AGUSTÍN ALVAREZ

•ROFESOR EN LA UNIVERSIDAD DE LA PLATA

LA CREACIÓN

DEL

JNDO MORAL

TRES COJSÍFERENCIAS DADAS EN LA SOCIEDAD CIENTÍFICA ARGENTINA, COMO PRESIDENTE DE LA MISMA

^lADRID

LIBRERÍA GENERAL DE VICTORIANO SUÁREZ

4S, PRECIADOS, 4*.$

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LA CREACtóN DEL MUNDO MORAL

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A manera de sinfonía.

Gracias á un prodigio de la ciencia he presenciado un prodigio de la naturale- za, asistiendo en un biógrafo á la niara villosa transformación de la larva de la libélula en insecto perfecto.

Llegado el momento de la evolución, en algunos minutos la cantidad se trans- mutaba en calidad; la masa informe en órganos definidos: en cabeza, en ojos, en antenas, en patas, en alas, en timón, y en seguida el ex-gusano, instituido de im- proviso en príncipe del aire, se echaba á volar por el espacio azul, ebrio de luz,

? de calor, de belleza, de amor v de ale-

f gría de vivir.

Me parecía ser ello una representación

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abreviada de esa dilatada metamorfosis de la imbecilidad humana en lucidez, al conjuro de esa hada benéfica de la huma- nidad, que llamamos la ciencia, tan re- tardada entre nosotros por esa hada del fanatismo, que es la superstición, y por esto mayormente necesitados de apresu- rarnos á recuperar en el estado de cultu- ra el tiempo perdido en el estado de bar- barie, para rescatar, con el aceleramien- to de la evolución mental, alguna parte de las energías por tanto tiempo malo- gradas en la veneración estática del pa- sado legendario y en la adivinación ilu- soria del futuro fantástico, y poder así elevarnos desde la región tenebrosa de las verdades sobrenaturales en que viven los demonios y las brujas, como los mur- ciélagos en los rincones obscuros, hasta la región en que se desvanecen, á la luz de los conocimientos humanos, los fan- tasmas creados ó engendrados por el miedo en la penumbra de la inteligencia humana. Porque esa hada del progreso es el

instrumento propio para la educación de los sentimientos, y para el relevamiento de la inteligencia humana, que «es la fuerza capital de nuestro mundo, porque es la que las pone á todas en acción».

El hambre y el amor en bruto impul- san á robar los alimentos ó la mujer; á explotar, á esclavizar ó á matar al próji- mo, á comerle sus carnes ó sus energías; á vender el derecho por un plato de len- tejas y la libertad por la protección, y sólo cuando aparece la razón, y en la me- dida en que ésta suministra al hambre y al amor mejores medios de llegar á ma- yores resultados, la industria reemplaza á la rapiña, el derecho á la fuerza, la paz á la guerra, la cortesía á la intimidación, siendo así cómo la experiencia y la cien- cia han hecho la gimnasia del intelecto y cómo el intelecto ha hecho la educación del sentimiento, y entrambos la civiliza- ción, en la misma manera en que una mano lava á la otra y las dos lavan la cara.

Con el último instrumento de que la ha

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dotado Marconi, esa hada benéfica de la humanidad fué la paloma mensajera de la leyenda bíblica y la nueva providencia que encontró en la obscuridad de la no- che, y trajo el arca de salvación hasta los náufragos del Titanic, desamparados entre los témpanos de hielo en la inmen- sidad del Océano, y el predominio del sentido moral sobre el instinto animal de conservación, en los 1.500 pasajeros y tripulantes que se ahogaron deliberada- mente para salvar á las mujeres y los niños, fué la rama de olivo que anuncia los grandes días de la humanidad para la época en que la más elevada norma mo- ral de las relaciones entre los individuos superiores sea alcanzada por los inferio- res y llegue á ser la moral ordinaria de las relaciones entre las agrupaciones hu- manas.

Entretanto, cuando nada se sabía del cielo y de la tierra, los hombres imagi- naron los gobernantes misteriosos de los fenómenos del cielo y de la tierra, irrita- bles y aplacables como ellos mismos.

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pero inescrutables, y en ese mismo ma- terial hipotético se tallaron los potenta- dos de hecho humano, temporales ó espi- rituales, para ellos y sus sucesores, el derecho sobrehumano de someter á los otros hombres á su dominación para go- bernarlos á discreción, y el de impedirles la elaboración de nuevas hipótesis para no dejar de gobernarlos jamás.

Pero desde qne los dominados se pusie- ron á obrar para saber, y á saber para poder, aun sin dejar de suplicar para con- seguir, y lograron levantar enfrente de la hipótesis de la paternidad la hipótesis de la igualdad, la hipótesis de la evolu- ción enfrente de la hipótesis de la crea- ción, sustituyendo la ciencia á la revela- ción y la inteligencia humana á la provi- dencia imaginaria, el esclavo en ciego de la naturaleza inescrutada, empezó á transformarse en beneficiario de las fuer- zas naturales, á medida que los poderes nacidos de la ciencia desalojaban á los poderes nacidos de la ignorancia.

Por el desenvolvimiento de la razón

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humana se llegó al descubrimiento de los derechos del hombre que limitaron la omnipotencia de los reyes con las cartas constitucionales, y al descubrimiento de las fuerzas naturales que limitaron la omnipotencia de los dioses, usufructuada por sus seudo-elegidos contra sus sen- do-preteridos, y el hombre común em- pezó á redimirse de la servidumbre por la libertad y de la ignorancia por la ciencia.

Nuestros antepasados, que se encandi- laban el entendimiento con máximas sa- gradas, porque habían abdicado el uso de la razón humana, y se alumbraban por la noche con candiles de sebo, en la vecindad de las cascadas virtuales de luz eléctrica en estado ignoto, porque habían ahogado á la curiosidad inquisitiva en el estanque de la fe ciega, y que temblaban de frío en invierno sobre los yacimien- tos de carbón fósil, porque habían abu- sado de la leña para hacer prevalecer por la hoguera la verdad del pasado so- bre la verdad del presente; nuestros an-

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tepasados medioevales no pudieron des- cubrir cosa alguna, ni hacer nada más que vilipendiarse y pelearse por dogmas de más ó de menos, porque se habían amputado con la voluntad de creer en lo que no vieron, para salvarse por la con- vicción de lo que no existe, esta voluntad de «obrar para saber y de saber para obrar», por medio de la cual la vanguar- dia de la especie humana, después de ha- ber exterminado al lobo y descubierto al microbio, está llegando á la región de la luz, de la belleza, de la bondad, mientras el cuerpo principal está aún rezagado en las tinieblas pavorosas de la supersti- ción, y la retaguardia en el purgato- rio de la barbarie ó en el infierno del salvajismo, combatiendo la maldad con la brutalidad y la enfermedad con el exorcismo.

Para un espíritu activo no hay nada más cansador que el descanso prolonga- do, y porque la ociosidad eterna anona- daría, de suyo, al más omnipotente de los poderes, la agencia creadora del niundo

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de las cosas inanimadas y del mundo de los seres animados, se transfirió, se in- fundió ó se disolvió en el último eslabón del mundo animal para transcurrir pe- rennemente del ser al devenir, en la creación del mundo moral: el mundo de la bondad, la belleza y la justicia; el mundo de las ideas y los sentimientos, progenitor de la libertad, el derecho, las ciencias y las artes, las lenguas, las lite- raturas, las ciudades y las nacionali- dades.

Pues si todo esto hubiese sido hecho perfecto desde el principio, sobre que nada tendría que hacer el hombre en el mundo, ni Dios á quien juzgar en el cie- lo, ni el diablo á quien llevarse al infier- no, todas las perfecciones carecerían de medida, puesto que sólo tienen sentido respecto de la imperfección, y los salva- jes contemporáneos desempeñan el rol de esos animales de experimentación en los laboratorios, á los cuales no se inocula el específico para que sirvan de testigos de la eficacia del remedio en los inoculados.

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Si pudiésemos recomenzar una nueva existencia, también preferiríamos reco- menzarla en la infancia y la inocencia, y no en la vejez y la sabiduría. Y al acto de un ser que destacase una parte de su ser ó de su poder, una parte de mismo á correr desventuras^ á errar, sufrir, llorar y rezar, para enjuiciarla después con la parte quedada' en holganza^ pre- miarla ó castigarla, retrotraerla á ó repudiarla á perpetuidad, no podría- mos darle un nombre que no fuese ofen- sivo para cualesquiera especie de inteli- gencia.

Y el dios de incógnito, que estaba la- tente en el primer hombre que apareció en la tierra, el ser superior que los visio- narios buscaban afuera y que estaba oculto adentro de ellos mismos, el gusa- no de polvo de la metáfora eclesiástica, empezó, finalmente, á desenfundar sus aptitudes de sus disfraces de imbecili- dad inicial y de superstición consecutiva, para levantarse [áe la tierra y lanzarse también al espacio azul, en esa nueva

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libélula , compuesta de ingenio y vo- luntad, de acero, madera, trapo y ben- cina, recién nacida de la mente hu- mana y que ya sobrepasa al águila y al cóndor.

II

De la diabolidad y la divinidad á la humanidad.

Cuando somos felices deseamos que los otros lo sean á la vez, porque las dichas compartidas se agrandan; y cuando so- mos desgraciados, desearíamos que los otros también fuesen desgraciados, por- que las penas compartidas se achican. De lo primero hemos hecho á Dios, que quie- re agrandar su dicha haciendo dichosos; y de lo segundo, al diablo, que quiere achicar su desdicha haciendo desdicha- dos: el uno es la encarnación del bien; el otro, la del mal.

Proporcionando al individuo los me- dios de ser feliz, se le pone en condición

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de querer que sean felices los demás, y viceversa. Por esto, las civilizaciones afirmativas de la posibilidad de alcanzar la dicha humana con el esfuerzo huma- no, trabajan sobre los sentimientos hu- manos en el sentido divino de la vida, que es el sentido optimista, y las civili- zaciones negativas de esa posibilidad tra- bajan en el sentido diabólico, que es el sentido pesimista ó fatalista, porque na- die procura para lo indeseable, y por- que es el ánimo con que se hace el ca- mino de la vida, lo que mayormente alla- na las dificultades ó las agranda, como lo expresa el cantar:

«Cuando voy á casa de Rosalía, se me hace cuesta abajo la cuesta arriba;

j cuando vuelvo, se me hace cuesta arriba la cuesta abajo.»

Y el mismo hecho natural de la termi- nación de la vida, tan natural como el hecho del comienzo, y lo mejor que hay en el mundo después de la vida, en cuanto es la previa seguridad de la terminación

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de todos los males irremediables; es tam- bién, como la casa de Rosalía, una cuesta arriba para el que la teme, una cuesta abajo para el que la desea, y un accidente inopinado para el que no la teme, ni la desea, ni piensa en ella.

Nadie puede dar lo que no tiene, y no puede dar la dicha el que está instituido en arsenal de desdichas reales ó imagi- narias, como no puede dar la alegría el que está triste, ni la cultura el que está inculto, ni la luz el que está á obscuras; como no puede construir, ni ideal ni ma- terialmente, el que carece de los respec- tivos materiales de construcción. Por esto no pudieron hacer dioses vestidos los hombres que andaban desnudos, ni dioses justicieros los que no tenían idea alguna de la justicia, ni dioses alegres los pue- blos tristes, ni dioses indulgentes los pue- blos rencorosos.

El que vive entre bárbaros se contagia de barbarie, como el que vive entre mal- vados se contagia de perversidad el es- píritu; y con tales elementos nadie puede

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convertirse, sino por excepción, en al- macén de amenidades, mientras que la alegría y la bondad también son conta- giosas, pero no pueden irradiar de un an- tro de rencores y resentimientos, susci- tados en cada uno por la torpeza, la gro- sería ó la malevolencia de los otros. El material de que hemos hecho á Dios el deseo del bien para los otros no puede elaborarse en los que viven en una at- mósfera de maldades y son un caldero de acritudes, sólo propio para la elabora- ción del deseo del mal para los otros, que es el material de que hemos hecho al diablo.

Cronológicamente, éste ha precedido á aquél en los mismos millares de siglos en que el hombre salvaje ha precedido al hombre civilizado, pues el ser humano, en el estado de bestia humana, sólo po- día concebir ó engendrar, con los ele- mentos de su imaginación, dioses al es- tado de superbestias.

Cuando todo el bien que un ser huma- no recibe de otros seres humanos pro-

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viene sólo del miedo de éstos á la maldad de aquél, no existe en el espíritu humano el material para hacer los dioses buenos, y el salvaje sólo puede imaginar los es- píritus malos, que el hechicero indio, es- pecialista en el arte de asustarlos y po- nerlos en fuga, expulsa del cuerpo de los enfermos por medio de ritos y ceremo- nias intimidantes, que es el mismo carác- ter específico del exorcismo cristiano, para expulsar los demonios del cuerpo de los poseídos.

Cuando el hombre no sabe nada no puede imaginar seres que sepan más que él mismo, y por este motivo ningún dios ha sabido que la tierra fuese redonda antes de que la expedición de Magallanes diese la vuelta al mundo.

Como los seres imaginarios son un mero trasunto espiritual de los seres rea- les, los de cada nueva era son superiores á los de la vieja, y los hombres de cada época son mejores que los dioses de las épocas precedentes, y en la contienda consecutiva entre los dioses nuevos y los

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viejos, entre los hombres nuevos y los dioses anticuados, éstos representan la barbarie y aquéllos la civilización. Y así acontece que, mucho después que una agrupación humana ha dejado de ser ca- níbal, sus viejos dioses, retardados, si- guen exigiendo sacrificios humanos de sus fieles para desenojarse con ellos; sa- crificio de vidas en un principio, y de bie- nes, de goces y de alegrías más tarde. Y sólo centenares de siglos después de haber cesado en los padres el derecho de morti- ficar y matar á los hijos, se llega también á negárselo á los dioses, sustrayéndose los fieles mismos á las epidemias con la higiene, á la crueldad con la cultura, y á los terremotos con las casas de cemento armado, reservándoles, como último res- to de un poder en decadencia, el dere- cho de aniquilar á los jóvenes robustos en la guerra, poder que les agradecemos solemnemente cuando lo han empleado en perjuicio de nuestros enemigos, ó les agradecen éstos cuando lo han empleado en perjuicio nuestro.

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Cuando toda autoridad de una persona sobre otras procede del mayor poder, la única forma de relación entre ellas es la expresión de la voluntad del más fuerte y la prevención de los males con que cas- tigará la inobediencia del menos fuerte, pues, para que una orden se convierta en acción, basta que sea obedecida, y no es necesario ni que ella sea buena, ni que el ejecutante forzoso sea capaz de com- prender su objeto, su utilidad ó su bon- dad. Un consejo, por el contrario, no puede llegar á ser una acción, sino cuan- do el aconsejado puede comprender su acierto ó su conveniencia.

Por lo tanto, es apto sólo para ejecu- tar órdenes, buenas ó malas, el que es incapaz de seguir consejos; y si las ór- denes son buenas, las acciones corres- pondientes podrán ser buenas también, con lo que todos los problemas de mejo- ramiento social, en el régimen de la au- toridad, se reducen á la educación del príncipe y á la reforma de las leyes y los reglamentos, prescindiendo del problema

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de la capacidad de comprenderlos en los ejecutantes, que es, precisamente, el pro- blema de la libertad individual de obrar bajo los dictados del propio entendimien- to, el cual viene á ser artículo de pri- mera necesidad cuando la regla de con- ducta es optativa, y atributo superfluo cuando la regla es compulsiva.

La ventaja del primer sistema consiste en que un imbécil puede ejecutar la ac- ción pensada por un ser inteligente, y su desventaja, en que deja subsistente en aquél la imbecilidad, que no es obstáculo para la ejecución pasiva de la buena ac- ción impuesta, y que el acto resulta bue- no, pero no resulta moral; desde que el ejecutante está en el mismo caso pasivo del caballo de una ambulancia en que un herido es conducido á un sanatorio.

La orden podrá ser impartida por el dictador benévolo de Renán y ser razo- nable también, pero no hará surgir por ello en el ejecutante la benevolencia y la razón que sean innecesarias para darle cumplimiento, pues el discernimiento

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propio no puede ejercitarse en lo que no interviene^ como era el caso de aquellos capuchinos que el viajero inglés Young vio en París en 1789, plantando las coles con las raíces en el aire y las hojas en la tierra, para adiestrarse en el hábito de la obediencia ciega^ en la más lógica y com- pleta adhesión al aforismo de San Agus- tín, según el cual, «había en las Sagradas Escrituras más sabiduría que toda la que pudiei'a provenir del ingenio humano». Empleados de ese modo, los más perfec- tos dogmas serían una máquina perfecta de atrofiar la razón y el discernimiento individual. Por esto, la apariencia de ci- vilización que los misioneros habían ela- borado en los indígenas de las Misiones, enseñándoles á dejarse conducir y no á conducirse, desapareció ipsofacto con la expulsión de los jesuítas por Carlos III. Y aquí se destaca en su mayor relieve la diferencia fundamental entre los cura- dores de las almas y los educadores de la inteligencia, porque éstos se proponen hacerse innecesarios al pupilo acciden-

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tal, y aquéllos se propoiíen hacerse Im- prescindibles al pupilo perpetuo; los unos se proponen hacer aparecer su propia superioridad en el alumno para emanci- parlo del maestro y de la disciplina es- colar, y despedirlo de la escuela; los otros, por el contrario, se proponen en- feudar la mente del hombre común á su superioridad espiritual privilegiada é in- comunicable al hombre común, para in- corporarlo á su rebaño de fieles, apri- sionándolo con sus terrores y sus espe- ranzas específicas en su credo y en su iglesia.

La mente humana, reducida á simple cabalgadura del precepto religioso, en el creyente instituido en simple instrumento de la voluntad divina; la razón humana, tomada superfina por la presencia de la razón divina; y el catecismo, empleado, en consecuencia^ para injertar la clari- videncia de los profetas pasados en la imbecilidad inalterable de las generacio- nes venideras, esto es lo que podríamos llamar el método musulmán de anular

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con la seudo inteligencia divina á la in- teligencia humana.

Ciertamente, el superior que diese los motivos de su orden se vería expuesto á ser justamente desobedecido por el infe- rior que la considerase equivocada por incapacidad de comprender su acierto, y no es posible entonces pasar de la disci- plina de la obediencia inmotivada á la disciplina de la obediencia racional, sino creando en el inferior la capacidad de comprender los motivos del superior, con lo que, como en el «Mensaje á Gar- cía», la mera enunciación del propósito hará innecesaria la orden, pues cuando el razonamiento adquiere en el espíritu del inferior ó del igual inteligentes, la eficacia que tienen en el espíritu del in- ferior ó del igual en bruto el látigo y el palo, éstos se tornan innecesarios para aquél.

Por esto, los dioses que dictaban en la antigüedad sus mandamientos por la boca de los profetas á los pueblos semibárba- ros, se vieron obligados á conminar la

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desobediencia á sus mandatos con todas las calamidades de la naturaleza. Y las remanencias del método de intimidación recíproca, único posible para las relacio- nes de los hombres en bruto, se notan todos los días y en todas partes, como jirones dispersos de la barbarie prece- dente.

Por cierto, la mayor ventaja de la dua- lización del hombre en los dioses, ha con- sistido en la creación de un nuevo poder: el poder espiritual enfrente del poder brutal, V sobre cuva autoridad, certifíca- da por el milagro, los espíritus superio- res podían asentar sus más altos ideales de vida, para las masas rezagadas en la barbarie original, formulándolos en re- glas de conducta incomprensibles para el vulgo y detestables para el déspota, pero admitidas por entrambos bajo la conmi- nación de los terrores religiosos. Así la norma de conducta del salvaje, que es sencillamente i^ov la fuerza, se transmu- ta en esta otra: «por la voluntad de los dioses».

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Cuando la capacidad de conocer y es- timar espontáneamente la superioridad moral de la conducta y de la regla, apa- rece, al fin, en las capas superiores de la sociedad, la fórmula de los profetas así habló Dios, se transforma en esta otra: Vojc jjopuli, vox Dei. La fórmula me- dioeval es en Inglaterra Dieu ef mon Droit^ y en el resto de la Europa «Dios y el Rey», hasta la Revolución francesa, que la transmuta en Dios y la Patria, y luego Dio é Popólo, en la concepción mazziniana, para perder finalmente el primer término en la fórmula moderna por la razón de la fuerza, y encaminarse por el desenvolvimiento de la sensatez humana hacia la fórmula supersiguiente «por la fuerza de la razón» .

Los instintos naturales eran motores suficientes para la conservación de la vida natural; pero el 99 por IChj de las posibilidades humanas estaban en la vida social, y para la conservación de la vida social eran necesarios los hábitos socia- les, los instintos artificiales correspon-

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dientes. El lenguaje, desde luego, para es tablecer en cada agrupación humana una inteligencia común sobre las cosas, y la religión en seguida, para establecer una inteligencia común sobre las causas de las cosas, debieron ser los primeros ins- trumentos intelectuales que hicieron el oficio del instinto en la vida social.

Estos hijos intelectuales de las necesi- dades de la vida social, creaban nuevas condiciones sociales, que venían á ser madres de nuevos hijos espirituales, y la sucesión de hijo á padre y de padre á hijo, en el orden convencional, seguía paralela con la sucesión de hijo á padre y de padre á hijo en el orden natural, con la sola diferencia de ser ésta unifor- me y de ser aquélla multiforme, y supe- rior por esta circunstancia, pues una sola lengua y una sola religión habrían sido para la humanidad un callejón de rutina sin salida, por la anulación de la posibi- lidad de variar, de que depende la posi- bilidad de mejorar. Por esto la posibili- dad de mejorar es limitada en el radio de

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los instintos naturales, é ilimitada en el radio de los instintos sociales.

Así el rol histórico ó sociológico de la diabolidad y de la divinidad es el de ser una hipótesis de la vida y del mundo para suscitar en el individuo el deseo de los bienes sociales, el deseo de lo bueno, lo verdadero y lo bello, en la misma ma- nera en que el instinto animal suscita el deseo de los bienes animales.

Esas hipótesis" obran, por supuesto, en el espíritu de los hombres, como todas las otras, por acción de presencia iluso- ria, y serán buenas ó malas, como el ce- rebro mismo en que actúan, según el uso que de ellas se haga. Si dos hombres ó dos ejércitos, verbigracia, de la misma raza y con las mismas armas, luchan el uno contra el otro, con el mismo grado de fe en el concurso de la misma hipóte- sis sobrenatural, el único efecto de ésta será el acrecentamiento, en la misma proporción, de los muertos y heridos de cada parte, es decir, el mismo que pro- ducirían á igualdad de dosis el sen ti-

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miento del patriotismo, del derecho, de la justicia ó de la venganza y el odio.

Mientras el hombre no puede educar sus sentimientos en la realidad^ porque esta es aún ineducativa en el estado de barbarie, construye la idealidad, como escuela del ánimo y del sentimiento para ir á más. Esto son las religiones, las le- yendas y los cuentos populares, la poe- sía, la música, la pintura y la escultura, la mitología y la epopeya, el teatro y la filosofía; esto son Dafnis y Cloé, el Emi- lio ^ de Rousseau, Pablo y Virginia, Los Miserables, El Judío Errante, David Co- perfield; esto son las comedias de Aristó- fanes y de Moliere; los dramas de Sófo- cles, de Shakespeare y de Racine; las obras de Praxíteles y de Fidias, de Mi- guel Ángel y de Rubens; los diálogos de Platón: las églogas de Virgilio; esto son La Divina Comedia, del Dante; El Quijo- te, de Cervantes; El Fausto, de Goethe; El Edesiastes, El Apocalipsis, La Marse- llesa, El Contrato Social, El Salmo de la Vida; expedientes para crear en el opti-

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mismo de la vida social el instinto motor del progreso social.

En el estado primitivo en que todas las fuerzas de la naturaleza^ aún incog- noscibles, gravitaban desastrosamente sobre el hombre desnudo, inerme y á la intemperie, y en que el más feroz se im- ponía á los menos feroces, y el más fuer- te en necesidad se comía sin metáfora al más débil, para e] que no existía defen- sa, ni clemencia," ni escapatoria, la idea de un poder invisible, actuando en senti- do inverso á la realidad, hubiese sido in- comprensible en la época en que los hom- bres superiores preferían la carne de hombre á la de cualquier otro animal.

Del mismo modo, la idea de la resu- rrección de tales muertos no podía com- binarse con un modo de ser diferente del que habían tenido en vida, y el objetivo manifiesto de los ritos funerarios primiti- vos es el de precaverse contra las malas inclinaciones de los difuntos. Y natural- mente, la idea de ser malos en otra vida, no era de ningún modo desagradable

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para los que estaban acostumbrados á ser malos en ésta.

Hasta que la esclavitud, la ganadería y la agricultura, hicieron innecesario el canibalismo y posible la agrupación so- cial, no pudieron existir y subsistir hom- bres buenos, y hasta que no hubo hom- bres buenos en el mundo real, no existió el material de que podían ser hechos los espíritus ó los resucitados buenos en el mundo ideal, y también la idea de ser buenos en otro mundo sólo podía ser ape- tecible para los que estaban aficionados á ser buenos en este mundo, con lo que hubo desde entonces dos especies de vida imaginaria, concordantes con las dos ma- neras de la vida real, y entrambas igtial- mente aceptables para sus respectivos destinatarios, como ocurre, verbigracia, entre los brahmanes y los sudras de la In- dia, porque los últimos tienen el espíritu igualmente degradado para ser parias en esta vida y en la otra.

Ningún hombre aspira, si no es por aberración actual, á ser mujer en otro

mundo, y ninguna mujer á ser hombre, porque nadie puede aspirar á ser lo que no sabe gustar, sino á ser la misma cosa en mayor medida ó en mejores condicio- nes, y el salteador de caminos no aspira á ser obispo en la otra vida, por las mis- mas circunstancias de esta por las cua- les el obispo no aspira á ser general, ni el general á ser obispo, pues teniendo cada uno gustos, hábitos y conceptos di- ferentes del bien y del mal, es natural que el bandido y el apache, el avaro, el pordiosero y el tiranO;, que están aclima- tados á su modo de ser en este mundo, quieran ser la misma cosa con más suer- te en cualesquiera otros mundos, y que el alcoholista prefiera, t. gr., el infierno con aguardiente al cielo con agua de pozo.

Pues el peligro, de la vida ó del alma, de la salud ó de la fortuna, del Código penal ó del infierno, es el picante de la existencia, y la dosis intolerable para la sensibilidad delicada de los unos es deli- ciosa para la sensibilidad curtida, embo-

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-Si- tada ó estragada de los otros, embota- miento á que, por otra parte, se llega con una rapidez prodigiosa en la guerra, que es el infierno, según la definición de Sher- man, ó bien la locura metodizada, por oposición al pánico, que es la locura ful- minante y momentánea.

Esta necesidad del peligro, como esti- mulante bárbaro de la vida, en defecto de la aptitud para sentir los estimulantes refinados que proporciona la cultura y á la que hemos dado el pomposo nombre de «culto del coraje», fué uno de los fac- tores principales de la guerra al estado endémico, que sobrevino entre nosotros á raíz de la emancipación, y que subsiste aún en otras regiones del nuevo mundo, menos contagiadas por los estimulantes modernos de la vida.

Esa necesidad del peligro, para darle un sabor fuerte ó exótico á la vida, en el alpinismo del delito ó del pecado, que hizo la barbarie cristiana en la Edad Me- dia, y que va por tanta parte en la bar- barie moderna, en la reincidencia, en el

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duelo y en el apachlsmo; que fué el fac- tor del espíritu aventurero, levantisco y belicoso de los caballeros cristianos, ru- dos y analfabetos; que culminó en el montonero el gaucho malo y el político de avería entre nosotros, porque el pla- cer de haber escapado á un peligro es tanto mayor cuanto más grande haya sido el riesgo de perderse, lo mismo para el cazador de emociones fuertes que aguanta los corcóbos de un potro indó- mito ó se encabrita él mismo contra el gendarme ó la cultura, que para el que arriesga su dinero al azar de la suerte, porque la necesidad de gustar la vida, y la circunstancia de que sólo tenemos la sensación máxima de las cosas cuando las ganamos ó las perdemos, por la cual el jugador que pierde su dinero gana sus emociones, y el que tiene un reducido registro de emociones, tiene que hacerles dar el máximum de juego para ocupar con ellas todas sus energías; esa misma pobreza de ideas y sentimientos aflige también á la Italia, según esta descrip-

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ción de Mantegazza: «Nuestra plaga y nuestra vergüenza es la criminalidad. En el balance del pueblo europeo consigna- mos con sangre cifras demasiado altas y demasiado humillantes. . . Diríase que mu- chos, demasiados hombres de la clase alta, han escrito en el secreto de su con- ciencia, como norma de la vida, la cínica frase del célebre ministro francés: se frotter mi gihet sans y monter.»

Esas cifras son, por supuesto, más al- tas en las partes de la Italia en que es más tenue la difusión de las luces v más denso el fanatismo religioso. Y la creen- cia de que esto es el remedio de aquello, proviene de que cada uno supone apete- cible ó detestable para los que están en otras condiciones, lo que es apetecible ó detestable para él por la educación y la condición en que se encuentra, y no por la fe que profesa.

El espacio se torna tenebroso para el espíritu cuando cesa la luz, y el ambien- te se torna temeroso para el ánimo cuan- do cesa la seguridad social. Y del mismo

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modo que las tinieblas son una condición ventajosa para algunos animales, por una cierta configuración de los ojos, la inse- guridad es también una condición venta- josa para algunas personas, por una cier- ta configuración de los sentimientos. Y como todos tienden á entablar la lucha por la vida en el terreno que les resulta más ventajoso, cuando los últimos son los más ó los más fuertes, establecen el régi- men de la violencia y de la inseguridad para todos, como acontece entre los in- dios y los beduinos, y acontecía entre los europeos al comienzo de la Edad Media y entre nosotros desde 1820 á 1853.

Porque las tinieblas no son tinieblas para el vampiro, que puede ver en ellas su presa y no ser visto por ésta, y para el malvado y el bellaco, para el que sólo tiene sentimientos brutales en su registro emocional, el desorden^ que constituj'e su caldo gordo, es tan apetecible como el orden para el que sólo puede prosperar en el orden. Por esto no buscan la luz y el orden los que pueden pasarlo mejor en

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las tinieblas y en el desorden. Y no es apagando la luz de la razón en la mente, y sembrando terrores en el corazón del hombre, según el plan musulmán de la vida, sino elaborando en el ser humano las aptitudes para ver en la luz y para prosperar en el orden, como se puede pa- sar de la barbarie á la civilización. Por esto fracasó en ese intento la teología cristiana en la Edad Media, cuando la ci- vilización cristiana consistía en matar musulmanes y herejes, y la musulmana en matar cristianos é infieles, como fra- casa en la América, en que los directores espirituales y los caudillos bárbaros es- tán, respectiva y subconscientemente in- teresados en que reinen las tinieblas y el desbarajuste.

Pero volvamos de nuevo atrás. Está- bamos en el punto en que los hombres, habiendo llegado á constituir condiciones privilegiadas, habían encontrado en los hombres dichosos el material para hacer dioses buenos. La vanguardia de la hu- manidad sigue avanzando con ello, y

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llega así á la idea del derecho y al senti- miento de la justicia, con los cuales pue- de confeccionar dioses justicieros, dioses que pueden hacer el mal á los malvados para castigarlos y á los buenos para ur- girlos á ser más buenos.

Y al lado de los seres imaginarios que podían hacer el bien y el mal, los que sólo podían hacer el mal vinieron á que- dar en la condición inferior de pobres diablos, del mismo modo en que, al lado de los hombres civilizados, que pueden hacer el bien y el mal en grande, los sal- vajes que sólo pueden hacer el mal en pequeño, han venido á quedar en la con- dición subalterna de seres inferiores.

Del propio modo en qué son necesa- rios una idea ó un plano previos para ha- cer una casa, un proyecto para ejecutar una obra, un rumbo ó un camino para ir á alguna parte, es necesario un modelo, un ideal de superioridad para realizar una especie de superioridad, una regla elevada de conducta para desempeñar una conducta elevada, v era sólo ideando

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seres modelos y reglas superiores de con- ducta, cómo los hombres podían proveer- se de medios y de vías de ascensión. Y del hecho de que los tenían los europeos y no los tenían los aborígenes de Améri- ca, provenía la inmensa superioridad de los primeros sobre los segundos á la épo- ca del descubrimiento de Cristóbal Colón. Pero no todo son flores y pan pintado en lo de tener dioses buenos y manda- mientos divinos^ símbolos y fórmulas del bien, pues como el individuo que ascien- de en el camino de la vida á remolque de sus cambiantes ilusiones juveniles, para quedar en la vejez prisionero de los há- bitos adquiridos en el trayecto, las so- ciedades humanas han marchado en el cuesta arriba de la evolución ascendente^ á remolque de sus cambiantes utopias, y las religiones que hacían la instrumenta- ción del ideal, han sido el andamiaje para la construcción del sentido moral en el espíritu humano, más particularmente del sentido de la reverencia, de suyo ex- cluyente del sentido crítico.

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Pero la construcción sentimental no podía ir más arriba que el andamio inte- lectual, y cuando éste era construido en mampostería sagrada, quedaba empare- dada la fuente misma de la utopia, y toda tentativa para levantar el anda- miaje, á fin de levantar la construcción, era ahogada con la cicuta, la cruz ó la hoguera.

De ahí adelante, la posibilidad del bien queda personificada en Dios y los santos, y la del mal en el diablo y las brujas. La religión no consiste en hacer el bien, sino en venerar los símbolos mágicos del bien; no en el cultivo del ingenio huma- no que ha producido los diablos y los dio- ses, los instrumentos y los métodos, sino en adorar á Dios y los santos y estigma- tizar al diablo y á las brujas, recitando las súplicas y las laudatorias á los unos y las execraciones á los otros. Y el sen- timiento religioso viene á ser el cauce principal por el que las energías corren en torrente devastador, desde que los credos han sido instituidos en elixir de

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vida perdurable, por los respectivos al- quimistas del pensamiento.

Estamos en el extremo opuesto del «co- nócete á ti mismo», v de «la mente sana en cuerpo sano», del self help y del self government. El hombre debe conocer á Dios únicamente, para dejar que se haga su santa é inescrutable voluntad, redu- ciéndose á mantener por su parte la po- breza de ánimo en el cuerpo debilitado por el ayuno y las privaciones.

El plan de la moral teológica consistía en considerar pecaminosos el amor, la duda, la curiosidad, el saber, la belleza, la gracia, la riqueza, el aseo, la razón, el ingenio y la alegría, vale decir, todas las condiciones propias de la dicha actual, para reemplazarlas con la esperanza de la dicha futura^ y sucedía lo que acontece cuando se injerta la planta de fruta dul- ce en la planta de fruta amarga: que se tiene la fruta dulce en la rama que pro- cede del injerto y la fruta amarga en las ramas que proceden del tronco, común á las dos variedades, y dependiente de las

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condiciones del suelo, del clima y del cultivo, como depende el individuo del acervo común de ideas, sentimientos, costumbres, instrumentos v métodos.

Hoy estamos empezando á saber que el arte de ser bueno consiste en el arte de ser dichoso, por el buen humor que es el perfume moral que fluye de la buena sa- lud, y del extenso y variado registro de emociones, y para hacer buenos á los otros nos empeñamos en enseñarles á ser dichosos, para que puedan ser bondado- sos; pero cuando se aspiraba principal- mente á la dicha imaginaria que es el ga- lardón teológico de la desdicha verdade- ra, el arte de conseguirla consistía en ha- cerse pobre de espíritu, triste, ignorante, desaseado, temeroso v crédulo. La tradi- ción religiosa era el único material de enseñanza, y las descripciones del cielo, donde vivían los mansos y los infelices del mundo, y las del purgatorio y del in- fierno, habitadas por los desobedientes y los felices de la tierra, ocupaban en las escuelas de la Edad Media el sitio que tie-

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nen en las de nuestros días la Historia, la Greografía y las Ciencias naturales.

Se pretendía hacer brotar en el indivi- duo las buenas intenciones para los otros, de las mismas circunstancias de que bro- tan las malas, y para explicar la discre- pancia entre los principios y las obras^ se decía que en los cristianos bárbaros, gro- seros, crueles, perversos y devotos, exis- tían las formas y faltaba el espíritu del cristianismo, el cual no ha comparecido hasta que, y en la medida en que la higie- ne, la cultura y la técnica han creado en el hombre moderno las condiciones del bienestar propio, de que puede emanar espontáneamente el deseo del bienestar para los otros.

Llevándose esto del Extremo Occi- dente al Extreme Oriente, y prescindien- do de la divina Providencia, de los san- tos y de sus milagros, los japoneses han logrado, en cuarenta y cinco años de es- cuela sin Dios, los beneficios del poder humano alcanzado por el Occidente en los últimos cinco siglos, con el empleo si-

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multáneo de los procedimientos mágicos y de los métodos científicos, fruto no al- canzado por los cristianos de Abisinia en quince siglos de protección divina sin ciencia humana.

Las religiones son distintas, porque las verdades ideales, á diferencia de las ex- perimentales, son de la misma natura- leza de las ilusiones, como lo insinúa Taine, cuando dice que «una doctrina no nos gusta, porque la creemos verdadera, sino que la creemos verdadera porque nos gusta», y nos gusta, porque nos han prehabituado á esa y no á otra. Y con- sistiendo en una clase ó forma diferente de andiamaje de utopia fósil para la con- ducta^ erigida en lecho de Procusto para la razón humana, por la ubicación del origen del bien en los símbolos, los dog- mas y los ritos, las diversas teologías hacían consistir la civilización en la sim- ple conversión de los bárbaros, en lugar de todo lo que hoy se designa con la pa- labra educación.

La Historia Sagrada, tejida por sacer-

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dotes guerreros, se desenvuelve sobre esta inteligencia del hombre y del mundo como regidos por poderes mágicos, que el pueblo de la antigüedad, que ignoraba más completamente el poder de la edu- cación y de la inteligencia humanas, y que por esta causa inventó la teocracia y las guerras religiosas, contagió al cris- tianismo y al islamismo, salidos de su seno.

Entendiéndose que el bien y el mal, la dicha y la desdicha de los hombres, no provenían de las aptitudes y de las inep- titudes de los hombres, sino de las apti- tudes y de las ineptitudes de los dioses, la civilización no consistía en hacer la guerra á la ignorancia, á la miseria, á la iniquidad, al dolor, al despotismo, sino en hacer la guerra á los falsos dioses y á los dioses malos, en defensa de los ver- daderos y los buenos, para rendirles per- petuo culto en la imbecilidad perpetua^ á fin de conseguir, en compensación, la di- cha perpetua.

Y cuando los representantes mismos

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de los dioses buenos están en el estado natural de imbecilidad, sagrada ó profa- na, desempeñan fatalmente su rol divino con los materiales mentales de que están hechos el diablo y el infierno, porque son los únicos que tienen. «Que solamente lo que tenemos adentro podemos verlo afue- ra», dice Emerson, y los diablos, las bru- jas y los fantasmas que los hombres ven en todas partes á donde van, son las que el folk-lore y la enseñanza religiosa les han metido dentro del espíritu, y como tampoco podemos dar á los otros sino aquello de que estamos sobrados, los po- bres de espíritu, ungidos con la verdad divina y repletos de terror del mañana, sólo podían dar el terror del infierno, de que estaban rebosantes.

En esas condiciones, los mismos sacer- dotes cristianos, con el espíritu incubado en esos invernáculos de pesimismo que ellos llaman «ejercicios espirituales», lle- gaban fácilmente al máximum de incon- secuencia con el sermón de la montaña, torturando ó quemando vivos á los otros

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cristianos porque estaban en el máximum de indigencia mental para comprender la regla de oro de la conducta: «no hagas á los otros lo que no quisieras que te hi- ciesen á ti», y hacían innecesario el ofi- cio del diablo en la tierra, enviando ellos mismos el 90 por 100 de las almas de su rebaño de ñeles al infierno á hacerle com- pañía al demonio.

Pues como el bajo, que sólo puede en- tonar una partitura de tenor en su regis- tro de bajo, en el Dios de bondad y de severidad, de esperanza y de temor, de pesimismo y de optimismo, y en esos mundos de cielo, purgatorio é infierno á perpetuidad, los pobres de espíritu sólo podían conjugar, con su indigencia de sentimientos y de luces, la severidad, el temor, el pesimismo, el purgatorio y el infierno á perpetuidad.

Y de esa infeliz combinación de cir- cunstancias salieron las atrocidades ecle- siásticas de la Edad Media y de los tiem- pos modernos, las atrocidades políticas del terror jacobino en Francia y del te-

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rror federal entre nosotros, porque la discordancia entre la excelencia intelec- tual de las partituras y la indigencia mental de los ejecutantes en los jacobi- nos, recién nacidos del despotismo á la libertad, en los inquisidores encandi- lados por el obscurantismo, y en nues- tros federales analfabetos de la libertad política, hizo, respectivamente, el cris- tianismo, el liberalismo v el federalismo abominables.

De ahí que «el Dios de los cristianos» no sea, ni haya sido jamás, la misma cosa en dos regiones ó en dos momentos dife- rentes, sino menos fúnebre, tétrico, so- lemne, intolerante, iracundo, cruel, im- placable y vengativo, cuando, donde y á medida que el hombre se hace, por otros conductos, más tolerante, optimista, ins- truido, ecuánime, sociable y despren- dido.

Tal fué el origen de la «crueldad cris- tiana», que fué la característica inmoral de la Edad Media, pues el ayuno, las pri- vaciones, la suciedad deliberada para el

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«olor de santidad», el cilicio, las flagela- ciones, el tormento y la hoguera, no fue- ron más que los corolarios del dogma de la expiación del pecado por el sufrimien- to. Viceversa, la cultura intelectual y el empleo industrial de las fuerzas natura- les en sustitución de las fuerzas huma- nas, y las amenidades de la vida contem-' poránea, engendran en el espíritu del hombre, en situación confortable, el de- seo natural del bienestar de los otros, y así la técnica v los ideales humanitarios constituyen el nuevo andamiaje intec- tual, desde el cual han sido construidos los pisos superiores de la moral humana; el sentimiento de la solidaridad de los hombres, enfrente de la comunidad de los bienes y de los males, por la conta- giosidad inherente á los vicios y las en- fermedades; por la repercusión de las maldades de los unos en los otros; por la disfrutabilidad común de las ideas y los sentimientos generosos, de las amenida- des, las luces, las ciencias y las artes de cada uno por los otros pueblos.

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Y, eu resumen^ la hechicería, el tabú y la magia, son los primeros artificios inte- lectuales con que los hombres intentan sustraerse al mal: el primer expediente defensivo, sugerido umversalmente por la naturaleza interior en reacción contra la acción de la naturaleza exterior. El segundo artificio lo constituyen los espí- ritus buenos, cuyos servicios se piden y se pagan como los del médico, sin relación alguna con la condición ó la calidad mo- ral del necesitado, como en el caso del ratero napolitano que se encomienda pre- viamente á la Madonna, para asegurar su concurso en el golpe que tiene en mira, hasta que, finalmente, se hace in- tervenir al elemento moral, para condi- cionar por él el intercambio de servicios entre los seres reales y los seres imagi- narios, que llega por esa vía á condicio- nar las relaciones de los seres reales cuando adquiere un valor económico igual ó superior al del oro mismo en el crédito mercantil.

Las religiones que han constituido el

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andamiaje para la construcción del sen- tido moral, y que han sido, como el des- potismo y la esclavitud, útiles y necesa- rias en su momento, siendo el feudalismo del espíritu, se tornan, como la esclavi- tud, la servidumbre y el despotismo, in- útiles ó perjudiciales, cuando su momen- to ha pasado. Para hacer el edificio es ne- cesario hacer el andamio, y una vez con- cluido el edificio, es necesario demoler el andamio, que se ha vuelto estorbo.

Debemos á los diablos y á los dioses, á las brujas, álos sacerdotes, álos esclavos y á los tiranos nuestros sentimientos mo- rales, como debemos nuestra experiencia á nuestros errores y porrazos y á los ca- dáveres el secreto de la salud, como de- bemos la cruz roja y el pacifismo á los horrores de la guerra; pero la fuerza y el miedo, la religión y la guerra, que han desempeñado para el orden moral de la humanidad, en la infancia de la civiliza- ción, el rol del ama de cría para el niño sin dientes y del látigo para el adoles- cente sin experiencia, no podrían perpe-

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tuarse sobre la humanidad moralmente adulta, sin aniñarla á perpetuidad, como aniña al esclavo adulto el látigo que edu- ca al niño á ser hombre.

Porque el adulto que teme al diablo como el niño teme al cuco; el que encien- de velas á un santo para que sane á un enfermo; el que le reza á una imagen para que llueva; el que hace promesas á una virgen para que ésta le haga un mi- lagro, tiene, para esos fenómenos del mundo, la misma trocha mental del niño que espera los juguetes que le traerán los Reyes magos en la Nochebuena.

Debemos nuestra capacidad moral de conducirnos á los terrores religiosos y á los terrores laicos , y no se las debe el que no tiene la capacidad de conducirse sin ellos. Los que todavía están en la es- cuela de la sujeción, del sufrimiento y de la inexperiencia, no deben la libertad, el confort y la experiencia de que carecen á aquellos de quienes no las han adquirido.

Las religiones son artificios intelectua- les para el mejoramiento de la condición

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del espíritu humano en un pueblo, en una secta, en una casta, por una coordinación de terrores y esperanzas ilusorios, eri- gidos en brújula y en faro de la conducta en el mar de la vida social. Y los diablos, los dioses y los dogmas son las muletas espirituales del hombre tullido para el pensamiento y la acción por la imbecili- dad original.

Suscitando en el individuo, por el cul- tivo simultáneo de la inteligencia y del sentimiento, el amor á la verdad, á la belleza y á la gracia, y la posibilidad de buscarlas por el trabajo, la bondad y la libertad, la educación empieza á ser un método para la exaltación de la vida en la especie humana, por el acrecenta- miento del capital de ideas, del caudal de conocimientos, del registro de emociones, de la gama de sentimientos, que propor- cionan cada vez más variadas y mejores oportunidades para el empleo de las ener- gías humanas en el transcurso de la vida, y que son aquello de que depende que un hombre ó un pueblo sean diferentes, y

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mejores ó peores, más felices ó más infe- lices que otro hombre ú otro pueblo*.

Y la técnica, que representa para el hombre moderno un poder auxiliar efec- tivo, mil veces mayor que el poder ima- ginario de los genios de los cuentos orien- tales y que el de los santos de las leyen- das medioevales, la técnica es el mesías de incógnito; el redentor positivo de la humanidad, el medio de suprimir la bar- barie, que no proviene del error en la elección del dios y del credo, sino de la necesidad de comer para vivir y de no saber encontrar la subsistencia propia sin perjuicio de la ajena, porque el hambre no es extirpable con dogmas y ritos, sino con máquinas de producción y de trans- porte.

La moral, como la música, una vez ela- boradas, se conservan y se acrecientan por su propia virtualidad, educando la una el sentido moral como la otra educa el sentido musical de las generaciones subsiguientes, como las artes plásticas educan el sentido estético, ó las artes li-

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terarias el gusto literario. La cultura de una generación hace la cultura de la ge- neración siguiente, del propio modo que la barbarie hace la barbarie. Y si la es- tética también fuese policialmente obli- gatoria, como la ética, también perdería por un lado lo que ganase por el otro; también seria degradada por el despo- tismo y envilecida por el servilismo, la hipocresía y la simulación.

Cada sociedad es un conservatorio de moralidad y de inmoralidad, de ciencia y de superstición, de racionalismo y de misticismo, de optimismo y de pesimismo, en diferentes proporciones relativas, que constituyen el ambiente en que se modela el espíritu de las generaciones nacientes, ambiente que permanece estacionario ó que cambia en un sentido ó en otro, cuando el equilibrio precedente se man- tiene ó se rompe. Así la sociedad medio- eval fué el producto genuino de la teolo- gía, la providencia, el milagro y el direc- tor espiritual, como la sociedad moderna es el producto de la filosofía, la libertad

de pensamiento, la educación, el jabón, el carbón, el vapor y la electricidad, que son la nueva providencia del hombre ci- vilizado.

En el orden de los progresos sociales, lo que es normal en una época se vuelve anormal en la siguiente, y cesa, y llega á parecer incomprensible á las generacio- nes ulteriores, y lo que es inimaginable en una época llega á ser hacedero y nor- mal en épocas posteriores. Pero en el mismo instante, cada individuo está, aun en la misma sociedad, en una época men- tal, diferente de la de los otros, y los que viven esclavos de las supersticiones re- ligiosas, V. gr., no pueden imaginarse que se pueda vivir decentemente sin ellas, ni los que están emancipados de ellas pue- den explicarse que se pueda vivir volun- tariamente esclavo de ellas.

La idea de la abolición de la esclavi- tud, que costó á los americanos del Norte un millón de vidas y tres mil millones de dollars, habría parecido monstruosa é in- comprensible á los coetáneos de John

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HawkinS; el famoso, honesto y piadoso marino cristiano, iniciador del comercio de negros, que, sintiéndose orgulloso de haber procurado á su país un tráfico tan propicuo, cuando fué ascendido á caba- llero por la reina Isabel, adoptó para su escudo de armas la figura de un negro cautivo amarrado con una cuerda.

Del mismo modo, la idea de que pueda llegar un tiempo en que sea innecesaria la explotación del trabajador, es todavía incomprensible en nuestra era capita- lista. Observando los progresos de la China, decía Mr. Dooley: «presiento que va á llegar un tiempo en que tendremos que tratar decentemente á los chinos.» Si fuésemos capaces de presentir que se aproxima el tiempo en que tendremos que tratar decentemente á los obreros, podríamos empezar á tratarlos decen- temente desde ahora, y eso sería un in- menso bien para ellos y para nosotros.

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Masculinisfflo y feminismo.

Si dijéramos que las ideas y los senti- mientos del hombre civilizado son sobre- naturales ó menos naturales que las ideas y los sentimientos del hombre salvaje, tendríamos que decir también que las flo- res del cactus ó de orquídea son menos naturales que sus espinas ó sus raíces. Pero el hacha de piedra, la flecha y el bumerang, no han salido de poderes na- turales, y la Venus de Milo, el sermón de la montaña, los dramas de Shakespeare, el ferrocarril, el telégrafo, el automóvil y el aeroplano de poderes extranatura- les, sino éstos y aquéllos de las mismas aptitudes naturales en diferente grado de desarrollo .

eo

Y el primer pueblo de la antigüedad que procuró asentar sobre el desarrollo de esas aptitudes naturales las institucio- nes sociales, haciendo de la educación de los ciudadanos una función del Estado, es el que ha hecho los más grandes lega- dos científicos, literarios, filosóficos, po- líticos y artísticos á la civilización, á la que sólo han aportado supersticiones los pueblos que edificaron la moral y la vida social sobre los poderes extrínsicos al hombre y al mundo, antes ó después de los griegos y de los romanos.

Por esto, cuando tomó consistencia en la filosofía griega la concepción de la in- mortalidad del alma, en concordancia con la excelencia mental, Aristóteles la negó á los esclavos y á los bárbat'os, con- siderados en la misma condición de las bestias, por la misma ausencia de calida- des mentales superiores, y de las que tampoco están diferenciados los salvajes caníbales de nuestros días, que tampoco tienen acomodo en ninguna de esas resi- dencias para la vida de los muertos, que

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ha sido necesario inventar, por la impo- sibilidad de vivir una especie cualquie- ra de vida en ninguna parte, y á los que no sería justo echarlos al inñerno, ni se- ría prudente enviarlos al cielo con el alma de caníbal que tienen.

La trascendentalidad que los reforma- dores filósofos acordaron á la distinción intelectual, fué transferida por los refor- madores teológicos del ingenio á la man- sedumbre, de la inteligencia creadora á la inteligencia creyente en las revelacio- nes divinas, que ocuparon el lugar ex- celso de la perla en la mente rebajada al rol de la ostra, en esa combinación de natural y de sobrenatural.

Y de este modo se produjo una solu- ción de continuidad en la evolución de la imbecilidad al ingenio, que son la misma cosa en diferente estado y con distintas propiedades, como el carbón y el diaman- te, como la arena y el cristal.

Pues del mismo modo en que existen la voz masculina y la voz femenina en la garganta humana, existen también el

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modo masculino y el modo femenino en la inteligencia humana, lo que no quita que haya mujeres con inteligencia macho y hombres con inteligencia hembra, y lo que explica que haya más genios, entre los hombres que entre las mujeres, y que ningún hombre de genio apareciera en el mundo desde el siglo ni hasta el xui de la Era Cristiana, porque en este pe- ríodo estuvo encadenado por las diver- sas revelaciones divinas el pensamiento humano, que es la galladura fecundante del tiempo.

Pues mientras la civilización greco ro- mana fué una civilización masculina, de razón, de pensamiento y de acción, que creó la libertad, el derecho y la justicia, las Bellas Letras y las Bellas Artes, la ci- vilización cristiana fué una civilización femenina de sentimiento, de resignación y devoción, por la glorificación del dolor, que creó la fe, la esperanza y la caridad, el pudor, el favor, la expiación y el arre- pentimiento, el derecho divino y la teo- cracia, quitando á la mente y confiriendo

al corazón la regencia de la conducta, al erigir la pobreza de espíritu y la sumi- sión pasiva al orden providencial, en ta- blas de salvación para las almas en el mar de la vida.

Producto de la función, la siquis se des- arrolla en la medida, en el modo y en la dirección de la función^ y cuando en el estado primitivo, abusando el hombre de su situación, transfiere por pereza á la mujer y al niño, todas ó la mayor parte de las funciones que le corresponden en la comunidad originaria, sacrificando el porvenir de los suyos á su propio presen- te, queda anulado el desarrollo de la res- pectiva siquis en los dos sexos, por inejer- citación de la función propia en el sexo activo, por la ejercitación de la función impropia en el sexo pasivo, no pudiendo prosperar las aptitudes varoniles en la mujer, que asume las funciones del hom- bre para la sustentación de la familia salvaje, en perjuicio de la prole, que su- cumbe en su mayoría á la adversidad consecutiva del ambiente social, y así

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desheredada^ en la minoría que sobre- vive, de todas las posibilidades acrecen- tables y no acrecentadas, queda en la misma condición animal de los padres, como es también la necesidad de explo- tar prematuramente, para la sustenta- ción de la familia indigente, las energías incipientes del niño ineducado, lo que mayormente impide el adelanto social de las clases menesterosas en las sociedades civilizadas.

La inteligencia se forma y se deforma por adaptación al medio, siendo el am- biente el medio extensivo y la escuela el medio intensivo. La diferencia entre la educación racional y la tradicional, con- siste en que la primera hace del intelecto un instrumento de trabajo mental, y la segunda solamente un andaribel de man- damientos y rutinas, que gravitando na- turalmente con más eficacia sobre los más achatables, centuplican la prepoten- cia del cacique, del hombre excepcional sobre el hombre común, mayormente despojado de sus aptitudes masculinas,

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«castrado de la inteligencia», como dice Sergi, lo mismo en España y en Sud- Amé- rica que en Marruecos, salvo la diferen- cia de grado, por la persistencia en las primeras de un liberalismo que á lo me- nos ha impedido que el África empezase en los Pirineos, si bien haya padecido también de la ausencia de las aptitudes que no se ejercitan bajo la tutela del al- tar y del trono.

Aprovechándose de la pasividad men- tal natural de la mujer, el salvaje le ad- judica las cargas y se reserva los ocios de la vida, y aprovechándose de la re- signación cristiana del siervo y del villa- no en la Edad Media, la nobleza y el clero les adjudicaron todos los trabajos y las penalidades, y se reservaron el re- poso y los esparcimientos de la vida so- cial ó conventual, sobre la doctrina ecle- siástica de la predestinación por el naci- miento^ para mandar y disfrutar los unos, para sudar y obedecer los otros, con cargo de resarcimiento en el más allá.

El suelo no vale para la sustentación

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del hombre por el patriotismo ó el fana- tismo del ocupante, sino por lo que puede hacerle producir la inteligencia del ocu- pante, y los pueblos que han descuidado ésto para cultivar aquéllo están, por eso mismo, á la cola de la civilización hu- mana.

«La Naturaleza ha dado á cada sexo su destino particular, porque las cosas son tanto más perfectas, cuanto sirven no para muchos usos, sino para uno solo», dice Aristóteles, y porque hacer á las mujeres, física ó mentalmente, iguales á los hombres, hubiese sido lo mismo que no hacer mujeres, y sin las mujeres el mundo sería una pamplina para los hom- bres.

Pero usos diferentes y correlativos re- claman perfeccionamientos simultáneos y concordantes, porque una mujer infe- rior no puede ser la otra mitad de un hombre superior, y viceversa, porque la parte de cada cónyuge, que no en- cuentra correspondencia en el otro, queda célibe y tiene que buscar fuera

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del hogar la hospitalidad que no encuen- tra en él.

Prevaleciendo en el hombre la razón que es luz que alumbra sin calentar y en la mujer el sentimiento que es fuego que calienta sin alumbrar, el máximum de posibilidades de la dicha común re- sulta de la compenetración del hombre por la mujer y de la mujer por el hombre.

Un indio ona, traído de la Tierra del Fuego para la exposición del 98, en Bue- nos Aires, estimaba su plan de vida me- jor que el nuestro, porque «allá mujer haciéndolo todo, v hombre sentáte no más decía él, y aquí hombre hacién- dolo todo y mujer sentáte no más».

En esta combinación queda malograda la parte masculina en el capital de ener- gías de la célula humana para la vida so- cial, y la familia subsiste solamente por el esfuerzo de la mujer. En la combina- ción opuesta, en la mujer sustraída á las actividades de la vida social, queda ma- lograda la parte femenina, y así, mien- tras los orientales se aburren soberana-

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mente en el desierto espiritual del harén con sus recuas de mujeres, ociosas, abu- rridas y analfabetas, compradas á menu- do como las coles en el mercado, y cus- todiadas por hombres en quienes se ha hecho la más vil degradación de la espe- cie, todas desiguales por las formas del cuerpo y el color de la piel, todas igua- les por el espíritu en blanco, nosotros ha- cemos en una sola mujer un harén de ideales y sentimientos, en el que encuen- tran hospitalidad y correspondencia to- das las cosas que bullen en la mente, to- das las emociones que agitan al corazón.

IV

El Renacimiento.

Sucede que las ideas tienen progenito- res, como todos los seres v todas las co- sas; las ideas son la prole engendrada por el pensamiento en la mente; las ideas surgen, como los compuestos químicos, de la cópula de dos ó más elementos dis- tintos y afines; las ideas nacen, como las gentes, del matrimonio de dos ideas dife- rentes y precedentes, sólo que ellas son, casi siempre, hijas de padres desconoci- dos, unidos en connubio secreto en el cuarto obscuro de la subconciencia.

En la génesis de las ideas, como en la génesis de los hombres, sin aproximación y fecundación no puede haber nacimien- to. Pero en el reino ideal existe también

To- la propagación por escisiparidad, que es propia de esas especies inferiores del rei- no animal, que se multiplican sin conjun- ción sexual, por simple tradición de la vida del organismo troncal á las partes segregadas para constituir nuevos orga- nismos, en una serie de seudo-generacio- nes, al cabo de las cuales la especie vuelve á reconstituirse por fecundación bisexual.

Del mismo modo, en la vida síqui- ca las mismas ideas pueden propagarse indefinidamente, pasando de la mente de los padres á la mente de los hijos, por simple tradición, á la de los extra- ños por simple inculcación ó conver- sión, sin fecundación, sin reengendra- miento, resultando así la unisexualidad mental, religiosa ó laica: «la pavorosa unidad, bajo la cual el imperio romano hizo perecer á la civilización antigua», como dice Renán, porque esa unidad for- zosa, en la que los imperios islámicos y el imperio católico español, que le suce- dieron en el poderío, buscaron también

TI- SÚ salvación v encontraron también su ruina; esa unidad era la proscripción del cisma futuro por el cisma pasado, era el cisma crucificado, que se había conver- tido en ortodoxia crucificante; era el en- cadenamiento del cisma^ que es el ángel guardián de la civilización, al cual debe el imperio británico cismático el haber escapado al infortunio de sus predeceso- res^ tomando el camino opuesto, en lo que se llama «el gobierno de la oposi- ción», que es el gobierno del progreso sustituido al gobierno de la tradición, que «reina y no gobierna», á la inversa de la Rusia, la Turquía y la España, donde la tradición reina y gobierna. Esa fórmula inglesa fué también la adoptada desde 1868 por los vencedores de los chinos y los rusos: el gobierno del progreso, bajo el reinado de la tradición, á la inversa de las repúblicas hispano-americanas, en las que gobierna todavía la tradición, donde todavía gobiernan los frailes ó sus hechuras.

En un caso la mente del hombre es un

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simple almacén de pensamiento en con- serva, V en el otro es un laboratorio de pensamiento de refresco, lo que no fué viable hasta el advenimiento de la Re- forma, en que hubo por lo menos á don- de emigrar cuando se cambiaba de pa- recer.

La Grecia de las letras y las artes es, seguramente, el fenómeno más intere- sante de la historia antigua, porque es el que tiene más analogías con el presente. Mientras el espíritu humano languidecía en los grandes imperios de la India, de la China, de la Persia y del Egipto, bajo la ortodoxia de las respectivas supersti- ciones reinantes, el ateniense, que jamás estaba seguro del día siguiente, produ- cía con una espontaneidad que nos asom- bra, dice Renán.

¿De qué provenía esa fecundidad ex- cepcional, ausente hoy de los griegos que habitan ese mismo suelo? Desarticulados en un semillero de minúsculas democra- cias que se disputaban el territorio, cons- tituidos por un semillero de facciones que

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se disputaban el reducido podei% los he- lenos tenían dioses municipales y care- cían de autoridades nacionales. Por esta Inestabilidad, Federico el Grande pro- nosticaba la ruina de la Inglaterra gober- nada por los partidos de la calle y los oradores del Parlamento. Pero el Go- bierno de Atenas era menos que eso to- davía: era el Gobierno de los charlata- nes de la plaza pública.

Y si todas las circunstancias ordina- rias eran adversas, ¿cuál ha sido, enton- ces, la circunstancia excepcional que ha producido los resultados excepcionales? Es que, precisamente, todas esas circuns- tancias eliminaron á la más perjudicial de todas, á la estabilidad del pensamien- to en la ortodoxia intelectual. Nada era estable, y el pensamiento de un filósofo ó de un artista engendraba otra filosofía ú otro arte en el espíritu de otros pensa- dores, de otros estetas, ensanchándose así el caudal espiritual de las generacio- nes subsiguientes.

Por el contrario, proscrita bajo el cris-

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tianismo en el poder, la originalidad in- telectual, la especie humana se propaga- ba por el renacimiento de las personas, y el pensamiento sólo por el trasiego de las ideas añejas á las mentes nuevas, co- existiendo paralelamente la fecundidad genésica y la infecundidad síquica. Supri- mida la cruza del pensamiento cesaron las invenciones y los descubrimientos^ y la inteligencia humana sólo pudo dar á luz esos hijos monstruosos delincesto intelec- tual, que son los diablos, las brujas, los duendes, los Íncubos, los fantasmas, los aparecidos, las ánimas penantes, la ni- gromancia y la magia.

La parálisis de la civilización china por el aislamiento en la filosofía de Con- fucio, coagulada en rutinas mentales; la de la civilización europea en los prime- ros diez siglos del cristianismo dominan- te; la de los árabes y los turcos en el isla- mismo hasta el presente, no son más que formas diferentes de escisiparidad inte- lectual por retransmisión de los compo- nentes viejos á los individuos nuevos, sin

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recreación de nuevos inquilinos del espí- ritu humano.

Por la propagación de la filosofía grie- ga, favorecida por la invención del papel y de la imprenta^ se inicia el concubinato del pensamiento pagano con el pensa- miento cristiano, que son los progenito- res de la civilización moderna. Y re- constituida así la regeneración del pen- samiento por fecundación bisexual^ los inquilinos de la mente volvieron á proce- der del nacimiento; y este período en que el espíritu humano recomienza á engen- drar prole espiritual, después de diez si- glos de alojar por tradición los mismos huéspedes en la mente, es lo que con toda propiedad se denomina el renaci- miento.

Este es el complemento de la idea de Buckle, que atribuye el progreso al des- envolvimiento de la inteligencia, y de la explicación de Robertson, según la cual, el progreso resulta del contacto de civili- zación diferentes, y también la explica- ción del mavor adelanto de la América

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del Norte por la mayor difusión del pen- samiento laico; y del mayor atraso de la España, aun sin libertad de cultos, y de la América española, por la mayor con- tinuidad del celibato intelectual; del pro- greso final de la República Argentina por la libertad de cultos y el desenvolvi- miento de la herejía, con la instrucción laica y la inmigración europea. Esto ex- plica cómo las ideas, las invenciones y los descubrimientos no pueden acontecer en las tribus salvajes, en los pueblos atrasados, en las poblaciones fanáticas. Porque las religiones se proponen es- camotear los usos de la razón humana, con el empleo de los dogmas sacrosantos, remediando la imbecilidad y la ignoran- cia con esas pildoras de sabiduría infusa, que son los preceptos morales, reducen á la simple conversión de los infieles y de los salvajes (art. 67 in 15 de la Constitu- ción argentina) el problema de la civili- zación, que consiste en la educación del individuo, y el europeo fué bárbaro du- rante los quince siglos en que estuvo con-

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vertido y no estuvo educado , como son bárbaros los musulmanes, como fuimos bárbaros nosotros en la época de Quiro- ga, Rosas y Aldao, porque también está- bamos convertidos á la religión de nues- tros padres y tampoco estábamos educa- dos para la higiene del espíritu y del cuerpO; que será la religión de nuestros hijos.

El Renacimiento reintrodujo furtiva- mente en el Occidente, con el rol activo de la mente, la antorcha del progreso, que viene disipando las tinieblas del os- curantismo; pero en España, donde la civilización árabe había alcanzado su más alto y excepcional esplendor, del que subsisten aún monumentos insuperados^ todas las posibilidades de la situación geográfica y del descubrimiento de un nuevo mundo, se malograron al empezar la era de la renovación intelectual, que ha producido las formas modernas de la vida, porque en lugar de la Reforma aconteció en ella la recrudescencia de la resignación cristiana y cuasi musulmana?

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la reincidencia en el empleo medioeval de los santos y de las reliquias, como agen- tes de la salud en la tierra y de la felici- dad en el cielo.

Y el libre pensamiento, el Mesías de incógnito, que traía en la libertad, la curiosidad y el método experimental, las posibilidades indefinidas para la justicia, la sensatez, las Ciencias y las Artes, la benevolencia y la fraternidad, fué entre- gado por los Reyes Católicos á las torturas del Santo Oficio, y en lugar de la tole- rancia que hace posible, por la promis- cuidad, la fecundidad intelectual, hacien- do tabla rasa de las disidencias menta- les, por la expulsión de los judíos y de los moros y la incineración de los herejes, la intolerancia religiosa hizo la uniformidad del espíritu español en ese primo herma- no del fatalismo musulmán, que llama- mos el misticismo: «Todo terminaba en novenas, misas y procesiones para agra- decer los beneficios recibidos, para pedir nuevas mercedes, dice Juan A. García... El esfuerzo humano era un factor inútil,

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condenado á vivir en la inercia, envuelto por una complicada trama de privilegios y preocupaciones, por una legislación detallista y opresora que limitaba las fuentes de la riqueza y cerraba todo ho- rizonte al trabajo.»

Y esta es la descripción perfecta de una sociedad humana en la actitud pa- siva y femenina de la mente, que nada espera del ingenio humano descalificado expresamente por San Agustín; nada de misma, porque todo lo espera del fana- tismo religioso y de los fantasmas tutela- res, á los cuales atribuye y retribuye to- dos los accidentes naturales, excomul- gando en su nombre á los insectos y á las bestias dañinas y bautizando ó bendi- ciendo á los niños, á los muertos, á los campos, á las plantas y á los animales útiles, y retardando con estos métodos mágicos el advenimiento de la pedagogía que transforma al hombre y de la técnica que transforma al ambiente.

Para el mejor desempeño de su misión divina, consistente en combatir al diablo

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con las armas de la fe, defendiendo «al rebaño de las ovejas del Señor contra las acechanzas del espíritu del mal», la Igle- sia se instituye en nodriza de la inteli- gencia humana para alimentarla exclusi- vamente con la revelación divina por el biberón del Catecismo, erigiendo la pro- miscuidad intelectual en crimen de here- jía, que atribuye á sugestión satánica. Y cuando el director de la conciencia y el terror al infierno imaginario, no bastan para hacer la depuración del pensamien- to, ante la inundación de novedades, erige al primero en verdugo de los peca- dores é implanta el infierno mismo en la tierra, con fuego y todo. Y cuando se encuentra, al fin, despojada del poder temporal por el escepticismo, no pudien- do ya quemar los libros y torturar á los pensadores, encierra en el Syllábus á los últimos creyentes en el diablo y el infier- no, y arroja el ludex Expurgatorium, como una tabla de salvación á las almas naufragadas para la gloria eterna en la libertad del pensamiento.

V

El maternalísmo.

Se ha dicho que el órgano hace la fun- ción y que la función hace al órgano. Consiguientemente, lo que no sea ejerci- tado en la función quedará indesarrolla- do en el órgano^ y la inteligencia de cada sexo y de cada agrupación humana, es- tará determinada en su cuantía por la cuantía de la ejercitación, y en las mo- dalidades de su desarrollo por las moda- lidades de la ejer citación, en la serie de generaciones.

Faltarán, por lo tanto, ó serán débiles, en la inteligencia de la mujer, como en la del hombre, las aptitudes correspondien- tes á las funciones excluidas por la natu- raleza y por las circunstancias sociales,

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y existirán, ó serán más prominentes las aptitudes correspondientes á las funcio- nes más ejercitadas, y á la diversa com- binación de aptitudes intelectuales y sen- timentales, de esa manera resultantes en cada pueblo, es á lo que llamamos su ca- rácter.

Pues la necesidad de adaptarse á las circunstancias de la vida, suscita una di- ferente coordinación de aptitudes para cada diferente régimen de vida, y del mismo modo que la abstención perma- nente del vuelo, en el régimen del galli- nero, reduce la función de las alas al rol simplemente decorativo en el ave de co- rral, la abstención permanente del dis- cernimiento propio, en el régimen del pensamiento manufacturado y aprobado por la censura eclesiástica, reduce las funciones de la razón humana al rol sim- plemente declamativo, en el inquilino de los dogmas infranqueables.

Las capacidades excepcionales, que son el resorte natural del progreso, la leva- dura del ir á más, el expediente de la na-

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turaleza para romper la uniformidad aplastadora de las ratinas en que vegeta por hábito el 94 por 100 de las gentes, son convertidas por aquel medio en guar- dianes de la uniformidad tradicional, v la evolución ascendente del espíritu que- da frustrada por el quietismo conse- cutivo.

Tal es el mecanismo del estancamiento de las viejas civilizaciones del Asia, has- ta que el Japón importó la ciencia euro- pea al Extremo Oriente, y de la civiliza- ción europea durante los diez siglos en que los excepcionales desempeñaron el rol de proceres de la rutina religiosa, y hasta que retomaron su rol natural de pioneer s del progreso, mayormente re- tardado en España por la mayor subor- dinación del entendimiento de las gene- raciones presentes al espíritu de las ge- neraciones pasadas, que hizo del indio en las Misiones jesuíticas el jpendanf del ti- betano, vale decir, el ser racional trans- formado en autómata del precepto reli- gioso.

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La cuna de la foca está en la tierra y su alimento está en el agua. Por esto, la foca madre pesca y lleva el producto de sus aptitudes acuáticas á la boca de su hija en la infancia. El ideal de la foquilla inexperta es la perpetuación de ese có- modo régimen providencial de comer pe- ces sin pescarlos, que la pondría, más tarde, en el caso de ser madre, á su vez, y no saber pescar para su prole, incapaz de procurarse el sustento. Pero á medida que aumenta con la edad y el apetito de la chica el peso de la servidumbre que gravita sobre las aptitudes de la madre, se debilita en ésta el afecto maternal, y á hocicazos echa al mar á la hija rebelde á la ley del trabajo, y le enseña á nadar y á pescar, para abandonarla, finalmen- te, á los azares de la lucha por la vida con sus propias fuerzas.

En la foca rentista, por el contrario, la carga no pesa mayormente, la solicitud maternal no se debilita jamás, y quiere conservar perpetuamente en su regazo al hijo de sus entrañas, sin echarlo nunca

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al mar de la \áda, á nadar y á pescar en concurrencia con los extraños.

En aquella familia colonial, residuo de la familia romana en la que el hijo era propiedad del padre, cuya desaparición es tan deplorada por los tradicionalistas, organizada sobre el molde patriarcal, en la que los servidores y sus hijos, y los hijos casados y padres de familia, seguían viviendo como hijos de familia, en la he- redad común, bajo el techo y la potestad del padre y abuelo, respectivamente, todo lo que había demás en subordina- ción para los viejos, con relación al es- tado actual^ existía de menos en indepen- dencia para los jóvenes y adultos, en ac- tividad social para la vida nacional, y el hijo de familia moría á menudo^ dejando viuda y descendientes, sin haber sido y sin haber sentido jamás las responsabili- dades del jefe de familia, sin haber deja- do de ser pupilo en el hogar paterno, para ser hombre libre en el hogar propio.

Todo tiene su contraparte, y en la pre- visión maternal, que hace innecesaria la

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previsión propia en el hijo mimado , ha- bituado á dejarse dirigir y á no dirigirse, á ser servido y á no servirse, á no hacer por mismo lo que pueda ser hecho por otros para él, ano incomodarse por nadie y á que todos se incomoden por él, la ma- dre cariñosa, ahorrando al hijo las co- rrecciones y prodigándole las satisfaccio- nes, le bonifica él ahora á expensas del después, porque su ideal es el de sus- traerlo á todas las molestias, las res- ponsabilidades y las incomodidades, á todos los riesgos, á todas las incertidum- bres y las eventualidades, vale decir, á todas las circunstancias que pueden en- trenarlo, educarlo y experimentarlo para el rol activo en la vida, porque son al mismo tiempo las que pueden extraviarlo y perderlo.

Pero no hay madre más maternal que «la Santa Madre Iglesia», que sustrae el espíritu humano á la posibilidad del progreso para sustraerlo á la posibilidad del extravío , condenando la libertad del pensamiento como el más grave de los

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delitos humanos; limitando ó encauzando la energía mental del individuo, desde la cuna hasta la tumba, por medio de sus mandamientos y sus gendarmes de la conciencia, en una rutina mental, como se encauza el agua en un caño de plomo; cultivando en la mente sólo el lado emo- cional, el lado de la fe y la credulidad, de la resignación y la obediencia á los gobernantes imaginarios del universo, perinde ac cadáver^ según la fórmula de los jesuítas; lo que podríamos llamar el lado musulmán del espíritu humano, que reduce á tan poca cosa el estandarte de la civilización, porque lleva directamente á la gloria eterna á través del fanatismo, la barbarie y la miseria interminables.

VI

Las ciencias para ia vida y las cien= cias para después de la vida.

Defraudado ó contrariado el proceso de la evolución en el salvaje^ que deserta su rol en la vida social y frustra el de la mujer, malogrando el porvenir del hijo, la descendencia no puede superar el es- tado originario y se queda en la condi- ción animal. Excluido el aporte síquico femenino en la civilización griega; ex- cluido el masculino con inclusión de la mujer en la civilización cristiana y con exclusión social de la mujer en la musul- mana, tampoco puede proseguir en ellas integralmente la evolución del mundo moral, para la cual, el hombre y la mujer,

Go- la inteligencia y el sentimiento, no son fines sino medios, como la cultura, la to- lerancia y la benevolencia, siendo sus instrumentos principales el hambre y el amor, y su principal objetivo la perpe- tuación de la vida, más palpitante en el niño, vale decir, la exaltación de la es- pecie para la conservación de la especie, de la que el mundo puede contener infini- tamente más y mejores ejemplares en el estado civilizado que en el salvaje, y para cuyo fin, la moral que la naturaleza misma sugiere á la razón adulta, es el acrecentamiento de la compatibilidad re- ciproca entre los individuos, esto es, el acrecentamiento de la calidad para el acrecentamiento del número.

La generosidad de la naturaleza, como la de la buena dueña de casa, consiste en hacer que la vida sea corta y sabrosa para cada uno, á fin de que alcance para muchos comensales, y el egoísmo de cada comensal en que sea lo más grande y sa- brosa para él, aunque sea lo más breve y amarga para los otros. Así éste quiere

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uncir la eternidad á su yo, que es lo que la naturaleza ha separado de la eternidad, para hacer en él, por el amor que pasa, la residencia accidental de la calidad acci- dental, y en consecuencia, todas las fuer- zas de la naturaleza son utilizables para este fin, y ninguna para aquél.

Y porque las ciencias y las artes natu- rales sirven al desenvolvimiento de la especie creadora del mundo moral, en el sentido v con los recursos de la natura- leza, y las ciencias y las artes religiosas sirven á la gloria de los profetas y de los credos, en sentido diferente ú opuesto al de la naturaleza, la fecundidad de la ac- ción humana en el mundo acompaña á las primeras y la infecundidad á las se- gundas^ ventaja incomparablemente ma- yor que la de todas las organizaciones eclesiásticas, y en la que no pensó Macau- lay, cuando imaginaba su neozelandez, contemplando desde el puente de Londres las ruinas de la ciudad en que surgió el novum organuiiiy progenitor de los de- rechos del hombre, de los sueros, de la

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telegrafía sin hilos, de los ferrocarriles, de la navegación á vapor, y de la lim- pieza, que inventó Lister, y que salva cada año un número de vidas mayor que el total de las que Napoleón mató en todas sus guerras, como dice Grorham, y lo que fué ciertamente más importante que ha- cer brotar el agua de una roca para una tribu de israelitas sedientos, ó resucitar á un muerto que no valía un comino y ha servido de pretexto para las más grandes ' matanzas de la era cristiana y musulma- na, para el decreto del Santo Oficio que condenó á muerte á toda la población de la Holanda, y para que los mejores hombres de la humanidad fueran podri- dos en los calabozos ó quemados vivos en la hoguera, por delito de herejía ó de incredulidad.

Por lo demás, el hecho de la muerte, que es el núcleo generatriz de los poderes, de los temores y de los deberes fúnebres, es un hecho natural, tan natural como el hecho del nacimiento, y después de éste lo mejor que hay en el mundo, en cuanto

es- es la previa seguridad de la terminación de todos los males irremediables.

La transmutación de la vida termina- ble en vida interminable, es la enmienda del hombre á la naturaleza: la enmienda peor que el soneto. Porque la naturaleza se dirige por el curso propio de sus ener- gías á edificar progresivamente en el hombre animal al hombre moral, por el desenvolvimiento de la inteligencia y del sentimiento hasta las más altas cum- bres de la excelsitud, á las cuales lo lle- van las religiones fuera de la vida y del mundo, por la parálisis de los resortes de elevación en el mundo.

Entretanto, de la eterna primavera del corazón humano han brotado todas las amenidades de la vida social, y del es- calofrío del eterno ocaso del espíritu han salido los pavores del misticismo, que secuestran al anacoreta en su caverna, y mantienen al fraile y á la monja en su celda solitaria, prisioneros de sus propios terrores por inferencia melancólica del más allá de la vida.

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El mundo moral es la creación especí- fica del espíritu humano, pero todos los caminos para ir adelante por la investi- gación científica estaban clausurados, dice Huxley, por este aviso: «Es prohi- bido pasar. Por orden superior. Moisés.» Durante los diez y siete siglos de orto- doxia cristiana, la cruz colocada sobre las iglesias ha representado esta adver- tencia»: «Es obligatorio creer; está prohi- bido pensar; se recomienda sufrir, llorar y rezar.»

Y en resumidas cuentas, ¿qué es, en concreto, este fantasma de la perpetui- dad de la vida, que ha salido de la mente para convertirse en parricida del pensa- miento?

vn La vida ütil.

Lo propio de la vida es la intermiten- cia entre el ser y el no ser, entre la vi- gilia y el sueño, entre la ejercitación y la reposición de la energía, y lo propio de la dicha, en razón de la energía que pone en actividad, es ser tanto más fugaz cuanto más intensa, vale decir, que es la menos eternizable de las cosas, y por otra parte, las energías que no se em- plean y las penas giradas sobre la eter- nidad, son como las gotas de llu\áa que caen sobre el mar, como las horas vacías que se van perdidas en la inmensidad del tiempo.

La vida de relación es una sucesión de accidentes pasajeros, que parecen una

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duración sólo por una ilusión de la con- ciencia, á causa de que la memoria retie- ne la impresión de los momentos pasados conjuntamente con la de los presentes, en la misma manera en que, por una ilu- sión de óptica, el movimiento de un punto luminoso en el espacio obscuro produce la impresión visual de una línea luminosa, que no existe en el espacio.

Nuestra existencia de ayer, con sus dichas y sus desdichas, no existe ya en ninguna parte, y nuestra existencia de mañana no existe aún en el tiempo; pero la primera existe como representación en nuestra memoria, y la segunda como an- ticipación en nuestro deseo, y uniéndose en el espíritu sobre el momento presente, lo que ya no es, lo que es y lo que to- davía no es, como se unen en un pano- rama artificial las figuras en especie real, con las figuras en representación colo- reada, hacen esa manera de sensación panorámica de la propia vida, que lla- mamos el yo, compuesta de recuerdos, de actualidades, de presentimientos, de

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temores y de esperanzas, y también, á veces, de fantasmagorías, constituidas por los respectivos purgatorios, infiernos y cielos imaginarios, con sus criaturas atormentadas, sus condenados en mar- tirio perpetuo, sus diablos en forma de hombres con cuernos y cola, y sus bien- aventurados con cara de tilingos ané- micos en el Occidente, y esos dioses de pesadilla, mestizos de hombre y de ani- mal en el Oriente.

Y la idea de la inmortalidad del yo, comporta la idea de la perpetuación del panorama individual, después del ani- quilamiento del sistema nervioso central, que era la placa sensible en que se re- velaba, después de la cesación de la me- moria, de la conciencia y de la imagina- ción en que estaba reflejado el ambiente, que es el componente que subsiste.

Pero lo propio de la dicha como de la vida misma, es el ser intermitentes, pues, si no cambiasen de modo, de especie ó de intensidad, no podríamos experimen- tarlas, y las tendríamos sin sentirlas, que

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sería lo mismo que no tenerlas. No hay vida perceptible sin sensación, ni sensa- ción sin cambio, y siendo absolutamente iguales todos los momentos de la dicha ó de la desdicha perpetuas, la existencia invariable del alma invariable, sería la indiferencia interminable, y en la seudo- existencia sin cambios, sin pasiones y sin intereses, sin accidentes, sin emociones, sin sensaciones y sin porvenir, la dicha eterna sería tan espantosamente aburrida como la eterna desdicha.

Per troppo variar natura é bella, y una persona con un solo asunto en su espí- ritu, es tan monótona como un instru- mento musical con una sola cuerda en su re^gistro, y la más bella melodía repetida constantemente llegaría á ser tan insu- frible como el insomnio, que es la impo- sibilidad de suspender periódicamente la vida sensible, para recomenzarla de re- fresco, teniendo razón sobrada el niño que preguntaba, como lo cuenta Ellen Key, si cuando estuviera en el cielo le darían licencia los domingos para ir al

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infierno á jugar con los niños malos. La belleza de los paisajes de montañas deriva de la intermitencia en el contem- plarlos^ y de la intermitencia en el suce- derse la de los paisajes de nubes, que son montañas accidentales. Y es el cambio permanente del sujeto en evolución in- cesante lo que hace que cada día sea otro día para el ser vivo, aun siendo el mismo día para el ser muerto, tanto más inte- resante cuanto más otro, tanto más in- sípido cuanto más el mismo, como trans- curre para el preso en el calabozo, veri- ficándose la transformación objetiva del panorama de la vida por la sucesión de las estaciones y de los accidentes cli- matéricos, y de los acontecimientos del hoo-ar ó de la sociedad, v la transforma- ción subjetiva por la sucesión de las edades, cada una de las cuales tiene sus incentivos y sus atractivos propios, que quedan vacíos de interés ó de excitación en la siguiente, de tal manera que, cuando la vida se prolonga y se han usado y gastado todos los incentivos de vivir, la

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existencia misma queda sobrante, y del que así la tiene se dice que es «un ente» porque ya no es una persona.

En el máximum de asimilación de ma- teriales para la vida orgánica y para la vida síquica en crescendo, todo vale por su novedad y su intensidad en el niño, y en el mínimum todo vale por su continui- dad V su lenidad en el anciano. El uno rompe sus juguetes y sus trajes, y echa al olvido sus pesares y sus alegrías, sus amores y sus rencores de un día, para cambiarlos por otros diferentes, y el an- ciano cuida su ropa, y sus recuerdos, y se resiste á cambiar de afectos y de cos- tumbres.

Agotado el repertorio de representa- ciones y de sensaciones posibles, con los materiales que contiene el mundo y las aptitudes sensibles de que dispone el espectador, es forzoso renovar al es- pectador, por la imposibilidad de re- novar el escenario, para que pueda ser siempre interesante el mismo espec- táculo del universo perpetuamente re-

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producido, para nuevas concurrencias sucesivas.

Así, la duración útil de la vida depende de la amplitud emocional del sujeto, porque la medida de la vida es el grado de interés que ponemos en las cosas de nuestro mundo.

VIII

La Peaa de Chagrín.

Hay una curiosa familia de cucara- chas, en la que existe normalmente el sa- dismo femenino, y una fotografía publi- cada por el /. L. News, y en la cual, al- rededor de una hembra que está sabo- reando las entrañas aún calientes de la primera víctima, tres pretendientes á la felicidad y al martirio, esperan, al pa- recer ansiosamente, su turno de ser ben- decidos y devorados, deja suponer que para éstos el momento valdrá la pena de abandonarle íntegramente la Peau de Chagrín del cuento del Balzac, que se achicaba junto con la vida en cada goce del propietario.

Ante este problema del destino, del

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placer y del dolor^ de la vida, de la dicha y de la muerte, puesto en una cascara de nuez, como dicen los ingleses, un cuca- racho asceta, desalentando de paso y por piedad á los otros cucarachos, adoptaría el partido de abstenerse del goce para salvarse del peligro, y prolongar por al- gunos días ó por algunos meses, hasta la llegada fatal del invierno, una existencia célibe y sin sucesión, mientras un encara- cho poeta pensaría, por el contrario, que fis hetter to kave loved and lost, than not to have loved at all. El uno habría vivido más en tiempo y el otro en intensidad; el uno en longitud y el otro en latitud; el uno habría vivido más y el otro habría vivido mejor. ¿En cuál de los dos habría sido más grande el total de la vida?

Porque si la vida es sensación, se puede vivir años en minutos y minutos en años. Y si el cambio es la condición de la sen- sación, se puede tener una vida exigua en una existencia larga y una vida cuantiosa en una existencia breve. Las sensaciones penosas son las cantidades á deducir, y de

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la misma manera en que el dolor delata las obstrucciones del organismo físico, el aburrimiento es el delator de las obstruc- ciones de la vida síquica/ por inacción ó por continuidad monótona de la misma acción.

Los rebeldes á la vida natural, que re- zan todos los días las mismas plegarias, á las mismas horas y con las mismas pa- labras, á los mismos muertos, hasta mo- rirse de viejos, perdiendo el tiempo para salvar el alma, contraviven ó desviven la vida en el presente, para sobreviviría en el mañana, atesorando la tristeza del vivir, que es la moneda metafísica con que se compra la eterna alegría.

IX

El pensamiento y la loca de la casa.

La memoria y el pensamiento son los medios de capitalizar las sensaciones y hacerlas producir renta, vale decir, vida síquica, por estimulantes internos cuando faltan los externos; el medio único de no estar solo en ninguna parte^ de no abu- rrirse en ningún tiempo y poder vivir en todas las circunstancias de la existencia, reocupándola y llenándola con el re- cuerdo, que es la sensación retrospec- tiva, ó con la esperanza, que es la sen- sación prospectiva, son la materia espe- cífica de la vida para el ciego, el sordo y el paralítico; la única fortuna indespo- jable del pobre, del cautivo, del esclavo, del náufrago y del perseguido; la única

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que no puede disfrutar el imbécil bajo la púrpura, las sederías ó los abalorios.

Podríamos decir que la existencia la da la naturaleza, y que el empleo de su lote de energías en su lote de tiempo, lo hace cada uno con los elementos de su espíritu, en los moldes y con las oportunidades que le suministra el ambiente.

Podríamos decir, también, que el aper- trechamiento liberal de la mente es la creación de un ambiente interior, com- plementario del exterior, y que los te- rrores supersticiosos con que las teologías amueblan el espíritu , son como un riego permanente de salmuera en las raíces mismas del árbol de la vida.

Porque el hombre, que puede sanear la vida para el mundo y el mundo para la vida, desarrollando su inteligencia para educar sus instintos y disciplinar sus pa- siones, edificando la felicidad con la sen- satez, se ha empeñado en conservar la insensatez, el dolor y la miseria en bruto, sobre la esperanza fantástica de ser in- demnizado por ellas, en otros mundos en

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que carecerían de sentido porque no existen, y á donde no podría llevarlas sin el ambiente que se queda, y que es su razón de ser.

Naturalmente, si existen un mundo real y una pluralidad de mundos imagi- narios, y estos son la inversa del mundo real, para no ser lo mismo, los bienes de los mundos ideales hay que buscarlos á la inversa de los del mundo real, con lo que, lo mejor de éste se torna en peor, y lo peor en mejor; la felicidad humana se vuelve tanto más abominable en el an- verso de la vida cuanto aparece más apetecible en el reverso, y los individuos tienen que vivir una parte de su vida al derecho, bajo el aguijón de los instintos y de las leyes naturales, que mantienen el mínimum de racionalidad inconsciente, preservante de la especie bajo los des- varios de la imaginación, y otra parte al revés, bajo el aguijón de las esperanzas y de los terrores sobrenaturales, según las proporciones relativas en que aspiran á conseguir estos bienes ó los otros bie-

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neS; y toda su vida al revés cuando sólo quieran los otros bienes.

Luego, como el hombre no puede crear seres imaginarios de mayor calibre moral que los seres reales, los seres espirituales también son irritables por ofensas y apla- cables por ofrendas, y tampoco hacen el bien de motu proprio al que lo necesita y lo merece, sino al que lo pide aunque no lo necesite ni lo merezca, con tal que lo pida en conformidad al respectivo proto- colo: quemando papelitos pintados en el Extremo Oriente, sacudiendo maquinitas de rezar en el Tibet, encendiéndoles velas de día en el Occidente, y aun suelen ser tan necios que concurren en «cuerpo astral» á las reuniones de curiosos que los llaman por medio de una mesita de tres patas.

X

Los tres misterios.

Lo que ha sido no puede ya dejar de ha- ber sido, y una idea es tan inmortal como una pedrada; un placer ó un pesar tanto como una bondad ó una maldad, que son indestructibles porque han dejado de ser. «Mis actos, como quiera que sean, reper- cutirán seguramente en los actos y las idas de los otros hombres, como han re- percutido en los de las gentes que me han precedido y que no he conocido. En este sentido, el hombre del pasado vive en el presente como el hombre presente vivirá en el porvenir», dice Charvot.

Una célula del cerebro podría plan- tearse por su parte alícuota, de ser, el problema del to be or not to he; pero es

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necesario que deje de ser para que otra ocupe su lugar^ y que todas las células envejecidas sean relevadas incesante- mente por células nuevas, á fin de que el cerebro se conserve siempre fresco, siempre activo, siempre vivo.

Del mismo modo, es indispensable que unas vidas se acaben para que otras vidas empiecen, á fin de mantener, por el rejuvenecimiento constante, el vigor perenne de la especie.

Es necesario que una idea se vaya de la mente para que otra ocupe su lugar, á fin de mantener la frescura permanente del espíritu, pues las ideas y las células envejecidas que se quedan, disminuyen, respectivamente, la agilidad del cuerpo y la flexibilidad del espíritu, como tullen á la familia esos viejos retardados á quie- nes no es posible llevarlos en las excur- siones ni dejarlos solos, á quienes moles- ta la vivacidad y la alegría de los niños, á quienes no interesan los asuntos de los jóvenes^ y cuyos asuntos no interesan á los jóvenes.

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Puede ser que no haya en el universo nada más grande que el hombre que se rebaja para enaltecer á los engendros de su propia fantasía; puede ser también que el mundo tenga una causa ó un au- tor; pero una vez creado el rol y el actor, no es necesaria la intervención perma- nente del autor, como no es necesaria la intervención de Aristófanes ó de Shakes- peare para la representación de sus co- medias y sus dramas.

Y como en el caso de aquel amable caballero, que estaba grato á su madre por haberle ocultado siempre la fecha de su nacimiento, dejándole así el beneficio de ignorar su edad, el encanto de la vida proviene precisamente del hecho de ser un misterio encerrado entre dos miste- rios impenetrables, y dado que los hom- bres obran como idiotas, ejecutando ac- ciones y omisiones inútiles ó perjudicia- les á la vida, en millares de maneras di- ferentes, y en razón de lo que se imagi- nan saber del principio y del fin de la existencia, revelándose contra la previ-

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sión maternal que les ha ocultado el se- creto de su ser, no es aventurado supo- ner que el resultado de la extinción de la curiosidad humana á ese respecto, des- truiría el mejor aliciente de la vida, que es la curiosidad de vivir para saber, de vivir para ver.

XI

La conciencia y la vida.

Bajo otras formas, todo lo que tiene un ser en nosotros, lo ha tenido antes y lo tendrá después de nosotros, sin que po- damos despojar de sus propiedades natu- rales á la materia y á la fuerza de que estamos compuestos, sólo con atribuirles propiedades ó destinos sobrenaturales: sin que podamos trasladar de este mun- do á otros mundos ni un átomo de mate- ria, ni una partícula de movimiento, de pensamiento ó de sentimiento.

Un estado de conciencia no existe sino por la desaparición del estado de con- ciencia precedente, del propio modo que un instante del tiempo no existe sino por la desaparición del instante prece-

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dente, y la cesación de la conciencia de la vida no es más que la desaparición del último estado de conciencia, en una serie de millones que han ido apareciendo y desapareciendo sucesivamente, la mayor parte sin dejar rastro en la memoria, y que de suyo son tan instables en la men- te del niño, verbigracia, como las agru- paciones de las nubes en el firmamento sobreviniendo á menudo la alegría y la risa en el rostro aún surcado por las lá- grimas no escurridas del disgusto prece- dente, en el propio modo en que, en pos de un chaparrón de verano, suele brillar repentinamente el sol por entre un des- garramiento del telón de nubes en dis- persión.

Y que enormes diferencias, por ejem- plo, entre las conciencias sucesivas de un San Martín, adolescente en Yapeyú, capitán de caballería en Bailen, vence- dor de los españoles en San Lorenzo, go- bernador de Cuyo, aclamado como liber- tador de Chile y protector del Perú, ab- dicando el mando para conservar la

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reputación, y regresando más tarde á Europa de la rada de Buenos Aires, sin desembarcar, por haber encontrado cam- biada, á su respecto, la conciencia nacio- nal por los que hacían consistir la dicha del vivir en la vanidad de mandar, sa- crificando la reputación para conservar el poder y acabar obscuramente su glo- riosa carrera, achacoso y desvalido en Boulogne-sur-Mer, estando ya en ruinas el mísero pueblo natal y el colosal impe- rio en que había nacido, para ser la pie- dra angular de un porvenir inesperado por los suyos, no predicho por ningún profeta, y condenado por el más alto re- presentante del Dios de los cristianos en el Occidente.

Se ha dicho que el amor embellece la vida, pero que sólo el olvido la hace po- sible; y, en efecto, la memoria y la con- ciencia se mueren por fragmentos, como los sentidos ó los miembros del cuerpo, y también es necesario amputarlas, para que la desaparición de los grandes pesa- res haga posibles las nuevas alegrías, y

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si el sentido mismo de la vida cambia coir la edad, ¿cuál yo vamos á conservar eternamente? ¿El del tiempo en que todo nos parecía brillante, bello y- alegre por- que éramos jóvenes, sanos y robustos, ó el del tiempo en que todo nos parece marchito, insulso y descolorido porque somos viejos, débiles y achacosos? ¿El yo del tiempo en que fuimos felices, ó el yo del tiempo en que fuimos desgra- ciados?

El alma del niño, en efecto, el alma del joven, el alma del anciano no son la misma cosa, y no parece posible que pue- da conservarse inmutable después de la muerte lo que cambia tantas veces du- rante la vida, siendo que ni siquiera es posible conservar la misma composición de espíritu cuando se ha cambiado la composición de lugar, ó un juego de ideas ha sido sustituido por el opuesto, ó un conglomerado de vinculaciones persona- les ha sido reemplazado por otro dife- rente.

XII

La conciencia y el tiempo.

Lo que es tiempo no es conciencia, y viceversa. Lo propio de la conciencia es tener principio y fin, y lo propio del tiem- po es no tener principio ni fin, y nosotros queremos que lo que es conciencia dure como lo que es tiempo, sin ser tiempo y sin dejar de ser conciencia.

Lo que vive, muere, y lo que no mue- re, no vive, y nosotros queremos vivir como lo que vive y durar como lo que no muere. Pero la vida es un gasto perma- nente de energías^ de aprovisionamiento limitado, y mientras el individuo preferi- ría rehacer un nuevo stock de energías sobre el esqueleto envejecido, para reco- menzar una nueva vida sobre el pucho

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de la precedente, la naturaleza, ajena al egoísmo individual, que poda las ramas caducas en el árbol de la vida, para dar lugar á los nuevos retoños, prefiere re- hacer una nueva vida en un nuevo orga- nismo, haciendo reaparecer en el ser que comienza lo que desaparece en el que cesa.

La vida animal es superior á la vege- tal por su mayor amplitud, y en este res- pecto la vida humana es superior á la de todos los animales; pero, cuando no se la quiere usar en la medida, en el mundo, en el modo y en el tiempo en que ha sido producida, sino en otras medidas, en otros mundos, en otros modos y en otros tiempos, queda reducida, como la del pájaro enjaulado, á las proporciones de la respectiva jaula de terrores y espe- ranzas.

El destino manifiesto del hombre es la felicidad, en el presente ó en el mañana, á precio, en este caso, de la infelicidad actual y bajo la garantía de la teología. La dicha es un empleo de la vida, y, por

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lo tantO; un gasto, como el dolor, que engendra el derecho eclesiástico á la di- cha en el mañana. Y la economía de la Peau de Chagrín consiste en que, en la salud, como en la fortuna, el que cuida y acrecienta el capital y gasta la renta, conserva el capital y la renta, y el que gasta el capital, se queda sin renta y sin capital, y que, en la salud moral, la feli- cidad de cada uno proviene de la dicha que irradia sobre los otros, porque «des- pertamos en los demás la misma actitud de espíritu con que los tratamos» dice Hubbard, ó dicho en otra manera, tam- bién norteamericana, it pays to please^ no siendo necesario que haya divinidades, sino cordura v benevolencia en el mun- do, para que los hombres sean buenos y no sean malos.

Pues el mal en el mundo es la revela- ción de una incapacidad para el bien, y del hecho de que una persona pueda ser víctima de la imbecilidad propia ó ajena, no se sigue que sea necesario otro mundo para castigarlo ó resarcirlo, ni del hecho

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de que haya enfermedades se sigue que los muertos deban hacer milagros para algunos enfermos, sino que los hombres deben hacer la higiene del espíritu^ del cuerpo y del ambiente para la extirpa- ción del mal.

Pero en vez de aprender esa moral in- superable de la naturaleza de las cosas y del hombre, éste se ha dedicado á ela- borar morales dogmáticas, á cual más disparatadas y calamitosas. La diferen- cia de conducta entre un civilizado y un salvaje es su diferente manera de reac- cionar contra los hombres y las cosas, resultante de la misma evolución que la diferencia de traje, de vivienda ó de co- cina. Para domesticar al perro y al caba- llo no ha sido necesario inventar dioses y demonios, pero aún hay pedagogos tradicionalistas que estiman indispensa- bles los terrores irracionales para la edu- cación de los seres racionales, siendo que, los hombres que tienen más cucos y más terrores imaginarios son, precisa- mente, los más salvajes, y que ese anda-

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miaje de terrores postumos es innecesa- rio para la educación de los niños japo- neses, verbigracia.

La adaptación de la conducta á la na- turaleza escrutable de las cosas, es la moral que la naturaleza impone al hom- bre, y la adaptación de la conducta á la voluntad inescrutable de los seudo go- bernantes de las cosas, es la moral que las religiones imponen á los respectivos fieles, siendo el esfuerzo y la investiga- ción los instrumentos propios de la pri- mera, y la rogativa, la expiación y la resignación, los instrumentos propios de la segunda: v siendo el fracaso v la muer- te la consecuencia del error en la prime- ra, y en la segunda el fracaso, la muerte, el purgatorio y el infierno, con la pers- pectiva del juicio final, que ha hecho de la historia el patíbulo en que están col- gados los malvados que no volverán para escarmiento de los que vendrán: una cró- nica policial, un proceso judicial, fallado en primera instancia y en apelación acl perpetuam.

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En las morales dogmáticas^ que des- cansan sobre la más colosal rueda de molino para las tragaderas intelectuales del pobre de espíritu, vale decir, sobre la convicción explícita ó implícita, de que los respectivos dioses arreglan la suce- sión de las cosas de un modo para sus fieles, y de otro modo para sus infieles, en la que los grandes malhechores son considerados como instrumentos ó como infractores de la voluntad de tales dio- ses, según que hayan ejercitado su per- versidad contra los infieles ó contra los fieles, es obligatorio el dogma porque la moral es necesaria.

En la moral racionalista, que descansa sobre el hecho experimental de que el individuo puede levantar su conducta por un mejoramiento de sus aptitudes natu- rales y un mejor conocimiento de las co- sas, es obligatoria la instrucción, aun en- turbiada por el atavismo, porque la mo- ral es necesaria.

XIII

La conciencia y la daración.

Lo que no se gasta, no muere, pero tampoco vive, y no siendo posible dar á lo que vive los caracteres de lo que no vive, sin quitarle los caracteres incom- patibles de lo que vive, eran necesarios dos modos de existencia, por lo menos^ para que pudiese haber más de una sola especie de cosas: la existencia por dura- ción incesante para los seres sin vida, y la existencia por reproducción incesante para los seres vivos; la una por durabili- dad, la otra por calidad, que es la vía en que la naturaleza alcanza á dar, en la ternura y la abnegación, las notas más sublimes del universo, que es, cabalmen- te, lo que nos envidiarían las estrellas.

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si pudieran saber que «no tiene la poesía (ni tampoco tiene el universo), eco más sonoro y prolongado que el corazón de un joven en quien el amor va á nacer».

Y como la excelencia de la vida es la razón de ser de su brevedad, todos los planes imaginados para darle duración consisten fatalmente en restarle excelen- cia, y como lo mejor de la vida es lo que dura menos, la alegría y la dicha de vi- vir es lo que se renuncia en primer tér- mino para conferirle duración, reconvir- tiendo la latitud en longitud.

Pues lo que constituye la esencia super- animal del hombre, y supersalvaje del civilizado, no es lo que por una inversión verbal llamamos «restos mortales», ni todo lo que ha dejado de ser ó de acon- tecer en tales restos inmortales; no es la voluntad, ni la memoria, ni la imagina- ción, ni la conciencia, ni la inteligencia, que poseen también los caníbales, en me- nor grado, sino el aporte de la cultura intelectual á la conciencia, á la memoria y al sentimiento; es ese conglomerado

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adventicio de afectos y repulsiones, de aptitudes, de ideas y sentimientos, rela- cionados con las personas, las cosas, los lugares, el pasado, el presente y el por- venir, ensanchado el cual, se agranda el alma, y suprimido el cual, sólo queda el espíritu sin articulaciones ó sin referen- cias del loco y del idiota, ó la mente en blanco ó en cero del recién nacido, vale decir, el alma en estado gelatinoso ó car- tilaginoso.

Y es ese conjunto de relatividades que sólo tienen sentido respecto de la actua- lidad, siendo diferentes de todos sus equi- valentes en el pasado y en el futuro, lo que se pretende hacer perdurable fuera de la actualidad, sólo con atribuir dife- rencias más grandes que el universo mis- mo en que vivimos, al simple hecho de morir con un credo ó con otro credo, v tan irracionalmente caprichosas, que el que no sabe ó no cree, no se salva, y el que sabe demás, se pierde. Un salvaje enseñado á rezar la doctrina, es un alma para el cielo correspondiente; un Aristó-

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teles y un Marco Aurelio, paganos, un Darwin y un Bertellot, sabios, pero in- crédulos, son almas para el infierno y bendiciones para la especie humana.

Aceptamos el orden natural, que por medio de la vida y de la muerte trans- forma constantemente la materia inerte en materia viva, v la materia viva en materia inerte; aceptamos que la insta- bilidad^ que distingue á las frutas natu- rales de las frutas de porcelana, sea la característica de la vida en las plantas, en los animales y en los otros hombres, porque el egoísmo no permite extender á los artificios rituales de los otros la trans- cendentalidad de esos expedientes de fa- kir, con que cada agrupación teológica pretende paralizar á su respecto el orden natural, erigiéndose en excepción al ani- quilamiento incesante, que es la condi- ción misma del renacimiento incesante.

XIV

Los mandos de fantasía.

Aquello de que carece el salvaje, y que se incorpora al civilizado años después del nacimiento, porque es un producto de la civilización; lo que es inás susceptible de ampliación en el presente y en el futuro es, precisamente, lo que todas las teolo- gías pretenden cristalizar en el presente para reavivarlo y eternizarlo en el ma- ñana, en el que los hombres no podrán ser malos, ni tendrán con quien ser bue- nos, desde que nadie tendrá necesidad de su auxilio, de sus simpatías, de su bene- volencia, de su inteligencia y de sus sen- timientos, que serán valores sin empleo, virtudes sin aplicación.

Y horroriza el sólo pensar lo que po-

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dría ser un cardumen de inmortales, ha- bitando en otros mundos, con el alma de este mundo; un mundo de solterones de ambos sexos, pongamos por caso , incu- rablemente aburridos por la monotonía de la vida sobrenatural, sin apetitos y sin intereses, sin nada que hacer, sin nada en que pensar, sin nada que espe- rar, sin curiosidad de nada, sin niños, sin pájaros, sin flores, sin árboles, sin pe- rros, sin caballos, sin ríos, sin montañas, sin nubes; un mundo sin dolores y mise- rias, pero también sin poesía, sin risa, sin ironía, sin artes, sin letras v sin ciencias; un mundo parecido á la nada. Y sólo porque el poder de la inteligencia huma- na es tan grande en el sentido de la in- sensatez como en el de la sensatez, han podido los hombres llegar á asarse vivos para disputarse el derecho á la más abo- minable manera de existencia concebible y felizmente imposible: «la eterna sala de espera donde no se espera nada», me sugiere Ernesto Nelson.

Pues si en esos mundos venideros para

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los muertos resucitados, no hubieran de ser todos iguales, sino todos desiguales, otra vez; pequeños y grandes, privilegia- dos y desheredados, felices y desgracia- dos; si los últimos hubieran de ser los primeros, y viceversa, si hubiese de ha- ber absueltos por sus padecimientos, y condenados por su soberbia, é indultados por su servilismo á los poderosos de ese otro reino, y amnistiados por su arrepen- timiento inútil, eso no sería más que una copia invertida é infinitamente empeora- da del mundo real; nada más que un mundo atrasado, ese mundo de los muer- tos, en el que estaría aún por realizarse la Revolución francesa para inscribirle en el frontispicio las palabras de la nue- va trinidad: liberté, égalité, fraternité.

Esas vidas de ilusión y de pesadilla, en esos mundos de espejismo, imagina- dos para agriar la dicha inclemente de los poderosos, con el temor al mal futuro, y endulzar la desdicha sin riberas de los oprimidos con la esperanza del bien fu- turo, cuando nada mejor era concebible.

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no son, en efecto, nada más que la Edad Media invertida v eternizada, con todos sus horrores, sin nada de lo que hace amable la vida, aun para los deshereda- dos del poder ó de la fortuna, y con todas las iniquidades que la hacen detestable, simplemente transferidas de los que las han padecido á los que las han disfru- tado.

En esta reconstrucción del mal inex- tinguible en el mañana, del dolor y el sufrimiento, del poder y del privilegio extinguibles en el presente, reside la in- moralidad, para no decir la perversidad, del cristianismo, pues el castigo de la maldad es sólo un bien accidental de que la religión hace un mal superfino al ha- cerlo motivo de un mal eterno, v la mo- ral represiva no es más que una seudo moral enfrente de la moral constructiva, que edifica el bien por la transformación de los resortes de la maldad en resortes de la bondad, en un proceso inverso á aquel por el cual el odio al mal trans- muta insensiblemente la bondad en mal-

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dad^ pues el mal no deja de ser mal por-- que sea hecho á los malos.

La literatura universal no conoce un documento que sea una protesta más elo- cuente y conmovedora, por más radical, profunda y definida, que el sermón de la montaña, contra las iniquidades sociales, resultantes de los modos de ser, de ver y de sentir de la época, y sólo la protesta musulmana, erigiendo también los efec- tos propios de la imbecilidad de los otros en prenda de felicidad en el mañana para el que los sufre en el presente, á fin de desalentarlos en el que los comete, ha contribuido más eficazmente que aquélla, á perpetuar la imbecilidad humana de entonces en las regiones de la tierra en que hubiera sido posible reducirla más temprano, por un mayor desarrollo inte- lectual precedente.

Y de esos diversos expedientes metafí- sicos, surgidos del mismo sentimiento humanitario que más tarde retoma la vía perdida de las instituciones libres, de las reformas sociales y de las invencio-

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nes científicas con el lado masculino de la inteligencia, y que entonces, en la im- posibilidad de remediar la infelicidad en el presente, aspiraba sólo á resarcirla en el más allá, imaginándolo como un nega- tivo fotográfico de la actualidad, surgió fatalmente la necesidad ó la convenien- cia de ^^vir en negativo la vida presente para resultar beneficiado en la transmu- tación.

Y desde que se hizo pecaminoso el in- terés por los bienes de este mundo, y virtuoso el interés por los bienes del otro mundo, la «pobreza franciscana» de la mente y de la bolsa, vino á ser la fórmu- la de la vida mística, que entecó á los reyes y á los pueblos del imperio en que no se ponía el sol, y quedó á ser el abo- lengo espiritual de la miseria económica de la España y de la América española.

Desde entonces el empleo de la vida quedó sustraído á las condiciones natu- rales de la vida y subordinado á las con- diciones metafísicas de la muerte, y con- ducidas por los visionarios del progreso

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celestial, en el sentido más diametral- mente opuesto al progreso terrenal, las sociedades se estancaron en la miseria crónica, pasteiirizada por la esperanza de la dicha postuma, una idea ciertamen- te genial, en una época en que ninguna otra especie de felicidad era posible to- davía entre los descendientes de los dio- ses, y era necesario mantener la idea en el espíritu de los hombres hasta que pu- diera sobrevenir la cosa, en un segundo Mesías, también aparecido abajo, y tam- bién desconocido por los que lo esperan de arriba.

Pues esa doctrina inglesa del to tcorl: is to icorsliip^ y la religión norteameri- cana del descontento y de la instrucción pública para desenvolver los poderes mentales, de que ha provenido la pros- peridad de los anglo-sajones, no obstante el cristianismo, son una derogación clan- destina y masculina de la teoría femeni- na de la conformidad del hombre á la voluntad de Dios para merecer la gracia divina, la que los pueblos modernos

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permanecen fieles en la proporción- en que permanecen medioevales.

Consistiendo la superioridad religiosa en la capacidad mágica y no en la capa- cidad intelectual, durante esos diez siglos en que los hombres de bien aspiraban sólo á no ser perversos y á ser tristes y desgraciados en el presente para ser bienaventurados en el mañana, no reali- zaron un invento ni crearon una idea que pudieran servir para la cultura y el bienestar terrestre de las generaciones posteriores, no fueron nunca más impo- tentes y menos dioses que cuando se cre- yeron hijos predilectos del más omnipo- tente de los dioses.

De lo que resulta evidente que los hom- bres no pueden, ni aun con la imagina- ción, crear ningún mundo mejor, ó más susceptible de ser mejorado por ellos mis- mos, que el mundo en que los místicos se resignan femeninamente á la ignorancia, al terror, al despotismo, á la barbarie, á la tristeza y al dolor, porque los consi- deran instituciones divinas, garantizan-

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tes de la dicha eterna, repudiando el amor, la belleza, la alegría y el buen hu- mor, el ingenio, la salud y la sabiduría, el arte y la gracia humana, porque las consideran instituciones diabólicas, cau- santes de la desdicha eterna.

XV

La vida inútil.

Del mismo modo que la luz y los colo- res son un «haber» para el que tiene el sentido de la vista, y la música y la pa- labra para el que puede oir, y un «no haber» para el ciego y el sordo, respec- tivamente, todo lo que en una localidad puede producir un goce ó un interés al espíritu; las mil cosas que en una gran ciudad pueden cultivar la atención y de- leitar á los sentidos, todo lo que puede producir una sensación placentera es un «haber» para el espíritu del residente ó del transeúnte, multiplicado para cada uno por su aptitud para gustarlo^, y peor que un «no haber», para el que teme incurrir en desdichas eternas por el dis-

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frute de las dichas transitorias; un bien actual vedado para el creyente en males postumos, para preservarse de los cuales, cuando resida en la ciudad más llena de encantos y atractivos, se recluirá entre cuatro paredes en el más lúgubre de los claustros, «muerto para el mundo», según la frase consagrada, á padecer el pre- sente para adquirir el derecho á disfru- tar el mañana, desheredado de todos los haberes naturales y recargado de esos «deberes sobrenaturales», que hacen de las Teologías el más estupendo caballo griego, que los visionarios extraviados en los vericuetos del camino del misterio impenetrable, hayan podido meterse den- tro del entendimiento para echárselo á perder, y quedar picados por el avispero de terrores imaginarios y esclavizados á alguna de las tantas faunas sobrenatura- les de dioses y demonios engendrados por la fantasía humana en la era pre- científica.

Así, respecto de esos bienes intasables, que pueden ser disfrutados con sólo po-

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seer las aptitudes necesarias para com- prenderlos y sentirlos; respecto de esos bienes invalorables que atraen y atan los campesinos á las ciudades y los pro- vincianos á las grandes capitales, la na- turaleza hace en los ciegos, los sordos y los dementes, los desheredados por obs- trucción de los sentidos, y las religiones hacen los desheredados por esas catara- tas adventicias del entendimiento que vedan la verdad, la curiosidad, el pen- samiento, el amor, la belleza y la alegría, que son los antídotos saludables del abu- rrimiento, porque son los elementos cua- litativos de la vida.

XVI

La alegría y la tristeza.

Cada uno ve y siente en la proporción en que ha mejorado ó empeorado los me- dios de ver y de sentir que trajo á la vida, y porque los fenómenos reales son limitados y los fenómenos imaginarios son ilimitados, hay para cada ser el pa- norama exterior de las cosas reales, y el doble panorama interior de las cosas in- telectuales y de las cosas fantasmagó- ricas.

El mundo interior puede estar consti- tuido por la pobreza ó por la riqueza de conocimientos útiles á que llamamos, res- pectivamente, ignorancia ó saber^ con ó sin los conocimientos inútiles ó perjudi- ciales á que cada cual llama religión ver-

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dadera en mismo y superstición en los otros; ó por la pobreza ó la riqueza de sentimientos vitalizantes á que llamamos egoísmo ó altruismo; ó por el desequili- brio de la inteligencia á que llamamos demencia, ó por la aberración de la sen- sibilidad á que llamamos perversidad.

En cuanto el placer y el pesar son el efecto, respectivamente^ de la satisfac- ción ó de la insatisfacción de una necesi- dad, carece de placeres el que carece de necesidades y tiene más placeres, y, por lo tanto, mayor intensidad de vida, el que tiene más necesidades, si puede sa- tisfacerlas, y más pesares si no puede.

Por eso se ha dicho que la felicidad consiste en levantar los recursos hasta el nivel de los deseos, ó en rebajar los deseos hasta el nivel de los recursos, que es en lo que consistía el secreto del hom- bre feliz, que podía repetir delante del escaparate de un camisero la frase del filósofo griego: «¡cuántas cosas hay aquí que yo no necesito

Y por la relatividad esencial de las

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sensaciones^ son las necesidades insatis- fechas y los dolores inevitables los que suministran el fondo de pesar que da sen- tido y relieve al placer; el fondo de som- bra que lia ce destacarse á la luz, pues ésta carecería de sentido donde no hu- biese obscuridad, no pudiendo existir el día si no existiese la noche, y viceversa. Por esto el día natural se torna insípido para los noctámbulos que han hecho de la noche el día artificial, y el spleen es la peste de los ricos desocupados, des- provistos de placeres en la proporción en que están desprovistos de necesida- des, y ha podido decirse que la utilidad del mayorazgo consiste en reducir á un sólo ejemplar en cada familia esa varie- dad de hombres que tienen necesidad de hacer locuras para hacer algo^ porque no tienen necesidad de ser cuerdos.

La poquedad de las alegrías, magnifi- cadas en los unos por el mayor contraste con el fondo de penalidades, como la blancura de los dientes y los ojos en el rostro del negro; la poquedad de los pe- lo

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sares, abultados en los otros por el ma- yor contraste con el fondo de placeres, como una mancha negra en un traje blanco, embotando el hábito la sensibili- dad del uno para las contrariedades y la del otro para las satisfacciones, hacen que la diferencia real de las condiciones sea mucho menor que la diferencia apa- rente.

Mientras una bagatela hace la alegría de un niño, se necesita un portento para hacer la de un estragado. Por esto, el hambre y la sed insaciables fueron la pena del rey Midas^ que convertía en oro todo lo que tocaba, y el aburrimiento in- curable, que enloquecía á los emperado- res romanos, endiosados en vida y sin iguales en la sociedad, y que ponía in- tratables á nuestros caudillos, flacos de espíritu é intoxicados de poder ilimita- do con las facultades extraordinarias; que fué la pena de la omnipotencia de Luis XIV, el «Gran Aburrido», y de Na- poleón el Grande, Vlnamusable, como le llamaba Talleyrand, nos permiten sospe-

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char cuáii magno sería el aburrimiento sobrenatural de los dioses omnipotentes, si fuesen seres «á imagen y semejanza de los hombres», y tuvieran la desgracia de existir en alguna parte.

Porque no existe el descanso para el que no está cansado, ni el día de fiesta y la alegría para el que está hastiado de fiestas y de alegrías, y el que tiene los nervios agotados por el exceso de place- res ó sobrexcitados por el abuso de es- timulantes, está privado del sueño tran- quilo, profundo y reparador, que es el manjar más dulce que se sirve en la mesa de la vida, según la definición de Shakes- peare.

La diferencia entre el bien heredado y el bien producido, entre las ganancias del juego y las del trabajo, es el sabor del esfuerzo fructífero que acompaña á éstas y falta en aquéllas, el sentimiento mora- lizador de la paternidad del resultado, el recuerdo tonificante de las dificultades vencidas y de los obstáculos superados, que les sirve de contramarco para real-

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zarlaS; por lo cual, y porque las aptitu- des que no se ejercitan no se desarrollan, resulta más saludable para los jóvenes tener los medios que no tener necesidad de ganarse la vida.

El dinero es un medio para la felici- dad, y no el más importante; las aptitu- des estéticas y las aptitudes simpáticas son otros medios, como también lo son el trabajo, la sensatez, la música, la so- ciabilidad, la jovialidad, el sprit^ la ima- ginación, los conocimientos, los gustos literarios, y tampoco son éstos los menos eficientes.

XVII

El espíritu fúnebre.

Siendo la vida psíquica im cuadro de luz y de sombra, de amores y de renco- res, de realidades y de vanidades; de pe- nas y de alegrías, en el que puede predo- minar V caracterizarlo el uno ó el otro elemento, hasta alcanzar proporciones nocivas, podríamos decir que la ciencia alumbra el mundo para el entendimiento humano, y que las teologías vuelcan so- bre el espíritu humano las tinieblas del pasado y la obscuridad del mañana.

Podríamos decir, también, que la dife- rencia entre la barbarie v la civilización no es una diferencia de dioses ó de cre- dos, puesto que se puede ser bárbaro con cualquier Dios y cualquier credo, y civi-

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lizado sin ninguno, sino una diferencia de aptitudes, de luces, de gustos y de orientaciones para buscar y encontrar el bien propio en el bien ó en el mal ajeno, en lo normal ó en lo monstruoso, en el olvido ó en la cobranza de las ofensas recibidas; para divertirse sin molestar á los otros ó para divertirse en molestarlos ó en complacerlos.

Ciertamente, hay milagros en todas las religiones, porque hay casualidades en todas las cosas, y porque la fe, en cua- lesquiera de sus variedades, produce los efectos terapéuticos de la sugestión, que alguna que otra vez alivian las dolencias de un paciente candido, sin levantar en un ápice sus aptitudes para el empleo de la vida, y sin beneficio de ninguna clase para los otros pacientes. La fe, que con- siste en creer lo que no vimos para no creer lo que vemos, da un rumbo defini- do á la imbecilidad y á la ignorancia, po- niéndolas, ciertamente, en mejor condi- ción que la imbecilidad y la ignorancia sin rumbo, pero no las extirpa.

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Y porque los hombres que tienen idea- les y sentimientos groseros ó feroces, sólo pueden encontrar placer en el ejer- cicio ó en el espectáculo de la ferocidad, como los salvajes que se adornan con las cabelleras ó las orejas de sus adversarios muertos, como las muchedumbres que se deleitaban en los circos romanos ó en los autos de fe, las grandes calamidades de la historia han sido los resultados fatales de la incultura del espíritu humano, pro- viniendo de la incapacidad de los pue- blos, y mayormente de la incapacidad de los soberanos, para el empleo moral de la vida humana.

En lo que á la nuestra respecta, sabe- mos que el carácter tétrico de los reyes españoles y de los caudillos hispano-ame- ricanos, tan conspicuo en Felipe II y en el dictador Francia el hombre triste del Paraguay, provenía de la pobreza de espíritu, agravada por la solemnidad fúnebre, resultante del marchitamiento de la jovialidad, por el exceso de som- bras con que la educación monástica en-

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negrece el panorama individual de la vida.

La inmoralidad, es decir, la inhuma- nidad de los salvajes y de los bárbaros, es una emanación de su imbecilidad; pero la de los cristianos ha sido una emana- ción del espíritu fúnebre.

El hecho de que el sufrimiento haya sido considerado por la teología cristiana como el ganapán del cielo en la tierra, es lo que mayormente ha impedido á los cristianos conocer y sentir la monstruo- sidad moral de la servidumbre y la es- clavitud, y llegar aun hasta exceder á la inmoralidad pagana con el tormento y la hoguera.

De considerar el mal como un «castigo del cielo», la desgracia como un someti- miento á prueba, y el sufrimiento como la expiación redentora del pecado, vino en la caridad, con la limosna y la sopa sobrante del convento, el pan para el es- tómago del hambriento, sin libertarlo de la miseria, que era el pan para el alma en el mañana, como se alivia la suerte

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del preso con obsequios, sin sustraerlo á la pena que cumple, porque esto sería in- currir en un delito contra el cielo, ó con- tra el rey ó la sociedad, que le han im- puesto el castigo, mientras, por el otro lado, inflingir males á los que merecen sufrirlos, es instituirse en instrumento justiciero del cielo, haciéndose benemé- rito para el cielo.

La supresión de los males de este mun- do, era una inconsecuencia con la doc- trina que hacía de ellos el medio por ex- celencia de conseguir los bienes del otro mundo, que era el anverso del presente. Y porque el progreso implica directamen- te la supresión de los medios más segu- ros de ganar el cielo, es que, los reclu- tadores de almas para el cielo, son los más grandes y los más implacables ad- versarios del progreso, y que éste está en todas partes en razón inversa de la influencia de aquéllos sobre la respectiva sociedad.

Así está hoy proscrito por los regla- mentos sanitarios el medio de que se va-

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lió para ganar el cielo San Simón Estili- ta, hasta quien sus admiradores no podían acercarse sin un trapo en las narices, y está suprimido por los Códigos penales el medio de que se valió para ganar la bienaventuranza eterna ese estupendo filántropo español del mañana, que había extinguido en su mente la luz de la ra- zón, y quemaba vivos á los hombres con el fuego del sentimiento enardecido, y á quien se debe, en primer término, que haya pasado á la historia con apellido español, una calidad que fué común á to- dos los pueblos del mundo, antes de que el escepticismo entibiase los furores del fanatismo religioso, y que es aún conspi- cua en los turcos y los rusos.

Cuando los cristianos eran más conse- cuentes con su teoría de la vida y de la dicha eternas, se inflingían males adrede para acrecentar los bienes en perspecti- va; se embriagaban de esperanzas postu- mas y se intoxicaban de miedo al diablo y de terror al infierno, fiagelándose recí- procamente para salvarse mutuamente;

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ayunaban los alimentos del cuerpo y los goces del espíritu; ceñían cilicio y con- vertían las heridas casuales en fístulas perennes para hacer contrición y peni- tencia, que es lo que redime de las penas y de las miserias del mañana, como la alegría y el progreso redimen de las pe- nas y de las miserias del presente.

Enseñados y aclimatados á ver en la sangre derramada por los dogmas reli- giosos, en el dolor y en el sacrificio del confort y de la vida natural, las formas superiores de la vida espiritual; inverti- dos de la sensatez humana hasta el punto de ver en las más netas formas de la im- becilidad humana los más altos ideales de la civilización cristiana, aquellos fa- náticos rabiosos de las formas de gobier- no, extranjeros al escepticismo y á la ironía, que hicieron nuestra historia ne- gra, porque habían proscrito la ilustra- ción y quedado á obscuras, los odios implacables fueron el fruto propio de orga- nismos psíquicos, funcionando como má- quinas recalentadas por falta de lubrifi-

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cantes, máquinas vivientes que rodaban en el medio social de acritudes y de pa- siones enconadas, sobrecargadas y em- bravecidas por las contrariedades emer- gentes de su propia rudeza, haciendo crujir y chillar los engranajes políticos, como las antiguas toscas carretas, con ejes de madera inengrasada.

Enseñados á detestar la vida, á temer la muerte, á amar la gloria perdurable, y á odiar al extraño al suelo y al credo, desempeñaban la función para que esta- ban mentalmente preparados, odiando y matando á los extraños á su credo polí- tico, para labrar la gloria de su credo po- lítico.

No hay más que los placeres salvajes para el salvaje, y los placeres groseros y bárbaros son chocantes á los gustos y á los sentimientos refinados del hombre culto, y lo que hace las delicias del últi- mo resulta insípido para la rudeza del primero, mientras el segundo repudia- rá hasta el poder cuando sea necesa- rio alcanzarlo ó conservarlo por medios

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repugnantes á la elevación de su es- píritu.

Porque nuestros caudillos bárbaros sólo podían encontrar las amenidades de la vida en las fruiciones del mando sin control V en la humillación sin límites de sus adversarios, no estando habilitados, como los caudillos norteamericanos de entonces, ó como nosotros mismos al presente, por la educación, la tradición y el ambiente, para complacerse en otros intereses sociales ó en otras formas de tramitación de los mismos intereses po Uticos, las calamidades públicas vinieron á ser una necesidad imprescindible, so pena de aburrimiento inaguantable para ellos, que, en su indigencia de luces, sólo podían ser felices como los negros de Áfri- ca: haciendo desgraciados á los otros.

Albaceas espontáneos de la herencia colonial de ignorancia y fanatismo, en el empleo fatal de su vida, clausuraron las escuelas y repoblaron los conventos, amordazaron á la prensa y proscribieron la cultura, readmitiendo á los jesuítas

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expulsados por el único monarca liberal que había tenido la España.

Sombríos, acres, ignorantes y fanáti- cos fueron; según el aforismo de San Mar- tín, lo que debían ser: Erostratos políti- cos, ó no hubieran sido nada, pues esa era la única vía por donde podían pasar á la historia como actores principales, y estamos viendo cuánto son más eficaces que los terrores religiosos para suscitar ideales, aptitudes y sentimientos compa- tibles con el bienestar ajeno, las ameni- dades sociales de la vida moderna, y cómo en todas las religiones, la única parte útil ha sido la parte humana, la parte de vida y de fiesta social, que es también la mejor parte de las corridas de toros, de las carreras de caballos y de los sports ingleses, pues aunque las gentes se reúnan para decir ó hacer tonterías, del hecho sólo de aproximarse y tratarse resultan utilidades sociales, siendo por esto el teatro, como lo sugiere Bernard Shaw, el antídoto de la iglesia, y también creación de los griegos, de que apenas

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existió en todo el virreinato del Río de la Plata nada más que la Casa de Come- dias^ que fundó el virrey Vertiz^ contra la repudiación y excomunión de los fran- ciscanos á los asistentes.

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XVIII

El mañana.

El tiempo es como la Esfinge griega, que mataba á los que no sabían interpre- tar el enigma de la vida. Y para indicar que el tiempo que se va inaprovechado no vuelve, los griegos tenían una esta- tua, que se ha perdido, pero cuya des- cripción se conoce por esta conversación que tuvo con un viajero:

« ¿Cómo te llamas?

Me llamo la Oportunidad.

¿Por qué estáis sobre la punta de los pies?

Para advertir que sólo me detengo un momento.

¿Por qué tienes alas en los pies?

Para advertir que paso rápidamente.

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¿Por qué tienes el pelo tan largo so- bre la frente?

Para que los hombres puedan atra- parme cuando me encuentran.

¿Por qué, entonces, eres tan calva en la nuca?

Para manifestar que cuando he pa- sado ya no pueden agarrarme.»

La oportunidad es el presente, que se va estéril al pasado, sin agregar nada á la vida del indolente ó del incapaz de mejorar su ser, su valer ó su haber, sin dejar ningún rastro de su paso en las tribus salvajes, sin cambiar nada en las sociedades maniatadas para el hacer de los vivos por la fe en el hacer de los muertos; que encienden velas á los san- tos para que vean á quiénes deben hacer milagros, y no encienden luces en la in- teligencia de los niños, para alumbrarles el camino de la existencia.

La oportunidad es el ahora que trans- curre infecundo para el que ruega y es- pera, y fecundo para el que piensa y obra, dejando acrecentado el haber, el

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saber ó el sentir del que ha sabido y que- rido aprovecharlo ú ocuparlo con una obra realizada, con una experiencia ó con un conocimiento adquiridos, con otras existencias sustraídas á la enferme- dad ó á la ignorancia, á la iniquidad ó á la infelicidad, con el recuerdo vivifican- te de un goce noble ó de una sana ale- gría, y para quien los momentos desapa- recidos están representados siempre por algún aporte que subsiste en el espíritu propio ó en el ajeno; la oportimidad es el tiempo que pasa infructuoso para las sociedades retardatarias y fructuoso para las progresistas, marcando su ras- tro en el terreno con caminos y construc- ciones, con puentes, habitaciones, puer- tos, canales, escuelas, ferrocarriles y tú- neles, y su trayectoria en el espíritu hu- mano con nuevas ideas y sentimientos, y con instituciones beneficentes en la es- tructura social.

Pero el tiempo que puede faltar cuan- do es limitado, sobra cuando es eterno, y cuando el tiempo y la vida vuelven

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para no marcharse jamás, la grande opor- tunidad de la vida no es hoy sino maña- na, pues, ¿para qué afanarse en lo que no ha de durar, teniendo por delante la perspectiva de lo que no se ha de acabar? «Xada te turbe, nada te espante; todo se pasa: Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza: quien á Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta», decía la prime- ra página impresa en Buenos Aires con la primera imprenta en 1780, fiel expre- sión de ese espíritu medioeval del espa- ñol, que aún en pleno siglo de las luces de la inteligencia humana, en el nuevo y en el viejo mundo ha invertido en Te Deums, misas, novenas, procesiones y peregrinaciones para propiciarse la inte- ligencia divina, lo que los americanos del Norte gastaban en escuelas y univer- sidades para levantarse la inteligencia humana, en virtud de lo cual, aquéllas son las tierras del presente y éstas son las tierras del «¡mañana. Dios dirá!»

XIX

Pesimismo y optimismo.

« —¿Qué pensaríamos, decía el Success, de un ingeniero que procurase economi - zar el lubrificante á expensas de la dura- ción de la máquina? ¿Que es un loco? Pues eso es justamente lo que hacemos cuando economizamos la alegría, el re- creo, los entretenimientos sanos que son los lubrificantes de la maquinaria de la vida.» Eso es justamente lo que hace el misticismo, suprimiendo las amenidades de la vida para alargarla.

«La época colonial fué triste, dice Juan A. García, no tuvo regocijos populares; los desbordes espontáneos de alegrías tradicionales en otros pueblos. Era una sociedad melancólica y silenciosa, como

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si una aura de abatimiento, de opresivo desconsuelo envenenara la atmósfera.» Y de esa tristeza salió el carácter tétrico de los caudillos hispano-americanos, tan prominente en el dictador Francia, el discípulo de los jesuítas de Córdoba, el asceta en el poder supremo, «el hombre triste del Paraguay», el hombre de espí- ritu más diabólico en el Nuevo Mundo.

Como era obligatoria la ignorancia de la ciencia y de la libertad, y eran obliga- torias las creencias tradicionales, y la intolerancia era de buen tono, y el diablo y el infierno entraban por nueve décimos en la predicación colonial, todo lo que vino en materia de barbarie, fué el fruto propio de semejante siembra de oscuran- tismo y de fanatismo, por virtud de la cual, en el registro de los sentimientos humanos sobraron las notas fúnebres y faltaron las notas alegres; abundaron las notas duras, solemnes, melancólicas, agudas ó chillonas, y escasearon las no- tas suaves, joviales, delicadas, amables, y estuvieron ausentes octavas enteras de

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la tolerancia, de la ironía, del escepticis- mo, del optimismo.

Porque la invención de antídotos ima- ginarios contra las responsabilidades y los males imaginarios, ha sido mi semi- llero de modos de aprovechar el tiempo futuro, que son maneras de desperdiciar el tiempo presente, la vida ha sido redu- cida en cada región de la tierra, en el equivalente de energías y de abstencio- nes que es necesario emplear en la amor- tización de los males ilusorios á que está hipotecado el entendimiento humano por las supersticiones del pasado, que son parte integrante de la herencia social, para todo el que nace en tal región, des- empeñando el ambiente intelectual las funciones del albacea.

Porque la tristeza estaba en el misti- cismo, y el misticismo estaba en el espí- ritu de las gentes, «la época colonial fué triste, dice Juan A. García, no tuvo re- gocijos populares; los desbordes espontá- neos tradicionales en otros pueblos. Era una sociedad melancólica y silenciosa,

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como si una aura de abatimiento, de opre- sivo desconsuelo envenenara la atmósfe- ra». Era el efecto propio de la superpo- sición del espíritu de la muerte al espíri- tu de la vida; del pensamiento del maña- na á las preocupaciones del ahora; del problema de la salvación de las almas por la iglesia, al problema de la educa- ción de los niños por la escuela.

El reverso del salmo de la vida y de la acción de LongfelloAV, es la homilía del gran Que vedo: «Resta ahora desen- gañarte del estudio vano y de la presun- ción de la ciencia... Toda nuestra sabi- duría es presunción acreditada de la ig- norancia de los otros... Preguntárasme que, supuesto esto, cuál es la cosa que un hombre ha de procurar aprender: pro- cura persuadirte á amar la muerte, á despreciar la vida», que es el mismo pensamiento pesimista expresado por el refrán árabe: «es mejor estar sentado, que parado; mejor acostado que sentado, y mejor muerto que acostado». Es el mis- mo concepto del mundo impreso en Bue-

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nos Aires en 1780, y expresado por Fe- lipe IV en carta confidencial á sor María Agreda, en vísperas de desprenderse del «hombre triste», del «sombrío ministro», que había trabajado como «un forzado», al decir de Hume, en la ímproba tarea de divertir al rey, y servir al cielo con todos los recursos del imperio en que no se ponía el sol, para labrar la grandeza de la España por la protección divina: «la única manera de obtener lo que de- seamos es no contar más que con el so- corro divino».

«Viviendo entre las gentes que bendi- cen su vida, no tardaréis en bendecir la vuestra, dice Maeterlinck. La sonrisa es tan contagiosa como las lágrimas, y la dicha pasa á menudo inadvertida porque no sabemos conocerla». Viviendo entre gentes que creen que este mundo debe ser «un valle de lágrimas» para que el otro no sea un eterno martirio, y que de- ploran la inanidad de su vida, porque no saben aderezarla con el pensamiento y el sentimiento, para hacerla digna de ser

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vivida, no tardaréis en deplorar la ina- nidad de la vuestra, porque el pesimismo y el fatalismo son contagiosos, y «las co- sas son del color del cristal con que se miran». «La vida es bella, mi hermano, dice el pagano Jorge Borrow. Hay la no- che y el día, mi hermano, que son cosas lindas; el sol, la luna y las estrellas, y también el viento cuando hace calor, to- das cosas lindas.» «La vida es muy agra- dable, mi hermano. ¿Quién quiere mo- rirse?»

XX

Antaño y hogaño.

Del] mismo modo que la excelencia de un cuadro depende del acierto en la com- binación de las luces y las sombras, los colores, las líneas, las figuras, las suges- tiones y las insinuaciones, la de una vida depende de la feliz combinación de los accidentes v de las circunstancias inter- ñas V externas, v con el creciente desen- volvimiento de los elementos cualitativos del espíritu y del ambiente, que son los materiales de construcción de la felicidad humana, el común de las gentes se en- cuentra hoj^ infinitamente más acaudala- do de amenidades que el señor Feudal analfabeto de la Edad Media, que se abu- rría en su castillo, por tener sólo muy

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reducidas ideas, muy menguados senti- mientos y muy escasas noticias del mun- do, sin más pasatiempos que la guerra, el juego, la bebida, el amor y la mesa, y que no podía ensanchar por los viajes, sin peligro de su vida, el escenario exte- rior de su espíritu, aun teniendo el dere- cho de vida y muerte sobre sus vasallos, lo que era infinitamente peor que no te- ner necesidad de matar á nadie.

Y por cierto que la existencia del sier- vo, del esclavo y del villano, transcu- rriendo en miseria irremediable, en una espesa atmósfera de terrores religiosos y de peligros sociales, explotado y maltra- tado como un animal doméstico, con la sola diferencia de ser un animal predes- tinado á convertirse, al término de su perra vida, en un semidiós ó en un vice- demonio, por estupenda consecuencia de los sacramentos y del pecado, tal condi- ción del cristiano sin privilegios, era sen- cillamente peor que la del condenado á trabajos forzados en nuestros días.

«Mientras el símbolo de la vieja huma-

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nidad era el hombre y la mujer cavando la tierra con el sudor de su frente, el símbolo de la humanidad moderna es el hombre en la casilla de gobierno ó en el timón, guiando con un ligero esfuerzo muscular, pero con un gasto constante de trabajo mental, enormes masas de ener- gía hacia una actividad deliberada, dice Osiwald. Y esta elevación del hombre, desde bestia de trabajo en el mismo nivel con el buev, á una más alta existencia con dominio sobre inagotables cantida- des de energía, es una ganancia moral que debemos exclusivamente al progreso técnico, y estamos llegando á compren- der que sólo al investigador científico podemos dirigir con éxito la vieja plega- ría: «líbranos de todo mal».

En efecto, las religiones crean las bue- nas intenciones con que está empedrado el camino del infierno, pero no crean ins- trumentos ni métodos de trabajo, y la cuestión capital y la causa permanente del mejoramiento de las razas humanas por procedimientos humanos, es la del

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empleo de las energías humanas en orden á conseguir con el menor gasto el mayor rendimiento de aptitudes, de recursos y de amenidades.

«No ser muerto y tener un traje de pieles para el invierno, era el supremo ideal de un hombre en el siglo ix», dice Stendhal. «Nadie puede ahora hacerse una idea de lo que fué el estado mental de un hombre en el siglo ix, dice Hux- ley. Por más altamente educado que fue- se, su vida era un campo de batalla per- manente entre santos y demonios, por la posesión de su alma». Podemos agregar que también era un campo de batalla entre bacilos y microbios por la posesión de su cuerpo, sabiendo que las epidemias hacían estragos, y que en el siglo xiv la peste negra mató á la mitad de la pobla- ción de la Europa, y que hasta fines del siglo XVII la mortalidad en Londres, ver- bigracia, era del 80 por 1.000.

Es que en el feminismo cristiano, como en el feminismo musulmán, el hombre estaba á la defensiva contra los males

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del cuerpo y del espíritu, bajo el escudo de las supersticiones, defendiéndose de los diablos, las brujas, los duendes y las ánimas, las epidemias, las endemias, las pestes, las secas y las inundaciones, el rayo^ el hambre y la perversidad, con el poder mágico de los santos, de las reli- quias y de las oraciones milagrosas, con las misas, novenas, procesiones y pere- grinaciones, con el agua lustral y las palmas benditas.

Y sólo á proporción en que la libertad del pensamiento aportaba ó despertaba el masculinismo en el espíritu humano, ha podido el hombre moderno tomar la ofensiva contra los males del espíritu y del cuerpo, repeliendo y destruyendo con la higiene á los argonautas de la mugre; desvaneciendo con las luces de la ciencia esos fantasmas terroríficos de la imagi- nación en tinieblas, que hacían de la vida mental una horrorosa pesadilla; des- armando al fanatismo, á la crueldad y á la imbecilidad con la cultura intelectual; anonadando al hambre con el comercio,

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la industria y las vías de comunicación, y reduciendo con todo ello la mortalidad en Londres al 17 por 1.000, para alargar en quince años la duración media de la vida humana, pues resultó que el elixir de larga vida no era el agua de vida, ni el agua con vida, sino el agua esteri- lizada.

En el feminismo intelectual en que vi- vieron nuestros padres, con excepción del pensamiento, todos los hechos y las cosas estaban regidos inexorablemente, hasta en sus menores detalles, por un empera- dor omnipotente y omnividente del uni- verso, que en cualquier momento podía invertirlos ó suspenderlos á su capricho, indiferente á la suerte de los hombres, á menos de ser interesado en ella por fri- volidades, tan irracionales á veces como la de ser el pescado, verbigracia, comes- tible en lunes y «pecado mortal» en vier- nes, y por humillaciones y adulaciones bastantes para dar náuseas á una perso- na decente de nuestro tiempo.

Dios era un hombre inmensamente

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más bueno y más malo que todos los hombres y los animales juntos, con tan- tos millones de ojos y de oídos como ha- bía hombres^ mujeres y niños en la tierra, puestos uno en cada persona, para ver todos sus actos en la obscuridad, todos. sus pensamientos en el interior de la mente, á fin de registrarlos, momento por momento, en una cuenta especial abierta á cada persona desde el día de su nacimiento en pecado original, para pre- miarlos ó castigarlos, cuando ya no fue- sen enmendables ni empeorables.

El diablo era un perdido, sin remedio, empeñado en perder á todos los hom- bres, las mujeres y los niños, para au- mentar la población infernal de diablos, brujas y duendes, á fin de tener más com- pañeros de eterno infortunio, y más auxi- liares con quienes merodear alrededor de cada persona en apuros de concien- cia, como los perros hambrientos alrede- dor de la cocina. Cazador y negociante de almas para el infierno, acudía al ins- tante á donde lo llamasen, presentándose

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espontáneamente en la obscuridad y en la soledad, para sugerir un mal pensa- miento contra la gloria del Padre Eter- no, ó brindar un momento de dicha á cambio de la eterna desdicha, que consti- tuía su propia gloria.

Yo he vivido en ese open door de in- sensatez medioeval, que era la heren- cia intelectual forzosa de los hispano- americanos en la época colonial, el cual, y el terremoto del 61, han sido las dos grandes calamidades que han amargado las que debieron ser horas felices de mi infancia. Y de ahí mi empeño en sustraer á los presentes y venideros de eso que Mseterlinck llama «el sólo crimen imper- donable, el que envenena las alegrías y anonada la sonrisa del niño» con el fan- tasma de la condenación eterna por los usos y los goces saludables de la vida.

Como el árbol que queda subordinado á las contingencias del lugar en que ha brotado, el hombre quedaba antaño su- bordinado por todas las indigencias hu- manas al lugar y á la condición social en

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que había llegado á la existencia. Su am- biente intelectual estaba constituido por el espejismo deslumbrante del cielo y por las visiones pavorosas del purgatorio y del infierno, en tanto que el campo de acción del hombre moderno se extiende á todas las regiones civilizadas de la tie- rra, y su escenario exterior se extiende á todas las maravillas de la naturaleza y del arte, mientras el mundo interior está constituido por el kaleidoscopio de los co- nocimientos y de los sentimientos en transformación incesante.

Pero este mundo, que era «un valle de lágrimas» cuando el pesimismo ejercía la regencia del entendimiento humano, em- pieza á ser un valle de alegría desde que la ejerce el optimismo; desde que es un campo de acción, en el que las energías ambientes trabajan en nosotros, por nos- otros y para nosotros y nuestros descen- dientes en la elaboración del universo moral.

Pues este mundo no es una ordalía á perpetuidad, como lo concibieron los pa-

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dres de la Iglesia, no es una trampa de cazar almas para el infierno, y nosotros estamos en él como una parte de la ener- gía universal en una función específica, para pensar, sentir, amar y soñar; para vivir^ obrar y morir, y no para pasar por probaciones inequiparables en la diver- sidad infinita de las condiciones de hecho, á fin de ser los unos obsequiados con la dicha eterna y condenados los otros á la eterna desventura, porque esto sería de- masiado necio y demasiado inicuo para una inteligencia decente de las cosas.

Porque el cielo, el purgatorio y el in- fierno son aquí, y es sólo por un efecto de espejismo intelectual, que los visiona- rios los ven en el más arriba ó en el más allá de la realidad.

Aquí es el cielo del amor y la belleza, el arte y la ciencia; el limbo de la igno- rancia; el purgatorio de la superstición y la imbecilidad ; el infierno del odio y la perversidad. Y del individuo que marcha impelido por su egoísmo en pos de su mezquina felicidad postuma, aun de esa

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fuerza, de la que dice Goethe «que quiere siempre el mal, y concurre, sin embargo, al bien», la naturaleza, persiguiendo in- cesantemente su propio ensueño, hace el obrero consciente ó inconsciente para la obra del perfeccionamiento indefinido del hombre para el mundo y del mundo para el hombre.

Aquí es el lugar de la dicha y la des- dicha eternas para la humanidad eterna, y transitorias para la individualidad tran- sitoria; y ahora es el momento de alcan- zar la perfección relativa, de que resulta la dicha propia por reversión concomi- tante de la dicha ajena, haciendo del mundo el valle de la sonrisa, y aquí es «el valle de la amargura» para los que quieren alcanzar la perfección al revés de como es posible, para ellos solos, y en otro sitio, en otro momento y en otra vida, en que serán de ninguna utilidad para los otros seres.

Aquí es la dicha celestial de las almas refinadas para la vida excelsa por la cul- tura de la mente v del corazón; de los

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que piensan y son comprendidos, de los que sienten y son correspondidos, de los amantes que son amados; aquí, donde están los que sufren, es el lugar de la benevolencia, de la abnegación y de la ternura, que serían inútiles donde fuesen innecesarias; aquí es la oportunidad de la inteligencia y del sentimiento, aquí donde las cosas y los seres hablan al es- píritu del hombre en el lenguaje de las simpatías ó de las antipatías que haya depositado ó suscitado en ellos, porque el universo es el banco de la felicidad y de la infelicidad, sobre el que cada uno puede girar, en todo momento, contra sus depósitos de amor, de temor ó de rencor, de sensatez ó de insensatez en cuenta corriente.

Y si el cielo, el purgatorio y el infier- no, concebidos fuera de este mundo, sir- ven para dirigir de rebote la conducta de los hombres en este mundo, ¿por qué no habrían de servir también, directa é infinitamente mejor, si los concebimos dentro mismo de este mundo?

XXI

Ideales y sentimientos.

Expresando elocuentemente el sentir colonial, en un discurso pronunciado en 1884 contra la escuela neutra, el matri- monio civil, el divorcio, el cementerio lai- co y las escuelas normales, el actual mi- nistro de Instrucción pública, decía: «Pue- den nuestros pueblos resignarse hasta la humillación y el sacrificio bajo el peso de grandes dolores; pueden consentir, sin estallar terribles y vengativos, que se les arrebate una á una las garantías consti- tucionales; pueden contemplar, impasi- bles, que los gobernantes decidan sus desitinos con la punta de la espada. Hay algo, empero, que han de defender hasta el heroísmo, algo por lo que han de arros-

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trar el martirio, si necesario fuese, y ese algo es su fe y su religión, único bien que les queda aún en medio de tantos males y desastres.»

Esa es, en efecto, la descripción per- fecta del espíritu que los hispano-ameri- canos tuvimos la desgracia de heredar de nuestra madre patria, y por el cual la libertad ha sido siempre pisoteada por todos los caudillos ambiciosos de poder, sin encontrar defensores suficientes, y han caído siempre los gobernantes ilus- trados que pretendieron implantar la primera y la más grande de las liber- tades humanas: la libertad del pensa- miento.

Y es por eso que hemos resultado como los musulmanes, más gobernables por los más capaces de arrebatarnos libertades para construir y fortalecer su despotis- mo; pues las agrupaciones, como los in- dividuos, no pueden disfrutar sino aque- llos beneficios por cuya consecución ó conservación estén dispuestos á luchar hasta vencer, y cuando sólo están ense-

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nados á saber para qué sirve la religión, y á no saber para qué sirve la libertad, sólo están dispuestos á luchar por la conservación del fanatismo religioso, y todo lo demás puede serles arrebatado con ó sin las armas en la mano.

Fué por eso que la única insurrección que puso en serio peligro la dominación de 40.000 ingleses sobre 200.000.000 de in- dus, fué ocasionada por la grasa de vaca y de cerdo empleada como preservativo contra la humedad en los cartuchos del fusil, porque era necesario cortarles la punta con los dientes antes de introdu- cirlos en el cañón, y esto obligó á los ci- payos á sublevarse para escapar á la condenación eterna, que resultaba para los musulmanes del contacto de la grasa de cerdo, y de la de vaca para los bra- manistas.

La libertad es de tan poco momento para el que no sabe valorarla y usufruc- tuarla, como un violín para el que no ama la música ni sabe tocarlo, y del cual sólo podría obtener los beneficios que

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le resultasen de empeñarlo ó venderlo.

Y como no se puede tener para lo que no se haya hecho tenible para los otros, el hombre común no puede disfru- tar ni aun lo que sabe estimar, sino en la medida en que sepa defenderlo para todos. Y cuando desestima la libertad para sí, nada hará para defenderla en los otros, y la suya y la de los otros se- rán acaparables por los que sepan sa- carles provecho, en la medida en que es- tén indefendidas por los que no saben aprovecharlas para impedir que los des- pojen. Y de esta circunstancia depende que las libertades individuales en las agrupaciones humanas sean en unos pue- blos más y en otros menos monopoliza- bles por los caciques, los ambiciosos y los logreros.

El que hace creyente á un niño en cua- lesquiera fe, lo hace esclavo de esa fe, y el inquisidor está implícito en el creyen- te, pues el que ha perdido la libertad de dudar ó de no creer, quiere, naturalmen- te, hacer perder á los otros lo que él ha

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perdido, y cuando entiende, además, que esa pérdida actual comporta beneficios ulteriores, las funciones diabólicas que- dan dobladas en el fanático militante por las funciones divinas, concurrentes con aquéllas á la anulación de las demás po- sibilidades del espíritu en los otros.

Diablo sin saberlo, el que ha perdido la alegría del vivir, desea imponer á los otros su tristeza, y el que está atormen- tado por los terrores del infierno , desea comunicar á los otros su miedo al infier- no, por el doble motivo de sus beneficios eventuales y porque mal de muchos es consuelo de afligidos. Tal era el caso de aquellos caudillos bárbaros, que querían que todos fuesen bárbaros porque lo eran ellos, exactamente como hoy queremos que los demás sean cultos, porque lo so- mos nosotros.

Los pueblos enseñados á creer que con Dios basta y sobra, como los turcos, los rusos y los españoles, sólo están dispues- tos á defender á su Dios y á sus vicarios, y sólo han conservado sus dioses y sus

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déspotas temporales y espirituales. Y los que han estado siempre resueltos á de- fender, á la vez, á la religión y á la li- bertad— Dieu et mon Droit como reza la vieja leyenda del escudo británico, han conservado , á la vez, la religión y la li- bertad.

Fué por lo inverso que la más colosal de las guerras afrontadas por los ameri- canos del Norte, y la única contienda ci- vil que los haya dividido, fué la que aco- metieron para conseguir la emancipación de los negros, á costa de un millón de vidas y de tres mil millones de doUars, resarcidos con exceso por la prosperidad consecutiva á la eliminación de esa men- gua en la moral nacional.

Por el contrario, nuestra diferencia fundamental con los anglo-sajones, que en 1215 arrancaron la Magna Carta al rey Juan, arrojando al mar en Dover la bula que contenía la excomunión del papa contra los barones rebeldes, consiste en que ellos han estado siempre dispuestos á defender hasta el heroísmo y el marti-

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rio esas garantías constitucionales^ que en el sentir colonial del Dr. Garro , nos- otros estamos dispuestos á dejarnos arre- batar sin estallar^ y es con esa actitud que ellos han hecho imposibles en su am- biente esos déspotas, sátrapas y caciques con facultades ilimitadas que fueron via- bles en el nuestro.

Porque el espíritu del hombre es fe- cundable por el ideal. Fecundable de ge- nerosidad por el ideal generoso; fecunda- ble de mezquindad por el ideal mezquino; fecundable de insurrección por el ideal de la libertad; fecundable de miedo y de sumisión por el terror al presente ó al mañana.

De los que viven sólo para mismos, se ha dicho que «la cal sola de sus huesos los mantiene en pie, y no un propósito sano y generoso», y, en efecto, el propó- sito hace la consistencia del espíritu, como la cal hace la consistencia del es- queleto, y es de la rectitud del esqueleto que resulta la posición vertical del hom- bre físico, y de la firmeza y la generosi-

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dad del propósito la rectitud moral del hombre síquico.

«Un fin superior es curativo como el árnica», dice también Emerson. «Napo- león visitaba á los enfermos de la peste para demostrar que el hombre que podía vencer al temor vencería á la peste, y tenía razón», ha dicho Goethe. «Es in- creíble la fuerza que tiene la voluntad en esos casos; penetra en el cuerpo y lo pone en un estado de actividad que repele toda influencia dañosa, mientras el temor las atrae». La transformación del individuo común en fiera, por la pasión de una cau- sa miserable, ó en héroe por la pasión de una causa generosa, es un fenómeno fre- cuente, y también lo es en la historia^ la transformación más ó menos repentina, del carácter de toda una agrupación hu- mana por la intervención de un gran te- rror ó de un alto ideal.

En aquel «pueblo de asnos», como se decía del francés, porque llevaba sin que- jarse todas las cargas que le imponían sus gobernantes y sus salvadores^ sobrevie-

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nen los ideales laicos de 1789, y el senti- miento naciente de los derechos y de las posibilidades del hombre suministra fuer- zas morales bastantes para abrir en el muro del pasado la brecha del porvenir afrontando la coalición de la Europa ab- solutista y reaccionaria, y la revolución, es desde entonces^ como dice Carlyle, un deber que los franceses saben llenar.

Sobrevienen también, en 1810, esos mismos ideales entre los colonos españo- les del Plata, que vegetaban sin porv^enir en el pasado tradicional, y que acababan de defender con las armas en la mano contra las invasiones inglesas á la domi- nación española, y las empuñan de nuevo para expulsarla. En tres años, el carác- ter de los colonos había cambiado hasta el punto de avergonzarse de la misma sumisión pasiva de que estaban antes or- gullosos.

La fuerza moral del cristianismo pro- vino de la parte en que era un ideal de porvenir. Pero la idea de realizar los hombres dentro de la vida, por mis-

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mos y para mismos, la libertad, el de- recho, la justicia y la fraternidad; el pro- pósito de embellecer y dulcificar en este mismo mundo la vida humana, que aquél aspiraba á realizar fuera de este mundo, era un ideal más alto, más noble y gene- roso. Del primero resultó la era cristia- na; del segundo la era liberal y científica. Pues, si lo más enalteciente, vale de- cir, lo más moralizante, del cristianismo provino de ser una aspiración de mejo- ramiento humano á realizarse en el mis- mo individuo en el más allá de la vida presente, los ideales racionalistas son aún más moralizantes porque son bienes á realizarse en el porvenir, fuera del in- dividuo que los alienta, á su costa, y sin beneficio para sí.

XXII

la herencia social.

El amor, la simpatía y la benevolencia son agradables, y todo lo que es agrada- ble es deseable, por egoísmo. Para susci- tar esos sentimientos en los otros á nues- tro respecto, deseamos ser gratos á los otros, y para conseguirlo usamos á su respecto la cortesía y la benevolencia, por egoísmo. Pero si ellos y nosotros no deseamos ser estimados, sino temidos, ellos y nosotros apelaremos á la intimida- ción para ser temidos, por egoísmo. Pues un hombre prefiere que los otros hom- bres le tengan miedo, y otro prefiere que le tengan simpatía, y cada uno desea sus- citar en los otros aquello que desea en los otros.

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Un hombre hace el bien porque esa es su manera de ser feliz; otro hace el mal porque esa es su manera de ser feliz, en razón de la clase de sentimientos de que está provisto. Los dos son impulsados por el instinto de conservación en dife- rente rumbo, porque su instinto ó su egoísmo está diversamente condicionado por el carácter de sus sentimientos y di- versamente alumbrado por las luces de su entendimiento.

Y del mismo modo que la agricultura consiste en sembrar ó plantar en el suelo las plantas cuyos frutos preferimos, la homocultura consiste en implantar ó sembrar en la mente del niño los idea- les, la religión, los gustos y las inclina- ciones cuyos frutos preferimos en el adulto.

Un piel roja se captaba la admiración de los otros pieles rojas, por el número de cabelleras de adversarios muertos con que se adornaba. Un gaucho se captaba la admiración de los otros gauchos^ por su audacia para jinetear á un potro indo-

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mito, ó para afrontar á los otros gauchos ó á los gendarmes, acreditando con ello ser más gaucho , pues cuando todos son bárbaros, ser más bárbaro que los demás es ser superior á los demás, del mismo modo que ser, respectivamente, más ar- gentino, más boliviano, más español ó más católico, musulmán ó budista que los demás argentinos, bolivianos ó espa- ñoles, ó que los demás católicos, musul- manes ó budistas, es ser, respectivamen- te, superior á los que son lo mismo en menor grado, porque nadie puede esti- mar en los otros sino lo que considere estimable en si mismo, y, por lo tanto, estimable en mayor grado allí donde exista en mayor grado.

Así, los caracteres sociales de cada comunidad de hombres son los valores ó las calidades personales que el individuo tiende á procurarse por imposición del instinto de conservación, porque «la fun- ción no es más que la respuesta del ser á las solicitaciones del medio», como dice Lacombe, y el modo de sentir, de pensar

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y de obrar de los coetáneos, no son menos obligatorios que su modo de vestir, para las nuevas unidades que se incorporan á la masa.

Por esto, nacer en un ambiente social es heredar en germen las posibilidades y las imposibilidades de tal ambiente so- cial; la posibilidad de todas las excelen- cias ó la de todas las miserias humanas, según que sea grande ó menguado, opti- mista, pesimista ó fatalista. Y recibir una alta cultura, es heredar una forma supe- rior de riqueza, ciertamente más impor- tante que la que consiste en bienes de fortuna. Y heredar vanidades en lugar de sentimientos, es quedar predestinado á echar los bofes en la conquista de las cosas que despiertan envidias sin allegar simpatías.

Nacer en un ambiente de ilustración, de dulzura de sentimientos y de sobrie- dad de costumbres, ó en un ambiente de ignorancia, superstición, rudeza y mise- ria consecutiva, es heredar, respectiva- mente, la civilización ó la barbarie como

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cauces tradicionales para las energías vitales, pues el capital de vida operante para la felicidad es el remanente que queda después de deducir las deudas y las cargas de la vida, á que están hipo- tecadas por las supersticiones del pasado las energías del presente^ y por los cua- les tradicionalismos no es lo mismo nacer en Marruecos que en España ó en Norte- américa, por toda la diferencia que va del fatalismo al optimismo.

La historia y la tradición, es decir, ocho siglos de guerra contra los moros y tres siglos de Inquisición contra los he- rejes, habían elaborado el fanatismo pa- triótico y religioso en el espíritu del espa- ñol, que consideraba á la ciencia como «la vana presunción de la ignorancia», según la definición del gran Que vedo, y que pensaba, como dijo Felipe lY, que «la única manera de conseguir lo que deseamos es no contar sino con la volun- tad de Dios», y porque «Thomme est ce qu'on fait de lui; ensuite il vent rester ce qu'on a fait de hti». como dice Servan, los

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españoles de esa laya se sintieron tan fuera de su ambiente en la Constitución de Cádiz como los peces de agua salada en el agua dulce, y gritalDian en 1814: «¡Vivan las cadenas, muera la libertad!»

Se habían formado con el valor militar la más grande herencia territorial que hubiera conocido el mundo hasta el si- glo XVI, y la perdieron por el fanatismo religioso, deteniendo en los Pirineos, con el misticismo que les había venido del África y del Asia, al racionalismo que les venía de la Europa.

Y desde los judíos del tiempo de Tito y Vespasiano hasta los marroquíes de nuestros días; desde la conquista y la re- partición del Nuevo mundo, hasta la do- minación de la India; desde el reparto de la Polonia, hasta el reparto del iifrica, es siempre la misma tragedia de la he- rencia territorial de las poblaciones, ma- lograda por la herencia intelectual, lec- ción de la historia todavía inaprendida en estas naciones semibaldías de la Amé- rica latina, donde los megalómanos si-

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guen soñando en ensanches territoriales, víctimas de la incredulidad hereditaria en el poder de la ciencia, que tienen, en la cultura nacional, el remedio para to- dos los males del pasado y la más pode- rosa palanca para el engrandecimien- to nacional, y no saben ó no quieren usarlos.

XXIII

La vida y la moral coloniales.

Lo que define la condición del hombre es el empleo de su mente y de su tiempo, y esto era tan diferente en el pasado de como es en el presente, que solamente los que hemos pasado la infancia en un medio colonial, podemos explicarnos el modo de existencia de nuestros mayores, que lo ignoraban todo en este mundo y eran catedráticos infusos del otro, por- que todos los ideales de la vida espiritual estaban destinados á realizarse en el más allá de la vida actual.

«Levantarse temprano, asistir á los trabajos de la heredad, comer á la mitad del día, dormir una siesta de tres horas,

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volver á la ocupación hasta ponerse el sol, rezar, jugar un par de horas ó más á los naipes, cenar y acostarse para vol- ver á levantarse temprano al siguiente día, repetir lo mismo del día anterior, y así sucesivamente toda la vida, atesorar dinero con la paciencia y la avaricia de un judío, privándose de los goces que brinda la industria del hombre», tal era, dice Hudson, la existencia del j)atrón co- lonial, sazonada por la misa en la maña- na del domingo y las riñas de gallos por la tarde, siendo la del peón trabajar es- túpidamente, desde el amanecer hasta el anochecer, en cinco días de la semana, para jugar á la taba, á la ra3^uela ó á los naipes, emborracharse el domingo con el salario de la semana, y dormir la borra- chera el lunes.

Empleaban, como los musulmanes, la religión para todos los usos para los cuales está construida la inteligencia, y «como en España, dice Juan A. García, seguían creyendo que la ciencia era ene- miga de la religión y de la felicidad hu-

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mana, y que bastan para un pueblo los conocimientos elementales que puede transmitirle el cura párroco», el cual cura les enseñaba que habían nacido para ser desventurados en vida y bien- aventurados después de la vida, coordi- nándose así el más alto destino futuro con la más chata actualidad.

Los prisioneros de las invasiones in- glesas, diseminados en el interior, y la repercusión clandestina de las revolu- ciones norteamericana y francesa, sem- braron la idea de la libertad, que es el antecedente indispensable del deseo de libertad; el contrabando v los ensavos forzosos de comercio libre, hicieron pal- par los beneficios de la libertad de co- mercio; las milicias criollas, organizadas para repeler á los ingleses y aguerridas por el éxito, constituyeron el elemen- to substancial para la emancipación, y los hombres superiores, en quienes ha- bía aparecido, quand méme, la inteligen- cia masculina para la vida social, sumi- nistraron el impulso y la dirección, que

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eran elementos capitales para la destruc- ción del régimen tutelar.

Así; las invasiones inglesas, en las que el régimen colonial fué el vencedor apa- rente y el vencido en efectivo, fueron la ocasión del primer contagio de nuevos ideales y del primer ensanche de los ho- rizontes espirituales del criollo, y en se- guida las luchas de la independencia pre- sentaron la más alta oportunidad para el más alto empleo de la vida humana: para el que consiste en trabajar por la liber- tad, la justicia y el bienestar de las ge- neraciones presentes y futuras.

El mismo fenómeno acontecía simultá- neamente en la metrópoli, con la inva- sión francesa y la insurrección popular, después del sometimiento de los reyes, y también el mismo desbarajuste posterior con la reacción absolutista, las mismas horrorosas tiranías recidivantes, los mis- mos caudillos y montoneros cristianos y bárbaros, en las guerras sin cuartel para el compatriota en disidencia política, con las mismas ó aún más atroces cruelda-

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des, que escandalizaron á la Europa libe- ral^ porque los métodos racionales para la solución de los conflictos sociales^ eran extraños á la tradición absolutista de la gran nación, que lo fiaba todo á la vo luntad de Dios y á la eficacia del rigor, á la devoción y al valor, sometiendo la cultura de la inteligencia nacional á la aprobación de la Iglesia, que esta- ba sólo interesada en mantener la igno- rancia para fomentar el fanatismo reli- gioso.

Después de la autocracia rusa y de las teocracias musulmanas, nada más opues- to á la hospitalidad para los perseguidos que hizo la grandeza de la Roma Anti- gua, y hace la prosperidad moderna de los países angio-sajones, nada más dife- rente que esa política religiosa de los re- yes de España, que les llevó á implantar, con la Inquisición, el infierno en el inte- rior, y á erigirse en el ángel extermina- dor de la herejía en el exterior.

Y en lugar de la esperada reciprocidad providencial, sobrevienen después las

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consecuencias naturales inevitables de la inmoralidad humana; esto es, de la inhu- manidad empleada en ganarse la protec- ción divina y los favores del cielo á san- gre y fuego.

XXIV

E! espirito de preeminencia.

La idea de la igualdad era ajena al cristianismo, pues estaba escrito en los libros sagrados que los primeros serían los últimos, y que los últimos serían los primeros, y desde que la Iglesia vendía á los primeros en este mundo el derecho de ser también los primeros en el otro, en esta doble conveniencia de ser los pri- meros en el ahora y en el mañana, se originaron ó se enardecieron el hambre del privilegio y el espíritu de preeminen- cia que formaron las instituciones políti- casy eclesiásticas medioevales.

Lo primero que hacen los niños y las mujeres frivolas, es comparar sus trajes y atavíos para congratularse por la su-

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perioridad de los propios ó apenarse por la superioridad de los ajenos^ prefiriendo la vestimenta más incómoda, siempre que sea la más vistosa.

Este es un modo de ser. Para el ancia- nOj por el contrario, la comodidad y el abrigo en el traje son ventajas superio- res á la vistosidad, y éste es el otro modo de ser.

En el «ande yo caliente y ríase la gen- te», la felicidad descansa sobre la situa- ción intrínseca; en el «ande yo deslum- brante y rabie la gente», la felicidad des- cansa sobre la situación extrínseca. Al modo de ser infantil y femenino le lla- mamos espíritu de preeminencia; al modo de ser adulto y masculino le llamamos espíritu de independencia. A la forma política propia del primero la llamamos aristocracia, y á la del segundo demo- cracia, cada una de las cuales desacuer- da con el espíritu correspondiente á la otra, como el botín del pie izquierdo con el pie derecho, y viceversa.

La nota más característica del primero

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la dio entre nosotros aquel español Ruiz Huidobro, general de caballería de Fa- cundo Quiroga, predecesor del Kaiser y de Sara Bernhard en la riqueza del guar- darropa, que había empezado de cómico aficionado, y que, al regreso del saqueo de Tucumán, poseedor de 365 camisas, se cambiaba ocho trajes diferentes en el día^ paseándose por las calles de Mendo- za en el primer coche que había llegado á la provincia.

La historia de la Edad Media en el Occidente europeo, con ser una sucesión de guerras de rivalidad y de predominio entre los grandes y los pequeños señores feudales, entre musulmanes y cristianos, entre católicos y protestantes, está asi- mismo sembrada de horrorosas insurrec- ciones de los villanos contra los excesos insufribles de la opresión feudal, bárba- ramente reprimidas siempre por el exter- minio de los vencidos; pero hasta que el desarrollo del comercio y la industria suscitó una clase intermedia entre los privilegiados y los desvalidos, como la

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de nuestros patricios de 1810, en la que las iniquidades del antiguo régimen reca- yeron sobre gentes con recursos eco- nómicos y aptitudes mentales suficientes para comprender los usos y los beneficios de la libertad, no acontecieron revolu- ciones políticas para la reforma del orden social, salvo en Inglaterra, donde tal cla- se y tales revoluciones existieron siem- pre, en alguna manera, porque los hijos de los nobles, con la sola excepción del mayor, no eran nobles, sino comunes, y los nobles mismos estaban, por esta cir- cunstancia, interesados en el mejora- miento del común, á que pertenecían sus segundones.

Pero en España todos los hijos del no- ble eran hidalgos de nacimiento, exentos de impuestos, de ocupaciones y de penas viles, estándoles vedado el trabajo ma- nual, el comercio y la industria, y reser- vados los honores y la consideración so- cial, y los empleos civiles, militares y eclesiásticos. Así el privilegio hacía no sólo innecesarias, sino también detesta-

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bles^ la libertad, la igualdad y la frater- nidad para los elementos dirigentes y pudientes de la sociedad, á la manera en que es repugnante á los patrones la idea de la justicia en el contrato de trabajo. Para esta vida y para la otra, el indi- viduo no era computado por su valer como hombre, sino por su condición so- cial, según el rango que ocupase por na- cimiento ó por consagración en el res- pectivo escalafón. El sentimiento del valor jerárquico desplazaba á todos los otros en esa manera unilateral de enten- der la excelencia de la vida y el espíritu de preeminencia que tiene su campo de acción en el culto del coraje, su instru- mento en el valor agresivo, su forma propia en el militarismo, su oportunidad individual en el campo del honor y su oportunidad colectiva en el pronuncia- miento, en la guerrilla y en la montone- ra, que forman la urdimbre de la histo- ria española y de la historia argentina en el siglo de las luces; el espíritu de pree- minencia, que es el antípoda del espíritu

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de tolerancia, llevado, como dice el doc- tor López, al extremo de que las beatas y sus maridos se peleasen en la misma catedral de Chuquisaca, por el lugar en que las primeras habían de colocar sus alfombras; el espíritu de preeminencia, que es la sed del privilegio permanente, vino á ser el sentimiento preponderante en el hispanoamericano, el leit motiv que hizo impracticable el gobierno alternati- vo de los partidos por la igualdad de los hombres y la división de los poderes para el control recíproco.

Porque la subalternidad de los otros es indiferente al espíritu de independen- cia y es una exigencia del espíritu de su- premacía, resultan en este caso desdo- rosas las limitaciones del poder, y ofen- siva la disidencia; los hombres no se di- viden en partidarios y adversarios, sino en leales y traidores. Traidores á Dios, al rey, á la patria, á la libertad, ó á la «fede- ración», cuando se les manda en nombre de estas entidades, siendo de suyo la traición el grave de los delitos sociales.

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Así, la oposición, que es un derecho, la expresión social del derecho de propia conservación en el régimen de las insti- tuciones libres, es un delito contra la su- premacía personal en el régimen de las instituciones absolutistas y la neutrali- dad, que quedaba garantida en la fórmu- la política de César: «el que no está contra es mi amigo», queda excluida en la fórmula de Pompeyo, que adopta- ron nuestros caudillos medioevales: «el que no está conmigo es mi enemigo», por lo que se hizo necesario el distintivo ex- terior en los partidarios, para preservar- los en la hostilidad universal á la masa general de la población.

Lo que el hidalgo de la Edad Media cuidaba sobre todas las cosas, con la in- faltable tizona al cinto, hoy tan ventajo- samente sustituida por el revólver, eran la religión para la vanidad futura y el protocolo para la vanidad presente; su credo y su rango social; su lote de supe- rioridad sobre los otros hombres en este mundo y en el otro, por herencia ó por

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unción, siendo menospreciada la self made.

El servilismo era el peaje de la vida del débil al fuerte, el pleito del homenaje del vasallo al señor y del creyente al em- perador del universo, cobrándose cada uno en altivez sobre sus iguales y en arrogancia sobre sus inferiores, la bajeza gastada en sus superiores. Como el arro- gante ministro Olivares, que le alcanzaba á Felipe IV la camisa, de rodillas al pie de la cama, el patrón colonial, que se hincaba delante del cura, se sentía ofen- dido en sus fueros de patrón si el peón no le dirigía la palabra con el sombrero en la mano y la humildad en los labios, y el padre en sus fueros de padre, si el hijo no le pedía de rodillas en el suelo y con las manos en actitud suplicante la bendición, consistente en desearle que Dios lo hiciera un santo y no un hombre.

La arrogancia y el servilismo son el anverso y el reverso del espíritu humano fraguado por el feudalismo, constituido éste por «una jerarquía descendente de

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poderosos que empezaba en el duque y terminaba en el escudero, siendo cada uno señor de sus vasallos y vasallo de sus señores. Dentro de la jerarquía, todos eran nobles; afuera, todos eran villanos. Los primeros estaban constituidos en for- ma de casta, y toda unión con los segun- dos era una degradación, un deshonor, como también el comercio y toda profe- sión, excepto la de las armas espirituales para combatir á los demonios, y la de las armas temporales para combatir á los herejes. En el mundo feudal no hay intereses comunes; el interés particular es la medida suprema, dice Crozals. Las invasiones normandas precipitaron la evolución feudalista, y en todos los gra- dos de la sociedad hubo como un furor de subordinación mutua de hombre á hombre, para encontrar la seguridad en la dependencia.»

En la España que mantuvo la esclavi- tud hasta los últimos años del siglo xix en sus colonias, porque había mantenido la ignorancia y el fanatismo en su propio

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suelo, subsistió el espíritu medioeval de preeminencia, para el que «vale más ser cabeza de ratón, que cola de león», y que es la incompatibilidad recíproca en- tre los hombres de la misma religión, raza, nacionalidad, clase y familia, pues- to que impele al que lo siente á colocar- se respecto de los otros en la situación en que no querría que ellos se colocasen respecto de él, con lo que viene á ser el progenitor del personalismo, del caci- quismo, del caudillismo, del regionalis- mo, del localismo, del separatismo, que hicieron en el siglo pasado la desunión, la esterilidad y la debilidad de la Améri- ca española, enfrente de la unión y la fuerza de la América anglo -sajona, resul- tantes del espíritu de independencia, que tiene su oportunidad en el comercio y la industria, su medio propio en la libertad de pensamiento y de acción, y su instru- mento en la inteligencia afinada por la instrucción pública, y cuyo fruto especí- fico es el self made man.

Porque es al absolutismo lo que la ar-

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golla al gancho, lo que la estaca al injer- to, el espíritu de sumisión era cultivado de mancomún et in solidum por la Iglesia y el Estado, para injertar en él su res- pectivo absolutismo, y de ahí nació ge- melo por contraste el espíritu de insu- rrección, el espíritu levantisco, en la pro- pia manera en que la altivez había naci- do de la repugnada al servilismo, en la propia manera en que la «arrogancia es- pañola y la soberbia castellana» se ha- bían generado en la pobreza de espíritu y la humildad cristiana.

Pues, á la verdad, la humildad cristia- na no fué más que la más estupenda más- cara del más estupendo orgullo, en aque- llos pastores de almas que se atribuían el poder sobrehumano de otorgar la gra- cia divina, aquilatando la calidad del pensamiento para mandar á los otros hombres al cielo ó al infierno, erigiéndo- se en jueces de la conciencia humana para absolver al prójimo ó condenarlo á la hoguera y al eterno martirio.

A los americanos del Norte, la Magna

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Carta, la Reforma, el haheas corpus, la petición de derechos y el hill de toleran- cia, les habían hecho el espíritu del pie derecho, para el cual la Constitución que los rige desde 1787, resultó como el cal- zado hecho á la medida del pie. A nos- otros el absolutismo político y religioso nos hizo, con la Inquisición y los jesuí- tas, el espíritu del pie izquierdo, para el cual resultaron inadaptables las cuatro ó cinco Constituciones para el pie derecho que ensayamos inútilmente antes de la del 53-60, como han resultado inadecua- das en España las otras tantas Constitu- ciones de la misma índole, para el espí- ritu público de la otra índole.

El remate natural del espíritu de pre- eminencia es el cesarismo, por un proce- so de agregación forzada y progresiva, lo mismo en el imperio romano que en la Iglesia romana, en las monarquías del viejo mundo como en las dictaduras del nuevo. Describiendo la de Rozas, dice Vélez Sarsfield: «Un caudillo mayor trae á otros caudillos á su jurisdicción y los

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cuelga en las plazas públicas; establece entonces un estado tal de sumisión entre aquellos Estados soberanos, que los más altivos gobernadores, sirven apenas para verdugos».

Del mismo modo que fué necesario el enfriamiento de la tierra para que apa- recieran la vida vegetal y la vida ani- mal, fué necesario el enfriamiento del te- rror del infierno, para que apareciesen la eficacia del trabajo por el uso de la inteligencia y las amenidades de la vida en las sociedades cristianas: el raciona- lismo y la ciencia, la alegría y el buen humor, las bellas letras y las bellas ar- tes, el aseo y el confort, la ironía y la risa, el escepticismo y la tolerancia.

Pero el infierno cristiano tenía su más cálida sucursal en España, con el nom- bre de Tribunal del Santo Oficio, y cuan- do empezaba á tomar cuerpo una clase media, nacida del desarrollo de la indus- tria y del comercio en los Países Bajos, en la Inglaterra, en la Alemania del Nor- te, en Francia y en Italia, todos los re-

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cursos de la España y de la América es- pañola; eran derrochados en la Guerra Santa, declarada por los Reyes Católicos, á la herejía en el universo, y no pudien- do sobrevenir por esto la clase interme- dia entre la espuma y la borra del vaso de cerveza, que decía Bismarck, entre el hidalgo ocioso y el villano inculto, la so- ciedad española se conservó, hasta bien adelante de los tiempos modernos, com puesta sólo de cabeza y cola.

Así, el factor capital de la historia de la madre patria no fué el factor eco- nómico, sino el fanatismo religioso, que sacrificó la ciencia la gallina de los huevos de oro , á la mayor gloria del supuesto autor del gallinero , supues- ta consistiendo en la indigencia mental de los pollos, por los pollos en indigen- cia mental.

Para el condenado á la ergástula, como para el cenobita, privados á perpetuidad de toda intercomunicación con los hom- bres en el mundo, involuntariamente el uno y voluntariamente el otro^ no existe

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la posibilidad de la moral humana, y existe la posibilidad de todas las mora- les divinas, desde que pueden atormen- tarse y maltratarse para complacer á sus respectivas divinidades.

XXV

La moral dinámica.

Sujetos al dolor y al placer, los salva- jes vegetan en la vida animal, reprodu- ciéndose por el instinto de conservación como los ganados, sin ser felices ni des- graciados, porque no existe aún el mate- rial de que están constituidos los concep- tos de la dicha y de la desdicha.

La noción de la felicidad v de la infeli- cidad, de las que nace y á las que única- mente se refiere la moral humana, es un producto secundario de la inteligencia humana, y es para enaltecer su impor- tancia que se le ha dado un carácter su- perhumano, refiriéndola á los dioses, los cuales son siempre, y en todas sus varie- dades, indiferentes á los sufrimientos de los demás animales v de los demás hom-

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bres, que no los han creado, que no los reconocen, ó que han existido antes de que aquéllos fuesen inventados.

Para Robinson Crusoé, en su isla de- sierta, no existía la moral, porque no existía la posibilidad del bien y del mal para otros seres humanos en conexión con su conducta, no existiendo para él la posibilidad de la maldad ni de la bondad, de la injusticia, de la iniquidad, del or- gullo, la vanidad ó la soberbia, del dere- cho, de la usurpación, del crimen, del delito y de la falta, de la injuria, la insolencia ó la desconsideración, no ha- biendo para él, en esa oportunidad, igua- les, ni superiores, ni inferiores, en la isla de Más Afuera.

Existía el hombre, pero no existía la moral, porque faltaba la especie humana. Existían también en el hombre las ideas y los sentimientos morales , procedentes de otro ambiente, pero sólo en el estado estático por carencia de toda aplicación posible, para ese ermitaño casual é invo- lutario.

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Tenemos entonces que el contenido de la moral es la idea y el sentimiento de la posibilidad del mejoramiento de la con- dición humana. Y la moral dinámica es la concordancia ó la respondencia del es- píritu humano al fin natural de la exalta- ción de la especie humana en la vida social.

En tal sentido, son morales el amor, la bondad, la inteligencia, la libertad, la justicia, la salud, el placer, la belleza, la cortesía, el valor, la sobriedad, el tra- bajo, el descanso, la alegría, la benevo- lencia^ la simpatía, la tolerancia^ la risa, la honestidad, la lealtad, la rectitud, el buen humor , la cultura , la sensatez , la continencia, la estética, el aseo, el confort y la riqueza, y son inmorales la iniqui- dad, el odio, la injusticia, el despotismo, la maldad, los celos, la envidia, la enfer- medad;, el temor, el rencor, la venganza, el alcohol, la depravación, la intoleran- cia, la malevolencia, la descortesía, la incontinencia, la fealdad, la tristeza, el aburrimiento, el desaseo, el mal humor,

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la ira, la barbarie, la pobreza, la igno- rancia, la superstición, el fanatismo y la imbecilidad.

Es moral la exaltación de la vida pro- pia, y aún es más moral la exaltación de la vida ajena, porque y cuando ésta es más que aquélla.

Es moral la veneración de los ancia- nos, pero aún es más moral la educación de los niños, porque éstos representan la vida en crescendo, y aquéllos la vida en menguante. Así, la nota más caracterís- tica de la moral teológica que subordina la vida real á la vida imaginaria la In- quisición española fué también la nota más inmoral de la historia.

Es moral la exaltación de las genera- ciones presentes, pero aún es más moral la exaltación de las generaciones venide- ras, porque éstas serán siempre más que aquéllas. Por esto, lo que levanta mayor- mente la contextura moral del individuo no es lo que siente, lo que piensa ó lo que hace en pro de mismo para mientras viva ó para después que se muera, y que

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termina con él, sino lo que piensa, lo que siente y lo que hace para otros en el pre- sente y que queda después de su partida^ contando por más para el porvenir de la humanidad, las pequeñas cosas que sub- sisten que no las grandes cosas que des- aparecen, en la manera, verbigracia, en que la Venus de Milo ha sobrevido al im- perio de Alejandro el Grande.

Por esto, el que anida en su espíritu ideas y sentimientos para los otros, se siente, como la mujer encinta, preñado de humanidad, como transferido por una expansión de su ser al otro lado de la lí- nea que separa la esterilidad de la fecun- didad, el egoísmo del altruismo, el statu qno del go altead, la región de la cobardía de la región del heroísmo.

Lo que ha hecho la superioridad del hombre sobre el animal, v del civilizado sobre el salvaje, y la circunstancia de que proviene la superioridad de una agrupación sobre otras agrupaciones hu- manas, ó respecto de misma en épocas precedentes, es la moralidad dinámica.

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vale decir, la proporción en que ha apli- cado las energías del hombre y del mun- do al mejoramiento de la condición del hombre en el mundo, y lo que ha hecho la inferioridad correlativa, es también la proporción en que las energías del pre- sente han sido sustraídas á las necesida- des del presente y del porvenir para apli- carlas al mejoramiento de la condición postuma de las generaciones pasadas.

Del hecho de haberse iniciado como un asilo para todos los perseguidos del La- cio, sacó Roma su patente de engrande- cimiento futuro, cancelada cuando se convirtió por avaricia fiscal en flagelo de los pueblos sometidos, para deleitarse á costa de sus sufrimientos en los juegos del circo, y del hecho de sustraerse á la comunidad de los hombres por la excep- cionalidad de su predestinación divina, para el disfrute exclusivo del cielo y de la tierra, han sacado los judíos su car- ta de repudio por la comunidad de los hombres.

Los cincuenta millones de parias, de-

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gradados por la religión á la nicis mise- rable de las condiciones humanas, esta- blecen para las castas privilegiadas de la India mi pantano de inferioridad huma- na que, envenenando con sus miasmas la atmósfera moral de todos, constituve un obstáculo insalvable para el progreso so- cial, político y económico.

Buscando un nuevo mundo para agran- dar el antiguo, la España hizo la más bella página de su historia, y proscri- biendo de su suelo al nuevo mundo inte- lectual, que estaba surgiendo del Renaci- miento, á fin de preservar en su seno el viejo andamiaje del sentido moral, hizo su desgracia y la nuestra, pues el fana- tismo religioso, que los Reyes Católicos querían imponer á los otros pueblos, con el Santo Oficio y el valor militar, quedó á ser la mayor calamidad de sus propios subditos, y de cuyas resultas fueron ellos mismos desposeídos del inmenso imperio territorial en que habían excluido tan afanosamente al extranjero á su raza y á su credo.

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Porque la posibilidad de variar, de que depende la posibilidad de mejorar, fué parcialmente legalizada en Inglaterra con el hill de tolerancia, 3^ totalmente excluida de la España con las delaciones y las torturas de la Inquisición, el hom- bre moderno, que permanecía estaciona- do en las aptitudes y en los sentimientos medioevales en Turquía, cambiando más extensamente en Inglaterra, pudo llegar á ser, en el siglo xix, el heredero inopi- nado de la grandeza española del si- glo XVI.

De su comercio clandestino con el Le- vante musulmán, al que le vendían, como dice Brook Adams, hasta esclavos cris- tianos cazados en las calles de Roma, surgió la prosperidad económica de las pseudo-repúblicas italianas de la Edad Media, y la Holanda conoció sus grandes días cuando fué el único refugio de los perseguidos de la Europa Central y Occi- dental, por cuya circunstancia, un judío y una mora fugitivos de la persecución religiosa en España, y casualmente uní-

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dos por la común desgracia, dieron á la Holanda uno de los más grandes pensa- dores del mmido en el siglo xvii: Barucli Spinoza.

Los fugitivos de la persecución religio- sa en Inglaterra, que emigraron al nue- vo mundo de Colón, lograron, finalmen- te, abrir, con la libertad de cultos y la enseilanza laica, gratuita y obligatoria, en el continente virgen de fanatismos re- ligiosos, un asilo para todos los fieles y los disidentes de los credos cerrados del viejo mundo, y en el solo espacio de un siglo, surgió entonces, de la paz, la con- cordia y la cultura, sólo interrumpidas por la espantosa inmoralidad de la escla- vitud, un imperio más grande^ más sano, más rico y más feliz que todos los que habían nacido de la guerra en el pasado.

En el mismo tiempo, la intolerancia religiosa con que la España y el Portugal dotaron á sus posesiones del nuevo mun- do, impedía en ellas la cultura, la con- cordia y e! progreso, manteniendo la ex- clusión del extranjero y el ostracismo

del disidente, en religión y en política, y perpetuando la discordia con la ignoran- cia, el atraso y la pobreza, á los que no pudimos escapar nosotros hasta que no llegamos á repudiar la tradición exclusi- vista de la madre patria, que expulsó á los judíos, los moros y los herejes, y que aún no tiene libertad de cultos, para adoptar, como pedestal de la grandeza futura del pueblo argentino, el mismo principio sobre el cual había asentado Rómulo la grandeza futura de Roma, «asegurando los beneficios de la libertad para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino » , como dice el preámbulo de la Constitución nacional.

XXVI

La moral del porvenir.

Por la necesidad de proporcionar el instrumento á la tarea y el órgano á la función, la elevación del acto determina la elevación consecutiva del actor, y el hombre que se empina mentalmente para alcanzar un objetivo cada vez más ele- vado sobre el nivel ordinario del senti- miento, del pensamiento y del esfuerzo humano, por la continuidad de la ejerci- tación en la serie de generaciones, acaba por adquirir una mayor estatura intelec- tual y moral permanentes.

Y la operación inversa produce el re- sultado inverso: el encogimiento conse- cutivo á la reducción de los objetivos acorta el entendimiento y el sentimiento

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en la medida que reduce el campo de ejercitación. Y como la mente, ensan- chada por su extensión al objetivo más distante y más cuantioso, que es el bien ajeno, queda agrandada ijjso fado para la mejor inteligencia del bien propio, nuestro país no ha conocido generación más inteligente y feliz que aquella que, fecundada por las circunstancias con la idea de que el mañana podría ser mejor que el ayer por acción suya en el pre- sente, se dilató la mente y el corazón con el programa de la independencia nacional para las generaciones venide- ras, ni generación más imbécil y desgra- ciada que aquella que fué llevada por su infatuación de advenediza de la libertad á subordinar á su propio presente el pre- sente de los otros y el porvenir de todos sobre esa traducción criolla del a2)rés mol, le dehige, que reza: «el que venga atrás que arree».

Y porque el hombre rebaja, deprime ó degrada su propio nivel moral en el ejer- cicio de la mezquindad, de la iniquidad,

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de la crueldad, de la inhumanidad, y lo levanta para todos los usos de la vida en el ejercicio de la generosidad, de la equi- dad y de la benevolencia, las disidencias entre «los mismos» se afrontan con la misma perversidad que se tiene almace- nada para «los otros». Al avaro de poder ó de dinero, que vive atormentado por el temor de perder lo que tiene y por el ansia de aumentarlo, las pequeñas pérdi- das le causan dolores grandes. Por esto son tan enconosos los rozamientos de los egoístas, y tan implacables las luchas civiles de los pueblos que cultivan el fa- natismo regional, y que son siempre las primeras, y á menudo las únicas vícti- mas de su auto-empeoramiento moral por el odio al extranjero.

A nosotros, como dijo Sarmiento, «nos crió el régimen colonial odiando á todo lo que no era español y despótico y ca- tólico», y de ese fondo de rencores fer- mentados, acumulados y capitalizados, salieron los horrores de nuestras contien- das civiles, el infierno de odio entre uni-

tarios y federales, las infamias de las tiranías y de las montoneras sobre los refinamientos de crueldad á que nos tenía familiarizados el Santo Oficio , que con- sistía en quemar vivos á los hombres para la preservación de las doctrinas. Y las primeras víctimas de ese odio español á los no españoles, fueron los españoles en la guerra de la Independencia, y las segundas nosotros mismos en las guerras civiles.

De la disciplina militar se dice, con verdad, que sólo puede ser elaborada en tiempo de paz, y que es muy difícil man- tenerla simplemente en tiempo de gue- rra, igual que la sensatez, que sólo puede ser elaborada en las pequeñas contrarie- dades, V difícilmente conservada en las grandes. Y de la benevolencia podría decirse también que sólo puede ser ela- borada en el trato de los extraños, y que es muy difícil conservarla en el de los propios, pues en este campo nos conside- ramos con derecho á mayores exigencias y en menor obligación de agradecer y

retribuir atenciones que entendemos ema- nadas del deber de amarnos porque so- mos amos, ó porque somos parientes ó porque nos creemos mejores, y que deben persistir aunque no seamos amables y aunque seamos detestables. Por eso hay tantos hijos que son el peor tormento de sus padres; tantos padres que son la ma- yor calamidad para sus hijos; por eso decía el proverbio griego citado por Aris- tóteles: «Cuando dos hermanos riñen, es á muerte.»

De aquí la superioridad de la escuela sobre el hogar, y del internado sobre el externado, por cuanto sustraen al niño de esa atmósfera de servicios recibidos y no reciprocados, provinientes del amor de los padres y del salario de los sirvien- tes, que, empezando cuando no podía re- tribuirlos^ se prolonga en hábito, empal- mando de la familia á la sociedad, en- carada también, como otra combinación de lugar, de la que se pueden sacar be- neficios sin aportar servicios, por lo cual, los más dispuestos á beneficiarse, son

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siempre los más severos censores de los beneficiantes.

Pero es sólo conectando por la simpa- tía nuestra inteligencia y nuestros senti- mientos con las personas y las cosas, como podemos bonificar y ensanchar nuestro propio espíritu, pues, como el azúcar adventicio, que es necesario agre- gar á los alimentos desabridos para en- dulzarlos^ la generosidad que endulza el carácter, y la jovialidad que rejuvenece el espíritu, haciendo agradable ó apeti- toso al compañero de quien no podemos separarnos jamás, y del que andan siem- pre huyendo los que no pueden estar á solas con él, porque no es amable ni para ellos mismos, en una palabra, nuestra amabilidad, más necesaria para nosotros mismos que para los extraños, sólo pode- mos elaborarla para nosotros en los otros, siendo que, por virtud de la insu- perable moral recóndita de la naturaleza de las cosas, la felicidad consiste en el efluvio saludable que retorna de lo que amamos, y la infelicidad consiste en el

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efluvio insano que retorna de lo que de- testamos, envidiamos ó tememos.

Así; cuando las aspiraciones del indi- viduo no van más allá de sus propios in- tereses, reales ó imaginarios, á eso sólo se reduce para él la escuela del pensa- miento y del sentimiento, que es el mun- do. Y como los poderes del hombre se desarrollan en la medida en que se empi- na para alcanzar objetivos cada vez más elevados, la superioridad de los helenos sobre sus circunvecinos provino de que tenían, en ideales sociales más extensos, más variados y más numerosos, una más alta escuela para el desarrollo de las ap- titudes intelectuales, morales y estéticas.

Pero esos ideales se referían á una sola clase de la población y á un solo sexo. Y de esa su cortedad provino su insuficiencia y su defunción consecutiva enfrente del cristianismo naciente, que aportaba en el cielo para la inmensidad de los pobres y el infierno para la exi- güidad de los ricos por la reconstrucción del bien con el mal v del mal con el bien

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en el más allá de la vida, una combina- ción mezquina todavía, pero asimismo infinitamente más generosa.

Pero una vez transcurridos en vano todos los plazos señalados en las predic- ciones para el reinado de la justicia en la tierra por el juicio final, la iglesia apla- zó sin término el cumplimiento de las profecías divinas, y las cosas quedaron como estaban, sin más alteración que la resultante de la introducción del egoísmo del mañana para atenuar el egoísmo del presente, y consistente en el mero des- perdicio de una fuerza que estaba mal empleada, y que es el gran motor del pro- greso en la era actual.

Los teólogos hacen la personificación de las fuerzas de acción y de construcción en el Creador del universo y de la vida, y en el diablo la personificación de las fuer- zas de inacción y de destrucción, y las ciencias y las artes, que son los espalda- res de la inteligencia y del sentimiento, restituyen al hombre en el uso del poder divino de acción y de creación, del que

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lo despojan la resignación y la devoción, que son las adormideras teológicas de las facultades activas.

Y porque las primeras embellecen y alargan la vida, y las segundas la afean y la acortan en el tiempo y en el mundo en que existen ó han sido conferidos al hombre los poderes de automejoramien- to, so pretexto de alargarla y embelle- cerla más aún, después que cesan ó se acaban los poderes del hombre, es evi- dente que éstos, desalentando de la ac- ción V la construcción, obstaculizando el desenvolvimiento de la Creación, para emplear su lote de energías en rendir al Creador el homenaje de su alabanza y adulación perpetua, como si el hijo de un fabricante pudiera hacer más honor á sus padres absteniéndose de fabricar, de ser alguien y de servir para algo, á fin de emplear su vida en recorrer las ciudades y los campos ensalzando y alabando al autor de sus días y de la fábrica; éstos, que se atrincheran en la iglesia para combatir contra la escuela y el laborato-

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riO; desempeñan en la creación las fun- ciones que atribuyen al diablo, en tanto que, alentando la acción y la invención, aquéllos instrumentan en el hombre el espíritu creativo que desciende del Crea- dor, á quien rindió más grande y más propio homenaje Fidias, construyendo el Partenon, que todos los santos varones que se pasaron la santa vida orándole en las tumbas ó en las cuevas de la Tebaida Sin duda, no es haciendo voto de castidad y declamando contra la dismi- nución de la natalidad como se puede cooperar á la obra de la creación de la vida humana en el mundo^, porque no es adorando al sol, padre de la vida en la madre tierra, sino removiendo y preñan- do de gérmenes de vida vegetal las en- trañas del suelo, como se puede conse- guir que el sol, que gobierna el viento y la lluvia, haciéndolos germinar, crecer, florecer y fructificar, acreciente en bene- ficio de la vida del hombre, la de los ve- getales y de los animales en la tierra, y t¿impoco es adorando al Creador, sino

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poniéndose en estado de servirle de ve- hículo ó de instrumento de creación, sino cultivándose el espíritu y preñándose de propósitos generosos el alma, para hacer fecunda para los otros la propia vida en la oportunidad del tiempo, como puede convertirse el individuo en cooperador activo de la creaión del mundo moral en el mundo material.

Tampoco es adorando fervientemente al sol como se llega á conocerlo, sino des- componiendo su luz por un prisma de vidrio en el espectro, y estudiando el es- pectro, ni es adorando fervientemente al supuesto autor de la Creación, sino re- fractando la vida y el mundo en el pris- ma de la razón humana, como se llega á conocer el mecanismo de la vida y del mundo.

Después de siglos y más siglos de ple- garias y genuflexiones cristianas para que el bien aconteciera en el mundo cris- tiano por la mano del Dios de los cristia- nos, y para los cristianos exclusivamen- te, el espíritu humano se preñó de ideales

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humanitarios en Francia, con la filosofía del siglo XVII, y fecundado para la acción por la creencia repentina de poder mejo- rar, improvisa la posibilidad de variar para alcanzar la libertad, la igualdad y la fraternidad para todos los hombres del mundo en el mundo, y el empuje de la fuerza moral consecutiva lo hace pasar bruscamente, en el último cuarto del si- glo xvni, de la inercia secular fatalista á la más prodigiosa explosión de ener- gías humanas en determinación de hacer que registra la historia.

Pero esas energías, engendradas por el ideal de la libertad para la felicidad colectiva, desvirtuadas y transferidas por Bonaparte, al ponerlas al servicio de su gloria individual, degeneraron, también, en la más grande calamidad para la Europa arruinada y enlutada; para la misma Francia, desangrada, ven- cida y reintegrada por mano del extran- jero al absolutismo de que había salido por mano propia; para el mismo Bona- parte, que fué á sucumbir cautivo y solí-

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tario en una roca perdida en medio del Océano, por haber amado á la gloria y no haber amado á los hombres y á la li- bertad; y para su único descendiente, que sucumbió miserablemente al peso abrumador de su funesta herencia de gloria homicida.

Viceversa, levantando á sus subditos desde el feudalismo á las instituciones libres, desde la ignorancia del Oriente á los conocimientos del Occidente, con el solo y firme propósito jurado de promo- ver el bienestar de sus compatriotas, por todos los medios más conducentes de suyo á ese fin en el mundo entero, en cuarenta y cinco años, Mutsuhito ha he- cho de su remoto y estéril país una de las más grandes y gloriosas naciones de la actualidad.

Así la lección más constante v la me- nos aparente de la historia es que los pueblos se levantan, finalmente, en la medida en que sirven y decaen en la me- dida en que defraudan ó frustran el tren de la vida en la Naturaleza, que nada

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sabe del cielo, el purgatorio y el infier- nO;, y que provee las fuerzas materiales, intelectuales y morales de este mundo, para las necesidades materiales, intelec- tuales y morales de este mundo, y que no teniendo, como los dioses de fantasía, pueblos elegidos y pueblos preteridos, aporta su mayor concurso al que mejor sabe procurárselo por los medios más conducentes á obtenerlo.

Por encima, por debajo y á través del hervidero de teorías metafísicas de la vida, en brega por la hegemonía de las conciencias, todos los agentes de la Na- turaleza coadyuvan con los que levantan el estandarte de la vida en el mundo.

Todas las energías de la Naturaleza, cooperando bajo la dirección de la inte- ligencia humana á la exaltación de la vida humana en la indiferencia más ab- soluta respeto de todas las concepciones imaginadas por el egoísmo de las agru- paciones humanas, para adjudicarse una superioridad de ultratumba sobre las otras agrupaciones, por tal manera ex-

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cluídas de la gloria y de la felicidad eter- nas; todas las fuerzas de la Naturaleza domesticada trabajando del lado de la perpetuación de la especie contra la per- petuación de los credos; del lado del pro- greso contra la tradición; de la libertad contra el despotismo; de la instrucción contra la ignorancia; de la tolerancia contra la intolerancia; de la civilización contra la barbarie; ¿qué mayor indicio de que el progreso es una emanación de la naturaleza del hombre y será tan duradero como el hombre en la Natu- raleza?

XXVII

De la obscoridad á la luz.

La vida es una luz que brilla entre dos obscuridades, según la definición de Poincaré, y en esa como carrera cósmica de la materia y de la fuerza hacia la luz V el calor, la bondad v la belleza, á tra- vés de la ignorancia y del egoísmo, la imbecilidad, la maldad, la níonstruosi- dad, la intolerancia y el fanatismo, por la estimación progresiva de lo que es amable, por la abominación progresiva de lo que es detestable, parangonados en la inteligencia creciente del hombre en evolución, se abre camino la evolución ascendente de la materia y de la fuerza, recorriendo los modos sucesivos de exis- tencia^ desde el estado de polvo hasta el

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estado de pensamiento y de sentimiento.

Como la victoria regia, que extrae del lodo, por sus raíces, los materiales de la esplendorosa flor que abre sobre el nivel del agua corrompida en el pantano sus blancos pétalos, la mente humana, refina- da por la evolución intelectual y senti- mental, extrae de los alimentos vegeta- les y animalesen, el maremagnum de las pasiones malsanas, los materiales para esas esplendorosas flores del espíritu y esos frutos deleitosos, que son las obras maestras de la ciencia y del arte, para que sean las flores y los manjares de la mesa de la vida para las generaciones presentes y venideras.

Y el entender que esas exelencias, que no podrían existir si no fuese cultivado el espíritu humano para producirlas, no deben acontecer en este universo, que sólo por ellas puede ser embellecido, sino en otro universo embellecido sin ellas, es sólo un rezago transitorio de la imbe- cilidad humana originaria.

En esa lucha perpetua entre los com-

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ponentes nobles y los componentes inno- bles del mundo y de la mente, en la que éstos son favorecidos por las circunstan- cias primarias y aquéllos por las circuns- tancias secundarias de la especie; en esa lucha entre la humanidad y la bestiali- dad, entre la luz y la obscuridad, entre el amor y el odio, entre la bondad y la maldad, entre la abnegación y la perver- sidad, entre la lealtad y la felonía, entre la belleza y la fealdad, entre la poesía y la prosa de la existencia, los grandes atributos morales están incipientes desde el origen de la vida, como la luz en los albores del dilatado amanecer de las re- giones polares, anunciándose en deste- llos pasajeros, ó mostrándose dispersos, separados y fragmentarios en las diver- sas especies animales y vegetales.

Como los músicos en aprendizaje sin concierto, que están torturando con sus monótonas ejecuciones, cada uno en di- ferente barrio, á un grupo diferente de vecinos, para aprender á dominar su dis- tinto instrumento, y poder aportar la

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nota y el matiz correspondiente al con- cierto sinfónico j bajo la batuta del direc- tor de la orquesta, así todas las exelen- cias morales están como en ensayo en la Naturaleza, hasta ser, finalmente, ar- monizadas por la inteligencia humana, para ser ejecutadas y disfrutadas por ejecutantes y espectadores, cada vez en más altas y más amplias esferas, á medi- da que los componentes del auditorio aprenden á desempeñar su parte, y se incorporan al concierto, en la pequeña orquesta de la familia, donde acuerdan sus voces los afectos cardinales de la fe- licidad humana, ó en las grandes orques- tas sucesivas de la sociedad, de la nacio- nalidad, de la humanidad, en las que también se auna la voz de las simpatías recíprocas, y en las que también son no- tas mudas los sentimientos mezquinos y son notas discordantes los sentimientos perversos.

Cuando el salvaje se detiene para pre- senciar una pelea de toros, un encuentro de tigres ó una riña de gallos, es la Na-

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turaleza que está enseñando al hombre los usos y los abusos de la fuerza; pero también, cuando observa en el nido de un ave la alimentación de los pichones por la madre, es la Naturaleza que está enseñando al hombre la abnegación del fuerte para el débil; y cuando se detiene á escuchar el canto de un pájaro en la enramada, ó á contemplar un paisaje de luz en las nubes, ó la caída del agua en una cascada, ó un árbol engalanado de flores, es también la Naturaleza que está sugiriendo en el hombre sentimientos es- téticos.

Si en vez de nacer pequeños, mudos, ignorantes, alegres y traviesos, los hom- bres nacieran adultos, elocuentes, sabios, formales y juiciosos, el mundo tendría de menos las tres cuartas partes de sus atractivos.

Y porque la perfección sólo tiene sen- tido por referencia á la imperfección, y ésta sería la única variación posible de aquéllo, la única trayectoria posible de la humanidad perfecta en movimiento.

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hubiera sido la retrogradación, en lugar de la evolución.

Y siendo preferible siempre hacer algo íá no hacer nada, ninguna combinación podía ser más feliz, en deñnitiva, que esa perpetua tragedia del bien y del mal^ en esa carrera universal de impulsos contra, obstáculos^ en la que éstos son vencidos progresivamente, por la aunación de los esfuerzos y la apropiación sucesiva de los auxiliares naturales, desde entonces protegidos contra sus respectivos rivales en proporción á sus exelencias, intervi- niendo la inteligencia humana la obra maestra de la Naturaleza, para asegu- rar en el mundo vegetal y en el animal la pre valencia de las especies más ade- cuadas para esa ascensión universal del movimiento, por la bondad, la belleza y el pensamiento, desde el charco hasta el ensueño azul^ en la que cada especie lle- va adelante, como su razón de ser, un esbozo, un rudimento ó una forma aca- bada de perfección relativa diferente, co- rrespondiendo el mayor fruto de felici-

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dad en el individuo y de éxito en el gru- po al que lleva más perfecciones relati- vas adelante, como razones de prevale- cer en la competencia universal, sobre el caudal común de posibilidades natura- les para el mayor bien de los más avan- zados.

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XXVIII

En fflarcba.

Siempre habrá anormales, extraviados y rezagados, y aun es natural que sean tanto más notorios cuanto sea más ele- vado el estandarte de la normalidad; v aun dando de barato que la criminalidad haya aumentado, el aumento de todas las formas del bien ha sido incompara- blemente mavor.

«El sentido común, el sentido moral y la ciencia se aunan para sugerir que ha- ríamos bien en hacer lo más y lo mejor posible en este mundo, antes de ser arras- trados en el río del tiempo». A la luz de la inteligencia, el fin particular del hom- bre y la más alta fórmula de la vida hu- mana, es la realización de la más alta

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dicha propia en la más alta dicha ajena, y todas las veces que haya sido dichoso contribuyendo á la felicidad de los otros, habrá realizado un fragmento de su fin, y no puede existir el fin sino en la pro- porción en que exista el medio, pues sin éste, aquél sería como un traje confec- cionado para que no lo use nadie. Cesa, por lo tanto, la parte de fin que corres- ponda á la parte que haya cesado en el medio; la parte de dicha correspondien- te al sentido de la visión ó de la audi- ción, verbigracia, cuando cesa el fun- cionamiento de los órganos respectivos, continuando la posibilidad de la dicha para las partes del medio que subsisten, como continúa para los sobrevivientes la posibilidad de la dicha en la especie hu- mana.

Indudablemente, los ojos han sido he- chos para ver, como el corazón para sen- tir, como los oídos para oír y la inteli- gencia para inteligir. Y si el que alarga por la ciencia el alcance de la inteligen- cia, contraría la intención del que le dotó

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de inteligencia, en latencia y no en po- tencia, el que alarga con un palo el al- cance de su brazo para hacer caer la fru- ta de un árbol, contraría igualmente la intención del que le dotó de brazos sin palo.

El que se abstiene de ser dichoso, por el temor de llegar á ser desgraciado, po- dría, también, abstenerse de usar su vis- ta por el temor de quedarse ciego, y sería sólo aparentemente más insensato en el segundo caso que en el primero. Por lo demás, esa clausura de la visión natural para alcanzar la visión sobrenatural, la obtienen los fanáticos musulmanes en la Meca, aproximando los ojos abiertos á un ladrillo enrojecido á fuego, hasta que- márselos, para quedar santificados en primera vida para la segunda vida, y á menudo, fuera de la Meca, sólo con no lavárselos y no espantarse las moscas que les destruyen los párpados, y les procuran las oftalmías, que aseguran la pérdida de la \ásta y la salvación del alma.

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Por medio de las artes humanas, la madera y el metal pueden ser habilita- dos para producir sonoridades capaces de enternecer á los hombres, á los dioses y á los reptiles: y por medio de la cultu- ra del entendimiento v del sentimiento, los seres humanos pueden habilitarse á la vez para engendrar y para disfrutar ideas nobles y sentimientos generosos, si- multáneamente deleitantes y reconfor- tantes. El instrumento musical y el ins- trumento mental y emocional se gastan y se inutilizan, aunque permanezcan mu- dos, pero la música y la vida, el pensa- miento y el sentimiento que han sido, quedan , para dar notas cada vez más bellas, cada vez más altas, en nuevos instrumentos sucesivos y mejor atinados. Y como el ruiseñor afónico por la edad ó los achaques, el alma que ha dado todo su juego, no tiene ya nada que hacer, ni para qué ser, en este mundo ni en nin- gún otro.

Lo mejor que hay en el universo no es el yo, sino el contenido espiritual y as-

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censional del yo, el patrimonio intelec- tual y sentimental de la humanidad en crescendo, no lo que cada uno tiene en propio^ sino lo que tiene en común con los que se han ido, con los que quedan y con los que vendrán, y que no deja de ser por la desaparición del continente accidental, sino que cobra nuevo ser en nuevos continentes sucesivos.

El eslabón roto, el organismo en que ya no pueden residir las ideas y los sen- timientos, es como la casa en ruinas, en la que ya no pueden residir las personas. No hay en el universo ningún conserva- torio de almas gastadas ó inutilizadas, como no hay debajo del cielo ningún sitio reservado para la perpetuación de las arpas rotas ó de los pianos enmudecidos por el uso ó por el tiempo.

Y la mejor condición del hombre y del mundo reales, es precisamente -la que falta en los seres v en los mundos ima~ ginarios: la de no ser eternamente perfec- tos, sino eternamente perfectibles. Por- que es el ejercicio de la vida en pensa-

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miento, en sentimiento y acción, lo que levanta la vida, y es la posibilidad del perfeccionamiento indefinido del ambien- te lo que hace del hombre un ser excep- cional en el universo, y lo que impide que el mundo sea un eterno aburridero, pro- viniendo precisamente de la imperfec- ción del hombre y del mundo la posibili- dad del progreso del hombre en el mundo.

Inclinándose por su parte á la no ex- tinción, Arturo Hill reconoce que «la es- peranza de la extinción es un sentimien- to moral más elevado que la esperanza de la inmortalidad personal», como es in- finitamente más abnegado el acto del ateo que sacrifica su vida para salvar la de otros, sin ninguna esperanza de comjDcn- sación postuma, que no la del mártir de la fe en la reparación futura que afronta el martirio para ser recompensado por ello.

La posibilidad de la vida y de la dicha para los que fueron seres racionales no está en el programa de la Naturaleza, que quiere la vida futura en seres futuros, y está en el programa de las Teologías, que

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quieren la vida futura en los seres pasa- doS; á costa de las dichas de la vida ac- tual en los seres presentes, en tanto que la posibilidad de la vida y de la dicha para los que son y para los que serán, están en el cartel del universo y en el programa del humanismo. «La naturale- za, dice Hubbard, es pródiga en las for- mas de la vida, y jamás las duplica. ¿Por qué habría de duplicar la tuya?»

El objetivo manifiesto de la vida actual es la perpetuación indefinida de la cade- na de generaciones^ para que cada uno pueda gozar su momento de luz y de agi- tación más ó menos intensa, más ó menos breve, y descansar después eternamente, á fin de que otras vidas puedan recoger su herencia y ocupar su sitio en el espa- cio y en el tiempo; el de la vida postuma es la perpetuación indefinida de los esla- bones gastados; el del racionalismo es el ensanche progresivo indefinido de los es- labones presentes y venideros, objetivo que es repugnante á los dioses tribales y patriarcales de los teólogos, pero con-

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corde con el espíritu de la vida, que puso en el espíritu humano la luz de la razón y el calor del sentimiento al poner en el organismo los gérmenes de la inteligen- cia y del amor.

Lo que hemos andado desde Caín hasta Abraham Lincoln; desde el canibalismo hasta el mutualismo; desde el asno, el buey y el caballo hasta el ferrocarril, los trasatlánticos y los automóviles; des- de el hacha de piedra hasta el aeroplano; desde la Torre de Babel hasta el Con- greso de La Haya, es la garantía de que todos los ideales del presente podrán ser realizados en el porvenir, como están excedidos en el presente todos los sue- ños del pasado, y también entonces las nuevas idealidades obstruirán la visión de las nuevas realidades, para que la vanguardia de la humanidad no se de- tenga jamás en la vía ascendente del pro- greso, y siga persiguiendo eternamente al pájaro azul, á fin de que haya siempre «algo que hacer, alguien á quien amar, alguna cosa que esperar».

índice

Págs.

I. Á manera de sinfonía ó

II. De la diabolidad y la divinidad

á la humanidad 1^

III.— Masciiliuismo y feminismo 59

IV.— El Reuacijiiiento ^9

V.- El maternalismo SI

VI.— Las ciencias para la vida y las ciencias para después de la

vida ^^

VII.— La vida útil ^5

VIII.— La Peau de Chagrín 103

IX. -El pensamiento y la loca de la

casa. 1^^

X. Los tres misterios 111

XI.— La conciencia y la vida 115

XIL— La conciencia y el tiempo 119

XIII.— La conciencia y la duración. . 125

XIV.— Los mundos de fantasía 129

XV.— La vida inútil 1^^

266

Paga.

XVI.— La alegría y la tristeza 143

XVII. -El espíritu fúnebre 149

XVIII.— El mañana 161

XIX. Pesimismo y optimismo 165

XX.— Antaño y hogaño 171

XXI. Ideales y sentimientos 183

XXII.— La herencia social 193

XXIII.— La vida y la moral coloniales . . 201

XXIV. El espíritu de preeminencia . . . 207

XXV. La moral dinámica 223

XXVI. La moral del porvenir 233

XXVIL -De la obscuridad á la luz 249

XXVIII. —En marcha 257

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BJ

Alvarez, Agustín

1142

La creación del mundo

A6

moral

1913

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