COLECCIÓN GRANADA

VIAJES

^

BORROW: LA BIBLIA EN ESPAÑA TRAD. DEL INGLÉS POR M. AZAÑA

LA BIBLIA EN ESPAÑA

POR

BORROW

TRADUCeiUN DIRECTA DEL INGLES

POR Manuel Azaña

TOMO I

COLECCIÓN GRANADA

J I M É N E Z F R A ü D , E d i t o r . M A D K 1 I)

ES PROPIEDAD

QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA

LA LEY

OP

Imprenta Clásica Española. Glorieta de Chamberí. Madrid.

NOTA PRELIMINAR

Tomás Borrow, de familia de labradores esta blecida desde muy antiguo cerca de Liskeard, en Cornwall, se fugo de su casa, siendo todavía mozo, por esquivar las consecuencias de una fechoría juvenil, y sentó plaza de soldado en 1783. Diez años más tarde, cuando era sargento, se casó con Ana Preferment, hija de un agricultor de East Dereham, Norfolk, de abolengo francés probable- mente. En 1798, Tomás Borrovv^ obtuvo el grado de capitán, del que no pasó en su carrera militar. En 1800 le nació un hijo, Juan Tomás, que fué pintor y soldado, y acabó por emigrar a Méjico en busca de fortuna, muriendo en aquellas tierras en 1834. El 5 de julio de 1803 nació en East De- reham el hijo segundo del matrimonio Borrow, Jorge Enrique, el cual, treinta y tres años más tar- de, había de ser popular en' Madrid con el nom- bre de Don Jorgito el inglés. La infancia de Jorge transcurrió en diferentes poblaciones de Inglate- rra y de Escocia, merced a los cambios de guarni- ción del regimiento en que servía su padre. Viajó primeramente por las provincias de Sussex yKent, y en 1808 y 18 10 estuvo otra vez en su pueblo natal. Jorge era «un niño triste, que gustaba de permanecer horas enteras en un rincón solitario, con la cabeza caída sobre el pecho, dominado por un abatimiento peculiar; a veces sentía una impre-

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sion de miedo muy extraña, hasta de horror, sin causa real>. Sus padres le dejaban vagar libre- mente por los campos. En 1810 conoció a Ambro- sio Smith, el gitano a quien después representó en sus escritos con el nombre deJasperPetulengro, y se juraron fraternidad. El desarrollo mental de Jorge fué algo tardío. Comenzó los estudios de hu- manidades en Dereham, y los continuó en Edim- burgo, después en Norwich, y el año 181 5 en la «Academia Protestante» de Clonmel (Irlanda), adonde el regimiento de su padre fué destinado. La vida escolar le curó de sus hábitos insociables y de su reserva. A Jorge le gustaban los estudios, pero no la sujeción de la escuela. Sentía inclina- ción natural por los idiomas, y los aprendía con desusada facilidad; su memoria era descomunal. Amaba la vida al aire libre y ios deportes. Las aventuras, propias o ajenas, reales o soñadas, en- candilaban su imaginación. En Irlanda, además de aprender la lengua del país, te había hecho gran jinete. Terminadas las guerras napoleónicas, y li- cenciado el regimiento, los Borrow se establecie- ron en Norwich. Jorge leía griego en ia Grammar School, y de un emigrado francés tomaba lecciones de este idioma, de italiano y de español; cultivaba, además, la caza y el pugilismo. Los gastos y las costumbres de Jorge le hicieron antipático a su padre; no se le parecía en nada, teníale por un verdadero gitano, y, desentendiéndose de él en lo posible, le dejaba hacer cuanto quería. En 1818, Jorge se encontró de nuevo con Ambrosio Smith, o Jasper Petulengro, y, yéndose con él a un cam- pamento de gitanos, los acompañó por ferias y mercados, se inició en sus costumbres y aprendió su idioma.

Llegado el momento de adoptar una profesión que le diese para vivir, Jorge, dudoso entre la Iglesia y el Foro, se decidió por el último; así se lo aconsejó un amigo, en situación semejante a la suya, diciéndole que la abogacía «era la mejor ca-

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rrera para quienes (como ellos) no pensaban ejer- cer ninguna». El padre de Jorge le costeó el apren- dizaje, colocándole en 1819 de pasante en casa de unos curiales de Norwich. Pero Jorge debía de tener mediana afición a los pleitos. Aprendió ga- les, danés, hebreo, árabe, armenio, y en el despa- cho de sus maestros trabajaba en traducir de esas lenguas al inglés; su amigo William Taylor le en- señó el alemán. Así vivió el pobre cinco años, ama- rrado a un oficio tan opuesto a su vocación. Quizás la lectura de libros de viajes y aventuras le fué entonces más gustosa y necesaria que nunca, como desquite déla aridez de su empleo. A Jorge Borrow le gustaban mucho Gil Blas, el Peregrmo de Bunyan, Sterne, el Childe Harold, y, sobre todos, De Foe. «¡Oh genio de De Foe, yo te saludo!— ex- clama en su autobiografía . ¡Cuánto no te debe el mío pobrísimo!»

En 1824, el capitán Tomás Borrow murió, de jando por heredera de sus escasas rentas a su mu- jer. Jorge, que llegaba entonces a la mayor edad, se marchó a Londres a buscarse la vida en cuanto terminó su contrato de pasantía. Llevaba por todo capital un legajo de traducciones; pero sus espe- ranzas eran muchas. Su primera estancia en Lon- dres fué poco placentera. Luchaba con la escasez, con la falta de salud, con la inseguridad del tra- bajo, y padeció además la crisis característica de la juventud al encararse indefensa con la vida, y las amarguras de la vocación que busca a tientas su camino. Jorge se interrogaba acerca del valor de la existencia y de la verdad: «¿Qué es la ver- dad? ¿Qué es lo bueno y lo malo? ¿Para qué he nacido? ¿Todo perecerá y será olvidado, todo es vanidad?» Y no encontraba respuesta satisfactoria. El futuro misionero era entonces ateo empeder- nido; su amigo Taylor, además de enseñarle el alemán, le inculcó la irreligión. La tristeza y el descorazonamiento de Jorge fueron tales, que sus amigos temieron verle poner fin a sus días. Por

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aquella época publicó Borrow algunas traduccio- nes de poesías extranjeras (varios romances espa- ñoles 1 ); escribió, por encargo de un editor, una colección de «causas célebres» ^, y tradujo para una revista fragmentos de leyendas danesas 3. Pero en 1825, el periódico en que escribía desapare- ció; riñó, además, con el editor que le daba tra- bajo, y se quedó en la calle con sus manuscritos y un puñado de dinero. Supónese que el anuncio de un librero le indujo a escribir, para zafarse de sus apuros del momento, una Vida y aventuras de José Sell, obra publicada, al paiecer, con otros cuentos y narraciones en una colección que hoy no se sabe cuál fué. Vendida la obra, Borrow se marchó de Londres, abandonando la literatura, y viajó a pie en busca de salud corporal y de paz para su ánimo. Cuatro meses duró su vida errante. Volvió a encontrar a Jasper Petulengro, y se fué con él a vivir en hermandad con los gitanos, traba- jando en hacer herraduras, y preso en las redes honestas de una linda mo2a de la tribu. Después compró un caballo, y recorrió Inglaterra en busca de aventuras. Cuando estos viajes concluyeron, Jorge Borrow tenía veintidós años. Era alto, flaco, zanquilargo, de rostro oval y tez olivácea; tenía la nariz encorvada, pero no demasiado larga; la boca bien dibujada, y ojos pardos, muy expresivos. Una canicie precoz le dejó la cabeza completa- mente blanca. Las cejas, prominentes y espesas, ponían en su rostro un violento trazo obscuro. Jorge Borrow, al escribir, andando el tiempo,

^ «Bernardas Address to his army», a bailad from the Spa- nish; «The singing Mariner», a bailad from the Spanish; «The french Princess», a bailad from the Spanish. En «Monthly Ma- gazine», volumen 57. (182+).

2 «Celebrated Triáis, and Reraarkable Cases of Criminal Jurisprudence, from the earliest records to the year 1825. Seis vo- lúmenes. Knight and Laey. London, 1825.

3 «Danish Traditions and Superstitions». En «Monthly Ma- gazine>, vols. 58, 59, 60.

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sus narraciones autobiográficas, se empeñó en ro- dear de misterio ciertos años de su vida (1826- 1832), y con alusiones más o menos veladas (algu- nas encontrará el lector en La BibUa ¿n España^ quiso dar a entender que se había visto envuelto en misteriosas aventuras y dado cima a dilatados viajes por países como la India, China y Tartaria. Ignórase, en efecto, lo que Borrow hizo en esos años; pero, en sentir de sus biógrafos más autori- zados, es excesivo tanto misterio. Probablemente, Borrow vivió todo ese tiempo sin ocupación fija; viajó un poco, y escribió por gusto y por encargo. En 1826 se publicó una colección de sus traduccio- nes del danés ^ con otras composiciones suyas. Dos años más tarde apareció una traducción de las Memorias de Vidocq ^, atribuida a Borrow; in- sertó en algunas revistas trabajos de menos im- portancia. Viajó por la Europa occidental, y pare- ce que estuvo en Madrid, pero este viaje no pudo entrar en el marco de La Biblia en España.

Un gran cambio sobrevino en la vida de Jorge Borrow durante el año 1833, que decidió de su destino. Conocía Jorge Borrow a una familia resi- dente en Oulton Hall, cerca de Lowestoft(Suffolk), de la que formaba parte Mrs. Mary Clarke, de treinta y seis años, viuda de un marino. Un reve- rendo pastor, relacionado con esa familia, indujo a Jorge Borrow a solicitar de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera un empleo donde pudiera utilizar su conocimiento de los idiomas. Jorge se fué a pie a Londres, y en veintidós horas recorrió una distancia de ciento veinte millas. En su frugal pobreza, Jorge sólo gastó en el viaje cinco peni- ques y medio, en un litro de cerveza, medio de

1 «Roniantic Baliads», Translated froni tlie Danish and Mis- cellaneous pieces, by George Horrow. Norwich, S. Wiikin. 182'^.

2 «Memoirs of Vidocq>, principal agent of the French pólice until 1827. Writen by himself. Translated from the French. 4 vols. London, Whittaker, Treacher and. Arnot. 1S28-29.

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leche, un pedazo de pan y dos manzanas. Los se- ñores déla Sociedad Bíblica, después de examinar- le de lenguas orientales durante una semana, le preguntaron si estaba dispuesto a aprender en seis meses la lengua raanchú. Aceptó Jorge, y con un buen viático se volvió a Norwich, ya en dili- gencia; estudió con ahinco y a los seis meses triunfaba en las pruebas a que sus futuros jefes le sometieron. Por aquellos mismos días, Jorge Bo- rrow se jetractó de su ateísmo; ya fuese por influjo de Mrs. Clarke, o porque las ideas que le inculcó su amigo Tayior arraigaron poco en su espíritu y se marchitaron al acercarse la treintena, lo cierto es que Borrow profesó un protestantismo tan fa- nático como el ateísmo que abandonaba. No tardó en asimilarse el «tono misionero» ni en adoptar la jerga propia de sus patronos. Cuando aun se hallaba en curso su nombramiento, uno de los secretarios de la Sociedad Bíblica censuraba así el estilo de una carta de Borrow: «Perdóneme us- ted si, como sacerdote, y mayor que usted en años, aunque no en talento, me atrevo, con la mejor intención, a hacerle una advertencia que podrá no ser inútil.» Acota una frase que ha llamado la atención de algunos de «los excelentes miembros de nuestro Comité»: aquella en que «habla usted de la perspectiva de ser útil a la Divinidad, al hombre y a usied mismo. Sin duda, quiso usted decir la perspectiva de glorificar a Dios; pero el giro de sus palabras nos hizo pensar en ciertos pasajes de la Escritura, tales como Job, XXI, 2, etc.» La res- puesta de Borrow debió de ser tal, que el mismo reverendo le escribía: «El espíritu de su última carta es verdaderamente cristiano, en armonía con aque'la regla sentada por el mismo Cristo, y de la que El dio, en cierto sentido, tan prodigioso ejemplo, que dice: El que se humille será ensalza- do.» Finalmente, la Sociedad Bíblica aceptó los servicios de Borrow y le envió a Rusia, para don- de salió sin dilación, a mediados de año, a colabo-

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rar en la transcripción y colación del manuscrito de la Biblia traducida al manchú, y en la impi-e- sión del Nuevo Testamento en la misma lengua.

Jorge Borrow estuvo en Rusia hasta septiembre de 1835. Sirvió con celo y buen éxito a la Socie- dad Bíblica; visitó Moscú y Nowgorod, y proyectó un viaje a China, a través del Asia, para distri- buir el Evangelio por el Oriente. El Gobierno ruso le negó los pasaportes. Ese proyecto de viaje fué, en opinión de uno de sus biógrafos, el único motivo que tuvo Borrow para creer, y hacér- selo creer a sus lectores, que había estado en el Oriente remoto K Durante su estancia en Rusia tradujo al ruso unas homilías de la iglesia angli- cana, y publicó en San Petersburgo dos coleccio- nes de poesías traducidas por él al inglés: Targutn^ y el Talismán '.

En octubre de 1835 volvió Jorge Borrow a In- glaterra, y, apenas llevaba un mes en su país, la Sociedad Bíblica decidió utilizar de nuevo sus servicios, enviándole a Lisboa y Oporto con en- cargo de acelerar la propagación de la Biblia en Portugal. Ni la Sociedad Bíblica ni Jorge Borrow preveían entonces que sus campañas en la Penín- sula iban a tener la importancia que después ad- quirieron. Para la Sociedad, el envío de Borrow a Portugal era un empleo interino, en espera de que se decidiese su viaje a China. Borrow ignoraba si tendría o no en Portugal libertad suficiente para lanzarse a una propaganda intensa, ni si el ánimo

* «;No le ha chocado a usted nunca le escribía en una oca- sión su amigo el danés Has''cHt cuánto se parece usted al buen hidalgo Don Quijote de la Mancha? A mi juicio, podría usted pasar fácilmente por hijo suyo.» W. Knapp: Lifr, ivritings and correspondence of George BorroW' London, Murray, 1899. V'ol. I, pág. ig--.

2 «Targum, or Metrical translations from thirty languages and dailects», by George Borrow. St. Petersburg, Schulz and Beneze, 1835.

' «The Talismán», from the Kussian or Alexander Pushkin, with other pieces. St. Petersburg, Schulz and Beneze, 1835.

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de la gente se hallaría bien dispuesto para recibir- la. Jorge Borro w se embarcó en Londres el 6 de noviembre de 1835, y llegó a Lisboa el 13 del mismo mes ^; visitó los alrededores de la capi- tal, hizo una excursión por el Aleratejo, y de estos viajes y de sus conversaciones con el represen- tante de laSociedad Bíblica en Lisboa nació la de- terminación de aplazar sus trabajos en Portugal. Borrow resolvió pasar a España. Salió de Lisboa para Badajoz el r.° de enero de 1836, cruzóla fron- tera el día 6, detúvose en Badajoz diez días, y por Mérida, Oropesa y Talavera llegó a Madrid. Por el camino fué madurando su plan de campaña: le pareció necesario, ante todo, hacer en España una tirada de la Biblia en castellano, porque sólo podían circular las impresas en el reino. Pero lo difícil no era eso; lo difícil era obtener permiso para imprimirla si7i 7iotas. Desde la invención de la imprenta, hasta 1820, no se había impreso en España ninguna traducción de la Biblia descarga- da de comentarios y notas, y que fuese, por tanto, de tamaño manual y de precio reducido, accesible a todos. En 1790 apareció la traducción de Scio, en diez volúmenes en folio, y en 1823, la de Amat, en nueve volúmenes en cuarto. Al amparo de la fugaz libertad política, instaurada por la Revolu- ción de 1820, se imprimió en Barcelona (1820) el Nuevo Testamento, traducción de Scio, pero sin notas; desde entonces, hasta la llegada de Borrow a España, nada más se había hecho. La propagan- da de la Sociedades bíblicas no consiste, esencial- mente, en predicar una confesión determinada, sino en difundir la lectura de la Biblia, poniendo al alcance del mayor número el texto genuino de la Escritura. Como, en opinión de los cristianos reformados, los dogmas y prácticas de la Iglesia romana contradicen la letra y el espíritu del libro

' Fechas establecidas por Mr. Kaapp, separándose de las que Borrow da eu La Biblia en España

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sagrado, basta la lectura de su texto auténtico» y la restauración del sentido propio en su inteli- gencia e interpretación, para minar las bases de la dominación papista. Así, Borrow, abundando en las intenciones de sus directores, y con autoriza- ción expresa de ellos, gestionó desde luego el permiso que necesitaba para imprimir el Evange- lio sin notas, y, vencidas no pocas dificultades, se dispuso a reimprimir en Madrid la traducción del Nuevo Testamento, de Scio, editada sin notas por la Sociedad Bíblica en Londres, 1826. Borrow y la Sociedad Bíblica desconocían las versiones caste- llanas de la Biblia, hechas por los antiguos refor- mistas españoles, libros rarísimos entonces.

Borrow se fué de Madrid a los pocos días de la revolución de La Granja, estuvo en Granada y Málaga (viaje no referido en La Biblia en tspaña), se embarcó en Gibraltar, llegó a Londres el 3 de octubre, instó en la Sociedad Bíblica la inmediata apertura de la campaña de propaganda en España, y, aceptados sus planes, se reembarcó el 4 de no- viembre, llegando a Cádiz el 22 del mismo mes. Por Sevilla y Córdoba se dirigió Borrow a Madrid, adonde llegó el 26 de diciembre. No perdió el tiem- po. En 14 de enero de 1837 firmaba con Andrés Borrego el contrato para la impresión del Evan- gelio, y en i.*^ de mayo siguiente se publicó el libro 1. Borrow obtuvo de la Sociedad Bíblica auto- rización para repartir en persona la obra por los pueblos, y, dejando en Madrid encargado de sus asuntos a don Luis de Usoz y Río, emprendió, acompañado de su famoso criado griego, el lar- guísimo viaje por Castilla la Vieja, Galicia, Astu- rias y Santander, que duró desde mayo a noviem- bre de 1837. De regreso en Madrid, imprimió dos

' El Nuevo Testamento, traducido al español de la Vulgata Latina, por el Kmo. P. Phelipe Scio de S. Miguel, de las Kscue- las Pías, obispo electo de Segovia. Madrid. Imprenta a cargo de don Joaquín de la Barrera, 1837. En 8.°, 53+ págs.

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nuevas traducciones parciales del Nuevo Testa- mento: una traducción del Evangelio de San Lucas al caló ^ hecha por él, y otra del mismo Evangelio al vascuence, por un señor Oteiza 2.

La publicación del Evangelio en caló, la apertu- ra de un Despacho de la Sociedad Bíblica en la calle del Príncipe, los métodos empleados por Bo- rrow para llamar la atención del público hacia su obra y ciertas imprudencias de otros agentes de la Sociedad en España, provocaron la intervención de las autoridades y desencadenaron una borras- ca, en la que naufragó la propaganda evangélica y, a la larga, puso fin a ios trabajos de Borrow en España; de elJa nació también un primer disenti- miento entre la Sociedad y su agente, disentimien- to que terminó en ruptura. En enero del 38, el jefe político de Madrid secuestró los libros exis- tentes en la tienda abierta por Borrow; en mayo, fué preso Don Jorge por desacato a un agente de la autoridad y por vender libros impresos fuera del reino, introducidos en España con infracción de las leyes vigentes. Borrow cuenta en La Biblia en Espafia la historia del secuestro y de su pri- sión; pero omite ciertos hechos que influyeron grandemente en aquellas resoluciones del Gobier- no, hechos que Borrow no conoció hasta después de salir de la cárcel. Había por entonces en Espa- ña otro agente de la Sociedad Bíblica, llamado Graydon, que operaba principalmente en las pro-

1 Fmbeo e Majaró Lucas. Brotoboro rodado andré la chipé griega, acána chibado andré o Romano, o chipé es Zincales de Sesé.

fel Evangelio según S. Lucas, traducido al Romaní, o dialecto de os gitaao; de i spaña. [Madrid], i?37. En i6.°, 177 págs.

Segunda edición: Criscoie e Majaró Lucas, chibado andré o Ro- manó, o chipé es Zi'cales de Sesé.

Kl Kvangelio según S. Lucas, traducido al romaní. o dialecto de los gitanos de España. I.undra. 1S72. Rn 16.**, 177 págs.

2 Evangelioa San Lucasen Guisfan. El Evangelio según S. Tru- cas, traducido al vascuence. Madrid. Imprenta de la Compañía Tipográfica, 1838. En 16.°, i76pags.

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vincias de Levante. Graydon, que imprimió en Barcelona una edición del Nuevo Testamento y otra de la Biblia (A. )' N. T.), sin notas, en 1837, no se limitaba, como Borrow, a propagar el libro, sino que repartía folletos, prospectos y opúsculos atacando al Gobierno modeíado, al clero español y a sus doctrinas. Esta conducta produjo aigunos escándalos en Valencia, Murcia y Málaga; y como Graydon se proclamaba, no sólo agente de la So- ciedad Bíblica, sino íntimo colaborador y asociado de Borrow, dio pretexto para que el Gobierno, movido por los curas, desfogara su inquina tratan- do a don Jorge con extremado rigor. La prisión de Borrow y las reclamaciones del ministro britá- nico produjeron, como puede suponerse, una reu- nión precipitada del Consejo de ministros, un ofrecimiento de dimisión por parte del jefe polí- tico, e interpelaciones en las Cortes censurando al Gobierno... por su lenidad. Excarcelado Borrow, supo por el ministro británico la parte que la conducta de Graydon había tenido en sus perse- cuciones, y se le ocurrió escribir sendas cartas al Correo Nacional y a ia Sociedad Bíblica desautori- zando y condenando el proceder de su colega. En la carta al Correo Nacional, publicada el 27 de mayo, se titula «único agente autorizado en España de ia S. B.>. Kn la carta a sus directores de Lon- dres, luego de referir las entrevistas del ministro británico con Ofalia, dice respecto de Graydon: «Hasta el momento presente, ese hombre ha sido el ángel malo de la causa de la Biblia en España, y también el mío, y ha empelado tales procedi- mientos y escogido de tal modo las ocasiones, que casi siempre ha conseguido derribar los planes hacederos trazados por mis amigos y por para la propagación del Evangelio de una manera per- manente y segura.» La respuesta de la .Sociedad fué un cruel desengaño para Borrow: reconocíase en ella que Graydon era tan legítimo representan- te de la Sociedad Bíblica como él; no se accedía a

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desautorizar y condenar su proceder, y, además se le advertía a Borrow que, en adelante, se abs tuviese de publicar cartas como la del Correo Na cional. Por su parte, el Gobierno español, tras al gunos artículos oficiosos en que se le excitaba í proceder «con mano dura» contra los escarnece dores de la religión, prohibió de Real orden (2^ de mayo) la circulación y venta del Nuevo Testa' mentó editado por Borrow.

En relaciones poco cordiales con sus jefes y fren- te a la hostilidad resuelta de los gobernantes espa- ñoles, Borrow no podía ya realizar en la Penín- sula una obra duradera ni fructífera. Aquel verano del 38 anduvo don Jorge por La Sagra y por tie rras de Segovia. El 24 de agosto llegó a sus manob ^^ o^<ien de sus jefes llamándole a Inglaterra, y, allá se fué, a través de Francia, y en tres o cuatro meses que permaneció en su pais zanjó sus dife- rencias^con los directores y logró que le enviaran a España por tercera y última vez. El 31 de di- ciembre de 1838 desembarcó en Cádiz, y, salvo Jos tres primeros meses, que pasó en Madrid de- dicado a la propaganda, casi todo el año 39 estuve en í^evilla, en relativa inacción. Allí fueron a bus- carle Mrs. Clarke y su hija, a quienes instaló en su propia casa de la Plazuela de la Pila Seca; hizo solo un viaje a Tánger, donde Je alcanzó la orden del Comité de Ja Sociedad Bíblica dando por ter minada su misión en España, y en Tánger se aca- ba bruscamente la narración de sus aventuras De Mr^r"? ? ^f """¿^ ^nunzió su matrimonio con Mrs. Clarke (Ja Seña Biuda con Don Jorgiioel

&eVLTnT'í- los preparativos parí vol í^r a

^íTiJ^^t^ri^s^rdiiri/^:;:^^

tre.nta horas; todavía estuvo en Madrid gestionan

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Cotiage (Lowestoft), propiedad de su esposa, don- de vivió muchos años entregado a las pacíficas tareas literarias.

Lo primero que publicó fué su obra sobre los gitanos ^ en la que había trabajado mucho duran- te su permanencia en España. Contiene una des- cripción preliminar de los gitanos de diversos países y un estudio de la historia y costumbres de los de España, compuesto de observaciones per- sonales y extractos de libros referentes a ellos. Siguen una colección de poesías populares en caló, recogidas verbalmente por Borrow, y un vocabu- lario. En The Zincali s^ aprecia «una fuerte per- sonalidad y una observación extraordinarias- 2; pero cualquiera puede advertir el desorden con que está compuesto el libro. Es importante para conocer las costumbres de los gitanos, y completa además algunas aventuras que en La Biblia en España sólo están indicadas.

La publicación de T/ie Zincali puso a Borrow eri relación con Ricardo Ford, docto en cosas hispá- nicas, que preparaba por entonces su Manual úe España 3. Ford aconsejó a Borrow que publicase sus aventuras personales y se dejara de extractar libracos españoles. Al saber que tenía entre manos una Biblia en España, insistió en sus advertencias: nada de vagas descripciones, nada de erudición libresca; hechos, muchos hechos, observados di- rectamente; arrojo para no caer en las vulgarida- des; no preocuparse del bien decir; evitar las gazmoñerías y la declamación. Borrow se aprove-

' The Zincali; or. An Account of the Gypsies of Spain. Whit an original colleciion of their Songs and Poetry, and a copious Dictionary of their Language. By George Borrow... In two volumes. London, John Murray, 1841.

* E. Thomas: George Borrow, the man and his books. i. v. London, Chapman and Hall, 1912.

' Hand-Book for Travellers in Spain and Readers at Home. London, Murray, 1845. 2 vols. 8.* «Las ediciones posteriores están abreviadas o adaptadas a los itinerarios del ferrocarril. El verdadero «Ford» no ha vuelto a parecer.» (Knapp.)

IVIII

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_ cvaba con im¡».iciencia la vida sedentaria de cs- criior. Sentía, además, inquietudes religiosas; los antiguos <tcrTorcs> le atormentaban. Borrow que- ría Tiaiar y - ^ í de su patri nisiones hit ^ ^ -alado de Hor.i,- vong. pero sm resultado, iiiio un viaje por el

oriente de F ^ y recogió nuevos datos acerca

le la vida \ . e de sus amigos los gitanos en iungn'a, Wi-a^^aKi \ . -.'..x. Anduvo i "'i -or su país, visitó t.ia.cí, L^'.ocia y otros ^ recofiió parte del fruto de estas jomadas en un bro * li ' ' "'.'^..\ obra importante que pu-

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^ir nada desde la aparición ...vio en tanta obscuridad, en jnos le creían muerto. Estimu- rvar su ' -

-. que 1 . con diierente raéiv^>do, se lanió a publicar, en 4, un vcKabulario - del dialecto de los gitanoi^ ; rses obra que. al aparecer, era ya anticuada.

a muer-

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i perdida. La muerte tardaba en llegar.

rrc>w se marchó de Londres en 1S74. y se refu-

en su casa de Guitón; estaba viudo desde

arrise.' 'c otros tiempos era

....^.ano de ::. -.:. .. .,-c vivía triste y solo

una casa de campo mal cuidada, y se paseaba

el i.^rdín c: " ' !>» poemas de su

cha. Su i . su soledad y

- conversaciones con ios gitanos, a quienes

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J-Book of the Romanr. or En^zlish -___í . _ - , ;... .;e Boriow I.oodon. l^ha Murray.

^ A f

XVIII

chó de esos consejos. En su retiro de Oulton ordenó y completó los materiales de que dispo- nía: diarios de viaje, cartas a la Sociedad Bíblica, y en diciembre de 1842 se publicaba la obra ^ que velozmente le llevó a la celebridad.

Su triunfo fué inmenso. En el primer año se ago- taron seis ediciones de a mil ejemplares en tres volúmenes, y una edición de diez mil ejemplares en dos tomos. Dos veces reimpresa en Norteamé- rica aquel mismo año 43, fué traducida al alemán, al francés y al ruso; en 19 11 iban publicadas de La Biblia e?i España más de veinte ediciones in- glesas. Borrow saboreó la popularidad; sus escri- tos posteriores contribuyeron poco a sostenerla. Sus aventuras en España despertaron en el pú- blico un deseo muy vivo de conocer otros hechos de la vida del «héroe». Ricardo Ford le aconsejó que escribiese su autobiografía. Don Jorge, sin le- vantar mano, compuso el Lavengro, historia de su niñez y juventud, continuándola años después 2, hasta la fecha en que comienza aquel misterioso período de su vida, de que ya se hizo mención. La obra defraudó las esperanzas del público; los crí- ticos, con gran indignación del autor, pronuncia- ron sobre ella un fallo adverso; se aguardaba una narración rigurosamente veraz, y aparecía un re- voltijo de sucesos reales e imaginarios más que suficiente para desorientar al lector. Borrow se consoló difícilmente de lo que algunos llamaron su «fracaso». La vanidad herida, no iba a contribuir a suavizarle el humor, cada día m.ás áspero y agrio

The Bible in Spain; or thc Journeys, Adventures, and Im- prisonmeuts of an Englishman, in an attempt to circulatt- the Scriptures ia the Península. By George Borrow, author of «The Gypsies of Spain». In three volumes. London, John Murray, 184.3,

2 Lavengro; the Scholar-the Gypsy-the Priest. By George Bo- rrow... la three volumes. London, John Murray, 1851.

The Romany Rye; a sequel to «Lavengro». By George Bo- rrow... In two volumes. London, John Murray, 1857.

XIX

Llevaba con impaciencia la vida sedentaria de es- critor. Sentía, además, inquietudes religiosas; los antiguos tterrores» le atormentaban. Borrow que- ría viajar y solicitó empleos fuera de su patria; misiones literarias en Asia, el consulado de Hong- Kong: pero sin resultado. Hizo un viaje por el Oriente de Europa, y recogió nuevos datos acerca de la vida y lenguaje de sus amigos los gitanos en Hungría, Valaquia y Macedonia. Anduvo también por su país; visitó Gales, Escocia y otros lugares, y recogió parte del fruto de estas jornadas en un libro 1 que fué la última obra importante que pu- blicó. Desde 1860 residía en Londres, donde vivió catorce años sin producir nada desde la aparición de Wild Wales, sumido en tanta obscuridad, en tal silencio, que algunos le creían muerto. Estimu- lado por el deseo de conservar su antigua prima- cía en los estudios gitanos, que otros cultivaban ya con diferente método, se lanzó a publicar, en 1874, un vocabulario 2 del dialecto de los gitanos ingleses, obra que, al aparecer, era ya anticuada. En suma: Borrow se sobrevivió; tan sólo la muer- te— observa Mr. Knapp podía devolverle la no- toriedad perdida. La muerte tardaba en llegar. Borrow se marchó de Londres en 1874, y se refu- gió en su casa de Oulton; estaba viudo desde 1869. El arriscado Don Jorge de otros tiempos era un anciano de mal humor, que vivía triste y solo en una casa de campo mal cuidada, y se paseaba por el jardín enmarañado cantando poemas de su cosecha. Su extraño continente, su soledad y «sus conversaciones con los gitanos, a quienes permitía acampar en la finca, crearon en torno suyo una especie de leyenda. Los muchachos, en viéndole pasar, le gritaban: ¡Gitano!, o ¡brujo!>

* Wild Wales: its people, Language, and Scenery. By Gcor- ge Borrow... In three volumes. London, John Murray, 1SÓ2.

* Romano Lavo-Lil: Word-Boo!c of the Roraauy, or English Gypsy Language... By Ceorge Bonow. LoDdon, JohH Murray, 1874.

XX

Muy cerca ya del fin, su hijastra fué con su mari- do a vivir en su compañía. En la mañana del 26 de julio de 1 881, el matrimonio se fué a Lowes- toft a sus asuntos, dejando a Borrow completamen- te solo; mucho les rogó que no se fueran, porque se sentía morir; pero le dijeron que ya otras veces había expresado igual temor sin fundamento algu- no. Cuando volvieron, a las pocas horas, se lo en- contraron muerto.

Aunque The Bible in Spai7i no fuese, en térmi- nos absolutos, el mejor libro de Borrow, sería en todo caso, con enorme diferencia respecto de sus otros escritos, el que más títulos tendría a la atención de nuestro público. El mérito intrínseco del libro, y la singular reputación de España, le hicieron popular en Inglaterra y Norteamérica y conocido en varias naciones de Europa, motivos también valederos para su divulgación en nues- tro país, con más el de ser los españoles, no lecto- res distantes, sino parte interesada, actores en las escenas y su tierra marco de aquella narra- ción. No es muy honroso para nuestra curiosidad que hayan transcurrido cerca de ochenta años desde que vio la luz, sin ponerlo hasta hoy, tradu- cido, al alcance de todos. El libro fué compuesto, en su mayor parte, en los lugares mismos que describe. Borrow redactaba un diario de viaje, y remitía, además, a la Sociedad Bíblica cartas de relación de sus aventuras y trabajos. La Sociedad prestó a Borrow esas cartas luego de cerciorarse de que, al aprovecharlas, no cometería ninguna indiscreción. «¡No he revelado los secretos de la Sociedad!», decía después Borrow; en efecto, no mienta su desacuerdo con los directores, y tribu- ta a Graydon, el «ángel malo» de la causa bíblica, ardientes elogios. Las cartas de Borrow a laSocie- dad Bíblica ^ son tan extensas como la mitad de

' «Letters of George Borrow to the Bible Society», edited by T. H. Darlow, 1911.

XXI

The Bible in Spain; pero sólo aprovechó la tercera parte de ellas en la composición del libro; lo de- más salió de sus diarios, fundiéndose todo al calor de su espíritu cuando recordaba y revivía a dis- tancia las impresiones indelebles recibidas. Tres son los temas de la obra: la difusión del Evange- lio, Don Jorge el inglés y España. Los tres se enla- zan en un conjunto armónico; la propaganda evan- gélica es el propósito deliberado de que remota- mente trae origen el libro, y constituye su ar- mazón interior; todas las idas y venidas de Don Jorge, todos sus pensamientos, van encauzados a la divulgación de la palabra divina; los hombres y las tierras de España, materia de su explicencia, constituj'en, no sólo una decoración de fondo, asombrosa por el relieve y color, sino el ambiente en que se mueve y respira un personaje extraor- dinario, algo distinto de Borrow, pero que es Bo- rrow mismo despojado de toda vulgaridad y fla- queza, elevado a la categoría de un semidiós. De esos temas, el evangélico es el que nos importa menos. España, país de misiones, España, país de idólatras, era un punto de vista nuevo, dentro de nuestro solar, en 1835, ^ irritante para quienes, dueños de la religión verdadera, habíanla expor- tado durante siglos. No será hoy menos irritante para buen número de personas el antipapismo de Borrow; pero es improbable que los españoles descontentos, los no conformistas, rompan a gritar: ¡Al campo, al campo, Do?i Jorge, a propagar el Evan- gelio de Inglaterra! En el fondo, la preocupación de Borrow es de la misma índole que la de los «idólatras», sus enemigos. La regeneración de España por la lectura del Evangelio sería un pro- grama que acaso hiciera hoy sonreír. El mayor número seguiría la opinión de Mendizábal, que a la insistencia con que Borrow solicitaba el per- miso para imprimir el Testamento, salvación úni- ca de España, respondía: «¡Si me trajese usted cañones, si me trajese usted pólvora, si me trajese

XXII

usted dinero para acabar con los carlistas!» Pero Don Jtian y Medio, y los liberales que hicieron la desamortización eclesiástica, no se atrevían a per- mitir que circulase el Evangelio sin notas. Aun- que movido por un fanatismo antipático, en favor de Borrow hablan su osadía personal, la conside- ración de que luchaba contra un poder omnímodo, irresponsable, y la de que, formalmente, pugnaba por un mínimo de hospitalidad y de libertad, sin las que los hombres en sociedad son como fieras; y eso está siempre bien, hágase como se haga. El libro de Borrow es un precioso documento para la historia de la tolerancia, no en las leyes, sino en el espíritu de los españoles.

The Bible in Spain es un libro autobiográfico. «El principal estudio de Borrow fué él mismo, y en todos sus mejores libros, él es el asunto principal y el objeto principal» i. No emplea en esta obra las confidencias, no se confiesa con el lector; su procedimiento consiste en dejar hablar a los que le tratan, para pintar el efecto que su persona y sus hechos causan en el ánimo del prójimo; aso- mándonos a ese espejo, vemos la imagen de un Don Jorge muy aventajado: subyugaba y domaba a los animales fieros; los gitanos le adoraban; era la admiración de los manólos', temíanle los pica- ros; confundía al posadero ruin y a los alcaldillos despóticos; encendía en sus servidores devoción sin límites; era afable y llano con los humildes; trataba a los potentados de igual a igual y hacía bajar los ojos al soberbio; nunca se apartaba de la razón, ni perdía la serenidad; un prestigio miste- rioso le envuelve; en suma: el héioe y el justo se funden en su persona; es un apóstol que pro- paga la palabra de Dios, pero sin el delirio de la Cruz, sin romper el decoro; es un caballero andan- te que se compadece de la miseria, y a cada mo- mento cree uno verle emprender la ruta de Don

* Ed. Thomas, cap. II.

Quijote, pero sin burlas, sin yangüeses, en una España que creyese en él y le tomase en serio. Apóstol y caballero están bajo el amparo del pa- bellón británico.

Borrow se colocó, o colocó a su héroe, en un escenario sin segundo, de tal fuerza que, para nuestro gusto, el aventurero se borra, se disuelve en el paisaje, o queda a la zaga de la muchedum- bre española que suscita. Es difícil encontrar otro caso en que un escritor haya triunfado con más brillantez de la hostil realidad presente. Borrow lucha a brazo partido con la realidad española, la asedia, poco a poco la domina, y con la lentitud peculiar de su procedimiento acaba por poner en pie una España rebosante de vida. No se atuvo í. una realidad de «guía oficial». Lo que le impor- taba era el carácter de los hombres, y no de todos, sino los de la clase popular, donde los rasgos na- cionales se conservan más puros. Labradores, arrieros, posaderos, gitanos, curas de aldea, mon- terillas, mendigos, pastores, pasan ante nosotros, y al verlos gesticular y oírlos hablar, creemos en- contrarnos con antiguos conocidos. Unos son pi- caros, otros santos; unos son listos, otros muy zotes; casi todos groseros, muchos con sentimien- tos nobles, pero unidos en general por un aire de familia inconfundible; y la verdad es que, con todas sus picardías o su zafiedad, no puede uno dejar de quererlos. Tuvo además Borrow una espléndida visión del campo, y lo sintió e interpretó de un modo enteramente moderno. Así, don Jorge des- cubrió y pintó, en realidad, lo que quedaba de España. Arrancados los árboles, agostado el cés- ped, arrastrada en mucha parte la tierra vegetal, asomaba la armazón de roca, con toda su fealdad y su inconmovible firmeza.

El lector apreciará seguramente en La Biblia en España, a pesar de la traducción descolorida, el novelesco interés de algunos pasajes que pare- cen arrancados de un libro picaresco, el movi-

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miento de ciertos cuadros, propios de un «episo- dio nacional.^, el sabor de otras escenas de costum- bres, los bosquejos de tipos 5^ caracteres, con tantos otros méritos que es innecesario señalar; pero lo mismo ante ellos, que ante los defectos del libro, y frente a la repulsión que ciertos juicios expre- sos o sobrentendidos del autor puedan suscitar en el ánimo de un español, conviene estar preve- nido para no incurrir en las descarriadas aprecia- ciones que acerca de este libro se han proferido en nuestro país. La Biblia en España es un libro de viajes, cierto; pero hay que entenderse acerca de su calidad. No es un informe a la Sociedad bíblica respecto de los progresos del Evangelio en España, ni un «cuadro del estado político, social, etcétera», de la nación, ni un itinerario para recién casados, ni una reseña de las catedrales y otros monumentos pergeñada para uso de los snobs de ambos mundos; La Biblia en España es una obra de arte, una creación, y con arreglo a eso hay que juzgar de su exactitud, del pai'ecido del retrato y de las «invenciones» del autor. Los paisajes, los lugares, las figuras, están notados con puntualidad; es excelente en la inteligencia de las costumbres, y no hay en el libro caricatura ni fal- sificación de sentimientos. Episodios compuestos, no vistos por Borrow; personajes inventados aglu- tinando rasgos dispersos, sin duda los ha de ha- ber; pero eso. ¿es ilícito? Pudiera com^pararse la creación de Borrow a una estatua de mayor tamaño que el natural. La verdad artística del conjunto y su efecto conmovedor son innegables. El libro no es sólo verdadero; es, en ciertos pun- tos, revelador.

La traducción que hoy ofrecemos ai público está hecha siguiendo el texto de la edición de U. R. Burke (1896); hemos aprovechado parte del glosario que la acompaña, poniendo al pie de la página correspondiente las equivalencias del calo y del castellano; las notas de Burke no las repro-

XXV

ducimos todas, porque algunas son innecesarias para el lector español, y otras contienen errores de bulto. De la biografía de Borrow, por Míster Knapp, hemos sacado algunas notas que aclaran el texto, o placen, simplemente, a la curiosidad del lector.

M. A.

ÍNDICES

Páginas.

Capítulo primero. ¡Hombre al agua! El Tajo. Las lenguas extranjeras. La gesti- culación. — Calles de Lisboa. El acueducto. La Biblia tolerada en Portugal. Cintra. Don Sebastián. Juan de Castro. Conversación con un cura. Colhares. Mafra. El pa- lacio.— El maestro de escuela. Los portugueses. Su ignorancia de las Escrituras. Los curas rurales. El Alemtejo 49

Cap. II. Boteros del Tajo. Peligros de la co- rriente.— Aldea gallega. La hoste- ría.— Ladrones. Sabocha. Aven- tura de un arriero. Estalagetn de la- drois. Don Gerónimo. Vendas Novas. Un Sitio Real. Los cer- dos del Alemtejo. Monte Moro. Un cabrero singular. Los hijos de los campos. Infieles y saduceos.. . 68

Cap. ui. Un comerciante de Evora. Contra- bandistas españoles.— El león y el

28 ÍNDICES

Páginas.

unicornio. La fuente. Confianza en el Todopoderoso. Reparto de folletos. La librería en Evora. Un manuscrito. La Biblia como guía. La infame María, El hombre de Palmella. El conjuro. El régimen frailuno. Domingo. Volney. Un auto de fe. Hombres de España. Lectura de un folleto. Nuevos via- jeros.— La mata de romero 87

Cap. IV. Dilaciones molestas. El cochero bo- rracho.— Una muía muerta. La- mentación.— Aventura en un des- campado.— El miedo a la obscuri- dad.— Un fidalgo portugués. La escolta. Regreso a Lisboa 105

Cap. V. El colegio. El rector. La piedra de toque. Prejuicios nacionales. De- portes juveniles. Los judíos de Lis- boa.— Creencias corrompidas. Cri- men y superstición 119

Cap. vi. El frío en Portugal— Me libro de una extorsión. Sensación de soledad. El perro. El convento. Un paisaje encantador. El castillo morisco. Plegaria por un enfermo 134

Cap. VII. La piedra druídica. Un joven espa- ñol.— Soldados rufianes. Los ma- les de la guerra. Estremoz. La disputa. La atalaya en ruinas. Vislumbre de España. Ayer y hoy. 147

N D I C E S 29

, Páginas,

Cap. vin.—Elvas.— Longevidad extraordinaria.— La nación inglesa.— Ingratitud por- tuguesa.—Las fortificaciones.— Un mendigo español. Badajoz. La aduana

161

Cap. IX.— Badajoz. —Antonio el gitano.— Una proposición de Antonio.— Es acep- tada.—El desayuno gitano.— Salida de Badajoz.— El borrico del gitano. Mérida.— La muralla en ruinas.— La comadre.— El país del moro.— Los hombres negros.— La vida en el de- sierto.— La cena ^73

Cap. X.— La nieta de la gitana.— Proyecto ma- trimonial.—El alguacil.— El ataque. Trote largo.— Llegada a Trujillo.— Noche de lluvia.— La selva.— El vi- vac—iLevántate y anda!— Jaraicejo. El Nacional.— El caballero Balmer- son.— Entre jarales.-Una conversa- ción seria.— ¿Qué es la verdad?— Noticia inesperada IQ^

Cap. XI.— El puerto de Mirabete.— Lobos y pas- t<jres.— La sutileza de las hembras. Muerto por los lobos.— Se aclara el misterio. Las montañas. La hora tenebrosa.— Un viajero nocturno.— Abarbanel— Los tesoros ocultos.— El poder del oro.— El arzobispo.— Llegada a Madrid 224

Cap. xn.— Mi alojamiento en Madrid.— La patro-

30 índices

Páginas.

na. El embajador británico. Men- dizábal. Baltasar. Deberes de un Nacional. Sangre moza. La eje- cución.— La población de Madrid. Las clases altas. Las clases bajas. Las corridas de toros. El gitano . . . 244

Cap. xra. Intrigas de la Corte.— Quesada y Ga- liano. Disolución de las Cortes. El secretario. Testarudez aragone- sa.— El Concilio de Trento. El as- turiano.— Los tres bandidos. Be- nedicto Mol. El hombre de Lucer- na.— El Tesoro 263

Cap. xrv. Estado de España. Istúriz. Revolu- ción de La Granja. La revuelta. Síntomas alarmantes. Los corres- ponsales de periódicos. Arrojo de Quesada. La escena final. Fuga de los moderados. El café 281

Cap. XV. El vapor. El cabo de Finisterre. La tormenta. Llegada a Cádiz. El Nuevo Testamento. Sevilla. Itáli- ca.— El anfiteatro. Los presos. El encuentro. El barón Taylor. La calle y el desierto 297

Cap. XVI. Salida para Córdoba. Carmona. Las colonias alemanas. El idioma. Un caballo haragán. El recibimiento nocturno. El posadero carlista. Buen consejo. Gómez. El geno- vés viejo. Las dos «piniones 315

índices 31

Páj^inas.

Cap. XVII. Córdoba. Los moros de Berbería. Los ingleses. Un cura viejo. El breviario romano. El palomar. El Santo Oficio. Judaismo. Los pa- lomares profanados. Propuesta del posadero 331

Cap. xviii. Salida de Córdoba. El contraban- dista.— Treta judaica. Llegada a Madrid 347

LA BIBLIA EN ESPAÑA

PRÓLOGO

MUY rara vez se lee el prólogo de un li^ bro,y, en realidad, la mayor parte de los que han visto la luz en estos últimos años, no tienen prólogo alguno. Me ha parecido, sin embargo, conveniente escribir este pre- facio, y sobre él llamo humildemente la atención del benévolo lector, porque su lec- tura contribuirá no poco a la cabal inteli- gencia y apreciación de estos volúmenes.

La obra que ahora ofrezco al público, ti- tulada La Biblia en España, consiste en una narración de lo que me sucedió durante mi residencia en aquel país, adonde me envió la Sociedad Bíblica, como agente suyo, para imprimir y propagar las Escrituras. No obs- tante, comprende también algunos viajes y aventuras en Portugal, y concluye dejando- me en «el país de los Coralmhy ^ región a la

1 En gitano: moros del norte de África. Los vocablos no ingleses empleados por Borrow en The Bible in Spain se estampan en esta traducción con letra cursiva.

36 PROLOGO

que me pareció oportuno retirarme por una temporada, después de haber sufrido en Es- paña considerables ataques.

Es muy probable que si yo hubiese visi- tado España por mera curiosidad o con el propósito de pasar uno o dos años agrada- blemente, jamás hubiese intentado dar cuen- ta detallada de mis actos ni de lo que vi y oí. Yo no soy un turista ni un escritor de libros de viajes; pero la comisión que llevé allá era un poco extraña y me condujo ne- cesariamente a situaciones y posiciones in- sólitas, me envolvió en dificultades y per- plejidades, y me puso en contacto con gen- te de condición y categoría muy diversas; de suerte que, en conjunto, me lisonjeo pen- sando que el relato de mi peregrinación no carecerá enteramente de interés para el pú- blico, sobre todo, dada la novedad del asun- to; pues aunque se han publicado varios li- bros acerca de España, éste es el único, creo yo, que trata de una obra de misiones en aquel país.

Es verdad que en el libro se encontrarán bastantes cosas muy poco relacionadas con la religión o con la propaganda religiosa; pero no tengo por qué excusarme de ha- berlas traído aquí a colación. Desde el prin- cipio hasta el fin fui, digámoslo así, a la de- riva por España, tierra de antiguo renombre, tierra de maravillas y de misterios, en con- diciones tales para conocer sus extraños se-

PROLOGO 37

cretos y peculiaridades como quizás a nin- gún otro individuo le hayan sido nunca da- das, y ciertamente a ningún extranjero; y si en muchos casos presento escenas y ca- racteres tal vez sin precedente en una obra de esta índole, sólo haré observar que du- rante mi estancia en España me vi tan ine- vitablemente mezclado con ellos, que hu- biera sido difícil referir con fidelidad mis an- danzas sin dar de tales cosas una referencia tan puntual como la que aquí he puesto.

Es digno de nota que, llamado repentina e inesperadamente a «acometer la aventura de España», no me hallaba yo por completo falto de preparación para tal empresa. Espa- ña ocupó siempre un lugar considerable en mis ensueños infantiles, y las cosas españo- las me interesaban por modo especial, sin presentir que, andando el tiempo, me vería llamado a participar, si bien modestamente, en el drama descomunal de su vida; aquel interés me indujo, en edad temprana, a aprender su noble idioma y a conocer su li- teratura (apenas digna del idioma), su histo- ria y tradiciones; de modo que al entrar por vez primera en España me sentí más en mi casa que lo que sin esas circunstancias me hubiese sentido.

En España pasé cinco años, que, si no los más accidentados, fueron, no vacilo en de- cirlo, los más felices de mi existencia. Y ahora que la ilusión se ha desvanecido |ayl

38 PROLOGO

para no volver jamás, siento por España una admiración ardiente: es el país más es- pléndido del mundo, probablemente el más fértil y con toda seguridad el de clima más hermoso. Si sus hijos son o no dignos dti tal madre, es una cuestión distinta que no pretendo resolver; me contento con obser- var que, entre muchas cosas lamentables y reprensibles, he encontrado también mu- chas nobles y admirables; muchas virtudes heroicas, austeras^ y muchos crímenes de horrible salvajismo; pero muy poco vicio de vulgar bajeza, al menos entre la gran masa de la nación española, a la que concierne mi misión; porque bueno será notar aquí que no tengo la pretensión de conocer íntimamente a la aristocracia española, de la que me man- tuve tan apartado como me lo permitieron las circunstancias; en revanche he tenido el honorde vivir familiarmente con los campesi- nos, pastores y arrieros de España, cuyo pan y bacallao he comido, que siempre me tra- taron con bondad y cortesía, y a quienes con frecuencia he debido amparo y protección. «La generosa conducta de Francisco Gon- zález, y los altos hechos de Ruy Díaz el Cid se cantan todavía entre las asperezas de Sie- rra Morena» ^.

^ «Om Frands Gonzales, of Rodrik Cid,

End siunges i Sierra Murene!> Krónike Riim. Por Severin Grundtvig. Copenha- gue, 1829.

PRÓL0(70 39

El argumento más fuerte que, a mi pare- cer, puede aducirse como prueba del vigor y de los recursos naturales de España, y de la buena ley del carácter de sus habitantes, es el hecho de que, hoy en día, el país no se halle extenuado ni agotado, y que sus hijos sean aún, hasta cierto punto, un gran pueblo de muy levantados ánimos. Sí; a pesar del desgobierno de los Austrias, brutales y sen- suales, de la estupidez de los Borbones, y, sobre todo, de la tiranía espiritual de la cor- te de Roma, España todavía se mantiene in- dependiente, combate en causa propia, y los españoles no son aun esclavos fanáticos ni mendigos rastreros. Esto es decir mucho, muchísimo; porque España ha sufrido lo que Ñapóles no ha tenido nunca que sufrir, y, sin embargo, su suerte ha sido muy diferen- te de la de Ñapóles. Aun hay valor en As- turias; generosidad en Aragón; honradez en Castilla la Vieja, y las labradoras de la Mancha pueden aún poner un tenedor de plata y una nivea servilleta junto al plato de su huésped. Sí; a despecho de los Austrias, de los Borbones y de Roma, todavía media un abismo entre España y Ñapóles.

Aunque suene a cosa rara, España no es un país fanático. Algo acerca de ella, y afirmo que ni es fanática ni lo ha sido nun- ca: España no cambia jamás. Cierto que du- rante casi dos siglos España fué La Verduga de la malvada Roma, el instrumento escogi-

40 PRÓLOGO

do para llevar a efecto los atroces planes de esa potencia; pero el resorte que impelía a España a su obra sanguinaria no era el fa- natismo; otro sentimiento, predominante en ella, la excitaba: su orgullo fatal. Con hala- gos a su orgullo fué inducida España a des- pilfarrar su preciosa sangre y sus tesoros en las guerras de los Países Bajos, a equipar la armada Invencible y a otras muchas accio- nes insensatas. El amor a Roma tenía muy poca influencia en su política; pero halagada por el título de Gonfalonera del Vicario de Cristo^ y ansiosa de probar que era digna de él, cerró los ojos y corrió a su propia destrucción al grito de: «¡Cierra, EspañaU

Cuando sus armas fueron impotentes en el exterior, España se recogió dentro de misma. Dejó de ser instrumento de la ven- ganza y de la crueldad de Roma, pero no la dieron de lado. Aunque ya no servía para blandir la espada con buen éxito contra los luteranos, podía ser útil para algo. Aun te- nía oro y plata, y aun era la tierra del olivo y de la vid. Dejó de ser el verdugo y se con- virtió en el banquero de Roma; y los pobres españoles, que siempre estiman como un privilegio pagar cuentas ajenas, miraron durante mucho tiempo como una gran ven- tura que les permitieran saciar la rapaz avi- dez de Roma, que durante el siglo pasado sacó, probablemente, de España más dinero que de todo el resto de la cristiandad.

PRÓLOGO 41

Pero la guerra prendió en el país. Napo- león y sus fieros francos invadieron España; siguiéronse saqueos y estragos, cuyos efec- tos se sentirán, probablemente, durante muchas generaciones. España no pudo ya seguir pagando a Pedro sus cuartos con la holgura de antaño, y desde entonces, Roma, que no respeta a ninguna nación más que en cuanto puede hacer de ella el ministro de su crueldad o de su avaricia, la miró con desprecio. El español tenía aún voluntad de pagar, dentro de lo que sus medios le per- mitían; pero muy pronto le dieron a enten- der que era un ser degradado, un bárbaro; más: un mendigo. Ahora bien: a un español podéis sacarle hasta el último cuarto con tal que le otorguéis el título de caballero y de hombre rico, pues la levadura antigua es tan fuerte en él como en los tiempos de Felipe el Hermoso; pero guardaos de insinuar que le tenéis por pobre o que su sangre es in- ferior a la vuestra. Al conocer, pues, la baja estimación en que había caído, el rústico viejo replicó: «Si soy un bestia, un bárbaro y, además, un pordiosero, lo siento mucho; pero como eso no tiene remedio, voy a gas- tarme estas cuatro fanegas de cebada, que había reservado para aliviar la miseria del Santo Padre, en una corrida de toros y en otras diversiones convenientes para la reina, mi mujer, y para los príncipes, mis hijos. ¿Yo un mendigo? ¡Carajo! El agua de mi

42 PROLOGO

pueblo es mejor que el vino de Roma.» Veo que en la última carta pastoral diri- gida a los españoles, el obispo de Roma se queja amargamente del trato que ha recibi- do en España por parte de algunos hombres inicuos. «Mis catedrales se arruinan dice , insultan a mis sacerdotes y cercenan las ren- tas de mis obispos.» Se consuela, sin em- bargo, con la idea de que todo esto es obra de la malicia de unos pocos, y que la gene- ralidad de la nación le ama, sobre todo los campesinos, los inocentes campesinos, que vierten lágrimas al pensar en los sufrimien- tos de su Papa y de su religión. ¡Desengáñe- se, Batuschca ^, desengáñese! España estaba dispuesta a luchar por vuestra causa, en tan- to que al obrar así acrecentase su gloria; pero no le agrada perder batallas y más ba- tallas en servicio vuestro. No se opone a lle- var su dinero a vuestras arcas, en forma de limosnas, esperando, sin embargo, verlas aceptadas con la gratitud y la humildad pro- pias de quien recibe una caridad. Pero al en- contrar que no sois humilde ni agradecido, y, sobre todo, al sospechar que tenéis a Austria en mayor estimación, incluso como banquero, España se encoge de hombros y profiere unas palabras algo parecidas a las que ya he puesto en boca de uno de sus hi- jos: «Estas cuatro fanegas de cebada», etc.

1 Palabra rusa equivalente a padrecito. _,

PROLOGO 43

Es, en verdad, sorprendente lo poco que a la gran masa de la nación española le intertísó la última guerra ^, la cual, empe- ro, ha sido llamada por quien debía estar mejor enterado, guerra de religión y de prin- cipios. Se admitía, generalmente, que Vizca- ya era el reducto del carlismo, y que los viz- caínos sentían fanático apego a su religión, a la que creían en peligro. La verdad es que los vascos se cuidaban muy poco de Carlos y de Roma, y tomaron las armas tan sólo por defender ciertos derechos y privilegios que tenían. Por el encanijado hermano de Fernando mostraron siempre soberano des- precie, que su carácter, mezcla de imbecili- dad, cobardía y crueldad, merecía de sobra. Usaron su nombre como un cri de guerre solamente. Casi lo mismo puede decirse de sus partidarios españoles, al menos de los que se lanzaron al campo por su causa. Ha- bía, sin embargo, una gran diferencia de ca- rácter entre éstos y los vascos, soldados va- lerosos y hombres honrados. Los ejércitos españoles de don Carlos se componían en- teramente de ladrones y asesinos, casi todos valencianos y manchegos, que, mandados por dos forajidos, Cabrera y Palillos, se aprovecharon de la situación perturbada del país para robar y asesinar a la parte honra- da de la población. Respecto de la reina re-

^ La primera guerra carlista.

44 ' PROLOGO

gente Cristina, cuanto menos se hable, me- jor; tomó en sus manos las riendas del go- bierno a la muerte de su marido, y con ellas el mando del ejército. La parte respe- table de la nación española, y por modo es- pecial los honrados y estrujados labradores, aborrecían y execraban a las dos facciones. Muchas veces, al caer la noche, compartien- do la frugal comida de un labriego de cual- quiera de las dos Castillas, oíamos el lejano tiroteo de los soldados erísimos o de los bandidos carlistas; con lo que comenzaba mi hombre a echar maldiciones a los dos pretendientes, sin olvidar al Santo Padre y a la diosa de Roma, María Safttísínia. Lue- go, con la energía de tigre característica del español cuando se excita, levantándose pre- cipitadamente exclamaba: «/ Vamos^ don Jor- ge^ al campo, al campol Me voy con usted y aprenderé la ley de los ingleses. Al campo, pues, desde mañana, a difundir el evangelio de Inglaterra.»

Entre los campesinos españoles fué don- de encontré mis defensores más acérrimos; y aun supone el Santo Padre que los labra- dores de España son amigos suyos y le quieren. ¡Desengáñese, Batuschca^ desengá- ñese!

Pero volvamos al presente libro: está con- sagrado, como digo, a referir mis sucesos en España mientras anduve por allá empeñado en difundir las Escrituras. Respecto de mis

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modestos trabajos, he de hacer notar aquí que lo realizado fué muy poca cosa; no ten- go la pretensión de haber conseguido bri- llantes triunfos; cierto que fui enviado a Es- paña, más que nada, a explorar el país y a comprobar hasta qué punto el espíritu del pueblo estaba preparado para recibir las ver- dades del cristianismo; obtuve, sin embargo, mediante el apoyo de buenos amigos, un permiso del Gobierno español para imprimir en Madrid una edición del libro sagrado, que subsiguientemente repartí por la capital y las provincias.

Durante mi estancia en España, otras personas prestaron muy buenos servicios a la causa del evangelio, y en una obra de esta índole sería injusto pasar en silencio sus esfuerzos. Villano es el corazón que rehusa al mérito su recompensa, y por in- significante que sea el valor de un elogio que brota de una pluma como la mía, no puedo por menos de mencionar, con respe- to y estimación, unos pocos nombres rela- cionados con la propaganda evangélica. Un caballero irlandés, llamado Graydon, se em- pleó, con celo e infatigable diligencia, en difundir la luz de la Escritura en la provin- cia de Cataluña y a lo largo de las costas meridionales de España; mientras, dos mi- sioneros de Gibraltar, los señores Rule y Lyon, predicaron la verdad evangélica du- rante un año entero en una iglesia de Cádiz.

46 PRÓLOGO

Tan buen éxito alcanzaron los esfuerzos de estos dos tjltimos, animosos discípulos del inmortal Wesley, que, con razón sobrada podemos suponerlo así, de no haber sido reducidos al silencio y desterrados del país por la fracción pseudo-liberal de los Modera- dos^ no sólo Cádiz, pero la mayor parte de Andalucía habría entonces confesado las puras doctrinas del Evangelio y desechado para siempre los últimos restos de la supers- tición Papista.

Por hallarse más inmediatamente relacio- nado con la Sociedad Bíblica y conmigo, considero felicísima la oportunidad que se me presenta de hablar de Luis de Usoz y Río, vastago de una antigua y honorable familia de Castilla la Vieja, que me ayudó en la edición española del nuevo Testamen- to, en Madrid. Durante mi permanencia en España recibí toda clase de pruebas de amistad de este caballero, que, en mis ausen- cias por las provincias, y en mis numerosos y largos viajes, me sustituía de buen grado en Madrid y se empleaba cuanto podía en adelantar las miras de la Sociedad Bíblica, sin otro móvil que la esperanza de contri- buir acaso con su esfuerzo a la paz, felicidad y civilización de su tierra natal.

Para concluir, permítaseme declarar que conozco muy bien los defectos y errores del presente libro. Para componerlo me he va- lido de ciertos diarios que fui escribiendo

PROLOGO 47

durante mi estancia en España y de nume- rosas cartas escritas a mis amigos de Ingla- terra, que han tenido después la bondad de restituírmelas; sin embargo, la mayor parte de él, consistente en descripciones de luga- res y escenas, en bosquejos de caracteres, etcétera, se la debo a mi memoria. En va- rios casos he omitido los nombres de los lu- gares, o por haberlos olvidado, o por no es- tar seguro de su ortografía. La obra, tal como hoy está, fué escrita en una aldea so- litaria de una apartada región de Inglaterra, donde no tenía libros de consulta, ni amigos cuya opinión o consejo pudiera en oca- siones serme provechoso, y con todas las incomodidades resultantes del quebranto de mi salud. Pero he recibido en ocasión re- ciente tales muestras de la lenidad y genero- sidad extremadas del público británico y americano para conmigo, que sin temor me someto nuevamente a su consideración, y confío en que, si en los presentes volúme- nes hay poco que admirar, me darán al me- nos reputación de hombre bien intenciona- do y que no se emplea en escribir ruin- dades.

26 de noviembre de 1842.

CAPÍTULO PRIMERO

¡Hombre al agua! El Tajo.— Las lenguas extran- jeras.— La gesticulación. Calles de Lisboa. El acueducto. La Biblia tolerada en Portugal.— Cintra. Don Sebastián. —Juan de Castro. Con- versación con un cura. Colhares. Mafra. —El palacio. —El maestro de escuela.— Los portu- gueses.--Su ignorancia de las Escrituras. Los curas rurales. El Alemtejo.

EN la mañana del lO de noviembre de 1835, encontrábame a la altura de la costa de Galicia, cuyas elevadas montañas, doradas por el sol naciente, ofrecían una vista espléndida. Iba con destino a Lisboa; doblamos el cabo Finisterre, y, metiéndo- nos mar adentro, perdimos rápidamente de vista la tierra. En la mañana del día II, es- tando el mar muy alborotado, ocurrió un suceso notable. Hallábame en el castillo de proa departiendo con dos marineros; uno de ellos, que acababa de levantarse de la hamaca, dijo: «He tenido esta noche un sueño extraño y muy poco agradable, por- que— continuó señalando al mástil he so-

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nado que me caía al mar desde la cruceta.» Así se lo oyeron decir varios tripulantes que estaban junto a mí. Un momento des- pués, el capitán del barco, advirtiendo que la borrasca iba en aumento, mandó tomar la gavia, y en el acto, aquel marinero y otros varios treparon a la arboladura. Estaban en la maniobra cuando una racha de viento hizo girar la antena, dando tal golpe a uno de los marineros, que cayó desde la cruceta al mar, cubierto de hirvientes espumas. El marinero emergió en seguida; vi su cabeza asomar en la cresta de una ola muy grande, y en el acto reconocí en aquel desdichado al que poco antes nos había referido su sueño. Nunca olvidaré la mirada de agonía que nos lanzó, mientras el barco, velozmen- te, le dejaba atrás. Dada la voz de alarma, hubo una gran confusión, y lo menos pasa- ron dos minutos antes de que el barco se parase; en ese tiempo el marinero se quedó muy lejos a popa; sin embargo, yo no le perdí de vista y observé que luchaba va- lientemente con las olas. Por fin, se arrió un bote; mas por desgracia no se halló a mano el timón, y sólo se pudo disponer de dos remos, con los que los tripulantes no avan- zaban gran cosa en un mar tan alborotado. No obstante, remaron de firme, y habían llegado ya a diez brazas del náufrago, que continuaba luchando por su vida, cuando le perdí de vista; a su regreso dijeron los ma-

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rineros que le habían visto debajo del agua, a intervalos, hundiéndose cada vez más, con los brazos abiertos, y el cuerpo, al parecer, rígido, pero que se habían encontrado en la imposibilidad de salvarlo. Inmediatamente después, el mar se calmó mucho, como si ya estuviera satisfecho con la presa que acaba- ba de hacer. El pobre muchacho que pere- ció de tan singular manera era un apuesto joven de veintisiete años, hijo único de una viuda; era el mejor marinero de a bordo, y cuantos le conocieron le querían. Este suce- so ocurrió el II de noviembre de 1835; ^1 barco era un vapor llamado London Mer- chant. ¡Verdaderamente admirables son los caminos de la Providencia!

Aquella misma noche entramos en el Tajo y echamos el ancla delante de la antigua torre de Belem; a la madrugada siguiente levamos anclas, y remontando el río como cosa de una legua, anclamos de nuevo a corta distancia del Caesodré 1, o muelle prin- cipal de Lisboa. Allí estuvimos algunas horas junto al enorme casco negro de la Rainha Nao^ navio de guerra que en otros tiempos cautivaba de tal modo los ojos de Nelson, que de muy buena gana lo hubiera adquirido para su país natal. Mucho después fué navio almirante de la escuadra miguelista, y el in-

^ Caes do Sodré, ahora Praga dos Roinulares, (Nota de U. R. Burke.)

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trépido Napier lo capturó unos tres años antes de la fecha a que me refiero.

La Rainha Nao dícese que dio a Napier más quehacer que todos los demás barcos enemigos juntos, y alguien afirmó que si és- tos se hubieran defendido con la mitad del coraje que la vieja y belicosa «reina» des- plegó, el resultado de la batalla que decidió la suerte de Portugal hubiese sido por com- pleto diferente.

Encontré por demás molesta la operación de desembarcar en Lisboa. Los empleados de la aduana eran extremadamente descor- teses, y examinaron cada pieza de mi re- ducido equipaje con irritante minuciosi- dad.

Mi primera impresión al tomar tierra en la Península estaba muy lejos de ser favora- ble; apenas hacía una hora que hollaba su suelo, y ya deseaba de corazón volverme a Rusia, país de donde había salido un mes antes, dejando en él amigos muy queridos y muy vivos afectos.

Después de soportar en la aduana muchos abusos y exacciones, procedí á buscar alo- jamiento, y, al fin, encontré uno, pero sucio y caro. Al siguiente día tomé un criado por- tugués. Mi costumbre invariable al llegar a un país consiste en valerme de los servicios de un indígena, con la mira principal de perfeccionarme en la lengua, y como ya co- nozco casi todos los idiomas y dialectos im-

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portantes de oriente y occidente, me pongo con prontitud en condiciones de hacerme entender perfectamente por los naturales. En unos quince días logré hablar en portu- gués con mucha facilidad.

Los que desean hacerse entender de un extranjero hablándole en su propio idioma tienen que hablar a gritos y vociferar abrien- do mucho la boca. ^Es de extrañar, pues, que los ingleses sean, en general, los peores lingüistas del mundo, ya que siguen un sis- tema diametralmente opuesto? Por ejemplo, cuando intentan hablar en español— la len- gua más sonora que existe apenas abren los labios, y, con las manos metidas en los bolsillos, farfullan perezosamente, en lugar de aplicarse ai indispensable menester de la gesticulación. Con razón los pobres espa- ñoles exclaman: estos ingleses tienen un hablar tan cerrado que ni el mismo Satanás los entiende.

Lisboa es una gran ciudad ruinosa, que aún muestra por doquiera las huellas del terremoto, terrible visita que le hizo Dios hace unos ochenta años. La ciudad se alza sobre siete colinas; la más elevada de todas la ocupa el castillo de San Jorge, punto el más eminente que la mirada descubre al contemplar a Lisboa desde el Tajo. Las partes más animadas y bulliciosas de la ciudad hállanse en la hondonada que cae al Norte de esa colina. Allí se encuentra la Pía-

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za de la Inquisición i, la principal de Lis- boa, desde la que corren paralelas hacia el río tres o cuatro calles, entre las que se cuentan la del Oro y la de la Plata, así lia- llamadas porque en ellas viven los orífices y los plateros, muy hábiles en su oficio; estas ca'les son, en conjunto, muy suntuosas. Las casas son grandes y altas como castillos. In- mensas columnas protejen a intervalos la calzada; pero lo que hacen más bien es es- torbar. Estas calles son completamente lla- nas y están bien pavimentadas, en lo cual se diferencian de todas las demás de Lisboa. La calle más singular es, sin embargo, la del Alecrim, o del Romero, que desemboca en el Caesodré. Es muy pendiente, y a ambos lados se alzan los palacios de la más rancia nobleza de Portugal, edificios pesados y adustos, pero grandes y pintorescos, con jardines colgantes aquí y allá, que se aso- man a la calle desde gran altura.

Con toda su ruina y desolación, Lisboa es, sin disputa, la ciudad más notable de la Península, y acaso del Sur de Europa. No me propongo entrar aquí en minuciosos de- talles acerca de ella; me limitaré a notar que es tan digna de la atención de un ar- tista como la misma Roma. Verdad es que, si abundan aquí las iglesias, no hay ninguna catedral gigantesca como la de San Pedro,

1 Es el Tcrrciro do Pago.

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para atraer las miradas llenándolas de admi- ración, pero me atrevo a decir que no hay en la antigua ni en la moderna Roma una obra del trabajo y del arte humanos que pueda, cualquiera que sea su destino, rivali- zar con las obras hidráulicas para el abaste- cimiento de Lisboa. Aludo al estupendo acueducto cuyos arcos principales cruzan el valle al Noreste de Lisboa y vierte un arro- yuelo de agua fría y deliciosa en una cister- na de piedra dentro del hermoso edificio l'amado Madre de las aguas, desde donde se abastece toda Lisboa de linfa cristalina, aunque el manantial está a siete leguas de allí. Los viajeros, después de consagrar una mañana entera a visitar los ^r<:<9j" y la Mai das agoas^ pueden dirigirse a la iglesia y al ce- menterio británicos; este último es un Pé^e- la-Chaise en miniatura, donde, si se trata de viajeros ingleses, bien podrá perdonárse- les que estampen un beso, como hice yo, en la fría tumba del autor de Amelia ^, el genio más singular que nuestra isla ha produ- cido, y cuyas obras, por pura moda, han sido durante mucho tiempo denigradas en públi- co y leídas en secreto. En el mismo cemente- rio descansan los restos mortales de Dod- dridge, otro autor inglés, de diferente cuño, pero justamante admirado y estimado. Al desembarcar no tenía yo intención de de-

1 H. Fielding.

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tenerme mucho en Lisboa, ni ciertamente en Portugal; mi destino era España, hacia donde me proponía encaminar mis pasos muy en breve, porque la intención de la Sociedad Bíblica era comenzar sus trabajos en este país, con objeto de difundir la pala- bra de Dios, ya que España había sido has- ta entonces una región donde la admisión de la Biblia estaba vedada. No ocurría lo mis- mo en Portugal, donde se permitía desde la revolución la entrada y circulación de la Bi- blia. Poco se había realizado, no obstante, en este país; por tanto, ya que me hallaba en él, determiné hacer algo, a ser posible, por la di- fusión de aquélla, no sin cerciorarme ante todo personalmente de hasta qué punto la gente estaba preparada para recibirla, y de si el estado de la educación en general le permitiría sacar de elJa bastante provecho. Tenía yo a mi disposición un buen repuesto de Biblias y Testamentos; pero ¿'querría o podría leerlas el pueblo? El amigo de la So- ciedad a quien yo iba recomendado, estaba ausente de Lisboa al tiempo de mi llegada; lo sentí, porque podía haberme suministrado algunas indicaciones útiles. Con el fin, em- pero, de no gastar tiempo, me decidí a no esperar su regreso, y al punto empecé a re- coger cuantas noticias pude acerca de los ex- tremos a que he aludido. Comencé mis in- vestigaciones a cierta distancia de Lisboa, por saber de sobra que me formaría una

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idea muy errónea de los portugueses en ge- neral si juzgaba de su carácter y opiniones por lo que veía y oía en una ciudad tan sujeta a la influencia entranjera.

Mi primera excursión fué a Cintra. Si hay en el mundo algún lugar al que con razón pueda llamársele país encantado, es segura- mente Cintra. Tivoli, sitio pintoresco y bello, se borra con rapidez de la memoria de cuan- tos ven el Paraíso portugués. No debe su- ponerse ni por un memento que al hablar de Cintra se alude sólo a la pequeña ciudad de este nombre; por Cintra debe entenderse la región entera: ciudad, palacio, quintas^ bosques, rocas, ruinas moriscas, que brus- camente surgen ante los ojos al bordear la ladera de una montaña de aspecto triste, agreste y estéril. Nada tan hosco y repe- lente como la vista que por el lado sur- occidental, hacia Lisboa, presenta el muro de piedra que parece ocultar a Cintra de los ojos del mundo; pero el otro lado es como una decoración de mágica hermosura, don- de la elegancia artificial y la agreste grande- za, las cúpulas, las torres, los árboles gigan- tescos, las flores y las cascadas se mezclan de modo que no tiene semejante bajo el sol. ¡Oh! Admirables y sorprendentes cosas hay en Cintra, a las que van unidos recuer- dos maravillosos. Aquellas ruinas sobre el picacho, que cubren en parte la escarpada pendiente, fueron en otro tiempo la princi-

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pal fortaleza de los moros lusitanos, y adon- de, mucho después de su expulsión se permitía que acudiesen, en determinada luna de cada año, los salvajes santones del Mo- greb a orar en la tumba de un famoso Sidi sepultado en esas rocas. Aquel palacio gris presenció la reunión de las últimas Cortes celebradas por el rey-niño Sebastián antes de partir para su romántica expedición con- tra los moros, que tan bien supieron vengar en Alcazarquivir el agravio hecho a su fe y a su país. En aquella pequeña y sombría quinta^ escondida entre los altos alcornoques^ vivió antaño Juan de Castro, virey de Goa, viejo singular que empeñó los cabellos de la barba de su difunto hijo para levantar dine- ro con que rehacer los muros ruinosos de una fortaleza amenazada por los salvajes in- dios. Ante el portal de la quinta hay unos fragmentos de estelas que tienen profunda- mente grabados versos en sánscrito, saca- dos de los vedas, tan oscuros como si estu- viesen en caracteres rúnicos; son piedras traidas por Castro desde Goa, brillantísimo escenario de su gloria, antes de que Portu- gal cayera en su profunda decadencia. Caña- da abajo, en una abrupta elevación de las rocas, se hallan las ruinas de la casa de un millonario inglés que aquí daba pasto a los caprichos de su ánimo antojadizo, tan des- ordenado, rico y vario en matices como el paisaje circundante. Sí; admirables cosas se

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ven en Cintra, y admirables son los recuer- dos unidos a ellas.

La ciudad de Cintra tiene unos ochocien- tos habitantes. La mañana siguiente a mi llegada, cuando me disponía a subir a la montaña para visitar las ruinas moriscas, observé que venía hacia una persona que, por su traje, me pareció un eclesiásti- co; era, en efecto, uno de los tres curas del lugar. Al instante le abordé, y no tuve mo- tivo para arrepentirme de ello; le encontré afable y comunicativo.

Después de alabar la hermosura del pai- saje, le hice algunas preguntas acerca del grado de instrucción de sus feligreses. Res- pondió que sentía decir que se hallaban en la mayor ignorancia; en el pueblo bajo había muy pocos que supieran leer o escri- bir, y respecto a escuelas, sólo existía una en el lugar, donde cuatro o cinco chicos aprendían el alfabeto, pero aun esa estaba ahora cerrada. Díjome, no obstante, que había una escuela en Colhares, como a una legua de allí. Entre otras cosas, me declaró cuánto le sorprendía ver a los ingleses, el pueblo más instruido e inteligente de la tie- rra, visitar un sitio como Cintra, donde no hay literatura, ciencia ni cosa alguna útil (coisa que presta). Sospecho que las últimas palabras del digno cura encubrían una sáti- ra; fui, sin embargo, bastante jesuíta para aparentar que las recibía como un fiao cum-

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plido, y, quitándome el sombrero, me des- pedí haciéndole infinidad de reverencias.

El mismo día visité Colhares, romántica aldea, en las inmediaciones de la montaña de Cintra, por el lado del noroeste. A unos campesinos que estaban en la fragua les pregunté por la escuela, y uno de e!los se ofreció en el acto a servirme de guía. Subí por unas escaleras a un pequeño aposento, donde encontré al maestro con una docena de alumnos formados en hilera; me recibió con urbanidad y me hizo sentar en la única banqueta que había en la habitación. Habla- mos un poco, y me enseñó los libros que usaba para la instrucción de los chicos; eran unos silabarios muy semejantes a ios usados en las escuelas rurales de Inglaterra. Al pre- guntarle si era costumbre poner las Escritu- ras en manos de los chicos, me respondió que mucho antes de adquirir capacidad sufi- ciente para entenderlas, los padres retiraban de la escuela a sus hijos para que los ayuda- sen en las labores del campo; en general, los padres no tenían el menor deseo de que sus hijos aprendieran cosa alguna, por consi- derar tiempo perdido el empleado en apren- der. Dijo que, si bien las escuelas estaban nominalmente sostenidas por el Gobierno, era raro que los maestros cobrasen sus suel- dos; por eso, muchos habían últimamente renunciado sus empleos. Me declaró que poseía un ejemplar del Nuevo Testamen-

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to; quise verlo, y resultó ser tan sólo un ejemplar de las Epístolas, traducción de Pe- reira, con muchas notas. Le pregunté si con- sideraba peligroso leer las Escrituras sin notas; replicó que, ciertamente, no había peligro alguno, pero que la gente no ins- truida poco provecho podía sacar de la Escritura sin el socorro de las notas, por- que en su mayor parte la encontraría inin- teligible. En diciendo esto nos estrechamos la mano, y, al partir, le dije que no había pasaje de la Biblia tan difícil de entender como las mismas notas puestas para aclarar- la, y que nunca hubiese sido escrita si no bastara a iluminar por sola el entendi- miento de toda clase de personas.

Uno o días después hice una excursión a Mafra, distante de Cintra unas tres leguas. La mayor parte del camino corre por es- carpados cerros, a veces peligrosos para las cabalgaduras; no obstante, llegué a mi des- tino sin novedad.

Mafra es un pueblo grande en las inme- diaciones de un edificio inmenso, construí- do para convento y palacio, algo semejan- te al Escorial por su estructura; en él se halla la mejor biblioteca de Portugal, con libros de todas las ciencias y en todos los idiomas, muy apropiada a la magnitud y esplendidez del edificio donde se encierra. Ya no había, empero, frailes para cuidarlo, como en otros tiempos; expulsados de allí,

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algunos mendigaban su sustento, otros ha- bían ido a servir bajo las banderas de do a Carlos, en España, y me dijeron que mu- chos vivían del merodeo como bandidos. Abandonada a dos o tres guardas, la m^an- sión ofrece un aspecto solitario y desolado que, en verdad, oprime el ánimo. Cuando estaba viendo los claustros, se me acercó un muchacho muy apuesto y de rostro inte- ligente, y me preguntó (supongo que con la esperanza de ganarse una propina) si le per- mitiría enseñarme la iglesia del pueblo, muy digna de verse, según dijo; rehusé, pero añadí que si me guiaba a la escuela se lo agradecería mucho. Me miró con asombro y aseguró que en la escuela no había nada no- table, pues sólo contaba media docena de alumnos, entre los cuales estaba el. Al decir- le yo, sin embargo, que no siendo a aquélla, no me llevaría a ninguna otra parte, se deci- dió de mala gana a acompañarme. Por el ca- mino me contó que el maestro era uno de los frailes recientemente expulsados del con- vento, hombre muy instruido, que hablaba francés y griego. Pasamos junto a una cruz de piedra, y el muchacho se inclinó y se persignó con mucha devoción. Menciono el detalle porque fué el primer caso de esa ín- dole que observé en los portugueses desde el día de mi llegada. Cuando estuvimos cerca de la casa donde vivía el maestro, el mucha- cho me la indicó, y fué a esconderse detrás

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de una tapia, donde esperó a que yo vol- viera.

Al cruzar el umbral, me hallé frente a un hombre bajo y recio, entre los sesenta y los setenta años de edad, vestido con un jubón azul y unos calzones grises, sin camisa ni chaleco. Me miró con dureza y me preguntó en francés en qué podía servirme. Me dis- culpé por intrusarme de aquel modo, y le dije que, enterado de que desempeñaba las funciones de maestro, iba a ofrecerle mis respetos y a pedirle permiso para pregun- tarle algunas cosas referentes a la escuela. Respondió que quien me hubiese dicho que él era maestro de escuela, mentía, porque era fraile del convento, y nada más.

Entonces, ¿no es verdad dije yo que todos los conventos han sido cerrados y expulsados los frailes?

Sí, dijo suspirando ; es verdad, demasiado verdad.

Guardó silencio un minuto, y al cabo, su buen natural se sobrepuso a la cólera; extrajo una caja de rapé y me ofreció un polvo. Rama de olivo de los portugue- ses, quien desee estar a bien con ellos no debe negarse a meter el índice y el pulgar en la caja de rapé cuando se la' ofrezcan. Tomé, pues, una buena pulgarada, aunque aborrezco el rapé, y pronto estuvimos en la mejor armonía posible. El fraile estaba an- sioso de noticias, especialmente de Lisboa y

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de España, Le conté que los oficiales de la guarnición de Lisboa, el día antes de salir yo de la capital, se habían presentado en masa a la reina e insistido cerca de ella para que exonerase al ministerio, si no quería que depusiesen las espadas; al oirlo, el fraile frotábase las manos, asegurándome que las cosas no permanecerían tranquilas en Lis- boa. Cuando le dije, empero, que, en mi opi- nión, la causa de don Carlos declinaba (ha- cía poco de la muerte de Zumalacárregui), se enfurruñó, exclamando que eso era im- posible, porque Dios, en su justicia, no lo toleraría. Me condolí del pobre hombre, ex- pulsado del insigne convento inmediato, su antiguo hogar, y que, vista su desguarnecida vivienda actual, trocaba en la senectud la abundancia y las comodidades por la esca- sez y la miseria. Dos o tres veces intenté hacerle hablar de la escuela, pero esquivó el tema, o dijo en pocas palabras que no sabía nada acerca de eso. En cuanto le dejé, salió de su escondite el muchacho y se reunió conmigo; se había escondido temeroso de que su maestro supiera quién me había lle- vado allí, pues no quería que los extraños descubrieran que era m.aestro de escuela.

Pregunté al muchacho si él o sus padres conocían la Escritura y si la leían alguna vez; no pareció haberme entendido. Debo hacer notar que era un muchacho de unos quince años, muy despierto, con algunos

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conocimientos de latín; sin embargo, no co- nocía la Escritura ni de nombre, y no tengo duda, por mis observaciones ulteriores, que cuando menos los dos tercios de sus com- patriotas, no están en asunto de tal impor- tancia mejor instruidos que él. En las puer- tas de las posadas lugareñas, en los hoga- res rústicos, en los campos donde trabajan, en las fuentes de piedra al borde de los ca- minos, donde abrevan sus ganados, he in- terrogado a la clase más humilde de los hi- jos de Portugal acerca de la Escritura, de la Biblia, del Viejo y del Nuevo Testamento, y ni una sola vez han sabido a qué me refería ni me han dado una respuesta racional, aun- que en todas las demás cosas sus contesta- ciones fuesen bastante sensatas. Nada, en verdad, me sorprendió tanto como el des- embarazo y soltura con que los campesinos portugueses sostienen una conversación, y la pureza del lenguaje en que expresan sus pensamientos, aunque muy pocos saben leer o escribir; mientras que los campesinos in- gleses, cuya educación es, en general, muy superior, son en su conversación de una grosería y torpeza rayanas en la brutalidad, y cometen absurdas faltas gramaticales, aunque la lengua inglesa es, en conjunto, de estructura más sencilla que el portugués.

Al regresar a Lisboa, encontré a nuestro amigo, que me recibió coa mucha bondad. Los diez días siguientes fueron extraordina-

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riamente lluviosos, impidiéndome hacer ex- cursiones por el país; durante ese tiempo vi con frecuencia a nuestro amigo, y exa- minamos con mucho detenimiento los me- jores medios de difundir los Evangelios. En su opinión, no podíamos, por el momen- to, hacer cosa mejor que entregar parte de nuestras existencias de libros a los libreros de Lisboa, y emplear al mismo tiempo al- gunos repartidores que voceasen los libros por las calles^ concediéndoles cierta ganan- cia por cada ejemplar vendido. Aceptado este plan, fué puesto en práctica sin tardan- za, y con éxito no del todo malo. Pensé en- viar algunos repartidores a los pueblos in- mediatos, pero nuestro amigo se opuso a ello. Consideraba peligroso el intento, por- que los curas rurales, dueños aún de gran ascendiente en sus respectivas parroquias, y, en su mayoría, resueltamente contrarios a l.í difusión del Evangelio, podían muy bien ser causa de que maltrataran o asesinaran a nuestros emisarios.

Resolví, sin embargo, antes de marchar- me de Portugal, establecer depósitos de Biblias en una o dos ciudades principales de provincias. Deseaba yo visitar el Alemtejo, nombre que significa «más allá del Tajo», región muy atrasada según mis noticias. Esta provincia no es bella ni pintoresca, a diferencia de casi todas las demás partes de Portugal; hay en ella muy pocas colinas y

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montañas. En su mayor parte se compone de páramos cortados por alcores, por som- brías cañadas y pinares enanos; la comarca está infestada de bandidos. La principal ciu- dad es Evora, de las más antiguas de Portu- gal, sede, en otro tiempo, de una rama de la Inquisición, todavía más cruel y mortífera que la terrible de Lisboa. Evora está a unas sesenta millas de Lisboa, y a Evora me re- solví a ir, con veinte Testamentos y dos Bi- blias. Ahora' se verá lo que allí me sucedió.

CAPITULO II

Boteros del Tajo.— Peligros de la corriente. Al- dea Gallega. La hostería. Ladrones. Sabo- cha. Aventura de un arriero. Estalagetn de ladroes. Don Gerónimo. Vendas Novas. Un Sitio Real. Los cerdos del Alemtejo. Monte Moro. Un cabrero singular. Los hijos de los campos.— Infieles y saduceos.

EN la tarde del 6 de diciembre salí para Evora en compañía de mi criado. Ei paso del río se hace en unas lanchas o faluchos, como les llaman, que prestan servici:» legu- lar. Ale habían dicho que la corriente sería favorable a eso de las cuatro, pero al llegar a la orilla del Tajo, frente a Aldea Gallega, punto entre el cual y Lisboa circulan las lanchas, me encontré con que la corriente no les permitiría salir antes de las ocho de la noche Si esperaba hasta esa hora, desembar- caría probablemente en Aldea Gallega hacia la media noche, y no tenía yo muchas ganas de hacer mi erdrée en el Alemtejo a tales horas; por tanto, como vi varados alií algunos pequeños botes, que podían sair en cual-

T. A BIBLIA EN ESPAÑA Gg

quier momento, resolví alquilar uno para la travesía, aunque el costo era mucho mayor. Pronto cerré trato con un muchacho de mi- rar selvático que se ofreció a tomarme a bordo de uno de aquellos botes, del que era copropietario, según dijo. No sabía yo lo pe- ligroso que es cruzar el Tajo por su parte más ancha, precisamente desde enfrente de Aldea Gallega, en cualquier tiempo, pero sobre todo a la caída de la tarde en invier- no; que a saberlo no me hubiera aventura- do a tanto. El muchacho, y un camarada suyo de aspecto miserable, cuyo único ves- tido, a pesar de la estación, era un jubón y unos calzones andrajosos, remaron hasta lle- gar a media milla de la costa; entonces iza- ron una vela muy grande, y el muchacho que parecía ser el jefe y dirigirlo todo, em- puñó el timón y se puso a gobernar el bote. La tarde comenzaba a oscurecer; el sol esta- ba ya cerca de la raya del horizonte; hacía mucho frío, y las olas del noble Tajo co- menzaron a coronarse de espumas. Dije al botero que era casi imposible que el bote llevase tanta vela sin zozobrar, y al oírme, se echó a reír, y comenzó una charla de lo más incoherente. Su pronunciación era la más rápida y áspera que hasta entonces había observado en ningún ser humano; mezclá- banse en ella alaridos de hiena con ladridos de perro, pero eso no era, en modo alguno, indicio de su condición natural, alegre y

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desenvuelta y sin asomos de mala inten- ción, según vi muy pronto. Cuando, para de- mostrarle el poco caso que le hacía, me puse a cantar Fm que son contrabandista^ se echó a reír con toda su alma, y dándome palmadas en el hombro, me dijo que haría todo lo posible por no ahogarnos. Al otro pobrecillo no parecía repugnarle gran cosa irse a fondo; sentado en la proa del bote, semejaba la estatua del hambre, y cuando las olas, rompiendo por el lado del mar, le mojaban los escasos vestidos, sonreía. De allí a poco me convencí de que había llega- do nuestra última hora; el viento era cada vez más fuerte, las olas más hirvientes, el bote se ponía con frecuencia de través, y el agua nos entraba a torrentes por sotavento. A pesar de todo, aquel mozo salvaje, sin soltar el timón, reía y parlaba, y a veces, be- rreaba un trozo de Quando el rey chegou, canción miguelista, que no se podía cantar en Lisboa sin ir a la cárcel.

La corriente estaba en contra nuestra, pero el viento nos era favorable; emprendi- mos una carrera vertiginosa, y vi que nues- tra única probabilidad de salvación estaba en doblar rápidamente el saliente de la mar- gen del Tajo, donde comienza la ensenada o bahía en que se haila Aldea Gallega, porque entonces ya no tendríamos que luchar con las olas del río, encrespadas por el viento contrario. La voluntad del Todopoderoso

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nos permitió ganar prontamente aquel refu- gio, no sin que antes el bote se llenase casi por completo de agua, y nos calláramos hasta los huesos. A eso de las siete de la tarde atracamos en Aldea Gallega, tiritando de frío, y en un estado lamentable.

Esas dos palabras españolas: Aldea Ga- llega, son el nombre de un pueblo que po- drá tener unos cuatro mil habitantes. Era noche cerrada cuando desembarcamos. A poco, comenzaron a volar cohetes aquí y allá, iluminando el espacio en todas direc- ciones Cuando íbamos por la calle sucia y desempedrada que conduce al ¡arf^o o pla- za, un estruendo horrible de tambores y gritos nos atronó los oídos. Pregunté la cau- sa de tanto bullicio, y me dijeron que era la víspera de la concepción de la Virgen.

Como no era costumbre de los posaderos proveer al sustento de sus huéspedes, vagué por las calles en busca de provisiones; al cabo, viendo a unos soldados que comían y bebían en una especie de taberna, entré y pedi al dueño que me proporcionase algo de cena, y sin tardanza m»e satisfizo, no del todo mal, aunque cobrándolo a buen precio.

Me acosté temprano, porque las muías que había contratado para llevarnos a Evo- ra, vendrían a buscarnos a las cinco de la mañana siguiente. Mi criado dormía en la misma habitación, única disponible en la posada. No pude pegar los ojos en toda

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la noche. Teníamos debajo una cuadra, en la cual dormían varios almocreves o carrete- ros con sus muías. Detrás de nosotros, en el corral, había una pocilga. ^iCómo dormir? Los cerdos gruñían, resoplaban las muías, y los almocreves roncaban ele un modo horri- ble. Oí dar las horas en el reloj del pueblo hasta media noche, y desde media noche hasta las cuatro, hora en que me levanté y comencé a vestirme, enviando a mi criado a dar prisa al hombre de las muías, porque estaba harto de la posada y deseaba mar- charme cuanto antes. Un viejo huesudo y fuerte, acompañado de un muchacho des- calzo, llegó con las bestias, que eran bastan- te regulares. El viejo, dueño de las muías, y tío del muchacho, venía dispuesto a acom- pañarnos hasta Evora.

Cuando salimos, la luna brillaba esplen- dorosa, y el frío de la mañana era penetran- te. Tomamos un camino hondo y arenoso, al salir del cual pasamos ante un vasto edi- ficio, de extraño aspecto, situado en una des- amparada colina arenosa, a nuestra izquier- da. Cinco o seis hombres a caballo, que marchaban a buen paso, nos dieron rápida- mente alcance. Todos llevaban largas esco- petas colgadas del arzón, y la boca de los cañones asomaba como a dos pies por de- bajo de la panza de los caballos. Pregunté al viejo la razón de aquel aparato guerrero. Respondióme que los caminos estaban muy

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malos (quería decir q'je abundaban los la- drones) y que aquellos hombres iban arma- dos así para su defensa; muy poco después torcieron a la izquierda, en dirección de Palmella.

Entramos en una planicie arenosa, salpi- cada de pinos enanos; el camino era poco más que un sendero, y conforme avanza- mos, los árboles fueron espesándose hasta formar un bosque, que se extendía unas dos leguas, con espacios claros, donde pas- taban rebaños de cabras y ovejas; las cen- cerrillas que llevaban colgadas del cuello sonaban con un tintineo apagado y monóto- no. El «sol estaba empezando a salir, pero la mañana era triste y nublada, y esto, unido al desdado aspecto de la comarca, causaba en mi ánimo una impres ón desagradable. Eché pie a tierra y anduve un poco, traban- do conversación con el viejo. Al parecer, no sabía hablar más que de «los ladrones» y de las atrocidades que tenían por costum- bre cometer en los mismos sitios por donde íbamos pasando. Las historias que contaba eran, en verdad, horribles, y por no oírlas, monté de nuevo y me adelanté un buen trecho.

Al cabo de hora y media salinos del bosque a un terreno quebrado, yermo y bravio, cubierto de mato, o matorrales. Las muías detuviéronse a beber en un charco de poca hondura; y al mirar a Ja derecha, vi las

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ruinas de una pared. Aquello era, según me dijo el guía, lo que quedaba de Vendas Vel- has, o Ventas Viejas, antigua guarida de Sa- bocha, ladrón famoso. Parece que el tal Sabocha tuvo a sus órdenes, unos diez y seis años antes, una partida de cuarenta bando- leros, que infestaban aquellos despoblados y vivían del robo. Durante mucho tiempo, el ventero Sabocha ejerció su atroz oficio sin infundir sospechas, y muchos infelices via- jeros fueron asesinados en el silencio de la noche dentro de la venta solitaria regentada por él en aquel bosque; nunca he visto, en verdad, situación más a propósito para robar y matar. La cuadrilla tenía la cos- tumbre de abrevar sus caballos en aquel charco, y quizás allí se lavaban las manos manchadas con la sangre de sus víctimas. El secundo de la cuadrilla era hermano de Sa- bocha, tipo íort^simo y feroz, famoso sobre todo por su destreza en tirar el cuchillo, con el que solía atravesar a sus enemigos Al fin se descubrió la connivencia de Sabo- cha y de los bandidos, y el ventero huyó con la mayor parte de sus socios, cruzando el Tajo para refugiarse en las provincias del Norte; en un encuentro fortuito con la fuerza pública, en el camino de Coimbra, Sabocha y toda su cuadrilla perdieron la vida. Su casa fué arrasada por orden del Go- bierno.

Los ladrones frecuentan todavía esas rui-

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ñas, y en ellas comen y beben, en acecho de una presa, porque el sitio domina un buen trozo del camino. El viejo me aseguró que, unos dos meses antes, al volver a Aldea Ga- llega con sus muías de acompañar a unos viajeros, le había derribado, desnudado y robado un individuo que, a su parecer, salió de aquel nido de asesinos. Díjome que el agresor era joven y de fuerza extraordi- naria, con inmensos bigotes y patillas, ar- mado con una espingarda o mosquete. Unos diez días más tarde vio al ladrón en Vendas Novas, en donde nosotros íbamos a pasar la noche. El individuo, al reconocer a su vícti- ma, le llevó aparte, y con horrendas im- precaciones le intimó que no volvería a ver más su casa si intentaba delatarle; el viejo se estuvo en paz, porque tenía muy poco que ganar y mucho que perder ha- ciendo que prendieran al ladrón, ya que no hubieran tardado en soltarlo por falta de pruebas, y entonces era inevitable su ven- ganza si no se adelantaban sus compañeros a tomarla.

Me apeé y fui hasta las ruinas, donde vi los restos df^ una hoguera y una botel a rota. Los hijos del robo habían pasado por allí muy poco antes. Dejé un ejemplar del Nue- vo Testamento y algunos folletos, y parti- timos apresuradamente.

El sol había disipado las nieblas y empe- zaba a calentar mucho. Llevaríamos próxi-

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mámente otra hora de camino, cuando sonó un relincho a nuestra espalda, y el guía nos dijo que venía un grupo de hombres a ca- ballo; como nuestras muías andaban a buen paso, tardaron lo menos veinte minutos en alcanzarnos. El jinete que rompía la marcha era un caballero vestido con elegante traje de camino; un poco detrás seguían un oficial, dos soldados y un mozo de librea. al ca- ballero que parecía principal, preguntar a mi criado, al emparejarse con él, quién era yo, y si francés o inglés. Le dijo que un caba- llero inglés, de viaje. Preguntó entonces si entendía el portugués, y el criado respondió qué sí, pero que, a su parecer, hablaba yo mejor el italiano y el francés. El caballero espoleó el caballo y me abordó, pero no en portugués, francés ni italiano, sino en el in- glés más puro que he oído bablar a un ex- tranjero; no había en su pronunciación ni el más leve acento extranjero, y, a no haber conocido en su rostro que mi intei locutor no era inglés (como todos saben, hay en el semblante de un inglés unaparticularidad in- descriptible que le delata), hubiera creído que s-e trataba de un compatriota. Continua- mos juntos departiendo hasta llegar a Pe- goes.

Pegóes se compone de dos o tres casas y de una posada; hay, además, una especie de barraca donde se alberga media docena de soldados, No hay en todo Portugal un sitio

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de peor fama que éste, y la posada lleva el apodo de Estalagem de Ladfoes^ o sea, hos- tería de ladrones; porque los bandidos que campan por los despoblados que se extien- den a varias leguas a la redonda, tienen la costumbre de venir a esta posada a gastar el dinero y demás productos de su criminal oficio; allí cantan y bailan, comen conejo guisado y aceitunas, y beben el vino espeso y fuerte del Alemtejo. Una enorme foga- ta, alimentada por el tronco de un alcorno- que, ardía en un fogón bajo, a la izquierda de la entrada de la espaciosa cocina. Arri- madas al fuego cocían varias ollas, cuyo apetitoso olor me recordó que aún no me había desayunado, a pesar de ser cerca de la una y de haber hecho a caballo cinco le- guas. Varios hombres, de aspecto siniestro, que si no eran bandidos, fácilmente podían ser tomados por tales, estaban sentados en unos leños al amor de la lumbre. Ríceles algunas preguntas indiferentes, a las que contestaron con desembarazo y cortesía, y uno de ellos, que dijo saber de letra, aceptó un folleto que le ofrecí.

Mi nuevo amigo, después de encargar la comida, o más bien almuerzo, me invitó con gran amabilidad a participar en él, y, al mismo tiempo, me presentó a su acompa ñante el oficial, hermano suyo, que también hablaba inglés, pero con menos perfección. Mi amigo resultó ser don Jerónimo José de

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y Azveto, secretario del Gobierno en Evora; su

hermano pertenecía a un regimiento de húsa- res que tenía el cuartel general en aquella ciu- dad, pero con patrullas destacadas a lo largo del camino, por ejemplo, en el lugar donde nos encontrábamos detenidos.

En Pegoes, el principal artículo de comer parece que son los conejos, muy abundantes en los páramos de las cercanías. Comimos uno frito, con una pringue deliciosa, y luego otro asado, que nos sirvieron entero en una fuente; la posadera, después de lavarse las manos, lo partió, y luego vertió sobre los pedazos una salsa sabrosa. Comí con mucho gusto de ambos platos, sobre todo del úl- timo, quizás por la curiosa y para nue- va manera de aderezarlo. Con unos higos de los Algarves, excelentes, y unas manza- nas, concluyó nuestra comida; pero el cuar- tito reservado en que comimos era de suelo cenagoso, y su frialdad me penetró de modo que ni de los manjares ni de la agradable compañía pude sacar todo el placer que en otro caso hubiera t«nido.

Don Jerónimo se había educado en Ingla- terra, país en que transcurrió su infancia, lo cual explicaba en mucha parte su dominio de la lengua inglesa, que únicamente se puede aprender bien residiendo en el país durante aquella etapa de la vida. Había, además, huido a Inglaterra poco después de la usurpación del Treno de Portugal por don

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Miguel, y desde allí fué al Brasil, donde se consagró al servicio de don Pedro, y le acompañó en la expedición que terminó por la caída del usurpador y el establecimiento del Gobierno constitucional en Portugal. Nues- tra conversación versó sobre literatura y po- lítica, y mi conocimiento de las obras de los escritores más famosos de Portugal fué aco- gido son sorpresa y contento; nada tan ha- lagüeño para un portugués como observar que un extranjero se interesa por su litera- tura nacional, de la que, en muchos respec- tos, se enorgullece con justicia.

A eso de las dos cabalgamos de nuevo y proseguimos juntos nuestro camino a través de un país exactamente igual al que había- mos atravesado antes, áspero y quebrado, con grupos de pinos aquí y allá. La tarde era muy despejada, y los brillantes rayos del sol realzaban la desolación del paisaje. Habríamos avanzado dos leguas, cuando per- cibimos en lontananza un gran edificio, de majestuosa apariencia, que era, según me dijeron, un palacio real situado al otro ex- tremo de Vendas Novas, pueblo donde íbamos a pernoctar; aun nos faltaba más de una legua para llegar a él, pero a través de la clara y transparente atmósfera de Portu- gal, parecía mucho más próximo.

Antes de llegar a Vendas Novas pasamos junto a una cruz de piedra, en cuyo pedes- tal había cierta inscripción conmemorativa

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de un asesinato horrible cometido en aquel lugar en la persona de un lisboeta; la cruz parecía ya antigua y estaba cubierta de musgo; la inscripción era, en su mayor parte, ilegible, al menos para mí, que no podía gastar mucho tiempo en descifrarla. Llegados a Vendas Novas y encargada la cena, mi nuevo amigo y yo fuimos dando un paseo a ver el palacio. Fué edificado por el difunto rey de Portugal, y su aspecto exte- rior es poco notable. El edificio, largo y con dos alas, consta de dos pisos tan sólo, aun- que parece mucho más alto por estar situa- do en una elevación del terreno; tiene quin- ce ventanas en el piso alto y doce en el bajo, con una puerta mezquina, algo así como la puerta de un granero, a la que se llega por un solo peldaño. El interior correspon- de al exterior, y no hay en él nada intere- sante para el curioso, excepto las cocinas, magníficas en verdad, y tan grandes, que puede condimentarse en ellas al mismo tiem- po comida suficiente para todos los habitan- tes del Alemtejo.

Pasé la noche con toda comodidad en una cama limpia, lejos de todos aquellos ruidos tan frecuentes en las posadas portu- guesas, y a las seis de la mañana del siguien- te día continuamos el viaje, que esperába- mos terminar antes de ponerse el sol, por- que Evora sólo dista diez leguas de Vendas Novas. Si la mañana anterior había sido fría,

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ésta lo era mucho más, tanto que, poco an- tes de salir el sol, no pude resistir más a caballo, y, echando pie a tierra, corrí y an- duve hasta llegar a unas casuchas en el límite de los desolados páramos. En una de aque- llas casas se encontraron los emisarios de don Pedro y los de don Miguel, y allí se concertó la renuncia de este último a la co- rona en favor de doña María de la Gloria; Evora fué el postrer reducto del usurpador, y las parameras del Alemtejo el último tea- tro de las luchas que tanto tiempo agitaron al infortunado Portugal. Contemplé, pues, con mucho interés aquellas miserables cho- zas, y no dejé de esparcir por los contornos algunos de los preciosos foUetitos que, con una corta cantidad de Testamentos^ llevaba en mi saco de noche.

El paisaje comenzó desde allí a mejorar; dejamos atrás los agrestes matorrales y atravesamos colinas y valles cubiertos de al- cornoques y de azinheiras^ las cuales pro- ducen bellotas dulces o balotas^ tan agrada- bles como las castañas, y principal alimento en invierno de los numerosos cerdos que cría el Alemtejo. Los cerdos son muy hermosos: de patas cortas, corpulentos, de color negro o rojo oscuro; de la excelen- cia de su carne puedo dar testimonio, por- que muchas veces la he saboreado con de- leite en mis viajes por esta provincia; el lomboy o lomo, asado en el rescoldo, es de-

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lie oso, especialmente comiéndolo con acei- tunas.

Nos hallábamos a la vista de Monto Moro, que, como su nombre indica, fué en otro tiempo una fortaleza de los moros. Es una colina alta y escarpada, en cuyas cúspide y vertiente yacen muros y torreones en rui- nas. Por el lado de Poniente, en un profun- do barranco o valle, corre un delgado arroyo, cruzado por un puente de piedra; más abajo hay un vado, que atravesamos para subir a la ciudad, la cual comienza casi al pie de la montaña, por el Norte, y va faldeando hacia el Noreste. La ciudad es sumamente pinto- resca, con muchas casas antiquísimas, cons- truidas a la manera morisca. Tenía gran- des deseos de examinar los restos de la for- taleza m-ora en la parte alta del monte; pero el tiempo urgía, y la brevedad de nuestra es- tada en el lugar no me consintió satisfacer ese gusto.

Monte Moro es cabeza de una cadena de colinas que cruza esta parte del Alemtejo, y i que aquí se bifurca hacia el Este y el Sur- este; en la primera dirección está el camino directo a Elvas, Badajoz y Madrid; en la se- gunda, el camino a Evora La tercera mon- taña de la cadena que bordea el camino de Elvas es muy hermosa. Se llama Monte Almo; hállase cubierta de alcornoques hasta la cima, y un arroyo rumoroso corre al pie. Bajo los rayos gloriosos del sol, brillaban las,

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verdes praderas, donde pacían rebaños de ca- bras, haciendo sonar alegremente sus campa- nillas. El tout ensemble semejaba un lugar encantado. Para que nada faltase en el cuadro, encontré debajo de una azinheira a un hombre, un cabrero, cuyo aspecto me hizo recordar al pastor salvaje mencionado en cierta balada danesa.

iSobre sus hombros tenía un jabalí en su seno dormía un oso negro, etc.»

El cabrero tenía en un hombro un ani- mal, que, según me dijo, era una lontra^ o nutria, acabada de cazar en el arroyo inme- diato; una cuerda, atada por un extremo al brazo del cazador, la rodeaba el cuello. A su izquierda había un saco, por cuya boca asomaban las cabezas de dos o tres anima- les bastante extraños; a su derecha se aga- zapaba un lobezno gruñón que estaba do- mesticando. Todo su aspecto era de lo más salvaje y fiero. Tras unas pocas palabras, como las que generalmente suelen cambiar los que se encuentran en un camino, le pregunté si sabía leer, y no me contestó. Traté entonces de averiguar si tenía algu- na idea de Dios o de Jesucristo, y mirán- dome fijamente al rostro por un momen to, se volvió luego hacia el sol, ya próximo al ocaso, hízole una reverencia, y de nuevo I clavó en su mirada. Creo que entendí I bien esta muda respuesta, la cual significa- ba, probablemente, que Dios era el autor de

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aquella gloriosa luz que alumbra y alegra toda la creación. Satisfecho con esta creen- cia, le dejé, y me apresuré a dar alcance a mis compañeros, que me habían tomado considerable delantera.

Siempre he encontrado en el ánimo de los campesinos más determinada inclinación a la religión y a la piedad que en los ha- bitantes de las ciudades y villas; la razón es obvia: aquéllos están menos familiarizados con las obras de los hombres que con las de Dios; sus ocupaciones, además, son senci- llas, no requieren tanta habilidad o destreza como las que atraen la atención del otro i grupo de sus semejantes, y son, por tanto, \: menos favorables para engendrar la presun- ción y la suficiencia propia, tan radicalmen- r te distintas de la humildad de espíritu, fun- ■] damento verdadero de la piedad. Los que se ¡i burlan de la religión y la escarnecen, no sa- > len de entre los sencillos hijos de la natura- leza; son más bien la excrecencia de un refi- namiento recargado, y aunque su influjo pernicioso llega ciertamente a los campos, y corrompe en ellos a muchos hombres, la fuente y el origen del mal está en los grandes i centros, donde la población se apiña y donde i) la naturaleza es casi desconocida. No soy de'| los que van a buscar la perfección humana j en la población rural de ningún país; la per- I fección no existe en los hijos del pecado,! dondequiera que residan; pero mientras el'

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corazón no se corrompe, hay esperanza para el alma, porque hasta Simón Mago se convir- tió. Pero una vez que la incredulidad endure- ce el corazón, y la prudencia según la carne refuerza la incredulidad, hace falta para ablan- darlo que la gracia 4e Dios se manifieste con exuberancia desusada, porque en el libro sa- grado leemos que el fariseo y el mago llega- ron a ser receptáculos de gracia; pero en ninguna parte se menciona la conversión del burlón Saduceo; ^y qué otra cosa es un in- crédulo moderno más que un Saduceo de última hora?

La noche cerró antes que llegásemos a Evora, y después de despedirme de mis amigos, que amablemente me ofrecieron su casa, me dirigí con mi criado al Largo de San Francisco^ donde, según dijo el arrie- ro, estaba la mejor hostería de la ciudad. Entramos a caballo en la cocina, a continua- ción de la cual estaba la cuadra, como es uso en Portugal. Gobernaban la casauna vieja que parecía gitana, y su hija, muchacha de unos diez y ocho años, hermosa y fresca como una flor. La casa era grande. En el piso alto había un vasto aposento, a modo de grane- ro, que ocupaba casi toda la longitud del edificio; en el extremo había una divisoria para formar una alcoba de regular comodi- dad, pero muy fría; el piso era de baldosa, como el de la espaciosa sala contigua, donde los arrieros solían dormir en las mantas y

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enjalmas de sus malas. Después de cenar me acosté, y luego de ofrecer mis devocio- nes a Aquel que me había protegido en un viaje tan peligroso, me dormí profundamen- te hasta el otro día ^.

1 El Monte Moro de que habla Borrow en este capítulo y describe después en el VI es Monte- mór, o Mcntemayor. (Knapp).

CAPITULO III

Un comerciante de Evora. Contrabandistas es- pañoles.— El león y el unicornio. La fuente. Confianza en el Todopoderoso. Reparto de fo- lletos.— La librería en Evora. Un manuscrito. La Biblia como guía. La infame María. El hombre de Palmella. El conjuro. El régimen frailuno Domingo. Volney. Un auto de fe. Hombres de España. Lectura de un folleto Nuevos viajeros. La mata de romero.

EVORA es u-a pequeña ciudad murada, pero sin un sistema defensivo, y no resistí ría un sitio de veinticuatro horas. Tiene cin- co puertas; delante de la del Suroeste se ha- lla el paseo principal, donde también se ce- lebra una feria el día de San Juan. Las casas son, en general, muy antiguas, y muchas es- tán vacías. Cuenta unos cinco mil habitan- tes; pero con sobrada capacidad para doble número de gente. Los dos edificios princi- pales son la Seo, o catedral, y el convento de San Francisco, en la misma plaza en que, frente a él, se hallaba posada. A mano derecha, entrando por la puerta del Suroeste,

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hay un cuartel de caballería. Por el Sures- te, a unas seis leguas de distancia, descúbre- se una cadena de montañas azules; la más alta, llamada Serra Dorso^ pintoresca, bella, alberga en sus escondrijos muchos lobos y jabalíes. Como a legua y media más allá de esa montaña, está Estremoz.

El día siguiente a mi llegada lo empleé principalmente en visitar la ciudad y sus cer- canías, y ai vagar de un lado para otro, trabé conversación con diversas personas. Algunas eran de la clase media, comer- ciantes o artesanos, y todos constituciona- listas, o se llamaban tales; pero tenían muy pocas cosas que decir, salvo unos cuantos lugares comunes acerca de la vida de los frailes, de su hipocresía y holgazanería. Qui- se obtener noticias respecto del estado de la instrucción en la localidad, y de sus res- puestas deduje que el nivel debía de estar muy bajo, porque, al parecer, no había escuelas ni librerías. Si les hablaba de reli- gión, mostraban grandísima indiferencia por el asunto, y, haciéndome una cortés inclina- ción de cabeza, se marchaban lo antes po- sible.

Fui a ver a un comerciante para quien llevaba yo una carta de presentación, y se la entregué en su tienda, donde le encontré detrás del mostrador. En el curso de nues- tra conversación averigüé que le habían per- seguido mucho durante el antiguo régimen,

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al que profesaba aversión sincera. Díjele que la ignorancia del pueblo en materia de reli- gión había sido el sostén del antiguo régi- men, y que el mejor modo de impedir su retorno sería llevar la luz a todos los espíri- tus. Añadí que había llevado a Evora un pe- queño repuesto de Biblias y Testamentos, y deseaba entregárselos a un comerciante res- petable para su venta, y que si él de- seaba contribuir a extirpar las raíces de la superstición y de la tiranía, no podía hacer cosa mejor que encargarse de tales libros. Se declaró dispuesto a ello, y me fui, deter- minado a entregarle la mitad de los que te- nía. Volví a mi posada y me senté en un leño, debajo de la inmensa campana de la chimenea de la sala común; dos hombres de rostro huraño estaban arrodillados en el suelo. Tenían ante un buen montón de objetos de hierro viejo, latón y cobre, que iban clasificando, y colocábanlos después en sacos. Eran contrabandistas españoles de ín- fima categoría, y ganaban miserablemente su vida llevando de matute tales desechos desde Portugal a España. No hablaban ni una palabra, y cuando me dirigí a ellos en su lengua natal, me contestaron con una especie de gruñido. Estaban tan sucios y mohosos como el hierro en que traficaban; en la cuadra del piso bajo tenían cuatro mi- serables borriquillos.

La posadera y su hija me trataban con

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amabilidad extremada, y por adularme me hicieron algunas preguntas respecto de In- glaterra. Un hombre con traje algo parecido al de los marineros ingleses, sentado frente a debajo de la campana, dijo: «Yo abo- rrezco a los ingleses porque no están bauti- zados y son gente sin ley.» Se refería a la ley de Dios. Me eché a reír y le dije que, según la ley inglesa, a nadie sin bautizar po- día dársele sepultura en tierra sagrada; a lo cual repuso: «Entonces sois más rigurosos que nosotros.» Luego, añadió: «jQué signifi- can el león y el unicornio que vi el otro día en un escudo a la puerta del cónsul inglés en Setubal?» Respondí que eran las armas de Inglaterra. «Sí; pero ;qué representan.''» Dije que no lo sabía. «Entonces replicó , no conoce usted los secretos de su propio pa's.» A lo cual: «Supóngase le contesté , que le dijese a usted que representan el león de Bethlehem y la bestia cornuda de los abismos ardientes, luchando por el predo- minio en Inglaterra, ^'qué diría'» «Diría re- puso— , que me daba usted una respuesta perfecta.» Aquel hombre y yo llegamos a ser grandes amigos. Venía de Palmella, no lejos de Setubal; llevaba unos cuantos caba- llos y muías, y era tratante en cebada y tri- go. De nuevo volví a pasearme y a vagar por los alrededores de la ciudad.

Como a media milla de las murallas, por el lado Sur, hay una fuente de piedra, don-

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de los arrieros y demás gentes que acuden a la ciudad, acostumbran a dar agua a sus bestias. Allí me estaba sentado unas dos ho- ras, hablando con todo el que hacía alto en la fuente. Hago notar que durante mi estan- cia en Evora repetí a diario esta visita, de- teniéndome en ella el mismo tiempo; gra- cias a este plan, creo que hablé, por lo me- nos, con unos doscientos portugueses acerca de asuntos tocantes a su salvación eterna. Descubrí que muy pocos de aquellos a quie- nes hablé habían recibido educación litera- ria, ninguno había leído la Biblia, no más de media docena tenían una ligerísima noti- cia de lo que son los libros santos. Casi to- dos eran fanáticos papistas y migaelistas de corazón. Por tanto, cuando me decían que eran cristianos, negábales yo la posibilidad de que lo fueran, pues ignoraban a Cristo y sus mandamientos, y ponían la esperanza de salvación en reglas externas y prácti- cas supersticiosas inventadas por Satanás para mantenerlos en tinieblas y que al cabo cayesen en el abismo que les tenía prepara- do. Díjeles muchas veces que el Papa, a quien reverenciaban, era un insigne impos tor y el principal ministro de Satanás en la tierra, y que los frailes y monjes, cuya au- sencia lamentaban, a quienes estaban acos- tumbrados a confesar sus pecados, eran agentes subalternos suyos. Cuando me pe- dían pruebas, aducía invariablemente la ig-

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norancia de mis oyentes respecto de las Es- crituras, y decía que si sus guías espirituales hubiesen realmente sido ministros del Se- ñor, no hubieran dejado a sus rebaños igno- rar su palabra.

Desde entonces acá, me ha sorprendido muchas veces el no recibir insultos ni malos tratos de la gente cu3^a superstición atacaba yo de ese modo; en verdad, nada malo me sucedió, y me inclino a creer que la extre- mada audacia que yo desplegaba, confiado en la protección del Todopoderoso, puede haber sido la causa de ello. Lo mejor frente al peligro es mirarlo cara acara, y así gene- ralmente se desvanece como las nieblas de la mañana a la luz del sol; mientras que, des- animándose, el peligro se hace de fijo mayor. Abrigo la viva esperanza de que mis pala- bras llegaron muy adentro en el corazón de algunos de mis oyentes, porque vi a muchos de ellos marcharse abstraídos y pensativos. En ocasiones repartía entre estas gentes al- gunos folletos, pues aunque fuesen incapa- ces de sacar de ellos personalmente gran provecho, pensé que servirían de instrumen- to para que en lo futuro cayeran en otras manos y alguien los utilizara para su salva- ción. (Cuánto libro abandonado a las olas aborda a remotas playas, y allí sirve de ben- dición y consuelo a millones de gentes que ignoran su procedencia!

Al siguiente día, viernes, fui a visitar en

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su casa a mi amigo don Jerónimo Azveto. No le encontré, pero me dijeron que le bus- case en la Seo, o palacio episcopal, en uno de cuyos aposentos le hallé, en efecto, escri- biendo con otro señor, a quien me presentó; era el gobernador de Evora, que me recibió con toda bondad y cortesía. Después de ha- blar un rato salimos juntos a visitar un edi- ficio antiguo, del que se decía que en tiem- pos pasados fué templo de Diana. Parte de él era evidentemente de construcción roma- na; no había lugar a error ante las bellas y elegantes columnas que sostenían la cúpula, bajo la que probablemente se cumplían los sacrificios a la divinidad más poética y atra- yente de los gentiles; pero los antiguos in- tercolumnios habían sido macizados en tiem- pos modernos, y el resto del edificio parecía ser de fines de la Edad Media. Estaba situa- do en un extremo de la antigua casa de la Inquisición, y fué residencia del obispo an tes de construirse la Seo actual.

Dentro de la Seo, donde vive ahora el go- bernador, hay una magnífica biblioteca, que ocupa una inmensa pieza abovedada, como la nave de una catedral; en un aposento con- tiguo hay una colección de cuadros de au- tores portugueses, principalmente retratos, entre los que se halla el de don Sebastián. Quiero creer que el pintor no le hizo justi- cia, porque le representó en figura de un tosco mancebo como de diez y ocho años,

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abotagado y bebo, con ojos saltones, y una golilla en torno del cuello corto y apoplético.

Me enseñaron varios inisales con bellas miniaturas, y otros manuscritos, uno de los cuales atrajo sobre todo mi atención, por motivos que se adivinan con sólo decir que su título era:

<(^ Forma sive ordinatio Cap elle iliistrissimi et xianissimi principis Henrici Sexti Regís Aíiglie et Francie am dñi Hibernie des cripta serenissio principi Alfonso Regí Portugalie illustri per humilen servitore?i sm Willm. Sav. Decanü cap elle supr adiete.^

¡Me pareció oír la voz de mi amada tierra natal en los tiempos pasados! La biblioteca y la colección de cuadros las formó uno de los últimos obispos, varón muy ilustrado y piadoso.

Por la noche cené con don Jerónimo y su hermano; éste nos dejó en seguida para cumplir sus deberes de militar. ]\Ii amigo y yo hablamos con detenimiento de cosas im- portantes. Empezó lamentándose de la igno- rancia en que estaban sumidos sus conterrá- neos, y me dijo que tanto él como su amigo el gobernador se proponían establecer un colegio en aquellos contornos, habiéndose dirigido al Gobierno en demanda de autori- zación para utilizar un convento vacío, lla- mado el Espwheiro^ o el espino, distante una legua de allí, y esperaban ver aceptada su propuesta. Ya le había yo dicho a don Je-

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rónimo mi calidad y mis propósitos; y al manifestarle ahora mi contento por los pla- nes que abrigaba, le rogué con las más vivas instancias que usase de su valimiento para que la educación dada a los muchachos tu- viera por base el conocimiento de las Escri- turas, y añadí que la mitad de las Biblias y Testamentos llevados por a Evora la po- nía gustoso a su disposición. Al instante me tendió la mano, y aceptó mi oferta con gran placer, prometiéndose hacer cuanto pu- diera en pro de mis intenciones, también suyas en muchos respectos. Entonces añadí que yo no había ido a Portugal con la idea de propagar los dogmas de una secta parti- cular, sino con la esperanza de difundir la B:blia, manantial de cuanto es útil y condu- cente al bien de la sociedad; que no me im- portaba lo que la gente profesara, con tal que tuviese por guía la Biblia, porque allí donde se leen las Escrituras, ni la superche- ría clerical ni la tiranía duran mucho; aduje como ejemplo mi propio país, cuya libertad y prosperidad se deben a la Biblia, y donde cabalmente el último perseguidor del libro, la sanguinaria e infame María Tu Jor, fi:é también el último tirano que se sentó en el trono. Me separé de mi amigo ya muy en- trada la noche, y a la mañana siguiente le envié los libros, en la firme y confiada espe- ranza de que una aurora radiante y gloriosa iba a disipar las lúgubres sombras de la no-

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che que durante tanto tiempo habían en- vuelto al Alemtejo.

Al siguiente día de este interesante su- ceso, sábado, hablé de nuevo con el hom- bre de Paimella. Le pregunté si nunca en sus viajes le habían atacado los ladrones; me respondió que no, pues, en general, via- jaba acompañado. «Sin embargo añadió cuando viajo solo tampoco tengo miedo, porque voy bien protegido.» Supuse que llevaría buenas armas, y así se lo dije. «No más arma que esta» repuso, mostrándo- me uno de esos enormes cuchillos de ma- nufactura inglesa, de que suelen estar pro vistos los campesinos portugueses. Esos cu- chillos se emplean para muchos usos, y me parecen un arma bastante más eficaz que el puñal. «Pero no es este cuchillo continuó el hombre lo que me da más confianza.» «^Pues qué es?» «Esto contestó, y extrajo del seno un escapulario que llevaba colgado del cuello con un cordón de seda . Aquí llevo una oragam, o plegaria, escrita por una persona de virtud, y mientras no se aparte de no me ocurrirá nada.» Como la curiosi- dad es el principal rasgo de mi carácter, dije al momento al hombre aquel, con gran Chlor, que si me dejaba leer la oración me proporcionaría un placer vivísimo. «Bue- no — contestó ; somos amigos, y voy a hacer por usted lo que haría por muy po- cos.» Me pidió el cortaplumas, y sin deseo-

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ser el envoltorio sacó un pedazo de papel, bastante grande, cuidadosamente ajustado a él. Corrí a mi aposento para examinarlo. Estaba escrito con garrapatos casi ilegibles, y tan manchado de sudor, que me costó mucho trabajo descifrar su contenido; al caba conseguí hacer la siguiente transcrip- ción literal del conjuro, escrito en mal por- tugués, pero que me impresionó en aquella ocasión, por tratarse de la composición más extraordinaria que había visto:

El conjuro. Justo juez y divino Hijo de la Virgen María, que naciste en Belén, Na- zareno, y fuiste crucificado entre la muche- dumbre de los judíos, te suplico, Señor, por tu sexto día, que mi cuerpo no sea preso por la justicia ni reciba de sus manos la muerte, la paz sea con nosotros, la paz de Cristo, venga a la paz, la paz sea con nosotros, dijo Dios a sus discípulos. Si la maldita justicia recela de mí, o pone en sus ojos, para apoderarse de o robarme, que sus ojos no puedan verme, que su boca no pueda hablarme, que sus oídos no puedan oírme, que sus manos no puedan agarrarme, que sus pies no puedan seguirme; de suerte que, armado con las armas de San Jorge, cubierto con el manto de Abraham y em- barcado en el arca de Noé, no puedan verme, ni oírme, ni verter la sangre de mi cuerpo. Te conjuro, además, Señor, por aquellas tres benditas cruces, por aquellos

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tres benditos cálices, por aquellos tres ber.- ditos sacerdotes, por aquellas tres hostias consagradas, que me des aquella dulce com- pañía que diste a la Virgen María desde las puertas de Belén a los portales de Jerusa- lem, para que pueda yo ir y venir alegre }' gustoso con Jesucristo, el Hijo de la Vir- gen María, madre, y, sin embargo, siempre virgen.»

La posadera y su hija llevaban pendientes del cuello otros escapularios con amuletos se- mejantes, para librarse, según decían, de todo maleficio. La creencia en la brujería está muy extendida entre los campesinos del Alemtejo, y creo que entre todos los de Portugal. Esta es una de las reliquias del régimen frailuno, que en todos los países donde ha existido parece haberse propuesto embotar el entendimiento del pueblo para extraviarlo con más facilidad. Todos esos amuletos estaban confeccionados por los frailes, que se los vendían a sus entontecidos penitentes.

Los monjes de las iglesias griega y siria trafican también con estas cosas, aun sa- biendo que son nocivas, y anteponen ese comercio a la difusión del saludable bálsa- mo del Evangelio, porque de aquél sacan muy buenas ganancias y mantienen así el engaño que les permite vivir regaladamente.

La mañana del domingo fué muy hermo- sa, y la explanada que hay delante del con-

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vento de San Francisco se llenó de gente que iba a misa o volvía de oírla. Cumplidas mis devociones matinales me desayuné, y bajé a la cocina; una muchacha llamada Ge- rónima estaba sentada al amor de la lumbre. Le pregunté si había oído misa, y me respon- dió que ni la había oído ni pensaba oírla. Inquirí el motivo y replicó que desde la ex- pulsión de los frailes de sus iglesias y con- ventos, había dejado de oír misa y de confe- sarse, porque los curas no tenían ental minis- terio poder espiritual, y, por tanto, se abste- nía de ir a molestarlos. Dijo que los frailes eran unos santos varones, muy caritativos, que a diario daban de comer en el convento de enfrente a cuarenta pobres con las sobras de la comida del día anterior, y ahora a esa gente se la dejaba morirse de hambre. Con- testé que como vivían de la enjundia de la tie- rra, bien podían permitirse los frailes arrojar unos pocos huesos a sus pobres, haciéndolo así por política, con la esperanza de ganar amigos para los casos de apuro. La mucha- cha me dijo después que, como domingo, tal vez desearía yo entretenerme viendo al- gún libro, y sin esperar respuesta me trajo unos cuantos. Eran en su mayoría narracio- nes populares de vidas y milagros de san- tos, pero entre ellos había una traducción del libro de Volney, Las ruinas. Pregunté cómo había adquirido tal obra. Díjome que un joven, ardiente constitucionalista, se

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la había dado unos meses antes, con mu- chas instancias para que la leyese, ponderán- dosela com.o uno de los mejores libros del mundo. Repuse que el autor, enviado de Satán, enemigo de Jesucristo y dei alma hu mana, había escrito la obra con el único propósito de mofarse de la religión y de inculcar la doctrina de que no hay vida fu- tura ni premio para el virtuoso ni castigo para el malo. La muchacha, sin responder palabra, se fué a otro aposento, del que vol- vió con el delantal lleno de astillas y otra leña menuda, volcándola en la lumbre, que levantó viva llama. Entonces, tomando de mis manos el libro, lo echó en la hoguera, se sentó, sacó del bolsillo un rosario y estuvo rezando hasta que el volumen quedó consu- mido. Fué esto un auto de fe en el mejor sentido de la palabra.

El lunes y el martes hice mis acostum- bradas visitas a la fuente, y también recorrí los alrededores, montado en una muía, para repartir folletos. Dejé caer una buena por- ción de ellos en los paseos preferidos por la gente de Evora, porque era dudoso que los aceptaran si yo se los ofrecía en pro- pia mano, mientras que si los veían tirados por el suelo, pensaba yo que la curiosidad acaso los indujera a cogerlos y leerlos.

En la tarde del martes fui a despedirme de mi amigo Azveto, pues mi intención era salir de Evora el jueves siguiente y regresar

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a Lisboa; con esta mira alquilé una calesa, cuyo dueño me dijo que había servido como soldado en \2. gr and armé eA^^^V^- león y asistido a la campaña de Rusia. 1 e- nía toda la estampa de un borracho, bu rostro era carbuncoso, y su aliento apestaba a aguardiente. Muchos deseos tenía de ha- blar conmigo en francés, enorgulleciéndose de poseer ese idioma; pero yo rehuse, y le dije que me hablase en la lengua del país o no cruzaría la palabra con él.

El miércoles empeoró el tiempo y, a ra- tos, llovió. Al bajar a la cocina me encontré con que mi amigo el de Palmel'a se había marchado; pero habían llegado varios con- trabandistas de España. Casi todos eran muy apuestos, y, a diferencia de los dos que vi la semana anterior, locuaces y expan- sivos; sólo hablaban su lengua natal y pare- cían sentir gran desprecio por el portugués. La magnífica entonación del español reso- naba muy ventajosamente junto al dialecto chillón de Portugal Pronto trabé con ellos un grave coloquio, y descubrí con alegría que todos sabían leer. Ofrecí al más viejo, hombre de unos cincuenta años de edad, un folleto en español, y después de examinarlo un rato con mucha atención, se alzo de su asiento y, poniéndose en medio del cuarto, comenzó a leer en alta voz, despacio y con gran énfasis. Sus compañeros le rodearon, y de vez en cuando manifestaban su con-

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formidad con lo que oían. En ocasiones, el lector acud a a en demanda de explica- ción de algún pasaje que no entendía bien, por referirse a determinados textos de la Escritura, ya que ninguno de la cuadrilla ha- bía visto nunca el Antiguo ni el Nuevo Tes- tamento. Continuó leyendo más de una hora, hasta acabar el folleto; al concluir, todos clamaron por otros parecidos, y se los di con mucho gusto.

Casi todos aquellos hombres hablaban del clericalismo y del régimen frailuno con odio profundo, hasta preferir la muerte a some- terse de nuevo al yugo que hab'a oprimido sus cuellos. Híceles muchas preguntas acer- ca de la opinión de sus parientes y ami- gos sobre ese punto, y me aseguraron que en la parte de la frontera española fre- cuentada por ellos, todos eran de la misma opinión, importándoles tan poco el Papa y sus frailes como don Carlos, porque éste era un chicoiito y un tirano, y los otros, la- drones y salteadores. Díjeles que no debían confundir la religión con la superstición clerical, ni olvidar por odio a ésta que hay un Dios y un Ciisto en quien hemos de buscar nuestra salvación, y cuya palabra es- taban obligados a meditar en todo momen- to; expresáronse, al oírme, como muy de- votos creyentes en Cristo y en la Vir- gen.

Estos hombres eran, en muchos respectos,

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más ilustrados que los campesinos del con- torno, pero en otros se hallaban en iguales tinieblas; creían en brujerías y en el poder de hechizos y ensalmos. La noche fué muy borrascosa. A eso de las nueve oímos un galope que se acercaba, y a poco llama- ron a la puerta; abrieron, y se precipitó en la cocina, todo azorado, un hombre monta- do en un jumento; llevaba una raída cha- queta de piel de carnero de las llamadas en español zamarras^ con calzones de lo mis- mo; desde las rodillas para abajo tenía las piernas desnudas. Alrededor del sombrero llevaba atada una gran cantidad de la hier- ba llamada en inglés rosemary^ romero en español, y en portugués rústico alecrim^ pa- labra de origen escandinavo (ellegren)^ que significa planta mágica, llevada probable- mente al Sur por los vándalos. El recién lle- gado parecía loco de terror, y contó que las brujas le habían venido persiguiendo y re- voloteando en torno de su cabeza desde ha- cia dos leguas. Aquel hombre traía de la frontera de España harina y otros ar- tículos; dijo que su mujer venía tras él y estaba a punto de llegar. Llegó, en efecto, un cuarto de hora después, chorreando agua y montada también en un borrico. Pregunté a mis amigos los contrabandistas qué sig- nificaba el romero, y me dijeron que era bueno contra las brujas y las desventuras del camino. No me entretuve en combatir

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esta superstición, porque la calesa iría a buscarme a las cinco de la mañana y desea- ba yo aprovechar el poco tiempo que podía consagrar el sueño.

CAPITULO IV

Dilaciones molestas.— El cochero borracho. Una muía muerta.— Lamentación. Aventura en un descampado. El miedo a la oscuridad. Un fidalgo portugués. La escolta. Regreso a Lisboa.

ME levanté a las cuatro, y después de to- mar un refrigerio, bajé a la cocina, donde vi al hombre que me había llamado la aten- ción la víspera y a su mujer, durmiendo al amor de la lumbre aun encendida. Se des- pertaron en seguida y comenzaron a pre- parar su desayuno, consistente en sardinhas saladas, asadas en el rescoldo. Al mismo tiempo, la mujer cantaba trozos de una bella canción, muy conocida en España, que co- mienza así:

En Belén tocan a fuego; Del portal salen las llamas, Porque dicen que ha nacido El Redentor de las almas.

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Al saber que me marchaba, la mujer me dijo: «Voy a darle a usted un poco de ro- mero del de mi marido, para que le ampare contra los peligros y le libre de cualquier mal suceso.» Tuve la debilidad de permitir que me pusiera unas ramitas en el sombrero; es- tando en esto llegó el calesero con las muías, dije adiós a mi servicial posadera, y subí al carruaje con mi criado.

Entonces puse atención en las muías que nos llevaban; nunca había visto otras tan buenas como aquéllas; la de más alzada tendría poco menos de diez y seis palmos. El calesero las quería, según nos dijo en de- testable francés, más que a su propia mujer y a sus hijos. Doblamos la esquina del con- vento y seguimos calle abajo hacia la puer- ta del Suroeste. El cochero hizo alto delante del portal de una casona, y se apeó dicien- do que por ser aún muy temprano, no se atrevía a continuar, pues si los ladrones resi- dentes en la ciudad estaban sobre aviso, nos robarían, probablemente, y a él le matarían, pero que los moradores de aquella casa iban a salir para Lisboa un cuarto de hora más tarde, y esperándolos podíamos apro- vechar su escolta de soldados y ponernos al abrigo de todo peligro. Respondí que yo no tenía miedo, y le mandé seguir, pero se negó, y, dejándonos en la calle, fuese. Una hora llevábamos esperando, cuando llega- ron dos carruajes a la puerta de la casa;

LA BIBLIA EN ESPAÑA 107

pero como la familia no estaba, al parecer dispuesta todavía, el cochero se apeó tam bien y se fué. Pasó otra media hora; al fin salió la familia. Colocados los equipajes, pre guntaron por el cochero, que no parecía por parte alguna. Le buscaron, pero en vano más de otra hora pasó antes de encontrar un sustituto. La escolta tampoco había com- parecido, y fué preciso enviar por dos veces un criado al cuartel en busca de los solda- dos. Al fin, todo se arregló, y la familia se puso en marcha.

En todo ese tiempo no habíamos vuelto a ver a nuestro cochero, y ya estaba yo harto convencido de que nos había abando- nado definitivamente, cuando, pasados unos minutos más, le vi venir tambaleándose calle arriba, borracho, y empeñado en can- tar la Marsellesa. Sin decirle nada, me puse a observarlo. Entuvo un rato mirando fija- mente a las muías y mascullando dispara- tes inconexos en francés. Al cabo, dijo: «No estoy tan borracho que no pueda guiar»; y tomando a las muías por el ramal, echó a andar hacia la puerta. En cuanto salimos de la ciudad intentó repetidas veces, sin con- seguirlo, montar en la muía más pequeña, que iba ensillada; al fin se salió con la suya, y en el acto emprendimos, camino abajo, una carrera desenfrenada. Llegamos a un sitio donde arrancaba un carril angos- to y pedregoso; echando por él, nos aho-

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rrábamos el rodeo que, en otro caso. habría- mos de dar en torno de Jos muros de la ciudad antes de salir al camino de Lisboa, que cae al Noreste. El cochero dijo: «Voy a tomar el carril, y en un minuto alcanzare- mos a esa familia:^; y en él entramos, efec- tivamente. Apenas tenía anchura bastante para dar paso al carruaje, y era, además, muy escarpado y quebrado; avanzamos su- biendo y bajando^ con mucho crujir de rue- das y unas sacudidas tan violentas, que co- rríamos peligro de vernos lanzados como por una honda. Comprendí que de conti- nuar en el coche, se haría pedazos con nues- tro peso, y dirigiéndome al cochero en por- tugués, le mandé parar; pero el hombre fustigó y espoleó a las muías con más brío. Entonces, mi criado me suplicó por el amor de Dios que le hablase en francés, pues si algo podía apaciguarle, era eso. Seguí el consejo, y le rogué que nos permitiese apearnos y andar hasta la salida del sitio pe- ligroso. El resultado confirmó las previsio- nes de Antonio El cochero paró instantá- neamente y dijo: «Señor, usted es el amo; no tiene usted más que mandar y yo obe- deceré.» Nos apeamos y fuimos andando hasta la carretera, donde volvimos a montar. Apenas ocupamos nuestros asientos, el cochero lanzó las muías a galope tendido, con idea de alcanzar a la familia, que nos llevaba como un cuarto de milla de venta-

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ja. La capa se le escurrió de los hombros, y al querer ponérsela de nuevo, soltó el ramal con que guiaba a la muía más alta; la cuerda se le enredó en las patas al po- bre animal, que cayó pesadamente de ca- beza al suelo; después de patalear un poco, la muía quedó tendida cuan larga era, atra- vesada en el camino, con las varas del ca- rruaje sobre las costillas. Yo salí despedi- do contra el lodo, y el borracho del coche- ro cayó sobre el cuerpo de la muía muerta. El suceso me enfureció, y comencé a gri- tar: «jBorrachol ¡Renegado! Que basta te avergüenzas de hablar la lengua de tu país; ahora que has destruido d sostén tu vida, ya puedes morirte de hambre.» «P¿z- ciencia», me contestó, y empezó a dar pata- das a la muía en la cabeza, para hacerla le- vantar; de un empellón le aparté de allí, y tomando la navaja que se le había caído del bolsillo, corté los tiros del carruaje, pero la vida había volado, y el velo de la muerte empañaba ya los ojos de la muía.

El individuo aquel, en el atolondramiento de la borrachera, pareció al pronto dispues- to a despreciar tal pérdida, diciendo: «Se ha matado la muía; esa era la voluntad de Dios. ^Qué le voy a hacer? Paciencia.-^ Al mismo tiempo envié a Antonio a la ciudad para que alquilase otras muías, y después de descargar mis maletas del carruaje, espe- ré al borde del camino su regreso.

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Los vapores del alcohol comenzaron a di- siparse en el cerebro del cochero; entonces, cruzando las manos, exclamó: «Virgen ben- dita, ^qué va a ser de mí? ^-Cómo voy a ga- narme la vida? ^Dónde podré hacerme con otra muía? Mi muía, mi mejor muía, se ha matado; se ha caído al suelo y se ha muerto de repente. He visto muchos animales en los países donde he vivido, pero una muía como ésta, no la he visto nunca; ¡y se ha matadol ¡Mi muía se ha matado! Se ha caí- do y se ha muerto de repente.» En este tono continuó durante mucho rato, y sus lamentaciones tenían siempre el mismo es- tribilio: «Mi muía se ha matado; se ha caído y se ha muerto de repente.» Al cabo, quitó la collera a la muía muerta y se la puso a la otra, metiéndola con algún trabajo en vaias.

Un muchacho de unos trece años, muy guapo, llegó de la ciudad corriendo como una liebre; se detuvo ante la muía muerta, y rompió a llorar. Era hijo del cochero, y sabía por Antonio lo sucedido. Aque- llo era demasiado para el pobre hombre; acudió a su hijo, diciéndole: «No llores. Nos hemos quedado sin pan; pero Dios lo ha querido. ¡La muía se ha matado!» Se dejó caer después al suelo, lanzando lastimeras quejas: «Yo hubiera sobrellevado esta per dida decía pero el ver llorar a mi hijo, me vuelve loco.i Le socorrí con algún diñe-

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ro, y le dije algunas palabras de consuelo. Le aseguré que si dejaba la bebida, era in- dudable que Dios se apiadaría de él y le remediaría. Por fin se tranquilizó un poco, y después de colocar las maletas en el co- che, volvimos a la ciudad, donde aguarda- ban nuestra llegada a la posada dos exce- lentes muías de paso. No vi a la españo- la, y por eso no pude decirle de cuan poco me había servido el romero en aquel caso.

Algunos borrachos he conocido en Portu- gal, pero, sin excepción, eran individuos que, después de viajar fuera de su tierra, como aquel cochero, regresaban llenos de desprecio hacia su patria y manchados con los peores vicios de los países donde habían vivido. A mis compatriotas que por acaso lean estas líneas, les recomiendo vivamente que si su destino los lleva a España o Por- tugal, no tomen a su servicio ni traten in- dividuos de las clases bajas que hablen otra lengua que la suya materna, porque muy probablemente serán bandidos desalmados o borrachos. Invariablemente, estas gentes dicen de su país natal todo el mal posible; y yo tengo la opinión, fundada en la expe- riencia, de que un individuo capaz de tal bajeza, no vacilará en cometer cualquier vi- llanía, porque después del amor a Dios, el amor a la patria es el mejor preservativo contra el crimen. Quien se enorgullece de

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su patria, tiene especial cuidado en no ha- cer cosa que pueda deshonrarla.

Tomamos el camino de Lisboa, y llega- mos a Monte Moro a eso de las dos. Co- mimos allí lo que permitían los recursos del lugar, y proseguimos el viaje hasta lle- gar a un cuarto de legua de las chozas en- clavadas en la linde del despoblado que habíamos cruzado a la ida. Allí nos alcanzó un jinete; era un hombre robusto, de me- diana estatura, y montaba un buen caballo español. Llevaba puesto un sombrero de alas anchas y caídas, jubón de paño azul, con botonadura de tachones de plata y broches del mismo metal, calzón de cuero amarillo y botas fuertes; de la silla llevaba colgado un trabuco. Me preguntó si pensábamos per- noctar en Vendas Novas, y al contestarle que sí, manifestó deseos de seguir en nuestra compañía. Miró luego al sol, que ya se hun- día rápidamente en el horizonte, y nos rogó que avivásemos para aprovechar la luz todo lo posible, porque el páramo era lugar te- meroso en la oscuridad. Se puso a la cabeza de todos, y salimos al trote largo; el mozo o arriero que nos acompañaba venía detrás corriendo, sin dar la menor señal de fatiga.

Entramos en el páramo, y apenas había- mos avanzado una milla, la noche cerró por completo. íbamos por un sendero bordeado de altas malezas, cuando el jinete me rogó que pasase yo delante, y él me seguiría

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porque era incapaz de afrontar ¡a oscuridad. Le pregunté el motivo de su temor, y me respondió qu en otro tiempo no le causa- ban miedo alguno las tinieblas, pero que desde hacía unos años temíalas mucho, so- bre todo en lugares inhabitados. Accedí a ¿US descos, pero como desconocía el cami- no y apenas me veía los dedos de la mano, nos perdíamos a cada paso; impacientábase el hombre, y acabó por colocarse de nuevo a nuestra cabeza. Anduvimos así un buen trecho y otra vez se detuvo el miedoso, di- ciendo que no podía resistir el influjo de las tinieblas; temb ábanle las patas al caballo, contagiado, al parecer, del terror de su amo. Le aconsejé que invocara el nombre de Je- sús Nuestro Señor, capaz de transformar la noche en día; al oírme, lanzó un terrible ala- rido, y enarbolando el trabuco, lo disparó al aire. El caballo arrancó a todo correr, y mi muía, una de las más ligeras de su casta, se espantó y salió disparada, pisándole los cascos al caballo. Antonio y el mozo se que- daron muy atrás. Corríamos como un tor- bellino, iluminándose el sendero con las chispas arrancadas a las piedras por las he- rraduras de los animales. Yo no sabía adon- de íbamos; pero las cabalgaduras conocían el camino, y en poco tiempo nos pusieron en Vendas Novas, donde nuestros compa- ñeros nos alcanzaron.

Me pareció que el hombre aquel era un

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cobarde; opinión injusta, porque durante el día era valiente como un león, y nada temía. Unos cinco años antes le habían atacado dos ladrones en el páramo, y a entrambos dominó, los ató, y los entregó a la justicia. Pero de noche, el rumor de una hoja le aterrorizaba. He conocido casos análogos en personas de extraordinaria valentía. En cuanto a mí, confieso que no soy hombre de un valor inusitado, pero los peligros de la noche no me intimidan más que los que pueden sobrevenir en pleno día. El indivi- duo de que he hablado era un labrador de Evora, persona de muy buena posición.

Encontré la posada de Vendas Novas llena de gente, y con alguna diñcultad ob- tuvimos alojamiento y cena. Ocupaba la po- sada la familia de cierto fidalgo de Estre- moz, el cual iba a Lisboa custodiando una gran suma de dinero, según nos dijeron; probablemente, las rentas de sus estados. Llevaba una guardia de veinticuatro servido- res, armados con sendos rifles; eran sus pas- tores, porqueros, vaqueros y cazadores, man- dados por el hijo y el sobrino áe\ fidalgo^ am- bos jóvenes, vestido el último de uniforme. A pesar de tan numerosa guardia, z\ fidalgo le apuraba mucho, al parecer, el temor de que le robasen en el descampado, entre Vendas Novas y Pegoes, porque solicitó del oficial que mandaba la tropa destacada en este pun- to, una escolta de cuatro soldado?. Había

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en el séquito del hidalgo varias mujeres, hi- jas ilegítimas suyas, según averigüé; el hom- bre era de costumbres depravadas y acérri- mo partidario de Don Miguel. A poco de llegar, y cuando mi compañero de viaje y yo estábamos en la cocina, sentados a la lumbre, se nos acercó el hidalgo; podía tener unos sesenta años, y era de aventajada es- tatura, pero muy encorvado. Su rostro era bastante desagradable; tenía la nariz larga y ganchuda; los ojos, pequeños, penetran- tes y vivos, y lo que menos me gustó en él fué su perpetua sonrisa burlona, signo seguro, a mi entender, de un corazón per- verso y desleal. Me dirigió la palabra en español, idioma que el hidalgo hablaba con facilidad por residir no lejos de la frontera; pero, contra mi costumbre, me mantuve reservado y en slencio.

A la mañana siguiente me levanté a las siete, y hallé que la familia de Estremoz se había puesto en camino unas horas antes. Me desayuné con mi compañero de la no- che pasada, y emprendimos la última jor- nada de aquel viaje. Como había salido el sol, sus miedos se desvanecieron; era capaz de habérselas con todos los ladrones del Alemtejo. Llevaríamos andada una legua, cuando al mozo que nos acompañaba le pa- reció ver unas cabezas entre los matorrales. En el acto, nuestro jinete empuñó el trabu- co, y obligando al caballo a dar dos o tres

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brincos, apuritó hacia el sitio indicado por el mozo; pero las cabezas no volvieron a aparecer, y todo fué, probablemente, una falsa alarma.

Reanudamos h marcha, y Ja conversa- ción giró, como era de esperar, en torno de los ladrones. Mi compañero, que parecía conocer palmo a palmo e". terreno por don- de íbamos, tenía algo que contar acerca de cada vericueto, o de cada grupo de pinos que encentrábamos. Llegamos a una peque- ña eminencia, en cuya cima crecían tres ma jestuosos pinos; como media legua más lejos había otra elevación semejante. Estas dos alturas dominaban una parte del camino de Pegoes a Vendas Novas, en forma que des- de ellas se columbraba a cuantos iban y ve- nían entre estos dos puntos. Al decir de mi amigo, aquellas colinas era a puesto^ predi- lectos de los ladrones. Cómo dos años antes, una cuadrilla de seis bandidos a caballo es- tuvo allí tres días, ydesvalijó a cuantos ve- nían por ambos lados. Los caballos, con la silla y el freno puestos, estaban atados al tronco de los árboles, y dos centinelas, encarama- dos en las ramas más altas, daban el alerta al acercarse los viajeros. Cuando los veían a distancia conveniente, montaban de un salto en los caballos, y a galope tendido caían so- bre su pres3, gritando: ¡Réndete apicaro! ¡Rén- dete, picaro! Nosotros pasamos sin tropiezo, y a eso de un cuarto de legua antes de Pe-

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goes, dimo5 alcance a la familia del fidalgo.

Si hubiesen llevado las riquezas de la In- dia a través de los desiertos de Arabia, no habrían tomado mayores precauciones. El sobrino, sable en mano, cabalgaba a la ca- (■eza, con pistolas en el arzón y el consabido trabuco español pendiente de la silla. Mar- chaban tras él seis hombres en hilera, fusil al hombro con sendas hachas pendientes de la faja, destinadas probablemente a tajar a los bandoleros hasta la cintura, en cuan- to se aventurasen a luchar cuerpo a cuer- po. Seguían seis vehículos, dos de ellos calesas, en las que iban el fidalgo y sus hi- jas; los otros eran carros de toldo, y pare- cían cargados con el menaje casero. Cada vehículo llevaba a los lados un campesino armado, y el hij»-' del fidalgo^ mancebo de diez y seis años, mandaba la retaguardia, de una fuerza igual a la vanguardia conducida por su primo. Los soldados, de caballería ligera, por fortuna, y muy bien montados, galopaban en todas direcciones alrededor del convoy, con objeto de descubrir al ene- migo en su escondite, caso de estar embos- cado en las cercanías.

No pude por menos de pensar, cuando di alcance a esta comitiva, en la impruden- cia de tanto aparato bélico; pues si bien se proponía amedrentar a los ladrones, podía igualmente servir para atraerlos, advirtién- doles del paso de imensas riquezas por

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aquellos lugares. No cómo se habrían portado los soldados y los campesinos en caso de ataque, pero me inclino a creer que si tres hombres como Ricardo Turpin les hubiesen acometido súbitamente, saliendo al galope de entre los matorrales que cu- bren aquellas colinas, ni el número ni la resistencia de los defensores bastaran a im- pedir que los asaltantes se llevasen el con- tenido de las cajas que tintineaban en la grupa de los caballos.

Desde aquel momento, nada dig^no de mención nos sucedió hasta Aldea Gallega, donde pasamos la noche; a las tres de la mañana siguiente, tomamos la barca para Lisboa, y llegamos aquí a las ocho. Así ter- minó mi primera excursión por el Alemtejo.

CAPÍTULO V

Fl colceio.-El rcctor.-La piedra de toque .- Preufdos nacionales. -Deportes Juveniles -- Losludíos de Lisboa.-Creencias corrompidas. Crimen y superstición.

T Tna tarde me dijo Antonio; .Me parece U Senhor, que a su merced le gustar.a ver elcolegio de los... ingleses» K «Lléveme alia sin falta» -le contesté yo— Condújome por varias calles, y nos detuvimos ante un edificio situado en uno de los puntos más altos de Lisboa. Llamamos, y un a modo de portero vino en seguida a pregun- tar lo que queríamos. Antonio se lo explico. Vaciló un instante y nos mandó entrar, lle- vándonos a un lóbrego vestíbulo de piedra, donde nos dejó después de invitarnos a to- mar asiento. De allí a poco salió un perso- naje venerable, como de setenta anos de

1 La palabra suprimida parece ser «católi- cos.. Boríow gustaba de éste al Pf «^"l^Jj^^^f"'" ficante misterio. (Nota del editor U. R. Burke.)

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edad, vestido con una r pa flotante a ma- nera de sobrepelliz, y tocado con la gorra colegial. A pesar de sus años, había en las facciones de aquel hombre un tenue matiz rojizo, característico del inglés. Se acercó a nosotros lentamente y en nuestro idicma me preguntó en qué podía servirme. Di- jele que, como viajero inglés, tendría un placer muy vivo en visitar el colegio, si era costumbre enseñárselo a los extraños. No opuso inconveniente alguno a mis deseos, pero me declaró que no llegaba en muy buena ocasión, por ser la hora de la comida. Me excusé, y al querer retirarme, el anciano me rogó que agíjardara unos minutos, hasta que, terminada la comida, los directores del colegio pudieran tener el gusto de acompa- ñarme.

Nos sentamos en el poyo de piedra, y después de examinarme atentamente un poco de tiempo, el anciano clavó los ojos en Antonio. «¿Qué es lo que veo.-^ dijo al fin . Tengo la seguridad de que esa cara no me es desconocida.» «Así es, reverendo padre contestó Antonio levantándose y haciendo una profunda reverencia . «Yo servía en casa de la condesa de..., en Cintra, cuando vuestra reverencia era su director espiritual » «Cierto, cierto— dijo el anciano varón, suspirando . Ahora le recuerdo a usted perfectamente. ¡Ahí Las cosas han cambiado mucho desde entonces, Antonio;

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nuevo gobierno, nuevo sistema, y podría decir nueva religión.» Entonce?, mirándome de nuevo, me preguntó adonde era mi viaje. «Voy a España le dije , y de paso me he detenido en Lisboa.» «¡España, España! exclamó el viejo . Ciertamente, ha es- cogido usted una ocasión singular para ir a España, habiendo como hay allí ahora guerras enconadas, alborotos y efusión de sangre.» «Me parece que la causa de don Carlos está ya vencida contesté ; ha per- dido el único general capaz de llevar sus huestes a Madrid. Zumalacárregui, que era su Cid, ha muerto.» «No se forje usted ilusiones. Con perdón de usted, joven, creo que el Señor no permitirá que triunfe tan fácilmente el poder de las tinieblas. La cau- sa de don Carlos no está vencida Su triunfo no depende de la vida de un frágil gusano como el que acaba usted de nom- brar». Departimos así un breve rato y luego se levantó, dicien o que ya debía de haber concluido la comida.

Aun no hacía cinco minutos que nos ha- bía dejado solos, cuando entraron en el ves- tíbulo tres individuos que se me acercaron pausadamente. Estos son los directores del colegio, dije entre mí; y lo eran, en efecto. El primero de aquellos varones, a quien los otros dos trataban con notable deferencia, era delgado y seco, de estatura más que re- gular, muy pálido de te7,las facciones dema-

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cradaF, pero bellas, y de ojos oscuros y chis- peantes; podía tener unos cincuenta años. Sus dos compañeros estaban en plena juven- tud. El uno, más bien bajo, tenía en su sombrío semblante aquella expresión dolo- rida tan frecuente en los [católicos] ingleses; el otro era un mocetón coloradote, con cara de buena persona. Los tres llevaban el birre- te peculiar del colegio y sotanas de seda. El de más edad se acercó a mí, y tomándome la mano me dirigió, con voz clara y de tim- bre argentino, las siguientes razones:

Bien venido seáis, señor, a nuestra po- bre casa. Siempre nos alegra mucho recibir en ella a los compatriotas que vienen de nuestro amado país natal. En verdad, este contento se aminora mucho al considerar que aquí nada hay digno de la atención del viajero; nada notable hay en esta casa, salvo, quizás, su organización: yo iré explicándo- sela a usted en el curso de nuestra visita. Pero ante todo, permítanos usted que nos presentemos nosotros mismos; yo soy el rector de este humild'í asilo inglés; este se- ñor es nuestro profesor de humanidades, y éste (sen ---lando al mocetón), es nuestro profesor de lenguas sabias, hebreo y si- riaco.

Vo: Saludo a todos ustedes humildemen- te, y les ruego me excusen si me permito preguntar quién era aquel venerable señor que se ha tomado la molestia de acompa-

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ñarme hasti que ustedes han tenido como- didad para venir.

El rector: ¡Ohl Es nuestro limosnero, nuestro capellán; persona digna de la mayor admiración. Vino a este país antes de nacer ninguno de nosotros, y aquí ha estado siem- pre desde entonces. Ahora, subamos, si gus- táis, a visitar nuestra pobre casa. Pero, que- rido señor, ^'por qué permanece usted descu- bierto en este vestíbulo, tan frío y tan hú- medo?

Yo: La explicación es muy fácil; se trata de una costumbre ya muy arraigada. Acabo de llegar de Rusia, donde he estado algunos años. Los rusos se quitan el sombrero inde- fectiblemente cuando entran bajo techado, ya sea en una choza, en una tienda o en un palacio. No hacerlo así, parecería grosería o barbarie; la razón es que en cada aposento de las casas rusas hay un cuadrito de la Vir- gen colgado en un rincón, muy cerca del te- cho, y en prueba de respeto, los que entran se quitan el sombrero.

Los tres señores cambiaron rápidas ojea- das de inteligencia. Había tropezado en su Shibbolet, y descubrían en un Eph- raimita, no un hijo de Galaad ^. Sin duda.

^ Galaad, nieto de Manases, padre de los ga- laaditas. Los israelitas de la tribu de Ephraim se amotinaron contra los galaaditas y fueron venci- dos. El modo de pronunciar la palabra Schibbolet

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hasta aquel momento me habían tenido por uno de los suyos, miembrr, y acaso sacerdo- te, de su antigua, grandiosa e imponente re- ligión. Era muy natural su eiror, lo confieso. ^Qué motivos podía tener un protestante para entrometerse en aquel retiio? ;Qué in- terés podía moverle a conocer la organización de la casar Sin embargo, lejos de disminuir sus atenciones para conmigo después de tal descubrimiento, aquellos señores aumenta- ron visiblemente su cortesía, si b en un ob- servador escrupuloso hubiera quizás percibi- do una leve sombra en la cordialidad de sus maneras.

El rector. ^Debajo del techo en cada apo- sento.-* Creo que es eso lo que ha dicho us- ted. Es, en verdad, muy agradable e intere- sante: un cuadro de la «santa» Virgen en cada aposento. La noticia es tan inesperada como agradable Desde este momento ten- dré de los rusos una opinión mucho más ele- vada que hasta aquí. Es un ejemplo muy digno de imitación. Quisiera sinceramente que también nosotros tuviéramos la costum- bre de poner una «imagen» de la «santa» Virgen en cada rincón de nuestras casas, cerca del techo. ^Qué decís a esto, señor

(espiga) servía a los galaaditas para descubrir a los fugitivos de Ephraim que trataban de ocultar su origen; y una vez descubiertos, los degollaban. V. Libro de los jueces, XII, i a 6. íA'. del T.)

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profesor de humanidades, qué d* cís de ia noticia que con tanta amabilidad nos ha dado este excelente caballero?

El profesor de humanidades: Digo que es placentera y de grandísimo consuelo; pero declaro que no me coge enteramente des- prevenido. La adoración de la Santa Virgen se extiende cada día más por países donde estaba olvidada o era hasta aquí desconoci- da. El doctor W..., cuando paso por Lisboa, me dio algunos detalles interesantísimos res- pecto de los trabajos de la propaganda en la India. Hasta Inglaterra, nuestra amada pa- tria...

Mis corteses amigos me enseñaron toda su «pobre casa». Cierto, no parecía ser muy rica; espaciosa, sí, pero casi en ruinas. La biblioteca era pequeña y no poseía nada no- table. Desde las azoteas se descubría un vas- to y hermoso panorama del Tajo y de la mayor parte de Lisboa. Pero yo no había ido buscando a tal lugar obras de arte, ni li- bros raros, ni hermosas vistas; visité aquella singular y antigua mansión para conversar con sus habitantes, porque mi estudio favo- rito, y pudría decir ünico, es el hombre. Aquel, os señores resultaron bastante pare- cidos a como yo me los figuraba, pues no era la primera vez que visitaba un estableci- miento [católico] inglés en tierra extraña. Llenos de amabilidad y cortesía recibieron al compatriota hereje y aunque el adelan-

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to de su propia religión era para ellos un objeto de primordial importancia, no tardé en observar que, con una inconsecuencia bastante divertida, conservaban en grado portentoso algunos prejuicios nacionales casi extinguidos ya en la madre patria, y movidos por ellos llegaban a censurar y des- dorar a sus mismos correligionarios. Hablé de los [católicos] ingleses, de su elevada res- petabilidad, y de la lealtad que uniforme- mente han guardado a sus soberanos, aun- que de religión diferente y no obstante haber sufrido no pocas persecuciones e in- justicias.

El Rector: Me regocija mucho oírle a usted hablar así, carísimo señor; veo que conoce usted bien al venerable gremio de mis corre- ligionarios ingleses; cierto: nunca faltaron a la lealtad, y aunque les achacaron conjura- ciones y complots, de sobra se sabe ya que todo eso eran calumnias inventadas por los enemigos de su religión. Durante las guerras civiles los [católicos] ingleses vertieron de buen grado su sangre y prodigaron sus ri- quezas por la causa del mártir infeliz, aun- que éste no los favoreció nunca y los miró siempre con desconfianza. Actualmente, los [católicos] ingleses son los subditos más fie- les de nuestro gracioso soberano. Mucho me contentaría poder decir otro tanto de nues- tros hermanos irlandeses; pero su conducta ha sido detestable. Realmente, ¿podía espe-

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rarse otra cosa? Los verdaderos [católicos] se avergüenzan de ellos. Hay entre los irlan- deses algunas personas que son el oprobio de la iglesia que pretenden servir. ;De dónde sacan que nuestros cánones aprueben su proceder, ni sus inconsideradas expresio- nes respecto de quien es su soberano por derecho divino y no puede errar? V, scbre lodo, ^en qué autoridad se apoyan para in- flamar las pasiones de una turba vil contra la nación destinada naturalmente a gobernarla?

Yo: Creo que hay un colegio irlandés en Lisboa.

El Rector. Así es; pero vive lánguidamen- te; tiene muy pocos alumnos, o ninguno.

Miré desde una ventana, a gran altura, y vi que en un patio, debajo de nosotros, esta- ban jugando veinte o treinta apuestos mu- chachos. «Eso me parece muy bien», excla- mé; «estos muchachos no dejarán de ser buenos sacerdotes porque dediquen un rato a los deportes. La educación puritana, de- masiado rígida y seria, no me gusta; a mi parecer fomenta el vicio y la hipocresía.»

Fuimos después al aposento del rector, donde había colgado, encima de un crucifi- jo, un pequeño retrato.

Yo: Este fué un grande hombre, prodi- gioso y sin tacha. En mi opinión, la compa- ñía que fundó, tan censurada por muchos, ha producido infinitamente más beneficios que daños.

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El Rector: ¿Qué es lo que oigo? :UsteJ, inglés y protestante, habla con admiración de Ignacio de Loyola?

Yo: Nada diré respecto de la doctrina de los jesuítas, porque, como acaba usted de decir, soy protestante; pero estoy dispuesto a sostener que no hay en el mun \o gente a quien, en general, pueda encornen dársele con más confianza la educación de la juventud. Su sistema moral y su disciplina, son ver- daderamente admirables. Sus discípulos, cuando llegan a Id edad viril, rara vez son viciosos ni licenciosos, y, en general, son hom.bres instruidos y de ciencia, poseedores de todas las prendas de una educación es- merada. Me parece execrable la conducta de los liberales de Madrid, que asesinaren el año pasado a los indefensos padres, por cuyas solicitud y sabiduría se han des- arrollado dos de los más brillantes talentos de la España actual: Toreno y Martínez de la Rosa, gala de la causa liberal y de la lite- ratura moderna de su país...

En la parte baja de las calles del oro y de la plata, de Lisboa, puede verse a diario cierta caterva de hombres de extraña catadu- ra, que no parecen portugueses ni europeos. Congréganse tn pequeños grupos junto a las columnas de la calle a eso del mediodía. Su vestidura consiste, generalmente, en una tú- nica azul sujeta a la cintura por un ceñidor rojo, anchos calzones o pantalones de lienzo,

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y un bonete colorado con una borlita de seda azul en lo alto. Al pasar entre los gru- pos se les oye hablar en español o en portu- gués corrompidos, y, a veces, en una lengua áspera y gutural^ en la que cuantos han viajado por Oriente reconocen el arábigo o alguno de sus dialectos. Aquellas gentes son los judíos de Lisboa. Un día me metí en uno de ios grupos y pronuncié un beraka o bendición. En diversas partes del mundo he vivido en contacto con la raza hebrea, y co- nozco bien sus maneras y fraseología. Tenía yo muy vivos deseos de conocer la situa- ción de los judíos portugueses, y aproveché la oportunidad que se me ofreció. « Este hombre es un rabí poderoso dijo una voz en arábigo ; nos importa tratarle con bon- dad». Diéronme la bienvenida, y, favorecien- do su error, en pocos días me enteré de cuanto a sus personas y a su tráfico en Lis^ boa concernía.

Los judíos de Europa están al presente divididos en dos clases (o sinagogas, como las llaman algunos): la portuguesa y la ale- mana. La más famosa de las dos es la por- tuguesa. A los judíos de esta clase se les considera generalmente más civilizados que los otros, mejor educados y más profunda- mente versados en la lengua de la Escritura y en las tradiciones de sus mayores.

En Londres hay un hermoso edificio lla- mado la sinagoga de los judíos portugueses,

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donde los ritos de la religión hebraica se cumplen con todo el esplendor y magnifi- cencia posibles. Conociendo estas cosas, era natural que, al llegar a Portugual, esperase uno encontrarse en el cuartel general de aquel judaismo, al que por costumbre se asociaban en mi ánimo muchas cosas respe- tables e imponentes. Experimenté, pues, sorpresa considerable al oír a los seres a quien he tratado de describir más arriba dar esta cuenta de mismos: «Nosotros no somos de Portugal^ venimos de Berbería; algunos, de Argel; y otros, de Levante; pero los más, de Berbería, allá lejos»; y señalaban al Suroeste.

¿Y dónde están los judíos de Portu- gal— pregunté , hijos auténticos de este país?

No conocemos a nadie fuera de nos- otros— respondieron los berberiscos ; pe- ro hemos oído decir que aquí hay otros judíos; si así es, no quieren tratarse con nosotros, y hacen bien, porque somos malí- sima gente, ¡oh Tsadik!, todos ladrones, sin excepción. Cada año viene de Swirah un barco cargado de ladrones: es el que nos trae a nosotros a Portugal.

¿Y vuestras esposas y familias? dije yo ; ^dónde están?

En Swirah, en Salee, o en otros luga- res de donde venimos; nunca traemos a nuestras mujeres ni a nuestras familias. Mu-

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chos de nosotros se han escapado de allí con lo puesto por salvar la vida, huyendo de los castigos merecidos por nuestros de litos. Algunos viven en pecado con las hijas del Nazareno, porque somos una casta de- pravada, ¡oh Tsadikly y no guardamos los preceptos de la ley.

¿Tenéis sinagogas y doctores?

Sí, ¡oh varón justo!; pero poco puede decirse de unas y otros. Nuestros chenou- rain son lugares infectos, y nuestros docto- res están como nosotros presos en el ga- loot del pecado. Uno de ellos tiene en su casa una hija del Nazareno: es de Swirah, y de tal país no puede venir nada bueno.

¿Y escucháis la palabra de vuestros doctores, aunque son tan depravados como decís.''

¿Cómo podríamos vivir si no lo hicié- ramos así? Nuestros doctores son malísima gente, y viven del fraude como nosotros; con todo, son nuestros superiores y hay que temerlos y obedecerlos. Los ángeles están a su mandar; disponen de sortilegios, de pala- bras mágicas y del Shem Hamphorash (l). Si no diéramos oídos a sus palabras, podrían sumir nuestras almas en la cons.ernación, reducirlas a niebla, a fango, como podrías también, ¡oh varón justo!

(i) El nombre que no puede pronunciarse; es decir, Jehovah o Yahwch. (Nota de Burke.)

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Tales fueron las cosas extraordinarias que de mismos me contaron aquellos judíos, y no tuve motivos para ponerlas en duda, pues por diferentes caminos fui luego com probándolas. ¡Qué buena pareja hacen el delito y la supersticiónl Aquellos misera- bles que quebrantaban sin escrúpulo los mandamientos eternos de su Hacedor, no se atreverían a comer de los animales de uña indivisa ^ ni del pez sin escamas. Desdeñan las amenazas de los santos profetas contra los hijos del pecado, y tiemblan al oír una pala- bra cabalística pronunciada por alguno que quizás los aventaja en infamia; como si, se- gún se ha hecho notar acertadamente, Dios fuese a delegar el ejercicio de su poder en los fautores de la iniquidad.

Es absolutamente cierto que en otro tiem- po los judíos de Portugal gozaron merecida fama de riqueza, saber y finas m.aneras; pero la Inquisición hizo en ellos pavoroso estra- go. Los que se libraron del auto da fe sin convertirse a ia idolatría papista, se refugia- ron en países extranjeros, sobre to 1o en Inglaterra, donde aun se los conc ce con su nombre de origen. Actualmente, si bien todas las religiones están toleradas en Por-

1 «Todo animal que tiene la uña hendida en dos partes y rumia le podéis comer. Mas no de- béis comer de los que rumian y no tienen la uña hendida... a éstos los tendréis por inmundos». Deuteronomio, XIV, 6 y 7 (N. del T.).

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tugal, no se ve por parte alguna a los autén- ticos judíos portugueses, y en su lugar se en- cuentra por las calles de Lisboa a la ralea berberisca, gente proscrita, que no oculta su propia degradación.

CAPÍTULO VI

El frío en Portugal, Me libro de una extorsión. Sensación de soledad. El perro. El conven- to.— Un paisaje encantador. El castillo moris- co.— Plegaria por un enfermo.

UNOS quince días después de mi regreso de Evora y terminados los indispensables preparativos, emprendí el viaje a Badajoz, donde pensaba t' mar la diligencia para Ma drid. Badajoz está a unas cien millas de Lis- boa y es la principal ciudad fronteriza de España por la parte del Alemtejo. Para lle- gar a ella, tenía que rehacer hasta Monte Moro el camino ya recorrido en mi excur- sión a Evora; por tanto, poca diversión po- día prometerme de la novedad de los sitios. Además de eso, iba a hacer el viaje muy solo, sin otra compañía que la del arriero, porque no pensaba retener a mi criado más que hasta Aldea Gallega, para donde salí a las cuatro de la tarde. Escarmentado por la primera travesía, no me embarqué ahora en un bote, sino en uno de los faluchos que

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hac^n el servicio regular de pasajeros, y así llegué a Aldea Gallega, después de seis horas de viaje; el barco iba muy cargado, no había viento, y los marineros no pudie- ron soltar los pesados remos ni un instante. La travesía fué el reverso de la primera completamente segura, pero tan lenta y fatigosa, que cien veces deseé verme de nuevo bajo la conducta de aquel marinerillo bárbaro, galopando sobre las olas hirvientes impelidas por el hu'^acán. Desde las ocho hasta las diez el frío fué verdaderamente te- rrible, y aunque iba yo empaquetado en un excelente shoob de pieles, de mucho abrigo, con el que había desafiado los hielos del in- vierno ruso, tiritaba todo mi cuerpo, y al pisar de nuevo el Alemtejo, me alegré aun más que la vez primera, cuando desembar- qué luego de escapar de una horrorosa tem- pestad.

Me alojé por aquella noche en una casa en que me había presentado, a nuestro re- greso de Evora, aquel amigo mío que se asustaba de la oscuridad; en ella se encon- traba mejor acomodo que en la posada de la Plaza, si bien me hacían pagar por todo precios inhumanos. Mi primer cuidado fué buscar muías que nos llevasen con el equi- paje a Elvas, desde donde sólo hay tres le- guas cortas hasta Badajoz. Los dueños de la casa dijéronme que podían poner a mi dis- posición dos muías excelentes; pero cuando

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pregunté el precio tuvieron la desvergüen- za de pedirme cuatro moidores. Les ofrecí tres, que era ya demasiado, pero no los aceptaron; sabían que yo era inglés, y, por tanto, la oportunidid de ponerme a contri- bución les pareció excelente; porque no po- dían figurarse que una persona tan rica como un inglés «debe» ser, se determinara a salir a la calle en noche tan fría, sólo por buscar un ajuste más razonable. Se equivocaron de medio a medio, y díjeles que, antes de fo- mentar su picardía, me daría el gusto de vol- verme a Lisboa; al oírme, rebajaron el pre- cio a tres moidores y medio; pero yo, sin responder palabra, salí con Antonio y me dirigí a la casa del viejo que nos había lle- vado !a otra vez a Evora. Llamamos muchas veces, porque el hombre estaba acostado; al fin se levantó y nos abrió; pero, al oír nues- tra petición, dijo que sus muías habían ido de nuevo a Evora con el muchacho, para traer unas mercancías. Nos recomendó, sin embargo, a un vecino suyo, alquilador de muías, y con él ajustó Antonio dos buenas caballerías por dos moidores y medio. Digo que las ajustó Antonio, porque yo me estu- ve aparte y sin hablar, mientras el dueño, a medio vestir, con una luz en la mano y tiri- tando de frío, nos llevó a ver sus bestias, y el hombre no se enteró de que eran para un extranjero hasta después de cerrar el trato y de recibir una cantidad en señal. Me vol-

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vi a mi alojamiento muy satisfecho, y des- pués de cenar un poco me fui a acostar, sin hacer gran caso de los posaderos, que me apuñalaban con la mirada de sus ojillos ju- daicos.

A las cinco de la mañana siguiente llega- ron las muías a la puerta de la casa. Con ellas venía un muchacho de diez y nueve o veinte años. Era bajo, pero sumamente re- cio, y poseía la cabeza más grande que he visto nunca sobre los hombros de un mortal; cuello, no lo tenía; al menos no pude descu- brir nada digno de ese nombre. Era su ros- tro de fealdad repulsiva y en cuanto le di- rigí la palabra, descubrí que era idiota. Tal iba a ser mi compañero en un viaje de cien millas y de cuatro días, a través de una de las regiones más agrestes y peor afamadas del reino. Me despedí de mi criado casi con lágrimas en los ojos, porque siempre me ha- bía servido con suma fidelidad y mostrado un celo y un deseo de contentarme que me llenaban de satisfacción.

Partimos, yendo el imbécil del guía senta- do en la muía de carga, encima del equipaje, con las piernas cruzadas. Acababa de poner- se la luna. La mañana era profundamente oscura y el frío, como siempre, penetran- te. No tardamos en llegar al lúgubre bos- que, ya atravesado por otra vez, y por él caminamos algún tiempo, lenta y tris- temente. No se oía más ruido que el de las

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muías. Ni un soplo de aire movía las ramas desnudas. En los matorrales no se rebullía animal alguno, ni volaban sobre nosotros los pájaros, ni siquiera las lechuzas. Todo pare- cía desolado y muerto. En mis numerosos y lejanos viajes, nunca he tenido sensación de soledad ni deseo de conversar y de cambiar ideas tan vivos y fuertes como en aquel momento. Era inútil hablar al arriero idiota; conocía muy bien el camino, pero a cualquier pregunta que se le hacía no daba otra respuesta que una risa imbécil. Al verme en tal estado, hice lo que muchas personas hacen cuando se ven privadas de todo consuelo humano: volví mi corazón a Dios y comencé a comunicar con El por la oración, con lo que mi alma se vio pronto confortada y tranquila.

Hicimos nuestro camino sin novedad, ni tropezamos con ladrones, ni vimos ser vi- viente hasta llegar a Pegoes; desde este pun- to hasta Vendas Novas, tuvimos la misma suerte. Los dueños de la posada de este lu- gar me conocían bien, por haber pasado dos noches bajo su techo; y al verme aparecer de nuevo me dieron la bienvenida con mu- cha amabilidad. El nombre de este posade- ro es, o era, José Díaz Azido, y a diferencia de la generalidad de sus compañeros de pro- fesión en Portugal, es un hombre honrado; los extranjeros, al alojarse en esta posada, pueden estar seguros de que no los saquea-

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rán ni robarán sin piedad a la hora de pa- gar la cuenta, ni les cobrarán un solo re más que a un portugués en iguales circuns- tancias. En este pueblo pagué exactamente la mitad de lo que me pidieron en Arroyo- Ios, donde pasé la noche siguiente con mu- chas menos comodidades de todo orden.

A las doce del siguiente día llegamos a Monte Moro, y como no tenía gran prisa, decidí visitar las ruinas yacentes en la cima y la falda de la soberbia montaña erguida sobre ¡la ciudad. Después de pedir algo de comer en la posada donde paramos, subí cerro arriba hasta llegar a un ancho muro o parapeto que, a cierta altura, ciñe la monta- ña entera. Por un tosco puente de piedra crucé un pequeño foso o trinchera; pasé al pie de una gruesa torre, y atravesando el arco de una puerta me encontré en la parte cercada de la montaña. A mano izquierda había una iglesia, bien conservada y desti- nada aún al caito; pero no pude verla, por- que la puerta estaba cerrada con llave y no vi por allí a nadie que pudiera abrirla.

Pronto comprendí que mi curiosidad me había llevado a un lugar verdaderamente ex- traor linario, muy superior al escaso talento descriptivo de que estoy dotado. Anduve dando traspiés sobre las ruinas, y en un momento determinado me di cuenta de que caminaba sobre bóvedas, deteniéndome de pronto ante un ancho agujero en el que

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hubiera caído si llego a dar un paso más en mi distraída marcha. Seguí un buen trecho a lo largo del muro por el lado orien- tal, cuando de pronto un tremendo ladri- do y apareció un perrazo como los que guardan los rebaños en aquellas campiñas; dando sa tos se me acercó, dispuesto a ata- carme «con los ojos hechos brasas y ense- ñando los colmillos». Si hubiese huido o hubiese empleado un modo de defensa dis- tinto del que, sin falta alguna, acostumbro a usar en tales circunstancias, el perro me hu- biera mordido probablemente; lo que hice fué inclinarme hasta casi pegar la barba con las rodillas, mirando al perro fijamente en los ojos, y ocurrió, como dice John Leyden en la más hermosa balada que la «Tierra del Brezo» ha producido, «que el perro salió huyendo, como herido por un conjuro má- gico».

Es un hecho conocido de mucha gente, y comprobado con frecuencia, según creo, que ningún perro o animal mayor y fiero, de cualquier especie que sea, con excepción del toro, que cierra los ojos y embiste a cie- gas, se atreve a atacar a un hombre que .e haga cara con firme y sereno continente. Digo un animal mayor y fiero, porque es más fácil repeler a un sabueso o a un oso de Finlandia de la manera dicha, que a un pe- rro sin raza o a un perdiguero, contra el que un palo o una piedra son mucho mejor de-

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fensa. Nada de esto asombrará a quien con- sidere que una serena mirada de reproche le basta a la razón para mitigar los excesos de los hombres fuertes y valerosos, mientras que ese medio S; lo sirve para aumentar la insolencia de los débiles y de los necios, fá- ciles de amansar, en cambio, como palomas si se les infligen castigos que, aplicados a los primeros, exacerbarían su colera, haciéndola más terrible, y, como pólvora arrojada en una hoguera, les induciría, en loca desesper- ación, a sembrar el estrago en torno suyo.

A los ladridos del perro, surgió de una especie de paseo un viejo, su amo, a mi pa recer, a quien hice varias preguntas acerca del lugar. El hombre, bastante cortés, me contó que había servido como soldado en el ejército inglés, al mando del «gran lord», durante la guerra de la península. Me dijo que había un convento de monjas un poco más lejos, y como se mostrara dispuesto a llevarme a él, echamos a andar hacia la par- te Sureste de la muralla, donde se aparecía un vasto edificio ruinoso.

Entramos en cierto lóbrego aposento de piedra, en uno de cuyos rincones había una especie de ventana cerrada por una tabla giratoria, por donde se entregaban y reci- bían los objetos en el convento. El viejo tocó la campana, y, sin decir palabra, se retiró, dejándome algo perplejo; pero, un instante después oí, sin poder ver a quien me habla-

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ba, una suave voz femenina preguntándome mi condición y el motivo de mi visita. Dime a conocer como un ing és que, de paso en Monte Moro, camino de España, había subi- do si cerro a visitar las ruinas. La voz me respondió: «Supongo que será usted militar, e irá a pelear contra el rey, como todos sus compatriotas.» «No dije yo ; no soy hombre de guerra, soy un cristiano; no voy a verter sangre, sino a procurar la difusión del evangelio de Cristo en un país que le desconoce»; a esto me respondió una ri- sita ahogada. Pregunté después si había en el convento ejemplares de las Sagradas Es- crituras; aquella voz amigable no supo dar- me noticias sobre el particular, y casi no me atrevo a creer que mi interlocutora enten- diese la pregunta. Me contó que el oficio de abadesa era anual; cada año tenían superiora nueva. Al preguntar si a las monjas no se les hacía muy pesado el tiempo, me declaró que, cuando no tenían cosa mejor en qué ocuparse, se entretenían haciendo quesadi- llas para el consumo de aquellos contornos. Di las gracias a la voz por sus noticias, y me fui. Según iba andando pegado al muro del convento hacia el Suroeste, sonaron sobre mi cabeza nuevas ymás fuertes risas ahogadas; alcé la vista y descubrí en tres o cuatro ventanas los rostros melancólicos y los flotantes cabellos negros de las monjas, ansiosas de ver al forastero. Me besé la

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mano repetidas veces, y proseguí la marcha; a poco llegué al extremo Suroeste de aque- lla montaña tan fértil en curiosidades Allí encontré los restos de un gran edificio, construido, al parecer, en forma de cruz. En su parte oriental subsiste una torre entera; el lado Oeste, todo en ruinas, cae al borde de la colina, mirando al valle por cuyo fondo corre el arroyo ya mencionado en otra ocasión.

El día era muy caluroso, a pesar del frío de las noches anteriores; el radiante sol de Portugal alumbraba un paisaje de arrebata- dora hermosura. Bosquecillos de alcorno- ques cubrían el lado opuesto del valle y las pendientes lejanas, formando deliciosas perspectivas, donde pacían los rebaños; las aguas del arroyo se estrellaban en los pe- druscos del cauce y hacían un suave mur- mullo que llegaba hasta mi oído, bañándo- me el alma en delicias. Sentado en las rui- nas del muro permanecí extático, vertiendo lágrimas de felicidad; porque de todos los placeres que por la bondad de Dios go- zan sus hijos, ninguno tan caro a ciertos corazones como la música de los bosques y de los arroyos y la contemplación de las bellezas de su gloriosa creación. Transcurrió una hora, y aun permanecía yo sentado en la muralla; las escenas de mi vida pasada flotaban ante mis ojos en fantástica e im- palpable formación, y por entre ellas aso-

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maban aquí y allá los árboles, las colinas y demás objetos del panorama que realmen- te tenía frente a mí. El sol me quemaba el rostro, pero yo no hacía caso de ello; hubie- ra permanecido allí hasta la noche, creo yo, sumido en una de esas ensoñaciones, bue- nas tan sólo para debilitar el ánimo, lo con- fieso, y para malgastar muchos minutos que podrían emplearse mejor, si el disparo de la escopeta de un cazador, despertando los ecos de los bosques, de las montañas y de las ruinas, no me hubiese hecho ponerme en pie y recordar que aún me faltaban tres leguas para llegar a la hostería donde me proponía pasar la noche.

Guié mis pases hacia la posada, siguien- do a lo largo de una especie de parapeto. Poco antes de llegar a la puerta de entrada, observé a mano derecha una cripta vaciada en la vertiente del monte; tres columnas sos- tenían la techumbre, pero había cedido un poco hacia el fondo, de suerte que la luz penetraba en el interior por una hendidura abierta en lo alto. Aquello podía haber sido edificado para servir de capilla o de cemen- terio, me inclino a creer que de esto último; pero, seguramente, no era obra de moros. En mis correrías por aquellos lugares, nada vi que me recordase a tan singularísimo pueblo. En el cerro donde yacen estas rui- nas hubo, sin duda alguna, un poderoso castillo de los moros, quienes al invadir la

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península ocuparon casi todos Jos lugares altos y naturalmente fuertes, poniéndolos en estado de defensa; pero es probable que perdieran muy pronto el cerro visitado ahora por mí, y que los muros y edificios cuyos despojos lo cubren, fuesen labrados por los cristianos después de reconquistar la posi- ción del poder de los terribles enemigos de su fe. Monte Moro presenta cierta lejana semejanza con Cintra, que puede traer a la mente del viajero el recuerdo de este último lugar; sin embargo, hay en Cintra una nota agreste y ruda que no existe en Monte Moro. Allí los peñascos gigantescos se apilan en forma tal, que parecen amenazar con la des- trucción inminente de cuanto los rodea; las ruinas aún adheridas a los peñascos, más parecen nidos de águilas que restos de habi- taciones humanas, incluso de moros; mien- tras que las ruinas de Monte Moro están asentadas, comparativamente, con más hol- gura en el ancho lomo de un cerro, grande y levantado, pero sin peñascos ni precipi- cios, al que puede subirse por todos lados sin gran dificultad. Viva satisfacción me pro- dujo la visita a ese monte; muchas cosas he de ver en mis viajes para olvidar la voz en el convento medio derruido, las murallas entre cuyos escombros divagué, y el para- peto donde estuve sentado una hora, sumi- do en mi arrobador ensueño, bajo los rayos brillantes del sol.

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Volví a la posada, y restauré mis fuerzas con y unas quesadillas muy dulces y agra- dables, obra de las monjas del convento. Al observar el semblante triste y preocupado de la gente de la casa, pregunté el motivo a la huéspeda, sentada casi sin movimiento en el suelo junto a la lumbre; díjome que su marido estaba en peligro de muerte a causa de una enfermedad, que, por los síntomas, debía de ser una especie de cólera; el médi- co no abrigaba esperanzas de salvación. La animé a confiar en el poder de Dios, capaz de restaurar al enfermo en pocas horas, tra- yéndole desde el borde de la tumba a la ple- na salud, y así debía ella pedírselo fervoro- samente al Todopoderoso. Añadí que, si no sabía hacer la oración propia del caso, yo estaba dispuesto a orar por ella, con tal que se uniese en espíritu a mi súplica. Entonces ofrecí una breve plegaria en portugués, pi- diendo al Señor que, si así convenía, libra- ra a aquella familia de la grave aflicción que pesaba sobre ella. La mujer escuchó muy atenta, con las manos devotamente juntas, hasta el fin de la oración, y después me miró con asombro, al parecer, pero sin pro- nunciar palabra por donde yo pudiera cole- gir si lo dicho por le había o no des- agradado. Me despedí luego de la familia, y, montando en la muía, salí para Arroyólos ^.

* Es Arrayólos. (Knapp).

CAPÍTULO VII

La piedra druídica. Un joven español. Sóida dos rufianes. Los males de la guerra. Estre- moz. La disputa. La atalaya en ruinas. Vislumbre de España. Ayer y hoy.

LEGUAy media llevaríamos andada, cuando una tromba de aire se desencadenó por el Norte, levantando inmensas nubes de pol- vo; felizmente, el huracán no nos daba de cara, pues en otro caso nos hubiera sido di- fícil seguir adelante, por su extremada vio- lencia. Habíamos dejado el camino para uti- lizar un pequeño atajo practicable para las caballerías, pero que, como otros muchos, no podía recorrerse en carruaje.

Cruzábamos unos arenales cubiertos de maleza y de pedruscos que formaban una espesa capa sobre el suelo. Estas son las piedras de que están formadas las sierras de España y Portugal; singulares montañas que se alzan en horrenda desnudez, como los huesos de un esqueleto gigante descarnado. Muchos de aquellos pedruscos emergían del

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suelo; muchos yacían sueltos en la supeifi- cie, removidos acaso de sus lechos por las aguas del diluvio. Mientras nos fatigábamos caminando por tan agrestes lugares, descu- brí, un poco hacia mi izquierda, un amonto- namiento de piedras de aspecto singular y hacia ellas guié mi muía. Era un altar drui- da, el más bello y completo de cuantos yo había visto hasta entonces. Era circu- lar; constituíanlo unas piedras sumamente anchas y recias en la base, que se iban adelgazando hacia el remate, trabajado por la mano del artista en forma parecida al festón o borde de una concha. Encima esta- ba puesta otra piedra lisa muy ancha, incli- nada hacia el Sur, donde se abría una puer- ta. En el interior, capaz para tres o cuatro hombres, crecía un espino pequeño.

Contemplé con veneración y temor res- petuoso aquel altar donde los primeros po- bladores de Europa ofrecieron su culto al Dios ignoto. Los templos que los romanos, poderosos y diestros, levantaron en una edad comparativamente moderna, yacen he- chos polvo no lejos de allí. Las iglesias de los godos arríanos, herederos de su poder, no se encuentran por parte alguna, como si se las hubiera tragado la tierra. ^Y qué ha sido y dónde están las mezquitasd el moro, conquistador de los godos? Sus ruinas mo- hosas se disipan poco a poco sobre las ro- cas. No así la piedra druídica: allí se está.

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batida por los vientos, tan firme y tan aca- bada de hacer como el día en que, hace aca- so treinta siglos, fué erigida por medios hoy desconocidos. Sacudida por los terremotos, la piedra del remate no se ha caído; oleadas de lluvia la han inundado sin conseguir ba- rrerla de su asiento; el candente sol rever- bera en su superficie sin agrietarla ni des- menuzarla; y el tiempo, antiquísimo, impla- cable, ha desgastado contra ella su íérreo diente, con tan escaso efecto como pueden observar cuantos la visiten. Allí permanece la piedra; quien desee estudiar la literatura, la ciencia y la historia de los antiguos celtas y cimbrios, puede colegir, contemplando esa piedra y meditando ante ella, todo lo que de tales hombres se sabe. Los romanos dejaron tras de sus escritos inmortales, su historia, su poesía; los godos, su liturgia, sus tradiciones y el germen de instituciones muy nobles; los moros, su caballerosidad, sus descubrimientos en medicina y las ba- ses del comercio moderno. ¿Qué memoria queda de las razas druídicas? [Hela aquí, en ese rimero de piedra eternal

Llegamos a Arroyólos a cosa de las siete de la noche. Me instalé en un espacioso aposento de dos camas, y cuando me dispo- nía a sentarme para cenar, vino la huéspeda a preguntarme si no tendría inconveniente en que un joven español pasase la noche en mi cuarto. Díjome que el joven acababa de

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llegar con unos arrieros, y no había en la casa otro sitio donde aposentarlo. Accedí, y a la media hora apareció el español, después de cenar con sus compañeros. Era un man- cebo de diez y siete años, que por su buena presencia denotaba ser persona de distin- ción. Me saludó en su lengua natal, y al ver que le entendía, comenzó a hablar con volu- bilidad asombrosa. En cinco minutos me refirió que, movido del deseo de ver mun- do, se había desgarrado de su familia, gente opulenta de Madrid, con ánimo de no vol- ver hasta haber recorrido varios países. Le contesté que si decía verdad había cometido una acción mala e insensata: mala, por el do- lor con que amargaba a las personas a quie- nes deb:a honrar y amar, e insensata, pues se exponía a inconcebibles miserias y trabajos que muy pronto le harían maldecir la reso- lución tomada; hícele ver que en país ex- tranjero le recibirían bien mientras tuviera dineros para gastar, y en cuanto se le aca- basen, le tratarían como a un vagabundo, y acaso le dejarían morirse de hambre. Repu- so que, como llevaba consigo una cantidad considerable, cien duros nada menos, tenía dinero para mucho tiempo, y cuando se le acabara, podría quizás ganar más. «Con esos cien duros le dije apenas podrá usted vivir tres meses en este país, si no le roban a usted antes; y creer que va usted a ganar dinero honradamente es tan razonable como

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si pensara usted ir a buscarlo en la cima de las montañas.» El muchacho no tenía aún bastante experiencia para seguir mis conse- jos. A poco, cambiamos de conversación. A las cinco de la mañana siguiente se me acercó a la cama para despedirse porque los arrieros hacían ya preparativos de mar- cha. Díjele la fórmula usual en España: €Vaya usted con Dios^^ y no le volví a ver más.

A las nueve, después de pagar un precio exorbitante por muy escasas comodidades, salí de Arroyólos, ciudad o lugar gran- de, Situado en una elevación del terreno y visible desde muy lejos. Puede envanecerse de las ruinas de un vasto castillo antiguo, obra de moros, al parecer, colocado en una colina, a la izquierda del camino, según se va a Estremoz.

A una milla de Arroyólos di alcance a una fila de carros con bastimentos y mu- niciones para España, escoltados por un des- tacamento de soldados portugueses. Seis o siete soldados iban de avanzada, muy sepa- rados del convoy: eran unos tunantes de malísima catadura, en cuyes rostros lívidos, horrendos, estaban escritos el homicidio y todos los demás crímenes prohibidos por la ley de Dios. Al pasar a su lado, uno de ellos comenzó a maldecir a los extranjaros, y con voz áspera y gruñona, dijo: «Ahí va ese francés a caballo (iba en muía) con un hom-

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bre (el idiota) para cuidarle todo por ser rico, mientras un pobre soldado como yo, tiene que andar a pie. De buena gana le mataría de un tiro. ^En qué vale más él que yo? Pero es extranjero; el diablo protege a los extranjeros, y odia a los portugueses.» Continuó el soldado vomitando injurias, y ya le había sacado yo lo menos cuarenta varas de delantera, cuando me eché a reír, sin pensar que lo más prudente era perma- necer tranquilo; un momento después, en efecto, ipaf!, ¡pafl, dos balas bien dirigidas me silbaron en los oídos. Hallábame justa- mente al borde de un pequeño arroyo, so- bre el que había un puente a muy conside- rable distancia por mi izquierda; metí es- puelas a la muía, lanzándola a través del cauce, seguido muy de cerca por el aterro- rizado guía, y una vez en la otra orilla galo- pé por la planicie arenosa hasta ponerme en salvo.

Aquellos individuos, con aspecto de ban- didos, por sus acciones mejoraban su facha. Encontrárselos en un lugar solitario, no será nunca para el viajero motivo de alabar su buena fortuna. Los carreteros eran espa- ñoles, de las cercanías de Badajoz, enviados a Portugal para transportar los bastimen- tos. Uno de ellos, a quien volví a encontrar en Badajoz, me contó que toda la escolta era de la misma calaña; a él y a sus com- pañeros los habían robado muchas cosas,

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amenazándolos de muerte si los denun- ciaban. Espanta imaginar lo que sería un ejército compuesto de tales seres, enviado a un país extranjero para conquistarlo o de- fenderlo; no obstante, cuando escribo estas páginas, España aguarda el socorro armado de Portugal. Quiera Dios misericordioso que las tropas enviadas en su apoyo sean de diferente cuño: aun así, temo, vista la rela- jación de la disciplina en el ejército portu- gués, comparado con el inglés o el francés, que a los habitantes pacíficos de las provin- cias asoladas por la guerra les parezca que los lobos se han juntado para cazar a los perros y echarlos del redil. No quisiera mo- rirme sin ver el día en que no se tolere la soldadesca en ningún país civilizado, o, cuan- do meaos, cristiano.

Prosiguiendo mi camino hacia Estremoz, pasé junto a Monte Moro Novo, colina alta y polvorienta, coronada por un edificio an- tiguo, morisco probablemente. El país era desolado y desierto, por más que de vez en cuando se descubría algún valle pobiado de alcornoques y azinheiras. Después del me- diodía, el viento, muy encalmado durante la noche y la mañana anteriores, volvió a so- plar con tal fuerza que casi me aturdía, aun- que nos daba de espaldas.

A las cuatro de la tarde, al remontar una cuesta, descubrí con profunda alegría la ciudad de Estremoz, asentada en una colina,

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a menos de una legua de distancia. Desde donde yo estaba, se dominaba un panorama de singular belleza. El sol se ponía entre ro- jas y tormentosas nubes, y sus rayos rever- beraban en los pardos muros de la encum- brada ciudad adonde íbamos. Hacia el Sur- oeste, no muy lejos, alzábase Serra Dorso, la montaña más hermosa del Alemtejo, ya vista por d< sde Evora.

El idiota de mi guía volvió su rostro im- bécil hacia la sierra, y sintiéndose súbita- mente inspirado, abrió la boca por vez pri* mera durante el día. casi podría decir desde que salimos de Aldea Gallega, y comenzó a explicarme las extrañas cazas que podían hacerse en aquellos montes. También me describió con gran minuciosidad un perro maravilloso que había por allí, adiestrado en la caza de lobos y jabalíes, y cuyo dueño se había negado a venderlo en veinte moi- dores.

Al cabo, llegamos a Estremoz; nos aloja- mos en la posada principal, que mira a una explanada o plaza del mercado, centro de la ciudad, y tan ancha, que a mi parecer podrían evolucionar en ella diez mil solda- dos con toda holgura.

El terrible frío no me consintió permane- cer en la habitación a que me llevaron, y entré en una especie de cocina abierta a un lado del pasadzo abovedado que, en los ba- jos de la C9.sa, llevaba al corral y a las cua-

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dras. Una impetuosa ráfaga caliente se pre- cipitaba a través del pasadizo, como el agua por el caz de un molino. Un enorme tronco de alcornoque ardía en el fogón, debajo de la espaciosa campana, y en torno de la lum- bre se acurrucaba una ruidosa turba de campesinos y labradores de las inmediacio- nes y tres o cuatro matuteros españoles. Me costó trabajo conseguir puesto; los españo- les y los portugueses rara vez hacen sitio a un extraño, y como no se les pida o se los empuje, prefieren quedársele a uno mi- rando con expresión que parece significar: «sé muy bien lo que usted necesita, pero prefiero permanecer donde estoy.»

Entonces observé por vez primera cierto cambio en el modo de hablar, menos sibilan- te y más gutural; para dirigirse unos a otros empleábanlos interlocutores el término espa- ñol de cortesía usted^ en lugar del hinchado vossem se portugués. Esto es un resultado de la comunicación constante con los naturales de España, que nunca consienten en hablar portugués, ni aun en Portugal, y persisten en emplear su magnífico idioma materno, que acaso andando el tiempo acabarán por adoptar todos los portugueses. Esto facili- taría mucho la unión de ambos países, se- parados hasta hoy por la natural terquedad humana.

Poco tiempo llevaba yo sentado a la lum- bre, cuando un individuo, montado en un

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caballo fino y nervioso, se precipitó por el pasadizo desde la cuadra a la cocina, y em- pezó a lucir sus habilidades de caballista, obligando al animal a encabritarse y a girar velozmente sobre las patas, con manifiesto peligro de cuantos se hallaban en el apo- sento. Salió después a la explanada, donde se entretuvo galopando, y al cabo de media hora volvió, dejó el caballo en la cuadra y vino a sentarse junto a mí, hablándome en una jerigonza ininteligible, que a él se le an- tojaba francés.

Estaba el hombre medio borracho, y pronto lo estuvo tres cuartos, a fuerza de trasegar vaso tras vaso de aguardiente. Vien- do mi mutismo, se dirigió en mal español a uno de los contrabandistas; éste, o no le en- tenriió o no quiso entenderle, pero al fin, perdiendo la paciencia, le llamó borracho y le mandó callarse. Exasperado por tal des- precio, asió el beodo el vaso en que bebía, arrojándolo a la cabeza del español, quien brincó como un tigre, desenvainó un cuchi- llo y tiró de abajo a arriba un tajo a las me- jillas de su agresor; indudablemente, le hu- biese cortado la cara, de no haber detenido yo a tiempo el brazo del matutero, reducien- do así el daño a un arañazo en la mandíbula inferior, del que brotó un poco de sangre.

Los compañeros del español se metieron por medio, y con gran trabajo se lo llevaron a un pequeño aposento en lo más apartado

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de la casa, donde ellos dormían y guarda- ban además los arreos de sus muías. El bo- rracho comenzó entonces a cantar o más bien a berrear la Marsellesa; después de mo lestarnos más de una hora, se le pudo per- suadir que montase a caballo y se tuera, acompañado por un vecino suyo. Era el tal un tratante en cerdos de aquellos contornos, pero había sido antaño soldado en el ejér- cito de Napoleón, donde, como el cochero borracho de Evora, supongo que adquiriría sus hábitos de embriaguez y su francés ru- dimentario.

Desde Estremoz a Elvas hay seis leguas. A las nueve de la mañana siguiente empren- dí la marcha. El camino corría al principio por terreno cerrado, pero no tardamos en salir a unas llanuras yermas y desabrigadas, en las que el viento, que no dejaba de per- seguirnos, gemía tristemente. No encontra- mos alma viviente en el camino. El paisa- je era en extremo desolado. En el cielo, gris oscuro, no se vislumbraba ni un rayo de sol. A gran distancia delante de noso- tros, sobre una elevación del terreno, se al- zaba una torre, único objeto que rompía la uniformidad del desierto. Dos horas des pues de haberla columbrado, llegamos al pie de la altura donde estaba la torre; allí mana una fuente y vierte sus aguas trans- parentes y puras en un pilón de piedra. Hi- cimos alto para dar de beber a las muías.

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Eché pie a tierra, y separándome del guía, emprendí la subida hacia la torre. La cuesta era muy suave, mas no dejé de pasar algún trabajo, por estar el piso cubierto de piedras afiladas, que, pasándome el calzado, me hi- rieron dos o tres veces en los pies; además, la distancia resultó ser mucho mayor de lo que yo supuse. Al fin llegué a las ruinas, pues no otra cosa había allí. Me encontré con una de esas torres vigías, llamadas en portugués atalaids] era cuadrada, rodeábala un muro, derruido en grandes trechos. La torre, cuya parte inferior estaba toda maci- zada, no tenía puerta; pero en una de sus caras había unas hendiduras entre las pie- dras para apoyar les pies, y trepando por tan tosca escalera llegué a un aposento pe- queño, de unos cinco pies en cuadro, con el techo hundido. Dominábase desde alí una extensa vista en todas direcciones; aquel era evidentemente el alojamiento de los encar- gados de vigilar la frontera y de dar la alar- ma— encendiendo hogueras, acaso al apa- recer los enemigos. Un puñado de hom- bres resueltos podía defenderse en tan pe- queña fortaleza contra asaltantes numerosos, expuestos en la subida a los tiros de la torre.

Ya iba a marcharme cuando, detrás de una parte del muro no recorrida por mí, sonó un grito extraño; acudí presuroso y me encontré con una miserable criatura, hara- pienta, sentada en una piedra. Era un loco,

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como de treinta años de edad, creo que sordo-mudo. Clavado en su asiento, desva- riaba y gesticulaba, retorciendo su ruda fiso- nomía en espantables contorsiones. Solo aquello faltaba para completar la escena. Unos bandidos hubieran estado fuera de lu- gar en tan melancólica desolación. Pero el loco, sentado en la piedra detrás de las rui- nas batidas por el viento, contemplando los marchitos chaparrales, sobre los que gravi- taba un cielo hosco y pesado, componía un cuadro de tristeza y miseria como no lo ha- brá concebido poeta o pintor alguno en sus delirios más sombríos. No es este el primer caso en que me ha tocado comprobar que la realidad sobrepuja a veces a la fantasía.

Monté de nuevo en la muía y caminamos hasta que, al llegar a lo alto de otra colina, exclamó el guía súbitamente: «[Allí está El- vas!> Miré en la dirección que me indicaba, y vi una ciudad encaramada en un alto cerro. Separado de éste por un profundo valle, hacia la izquierda, había otro cerro mucho más alto, donde está la famosa fortaleza de Elvas, reputada por la más poderosa de Portugal. Entre ambos cerros, pero muy al fondo, y lejos, en dirección de España, co- lumbré las vertientes sombrías y la cima ne- bulosa de una soberbia montaña, que, se- gún más adelante supe, era Alburquerque, una de las mayores de Extremadura.

El camino entraba allí en paraje cultivado;

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por entre setos vivos llegamos a un sitio don- de el terreno descendía suavemente. A la de- recha arrancaba el acueducto que provee de agua a la ciudad; tenía allí escasamente dos pies de altura, pero según íbamos descen- diendo, las proporciones de la fábrica cre- cían, hasta ser colosales. Cerca del íondo del valle, el acueducto torcía a la izquier- da, salvando el camino con uno de sus arcos: al pasar por debajo, alcé los ojos para mirarlo. El agua corría a cien pies de altura sobre mi cabeza; la inmensidad de la obra realizada para transportarla me llenó de ad- miración. Con todo, cierto detalle rebaja mucho las pretensiones de grandeza y mag- nificencia de este acueducto: el agua no co- rre, como en el de Lisboa, sobre un solo or- den de arcos gigantescos, posados en el valle como piernas de titanes, sino sobre tres órdenes de arcos superpuestos. El gas- to y el trabajo necesarios para levantar tan insigne máquina, debieron de ser enormes; y cuando se piensa en la relativa facilidad con que la industria moderna obtendría igual resultado, no puede uno por menos de alegrarse de vivir en tiempos en que es in- necesario esquilmar la riqueza de una pro- vincia para proveer a una ciudad, construi- da en un cerro, de un indispensable elemen- to de vida.

CAPITULO VIII

Elvas. Longevidad extraordinaria. La nación inglesa. Ingratitud portuguesa. Las fortifica- ciones. — Un mendigo español. Badajoz. La aduana.

A mi llegada a la puerta de Elvas un oficial salió de una especie de cuerpo de guar- dia, y después de hacerme varias preguntas, me envió, acompañado de un soldado, a la oficina de policía, donde mi pasaporte había de ser vise\ porque en la fro itera son muy exigentes en ese particular. Arreglado el asunto, me instalé en una hostería próxima a aquella puerta; me la había recomendado el posadero de Vendas Novas, y su dueño se llamaba José Rosado. Era la mejor de El- vas, pero muy inferior en comodidades a cualquier figón inglés. Acosado por el frío, me refugié gustoso en una cocina interior, alumbrada tan sólo, una vez cerrada la puer- ta, por el resplandor del fuego que ardía dé- bilmente en el fogón. Una mujer de edad, sentada en una silla junto a la lumbre, pasa-

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ba las cuentas de su rosario; discerní en su é rostro, en cuanto la escasa luz del aposento me lo permitía, una expresión singular, ex- traordinaria. Hícele algunas preguntas sin importancia, y me contestó; pero parecía li- geramente sorda. Comenzaba a encanecer, y le dije que, si bien la creía de más edad que yo, no tenía seguramente el pelo tan f blanco como el mío.

¿Qué edad tiene usted, caballero? pre- guntó, dándome el título usualmente em- pleado en España para denotar un grado de respeto extraordinario . Respondí que iba a cumplir treinta años. «Entonces dijo tenía usted razón al suponer que soy más vieja; tengo más años que su madre de us- ted y que la madre de su madre; hace más de cien años era yo una chicuela, y jugaba con otras de mi edad por esos campos.» «En tal caso respondí se acordará usted, sin duda, del terremoto.» «Sí contestó ; si de algo me acuerdo, es de eso; cuando ocurrió, estaba yo en la iglesia de El vas oyendo misa, y el cura se cayó al suelo, y dejó también caer la Hostia de las manos. Aún me acuerdo de cómo temblaba el sue- lo; todos nos mareamos; las casas se tai.nba- leaban como si estuviesen borrachas. Ochen- ta años han pasado sobre desde el tem- blor de tierra, y entonces ya tenía yo más edad que usted tiene ahora.»

Miré con asombro a tan extraordinaria

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mujer, y apenas podía dar crédito a sus pa- labras. Sin embargo, me aseguraron que, positivamente, tenía más de ciento diez años, y pasaba por ser la persona más vieja de Portugal. Conservaba todas sus facultades tan despejadas como la generalidad de la gente al rayar en la mitad de aquellos años. Era pariente de los dueños de la hostería.

Conforme avanzaba la noche, fueron en- trando varias personas para calentarse a la lumbre y gozar de la conversación; la casa era una especie de mentidero, donde lleva- ba la voz cantante el huésped, hombre de cierta sagacidad y experiencia, antiguo sol- dado del ejército británico. Entre otros, vino el oficial que mandaba en la puerta de la ciudad. Después de cambiar algunas pala- bras, este caballero, joven de unos veinticin- co años, bien parecido, rompió en declama- ciones violentas contra la nación inglesa y su gobierno, quienes, si en todo tiempo ha- bían demostrado su egoísmo y su falacia, se- guían ahora, respecto de España, una con- ducta sobremanera ignominiosa, pues estan- do en su mano acabar de golpe la guerra ci- vil, enviando un poderoso ejército de soco- rro, preferían mandar un puñado de tropas, con objeto de prolongar la lucha y aprove- charse de sus ventajas. Después de cumpli- mentarle irónicamente por su cortesía y ur- banidad, pregunté al oficial si entre las ac- ciones egoístas de la nación y del gobierno

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ingleses, se contaba la de haber derrochado centenares de millones de libras esterlinas y vertido un océano de preciosa sangre para sostener la campaña de la península contra Napoleón. «Seguramente dije el fuerte de Elvas, y más aún el vecino castillo de Ba- dajoz, dicen mucho respecto del egoísmo in- glés, y cada vez que los mire se confirmará usted en la opinión que acaba de exponer. En cuanto a la guerra actual, le diré a usted que la gratitud de España a Inglaterra, des- pués de la expulsión de los franceses gra- cias a nuestros ejércitos gratitud demos- trada en los estorbos puestos al comercio in- glés y en las misas de acción de gracias ofrecidas al abandonar las costas españolas los herejes británicos , no puede inducir a Inglaterra a arruinarse por el propósito de expulsar a don Carlos de sus montañas. Por deferencia al superior entendimiento de us- ted — continué, dirigiéndome al oficial , quisiera creer que la prolongación indefini- da de la guerra reporta grandes provechos a mi país; pero me haría usted un favor in- signe explicándome el proceso químico en virtud del que la sangre vertida en las mon- tañas españolas va a parar al tesoro inglés convertida en monedas de oro.»

Como tardara en contestarme, tomé de sobre la mesa un plato con fruta, y pregun- té: «¿Cómo se llaman estas frutas?» «Grana- das y doíotas» respondió . «Muy bien; un

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rústico inglés que no haya salido nunca de su país, no hubiese podido darme esa res- puesta, a pesar de hallarse tan familiarizado con las granadas y las balotas como vuestra señoría con la línea de conducta que le in- cumbe tomar a Inglaterra en su política in- terior y exterior.»

Esta réplica mía era impropia de un cris- tiano, lo confieso, y me demostró cuántas reliquias de mi antiguo carácter quedaban en el fondo de mi alma; con todo, séame permitido decir que, probablemente, ningu- na otra provocación me hubiera inducido a responder con tanta cólera; pero no pude dominarme al oír tratar con injusticia a mi gloriosa tierra. Y ;por quién? ¡Por un portu- guésl Por un hijo del país libertado de ho- rrible esclavitud dos veces gracias al esfuer- zo inglés. A no ser por Wellington y sus hé- roes, Portugal sería francés a estas fechas; a no ser por Napier y sus marinos, don Mi- guel reinaría en Lisboa. Volviendo al oficial, diré que todos se le rieron, y un momento después se fué.

Al día siguiente entré en relación con un comerciante respetable, llamado Almeida, hombre de talento, aunque algo brusco de modales. Manifestó profunda aversión al sis- tema papista que durante tanto tiempo ha- bía mantenido en mortales tinieblas a su in- fortunado país; y apenas supo que yo era portador de cierta cantidad de Testamentos,

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con intención de dejarlos allí para su venta, expresó vivos deseos de hacerse cargo de los libros, y se ofreció a trabajar cuanto pu- diese para colocarlos entre sus numerosos parroquianos. Al enseñarle un ejemplar, le dije: «En la portada va el nombre de us- ted.» Porque, en efecto, la edición portugue- sa de la Sagrada Escritura que la Sociedad Bíblica repartía la hizo un protestante llama- do Almeida, y se publicó por vez primera en 17 12; el comerciante sonrió, y me dijo que le honraba mucho tener alguna relación, aunque sólo fuese por el nombre, con el tra- ductor. Echó a broma la propuesta de re- munerarle por su trabajo, asegurándome que el solo hecho de poder colaborar en una obra tan santa y útil como la difusión de la Escritura, era para él suficiente recompensa. Terminado este asunto, di un vistazo a los alrededores de Elvas, y subí paseando, ce- rro arriba, hasta el fuerte, al Norte de la ciu- dad. La parte baja del cerro está poblada de azinheiras^ que le dan amenidad; por unas piedras varadas en el cauce crucé el arro- yuelo que corre al pie. Al llegar a la entra- da del fuerte, un centinela me cortó el paso; pero tuvo la amabilidad de decirme que, con dar mi nombre al oficial comandante, me permitirían visitar el interior. Envié, pues, mi tarjeta al oficial con un soldado que vagaba por allí, y, sentándome en una piedra, aguardé; volvió a poco; me preguntó

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si yo era inglés, y al oír mi respuesta afir- mativa, dijo: «En tal caso, señor, no puede usted entrar; no es costumbre enseñar el fuerte a los extranjeros.» Respondí que lo mismo me daba visitarlo o no; y después de contemplar a Badajoz en la lejanía, desde el lado oriental del cerro, desanduve el camino recorrido a la subida.

Tales son los provechos que se obtienen con proteger a una nación y con derrochar la sangre y el dinero en su defensa. Los in- gleses nunca han estado en guerra con Por- tugal; se han batido por mar y por tierra, siempre con buen éxito, en favor de su in- dependencia; se han obligado, por un trata- do de comercio, a beber sus vinos, tan or- dinarios y adulterados, que en ninguna otra parte los quieren, y, sin embargo, son los más impopulares de cuantos extranjeros vi- sitan este país. Los franceses han asolado Portugal y vertido la sangre de sus hijos como si fuese agua; no compran sus produc- tos; desprecian sus vinos; pero no hay aquí mala disposición para los franceses. La ra- zón de esto no es ningún misterio; lo pro- pio, no ya de los portugueses, sino de la corrupción del hombre, es aborrecer a los bienhechores que con sus beneficios lasti- man del modo más generoso su miserable vanidad.

En ningún país son tan populares los in- gleses como en Francia; y es que, si bien

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los franceses han sido con frecuencia trata- dos rudamente por los ingleses y ocupada su capital por un ejército inglés, nunca han estado sometidos a la supuesta ignominia de recibir de ellos asistencia y socorro.

Las fortificaciones de Elvas son un mode- lo en su género; a primera vista pudiera creerse que la ciudad, si estuviera bien guar- necida, sería capaz de retar a cualquier ene- migo; pero tiene un punto flaco: un cerro la domina por Occidente, a media milla de dis- tancia, desde donde un general experto no dejaría de cañonearla, probablemente con buen éxito. Es la última ciudad de Portugal por aquella parte, y apenas si la separan dos leguas de la frontera española. Fué construi- da, evidentemente, para rivalizar con Bada- joz, al que mira desde su altura a través de la planicie arenosa por donde van las lentas aguas del Guadiana. Pero aunque Elvas es una ciudad fuerte, apenas tiene valor como defensa de la frontera, abierta por todas par- tes, de tal modo, que un ejército invasor dispuesto a esquivar esta plaza, no tendría la menor necesidad de aproximarse ni a doce leguas de sus muros. Son tan extensas sus fortificaciones que no harían falta me- nos de diez mil hombres para guarnecerla, fuerza que, en caso de invasión, estaría me- jor empleada en afrontar al enemigo en cam- po raso. Durante su ocupación de Portugal, los franceses pusieron en la plaza una corta

LA BIBLIA EN ESPAÑA 169

guarnición, que se retiró al castillo al acer- carse los ingleses, y capituló poco después.

Como ya no me detenía cosa alguna en Elvas, dispúseme a cruzar la frontera de Es- paña. El guía idiota tomó el camino de vuelta a Aldea Gallega, y el 5 de enero, mon- tado en una triste muía, sin riendas ni es* tribos, guiándola con el ramal, y seguido por un muchacho que había de acompañar- me montado en otra, bajé presuroso desde Elvas al llano, con ansia de llegar a la ro- mántica, a la cabelleresca y vieja España. Era innecesario, y así lo comprendí en se- guida, azuzar a mi muía, pues con todas sus mataduras, reparada de la vista y coja, an- daba ligera como el viento.

En poco más de media hora llegamos a un arroyo, cuyas aguas corrían impetuosas entre márgenes escarpadas. Un hombre, al borde del arroyo, me indicó el vado en el agrio dialecto de Portugal; y cuando aun es- taba yo chapoteando en el agua, una voz me saludó desde la otra orilla en el espléndido idioma de España, de esta manera: ¡Oh se- ñor caballero, que me usted una limosna por amor de Dios^ una limo snita para que yo me compre un Iraguillo de vino tinto! Un mo- mento después pisé suelo español, porque el arroyo, llamado Acaia, sirve allí de lími- te a los dos reinos; arrojé al mendigo una monedilla de plata, y gritando ¡Santiago y cierra España!^ seguí mi camino más de pri-

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sa todavía, prestando poca atención, como dice Gil Blas, al torrente de bendiciones de- rramado por el mendigo a mis espaldas; con todo, nunca se vio limosna otorgada con menos discernimiento, porque, según más adelante averigüé, aquel tipo era un borra- cho perdido que se instalaba todas las ma- ñanas junto al vado para sacar a los viajeros unos cuartos y gastárselos por las noches en las tabernas de Badajoz. Pagaba con bendi- ciones a quien le daba limosna, y con mal- diciones a quien se la negaba; e igual facun- dia y habilidad tenía en el empleo de las unas que de las otras.

Badajoz estaba ya a la vista, a poco más de media legua de distancia. Pronto torci- mos a la izquierda para tomar el puente de arcos que atraviesa el Guadiana, río muy fa- moso en romances y cantares, pero nada ameno en realidad, poco profundo y muy lento, aunque de razonable anchura; sus ori- llas blanqueaban con las ropas puestas a se- car al sol, que lucía resplandeciente. Desde gran distancia cantar a las lavanderas, y el tema de sus cánticos parecía ser las ala- banzas del río en que estaban descrismándo- se, porque al acercarme distintamente: Guadiana^ Guadiana^ repetido a coro por muchas mujeres, las unas mozas, las otras de edad, de mejillas tostadas, cuyas voces fuertes y claras, multiplicaba el eco por to- das partes. Pensé que había cierta seaiejan-

LA BIBLIA EN ESPAÑA 171

za entre mi tarea y la suya; yo estaba en vías de curtir mi tez septentrional exponién- dome al candente sol de España, movido por la modesta esperanza de ser útil en la obra de borrar del alma de los españoles, a quienes conocía apenas, alguna de las impu- ras manchas dejadas en ella por el papismo, así como las lavanderas se quemaban el ros- tro en la orilla del río para blanquear las ro- pas de gentes que desconocían. A mi mente acudieron con mucha fuerza las palabras de un poeta oriental: «Día tras día, y noche tras noche, me fatigaré en socorro de mis hermanos sin fortuna, como las lavanderas curten su faz al sol por limpiar unas ropas que no son suyas.»

Cruzado el puente, llegamos a la puerta Norte de Badajoz, y de una especie de gari- ta salió a nosotros un individuo tocado con un sombrero andaluz de copa puntiaguda, y embozado en una de esas inmensas capas, muy conocidas de cuantos han viajado por España, que sólo un español sabe llevar en forma que sienten bien. Sin pronunciar pa- labra asió del ramal de la muía, y entrándo- se por la puerta de la ciudad, nos llevó por una calle muy sucia, llena de gente emboza- da también en largas capas. Pregúntele qué se proponía, y no se dignó contestar; pero el muchacho, mi acompañante, dijo que era un guarda-puertas y nos llevaba a la adua- na, o alfandega^ para el registro del equipa-

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je. Llegados a la aduana, el guarda, sin rom- per su adusto silencio, comenzó a echar las maletas desde la muía de carga al suelo y a desatarlas. Ya iba a reprenderle como su brutalidad merecía; pero antes de que pu- diera abrir la boca, apareció en la puerta un personaje, alto y de edad madura, en quien no tardé en reconocer al jefe de la aduana. Después de mirarme un momento, me pre- guntó en mi idioma si yo era inglés. Al oír mi respuesta afirmativa, preguntó al guarda cómo se había atrevido a cometer la inso- lencia de poner las manos en el equipaje sin orden superior, y severamente le mandó atar de nuevo las maletas y cargarlas en la muía, como lo hizo, en efecto, sin pronun- ciar palabra. Preguntóme después lo que contenían las maletas: ropas de vestir con- testé yo , y pidiéndome perdón por la in- solencia de su subordinado, me dijo que era libre de ir adonde tuviera por conveniente. Le di las gracias por su extremada cortesía, y guiando el muchacho, fui directamente a la fonda de las Tres Naciones, que me habían recomendado en Elvas ^.

* La fonda estaba en la calle de la Moraleja, nóm. 30. (Knapp).

CAPITULO IX

Badajoz.- Antonio el gitano.— Una proposición de Antonio.-Es aceptada. El desayuno gita- no. — Salida de Badajoz. El borrico del gita- no Mérida.— La muralla en ruinas.— La coma- dre.—El país del moro. Los hombres negros. La vida en el desierto.— La cena.

HALLÁBAME ya cn Badajoz, en España, país que durante los cuatro años siguientes iba a ser teatro de mis trabajos; pero no nos anticipemos a los acontecimientos. Los alre- dedores de Badajoz no me predispusieron gran cosa en favor del país a que acababa de llegar. Aquellas planicies parduscas, ape- nas producen otra cosa que el arbusto lla- mado en español carrasco; sin embargo, unas montañas azuladas se yerguen en la lejanía y animan un poco la entonación monótona

del paisaje.

En Badajoz, capital de Extremadura, fué donde, por vez primera, tropecé con los sin- gularísimos Zincali, o gitanos españoles. Allí fué donde encontré al indómito Paco,

174 B o R R o W

hombre que tenía un brazo seco y maneja ba las cachas ^ con la mano izquierda; a su astuta mujer, Antonia, diestra en hokkano bar o ^, o engaño maestro, a su suegro, el fe- roz gitano Antonio López, y a otros muchos individuos del Errate, o sangre gitana, poco menos notables que éstos. Aquí fué donde, por vez primera, prediqué el Evangelio al pueblo gitano, y comenzé la traducción del Nuevo Testamento al idioma de los gitanos españoles, traducción que, en parte, se im- primió más tarde en Madrid.

Permanecí tres semanas en Badajoz, y me dispuse a salir para Madrid; un anocheci- do estaba yo en mi aposento arreglando mi escaso equipaje, cuando entró Antonio el gitano, vestido con su zamarra y tocado con el puntiagudo sombrero andaluz.

Antonio: Buenas noches, hermano; me han dicho que callicaste ^ te propones salir para Madrilati *.

Yo\ Así es; no puedo estar aquí más tiempo.

Antonio'. El camino hasta Madrilati es lar- go; el país está en guerra, y en el campo abun- dan los chories ^. ^No te amedrenta el viaje?

1 Tijeras.

2 Hok, fraude. Hokkano (en la lengua de los gitanos ingleses): mentira; haró, grande.

* Ayer, mañana.

* Madrid.

* Chor, ladrón.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 175

Yo'. Yo no tengo miedo; ningún hombre puede eludir su destino; lo que haya de ser de mi cuerpo y de mi alma, escrito está en un gabicoie ^ desde mil años antes de la crea- ción del mundo.

Antonio: Yo, personalmente, tampoco tengo miedo, hermano; la noche oscura es para igual que el día claro, y el carrascal silvestre lo mismo que la plaza del mercado o que el chardi 2; llevo en el pecho el bar lachí ^, la piedra preciosa a que se pega la aguja.

Yo: Supongo que te refieres al imán. ¿Crees que una piedra inerte puede preser- varte de los peligros que amenacen tu vida?

Antonio'. Hermano, cuento ya cincuenta años de edad, y aquí me tienes vivo y sano. ¿Cómo podría ser eso si el bar lachí no tu- viera poder alguno.? He sido soldado y con- trabandista^ y he matado y robado también a los Busné *. Las balas del Gabiné ^ y del iara canallis ^ me han zumbado en los oídos sin tocarme por llevar conmigo el bar lachí. Veinte veces he hecho cosas que, según la

1 Libro.

2 Feria.

3 Lit: piedra buena (talismán). Lachó', bueno, * Busnó (pl, busné): el que no es gitano.

5 Francés.

« Guardas o empleados del resguardo.

176 B O R R O W

ley busné debían haberme llevado al fílimi- cha 1 ; sin embargo, nunca me estrujado el cuello el frío garrote. Hermano, confío en el bar lachi, como los Caloré ^ de otro tiem- po: aunque me viera en el golfo de Bombar- da ^ sin una tabla a qué agarrarme, no ten- dría miedo; porque llevando tan preciosa piedra, ella me sacaría sano y salvo a la cos- ta. El bar lachí es poderoso, hermano.

Yo: No vamos a discutir por eso, y me- nos ahora, en el momento de marcharme de Badajoz; despidámonos rápidamente, y ya no volveremos a vernos más.

Antonio'. Hermano, ^'sabes a lo que vengo?

Yo: Lo ignoro, como no sea a desearme feliz viaje; no soy bastante gitano para adi- vinar los pensamientos de la gente.

Antonio: Toda la noche pasada he estado despierto, pensando en los asuntos de Egip- to; cuando me levanté esta mañana, tomé el bar lachi^ y raspándolo con un cuchillo saqué un poco de polvo, y me lo bebí con aguar- diente^ según tengo costumbre de hacer des- pués de tomar una resolución. Luego me dije: estoy haciendo falta en la raya de Cas- tumba ^ para cierto negocio. El Caloró ^ fo-

1 La horca.

2 Caló, Caloró (pl. Calés, Caloré): el que es del halo rat, o sangre negra; un gitano,

3 León.

* Castilla. 5 Gitano.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 177

rastero va a marcharse a Madrilati; el cami- no es largo, y pudiera caer en malas manos, quizás en las de gente de su propia sangre, porque he de decirte, hermano, que los Calés abandonan ya las ciudades y aldeas y se echan al campo en cuadrillas para sa- quear a los Busné; no hay ley ninguna en estas tierras, y ahora o nunca es la ocasión de que los Caloré vuelvan a ser lo que fue- ron en tiempos pasados. De manera que me dije: el Caloró forastero puede caer en ma- nos de los de su misma sangre y ser maltra- tado por ellos, que sería una vergüenza. De consiguiente, iré con él por el Chim del Manró ^ hasta la raya de Castumba, y des- de la raya de Castumba dejaré que el Caloró de Londres siga su camino a Madrilati^ por- que hay menos peligro en Castumba que en Chim del Manró, y después podré ocuparme de los asuntos de Egipto que allí me re- claman.

Yo: Ese plan promete mucho, amigo mío. ^En qué forma piensas que hagamos el viaje?

Antonio: Te lo diré, hermano. Tengo en la cuadra un gras 2, el mismo que compré en Olivenza, como te dije en otra ocasión; es bueno y ligero, y me costó, a que

1 Chim: reino, comarca; Manró: pan, trigo. Chim del Manró: tierra del trigo: Extremadura.

2 Grá, gras, p'aste, gry: caballo.

178 B o R R o W

soy gitano, cincuenta chulé ^; puedes ir en el gras; yo montaré en el macho.

Yo: Antes de responder desearía que me dijeses qué asuntos son esos que te obligan a ir a Castumba;t\i yerno Paco me tiene dicho que los gitanos no acostumbran- ya a viajar.

Antonio: Es un asunto de Egipto, herma- no, y no puedo decirte más. Acaso se trata de un caballo o de un borrico, acaso de una muía o de un tnacho; lo que sea, no se refiere a ti; por tanto, te aconsejo que no pregun- tes nada. Dosta ^. Volviendo a lo de antes: eres libre de rechazar mi ofrecimiento; hay un drungruje ^ de aquí a Madrilati^ y pue- des viajar en el birdoche * o con los drama- lis ^; pero te advierto, como hermano, que hay chories en el drun^ y algunos de ellos son del Errate.

La verdad es que pocas personas en mi situación hubiesen aceptado la propuesta del singular gitano. Sin embargo, el plan no de- jaba de tener atractivos para mí. Dada mi afición a las aventuras, no podía satisfacerla de mejor ni más fácil modo que poniéndo- me en manos de tal guía. Otros en mi caso hubiesen recelado una traición, pero yo es-

1 ChuH {-^l. Chulé): un ÚMTO.

2 Basta.

3 Drun, drom: camino. Drungruje o drunji: ca- mino real.

* Galera. 5 Arrieros.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 179

taba tranquilo sobre ese punto, y no creía que el gitano abrigcse la más ligera mala in- tención en contra mía; le vi plenamente con- vencido de que yo era uno de los del Erra- te^ y los rasgos más fuertes de su carácter eran el amor a su raza y el odio a los Busné. Deseaba yo, además, aprovechar todas las ocasiones de conocer a fondo las costum- bres de los gitanos españoles, y allí se me presentaba una excelente, apenas llegado a España. Total: que resolví acompañar al gi- tano. «Iremos juntos le dije . Mi equipa- je lo mandaré a Madrid po el birdoche. «Muy bien hecho, hermano— contestó , y así el gras andará más ligero. La verdad es que para nada necesitas llevar equipaje. jCómo se reirían los Busné si se encontra- ran en el camino a dos Calés viajando con equipaje!»

Durante mi estancia en Badajoz, tuve poco trato con los españoles; lo más del tiempo se lo consagré a los gitanos, raza ya conocida y tratada por en diversas par- tes del mundo, y con quienes me encontra- ba más a mis anchas que con los silenciosos y reservados hombres de España; medio si- glo puede estar un extranjero entre españo- les sin que le dirijan media docena de pala- bras, a no ser que partan de él los primeros pasos para intimar, y aun así, puede verse rechazado con un encogimiento de hombros y un no entiendo^ porque entre los muchos

:8o B O R R O vr

prejuicios profundamente arraigados en este pueblo se cuenta la singular idea de que ningún extranjero es capaz de aprender su lengua, idea a que siguen aferrados aunque le oigan hablar en ella corrientemente; todo lo más que en tal caso conceden, es esto: Habla cuatro palabras^ y nada más.

Una mañana temprano, antes de salir el sol, me encontré frente a la casa de Anto- nio, pequeña y mísera construcción, situada en una calle sucia. La mañana era profunda- mente oscura; la calle estaba, sin embargo, parcialmente iluminada por un montón de paja ardiendo, en torno del que dos o tres hombres parecían muy ocupados en soste- ner un objeto sobre la llama. Un instante después se abrió la puerta de la casa del gi- tano, y apareció Antonio. Echó una mirada en dirección de la hoguera, y exclamó: «El puerco ha dado muerte a su hermano. Que todo Busné corra la misma suerte. Entre- mos, hermano, y comeremos el corazón del puerco.» No entendí bien estas palabras, pero siguiendo al gitano, llegamos a un apo- sento bajo, donde había un brasero encen- dido, a su lado una tosca mesa cubierta con grosero mantel, y sobre ella un pan y un puchero que despedía agradable olor. «En e^tdi puchera dijo Antonio , está el cora- zón del balicho ^\ comimos.» Nos sentamos

1 Cerdo.

LA BIBLIA EN ESPAÑA i8i

a la mesa y comimos, Antonio vorazmente. Cuando terminó, se puso en pie y me dijo; «^Has traido el li?')> ^. «Aquí está contesté, enseñándole mi pasaporte . «Bueno; pue- des necesitarlo repuso . Yo no lo nece- sito; mi pasaporte es el bar lachí. Ahora un vaso de repañi 2, y al camino.»

Salimos del cuarto; Antonio cerró la puer- ta con llave, que escondió luego debajo de una baldosa, en un rincón del pasillo. «Es- pérame en la calle, hermano, mientras voy a la cuadra a buscar las caballerías.-» Le obedecí. El sol no había salido aún; el frío era cortante; pero la luz grisácea del alba me permitía ya distinguir los objetos con suficiente claridad. No tardé en oír las pisa- das de los animales, y un momento después apareció Antonio llevando el caballo por la brida; el macho iba detrás. Miré al caballo y no pude contener un .novimiento de asom- bro. Hasta donde ni o lué posible examinar- lo, me pareció el bicho más raro que había visto en mi vida. Era de espectral blancura, muy corto de cuerpo, pero con unas patas de desmesurada longitud, y altísimo de cruz. «Estás mirando el grasti dijo Anto- nio— . Tiene diez y ocho años, pero es el mejor de Chim del Manró^ ni más ni menos; hace mucho tiempo que le tenía echado el

' Lio Lil: papel, carta, libro. ' Aguardiente.

i82 B o R R o W

ojo, y le compré para emplearlo en los ne- gocios de Egipto. Monta, hermano, monta, y dejemos ]os foros i; ya van a abrir la puer- ta de la ciudad >>

Cerró la de su casa^ y se guardó la llave en la faja. Menos de un cuarto de hora des- pués, habíamos dejado Badajoz a nuestra espalda. «No me parece rruy bueno este ca- ballo— dije a Antonio, cuando íbamos ya por el campo . Apenas si puedo hacerle andar.»

«Fs el caballo más ligero que hay en Ckim del Manró, hermano dijo Antonio . Lo mismo al galope que al trote largo nin- guno le aventaja; pero tiene diez y ocho años y las co /unturas entumecidas, sobre todo por la mañana; pero deja que entre en calor y que el genio del viejo reviva, y no podrás contenerlo con el freno ni con la bri- da. Ese caballo lo compré para los asuntos de Egipto, hermano.»

A eso del mediodía llegamos a una aldea, en las inmediaciones de un cerro pedregoso. «Aquí no hay casa Calo dijo Antonio ; tenemos que ir a la posada de los Busne\ donde comeremos todos, hombres y bes- tias.» Entramos en la cocina, nos sentamos a la mesa y pedimos pan y vino. Había en la cocina dos individuos de mala catadura, fumando unos cigarros; y como se me ocu-

1 Foro: pueblo, ciudad.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 183

rriera decir no qué cosa a Antonio en caló^ uno de aquellos tipos, notable por sus inmensos bigotes, exclamó: «^Qué es lo que oigo? ^Te atreves a hablar en caló delante de mí, que soy chalan y nacional? Malditos gi- tanos, ^cómo os atrevéis a entrar en esta/í>- sada y a hablar en esa lengua delante de mí^" ^No está prohibida por la ley, como os está prohibido entrar en el mercado) Amigo, como vuelva yo a oír de tu boca una pala- bra en caló te muelo los huesos a palos, y de un puntapié vas volando al tejado.»

«Haría usted muy bien dijo su compa- ñero— , porque la insolencia de estos gita- nos es ya inaguantable. Estando en Mérida o Badajoz, voy al mercado, y allí me veo en un rincón a los malditos gitanos charlando en una lengua ininteligible. «Señor gitano le digo a uno de ellos , ¿cuánto quiere usted por ese burro?» «Diez duros. Caballe- ro nacional^ me responde. Es el mejor burro de toda España.» «Quisiera verlo andar» replico yo . «Ahora mismo» con- testa— , y salta sobre el burro y le hace salir andando, no sin haberle murmurado antes al oído no qué cosas en caló\ el burro tenía un paso magnífico, como yo no había visto otro. «Creo que me conviene» digo al fin, y después de examinarlo un rato, saco el dinero y le pago . «Me voy a mi casa» dice el gitano, y desaparece rápi- damente— . «Y yo a mi pueblo» contesto

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yo , y montado en el burro, le digo: Va- monos^ pero el burro se está quieto. En vano le arreo con una varita. «,jQué significa esto?> exclamo ; y me pongo a darle espola- zos. Pero el maldito, apenas siente la pica- dura, al primer corcovo me tira por las orejas en medio del fango. Me pongo en pie y veo al burro contemplándome atentamente, y a la canaille gitana mirándome de través con sus ojos velados. «^Dónde está el tunan- te que me ha vendido esta alhaja?» grito . «Se ha ido a Granada» dice uno . <Se ha ido a ver a su familia de Morería» añade otro . «Le acabo de ver corriendo por el campo en dirección de... perseguido muy de cerca por el diablo» exclama un terce- ro— . En suma, me han robado. Quiero des- hacerme del burro, pero no hay quien lo compre; es un burro caló^ y todos le hu- yen. Al cabo, los gitanos me ofrecen trein- ta reals por él; y después de regatear mu- cho, me doy por contento vendiéndoselo en dos duros. Todo ello es una pura estafa; el burro vuelve a su dueño y la cuadrilla se reparte la ganancia; es una infamia que se evitaría, a mi parecer, con sol© prohibir ha- blar el caló\ porque, ,jqué otra cosa sino las palabras en caló dichas a su oído, pudo in- ducir al jumento a portarse de tan inconce- bible manera?»

Ambos parecían completamente conven- cidos de la exactitud de es^a conclusión, y

LA BIBLIA EN ESPAÑA 185

continuaron fumando hasta consumir los cigarros; entonces se levantaron, se atusa- ron las patillas, nos miraron con fiero des- den, y arrojando ál suelo las puntas de los cigarros, salieron de la habitación a paso largo.

Esta gente no me parece muy amiga de los gitanos ni del lenguaje caló dije a Antonio cuando los dos matones se fueron.

Malos muermos les cojan los hocicos —dijo Antonio . Ya se ve que algunos de los nuestros los han jonjabadoed ^. Sin em- bargo, has hecho mal, hermano, en hablar- me en caló en estdi posada; es lenguaje pro- hibido, porque, como ya te he dicho, el rey ha destruido la ley de los Calés ^. Vamonos de aquí, hermano, antes que esos j'uníuríes ^ nos echen encima a la Justicia.

Al atardecer llegábamos cerca de un pue- blo grande.

Esta es Mérida dijo Antonio , que, según cuentan los busne\ fué antaño una gran ciudad de los corahai ^; pasaremos aqu'' la noche, y quizás dos o tres días, por- que tengo que arieglar algunos asuntos de Egipto. Ahora, hermano, échate a un lado

1 Engañado. Terminación inglesa añadida a la terminación española de la palabra romaniyc;í/'a- bary engañar. Jojana: engaño.

2 El crallis ha nicobado la liri de los Calés.

3 Juntuno: espía. * Los moros.

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del camino con el caballo, y espera junto a esa tapia hasta mi vuelta. Tengo que adelan- tarme para ver cómo están las cosas.

Me apeé del caballo y me senté en una piedra, junto a la pared en ruinas indicada por Antonio. El sol declinaba y el viento era muy sutil; me arropé bien en una capa de gitano, andrajosa y vieja, que Antonio me dio, y como sentía algún cansancio, caí en un sopor que duró casi una hora.

^Es su merced el Caloró de Londres? dijo muy cerca de una voz desconocida.

Me desperté sobresaltado; vi un rostro de mujer casi debajo del ala de mi sombrero. A pesar de la poca luz, observé que sus fac- ciones eran horriblemente feas, casi negras; pertenecían a una gitana vieja, lo menos de setenta años, que se apoyaba en un palo.

^Es su merced el Caloró de Londres? repitió.

Yo soy el que usted busca. ^Y An- tonio?

Curelando, curelando; baribustres cú- relos terela i dijo la vieja—. Venga con- migo. Caloró de mi garlochín 2, venga con- migo a mi ker 3; en seguida llegamos.

Eché por el camino, detrás de la gitana,

1 Negociando, negociando; tiene muchos ne- gocios que hacer.

2 Corazón.

3 O Quer: Casa.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 187

hasta llegar a la ciudad, ruinosa y medio desierta; remontamos una calle, torcimos luego por una callejuela angosta y lóbrega, y, a poco, mi guía abrió la puerta de una casa bastante capaz y muy estropeada.

Entra me dijo.

^Y el gras? pregunté.

Hazle entrar también, chabó ^ mío; en la cuadra, aunque pequeña, hay sitio para el gras.

Atravesamos un vasto patio, y nos de- tuvimos ante una puerta muy ancha.

- Entra, hijo de Egipto dijo la bruja —; entra; esa es la cuadra.

Esto está más negro que la pez dije yo , y es muy a propósito para lo que yo me sé; trae una luz, o no entro.

Dame el solabarri 2 respondió la vie- ja— , y yo encerraré el caballo, chabó de Epipto, y le ataré al pesebre.

Entró con él en la cuadra, y la trajinar en la oscuridad; no tardé en oír rebullirse también al caballo.

Grasti terelamos 3— dijo la gitana, al reaparecer con la brida en la mano . El caballo se ha soltado él solo; a pesar del viaje no se ha resentido. Ahora, Caloró mío, vamos a mi casita.

' Chabó, chabé, chaboró: mozo, joven, individuo.

» Brida.

* Terciar: atar.

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Entramos en la casa, en un aposento muy capaz y tenebroso, donde no había otra luz que el débil resplandor de un brasero, pues- to al fondo, junto ai que se acurrucaban dos bultos oscuros.

Estas son callees ^ dijo la gitana vie- ja— . Una es mi hija; la otra es su chahi ^. Siéntate, Caloró de Londres, y que te oiga- mos el metal de la voz.

Miré en busca de una silla, pero no la había; cerca de mí, empero, descubrí en el suelo el remate de una columna rota; ro- dándolo, lo acerqué al brasero^ y me senté.

Esta caí^a es muy hermosa, madre de los gitanos dije yo, por satisfacer su dese^'> de oírme hablar . Es muy hermosa, pero algo fría y húmeda; por lo grande puede servir de sobra para alojar a los hundu- nares ^.

Hay muchas casas de sobra en estos foros^ muchas casas de sobra en Mériaa,

Caloró de Londres, algunas tal como las de- jaron los corakanós •^. ¡Ah! Qué gran pueblo son ios corakanós. Muchas veces me entran ganas de volver otra vez a su chim.

¡Cómo! Madre dije yo , ^has estado en tierra de moros?

1 Callee, calli, fem. de caló.

2 Muchacha; fem. de chabd.

3 Soldados.

* Corahano: moro; fem. corahani.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 189

Dos veces, Caloró mío, dos veces he estado en la tierra de los Corahai. La prime- ra vez, hace más de cincuenta años; enton- ces estaba yo con los sesé 1, porque mi ma- rido era soldado del Crallis de España, y Oran pertenecía en aquellos tiempos a Es- paña.

Entonces no estuviste con los verda- deros moros, sino con ios españoles que ocupaban una parte de su país.

Estuve con los verdaderos moros, mi Caloró de Londres. ¿Quién conoce a los moros mejor que yo.í* Hace unos cuarenta años estaba yo con mi ro 2, en Ceuta, por- que era soldado del rey, cuando un día me dijo: «Estoy cansado de vivir aquí, que no hay pan, y agua menos aún; he decidido es- caparme y volverme corahanó; esta noche mataré al sargento y huiré al campo moro.>

Hazlo respondí , chahó mío, y en cuanto pueda te seguiré y me haré corahani.

Aquel a misma noche mató a su sargen- to, que cinco años antes le había llamado Caló, y le había maldecido; echó a correr, saltó por la muralla, y sin que le tocaran los tiros que le tiraron, se puso en salvo en la tierra de los corahai. Yo me quedé en el

^ Pl. de seso: español.

2 Ro^ ro7n: marido; un gitano casado. Roma, los maridos, nombre genérico del pueblo gitano, o Romani.

ijo B o R R o W

presidio de Ceuta, de cantinera, vendiendo vino y repañi a los soldados. Dos años pa- saron sin tener noticias de mi ro. Un día entró en mi cachimani ^ un desconocido; iba vestido como un cotahanó^ pero más pare- cía un callardó 2; y, sin embargo, tampoco era un callardó^ a pesar de ser casi negro; según estaba mirándole, pensé que se pare- cía un poco a los del Errate^ y me dijo: *.Zincali ^; chachipé^t *; luego, en una lengua tan rara que apenas le pude entender, me dijo al oído. «Tu marido está esperándote; ven conmigo, hermanita, y te llevaré con él.» «^Dónde está?» pregunté . Y seña- lando hacia el Poniente, dijo: «Está por allá, muy lejos; ven conmigo; tu ro te espera.» Tuve un poco de miedo, pero me acordé de mi marido, y ya deseé verme en la tierra de los corahai; tomé, pues, el poco parné ^ que tenía, eché la llave al cachimani y me fui con el desconocido. En la puerta nos dio el alto el centinela; pero le convidé a repañi^ y nos dejó pasar; en un instante llegamos a la tierra de los corahai. A una legua de la ciudad, al pie de un cerro, encontramos a cuatro personas, hombres y mujeres, tan

^ Taberna.

2 Mulato.

3 Gitanos.

* La verdad.

5 Partió: blanco; parné: moneda de plata. En general: dinero.

LA BIBLIA EN ESPAÑA

191

negros como mi desconocido guía, y se unieron á nosotros, saludándome, y llamán- dome hermanita. Eso fué lo único que en- tendí de toda su habla, que era muy cerra- da. Quitáronme las ropas que llevaba y me dieron otras, con las que me vestí como una corahani; y luego emprendimos la marcha, que duró muchos días, por desiertos y al- deas; más de una vez me pareció encontrar- me entre los del Errate^ porque sus cos- tumbres eran las mismas; los hombres que rían hokkawar con mulos y burros; las mu- jeres decían bají ^. Al cabo llegamos a una ciudad grande, y el hombre negro que me había ido a buscar, dijo; «Entra ahí, herma- nita, y encontrarás a tu ro.-* Me llegué a la puerta, y vi estar dentro un co r a hanó dirmdi- mado; le miré a la cara, y reconocí a mi marido.

Era aquella una ciudad muy extraña, lle- na de gentes que habían sido antes cando- 2, pero renegadas y convertidas en cora- hai. Había allí sesé y laloré ^ y hombres de otras naciones, y entre ellos algunos del Errate de mi mismo país; todos eran sóida- dos del Crallis de los corahai^ y le servían en sus guerras. Mucho tiempo estuve con mi ro en aquella ciudad, yendo a veces con

^ Fortuna. Penar baji: decir la buena ventura.

2 Pl. de Candory: cristiano.

3 Portugueses.

1^2 B O R R O W

él a las guerras; muchas veces le pregunté acerca de los hombres negros que me ha- bían llevado hasta allí, y me dijo que había tenido algunos tratos con ellos, y los creía del Et'rate. En fin, hermano, para no alar gar, a mi marido le mataron en la guerra, delante de una ciudad sitiada por el rey de los corahai^ yo quedé piulí i, y volví a la ciudad de los renegados, como la llamaban, y me gané la vida como pude. Un día, es- tando yo sentada, llorando, se me plantó delante el mismo hombre negro a quien no había vuelto a ver desde el día que me llevó a juntarme con mi r¿>, y me dijo: «Ven con- migo, hermanita, ven conmigo; el ro está muy cerca.» Fui con él, y fuera de la ciu- dad, en el desierto, estaban los mismos hombres y mujeres negros que la otra vez había visto. «^Dónde está mi ro}> pregun- té.— «Aquí está, hermanita dijo el hom- bre negro , aquí está; desde hoy yo soy el ro^ y la romi 2. Ven, y vamonos de aquí, que no faltan quehaceres.»

Me marché con él, y fué mi r¿?, y vivimos por los desiertos y hokkawared y choried, y dije bají; yo pensaba: «Esto me gusta; se guramente estoy entre los del Errate^ en un país mejor que el mío.» Muchas veces les pregunté si eran del Errate^ y se reían, di-

1 Viuda.

2 Gitana casada.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 193

ciéndome que muy bien podía ser por- que no eran corakai; pero nunca me dieron más clara cuenta de sí.

Bueno; esto duró unos cuantos años, y tuve del hombre negro tres chai ^; dos, mu- rieron; pero la más joven, vive; es la Calli que estás viendo al lado del brasero. Así vivíamos errantes, y choried^ y decíamos bají. Ocurrió que una vez, en tiempo de in- vierno, nuestra pandilla intentó atravesar un río muy ancho y muy profundo, como mu- chos otros que hay en Chim del Corahai^ y el bote volcó con la rapidez de la corriente, y todos se ahogaron menos yo y mi chabi, a quien llevaba en el seno. Ya no me que- daba ningún amigo entre los corahai; fui errante por los despoblados^ implorando y llorando hasta quedarme casi lili 2. De este modo llegué a la costa; allí hice amistad con el capitán de un barco, y volví a esta tierra de España. Ahora que estoy aquí, deseo muchas veces volver a vivir con los corahai.^*

Al llegar aquí, rompió a reír a carcajadas, y así estuvo un rato largo; cuando se cansó, les llegó el turno de reír a su hija y a su nieta; y tanto rieron, que las tuve a todas por locas.

Horas y horas fueron pasando, y aun es- tábamos acurrucados junto al brasero^ del

^ Pl. irreg. de chabó.

2 Fem. de liló: tonto, loco.

13

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que todo calor había volado mucho tiempo hacía; el leve fulgor que iluminaba el apo- sento también desapareció; sólo quedaba en el brasero un rescoldo moribundo. La habitación estaba en las más densas tinie- blas; las tres mujeres permanecían inmóviles y en silencio; sentí un escalofrío, y empecé a encontrarme a disgusto.

^Vendrá aquí Antonio esta noche? pregunté al fin.

No tenga usted cuidao^ mi Caloró de Londres dijo la gitana vieja con tono de- sabrido— . Pepindorio ^ ha estado aquí al- guna vez.

Ya iba a levantarme, con intención de huir de la casa, cuando sentí posarse una mano en mi hombro, y la voa de Anto* nio, que decía:

No te asustes, hermano; soy yo. Pron- to traerán luz, y cenaremos.

La cena fué bastante frugal: pan, queso y aceitunas; Antonio, empero, sacó una bota de excelente vino. Despachamos los man- jares a la luz de una lámpara de barro pues- ta en el suelo.

Ahora dijo Antonio a la más joven de las tres mujeres tráeme eX pajandi ^^ que voy a cantar una gachapla ^

^ Antonio. ' Guitarra. Copla.

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LA BIBLIA EN ESPAÑA

195

La muchacha trajo la guitarra, y el gita- no, después de templarla con cierto trabajo, rascó vigorosamente las cuerdas y se puso a cantar;

Gitano, ¿por qué vas preso? Señor, por cosa ninguna: Porque he cogió un rama Y etrás se bino una muía.

Caminito de Antequera Preso llevan a un gitano. Porque se encontró una capa Antes de perderla el amo.

El canto y la música duraron mucho tiem- po. Las dos mujeres jóvenes no se cansaban de bailar, mientras la vieja hacía a veces restallar sus dedos o medía el compás gol- peando en el suelo con el palo. Al fin, An- tonio, soltó bruscamente la guitarra, y dijo:

Veo que el Caloró de Londres está cansado; basta, basta; mañana continuare- mos. Ahora vamonos al charipé ^.

Con muchísimo gusto dije yo . ^Dónde vamos a dormir?

En la cuadra, en el pesebre. Aunque en la cuadra haga frío, estaremos bastante abrigados en el bufa 2. *

* Borrow se detuvo en Mérida por la boda gitana descrita en The Zincali. (Knapp).

* Cama.

* Pesebre.

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que todo calor había volado mucho tiempo hacía; el leve fulgor que iluminaba el apo- sento también desapareció; sólo quedaba en el brasero un rescoldo moribundo. La habitación estaba en las más densas tinie- blas; las tres mujeres permanecían inmóviles y en silencio; sentí un escalofrío, y empecé a encontrarme a disgusto.

^Vendrá aquí Antonio esta noche? pregunté al fin.

No tenga usted cuidao^ mi Caloró de Londres dijo la gitana vieja con tono de- sabrido— . Pepindorio ^ ha estado aquí al- guna vez.

Ya iba a levantarme, con intención de huir de la casa, cuando sentí posarse una mano en mi hombro, y la voa de Anto* nio, que decía:

No te asustes, hermano; soy yo. Pron- to traerán luz, y cenaremos.

La cena fué bastante frugal: pan, queso y aceitunas; Antonio, empero, sacó una bota de excelente vino. Despachamos los man- jares a la luz de una lámpara de barro pues- ta en el suelo.

Ahora dijo Antonio a la más joven de las tres mujeres tráeme el pajandi ^^ que voy a cantar una gachapla ^

^ Antonio. ' Guitarra. Copla.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 195

La muchacha trajo la guitarra, y el gita- no, después de templarla con cierto trabajo, rascó vigorosamente las cuerdas y se puso a cantar;

Gitano, ipor qué vas preso? Señor, por cosa ninguna: Porque he cogió un rama Y etrás se bino una muía.

Caminito de Antequera Preso llevan a un gitano. Porque se encontró una capa Antes de perderla el amo.

El canto y la música duraron mucho tiem- po. Las dos mujeres jóvenes no se cansaban de bailar, mientras la vieja hacía a veces restallar sus dedos o medía el compás gol- peando en el suelo con el palo. Al fin, An- tonio, soltó bruscamente la guitarra, y dijo:

Veo que el Caloró de Londres está cansado; basta, basta; mañana continuare- mos. Ahora vamonos al charipé ^.

Con muchísimo gusto dije yo . ¿Dónde vamos a dormir?

En la cuadra, en el pesebre. Aunque en la cuadra haga frío, estaremos bastante abrigados en el bufa 2. *

* Borrow se detuvo en Mérida por la boda gitana descrita en Th& Zincali. (Knapp).

* Cama.

* Pesebre.

CAPÍTULO X

La nieta de la gitana. —Proyecto matrimonial. El alguacil. El ataque. Trote largo. Llegada a Trujillo. Noche de lluvia. La selva. El vi- vac.— ¡Levántate y anda! Jaraicejo. El Na- cional.— El caballero Balmerson. Entre jara- les.— Una conversación seria. ¿Qué es la ver- dad?— Noticia inesperada.

TRES días estuvimos en casa de las gitanas. Todas las mañanas, muy temprano, Antonio se marchaba, montado en el ma- cho, y volvía ya muy entrada la noche. La casa era grande y estaba ruinosa; la única parte habitable, además de la cuadra, era aquella especie de zaguán donde cenamos, y en el que dormían las gitanas, en unos felpudos y colchonetas puestos en un rin- cón. Una mañana, cuando Antonio ensilla- ba el macho y se disponía a partir, supuse yo, por los negocios de Egipto, le dije:

Esta casa es muy extraña, y no lo es menos la gente que vive en ella. La gitana abuela tiene todo el aspecto de una sowanee^.

1 Hechicera.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 197

¿Cómo el aspecto? exclamó Anto- nio— . ¿Pues acaso no lo es? Más cosas ocultas y más palabras misteriosas sabe que todo el Errate de aquí y de Cataluña. Ha vivido en tierra de moros, y sabe hacer más draos 1, venenos y filtros que ninguna persona viviente. Una vez hizo una especie de pasta, y me convenció de que la proba- ra; poco después sentí como si el alma se me separase del cuerpo, y estuve una noche entera vagando por montes y selvas horri- bles, entre monstruos y duendes. En la tierra de los corahai aprendió muchas cosas que ya quisiera yo saber.

¿Hace mucho tiempo que la conoces? Estás en esta casa como en la tuya.

¿Que si la conozco? Mi hermano se casó con la hija, la Callí negra, de quien tuvo esa chabí hace diez y seis años, poco antes de ser ahorcado por los busné.

Por la tarde, hallándome sentado en el zaguán con la gitana vieja, mientras las dos Callees andaban por la ciudad y sus cerca- nías diciendo la buenaventura, su principal ocupación, me dijo la vieja:

¿Estás casado, mi caloró de Londres? ¿Eres un ró}

Yo: ¿Por qué me lo preguntas, o Dai de los Calés? 2.

í Venenos.

2

Oh madre de los gitanos!

igS B O R R O W

La gitana vieja: Porque ya es tiempo de que la chabí pierda su lacha ^ y tenga un ró. Lo mejor que puedes hacer es tomarla por romi^ mi caloró de Londres.

Yo: Soy extranjero en estas tierras, oh madre de los gitanos, y apenas puedo ganar para mí, menos aun para una romí.

La gitana: No necesita que nadie la man- tenga, mi caloró de Londres; siempre que quiera puede ganar para ella y su ró. Sabe hokkawar^ decir hají, y pocos la igualan en robar a paste sas 2. Una vez en Madrilati^ adonde, según me han dicho, vas tú, ganaría mucho dinero; debes llevarla allá, porque en estos foros está nahi ^, no se puede ganar nada; pero en los foros baró ^ sería otra cosa: iría vestida de lachipe ^ y sonacai ^, y tendrías un buen gra negro para montar; después de ganar mucho dinero podríais volver aquí y vivir como Crallis y todo el Errate de Ckim del Manró^ doblaría ante vosotros la cabeza. ^Qué dices, mi caloró de Londres, qué dices de este plan?

Yo: Me parece muy acertado, madre; al menos, no faltarán gentes que lo encuentren tal; pero yo soy de otro ckim^ ya lo sabes,

1 Doncellez.

* Con las manos. 8 Perdida?

* Grande. " Seda.

« Oro.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 199

y no me siento inclinado a pasar toda mi vida en este país.

La gitana'. Entonces vuelve a tu tierra, Caloró mío, la chabí puede cruzar el paíií ^, ^No puede hacer negocio en Londres con los otros Caloré} ^ por qué no os vais a la tie- rra de los Corahai? En tal caso, yo os acom- pañaba; yo y mi hija, la madre de la chabí.

Yo: ¿Y qué íbamos a hacer en la tierra de los Corahai} Creo que es un país pobre y salvaje.

La gitana: ¡El Caloró á^ Londres me pre- gunta lo qu=i íbamos a hacer en la tierra de los Corahai! ¡Aromalil 2. Empiezo a creer que estoy hab ando con un lilipeyídi ^. ^'Es que no hay allí caballos para chore} Sí, los hay, y mejores que los de esta tierra, y asnos y muías. En la tierra de los Corahai puedes hokkawar y chore tanto como aquí o en tu tierra, o no eres Caloró. ^No podéis uniros a la gente negra que vive en los des- poblados? Sí que podéis, y muy contentos que se pondrían teniendo con ellos unos Errate de España y de Londres. Tengo se- tenta años, pero no quiero morirme en este Chim^ sino allá lejos, donde duermen mis dos roms. Llévate a la chabí a Madrilati a ganar el parne\ y cuando lo hayáis ganado,

* Agua.

* Verdaderamente. ' Simple.

20O B O R R O W

vuelve aquí y daremos un banquete a todos los Busné de Mérida y les echaré drao en la comida y reventarán como perros... En cuanto hayan comido, los dejaremos, para ir a la tierra del Moro, mi Caloró de Lon- dres.

Durante todo el tiempo que estuve en Mérida, no me moví de casa de las gitanas, ateniéndome al parecer de Antonio, que me aconsejó esa conducta como la más conve- niente. El tiempo se me hacía un poco pe- sado, pues mi única diversión era conversar con las mujeres, y con Antonio cuando vol- vía por la noche. En estas tertulias^ la abuela era la oradora principal, y me llenaba de asombro narrándome maravillosas historias de la tierra del moro, fugas de presidio, robos y una o dos aventuras de envenena- miento, en las que se había visto complica- da, según me dijo, en su primera juventud.

Había, a veces, en sus ademanes y moda- les algo muy singular; en más de una oca- sión observé que, en lo más animado de su charla, se callaba de pronto, quedábase mi- rando fijamente al espacio, y extendía las manos como si quisiera rechazar a un ser invisible; girábanle horriblemente los ojos en las órbitas, y una vez cayó de espaldas, con fuertes convulsiones, sin que su hija y su nieta hicieran gran caso de ello, limitán- dose a decir que estaba lili y que pronto volvería en su acuerdo.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 201

Al anochecer del tercer día, cuando las tres mujeres y yo estábamos sentados en torno del brasero conversando según cos- tumbre, entró en la habitación un tipo de miserable aspecto, envuelto en una capa mugrienta. Fué derecho al sitio donde está- bamos, sacó un cigarro de papel, lo encen- dió en las ascuas, y, después de tirarle un par de chupadas, me miró, y dijo:

Carracho^ ¿quién es este nuevo com- pañero?

En el acto comprendí que el recién llega- do no era gitano; las mujeres no dijeron nada, pero a la abuela rezongar como un gato viejo cuando le incomodan. El indivi- duo repitió:

Carracho^ ^cómo ha venido aquí este compañero?

No le pénela chi^ min chahoró me dijo en voz baja la Callee negra ; sin un balicho de los ckineles ^. Y, volviéndose al pregun- tante, continuó en voz alta: Es uno de los nuestros que viene con matute de Portugal y a ver a sus hermanos de aquí.

Entonces me dará algo de tabaco respondió el individuo . Supongo que ha- brá traído.

No tiene tabaco dijo la Callee ne- gra— . No ha traído más que hierro viejo. El

' No le digas nada, mozo mío; es un perro alguacil.

202 B O R R O W

único tabaco que hay en casa es este ciga- rro; tómalo, te lo fumas, y te vas.

Al decir esto, se sacó un cigarro del za- pato y se lo ofreció al alguazil,

No me voy dijo éste guardándose el cigarro . Tenéis que darme algo mejor. Hace ya tres meses que no me dais nada. El último regalo fué un pañuelo inservible; por tanto, o me dais algo que sea bueno, o vais todos a la cárcel.

¡El Busnó quiere prendernos! dijo la Callee negra . ¡Ja, ja, ja!

¡El Chinel quiere prendernos! dijo con fisga la más joven . ¡Je, je, jel

¡El Bengui ^ quiere llevarnos al esíari- peí! 2 refunfuñó la abuela . ¡Jo, jo, jo!

Las tres mujeres se levantaron y dieron muy despacio una vuelta en torno del algua- cil, mirándole fijamente a la cara; el hom- bre pareció muy asustado, y pensó en la fuga. De pronto, las dos más jóvenes le agarraron por las manos, y mientras él for- cejeaba para soltarse, la vieja le decía:

Necesitas tabaco, kijo^ y vienes a casa de los gitanos para asustar a las Callees y al Caloró forastero, que no tienen más plako 2; la verdad, hijo, no podemos darte tabaco, y lo siento mucho; pero, en cam-

í Beng; Bengui: el diablo. * Cárcel. 3 Tabaco.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 203

bio, tenemos polvo abundante a tu servicio, Al decir esto, se metió la mano en un bol sillo, y, sacando un puñado de una especie de polvo de tabaco, se lo arrojó a los ojos al alguacil; pateaba éste y bramaba, pero las dos Callees le sujetaban fuertemente. Al fin, consiguió soltarse, y trató de desenvainar un cuchillo que llevaba en la faja; pero las hembras jóvenes se arrojaron sobre él como furias, mientras la vieja le sacudía con el palo en la cara; pronto cedió de buen grado el campo, y se retiró abandonando el som- brero y la capa, que la chahi recogió y tiró a la calle detrás de él.

Este es un mal asunto dije yo . El tipo ese irá, naturalmente, a buscar a los demás de \2. justicia, y vendrán para meter- nos en el estaripel.

_ -^Cal dijo la Callee negra mordiéndose la uña del dedo pulgar . Tiene más moti- vos para temernos que nosotras a él. Pode- mos mandarle a la filimicha, y, sobre todo, tenemos aquí amigos, muchos, muchos.

murmuró la vieja . Las hijas del baji tienen amigos, mi Caloró de Londres, entre los Busné, barihutre, haribú ^.

Ninguna otra cosa digna de mención me ocurrió en la casa de los gitanos. Al día si- guiente, Antonio y yo cabalgamos de nue- vo. Lo menos recorrimos trece leguas antes

í Mucho, abundante.

204 B o E R o W

de llegar a la venta^ donde dormimos. Al otro día madrugamos mucho, porque, según dijo Antonio, teníamos que hacer una jor- nada muy larga. «¿Adonde vamos hoy.f* pregunté «A Trujlllo.»

Cuando el sol salió, tristemente, entre nu- bes que amenazaban lluvia, nos hallábamos en las inmediaciones de una cadena de mon- tañas que corría a nuestra izquierda, llama- da, según me dijo Antonio, Sierra de San Selvan. El camino atravesaba vastas llanu- ras, donde crecían arbustos raquíticos. De vez en cuando veíamos alguna triste aldea, con su iglesia antigua y destrozada. Casi todo el día estuvo lloviznando; el polvo de los caminos se hizo barro, y nuestra marcha fué más penosa. Al atardecer sa- limos a un yermo sembrado de enormes peñas y pedruscos. El sitio era muy agreste. A cierta distancia se elevaba ante nosotros una colina de forma cónica, muy escabrosa, que parecía ser ni más ni menos que un gi- gantesco rimero de piedras de igual clase que las esparcidas por el yermo. La lluvia cesó, pero un viento muy fuerte se a'zó ge- mebundo a nuestra espalda. Mucho trabajo me había costado durante todo el viaje marchar al mismo compás que la muía de Antonio; mi caballo era de paso lento, y no descubrí ni el menor vestigio del genio que, según el gitano, dormitaba en él. Al llegar a un sitio bastante despejado, dije:

LA BIBLIA EN ESPAÑA 205

Voy a probar si este caballo tiene al- guna de las cualidades que me has dicho.

—Está bien— contestó Antonio—; y, arrean- do a la muía, rápidamente me dejó atrás.

Tiré del freno al caballo, por buscarle el genio, y el animal se detuvo, se puso de manos, y se negó a seguir adelante. «Suél- tale las riendas y tócale con el látigo»— me gritó Antonio . Así lo hice, y en el acto el caballo salió al trote, que paulatinamente fué aumentando en rapidez hasta convertir- se en un frenético trote largo; sus remos re- cobraron toda su agilidad, y meneaba las manos de un modo maravilloso. La muía de Antonio, de genio y ligera, trató de seguir- le por un momento; pero, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó muy atrás. Aquel tremendo trote duraba ya una milla, cuan- do el caballo, entrando cada vez más en ca- lor, salió de pronto al galope. ¡Vival Co- rríamos más impetuosos y ciegos que una liebre; iba el caballo, literalmente, ventre a terre^ y me costó mucho trabajo guiarle en- tre los pedruscos, contra los que nos hubié- ramos hecho pedazos los dos si llega a dar un tropezón en su furiosa carrera.

Así me llevó hasta el pie del cerro, donde aguardé a que el gitano me alcanzara. Deja- mos a nuestra derecha el cerro, que parecía inaccesible, y pasamos por una aldehuela mísera. Se puso el sol; la noche nos envol- vió en tinieblas, pero nosotros continuamos

206 B o R R o W

la marcha casi tres horas más, hasta que oímos ladrar perros y percibimos dos o tres luces a lo lejos.

Este es Trujillo dijo Antonio, que llevaba largo rato sin hablar.

Me alegro mucho contesté . Estoy muy cansado y dormiré bien en Trujillo.

Eso será si podemos dijo el gitano, avivando el paso de la muía.

No tardamos en entrar en la ciudad, muy triste y oscura. Sin saber adonde íbamos, seguí los pasos del gitano, que me guió por calles y plazas lóbregas, donde maullaban los gatos. «Esta es la casa» dijo al fin, apeándose ante una humilde choza .Llamó, y no le contestaron; volvió a llamar, y tam- poco hubo respuesta; sacudió la puerta, y trató de abrirla, pero estaba cerrada con llave y bien atrancada. *(~\Caratnbal excla- mó— . No están; ya me lo temía yo. ^Qué vamos a hacer ahora?»

En eso no hay gran dificultad. Si tus amigos no están, vamonos a la posada.

No sabes lo que dices replicó el gi- tano— . Yo no me atrevo a ir a la mesuna ^ ni a entrar en más casa de Trujillo que ésta. Bueno, no hay remedio, seguiremos el viaje, y, entre nosotros, cuanto antes mejor; a mi planoró 2 le ahorcaron en Trujillo».

^ Posada.

2 Plan, Planoró, Pial: Hermamo, camarada

LA BIBLIA EN ESPAÑA 207

Echó yesca^ encendió un cigarro, montó en la muía, y anduvimos por calles y calle- juelas tan tristes como las que ya habíamos atravesado, no tardando en vernos de nuevo fuera de poblado.

No me hizo mucha gracia la resolución del gitano, lo confieso; tenía yo muy poca gana de marcharme de Trujillo y aventurar- me por sitios desconocidos, de noche, con lluvia y niebla, porque el viento se había echado y el agua caía otra vez con fuerza. Estaba, sobre todo, cansadísimo, y lo que más me apetecía era tumbarme en un abri- gado pesebre y entregarme al sueño arru- llado por el agradable rumor de caballos y muías comiéndose el pienso. Pero, como viajero experimentado, me guardé muy bien de disputar con mi guía en tales circunstan cias, y una vez que me había puesto en sus manos, le seguí sin replicar, pegado a la grupa de su cabalgadura, alumbrados tan sólo por el fulgor del cigarro del gitano; cuando Antonio escupió la colilla en un lo- dazal, quedamos en profundas tinieblas.

Mucho tiempo caminamos de ese modo: el gitano, en silencio; yo, callado; y la lluvia, cada vez más densa. Algunas veces me pa- recía oír gritos lúgubres, algo así como el silbido de la lechuza. «Hace una noche poco a propósito para andar por el campo» dije por fin a Antonio . «Así es, hermano me contestó . Pero prefiero andar por es-

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tos sitios en noches como ésta a verme en el estaripel de Trujillo».

Otra legua por lo menos llevaríamos an- dada cuando me pareció que debíamos de estar cerca de un bosque i, porque de vez en cuando distinguía grandes troncos de árbo- les. Súbitamente, Antonio detuvo la muía. «Hermano me dijo , mira hacia la iz- quierda y dime si ves una luz; tus ojos ven más que los míos.» Hice como me orde- naba, y, al pronto, nada vi; pero, adelan- tándome un poco, percibí claramente a cierta distancia entre los árboles un fuerte resplandor. «Lo que veo no puede ser una luz dije , sino la llama de una hoguera.» «Es lo más probable» respondió Anto- nio— . «Por aquí no hay queres ^\ se trata, sin duda, de una hoguera encendida por durotunes ^. Vamos a buscarlos, porque, como dices tú, es lastimoso andar de noche con lluvia y lodo.»

Nos apeamos, entrándonos por el bosque, guiando con cuidado a las caballerías por entre los árboles y matorrales. A los cinco minutos llegamos a una plazoleta, en la que, en el lado opuesto al de nuestra llegada, ardía una hoguera, y en pie, o sentadas junto a ella, estaban dos o tres personas; nos ha-

1 Estaba en Las Gamas, cerca de Carrascal. (Knapp).

2 Pueblos. 5 Pastores.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 209

bían oído acercarnos, y una de ellas gritó: M.^Quien vive}-^ «Yo conozco esa voz» dijo Antonio ; y, dejándome allí con el caballo, avanzó rápidamente hacia la hoguera. Al instante un ¡hola! y una risotada, y, poco después, la voz de Antonio llamándome. Me acerqué a la hoguera, y encontré a dos mozos muy atezados y una mujer, como de cuarenta años, aun más negruzca, sentada en las mantas y enjalmas de las muías. Vi tam- bién un caballo y dos burros atados a los árboles. Aquello era, en efecto, un vivac gi- tano... «Adelante, hermano, y déjate ver» me dijo Antonio . Estás entre amigos. Es- tos son del Errate,\os que yo buscaba enTru- jillo, y en cuya casa hubiéramos dormido.»

^Y por qué r2Li6n se han marchado de Trujillo y se han venido al monte a pasar una noche como esta?

Por los asuntos de Egipto, hermano; no lo dudes replicó Antonio . Y esos asuntos no nos importan; ¡calla [la] boca! Ha sido una suerte que los encontremos aquí, porque en otro caso no hubiéramos tenido cena nosotros ni pienso los caballos.

Mi está preso en un pueblo que hay ahí dijo la mujer, señalando con la mano en una dirección determinada . Está preso por choring una maílla 1. Hemos venido a ver qué podemos hacer por él; ^y dónde íba-

* Maílla, burra.

14

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mos a alojarnos mejor que en el monte, que no se paga nada? Me figuro que no será la primera vez que el Caloré ha dormido al pie de un árbol.

Uno de los muchachos trajo cebada para las caballerías en un talego, que colgamos sucesivamente de la cabeza del caballo y de la muía; en él metieron el hocico los pobres animales, y los dejamos regalarse hasta que nos pareció que habían saciado el hambre. Arrimado a la lumbre borbotaba un puche- ro^ medio lleno de \.oz\tíq^ garbanzos y otras sustancias; vaciáronlo en una escudilla de madera, y Antonio y yo cenamos. Los otros gitanos se negaron a acompañarnos, dándo- nos a entender que habían comido antes que llegásemos; pero hicieron cumplido ho- nor a la bota de Antonio, que tuvo la pre- caución de llenarla antes de salir de Mé- rida.

Estaba yo a tales horas completamente rendido de cansancio y de sueño. Antonio me arrojó una inmensa manta de caballo que llevaba, con otras varias, debajo del al- bardón de la muía; me arropé bien, y me eché en el suelo, con la cabeza apoyada en un lío de ropa, y los pies todo lo cerca que pude ponerlos de la lumbre.

Antonio y los otros gitanos se quedaron sentados y hablando alrededor de la hogue- ra. Escuché un poco; pero no los entendía bien, y lo que entendía no me importaba.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 211

La llovizna continuaba; pero no hice gran caso de ello, y no tardé en dormirme.

Estaba saliendo el sol cuando me desper- té. Me costó bastante trabajo ponerme en pie; tenía los miembros entumecidos, y la cabeza cubierta de escarcha; durante la no- che había cesado de llover, y la helada era bastante fuerte. Miré en torro, y no vi a Antonio ni a los otros gitanos. Las caballe- rías de estos últimos habían desaparecido, y también el caballo que montaba yo; pero la muía de Antonio permanecía aún atada al árbol. Esta circunstancia disipó ciertos te- mores que empezaban a surgir en mi áni- mo. «Se habrán ido a los asuntos de Egip- to— me dije , y no tardarán en volver.» Recogí como pude los rescoldos de la ho- guera, y, amontonando un poco de leña, pronto se alzó viva llama, a la que arrimé el puchero con los restos de la cena de la no- che pasada. Mucho tiempo estuve esperando a que volviesen mis compañeros; pero como no asomaban por parte alguna, me senté y me puse a comer. No había terminado, cuan- do oí el ruido de un caballo que se acercaba rápidamente, y, un momento después, apa- reció Antonio entre los árboles dando muestras de agitación. Se tiró del caballo, y al instante se puso a desatar la muía. «¡Monta, hermano, montab dijo mostrán- dome el caballo . «Iba con la Callee y los chabés al pueblo donde su está preso;

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pero el chinobaró ^ los ha cogido, con las caballerías, y me hubiera echado mano a también; pero metí espuelas üígrasti^ le sol- té las riendas y escapé. Monta, hermano, monta, o en un abrir y cerrar de ojos ten- dremos aquí a toda la canaille rústica.»

Hice como me ordenaba; en seguida sali- mos al camino del día anterior, y corrimos por él a toda prisa; el caballo sacó su trote más veloz, y la muía, con Jas orejas tiesas, galopaba intrépidamente a su lado.

(jQué pueblo es aquel que hay allí? pregunté señalando a un cerro, cuando llevá- bamos una hora de camino, y al disponernos a entrar en un valle profundo.

Es Jaraicejo dijo Antonio . Un sitio que ha sido siempre malo para la gente Caló,

Pues, si es malo, supongo que no pasa- remos por él.

No tenemos más remedio que pasar, por varias razones: primera, porque el cami- no atraviesa Jaraicejo; y segunda, porque recesitamos comprar provisiones para noso- tros y las bestias; al otro lado de Jaraicejo hay un despoblado donde no encontraría- mos nada.

Cruzamos el valle, subimos el cerro, y, cuando estábamos cerca del pueblo, el gita- no dijo:

Hermano, lo mejor es pasar por el pue-

1 Una autoridad. *-

LA BIBLIA EN ESPAÑA 213

blo separados. Yo iré delante; sigúeme poco a poco, y, una vez en Jaraicejo, compras pan y cebada; no tienes nada que temer. En el despoblado te espero.

Sin aguardar mi respuesta arrancó presu- roso, y no tardé en perderle de vista. Seguí mi camino muy despacio, y entré en el pue- blo, asaz viejo y ruinoso; apenas tenía más que una calle, y al avanzar por ella, vino a corriendo un hombre con una sucia gorra de cuartel en la cabeza y un fusil en la mano.

^Quién es usted?- -me dijo en tono algo desapacible . ^De dónde viene usted?

Vengo de Badajoz y Trujülo respon- dí— . ^Por qué me lo pregunta usted?

Soy de la guardia nacional contestó el hombre , y estoy encargado de vigilar a los forasteros; me han dicho que un gita- no acaba de pasar a caballo por el pueblo; su suerte ha sido que en aquel momento ha- bía entrado yo en mi casa. ^Viene usted con él?

¿Tengo yo aspecto de viajar en compa- ñía de gitanos?

El nacional me miró de pies a cabeza, y luego me clavó los ojos en el rostro, con una expresión que parecía querer decir: «Sí, señor; bastante.» Realmente, mi atavío no era muy a propósito para disponer a la gente en mi favor. Llevaba un sombrero andaluz muy viejo, que, por su estado, parecía como si le hubiesen pisoteado; una capa mugrienta,

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que acaso había servido a doce generacio- nes, me cubría el cuerpo; lo demás de mi atueiido no era de mejor calidad, y todo lo que de él parecía estaba manchado de barro, y de barro llevaba también salpicado el ros- tro, sombreado además por una barba de ocho días.

¿Tiene usted pasaporte? me preguntó al fin el nacional.

Recordé haber leído que el mejor modo de conquistar la voluntad de un español es tratarle con ceremoniosa cortesía. Eché, pues, pie a tierra, y, quitándome el som- brero, hice una profunda reverencia al sol- dado constitucional, diciéndole:

Señor nacional^ ha de saber usted que yo soy un caballero inglés que viaja por su gusto. Tengo pasaporte, y, en cuanto usted lo examine^ verá que se halla perfectamenle en regla; está expedido por el gran Lord Palmerston, ministro de Inglaterra, de quien naturalmente habrá usted oído hablar; al pie del pasaporte está su firma manuscrita; véala y regocíjese, porque acaso no vuel- va a presentársele a usted otra ocasión de verla. Como yo tengo ilimitada confianza en el honor de todos los caballeros, dejaré el pasaporte en manos de usted mientras voy a comer a la posada. Cuando le haya usted revisado, será usted seguramente tan ama- ble que vaya a devolvérmelo. Caballero, beso a usted la mano.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 215

Le hice una nueva reverencia, que él me pagó con otra más profunda todavía, y, mientras miraba tan pronto al pasaporte como a mi persona, me fui a la posada^ guiado por un mendigo que hallé al paso.

Di un pienso al caballo y me proveí de pan y de cebada, como el gitano me aconsejó; compré también tres hermosas perdices a un cazador que estaba bebiendo vino en X^l posada. Quedó muy contento con el precio que le pagué, y me invitó a tomar una copita; acepté, y hablando estábamos, sentados a la mesa, cuando llegó el nacional con mi pasaporte en la mano, sentándose a nuestro lado.

Nacional: ¡Caballero! Le devuelvo a us- ted el pasaporte; está completamente en re- gla. Me alegro mucho de haberle conocido, y espero que me dará usted ciertas noticias acerca de la guerra.

Yo: Tendré mucho gusto en dar a un caballero tan cortés y tan honrado como us ted todas las noticias que sepa.

Nacional: ^Qué hace Inglaterra? ^Va, al fin, a prestar ayuda a mi país? Si ella quisie- ra, podía acabar la guerra en tres meses.

Yo: No se preocupe, señor nacional. La guerra se acabará, sin duda ninguna. ¿Ha oído usted hablar de la legión inglesa que milord Palmerston ha enviado a España? Pues deje usted el asunto en sus manos, y no tardará en ver los resultados.

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Nacional: Me parece a que ese Caha' llero Balmerson debe de ser un hombre muy cabal.

Yo: Eso no tiene duda.

Nacional: He oído decir que es un gran general.

Yo: Tampoco eso tiene duda. En algunas cosas ni Napoleón ni El Serrador pueden medirse con él. Es mucho hombre.

Nacional: Me agrada oírlo. ^Vendrá a mandar la legión en persona?

Yo: Creo que no; pero ha enviado para mandarla a un amigo suyo que pasa por ser casi tan versado en cosas militares como él.

Nacional'. Mucho me complace oírlo. Veo que la guerra acabará pronto. Caballero.^ le agradezco su cortesía y las noticias que me ha dado. Le deseo un viaje feliz. Confieso que me sorprende ver a un caballero de su país de usted viajar solo y de esa manera por estas regiones. Los caminos están muy poco seguros, y han ocurrido, no hace mu- cho, varios accidentes y más de dos muer- tes en las cercanías. El despoblado tiene ma- lísima fama; vaya usted prevenido, Caballe- ro Siento que el gitano ese haya podido pasar; si se le encuentra usted, al menor gesto sospechoso pegúele un tiro o atravié- sele sin vacilar; es un ladrón muy conocido, contrabandista y asesino; más muertes ha hecho que dedos tiene en las manos. Caba- llero^ si usted me lo permite, le proporcio-

LA BIBLIA EN ESPAÑA 217

naremos una escolta hasta la bajada del puerto. ^No quiere usted? Entonces, ¡adiósl Un momento: antes de marcharme, deseo ver de nuevo la firma del Caballero Bal- merson.

Otra vez le mostré la firma, que estuvo contemplando con profunda reverencia, y hasta le hizo un rápido saludo con la gorra. Después, nos dimos un abrazo y nos sepa- ramos.

Monté a caballo y guié hacia el despobla- do, marchando, al principio, muy despacio. Pero, en cuanto me vi en el campo, puse el caballo al trote largo, y, durante cierto tiem- po, anduve con tremendo compás, esperan- do alcanzar al gitano de un momento a otro; sin embargo, no le veía por ninguna parte, ni me encontré a un solo ser humano. El camino, angosto y arenoso, serpenteaba entre las espesas retamas y chaparros que cubrían el despoblado^ tan altos, a veces, como un hombre. Al fondo, en la dirección que yo llevaba, había un cerro alto y desnu- do. El despoblado tenía lo menos tres le guas; lo atravesé casi todo, acercándome ya al pie del cerro, y, cuando empezaba a sen- tirme muy intranquilo, pensando que acaso me había dejado atrás al gitano, metido en- tre los chaparros, súbitamente un ¡Hola! muy conocido, y vi aparecer en medio de unas matas de retama una cabeza ruda y ate- zada, y unos ojos que me miraban con fijeza.

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Mucho has tardado, hermano me dijo . Casi he creído que me habías enga- ñado.

Me rogó que me apease, y llevó el caba- llo detrás de un espesar, donde estaba la muía atada a una estaquilla. Entregué a An- tonio el pan y la cebada, y le referí lo suce- dido con el nacional.

Quisiera tenerle aquí exclamó el gita- no al oír los epítetos que el otro le había prodigado para que mi chulí ^ y su carió ^ se conociesen mejor.

^Y qué haces aquí, en este desierto, en- tre estas matas?

Estoy esperando un emisario que ha de venir de muy lejos, y hasta que pase no puedo seguir adelante ni retroceder. Es- toy aquí por los asuntos de Egipto, her- mano.

Como esta era la expresión que invaria- blemente empleaba para esquivar mis pre- guntas, guardé silencio. Dimos pienso a los animales, y luego hicimos nosotros una fru- gal colación de pan y vino.

¿"Por qué no guisamos esas perdices? pregunté . Aquí hay de sobra con qué en- cender lumbre.

El humo podría descubrirnos, herma- no— dijo Antonio . Me interesa estar es-

^ Cuchillo. 2 Corazón.

LA BIBLIA EN ESPAÑA 219

condido aquí hasta que llegue el emisario.

Era ya muy entrada la tarde. El gitano, echado detrás de un matorral, se levantaba a veces para mirar afanosamente a la colina que teníamos delante; al cabo, lanzando una exclamación de contrariedad y de impacien- cia, se dejó caer al suelo, y en él estuvo ten- dido mucho rato, absorto, al parecer, en sus reflexiones; por último, levantó la cabeza y me miró a la cara.

Antonio: Hermano, no puedo adivinar los asuntos que te traen a esta tierra.

Yo: Quizás los mismos que te traen a este despoblado; asuntos de Egipto.

Antonio: No tal, hermano. Es verdad que hablas la lengua de Egipto; pero ni tus ma- neras ni tus palabras son las de un Calo ni de un Biisné.

Yo: ^No me oíste hablar en \q^ foros acer- ca de Dios y Tebleque? ^ He venido a tierras de España para explicar la palabra divina a los Cales y a los gentiles.

Antonio: ^Y quién te envía con esa mi- sión.»^

Yo: No me entenderías aunque te lo dije- se. Has de saber, sin embargo, que muchas gentes de países extranjeros lamentan las ti- nieblas en que yace España, y las cruelda- des, robos y muertes que la afean.

Antonio'. Esas gentes, ^son Caloré o Btisné?

^ El Salvador, Jesús.

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Yo: iQué más da? Los Caloré y los Btisne son hijos del mismo Dios.

Antonio'. Mientes, hermano; ni vienen del mismo padre ni son del mismo Errate. Ha- blas de robos, crueldades y muertes; pero es que hay demasiados Busné, hermano; si no hubiera Busne\ no habría ni robos ni muertes. Los Caloré no se roban ni se ma- tan unos a otros; los Busné, sí; ni son crue- les con los animales, porque su ley se lo prohibe. Un día, siendo yo chico, pegué a una burra; pero mi padre me sujetó la mano, y, reprendiéndome, dijo: «¡No hagas daño a ese animal, porque dentro de él está el alma de tu propia hermana!»

Yo: ¿Es posible que creas en una doctrina tan bárbara^ Antonio.''

Antonio'. A veces, sí; a veces, no. Algunos hay que no creen en nada, ni siquiera en que viven. Hace mucho tiempo, conocí yo a un Caloré viejo, muy viejo, tenía más de cien años, y una vez le decir que todo lo que creemos ver es mentira; que no hay mundo, ni hombres, ni mujeres, ni caballos, ni muías, ni olivos. Pero ^adonde vamos a parar por este camino? Te he preguntado por qaé vienes a este país, y me dices que por la gloria de Dios y Tebleque. ¡Dispara- te! Eso se lo cuentas a los Busné. No hay duda que tendrás muy buenas razones para venir aquí, porque, en otro caso, no habrías venido. Algunos dicen que eres un espía de

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\os Londoné ^. Tal vez; pero no me importa. Levántate, y di me, hermano, si ves a alguien bajar del puerto.

Veo una cosa a lo lejos repliqué como una mancha en la vertiente del cerro.

El gitano se puso en pie, y ambos mira- mos con atención, pero la distancia no nos permitió al principio ver claramente si aquel objeto se movía o no. Un cuarto de hora después se disiparon nuestras dudas, por- que el objeto que observábamos había lle- gado al pie del cerro y columbramos una persona montada en un animal, cuya espe- cie aun no pudimos reconocer.

Es una mujer dije yo al cabo montada en un asno rucio.

Entonces es mi emisario dijo Anto- nio — ; no puede ser otro.

La mujer y el burro llegaron al llano, y por un rato desaparecieron a nuestra vista entre las leñas y malezas del monte. No tar- daron en aparecer a una distancia como de cien varas. El burro era un hermoso animal, de pelo gris plateado, que venía retozando, moviendo el rabo, y con paso tan ligero que parecía no tocar el suelo con las patas. En cuanto nos vio, se paró en seco, dio me- dia vuelta, e intentó marcharse por donde había venido; pero al sentirse dominado, se puso de manos, y hubiera concluido por

^ Ingleses.

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tirar al suelo a la mujer, si ella misma no se apea con ligereza. La mujer traía el cuer- po enteramente envuelto en los amplios vuelos de una capa de hombre. Corrí a pres- tarle a> uda, cuando, al volver hacia su rostro, reconocí en el acto las finas y co- rrectas facciones de Antonia, hija de mi guía, a quien yo había visto en Badajoz. Sin dirigiirme la palabra, se acercó a su pa- dre y le dijo en voz baja algo que no pude percibir. Antonio se echo atrás, con un es- tremecimiento, y vociferó: «[TodosU «Sí», respondió ella en voz más alta, repitiendo probablemente las palabras que antes no pude cazar: «A te dos los han cogido.»

El gitano se quedó consternado, al pare- cer; ycomo yo no tenía ninguna gana de asistir a una conversación que, probable- mente, iba a versar sobre los asuntos de Egipto, me aparté de allí, metiéndome entre los matorrales. Estuve solo un buen rato; a veces llegaban hasta exclamaciones y ju- ramentos. A la media hora volví; los gita- nos se habían salido del camino, y estéban sentados en el suelo, detrás de las mismas retamas que ocultaban a las caballerías. Torvo el semblante, el gitano empuñaba un cuchillo desnudo, y de vez en cuando clavábalo en la tierra, exclamando: ¡Todosl ¡Todos!

Hermano dijo al fin no puedo ir ya más lejos contigo; el asunto que me lie-

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vaba a Castumba está ya arreglado. Des- de ahora viajarás solo y entregado a tu baji.

Confío en Undevel'^ contesté que escribió mi destino mucho tiempo ha. Pero, ¿cómo voy a arreglarme sin caballo? Porque, sin duda, tu necesitarás el tuyo.

El gitano pareció reflexionar.

Es verdad, necesito el caballo, herma- no — me dijo y también el macho^ pero como no vas a ir en pindré"^^ le compras a Antonia la burra que yo le di cuando la en- vié a esta expedición.

Me parece que la burra está sin domar y resabiada.

Así es, hermano, y por eso la compré; las caballerías resabiadas y mal domadas suelen tener muy buenos pies. Tu eres Caló^ hermano, y podrás montarla. Así que, le das a mi hija Antonia un baria^ de oro por la burra^ y si te parece conveniente, vén- dela en lalavera o en Madrid, porque las bestias extremeñas son muy apreciadas en Castumba.

Menos de una hora después, iba yo por la otra vertiente del puerto, montado en la burra cerril.

1 Dios.

2 Pinró, Pindró (pl. Pindré): pie. ' Onza.

CAPÍTULO XI

El puerto de Mirabete. Lobos y pastores. La sutileza de las hembras. Muerto por los lobos. Se aclara el misterio. Las montañas. La hora tenebrosa. Un viajero nocturno. Abarbanel. Los tesoros ocultos. El poder del oro. El ar- zobispo.— Llegada a Madrid.

BAJABA yo del puerto de Mirabete pensan- do a ratos en el propósito que me ha- bía llevado a España, y admirando otros uno de los más hermosos panoramas del mundo. Ante se extendían inmensas planicies limitadas en la lejanía por monta- ñas gigantescas, y a mis pies serpenteaba entre márgenes escarpadas la vena angosta y profunda del Tajo. El sol poniente dora- ba el paisaje. El día, aunque frío y ventoso, era despejado, brillante. En una hora llegué al río por junto a los restos de un magnífi- co puente volado en la guerra de la Inde- pendencia, y no reconstruido.

Crucé el Tajo en una barca; el paso fué un poco difícil por la rapidez de la corrien- te, engrosada con las últimas lluvias.

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^Estoy ya en Castilla la Nueva? pre- gunté ai barquero al llegar a la otra orilla.

La raya está a unas cuantas leguas de aquí contestó . Usted parece extran- jero. ^De dónde viene usted?

De Inglaterra.

Y sin aguardar otra respuesta, monté en la burra y seguí mi camino. La burra me- neó los remos con presteza, y poco después de cerrar la noche llegué a una aldea dis- tante unas dos leguas de la orilla del río.

Me alojé en una venta. Ardía en la coci- na una buena fogata, en la que se quemaba un tronco de olivo casi entero. Allí me sen- té, y me entretuve en examinar la diversa catadura de los presentes. Había un cazador con su escopeta; un par de pastores, con enormes perros, de los famosos de Extre- madura; un soldado licenciado que volvía de la guerra, y un mendigo, que después de pedir una limosna por las siete llagas de María Santísima^ se sentó con nosotros y se instaló muy a sus anchas. La ventera era una mujer activa y servicial, que se ocupó en aderezarme la cena, consistente en las perdices compradas en Jaraicejo, que el gi- tano, al despedirse de mí, me aconsejó que me llevara. Mientras las guisaban estuve al amor de la lumbre oyendo la conversación de aquella gente.

Más quisiera ser lobo dijo uno de los pastores u otra cosa cualquiera, que

»5

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pastor. Bonita vida la nuestra, siempre en el campo ^ entre carrascales^ pasando frío y hambre por una peseta diaria. Un lobo se da mejor vida y es más temido que un mí- sero pastor.

Pero muchas veces dije yo lo pasa muy mal, y cuando los pastores y los perros caen sobre él, paga con la cabeza to- das sus hazañas.

Eso ocurre muy pocas veces, señor viajero dijo el pastor . El lobo acecha las ocasiones, y es muy raro que se meta en un mal paso. Y lo que es atacarle, crea usted que es muy poco agradable. Tiene ga- rras y dientes, y al hombre o al perro que los prueban una vez, les quedan muy pocas ganas de ponerse nuevamente a su alcance. Estos perros míos se atreverían, uno a uno, con un oso, aunque es un animal mucho más fuerte, y en cambio los he visto yo huir del lobo, a pesar de que los azuzábamos.

El lobo es muy peligroso, y, además, muy astuto. Sabe más que nadie y conoce el punto vulnerable de cada animal. Vea us- ted, pongo por caso, cómo ataca a los ter- neros: saltándoles al cuello y desgarrándo- les las venas con uñas y dientes. Pero pata- ca así a un caballo? Me figuro que no.

En efecto dijo el otro pastor sabe muy bien lo que hace, y a los caballos se les sube de un brinco en las ancas y los desjarreta en seguida. ¡Qué miedo siente

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un caballo al pasar cerca de la madriguera del lobo! Mi amo iba el otro día al despo- blado por lo alto del puerto, en el trotón andaluz, que le ha costado quinientos du- ros; de pronto, el caballo se paró y se puso a sudar y a temblar como una mujer a pi- que de desmayarse. Mi amo no podía adi- vinar el motivo, hasta que oyó unos gruñi- dos entre las matas; disparó la escopeta y espantó a los lobos, que salieron huyendo; pero me ha dicho que al caballo aun no se le ha pasado el susto.

Sin embargo, las yeguas saben, cuando llega el caso, chasquear al lobo replicó su compañero . Las yeguas, como todas las hembras, son muy astutas y maliciosas. Si están, pongo por caso^ pastando en el campo con sus crías, y se da la señal de que viene el lobo, se asustan y corren un poco, pero al momento se reúnen y se forman en corro, poniendo dentro a los potros. Llega el lobo, esperando darse un banquete de carne de caballo, pero se lleva chasco; las yeguas son tan listas como éL Todas le ha- cen cara, esconden la grupa, y cuando el lobo se pone a dar vueltas trotando y au- llando alrededor del corro, se alzan de ma- nos dispuestas a aplastarlo contra el suelo, en cuanto intente hacerles, a ellas o a su cría^ el menor daño.

Peor que el lobo dijo el soldado es la loba; porque como ha dicho muy bien

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el señor pastor^ las hembras tienen más ma- licia que los machos. Es cosa sorprendente ver a una de esas diablas dirigir una mana- da de machos. Van tras ella, repitiendo todo lo que hace; parecen embrujados y no tienen más remedio que imitarla. Una vez viajaba yo con un compañero por las montañas de Galicia, cuando de pronto oí- mos un aullido. «Son los lobos dijo mi compañero . Echémonos fuera del cami- no.» Así lo hicimos, y remontamos un poco la falda del cerro, liasta llegar a una expla- nada plantada de vides, como se usa en Ga- licia. A poco apareció una loba muy gran- de, de pe! o gris, deshonesta^ guiando a den- telladas y gruñidos una manada de demo- nios que la seguían muy pegados a ella, con el rabo enhiesto y los ojos como brasas. ¿Qué creerán ustedes que hizo el maldito animal? En lugar de seguir por el camino, echó hacia donde nosotros estábamos, y como ya no había remedio, nos estuvimos quietos y en silencio. Yo estaba el primero, y la loba me pasó tan cerca, que me rozó con el pelo las piernas; no me hizo caso, sin embargo, y siguió adelante, sin mirar a de- recha ni izquierda, y todos los demás lobos pasaron trotando junto a mí, sin hacerme el menor daño y sin mirarme siquiera. No puedo decir lo mismo de mi pobre com- pañero, que estaba un poco más lejos, y, a mi parecer, no tan en la dirección de los lo-

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bos como yo. Después de pasar muy cerca de él, bruscamente la loba dio media vuelta y le mordió. Nunca olvidaré lo que ocurrió luego; en un instante doce lobos se arroja- ron sobre él y le despedazaron, aullando de un modo horrible. En un santiamén le devo- raron, y sólo quede de él la calavera y unos cuantos huesos; después, los lo'^os se fue- ron como habían venido. Tengo motivo para agradecer a mi señora la loba, que hiciese menos caso de que de mi com- pañero.

Oyendo esta y otras conversaciones por el estilo, me adormilé al amor de la lumbre, y así estuve gran rato, hasta que me desper- tó una voz que decía muy alto: «Los han cogido a todos*. Eran las mismas palabras que tanta confusión produjeron a Antonio el gitano cuando se las oyó a su hija en el despoblado. Miré en torno mío, y vi que se- guían allí los mismos individuos a cuya con- versación asistí antes de amodorrarme; pero ahora el orador era el mendigo, y hablaba con mucho calor.

Dispense usted, caballero dije yo , pero no he oído lo que ha dicho usted al principio. ¿Quiénes son esos que han co- gido?

Una cuadrilla de malditos gitanos^ ca- ballero — replicó el mendigo, devolviéndo- me el título que yo cortésmente le había dado . Más de quince días han tenido in-

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festada la raya de Castilla, y han robado y matado a muchos señores viajeros como us ted. Parece que la canaille gitana trata de aprovechar los disturbios de estos tiempos, y se ha constituido en facción. Dicen que a esa cuadrilla iban a juntársele muchos de sus hermanos de raza, y lo creo, porque to- dos los gitanos son ladrones; pero, gracias a Dios, han acabado con ellos antes de que llegaran a ser demasiado temibles. Yo mis mo los he visto llevar a la cárcel de... ¡Gra- cias a Dios! Todos están presos.

Está aclarado el misterio me dije, y me puse a despachar la cena, ya servida.

La jornada siguiente me llevó a una ciu- dad de cierta importancia, la primera en- trando en Castilla la Nueva por aquella par- te, cuyo nombre he olvidado ^. Pasé la no- che, como de costumbre, en la misma cua dra que mi caballería, echado cerca de ella en el pesebre. Como viajaba en borrico, juz- gué necesario contentarme con un lecho proporcionado a mis medios de locomo- ción, para no suscitar en la gente con quien trababa, la sospecha, viéndome demasiado exigente o delicado, de que yo fuese hom- bre más principal de lo que mi atavío y equipaje permitían suponer. Me levanté an- tes del alba y continué mi camino, esperan-

^ Oropesa, sin duda alguna, anota Burke. La Calzada de Oropesa, según Knapp.

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do llegar con luz del sol a Talayera, de la que me separaban, según me dijeron, diez leguas. El camino seguía una planicie inin- terrumpida, plantada casi toda de olivares. A pocas leguas de distancia por la izquier- da, se alzaban las grandes montañas que ya he mencionado. Corrían hacia el Este, for- mando una cordillera al parecer intermina- ble, paralela al camino; las cumbres y ver- tientes estaban cubiertas de nieve deslum- bradora, barrida por el viento que llegaba hasta mí, a través de la vasta y melancólica planicie, en ráfagas cruelmente frías.

¿Qué montañas son esas? pregunté a un barbero-sangrador, que, montado en una burra del mismo pelo que la mía, emparejó conmigo a eso del mediodía, y me acompañó durante unas cuantas leguas . «Se llaman de diverso modo, caballero respondió el barbero , según los nombres de los luga- res inmediatos. Aquellas de allá lejos son la serranía de Plasencia; las que hay frente a Madrid son las montañas de Guadarrama, por un río de este nombre que en ellas nace. La cordillera es muy grande, caballero^ y se- para los dos reinos; del lado de allá está Cas- tilla la Vieja. Son magníficas estas montañas, y aunque nos mandan muchísimo frío, a me agrada contemplarlas, cosa que no es de extrañar, pues he nacido en ellas, aunque ahora, por mis pecados, vivo en un pueblo del llano. No hay en toda España cordille-

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ra como ésta, caballero; tiene sus secretos, sus misterios. Muchas cosas singulares se cuentan de esas montañas y de lo que ocul- tan en sus profundos escondrijos, porque ha de saber usted que la cordillera es muy an- cha, y se puede andar por ella días y días sin llegar a término. Muchos se han perdido en ella y no ha vuelto a saberse nada de su paradero. Entre otras rarezas, cuentan que en ciertos sitios hay profundas lagunas ha- bitadas por monstruos, tales como serpien- tes corpulentas, más largas que un pino, y caballos de agua que a veces salen de allí y cometen mil estropicios. Es cosa averigua- da que, allá lejos, hacia el Oeste, en el co- razón de la montaña, hay un valle maravi- lloso, tan estrecho, que en él sólo se le ve la cara al sol en pleno mediodía. Este valle per maneció desconocido durante miles de años; nadie soñaba su existencia. Pero, al cabo, hace mucho tiempo, unos cazadores entra- ron en él casualmente, y, ¿sabe usted lo que encontraron, caballero} Encontraron una pe- queña nación o tribu de gente desconoci- da, que hablaba una lengua ignorada y que acaso vivía allí desde la creación del mundo sin tratarse con las otras criaturas humanas, y sin saber de la existencia de otros seres cerca de ellos. Caballero., ¿no ha oído usted hablar nunca del valle de las Batuecas? Se han escrito muchos libros acerca de este va- lle y de sus habitantes. A me enorguUe-

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cen esas montañas, caballero; si yo fuera hombre independiente, sin mujer y sin hi- jos, compraría una burra como la de usted excelente, por lo que veo, y mucho mejor que la mía y me iría a recorrer esas monta- ñas hasta descubrir todos sus misterios y haber visto las maravillas que contienen.»

No cesé en todo el día de avivar el paso de la burra, y sólo me detuve una vez para echarle un pienso; pero, aunque el animalito se portó muy bien, llegó la noche y aun fal- taban dos leguas hasta Talavera. Al ponerse el sol arreció el frío; me arropé lo mejor po- sible con la capa vieja del gitano, que aun traía conmigo; pero resultó escasa defen- sa contra la inclemente noche. El camino, siempre por terreno llano, estaba medio borrado, y en la oscuridad era a veces difí- cil encontrarlo, sobre todo por los muchos atajos y veredas que lo cruzaban. Seguí ade- lante, empero, como pude, y cuando duda- ba de la dirección que debía tomar, me abandonaba al instinto de mi cabalgadura. Salió al fin la luna, y a su débil luz dis- tinguí de pronto un bulto que se movía a muy corta distancia delante de mí. Ali- geré el paso de la burra^ y no tardé en po- nerme a su lado. El bulto continuó sin al- terar su marcha un momento ni mirar. La silueta era de hombre, el más alto y corpu- lento que hasta entonces había yo encontra- do en España, vestido también de un modo

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desusado en el país. Llevaba un sombrero bajo de copa y ancho de alas, muy semejan- te al de los carreteros ingleses; envolvíase el cuerpo en una especie de túnica larga y suelta, de cutí ordinario, abierta por delan- te, lo que permitía ver, en ocasiones, el res- to de su traje, compuesto de un jubón y unos calzones de pana. Como he dicho, el ala de su sombrero era ancha; pero, aun siéndolo, no bastaba para cubrir un inmen- so matorral de pelo negro como el carbón, espeso y rizado, que se desbordaba por to- dos lados. Colgadas del hombro izquierdo llevaba unas alforjas, y en la mano derecha una pértiga.

Había algo extraño en todo su conti- nente; pero lo más chocante era la tranqui- lidad con que seguía andando sin ocuparse de mí, aunque, naturalmente, se daba cuen- ta de mi proximidad; miraba con ñjeza al camino delante de sí, salvo cuando alzaba su ancha faz y clavaba sus grandes ojos en la luna, que ya brillaba con fuerza en el cielo.

Está fría la noche— díjele al fin . ¿Es este el camino de Talavera?

Este es el camino de Talavera, y la no- che está fría.

Yo voy a Talavera añadí ; supongo que usted también.

Allí voy yo; usted también va, bueno. La entonación con que pronunció estas

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palabras era, en su línea, tan extraña y singu- lar, como el aspecto del hombre que las de- cía; no era exactamente la de una voz españo- la, y, sin embargo, había algo en ellas que a duras penas podía ser extranjero; la pronun- ciación era también correcta, y el lenguaje, aunque insólito, sin faltas. Me chocó, sobre todo, la manera como había dicho la pala- bra bufno\ algo parecido había oído yo en otra oca«=ión, pero no podía recordar cuándo ni dónde. Hubo una pausa. El desconocido andaba con paso arrogante y con perfecta indiferencia; al parecer estaba dispuesto a no buscar ni esquivar la conversación.

;No le da a usted miedo viajar por es- tos caminos, de noche.^ le pregunté . Di- cen que están llenos de ladrones.

;Y no le debía dar a usted más miedo viajar por estos caminos, de noche.^ ;A usted, que desconoce el país? ;A usted que es un extranjero, un inglés.^

:Cómo sabe usted que soy inglés.^ pregunté lleno de sorpresa.

No es cosa difícil; se lo he conocido en el acento.

Va que habla usted de eso dije yo , ^y si su acento me descubriese también quién es usted.'

No puede ser replicó mi compañe- ro — ; usted no sabe nada de mí, ni puede saberlo.

No lo diga usted con tanta seguridad,

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amigo mío; yo estoy enterado de muchas más cosas de las que usted se figura.

{Por ejemplo} dijo el desconocido.

Por ejemplo repliqué ; usted habla dos idiomas.

El hombre anduvo un poco en actitud re- flexiva, y luego dijo en voz baja: Bueno.

Usted tiene dos nombres continué : uno, para el interior de su casa, y otro, para la calle. Ambos son buenos; pero el del ho- gar es el que usted más quiere de los dos.

Anduvo otros cuantos pasos en la misma actitud que antes; de pronto, se volvió, y to- mando nuevamente las riendas de la burra^ la detuvo. Entonces contemplé de lleno su rostro y toda su persona; aun se me apare- cen a veces en sueños sus formas hercúleas y sus facciones desmesuradas. Le vi planta- do ante mí, bañado por la luz de la luna, mi- rándome a la cara con sus profundos y tran- quilos ojos. Al cabo me dijo: «¿Es usted uno de los nuestros?»

Era ya muy entrada la noche cuando lle- gamos a Talavera. Fuimos a una casona ló- brega, la posada principal de la ciudad, se- gún me dijo mi compañero. Entramos en la cocina, en uno de cuyos extremos ardía una buena lumbre. «Pepita dijo mi compañero a una linda muchacha que salió a nuestro en- cuentro sonriendo , un brasero y un cuarto

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reservado. Este caballero es un amigo mío y cenaremos juntos.» Pronto estuvo dispuesta Ja habitación, en la que había dos alcobas con sendas camas. Después de una cena que, por encargo de mi compañero, fué ex- celentísima, nos sentamos junto al brasero y comenzamos a hablar.

Vo: Claro está que usted ha hablado con otros ingleses, porque en otro caso no me hubiera reconocido por el tono de la voz.

Abarbanel ^: Cuando estalló la guerra de la Independencia, siendo yo un muchacho, vino al lugar en que yo vivía con mi familia un oficial inglés, encargado de instruir a los reclutas; se alojó en casa de mi padre y me cobró gran afecto. Al marcharse me fui con él, con permiso de mi padre, y le acompa- ñé por ambas Castillas como camarada y criado a la vez. Juntos estuvimos casi un año, y cuando, súbitamente, le mandaron volver a su país, quiso llevarme consigo; pero mi padre no lo consintió en modo al- guno. Veinticinco años han pasado sin ver ningún inglés; a pesar de ello, le he conoci- do a usted en plena oscuridad.

Yo: ¿Y qué género de vida hace usted, y cuáles son sus medios de subsistencia?

Abarbanel'. Vivo sin dificultad alguna, como creo que vivieron mis antepasados, y

^ Este es un nombre puesto a capricho por Borrow a su interlocutor. (Nota de Burke.)

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como vivió, con toda certeza, mi padre, cuya misma ruta he seguido. A su muerte, tomé posesión de la herencia; era yo hijo único, los bienes, muchos; hubiera podido vivir sin trabajar; pero a fin de no llamar la atención, seguí el oficio de mi padre, que era longani- cero. A veces he tratado también en lana; pero sin gran empeño por falta de estímulo. Con todo, he tenido buena suerte; en oca- siones, una suerte extraordinaria, y he ga- nado más que muchos otros entregados por completo al comercio y que se matan a tra- bajar.

Yo\ ^Tiene usted hijos? ^Está usted ca- sado?

Abarbanel: Soy casado, pero sin hijos. Tengo mujer y una amiga^ o, más bien, dos mujeres, porque con ambas estoy casado; pero a una le llamo amiga por guardar las apariencias; quiero vivir tranquilo, y no ten- go gana de ofender los prejuicios de la gen- te que me rodea.

Yo: Dice usted que es rico. ^jEn qué con- sisten sus riquezas?

Abarbanel: En oro, plata y piedras pre- ciosas, pues he heredado todo lo que mis abuelos atesoraron. La mayor parte está es- condido debajo de tierra; la verdad es que ni siquiera he visto la décima parte de ello. Tengo monedas de oro y plata anteriores al tiempo de Fernando el Maldito y Jezabel; también tengo sumas importantes dadas a

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préstamo. Vivimos muy apartados, sin em- bargo, y nos hacemos pasar por pobres, in- cluso por miserables; pero en ciertas ocasio- nes, en nuestras fiestas, una vez cerradas y atrancadas las puertas, y después de soltar los perros fieros en el corral, comemos en vajillas como ya las quisiera para la Reina de España, y hacemos las abluciones en sal- villas de plata modeladas y repujadas antes del descubrimiento de América, aunque va- yamos siempre groseramente vestidos y nuestras comidas sean de ordinario muy modestas.

Yo: Además de usted y de sus mujeres, ^hay en su casa alguna otra persona de su gremio?

Abarbanel: Mis dos criados son también de los nuestros; uno es joven, y pronto se marchará a casarse lejos de aquí; el otro es viejo, y viene por este mismo camino detrás de con un carro y una muía.

Yo: ¿Y adonde se dirige usted ahora?

Abarbanel: A Toledo, donde a veces tra- fico como longanicero. Me gusta viajar, aun- que sin alejarme mucho de mi casa. Desde que me separé del inglés no he vuelto a sa- lir de Castilla la Nueva. Me gusta ir a Tole- do y pensar allí en los tiempos que fueron; acabaría por establecerme en esa ciudad, si no hubiera en ella tantos malditos que me miran con malos ojos.

Yo: ^Le conocen a usted por lo que real-

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mente es? ^Le molestan las autoridades? Abarbaneh La gente sospecha, natural- mente, lo que yo soy, pero como en casi todo me acomodo a sus costumbres, no se mezclan en mis asuntos. Es verdad que al- gunas veces, cuando entro en la iglesia a oír misa, me miran por encima del hombro, como diciendo: «^jA qué vienes aquí?» Algu- nas veces se santiguan al pasar a mi lado; pero como se limitan a eso, no me preocu- po gran cosa de ellos. Con las autoridades estoy en muy buenas relaciones. Muchos de los que desem.peñan puestos elevados tienen dinero mío prestado, de modo que hasta cierto punto los tengo en mi poder; y la gen- te menuda, alguaciles y corchetes, está siem- pre dispuesta a favorecerme, en considera- ción a unos cuantos duros que reparto de vez en cuando entre ellos; de modo que, en conjunto, las cosas no pueden ir mejor. Cier to que antiguamente no ocurría así; sin em- bargo, yo no por qué sería, pero aunque otras familias lo pasaron muy mal, la nues- tra disfrutó siempre de relativa tranquilidad. La verdad es que mi familia ha sabido con- ducirse siempre por modo maravilloso. Pue- do decir que hay en ella una sagacidad pa- recida a la de la serpiente. Siempre hemos tenido amigos; con respecto a los enemigos, es la verdad que nunca nos han hecho daño impunemente, porque es regla de mi casa no olvidar las injurias y no escatimar esfuer-

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zos ni gastos para arruinar y destruir al que nos perjudica.

Vo: (¡Se meten con usted los curas?

Abarbanel: Los curas me dejan en paz, sobre todo en nuestro mismo pueblo. Poco después de la muerte de mi padre, uno muy exaltado trató de jugarme una mala pasada; pero yo me las arreglé para pagarle en la misma moneda, y logré que le encar- celaran acusado de blasfemia, y en la cárcel estuvo mucho tiempo, hasta que se volvió loco y murió.

Yo\ ^Tienen ustedes en España alguna persona que haga cabeza, investida de la su- prema autoridad?

Abarbanel: Tanto como eso, no. Hay, sin embargo, ciertas familias virtuosas que go- zan de mucha consideración: la mía es una de ellas la principal, puedo decir . Espe- cialmente, mi abuelo era un varón justo; y contar a mi padre que una noche un ar- zobispo fué secretamente a nuestra casa, sólo para tener el gusto de besar la mano a mi abuelo.

Yo: (iCómo es posible eso? ¿Qué venera- ción puedesentir un arzobispo por uno como usted o como su abuelo?

Abarbanel: Más de lo que usted se figura. El arzobispo era de los nuestros, o por lo menos lo había sido su padre, y él no podía olvidar lo que aprendió a reverenciar en la infancia. Dijo que había intentado inú-

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tilmente .olvidarlo; que el ruáis se cernía siempre sobre él, y que desde la niñez los terrores conturbaban su ánimo, hasta llegar al punto de no poder sufrirse a mismo. Por esto fué a ver a mi abuelo, con quien permaneció toda una noche, y luego se vol- vió a su diócesis, donde murió poco des- pués, en gran opinión de santo.

Yo: Me sorprende lo que usted dice. ^Tie- ne usted algún motivo para suponer que en- tre el clero católico hay muchos de los vuestros?

Abarbaneh No lo supongo, lo sé. Hay muchos como yo en el clero, y no de rango inferior tan sólo. Algunos de los más sabios y famosos clérigos de España han sido de los nuestros, o al menos de nuestra sangre, y muchos de ellos, hoy en día, piensan como yo. Hay una fiesta especial en el año, en la cual, cuatro dignatarios eclesiásticos vienen sin falta a visitarme; y cuando, toma- das las necesarias precauciones, se cumplen las ceremonias preparatorias, se sientan en el suelo y blasfeman.

Yo: ¿-Son ustedes muchos en las ciudades importantes?

Abaj'banel: De ningún modo; rara vez vi- vimos en las ciudades grandes; sólo vamos a ellas para nuestros negocios, y preferimos vivir en los pueblos. Cierto que no somos mucha gente; en pocas provincias de Espa- ña contaremos más de veinte familias. Nin-

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guno de los nuestros es pobre. Los que sir- ven, lo hacen por conveniencia más que por necesidad, porque sirviendo unos en casa de otros, se adiestran en tráficos diferen- tes. No es raro tampoco que el tiempo que se sirve sea el del noviazgo, y los criados se casan a veces con las hijas de sus amos.

Continuamos hablando casi toda la noche; a la mañana siguiente me dispuse a partir, pero mi compañero me aconsejó que me quedase allí todo el día. «Y si quiere usted hacerme caso— añadió , no debe usted ir más lejos de ese modo. Esta noche pasará por aquí la diligencia de Extremadura a Madrid. Vayase en ella; es el modo más rá- pido y seguro de viajar. Yo le compraré a usted la burra. Mi criado, que ya ha venido, la ha visto y me dice que puede sernos útil. Pasaremos el día juntos, como hermanos, y luego nos iremos cada uno por nuestro lado.» Así lo hicimos. Cuando llegó la dili- gencia me metí en ella, y en la mañana del segundo día llegué a Madrid.

CAPÍTULO XII

Mi alojamiento en Madrid. La patrona. El em- bajador británico. Mendizábal. Baltasar. Deberes de un Nacional. Sangre moza. La ejecución. —La población de Madrid. Las clases altas. Las clases bajas. Las corridas de toros. El gitano.

UEGué a Madrid en los comienzos de fe- brero de 1837. listuve breves días en undi posada, y me mudé a la habitación que alquilé en el núm. 3 de la calle de la Zarza \ calle oscura y sucia, no obstante hallarse pegada a la Puerta del Sol, punto céntrico de Madrid, donde desembocan cuatro o cin- co de las vías principales, y sitio de reunión, en todas las épocas del año, de los vagos de la capital, pobres o ricos.

La casa en que me alojé, era bastante sin- gular. Ocupaba yo la parte delantera del

í Iba desde la de Preciados a la del Arenal; desde la calle de la Zarza salía a la Puerta del Sol el callejón del Cofre, o de Cofreros. Desaparecie- ron al ensanchar la Puerta del Sol.

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primer piso; mis habitaciones consistían en una sala inmensa con un cuarto pequeño al lado, para dormir. La sala, a pesar de su ta- maño, ten'a muy pocos muebles: unas cuan- tas sillas, una mesa y un sofá componían todo su ornamento. Era muy fría y aireada, gracias a las corrientes que se colaban por tres grandes ventanas y por diversas puer- tas. La señora de la casa, acompañada por sus dos hijos, me condujo a mi aposento. «^Ha visto usted nunca me preguntó un cuarto tan hermoso como éste? ^Verdad que es digno de un príncipe? El invierno pasado vivió aquí el gran general Espartero.»

La patrona era una mujer de desmesurada gordura, natural de Valladolid, en Castilla la Vieja. «^Tiene usted alguna otra familia además de estas hijas?» le pregunté . «Dos hijos. Uno es oficial del ejército, y padre de este niño» me contestó señalando a un muchacho de unos doce años, con cara de travieso pero listo, que brincaba por el aposento; «el otro es el nacional más famoso de Madrid. Es sastre de oficio y se llama Bal- tasar. Tiene gran influencia con los otros na« clónales por el liberalismo de sus opiniones, y a una palabra suya toman las armas y acu- den furiosos a la Puerta del Sol. Al presente, guarda cama; hace una vida muy desarre- glada, y es muy amigo de toreros y de gen- tes peores aún.»

Como el principal motivo de mi visita a

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la capital de España era el deseo de obtener permiso del Gobierno para imprimir en cas- tellano el Nuevo Testamento y difundirlo por el país, comencé, sin pérdida de tiem- po, a dar los pasos que me parecieron ne- cesarios.

Era yo completamente desconocido en Madrid, y no llevaba cartas de presentación para ninguna persona influyente que pudie- ra valerme en mi empresa, de suerte que, si bien abrigaba esperanzas de buen éxito, confiando en la protección del Omnipotente, esas esperanzas sufrían pasajeros desmayos y las oscurecían con frecuencia las nubes del desaliento.

Por entonces era primer ministro en Es- paña Mendizábal, y se le tenía por hombre de poder casi ilimitado^ en cuyas manos es- taban los destinos del país. Consideré, pues, que si lograba por cualquier medio poner de mi parte a hombre tan poderoso, no ten- dría que temer molestia alguna por otro lado, y resolví acudir a él.

Antes de dar ese paso, me pareció pru- dente avistarme con Mister Villiers, emba- jador de Inglaterra en Madrid, y, con la li- bertad aneja a mi condición de subdito bri- tánico, pedirle consejo en el asunto. Me re- cibió con mucha bondad, y tuvimos una conversación agradable acerca de varios te- mas antes de abordar el que a me pre- ocupaba hondamente. Díjome que si yo de-

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seaba una entrevista con Mendizábal, él se ofrecía a procurármela, pero al mismo tiem- po me advirtió con franqueza que no espera- ba de ella ningún resultado bueno, porque le constaba la violenta predisposición de Mendizábal contra la Sociedad Bíblica Bri- tánica y Extranjera, y era lo más probable que en lugar de favorecerlo, contrariase cualquier intento de )a Sociedad para intro- ducir el Evangelio en España. Resolví, a pe- sar de todo, hacer la prueba, y antes de se- pararme del embajador obtuve una carta de presentación para Mendizábal.

Una mañana, temprano, acudí a Palacio, en una de cuyas alas estaba el despa- cho del primer ministro. El frío era cruel; el Guadarrama, sobre el que hay una her- mosa vista desde la explanada del Palacio, estaba cubierto de nieve. Casi tres horas estuve tiritando de frío en una antecáma- ra, con varias personas más que, como yo, aguardaban audiencia del poderoso. Al cabo se presentó el secretario particular, y des- pués de hacer diversas preguntas a los otros, se dirigió a mí, interrogándome acer- ca de mi calidad y mis pretensiones. Dí- jele que yo era un inglés, portador de una carta del ministro británico. «Si usted no se opone, yo se la entregaré personalmente a su excelencia» me dijo . En oyendo esto, le alargué la carta y desapareció. En- traron antes que yo varias personas, pero

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me llegó el turno, al fin, y me introdujeron en el despacho de Mendizábal.

El ministro estaba detrás de una mesa cubierta de papeles, examinándolos con in- tensa atención. No se enteró de mi presen- cia, y tuve tiempo suficiente para contem- plarlo. Era un hombre corpulento, atlé- tico, un poco más alto que yo, que mido descalzo seis pies y dos pulgadas; de tez sonrosada, facciones finas y correctas, na- riz aguileña y dientes de espléndida blan- cura; aunque apenas frisaba en los cincuen- ta años, tenía el pelo muy canoso. Vestía una lujosa bata de mañana, con una cade- na de oro alrededor del cuello, y calzaba chinelas de tafilete.

Su secretario, hombre de buena presen- cia y de expresión inteligente, que, según supe después, se había conquistado un nom- bre en la literatura española y en la inglesa, permanecía en pie junto a la mesa, con pa- peles en las manos.

Después de hacerme esperar en pie un cuarto de hora, Mendizábal alzó súbita- mente sus ojos penetrantes y clavó en una mirada escrutadora, poco común. «He visto un mirar muy parecido a ese entre los Beni-Israel dije entre mí...

Nuestra entrevista duró casi una hora; la conversación fué de singular interés. Men- dizábal, como ya me habían advertido, era, en efecto, ardiente enemigo de la Sociedad

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Bíblica, de la que hablaba con odio y des- precio; estaba también muy lejos de ser un amigo de la religión cristiana, con quien me fuese fácil contar. Sin desanimarme por eso, le insté mucho en favor del asunto que allí me llevaba, y tuve tanta fortuna, que ofre- ció permitirme imprimir las Escrituras si, como esperaba, de allí a unos meses el país estaba más tranquilo.

Cuando ya me marchaba, me dijo: «No es esta la primera petición de ese género que me hacen. Desde que estoy en el go- bierno, no se harta de importunarme con esas cosas una bandada de ingleses, despa- rramados hace poco por España, que se llaman a mismos cristianos evangélicos. Todavía la semana pasada, un individuo jo- robado se abrió paso hasta mi despacho, donde yo trataba asuntos importantes, y me dijo que Cristo estaba para llegar de un momento a otro... y ahora viene usted y casi me convence, para indisponerme aun más con el clero, como si todavía no me odiase bastante. ¿Qué singular desvarío les impulsa a ustedes a ir por mares y tierras con la Biblia en la mano.'' Lo que aquí nece- sitamos, mi buen señor, no son Biblias, sino cañones y pólvora para acabar con los fac- ciosos, y, sobre todo, dinero para pagar a las tropas. Siempre que venga usted con esas tres cosas, se le recibirá con los brazos abiertos; si no, habrá usted de permitirnos

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prescindir de sus visitas, por mucho honor que nos dispense con ellas.

Yo: Los disturbios de este infortunado país no acabarán hasta que el Evangelio cir- cule libremente.

Mendizábal: Esperaba la respuesta, por- que he vivido trece años en Inglaterra y co- nozco algo la fraseología de sus buenos co- rreligionarios. Ahora, déjeme, se lo ruego; como ve usted, estoy muy ocupado. Vuel- va cuando quiera, pero no antes de tres meses.»

Una mañana, mientras me desayunaba con los pies encima del brasero, entró la patrona en mi aposento y me dijo: ^Don jforge, aquí está mi hijo Baltasarito, el na- cional. Ya se levanta de la cama, y al saber que teníamos un inglés en casa, me ha pe- dido que le presente, porque tiene mucha afición a los ingleses por sus ideas liberales. Aquí le tiene usted, ,3qué le parece?

Me guardé de decir a su madre mi opi- nión. A mi parecer, hacía muy bien en Ha marle Baltasarito, porque jamás el anti- guo y sonoro nombre de Baltasar se habría dado a sujeto tan exiguo. Podría tener has- ta cinco pies y una pulgada de altura, y era más bien corpulento para su talla; el rostro amarillento y enfermizo, pero con cierta ex- presión de fanfarronería; los ojos pardos, muy oscuros, eran vivos y brillantes. Iba vestido, o más bien desvestido, malamente,

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con una gorra de cuartel y un capote de reglamento, viejo y muy holgado, que hacía las veces de bata.

Celebro mucho conocerle, señor nacio- nal — le dije en cuanto su madre se retiró, y así que Baltasar se hubo sentado y encen- dido, claro está, un cigarro de papel en el brasero . Me alegro mucho de haberle co- nocido, sobre todo porque, según me ha di- cho su señora madre, tiene usted gran in- fluencia con los nacionales. Yo, como ex- tranjero, puedo tener necesidad de un ami- go; la fortuna me favorece al proporcionar- me uno que es miembio de tan poderoso cuerpo.

Baltasar: Sí, tengo bastante mano con los otros nacionales; en Madrid no hay ninguno más conocido que Baltasar, ni más temido por los carlistas. ^Dice usted que puede hacerle falta un amigo? Pues ya sabe que dispone de para cuanto se le ofrezca. Tanto yo, como los demás nacionales, nos enorgulleceremos sirviéndole a usted de pa- drinos^ si tiene entre manos algún lance de honor. Pero, ^por qué no se hace usted de los nuestros? Le recibiríamos a usted con mucho gusto en el cuerpo.

Yo: ^Son muy duras las obligaciones de un nacional?

Baltasar: Nada de eso. Estamos de ser- vicio una vez cada quince días, y luego suele haber alguna revista de poca dura-

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ción. Las obligaciones son ligeras y los privilegios grandes. Por ejemplo: yo he vis- to a tres compañeros míos pasearse un do- mingo por el Prado, armados de estacas, y apalear a cuantos les parecían sospechosos. Más aún; tenemos la costumbre de rondar de noche por las calles, y cuando tropeza- mos con alguien que nos desagrada, caemos sobre él, y a cuchilladas o bayonetazos, le dejamos, por lo común, en el suelo revol- cándose en su sangre. Sólo a un nacional se le permitiría hacer tales cosas.

Yo: Supongo que todos los nacionales se- rán de opinión liberal.

Baltasar: ¡Así debiera serl Pero hay al- gunos, don !}orge, que no nos parecen muy de fiar. Son pocos, sin embargo, y a casi to- dos los conocemos. La vida que llevan es poco envidiable, porque cuando están de guardia, nos burlamos de ellos, y con fre- cuencia los damos de palos. La ley obliga a todos los hombres de cierta edad a servir en el ejército o a alistarse en la guardia na- cional; por eso hay en nuestras filas algunos de esos godos.

Yo: ^Hay muchos carlistas en Madrid?

Baltasar: Entre la gente joven, no; la mayor parte de los carlistas madrileños ca paces de llevar las armas, se fueron hace tiempo a la facción. Los que quedan son casi todos viejos o curas, buenos tan sólo para reunirse en algún café apartado y pro-

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yectar fantásticos complots. ¡Que hablen, do7t Jorge, que hablen! Los destinos de Es- paña no dependen de los deseos de oja- lateras y pasteleros, sino de las manos de los nacionales, intrépidos y firmes, como yo y mis amigos, don Jorge.

Yo: Por su señora madre he sabido, con pena, que hace usted una vida muy desor- denada.

Baltasar: ¡Cómol ^Se lo ha dicho a us- ted, don Jorge} ¡Qué quiere usted, don Jor- ge\ Soy joven, y la sangre joven hierve en las venas. Los nacionales me llaman el ale- gre Baltasar, y mi popularidad se funda en la jovialidad de mi carácter y en mis ideas liberales. Cuando estoy de guardia, llevo siempre la guitarra, y si viera usted qué función se arma! Mandamos por vino, y los nacionales se pasan la noche bebiendo y bailando, mientras Baltasarito toca la guita- rra y canta canciones de Germania.

Una romí sin pachí le penó a su chindomar; etc.

Esto es gitano, don Jorge, Me lo han en- señado los toreros de Andalucía; todos ha- blan gitano, y muchos lo son de raza. Mon- tes, Sevilla, Poquito Pan son amigo míos. No \i2Ly función de toros, don Jorge, en que no esté Baltasar con su amiga. En el invier- no no se dan corridas de toros, don Jorge^

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que si no, le llevaría a usted a una; por suerte, mañana hay una ejecución; una/un- ción de la horca^ e iremos a verla, don Jorge. Fuimos a ver la ejecución, que no se me olvidará en mucho tiempo. Los reos eran dos jóvenes, dos hermanos, culpables de haber escalado de noche la casa de un anciano y asesinádole cruelmente para robarle. En Es- paña estrangulan a los reos de muerte con- tra un poste de madera en lugar de colgar- los, como en Inglaterra, o de guillotinarlos, como en Francia. Para ello, los sientan en una especie de banco, con un palo detrás, al que se fija un coliar de hierro^ provisto de un tornillo; con el collar se le abarca el cuello al reo, y a una señal dada, se aprieta con el tornillo hasta que el paciente expira. Mucho tiempo llevábamos ya esperando en- tre la multitud, cuando apareció el primer reo, montado en un asno, sin silla ni estri- bos, de modo que las piernas casi le arras- traban por el suelo. Vestía una túnica de color amarillo azufre, con un gorro encarna- do, alto y puntiagudo, en la rapada cabeza. Sostenía entre las manos un pergamino, en el que había escrito algo, supongo que la confesión de su delito. Dos curas llevaban al borrico por el ramal; otros dos camina- ban a cada lado, cantando letanías, en las que percibí palabras de paz y tranquilidad celestiales; el delincuente se había reconci- liado con la iglesia, confesado sus culpas y

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recibido la absolución, con promesa de ser admitido en el cielo. Sin mostrar el más leve temor, el reo se apeó, y subió sin ayuda al cadalso, donde le sentaron en el banqui- llo y le echaron al cuello el corbatín fatal. Uno de los curas comenzó entonces a decir el Credo en voz alta, y el reo repetía las pa- labras. De pronto, el ejecutor, colocado de- trás de él, dio vueltas al tornillo, de prodi- giosa fuerza, y casi instantáneamente aquel desdichado murió. A tiempo que el tornillo giraba, el cura comenzó a gritar, /¿2;i et mise- ricordia et ranquillitas, y gritando conti- nuó, en voz cada vez más recia, hasta hacer retemblar los altos muros de Madrid. Luego se inclinó, puso la boca junto al oído del reo, y de nuevo clamó, como si quisiera perseguir a su alma en su marcha hacia la eternidad y consolarla en el camino. El efecto era tremendo. Yo mismo me excité tanto, que involuntariamente exclamé: ¡Mi- sericordia! Y lo mismo hicieron otros mu- chos. Nadie pensaba allí en Dios ni en Cris- to; todos los pensamientos se concentraban en el cura, que en tal momento parecía el más importante de todos los seres vivos, con poder suficiente para abrir y cerrar las puertas del cielo o del infierno, según lo tuviese a bien; pasmoso ejemplo del sistema papista imperante, cuyo principal designio fué siempre mantener el ánimo del pueblo todo lo apartado de Dios que po-

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día, y en concentrar en el clero sus espe- ranzas y temores. La ejecución del segundo reo, fué enteramente igual; subió al patíbu- lo a los pocos minutos de haber expirado su hermano.

He visitado casi todas las capitales impor- tantes del mundo; pero, en conjunto, ningu- na me ha interesado tanto como la villa de Madrid, donde a la sazón me hallaba. No hablo de sus calles ni edificios, de sus plazas ni de sus fuentes, aunque algo de esto hay Madrid digno de nota; Petersburgo tiene en calles más hermosas; París y Edimburgo, edificios más suntuosos; Londres, plazas más bellas, y Shiraz puede alabarse de po- seer fuentes más lujosas, aunque no aguas más frescas. ¡Pero la poblaciónl... Cercados por un muro de tierra que apenas mide le- gua y media a la redonda, se agolpan dos- cientos mil seres humanos, que forman, con toda seguridad, la masa viviente más ex- traordinaria del mundo entero; y no se ol- vide nunca que esta masa es estrictamente española. La población de Constantinopla es harto singular, pero han contribuido a formarla veinte naciones griegos, arme- nios, persas, polacos, judíos; estos últimos de origen español, dicho sea de paso, y que aun hablan entre el castellano antiguo. Pero la población de Madrid, en su totali- dad, sin otra excepción que un puñado de extranjeros, principalmente sastres, guante-

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ros y perruquiers franceses, es española neta, aunque buena parte de ella no haya nacido en la capital. Aquí no hay colonias de alemanes, como en San Petersburgo; ni factorías inglesas, como en Lisboa; ni multi- tudes de yanquis insolentes callejeando, como en la Habana, con un aire que parece decir: «Este país será nuestro en cuanto queramos apoderarnos de él»; sino una po- blación inculta, sorprendente, formada por muy varios elementos, pero española, y que lo seguirá siendo mientras la ciudad exista. I Salud , aguadores de Asturias , que, con vuestro grosero vestido de muletón y vues- tras monteras de piel, os sentáis por cente- nares al lado de las fuentes, sobre las cubas vacías, o tambaleándoos bajo su peso, una vez llenas, subís hasta los últimos pisos de las casas más altasl (Salud, caleseros de Va- lencia, que, recostados perezosamente en vuestros carruajes, picáis tabaco para liar un cigarro de papel, en espera de parro- quianos! (Salud, mendigos de la Mancha, hombres y mujeres que, embozados en bur- das mantas, imploráis la caridad indistinta- mente a las puertas de los palacios o de las cárceles! (Salud, criados montañeses, mayor- domos y secretarios de Vizcaya y Guipúzcoa, toreros de Andalucía, reposteros de Galicia, tenderos de Cataluña! ¡Salud, castellanos, extremeños y aragoneses, de cualquier ofi- cio que seáis! Y, en fin, vosotros, los veinte

«7

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mil manólos de Madrid, hijos genuinos de la capital, hez de la villa, que con vuestras te- rribles navajas causasteis tal estrago en las huestes de Murat el día Dos de Mayo, saludl Y a las clases más elevadas a los caballe- ros, a las señoras , ^las pasaré en silencio? En verdad tengo poco que decir de ellos. Apenas los traté, y lo que vi de sus costum- bres no era muy a propósito para sublimar- les en mi imaginación. Yo no soy de los que, vayan donde vayan, siguen la invete- rada práctica de vilipendiar a las clases altas y de exaltar a su costa al populacho. En muchas capitales, la parte más notable e in- teresante de la población es precisamente la aristocracia. Tal ocurre en Viena, y más especialmente en Londres. jQuién puede rivalizar con el aristócrata inglés en prestan- cia, fuerza y valentía? ¿Quién monta mejores caballos? ¿Quién goza de posición más sóli- da? ¿Quién más amable que su esposa, su hermana o su hija? Pero tratándose de la aristocracia española, así de las señoras como de los caballeros, cuanto menos se diga en cada uno de los puntos aludidos, será me- jor. Sin embargo, muy poco acerca de ellos, lo conñeso; quizás tengan sus admira- dores, a los que cedo la tarea de escribir su panegírico. Le Sage los describió tales como eran hace casi dos siglos; sus rasgos son poco seductores, y no creo que hayan me- jorado desde que el inmortal francés los re-

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trató. Hablaré, pues, con más gusto de las clases bajas, no sólo de Madrid, pero de toda España. Un español de la clase baja, sea manólo^ labriego o arriero, me parece mucho más interesante que un aristócrata. Es un ser poco común, un hombre extraor- dinario. Le faltan, es cierto, la amabilidad y la generosidad del mujik ruso, capaz de dar su único rouble antes que el forastero pase necesidad; tampoco tiene su tranquilo va- lor, que le hace invulnerable al miedo y le impulsa, al mando de su zar, a arrostrar cantando una muerte cierta. En el carácter español hay menos abnegación y más dure- za; le anima, en cambio, un sentimiento de altiva independencia que roba la admira- ción. Es ignorante, por supuesto; pero, cosa singular, invariablemente he encontrado en las clases más bajas y peor educadas, mayor generosidad de sentimientos que en las al- tas. Mucho tiempo ha sido moda hablar del fanatismo de los españoles y de su mezqui- no recelo de los extranjeros. Esto es verdad hasta cierto punto; pero es verdad, princi- palmente, respecto de las clases altas. Si el valor o el talento de los extranjeros nunca han alcanzado en España el premio mereci- do, la gran masa de los españoles no tiene la culpa de ello. He oído calumniar a We- Uington en el mismo soberbio teatro de sus triunfos; pero nunca por los soldados viejos de Aragón y de Asturias, que le ayudaron

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a vencer a los franceses en Salamanca y en los Pirineos. He oído criticar el modo de montar de un jockey inglés; pero el crítico era el necio heredero de los Medinaceli, no un picador de la plaza de Madrid.

A propósito de picadores: un día, poco después de mi llegada a Madrid, estuve un par de horas callejeando, en viaje de explo- ración, por un barrio famoso a causa de los robos y muertes que en él se cometían, y, al sentirme cansado, entré en un tabernucho a refrigerarme. Había muchos parroquianos, todos con cara de bandidos; a mi saludo contestaron quitándose los sombreros con mucha ceremonia y abriéndome calle hasta el mostrador. Vacié un vaso di^ val de peñas, y ya iba a pagar y a marcharme, cuando un individuo de horrible catadura, vestido con un coleto de ante fuerte, zajones y botas de montar que le pasaban de las rodillas, y to- cado con un sombrero claro, cuyas alas te- nían lo menos vara y media de circunferen- cia, se abrió paso entre la gente, y, encarán- dose conmigo, dijo con voz de trueno:

¡Otra copita! } Vamos ^ inglesito^ otra co- pital

Gracias, mi buen señor; es usted muy amable. Parece que me conoce usted; pero yo no tengo el honor de conocerle.

^No me conoce?— replicó el tal . ¡Soy Sevilla, el torero! Yo le conozco a usted mu- cho; usted es el amigo de Baltasarito, el

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nacional, que es amigo mío y muy buena persona.

Volviéndose entonces a la compañía, dijo con voz sonora, arrastrando la última sílaba de cada palabra, según costumbre de la gente rufianesca en toda España:

Caballeros valientes: Este caballero es amigo de un amigo mío. Es mucho hombre. No hay en España quien le iguale. Aunque es inglesito^ habla gitano cerrado.

No lo creemos replicaron varias voces graves . No es posible.

^Decís que no es posible? Pues yo os digo que sí. Ven acá, Balseiro; tú, que te has pasado la vida en presidio y te estás alabando siempre de hablar el gitano cerra- do, aunque no sabes palabra, ven acá y ha- bla con su merced en gitano cerrado.

Un hombre pequeño, enclenque, pero vi- varacho, se adelantó. Iba en mangas de ca- misa y llevaba una montera; era guapo, pero con cara de demonio.

Habló unas pocas palabras en la corrom- pida jerga gitana de las cárceles, preguntán- dome si había estado alguna vez en el cala- bozo, y si sabía lo que era una gitana ^.

Vamos, inglesito gritó Sevilla con voz tonante , respóndele al monró 2 en gitano cerrado.

í Doce onzas de pan, o libra corta, ración de la cárcel. (Nota de Borrow.) 2 Amigo.

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Contesté al ladrón, porque lo era en efecto, y de los que han dejado nombre du- radero en la historia de la picardía madrileña; le contesté con alguna extensión en el dia- lecto de los gitanos extremeños.

Creo que es gitano cerrado musitó Balseiro , o si no, será inglés, porque no entiendo ni una palabra.

^No te decía yo exclamó el picador que no sabes ni palabra del gitano cerrado? Pero el inglesito lo sabe, y yo entiendo todo lo que dice; vaya^ no hay nadie como él para el gitano cerrado. Además, es muy huQn jinete; después de mí, no hay quien le iguale; sólo él sabe montar con las acciones de los estribos muy cortas. Inglesito^ si ne- cesitas dinero, dispon de mi bolsillo; todo cuanto tengo está a tu servicio, y no creas que es poco: acabo de ganar cuatro mil chu- lés a la lotería. Animo, inglés, otra copa; yo lo pago todo; yo, Sevilla.

Y se golpeaba una y otra vez el pecho con la mano, mientras repetía: <¡Yo, Sevi- llal ¡Yo...!>

CAPÍTULO XIII

Intrigas de la Corte. Quesada y Galiano. Diso- lución de las Cortes. El secretario. Testaru- dez aragonesa. El concilio de Trento. El astu- riano.—Los tres bandidos. Benedicto Mol. El hombre de Lucerna. El Tesoro.

MENDizÁBAL me había dicho que volviera a verle pasados tres meses, dándome es- peranzas de no oponerse personalmente a la publicación del Nuevo 1 estamento; pero an- tes de que transcurrieran los tres meses cayó en desgracia, y dejó de ser primer mi- nistro.

Para derribarlo se urdió una intriga, diri- gida por Istúriz y Alcalá Galiano, gaditanos como Mendizábal, de quien hasta entonces se llamaron amigos. Ambos habían sido li- berales egregios, y miembros importantes de aquellas Cortes que, huyendo de la inva- sión de Angulema, se llevaron a Fernando desde Madrid a Cádiz, y le tuvieron preso hasta que esta ciudad inexpugnable tuvo por conveniente rendirse; los dos personajes se

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refugiaron en Inglaterra, donde pasaron considerable número de años.

Por el tiempo a que me refiero, hallában- se Istúriz y Galiano sumamente pobres, sin que del apoyo a Mendizábal pudiesen espe- rar mejoras inmediatas; y considerándose, además, tan buenos y capaces como él para gobernar a España en las circunstancias dadas, resolvieron separarse del partido de su amigo, a quien habían apoyado hasta allí, y levantar bandera propia.

En consecuencia, formaron en las Cortes una oposición contra Mendizábal; los miem- bros de esa oposición tomaron el nombre de moderados para distinguirse de Mendizá- bal y sus secuaces, ultraliberales. Los mode- rados contaban con el apoyo de la reina re- gente Cristina, deseosa de un poder algo mayor que el que los liberales parecían dis- puestos a concederle, y, además, enemiga personal del ministro. Veíanse también apo- yados por Córdova, que entonces mandaba el ejército y estaba descontento de Mendi- zábal, porque el ministro no servía con su- ficiente presteza las demandas pecuniarias del general, aunque se decía que la mayor parte del dinero enviado para pagar a las tropas no se empleaba en eso, sino en fon- dos públicos franceses, a nombre y para uso y provecho del nombrado Córdova.

Pero no voy a escribir una historia de los sucesos políticos que presencié entonces;

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baste decir que Mendizábal, viéndose con- trariado en todos sus proyectos por la Go- bernadora, que no aceptaba ninguna de las medidas propuestas][por el ministro, y por el general, que permanecía inactivo y se negaba a atacar al enemigo, ya repuesto del con- tratiempo que le causó la muerte de Zuma- lacárregui y en considerable auge sus ar- mas, dimitió, abandonando por el momento el campo a sus adversarios, aunque contaba en las Cortes con inmensa mayoría, y aunque la opinión del país, al menos en su parte liberal, le era favorable.

Se constituyó un gabinete presidido por Istúriz, en el que Galiano fué ministro de Marina, y un cierto duque de Rivas minis- tro de lo Interior. Estos eran los jefes del gobierno moderado', pero, impopulares en IVIadrid, y temerosos de los nacionales, bus- caron el concurso de un hombre llamado Quesada, aborrecedor de la milicia nacional y que a nada temía; hombre asaz estúpi- do, pero gran guerrero, que en cierta épo- ca de su vida mandó una legión llamada Ejército de la Fe, cuyas hazañas en ambas vertientes del Pirineo son harto conocidas para que necesite recordarlas. Quesada fué nombrado capitán general de Madrid.

El más inteligente de los nuevos ministros era, con mucho, Galiano, a quien me presen- taron poco después de mi llegada a Madrid. Hombre de muchas letras, conocía a fondo

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las de su país. Orador ante todo, de pa- labra fácil, elegante e impetuoso, era para el partido moderado^ dentro de las Cortes, lo que Quesada fuera de ellas; es decir, el hombre de combate. Difícil sería decir por qué le hicieron ministro de Marina, ya que España no tiene ninguna; acaso lo fué por 3u dominio del inglés, idioma que hablaba y escribía tan bien como el suyo propio, ha- biéndose ganado la vida durante su estancia en Inglaterra, principalmente, escribiendo artículos para los periódicos y revistas; ocu- pación muy honrosa, pero que pocos de los extranjeros desterrados en Inglaterra son capaces de desempeñar.

Galiano era hombre muy pequeño e irrita- ble, enemigo encarnizado de cuantos se atra- vesaban en el camino de su prosperidad. Odiaba a Mendizábal con rencor no disimu- lado, y siempre hablaba de él con infinito desprecio. «Temo que me cueste bastante trabajo arrancar a Mendizábal el permiso de imprimir el Nuevo Testamento» le dije un día . «Mendizábal es un asno replicó Ga- liano— . Calígula hizo cónsul a su caballo, y creo que esto es lo que ha inducido a lord... a enviarnos a ese burro de la Bolsa de Lon- dres para que sea nuestro ministro.» ,^r.^^

Sería mucha ingratitud de mi parte no confesar aquí cuánto debo a Galiano, que me ayudó con todo su poder en el asunto que me llevaba a España. Poco después de

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formarse el ministerio moderado fui a ver- le, y le dije que «entonces o nunca era la ocasión de hacer un esfuerzo en favor mío», «Lo haré me respondió con tono áspero, porque siempre habla con aspereza, lo mis- mo a los amigos que a los enemigos ; pero tenga usted paciencia unos cuantos días; es- tamos ahora muy ocupados. Nos han derro- tado en las Cortes, y esta tarde intentare- mos disolverlas. Dicen que esos canallas se negarán a marcharse; pero Quesada estará a la puerta para arrojarlos a la calle si opo- nen alguna resistencia. Vaya usted por allí, y acaso vea una Junción. >

Después de un debate de una hora, fue- ron disueltas las Cortes sin necesidad de re- currir a la ayuda del temible Quesada. Ga- liano, sin nuevas dilaciones, me dio una car- ta para su colega el duque de Rivas, a cuyo departamento incumbía, según me dijo, con- ceder o negar el permiso para imprimir el libro. El duque era un hombre joven y apuesto, de unos treinta años, andaluz por su cuña, como sus dos colegas ya nombra- dos. Había publicado varias obras trage- dias, según creo , y gozaba de cierta repu- tación literaria. Me recibió con suma afabili- dad, y enterado de mi pretensión, respon- dió, haciéndome una cortesía seductora y con un gesto genuinamente andaluz: «Vea a mi secretario; vea a mi secretario; e¿ hará por usted el gusto. »

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Fui a ver al secretario, un aragonés llama- do Oliban, que no era guapo, ni de elegan- tes maneras, ni afable. «¿Desea usted un per- miso para imprimir el Nuevo Testamento?» «Sí, señor.» «¿Y le ha hablado usted de esto a su excelencia?» «En efecto.» «Supongo que intenta usted imprimirlo sin notas», continuó Oliban . «Sí.» «Entonces, su excelencia no puede darle a usted el permi- so— dijo el secretario aragonés ; el Conci- lio de Trento ordenó que en ningún país cristiano pueda imprimirse parte alguna de la Escritura sin las notas de la iglesia.» «¿Cuántos años hace de eso?» pregunté yo. «No cuántos años hace repuso Oli- ban— ; pero tal es el decreto del Concilio.» «¿Es que en España rigen ahora los decre- tos del Concilio de Trento?» inquirí . «Rigen en algunos puntos, y este es uno de ellos respondió el aragonés ; pero, díga- me, quién es usted? ¿Le conoce el embaja- dor de su país?» «¡Oh!, sí, y tiene mucho interés por este asunto.» «¿De veras? dijo Oliban ; entonces, el caso varía. Si puede usted demostrarme que su excelencia se in- teresa por el asunto, yo no pondré dificul- tades.»

El ministro británico hizo cuanto yo po- día desear, y mucho más de lo que me atre- vía a esperar. Tuvo una entrevista con el du- que de Rivas, y hablaron detenidamente de mi asunto; el duque fué todo sonrisas y cor-

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tesía. Escribió, además, una carta particular al duque y me la dio, encargándome que yo mismo se la entregase la primera vez que fuese a verle; y para remate de todo, me es- cribió y dirigió otra carta en la que me dis- pensaba el honor de decirme que me tenía gran aprecio, y que su mayor placer se- ría que yo obtuviese el permiso tan buscado. Fui a ver al duque, y le entregué la carta; es- tuvo diez veces más bondadoso y afable aún que antes; leyó la carta, sonrió con la ma- yor dulzura, y luego, como poseído de sú- bito entusiasmo, extendió los brazos de un modo casi teatral, exclamando: ^Al secreta- rio; él hará por usted el gusto .•* De nuevo me precipité al secretario, que me recibió con frialdad glacial. Le referí las palabras de su jefe, y le entregué la carta que me había escrito el ministro británico. El secretario la leyó con atención, y me dijo que, evidente- mente, su excelencia se «había» tomado in- terés en el asunto. Me preguntó después mi nombre, y, tomando una hoja de papel, se sentó como si fuese a escribir el permiso. Yo estaba en mis glorias. De pronto, el se- cretario se detuvo, alzó la cabeza, pareció re- flexionar un momento, y poniéndose la plu- ma detrás de la oreja, dijo: «Entre los de- cretos del Concilio de Trento, se cuenta uno...»

|0h Dios mío! —exclamé.

Es un hombre singular ese Oliban dije

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un día a Galiano ; no puede usted imagi- narse lo me está haciendo pasar; no se cansa de hablarme del Concilio de Trento.

En el Trento quisiera yo verle metido hasta la cintura por decir tales tonterías. Sin embargo, procuraremos no desagradar a Oliban; es de los nuestros y nos ha presta- do buenos servicios; es, además, hombre in- teligente; pero, como buen aragonés, si se le mete una idea en la cabeza, cuesta mucho trabajo arrancársela. No obstante, iremos a verle; es antiguo amigo mío, y no dudo que le haremos entrar en razón.

Al día siguiente fui a buscar a Galiano al Ministerio de Marina o Almirantazgo (^cómo se debe decir?), y desde allí fuimos al Mi- nisterio de lo interior, instalado en un edifi- cio magnífico, antigua casa de la Inquisi- ción. Nos avistamos con Oliban. Galiano se lo llevó al hueco de una ventana, y habla- ron detenidamente, pero en voz muy baja, y como la habitación era inmensa, no pude oír palabra. Al cabo, Galiano se me acercó y dijo: «Hay alguna dificultad para resolver el asunto de usted; pero ya sabe Oliban que es usted amigo mío, y dice que eso le bas- ta; quédese aquí con él, y hará cuanto sea necesario en favor de usted. Es asunto arre- glado. ¡AdiósU En diciendo esto, se mar- chó, dejándome con Oliban. El secretario comenzó acto seguido a escribir no qué cosa, y, al terminar, sacó una caja de ciga-

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rros, encendió uno, después de ofrecerme otro que rehusé, porque no fumo, y apoyan- do los pies en la mesa me dirigió en francés el siguiente discurso:

Me alegro mucho de ver a usted en esta capital, y aun de verle trabajar en ese asunto. Considero un oprobio para Es- paña que no circule ninguna edición del Evangelio, al menos en condiciones tales que puedan adquirirla los más ricos y los más pobres; una edición descargada de no- tas de invención humana, que aumentan el volumen del libro hasta hacerlo inmaneja- ble. Para es indudable que una edición como la que usted intenta imprimir, ejerce- ría una influencia muy beneficiosa en el es- píritu del pueblo, que, entre nosotros, no conoce la religión a fondo ni en su pureza. ^Cómo va a conocerla, visto que le han man- tenido siempre cuidadosamente apartado del Evangelio, como si la civilización pudie- ra existir donde la luz evangélica se apaga? La regeneración moral de España depende de la libre circulación de la Escritura, tarea en que sólo Inglaterra, su afortunada patria de usted, puede empeñarse, por el nivel ele- vado de su civilización y la prosperidad sin rival de que al presente goza. La razón me obliga, en efecto, a reconocer todo esto, pero...

«Ahora es ella» pensé yo.

«Pero...» Y una vez más comenzó a ha-

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blarme del fastidioso concilio de Trento; me pareció, pues, que lo de escribir en un pa- pel, la oferta del cigarro, y la enojosa y lar- ga arenga no eran sino ^cómo lo llamaré? mera OXuapia.

Andaba ya por entonces muy entrada la primavera; las vertientes, aunque no las cum- bres, del Guadarrama estaban desde tiempo atrás limpias de nieve; los árboles del Prado lucían ya su verde pompa, y toda la campiña de los alrededores de Madrid mostrábase alegre y risueña. Aún no habían llegado los calores estivales, y el tiempo era, en verdad, delicioso.

Hacia el Oeste, al pie de la colina en que se alza Madrid, un canal corre durante unas cuantas leguas paralelo al Manzanares, del que le separan fértiles y amenas praderas. Las márgenes del Canal, empezado por Car- los III y no concluido hasta el día, están plantadas de hermosos árboles y constitu- yen el paseo más ameno de las inmediacio- nes de la capital. Allí iba yo a perder horas y horas, mirando los bancos de peces dora- dos y plateados que emergían al sol en la superficie de las aguas verdosas, o escuchan- do, no el trinar de los pájaros porque no es España la tierra de esos cantores ala- dos— , sino la charla de un naranjero., que, además de naranjas, vendía agua junto a una casilla de registro abandonada, frontera precisamente al puente de tablas que cruza-

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ba el canal; allí había instalado su tenducho el naranjero por parecerle la posición favo- rable para su comercio. Era asturiano, como de cincuenta años, y de unos cinco pies de alto. Yo le compraba muchas naranjas, y no tardó en sentir gran amistad por ni en contarme su historia; ninguna cosa notable había en ella; el suceso más importante era una aventura que le ocurrió en la sierra de Granada, donde cayó en poder de unos gita- nos que le dejaron en cueros y luego le despidieron dándole de palos. «He corrido toda España— me dijo—, y en conclusión opino que sólo hay dos sitios donde se pue- de vivir: Málaga y Madrid. En Málaga va todo muy barato, y hay tal abundancia de pescado, que muchas veces lo he visto amontonado en la orilla del mar; en Madrid, como está la corte, corre el dinero, y nun- ca me acuesto sin cenar. Lo único que me importa es vender naranjas, y mi único deseo es que, cuando muera, me entierren allí.> Al decir esto, señalaba al otro lado del Manzanares, donde, en el declive de una suave colina, como a una legua de distan- cia, brillaban al sol los blancos muros del Campo Santo.

El asturiano era un individuo muy zum- bón, y aunque apenas sabía leer ni escribir, nada ignorante de las cosas del mundo; te- nía muchas y exactas noticias de infinito número de personas, y poca gente pasaba

iS

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junto a su puesto de quien él no conociese los nombres, el carácter y la historia. «Esos dos son gente muy principal decía seña- lando a un caballero y una dama magnífica- mente ataviados, que se apearon de un co- che, y pasaron cogidos del brazo por el puente de madera, seguidos de dos sirvien- tes— ; son el Infante Francisco Paulo y su mujer la Napolitana, hermana de nuestra Cristina. El es una buena persona; pero su mujer, vaya, es la de peor genio de Madrid; sabe decir carrajo tan bien y con tan exce- lente entonación como el carretero de la Mancha de peor temple. No la salude usted, amigo; no tiene educación ni guarda la eti- queta; una vez la saludé y no me hizo caso alguno, como si yo no fuese asturiano y no- ble, de mejor sangre que ella... ¡Buenos días, señor don Francisco! (Qué tal? Hace un tiempo hermoso. Vaya su merced con Dios... Esos tres individuos que han bebi- do agua son tres bandidos, tres verda- deros hijos del presidio. Los trato con amabilidad y me pagan o no, según les pa- rece; no se puede uno poner a malas con ellos. He tenido ya algún disgusto por cau- sa suya: figúrese usted que hará cosa de un año robaron a un señor un poco más abajo del segundo puente; y, dicho sea de paso, le aconsejo a usted, hermano, que no vaya por allí, como creo que va muy a menudo; es un sitio peligroso. Pues, como digo, robaron y

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maltrataron a un señor; pero un hermano suyo, escribano^ se puso pronto sobre la pis- ta, y los prendió a todos. Necesitaba que al- guien los identificara, y quiso la casualidad que el día del robo estuviesen en mi puesto bebiendo agua, como acaban de hacer aho- ra. En cuanto el escribano lo supo me llamó a la cárcel para carearme con ellos. Dema- siado bien los conocí, pero como he apren- dido en mis viajes a cerrar los ojos o a abrir- los según convenga, dije al escribano que no me era posible afirmar que hubiese visto a tales hombres anteriormente. El escriba- no, furioso, me amenazó con el calabozo; pero yo le dije que hiciera su gusto, que no me importaba. Vaya^ no era cosa de expo- nerme a la venganza de los tres presos y a la de sus amigos; vivo demasiado cerca de la Plaza de la Cebada para eso... {Buenos días, señoritosl Naranjas de Murcia, como ustedes ven: la verdadera sangre del dra- gón... {Agua frescal Estos dos jóvenes son los hijos de Gabiria, intendente de la reina, el hombre más rico de Madrid; son guapos chicos y me compran mucha fruta. Su padre los quiere más que a todas sus riquezas, se- gún dicen. Aquella vieja que está tirada de- bajo de un árbol es la tía Lucila', ha hecho varias muertes, y como me debe dinero, es- pero que algún día la veré ahorcar. Este hombre fué de la guardia walona; <i señor don Benito Mol, ¿cómo está usted?»

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El personaje últimamente nombrado, ab sorvió en el acto mi atención. Era un ancia no corpulento, de más que mediana estatu ra, con el cabello blanco y las faccione algo encendidas; tenía los ojos grandes ; azules, y siempre había en ellos, cuando lo clavaba en alguien, una expresión de ansie dad, como si esperase recibir noticias im portantes. Iba modestamente vestido, coi chaqueta y pantalón de paño vasto, de tint rojizo. Tocábase con un sombrero inmenso pero tan maltratado, que el borde de la alas tenía tantos dentellones como una sie rra. Contestó al saludo del naranjero, hizo me una cortesía, y luego exhibió dos pasti lias de jabón de olor que trató de vender nos; hablaba una jerga áspera y destem piada que quería ser español, pero que s< parecía más al valenciano o al catalán. Pre guntéle quien era, y pasó entre los dos t siguiente coloquio:

Soy suizo, de Lucerna; me llamó Ben( dicto Mol, y fui soldado en la guardia walc na; ahora soy jabonero, para servirle.

Habla usted bastante mal el español - dije yo . ^Cuánto tiempo lleva usted aqu

Cuarenta y cinco años repuso Bene dicto ; pero cuando licenciaron la guardi me fui a Menorca, donde olvidé el españc sin aprender el catalán.

¿Le gustaba a usted servir al rey d España? ,

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No tanto, que no me hubiera alegrado dejarlo hace cuarenta años; nos pagaban mal y nos trataban peor. Pero, si no me equivo- co, usted es alemán; le hablaré a usted en mi lengua natal... Hubiera abandonado el servicio de España, como abandoné el del Papa, a quien serví antes de venir a este país, siendo muy joven; pero me casé con una mujer de Menorca, de quien tuve dos hijos; esto fué lo que me retuvo tanto tiem- po por allá; antes de salir de Menorca mi mujer murió, y mis hijos se fueron cada uno por su lado y no qué ha sido de ellos. Mi intención es volver pronto a Lucer- na y vivir allí a lo duque.

Por lo visto, ha reunido usted un buen capital en España dije yo, mirando a su sombrero y a lo demás de su atavío.

Ni un cuarta ni un ctiart; estas pastillas de jabón son todo lo que poseo.

Quizás sea usted de buena familia y piense vivir de sus rentas.

Ni un heller, ni un heller. Mi padre era el verdugo de Lucerna; cuando se murió, em- bargaron su cadáver para pagar sus deudas.

Entonces dije yo se propone usted, sin duda, dedicarse a la fabricación de jabo- nes en Lucerna. Hará usted muy bien, ami- go mío, no conozco ocupación más honrosa y útil.

No tengo la menor intención de dedi- carme a eso en Lucerna replicó Benedic-

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to . Y como veo que es usted alemán, HB' ber Herr^ y me agrada su aspecto y su modo de expresarse, le diré a usted en confianza que apenas si conozco el oficio, y ya me han despedido de varias fábricas por mi imperi- cia; las dos pastillas de jabón que llevo en el bolsillo no las he fabricado yo. In kur- zem^ tan mal enterado estoy del oficio de' jabonero, como del de sastre, albeitar o za- patero que también he desempeñado.

Pues no comprendo por qué espera us- ted vivir hecho un Herzog en su país, como no crea usted que los habitantes de Lucerna le mantendrán con esplendor a expensas del tesoro público, en consideración a los servicios prestados al Papa y al Rey de Es- paña.

Lieber Herr dijo Benedicto los ha- bitantes de Lucerna no gustan de mantener a sus expensas a los soldados del Papa ni a los del rey de España. Muchos de la antigua guardia que han vuelto allá, piden limosna por las calles. Pero yo iré en un coche tira- do por seis muías, con un tesoro, un gran Schatz^ que hay en la iglesia de Santiago de Compostela.

Supongo que no se propondrá usted robar la iglesia dije yo , pero si lo hace, creo que sufrirá usted un desengaño. Men- dizábal y los liberales le han ganado a usted por la mano. Según me dicen, ya no que- dan en las catedrales españolas más tesoros

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que unos pocos ornamentos mezquinos y unos cuantos utensilios de plata.

Mi buen Herr alemán dijo Benedic- to— , no se trata del Schatz de a iglesia, sino de otro, cuya existencia sólo yo conoz- co. Pronto hará treinta años que, entre otros soldados enviados por enfermos a Madrid, vino uno de mis compañeros de la guardia walona, que había ido con los franceses a Portugal; estaba muy enfermo y no tardó en morir. Pero antes de exhalar el último suspiro me mandó llamar, y en su lecho de muerte me dijo que él, con otros dos solda- dos, ya muertos, había enterrado en cierta iglesia de Compostela un gran botín traído de Portugal. Consistía en moidores de oro y en un paquete de diamantes del Brasil, muy gruesos, encerrado todo ello en una olla de cobre. Le escuché con avidez, y puedo decir que desde aquel momento no he dejado de pensar, ni de día ni de noche, en el Schatz. Es muy fácil de encontrar, pues el moribun- do me hizo una descripción tan minuciosa del escondite, que, una vez en Compostela, sin dificultad alguna pondría la mano en él; muchas veces he estado ya a punto de em- prender el viaje, pero siempre ha venido algo imprevisto a estorbármelo. Cuando mi mujer murió, salí de Menorca decidido a ir a Santiago, pero al llegar a Madrid, caí en manos de una vascongada que me persuadió a que viviese con ella, y así lo he hecho du-

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ránte varios años. Es una Hax i muy gran- de, y dice que si la abandono, me echará un sortilegio del que no me libraré nunca. Dem Gottsev Dank^ ahora está en el hospital, para morirse de un día a otro. Tal es mi historia, lieber Herr.

He referido con todo cuidado la anterior conversación, porque en el curso de este re- lato haré frecuente mención del suizo; sus aventuras subsiguientes fueron de lo más extraordinario, y la última de todas causó gran sensación en España.

í Bruja. En alemán, Hexe. (Nota de Borrow.)

CAPÍTULO XIV

Estado de España. Istúriz. Revolución de La Granja. La revuelta. Síntomas alcirmantes. Los corresponsales de periódicos. Arrojo de Quesada. La escena final. Fuga de los mode- rados.— El café.

ENTRETANTO, las COSES no iban bien para los moderados\ impopulares en Madrid, lo eran aún más en las otras ciudades impor- tantes de España; en la mayor parte de ellas se constituyeron juntas administrativas lo- cales que se declararon independientes de la reina y de sus ministros y rehusaron pa- gar las contribuciones, no tardando en verse el Gobierno muy apurado de dinero. No se pagaba al ejército y la guerra languidecía, quiero decir por parte de los cristinos^ por- que los carlistas la proseguían con mucho vigor; sus guerrillas^ en partidas, recorrían el país en todas direcciones, mientras una fuerza importante, al mando del famoso Gó- mez, daba la vuelta a España entera. Para remate de todo, se esperaba una insurrec-

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ción en Madrid de un día para otro, y, por precaución, fueron desarmados los naciona- les, medida que aumentó enormemente su odio al Gobierno moderado^ y, sobre todo, a Quesada, a quien se atribuyó esa iniciativa. Con respecto a mis asuntos, no desperdi- ciaba yo ocasión de adelantar mis preten- siones; pero el secretario aragonés seguía machacando en el Concilio de Trento, y consiguió frustrar todos mis esfuerzos. Por las muestras, había contagiado a su jefe sus ideas personales sobre el asunto, porque el duque, al verme en sus audiencias, no me hacía más caso que dedicarme una mirada desdeñosa; y en cierta ocasión, como me adelantase hacia él para hablarle, se escapó por la puerta más próxima. No le volví a ver desde entonces; me disgustó su modo de tratarme, y me abstuve de hacer nuevas vi- sitas a la Casa de la Inquisición. El pobre Galiano continuaba dándome pruebas de su inquebrantable amistad; pero me confesó francamente que no había ya esperanza de conseguir nada en las altas esferas. «El du- que— me dijo opina que no puede acce- derse a su petición; el otro día suscité el asunto en Consejo, y sacó a relucir los de- cretos de Trento, y habló de usted como de un individuo enfadoso e importuno; le res- pondí yo con cierta acritud y hubo entre nosotros su poquito de función^ de lo que se rió mucho Istúriz. Y entre paréntesis

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continuó , ^qué necesidad tiene usted de un permiso en regla que, al parecer, na- die puede otorgar? Lo mejor que puede us- ted hacer, dadas las circunstancias, es impri- mir la obra, en la inteligencia de que nadie le molestará a usted cuando intente repar- tirla. Le aconsejo a usted encarecidamente que hable con Istúriz acerca del asunto. Yo le prepararé, y respondo de que le recibirá cortésmente. »

Pocos días después, en efecto, tuve una entrevista con Istúriz en su despacho de Pa- lacio; para ser breve, sólo diré que le hallé muy bien dispuesto en favor de mis planes. «He vivido mucho tiempo en Inglaterra dijo ; la Biblia es allí libre, y no veo ra- zón para que no lo sea en España. No quie- ro aventurarme a decir que Inglaterra debe su prosperidad al conocimiento que, más o menos, todos sus hijos tienen de la Sagrada Escritura; pero estoy cierto de una cosa, y es que la Biblia no ha causado daño en aquel país, ni creo que pueda producirlo en Espa- ña. No deje usted, pues, de imprimirla, y difúndala por España todo lo posible.» Me retiré muy satisfecho de la entrevista; si no un permiso escrito de imprimir el libro sa- grado, había obtenido algo que, en cuales- quiera circunstancias, consideraba yo casi equivalente: el tácito convenio de que mis empeños bíblicos serían tolerados en Espa- ña; abrigaba la firme esperanza de que, cual-

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quiera que fuese la suerte del Ministerio, ningún otro, y menos uno liberal, se atreve- ría a ponerme obstáculos, sobre todo por- que el embajador inglés era amigo mío y conocía todos los pasos dados per en el asunto.

Dos o tres cosas relacionadas con mi en- trevista con Istúriz me impresionaron como muy dignas de nota. Primero, la extrema- da facilidad con que obtuve audiencia del primer ministro de España. El portero me hizo pasar de buenas a primeras, sin nece- sidad de anunciarme y sin hacerme esperar. Segundo, la soledad reinante en aquel lu- gar, tan distinta del bullicio, ruido y acti- vidad observados por mientras aguar- daba a ser recibido por Mendizábal. Ya no había allí afanosos pretendientes en espera de una entrevista con el grande hombre; si se exceptúa a Istúriz y al empleado, a nadie vi. Pero lo que me produjo impresión más profunda fué la actitud del ministro, quien, cuando yo entré, estaba sentado en un sofá con los brazos cruzados y los ojos clavados en el suelo. Era extremada la depresión del tono de su voz, melancólico el aire de sus morenas facciones, y, en general, tenía todo el aspecto de una persona que, para librarse de las miserias de esta vida, medita el acto de suma desesperanza: el suicidio.

Pocos días bastaron para demostrar que, en efecto, a Istúriz le sobraban motivos para

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entristecerse: menos de una semana después estalló la llamada revolución de La Granja. La Granja es un sitio real enclavado en los pinares de la vertiente Norte del Guadarra- ma, a unas doce leguas de Madrid. La reina gobernadora Cristina se había ido a La Gran- ja, por apartarse del descontento de la capi- tal y gozar del aire campestre y de las deli- cias de aquel famoso retiro, monumento del gusto y de la magniñcencia del primer Bor- bón que ocupó el trono de España. Pero no la dejaron tranquila mucho tiempo; sus mis- mos guardias estaban descontentos, incli- nándose a los principios de la Constitución de 1823 (sic), y no a los del gobierno monár- quico absoluto, que los moderados intenta- ban resucitar en España. Una madrugada, un grupo de soldados de la guardia, capita- neados por cierto sargento García, entraron en las habitaciones de la reina y le pidieron que suscribiese aquella Constitución y jura- se solemnemente mantenerla. Cristina, mu- jer de mucho temple, rehusó complacerlos y los mandó marcliarse. Siguió una escena violenta y tumultuosa; pero como la reina se mantenía firme, lleváronla los soldados a uno de los patios del palacio, donde estaba Muñoz, su amante, atado y con los ojos ven- dados. «Jura la Constitución, bribona>, vo- ciferaba el atezado sargento. «Jamás», excla- mó la animosa hija de los Borbones de Ña- póles. «Entonces morirá tu cortejo -f^ repli-

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el sargento. «Adelante, muchachos; pre- parad las armas, y metedle cuatro balas en la cabeza a ese individuo.» Sin tardanza pu- sieron a i\Iuñoz junto al muro, le obligaron a arrodillarse, alzaron los soldados los fusi- les, y un momento después hubieran envia- do al infeliz a la eternidad, si la reina, olvi- dándose de todo, menos de los sentimientos de su corazón de mujer, no se hubiera ade- lantado dando un chillido y gritando: cjAlto, altoi Firmaré... >

Al día siguiente de este suceso entraba yo en la Puerta del Sol a eso del mediodía. Siempre hay allí a tales horas gran gentío, pacífico e inmóvil de ordinario, compuesto de desocupados que fuman tranquilamente, o escuchan o comentan las noticias casi siempre insípidas de la capital; pero el día de que hablo la multitud no estaba tranqui- la. La gente vociferaba y gesticulaba, y mu- chos corrían gritando: / Viva la Constitución!; grito que se hubiera pagado con la vida al- gunos días antes, porque la ciudad había es- tado unas cuantas semanas sometida a los rigores de la ley marcial. A veces oíanse es- tas palabras: «-¡La Granja! ¡La Granja!^. seguidas siempre del grito de: «/ Viva la Constitución!-^ Frente a la Casa de Postas estaban formados en línea hasta doce dra- gones a caballo, algunos de los cuales arro- jaban continuamente sus gorras al aire, su- mándose a las aclamaciones generales, ani-

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mados por el ejemplo de su comandante, oficial joven y guapo, que blandía la espada y gritaba con júbilo: «¡Viva la reina consti- tucional! ¡Viva la Constitución!»

La multitud engrosaba por momentos; varios nacionales, de uniforme, pero sin ar- mas, porque, como ya he dicho, se las ha- bían quitado, aparecieron. De pronto, des- cubrí entre los grupos a Baltasar, vestido como la primera vez que le vi: con un gran capote de regimiento, ya viejo, y la gorra de cuartel. «(jQué ha sido del Gobierno mo- derado}— le pregunté . ^Han destituido y reemplazado ya a los ministros?» «Aun no, don Jorge dijo el soldadito y sastre , aun no; esos picaros se sostienen todavía apoya- dos en Quesada, que es un toro bravo, y en un poco de infantería que les sigue fiel. Pero no hay que temer, don Jorge; la reina es nuestra, gracias al valor de mi amigo García; y si el toro bravo se presenta aquí, johí, don yorge^ verá usted entonces lo que es bueno; vengo prevenido...» Al decir esto entreabrió el capote y me dejó ver un retaco que lle- vaba oculto, pendiente de una correa; y, ha- ciendo un guiño con los ojos, y con la cabeza un movimiento significativo, se perdió entre la multitud.

Un instante después vi avanzar un peque- ño pelotón de soldados por la calle Mayor ^ o calle principal que corre desde la Puerta del Sol en dirección a Palacio; podían ser

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unos veinte hombres, y a su cabeza marcha- ba un oficial con la espada desnuda. Debían de haberlos reunido con gran precipitación, porque muchos de ellos llevaban traje de faena y gorra de cuartel. Conforme avanza- ban, marchando lentamente, ni el oficial ni los soldados hacían el menor caso de los gri- tos de la multitud, que, agolpándose en torno suyo, no cesaba de vociferar: «¡Viva la Cons- titución!»; todo lo más respondían con algu- na ojeada hostil; y marcharon, fruncidas las cejas y apretados los dientes, hasta llegar frente al pelotón de caballería, donde hicie- ron alto y formaron las filas.

Estos hombres no traen buenas inten- ciones— dije a mi amigo D..., del Morning Chronicle^ que acababa de reunirse conmi- go— . Y tenga usted por seguro que si se lo mandan, empezarán a hacer fuego sin mirar dónde dan. Pero ^en qué están pen- sando esos dragones, que evidentemente son del bando contrario, a juzgar por sus gritos.? ^Por qué, estando detrás de los in- fantes, no les dan una carga y los desbara- tan? En seguida la gente les quitaría los fu- siles. Yo no soy liberal, pero ya que usted lo es, ^cómo no se acerca al inexperto joven que manda los caballos, y le da usted a tiempo un buen consejo?

D... volvió hacia su ancho semblante, coloradote y placentero como de buen in- glés, y dirigiéndome una mirada maliciosa,

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que parecía significar .. (lo que el amable lector crea más del caso), me agarró del brazo y dijo: «Salgamos de esta baraúnda, y a ver si se encuentra una ventana donde instalarnos, y desde donde yo pueda des- cribir lo que suceda en la plaza, porque creo como usted que va a pasar algo grave.» En el último piso de una casa bastante grande, frente por frente a la de Correos, habíapa- peles en señal de que se alquilaban habita- ciones; subimos al instante, ycontratamos con la inquilina del éiage el uso de la habi- tación de la calle por aquel día; atrancamos la puerta, y el repórter requirió cuaderno y lápiz, dispuesto a tomar notas de los suce- sos que ya se cernían sobre la plaza.

¡Qué hombres tan extraordinarios son por lo general los corresponsales de los pe- riódicos inglesesl De seguro que si hay algu- na clase de hombres que mere'^ca llamarse cosmopolita, es ésta, formada por gente que ejerce su profesión en cualquier país indistintamente, y se acomoda a voluntad a los usos de todas las clases sociales; a cuya fluidez de estilo como escritores sólo supe- ra su facilidad de palabra en la conversa- ción, y a su conocimiento de las letras clá- sicas, su experiencia del mundo, adquirida por una temprana iniciación en el bullicioso teatro de la vida. La actividad, energía y valor que a veces han de desplegar en sus tareas informativas, son en verdad notables.

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ago b O R R O W

En París, durante los tres días ^, los vi mez- clados con la canaille y los gamins detrás de las barricadas, mientras la metralla llovía por todas partes y los desesperados cora- ceros estrellaban sus fogosos caballos con- tra unos parapetos tan débiles en aparien- cia. Allí permanecían, tomando notas en un cuaderno con tanta tranquilidad como si estuvieran haciendo información en un mi- tin de Covent Garden o de Finsbury Squa- re. En España, varios de ellos acompañan a ¡as guen illas de los cristinos o de los carlis- tas en algunas de sus expediciones más arriesgadas, exponiéndose al peligro de las balas enemigas, a las inclemencias del in- vierno y a los rigores del sol estival.

Apenas llevábamos cinco minutos en la ventana, cuando oímos de pronto el ruido de los cascos de unos caballos que bajaban corriendo por la calle de Carretas. La casa en que estábamos se hallaba, como ya he dicho, enfrente de la de Correos, por cuya izquierda, mirando desde el Norte, desem- boca aquella vía en la Puerta del Sol\ a me- dida que el ruido se acercaba, apagábase el griterío de la multitud, como si un temor pá- nico se apoderase de ella; una o dos veces, sin embargo, percibí estas palabras «¡Que- sada! jQuesadal» Los soldados de Infantería permanecieron en calma e inmóviles, pero

* Los de la Revolución de julio de 1830.

LA BIBLIA £N ESPAÑA tgi

los de caballería, y el joven oficial que los mandaba, mos raron confusión y miedo a la vez, cambiando unos con otros palabras precipitadas.

De pronto, la gente que estaba hacia la desembocadura de la calle de Carretas, re- trocedió en desorden, dejando un vasto espacio libre, en el que al instante se pre- cipitó Quesada a galope tendido, espada en mano y con uniforme de general, monta- do en un pura sangre inglés, bayo claro, con tal ímpetu, que recordaba a un toro manchego lanzándose al redondel al ver de súbito abierta la puerta del toril.

Seguíanle muy de cerca dos oficiales a caballo, y, a corta distancia, otros tantos dragones. Casi en menos tiempo que se emplea en contarlo, unos cuantos alborota- dores rodaron por el suelo á los pies de los caballos de Quesada y de sus dos ami- gos, porque los dragones hicieron alto en cuanto entraron en la Puerta del Sol. Era un hermoso espectáculo ver a tres hombres, a fuerza de valor y de maestría en la equita- ción, sembrar el terror en otros tantos miles, cuando menos. Vi a Quesada meterse a ca- ballo por entre la densa multitud y luego desembarazarse de ella por modo magistral; el populacho estaba completamente atemo- rizado, y retrocedía, retirándose por la calle del Comercio y la calle de Alcalá. Le vi tam- bién lanzarse de golpe contra dos naciona-

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les que intentaban escaparse, separarlos de la multitud, envolverlos, y empujarlos en otra dirección, golpeándolos despreciativa- mente con el sable de plano. El general gri- taba |Viva la reina absoluta! cuando, preci- samente debajo de mí, en medio de unos grupos que aún no habían cedido el campo, acaso porque no tenían por dónde escapar, vi brillar por un instante el cañón de un trabuco, sonó luego una detonación aguda, y una bala estuvo a punto de enviar a Que- sada al otro mundo: tan cerca le pasó que le rozó el sombrero. Percibí fugazmente, hacia el sitio de donde partió el tiro, una gorra de cuartel muy conocida, luego la gente echó a correr, y el tirador, quienquiera que íuese, desapareció favorecido por la confu- sión que se movió.

Quesada mostró inmenso desprecio ante el peligro que acababa de correr. Echó en torno suyo una mirada fiera y rápida, y de- jando a los dos nacionales, que se fueron cabizbajos, como perros azotados por su amo, se dirigió al joven cficial que mandaba la caballería y que tan activo se había mos- trado dando gritos en favor de la Constitu- ción; díjole unas pocas palabras con gesto amenazador, y el oficial evidentemente se sometió, pues, obedeciendo tal vez sus órde- nes, resignó el mando del pelotón y se fué muy abatido; hecho esto, Quesada se apeó, y estuvo paseándose arriba y abajo delante

LA BIBLIA EN ESPAÑA 293

de la Casa de Postas, con un aire que pare- cía retar a toda la humanidad.

Aquél fué el día glorioso de la vida de Quesada, y también su día postrero. Digo ésto, porque nunca se había producido en forma tan brillante, y porque ya no debía ver el ocaso de otro sol. No se recuerda acción de conquistador o de héroe alguno que pueda compararse con esta escena ñnal de la vida de Quesada. ^Quién, por sólo su impetuosidad y su desesperado valor ha detenido una revolución en plena marcha? Quesada lo hizo; contuvo la revolución en Madrid un día entero, y restituyó las turbas hostiles y alborotadas de una gran ciudad al orden y a la quietud perfectos. Su irrupción en la Puerta del Sol fué de un arrojo tan tre- mendo y oportuno que no tiene par. Tanta admiración me produjo el valor del «toro bravo», que durante su acometida grité mu- chas veces: *¡Viva Quesada!», y le deseé buena fortuna Esto no quiere decir que yo pertenezca a ningún partido o sistema políti- co. jNol ¡No! He vivido tanto tiempo con Romany Chals^ y Petulengres'^ que no puedo

í Romano Chai, gitano.

» Palabra compuesta del griego moderno ícáta- Xov y del sánscrito kara\ signiíica literalmente «óí- ñor de la herradura», o sea el hacedor de ellas; es una de las denominaciones secretas de «Los forja- dores», tribu de los gitanos ingleses. (Nota de Bo- rrow). Petulengro y Petalengro (en gitano inglés) forjador de herraduras. (Glosario de Burke).

a94 B O R R O W

tener más política que la política de los gita- nos,y bien sabido es que al llegar las eleccio- nes, los hijos de Roma se declaran por los dos bandos opuestos, mientras el resultado es dudoso, augurando el triunfo a los dos; y cuando la pelea concluye y la batalla está ganada, se alistan sin falta en las filas del vencedor. Pero, lo repito, mi interés por Que- sada nació al contemplar la firmeza de su corazón y su maestría de jinete. La tranquili- dad quedó restablecida en Madrid para el resto del día; el pelotón de infantes vivaqueó en la Puerta del Sol. No se oyeron más gri- tos de viva la Constitución; la revuelta pare- cía efectivamente dominada en la capital. Els lo más probable que si los jefes del partido moderado llegan a tener confianza en mis- mos por cuarenta y ocho horas más, su causa hubiera triunfado y los soldados revolucio- narios de La Granja se hubieran dado por contentos devolviendo a la reina su libertad y aceptando una avenencia, porque se sabía que varios regimientos leales se acercaban a Madrid.

Pero los moderados no tuvieron confian- za; aquella misma noche sus corazones des- fallecieron y huyeron en varias direcciones: Istúriz y Galiano, a Francia; el duque de Ri- vas, a Gibraltar. El pánico de los colegas contagió al mismo Quesada, que huyó ves- tido de paisano. Pero no tuvo tanta suerte como los otros: reconocido en una aldea, a

LA BIBLIA EN ESPAÍÍA 295

tres leguas de Madrid, fué preso por unos amigos de la Constitución. En el acto se envió a la capital noticia de la captura, y una copiosa turba de nacionales, los unos a pie, los otros a caballo, algunos en carruajes, se puso en marcha al instante. «Vienen los naciona- les» — dijo un paisano a Ouesáda. «Enton- ces— respondió estoy perdido»; y luego se preparó para la muerte.

Hay en la calle de Alcalá, de Madrid, un café famoso * capaz para varios cientos de personas. En la tarde de aquel mismo día estaba yo sentado en el café consumiendo una taza del obscuro brebaje, cuando sona- ron en la calle ruidos y clamores estruendo- sos; causábanlos los nacionales, que volvían de su expedición. A los pocos minutos en- tró en el café un grupo de ellos; iban de dos en dos, cogidos del brazo, y pisaban recio a compás. Dieron la vuelta al espacioso local, cantando a coro con fuertes voces la siguien- te bárbara copla:

¿Qué es lo que abaja por aquel cerro? Ta ra ra ra ra. Son los huesos de Quesada,

que los trae un perro. Ta ra ra ra ra.

Pidieron después un gran cuenco de café, y, colocándolo sobre una mesa, los naciona- les se sentaron en torno. Hubo un momento

* Era el Café Nuevo (Knapp).

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de silencio, interrumpido por una voz te- nante: €¡El pañuelo!:^ Sacaron un pañuelo azul, en el que llevaban algo envuelto; lo desataron, y aparecieron una mano ensan- grentada y tres o cuatro dedos seccionados, con los que revolvían el contenido del cuen- co. «¡Tazas, tazasl» gritaron los naciona- les. .

¡Eh! Don Jorge gritó Baltasarito, vi- niendo hacia con una taza de café , há- game usted el obsequio de beber por este suceso glorioso. Hoy es un día afurtunado para España y para los valientes nacionales de Madrid. He visto más de undi función de toros, pero ninguna me ha causado tanto placer como ésta. Ayer el toro hizo de las suyas, pero hoy los toreros han podido más, como usted ve, don Jorge. Hágame el favor de beber; ahora voy a ir en una carrera a mi casa a buscar mi pajandi para divertir a los compañeros tocando y cantar una copla. ¿Qué copla? ¿Una copla en gitano}

Una noche sinava en tucue ^

¿Mueve usted la cabeza, don Jorge} ¡Ja, ja, jal Soy joven, y la juventud es la edad de las diversiones. Bueno, bueno; en obsequio a usted, que es ingles y vionró 2, no cantaré eso, sino una canción liberal patriótica: el himno de Riego. ¡Hasta después ^ don Jorgel

1 Una noche, estando contigo. Amigo.

CAPITULO XV

El vapor. El cabo de Finisterre. La tormenta. Llegada a Cádiz. El Nuevo Testamento. Sevi- lla.—Itálica. El anfiteatro. Los presos. El encuentro. El barón Taylor. La calle y el de- sierto.

En los primeros días de noviembre ^ sur- qué de nuevo el mar con rumbo a Espa- ña. Había vuelto a Inglaterra poco después^ de los sucesos referidos en el capítulo ante- rior, con objeto de consultar a mis amigos y trazar el plan de mi campaña bíblica en España. Resolvimos imprimir en Madrid el Nuevo Testamento lo antes posible, y se con- vino que yo me encargaría de la tarea un tanto ardua de distribuirlo. Breve fué mi es- tancia en Inglaterra; el tiempo era precioso y ansiaba yo encontrarme de nuevo en el campo de acción. Me embarqué en el Tá- mesis, a bordo del vapor M.,. La travesía hasta Falmouth fué muy desagradable. El barco iba atestado de pasajeros, pobres tísi- cos en su mayoría o gente valetudinaria que

' 1836.

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huía de las frías celliscas invernales de In- glaterra a las costas soleadas de Portugal y Madeira. Nanea me ha cabido en suerte via- jar en un barco más incómodo, sobre todo de vapor. Los camarotes eran muy peque- ños y faltos de ventilación; el mío era de los peores, porque los demás estaban tomados desde antes de llegar yo a bordo; para evi- tar la asñxia que me amenazaba en cuanto entraba en él, hice el viaje echado en el sue- lo de una de las cámaras. Estuvimos en Falmouth veinticuatro horas, haciendo car- bón y reparando la máquina, que tenía des- perfectos importantes.

El lunes 7 zarpamos con rumbo al golfo de Vizcaya. Había mar gruesa, el viento era fuerte y contrario; sin embargo, en la ma- ñana del cuarto día teníamos a la vista las rocas de la costa Norte del cabo de Finiste- rre. Debo hacer notar aquí que este viaje era el primero que el capitán hacía a bordo de nuestro barco y que conocía muy poco o nada la costa a que nos dirigíamos. Le bus- caron a última hora, apresuradamente, por- que su predecesor renunció el mando, fun- dándose en que el barco no podía aguantar la mar y en las frecuentes averías de la má- quina. Si yo hubiera sabido todo esto al ver que el barco se acercaba cada vez más a la costa, hasta colocarse a unos cientos de va- ras de distancia de ella, mi alarma hubiese sido mucho mayor de lo que fué. No dejé,

LA BIBLIA EN ESPAÑA agp

€on todo, de sentir profunda sorpresa, pues como las dos veces que había cruzado por allí en barco de vapor, había visto el cuidado con que los capitanes se mantenían lejos de la costa, no pude adivinar la razón de apro- ximarnos tanto á una zona peligrosísima. El viento soplaba con fuerza hacia la costa, si puede llamarse así a los abruptos y escar- pados precipicios en que rompía la mareja- da con fragor de trueno, alzando nubes de espuma y de agua pulverizada a la altura de una catedral. Fuimos costeando lentamente, y doblamos varios elevados promontorios, apilados algunos por la mano de la natura- leza en formas muy fantásticas. Al anoche- cer, teníamos cerca por la proa el cabo de Finisterre, escarpada y sombría montaña de granito, cuya ceñuda cima pueden ver des- de muy lejos cuantos atraviesan el Océano. La corriente en aquellos parajes era terri- ble, y aunque las máquinas trabajaban con toda su fuerza avanzábamos poco o nada.

A eso de las ocho de la noche, el viento se convirtió en huracán, el trueno retumbó pavorosamente, y la única luz que alumbra- ba nuestro camino era la de las rojas cule- brinas expelidas a intervalos de su seno por las nubes gruesas y negras que rodaban a poca altura sobre nuestras cabezas. Hacía- mos los mayores esfuerzos para doblar el cabo, que a la luz de los relámpagos surgía a sotavento, iluminado por las frecuentes

B O R R O W

exhalaciones que vibraban en torno de su ci- ma, cuando, de súbito, la máquina se rompió con un gran crujido, y las palas de que pen- día nuestra existencia dejaron de funcionar. No intentaré pintar la escena de horror y confusión que se produjo; puede ser imagi- nada, pero no descrita. El capitán justo es reconocerlo desplegó la mayor frialdad e intrepidez; tanto él como la tripulación hicieron todo lo imaginable por arreglar la máquina, y cuando vieron la inutilidad de sus esfuerzos izaron las velas y realizaron todas las maniobras posibles para salvar el barco de una destrucción inminente. Pero nada aprovechaba; por desgracia, teníamos la costa a sotavento, y hacia ella nos impe- lía la rugiente tempestad. Me hallaba yo en tales instantes cerca del timón y pregunté al timonel si había alguna esperanza de sal- var el barco, o al menos nuestras vidas. «La situación es apurada, señor me respon- dió— . Con esta mar los botes zozobrarán en un minuto; antes de una hora el barco cho- cará contra el Finisterre, donde el buque de guerra más fuerte del mundo se haría peda- zos instantáneamente. Ninguno de nosotros verá el día de mañana.» De igual modo, el capitán informó a los demás pasajeros del peligro que corríamos y les dijo que se pre- parasen; ordenó luego cerrar las escotillas y que no se permitiese a nadie permanecer sobre cubierta; yo seguí en mi puesto, no

LA BIBLIA EN ESPAÑA

ÍOI

obstante, casi ahogado por el agua de las inmensas olas que rompían contra el barco por barlovento y lo anegaban. Las pipas de agua potable se soltaron de sus amarras, y una de ellas me tiró al suelo y aplastó un pie al desdichado timonel, cuyo puesto ocu- pó en el acto el capitán. Estábamos ya cer- ca de las rocas, cuando los elementos entra- ron en hórrida convulsión. Los relámpagos nos envolvían con sus resplandores; los true- nos retumbaban con el fragor de un millón de cañones; el Océano parecía vomitar sus heces más profundas, cuando, en medio de tal desquiciamiento, el vendaval saltó súbi- tamente de cuadrante y nos apartó de la horrible costa aún más de prisa que nos ha- bía empujado hacia ella.

Los marineros más viejos de a bordo re- conocieron que nunca se habían librado de la muerte por modo tan providencial. Des- de el fondo de mi corazón dije: «Padre nues- tro, santificado sea tu nombre.»

Al día siguiente estuvimos a punto de naufragar, porque con la gran marejada nuestro barco, no destinado para navegar a la vela, trabajaba mucho y hacía agua. Las bombas funcionaron sin cesar. También tu- vimos fuego a bordo, pero se logró sofocar- lo. Por la tarde, la máquina de vapor quedó parcialmente arreglada, y el día 1 3 llegamos a Lisboa, donde en pocos días se terminaron las reparaciones necesarias.

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En Lisboa encontré a mi excelente ami- go W. 1 bueno y sano. Durante mi ausencia había trabajado lo posible para fomentar la venta del libro sagrado en portugués; su celo y apiicación eran, en verdad, admira- bles. Por desgracia, las perturbaciones su- fridas por el país en los seis últimos meses bebían estorbado sus esfuerzos. Los ánimos de las gentes estaban tan preocupados con la política, que no les quedaba apenas tiem- po para pensar en su salvación. La historia política de Portugal presenta en estos últi- mos tiempos un sorprendente paralelo con la del país vecino. En ambos, la corte y el partido democrático han luchado por la su- premacía; en ambos ha triunfado el último, y dos personas de viso han caído víctimas del furor popular: Freiré, en Portugal, y Quesada, en España. Las noticias de este país, que recibí en Lisboa, eran pésimas. Las hordas de Gómez devastaban Andalu- cía, que yo estaba a punto de visitar de paso para Madrid; los carlistas habían saqueado a Córdoba, y ocupádola tres días, abando- nándola después. Me dijeron que si persis- tía en entrar en España por donde me ha- bía propuesto, caería probablemente en ma« nos de los facciosos en Sevilla. No me arre- dré, a pesar de todo, con plena conñanza

* Era un comerciante, John Wilby, represen- tante de la Sociedad Bíblica (Knapp).

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en que el Señor me abriría camino hasta Madrid.

Reparadas las averías del barco, subimos de nuevo a bordo, y en dos días llegamos sin novedad a Cádiz. Reinaba en la ciudad gran confusión. Decíase que por los alrede- dores campaban numerosas partidas carlis- tas. Era de temer un ataque y acababa de proclamarse en la ciudad el estado de sitio. Me alojé en el hotel Francés, en la calle de fa Niveña^ ^ y me dieron para dormir una especie de desván o guardilla^ pues la casa, famosa por su excelente táble d'hóte^ estaba llena de huéspedes. Me vestí y salí a dar una vuelta por la ciudad. Entré en varios cafés; el ruido de las conversaciones era en todos ensordecedor. En uno de ellos, seis orado- res nada menos hablaban al mismo tiempo; el tema era la situación del país y las pro- babilidades de una intervención franco-in- glesa. De pronto, el orador a quien yo es- cuchaba, me pidió mi opinión por ser ex- tranjero y, al parecer, recién llegado. Con- testé que no podía aventurarme a adivinar los planes de aquellos Gobiernos en tales circunstancias; pero que, en mi opinión, no sería malo que los españoles se esforzasen algo más por su parte y llamasen menos a Júpiter en su ayuda. Como no tenía ganas

* Se alojó en la Posada Francesa, en la calle de San Francisco y de la Nevería, hoy Hotel de París (Knapp).

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de hablar de política me fui en seguida del café, en busca de los barrios donde vive principalmente la clase baja.

Entré en conversación con varios indivi- duos; pero a todos los encontré muy igno- rantes; ninguno sabía leer ni escribir, y sus ideas religiosas no eran nada satisfactorias; los más profesaban un indiferentismo com- pleto. Fui después a una librería, e hice al- gunas preguntas acerca de la demanda de libros de literatura; dijéronme que era muy escasa. Mostré un ejemplar de una edición londinense del Nuevo Testamento en espa- ñol, y pregunté al librero si, en su opinión, un libro de tal especie tendría venta en Cá- diz; respondió que el papel y la impresión eran magníficos; pero que era un libro nada buscado y muy poco conocido. No prose- guí mis averiguaciones en otras librerías, pensando que, probablemente, ningún libre- ro me daría buenos informes de una publi- cación en que no estaba interesado. Ade- más, yo sólo tenía dos o tres ejemplares del Nuevo Testamento, y no hubiera podido servir ningún pedido, aunque me lo hubie- sen hecho.

El día 24, muy temprano, me embarqué para Sevilla en el vaporcito español Betis. La mañina era húmeda, y la densa niebla que envolvía el paisaje me impidió observar aquellos contornos. A las seis leguas de re- corrido llegamos a la punta Noreste de la

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bahía de Cádiz y pasamos junto a Sanlú- car, ciudad antigua, próxima a la desembo* dura del Guadalquivir. De pronto la niebla se deshizo, y el sol de España fulguró ra- diante, animándolo todo, y en especial a mí, que yacía sobre cubi rta en lánguido y melancólico estupor. Entramos en «El gran río», que tal es la traducción de Wady al Kebir^ nombre dado por los moros al anti- guo Betis. Anclamos durante unos minutos en Bonanza, pueblecito situado en la termi- nación del primer brazo del río; tomamos varios pasajeros y continuamos el viaje. El Guadalquivir no ofrece nada de gran interés a los ojos del viajero: las márgenes son ba- jas, sin árboles; el país adyacente, raso; sólo a gran distancia se columbra la cadena azul de unas sierras altas. El agua es turbia y fangosa, muy parecida por el color a la de un cenagal. La anchura media del cauce es de 150 a 200 varas. Pero es in posible via- jar por este río sin recordar que por él na- vegaron romanos, vándalos y árabes, y que ha presenciado sucesos de universal reso- nancia, cantados en poesías inmortales. Fuí repitiendo versos latinos y fragmentos de romances viejos españoles hasta que llega- mos a Sevilla, a eso de las nueve de una hermosa noche de luna.

Sevilla encierra noventa mil habitantes, y está situada en la orilla oriental del Guadal- quivir, a unas diez y ocho leguas de la des-

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embocadura; la cercan elevadas murallas moriscas bien conservadas, y tan sólidamen- te construidas, que probablemente desafia- rán aún por muchos siglos las injurias del tiecnpo. Los edificios más notables son la ca- tedral y el Alcázar, o palacio de los reyes moros. La torre de la catedral, llameada La Giralda, pertenece a la época de los moros, y formó parte de la gran mezquita de Sevi- lla; se calcula su altura en unos ciento quin- ce metros, y se sube hasta el remate, no por escalera, sino por una rampa abovedada a manera de plano inclinado. La rampa es muy poco empinada, de suerte que puede subirse por ella a caballo, proeza cumplida, según dicen, por Fernando VIL Desde lo alto de la torre se descubre una vista muy extensa, y en días claros se columbra la Sie- rra de Ronda, aunque dista más de veinte leguas. La catedral, insigne monumento gó- tico, pasa por ser el más hermoso de su gé- nero en España. En las capillas dedicadas a diferentes santos están algunos de los cua- dros más espléndidos que el arte español ha producido; la catedral de Sevilla es ahora más rica en pinturas de primer orden que nunca lo fué, porque han llevado a ella mu- chos lienzos de los conventos suprimidos, especialmente de Capuchinos y San Fran- cisco.

Todo el que visite Sevilla debe dedicar especial atención al Alcázar, espléndido

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ejemplar de la arquitectura mora. Contiene muchos salones magníficos, especialmente el llamado de Embajadores, superior en to- dos aspectos al del mismo nombre de la Alhambra de Granada. Este palacio fue la residencia favorita de Pedro el Cruel, quien lo restauró con cuidado sin alterar su carác- ter ni disposición moriscos. Probablemente permanece en un estado poco distinto del que tenía a la muerte de aquel rey.

En la orilla derecha del río se halla Tria- na, importante arrabal que se comunica con Sevilla por un puente de barcas, porque a causa de las violentas inundaciones a que está sujeto el río no hay puente permanen- te sobre el Guadalquivir. En el arrabal vive la hez de la población, y abundan los gitanos. Como a legua y media hacia el Noroeste se encuentra el pueblo de Santiponce; a los pies y en la ladera de una colina que hay más arriba, se ven las ruinas de la antigua Itálica, cuna de Silio Itálico y de Trajano, de quien el barrio de Triana deriva su nombre.

Una hermosa mañana me encaminé allá, y después de subir a la colina dirigí mis pa- sos hacia el Norte. No tardé en llegar a los que en otro tiempo fueron los baños, y an- dando un poco más al anfiteatro, enclavado entre las suaves laderas de una especie de hondonada. El anfiteatro es, con mucho, la reliquia más importante dd Itálica; es de for*

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ma oval, y tiene sendas puertas de entrada al Este y al Oeste.

Vense por todas partes restos de la gra- dería de piedra gastada por el tiempo, des- de la que millares de seres humanos con- templaban antaño la arena donde los gladia- dores clamaban y los leones y leopardos ru- gían; todo alrededor, debajo de la gradería, hay una excavación abovedada desde la que, por diversas puertas, los hombres y las fie- ras se lanzaban al combate. Muchas horas pasé en sitio tan singular, abriéndome paso a través de las hierbas y arbustos silvestres para llegar a Jas cavernas, albergue ahora de víboras y otros reptiles, cuyos silbidos oí.

Satisfecha mi curiosidad, dejé las ruinas, y volviendo por otro camino llegué a un si- tio donde yacía un caballo muerto medio devorado; sobre él se posaba un buitre enor- me de ojos brillantes, que, al acercarme, alzó pausadamente el vuelo y fué a posarse en la puerta oriental del anfiteatro, donde lanzó un grito ronco, como de cólera, por haberle interrumpido el festín de carroña.

Gómez no había atacado aún a Sevilla; cuando yo llegué decíase que andaba por los alrededores de Ronda. La ciudad estaba so- bre las armas; tapiáronse varias puertas, se abrieron trincheras, se levantaron reductos; pero estoy convencido de que la ciudad no hubiera resistido seis horas un ataque vigo- roso. Gómez había mostrado ser un hombre

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de lo más extraordinario; con su pequeño ejército de aragoneses y vascos dio, en las últimos cuatro meses, la vuelta a España. Muchas veces se vio rodeado por fuerzas tri- ples en número que las suyas y en lugares donde se tenía por imposible que pud ese escapar; pero siempre había chasqueado a sus enemigos, de los que parecía reírse. La Prensa de Sevilla publicaba continuamente noticias absurdas de victorias ganadas con- tra Gómez; entre otras cosas se dijo que su ejército había sido exterminado, muerto el mismo Gómez, y que mil doscientos prisio- neros estaban en camino de Sevilla. Yo vi a los prisioneros: en lugar de mil doscientos desesperados, vi pasar una veintena de mi- serables, aspeados, harapientos, muchos de ellos mozalbetes de catorce a diez y seis años. Eran, evidentemente, merodeadores que, no pudiendo seguir al ejército, se ha- bían dejado coger desperdigados por mon- tes y llanos. Luego se supo que no se había dado batalla alguna contra Gómez, y que su muerte era una fantasía. El gran defecto de Gómez era no saber aprovecharse de las cir- cuntancias; después de derrotar a López pudo haber marchado sobre Madrid y pro- clamar allí a don Carlos; después del sa- queo de Córdoba pudo haberse apoderado de Sevilla.

Había en Sevilla varias librerías, en dos de las cuales encontré ejemplares del Nuevo

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Testamento en español, traídos de Gibraltar dos años antes, habiéndose vendido en ese lapso de tiempo seis ejemplares en una de las librerías, y cuatro en la otra. En mis pa- seos por la ciudad y sus cercanías me acom- pañaba generalmente un genovés de edad provecta que desempeñaba en la Posada del Turco, donde yo vivía, algo así como las funciones de valet de place. Al saber que yo me proponía imprimir en Madrid el Nuevo Testamento, díjome que en Andalucía po- dría colocarse buen número de ejemplares. «Conozco el comercio de libros conti- nuó— . En otros tiempos tuve en Sevilla una pequeña librería. En un viaje que hice a Gi- braltar adquirí varios ejemplares de la Es- critura, y aunque parte de ellos me los con- fiscaron los empleados de la Aduana, pude vender los otros a buen precio y me quedó una ganancia considerable.»

Volvía yo de cierta excursión por el cam- po, una gloriosa y radiante mañana del in- vierno andaluz, y me dirigía a la posada, cuando al pasar junto al portal de una ca- sona lóbrega, cerca de la puerta de Jerez, dos individuos, vestidos con zamarras^ sa- lieron de la casa a la calle; ya iban a cruzar- se conmigo, pero uno de ellos, mirándome a la cara, retrocedió vivamente, y en un francés purísimo y armonioso exclamó: «¿Qué es lo que veo? Si mis ojos no me en- gañan es él; sí, el mismo a quien vi por vez

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primera en Bayona, y mucho tiempo des- pués bajo los muros de ladrillo de Novogo- rod; luego junto al Bosforo, y más tarde en... en... Mi querido y respetable amigo: ¿dónde tuve yo la fortuna de ver úitimamen* te su inolvidable y singular fisonomía?»

Yo. Fué en el Sur de Irlanda, si no me engaño. Allí le presenté a usted al brujo que domaba potros con sólo murmularles unas palabras al oído. Pero ¿qué le trae a usted por Andalucía? Aquí es donde menos podía yo esperar encontrarle a usted.

El barón Taylor. Y¿por qué razón, mi res- petable amigo? ¿No es España la tierra del arte? Y dentro de España, ¿no es Andalucía la región donde el arte ha producido sus mo- numentos más bellos e inspirados? Ya me conoce usted lo bastante para saber que mi pasión son las artes, y que no concibo pla- cer más elevado que el de contemplar con arrobamiento un hermoso cuadro. Venga usted conmigo, puesto que usted tiene tam- bién un alma noble y sensible capaz de apre- ciar lo bello; venga usted conmigo y le en- señaré un cuadro de Murillo que... Pero an- tes permítame usted que le presente a un compatriota suyo. Querido señor W. dijo volviéndose a su compañero, un caballero inglés que, como toda su familia, me colmó más adelante de infinitas atenciones y obse- quios en mis diversos viajes a Sevilla : per- mítame usted que le presente a mi amigo

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más querido y respetado, hombre que cono- ce las costumbres de los gitanos mejor que el Chef des Bohémiens á Triana^ consumado caballista, y que, lo digo en honor suyo, maneja el martillo y las tenazas, y hierra un caballo como el mejor herrero de la Alpu- jarra. ^

En el curso de mis viajes he adquirido muchas amistades y relaciones; pero ningu- na tan interesante como la del barón Taylor; por nadie siento yo consideración ni estima más altas. A sus relevantes prendas perso- nales y a sus cultivados talentos, reúne un corazón de tan rara bondad que continua- mente le induce a buscar las ocasiones de hacer bien a sus semejantes y de contribuir a su felicidad; acaso no existe quien conoz- ca mejor que él la vida y el mundo en sus múltiples aspectos. Sus hábitos y modales son de la más exquisita elegancia y fina cor- tesía; pero su condición es tan flexible que

* El amigo del barón Taylor era John Wethe- rell, hijo de un famoso curtidor de pieles de igual nombre. En 1874 el gobierno español indujo a John Wetherell a establecer en Sevilla una manu- factura de curtidos finos, concediéndole para su instalación el convento de Jesuítas y una exten- sión de terreno; le aseguró además ciertos privi- legios y contratas para el ejército. Wetherell llevó a Sevilla máquinas y obreros ingleses; pero la em- presa se hundió porque el gobierno no pagó las contratas y retiró la protección ofrecida. Wethe- rell murió arruinado. (Knapp).

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se acomoda de buen grado a todo genero de compañía, por lo que es acogido donde- quiera con predilección. Hay un misterio en su vida que aumenta en no pequeño grado la impresión que sus méritos personales pro- ducen en todas partes.

Nadie puede decir, con positivo funda- mento, quién es el barón Taylor; se sosurra que es un retoño de sangre real; y ^iquién puede, en efecto, contemplar por un mo- mento su graciosa figura, su rostro inteli- gente y de líneas tan características, sus ojos grandes y expresivos, sin convencerse de que no es un hombre vulgar ni de vul- gar linaje? Aunque por su talento y elocuen- cia hubiera podido alcanzar rápidamente una elevada posición en el Estado, se ha conten- tado hasta ahora, quizás sabiamente, con una relativa obscuridad, dedicándose por modo principal al estudio de las artes y de la literatura, de las que es liberal protector. Con todo, la ilustre casa a que, según se dice, pertenece, le ha mandado con misiones importantes y delicadas a diferentes países, y en todas ha visto sus esfuerzos coronados por el buen éxito más completo. Cuando yo le encontré en Sevilla estaba coleccionando obras maestras de pintura española para adornar los salones de las Tullerías.

El barón Taylor ha visitado la mayor par- te del globo, y es cosa notable que siempre estamos encontrándonos en los lugares más

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imprevistos y en circunstancias singulares. Dondequiera que me encuentra, sea en la cal'e o en el desierto, sea en un salón bri- llante o entre las haimas de los beduinos, sea en Novogorod o en Stambul, exclama, alzando los brazos: «/O «>// ¡Otra vez tengo la fortuna de ver a mi querido y respetabi- lísimo amigo Borrow!»

CAPÍTULO XVI

Silida para Córdoba.— Carmona.— Las colonias alemanas.— El idioma.— Un caballo haragán.— El recibimiento nocturno.— El posadero carlis- ta.—Buen consejo.— Gómez.— El genovés viejo. Las dos opiniones.

Después de estar unos quince días en Se- villa salí para Córdoba. Hacía ya algún tiem- po que no circulaba la diligencia, debido al turbulento estado de la provincia. No tuve, pues, más remedio que hacer el viaje a caba- llo. Tomé dos en alquiler y ajusté al geno- vés viejo, de quien ya he hablado, para que me acompañase hasta Córdoba y se volviera después con las cabalgaduras. Aunque es- tábamos en pleno invierno, el tiempo era des- pejado, los días soleados y radiantes, si bien por las noches se dejaba sentir el frío. Pasa- mos por Alcalá, ciudad pequeña, famosa por las ruinas de un inmenso castillo moro, que desde lo alto de una colina rocosa do- mina un río pintoresco. La primera noche dormimos en Carmona, otra ciudad mora, a siete leguas de Sevilla. Muy de mañana mon-

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tamos de nuevo y partimos. Acaso no haya en toda España un monumento de los an- tiguos moros tan hermoso como el lado oriental de esta ciudad de Carmona, sita en la cima de un alto cerro, mirando a una ex- tensa vega^ inculta leguas y leguas, donde sólo se crían jaras y carrasco. Por aquella parte se levantan unas sombrías murallas, muy altas, con torres cuadradas a muy cor- tos intervalos, y de tan sólida estructura que parecen desafiar las injurias del tiempo y de los hombres. En la época de los moros esta ciudad era considerada como la llave de Se- villa, y no se sometió a las armas cristianas sin sufrir un largo y desesperado asedio; la toma de Sevilla siguió poco después. La vega, en que a la sazón entrábamos, forma parte del gran despoblado de Andalucía, an- taño risueño jardín, transformado en lo que ahora es desde que por la expulsión de los moros de España fué sangrada esta tierra de la mayor parte de su población. Desde aquí hasta Sierra Morena, que separa la Mancha y Andalucía, las ciudades y pueblos son es- casos, muy apartados unos de otros, y aun algunos de ellos datan sólo de mediados del pasado siglo, cuando un ministro español intentó poblar este desierto con hijos de un país extranjero.

A eso de mediodía llegamos a un sitio lla- mado Moncloa, donde hay una venta y un edificio de aspecto desolado con cierta apa-

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rienda de chateau; una palmera solitaria yergue su cabeza por encima del muro ex- terior. Entramos en la veuta^ atamos los ca- ballos al pesebre, y después de mandar que los echaran un pienso fuimos a sentarnos a la lumbre. El ventero y su mujer vinieron también a sentarse a nuestro lado. «Esta gente es muy mala me dijo el viejo ge- novés en italiano ; como la casa, nido de ladrones; algunas muertes se han cometido en ella, si es verdad todo lo que se cuenta». Miré con atención a los venteros: eran jóve- nes; el marido representaba veinticinco años; era un patán de corta estatura, muy recio, sin duda alguna de prodigiosa fuerza; tenía correctas facciones, pero de expresión sombría, y en sus ojos brillaba un fuego ma- ligno. Su mujer se le asemejaba un poco, pero su semblante era más abierto y parecía de mejor humor; lo que más me chocó en la ventera fué el color de sa pelo, castaño claro, y su tez, blanca y sonrosada, tan di- ferentes del pelo negro y atezado rostro que en general distinguen a los naturales de la provincia. «;Es usted andaluza? pregunté a la ventera . Casi estoy por decir que me parece usted alemana».

La ventera. No se equivocaría mucho su merced. Es verdad que soy española, pues en España he nacido; pero también es verdad que soy de sangre alemana, puesto que mis abuelos vinieron de Alemania, así

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como la de este caballero, mi señor y ma- rido.

Yo. ¿Y cómo fué venir sus abuelos de usted a este país?

La ventera. ^No ha oído nunca su mer- ced hablar de las colonias alemanas? Hay bastantes por estas partes. En tiempos an- tiguos el país estaba casi desierto, y era muy peligroso viajar por él, debido a los muchos ladrones. Hará cien años, un señor muy poderoso envió mensajeros a Alema- nia para decir a la gente de allá que estas tierras tan buenas estaban sin cultivo por falta de brazos, y prometiendo a cada labra- dor que quisiera venir a labrarlas una casa y una yunta de bueyes, con lo necesario para vivir un año. De resultas de esta invitación muchas familias pobres de Alemania vinie- ron a establecerse en ciertos pueblos y ciu- dades prevenidos para el caí o, que aun lle- van el nombre de Colonias Alemanas,

Yo, ^Cuantas habrá?

La ventera. Varias. Unas por este lado de Córdoba y otras al otro. La más próxi ma es Luisiana, que está de aquí dos leguas de allá venimos mi marido y yo. La siguien te es Carlota, a unas diez leguas de distan cia; esas son las dos únicas que yo he visto; pero hay otras más lejos, y algunas, según he oído decir, están en el riñon de la sierra.

Yo. ^Hablan todavía los colonos el idio- ma de sus antepasados?

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La ventera. Sólo hablamos español, o más bien andaluz. Verdad que algunos, muy viejos, saben unas pocas palabras de alemán aprendidas de sus padres, nacidos en aquella tierra; pero la última persona de la colonia capaz de entender una conversación en ale- mán fué la tía de mi madre, porque vino aquí de muy joven. Siendo yo una chica, re- cuerdo haberla oído hablar con un viajero, compatriota suyo, en una lengua que me di- jeron era el alemán; se entendían, pero la vieja confesaba que se le habían olvidado muchas palabras; ya hace años que se ha muerto.

Yo ^De qué religión son los colonos? La vertiera. Son cristianos, como los es- pañoles, como antes lo fueron sus padres. Por cierto he oído decir que venían de unas partes de Alemania donde la religión se practica mucho más que en la misma España. Yo. Los alemanes son el pueblo más honrado de la tierra, y como ustedes son sus legítimos descendientes claro está que los robos serán aquí desconocidos.

La ventera me echó una rápida mirada, miró después a su marido y sonrió; el ven- tero, que hasta entonces había estado fu- mando sin proferir palabra, aunque con semblante singularmente adusto y descon- tento, arrojó la punta del cigarro a la lum- bre, se puso en pie y, murmurando: ¡Dista- ratel ¡conversación!^ se marchó.

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«Ha ido usted a poner el dedo en la llaga, signare dijo el geno vés cuando ya había- mos dejado atrás Moncloa . Si fueran gen- te honrada no podrían tener esa venta. Yo no cómo serían los colonos cuando llega- ron aquí; pero lo que es ahora, sus costum- bres no son ni pizca mejores que las de los andaluces, y acaso sean algo peores, si es que hay entre ellos alguna diferencia».

A los tres días de salir de Sevilla, ya cer- ca de anochecer, llegamos a la Cuesta del Es- pinaly a unas dos leguas de Córboba, desde donde pudimos columbrar los muros de la ciudad, bañados por los últimos rayos del sol poniente. Como aquellos contornos es- taban, según me dijo el guía, infestados de bandidos, hicimos lo posible por llegar a la población antes de cerrar la noche. No lo conseguimos, empero, y antes de recorrer la mitad de la distancia nos envolvieron densas tinieblas. La ruindad de los caballos nos había retrasado considerablemente du- rante el viaje; sobre todo, el ca Dallo de mi guía era insensible al látigo y a la espuela; además, el genovés no era jinete, y acabó por confesar que hacía treinta años no mon- taba a caballo. Los caballos conocen en se- guida las facultades de quien los monta, y el del genovés resolvió aprovecharse de la ti- midez y debilidad del pobre viejo. Pero casi todo tiene remedio en este mundo. Cansa- do de andar a paso de tortuga, até las rien-

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das del caballo remolón a la grupa del mío, y sin escatimar espolazos ni palos le obligué a salir al trote o cosa así, y el otro no tuvo más remedio que aligerar los remos. Por dos veces intentó arrojarse al suelo, con gran espanto de su anciano jinete, que me suplicaba una y otra vez que hiciese alto y le permitiera apearse; pero yo, sin hacerle caso, continué dando espolazos y palos con infatigable energía y tan buen éxito que en menos de media hora vimos unas luces muy cerca de nosotros, y al instante llegamos a un río, cruzamos un puente, encontrándonos a la puerta de Córdoba sin habernos roto la nuca ni haberse perniquebrado los caballos. Atravesamos toda la ciudad para llegar a la posada; las calles estaban oscuras y casi desiertas, h^. posada era un vasto edificio, de cuyas ventanas, bien defendidas con rejas^ no se escapaba el menor rayo de luz; el si- lencio de la muerte parecía envolver no sólo la casa, sino la calle entera. Largo rato gol- peamos la puerta sin obtener contestación; entonces comenzamos a llamar a voces. Al cabo alguien nos preguntó desde dentro lo que queríamos. «Abra usted la puerta y lo verá», respondí. «No haré tal replicó el de dentro hasta no saber quiénes son us- tedes». «Somos viajeros de Sevilla». «^Son ustedes viajeros? ^Por qué no lo han dicho antes? No estoy aquí de portero para dejar a los viajeros en la calle, ¡yesús^ María! Ni

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hay tantos en la casa que no podamos admi- tir alguno más. Entre, caballero, y sean bien- venidos usted y su compañía.»

Abrió la puerta, dándonos entrada a un espacioso patio; en seguida afianzó nueva- mente la puerta con cerrojos y trancas. «¿Por qué toma usted tantas precauciones? le pregunté . ¿'Teme usted que los carlistas le hagan una visita?» «Los carlistas no nos dan miedo respondió el portero . Ya han estado aquí y no nos han hecho daño alguno. A quien tememos es a ciertos pica- ros de esta ciudad, que están reñidos con el amo, y le asesinarían con toda su familia si se les presentase ocasión.»

Iba yo a preguntar la razón de esta ene- miga, cuando un hombre corpulento bajó corriendo, con una luz en la mano, la esca- lera de piedra que conducía al interior de la casa. Dos o tres mujeres también con luces, le seguían. Detúvose en el último escalón, y exclamó: «^Quién ha venido?» Luego ade- lan ó la lámpara hasta que la luz me dió de lleno en el rostro.

«///(9/í2/ exclamó . jEs usted? ¡Quién iba a pensar dijo volviéndose a la mujer que estaba a su lado, tan recia como él, de atezado rostro, y próximamente de su mis- ma edad, rayana, al parecer, en los cincuen- ta— que en el preciso momento de suspirar por un huésped se detendría a nuestras puertas un inglés ; porque a un inglés le re-

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conozco yo a una milla de distancia, hasta en la obscuridad. Juanito gritó al portero esta noche no abras la puerta a nadie más sea quien sea. Si los nacionales vienen a al borotar, diles que está aquí el hijo de Be lington dispuesto a caer sobre ellos espada en mano si no se retiran, y si llegan más viajeros, cosa que no es de esperar, porque desde hace más de un mes no ha venido ninguno, les dices que no hay cuartos porque los ocupa todos un caballero inglés y su acompañamiento.»

Descubrí sin tardanza que mi amigo el posadero era un insigne carlista. No había yo concluido de cenar mientras él y toda su familia, alrededor de la mesita a que me sen- té, observaban mis movimientos, sobre todo la manera de usar el cuchillo y el tenedor y de llevarme los manjares a la boca cuando se puso a hablarme de política. «Yo no soy de un partido determinado, don Jorge dijo, pues me había preguntado mi nombre con el fin de darme el tratamiento debido ; yo no soy de un partido determinado, y no estoy por el rey Carlos ni por la chica Isa- bel; sin embargo, llevo en este maldito pue- blo Cristina una vida de perro, y hace mucho tiempo que me habría marchado si no fuese porque he nacido aquí y porque no adon- de ir. Desde que empezaron estos desórde- nes, me da miedo salir a Ja calle, porque en cuanto la canaille de Córdoba me ve doblar

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una esquina, empiezan a gritar: «¡A ése, al carlista!», y corren detrás de vociferando y me amenazan con piedras y palos; de ma- nera que, si no me pongo en salvo metién- dome en casa, empresa difícil con mis diez y pico arrobas, puedo perder la vida en la calle, y esto, lo reconocerá usted don Jorge^ no es ni agradable ni decente. Ese mozo que ve usted ahí continuó, señalando a un jo- ven moreno que estaba detrás de mi silla, empleado en servirme es mi cuarto hijo; está casado, y no vive con nosotros, sino cien varas más abajo en esta calle. Le hemos llamado de prisa y corriendo para servir a su merced, como es su obügación; pues bien: ha estado a punto de perecer en el camino. Antes de marcharse tendrá que escudriñar la calle para ver si hay moros en la costa, y entonces irse volando a su casa. ¡Carlistas! ;De dónde sacan que mi familia y yo somos carlistas? Cierto que mi hijo mayor era frai- le, y cuando la supresión de los conventos se refugió en las filas realistas, y en ellas ha estado peleando más de tres años. ¿Podía yo evitarlo? Tampoco tengo yo la culpa de que mi segundo hijo se alistara con Gómez y los realistas cuando entraron en Córdoba. jDíos le proteja! Pero yo no le mandé alistarse. Tan lejos estoy de ser carlista, que gracias a ese mozo que está presente no se marchó con su hermano, aunque tenía muy buenas ^aias de hacerlo, porque es valiente y buen

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cristiano. Quédate en casa— le dije , por- que ¿cómo me voy a arreglar si os vais to- dos? ¿Quién va a servir a los huésoedes, si Dios quiere enviarnos alguno? Quédate por lo menos hasta que tu hermano, mi hijo ter- cero, vuelva; porque ha de saberse, y para vergüenza mía lo digo, don Jorge, que yo tencro un hijo sargento en el ejército cristi- no, muy en contra de la inclinación personal del pobre muchacho, que no gusta de la vida militar; años llevo solicitando su licencia, y he llegado a aconsejarle que se haga una mutilación para que le libren en seguida. Así que le dije a éste: quédate en casa, hijo mío, hasta que hermano venga a ocupar tu puesto y no se nos coma el pan un extraño, que además podría venderme y hacerme traición; de modo que, como usted ve, don Jorge, mi hijo se quedó en casa a petición mía, y aun me llaman carlista.»

¿Cómo se portaron Gómez y sus parti- das cuando estuvieron en Córdoba? Porque usted habrá visto, claro es, todo lo sucedido.

¡Admirablemente bien! Lo que yo qui- siera es que aun estuviesen aquí. Como ya le he dicho a usted, don Jorge, yo no soy de ningún partido; pero confieso que nunca en mi vida he sentido placer mayor que cuando se ncs entraron por las puertas. ¡Entonces había que ver a esos perros de nacionales correr por las calles para ponerse en salvo! jl-Iabía que verlo, don Jorge! ¡Los que me

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encontraban a la vuelta de una esquina se olvidaban de gritar: ¡Hola^ carlista^ y de sus amenazas de apalearme. Algunos saltaron las murallas y huyeron no se sabe adonde; otros se refugiaron en la casa de la Inquisi- ción, que tenían fortificada, y se encerraron en ella. Ha de saber usted, don Jorge^ que todos los jefes carlistas: Gómez, Cabrera y el Serrador, se alojaron en esta casa; y ocurrió que, estando yo de conversación con Gómez en este mismo cuarto donde estamos ahora, entró Cabrera hecho una íuna; Cabrera es menudo de cuerpo, pero tan vivo y valiente como un gato mon- tes. «Esa canaille dijo al entrar de la casa de la Inquisición no quiere rendirse; si me da usted .a orden, general, escalo la casa con mi gente y paso a cuchillo a los que es- tán dentro.» Pero Gómez dijo: «No; debe- mos ahorrar sangre siempre que sea posible. Que les disparen unes cuantos tiros de fusil, y eso bastará.» Así fué, en efecto, don Jor- ge^ porque a las pocas descargas su corazón desfalleció y se rindieren a discreción; des pues de cesarmarks, se les permitió volver a sus casas Pero en cuanto se fueron los carlistas, todos esos individuos volvieron a ser tan valientes como antes, y de nuevo, en cuanto me ven doblar una esquina, me gri- tan: ¡Hola, carlista! Para guardarse de ellos, mi hijo, ahora que ya ha terminado de ser- vir a su merced, tendrá que ir desde aquí a

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SU casa volando como una perdiz, no sea que se los encuentre en la calle y le cosan a pu- ñaladas. >

Usted que ha visto a Gómez, dígame: ^qué clase de hombre es?

Es de estatura regular, grave y som- brío. El más notable de todos por su aspec- to es el Serrador, especie de gigante, tan alto, que cuando entraba por la puerta del po tal siempre daba con la cabeza en el din- tel. El que menos me gusta es Palillos, ban- dido feroz y tétrico, a quien conocí de pos- tillón. En otro tiempo vena muchas veces a mi casa; ahora es capitán de los ladrones de la Mancha, pues aunque se intitula rea- lista, es un bando ero, ni más ni menos. Es una deshonra para la causa que se permita a tales hombres mezcla se con la gente honra- da. Yo le od o, doit Jorge; debido a él, vie- nen a mi casa tan poces parroquianos. Los viajeros temen ahora atravesar la Mancha, no sea que caigan en su poder. ¡Así le ahor- quen, don yorge^ sean los cristinos o los realistas; lo mismo me da!

Cuando llegué conoció usted al mo- mento que era inglés. ^Es que vienen a Cór- doba muchos compatr otas mios.^

¡Toma! resp ndió ti posidero , son mis mejore- parroquianos; he tenido en casa ingleses de todas categorías, desde el hijo de Be lington hasta un médico joven que curó a esta chica y hija mía, del dolor de oídos.

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¿Cómo no he de reconocer a un inglés? Con Gómez vinieron dos que servían como vo- luntaiños. j Vaya, gué gente! ¡Qué magníficos caballos montaban, y cómo desparramaban el orol Venía con ellos un portugués muy noble, pero pobrísimo, un miguelista; según me dijeron, los dos ingleses le sostenían por devoción a la causa realista. El portugués estaba siempre cantando:

El rey chegou, el rey chegou, E en Belem desembarcou.

Fueron unos días magníficos, don yorge. Y entre paréntesis, se me ha olvidado pre- guntar de qué partido es su merced.

A la siguiente mañana, cuando estaba vis- tiéndome, el viejo genovés entró en mi cuar- to:— Signore me dijo , vengo a decirle adiós. Ahora mismo me vuelvo a Sevilla con los caballos.

¿Por qué tanta prisa.^ respondí . Me- jor sería que se quedase usted aquí hasta mañana; usted y los caballos necesitan re- poso. Descanse usted hoy, y yo pagaré el gasto.

Gracias, signare; pero me voy inmedia- tamente; no puedo quedarme en esta casa.

¿Qué le ocurre a la casa.^ pregunté.

De la casa nada tengo que decir re- plicó el genovés ; de quien me quejo es de sus dueños. Hace cosa de una hora bajé a desayunarme, y me encontré en la cocina al

LA BIBLIA EN ESPAÑA 329

posadero y a toda su familia. Bueno: me senté y pedí un chocolate, que me trajeron; pero, antes de tomármelo, el posadero em- pezó a hablar de política. Al principio me dijo que no estaba con ninguno de los dos bandos; pero es tan furibundo carlista como el mismo Carlos V, porque, en cuanto se enteró de que yo soy del bando contrario, me echó unas miradas de bestia salvaje. Ha de saber usted, signore, que, en tiempos de anterior Constitución, tuve yo un café en Sevilla, al que concurrían los liberales más notorios, y fué causa de mi ruina, pues como admirador de sus opiniones, abrí a mis parroquianos el crédito que se les anto- jó, lo mismo en café que en licores, y, de esta suerte, al tiempo de ser derrocada la Constitución y restaurado el despotismo ya les había fiado cuanto tenía. Es posible que muchos de ellos me hubiesen pagado, por- que no creo que abrigasen malas intencio- nes contra mí; pero llegó la persecución, los liberales se dieron a la fuga, y, cosa bastan- te natural, pensaron en su propia seguridad más que en pagarme los cafés y los licores; a pesar de eso, soy partidario de sus ideas, y nunca vacilo en proclamarlo así. En cuan- to el posadero, como ya he dicho a su mer- ced, se enteró de mis opiniones, me miró como una fiera y «Salga usted de mi casa exclamó ; no quiero espías en ella»; aña- diendo algunas expresiones irrespetuosas

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para la joven reina Isabel y para Cristina, a quien considero compatriota mía, a pesar de ser napolitana. Perdí la calma al oírle y le devolví el cumplido diciendo que Carlos es un pillo y la princesa de Beira otra que tal. Me dispuse a ingerir el chocolate; pero, an- tes de llevármelo a los labios, la posadera, más furibunda carlista aún que su marido, si cabe, se abalanzó a mí, me arrebató la ji- cara y, tirándola por el aire, que casi dio con ella en el techo, exclamó: «¡Fuera de aquí, perro negro! ¡En mi casa no vuelves a catar cosa ninguna! ¡Colgado como un cerdo te vea yo!» Comprenderá su merced que no puedo estar aquí más tiempo. Se me olvida- ba decir que el bribón del posadero asegura que usted le ha confesado ser de su misma opinión, pues en otro caso no le hubiera hospedado a usted.

Mire, buen hombre respondí : yo soy, invariablemente, de la misma opinión política de la gente a cuya mesa me siento o bajo cuyo techo duermo, o, por lo menos, jamás dio^o cosa alguna que pueda inducirles a sospechar lo contrario, (jracias a este sis- tema me he librado más de una vez de re- posar en almohadas sangrientas o de que me sazonasen el vino con sublimado.

CAPÍTULO XVII

Córdoba. Los moros de Berbería. Los ingle- ses.—Un cura viejo. El breviario romano. El palomar. El Santo Oficio. Judaismo. Los palomares profanados. Propuesta del posa- dero.

Poco hay que decir de Córdoba, ciudad pobre, sucia y triste, llena de angostas calle- juelas, sin plazas ni edificios públicos dignos de atención, salvo y excepto su Catedral, dondequiera lamosa; su emplazamiento es, sin embargo, bello y pintoresco. Corre por un lado el Guadalquivr, que, si bien poco profundo en estos lugares y lleno de bancos de arena, no deja de ser un río deleitoso; por el otro se alzan las escarpadas vertientes de Sierra Morena, plantadas de olivares has- ta la cima. La ciudad está rodeada de altas murallas moriscas, que pueden tener hasta tres cuartos de legua de desarrollo; a dife- rencia de Sevilla y de la mayoría de las ciu- dades de España, carece de arrabales.

La Catedral, único edificio notable de Córdoba, como ya he dicho, es acaso el templo más extraordinario del mundo. Fué

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en su origen, como todos saben, una mez- quita, erigida en los días más brillantes de la dominación árabe en España. Era de planta cuadrangular y de teche bajo, soste- nido por infinidad de redondas columnas de mármol, pequeñas y finas, muchas de las cuales subsisten aún, y ofrecen al primer golpe de vista la apariencia de un bosque de mármol; la mayor parte de ellas, sin em- bargo, fueron quitadas cuando los cristianos, después de expulsar a los muslimes, quisie- ron transformar la mezquita en catedral, como, en efecto, la transformaron parcial- mente, levantando una cúpula y despejando en el interior un cierto espacio para hacer el coro. Tal como hoy está el templo, pare- ce pertenecer en parte a Mahoma, y en par- te al Nazareno; y aunque la mezcla de la pe- sada arquitectura gótica con el aéreo y deli- cado estilo de los árabes produce un efecto algo raro, todavía el edificio es magnífico y grandioso, y muy adecuado para suscitar el respeto y la veneración en el ánimo del vi- sitante.

Los moros de Berbería parecen cuidarse muy poco de las hazañas de sus antepasa- dos: sólo piensan en las cosas del día pre- sente, y únicamente hasta donde esas cosas les conciernen de un modo personal. El en- tusiasmo desinteresado y la admiración por cuanto es grande y bueno, señales verdade- ras e inconfundibles de un alma noble, son

LA BIBLIA EN ESPAÑA

333

sentimientos que en absoluto desconocen. Asombra la indiferencia con que cruzan ante los restos de la antigua grandeza mora en España. Ni se exaltan ante las pruebas de lo que en otro tiempo fueron los moros, ni la conciencia de su situación actual les entristece. Vienen a Andalucía a vender perfumes, babuchas, dátiles y sedas de Fez y Marruecos; eso es lo que más les interesa, aun cuando la mayor parte de estos hom- bres estén lejos de ser unos ignorantes y hayan oído y leído lo que ocurría en España en los antiguos tiempos. Una vez hablaba yo en Madrid con un moro bastante amigo mío acerca de su visita a la Alhambra de Grana- da. «^'No lloró usted le pregunté , al pa- sar por aquellos patios, al acordarse de los Abencerrajes.?» «No respondió . ^Por qué había de llorar?» «¿Y por qué fué usted a ver la Alhambra.*** pregunté. «Fui a verla porque estando en Granada para asuntos míos un compatriota de usted me rogó que le acompañase a la Alhambra y le tradujese unas inscripciones. Es seguro que espontá- neamente no se me hubiese ocurrido ir, por- que la subida es penosa.» El hombre que me hablaba así compone versos y no es en modo alguno un poeta despreciable. Otra vez, estando yo en la catedral de Córdoba, entraron tres moros y la atravesaron pausa- damente, dirigiéndose a la puerta situada en el lado frontero. Todo su interés por aquel

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lugar se tradujo en dos o tres ojeadas lige- ras a las columnas, diciendo uno de ellos: ^.Huáje del Mselmeen^ huáje del Mselmeen» (Cosas de los moros, cosas de los moros); y la única muestra de respeto que dieron por el templo donde en su tiempo se prosterna- ba Abderrahman el Grande fué que, al lie gar a la puerta, se volvieron de cara y salie- ron andando hacia atrás; sin embargo, aquellos hombres eran kajis y talibs^ hom- bres asimismo de grandes riquezas, que ha- bían leído y viajado, que habían estado en la Meca y en la gran ciudad de la Ni- gricia ^.

Me detuve en Córdoba mucho más de lo primeramente calculado, porque no cesaba de recibir noticias acerca de la inseguridad del camino de Madrid. En poco tiempo es- cudriñé todos los rincones y escondrijos de aquella antigua ciudad y adqu algunas amistades entre la gente del pueblo, que es mi modo de proceder habitual cuando llego a una población desconocida. Varias veces subí a Sierra Morena, acompañado por el hijo del posadero, aquel buen mozo de quien ya he hablado. Los posaderos, convencidos de que yo participaba de sus opiniones, me trataban con extremada cortesía; cierto que, en cambio, hube de prestar oídos a vastos planes carlistas, verdaderas traiciones contra

* Alude, probablemente, a Khartum, capital del Sudán.— fA^íJ/a de. Burkt.)

LA BIBLIA EN ESPAÑA 33S

los poderes constituidos en España; pero todo lo llevé con paciencia.

Don Jorgito díjome un día el posade- ro— , yo quiero mucho a los ingleses; son mis mejores parroquianos. Es una lástima que no haya más unión entre España e In- glaterra y que no vengan más ingleses a vi- sitarnos. ¿"No se podría hacer un casorio? El rey entraría en seguida en Madrid. ^Por qué no se hacen las bodas del hijo de don Carlos con la heredera de Inglaterra?

De esa manera respondí vendrían seguramente muchos ingleses a España, y no sería la primera vez que el hijo de un Carlos se casa con una princesa de Ingla- terra.

El huésped meditó un momento, y luego exclamó:

Carracho^ Don Jorgito^ se hiciera ese matrimonio, el rey y yo tendríamos motivo para tirar el sombrero al aire.

La casa o posada en que yo vivía era su- mamente espaciosa, con infinidad de habi- taciones grandes y chicas, pero desamue- bladas en su mayoría. Mi cuarto estaba al final de un corredor inmensamente largo, como el que por modo admirable se descri- be en la leyenda maravillosa de Udolfo ^. Durante uno o dos días creí que era yo el único huésped en la casa. Pero una mañana

^ Tht mystery of üdolpho, por Mrs. Radcliffe (1 764-1823). —('A^í7/a de Burke,)

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B O R R O W

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-Qíedo que no a Guan- ea rgos ¿á, aun- no se

336 B O R R O W

vi sentado en el corredor, junto a una ven- tana, a un anciano de singular aspecto, que leía con atención en un pequeño y abultado volumen. Sus vestidos eran de grosera te'a azul, y llevaba un amplio sobretodo encima de un chaleco adornado con varias filas de botoncitos de nácar; tenía calados los espe- juelos. Aunque le veía sentado, me di cuen- ta de que su estatura rayaba en lo gigan- tesco.

jOuién es ese hombre.^ pregunté al posadero, al encontrarle poco después . ^Es otro huésped de la casa?

—No puedo decir que sea precisamente un huésped, Don Jorge de mi alma repli- có— ; pues, aunque para en mi casa, no me da nada a ganar. Ha de saber usted, Don Jorge^ que éste es uno de dos curas que ha- bía en un pueblo bastante grande ^ no le jos de aquí. Al entrar en el pueblo las tro- pas de Gómez, su reverencia salió a su en- cuentro revestido, con un libro en la mano, y, a petición de los soldados, proclamó a Carlos Quinto en la plaza del mercado. El otro cura era un liberal violento, un fiegro rematado, y los realistas le echaron mano, disponiéndose a ahorcarlo. Intervino su re- verencia y obtuvo gracia para su colega, a condición de que gritase / Viva Ca?'Ios Quin- tal^ y así lo hizo para salvar la vida. Bueno;

1 Puente.— CiV!?/a de Burke.)

LA BIBLIA EN ESPAÑA 337

pues en cuanto los realistas se fueron, el cura negro montó en una muía, vino a Córdoba y delató a su reverencia, a pesar de deberle la vida. Prendieron a su reverencia, trajéron- le a Córdoba, y seguramente le habrían me- tido en la cárcel común por carlista si yo no hubiera salido fiador suyo, poniendo que no se marcharía de aquí y se presentaría cuan- do le llamaran a responder de los cargos aportados contra él; y en mi casa está, aun- que no pueda llamarle mi huésped, pues no gano nada con él: toda su comida, que se reduce a unos pocos huevos, un poco de le- che y pan, se la traen a diario del pueblo. En cuanto a su dinero, no de qué color es, aunque, según dicen, tiene buenas pese tas. Con todo, es un santo; siempre está le- yendo y rezando, y es, además, del partido de los buenos. Por eso le tengo en mi casa, y saldría fiador suyo aunque fuese veinte veces más avaro de lo que parece.

Al siguiente día, al pasar otra vez por el corredor, vi al viejo sentado en el mismo si- tio, y le saludé. Me devolvió el saludo con mucha cortesía y cerró el libro, colocándolo en sus rodillas, como si quisiera trabar con- versación. Después de cambiar breves pala- bras, tomé el libro para examinarlo.

No podrá usted sacar mucho provecho de este libro, Don Jorge dijo el viejo . No puede usted entenderlo, porque no está es- crito en inglés.

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Ni en español repliqué . Pero, res- pecto a poder entenderlo o no, ^qué dificul- tad puede haber en una cosa tan sencilla? Este es el breviario romano escrito en latín.

^Pero entienden los ingleses el latín? exclamó . ¡Vaya! ¿Quién iiubiera pensado que los luteranos pudiesen entender la len- gua de la Iglesia? / Vaya! Cuanto más vive uno, más aprende.

¿Cuántos años tiene vuestra reveren- cia? —pregunté.

Ochenta, Don Jorge; ochenta años largos.

Esta fué la primera conversación que tu- vimos su reverencia y yo. No tardó en sen- tir notable inclinación por mí, y me hacía el favor de acompañarme no pocos ratos. A diferencia de nuestro amigo el posadero, el cura no gustaba de hablar de política, cosa que no dejó de sorprenderme, conociendo yo, como conocía, la resuelta y peligrosa parte que había tomado en la última irrup- ción carlista en las cercanías. En cambio, le gustaba mucho platicar acerca de asuntos eclesiásticos y de los escritos de los Padres.

He formado en mi casa una pequeña librería, Don Jorge^ con todos los escritos de los Padres que me ha sido dable encon- trar; su lectura me sirve de entretenimiento y de consuelo. Cuando pasen estos tristes días, Don Jorge^ espero que, si continúa us- ted por estas partes, irá a visitarme, y le

LA BIBLIA EN ESPAÑA 339

enseñaré mi modesta colección de los Pa- dres, y también un palomar, donde crío mu- chas palomas, que me producen no pequeño solaz y algún provecho.

Supongo que al hablarme de su palo* mar repuse , alude usted a su parroquia, y que por la cría de las palomas representa usted el cuidado que toma por las almas de sus feligreses, inculcándoles el temor de Dios y la obediencia a la ley revelada, ocu- pación que, naturalmente, le produce a us- ted muchos solaces y consuelos espirituales.

Hablaba sin metáfora, Don Jorge re- plicó mi interlocutor . Al decir que crío muchas palomas, no pretendo significar sino que yo proveo de pichones el mercado de Córdoba, y a veces el de Sevilla; mis aves son muy apreciadas, y creo que no hay en todo el reino otras más gordas ni mejor ce- badas. Si fuera usted a mi pueblo, Don Jor- ge^ tendría que hacer alto en una venta don- de las probaría seguramente, porque en mi jurisdicción no consiento más palomares que el mío. Respecto de las almas de mis feligreses, creo que cumplo con mi deber en cuanto está de mi parte. Las cosas espiri- tuales me deleitan sobremanera, y por esta razón me incorporé a la Santa Casa de Cór- doba, en la que he servido durante muchos años.

¿Vuestra reverencia ha sido inquisidor? —exclamé un poco asombrado.

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Desde los trece años hasta que se supri- mió el Santo Oficio en estos desventurados reinos.

Me sorprende y me alegra el saberlo repuse yo . Nada taa placentero para como hablar con un sacerdote que pertene- ció antaño a la Santa Casa de Córdoba.

El viejo, mirándome fijamente, contestó:

Ya le comprendo a usted, Don Jorge. He adivinado hace rato que usted es de los nuestros. Es usted un santo varón y muy instruido; aunque crea conveniente hacerse pasar por inglés y luterano, he penetrado su verdadera condición. Ningún luterano se tomaría por las cosas de la Iglesia el interés que usted demuestra; y a lo de ser inglés, digo que ninguno de esa nación puede ha- blar el castellano, y menos el latín. Creo que usted es de los nuestros: un sacerdote mi- sionero; y me confirmo en esta idea, sobre todo, porque le veo a usted en frecuente con- versación con los gitanos; parece que hace usted propaganda entre ellos. Pero viva us- ted prevenido, Don Jorge; desconfíe de la fe de Egipto; son malos penitentes y me gustan poco. No le aconsejaría yo a usted que se fiara de ellos.

No lo intento siquiera repliqué ; so- bre todo en lo tocante al dinero. Pero, vol- viendo a cosas más importantes, dígame: ^de qué delitos conocía la Santa Casa de Cór- doba?

BIBLIA KN ESPAÑA 341

Supongo que sabrá usted cuáles eran

los asuntos propios de la función del Santo Oficio; por tanto, no necesito decirle que los delitos en que entendíamos eran los de brujería, judaismo y ciertos descarríos car- nales.

^Qué opinión tiene usted de la brujería? ^Existe en realidad ese delito?

¡Qué yo! dijo el viejo encogiéndose de hombros—. La Iglesia tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o irreal, Don Jorge; y como era necesario castigar para demostrar que tenía el poder de hacerlo, ¿qué importaba si el castigo se imponía por brujería o por otro delito?

¿Ocurrieron en su tiempo de usted mu- chos casos de brujería?

Uno o dos, Don Jorge; eran poco fre- cuentes. El último caso que recuerdo ocu- rrió en un convento de Sevilla. Cierta n^onja tenía la costumbre de salir volando por la ventana al jardín y de revolotear en él sobre los naranjos. Se tomó declaración a varios testigos, y en el proceso, instruido con toda formalidad, quedaron, a mi entender, bas- tante bien probados los hechos. Pero de lo que estoy cierto es de que la monja fué castigada.

—¿Les daba a ustedes mucho que hacer el judaismo en estas partes?

jOhl Lo que más trabajo daba a la San- ta Casa era, en efecto, el judaismo; sus bro-

342 B O R R O W

tes y ramificaciones son numerosos, no sólo por aquí, sino en toda España; lo más sin- gular es que hasta en el clero descubríamos continuamente casos de judaismo de ambas especies que, por obligación, teníamos que castigar.

¿Hay más de una especie de judaismo? pregunté.

Siempre he dividido el judaismo en dos clases: negro y blanco; por judaismo negro entiendo la observancia de la ley de Moisés con preferencia a los preceptos de la Igle- sia; en el judaismo blanco entra todo géne- ro de herejía, como luteranismo, francmaso- nería y otros por el estilo.

Comprendo fácilmente dije yo que muchos sacerdotes acepten los principios de la Reforma, y que no pocos se hayan de- jado extraviar por las engañosas luces de la filosofía moderna; pero es casi inconcebible que dentro del clero haya judíos que sigan en secreto los ritos y prácticas de la ley an- tigua, aunque ya antes de ahora me han ase- gurado que el hecho es cierto.

Crea usted, Don Jorge, que en el clero hay abundancia de judaismo, lo mismo del negro que del blanco. Recuerdo que una vez estábamos registrando la casa de un eclesiástico acusado de judiísmo negro, y, después de buscar mucho, encontramos de- bajo del piso una caja de madera, y en ella un pequeño relicario de plata, donde había

LA BIBLIA EN ESPAÑA 343

guardados tres libros forrados de negra piel de cerdo; los abrimos, y resultaron libros devotos judíos, escritos en caracteres he- breos, antiquísimos; al ser interrogado, no negó su culpa el reo; antes bien, se vanaglo- rió de ella, diciendo que no había más que un Dios, y atacando el culto a María Santí- sima como una idolatría grosera.

Y aquí entre nosotros, ^qué opina us- ted de esa adoración a María Santísima?

^Qué opino yo? ¡Qué yo! dijo el vie- jo, encogiéndose de hombros aun más que la vez primera . Pero le diré a usted que, bien mirado, me parece justa y natural. ¿Por qué no? Cualquiera que vaya a visitar mi iglesia, y la contemple tal como en ella está, tan bonita^ tan guapita^ tan bien vesti- da y gentil, con aquellos colores, blanco y carmín, tan lindos, no necesitará preguntar por qué se adora a María Santísima. Y, so- bre todo, Don Jorgito mío^ eso es cosa de la Iglesia y forma parte importante de su sistema.

^Y tuvo usted que entender en muchos casos de delitos carnales?

Entre los seglares, no muchos; sobre los clérigos ejercíamos una rigurosa vigilan- cia. Pero, en general, éramos tolerantes en estas materias, conociendo las muchas fla- quezas de la naturaleza humana. Rara vez castigábamos, salvo en los casos en que la gloria de la Iglesia y la lealtad a María San-

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tísima hacían absolutamente inexcusable el castigo.

^Cuáles eran esos casos? pregunté.

Aludo a la profanación de los paloma- res, don Jorge^ y a la introducción en ellos de carne de contrabando para fines que no eran ni apropiados ni decentes.

Vuestra reverencia me perdonará; pero no acabo de entender.

Me refiero, don Jorge^ a ciertos actos de perversión practicados por algunos clé- rigos en apartados y lejanos palomares^ en olivares y huertos; actos condenados, si no recuerdo mal, por San Pablo en su primera carta al Papa Sixto. Ahora me habrá usted entendido, don Jorge^ porque es usted hom- bre versado en cosas de iglesia.

Creo que le he entendido a usted re- pliqué.

Después de permanecer unos cuantos días más en Córdoba, resolví continuar mi viaje a Madrid, aunque seguían diciéndome que los caminos estaban muy inseguros. Me pareció inútil quedarme allí más tiempo en espera de que se restableciera la normali- dad, cosa que podía no ocurrir nunca. Con- sulté, pues, con el posadero respecto del mejor modo de hacer el viaje. tDon Jorgi- to respondió , creo que puedo darle a us- ted un buen consejo. Usted tiene ganas de marcharse, según me dice, y yo no acos- tumbro a retener a mis huéspedes más tiem-

BIBLIA EN E8PÁÍÍÁ 345

po del que buenamente quieren estar en mi casa; proceder de otro modo sería impropio de un posadero cristiano; eso se queda para los moros, los cristinos y los negros. Para facilitarle a usted el viaje, don Jorge, tengo un plan en la cabeza, y ya, antes de que me preguntase, había resuelto proponérselo a usted. Mi cuñado tiene dos caballos, y cuan- do se le ofrece los da en alquiler; usted pue- de alquilarlos, don Jorge, y mi cuñado en persona le acompañará para servirle y darle conversación, por lo que le pagará usted cuarenta duros. Pero, y esto es lo importan- te, como en el camino hay muchos ladrones y malos sujetos, tales como Palillos y su gen- te, hará usted una obligación, don Jorge, comprometiéndose, si los roban y desvali- jan a ustedes, y si los ladrones se quedan con los caballos de mi cuñado, a hacerle bueno, en cuanto lleguen a Madrid, todo lo que por seguirle a usted haya perdido. Este es mi plan, don Jorge, y no dudo que su merced lo apruebe, porque está trazado para favorecerle, y no con miras de lucro para ni los míos. En mi cuñado tendrá usted un gran compañero de viaje; es un hombre muy formal, pertenece al partido de los bue- nos, y ha viajado también mucho; porque, entre nosotros, don Jorge, es un poco con- trabandista, y con frecuencia trae de con- trabando diamantes y piedras preciosas de Portugal a España, para colocarlas en Cor-

346 B O H R O W

doba o en Madrid. Conoce todos los atajos^ don Jorge^ y le respetan mucho en las ven- tas y posadas del camino. Ahora venga esa mano para cerrar el trato, y en seguida iré a buscar a mi cuñado para decirle que se disponga a salir con su merced pasado ma- ñana.

CAPITULO XVIII

Salida de Córdoba. El contrabandista. Treta judaica. Llegada a Madrid.

Salí de Córdoba una radiante mañana en compañía del contrabandista^ que iba mon- tado en un hermoso caballo de media alza- da, MTi'i.jaca^ de la renombrada casta cordo- besa; era el animal de color bayo claro, lu- cero, de remos fuertes, pero elegantes, y con una larga cola negra que le arrastraba por el suelo. El otro caballo, destinado a llevar- me a Madrid, era de muy diferente estam- pa, que no predisponía en favor suyo. Por muchos rasgos se parecía sumamente a un cerdo, sobre todo por la curvatura del lomo, por la cortedad del cuello y por la manera de llevar siempre la cabeza junto al suelo; su perpetuo husmear y su rabo eran también enteramente los de un cerdo. Su piel más parecía cubierta de ásperas cerdas que de pelo; y en cuanto al tamaño, muchos cerdos de Westfalia he visto tan altos como él. No me agradaba mucho la idea de exhibirme a lomos de tan singularísimo cuadrúpedo, y

34» B O R B O W

me puse a mirar fijamente al excelente ani- mal en que mi guía había tenido por conve- niente instalarse. El hombre interpretó mis miradas, y me dio a entender que por lie var el equipaje le correspondía el mejor ca- ballo, alegación que me pareció harto bien fundada para oponerle reparo alguno.

Resultó que el contrabandista no era, ni con mucho, un compañero de camino tan agradable como las manifestaciones del po- sadero de Córdoba me habían hecho supo- ner. Durante el día, cabalgaba taciturno y en silencio, y apenas respondía a mis pre- guntas más que con monosílabos; por las noches, empero, después de comer bien y beber en proporción a mis expensas, con- sentía en mostrarse a veces más sociable y comunicativo. «Me he quitado del contra- bando— me dijo en una de estas ocasiones a causa de una estafa que me hicieron en Lisboa: un judío, a quien conocía yo desde mucho tiempo atrás, me encajó por bueno un brillante falso. Lo hizo con una habilidad extraordinaria, porque no soy yo tan nova- to que no sepa conocer las piedras buenas; al parecer, el judío tenía dos, y las cambió con mucha destreza, guardándose la buena, comprada por mí, y substituyéndola con otra, muy bien imitada, pero que no valía cuatro duros. Descubrí la estafa cuando ha- bía cruzado ya la frontera, y aunque volví allá a escape, no pude dar con el bandido;

LA BIBLIA EN ESPAÑA 349

uno de sus rabinos me dijo que el tal había muerto y que acababan de enterrarle; pero bien conocí que mentía, porque al decírme- lo le retozaba la risa en los ojos. Desde en- tonces renuncié al contrabando.)»

No intentaré describir minuciosamente los varios incidentes de este viaje. Dejando a nuestra derecha las montañas de Jaén, pa- samos por Andújar y Bailen, y al tercer día llegamos a La Carolina, pequeña pero hnda ciudad en las faldas de Sierra Morena, habi- tada por los descendientes de los colonos alemanes. A dos leguas de este lugar entra- mos en el desfiladero de Despeñaperros, que aun en tiempos normales tiene muy mala fama por los robos que continuamen- te se perpetran en sus escondrijos, y que en la época de que voy hablando era, según de- cían, un hormiguero de bandidos. Creíamos, pues, que nos robarían, o que quizás nos de- jarían desnudos en el monte o nos maltrata- rían de cualquier otro modo; pero la Provi- dencia intervino en favor nuestro. Al pare- cer, el día antes de nuestra llegada los ban- didos habían cometido una espantosa muer- te y robado hasta cuarenta mil reales, botín que probablemente los satisfacía por algún tiempo; lo cierto es que nadie nos molestó. A nadie vimos en el desfiladero, aunque a ratos llegaban hasta nosotros voces y silbi- dos. Entramos en la Mancha, donde^ temía yo caer en manos de Palillos y Orejita. La

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Providencia me protegió de nuevo. El tiem- po había sido hasta entonces deHcioso; sú- bitamente, el Señor sopló un viento helado, tan riguroso que era casi irresistible. Nin- gún ser humano, salvo nosotros, se aventu- raba a salir. Atravesamos llanuras cubiertas de nieve, y pasamos por ciudades y pueblos que parecían desiertos. Los ladrones se es- tuvieron encerrados en sus cuevas y chozas; pero el frío a poco nos mata. Llegamos a Aranjuez el día de Navidad, ya tarde, y fui a casa de un inglés, donde ingerí casi un cuartillo de aguardiente: no me hizo más efecto que si fuese agua tibia,

Al siguiente día llegamos a Madrid, y tuve la fortuna de encontrarlo todo tranquilo y en orden. El contrabandista estuvo con- migo dos días más, al cabo de los cuales se volvió a Córdoba montado en el grotesco animal que me había traído a todo el via- je; \dijaca se la compré yo, porque en el ca- mino aprecié sus facultades, y pensé que podría utilizarla en mis excursiones futuras. El contrabandista quedó tan contento del precio que le pagué por el caballo, y del trato que en general había recibido de mientras me acompañó, que de muy buena gana se hubiera quedado a servirme como criado, y así me lo pidió, asegurándome que si yo consentía en ello, dejaría a su mujer y a sus hijos, y me seguiría por el mundo en- tero. No quise acceder a su petición, aun-

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que necesitaba un criado; le hice, pues, vol- ver a Córdoba, donde, según supe más tar- de, murió repentinamente a la semana de haber llegado.

Su muerte ocurrió de singular manera: un día tomó el hombre la bolsa de su dine- ro, y después de contarlo le dijo a su mu- jer; «Con el viaje del inglés y la venta de \dijaca he hecho noventa y cinco duros; a poca suerte que tenga, puedo doblarlos arriesgándolos en el contrabando. Mañana me voy a Lisboa a comprar diamantes. Va- mos a ver si hay que herrar el caballo.» Se levantó, encaminándose a la puerta con in- tención de ir a la cuadra; pero antes de tras- poner el dintel, cayó muerto al suelo. Así son las cosas de este mundo. Bien dice el sabio: «Nadie está seguro del mañana.»

FIN DEL TOMO PRIMERO

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