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Se han tirado de este volumen, exclusivamente

reservado a los suscriptores, zn

50 ejemplares en papel de hilo 300 ejemplares en papel pluma.

La reducción literaria de esta obra es propiedad de D. Joaquín López Barbadillo. Derechos registrados.

BIBLIOTECA DE LÓPEZ BARBA- DILLO Y SUS AMIGOS. - ADMI- NISTRACIÓN: PASEO DE LU- CHANA, 16. - TEL. J-451.- MADRID

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LA TERCERA CELESTINA

(TRAGICOMEDIA DE LISANDRO Y ROSELIA)

OBRA DE PASATIEMPO Y RECREACIÓN

LA CUAL TRATA DE AMORES

(PROPIA MATERIA DE MANCEBOS)

Y DE LA MALICIA DE LAS ALCAHUETAS

LA ESCRIBIÓ EL MAESTRO

SANCHO DE MUÑÓN

TEÓLOGO, NATURAL DE SALAMANCA

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COPIA V REDUCCIÓN HECHAS__ SIN UNA SOLA ALTERACIÓN Jl S*»«íl

POR

JOAQUÍN LÓPEZ BARBADILLC

QUE LA IMPRIME A SU COSTA

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NOTA PRELIMINAR

El éxito que la Tragicomedia de Calisto y Meli- bea, por vez primera publicada en las postrimerías del siglo XV, logró lo mismo entre la gente docta que entre el vulgo, fué uno de los más rápidos, justos y resonantes que registra la historia de la Literatura universal. Casi incesantemente se repe- tían las ediciones del portentoso libro, y mientras resurgía una y otra vez, siempre con igual res- plandor de sol naciente, sol de belleza y de ver- dad, poetas y prosadores complacíanse en rimarlo, en glosarlo, en imitarlo, en continuarlo, atraídos por la luz deslumbradora de aquel inagotable foco de viva inspiración.

Ya en 1513 se publicaba una Égloga de la Tra- gicomedia de Calisto y Melibea, de prosa trobada en metro por don Pedro de Urrea, dirigida a la con- desa de Arando, su madre, en que aquel noble procer aragonés tradujo en fácil rima una pequeña parte del primer acto de la creación de Rojas.

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NOTA PRELIMINAR

Poco después aparecía otra obra poética que trataba igual tema y de que sólo nos ha que- dado el título en el Registro de la librería de don Fernando Colón: Farsa en coplas sobre la comedia de Calisto y Melibea.

Coetáneo de esta farsa, año más, año menos, debió de ser un juglaresco pliego gótico, que po- seyó D. Marcelino Menéndez y Pelayo, con el Romance nueuamente impreso de Calisto y Meli- bea, que trata de todos sus amores y de las desas- tradas muertes suyas y de las muertes de sus cria- dos Sempronio y Pármeno y de la muerte de aque- lla desastrada mujer Celestina intercesora en sus amores:

Un caso muy señalado quiero, señores, contar. Como se iba Calisto para la caza cazar, En huertas de Melibea una garza vido estar; Echado le había el falcón que la oviese de tomar, El falcón con gran codicia no se cura de tornar, Saltó dentro el buen Calisto para habello de buscar, Vido estar a Melibea en el medio de un rosal. Ella está cogiendo rosas y su doncella arrayán- Vino después (1540), hecha con tan mal arte como buena intención, una Tragicomedia de Ca- listo y Melibea, nueuamente trabada y sacada de prosa en metro castellano, por Juan Sedeño, vezi- no y natural de Aréualo.

Y así como los poetas se ejercitaban y deleita- ban en tales paráfrasis de la inmortal obra, pedazo

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NOTA PRELIMINAR

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vivo del alma española, así también tres distintos prosistas se rindieron a la ocurrencia tentadora de imitarla francamente y de continuar la peregrina y ejemplar historia.

Feliciano de Silva, el intrincado autor del Don Florisel de Niquea, el novelista de las «endiabladas y revueltas razones» que para siempre puso Miguel de Cervantes en la picota cómica, tuvo la singular idea de volver a la vida a Celestina, y en 1534, en Medina del Campo, se estampaba, salida de su nu- men improvisador y desigual, La segunda Celesti- na, en la que se trata de los amores de un caualle- ro llamado Felides y de vna donzella de clara san- gre llamada Polandria.

A los dos años, en Medina del Campo también, surgía de molde una continuación de esta conti- nuación. Era obra de la torpe y menguada inven- tiva de un cierto Gaspar Gómez, natural de Toledo, que se la dedicaba a Feliciano de Silva: Tercera parte de la Tragicomedia de Celestina: ua pro- siguiendo los amores de Felides y Polandria: con- clúyense sus desposorios y la muerte y desdichado fin que ella uvo.

Y he aquí, por fin, nacido el libro, insigne mues- tra del ingenio español y prez del habla castellana, que ahora va a gozar el lector: Tragicomedia de Lisandro y Roselia, llamada <^ Elida» y por otro nombre quarta obra y tercera Celestina.

Apareció anónimamente en 1542, sin lugar de

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X NOTA PRELIMINAR

impresión, pero se puede dar por cierto que salie- ra de las prensas salmantinas de Juan de Junta. Se divulgó poco, y mientras la fábula dramática de Silva conseguía cuatro ediciones con breves in- tervalos, y dos la de Gaspar Gómez de Toledo, ésta quedó sepultada y perdida hasta el tercio úl- timo del siglo XIX (1872) en que dos beneméritos rebuscadores de rarezas bibliográficas, el mar- qués de la Fuensanta del Valle y D. José Sancho Rayón, la reimprimieron en el tercer tomo de su Colección de libros raros y curiosos. Pero todavía en esa moderna estampación limitadísima, hecha conforme a una cuidada copia que de la primi- tiva tuvo D. Serafín Estévanez Calderón, perma- neció ignorado el nombre del ingenio que pergeña- ra la Tragicomedia de Lisandro y Roselia. La clave para descifrarlo, como en tantas producciones análogas, estaba al fin del libro, en las acostum- bradas coplas de arte mayor puestas de añadidura, y que ahora hemos quitado por enfadosas y pro- lijas. Pero era tan enrevesada y abstrusa la tal cla- ve, que sólo cuando ya corría impreso el volumen de Fuensanta y Sancho Rayón, pudieron la pa- ciencia y la sagacidad de D.Juan Eugenio Hartzen- busch dar con el acertijo, que se aclaró tomando una, dos o tres letras de los comienzos de veintiún versos a partir del quinto de la cuarta octava, y le- yendo hacia arriba: <^Es-ta - o-bra - con-pu-so - San- cho - de - Mu-n-non - na-ta-ral- de - Sa-la-man-ca> .

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NOTA PRELIMINAR XI

Y este nombre de Sancho de Muñón, este pre- claro nombre de un gran teólogo que no consideró una tarea vil tratar de amores, va ahora en nuestra edición, por la primera vez, al frente de su libro.

La personalidad de Sancho de Muñón está in- disputablemente establecida en la colección de Estatutos de la Universidad de Salamanca impre- sos por Andrés de Portonariis. Allí se mienta a un maestro Sancho de Muñón que en 1549 asistía al claustro.

Menéndez y Pelayo, que en el estudio magistral sobre la Celestina y sus imitaciones, hecho en el tercer tomo de los Orígenes de la novela, dejó agotado el tema de cuanto se refiere a la obra que aquí reproducimos, cree que su autor «es la misma persona que un doctor don Sancho Sánchez de Muñón que en 26 de abril de 1560 tomó pose- sión de la plaza de Maestresala de la Catedral de México » y las noticias de cuya vida alcanzan hasta 1601.

Muy joven debió, pues, el insigne humanista de concebir y escribir su creación, que el magistral historiador de Las ideas estéticas califica de joya literaria y a la que considera como «la mejor ha- blada de todas las Celestinas después de la pri- mera, de cuyo aliento genial carece, pero a la cual supera en elegancia y atildamiento de dicción, como nacida en un período más clásico de la prosa castellana».

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XII NOTA PRELIMINAR

Vano y grotesco empeño sería en nosotros ensayar un juicio propio sobre la producción de que ya dijo cuanto cabía decir el glorioso polí- grafo. Mejor será para el lector que le ofrezca- mos lo más interesante y enjundioso del estudio

del maestro.

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«Natural es que un eclesiástico de respetable carácter y autoridad como el Maestro Sancho de Muñón tuviese algún reparo en confesarse autor de una obra de tan liviana apariencia y desenfadado lenguaje... Pero no se arrepentía de haberla com- puesto... Para evitar todo peligro de mala inteligen- cia, la Tragicomedia está sembrada de reflexiones morales y aun de verdaderos sermones, muy bien escritos, como todo lo demás, pero prolijos e im- pertinentes. El papel de personaje predicador le desempeña a maravilla Eubulo, «hombre de hones- tas costumbres», criado de Lisandro, que constan- temente está dando consejos a su amo y procura aparcarle de su perdición. Eubulo no es sólo un moralista profesional que alecciona a la juventud contra los peligros del loco amor. Sancho de Mu- ñón le hace intérprete de su propio pensamiento en materias mucho más graves y pone en su boca las más audaces ideas del grupo llamado erasmista, al cual indudablemente pertenecía como casi todos los humanistas españoles y no pocos teólogos del . tiempo de Carlos V.

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NOTA PRELIMINAR

XIII

»La sátira clerical es tan libre y desnuda en la Tragicomedia de Lisandro como en las Celestinas anteriores, pero de seguro mejor intencionada. Hay rasgos que sacan sangre, como lo que dice Elicia de la amiga del cura Bermejo (pdg. 29 de esta edición). Pero en el fondo Sancho de Muñón es un teólogo severo, que tiene la conciencia, y aun pu- diéramos decir el orgullo de su profesión...

»La acción de esta tragicomedia pasa indisputa- blemente en Salamanca, y por cierto que Sancho de Muñón no anda muy galante con sus paisanas: ;< Ya sabes que en Salamanca pocas hermosas hay, »y esas se pueden señalar con el dedo» (pdg. 65). Calventa, émula de Elicia, tenía su principal clien- tela entre los cursantes de la Universidad, que en su casa empeñaban los libros: «Si no traen dine- *ros, que dexen prendas... ¿No miraste la rima que *tenía llena de Decretos y Baldos, y de Scotos y >Avicenas y otros libros?» (pdg. 29).

»E1 gusto que domina en la obra es el de las an- tiguas comedias humanísticas, y de él proceden sus principales defectos, que se reducen a uno solo, el alarde de erudición fácil y extemporáneo. No necesitaba alegar a cada momento aforismos y centones de poetas y filósofos antiguos quien se mostraba tan de veras clásico, no sólo en el estilo jugoso y en la locución pulquérrima, sino en la composición sencilla, lógica y perfectamente gra- duada. El buen gusto con que borra o aminora

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XIV NOTA PRELIMINAR

muchos defectos de las Celestinas precedentes, y el manso y regalado son que sus palabras hacen como gotas cristalinas cayendo en copa de oro, bastarían para indicar la fuente nada escondida donde él y los hombres de su generación habían encontrado el secreto de la belleza. Tal libro, por el primor con que está compuesto, es digno del más glorioso período de la escuela salmantina, en que salió a luz. Pero algo le perjudica el haber sido concebido y madurado en un ambiente eru- dito y universitario y no en la libre atmósfera en que andando el tiempo había de desarrollarse el genio de Cervantes.

»En las situaciones culminantes, en los monólo- gos de la hechicera, en los coloquios de Celestina y Roselia hay cosas dignas de ponerse al lado de lo mejor de la Celestina antigua, con la desventaja de haber sido escritas medio siglo después. Lás- tima que el talento del maestro salmantino no se hubiese ejercitado en un argumento de pura inven- ción suya, que siempre le hubiese dado más gloria que una labor de imitación, por primorosa que sea. Pero le fascinó el prestigio de un gran modelo, y renunció a su originalidad o por excesiva modestia o por la presunción de igualarle.

» Al revés de la Segunda Celestina, tan informe y mal compaginada, tiene la Tragicomedia de Lisan- dro y Roselia un plan sencillo y claro, imitado en parte del de Fernando de Rojas, pero con un des-

NOTA PRELIMINAR

XV

enlace nuevo, que basta para dar alta idea del ta- lento dramático de quien le concibió.

»No es un accidente casual el que lleva a la muerte, desde el seno del placer que apenas co- menzaban a gustar, a Lisandro y Roselia, sino la fiera ley del pundonor familiar, que ordena con- tra secreto agravio secreta venganza, y arma las ballestas de Beliscno y sus escuderos para asae- tear a los dos amantes y a cuantos habían sido cómplices en la deshonra de su hermana. La es- cena es verdaderamente terrible, y su efecto se acrecienta con las supersticiosas invocaciones de los asesinos pagados:

'(Rebollo. Yo tengo aquí en el seno una nomi- »na que me dio mi abuela la abacera, que quien la »traxere consigo no podrá morir a cuchillo.

y>Dromo, También mi tía, la Luminaria, me »vezó unas palabras, que en cualquier tiempo que »las dixere les caerán luego de las manos las espa- ldas de los que se estuvieren acuchillando.

y Rebollo, Es verdad. Otra oración muy apro- »bada me enseñó la hortelana amiga de mi madre, »para que donde hobiere ruido, si se rezare, no se »saque sangre...» (páginas 167 y 168).

»Nadie antes de Sancho de Muñón había empu- ñado con tanto brío el puñal de Melpómene, y no puede negarse que en su obra está adivinada y practicada por primera vez la que fué luego solu- ción casi única de los conflictos de honra y amor

NOTA PRELIMINAR

en nuestro drama romántico del siglo xvii; sin- gularidad en que no ha parado hasta ahora la atención de la crítica.

»Menos original que en el desenlace se mostró el autor de la tragicomedia en la pintura de los ca- racteres, donde parece que su único empeño fué beber los alientos al autor de la Celestina, hasta confundirse con él. Roselia es una linda repetición de Melibea, pero sin la llama del genio que hace inmortales los ardores de aquélla:

Vivuntque commissi calores

Aeoliae fidibus puellae. Lisandro es una figura más apagada. Sus criados tienen carácter y fisonomía propia, que impide confundirlos con Sempronio y Pármeno. Eubulo, el hombre de buena voluntad o de buen consejo, es una verdadera creación, que no se desmiente en obras ni en palabras, y que encarnando el sentido moral y aun ascético de la pieza, es el único que se salva de la universal desolación...

»Las mejores figuras del libro son sin disputa Elicia y su protector el rufián Brumandilón. Elicia no es Celestina, pero es una sobrina digna de su tía y la más legítima heredera de todo el caudal de sus malas artes... El reposado y sentencioso hablar de Celestina, su ciencia diabólica y secreta, su as- tucia refinada y cautelosa, su aparejo de trapace- rías y maldades no se desmienten en su alumna, cuya psicología está seriamente estudiada.

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NOTA PRELIMINAR

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» Brumandilón es un tipo más en la galería inau- gurada por la efigie clásica de Centurio, a la cual no llega ciertamente, pero supera en mucho a las bárbaras copias de Galterio y Pandulfo. Sancho de Muñón, como delicado humanista que era, le ha conservado el sabor plautino del original, y pone en su boca chistes de muy buena ley. Se habla de las hazañas de Diego García de Paredes, y replica muy satisfecho : « Aquí está Brumandilón, que,

> siendo maestro de esgrima en Milán, le enseñó a »jugar de todas armas... Y él, viendo mi esfuerzo »eu los golpes, mi osado atrevimiento para aco- » meter seis armados, rebanar brazos, cortar pier- »nas, arpar gestos, hender cabezas y otros miem- »bros, con mi exemplo salió tan diestro y animoso *como veis» (pdg. 72). En otra parte exclama: «La

> diversidad y gran variedad de las hazañas que >por han pasado por diversos reinos y ciuda- »des me privan de memoria que me acuerde de »los casos particulares que tengo hechos por todo >el mundo» (pdg. 103).

»Pero demos paz a la pluma, porque para copiar todo lo bueno que hay en la Tragicomedia de Li- sandro y Roselia necesitaríamos de mucho espa- cio. Don Juan Eugenio Hartzenbusch la calificó perfectamente en estos términos: «El libro es de lo » mejor que en su tiempo se escribió en castellano. »E1 autor se muestra doctísimo en todo género de » letras, conocedor profundo del corazón humano,

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NOTA PRELIMINAR

» hábil pintor de costumbres y personaje por mu- *chos títulos distinguido. >

»La caprichosa injusticia de la suerte sepultó en olvido su obra apenas nacida. Un solo contempo- ráneo alude a ella: Alonso de Villegas, en su Co- media Selvagia. Y ya en el siglo xvii debía de ser rara, puesto que don Nicolás Antonio sólo cita un ejemplar que guardaba entre sus libros don Loren- zo Ramírez de Prado, sin duda como cosa pere- grina.»

De esta manera juzga la Tragicomedia de Sancho de Muñón el más autorizado y más ilustre de sus comentadores. Sólo las tachas del frecuente ser- moneo y de la erudición fácil y extemporánea y la repetición impertinente de citas y aforismos puso Menéndez y Pelayo a tan singular producción.

Hablando de la primitiva Celestina, había dicho antes D. Leandro F'ernández de Moratín: «Tiene » defectos que un hombre inteligente haría des- »aparecer sin añadir por su parte una sílaba al »texto; y entonces, conservando todas sus belle- >zas, pudiéramos considerarla como una de las > obras más clásicas de la literatura española.» Si esto cabía hacer, sin profanación y sin mengua de aquel libro, sagrado tronco secular de que surgie- ron tantas pomposas y floridas ramas de las his- panas letras, ¿cómo no hacerlo, con respetuoso

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NOTA PRELIMINAR XIX

cariño, en su más bello y fragante retoño? Lleva- dos de un ahincado afán de acertar, hemos ido qui- tando, para hacer esta reimpresión, cuanto juzga- mos que a un lector de ahora pudiera parecerle fatigoso y excusado. Sin añadir por nuestra parte una sílaba al texto, según la moratiniana expresión, creemos haber dejado en él, con tales supresiones, toda la fluida gracia, toda la franca libertad, toda la fuerza, el desenfado, el colorido, la desnuda ver- dad, caliente y palpitante, de un libro que es tan de hoy como de ayer; del que se exhala, no un ran- cio olor de curiosa antigualla, sino el perenne y fresco aroma de la belleza de las obras de arte de todos los tiempos.

Claro, brillante, sugeridor espejo de la vida, con sus remansos de dulzura y sus ansiosas fiebres, sus risas y su lloro, su irrefrenable convulsión bajo el bravio y dominador impulso de la carne, fué la di- vina y humana historia de pasión de Melibea y Ca- lixto. Espejo claro y fiel es también esta otra en que aparecen juntos en un beso infinito y mortal los anhelantes labios de Lisandro y RoseHa, y en que, sobre sus rostros nimbados y encendidos por la solar aureola del amor, ríe con su desdentada y bigotuda boca Celestina ...

Joaquín López Barbadillo.

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COMIENZA LA OBRA

SÍGUESE LA TRAGICOMEDIA DE LISANDRO Y ROSELIA, LLAMADA ELIGÍA, Y POR OTRO NOM- BRE CUARTA OBRA Y TERCERA CELESTINA

ACTO PRIMERO

ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA

Lisandro , noble mancebo , pasando por cierta calle , vio a la ven- tana a Roselia, doncella de alta guisa, de cuyo amor es vencido. Trabaja Oligides, su leal criado, con muchas razones y exemplos de apartarle de este propósito y, al cabo, como ve que su traba- jo es en balde , promete de darle medios como pueda llevar a execución sus deseos.

LISANDRO. OLIGIDES.

Lisandro. ¡Válame el poderío de Dios! * Oligides. ¿Qué es, señor?

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* La sugestión que la Tragicomedia de Calixto y Melibea ejerció el espíritu del autor de la de Lisandro y Roselia y el afán que en su

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SANCHO DE MUNON

Lisandro. Desplega tus ojos, levanta tu sen- tido: verás una criatura en quien Dios soberana- mente se esmeró con su pincel en el debuxo de su fermosura. Apelles, excelente pintor, no supiera pintar tan perfecta imagen, ni natura pudiera más obrar en su perfección. ¡Oh divino resplandor, que deslumbras como sol a los ojos que te miran!

Oligides. ¿Dó está?

Lisandro. Ya es traspuesta la nueva lumbrera, aquella que con aventajada claridad al día priva de su luz; ya el envidioso lienzo se interpuso y causó eclipse, escureciendo mi corazón con una profunda tiniebla.

Oligides. ¿Es la que recostada estaba en la ventana del encerado?

Lisandro. Esa mesma: la que preso me dcxa en cárcel de amor. ¡Oh! Si bien la vieras, contem- plaras una concorde proporción de sus miembros, un lindo talle de cuerpo, un rostro de serafín , unos ojos matadores, una gracia, en cuanto Dios puso en ella, que no parece sino piedra imán: así atrae

obra mostró Sancho de Muñón por remedar a Fernando de Rojas , se advierten desde la primera línea del diálog-o, Calixto inicia allí la acción diciendo: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios». Y explica: «... en dar poder a natura que de tan perfeta hermosura te dotase». Aquí, exclama Lisandro: « ¡Válame el poderío de Dios! ». Y es porque ha visto a la criatura « en quien Dios soberanamente se esmeró con su pincel en el debuxo de su fermosura». Sería prolijo ir insistiendo a lo largo del libro sobre estas semejanzas que tan manifiestamente se acu- san desde el primer instante.

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LISANDRO Y ROSELIA D

y mueve aun los corazones de acero, y los hom- bres para convierte con su jocunda vista, no menos que Orfeo con su dulce arpa las bestias fieras atraía al sonido de su armonía.

Oligides. Señor, ¿no miras que estás parado en lugar sospechoso y que darás que decir a las gentes? Menéate y vamos de aquí; no estés hecho piedra mármol.

Lisandro. ¿A iré con el cuerpo, pues el alma, que regirle había, le desamparó? Mal se guía la nao sin gobernalle, mal el barco sin remo. Mis pensamientos todos se ocupan en Roselia, y por ende estoy fuera de mí.

Oligides. No te congoxes por lo que por ven- tura sería muy fácil, por mis medios, de alcanzar.

Lisandro. ¡Habla cortés! Sin tiento prometes lo que hacer no podrás. Piensa primero lo que dices, no te sea feo después volver atrás tu palabra.

Oligides. Lo dicho, dicho.

Lisandro. No puedo creer que tal dicha en cupiese que la cerugía de mi mortal e incurable llaga esté en tus manos puesta; por imposible tengo que nadie pueda merecer alcanzar dama tan soberana en todo merecimiento.

Oligides. Señor, yo, cuando pequeño, fui paje de su padre, que en gloria sea, y su madre quié- reme mucho, y por este amor y conocimiento entro allá y salgo y hablo con Roselia. Mira, pues, señor, si te puedo servir y si hay lugar de cumplir lo pro-

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b SANCHO DE MUNON

metido; que, un día que otro, yo la tomaré sola aparte, y le diré de ti por el mejor estilo que sepa. Pero avisóte que te metes en un abismo profundo, en un encenagado piélago, en un mar sin pie, en un entrincado laberinto, que primero que de él salgas has de pasar por muchos peligros, trabajos y zozo- bras que te sobrevernán si prosigues este intento.

Lisandro, Por demás fatigas tu lengua a darme consejo: dada es la sentencia que yo muera en tal demanda. Aunque mil vidas perdiese , las daría por bien empleadas; que ya ardo en fuego de amor, ya se emprendieron mis entrañas con sólo el res- plandor que del mirador salía, do aquellos pechos virginales recostados estuvieron.

Oligides. No te aflijas, que para todo hay remedio sino para la muerte. Pésame que lo más noble que tienes, que es el ánimo, lo sujetas a cosas mortales y lo empleas en aquello que ni quietud ni reposo puede darte, ni, después de alcanzado, sosiego y gloria permanente.

Lisandro. ¡Inmortal es la que yo amo, y la que vi ángel es, moradora del cielo, pues su angélica figura sobrepuja y vence con belleza a todo lo criado!

Oligides. ¿Ángel te parece la que del amor divino te retrae y del Criador a la criatura tu deseo inclina? ¿La que descubre camino para tu perdi- ción?

Lisandro. Hora déxame, no me prediques.

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LISANDRO Y ROSELIA /

Oligides. jOh señor, que tuerces a manizquier- da, y hace mucho, agora que eres mancebo, esco- ger la manderecha! La sangre del torpe cabrón te enternece, doma y ablanda, y no hace mella en ti la punta acerada de verdaderas razones ni señal la palabra de Dios que a dos filos corta.

Lisandro. Pierdes trabajo; no me quiebres la cabeza con tus porradas. ¡Hi de puta, el necio! ¡Qué caramillos arma por salirse afuera del juego! ¡Por mi vida, Oligides, no solías ser tan sancto ni lo eres! ¿Qué es esto?

Oligides. En todas las cosas, señor, guardar el medio es loable cosa; yo, si peco, con templanza peco.

Lisandro. ¿Qué excesos me ves hacer?

Oligides. Meterte en el amor, en quien, como dice el cómico, todos estos vicios reinan: injurias, sospechas, enemistades, envidias, celos, iras, pe- cados, vigilia, paz, guerra, tregua.

Lisandro. ¡Ay, ay, ay! ¡Miserable me siento, ardo en amor, vivo me quemo, y muero y no qué me haga! De ti me quexo, que me puedes re- mediar y no quieres.

Oligides. Pues dices eso, aunque poco puedo, mis fuerzas pondré en servirte en este negocio, y no me acuses cuando salieres del yerro en que estás metido, y plega a Dios que en paz salgamos todos, y no seamos tus sirvientes cebo de anzuelo ^p o carne de buitrera.

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SANCHO DE MUNON

Lisandro, ¿Qué piensas hacer?

Oligides. Mañana te doy la respuesta.

Lisandro. En tus manos encomiendo mi ánima y mi espíritu.

Oligides. En las de Dios, señor.

Lisandro. Llama.

Oligides. Entra, que abierto está.

Lisandro. Di a esos mozos que no me trayan de cenar.

Oligides. No te apasiones: cena; no dobles tus males.

Lisandro. No estoy para ello.

Oligides. A más vendrás de esta vez que a no comer; mas, ¿qué se me da a mí? Ahórquenlo en buen día claro, siquiera se muera o le tome el diablo. Andaos por ahí a decir verdades y moriréis por los hospitales. ¡No es tiempo de eso! Ya me llamaba sancto, y, ¡par Dios!, las buenas doctri- nas de Eubulo, criado antiguo de esta casa, me habían casi convertido; pero poco puedo medrar con sus devociones y sanctidades ; no ando yo tras eso, ni es esto lo que busco. Quiero perquisar y inquirir con mi pensamiento la entrada a Roselia y ser alcahuete. ¡Venga el bien y venga por do qui- siere! ¡A tuerto o a derecho, nuestra casa fasta el techo, que buena parte me cabrá de sus amores, que, a río revuelto, como dicen, ganancia de pes- cadores !

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LISANDRO Y ROSELIA

ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA

Después de ido Oligides a dar orden como su señor se vea con Roselia, queda Lisandro manifestando su pasión con palabras muy lastimeras a Eubulo , hombre de honestas costumbres , cria- do suyo. Este nunca cesa de darle consejos buenos, aunque por demás se fatiga. Vuelve Oligides y dice que hay oportunidad para ver y hablar a Roselia. Cabalga Lisandro; van delante del sus dos mozos de espuelas Siró y Geta; éstos pasan entre co- sas muy donosas, de las que entre semejantes suelen pasar, y al cabo burlan de los desatinos que su amo, vencido del amor, dice a su querida Roselia. Venido Lisandro, retráese a su apo- sento.

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LISANDRO. EUBULO. OLIGIDES. SIRÓ. GETA.

Lisandro. ¡Ay de mí! Si tan discreto fuese para quexarme como soy yunque para sufrir, conoce- rías, Eubulo, en mis abrasadas palabras el fuego del lastimado corazón. Cuanto más el deseo se aviva, tanto más la esperanza me fallece de gozar de aquel ángel caído del cielo para enamorar el mundo.

Eubulo. Señor, si vas por el camino de tu de- seo, créeme que no irás conforme a discreción y honsa, ca la pasión que te ocupa no te dexará juzgar la verdad. No te arrojes ni abalances en esa hoguera tan apresuradamente, sin primero mirar lo que haces; que quien de presto se determina, muy de espacio se arrepiente.

Lisandro. Bien veo, Eubulo, que a tus tan sen- tenciosas palabras no bastan ningunas fundadas

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razones; pero, ¿qué quieres que haga, que a las fuerzas de amor el resistir es querer ser ven- cido? 'I

Eubulo. El huir es vencer; por ende, huye las W

ocasiones; no pases más por su puerta ni la veas. (L

Lisandro. ¿Qué dices, mal mirado? ¿Que no ^

vea la lumbre de aquellos alindados ojos que ale- gremente esclarecen la oscura pena de mi alma? ¿Que no vea aquel cuerpo glorificado, en quien Dios francamente repartió sus gracias? ¿Que no vea aquella soberana pintura, cuyas sobras de fer- ^^

mosura, si repartidas fueran por todo el mundo, no habría cosa fea en él? ¡Llámame acá a Oiigides, que mucho tarda!

Eubulo. (Escocióle el buen consejo.)

Lisandro. ¿Qué dices?

Eubulo. Digo que voy.

Lisandro. ¡Allá irás! ¡Al diablo tanto discreto

como yo tengo en esta casa!

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A? Eubulo. Señor, vesle aquí: viene de fuera. 7/

Oiigides. De tus negocios, señor. ^

Lisandro. ¡Oh hermano Oiigides! ¡No menos £

alegre me haces con tu venida, que deseoso he es- /?

tado de tu presencia! ¿Qué has pensado en mi re- ¿|

medio? />

Oiigides. ¿Qué? Que, par Dios, vengo de allá;

y si vas luego, verás a Roselia en la ventana de h

jaspe, y podrá ser que la hables si te das buena 'I

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maña; que su madre Eugenia es ida a ver a su her- mano Menedemo, que malo está.

Lisandro. ¿Y tardabas en decírmelo? ¡Mozos ¡Siró!

Siró. Señor.

Lisandro. Saca ese cuartago blanco, y límpialo y ponle las mejores guarniciones y más ricas que tengo. ¿Tardas, lerdo? ¡Rabiosa landre y fin desas- trado te arrebate! ¡Así eres perezoso!

Siró. (Ahí te estarás, don necio testarudo. No se le cuece el pan; en un momento lo querría ver todo hecho.)

Lisandro. Llégate acá, único socorro de mis pasiones. ¿Qué nuevas traes? ¿Hablaste con aque- lla que par no tiene en la tierra, y en el cielo com- pete con los bienaventurados?

Oligides. (Otro Calixto hereje tenemos.) *

* Repetidamente Calixto , en la Celestina de Rojas , se ve acusado de herejía por sus ponderaciones o de la excelsitud de Melibea o del amor que él la profesa. Acaso el más curioso pasaje de esta cuerda es el sig-uiente :

Calixto: ... Por Dios la creo, por Dios la confieso, e no creo que hay otro soberano en el cielo, aunque entre nosotros mora. Sempronio: i Ah , ah , ah ! ¿ Gistes qué blasfemia ? ¿ Vistes qué ceg-uedad ? Ca- lixto: ¿ De qué te ríes ? Sempronio : Rióme que no pensaba que había peor invención de pecado que en Sodoma.— Calixto: ¿Cómo? Sem- pronio : Porque aquellos procuraron abominable uso con los ángeles no conocidos, e con el que confiesas ser Dios. Calixto: Maldito seas, que fecho me has reir, lo que no pensé ogaño. (Tomo I, páginas 44 y 45, Madrid, 1913, edición Cejador.)

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Lisandro, ¿Qué dices de Calixto?

Oligides. Que no tuvo tanta razón para amar a Melibea, aunque fué mucha, como tienes para querer y desear a Roselia.

Lisandro. ¿De mi señora dices? ¿Vístela?

Oligides. Vila.

Lisandro. ¿Qué te pareció?

Oligides. Una estrella del cielo caída.

Lisandro. Poco dices.

Oligides. Un retrato sacado de la hermosura de Venus. Vengo de allá, y estaba Roselia con su madre, y por esta causa no se ofreció lugar para en secreto manifestarle tu pasión; mas no dexé de- clarársela en público con palabras encubiertas, si ella me quiso entender.

Lisandro. Dime eso, que me es sabroso de oir.

Oligides. A la fe, preguntóme Eugenia con quién vivía: de aquí tomé yo ocasión y materia para decir de ti muchos loores, con achaque que tenía buen amo y que estaba a mi contento; y tan to me extendí en figurar tus perfecciones por ex- tenso, que temo haber caído en sospecha a su ma- dre, y que haya sentido mis pasos. Finalmente, dixe que de pocos días acá una grave dolencia te tenía en la cama, y en esto hice del ojo a Roselia; entonces ella sonrióse; creo que me entendió, y en Dios y en mi ánima que no le pesaba cuando de ti me oía mentar, que bien atenta estuvo. Así que, señor, como el aparejo faltase y no hubiese opor-

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tunidad a lo que iba, y también que ia madre se componía para visitar a su hermano, despedíme, y dejo a Roselia en la ventana que sale a las huertas.

Lisandro. ¿No podías tornar después que se fué Eugenia?

Oligides. ¡Allegaos a eso! Déxala tras siete llaves.

Lisandro. ¿Viene ese caballo? Siró. Señor, vesle aquí.

Lisandro. ¿Habías de subir en él o yo? ¡Lim- pia esas ancas, torpe!

Siró. Señor, Geta lo almohazó.

Lisandro. ¡Lléveos el diablo a ti y a él!

Siró. (A ti te llevará, pues te tiene ya por suyo.)

Geta. ¿Qué dexiste de mí?

Siró. Déxame, que temía algún palo de aquel desabrido loco.

Geta. ¿Y por eso me habías de hacer culpante de tu yerro? Así se urden ellas: rascaba yo el ca- ballo, y íbalo él a fregar con el mandil pisado de la muía para ensuciar lo que yo limpiaba. ¡Hi de puta, si me vieras hacer cosa que no debiera, cómo lo parlaras luego! Pues si yo dixese la llaga que heciste al caballo alazán en el bezo con el acial cuando lo herraba, no estarías más un día en casa. Si quieres que digan bien de ti. Siró, no digas mal de ninguno.

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Siró. De poco te enojas; aparejado eres para hacer ruido. ¡Oye, oye, que nuestro halcón ha vis- to la garza! ¡Cómo se azora y se entona! Veamos lo que le dice.

Geta. Colorado se paró.

Siró. Es del mucho fuego que está en su cora- zón y resulta por la cara.

. Lisandro. Entre muchos beneficios, Roselia, que de Dios recebidos tengo, hallo por suprema bondad ponerme en cuenta y número de tus ser- vidores, porque ser yo tu siervo es título para que más gloria en esta vida no me puede venir. No me niegues, señora, tu gracia para me salvar, pues las sabrosas encinas amparan los cansados y aso- leados animales para les dar solaz.

Geta. ¿No miras cómo se turbó delante su dama? Más que necedades se deja decir.

Siró. No te maravilles; que el amor le ciega.

Lisandro. No seas como el laurel, de que no se coge sino la verdura de el esperanza sin fruto de galardón. Y pues con tu vista me has herido de manera que no pudiese escapar de tus manos, en ellas ofrezco mi vida, que en sólo tu favor consiste.

Roselia. El favor, Lisandro, que de habrás, si en tus torpes deseos perseveras, será el que dio la nombrada Judich al soberbio de Holofernes

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porque, con el mesmo intento que muestras en tus deshonestas palabras, le manifestó su ilícito amor; y de tomaría tal castigo si en poder me viese de tu atrevido pensamiento, cual la dueña Lucre- cia, forzada de Tarquino.

Lisandro. Antes escogeré que des fin a mi vida que principio a tus enojos. Cuanto más, ¿qué ma- yor castigo o pena quieres de tomar de la que me has causado? Por tanto, te suplico, pues en todo sin proporción ni comparación te aventajas, así en alta y serenísima sangre como en resplande- cientes virtudes, que uses de misericordia con este tu cautivo que más que a te ama; que no es de nobleza satisfacer con ingratitud.

Roselia. ¡Vete de ahí, loco! ¡No muevas mi saña a más ira con tus atrevidas y torpes razones!

Lisandro. ¡Perdona mi loco atrevimiento y mi atrevida osadía; que el dolor del corazón quita el concierto de la lengua ! ¡ No te muestres tan brava a tan manso cordero, que como vela de cera se gasta en tu servicio, y en pago le das sólo que muera.

Siró. Señor, ¿con quién departes? Roselia es ida.

Lisandro. Consuelo es a los penados contar sus fatigas.

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Geta. ¿Notaste, Siró, las retólicas de nuestro amo?

Siró. ¿Y cómo? Dos semejanzas tengo en la

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memoria harto subidas, de que conté aprove- charme en una carta de amores que he de enviar a Trasilla, aquella moza salada de doña Estefanía.

Geta. ¿Entendístelas?

Siró. Bien.

Geta. Dime lo del laurel, que el apodo de la encina claro está: que ampara los fatigados ani- males, esto es, los hambrientos puercos, engor- dándolos con bellota; que ansí su señora le engor- daría con su gracia.

Siró. ¡Por San Pelayo que lo declaraste bien; que aun yo no lo entendía!

Geta. También entendiera lo del laurel, sino que no estuve atento; porque en esto dióme Dios gracia especial, que mi madre me dixo que nací en signo de letras.

Siró. Del laurel dijo que no se coge sino har- tura de esperanza.

Geta. No dirá sino de panza.

Siró. Creo que sí.

Geta. Mira cómo caí en la cuenta. ¿Entiéndeslo?

Siró. Poco.

Geta. Este dicho conforma con el precedente; porque Panza es un sancto que celebran los estu- diantes en la fiesta de Santantruejo , que le llaman «sancto de hartura»*; y así Lisandro, loando a

* Según Menéndez y Pelayo , acaso no fué ajena esta fiesta de Panza al nombre que Cervantes dio al escudero de Don Quijote. (Orí- genes de la novela , t. III, págf. CCXXIV.)

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SU señora, la llama hartura de panza, y que no sea laurel que no da fruto.

Siró. ¿Dónde aprendiste tanto?

Geta.— En el general de Física, cuando llevaba el libro a un popilo, al bedel de las escuelas echar la fiesta de Panza; y como dicen por el hilo se saca el ovillo, de aquella palabra «panza> saqué la sentencia de nuestro amo.

Lisandro. Mozos, cerrad las puertas de la calle. No me entre acá nadie. A cuantos vinieren me negad.

Siró. Hacerse ha, señor.

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ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA Después que Lisandro se ve solo en su retraimiento , al son de su vihuela canta canciones de gran sentimiento , en que manifiesta su pena. Estánle un poco escuchando sus dos escuderos Oligides y Eubulo, discantando sobre las palabras que le oyen decir. Siéntelos Lisandro y manda que entren . Da gran priesa a Oligi- des a que busque remedio para su mal , el cual todo dice Oligides estar en manos de la nueva Celestina, Elicia, sobrina de la bar- buda , cuyo saber en arte de alcahuetería mucho encarece . Vanla a llamar Eubulo y Oligides , y en el camino declaran toda la vida y origen de ésta , y por muchas razones concluyen en que va sin ningún color de verdad la fábula que de la resurrección de la vieja Celestina anda.

OLIGIDES. EUBULO. LISANDRO.

Oligides. Bien será que entremos, no se mate ese loco, que solo en la cuadra se encerró acom- pañado de tinieblas.

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Eubulo. Déxale; que la oscuridad y desiertos consolación es para los tristes enamorados. Oligides. Su voz oyó, que trovando está. Lisandro. ¡Oh vana esperanza mía, conviene que desesperes, pues tu desventura guía la contra de lo que quieres! Eubulo. Bien dice; que donde falta ventura, poco aprovecha esforzarse.

Lisandro. Cubre tu verde color con luto de triste duelo , y no esperes ya consuelo que consuele tu dolor. Oligides. ¡Qué intolerable trabajo consigo traen estos caballeros de Cupido, que ningún hu- mano consuelo basta a consolar sus vidas apasio- nadas! Dulcemente toca la vihuela; por Dios, llorar me hace.

Eubulo. Los romances y cantos de amores son para él tizones que refocilan el su fuego y enconan más la llaga.

Oligides. Yo había oído decir que las lágri- mas y sospiros mucho desenconan el corazón do- lorido. *

Eubulo.— En otras pasiones sí, pero no en caso de amores.

* * Sempronio: ... Dexemos llorar al que dolor tiene, que las lá- Sfrimas e sospiros mucho desenconan el corazón dolorido. » (Celes- tina, I, pág. 38, edic. cit.)

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Lisandro. ¿Quién está ahí fuera?

Oligides. Señor, nosotros.

Lisandro. Entrad acá. ¿No veis que cuanto más de tormento huyo, tanto más se me acerca la muerte en pensar la respuesta que hube de aquella cara de ángel y corazón de tigre?

Eubulo. Por eso es bueno estar bien con Dios.

(Oligides. Calla en mal punto; no le mientes agora devociones, que todas las cosas tienen su tiempo y sazón.

Eubulo. Las cosas de Dios en todo tiempo y lugar vienen sazonadas.

Oligides. ¿No callarás? Cose la boca si no quieres que te reña.)

Lisandro. ¿Qué es lo que habláis? ¿Qué sentís de esto?

Oligides. Decíamos, señor, que tienes poco sufrimiento; en poca agua te ahogas.

Lisandro. ¿En poca? ¿Qué dolor hay igual al mío, ni qué tormento o afán que comparado con el mío no sea descanso?

Oligides. Señor, no es cordura tomar senderos nuevos y dexar caminos viejos: el seguro camino es el de las carretas. Dígolo, porque es mejor acuerdo que una mujer entienda en esto que no sin tercero, o yo, que soy sospechoso; que, al fin, mal se tañe la vihuela sin tercera; en el cielo, sin medianera no se alcanza cosa que buena sea, cuanto más en el suelo; lo demás es andar de muía coxa.

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Lisandro. ¿Conoces alguna?

Oligides. No una, sino ciento. Está sembrada !a ciudad de ellas: no hay mujer cantonera que no tenga su vieja al lado para que sea corredora de estas ventas y compras. En especial conozco una de este oficio, la más principal y famosa en el pueblo y que más negocios y despachos tiene, así con legos como con clérigos, ca ninguna cosa toma entre manos que no salga con ella: aunque sea encerrada tras siete paredes, la hará venir a quien se lo encomendare. Creo que es un poco hechi- cera.

Euhulo. No hay otro tan eficaz hechizo como es el amor: éste a las muy recogidas trastorna, y los ermitaños busca por los yermos, y a los reli- giosos quita la atención en el coro. Esos otros hechizos poco obran donde no hay amor.

Lisandro. ¿Podríala yo hablar?

Oligides. Yo te la traeré acá con que me des señal, que le dé, que será bien pagada.

Lisandro. Dale ese par de doblas y tráemela luego acá; no tardes. Y a la vuelta, escogerás de esa caballeriza un caballo para ti, en que rúes.

Oligides. ¡Oh, señor! ¡Singular merced! Yo voy.

Lisandro. Dios te guíe.=¡Oh grandeza de Dios! En esto muestras tu potencia: en dar poder a mi inmérito que merezca hablar a esta vieja, que no puede ser sino mujer muy honrada si tal cosa me

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promete de traerme a mi deseado fin y mis culpas y pecados no sean causa de perder tan gran premio.

Eubulo. Tus delictos y ofensas que a Dios has cometido darán ocasión a que alcances eso y más.

Lisandro. ¡Calla: no hables más palabra!

Eubulo. Callaré, por tu mal.

Lisandro. ¡Descortés, ¿queréis vos contrade- cirme? ¡Tan bueno Pedro como su amo! Vete con Oligides; acompaña aquella dueña.

Eubulo. ¡Hola!, ¡hola! ¡Oligides, ce!

Oligides. ¿Acá vienes?

Eubulo. Vengo. ¿Quién es esa negra señora que venimos a traer de la mano?

Oligides. Yo te lo diré: bien habrás oído men- tar a Celestina la barbuda, la que tenía el Dios-os- salve por las narices, aquella que vivía a las tene- rías. ¿No caes?

Eubulo. ¡Oh!, ¡oh! ¡Di, di, que ya caigo, que como ha habido tantas y hay, no sabía por quién decías!

Oligides. Esta dexó dos sobrinas, Areusa y Elicia. Areusa llevóla Centurio al partido de Va- lencia; quedó Elicia ya vieja y de días, la cual, viendo que los años arrugaban su rostro y que su casa no se frecuentaba, como solía, de galanes, ni menos sus amigos la visitaban, determinó, pues

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con su cuerpo no podía ganar de comer, ganallo con el pico y tomar el oficio de su tía.

Eubulo. ¡Y cómo si sabría usar del! De mala berenjena nunca buena calabaza, y de mal cuervo nunca buen huevo. Yo que su tía la dexó por heredera, en el testamento, de una camarilla que tenía llena de alambiques, de redomillas, de barri- llejos hechos de mil facciones para que mejor exer- citase el arte de hechicería, que ayuda mucho, según dicen , para ser afamada alcahueta. ¡Ya creo que es bien diestra, astuta y sagaz en estas artes liberales!

Oligides. Éralo en días de la madre bendita, cuanto más agora que el tiempo, inventor de las cosas, la habrá hecho artera y enseñado más de lo que sabía, y ella, con la experiencia que tiene, ha conservado lo que con diligencia alcanzó. La mes- ma Celestina, espantada del saber de su sobrina, dijo a Areusa: « ¡ Ay, ay, hija, si vieses el saber de tu prima, y cuánto le ha aprovechado mi crianza y mis consejos y cuan gran maestra está! » Pues esta Elicia, por que más se cursase su casa y fuese más conocida y tenida, tomó el nombre de su tía, y así se llama Celestina, y desto se jactaba ella a su prima Areusa y a otras muchas personas, adevi- nando a lo que había de venir, si bien me acuerdo, por estas palabras: «Allí estoy aparrochada; jamás perdetá aquella casa el nombre de Celestina, que Dios haya; siempre acuden allí mozas conocidas y

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allegadas, medio parientas de las que ella crió; allí hacen sus conciertos, de donde se me seguirá algún provecho. > Y muchos extranjeros que no conocie- ron a Celestina la vieja sino de oídas, piensan que es ésta aquella antigua madre, porque vive en la mesma vecindad; y tienen razón de creello, ca nin- guna remedó tan bien las pisadas y exemplos, la vida y costumbres de la vieja, como ésta; que en la cuna le mostraba a parlar las palabras de que ella usaba para sus oficios, de manera que con la leche mamó lo que sabe. Así que si Celestina toma esta empresa, por nuestro queda el campo. Bien puede dormir descuidado Lisandro, que fasta su cama la hará venir a Roselia: tanta es la virtud que en su lengua tiene.

Eubulo. Ya que el pecado lo quiso que tan a pechos busque nuestro amo su perdición, ¿no sería mejor que llamases a su tía la barbuda, pues ha resucitado? *

* Alusión a la Segunda comedia de Celefttina, en lo qnal (sic) se trata de los amores de vn cauallero llamado Felides y de vna donzella de clara sangre llamada Polandria. Es en esta obra de Feliciano de Silva, impresa, en Medina del Campo, ocho años antes que la Tragi- comedia de Lisandro Roselia, donde se encuentra la invención de haber resucitado la Celestina de Fernando de Rojas.

Por cierto que el glorioso autor de los Orígenes de la novela padeció al hablar de esto (t. III, p. CCV) una ofuscación más que explicable en maestro que sabía y enseñaba tantas disciplinas científicas.

Decía Menéndez y Pelayo :

« La farsa de la resurrección de Celestina está presentada con bas- tante habilidad e interés y tiene el mérito de que no se descifra hasta la

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Oligides. ¿Quién te lo dixo?

Eubulo. No se suena otra cosa en la ciudad.

Oligides. Engañaste.

Eubulo. Bien sé, aunque la vulgar opinión tiene que resucitó, que estuvo escondida en casa del Arcediano, por vengarse de Sempronio y Parmeno.

Oligides. Menos eso. Habrás de saber que Celestina la vieja verdaderamente murió, y la ma- taron Sempronio y Parmeno por la partición de las cien monedas y la cadenilla que le dio Calixto. Y esto ser verdad lo afirman hoy día los vecinos que se hallaron presentes a su muerte y entierro, los cuales acudieron a las voces de Celestina, que se quexaba y pedía favor diciendo: «¡Justicia, justicia, señores vecinos, que me matan en mi casa

última escena con estas palabras de Felides : « Pues sabed que una per- »sona honrada y quien a Celestina es en gran car§fo la tuvo escondida »todo el tiempo que se dijo que era muerta; y ella con sus hechizos hizo »parescer todo lo pasado para se vengfar de los criados de Calixto, por- »que le querían tomar lo que su amo le había dado; y hizo con sus en- xcantamientos parescer que era muerta, y ag-ora fingió haber resucita- »do... Y sea en gran secreto, porque el Arcediano viejo me lo dijo, que »con esto le quiso pagar muchas deudas de cuando era mozo, que desta »buena m'ijer había rescibido.» (Colecciónele libros espaíioles raros o cariosos, tomo noveno, págs. 513 y 514.)

Y lo positivo es que en el mismo momento en que aparece Celestina en la obra de Feliciano de Silva (séptima cena) ya ella misma declara y puntualiza, con sus detalles y por qués, la comedia de la resurrección, hablando a su comadre Zenara de este modo: «... Yo me quiero, señora comadre, contigo declarar; y es que yo vine aquí a casa del señor Arce- diano viejo, como a casa del señor y padre, a ser encubierta de la ven- ganza que de los criados de Calixto yo quise tomar, fingiendo con mis artes que era muerta.» (Pág. 64.)

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estos rufianes!» * Y nuestra Elicia, en la historia, la llora: « ¡Muerta es mi madre y mi bien todo! > Y también la oyeron decir a su prima Areusa estas palabras, de su tía: « ¡Ya está dando cuenta de sus obras; mil cuchilladas la vi dar a mis ojos; en mi regazo me la mataron!» ¿Qué más claro lo quie- res? Ni es de creer que la justicia degollara a los escuderos de Calixto sin hacer suficiente informa- ción si murió o no; en especial que el Corregidor eia amigo de Calixto y fué criado de su padre según verás en las quexas que él muestra tener di- ciendo: «¡Oh cruel juez, y qué mal pago me has dado del pan que de mi padre comiste! » Y si los degolló, fue porque claramente el alguacil que aca- so pasaba por ahí, rondando la noche, oyó los gri- tos y vio la sangre por el suelo y a Celestina ten- dida, con muchas y espesas estocadas. Ni es cosa de decir que ella tuvo lugar para hacer encantacio- nes o algunos embustes para no morir, porque la tomaron desapercibida en la cama; cuanto más que si Celestina estuviera encubierta en casa del Arcediano, hiciéralo saber a sus sobrinas secreta-

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* Siempre que Sancho de Muñón hace una referencia a dichos o hechos de personajes de la Celestina es escrupulosamente textual. Las cuatro que aquí se transcriben, por ejemplo, están tomadas de los auctos doceno, decimoquinto y catorceno. Y aun muchas veces, sin alusión expresa, injerta en su creación frases del sublime modelo, como si, más bien que a la vista, tuviese el libro entero en la memoria y en el corazón.

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mente, que muy congoxosas estaban por la muerte de aquella que en lugar de madre tenían.

Eubulo. Agora digo que me libre Dios de tan- tas mentiras que ni traen pies ni cabeza. Con todo, ¿no se llamaba Celestina la que fué alcahueta en los amores de Félidos y Polandria, o es todo men- tira?

Oligides. No, que verdad fué haber esa Celes- tina; pero no érala barbuda, sino una muy amiga y compañera désta, que tomó el apellido de su co- madre, como agora estotra, por la causa ya dicha.

Eubulo. ¿Eso me dices? Espantado me dexas.

Oligides. Sábete que esto es lo que pasa; lo demás son ficciones.

Eubulo. Así lo creo yo, que bien me parecía a esta segunda Celestina no ser tan sabia como la primera; cierto, otra plática tenía la otra. Mas, dime, ¿quién es aquel mal encarado rufián que tiene esta tercera Celestina a cabo de su vejez?

Oligides. ¿Brumandilón dices? También te lo diré: éste es un gran fanfarrón que ha corrido todas las puterías; cuyo esfuerzo más consiste en feroces palabras que en el efecto de las armas. A prima faz espantarte ha, según echa fieros renega- do por aquella boca. A éste, Elicia, habrá ocho años, tomó por guarda de su persona, por que su casa no estuviese sin nombre y le acaeciese el desastre que a su tía vino, y también porque cada noche estudiantes le daban grita, y Brumandilón,

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como perro ladrador, los aventaba y oxeaba; en demás, que quiso guardar el consejo que cada día la madre prudente le daba, y se lo acordó al punto que había de morir, cuando, apremiada de los dos que la mataron, dixo : « ¡ Si aquella que allí está en aquella cama me hubiese a creído, jamás que- daría esta casa de noche sin varón ni dormiríamos a lumbre de pajas ! »

Euhulo. ¿Quién son dos mujeres galanas, las de los verdugados azules, que estaban anteayer a la puerta, pasando nosotros por allí?

Oligides. Dos sobrinas suyas, la más chica se llama Livia, la mayor Drionea, las cuales tienen por oficio remediar necesidades ajenas y socorrer a los necesitados y desatacados envergonzantes, y aun Drionea a las veces me muestra la mercaduría de la trastienda.

Eubulo. No mientes bellaquerías, que no se sirve Dios de ello.

Oligides. Alarga el paso, que nuestro amo, por más ayna que vengamos, dirá que hemos tardado.

Eubulo. A las cosas deseadas todo tiempo es prolixo, como a las odiosas breve.

ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA

Antes que llamen Eubulo y Oligides en casa de Celestina, se paran a la puerta a escuchar los castigos y reprensiones que da la buena madre a su sobrina Drionea. Eubulo, de muy sancto, quédase a la puerta y Oligides entra y, pasadas muchas cosas

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donosas con tía y sobrina, declara su embaxada. Pártese luego con él para hablar a Lisandro, el cual la recibe con grande ale- gría y le descubre su pasión. Vuelve Celestina a urdir su tela. Entretanto, Oligides va a llamar a Brumandilón, el fanfarrón en cuya encomienda estaba Celestina, para que le sea favorable. Queda Eubulo dando sus buenos consejos a Lisandro, poniéndole delante los peligros que de tales casos se suelen seguir, de los cuales y de su auctor el ciego amante se burla.

CELESTINA. DRIONEA. EUBULO. - POLO. LISANDRO. FILERÍN.

LIVIA.-

Oligides. ¿No oyes, Eubulo? Escucha, escu- cha; no llames.

Celestina. ¿Así, doña puta, meter habías en casa sin mi licencia el paje del Conde, que no tiene más de lo que trae a cuestas? ¡Mirad qué casas o alhajas o qué viñas o hogares la dexó su madre para que esté un momento ociosa sin ganar de comer! Loquilla, ¿parecióte galán?, ¿pagástete de su gentileza? ¡Pues de esa comerás! ¡Malograda de mi hermana, que buen siglo haya!: cuando fué moza como , cierto no atendía ella esas galanías o disposiciones: primero se informaba si eran hombres de caudal los que la festejaban, y, si eran tales, a todos les mostraba voluntad, ora fuesen feos, ora hermosos, ora viejos o mancebos; a los pelados, enviábalos a espigar. Tomaras, ¡maldita seas!, exemplo de nuestra vecina la Calventa, que primero recibe que da: si no traen dineros, que

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dexen prendas. ¿Dónde tenías los ojos ayer cuan- do la fuimos a vesitar? ¿No miraste la alhaja de atavíos, y la rima que tenía llena de decretos y Baldos y de Scotos y Avicenas y otros libros? Llevóos yo allá para que deprendáis y toméis avi- sos y doctrinas, porque más ven cuatro ojos que no dos, y éntraos por un oído y sáleos por otro. Castígame mi madre, y trómpoxelas yo. Otra dili- gencia que la tuya trae nuestra comadre la Pinta: en mi ánima, con el pie manda la justicia; que no se toma espada ni armas que no pasen por su re- gistro. ¡A osadas que por ti pocos ruidos y revuel- tas se levanten! ¡A mi seguro que no alborotes la ciudad con muertes, para ser sonada y conocida como la hija del mesonero! De otra manera cum- plen el sagrado evangelio Date et dahitur vobis nuestras amigas de la Claustrilla y las bagasas de San Cristóbal. Pues la amiga del cura Bermejo, ¿de qué ha medrado de pocos días acá?; el axuar y aparato de casa, ¿quién se lo dio? ¿Esto no lo ves tú? Mira que te mando que de hoy adelante no me entren en casa si no fueren clérigos, o nuestros confesores: ya me entiendes. ¿Piensas que estas del oficio que te he contado ganan a hilar o coser o labrar, las sayas de terciopelo, los monjiles de damasco, las saboyanas de grana fina, las gorgne- ras y cofias tachonadas con oro de martillo de muchas perlas y joyas, las gargantillas^ y collares de aljófar, los fermalles y joyeles, las axorcas y

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anillos, los zarcillos, las camisas y mangas de Ca- licud labradas a las mil maravillas? jA la he, enga- ñada vives si eso piensas! Vuelve la hoja, malvada perversa, haz libro nuevo, no muestres la pierna ni aun al duque que sea, si no traxere el dinero en la mano o buenas prendas. Cata que quien adelante no mira atrás se cae; cuando no pensares, te halla- rás vieja como yo, y si no tienes algún pegujal para sustentar la vida a la vejez de lo que ganares siendo moza, puédeste quedar a buenas noches. Sigue mi consejo, que más del mundo que tú, y donde el maravedí se dexa hallar, allí debes otro buscar, y no entre gente palada, que no tienen más de aquella compostura de fuera.

Drionea. ¡Así goce, madre Celestina, que no le abrí las puertas para ese efecto que piensas, mas para saber de mi primo, el hijo de Ponza, que está con su amo!

Celestina. ¡Ay, puta, mala rabia te entre por ese corazón! ¿Por eso le querías? ¿A mí, que las entiendo y he pasado por ello, quieres engañar? A perro viejo, nunca cuz cuz. ¿Qué hacíades en la camarilla del carbón, encerrados con aldaba y tranquilla? ¡Buenos traes los tocados de cisco!

Drionea. ¡Así viva yo, que por fuerza me me- tió dentro y cerró la puerta de golpe!

Celestina. Gente está a la puerta; acechando están los malogrados.=Bellacos, ¿qué escucháis? ¡Por el alma que tengo en las carnes, si con un

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palo salgo, las cabezas os quiebre! ¿No nos dexa- réis en nuestra casa vivir bien, escudriñadores de vidas ajenas?

Oligides. Tus devotos somos, señora.

Celestina. ¡Ay, maldito seas! Traidor, ¿tú eres? ¡Hija Drionea, en mis brazos le tengo el que deseabas!

Drionea. ¡Ay! ¡Ay! Déxamelo abrazar. ¡Ay! ¡Ay! ¿Es él o no? ¡El es! ¡Dame otro abrazo, mi rey! ¡A mi cargo que no holgarás tanto con mi vista como yo con la tuya!

Oligides. ¡Oh perla de quien el cielo se ena- mora, y yo con él!

Celestina. ¡Por tu vida, hijo, que hablábamos de tu descuido; que ni la ves ya ni la visitas! ¡Dolor de la que en ti confía! Yo la estaba reñendo por- que no te enviaba a llamar, que aquí se está sola todo el día ocupada en su labor sin maldita la recreación de hombre.

Eubulo. (¡Eso os falta, putas!)

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Drionea. Déxale, que es un desconocido. Mal me haga Dios si me contenta otro sino él: este co- razón se me alegra cuando lo veo, y él no hace más caso de que si nunca me conociera. Bien dicen que amores nuevos olvidan viejos: a osadas que bebes los aires por quien yo sé.

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Oligides. ¿Por quién he de yo penar sino por ti?

Drionea. A la he, por Carmisa.

Oligides. jHi, hi, hi!

Drionea. A la fe, digo la verdad. ¡Mirad por quién! ¡Donosa visión!

Celestina. Calla; que quien feo ama, hermoso le parece; hay ojos que de lagañas se agradan.

Oligides. No te enojes, mi Drionea.

Celestina. De mucho como te quiere, te pide celos.

Eubulo. ¡Oh putas, putas, el que no os conoce os compre! Por eso me voy, que quien quita la causa quita el pecado. ¡Jesús, ya me encendía! Lí- breme Dios de tentación maligna. ¡Ave María! ¡Ave María! Vade retro, Satana.

Oligides. Mas ¿qué es de la señora Livia, que no la veo?

Celestina. Arriba está con dolor de muelas.

Oligides. ¡Ah, señora Livia! Si os tienen ence- rrada por gran tesoro, razón es; mas si por otra cosa, injuria es que hacen a Dios en no dexar ver sus obras.

Livia. ¡Ay, cuitada! Métete en esa nasa, no suba acá el amigo de mi hermana.

Polo. ¡Mis ojos!, pláceme; no te congoxes;

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cubre el brocal con la manta o trastorna la nasa sobre mí.

Livia. Eso es mejor.

Celestina, No te responderá, que le duelen mucho.

Oligides. Pues, madre mía, toma el manto y vamos, que la cabeza de casa peligra y hay nece- sidad de ti.

Celestina. ¡Ay! ¡Dolor de la que no tiene que se cobijar!

Oligides. Pídelo prestado, y luego.

Celestina.— 'Ho estoy en barrio que sepan dar ni un jarro de agua.

Oligides. Ya te entiendo : toma señal , por que no pienses que serás burlada.

Celestina. ¡En el cielo sea pagado! Drionea, hija, daca ese bernio raído, pues no hay otro.

Oligides. Quede Dios contigo, señora; yo seré más contino en adelante.

Drionea. Sí: la semana que no haya viernes te esperaré.

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Celestina. ¿Qué mal es el de tu amo?

Oligides.— Arde en amores de Roselia y creemos que morirá si tú, que eres única en esto, no le re- medias.

Celestina. Gracias a Dios, hijo, que sus dones reparte por quien quiere: a unos da el don de pro-

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fetar, a otros de predicar, a otros de hacer mila- gros; a mí, de sanar enfermos.

Oligides. Por tanto se pone el pandero en tus manos, que lo sabrás bien tañer.

Celestina. Ni la gr aveza de la herida sufre excusa ni el precio de la cura menos valor por la bondad del cerujano.

Oligides. Dexa esos rodeos, que tu boca será medida de lo que pidieres.

Celestina. Bien es que me entiendas, que yo vivo de mi oficio: esta fué la herencia que me dexa- ron mis padres y mi tía, que Dios perdone, y, como sabes que este nuestro trato sea tan peligro- so, no queremos poner la mano en labor tan deli- cada sin ver el por qué; que cada puntada nos podría costar la vida si no fuese por nuestras bue- nas diligencias; aunque caro le costó a mi antece- sora la negra cadenilla: que habiéndose librado del toro, cayó en el arroyo; huyendo un peligro, cayó en otro; libróse de Pleberio y vino a dar en las manos de aquellos malogrados que bien escotaron la tercera parte con la vida. Si en estos pleitos me he de ver con vosotros, dende agora me tornaré a mi casa y me despido de entender en ello; que más quiero poco con seguridad, que mucho con temor de perdello.

Oligides. Buena pro te haga lo que mi amo te diere, que ni yo seré a estorballo ni menos después de dado te ladraré por parte o partecilla. Allá te

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aven con Dios, y entremos, que abierta está la puerta.

Eubulo. Señor, aquí viene Celestina.

Lisandro. ¡Oh hombre sin comedimiento! ¡Co- rre, baxa, dale la mano y dile que suba su mer- ced!

Eubulo. No es mujer de tanta cuenta.

Lisandro. Do consiste mi bien todo y mi reme- dio, ¿dices no ser señora de cuenta y de mucha honra?

¡Señora mía, señora Celestina, dame la mano, que es agrá la escalera, ayudarte he!

Celestina. ¡Atan chico santo no tanta fiesta, mi señor!

Lisandro. Pon dos coxines aquí a la señora. ¿No vienes, rapaz? ¡Ah, rapaz! Dale dos bofetadas, Eubulo.

Filerm.—\Ay\ ¡Ay!

Lisandro. Ha sido tan deseada tu venida, ma- dre mía, que bien se puede decir que nunca mucho costó poco. Siéntese. Ya sabrás que Amor, viendo embelesados mis ojos en la contemplación de la más hermosa que todas las mujeres y desplegadas las velas de mi deseo en pos de su fermosura, me puso en tal estrecho, que si en esta mi cuita no me ayudas, por mejor tengo la dichosa muerte, que todos los trabajos ataja, que no la desesperada

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vida donde las sombras de mi tristura se engran- decen y espesan.

Celestina. Señor, con pequeño trabajo no se alcanzan grandes cosas, que por eso dicen: «No se toman truchas a bragas enxutas.» Todo eso es me- nester que sufras por el bien que habrás tras el mal de la pena que agora padeces.

Lisandro. Dichoso sería yo, madre, estar de- bajo de la bandera de tantas pasiones, si consi- guiesen la victoria que tu palabra promete.

Celestina. Por poco que me des, mi dicho habrá su efecto.

Lisandro. Toma esta esmeralda, y con ella reci- be mi voluntad, y no mires al don, sino al dador, que mayor deseo le queda que poder tiene para gratificar tu trabajo.

Celestina. ¡Dios te tanta parte en el cielo como mereces en la tierra; que tu larga franqueza pone silencio a mi lengua a darte las gracias por tan crecida y sobrada merced! Y duerme descui- dado, que yo soy Celestina, que en las duras peñas hago camino, y con hucia desto descansa, y quede Dios contigo.

Lisandro. i Y él guíe t u reverenda perso- na!

¿Pareceos, hermanos, que lo hará bien esta í(t mujer?

& Oligides. ¡Y cómo! Aunque tu amor fuese fin- fc

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gido, ella le haría parecer verdadero; que en esto tiene las veces de natura, en suplir sus defectos y necesidades. Solamente es menester que hables a Brumandilón, que es un descarado rufián que tomó la vieja por su guarda, temiendo el desastre de su tía. Este, aunque aprovechar no te pueda, pero puede dañar estorbando lo que a remediar no basta; que si ve tantico peligro en el negocio, por- que a él no le quepa parte persuadirá a Celestina que en ningunas maneras se meta en danza de espadas, de las cuales él a sabor blasona, siendo como trueno, que espanta y no hace mal.

Lisandro. Tráemelo luego acá, que yo le haré mudar de propósito; que, en semejantes personas, dádivas rompen peñas, y lo que temor acobarda, avaricia incita. ¿No vas?

Oligides. Voy.

Lisandro. Y tú, ¿no vas con él, Eubulo?

Eubulo. Suplicóte, señor, rae escuches una pa- labra.

Lisandro, Di, y con brevedad. (¿Qué querrá este necio, que ya me amohina?)

Eubulo. Señor, en todas las cosas sabiamente ordenadas, el deliberar es primero que el disponer; porque en lo primero hay enmienda, en lo segun- do arrepentimiento. Así que, en las cosas que mu- cho va, los sabios y cuerdos toman consejo, por que después no se arrepientan de la errada delibe-

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ración. Mira que las virtudes con dificultad se ganan y con facilidad se pierden; si agora aflojas y sueltas la rienda al apetito y lo desenfrenas, tarde lo tornarás en obediencia.

Lisandro. ¿Has dicho, cuerdo?

Eubulo. Dixe, aunque no todo lo que quería.

Lisandro. ¡Pues vete de ahí, necio, que eso yo me lo sabía, y cierra esa puerta!

Eubulo. (¡Malaventurado de hombre que en- tiende y no obra! ¡Oh, Lisandro, Lisandro, prosigue en tu locura, que te verás en mucho tiempo de arrepentirte y en poco lugar de remediarte!)

ARGUMENTO DE LA QUINTA CENA

Píntanse muy al natural los fieros de Brumandílón y la desorde- nada avaricia de los alcahuetes. Lisandro toma por tercero a Brumandilón para con Celestina en sus negocios, a lo cual se ofrece este fanfarrón, vencido con los dones de Lisandro.

BRUMANDILÓN. CELESTINA. OLIGIDES. EUBULO.

LISANDRO.

Brumandilón. ¡Oh, pese a Tal! Como, a las ve- ces, de los flacos animales los más fuertes son opri- midos (que una pequeña víbora con su veneno mata un gran toro, y un suzuelo ratón pone espan- to a un poderoso elefante) ansí esta desventurada vejezuela con sus amenazas quiere acobardar la

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fuerza de mi poder. ¡Descreo de Tal, con la puta! ¡Que haya yo corrido la casa de ceca y meca, y los cañaverales y los olivares de Santander * y pasan ya de cien mujeres las que me han sustentado en mi estado y honra en públicos burdeles y todas me han tenido acatamiento con obediencia, y que esta hechicera al cabo de mi vejez, después de traídos treinta años los atabales a cuestas, burle de con menosprecio! Pues yo juro por el dorado chapín de la Magdalena, que, aunque más fieros me haga con los criados de Lisandro, de todo lo que ganare ha de partir conmigo la mitad; que no en balde pongo mi vida a riesgo por ella; y, si porfía en sus trece, no es mucho que la mate, según soy de esta hechura. Ya se me ha escapado de buena cuando con mi pesada mano le di tal torniscón que los dientes le quebré en la boca bañada en sangre; y voto a la sancta Letanía, que si un poco más exten- diera el brazo, colmillos y muelas todo iba al suelo. Por el fuerte y galano arnés de San Miguel Ángel, si se me antoja, a papirotazos le quinte los dientes como a falsaria. Según soy derrenegado y en mis hechos crudo, en punto estoy de tomar la mi porra

* La misma rufianesca frase se lee dos veces en la Segunda Celes- tina:

tPandulfo. ... ¿No sabes tú, señor, que teng^o yo corrido a ceca y a meca y a los olivares de Santander, y que dónde roye o puede roer el zapato?» (Pág. 174.)

*Pandulfo. ... ¿Agfora la quiere casar, después de haber corrido a ceca y a meca y a los olivares de Santander?» (Pág. 192.)

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y machacarle aquella cabeza y enviarla al infierno en compañía de su tía. ¡Venga después la Justicia con sus porquerones a prenderme, que no creo en quien me engendró si no granizo más cuchilladas sobre ellos que Dios si tiene qué! ¡Voto a Dios, a todos, sin excepción alguna, haga piezas si me eno- jan, para hacer cazuela de ellos, y de sus huesos escarbadientes! ¡Hi de puta, qué hombre yo, para que rey ni roque tenga que ver conmigo! Mas, ¿qué me detengo, y no voy a arrancarle la alma de las carnes, o que me parte de la ganancia? ¡Ta!, ¡ta!, ¡ta! ¡Abrios, puertas!

Celestina. Ya viene el loco de casa.

Brumandilón. ¡Si no fuese porque la fortaleza sin prudencia es habida por temeridad, luego en esta hora te enviaría a cenar con Plutón! ¡Si quie- res enfrenar el furioso brío de mis desapoderados golpes y que no descarguen sobre ti, daca luego la mitad de lo que te dio Lisandro, que todo lo he sabido; donde no, dime si estás confesada!

Celestina. Si supieses que pocos son los que se han perdido por callar, y muy menos los que se han ganado por mucho hablar, holgarías de echar una mordaza a la lengua; cata que quien amenaza, una tiene y otra espera; nunca las pala- bras soberbiosas hicieron a los hombres bienaven- turados.

Brumandilón. Mi dicho es mi hecho, y mis ha-

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zanas tan espantosas son de oír como monstruosas de ver; que hágote saber que yo soy hombre que lo que decir con verdad, lo executar con las armas.

Celestina.— CaWa, desconcertado relox; que más son los amenazados por ti que no los heridos.

Brumandilón. Agora lo veremos si lo que haré será prueba de lo que digo. ¡Daca lo que te dio Lisandro; si no, con este mi puñal te escarbaré el hondón del corazón!

Ce/esí/na.^-(Quiérole dar parte de las doblas; que lo principal yo me lo callaré. ¡No haga algún desatino este lebrón, como el judío afrontado!) ¡Ay, sancta Catalina! ¡Apártate allá! ¡Mete el pu- ñal! ¿Tómete por defensión y eres mi ofensión? ¡Crío cuervo que me saque el ojo! ¡Tómatelo todo para ti y nada para mí, que yo soy como la cabra que parió para el lobo, como la ave curruca que cría y mantiene hijos ajenos, o como la gallina que con mucho sudor saca pollos de huevos ajenos! Ya pensé que esto no sabías; pero amores, dolores y dineros mal se pueden encubrir.

Brumandilón. Todo eso y más me debes, pues por ti asaz veces asiento la vida al tablero, en ven- tura de perdella; que, ¡juro a Tal!, la fortaleza en los hombres muchas veces es causa de su muerte. Dígolo porque anteayer por salvar tu fama perdiera mi vida, por confiar mucho en la virtud de mi es- pada; que como toro agarrochado en el coso, me

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entre siete que en ti pusieron lengua; si no, mira mi capa arpada y el broquel con trescientas pica- duras; pero todavía mi blanca espada hizo lugar: los cuatro se me escaparon por pies; a los tres dexo descalabrados; al uno de ellos, si no traxera cax- quete de Calatayud, con el poderío del golpe le hendiera la cabeza fasta los hombros, pero no le entró sino fasta la piamáter.

Celestina. Con todas tus bravezas y fieros no osaste levantar el gaje, del suelo, que en desafío te echó el escudero de Chremes, cuñado de Alisa, madre de la malograda Melibea.

Brumandilón. ¡Oh! ¡Cómo la mala fama vuela como ave y corre como moneda, y la buena se queda en casa por conseja detrás del fuego! Quien te dixo eso ¿no te contó los espaldarazos que le di un día antes? ¿Pues había de aflixir al aflixido? ¿No vistes contra quién había de mostrar mi ira y ar- did? Eso fuera, para los que lo vieran, otro espec- táculo cual fué el del escarabajo con el águila, o de la hormiga con el león, que no me estuvo bien, pues señal es de grande cobardía acometer a los menores y a los que poco pueden. No quiero ensu- ciar mis manos en tan flacos hechos, porque a tan gran corazón como el mío grandes hazañas son menester para que, vencidas, se cuenten por aven- tajadas entre las que hicieron los claros y ilustres varones.

Celestina. Pasos oigo; acá suben; no quién

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es. O amigo, o enemigo, o malcriado es, pues sube sin llamar.

Brumandilón. ¡Oh! ¡Por Dios que lo segundo es! ¡Méteme en la camarilla de las hierbas! ¡Cierra, cierra- presto con llave por de fuera!

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Celestina. Zancadillas va dando el diablo azo- tado; el judío lleva en el cuerpo.

Oligides. ¿Qué alboroto éste, madre?

Celestina. Calla, calla, que mi negro duelo se escondió de ti, pensando que eras el escudero con quien hubo palabras. muda el tono de la voz y finge que lo buscas para matar, que el miedo hará que no te conozca, perturbando su juicio con tropel de fantasías imaginadas; que bien es que a este ba- ladren la experiencia del temor castigue la feroci- dad de sus arrufianadas palabras y fieros hinchados.

Oligides. Comienzo, aunque otra cosa le que- ría.=Di, señora: ¿tienes acá a Brumandilón, que, ¡por vida de Tal!, si aquí está, luego sus maldades y su vida acaben juntamente?

Celestina. Por cierto, señor, dos días ha que no le he visto.

Oligides. Dime la verdad.

Celestina.— \Y Jesús! ¿Había de mentir?

Brumandilón.— ¡Oh desdichado de mí! ¡Muerto soy si las puertas quiebran!

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Oligides. ¡Que no te creo! ¡Que quien una vez miente, no se le ha de dar más entera fe! Ya me mentiste el otro día negándomelo; por ende, dá- melo acá si no quieres haber el mesmo fin que a él espera.

Celestina. Afortunada yo, que no del; y por que lo que digo sea testimonio de mi verdad, toma las llaves de las cámaras y búscalo.

Brumandilón. (¡Ya, ya no espero más vivir! ¡Señor, perdona mis pecados! ¡Santo Dios! ¡Ya abre! ¡Credo!)

Oligides. ¡Ah, cuerpo de mí! ¡Brumandilón! Quien quiere ser temido, forzado es que tema.

Brumandilón. ¡Por el santo Martirolojo de pe a pa, si no tuve por muy averiguado, cuando me es- condí, que el Corregidor me venía a prender por ciertos palos que di la noche pasada, y que dexaba en celada su gente y él subía quedito por tomarme desapercibido de mi broquel y espada! Y aun, ¡voto a Tal!, que no envíe sus justicias a mí; él en persona viene a buscarme, porque sabe que ningu- na otra vara obedezco sino la suya. Y si quisiese también ir contra él, podía despedazar a él y a los suyos; que un día me amostazó las narices, y no qué mala respuesta le di, y disimuló, y tuvo por bien de sufrirme. Por agora, por mejor tuve retraerme que no hacer un hecho sonado, por donde la ciu- dad se alterase y viniese a oídos del Rey. Pero

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después que sentí no ser el Corregidor, de coraje reventar quería en no poder salir; de buena te escapaste; que como los primeros movimientos no sean en nuestra mano, pudiera ser que, sin mirar, súbitamente te barrenara con una estocada teme- rosa o tendiera con un tiro mortal. ¡Da gracias a Dios, que de buena te libró!

Oligides. Así las doy; y toma la capa, que Li- sandro, mi señor, te llama.=Y adiós, Celestina, y no descuides el negocio; que ya sabes que la luenga esperanza aflixe el enamorado corazón, y más el de mi amo, que le hierve.

Celestina. Vete, que en cuidado me lo tengo.

Brumandilón. Hermano Oligides, bien creerás que si tu amo no fuera, que no me tomara allá aunque enviara otras cien veces a llamarme; treinta caballeros en persona me vienen a buscar y me sacan de mi casa importunado, o para afrontar nobles, o castigar ruines, o cruzar caras de putas, o terciar en hacer amistades, porque no hallan otro más aparejado y dispuesto, ni más diestro en caso de refriegas. Y esta es la causa por que estoy huido por los rincones; que quien crueza hace, su peligro busca: de justicias digo, o, por mejor decir, de sus palillos, que a otra persona no temo; que quien de armas se precia, como yo, con razón nin- gún otro peligro debe temer.

Oligides. Adelantóme, y aguarda en este portal.

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Brumandilón. Así lo haré.

Oligides. Señor, aquí viene conmigo Bruman- dilón. Despacha con él lo más ayna que pudieres; no le des lugar a que meta más palabras de las que él suele fuera de todo propósito, que en historia no habrás leído tan gran fanfarrón. Su persona espan- tarte ha: los fieros, como los quisieres; los hechos, por el cerro de Ubeda.

Lisandro. Dile que entre.

Oligides. Entra, Brumandilón, y sigúeme.

Brumandilón. Las manisicas de tu merced beso.

Lisandro. Bien seas venido, Brumandilón ami- go. Tu favor y ayuda he menester.

Brumandilón. Señor, no pases más adelante; que, ¡juro a la serpentina vara de Arón y Moisés!, si es para desafío, o afrenta, o matar alguno, antes será hecho que mandado; que la muerte tengo por vida, en tanto que sea en tu servicio; cuanto más que estas son mis misas y mis pasatiempos: no creo en quien me parió si sueño puedo dormir que bien me sepa si no he con mi espada hecho riza de broqueles, o arpado gestos, o cortado miembros, o he molido a palos los alguaciles. Pues si esto me quieres, dime luego las personas que te han eno- jado, que bien pueden doblar por ellos.

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Lisandro. Agradezco tu animoso ofrecimiento; que tu denodado semblante da a entender mucho más de lo que dices.

Brumandilón, Y cómo, señor, di.

Lisandro. Pero para tales casos mi gente basta.

Brumandilón. Anda, señor; que más hace la virtud que la muchedumbre.

Oligides. (¡Maldito seas, fanfarrón! ¡Quién te patease! ¡A mi seguro que no tovieses los pies tan ligeros para huir como la lengua para blasonar!)

Lisandro. Otra cosa te quiero, y es que Celes- tina entiende dar remedio con su buena maña a mi fluctuoso tormento, que la hermosa Roselia me causó desde el día que la vi.

Brumandilón. ¡Ya, ya; no me digas más!

Lisandro. Oyete, que no es lo que piensas; torna acá. Lo que quiero rogarte es, pues tienes tanta cabida con Celestina, que no sólo no impi- das o estorbes la cura mía que de ella espero, mas la importunes que en esto ponga particular diligen- cia, y si fuere menester se lo mandes, que ni quedarás quexoso ni ella mal pagada.

Brumandilón. ¡Por la clavazón de las puertas celestes, aun todavía el corazón me da latidos y el brazo me tiembla de lo que entendía facer si me mandaras que sacara a Roselia por fuerza de armas y la entregara en tu poder! Y holgara dello, por que conocieras quién es Brumandilón; que en los peligros se muestra la bondad del esfuerzo. Des-

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Otro, pierde cuidado que no quedará por negligen- cia de Celestina, ni menos yo impidiré cosa que toque al menor pelo de tu servicio; antes seré en acrecentallo. De la mi vieja te decir que habla- lie más de una vez en su oficio es dar de espuelas al que corre y despertar al que vela. ¡Así den di- neros, que bailaremos todos; que todas cosas obe- decen a la pecunia!

Lisandro, ¡Corre, Eubulo! Saca de mi recáma- ra seis canas de raso carmesí y la mi capa de grana, y dáselo a Brumandilón.

Eubulo. ¿La de fajas, señor?

Lisandro. Esa o esotra.

Brumandilón. Si las gracias de tan pujantes mercedes te hobiese de dar, antes fallecería tiem- po para decir que palabras para satisfacer; pero a las obras me remito, con las cuales adelante, como criado tuyo entiendo servirte; que no en balde te he señalado por mi señor, pues tan en derredor miras mi provecho y honra.

Lisandro. Que no se dilate mi vida o muerte, pues es más pena aguardar que recibir la rigurosa sentencia.

Brumandilón. Todo lo dexará y el tu negocio será el primero que despache, aunque otros del mesmo jaez en cuantidad y calidad traía ya entre manos con adelantada paga.

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Oligides. Pagado y repagado está.

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Brumandilón. ¿Qué le dio?

Oligides. ¿Qué le dio? Una medalla con un cerco de oro, y en ella una esmeralda con una es- cultura de Júpiter como deciende a juntarse con Dánae convertido en lluvia de oro, de harta estima y valor.

Brumandilón. ¿Eso pasa, y encubriómelo la puta vieja? ¡No paro más aquí! Quedaos adiós, señores compañeros.

Oligides. No le digas que yo te lo dixe.

Brumandilón. No diré.

Eubulo. (Caro le costará la fruta de postre en el banquete de sus amores, pues tal comienzo tiene la comida. ¡Todo para alcahuetas y mandiletes y fementidos lisonjeros; nada para fieles sirvientes! Mundo es que corre: unos por buenos se pierden, otros por malos se ganan.)

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ACTO SEGUNDO

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ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA

Tómanle ansias de muerte a Celestina por la dificultad del nego- cio encomendado; mas, considerada su destreza y el aparejo que en todo hay, delibera de ir a hablar a Roselia so color de su oficio, corredora por maneras exquisitas. Es cosa de reir ver los negocios que dexa encomendados a su sobrina Drionea. Al fin, ida la vieja, despide Livia a Polo, su amigo, y entra Esclaravel a Drionea, su querida.

CELESTINA. DRIONEA. BRUMANDILÓN. POLO. LIVIA. ESCLARAVEL.

Celestina. Antes que tome el camino para casa de Roselia, quiero en la mía bien pensar con repo- so lo que le he de decir, y con mucha cautela pro- veer con qué oro doraré la pildora, en qué copa dorada disimularé esta purga, con qué sobrehaz azucarada cubriré el acíbar, con qué dulzor sabo- rearé la amargura de estas mis confaciones, con qué cebo esconderé el anzuelo; finalmente, cómo ocultaré y descubriré una mesma cosa, qué mañas y modos tendré para celar mis ardides engañosos

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y manifestar mi intención, que me entienda y no me entienda, que quiera enfadarse y no pueda. Gran prudencia y saber, gran sagacidad y astucia has menester aquí, Celestina, y después de esto mucha serenidad en el rostro, mucho reposo en la persona, mucha templanza en la plática, para que no saque por puntos la malicia de mi embaxada. ¡Ay, Madre de Dios, y qué sudores con ansias de muerte rodean mi corazón! En pensar en lo que me he metido, las piernas se me cortan y la sangre me desampara. Escarmentada había ya de estar de las veces que he sido empicotada y azotada por este mi oficio en muchos pueblos de Castilla, y no me viniese más mal; que fructa común es de Bru- mandilón y de traer las espaldas pintadas con bandas de color purpúreo y las cabezas con mitras y rocaderos. jGuay de la que se pone a perder la vida! En mi seso me estaba yo en dejar este trato, si la maldita y insaciable codicia del más haber no me venciera; mis ganancillas ciertas tenía por otra parte en dar medicinas a las doncellas, que no paran; a las casadas, bebedizos que den a los ma- ridos por que no sientan los cuernos que a vistas ojos sus mujeres les ponen, evitando rencillas cor- nudales; a los mancebos mayorazgos, bocados con que maten sus mesmos padres, porque los muertos abren los ojos a los vivos que deseosos estaban de heredar; a las enamoradas, bienquerencias y polvi- llos que atrayan a su amor a los canónigos y racio-

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ñeros más mozos y francos; a los honestos, man- dragora y granos de helécho con que puedan entrar y salir do quisieren sin ser sentidos; a los amantes, hechizos de cabello o cordón con que hagan que sus amigas les amen, y aborrezcan el que amaban y amen el que aborrecían. Y si de este oficio usar no quiero por ser también peligro- so, loores a Dios que no se concluyó ni encerró en él mi saber: que lapidaria, herbolaria, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, perfumera, co- rredora, melecinera, partera y un poco física soy; entre dueñas y señoras, entre doncellas y casadas, entre monjas y frailes, entre clérigos y abades suelo yo tratar; todos me han menester y todos me conocen, y todos vienen a para que remedie sus necesidades; no parece mi casa sino botica, ansí unos entran y otros salen cargados de medici- nas, que no piden cosa que no esté en la camarilla que me dexó mi tía, que buen siglo haya, en el testamento: ahí tengo los perfumes que falseaba, los afeites que conficionaba, las aguas de rostro que hacía, y otras aguas que sacaba para oler, los zumos con que adelgazaba los cueros, los untos y mantecas que tenía y los aparejos para baños y lexías, los aceites que sacaba para el rostro, y otras muchas cosas que con mi buen trabajo y pro- pio sudor y mayor experiencia he yo adquirido, conviene a saber: hieles de perro negro macho y de cuervo, tripas de alacrán y cangrejo, testículos

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de comadreja, meollos de raposa del pie izquierdo, pelos priápicos del cabrón, sangre de murciélago, estiércol de lagartijas, huevos de hormigas, pelle- jos de culebras, pestañas de lobo, tuétanos de garza, entrañudas de torcecuello, rasuras de ara, ciertas gotas de olio y crisma que me dio el cura, zumos de peonia, de celidonia, de sarcocola, de tryaca, de hipericón, de recimillos, y una poca de hierba del pito que hobe por mi buen lance; tengo también la oración del cerco, que no tenía mi tía, que Dios haya, que es esta: avis, gravis, seps, sipa, unas, infans, virgo, coronat; y si todo lo de mi tienda hobiese de contar, sería cosa para nunca acabar. Desdichada de mí, este oficio me bastaba; éste mantiene mi casa, sustenta mi honra y me hace ser temida y acatada de todos, y afama mi nombre por la ciudad, que nadie hay que me vea que no me llame « madre » acá, * madre » acullá; el uno me toma, el otro me dexa, el Vicario me con- vida, el Arcediano me llama; que ningún señor de la Iglesia me ve que no quiera ganar por la mano cuál me llevará primero a su casa. ¡Tristes de mis días si no salgo con la empresa! Si no doy buena cuenta de en estos amores, ¿que será de mi creencia en que me tiene el pueblo? Desconfiarán de mis artes, aborrecerán mis caracteres y pala- bras, escupirán, escarnecerán de mis supersticio- nes, chufarán de mis cerimonias, burlarán de mis encantamentos, no darán más crédito a mis agüe-

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ros; todos de hoy más me denostarán con baldo- nes, chufas, escarnios, injurias, silbos, ultrajes, risas, desdenes, burlas y con otras palabras injurio- sas, y ninguno vendrá más a mi casa; los niños por las calles irán en pos de diciendo puta, hechi- cera, vieja, falsa, malhechora, mondaria, burladora, rabosa, zancajosa, trotaconventos, saltabardales, encorozada, azotada, perfiletada, alcahueta y otros muchos ignominiosos nombres; finalmente, que de todo mi estado caeré, y de la opinión en que esta- ba puesta. íYo me tengo la culpa, que quise tomar mayor peso del que podía llevar, y así al cabo caeré con la carga! ¡Mal hice, a la verdad, en no mirar bien la calidad del negocio antes de aceptar la demanda de Lisandro! ¡Cierto, cegóme la canina hambre y sed grande y hambrienta codicia de las preseas y riquezas que de ahí esperaba! Mas ¿quién soy yo, a quien temor o cobardía ponga espanto en las cosas de mi oficio? ¿Yo no soy Eli- cia, la sobrina de Celestina, la que heredó nombre y fama y hechos de la mesma? ¡Sé que Elicia soy, la insigne alcahueta, la famosa hechicera, la sabia ni- gromántica! ¿Qué denodadas palabras, qué fieros o ademanes de rufián, qué amenazas de muerte, qué rigurosos trances, qué peligros inminentes jamás a atemorizaron? Veamos: ¿Roselia no es mujer? Sí; luego liviana; que las mujeres somos como veletas, que, con poco aire, volvemos a todos vientos. ¿No es moza? Sí; luego de enamo-

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rada voluntad y lascivos pensamientos; que los aguijones de la carne, y más, nueva, algo le move- rán a que condecienda a mi petición. ¿No es her- mosa? Sí; luego no casta; que pocas veces castidad y hermosura caben en un objeto. ¿Pues Lisandro no es gentil hombre, dispuesto y galán? ¿No es mancebo de noble linaje, dotado de muchas gra- cias, de linda crianza, bien hablado, generoso, franco, aparentado? Sí; luego sobre seguro voy; que estas cosas mucho hacen al caso para que en Roselia con más facilidad prenda su amor. ¿Quién tengo de mi parte? ¡Al amor, que todas las cosas vence! ¡Al amor, que seso y discreción trastorna! ¡Al amor, que saltea los monasterios, escala los muros, rompe las paredes, mina los encerramien- tos, asierra las rejas, trepa por las ventanas, enciende los castos, altera los devotos, espanta los sanctos! ¡Encomiéndome a mis familiares. Lucifer, Astaroth, Arangel, Beiiath, Sathan, Bercebuth, Balan, y a Rescoldapho, el mi buen amigo, prínci- pes de los demonios, que me den buena mandere- cha a lo que voy! ¡Sólo os suplico, mis buenos ada- lides, perturbéis la fantasía de Roselia con deseos luxuriosos y cebéis sus pensamientos con tizones de amor; yo soplaré con mis fuelles el fuego y ati- zaré las ascuas, que la quemen viva!

Drionea. Madre.

¡Drionea, hija!

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Celestina. Si viniere de mucha priesa la despo- sada que hice haber aquel hijo del racionero, en el tabladillo hallarás la cazuela pintada de los virgos: toma de ahí lo que sabes, y restaúrale la flor per- dida, ni más ni menos de como me lo viste hacer a la que estotro día se casó con el carpintero; y si estoviere muy abierta, cúrala con punto, muy sotil- mente. Y si viniere también la mujer del cordonero por los bebedizos, en el barrillejo de barro los ha- llarás; dáselos, y que los polvorice con un poco de solimán molido, y dile que han de ser nueve cande- lillas de cera las que me dixo, pasadas las doce de la noche. Y no te olvides de lo que has de hacer con la manceba del canónigo mozo, la que tuvo presa el Obispo por el oHo.

Drionea. ¿Qué respuesta daré a Sigiril, escu- dero de Felides, si te buscare, que ayer vino acá y no te halló?

Celestina. ¡Dile que se vaya con Dios o con el diablo; que no soy yo casamentera, ni menos es ese mi oficio! Allá a la amiga de mi tía vaya él con esas embaxadas, o a los parientes de Polandria, que concierten el casamiento; que para ese caso no es menester el estudio de mis artes, ni mucho menos que mi tía resucitara o apareciera, como holgaron de mentir. Dame acá esa ropa blanca que me encomendaron que vendiese, de aquella señora malograda que murió los otros días; y no saques sino lo más rico y vistoso: esos gorjales aljofara-

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dos, esas cofias estampadas, y todos los deshilados y cosas hechas de red de oro y seda; que lo quiero llevar a parte donde no se perderá nada en ello; que buena manera será esta para entrar en casa de Roselia, pues soy corredora.

Drionea. Toma.

Ce /esíma.— Cierra esas puertas, y di a esos que se levanten, que ya es medio día, por que tenga esa necia espacio para tocarse.

Drionea. diré.

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Bmmandilón.—Trapy trap, trap. Putas, abrí.

Drionea. (Putos días vivas.)

Brumandilón. ¡Abrí presto, no me hagáis arro- jar las puertas por el suelo de otro par de po- mazos!

Drionea. ¡Ay, santa Catalina! ¿No nos darás huelgo? ¡Veréis qué encapotado viene!

Brumandilón. ¿Qué es de la vieja ruin, que no creo en Tal si no hago con ella un hecho hazañoso que sonado sea? ¿Dónde está?

Drionea. Es ida al negocio que sabes.

Brumandilón. Aquí la aguardo; que o ella me dará la medalla o me ofrecerá la vida.

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Drionea. Ce, ce, señor Polo, ¿quieres salir, que Brumandilón sentado está en el poyo de la puerta?

Polo. ¡No por Dios! Que quedé dalle unos di- neros que me pidió, y no los tengo.

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Drionea. Pues vente conmigo, que por los co- rrales te irás.

Polo. Amores, ¿vendré acá a la noche?

Livia. No, por tu vida; no te haga mala la salud.

Polo. Pues mándame.

Livia. Que no te olvides de las mangas de aguja coloradas.

Polo. ¡Y aun perfumadas te las prometo!=Se- ñora Drionea, encargóos a mi Livia, que no la ha- ble otro, pues yo la sustento.

Drionea. Ay, señor, no digas eso; que, ¡vive Dios y reina!, otro hombre no la habla en esa parte sino tú. Es muy salada rapaza y vergonzosa, y quiérete mucho.

Polo. Con esa confianza me voy.

Drionea. Pierde cuidado, y salta por este lugar, que está más baxo.

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Esclaravel. ¡Ce, ce, señora Drionea! ¿Puedo entrar seguro?

Drionea. ¡Trepa quedito! ¡No hagas ruido!

Esclaravel. ¿Está allá la vieja?

Drionea. No; daca la mano.

Esclaravel. Acá estoy. ¡Bésame!

Drionea. ¡Ay, putillo!

Esclaravel. ¡No pude más! ¡Está queda!

Drionea. Gallito, ¿no olvidas tus mañas? ¡Don- dequiera que me tomas, ora en público, ora en se- creto, no miras más! Subamos arriba, no nos tome

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Celestina en el hurto, como me contaste que Vul- cano tomó a Mars y a Venus.

Esclaravel. Vamos.

Drionea. ¡Ay, bellaquillo! ¿Quitándote vas las agujetas?

Esclaravel ¡Sí, par Dios! ¡Sube presto!

ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA

Con encubiertas de gran artificio habla Celestina a Roselia con muy poca ayuda de la vecina , y, acabado con ella que siquiera se vea con Lisandro, se despide; Roselia finge que está mal dis- puesta; Melisa, su doncella, entiende todo el hecho.

CELESTINA. MARIBAÑEZ. MELISA. ROSELIA.

Celestina. ¡Ay, Dios! ¿Es aquella que veo ir por la cuesta arriba, Eugenia, la madre de Rose- lia? Ella es. ¡Por los santos de Dios, bien está! ¡Todo se adereza! ¡Alégrate, Celestina; que el pre- cio de la ropa blanca será la sangre de aquella inocente! ¿Llamaré? ¿Pregonaré mi axuar? Mejor es allegarme a aquella vecina con quien me entien- do, la que yo encubrí con el abad en mi casa asaz veces; ahí fingiré que vendo cotones de Valencia, y ella, por vía de vecindad, puede llegarse a Rose- lia, si quiere comprar algo de esto; que, viendo la curiosidad y valor de todo ello, como muestra estar hecho con sotiles manos, no dexará de lla- marme y yo entrar segura.=¡ Señora amiga. Dios mantenga!

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Maribañez. ¡Oh, madre Celestina, seas muy bien venida, que deseo tenía ya de te ver!

Celestina. Calla, que mañana nos veremos más despacio. Agora óyeme dos palabras: has de sa- ber que con achaque de trama vengo a buscar la hija de nuestra ama Eugenia, que me lo encargó mucho aquel caballero que fué mantenedor en las justas pasadas, y así me lo paga, cierto, mejor que me lo pagó el abad cuando andaba tras ti y te hablé en ello.

Maribañez. ¡Mucho va de Pedro a Pedro!

Celestina. Por tanto, pues eres vecina, llégate ailá y diles si quieren algo de esto; que en la mes- ma moneda te lo pagaré cuando no catares.

Maribañez, Que me place en buena fe.

Ta, ta, ta.

Melisa. ¿Quién está ahí?

Maribañez. Doncella, decí a la señora moza que está aquí la corredora, que me vendió unos volantes y trae cosas muy galanas y ricas de ropa blanca; si quiere algo su merced.

Melisa. diré.

Roselia. ¿Quién es. Melisa?

Melisa. Señora, una mujer que trae lindas co- sas a vender, y obras tan bien labradas que parece que así se nacieron; allí viene una gorgnera muy polida: suplicóte, señora, me la compres.

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Roselia. Dile que entre en ese portal; yo me pararé a la ventanilla de la escalera.

Melisa. Tía, entra, que ya baxa mi señora.

Celestina. Pues vete, amiga, y, como te digo, para traerle a tu amor, úntale las manos con aquel sebo de cabrón cuando entre burlas y veras se las tomares, y di estas palabras que te he dicho, que son muy aprobadas.

Roselia. Vieja honrada, muéstrame eso que traes.

Celestina. Ángel mío, no lo verás bien, que está el portal obscuro; espera, que yo subiré allá.

Melisa. (Toma, por ahí ella se entremete donde no llaman.)

Roselia. Guarda esa puerta, Melisa, y avísa- me si viniera mi señora madre.

Celestina. (Todo viene a pedir de boca. Con pie derecho salí de casa, sin ver ave que denotase mal acaecimiento. Sola la tengo, sin testigos de mi mensaje.)

Roselia. ¿Qué hablas, madre, entre dientes?

Celestina. Señora hija, acabo tres cuentas de mi rosario que me falta de rezar por los que están en pecado mortal; que primero nos conviene bus- car el reino de los cielos y después entender en estas cosas momentáneas cuanto basta a la nece-

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sidad de aquesta miserable vida; lo demás, super- fluo es y lleno de congoxas y zozobras.

Roselia. Por mi salud, madre, que aciertas; que al fin vana cosa es amar con desorden lo presente y no tener ojo de ir allí donde es el gozo perdu- rable.

Celestina. ¡Ay, mi señora! ¿Dices donde no se hartan los ojos de ver ni las orejas se hinchen de oir; donde ni hay trestura, ni noche, ni obscuridad; donde siempre se celebra pascua y fiesta muy solemne; donde las sillas bienaventuradas, llenas de suavísimo olor y flagrancia, llenas de cantos y modulaciones, de dulzor y alegría, nos esperan a los que aquí con diligencia trabajáremos en la viña de Dios?

Roselia. Ahí digo.

Celestina. Los ojos se me arrasan de agua y los sentidos se me roban, el entendimiento se me eleva y el corazón se me desmaya y toda yo estoy fuera de cada vez que oyó mentar aquel paraíso de deleites y aquellos Campos Elíseos; que, aun- que el deseo de la vida es natural a todos, a el morir me sería glorioso en tanto que fuese a gozar de aquella visión beatífica.

Roselia. ¡Oh, qué bien hablas, bendita madre! Bien dicen que mejor es el rústico humilde que sirve a Dios, que no el soberbio filósofo que con- sidera el curso del cielo.

Celestina. Mil cosas te contaría de éstas, seño-

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ra hija, que aprendí en compañía de las beatas dominicas, si el tiempo nos diese lugar.

Roselia. Pues, ¿qué pides por este garvín he- cho de red de oro, así como está aljofarado?

Celestina. Mi reina, esta es cosa encomendada; espantarte hías de lo poco que de aquí he yo de sacar por mi trabajo, aunque lo venda muy bien, cuanto más si lo vendo menos de lo que quiere su dueño. En seis piezas de oro me estimaron este tranzadillo.

Roselia. Toma cuatro, por ser cosa que se lo ha puesto otra.

Celestina. ¿Cuatro, señora? ¡En mi alma, no se pagan las manos, pues de aljófar tiene más! Pero, sin más regatear, en cinco lo toma o lo dexa; que yo me atrevo a dártelo en esto, porque los cau- dales de las señoras doncellas dónde llegan, y cosa se ofrecerá en que me puedas remunerar este ser- vicio; que, al cabo, que perder con los buenos es ganar, y con decir que no hallé más, cumpliré que yo seré la que perderé de mi derecho. Míra- la bien, que es pieza muy acabada de buena y barata.

Roselia. Cara es, mas toma; que, a la verdad, la curiosidad en las cosas, hace encarecer la obra de ellas.

Celestina. ¿Caro te parece, buena señora? ¡Bendito seas tú, mi Dios, que en este trato tan poca ganancia se me sigue, que, con haber andado

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arrastrada todo el día, habré de aquí tan poco que no bastará a poderme hoy sustentar! ¡Sea por tu amor; que más quiero morder las paredes de ham- bre y pasar la vida con afán y laceria empleada en tu servicio, que no enriquecer en otros tractos ilí- citos !

Rose lia. No llores, madre; que yo te favoreceré en todo lo que yo pudiere.

Celestina. ¡Ay, mi señora , si supieses por qué lo digo!, pues sábelo Dios y yo que más valdría nii saya y manto de lo que vale, si quisiese dar oídos a una cierta persona de esta ciudad; pero mejor es pobreza con un poquito de honra que riquezas acompañadas de vituperio. ¡Por el día sancto que es hoy, a oro me pesa por que le hable a una gen- til dama de este pueblo, ni quién ni quién no! El vive hacia San Benito, y creo que se llama Li- sandro.

Roselia. (¡Oh vieja, cómo temo que tus pisadas y luengo preámbulo y tu prolixa arenga y devota salutación, con tus falsos presupuestos, se hayan enderezado y ordenado para inferir tan maldicta y sospechosa conclusión!)

Celestina. ¿Qué es, mi señora, que no te en- tiendo?

Roselia. sabes si me entiendes o no, y si en estas palabras de Dios traes envuelto el dimonio; que entre las matizadas y bordadas flores se es- conde la culebra ponzoñosa.

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Celestina. Entiéndate Dios, que yo no te al- canzo.

Roselia. Dime, pues, a quién te mandó ha- blar.

Celestina. ¿Quién, mi señora? ¿Lisandro?

Roselia.— \No me repitas su nombre, que me turbas! Respóndeme a lo que te pregunto. Veamos si es lo que yo digo, que vienes con engaños.

Celestina. ¿Y yo, conózcolo más que tú, ni quién es, ni aguardé a que me lo dixese? ¡Mal me conoces, señora! ¡Las piernas me cortaría primero que diese paso a tales mensajes! ¡En ese caso nin- gún hombre me ha de hablar, si no quiere ser mi capital enemigo! ¡Guárdeme Dios de mala hora! ¿Montas que soy yo de esas? ¿Entre qué personas me crié, para osar de tal oficio?: a la he, entre re- ligiosas, y aun de las más encerradas. Pero, según pude colegir de las pocas palabras que escuché a Lisandro, digo, aquel mancebo caballero ¡y Je- sús, qué sin memoria soy! , algunas señas y indi- cios te daré. Ella era en su boca la más hermosa doncella que natura formó, no sólo, decía, en la ciudad, mas ni aun en la tierra, en todas las gra- cias y perfecciones acabada. Por aquí sacarás por quién entendía Lisandro, digo, aquel señor galán, que preso de su amor loaba la que mucho quería. Ya sabes que en Salamanca pocas hermosas hay, y esas se pueden señalar con el dedo, y ¡por tu vida, mi amor! que después que te vi he pensado eras

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la que decía, porque tu perfecta fermosura es argumento que no entendía por otra.

Roselia. ¡Madre, no me entres por esos ro- deos! ¡Vete con Dios!

Celestina. ¿Qué rodeos, mi señora? ¿Piensas que no te diría el nombre de ella, si me acordase, por quitarte de sospecha? Mas, sea Dios loado, que ya voy acordándome: Ro... Ro... Roselia se llama por quien pena, según me dijo.

Roselia. ¿Según te dijo, malvada vieja? ¿Qué? ¿No me conoces tú, que soy yo la que agora men- taste?

Celestina. ¿Tú? ¡Y Jesús, Jesús! ¿Tú? ¡No lo

creo!

Roselia. ¿Santiguaste, mala hembra, bote de malicias? ¿Que no lo sabes tú? ¿Esas eran las joyas que traías a vender, las fingidas lagrimitas que por tus haces regabas, los devotos consejos que me dabas, las sanctidades con que venías, las cuentas que rezabas, las encubiertas y disimuladas palabras con que me entrabas a dañar mi fama, tentar mi propósito, combatir mi honestidad, co- rromper mi vergüenza, ensuciar mi honra? ¡Astuta vieja, vaso de maldad, maestra de malos recaudos, discípula del diablo, madre de todos vicios! ¿Eres la que encorozaron estotro día por semejante caso, que a ella te pareces en tus obras? ¿Con ese mensaje te envió ese loco para que publicases su pasión y locura? ¡Espera, alcahueta; que habrás

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el castigo que merece tu atrevida osadía!=¡Melisa, Melisa! ¡Llámame acá a mi hermano Beliseno!

Celestina. ¡Señora, no juzgues mis palabras sin que primero juzgues mi intención; que si la lengua resbaló, no tiene culpa el corazón, desdichada!

Melisa. ¿Qué es, señora? ¿No concluyes con esa mujer?

Roselia. ¡Esta vieja, que me viene con alcahue- terías de aquel que estotro día me vido y comenzó a desvariar en aquellos desatinos que viste! ¡Este es el loco atreguado por quien me habló el paje que fué de mi señor padre, que en gloria sea! ¡Pues, guárdese; que si mi hermano le coge, él le dará el pago!

Celestina. Se el juez, doncella graciosa, si yo ni tenía noticia de la señora, ni sabía que Lisan- dro penaba por su merced, ni menos le menté pa- labra de las muchas que echaba por aquella boca, como hombre que estaba para morir, y pedía socorro de su señora, que morir le hacía; mas, simplemente a buena fe y sin mal engaño, le conté lo que vino a coyuntura de no qué hablamos. ¿Tengo yo aquí la culpa? ¡Cuitada yo, que en mala hora nací si todo lo que digo y hago se ha de echar a mala parte! Si yo, mezquina, te contara los sospiros lastimosos que pregonaban su lastimado corazón a causa tuya; las lágrimas que sus rubi- cundas haces regaban en oyendo tu nombre; los

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SANCHO DE MUNON

desmayos que le tomaban en acordándose de ti; los dolores que le atormentan en tu crueldad; los deseos de tu suave conversación que le atribulan, y otros mil cuentos de males que sostiene, según dice, después que del homenaje de tus ventanas asaeteaste su deseo; si esto te dixera yo, señora, o supiera que eres aquella por quien moría aun- que, ciega de mí, por las señas de hermosura que me daba, había yo de entender luego que eras entonces tenías razón de culparme; pero si ni esto ni lo otro me salió por la boca, ¿de qué te quexas?

Melisa. ajusta y razonable es tu excusa, madre mía.

Roselia. No te espantes, vieja honrada, que haya tomado sospecha de tus pláticas por lo que ha precedido de aquel loco y acaso no sabías.

Celestina. ¿Saber? ¡Ansí me ayude Dios como yo no lo sabía más que agora que no lo sé! Lo que yo vi es que queda en la cama con los más espantosos desmayos que nunca vi, puesto en el hilo de la muerte; y así como está, con profundo clamor los sospiros echa fasta el cielo; las lágrimas le verías, mezcladas con sollozos, de hilo en hilo corriendo por aquellas sus mexillas, más resplan- decientes que rubíes; que tanta era la lástima que me puso en le ver, que me forzó a acompañalle en su tristeza con algunas de mis lágrimas, que, sin sentillo, me brotaban en abundancia por mis haces abajo. ¡En Dios y en mi ánima que en acordándome

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LISANDRO V ROSELIA

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cuál le dexé, tan gran compasión me toma que, si remediarle pudiera, aunque fuera con la sangre de mis brazos lo hiciera! Pero no soy yo por la que él pena; que no me hizo Dios tan cruel y sin piedad que, si yo fuera, dexara morir el más agraciado mancebo y galán que mis ojos vieron.

Roselia. Son blasones de los enamorados decir que mueren por amores.

Celestina. (¡Bien está! Ella irá poco a poco a entrar en el garlito: en las palabras y en el sem- blante lo veo; que por las palabras y señales bien se adevinan los pensamientos, y más, que el color se le ha vuelto colorado; encendida la tengo.)

Roselia. ¿Qué dices, madre? Parece que te has pasmado. ¿Qué estás comidiendo?

Celestina. ¿Qué, señora? Que sabe poco de las cosas naturales el que piensa que de amores no puede morir uno; porque puede ser el amor tan vehemente e intenso que la persona que el tal amor posee, hecha hética, perezca. Y si esto es, mi señora, allá te aven con tu conciencia pues eres causa que muera aquel amargo sin redemp- ción, cuya verdadera salud en sola tu vista consis- te; que no quería el cuitado más de verte y ha- blarte.

Roselia. Todavía me augmentas la sospecha, pues no se te entiende que no hemos de hacer mal por bien que se siga.

Celestina. ¡Ay, señora! ¿Y qué mal es, o qué

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pecado, si con mi vista y palabra puedo dar la vida al doliente, consentir que me vea y hable? ¡Y aun es obra de perfección dar industria y forma para ello!

Rose lia. Si no es más de eso, cosa sancta y buena es.

Celestina. ¿Y cómo, sancta? Lo contrario hacer, sería pecado mortal; porque cualquier que puede a otro salvar la vida sin pecado o notable peligro suyo, y no lo hace, peca.

Roselia. Por cierto que lo haría, no más por ser servicio de Dios; sino que temo mi peligro, que al fin la estopa cabe el fuego presto prende.

Celestina. Donde la razón y virtud enseñorean y reinan como en ti, en balde ladra el sensual ape- tito. Ni pienses que te perjudica aquel señor en amarte con tan ardiente deseo: yo pondré a que me corten la lengua, que no lo hace a mala fin; es una bendicta criatura, un ángel en limpieza; yo juraré que en sólo verte y tener una poquita de conversación honesta contigo, quede contento y satisfecha de la obligación que tienes a socorrer al enfermo.

Roselia.— No quiera Dios que por mi causa muera ese señor que dices; que no fuera yo tan cruel para él, si me constara de su buena intención y limpio motivo como agora.

Celestina. Pues, señora mía, da forma que de noche te hable, por que no seáis sentidos; que hoy

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LISANDRO Y ROSELIA 71

día las gentes, por nuestros pecados, son llenas de mil sospechas, juzgando lo exterior y no enten-

^ diendo los secretos y misterios de Dios.

^ Roselia. Quédese para el jueves en la noche,

t dadas las once.

Celestina. ¿Por qué lugar? f Roselia. Por las ventanas de esta mi torre que (^

salen a dar al alcázar. 7/

p Melisa. ¡Señora! ¡Señora! Mi señora Eugenia ¡r

- , asoma por la calle. ^)

^ Roselia. Pues vete, madre, con Dios. ¿^

Celestina. Los ángeles queden en tu guarda.

ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA

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A/e /zsa.— Señora, ¿qué te dixo la vieja después W

que me torné a abaxar? ^

Roselia. ¡No sé! ¡Déxame! Ponme dos almoha- ^

das en el estrado: iréme a echar, que me siento p

mal dispuesta. J

Melisa. (¡Que me maten si no es ésta la nueva 'P

Celestina de las tenerías; que en su traje y plática L

ella parece! ¡A osadas que dexa urdido algún mal y recabdo! ¡En hora mala vino acá!)

^* Procura OHgides de resistir a la saña que Brumandilón tiene (n)

/O) contra Celestina. Viene Celestina, que no cabe en de placer (G)

y^ por la buena respuesta que hobo de Roselia; perturba su gozo ^

7\ Brumandilón con sus fieros; finalmente pónelos en paz Oligides. P

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SANCHO DE MUNON

Pasa Celestina después de esto muchas cosas graciosas con su

sobrina Drionea, y vase con Oligides a dar la buena respuesta

a Lisandro.

OLIGIDES . BRUMANDILÓN . CELESTINA . DRIONEA . ESCLARAVEL. FILERÍN. LISANDRO.

Oligides. ¿Qué haces, Brumandilón? ¿Ha ve- nido Celestina del negocio? Mas ¿qué es esto que veo? A punto estás: la mano en la empuñadura y la espada medio desenvainada.

Brumandilón. ¡Por los que habitan en la pro- fundidad del Erebo! ¡Media hora más no viva la vieja avarienta si no me da la mitad de lo que le dio Lisandro! ¡Déxala venir!

Oligides. Donde está claro no poder ganar honra, locura es aventurar la persona. Si la matas, puede ser que te asa la justicia y te guinde del rollo.

Brumandilón. ¿Qué dices, señor Oligides? No me has conocido, pues sábete que en balde traba- ja quien piensa en mi corazón poner miedo o temor de justicia. No me es más llevar por una calle al alguacil y a su gente que acorralar seis becerras mansas; si no, pregúntale cómo le fué habrá tres noches en la calle del Lobo, sobre mi puta Philena; y con todo, me vino a pedir perdón.

Oligides. ¡Por Dios que tus hechos en armas se van pareciendo a las hazañas del valiente Diego García de Paredes, el de nuestro tiempo!

Brumandilón. Aquí está Brumandilón que,

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siendo maestro de esgrima en Milán, le enseñó a jugar de todas armas: de espada sola, de espada y capa, de espada y broquel, de dos espadas, de espada y rodela, de daga y broquel grande, de daga sola con guante aferrador, de puñal contra puñal, de montante, de espada de mano y media, de lanzón, de pica, de partesana, de bastón, de floreo y de otros muchos exercicios de armas; y él, viendo mi esfuerzo en los golpes, mi osado atrevimiento para acometer seis armados, rebanar brazos, cortar piernas, arpar gestos, hender ca- bezas y otros miembros, con mi exemplo salió tan diestro y animoso como veis.

Oligides. ¡Hela, hela; asoma Celestina: alegre

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viene!

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Celestina. ¿Qué girifaltes, qué sacres, qué ne- blíes, qué esmerejones, qué primas, qué tagarotes, qué baharíes, qué alfaneques, qué azores, qué alco- tanes, qué gavilanes, qué águilas tan subidas en alto vuelo bastaran a abatir en tierra con sus uñas la páxara escondida en las nubes, como yo, sabia Celestina, con mis palabras cautelosas abatí a mi petición al muy encerrado propósito de Roselia? Cácela, y si sus pensamientos fasta aquí volaban por el cielo con contemplaciones de Dios, agora rastrearán por el suelo con imaginaciones de la carne. ¡Hi de puta, qué bien lo he hecho! ¡Para sancta María que me quiero bien, en ver que n

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SANCHO DE MUNON

pierdo punto a mi tía! ¡ Ay bonita, cómo te enga- ñé! ¡Así engañan a los bobos, con especie de sanc- tidad y servicio de Dios! Con este color le dixe lo que quise, y bien me estuvo. ¿Quién dubda que no sueñe a Lisandro esta noche? ¡En mi alma, no estoy en de placer! ¡Ay, ay! ¡Ah papagayos, ah ruise- ñores, ah calandrias, ah canarios, ah sergueritos, ah pardillos, ah verderones, ah gafarrones, ah tor- zuelos, ah luganos, ah carrancas, ah jamarices, ah todas las aves del canto suave, ¿oísme? ¿Por qué todas en uno no os juntáis a cantar la mi alegría que llevo en este corazón? Sacabuches, chirimías, atambores, trompetas, rabeles, flautas, dúlcemeles, guitarras, vihuelas, arpas, laúdes, clarines, dul- zainas, añafiles, órganos, monacordios, clavecím- banos, clavicordios y salterios y todos los instru- mentos de música: con vuestra suave, apacible y sonora armonía y canora melodía, resoná por el aire mi verdadera mentira, mi virtuoso vicio, mi en- demoniada sanctidad que tuve para aquella señora.

¡Ay, que me fino!

¡Ay, que fino de regocijo!

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Oligides. ¡Buen despacho trae la madre! Parece que toda se querría tornar lenguas para hablar. La alegría que en aquel cuerpecillo de malicias no cabe, rebosa a borbollones por la boca y por los ojos.=¡ Alarga el paso, Celestina; mueve esos pies, no te detengas, aguija, ea, date priesa!

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Brumandilón. ¡Todas las paradillas que hace son ratos de su vida; pues ¡por el cerrojo de Santa Gadea de Burgos, do juran los hijos de algo! en llegando, más no viva si no me da la medalla!

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Ce Zesíma.— ¡Sálveos Dios!

Brumandilón. ¡Sálvete el diablo! ¡Sus, daca luego la medalla! ¡No me hinchas de mostaza las narices, no sea el dimonio que te engañe! ¡Ten memoria de las veces que te has Hbrado de mis manos!

Celestina. ¡Válalo el diablo, mozas; con qué me salió a recibir el charlatán glorioso! ¿Medalla, o qué? ¡Una higa en tu ojo!

Brumandilón. ¡Suéltame, señor Oligides, suél- tame; que no le haré otra cosa más de matalla!

Oligides. ¡Ea, no haya más, por mi vida! ¡Ea, no haya más, que no te he de soltar! ¡Acaba, no seas porfioso!

Celestina. ¡Déxale venir! ¡Que el diablo a me lleve si no le quiebro la cabeza con esta pie- dra! ¿Medalla quería? ¿Por cuál carga de agua?

Oligides. No seas también demasiada, Ce- lestina. Calla; que mejor atavío es en la mujer la templanza en la lengua, que las ricas ropas en el cuerpo.

Brumandilón. ¡Ah puta embaidora, alcahueta, hechicera!

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Celestina. ¡Déxate de esos baldones, fanfa- rrón; que nunca con palabras injuriosas y feas se acrecentó el esfuerzo natural!

Brumandilón. ¿Aun parláis? ¡Agradeceldo al buen padrino! ¡Oh, pese a mis males!, ¿por qué no me soltaste, que su vida y maldades acabaran en un tiempo?

Celestina. ¡Allá al que te dio de palos haz esos fieros, y no me hagas más hablar!

Oligides. Mejor estuviera eso por decir, Celes- tina, y no buscar cinco pies al gato.

Brumandilón. Y, puta alcoholada, ¿no sabes que, sentado a tu puerta seguro y descuidado, cuatro que eran, sólo un palo me alcanzaron a traición, y fui tras ellos y, como hacía la noche obscura, de ellos perdí de vista, de ellos se me escaparon por pies? ¡Pero yo los buscaré, y des- creo de la leche que mamé si, aunque se me metan en el golfo del mar, y del golfo del mar en el vientre de la ballena, y del vientre de la ballena en el seno de Abraham, no se me escaparán que con esta punta de mi puñal no les escarbe los aradores que tuvieren allá en lo íntimo de sus corazones! ¡Yo juraré que me acometieron por otro, porque no creo que nadie tuviese tal atrevimiento contra Brumandilón; pero como quiera que sea, ¡por vida de estas barbas luengas y espesas!, no les cumple más parar en el reino; porque si los topo, el mayor pedazo de ellos será menor que brizna

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de cliente de vieja, o pedrecica de moleja de ara- dor, o liendre; más menuzos los haré que carnero picado; en mi espada los ensartaré como rubias!

Oligides. Después se averiguarán esos pleitos. Agora, vamos, Celestina.

Brumandilón. ¡No me la lleves, Oligides, sin que primero sea liberal conmigo, que no lo he de ir a hurtar para comer, ni menos me mantengo de rocío como cigarra, o de viento como camaleón! ¡Basta que le hice merced de la vida por tu intercesión!

Celestina, Que no me está bien ni me pago de ello. ¡Vete con Dios de mi casa, que no te quiero; no me des pasión!

Oligides. ¡Oíos; no tornéis a reñir! ¿Esta me- dalla hase de partir por medio, o dártela toda?

Brumandilón. Ni uno ni otro; mas que se ven- da y dividamos igualmente, como hermanos, el precio de ella, pues de ninguna cosa es buena la posesión sin compañía.

Celestina. ¿Ya no te di dos doblas? ¿Qué me pides más?

Brumandilón. ¡La medalla o la vida!

Celestina. ¡No tengo medalla!

Oligides. Señor Brumandilón, hazme este pla- cer, que no se hable agora más en ello, que agora no hay tiempo para esa disputa, porque mi amo queda con la soga a la garganta esperando su salud o desastrado fin en la respuesta de Celesti- na. No nos estorbes.

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Brumandilón. ¡Oh, pese a Tal, que ha de salir con la suya esta vieja esfalsaria! ¡Sobre cuernos, penitencia! ¡Sobre que me ha engañado, me niega lo que a vista de todos le dio Lisandro!

Celestina. Espera, Oligides: daré una vista a mi gente; que luego salgo.

Oligides. No tardes.

Celestina. Abrí, hijas.

Drionea. ¡Esclaravel, baja presto y vete por el lugar acostumbrado, que mi tía viene!

Esclaravel. Pues, amores, como digo, en dán- dome el conde librea te daré esta capa, de que hagas un sayuelo.

Drionea. Como quisieres, pino de oro.

Celestina. ¿No os he mandado que mientras no estuviere hombre en casa, estén las puertas de par en par abiertas, y vosotras al umbral senta- das? ¡Ah, malditas seáis, si no me tenéis podrida de enojo! ¡Landre que os mate! Si no os ven ni oyen, no os conocerán, y si no os conocen, nadie ven- drá a vosotras. La taberna por el pendón se cono- ce, y sin pendón nadie acude allá a comprar vino. El caminante extranjero no acierta el mesón sino por la tablilla o la señal colgada. Bien me enten- déis: una arriba y otra abaxo. Si Livia se ocupó con Polo, ¿por qué tú, Drionea, no baxaste a dar

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í^ recabdo a los que vinieren y respuesta a los que

tme buscaren? p Drionea. Ya decendía, que me estaba compo-

^^ niendo. No hayas enojo, que todo se hizo lo que

& me mandaste.

o Celestina. ¿No te he dicno que cuando no

hobiere tiempo de afeitarte, tomes una toca y te la \[y reboces fingiendo dolor de muelas, y te cobijes esa J mantillina colorada? Medio desnuda, medio vesti-

da, los pechos de fuera con un disimulado descui- fe

do, en faldetas como estás, no hay tal para provo- \u

car a luxuria los hombres. En Dios y en mi con- ^

Cj ciencia que cuando yo era moza como vosotras, mi ^/ desenvoltura, mis meneos del cuerpo, mi requiebro

tí>y de ojos, mi dulce y delgada voz, bastaba para in-

citar los castos, aunque hermosura me faltara.

Pues ¿quién vino a buscarme?

Drionea. Siete personas cuando menos.

Celestina. ¿ Quién ?

Drionea. La mujer del sastre envió acá que el sábado de mañanita va a la vega; que avi- ses ai estudiante por quien la hablaste, que ma- drugue.

Celestina. ¡Mirad la descarada! Quedó con el c) otro ese día venir a mi casa disimulada, y hace

conciertos con estotro. ¿No había tiempo para todo? Di adelante.

Drionea. El doctor viejo envió su paje a saber & si hablaste a la hija de la lavandera.

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SANCHO DE MUNON

Celestina. ¡Oh, que se me olvidó! Acuérda- melo mañana. Di más.

Drionea. La beata aquella muy penitente, te estuvo buen rato aquí aguardando, y, como no venías, rogóme que te encargase mucho que esto- vieses con aquel su devoto, de quien hobo el hijo, y que le dixeses en secreto que, pues nuestro Señor tuvo por bien darles aquella criatura para su servicio, que envíe faxas y mantillas para en- volver al niño y dineros para pagar el ama, o que lo a criar.

Celestina. ¡Importuna mujer! ¿Ya no le dio eso y esotro, y el su capirote raído por cobija?

Drionea. También aquella doncella que tuvi- mos aquí de parto, la que sacó el teólogo, vino llorando que por caridad le digas, pues es hombre de conciencia, que lo haga bien con ella y que se acuerde de lo que le es en cargo.

Celestina. Di; que eso yo lo bien.

Drionea. El mozo del bachiller vino que vayas a la tarde a echar una melecina a un su popilo.

Celestina. ¿No le he dicho que mientras mi comadre Clara viviere, que la llamen, porque yo no quiero hacerle mal en su oficio, que es mi amiga?

Drionea. Dice que está mala de los ojos de una siringada que le soltó un escolar al tiempo que sacaba el cañuto; que, como le mirase unas almorranas que tenía para se las curar, el estu-

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diante, no pudiendo retener el puxo, suelta y ro- cíale aquellos hocicos y ciégale los ojos.

Celestina. ¡Hi, hi, hil ¡Mala landre que te mate, que reír me has hecho! ¿Hay más?

Drionea. La manceba del clérigo y la mujer del cordonero y la desposada vinieron aquí, y hice lo que me mandaste.

Celestina. ¿Supiste hacer el virgo?

Drionea. Muy bien.

Celestina. Pues come vosotras; no me aguar- déis; que voy a consolar a aquel loco antes que haga algún desatino.

Drionea. ¿Cómo te sucedió?

Celestina. De perlas.

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Oligides. ¿No baxas, madre?

Celestina. Vamos.

Oligides. Dime agora lo que has hecho; que, según te vi venir alegre y dando saltos de placer, por tengo que has ablandado aquella breña y duro risco y que traes buen recabdo. Dímelo por que yo contigo me alegre; que no menos que holgaré del bien de mi amo.

Celestina. (¡Ay, bobo! Antes que nacieses entendía yo esas malicias. Quiere que se lo diga, para ganar por la mano las albricias de aquel que en el triunfo de sus locuras no estima el gasto.)

Oligides. ¿No dices, madre?

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Celestina. Cerca estamos: ahí lo oirás.

Oligides. Dígolo porque si ruines nuevas traes, no te cumple parecer ante los ojos de aquel desabrido ni menos yo iré con esa embaxada, no quiebre sobre nosotros el enojo que tiene de la pasión que le dan sus amores.

Celestina. (¡Otra vez a doce!)

Filerín. Señor, señor: Celestina. Lisandro. Daca esas ropas de martas cebelli- nas: saldréla a recibir. ¡Oh Dios! ¿Con qué viene?

ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA

Apenas puede creer Lisandro la buena nueva que Celestina le trae de su señora , y sobre esto pasa con ella y con sus criados muchas cosas llenas de donaire. Despídese Celestina de Lisandro. Todavía el gran celo de Dios incita a Eubulo a decir sus sanctas y buenas razones a Lisandro, aunque sabe que ha por ello de ser afrentado del embobecido su amo.

CELESTINA. LISANDRO. EUBULO. OLIGIDES. FILERÍN. MOZA.

Celestina. Metámonos dentro, señor mío; no estemos aquí en la calle dando cuenta a los que pasan. Allá sabrás bueno o malo, o lo que fuere.

Lisandro. Señora mía, más tormento me es la esperanza de tu palabra que las prisiones que sos- tengo.

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Celestina. Dime, señor Lisandro, ¿qué merece la que hoy en este día aventuró la vida en tu ser- vicio?

Lisandro. ¡Mucho por cierto, si trae alguna esperanza de mi bien!

Celestina. ¿Y si la trayo?

Lisandro. ^Juzgóte por Dios.

Celestina. (¿Qué como yo de eso?)

Lisandro. Habla alto, madre, que te entienda.

Celestina. Digo, señor, que sólo en esto me parezco a Dios: en no comer palabras, sino obras; que palabras y plumas, el viento las lleva.

Lisandro. Pues, ¿qué quieres tú, madre, y sáca- me de pena?

Celestina. Yo, seguro que no te pida tesoros ni montes de oro, si no fuese para casar dos sobri- nitas mías huérfanas.

Lisandro. ¡Pluguiese al Soberano que mi deseo hobiese su efecto, que tu petición no carecería de cumplimiento!

Celestina. No pasemos más adelante. Yo me obligo de te la hacer haber, con que des fe de me las casar honestamente.

Lisandro. Doite mi fe y palabra, como caba- llero, de lo hacer.

Celestina. A eso me atengo, pues « al buey por el cuerno y al hombre por la palabra >, dicen en mi tierra; cuanto más que en los nobles y gene- rosos como tú, el nuevo ofrecimiento es habido

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por nueva obligación, y no pierdo las albricias de las buenas nuevas que oirás.

Lisandro. ¿Buenas nuevas, madre mía? ¡Daca esos pies; besarételos; que no me tengo por digno besar tus manos, que por ventura tocaron la ropa de mi señora! Di agora; que de rodillas se ha de recebir la palabra salida por boca de aquel ángel.

Celestina. ¡Por mi salud, no lo consienta! ¡Le- vántate, señor!

Lisandro. Pues di.

Celestina. La suma de ello es que el jueves, a las once de la noche, Roselia te saldrá a hablar por las ventanas traseras de su torre que miran al alcázar.

Lisandro. ¿Qué dices, señora? ¿Qué dices, salvación mía y bien mío? ¡Tórname a decir eso! ¡Explícate más! ¡Quizá entendí mal, o trastroqué las palabras, o mi poca advertencia causó poco entendimiento!

Oligides.— (Está el diablo desbabado oyendo, y dice que no tiene atención.)

Celestina. Pasado mucho intervalo de tiempo, y usando yo de mis artes cautelosas y fingidos rodeos, acabé con Roselia que te viese por do dixe, haciéndole entender que tocaba al servicio de Dios ver y hablar al que con su vista y palabra recuperaría la vida.

Lisandro. Mozos, ¿estáis ahí?

Oligides. Sí, señor.

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Lisandro.— ¿Qué dixo la señora?

Oligides. Que Roselia, dadas las once de la noche, saldrá a las ventanas de su torre, y que ahí le hablarás.

Lisandro, Mira no te engañes; mira si enten- diste, como yo , que aquel resplandeciente lucero, cuando el prolixo relox tocare las once, se descu- brirá y esclarecerá la calleja del alcázar, y de ahí esparcirá sus refulgentes rayos por mi corazón y dará luz a mis ojos. ¿Es esto?

Oligides. Eso es, en sentencia.

Lisandro. ¡Oh singular merced! ¡Oh premio tan sobrado y desmedido a mi merecer! ¡Oh in- comparable don! ¡Espejo de mi vista, lumbre de mis ojos, dulzor de mi ánima, joya preciosa entre todas las perlas, hermosa ninfa en cuya presencia todo el mundo es feo, ¿qué favor es este que me envías? Mas ¿qué es esto, si me he vuelto loco, sin seso, hecho frenético de suerte que con la mucha pasión, trastornada la imaginativa, fantasea fin- giendo lo que deseaba? ¡Ah, señora!, ¿tú no eres Celestina, y vosotros mis criados? ¿No me es ago- ra dicho que mi señora Roselia, de su homenaje, cuasi a la media noche, con su venida descombra- rá mi pecho de pasiones y remontará las mis qui- méricas tinieblas que me obscurecían?

Oligides. Sí, sí, sí. Ea, señor; no pasa otra cosa ni hay más de lo que oíste.

Lisandro. ¿Y qué fué?

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Oligides. ¿Y no lo has oído seiscientas veces? (¡Sancto Dios, y qué prolixo hombre!) Bien dicen que cuanto más deseada es la cosa, más dura es de creer. Pues ten atención y oye.

Lisandro. Di.

Oligides. Roselia, el...

Lisandro. Espera, no otro sentido del que suena tu habla y pronuncia tu boca. Veré si con- formamos. «Roselia, mi señora >...

Oligides. ... el jueves en la noche...

Lisandro. ... «el jueves en la noche >...

Oligides. ... dadas once...

Lisandro. ... «dadas once»...

Oligides. ... te verá y hablará...

Lisandro. Aguarda, no te des tanta priesa. ... «me verá y hablará»...

Oligides. ... de las ventanas de su torre que caen al alcázar.

Lisandro. ... «de las ventanas de su torre que caen al alcázar». Es así: que Roselia, mi señora, el jueves, dadas las once, me verá y hablará de las ventanas de su torre.

Oligides. Que sí, que sí, que sí. (¡Válate el diablo!)

Lisandro. ¡Oh bienaventuradas orexas mías, que en tan breves palabras tan sublimes sentencias oís! ¡Oh mi buena madre! Cuéntame agora todo lo que pasaste con aquella señora, y dime algunas palabras consolatorias, de aquella dulce boca.

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Celestina. Señor, bástete saber que del casqui- Uo de la saeta que a ti hirió queda ella lastimada, y aunque parezca que por vía de bien quiso con- ceder a mi ruego y satisfacer a tu deseo de vella y hablalla, ella vendrá de su grado, dando de pies y manos, a lo que pretendemos; que la vergüenza y empacho, común a todas, hace que lo que la voluntad otorga la boca niegue; aunque yo ¡par Dios! no me curaba de esas vergüenzas cuando moza; que si bien me parecía alguno, no dexaba de hacerle señas y mostrarle claramente la gana que tenía.

Filerín. Señora, una moza te busca.

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Celestina. Pues, mi señor, el viernes de maña- na soy acá a ver cómo te fué con tu dama, para que de ahí colija y sepa en qué estado está el ne- gocio y en qué disposición la tenemos, y conforme a esto obrarán mis artes; y quédate adiós.

Lisandro. Toda la corte celestial te acompañe.

Celestina. ¿Qué quieres, hija?

Moza. Mi señora Angelina te suplica que vayas a las dos a juicio, porque aquel estudiante con quien la desposaste niega ser su esposa.

Celestina. Dile que me place, que yo lo haré de mil amores, y que me espere en su casa, que de ahí nos iremos entrambas juntas.

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SANCHO DE MUNON

Lisandro. ¡Oh, cómo me temo no me acaezca agora algún infortunio o desastre!; que la fortuna así suele usar de sus casos falaces con los que en prosperidad pone y en alta cumbre como a mí, de manera que cuanto más alto los sube, tanto más baxo los derrueca y abate.

Eubulo. (¡Oh, cuánto sería mejor dejar esas vanidades y contemplar la brevedad de la vida y el fin y remate de ella; que al fin pasa la gloria de este mundo y sus deseos y codicias!)

Lisandro. Oligides, di a ese sandio que calle si no quiere palos; que, por Dios, creo que ha de reventar un día de estos, de mucha devoción. Y mira si está aderezado; que quiero comer.

Oligides.— Voy, señor.

Anda acá, Eubulo, que eres menester-

Eubulo. Ya, ya. A buen entendedor, pocas palabras.

ACTO TERCERO

ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA

Va Lisandro , armado , con sus criados , a hablar a Roselia. En- cuentra a Beliseno, hermano de ella, que anda rondando la calle, porque había barruntado el negocio; el cual, no cono- ciendo a Lisandro, se va. Lisandro, como no salía su señora, vase a quexar a Celestina , la cual , después que se excusa , le dice que note una carta para su querida, y que ella se la dará y le hará venir a su propósito con su buena lengua.

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LISANDRO. OLIGIDES. EUBULO. SIRÓ. CETA. BELI- SENO.— CASAJES. GALFURRIO. DROMO. REBOLLO. CELESTINA. LIVIA. FILERÍN.

Lisandro. Oyes, Oligides: di a esos mozos que aderecen las armas y esté todo a punto, que es hora.

Oligides. Señor, agora dio las nueve.

Lisandro. No hace al caso; que bien es aperci- birnos con tiempo. ¿Qué sabes si Dios agora hará milagro en acelerar el curso del cielo, como hizo con Josué en detenello? Que a los que bien aman nunca les faltan desdichas, a los cuales no

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menos Fortuna les es contraria, que a los menos dignos Amor favorable.

Oligides. ¿Qué armas quieres, señor?

Lisandro. Dame a ese montante. Vosotros llevad rodelas.

Oligides. Vístete estas corazas, Eubulo.

Eubulo. Bástame a zarahuelles y un brazal izquierdo con la rodela.

Oligides. Yo vístome el jubón fuerte de nudi- llos; que a más que a otro me trae sobre ojo para me matar Beliseno, hermano de Roselia, des- pués que sintió mis pasos y mis entradas y salidas a su hermana de partes de Lisandro. ¡Siró! ¡Geta! ¡Armaos presto!

Lisandro. Quédense esos en casa, que bastáis vosotros.

Oligides. ¡Oh, señor, vengan; que quien a sus enemigos popa, a sus manos muere! Bien es que vamos a recabdo.

Lisandro. ¿Quién hay que nos ande a los zan- cajos por aquí?

Oligides. Beliseno el mayorazgo, hermano de ella.

Lisandro. ¿Y ha venido a su noticia cosa al- guna?

Oligides. Tanto, que me pesa; porque supo que yo, habiendo sido paje de su padre, con este título le alcahueteaba a su hermana para ti, y anda por me matar, según me dixo Galfurrio, su criado

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y mi amigo; y también me dixo que te cumple a ti traer la barba sobre el hombro y andar en aviso, porque cada noche fasta las once pasea la calle de banda a banda, y trae espías a ver si te puede coger; que fué sabidor de cómo los otros días te requebraste con Roselia, y que fasta hoy día la sirves y festejas con mil juegos de cañas, y justas, y pomposos atavíos en tu persona y diversas libreas en tus sirvientes, en los cuales siembras letras de tu pasión, bordadas y chapadas las ropas todas del nombre de la dama; que aun en los para- mentos de los caballos y en la cimera del yelmo huelgas de escrebir su nombre. Con todas estas cosas, ¿no querías ser sentido? Piensan los enamo- rados que los otros tienen los ojos quebrados. Pues sábete que Beliseno es hombre que tiene sangre en el ojo y mira mucho por la honra, y a su mesma hermana matará si siente el menor pelo del mundo.

Lisandro. Pues no sólo mi hacienda , mas tam- bién mi vida he condenado al fisco de su servicio, por bien empleada doy la muerte en tanto que ella me sirva. Cuanto más, que dientes tuvo mi linaje que los supo mostrar en tiempos de afrenta, y lo mesmo haré yo a quien me enojare o tocare al menor de mi casa. ¡Y déxate de eso, y vamos!

Oligides.- secreta.

•Atraviesa por esta calle, que es más

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Lisandro. ¡Hola! Id de dos en dos, por que no parezca que vamos en cuadrilla.

Oligides. Bien dice. Ce, ce, señor, ¿ves aquel bulto de hombres arrimados al esquina?

Lisandro. Mucho bien. ¿Quién son?

Oligides. Beliseno con su gente. ¡Ponte en pri- mera, que se acercan y poco a poco se van jun- tando con nosotros!

Lisandro. Hace lugar: jugaré de mi montante en esta plazuela, si algo fuere.

Siró. Geta, ¿sabes alguna postura de espada?

Geta. Ponte así en tercera.

Beliseno. Mozos, no se menee nadie de su lu- gar sin que antes sepan quién son, no paguen jus- tos por pecadores. Si fuere Lisandro, el primero que le diere una estocada y le derribare en el suelo, tiene de cincuenta monedas.

Casajes. Señor, ¿si le matamos?

Beliseno. ¡ Muera !

Galfurrio. ¡ Perdónele Dios !

Casajes. ¡Bien pueden doblar por él!

Dromo. ¡Recen por él luego!

Rebollo. ¡Digámosle todos un pater noster, por que Dios le alumbre a conocimiento de sus pecados y no pierda el alma con el cuerpo!

Beliseno. Tiremos la calle derecha; que no son ellos, si no me engaño; que están muy retapados, y creo que es la Justicia.

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Galfurrio. ¡No hubiera dicho «Yo soy», cuan- do cuatro estocadas, una en pos de otra, le rasga- ran las telas del corazón.

Casajes. ¡Por el sepulcro de Sanct Vicente de Ávila! En esta piedra estaba aguzando la punta de mi espada para escarballe las entrañas.

Dromo. ¡Juro a los Corporales de Daroca! Yo, las uñas, por que hiciesen buena presa; que pensa- ba hacelle tal puerta con mi espada en el costado izquierdo, que con las uñas le arrancara el corazón.

Rebollo. ¡Oh, pésete Tal! ¿Por qué no era él? ¡Que Galfurrio dirá si le pedí prestado su pañi- zuelo para me limpiar después la mano derecha; que, ¡por la cruz de Carayaca!, fasta la empuñadu- ra le metiera la espada y me bañara la mano en sangre!

Beliseno. Mando que ninguno haga más de matalle.

Qalfurrio, Si fuere en nuestra mano, señor, podernos moderar fasta sacarle de vida no más, harémoslo; donde no, podrás perdonar. Tira, señor, por estotro camino, no nos encuentre la Justicia y nos desarme, pues no te quieres dar a conocer.

Beliseno. Vamos.

Oligides. ¡Señor, está siempre a punto y guarda la entrada, no haga Beliseno alguna zalagarda donde quedemos todos apiolados!

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SANCHO DE MUNON

Euhulo. Ya se fué.

Lisandro. Sentémonos al pie de la torre mien- tras se hace hora y sale mi señora. = ¡ Vosotros, hola!

Siró. Señor.

Lisandro. Poneos a esos cantones y mirad quién pasa.

Siró. Yo, escóndome, hermano Geta, tras esta pizarra, que mal va este negocio.

Geta. ¿Cabemos entrambos?

Siró. Espera: meteréme yo debaxo. Ponte ago- ra aquí arrimado, que no te vean los que pasan.

Lisandro.— ¿Qué hora da el relox?

Oligides. Las once.

Lisandro. Apartaos allá, no vea mi señora otra persona más de la mía; no se turbe de ver tanta gente, y se empache de salir a hablarme.

Euhulo. Aquí estaremos.

Lisandro.— [HoXb., ce!, ¿dormís?

Oligides.— Señor, no.

Lisanrfro.— ¿Habéis oído el relox?

Oligides. Poco ha que dio las doce.

Lisandro.— \Y no sale aquella resplandeciente luna de la noche, aquella luminosa hacha, para alumbrar, de sus finiestras, la profunda tiniebla de mi corazón preso en la cárcel de su servicio!=¡Ah,

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señora!, ¿oísme? ¡Cata que si la esperanza de verte me faltase, tampoco la vida se podría sostener! ¿No me respondes?

Oligides. (¡A esotra puerta! ¡AI diablo le res- ponderá! ¡Está la otra durmiendo a su placer, y oirálo!) Señor, mejor sería irnos a dormir que no guardalle su torre.

Lisandro. Esperemos hasta las dos, y, si no sale, vamonos, que aquella burladora de Celestina me ha engañado. Desviaos, no estéis conmigo; no os sienta, si saliere, y se torne.

Geta. ¡Po, po! ¡Y cómo hiedes, Siró!

Siró. ¡Par Dios! Para te decir la verdad, que pensé que alguno te engarrafaba cuando me em- puxaste, y con este miedo cagúeme.

Geta. Yo te doy mi fe que no me quedó gota de sangre en el cuerpo cuando me apreté contigo; que representóseme por hombre aquella piedra frontera.

Oligides. Señor, las dos da. Vamos, que ya no saldrá.

Lisandro. - atentamente agora queda

Oligides.-

Lisandro. vieja.

-¡Ay, ay de mí; que como mi ánima esperaba el buen o mal suceso, así atónita, sin sentido y pasmada. Señor, tarde es; vamonos a dormir. -No lo haré fasta ir a hablar a la

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SANCHO DE MUNON

O ligides.— Pues tira por esta acera.: Lisandro. Llama.

:Aquí vive.

Oligides.—\Y a\ , ¡ta!, ¡ta! ¡Celestina! ¡Celestina! A esotra puerta, que aquesta no se abre. La fuerza del primer sueño vence su sentido que no nos oya.

Lisandro. Golpea con esta piedra.

O ligides. ¡Trap ! , ¡ trap !

Celestina. Livia, mochacha, despierta y párate a la ventana; verás quién es, que hunden la puerta a golpes; y di que aguarde, a quien fuere, mien- tras me visto; que, si a mano viene, alguna debe estar con dolores de parto, pues a tales horas vienen.

Livia. Voy.

¿Quién está ahí?

Lisandro. ¡Ah, señora!

Oligides. Paso, señor; que no es Celestina. Señora Livia, decid a Celestina que está aquí Li- sandro, mi señor, que la quiere hablar.

Livia. diré.

Tía, aquel caballero de Roselia te busca.

Celestina. ¿El mesmo, o algún su criado?

Livia. El en persona.

Celestina. Duelos tenemos, pues a tal hora viene. Daca ese ropón, echarémelo encima.

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Livia.— Toma.

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Celestina. ¡Y Jesús, señor! ¿A tales horas por acá?

Lisandro.— \Bitn lo has hecho, madre! ¡Buena cuenta has dado de mi negocio!

Celestina. ¿Qué es, mi señor? ¿No salió Rose- lia a hablarte?

Lisandro.— No. Por ende, mira si me traes bur- lado; que temo que nada le dixiste.

Celestina. ¿Decir? ¡Mal me haga Dios, y no vea esta cruz a la hora de mi muerte, si no se lo dixe, y aun de tal repicapunto y con tal astucia y viveza que mi tía, que Dios haya, no supiera me- jor decillo! ¡Désas soy! ¡Mal me conoces! ¡No hay tal mujer en el reino, de mi oficio, como yo! ¡No son estos los primeros amores en que he entendido!

Lisandro. Pues ¿qué piensas haber sido la cau- sa de faltar mi serafín su fe y palabra?

Celestina. Impedimentos que no faltan; cuanto más que el temor vergonzoso la habrá retraído de lo que por ventura más que desearía. Pero déxamela; que yo la ablandaré más que cera, y aun la derretiré con mi plática que destile en lágri- mas de tu amor; que mi lengua allana todas esas asperezas y rigores; una continua gotera horada la piedra; las hormigas con el mucho uso gastan los pedernales y hacen camino pasajero. Tú, señor, nota de mañanica una carta en que le declares tu

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SANCHO UE MUNON

pasión y te quexes de su fe quebrantada, y lo que más supieres, y envíamela: dársela he. Y a buenas noches; que me toma el dolor de cabeza si me des- velo con esta mi negra axaqueca.

Lisandro.~A ti me encomiendo, señora.

Oligides. Adiós, madre, y salúdame a mis ojos.

Celestina. Andad con Dios, mis hijos, que haré.

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Lisandro. No llames recio, no nos sientan los vecinos. ¿No salen esos tacaños a abrir? Bellacos, ¿así esperáis a vuestro amo que os da de comer? ¿Qué es de aquel rapaz Fílerinillo?

Puto rapaz, ¿dormís? ¡Espera, que yo te despertaré con una vuelta de cabello!

Filerin. ¡Señor, yo despertaré!

Lisandro. ¡Despierta! ¡Despertad, pues vuestro amo vela! Enciéndeme luego una vela y súbela a mi escritorio.

Oligides. Señor, reposa eso poco que falta de la noche; que tiempo hay para todo.

Lisandro. No te fatigan mis cuidados, ni te quitan el sueño como a mí. Anda, vete a acostar y cierra esa puerta.

Filerin. Yo... yo... juro a sant Juan... yo... yo lo

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diga a mi padre; que me pe...e...la y me abofete...ea; y... y que me asiente co...con otro amo mejor.

Eubulo. Calla, hermanito, no llores; que quien bien te quiere te hará llorar. Si buenos principios llevares de pequeño, cuando grande los hallarás; que las buenas costumbres y buena crianza de la niñez mucho aprovechan para después tener fir- meza y constancia en la virtud; que «de becerrillo verás qué buey harás». Si desde chico te vezas a ser virtuoso , siempre adelante amarás lo bueno, y en ello te deleitarás. Esto te he dicho, Filerín, porque parece mal los mochachos ser rezongones y desobedientes, y también porque juras y juegas, y aun sirves de mandilete, que es peor; que yo lo sé. Y mata ese cabo de candela y durmamos, que es tarde.

ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA

Yendo Oligides a dar la carta a Celestina, encuentra con Bru- mandilón, que va muy denodado a matar a Celestina porque no le dio parte de la medalla. Conciértanse entrambos de robar a Celestina y huir, temiendo el mal fin que de los amores de L¡- sandro se espera, porque Beliseno anda muy sobre el aviso. Llegados a casa de Celestina, asegúranla con palabras lo mejor que pueden. Vase Celestina a llevar la carta. Quedan Oligides y Brumandilón en casa con las dos sobrinas.

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LISANDRO. OLIGIDES . BRUMANDILÓN . CELESTINA. DRIONEA. LIVIA. CAPELLÁN.

Lisandro.— Mozos, levantaos, y llevad esta carta a Celestina.

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SANCHO DE MUNON

O ligides.- -Nunca por mucho madrugar amane- ce más ayna. ¿No ves, señor, que no es de día?

Lisandro.—A tus ojos, vencidos de sueño. Vís- tete en un aire, y toma esta letra y dásela, que la lo más presto que pudiere a mi señora; y dile de mi parte que le suplico, pues mi vida pende de su lengua, que sepa con ella darme remedio o, si no, que abrevie mi pena. Corre en un vuelo.

Oligides.— Ya voy, que me olvidaba la esco- fia.

O yo no veo, o aquel es Brumandilón. = i Ah, Brumandilón, ¿dónde bueno con tanta priesa? ¿Es alguna muerte de hombres?

Brumandilón. Los vivos lo verán, y los que nacieren oirán la hazaña que voy agora a hacer.

Oligides. ¡A osadas que es sobre la medalla!

Brumandilón. No es sobre otra cosa.

Oligides. Pues allá voy yo a darle esta carta que a Roselia.

Brumandilón. Anda allá y serás testigo de su muerte.

Oligides.— Mas hagamos otra cosa, si te parece.

Brumandilón. Di.

Oligides. Bien sabes que esta vieja es cobdi- ciosa y avarienta.

Brumandilón. sé.

Oligides. Y que primero le sacarás la vida que la medalla.

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LISANDRO V ROSELIA

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Brumandilón.— Mucho bien.

Oligides. Luego, ¿qué mejor hecho romano quieres hacer que robarla una noche? Y si par- tes conmigo, yo te daré industria para ello; que si la matas, perderás la medalla y por ventura la vida.

Brumandilón. ¡De eso no se hable; que sólo Dios es bastante a quitármela; otro, no! Pero de esotro, me parece bien, hágase luego; no se dilate.

Oligides. Hágote saber que, bien mirado, cum- ple que lo hagamos, porque estos amores de Lisandro son peligrosos y creo que, por bien que libremos todos, así sus criados como los que die- ron causa a ello no escaparemos o de degollados o muertos de los parientes de ella , que son de los principales de la ciudad, o desterrados perpetua- mente con alguna mutilación de miembros; y pues hemos de huir, bien es que llevemos las bolsas aforradas.

Brumandilón. (Bien dice éste; que yo en pro- pósito me tenía, sin eso y con eso, irme de aquí; que ¡por sancta María! mal ojo me echa Beliseno cada vez que me topa. Quiero vivir a mi contento y quitarme de revueltas; que más quiero vaca en paz que pollos con agraz.)

Oligides. ¿No te determinas?

Brumandilón. Nada me mueves por esa vía. ¿No te he dicho que no temo a hombre nacido, ni al diablo que sea? Si se ha de hacer, es porque de

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SANCHO DE MUNON

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este hurto se nos seguirá mucho provecho y inte- rés; que vivir y no medrar es gran pesar. Yo te digo que si topamos con el cofre do tiene muchas piezas y joyas de oro que ha ganado por este su oficio, saldremos de mal año y mudaremos el pelo; que quien no se aventura no ha ventura.

O ligides.— Estése, pues, la cosa así, y disimúle- se. Veremos si le da más Lisandro, y no dejes de mirar los rincones de casa, no tenga por dicha escondido algún dinero que no sepamos.

Brumandilón. Déxame el cargo. Y agora, va- mos; pidiréle dos reales para comer; que seis que me dio estotra que tengo en la putería, acabo de perder a los dados.

Oligides. En ninguna manera le mientes la medalla, por que descuide; antes te aven con ella amorosamente.

Brumandilón. Bien; aunque no es de mi con- dición ni me pagué jamás de mostrar amistad do no la hay. Pero, tornando a otro propósito, señor mío Oligides, ¿ves dónde estamos?

Oligides. Sí.

Brumandilón. ¡Por el bravo y venenoso Can- cerbero, que debajo de este arco de los Milagros rebané a dos las cabezas a cercén, diez años ha, como quien rebana dos cohombros! Que el diablo los puso juntos y los hizo iguales.

Oligides. Tanto ha, y más, que estoy en este pueblo, y nunca tal oí.

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^ LISANDRO Y ROSELIA 103 J

^ Brumandilón. Escucha, que miento; que no fué (nj

j6) sino en Córdoba, en otra encrucijada como ésta; ^

aquí no fué sino las piernas. La diversidad y gran

variedad de las hazañas que por han pasado en ¿j*

diversos reinos y ciudades, me privan de memoria fo

que me acuerde de los casos particulares que ten- J

(^ go hechos por todo el mundo. M'

vi Oligides. Démonos priesa, que la puerta de {¿,

^ Celestina veo abrir. Entremos de rondón y tomé- J

C mosla en la cama. Sube. ío

^ Celestina, ¡Ce, ce, ce, Drionea! ¡Esconde el

jr> capellán presto, presto; que viene Oligides!

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Drionea. ¡Ay mezquina; que no hay dónde! Celestina. Mételo en esa arca del pan.

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^ Brumandilón. ¡Ah, vieja desdentada, aquí te

fe) tengo! No te me irás sin que me pagues lo que me

debes.

Celestina. ¿Y qué te debo, centeno? Brumandilón. Tres veces que me sacaron a la

vergüenza y una a azotar, por tu causa. fe Celestina. Y a mí, ¿no me hicieron obispo de

^ escala entonces?

j Brumandilón. ¿No subes, Oligides?

(^ Oligides. Ya, que vacio las aguas.

e^ Buenos días,

(I señora Celestina.

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SANCHO DE MUÑÓN

Celestina. Vengas en buen hora, hijo.

Brumandilón. Dime, vieja, ¿no tiemblas en verme, para no me hacer enojo alguno?

Celestina. ¡ Par Dios , no !

Brumandilón. Pues no tengo yo gesto de eso; que ¡por vida de Tal! cuando me lo miro en el espejo, así horrible, feroz y temeroso como es, cien leguas de huir querría.

Celestina. ¡Arre allá, asno!

Brumandilón. ¡Por la sancta Letanía, si no fuese por no dejar mis zapatos en tu barriga, más coces te diese que letras tiene la Biblia, porque no des tan mala respuesta y tan mal galardón a quien defiende tu casa de ladrones, y tu persona de los que mal te quieren, y tu honra y fama de malas lenguas!

Celestina. ¡Ándate ahí, con tus zaherimientos! Sola una vez que oxeó a voces unos popilos que me daban la matraca, me lo zahiere a cada paso y me da con ello en los ojos.

Brumandilón. Después de tener los brazos cansados de dar golpes en tu servicio, y los bro- queles y espadas hechas piezas, ¿me dices eso? Todos te besan la ropa y lo que huellas, sólo por mi respecto, porque saben que no son más sus vidas de lo que te enojaren, ¿y no lo sabes co- nocer?

Celestina. ¿A quieres engañar con esas mentiras? A mí, que soy Celestina, y por otro Q.

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LISANDRO Y ROSELIA

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nombre Elicia, sobrina de aquella que por su mu- cha fama y sabiduría es puesta en refrán de todos, ¿piensas echar dado falso o treta encubierta? ¡Mal pensado lo has!

Brumandilón. Si sabes mucho, también yo mi salmo; y si eres Celestina, a llaman Brumandilón, que brumando los hombres tomé nombre del hecho, y soy nombrado en las partes orientales; también soy tuerto y tundidor, y más, de Córdoba, y nací en el Potro, y pasé por Xerez, y tuve la pascua en Carmona, y ninguno me la hizo que no me la pagase con setenas. Por ende, guarte, y dame dos reales que te pido para comer.

Celestina. No si los tengo.

Oligides. ¡Dáselos por tu vida, Celestina, y sed amigos!

Celestina. Dos reales, y cuatro, daréselos yo; pero de medalla no me hable nadie; que no será esta, si yo puedo, la cadenilla de mi tía. Toma cuatro en lugar de dos.

Oligides.— Agora me contentas, Celestina, que te llegas a razón; y sea ésta «pelea de por Sant Juan, paz para todo el año».

Celestina. ¡Ay! Pluguiese a Dios que nuestras rencillas pasadas fuesen como calenturas de mayo, que son salud para todo el año.

(Brumandilón. Ce, Oligides: con esto piensa hacerme pago. Pues callémonos todos; que aquella

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^^ 106 SANCHO DE MUÑÓN '^

¿ijf arca que está a los pies de la cama es, si no me ^

fe engaño, donde está metido el cofre que te dixe. p

') Oligides. Bien está.) ^

Celestina.— ¿Qué te decía al oído? ¿Pensáis ^

algunas malicias? fe

Oligides. Que estás muy seca en las carnes, de j

vieja, y que no vivirás mucho tiempo por curso fc

natural. ¿,

Celestina. Así como estoy, espero yo con ^

vuestras calavernas echar agua bendicta sobre las sepulturas de mis finados. ¿No sabéis, bobos, que tan presto va el cordero como el carnero, y mu- chos rocines viejos vemos cargados de pellejos de corderos? Pues miráme bien; que más de tres cie- gos me querrían ver.

Oligides. Dexado eso aparte, Celestina, aquí trayo la carta que mandaste, y te ruega mi amo que te des priesa a su remedio, porque Cupido fasta las plumas mete su flecha dorada en su cora- zón, y cruelmente le lastima y maltrata.

Celestina. Harta diligencia pongo yo en ello; pero, ¿qué quieres que haga? No es ninguno obli- gado hacer más de lo que sabe y puede.

Brumandilón. Paso, paso; no se pase renglón que yo no entienda; dime esto. Que ¡por el gran Brutervo de Ancona! si alguno ha maltratado, como dices, a Lisandro, mi señor, sea el quien fuere, que me la ha de pagar. ¿Y sabíaslo tú, OH- ^

j gides, y no me lo decías? ¡Dime quién es!

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LISANDRO Y ROSELIA

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Oligides.—E\ dios Cupido.

Brumandilón.— ¿Dios es? Luego en el cielo estará. ¡Oh, pese a Tal! ¿Por qué no hay en la tierra otro Dédalo que fabricara a los hombres alas para volar, como hizo a su hijo Icaro? ¡Que no creo en ese dios Cupido si, aunque allá arriba estuviera, no me la pagara y bien pagado, por que sepa con quién se toma!

0/(g-/í/es.— (Finge no saber lo que los niños han olvidado.)

Brumandilón. ¿Qué dices?

Oligides. Digo que entre nosotros mora.

Brumandilón. ¿Entre nosotros y callábaslo? ¡Dímelo dónde está; que, aunque esté allá lexos in finibus terrae, do Hércules situó sus columnas, ¡ay, ay!, ¡voto a Tal!, le iré a buscar!

Celestina.— \Y calla, por Dios! ¡No le hagas mal, que es un niño ciego, hermoso, doliente, des- nudo y guarnido de saetas!

Brumandilón. Séase quien se fuere, mozo o niño, o viejo o diablo, decidme luego está. ¡Oh bellaco! ¿Abad y ballestero? ¿Es dios y frechero?

Oligides. Es Amor heroico. ¿Sabes tanta poe- sía y no sabes quién es Cupido?

Brumandilón. A unos escholares estos nom- bres, pero nunca mentar a Cupido.

Celestina. Es una sabrosa fuerza de la volun- tad; un fuerte pensamiento de la cosa amada, con esperanza de alcanzalla.

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SANCHO DE MUNON

Brumandilón. De manera que Cupido ¿pasión es? ¡Oh dichoso! ¡Que si hombre fuera, no se me escapara que no muriera a mis manos!

Oligides. Madre, vete ya, que yo aquí me que- do. Hablaré dos palabras, que me cumplen, con Drionea.

Celestina. ¡Ay, bellaco, quien no te enten- diese...! Pero holgaos, que vuestro tiempo es. Por ahí pasamos, y hecimos lo que pudimos, su madre de esa y yo cuando éramos de su edad.=Livia, báxame acá esas cuentas.

Oligides. ¿Para qué las quieres?

Celestina. ¿Para qué? Para rezar y encomen- darme a Dios y oir mi misa, si a Dios pluguiere, que jamás la perdí. Cerrad esas puertas por dentro.

Oligides. Aguárdame ahí, Brumandilón, que luego baxo.

Brumandilón. Aquí me quedo con estotra, y despacha presto.

¡Ven acá tú, Livia! ¡Está queda; xo, xo!

Livia. ¡Par Dios, no haré! ¿Contino has de ser bellaco? ¡Quítate allá, que hueles a viejo!

Oligides. ¡A buen tiempo vengo, señora Drio- nea! A lo menos, no me estorbará ahora el verdu- gado.

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LISANDRO Y ROSELIA

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Drionea. ¡Ni menos a me pesará la bolsa con los dineros que te pedí!

Oligides. Toma cuatro reales, que yo te daré más.

Drionea. ¡Paso! No hundamos la cama como estotro día.

Oligides.— ¿Y'itnts vino? Dame a beber; esfor- zaré; que la vista de los ojos se me turba y la boca tengo seca.

Drionea. Mira si está la camarilla de mi tía abierta. En la su cabecera hallarás la bota col- gada.

Capellán, ¡Señora, despídelo presto, que me ahogo!

Drionea. ¡Ay, por Dios, no te bullas, que es el mi amigo y me matará si te siente!

Oligides. Cerrado está.

Drionea. ¡A punto vienes! ¡Ah, hi de puta! ¿Piensas que no te entendí que ibas a enristrar, por no dar encuentro feo? *

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* Es de notar !a excesiva crudeza a que aquí lleg^a la realista vena cómica de Sancho de Muñón, que no vacila, para dar más color (color verde rabioso) a la liviana escena, en suponer que entre los bastidores de la tragicomedia, con el pretexto de salir a buscar vino, fué a buscar Olig-ides en las libidinosas prácticas de Onán el medio de «enristrar», para volver con la lanza viril, no baxa, sino enhiesta y formidable, pron- ta no sólo al buen encuentro con la moza, sino a conmover, sacudir y

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SANCHO DE MUNON

Oligides. Hice bien, porque quien trae baxa la lanza topa en la tela.

Brumandilón. ¡Hola a los de arriba! ¡Paso, Cuerpo de Dios; que hundís el sobrado y nos echáis acá tierra!

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Capellán. ¡Que me ahogo! ¡Que me ahogo! ¡Sancta María! ¡Confesión!

Oligides.— ]ts\xSt ¿qué es esto?

Brumandilón.— ¿Qué ruido es aquel? ¡No paro más aquí! ¡Abre, abre, huiré, no me maten!

Drionea. Levántate ayna, abriré el arca, no se ahogue ese clérigo, confesor de mi tía, que lo me- timos aquí por escondelle de Brumandilón, que se las ha jurado porque no quiso la cuaresma absol- verle ni darle la Eucaristía.

Oligides. A otro perro con ese hueso, y no a mí, que las entiendo; más mal hay en Orihuela que suena.

hasta desmoronar la casa para espanto grandísimo del renegado, la- drador Brumandilón.

Y esto pintaba un sesudo eclesiástico, y consentía la Santa Inquisi- ción, y hasta tenía la obra un indudable fin honesto y ejemplar. Todavía la Verdad osaba andar desnuda, y ningún discreto lector huía de ella, porque aún no había llegado el tiempo de que las gentes graves, hon- radas y virtuosas considerasen un deber hacer con ella lo que Oligides en la presente página, está haciendo con Drionea.

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Drionea. ¡Por tu vida y mía, que no te miento; que no es lo que piensas !

Oligides. Yo lo que he de creer.

Drionea. Pues no lo digas a nadie, y diréte la verdad. Este es el capellán que nos provee de la merced de Dios, porque le damos cabida con mi hermana Livia.

Oligides. Fama es que eres amiga de ese clérigo.

Drionea. ¿Yo? ¡Líbreme Dios! ¡Por el siglo de mi madre que miente quien lo dice! ¡No me revol- viera con clérigos por cuantos haberes hay en el mundo todo!

Capellán. ¡Ay! ¡Ay!

Oligides. Ya torna sobre sí. Échale una poca de agua y volverá.

Drionea. Pues vete, Oligides, que habrá empa- cho si te ve. ¡Y, por los ojos que tienes en la cara, no lo digas a ánima viva!

Oligides. Anda ya, que hombre secreto soy. Plega a Dios que no sea lo que yo sospecho.

Drionea. No me digas eso, que me corro.

Oligides. Quédate con Dios.

Drionea. Y El vaya contigo.

Oligides. Brumandilón.

Livia. Fuese huyendo, pensando que era otra cosa.

Oligides.— \V aya con el dimonio el puto bala-

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drón! Señora Livia, con un beso me despido de vos.

Livia. Eso barato lo vendo.

Oligides. Quiero agora irme a dar otro verde con mi Carmisa, que no hay que fiar en putas.

ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA

Lleva la carta Celestina, y por el camino va sacando por conje- turas qué sea la causa por que Roselia faltó a su palabra. Témese mucho no la haya sentido su hermano Beliseno, y, aun- que desde la ventana le hace de señas Melisa, no se le cuece el pan hasta que Maribañez envía su niño y Melisa la mete en la cámara de su señora. Con sus artes, Celestina hace que Roselia muy claro manifieste su ardiente deseo ; y concierta con Celes- tina que por la huerta la hable Lisandro.

CELESTINA. ROSELIA.

MELISA. NIÑO. MARIBAÑEZ. EUBULO.

Celestina. No puedo imaginar ni acabo de pensar qué ha sido la causa por que Roselia faltó su palabra y no salió a la hora y tiempo concer- tado. ¿Se arrepintió? No; que esto tiene el amor, que cuando prende hace el corazón constante y no mudable, y cuanto más nos esforzamos a apartallo de la memoria, tanto más ella se refresca con sus lastimosas pasiones. ¿Lo hace de medrosa, por miedo de ser sentida? Tampoco; que la voluntad enamorada todo lo pospone por cumplir su ape- tito. Cuanto más que mis buenas artes, mis subti-

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les engaños y mi artificiosa arenga tienen tal vir- tud, que a las muy fuertes hacen dar combos, y a las flacas y tiernas de un vaivén derruecan. Pero ellas, adrede, por disimular sus pasiones, y aun por dar lugar a sus deseos, huelgan de hacerse ciegas y que no entienden lo que les decís, haciendo de las enojadas, y hacen alharacas como si les fuése- mos a vender moneda falsa, y fingen no qué hipocresías de «¡Guárdenos Dios!», «¿A con tales mensajes?», «¿Y había de hacer tal vile- za?», «¿Vienes a dañar mi honra, condenar honestidad?», «¡Vete de mi casa, no te vean más mis ojos, si no quieres que te haga matar!» Todas son puterías; par Dios que otro les queda en el buche; porque si fuese como lo parlan, de la pri- mera palabra que les hablásemos, nos habían de echar con todos los diablos; pero juraré que no entra mejor pascua por sus casas que nosotras... Pues, ¿qué será la causa? ¿Impedimentos? No; que no los tiene. ¿Fué sentida? No sé; si así es, nuestro gozo en el pozo; que a ella pondrán en guarda, y a Lisandro espías, y a acortarán los pasos. Muy en dubda estoy de lo que será, y cúm- pleme saberlo, porque si esto es, valiérame más quedarme en casa con las piernas cortadas que ir a su casa. Quiérome andar por aquí; sabré lo que es o lo que no; si viere oportunidad para entrar, entraré; si no, tornaréme a mi casa, y perdóneme Lisandro, que ya hice toda mi posibilidad por él

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SANCHO DE MUNON

y todo mi deber y saber.=Por mi ánima que me hace del ojo, de acullá, de la ventana, Melisa su doncella... Otra vez me da con la mano... Luego, luego, aunque más me llames con la cabeza... ¡No sea echadiza,- y se arme algún ruidoso hechizo para me tomar en la gorrionera! ¡No se diga por que mucho sabe la raposa, pero más el que la toma! Primero sabré de mi comadre la vecina si ha habido cosa nueva o mudanza alguna en casa de Eugenia.

Rose lia. ¿No viene?

Melisa. En casa de Maribañez entró.

Roselia. Envíala a llamar con esa mochacha, que no lo sienta mi señora, y te aviso que no la vea entrar.

Melisa. Aquí viene el niño de Maribañez. Vea- mos qué quiere, y si es enviado a eso.

Roselia. Dile que entre acá. ¿Viole mi señora?

Melisa. No; que está devanando un poco de seda.

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Entrad, mis ojos. ¿A quién buscáis? Niño. A señóla mosa.

Roselia. ¿Qué queréis, mi alma? Niño. Señóla, mi made dise que está alí la mu- jel de la ropa banca, que tae lo que le mandaste. Roselia. Corre, decilde, mi vida, que venga.

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LISANDRO Y ROSELIA 115

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^ Niño. Beso las manos de vuesta mesed. ^

^ Rose lia.— \Dios te haga bueno, mis entrañas! S

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I' Niño. Que vayas. c^

h Celestina. Luego, mi amor. = ¿Así que me ji?

^ dices eso por muy cierto, hija Maribañez? De otra ^

|f? manera me lo habían contado. Pues voy, y quédate ¿j*

:(. adiós. fe

T) Maribañez. Dios haga tus cosas y las aderece «^

como deseas. V

Melisa. Tía, alza las haldas, que hacen ruido, j y entra muy quedito aquí en esta recámara.

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Celestina. ¡Ay, señora de mi bien! ¿Mala ^

w. estás? £

^ Roselia. No es nada, madre, sino unos desma- /)

tW yos de corazón que me tomaron después acá. ¿>?

Celestina. (¡Bien está; mal de corazón es; te P.

lo dirás!) ^j)

Roselia. ¿Qué dices? Celestina. Que me pesa en buena fe. Roselia. Vieja honrada, como pasabas por nuestra puerta, hícete llamar para darte descuento de lo que pasa y que no me tengas por mujer liviana que no cumplo mi palabra. Yo no quise salir a hablar ese tu caballero, porque quien nos viera juzgara lo que no es; y como las mujeres seamos más obligadas a nuestra fama que a núes- fo

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SANCHO DE MUNON

tra vida, no me estuvo bien condenarme a de culpa por librarle a él de pena.

Celestina. ¡Ay, mi ángel y mi pascua de flo- res, cómo te lo dices! ¡No parecen tus palabras sino perlas que se caen de esa tu boca de oro!

Roselia. Yo lo haría, por cierto, si mi honra estuviese salva de malos juicios; pero no pudiera remediar su mal sin amancillar mi "honestidad; y si la mujer la honra pierde, nunca la cobra, bien lo ves tú.

Celestina. Siendo bien de noche, como a las doce o a la una, nadie lo barruntaría. ¿Quién lo ha de ver o oir, todos durmiendo?

Roselia. Anda, que las paredes han oídos. No hay cosa, por más secreta que sea, que, tarde que temprano, no se venga a descobrir.

Celestina. Señora... (Mas creo que será bueno hablalle a las claras y dexar estos servicios de Dios; que en buen son la tengo.)

Roselia. ¿No dices lo que comenzado habías?

Celestina. El temor de tu enojo acobarda mi lengua y le pone silencio, que no ose decir lo que diría con tu licencia.

Roselia. Di lo que quisieres.

Celestina. Ya sabes, señora, que Lisandro pena por ti y que su dolor y tormento es tan grande que le quita todo otro sentimiento. Pues sábete agora que está en disposición de perder la vida por tus amores después que faltaste la pala-

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LISANDRO Y ROSELIA

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bra, y él te suplica que reciba de ti galardón de su trabajo en tu piedad, y no muerte en tu crueldad, y que de esta manera remediarás su vida, satisfa- ciendo a su deseo.

Roselia. ¡Si el castigo que merece tu osadía en venirme con tan torpe demanda no perdonara mi mansedumbre, en lugar de sufrirte tomara de tu vida venganza!

Celestina. Señora, estemos a razón y no lleves las cosas por rigor.

Roselia. ¡Eso quiero yo, mala vieja, por que veas que cuanto a me sobra de razón para con- denarte, tanto a ti te falta para defenderte, y cuanto yo soy sufrida, tanto más sobresalida en desvergüenza! Dime, ¿parécete a ti bien hecho que, por dar fin a su torpe deseo, entrada y principio a toda mi perdición? ¿Quieres que con mi ignominia alcance él victoria, y en mi vitu- perio soberbia? ¿Quieres que triste vejez a mi madre, y que ponga mácula en mi linaje? ¿Qué dirán las gentes de mi maleficio? ¿Quieres que haga cosa donde se me siga infamia en la honra, peligro en la persona, perdimiento en el mayor bien que natura me dio y aborrecimiento de los que bien me quieren? Finalmente, ¿quieres que viva deshonrada para toda mi vida? Respóndeme a esto.

Celestina. Por verdad, mi señora, dime qué vituperios o qué infamias hallas seguirse por com-

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placer al más alindado galán y gentil mancebo que criatura vio, ni natura engendró, ni Dios por agora otro crió. ¡Como que no fuese cosa común, que cada día acaece, que doncellas de alta guisa y de real nacimiento, hijas de grandes señores, no sólo amaron sus, amigos y servidores, mas muchas de ellas los siguieron hasta sus tierras, donde fue- ron recebidas con mucha solemnidad, acatamiento y cerimonia! Todas por amar y bienquerer a sus enamorados, hicieron memoria de sus nombres, fama de su fermosura y exemplo de su hecho. ¡Allá a las que con sus negros y esclavos y con sus mozos de espuelas trataron de abominables amo- res, les venga la infamia que merecen! A éstas y otras tales es de dar en rostro su error, pero no a las que lo hacen con personas de alto mereci- miento, como es nuestro Lisandro; de tales aman- tes ser amada, de tales servidores ser servida, glo- ria es, a mi ver, y descanso; que no vituperio o trabajo. Si él no fuera quien es, hobiera causa para temer el juicio de las gentes y el mal tratamiento de tus deudos; pero siendo quien es, antes te lo tendrán a bien; que tan hermoso hombre no per- tenecía sino para tan hermosa mujer. A estotro que dices de tu peligro, agora está por ver el poder y favor grande que tiene Lisandro en la ciu- dad, para te hacer segura de todo el mundo si fuere menester; cuanto más que yo daré manera para que lo hagáis secretamente y que nadie lo sepa.

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Roselia, Bien que todo eso sea; pero ¿quieres ^

que pierda mi virginidad, y la corona de ella, y fe

que ofenda a Dios? ^

Ce/esíma.— (¡Ya va! ¡Ya va! ¡Perdónete Dios, i?

que por escalones te he traído a lo que quiero! ¡Ya ^

no está tan zahareña ni esquiva como antes!) j

Roselia, >Cómo dices? '%*

Celestina. Digo, señora, que de diez partes de (¿^

sanctos apenas hallarás las dos que fueren vírge- ^j

P nes: pocos escapan de la antigua carcoma que nos Q,

^j dexaron nuestros primeros padres. Esta comezón *^y

f$ de la carne es red barredera que pesca hombres ^

p y mujeres de cualquier estado y condición. Y esa (\

(^ corona o laureola de las vírgenes, ¿qué piensas ^

^ que es, sino un gozo accidental, que luego recupe- ^

*jÁ raras con otras obras meritorias? A lo que dices f>

^ que ofenderás a Dios, ¿no sabes que yerros por ^^

amores, dignos son de perdonar, y quien no cae h

no se levanta? ^

Roselia. ¡Ay lastimada de mí, que del primer ^

día que me habló ese caballero siento un fuego A

escondido en este mi corazón que me lo abrasa, J

Q) cubierto con las cenizas de mi vergüenza! ¡Oh w

fl desproveída doncella de todo consejo!, ¿qué en- íL

"^ cendido calor es este?, ¿qué llama tan soberbia y

es esta que en mi pecho a deshora concebí luego ^)} que le vi, que ni me aprovecha mi lucha y contien-

SS da, ni basta razón a vencer su furor? ¡Ea, ea, Ro-

p selia, desecha ese fuego de ti! ¡Muera, muera el P^

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SANCHO DE MUNON

que mi deshonra quiere!... Mas ¿qué dixe, desatina- da loca? ¡Dios le vida, y mucha; que bien me es lícito, sin le amar, desealle vida! ¿Qué hizo por donde mereciese ¡la muerte que espera si no le socorro? ¿A quién, si no fuere muy cruel, no mo- verá la florida edad de Lisandro, su linaje y vir- tud? ¿Quién que lo vea no se aficionará de su gen- tileza?... ¿Y qué? ¿He de hacer traición a mi ma- dre, y placer a quien otro día me dexe y no haya cuenta de después que le agrade y contente otra?... Pero no tiene cara de eso, ni es de esa casta, ni son esas sus condiciones, para que me engañe o se olvide de mí; que quien bien ama, como él, tarde olvida... ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡vencida soy, cautiva soy, presa soy de su amor! ¡Y pues tú, sabia Celestina, sotilmente, con los fuelles de tu saber animaste el mi fuego mortecino y despertas- te las adormecidas llamas, por Dios vivo te con- juro, y por la fe que debes guardar en todo secreto te ruego, me seas fiel secretaria en todo lo que pasare entre Lisandro y mí!

Celestina. ¡Ay, señora, no me digas eso, que me enojo! ¡No me conoces! ¡Como creo en Dios, otra mujer más secreta que yo no la hay en el mundo! ¡Antes me sacarían la lengua por el colo- drillo, que yo tal hablase! ¡Soy muda para esas cosas!

Roselia. Con esa confianza, madre mía, te des- cubro mi corazón, que es más de ese señor que

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mío. Y pues la estrechura de tiempo no consiente más prolixidad en nuestro razonamiento, puedes le decir que esta noche, pasadas las doce, me ven- ga a hablar, no por esta torre, que es lugar peli- groso, así por estar cerca del aposento de mi ma- dre como por ser paseado y rondado por fuera de Beliseno, mi hermano, pero por el jardín, que es lugar desviado del palacio. De ahí dentro me pue- de ver y hablar, que yo saldré sin falta a los corre- dores que salen sobre el huerto.

Melisa. ¡Señora, vayase Celestina, y luego; que se levanta mi señora y puede ser que entre acá!

Roselia. ¡Ay, vete por Dios, madre, no te vea!

Celestina. Toma esta carta de Lisandro, que me olvidaba, y adiós.

Eugenia. ¿Con quién hablabas, hija?

Roselia. A Melisa decía, señora, que me traxe- se la canastilla de la labor, que ya me siento mejor.

Eugenia. ¡Loores a Dios! ¡Que ya me temía no entrase por esta casa esta sorda pestilencia de este año de cuarenta, y hiciese en ti, que Dios nos libre, estrena!

Roselia. No era nada, señora, sino estos mis desmayos de corazón.

Eugenia. Pues siéntate y labra esos cabezones de tu hermano, y no te asomes a la ventana; que

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las vueltas y pasos de Lisandro por aquí, y las momerías que hace, mi hijo las vengará.

Roselia. ¡No me mientes a ese loco, que no le puedo oir!

Eugenia. ¡Bien haya a quien te pareces! Que así era tu tía la monja cuando estaba en el siglo y la servían caballeros locos como éste.=Ven acá, Melisa, henchirás las almohadas limpias, y vacia esotras, que están muy sucias... Mas quédate con mi hija, que las mozas lo harán.

I

ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA

Lee Roselia la carta de su deseado Lisandro, y, por consejo de

Melisa, su secretaria, aunque con dificultad, encubre el fuego de

amor con que toda destila en lágrimas.

ROSELIA. MELISA.

Roselia. Melisa, echa esa antepuerta; leeremos la carta. ¡Oh, carta, carta, si en pos de ti viniese tu auctor! Pero no me vendrá a esa alegría, que tan falta soy de ventura cuan sobrada de des- dicha.

Melisa. De eso no dubdes.

Roselia. ¿Qué sabes si se ha enojado de la burla que le hice, y no quiera más venir?

Melisa. ¡Salieras tú! ¿Quién te lo estorbaba?

Roselia. ¿Quién? Mi hermano, que, ¡mala muerte haya, plega a Dios!, así me detuvo fasta bien tarde en pláticas.

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Melisa. ¿Vino después que te dexé acostada?

Roselia. ¿Agora lo sabes? ¡Y aun me hizo fie- ros que rae mataría si ni en poco ni en mucho sen- tía cosa de mí!

Melisa. Cúmplete avisar no te sienta; que, a fin, mira por la honra.

Roselia. No puedo más, hermana; que Cupido ha mostrado en todo su poder, y todas las enerboladas frechas en un momento asestó contra mí, y los ardientes casquillos de sus saetas son cauterio de mi corazón, el cual, derretido, destila lágrimas por los ojos y sospiros por la boca, y él queda lleno de congoxa... Mas, ¡oh carta mía, y de mi señor enviada!, quiérote abrir y leer: haréme cuenta que le oyó, y con sus palabras consolaré mi ánima, pues a los atribulados consuelo pone hallar a sus males alguna compañía.

CARTA DE LISANDRO A ROSELIA

« Si supiera así quexarme como sentir la pena que me das, antes fallecería papel para escrebir y tiempo para decir que quexas para que oyeses; pero hallóme tan falto de discreción para te las declarar cuan sobrado de desventura: corazón tengo para sufrir pasiones, lengua me falta para te las decir. Herísteme con tu vista, y prívasme de ella por quitarme todo remedio. Si me faltase tu palabra porque a merecer fallece, no te culpo; pero todavía virtud te obliga a que no seas mata-

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dora; piedad te convida a que hayas compasión en mi cuita. Cuanto yo más con todas mis fuerzas sa- crifico a ti mi tormento, tanto más con crueldad me galardonas, de manera que siendo liberal en ofrecerte mi vida y todo lo que la sostiene, eres avarienta en el rescate de ella. No qué te mueve hacer tan poco caso del que mucho te ama; no es, por cierto, de personas generosas galardonar con menosprecio y olvido; antes, las pagas hacen ma- yores que los trabajos merecen. Sólo esto te su- plico, con lo cual ceso: que, volviendo los ojos de tu misericordia a las prisiones que en tu fe sosten- go, así mis pasiones con obra remedies como por mis palabras conoces y entiendes mi necesidad.»

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Roselia. ¡Sí haré, mi señor! ¡Oh pertinaces orejas mías, que sufristes oir palabras de tanto dolor y sentimiento! ¡Oh crueles ojos, que atinas- tes a leer tan apasionada letra sin mucha copia de lágrimas! ¡Oh empedernido corazón, que calor de tanto fuego no bastó a enternecer tu dureza en pesar de su pena y en congoxa de su fatiga, para que mi boca pregonase la angustia que me aumen- taba cada renglón, cada palabra y cada letra!

Melisa. Señora, encubre tu pasión y disfrázala con alegría lo mejor que pudieres, no la entienda tu madre por lo que te ve hacer; que si anoche no os hablastes, ésta, placiendo a Dios, gozarás de tu querido. Sosiega tu corazón y ten reposo en el

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cuerpo; que, par Dios, si miran en ello, fácilmente conozcan todos de qué pie coxeas.

Roselia. Do amor se aposenta, ningún reposo consiente.

Melisa. Señora, limpíate los ojos y toma la labor, que a Beliseno sentí hablar; no suba acá.

ARGUMENTO DE LA QUINTA CENA

Va Brumandilón a casa de Celestina, muy más ancho que largo porque Lisandro le ha recibido por criado. Acompaña a Celes- tina, que va a llevar la sabrosa y alegre nueva a Lisandro. En el camino topan a Oligides. Cuéntales un chiste muy donoso que le acaeció en casa de su Carmisa. Da la deseada nueva Celestina a Lisandro. Concierta que a las doce de la noche escale por la huerta. Dale diez doblas Lisandro y confírmale la merced del casamiento de sus sobrinas.

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BRUMANDILÓN. CELESTINA. OLIGIDES. LISANDRO.

Brumandilón. No sé, ¡voto a Tal!, cómo mi nombre no es mentado por toda Castilla, pues mi fama vuela hasta las Italias. Claro está, Celestina, que si Lisandro no viera mis valentísimas fuerzas y valerosas hazañas, que no me recibiera por princi- pal hacedor en el trance de sus peligros.

Celestina. ¿Pues qué? ¿Estás con él?

Brumandilón. Después que me fui de aquí, voyme a su casa, y como había sabido no qué muertes que he hecho por ese mundo adelante muy esforzadamente, rogóme que le sirviese para

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acompañarle de noche cuando saliere fuera; y agora envíame a saber de ti que si has ya hablado a esa Roselia.

Celestina.— Anda allá, vamos, que ya está todo negociado; diréselo.

Brumandilón. Vamos.

Celestina. ¿Así que me dices que te recibió?

Brumandilón. Y aun rogado, que fué más. ¿Tú piensas que se hace hecho bueno en la ciudad sin mí, o revuelta o ruido que no sea yo llamado para ello? Soy como el buen oficial, que nunca le falta quehacer. Tantos son ya los rebatos en que me he visto, que no menos que el Buen Capitán tengo en mi cámara los blasones de mis hechos dignos de perpetua y recordable memoria, con otras insig- nias de mis victorias; donde verás pintados más miembros de hombres acuchillados por mis manos que días hay en el año: piernas, brazos, pies, manos, muslos, quixadas, huesos, costillas, peda- zos de hombres, cascos, cabezas, ancas, espaldas enteras, lomos, tripas hilvanadas, sesos, corazo- nes sacados, pechos atravesados, orejas cercena- das, astillas arrancadas, y así otros que dexo de contar. Y muchas veces oyó patadas de aquellos por muertos; pero por eso no me quitan el sue- ño esas pocas noches que allá duermo.

Celestina. (¡Así medres como has muerto alguno!)

Brumandilón. ¿ Qué dices ?

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Celestina. Digo que dexes ya esa mala vida; que «Dios consiente, y no para siempre»; «perro que lobos mata, lobos le matan».

Brumandilón. ¿No sabes que los malos no han menester más de ocasión para mal hacer? Con media palabra de descortesía me sube la cólera, y mato tantos, que tienen bien que entender en abrir sepulturas la gente del cordelejo.

Celestina. ¡Sancto Dios! ¡Vuelve, vuelve la cabeza, verás a Oligides sangriento!

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Brumandilón. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto, Oligides? jDímelo luego quién te hirió, que no será más su vida de lo que tardarás en decír- melo!

Celestina. No le des pena, que no te respon- derá. ¡Ay, sancta María, que Beliseno le habrá muerto !

Brumandilón. ¡Cuerpo de Tal! ¡Ase del; llevé- mosle en brazos a curar, pues no me dice quién son; traba de ese brazo!

Oligides. ¡Hi, hi, hi! Estad quedos, que no es nada.

Celestina. ¡Doite a Satanás, que así me tur- baste!

Brumandilón. No lo creo. Ase dél. ¿No ves la sangre que se le va?

Oligides. Si me quisieses dar a entender lo que a un truhán sus amigos, según cuenta Pog-

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gio *, persuadieron: que estaba muerto; el cual fué llevado a enterrar, aunque en las andas no dejó de responder a los que daban gracias a Dios por su muerte que juraba a Dios que si vivo estu- viera, como iba muerto, que ellos se las pagaran.

Brumandilón. Destápate y creerte hemos. ¿Qué diablo es eso que traes al cuello atado?

Oligides. Oidme, contaréos un chiste que pasó con Carmisa, la amiga del Bachiller, de que mu- cho reiréis; y no lo sepa Drionea, Celestina.

Celestina. Di qué; no hayas miedo.

Oligides. Salido de tu casa, como no hallase a Brumandilón...

Brumandilón. Fui llamado a gran priesa para ser padrino en cierto desafio.

Oligides. ...fuíme derecho a Carmisa, y, estan- do ella y yo en muchos placeres y regocijos, heos aquí llama a la puerta el Bachiller su amigo. Yo en esto estaba sin sayo, baxas las calzas, y quiso más nuestra desventura que al tiempo que él llegó daba yo una gran carcajada de risa, contando de allá del tu capellán metido en el arca; de suerte que sintió hombre en casa, y mientras más nos oía reir y las voces que teníamos, él más priesa se daba a llamar. Entonces Carmisa, cortada de la muerte, no supo qué se hacer más de esconderme

* Es la 267 de las Facecias: «De un muerto que estaba vivo y que, cuando le llevaban al sepulcro, habló e hizo reir.»

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en baxo de una cesta de colar, que, como soy de esta marca cagada, cupe en ella. El Bachiller, como no le abrieron tan presto como quería, vase y trae consigo sus popilos armados para derrocar la puerta y matar a Carmisa y a mí. En este medio, la vieja, su madre, como más sabia y astuta, sos- pechó a lo que iría, y mata de presto un pato, y hinche con la sangre el gaznate, y rebózamelo por este cuello, y da una tijerada en la morcilla y brota la sangre, y párame cual veis. En esto llega el Bachiller a quebrar las puertas. La vieja co- mienza a dar gritos de arriba: «¡Escóndete, señor, escóndete, que viene la Justicia!»; torna luego a replicar: «¡Ay, que no es! Está quedo y curaré- moste. Corre, baxa tú, Carmisa; abre al señor Bachiller, que bien puede entrar él solo». Y todo esto decía la buena madre a voz alta, que la oyese el otro. Viene Carmisa y abre, disimulando otra turbación de la que tenía, con estas palabras: «¡Ay, mi señor!, que tenemos acá un herido, el cual dexa por muerto a un lacayo del Conde, y pensa- mos que eras la Justicia que venía tras él, y por eso nos tardamos en abrir mientras le escondía- mos». El Bachiller, puesta la punta de su espada en sus pechos, díxole que mentía; que aquellas risadas no eran de hombre herido. Carmisa res- ponde: «¡Desdichada yo! Sube, verlo has; que, como se le iba la sangre por la garganta, donde le hirieron, de dolor graznaba como pato, y pen-

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sarías que se reía». Entonces el Bachiller sube a ver si era verdad, y como me vio lleno de sangre, creyólo, y díceme: «Hermano, ¿quieres algo?> Yo, tapado siempre por que no me conociese, grazno como que no podía hablar, y hacía señas con los ojos al cielo. El Bachiller, no me entendiendo, pre- gunta lo que diría yo. Ella dice: «Que llames al zurujano», para que con este achaque él se fuese, hecho necio, a llamarlo, y yo tuviese lugar de me ir sin saber él quién yo era. Y así me vine corrien- do cual me veis.

Brumandilón. ¿Y qué dirá después que traiga al zurujano y no te halle?

Oligides. Quien hace un cesto hace cien- to; como supieron urdir esta mentira, tramarán otras cuarenta.

Celestina. Fácil cosa es engañar al que ama.= Y aguijemos.

Bfumandilón.— Dentro estamos.

Oligides. ¿Traes buenas nuevas, Celestina?

Celestina. jRebuenas! Ya hecho es.

Oligides. Pues suba Brumandilón a decir que estás aquí, que yo voyme a lavar y limpiar de esta sanguaza, y mudaré otros vestidos.

Brumandilón. Subo, que morador soy ya de casa.

Oligides.— ¿Cómo así?

Brumandilón. Después te lo contaré.= ¡Albri- cias, albricias, señor!

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ip Lisandro.— ¿Qué es, amigo Brumandilón, que

& todo es tuyo?

J Brumandilón. Pues Roselia es toda tuya.

¿ Lisandro. No te creo. ¿Qué es de Celestina?

¿ Brumandilón. Hela aquí entra.

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Lisandro. ¡Oh canas honradas, oh venerable senetud, abrázame! ¿Qué es esto que oyó, madre Celestina? ¿Es verdad? ¿Confírmaslo tú?

Celestina. Así lo digo; que, por mi industria y buenas mañas de esta pecadora y pobre Celestina, Roselia queda por tuya y te ama más que a mesma y queda encendida en el fuego de tu que- rer y desea más verte que vivir.

Lisandro. ¡Oh Dios! ¡Si verdad es, no me tro- caría por un bienaventurado del cielo!

Celestina. ¡Así tuviese yo ciertas cien doblas como ello es verdad!

Lisandro. Toma estas diez piezas de oro por agora, que después que la alcance te daré lo que te prometí para en casamiento de. esas dos tus sobrinas.

Celestina. Mientra la vida me durare, jamás olvidaré las mercedes que me haces, y aunque mi ventura y tiempo se mude, nunca mi voluntad para servirte.

Lisandro. Pues ¿qué me cuentas de mi señora, madre mía? ¿De cierto me saldrá a hablar esta noche?

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SANCHO DE MUNON

Celestina. Sin falta; y por tanto, entre doce y una irás, no por las ventanas de la torre, sino por el jardín ; y lleva tus escalas para entrar dentro, que ella saldrá a los miradores que caen al huerto, y no seas negligente o vergonzoso para subirte do ella está, y aunque te parezca empachada y que la sientes esquiva, no por eso dexes de hacer lo que debes, que ella, se holgará que seas desenvuelto.

Lisandro. Es tan alta la merced que mi señora me hace, que, juzgándome indigno de tan crecido beneficio, dubdo si es posible lo que me dices.

Celestina. Señor, lo que dije digo otra vez; y por no alargar los testigos, esta noche experimen- tarás por las obras más de lo que agora oyes.

Lisandro. Pues, ¿por qué no salió ayer?

Celestina. Lo que yo adevino es o que Belise- no se lo estorbó que ni en qué ni en qué no se anduvo, según me apuntó Melisa o no osó salir de empacho. Pero agora que ajeno señorío manda su voluntad, no será en su mano dexar de salir.

Lisandro. Mas si vio a su hermano, que fasta cuasi las doce se detuvo por allí con sus criados, y por eso dexó de salir.

Celestina. Eso sería.

Brumandilón. ¡Oh, pese a Tal! ¿Por qué ahí no me hallé?, ¡que no creo en la puta que me pa- rió si no le cortara las piernas, y con ellas le diera de palos!

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Celestina. Señor, pues todo queda hecho ¡loores a Dios! yo me voy, y mándame; que yo y aquella casilla pobre estamos a tu servicio; y ten por encomendadas aquellas mis dos sobrinitas.

Lisandro. ¡Oh verdadera salud mía!, ¿y vaste? Pues suplicóte que en todas tus necesidades acu- das acá, que de y de todo cuanto tengo te pue- des servir como cosa propia. Desotro pierde cui- dado, que muy presto habrás recabdo.

Celestina. En buena fe, mi señor, no con me- nos voluntad de servirte que de salvar mi ánima haré lo que me mandares. Y quédate adiós.

Lisandro. Mozos, acompañad a la señora hasta su casa.

¡Oligides! ¡Oligides!

Oligides. Señor.

Lisandro. Aderecen luego lo que he de cenar, que me quiero acostar temprano; y tendrás cui- dado de despertarme a las diez.

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ACTO CUARTO

ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA .

Recordando Lisandro de un sueño profundo y suave en que se soñaba con su señora, comienza despierto a devanear, contando por vía de pregunta en lo que se había visto entre sueños. Va Lisandro con su gente; velo Beliseno y quiérele acometer; impí- denle sus criados, dándole a entender que era la Justicia. Méten- se, para vello, en una rinconada. Acaece que Lisandro con los suyos se va también ahí a recoger por no ser visto de Beliseno, y dice lo que ahí pasó. Sube Lisandro por la escala al jardín, y vese con Roselia, su señora, Beliseno, que acechaba lo que pasaba con su hermana, vase muy enojado, con propósito de matarlos a todos la noche siguiente. Baxa Lisandro muy alegre y vase para su casa.

OLIGIDES. LISANDRO. EU3ULO. BRUMANDILÓN. BELI- SENO. GALFURRIO. CASAJES. DROMO. REBOLLO.

MELISA. ROSELIA.

Oligides. Señor, recuerda; que las diez son dadas.

Lisandro. ¡He, he, señora, he!

Oligides. Oligides soy que te llamo. Juraré que se sueña con la otra.

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Lisandro. ¿Qué?... ¡He!... Sí. k^

Oligides. ¡Ah, señor! Despierta, que es hora. L

Lisandro. Aha... Ay... Ay... ¿Sueño es? ¿Dor- *^

mía? ¿Qué, no estaba yo agora con Roselia? ¿No (I la tenía entre mis brazos apretada? ¿No hubieron

ya execución mis deseos? ¿No subiste conmigo, *^ Oligides, por el huerto?

Oligides. No, que yo me acuerde. ^ Lisandro. ¿No? ¿No me pusistes las escalas de

arriba para descendir al jardín do mi señora baxó? r^

¿No la besé ahí con mil retozos entre unos floridos

jazmines y unas hermosas clavellinas? Los lirios, h

las alegrías, los tréboles y alegres alhelises, las %

frescas azucenas, las olorosas albahacas, los toron- ¿f

jiles y artemisas, las rosas y violetas, ¿no fueron jn

testigos de aquel azucarado rato? ¿No nos pasea- J

mos después, asidas las manos, junto a una fonte- Jí»

cica, con una dulcísima plática? Y, cabe unos ca- sC

muesos, ¿no nos despedimos con dos reverencias 7)

y sendos besos, cuando los paxaritos mensajeros Li

de la alborada comenzaban- a cantar con un suaví- ^

simo ruido? ^

Oligides. (Hecho está un poeta nuestro amo; £

mas no se te vuelva el sueño del perro.) Ea, señor, 7

que no pende tu remedio de esas imaginaciones, &

y di qué armas quieres. í*

Lisandro. Descuelga esas corazas, y armaos todos.

Brumandilón. Quítame allá ese embarazo de

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SANCHO DE MUNON

rodela, que yo con espada y capa haré más que cuatro hechos reloxes.

(Oligides. Por huir más liviano lo hace.

Eubulo.— Ya lo veo; déxale.)

Oligides. Señor, a punto estamos,

Lisandro. Pues vamos.

Beliseno. ¡Helos vienen! ¡Apercebíosl ¡Po- neos en orden!

(Galfurrio. ¡Muchos son los contrarios! Dé- mosle a entender que no son ellos.

Casajes. Déxame a hablar.) Señor, mira lo que haces, no sea la Justicia; que no es bien aco- meter a nadie sin saber de cierto si es el enemigo. Escondámonos en esta rinconada , que de aquí los veremos pasar y sabremos quién son.

Beliseno. Meteos, pues, en esa calleja. Yo aquí me quedo, en este cantón.

Oligides. Señor, mientra da las doce, metámo- nos en este apartamiento, no pase Beliseno y nos vea; aunque no qué gente parece que está dentro.

Lisandro. Bien dices.

Galfurrio. ¡Hermanos, que entran a matarnos! ¡Huyamos! ¡Huyamos!

Casajes. ¡Oh poderoso Dios! ¡Salgamos, antes que nos tomen la entrada!

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Rebollo. ¡Dexa la adarga, Dromo, que yo todo lo dexé!

Dromo. ¡Corre, corre, que ya la eché, y la capa también!

Casajes. ¡Galfurrio, vuelve la cabeza a ver si vienen tras nosotros!

Galfurrio. ¡Oh sancto Dios! ¿Ves el peligro en que vamos y dícesme eso? ¡No me digas nada, aguija, aguija, que me parece que nos alcanzan!

Casajes. ¡Virgen María! ¡Metámonos aquí en esta pocilga, puesto que uno veo acullá delante que nos va a cercar!

Dromo. Espera, Rebollo; entraré yo.

Rebollo. ¡Al diablo el que tal aguardase!

Brumandilón. He... He... Ay... Cansado estoy de correr. En mi seso me estuve de tomar armas livianas; si los pies no me valieran, éste fuera mi día. Valientes hombres son Galfurrio y Casajes y ios demás, que, iuego que nos vieron entrar en la rinconada, dieron tras nosotros. Desalados venían en mi alcance : en sólo querían descargar. ¡ Hi de puta, si me cogieran los mancebos, como ala- nos se encarnizaran en mi persona! Bien está que si ellos corrían tras mí, yo volaba... Quiero agora ir a buscar a Lisandro, y diréle que los iba a atajar... Mas, ¿qué es esto que veo? Armas y capas son. Mirad, por mi vida, si lo habían dexado todo por me alcanzar, quién los aguardara... ¿Aquél es Li-

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Oligides. Cata do viene Brumandilón, señor, esgrimiendo con la espada desnuda. Cargado vie- ne; no qué trae debaxo del sobaco.

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Sandro y sus criados? Creo que sí; quiérolo mirar í:p

bien, no me engañe, y me maten si son los otros... El es; bien está. ¡Algo te iba en ello, Brumandilón, saberlo!

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I?

Brumandilón. ¡Oh venturosos hombres! ¡Si no tomaran calzas de Villadiego y pusieran pies en polvorosa, como me ofrecieron estos despojos me ofrecieran también las vidas!

Lisandro. Acá no pensamos, Brumandilón, sino que habías huido de ellos y ellos de nos- otros.

Brumandilón. ¡Sobre eso, señor, me mataría con quien tal dixese, de mejor gana que me iba a matar con estos que huyeron! Me adelanté por que no se me fuesen por pies, y todavía, en viéndome que volvía a ellos, hurtáronme el cuerpo y des- aparecieron, dexándome esto que ves por que no impidiese su huida. Yo, señor, como me he visto en algunos arrebates y refriegas cierto más que estos mis compañeros, mejor en qué ^ manera se han de cazar los fugitivos. El aire P

me dió que habían de huir, y por ende les atajé ^ los pasos. ^

t Lisandro. Estémonos aquí fasta que la hora. n

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Beliseno, Mozos, ¿qué es de vosotros? ¿Dónde

venís

Galfurrio.— ¿Dónde venimos, pese a Tal? En pos de uno que sentimos ser de la cuadrilla.

Casajes. ¡Oh! ¡Estoy por arrancarme las bar- bas pelo a pelo, de ver que se nos escapó por pies!

Dromo. ¡Por los sanctos de Palermo, que por aguijar más ayna y asirle no se nos escabullese, dejé allá mi capa y espada con lo demás!

Rebollo. ¡Oh, derrenegó de la leche que mamé, que otro tanto hice yo y no me aprovechó!

Beliseno. ¡Ce! Aquellos son, sin duda. Acome- támosles.

Galfurrio. ¡Por Dios, señor, buenos estamos! ¡Irnos a meter en las manos de los enemigos, estan- do de ellos fatigados de correr, de ellos sin armas!

Casajes. Señor, mejor seso será acechar de aquí, que no nos vean, y mirar en qué anda este Lisandro y qué es lo que pretende en sus venidas a tal hora.

Dromo. Muy bien dicho está; que si tu herma- na tiene también la culpa, agora lo veremos en lo que hace, si le sale a hablar o no.

Rebollo. Y aun mi parecer es que otra noche vengamos con ballestas y que todos mueran, por que no tengan lugar de huir y así se escape alguno como estotro.

Beliseno. ¿No veis que matarlos así es especie de traición?

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Casajes. ¡Anda, señor, que a un traidor dos alevosos! ¿No es mayor traición la que éste te trata?

Beliseno. Pues estad queditos y mirad bien lo que es.

Lisandro. Hora es. Mozos, guardad bien ese paso. Ven conmigo, Oligides; arrima esa escala.

Oligides, Sube, señor, y tente no cayas.

Lisandro. Sígueme.=Tórnala a poner, báxaré al huerto.

Oligides. Baxa, señor.

Melisa. ¡Albricias, señora! ¡Tu deseado viene. Rose lia. ¿Dícesme verdad? Melisa. Sal y verlo has.

Lisandro. ¿Es mi señora?

Roselia. ¿Quién es? ¡Ay, mi señor, no subas acá si no quieres que me vaya; que de ahí me po- drás hablar!

Lisandro. No huyas, mi bien, si no quieres que me dexe caer destas escalas abaxo.

Roselia.— \Oh, desdichada yo! ¡No subas!

Lisandro. ¡Perdona mi descortesía, oh mi se- ñora y mi bien todo! ¡Cuántos días ha que desea- ba tu presencia, de la cual, por juzgarme indigno, nunca pensé gozar! ¡Oh, cuánto te debo, única lumbre de mi vista: que si no defendieras la

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entrada a mi muerte, presto feneciera en tus amo- res!

Roselia. Por cierto, mi señor, esa fué bastante causa, sin otras muchas que hay, que a me mo- vió para que no consintiese morir criatura tan bella como eres.

L/soAiífro.— Bien veo, mi señora, que soy indigno y no merecedor de esta suavísima conversación tuya, destos afables y dulzorados coloquios, desta sonoridad y dulcedumbre de tus palabras. Tu en- cumbrada belleza, tus gracias divinas, tus pujantes perfecciones, tus heroicas virtudes me han tenido cautivo y me tendrán mientra los espíritus vitales rigieren mis miembros y dieren vida a mi cuerpo.

Roselia. De verdad, señor Lisandro, agora hallo, y por los ojos lo veo, mucho más haber en ti de lo que me decían.

Lisandro. Todo lo que soy yo es tuyo, y si algo soy, por ti lo soy; que tu hermosura es la que sustenta mi vida, y tu favor de todo el mundo me hace vencedor. ¡Oh descanso mío; téngote en mis brazos y no lo creo, porque más es mi gloria en verte que mis trabajos para te conocer!

Roselia. ¡Ea, señor, por mi vida que estemos quedos! ¡No seas descortés, apártate allá, no lle- gues a mí!

Lisandro. Suplicóte, señora, que tu favor dis- pense en mi osadía, y pues Dios tan francamente en ti distribuyó sus gracias, ¿por qué eres avarienta

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en las repartir con aquel que la vida estima en poco perder en tu servicio?

Roselia. ¡Ay, mi señor, estén quedas tus ma- nos! ¡No me deshonres!

Lisandro. \Ay de mí, sin ventura, que más me valiera acabar luego mis tristes días, que no al fin de la jornada! ¡Oh cruel señora, que delante tus ojos y en tu acatamiento mi muerte ver quieres, y así te suplico perdones mis descorteses palabras y mis desvergonzadas y atrevidas manos; a tus pies me echo para recebir de ti perdón o que hagas de justicia! ¡Toma mi espada!

Roselia. ¡Levántate, ángel mío y mi señor! ¡Tuya soy, y por tuya me entrego y en tus manos me pongo! ¡Haz de lo que quisieres y ordenares! Espera, mi vida: enviaré ja doncella.

Melisa, corre, vete cabe la cámara, y no nos sientan levantadas.

Melisa. Bien te entiendo; que desviada estoy.

Roselia. ¡Landre que te mate, que no es lo que piensas!

¡Ay, amor mío, ¿así me tratas? ¡Ten cortesía, mi señor! ¡No descubras aquellas partes que la naturaleza no quiso que sin vergüenza se mostrasen !

Lisandro. ¡Deja a mis sentidos por entero go- zar de ti en mi bienaventuranza, pues todos en mi

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pasión me tuvieron compañía! ¡Consiente que mis manos palpen y toquen tus delicados miembros, tus lindas carnes, más blandas y amorosas que seda; permite a mis ojos que vean tus piernas, más blancas que copos de nieve, pues mi indigna boca gustó de tus melifluos besos y mis orejas se delei- tan en oir tus azucaradas y dulcísimas palabras!

Beliseno. ¡Oh Dios! jY tal bellaquería pasa! ¡Y escalaron!

Galfurrio. Detente, señor, no vayas; que son muchos y no ganarás honra en lo que vas a hacer.

Casajes. ¡Sí, sí, señor! Bien dice Galfurrio.

Dromo. ¡Pese a Tal, y qué yerro se hiciera agora, por no mirar! Rebollo habló bien: que mueran asaeteados, por que no se escapen.

Rebollo,^ Asi lo digo otra vez: que nos meta- mos en el huerto donde se hace la fiesta, y ahí, escondidos que no nos vean ni sientan, los aguar- demos con nuestras ballestas armadas.

Beliseno. Pues no falte ninguno. Y vamos.

Roselia. ¡Ay, amenguada de mí. y deshonrada!

¡Oh día de mi perdición! ¡Oh hora donde perdí

nombre y corona de virgen ! ^ Lisandro. ¡Oh cuitado de mí! Señora, ¿así te

Sp amorteces? ¡Torna en ti, mi vida, cata que me J moriré!

v?» Roselia. ¡Oh mi señor Lisandro, y mi corazón í¿

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SANCHO DE MUNON

y mi alma! ¡Tenme en adelante por tu sierva y captiva, y no te olvides de la que todo lo aventuró en tu servicio y lo da por bien empleado!

Lisandro. ¡No digas tal, perla preciosa; que es pecado: que el siervo yo soy, y la señora; que es mi dichosa suerte servirte y mandarme, yo obedecer y regirme!

Melisa. Señora, ¿hate de amanecer ahí? Des- pacio lo tomas. Acaba ya, que más hay días que longanizas.

Lisandro. Media hora no es pasada, ¿y quié- resme llevar a mi dios?

Melisa. No se siente la sucesión y curso de tiempo con la embriaguez del dulzor.

Roselia. Pues nos es forzoso partirnos, conten- témonos que mañana a la mesma hora nos veamos aquí en este jardín, que yo baxaré por tus escalas. Y pues sabes, mi señor, que la ausencia es enemi- ga de amor, no tardes en tu venida. Por agora, el Ángel Custodio te me guarde y te acompañe.

Lisandro. Y el que te crió tan hermosa quede contigo.

Pon esa escala. Oligides. Baxa, señor, que puesta está.

Lisandro. ¿Qué os parece, mozos? ¿Vengo mudada la color, pues desciendo del paraíso?

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Oligides. Descolorido baxas.

Lisandro. ¿No me dais el parabién de los triunfos de mis fatigas pasadas? ¡Despléguense ya las encogidas banderas de mi tristeza, levántese el pendón de mi alegría, y la devisa y blasón de mis armas sea esta victoria labrada en campo morado, los extremos bordados en torno con este letrero:

Lisandro y su Roselia dos amantes y uno son en alma y en corazón!

¡Oh Piérides musas, si mi gloria a vuestros oídos veniesc, cómo la cantaríades desde el monte Par- naso y Helicón! ¡Oh, si vivos fueran el gran poeta Homero y Virgilio, cómo metrificaran con sus ver- sos heroicos el proceso de mis amores! ¡No acae- ciera este mi hecho en tiempo de Herodoto o Thucídides, en tiempo de Salustio o Tito Livio, para que su estilo elocuente lo empleara en mate- ria tan copiosa!

£u6uZo.— (¡Bobear!)

Brumandilón. ¡Por vida de Tal, señor, que es- tamos acá hombres, sin esos, que sabremos em- plear nuestras fuerzas en tu servicio, y aun susten- taré que soy para más que todos esos hombres de armas que has mentado!

Lisandro. Calla, que son historiadores coro- nistas.

Brumandilón, Eso bien.

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Lisandro.— Cenad esas puertas, y satisfagamos de sueño a las noches pasadas.

ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA

Disputa Eubulo, varón sabio, con su señor, dándole de vestir,

concluyéndole que el sumo bien no consiste en el deleite, lo

contrario de lo cual quería defender su amo.

EUBULO. LISANDRO.

Eubulo. Señor, levántate, que es tarde.

Lisandro. Abre esas ventanas y dame de vestir.

Eubulo. ¿Qué jubón quieres, señor?

Lisandro. Dame acá ese de raso encarnado, y sácame ese sayo de las bordaduras recamadas con pedrería. Agora veo ser verdadera sentencia que el sumo bien consiste en el deleite.

Eubulo. ¡ Oh herejía reprobada en nuestra fe, y error condenado de la seta peripatética, y de todos los sabios gentiles palabra acoceada!

Lisandro. ¿Cómo así?

Eubulo. Por cierto, señor, si la bienaventuranza del hombre está puesta en el torpe deleite, tam- bién es necesario que digas que los brutos anima- les sean bienandantes, pues se deleitan como nos- otros y gozan de los mesmos pasatiempos.

Lisandro. Calla, mal criado; que por buenas palabras me haces bestia.

Eubulo. ¿Quién dubda, señor, que si el apetito

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enseñorea a la razón, el hombre por el mesmo hecho se compara a bestia y no es mas que un bruto?

Lisandro. ¡Vete, asno; no me filosofees más! Ensíllenme un caballo, iré a oir misa a Nuestra Señora de la Vega.

ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA

Levántanse Oligides y Brumandilón y vanse a casa de Celes- tina, y por el camino, después de concertar el hurto, blasona muclio de las armas Brumandilón. Después de llegados, escu- chan un chiste que contaba Celestina liaberle acaecido con un padre. Entra Brumandilón y pide dineros a Celestina, y ella no se los queriendo dar, pone manos en ella. La vieja, maltratán- dole de palabra, acúsalo de ingrato. Oligides los pone en paz.

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OLIGIDES. BRUMANDILÓN. CELESTINA. DRIONEA.

Oligides. Brumandilón, vístete; iremos a casa de Celestina.

Brumandilón. De la boca me lo quitaste. Anda allá; pediréle seis reales que he menester.

Oligides. ¿Cuándo determinas que se haga aquello que concertamos?

Brumandilón. ¿ Qué ?

Oligides. Lo del hurto.

Brumandilón. ¡Oh, ya! Esta noche, en dejando a Lisandro acostado.

Oligides. Sea así; y agora miremos por qué parte la podremos mejor saltear y por dónde

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entraremos más seguros que no nos sientan los vecinos.

Brumandilón. Señor Oligides, ¿oíste una valen- tía que hicieron dos, agora tres años, a la boca de la Rúa?

Oligides. Bien sonada fué, y aun se dijo que eras uno dellos, así te lleve el diablo.

Brumandilón. ¡Mirad, por mi vida! ¡Aunque más secreto se hizo, vino a noticia de todos! Pero no me espanto, que ¿tales hechos quién osaría acometer, si Brumandilón no? Por vida de Tal, eso me mueve a irme fuera de aquí, porque no hay herido, no hay muerto, no hay afrontado en la ciudad, que no digan hasta los niños: « Bruman- dilón le acuchilló», «Brumandilón lo mató*, «Bru- mandilón lo afrontó»; todos piensan que yo lo hago todo; y puesto que en lo más acierten, pero todavía me pesa que me tengan por revoltoso. Por otro tanto me salí de Córdoba.

Oligides. Escucha; que por que hablan del capellán que te conté.

Celestina.— ¿í de eso te espantas, sobrina? Pues óyeme otro donaire que me acaeció siendo de tu edad con el confesor de aquella madre de todas nosotras, que buen gozo haya al alma y reposo al cuerpo, que pluguiese a Dios que en algo nos pareciésemos a ella. En mi alma, cada vez que me acuerdo de ella no puedo tener las lágri-

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mas de ver que después acá ninguna ha llegado a su zapato. ¡Qué sabia, qué diligente, qué astuta, qué artera, qué solícita era en todo lo que sabía; qué osada para entrar y salir dondequiera; qué lengua tenía para engañar aun a la serpiente ma- ligna que engañó a nuestra madre Eva! ¡Que se le daba a ella mucho que la encorozasen o la emplu- masen o le diesen quinientos azotes! ¡No lo esti- maba todo en el baile del rey don Alonso! Antes decía a los que la iban a consolar: « ¡Mira qué mal me han hecho: si me conocían diez, conoceránme agora ciento I » Siempre vamos, hija, descayendo de las costumbres de los pasados: de rocín a ruin.

Drionea. Pues, ¿no dices, tía, lo que pasaste con aquel padre?

Celestina. Ah, ah, que no me acordaba. Vino a una tardecica disfrazado con su espada y capa y su cabellera, a purgar sus pecados y malos humores, y como estuviese en mi contemplación haciendo penitencia de sus malas obras y elevado, llama a la puerta Sempronio, mi amigo. Yo, tur- bada, no supe qué me hacer más de escondelle debaxo la cama. Entra Sempronio, y no me hubo trastornado sobre la cama, cuando ella se quiebra y se hunde. El otro, que debaxo estaba, viéndose en tanto aprieto, por se descabuUir ásesele la negra cabellera a una aldabilla, y queda con su corona descubierta; él, por se cubrir apriesa y no ser conocido de Sempronio, arrebata, sin más

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mirar, de mi bacineja, que tem'a al rinconcillo de

la cama, llena de meados, y embrócasela sobre la {^

cabeza y párase cual la mala ventura. c/

Drionea. Y Jesús, madre, ¿qué excusa toviste que buena fuese, con que encubrieses a Sempronio lo que hacías con el otro?

Celestina. ¡Bonita que eres! ¡Sí que me había L

a de f altar 1 = ¡ Ce, Drionea, corre; componte y 7¿^

atavíate; para ese rostro lucio, que está aquí OH- ^

gides!

Oligides. Así creo yo, Brumandilón, que fué estotro.

Brumandilón. Mirad que dubda; entremos.

Ce- lestina, daca media docena de reales que he me- nester para un broquel; que este mío ya está hecho piezas y sin aros, en tu servicio.

Celestina. A tu amo que te los dé, que yo no ^

los tengo.

Brumandilón. ¡Por las tres furias infernales! "^

¡Si no fuera por no ensuciar mis manos en tan t>

ruin cosa, más bofetadas te diera que pelos tienes! //

Celestina. ¿Vos a mí? ¿Vos a mí? ¡Toma para '^

ftus ojos, bellaco rufián! C,

Brumandilón.— ¿No quieres callar, vieja puta, 7)

■^j deslenguada? ^

ñ Celestina. ¡A la he que si voy a ese coro de la P_

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5

Iglesia Mayor o a esas escuelas, yo traiga quien te hincha las medidas y te cargue de leña!

Brumandilón. ¡Toma, toma, hechicera alcoho- lada! ¡Agora trae quien te vengue!

Oligides. ¿Eso has de hacer, Brumandilón, en mi presencia? ¡Acaba ya: suéltala!

Celestina. ¡Justicia, justicia, señores, que me mata este rufián!

Oligides. ¡Ora ya, Celestina, no vocees; que no te ha muerto!

Celestina. ¡Ay, amarga de mí, mezquina, que un colmillo solo que tenía me ha derrocado! ¡Ay! ¡Ay!

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Drionea. ¿Estabas ahí, señor, y consentiste tal cosa?

Oligides. Mis amores, no pude más.

Drionea. ¡Andar enhoramala! ¿Es aquí mi tía terrero de necios?

Brumandilón. ¡Ea, vos, putilla! ¡Callad!

Drionea. ¿Putilla? ¡No me lo dijeras si yo tuviera quien respondiera por mí!

Oligides. Tampoco, Brumandilón, eso no es cosa de sufrir; que la señora Drionea es mujer honesta y buena.

Drionea. ¡Mirad cuál se vino el cobarde fanfa- rrón! ¿Piensas que somos acá algunas bandorrillas como con las quien tratas?

Brumandilón.— ¿Tomastes alas, señoreta?

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Celestina. ¡Para el mundo que nos sostiene, don bellaco, desuellacaras, mañana te haga encla- var la mano!

Oligides. No fuiste cuerda en decir eso. ¿No sabes que cuando dos hablan, si el uno se enoja y el otro no responde, aquél es más sabio; que cuan- do uno no quiere, dos no barajan; ca, de otra ma- nera, es dar de estocadas al fuego y incitar al airado?

Celestina. Anda, señor, que más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, que no es buen seso traer el asno en peso; mas hágame miel y comeránme moscas, y tanto es Pedro de bueno que no le medre Dios. Los diablos a me lleven, si el Cabildo lo sabe, si no sea más negra de lo que piensa, y que a él le amargue el caldo: así no ha de haber nadie sin su alguacil.

Oligides. Calla ya, Celestina; que tanto es lo de más como lo de menos.

Celestina. No puedo acaballo con este mi co- razón, ni puede templar cordura lo que destempla mi negra ventura. Créeme, Oligides, que el vicio de ingratitud es tan grave pecado, que los roma- nos— según dixo nuestro cura el domingo pa- sado— no hallando igual pena que le dar, lo dexa- ron sin castigo. ¿Quién no me tuviera sobre sus ojos, quién no me tratara con mucha reverencia si de hobiera recebido lo que éste? Pero, ¡mal pecado!, perdida es la lexía en la cabeza del

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asno. Nunca lavé cabeza que no me saliese tinosa.

Oligides. Madre, yo que Brumandilón se acuerda del bien que le has hecho y tiene propó- sito de te lo servir; que, aunque una cosa tenga mala, muchas tiene buenas.

Brumandilón.— ¡Pese a Tal!, agora que me haces hablar, ¿quién salió estotra noche tras los escolares y los hizo huir? ¿Quién traxo su espada cubierta de sangre? ¿Quién destroza armas, quie- bra espadas y hace riza de broqueles en tu servi- cio sino yo? i Ah, Cuerpo de Dios, decirse han las verdades! ¿Cuál a cuál debe más!

Celestina. ¡Guayas, padre, que otra hija os nace! ¡Por un día que acuchilló el perro de mi ve- cina, que me ladraba a la puerta, dice que ha derramado sangre por mi causa!

Oligides. Celestina, ya este hombre tomaste por guarda de tu persona; confórmate con él lo más que pudieres, que la verdadera amistad no es otra cosa que un sumo consentimiento, así en cosas divinas como humanas, con un buen querer y amor.

Celestina. Hijo, bien lo veo, mas ¿qué quie- res?; que Brumandilón es tan grosero que no hay quien lo maje: amigo de taza de vino, el pan comi- do y la compañía deshecha. Nuestra amistad tiene fundamento de arena y estriba en interés, y por esto con poco viento cae en suelo y se deshace.

Oligides. El lo hará bien de hoy más.

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Celestina. Ni espero ni creo sino lo que veo.

Oligides. Ce, ce, Celestina, dexando uno por otro: ¿quién son aquellas dos rebozadas de los chapeos? ¡Por mi vida que es bonita y salada la postrera! = i Ah señora hermosa! ¿Eres servida de un escudero? = No me responde.

Brumandilón. Ya se traspuso.

Oligides. ¿Conócesla, Celestina?

Celestina. Mejor que a mí: a la delantera vendí por virgen cuatro veces, a cuatro señores de la Iglesia, y la otra a un generoso.

Oligides. ¿Harásme haber a la trasera?

Celestina. Sí; y agora sigúela, por que vea que haces cuenta della.

Drionea. ¡Ah don traidor! ¿Tras ella vas? Anda, anda: amor trompetero, cuantas veo, tantas quiero.

Oligides. Por mi vida, mis amores, más estimo tu pie que su cara. No voy sino por conocella.

Drionea. Amor loco, yo por vos y vos por otro. Perdida es quien tras perdido anda. Bien dicen: ama a quien no te ama y andarás carrera vana. Bien lo todo.

(Oligides. Brumandilón, quédate y mira bien lo que te dixe, y aguárdame ahí, que luego vengo. Brumandilón. Pues ven presto.)

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ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA

Eubulo da diez remedios singulares a su amo para que se aparte del amor, y al fin Lisandro, no sufriendo el buen consejo de tan leal servidor, envíale a dar el conocimiento a Celestina por desechalle de sí. Este acto es muy docto y lleno de doctrina.

LISANDRO. EUBULO.

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Lisandro. Llámame acá esos mozos, Eubulo.

Eubulo. Señor, nadie está en casa sino los mozos de espuelas y pajes que vinieron contigo.

Lisandro. Diles que limpien bien ese caballo y llamen al maestro, que lo castigue de la cola.

Eubulo. Lo ya se hace. Señor, pues alcanzaste ]>v . la que tanto deseabas, bien es que te apartes de ese vicio ; que de hombres es pecar, y diabólica es la pertinacia en el mal.

Lisandro. El amor que está en el alma no puede salir sin ella.

Eubulo. Yo te daré remedios para ello sin que mueras.

Lisandro. Dilos.

Eubulo. Diez remedios hallo que cada uno de ellos basta a desviar tu voluntad del amor. El pri- mero es la mudanza del lugar donde te prendió; que, como al cuerpo enfermo es saludable pasarse

a otra parte y mudar otros aires para su sanidad, /¿

así al ánimo apasionado y herido desta llaga apro- ^j vecha mucho mudarse y salir fuera del juego, a Q^

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parte donde olvide. El segundo es evitar y huir todas aquellas cosas que te traen a la memoria la hermosura de la que amas. El tercero es la ocupa- ción en otros exercicios; que con nuevos cuidados y negocios se olvidan los rastros de la antigua pa- sión: exercita las armas, corre caballos, juega la pelota, toma la vihuela y tañe, vete a tus granjas y huertas y labra en ellas. El cuarto es la larga consideración, pensar de contino y con mucha atención la torpeza de este pecado, la tristeza que deja, la miseria que promete. El quinto es la ver- güenza y empacho de las gentes, que a muchos cura desta enfermedad, en especial a los ánimos generosos que temen no anden sus famas y honra en boca y lengua de todos por discante, y no quieren ser señalados en torpes hechos. El sexto es la devota lición de la Sagrada Escriptura y sanctos libros. El séptimo es el contrapeso de las verdaderas razones a las falsas opiniones que traen y mueven a amar; las principales causas que te compelen a amalla son estas, si no me engaño: su buena disposición, su elegante fermosura, su mo- cedad, sus riquezas, su alta sangre y el pasatiempo y sabor que hallas en el amor; a todo esto contra- pone sus contrarios, que un contrario con otro se cura; desta manera, si agora está moza dispuesta, hermosa, piensa que ha de venir a ser vieja, enfer- ma y fea; si agora rica, posible es que venga a ser pobre, y, como las riquezas hoy día hagan linaje.

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quedará tenida por una mujer común; y si la ima- ginas un vaso de heces de tierra, y esa no buena para tapias, como cada hijo de vecino, a mi seguro que no hagas hincapié en lo accidental.

Lisandro,— \E\ cuerpo de mi señora glorificado es, necio!

Eubulo. El octavo es el libre albedrío y poder que tienes para querer o no querer dexarla o tomarla, amarla o aborrecella. El noveno es la hartura; que no hay manjar, por preciado que sea, que no empalague, ni vicio que no harte.

Lisandro. Ningún hastío me trae el amor de aquella seráfica imagen.

Eubulo. Si de las cosas pasadas argüises las venideras, fácilmente confesarías no sólo hastío, mas vómito, pesadumbre y enojo haber traído a muchos las cosas que más amaban. El décimo y último remedio es el nuevo amor; que amores nuevos olvidan viejos; que, como un clavo expele otro clavo y una fuerza quita otra fuerza, así un amor saca otro; que lo que una mora tiñe, con otra se despinta. Pero porque no es bueno salir de un lodo y entrar en otro, no te lo aconsejo.

Lisandro. El remedio que yo busco es no hallar cosa que me pueda estorbar o desviar del amor de mi señora.

Eubulo. Ella te pondrá del lodo; al fin, no hay peor saber que no querer.

Lisandro. Calla, bobo, que sabes poco del

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mundo. No miras lo que dijo aquel sabio empera- dor: «Hombre que no es enamorado, no puede ser sino necio. >

Eubulo. Habló entonces como viejo, loco y necio. Yo digo que hombre que es enamorado no puede ser sino loco y sin seso; pues la nobleza del alma la subjecta a la servidumbre de la carne y a una flaca mujer.

Lisandro. Ora, sus, déxate deso, y lleva este conocimiento a Celestina, con que cobre de mis arrendadores trescientas doblas para casar sus sobrinas.

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ARGUMENTO DE LA QUINTA CENA

Eubulo, llegado, topa con Oligides y Brumandilón, a los cuales, como viese la vida ociosa que traían, repréndelos de sus vicios, donde el buen Eubulo hace una declamación contra los ociosos, y especialmente reprende a Brumandilón porque es un fanfa- rrón. Llega Celestina; dale Eubulo el conocimiento y, después de dado, también la castiga de palabra ásperamente por sus alcahueterías, y al fin del acto declama contra todo género de hombres que mal viven. Este acto es muy provechoso y devoto.

EUBULO. OLIGIDES. BRUMANDILÓN. CELESTINA.

Eubulo. Aquel es Oligides y el otro Bruman- dilón, si los ojos no me engañan; de casa de la buena vieja salen. ,¡^

Oligides. ¿Dónde bueno, Eubulo?

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Eubiilo. Voy a dar este conocimiento a Ce- lestina.

Brumandilón. No la hallarás en casa; que es ida a audiencia sobre el pleito de Angelina con Sancias, que en buen son anda.

Oligides. No pensé que tanta era la fuerza de Celestina que bastara a corromper las letras; pero allá van leyes do quieren reyes.

Eubulo. Mas ¿qué entrar y salir hacéis en su casa? Nunca os veo sino ir y venir de allá; vida de holgazanes es la vuestra. ¡Oh, ocio, ocio, cuántos vicios acarreas a los hombres! mantienes la luxuria, entorpeces el cuerpo, enflaqueces el espíritu, ofuscas el ingenio, disminuyes la sciencia, embotas la memoria, traes olvido, revuelves familias, trastornas las ciudades, hundes los reinos, levantas bandos entre pa- rientes, tú desconciertas las repúblicas. Creedme, hermanos, que no sin muchos trabajos se alcanza la gloria.

Brumandilón.— ]>\o creo en Tal si no es ella la causa por que nunca dexo descansar a mi espada, sino que hiera o mate.

Eubulo, Hermosura en mujer loca y palabras entre locos son sortija de oro en hocico de puer- co. ¡Oh Brumandilón, Brumandilón, si te conocie- ses, te dejarías de blasonar!

Brumandilón. ¡Juro al tartáreo Flegethon, no es más en mi mano! Por tengo que desciendo

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del linaje del cruel Domiciano, emperador roma- no, el que contaste a la mesa; el cual, reposando dos horas la comida por consejo de médicos y encerrado como mandaban, no pudiese executar la rabia de su crueldad, tenía costumbre matar moscas y estrujar la sangre de ellas, y en esto reci- bía el gran pasatiempo, como dixiste.

Oligides. Vamos, si hemos de ir, que allá le darás esa obligación.

Brumandilón. ¡Hela! ¡Hela viene!

Celestina. ¡Sálveos Dios, mis hijos!

Eubulo. Dios te convierta, madre; y toma el precio de tus alcahueterías, que allá lo pagarás en el otro mundo.

Celestina. ¡Miraldo el sancto de Pajares! Un día de estos te hemos de canonizar.

Eubulo. ¡Oh mala y perversa vieja! ¡Oh miem- bro de Satanás! ¡Oh ministra de los demonios, que no basta que estés precita y condenada al infierno, sino que quieras llevar otros en pos de ti con tu exemplo y maldito oficio! ¡Este es diabólico pecado incitar a otros a pecar! ¡Si y tus seca- ees fuésedes quitadas de en medio de las gentes, cuántos malos recabdos se evitarían, cuántos ye- rros se dexarían de acometer! Vosotras ensuciáis los tálamos con adulterios, vosotras descasáis las bien casadas con desamor de sus maridos, vos- otras contamináis las vírgenes con luxuria , vos-

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otras encendéis los castos propósitos con ponzo- ñosas palabras, vosotras causáis sacrilegios en los monasterios, muertes y ruidos en los pueblos, y en las casas cizañas entre padres y hijos, entre her- manos y hermanas. Vosotras, doncellas, viudas, monjas, casadas y por casar, todos los estados, todas órdenes de vivir perturbáis con vuestras engañosas y falsas artes. ¡Oh alcahuetas, alcahue- tas, si por vosotras no fuese, no habría tantas malas mujeres en el mundo! ¡Creo que es pequeña la pena y castigo que os dan las leyes de nuestro reino, cuyo rigor sería bien que creciese, pues crece el daño y estrago que hacéis a la república!

Celestina. ¡Mirad el bellaco, y qué se deja decir! ¿Y de qué nos hemos de mantener?

Eubulo. Nunca a los suyos Dios les falta.

Oligides. Quédese esta disputa para otro día, y vete con Dios a tu casa, Celestina, y nosotros aguijemos, no pregunte por alguno Lisandro y no halle a nadie.

Brumandilón. Bien dices; que mucho hemos tardado.

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Oligides. Anda, Eubulo. ¿Qué vas pensando?

Eubulo. Cuan muchos se condenan y cuan pocos se salvan; cuan ancho, cuan pasajero y cuan real camino es el que guía a la muerte eterna. Por él se van espaciando los reyes, los duques, los condes, los caballeros, los hidalgos, los oficiales y

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pastores. Por ahí se pasean los pontífices, los car- denales, los arzobispos y obispos, los beneficiados y sacristanes, con un descuido como si nunca hu- biesen de llegar allí donde los halagos de la vida, los regalos del cuerpo, las honras, las riquezas, los favores y todos sus pasatiempos se volvieran en lamentaciones y llantos perpetuos. Ahí serán ator- mentados muy cruelmente los papas que dieron largas indulgencias y dispensaciones sin causa y proveyeron las dignidades de la Iglesia a personas que no las merecían, permitiendo mil pensiones y simonías. Ahí los obispos y arcedianos que pro- veen mal los beneficios, teniendo respecto a sus parientes y criados, y no a los doctos y suficientes. Ahí los eclesiásticos profanos y amancebados. Ahí los reyes que tiránicamente gobernaron sus reinos y los que no dieron los oficios y cargos, que sue- len proveer, a personas de merecimiento. Ahí los duques y condes y los grandes señores que a sus tierras y vasallos con muchos tributos molestaban. Ahí los caballeros enamorados. Ahí los letrados que no juzgaron conforme a derecho y verdad y no obraron según sus letras les enseñan. Ahí los logreros y usureros, los oficiales, los mercaderes y tratantes que llevan más del justo precio por la cosa que venden, y con juramentos falsos cambian sus haciendas. Ahí los criados lisonjeros que con lisonjas quieren ganar las voluntades de sus amos, conformándose con ellos en bueno y en malo. ¡Oh

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terrible descuido de los hombres! ¡Oh desvarío loco! ¡Como si no hubiese otro mundo, y no hu- biesen de fenecer todas las cosas del, así hace- mos hincapié en lo que presto habrá fin!

Oligides. En casa estamos. Hártate agora de predicar, que no te oiré más.

Brumandilón. Ni yo menos.

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ACTO QUINTO

ARGUMENTO DE LA PRIMERA CENA

Entra Beliseno, hermano de Roselia, con sus criados hablando la gran mengua que en su linaje había causado Roselia, su her- mana. Su escudero Casajes consuélalo con muchos exemplos. Beliseno determina de matar a Lisandro y a Roselia y a los demás. Manda esconder sus mozos por el huerto con ballestas armadas.

BELISENO. CASAJES. GALFURRIO. REBOLLO. DROMO. ROSELIA. MELISA.

Beliseno. Mozos, ¿no veis qué gran deshonra y infamia dexa esta mala hembra a mi linaje?

Casajes. Las cosas comunes y que acaecen en personas reales y en casas grandes, no se han de poner en cuenta de alguna mácula, ni es bien mi- rado que la culpa de una sola decienda a toda la generación. Por mi fe, señor, más vergonzosa in- famia es el adulterio de la propia mujer que el yerro de la hermana; pero es cosa tan frecuente, tan usada, tan común en todas las naciones, y más la española, que apenas escapa alguno sin alguno;

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y no te cuento exemplos de los que poco ha que fueron y agora son presentes: lo uno, porque sería materia para hacer larga historia; lo otro, por no ofender la fama de los que viven. Alargo, pues, los testigos de reyes y emperadores, los cua- les, por ser más injuriados que tú, te pondrán algún consuelo: Filippo, rey de los macedones, tuvo por hijo a Alejandro Magno, señor del mun- do, y por su mujer a Olimpia, adúltera; Ptolomeo fué rey de Egipto, y marido de aquella infame y desastrada Cleopatra; Agamenón, capitán de los griegos, él peleaba en Troya, y su mujer, Clitem- nestra, se holgaba con su amigo Egisto en Argos; Minos, rey de los cretenses, hubo desdicha en el adulterio de Pasifae; Sylla, dictador de los roma- nos, no sólo por Roma y toda Italia, mas por Ate- nas y toda Grecia fué notado, entre otras cosas, por cornudo; ¿qué te diré de Agrippa, yerno de Augusto César, cuya mujer Julia fué tan disoluta, que ni la virtud de su marido ni la majestad de su padre de aquel vicio apartarla pudieron? Y su hija Julia heredó nombre y hechos de la madre; la cual cometió adulterio a Severo, su marido, y Do- micia a Domiciano, y Herculanilla a Claudio Tibe- rio, emperador, el cual fué tan desdichado en esto de los cuernos, que otra mujer que tuvo, llamada Mesalina, oprobio y vituperio del imperio romano, mientra él dormía, ella de noche corría las puterías de Roma, y creo que no hubo burdel en la ciudad

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que sus espaldas no estrenasen. Pues ¿a Sifaz, Masinisa no le robó la mujer, y a Filipo, Herodes la suya? Y a Menelao, Paris le sacó la mujer del templo de Apollo y se la llevó a Troya, y a otros muchos.

Beliseno. Poco me consuelan duelos ajenos. ¡Con matar a él y a ella vengaré esta injuria y satis- faré a mi honra!

Casajes. Tarde vino el gato con la longaniza. ¿Después de hecho, piensas poner remedio?

Beliseno. Más vale tarde que nunca. Por eso, vamos al huerto, que es hora, antes que los otros vengan.

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Escondeos todos tras esos árboles. ¡Que- do; no hagáis ruido y seamos sentidos!

Galfurrio. Yo aquí me pongo.

Beliseno. Ven acá tú. Rebollo; ponte cabe estas parras.

Rebollo. Señor, no ; que me verán con la luna.

Beliseno. Pues escóndete tras ese moral.

Rebollo. Agora estoy bien.

Beliseno. Tú, Dromo, aquí te pon junto a la anoria, tras esa pared, no muy desviado de esotro.

Dromo. Aquí estaré.

Beliseno. Anda acá tú, Casajes. Estarás con- migo por que, si yo errare el golpe, sueltes en pos de mí.

Casajes. haré, señor.

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cjj Beliseno. Hola, Galfurrio.

Gal furrio. Señor.

Beliseno. Mira no se te escape el que echa las escalas, que creo que es el traidor de Oligides.

Galfurrio. No hará, señor.

Beliseno. Y avisóos a todos que ninguno des- arme hasta que yo comience, porque quiero a los ^ dos, cuando estuvieren juntos, traspasalles con fe) una saeta. ^

Galfurrio. Mucho bien. fe

Beliseno. Y mira que mueran todos y aquella f¿

bellaca de la doncella, y estad queditos. ¿Quién "^

hizo bullicio? ^

Rebollo. Señor, Dromo; que se le cayó la ba- ^

llesta. k

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Dromo. Estoy temblando aquí donde me ves; ^¡¡

que temo no vamos por lana y vengamos tresqui- .kf

lados. >

Rebollo. Yo tengo aquí en el seno una nomina c'i

que me dio mi abuela la abacera, que quien la h

traxere consigo no podrá morir a cuchillo.

Dromo. También mi tía, la Luminaria, me vezó unas palabras que en cualquier tiempo que las dixere les caerán luego de las manos las espadas '^

de los que se estuvieren acuchillando.

Rebollo. Dilas.

Dromo. Christo vivet, Christus vencet, Chris- tos reinas, Christo imperia, Christus me defiendas.

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SANCHO DE MUNON

Rebollo. ¿Qué quiere decir Cristo imperia?

Dromo. ¿Y no lo entiendes? Cristo es empe- rador.

Rebollo. Es verdad. Otra oración muy aproba- da me enseñó la hortelana amiga de mi madre, para que, donde hobiere ruido, si se rezare, no se saque sangre, que dice: Jesús autem, Jesús innibat y Jesús non me tangibat.

Dromo. De esas daríate mil, que me mostró la tripera gorda, entre las cuales me dixo que si dixésemos cinco veces esta oración: Agios isgros. Agios atantos, Agios oteros, Elegimas, no desma- yaríamos en ruidos.

Rebollo. Por Dios que tienes razón; que siem- pre oí decir que los ajos dan mucho esfuerzo y ponen corazón.

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Beliseno. ¡Ce, armad las ballestas, que ya sale aquella puta a la azotea, y quedo!

Roselia. ¿No oíste ruido, Melisa? ¿Es entrado mi señor?

Melisa. oí, señora, mas no ha venido.

Roselia. Pues ¿qué bullía en el huerto?

Melisa. Los cipreses serán, que se menean con este blando aire.

Roselia. Sentémonos aquí a la claridad de la luna mientras viene el mi querido.

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LISANDRO Y ROSELIA

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ARGUMENTO DE LA SEGUNDA CENA

Va Lisandro a hablar con Roselia, su señora, y estando con ella en una sabrosa y dulcísima conversación, manda soltar Beliseno las ballestas que tenían armadas contra ellos, y matan a Lisan- dro y a Roselia y a su doncella Melisa. Brumandilón, viendo el pleito mal parado, determina de poner por obra lo que él y Oli- gides habían concertado días ha, y para este efecto toma por compañía a Siró; los cuales, por robar a Celestina, matan a ella y a su sobrina Drionea. Livia escapóse, y a ellos prendiólos el Corregidor.

LISANDRO. BRUMANDILÓN. OLIGIDES. EUBULO. RO- SELIA.— MELISA. BELISENO. CASAJES.^- GALFURRIO. REBOLLO . SIRÓ . GETA . CELESTINA . DRIONEA . LIVIA. CORREGIDOR.

Lisandro. No parece gente por la calle, ni los enemigos asoman. =Aguija, Brumandilón; no te quedes atrás.

Brumandilón. Luego, luego, que doy filos ra- biosos a mi espada carnicera en esta piedra, para que con un golpe haga lo que por muchos había de hacer; la cual te digo que jamás se desenvainó que no hiciese riza espantosa en aquellos que muy de gana no me daban obediencia.

Oligides.— Un espadero la afilará, que estra- garás los filos.

Brumandilón. Si en eso mis dineros gastase, no me bastaría el tesoro de Venecia, según las veces se embota en desafíos y revueltas.

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SANCHO DE MÜNON

Oligides. Déxate de palabras, y ven si quieres.

Brumandilón. Calla, que también lo hago por que no digan los que me sintieren ir con Lisandro: «Aquel caballero enemistado es, pues Brumandi- lón le acompaña».

Oligides. ¿Y quién te conoce a ti agora?

Brumandilón. ¡Voto a Tal, agora y en todo tiempo no hay hombre que no me conozca en el aire de mi andar; que siempre me suelo hallar en estas diabluras, y que todos se sirven de para este efecto!

Oligides. ¡Por Dios que me agradas, Eubulo! ¿Y agora vas rezando?

Eubulo. Pues ¿qué quieres? ¿Que vaya ha- blando palabras ociosas y que traen poco prove- cho? ¿No sabes que hemos de dar cuenta de cual- quier palabra ociosa en aquel día donde nuestras malas obras serán juzgadas por tela de juicio con mucho rigor, donde estos pasos de nuestro amo le serán bien contados ante el divino acatamiento, cuya temerosa sentencia no ha lugar de apela- ción?

Lisandro. Cuelga la escala, Oligides, y sube conmigo. Vosotros guardad el paso.

Oligides. Arriba estamos. Baxa, señor, con tiento, que los garfios están mal asidos, porque no hay donde prender bien.

Lisandro.— Ahaxo estoy. Hola, desáselas, que ha de baxar mi señora aquí al jardín.

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LISANDRO Y ROSELIA

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Roselia. ¡Oh dulzura de mi ánima!, ¡oh lum- bre de mis ojos!, ¡oh claridad de mis tinieblas y consuelo de mi tristura!, ponme esas escalas,' baxa- allá; que entre esas floridas y olorosas hierbas, al murmurio de esa fontecica, nos holgaremos.

Lisandro. ¡Baxa, mi Dios!

Melisa. Señora, acá me quedo, y habla paso, no te sientan.

Roselia. Bástame a pensar que soy de mi señor Lisandro, para ninguna cosa temer.

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Lisandro. ¡Oh joya del mundo!, ¡oh perla preciosa!, ¡oh tan perfecta en hermosura cuan llena de discreción! Más es mi alegría en verte que mis trabajos en haberte conocido.

Roselia. Si con el sol todo el mundo se alegra, yo mucho más con tu vista.

Lisandro. Cuanto en tu ausencia, señora mía, soy poseído de tristeza, tanto en presencia tuya gozo de la alegría.

Roselia. No menos, en buena fe, señor mío, con tu venida mi corazón está lleno de gozo, que lastimado con tu tardanza era enemigo de alegría.

Lisandro. Si la memoria de tu hermosura no hobiera seído refrigerio de mis pasiones, ellas presto me consumieran.

Roselia. ¿Y eso, señor, no olvidas tus mañas?

Lisandro. Gloria mía, si te besé y di paz, fué por quitar la guerra de mi corazón.

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SANCHO DE MUÑÓN

Roselia. Ea, señor mío, dexa estar las ropas en su lugar.

Lisandro. Si las hiedras que andan pecho con tierra, los árboles por compasión sobre las reci- ben, ¿por qué tú, señora mía, no me recibes sobre tu regazo?

Roselia. A osadas, señor, que te hartes y me olvides.

Lisandro. Aunque la agua fría mata la sed al enfermo, no por eso se quita la calentura, mas antes se acrecienta. ¡Oh própera fortuna, en qué sumo deleite me has puesto! ¡Razón es que los trabajos se olviden donde tanta gloria se posee!

Roselia. ¡Ay, gozo mío, no me lastimes!

Beliseno. ¡Soltad todos! ¡Dexá a los dos, que esta saeta los enclavará a entrambos como están !

Lisandro. ¡Oh sancto Dios! ¿Qué es esto? ¡Muerto soy! ¡Confesión!

Roselia. ¡Oh, válasme, sancta María, que el corazón me han lastimado! ¡Confesión!

Beliseno. ¡Agora, agora tira a la doncella, que sale a los gritos!

Melisa. ¡Virgen María, ayúdame, no se con- dene mi ánima, que muerta soy!

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LISANDRO Y ROSELIA

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Beliseno. ¡Arma, arma presto, Galfurrio, no se escape el de arriba!

Oligides.—\]ts\xs\ ¡Credo! ¡Credo! ¡Oh! ¡Oh!

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Beliseno. Sus, mozos, vamos de aquí, pues todo está hecho. Y no vais turbados, por ventura no encontréis con la Justicia y, viéndoos alterados, por sola sospecha os prenda.

Casajes. Señor, acojámonos aquí a esta iglesia, que las piernas llevo cortadas.

Galfurrio.— Yo también voy desmayado.

Dromo. Yo lo mesmo, y no puedo dar más paso.

Beliseno. Pues meteos dentro, que ya abrieron, y sobíos a la torre, que yo os sacaré a paz y salvo. Yo voyme a casa de mi tío el Conde.

Rebollo. Ayúdame a entrar, Dromo, que no puedo alzar los pies del suelo.

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Siró. ¡Oh poderoso Dios!, ¿qué oyó? Un lasti- moso ruido lleno de alaridos anda en la huerta. ¿Qué será? ¡Mas si matan al desdichado nuestro amo!

Geta. ^Jesús, ¿y no viste caer de las almenas a Oligides muerto, que no quién le tiró una saeta por los pechos?

5z>o.— ¡Corre, corre, huyamos! ¡No nos cerquen y nos quieran también matar!

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SANCHO DE MUNON

Brumandilón. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¡Oh! ¿Dónde huís, compañeros?

«SiVo.— ¡Oh, señor Brumandilón, que no has oído nada, como te desviastes lexos del huerto!

Brumandilón. ¿Qué es?

Siró. ¡Todos muertos, si las voces y llantos no nos engañan!

Brumandilón. ¿ Muertos?

Geta. Por estos mis ojos vi a Oligides caer en tierra asaeteado hecho pedazos, los sesos por cada parte.

Brumandilón. ¿Y Eubulo?

Geta. Llorando iba a casa muy triste.

Brumandilón. ¿Y detenémonos? Corramos a más correr, no salgan a hacernos otro tanto. Por esta calleja huyamos para casa de Celestina.

Siró. No llevo ya huelgo. Sudando voy.

Brumandilón. Cerca estamos. ¿Qué es de Geta?

Siró. Adelante va. No cesa de correr.

Brumandilón. Vaya con Dios, que mejor hare- mos, nosotros dos no más, lo que agora diré. Sá- bete que Oligides y yo habíamos concertado de robar a Celestina y hurtalle un cofre que tiene lleno de dineros y joyas, y irnos fuera de aquí, por el peligro grande que a nuestras vidas se recrecía de estos amores. Ya ves en qué han parado, según me decís, y ya me lo vía yo esto; que a buen

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MSANDRO Y ROSELIA

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bocado, buen grito; y pues Oligides murió y nos- otros escapamos de esta tormenta, si te parece, hagamos lo que el otro y yo habíamos de hacer, y salteemos a Celestina aquel cofre y otras cosas que tuviere buenas y vamonos a Sevilla, que ya no cumple más estar en esta ciudad.

Siró. Hágase, y partámonos luego.

Brumandilón. Pues, sus, trepemos por estos corrales mansito...

Siró. Cerrada está la puerta del corral.

Brumandilón. Yo la abriré con maña, que con un palo está atrancada... Fuera está... Sube agora pasito conmigo... Salva el paso tercero, que está quebrado; no cayas y hagas ruido.

Siró. Acá estoy.

Brumandilón. Esta es su cámara.

Siró. ¿Qué remedio, que tiene cerrado por dentro?

Brumandilón. No hay aquí otro remedio más de desquiciar la puerta, y, si voceare la vieja, ma- tarla.

Siró. Empuxa conmigo recio.

Brumandilón. Fuera está de quicios; entre- mos... Ase, ase del cofre, que ese es.

C-¡ Celestina. \Ladronesl ¡Ladrones! ¡Señores

y) vecinos, que me roban! ¡Ladrones!

^ Brumandilón.~\Ca\\a y vieja alcahueta; si no,

(I mataréte!

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176

SANCHO DE MUNON

Celestina. ¡Oh bellaco ladrón! ¿Y me has de robar? ¡No quiero sino dar gritos! ¡Ladrones!

Siro.—\Oh, pecador de mí! ¡Dale, dale antes que más voces y seamos sentidos!

Brumandilón. ¡Toma! ¡Toma otra puñalada!... ¡Dios te perdone!... ¡Agora, vocea!

Celestina. ¡Ay! ¡Ay, queme ha muerto!... So- brinas!... ¡Confesión, confesión!

Drionea. ¡Ay, desdicha amarga! ¿Qué es esto?... ¡Vecinos, que han muerto a mi tía estos ladrones!... ¡Vecinos, que la han muerto!

Siró. ¡Oh, pese a Tal! ¡Mátala presto a estotra, no nos descubra! ¡Dale bien!

Drionea.— \]esús, que me mata! ¡Jesús, que me mata! ¡Sancta María! ¡Muerta soy! ¡Confesión!

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Livia. ¡Ay, mi tía y hermana muertas son, des- dichada! ¡Justicia! ¡Justicia!

Brumandilón. ¡Corre, corre tras esotra! ¡Mueran todas, pues hemos comenzado! ¡Preso por mil, preso por mil y quinientos! ¡Ásela, ásela, antes que salga fuera!

Siró. ¡Oh, que se me escapó! ¡Huye, huye, que salen muchos vecinos a los gritos y carga mucha gente!... ¡Oh malaventurados nosotros, que el Corregidor viene a más priesa! ¡Huye por estotra calle I

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LISANDRO Y ROSELIA

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Brumandilón. ¡Oh desdichado de mí, que es él! Siró. ¡Guarte, guarte, que veslo ahí viene! Corregidor. ¡Sed presos!

ARGUMENTO DE LA TERCERA CENA

Lamentación de Eugenia por la muerte de su única y muy que- rida hija Rosclia.

EUGENIA.

¡ Ay, ay, que es mi hija muerta! ¡Oh hija mía y todo mi bien! ¿Qué azote tan grande es este que veo delante de mí, con que a Dios le ha aplacido por mis grandes pecados azotar hoy mi casa? ¿Qué desventura es la que me ha venido, viendo tan sin pensar y tan arrebatadamente muerta la lumbre de mis ojos? ¡Oh hija mía, hija mía, descanso de mis trabajos, consuelo de mis penas, alegría de mis tristezas, remedio de mi malaventurada vejez y soledad! ¡Cuan desastrado fin han habido , hija mía, las esperanzas vanas que yo de ti imaginaba! ¡Traída en mi vientre tanto tiempo y con tanta fatiga, parida con tanto dolor, criada con tanto recelo y llegada a edad mayor, pensaba yo, desdi- chada madre, pensaba en todo mi seso darte en breve marido conforme al estado de tus padres, y soñaba de ti nietos y biznietos, y yernos y nueras y otros deudos y parentelas, que fueran ayuda para mi vejez! ¡Oh hija, hija, en cuánta tristeza y

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SANCHO DE MUNON

lloro me dexas eso poco que me queda de vivir! Sólo un consuelo tengo: que la vida que sin ti he de pasar ha de ser tan amarga y dolorosa, que presto la dexaré y me llevarás tras ti. ¡Y plega aquel muy alto Señor que si yo algún servicio le he hecho en esta vida lo galardone en esto y, pues la que tengo de tener sin ti no ha de ser vida, tenga por bien que sea yo de este mismo lugar llevada contigo a enterrar en una misma sepultura, por que, apartadas en la vida, nos tornemos a juntar en la muerte!

ARGUMENTO DE LA CUARTA CENA

Lamentación de Eubulo por la muerte de su señor Lisandro. Aquí Eubulo hace un apostrofe o conversión al amor, donde declama contra el amor muy rigurosamente, diciendo del to- dos los daños y estragos y malos recabdos que causa entre los hombres.

EUBULO.

¡Oh señor mío Lisandro! ¡Oh mi buen señor! ¿Qué desastre que es este que nos ha venido con tu muerte, tan arrebatada y tan sin pensar, a todos tus criados, a todos los que en ti nuestras espe- ranzas habíamos puesto, a todos los que mante- nías y hacías mercedes? ¿Qué malaventura es esta que en un momento nos ha corrido? ¿Qué nueva tan dolorosa y llena de llantos será esta que entre por las puertas de tu triste madre y de tus parien*

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LISANDRO V ROSELIA

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tes, que te tenían por cabeza de todo el linaje? ¡Oh, mi señor y mi bien todo, que en ti tenía yo padre y madre, en ti esperaba reposo y descanso para mi vejez, sin ti estoy solo, sin ti quedo huér- fano, sin ti viviré todos los días de mi vida tristes y amargos! ¡Oh mal logrado mancebo, que aún no habías cumplido veinte y cuatro años, ni sabías qué cosa era el mundo, ni bien gustado de sus placeres aún no se te entendían sus engaños, y quiso Dios llevarte antes de tiempo y sin poder confesar tus pecados; ni tuviste lugar de hacer testamento, ni ordenar tu ánima, ni pagar las deu- das que debías, ni los dineros que sacaste a cam- bio para tus gastos tan superfluos y demasiados! ¡Oh mi señor, mi señor! ¡Veo tu cuerpo delicadísi- mo atravesado con una mortal saeta, tus entrañas rasgadas, tu pecho abierto y todos tus tiernos miembros bañados en sangre! ¡Véote muerto a manos de tus enemigos y en su misma casa, donde sin ninguna mancilla, sin haber alguna lástima de tu fresca juventud y florida edad, cruelmente y sin piedad te mataron, y no como quiera, sino con unas enerboladas frechas, y no bastó con una, mas cinco te tiraron para que mayor fuese tu dolor! ¡Oh compañeros míos!, ¡oh criados del mal logra- do mi amo!, ¡oh señores y parientes de Lísandrol, ¡oh tú, madre desdichada, a cuya noticia aún su muerte no ha llegado!, venid y ayudaréisme a llo- rar el remate y postrimería de aquel que era con- C^

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SANCHO DE MUNON

suelo y esperanza de todos vosotros. ¡Oh mi señor y mi bien!, ¿eres aquel que yo llevé recién naci- do a la ama, que te criase?, ¿eres al que volví niño destetado a casa de tu padre?, ¿eres el que empuse en buenas doctrinas y crianza, que parecías un ángel cuando chico?, ¿eres el que enseñé a los doce años a correr caballos y otros muchos exercicios, así de letras como de armas?, ¿eres el que hasta los veinte y un años fué muy dado a la virtud, amigo de religión, enemigo del vicio, amador del culto divino? ¡Ay, ay!, que nuestros pecados quisieron que te juntases con caballeros viciosos y distraídos y te acompañases con ellos, y de esta manera se te pegasen sus ma- las y perversas costumbres; y luego que perdiste el temor de Dios, venístete a meter en el falso Cupido, el cualj como traidor, cruel y sin ley, te dio el pago que suele dar a sus muy leales servi- dores. ¡Oh amor, amor!, a ti me vuelvo y de ti me quiero quexar, pues tanto mal has causado. Bien te apellidó el poeta: «¡Oh malvado amor!, ¿qué no fuerzas a hacer a los mortales?», porque no hay maldad, no hay traición, no hay bellaquería que no haga y piense el que está envuelto contigo: engaña los amigos, mata los parientes, degüella los padres, desmiembra los hijos, escala las ventanas, saltea los monasterios, infama las honradas, deshonra las castas, menosprecia las cosas divinas, gasta la ha- cienda, roba, derreñega, prejúrase, trasnocha.

LISANDRO Y ROSELIA

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vela, trabaja, piensa, llora, sospira, ni come ni duerme, pierde el alma y el cuerpo. ¿Qué no haces, amor? estragas la hermosura, destruyes las fuerzas, abates debaxo de tu bandera los altos deseos, consumes el patrimonio, huellas la honra y la fama, acortas la vida y acarreas muerte, has metido en el infierno las más áni- mas que allá están, derruecas las casas, hun- des las ciudades, ensucias los templos, re- vuelves los reinos. ¡Oh maldito y perverso amor, que con todas las virtudes batallas y traes continua guerra, todas las excluyes y de ninguna quieres compañía! ¿Cuál es ya el loco y atreguado que, viendo los males que hace el amor, no huya del y lo aborrezca como auctor y causa de todos los malos recabdos que en la vida se hacen? Murió Lisandro, generoso caballero, dispuesto, mancebo, rico y valeroso; murió Roselia, gentil dama, mujer moza, de casta, y sublimada en próspero y alto estado; murió su doncella muy querida, y encubri- dora de su yerro; murió Oligides, escudero priva- do del malogrado mi amo, el cual, como más cul- pante por haber dado entrada a su perdición, cayó de las almenas y se despeñó y se hizo menuzos; murió la maldita y falsa alcahueta Celestina, miem- bro de Satanás; murió su sobrina Drionea, mujer enamorada, y buena discípula que había sacado la vieja para que sucediese en su lugar en todas sus iji alcahueterías y hechicerías; sacarán mañana a C,

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SANCHO DE MUNON

ajusticiar a Brumandilón, taimado rufián y gran fanfarrón, y a Siró, mozo de espuelas, y los ahor- carán por ladrones y homicidas. Todo esto causas, amor, cuyo ancho poder por que a no me sojuz- gue, determino irme a servir a Dios en un yermo, donde esté apartado de tu furia y de los placeres y halagos y deleites de la vida, para conseguir la suma bienaventuranza, ad quam Deus optimus maximus nos vehat.

AQUÍ SE ACABA LA TRAGICOMEDIA DE LISAN- DRO V ROSELIA, LLAMADA ELICIA, Y POR OTRO NOMBRE CUARTA OBRA Y TERCERA CELESTINA, NUEVAMENTE IMPRESA. ACABÓSE A VEINTE DÍAS DEL MES DE DECIEMBRE. AÑO DEL NASCIMIENTO DE NUESTRO SALVADOR JESUCHRISTO DE MIL Y QUINIENTOS Y CUARENTA Y DOS AÑOS

Índice

Páginas.

Anteportada III

Detalle de la tirada IV

Portada V

Nota preliminar VH

Facsímile de la portada de la edición

príncipe 1

Comienza la obra: Acto primero. . 3

Acto segfundo 50

Acto tercero 89

Acto cuarto 134

Acto quinto 164

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Acabóse

la estampación de este libro en Madrid,

en los talleres tipográficos de <^El Imparciah,

a quince días andados del mes de abril

de mil novecientos dieciocho

anos.

LA ACADEMIA DE LAS DAMAS

(LLAMADA «SÁTIRA SOTADICA DE LUISA SIGEA SOBRE LOS ARCANOS DEL AMOR Y DE VENUS»)

OBRA FAMOSA DEL MAESTRO DE ARTE ERÓTICO

NICOLÁS CHORIER

Prólogo y traducción de JOAQUÍN LÓPEZ BARBADILLO

«¿Qué decir de esta creación celebérrima, sino que es una inmortal obra maestra que prende un rojo incendio lo mismo en el espíritu que en los sentidos del lector? Este libro contiene en su estilo magnífico, irisado, recamado de hilillos de multicolores matices como un brocado antiguo, todo cuanto la imaginación puede concebir y glosar sobre

el concreto tema de la pasión carnal.* Así se expresa, hablando de LA ACADEMIA DE LAS DAMAS, el admirable crítico francés Octavio Uzanne. Y es la verdad. Quizá no exista en la literatura erótica una pro- ducción novelesca más rica, más varia- da, más sugestiva, más completa, ni más noble y floridamente escrita que la que hoy enriquece nuestra Biblioteca. Basta citar los títulos de las seis partes de que consta para que vislum- bre el lector el interés y la diversidad y el atractivo de sus temas. Son los si- guientes: La escaramuza. ^ El amor como en Lesbos* ^ Ana- tomía. ^ El combate nupcial. íJ: Historias de lasci- via. ^ Figuras y maneras.

Sus páginas encierran toda la gama de la pasión sexual, desde los furtivos placeres de las vírgenes llenas de un vago y tembloroso anhe- lo hasta la perversión del amor sáfico y del amor socrático; desde los dulces y confiados goces conyugales hasta el bárbaro uso de las cé- lebres cadenas y candados de castidad y hasta el delirio de los flage- lantes, que de la sangre y del dolor hacían el acicate del deleite. Y en la última mitad del libro, la más jugosa y bella, se pintan en vivífimas

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escenas todas las formas y figuras y modos de la caricia humana, en un universal registro y guía y práctica escuela del amor.

Es LA ACADEMIA DE LAS DAMAS, en fin, una obra cuyo asunto se purifica y enaltece con las galas de un soberano estilo, lleno de la movible gracia de una escultura helénica de sátiros y nin- fas; ha dado origen a volúmenes enteros de comentario e investiga- ción de moralistas, eruditos y bibliófilos, y además tiene en la historia literaria de España un particular interés documental, por haber sido atribuida falsamente a una docta española.

La extensión de la obra nos ha obligado a dividirla para su publi- cación en dos tomos, completamente independientes en- tre sí y que pueden adquirirse y leerse separada- mente*

Cada uno de ambos tomos constituye un volumen lujosísimo, con todas las páginas impresas a dos tintas y orladas en color, y se ava- lora la edición con cuatro hermosas láminas fuera del tex- to, entre las cuales va una curiosa y singular estampa satírica fran- cesa titulada «£/ cornudo celoso que lleva la llave y la mujer que lle- va la cerradura-», sangrienta mofa del Rey Enrique IV y de su con- cubina madama de Verneuil, que aparece ostentando el cinturón de castidad.

Del raro libro se ha hecho una edición limitadísima a los siguientes precios por volumen:

Ejemplar en papel pluma especial, cubierta en

PAPEL FUERTE (TIRADA DE 300 EJEMPLARES). CaDA

TOMO CINCO PESETAS.

Ejemplar ;EN soberbio papel de hilo de la fabrica- ción EMPLEADA POR LA «SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS

Españoles», cubierta en pergamino (tirada de

50 ejemplares). Cada tomo DIEZ pesetas.

Previo el envío directo del importe a la Administración, en giro postal, sobre monedero, letra de fácil cobro o cualquier otro efecto, se remitirán uno o los dos tomos francos de porte, en paquete certificado y cerrado, sin indicación ninguna de su contenido, al Extranjero ya provincias. En Madrid (teléfono J. -451) se servirá y se pasará el correspondiente recibo a domicilio.

No se atenderá eu absoluto ningún pedido de fuera de Madrid que no venga acompañado de su importe.

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