otra parte, después de tres años de guerra, Tracia acababa de ser definitivamente domada por Pisón; la calma también se restableció por completo en Panonia y en Dalmacia; en Oriente, el im- perio de los persas parecía someterse humildemente á la protección romana. Á pesar, pues, de la decadencia en que habían caído el Senado y la aristocracia, y, no obstante, el desorden moral y las grandes dificultades económicas, Roma conservaba su poder. Augusto pudo ocuparse, á su regreso, de una reforma del calendario, hù-'-iendo desaparecer ciertos inconvenientes que la re- forma de César había dejado subsistir. Al hacer esta

(i1 Dión, LV, 6.

1 86 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

reforma se dio al octavo mes del año el nombre de Augusto, que aún tiene hoy (i). Pero la misión del gobierno se hacía cada vez más penosa por la insufi- ciencia de los instrumentos de que disponía. Cada vez se reducía más el número de personas de que podía ser- virse útilmente. Mecenas murió este año: si Augusto no perdía en él á un colaborador tan activo como Agripa, perdía al menos un amigo seguro y juicioso, á quien podía solicitar consejo en las circunstancias difíciles (2). Por otra parte, la discordia empezó á envenenarse entre Julia y Tiberio, y ppr razones singularmente graves. Sempronio Graco, el elegante aristócrata que se sospe- chaba de haberla cortejado sin ser rechazado cuando era esposa de Agripa, parece que volvió á acercarse ahora á Julia, y haberse aprovechado de las discordias surgidas entre ella y su nuevo marido (3). Lo cierto es que Julia y Tiberio acabaron por dormir aparte (4), y que Augusto, probablemente para consolar á Tiberio de todas sus contrariedades, consintió en que se le rindie- sen los honores del triunfo, y también le hizo elegir cónsul para el año 7, cinco años y no diez después de su primera elección, en virtud del senato-consulto que abreviaba para él en cinco años todos los plazos pres- critos para las magistraturas. También en este año, el 2^ de Octubre, murió Horacio.

El año siguiente (el 7 antes de Cristo) en que Tiberio

(i) Dión, LV, 6.

(2) Ídem, LV, 7.

(3) Tácito, An., \, 53.

(4) Suetonio, Tib., -j: tnox dissedit et aliqíiatito gravius^iii etiam perpetuo seaibaret.

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celebró su primer triunfo y en que fué electo cónsul, se deslizó tranquilamente. Sin embargo, hubo un momento en que Germania pareció quererse sublevar. Tiberio otra vez legatiis de Augusto, marchó precipitadamente á ori- llas del Rhin; pero fué para convencerse de que no había peligro, y regresó en seguida á Roma (i). Esta solo fué alterada por un gran incendio en la vecindad del foro y que por la negligencia ordinaria de los ediles, causó grandes estragos. Los habitantes de Roma lo atribuye- ron á una tenebrosa confabulación de deudores, que hubiesen querido eximirse de esta manera de pagar sus deudas (2); pero esta desgracia excitó á Augusto á ocu- parse seriamente en reorganizar la administración de Roma infiriendo un nuevo desgarrón á la constitución aristocrática. Puesto que en veinte años la aristocracia ni siquiera había aprendido á extinguir los incendios y á empedrar las calles de Roma, era preciso buscar fuera de sus filas hombres de buena voluntad. Sin embargo, Augusto no quería prescindir del principio electoral, in- separable de toda la constitución republicana, y no crear una institución absolutamente nueva. En muchos ba- rrios y desde hacía algún tiempo, el pueblo ciudada-

(i) Dión, LV, 8.

(2) ídem, LV, 8: es una explicación muy peregrina, pues no se concibe cómo los deudores hubiesen podido esperar pagar sus deu- das quemando lo que poseían, en una época en que las compañías de seguros aún no existían. Sea de ello lo que quiera, este incidente re- viste cierta importancia, pues hay en él como un pequeño precedente .del famoso incendio que se atribuyó á Nerón. Ese incidente nos re- vela que ya en el año 7 antes de Cristo, er pueblo se inclinaba á atribuir á tenebrosos designios los grandes incendios, tan frecuentes en Roma.

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nos y extranjeros, hombres libres y libertos escogía algunas personas á las que se encargaba de preparar los juegos compítales y las demás fiestas del barrio, reli- giosas ó no (i). Augusto concibió la idea de transformar en una magistratura única y permanente para Roma entera, y con poderes más amplios y precisos estos cargos que hasta entonces eran privados y compartidos por muchos ciudadanos. Propuso, pues, una ley que di- vidía á Roma en catorce regiones, y al frente de cada una se colocaría cada año á un pretor, un edil ó un tri- buno sacado á la suerte (2); cada una de estas regiones se subdividiría en cierto número de vici ó barrios en la época de Plinio había 265 (3); en cada viais todo el

(i) Véase C. I. L., VI, 1324: en esta inscripción, anterior al año 23 antes de Cristo, se trata de los magi stri vici. Quizás haya también que ver en xA.sconio, in Pisón.., pág. 6, edic. Kiesseling-Schoell, otra prueba de que los magistri vici existían antes de esta reforma de Au- gusto. Tan raramente se trata de ellos antes de esta reforma de Au- gusto, que puede concluirse que no tenían carácter oficial, y que sus funciones consistían sobre todo en organizar las fiestas de los barrios.

(2) Suetonio, Aiig.. 30: Spatiiim urbis in regiones vicosque divi- sit... Este pasaje también se refiere á la reforma de la administración de que habla Dión (LV, 8). Tenemos la prueba de ello en el detalle común de las catorce regiones repartidas todos Jos años á la suerte, como dice. Suetonio, entre los ajinui magistratus; es decir, entre los ediles, pretores y tribunos, como nos informa Dión con más precisión. Además lo que nos dice Dión del derecho de los ccsvcÓTiapxoí de lle- var la toga pretexta también lo atribuye Tito Livio (XXX V, vii, 2) á los magistri vicornm. Los aTSvwuapxoi de Dión son, pues, los ma- gistri vicornm de Suetonio. Como de costumbre, ambos historiadores nos dan detalles particulares; sólo combinando ambos textos se llega á definir bastante bien las atribuciones de ambos magistrados.

(3) Plinio, H. N., Ili., 66; C. I. L., VII, 975, donde se encuen- tran numerosos nombres de estos vici.

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pueblo ciudadanos y extranjeros, hombres libres y libertos elegiría un magister^ un jefe del barrio, que no sólo estaría encargado de presidir el culto de los Lares del barrio y de organizar las fiestas; pero también ten- dría que vigilar por la policía de las calles, por la extin- ción de los incendios, empleando á los esclavos públicos colocados hasta entonces á las órdenes de los ediles (i). La elección recaería en casi todos los barrios en libertos, extranjeros, plebeyos que gozasen de fortuna y consi- deración; y para estimular su celo, para recompensar su trabajo, 3'a que según el principio republicano no debían recibir dinero, la ley les concedería el derecho de llevar en ciertas ocasiones la toga pretexta y que les precedie- sen dos lictores (2). En realidad, solo se trataba de mo- destísimas distinciones oficiales, pero que no podían por menos de halagar el amor propio de tantas obscurísimas personas. Así es como al lado de las capillas de los La- res se organizó' la inspección de calles y el de bombe- ros; se procuró encerrar la nueva administración me- tropolitana en la antigua tradición religiosa; se procuró atraer á los plebeyos y libertos más activos é inteligen- tes a servir gratis al público, recompensándolos con distinciones y creando una especie de nobleza popular en el inmenso y polulante hormiguero de la metrópoli. Augusto hubiese podido contar este año entre los más tranquilos y felices de su vida y no los había te- nido tranquilos ni felices si la discordia entre Julia y Tiberio no se hubiese envenenado y adquirido las pro- porciones inquietantes de una lucha política entre el

(i) Dión, LV, 8.

(2) ídem, LV, 8; Tito Livio, XXXIV, vii, 2.

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partido de la joven nobleza y el antiguo partido tradi- cionalista. Tiberio no podía ignorar que Julia le enga- ñaba; cuando menos tenía sospechas sobre este punto. Ahora bien; él figuraba entre los más intransigentes de ese partido tradicionalista y puritano, que había obli- gado á Augusto á proponer las grandes leyes del año i8, cuya implacable implantación demandaba instantánea- mente, y que se lamentaba sin cesar del desorden tole- rado por los grandes en sus familias. Él, puritano, con- servador, tradicionalista, ¿'podía conservar en su casa á una esposa sospechosa de adulterio, cuando la lex de adulteriis le obligaba á denunciarla ó á repudiarla? (i). Á él tocaba dar ejemplo de ese valor romano que tan duramente había exigido hasta entonces en los demás. Pero Julia era la hija, y la hija querida de Augusto, del hombre á quien debía, con ser tan joven, todos los ho- nores y la gloria. No podía acusar ó expulsar á Julia como si se tratase de una matrona cualquiera: tal es- cándalo en casa de Augusto hubiese tenido las más graves repercusiones políticas. Tiberio, tan resuelto, tan inflexible de ordinario, dudó ahora. Pero Julia,

(i) Todo se comprende en la breve frase de Suetonio (Tiberio^ I o): dubium, uxorisne tcedio^ quam iteqiie criminar i aut dimitiere auderet, ñeque ultra per/erre posset. Si Tiberio no osaba criminar i á Julia, esto quiere decir que sospechaba en ella alguna falta, que sólo puede ser el adulterio, lo cual concierta, por otra parte, con lo que dice Tácito de las relaciones de Julia con Sempronio Graco. Ti- berio se encontraba en la alternativa de desobedecer la lex Julia que le obligaba á castigar á la esposa adúltera, ó provocar uno de los mayores escándalos que jamás se presenciaron en Roma, y que al mismo tiempo hubiese sido un escándalo político. Por esto no se atrevió á acusarla.

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que conocía á su marido, podía temer que su título de hija de Augusto no fuese suficiente para defenderla mucho tiempo contra el orgullo, el puritanismo, el es- píritu autoritario de un Claudio; comprendió que para defenderse, lo mejor era atacar á Tiberio, á su poder po- lítico, á su situación en el Estado, y se unió á sus ami- gos, que eran tan numerosos entre la joven nobleza. El momento era oportuno por múltiples razones. Augusto iba á cumplir sesenta años; la vejez se le acercaba; ha- bía sido siempre de salud delicada; todos sabían que sólo se sostenía gracias á los continuos cuidados y á un régimen riguroso. Preguntábase la gente si no iría pronto á incorporarse á Mecenas y á Agripa, y así se preocupaba aún más en saber quién le sucedería en sus funciones de presidente de la república. La respuesta siempre era idéntica: Sería Tiberio, sin duda ninguna, si no se llegaba á hacer imposible su advenimiento, atizando contra su persona los odios latentes en el pueblo, aprovechándose de todos sus defectos, de su falta de ductilidad para suscitarle dificultades. Uña bandería de jóvenes, enemigos de Tiberio, se formó, pues, en torno de Julia: entre ellos figuraban Marco Eo- lio, Cayo Sempronio Graco, Apio Claudio, Julio Anto- nio, Quintio Crispino y un Escipión. Envalentonados por esta preciosa aliada que habían encontrado en casa de Augusto, comenzaron, de acuerdo con Julia y ayu- dados por ella, una campaña encarnizada de calumnias contra Tiberio (i)... Orgulloso é inflexible. Tiberio ni

(i) Tácito, An., I, 53: traditim Tiberio, pervicax adiilter (Sempronio Graco) contumacia et odiis in maritum accendebat, lit- teraejue^quas Julia patri Augusto cum insectatione Tiberii scripsit.

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siquiera se dignó volver la cabeza al principio. Pero á comienzos del año 6 sus enemigos, aprovechándose de que Julia estaba dispuesta á ayudarles cerca de Au- gusto, realizaron una tentativa más audaz: procuraron oponer á Tiberio el hijo de Agripa y de Julia, Cayo Cé- sar, adoptado por Augusto y que tenía entonces cator- ce años, designándole ya para recoger la situación de Augusto, preparándole así un rival á Tiberio. Presenta- ron una ley, según la cual, desde este año podría nom- brársele cónsul para el año 754 de Roma en que Cayo tendría veinte años. Esta sorprendente proposición, co- ronaba así con una monstruosa anomalía los largos es- fuerzos que toda una generación había realizado por restablecer la antigua constitución aristocrática. ¿Se habría pensado jamás en Roma que se eligiese cónsul á un niño de catorce años? Tan ridicula locura sólo podía provocar la risa de hombres como Tiberio. Pero Julia y sus amigos fiaban evidentemente en el temor difun- dido por todas partes de que al gobierno de Augusto sucediese otro aún más severo, más avaro y conserva- dor; en los odios de todos los que habían sufrido mu- cho con las leyes sociales del año 18; en el temor de las familias sin hijos por si una ley venía á castigarlas de

a Gracc/ío compositae credebatitur. Los nombres de los amigos de Julia que damos como formando el núcleo del partido contrario á Ti- berio, los hemos obtenido en su mayoría en Veleyo Partérculo (II, c, 4) que menciona á Julio Antonio, á Quintio Crispino, á Apio Claudio, á Sempronio Graco y á Escipión entre los cómplices de Julia conde- nados al mismo tiempo que ella: en los tiempos felices debieron de figurar entre sus más íntimos amigos. El episodio referido por Sue- tonio ( Tiòerio, 12), y del que hablaremos más adelante, demuestra que Marco Lolio figuraba entre los enemigos de Tiberio.

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SU esterilidad; en fin, en el deseo de un gobierno más fastuoso, más generoso, más liberal. Cayo César, que á pesar de las lecciones de Verrio Flaco, adquiría más gustos de la nueva generación que de la antigua, podía simbolizar estas múltiples aspiraciones. Por otra parte, ¿Augusto no había sido cónsul á los veinte años (i)r ;'Por qué no se había de conceder el mismo privilegio a su hijo? Se atraería, pues, muy pronto la atención del

(i) Suetonio (Augusto, 64) parece decir que Augusto tomó la iniciativa de esta ley excepcional en favor de Cayo, como de las que se dictaron en favor de Marcelo, de Tiberio y de Druso. Pero Dión Casio (LV, 9) nos refiere las cosas de manera muy distinta y muy verosímilmente. Dícenos que al principio se opuso Augusto enérgi- camente á la proposición y que se le insistió mucho (sTisiSf^ xs -/.ctL cog svéxsivTO oí). Puesto que se opuso, es necesario creer que la pro- posición no emanaba de él. Por lo demás, esto es verosímil; pues no se advierte por qué razones hubiese hecho conceder Augusto este privilegio que, á diferencia de los privilegios concedidos á Marcelo, á Druso y á Tiberio, no había nada que lo justificase. Además, esto concierta tan mal con toda la política de Augusto, que por este sólo motivo, y aún sin el texto de Dión, no prestaríamos fe á las afirma- ciones de Suetonio que, por otra parte, son poco claras. También te- nemos razones principales de creer que la proposición para hacer cónsul á Cayo era una intriga contra Tiberio: i.°, no puede dudarse de que la designación de Cayo haj'a sido una de las razones porque Tiberio salió de Roma marchándose á Rodas (Véase Dión, LV, 9; Suetonio, Tiberio, 10); es necesario, pues, que se sintiese muy ofen- dido; 2p, como nos informa Dión (LV, 9), cuando Augusto dejó de oponerse á la ley de privilegio contra Cayo, se dio prisa en ofrecer una hermosa compensación á Tiberio, haciéndole su colega en el puesto ocupado antes por Agripa. Puesto que Augusto ofreció com- pensaciones á Tiberio, quiere decir que éste tenía que padecer con el nombramiento de Cayo. Estas dos consideraciones me han conducido á la hipótesis que he admitido, y que me parece aclarar este episo- dio tan obscuro de la historia romana, y aun la catástrofe de Julia. Tomo VI i3

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pueblo hacia este joven; él mismo se sentiría bien pre- dispuesto en favor de los que le habían hecho obtener por adelantado honor tan grande; y así, todas las espe- ranzas de los que temían que el imperio fuese pronto go- bernado por Tiberio, acudirían á este joven cuyo sólo nombre era ya simpático, y á quien el pueblo había aplau- dido ya en varias ocasiones. Se opondría un Julio á un Claudio duro, orgulloso, impopular como todos los de su familia, y el alma del pueblo quedaría pronto fascina- da por el deslumbrante esplendor de aquel gran nombre. Y, en efecto, se vio triunfar inopinadamente esta tentativa que debía parecer insensata á los verdaderos romanos. Los amigos de Julia comenzaron por comuni- car su proposición al pueblo y al Senado, presentándo- la, no como una afrenta que se desease inferir á Tibe- rio, sino como un homenaje que"^e pretendiese tributar á Augusto: el Senado y el pueblo, siempre dispuestos á testificar su adhesión al presidente y su admiración por el nombre de César, consideraron maravillosa la propo- sición; todos los que desconfiaban de Tiberio y su número era grande la sostuvieron calurosamente; Ju- lia abogó por la causa del hijo cerca de su padre. Sólo una persona se opuso al principio á este proyecto in- sensato, y fué el mismo Augusto. Fácil es comprender por qué. Los privilegios que había hecho conceder á Marcelo, á Druso, á Tiberio, menos importantes por lo demás que los que se pedían para Cayo, estaban ya justificados por una razón de Estado y por servicios ya prestados; ¿pero podría nombrarse cónsul á un joven del que ni siquiera podía afirmarse por de contado que llegaría á ser un hombre serio? Esta absurda propo- sición, debida á las secretas maquinaciones de una pe-

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quena bandería, subvertía toda la constitución de la re- pública, y hacía inútiles todos los trabajos impuestos durante veinte años para restaurarla; también era un agravio mortal para Tiberio que, indignado, solicitaba de Augusto que opusiese toda su autoridad contra sus enemigos. Asi, mientras que él combatía en el Rhin, esta juventud ociosa que perdía el tiempo en frecuentar los teatros y en leer á Ovidio quería oponerle, ¡á él que había realizado ya tantas cosas! un niño de catorce años, y hurtarle solapadamente el fruto de tantas fati- gas. No; Augusto no podía tolerar que se le infiriese tan grave injuria y que se urdiesen intrigas tan funes- tas contra el Estado. Y, en efecto, Augusto protestó al principio con energía; en un violento discurso que pro- nunció en el Senado, dijo que aquéllo eran locuras, y que, para ser cónsul se necesitaba por lo menos haber llegado á la edad de la razón (i). Pero se insistió; el pueblo, con su habitual tontería, quería tener un cónsul niño; el partido contrario de Tiberio, que era fuerte en el Senado, no permaneció inactivo; el pueblo, que amaba tanto el nombre de César y tan poco el de los Claudios, que sentía tanta simpatía por Cayo y tan- ta aversión por Tiberio, favoreció ardientemente el pro- yecto; Julia, como es de suponer, intrigó para apresu- rar esta venganza. Tiberio permaneció impasible, como de ordinario. Augusto tuvo que ceder y permitir que en los comicios del año 6, Cayo César fuese electo cónsul cinco años antes de la edad debida. Pero, como se ha- cía cargo de que en todo esto había habido una cabala dirigida contra Tiberio, se dio prisa en compensarle: hizo

(i) Dióa, LV, 9.

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que le concediesen por cinco años el poder tribunicio, lo que era hacer de él su colega, como lo había sido Agripa, y le envió á Armenia, donde había estallado una rebelión á la muerte de Tigranes (i).

Pero Tiberio era un Claudio, un aristócrata, un hom- bre de una pieza. Carecía de ductilidad, de paciencia; no poseía el escepticismo del nieto del usurero de Velletri. Después de haber soportado durante algún tiempo, en silencio, las afrentas de sus enemigos, perdió la pacien- cia cuando Augusto, cediendo sin duda á los requeri- mientos de Julia y de su partido, le infirió á su vez esta otra afrenta. No queriendo luchar contra enemigos tan indignos, no pudiendo vivir ya con una mujer sospecho- sa de adulterio, no queriendo que se le tuviese á el, el más rígido de los tradicionalistas por uno de esos maridos indulgentes amenazados con tan graves penas y con tanta infamia por la lex de adulteriis, no pudien- do fiarse ya de Augusto, que con su oportunismo ordi- nario no parecía quererle sostener enérgicamente con- tra sus enemigos, irritado y descorazonado, se marchó. No quiso recriminar á nadie ni arreglar las cosas; pero rechazó con desdén la compensación que le ofrecía Au- gusto. En vez de ir á Armenia, se dirigió á su suegro; le dijo que estaba cansado, y le pidió permiso para re- ingresar en la vida privada y retirarse á la pequeña y gloriosa república de la isla de Rodas. Sabía que era el único general capaz de dirigir la política germánica; y contaba con que, no pudiendo prescindir de él, no tardaría en suplicarle que volviese. Entonces impon- dría condiciones.

(i) Dión, LV, 9.

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El destierro de Julia.

La decisión de Tiberio contrarió profundamente á Augusto. ^Qué iba á ser de la política germánica sin Ti- berio? Hizo cuanto pudo para disuadirle de su proyec- to; encargó á su madre de suplicarle que desistiese; se quejó en el Senado de verse abandonado por todo el mundo; hasta le suplicó él mismo (i). Pero Tiberio con- tinuó inconmovible. Augusto acabó por declarar que no dejaría al Senado concederle la autorización que, como colega suyo, necesitaba para partir. Tiberio res- pondió encerrándose en su casa, y amenazando con dejarse morir de hambre. Pasó un día, dos, tres: al fin, al cuarto día, dejó Augusto que el Senado le autorizase para ir donde quisiera (2). Tiberio se dirigió inmediata- mente á Ostia; y, después de dar un abrazo á sus ami- gos más íntimos, se embarcó para Rodas con un pe- queño número de amigos y criados (3), como un sim- ple particular.

(i) Suetonio, 10: iieque aut mairi suppliciter precanti, aut vi- íricOy deseri se etiam in Senatu cojtqiierenti, vciiiam dedit.

(2) Suetonio, Augusto, 10: Qicin, et pertijiacius retinentibus, cibo per quatriduum abstinuit.

(3) Suetonio, Augusto, 10.

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Así es como profundamente herido en su amor pro- pio, disgustado de Julia y de sus contemporáneos, que consideraba tan distintos de él. Tiberio abandonó á Roma y su alta posición para voK^er á la vida privada á los treinta y seis años. Desde su punto de vista, Au- gusto tenía razón en quejarse de su conducta. Si Tibe- rio se sentía herido por las arterías de sus enemigos y por los honores concedidos á Cayo, (jno le ofrecía Au- gusto suficientes compensaciones y no le daba pruebas de ilimitada confianza? Y en todo caso, ^por qué se \^engaba en él y en la república de los agravios que otros le inferían? Este campeón del tradicionalismo, este nuevo Catón el Censor, demostraba que tampoco él estaba completamente exento de ese egoísmo- uni- versal que con tanta facilidad sacrificaba el bien públi- co á las cuestiones de interés personal ó de amor pro- pio. Pero Tiberio también tenía razón de quejarse, pues en la situación en que le colocaban Julia y Augusto había una contradicción intolerable. (jPodía censurar en los demás el lujo inmoderado, y dejar que Julia difun- diese con su ejemplo el amor al lujo entre todas las da- mas romanas? ¿Podía tolerar el adulterio en su casa y querer reprimirlo en las casas ajenas mediante una dura aplicación de la lex de adidteriis? ¿Podía protestar contra la decadencia de las instituciones republicanas y aceptar esta locura popular que quería entregar las haces consulares á un niño? Los Yswxspoi, los jóvenes de su edad, que le odiaban, hubiesen tenido razón burlán- dose de él. No, Tiberio no podía arriesgarse en perder su prestigio y la gloria que había conquistado gra- cias á tantos años de paciente labor y de costum- bres irreprochables, sólo porque Augusto se obstinaba.

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en no castigar las faltas de su hija y no saber resistir al partido que iba á extraviar con honores insensatos el espíritu de Cayo César. En suma, tannbién Augusto descuidaba el interés público por consideraciones opor- tunistas que Tiberio no podía acatar.

El espíritu de la época estaba tan lleno de contradic- ciones irreconciliables, que cada cual se veía más ó me- nos obligado á obrar de una manera contraria á las doctrinas que profesaba; pues en todas las luchas po- líticas y sociales los más opuestos puntos de vista pue- den justificarse en cierta medida. Pero si Tiberio no te- nía toda la culpa de la ruptura, las consecuencias de su marcha fueron malas, sobre todo para él y para su partido. Su decisión produjo, precisamente, el efecto contrario del que deseaba, pues, aprovechó sobre todo á sus enemigos, a1 partido de Julia, de Caj^o César y de la joven nobleza, que, libre súbitamente de su peor adversario, se encontró con gran sorpresa vencedor en toda la línea y dueño del campo de batalla. En la deci- sión de Tiberio, el público vio señaladamente un des- quite contra Augusto, se indignó contra aquél (i) y le

(i) No existe ningún texto que nos diga explícitamente que fuese tal el juicio popular sobre Tiberio; pero los hechos parecen demos- trarlo. En efecto; no se podría explicar de otra manera cómo el par- tido de Cayo César se atrevió á pedir para este niño todos los hono- res de que hablaremos, ni por qué razones fué mm»^ difícil á Tiberio el regresar y tomar parte otra vez en el gobierno- La indignación de Augusto no bastó para explicar tan larga ausencia. En efecto , si el sentimiento público hubiese sido favorable á Tiberio, Augusto habría tenido que ceder más presta y fácilmente, sobre todo cuando se dio cuenta de que era prudente llamar á Tiberio, para contrarrestar los peligros crecientes en las provincias de Europa.

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atribuyó toda la responsabilidad de la ruptura. El error era tanto más fácil, por lo mismo de que á la gente ja- más se le informó con precisión sobre los verdaderos motivos de esta marcha (i). Además, si Tiberio pensó al marcharse en ejercer presión sobre la opinión pública y hacerse necesario, escogió muy mal el momento. El mejor campeón del tradicionalismo se marchó en el mo- mento más crítico, cuando las aspiraciones á un go- bierno más libre, más fastuoso, menos conservador es- taban á punto de estallar súbitamente al cabo de veinte años de impaciencia. La marcha de Tiberio y su rup- tura con Augusto apresuraron esta explosión, prepa- rada desde mucho antes. Irritado contra Tiberio, pre- ocupado por la necesidad de dar alguna satisfacción á las nuevas tendencias, Augusto se convirtió al partido de Julia y de la joven nobleza. El partido tradicionalista perdió rapido terreno, las ideas y las aspiraciones de la joven generación, tanto tiempo contenidas, vencieron por todas partes, se hicieron de moda en el Senado, en los comicios, en la opinión pública, como treinta años

(i) Las explicaciones inseguras dadas por los historiadores nos hacen pensar que la gente nunca supo exactamente por qué había par- tido Tiberio. En Veleyo Patcrculo vemos (II, xcix, 3) dissimulata causa consilii sui, que el mismo Tiberio no alegó ninguna razón- Por otra parte, Veleyo y Suetonio nos dicen que declaró más tarde que se había alejado por no convertirse en el rival de Cayo y de Lu- cio César. Veleyo Patérculo, II, xciv, 2... cuius causee mox detecten simf... Suetonio, Tib, 10... quam causam et ìpse, sed postea dedit. Es, pues, probable que si el público no supo nunca nada preciso, Augusto tampoco explicó jamás las cosas con claridad. Cuanto á la explicación dada más tarde por Tiberio es evidentemente falsa. ¿Qué escrúpulos podían inspirarle el temor de ofuscar á Cayo y á Lucio, cuando su mismo padre le suplicó que no se fuese?

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antes las ideas conservadoras. El joven César se hizo muy pronto el ídolo de la multitud: hacia él convirtió los ojos toda Italia y no hacia la bella isla lejana del mar Egeo, donde el mejor general de la época se dispo- nía á vivir como un simple particular, sin más que una casa en la ciudad y una villa pequeña en el campo (li. Una lluvia de honores caj^ó sobre Cayo. El i.*' de Enero, ó cuando menos uno de los primeros días del año 5, Augusto le presentó al pueblo en una gran ceremonia celebrada en el Foro; el Senado le concedió el derecho de asistir á las sesiones y á los banquetes que celebra- ba (2); los caballeros no quisieron mostrarse menos so- lícitos y le nombraron primer decurión de la primera turma, le dieron el título áe princeps juventntis y le con-

(i) Suetonio, 7/¿\, 11.

(2) Zonaras,X, 25. El pasaje del monumento de Ancira (II, 46) me parece indicar claramente que el Senado confirió estos honores á Ca- yo el día en que Augusto le presentó al pueblo, y, por consecuencia, después de ser elegido cónsul por el pueblo, en contra de lo que di- cen otros historiadores. También Dión (LV, 9) dice que fué después: y.ai ¡lexác xoñzo... Conviene tener en cuenta que Dión (LV, 9) nos di- ce que Augusto autorizó á Cayo para asistir á las sesiones del Sena- do, mientras que el monumento de Ancira nos hace saber que fué el Senado quien por un decreto le otorgó ese prilegio. Aquí tenemos otro caso en que un texto nos permite demostrar que Dión, por concisión ó por negligencia, atribu}'^e sumariamente á Augusto actos realizados por el Senado, y que él simplemente había propuesto ó sugerido. Este ejemplo nos autoriza á suponer que Dión, influido por las ideas de su época, cometió con frecuencia el mismo error, 3' que -personificó el Estado en Augusto, suprimiendo en su relato los demás órganos constitucionales, que en la época de Dión j^a no tenían nin- guna importancia, pero que aún funcionaban en tiempo de Au- gusto.

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cedieron una lanza y un escudo de plata (i); los pontí- fices le acogieron en su colegio (2). Ahora dejó hacer Augusto. Puesto que Tiberio, el único hombre serio del partido de la antigua nobleza, le había abandonado, ¿•por qué oponerse á esta corriente popular, cada día más fuerte? Descontentaría á la gente sin ganar otra cosa que la aprobación estéril de algunos grandes seño- res aferrados á sus vetustos prejuicios. La admiración que en Roma se sentía por Cayo se difundió en seguida por toda Italia (3); en todas partes se colocaron estatuas é inscripciones para recordar cosa sin precedente que á los catorce años había sido electo cónsul (4); tampoco tardó en infiltrarse en la administración el es- píritu nuevo. Á la estrecha economía que Tiberio se había esforzado en aportar á la Hacienda sucedió un período de prodigalidad. Se aumentaron las cantidades destinadas á comprar trigo para Roma (5); crecieron los gastos para trabajos públicos y espectáculos populares cuando el presupuesto apenas podía soportar la carga abrumadora de los gastos militares, que habían aumen-

(i) Mon. Anc, III, 4-6. Ignoramos si esta decisión de los caballe- ros se adoptó en la misma época que la del Senado ó después.

(2) Dión (LV, 4), nos dice que Augusto dio á Cayo un sacerdo- cio; las inscripciones nos dicen que fué pontifex. El sacerdocio de que Dión habla fué, pues, el pontificado. Dión, breve é inexacto, co- mo de ordinario, dice que se lo dio Augusto, sin tener poder para ello. En efecto, el colegio de los pontífices se reclutaba por común consentimiento.

(3) C. I. L., XI, 3040.

(4) C. T. L., VI, 897; VI, 3748. Bulletino commiss. Archeol. Municìpi 1899, pág. 57 y pág. 140.

(5) Efectivamente, en el año 2 se redujeron estos gastos. Dión> LV, 10.

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tado poco á poco y por mismos. Las guerras que se sostenían contra los pobres bárbaros de las provincias occidentales costaban mucho y rendían poco; según la ley militar que se había aprobado con harta premura y gran imprevisión en el año 14, era necesario pagar to- dos los años á la décimasexta parte del ejército el pre- cio del enganche. Y era éste un gasto formidable, aun- que por mil recursos se procurase disminuirlo, prolon- gando el servicio más allá de los dieciséis años (i). En fin, un espíritu de goce, de licencia y aún de deprava- ción, invadió rápidamente á la alta sociedad romana, ahogando en casi todas partes los últimos restos del es- píritu tradicionalista, reavivado treinta años antes por las guerras civiles. Julia personificaba esta nueva ten- dencia de los espíritus. Bella, inteligente, culta, enamo- rada de la literatura, completamente libre desde que arrojó á Tiberio de Roma y totalmente dominada por Sempronio Graco, por Julio Antonio y por sus amigos, adulada y cortejada, como musa inspiradora, porla aris- tocracia elegante y letrada, Julia introdujo en el vie- jo mundo femenino de Roma, todavía personificado por la consecuente austeridad de Livia, la mundanidad, las

(i) La lex militaris del año 14, con las pensiones que asignó á los soldados fué una carga pesada para el Estado, puesto que Au- gusto tuvo que adelantarle dinero en cuatro ocasiones diferentes. (iMon. Anc, III, 28-33) Y resolverse ál fin á fundar el cerarium mili- íare. Vemos en Tácito (Anales, 1, 17) que en el año 14 después de Cristo, es decir, fundado ya el cerarium militare^ jamás se licenciaba á.los soldados al cabo del tiempo prescrito; lo mismo debió ocurrir antes y aún con mají^or razón. La cuestión se debatió como opor- tunamente veremos en el año 5 después de Cristo. Véase Dión, LV, 23.

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elegancias del espíritu, el lujo, el placer, la frivolidad, la sensualidad, el escepticismo. A pesar de las advertencias de su padre, gastaba sin tasa, cuidando de su belleza, ostentando trajes más hermosos de lo que la tradición hubiese permitido á una mujer seria; no temía mostrar- se rodeada de sus jóvenes amigos en el teatro, donde el pueblo podía contemplar el presente y el porvenir, considerando al mismo tiempo á Livia acompañada siempre de senadores graves y de edad, y á Julia que llegaba seguida de un cortejo de jóvenes elegantes, rui- dosos é insolentes (i). Parece que no sólo eran los ho- menajes de Sempronio Graco los que acogía con favor, pero también otros, entre ellos los de Julio Antonio (2). Y el ejemplo de Julia obraba con más fuerza sobre los espíritus vacilantes que las amenazas de las leyes ó las advertencias de los magistrados. Puesto que la misma hija del presidente se permitía tantas cosas, ¿por qué habían de abstenerse las otras damas? El mismo Augus- to parecía autorizarlo todo, puesto que dejaba hacer á su hija. Y así, á la serenidad de los años precedentes su- cedió un nuevo relajamiento: la gente, cansada de es- cándalos, y también del esfuerzo que implica una vida austera, se inclinaba otra vez por la indulgencia; Casio

(i) Véase en Macrobio, ò'at., II, 5: Super Jocis ac moribus Julia Augusti filia.

(2) Veleyo II, c, 4-5, cita cinco amantes de Julia: Julio Antonio, Quintio Crispino, Alpio Claudio, Sempronio Graco y un Escipión. Es imposible decir si estas afirmaciones son verdaderas ó falsas. Pero, además de Sempronio, del cual también habla Tácito, según hemos visto, parece que Julio Antonio también fué amante de Julia. Induce á creerlo el hecho de que, después del escándalo final, se suicidó. Luego debía estar bastante comprometido con ella.

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Severo ya no logró que se condenase á nadie. Los jue- ces habían recobrado su mansedumbre (i); las leyes suntuarias y las demás leyes destinadas á imponer á la aristocracia la observancia de sus deberes, perdían su fuerza; la afición al placer y al lujo se hizo en todas las clases contagiosa, y llegó al exceso. La plebe de Roma, á la que tan difícil era surtir de pan, comenzaba á pe- dir repartos gratuitos de vino (2); Ovidio, el poeta de moda, daba libre curso á su fantasía voluptuosa; una esposa adúltera, bella y pródiga, Julia; un joven inex- perto y frivolo. Cayo César, se convertían en los ídolos de la plebe cosmopolita de Roma (3). La hija de Augus- to y el hijo de Julia personificaban á sus oíos el gobier- no del porvenir, el gobierno más generoso, menos seve- ro, que gastaría mucho, le daría dinero, pan, vino, jue- gos. Parte de las clases medias y de las altas clases, aún era afecta á las antiguas ideas puritanas y tradicio- nalistas; pero, (.'qué podría hacer ahora en que la opi-

(i) Macrobio, Sai. y II, iv, 9: cum multi, Severo Cassio accusante, absolverentur et architectus fori Augusti expectationem operis diu trailer et, ita jocatus est (Augustus): Veli e m Cassius et meum forum aceusasset. Es verosímil que Augusto se quejase de la lentitud de su arquitecto y se mostrase impaciente, sobre todo cuando los trabajos tocaban á su fin, pero que parecían no acabarse nunca. Ahora bien; habiéndose inaugurado el foro de Augusto el año 2 antes de Cristo, es verosímil que fuese en estos momentos cuando fueron absueltos muchos personajes acusados por Casio. Es esta una nueva prueba de esta oscilación de los sentimientos á que he aludido. - (2) Suetonio, Aug., 42. Nos falta aquí la fecha, como casi siempre ocurre en Suetonio: sólo por conjetura coloco aquí este hecho.

(3) En efecto, veremos que, cuando Julia fué desterrada, el bajo pueblo de Roma celebró grandes manifestaciones en su favor.

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nión pública había cambiado tan profundamente, y en que el gobierno, gracias á Augusto, se inclinaba por una política de conciliación? Reducida á la impotencia, sólo podía protestar contra todo y contra todos, y de- plorar que Tiberio, el general más eminente de Roma, se viese obligado por una mujer ligera á dedicarse en Rodas á la literatura y á la filosofía. Entre los que protestaban de esta manera debía de figurar Livia: si para abrir á Tiberio las puertas de Roma no cometió los crímenes que la tradición le acusa, sin embargo, no po- día por menos de desear que su hijo, el hombre que representaba sus ideas y las de su familia, volviese á Roma, y es natural que combatiese á su nuera en la me- dida de sus fuerzas. Pero, por el momento, la pequeña bandería de los amigos de Tiberio y de los tradicionalis- tas, no podía hacer otra cosa á pesar de la leyenda de Livia que pintar con los más sombríos colores la co- rrupción de la época; inventar y difundir por lo bajo toda suerte de abominaciones sobre los principales per- sonajes del partido contrario, y sobre todo, contra Ju- lia. Probablemente, fué en este momento cuando co- menzaron á fraguarse las leyendas infames que su des- gracia introdujo en las páginas de historia. Si se cree á los amigos de Livia y de Tiberio, Julia había sido un verdadero monstruo: sus amantes eran innumerables, sus orgías nocturnas indescriptibles; una noche había querido entregarse á un amante al pie de los Rostros, esto es, de la columna donde su padre había promulga- do la ley de adulteriis; cada vez que aceptada un nuevo amante colocaba una corona en la cabeza de la estatua de xMarsias; en fin, por la noche se iba al Foro, vestida de prostituta, persiguiendo á los jóvenes del pueblo, y

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consintiendo en recibir el precio infame de sus compla- cencias! (i)

Así, no sólo Tiberio quedó pronto abandonado en Rodas á un semiolvido, sino que el mismo Augusto, aunque sus inclinaciones personales fuesen distintas, tuvo que resignarse poco á poco á gobernar en parte al menos— con la joven generación y á consentir que

(r) Veleyo Patérculo, II, c. 3; Séneca, de Benef.^ VI, 32; Dión, LV, 10; Plinio XXI, III, 9. Todos estos horrores que se atribuyen á Julia, son indudablemente invenciones de sus enemigos. Ante todo conviene observar que son tan graves las acusaciones, que por mismas parecen poco verosímiles para los que creen que los hombres, en cualquier circunstancia que se encuentren, no son por lo general ni muy buenos ni muy malos. Además, si Julia hubiese sido ese mons- truo, no se explicaría como pudo serle fiel un partido numeroso. Ve- remos que el pueblo celebró durante mucho tiempo manifestaciones en su favor, que su madre le acompañó al destierro, que muchas per- sonas intercedieron con Augusto para que la perdonase, y que Au- gusto accedió al cabo de cinco años en dulcificar su destierro. Estos hechos nos demuestran que había en Roma mucha gente que consi- deraba como fábulas las acusaciones lanzadas contra Julia. Por otra parte, todo lo que sabemos anterior á la catástrofe no nos per- mite ver en ella á un monstruo (véase n. 3, pág. 305, voi. V), sino á una mujer con todos los vicios y virtudes que se encuentran en otras muchas. ¿Cómo, pues, suponer que súbitamente fuese capaz de tantos horrores? En fin, hay que leer con atención el pasaje de Ma- crobio, .Sa/., II, v, 9: para la cuestión que discutimos tiene cierta im- portancia. En efecto, dice que los hijos de .\gripa se parecían de tal manera á su padre legal, que todos sacaban la lógica consecuen eia de que Julia había sido virtuosa, por lo menos mientras fué la mujer de Agripa. La anécdota inconveniente referida por Macro- bio es, seguramente, una invención para refutar esta objeción que el buen sentido popular oponía á los que referían sus livianda- des. ;Cómo, pues, creer que nadie osase hacer semejante pregunta á JuHa:>

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GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

hiciese prevalecer en las costumbres y en el Estado cier- tas ideas y tendencias que le eran peculiares. Además, no es dudoso que estaba grandemente disgustado con- tra Tiberio por su obstinación en marchar. No tenien- do ya á Tiberio para ayudarle, no podía pensar en oponerse abiertamente por solo á todas las aspira- ciones de la nueva generación. Era necesario, al me- nos, ceder en los puntos más peligrosos; Desgraciada- mente, no es posible mudar por completo de ideas y de inclinaciones á los sesenta años. Á pesar del cam- bio que se había producido en la situación política, Augusto seguía siendo un hombre de la vieja genera- ción que desconfiaba de la nueva, de sus hombres, de su espíritu, de sus ideas, que no podía consentir fácil- mente en entregarle el verdadero gobierno del Estado. Encontrábase, pues, en una extraña dificultad: no po- día servirse del único hombre de la nueva generación que estuviese de acuerdo con él sobre los puntos fun- damentales, porque Tiberio se había hecho intolera- ble á todos; pero no quería servirse de otros que esta- ban á su disposición, por desconfiar de ellos y ser muy diferentes de como los deseaba. ¿Qué podía hacer en- tonces? No tenía otro partido más que preparar un nuevo colaborador para sustituir á Tiberio, y éste sería Cayo. Mientras terminaba su educación, Augusto go- bernaría el imperio lo mejor posible, con prudencia siempre alerta, con cuerdas prórrogas y hábil lenti- tud, para impedir que la nueva generación hiciese mu- cho daño. Aun así limitada, ¡cuan difícil era la misión! La negligencia del Senado y de los magistrados, la in- suficiencia de las leyes y de las instituciones, se hacían cada día más manifiestas en todo el imperio; y siempre

AUGUSTO Y EL GRANDE niPERIO 209

se recurría á él, lo mismo para las cuestiones impor- tantes que para las que no lo eran. Herodes le pedía su aprobación para una sentencia de muerte dictada contra Antípatro, sospechoso á su vez de haber cons- pirado contra la vida de su padre y reconocido culpa- ble por un tribunal reunido en Jericó (i). Cnido le pe- día que fuese arbitro en un proceso criminal que había impresionado profundamente al pueblo por figurar en él una familia ilustre (2). Los desórdenes amenazaban en Armenia: el sucesor de Tigranes había sucumbido en una expedición y, habiendo abdicado la reina, el partido romanófilo eligió rey á Artavasdo,.tío del di- funto, Roma tenía que decir si quería ó no reconocer- lo (3). También el rey de Paflagonia había muerto y su sucesión presentaba dificultades, probablemente por no tener herederos legítimos (4). En Germania todas las tribus estaban sometidas; pero había que dar á los territorios conquistados la forma y la organización de una provincia. Ante tanto trabajo, Augusto procuró hacerlo lo mejor posible. Envió á Germania uno de sus parientes, Lucio Domicio Enobarbo, que no carecía de mérito, á pesar de su orgullo, su violencia, sus excen-

(i) Josefo, ^. J., XVII, 5.

(2) Bull. Corresp. Hell., 7, 1883, pág. 62.

(3) Tácito, A)i.^ II, 3-4; Dión, LV, x «, 6; pero la fecha es inse- gura.

(4) La anexión de Pallagonia al imperio se efectuó entre el año ò y el 5 antes de Cristo. Véase C. I. Gr.^ 4154: Doublet, en el Bull. Corr. HelL, 1889, pág. 306; Ramsay, en la Revue des Études grec- ques, 1893, pág. 251. Desconocemos el motivo de esta anexión; su- pongo que, como en Galacia, fué por falta de herederos legí- timos.

Tom» VI 14

2 IO GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

tricidades (i); pero no impuso ningún tributo, no in- ti-odujo ninguna ley romana, dejó á los germanos sub- ditos de nombre, pero en realidad libres de gobernarse como quisiesen. Es evidente que, privado de los con- sejos de Tiberio, que conocía á fondo los negocios ger- mánicos, Augusto no se atrevió á innovar nada, y pre- firió atenerse al peligroso recurso de dejar la nueva conquista en una situación ambigua, que no fuese pro- vincia romana ni país libre. Confió á Asinio Galo (2) el encargo de estudiar la cuestión de Cnido; se decidió á hacer reconocer por el Senado al nuevo rey de Arme- nia, y á proponer al Senado la anexión de Paflagonia, que se incorporaría á Galacia (3); siguió dando conse- jos á Julia, aun comprendiendo que perdía el tiempo (4); se esforzó en preservar á Caj^o y á Lucio de la corrup- ción general; para calmar al pueblo, que pedía vino, le indicó las numerosas fuentes de agua con que Agripa dotó á Roma (5), y para dar más fuerza á su consejo, reparó este mismo año todos los acueductos (6); pero para calmar al pueblo, inquieto, tuvo que hacer un re- parto de dinero, entregando 60 dineros por cabeza á 320.000 personas, sacando desde luego esta cantidad

(i) Suetonio, Ner., 4. En verdad, los textos no nos dicen clara- mente que Domicio fuese el sucesor de Tiberio en Germania; pero es una suposición verosímil de Winkelsesser, De rebus Divi Atigusti auspici! s in Germania gestis. Detmold, 1901, pág. 23.

(2) Bul. Corr. Hellen., 7, 1883, pág. 62, v, 11.

(3) Franz Cumont, en la Revue des Etudes grecques, 1901, pá- gina 38.

(4) Véanse las anécdotas referidas por Macrobio (Sai.^ 11, 5).

(5) Suetonio, Aug., 42.

(6) C. I. Z., VI, 1244.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 21 1

de su caja personal (i). También con su dinero ayudó á pagar este año su pensión á los soldados licencia- dos (2). La hacienda seguía en mal estado. Para las verdaderas restauraciones hubiese sido necesario exi- gir los tributos con más energía, refrenar los robos de los publícanos, recobrar de los particulares, como Ti- berio había propuesto, las tierras y las minas del Es- tado, usurpadas ó concedidas á cambio de irrisorios vectigalia. Pero ¿cómo este gobierno envejecido podría sustraerse á tantos intereses particulares? Parecía pre- ferible seguir así avanzando un poco á la aventura, te- niendo confianza en el porvenir y, sobre todo, en la bolsa y en la generosidad de Augusto, inagotables las dos, en la buena fortuna que quería que precisamente la generación de Augusto, la generación que tras la muerte de César había hecho la revolución, combatido en Filipos y en Accio, al ver acercarse su fin, se dispo- nía á ayudar á la nueva generación con generosidad inteligente. En esta generación, que había crecido en medio de una revolución, los célibes, los hombres sin hijos eran numerosos, {k quién dejar los bienes que habían adquirido durante la gran tormenta? Muchos debían su fortuna á Augusto; otros que habían asisti- do á la tormenta admiraban á Augusto por haber sa- bido restablecer la tranquilidad; todos sabían que Au- gusto gastaba en obras de utilidad pública las heren- cias que no procedían de su familia. Muchos también designaban á Augusto por su heredero. Á partir de

(i) Mon. Anc, III, 7. (2) ídem, id., III, 2S-3;

212 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

esta época y hasta su muerte, Augusto obtuvo consi- derable número de herencias, cuyo valor se elevaba cada año á unos setenta millones de sestercios; y sus hábiles administradores se daban prisa en liquidar esas herencias para que Augusto pudiera gastarlas en obras de utilidad pública (i). Los pequeños patrimonios es- tablecidos en las lejanas colonias se confundían con los patrimonios de los ricos caballeros de Roma en esta especie de presupuesto suplementario administra- do por Augusto; y poco á poco se difundió la moda de hacer tales testamentos y la generación revolucio- naria restituyó á la nación, haciéndolos pasar por las manos de su jefe, todos los bienes robados. Por me- diación de Augusto, los muertos acudían en ayuda de los vivos; y la generación que había hecho fortuna en los saqueos de la revolución, acababa su vida con un acto de alto civismo. Pero estas contradicciones, estas dudas, estas transacciones tenían que descontentar á todo el mundo. Y no tardaron en sobrevenir graves acontecimientos que aumentaron las dificultades de la situación durante los dos años siguientes, el 4 y el 3 antes de Cristo. En el año 4 murió Herodes, rey de Judea, después de haber hecho perecer á Antípatro (2); en el año 3, probablemente, Fraates, rey de los partos,

(1) .Suetonio, Aug., loi... qiiamvis vigiliti proximis atinis (antes del testamento) qnaterdecies millies ex testamentis amicorum perce- pisse t: quod pane otnne... in rempìMicam absumpsisset. Este texto es importantísimo. En efecto, nos revela una de las fuentes de que procedían las enormes cantidades que Augusto gastaba en obras de utilidad pública.

(2) San Jerónimo, ad aim^ Abr., 2020.

AUGUSTO y EL GRANDE IMPERIO 213

murió á manos del hijo de Tea Musa (i). Poco antes de morir Herodes, había prestado testamento dejando el título de rey y parte de su reino á su hijo Arquelao, mientras que el resto lo distribuía entre sus dos hijos Antipas y Filipo y su hermana Salomé. Á sus demás hijos, que eran numerosos, y á sus parientes, asignó ri- cas pensiones. Además, prescribió que Augusto confir- mase el testamento, de suerte que Roma mantuviese en Palestina el orden de cosas que ella misma había apro- bado. Como sabía que Roma no hubiese dado su con- formidad por nada, Herodes procuró pagarla en su tes- tamento. Dejó á Augusto diez millones de dracmas (unos diez millones de pesetas); y no olvidó á Livia, á la que dejó dos barcos de oro y de plata y gran can- tidad de telas preciosas, singularmente de seda (2). El astuto idumeo conocía bien su tiempo: sabía que la insaciable Roma procuraría devorar pronto este tesoro, acumulado moneda tras moneda por un paciente tra- bajo de los infelices judíos; sabía que, no obstante su reserva, Livia era muy poderosa por la influencia que ejercía sobre Augusto, y que era hasta más influyente que Tiberio: parece que no dejó nada á éste.

En efecto; los amigos de Tiberio se hacían cada vez más escasos, y les costaba ahora gran trabajo defen-

(i) Ignoramos cuándo murió Fraates. Puede encontrarse una indicación cronológica, pero muy vaga, en Josefo (A. J., XVIII, 11, 4), según el cual, murió después de la fundación de Tiberiades. Las monedas de Fraates van del año 2 antes de Cristo al 3 después de El. He supuesto, pues, que el padre murió el año 3 antes de Cristo.

(2) Josefo, A. y., XVII, viiT, i: 'louXíq: x^ Katoapog yo\a,iv.l... Se trata, pues, de Livia, á quien Josefo da 3''a el nombre que llevará después de la muerte de Augusto.

214 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

derle contra las calumnias de sus enennigos que procu- raban excitar contra el á los dos jóvenes hijos de Agri- pa, y aún insinuar en el ánimo de Augusto la sospecha de que conspiraba. El hombre que algunos años antes había sido el más glorioso general de su tiempo, el pri- mer personaje del imperio después de Augusto, lejos de poder esperar una solemne reparación y su llamada á Roma, se veía obligado á defenderse contra absurdas acusaciones y á atenuarse cada vez más allí abajo, en la lejana isla del mar Egeo (i). Sin embargo, la plebe y las altas clases de Roma, empeñadas ahora en la manía de recusar las cosas cuya admiración se había procu- rado inculcar durante treinta años, esperaba con impa- ciencia el año 2 en que Lucio, llegado á los quince años, recibiese los mismos honores que Cayo. Ninguna adulación escatimaban á los dos jóvenes, como si al lado de la prudente ancianidad de Augusto, represen- tasen la juventud ávida de novedades, de placer, de li- bertad. Los privilegios que se les había concedido, esos privilegios tan contrarios al espíritu republicano, que hacía de ellos casi jóvenes soberanos orientales, en vez suscitar la cólera ó la indignación, excitaban una especie de tierna admiración. Era esta una especie de aberración, y, por decirlo así, de locura universal, en la que la nueva generación daba al fin libre curso á su aversión, contenida durante tantos años, contra la edu- cación recibida de sus padres, contra la generación de Accio y contra la influencia que aún ejercía en la ad- ministración del Estado, contra Livia, contra Tiberio y contra todos los que representaban el espíritu de adhe-

(i) Suetonio, 7>¿., 12 y 13.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 215

sión á la antigua constitución. Augusto, pues, se en- contraba en graves dificultades. Si había permitido que á los dos jóvenes se les colmase de honores para poder disponer pronto de dos nuevos colaboradores, ahora los veía conducidos por la mucliedumbre en una carrera vertiginosa y entre clamores hacia un objetivo comple- tamente distinto del que había deseado. Ninguno de los dos jóvenes parecía haber obtenido gran provecho de las lecciones de Verrio Flaco. Entre tantas adulacio- nes, riquezas y homenajes, se hacían orgullosos, to- maban aversión á Tiberio, y se sentían más inclinados á la disipación de sus contemporáneos que á las cos- tumbres severas y á las ideas de los antiguos (i). Au- gusto no cesaba de vigilarlos; pero ¿cuándo un viejo ha podido retener con sus consejos á los jóvenes arrastra- dos por el ejemplo de su generación?

Fácil es imaginarse la rabia impotente que desgarra- ría el corazón de los amigos de Tiberio. Roma sentía una admiración delirante por dos jóvenes imbéciles, y dejaba consumirse en entretenimientos obscuros é infe-

(i) Dión, LV, 9... lòu)v 6 Auyo'jozoc, zb Ta.Co\ xaL tòv Aoó'/.iov, aÜTOÚs xe \ii] Ttocvu, olci. áv f¡'{£\io\io;. xpsi^otiávoü^, xa áauxou ■^Grj IvjXoOvTas (o'j '{àp ÒZI oSpóxspov o'.f¡-^o\, àXXòt xaL ¿Spaaúvovxo...) -/.ai Tzpòc, 'jiávxcov xwv év zf¡ tióXs'., xa nèv yw(bXr¡, xa S¿ GspaTivíqi:, xoXax£'j^|jL£voo;, y.àx xoóxo'j &z', xaL fiácXXov 6puT:xo|j,svo'jg.,. Dión co- loca estos hechos antes de la elección de Cayo como cónsul desig- nado. Pero es mucho más verosímil que pertenezcan á la época que siguió á esa elección, cuando Cayo y Lucio se convirtieron en objeto de los halagos interesados de todo un partido. Por otra parte; si po- seían \'a este defecto antes de las elecciones, con más razón los ten- drían después, cuando se vieron transformados con tan poco trabajo en altísimos personajes.

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GRANDEZA V DECADENCIA DE ROMA

cundos al hombre más apto de la nobleza. Pero no pa- recía existir remedio para tal estado de cosas. Augusto seguía encolerizado contra Tiberio, y no escuchaba á los que querían interceder por él; ahora había en todas partes aparente tranquilidad que parecía hacer inútiles las virtudes de Tiberio; los jóvenes, los ricos, el bajo pueblo, seguían el ejemplo de Julia, se divertían, de- rramaban aturdidamente el dinero arrebatado á todo el imperio, sin preguntarse si el derecho de correr la fies- ta con las riquezas de los subditos sería eterna, ó si, según los consejos de Tiberio, desaparecería en cuanto no se fuese bastante fuerte para apropiarse las riquezas ajenas. En el año 4, y también durante el año siguien- te. Palestina recordó nuevamente á Roma y con un ejemplo terrible que el oro que gastaba en sus diver- siones era el precio de la sangre. Muerto Herodes, su reino se disgregó bruscamente. El partido nacionalista volvió á levantar la cabeza. Antipas, que en el prece- dente testamento fué designado rey, acudió á Roma para gestionar que Augusto ratificase este testamento, en vez del último que concedía el trono á Arquelao; in- quieto por su parte, éste también se dirigió á Roma para defender su causa, aunque por todas partes los rencores, los descontentos, las esperanzas que la férrea mano de Herodes había sabido contener, renaciesen amenazantes (i). Ambos hermanos, pues, vinieron á Roma con los dos testamentos, pidiendo á Augusto que sirviese de arbitro. Como siempre, Augusto no quiso asumir por solo la responsabilidad de la deci-

(i) Josefo, A. 7., XVII, 9.

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 21 7

sión; convocó un consejo de senadores al que asistió Cayo; y el consejo acordó revalidar el segundo testa- mento, que dejaba tanto dinero á Augusto y á Li- via (i). Pero apenas decidió esto Roma, llegaron noti- cias mucho más graves de Palestina. Después de la marcha de Arquelao, en Siria surgió un disentimiento entre Sabino, el nuevo procurador que Augusto había enviado para sustituir á Herodes en este cargo, y Quin- tino Varo, gobernador de Siria. Sabino quería ocupar á Palestina durante la ausencia de Arquelao, con la guarnición romana, para guardar en unos tiempos tan revueltos los teroros del rey, y también los diez millo- nes que Herodes había dejado á Augusto. Varo, que conocía mejor el país y los hombres, temía que esta intervención exasperase al partido nacional y aportase graves desórdenes, y aconsejó esperar sin dejar por eso de estar alerta (2). Sabino triunfó al fin; como siempre, el deseo del dinero fué más fuerte que la prudencia po- lítica; pero, como Quintilio Varo temía, el país, que ya ¿icusó tan fuertemente á Herodes por gastar parte con- siderable de los impuestos en provecho de los extran- jeros, perdió ahora la paciencia. Jerusalén se sublevó; luego los campos; por todas partes aparecieron parti- das de bandoleros (3). Quintilio Varo tuvo que acudir con las legiones de Siria y todos los cuerpos auxiliares, buscando ayuda, y hasta sirviéndose de un cuerpo de 1.500 soldados que le ofreció la ciudad de Berito, ca-

(i) Josefo, J. A., XVII, IX, 5.

(2) ídem, id., XVII, ix, 3.

(3) ídem, id., XVII, x, 2-10.

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GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

balleros é infantes que le envió en gran número Areto, rey de la Arabia Pétrea (i).

Herodes pretendió que los judíos aceptasen la su- premacía de las dos fuerzas contra las que hubiese sido presuntuoso querer luchar: el helenismo y Roma. Pero existían tantas dificultades en su reino, que esta polí- tica sabia y necesaria había indignado á los pueblos por los medios empleados para realizarla... ¡Qué adver- tencia para Roma! Quintilio se asustó de tal manera con la revolución, que apenas restablecido bien que mal el orden, permitió á los judíos que enviasen á Roma una diputación para pedir, la abolición de la monar- quía (2). Y Augusto, el Senado y Roma escucharon la misma queja de Oriente, humilde y lacrimosa ahora, que ya había resonado en Occidente con violencia y con cólera: la queja de los campos aprehendidos y chu- pados por el pulpo inmenso, cuyo ojo era la monarquía de Herodes, y cuyos tentáculos insaciables eran las ciudades adornadas de magníficos monumentos, que pagaban sus placeres con el dinero de los campos; los parásitos, las cortesanas, los funcionarios, los artistas, los literatos extranjeros que pululaban en la corte, las bandas de soldados tracios, gálatas, germanos, que en- gordaban obligando á los judíos á ayunar aún en los días no prescritos por la ley, los Estados, los sobera- nos, los grandes personajes extranjeros á quienes se abría continuamente estos tesoros de oro y de plata, tan penosamente acumulados por el trabajo judío, el lujo, el vicio, la corrupción, el servilismo, el crimen

(i) Josefo, A. y., XVII, X, 9. (2) ídem, id., XVII, xi, i.'

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 219

triunfante en la corte en medio de la miseria espantosa del pueblo, arruinado y consternado. Y los embajadores judíos concluyeron demandando la abolición de la mo- narquía, la anexión de Palestina á Siria y su organiza- ción en provincia romana (i). ¡Para eximirse de la fa- milia de Herodes, Palestina iba á ocultar su cabeza en el seno de Roma! Pero este gesto desesperado no podía quebrantar la fría prudencia de Augusto. Decíase éste que si Palestina quedaba reducida á provincia roma- na, Roma asumiría la responsabilidad de gobernar con sus magistrados escasos y poco celosos á un pue- blo inquieto y turbulento; que se vería obligada á li- cenciar parte del ejército de Herodes y á reorganizar el resto formando un ejército auxiliar mandado por ofi- ciales romanos; que esta transformación del ejército de Herodes aún daría más que hacer á las legiones acan- tonadas en Oriente, que eran tan pequeñas en razón de la misión que les estaba confiada, precisamente cuando surgía un peligro aún maj^or. Fraataces, hijo de Fraates, daba media vuelta, se revolvía bruscamente contra Roma; según parece, ocupaba á Armenia con ayuda del partido nacional, y obligaba así al rey reco- nocido por Roma á emprender la fuga (2). Era ésta una traición á los ojos de los romanos, y debía reconocer dos causas: el deseo de purificar los vergonzosos orí- genes de su fortuna con la popularidad de una política nacional y el deseo de negociar un acuerdo con Roma en el que impondría como condición que se le entre-

(i) Josefo, A. 7., XVII, XI, 2.

(2) Veleyo Patérculo, II, 100... Adjecit Armenics manum. Zona- ras, X, 36.

220 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

gasen los hijos de Fraates. Eran estos rehenes dema- siado peligrosos en poder de los romanos. Asi, las es- peranzas que Roma había cifrado en la revolución palaciega realizada por Tea Musa se veían frustradas; el protectorado romano de Armenia, en el que se sus- tentaba la supremacía de Roma en toda Asia, encon- trábase muy comprometido. ¿Podía Roma dar este paso atrás en Asia cuando Augusto había hecho creer du- rante veinte años á Italia y al imperio que los partos se habían resignado á soportar una especie de protec- torado romano? Pero para poder obrar con energía en Armenia era necesario tener libres las manos en Pales- tina. Augusto, pues, no quiso proponer al Senado que se declarase á ésta provincia romana; pero rectificó las decisiones ya adoptadas y, como de ordinario, ideó una transacción para contentar á unos y otros: dividió en dos el reino de Herodes; dio una parte á Arquelao con el título de etnárca, prometiéndole el de rey si gober- naba bien; subdividió la otra en dos nuevas partes dando una á Filipo y la otra á Antipas; estableció, pues, en Palestina una nueva monarquía dividida en tres, más débil, por consecuencia, y más fácil de vigilar (i). En ñn, decidió para arreglar la cuestión de Oriente, enviar un ejército á Armenia para restablecer el pro- tectorado romano, y dar á entender á todo Oriente que hasta el Eufrates Roma no quería soportar ninguna ri- validad ni condominio. Pero aunque Augusto sospe- chase que Fraates amenazaba sin querer verdadera- mente llegar á las manos y procuraba ante todo intimi- dar para concertar una paz ventajosa, no podía por

(i) Josefo, ^. 7., XVII, XI, 4.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 221

menos de sentir por esta época viva inquietud. Precisa- mente, como se trataba en este asunto de emplear las amenazas y las negociaciones antes que la fuerza, con- venía que la expedición la dirigiese un hombre con pres- tigio y habilidad. Augusto era demasiado viejo para realizar tan largo viaje y encargarse de empresa tan pesada; Tiberio estaba en Rodas, y entre los grandes de Roma no había nadie de quien pudiera fiarse. Casi todos eran incapaces. Lucio Domicio Enobarbo, por ejemplo, sólo había dado muy mediocres pruebas de su habilidad en Germania (i). Marco Lolio quizás reunía las necesarias aptitudes para el mando, pero no tenía bastante prestigio, y tampoco se podía fiar suficiente- mente en su integridad (2). Augusto acabó por idear

(i) No sabemos casi nada de lo que hizo Domicio Enobarbo, Dión alude muy vagamente (LV, 10) á un fracaso político y militar contra los Queruscos, fracaso que xaxatypovf^aai Q<:p(ü\ xaL zobc, olaXouc, BapSápoug eíióríjasv. Pero ignoramos exactamente en qué consistió este fracaso; sólo tenemos la impresión de que en Roma no satisfizo lo hecho por Domicio, apesar de que, con la acostumbrada facilidad, se le concedió los ornamenta rriiimphalia. (Suetonio, Nerón, 4).

(2) Zonaras, X, 36: tüjv 'Ap¡i£vío)v 5¿ vscoTsp'.axvxtov "xat tcíüv IIáp9a)v aOxotg auvspYOÚvxtov, àXyóBv ird lO'J-.oic, ó Auyo'jaxo; Tjuóps'. àv Ttpágrj OÙXB yàp auTÒ^ aTpaxsüaa'.a oloc, zs tjv 5tà ff/poic,, o te TiÉépiog, wg Eíprjxai, |j.sxéaxr,, yjSy) dcXXov xiva Tcéficjjai xcDv Suváxwv o')y. èxóXfia. Estas últimas palabras oOx ¿xóX^ia contienen todo el enigma de la política de Augusto. ¿Por qué éste no se atrevía á en- viar ningún alto personaje á Asia? Los historiadores nos dicen que por querer reservar á la dinastía la gloria de esta guerra, pero es una suposición que sólo tendría valor demostrándose que Augusto tenia esa intención. Cuanto hemos referido ya nos autorizza creer que no osaba enviar otros personajes por no encontrar ninguno capaz de conducir bien el negocio.

222 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

una combinación tan ingeniosa como audaz para tener en Oriente de parte de Roma las aptitudes militares, el prestigio y la integridad: y era enviar para resolver la cuestión de Armenia y las dificultades con los partos una comisión, al frente de la cual figuraría Cayo César, y cuyos miembros serían hombres capaces de sostener y de aconsejar á su inexperta juventud; entre ellos es- taría Cayo Lolio. Cayo sólo tenía dieciocho años: era, pues, muy joven para que se le confiasen grandes em- presas. Pero los italianos empezaban á ser indulgentes en este punto, y en cuanto á los orientales, hacía mu- cho tiempo que estaban habituados á considerar en sus reyes, no ya la persona, sino el título, una especie de divinidad independiente de la materia humana en la cual podían haber sido modelados. Ignorantes del de- recho constitucional romano, los pueblos veían á Au- gusto— después de veinticinco años de gobierno al través de la idea de la monarquía bajo la cual vivían durante mucho tiempo, y se lo representaban á imagen de los reyes que los habían gobernado por espacio de muchos siglos. Tan cierto es esto, que para hacer jurar este mismo año fidelidad al imperio á los paflagonios que acababan de ser anexionados, fué necesario que repitiesen el juramento que prestaron ante el rey de Pergamo, poniendo el nombre de Augusto en lugar del nombre del rey, pero añadiendo las expresiones de ve- neración religiosa que se habían empleado en Egipto: «Juro por Zeus, por la Tierra, por el Sol, por todos los dioses y diosas, por Augusto mismo, de amar siempre á César Augusto, á sus hijos y á sus descendientes, en mis palabras, en mis actos y en mis pensamientos, de considerar como amigos ó enemigos á todos los que él

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 223

tenga por tales...» (i). Estos pueblos no hubiesen com- prendido otra fórmula. Así, el joven que se llamaba César y era hijo de Augusto, podía representar á sus ojos al sucesor de Augusto por derecho dinástico y di- fundir entre los subditos de Oriente el esplendor de su prestigio frente á los partos en medio de los príncipes protegidos y aliados. Las órdenes, las promesas, las amenazas que formulasen tendrían el valor que si las dictasen los labios ó la pluma de Augusto. Asistido de hábiles consejeros, Ca3^o podría realizar felizmente su misión; y al mismo tiempo le sería muy conveniente alejarse de la enervante corrupción de Roma.

Entre tanto, Lucio cumplió los quince años, y tam- bién recibió los- honores y privilegios concedidos á su hermano mayor. Dióscuros de la hueva constitución, estos dos jóvenes tranquilizaban á Italia sobre su por- venir, y Augusto depositaba en ellos todas sus espe- ranzas. Tiberio estaba ahora casi completamente olvi- dado en Roma, aunque en Oriente erigiese el tetrarca Herodes la ciudad de Tiberiades en honor suyo.

En fin, la construcción del nuevo foro se había ter- minado, y también la del templo de Marte Vengador, que Augusto, antes de la batalla de Filipos, había pro-

(i) Véase la importante inscripción encontrada en Asia Menor y explicada por Franz Cumont en la Revue des Etudes grecques, 1901 . págs. 27 y sig. «El nuevo documento, dice con razón M. Cumont, ncs muestra claramente el contraste que existía entre !a teoría ro- mana del cesarismo y su aplicación en Asia. En el año 3 antes de nuestra Era, Augusto sólo es en Italia un magistrado republicano, al que se concedió por diez años unos poderes extraordinarios... En Paflagonia aparece como un monarca oriental, heredero de unas di- nastías cuyas casas se habían extinguido.

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metido erigir para obtener de los dioses la victoria que personalmente no esperaba obtener. Aún quedan beilas ruinas de este foro y de este templo en la vía Bonella, cerca del Arco dei Pantani. El nue\'o foro era una es- pecie de grandioso monumento dedicado por Augusto á la historia de Roma, y en el que los más grandes hombres de todos los partidos y de todas las edades tenían su estatua, con una breve inscripción compuesta por el mismo Augusto. Procedentes de las épocas más dispares y de las luchas más atroces, figuraban en már- mol Alario y Sila, Rómulo y Escipión Emiliano, Apio Claudio y Cayo Duilio, Mételo el Macedónico y Lúcu- lo (i). En cuanto al templo, el vencedor había emplea- do cuarenta años en realizar su voto, pero la culpa era del arquitecto que trabajaba con gran lentitud. Cuando se inauguró el foro y el nuevo templo, que era el más hermoso que jamás se erigió al dios de la guerra en la ciudad de la guerra (probablemente á principios del año 2 (2). Augusto quiso celebrar una gran manifesta- ción militarista y tradicionalista. Probablemente le pa-

(i) '^Qd&Q. Q>zxá\h?ii\x?>Q\\, Angus tus uni sehic Ze'it, Lipsia, 1S91- 96, voi. I, págs. 894 y sig.; voi. II, págs. 519 y sig.

(2) No hay acuerdo sobre la fecha de la inauguración. Como ob- serva Borghesi (de Ovid. Fast., V, 550 y sig.) hay razones para creer que fué el 12 de Mayo. Pero Veleyo Patérculo (II, 100) nos dice que fué se (id est Augusto) et Gallo Caninio consulibus. Aho- ra bien, las inscripciones (C. I. Z., I^, 164) nos hacen saber que los cónsules de á principios del año eran Augusto y M. Plaucio Sil- vano. Galo Caninio sería, pues, un cónsul seffectus. Como es poco probable que Plaucio no fuese cónsul durante seis meses y que ab- dicase antes del i.'* de Julio, parece que la inauguración se verifi- có después del i." de Julio, y probablemente en el mes de Agoste. Véase Mommsen, C. I. Z., I 2, pág. 318.

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recio oportuno oponer esta manifestación al espíritu escéptico, frivolo y enervado de las nuevas generacio- nes que observaban mejor el culto de Venus que el de Marte, cuando los rumores de guerra llegaban de Orien- te y de Occidente, y cuando en Roma, con la acostum- brada ligereza, se hablaba de la próxima conquista de Persia y de otras locuras por el estilo. Al inaugurar el foro, Augusto publicó un edicto aconsejando al pueblo que exigiese que el presidente de la república ^e pare- ciese siempre á los grandes hombres cuyas estatuas es- taban allí (i). Luego se celebraron fiestas solemnes; hubo nuevos juegos troyanos y una naumaquia, que atrajeron enormes muchedumbres de todas partes de Italia (2); el Senado aprobó un decreto haciendo del nuevo templo de Marte el más alto símbolo religioso de la fuerza militar de Roma. En efecto, todos los ciuda- danos, después de tomar la toga viril tenían que diri- girse á este templo; todos los magistrados que iban á las provincias tenían igualmente que visitarlo en el mo- mento de su marcha, y después de haber rogado al dios de la guerra para obtener su favor, comenzar su viaje partiendo del umbral sagrado de la morada de Marte; cada vez que se tratase de deliberar sobre un triunfo, el Senado se reuniría en este templo; los Sena- dores depositarían allí el cetro y la corona, y allí tam- bién se llevarían todas las enseñas tomadas al ene- migo (3). Con estos monumentos del foro y estas fies-

(-1) Suetonio, Atig., 31.

(2) Velej'o Patérculo, II, c, 2; Dión, LV, 10 Ovidio, Ars am., \, 1 7 r y sig.

(3) Dión, LV, 10.

Tomo VI 15

2^:6 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA*

tas de Marte, Augusto aún había procurado reavivar los grandes recuerdos del pasado y de la antigua aris- tocracia en este pueblo de mercaderes, de artesanos, de cortesanas, de paseantes que iban á desgastar el bello mármol de su monumento. Pero la tentativa era vana. La nueva generación apenas se detendría para contem- plar con mirada distraída y espíritu indiferente las es- tatuas de estos grandes hombres que, en medio de to- das las tempestades, habían fundado poco á poco el imperio con fe inquebrantable, Ovidio, el poeta preferi- do por las mujeres y por los jóvenes elegantes, y que hacía olvidar al tierno Virgilio y al mordaz Horacio, Ovidio, en su nuevo poema sobre el arte de amar, ha- cía de Marte, el dios de la guerra, un enamorado dema- siado complaciente con Venus. Recordaba las fiestas que Augusto había hecho celebrar para la consagración del templo, pero como una ocasión única de aventuras é intrigas de amor por la innumerable y alegre muche- dumbre de lindas mujeres y de jóvenes que acudieron á Roma (i); y por adelantado celebraba de la misma manera las fiestas con que ya se contaba para solemni- zar el triunfo de Cayo César, cuando volviese de la Per- sia conquistada. ¡Qué maravillosa ocasión de cortejar á su bella (2)! Con su facilidad y su sutileza habituales, este armonioso porta- voz de la juventud que expresaba todas las locuras de su generación, tampoco dudaba en adular, cual si le halagase la servidumbre dinástica, á los dos jóvenes hijos de César, y escribió en su honor

(i) Ars am., I, 175: Quis íion iiivenil^ Inrba qtíod amar et in illa}

(2) Ars am., I, 177-228.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 227

unos versos que, cincuenta años antes, hubiesen hecho enrojecer á un romano pareciéndoles dignos del más vil esclavo. En ellos celebraba la grandeza precoz de los dos jóvenes como privilegio concedido á su natura- leza semi- divina.

Ultor adest, primisque diicem profitetur in armis, Betlaque non puero tractat agenda puer.

Farcite natales timidi numerare deorum: Cíesaribus virtus contigit ante diem.

Ingenium coeleste suis velocius annis

Surgit et ignavae fert male damna mora; (i).

f

Pero una catástrofe inesperada y terrible, cuyos de- talles sólo imperfectamente conocemos, interrumpió sú- bitamente este delirio. ¿Había sido Julia demasiado te- meraria fiando en su popularidad, en la vejez de su pa- dre y en la escéptica indulgencia del público.^ ¿Había dejado entreabrir imprudentemente los velos que ocul- taban sus amores ilícitos, ella, la hija del que dieciséis años antes había promulgado la terrible le.v de adiilte- riis? Es probable (2). ¿Debemos ver en lo que ocurrió entonces un desquite de los amigos de Tiberio y del pequeño partido tradicionalista, ó un supremo esfuerzo de Livia para volver á abrirle á Tiberio las puertas de Roma? También esto es bastante probable (3). Hay que

(i) Ars am.. I, 181 y sig.

(2) Macrobio, Sat.^ II, v, i: sed indulgentia tam fornuiiz quam patris abutebatur (Julia)...

(3) En la catástrofe de Julia quedan muchos puntos obscuros; pero parece lo cierto que es preciso buscar la causa de esta catás- trofe en la lex Julia de adíilferiis. Julia sufrió la ley dictada por su padre, y cuyas principales disposiciones hemos enumerado en el ca-

228 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

suponer, pues, que los amigos de Tiberio llegaron á poseer las pruebas de un adulterio de Julia conocida por un liberto llamado Febeo, y que, furiosos por la decadencia de su partido, persuadidos de que serían aplastados si no lograban herir á sus enemigos con un golpe bien asestado, apelaron á lo que aún quedaba en ellos de coraje y de audacia, y decidieron recobrar al- gún prestigio demostrando que no tenían consideracio- nes por nadie, ni siquiera por la hija de Augusto, que era tan popular. La lex de adiilteriis se había aplicado á muchos hombres y mujeres: ¡jpor qué Julia y sus amantes habían de sustraerse á ella? Augusto, que tantas veces había promulgado y afirmado que todo el mundo debía de obedecer las leyes, no podía impedir que su hija recibiese, como los demás, el merecido cas- tigo. Sin embargo, el viejo presidente, que por espacia de veinticinco años había consagrado á la cosa pública tantas fatigas, tanto dinero, tantas solicitudes, parecía demandar, como única recompensa de sus méritos y trabajos, que nadie le obligase á ver la prueba de la falta cometida por su hija; no quería verse en la terri-

pítulo VII del tomo V. En otros términos, para comprender esta ca- tcístrofe, hay que tener presente en el espíritu esta ley. Ob libídines atque adulteria damnatam, dice Suetonio (Tib., ii); San Jerónimo, ad an. Abr., 2012: in adulterio deprehensam; Tácito, An., I, 53: ob impudici tiam; Séneca, ¿/é Clem., I, x, 3: quoscumque ob adulteriunt- filicz suit damnaverat... Está claro que se trata de un delito previsto por la lex de adulteriis; y admitido esto, resultan claras otras mu- chas cosas que parecían obscuras. Desde el día en que Augusto ad- virtió que la falta de su hija era tan evidente que no podía disimu- larse, se encontró en la alternativa de imponer una escandalosa im- punidad ó de abandonar á Julia á su suerte.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 229

ble alternativa de dar el ejemplo de desgarrar él mismo las leyes que había redactado ó de proceder contra su sangre, de marcar con nota de infamia á la madre de dos jóvenes, en los que parecía cifrar las más bellas esperanzas para lo porvenir. Pero ^iqué escándalo po- día causar más daño al partido de la joven nobleza que un escandaloso proceso de adulterio contra Julia? Y los amigos de Tiberio, furiosos por sus repetidas derrotas, no tuvieron consideración para los cabellos blancos, ni para los méritos, ni para la faniilia de Augusto, y pre- sentaron al padre las pruebas... El golpe debió herir profundamente. Augusto ca3'ó en las redes que él mis- mo había tendido para los demás. La lex de adulteriis, que ostentaba su nombre, obligaba al marido á casti- gar ó á denunciar la falta de su mujer; y si el marido no podía ó no quería, al padre tocaba hacerlo. Estando Tiberio en Rodas, era él, Augusto, quien debía castigar ó acusar á su hija; si no Casio Severo, ó cualquier otro sujeto de igual laya, podría arrastrar á Julia ante la qiicrstio, solicitar siempre apoyándose en otra ley que él mismo había hecho aprobar que se aplicase el tormento á Febeo para que declarase la falta de su ama. Y este hombre, que los historiadores modernos nos ofrecen como un monarca absoluto, arbitro en Roma de todas las leyes y de todas las cosas, este hombre que hubiese tenido la ambición de fundar una dinastía para asegurar por siempre el imperio en su fa- milia, este hombre careció de valor en el momento su- premo de disputar su hija al odio de una pequeña ban- dería^ á los estúpidos prejuicios de las clases medias, al temor de querer parecer buscar privilegios para él y. para su familia, á la ambición tan republicana y tan

23° GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA _

latina de mostrar al pueblo que las leyes estaban por encima de toda consideración personal ó de familia. El había hecho esa terrible ley que á tanta gente había alcanzado; si llegado el turno de sufrirla procuraba sal- var á los suyos, ^qué sería de su reputación de magis- trado imparcial, de severo guardián de las costumbres, que constituía en gran parte su gloria y su prestigio? Imagínese á este viejo de sesenta y dos años, fatigado, irritado de las dificultades que aumentaban cuando más deseaba el reposo, y que, al término de su vida agitada, cuando tenía derecho á desear alguna tran- quilidad, no podía eludir la terrible venganza de los amigos de Tiberio, poniéndole en la alternativa de ma- tar á su hija ó de arriesgar en un monstruoso escán- dalo todo su prestigio y toda su obra, Augusto no era cruel; pero ante tal elección se vio poseído de un acce- so terrible de dolor y de cólera (i). Mientras que la igualdad de todos ante la ley sólo era ya un conven- cionalismo mentiroso del que se servían los charlata- nes, como Casio Severo, para engañar al pueblo, Au- gusto quiso que fuese una cosa seria para su hija, y pensó inmediatamente en usar de los últimos rigores que la lex Julia permitía al pater familias aplicar á su hija adúltera, es decir, matarla'. Luego se sobrepuso el amor. Ausente de Roma, envió el repudio á Julia en nombre de Tiberio, y en virtud de sus poderes de pa- ter faynilias la desterró á Pandataria (2).

(t) Séneca, de Ben., I, xxxii, 2.

(2) Suetonio, Aiig., 65. La intervención de Augusto en el escán- dalo depende, sin duda, de la disposición de la lex Julia de adul- ieriis que obligaba al padre á castigar ó acusar á la mujer adúltera,

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 231

Y Roma, que no lo esperaba, supo súbitamente que la hiia de Augusto, la madre de Cayo y de Lucio, la gran dama tan popular, había sido sorprendida en adulterio por su padre, desterrada y expulsada de la familia. Las más locas acusaciones se encresparon en- tonces en Roma. Las altas clases, así como las clases medias, los senadores y los caballeros, las banderías más influyentes se revolvieron entonces contra Julia; todas las fábulas obscenas inventadas á costa suya por los amigos de Tiberio, y murmuradas durante tanto tiempo, se refirieron en alta voz, hinchadas ahora, y con la más viva indignación. La desgraciada Julia, culpable de una falta tan común, quedó envilecida como la más vergonzosa cortesana, arrastrada por el lodo, acusada de todas las abominaciones y aún de una tentativa de parricidio; todos sus amigos fueron acusados de adulterio, de conspiración contra Augusto; Febeo se ahorcó para no deponer contra su ama; Julio Antonio, el más sospechoso de todos por sus orígenes, se suici- dó (i): las condenas fueron muy numerosas; Sempronio

cuando el marido no podía ó no quena hacerlo él mismo. También ahora aplicó Augusto su le}'. No se ve claramente por quién y cómo fueron condenados Julia y sus cómplices. Según el derecho común, tenía que haber sido juzgada por una qUitstio. Pero Tácito nos da á entender que se cambió la denominación del delito de una manera algo arbitraria: nani culpam... viilgalam gravi nomine lasarum reli- gionum ac violata majestatis appellando clementiam majorum suas- que ipse leges egrediebatur. Como sabemos que la lex Julia de adul- teras permitía al padre castigar él mismo, mediante ciertas condi- ciones, á la hija adúltera, la suposición más sencilla es que Augusto se valió de sus poderes de pater familias aplicándalos quizás alga arbitrariamente para evitar el escándalo de un proceso. (i) Dión, LV, 10; Veleyo, 11, c, 4.

232 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Graco y v^arios de los más ilustres amigos de Julia, fue- ron condenados á destierro (i); acompañada de su an- ciana madre, Julia tuvo que salir clandestinamente de Roma, perseguida por el odio de todas las personas de bien, cargada con infinito número de faltas que no ha- bía cometido. Nuevamente y por algún tiempo sintió la gente súbito horror por el adulterio, cuj'^os denunciantes se aprovecharon para acusar á cierra ojos á gran número de personas. Augusto era muy poderoso y admirado; nadie osaba ya atentar contra su grandeza; pero el celo democrático incubaba en los corazones y adquiría libre curso en el monstruoso escándalo del adulterio de Ju- lia, Puesto que ésta se había dejado coger en falta, iba á expiar la grandeza privilegiada, la fortuna única de Augusto; iba á ser arrojada en el abismo de la infamia, á una profundidad igual á la altura de la gloria én que se encontraba su padre; singularmente expiaría todos los rencores que Augusto había engendrado con las le- yes sociales. ¡Qué alegría para aquéllos á quienes las le- les sociales del año i8 habían herido en su felicidad y en su fortuna, el ver á la hija del autor de esas leyes abrumada también de infamia y perdida! El mismo Augusto, arrastrado por esta corriente, escribió una carta al Senado explicando el castigo de su hija y enumerando, como si hubiesen sido verdad, las más odiosas calumnias que circulaban contra ella (2).

(i) Velej'o, II, 100; Séneca, de Cle/n., I, x, 3.

(2) Suetonio, A/¿g., 65; Séneca, de Bene/., VI, 32.

La vejez de Augusto.

Tales excesos no tardaron en aportar una reacción. El partido de la joven nobleza, los amigos de Julia, el pueblo que amaba á Caj'o, á Lucio }'■ á su madre, to- dos los que indignados de las crueles exageraciones de la virtud llegaban á simpatizar con el vicio y en ocasiones hasta con el crimen, se sublevaron á su vez contra la ferocidad de este escándalo tan penoso que había entristecido la vejez de Augusto y privado de su madre á los dos jóvenes, esperanza de la república. Se protestó contra la locura de las delaciones que á tantos inocentes amenazaban; se acusó á Tiberio de ser la causa de tanto mal (i); se celebraron manifestaciones

(i) Suetonio (Tiberio, n v 12) nos muestra claramente que, después de la condena de Julia, comenzó el peor período del destie- rro de Tiberio, en el que su impopularidad fué maj'or y el odio con- tra él más intenso. Esta impopularidad fué de seguro causada por el jdio que Augusto le manifestó claramente, y también por el escán- dalo de Julia que desagradó á mucha gente. De este modo puede ex- plicarse por qué Tiberio, al decir de Suetonio (Tiberio, 18), intervino más tarde con Augusto en favor de Julia. Era ésta tan popular, que Tiberio no quiso que se le acusase de haber sido su más implacable perseguidor.

234 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

populares en favor de Julia (i). Augusto tuvo que de- cidirse á dar una satisfacción á esta parte del público é intercediendo en calidad de tribuno prohibió que se ins- truyesen nuevos procesos sobre los adulterios realiza- dos antes de cierta época {2). Pero hecha esta conce- sión al partido de Julia, se apresuró en conceder com- pensaciones al partido puritano: desterró á algunos de los jóvenes amigos de Julia que más se habían compro- metido en el escándalo y que, por sus costumbres, pro- vocaban más indignación en el partido contrario, usan- do algo arbitrariamente de su derecho de hacer todo lo que consideraba útil para el orden moral y el prestigio de la religión; y supliendo en parte con su autoridad á la ferocidad de los juicios públicos, limitada por su veto de tribuno (3). Pero estas compensaciones terminaron

(i) Suetonio, Aug., 65. Deprecaide scepe populo romano, etc. Véase Dión, LV, 13.

(2) Dión, LV, 10. Gracias solamente á sus poderes de tribuno pudo impedir Augusto esos procesos.

(3) Séneca (de Cleni. I, x, 3) dice que Augusto, en vez de con- denar á muerte á los amantes de su hija (la lex de adulter'iis parece que se lo permitía) se mostró magnánimo y se contentó con deste- rrarlos. Pero aquí, como en el destierro de Julia, se propone la cuestión ¡^e saber en virtud de qué poderes desterró Augusto á los verdaderos ó presuntos amantes de su hija. Y ante todo ¿puede creerse lo que dice Séneca, según el cual Augusto desterró á los amantes de Julia sustituyendo su propia autoridad á la de los tribu- nales? Tácito {An., III, 24) confirma á Séneca: adúlteros... earum marte aut ftiga punivit. Pero el testimonio de Tácito, que suele ser inexacto en las cuestiones de este género, no sería de gran peso, si no tuviésemos otro más importante, el de Ovidio. El poeta quedó comprometido diez años después en el escándalo de la joven Julia, que fué análogo en todo al de su madre, aunque menos grave. Ovi- dio nos dice de una manera muy clara que fué relegaius por un edic-

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 235

ahí. En vano esperó Tiberio que Augusto le llamase de Rodas. Si Julia y sus amigos más íntimas, si sus aman- tes verdaderos ó imaginarios, si los jóvenes más co- rrompidos de la nobdeza salieron de Roma, Tiberio no volvió á ella. Desde el escándalo de Julia aún era más detestado que antes; más que nunca se temía á este

tum de Augusto, sin que se dictase sentencia contra él por la quces- tio, y sin que el Senado autorizase ningún decreto (Tristes, II, 131 y sig.;:

Nec mea decreto damnasti facta senatus

Xec mea selecto judice iussa fuga est: Tristibus invectus verbis ita principe dignum

Ultus es offensas, ut decet, ipse tuas. Adde, quod edictum, quamvis immite minaxque

Attamen in pcenre nomine lene fuit. Quippe relegatus, non exul dicor in ilio...

Es evidente que Ovidio no fué relegado por ningún juicio, si no por una disposición administrativa, como hoy diríamos, adoptada por Augusto: lo mismo debió ocurrir con los desterrados de que habla Séneca; pues Tácito dice que los que habían consumado el adulteria con la hija y con la nieta de Augusto fueron tratados de igual ma- nera, ¿En virtud de qué autoridad podía adoptar Augusto esta medi- dida administrativa, é infligir por un edicto á ciudadanos romanos la pena de deportación? Así como para el destierro de Julia, y aún con más razón, pues se trata de personas sobre las que Augusto no ejer- cía \^ patria potestas, sólo veo para esto la facultad que se le con- cedió en el año 23, y de la que se trata en la pág. 150 del tomo Vr utqiie quaeciimque ex usu reipublicae divinai-um huma (na) rum publicarun privatammque renim esse censebit, ei agere faceré jus potestasque sit. Desde el punto en que se estableció que Julia y sus -cómplices se habían hecho culpables de sacrilegio (Iccsarum religio- num), como dice Tácito, Augusto podía condenarlos á la relegación, en virtud de los poderes que le autorizaban para hacer todo lo nece- sario por el prestigio de la religión.

23^ GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

hombre de carácter tan poco en armonía con su época; dejándole en Rodas, Augusto ofrecía una nueva com- pensación al partido de la joven nobleza, tan rudamen- te castigada por el escándalo de Julia.

- En vez de mejorar este escándalo la situación, tan ti- rante ya, sólo provocó nuevas discordias aún más vio- lentas; y el partido tradicionalista que lo había maqui- nado, de ninguna manera pudo aprovecharse de él. Á todas estas causas de disolución añadíase ahora para el Estado una nueva desgracia de orden físico }'• perso- nal: Augusto envejecía. Verdad es que aún no tenía se- senta y un años, y no se le podía llamar, absolutamen- te, viejo; pero había empezado muy joven á vivir con intensidad, y hacía cuarenta años que en él ardía la lámpara de la vida sin escatimar nada, entre preocupa- ciones, fatigas, angustias, tribulaciones, desilusiones de una carrera política que ha de considerarse como una de las más largas y agitadas de la historia universal. No es sorprendente, pues, que Augusto fuese ya viejo á una edad en que mucha gente posee todo su vigor, y que por esta época reuniese todos los vicios de la vejez: la obstinación, la desconfianza, la debilidad, la irrita- ción. Por primera vez desde las guerras civiles parece ser que el hombre prudente, tan reflexivo de ordinario, obedeció á un espíritu de rencor y de amor propio he- rido. Si la absurda impopularidad de Tiberio era ya una gran dificultad para el Estado, el rencor personal de Augusto aún agravó más las cosas. Al partido puritano que casi le había desafiado á probar que no era como todo el mundo se figuraba un padre demasiado indul- gente, quiso demostrar que sabía servirse de los pode- res discrecionales que el Senado le había confiado, pa-

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ra hacer más duro el castigo de su hija, á pesar de que el pueblo pedía gracia para ella. Llegó hasta prohibirle beber vino y recibir la visita de ciertas" personas si él mismo no les concedía antes una autorización espe- cial (i). Pero se vengó en Tiberio de los tormentos que infligía á su hija, cerrándole brutalmente las puertas de Roma; reveló su odio contra él en todas ocasiones y excitó así á que le odiasen todos los que se sintieran desanimados por el escándalo de Julia (2). Todo el amor que en otro tiempo sintió por ésta, lo cifró ahora en Cayo y en Lucio , que los estrechaba contra su pecho, supremo consuelo y esperanza suprema después de la catástrofe de Julia. Para ellos solos, hijos de la sangre de César, tendría ahora su ternura senil de abuelo to- das las indulgencias, todos los favores, todas las ambi- ciones; para Tiberio, el Claudio orgulloso é intratable, sólo tendría cólera. En efecto, no sólo no renunció Au- gusto— como los amigos de Tiberio habían creído— á que Cayo fuese á Oriente, sino que le asoció como con- sejero á uno de los más encarnizados enemigos de Ti- berio, á Marco Lolio (3), y apresuró su marcha, que fué, según parece, á principios del año i antes de Cristo. La primera generación había respondido muy mal á sus esfuerzos para hacer de su familia una gran familia á la

(i) Suetonio, Aug., 65.

(2) En este mismo capítulo veremos que la conducta de- Augusto en relación con Tiberio fué aquel año contraria al interés público. No se la puede explicar, pues, sin admitir que Augusto acalorase contra Tiberio un violento resentimiento.

(3) Véase Suetonio, T/¿>.^ 12: ex crtm'iiationibus AL Lollii co- mitiú et rectoris ejus. Lolio, pues, era un enemigo de Tiberio.

238 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

manera antigua, y que hubiese podido servir de modelo á toda la nobleza: ¡Druso había muerto á los treinta años en la remota Germania; Julia estaba notada de in- famia y en el destierro; Tiberio se encontraba lejos, era impopular, parecía abandonado para siempre! Augusto sólo podía ya cifrar sus esperanzas en la segunda gene- ración; deseando ardientemente que fuese más sabia, más virtuosa, menos orgullosa y violenta que la prece- dente, consagrada toda ella á un fin tan trágico y cruel. Esta segunda generación era bastante numerosa; pues si la anterior había tomado muy á la ligera le lex de adiilteriis, al menos había obedecido á la lex de mari- tandis oi'dinibiis. Augusto y Livia tenían ocho nietos, además de Cayo, que era el mayor. De los tres hijos que había dejado Druso y que criaba Antonia, el pri- mogénito, Germánico, que tenía entonces once años, era hermoso, de buena planta, inteligente, activo, de carácter amable; estudiaba literatura, filosofía y elo- cuencia con mucho ardor y provecho; gustaba de los ejercicios físicos (i). El segundo en orden de edad era una niña, Livilla, con uno ó dos años menos: parece que por esta época, en el año i antes de Cristo, no ha- cía pensar que algún día daría mucho que decir en bien o en mal. En cambio, el tercero, aquel Claudio nacido en Lyon el i.° de Agosto del año 10 antes de Cristo, el mismo día de la inauguración del ara en honor de Roma y de Augusto, era un joven monstruo semi-idiota. Tenía la cabeza pequeña y trémula, la boca enorme; balbuceaba, confundía las palabras y reía de una mane-

(i) Suetonio, Cía., 3.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 239

ra estúpida (i); su cuerpo estaba mal conformado, so- bre todo en los miembros inferiores' (2); su inteligencia parecía tan obtusa, que ni siquiera podía aprender las cosas más elementales (3); durante su infancia había estado continuamente enfermo (4). Una meningitis pro- bablemente y la epilepsia habían hecho abortar en esta fealdad estúpida la belleza viril, la fuerte y lúcida inte- ligencia de los Claudios. Su misma madre, la buena An- tonia, confesaba que sólo era un aborto (5). Agripa y Julia, después de Cayo y Lucio, habían tenido dos hijas, que se llamaban ambas Agripina, y contaban á la sazón de doce á quince años, y un hijo. Agripa Postumo, que tenía once. Hasta este momento no se trata en ningu- na parte de esas dos hijas; pero la segunda tuvo que inspirar grandes esperanzas á su abuelo, pues la adoptó por hija, procurando quizás llenar así el vacío que Julia había dejado en su afecto (6). Con Postumo ocurría lo contrario: por un extraño retorno á los orígenes, en me- dio de una cultura tan refinada, la animalidad parecía

(i) Suetonio, Claudio^ 30: ri sus ¡ndecens... lingiue tiiubantia, ca- putque, qinim semper, tum ¡11 qitaiüulociimqiie actu, vel maxime tre- muJum.

(2) Suetonio, Claudio, 30: iiigredientem desti tucbant poplites mi ims firmi...

(3) Suetonio, Claudio, 2: adeo ut, afiimo simul ei corporc iiebe- tato, Jie progressa quidem átate, ulli publico privatoque mutieri ha- bilis existimaretur.

(4) Suetonio, Claudio, 2.

(5) ídem, id., 3.

(6j Aunque ninguna fuente antigua nos lo indique, esta hija de .'ulia y Agripa debió de adoptarla Augusto; pues de otra manera se hubiese llamado Agripina y no Julia.

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prevalecer en un cuerpo y en un espíritu groseros, ávi- dos solamente de placeres físicos, refractarios á la edu- cación metódica (i). En fin, Druso, hijo de Tiberio y de Vipsania, á quien su padre dejó en Roma, tenía ya casi la misma edad que Germánico y prometía ser un joven serio. Pero, quizás por su rencor contra Tiberio, Augus- to no parecía sentir mucho afecto por él. En cambio, amaba mucho á Germánico, nuevo brote que surgía en el viejo árbol de los Claudios y que parecía á todo el mundo destinado á reemplazar la rama rota en Germa- nia por la muerte.

Así es que en el año i antes de Cristo, mientras que Cayo viajaba por Oriente, los tres miembros más signi- ficados de la familia que estaba al frente del inmenso imperio, Augusto, Livia y Tiberio, tuvieron días de in- decible amargura al mismo tiempo que se encontraban en la cúspide de la fortuna. Tiberio comprendía que deseaban dejarle morir en el retiro donde de cólera había ido á encerrarse, en la esperanza de que irían á buscarle, y el temor de quedar sepultado vivo en Rodas, en un olvido definitivo, triunfó sobre su orgullo. Desesperado, se rebajó al fin hasta mostrar su dolor, hasta rogar y suplicar; hasta procuró despertar mejo- res sentimientos á sus peores enemigos, es decir, á los amigos de Julia, é intervino con Augusto para que

(i) Tácito, Afi., I, 3: rudem... boitanim artium^ ct robore corpo- ris stolide ferocem; Suetonio, Aii^íisto, 65: higen'nim sordidmn ac ferox; Vele3fo Patérculo, II, cxii, 7: mira pravitate aiihni atque iti- getiii. Estos textos, por vagos que sean, y el destierro a que le con- denó Augusto, nos inducen á creer que Agripa era uno de esos de- generados medio locos, como suelen ofrecerse en las grandes familias.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 241

la tratase con menos rigor (i). Todo fué en vano: Au- gusto se mostró tan sordo al requerimiento de Tiberio como á las violentas reclamaciones del pueblo en favor de Julia. Entre tanto, el quinquenio del poder tribunicio conferido á Tiberio en el año 6 tocó á su término, con- virtiéndose en un ciudadano privado, sin que ninguna inmunidad le amparase. Rebajándose todavía más. Ti- berio escribió á Augusto que, si se había alejado, era para no servir de sombra á Cayo y á Lucio cuando da- ban los primeros pasos en el camino de los honores; pero ahora, en que eran universalmente reconocidos como los dos principales personajes después de Augus- to, solicitaba regresar para ver á los suyos, á su madre, á sus hijos, á su cuñada, á sus sobrinos. Augusto le respondió duramente que ya no tenía que preocuparse de los que había sido el primero en abandonar (2). Con gran trabajo pudo arrancarle Livia al irritado viejo un nombramiento en forma de legatiis (3). El partido de Julia permaneció implacable, difundió contra él calum- nias de todas suertes, procuró quitarle sus últimos amigos (4); en Oriente, Marco Lolio hacía lo posible para excitar á Cayo contra Tiberio; además, era difícil que Cayo se sintiese bien predispuesto con el que, di- recta ó indirectamente, había contribuido tanto á la ruina de su madre (5); por su parte, Augusto excitaba á

(i) Suetonio, Tib.^ 11: tal me parece la explicación más verosí- mil de esta singular intervención.

(2) Suetonio, Tib.^ 11.

(3) ídem, id., 12.

(4) ídem, id., 12: venit etiam'Jfi siispicionem...

(5) ídem, Tib., 13,

Tomo VI Jli

242 GRANDEZA V DECADENCIA DE ROMA

los enemigos de Tiberio revelando claramente lo hostil que le era. Y así, el recuerdo de las empresas que había realizado, de las magistraturas que había ejercido, de los triunfos que había celebrado, el respeto de que había gozado durante tantos años, todo esto fué arrebatado por una oleada de impopularidad que desde Roma se difundió hasta las provincias. Para sustraerse á las sospechas y á las calumnias de sus enemigos, Tiberio tuvo que retirarse al interior de la isla, no recibir ya á ningún personaje y casi esconderse (i); se vio obliga- do á salir al encuentro de Cayo en Samos, como para excusarse de haber causado el destierro de Julia; tuvo que sufrir la afrenta de una acogida casi glacial (2); y mientras que Augusto envejecía en Roma, él también se debilitó en esta inacción, ceso de montar á caballo, ya no se ejercitó en las armas, no hizo ejercicio físico (3) Achicándose así, el mundo aún le despreció más; todos se revolvieron contra él; el populacho hasta llegó en Nimes á derribar su estatua (4). Sólo Cayo y Lucio eran los favoritos de Augusto y de todo el imperio; en

(1) Suetonio, Tib., 12.

(2) Veleyo Patérculo, II, 10 1: convento priiis T. Nerofie, cui omnem ni superiori habiiit (Caius Caesar): El relato que hace del encuentro es completamente opuesto al de Suetonio (Tiberio^ 12). Pero es de creer que la admiración pop otra parte justificada que VeleJ'o siente por Tiberio, le indujo ahora á atenuar las cosas. El relato de Suetonio es más verosímil. Es poco probable que, cuando Tiberio tenía en contra suya á Augusto y á todo el mundo, el hijo de Julia, solo un año tras el destierro de su madre, se mostrase tan amable con él.

(3) Suetonio, Tib., 13.

(4) ídem, Tib., 13.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 243

Pisa se dictó un solemne decreto para dedicar un ara á Lucio (i). Sin embargo, la mala fortuna no iba á pro- longarse más tiempo para Tiberio. Ya estamos en i.° de Enero del año 754 de Roma: á partir de éste empeza- mos á contar los años de nuestra Era. También era éste el que, después de la decisión adoptada el 6 antes de Cristo, y que había causado tantas desgracias, Cayo César debía ser cónsul. Pero el cónsul de veinte años es- taba entonces en Asia, probablemente en Antioquía (2), donde organizaba un ejército para invadir á Armenia, y entablaba gestiones con Fraates para llegar á un acuer- do. Augusto no quería la guerra con los partos; es pro- bable que el rey parto tampoco quisiese desenvainar la espada: así las entrevistas demasiado difíciles, hasta cuando las proponía Roma, tenían más probabilidades de éxito si se entablaban en Siria y con el hijo de Au- gusto al frente de un ejército. Pero la llegada de Cayo César encargado de una misión tan importante y escol- tado por tantos jóvenes pertenecientes á las grandes familias de la aristocracia romana, y entre los cuales figuraba Lucio Domicio Enobarbo, hijo del legatus de Germania (3), emocionó profundamente el solícito ser- vilismo de Oriente. De todas partes se enviaban al joven embajadas para rendirle homenaje y expresar sus de- seos; se le erigían monumentos y en las inscripciones se le llamaba (y también á su hermano) hijo de Ares y hasta nuevo Ares (4). Hacía tanto tiempo que Orien-

(i) C. I. Z,., XI, 1420.

(2) Mon. Anc, ed M - , págs. 173-75.

(3) Suetonio, Nerón, 5.

(4) C. r. L., ni, 444, 445, 446.

244 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

te estaba habituado á la monarquía, que se sentía dis- puesto á reconocer el imperio de Roma hasta en este cortejo de efebos presidido por el joven Cayo, y se in- clinaba ante ellos, como había hecho por espacio de tantos siglos con todos los hombres que simbolizaban el poder. Desgraciadamente, el grupo enviado por Augus- to para representar á Roma en Oriente se componía de jóvenes inexpertos, muy presuntuosos ó demasiado co- rrompidos; entre ellos sólo había un hombre enérgico é inteligente, Marco Lolio; pero era muy avaro, y pensa- ba menos en arreglar la cuestión de Armenia que en sa- car á Oriente nuevos tesoros que aún aumentasen su inmensa fortuna. Parece que se aprovechó de su consi- derable autoridad para imponer onerosos tributos á las ciudades, á los particulares y á los soberanos, conten- tándose en cambio con interponerse ó prometer que se interpondría en favor de ellos cerca de César y de Au- gusto (i); y nuevo Lóculo, dícese que envió inmensas c.irgas de oro y de plata á Italia. Así, mientras que en la misión que le confió Augusto, Lolio procuró su pro- vecho antes que el de Roma, Cayo, que por su inexpe- riencia solía dejarse llevar de él y no podía contar con sus demás compañeros, todos jóvenes y corrompidos,

(i) Plinio (H. iV., IX, XXXV, ii8) dice claramente que lo que de- terminó la caída de Lolio fueron las regum muñera, las concusiones: hic est rapinarum exituSí hoc fuit quare M. Lollius infamaius re- gum muneribus et in toto Oriente interdicto amicitia a C.Caesare... velemim blberet. Esta explicación es más precisa que la de Veleyo (II, 102: per fida et plena subdoli ac versuti animi Consilia per Par- thum indicata Caesari), y esto es, por otra parte, muy verosímil si se piensa en las costumbres del tiempo y en la inmensa fortuna que dejó Lolio.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 245

se atrajo, al decir de un historiador, muchos elogios y censuras (i). Entabló bastantes conferencias con los partos, y pidió con firmeza á Fraates que renunciase á Armenia y á sus hermanos. Pero poco á poco el viaje, ■que había errtpezado con una solemnidad diplomática, degeneró en una excursión de placeres. Lolio, con tal de que no le impidiesen arrancar dinero, no impedía que los demás se divirtiesen. Cayo carecía de experiencia y energía para reprimir estas locuras, y sus compañeros, sus esclavos y libertos sobre todo, cometían muchos abusos (2). Estimulado por el éxito, Lolio empleaba me- dios más audaces para obtener dinero. Parece haber intentado sacárselo al mismo Fraates, proponiéndo- Je en las conferencias trabajar para que se le hiciesen ciertas concesiones, si quería entregarle fuertes canti- dades (3).

Entre tanto, los preparativos para la expedición con- tinuaron en la primavera y durante el verano del año primero de la Era vulgar, y las negociaciones con los partos se prosiguieron también con éxito. En efecto, Fraataces no se atrevía á empeñar la guerra, y tuvo que consentir en evacuar á Armenia y renunciar á sus

(i) Veleyo Patérculo, K, ci, i: tam varie se ibi gessit (C. Caesar) ut nec laudaturum magna nec vituperaturum mediocris materia de- ficiat.

(2) Véase Suetonio, NerÓ7i, 5.

(3) Así, al menos, creo que puede interpretarse la frase obscura ■de Veleyo, 11, cu, i: (perfida et plena subdoli ac versuti anihti con- silia^ per Parthum indicata Caesari) relacionándola con lo que nos ha dicho Plinio (IX, xxxVj ii8), de las regum muñera que se repro- charon á Lolio. ¿Qué podía revelar Fraates á Cayo César, sino que Lolio le había pedido dinero?

24^ GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

hermanos (i). Al mismo tiempo, entre la parte más se- ria de la nobleza de Roma, comenzó á iniciarse un mo- vimiento en favor de Tiberio, casi imperceptible y muy lento al principio. Tiberio tenía admiradores en la noble- za, entre los que le habían visto trabajar durante la gue- rra ó que habían combatido á sus órdenes, y aunque no fuesen numerosos, eran serios y sinceros. Estos admira- dores, no sólo reconocían sus defectos, pero también sus buenas cualidades. ¿Quién podrá negar que fuese el pri- mer general de su tiempo? Y deploraban que un hom- bre de tal energía fuese condenado á permanecer inac- tivo en Rodas, mientras que la vejez de Augusto cada vez introducía más torpeza en los negocios del Estado. Á consecuencia de la disolución de la nobleza y del ago- tamiento del Senado, el presidente de la república, con su familia, sus íntimos amigos y sus esclavos, era ahora el supremo motor de todo el Estado, y mientras que el mundo, en su eterna juventud, se renovaba entonces como se renueva siempre, Augusto, viejo, cansado,, solo entre tanta juventud no osaba innovar nada. Hacía ya algún tiempo que los ingresos del Tesoro no eran suficientes para compensar el aumento de los gastos (2); pero Augusto no se decidía á estudiar una reforma de los impuestos que hubiese restablecido el equiii-

(i) Dión, LV, 10.

(2) Las dificultades económicas de entonces las conocemos: 1.°, por el hecho de que después de su reconciliación con Tiberio, Augus- to recobró algún vigor y se ocupó casi únicamente en buscar nuevos impuestos; 2.", por la prolongación hasta veinte años del servicio militar, acordada en el año 5 después de Cristo (Dión, LV, 23). Esta prolongación sin duda la hizo necesaria la dificultad de pagar todos

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 247

brio; prefería vivnr al día, servirse continuamente de ex- pedientes. Tan pronto tomaba en su hacienda personal, á riesgo de arruinar á su familia, como recomendaba al Senado y á los magistrados -que mostrasen económicos, ó descuidaba ios servicios públicos y dejaba para des- pués los gastos y los pagos. Como es natural, los ser- vicios públicos, defectuosos siempre, amenazaban con disolverse en todas partes, hasta en Roma, donde aumentaba la población y donde la anona, la policía, los socorros contra incendios, todo estaba desorgani- zado y era insuficiente, á pesar de las reformas de los vicomagistri (i). Hubiese sido necesario confiar la ciu- dad á una autoridad vigorosa, provista de medios sufi- cientes para reformar y reorganizar todos los servicios en vez de contar con un centenar de libertos ignorantes á quienes se recompensaba prometiéndoles que en cier- tas ocasiones vestirían la toga pretexta y marcharían acompañados por dos lictores. Pero Augusto no se deci- dió á nada; el pueblo manifestó su descontento; las co- sas iban medianamente. Si la voluntad del presidente se mostraba perezosa en Roma, ¿cómo podría manejar á los hombres y á las cosas en los límites extremos del im- perio? Los hombres, desterrados durante los años pre-

los años á la décimasexta parte del ejército; 3.°, por la creación del aerarium militare y por los actos que precedieron a esta creación, los cuales prueban, como veremos más adelante, que se carecía de dine- ro hasta para sostcHer al ejército. Fácil es suponer lo que ocurriría para los demás servicios.

( I ) En efecto, como ya veremos, después de la reconciliación de Augusto con Tiberio se nombraron un prcefectus annone y algunos vigiles. En Dión se encuentran frecuentes referencias á graves incen- dios de esta época.

24S GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

cedentes, se burlaban de sus condenas y abandonaban las tristes residencias que se les había asignado; mar- chábanse á las ciudades y á los agradables sitios veci- nos, adonde acudían sus esclavos y libertos, y donde hacían vida alegre (i). Nadie protestaba y la ¡ex deadul- teriis diseminaba para nuevos placeres en todo Oriente y Occidente á los vividores y mujeres ligeras de Roma. En Oriente como en Occidente, Augusto parecía fiarse sobre todo á la sabiduría inmanente de las cosas mejor que á su sabiduría é iniciativa personal, y así le pasaba con la cuestión más vital de todas, la del ejército. La recluta resultaba cada año más difícil en Italia, donde, á consecuencia de la riqueza creciente, los hombres podían encontrar para vivir mejor que guerreando á lo lejos; el gasto anual de las pensiones que había que pagar todos los años á los soldados licenciados, se ha- cía excesivo; ya no podían cumplirse las promesas que figuraban en la ley militar del año 14, y licenciar á los veteranos después de los dieciséis años de servicio (2); era necesario aumentar continuamente los auxiliares, esto es, debilitar la unidad moral y nacional del ejérci- to romano con tropas heterogéneas; en fin, las exigen- cias de los soldados aum.entaban de uno á otro extremo del imperio (3). Con diez ases diarios, quejábanse de no poder pagar los gastos de trajes, armas y tiendas, y pe-

(i) Efectivamente, en el año 10 de^^pués de Cristo se intentó re- frenar este abuso. Dión, LV, 27.

(2) Así puede explicarse la reforma militar del año 5 después de Cristo, y la creación del ararhim militare (Dión, L\^ 23 y 25).

(3) Dión, LV, 23: )(a?.£7ií5; 5y¡ x(Bv axpaxicoxwv Tipóg xy¡v xtüv iXGXcov an'.xpóxyjxa... o'jx TÍxiaxa è^óvxcov...

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 249

dían que se les diese un dinero por lo menos (i). Y su reclamación era bastante fundada. En efecto; la prospe- ridad elevaba los salarios en todo el imperio, aumentaba el precio de todas las cosas, y, por lo tanto, encarecía la vida; pero, ¿cómo aumentar los gastos cuando ni si- quiera había bastante dinero para los sueldos y pensio- nes; tales como figuraban á la sazón? Sordo y ciego, ■cruzado de brazos y con los puños cerrados, la avaricia senil de Augusto ya no escuchaba las reclamaciones de los soldados, ni veía los signos del descontento que se apoderaba de las legiones. El orden de los caballeros seguía decayendo cada vez más; pero, ¿quién se hubiese •atrevido á proponer nuevos rigores contra este egoísmo, cuando Tiberio se había atraído tanto odio por haber •querido esos rigores? Nadie se preocupaba ya de evitar el lento suicidio de la aristocracia romana. Todos los Estados de Oriente, las ciudades, los pueblos aliados ó protegidos podían conservar sus leyes, sus costumbres y sus vicios, sin que Roma osase intervenir en sus asuntos para desarraigar un mal, ni para apresurar cualquier mejora, ni tampoco para exigir más altos tri- butos, por más de que la paz enriqueciese grandemente al Asia Menor, á Siria y á Egipto. Arquelao no tardó en revelar á la Palestina que si poseía la crueldad de su pa-

(i) Un pasaje de Tácito (An., I, 17) nos revela que era ese el sueldo y tal también la reclamación de los soldados en el año 14 des- pués de Cristo, cuando se sublevaron á la muerte de Augusto. Creo probable que el sueldo y la reclamación fuesen los mismos catorce años antes, pues no parece que en ese intervalo hubiese ningún aumento de sueldo. La le}^ del año 5 después de Cristo y el ararium militare aseguraron mayor puntualidad en el pago; pero no aumen- taron el sueldo.

250 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

dre carecía de su inteligencia y energía; pero Roma, á pesar de los compromisos que había adquirido con el pueblo judío, hacía como que no se enteraba. Al con- trario, en Occidente, Dalmacia y Panonia, parecían re- signadas á sufrir el yugo de Roma; pero la exportación de los metales preciosos, la introducción de las costum- bres exóticas, la importación de las mercaderías orien- tales, seguían minando el antiguo orden de cosas; el re- cuerdo de las últimas guerras se debilitaba, y una nue- va generación llegaba deseosa de tentar otra vez la prueba terrible. Hubiese sido preciso gobernar estas provincias con prudencia siempre despierta; y, al con- trario, apenas si Augusto podía enviar allí á algún lega- tiis mediocre sin otra preocupación que tomar un poco de dinero al país para el Tesoro agotado de Roma (i). Así, en vez de buscar nuevos recursos en Oriente, don- de la paz aumentaba la riqueza, Roma se obstinaba en estrujar á Occidente, pobre y agitado. Pero la debilidad incoherente de este gobierno senil, aún era más mani- fiesta que en otra parte, en los territorios recientemente conquistados allende el Rhin. Desde la marcha de Tibe- rio, Augusto no se había atrevido á imponer tributos ó leyes á los pueblos sometidos; se había contentado con que las legiones se instalasen aquí y allá, estableciendo campamentos militares que, en medio de las aldeas bárbaras, eran como pequeñas ciudades rudimentarias; con formar cuerpos auxiliares; con corromper á la no-

(i) La gran insurrección comenzada en el año 6 después de Cristo fué como las demás, ocasionada por los tributos que se que- rían cobrar. Dión, LV, 29: Tafg yi^P ¿ccpopatg twt j^ptüjlcctwv As^iiccxai ¡3ap'jvó¡i£voi...

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 25 I

bleza de los diferentes pueblos, distribuj^éiTdoles hono- res y salarios, concediendo á los grandes el derecho de ciudad, la dignidad ecuestre, designándolos también para mandos remunerados en los cuerpos auxiliares (i).- Y seguramente que los campamentos militares roma- nos, con los legionarios y los numerosos mercaderes de todos los países que los seguían, atraían á los bárbaros, que venían á buscar en las cannabcE, en las tiendas de los mercaderes muchos objetos ignorados por ellos has- ta entonces (2), vino, perfumes, telas, bellas cerámicas.

(i) Por ejemplo el hermano de Arminio (Tácito, An.^ II, gì, y Segaste (Tácito, An., I, 58).

(2) El capítulo XVIII del libro LVI de Dióii es, á pesar de su brevedad, de capital importancia para la historia de la conquista de Germania. En efecto, nos da una breve, pero clara manifestación del estado de Germania antes del gobierno de Quintilio Varo y de las campañas de Tiberio (4-6 después de Cristo), es decir, una descrip- ción de aquélla en la época que va desde la muerte de Druso hasta la vuelta de Tiberio á la política. En ella se reconoce al momento el oportunismo prudente y dubitativo de Augusto, á quien la vejez aún había hecho más prudente y receloso. Dión.nos dice: a) que los ro- manos eran dueños, no de un territorio continuo, sino de las diver- sas regiones á que se había llevado la conquista, lo cual quiere de- cir que muchos pueblos no estaban sometidos, 3'^ que Augusto los dejaba hacer lo que quisiesen; b) que Augusto hacía residir en ellas axpaxtttìxai que uóXsig ouvwxí^ovxo: estas ciudades son evidente- mente campamentos militares; c) que los germanos habían recibida numerosos usos de los romanos y celebraban en estas ciudades mer- cados regulares, sin dejar por eso de conservar sus costumbres é ideas. En suma, dice que cambiaban sin darse cuenta de ello: '-sXávGavov o^dcg aXXoi,oú|jLsvo!,. En fin, dice cosas importantísimas, que Quintilio Varo fué el primero en imponer tributos á los germa- nos, lo que quiere decir que antes no los pagaban. Siguiendo este pasaje de Dión he descrito el estado de Germania por esta época.

252 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

dando en cambio el poco oro y plata que poseían, ám- bar, pieles, animales, lanas, cereales. En muchos cam- pamentos hasta se celebraban mercados en días fijos. Pero se hubiesen necesitado otras muchas fuerzas, y fuerzas más materiales que esta vaga influencia greco- italiana, que irradiaban de los campamentos, para tener sometidas á las turbulentas tribus germánicas que vio- laban continuamente los tratados concertados. Durante el año primero de nuestra Era, la Germania estaba en un verdadero estado de insurrección (i) y Augusto tuvo que adoptar el partido de enviar un Icgatiis, M. Vinicio, á quien encargó de restablecer el orden en esta preten- dida provincia, en este territorio que costaba dinero en vez de producirlo, donde la autoridad romana, respeta- da hoy en un punto, ya no lo era mañana ó en otra re- gión, y donde jamás y en ningún sitio pagaba nadie tributo.

Así es como el entorpecimiento de la vejez se apo- deraba poco á poco de todos los miembros de este cuerpo inmenso. Todo era viejo: la armadura y el que la llevaba. Para rejuvenecer al Estado, no sólo hubies'e sido preciso poner al frente del imperio á un hombre enérgico, sino romper audazmente el estrecho círculo de los privilegios senatoriales y no buscar solamente entre los senadores á los magistrados, á los goberna-

(i) Este hecho, que tiene cierta importancia, puesto que nos ajea- da á exphcar la reconcihación de Augusto y de Tiberio, nos lo refie- re Veleyo Patérculo (II, civ, 2): in Germanlam... ubi ante triennium (antes de la reconciliación)' j'WiÍ' M. Vinicio... immemsum exanerat bclhim. El peligro germánico que reaparecía fué probablemente la causa ocasional de la conjuración de Cinna y también de la reconci- liación entre suegro y yerno.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 253

dores, á los funcionarios para los empleos nuevamente creados; hubiera sido preciso escogerlos con más fre- cuencia y con menos circunspección en el orden ecues- tre, en la burguesía culta y de buena posición de Italia. Aunque los matrimonios fuesen con frecuencia esté- riles, el orden ecuestre se hacía más numeroso y rico en toda Italia, y sobre todo en la Italia del Norte (i); y mientras que la aristocracia que poseía cuanto deseaba por privilegio y sin lucha era perezosa, indisciplinada, el orden ecuestre estaba al menos aguijonado por la ambición de conquistar una nobleza más alta y mayor prestigio, ocupando los cargos del Estado que hasta entonces se habían reservado á los senadores. Pero Augusto ni siquiera, se atrevía á tomar la iniciativa de esta reforma, á la que se oponían las tradiciones, la línea de conducta que había seguido hasta entonces, el rasgo indeleble impreso á su espíritu por el movimiento •tradicionalista al qu-e tan decisivamente había contri- buido él mismo en su juventud: y quizás también su temor de burgués exaltado á la nobleza, Era el repre- sentante de una generación pasada; seguía viviendo en un mundo que casi se había renovado comple- tamente, pero con el que era preciso contar; con- sentía en servirse de caballeros ó de plebeyos para la administración de Egipto, para el gobierno de algu- nas regiones lejanas, perdidas de sus provincias más

(i) Véase lo que dice Estrabón (V, i, 7) sobre el gran número de caballeros que vivían en Padua. El enriquecimiento de la Italia del Norte y los progresos de la clase media de que hemos hablado en el cap. IV, debieron aumentar en todas las ciudades el número de personas que poseían el censo ecuestre, aunque en el orden de los caballeros los matrimonios fuesen poco fecundos.

254 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

bárbaras (i); pero no para los grandes cargos en que la gente tenía fijos sus ojos. Así, á medida que en los es- píritus prudentes se desvanecía la mala impresión del escándalo de Julia, comenzaban á preguntarse si no sería necesario parr. la salud de la república reconciliar á Tiberio y á Augusto, de incorporar al Estado, debili- tado por la vejez de Augusto, esa fuerza que perma- necía inactiva en Rodas, y que sólo pedía ser utilizada. Verdad es que Augusto daba á entender claramente que había cifrado sus esperanzas en Cayo y en Lucio; pero ambos eran muy jóvenes; la situación empeoraba por todas partes; las noticias de Germania no eran tranquilizadoras y Augusto estaba viejo y enfermo. Si llegaba á morir de uno á otro día, no se le hubiese po- dido sustituir con Cayo, ni escoger para mandar el ejército á otro hombre que Tiberio, quien, no obstante su impopularidad, seguía siendo el primer general de su tiempo y el hombre que mejor conocía las cosas de Germania. Al cabo de diez años todo se encontraba en el mismo estado que á la muerte de Druso: Tiberio era el sucesor inevitable de Augusto. Era necesario, pues, intentar la reconciliación de ambos. Pero el último se hacía el sordo. Su vejez guardaba demasiados rencores contra Tiberio, le asustaba su impopularidad, sentíase harto dominado por una tardía ternura paternal hacia Cayo y Lucio, y por las brillantes esperanzas que en

(i) Ovidio (Pont., IV, 7) nos habiíi de un Uil Vestalis, descen- diente de los reyes alpinos y centurión primipilario, que ejercía las funciones políticas de gobernador en una parte de la Mesia:

Missus es Euxinas quoniam, Vestalis, ad undas, Ut positis reddas jura sub ax.e locis.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 255

ellos cifraba. «Salud, luz querida de mis ojos escribía el 23 de Septiembre de este año, aniversario de su na- cimiento, á Caj^o que estaba en Armenia.— Quisiera te- nerte siempre á mi lado, cuando estás lejos; pero mis ojos buscan con más vivo deseo á mi Cayo en días como éste. Donde quiera que hoy te encuentres, es- pero que este día habrá sido bueno para ti, y que ha- brás celebrado alegremente mi sexagésimo cuarto ani- versario. Como verás, he escapado á este año común- mente llamado climatérico, el sesenta y tres. Y pido á los dioses que por el tiempo que aún he de vivir, me permitan pasarlo en una república próspera viéndoos crecer bastante para que podáis ocupar mi puesto» (i). Siempre decidido á hacer de Cayo y de Lucio sus su- cesores, no quería colocar al lado de ellos la formidable rivalidad de Tiberio, y sacrificaba á esta ternura senil los esenciales intereses del Estado.

Pero, aunque se encontrase debilitada y perezosa, Italia aún no estaba bastante abatida para poder so- portar en silencio este gobierno delicuescente. El par- tido tradicionalista recobraba fuerzas ayudado por las circunstancias, por el concurso de la gente despierta y también por Livia; y se propuso poner sitio á esta obs- tinación senil para obligar á que Augusto capitulase. Entre tanto. Cayo había llegado con su ejército en la segunda mitad del año i después de Cristo á la fronte- ra de los partos (2), y no sabemos en qué punto arran-

- (i) Aulo Gelio, XV, 7.

(2) Al menos esto hace suponer el pasaje de la famosa inscrip- ción de Pisa (C. I. L., XI, 1421) J>ost coiisulai'um^ qiiem ultra Jines extremas populi romani belh¿m gcrens feíiciter peregerai.

256 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

á Fraataces un consentimiento definitivo á sus pro- posiciones. El rey parto renunció á toda influencia so- bre Armenia, á toda pretensión sobre sus hermanas- tros; la paz se ratificaría solemnemente en una entre- vista que se celebraría al año siguiente á orillas del Eu- frates, en una islita. Por otra parte, Livia logró al fin en el año 2 vencer en parte, pero á costa de una nueva humillación de Tiberio, la obstinación del viejo. Augus- to consintió en que Tiberio volviese á Roma si Cayo también accedía, y si el primero prometía no ocuparse ya en la política (i). Por lo demás, esta concesión era de poca importancia; pues no estando desterrado. Tiberio tenía perfecto' derecho de volver sin su consentimiento; pero la condición de que Cayo le autorizase y de que no se ocupase más en la política, demostraba que Au- gusto quería complacer todo lo posible á la joven no- bleza y á la oponión pública, siempre hostiles á Tiberio. Estas condiciones debían ser muy humillantes para el general que había dominado la insurrección de Pano- nia. Pero tan larga prueba estaba en su octavo año de destierro había quebrantado su fiereza; compren- día que mientras no volviese á Roma, no podría espe- rar nada; consintió, pues, en pedir su autorización á Cayo, y á prometer que no se ocuparía en la política. La fortuna, cansada de perseguirle, le íué ahora favo- rable. En la primavera del año 2 (2) Cayo celebró á

(i) Suetonio, Tib., 23.

(2) Puede establecerse aproximadamente la fecha de la manera siguiente: Lucio César murió el 2 de Agosto del segundo año des- pués de Cristo (C. í. L., I , pág. 326). Tiberio regresó á Roma el año 2 después de Cristo ^loXXcji Tipoispov, poco antes de la muerte de

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 257

orillas del Eufrates una entrevista con Fraataces, sus- cribió la paz y la festejó con grandes banquetes (i), en medio de los cuales Fraataces, descontento de Lolio, parece que reveló á Cayo las secretas entrevistas que se habían celebrado entre ambos. Cayo, que sentía por las concusiones el natural horror de los jóvenes aris- tócratas nacidos ricos gracias á las concusiones de sus antepasados, se encolerizó, y sublevándose contra su consejero, le rechazó. Lo cierto es que Lolio, poco des- pués de tener un violento altercado con Cayo, murió súbitamente. Dícese que se envenenó, al ver su situa- ción irremediablemente comprometida. Dejó á su fami- lia un patrimonio acumulado probablemente al precio de su vida; pero que durante más de medio siglo se consideró como uno de los más importantes de Italia, permitiendo que sus descendientes pudiesen hacer bri- llar al sol de Roma los más ricos collares de la metró- poli (2). La muerte de Lolió fué una suerte para Tibe- rio. Libre de los malos consejos de aquél, Cayo consin- tió en su regreso (3).

Así es como hacia mediados del año 2, Tiberio volvió á Roma, de donde salió poderoso y glorioso siete años

Lucio (Zon., X, 36; Veleyo, II, 102). Volvió porque Cayo, tune Mar- co Lollio offensior,\Q dio su consentimiento (Suetonio, Tib., 13). Esto nos induce á creer que el escándalo de Lolio, y por consecuen- cia, la entrevista con Fraataces ocurrieron en la primavera del año 2 después de Cristo. (i) Veleyo, II, ci, 3.

(2) Plinio (IX, XXXV, 118) nos dice que Lolio se envenenó; Ve- leyo Patérculo (II, cu, i) no dice nada sobre este punto, lo cual prue- ba que este escándalo, como tantos otros de aquella época, se ahogó en parte, y que la gente no supo de él gran cosa.

(3) Suetonio, 7)¿., 13.

Tomo VI 1".

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antes; iba á vivir como simple particular en el palacio de Mecenas, en el Esquilino, para terminar allí la edu- cación de Druso, absteniéndose completamente de ocu- parse en los negocios públicos (i), pero suspirando con el día en que Roma lo necesitase. Había expiado muy caro su orgullo; pero tenia confianza en el porvenir. La fortuna le había perseguido mucho tiempo; pronto iba á sonreirle otra vez. Poco después de su llegada, Lucio César, el joven hermano de Cayo, á quien Augusto ha- bía enviado á España para que hiciese su educación mi- litar, cayó enfermo en Marsella y murió el 20 de Agos- to (2). Uno de los dos futuros colaboradores y suceso- res de Augusto desapareció así súbitamente; Germáni- co sólo tenía diecisiete años, Augusto tenía cerca de sesenta y cinco: el primer paso para la reconci- liación con Tiberio se había dado ya de una y otra parte; las grietas se ensanchaban y alargaban por todos lados en el edificio del Estado, mostrando á todos la necesidad de recurrir á un arquitecto más activo. Pero Augusto, siempre lento, siempre propenso á de- morar cualquier grave decisión, aún no quiso hacer nada. Cayo, entre tanto, después de haber suscripto el acuerdo con Fraataces invadió á Armenia (3) sin encon- trar ninguna resistencia seria. Sólo tuvo que vencer al-

(ij Suetonio, Tib., 15.

¡2) Es esta fecha, y no la de los Fasti Gabini (XIII, Kal. Oct.) la que parece verdadera de la muerte de Lucio. Véase C. I. L.^l^ , pá- gina 326.

(3) Veleyo Patérculo, II, en, 2: Armeniam deinde... ingressus; C. I. L., XI, 142 i: post cofjsiilatum... devicteis atit in fidem recep- téis belli eos iss imi s ac maximis gentibus. La in\'asión ^de Armenia ocurrió, pues, en el año 2 después de Cristo.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 259

gunas protestas aisladas provocadas por el partido na- cional, Pero en una de estas expediciones, en Artagira, Cayo fué herido por el jefe de los insurrectos, á traición, según parece (i). Sin embargo, la herida no pareció grave al principio, y Ca3^o pudo continuar la pacifi- cación de Armenia, lo cual no era difícil. Al año siguien- te, el 3 después de Cristo, comenzó el último del tercer decenio de Augusto. Este hombre enfermizo y débil, á quien la muerte parecía rondar durante medio siglo, lograba siempre renovar su arrendamiento con la vida, teniendo tiempo de recoger las numerosas herencias de mucha gente que, por adulación, le habían inscripto en sus testamentos, pero creyendo poder seguir sus fune- rales. Ahora eran muy pocos los que, viendo pasar a este viejecito en su litera, podían recordar al hermo- so joven, lleno de audacia y de vigor que, cuarenta y siete años antes, un día de Abril, había acudido al foro para prometer al pueblo, como hijo de César, el legado que había hecho el dictador, asesinado el mes prece- dente. ¡Cuan lejana aquella época! Dos generaciones habían pasado, arrastradas por una rápida corriente de sucesos y de cambios. Sólo Augusto quedaba en pie, como si fuese inmortal. Sin embargo, al cabo de treinta años de gobierno, compréndese fácilmente que mucha gente estuviese cansada de él y que considerasen nece- sario remozar al Estado, si no se le había de dejar que cayese en la decrepitud, al mismo tiempo que su jefe, entre tanto que éste también sufría la ley común de la naturaleza. Por otra parte, el mismo Augusto debía te- ner deseo de descansar, estando ya demasiado saciado

(i) Dión, LV, 10; Veleyo, II, cii, 2.

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de honores, de poder y de gloria. Necesitábase un hombre nuevo para estos tiempos nuevos; ¿pero quién sería ese hombre? Esta era la dificultad. Las candidatu- ras que algunos hacían circular por adelantado, coma las de Marco Lèpido, de Asinio Galo y de Lucio Arrun- cio (i) no eran serias; pues apenas eran conocidos como senadores fuera de Italia. Cayo aún no tenía edad ni madurez, según las ideas romanas. Además, se supo pronto que á consecuencia de su herida había caído en gran postración; había abandonado el mando- de su ejército, se había retirado á Siria y escrito á Au- gusto que en adelante ya no quería ocuparse en nada y que renunciaba á toda vida pública (2). El capricho- de la muchedumbre y el egoísmo interesado de los par- tidos podían haber hecho de él, como de su padre, un cónsul de veinte años; pero no habían podido trasladar á sus venas la sutileza inagotable de Augusto. Cayo- había sido siempre de salud débil; la campaña de Orien- te quizás fué una empresa demasiado pesada para él; quizás también, joven como era, poderoso y rico, había abusado excesivamente en Asia, tierra del placer. En este cuerpo delicado, en este cerebro poco sólido, la herida recibida en Artagira, rompió sin duda un equili- brio muy frágil de por sí. Á los veintitrés años, el joven en quien la ternura senil de Augusto había visto el sos- tén, la inteligencia y la voluntad reguladora del impe- rio, renunciaba á la grandeza y al poder en un loco ac-

( i) Un discurso que Tácito atribuye á Augusto (Au., I, 13) nos da á pensar que se hablaba vagamente de estos personajes para la sucesión de Augusto.

(2) Dión, LV, 10; Veleyo Patérculo, II, cu, 3.

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ceso de desesperación y de miedo. Encontrábase, pues, en una alternativa que no se podía eludir; si no se nombraba otra vez á Augusto, habría que escoger á Tiberio, que era el único en poseer la experiencia, el vigor,' la inteligencia, la ciencia militar, la necesaria reputación entre los bárbaros para ocupar el primer puesto. Pero Tiberio aún no era posible: era demasiado impopular, inspiraba mucho miedo, tenía sobrados ene- migos (i). Así, por necesidad, también ahora estuvo de acuerdo todo el mundo en prolongar por diez nuevos años la presidencia de Augusto, pero mucha gente es- peraba sin duda sin atreverse á declararlo que la muerte sería más avisada que los hombres, más discre- ta que Augusto, y que no le dejaría terminar sus cua- renta años de presidencia (2).

La desgracia que hirió á Cayo fué un nuevo golpe para Augusto; hizo cuanto pudo para comunicar valor al joven, y acabó por escribirle que viniese á Italia, don- de, si no quería ocuparse en los negocios públicos, le ■dejaría vivir á su gusto (3). La ternura de padre venció otra vez á la severidad del estadista, pero fué en vano: cuando Cayo se disponía á volver, en el mes de Febrero

(i) Véanse las conversaciones que Tácito atribuj'e al público á medida que Augusto envejecía. Hay en esos discursos un fondo de verdad, aunque se advierta en ellos las ideas preconcebidas del au- tor (A?i., I, 4): Tibermm Nerovem maturum afmís^ spectatum bello., sed vetere atque insita Claudiae familia superbia; multaque indicia saevitiaSy quamquam prema^itur^ erumpere. Es decir, que se conside- raba á Tiberio demasiado aristócrata, demasiado autoritario y de- masiado severo.

(2) Dión, LV, 12.

(3) ídem, LV, 10.

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del año 4, murió en un pueblo de Licia, (i). La fortuna sacaba á Tiberio poco á poco de su retiro. Pero Augusto- no acababa por decidirse. Entre tanto , la insurrección aumentaba en Germania. La obstinación de Augusta acabó por irritar (2), no sólo á los amigos de Tiberio, al partido tradicíonalista, sino á todos los que compren- dían que continuando de esta suerte se iba á exponer al imperio á los más graves peligros. Un día, en la pri- mera mitad del año 4 después de Cristo, advirtieron á Augusto que en la aristocracia se tramaba una conju- ración contra él , al frente de la cual figuraba un sobri- no de Pompeyo, Cneo Cornelio Cinna (3). ^Se quería

(1) Dión, LV, 10; Veleyo Patérculo, II, cu, 3; Suetonio, Aug.yGe^^

(2) ¿Existe alguna relación entre la conjuración de Cinna }'• la adopción de Tiberio? Me parece bastante probable. Ante todo impor- ta tener en cuenta que si Dión refiere la conjuración como posterior á la adopción de Tiberio, en realidad tuvo que ser antes. En efecto, se realizó antes de las elecciones, puesto que Augusto , para demos- trar bien que le había perdonado, sostuvo entonces la candidatura de Cinna, y esto quiere decir antes del mes de Julio. Ahora bien, la adop- ción de Tiberio fué el 26 de Julio, como luego veremos. Además, si los largos discursos que Dión atribuye á Augusto y á Livia quieren decir algo, es que Livia se consagró con ahinco á salvar á los con- jurados. ;Por qué Livia desplegó este celo, que debió de ser grande, puesto que fué conocido por el público? Si la conjuración tenía por ob- jeto imponer la llamada al poder á Tiberio, la intervención de Livia se explica fácilmente. Además, la elección de Cinna para el consulado, favorecida por Augusto como término de la conjuración en el momen- to de adoptar á Tiberio y concederle el poder tribunicio, aún nos in- duce más á creer que estos dos actos tendían á satisfacer los mismos- intereses. Suponer que Cinna quisiese matar á Augusto por un resto- de odio pompeyano, es absurdo. ¡Tanto tiempo y tanto olvido habían pasado sobre los recuerdos de las guerras civiles!

(3) Dión, LV, 14; véase Séneca, de Clem., I, 9 (los relatos soa muy diferentes).

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preparar verdaderamente unos nuevos idus de Marzo ó alguna manifestación menos sangrienta para obligar á Augusto á comunicar á su gobierno la nueva fuerza que le era necesaria? Lo cierto es que Livia intervino ac- tivamente para que no se castigase á los conjurados (i); que no sólo perdonó Augusto, sino que aún a^mdó la candidatura de Cinna para el consulado del año siguien- te (2), y en fin, que el 26 de Junio adoptó Augusto en los comicios curiatos á Tiberio como hijo, al mismo tiempo que á Agripa Postumo (3), y obtuvo para él de los comicios el poder tribunicio por diez años (4). Tiberio debió adoptar antes á Germánico (5), Así sus- tituyó como hijo á Cayo César, y como colega tomó el puesto que había desempeñado Agripa. La república tuvo nuevamente dos presidentes. Y Augusto iba á go- bernar otra vez con el partido tradicionalista y conser- vador, que recobraba su antigua preponderancia en el Estado (6).

(i) Dión, LV, 22.

(2) ídem, LV, 22.

(3) Veleyo Patérculo, II, cin, 3; C. I. L., I- , pág. 320; Dión, LV, 13, Suetonio, Aiig., 65 y 7VA, 15.

(4) Dión, LV, 13.

(5) Suetonio, 7/'¿., 15; Dión, LV, 13.

(6) Si quiere verse hasta qué punto es ligero y superficial Tácito, que se lea el pasaje donde refiere la explicación dada á mucha gente sobre la reconciliación de Augusto y de Tiberio (An., I, 10). Ne Ti- benmn quidem caritate aut reipubUca cura successorem adsciium, sed quoniam adrogatiam savitiamque ejus intraspexerit^ comparaiio-

-ne deterrima sibi gloriam qucEsivisse. ¡Y Tácito parece aprobar esta singular explicación! Los hechos demostraron que Augusto sólo se decidió contra su voluntad á adoptar á Tiberio como sucesor, cuando ya no podía sustraerse al cumplimiento de este deber.

x:kl

El último «decennìum».

La exaltación de Tiberio á las funciones de colega de Augusto modificó profundamente la situación política. Desde el año 4 después de Cristo hasta su muerte, Au- gusto aún simboliza la suprema autoridad del imperio, pero es Tiberio quien la ejerce. Quebrantado por las fa- tigas y las enfermedades, desanimado por las decepcio- nes que los últimos años le habían aportado, el viejo acabó por ceder á la fuerza de las cosas. Todavía pare- ce adoptar acuerdos y dictar reformas; pero en reali- dad, las más importantes decisiones y reformas se las sugiere Tiberio. No podría explicarse de otra manera cómo después de la inercia de los años precedentes, el gobierno romano encuentra súbitamente fuerza para in- tentar tan numerosas empresas, de redactar tantas le- yes y de ensayar tantas reformas. Tiberio gobernaba en realidad; Augusto ha.bía acabado por comprender que, viejo y gastado, debía dejar obrar á un hombre más joven y enérgico, limitando su papel en el Estado á prestarle en lo posible el concurso de su autori-

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 2Ó5

dad (i). El gobierno de Tiberio no comenzó en el año 14, sino en el 4, apenas Augusto se reconcilió con él. Después de diez años de reposo forzoso y de impo- pularidad, Tiberio estaba impaciente de desquitarse de sus enemigos; pero quería hacerlo en forma digna de la alta inteligencia y del noble carácter con que la natura- leza le había dotado. No quería venganzas; quería obrar y demostrar á todos que el hombre calumniado y perseguido durante tanto tiempo por una aristocracia corrompida, era sin embargo capaz de regenerar aquel gobierno delicuescente. ¿Fué él quien este año indujo á Augusto á dulcificar el trato infligido á Julia, autori- zándola para vivir en Reggio con menos privaciones y más libertad (2)? Me parece verosímil. Con este acto de clemencia Tiberio quiso probablemente dar alguna sa- tisfacción al pueblo y demostrar á todo el mundo que olvidaba en lo posible lo pasado; que deseaba trabajar en la reconciliación de los Julios y de los Claudios. Así á Germánico, el primogénito de Druso, que Tiberio había adoptado, se le casó con Agripina, hija de Julia y de Agripa. Pero si Tiberio no quería vengarse de sus anti- guos enemigos, en cambio, deseaba gobernar según los principios que sus enemigos detestaban; sobre todo, quería remediar sin tardanza los dos males que tan pe-

(i) El mismo Augusto lo ha reconocido en una carta dirigida á Tiberio, y escrita seguramente en la época de la guerra de Panonia, y de la que Suetonio nos ha conservado un fragmento (T/ò., 21 j: síve quid inciditi de quo sit cogitandum diligentius, sive quid stoma- chor valde, medites fidius Tiberium meiifn desidero.

(2) Suetonio, Áug., òe^: post quiíiqueiiiiium (por consecuencia en el año 4 después de Cristo) dcmum ex itisula in contineiitem^ lenio- r ¡busque paúl lo conditionibuSy traiistulil. -\''éase Dión, LV, 13.

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ligrosamente se había dejado crecer por negligencia en los últimos años: la disolución del ejército y el peligro germánico. Sin perder un instante, y apenas fué inves- tido de la autoridad tribunicia, partió á Germania (i) para restablecer la disciplina en las legiones (2), para expulsar de los campamentos militares del Rhin la ver- gonzosa indolencia que había determinado tan largo reposo y para modificar completamente la política pe- rezosa que durante los últimos años había dejado vivir á los germanos en una sujeción puramente formal, y á Marbod, rey de los marcomanos, fundar sin ser moles- tado— á 200 millas de las fronteras italianas un gran reino germánico, con ejército organizado á la romana. Pero Tiberio se daba al mismo tiempo buena cuenta de que las legiones se habían enervado excesivamente y que era preciso proceder con prudencia. No pensó, pues, en realizar en Germania campañas á la manera de César, en las que una genial improvisación suplía á la preparación, y una rapidez de rayo á la inferioridad del número: la táctica de Tiberio sería más prudente y len- ta; consistiría en preparar un ejército tan numeroso, tan bien armado, tan formidable, que no fuese necesario venir á las manos, por decirlo así. Para este año sólo se proponía imponer obediencia, mediante pequeñas expe-

(i) Suetonio, Tib.y 16; Dión, LV, 13; Veleyo, II, civ, 2: 7ion din vindicem ciistodemquc imperü siii morata in iirbe patria protiiius in Germaniam misit.

(2) Suetonio, Tib., iq: DiscipJÍ7iam acerrime cxeoit: \a.ioi&\\da.á del capítulo me parece probar que no se trata aquí del método em- pleado ordinariamente por Tiberio para mandar los ejércitos, si no de medidas especiales que adoptó á su vuelta al poder, para reorga- nizar los ejércitos de Germania y Panonia.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 267

diciones y negociaciones, á los pueblos establecidos en- tre el Rhin y el Weser, á los ceninefatos, á los actua- ros, á las bructeros, á los queruscos; luego recomenzaría al año siguiente preparándola con cuidado la gran marcha de Druso hasta el Elba; en fin, infligiría al tercer año por una guerra preparada pacientemente, la supre- ma humillación á la barbarie germánica, obligando al mismo Marbod á aceptar el protectorado romano (i). Pero Tiberio sabía que para comunicar fuerza á un go- bierno débil, no bastaba con restablecer la disciplina en el ejército y romper la guerra. Mientras él estaba en Germania, Augusto adoptaba este año medidas, cuyo inspirador era evidentemente Tiberio, y en las que se reconocía el espíritu tradicionalista y conservador de la antigua política aristocrática. Sin la influencia de Tibe- rio no se explicaría por qué este político astuto, que sólo pensaba en evitar dificultades por todas partes, abordó á contar de este año tantas cuestiones difíciles y peligrosas; ni por qué intentó una nueva depuración del Senado, que, por lo demás, no tardó en interrumpir- la como solía hacer, después de haber procurado tam- bién ahora declinar en otros la responsabilidad (2); por qué se creyó obligado á pagar puntualmente á los soldados y veteranos, después de haber faltado á su pa- labra durante tanto tiempo; por qué, en fin, pensó en

(i) Tiberio (Tácito, An., II, 26) afirmó más tarde que su propó- sito no había sido aniquilar completamente á Marbod, sino inducirle á Consilio antes que<á z»/ para concertar la paz. ;Era éste el primer designio de Tiberio ó el que hubo de adoptar al ver que no podía destruir el imperio de Marbod?

(i) Dión, LV, 13.

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pedir dinero para el ejército no sólo á las provincias, pero también á Italia. Seguramente era justo que Ita- lia, de tal manera enriquecida durante los últimos trein- ta años, soportase una parte al menos de los gastos mi- litares, de los que obtenía más beneficios que cualquier otra región del imperio. Si las legiones hacían tan rudas campañas en Iliria, en Panonia, en Germania, ¿no era para que los propietarios de la Italia del Norte y de la Italia Central pudieran vender sus vinos con seguridad á los pueblos bárbaros ó semi-bárbaros de las provin- cias de Europa? Pero Italia estaba tan habituada duran- te siglos á no pagar impuestos, que se necesitaba un espíritu más recto y más resuelto que el de Augusto para pensar una cosa tan temeraria. Lo que pertenece á Augusto en este asunto, es, sin duda, la infinita pru- dencia con que lo condujo. No queriendo precipitar nada, se sirvió ahora de su poder proconsular, y sin dar ninguna explicación sobre las razones de esta me- dida, ordenó que se hiciese el empadronamiento de to- das las personas que poseyesen más de 200.000 sester- cios: aparentemente eran estas las víctimas en que se pensaba para el próximo sacrificio (i). En fin, después de tantos años, Augusto también se atrevió á abordar

(i) Dión, LV, 13: paréceme que no puede explicarse ese empa- dronamiento sin ver en él la preparación para un impuesto directo. ^Cómo explicar de otra manera el hecho de que Augusto no hiciese el empadronamiento de las fortunas menos elevadas por temor de una revolución? Podría objetarse que para el impuesto sobre las he- rencias, introducido en seguida, no era necesario comenzar por un empadronamiento de las fortunas. Pero en este momento aún no se pensaba en el impuesto sobre las herencias: el empadronamiento po- dría servir para preparar otros impuestos.

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la gran cuestión de los matrimonios sin hijos, y procu- ró impedir á la burguesía acomodada y al orden ecues- tre que pasase por las mallas de la lex de maritandis ordinibus. Los caballeros, las clases medias, el gran pú- blico no se habían engañado al mostrar tanta aversión por Tiberio y tanta admiración por Cayo y Lucio Cé- sar; apenas Tiberio volvió al gobierno, cuando Augusto se atrevió á proponer esta ley tan temida, que colocaba á los casados sin hijos en la misma situación que á los célibes (i). Esta ley se llamaba probablemente lex Julia caducaría y tenía un fin social y á la vez un fin fiscal. Quería obligar á los esposos tener hijos, asimilando la esterilidad al celibato, y castigándolo con las mismas penas prescriptas en la ley sobre el matrimonio, al

(i) JOrs (Die Ehegesetze des Aiigustus , Marbourgo, 1894, págs. 49 y sig.)me parece haber demostrado claramente y de manera definitiva estos tres puntos: i.°, que entre la lex demaritandis ordiiiihis y la lex Papia Poppaa hay que colocar una tercera ley, á la que alude Sue- tonio como una modificación de la primera (Augtisto, 34): hanc quum aliqtcanto severiiis quam caeteras eme?idasset, prae tunmltu reaisan- tium perferre no7t pottiit: nisi adempia demum lenilave parte pcetia- rum^ et vacatio/ie tr/nnii data auctisque praemiis; 2", que esta ley, que reforzaba la lex de maritandis ordinibus se propuso en el año 4 después de Cristo, y se suspendió dos veces, la primera durante tres añosj y la segunda durante dos, pues no hay motivo para dudar de la aserción de Dión (LVI, 7) sobre este punto; 3.°, que la lex Papia Poppíta fué una atenuación introducida en la ley del año 4, con la cual atenuación se procuró hacer posible la aplicación de una parte al menos de las ideas que habían dictado la ley del año 4. Como Dión (LVI, 10) nos dice que la lex Papia Poppcea xoùg Ss YeyaiJiTj- xÓTag àTiò t£5v ayúvwv xto twv £raxi|j,íü)v Stacpópq) SiExwpt-os; como sabemos que \s,<lex de maritandis ordinibus sólo hería á los célibes y no alcanzaba á los orbi, resulta qae, pues la lex Papia Poppma que estableció una diferencia entre los célibes y los orbi^ era una

2/0 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

mismo tiempo quería llenar las cajas públicas, dispo- niendo que las herencias dejadas á los célibes y á los orbi, inaptos para heredar, no se asignarían á los otros herederos según las reglas del derecho antiguo, sino que ingresarían en el Tesoro público.

Gracias á Tiberio, el partido tradicionalista volvía á hacerse poderoso; continuaba la obra iniciada con las grandes leyes sociales del año i8 é interrumpida en se- guida por las discordias de la nobleza, por las ideas de la nueva generación y también por la debilidad de Au- gusto. Después de haber procurado en el año i8 curar á la aristocracia de su egoísmo y de sus vicios, este

atenuación de la ley del año 4, ésta había tenido que equiparar á unos y otros, es decir, extender al órbitas las penas y las inferiori- dades que recaían sobre el celibato. Esto es bastante verosímil; como hemos observado ya varias veces, los diez primeros capítulos del li- bro LVI de Diún nos revelan que en los treinta años que siguieron á la promulgación de las grandes le3^es sociales, la cuestión de \&orbitas se hizo muy grave: para evitar las molestias de la lex Julia se ca- saba mucha gente; pero se difundió la costumbre de no tener hijos, sobre todo entre las familias acomodadas del orden ecuestre. El par- tido que había reclamado la ley sobre el matrimonio debía pedir que se hiciese eficaz mediante una ley sobre la órbitas; y no es nada sorprendente que la ley se dictase en el año 4, esto es, después de la vuelta de Tiberio al poder. Tiberio, que era un conservador y un tradicionalista debía aprobar estas leyes; el hecho de que la ley de que aquí se trata se propusiese inmediatamente después de su vuelta al poder, es una nueva prueba de ello, y nos ayuda á explicar las ra- zones por las que parte considerable de Italia sentía por Tiberio tan tenaz aversión. El gobierno de éste significaba la ley contra la órbi- tas. ¿Pero, cuál fué esa ley misteriosa del año 4? Ulpiano (Frag. XXVIII) habla de una lex Jidia caducarla^ de la que no se trata en ninguna otra parte. Como la \ex Papia Poppcea fué una atenuación de la ley del año 4 y trató á fondo la cuestión de las caduca ¿no ha-

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partido emprendía ahora el trabajo de someter al mis- mo trato á las clases medias. Si la lex de maritandis or- dinibus y la lex de adulteriis concernían principalmente á la nobleza, la lex caducaría iba dirigida contra el or-, den ecuestre, cuya voluntaria esterilidad amenazaba con transferir el imperio á los libertos ó á los búbditos. Pero el orden ecuestre era más numeroso, más enérgi- co y tenía también más necesidades que la nobleza. Por otra parte, Tiberio, verdadero autor de la ley, se vio obligado á permanecer hasta el mes de Diciembre en Germania (i), donde, gracias á negociaciones hábil- mente conducidas y también á una rápida marcha, so-

bra, que ver en esta lex Juba caducaría la ley del año 4? Tácito (Aii., III, 25) nos dice claramente que uno de los fines de la lex Pa- pia Poppcea fué aumentar las rentas del Estado, y esta es una dife- rencia esencial entre la ley Papia Poppcca y la ley de maritandis ordiiiibus^ diferencia que los historiadores han tenido poco en cuen- ta: Papia PoppLta quant senior Angus his post Julia rogationes^ in- citandis coehbum pcenis et augendo aerarlo sanxerat... A partir de este año se ve al gobierno ocuparse con cuidado de la hacienda, y no es inverosímil que la ley del año 4 no ha3'a tenido simplemente por objeto de hacer menos frecuente la órbitas, sino procurar tam- bién nuevos recursos al Estado, lo que convendría bien á la lex ca- ducaría. En suma, se pudo dictar una ley que concediese al Estado las herencias dejadas á los célibes y que al mismo tiempo asimilase los orbi á los célibes. Como la ley Papia Poppcea reconocía antes del derecho del Estado el derecho de los parientes hasta el tercer grado, y también el de los dimás herederos que tenían hijos, supongo que la lex Julia caducaría concedía inmediatamente estas herencias al Estado, y que en seguida la ley Papia Poppcea introdujo esa ate- - nuación. Pero conviene observar que solo se trata aquí de conjeturas muy inciertas.

(i) Veleyo Patérculo, II, cv, 3: anni ejus aestiva usque in men- scm Decembrem producía...

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metió todos los pueblos que habitaban entre el Rhin y el Weser, hasta el Océano, y donde realizó sus grandes preparativos para la gran campaña del año siguiente. Augusto, pues, estaba solo en Roma cuando se presen- tó la ley á los comicios. Menos intimidados por su vejez de lo que hubiesen sido por la presencia de Tiberio en Roma, los caballeros se opusieron ahora, intentando impedir que se aprobase la ley (i). Era mucha la gente

(i) Suetonio (A?eg.., 34): /rae tumiíltu reatsantium perferreii07t potuit: nisi adempia denmni lenitave parte pocnarum et vacatione trieiinii data... Si se comparan estas líneas tan concisas con el pasa- je de Dión (LVI, 7), adviértese fácilmente que, así como Dión ha ol- vidado la ley del año 4 para hablar solamente de la ley Papia Pop- pcea., Suetonio, por otra parte, confunde no haciendo de ellas más que una ley la del año 4 con la ley Papia Poppcea. Para conocer la verdad hay que completar ambos textos, pues uno y otro son por solos imperfectos. La vacatio triemiii á la cual se alude en Suetonio, nos la confirma Dión, el cual añade que después de esta primera va- catio hubo otra de dos años, de la que no habla Suetonio. Pero pue- de verse en Dión que la ley fué periata en su forma más rigurosa^ aunque no se aplicase inmediatamente. Esto estaría, pues, en con- tradicción con lo que dice Suetonio (nisi adempia demìim lenitave parte poenanim) si se tomase á la letra. Pero todo se explica admi- tiendo que con estas palabras alude Suetonio á la ley Papia Poppcea que fué una atenuación de la lex caducaría. Con su frase concisa .Suetonio confunde en una ambas leyes, lo que históricamente es un error; pero que no estaba muy lejos de la realidad, pues en puridad, si la ley del año 4 íuc periata, sólo se aplicó como Dión nos dice claramente en la forma más benigna de la lex Papia Poppcea, es decir, nisi adempia demnm lenitave parte poenanim. Así, aunque en forma menos precisa, Suetonio confirma á Dión; es decir, que la ley del año 4 no se aplicó, sino que Augusto tuvo que conceder primero prórrogas, una de tres y otra de dos años, y que al cabo de- la segunda tuvo que sustituir á la antigua ley otra menos severa, la Papia Poppcea.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 273

que se veía amenazada de perder parte de las herencias con que contaba. Una verdadera coalición se formó contra la lej^; se vio á las clases acomodadas y conser- vadoras, furiosas contra la ley, amenazar con servirse de las armas revolucionarias que tan hábilmente había esgrimido Clodio; los caballeros profirieron tales voci- feraciones y amenazas y se entregaron en múltiples ocasiones á tan violentas manifestaciones públicas, que Augusto acabó por sentir miedo é introdujo en la ley una cláusula que difería su aplicación por tres años: era dar el tiempo necesario para ponerse de acuerdo con la ley y tener un hijo por lo menos. Pero esta débil con- cesión no bastaba para tranquilizar á los furiosos caba- lleros, y á todos aquéllos ¡eran tan numerosos! cu- yos intereses lesionaba la ley; y el despecho que causó este nuevo freno impuesto al egoísmo aún aumentó la aversión pública contra Tiberio que, durante este tiem- po, se ocupaba en las cosas germánicas. Continuando el antiguo plan de Agripa, concibió un doble movimiento de las flotas y de las legiones: él mismo atravesaría al frente de un fuerte ejército la Germania entera hasta el Elba, mientra^ que otro ejército seguiría las costas del mar del Norte, y concentrándose en la desembocadura del Elba, llevaría á Tiberio los víveres, el material, los refuerzos necesarios para pasar el Elba, someter á los pueblos refugiados allende este gran río, y aislar así á Marbod en el Norte, ó bien para volver en seguridad apenas terminada la expedición (i). El plan era tan vas- to, que para prepararlo todo hubiese reclamado la pre- sencia de Tiberio en Germania durante todo el invier-

(i) Veleyo Patérculo, II, 106.

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no. Sin embargo, en el mes de Diciembre regresó á Ita- lia para volver otra vez á Germania al principio de la primavera. Por graves que fuesen los asuntos germáni- cos, este rápido viaje era necesario; pues hacía falta en Roma para resolver la cuestión militar y la cuestión fiscal. También sobre este punto tenía Tiberio ideas sabias y justas. Haciendo falta el dinero, no podía pen- sarse en satisfacer las inmoderadas exigencias que ha- bía engendrado en el ejército la falta de disciplina del precedente decenio. Al contrario, era preciso decidirse á no aplicar ya la imposible ley militar del año 14 }'• á resucitar la antigua regla del servicio de veinte años. Pero si, como de ordinario, Augusto había procurado durante largos años eludir por todos los medios las di- ficultades y encontrado diversos pretextos para tener á los soldados bajo las armas pasado el tiempo legal, en cambio Tiberio sólo quería salir de esa situación por el recto camino y sin recurrir á procedimientos de mala fe que irritaban á los soldados. Propuso, pues, restablecer el servicio de veinte años para los legionarios, el de ca- torce para los pretorianos; prometer para el momento de ser licenciados una prima de 12.000 séstercios á los legionarios, de 20.000 á los pretorianos; pero al mismo tiempo quería fundar una caja especial, un presupuesto aparte para las pensiones militares, que se fomentaj^a con rentas particulares y suficientes. De esta suerte las pensiones de los veteranos no quedarían expuestas á numerosos accidentes que hinchaban ó vaciaban de uno á otro mes el Tesoro de la vieja república. Las condi- ciones del servicio podrían ser duras, pero claras y pre- cisas. La república, por su parte, cumpliría sus com- promisos: tal parece haber sido la idea de Tiberio. Y la

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nueva ley militar se aprobó, probablemente, á principios del año 5 (i). En cambio, el nuevo impuesto que había de nutrir la caja no se aprobó en seguida. Era difícil averiguar qué impuesto rendiría más y descontentaría menos, y se tuvo idea de encargar á una comisión de senadores que estudiase á fondo la cuestión (2).

Es probable que por esta época, y á instancias de Ti- berio, constituyó el Senado la provincia de Mesia al Norte de Tracia y de Macedonia, desde Dalmacia hasta el mar Negro, á lo largo del curso inferior del Danubio, enviando tres de las legiones acantonadas en Panonia y en Dalmacia. Estas regiones estaban ocupadas pri- mitivamente por pequeños principados bajo la protec- ción de Roma: formando con ellos una provincia se quiso reforzar aparentemente la defensa de las bocas del Danubio contra los getas (3). Luego regresó Tiberio á Germania, donde al comenzar la primavera empezó su gran expedición. La flota descendió por el Rhin y por el canal de Druso al mar del Norte; avanzó atrevi-

(i) Dión, LV, 23.

(2) En electo, á una comisión parece aludir Dión, LV, 24.

(3) Es una hipótesis, pero me parece bastante fundada. Ovidio (Tristes, II, 199: escrito en el año 9 después de Cristo) dice del país donde estaba relegado: //¿ec est Ausonio sub jure novissima... Si esta indicación es exacta, Mesia sería reducida á provincia romana entre el año 3 antes de Cristo -en que Paflagonia se redujo á provincia romana y el año 9 después de Cristo. Pero un pasaje de Dión (LV, 29) nos revela que en el año 6 después de Cristo había ya un gober- nador de la Mesia con tropas á sus órdenes. Mesia, pues, fué redu-

'cida á provincia romana entre el año 3 antes de Cristo y el 6 des- pués de El. He supuesto que este cambio se produjo después de la llamada de Tiberio: en efecto, esto debió formar parte de las medi- das adoptadas para reforzar la defensa de las provincias.

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damente por el Norte costeando á Jutlandia hasta Skagerrak; contempló con curiosidad y emoción el in- menso y frío Océano, que ningún ojo romano aún había contemplado; en esta remota península encontró los restos de un pueblo muy célebre y temido un siglo an- tes, los cimbrios (i). Este pueblecillo, que vivía obscura- mente en una región tan inculta y apartada, era lo único que quedaba de la inmensa ola humana que había devastado gran parte de Europa antes de llegar á estrellarse en el valle del Po. No fué difícil al ejército romano infundirle miedo, de inducirle á suscribir un tratado de amistad y á que enviase embajadores lle- vando como presente á Augusto un recipiente con agua lustrai, antigua y venerada, y pedirle perdón por el daño que sus antepasados habían causado á Italia (2). La flota descendió luego hacia el Sur, entró en el Elba, y remontó el curso de este río. Durante este tiempo. Tiberio obligaba á hacer al ejército desde el Rhin hasta el Elba una marcha de cuatrocientas millas por un camino que nos es imposible determinar: por él, muchos pueblos acudieron á sometérsele: combatió y redujo á los lombardos que habían intentado oponér- sele. Llegado á orillas del Elba encontró su flota car-

(i) Mon. Anc, V, 15-16; Plinio, H. N., II, lxvii, 167 classe cir- cumvecta ad Cimbroriirn promirnturium. Relacionando estos textos- con el de Vele3fo Patérculo (II, cvi, 3), se ve que las expediciones de que hablan el Mon. de Anc. y Plinio se realizaron este año, siendo dirigidas por Tiberio.

(2) Estrabón, VII, 11, i: es muy probable que esta embajada se enviase después de la expedición de Tiberio á Jutlaadia, siendo una consecuencia de ella.

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gada de víveres y material de guerra (i). Pero en la otra orilla se reunían grandes masas armadas, que habían acudido de todas partes para defender al menos €sta última frontera. Los dos ejércitos se contemplaron cara á cara durante varios días; de tiempo en tiempo avanzaba la flota romana infundiendo temor en los bár- baros, que huían; se entablaron conferencias. En fin, un jefe germano pidió ver á César; entró en el campa- mento romano que se le ofreció en su aspecto más marcial; fué autorizado para presentarse ante Tiberio, que le recibió con toda la gravedad romana y en acti- tud de semidiós. El bárbaro contempló largo tiempo y en silencio á este hombre que simbolizaba el poder fa- buloso de la ciudad remota, á la que todo el mundo volvía los ojos (2). Concertáronse nuevos tratados de paz; luego el ejército y la flota desandaron el largo ca- mino por donde habían venido. Tiberio había sabido reavivar en el espíritu de estos bárbaros superficiales y ligeros la idea del poder romano, casi sin librar un com- bate, por una gran ostentación de sus fuerzas, mos- trándoles que un ejército romano podría cuando qui- siera cruzar con seguridad á Germania de un extremo á ■otro. En efecto, dos otros pueblos, los senones y los carides ó carudes, impresionados por esta marcha, acordaron enviar embajadas á Roma, á la gran metró- poli (3). Desgraciadamente, el agotamiento senil que padecía el Senado realizaba rápidos progresos. Este

(i) Veleyo Patérculo, II, 106.

(2) ídem, id., II, 107.

(3) Mon. Anc, V, i6-i8.

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mismo año hubo que obligar á los antiguos tribunos y cuestores designados por la suerte á aceptar la edilidad, pues nadie quería ya este cargo (i); y los senadores á quienes se había encargado de buscar el nuevo im- puesto necesario para las pensiones de los soldados de- clararon haber buscado bien sin encontrar nada (2). Convenían todos en que era preciso cuidar de los sol- dados, asegurar al tesoro militar abundantes recursos, pero á cada impuesto que se proponía se le hacía al- guna objeción, de suerte que ninguno se aprobaba. En realidad, la solicitud por los veteranos que habían en- vejecido defendiendo el Rhin y el Danubio, disimulaba mal el egoísmo intratable de los propietarios que no querían impuestos nuevos. La lex caducaría produjo tal descontento contra x*\ugusto, contra Tiberio y con- tra el gobierno, que nadie se atrevió á irritar más á las clases medias, al orden de los caballeros, á los ricos plebeyos. Pero Tiberio volvió á Roma durante el in- vierno del año 5 y (5, después de su gran marcha hasta el Rhin (3), preocupándose poco de la irritación pública, siempre decidido á que la ley militar no fuese para los soldados un nuevo engaño. Así vemos á Augusto á co- mienzos del año proceder á la constitución del tesoro militar con numerosas y rápidas medidas: fuerte to- davía en su caja personal, entregó al nuevo tesoro mi-

(i> Dión, LV, 24.

\2) ídem, LV, 25; ¡ar/Sscs Ttòpog àpéaxcov xtatv eúptaxsxo

(3) Veleyo Patérculo, II, cvii, 3... eadem qua priore anno festi- natione urbem petens. Esta prisa nos demuestra que Tiberio quería vigilar los negocios interiores que corrían gran riesgo si sólo Au- gusto se ocupaba en ellos.

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litar en nombre propio y en el de Tiberio 170 mi- llones de sestercios (1); rogó á los soberanos y á las ciudades aliadas que se comprometiesen á entregar ciertas sumas (2); en fin, escogió entre los impuestos propuestos el que se sometería á los comicios y al Se- nado, un impuesto de la vigésima parte sobre todas las herencias y legados, excepto de los que se dejasen á los próximos parientes y á los pobres (3). Así, después de la lex caducaría, tan desagradable á las clases aco- modadas, se propuso un impuesto sobre las herencias, aún más desagradable. Las protestas surgieron de todas partes. ;Es que se pretendía confiscar las fortunas de las familias, restablecer las proscripciones por procedi- mientos legales, no sólo en detrimento de las fami- lias ricas, si no de todos los que poseían algo? El descontento no tardó en crecer; la proposición fué sev^eramente juzgada y atrajo sobre Tiberio nuevas enemistades, hasta el punto de que, para evitar disen- siones y réplicas Augusto dio un pequeño golpe de Estado, y pretendió haber encontrado la proposición entre los papeles de César. Debía, pues, considerarse aplicable como consecuencia del famoso senato-con- sulto del 17 de Marzo del año 44 antes de Cristo. Esta fué la última aplicación de los papeles de César, que constituyeron la más famosa superchería jamás inven- tada por los partidos políticos de Roma (4). Para con- tentar en seguida á cuantos pretendían que los antiguos

(i) Mon. Anc, III, 35-39; Dión, LV,*25.

(2) Dión, LV, 25.

(3) ídem, LV, 25.

(4) ídem, LV, 25.

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impuestos hubiesen bastado para todas las necesidades, si no se despilfarraban ni se hacía con ellos excesivos gastos, Augusto propuso que una comisión compuesta por tres consulares escogidos á la suerte, se encargase de examinar todos los gastos, de reducir los que pare- cían muy elevados, de suprimir los que eran inútiles, y también todos los abusos y derroches (i).

En verdad, Tiberio no había perdido el tiempo. En menos de dos años había creado una nueva provincia, realzado el prestigio del nombre romano entre los pue- blos germánicos, orientado hacia una solución la cues- tión fiscal y militar, comunicado algún vigor á los órga- nos principales del Estado, en fin, dado otra vez cierta boga á las ideas tradicionalistas y clásicas. En la gente se produjo alguna reacción. El mismo Ovidio, el poeta de las mujeres galantes y de las queriditas deprav-adas, parecía haberse corregido. En efecto, hacía algún tiem- po que se había puesto á imitar á Virgilio, y componía un poema nacional, los Bastos y un poema moral y mi- tológico, las Metamorfosis. En el primero reconstruía en verso la obra de Verrio Flaco, y ponía en hermosos dís- ticos el calendario, es decir, día por día, las fábulas mí- ticas, los hechos históricos, las fiestas cuyo recuerdo ó celebración se reproducían. En el segundo refería las fábulas más atractivas de la mitología, ligándolas con un débil hilo. Así, pues, también Ovidio parecía echar de menos la sencillez y la inocencia de las antiguas generaciones, de la edad del oro; veneraba la tra- dición en sus recuerdos y en los monumentos más solemnes; prosternábase ante los dioses seculares de

(i) Dión, LV, 25.

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Roma; se emocionaba con tierna piedad en los templos donde Roma había orado, ante los ritos sagrados que había observado mientras superaba á los demás pueblos del mundo mediterráneo. Suspiraba, veneraba, se pros- ternaba, él que se había entregado tanto tiempo á la alegría lasciva de la poesía erótica, y aportaba á estas obras más graves la misma facilidad, la misma elegan- cia, igual distinción; pero al propio tiempo mezclaba á la alta poesía del pasado y de la tradición sentimien- tos completamente nuevos y modernos, llegando á confundirlo todo con tal habilidad, que es casi imposi- ble diferenciar lo viejo de lo nuevo. El primero entre los escritores romanos, Ovidio, admite con los antiguos cultos de Roma como si también fuese antiguo el culto de Augusto y de su familia, que apenas comenza- ba á nacer en la conciencia de las clases medias de Ita- lia; entre los himnos y elogios de los demás dioses, es el primero que no olvida de hablar de las «santas ma- nos», de la «santa persona», del «numen», de la «inte- ligencia celeste» de Augusto y de Tiberio, esperando que pueda dirigir las adulaciones á Livia y á Germáni- co. ¡Cuan grande la diferencia que le separa de la sos- tenida gravedad de Horacio y de Virgilio! Ovidio es si- multáneamente el poeta de la moribunda tradición na- cional y del naciente sentimiento monárquico, del amor lascivo y de la religión austera; pero es el poeta de to- das estas cosas contradictorias con indiferencia, sin esforzarse como Virgilio, en conciliar en su esencia es- .tos contrarios; sólo se preocupa de procurar fundirlos en su aspecto exterior. Ovidio representa muy bien el espíritu frivolo é indisciplinado de su generación, de esta nueva aristocracia en que los caracteres individua-

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les, no modelados ya por una fuerte tradición y una educación sistemática, si no expuestos á las más diver- sas y opuestas influencias podían desenvolverse libre- mente en todas direcciones rematando lo mismo en el vicio que en la virtud, en el heroísmo que en la cobar- día, en la austeridad que en la intemperancia, en la in- teligencia que en la imbecilidad. Los buenos, los me- diocres, los malos se confundían en sus filas como en la familia de Augusto, que tan bien representaba á la aristocracia de esta época. Germánico y Agripina fo'"- maban una pareja ejemplar que recordaba á Druso y á Antonia en la memoria de los romanos. Germánico era amable, generoso, dispuesto siempre á defender en los tribunales, como los nobles de antaño, las causas de los más obscuros plebeyos, con tenacidad y elocuencia admirables: daba á la juventud un excelente ejemplo de actividad, de celo cívico, de puras costumbres (i). Agripina era una esposa fiel, una madre fecunda: des- deñaba el lujo y los gastos inútiles; estaba orguUosa, demasiado orguUosa de misma, de su marido, de sus hijos, de sus virtudes romanas. Tenían ya un hijo y se dedicaban á observar la lex Jtilia de niaritandis ordini- bus con celo verdaderamente ejemplar. En cambio, en su hermano menor, ese otro Claudio siempre enfermo desde la niñez, que había parecido idiota, la inteligen- cia se desarrolló con los años, pero de una manera singular y extraña, como un árbol, del cual sólo una rama se pone á crecer, muy larga, pero torcida y mons- truosa. Claudio sentía aptitudes y gusto para diferentes estudios, para la literatura, la elocuencia y la arqueo-

(ij Suetonio, Cía., 3.

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logia (i); Tito Livio liasta le aconsejaba que se dedi- case á la historia (2); y sin embargo, en todas las cosas prácticas, aun en las más sencillas, daba pruebas de in- curable estolidez, y tan incapaz era de aprender las re- glas elementales del saber vivir, que Augusto, no- obs- tante su prisa en presentar al público y preparar para las magistraturas á sus hijos y nietos, se veía obligada á esconderle (3). En efecto, ocurría que si llegaba á tomar parte en un banquete, en una fiesta, en una ce- remonia, en una reunión cualquiera, cometía siempre alguna tontería que hacía reír á todo el mundo (4). Siempre entre sus libros, resultaba huraño, tan ingenuo y tan tímido, que era como un juguete en manos de sus criados, de sus preceptores y de sus libertos; á pesar de su credulidad era imposible educarle, pues los castigos eran tan impotentes como los halagos para infundir en su espíritu las nociones más sencillas, á pesar de aco- ger ideas complicadas y difíciles; de constitución débil, pero de voracidad y sensualidad casi animales, Claudio era para toda la familia un enigma cruel. «Cuando dis- pone de todos sus elementos decía Augusto á Livia - se ve brillar la nobleza de su espíritu». Y en otra carta: «¡Oh, Livia mía, que me muera, si recibí jamás tan gran sorpresa! He oído declamar á Claudio, y me ha gustado; sí, me ha gustado. No me explico que un hom- bre que tan mal se expresa ordinariamente, pueda ha-

(i) Suetonio, Claudio, 3: discipiiiüs aufem liberalibus ab aetate prima non mediocre»t operam dedit. (2) Suetonio, Claudio, 41. Í3) ídem, id., 2. (4) ídem, id., 4. '

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blar tan bien en público» (i). Claudio, pues, no era un tonto; pero su inteligencia era incompleta y desequili- brada como la de ciertos epilépticos; era uno de esos eruditos que, estultos y ridículos en sus relaciones con los otros hombres, pueden mostrar originalidad é inte- ligencia cuando se refugian en algún rincón solitario del vasto mundo de las ideas, sin contacto con el gé- nero humano, á no ser por mediación de la cocinera que les prepara las comidas. Desgraciadamente, si hoy es fácil colocar á uno de estos eruditos en una Universi- dad, en cam.bio no era cómodo soportar su presencia en casa de Augusto, donde se buscaban administradores y guerreros capaces de hacer la historia, y no discípulos de Tito Livio, que sólo hubiesen sido aptos para escri- birla; y así, dejándole que se corrigiera, diósele de lado, confiándole á su preceptor que, según parece, no le es- catimaba los golpes. Sin embargo, si Claudio era estul- to, á nadie molestaba y se le podía tener en casa. Al contrario, á medida que crecía Agripa Postumo, pare- cía afectado de una brutal estupidez; no quería estudiar ni hacer nada serio; derrochaba el tiempo en ridículos placeres y se le ofrecía como ejemplo de jóvenes; había tomado aversión á Livia, insultándola de una manera espantosa y acusándola de haberle robado, de acuerdo con Augusto, la herencia de su padre (2). Por otra par- te, su hermana Julia, casada hacía algún tiempo con un gran señor de Roma, L. Emilio Paulo, tenía con su ma- dre un parecido inquietante. Amaba la literatura y la juventud; sobre todo, era aficionada al lujo y gastaba ya

(i) Suetonio, Claudio^ 4. (2) Dión, LV, 32.

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SU fortuna á manos llenas en un palacio suntuoso, construido á despecho de todas las leyes suntuarias he- chas por Augusto (i). Ovidio figuraba entre sus ami- gos. Al contrario, Druso, hijo de Tiberio, casado con Livilla, hermana de Germánico y de Claudio, era un jo- ven serio, aunque algunas veces se dejase arrebatar por su violento carácter.

Esta aristocracia tan desigual y heteróclita, llena de vicios, de virtudes, de tendencias, de caracteres opues- tos; este orden de caballeros, ó para emplear un len- guaje más moderno, esta burguesía integrada en todos sitios, parte de la cual era muy moderna é ignorante, más deseosa de explotar el poder mundial de Italia que de soportar las cargas necesarias para conservar este poder, constituían elementos muy mediocres y poco se- guros para gobernar. En efecto, apesar de los conside- rables servicios prestados por Tiberio durante año y medio, el público le seguía adverso y se negaba más que nunca á concederle su confianza. La ley del año 4 y el nuevo impuesto hacían temer otra vez que Tibe- rio fuese algún día el sucesor de Augusto; Italia, es de- cir, las clases acomodadas, influyentes y que pensaban con cordura si se quiere, mal pensadas) se preocupa- ban menos del poder romano en Germania ó de la se- guridad de la lejana frontera romana, que de la lex ca- dtica?'ia que había de aplicarse poco después de pasado un año, ó del impuesto que deseaba fijarse sobre las ' herencias. En tales condiciones, la más alta y ardiente ambición tenía que contentarse con impedir el mal an- tes que pretender hacer bien. Solo, impopular, ayudado

(i) Suetonio, Augusto^ 72.

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linicamente por algunos amigos, abrumado por los acontecimientos que le obligaban á obrar sin demora, Tiberio carecía del tiempo y del medio para renovar las viejas ruedas del gobierno romano. En efecto, á prin- cipios del año 6, Tiberio había tenido que partir sin tardanza para realizar el plan concebido contra Marbod, y que consistía en invadir á Bohemia con dos ejércitos. Uno al mando de Cayo Sencio Saturnino, el cónsul del año 4, procedería del Rhin, de Maguncia, y marcharía hacia el Este, atravesando las selvas de los catos; otro, el ejército de Panonia, que conduciría él mismo, par- tiendo de las fronteras de Nórica, de Carnonte, avanza- ría hacia el Norte (i). ^Consistía la intención de Tiberio en destruir el reino de Marbod, ó solamente obligarle á aceptar una especie de protectorado? Parece imposible decirlo. Sea de ello lo que quiera, al realizar esta expe- dición, Tiberio consumaba la gran evolución de la es- trategia que, impuesta por la decadencia militar, cada vez más acentuada, había comenzado con Agripa: á los pequeños ejércitos móviles, rápidos é indivisibles de César, sustituyó los grandes ejércitos provistos de pe- sados bagajes, que había que dividir y conducir al cam- po de batalla por diferentes caminos. Siempre ocurre lo mismo cuando el soldado pierde parte de su valor: los ejércitos se hacen mayores, el armamento se complica y perfecciona, los movimientos se entorpecen. Desgra- ciadamente, mientras que Tiberio se preparaba para in- vadir á Bohemia en Roma, se produjeron grandes des- órdenes á consecuencia de una miseria causada sin duda por las malas cosechas y también por la habitual

(i) Veleyo, II, 109, 5.

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negligencia de los magistrados encargados de la anona. La importación privada, que no era abundante, ni si- quiera en los años buenos, aún había disminuido, y el Estado, que con sus gratuitas distribuciones ayudaba á Roma hasta en los años normales para evitar el hambre, se vio reducido á tenerle que suministrar él solo todo el pan. Augusto ordenó que se doblase la dis- tribución ordinaria del trigo (i), y quizás adoptó otras medidas, que no fueron suficientes; el mal empeoró, y se propuso una ley ordenando que la anona ya no se confiase á los consulares, si no á los pi-ccfecti frumenti dandi (2). Pero, para rellenar los graneros vacíos no bastaba con aumentar la dignidad de los magistrados encargados de comprar el trigo; necesitábanse barcos, hombres, dinero, y se carecía de todo; así, una vez más, padeció de hambre la metrópoli del imperio. Como no podía aumentarse las provisiones de trigo, se tuvo que apelar á un recurso supremo, y se disminuyó el núme- ro de bocas. Augusto dio el ejemplo alejando de Roma y enviando á sus tierras y á otras ciudades gran nú- mero de sus esclavos y libertos; los ricos imitaron su ejemplo; todos los extranjeros fueron expulsados de

(i) Dión, LV, 26. La cuestión del aprovisionamiento de trigo permanece muy obscura. Sin embargo, me parece que no se ha pres'- tado bastante atención á este capítulo de Dión que suministra bue- nos argumentos á la tesis desque las distribuciones públicas sólo se hacían para ayudar y para completar el comercio privado; es decir, que casi todo el pueblo vivía comprando parte del trigo que consu- jnía y recibiendo la otra parte del Estado. Si todo el mundo hubiese vivido íntegramente de las distribuciones públicas, no se compren- dería por qué Augusto hubiese doblado la distribución ordinaria.

(2) Dión, LV, 26.

2»» GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Roma, excepto los preceptores y los médicos; salieron todos los gladiadores; se relevó á todos los senadores de la obligación de residir en Roma, acordando que las votaciones del Senado serían válidas, cualquiera que fuese el número de los senadores presentes (i). Pero, tan numerosas expulsiones no podían por menos de desorganizar completamente los servicios públicos, que ya iban bastante mal. En la ciudad medio vacía, los in- cendios fueron más frecuentes y violentos, y como na- die se preocupaba de extinguirlos, las llamas devoraron barrios enteros (2); la miseria se hacía general. La si- tuación política, tan tirante y confusa, acabó por sentir el contragolpe de esta crisis y de estos desastres. To- dos los que temían la aplicación de la ¿e.v caducaría; to- dos los que esperaban no pagar el impuesto acordado el año precedente; todos los que odiaban á Tiberio y temían su creciente influencia, se aprovecharon del mo- mento y atizaron el fuego de la indignación popular para asustar al gobierno; divulgáronse manifiestos se- diciosos excitando al pueblo contra Augusto, contra Tiberio, contra el Senado; un viento de protesta sopló sobre la ciudad, agitó los laureles triunfales, plantados por orden del Senado en el Palatino, ante la casa de Augusto (3). En la desesperación suscitada por tantas dificultades, el presidente quiso al menos adoptar rne- didas para que la ciudad no fuese totalmente devorada por las llamas y se atrevió ahora á contrariar á la tra-

(i) Dión, LV, 26; Orosio, VII, in, 6; Eusebio, 2022; Suetonio, Aug., 42.

(2) Dión, LV, 26.

(3) ídem, LV, 27.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 289

dición aristocrática y al rígido principio nacionalista. Reclutò diligentemente buen número de libertos po- bres, los dividió en siete grupos para los diferentes ba- rrios de la ciudad, los puso á las órdenes de un caba- llero, los encargó de apagar los incendios, como hicie- ron en otro tiempo los esclavos de Craso y de Rufo. Era esta, como es natural, una medida provisional; en cuanto se hubiese puesto término á este desor- den, se licenciarían los grupos (i). Entre tanto. Tiberio y Saturnino lentamente, con prudencia, llegaron á Bo- hemia sin encontrar ninguna resistencia. Parece que Marbod, deseando evitar una lucha con Roma, no quería dar la batalla, pues lo mismo debía temer el resultado, que fuese una victoria ó una derrota. Probablemente Tiberio debió lanzarse vigorosamente en persecución del enemigo que eludía su encuentro, si en el momento en que en su marcha convergente se acercaban ambos ejércitos, un suceso inesperado no hubiese cambiado hacia mediados del año ó el curso de la guerra contra los marcomanos y aumentado todavía más las dificul- tades de Roma: aprovechándose de la ausencia de las legiones, indignados de los requerimientos y de las re- clutas que Tiberio había ordenado para la campaña de Bohemia, y que se añadían á los tributos ya bastante pesados, los dálmatas se habían sublevado á las órde- nes de un tal Batón (2); fácilmente dieron cuenta de al-

(1) Dión, LV, 26: tüg xat 5t' oXíycu acfàg SiaXúatüv... Esta frase es importante: nos revela una vez más el oportunismo de todas las re- formas de Augusto.

(2) Dión, LV, 29: targ yàp lacpopaì^ iwv XPW^-'^^^ ®' AsXjJiáTa!, Papuvó)isvoi...

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29° GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

gunas tropas romanas que se habían quedado en la re- gión y su ejemplo suscitó en Panonia una gran insu- rrección que no tardó en apoderarse de toda Iliria. En todas partes se acuchilló á los romanos residentes en el país y á los mercaderes extranjeros (i), símbolos vi- sibles del mal obscuro que atormentaba á estos pue- blos agrícolas, explotados por una civilización más re- finada y poderosa; se confiscó y saqueó todos sus bie- nes; la juventud se llamó á las armas, poniéndose en Panonia á las órdenes de un jefe que, como el de los dálmatas, se llamaba Batón (2); si la insurrección no logró armar á 200.000 hombres como pretenden los historiadores de la antigüedad (3), al menos las dos provincias fueron invadidas por fuerzas considerables, parte de las cuales marchó contra Sermione, la ciudad más importante de Panonia, donde se habían refugiado los romanos (4).

Esta revolución ofrecía para Roma grandes peli- gros. Los panonios y los dálmatas eran de esos bár- baros á quienes Tiberio temía por conservar su tem- peramento militar y aprender á manejar las armas de Roma. Habían servido en gran número en las cohor- tes auxiliares, y habían aprendido ya las cosas que Marbod quería enseñar á sus marcomanos, la disciplina y la táctica romanas, la lengua latina, las costum- bres y las ideas de que podían servirse para com.batir á Roma (5). Además vivían cerca de Italia. Por Nauporto

(0

Veleyo Patérculo,

II,

ex, 6.

Í2j

Dión, LV, 29.

(3)

Veleyo Patérculo,

II,

ex, 3.

(4)

Dión, LV, 29.

(5)

Veleyo Patérculo,

II,

ex., 5

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 29 1

y Aquileya un ejército panonio podía en algunos días desembarcar en el valle del Po. En efecto, pronto se difundió en toda la Península la noticia de que los in- surrectos se preparaban para invadir á Italia; se creyó que la noticia era cierta; nadie se preguntó si tan gran empresa era verdaderamente posible, y se perdió en Roma el escaso buen sentido que p®día quedar después de tantas aventuras. El imperio vio entonces á esta Roma, que no había desconfiado cuando los jinetes de Aníbal caracoleaban ante sus muros ó cuando la gue- rra social se había desencadenado con todo su furor en Roma, llegada al más alto punto de su poder, el más increíble terror causado por los panonios y los dálma- tas. De todas partes se pidió con gritos de dolor que se acudiese en socorro de la capital para salvarla de la ruina y de la servidumbre que la amenazaban: en un instante pareció desaparecer la tenaz aversión que Ti- berio inspiraba: todos parecieron alegrarse de que Roma aún poseyese una espada bien afilada; de todas partes se suplicó á Augusto que llamase á Tiberio de Bohe- mia y se le propuso que adoptase los medios más radi- cales. Sea que también creyese en el peligro ó que qui-, siera aprovecharse del general terror para comunicar alguna fuerza al gobierno, Augusto no hizo nada para que cesase este»gran pánico; pero declaró ante el Se- nado que si no se adoptaban enérgicas medidas, el enemigo podía estar en diez días á las puertas de Roma (i); estas medidas las propuso inmediatamente al Senado. Ordenó á Cecina Severo, Gobernador de la Mesia y al rey de los tracios, Remetalces, que invadie-

(i) Veleyo Patérculo, II, cxi, i.

292 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

sen juntos á Panonia, el primero con sus tres legiones y dos más que llamó de Siria, el segundo con su ejér- cito (i); llamó las reservas; reclutò nuevos soldados (2); ya no dudó para encontrar dinero; á pesar de ser tan pobres, impuso un tributo á los germanos; en fin, para aumentar el ejército recurrió á los libertos y á los ex- tranjeros. Por una ley que propuso ó por un decreto que hizo aprobar al Senado, obligó á los senadores, á los caballeros y á las personas que poseían cierta fortu- na á suministrar, en razón de sus medios, determinado número de esclavos que, puestos en libertad y mante- nidos por sus patronos durante seis meses, habían de formar cohortes llamadas de voluntarii {2,). Reunidos de esta manera veteranos, nuevos reclutas, libertos, ex- tranjeros, fueron todos expedidos con diligencia á Ti- berio, en Siscia (4), donde poco á poco se concentraban los refuerzos, mientras que Cecina y Remetalces se es- forzaban en libertar á Sirmia (5).

Sólo Tiberio no había perdido la cabeza en medio del pánico universal. Conocía á los panonios y á los dál-

(i) Dión, LV, 29; Veleyo Patérculo II, cxiii. {2) Veleyo Patérculo, II, cxi, i.

(3) ídem, id., II, cxi, i; Suetonio Augtisto, 25; Dión, LV, 31; Ma- crobio, Sat.^ I, XI, 30.

(4) Veleyo Patérculo (II, cxiii, 3): regressus Sisciam. Esto de- muestra que la concentración de que habla Veleyo al principio del capítulo se realizó en Siscia, y por consecuencia, que Siscia aún es- taba en poder de los romanos; lo que también es una prueba de que las noticias sobre la insurrección eran muy exageradas. Dión lo con- firma diciendo que Tiberio y Mesalino se detuvieron el primer año en Siscia (LV. 30J.

(5) Más adelante lo consiguieron. Véase Dión, LV, 21.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 293

matas, contra los que había combatido durante mu- chos años, y aún considerando peligrosa la insurrec- ción, no por eso creyó que los insurrectos pudiesen in- vadir á Italia (i), no quiso, pues, abandonar precipita- damente á Bohemia para caer sobre Panonia como pedía la aterrorizada Italia; ante todo quiso continuar su campaña de Bohemia, no ya como lo había concebido al principio, sino de una manera honrosa y sin retirada precipitada. Sea que anduviese ya en negociaciones ó que renunciase á la idea de dar una gran batalla, ahora que tenía á retaguardia la insurrección de Panonia con- cibió la idea de un acuerdo, entabló negociaciones con Marbod, acertó á conducirlos con prudencia y suscri- bió un acuerdo satisfactorio. Sólo después de terminado éste probablemente á principios del Otoño volvió á Panonia, enviando por delante al gobernador de ella, Mesalino, hijo de Alesala Corvino (2). Entre tanto. Ce- cina y Remetalces habían libertado á Sirmia, después de un combate victorioso, pero muy sangriento (3). Esta ponderación y lentitud de Tiberio irritaron á

(i) Dión, LV, 30 y Vele}'© Patérculo, II, cxii, nos hace ver que Tiberio no se dio prisa en llevar la guerra á Panonia, pues el primer año se limitó á distribuir las legiones y los auxiliares en Panonia. Es fácil explicar este retraso; ante todo quiso terminar los asuntos de Bohemia.

(2) Dión, LV, 30; Veleyo Patérculo, II, cxii, r.

(3) Dión, LV, 29. Dión alude á dos combates empeñados este año por Cecina contra los insurrectos (LV, 20 y LV, 30); Veleyo (II, cxii, 4) que da más detalles, sólo habla de un combate. Pero como Veleyo parece decir que el combate de que habla se libró por los insurrec- tos contra los ejércitos que procedían de Mesia y de Tracia, me in- clino á creer que se trata del primer combate de que habla Dión.

294 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Italia, que hubiese querido una marcha fulminante y aplastar inmediatamente á los insurrectos. Y comenza- ron á levantarse rumores; pretendíase que Tiberio que- ría prolongar la guerra para permanecer al frente de un inmenso ejército (i), Pero este aristócrata que llevaba en la sangre el desprecio de la opinión pública, que nunca ni por nada pedía consejo á nadie (2), no era verdaderamente hombre para prestar oídos á los con- sejos de los charlatanes del Foro. Cuando llegado á Siscia hubo incorporado el ejército que llevó de Bohe- mia á las fuerzas que le enviaron de Italia, pudo estu- diar la situación con más calma y concibió un plan que era completamente opuesto al que se deseaba y se esperaba en Italia. Mientras que en Roma, donde pron- to se pasaba del miedo á la fanfarronería, esperaban todos que de un día á otro hiciese morder el polvo á

(i) Dión, 31. Dión atribuj'e esta sospecha á Augusto; pero en realidad fué la gente y sus enemigos quienes sospecharon de Tibe- rio. Que éste fué acusado por el pueblo y también por el ejército de prolongar la guerra, nos lo confirma directamente Veleyo, que en di- ferentes ocasiones y con mucho calor toma la defensa de Tiberio y le celebra de haber dirigido la guerra, ocupándose solamente del éxito y no de los aplausos de la muchedumbre (quae probatida es- sente non qiiae utique probarentur sequens, I, cxiii, 2: aiite conscien- tlae qiiam famae consultum; II, cxv, 5). Si, como creo, la carta de que Tiberio nos conservó un fragmento es de esta época, el mismo Augusto nos da á entender que mucha gente censuraba á Tiberio» puesto que tanto insiste en decirle que él y todos los que habían es- tado en Panonia aprobaron su conducta. Esta carta nos demuestra que Augusto conoció las razones de la lentitud de Tiberio. Es, pues» probable que Dión ahora como tantas otras veces haya atribuida á Augusto las ideas de parte del público.

(2) Suetonio, Tiberio, 18: tune (tras la derrota de Vavo) prae/e?' £onstietudtfiem cum plur'ibus de ratione belli comnitinicavit.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 295

los dálmatas y panonios en una gran batalla, Tiberio sabía que no hubiese podido imitar sin grave riesgo la táctica de César en la Galia y atacar á la insurrec- ción en sus innumerables baluartes. En Siscia se for- mó bajo sus órdenes un ejército numerosísimo com- puesto de diez legiones, setenta cohortes de auxiliares, diez escuadrones de caballería, diez mil veteranos, gran número de vohintarii ó libertos convertidos en solda- dos y la caballería tracia: el total casi llegaba á cien mil hombres (i); pero Tiberio, menos aún que Augusto, carecía de confianza en el valor de un ejército tan he- terogéneo (2). ¿Podía sin temeridad atacar bruscamen- te, al modo de César, á un enemigo valeroso y astuto, en una región que conocía mal, donde las comunica- ciones y los aprovisionamientos eran tan difíciles? Du- rante estos contados meses de guerra, Mesalino y Ceci- na habían ya corrido el riesgo de sucumbir varias veces en imprevistos ataques, librándose de ellos después de perder muchos hombres (3). ¿Qué ocurriría si un cuer- po de ejército resultaba aniquilado? Tiberio renunció á la gloria brillante de las grandes batallas, y decidió ha- cer contra los insurrectos una guerra análoga á la re- ciente de los ingleses contra los boers; esto es, dividir un gran ejército en diferentes cuerpos, volver á ocupar con ellos los puntos importantes donde las legiones es-

(i) Veleyo Patérculo, II, cxiii, i: no se sabe exactamente lo que significa el frequente eqìiite regio; supongo que se trata de la caballe- ría del rey tracio.

(2) Véase la frase de Augusto en la carta á Tiberio citada por Suetonio (Tib., 21): xai xoaaúxvjv pqfGujJiíav xwv aTpaxsuofiávwv.

(3) Veleyo Patérculo, II, cii; Dión, LV, 29 y 30.

296 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

taban destacadas (i) y de asegurar ocupándose en este trabajo él mismo el abastecimiento de estos cuer- pos de ejército (2). Cada cuerpo se encargaría de de- vastar el territorio vecino y de impedir que los insu- rrectos hiciesen sus siembras y recolecciones; así el hambre los obligó á rendirse al año siguiente, mientras que las legiones, que se sostendrían con el trigo condu- cido de fuera, podían fácilmente dar cuenta de las ban- das más obstinadas (3). Tiberio empleó el resto del año en ver como podría conducir otra vez á Panonia los va- rios cuerpos de ejército; los acompañó á sus diferen- tes acantonamientos, procurando que no fuesen vícti- mas de emboscadas y organizando el servicio de abas- tecimientos. Este movimiento se realizó cabalmente. En efecto, la insurrección no se atrevió á cerrar el ca- mino á los romanos que, en número mucho más consi- derable, volvían á ocupar los pueblos y ciudades más importantes. Así, al acercarse el invierno, mientras que los romanos ocupaban de nuevo todas las ciudades y pueblos de alguna importancia, las bandas de insurrec- tos se dispersaban por los campos (4). Pero hacia fines del año sobrevino una nueva calamidad: los dacios, aprovechándose de la ausencia de Cecina, invadieron la Masía. Cecina y el rey de los tracios se vieron obliga-

(i) Velej'o Patérculo, II, cxiii, 2: exerciiuni... dimitiere sta- tuii... remisit eo unde venerai: Esta frase significa que Tiberio volvió á ocupar con el ejército los lugares que ocupaba antes de la guerra.

(2) Suetonio {Tib., 16) dice en efecto que la mayor dificultad fué la stimma frugiim inopia.

(3) Dión, LV, 30: 1% [lèv x^'^P'í 0-4:037 TcopOo'Jusvi;;... Así se expli- ca el hambre del año siguiente.

(4) Dión, LV, 30.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 297

dos á volver á este país para rechazar la invasión (i). Algunas bandas de insurrectos cayeron también sobre Macedonia, pero según parece, no causaron gran daño. Este mismo año Arquelao, rey de Judea, que admi- nistraba mal á Palestina, fué desposeído y relegado á la Galia, en la pequeña Viena (2). Roma, pues, cumplió el compromiso que tenía con el pueblo judío. Sin duda hay que ver en esta enérgica medida la influencia de Tiberio. En efecto, Augusto no se había atrevido, ni siquiera en la época de su mayor rigor, á intervenir tan enérgicamente en los asuntos de los pueblos aliados. Y ahora estaba tan cansado, tan desanimado, que por esta época parece que pensó en dejarse morir de ham- bre (3). Las noticias funestas llegaban de todas partes; el estado del imperio era miserable; los bandoleros de Cerdeña se habían hecho otra vez dueños de la isla y en Asia Menor los isauros se atrevieron de nuevo á descender de las montañas á saquear los llanuras; en África los gétulos invadían los territorios del rey Ju- ba y de Roma. El peligro amagaba por todas partes, y no había dinero, ni soldados, ni generales. Para com- batir á los bandoleros hubo que enviar un caballero y no un senador á Cerdeña (4). ¿Qué esfuerzo podría oponer á esta disolución general un anciano como Au- gusto gastado por medio siglo de gobierno? «Si me so- breviene alguna dificultad, sobre todo alguna dificultad

(i) Dión, XLV, 30.

(2) Josefo, A. y., XVII, XIII, 12: la fecha está confirmada por Dión (LV, 27). Sin embargo, se engaña en lo referente al nombre del rey, á quien llama Herodes.

(3) Plinio, H. N., VII, XLV, 149.

(4) Dión, LV, 28.

29S GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

grave— escribía por esta época á Tiberio si tengo al- guna preocupación muy grande, siempre querré tenerte á mi lado, Tiberio mío, y pensando en ti recuerdo el verso de Homero: siguiéndole podremos librarnos hasta de un incendio^ tan hábil es para preveerlo todo» (i). En efecto, sólo Tiberio era q,2c<^2íL de librar á la república del incendio, de esta crisis tan grave, que había esta- llado en tantos puntos, y aportaba á la obra un cela incansable, una abnegación silenciosa y desdeñosa. Su preocupación exclusiva era salvar el honor, el pres- tigio y la influencia de Roma. Pero la aversión que la gente sentía por él, que el peligro había hecho olvidar un momento, renacía ahora: los hombres avaros, viciosos ó perezosos que tenían miedo de él, se aprovecharon de las inevitables lentitudes de la guerra para desacre- ditarle y aumentar su impopularidad. Si la guerra dura- ba tanto tiempo decían era porque Tiberio no sa- bía ó no quería ponerle fin. (Ya no había que esperar que Tiberio se entendiese nunca con su época.) Pero Tiberio no se preocupaba de estas críticas, y en vano se esperó en Roma durante la primavera siguiente la gran batalla en que los panonios y los dálmatas habían de quedar aniquilados. Distribuido en tantos cuerpos di- ferentes (2), el ejército romano, siguiendo las pres- cripciones de Tiberio, empezó á agotar gradualmen- te con pequeños combates las fuerzas de los insurrec- tos y á hacer al mismo tiempo el vacío alrededor de

(i) Suetonio, 7>¿., 21.

(2) Dión, LV, 32: 'Pü)¡j,aOO'. VEiir^Gévcsj... Dión refiere equivo- cadamente esta distribución al año 7, tras la llegada de Germánico. Veleyo nos dice (y esto es más verosímil) que se había hecho ya á fines del año precedente.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 299

ellos, destruyendo los campos y los rebaños, mientras que en el centro del ejército que estaba en campaña, Ti- berio se ocupaba activamente en aprovisionarlo y alen- tarlo. Pero si Tiberio cumplía con su deber en Panonia^ Augusto se afligía en Roma al observar que el público comprendía muy mal y admiraba muy poco al último general que la aristocracia romana había engendrado. La situación seguía siendo mala en Roma. Verdad es que había menos incendios graves, gracias á las cohor- tes de vigiles que tanto gustaban á la gente y que Au- gusto aún no había licenciado, á pesar de que sólo se hubiesen creado provisionalmente (i); pero el hambre continuaba (2); el descontento popular se alzaba otra vez contra Tiberio; una loca se puso á profetizar en Roma con gran éxito (3); todos los enemigos de Tibe- rio, y eran numerosísimos, todos los que temblaban al pensar que sería el sucesor de Augusto si lograba sofo- car la insurrección de los panonios, aprovechábanse, con audacia creciente, de la imbecilidad popular procu- rando imponer su llamada á Augusto por un movimien- to de la opinión pública: sugeríanse sospechas sobre sus intenciones; se le acusaba de ineptitud. Roma estaba inundada de libellos contra Tiberio, y en algunos ni si- quiera se eximía á Augusto. Hasta se quiso repetir el golpe intentado con Cayo y Lucio César, oponiéndole á Tiberio el hijo de Druso, Germánico, que joven y sin experiencia, era partidario de la guerra grande y no aprobaba la prudente estrategia de su tío. Ppr otra

(i) Dión, LV, 26.

(2) ídem, LV, 31: tòv Xiijlòv, oc, xal -cóxs aüOtg aov£|3Y¡...

(3) ídem, LV, 31.

300 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

parte, si los vigilantes nocturnos eran útiles, también costaban mucho dinero, y ya no quedaba en el Tesoro. Como de costumbre, Augusto bordeaba y procuraba contentar á todo el mundo. Suspendió por otros dos años la lex caducaría; celebró los grandes juegos, que reclamaba la profetisa, para dar alguna satisfacción al pueblo (i); hasta envió á Germánico á Panonia, aunque sólo fuese cuestor este año, para contentar un poco al partido de la ofensiva rápida, y hacer creer que este joven tan popular haría lo que Tiberio no sabía hacer, terminando rápidamente la guerra con una gran bata- lla (2). Pero también escribió desde Rímini á Tiberio, donde quizás había ido para tener más rápidas noti- cias: «En cuanto á mí, ¡oh, Tiberio mío! creo que nadie hubiese obrado mejor que entre tantas dificultades y con tan malos soldados (este cumplido estaba en griego). Todos los que han ido ahí están unánimes en decir que podría citarse á propósito de ti el verso que dice: «sólo un hombre nos ha salvado á todos por su valor» (3). Entre tanto, era preciso buscar dinero para pagar á los mgiles. Augusto adoptó el partido de suprimir el subsi- dio concedido á los pretores para los espectáculos de gladiadores, é hizo aprobar un impuesto, que era del 2 ó del 4 por 100, sobre la venta de esclavos (4). Germá-

(i) Dión, LV, 31.

(2) ídem (LV, 31) atribuye esta intención á Augusto. Es más probable que dejase creer la cosa á la gente.

(3) Suetonio, Tib., 21.

(4) Dión, LV, 31: los manuscritos dicen TtevxYjxoaxi^i;, pero se los ha querido corregir poniendo uevxeixoaTi^g. Véase Cagnat, Ktude histoiique sur les impdts indirects chez les Romaines. París, 1882, Pág. 233.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 3°!

nico había llegado á Panonia; pero, apenas intentó eje- cutar sus proyectos audaces, cuando cayó en una em- boscada corriendo el peligro de ser destrizado con sus tropas. Tiberio, pues, prosiguió cuerdamente' su siste- ma de guerrillas, sin preocuparse de lo malo que de él se decía en Roma, donde se le acusaba de no hacer nada (i).

Este mismo año hizo Augusto que el Senado deste- rrase á Agripa Postumo (2), no pudiéndole tolerar por sus costumbres la presencia en su casa ni en Roma; y Cayo Severo encontró al fin alguien que hiciese con él lo que él había hecho con otros: seguirle un proceso que terminó con su destierro (3). Ignoramos en qué consistió la acusación; pero, por el resultado del proce- so, podemos suponer que el tiempo había acabado por gastar el. poder de este difamador profesional y también el terror que inspiraba.

En el decurso del año 8 mejoró la situación en Roma y en las provincias insurrectas. El hambre cesó en la capital; los expulsados comenzaron á volver; el descon- tento público sobre la guerra se calmó paulatinamente. Los más tozudos é ignorantes tuvieron que reconocer que Tiberio no había sido tan inhábil ni perezoso como pretendían los estrategas del foro. Durante el invierno del año 7 al 8, sobrevino en Panonia un hambre terri- ble diezmando á los insurrectos, mientras que las tro- pas romanas, aprovisionadas por Tiberio, pudieron se-

(i) Dión, LV, 32.

(2) ídem, LV, 32; Veleyo Patérculo, II, cxvii, 7.

(3) V^éase San Jerónimo, ad ami. Abr,.¡ 204S.

302 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

guir comiendo (i); también á principios de la primave- ra pudieron salir para asestar el golpe de gracia á la in- surrección, persiguiendo á las bandas desorganizadas de los rebeldes. Numerosos jefes que ya no confiaban en la victoria, se mostraron dispuestos á tratar sobre la ren- dición; el pueblo estaba cansado, y sólo un pequeño partido de irreductibles obligaba á proseguir la guerra. Tiberio supo aprovecharse de la situación. Empleando la benevolencia y al mismo tiempo la fuerza, abstenién- dose de emplear el rigor con los vencidos, procurando concertar la paz en razonables condiciones, logró paci- ficar á Panonia en el curso del año 8. Pero, para esto tuvo que realizar tal esfuerzo é imponerse tal traba- jo, que el viejo presidente llegó á inquietarse: «Cuan- do oigo decir escribía Augusto á Tiberio y cuando leo que las fatigas te adelgazan y agotan, tiemblo. Te suplico que tengas cuidado; si cayeses enfermo po- dríamos morir, yo y tu madre, y todo el imperio que- daría subvertido. ¿Qué importa si mi salud es buena ó mala estando enfermo? Ruego á los dioses que te conserven para nosotros y que te concedan ahora y siempre una buena salud, si es que no odian al pueblo romano» (2),

En fin, este año podía haber aportado algún consue- lo á la vejez de Augusto si, hacia fines de año, no hubiese desolado su casa un nuevo escándalo. Como su madre, la joven Julia había acabado por desafiar abiertamente con su lujo y sus costumbres las leyes de Augusto que, ahora en que se había reconciliado

(i) Dron,fv, 33.

(2) Suetonio, 7)7'., 21.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO S^S

con Tiberio y, por lo tanto, aproximado al partido tra- dicionalista, ya no tenía motivo para mostrarse tan indulgente con su nieta como al principio con su hija. También ahora ignoramos cómo obtuvo Augus- to las pruebas del adulterio; pero es preciso suponer que, apenas las tuvo, quiso atacar el mal en sus raíces para evitar un nuevo escándalo semejante al de la ma- dre. Usando, pues, de los poderes que se le habían con- ferido en el año 23, ordenó á Julia, á Décimo Junio Si- lano, que era el más ilustre de sus amantes, y á otros personajes incursos en las penas indicadas en la lex de adtilteriis que marchasen desterrados al lugar donde él mismo designaría, si querían evitarse un proceso, sin lo cual se les aplicaría la lex Julia de adulteriis que, á tí- tulo áo, pater familias, le concedía el derecho de conde- nar á muerte á Julia y, á título de ciudadano, de acusar á los demás (i). En tal alternativa, la elección no era

(i) Cuando Ovidio dice (Tristes, I, 11, 6ij:

Quamque dedit vitam mitissima Cíesaris ira

alude sencillamente al derecho que concedía á Augusto la lex Julia de adulteriis de condenar á muerte á su hija adúltera y al mismo tiempo á los que habían consumado el adulteri® con ella. Véase voi. V, pág. 2Ó0. Augusto no tenía en Roma, sobre los ciudadanos romanos, el derecho de vida y muerte: toda su autoridad en la capi- tal, como en Italia, se reducía á esa scmidictadura que se le concedió el año 23 antes de Cristo con la fórmula que nos ha transmitido la lex de itnperio Vespasiani. Seguramente que un déspota hubiese po- dido encontrar en esa fórmula la justificación legal del derecho de vida ó muerte; pero no es posible que Augusto apelase nunca ó tal acto de autoridad. Lo que de él sabemos no nos autoriza á creer tal cosa. Augusto jamás se atrevió á ir más allá de la relegación.

304 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

dudosa: el proceso significaba el escándalo público, la condena segura é irreparable, la confiscación de bienes; en cambio, consintiendo en alejarse á invitación de Augusto, los culpables salvarían sus bienes, se eximi- rían de una condena legal, y podrían confiar en volver algún día, cuando Augusto se hubiese tranquilizado ó muerto (i). En el número de las víctimas figuraba Ovi- dio, á quien Augusto hizo expiar en su relegación de Tomos un misterioso error y sus carmina. ¿En qué consistía ese ei'ror? ¿Por qué el poeta tuvo que purgar su amistad con los grandes? No podemos decirlo con seguridad. Sin embargo, conviene recordar que la lex Julia castigaba con la misma pena que el adulterio, el lenocinium^ es decir, cualquier ayuda prestada á otro para consumar el adulterio, tal como prestar la casa para las entrevistas. Es muy posible que el frivolo poe- ta del ars amandi cometiese una imprudencia de este género en favor de Julia ó de alguno de sus amantes. Las costumbres de la alta sociedad romana estaban bastante relajadas para que Ovidio pudiera incluir este servicio en el número de los que se debían de prestar á los amigos, á cambio de otros análogos, cuando se ofreciese la ocasión. Sea de ello lo que quiera, es muy probable que Augusto hubiese perdonado este error al

(i) Ovidio, Tristes^W, 130:

Nec mea decreto damnasti facta Senatus, etc.

Este verso está confirmado por lo que Tácito dice del destierro de Silano, que también se encontró en esta catástrofe (An.^ III, 24): non Senatus consulto^ non lege pulsus.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 3°5

poeta, si el partido tradicionalista no hubiese acusado á Ovidio de ser el corruptor de la nueva generación y de haber alentado con versos tan brillantes como perver- sos los vicios más temibles para la aristocracia. En vano fué que intentase excusar su egoísmo político di- ciendo de sus versos:

Haec mea militia est, ferimus quae possumus arma.

En vano también que se hiciese tardíamente poeta ci- vil y religioso. Las crisis interiores, la insurrección de Panonia, la creciente disolución del Estado, hacían creer á las personas serias de Italia que, si no se intro- ducía más severidad en las leyes y en las costumbres, el imperio sucumbiría. Era la poesía erótica, esto es, una de las más peligrosas fuerzas disolventes de la an- tigua moral romana, lo que Augusto quería castigar, hiriendo á Ovidio; y luego de obligar al autor á salir de Roma, hizo que se retirasen sus libros de las bibliotecas públicas (i).

Estos destierros ordenados para dar ejemplo é impo- ner respeto á las antiguas costumbres, no eran castigos impuestos por un tribunal, sino medidas adoptadas por el jefe del Estado con los poderes algo vagos que se le confirieron en un momento de crisis. Verdad es que la pena hubiese sido mayor para los culpables habiéndoles condenado los tribunales; pero, aun dulcificando las penas, Augusto suprimía el juicio público, la discusión de las pruebas que, hasta para los grandes culpables,

(ri Ovidio, Tristes, III, i, 65 y sig.

Tomo VI 20

306 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

siempre es una suprema esperanza, siendo inseguros y falibles los juicios humanos. Sin embargo, nadie pro- testó. Ovidio vio cómo le abandonaban sus amigos, se le hizo el vacío, y hacia fines de año tuvo que decidir- se á emprender el triste y largo viaje que se le impuso como castigo por el partido conservador, otra vez influ- yente. Su misión, buena y mala á la vez, había concluí- do; después de haber trabajado tanto en corromper con su arte exquisito el espíritu de sus contemporáneos, fué desterrado al país de los bárbaros getas, lejos de las bellas damas romanas que tanto le habían halagado, para poder meditar sobre la ferocidad de las grandes tradiciones moribundas que había combatido con tanto éxito, durante mucho tiempo. Á principios del año 9, viendo Tiberio que había terminado ya la insurrección de Panonia }'■ que sólo faltaba someter á Dalmacia, en- tregó el mando á Germánico y regresó á Italia. El pú- blico, á quien sus éxitos le habían hecho propicio, le dedicó grandes fiestas, y los caballeros se aprovecharon de una de estas fiestas para pedir con ruidosas mani- festaciones, la derogación de' la lex caducaría^ que ha- bía de entrar en vigor este mismo año (i). ¡Tal era Roma! Mientras que se le tributaban grandes honores, celebraba las virtudes del general que había triunfado en una guerra peligrosa y pedía la derogación de la ley

(i) Dión, LVI, i: ol ÍTCTtEÍ;.., xóv Tiapl tü)v \i.r\x% yaixo'jvxcüv fiy^xs Tsxvoúvxwv, xaxaX'jO^vat yj^'.óuv: es esta una nueva prueba de que, entre la lex Julia de maritandis ordinibiis y la Icx Papia Poppcea, hubo una tercera; en efecto, la lex Papia Poppaa aún no se había promulgado y la lex Julia sólo trataba de los célibes 3' no de los orbi.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 3°?

que había de suministrar los medios necesarios para sostener al ejército, obligando á los ciudadanos egoís- tas que ya no querían engendrar oficiales ni soldados, á contribuir al menos con su fortuna á la defensa del im- perio. Pero Augusto no quería renunciar á esta fuente de ingresos, sobre todo, después de los grandes gastos ocasionados por la guerra en Panonia, cuyas costas su- peraban con mucho el valor del pobre botín obtenido sobre estos bárbaros cargados de deudas (i). Por otra parte, pronto pudo darse cuenta de que la guerra de Dalmacia era más difícil de lo que había parecido al principio. Durante la ausencia de Tiberio, los soldados, cansadlos por tantas marchas y contramarchas, empe- zaron á protestar contra la estrategia lenta y fatigosa impuesta por el generalísimo y pidieron que se acabase de una vez dando una batalla decisiva. Germánico ca- recía de la autoridad y del temperamento necesarios para contener á los soldados (2). Para evitar un desas- tre. Tiberio volvió á Dalmacia, después de haberse pues- to de acuerdo con Augusto sobre la lex caducaría. Ya no fué Augusto, demasiado viejo para encargarse de tal misión, sino los dos cónsules en ejercicio, los que pro- pusieron la lex Papia PoppcEa. Esta ley completaba la lex de maritaiidis ordinibus y sustituía á la lex caduca- ría. Las penas eran menos severas en el caso de esteri- lidad; sólo despojaba á los orbi de la mxitad de las he- rencias ó legados, mientras que los célibes nada obten- drían; recayó los caduca en los parientes de tercer gra- do, así como en los coherederos y colegatarios si tenían

(i) Dión, LVI, 16: Xsía sXaxíJXYj ¿áXto. (2) ídem, LVI, 12.

3o8 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

hijos: sólo cuando unos y otros faltaban podía apro- piarse el Estado estos caduca.

Se aprobó la ley, y poco después, en el mes de Oc- tubre, Tiberio obtuvo sobre los dálmatas una completa victoria que puso fin á la guerra. Roma supo, al fin, la noticia tanto tiempo esperada: la gran insurrección es- taba vencida; Roma volvía á triunfar. La alegría fué inmensa; el Senado concedió á Augusto, por un decreto,, el título de imperator; otorgó á Tiberio el triunfo y eri- gió arcos de honor en Panonia; Germánico y los demás generales obtuvieron los ornamentos triunfales; adem.ás^ á Germánico se le otorgó el privilegio de ser nombrado- cónsul antes de la edad legal; Druso, hijo de Tiberio, tendría derecho á tomar parte en las sesiones del Se- nado antes de ser senador y el derecho de figurar en- tre los senadores pretorianos cuando hubiese sido cues- tor (i). Druso no había tomado parte en la guerra,, pero se quería recompensar al padre en la persona del hijo. Pero, mientras que el Senado decretó estos hono- res, mientras que el pueblo estaba lleno de alegría, li- bre al fin de las largas angustias de esta guerra, cinco días después de haberse recibido la noticia de la victo- ria obtenida en Iliria por los ejércitos romanos, otra no- ticia, terrible y fulminante, llegó de las orillas del Rhin: Germania entera se había sublevado desde el Rhin has- ta el Elba; las legiones acantonadas al otro lado del Rhin habían sido acuchilladas ó caído prisioneras; el le- gatus de Augusto, P. Quintilio Varo, se suicidó para no caer vivo en poder del enemigo; todo el estado mayor, los generales, los oficiales, cayeron muertos ó prisione-

(i) Dión, LVI, 17.

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tos; la fortaleza de Aliso tuvo que capitular. Y esta ■catástrofe inesperada, cuya culpa se quiso declinar ín- tegramente en Quintino Varo, también reconocía- por causa los vicios profundos que debilitaban al imperio, y que nadie había sabido discernir con tanta perspicacia como Tiberio, aunque fuese impotente por solo para curarlos, y, en ocasiones, hasta se viese obligado á ser- virles de cómplice. Debíase esta catástrofe á la influen- cia corrosiva que la civilización greco-oriental y la ad- ministración romana ejercían sobre estos bárbaros beli- cosos; á la oposición desesperada que esta misma in- fluencia suscitaba en todas partes, en Germania como en Panonia; á la decadencia militar de Roma, obligada por el desarrollo natural de su política á provocar con más frecuencia semejantes protestas, que ya no estaba en situación de dominar. Se había dejado á Publio ■Quintino Varo en Germania para establecer la nueva política, gracias á la cual esperaba Tiberio reforzar la autoridad romana en estos inmensos territorios, y al escogerle, se hizo una elección menos mala de lo que se •dijo luego, después de la catástrofe. Quintilio demostró en Palestina durante la insurrección que estalló tras la muerte de Herodes valor, energía, sagacidad. Ha- bía comenzado á introducir en Germania las costumbres y también las numerosas leyes romanas; había favore- cido de todas suertes la difusión de las costumbres ro- manas y los intereses de los mercaderes extranjeros: en fin, cuando Roma necesitó dinero para la guerra de Iliria y de Panonia, impuso por primera vez un tributo á los germanos. Pero éstos, que tras la muerte de Dru- so consintieron en someterse por una pura fórmula, que había satisfecho á Augusto, se asustaron al ver que Ti-

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berio comenzaba una política más^ vigorosa de romani- zación y los centuriones exigían un tributo que había de tomar el camino del Rhin, de los Alpes y de Roma. Era esto acabar con la antigua libertad y con toda lo que era caro á los germanos: las guerras continuas^ las alternativas de victorias y de derrotas en que cada, pueblo podía conquistar una gloria momentánea. ¡Era también acabar con las antiguas costumbres naciona- les! Sería igualmente el reinado de los procónsules, de los centuriones, de los mercaderes y de los legistas ro- manos. No sin razón eran éstos singularmente odiosos á los germanos. Las tentativas realizadas por Vara para introducir en Germania los hábitos romanos, pare- cen haber sido, juntamente con los tributos, la princi- pal causa del descontento. La insurrección de Panonia acabó de decidir á los espíritus excitados; un noble querusco, Arminio, que era ciudadano romano y amigo de Varo, comenzó con ese tenaz disimulo de que sólo son capaces los bárbaros en lucha con la civilización, á entenderse con los jefes germanos para provocar un alzamiento general. Si tanto trabajo costaba á Roma vencer la insurrección de Iliria, si tanto miedo inspiraba,, suscitando un alzamiento en toda Germania, podría lanzarse por siempre á los romanos allende el Rhin. Los organizadores de esta insurrección trabajaron mu- cho tiempo, en silencio y con tenacidad. Sin embargo,, algo se propaló, y Quintilio Varo fué advertido de que tuviese cuidado. Para un hombre prudente como Tibe- rio, tal consejo quizás hubiese bastado; desgraciadamen- te, Tiberio estaba demasiado absorto en la guerra de Panonia para poder seguir con la necesaria atención lo que ocurría en Germania. Quintilio Varo no hizo caso.

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^•No eran sus amigos los acusados de ser jefes de la con- juración; no acudían de tiempo en tiempo á Aliso para visitarle? No adoptó ninguna precaución, y dejó á sus legiones diseminadas de un extremo á otro. La víspera del alzamiento aún comieron con el procónsul Arminio y los demás jefes de la conjuración. Algunos días des- pués se supo que algunos cuerpos destacados en las extremas regiones de Germania habían sido atacadas, y en el campamento romano se creyó que se trataba de una de esas pequeñas insurrecciones locales, que perió- dicamente estallaban en el país. Pero estas insurreccio- nes y noticias se habían preparado previamente para que Varo acudiese en socorro y atraerle con el grueso del ejército á las selvas de Teutoburgo, donde se había dispuesto todo para la horrible matanza. Muy confiado Varo, se puso en marcha con su ejército, sus bagajes, su séquito de mujeres y niños, creyendo tener que atravesar un país amigo. Pero, cuando se encontró en la selva inmensa, se vio súbitamente atacado por todas partes. El ejército romano, entorpecido por un largo séquito que no podía combatir, por sus bagajes, por su ignorancia de los caminos, demasiado lento, demasiado pesado y bien pronto desanimado, no supo sustraerse ahora á la emboscada, como César lo había hecho con frecuencia, y fué acuchillado completamente ó hecho prisionero en la selva (i).

(i) Tácito, An.,\, 55; Dión, LVI, 18-22; Veleyo, II, 117-119.

Augusto y el grande Imperio.

Desde hace mucho tiempo cuentan los historiadores la derrota de Varo entre el número de las batallas «de- cisivas» de las cuales puede decirse que han cambiado el curso de la historia. Si Varo suele decirse no hubiese sido aniquilado, Roma podía haber conservado los territorios que se extienden entre el Rhin y el Elba, romanizándolos como á la Galia; ya no hubiese habido nación ni cultura germánicas, como después de la derro- ta de Vercingetórix, ya no hubo nación ni cultura célti- cas. Teutoburgo salvó así el porvenir germánico, como Alesia arruinó definitivamente al viejo celtismo. Pero "este razonamiento, que va derecho como una flecha, sólo toca á la sinuosa verdad en algunos puntos muy distantes entre sí. En historia siempre es cosa muy te- meraria el querer decir lo que hubiese ocurrido cuando ya es tan difícil explicar lo que ha ocurrido. Sin embar- go, en este punto me parece permitido dudar de que Roma hubiese podido romanizar los territorios transre- nanos tan fácilmente como romanizó á la Galia, aun poseyéndolos durante muchos siglos, cuando se consi-

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dera cuál fué el destino de la civilización romana en las provincias del Danubio, sobre todo en Nórica, en Pa- nonia, en Mesia. Roma ejerció su dominación durante siglos en estos países; la influencia romana, la influen- cia italiana, la influencia griega podían ejercerse más fuertemente que en Germania, por estar más cerca de la metrópoli; y sin embargo, la civilización romana no arraigó con bastante solidez para poder contener las tempestades que se desencadenaron sobre Europa des- pués de la caída del imperio de Occidente. De Roma y de su vasta dominación sólo han quedado en estos vastos países débiles trazas. No es, pues, permitido ge- neralizar mu}^ á la ligera y asegurar que todos los terri- torios europeos hubiesen podido romanizarse tan rápi- da y fácilmente como la Galia que, en medio del impe- rio de Occidente, se encontraba en una situación muy especial. En suma, siguiendo otro razonamiento, se podría llegar á una conclusión hipotética completa- mente distinta á la que suele admitirse pero que no valdría más ni menos y decir que los territorios germánicos no se hubiesen romanizado de un modo de- finitivo, aunque Varo no hubiese quedado aniquilado.

Sea de ello lo que quiera, esta derrota de Varo no fué de mediocre importancia en la historia de Roma. Cortó bruscamente la política de expansión que había sido la gran misión de la aristocracia. Tiberio acudió rápidamente á orillas del Rhin, recogió á los superxi- vientes, reanimó el valor de las legiones abatidas, refor- zó la defensa de las fronteras, borró rápidamente por una ostentación de fuerzas, de tranquilidad, de auda- cia, la primera impresión que había producido la derro- ta en el móvil espíritu de las pro\'incias transalpi-

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ñas (i). Pero Tiberio también comprendió que lo más prudente era abandonar los territorios conquistados por su hermano y por él. Razones políticas y económi- cas daban al fin el triunfo al partido opuesto á las con- quistas germánicas. Estas guerras costaban más de lo que rendían (2): la insuficiencia de los servicios públi- cos y también el establecimiento de nuevos impuestos causaron gran descontento; el egoísmo de las nuevas generaciones aumentó; las grandes insurrecciones de Iliria y de Panonia, la desorganización del ejército ad- vertían á Roma que no debía presumir de sus fuerzas. El desastre de Varo podía considerarse como una des- gracia; pero cuando Augusto quiso reorganizar las le- giones aniquiladas, nadie se presentó para servir como voluntario; cuando apeló á las reclutas forzosas, hubo gran número de insubordinados. Era este el signo más alarmante de la decadencia militar de Italia, que tantos progresos había realizado en el último medio siglo. Au- gusto tuvo que apelar á los antiguos castigos infligidos á los desertores; primero, multar á los recalcitrantes; después, diezmarlos, es decir, condenar á muerte á uno por cada diez. Y á pesar de todo esto, tuvo que recoger á la hez de la población de Roma, y aun aceptar liber- tos para disponer de suficiente número de reclutas (3). Si no se quería, pues, desnacionalizar al ejército au-

(1) Suetonio, Tib.^ 18-19; Dión, LVI, 23; VeleyoPatérculo, II, 120^

(2) Dión (LVI, 16) nos dice esto apropósito de las guerras de Ili- ria y de Panonia; lo mismo ocurrió en las guerras de Germania, pues las tribus germanas eran muy pobres.

(3) Dión, LVI, 23; Tácito, Aii.^ I, 31: vernácula muUihido tiuper acto in urbe delectu, lascivi ae saeta, labor nm intolerans...

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 3^5

mentando excesivamente el número de auxiliares ex- tranjeros; si se quería conservar en el ejército el equili- brio de la parte romana y de la parte extranjera, era pre- ciso reconocer francamente que las fuerzas militares no eran suficientes para tener sumiso un imperio ensan- chado hasta el Elba. En fin, tantos peligros, tantas ca- lamidades y angustias habían perturbado profundamen- te á Italia. Y no es que este último golpe hubiese que- brantado el poder de Augusto. Su edad, sus desgra- cias de familia, los servicios prestados, las enormes ri- quezas que había derramado por Italia, y hasta su mis- ma debilidad senil que no inspiraba temor, habían hecho de Augusto una especie de semidiós, colocado en un cielo siempre sereno, más allá de las eternas fluctuacio- nes de las cosas humanas. Cuando en el año 13 expiró su quinta presidencia, se renovaron sus poderes por diez años más, á pesar de su debilidad y de haber que- dado afónico (i); á pesar de que ya no acudiese al Se- nado, de que ya no acudiese casi á ningún banquete y de haber suplicado á los senadores, á los caballeros y á sus admiradores que no le visitasen, porque estas recepciones le fatigaban demasiado (2). Pero Augusto no era inmortal, y su sucesor no gozaría de esta especie de inmunidad que protegía su vejez. Augusto y Tiberio estuvieron, pues, de acuerdo en que era preciso soste- nerse aquende el Rhin, y se abandonó á Germania. Era una necesidad; pero la decisión era muy grave y debió ser muy penosa para Augusto y Tiberio. Los historia -

(i) Dión, LVI, 26.

(2) ídem, LVI, 26; LVI, 28.

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dores antiguos han dicho que á la noticia del desastre de Varo, Augusto desgarró sus ropas, exhaló gritos de desesperación, y tuvo tal sentimiento que pareció enlo- quecer. Si es difícil afirmar que todos estos detalles son verdaderos, en cambio podemos decir que la derrota de Varo fué la suprema amargura de esta existencia tan llena de alternativas y de catástrofes. Después de haber presenciado la ruina de su familia, destruida por las discordias, por la muerte, por la lex de adulteriis, antes de cerrar por siempre los ojos á la luz del sol, este an- ciano veía desmoronarse la dominación romana en Germania, es decir, la obra á que había consagrado sus mejores años. En el año 27 antes de Cristo había acep- tado la misión de dirigir la gran restauración aristocrá- tica en la que todos habían mostrado deseos de colabo- rar con él. Y había cumplido su compromiso durante cuarenta años, aunque hubiese visto disminuir poco á poco el número y el celo de sus colaboradores. Duran- te cuarenta años se había esforzado en reconstituir la antigua aristocracia, el antiguo espíritu y también el alma antigua de Roma. Proponiendo las grandes leyes sociales del año 18, reforzadas por la lex Papia Poppcsa, había procurado resucitar en la nobleza las antiguas virtudes privadas y cívicas, que parecían necesarias para conservar el poder; con la conquista de Germania, había querido abrirle un campo inmenso en que esas virtudes podrían ejercitarse; acrecentaren una empre- sa su prestigio, el de su gobierno, el de la nobleza que la hubiese conducido á buen término con su dirección. jQué quedaba de todo esto? Sin duda sería muy teme- rario afirmar, como muchos historiadores han hecho á la ligera, que las leyes del año 18 fueron inútiles. Igno-

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ramos y no es posible adivinar lo que hubiese ocu- rrido de no promulgarse esas leyes; es decir, si la diso- lución de la aristocracia hubiese sido más rápida, menos rápida, ó igualmente rápida. ¿Cómo afirmar, pues, que esas leyes no sirvieron para nada? Suponiendo que sóla sirviesen para contener la disolución de la familia aris- tocrática, su autor ya no habría perdido el tiempo en ellas. Si, para el filósofo que explora la esencia de las cosas, el tiempo sólo es un accidente y la medida rela- tiva con que la eternidad y lo absoluto se revelan á la conciencia de los hombres, en cambio, para las genera- ciones que viven en el tiempo, este accidente mensura el bien ó el mal de que han de gozar ó padecer. Sea de ello lo que quiera, y si no puede decirse que haya he- cho obra vana promulgando sus leyes, en cambio no puede afirmarse que alcanzó el fin que se propuso, y que, tras la derrota de Varo, cuando se decidió el abandono de Germania en los. cinco últimos años de su vida, ya no podía forjarse ilusiones: había sido un sue- ño quimérico lo que había hecho durante cuarenta años. Las leyes sociales del i8 habían destruido á su familia; pero no habían reconstituido á la antigua nobleza. Ahora era necesario abandonar los territorios de Germania, donde por espacio de veinte años Augus- to había obligado á Italia á derramar su sangre y á di- fundir su oro; todos los órganos del antiguo gobierno" republicano habían perdido sus fuerzas ó estaban para- lizados, aun los más esenciales, como el Senado. En el año 13, después de ser reelegido para la presidencia por sexta vez, Augusto aún tuvo que hacer otra reforma en el pequeño Senado que se le había concedido para ayu- darle: en vez de los quince senadores designados por

3^8 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

seis meses, se compondría de veinte escogidos para todo el año; todas las decisiones adoptadas por él de acuerdo con Tiberio, con los cónsules en ejercicio, con sus hijos adoptivos, con los veinte miembros del consi- lüini y con todos los ciudadanos que Augusto estimase dignos de ser consultados, se considerarían como sena- toconsultos (i). Tan difícil era reunir el Senado, que para no gobernar solo y de propio dictamen á todo el imperio, tuvo que apelar á este supremo recurso. Por otra parte, era inútil querer luchar contra el destino: si el Senado había sido durante mucho tiempo la gran fuerza que movía la república, ya sólo quedaba de él una osamenta donde la vida se había extinguido. Aho- ra en que las elecciones sólo eran pura fórmula, hasta los comicios estaban abandonados; nadie acudía ya á depositar su sufragio. Así, cuando el imperio hubiese necesitado mayor número de magistrados, llenos de valor, de celo, de legítimas ambiciones, de incansable actividad, la aristocracia privilegiada á quien estaba re- servado el gobierno del imperio, se extinguía lenta y voluntariamente en el celibato y en la esterilidad; perdía todas las ilusiones y todas las pasiones, que, aturdiendo, desvaneciendo ó engañando su egoísmo, lanzan á una clase dominante á la conquista del porve- nir. Todavía no se ha encontrado ni se encontrará jamás el filtro mágico que pueda conservar la energía en una clase que ha conquistado la riqueza y el poder, cuando no se siente amenazada de perder en seguida, al mismo tiempo que la virtud, ese poder y esa rique-

(i) Dión, LVI, 28.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO S'Q

za. Por Otra extraña contradicción, la paz misma á que Augusto había consagrado todos sus esfuerzos, y que había fundado y fortificado, era causa de que todos sus esfuerzos para regenerar la república fuesen inútiles. Tranquilizado por la paz interior y exterior, sintiendo ahora asegurado su poder, la aristocracia ya no quería laborar ni sembrar, sino cosechar lo sembrado por sus antecesores; ya no sentía el respeto de las tradiciones, ni la preocupación del porvenir; y, desdeñosa de los debe- res más elementales, sólo obedecía á los requerimientos de su egoísmo. En este mismo momento Italia se apro- vechaba del desastre de Germania para pedir al gobier- no de Augusto y de Tiberio debilitado por esta catás- trofe— la abolición del impuesto sobre las herencias. La opinión empezó á agitarse, los espíritus se caldearon de nuevo y hasta hubo amenazas de revolución. Augusto comprendió que era preciso resistir para salvar al me- nos de la bancarrota á la hacienda, tan comprometida ya; pero no se atrevió á oponerse abiertamente: hasta en esta suprema dificultad y con un pie en el se- pulcro, se abroqueló con el Senado, pidiéndole que buscase otro impuesto que pudiera sustituir á aquél, y prohibió á Druso y á Germánico que interviniesen en la discusión (i). Esta timidez, casi increíble, no sólo era efecto de la vejez y del carácter de Augusto, era resultado de la singular deformación que había sufrido en el transcurso de estos cuarenta años la magistra- tura suprema, que al principio, en el año 27, sólo fué un recurso transitorio para liquidar la terrible si-

(i) Dión, LVI, 2S.

323 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

tuación creada por las guerras civiles. Un hombre sólo, ayudado por sus próximos parientes, por algunos ami- gos y senadores, no podía á pesar de su inmensa fortuna, de su autoridad, de sus amplios y múlti- ples poderes imponer á una nación entera el senti- miento del deber perdido; no podía reemplazar todo lo que desaparecía: tradiciones seculares, disciplina de fa- milia, vigor de instituciones. La misión del supremo magistrado se había hecho tan difícil, que la débil é impotente vejez de Augusto, aún era necesaria al imperio, pues se corría el riesgo de no poderle sustituir nadie el día en que desapareciese. Desde la insurrección de Iliria y de Panonia y la catástrofe de Varo, no había más candidato á la presidencia que Tiberio, á pesar de ser poco amado y muy temido. Todos se veían obliga- dos á reconocer de grado ó contra su voluntad, que el jefe del ejército y del imperio debía conocer á fondo los asuntos de Germania é inspirar temor á los germanos, á los galos, á los panonios. Tiberio se imponía como sucesor de Augusto, menos por haberle adoptado éste que por la política gala y germánica. Pero, á medida que se acercaba el día en que podría recibir la recom- pensa de su largo trabajo. Tiberio se hacía irresoluto, preguntábase si debía aceptar tal sucesión. Con la malevolencia que contra él suelen sentir los histo- riadores antiguos, se han preguntado si esa incerti- dumbre era sincera; pero no puede dudarse de ella después de haber seguido la larga historia de Augusto, si se ha comprendido bien el alma de Tiberio, su época y sus contradicciones, la misión terrible impuesta en- tonces á la suprema autoridad del imperio por las cosas mismas antes que por la voluntad del imperio. Tiberio

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 321

era demasiado orgulloso é inflexible para cambiar con más de cincuenta años ninguna de las ideas que había profesado hasta entonces; al frente del imperio quería ser órgano de la tradición y de la disciplina, im- poner á los egoísmos de sus contemporáneos y en nombre de los antepasados, el cumplimiento de los deberes esenciales para con la especie y para con el imperio. Pero era sobrado inteligente para no compren- der que la autoridad suprema que se le confiriese no le daría los medios necesarios para realizar su misión. Augusto, á pesar de sus inmensas riquezas, de la vene- ración que inspiraba, de su feliz carrera, de los triunfos reales ó imaginarios que se le atribuían, sólo con gran trabajo y de una manera irregular conseguía realizar su misión. ^Pero él. Tiberio, qué podría hacer; él, que era menos rico y célebre; él, que tenía tantos enemigos en la nobleza; él, á quien detestaban los caballeros como inspirador de la lex Papia Poppcea^ y que sólo in- fundía desconfianza en las masas populares? Todas las contradicciones de esta época se sintetizaban en esta contradicción suprema: el hombre á quien la si- tuación imponía como sucesor de Augusto era el perso- naje más impopular y aborrecido de la nobleza; y por eso mismo, consciente de los peligros inherentes á esta grandeza, dudaba en aceptar el imperio, «el monstruo», como él decía. Pero sus innumerables enemigos no po- dían alegrarse de esas dudas, ni tampoco concebir es- peranzas de no tener que soportar su detestado gobier- no... vSi rechazaba, ¿á quién se pondría al frente del im- perio en tan graves circunstancias, cuando los germa-- nos perseguían hasta el Rhin á las legiones derrotadas, cuando Dalmacia y Panonia apenas estaban vencidas,

ToMS VI 21

322 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

cuando la hacienda estaba agotada, Italia exasperada con los nuevos impuestos, el ejército desorganizado, descontento, atormentado por antiguos rencores y nue- vos deseos? Como el ejército había sentido la repercu sión de la derrota de Varo, los soldados se atrevían ahora á hablar más alto y á pedir al gobierno, debilita- do por la derrota, un servicio menos penoso y un sueldo más elevado.

En vano, pues, se había impuesto Augusto el traba- jo de fundar las grandes virtudes romanas con las altas cualidades del helenismo en una bella república aristo- crática que hubiese sabido gobernar cuerdamente el imperio. Su tentativa para organizar el gobierno conce- bido por Aristóteles, por Cicerón, por Virgilio, por Ho- racio, sólo había conseguido producir un monstruo. Dejaba un gobierno híbrido, confuso, inseguro, que hu- biese sido difícil de definir al más sutil político: repúbli- ca bastarda, monarquía abortada, aristocracia degene- rada, democracia impotente. Después de haber sufrido tantos cambios el gobierno republicano en el transcurso de los siglos precedentes, se había como momificado durante sus cuarenta años; sus órganos aún existían, pero no obraban; estaban apergaminados; la autoridad suprema, creada en el año 27 antes de Cristo, se había esforzado vanamente en infundirle nuevo vigor; ella misma se había quedado medio paralizada, no pudien- do ya trasladar sus ideas y su voluntad por medio de órganos demasiado gastados. Sin embargo, el imperio divinizaba ahora á esta autoridad mutilada y á esta vejez perezosa que simbolizaba la impotencia del anti- guo gobierno republicano mutilado mejor que nuevas fuerzas capaces de vivificarlas. En el transcurso de los

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diez Últimos años de Augusto, el ejemplo dado por Pergamo y por Lyon lo imitaron muchas provincias: en el año 3 antes de Cristo, España erigió en Bracara un ara á Augusto (i); hacia el lo después de Cristo, Ga- lacia inauguró en Ancira un templo suntuoso de Au- gusto y de Roma, organizando también un culto lleno de fausto, con innumerables diversiones populares y grandes fiestas (2); en el año 11, Narbona hacía un voto solemne al mimem de Augusto, erigía un altar en el foro, en el que todos los años, el 23 de Septiembre aniversario del nacimiento del princeps tres caballe- ros y tres libertos tenían que hacer sacrificios al «go- bernador del mundo» (3). Así, de todas partes la admi- ración, el agradecimiento, los votos del imperio iban á este débil anciano que se lamentaba en Roma de no poder hacer casi nada por el Estado. Y las herencias le llegaban de todos lados. En vano se pretendería expli- car esta contradicción atribuyendo los homenajes á un espíritu de servilismo. Á pesar de su impotencia y hasta puede decirse que en parte á causa de su impoten- cia— el gobierno de Augusto fué provechoso al mundo. Para comprender esta aparente paradoja, importa forjar- se una idea clara de lo que fué la expansión romana, y observar que tal como la nobleza practicó al principio esta política y antes de que hubiese degenerado en las manos rapaces de los publícanos convirtiéndose en un verdadero saqueo bajo la influencia de las exigen- cias de la política interior no era de ninguna manera

(i) Ephem. Epigr., VIII, fac. 3, n. 280.

(2) Véase C. I. Gr.^ 4049.

(3) C. /. Z., XII, 4333-

324 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

un saqueo sistemático y sin piedad. Si en todas estas empresas procuraba Roma obtener algún beneficio, su política mundial también aportaba ventajas indirectas de que el mundo es cierto no pudo gozar hasta el término de las guerras civiles. Durante los dos siglos precedentes, Roma había realizado una verdadera ma- tanza de grandes y pequeños Estados, de repúblicas, de monarquías, de teocracias; había suprimido adminis- traciones, disuelto ejércitos, cerrado los palacios reales, disperso á la chusma servil de los soberanos, restringi- do el poder de las castas sacerdotales ó de las oligar- quías republicanas; había destruido muchas de esas su- perestructuras sociales brillantes, pero pesadas y costo- sas que se elevan en todas partes, con el pretexto de dirigirlas, sobre las asociaciones humanas elementales, de la familia, de la tribu, de la ciudad, sustituyéndolas con un procónsul ó un propretor, que con algunos ami- gos, esclavos y libertos gobernaban regiones sobre las cuales habían en otro tiempo vivido, reinado, servido miríadas de cortesanos y de funcionarios. Esta política tenía que dar dos resultados: uno bueno y otro malo. Era evidente que Roma podía percibir en muchas pro- vincias un tributo importante, ahorrándoles á la vez parte de los enormes gastos que realizaban los gobier- nos precedentes para hacer la guerra, para sostener á sus empleados, á sus artistas, á sus literatos, á sus cor- tesanos. Los artesanos, los agricultores, los mercaderes resultaban así nienos expoliados por el Estado; la fa- milia, la tribu, la ciudad también podían conquistar más libertad. Pero, por otra parte, al destruir Roma es- tas superestructuras decapitaba en Oriente á las aris- tocracias intelectuales del mundo antiguo; destruía á

AUGUSTO V EL GRANDE IMPERIO 3^$ .

los sostenes del arte, de la ciencia, de la literatura; abo- lía las tradiciones seculares de la elegancia, del gusto refinado, del lujo estético. Las cortes de Asia eran los más grandes é intensos hogares de actividad intelec- tual. Desde el principio, pues, la conquista romana de- bió de aumentar la prosperidad material y disminuir la actividad intelectual de las naciones sometidas, de re- bajar la «élite» refinada y elevar en cambio el nivel de las clases medias, ocupadas en las artes, en el comer- cio, en la agricultura. Pero la descomposición de la an- tigua aristocracia romana, la gran crisis social que ha- bía desgarrado á Italia en el segundo siglo antes de Cristo; la desenft-enada codicia de los caballeros, las re- voluciones y las guerras civiles, la rivalidad de las fac- ciones llenas de necesidades, habían desnaturalizado esta política en el transcurso del siglo último, transfor- mándola en un terrible bandolerismo, que infligió á las provincias todo el daño que podía, sin hacerles el bien de que también podía ser fuente.

Sólo bajo Augusto empezaron á experimentar las provincias los beneficios de esta política, á consecuen- cia de esa extraña ley de la historia que quiere que las generaciones encuentren casi siempre la ruta del por- venir equivocando el camino, esperando alcanzar los espejismos irreales de su imaginación. Cristóbal Colón, que quería llegar á las Indias navegando hacia el Oeste, y que encuentra á América en su camino, simboliza uno de los fenómenos más constantes de la historia. También la generación de Augusto se hizo á la vela para un viaje fantástico hacia lo pasado, y desembarcó en la primera tierra que encontró, pero sin reconocerla. Después de Accio todos estuvieron de acuerdo en que,

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para salvar al imperio, era necesario fortificar el gobier- no, y para conseguirlo se había intentado la imposible restauración de la antigua república aristocrática; pera esta tentativa desesperada le había debilitado en vez de comunicarle fuerzas; hasta el punto de que, á medida que Augusto envejecía, todos creían que el imperio ca- minaba á su ruina. Y justamente esta debilidad senil de la república, que duró más de medio siglo, tenía que salvar al imperio. En la impotencia del gobierno de Augusto se vio reaparecer otra vez á la Roma verda- dera, la Roma clásica, la que en todas partes sabía sim- plificar los gobiernos fastuosos, acaparadores y llenos de obstáculos. Este gobierno tan débil, tan inseguro, tan minúsculo ante el inmenso imperio; este gobierna dirigido por una familia víctima de la discordia y se- cundado por una administración rudimentaria, verda- dero monstruo de cabeza pequeñísima, y de órganos atrofiados y pesados, que no fué capaz de oprimir ni de saquear á las provincias; ni siquiera fué capaz de con- servar la presa de que se había apoderado durante los siglos precedentes. No sólo el gobierno de Augusto que no quería descontentar á nadie dejó que los par- ticulares explotasen en todas partes las tierras, los bosques, las minas que pertenecían á la república; tam- bién se dedicó á estrujar demasiado á las provincias: á las de Oriente, que estaban aterradas por las protestas de los cincuenta años precedentes, y á las de Occiden- te que amenazaban ó estaban insurreccionadas en este momento. ¿No había preferido Augusto escatimar las diversiones y hasta el pan de la plebe romana, descon- tentar á la metrópoli por su parsimonia, entregar— ¡sin- gular monarca! casi todo su enorme patrimonio, gas-

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tándolo en provecho de la gente (i): Durante los últi- mos años, y aún á riesgo de grandes enojos, ¿no había preferido establecer impuestos en Italia? El gobierno débil, tímido, desorganizado, tampoco pudo ayudar gran cosa á los ciudadanos que explotaban al imperio en empresas privadas. Sin duda que los italianos aún emigraron á las provincias como publícanos y como mercatores para arrendar las gabelas, las minas, las tie- rras, para comerciar con los bárbaros y prestar dinero; pero los vampiros insaciables de los dos últimos siglos casi habían desaparecido en todas partes. Si en parte vivía Roma, se embellecía }' se divertía con los tributos pagados por las provincias, Italia procuraba enrique- cerse explotando también sus riquezas naturales, apro- vechándose de su situación geográfica. La dominación romana difundió, al mismo tiempo que la admiración por el pueblo romano, el uso del vino y del aceite en las provincias transalpinas, sobre todo en la Galia; la exportación realizada por Italia de los preciosos líqui- dos aumentaba rápidamente, y la fortuna de la clase media poseedora echaba raíces en el suelo de la penín- sula con las plantas de Atenea y de Dionisio, De este modo, aunque los procuradores de Augusto, los cues- tores de los procónsules y los publícanos italianos reali- zaban algunas depredaciones, las provincias más ricas y civilizadas habían sentido disminuir rápidamente el peso

(i) Suetonio, Augusto, loi: iiec plus perventurum ad heredes suos, qua?n. millies et quitigenties professus, quamvis vighiti proxi- mis a/mis quaterdecies millies ex testamefitis amicorum percepisset: quod paeiie om>ie cum duobus paternis patrimoniis ceterisque he re di taf ¡bus ili rtmpublicam absumpsisset...

32» GRANDEZA V DECADENCIA DE ROMA

de los impuestos, sobre todo en la época funesta que había precedido á la revolución. Ya no había que sos- tener á la corte, ni á los cortesanos, ni á las concubi- nas, ni á los ejércitos, ni á los libertos, ni á los artistas; sólo se trataba de pagar á Roma un tributo que no era muy elevado; los inmensos dominios reales y los teso- ros del palacio se habían dividido y entrado en la cir- culación general de las riquezas. Roma daba poco á las provincias; pero también les tomaba poco. Sí, Augusto y Tiberio sólo se ocuparon seguramente en las provin- cias de construir algunos caminos, de realizar en los tra- bajos públicos urgentes reparaciones é imponer orden mejor ó peor; pero, cuando un gobernador aconsejaba que aumentase los tributos de una provincia, Tiberio le respondía que un buen pastor debía esquilar, pero no desollar á sus ovejas (i). También era esta la idea de Augusto y de toda la nobleza seria. Y así es como, bajo Augusto, el mundo conoció verdaderamente el bien y el mal que la conquista romana le reservaba desde hacía más de un siglo: por una parte la decaden- cia del espíritu filosófico, del espíritu científico, de las artes, de la literatura, de las formas más refinadas de la vida social, de las aristocracias históricas, de las clases sociales que representaban la tradición, la cultura acu- mulada de generación en generación, del alto }'■ desin- teresado culto del espíritu; por otra, el rápido progreso del comercio, de la industria, del espíritu práctico y de las clases medias. La era de las aristocracias expiraba; la era de los advenedizos comenzaba. Con la caída de los Ptolomeos perdía sus últimos protectores la alta

(i) Suetonio, 7/'^., 32.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 329

cultura; en Roma misma, Augusto, sus amigos y la aristocracia que le rodeaba, carecieron del tiempo, de los medios y del verdadero deseo de continuar esta mi- sión intelectual. Dieron bastante trabajo á los pintores y escultores que adornaban sus casas, pero descuida- ron á los sabios y á los escritores. El famoso museo de Alejandría parece que se cerró ó que cayó por sólo en decadencia; todas las ciencias puramente teóricas, las matemáticas, la astronomía, la geografía, todos los géneros literarios declinaron, no sólo en Egipto, si no en todo Oriente. La protección de la alta cultura helé- nica, había sido la gran misión y la gloria de las gran- des monarquías fundadas por los sucesores de Alejan- dro, solo fué desempeñada durante la época de Augus- to, y en todo el imperio, por dos reyezuelos bárbaros, Herodes, rey de Judea y Juba III, rey de Mauritania que, entre otras manías, tenía la de reunir los manus- critos de Aristóteles, y á quien algunos hábiles falsifi- cadores hacían pagar muy caro obras apócritas. Verdad es que uno y otro sólo eran ridiculas caricaturas de los Atálidas, de los Seléucidas y de los Ptolomeos y, sin embargo, apenas podía tolerarlos el mundo romano. En ellos sólo se veía á unos insensatos que derrochaban locamente el dinero de su país. (iNo se habían suble- vado los judíos á la muerte de Herodes, y no habían solicitado que Palestina se anexionase como provincia á Siria? Los judíos querían abolir la monarquía heleni- zante para no pagar á los artistas griegos que adorna- ban con inútiles monumentos á sus costosas ciudades, y cesar también de pagar á precio de oro la bella prosa de Nicolás de Damasco. No puede ofrecerse mejor ejemplo para mostrar cómo la conquista romana había

33° GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

desencadenado en todo Oriente las fuerzas contrarias á la alta cultura literaria y filosófica, y hasta qué punto se imponían esas fuerzas por todas partes. Roma esta- ba fatalmente destinada á convertirse en órgano de los intereses materiales de las clases medias en detrimento de la aristocracia intelectual.

En cambio, se. veía comenzar en todo el imperio una nueva era de maravillosa prosperidad material. Poco á poco, y en todos los países, las clases medias que ha- bían sobrevivido á la destrucción de las aristocracias directoras, porque no podían ser destruidas de ninguna manera, comenzaban —sin mucho método seguramen- te y procurando cada cual su bien inmediato á obte- ner toda la ventaja que era posible del nuevo orden de cosas, establecido en todo el mundo mediterráneo por la conquista romana. Roma había hecho una conside- rable economía de Estados, y por lo tanto, reducido en todo el imperio los gastos políticos; había dispersado y distribuido entre mil manos los infinitos capitales que permanecían estériles en las cortes y en los templos; distribuyendo también las tierras y entregando á quie- nes había tomado posesión de ellos los bosques y las minas; en toda la cuenca mediterránea había estable- cido lo que hoy llamaríamos un régimen librecambista; había puesto en comunicación naciones y regiones re- motas que se desconocieron hasta entonces: Egipto y la Galia, Siria y las provincias del Danubio, España y Asia Menor; había suprimido en el Mediterráneo y en las provincias los privilegios y las rivalidades de los antiguos potentados del comercio y de la industria,, abriendo á todo el mundo las vías marítimas y terres- tres. El cambio de las mercaderías, de las costumbres

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 33 '

y de las ideas, facilitado por esta nueva situación, ad- quirió rápidamente bajo Augusto y -desde un extre- mo al otro del Mediterráneo proporciones que no ha- bía alcanzado hasta entonces. Aprovechándose de es- tas nuevas facilidades, cada provincia aspiraba á sacar de misma lo que contenía de riquezas ocultas y á venderlas hasta en las regiones más distantes del vasto imperio; el esfuerzo interior de producción aumentaba en todas partes, al mismo tiempo que la expansión del comercio. Así es como casi todas .las naciones someti- das á Roma vieron en este medio siglo fluir más abun- dantemente las antiguas fuentes de sus riquezas, y sur- gir otras de la tierra. Egipto," Siria, Asia Menor, las tres grandes regiones industriales de la antigüedad, no tar- daron en florecer otra vez; pues encontraron en todo el imperio, abierto y pacificado, nuevos clientes y nuevos mercados, lo mismo entre los bereberes que entre los galos, en Dalmacia como en Mesia. Italia, la Galia nar- bonesa, y sobre todo las provincias del Danubio, que eran regiones sin industrias locales, fueron invadidas por los mercaderes, por los obreros, por los esclavos y por los aventureros orientales; vasta emigración de la que pueden encontrarse algunas huellas en los restos del culto de Mitra (i). Tiro y Sidón recobraban su an- tigua prosperidad; Egipto no se contentaba con expe-

(i) Véase el mapa adjunto á la obra de Franz Cumont, Les mxs- teres de Mithra, Bruselas, 1902. El culto de Mitra no era una reli- gión de proselitismo; su difusión, pues, no se ha producido como la del cristianismo, por la propaganda, sino por la natural difusión de los pueblos que profesaban ese culto. Donde quiera que encontra- mos un templo de Mitra debemos pensar que allí hubo un grupo de

332 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

dir SUS preciosos productos y enviar sus médicos y de- coradores á todas las regiones del imperio; pero tam- bién acrecentaba su inmensa fortuna con los beneficios que le reportaba su comercio en el Extremo Oriente. La situación también mejoraba lentamente en Grecia. En cambio, el África septentrional seguía más aislada y menos conocida. De todas las partes del imperio era la que más había descuidado Augusto, no visitándola nunca. Sin embargo, al Oeste estaba el vasto reino de Mauritania, gobernado primero por Juba II y luego por el hijo de Ptolomeo, y al Este la provincia de África, administrada por el Senado; y en ninguna región del imperio era tan fácil crear inmensas fortunas en bienes raíces, á medida que Roma continuaba, en esta región despoblada, la misión realizada por Cartago en más re- ducidos límites; y á medida que hacía trabajar á los be- reberes, permitía explotar tierras extremadamente fér- tiles, admirablemente adaptadas al cultivo del trigo y del olivo. Ni la tierra ni los brazos faltaban. Tan pron- to entregado á los trabajos de la agricultura, tan pron- to nómada, según se sentía más ó menos influida por la disciplina de una civilización superior, esta sutil raza de los bereberes pululaba en las regiones sometidas al imperio de Roma, y el desierto inagotable colmaba siempre los vacíos causados por el trabajo, por la gue-

orientales que profesaron su culto, siendo bastante numeroso para erigir un santuario. Como los pueblos fieles al culto de Mitra en Asia no tenían más razón que los demás para salir de Oriente, po- demos suponer que, donde hay un santuario de Mitra, también pudo haber otras pequeñas colonias de orientales, por ejemplo, de judíos y de sirios.

AUGUSTO Y EL'GRANDE IMPERIO 333

rra, por las enfermedades en los pueblos que moraban á orillas del mar (i). La caída de Cartago, los trastor- nos que en el último siglo de la república habían sub- vertido el imperio romano, también habían excitado en los bárbaros los instintos nómadas y belicosos, hasta el punto de que sólo una parte restringida del territorio se había podido cultivar, é inmensos territorios espera- ban al arado y al labrador (2), En cambio la paz, ce- rrando en las fronteras los caminos por donde nuevas tribus se aventuraban para saquear el territorio de Roma y sus protegidos, impidiendo á las tribus inde- pendientes que penetrasen á pastorear aquende las fronteras, invitando á los bereberes á una vida más tranquila, más dulce y menos tosca, convertía otra vez á los nómadas en agricultores, fijaba en el territorio á las tribus vagabundas, las inducía á formar unidades administrativas, en cuyo centro surgía pronto una al- dea que, en los sitios más afortunados hasta podía transformarse en grande y hermosa ciudad. Así como

(i) Schulten, l'Africa romana, trad. L. Cesano, Roma-Milán 1904, pág. 19.

(2) Se sabe que, en el siglo i de la Era vulgar, África fué la pro- vincia clásica de los grandes latifundios (véase PJinio, XVIII, vi, 35). No es posible explicar esto sin admitir que, al término de las gue- rras civiles, había inmensos territorios sin cultivar que pertenecían á las ciudades, á la república, á las tribus y que podían comprarse mu}- baratos, como ahora ocurre en la República Argentina. Las grandes fortunas territoriales se hacen siempre en regiones donde hay muchos terrenos incultos, ó en regiones populosas y cultivadas cuando una gran catástrofe social arruina á muchos pequeños agri- cultores. Como no se advierte que este segundo fenómeno ocurriese en esta época, hay que atribuir á la primera causa la gran propie- dad territorial en África.

334 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

los brazos, las tierras tampoco faltaban. Durante el go- bierno de Augusto, la república dejaba con su acos- tumbrada debilidad que los particulares se instalasen en los dominios incultos que poseía (i). Además, en las provincias de África y en el reino de Mauritania las tribus se consagraban á cultivar con más cuidado un territorio más pequeño á medida que la vida se hacía más costosa y aumentaba la afición al lucro; fácilmen- te, pues, enajenaban parte de las tierras que poseían, no siendo capaces de cultivarlas todas. Importando un pequeño capital y aprovechando atinadamente las aguas, se podía obtener de África una maravillosa pro- ducción de trigo, de vino y de aceite. Y, en efecto, los que aprovechándose del buen momento sabían acapa- rar estos inmensos territorios, aún no cultivados, reali- zaban enormes fortunas en bienes raíces como las que hoy se acumulan en la república Argentina; y al cabo de una cincuentena de años tenían que estar en África los ricos propietarios territoriales del imperio. Frente al África, también España, la virgen indómita que, duran- te la invasión romana, se había refugiado en el fondo de sus bravias montañas para librarse de la servidum-

(x) Plinio (H. iV., XVIII, VI, 35) habla de seis grandes propieta- rios africanos que Nerón condenó á muerte para apoderarse de sus tierras. Aunque Nerón no tuviese muchos escrúpulos cuando se tra- taba de adquirir dinero, es probable que, si todos murieron á la vez, existiese algún pretexto que diese al hecho apariencias de justifica- ción. Esto nos hace suponer que Nerón se puso á reivindicar las propiedades del Estado que habían usurpado los particulares. Ya hemos dicho en otra parte cómo bajo Augusto fué saqueado por los particulares el dominio de la república, y que Tiberio pidió que se vigilase mejor la propiedad pública.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 335

bre, empezaba á amansarse y á comunicar con el mun- do, del que se había obstinado en huir durante tanto tiempo. Después de tantas guerras, sirviéndose de los caminos que acababan de construirse bajo la mirada vigilante de las colonias romanas que Augusto había fundado ó fortificado, y de las guarniciones diseminadas en la península, el mundo antiguo entrada al fin en po- sesión de los tesoros que esta tierra guardaba en sus entrañas, como hoy mismo aún los guarda. Los indí- genas y los extranjeros recomenzaron á laborear en to- das partes las minas abandonadas ó aún desconocidas; la república cerraba los ojos y dejaba á los particulares que se apoderasen de lo que le pertenecía, y sólo de- fendía su derecho cuando se trataba de minas de oro (i), entre las cuales figuraban las riquísimas de Astu- rías, que Augusto había reconquistado (2); las últimas guerras habían suministrado probablemente el primer contingente de esclavos, aumentado en seguida con importaciones y prisioneros de las guerras de Iliria y Germania. Por todas partes se exploraban las entrañas inagotables de esta tierra extrayendo oro, plata, cobre, plomo, minio. Además, en la Turdetania, en esa región

(i) Estrabón (III, 11, 10) nos dice que las minas de plata de Es- paña habían pasado casi todas (¡leiéaxrjaav) á la propiedad privada, mientuas que las minas de oro pertenecían al Estado. Sin embargo, entre las minas de oro también había algunas que pertenecían á los particulares (véase Tácito, An., VI, 19). Es evidente que no pudien- do explotar el Estado todas las minas, se reservó las minas, y sobre todo, las más ricas de ellas; esto nos aj'uda á comprender por qué Tiberio procuró arrebatar (Suetonio, Tío., 49) plurimis civitatibiis ef privai i S...JUS metallorum.

(2j PHnio, XXXIII, IV, 7S.

336 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

que los antiguos denominaron Bélica, y que hoy lla- mamos Andalucía, en el hermoso valle del Guadalqui- vir, la raza ibérica, dulcificada por las riquezas de la tierra y por su mezcla con los fenicios y los griegos, había perdido paulatinamente su carácter belicoso é in- dómito y se dedicaba á la agricultura y al comercio marítimo. La Bética exportaba á Italia, y sobre todo á Roma por Puzzolo y Ostia trigo, vino, aceite finí- simo, cera, miel, pez, lana, y también un tejido de es- pecial calidad que fabricaban ciertas poblaciones (i). Pero de todas las provincias, la que más progresaba era la que Licinio y Augusto habían creído reconocer como el Egipto de Occidente. La conquista romana prime- ro, luego el censo ordenado por Augusto, habían co- municado en la Galia más fuerza al régimen jurídico de la propiedad y dado seguridad á los derechos más ó me- nos vagos que los ocupantes galos tenían sobre sus tierras (2). Hasta es posible que muchas tierras públi- cas que pertenecían á las cwiíates fueron acaparadas, gracias á la tolerancia de los gobernadores romanos, por la nobleza fiel, á la que Roma premiaba así, á ex- pensas del país, por su lealtad. En fin, se empezó á in- troducir en la Galia las nociones y las prácticas de la agricultura latina; los nobles que volvían de sus viajes á Italia y que habían visto las v¿¿/as de los grandes se- ñores romanos, ya no querían vivir en sus antiguas casas célticas, y empezaron á construir vi//as latinas

(i) Estrabón, III, 11, 6.

(2) D'Arbois de Jubainville, Recherches sur l'origÍ7ie de la pro- prieté fondere et des noms des lieux habites en France, Tolosa:, 1890, pág. 21. '

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 337

en los bosques de la Galia (i), la vida- agrícola se orga- nizó como en Italia, resultando de aquí un progreso general de la agricultura, Pero en el recogimiento y en el silencio, sin que nadie se diese cuenta de ello, Egip- to y Occidente preparaban algo aún más sorprendente: la primera de las naciones europeas, la Galia, iba á convertirse en una nación industrial. Sabría imitar las artes del Asia Menor, de Egipto y de Siria, dispután- doles sus clientes de Italia y de las provincias del Da- nubio; enseñaría á los germanos los primeros lujos de la civilización; no sólo pagaría con sus productos el tributo á Italia, sino que recibiría de Italia, por medio del comercio, parte del oro y de la plata que la misma Italia hubiese cosechado en las demás provincias. La industria del lino no tardó en hacer obras más finas que las gruesas velas de los navios con que había co- menzado. Los terribles nervios, que tan furiosamente habían atacado á las legiones de César, ejercían ahora su paciente oficio de tejedores, y empezaban á tejer una tela que algún día habían de imitar hasta en las más antiguas y famosas fábricas de Oriente, tan apre- ciada era en los mercados abastecidos antaño por el Asia Menor (2). Ahora se compraban en toda la Galia

(i) Véase el importantísimo estudio de Joulin sobre los restos de las grandes villas romanas encontradas en el valle del Carona. León Joulin, ¡es Établissements gallo -romahis de la Plaine de Mar fres- Tolosanes^ en las Me'moires presente's par divers savants à V Acadcmle des Inscr. el Belles-lettres, primera serie, tomo XI, 1902, págs. 219 y sigs.

(2) En el edicto de Diocleciano (Edictum Diocletiatii de pretiis rerum venalium, Berlín, 1893) se trata (XIX, xxxui, pág. 36) de esta tela: Bíppog AaSixYjvói; sv ¿¡jioiÓTyjxi NspPixoù. Laodicea, es decir,

Tomo VI 22

338 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

las hermosas cerámicas rojas de Arezzo y de Puzzolo, los vasos blanquecinos, grises ó amarillos pálidos del alfarero Acón y de las fábricas del valle del Po; las an- tiguas cerámicas célticas, adornadas con figuras geo- métricas, se habían excluido de las nuevas casas, ricas y elegantes, y ya sólo se encontraban en las aldeas per- didas en los bosques, donde los hombres aún vivían en antiguas mansiones subterráneas. Pero los fabricantes galos de las cerámicas nacionales, que ya no se acep- taban^ por sentirse la pasión de los objetos exóticos, conienzaban á estudiar las cerámicas del valle del Po, las cerámicas de Arezzo, los vasos de plata griegos y egipcios, los mitos y leyendas helénicos representados en los vasos, la pintura de género que florecía en Ale- jandría; llamaban obreros de Italia y procuraban imitar las obras de sus competidores. Entre los rutenos y los arvernos, empezaba á formarse una escuela gala de ar- tesanos libres que, trabajando asiduamente, debían de formar cincuenta años más tarde en el valle del Allier una de las mayores fábricas del imperio. Galia ya no importaría entonces cerámicas de Italia, sino que ex- portaría las suyas allende el Rhin, á España, á la Gran Bretaña, á África y á la misma Italia. Hasta entre las cenizas de Pompeya se encontrarán fragmentos de va-

una de las más antiguas y célebres entre las ciudades industriales de Asia, imitaba, pues, en el tercer siglo un birros, una tela de lino de los nervios. No pu-ede explicarse esto sin admitir que los nervios habían fabricado una tela tan buena y estimada, que los fabricantes de Laodicea se vieron obligados á imitarla para sostener la compe- tencia. Véase Th. Reinach, Tnscrip. d' Alph., RevJie des Études grecques, XIX (1906), fase. 84, pág. 89.

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SOS procedentes de las fábricas rutenas (i). Al mismo tiempo que las cerámicas, la Galia tomaba á Oriente y se apropiaba un arte delicado, el del cristal. Ignora- mos si llegó á exportar objetos de cristal; pero es indu- dable que llegó á proveer suficientemente á su consu- mo (2). La metalurgia se perfeccionó así por la inteli- gencia céltica, refinada al contacto de la civilización greco-italiana. En efecto, por esta época, aproximada- mente, los bituriges inventaron el arte de estañar y pla- tear los objetos de hierro para que la gente de modes- ta fortuna pudiera forjarse la ilusión de poseer argen- tería como los ricos. En Alesia, en la ciudad de Ver-

(i) El lector que desee la prueba detallada de lo que decimos aquí sobre la cerámica gala, puede consultar la gran obra de Déche- lette, les Vases cerami ques ornes de la Gaule romaine, París, 1904, voi. I," I.* parte, cap. 2-6. He resumido en algunas líneas las princi- pales conclusiones de Déchelette. Su obra reviste capital importan- cia para la historia de la Galia romana, porque nos expone sus- tentándose en numerosas pruebas arqueológicas la historia de una industria gala y nos revela cómo poco á poco se convirtió en una industria de exportación. Aclara y confirma, permitiéndonos deducir más amplias conclusiones, las numerosas páginas de Plinio referen- tes á las industrias galas y á las qííe se concede poca atención. Pli- nio habla de muchas industrias galas cuyos productos se exporta- ban. Si alguien pusiese en duda estas afirmaciones crej^éndolas ex- traordinarias, la historia de la cerámica con tanto talento recons- truida por M. Déchelette y los documentos arqueológicos que á ella aporta, le demostrarán de una manera irrefutable que una industria gala pudo convertirse en industria de exportación. Estamos, pues, autorizados á creer que las demás industrias de que habla Plinio han sido tan florecientes como la cerámica. La obra de M. Déchelet- te aún aumenta el valor y la credulidad de todo lo que Plinio dice sobre las industrias galas.

(2) Plinio, XXXVI, XXVI, 194; véase Déchelette, ob. cit., I, 241.

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cingetórix, no tardó en florecer este arte y encontrar numerosa clientela en todo el imperio, pues el lujo se difundía entre las clases inferiores ([). La industria gala de la lana también había de vestir pronto á las clases populares de Roma. En otras regiones de la Galia al- gunos cortesanos, no menos ingeniosos, intentaban una empresa más audaz: teñían de rojo los tejidos, no ya con el precioso molusco empleado para la púrpura; sino con el jugo de una planta muy conocida, que Plinio llama vaccinium^ creando así una púrpura vegetal mu- cho menos costosa que la otra. Si el procedimiento hu- biese triunfado, la Galia habría arruinado en su prove- cho á una de las más antiguas y florecientes industrias de Oriente. Desgraciadamente, si estas púrpuras vege- tales eran brillantes como las otras, en cambio no con- servaban tan bien el color al lavarlas. Sin embargo, los galos no habían de tardar en venderlas al pueblo y á los esclavos, y exportar mucha á Italia. Al lado de la púrpura verdadera y costosa de los señores iba á haber también una púrpura común para los pobres (2). Al mismo tiempo que España, la Galia también surtiría de plomo á Italia (3). La antigua industria gala del esmal- te iba á ser igualmente floreciente. Si para los galos existían numerosas razones de aprender el latín y ol- vidar su propia lengua, una de ellas debía consistir en que los italianos eran sus mejores clientes.

Así, mientras que en Roma, alrededor de Augusto, la pequeña oligarquía de dominadores, que creía que todo,

(i) Plinio, XXXIV, xvii, 162-16:

(2) ídem, XVI, xviii, 77.

(3) ídem, XXXIV, xvii, 164.

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 341

hasta el porvenir, dependía de ella, se agotaba en fu- riosas discordias y en contradictorias tentativas para forjar el porvenir á su gusto, este porvenir se realizaba por solo en el inmenso imperio, y bien diferente por cierto de lo que se había creído. Mientras que Augusto se imponía tanto trabajo para reorganizar en Roma el gobierno aristocrático, resultaba que por mismos, lentamente y por el esfuerzo de millones de hombres inconscientes del resultado final, las regiones del impe- rio que tanto diferían por la lengua, por la raza, por las tradiciones, por el clima, se influían recíprocamente, llegando á una unidad económica muy compacta; los intereses materiales, que se combinaban hasta lo infini- to, las ligaban más íntimamente que las leyes y las le- giones romanas, ó que la voluntad del Senado y de los emperadores. Por este trabajo interior, invisible, del que nadie tenía conciencia, el ensamblaje accidental de los territorios, realizado por la conquista y por la di- plomaci^, hacíase verdaderamente un solo cuerpo ani- mado de un alma única. ¡La historia iba á burlarse otra vez de la tímida sabiduría humana! La fuerza unifica- dora producida por estos intereses económicos era tan grande, que nadie podía contener ya el movimiento impreso á la sociedad del imperio, ni desviar al mundo del camino en que se había lanzado durante estos cua- renta años áe pax augusta. ¡Y era precisamente el ca- mino que la sabiduría romana, al hablar por boca de Tito Livio, de Horacio, de Virgilio, de Augusto, de Tiberio, creía que había de conducir á los abismos! Italia como la Galia, España como las provincias del Danubio, las mesetas del Asia Menor como el África septentrional, los pueblos de civilización ya envejecida

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como los bárbaros, la pleble del campo como las clases medias y altas, todo el imperio, en fin, se vería obliga- do por el hecho mismo de la paz, de la prosperidad, de la nueva edad de oro, de los mercaderes que con los objetos que vendían difundían la civilización greco- oriental, á adoptar las costumbres y las ideas, á adquirir los refinamientos, las corrupciones y las perversidades de la civilización urbana que tan funesta consideraban los romanos. El imperio entero iba á cubrirse de ciuda- des. En el centro de las tribus bereberes como en las civitates galas las aldeas se transformarían en hermo- sas ciudades construidas sobre el modelo de las ciuda- des italianas, que á su vez imitarían en lo posible á las ciudades de Asia; los oppida de Dalmacia y Panonia se convirtieron en los municipia latinos; las colonias ro- manas, las antiguas ciudades del mundo griego se en- sancharon y embellecieron; la grandeza del imperio es- tará simbolizada en el maravilloso esplendor de sus grandes ciudades y en el esplendor todavía más mara- villoso de Roma, á la que los emperadores embellecie- ron, no sólo para agradar á los romanos, sino para des- lumhrar á los pueblos sometidos é infundirles respeto. La agricultura también florecerá en esta universal pros- peridad, los campos conocerán un afortunado bienestar: pero lo que podría llamarse el espíritu 'de los campos^ ese espíritu de sencillez, de economía, de rudeza auste- ra que Virgilio había celebrado tan dulcemente en sus Geórgicas, ese espíritu se perderá en todas partes. Las poderosas raíces de las ciudades absorberán todo el jugo vital de los campos, la flor de la riqueza, de la in- teligencia, de la energía para convertirlo en lujo, erj entretenimiento, en vicio: los campos más florecientes

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 343

serán los que puedan suministrar á las ciudades vino y aceite para sus festines y para sus juegos; los propie- tarios, grandes y mediano's, vendrán á vivir en las ciudades, gastarán parte de su fortuna en construir termas, ofrecer á la plebe espectáculos y distribuir tri- go y aceite; los campesinos, de generación en genera- ción y en todas partes, sentiránse cada vez más pro- pensos á convertirse en ciudadanos; hasta los más dis- tantes, los más sencillos y montaraces de los pueblos del imperio, procurarán hacerse industriales, como hoy diríamos, perfeccionar las artes primitivas de su país, vender á lo lejos sus productos, imitar las industrias de los pueblos más ricos, sobre todo las de tejidos (i); los mismos germanos, al otro lado del Rhin, los germanos pendencieros y belicosos, empezaron á ejercer el oficio de tejedores (2). Roma introducirá allende sus fronte- ras, hasta en los bosques de Germania, los primeros principios de la civilización sedentaria; los hábitos del lujo y del placer se infiltrarán hasta las más profundas capas sociales, se difundirán entre la muchedumbre, y corromperán al ejército mismo; el espíritu militar, na- cional y político se borrará en todas partes. La paz ro- mana va á difundir en todo el imperio, hasta en las al-

(i) En el Edictum Diochtiani^ sobre todo en los capítulos don- de se trata de las industrias textiles, se enumeran los tejidos perte- necientes á los pueblos bárbaros ó puramente agrícolas: Ñor ¡cus , Niimidicus, Britaimincs, etc. Lo que significa que durante el pri- mero ó segundo siglo hasta los pueblos agrícolas habían procurado sacar partido de sus artes locales, dando á conocer á lo lejos sus productos.

(2) Plinio, H. N.^ I, 18: Galliae universae vela texu>jt,Jam qiii- dem et trans rlienani líos tes...

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dehuelas de las más remotas provincias, aun entre las razas más primitivas, hasta en los campamentos mili- tares esa «corrupción de las costumbres» que tanto horror inspiraba á los tradicionalistas romanos, ese es- píritu de refinamiento, de placer, de arte, de novedad, de ciencia, que nosotros llamamos con un optimismo tan engañoso, quizás como el pesimismo antiguo, la ci- vilización. Á esta «corrupción de las costumbres», á esta «civilización», hay que atribuir principalmente la unidad floreciente del imperio, durante los dos siglos que han de seguir. Roma se ha asociado y ha relacio- nado entre por espacio de tres siglos á Oriente y Oc- cidente por haber dado á los pueblos civilizados de Oriente un brillante renacimiento de la civilización ur- bana, y haberla hecho gustar por primera vez á los bárbaros de África y de Europa. Roma ha dominado á las masas populares, no con sus legiones y sus leyes; sino con sus anfiteatros, sus juegos de gladiadores, sus termas, sus repartos de aceite, su pan barato, su vino, sus fiestas. Á medida que las muchedumbres gustaron esta vida más rica y refinada, se asociaron á todas las autoridades é instituciones que le permitieron gozar de ella; y las clases ricas que tuvieron interés en conservar el orden de cosas existente, comprendieron que no ha- bía mejor medio para conservar el poder que halagar estas pasiones de la masa. El emperador daría á todos ejemplo en Roma; pero, como él en Roma, los ricos conservarán el poder municipal en las ciudades remo- tas de Asia y de África, dando continuas fiestas y vive - res á la plebe. La aristocracia gala quedará por siem- pre consagrada al imperio cuando haya adquirido el hábito de vivir en villas semejantes á las de Italia; pero

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 345

más grandes y suntuosas, resplandeciendo de bellos már- moles italianos y griegos, decorados en el estilo enton- ces en boga en la metrópoli, y adornadas con copias de las obras maestras de la escultura griega (i). Un escri- tor imbuido de la antigua sabiduría podrá quejarse me- dio siglo después de que en su tiempo poseen los cria- dos espejos de plata (2) y se beba tanto vino en las ta- bernas de la ciudad; pero lo que dará mayor cohesión al imperio en la época más próspera, será esta general tendencia al refinamiento, al bienestar y á la corrupción de una exquisita civilización ciudadana.

Seguramente, cuando á la edad de oro suceda la de bronce y á ésta la de hierro, cuando las fuentes de esta prosperidad se sequen, la cohesión disminuirá y la masa enorme se disgregará, Pero esta época aún se halla le- jana. Cuando murió Augusto, el 23 de xA.gosto del año 14, á los setenta y tres de edad, apenas había co- menzado ese trabajo social que debía realizar la unidad del imperio durante dos siglos. Las familias que se ha- bían enriquecido en el transcurso de los cuarenta años precedentes, en medio de esta marea de riquezas anti- guas y nuevas de donde emergían tantas fortunas, ape- nas comenzaban entonces á desplegar tímidamente ante el pueblo una magnificencia que había de hacer progresar rápidamente la vida ciudadana en todos los puntos del imperio. La incertidumbre que aún reinaba en Roma, sobre el Palatino; el temor de hacer excesi- vos gastos para Roma y para su pueblo, que caracteri- za el gobierno de Augusto y de Tiberio; la larga inde-

(i) Joulin, ob. cit., 327.

{2) Plinio, XXXIV, XVII, 160.

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cisión entre las tradiciones de un mundo agonizante y las exigencias del mundo naciente detenía en todo el imperio á los ricos que, necesitando un modelo, tenían puestos los ojos en la casa del princeps. Sin embargo, las fortunas se acumulaban y no habían de tardar en lanzar al imperio por el nuevo camino, apenas diese Roma la señal, x^ugusto, pues, había navegado casi toda su vida contra la corriente. (jHay que concluir que si sirvió al progreso del mundo sólo fué por casualidad? Seguramente, no. Entre tantas cosas como realizó, dos fueron verdaderamente vitalísimas: su política republi- cana y su política galo-germánica. El imperio romano se componía de partes más diferentes entre que los grandes imperios que le habían precedido; su forma extraña y circular aún hacía mayor la dificultad para darle unidad. Demuestra la gravedad de este inconve- niente que jamás ha podido situar bien su capital. Ni Roma, ni Constantinopla, ni los demás puntos ensaya- dos han sido adecuados. Y, sin embargo, el imperio ro- mano llegó á tener más duración y cohesión que nin- guno de los grandes imperios precedentes. Las fuerzas de disolución que tan rápidamente descompusieron los grandes imperios greco-orientales fundados por Alejan- dro, no se desarrollaron en su cuerpo inmenso. ¿Por qué razones? Los historiadores que se han burlado del espí- ritu republicano, tan tenaz en los romanos, los que han dicho de la república de Augusto que sólo era una co- media, hubiesen hecho bien en formularse esa pregun- ta. La unidad económica, la difusión de la civilización ciudadana fueron las dos principales causas de esa co- hesión; pero no creo que fuesen las únicas. La durade- ra cohesión del imperio romano fué efecto en parte de

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 347

la idea romana y republicana del Estado, que, diferen- te en esto de la monarquía asiática, implicaba la in- divisibilidad como elemento esencial. En la monarquía asiática, el Estado se consideraba com.o una propiedad de la dinastía, que el rey podía aumentar, disminuir, desmembrar, repartir entre sus hijos y parientes, dejar en herencia como un campo, como una casa. Al con- trario, para el romano el Estado era la ?'es publica, la cosa de todos; pertenecía á todos: es decir, á nadie; los magistrados que lo gobernaban eran ya por definición los representantes del verdadero Señor impersonal é invisible, el popuhis rotnaniis, cuyos eternos derechos no estaban sometidos á ninguna prescripción ni res- tricción y cuya perennidad formaba el alma indivisible del Estado. La política republicana de Augusto y de Tiberio, su obstinación en querer conservar intactos los principios fundamentales del antiguo ideal romano,, han contribuido poderosamente á infundir en el impe- rio la idea latina de la indivisibilidad del Estado y, por consecuencia, á arraigarla tan profundamente en la cultura antigua, que hemos podido encontrarla, tras el renacimiento clásico, en los restos del mundo antiguo. Poco á poco, á medida que el espíritu político se extin- gue en todo el imperio, y que la conquista de la civili- zación urbana se convierte en objetivo supremo de la vida, el princeps de la república se transforma en la imaginación de los subditos, en jefe supremo, fuente de toda prosperidad, el que hace reinar la paz y la justi- cia, un verdadero semidiós; y en esta inmensa venera- ción se sustentan los emperadores que van á suceder- se, de ella se sirven para demoler poco á poco los últi- mos restos de la constitución aristocrática y fundar

348 GRANDEZA Y DEGADENCIA DE ROMA

poder monárquico. Sin embargo, cuando se extinguió en la nueva generación el antiguo espíritu republicano, aún subsistió una idea, la de que el imperio era la pro- piedad indivisible y eterna del pueblo romano, que el emperador podía administrarla, pero no mermarla. Por esta idea la monarquía de los Flavios y Antoninos fué esencialmente distinta de las monarquías asiáticas, y se parece más bien á las modernas monarquías de Eu- ropa que están todas tan animadas de tan poderoso aliento romano; por esa idea la autoridad imperial se- cundó durante dos siglos, en lugar de contrariarlas, como hubiese hecho la monarquía oriental, las formas económicas que daban unidad al imperio. Abajo, la sín- tesis de los intereses materiales, y arriba, no ya la con- centración monárquica del poder supremo, sir^ la idea republicana del Estado indivisible: tales fueron los ci- mientos y la techumbre del poderoso edificio del impe- rio. Ninguna parte de la obra de Augusto y de Tiberio fué, pues, tan vital como la destinada á salvar la esen- cia del principio republicano, y esto es lo que la poste- ridad no ha comprendido, lo que nuestros mismos con- temporáneos, que aún recogen sus lejanos frutos, no quieren comprender. En efecto, la fuerza política de la Europa moderna frente á Oriente procede en gran par- te de esta idea romana del Estado indivisible, idea que Augusto y Tiberio tanto han contribuido á salvar en uno de los más críticos momentos de la evolución uni- versal. En efecto, ¿quién puede decir lo que hubiese ocurrido sin la formidable resistencia tradicionalista que opuso este puñado de hombres, y si Italia no hubiese empleado más que cincuenta años en vez de dos siglos y medio en adoptar para la política las ideas orientales?

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 349

La Otra parte vital de la política de Augusto fué la política galo-germánica. Licinio no se había equivo- cado y Augusto hizo bien en escucharle. La Galia ro- mana es la gran obra histórica de la familia de los Ju- lios y de los Claudios; los nombres de Augusto, de Ti- berio y de Agripa, de Druso, de Germánico, de Claudio, permanecen indisolublemente asociados á la romaniza- ción de la Galia. Druso no murió por mera casualidad entre el Rhin y el Elba, ni por azar nació Claudio en Lyon; ni Tiberio pasó la mayor parte de su existencia en el Rhin y allende el Rhin; ni Augusto no abandonó á Europa desde el año 14 antes de Cristo para no alejarse demasiado de la Galia; ni el hijo de Druso se llamó Germánico; ni los nombres de César y de Augus- to iban á asociarse en todas partes á los nombres que se daban á las nuevas ciudades. Verdad es que toda la Galia se quejaba del pesadísimo tributo; pero la paz, el conocimiento de la civilización greco-romana, el con- tacto con el mundo mediterráneo, compensaban más que suficientemente ese tributo. Sin duda que la tran- sición aún no había concluido á la muerte de Augusto. Las dudas atormentaban á considerable parte de la so- ciedad gala, la que había adoptado con excesiva rapi- dez la costosa manera de vivir de la civilización greco- romana sin establecer relación entre los gastos y los ingresos. Pero si las deudas mismas causaban en todas partes algún descontento, también obligaban á la vieja Galia céltica á metamorfosearse en Galia romana. Los recuerdos, las añoranzas de la antigua independencia aún no se habían desvanecido, y los fomentaba con el malestar causado por el tránsito de una vida sencilla á una civilización refinada. Pero los esfuerzos para volver

35° GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

al pasado aún iban á lanzar más lejos á la Galia en el camino del porvenir. Al otro lado de los Alpes se for- maba un Egipto de Occidente, fecundo en trigo y en lino como el otro Egipto, poblado, con sus agricultores, sus industriales, sus mercaderes, con una población activa y económica á la vez, que cultivaba bien sus tie- rras, que construiría por sola, sin la ayuda de la re- pública, como la Galia narbonesa, en el centro de las civitates transformadas en unidades administrativas, ri- cas ciudades, bellas, donde se encontrarían los refina- mientos, los adornos, las costumbres, los dioses del mundo greco-romano; pero todo esto importado con parsimoniosa prudencia. Formábase allí un pueblo que representaba el término medio, bien equilibrado que, aun transformándose en una nación industrial y mer- cantil, seguiría suministrando gran número de jinetes y soldados al imperio de Roma; que tomando á los orien- tales todo lo que pudiera serles útil, sabría contener el oleaje de la invasión oriental que había de sumergir á media Italia. Y este Egipto de Occidente no sólo ha- bía de producir al imperio tanto como el Egipto de Oriente; también había de servir en el inmenso imperio de contrapeso á las provincias orientales que se habían ensanchado demasiado, sostener á Roma en Europa, y conservar á Italia su soberanía durante tres siglos. Á pesar del furor patriótico que se había apoderado de Ita.lia después de Accio, á pesar de la ruina de An- tonio, de las hermosas odas de Horacio y del gran poema nacional de Virgilio, Italia hubiese perdido su corona, si la Galia hubiese continuado siendo pobre y bárbara. La capital de un imperio cuyas provincias más dilatadas, más ricas y pobladas estaban en Asia y

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO 35^

en África, no podía estar situada en el extremo confín, en el umbral del mundo bárbaro, así como la capital del imperio ruso no podría estar hoy en Vladivostok ó en Karbin, Roma hubiese tenido que pasar á Oriente, des- aparecer en Asia, como habían temido los patriotas ro- manos, hasta que se comprendió en Roma la impor- tancia de la Galia. En cambio, cuando Roma poseyó allende los Alpes una inmensa provincia que rendía tanto como Egipto y que suministraba muchos solda- dos; cuando tuvo, por lo tanto, que ocuparse en defen- der á la Galia como defendía á Egipto, y aún más que á Egipto, por estar más amenazada, Italia se encontró bien situada, en medio del imperio; y Roma aún con- ser\'ó durante tres siglos la corona que había conquis- tado al precio de tanta sangre, durante dos siglos de guerras, y con ayuda de la fortuna sobre la decrépita civilización de Oriente y sobre la barbarie todavía in- forme de Occidente.

FIN DEL VOLUMEN SEXTO V ULTLMO

TABLA DE MATERIAS

EL EGIPTO DE OCCIDENTE

Páginas

La insurrección de los Alpes.^ Plan de la campaña contra los retosylos vindélicios. Tiberio. Druso. Tiberio y Dru- so, legati de Augusto. —Discusión entre Licinio y los jefes galos. -El Egipto de Occidente. Guerra contra los retos y los vindélicios. Admiración de Roma por Druso y Tiberio.— Ho- racio hace el elogio de los vencedores. Druso y Tiberio sim- bolizan el renacimiento aristocrático. La gloria de los Claudios , I

I.A GRAN CRISIS DE LAS PROVINCIAS EUROPEAS

Insurrección de los ligures. Pacificación de Oriente. Ju- lia divinizada en Oriente. Las provincias de Europa y sus tributos. Exportaciones de Italia en la Galia. Causas de la crisis en las provincias europeas.- La Galia y los germanos. Xuevo peligro germánico. La república, tal como se ha res-

ToMo VI 23

354 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Páginas

taurado, es poco apta para la diplomacia. Augusto y la po- lítica exterior. —Reorganización administrativa délos Alpes. Nuevos caminos estratégicos al través de los Alpes. Refor- mas militares. Agripa y Herodes en Asia Menor. Nueva prosperidad de Oriente. Lentos progresos de Grecia 25

III

LA CONQUISTA DE GERMANIA

Motivos de la conquista de Germania. Reorganización ad- ministrativa de la Galia. Dificultad de la conquista de Ger- mania.— Creciente popularidad de Augusto. -El immen y las aras de Augusto. El culto de Augusto y su significación. Regreso de Augusto á Roma La nueva y la antigua genera- ción.—Reacción contra el tradicionalismo y el puritanismo. Ovidio. Los Amores. Ovidio y la nobleza. La conquista de Germania y la nueva generación. Nueva reforma del Se- nado.— Plan de la conquista de Germania. La invasión de Germania por los ríos 54

IV

«H.í:C est ITALIA DIIS. SACRA»

La burguesía de Italia. La literatura y la jurisprudencia. Augusto y &\ jus réspofidendi. Labeón. Casio Severo y la nueva elocuencia. El valle del Po. Razones de su prospe- ridad.— Progresos agrícolas é industriales del valle del Po. La Italia central. Pobreza y decadencia de la Italia meridio- nal.— La burguesía de Italia y Augusto 89

TABLA DE MATERIAS 355

EL ARA DE AUGUSTO Y DE ROMA

Páginas

Preparativos para la conquista de Germania. -El cargo de pontifex maximus (\\i&àa. vacante. División de ios poderes civil y militar. Augusto, pontifex max ¡mus. Muerte de Agripa. Primeras reformas religiosas de Augusto. Plan de la conquista de Germania. Druso en el mar del Norte. Druso en la desembocadura del Weser. Herodes en Roma. J[iilia viuda. Julia }'■ la ley sobre e! matrimonio. Metódica invasión de Germania. Casamiento de Julia y de Tiberio. ku^Msio prctfec tus tnorum et ¡egiim. Nueva reforma del Se- nado.— La insurrección de Tracia. —La cura aquarum. Marcha de Druso hasta el Weser. Fundación de Aliso. Nuevas desgracias en Panonia. El ara de Augusto y de Roma ii6

VI

JULIA Y TIBERIO

Nueva reforma del Senado. Origen del consilium priticipis. Las dos generaciones en pugna. Las diversiones de Roma. Escándalos y procesos. Augusto y los procesos escanda- losos.—Los matrimonios estériles en el orden ecuestre. Pro- yéctase una reforma en la ley sobre el matrimonio. La muer- te y los funerales de Druso. Tiberio y la nueva generación. La educación de Cayo y Lucio César. Los hijos de Fraates en Roma.— Expiran otra vez los poderes presidenciales de Augusto. Dificultad de reemplazar á Augusto. Definitiva rendición de Germania. Discordia entre Julia y Tiberio.

35^ GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Páginas

Reorganización administrativa de Roma. Los vici de Roma y sus magisfri. El partido opuesto á Tiberio. Una intriga contra Tiberio. Cayo César, cónsul designado á los catorce años. Tiberio solicita retirarse á Rodas 154

VII

EL DESTIERRO DE JULIA

Tiberio se retira: pretextos y razones. Efectos producidos por la marcha de Tiberio Cayo César princeps juveníutis. Triunfo de Julia. Relajamiento en la administración. Infa- mias atribuidas á Julia. Augusto y la joven nobleza. Po- lítica de Augusto en Germania. Nuevas fuentes para la ha- cienda romana. Muerte de Herodes: su testamento. Popu- laridad de Cayo y Lucio César. El testamento de Herodes en Roma. Insurrección de Judea.— Nueva organización de Palestina. Complicaciones en Armenia. Anexión de Pafla- gonia. El fuero de Augusto y el templo de Marte Vengador. Ovidio y Cayo César. El adulterio de Julia. Augusto y el adulterio de su hija. El escándalo y las condenas 197

VIH

LA VEJEZ DE AUGUSTO

Después del destierro de Julia. La vejez de Augusto. La segunda generación en la familia de Augusto. Claudio, ter- cer hijo de Druso. Augusto y Tiberio tras la condena de Julia. Impopularidad de Tiberio. Cayo César en Oriente. Comienza la reacción en favor de Tiberio.— La cuestión mili-

TABLA DE MATERIAS 357

Páginas

tar. Estado de Germania. Situación política de Augusto.— Tentativa de reconciliación entre Augusto y Tiberio. Re- greso de Tiberio á Roma. .Muerte de Lucio César. El cuar- to decenio de Augusto. Muerte de Caj'o César. Reconcilia- ción de Augusto y Tiberio 233

IX

EL ULTIMO <vDECENNlUM

Tiberio al frente del gobierno.— Tiberio en Germania. Reformas políticas de Augusto. —La ley contra los orbi. El orden ecuestre enemigo de la ley. Nuevos proyectos de Tiberio en Germania. Xueva ley militar. Marcha de Tibe- rio hasta el Elba. El (erarium militari. Conversión de Ovidio. Germánico y Agripina. La inteligencia de Clau- dio.— -Difícil situación de Tiberio. La miseria en Roma. Los vigiles. La insurrección de Dalmacia y de Panonia. Gran- des preparativos militares. Tiberio y la insurrección. La La estrategia de Tiberio. Desmembramiento del imperio. Tiberio y la opinión pública. Nuevos impuestos. Fin de la insurrección en Panonia. El destierro de Julia y de Ovidio. Triunfo de Tiberio. La lexPapia Poppaa. La catástrofe de Varo 264

AUGUSTO Y EL GRANDE IMPERIO

Consecuencias del desastre de Varo. Abandono de Germa- nia.—Augusto al término de su obra. -Reforma en el consi- lium principis. La suprema magistratura durante los diez

358 GRANDEZA Y DECADENCIA DE ROMA

Páginas

últimos años de Augusto.— La sucesión de Augusto y las du- das de Tiberio. Progreso del culto de Augusto.— Carácter de la política mundial de Roma. Importancia del Estado y progresos del imperio. Decadencia de la alta cultura intelec- tual.— Rápidos progresos materiales. Los orientales invaden las provincias de Occidente. África septentrional. España. Progresos industriales de la Galia. La cerámica y la metalur- gia galas. Unidad del imperio y sus causas. Las ciudades y los campos bajo el imperio. Cómo dominó Roma al impe- rio.— Partes vitales de la política de Augusto. La política re- publicana.— La política gala y germánica. Roma y la Gítlia. 312

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