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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL o

SOTERIOLOGÍA MARIANA

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENT^FÍCAS ^¿«^ Patronato «R. Lulio» - In'stituto «Fr. Suárez»

MARIA

MEDIADORA UNIVERSAL

O

SOTERIOLOGÍA MARIANA

ESTUDIADA

A LA LUZ DE LOS PRINCIPIOS MARIOLÓGICOS

POR

y

José M. Bover, S. I.

Jefe de i.a Si'.cción Mahioi.ügica dei. In-si itui o « Fkancisco Suárez i

MADRID 1946

Imprimí potesi : CANDIDüS MAZÓN, S. I. Praep. Prov. Arag.

-V/7;(7 obstat: Dr. MAXIMUS YüRRAMENDI, Canon.

Imprimatur : t LEOPOLDUS, Ep. Matrit. Complutens.

Tipografía Emporium, S. A. Ferlandiua, 9 y 11. Barcelona

PRÓLOGO

Este libro no es un escarceo dialéctico, ni menos un acto de hostilidad contra nadie, ni precisamente un obsequio de amor filial a la Madre celeste, aunque bien quisiera serlo; es el resultado de una combinación de causas o, mejor, el término de un largo proceso psicológico, que es preciso deter- minar. Sin conocer su génesis, complicada y laboriosa, el libro podría dar lugar a equivocadas apreciaciones o interpretaciones, que, naturalmente, deseamos prevenir.

Larga sería la historia de mis estudios mariológicos, y a nadie intere- saría. Algunos datos, no obstante, son necesarios para la inteligencia de nuestro libro. En general, he de manifestar que todos mis estudios mario- lógicos arrancan, lógica e históricamente, de la Teología de San Pablo. El primer contacto entre San Pablo y la Mariología fué un choque violento. Era el año 1918, en que se celebró en Barcelona el Congreso Monfortiano. Prescindiendo de algunas enormidades que por aquellos días se dijeron o escribieron, sólo el hecho de enaltecer tan encarecidamente la gloria de la Mediadora universal me sonaba como un atentado contra la gloria incomu- nicable "del único Mediador entre Dios y los hombres. Los celos con que San Pablo se revolvía contra la «Ley», que los judaizantes presentaban como rival de Cristo, se reprodujeron en contra los que, a mi juicio, presen- taban a la Mediadora como rival del Mediador. Algo contribuyó, sin duda, la manera inconsiderada como algunos presentaban o desfiguraban la me- diación universal de María. Pero quedó en mi espíritu un aguijón, que, casi sin darme cuenta, me estimulaba a enfocar hacia la Mariología la luz de la Teología de San Pablo. Esta iluminación Paulina de la Mariología

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no tardó en producir sus efectos. Las dos ideas capitales en la Teología de San Pablo: la de Cristo Segundo Adán y la del Cristo místico, ilumi- naron las dos ideas correlativas de María Segunda Eva y Madre del Cuerpo místico de Cristo. Estas dos verdades fueron el punto de partida de mis estudios mariológicos. Un escrito, en que exponía estas dos verdades, y que, sin saber yo cómo, llegó a manos del Cardenal Mercier, determinó la creación de la Comisión de teólogos españoles, encargada de redactar un informe sobre la definibilidad de la Mediación universal de María. En la repartición del trabajo entre los tres teólogos, que componían la comisión, me tocó desarrollar, además del argumento escriturístico, el de la Tradición. Esto me puso en contacto con los escritos mariológicos de los Santos Padres, que antes desconocía casi en absoluto. Mi asombro fué enorme, al ver expresadas tan categóricamente por los Santos Padres las mismas dos ver- dades, que yo había descubierto en San Pablo, y otras, que antes me resistía a admitir. Desde entonces el contacto entre San Pablo y la Mariología ya no fué el choque de dos concepciones antagónicas, sino el empalme de do& energías complementarias. Nuevos estudios sobre San Pablo arrojaban nueva luz sobre la Mariología, y los problemas mariológicos, a su vez, obli- gaban a investigaciones más profundas sobre la Teología de San Pablo. El relieve, cada vez mayor, que adquiría en el pensamiento del Apóstol el principio de solidaridad, tuvo una repercusión profunda en la Mariología, que, con él, quedaba totalmente renovada y como transfigurada. Y luego las últimas controversias sobre la Corredención Mariana fueron ocasión de un estudio más amplio y profundo de la Soteriología Paulina. Un último contacto entre San Pablo y la Mariología ha sido la causa determinante de' este libro. Dos estudios paralelos, en su origen independientes, uno sobre la «Síntesis orgánica de la Mariología» (1929) y otro sobre «El pensamien- to generador de la Teología de San Pablo» (1938), al ser luego cotejados entre sí, me han hecho caer en la cuenta de que el pensamiento fundamental y como el germen vital es sustancialmente uno mismo para la Teología de San Pablo y para la Mariología. He de confesar que esta coincidencia fué para una revelación, que me hizo entrever que la afinidad de entrambas era mucho más estrecha, y podía ser mucho más fecunda, de lo que en un principio había yo imaginado. Esto modificó radicalmente mis planes, ya antiguos, de escribir una Mariología, o, mejor, una Soteriología Mariana. Hay que precisar algo más la razón del cambio y su nueva orientación.

La primitiva Mariología debía ser preferentemente documental. Los materiales recogidos con el trabajo de muchos años, clasificados ya en gran parte y organizados, me daban casi hecha la proyectada Mariología. La

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parte especulativa había de ser puramente introducción o interpretación teológica de los documentos. Pero desviadas últimamente al campo espe- culativo las controversias mariológicas, fué necesario dar a la especulación teológica una extensión y preponderancia, que en un principio parecía inne- cesaria. Este viraje, con todo, hacia la especulación no supone un cambio de criterio. He creído, y creo, que en la Mariología, lo mismo que en cualquier otro sector de la Teología, la preponderancia dada a la especula- ción sobre la documentación es una verdadera inversión de valores. Y lo peor ha sido subordinar la interpretación de los textos a hipótesis precon- cebidas, erigidas en postulados intangibles. En este ambiente de prejuicios apriorísticos, que desvirtuaban radicalmente los documentos y torcían la interpretación de los textos más categóricos, ¿qué utilidad podía tener una Mariología preferentemente documental condenada fatalmente al fracaso desde su mismo nacimiento? Antes de construir el edificio proyectado se imponía reforzar la base misma, que estaba minada. A la especulación había que oponer la especulación. Si con la especulación se debilitaba y aun imposibilitaba la interpretación obvia de los textos, con la especulación se había de preparar y asegurar su recta interpretación.

Mas no bastaba una especulación superficial, parcial, deficiente: había que ir al fondo: se requería una especulación fundamental, radical, totali- taria, así en la extensión como en los métodos. De ahí el nuevo proyecto de construir una Mariología especulativa, una que podríamos llamar Meta- física mariológica o. si el término no fuera cursi, una Metamariología. Este plan exigía una doble labor, erizada de enormes dificultades: estable- cer previamente los principios mariológicos y deducir de ellos por vía de análisis interna las verdades que integran la Mariología. Era dificilísimo establecer los principios, que había que determinar objetivamente, revisar rigorosamente, probar sólidamente. Y no era menos difícil de principios sumamente complejos deducir analíticamente, sin interferencias sofísticas, verdades no menos complejas. Y, sobre todo esto, habíamos de intentar, a lo menos, recoger los inestimables tesoros doctrinales, con que a manos llenas brindaba la opulenta fecundidad de los principios mariológicos, y combinar, harmonizar, organizar toda esa complejísima variedad, reducién- dola a la unidad más estricta; a una unidad sencilla, natural, espontánea, no postiza, artificial, violenta. (cEt ad haec quis idoneus?)) (2 Cor. 2, 16).

Pero dentro del marco usual de la Teología escolástica aún hubiera sido esto menos inasequible; mas, por lo que decíamos poco antes, se nos hacía necesario introducir un elemento nuevo, hasta ahora apenas utilizado en la Mariología: la Soteriología de San Pablo. ¡Empresa dificultosa y arries-

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gada! No ha faltado quien se preguntase, no si con asombro o con ironía: ¿pero qué tiene que ver San Pablo con la Mariología? Y, sin em- bargo, la conexión o afinidad del Paulinismo con la Mariología es mucho más íntima y más honda de lo que a primera vista pudiera creerse. Un dato, nada más, pero revelador. Lo más característico y profundo de la Soteriología Paulina es su doble concepción, si doble y no simple debe llamarse, del Nuevo Adán, Redentor y Mediador, y del Cristo místico. ¿Y cuáles son los problemas fundamentales de la Soteriología Mariana? Pre- cisamente los relativos a la Segunda Eva, Corredentora y Mediadora, Madre espiritual del Cristo místico. ¿Será temerario presuponer que la luz que difunde el Nuevo Adán ilumine la imagen de la Nueva Eva? ¿que la doc- trina del Apóstol sobre la redención y mediación de Cristo tenga repercu- siones en la Corredención y mediación de María? ¿que la concepción del Cristo místico explique el gran misterio de la maternidad espiritual? Sería vano empeño querer demonstrar directamente las tesis mariológicas con textos de San Pablo, que apenas ha dicho una palabra acerca de María; pero acaso no lo sea buscar en la Soteriología de San Pablo la base de la Soteriología Mariana. Y esto es, y no otra cosa, lo que hemos intentado al poner en contacto ambas Soteriologías, con la esperanza de reanimar y vigorizar la Soteriología Mariana, transfundiendo en ella la sangre vigorosa de la Soteriología Paulina. El lector juzgará si hemos acertado.

Comprenderá el discreto lector que lo ímprobo y arduo de toda esta labor exigía una concentración de atención y de fuerzas o una tensión de espíritu radical y absoluta, que no consentía distracciones o divagaciones. La capa- cidad psicológica humana es demasiada limitada. La del lector lo mismo que la del escritor. En consecuencia, para no dispersar nuestra atención ni distraer la del lector, hemos prescindido casi en absoluto de toda la parte documental. Será una vivisección: pero es necesaria en nuestro caso. Desde el punto de vista de las fuentes, daremos una Mariología parcial, incompleta, mutilada, si se quiere, descartando la documentación y ciñéndonos a la especulación. Pero razonaremos nuestra decisión.

En un trabajo como el presente, de investigación, de exploración, de tanteo, si hubiéramos juntado la documentación, vastísima en la Mariología, con la especulación, ¿qué hubiera resultado? Que la especulación, distraída con la complicada labor de seleccionar, organizar y presentar los docu- mentos, privada de la indispensable concentración, hubiera quedado des- virtuada y desvaída. Además, dispersa y como sepultada en la mole in- mensa de los textos, no hubiera podido apreciarse debidamente en su con-

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junto. Deseábamos también que nuestra labor especulativa, antes de ser incorporada en una Mariología integral, pasase por la prueba del fuego, es decir, que fuera sometida al examen y a la discusión de los mariólogos. Los varios puntos de vista nuevos que hemos introducido reclaman esta discu- sión, que, para ser fructuosa, debe ser ponderada, comprensiva. Una. cosa, empero, pedimos, que, quien no hubiere estudiado la Teología de San Pablo, no se lance a condenar como nuevo, lo que acaso no lo sea. Por nuestra parte, sometemos gustosos nuestro trabajo al juicio sereno y leal de los que se dignaren estudiarlo atentamente, y declaramos estar sinceramente dis- puestos a tomar en consideración cuantas observaciones se nos hicieren y a rectificar cuanto con sólidas razones se demonstrare ser menos exacto. No deseamos otra cosa que la Verdad y la auténtica glorificación de la excelsa Madre de Dios. Las glorias de María no son tan inconsistentes o mengua- das, que necesiten de exageraciones inconsideradas o de hipótesis aventu- radas para sostenerse.

Para terminar, nos permitiremos hacer unas pocas observaciones más particulares. El plan, que después de madura deliberación hemos creído deber adoptar, de anteponer a la demonstración de las verdades mariológicas al estudio de los principios y de los hechos, trae consigo un inconveniente, que hemos procurado aligerar en lo posible: el de algunas repeticiones. Pero nos ha parecido que este inconveniente extrínseco estaba sobradamente contrapesado por la ventaja de poder estudiar más detenidamente y por mismos los principios y los hechos. El fundir este estudio con la demons- tración, fuera del inconveniente de quitar a los principios su independencia y sustantividad, hubiera dado excesiva extensión a los argumentos con no pequeño detrimento de la claridad y lucidez. La breve recapitulación de los principios, repetición de lo expuesto anteriormente con mayor amplitud, permitía que la argumentación se desenvolviese con mayor soltura y expe- dición. Hermanar la brevedad con la claridad era obra de prudencia, en que acaso algunas veces no habremos acertado. De todos modos, basándose la argumentación en los principios previamente expuestos, no es posible apreciar debidamente el valor de la argumentación sin haber antes consi- derado atentamente los principios.

No sabemos si tener que sincerarnos ante el lector del exceso o de la falta del tecnicismo escolástico. En general nuestro criterio ha sido este: no emplear irmecesariamente la terminología de la escuela, pero tampoco rehuirla, cuando ha parecido necesario o conveniente su empleo. Est mo- dus in rebus. Y lo que decimos de la terminología, lo extendemos a las sutilezas. Si sutilizar desmedidamente, principalmente en cosas fútiles, es

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síntoma de decadencia, sutilizar con necesidad y en materias graves es el único medio de evitar o prevenir las confusiones y las imprecisiones, que son la ruina de la ciencia. ¿Qué teólogo, comenzando por Santo Tomás, no ha apelado frecuentemente a la sutileza en los conceptos? En suma, ni pasión por las sutilezas, ni miedo a la sutileza. También en esto es indis- pensable la mesura y discreción.

Por fin, una observación algo delicada, pero necesaria. Tememos o esperamos que algunas conclusiones a que hemos llegado en nuestro es- tudio se atribuirán, como en otras ocasiones, más al sentimiento o a la piedad del autor que al valor objetivo de los argumentos, a motivos más subjetivos que objetivos. Conviene poner en claro este punto.

Por de pronto, no es lo mismo pensar o discurrir con afecto que pensar o discurrir por influjo del afecto. Si esto segundo es reprobable, lo prime- ro es legítimo, y aun es una necesidad psicológica, si el objeto de nuestros razonamientos no son ladrillos y si el que razona no es una piedra. ¿Creerá nadie que cuando Newton o Kepler llegaron a precisar y formular sus fa- mosas leyes, lo hicieron sin hondas emociones y fuertes palpitaciones del corazón? Y aun los problemas de álgebra o de crítica textual, tan áridos e insulsos para un profano, se presentan a los verdaderos amantes de estas ciencias como dramas sentimentales y palpitantes. ¿Y era más fácil, y más legítimo, razonar sobre las grandezas de la amable Madre de Dios y Madre nuestra, fríamente, apáticamente, sin sentir en el corazón la repercusión sentimental de las magníficas verdades mariológicas? ¿O será necesario en un día de invierno sustraerse al influjo benéfico y placentero del calor del sol para poder contemplar más objetivamente los esplendores de su luz radiante?

Mas, se dirá, no es lo mismo pensar con afecto que pensar por afecto; no es lo mismo discurrir con la cabeza con concomitancia sentimental del corazón que discurrir con el corazón. Así es. Pero este principio elemen- tal de la lógica no sólo tiene aplicación a los sentimientos efusivos u opti- mistas, sino también a los sentimientos depresivos o pesimistas. Se puede discurrir con el corazón, no sólo enalteciendo desmedidamente las glorias de María, sino también rebajándolas más de lo justo; no sólo con hipér- boles imprudentes, sino también con reservas o críticas demasiado prudentes. «Prudentíae tuae pone modum» (Prov. 23, 4). ¿O infringían menos las leyes de la lógica los protestantes, cuando, movidos de su aversión a la Madre de Dios, deprimían sus excelsas prerrogativas, que algunos devotos indiscretos al exagerarlas indebidamente? ¿Fueron más objetivos en juz- gar sobre la Concepción inmaculada de María los que científicamente la

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negaron que los que piadosamente la defendían? La pía opinión resultó ser verdadera.

¿Conclusiones de estos principios? Tres, bien sencillas. Primera: que nos guardemos, al hablar de las glorias de María, no sólo del influjo de una piedad mal entendida, sino también del influjo de una piedad deficiente: ésta, no menos que aquélla, puede influir desfavorablemente en la objetivi- dad del juicio. Segunda: que para calificar de sentimental o ilógica una proposición mariológica no basta afirmarlo, como no pocas veces se hace, sino que es menester probar lo que se afirma con el examen objetivo de los argumentos: que no menos sentimental puede ser la crítica que la proposición criticada. Tercera: que no es sólo el sentimiento el que puede falsear un raciocinio, sino también los prejuicios aprioristas y minimistas: contra los cuales, por tanto, hay que precaverse, no menos que contra el influjo del sentimiento.

Y viniendo a nuestro caso, séanos permitido declarar lealmente que no ha sido el sentimiento el que ha motivado nuestras convicciones mariológi- cas, sino, al contrario, las convicciones las que han podido motivar el sen- timiento. Comenzamos nuestros estudios mariológicos con vehementes pre- venciones contra las grandes verdades de la Soteriología Mariana. Pero San Pablo primeramente, y luego la lectura de los escritos patrísticos y de los documentos pontificios, disiparon, no sin rubor, las prevenciones, trocán- dolas en la convicción más firme sobre la verdad, cada vez más fulgurante, de la Corredención y de la Mediación universal de María.

INTROUUCCÍÓN METODOLÓGICA

Antes de dar comienzo a nuestro trabajo, parece necesario conocer exac- tamente el campo en que debe desarrollarse y el método con que debe llevarse a cabo para que resulte fructuoso. El conocimiento de este campo será como la parte material de esta introducción; la determinación del método, su parte formal.

I. ELEMENTOS MATERIALES

La Soteriología Mariana se concentra en los tres grandes problemas de la Corredención, de la Maternidad espiritual y de la Mediación universal: problemas, que han dado lugar recientemente a las más empeñadas contro- versias. Se trata de las tres formas o categorías principales de la acción soteriológica de María. Un estudio de Teología positiva podría, sin más, investigar en las fuentes de la divina revelación la verdad de estas tres prerrogativas Marianas; pero un estudio de Teología especulativa y crítica necesita proceder con mayor circunspección. Ante todo se impone una distinción fundamental. En la Corredención, en la Maternidad y en la Mediación hay que distinguir tres elementos esencialmente diferentes: sus formalidades esenciales, los hechos en que se concretan y los principios en que se fundan. Lo principal, sin duda, es el conocimiento de las forma- lidades; pero ese conocimiento será vago o fluctuante, si juntamente no se conocen los hechos históricos en que toman cuerpo; y, sobre todo, será inconsistente e inseguro, desde el punto de vista especulativo, si no se

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conocen los principios teológicos de los cuales se derivan. Dos palabras sobre cada uno de estos elementos.

Formalidades. Cada una de las tres categorías soteriológicas de la Corredención, de la Maternidad espiritual y de la Mediación habrá de po- seer sus rasgos diferenciales o sus modalidades características, que de alguna manera la distingan de las otras dos. Es lo que llamamos sus formalidades distintivas. Es imposible dar paso seguro en la investigación teológica, si no se precisan y definen con la mayor exactitud estas formalidades. Dos razones decisivas reclaman semejante labor de precisión. Por una parte estas formalidades son por extremo complejas. Los múltiples y finísimos hilos que, por así decir, las componen, sólo con paciente y delicada análisis pueden desenredarse. Por otra parte, existen entre ellas numerosos puntos de contacto que las unen o enlazan. Y si no se asegura la distinción, la conexión degenerará necesariamente en lamentable confusión. Además, ulteriores problemas, como el del orden de prioridad y dependencia que entre ellas pueda existir, y el interesante problema del principio primario de la Soteriología Mariana, no se conciben sino a base de la distinción. Por fin, estas formalidades se han de formular en tesis, que son las que constituyen como la armazón de la Soteriología Mariana.

Hechos. Estas tres formalidades no existen o subsisten separadamente, sino que se encarnan en actos o hechos históricos: los cuales, por tanto, conviene estudiar detenidamente. Estos hechos son tres principalmente: la generación virginal precedida del libre asentimiento, la Compasión al pie de la cruz y la intercesión o intervención actual en los cielos. Otras inter- venciones de María a favor de los hombres pudieran señalarse: la visita- ción a Isabel con la santificación del Bautista, la oblación y rescate del Redentor que acompañó la purificación, la intercesión en las bodas de Caná, la presencia y oración de María el día de Pentecostés, su influjo en la Iglesia naciente... Creemos que estas intervenciones de María hay que interpretarlas soteriológicamente ; pero creemos igualmente que esa luz soteriológica más que propia o interna, es prestada o externa; queremos decir que esas intervenciones no tanto iluminan las tres formalidades esen- ciales, cuanto son iluminadas por éstas; no tanto son premisas que demues- tren la verdad, cuanto sujeto de las conclusiones derivadas de la verdad ya demostrada. En conclusión, prescindiremos de esas intervenciones secun- darias y nos limitaremos a las tres principales antes señaladas.

Una cosa hay que notar aquí, que tiene su interés. Son tres las for- malidades y tres los hechos concretos en que aparecen. No quiere esto decir, evidentemente, que cada una de las formalidades se concrete en

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uno de los hechos. En la Compasión, por ejemplo, se dan la mano la Corredención y la Maternidad espiritual. Y es de presumir igualmente, por lo menos hay que investigarlo, que en cada uno de los hechos se muestren varias de las formalidades y acaso todas ellas a la vez: nuevo motivo para precisar y definir bien las formalidades, no sea que la concomitancia material se interprete como coincidencia o identidad formal.

Prin'CIPIOS. La especulación teológica, verdaderamente científica, no es otra cosa que la aplicación de los principios a los hechos, o, mejor, la intuición de las verdades inteligibles en los hechos a la luz de los prin- cipios. En consecuencia, la Mariología especulativa no es posible, si las verdades que la constituyen no fluyen de los principios aplicados a los he- chos. Para ello necesita saber cuáles sean esos principios, penetrarlos profundamente y conocer exactamente su fecundidad o virtualidad dia- léctica; sin ello es imposible determinar con qué grado de certeza y evi- dencia, de los principios se deducen las verdades.

Orden emre estos elementos materiales. Las formalidades de la Corredención, Maternidad espiritual y Mediación son indudablemente lo principal en la Soteriología Mariana: son el fin, al cual se ordena el estu- dio de los hechos y de los principios. Pero lo que es primero en la inten- ción suele ser lo postrero en la ejecución. Antes, pues, de estudiar las formalidades hay que estudiar los hechos y los principios. Demás de esto, los hechos y los principios son la base o fundamento sobre que se levanta el edificio de la Soteriología Mariana. Es, pues, conveniente asentar primero el fundamento histórico de los hechos y el fundamento racional de los principios, antes de proceder a la construcción del edificio mariológico. De ahí la primera división de nuestra obra en dos partes. La primera estudiará los hechos y los principios. La segunda estudiará en los hechos las verdades a la luz de los principios.

Dentro de la primera parte el orden entre los hechos y los principios es casi indiferente. Como los hechos se estudian independientemente de los principios, y éstos independientemente de los hechos, no tiene grande interés científico el orden de prioridad en su estudio. Dada esa indife- rencia, basta cualquier ventaja o motivo para decidir esta prioridad. Ahora bien, no hay duda que desde el punto de vista científico los prin- cipios exceden a los hechos en alteza y dignidad. Comenzaremos, pues, por el estudio de los principios, materia del libro primero, y con- cluiremos con el. estudio de los hechos, objeto del libro segundo de la primera parte.

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En la segunda parte estudiaremos por este orden, por razones que ahora sería prematuro señalar, la Corredención, la Maternidad espiritual, la Intercesión actual (^) y la Mediación universal.

De aquí resulta este orden esquemático de la obra:

Parte I. Principios y hechos. Libro I. Principios.

Libro IL Hechos. *

Parte IL Los principios aplicados a los hechos. Libro I. Corredención. Libro II. Maternidad espiritual. Libro III. Intercesión actual. Libro IV. Mediación universal.

Este esquema se irá completando oportunamente.

Como juntamente con la plenitud hemos de procurar la brevedad, nos limitaremos a indicar por vía de apéndice algunos estudios más extensos de varios puntos más importantes, que sirvan para fundamentar más sóli- damente o para ampliar o ilustrar lo dicho más compendiosamente en el texto.

II. ELEMENTOS FORMALES

Hemos determinado y como parcelado el campo de nuestro trabajo; mas para que este trabajo sea beneficioso, es menester que sea cienitífica- mente metódico, con método apropiado a los materiales que manejamos y al objeto específico que nos proponemos. Tratamos de construir una Soteriología Mariana, no positiva, sino especulativa o racional y crítica, cuyas verdades o tesis fundamentales se establezcan sólidamente a la luz de ciertos principios aplicados a determinados hechos. Un método rigu- rosamente científico, acomodado a estos materiales y a este objeto, debe formular normas precisas y seguras, relativas a los principios, a los he- chos y a las verdades o formalidades.

(') Para prevenir la impresión de incoherencia que pudiera causar la iniroduc- ción de este nuevo elemento, notaremos ya desde ahora que, siendo, a nuestro juicio, la Mediación una formalidad genérica, que comprende las precedentes, se hacía indispensable introducir la Intercesión actual, que es una forma específica de mediación, diferente de las dos anteriores. Con esto tenemos tres formalidades específicas de la Soteriología Mariana, y una genérica, que las compendia todas. De ahí la razón de la división definitivamente adoptada.

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1. Principios

Documentos y principios. Para apreciar en su justo valor los prin- cipios racionales, hay que compararlos o contraponerlos a los documentos positivos. Una Mariología integral, como generalmente la Teología, cuyo objeto primario es demostrar la verdad de la doctrina revelada, debe apoyarse principalmente en el testimonio de la divina revelación, conte- nida en la Sagrada Escritura y en el depósito de la Tradición, es decir, en documentos positivos; respecto de los cuales los principios racionales representan un papel muy secundario. Esta prioridad o primacía de los documentos sobre los principios, principalmente sobre los principios pura- mente filosóficos, debe considerarse como norma fundamental, so pena de incurrir en el racionalismo y de exponerse a fatales equivocaciones. Con- secuencia de esta norma es esta otra, semejante a la primera: que la inter- pretación de los documentos debe regularse por los principios herme- néuticos generalmente admitidos, y no por ciertas teorías preconcebidas, si ya no deliberadamente ordenadas a desvirtuar o falsear el testimonio o sentido obvio de los documentos. Como no afirmamos ninguna nove- dad, baste haber enunciado simplemente estas normas fundamentales, aun- que, desgraciadamente, no siempre tomadas en cuenta.

Estas normas, empero, no proscriben el uso razonable de los principios, sobre todo de los principios teológicos, singularmente cuando se trata, como en nuestro caso, no principalmente de demostrar definitivamente las ver- dades reveladas, sino de descubrir su cohesión interna y su enraizamiento en principios más elevados. Nuestra labor es, sin duda, unilateral. Pero hay üniiateralismos detestables, y los hay sumamente provechosos y aun necesarios. Como en la Teología bíblica: que, si trata la Escritura como fuente única de la divina revelación, es radicalmente herética; pero, si la considera como una de las fuentes de la verdad revelada, y no la más importante, para estudiar lo que da de y por la fuente bíblica, es enteramente legítima y perfectamente ortodoxa. Y en nuestro caso existe un motivo poderoso y apremiante para ceñir nuestro estudio a los principios teológicos, a lo menos provisionalmente, y es el haberse desviado hacia ese campo las actuales controversias de la Soteriología Mariana. Hasta ahora habíamos prestado preferentemente nuestra atención a los documentos posi- tivos, tanto a la Sagrada Escritura como a la Tradición cristiana; mas al ver que nuestra demostración documental era rechazada en nombre de los principios racionales, a los principios hemos tenido que recurrir, para dejar

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expedito el campo de las pruebas documentales. Por lo demás, estamos dispuestos a demostrar con abundantísimos testimonios positivos, que tene- mos recogidos, lo que por vía de conclusión deduciremos de los principios teológicos.

Qué entendemos por principios. Al hablar de principios, no nos refe- rimos, como ya henfibs insinuado, a principios puramente filosóficos, cuya aplicación a la Mariología, como generalmente a la Teología, debe ser muy discreta y moderada: nos referimos a principios verdaderamente teológicos, es decir, a ciertas verdades contenidas en el depósito de la divina revela- ción; las cuales se convierten en principios, si reúnen estas dos condi- ciones: 1) que previamente sean universalmente admitidas, aunque sea por vía de demostración en otros tratados o sectores de la Teología, y 2) que contengan en sí, como en germen o raíz, otras verdades, que de ellos se derivan. Tal es, por ejemplo, la divina Maternidad, universalmente reco- nocida por los teólogos como raíz primera de todas las prerrogativas Ma- rianas. Donde es de notar que la distinción antes propuesta entre prin- cipios, hechos y verdades o formalidades, no quiere decir que un hecho no pueda considerarse, desde otro punto de vista, como una verdad o forma- lidad; ni menos que una verdad no pueda elevarse a la categoría de prin- cipio. Así la divina Maternidad es un hecho; y es también una prerro- gativa cuyos rasgos distintivos constituyen una formalidad, que. formulada en una tesis, es una verdad fundamental; y esta verdad, fecunda en otras verdades, una vez admitida, adquiere el valor de principio mariológico.

Así entendidos los principios, toda la dificultad de su acertada utiliza- ción se concreta en un solo punto: en la justa apreciación de su fecundidad dialéctica, es decir, no sólo de su alcance extensivo, sino también de su potencialidad intensiva. Para obtener la justa apreciación de esta fecun- didad, se necesitan dos cosas: un análisis delicado del principio, que facilite su exacta comprensión, y un criterio objetivo y acertado, que permita medir con toda precisión su alcance y poíencialidad.

Análisis de los principios. Los principios no pueden tomarse en glo- bo o aplicarse a bulto: antes deben analizarse minuciosamente, para des- cubrir todos sus elementos constitutivos, todos sus aspectos, todas sus rela- ciones. No es menester insistir en esta necesidad de análisis, a todas luces manifiesta. Más necesario parece precavernos del peligro, no imaginario, de un análisis deficiente, puramente anatómico, por así decir. El análisis no puede limitarse a la separación y distinción de los elementos: se necesita además la adecuada comprensión y como intuición de cada uno de los elementos así deslindados, de su dinamismo dialéctico, de sus relaciones

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con los demás, de la significación que revisten en el conjunto. Por más que analicemos anatómicamente el organismo humano, nunca descubriremos el alma, lo principal precisamente. Más en particular, pues investigamos la fecundidad soteriológica de los principios, es necesario reparar especial- mente en las dinamicidades o virtualidades soteriológicas de cada uno de los elementos y de su mutuo contacto y variada combinación.

Criterio de los principios. Para apreciar en su justo valor la fecun- didad de los principios, su alcance extensivo y su potencialidad intensiva, es decir, su exacto valor demostrativo, se necesita un criterio objetivo, que responda a la realidad. Pero ¿cuál será este criterio? Decir que no debe ser parcial ni subjetivo, que no debe ser excesivamente ancho ni excesiva- mente estrecho, es no decir nada. Teóricamente es claro que el criterio ajustado no ha de ser subjetivo y que debe ser objetivo. Esto nadie lo ha puesto jamás en duda. Toda la dificultad, principalmente práctica, está en señalar concretamente el peligro de subjetivismo y el modo de alcanzar la. necesaria objetividad. Y esto es lo que vamos a intentar.

El peligro de subjetivismo o su tendencia característica hacia la derecha o hacia la izquierda varía sustancialmente según los tiempos y las personas. Concretémonos a la Mariología. Entre personas pías, pero, aunque doctas, ajenas a la crítica, el subjetivismo se manifiesta indefectiblemente en una tendencia irreflexiva hacia la exageración, la falta de escrúpulos científicos, lo que podríamos llamar maximalismo. Leves indicios se toman como ar- gumentos evidentes. Las conclusiones van mucho más allá que las pre- misas. Entre críticos al contrario, que, aunque píos por lo demás, se en- castillan en su criticismo negativo, como norma suprema de la verdad, el subjetivismo se manifiesta, indefectiblemente también, en una tendencia cerrada hacia la atenuación, hacia una escrupulosidad desmedida, hacia un rainimismo apriorista. Que estas pinturas sean fiel retrato de la realidad, habrá pocos que lo nieguen, muchos que lo lamenten.

Entre estas dos tendencias, aunque en mismas igualmente equivocadas, existen empero dos diferencias dignas de consideración. Especulativamente, mientras apenas se hallará teólogo que sostenga en tesis el maximalismo, no faltan quienes defienden empeñadamente el minimismo. Consecuencia: es perfectamente inútil o innecesario impugnar el maximalismo; es urgente demostrar la falsa posición del minimismo. Prácticamente, es mucho más fácil precaverse contra la tendencia maximalista que contra la tendencia minimista. Para lo primero bastará generalmente estar sobre aviso, reac- cionar con la reflexión y examinar el peso de las razones: no se necesita gran dosis de espíritu crítico para sobreponerse a los impulsos de una piedad

INTRODUCCIÓN METODOLOGICA

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mal entendida, como haya sinceridad y amor a la verdad. Para lo segundo, en cambio, se requiere algo incomparablemente más difícil: despojarse de la aprensión dominadora de que el criticismo minimista es la última expre- sión de la ciencia o, simplemente, la ciencia: y esto supone un cambio radical y profundo en la manera de pensar, cambio dificilísimo de operarse. Consecuencia, idéntica a la anterior: es más necesario oponerse al mini- mismo que al maximalismo. Pero la única manera honesta y legítima de oponerse es la serena exposición de las razones que muestren lo insostenible de las posiciones minimistas. Es lo que deseamos hacer.

Ante todo situemos las cosas en su punto. El criticismo es una de tantas actividades o modalidades de la inteligencia o del conocimiento: no la única, ni siquiera la suprema. A su lado existen otras muchas, no menos apreciables: la precisión en concebir, la sensatez en el juzgar, el vigor en raciocinar; la potencia analítica y la comprensión sintética; la agudeza en sutilizar y la profundidad de las intuiciones; la visión de la realidad y las vislumbres de altísimos ideales; espíritu reflexivo y espíritu comparativo; tendencia positivista y tendencia metafísica; energía creadora y equilibrio mental... En esta situación dar al criticismo una preponderancia avasalla- dora es contrario a la naturaleza de las cosas. El criticismo, no menos que cualquiera otra actividad de la inteligencia, necesita moderación, mesura, sobriedad. Puede desmandarse: son muy posibles sus excesos. Hay que ponerse, pues, en guardia. Su divisa no puede ser: «Cuanto más, tanto mejor»; sino esta otra: «Tanto cuanto». Insinuaremos las razones de esta necesaria moderación.

En misma la tendencia criticista, como todas las actividades humanas, tiene su justo medio, su natural madurez o sazón. Quedarse atrás, es frus- trarla de su objeto; pasar más allá, es violentarla. Como los frutos de la tierra: tan inútiles, y aun nocivos, si están verdes, como si están pasados.

Por razón de su objeto: que es aquilatar la verdad. Las actividades mentales no tienen en mismas su razón de ser: su fin y su norma es la posesión de la verdad. Han de actuar, por consiguiente, tanto cuanto sea necesario para llegar a la posesión de la verdad: ni más, ni menos. Como el fuego para cocer los alimentos: que por defecto o por exceso puede de- jarlos crudos o quemarlos.

De parte del sujeto o del crítico: que puede ser víctima, no menos do miopía que de alucinación; puede ser que vea lo que no hay, y también que no vea lo que hay. ¡Es tan frecuente la propensión a negar lo que no se ve!

Por su propia naturaleza el criticismo minimista es una tendencia nega- tiva y pesimista, análoga al escepticismo, cuyo resultado no puede ser otro

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

que encoger o paralizar las energías progresistas de la ciencia. Como los escrúpulos en la Ascética.

Como reacción contra el peligro de excesos maximalislas, el criticismo actúa como freno ; pero esta reacción no ha de dar en el extremo contrario, no menos perjudicial. El freno ha de combinarse con la espuela. Si siempre y sólo actúa el freno, mal se lanzará el caballo a la carrera.

Con reUición a las otras tendencias o actividades mentales el criticismo tiene derecho a intervenir como cualquier otra, si se quiere; Tpero no a dominarlas despóticamente, ni menos a suplantarlas o absorberlas.

Una comparación ilustrará lo que vamos diciendo. El exceso de la crítica es análogo al abuso de la sutileza. Sin crítica no puede darse paso seguro en la ciencia: como tampoco sin sutilizar es posible la Filosofía. Pero como la desmedida propensión a la sutileza fué la ruina de la Filoso- fía, no menos la inmoderada inclinación a la crítica va a ser la ruina de la ciencia. «La crítica por la crítica», lo mismo que «la sutileza por la suti- leza», son igualmente síntomas de decadencia.

Otra comparación, mucho más seria, debería prevenir a todo teólogo católico contra el criticismo. Todos conocemos los terribles estragos que el criticismo ha causado en el campo de las ciencias bíblicas. De hecho, pues, el criticismo ha dado origen "a gravísimos errores dogmáticos. ¿Será más inofensivo, aplicado a la Mariología? Vale la pena de reflexionar.

Tratamos ahora de la justa interpretación de los principios marioló- gicos. Veamos, pues, si el criticismo minimista puede servir de criterio para esta interpretación. Creemos sinceramente que no. El fundamento de esta negativa está en la incapacidad radical del minimismo para ver y apreciar la maravillosa fecundidad o dinamicidad de los principios mariológicos. El minimismo se queda en la superficie, cuando hay que ir al fondo; el minimismo, a fuerza de analizar las líneas, pierde de vista el contenido. Consideremos brevemente esta potencialidad de los prin- cipios.

Los principios no son esquemas inertes, esqueletos lineales, imágenes muertas, sombras sin vida de la realidad: son, al contrario, ideas fecun- das, conceptos vitales, verdades preñadas de verdad; son gérmenes de vida intelectual, energías de alta potencialidad, fuentes de luz inagotables; no son fórmulas estáticas, sino principios dinámicos. No se ha ponderado bastante la fuerza irresistible de las ideas. Los conceptos, como su non> bre mismo lo indica, son actos vitales, no sólo dotados de vida psicológica, sino pictóricos de otro género de vida: la vitalidad dialéctica. Un solo concepto, simple a primera vista y de aspecto negativo, el de la aseidad.

INTRODUCCIÓN iMETOÜOLÓCICA

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entraña en su asombrosa fecundidad toda la ciencia que el hombre natu- ralmente puede alcanzar de Dios, ciencia altísima, que emula a las veces el rigor de las Matemáticas. El concepto de la propiedad, auténtico o falsificado, lleva en su seno todo un mundo de ideas y de instituciones, éticas, jurídicas, sociológicas, políticas, capaces de ordenar pacíficamente la sociedad humana o de trastornarla en turbulentas convulsiones. Y cuando estos conceptos y principios son expresión de altísimas realidades, cual es la divina Maternidad, y cuando son encarnación o concreción de los sapientísimos consejos de la divina providencia, cual es el principio de la solidaridad de los hombres en Cristo Jesús, no hay inteligencia hu- mana que sea capaz de agotar y desentrañar con sus menguados y rateros análisis toda su opulentísima fecundidad. Aplicar a estos grandes prin- cipios, cargados de dinamismo o de potencialidad, el minimismo o criti- cismo minimista, como criterio supremo de interpretación, es descono- cerlos totalmente y falsearlos lastimosamente: es querer medir y apreciar por milímetros el valor estético de las líneas en una estatua de Fidias o de Miguel Ángel. Temeridad o inconsciencia. ¡Qué pujanza tan prolífica en la célula germinal de una semilla! Allí está virtualmente toda la plan- ta, con sus ramas, sus hojas, sus flores, sus frutos, con sus nuevas semillas, gérmenes de interminables series de nuevas plantas, capaces de cubrir en pocas generaciones toda la superficie de la tierra. Pero apliquemos el más potente microscopio, y analicemos anatómicamente la diminuta célula: nada descubriremos de lo que, sin embargo, allí está virtualmente; a fuerza de agrandar los diámetros, podremos determinar su estructura .orgánica: lo que jamás podremos sorprender es la virtualidad dinámica de su prin- cipio vital. Semejante a ese fracaso es el del criticismo minimista, em- pleado para medir matemáticamente la potencia dialéctica de los grandes principios mariológicos.

En conclusión: la crítica es necesaria, indispensable; pero el criti- cismo minimista, erigido en sistema hermenéutico, es insostenible y radi- calmente falso. Hay que abandonarlo. Y hay que prevenirse contra sus vehementes solicitaciones.

2. Hechos

Desde el punto de vista en que nos hemos colocado, estudiamos los hechos mariológicos, no por lo que son en material o históricamente, sino en cuanto, iluminados por los principios, muestran como encarnadas en las tres grandes formalidades de la Corredención, la Maternidad espi-

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

ritual y la Mediación universal, que son las tres verdades fundamentales de la Soteriología Mariana.

Consecuencia general: enfocados como elementos de la Soteriología, hay que señalar en ellos, deslindar, precisar y en cierta manera aislar, todos sus elementos soteriológicos, es decir, todos los que puedan tener significación o interés soteriológico. Esto no es falsearlos. Sería falsear- los, proyectar en ellos ideas preconcebidas o someterlos a un tratamiento subjetivista ; pero no, tratar de descubrir simplemente en ellos, conforme a ciertas categorías objetivas, los rasgos soteriológicos que en realidad poseen. Medir por metros una extensión es aplicar una medida preexis- tente y fijada de antemano, mas no por esto medida subjetivista, que falsee la realidad.

Más en particular, hay que considerar los hechos en función de los principios y de las formalidades o verdades. En el análisis de los hechos, que debe ser minucioso y delicado, se han de poner de relieve todos los elementos, aspectos o propiedades, que los pongan en contacto con los prin- cipios, que sean capaces de recibir su influjo fecundante; o que sean como materia apta para concretar en las fomialidades. En el consenti- miento virginal, por ejemplo, tiene singular impOTtancia su carácter repre- sentativo que lo conecta con el principio de la solidaridad; y su causalidad moral de eficacia inmediata, que lo hace apto para ser cooperación de la redención humana.

3. Formalidades o verdades

El estudio metódico de la Corredención, de la Maternidad espiritual y de la Mediación exige: 1) precisión en los conceptos, 2) acierto en el enfo- que de los problemas, 3) objetividad en las soluciones.

La precisión en los conceptos, siempre necesaria, lo es aquí especial- mente por dos razones: por su extremada complejidad y por los nume^ rosos puntos de contacto, reales o aparentes, entre estas tres formalidades. Y es igualmente peligroso que al establecer la distinción de los conceptos, se rompan los lazos que los unen, o que al entablar su conexión, se borren los límites de la distinción. Necesidad de la precisión, dificultad enorme de obtenerla: doblado motivo para extremar el rigor en el método.

No es menos dificultoso el acierto en el enfoque de los problemas. Quizá nada ha contribuido tanto a la crisis actual de la Mariología, como el poco acierto en enfocar debidamente el problema de la Corredencióifc Mutilando el concepto vastísimo de la redención, apenas se ha estudiado

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INTRODUCCIÓN METODOLÓGICA

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en él otra cosa que la noción de mérito, y se ha reducido la Corredencdón Mariana, como única posible, a la aportación de merecimientos propios y personales. Verdadero desquiciamiento del problema, contra el cual hay que reaccionar decididamente. Y no se han enfocado mucho más acerta- damente los problemas de la Maternidad espiritual y de la Mediación uni- versal. Nunca se acertará en el enfoque, si de antemano no se establece con toda claridad, qué se requiere y qué basta, para que la acción soterio- lógica de María sea verdadera y propiamente Corredención o Maternidad espiritual o Mediación universal.

La objetividad de las soluciones dadas a los problemas, desde el punto de vista en que nos hemos colocado, depende exclusivamente de que las conclusiones estén virtualmente contenidas en los principios. Serenamente y sin prejuicios, sin propensión subjetiva ni a la afirmación ni a la nega- ción, hay que preguntarse si en realidad los principios llevan a tales con- clusiones o si tales conclusiones se deducen lógicamente de los principios.

Y no basta un examen global. Donde hay tanta complejidad de elementos, hay que considerar bajo qué aspecto tal conclusión fluye de tal principio.

Y como la conclusión, aunque más o menos legítima, puede ser más o menos cierta, más o menos evidente, la objetividad de las soluciones exige la exacta determinación de su grado variable de evidencia y de certeza.

Con el leal propósito de atenernos a estos principios metodológicos, en- tremos en materia.

\

PARTE PRIMERA

PRINCIPIOS Y HECHOS

LIBRO PRIMERO

PRINCIPIOS

Criterio para la determinación o selección de los principios. Como la objetividad de las conclusiones depende exclusivamente de su necesaria conexión con los principios, sean éstos los que fueren, más aún, como el que se propone demostrar una tesis, busca y escoge en el campo de los principios los que juzga más apropiados y eficaces para su objeto, en nuestra mano estaba elegir y establecer libremente los principios teoló- gicos, que a nuestro juicio fueran los más acomodados para demostrar las tesis de la Corredención, de la Maternidad espiritual y de la Mediación uni- versal. Semejante libertad era perfectamente legítima. Pero renunciamos a ella. Aspiramos a una objetividad más absoluta. Y esto por dos ra- zones. Primera: porque no tenemos, ni queremos tener, tesis preconce- bidas o fijadas de antemano. Queremos que el examen de los principios de sí. Segunda: porque deseamos que los principios sean determinados y prescritos, por así decir, automáticamente, por la naturaleza misma de las cosas: con la esperanza de que tales principios sean en realidad los más fundamentales y fecundos. Mas ¿dónde hallar el criterio verdadera- mente objetivo de semejante determinación? Es evidente que semejante criterio se ha de hallar en la vocación o predestinación de María, es decir, en su razón de ser dentro de los planes de la redención, en el motivo o los motivos que determinan su presencia, su intervención o su necesidad en la economía de la salud humana. Aplicando este criterio, veamos cuáles sean o puedan ser los principios que buscamos.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSA!.

Toda la razón de ser de María se halla en Cristo; su predestinación, por tanto, se ha de concebir en función de la predestinación de Cristo. A sui vez la predestinación de Cristo, en los planes actuales de la divina provi- dencia, tiene por objeto la redención de los hombres. Si existen otros mo- tivos de la predestinación de Cristo, superiores y lógicamente anteriores al decreto de la encarnación, podemos ahora prescindir de ellos (i). No queremos

') Reconocemos que la jior-ición precisiva que adoptamos respecto del magno problema del motivo primario de la encamación no es muy científica; pero dos razones muy poderosas nos retraen de intentar ahora estudiarlo a fondo. Es la primera su extremada complejidad. Quién dude de ello, consulte a Suárez, por ejemplo, y verá todos los extremos que hay que tomar en cuenta, para no dar en una solución simplista o partidista. La segimda razón es la firme persuasión de no poder llegar a una solución clara y precisa que necesariamente se imponga. \ en tal supuesto, nos ha parecido menos inconveniente una posición precisiva que una hipótesis discutible. Por lo demás, bastante complicación de conceptos, imprescindible, hallaremos en nuestra investigación, para que la agravemos con. nuevas complicaciones, innecesarias. Con todo, si alguien tiene curiosidad de co- nocer nuestra personal opinión, opinión, decimos, pues no creemos pueda aspi- rarse a certeza absoluta , se la declararemos en pocas palabras.

Quien sin opiniones preconcebidas y sin espíritu de partido o escuela empren- de el estudio del problema, se encuentra con tres series de textos o documentos, a primera vista incoherentes. La primera serie comprende todos aquellos textos, no del todo nítidos y decisivos, que parecen insinuar que el decreto de la encarnación es independiente de la previsión o presciencia del pecado, o lógicamente anterior a ella. La segunda serie abarca todos aquellos textos, mucho más claros y deci- sivos, que presentan o parecen presentar, la redención del pecado como motivo adecuado y exclusivo de la encamación. Al lado de estas dos series contrapuestas, existe otra, que, sin referirse, expb'citamente a lo menos, a la previsión del pecado,, presenta a Cristo, Dios-hombre, como fin de la creación. Ante esta triple serie de textos al parecer contrarios, la actitud de un teólogo, que sinceramente aspire a conocer la verdad, no puede encastillarse en una de las series, para desenten- derse luego de las otras, enfocadas como meras dificultades, y despacharlas suma- riamente con algunas distinciones más o menos amañadas; sino más bien tratar de interpretar las unas a la luz de las otras, para precisar la verdad parcial expre- sada por cada una de ellas, y tratar de combinar o harmonizar estas verdades par- ciales en una visión de la verdad integral. Esto, en principio, parece evidente. En cuanto a la ejecución, el modo de concordar los textos discordantes puede ser vario, y más o menos aceptable. El modo que a nosotros se nos ofrece, podría ser éste: el pecado o su previsión es simple ocasión, pero ocasión determinante, del decreto de la encarnación: y en este sentido es verdad lo afirmado por los textos de la segunda serie; pero el fin prin-ario que Dios se propone al decretar la en- carnación no es precisa o principalmente la reparación del pecado, sino más bien la glorificación de Cristo ; y esta gloria de Cristo Redentor es tal, es decir, es tan gloriosa para el Redentor la proeza de la redención, que a su lado palidece toda otra gloria que pudiera ostentar en cualquier otra obra: y en este supuesto, la pre- visión del pecado es condición indispensable para el decreto de la encamación: con lo cual se harmonizan los textos de las dos últimas series; quedan los de la primera, que, si no coinciden con los de la tercera, en el sentido de que en la obra de la redención más que la reparación del pecado Dios pretende la gloria del Re- dentor, podrían significar que esta voluntad de glorificar al Dios humanado es tan preponderanle o prevalente, que, aun sin la previsión del pecado, en otro orden de la providencia. Dios estaba inclinado a decretar la encarnación. Una compara- ción explicará nuestro pensamiento. Un general puede ostentar su gloria o en ur/

LIBRO I. PRINCIPIOS

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complicar más una cuestión ya de suyo complicadísima. Noíenios, con todo, en gracia de la verdad y como testimonio de nuestra imparcialidad, que al prescindir de estos otros motivos, si no perjudica, tampoco favorece la causa de la Corredención, de la Maternidad espiritual o de la Mediación.

En la predestinación de Cristo como Redentor sobresalen tres elementos o circunstancias singularmente importantes. Si existen además otros ele- mentos, o éstos hay que concebirlos por otro orden, es ahora indiferente para nuestro objeto. Nos basta ahora que estos elementos sean reales e importantes. Para convencerse bastará su enumeración. Estos tres ele- mentos son: la encarnación del Hijo de Dios, el principio de solidaridad y el principio de recirculación. No es difícil señalar la razón fundamental de estos tres elementos.

Dios quiso libremente reparar el pecado de Adán por vía de estricta y rigurosa justicia. Pudo querer otra cosa; pero de hecho quiso esto. Más, quiso que este rigor de justicia se extendiese no sólo a la sustancia de la reparación, sino también al modo y a las circunstancias: quiso que la opo- sición entre la reparación y el pecado fuese manifiesta y patente hasta en sus últimos pormenores. Consecuencias de esta libre voluntad de perfecta justicia:

Primera. Fué necesaria la encarnación de una persona divina. Otro que Dios hecho hombre no podía reparar adecuada y perfectamente el pe- cado. Y se determinó que esta persona divina fuera el Hijo de Dios, hecho hombre. De ahí el decreto de la encarnación del Hijo de Dios.

Segunda. La perfecta justicia exigía que la sanción recayese sobre el mismo que llevaba el reato del pecado. Castigar a uno por los pecados de otro, lejos de reparar el orden violado de la justicia, era perturbarlo con una nueva injusticia. De ahí la absoluta necesidad de la solidaridad entre el Redentor y los hombres pecadores: doble solidaridad, de naturaleza y

desfile militar o en el campo de batalla con una genial victoria. Ahora bien, nadie dudará que es incomparablemente mayor la gloria de un general, cuando, cubierto de polvo y lleno de heridas, con una sangrienta victoria salva la patria, que cuando, con traje de gala ostenta sus entorchados y sus condecoraciones en una parada militar. Y puede ser este general de tan altas miras y de tan gran corazón, que, despreciando la gloria vulgar de un espléndido desfile, tenga como gran gloria sufrir, sangrar y aun morir por salvar a la patria. Tal sería el caso del Redentor. Podría ser que Dios, juzgando como indigna de su Hijo hecho hombre la exhibición de una gloria incruenta, estime como digna de él la gloria de la cruz. Con semejante harmonización de los textos venimos a dar, sin haberlo pretendido, en la solución de Suárez: solución, no superficialmente ecléctica, sino profundamente comprensiva y delicadamente matizada; solución, no partidista, sino generosamente irénica, que, en vez de enfrentar a Escoto con Santo Tomás, trata de conciliarios en el plano su- perior de la verdad integral.

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MARÍA, MEDIADORA LMVERSAL

de pecado. El Hijo de Dios hecho hombre debía llevar en la represen- tación de toda la raza de Adán y tomar sobre la responsabilidad de su pecado. En esto consiste el principio de solidaridad, o de comunión, según frase de San Pablo.

Tercera. Convenía que la reparación se efectuase por los mismos pasos, aunque en sentido contrario, que había seguido el proceso histórico del pecado ; es decir, que en la reparación interviniesen, aunque invertidos, los mismos elementos que habían intervenido en la ruina: los mismos fac- tores con signo contrario. Tal es el llamado priacipio de recirculación o inversión o reversión.

Veamos ahora cuál sea o pueda ser la razón de ser de María en la encarnación del Redentor, en la solidaridad y en la recirculación.

En la encarnación la razón de ser de María es la Maternidad. Desde el momento que Dios quería que el Redentor fuera hombre, semejante en todo lo natural a los demás hombres y emparentado con los hombres, se nece- sitaba una Madre. Y para Madre del Hijo de Dios hecho hombre, para Madre del Redentor, fué elegida María. Esta Maternidad divina y sote- riológica es la razón primera y suprema de inter\'enir María en la realiza- ción de los consejos divinos en orden a la salud humana; y es por lo mismo la prerrogativa más característica y más excelsa de su augusta personalidad. Por otra parte, como la ordenada actuación de esta Maternidad exige otras muchas prerrogativas, de las cuales es como la primera raíz y fundamento, de ahí es que la divina Maternidad deba considerarse como primer prin- cipio de la Mariología. Tenemos, pues, ya el principio, primero y funda- mental, de la Maternidad divina y soteriológica.

La solidaridad de naturaleza y de pecado entre el Redentor y el linaje humano afecta profundamente la Maternidad soteriológica. La existencia de esta doble solidaridad, si tiene como causa suprema la voluntad de Dios y la aceptación del Redentor, no había de ser arbitraria ni simplemente extrínseca: había de radicar en la naturaleza misma de las cosas. No había de ser impuesta como por fuerza a la naturaleza humana del Redentor, sino que la había de poseer, como connaturalmente entrañada, la carne misma que el Redentor recibía de su Madre. La Madre, pues, era la que había de transmitir al Hijo Redentor la carne que representase y encerrase en toda la raza de Adán y concentrase en todo el reato y la responsa- bilidad de sus pecados. \ esta doble representación o inclusión, para poder transferirla al Hijo, había de existir antes en la Madre. Por tanto, el prin- cipio de la solidaridad, al refluir o repercutir en María, modificando pro- fundamente su Maternidad soteriológica, se convierte, por el mismo caso,

LIBRO I. PRINCIPIOS

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en principio de la Mariología. Segundo principio mariológico, que sigue de cerca al primefo de la divina Maternidad.

También el principio de recirculación afecta a María, si quizás no tan profundamente, pero más extensamente. Una Mujer, Eva, intervino eficaz y decisivamente en el proceso del pecado: otra Mujer, María, había de intervenir, paralela y antitéticamente, en el proceso de la reparación. Al comprender, pues, a María, el principio de !a rccirculación se convierte también en principio mariológico.

De otra manera algo más compleja, y ciertamente más profunda, afecta a María el principio de recirculación. Si María ha de contraponerse a Eva, los rasgos más esenciales de Eva han de reproducirse en María. Uno de estos rasgos, quizás el principal de todos, el que en los consejos de Dios determinó la existencia misma de Eva, fué la de ser compañera de Adán. A la compañera, pues, del primer Adán ha de responder la compañera del segundo Adán, María, asociada a la persona y a la obra del Redentor. Tenemos con esto otro de los principales principios mariológicos: el prin- cipio de asociación.

Finalmente, de la combinación de estos cuatro principios resulta otro principio, que, aunque simple corolario de los anteriores, merece destacarse y tratarse separadamente: el principio de la eminencia singular de María: eminencia de supremacía soberana y de singularidad exclusivamente única; en virtud de la cual María, sola ella, forma orden o jerarquía aparte, por encima de todas las jerarquías y dignidades del universo creado (M.

('i Tal vez llamará la alención el que entre los principios mariológicos no ha- yamos incluido el llamado principio de analogía. Indicaremos brevemente en qué consiste este principio y por qué liemos prescindido de él.

Sustancialmente el principio de analogía consiste en que las prerrogativas de María han de concebirse análogamente a las correspondientes de Cristo. Esta ana- logía puede ser de atribución y de proporcionalidad. Es de atribución, por cuanto las prerrogativas de la Madre, derivadas y dependientes de las correspondientes del Hijo, se han de entender en función de éstas, que constituyen siempre el principal analogado. Es de proporcionalidad, en cuanto las prerrogativas de María son res- pecto de la divina maternidad lo que son las del Hijo respecto de la filiación divina natural. Pero conviene advertir que la atribución no es extrínseca, sino intrínseca; y que la proporcionalidad no es metafórica, sino propia y real. Hay que evitar el concebir las prerrogativas Marianas, como concebimos la sanidad de la medicina respecto de la sanidad del organismo humano, es decir, como algo puramente extrín- seco o relativo; o como concebimos la alegría de un prado florido respecto de la ale- gría del corazón humano, es decir, como algo impropio y metafórico. Que no son extrínsecas ni metafóricas las prerrogativas Marianas concebidas analógicamente con las correlativas de Cristo, sino verdaderamente intrínsecas y propias.

Así entendido el principio de analogía, precisamente, no es de suyo un principio deductivo o demonstrativo, sino simplemente directivo y aun limitativo. .Si no se combina con otros principios, aunque no sea sino el de pura conveniencia, el ide analogía de suyo no prueba nada. De que exista en Cristo una prerrogativa, no

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MARÍA, MEDIADOR* UM\ ERSAL

Tales son los principios contenidos en la predestinación misma de María y en su razón de ser dentro de la economía divina de la redención. Mas para aplicarlos con mayor seguridad y garantía de acierto, será conveniente someterlos a un previo análisis, que ponga de manifiesto su verdad, su significación, sus elementos constitutivos y su alcance. Los estudiaremos por el mismo orden con que los hemos ido descubriendo í^).

Capítulo I

MATERNIDAD DIVINA Y SOTERIOLÓGICA

Tres géneros de propiedades hay que estudiar en la Maternidad de María: 1) las inherentes a la misma maternidad en s>í considerada: 2) las que posee en cuanto es divina: 3) las que adquiere en cuanto soteriológica.

se sigue, sin más, que haya de admitirse otra prerrogativa correspondiente en María. Así, por ejemplo, del solo principio de analogía no se sigue que por ser Crfsto sacerdote o juez haya de poseer María prerrogativas semejantes. Lo que hace el principio de analogía es señalar el carácter secundario y subalterno, derivado o pro- porcional de las prerrogativas de María, ya conocidas y admitidas, respecto de las correspondientes en Cristo. Guía, encauza, enfoca ajustadamente; pero propiamente no prueba la existencia de las prerrogativas. Y en este sentido, el principio de analogía, aun cuando explícitamente no se haga constar, se presupone siempre que se trata de determinar la naturaleza o el alcance de las prerrogativas Marianas. Y baste esta indicación par hacer notar y justificar el modo con que hacemos uso de este principio en cuanto decimos sobre las prerrogativas de la Madre de Dios.

(') Como los principios mariológicos son sumamente complejos, es natiu-al que no todos sus elementos integrantes sean igualmente ciertos. Para no dar lugar a dudas sobre el grado de certeza o probabilidad que les damos, advertimos ya desde ahora que los cinco principios expuestos son sustancialmente ciertos. Podrá tal vez dudarse si esta certeza la poseen intrínsecamente, es decir, en virtud del análisis interno con que se deducen o desenvuelven, o más bien la adquieren extrínsecamente por el testimonio de la tradición. De todos modos, con el resultado de nuestro aná- lisis concuerda plenamente el testimonio de la tradición, que les da la plena certeza que acaso en mismo no tuvieran: lo cual basta para tomarlos como base segura de nuestra argumentación. Nótese además que, aun cuando no todos sus elementos sean igualmente ciertos, esto no vicia nuestra argumentación, dado que ésta se apoya, no en los elementos secundarios, acaso solamente probables, sino en sus elementos sustanciales, que son enteramente ciertos. Y si alguna vez. para señalar afinidades o para mayor integridad de la exposición, utilizamos algunos elementos meramente probables, o bien explícitamente, o bien con el modo mismo y tono de la expresión, indicamos suficientemente que no les damos sino mera probabilidad. Por lo demás, sería inútil y enojoso, y aun ofensivo al inteligente lector, prodigar excesivamente las censuras de cada una de las afirmaciones. Solo es de desear que el lector, notando atentamente lo que damos como cierto o como simplemente probable, no extienda a lo primero las dudas que acerca de lo segundo tal vez puedan ocurrirlr.

I.IBRO I. PRINCIPIOS

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Art. 1. Maternidad

La Maternidad de María reviste tres propiedades, comunes a toda ma- ternidad humana: 1) su carácter moral; 2) su índole activa; 3) su fuerza asociativa; pero en María adquiere nuevas propiedades, por cuanto es 4| virginal (M.

§ 1. Carácter moral de la maternidad

Sería un error grosero considerar la maternidad humana como un re- sultado fatal de un acto fisiológico. La maternidad humana es una función moral, que, si es lo que debe, se ejerce con actos morales de valor subidí- simo. Son especialmente interesantes para nuestro objeto las múltiples y variadas relaciones morales que crea entre la madre y el hijo; de las cuales unas se estrechan con el vínculo del amor, otras pertenecen más bien al orden de la justicia.

El amor hace que madre e hijo sean una sola cosa, una sola alma, un solo corazón. El amor materno, el más ardiente, el más desinteresado, el más sacrificado, el más fino y delicado de los amores humanos, hace que la madre ame más la vida del hijo que la vida propia, que se goce de los bienes y se duela de los males de los hijos, mucho más que de los propios. Todo su interés, toda su felicidad, toda su alegría, se cifran y concentran en la vida del hijo, en su salud y bienestar, en sus virtudes y buenas cuali- dades, en sus prosperidades y triunfos.

Pero junto al amor la justicia: las relaciones jurídicas, que ligan madre e hijo. La madre no tiene sólo obligaciones, sino también derechos: derechos sobre el hijo, derechos sobre los demás respecto del hijo. Tiene derecho a que el hijo la ame. la reverencie, la asista, la socorra, no la desampare. Y tiene derecho también a que nadie la prive de su hijo o

(') Reconocemos que el minucioso análisis a que sometemos este principio y lo mismo se diga de los demás , da lugar a excesivas divisiones y subdivisiones, cuyo resultado es ima extremada multiplicidad y complicación. Fácil hubiera sido simplificar, pero con omisiones, que no permitirían hacerse cargo del riquísimo con- tenido de los principios. Y forzados a elegir entre la deficiencia y la complicación, hemos optado por ésta. Ni creemos que se evitaría la complicación dando menos relieve a las divisiones y subdivisiones: huyendo de la distinción caeríamos en la confusión. Tal vez mayor habilidad o destreza del escritor hubiera atenuado o di- simulado estos inconvenientes; pero «Non potest homo accipere quidquam. nisi fuerit ei datum de cáelo» (loh. 3,27). Por lo demás no pretendemos hacer obra literaria.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

« lo mate, extinguiendo aquella vida, que es su sostén - consuelo, su propia vida. Lo que la madre fene en el h,,„ lo expreso herLosa^nte'la'madre del ¡oven Tobias: .;Avl :Ay i^,^''' ^^"^^^ ;a qué te enviamos tan lejos, lumbre de nuestros o,os. baeu o de nuestra Ineianidad, solaz de nuestra vida, esperanza de nuestra P--''»''- te- niendo en ti solo todas las cosas, no debimos alejarte de nosotros» (Tob.,

Este carácter moral, eomOn a toda maternidad humana, adquiere sin- guiar intensidad y relive en la maternidad de Maria. Lo to-n- sta maternidad no fué ningún acto previo fisiológtco.^s.no -a u 1 « acep.aci6n, acto puramente espiritual, acto santts.mo. Y admmo la ma e nidad, no de un hijo indeterminado y desconocido, s,no de un h,,o s.ogular, conc^ do de antemano. Y la acción o intervención del Esptr.tu de D,os no Tlimitó a formar y organizar el cuerpo del Hijo, sino que presamente preparó y santificó el Corazón de la Madre.

§ 2. Actividades de la maternidad

La razón de ser de Maria. el motivo determinante de su pred^tinación, es su Maternidad. Es. pues, natural que la acción que Maria pueda ejercer rn " economía de la redención, se desarrolle en la esfera de a ma.ern.dad, 1 maternal. De ahi la necesidad de precisar las actividades maternales, para poder descubrir en ellas la acción soteriológica de María. ' las actividades maternas se reducen a dos tipos pr.ne.pales: la gene- ración y la formación del hijo. La generación compretjde la concepcon a gestación y el parto. La formación es doble. Yf^.'"'" ' ^^^f

formación corporal o fisiológica es la crianza v sustento del h»»^ la «p. ritual o moral es su educación. Esta educación debe ser acomodada a la ntual o mora, múltiples actividades mater-

vocación personal del hijo. El objeto ae estas

ñas es hacer del hijo un hotnbre cabal y perfecto en todos senttdos hab, li r e para la vida y para ser un miembro útil de la socedad humana.

Al aceptar la matLidad, Maria aceptó principalmente las acUv.dades trabajos de la maternidad, que consideró como un setvmo- «He aqut. dijo, la e»/«™ del Señor»: servicio consagrado a la gcneracon y forma- ciL del Hijo que Dios le confiaba, a la preparación y habd.tac.on de est. Z para 1 cumplimiemo de la vocación o misión a que D.os le des . n ba. La eficacia y necesidad hipotética de este servteto en orden 1 des^ arrollo corpo:.! o fisiológico del Hijo no neces.ta encarecm.ento: lo que

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acaso no parezca tan claro es que María real y verdaderamente educó a su Hijo y contribuyó al desenvolvimiento de sus facultades psíquicas y a la formación moral de su Corazón. No será, pues, inútil declararlo breve- mente.

No puede negarse, sin incurrir en cierto docetismo, el desenvolvimiento psicológico de Cristo desde el punto de vista intelectual y moral. Sin duda que la persona de Cristo, única y divina, poseía la infinita sabiduría y santidad de Dios; y aun en su naturaleza humana poseía la plenitud del Espíritu Santo, Espíritu de sabiduría y de santidad. Pero, por una parte, la naturaleza divina no formaba un principio único y natural o connatural de operaciones con la naturaleza humana: que era el error de los mono- fisitas; y, por otra parte, la ciencia y la santidad infusa, por lo mismo que eran sobrenaturales, tampoco formaban con las facultades de la natu- raleza humana un principio connatural de operaciones psíquicas; eran ade- más de orden puramente espiritual. En consecuencia, la inteligencia huma- na y la voluntad humana de Cristo, en cuanto funcionaban naturalmente en conexión con la imaginación y el sentimiento, se desenvolvían normal- mente como en los demás hombres. Y este desenvolvimiento natural, sujeto o materia de educación, quiso Dios que por medio de la educación se reali- zase; y esta educación la confió a María, y también a San José. Y María se consagró a esta educación con amor de Madre, teniendo ante los ojos la divina misión para la cual se preparaba su Hijo. Es inefablemente dulce, y verdadero, considerar que el Corazón del Redentor se formó al calor del Corazón de María, y que sus planes redentores se desarrollaron bajo el ihflujo de la amorosa educación de la Madre. Quiso el Hijo recibir de la Madre lo que sin ella hubiera podido adquirir.

§ 3. Fuerza asociativa de la maternidad

Padres e hijos forman la familia: sociedad o asociación de derecho natural, la primera de las sociedades y base de todas las demás. Es. por tanto, natural la asociación entre la madre y el hijo. Además de las recí- procas relaciones morales y jurídicas, antes señaladas, hay entre ellos comu- nidad de vida, comunidad de intereses y trabajos, comunidad de penas y alegrías, en un mismo hogar, bajo una misma autoridad. Y los lazos de esta asociación se estrechan, cuando la familia es lo que debe, con la unidad de miras, con la uniformidad de deseos, con la reciprocidad de buenos servicios continuamente prestados y recibidos, con el amor de familia. Y

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el hijo, fruto de bendición de la familia, es el centro hacia el cual converge y gravita toda la vida familiar. De ahí la devoción especial de la Santa Iglesia hacia la Sagrada Familia.

En esta asociación entre madre e hijo hay que señalar un aspecto sin- gularmente interesante para nuestro objeto, cual es la constante cooperación o colaboración de la madre con el hijo, no en acciones accesorias, sino en lo que es más esencial a la maternidad, como es la crianza y la educación. No hay que imaginarse que a las actividades maternas responda el hijo con mera pasividad. Al ser criado y educado, el hijo despliega naturalmente una constante actividad, que es, consiguientemente, una constante colabo- ración con la actividad materna.

Asociación íntima con el hijo, colaboración constante con el hijo: es lo que lleva de suyo la esencia y la actuación de la maternidad.

Í5 4. Maternidad virginal

Consideremos lo que desde nuestro punto de vista significa la virginidad de María como Madre de Jesús.

Por la virginidad María. Madre sin concurso natural de padre terreno, es el único principio natural de la generación humana de Jesús. Por la virginidad, además, María concentra y como agota toda su fecundidad ma terna en la generación de un solo Hijo. Consiguientemente, por la virgi- nidad María renuncia al derecho de engendrar nuevos hijos y a la espe- ranza de una numerosa posteridad. Y todo esto, libre y generosamente aceptado en honor y en obsequio del Hijo Unigénito.

Así considerada, la virginidad da nuevo realce a las tres propiedades de la maternidad antes enumeradas. Sin menoscabar en nada los derechos inherentes a la misteriosa paternidad de San José, que es de otro orden, no puede dudarse que todo el amor de los padres a sus hijos se concentra en el Corazón de la Madre y converge todo entero hacia el único Hijo. Y el Hijo, a su vez, él sólo ha de pagar a la Madre todo el amor que ella pudiera esperar de numerosos hijos. Y de igual manera se acrecientan e intensifican los derechos de la Madre Virgen sobre el Hijo Unigénito: único fruto de su fecundidad, única luz de sus ojos, único sostén de su soledad, único solaz de su Corazón, única vida de su vida. Y al mismo paso, por la virginidad, adquiere nuevos impulsos la actividad maternal de María en la crianza y educación del Hijo único, y se estrecha con nuevos lazos,

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doblemente apretados, la asociación y la recíproca colaboración entre la Madre y el Hijo.

Otras glorias de la virginidad, incomparablemente más excelsas, halla- remos después, al considerarla como prerrequisito de la divina Maternidad y como elemento esencial de la Maternidad soteriológica. Mas no quere- mos terminar este punto sin una pregunta, que otras veces tendremos que formular nuevamente: ¿aun prescindiendo del carácter divino y soterio- lógico, los elementos hasta ahora descubiertos en la maternidad justifican el aserto minimista que «la maternidad es una cooperación sólo física y remota a la obra de la redención»?

Art.' 2. Maternidad divina

De dos maneras puede concebirse la divina Maternidad: estáticamente, como dignidad, y dinámicamente, como principio pción o actividad. Con el concepto estático guarda cierta proporción la nobleza moral de la maternidad, que antes hemos señalado; con el concepto dinámico, lo que hemos notado sobre la índole activa de la maternidad; con ambos conceptos a la vez, lo que atañe a la asociación y cooperación a ella inherentes; la virginidad, por fin, es un prerrequisito o una consecuencia de la divina maternidad, así estática como dinámicamente concebida. Siguiendo, para mayor claridad, este mismo orden, nos ceñiremos exclusivamente a solos aquellos puntos o aspectos que puedan ilustrar la iliviiia Maternidad como primer principio de la Mariología.

§ 1. Excelencia de la divina Maternidad

Los Santos Padres enaltecen la gloria soberana de la divina Maternidad con expresiones como ésta de San Efrén: María «es Virgen y es Madre: ¿y qué cosa no es?» (Ed. Lamy, II, 520). Textos como éste pueden reco- gerse a manos llenas: los que suelen reproducirse en los tratados de Mario- logía no son sino una pequeña parte. Los teólogos suelen expresar esta dignidad suprema de la divina Maternidad con tres fórmulas, que se han hecho clásicas: 1) que es una dignidad casi infinita o en cierto modo infi- nita; 2) que se roza con los confines de la divinidad; 3) que perténece al orden hipostático. y, según la manera más exacta y probable de opinar.

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>URÍA, MEDIADOR! ÜM\-ERSA1,

pertenece a él. no extrínsecamente, como la paternidad de San José, sino intrínsecamente.

¡María, Madre de Dios! Todas aquellas relaciones morales y jurídicas que toda maternidad establece entre la madre y el hijo, las establece la divina Maternidad entre María y Dios. Y todos aquellos derechos que una madre tiene sobre su hijo, esos mismos, en cuanto una criatura puede tener derechos sobre su Criador, tiene María sobre Dios. Xi es de temer que Jesús, el manso y humilde de Corazón, escatime a María los derechos que el hijo más rendido reconoce a la mejor de las madres.

Dos propiedades señaladamente hay que considerar en la divina Mater- nidad, en cuanto es principio mariológico.

Primeramente, la divina Maternidad es no solamente la raíz o el título de todas las grandezas y prerrogativas de María, sino también la medida de todas ellas. '<Las obras de Dios son perfectas» v harmónicas: más. obras tan excelsas como la divina Maternidad. Dejarlas a medio hacer parece indigno de la sabiduría y de la bondad de Dios. En consecuencia, la divina Maternidad debe ir acompañada de todas aquellas gracias que se requieren para su perfecto desempeño o ejercicio. Y la medida de todas estas gracias es la misma divina Maternidad, con la cual deben guardar exacta proporción o harmonía. A la dignidad casi infinita de la Madre de Dios corresponden gracias casi infinitas. Todo en María ha de estar a la altura de su augusta dignidad. No podemos aún determinar si María inter\'iene activamente en la obra de la redención humana, pero podemos afirmar que. si interv iene, ha de intervenir como corresponde a la Madre de Dios. Lna inter\ención mezquina no podemos admitirla.

En segundo lugar, la divina Maternidad coloca a María en una posición privilegiada para poder mediar entre Dios y los hombres. Puesta como en medio de Dios y de los hombres, unida además a cada uno de los dos extremos, parece nacida para mediar entre ellos. No es la divina Mater- nidad Mediación formal ío, como suele decirse, moral), pero es Media- ción inicial o virtual ío. como se dice, ontológica'i.

Do5 problemas nos salen aquí al paso, cuya solución negativa no com- promete la acción soteriológica de María, pero cuya solución positiva le daría sin duda, nuevo relieve. No nos es posible tratarlos con la extensión que se merecen: nos habremos de contentar con desflorarlos.

El primer problema puede formularse así: ¿la gracia de la divina Ma- ternidad es fruto de la redención o bien lógicamente antecedente a ella? En la hipótesis escotista-suarista habrá que decir que es anterior lógica- mente a la redención. En la hipótesis tomista, en que provisionalmente

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nos hemos colocado, creemos que se impone una distinción: entre la Mater- nidad misma y la elección o designación de María para Madre de Dios, En el segundo sentido parece debe admitirse que esta elección privilegiada es una gracia, fruto de la redención. Pero en el primer sentido la divina Maternidad no es precisamente una gracia, sino más bien un elemento de la economía de la redención; más aún, en el mismo sentido es lógicamente anterior a la redención concebida como realizada o consumada; y esto no sólo porque la encarnación del Redentor y consiguientemente la genera- ción materna es anterior a la redención, sino principalmente, como luego veremos, porque, concebida la redención en función del principio de soli- daridad, esta solidaridad presupone que el Redentor ha nacido de Madre humana. En otras palabras, la redención, como acto segundo, es lógica- mente posterior al Redentor como perfectamente constituido en calidad de tal: por otra parte, el Redentor no queda perfectamente constituido, si no se ha hecho solidario con la naturaleza y con el pecado de Adán; y esta solidaridad presupone lógicamente la generación humana del Redentor, y consiguientemente la intervención de una Madre humana. En conclusión, que si es una gracia para María el haber sido elegida graciosamente para ser Madre de Dios, la Maternidad en misma no es propiamente una gracia, sino más bien una dignidad, que, si en el género de causa final depende de la redención, no se deriva empero de ella en el género de causa eficiente moral

(') Para prevenir dificultades o siniestras interpretaciones convendrá declarar algo más y razonar lo que decimos en el texto sobre la divina maternidad. Si en sentido más lato la divina maternidad puede considerarse como una gracia, favor o beneficio, no pertenece, empero, al orden o esfera de las gracias propiamente me- recidas por el Redentor, es decir, producidas por la redención en el género de causa eficiente moral, cuales son la reconciliación con Dios, la justificación, la filiación divina y el derecho a la vida eterna, esto es, la gracia santificante con todas las otras gracias y dones que la preparan, acompeman, adornan o siguen. En otros términos, la divina maternidad no pertenece al orden de la gracia santificante, sino al orden de la unión hipostática. Semejante manera de concebir la divina maternidad es un elemento de la hipótesis escotista (aun de la manera original y genial como la mo- difica Suárez) sobre el motivo primario de la encamación. Cae, por tanto, dentro de la más estricta ortodoxia. Por lo demás no atenta en lo más mínimo a los méritos del Redentor; pues, si bien no es, ni puede serlo por su propia naturaleza, efecto del acto redentivo en el género de causa eficiente moral, depende, empero, de él en el género de causa final, dado que está ordenada y decretada por Dios en razón de la redención y en atención al Redentor. Siendo, como es, una gracia en sentido más lato, no hay inconveniente en que sea debida a los méritos igualmente más latos del Redentor, es decir, a lo que se merece la persona del Hijo hecho hombre. Otra cosa hay que decir de las gracias propiamente dichas que preparan o acom- pañan la divina maternidad ; las cuales, aunque en cierto modo reclamadas por la divina maternidad, no se concedieron a María sino en virtud de los méritos del Redentor.

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MARIA, MEDIADORA UNIVERSAL

El segundo problema, desde nuestro purlto de vista, tiene estrecha co- nexión con el anterior. Se pregunta: ¿la divina Maternidad es princi- pio (^) de mérito? Presuponemos evidentemente la presencia de la gracia santificante, como elemento concomitante o condición previa, en cuanto incluye la remoción del óbice íel pecado, óbice del mérito); pero pregunta- mos: ¿independientemente de la causalidad meritoria de la gracia santi- ficante, o prescindiendo de ella, la divina Maternidad es por misma principio de mérito? Parece que sí. Y la razón parece clara. La divina Maternidad pertenece a un orden sobrenatural superior al orden de la gracia santificante. Luego, si ésta puede ser principio de mérito, mucho más lo puede ser la divina Maternidad. No parece razonable negar al orden supremo de la unión hipostática la capacidad de merecer, que posee el orden inferior de la gracia santificante. Lo mismo se convence a coru trariis. La pura naturaleza es incapaz de mérito sobrenatural por su infe- rioridad respecto del orden de la gracia santificante. Ahora bien, esa inferioridad queda superada con exceso casi infinito por el orden de la unión hipostática, al cual pertenece la divina Maternidad. Otra razón más convincente y, a nuestro juicio, decisiva: los méritos de Cristo tienen como principio, no sólo o principalmente su gracia creada, sino su dignidad personal (-). En efecto, los méritos de Cristo son infinitos en todo rigor. Ahora bien, semejante infinidad no puede derivarse de su gracia creada, que no es simplemente infinita, sino de su dignidad personal, que lo es. De donde dos consecuencias: primera: luego no todo mérito se deriva dé, la gracia santificante, sino también de la dignidad de la persona; segunda: luego, si la filiación divina es principio de mérito, también puede serlo la Maternidad divina, que es correlativa; cuya dignidad casi infinita puede ser principio de méritos casi infinitos. Las consecuencias soteriológicas de esta capacidad o virtualidad meritoria de la divina Maternidad saltan a la vista. Si es cierta, como parece, sigúese que María puede aportar al acto de la redención méritos, cuyo principio no se deriva propiamente del acto mismo de la redención. Luego veremos la importancia de esta con- secuencia.

(') Es indiferente para nuestro objeto considerar la divina maternidad como principio quod o como principio qiio, con tal que se la considere como verdadero principio de mérito. Obligados a tantas, y frecuentemente tan sutiles, distinciones, hemos prescindido deliberadamente de las innecesarias para nuestro objeto.

(^) No es nueva la doctrina que proponemos: puede verse desarrollada, con la competencia acostumbrada, en Suárez De mérito, c. 14, nn. 14-16.

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§ 2. Actividad de la divina Maternidad

La Maternidad de María, no por ser divina, pierde ninguna de las numerosas actividades inherentes a la misma maternidad; sólo que esta divinidad enaltece o sube de punto la dignidad y el valor de estas activi- dades maternas. Es, por tanto, activa y divinamente activa la divina Ma- ternidad.

Pero prescindamos un momento de las actividades maternales antes señaladas. La divina Maternidad, en misma y por misma, precisa- mente en cuanto es divina, es un principio de actividad.

En general, en la providencia sobrenatural de Dios, lo mismo que en la natural, no existe ser alguno, oficio o dignidad inerte o de pura osten- tación y aparato. Todo ser es siempre principio de actividad o de acción: todo ser es esencialmente dinámico. A cada ser corresponde su propia actividad; y la medida de la actividad es la medida misma del ser. A tai ser responde tal modo de obrar. Por esto al Ser infinito corresponde infinita actividad. La inercia o inacción de un ser sería la ejecutoria de su inutilidad y desprestigio. La vida deja de existir en el momento en que pierde su actividad: lo mismo la vida física que la vida moral y social. No existe ni se concibe en la vida humana un cargo destinado a no hacer nada. En consecuencia, la divina Maternidad, ser excelso, elemento esen- cial de la economía de la redención, debe poseer actividades o dinamici- dades, correspondientes a la alteza de su dignidad. Para Dios aun las flores, que parecen destinadas a la ostentación, son el principio de !os frutos.

Podemos elevarnos más alto aún, a las encumbradas esferas de la Meta- física. El sér es el bien: sér más perfecto, bien mayor. Por esto, la divina Maternidad, que en el orden del sér esconde su cima en la esfera tenebrosamente luminosa de la divinidad, es proporcionalmente un bien casi infinito. Y el bien es comunicativo, es difusivo de sí: tanto más comuni- cativo, cuanto mayor bien. La divina Maternidad, por tanto, entraña en sí, una propensión o inclinación vehementísima a difundir bondad, a comunicar sus propios bienes. Y por ser Maternidad, mucho más todavía. La Maternidad es bondad, es amor. Si la bondad y el amor tienen las manos abiertas y rotas, no las tendrá encogidas la Maternidad divina.

En conclusión, si la divina Maternidad, como Maternidad y como divina, lleva consigo la potencia y la voluntad de hacer bien, y el bien de los

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hombres es su salud eterna, ¿será maravilla que la Madre de Dios pueda intervenir, quiera intervenir, en la obra de la redención? ;,Y Dios, que ha suscitado esta potencia y espolea esta voluntad, las dejará a un lado, inactivas, en la gran obra de la salud humana?

§ 3. Fuerza asociativa de la Maternidad divina

La asociación y la cooperación, inherentes a toda maternidad, entre la madre y el hijo, subsisten igualmente en la divina Maternidad. En virtud de ella la Madre divina y el Hijo divino quedan íntimamente asociados y combinan en una acción común sus propias y recíprocas actividades. Mas no queda agotada con esto la potencia de asociación y de cooperación de la divina Maternidad: otras asociaciones y cooperaciones encierra, más misteriosas, con el Padre celeste y con el Espíritu Santo.- Según el testi- monio de la Tradición, María es a la vez, bajo distintos respectos, la Esposa del Padre y del Espíritu Santo.

La vida divina y la vida humana del Hijo de Dios hecho hombre, unidas inefablemente en una personalidad única, dimanan, por verdadera genera- ción, del Padre divino y de la Madre humana. María, y sola ella, puede decir al Hijo de Dios aquellas palabras que parecían exclusivas del Padre celeste: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado». El Hijo de Dios hecho hombre es el fruto común de la generación eterna del Padre y de la genera- ción temporal de la Madre. La Maternidad de María, asociada a la pater- nidad de Dios; la generación de la Madre, cooperadora, por así decir, de la generación del Padre: convergentes ambas en la producción del Fruto divino y humano. Y. en el lenguaje humano, la Madre es la Esposa del Padre O. ¡Misteriosa asociación y cooperación de María con Dios Padre!

O Hay que tener presente esta misteriosa asociación de la maternidad de María a la paternidad de Dios para explicar convenientemente el delicado problema de los derechos maternos de María sobre su divino Hijo. Si se considera a María por lo que es en sí, puramente como creatura, y a Jesu-Cristo simplemente como Dios, claro está que María no puede tener estrictos derechos sobre Jesu-Cristo. Pero si, por una parte, se considera a María como esposa del Padre celestial y con- siguientemente como participante de su autoridad paterna, y, por otra parte, se considera a Jesu-Cristo como hombre, sujeto, como tal, a su Eterno Padre, tanto que en la Escritura es apellidado siervo de Dios, entonces se acrecen e intensifican imponderablemente los derechos de la Madre sobre el Hijo. No es necesario, para lo que luego diremos, sostener que estos derechos sean plenos y estrictos en todo el rigor de la palabra; pero podemos afirmar que no son ficticios ni insignificantes. Y cuando Benedicto XV nos diga que María «materna in Filium iiira pro hominum salute abdicavit», no nos será lícito atenuar inconsideradamente el valor de las pa- labras.

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Pero en la generación humana del Hijo de Dios el principio fecundante, por así decir, eficiente e inmediato, es la virtud del Espíritu Santo. Esta acción del Espíritu Santo, apropiada, no propia, al completar, como causa eficiente, la fecundidad maternal de María, establece entre ellos relaciones análogas a las de Esposo y Esposa. ¡Nueva asociación y cooperación, no menos misteriosa, de María con el Espíritu Santo !

Esta triple relación de María con las divinas Personas, tan íntimamente estrecha, tan poderosamente activa, permite vislumbrar toda la soberana excelsitud de la Maternidad divina, que comparte la Paternidad de Dios Padre, que asocia su actividad a la acción del Espíritu Santo, para engen- drar al Hijo de Dios hecho hombre, verdadero Hijo de María. Al consi- derar esta triple relación, ya no es posible dudar que la divina Maternidad pertenece intrínsecamente al orden supremo de la unión hipostática, que es una dignidad en cierto modo infinita, que se roza con los confines de la divinidad, con las enormes consecuencias que de todo esto se derivan.

§ 4. Virginidad de la Maternidad divina

Hemos visto anteriormente que la virginidad de María es un coeficiente que dignifica su maternidad, intensifica su actividad y estrecha su fuerza de asociación y cooperación. Mas no queda con esto agotada la importan- cia de la virginidad de María: su significación es mucho más profunda. Procuremos ahondar en esta profundidad.

Es sentencia frecuente en los Santos Padres que «Madre de Dios no pudo ser sino Madre Virgen, ni Madre Virgen pudo ser sino Madre de Dios». Al afirmar tan categóricamente esta doble imposibilidad, suponen que es tan absoluta la ley de Dios sobre el concurso del varón en la generación humana, que sólo es posible su excepción o dispensación en el caso único de la generación de un Hombre-Dios. ¿Y esto por qué?

La razón que más ordinariamente suele darse se funda en la conexión que existe actualmente, después del pecado original, entre la generación y la concupiscencia ; conexión ésta, que parece echar una sombra de conta- minación sobre la generación misma. Para disipar, pues, esa sombra de contaminación o impureza, era necesario, y así lo quiso Dios, que la gene- ración humana del Hombre-Dios fuera virginal. No puede negarse lo fun- dado de semejante razón, con tal que no se entienda equivocadamente, como si la generación humana, en lo que tiene de natural, fuera intrínsecamente desordenada o impura: desorden, que necesariamente recaería sobre el

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

mismo Creador. Pero sin llegar a creer que la generación humana normal es una contaminación o un desorden, no cabe duda que la generación vir- ginal realiza en un ideal de espiritualidad sobrehumana, es algo inefable- mente exquisito y delicado, diáfano y luminoso, que embelesa y levanta el pobre corazón humano por encima de las bajezas de la carne. Abnas ha habido, que, miserablemente extraviadas en la fe y en la moral, lograron conservar en su espíritu este tipo ideal de pureza, esta imagen celeste de la Madre Virgen, gracias a la cual consiguieron más tarde rehabilitarse. Convenía, pues, que esta aureola de luz virginal circundase la generación del Hombre-Dios.

Pero al lado de esta razón ética existe otra, más poderosa, de orden teológico. El Hijo de Dios, al hacerse Hijo del hombre, necesitaba una Madre, que no tenía, pero no un Padre, que ya tenía en los cielos. La Maternidad de la Madre terrena se asociaba como connaturalmente con la Paternidad del Padre celeste, y en cierta manera la completaba. Pero la intromisión de un nuevo padre terreno introducía la incoherencia, por no decir el absurdo, de que un Hijo único tuviera dos padres. Por esto a la generación humana del Hombre-Dios debía ser completamente ajeno el varón: por esto, en consecuencia, esta generación debía ser virginal. La inefable paternidad de San José no era paternidad, por así decir, rival de la del Padre celeste: era su sombra, su representación visible, que prote- giese el honor de la Madre Virgen y del Hijo divino.

Entre estas dos razones de la virginidad media una diferencia algo sutil, que pudiera expresarse con una inversión de los términos, que no es un puro juego de palabras. Por la razón ética hay que decir que la Mater- nidad es virginal: por la teológica, en cambio, que la virginidad es mater- nal. En la primera expresión la virginidad es una cualidad o propiedad advacente a la Maternidad: en la segunda es su base misma sustantiva. La razón ética es en cierta manera extrínseca a la Maternidad; la teológica es intrínseca y esencial.

Art. 3. Maternidad soteriológica

María es la Madre del Redentor, no simplemente, por mera concomitan- cia, del que después será el Redentor, sino Madre formal y reduplicativa- mente del Redentor en cuanto tal. Y lo es por muchos títulos. Por razón del Hijo: que es concebido y nace Redentor y para ser Redentor y que va en el instante mismo de su concepción inicia la obra de la redención.

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Por razón de la misma Maternidad: que. como elemento esencial de la economía de la redención, está destinada y ordenada por Dios a la reden- ción, y como tal es aceptada por María. Con toda propiedad, pues, la Maternidad de María puede llamarse soteriológica. Y también lo es su virginidad. Estudiaremos este carácter soteriológico de la Maternidad y de la virginidad de María por el mismo orden seguido anteriormente.

§ 1. Dignidad de la Maternidad soteriológica

Suelen distinguir los teólogos tres órdenes: el de naturaleza, el de gracia y el de la unión hipostática. Al lado de éstos ;no podría señalarse también el orden soteriológico o de la redención? Podrá discutii-se si es homogéneo o heterogéneo respecto de los tres anteriores; si se reduce al de la gracia o al de la unión hipostática, o es intermedio entre ellos, o una combinación de los dos; pero de su existencia no parece pueda dudarse. La economía de la redención constituye un orden de realidades, que se merece consideración aparte. Distinguiendo, como debe distinguirse, la redención misma de lo que es su aplicación o sus frutos, los elementos constitutivos, activos y personales, del orden de la redención serían Dios, como agente supremo, Jesu-Cristo y María como agentes inmediatos. Si así es, como parece, la Maternidad soteriológica constituye una dignidad análoga a la Maternidad divina.

Notemos, para prevenir malas inteligencias, que la Maternidad sote- riológica, como elemento esencial del orden soteriológico. no prejuzga el problema de la Corredención en el sentido estricto en que suele discutirse. Sin ser propiamente Corredentora, podría María pertenecer al orden sote- riológico, como pertenece al orden hipostático. De todos modos, el carácter soteriológico de la Maternidad de María no depende de la hipótesis del or- den soteriológico. Lo cierto no depende de lo probable.

§ 2. Actividad soteriológica de la Maternidad

En pocas palabras podemos decir que, si, por una parte, la maternidad lleva consigo múltiples y variadas actividades, y si, por otra, la Maternidad de María es propiamente soteriológica, consiguientemente todas las activi- dades maternales de María se convierten, por el mismo caso, en actividades soteriológicas, es decir, ordenadas a la redención humana. Soteriológica

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es, no sólo la concepción y parto del Redentor, sino también su crianza y educación por parte de María. Si el ejercicio de semejantes actividades es, o no, verdadera Corredención, después se habrá de discutir. Ahora estamos en el terreno de los principios, en el cual la verdad de esas activi- dades maternales y soteriológicas es indiscutible. Toda su vida de Madre, que era toda su vida, vida de incesante y amorosa actividad, la tenía consa- grada María exclusivamente al Redentor y a la redención. Esta era su misión divina, y ésta era su voluntad.

§ 3. Asociación y cooperación soteriológicas de la Maternidad

Supuesta la índole soteriológica de la Maternidad en María, sigúese igualmente que la asociación y cooperación con su Hijo, con el Padre celeste y con el Espíritu Santo, como derivaciones que son o funciones de la Maternidad, son también soteriológicas. Pero ¿en qué grado? ¿de qué modo? Esto es lo que ahora nos toca determinar con toda precisión, para no confundir los principios con las conclusiones, o no prejuzgar las con- clusiones con el modo de exponer los principios. Más concretamente: ¿en esta asociación tenemos ya el llamado principio de asociación? ¿en esta cooperación tenemos ya la Corredención formal? De ninguna manera. Sólo tenemos el movimiento inicial y las directrices, que necesitan un nuevo impulso venido de fuera, para llegar al principio de asociación y a la Corre- dención. Mas no es poco eso que tenemos, sobre todo por una razón im- portantísima. Los nuevos impulsos, si bien venidos de fuera, no serán algo incoherente o disonante, que rompa la harmonía y destruya la unidad; sino que, al seguir las directrices y secundar el movimiento iniciado por la Maternidad, se desenvolverán en el mismo sentido, sin salirse de la línea de la Maternidad. O bien, cambiando la imagen, los nuevos principios fe- cundantes, como injertándose en los puntos vitales de la Maternidad, podrán dar como fruto una asociación maternal y una Corredención maternal. De esta manera la Maternidad soteriológica será el primer germen vital, que, completado con nuevas fecundaciones, producirá el árbol de la Sote- riología Mariana, harmónico a la vez y consistente en virtud de su unidad. En suma, la Maternidad soteriológica, sola, ni lo es todo, ni lo da todo; pero lo anuncia todo y lo inicia todo. No es formalmente el principio de asociación, pero lo entraña virtualmente. Y en esto está su importancia mariológica.

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§ 4. Virginidad soteriológica

La virginidad maternal es un nuevo título del carácter soteriológico de la Maternidad de María. En las profecías mesiánicas del Antiguo Tes- tamento la Madre del Mesías se anuncia como Madre Virgen, y esta virgi- nidad fecunda se da como señal y garantía divina del advenimiento del Mesías. Así considerada, la virginidad maternal se convierte en un ele- mento de singular importancia en el cumplimiento de las profecías mesiá- nicas. que no es otra cosa que la economía divina de la salud humana. Con ello, la significación soteriológica de la virginidad refuerza notable- mente el carácter soteriológico de la Maternidad de María. Por otra parte, la virginidad, tan difícil de suyo y trabajosa, al ser libremente elegida por María, viene a ser una aportación suya personal a la ejecución de los desig- nios redentores de Dios.

Conclusión: Valor del principio de t.a d'vtxa AIvTT:rí\TDAD. Para concluir este punto hemos de examinar brevemente el valor demostrativo o, si se quiere, el dinamismo dialéctico, del principio de la Maternidad divina y soteriológica, hasta ahora declarado. Lo examinaremos en un punto concreto: en la conexión de la divina Maternidad con la Concepción Inma- culada de María. Puede formularse esta conexión con el siguiente enti- mema: «María es Madre de Dios: luego fué concebida sin pecado ori- ginal». Muchos teólogos, aun reforzándolo con fl llamado principio de conveniencia o congruencia, sólo le conceden un valor probable. En cam- bio los Santos Padres y el Magisterio eclesiástico afirman que Dios preservó a María del pecado original en atención a la Maternidad divina a que estaba destinada: con lo cual se afirma que para Dios la Maternidad divina fué motivo suficiente y válido y, de hecho, eficaz para preservar del pecado original a la que había de ser le Madre de Dios. ¿De dónde esta dispa- ridad en la apreciación de la conexión entre la divina Maternidad y la Concepción Inmaculada? La razón de semejante disparidad creemos poder hallarla en la diferente manera de concebir o enfocar la Maternidad divina. Muchos teólogos, propensos a la abstracción, han considerado y consideran la divina Maternidad esquemáticamente, como pura generación del Hombre- Dios: contentos con mirar las líneas periféricas, pierden de vista el conte- nido. Los Padres, en cambio, con una visión más plena y real han abar- cado todo el riquísimo contenido teológico de la divina Maternidad, más o menos como lo hemos expuesto anteriormente. De ahí la diferencia en

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MARÍA, MKDIADORA UNIVERSAL

SU apreciación. Realmente, si en la divina Maternidad nos detenemos sola- mente en su concepto abstracto y esquemático de la generación física, difí- cilmente descubriremos en él su conexión necesaria con la Inmaculada Con- cepción; mas si consideramos atentamente toda su plenitud, todos sus as- pectos y relaciones, la cosa varía sustancialmente. No pretendemos precisa- mente afirmar que la divina Maternidad suministra un argumento apodíctico a favor de la Concepción Inmaculada: sólo hemos querido notar que no es ío mismo considerarla en sus líneas esquemáticas que en su plenitud vi- viente. Tengamos presente que en el esqueleto humano no se descubren todas las actividades del organismo humano. Y, volviendo a nuestro punto de vista, preguntamos de nuevo: ¿la divina Maternidad, cual la hemos considerado, es una cooperación puramente física y remota a la obra de¡ la redención objetiva? ¿Es una propiedad o actividad puramente física, totalmente desprovista de significación moral, la Maternidad divina?

Capítulo II EL PRINCIPIO DE SOLIDARIDAD

El principio de la solidaridad de Cristo con los hombres v de los hom- bres con Cristo, una de las concepciones más geniales de San Pablo, o, mejor, una de las revelaciones más grandiosas recibidas de Dios, alcanza profundidades de abismo. Imposible exponerlo aquí con la amplitud que se merece, ni siquiera en sus líneas fundamentales. Nos habremos de limi- tar a indicar someramente lo más indispensable para nuestro objeto. Dos puntos nos toca declarar: 1) el principio mismo; 2) su repercusión en María, o la parte que María tuvo en el principio de la solidaridad.

Art. 1. Declaración del principio

Bajo tres aspectos principalmente expresa San Pablo el principio de la solidaridad: 1) en función del Nuevo Adán; 2) en función de la posteridad de Abrahán; 3) en función del Cristo místico.

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§ 1. Solidaridad del Nuevo Adán con la humanidad

La solidaridad de Cristo con la humanidad responde paralela y antitéti- camente a la de Adán con toda su posteridad. ¿En qué consistía sustan- cialmente la solidaridad de Adán con toda su posteridad? Y ¿por qué a ella había de responder la solidaridad de Cristo con toda la raza de Adán?

La solidaridad de Adán con toda su descendencia tenía una base física o fisiológica: su paternidad original respecto de todos los hombres; pero era principalmente de orden moral y jurídico. Dios había constituido a Adán cabeza moral y representante de todos los hombres, con una repre- sentación tan plena y absorbente, que la voluntad de todos ellos quedaba ligada a la voluntad de Adán; de tal manera, que, pecando Adán, todos los hombres eran considerados reos del mismo pecado. Es esto un misterio, pero es una realidad. Fuera del caso de Adán, entre los hombres el pecado del padre podrá acarrear la desgracia de los hijos, pero jamás constituirá a éstos reos del mismo pecado. En Adán, en cambio, el pecado del padre es también pecado de los hijos. San Pablo lo afirma terminantemente: "Por el delito de uno recae sobre todos los hombres la condenación... Pues... por la desobediencia de un solo hombre fueron constituidos peca- dores los que eran muchos» (Rom. 5, 18-19).

¿Por qué a esta solidaridad de Adán había de responder la solidaridad de Cristo con los hombres y con su pecado? La razón fundamental de este nuevo misterio hay que buscarla en el decreto divino de la redención. Dios quiso que el pecado de Adán se reparase por vía de estricta y rigorosa justicia. Y la justicia vindicativa exige que la pena del pecado recaiga sobre el mismo que ha contraído el reato de la culpa. Castigar a uno por el delito de otro, lejos de reparar el orden violado de la justicia, sería violarlo de nuevo con otra injusticia. Si, pues, Cristo había de reparar el pecado por vía de justicia, era necesario que tomase sobre el pecado del mundo, que verdaderamente asumiese su responsabilidad. Pero ¿era esto posible? ¿No es el pecado enteramente personal e intransferible? Ciertamente el pecado de uno no puede transferirse a otro, si este otro nd deja de serlo, para hacerse ww con el mismo que lo cometió, identificán- dose moral y jurídicamente con él. Y esto hizo Cristo: se hizo uno con la raza pecadora de Adán, y tan uno, que él y ellos fuesen con verdad considerados como una sola persona moral. Toda la humanidad fué trans- fundida y concentrada en Cristo, constituido con ello representante de toda la humanidad. Precedió la transferencia de la personalidad moral, para

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que fuese posible la transferencia del pecado; precedió la comunión o solidaridad de naturaleza, para que la comunión o solidaridad de pecado no fuese imposible (^).

Hay que notar aquí una cosa de capital importancia, principalmente desde nuestro punto de vista; y es que Cristo entró en comunión con la raza de Adán y se apropió su pecado, cuando, al hacerse hombre, quedó incorporado y como injertado en la humanidad, es decir, en el momento mismo de su encarnación. Esto insinúa claramente San Pablo, al decir que Dios envió «a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado» (Rom. 8, 3), «hecho o formado de Mujer» (Gal. 4, 4). Al encarnarse fué, cuando «fué hecho Mujer» y cuando tomó «semejanza de carne de pecado». Las consecuencias de este aspecto de la encarnación no tardarán en apa- recer.

§ 2. La posteridad de Abrahán concentrada en Cristo

La concentración de la posteridad de Abrahán en Cristo es un nuevo lazo y un nuevo aspecto de la solidaridad.

La posición o relación de Cristo en orden a Abrahán es totalmente distinta de su posición o relación frente a Adán. Con relación a Adán Cristo no se presenta precisamente como hijo de Adán, sino como un Nuevo Adán, que sustituye o suplanta al antiguo. En cambio, con relación a Abrahán Cristo no es un nuevo Abrahán, sino precisamente el hijo, la pos- teridad, o, según San Pablo, el Hijo singular, en quien se cifra, compendia y resume toda la posteridad del gran patriarca. Es interesante seguir el raciocinio del Apóstol. Escribe a los Gálatas: «A Abrahán le fueron he- chas las promesas, y en él a su Descendencia». A este hecho consignado en el Génesis ¿qué significación le da el Apóstol? Reparando en un por-

(') Aleccionados por la experiencia, prevemos que a más de un lector parecerá extraña y dura esta transferencia de nuestros pecados al Redentor. Pero si así lo enseña San Pablo con expresiones fulgurantes, y si así lo ha entendido la tra- dición cristiana, y así lo exige la explicación teológica del misterio de la redención, no queda otro remedio sino admitirla, y, dando de mano a vanas imaginaciones, re- conocer y agradecer en ella la más estupenda corazonada de nuestro santísimo Re- dentor, que, sin contaminarse personalmente en lo más mínimo, halló modo de tomar sobre nuestros pecados y presentarse ante la divina justicia como responsable de ellos. En nada brilla y campea más espléndidamente el insondable amor del Cora- zón de Jesu-Cristo hacia los hombres; más aún, en nada se muestra más divina la gloria del Redentor, que en la inefable dignación de apropiarse nuestros pecados para deshacerlos con la potencia de su cantidad. Y lo que decimos del Redentor, se ha de decir proporcionalmente de la Corredentora, sobre la cual tambi'ii, a pesar de 8u personal inocencia jamás contaminada, recayeron a su modo los pecados del mnndo.

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menor pamalicai. prosif-ue: «No dice: Y a ¡as Descendencias, como ha- blándose de muchos (o en plural)), sino de uno solo (en singular): Y a tu Descendencia, la cual es Cristo» (Gal. 3, 16). Cristo es aquí, sin duda, la persona del Salvador; mas no exclusivamente, sino en cuanto además concentra en y representa toda la posteridad de Abrahán. Así lo per- suaden, no sólo el primitivo sentido literal del Génesis, sino principalmente las conclusiones que a continuación saca el mismo Apóstol. Trata el Apóstol de refutar la pretensión de los judaizantes, que se obstinaban en someter los gentiles a la circuncisión como medio único y necesario para poder ser hijos de Abrahán, es decir, para ser contados en su posteridad V ser herederos de las bendiciones divinas a ella prometidas. Contra seme- jante pretensión escribe San Pablo: «Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, sois por tanto descendencia de Abrahán, herederos conforme a la promesa» (Gal. 3, 28-29). Quiere decir: verdad es que para .ser herederos de las bendiciones prometidas a Abrahán, hay que entrar a formar parte de su posteridad; mas el medio para ello no es la circuncisión, sino la fe. Por la fe, es decir, por el Evangelio creído y aceptado íntegramente, es el hombre incorporado a Cristo, místicamente identificado con Cristo; y, pues Cristo cifra y concentra en toda la pos- teridad de Abrahán, el ser incorporado a Cristo es, por el mismo caso, entrar a formar parte de la posteridad del gran patriarca, padre de todos los creyentes, y ser constituidos herederos de las bendiciones prometidas a su posterioridad.

Notemos algunas modalidades de esta solidaridad, muy diferente de la anterior. La solidaridad en el Nuevo Adán presenta dos fases: una de pecado, anterior a la redención, otra de justicia, posterior a la redención. Así lo enseña San Pablo: «Al que no conoció pecado, [Dios] por nosotros le hizo pecado, a fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5, 21). En la primera fase nosotros transferimos o comuni- camos a Cristo nuestro pecado; en la segunda Cristo nos transfiere o comunica su justicia a nosotros. En cambio, la solidaridad en la Descen- dencia de Abrahán representa más bien una tercera fase, posterior a la redención, en la cual la justicia de Cristo se nos comunica mediante la fe. En la segunda fase la solidaridad y la consiguiente justificación es virtual y general; en la tercera, en cambio, es formal o actual y particular o indi- vidual. Tenemos, pues, no dos solidaridades distintas, sino dos títulos diferentes de una misma solidaridad, que presenta tres fases progresivas: la primera previa a la redención, la segunda en el acto mismo de la reden- ción, la tercera posterior a la redención ya consumada. La primera es

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como la prehistoria de la redención, la segunda es la redención misma, la tercera su aplicación. Conviene no olvidar estas tres fases de la solidari- dad, cuando se trate de la acción soteriológica de María.

Notemos además cuán plena, total y absorbente supone el Apóstol la solidaridad de los creyentes en la posteridad de Abrahán. Es tal, que en virtud de ella los . creyentes adquieren la participación o comunicación de la filiación de Cristo, así de la filiación de Abrahán como de la filiación de Dios. «Todos sois hijos de Dios, dice en el mismo pasaje, por la fe, en Cristo» (Gal. 3, 261 ¿No será igualmente esta solidaridad título de filiación respecto de María? No es hora todavía de responder a esta pre- gunta; pero no será inútil haberla formulado ya desde ahora. Recojamos esta sugerencia, para aquilatarla a su tiempo.

§ 3. Solidaridad del Cristo místico

La solidaridad de los hombres en Cristo, considerada en función del Nuevo Adán o de la posteridad de Abrahán. está envuelta y como apri- sionada en hechos históricos: despojada de esa envoltura, desatada de esas prisiones, alza libremente el vuelo hacia la «alma región luciente» de las ideas puras, donde se transforma en la luminosa concepción del Cristo místico La Iglesia, la humanidad entera, la universalidad de los seres reducida a la unidad, concentrada, «recapitulada en Cristo Jesús»; Cristo, Cabeza soberana de todo cuanto existe, centro hacia el cual todo gravita V en el cual todo converge, principio de harmonía y consistencia del una- verso; «omnia et in ómnibus Christus»: Cristo, que está en todos; Cristo, que lo llena todo; Cristo, que de un modo inefable lo es todo en todos: con estas y semejantes expresiones balbucea el Apóstol el gran «Misterio de Dios Cristo» (Col. 2. 2\ el insoldable misterio del Cristo místico: luces de relámpago, que más deslumhran que iluminan; suficientes empero ahora para vislumbrar toda «la anchura y longitud y profundidad y alteza» del Ln Misterio. Descendiendo de esas eternas cumbres de luz increada, recojamos, prosaicamente, algunos rasgos del Misterio más interesantes

para nuestro objeto. , . , , ' j

La sustancia del Cristo místico, de la solidaridad o comunión de los hombres «en Cristo Jesús», puede expresarse con esta fórmula esquemática: «todos en uno», es decir, «la universalidad concentrada en la unidad». Pero esta unidad reviste dos formas diferentes, progresivas o graduadas: la de arción y la de identidad. Para entender de raíz esta doble foi-ma de

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la unidad, recordemos que el Apóstol expresa la misteriosa realidad del Cristo místico bajo la imagen principalmente del organismo humano, con- forme a la cual Cristo es unas veces la Cabeza, otras veces es todo el orga- nismo. Unas veces el nombre de Cristo queda reservado a la Cabeza, al Cristo personal: entonces los hombres son miembros de Cristo o de su cuerpo místico, pero no son todavía el mismo Cristo: son «de Cristo»-, pero no son Cristo. Es el primer grado de la unidad: la simple unión de. lo que todavía, aunque unido, permanece distinto. Mas otras veces, Cristo no es ya la sola Cabeza, sino que es todo el organismo: el cual, como recibe el Espíritu de Cristo, la vida de Cristo, el ser mismo de Cristo, así recibe igualmente la denominación de «Cristo». Es el segundo grado de la uni- dad, mucho más estrecha: la identidad, que, borrando las diferencias, no contenta con juntar lo que estaba separado, aspira a compenetrar, a fundir, a identificar lo que era distinto: «donde no hay griego ni Judío, circun- cisión e incircuncisión, bárbaro, escita, esclavo, libre: sino todas las cosas y en todos Cristo» (Col. 3, 11); «No hay ya Judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni hembra: pues todos vosotros sois uno, una sola per- sona, en Cristo Jesús» (Gal. 3, 28). Así compenetrado, fundido, identificado con Cristo se sentía San Pablo, cuando escribía: «Vivo... no ya yo, sino Cristo es quien vive en mí» (Gal. 2, 20); «Pues para el vivir es Cristo» (Philp. 1, 21).

Otro punto, interesantísimo para nosotros, es que la formación del Cristo místico o la incorporación de los hombres «en Cristo Jesús», no eaí algo posterior a la encarnación, sino que coincide con ella. Tal es el pensa- miento de San Pablo, tal el de toda la Tradición cristiana, que el santo Pontífice Pío X resumía en estas palabras: «En el mismo seno de la castí- sima Virgen, Cristo, no sólo asumió la carne, sino que al mismo tiempo juntó también consigo un cuerpo espiritual, compuesto de todos aquellos que habían de creer en éZ» (2 Febr. 1904). En seguida vamos a ver que esta conexión del Cristo místico con la encarnación no es mera coincidencia cronológica, sino que es algo mucho más profundo y esencial.

Finalmente, recordemos otra vez que la gradual formación del Cristo místico recorre estas tres fases progresivas: 1) previamente a la redención: la humanidad prevaricadora, al incorporarse a Cristo, le comunica su pe- cado; 2) en la redención: Cristo, reaccionando contra el pecado, le des- truye, y justifica radical o virtuálmente a toda la humanidad; 3) después de la redención: cada hombre individualmente por medio de la fe y del bautismo realiza su incorporación personal, formal o actual, en Cristo

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]esú= co^o miembro viviente de su cuerpo místico. Para distinguir el ac "de iT rede„ci6„ de los frutos de la redención y para aprec.ar los diferentes estadios de la Maternidad espiritual de Marta, ha, que tener presentes estas tres fases por que pasa el Cristo mrstrco.

Art. 2. Parte activa d¿ Makí a en el principio de solidar.dad

Es común sentencia de los teólogos que Maria, aunque verdadera Madre de Dios, no ejerció ningün influjo actryo - hipostática. Preguntamos, pues: ¿la rncorporacon de '«^ ^, Cristo se efectuó igualmente sin influjo alguno activo de parte de Mana. RTuocels leataente que no recordamos haber visto "-Oa -a cu^s- tión en ninguna parte, a pesar de su singular ^r~'ifr"u-' ridad intentar tratarla por vez primera y, más aun, pretend r resolverla^ Aunque no es precisamente la novedad la que nos aterra, s,no su m.te- fir profundidad. Pero, afortunadamente, tenemos un gu,a seguro. San P^ quien, si no ofrece afirmaciones categóricas, ,ns,nua al menos sugerencias significativas, que permiten vislumbrar st. pensam.ento. Ex- sugciciii-iao o g, , 1 •' „„„ trQc Inríros anos de estu-

pondremos, pues, sencillamente la solución, que, tras argos - diar la Teología del Apóstol, creemos descubrir en el fondo de su doc ^:ia oteriol6gica. Jque el Apóstol sugiere sobre la P-e -iva^ María en la solidaridad de los hombres en Cristo se refiere ^ '^ f^^^^^ Icebida en función del Nuevo Adárí y de la posteridad de Abrahan. A estos dos puntos, consiguientemente, ceñiremos nuestro estudio, que, para mayor claridad, trataremos separadamente.

§ 1. Acción de María en la solidaridad del Nuevo Adán

Hav en San Pablo dos textos estrictamente paralelos, que mutuamente Hay en San Pab ^^^^^^^^ ^^.^^ ^^^^^^¿^

se completan e ilustran, t^scnoe

viado a su propio Hijo en semejanza de J^^^ \

del pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom. 8, 3). A los !cuLdo .^no la plenitud del tiempo, envió ^^^^^ de Mujer, sometido bajo la Ley, para rescata ^ ,^1^^ ^ ^

. fi de ^^^^^^^l tris ^"L,\ue^puede

LIBRO I. PRINCIPIOS

basta notar que en ambos pasajes habla el Apóstol de la misión del Hijo de Dios como Redentor para obrar la redención humana a base del prin- cipio de la solidaridad. El texto y el contexto no ofrecen en esto la me- nor duda. Esto supuesto, analicemos las dos expresiones más importantes para nuestro objeto: Dios envió a su Hijo «en semejanza de carne de pecado», «hecho de Mujer».

La primera expresión, felicísima en su originalidad y osadía, es clara y diáfana. Quiere decir San Pablo que Dios envió a su Hijo en carne humana, enteramente semejante o igual a nuestra carne, es decir, hecho hombre como nosotros; en carne además semejante a nuestra carne de pecado. Notemos lo ingenioso de la frase. No dice: «en carne de pe- cado», que sería falso; pero tampoco dice: «en carne sin pecado», que, aunque verdadero, no expresaría su pensamiento, ni ataría bien con el contexto; sino que, optando por un término medio, cfcribe: «en seme- janza de carne de pecado». Pero ¿en qué consiste exactamente esa seme- janza de carne de pecado? El contexto inmediato lo declara. Dios, dice el Apóstol, envió a su Hijo para condenar al pecado en la carne. Es decir, en la carne reinaba y dominaba el pecado: pues en la carne había de ser condenado y destruido. Habla aquí el Apóstol de la muerte del Redentor, que destruyó el pecado. Pero esta muerte era pena del pecado, pena infligida por la divina justicia a base de la solidaridad de Cristo con la humanidad pecadora. Luego la semejanza de pecado en la carne del Redentor no es otra cosa que el reato o la responsabilidad del pecado en aquella carne de suyo totalmente ajena al pecado. Tenemos aquí expresada la doble solidaridad del Redentor con la raza de Adán: solidar ridad de naturaleza, por cuanto su carne era semejante a la nuestra, y solidaridad de pecado, por cuanto su carne era semejante a nuestra carne de pecado, es decir, había tomado sobre el reato o la responsabilidad de nuestro pecado (^).

Mas ¿cuándo y cómo se inició o creó esa doble solidaridad? El cuándo

(') N9 recordamos haber leído en los comentadores de San Pablo la explicación precisa que proponemos de la «semejanza de carne de pecado»; pero, si no nos contentamos con las explicaciones imprecisas que suelen proponerse, creemos que no hay otra que la que adoptamos. Pero notemos que la novedad de nuestra in- terpretación no es doctrinal, sino puramente exegética. Cierto, no nos aventuraría- mos a deducir de las palabras del Apóstol la responsabilidad de pecado, si semejante responsabilidad no nos constase ya de antemano por otros pasajes del Apóstol, por los testimonios de los Santos Padres y por las interpretaciones de los exegetas rela- tivas a otros pasajes Paulinos; pero desde el momento que previamente nos consta, creemos que no hay otra interpretación más exacta y precisa del pensamiento de San Pablo y más en hannonía con todo el contexto, como fácilmente podrá apreciarse.

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no ofrece dificultad: cuando el Redentor tomó nuestra carne, o, lo que es lo mismo, cuando fué «hecho de Mujer», es decir, en el momento mismo de la encarnación, como ya anteriormente hemos advertido. El cómo es mucho más complejo y misterioso. Vayamos por partes.

Por lo que atañe a la solidaridad de naturaleza, tampoco existe gran dificultad. El Redentor quedó incorporado y como injertado en el linaje humano y asumió su representación, no sólo cuando se hizo hombre, sino precisamente haciéndose hombre; no sólo en la encarnación, sino por la misma encarnación, es decir, en frase de San Pablo, tomando carne seme- jante a nuestra carne, siendo ahecho de Mujer».

Toda la dificultad está en determinar la manera cómo el Redentor asu- mió la responsabilidad del pecado de Adán. Sin duda que la causa pri- mera y suprema es la voluntad de Dios, que así lo determinó. Pero sola esta causa suprema no explica suficientemente el hecho de la solidaridad de pecado, como tampoco explica suficientemente la solidaridad de natu- raleza. La divina sabiduría dispone las cosas ordenada y suavemente y suele ejecutarlas connaturalmente, esto es, haciendo intervenir causas se- gundas e inmediatas, apropiadas al efecto que se quiere obtener. Por esto, como para realizar el decreto de la solidaridad de naturaleza, ordenó Dios que el Redentor fuese «hecho de Mujer», hija de Adán, así para realizar el decreto referente a la solidaridad de pecado, debió de apelar igualmente a la intervención de causas segundas apropiadas. Tampoco explica sufi- cientemente el hecho de esta misteriosa solidaridad la simple aceptación del Redentor, por análogos motivos. Como no bastaba esta aceptación para explicar y realizar la solidaridad de naturaleza, tampoco basta parai explicar la solidaridad de pecado. Otra causa inmediata o formal hay que buscar. Y pues esta solidaridad se realizó en la encarnación, en la misma encarnación hemos de hallar la causa inmedita que buscamos: como en ella hemos hallado antes la causa inmediata de la solidaridad de natura- leza. En conclusión, en el hecho mismo de tomar nuestra carne y ser «hecho de Mujer» ha de hallarse la razón y el modo de la solidaridad de pecado. Y entramos en lo más hondo del misterio.

En la encarnación intervienen el Espíritu Santo, María y el Redentor. En el Espíritu de Santidad y en el Redentor, doblemente santo, por la santidad sustancial y por la plenitud del Espíritu Santo, no es posible hallar el origen de la semejanza, responsabilidad o reato de pecado. Se habrá de hallar necesariamente en María, en la carne que la Madre comunica al Hijo de Dios. Pero María no tenía pecado, «ni conocía pecado». Pre- servada del pecado original, jamás contaminada por el más leve pecado

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personal, no podía transferir al Redentor el pecado que ella no tenía. La intervención de María, personalmente considerada, tampoco puede ser la causa que buscamos. Ya no queda otra explicación del hecho misterioso sino el carácter representativo de María. El reato de pecado, que ella no podía transferir al Redentor, personalmente considerada, porque no lo tenía, podía en cambio transferirlo, considerada oficial o representativa- mente, porque así considerada lo tenía. Esta solución, acaso inespe- rada, es necesario admitirla, no sólo porque es la única posible, sino además y principalmente porque está en perfecta consonancia con cuanto conocemos sobre la economía divina de la redención. Admiremos aquí las harmonías de las obras de Dios.

Primeramente, existe perfecta harmonía entre la doble representación de María, ordenada a la conveniente o connatural transferencia de la doble solidaridad. María puede transferir al Redentor la solidaridad de natura- leza, porque ella la poseía a título de representación. Toda la raza de Adán se había concentrado en María, para que ella como Madre, al comu- nicar su propia carne al Redentor, pudiese transferir al Redentor la repre- sentación de toda la humanidad. Porporcionalmente, María podía trans- ferir al Redentor la solidaridad de pecado, porque antes ella la poseía a título de representación. Todo el pecado de la raza de Adán se había concentrado en María, para que ella pudiese comunicar al Redentor una carne semejante a nuestra carne de pecado, es decir, una carne que, aunque santísima, llevase en el reato y la responsabilidad del pecado de Adán.

Más sorprendente es otra harmonía: entre la Madre del Redentor y el Hijo Redentor. Del Redentor dice el A.póstol: «Al que no conocía pecado, [Dios] por nosotros le hizo pecado» (2 Cor. 5, 21): el Redentor, perso- nalmente sin pecado, representativamente era pecado. Lo mismo podemos decir de María: «A la que no conocía pecado. Dios por nosotros la hizo pecado»: la Madre del Redentor, personalmente sin pecado, lepresentati- vamente era pecado, llevaba la representación de la raza prevaricadora de Adán y de su pecado (^).

O La relativa novedad de lo que decimos nos invita a formular con mayor pre- cisión (y brevedad) nuestro pensamiento, que se reduce a estas dos proposiciones: 1) María, al dar su asentimiento al mensaje del ángel, poseía la repiesttntación del pecado de los hombres; 2) ella fué la que transmiticS o comunicó esta represen- tación al Redentor.

1) Hay que distinguir en María, lo mismo que en Jesu-Cristo, la doble repre- sentación: de todo el linaje humano y del pecado de la raza de Adán. La primera representación es absolutamente cierta. Es León XIII quien lo afirma, al llamar «illustrem verissimamque... sententiam» la proposición en que el Doctor Angélico afirma esta universal representación. Y León XIll no hace sino recoger el testimonio

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No es menos llanialiva la harmonía entre la frase de San Pablo: «hecho de Mujer» y la expresión, a todas luces idéntica, del Proto-Evangelio : «Descendencia de la Mujer» (Gen. 3, 15), con que es designado el Reden- tor. Discuten los intérpretes si esta Mujer, anunciada por Dios, es Eva,

de la tradición cristiana. Esta representación es, por tanto, liverissima». Es ade- más «illustris», es decir, luminosa: y lo es por la maravillosa luz que arroja scbre todo el misterio de la redención. Y de ella .se colige la otra representación, más misteriosa: la del pecado humano. La analogía con el Redenlor lo persuade. ¿Por qué Cristo llevó en la representación del pecado humano'.'' No por otro, sino porque previamente llevaba la representación de loda la humanidad. Proporciunal- mente, por tanto, María, al asumir la representación de toda la humanidad, asumió por el mismo caso la representación de su pecado. En efecto, la humanidad, cuya representación asumía, era la humanidad real e histórica, inficionada por el pecado, era la umassa damnata», cuya representación no podía asumirse, sin asumirse igual- mente la representación de su pecado. Más aún, la humanidad, cuya representación asumía la Inmaculada Virgen, era precisamente la humanidad que iba a ser reparada y en cuanto iba a ser reparada, es decir, formalmente pecadora. No podía, consiguien- temente, María en tales circunstancias asumir la representación de la humanidad sin asumir la representación de su pecado. Por lo demás, semejante representación no ensombrece en lo más mínimo la personal santidad incontaminada de María, como no oscurece la santidad e impecabilidad personal del Redentor.

2) Una vez supuesta esta representación, parece obvio y natural admitir que fué María, y sola María, quien transfirió o comunicó al Redentor la misma repre- sentación. Porque, por una parte, tenemos en la Madre la causa proporcionada y adecuada que explique el efecto producido en el Hijo; y por otra, no hallamos fuera de María otra causa que lo explique satisfactoriamente. Creemos poder pre- cisar algo más. Distinguiendo la doble representación de naturaleza y de pecado, inherente la segunda a la primera, como acabamos de indicar, si María es la que comunica al Redentor la representación de naturaleza, ella es la que, por el mismo caso, le comunica la representación de pecado. Ahora bien, María fué la que co- municó al Redentor la representación de toda la raza de Adán. Así lo aPrma explí- citamente San íreneo, al decir que Cristo «recapitulans in se Adam,... ex Maria... recte accipiebat generationem Adae recapitulationis- (Adv. haer., 3, 21, 10. MG 7, 955); esto es, que «al recapitular en a Adán, justai*ente y por derecho recibía de María la generación de esta recapitulación de Adán». Por consiguiente, María fué también la que comunicó o trasfirió al Redentor la recapitulación o represen- tación del pecado de Adán.

Aunque, naturalmente, nos hemos esforzado en presentar nuestra argumentación con la mayor luz y vigor que hemos sabido, huelga decir que no la consideramos como solución cierta y, mucho menos, definitiva. Nos movemos en medio de las sagradas tieniehlas del misterio, y andamos a tientas. Por lo demás, la verdad de la Corredención Mariana, demonstrada independientemente de esta hipótesis, no queda comprometida por la simple probabilidad o inseguridad que ésta pueda tener. Si bien, por otra parte, no la consideramos inútil, para llegar, en lo posible huma- namente, al fondo mismo del misterio. Tales son, con frecuencia, las más profimdas explicaciones teológicas de los misterios, muchas de ellas generalmente recibidas. Notaremos, por fin, que la novedad que pueda haber en nuestra explicación no es de aquellas que comienzan por atropellar los principios establecidos: es solamente una nueva conclusión o aplicación del fecundo principio de solidaridad, que, aunque tan luminosamente expuesto por San Pablo, solo recientemente se ha estudiado con toda amplitud, y que tan hondamente está renovando toda la Teología católica y aun la vida cristiana, como lo demuestra la difusión que va alcanzando la maravi- llosa doctrina sobre el Cuerpo místico de Cristo, toda ella basada en el principio de solidaridad.

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es la mujer en general o rl tipo de muje;-, o bien es María. Las razones que se aducen a favor de cada una de estas interpretaciones, y que a muchos dejan perplejos, pueden harmonizarse en una interpretación com- pleja, según la cua!. María es propia y principalmente la Mujer anunciada por Dios, pero considerada no sólo personalmente, sino además como in- vestida, como Eva. a su modo, con la representación de todo el linaje humano. De ahí la denominación, tan característica a la vez y tan com- prensiva o universal. Así pudo el Redentor ser llamado «Descendencia de la Mujer» o ohecho de Mujer». Como Cristo, según San Pablo, es el «Hombre» por antonomasia, así María es proporcionalmente la «Mujer».

Si esto es verdad, coino creemos haberlo demostrado, las consecuen- cias son enormes. La doble representación de María, de naturaleza y de pecado, habrá de t^ner su repercusión en su Maternidad espiritual v en su Corredención. No sacaremos ahora las consecuencias; nos conten- tamos con haber asentado y esclarecido los principios.

§ 2. Acción de María en Ja solidaridad de la Descendencia de Abrahán

La incorporación «en Cristo Jesús», el Hijo de Abrahán, en quien está cifrada y compendiada toda la posteridad del gran patriarca, es el título que da derecho a los creyentes a ser reconocidos como hijos de Abrahán y herederos de sus bendiciones. Que esta afirmación categórica de San Pablo tenga repercusiones mariológicas, es decir, que lo que es título para la filiación respecto de Abrahán pueda serlo también para la filiación res- pecto de María, lo hemos ya insinuado anteriormente. Esta aplicación de la doctrina del Apóstol a la Mariología podría ser legítima, aun cuando María no tuviera parte alguna activa en el hecho de la solidaridad de los creyentes en la Descendencia de Abrahán; pero sería, evidentemente, mucho más clara y eficaz, si lograse demostrarse que María, no sólo fué la Madre de la Descendencia de Abrahán, sino que tuvo parte activa y aun decisiva en que toda la Descendencia del gran patriarca se encerrase y concentrase en Cristo. ¿La tuvo en realidad? Es lo que nos interesa investigar. Hay que tomar el agua en sus principios.

Dos veces prometió Dios a Abrahán que en él y en su posteridad serían bendecidas todas las naciones de la tierra: la primera, para moverle a que abandonase su tierra, su parentela y la casa de su padre (Gen. 12. 3); la segunda, como galardón del sacrificio intentado de Isaac (Gen. 22, 18). Equivalentemente renovó Dios su promesa otras dos veces, cuando anunció

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a Abrahán el nacimiento de Isaac (Gen. 15, 6: 17. 1-8. 16-19). A Isaac y a Jacob renovó Dios la misma promesa, pero como repetición de la hecha a su padre Abrahán (Gen. 26, 4-5; 28, 141. Lo que Abrahán hizo o puso de su parte para merecer favor tan singular de Dios fué según el Génesis, su obediencia (Gen. 22, 8; 26, 5l y también su fe (Gen. 15, 6). Según el Eclesiástico fué la observancia de la ley divina y su fidelidad, que se reducen fácilmente a la obediencia y a la fe (Eccli. 44, 20-21). San Pablo enaltece principalmente la fe (Rom. 4, 4...; Gal. 3, 6-14); Santiago da más relieve a la obediencia (lac. 2, 21-24).

Esta promesa de Dios, hecha al progenitor del pueblo de Dios, depo- sitada y custodiada en Israel, transmitida de padres a hijos, recordada por los profetas, constituye según San Pablo la sustancia del Antiguo Testa- mento. Dos elementos distingue el Apóstol en la Antigua Alianza: la promesa, hecha por Dios a Abrahán, y la Ley, dada por mano de Moisés. Estos dos elementos, aunque ambos de origen divino, aunque paralelos o yuxtapuestos, eran radicalmente heterogéneos y de valor desigual. Cons- tituían dos economías: una absoluta, definitiva, etej-na: la promesa; otra condicionada, provisional, transitoria: la Ley. La Ley se afíadió a la promesa, como se añaden extrínsecamente los rodrigones al árbol mientras está tierno o endeble. Por esto, venida la plenitud de los tiempos, mientras la promesa subsiste, corroborada y afianzada con el cumplimiento, la Lev, inútil ya. desaparece para siempre. E! ^Evangelio, anulación de la Ley, es la promesa realizada. Mientras el oficio de Moisés ha caducado, Abra- hán sigue siendo el «padre de todos los creyentes» (Rom. 4, 11). La con- fusión de estas dos economías fué el origen de la incredulidad y de la catástrofe del judaismo.

Analicemos más por menor la economía de la promesa, para ver la parte que en ella corresponde a María. Tres elementos principales des- cubrimos en la economía de la promesa: 1) el proceso histórico de la promesa: su primer anuncio, su transmisión, su cumplimiento: 2) la línea patriarcal o serie de los progenitores, que ha de terminar en la Descen- dencia personal. Cristo, en quien se ha de cumplir la promesa; 3) las dis- posiciones morales, la fe y la obediencia, que Dios exigió para anunciar ía promesa, y que pedirá igualmente para su cumplimiento. Veamos lo que María representa en la economía de la promesa bajo este triple aspecto.

El proceso histórico de la promesa ha llegado a su madurez: es la hora de su cumplimiento. El depósito de la promesa se ha conservado en Israel, gracias a una especialísima providencia de Dios. Dios, empero.

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no fía a hombres el encargo de poner el precioso depósito en manos de la persona agraciada, en quien iba a realizarse la promesa. Un ángel, enviado por Dios, lleva el encargo de recoger el depósito y ponerlo en manos de María. ¡Toda la economía de la promesa puesta en manos de María! Y de la fidelidad de María depende su realización. Así inter- pretó María el mensaje divino del ángel. En la última estrofa de su bellísimo Cántico, eco fiel de la Anunciación, cantó María:

Tomó bajo su amparo a Israel, su siervo,

acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros Padres.

a favor de Abrahán y de su posteridad para siempre.

En las manos de María las bendiciones prometidas a Abralián y a su posteridad se convierten en una venturosa realidad.

La serie de los progenitores de la Descendencia termina en María, úl- timo anillo de la cadena que comienza en Abrahán. Es significativa la manera como principia su Evangelio San Mateo. «Libro de la generación de Jesu-Cristo, hijo de David, hijo de Abrahán. Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob...». Y sigue la genealogía, hasta terminar en José, «el esposo de María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo» (Mt. 1. 1-16). Si es una de las grandes prerogativas de los israelitas, según San Pablo, el que a ellos les pertenezcan «los patriarcas» y que de ellos «descienda el Mesías según la carne» (Rom. 9, 5), toda la línea pa- triarcal termina y se concentra en María, «de la cual nació Jesús, el Mesías», «hecho de Mujer», como escribe el mismo Apóstol. En la per- sona de María se hallan representados dignamente todos los patriarcas, beneficiarios de la promesa. María lleva la representación auténtica pa- triarcal, cuando Dios habla de nuevo a Israel para anunciarle el cumpli- miento de la promesa.

Fe y obediencia había exigido Dios como condición y disposición mo- ral para recibir la promesa: fe y obediencia, incomparablemente más plenas y perfectas, halla en María, cuando quiere proceder a su realiza- ción. Libremente asintió María al mensaje del ángel; pero toda su li- bertad y toda su generosa voluntad puso María en aquella respuesta, hija de la fe más ciega y de la obediencia más rendida: «He aquí la esclava del Señor, hágase en según tu palabra». La Tradición cristiana, toda entera, comenzando por San Justino y San Ireneo, haciéndose eco de aque- lla exclamación de Isabel: «Dichosa tú, que creíste» íLc. 1, 45), enaltece

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

a porfía la fe y la obediencia de la «Esclava del Señor». No podía hallar Dios mejor disposición para cumplir la promesa hecha a la fe y a la obe- diencia del padre de los creyentes.

Recojamos brevemente el resultado de estas observaciones, que po- f dríamos ampliar notablemente. En general, toda la economía de la pro-

mesa, o, lo que es lo mismo, toda la economía de la salud humana, está puesta en manos de María, la cual tiene en su realización una parte activa, eficaz, única y decisiva. Más en particular. María, al engendrar la Des- cendencia personal de Abrahán, engendra por el mismo caso la Descen- dencia colectiva, la universalidad de los creyentes; que si sólo por la fe han de hacer efectiva su pertenencia o inclusión individual a la Des- cendencia de Abrahán, ya antes, radical o virtualmente habían sido in- cluidos en ella con la generación de la Descendencia personal.

Capítulo III EL PRINCIPIO DE RECIRCULACIÓN

El principio de recirculación, si ha de emplearse, no como un tópico de simples congruencias, sino como verdadero principio de una demos- tración rigurosamente científica, exige un previo estudio, detenido y con- cienzudo, que precise y ponga a salvo dos puntos principalmente: su sig- nificación o alcance y su verdad o certeza. En un estudio más positivo, el procedimiento apto sería: recoger los testimonios patrísticos, analizar- los y cotejarlos, en orden a esclarecer los dos puntos indicados; en cambio, en un estudio más especulativo o, si se quiere, más metafísico, cual lo intentamos ahora, el procedimiento debe ser muy diferente: analizar los conceptos mismos, para ver lo que dan de sí, y atenerse al resultado del análisis; sólo por vía de comprobación o corroboración cabe recurrir a la tradición patrística.

Con esto queda prefijado el plan o la marcha de nuestro estudio: 1) como base o materia primera, que hay que elaborar, expondremos y analizaremos el concepto de la recirculación, cual ordinariamente se pro- pone; 2) en este concepto trataremos de determinar los rasgos propios y diferenciales de la recirculación; 3) trataremos de probar la verdad del

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principio en sus constitutivos propios y específicos; 4) descendiendo de lo general a lo particular, coartaremos el principio a sus elementos mario- lógicos, para convertirlo en principio inmediato de la Soteriología Ma- riana.

Art. 1. Concepto integral de la recirculación

El principio de recirculación término usado por vez primera por San Ireneo , que se ha llamada también de inversión o de reversión y de desquite, puede expresarse por esta fórmula sencilla: «El orden de la reparación corresponde paralela y antitéticamente al orden de la caída». Tal es el concepto que resulta de la convergencia de los textos patrísticos. Para apreciar la riqueza de su contenido es necesario analizar cada uno de sus términos.

<(£/ orden... comprende la serie de los factores personales o reales y el desenvolvimiento de los actos o hechos que intervienen en la realiza- ción histórica de la redención humana.

«...De la reparación^) : es decir, de la redención; lo cual im.porta dos propiedades esenciales de la recirculación: su carácter soteriológico y su actividad. Por una parte, la recirculación es un elemento integrante de la ejecución de los planes divinos ordenados a la salud humana. Por otra, no es un elemento estático o de puro ornato, sino verdaderamente dinámico o de acción. No hay que olvidar esta actividad soteriológica inherente y esencial a la recirculación.

^Corresponde)) : esta correspondencia, rasgo fundamental y caracterís- tico de la recirculación, es una modalidad particular o concreta añadida al decreto de la redención, que, en absoluto, hubiera podido realizarse sin esa correspondencia.

^(Paralela y antitéticamente)): la correspondencia es doble, paralela a la vez y antitética, esto es, por vía de semejanza y por vía de oposición: las mismas cantidades con signos contrarios, como suele decirse.

«/ÍZ orden de la caída)): es decir, a la serie de factores personales o reales y al desenvolvimiento de los actos o hechos, que intervinieron o tuvieron lugar en la historia del primer pecado.

Según esto, la recirculación es una relación entre dos extremos: una relación de correspondencia antitético-paralela entre el orden de la repa- ración y el orden de la caída. Pero entre estos dos extremos media una diferencia sustancial. El uno, el de la caída, es el determinante, el que da la pauta; el otro, el de la reparación, es el determinado, el que se

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

acomoda al primero. El alcance o extensión de esta correspondencia, esto es, qué factores del primer extremo han de reaparecer como opuestos en el segundo, no es tan difícil determinarlo, a lo menos en líneas generales. Si, por un lado, hay que evitar la exageración pueril de buscar en la reparación la más minuciosa correspondencia con los factores más insig- nificantes de la caída, tampoco, por otro lado, es lícito desconocer la correspondencia real de los elementos sustanciales o importantes. Estos son los que bajo algún concepto ejercieron influjo eficaz en que se produjera el hecho funesto de la caída. Tales son, primariamente, el varón, que cometió el pecado, y la mujer, que indujo al varón a pecar; y, secundaria- mente, la serpiente diabólica, que sedujo a la mujer, y el árbol mismo, cuyo fruto era la materia vedada del precepto que se quebrantó. A estos corres- ponden, en el orden de la reparación, primariamente, el Hombre y la Mujer; y, secundariamente, el ángel Gabriel y el árbol de la cruz. De hecho, estos cuatro binarios, Adán-Cristo, Eva-María, serpiente-ángel, árbol-cruz, son los que más resaltan en los textos patrísticos. Si fuera de éstas hay que admitir otras correspondencias secundarias, no tiene interés para nuestro objeto.

Art. 2. Elementos diferenciales de la recirculación

En el concepto integral de la recirculación, que acabamos de exponer, a poco que se considere, se descubren dos géneros de elementos: unos, que pudiéramos llamar postulados previos; otros, que forman los rasgos propios y diferenciales de la recirculación. Cuáles sean previos, cuáles diferenciales, es fácil determinarlo.

Notamos anteriormente que en el decreto de la redención podían dis- tinguirse tres como signos o momentos: 1) la encarnación del Hijo de Dios; 2) la solidaridad del Hijo de Dios hecho hombre con todo el linaje humano; 3) el principio de la recirculación. Por consiguiente, todos aquellos elementos o factores de la reparación que aparecen ya en los dos primeros signos, son previos respecto de la recirculación: los propios y característicos de ésta son aquellos que aparecen solamente en el tercer signo; más concretamente, son, como antes decíamos, los que más que a la sustancia de la reparación se refieren a las circunstancias y al modo de su realización, para que el orden de la reparación siguiese los mismos pasos, si bien en sentido inverso, que había seguido el proceso histórico de la caída. Será útil determinar más particularmente los elementos pre- vios y los diferenciales.

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En el elemento, por así decir, formal, la correspondencia, hemos nota- do dos propiedades contrarias: la antítesis y el paralelismo. De éstas, la antítesis, como embebida ya en el decreto mismo de la redención, es más bien postulado previo; el paralelismo, al contrario, es más bien ele- mento diferencial. No faltan excepciones, ni en lo uno ni en lo otro.

De los elementos materiales, aparecen ya en los dos primeros signos Cristo y María; Cristo, como Hijo de Dios hecho hombre, destinado a reparar el pecado de Adán, como solidario además con toda la raza de Adán: contrapuesto ya, por tanto, y de alguna manera paralelo, al primer hombre; María, como Madre del Redentor, como la Mujer, que, concen- trando en toda la raza de Adán, engendra al Hombre por antonomasia, solidario de toda la humanidad. Todos estos elementos son previos a la recirculación. Pero con ellos no tenemos todavía perfectamente delineada la imagen del Nuevo Adán, ni menos la de la Nueva Eva. Los que com- pleten esta doble imagen, además de los referentes al ángel y a la cruz, serán los rasgos diferenciales de la recirculación. Convendrá determinar- los algo más.

Cristo es el Nuevo Adán, en cuanto, por voluntad de Dios, asume en la dignidad y el oficio del primer Adán, de ser Cabeza moral y jurídica de toda la humanidad, la cual representa y compendia en sí, en nombre de la cual actúa, en orden a recuperar la justicia perdida y la vida eterna; es también el Nuevo Adán, contrapuesto al primero, en cuanto a la desobe- diencia de éste opone su obediencia, para que, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así también por un hombre entrase en el mundo la justicia, y por la justicia la vida. Tal es la imagen acabada del Nuevo Adán, completada con los rasgos caracte- rísticos de la recirculación. A esta imagen responde proporcionalmente la de María como Segunda Eva. Como en la ruina del género humano intervino eficaz y decisivamente una mujer, quiso Dios que otra Mujer interviniese no menos eficaz y decisivamente en su reparación. Y báste- nos ahora esta idea general, que luego habremos de concretar más parti- cularmente.

En suma, el principio de recirculación comprende principalmente estos cuatro elementos binarios: Cristo- Adán, María-Eva, ángel-serpiente, cruz- árbol, que, en el sentido expuesto, son sus elementos diferenciales. Se pre- gunta ahora: ¿la recirculación así entendida es una verdad que puede demostrarse? Tal es el problema que ahora nos toca examinar.

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Alt. 3. Verdad del principio de recirculación

Nos mantenemos ahora deliberadamente, aunque no necesariamente, en el terreno de la Teología especulativa; dentro de la cual deseamos investigar si en el concepto mismo de redención, considerada bajo sus diferentes aspectos, hallamos el principio de recirculación.

Considerémosla primeramente de parte de Dios. Dios había formado y realizado un plan verdaderamente magnífico en beneficio del hombre, creado en justicia y santidad y destinado a la vida eterna; mas quiso sa- pientísimamente condicionar la realización definitiva de sus designios al cumplimiento de un precepto, que impuso al primer hombre, cabeza de toda la humanidad, y a la primera mujer, asociada al hombre como fiel compañera. Si ellos observaban este precepto, conservaban para mis- mos y para toda su posteridad los dones divinos; si lo quebrantaban, los perdían para y para todos sus hijos. Desgraciadamente, lo quebranta- ron. Ellos, los instrumentos responsables en la realización de los planes divinos, los destinados a ser transmisores de la justicia y de la vida, fueron lo agentes culpables de la catástrofe, los transmisores del pecado y de la muerte. A vista de esta especie de fracaso, Dios pudo desentenderse del plan primitivo, y formar otro nuevo, creando otro hombre y otra mujer; pero no quiso sino rehacer su plan primero. En este supuesto, si un hombre y una mujer trastornaron el plan primitivo, precisamente los mismos que debían haberlo realizado y consolidado, la naturaleza mis- ma de las cosas exigía que otro Hombre y otra Mujer reparasen el mal que ellos habían hecho y realizasen el bien que ellos debían hacer; otro Hombre y otra Mujer, que, personalmente distintos de los primeros, asu- miesen su dignidad y representación: otro Adán y otra Eva.

Esta razón, que consideramos fundamental, contiene dos partes: una referente a Cristo, Nuevo Adán, otra referente a María, Nueva Eva; y en ambas partes parece tener la misma fuerza. Ahora bien, en su primera parte queda plenamente comprobada por la autoridad de San Pablo. Lo que sobre Cristo. Nuevo Adán, enseña el Apóstol no se explica sino en virtud del principio de recirculación. Luego, según San Pablo, el principio de recirculación es verdaderamente una modalidad o un coefi- ciente del decreto de la redención humana, en lo que atañe a Cristo. Mas como la razón, intrínsecamente considerada, exige también la presencia y la intervención de la Nueva Eva, es lógico concluir, que la comprobación de San Pablo, si directamente sólo se refiere a Cristo, indirectamente, em-

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pero, comprende también a María. Además, aun prescindiendo de esta comprobación indirecta o consecuente, desde el momento en que nos consta por San Pablo la verdad de la recirculación, en lo que toca a Cristo, la coherencia o, por así decir, homogeneidad de la obra redentora exige, que, si una de sus partes se rige y desenvuelve conforme al principio dfJ recirculación, todas las demás han de gobernarse conforme al mismo prin- cipio. Lo contrario supondría un cambio de táctica inmotivado e inco- herente. En suma, la naturaleza misma de las cosas exige el principio de recirculación. Y esta razón, válida por misma, recibe nueva fuerza de San Pablo. El no habla sino de Cristo; pero nosotros concluímos lógicamente: si vale de Cristo, vale también de María; y esto por doble motivo: porque la razón es una misma para entrambos, y para que la obra redentora no sea incoherente.

Consideremos ahora la misma reparación de parte del hombre. Por poco que se reflexione, luego se ve la conveniencia de que si en la caída intervinieron ambos sexos, ambos también habían de intervenir en la reparación. Pero hay más. Era altamente conveniente que la reparación fuera a la vez para Adán y Eva una humillación y una consolación. La soberbia, raíz de su pecado, debía ser humillada: lo pedía la justicia y la gloria de Dios; la fragilidad, con que pecaron, había de ser consolada: lo pedían las entrañas de misericordia de nuestro Dios. Y ninguna humi- llación más justa, ninguna consolación más blanda, que verse sustituidos por otro Adán y por otra Eva. Humillación, porque otros hubieron de ser los reparadores del mal causado por ellos. Consolación: porque estos otros, eran, al fin, carne de su carne y hueso de sus huesos, y había de llevar su misma representación. En particular, por lo que atañe a la mujer, si en la reparación no interviniera la mujer, como había intervenido eíi la ruina, quedaría todo el sexo femíneo marcado como con un padrón de ignominia.

También de parte de la serpiente o de satanás se hace necesaria la recirculación. El causante y el iniciador de toda la tragedia humana fué satanás, que, acuciado por su envidia contra el hombre y por su odio contra Dios, se propuso desbaratar los planes divinos y arrastrar al hom- bre a su propia ruina. Para lograrlo apeló a su diabólica astucia, se valió del «arte». Pero la astucia de satanás no había de prevalecer contra la sabiduría de Dios; la cual, para triunfar más gloriosamente, no quiso aplastar al enemigo con el peso de su omnipotencia, sino prenderlo en el mismo lazo que él había armado; quiso oponer arte contra arte, «ars ut artem falleret». Y ¿cuál había sido el arte de satanás? Comenzar por

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la mujer, para llegar al varón: hacer intervenir a la mujer, para que el varón prevaricase. Comenzar por la Mujer, hacer intervenir a la Mujer: eso mismo exactamente quiso hacer Dios, eso debía hacer, para vencer al enemigo con sus mismas armas, para hacerlo víctima de sus mismas estra- tagemas. Así sería más humillante la derrota de la serpiente y más glo- riosa la victoria de Dios. El desquite de Dios sería más completo.

El conjunto de todas estas razones parece exigía e imponía la recircu- lación. Con ella la obra de la reparación humana se hacía, por un lado, más plena y adecuada, y, por otro, más patente y palpable.

Este análisis interno del decreto de la redención tiene la ventaja in- apreciable de descubrirnos las razones internas de la recirculación : pero no podemos olvidar que el motivo principal y decisivo que da plena certe- za al principio de recirculación es el testimonio de la tradición cristiana; la cual, no sólo afirma la verdad del principio, sino que además señala las razones internas en que se funda. Así corroborado por los motivos internos y por los testimonios externos, el principio de recirculación se convierte en principio inconcuso de la Mariología.

Art. 4. El principio de recircülación contraído a la M.\riología

Hemos visto que el principio de recirculación rebasa los límites de la Mariología, por cuanto abarca, no sólo el binario Eva-María, sino también, por lo menos, los binarios Adán-Cristo, serpiente-ángel, árbol-cruz. Mas, como ahora sólo nos interesa su aplicación mariológica, conviene precisar algo más el binario Eva-María.

El principio de recirculación así limitado a la Mariología coincide con la antítesis paralela entre María y Eva o, lo que es lo mismo, con la deno- minación de Segunda Eva, con que toda la tradición designa y caracteriza a la Virgen María. Notemos aquí, de paso, que esta recirculación ma- riológica tiene en la tradición un apoyo incomparablemente más firme aún que la fórmula del principio en general.

La sustancia o significación esencial de la recirculación mariológica puede expresarse en estos o semejantes términos: ^<a la acción o interven- ción activa de la mujer en el proceso histórico de la ruina corresponde o se contrapone la acción o intervención activa de la Mujer en el proceso histórico de la reparación». Notemos un punto de capital importancia. La recirculación es un factor o una modalidad del decreto de la redención o de la reparación humana, que es esencialmente activa: que no es una

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exhibición de figuras opuestas, sino un choque de acciones contrarias. Por esto la antítesis entre Eva y María no es, ni exclusiva ni principal- mente, un contraste de posiciones o representaciones opuestas, sino una actuación de dos actividades contrarias: es, no simplemente estática, sino esencialmente dinámica. Este es un punto que nunca hay que olvidar.

Debemos precisar más los elementos activos de esta antítesis dinámica.

Podemos distinguir tres actos en la intervención funesta de Eva: 1) su propia desobediencia al precepto de Dios, que fué el primer paso de la ruina; 2) la solicitación con que indujo a Adán a que también él comiese del fruto vedado: solicitación, que determinó eficazmente la comisión del primer pecado, y que fué de parte de Eva verdadera complicidad en el pecado de Adán, que fué pecado de todo el linaje humano; 3) la trans- misión o propagación materna, por vía de generación, del pecado original a su posteridad La recirculación, si ha de ser adecuada, exige en

la intervención soteriológica de María otros tres actos, diametralmente opuestos a los de Eva: 1) que ella inicie la obra de la reparación con un acto propio de obediencia; 2) que ella con su actuación o intervención determine la existencia misma de la obra reparadora o ponga en movi- miento toda la economía de la redención humana; 3) que ella intervenga a título de madre y dentro de la esfera de la maternidad en la transmisión o aplicación de los frutos de la redención a cada hombre en particular. Todo esto hizo Eva en orden a la ruina: todo esto debe hacer María en orden a la reparación.

Para terminar este punto hemos de hacer una observación, que no carece de importancia. Se sigue todavía discutiendo, no sin calor, sobre el sentido exacto de Gen. 3, 15: «pondré enemistades entre ti y la mujer...», y se aventuran nuevas interpretaciones, que parecen comprometer su signi- ficación y aun su aplicación mariológica. Decimos, pues: para su utili- zación mariológica no es indispensable probar o suponer que la «Mujer» sea precisamente María; aun cuando se demostrase apodícticamente que no se ha demostrado que el texto, en su sentido literal o formal inme- diato, hablaba de la mujer en general, es decir, del sexo femenino, bastaba ya esa interpretación más liberal para el objeto que nos proponemos. Con ello tendríamos comprobado el principio de recirculación; dado que en

(') Queremos decir que la funesta intervención de Eva no terminó solamente en el acto pecaminoso de Adán, sino que alcanzó además a toda su posteridad. Que si es verdad que la generación es de suyo mera condición p:¡ra la propagación del pecado original, no es menos verdad que por culpa de Eva lo que en los planes de Dios había de ser vehículo de transmisión de la justicia, de hecho se ha con- vertido en vehículo de transmisipn del pecado original.

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MARÍA, MEDIADORA UM VERSAL

la reparación intervendría, no solamente el varón, sino también la mujer. Y esto nos basta. Que la dificultad de ciertos teólogos, adversarios de la corredención Mariana, no estriba precisamente en la persona individual de María, sino en la presencia e intervención activa de la mujer en com- pañía del varón. Y esto nos lo da generosamente la interpretación liberaS del texto genesíaco.

Capítulo IV EL PRINCIPIO DE ASOCIACIÓN

No es tan fácil, como acaso pudiera parecer, precisar exactamente el sentido de este principio y demostrar su verdad. Y hay que intentar lo uno y lo otro.

Art. 1. Sentido del principio

En términos generales podemos decir que la asociación estriba en la maternidad soteriológica y está ordenada a la acción soteriológica ; pero que no es ni la maternidad ni la acción, sino algo intermedio entre ambas. La maternidad es como el acto primero remoto o principio mediato, la acción es el acto segundo: entre una y otra la asociación es el acto pri- mero próximo o el principio inmediato. Conviene concretar más parti- cularmente esos términos generales.

Ante todo, hay que señalar los múltiples puntos de contacto entre la asociación y la maternidad. La asociación, si existe o en cuanto existe, ha de ser necesariamente maternal; y la maternidad entraña en cierto género de asociación.

Que la asociación de María con el Redentor haya de ser necesariamente maternal, es cosa evidente. Toda la razón de ser de María se halla en su maternidad divina y soteriológica. Por consiguiente, a lo menos por análisis interno de los conceptos, no es posible descubrir en María nin- guna actividad ni ninguna función fuera de la esfera de la maternidad, es decir, que no sea propiamente maternal. Toda otra actividad o función diferente resultaría, por fuerza, extraña, incoherente, inmotivada, postiza.

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Si María ha de asociarse a Cristo como principio de la redención, ha de ser a título de madre y en calidad de madre: maternalmente.

Por otra parte, la maternidad ya de suyo implica cierta asociación d(? la madre con el hijo, como anteriormente hemos declarado. Madre e hijo y más madre virgen e hijo único , forman necesariamente una aso- ciación de orden o derecho natural. Además, el hijo respecto de las múl- tiples y variadas funciones maternales no es sujeto puramente pasivo, sino comprincipio activo, ya en el orden físico ya en el orden moral: lo cual importa una especie de asociación entre la madre y el hijo. Y en el caso de Cristo y de María la maternidad entraña o connota una asociación especial, más directamente soteriológica, en la solidaridad o representación humana, que, como hemos dicho, la madre transmite o comunica al hijo, y el hijo recibe de la madre.

Mas hay que reconocer que todas esas asociaciones no son, o parecen no ser, el principio de asociación de que ahora tratamos. Esta asociación ha de consistir en que María quede constituida como complemento o com- principio del Redentor en el acto mismo en que va a consumar la obra de la redención, en que María y Cristo formen, como suele decirse, un solo principio adecuado o total, próximo o inmediato, de la acción re- dentora.

Pero no hay que confundir la asociación con la cooperación formal. La asociación constituye el acto primero, esto es, el principio o la virtud activa de la redención: la cooperación es la misma redención formal o el acto segundo. Por esto el establecer el principio de asociación será acaso asentar una premisa, de la cual pueda colegirse la corredención, mas no es afirmar la misma corredención.

Para mayor esclarecimiento del principio de asociación, así entendido, convendrá precisar más particularmente su relación o conexión con la maternidad divina y soteriológica.

Por de pronto, como ya hemos indicado, esta asociación ni es la ma- ternidad, ni está incluida en ella formalmente. Y al hablar de maternidad, no entendemos solamente la generación física, sino incluímos también sus múltiples relaciones morales y jurídicas, en ella encerradas o de ella deri- vadas necesariamente; la misma asociación que el hecho mismo de la generación establece entre la madre y el hijo, no es la asociación de que ahora hablamos, ni siquiera la exige. Por más estrecha que se suponga la unión de la madre con el hijo, no por eso queda asociada a todo lo que el hijo, ya mayor, ha de hacer ulteriormente. Sólo un acto positivo de la voluntad de Dios puede crear la asociación de que tratamos.

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Y, sin embargo, la asociación corredentora, sin ser la maternidad, ha de ser maternal y no puede salirse de la esfera de la maternidad, como también hemos indicado. Más aún, como todas las prerrogativas de María, también la asociación ha de tener su fundamento y su raíz en la mater- nidad divina. Se requiere, sin duda, un acto expreso de la voluntad de Dios, que determine y explique su existencia; pero Dios la hará brotar de la raíz de la maternidad. Y si es maternal en su origen, también lo será en su tendencia y en sus modalidades características siempre mater- nales; y lo será en su actuación, no otra sino el desempeño de los oficio* maternales. Por voluntad de Dios, será una prolongación de la mater- nidad moralmente considerada, y singularmente de la asociación inicial inherente a la misma maternidad. Con esto la asociación corredentora ya no será algo extraño y sobrepuesto a la maternidad, sino que hallará en ella un doble punto de contacto con que empalme o en que se injerte. No cabe duda de que, así entendido, el principio de asociación, imprime un carácter de unidad y coherencia a toda la actuación soteriológica de la Madre del Redentor.

Por fin, para prevenir toda mala inteligencia, advertiremos, aun cuan- do sea innecesario, que la asociación de María al Redentor en orden a formar un principio único y adecuado de la obra redentora no significa que la Madre sea equiparada al Hijo, de modo que ambos por igual formen el acto primero de la redención. Jamás ha pasado a ningún teólogo cató- lico por el pensamiento suponer que la Madre y el Hijo son dos principios coordinados e independientes de la redención: todos a una reconocen que la Madre actúa en un plano inferior y subalterno y que esta actuación de- pende totalmente de la del Hijo, del cual recibe todo aquello con que ella contribuye a la obra de la redención. Y no hay que insistir más en cosa tan clara.

Art. 2. Verdad del principio

Hemos establecido que la asociación corredentora tiene sus raíces así en la maternidad soteriológica como en el principio de solidaridad; que esa doble relación o conexión prepara, sin duda, la demostración de la verdad del principio, pero también que no es suficiente. Pero esa misma conexión, corroborada por el llamado principio de conveniencia, ¿ofrece una base más firme para una demonstración convincente? Prescindamos del valor demostrativo del principio de conveniencia o congruencia: con- cretémonos a nuestro caso. Para obtener una verdadera demonstración.

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se habrían de probar dos cosas: 1) que existe una verdadera congruencia de la asociación a base de la maternidad, es decir, que la maternidad sote- riológica exige de alguna manera la asociación corredentora ; 2) que Dio9 de hecho ha tenido por buena esa conveniencia y se ha atenido a ella. Ahora bien, tanto esa conveniencia como esa acomodación de Dios serán todo lo probables o verosímiles que se quiera, pero difícilmente se im- pondrán a la inteligencia, menos aún a todas las inteligencias, de modo que engendren un convencimiento pleno, exento de dudas y vacilaciones. Y sin certeza, con solas probabilidades, no tenemos verdadera demons- tración. Habremos, pues, de abandonar este camino. Queremos ciencia mariológica: y la ciencia exige certeza.

Si acudiésemos al terreno de la Mariología positiva o documental, la demonstración sería fácil y satisfactoria. Sirvan de muestra estos dos testimonios: de Pío IX y de Pío XI. El inmortal Pontífice de la Inma- culada escribía en la Bula dogmática «Ineffabilis Deus»: «Sicut Christus, Dei hominumque mediator, humana assumpta natura, delens quod ad- versus nos erat chirographum decreti, illud cruci triumphator affixit, sic Sanctissima Virgo, arctissimo et indissolubili vinculo cum eo coniuncta, una cum illo et per illum, sempiternas contra venenosum serpentem inimi- citias exercens ac de illo plenissime triumphans, illius caput immaculato pede contrivit». Más concisa y enérgicamente Pío XI: «11 Redentore non poteva, per necessitá di cose, non associare la Madre sua alia sua opera» (Osserv. Rom. 1, 12, 1933). Semejantes testimonios constituyen una magnífica demonstración documental del principio de asociación; y no creemos inútil el habernos referido a ellos; mas lo que ahora buscamos es una demonstración más intrínseca, basada en el análisis mismo de los conceptos. Tal demonstración nos la da cumplida el principio de recir- culación antes expuesto. Y esto de dos maneras o por dos títulos.

En Adán y Eva hay que considerar dos cosas, como ya antes lo hemos hecho: lo que debieron ser, y lo que fueron de hecho; o lo que debieron hacer, y lo que en realidad hicieron. Por una parte, entrambos consti- tuíari un principio moral, que había de recibir la justicia original en orden a conservarla y transmitirla a toda su posteridad. A este fin Eva estaba asociada a Adán. Dios lo dijo: «Non est bonum hominem esse solum: faciamus ei adiutorium simile sibi» (Gen. 2, 18). Aquí no se habla de Eva como de complemento sexual de Adán, sino como de compañera y ayuda en el orden social y moral. Esto significan las palabras, si no que- remos violentar arbitrariamente su sentido. Por otra parte, en la comi- sión del pecado Eva fué con toda propiedad cómplice, es decir, se asoció

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a Adán en el acto de cometer el pecado. Esa fué la excusa que pretextó Adán: «Mulier, quam dedisti mihi sociam, dedit mihi de ligno, et comedi» (Gen. 3^ 12). «Sociam»: que debía serlo para el bien, y lo fué para el mal. Esta doble asociación de Eva respecto de Adán no es un pormenor accesorio, sino un elemento esencial, tanto de la elevación del hombre al estado sobrenatural, como de su lamentable caída. Ahora bien, en virtud del principio de recirculación, a esta doble asociación de Eva con Adán había de corresponder paralela y antitéticamente la asociación de María con Cristo, de la Segunda Eva con el Segundo Adán. La Segunda Eva había de ser lo que la primera debió ser en los planes de Dios; y había de deshacer lo que la pjimera contra los planes de Dios malamente hizo. En lo uno y en lo otro Eva estuvo asociada al primer Adán: en lo uno y en lo otro María había de estar asociada al Segundo Adán. En esta consiste sustancialmente el principio de asociación.

Según esto, podíamos haber englobado este principio dentro del prin- cipio de circulación como parte integrante suya; pero pareció mejor des- glosarlo, para darle todo el relieve que se merece. De todos modos, el principio de asociación es un principio subalterno o subordinado al de- recirculación.

Capítulo V SINGULARIDAD TRANSCENDENTE

Art. 1. Significación de la singularidad transcendente

San Alberto Magno tiene una frase, que explica admirablemente lo que entendemos por singularidad transcendente. Escribe así en su Marial: «Beatissima Virgo non cadit in numerum cum aliis; quia non est una de ómnibus, sed est una super omnes» (Resp. ad qq. 70-80). Una super omnes: tales son los dos elementos de la singularidad transcendente. Por una parte, super omnes: María se halla en el orden supremo de la creación. Por otra, una: ella sola ocupa o forma este orden supremo. En cuanta super omnes, sólo a Dios tiene sobre sí. En cuanto una, tiene debajo de> a toda creación. En virtud de este doble elemento hemos tenido que

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apelar al término compuesto de singularidad transcendente, que pudiera sustituirse por otros parecidos, como serían los de transcendencia, prima- cía, supremacía, eminencia o supereminencia singular o única.

La demonstración de esta singularidad transcendente puede hacerse por tres vías diferentes: por vía documental, aduciendo los testimonios de la tradición, que la afirman; por vía de inducción, enumerando los hechos en que resplandece; por vía de deducción o análisis de los principios antes •expuestos. De la vía documental queremos ahora prescindir; la vía de inducción sólo secundariamente la utilizaremos, a modo de simple com- probación: insistiremos principalmente en la vía de análisis o deducción, mostrando cómo la singularidad transcendente se halla contenida implícita o virtualmente en los principios anteriormente establecidos. De ahí se sigue que este nuevo principio es un principio subalterno, derivado de los precedentes; que, por tanto, no puede ofrecer nuevos elementos de dem.ons- tración, que, aunque más remotamente, no puedan derivarse de los prin- cipios anteriores. Mas no por eso resulta superfino. La expresión formal o formulación explícita de lo que en los principios superiores sólo se halla implícita o virtualmente, puede ofrecer especiales ventajas, no sólo para una demonstración más concisa y diáfana, sino también para dar razón o explicación de ciertos hechos a primera vista incoherentes y para pre- venir o solventar ciertas objeciones enojosas. Además, este principio, prescindiendo de sus ventajas dialécticas, contiene por mismo un altí- simo valor: el de presentar en toda su grandeza y en su excelsitud casi divina la figura singularmente transcendente de la augusta Madre de Dios, que cerniéndose, ella sola, por encima de las cumbres más eminentes de la creación, aparece aureolada con los fulgores que descienden de la divi- nidad: «una super omnes».

En esta singularidad transcendente hay que considerar tres aspectos: el estático, su dignidad ; el dinámico, su actividad o acción ; el tem- poral o relativo, su prioridad o anticipación.

Art. 2. Demonstración por los principios

Como cada uno de los cuatro principios anteriormente establecidos «frece, si bien bajo diferentes aspectos, base suficiente para una demons- tración a su modo completa, es preferible tratarlos separadamente. Con ello la demonstración ganará no poco, así en claridad y nitidez, como principalmente en fuerza demonstrativa.

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§ 1. Maternidad divina y soteríológica

Dignidad. Por su divina maternidad María es ya «una super omnes» : ella sola encumbrada sobre toda la creación. Es ésta una verdad tan vul- gar y trillada en la Mariología, que basta haberla enunciado. Otra ver- dad igualmente reconocida es que María en virtud de su divina maternidad pertenece al orden supremo de la unión hipostática; y pertenece a él, no extrínsecamente, como San José, sino intrínsecamente.

Pero la maternidad de María es, además de divina, esencialmente sote^ riológlca, toda ella destinada y orientada a la redención de los hombres, elemento esencial en la economía de la reparación humana: lo cual da a María un lugar único y eminente en el orden soteriológico ; que, ya se conciba como derivación o prolongación del orden hipostático, ya como grado supremo dentro del orden de la gracia santificante, ya como intermedio entre ambos, siempre obtiene la primacía en el mundo de la gracia divina.

Madre de Dios, Madre del Redentor: doble título de una dignidad sobre toda dignidad creada, poseída exclusivamente por María.

Actividad. Generalmente, todo ser es principio de actividad. Dios no ha creado seres inertes. Y la excelencia de la actividad es proporcional a la excelencia del ser. Y en la economía de la gracia no existen figuras meramente decorativas. Por tanto, si la dignidad de la maternidad divina y soteríológica es única y suprema, única y suprema ha de ser también su actividad y su acción.

Más concretamente, la maternidad, como antes hemos considerado, es un principio de innumerables actividades, tanto en el orden físico como en el orden moral. Y todas estas actividades maternales, en cuanto son una actuación de la maternidad divina, se elevan al orden supremo de la unión hispostática; y, en cuanto son una actuación de la maternidad soteríológica, se desenvuelven en el plano del orden soteriológico: y por ambos títulos se encumbran por encima de todas las actividades de las puras creaturas y son exclusivamente propias de María: en su actividad, no menos que en su dignidad, «una super omnes».

Prioridad. Conviene esclarecer este punto, que no ha sido conve- nientemente atendido. Es ya una verdad comúnmente admitida que la divina maternidad es la raíz primera de todas las prerrogativas o privile- gios de María. Es también una verdad universalmente reconocida que han de guardar la debida proporción con la supremacía singular de la

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maternidad divina, de la cual dimanan. A estas dos verdades hay que añadir otra tercera, y es que estas mismas prerrogativas las ha de poseer María con prioridad o anticipación, que será temporal, siempre que la naturaleza misma de las cosas lo exija o lo consienta. Y esto precisamente en virtud de la maternidad divina y soteriológica. En qué consista y en qué estribe esta prioridad, es lo que desearíamos precisar. Para ello hay que subir a los primeros principios: a los decretos divinos referentes a la redención humana.

En estos decretos hay que distinguir dos series: una relativa al Reden- tor, otra relativa a su Madre. En la serie relativa al Redentor podemos distinguir 'estos signos o momentos lógicos:

A) Decreto de la redención en considerada, es decir, según su sus- tancia y como en abstracto. - '

B) Decreto de la encarnación del Hijo de Dios en orden a la reden- ción, esto es, como medio necesario para la redención por vía de estricta justicia. La combinación de estos dos decretos nos da el decreto com- puesto de la redención por Cristo.

C) Decreto del modo concreto y particular de esta redención por Cristo, esto es, de la pasión y muerte del Redentor con todas las circuns-- tancias históricas en que se realizó.

En la serie relativa a la Madre del Redentor podemos distinguir también estos signos o momentos lógicos:

a) Decreto de una Madre, es decir, de que el Redentor nazca de Mujer.

6) Decreto designando o eligiendo a María como Madre del Redentor.

c) Decreto determinando y preparando las gracias que dispongan a María para ser digna Madre del Redentor o que correspondan a su altísima dignidad de Madre de Dios.

Es indiferente ('l para nuestro objeto que estas dos series sean o no completas: basta con que los signos o momentos señalados correspondan a la realidad y se sucedan lógicamente en el orden propuesto: y lo uno y lo otro, a poco que se reflexione, parece evidente.

Esto supuesto, surge la gran cuestión: ¿la segunda serie, en bloque, es posterior lógicamente a la primera, o bien los distintos decretos que inte- gran las dos series se entrecruzan? Más concretamente: los tres decretos de la segunda serie, y cada uno de ellos en particular, posteriores evidente-

(') Sería también indiferente para nuestro propósito el anteponer el decreto relativo a la preparación de las gracias (c) al referente a la designación personal de María (b). Lo que ahora nos interesa, como puede verse por la argumentación que sigue, es que tanto uno como otro sean lógicamente anteriores al decreto sobre el modo concreto de la redención ( C), objeto de la ciencia de visión para Dios.

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mente a los dos primeros decretos (A B) de la primera serie, ¿son también posteriores al tercero (C)? Recuérdese que no hablamos de la anterioridad o posterioridad cronológica en la ejecución, sino de la anterioridad o poste- rioridad lógica en los mismos decretos.

Como base necesaria o como postulados previos, en orden a prevenir o evitar confusiones o malas inteligencias, establecemos estas tres verdades, que nadie, creemos, pondrá en tela de juicio: 1) que a María no se le con- cedió ni asignó gracia alguna que no fuese en atención a los méritos del Redentor. Pero nótense bien los términos que empleamos: hablamos de gracia, de lo que con toda propiedad sea y deba llamarse graciai; y decimos. en atención a los méritos, no en previsión de los méritos, que es esencial- mente distinto. 2) Que a los demás santos se les concedieron o asignaron las gracias por los méritos previstos del Redentor, es decir, de la redención prevista como ya consumada. 3) Que entre todos los predestinados María ocupa el primer lugar, es decir, que lógicamente fué predestinada inmedia- tamente después de Cristo y antes que todos los demás.

Presupuestas estas tres verdades, podemos ya estudiar el triple problema sobre la prioridad o posterioridad a) de la maternidad divina en consi- derada, b) de la designación de María para esta maternidad, y c) de las gracias asignadas a María como inherentes a la maternidad divina, respecto del tercer decreto de la primera serie, es decir, respecto de la redención concreta y consumada (^).

a) La maternidad divina en misma considerada no puede ser lógica- mente posterior a la previsión de la redención concreta y consumada. Así lo persuaden dos razones fundamentales, que parecen evidentes. 1) Por- que la maternidad, así en abstracto, no es propiamente una gracia, fruto de la redención, sino una dignidad o un ministerio ordenado a la redención ; es como un corolario o un prerrequisito de la encarnación. En otros tér- minos, la divina maternidad no pertenece al orden de la gracia santificaníe, efecto de la redención, sino más bien al orden supremo de la unión hipos- tática, lógicamente previo a la redención. Más claro aún: como el decreto de la encarnación, lógicamente posterior al de la redención ut sic, es con todo anterior al de la redención concreta y circunstanciada, dado que la encarnación es base previa o prerrequisito esencial de las circunstancias históricas de la redención concreta, no sólo en el orden de la ejecución,

(') Lo que aquí decimos es obvio y llano dentro de la hipótesis escotista y aun de la suarista sobre el molivo primario de la encarnación; pero creemos que estas afirmaciones pueden deducirse, como tratamos de hacerlo, aun indeper.áientemente de las dichas hipótesis. Según esto, podrá atacarse la lógica de nuestras deduccio- nes, pero no la ortodc.xia de lo que intentamos demonstrar.

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sino también en el orden de la intención, así también lo es la divina maternidad, esencialmente correlativa a la encarnación. 2) Porque los mé- ritos de la redención no pueden propiamente preverse antecedentemente (ni concomitantemente) al decreto de la divina maternidad. La razón es clara. La previsión, como perteneciente a la ciencia divina de visión, tiene por objeto necesariamente la existencia real y concreta de la cosa prevista. Ahora bien, la existencia de la cosa prevista, aun en el orden intencional, incluye o supone todas las circunstancias concretas e históricas que la modi- fican o acompañan. Y el elemento principal de la muerte redentora es la presencia y existencia del Redentor, que lógicamente presupone su encar- . nación, que no es sino su filiación respecto de la Mujer: filiación, que tiene como correlativa la divina maternidad. Por estas dos razones, por lo que es la maternidad y por lo que supone la previsión de los méritos redentores,, parece indudable que el decreto de la divina maternidad es lógicamente previo al decreto último y definitivo de la redención con todas sus circuns- tancias.

b) ¿Es igualmente previa al decreto definitivo de la redención la desig- nación de María para la divina maternidad? Examinemos las dos razones que acabamos de proponer en la solución del problema precedente. 1) La primera razón no es aquí tan clara y convincente. Por una parte, la desig- nación de María para la divina maternidad formalmente no es una gracia propiamente dicha, por más que de parte de Dios sea un favor gratuito. En realidad, esta designación no es sino la elevación de María al orden supremo (previamente determinado) de la unión hipostática. Por otra parte, empero, si es verdad, como parece, que María mereció o pudo mere- cer (aunque sólo de congruo) semejante designación, estos merecimientos no se conciben sin la previa concesión (o asignación) de la gracia santifi- cante (o por lo menos de gracias actuales), fruto de la redención. Y si así es, la designación para la divina maternidad, aun cuando formalmente no sea una gracia propiamente dicha, la presupone, con todo. ¿Y entonces, no vale esta primera razón? El juicio definitivo depende de otra cuestión. Opinan gravísimos teólogos, entre ellos Suárez, que Dios, si bien concede la gloria a los justos en razón de sus méritos, los predestina a ella indepen- dientemente de estos méritos. Y en esta hipótesis, cae por su base la difi- cultad propuesta contra el valor de esta primera razón. Pero, aun en la hipótesis contraria, subsiste (o puede subsistir) este valor. Porque entre el caso de los justos predestinados a la gloria y el de María predestinada a la divina maternidad median dos diferencias. En el primer caso se trata de méritos de condigno ; en el segundo de simples méritos de congruo. En

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el primero el objeto o término de la predestinación pertenece al orden de la gracia santificante, fruto de la redención; en el segundo, al orden de la unión hipostática, previo a la redención definitiva. En conclusión, no po- demos urgir demasiado esta primera razón; pero tampoco es lícito decla- rarla totalmente ineficaz. 2) Otra cosa hay que decir de la segunda razón: la cual por lo que atañe a la significación misma de la maternidad, coincide exactamente con la expuesta en el problema anterior; y por lo que mira a las gracias con que pudo ser merecida congruamente de parte de María, coincide con la que vamos a exponer en el problema siguiente.

c) La divina maternidad, si no es formalmente santificante, como lo entendía Ripalda, es título que exige la gracia santificante y otras muchas y extraordinarias gracias, que Dios de hecho asignó y concedió generosa- mente a la Virgen María: gracias, unas dispositivas, otras concomitantes, otras subsiguientes a la divina maternidad. Todas estas gracias no se asig- naron ni dieron a María sino en virtud de los méritos de su Hijo Redentor. A los demás hombres se da la gracia en virtud de la redención consumada: o ya realizada históricamente (como en el Nuevo Testamento), o por lo menos en cuanto prevista como futura (como en el Antiguo Testamento). A María se le concedió la gracia, histórica o cronológicamente, con anterio- ridad al acto de la redención, como es evidente; pero ¿se le asignó poste- riormente a la previsión de la redención consumada, como a los demás hombres, o bien con anterioridad lógica a dicha previsión? Es éste un problema de capital importancia por las consecuencias que entraña. Hay que estudiarlo, pues, con la esmerada diligencia que su importancia reclama.

Ante todo, hay que recordar que en el desenvolvimiento lógico o en los signos o momentos del decreto de la redención humana la predestinación de María sigue inmediatamente a la predestinación de Cristo y precede a la de los demás hombres: lo cual por sólo confiere ya a María una prio- ridad sobre los demás predestinados y sobre los demás hombres, cuyas consecuencias podremos apreciar más adelante. Y semejante prioridad valdría, aun cuando la predestinación de María fuera lógicamente posterior * a la previsión de la redención consumada; pues significaría que, una vez prevista la redención, se asignaban sus frutos primero a María, para com- pletar su predestinación, y luego a los demás hombres; es decir, que en la aplicación de los frutos de la redención existirían dos órdenes: uno, que comprendería a María solamente; otro, que comprendería a los demás hom- bres. Con sólo esto, que nadie podrá negar, queda ya radicalmente re- suelta la gran dificultad, que con aire de triunfo objetan algunos contra la corredención Mariana, incompatible, según ellos, con su condición de redi-

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mida. Semejante dificultad, insubsistente en el orden de ejecución, dentro del cual María fué santificada mucho antes que se realizara la redención, no es más eficaz en el orden de intención, dentro del cual, asignada la gracia a María antes que a los demás hombres, pudo ya ella ser destinada y capa- citada a cooperar en la redención de los otros. Valdría la dificultad, si la redención de María y la de los demás formara un bloque indivisible: no vale, si la redención recae en María, como complemento de su eterna pre- destinación, antes que en los demás hombres.

Pero esta consideración no resuelve todavía el problema propuesto: cuya solución estriba en una distinción, ya antes indicada, pero que ahora hay que declarar más fundamentalmente. En el proceso lógico de la re- dención humana aparece en primer lugar el decreto de la redención ut sic, y sólo después del decreto de la encarnación se concibe el decreto de la redención completa en todas sus modalidades y circunstancias históricas. A cada uno de los decretos (o signos) de la redención precede lógicamente un conocimiento o acto de la inteligencia divina, que respecto del primer decreto no puede ser una previsión propiamente dicha, pero que lo es res- pecto del último. La razón de la diferencia entre estos dos conocimientos divinos es clara. El primero, como tiene por objeto la redención ut sic, no cual ha de existir en el tiempo y en la realidad histórica, es esencialmente (a nuestro modo de concebir y de hablar) precisivo o abstractivo; el se- gundo, en cambio, es una verdadera visión previa de la realidad futura, que se reduce, por tanto, a la ciencia llamada de visión. Supuesta esta dis- tinción lógica de decretos y de previos conocimientos, se plantea esta cues- tión: ¿para asignar o predestinar una gracia en virtud de los méritos de la redención hay que esperar al último signo, es decir a la previsión de la redención enfocada como existente en el tiempo, o bien basta el primer signo, esto es, el conocimiento cuasi-precisivo y el correspondiente decreto de la redención ut sic? A esta cuestión responderemos por partes o por grados.

En primer lugar, negativamente, no creemos pueda aducirse ninguna razón seria y eficaz que muestre ser necesario aguardar a la previsión de la redención circunstanciada, sin que pueda Dios asignar ninguna gracia en virtud del primer decreto de la redención ut sic, completado naturalmente con el decreto de la encarnación.

En segundo lugar, más positivamente, lo esencial en el presente orden de la providencia es que las gracias se concedan y se asignen o predestinen en virtud de la redención de Cristo, es decir, que se deban a los méritos del Redentor. Ahora bien, esto se salva perfectamente, si se asignan las

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gracias en los dos primeros decretos relativos a la redención, sin que sea necesario aguardar al tercero. Esto aparece más claro, si se tiene en cuenta que el valor de los méritos depende, no de las circunstancias históricas, sino de la dignidad personal del Redentor y de sus actos, lo cual se halla antes de llegar al tercer momento o signo lógico de la redención.

Pero la razón más poderosa y, a nuestro juicio, decisiva de lo que afirmamos, es la necesidad inevitable de asignar a la Mujer predestinada para Madre de Dios las gracias que la dispongan cumplidamente para este oficio o dignidad, aun antes de llegar a la previsión y decreto definitivo de la redención circunstanciada. En efecto, no sólo en el orden de la eje- cución, como es evidente, sino también en el orden de la intención, no puede darse ni concebirse el Redentor, cual Dios lo tiene decretado, sin que haya nacido de la Mujer predestinada para ser su Madre, y, consi- guientemente, sin que ésta haya sido previamente preparada con la gracia santificante. Por tanto en el orden de las ideas, no menos que en el de los hechos, la preparación de la Madre por medio de la gracia es lógica- mente previa a la previsión propiamente tal y al decreto último de la redención circunstanciada. De consiguiente, si la gracia se ha de asignar a María en virtud de la redención, y esto no puede ser posteriormente a la previsión de la redención concreta e histórica, es fuerza que sea en atención a la redención concebida en misma o según su sustancia, como suele decirse.

En conclusión los tres decretos referentes a María (o b c) se han de colocar entre los dos primeros (A B) y el tercero (C) de los relativos a Cristo.

Hay que comprobar ahora si el examen de los otros principios mario- lógicos lleva al mismo resultado que el principio de la maternidad divina.

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§ 2. Principio de solidaridad

Recordemos ante todo el modo cómo el Redentor se hace solidario con la humanidad. María, para poder ser Madre del Redentor solidario, re- presenta de antemano y concentra en a toda la humanidad: así, al dar su carne al Redentor, le da una carne en la cual está jurídicamente conte- nida y representada toda la humanidad. De ahí una acción y una rela- ción especial de María con el Redentor; acción, por la cual transfiere o confiere al Redentor la solidaridad humana; relación especial: por cuanto María no está sólo jurídicamente representada en la carne que recibe el

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Redentor, sino que le entrega su propia carne: doble vínculo de solidaridad entre el Redentor y María. Esta parte de María en la solidaridad del Redentor es un nuevo título de su singularidad transcendente bajo todos sus aspectos.

Dignidad. María, al ser investida con la representación oficial de toda la humanidad, es elevada a la posición o dignidad, que había ocupado Adán, y que ella había de transmitir al Redentor: posición única y emi- nente sobre toda la humanidad: «una super omnes».

Actividad. No menos patente es la múltiple acción de María dentro del principio de solidaridad. Ella con su generación virginal, al entregar al Hijo de Dios aquella carne, que encarnaba en a todos los hombres, solidariza al Redentor con la humanidad y a la humanidad con el Réden- lo'-. Ella, por tanto, en cierta manera, al comunicar al Hijo de Dios lo que él pedía y necesitaba para ser Redentor de los hombres, carne hu- mana, carne en que estuviese compendiada y representada toda la huma- nidad, le capacitaba para ser Redentor, le suministraba los elementos que le constituían Redentor. Esta acción, exclusiva de María, la colocaba y encumbraba por encima de todos los hombres: acción única y eminente.

Prioridad. La prioridad, que pudiéramos llamar comparativa, de María respecto de los demás hombres salta a la vista. En orden a su acción, lógicamente anterior a la constitución o habilitación definitiva del Redentor, María hubo de ser la primera, después de Cristo, en la predes- tinación divina. Pero además de esta prioridad hay que reconocer en María otra prioridad más interesante para nuestro objeto: la anterioridad en la asignación de la gracia respecto de la previsión de la redención con- sumada. Esta anterioridad es más evidente aún a la luz del principio de solidaridad que a la luz de la maternidad divina. En efecto, no sólo en el orden de la ejecución, sino en el mismo orden de la intención, no se concibe la redención prevista como existente con todas sus circunstancias históricas, sin la previa constitución del Redentor; el Redentor no se con- cibe, sino solidarizado con la humanidad; esta solidaridad no se concibe sin la previa acción de María que la transmite al Redentor; la acción de María tampoco se concibe sin la previa santificación, que la capacite para ejercer convenientemente esta función soteriológica: luego esta gracia, finalmente, no se concibe como posterior a la previsión de la redención concreta y circunstanciada. Mas, como, por otra parte, esta gracia dispo- sitiva debe asignarse a María en atención a los méritos del Redentor, hay que colocar su asignación en un signo o momento lógico previo de la reden- ción, es decir, en la redención según su sustancia.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

La necesidad lógica de semejante anticipación en la asignación de la gracia, que la naturaleza misma de las cosas demuestra como ineludible, se hace más comprensible, si se considera que el principio de solidaridad es precisamente el título por el cual los hombres quedan virtual o radical- mente justificados por la muerte del Redentor, como enseña San Pablo. Ahora bien, María, no solamente solidariza a Cristo con los hombres, capa- citándole para ser Redentor, sino también solidariza a los hombres con Cristo, capacitándoles para poder ser redimidos: y esta doble prioridad, la segunda especialmente, es título poderoso para que a María se le anticipe la asignación de la gracia. Además María, no es simplemente una parte de la humanidad representada en Cristo, sino que ella representa, con la debida proporción, como Cristo, a toda la humanidad; y la solidaridad que ella contrae con Cristo no es puramente de orden jurídico, como la de los demás hombres, sino también de orden físico. A María, con mucho mayor propiedad que a los demás hombres, pudo decir Cristo que era «carne de su carne y hueso de sus huesos». Podemos y debemos, por tanto, decir que a María se le concedieron y asignaron las primicias de la redención.

§ 3. Principio de recirculación

El principio de recirculación concretado a la Mariología se resume en la denominación tradicional de María como Segunda Eva. En esta deno- minación brilla también bajo todos sus aspectos la singularidad transcen- dente de María.

Dignidad. Eva ocupó una posición privilegiada, única y eminente, sobre toda su posteridad. Análoga posición, en virtud del principio de recirculación, corresponde a la Segunda Eva, también bajo este aspecto «una super omnes».

Actividad. La antítesis paralela de María respecto de Eva no era sim- plemente de dos figuras opuestas, sino de dos actividades contrapuestas. La Nueva Eva debía hacer el bien que la antigua no hizo, y deshacer el mal que la antigua hizo; doble actividad singular y transcendente.

Prioridad. Eva fué formada de Adán antes que todos los demás, y de manera diferente; ella también fué, después de Adán, la primera en recibir la justicia original. Esta doble prioridad privilegiada de Eva había de reproducirse en la privilegiada anticipación con que la gracia santificante fué concedida y asignada a María y en el modo diferente con que había de gozar de los frutos de la redención.

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§ 4. Principio de asociación

El principio de asociación consiste en que María forme con Cristo, si bien en un plano inferior y subalterno, un solo principio adecuado de la redención. A la luz del principio de asociación la singularidad transcen- dente de María aparece mucho más clara que a la luz de los principios precedentes.

Dignidad. El ser asociada al Redentor, para formar con él un principio inmediato de la redención, encumbra a María, y a ella sola, a incomparable altura sobre todos los redimidos, sobre todos los hombres: dignidad ésta, verdaderamente única y suprema. En la economía de la redención Cristo y María, solos, forman categoría aparte y eminente, constituyen el orden soteriológico, superior al de la gracia santificante.

Actividad. En virtud de su asociación María no solamente participa de la dignidad del Redentor, sino que forma con él el principio activo de la redención. El orden soteriológico es esencial y principalmente dinámico.

Prioridad. María participa en la redención, no sólo pasivamente, como los demás redimidos, sino además activamente: participación ésta singu- larmente privilegiada, que confiere a María una evidente prioridad sobre los demás redimidos. Pero es mucho más importante otra prioridad, es decir, la anticipación en gozar de los frutos de la redención con anterio- ridad a la redención consumada, aun en el orden de la intención. La razón es evidente. Si María forma parte del mismo principio activo, esto es, del acto primero de la redención, y no puede ejercer este oficio, sin ser pre- viamente santificada, evidentemente no puede serlo en virtud de la reden- ción consumada, que es el acto segundo. Aun en el orden lógico o inten- cional el acto primero, perfectamente constituido, es anterior al acto se- gundo. El título, por tanto, para asignar a María la gracia santificante ha de buscarse en un signo lógico anterior, que no puede ser otro que el primer decreto de la redención ut sic. No es posible la previsión del acto segundo de la redención, sin que, por el mismo caso, entre en el campo visual de tal previsión el acto primero perfectamente constituido.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Ari. 3. Comprobación por los hechos

Aunque sea abandonando momentáneamente nuestro método, de probar los principios por vía de análisis de los conceptos, no creemos inútil com- probar el principio de la singularidad transcendente, como por vía de in- ducción, contrastándolo con los hechos, es decir, con algunas verdades, ya comúnmente admitidas, en que resplandece dicho princij)io, y que aparecen como aplicación suya; principalmente, que esas verdades caen general- mente fuera de la Soteriología Mariana, y no han' de probarse, por tanto, con los principios que ahora establecemos. Por lo menos, este ensayo servirá de ilustración. Trataremos separadamente los dos puntos del prin- cipio en que puede ser más útil la comprobación: la singularidad y la prioridad; dado que la supremacía de la que es Madre de Dios no necesita de comprobación.

§ 1. Singularidad

Posee María numerosas prerrogativas altísimas, a sola ella otorgadas, con exclusión de todos los demás. Enumeremos las más importantes y uni- versalmente reconocidas.

Sea la primera su fecundidad virginal, que junta en uno la virginidad con la maternidad. Con razón canta la Iglesia:

... Gandía matris habens cum virginitatis honore: nec primam similem visa est, nec habere sequentem.

\ si es verdadera aquella sentencia, tantas veces repetida por los Santos Padres, es a saber, que "Madre de Dios no pudo ser sino Madre Virgen, ni Madre Virgen pudo ser sino Madre de Dios», sigúese que este singular privilegio no sólo no se ha concedido ni concederá de hecho a nadie más, sino que ordenadamente no puede concederse a otro: exclusivo, por tanto, de hecho y de derecho; en virtud del cual es María «una super omnes».

Vienen en segundo lugar los varios privilegios contenidos en la santidad singularísima de María, tanto bajo su aspecto negativo como bajo su aspecto positivo. Bajo el negativo sobresalen la Concepción Inmaculada, que a no pocos parecía antiguamente comprometer la universalidad de la redención; la total extirpación de la concupiscencia o fómite del pecado, ya desde la misma Concepción; la exención absoluta de todo pecado venial.

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aun el más ligero, durante toda su vida. Y bajo el aspecto positivo, la plenitud de gracia, superior a la de todos los ángeles y santos juntos: plenitud, que algunos indiscretos quisieron sujetar a cálculos matemáticos, para perderse en cifras astronón^icas y fantásticas.

Sigue en tercer lugar aquel privilegio tan querido y venerado del pueblo cristiano, es decir, la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma, inmediatamente después de su muerte.

Son de otro orden otros dos privilegios: la maternidad espiritual y universal de María respecto del Cuerpo místico de Cristo, y las propiedades de su intercesión actual en los cielos, señaladamente la universalidad absoluta y la necesidad, establecida por Dios, de esta intercesión.

Recordem.os finalmente el culto de hiperdulía, que se tributa a María, inferior al de latría, exclusivo de Dios, pero superior al de simple dulía, común a los demás santos.

Si cada uno de estos privilegios es ya singular y exclusivo, el conjunto de todos ellos no puede negarse que es una espléndida comprobación o verificación del principio de la singularidad transcendente. Los hechos, pues, comprueban la verdad del principio.

§ 2. Anticipación

Hay que recordar y considerar sobre todo dos anticipaciones singula- res: la de la santificación en la Concepción Inmaculada y la de la glorifi- cación completa en la Asunción corporal.

En la Concepción la anticipación de la santificación presenta múltiples y variados aspectos: la infusión de la gracia santificante se anticipó al naci- miento de María y a la aplicación de cualquier medio ordenado por Dios; más aún se anticipó al pecado original, preservándola de incurrir en él. Y semejante anticipación lleva consigo un modo singular y privilegiado de ser redimida, por redención preventiva o preservativa.

En la Asunción podemos señalar también varias anticipaciones. Co- mienza por la resurrección de la carne, antes de la corrupción corporal y antes de la resurrección universal; y termina con la traslación al cielo en cuerpo y alma, es decir, con la glorificación consumada, antes de la glori- ficación definitiva de los demás justos. Semejante anticipación, con estas y otras circunstancias, es sustancialmente diferente de la qu(" acaso lograron aquellos pocos santos que resucitaron en la resurrección del Redentor. Es caso único.

90 MAr.lA, MEDIADORA UiMVEnSAL

Estas dos anticipaciones tienen mucho mayor importancia de lo que pudiera parecer. Recordaremos que toda la catástrofe humana se com- pendia en aquellas palabras de San Pablo: «per peccatum mors» (Rom. 5, 12), como toda la reparación podría resumirse en estas otras: «per iusti- tiam vita». Si la justicia y la vida sintetizan todos los frutos de la redención, bien podemos concluir que María gozó estas frutos con singular y privi- legiada anticipación.

No hemos agotado aún toda la significación profundísima de semejante anticipación. En virtud de ella podemos decir que María, con la debida proporción, pertenece, lo mismo que Cristo, al orden de las primicias. San Pablo nos explicará el misterio.

De los dos grandes frutos de la redención, la justicia y la vida. Cristo, si no tenía que participar del primero, participó del segundo ; y participó de él por vía de merecimiento y con la debida plenitud y anticipación. Escribe el Apóstol a los Corintios: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que ya descansan. Pues ya que por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque como en Adán todos mueren, así también en Cristo serán todos vivi- ficados. Cada uno en su propio orden: las primicias. Cristo; después los de Cristo, en su advenimiento» (1 Cor. 15, 20-23). Dos órdenes, pues, existen según San Pablo en la resurrección, que, completando la imagen por él apuntada, podemos llamar el orden de las primicias y el orden de las restantes mieses o de la cosecha general. Al orden de las primicias pertenece Cristo, porque resucitó anticipadamente; al orden de las restantes mieses pertenecen los que son de Cristo, es decir, los fieles o justos en general, cuya resurrección universal se reserva para el segundo advenimien- to de Cristo. Ahora bien, la resurrección de María no se retrasó hasta el advenimiento de Cristo, se anticipó privilegiadamente. María, por tanto, no pertenece al orden de las restantes mieses, sino al orden privilegiado de las primicias. Por otra parte, si «per iustitiam vita», esto es, si la vida y la resurrección son resultado o fruto de la justicia, María no pudo perte- necer al orden de las primicias en la resurrección, si no perteneció previa- mente — y en esto ella sola , al mismo orden de las primicias en lo que atañe a la justicia y santidad. En conclusión, es fuerza reconocer que en la participación o goce de los frutos de la redención María pertenece al orden privilegiado de las primicias, esto es, no al orden común de los de Cristo, sino al orden supremo del mismo Cristo.

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Art. 4. ¿Participa María de la gracia «capital»?

Llamamos «gracia capitah> la que los teólogos comúnmente denominan «gratia capüis», propia tle Cristo en cuanto hombre. Acaso fuera más propio hablar de la «dignidad» o de la «función capital-» ; mas, como esta dignidad o función es en Cristo una gracia, fuente y origen de toda gracia, y de ella suele tratarse, cuando se habla de la gracia de Cristo, ha prevalecido en consecuencia la denominación de «gracia capital», como' contrapuesta a la gracia personal del Hombre-Dios.

Esta gracia capital de Cristo sugiere el problema mariológico: ¿parti- cipó María de la gracia capital de Cristo, es decir, de la dignidad y función propia de la Cabeza respecto del Cuerpo místico? Como complemento o ulterior determinación de la singularidad transcendente, hay que examinar este problema.

Suárez, incidentalmente, afirma la participación de María en la dignidad de Cabeza, propia de Cristo. Para probar que la Virgen es acueducto uni- versal de la gracia, cuya fuente es Cristo, arguye de esta manera: «Nam, quia gratia Christi respectu omnium est gratia Capitis, ideo habet illam excellentiam (la de ser fuente universal de la gracia); sed B. Virgo parti- cipat illam dignitatem (la dignidad de Cabeza): decet ergo ut et gratia eius illam perfectionem participet» (de que también su gracia se derive a todos los demás). (In 3 p. D. Thom., disp. 18, sect. 4, nn. 12-13). Pero Suárez ni prueba su aserto, ni menos lo explica: la importancia de la materia |nos invita a que intentemos nosotros lo que él no hizo: hay que probar la verdad del aserto y hay que determinar la naturaleza de esta función capital, si es que María participa de ella.

§ 1. María participó de la gracia acapitah

María en tanto participará de la gracia «capital», en cuanto reúna en las propiedades o notas características, que constituyen a Cristo Cabeza de la Iglesia. Estas propiedades, según Santo Tomás, son tres: 1) el orden, esto es, la alteza y prioridad, o la primacía de la cabeza sobre los demás' miembros; 2) la perfección, es decir, la plenitud de todas las gracias; 3) la virtud, o sea, el poder de influir la gracia en todos los miembros de la Iglesia (3, q. 8, a. 1, c). Examinemos si estas propiedades, con la debida proporción, se hallan en María. 1) El orden o primacía se verifica espíen-

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

didamente en la singularidad transcendente, que encumbra a María sobre todas las puras criaturas y la coloca en el orden supremo de la unión hipos- tática: orden formado por el Hijo de Dios y por la Madre de Dios, y por nadie más, si no es, de un modo ya muy secundario, por el Patriarca San José. 2) La perfección o plenitud de la gracia no resplandece menos en María, a quien cada día toda la Iglesia saluda con el ángel «llena de gracia». 3) La virtud o poder de influir la gracia en todos los miembros de la Iglesia se halla incluida en el principio de asociación, en virtud del cual María forma con Cristo el principio adecuado de la redención; o, lo que es lo mismo, en la múltiple actividad inherente a la singularidad transcendente. Si, pue?, María reúne en todas las notas características de la función '(Capital)), no podemos negarle la participación en la gracia «capital)) de Cristo.

Lo que poco ha considerábamos sobre el orden de las primicias en la resurrección nos lleva al mismo resultado. Por una parte, en el orden de las primicias se halla Cristo; en el orden de las restantes mieses, «los que son de Cristo». Por otra, «los que son de Cristo» en el tecnicismo de San Pablo, es lo mismo que «los miembros del Cuerpo místico de Cristo» : por consiguiente, la distribución «Cristo» y «los que son de Cristo» es lo mismo que «la Cabeza» y «los miembros». Por tanto, el orden de las primicias equivale al orden de la Cabeza. Luego, finalmente, si María per- tenece, como antes hemos demonstrado, al orden de las primicias, pertenece por el mismo caso al orden de la Cabeza, es decir, participa de la función o de la gracia «capital».

Además, como Segunda Eva, María participa de la «capitalidad» del Segundo Adán: lo mismo que la antigua Eva participaba de la «capitalidad» del primer Adán, con quien formaba el primer origen o principio de \oAa la humanidad, así en la generación natural como en la transmisión de la justicia original. Adán y Eva formaban como un bloque moral, por una parte, y, por otra, toda su posteridad. No podía ser menor la cohesión da la Segunda Eva con el Segundo Adán.

§ 2. Naturaleza de ¡a gracia (^capital» de María

Contra la gracia «capital» de María se ofrece espontáneamente una difi- cultad. Si Cristo es Cabeza y María también es Cabeza, ¿serán dos las cabezas del Cuerpo místico de Cristo? Semejante dificultad, nacida de la índole parcialmente metafórica de la «capitalidad», dificultad, que se

LIBRO I. PRINCIPIOS

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repite en otras denominaciones igualmente metafóricas - se desvanece si se toca la realidad. La «capitalidad» es propiamente una, si bien partici- pada a la vez por dos: por Cristo principalmente y por María secundaria- mente: una misma forma, que informa dos sujetos distintos de diferente manera. La comparación con la autoridad, noción afín a la «capitali- dad»— que puede ser participada a la vez por muchos, ayudará, no sola- mente a resolver la dificultad, sino principalmente a esclarecer la natura- leza de la «capitalidad)) Mariana, como, a nuestro juicio, puede ilustrar también el problema nada fácil de su realeza.

L^na misma autoridad o potestad puede ser poseída a la vez y por igual por muchos como in solidum, en cuanto todos ellos forman una persona moral. Es el caso, por ejemplo, de los triunviratos. Puede también la autoridad repartirse entre muchos, en cuanto sus diferentes funciones, la legislativa, la ejecutiva, la judicial, se distribuyen entre diferentes sujetos u organismos.

Son diferentes de los anteriores otros casos en que la autoridad, vincu- lada a una persona, se comunica a otras. Esta comunicación puede verifi- carse de diversas maneras: por plenaria representación o transmisión vica- ria, por cuanto el que la posee por derecho propio y la ejerce en nombre propio la transfiere o comunica a otro, que la ejerza en nombre ajeno: tal es la comunicación de la potestad soberana de Cristo sobre la Iglesia al Pontífice romano, que la ejerce como Vicario de Cristo; por concesión limitada de poderes a otra persona, que ejerza la autoridad como subalter- no, pero en nombre propio: tal es, según la opinión más probable, la concesión de los poderes episcopales hecha por el Papa; por simple dele- gación de facultades limitadas: tal es la comunicación de la autoridad pontifical a los Administradores Apostólicos.

Estas diferentes maneras de comunicación de la autoridad sólo nega- tivamente sirven para nuestro objeto, por cuanto ninguna de ellas es apta para explicar la participación Mariana de la gracia «capital», que prima- riamente reside en Cristo. Ni hay para que hacer comparaciones particu- lares, de resultado negativo. Pero fuera de éstas existe otra comunicación o participación de la misma autoridad, que juzgamos idónea para dar a entender cómo una misma «capitalidad» se halla simultáneamente en Cristo y en María, aunque de diferente manera. Tal es la autoridad, que llama- remos familiar (^), participada a la vez, con diferentes modalidades, por «1 padre y por la madre, en cuanto forman un solo sujeto moral.

(') Tal vez mejor podría llamarse parental.

94 MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

En la familia existe una sola autoridad, que primaria y principalmente posee el padre, pero que se comunica también a la madre, no por transmisión o concesión o delegación, sino más bien por extensión o derivación, por cuanto la potestad patria . se extiende por derecho natural también a la madre, en la cual reviste modalidades especiales, es decir, maternales; modalidades, que no son propiamente funciones distintas, sino las mismas funciones de la autoridad paterna, pero, por así decir, maternalizadas. En^ este sentido padre y madre, por su íntima unión y compenetración moral, forman una sola cabeza de la familia, un solo sujeto moral de la autoridad familiar. De semejante manera creemos hay que concebir la comunicación, es decir, la extensión o derivación de la función «capital», propia de Cristo, a María. Como la madre es el complemento natural del padre, para formar con él un solo principio de autoridad, como lo es para formar un solo prin- cipio de vida, así también María es el complemento connatural y sobre- natural de Cristo para formar con él una sola Cabeza, como lo es para formar un solo principio de redención, de justicia y de vida eterna. Más aún, como la madre es a la vez subordinada al marido y participante de su autoridad, así también María, si por una parte está sujeta a Cristo y de él recibe cuanto tiene, por otra, participa con él de su prerrogativa «capital». Esta manera de concebir la «capitalidad» de María, cuando se trata de la dispensación de las gracias, ha hallado su e^cpresión plástica en la imagen metafórica del cuello, según la cual, como Cristo es la Cabeza, de donde se derivan las gracias, así María es el Cuello, por el cual se comunican estas gracias a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo. Mas esa ima- gen, no del todo impropia, cuando se trata de la dispensación de las gracias, es inadecuada paxa expresar la comunión o consorcio de la función «capital» entre Cristo y María. A falta de una imagen sensible, mantengámonos en la idea misma, según la cual la comunicación de la gracia «capital» se ha de explicar por extensión o derivación de Cristo a María en el sentido expuesto.

Solo notaremos, para terminar este punto, lo que antes hemos insi- nuado: que semejante explicación no es exclusiva de la materia que trata- mos, sino común a otras muchas materias análogas. Así creemos que hay que explicar la realeza de María, así el principio de asociación de María coil Cristo, y así también generalmente todo lo que sea por parte de María participación, consorcio o comunión (en el sentido Paulino) de las prerro- gativas de Cristo.

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CONCLUSIÓN

Se hace necesaria una mirada retrospectiva y comparativa de los cinco principios expuestos.

Como fácilmente ha podido apreciarse, no son cinco principios homo- géneos ni independientes. Tanto por su contenido, como por el proceso de su derivación y por sus recíprocas relaciones, hay mucha diversidad de unos respecto de otros. La maternidad divina y soteriológica es, de suyo, más bien un hecho; en cambio, los principios de solidaridad, reciixulación y asociación son de carácter más racional o ideológico; la singularidad transcendente participa de lo uno y de lo otro. En cuanto al proceso de su derivación, los tres primeros siguen un desenvolvimiento rectilíneo y están como escalonados, aunque no son del todo homogéneos. Los tres parten del mismo punto: la maternidad del Redentor, y se diferencian por el análisis progresivo del término «Redentor». En el primero, «Redentor» es el Hijo de Dios que se hace hombre para redimir a los hombres, sin más determinaciones. En el segundo, un nuevo elemento, la redención por vía de rigorosa justicia, introduce el principio de solidaridad; en virtud del cual el «Redentor» es, no sólo Dios-hombre, sino también solidario con los hombres. En absoluto estos dos principios bastan para la sustancia de la redención, aun por vía de estricta justicia. Pero Dios quiso ir más allá: quiso que la reparación fuese más plenaria, más visible o palpable, aun en sus principales circunstancias. De ahí la razón del tercer principio. El «Redentor» debía ser un Segundo Adán: lo cual entrañaba el principio de recirculación, que, coartado a la Mariología, se concretaba en la deno- minación de Segunda Eva. Hasta aquí, como se ve, el desenvolvimiento es rectilíneo y se realiza por el análisis del término «Redentor» : la maternidad, misma, si va recibiendo nuevas determinaciones o modalidades por parte del término, en misma o directamente permanece fija e inmutable.

Muy diferente es el proceso dialéctico de los dos últimos principios. El cuarto, de asociación, contenido ya implícitamente en los tres primeros, no hace sino convertirse en explícito por vía de análisis. Iniciado ya en la maternidad, que entraña en cierta asociación, y reforzado por el prin- cipio de solidaridad, se completa con el principio de recirculación. En absoluto, hubiera podido considerarse como elemento integrante de este último; pero el hallarse iniciado y enraizado en los dos anteriores y sobre todo su importancia capital y decisiva en la Soteriología Mariana hacían conveniente el tratarlo por y separadamente y, por así decir, desglosarlo

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

de los anteriores. De todos modos, hay que notar que propiamente no añade a éstos ningún elemento esencialmente nuevo.

Más diferente aún es el último, de la singularidad transcendente, que, por vía de análisis y de síntesis a la vez, es el resultado y como el fruto de todos los precedentes. Por esto, para la fuerza de la demonstración, reducida a los primeros principios, no ofrece ventajas de importancia. Puede, con todo, ofrecerla no despreciable para la claridad y nitidez de la argumentación, y más aún para la solución de ciertas dificultades, y, más generalmente, para explicar muchas cosas y para disipar o prevenir la extrañeza que a primera vista pudieran causar algunas prerrogativas estu- pendas de María. En especial, su expresión derivada, la participación o comunión de la función «capital», que es como una fórmula sintética de los dos últimos principios, contiene en sí, como en germen, toda la Soteriología Mariana.

Con lo dicho podemos plantear y resolver satisfactoriamente el inter& sante problema del primer principio o axioma fundamental de la Soterio- logía Mariana y aun de toda la Mariología. Pero antes, es necesario hacer una observación, que no siempre se ha tomado en cuenta. No es lo mismo primer principio que fórmula sintética. Podrán proponerse varias fórmu- las, que acaso compendien o sinteticen toda la Mariología, pero que no serán su axioma fundamental. Podrá ser muy bien que de ellas se deduzca lógicamente toda la Mariología: pero esto no basta para que se las consi- dere como su principio fundamental. Es decir, en el desenvolvimiento de las verdades mariológicas no basta mirar al término ad quem, sino que hay que atender además al término o quo: no basta considerar su fecun- didad, sino que hay que ver si esas fórmulas sintéticas constituyen real- mente el primer punto de partida, el primer origen, la primera célula germinal. Si no, por más fecundas y comprensivas que sean, no pueden considerarse como el principio primario de la Mariología.

Sigúese de aquí que el axioma fundamental de la Mariología hay que buscarlo dentro de los tres primeros principios antes expuestos; dado que los dos últimos, derivados de los anteriores, los cuales presuponen, no nos colocan en el mismo punto de partida. Consiguientemente, el principio de asociación, a pesar de su enorme importancia, no es, ni en todo ni en parte, el primer principio mariológico que se busca.

En cambio, los tres primeros, no menos fecundos que los siguientes, tienen la ventaja de llevarnos al punto de origen. Por otra parte, como todos tres no son sino como tres estadios o momentos en el proceso dialéc- tico de la fórmula «Madre de Redentor», resulta que en esta fórmula

LIBRO I. PRINCIPIOS

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hallan contenidos implícita o virtualmente. Más claro, si el término «Re- dentor» se toma en toda la plenitud o amplitud de su significado, entonces «Redentor» equivale a «Dios-hombre hecho solidario con los hombres en calidad de Segundo Adán». Y una vez entendido así, como puede y debe entenderse, y de hecho así se entiende, la fórmula «Madre del Redentor)» es el axioma primario que se buscaba. Porque, por una parte, nos coloca en el punto de partida, dado que la maternidad del Redentor es la razón primera, y aun única, de la predestinación y existencia de María; y, por otra, entraña en su fecundidad los tres primeros principios, y, con ellos, los principios derivados, y, consiguientemente, la Mariología integral. Pode- mos, pues, concluir que la fórmula «Madre del Redentor», es el principio primario de la Soteriología Mariana y de toda la Mariología.

Escolio I. Síntesis de los principios Mariológicos. A los cinco principios establecidos hay que añadir otros frecuentemente mencionados por los mariólogos. Para mejor entender y apreciar la razón de ser y la tendencia peculiar de estos nuevos principios, convendrá presentarlos en su punto de origen.

De los cinco principios ya estudiados, el primero, la maternidad divina y soteriológica, representa el punto de partida y es como la célula germinal; los dos siguientes, la solidaridad y la recirculación, son dos etapas conse- cutivas de un desenvolvimiento directo ; el cuarto, la asociación, es como un desglosamiento de la recirculación ; el quinto, la transcendencia singular, nace de la reflexión sobre la posición transcendente y única que, en virtud de los cuatro principios precedentes, ocupa en la creación la Madre del Redentor. Esta primera reflexión, lejos de agotar el contenido de los prin- cipios descubiertos, sugiere nuevas reflexiones, que se desenvuelven en otras dos etapas sucesivas, y que dan origen a nuevos principios.

La primera reflexión, al considerar la posición transcendente y única de María, descubre las relaciones Marianas con Dios, con Jesu-Cristo y con el resto de la creación: relaciones, que se concretan en otros tantos principios. De la relación de María con Dios surge el principio que pudié- ramos llamar de los límites, que, por su doble tendencia aproximativa y restrictiva, entraña otros dos principios subalternos, que llamaremos de maximalismo y de los topes. El principio maximalista, caro a la escuela franciscana, ha cristalizado en aquella fórmula atrevida: «De Maria numquam satis». Si este principio hace el oficio de espuela, el de los topes sirve de freno. Estos topes, puestos para impedir la divinización de María, se reducen a dos: la no-aseidad y la no-infinidad propiamente

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

dicha. Si se respetan estos dos topes, como se han de respetar, no hay ya peligro de confundir a María con la divinidad. De la relación de María con Cristo brota el principio de analogía, que, como el anterior, es de doble eficacia, aproximativa y restrictiva, por cuanto señala a la vez la semejanza y la diferencia de María respecto de Jesu-Cristo. Por fin, de la relación de María con el resto de la creación nace el principio de la supremacía^ que no es sino una mayor determinación del principio de transcendencia.

Mas, como todos estos principios no parecen suficientes como criterio inmediato para determinar o fundamentar todas las prerrogativas Marianas, nuevas reflexiones dan origen a otros dos principios complementarios: el de la conveniencia y el de la no-inferioridad. El de la conveniencia ex- presa la razón de atribuir a María toda prerrogativa o excelencia que cuadra o dice bien con la dignidad de su persona o de su oficio. El de la no-infe- rioridad, basado en el de la conveniencia, pretende que no hay que negar a María cualquiera prerrogativa que haya poseído algún santo ; la cual, según la naturaleza de las cosas, hay que atribuir a la Virgen Santísima, sea formal, sea virtual o eminentemente.

No es igual el valor dialéctico de todos estos principios, no solamente por lo que atañe a su mayor o menor certeza o simple probabilidad, sino por cuanto unos son preferentemente constructivos (demonstrativos o deduc- tivos), al paso que otros son simplemente directivos v aun limitativos. Son preferentemente constructivos, por vía de demonstración rigorosa, los cua- tro primeros; y por vía de simple congruencia, los dos últimos. Los restantes intermedios son principalmente directivos.

Por fin, para apreciar la fecundidad de estos principios, notaremos esquemáticamente de cuáles de ellos se deducen las principales verdades que integran la Soteriología Mariana. La Corredención se demuestra por los cuatro primeros principios: la maternidad del Redentor, la solidaridad, la recirculación y la asociación. La Maternidad espiritual es una conse- cuencia de la maternidad del Redentor combinada con la solidaridad. La Intercesión actual bajo su doble aspecto de deprecación y de dispensación no es sino la prolongación o complemento de la corredención y la actuación de la maternidad espiritual. Por fin, la Mediación universal, considerada como noción genérica o comprensiva, nace del simple cotejo del concepto de mediación y de las verdades ya establecidas de la corredención, de la maternidad espiritual y de la intercesión actual, que son verdaderas media- ciones, si bien de diferente manera.

LIBRO I. PRINCIPIOS

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Escolio II. La gracia de María

Con frecuencia hemos mencionado y habremos de mencionar en ade- lante la gracia de María. No la hemos considerado, con todo, ni como uno de los principios mariológicos ni como una de las grandes verdades que integran la Soteriología Mariana, sino simplemente como un elemento de explicación o un coeficiente de demonstración. La razón de este criterio o enfoque es bien sencilla. Hemos procurado establecer principios ciertos, de los cuales puedan lógicamente deducirse las grandes verdades marioló- gicas. Estos principios los hemos descubierto en la razón de ser de María dentro del plan de los divinos consejos referentes a la salud humana, es decir, en la misión o destino de María, en su vocación o predestinación, en las funciones fundamentales que semejante misión entraña. Ahora bien, en el orden de la intención, no es la gracia de María la que motiva o postula estas funciones, sino más bien son las funciones las que motivan o postulan la gracia. De ahí que la raíz primera de la demonstración, que buscá- bamos, se hallaba, no en la gracia sino en las funciones. La gracia de María sólo entraba como elemento ilustrativo para una visión más amplia y pro- funda de las funciones o como un coeficiente de estas funciones primor- diales que explicase más adecuada y satisfactoriamente alguna función par- ticular, como es, por ejemplo, la corredención. Y, si alguna vez, cuando parecía oportuno mencionar la gracia de María, no la recordamos explíci- tamente, semejante preterición se debe únicamente a que dábamos por su- puesto que el discreto e inteligente lector supliría por mismo lo que se cae de su peso.

Con todo, la importancia intrínseca de la materia y el notable relieve que algunos esclarecidos mariólogos modernos dan a la gracia de Mafría, es razón más que suficiente para que, sea para razonar nuestro criterio, sea, si se quiere, para llenar una laguna, tratemos de abarcar y contemplar en su conjunto e integridad la gracia singularísima de la Madre de Dios.

Al hablarse de la gracia de María, suele entenderse ordinariamente su gracia santificante. Mas como también, a su modo, la divina maternidad es verdadera gracia, y raíz de la santificante, no puede ésta declararse fundamentalmente, si no se conoce previamente la excelsa gracia de la divina maternidad.

Dos partes, por tanto, comprenderá nuestro estudio, más breve de lo que la importancia de la materia reclamaría, pero más extenso tal vez de lo que exigiría nuestro punto de vista.

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I. La gracia de la divina maternidad

Para entender de alguna manera la gracia de la divina maternidad, tres puntos especialmente exigen alguna declaración: 1) que la divina ma- ternidad, en cuanto conferida a María, es una verdadera gracia de Dios; 2) en qué consiste la naturaleza de esta gracia; 3) su virtud o eficacia santificadora ; es decir, su existencia, su esencia y su propiedad de santi- ficación.

1. La maternidad divina es una gracia

Si la divina maternidad, en considerada, es más bien un oficio que una gracia, no cabe duda de que, en cuanto otorgada a María, es una verdadera gracia de Dios. Basta, para convencerse, considerar, aunque sea someramente, qué es gracia y cuán perfectamente se verifican en la divina maternidad, conferida a María, las notas esenciales o rasgos cons- titutivos de la gracia divina.

Gracia es un don de Dios, cuyo principio es el amor de Dios y cuyo efecto es hacer al agraciado grato o gracioso a los ojos de Dios. Consi- deremos más en particular estos tres rasgos constitutivos de la gracia: lo que es en sí. su principio y su efecto formal.

En misma, la gracia es un don o dádiva, es decir, un bien, un bene- ficio, un favor, hecho por Dios gratuitamente o por pura gracia. No sería gracia, menos gracia de Dios, ni un mal ni tampoco un bien dado por estricta justicia.

El principio u origen de la gracia es el amor o benevolencia de Dios, es decir, su bondad y generosidad, su inagotable misericordia, propensa a derramar bienes y hacer beneficios: «Quoniam bonus, quoniam in aeter- num misericordia eius». Que no son nuestros derechos ni merecimientos los que le arrancan sus dones, sino sus entrañas paternalmente amorosas.

El efecto, que podemos llamar formal, de la gracia es hacer al agra- ciado con ella grato, agradable, gracioso y amable en el divino acata- miento: hacerle objeto del divino agrado o de las divinas complacencias.

Estos tres rasgos de la gracia divina se hallan plenamente en la divina maternidad.

En cuanto conferida a María, la divina maternidad es un bien sobre todo bien creado, es el mayor beneficio jamás otorgado por Dios a pura criatura. Por !a divina maternidad adquiere María una dignidad y una

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nobleza, que la encumbra sobre toda la restante creación. Y, como Ma- dre, adquiere María verdaderos derechos maternales sobre el Hijo divino, que es fuente de lodo bien y de toda gracia. Bien pudo decir la dichosa Madre, bendita entre las mujeres: «Hizo en mi favor grandes cosas el Poderoso».

El origen de este favor lo señaló, tan humilde como certeramente, la bienaventurada Madre, cuando dijo: «Pues puso [Dios] sus ojos en la bajeza de su esclava». Y antes había dicho el ángel: «Pues hallaste gracia a los ojos de Dios». Sólo el amor inmenso de Dios a María, an- terior y superior a todo merecimiento suyo, motivó y explica el inmenso beneficio de elegirla a ella, con preferencia a todas las mujeres existentes y posibles, para la divina maternidad.

En virtud de esta gracia, María es, por antonomasia, la «llena de gracia», la «agraciada», la «graciosa», que todo esto significa la salu- tación del ángel, a los ojos del soberano Dios. Y si ya antecedente- mente a la divina maternidad «halló María gracia a los ojos de Dios», por cuanto, en frase del P. La Puente, «le había caído en gracia a Dios», mucho más después de agraciada por la divina maternidad, halló gracia en sus ojos, hecha objeto de las divinas complacencias y singularmente del amor regaladísimo con que el Hijo divino mira a la bendita Madre que él se escogió entre millares.

En suma, bien podemos decir, aunque sea jugando algo con el vocablo, que la divina maternidad es una gracia singularísima y única, hija de la gracia, dada graciosamente o de pura gracia, con que María queda agra- ciada y. hecha grata y graciosa a los ojos de Dios. Señal evidente de que verdaderamente la divina maternidad es una gracia de Dios.

2. Naturaleza de esta gracia

Podemos investigar la naturaleza de la divina maternidad, como gracia, por dos vías: por análisis y por comparación.

Para vislumbrar, aunque de lejos, cuán excelsa gracia sea la divina ma- ternidad, basta considerarla, como realidad a la vez física y moral. Bajo este doble aspecto es un conjunto de actividades y relaciones, que la ponen en contacto directo e inmediato con cada una de las divinas Personas. Por la divina maternidad se da y entrega a María el Hijo de Dios, como un hijo a su madre, con todas las relaciones de amor y de justicia que en entrañan la maternidad y la filiación. Y María es llamada a compartir con el Padre

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celestial el misterio de la generación del Hijo Dios hecho hombre. Mientras el Padre con su generación eterna da el ser divino y la vida divina al Hijo, María, como asociando o injertando su generación temporal en la genera- ción eterna, da el ser humano y la vida humana al mismo Hijo de Dios hecho hombre. Y juntando su fecundidad natural con la sobrenatural fe- cundación del Espíritu Santo, queda constituida esposa de Dios. Genera- dora de Dios Hijo. Madre asociada a Dios Padre, esposa de Dios Espíritu Santo: triple relación y triple contacto con las divinas Personas, que enal- tece divinamente la gracia de la divina maternidad, y que encumbra a María al orden divino de la unión hipostática. Nada mejor que esta triple aureola muestra los fulgores de divinidad que circundan la gracia confe- rida a María con la divina maternidad. La Madre de Dios, ciertamente, no es Dios; pero la divina maternidad es una triple relación que tiene por término a Dios. Y no es relación de oposición, como lo es el pecado; ni tampoco de semejanza analógica o simple tendencia, como lo es la gracia santificante: es una íntima e inmediata relación de consorcio y de cierta equiparancia cual es la que media entre madre e hijo, entre la maternidad y la paternidad, entre esposa y esposo.

La comparación con la gracia suprema de la unión hipostática dará nueva luz a la gracia de la divina maternidad. Bien considerado, tampoco la gracia de la unión hipostática es en misma la persona del Hijo de Dios: es la asunción o elevación de la naturaleza humana a la unidad personal con el Hijo de Dios. Y, sin embargo, la unión hipostática es propiamente! divina e infinita, por razón de su término, que es Dios infinito, y por la intimidad de la misma unión, que es unidad personal, la mavor v más estrecha que entre Dios y la naturaleza humana puede concebirse. De se- mejante manera la gracia de la divina maternidad es también divina y en cierto modo infinita, por razón de su término, que es también Dios infinito, y por la intimidad de la misma unión, que, después de la hipostática. es la más estrecha posible entre Dios y la pura criatura. Por esto, la divina maternidad, contrapuesta al pecado, es una aproximación a Dios, mayor, por así decir, cuantitativamente, que el alej amento de Dios producido por el pecado. Si vale la frase, podría decirse que la divinización relativa de la divina maternidad es incomparablemente mayor que la anti-divinidad rela- tiva del pecado. No hay que olvidar este exceso cuantitativo, además de! la oposición, que hay entre la divina maternidad y el pecado, cuando se trate de valorar la eficacia satisfactoria de la Madre de Dios.

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I

3. Eficacia santificante de la divina maternidad

El considerar la divina maternidad como gracia de Dios sugiere espon- táneamente el problema de su eficacia santificadora. Que la divina mater- nidad sea para la Madre de Dios principia de santidad, ningún teólogo lo pone en duda: todo el problema está en si la gracia de la divina maternidad santifica formal o sólo radicalmente. ¿Será posible resolver satisfactoria- mente este interesante problema? Tal vez planteándolo diferentemente de como suele hacerse, sea posible una solución menos inaceptable que las propuestas por Ripalda o por Scheeben.

Ante todo, hay que reconocer que si para santificar formalmente se re- quiere una forma física cuyo efecto formal sea la santidad, es imposible descubrir semejante forma en la divina maternidad. En este sentido con- creto el problema puede darse ya como resuelto en sentido negativo. Pero de esta negación particular concluir la negación general de todo valor de santificación formal en la divina maternidad, tal vez sea un salto menos justificado. Vale la pena examinarlo.

Por de pronto, la divina maternidad, como toda relación, la concebimos a manera de forma lógica o moral, que, informando (lógica o moralmente) a María, la constituye formalmente Madre de Dios. Esta manera general de concebir las relaciones como formas, si, por una parte, es obra de nuestra inteligencia, tiene, por otra parte su fundámento en la realidad física de las cosas. Preguntamos, pues: ¿así concebida, como forma, la divina maternidad, puede ser principio de santificación formal?

Desde luego, si como fundamento real de la relación de maternidad se considera exclusivamente la generación fisiológica, difícil será ver en ella un principio formal de santificación. Pero ¿es justa semejante apreciación de la maternidad? En la maternidad humana la generación fisológica está realzada por numerosos elementos o coeficientes morales, que la elevan in- comparablemente sobre la generación puramente animal. Y en la mater- nidad divina estos valores morales quedan elevados al orden o plano divino. En semejante maternidad, plenamente considerada y realzada con los valo- res morales humanos y divinos que la acompañan, hay que concretar el problema de la santificación formal.

Conviene también precisar y distinguir la santificación en sentido estricto y en sentido más amplio. En sentido estricto es propiamente la consagración o dedicación de una persona o cosa a Dios, a su servicio exclusivo y a su culto. En sentido más amplio o comprensivo incluye además, como dispo-

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sición o consecuencia de la consagración a Dios, la limpieza moral o inmu- nidad de pecado, el ser objeto del agrado de Dios, la capacidad para obrar sobrenaturalmente y el derecho a la vida eterna. Donde es de notar que la santidad, en uno y otro sentido, si bien fundada en realidades físicas, es preferentemente una realidad de orden moral.

Que en el primer sentido, más primitivo y restrigido, la divina mater- nidad sea formalmente santificante, es evidente. Si la santidad es una con- sagración al servicio de Dios, ninguna consagración y aproximación a Dios puede imaginarse, después de la unión personal, más íntima y total que la divina maternidad, toda ella esencialmente destinada al servicio de Dios, y no a un servicio externo o de puro honor, sino a un servicio personal y necesario, como que tiene por objeto la existencia misma del Hombre-Dios en su vida humana. Y en este sentido aun la sola generación fisiológica sería ya una santificación formal de la Madre de Dios. Si la santidad es un contacto con Dios, ¿qué contacto más íntimo puede concebirse que la comunicación de la propia sustancia y vida a la persona del Hijo de Dios en su naturaleza humana?

También en el segundo sentido, más comprensivo, puede decirse que la divina maternidad es un principio formal de santificación, con tal que esta maternidad se conciba integralmente con todos sus elementos morales, hu- manos y divinos, y se considere además como una gracia de Dios. Porque, primeramente, la divina maternidad es incompatible con el pecado. La Madre de Dios ha de amar a Dios como una madre a su hijo, es decir, con amor materno, con el amor más ardiente, más tierno y más abnegado que en lo humano existe; y ha de ser amada de Dios, como una madre por su hijo y como una esposa por su esposo, es decir, con el amor más debido y con el amor más apasionado que pueda darse. Y, si el pecado es la aversión de Dios, el mutuo desvío y aborrecimiento de Dios y de la criatura, seme- jante aversión es esencialmente incompatible con el recíproco amor entre Dios y María. Si no queremos afear la maternidad más excelsa con la más horrenda monstruosidad, es fuerza concluir que la divina maternidad es esencialmente incompatible con el pecado. Ni se diga que el amor de madre es de suyo solamente natural, mientras que la incompatibilidad con el pecado sólo se halla en la caridad sobrenatural. Porque, prescindiendo de otras consideraciones obvias, basta recordar que la divina maternidad es una cooperación con el Espíritu Santo, que es Espíritu de santidad y espíritu de amor, cuya acción tenía por objeto, no sólo la formación de la naturaleza humana del Hijo de Dios, sino también la conveniente disposición o prepa- ración del Corazón de la Madre para ejercer dignamente sus funciones

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maternales con amor maternal. Tampoco puede objetarse que la incompa- tibilidad entre el amor de María y el pecado es sólo radical y no formal. Pues no es menor ni diferente esta incompatibilidad de la que con el pecado tiene la gracia santificante.

No es menos claro que por razón de la divina maternidad es María objeto de las divinas complacencias. No hay más dulces complacencias que las nacidas del amor, que las de la persona amante en la persona amada. Y María es, y fué siempre, el objeto del amor y de las predilecciones divinas, precisamente por razón de su divina maternidad ; por la cual Dios mira y ama a María como hijo a su madre, como esposo a su esposa. Y, conside- rada como gracia, la divina maternidad tiene su origen en el amor singula- rísimo con que Dios puso los ojos en María escogiéndola a ella entre todas las mujeres para que fuera su madre y su esposa. Y no es de creer que el amor que le movió a agraciarla con la divina maternidad, cesase o se extin- guiese al verla agraciada con tan excelsa dignidad.

También es evidente que la divina maternidad confería a María la capa- cidad o el derecho a obrar sobrenaturalmente. Ya la misma generación maternal, misteriosa cooperación con la acción del Espíritu Santo, no podía menos de ser sobrenatural. Y sobrenaturales habían de ser, si habían de estar en consonancia con la Madre y con el Hijo, con el Esposa y con el Esposo, todos los actos con que María se disponía a ser digna Madre de Dios y a ejercer dignamente todas sus funciones maternales. ¿Es posible concebir que no fuera sobrenatural el acto decisivo con que María aceptó la divina maternidad, su asentimiento al divino mensaje? ¿Podía no ser sobrenatural aquel acto santísimo, de fe y de obediencia, de humildad y de caridad? Y precisamente este acto santísimo es el que, en el orden moral, constituyó formalmente a María Madre de Dios. Si la gracia santificante, por ser una elevación al orden divino por participación, coloca al hombre en el plano sobrenatural, con mayor razón había de moverse María en un plano sobrenatural, al ser encumbrada al orden supremo de la unión hipos- tática, incomparablemente más divino que el de la gracia santificante.

Por fin, si la gracia santificante, por ser filiación divina, meramente adoptiva, da derecho a la herencia de la vida eterna, mucho mayor derecho a ella ha de dar la divina maternidad, que no es adoptiva sino propiamente natural. Si en la casa y familia de Dios tienen derecho a gozar de sus bienes los hijos adoptivos, ¿no lo tendrá la que es con toda verdad la Madre y la Esposa de Dios?

Si, pues, la divina maternidad debe concebirse como forma, que consti- tuye a María Madre de Dios; y si esta forma entraña en todas las virtua-

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lidades santificadoras de la gracia santificante, es fuerza concluir que la divina maternidad es para María principio formal de santificación, que formalmente la santifica; que precisamente por ser Madre de Dios es María esencialmente santa: cSancta Dei Genitrix ' 'Ayía ©eotóicoc;, ((Santa María, Madre de Dios».

II. LA GRACIA SANTIFICANTE DE MARÍA

La gracia santificante de María es doble o puede considerarse bajo doble aspecto: en cuanto es principio de santificación personal y en cuanto es principio de santificación universal o social. Como bajo el primer aspecto no pertenece a la Soteriología Mariana, nos ceñiremos ahora exclusivamente al segundo.

Cuatro puntos especialmente nos interesa estudiar en esta gracia social de María: li su título o razón de ser: 2i su valor de principio demonstra- tivo en la Soteriología Mariana: 3^ la índole física o moral de su actuación; 4^ la denominación exacta con que debe designarse.

L Razón de ser de la gracia social de María

El título, fundamento lógico o razón de ser de la gracia social de María debe, evidentemente, buscarse en su misión providencial o vocación divina. Si la predestinación y la existencia misma de María está toda ordenada a la realización de los consejos divinos concernientes a la salud humana, v si su inten^ención o actuación conforme a esta ordenación soteriológica no puede convenientemente ejercerse o desarrollarse sin la presencia y acción de la gracia santificante, es lógico concluir la existencia de semejante gracia y su ordenación igualmente soteriológica.

Mas si queremos concretar o precisar esta razón generaL hav que des- cender a los distintos principios soteriológicos antes establecidos precisa- mente en función de esta misión providencial y soteriológica de María. En estos principios, en que gradualmente se desen\'uelve y concreta la misión de María, va progresivamente apareciendo, cada vez con nuevo relieve, con nuevas modalidades y matices, su gracia soteriológica. Sigamos los paso» de este progresivo desenvolvimiento.

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El principio de la divina maternidad soteriológica postula una gracia igualmente soteriológica. Esencialmente ordenada a la salud humana, esta maternidad para desempeñar sus funciones maternalmente soteriológicas exige una gracia del mismo orden y temple, que corresponda a la maternidad no sólo cuantitativamente, sino también cualitativamente. Por esto, como a la dignidad casi infinita de la maternidad responde una gracia casi infinita, del mismo modo a su índole y ordenación soteriológica ha de responder una gracia soteriológica, en que se han de hallar las sobrenaturales energías con que María ejerza sus funciones maternales en orden a la salud humana. Como en Cristo la unión hipostática no sólo le santifica formalmente sino que además exige la gracia de Cabeza de los hombres, que sea principio de santificación universal, proporcionalmente en María la divina maternidad no sólo la santifica a ella formalmente sino que además exige una gracia soteriológica, con que pueda ejercer sus funciones maternales, ordenadas a la salud eterna de todos los hombres. La gracia divina con que María, al dar su asentimiento a las palabras del ángel, iniciaba y como ponía en movi- miento toda la economía de la salud humana, era gracia esencialmente sote- riológica, verdadera energía de santificación universal.

Con el principio de solidaridad esta gracia reviste nuevas modalidades soteriológicas. Es evidente que para representar dignamente al Israel de la promesa, para recoger la herencia de los patriarcas, para emular y supe- rar la fe y la obediencia de Abrahán. para dar el que iniciase los místicos desposorios de Dios con la humanidad, necesitaba María una gracia pro- porcionada a la función que iba a desempeñar. Pero no es menos evidente que semejante gracia, ordenada al desempeño de una función esencialmente soteriológica, se convertía en un principio activo de la salud humana, era una gracia esencialmente soteriológica.

Mayor relieve soteriológico adquiere aún esta gracia con el principio de recirculación. Como Segunda Eva, debía María hacer lo que la primera no hizo, y deshacer lo que ella malamente hizo. Para esta acción repara- dora y reconstructora, doblemente soteriológica, era necesaria la gracia: gracia, por tanto, soteriológica: la gracia de la Segunda Eva.

Pero la Segunda Eva debía actuar soteriológicamente asociada al se- gundo Adán. Si bien subalterna y subordinada, la acción de la Segunda Eva pertenece ai mismo orden que la del segundo Adán. Por esto, si la acción de Cristo fué toda ella obra de la gracia, obra también de la gracia había de ser la acción de María. Y si para desempeñar su función sote- riológica recibió Cristo la plenitud del Espíritii Santo y de la gracia, aná- loga plenitud de Espíritu y de gracia había de recibir María: gracia sote-

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riológica de la Segunda Eva, análoga a la gracia soteriológica del Segundo Adán. El principio de asociación o de consorcio postula también la gracia soteriológica de María.

El principio de singularidad transcendente corrobora esta modalidad soteriológica de la gracia de María. «Única sobre todos» es la posición y dignidad de María: «única», por tanto, y «sobre todos» había de ser su gracia, si había de estar en harmonía con su posición y dignidad. «Única sobre todos», no sólo cuantitativa, sino también cualitativamente. Si Cristo, por una parte, y los demás hombres, por otra, forman dos órdenes dife- rentes: el de las primicias y el de las mies común, el de la cabeza y el de los miembros: María, colocada entre Cristo y los demás hombres, no queda englobada en el orden de éstos, sino asociada y encumbrada al orden de Cristo. Aunque en planos distintos y con la debida subordinación y jerar- quía, María, y ella sola, pertenece al mismo orden de Cristo; su gracia ha de tener la misma índole o tendencia característica de la de Cristo: gracia soteriológica, como soteriológica es la gracia de Cristo.

Tal es la gracia de María: gracia postulada por su divina maternidad soteriológica, gracia inherente a su oficio de representar a Israel y a la humanidad entera, gracia propia y peculiar de la Segunda Eva, gracia motivada por el principio de asociación, gracia correspondiente a su posi- ción singular y transcendente: gracia soteriológica.

2. Valor demonstradvo de la gracia de María

Esta índole soteriológica sugiere un problema, que pudiéramos llamar metodológico: ¿pertenece esta gracia a la categoría de principio marioló- gico? ¿será conveniente darle mayor relieve que hasta ahora y basar en ella la demonstración, la ilustración, la penetración, la coordinación siste- mática de las grandes verdades que integran la Soteriología Mariana? ¿se habrá de concebir, enfocar y desarrollar en función de esta gracia toda la Mariología? La extrema complejidad del problema no consiente una solu- ción simplista o tajante. Un problema complejo exige una solución igual- mente compleja y matizada.

Ante todo hay que consignar un hecho significativo. Al investigar, determinar, motivar o demonstrar la índole o tendencia soteriológica de la gracia de María, hemos apelado a los principios mariológicos previamente conocidos. En esta demonstración o motivación la gracia ha sido la con- clusión lógica, no las premisas del raciocinio. No ha sido la gracia la que

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ha motivado los principios, sino al contrario han sido los principios los que han motivado la gracia. Esta gracia, por tanto, es lógicamente poste^ rior a los principios mencionados, de los cuales recibe consiguientemente el ulterior valor demonstrativo que tal vez pueda tener. No puede, pues, esta gracia considerarse como principio de la Soteriología Mariana.

Esto, empero, no impide que esta gracia pueda servir de principio secundario o subalterno, o, mejor tal vez, como coeficiente de los principios fundamentales. Y esto de muchos modos.

Por de pronto, para deducir o motivar en dichos principios la índole soteriológica de la gracia de María no hemos necesitado tomarlos a todos> en conjunto o en bloque. Como estos principios están, por así decir, esca- lonados, y ya del primero hemos colegido el carácter soteriológico de esta gracia, bien puede ser que, una vez establecida por la divina maternidad la gracia soteriológica de María, sirva luego esta gracia, si no para demonstrar, a lo menos para ilustrar, ampliar o profundizar los principios siguientes.

Mucho más puede servir la gracia de María, como coeficiente de otros principios, para demonstrar o explicar más fundamentalmente algunas de las principales verdades de la Soteriología Mariana. Para explicar, por ejemplo, más razonable y profundamente la corredención, especialmente bajo la modalidad de mérito o de satisfacción, puede servir eficazmente la índole soteriológica de la gracia de María. Y. más generalmente, a la luz de esta gracia toda la Soteriología Mariana adquiere mucho mayor profun- didad y solidez y una trabazón más harmónica. En suma, lógicamente posterior a los principios en que radica, la gracia soteriológica de María puede preceder lógicamente y motivar determinadas modalidades de alguna función soteriológica. Y en este sentido puede utilizarse para demonstrar y esclarecer algunas de las verdades mariológicas. Precisando más, podría decirse que si los principios mariológicos expresan o fundamentan los títulos personales con que María interviene en la obra de la salud humana, su gracia soteriológica es como la virtud activa que explica la eficiencia de su actuación.

3. Acción de la gracia soteriológica: ¿física o moral?

Entramos en una cuestión puramente escolástica, tan delicada como interesante, en cuyo estudio y solución hay que extremar la discreción y la mesura, si no queremos comprometer lo que debe mantenerse como cierto con lo que no pasa de probable. Por esto, antes de ensayar o aven-

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turar una solución, conviene dejar bien asentados algunos puntos funda^ mentales, que deberían respetarse como postulados intangibles.

Sea el primero el altísimo valor y la eficacia real y decisiva de la acción moral. La acción moral no es metafórica sino propia y verdadera. Si no tiene la eficacia peculiar de la acción física, no por eso deja de tener influjo eficaz y aun decisivo en la producción del efecto. Basta echar una rápida mirada al mundo de las actividades humanas para convencerse de la enorme importancia que alcanza la acción moral. Recuérdese el valor y la eficacia de una firma puesta al pie de una ley, de un tratado o de un testamento. Y la firma no es la entidad física de las letras trazadas: es algo muy superior, es la expresión definitiva de la voluntad y de los poderes de quien las traza. En consecuencia, aun cuando la acción de la gracia soteriológica de María en la obra de la salud humana sea o fuese pura- mente moral, no por eso sería una acción ficticia o imaginaria: con ser moral, puede ser eficacísima y de altísimo valor. Por consiguiente, si se sostiene la acción física de la gracia de María, será por motivos de otro orden, pero no porque de esta modalidad física dependa la realidad y ver- dad de la acción. Por tanto, aun cuando se pruebe o se probase que la acción de la gracia de María no puede ser o no es física, basta la acción moral, tan real y tan verdadera en su orden, como lo es la física en el suyo, para explicar la eficacia de la intervención o actuación de María. Podemos, pues, estudiar serenamente el problema de la acción, moral o física, de la gracia de María, sin miedo de que la solución a que lleguemos, sea cual fuere, comprometa o ponga en peligro las grandes verdades mario- lógicas. Podrá servir esa solución para profundizar o explicar más lumi- nosamente estas verdades, en un sentido o en otro, pero no para minarlasi o desvirtuarlas.

Otro postulado, no menos evidente y que tal vez no siempre se ha tomado en cuenta, en este problema y en otros análogos, es que para explicar un efecto moral basta una acción moral. Si el fundamento onto- lógico de la causalidad está en que el efecto esté contenido en la potencia o virtualidad de la causa, cuando el efecto es moral, basta que sea moral también la virtualidad de la causa que lo produce, y consiguientemente su acción. Sin duda que en toda acción moral intervienen realidades físicas y actos físicos; mas no es la entidad física de semejantes realidades o actos la que explica y determina la eficiencia moral de la acción, sino otros factores o valores de orden superior. Por consiguiente, en las fun- ciones soteriológicas de María, siempre que el efecto producido por la acción de su gracia sea de orden moral, moral también habrá de ser esta

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acción de la gracia. Acción y efecto han de ser del mismo orden, han de ser homogéneos: si el efecto es físico, física ha de ser la acción con que se produce; si el efecto es moral, moral también habrá de ser la acción productiva.

Examinando a la luz de este postulado las principales funciones sote- riológicas que se atribuyen a María, fácilmente se verá cuán limitado queda el problema de la índole física o moral de la acción de la gracia. Estas funciones son: la mediación generalmente concebida, la correden- ción, la maternidad espiritual y la intercesión actual bajo la doble forma de deprecación y de dispensación. Ahora bien, la mediación general- mente concebida es una intervención esencialmente moral ; moral es también la corredención, como lo es la redención misma de Cristo ; moral igualmente la intercesión actual bajo la forma de deprecación. En cambio, en la dispensación de la gracia, que tiene por objeto propio la producción de la gracia, actual o habitual, cabe el problema de la índole física o mora! de la acción con que actúa la gracia de María. Sólo queda por examinar la maternidad espiritual, que es más compleja. En ella suelen distinguirse tres estadios, que, a lo menos para abreviar, pueden denominarse la con- cepción íen la encarnación del Hijo de Dios), el parto íen la pasión) y la crianza o educación (que coincide realmente con la dispensación). De estos tres estadios solos los dos primeros son los que constituyen esencial- mente la maternidad, dado que el tercero es simplemente el desempeño de los oficios inherentes a la maternidad pretérita y consumada. Ahora bien, en los dos primeros estadios, de la concepción y del parto, todavía no se produce la gracia actual o habitual: su efecto, lo mismo que el de la redención y el de la corredención, con la cual realmente se identifica, es puramente moral. Luego, siendo moral el efecto, moral habrá de ser igualmente la acción que lo produce. Consiguientemente, en la mater- nidad espiritual, en considerada, no cabe el problema de la acción, física o moral, de la gracia de María, que sólo tiene lugar en el tercer estadio de la maternidad, que no es otro que la dispensación de la gracia. A esta dispensación, por tanto, queda reducido todo el problema; que no afecta, consiguientemente, a la acción soteriológica, generalmente conce- bida, de la gracia de María, sino exclusivamente a una forma concreta y particular de esta acción. Con esto, evidentemente, el problema pierde mucho de su importancia. Merece, con todo, estudiarse, aunque no sea sino brevemente.

Ante todo, ¿es posible la acción física de la gracia de María en la producción real de nuestra gracia? La gran arma que se ha esgrimido

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contra semejante posibilidad es el principio comúnmente admitido de que «Non datur actio in distans». Tal es la gran dificultad: la distancia o falta de contacto físico entre la causa y el efecto. ¿Tiene valor esa dificultad?

El principio mencionado, que expresa la indistancia o contacto entre la causa y el efecto, es una constatación de la experiencia, pero no una deducción analítica del principio de causalidad o de la noción esencial de causa. Analízese cuan minuciosamente se quiera la definición de causa, y no se hallará en ella esa indistancia espacial entre la causa y el efecto. Consiguientemente la indistancia de la acción, no estando en la definición de causa, no pertenece a su esencia metafísica. No implica, pues, contra- dicción, no entraña un absurdo metafísico, no puede rechazarse como imposible la opuesta distancia. Probablemente, por tanto, es lícito supo- ner la posibilidad de una «actio in distans». Por este lado, pues, flaquea la dificultad. Tal vez flaquee también por otros conceptos.

¿Puede decirse realmente que la acción de la gracia de María en la producción de nuestra gracia sea una acción distante? Quizás pueda con- cebirse o presentarse esta acción de modo que no sea «in distans».

En toda causa hay que distinguir el agente y la virtud activa, o, como suele decirse, el principium quod y el principium quo. En nuestro caso el agente es el espíritu o el alma de María, no su cuerpo, y la virtud activa es la misma gracia: agente y virtud de orden espiritual o inmaterial. Estos principios, como inmateriales que son en su ser, deberán serlo tam- bién en su obrar: deberán actuar desligados de todo vínculo que los someta a las leyes materiales. Ahora bien la indistancia local o espacial es algo que pertenece al orden material. Luego no es justo someter a esta ley los espíritus de la misma manera que los cuerpos. ¿Será, por tanto, absurdo, si no nos dejamos dominar de nuestra imaginación rastrera, concebir que los espíritus puedan entrar en contacto espiritual por encima de toda indistancia espacial e independientemente de ella? ¿Conocemos suficientemente la actividad de los espíritus y su radio o esfera de acción, para afirmar que la presencia espiritual esté ligada a la indistancia ma- terial?

Aun en las mismas actividades materiales vemos el portentoso alcance o radio de acción que tienen las energías físicas, en la televisión, por ejemplo, o en la radiotelefonía. ¿Será menor el radio de acción de las superiores energías espirituales? Sin duda que en las energías materiales entre la causa y el efecto existe un medio de comunicación o un vehículo de la acción, sea cual fuere, que transmite la acción de la causa al efecto

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y que los pone en contacto. Pero ¿será igualmente necesario entre los espíritus este medio interpuesto, o no habrá otros medios de comunicación que nosotros ignoramos? ¿Es concebible que los espíritus estén entre más aislados e incomunicados que los cuerpos? ¿O necesitarán, para poder comunicarse, someterse a las leyes propias de la materia? Bien puede, por tanto, concebirse una indistancia espiritual (físicamente espi- ritual) entre el alma de María y la nuestra, que no entrañe o presuponga la indistancia espacial, que es puramente material. Después de las mo- dernas experiencias científicas parece algo aventurado insistir demasiado en la imposibilidad de la «actio in distans». ¿Y es tan cierto, aun dentro de las actividades puramente materiales, que es absolutamente necesario el contacto espacial, mediato o inmediato, entre la causa y el efecto?

Otra consideración, aunque menos importante, conviene tener presente Si la acción de la gracia de María respecto de la acción divina se consi- derase como propiamente instrumental, habría una razón especial que parecería exigir £U contacto inmediato con el efecto, dado que la causa instrumental, es en cierta manera, más inmediata al efecto que la causa principal. Mas no parece que la acción de María en la producción de la gracia deba concebirse como propiamente instrumental. Su cooperación física con el Espíritu Santo en la producción de la gracia puede conce- birse, no como la del instrumento con la causa principal, sino más bien como la de la causa segunda con la causa primera: que es cosa sustancial- mente diversa. Y en este supuesto esta acción particular de María sería como toda cualquier acción de las causas segu idas desarrollada con el concurso de la causa primera. Y así desaparece; 't la instrumentalidad, que motivaría la necesidad del contacto inmediato o 3." la indistancia.

En conclusión, no parece pueda urgirse razonablemente el obstáculo creado por la distancia para negar la acción física de María en la produc- ción de la gracia.

De la posibilidad de la acción física no puede, sin más. pasarse a la afirmación del hecho. Para semejante afirmación se requieren razones positivas. Resta, por tanto, examinar si existe alguna razón aceptable, que nos permita afirmar como un hecho la acción física de María en la producción de la gracia.

Dios en la producción de los seres (siempre que no procede por vía de creación) suele exigir el concurso de causas segundas proporcionadas al efecto que se ha de producir. Esto en lo natural es evidente. Es lógico, por tanto, que también en lo sabrenatural proceda Dios de semejante manera. Esto supuesto, en la producción de la gracia santificante en el

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hombre es razonable buscar en el hombre mismo una causa homogénea o del mismo orden del efecto que se quiere producir. Esta causa es Jesu- Cristo hombre, como principio universal de la gracia. En la gracia de Jesu-Cristo hallamos la virtud creada homogénea con el efecto producido. La gracia produce la gracia. Mas como, por otra parte. María es con Jesu-Cristo comprincipio universal de la gracia, es lógico concluir que también la gracia de María, análogamente a la de Jesu-Cristo. influye físicamente en la producción de nuestra gracia. Con esto la acción de Dios, causa primera, en la producción de la gracia procede de la misma manera que en la producción de las demás cosas: es decir, haciendo inter- venir el concurso de causas segundas proporcionadas y homogéneas.

Con esta explicación, no hay que apelar a la hipótesis de potencias obedienciales, dado que en la causa que hemos señalado, es decir, en el espíritu y en la gracia de María, se hallan las mismas propiedades del efecto que se ha de producir. Actúa María con una virtud, no obedien- cial, sino connatural. Tampoco es necesario recurrir a ninguna otra ele- vación especial, que habilite a María para la acción física que se le atri- buye. Con esto desaparecen las dificultades que se han hecho valer contra la hipótesis de la potencia obediencial activa o contra la especial elevación de María para semejante acción.

De todos modos, hay que reconocer que se trata de una solución, fun- dada y razonable, pero que al fin no excede los límites de la probabilidad. Sobre esas probabilidades está la certeza de la acción soteriológica de María, superior a todas nuestras hipótesis. La solución de la causalidad física no suplanta ni desprestigia la causalidad moral, sino que simple- mente la completa. No es prudente ni científico fundar lo cierto en lo probable.

4. ¿Cómo denominar la gracia soteriológica de María?

Hemos denominado hasta ahora soteriológica o social la gracia santi- ficante de María en cuanto está ordenada a la salud humana. Pero seme- jante denominación genérica no expresa suficientemente sus notas especí- ficas o diferenciales. ¿Será posible señalar alguna denominación que las exprese adecuadamente? Aunque se trata de un nombre, no es propia- mente nominal esta cuestión. Se trata de conocer y determinar la diferen- cia específica de la gracia soteriológica de María.

A nuestro juicio, la solución es obvia. La gracia de María ^ esen- cialmente, y aun diríamos exclusivamente, maternal. La razón es evidente.

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La única razón de ser de María es su maternidad. María interviene en la economía de la salud humana únicamente como Madre del Redentor y de los redimidos: interviene por ser Madre y actúa en calidad de Madre. Sus funciones soteriológicas son esencial y totalmente maternales. Ma- ternal, por tanto, ha de ser la gracia que la dispone y capacita para des- empeñar estas funciones maternales.

Pero, a base de esta solución fundamental, cabe todavía preguntar: ¿esta gracia maternal puede también denominarse capital í^)?

Si no queremos confundir lo cierto con lo probable y lo real con lo metafórico, es menester precisar con toda exactitud este nuevo pro- blema.

Ante todo, la denominación de gracia capital, dado caso que se admita, no debe ser empleada para sustituir o suplantar la denominación de gracia maternal. La maternalidad deberá siempre mantenerse como la nota dife- rencial de la gracia de María, que podrá ulteriormente completarse o matizarse con la capitalidad, pero no quedar eclipsada por ésta. En con- secuencia este nuevo problema podría formularse en estos términos: ¿la maternalidad incluye la capitalidad? Tratamos de una capitalidad que esté incluida en la maternalidad o se derive de ella, no que la excluya.

La capitalidad de la gracia de María, dado caso que se admita, no puede concebirse como paralela a la capitalidad de la gracia de Cristo o adicionada a ella, sino simplemente como derivada y dependiente de ella, es decir, como una participación, extensión o prolongación de la gracia capital de Cristo. Ahora bien, en la capitalidad de esta gracia hay que distinguir dos géneros de elementos: reales y metafóricos. La capita- lidad es la función de Cristo como Cabeza en orden a su Cuerpo místico. Pero estas denominaciones de Cabeza y Cuerpo, si no son puramente meta- fóricas, están fuertemente matizadas por la metáfora. Y la metáfora no encierra o aprisiona adecuadamente toda la realidad. Es decir, el influjo o acción de Cristo en los hombres, como principio primero y universal de la gracia, puede expresarse o por conceptos propios o por imágenes metafóricas. Comparadas entre estas dos concepciones, no coinciden exactamente: la concepción real excede, supera o sobrepasa la concep- ción metafórica. Esto supuesto, la capitalidad de la gracia de María

(') Anleriormente hemos tratado brevemente, y resuelto en sentido afirmativo, el problema de la capitalidad, considerada más bien como dignidad o función per- sonal; ahora estudiamos, más concreta y determinadamente, la capitalidad de Ja gracia de María, relacionándola además con la maternalidad de la misma gracia. Sin esta comparación de la capitalidad con la maternalidad podría parecer tal vez incoherente lo que dijimos antes con lo que ahora decimos.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

puede entenderse en dos sentidos diferentes: o en función de la imagen de Cabeza y Cuerpo, o independientemente de ella. Tal vez, según que se considere en un sentido o en otro, sea también distinta la solución que deba darse al problema de la capitalidad de la gracia de María.

Bajo el primer aspecto hay que decir que la gracia maternal de María no es capital: que la maternalidad. no sólo no incluye o postula la capi- talidad, sino que precisamente la excluye. Dentro de la imagen del Cuerpo místico, de la Cabeza y de los miembros. María no es ni la Cabeza ni uno de los miembros, sino que es la Madre de los miembros, como lo es de la Cabeza. "Omnium membrorum Christi sanctissima Genitrix», «eius membrorum omnium Maten , la llama Pío XII en su reciente Encíclica «Mystici Corporis». recogiendo la tradición patrística y pontificia. Por consiguiente, dentro de esta imagen, en lo que tiene de metafórica, no cabe la gracia maternal de María, que. como no es uno de los miembros, tam- poco es la Cabeza. La maternalidad. por tanto, excluye la capitalidad, metafóricamente concebida.

Mas si, rotos los moldes de la metáfora, consideramos el concepto puro de capitalidad, la cuestión varía de aspecto: hay que estudiar si la capi- talidad real de la gracia de Cristo puede extenderse o comunicarse a la gracia de María.

De los tres elementos constitutivos de la capitalidad de Cristo: la pri- macía jerárquica, la plenitud de perfección y el influjo o causalidad, los que más ahora nos interesan son el primero y el tercero. Se pregunta, pues: ¿participa María de la primacía y del influjo universal? En el influjo no existe dificultad. Aun prescindiendo ahora de la corredención formal e inmediata, queda siempre la corredención más lata, sin contar con la maternidad espiritual y la dispensación de las gracias, que entrañan verdadera causalidad, física o moral. Toda la dificultad, pues, se halla en la primacía o. digamos, inicialidad del influjo.

Por una parte, parece no se da semejante inicialidad. dado que en el proceso soteriológico la gracia no tiene en María su primer origen, sino en Cristo solamente, de cuya gracia se deriva la gracia de María: la cual, por tanto, no puede ser el prmier principio en el orden soteriológico, ni participar consiguientemente de la capitalidad.

Mas. por otra parte, María, en virtud del principio de asociación, forma conjuntamente con Cristo el principio único y adecuado, y primero en este orden, de la redención humana. Parece, .por tanto, que la gracia de María se halla en el origen mismo de la redención, que tiene verdadera inicialidad y que participa de la capitalidad.

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Pero no es difícil conciliar estos dos puntos de vista, al parecer opues- tos, si se recuerda la doctrina, frecuentemente reiterada en la tradición, de la doble fase o dos momentos de la redención. La redención de Cristo no recae por igual o simultáneamente (con simultaneidad lógica) en María y en los demás redimidos; sino que (considerada ut sic) recae primero en. María, y (considerada como prevista en su realidad histórica o concreta) recae luego en los demás hombres. Supuesta esta prioridad (lógica o na- tural, no temporal) de la redención pasiva de María, prioridad recla- mada por el principio de transcendencia singular, se resuelve el conflicto antes señalado. María, por privilegio singular, del cual es una derivación su Concepción Inmaculada, es redimida por solo Cristo: es decir, que el principio de su redención no es todavía el principio adecuado de la reden- ción universal, del cual ella ha de formar parte; en cambio, el principio pleno y adecuado de la redención de los demás hombres está integrado por Cristo y por María. En consecuencia, la gracia de María, si no se halla en el principio absolutamente primero de la redención, se halla empero en el principio relativamente primero de la redención común u ordinaria de todos los demás redimidos. Y basta esto para que a esta gracia se le reconozca una inicialidad y consiguientemente una capitalidad relativa. Ni obsta esta relatividad para que simplemente la gracia de María pueda denominarse (con propiedad analógica) inicial y capital. La comparación con la capitalidad del Romano Pontífice y con la del mismo Cristo parece decisiva en este punto.

El Romano Pontífice, como Cabeza visible de la Iglesia, participa de la capitalidad de Cristo. El Salvador, en frase de San León, dijo al primer Papa: «Quae mihi potestate sunt propria, sint tibi mecum parti- cipatione communia» (ML 54, 150). La capitalidad, inherente a Cristo por derecho propio y nativo, se comunica a Pedro por participación: es decir, derivada de la de Cristo y a ella subordinada. Consiguientemente, como la relatividad de la capitalidad pontificia no obsta a la verdad y propiedad (analógica) de la denominación, tampoco puede ser obstáculo semejante relatividad para la denominación de la capitalidad Mariana.

También la primacía o inicialidad del influjo capital de Cristo hombre, si en cierto sentido puede llamarse absoluta, desde otro punto de vista empero no es sino relativa. Al fin, la iniciativa estrictamente absoluta ei^ la economía de la redención humana, según San Pablo, corresponde (por apropiación) a Dios Padre o (con propiedad) a Dios en cuanto Dios; respecto de la cual la inicialidad propia de Cristo hombre ya no puede ser sino relativa o, si vale la frase, relativamente absoluta. La relatividad.

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por tanto, no obsta a la verdadera capitalidad: como no obsta a la del Redentor, tampoco, lógicamente (siempre en un plano inferior), debe obstar a la de la Corredentora.

Una metáfora, frecuente en la tradición patrística, podrá ilustrar y corroborar esta capitalidad relativa y subalterna, que parece debe atri- buirse a María. Si comúnmente se llama a Cristo «fuente de la gracia», reservándose a María la denominación de «canal» o «acueducto», muchas veces empero se extiende a María la denominación de «fuente». Sin duda que la identidad de la denominación no arguye idéntico derecho o propiedad en poseerla. Que no ignoraban los Santos Padres que las deno- minaciones (analógicamente) comunes al Hijo y a la Madre sólo por puro privilegio y participación subalterna se atribuyen a María. Pero aun así, resulta de sus dichos que María es (secundariamente) «fuente de la gra- cia» y que, por consiguiente, la gracia de María puede llamarse «fontal»: nueva denominación metafórica equivalente a capital. Bajo la imagen metafórica de «fuente» se afirma, por tanto, frecuentemente la capitalidad relativa de la gracia de María.

Pero 'esta capitalidad, repetimos, no debe eclipsar ni suplantar la ma- ternalidad de la gracia soteriológica de María. Si María es, ante todo y sobre todo, Madre: la Madre de Dios y de los hombres, la Madre Corre- dentora y la Madre Mediadora, la gracia que la dignifica y la dispone para el desempeño de esta multiforme maternidad debe ser asimismo gracia maiernal. Maternal es la gracia de la divina maternidad, que formal- mente santifica a la Madre de Dios, y maternal la gracia santificante sote- riológica propia de la que es Corredentora de los hombres y Mediadora universal.

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Capítulo VI

COMPROBACIÓN PATRÍSTICA DE LOS PRINCIPIOS MARIOLÓGICOS

Introducción. Los principios mariológicos hasta ahora expuestos, si han de ser base sólida de una demonstración científica, es menester sean previamente admitidos como ciertos. ¿Lo son? Creemos que, prescin- diendo de algunos elementos accesorios, que más adelante no se habrán de tomar como premisas de ninguna demonstración, deben ser conside- rados como enteramente ciertos. A nuestro juicio, el punto de partida que hemos tomado y el análisis con que los hemos ido deduciendo no pueden ofrecer reparos serios y justificados. Con todo, como más que defender nuestro punto de vista o comunicar nuestra persuasión personal, nos inte- resa la solidez inatacable de nuestra demonstración, nos ha parecido opor- tuno, por no decir necesario, corroborar los principios establecidos con el testimonio de la tradición cristiana. Así, quien no admitiere su certeza intrínseca, habrá de admitir, por lo menos, su certeza extrínseca o testi- monial: garantía suficiente, para que luego no puedan recusarse las conse- cuencias que de los principios legítimamente deduzcamos. De paso, esta comprobación patrística acarreará otras dos ventajas, no despreciables: permitirá poner de relieve los elementos sustanciales de los principios, que luego se han de convertir en premisas de nuestra demonstración, y podrá convencer a muchos de que algunas que pudieran parecer novedades, y lo son dentro del campo científico de la Mariología, no lo son en realidad, como que son verdades ya desde muy antiguo enseñadas por los Santos Padres.

El objeto que nos proponemos ahora, que es una simple corroboración externa de lo previamente establecido por análisis interno, nos obliga a ser parcos en citar los testimonios patrísticos. Otros muchos tenemos reco- gidos, que fácilmente pudiéramos aducir, pero que tenemos que reservar para otra ocasión, si no queremos desfigurar el carácter de nuestro libro, predominantemente especulativo. Un inconveniente tendrá esa parsimonia documental. Pocos textos, y necesariamente abreviados, no pueden repre- sentar en toda su amplitud y profundidad el pensamiento de los Padres. Una cosa, empero, podemos asegurar, de cuya verdad responden los estu-

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dios de Mariología positiva que anteriormente hemos publicado: que los textos presentados, lejos de desfigurar o exagerar el pensamiento de sus autores, más bien lo atenúan u oscurecen. No los hemos tomado de nin- guna antología, sino de sus mismas fuentes, en las cuales, a la luz del contexto o del conjunto, alcanzan mucho mayor luz y vigor. En conse- cuencia, nos atrevemos a rogar que quien dudare del valor demonstrativo de algún texto, no lo recuse sin antes acudir a la fuente y leerlo atentamente en su contexto. Otra posible extrañeza conviene prevenir. Aparecerán en estos pocos textos algunos nombres, el de San Ambrosio por ejemplo, que no suelen verse citados con tanta frecuencia en los tratados mariológicos. Tal vez no se ha reparado bastante en que existen dos Mariologías: le da un San Ambrosio, que, parca y de poca apariencia, abunda, con todo, en rasgos luminosísimos, que, a manera de relámpagos, ilustran los más graves problemas mariológicos y llegan hasta lo más hondo, y la de un Dionisio Cartujano, que, explayándose en la sobrehaz, cuando no perdiéndose en fantasías, apenas nunca roza las verdades más profundas de la Mariología. Ya había notado este doble género de Mariologías el gran mariólogo medie- val Godefrido Admontense, cuando dice que María es para unos «fuente de los huertos», mientras es para otros «pozo de aguas vivas» (ML 174, 1009). Y no es del todo verdad, como a las veces parece suponerse, que el con- tenido de la Mariología, partiendo de un exiguo núcleo primitivo, se ha ido formando y desenvolviendo en el transcurso de los siglos: más bien hay que reconocer que, si algunas verdades relativamente secundarias, cual es, por ejemplo, la de la intercesión actual y universal, han sido objeto def semejante desenvolvimiento, otras verdades, en cambio, mucho más impor- tantes y fundamentales, cual es la de la corredención, lejos de desenvolverse con el tiempo, antes bien se han desvirtuado y perdido su primitiva pro- fundidad. Prueba palmaria es la manera de enfocar la Segunda Eva, que, perdida la primitiva grandiosidad que tenía en San Ireneo, se convirtió para muchos escritores medievales en un insulso juego de palabras, al ser considerada como inversión verbal de Ave o como composición de a y vae. Está por escribir todavía la verdadera historia de la Mariología.

Dividiremos este capítulo adicional en cinco artículos, correspondientes a cada uno de los capítulos precedentes, relativos a los cinco principios mariológicos antes declarados.

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Art. 1. Maternidad divina y soteriológica

Que la divina maternidad sea verdad revelada por Dios y que sea el primer principio de la Mariología es cosa ya tan sabida y averiguada, que sería perder tiempo inútilmente el detenerse en demonstrarlo.

Podríamos también dar por supuesto el carácter soteriológico de la divina maternidad, o remitirnos simplemente a los textos de la tradición que adujimos para demonstrarlo en nuestro libro Deiparae Virginis con- sensus (pgs. 229-236). Mas, tratándose de un punto tan fundamental en la Soteriología Mariana, presentaremos, para corrobararlo, unos pocos tex- tos, en gran parte nuevos.

Bajo cinco aspectos, entre relacionados, puede considerarse el carácter soteriológico de la divina maternidad: en cuanto la salud humana es objeto 1) de los consejos de Dios, 2) del mensaje del ángel y 3) del consentimiento de María, y en cuanto 4) se inicia con la misma encarnación del Hijo do Dios y 5) es fruto de la generación virginal.

1. La salud humana, objeto de los consejos de Dios. Dice San Efrén: «Gratia in te se inclinavit, ut misericordias super mundum effun- deret» (Ed. Lamy, 2, 600). El Monje Jacobo: «Require illam, o Ga- briel, quam ante generationes omnes ad hoc mihi selegi, quam dispensa- tionis huius causa praedestinavi» (MG 127, 634-635). San Beda ed Venerable: «... Per quam salus ómnibus parabatur» (ML 92, 321). San Bernardo: «... Per quam Deus ipse rex noster ante saecula disposuit operari salutem in medio terrae» (ML 183, 83-84).

2. La salud humana, objeto del mensaje angélico. Según San Ireneo el ángel manifestó a María «Dominum... recapitulationem eius, quae in ligno fuit, inoboedientiae, per eam, quae in ligno fuit, oboedien- tiam, facientem» (MG 7, 1175). El autor antiquísimo, cuyas homilías han llegado hasta nosotros bajo el nombre de San Gregorio Taumaturgo, dice: «Missus est Gabriel, ut totius mundi salutem annuntiaret» (MG 10, 1171). San Ambrosio: «Visitata est María, ut Evam liberaret» (ML 16, 1401). San Pedro Dami.Ín: «Traditur epístola Gabrieli, in qua... incarnatio Re- demptoris, modus redemptionis, plenitudo gratiae... continetur» (ML 144, 558-559). Anastasio I Antioqueno: uMissus est Gabriel fauste Virgi- ni... futuram eius ope gentibus salutem praenuntians» (MG 89, 1383). En una Secuencia del misal Sarum (ed. J. Wickham Legg. Oxford, 1916. p. 490) se canta esta estrofa:

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Ave, dixit nuncius, ex te, Virgo, Filius nascetur, pax, gaudium, vita, salus omnium.

3. La salud humana, objeto del consentimiento virginal. Escribe San Beda: <'Fiat ut... Filius Dei... ad redemptionem mundi tamquam sponsus suo procedat de thalamo» (ML 94. 14). San Alberto Magno: «Consensum praebens... oravit ut cunctis fieret salus, quam ángelus nun- tiavit» {In Le. 1, 38. Opp. 22, 113). San Bernardino de Sena: «Per hunc consensum omnium electorum salutem viscerosissime expetiit» (Tre- decim Sermones pro fest. SS. et Imm. Virg. Mariae, serm. 8, art. 2, cap. 2). Alfonso Salmerón: «Mundi iam perditi redemptionem ac reparationem sitiens,... promptam se... obtulit... dicendo: Ecce ancilla Dominh {Comm. in Evang. hist. et Act., t. 3, tract. 9. Coloniae Agripp. 1612, pg. 72-73).

4. La salud humana, iniciada con la encarnación. San Efrén: «Descendit ángelus ex alto, et locuta est cum eo Virgo,... et initum est foedus pacis» (Ed. Lamy, 5, 974-978). San Proclo de Constantinopla: «Ne... partum hunc erubescendum censeas. Hic enim solus salutis anti- dotum nobis attulit... O venter, in quo communis libertatis syngrapha confecta est ; o utere, in quo arma adversus mortem f abref acta sunt ; . . . o templum, in quo Deus sacerdos factus est» (MG 65, 683). Basilio DE Seleucia: «Alvum sanctam!... in qua disruptum est peccati chirogra- phum» (MG 85, 438). San Andrés Cretense: «Salve... tabemaculum, in quod semel in consummatione saeculorum solus Deus ac primus Pontifex ingressus est, ut in te, sacra ac arcana ratione, munus sacrum pro universis obiret» (MG 97, 878-879). San Eleuterio de Tournay: «Haec est dies salutífera,... quae terrena caelestibus conciliat« (ML 65, 94). Radbodo: «In hac... celebritate... redemptionis nostrae principia veneramur» (ML 150, 1531). San Bernardo: «Tune iam operabatur ¡^Christusl salutem nostram in medio terrae» (ML 183, 327), San Alberto Magno: «In ipso Matris hospitio salutem nostram est operatus» (In Le. 10, 38. Opp. 23, 77). B. Ramón Lull: «En nuestra Señora fué comenzada la re-creación del mundo por la encarnación de su Hijo bendito: en nuestra Señora fué co- menzada la salvación de los hombres por su concepción [virginal]» {Hores de Sancta Maria, Ps. 6, 5). Por fin, el B. Juan de Ávila con su deliciosa llaneza comienza así su sermón acerca de la encarnación del Hijo de Dios: «Día es hoy de buena nueva... Cuando quiso Dios hacer misericordias al mundo, cuando quiso mostrar hasta dónde llegaba su amor, anduve yo

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buscando qué día fué éste, cómo llamarle: y no pude hallar ni supe darle nombre. ¿Qué día es hoy? Día de tales nuevas llamémosle día de las misericordias de Dios... Si le llamamos día de las misericordias del mundo, eslo; si día de redención de cautivos, eslo; si le llamamos día de des- posorio, eslo; si día de dar grandes limosnas, eslo también».

5. La salud humana, fruto de la generación virginal. Según San Proclo María engendra «(fructum vitae (MG 65, 710-711). Antípa- TRO DE B0STR4 saluda así a María: «Ave, quae mundo gignis originem vitae» (MG 85, 17711. San Germán: «Gratiae benedictionem progermi- nasti; ... utpote gratiae primordia adducens» (MG 98, 306-307). San Pe- dro Crisólogo: cAut genitrix quando non, quae saeculorum generavit auctorem, principium dedit rebus?... Est ergo muneris virginalis, ut rege- nere! per Deum Virgo, quod per Deum Virgo generavit» (ML 52, 592). San MÁXIMO de Turín: «Mater salutem populis editura... tamquam in sacrario ventris sui portavit cum mysterio sacerdotem; nam quidquid in saeculo profuturum erat, id totum de eius ventre: Deus, sacerdos et hostia» (ML 57, 239). Eadmero: «Non est salus, nisi quam ipsa peperit» (ML 159. 586). Liturgia Mozarábiga: «Partus Mariae fructus Ecclesiae» {Lib. Mozar. Sacram., ed. Férotin. col. 56). Liturgia Ambrosiana: «De cuius ventre fructus effloruit, qui pañis angelici muñere nos replevit... Distat opus serpentis et Virginis. Inde fusa sunt venena discriminis, hinc egressa mysteria Salvatoris» (Missal. Ambros., ed. Achilles Ratti, 36, 6). El misal Sarum (ed. J. Wickham Legg, pg. 479):

O veré sancta atque amanda, ex qua orta est redemptio nostra, salus quoque raundi veraque vita.

Pero nadie jamás ha expresado con frases más significativas esta índole soteriológica del parto virginal que San Ambrosio. Citaremos algunas de sus expresiones más características: «Virgo genuit mundi salutem. Virgo peperit vitam universorum» (ML 16, 1198); «Operata est mundi salutem, et concepit redemptionem universorum» (ML 16, 1154) <(Remissionem peccatorum útero gestabat» (ML 16, 325-326). Por esto es llamada «aula caelestium sacramentorum» (ML 16, 319).

Queda, pues, sólidamente corroborado por el testimonio concorde de la tradición el primer principio mariológico antes establecido. En medio de su generalidad o indeterminación, este carácter soteriológico de la divina maternidad es de capital importancia en la Soteriología Mariana. En vir-

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tud de él sabemos ya que María ocupa un lugar importantísimo en la eco- nomía de la salud humana, en orden a la cual ejerce, precisamente en cuanto Madre del Redentor, una función o acción propia y personal. Toda- vía no conocemos el tiempo y el modo concreto de esta acción soteríológica de la Madre del Redentor, que sólo constará por otros principios y a la luz de los hechos; pero no es poco conocer desde ahora la existencia y la eficacia de esta función. Sólo este reconocimiento señala una línea divi- soria entre la Mariología protestante y la Mariología católica; pues mien- tras la Teología protestante sólo ve en María la madre física de Jesús, la Teología católica reconoce a la Madre del Redentor una función y actividad propiamente soteríológica. Además, con el reconocimiento de esta acción genérica se prepara, por así decir, el sujeto del cual luego haya que pre- dicar funciones soteriológicas más particulares o concretas. Que no es lo mismo atribuir la corredención, por ejemplo, a la Madre de Jesús que a la Madre del Redentor, investida de carácter soteriológico. Lo primero es atribuirle una prerrogativa no preparada ni coherente; lo segundo, en cambio, no es sino determinar o concretar una función previamente reco- nocida.

Art. 2. El principio de soudaridad

Introducción. Como la introducción del llamado principio de solida- ridad es el elemento más nuevo, para algunos algo extraño e inaudito, se hace absolutamente indispensable precisar su significado y corroborarlo con el testimonio patrístico. Será útil para ello compararlo con el prin- cipio anterior (la maternidad soteríológica) y con el siguiente íla recir- culación).

La comparación con el precedente es más fácil y sencilla. Por el prin- cipio de la maternidad soteríológica conocemos el papel o la función que Dios ha asignado a la Madre del Redentor en orden a la salud humana. El principio de solidaridad no expresa formalmente acción soteríológica: sólo indica el modo de ejercerla, o, más generalmente, es un postulado o condición previa a que debe acomodarse la acción soteríológica. Son doS principios simples y además heterogéneos, que deberán combinarse.

Muy diferente es el principio de recírculación, cual suele concebirse. En él suelen comprenderse muchos elementos, más o menos dispares: unos, que se presuponen ya por los principios precedentes; otros, que son como sus rasgos diferenciales o formales; otros, sólo implícita o virtualmente contenidos. Prescindiendo ahora de estos dos últimos géneros de ele-

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mentos, que luego habremos de determinar, y ateniéndonos solamente a los elementos básicos, ya presupuestos, observaremos que en la doble antítesis Adán-Cristo, Eva-María, con que a las veces se formula el principio de recirculación, se contienen la acción soteriológica del Hombre y de la Mujer y la solidaridad con que el Redentor debe ejercer su acción salvadora: que, como conocidas previamente por los principios de la maternidad soterioló- gica y de la solidaridad, no pueden ser los elementos propios y diferenciales del principio de la recirculación. Esta observación era necesaria para la demonstración patrística que vamos a ensayar del principio de solidaridad. En ella habremos de aducir algunos textos en que se habla de María como Segunda Eva o como la Mujer por antonomasia: y pudiera parecer que demonstramos el principio de solidaridad por lo que es propio del principio de recirculación, todavía no demonstrado patrísticamente ; y aun podría a alguno parecer que incidimos en petición de principio. Para evitar, pues, o prevenir toda confusión o mala inteligencia, era indispensable deslindar con la máxima precisión lo que es propio y característico de cada principio.

Más que el principio mismo de la solidaridad, lo que ahora especial- mente nos interesa es su repercusión en la función soteriológica de la Madre del Redentor. Pero, como no es posible apreciar debidamente esta reper- cusión, sin conocer previamente el mismo principio de solidaridad, conven- drá declararlo con toda precisión y corroborarlo con el testimonio de la tradición; sobre todo, existiendo como existen sobre él ciertas vaguedades y aun en algunos cierta dificultad en admitirlo, a lo menos como principio cierto e inconcuso.

Divüle, et vinces. Aun cuando, por lo dicho anteriormente, podemos suponer conocido el principio de solidaridad, enumeraremos con toda disi- tinción los varios elementos que lo integran, para distribuir conforme a esta distinción los varios textos de la tradición. Con ello, a vueltas de mayor precisión y claridad, podrá mejor apreciarse el sentido y valor probativo de los textos. Estos elementos integrantes del principio de solidaridad son: 1) de parte de la acción soteriológica del Redentor, a) su doble solida- ridad de naturaleza y de pecado con el linaje humano, b) iniciada ya en !a encarnación y con la encarnación; 2| de parte de la función soteriológica de la Madre del Redentor, o) su carácter representativo, al tomar sobre esta maternidad, h) su carácter de universalidad, por cuanto es ella «la Mujer» por antonomasia, y c) su posible acción en ser ella quien comunique o transmita al Redentor, Hijo suyo, la doble solidaridad de naturaleza y de pecado. No será tampoco inútil determinar la diferente censura teológica con que hay que calificar cada uno de estos varios elementos. 1) De parte

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de Cristo: a) la solidaridad de naturaleza está formalmente contenida con toda claridad en el depósito de la revelación; también lo está, aunque tal vez con menos claridad, la solidaridad de pecado, por más que a algunos se les haga algo dura o difícil; b) a nuestro juicio, no está menos clara- mente contenida en el depósito de la revelación divina, por lo menos en la tradición, la verdad (si bien menos conocida o atendida) de que la solida- ridad se inicia en la encamación y con la encarnación. 21 De parte det María, a) consta con suficiente certeza su carácter representativo ; b) casi con igual certeza su carácter de universalidad; c) es más controvertible, y para algunos será cosa nueva e inaudita, su acción en comunicar o trans- mitir a Cristo la solidaridad. De todos modos, hay que tener presente que no depende de estas repercusiones mariológicas de la solidaridad la verdad de las prerrogativas Marianas, que luego se habrán de demonstrar. Los principales argumentos, con que luego trataremos de probar la corre- dención Mariana, por ejemplo, se basan en otros principios, lógicamente independientes del principio de solidaridad, y mucho más de sus repercu- siones mariológicas. No es, con todo, inútil establecer el principio de solidaridad, dado que es un nuevo argumento añadido a los otros, y, sobre todo, permite contemplar con mayor profundidad el misterio de la reden- ción y de la corredención. Por fin, para no perder tiempo en demonstrar lo que ya todos admiten, prescindiremos de la solidaridad de naturaleza, en misma considerada, que sólo podría poner en duda quien totalmente desconociese la Teología de San Pablo. Por lo demás, los textos mismos que aduciremos, para otro objeto, la prueban evidentemente.

§ 1. La solidaridad en el Redentor

A. Solidaridad de pecado

La solidaridad de pecado, en virtud de la cual el Redentor toma sobre sí, en razón de expiarlos, los pecados de la humanidad, por más misteriosa que parezca, por más que asombre, encoja o estremezca todo corazón cris- tiano, es, con todo, una verdad atestiguada con aterradora claridad, no sólo por David, Isaías, San Pedro y principalmente San Pablo, sino también por los más acreditados testigos de la tradición cristiana y por las almas más apasionadamente amantes del divino Redentor, que por nada del mundo consentirían en que se menoscabase en lo más mínimo la incontaminada santidad del Hombre-Dios. Oigamos estos testimonios.

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San Atanasio, exponiendo el Salmo 21, después de decir en el Argu- mento que Cristo es quien canta el Salmo «ex persona humanitatis», declara así el vers. 2: «Postulat inspectionem Patris. nostra in se transferens, ut' abrogaret maledictionem, et ad nos vultum Patris adduceret. Nos enim ob Adae praevaricationem in aversionem et derelictionem facti sumus». Y declarando las palabras Longe a salute mea verba deJictorum meorum, prosigue: «Mihi, quaeso, animadverte humanitatis in Christo personara, postulantem liberari a lapsibus seu a delictis» (MG 27, 131-132). Resume su pensamiento en el libro De titulis Psalmorum con estas palabras: «Ex persona populi loquitur: Propter delicia mea longe facta est a me salus mea» (MG 27, 721-722).

Recojamos brevemente el pensamiento de San Atanasio. Oímos las pa- labras del Salmo, y preguntamos al gran Doctor Alejandrino quién es el que las dice. Él nos responde con tres expresiones equivalentes: es la persona de la humanidad contenida en Cristo («humanitatis in Christo per- sonara»), es Cristo mismo que habla en persona de la humanidad («canit Christus ex persona humanitatis»), o en persona del pueblo, («ex persona populi loquitur»). Preguntamos de nuevo: ¿cómo Cristo puede hablar de pecados propios en persona de la humanidad o del pueblo? Nos responde: porque transfiere en lo nuestro («nostra in se transferens»), que en virtud del contexto es lo mismo que decir: porque toma sobre y se apropia nuestros pecados y la maldición a que estábamos sujetos. Afirma, por tanto, categóricamente la solidaridad de pecado, en virtud de la cual Cristo considera como suyos propios los pecados de toda la humanidad.

San Gregorio Nazianzeno no es menos explícito y categórico, cuando escribe: «Quemadmodura salutis meae causa maledictum vocatus est, qui maledictionem meara solvit; et peccatum, qui m.undi peccata delet; ac pro veteri Adamo novus Adamus efficitur: ed eundem quoque modum contu- maciam et rebellionem meam sibi asciscit, ut totius corporis caput..., nostra videlicet sibi vindicans». Conforme a estos princpios interpreta a conti- nuación el Salmo 21: «Eodera in genere mihi illud quoque esse videtur: Deus, Deus meus, réspice in me, guare me dereliquisti? . . . In seipso, uti dictum est, nostra repraesentavit. Nos enim eramus derelicti illi prius atque contempti; nunc vero per impatibilis illius passiones assurapti ac servati sumus; queraadmodura nostram quoque insipientiara ac peccatum sibi arro- gavit» (MG 36, 107-110). Este pasaje exige atenta reflexión. Consta de dos partes: en la primera se exponen los principios tomados de la Teología de San Pablo; en la segunda se aplican estos principios a la interpretación del Salmo 21. Según San Pablo, Cristo es llamado maldición y pecado.

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El Nazianzeno, lejos de atenuar el sentido de estas expresiones, busca más bien su justificativo, y lo halla en el mismo Apóstol, cuando enseña que Cristo es el Nuevo Adán que sustituye al viejo Adán («pro veteri Adamo novus Adamus efficitur»), y es la cabeza de todo el cuerpo («totius corporis caput»). En consecuencia, como Nuevo Adán y como Cabeza de todo el cuerpo, puede Cristo atribuirse y apropiarse lo nuestro («nostra sibi virn dicans»), y consiguientemente también hacer suya nuestra contumacia y rebelión («contumaciam et rebellionem meam sibi asciscit»). ¿Por qué? Porque el Nuevo Adán, antes de cancelar nuestros pecados y en orden a cancelarlos, primero los toma sobre y se los apropia; y la Cabeza, antes de expiar los pecados del cuerpo y en razón de expiarlos, primero los hace suyos. Conforme a estos principios en la segunda parte se interpretan las misteriosas palabras del Salmo 21. Cristo puede atribuirse nuestra insi- piencia y nuestro pecado («nostram insipientiam ac peccatum sibi arroga- vit»). porque, según lo dicho anteriormente (<'ut dictum est>>l, Cristo lleva nuestra representación f«in seipso nostra repraesentavit»). Difícilmente po- día hablarse más clara y profundamente,

San Cirilo de Jerlsalén es, bajo ciei-to aspecto, más dramático. Co- mienza proponiendo el nudo, a primera vista y humanamente insoluble. «Inimici enim Dei per peccatum eramus: et definivit Deus peccantem mori oportere». Si el pecador había de morir, ¿qué iba a hacer Dios? ¿Matar al que pecó? Pero entonces quedaba eclipsada su clemencia. ¿Revocar la sentencia de muerte? Pero entonces Dios, además de no dejar en bueni lugar la justicia, se contradecía a mismo. «Ex duobus igitur alterum fieri necesse erat: ut aut Deus sibi constans omnes interimeret. aut clementia usus datam sententiam dissolveret». Pero el nudo insoluble para el hombre no lo fue para la sabiduría de Dios: «Verumtamen Dei sapientiam conspi- care: suam servavit et sententiae firmitatem, et bonitati efficaciam». ¿Có- mo? «Assumpsit Christus peccata in corpore suo] super lignum, ut nos, per mortem eius peccatis mortui, iustitiae viveremus». He aquí la clave de la solución: Cristo tomó sobre nuestros pecados. El contexto impide atenuar el sentido de estas palabras. Recordemos que se trata de cumplir la sentencia de Dios de que el pecador muriese en pena de su pecado («defi- nivit Deus peccantem morí»): sentencia que Dios no quería retractar («suam servavit sententiae firmitatem»). En consecuencia el tomar Cristo sobre nuestros pecados, no fué una ficción o una simple metáfora: hubo de apro- piárselos tan verdaderamente, que con justicia pudiera recaer sobre él la sentencia judicial. ¡Profundidad insondable, pero innegable realidad! A vista de tan inefable dignación, puede exclamar San Cirilo: «Na te igitur

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pudeat crucifixi, sed cum fiducia tu etiam dicito: Hic peccata nostra portal... Et iterum: A peccatis populi mei ductus est ad mortem Propter hoc apertius ait Paulus: quod Christus mortuus est pro peccatis r.ostris^i (MG 33, 811-814). Por nuestros pecados nosotros éramos los que debíamos morir; mas no fuimos nosotros los que pagamos la pena, sino Cristo fué quien la pagó por nosotros: no simplemente «en vez de nosotros», que con esta sustitución no se hubiera cumplido la sentencia divina ccpeccantem mori oportere», sino más bien en representación nuestra, por cuanto para pagar en justicia la pena por nosotros merecida era menester se apropiase previamente nuestros mismos pecados. Por San Pablo había comenzado San Gregorio Nazianzeno: y San Cirilo termina con San Pablo: y uno y otro coinciden en dar a las palabras del Apóstol el mismo sentido que nosotros le hemos dado anteriormente.

San Juan CrisÓstomo no es tan profundo en interpretar el pensamiento de San Pablo, aunque sus expresiones sean más enfáticas. Comentando A San Pablo escribe: «...Peccatum fecit, hoc est, ut peccatorem condemnari passus est, ut maledictum hominem mori... Eum enim, qui iustus erat, inquit, peccatorem fecit, ut peccatores instes efficiat. Immo ne sic quidem locutus est, sed, quod longe sublimius erat, dixit; nam ñeque affectionem (I^iv), sed qualitatem ( TtoLÓTriTa ) ipsam posuit. Non enim dixit Fecit peccatorem, sed Fecit peccatum, ut et nos efficiamur, non iusti, sed iustitia ipsa, atque adeo Dei iustitia» (MG 61, 478-479). Es de notar singularmente la expresión «ut peccatorem condemnari»: que no es padecer la muerte como simple infortunio o mal natural, sino como pena infligida a un pecador por sus pecados.

San Cirilo de Alej.\ndría, si bien más atento a la solidaridad de naturaleza, no olvida la de pecado. Dice, entre otras cosas: «Cvmi in multis peccatis essemus, atque adcirco morti et corruptioni obnoxii, dedit Filium suum Pater redemptionem pro ómnibus, quoniam omnia sunt in ipso... Omnes enim eramus in Christo, qui propter nos et pro nobis mor- tuus est» (MG 73, 191-192). Nótese el raciocinio de San Cirilo: nosotros éramos los pecadores, nosotros consiguientemente los condenados a muerte: y, sin embargo. Cristo fué el que murió por nosotros. ¿Esto por qué? t'orque todos nosotros estábamos en Cristo: «omnes enim eramus in Christo» ; y estábamos en él en cuanto pecadores y en cuanto condenados a muerte.

Teodoreto, recogiendo el reparo de algunos, incapaces de concebir que pudiera el Salvador apropiarse las palabras del Salmo 21, escribe: «Quo- modo enim, inquiunt, qui peccatum non fecit, dicere poterat Longe a soluta

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mea verba delicíorum meorum? Y, para quitarles un espanto con otro mayor, les recuerda los dichos del gran Bautista y del divino Pablo: «Audiant igitur magnum lohannem clamantem: Ecce Agnus Dei, qui tollit peccaíum mundi. Et divinum Paulum dicentem: Eum, qui non noverat peccatum, pro nohis peccatum fecit... Et rursus: Christus redemit nos ex maledictione Legis, factus pro nohis maledictio. Quemadmodum itaque, cum sit fons iustitiae, nostrum peccatum suscepit; cumque sit benedictionis pelagus, maledictionem nobis imminentem accepit, et crucem sustinuit, opprqbrium despiciens, sic et pro nobis verba fecit»: que es decir, «habló en persona y representación nuestra, cuyos pecados se había apropiado».

Y en este sentido añade poco después: «Ex persona nostra verbis usus e9t et pro nobis, et exclamat: Longe a salute mea verba delictorum meorum)).

Y concluye: «Ne respicias, inquit, delicta naturae», los delitos de la natu- raleza humana, es decir, de toda la humanidad, que represento y en persona de la cual hablo, «sed concede salutem propter meos cruciatus» (MG 80, 1009-1012).

^AN Juan Damasceno, menos original que enciclopédico, además de re- producir, resumiéndolos, los testimonios antes citados de San Gregorio Nazianzeno (MG 94, 1091-1094) y de San Juan Crisóstomo (MG 95, 737- 738), inspirándose en San Máximo el Confesor (MG 91, 219-220), propone una interesante explicación sobre las que él llama apropiaciones del Señor¿ que hacen a nuestro propósito. Como la traducción latina de Migne es algo oscura, preferimos traducir directamente el texto original. «Conviene sa- ber, dice, que existen dos apropiaciones: una física y sustancial, y una personal y relativa». Nosotros diríamos más bien: una física o natural, y otra moral o jurídica. Prosigue el Damasceno: «Física, pues, y sus- tancial [es aquella] según la cual el Señor por amor a los hombres tomó nuestra naturaleza con todo lo que le es natural...: personal o relativa, cuando uno reviste la persona de otro a causa de cierta disposición [de ánimo respecto de él], cual sería la compasión o el amor, y en lugar de éste pronuncia palabras que son a favor de él, mas que en nada convienen [personalmente] al mismo que habla; conforme a la cual [apropiación el Señor] se apropió nuestra maldición y desamparo y [otras] cosas tales que no [le] son naturales; no que [el Señor] fuera o hubiera sido eso, sino que quiso tomar [o representar] nuestra persona y entrar a la par con nosotros.

Y tal es aquello de que fué hecho pecado por nosotros^) (MG 94, 1093-1094). San Damasceno o San Máximo nos han dado una definición exacta de la solidaridad de pecado, que es la apropiación moral o jurídica de los pecados de la humanidad.

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Después de estos testimonios, tan ilustres y categóricos, es inútil añadir otros escritores griegos: pasemos a los latinos, no menos numerosos ni menos significativos.

Sea el primero el gran obispo cartaginés San Cipriano, el cual escribe: «Ad terrena descendens non aspernatur Dei Filius carnem hominis induere, et, cum peccator ipse non esset, aliena peccata portare» (ML, 4, 626). Estas breves y sencillas palabras con su precisión lapidaria son más significativas de lo que pudiera parecer. El Hijo de Dios, dice San Cipriano, personal- mente («ipse») no era en mismo («non esset») pecador («peccator»), es decir, contaminado por pecado alguno que él hubiera cometido ; no obstante, se dignó tomar sobre si o apropiarse («portare») los pecados ajenos («aliena peccata») cometidos por otros. Esto es, él no los cometió, pero él los cargó y llevó sobre sí.

Con el nombre de San Cipriano corrió el curioso libro De montihus Sina et Sion, del cual tomamos esta sugestiva expresión: «<Adae>- carnem in se figuralem Christus portavit et eam in ligno suspendit» (ML 4, 912). Quiere decir que Cristo llevó o tomó la carne de Adán, no sólo porque naturalmente procedía del primer hombre, sino porque le representaba a él («figuralem»), y en él a toda la universalidad de los hombres; y esta carne de Adán la suspendió en el madero de la cruz, por cuanto la universalidad de la razí* humana, en ella representada, estaba contaminada por el pecado. La carne de Cristo fué crucificada porque era figurativa o representativamente la carne pecadora de Adán y de toda su raza.

San Hilario expresa así la solidaridad de pecado: «[Christus] omnem in se corporis nostri infirmitatem assumpsit, crucique secum universa ea, quibus infirmabamur, affixit. Ideo peccata nostra portat» (ML 9, 1069). Estas tres frases se esclarecen recíprocamente. La tercera, conclusión («ideo») de las dos precedentes, declara explícitamente la solidaridad de pecado («peccata nostra portat»): ésta, por tanto, se significa también en las dos frases anteriores, que expresan los dos momentos principales de la solidaridad: el primero, en que Cristo la contrae («assumpsit»), el se- gundo en que, como reaccionando contra el pecado, lo destruye o extirpa clavándolo en la cruz («cruci affixit»). Como ilustración del texto prece- dente, citaremos otro en que el obispo de Poitiers sólo habla explícitamente de la solidaridad de naturaleza: «In eo, per naturam suscepti corporis, quae- dam universi generis humani congregatio continetur» (ML 9, 935). Era natural que la raza humana, siendo como era de raza pecadora y como una «massa damnata», al congregrse o concentrarse universalmente en Cristo, le comunicase en alguna manera su pecado.

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San Ambrosio, el maravilloso teólogo del misterio de Cristo, ha consig- nado en varios pasajes su pensamiento sobre la solidaridad de pecado. Pero su estilo, inquieto y saltarín, exige reposada reflexión, para no ofuscarse o desorientarse con su dialéctica de relámpagos. Sobre aquel texto difícil del Apóstol: «Tune et ipse Filius subiectus erit ei, qui subiecit sibi omnia» (1 Cor. 15, 28), que los arríanos interpretaban torcidamente, escribe San Ambrosio: «Non utique in divinitatis maiestate subiectus est, sed in nobisn. Notemos ya el salto atrevidísimo de su pensamiento. La claridad y el para- lelismo de la frase parece exigían que, en vez de decir «m nobis>), se dijese: «in humanitatis humilitate» o algo parecido. Él, sin embargo, para expli- car la misteriosa sujeción de Cristo al Padre, en vez de apelar a la inferio- ridad de su humanidad individual, apela a su comunión o solidaridad coa toda la raza humana, es decir al misterio del Cuerpo místico de Cristo. Y así prosigue: «Quomodo autem subiectus est in nobis, nisi eo modo quo minor angelis factus est, in corporis scilicet sacramento?» Esta última exr presión, inspirada en San Pablo, es una genial fusión de aquellas frases del mismo Apóstol: «Christus caput est Ecclesiae, ipse Salvator corporis... Mem- bra sumus corporis eius... Sacramentum hoc magnum est» (Ef. 5, 23. 30. 32). Tal es la interpretación que da San Ambrosio al texto de San Pablo: oiga- mos ahora cómo la justifica. Encarándose con los arríanos, escribe: «Quod si quaesieris quemadmodum subiectus sit in nobis, ipse ostendit dicens: ... Infirmas eram, et visitastis me». Comparando esta enfermedad con la sujeción, prosigue: ulnfirmum audis, et non mover is; subiectum audis. et moveris». Como si dijera: ¿Te escandaliza la sujeción? Pues ¿por qué no te escandaliza la enfermedad? Porque tanto ésta como aquella se han de explicar de la misma manera: «cum in eo infirmus, in quo subiectus»: donde se halla la enfermedad, allí mismo hay que buscar la sujeción. Y adentrándose en las profundidades del sacramentum corporis, llega a la misteriosa solidaridad de pecado: «in eo infirmus,... in quo peccatum atque maledictum pro nobis factus est». Y concluye: «Sicut igitur non propter se, sed propter nos, peccatum atque maledictum factus est, ita non pro se, sed pro nobis, erit subiectus in nobis: non in natura subiectus aetema, ñeque in natura maledictus aeterna... Maledictus, quia maledicta nostra suscepit; subiectus quoque, quia subiectionem nostram ipse suscepit: sed in servilis formae assumptione, non in Dei maiestate; ut dum ille nostrae fragilitatis se praeberet in carne consortem, nos in virtute sua divinae faceret consortes naturae» (ML 16, 712).

No es menos significativo otro pasaje, en que el santo obispo de Milán trata de refutar a ciertos precursores del monofisismo, que afirmaban «Ver-

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bum Dei in carnem esse conversum». Como base de su refutación, asienta que la carne del Señor, tomada de nosotros, era solidariamente nuestra carne, y que, al tomarla, tomó juntamente sobre nuestro pecado. Arguye, pues: «Ergo ex nobis accepit, quod proprium offerret pro nobis; ut nos redimeret ex nostro, et, quod nostrum non erat, ex suo nobis divina sua largitate conferret... De nostro sacrificium, de suo praemium est». Esto «nuestro», que de nosotros toma y él se apropia, y de lo cual ofrece el sacrificio, es nuestra carne. En este sentido, prosigue, demonstrando lo que ha afirmado: «Didicistis igitur quia sacrificium de nostro obtulit. Nam quae erat causa incarnationis, nisi ut caro quae peccaverat, per se redime- retur? Quod peccaverat igitur, hoc redemptum est». ¡Magnífica expre- sión de la doble solidaridad, de naturaleza y de pecado, que explica el hecho y la necesidad de la encarnación! No bastaba para la plena reali- zación de los actuales planes de Dios, que el Redentor tuviera simplemente carne pasible: era además menester que esta carne fuera nuestra carne, y que fuera también la carne misma que había pecado: «ut caro quae pecca- verat, per se redimeretur». Viniendo ya a su propósito, continúa poco después: «Hoc enim in se obtulit Christus, quod induit; et induit, quod ante non habuit... Ergo si caro omnium et in Christo subiacuit iniuriae, quomodo unius illam cum divinitate dicitis esse substantiae?» Apoyaban aquellos premonofisitas su absurdo error en la interpretación crasamente literal de aquellas palabras de San Juan: «Verbum caro factum est». Les arguye, pues, San Ambrosio: «Quod si secundum litteram vos tenetis, ut putetis ex eo quod scriptum est, quod Verbum caro factum est, Verbum Dei in carnem esse conversum, numquid negatis scriptum esse de Domino, quia peccatum non fecit, sed peccaturn factus est? Ergo in peccatum con- versus est Dominus!» Ante tamaño absurdo exclama: «Non ita». Y explica luego el verdadero sentido de las palabras de San Pablo, afirmando la solidaridad de pecado: «Sed quia peccata nostra suscepit, peccatum dictus est. Nam et maledictum dictus est Dominus: sed quia nostrum suscepit ipse maledictum... In similitudinem carnis peccati factus: sed ut peccatum nostrum in sua carne crucifigeret, susceptionem pro nobis infirmi- tatum obnoxii iam corporis peccati carnalis assumpsit» (ML 16, 867-869). Recojamos las dos afirmaciones de San Ambrosio, que flotan en todo este pasaje y le dan unidad: El Verbo, sin convertirse en carne, asumió nues- tra carne; sin contaminarse con el pecado, tomó sobre nuestro pecado: lo uno y lo otro con verdad: lo primero con verdad en el orden físico, por la unión hipostática; lo otro con verdad en el orden moral y jurídico, por la solidaridad con nuestro pecado.

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Mucho más profundo es otro pasaje, todo él un tejido, o mejor, una harmónica combinación o fusión, de numerosos textos de San Pablo, inter- pretados con asombrosa exactitud. Escribe el santo Doctor, comentando el Salmo 37: «Damnavit peccatum Christus, suscipiendo similitudinem carnis peccati, ut delicta nostrae carnis aboleret. Damnavit peccatum, ut peccata in sua carne crucifigeret; factus pro nobis ipse peccatum, ut nos in ipso essemus iustitia Dei, qui eramus captivitas mortis et praeda ser- pentis». Y añade una observación, que, si siempre se hubiera tenido pre- sente, hubiera prevenido muchos injustificados escándalos, o los habría trocado en humilde adoración de los consejos divinos: «Ergo pietatis est susceptio peccatorum ista, non criminis». Y protegido y alentado con este reconocimiento de la piedad y de la santidad jamás contaminada del Redentor, prorrumpe osadamente en esta sublime paradoja: «Per hoc peccatum nos Deüs aeternus absolvit, qui Filio suo proprio non pepercit. et peccatum eum fecit esse pro nobis» (ML 14. 1059). No sabemos que nadie jamás, a no ser San Agustín, haya penetrado tan hondamente en las en- trañas del misterio de la Redención, basado en el principio de solidaridad: «¡Per hoc peccatum nos Deus aeternus absolvit»!

A nombre de San Ambrosio corrió, el conocido comentario de las Epís- tolas de San Pablo, cuyo ignorado autor suele designarse con el extraño nombre de Ambrosiaster. El cual comenta así el misterioso texto Pau- lino 2 Cor. 5, 21: «[Christus] incarnatus, factus est peccatum... Propter quod autem omnis caro sub peccato est, ideo, factus caro, factus est etiam peccatum... Quasi peccator occisus est, ut peccatores iustificarentur apud Deum in Christo» (ML 17. 315). Sin alcanzar la profundidad de San Ambroso, el Ambrosiaster está feliz en señalar la conexión entre la doble solidaridad: presentando la de pecado como efecto o consecuencia conna- tural de la naturaleza: «Ideo, factus caro, factus est etiam peccatum». También la expresión «quasi peccator occisus est» es acertada. Cristo no fué «peccator», pero fué tratado por Dios «quasi peccator», por llevar en la representación solidaria del pecado humano.

San Jerónimo, sin profundizar mucho en el misterio, conserva las fór- mulas tradicionales de la solidaridad de pecado. Escribe: «Quare non et Christus cum iniquis reputatus sit, ut iniquos redimeret a peccato, et ómnibus omnia fieret, ut omnes salvos faceret? Peccata enim nostra portavit in corpore suo, ligno crucis affigens ea» (ML 24, 514). Y en otro lugar: «Hoc, quod salutem deprecor, quod me conqueror derelictum, non ex pro- pria persona loquor, sed ex populi, cuius peccata in meo corpore ipse suscepi» (Commentarioli in Psalmos, ps. 21. Anécdota Maredsolana, vol. 3,

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part. 1, pg. 33). La expresión «ex [persona] populi, cuius peccata... ipse suscepi», señala el carácter representativo y jurídico, pero no écticio, de la solidaridad de pecado.

Sajv Agustín es el único que rivaliza, y aun bajo ciertos aspectos ven- tajosamente, con San Ambrosio. Pocos habrá, en efecto, que hayan expre- sado con tanto relieve como el gran obispo de Hipona la dignación del Redentor en apropiarse nuestros pecados. Nos ceñiremos casi exclusiva- mente a su magnífico comentario sobre los Salmos.

Comentando el Salmo 21, escribe: uVerha delictorum meorum: nam haec verba sunt non iustitiae, sed delictorum meorum. Vetus enim homo, con- fixus cruci, loquitur» (ML 36, 167). Nótese la profunda razón, señalada por San Agustín, por qué el crucificado puede hablar de sus delitos: porque el que habla es el hombre viejo, que el misericordioso Redentor represen- taba y encerraba en y cuyos delitos se había apropiado. En este sentido añade poco después: «Quomodo ergo dicit delictorum meorum, nisi quia pro delictis nostris ipse precatur, et delicia riostra sua delicia fecit, ut iustitiam suam nostram iustitiam faceret?» (ML 36. 172).

Más ampliamente explana el mismo Salmo 21 en su Epístola 140: «Di- citur enim ex persona Christi, quod ad formam serví attinet, in qua porta- batur nostra infirmitas... Haec ex persona sui corporis Christus dicit, quod est Ecclesia. Haec ex persona dicit infirmitatis carnis peccati, quam transfi- guravit in eam, quam sumpsit ex Virgine, similitudinem carnis peccati. Haec sponsus ex persona sponsae loquitur, quia univit eam sibi quodam modo... Igitur non iam dúo, sed una caro. Si ergo caro una, profecto competenter etiam vox una... Quid ergo dedignamur audire vocem corporis ex ore Capitis? Ecclesia in illo patiebatur, quando pro Ecclesia patiebatur: sicut etiam in Ecclesia patiebatur ipse, quando pro illo Ecclesia patiebatur. Nam sicut audivimus Ecclesiae vocem in Christo patientis: Deus, Deus meus, réspice..., sic etiam audivimus Christi vocem in Ecclesia patientis: Saule, Salde, quid me persequeris?» (ML 33, 544-555). Merece notarse aquella expresión de cuño y de sentido profundamente Paulino: «infirmi- tatem carnis peccati transfiguravit in similitudinem carnis peccati», que a la luz del contexto significa que Cristo trasladó a o revistió la figura o representación de nuestra carne de pecado: que es, a nuestro juicio, la interpretación más exacta de la frase de San Pablo «en semejanza de carne de pecado» (Rom. 8, 3); la cual acertadamente relaciona San Agustín con el pasaje paralelo de la Epístola a los Gálatas (4, 4), al decir «quam sumpsit ex Virgine». Y adviértase, para lo que luego diremos, que, según el santo Doctor, Cristo no tomó de la Virgen simplemente la carne, sino ía

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semejanza de carne de pecado. Así lo persuade inequívocamente la colo- cación de la frase relativa «in eam, quam sumpsit ex Virgine, similitudi- nem...», en que el antecedente del relativo «quam» no es, ni puede ser, «carnis», sino «similitudinem». Lo que dió, por tanto, la Virgen al Re- dentor, no era solamente la carne naturalmente considerada, sino también «la semejanza de carne de pecado», es decir, la carne revestida de la repre- sentación de nuestra carne de pecado.

Sobre el Salmo 37 escribe: a A facie peccatorum meorum, quomodo diceret. qui nullum peccatum habebat? Coarctat nos ergo intellegendi ne- cessitas ad cognoscendum plenum et totum Christum, id est, Caput et cor- pus... Unde ergo peccata, nisi de corpore. quod est Ecclesia?» (ML 36, 339-3401. Hay que retener la maravillosa expresión «plenum et totum Christum», equivalente a «Caput et corpus». Y más adelante añade: «Si Caput noluit se separare a vocibus corporis, corpus se audeat separare a passionibus Capitis?»: consecuencia de enormes alcances ascéticos. Poi esto continúa, con una osadía tal vez jamás igualada: «Patere in Christo, quia tamquam peccavit in infirmitate tua Christus». Dicha en frío, seme- jante expresión pudiera parecer irreverente; pero el genio de Hipona, al clavar su temblorosa mirada en el sangriento misterio, no supo expresar de otra manera la verdad con que la santidad e impecabilidad del Redentor quiso apropiarse nuestros pecados. Por esto prosigue, no retractando o atenuando la atrevida expresión, sino razonándola: «Modo enim peccata tua tamquam ex ore suo dicebat, et ea dicehat sua. Dicebat enim A facie peccatorum meorum, quae non erant ipsius. Quomodo ergo peccata nostra sua esse voluit propter corpus suum, sic et nos passiones eius nostras esse velimus propter Caput notrum» (ML 36, 406).

Comentando el Salmo 40, repite el pensamiento expresado anterior- mente: (.'.Verha delictorum meorum. Quomodo delictorum in illo, nisi quia vetus homo noster simul crucifixus est cum illo?» (ML 36, 4-53). En la cruz, el hombre viejo, presente en Cristo y crucificado con Cristo, llevaba consigo sus pecados, con que envolvió la santidad del Redentor.

Es más patético lo que escribe comentando el Salmo 142: uEt taedium, inquit, passus est in me spiritus meus. Recordamini Tristis est anima mea usque ad mortem. Videte vocem unam. Numquid non apparet ipse transitus a Capite ad membra, a membris ad Caput?... Sed et illic nos eramus. Transfiguravit enim in se corpus humilitatis nostrae, conformans corpori gloriae suae; et vetus homo noster confixus est cruci cum illo» (ML 37, 1850). Este tránsito recíproco, esta especie de flujo y reflujo, de la Cabeza a los miembros y de los miembros a la Cabeza, tiene como fundamento la

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misteriosa compenetración e inefable identificación entre la Cabeza y los miembros, que el santo Doctor expresa poco antes con una precisión y dia- fanidad jamás acaso superadas: «Ait aliquis: Si Christus semen Abrahae, numquid [est Christus] et nos?» Es decir, ¿Cristo será también nosotros? Él y nosotros ¿seremos una sola cosa? Responde afirmativamente San Agustín, y lo prueba: «Mementote quia semen Abrahae Christus»: tal es el antecedente; del cual saca la conclusión: «ac per hoc, si et nos semen Abrahae, ergo et nos Christus». Luego, dice, nosotros somos Cristo, y Cristo es nosotros: somos uno mismo. Y remontando su vuélo de águila, prosigue: «Christus et Ecclesia, dúo in carne una. Refer ad distantiam maiestatis Dúo. Dúo plañe... Venitur al carnem: et ibi Christus, et ille et nos». Que es decir: Cristo y la Iglesia: dos en una carne: dos, y una. ¿Cómo? Alza los ojos a la majestad divina, tan remontada sobre nosotros: y hallarás Dos. Bájalos a la carne: y allí hallarás Una carne, un Cristo único: y este Cristo es Él, y este Cristo somos nosotros. Así concluye: «Non ergo miremur in Psalmis: multa enim dicit ex persona Capitis, multa ex persona membrorum; et hoc totum, tamquam una persona sit, ita lo- quitur. Nec mireris quia dúo in voce una, si dúo in carne una» (ML 37, 1847). Una es la voz de los dos, porque una es la carne, una la persona, uno el todo único, uno el bloque inseparable e indivisible.

Recojamos las principales expresiones del gran Doctor, que pueden redu- cirse a cinco grupos, gradualmente coordinados.

1) El fundamento y raíz de todo se halla en la misteriosa compenetra- ción o inefable unión y mística identificación de Cristo con nosotros, que San Agustín expresa de variados modos:

Plenus et totus Christus, Capul et corpus; In carne una Christus: et ille et nos; Tamquam una persona sii; Ergo nos Christus.

2) De esta compenetración se sigue el mutuo influjo entre la Cabeza y los miembros:

Apparet transitus a Capite ad membra,

a memhris ad Caput; In forma servi portabatur nostra infirmitas; Infirmitatem carnis peccati transfiguravii

in similitudinem carnis peccati; Transfiguravii in se corpus humüitatis nostrae.

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3) La consecuencia más terrible de este influjo es, de parte de Cristo, la apropiación de nuestros pecados:

Delicia riostra sua delicia fecit; Peccata tua tamquam ex ore suo dicebat,

et ea dicebat sua; Unde ergo peccata, nisi de corpore? Tamquam peccavit in infirmitate tua Christus.

4) No es, pues, de maravillar que la crucifixión de Cristo sea nuestra propia crucifixión:

Vetus homo noster simul crucifixus est cum ülo;

Illic nos eramus;

Ecclesia in ülo patiebatur,

guando pro Ecclesia patiebatur.

5) Es, por tanto, natural, que, al confesar Cristo nuestros pecados, hechos pecados suyos, hable él en persona y representación nuestra, y nos- otros hablemos en él:

Haec ex persona sui corporis Christus dicit;

Haec Sponsus ex persona sponsae loquiíur;

Vox corporis ex ore Capitis;

Ecclesia^ vox in Christo patientis;

Vetus homo confixas cruci loquitur;

Si caro una, competenter etiam vox una.

Sirva de conclusión aquella maravillosa sentencia de San Agustín, que, poniendo a salvo la absoluta impecabilidad del Redentor, afirma y precisa la solidaridad de pecado: «Fuit ¡^Christusl delictorum susceptor, sed non commissor» (ML 36, 849).

San León Magno, si bien insiste principalmente en la solidaridad de naturaleza, no olvida por eso la de pecado en este pasaje, cuyas reminis- cencias agustinianas se reconocen fácilmente: «Caput nostrum, Dominus lesus Christus, omnia in se corporis sui membra transformans, quod olim in Psalmo eructaverat, id in supplicio crucis sub redemptorum suorum voce clamabat: Deus, Deus meas, réspice in me: quare me dereliquisti? y> (ML 54, 372).

Tal es el pensamiento de los grandes Padres de la antigüedad cristiana sobre la solidaridad del Redentor en el pecado de la humanidad. ¿Después? Enigma, a primera vista, desconcertante: tras el oasis el desierto. Durante

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toda la edad media son relativamente escasos y de poco relieve los testi- monios referentes a la solidaridad de pecado, sin que falten algunos tímidos conatos por atenuarla. ¿Qué había pasado? ¿Cómo explicar tan extraño fenómeno? Sería muy interesante, y altamente instructivo, bajo muchos conceptos, investigar las causas de este hecho desolador, y sacar las conse- cuencias o lecciones que de él se desprenden. Pero no podemos ahora en- sayar esta investigación, que nos llevaría demasiado lejos. Una causa, con todo, debemos señalar, que, unida a otras, más fáciles de descubrir y más conocidas, explica satisfactoriamente el extraño fenómeno, y a la vez lo califica... o descalifica.

La moderna crítica literaria ha puesto en claro un punto de capital im- portancia. Los comentarios sobre las Epístolas de San Pablo, que durante la edad media corrieron a nombre de San Jerónimo y de Primasio, no eran en sustancia sino el comentario del hereje Pelagio, más o menos retocado o desfigurado. Ahora bien, si había alguno incapaz de comprender la grandiosa concepción Paulina del Segundo Adán, solidarizado con toda la humanidad, era Pelagio, el hereje naturalista, que, negando el pecado original, el pecado solidario de todo el linaje humano, desfiguraba esencial- mente el carácter del primer Adán. Y este comentario, camuflado con los venerandos nombres de San Jerónimo y de Primasio, ejerció un influjo funesto en la exegesis Paulina y consiguientemente en el pensamiento teo- lógico de la edad media. Y si, gracias a la perenne asistencia del Espíritu Santo en la Iglesia, no logró falsear la tradición patrística, la atenuó y desvirtuó. Y si a esta causa agregamos la tendencia enciclopédica de la primera edad media y el averroísmo y el nominalismo de los siglos poste- riores, nos explicaremos perfectamente que durante ellos sean más escasos y descoloridos los testimonios relativos a la solidaridad de pecado. Pero, si ((Contrariorum eadem est ratio^i, este fenómeno desolador, una vez cono- cido su origen, en vez de ser una dificultad, se convierte indirectamente en una confirmación de los testimonios patrísticos antiguos.

De todos modos, no faltan en la edad media suficientes testimonios, que recogen y transmiten la tradición patrística. Citaremos algunos más carac- terizados.

San Beda, comentando la cuarta palabra del Redentor crucificado (Mt. 27. 46), escribe: «Quorum suscepit naturam, eorum deplorat mise- riam. Ipsa enim natura, quam ille susceperat, propter peccatum derelicta fuerat a Patre» (ML 92, 125): eco débil de la tradición ambrosiana o agus- tiniana. Y este eco más bien se atenúa en los comentadores siguientes, que más o menos directamente dependen de San Beda: Rabano Mauro

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(ML 107. 1142), Anseijsío de Laón (ML 162, 14S8,) S. Bruno de Asti (ML 165, 305-306). Algo más explícito está Rábano Mauro en esto otro pasaje: «In corona vero quam portabat spinea, nostrorum susceptio pecca- torum pro qua mortalis fieri dignatus est, ostenditur» (ML 107, 1134).

San Alberto Magno, comentando el Salmo 21, escribe: «Si autem sit intransitiva constructio, verba delictorum meorum, id est, delictorum quae mea sunt, tune magis etiam competit ut sint in persona corporis dicta. Verba ergo prohibent, ne liberemur a poena... Impediverunt etiam ne liberaretur Christus, quia ipse etiam accepit delicta super se... Peccata riostra ipse pertulit in corpore suo super lignum. Immo plus dicit Apostolus, quia non tantum peccata nostra sibi assumpsit, immo quod factus est peccatum: Eum, qui non noverat peccatum, pro nobis peccatum fecil» (In Ps. 21, 2). Para apreciar el valor de este testimonio, conviene tener presente que San Alberto Magno interpreta disyuntivamente la expresión delictorum meorum: transitivamente, como él dice, en el sentido de de- lictorum quae sunt meorum ( = de los delitos de los míos), e intransitiva- mente, en el sentido de delictorum quae mea sunt { = de mis propios delitos). Esta misma interpretación disyuntiva la hallamos también, si bien apenas apuntada, en San Tomás, y mucho más cruda en Dionisio Cartujano. No sabemos quién fué el primero en proponer el sentido transitivo, gramati- calmente absurdo, que sospechamos nació del pío deseo de alejar en lo posible de Cristo toda sombra de pecado, atenuando indebidamente la soli- daridad de pecado, que, bien entendida, no compromete ni ensombrece en lo más mínimo la incontaminada santidad personal del Redentor.

Santo Tom.Ís, como era de esperar, ocupa un lugar aparte. En cuanto hemos podido investigar, él fué quien, entre todos los escritores medievales, gracias a su potente ingenio y a su finísimo sentido católico más se sustrajo al influjo del Pseudo- Jerónimo y del Pseudo-Primasio. Como introducción a su interpretación del Salmo 21, antepone estas magníficas palabras: «Haec verba dixit Christus in persona peccatoris sive Ecclesiae... Ea quae perti- nent ad membra dicit Christus de se, propter hoc, quod sunt sicut unum Corpus mysticum Christus et Ecclesia; et ideo loquuntur sicut una persona, et Christus transformat se in Ecclesiam, et Ecclesia in Christum... In membris autem Christi, id est, in Eccleia, sunt delicta sive peccata. In Capite vero, id est, in Christo, nullum est delictum, sed similitudo delicti: Rom. 8. Misi Deus Filium suum in similitudinem carnis peccati... 2 Cor. 5. Eum qui peccatum non noverat, peccatum pro nobis fecit» (In Ps. 21, 1). Creemos un gran acierto del Doctor Angélico el haber señalado la estrecha afinidad entre estos dos textos de San Pablo, y más aún el haber precisado,

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en virtud del contexto precedente, el sentido exacto de la semejanza de carne de pecado. Se habrán notado también, por lo diáfanas, las numerosas reminiscencias agustinianas de todo el pasaje.

Más importante y significativo juzgamos otro pasaje del mismo Angélico Doctor en la Suma Teológica (3, q. 15, a. 1, ad 1), en que resume admira- blemente la doctrina del Damasceno (o de San Máximo) sobre las apro- piaciones de Cristo. Dice: «Dupliciter dicitur aliquid de Christo: uno modo secundum proprietatem naturalem et hypostaticam, sicut dicitur quod Deus factus est homo, et quod passus est pro nobis; alio modo secundum proprietatem personalem et habitudinalem, prout scilicet aliqua dicunlur de ipso in persona nostra, quae sibi secundum se nuUo modo conveniunt. Unde et inter septem regulas Ticonii, quas Augustinus ponit,... prima poni- tur de Domino et eius corpore, cum scilicet Christí et Ecclesiae una personcft aestimatur. Et secundum hoc Christus ex persona membrorum suorum loquens dicit... Verba delictorum meorum, non quod in ipso Capite de- licta fuerint».

La potente reacción provocada por el Concilio de Trento, principal- mente su doctrina sobre el pecado original, hizo que los intérpretes y los teólogos católicos diesen mayor relieve a la solidaridad de pecado. Entre los intérpretes baste citar a San Roberto Bellarmino; quien, comen- tando el Salmo 21, escribe: (cLonge a salute mea verba delictorum meo- rum... quia delicta totius mundi, quae in me suscepi, non possunt coniungi cum salute mea... Christum autem sibi tribuere posse nostra peccata, ac si sua essent, Scripturae passim docent... Non possum mortem evadere, cum peccata totius mundi in me sint posita, ut pro eis poenas luam» (In Ps. 21, 1).

Entre los principales teólogos posttridentinos, que hemos podido con- sultar, merece citarse en primer lugar Toledo; quien, comentando a Santo Tomás, con maravillosa concisión escribe: «Secunda conclusio. Christo in persona membrorum attribuitur peccatum. Explico. Omnes fideles in Christo faciunt unum corpus, cuius Caput est Christus: sicut igitur toti tribuuntur actiones membrorum, sic Christo mystice peccata hominum...» (In 3 p., q. 15, a. 1).

SuÁREZ, explicando el mismo pasaje de la Suma Teológica, propone alguna sobservaciones y precisiones, que merecen notarse. 1) Defendiendo la lección de la Vulgata y manteniendo la interpretación de Santo Tomás, dice: «Sed quoniam lectio Vulgata, quae eadem est cum lectione Septua- ginta, retinenda est, ideo communis expositio illius loci est quam D. Tho- mas hic attulit, illa, scilicet, verba dicta esse de Christo in persona suorum membrorum, ut, sicut dixit Saulo (Act. 9): Cur me perseqiieris? ... ita hic

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delicia suorum membrorum appellet sua, quia illa in se susceperat, ut pro illis pateretur». 2) Cita en favor de esta interpretación los testimonios, que ya conocemos, de San Agustín, del Nazianzeno y del Damasceno. 3) Ad- vierte que la interpretación de Teodoreto (y de otros muchos), según la cual Cristo es llamado pecado por cuanto se hizo víctima por los pecados ajenos, no difiere mucho de la interpretación antes expuesta. Y tiene razón Suárez. 4) Concluye que otros modos de interpretar «pii sunt et probabiles; facilius tamen est adhaerere communi lectioni et expositioni» íln 3 p. D. Thom., q. 15, a. 1). Coinciden sustancialmente con Suárez, entre otros, Vázquez (In 3 p. S. Thom.. disp. 61, c. 1) y Valencia (Commentar. theol., t. 4, q. 15, punct. 2).

Pero más aún que en los grandes teólogos, la tradición patrística halló eco fiel en la literatura ascética castellana de nuestra edad de oro. Entre los muchos autores que pudieran aducirse, solos tres escogeremos, pero loa tres de primer orden: el B. Juan de Ávila, Fr. Luis de León y el P. Luis de la Palma; los tres, además, por su carácter literario, profundamente diversos. Fr. Luis de León, el teólogo poeta, es ya bastante apreciado, aunque no tanto como se merece. El B. Ávila, si es menos literato que León, es más hondo en su pensar y sentir. La Palma, bajo las apariencias de una sencillez diáfana y de una discreta mesura, alcanza a las veces gran profundidad de pensamiento. La convergencia de tres genios tan diferentes en un mismo pensamiento no dejará de ser una garantía de verdad.

Del B. Jü.43í DE Ávila sólo un pasaje citaremos, o más bien desflora- remos, entresacando algunas de sus expresiones más significativas. En el tratado décimo Del Santísimo Sacramento de la Eucaristía escribe el ins- pirado Maestro: «Señor, ¿qué haces cuando te haces Cabeza del hombre? Señor, ¿qué participación hay entre luz y tinieblas? ¿entre justicia e injus- ticia?... Plúgoos satisfacer con dolores nuestros pecados: hiciérades como hacen los fiadores, que aunque pagan por aquellos a quien fían, pagan como por extraños...: mas vos. Señor, que habéis tomado por vuestras nuestras culpas para las pagar, tomáisnos a nosotros por cosa vuestra, siendo vos tan enemigo de la maldad... Para declaración de esto, acordaos que el profeta Zacarías vió en espíritu a nuestro Jesús vestido de vesti- duras sucias, y a la mano derecha de él estaba satanás para hacerle contra- dicción. ¡Oh. alabado seas, mi Dios y Señor!... ¿De dónde a ti vesti- duras sucias, sino de juntarte con nosotros y rodearte de nuestros pecados, tomando nuestra naturaleza para los pagar, y vestirte de ellos para desnu- darnos a nosotros de ellos y vestirnos de la ropa de tu santidad? Bien sabemos. Señor, que mirándote a ti el príncipe de este mundo, ninguna

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cosa halló mala de que te asir ; . . . mas tiene muchísimos males y cosas muy vergonzosas, que con verdad decir de nosotros, porque las hicimos, y de ti, Señor, porque las quisiste tomar a tu cargo para las pagar... Señor, supli- cárnoste que las cuentes como maldad de gente extranjera... Mas ¿quién podrá acabar esto con tu encendido amor, con que estás determinado de ser uno con nosotros, como Cabeza con cuerpo, y quieres que nuestras culpas se digan culpas de los que son miembros tuyos?... Mi ánima es tuya, como un pie o una mano es miembro de una cabeza; y si el pie, por andar muy de prisa, tropezó y se hirió, o le dió alguno una cuchillada, a boca llena dice la cabeza: Curadme, que estoy enfermo; y de esta manera dice el Señor: Sana mi ánima, porque pequé a ti... La voz. Señor, tuya es, como de Cabeza, mas no la dices en tu propia persona, mas de tus miem- bros ; . . . y esto te hace decir que pecaste, y que nuestros pecados son tuyos, y pedir perdón de ellos como si los hubieras cometido; porque los que los cometimos, somos cosa tuya, somos cuerpo tuyo». No se escandalizaba el gran amador de Jesu-Cristo de ver a su divino Señor envuelto en nuestros pecados: único medio para que se nos perdonasen (Cfr. también AudS füia, c. 79 y 80).

Fr. Luis de León declara cómo el Redentor se apropió nuestros pe- cados en dos de los Nombres de Cristo: Padre del siglo futuro y Cordero. En el primero escribe: «Dice Esaías que puso Dios en Cristo las maldades de todos nosotros... Y el mismo Cristo, estando padeciendo en la cruz... dice: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste? Lejos de mi salud las voces de mis pecados... Pues, ¿cómo será aquesto verdad, si no es ver- dad que Cristo padecía en persona de todos, y por consiguiente que está- bamos en Él ayuntados todos por secreta fuerza, como están en el padre los hijos y los miembros en la cabeza?... Procedió Cristo a esta muerte y sacrificio aceptísimo que hizo de sí, no como persona particular, sino como en persona de todo el linaje humano y de toda la vejez de él... Así como el pan es un cuerpo compuesto de muchos cuerpos,... así nuestro pan de vida, habiendo ayuntado a por secreta fuerza de amor y de espí- ritu la naturaleza nuestra, y habiendo hecho como un cuerpo de y de todos nosotros, de en realidad de verdad y de los demás en virtud; no como una persona sola, sino como un principio que las contenía todas, se ponía en la cruz... Y esto mismo como en figura declaró el santo mozo Isaac, que caminaba al sacrificio, no vacío, sino puesta sobre sus hombros^ la leña que había de arder en él. Porque cosa sabida es que, en el len- guaje secreto de la Escritura, el leño seco es imagen del pecador. Y ni más ni menos en los cabrones que el Levítico sacrifica por el pecado, que

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fueron figura clara del sacrificio de Cristo, todo el pueblo pone primero sobre las cabezas de ellos las manos: porque se entienda que en este otro sacrificio nos llevaba a todos en nuestro padre y cabeza» (^).

En el nombre de Padre del siglo futuro expone León principalmente el principio o fundamento, que es nuestra inefable unión en Cristo y con Cris- to; la consecuencia de este principio, es decir, la apropiación de nuestros pecados, la explana amplia y profundamente en el nombre de Cordero. En la imposibilidad de transcribir el largo pasaje, es fuerza contentamos con algunas de sus frases más salientes. ' Cuando San Juan de este cordero dice que quita los pecados del mundo, no solamente dice que los quita, sina que... ansí los quita de nosotros, que los carga sobre mismo y los hace suyos,... no solamente padeciendo por nuestros pecados, sino tomando pri- mero a nosotros y a nuestros pecados en sí. y juntándolos consigo y car- gándose de ellos, para que padeciendo Él, padeciesen los que con Él estaban juntos y fuesen castigados... Con la cual unión encerró Dios en la huma- nidad de su Hijo a los que, según su ser natural, estaban de ella muy fuera; y los hizo tan unos con Él, que se comunicaron entre y a veces í = recí- procamente) sus males y sus bienes y sus condiciones: y muriendo ÉL mo- rimos de fuerza nosotros; y padeciendo el cordero, padecimos en Él y pagamos la pena que debíamos por nuestros pecados. Los cuales pecados, juntándolos Cristo consigo,... los hizo como suyos propios, según que en el salmo se dice: Cuán lejos de mi salud las voces de mis delitos ' ; que llama delitos suyos los nuestros, porque de hecho, ansí a ellos como a los autores de ellos tenía sobre los hombros puestos, y tan allegados a mismo y tan juntos, que se le pegaron las culpas de ellos, y le sujetaron al azote y al castigo y a la sentencia contra ellos dada por la justicia divina... ¿Qué sentimiento sería,... cuando el que es en la misma santidad y limpieza... vió que tanta muchedumbre de culpas... tan enormes, tan feas,... se le avecinaban al alma y la cercaban y rodeaban y cargaban sobre ella, y verda- deramente se le apegaban y hacían como suyas, sin serlo ni haberlo podido ser? ... Muriendo el cordero, todos los que estaban en ÉL por la misma razón pagaban lo que el rigor de la ley requería. Que como fué justo que la comida de Adam, porque en nos tenía, fuese comida nuestra, y que su pecado fuese nuestro pecado, y que emponzoñándose él. nos emponzo- ñásemos todos: así fué justísimo que ardiendo en el ara de la cruz y sacri- ficándose este cordero, en quien estaban encerrados y como hechos uno

(>) Ed. del Apostolado de la Prensa, Madrid, líWl. pgs. 210-218.

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todos los suyos, cuanto es de su parte quedasen abrasados todos y lim- pios» (^).

El P. Luis de la Palma, inspirándose en el B. Ávila, escribe más reposa- damente: «Mas hay aquí otra consideración, que... descubre otra vena de la tristeza y congoja de este día, y es que, no solamente quiso el Señor pagar como fiador por culpas ajenas, sino como si Él mismo fuera el culpado y los pecailos fueran suyos... El Señor se hizo tan uno con nos- otros, como es la cabeza con su cuerpo; y por esta razón quiso que las culpas nuestras se dijesen culpas suyas, y no solamente pagarlas con su sangre, sino pasar vergüenza y confusión por ellas. Y sin duda que fué muy grande la que nuestro Salvador padeció por nuestros delitos, y que fué gran parte de la congoja que tuvo a la entrada de su Pasión, cuando se hizo cargo y se ofreció a pagar por ellos... Y... siendo nuestros pecados tan feos,... abogó por ellos... como si fueran suyos propios... Este benig- nísimo Señor y amador nuestro, cubierto su rostro de vergüenza por las abominaciones que nosotros cometimos, no se desdeña ante el tribunal de la divina justicia de reconocernos y confesarnos, no sólo por amigos, por deudos, por hermanos y por hijos, sino también por sus miembros y por cuerpo suyo, cuya Cabeza es él. Y de aquí es que... se ofrece, como si fuera él malhechor, a pagar la pena que merecimos... por razón de los pecados de que se había hecho cargo, y que por esta causa los llamaba y tenía por suyos...» {Historia de la Sagrada Pasión, c. 8).

B. La solidaridad iniciada en la encarnación

Que la solidaridad de Cristo con el linaje humano, como radicada en la carne misma que tomó del seno virginal, se inicia en el momento de la encarnación y en virtud precisamente de la misma encarnación, es tan evidente, que holgaría demostrarlo, si no fueran tan graves las consecuen- cias que de ello se derivan. No será, por tanto, superfino corroborar la demonstración analítica, antes propuesta, con la demonstración documental.

De los numerosísimos textos, que pudiéramos aducir, omitiremos, en gracia a la brevedad, series enteras: tales como los que expresan la solida- ridad bajo la imagen de desposorios entre Cristo y la Iglesia celebrados en el tálamo del seno virginal (~); tales como los que vinculjin a la encarna-

{') Ib. pgs. 761-767.

C) Cfr. «Tamquam sponsus procedens de thalamo suo». Estudios eclesiásticos, t [1925], 59-73.

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ción la maternidad espiritual de María, basada en la solidaridad; tales otros muchos, que, si bien no menos eficaces, exigirían alguna declaración: varios centenares de textos, en conjunto: sólo unos pocos presentaremos, más breves y diáfanos, pero más que suficientes para probar nuestro intento.

San Ireneo escribe: «Quando [Filius Dei] incarnatus est et homo fa- ctus, longam hominum expositionem in seipso recapitulavit» (MG 7, 932). «El Hijo de Dios... en la plenitud de los tiempos, para recapi- tular y contener todas las cosas, se hizo hombre, nacido de hombres» (Patr. Or., 12, 759).

San Cirilo de Alejandría: «Asserimus... illum Unigenitum... homi- nem dispensatorie (oÍKovo^xiKSq) factum esse,... et ita nobiscum et nostri similem subiisse generationem,... ut, secundum carnem ex muliere genitus..., humanum genus recapitularet,... et per unitam sibi carnem omnes in seipso contineret» (MG 76, 15-18). «Cum sumptum ex muliere corpus suum fecisset, et ex ea secundum carnem esset genitus, hominis genera- tionem per se recapitulavit» (MG 76, 23-24). «Factus est autem nobis Caput propter assumptae carnis cognationem» (MG 76, 1341-1342).

TeÓDOTO de Ancira, una de las grandes lumbreras del Concilio Efesi- no, escribe: «Deus... eligit partum tamquam dispensationis ( oÍKovo^iíaq) initium» (MG 77, 1351-1352); y apellida a María «matrem dispensationis», la Madre de la economía (MG 77, 1393-1394), es decir en virtud de la profunda significación de este término Paulino, la Madre de la recapitula- ción y de la solidaridad de los hombres en Cristo Jesús.

San Proclo de Constantinopla, otro de los principales adversarios de Nestorio, dice más encarecidamente aún: «Divinae istud dispensationis mysterium uterus virginalis portavit» (MG 65, 707-708). Todo el misterio de la economía divina en orden a la salud humana y quien haya leído a San Pablo sabe todo lo que esto significa estaba encerrado en el seno virginal. María fué, pues, con toda propiedad, en frase de San Proclo, «Mysterii parens» (MG 65, 791-792).

San Sofronio, dirigiéndose a la Virgen, canta (MG 87, III, 3738):

Ilibus Parentem mundi, Maria, ferens, mundum Ilibus gloriosis portas.

El mismo pensamiento que San Sofronio expresaba un ignorado poeta de la primitiva edad media en esta estrofa (Mon. Germ. Hist. Poetae lat. aevi Carolini. Recens. Ern. Duemmler. T. I. Berolini, 1881, pg. 84):

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Missus ab astris Gabrihel in nube aeterna portal nuntia Virgini, verbo tumescit latior aethere alvus repente saecula continens.

María llevaba en su seno el mundo, los siglos, todas las generaciones de los hombres recapitulados en Cristo Jesús.

San Hilario de Poitiers: «In eo [Christo] per naturam suscepti cor- poris, quaedam universi generis humani congregatio continetur» (ML 9, 935). «Humani enim generis causa Dei Filius natus ex Virgine est,... ut, homo factus, ex Virgine naturam in se carnis acciperet, perqué huius admixtionia societatem sanctificatum, in eo universi generis humani corpus exsisteret» (ML 10, 66).

San Ambrosio en varios lugares y de diferentes maneras expresa el mismo pensamiento: «Dicit... caro: ... Fusca sum, quia peccavi; decora, quia iam me diligit Christus: quam relegaverat in Eva, recepit ex Virgine, suscepit ex Maria» (ML 15, 1212). Y, hablando con el Salvador, añade: «Veni ergo, et quaere ovem tuam... Suscipe me in carne, quae in Adam lapsa est. Suscipe me, non ex Sara, sed ex Maria» (ML 15, 1521). La oveja perdida, la humanidad descarriada, la halla y la toma Cristo en el seno virginal, en la carne que recibe de María. En esta carne estaba concentrada o recapitulada toda la humanidad.

San Agustín, el gran teólogo del Cuerpo místico de Cristo, señala su origen en la misma encarnación del Verbo: «Habet ergo hic sponsam... Dominus autem... dedit sanguinem suum pro ea quam resurgens haberet, quam sibi iam coniunxerat in útero Virginis. Verbum enim sponsus, et sponsa caro humana... Ibi factus est Caput Ecclesiae» (ML 35, 1452). Y exclama: «Quomodo autem non ad partum Virginis pertinetis, quando Christi membra estis?» (ML 38, 1012-1013).

San León Magno es tal vez el que con mayor claridad y énfasis atribuye a la encarnación la inefable solidaridad de Cristo con los hombres. Bas- tarán para convencerse unos pocos textos: «Vos... Salvatori per veram susceptionem nostrae carnis inserti» (ML 54, 207). «Dum Salvatoris nostri adoramus ortum, invenimur nos nostrum celebrare principium. Generatio enim Christi origo est populi christiani, et natalis Capitis natalis est cor- poris... Cum ipso sunt in hac nativitate congeniti» (ML 54, 213). «Ita se nobis, nosque inseruit sibi, ut Dei ad humana descensio fieret hominis ad divina provectio» (ML 54, 218). «Cuius caro, de útero Virginis sumpta, nos sumus» (ML 54, 231).

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San Pedro Crisólogo desarrolla maravillosamente un pensamiento in- sinuado por San Ambrosio. «Sed iam, dice, caelestis parabolae pandamus secretum. Homo habens oves centum, Christus est. Pastor bonus, pastor pius, qui in una ove, hoc est in Adam, posuerat totum gregem generis humani,... hanc in regione vitalis pascuae collocajat: sed illa vocem pasto- ris oblita est, dum lupinis ululatibus credit, et caulas perdidit salutares... Hanc ergo Christus veniens quaerere in mundum, in útero virginae regionis invenit» ML 52, 641). Recibir Cristo la carne de María fué hallar la oveja perdida, que era toda la grey del humano linaje: hermosa imagen de la solidaridad que el Verbo encarnado contrae con la humanidad entera. A la luz de este texto se entenderá el profundo significado de estos otros: María, al llevar en su seno al Redentor, en él y con él llevaba «totius generis humani... fructum» (ML 52, 579). uQuia virum non cognosco. Mulier, quem virum quaeris? quem tu in paradiso perdidisti? Redde virum, mu- lier; redde depositum Dei; redde ex te, quem perdidisti per te» ÍML 52, 582).

San M.Áximo de TurÍN: «Hodie novus ille Adam sua nativitate mira- bili nostram de novo plasmavit naturam» (ML 57, 239). «In nativitate eius nostra omnium habet vita natalem: quia, qui privilegia primae nativitatis amisimus, visitante nos Christo. sanctiore partu redimus ad vitam» (57, 245).

En uno de los sermones atribuidos a San Ildefonso de Toledo se dice: «Haec est Virgo, in cuius útero omnis Ecclesia subarratur, coniuncta Deo foedere sempiterno creditur» (ML 96, 252-253).

San Beda: «Sponsus ergo Christus, sponsa eius est Ecclesia: ... tempus nuptiarum est tempus illud, quando per incarnationis mysterium sanctam sibi Ecclesiam sociavit» (ML 94, 68).

En una de las homilías coleccionadas por el diácono Paulo Warnefrido se lee: «Ibi [in Virginis útero] decorem indutus est Dei Filius, ac prae- electae sponsae suae Ecclesiae formosus in stola candida exsultanter occurrit, desiderátum diu osculum porrexit, ac praeordinatas a saeculo nuptias virgo [Christus] cum virgine [Ecclesia] in Virgine [María] praelibavit» (ML 95, 1516).

Pascasio Radberto: «Tota [Ecclesial, per hoc quod Verbum caro factum est, velut membra, coUigitur in corpore» (ML 120, 103-104). Más amplía y profundamente en otro lugar: aSimile est regnum caelorum ho- mini regi qui fecit nuptias filio suo... Nec immerito a Patre iam factae [nuptiae] dicuntur; quia aeternitatis huius societas et novi corporis dispen- satio iam perfecta facta erat in Christo: et tune facta est, tam nova et inaudita dispensatio, quando in útero Virginis Verbum caro factum est... Quia sicut omnium electorum resurrectio in Christi est resurrectione, ita

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et hae nuptiae in ipso celebratae sunt, et iuncta est sponso Ecclesia iure sponsalitatis, quando dona Spiritus Sancti ex integro homo-Deus accepit...» (ML 120, 739-740). Son dignas de notarse las dos expresiones «aeternitatis societas» ( = solidaridad) y «novi corporis dispensatio» ( = la formación del Cuerpo místico) con que Pascasio declara la imagen de las bodas.

Hermann, Abad de San Martín de Tournai, escribe: «Collum ínter ca- pul et Corpus médium est, caputque iungit corpori. Collum ergo sanctae Ecclesiae competenter Domina nostra intelligitur, quae, inter Deum et homines Mediatríx exsistens, dum Dei Verbum incarnatum genuit, quasi caput corpori, Christum Ecclesiae... coniunxit» (ML 180, 30).

El Abad GuERRico, el amigo de San Bernardo, dice: «Mater síquidem est Vitae qua vivunt universi; quam dum ex se genuit, nimirum omnes qui ex ea victuri sunt, quodammodo regeneravit. Unus generabatur, sed nos omnes generabamur, quía videlicet secundum rationem seminis, quo rege- neratio fit, iam tune in illo omnes eramus» (ML 185, 188-189).

San Alberto Magno: «[Dominus] a regalibus sedibus descendens, invisceravit se nobís in visceribus Virginis» (In Le. 1, 28).

Santo Tom.ís de Aquino: «Mystice autem per nuptías intelligitur coniunctio Christi et Ecclesiae... Et illud quidem matrimonium initiatum fuit in Utero virginalí» {In loh. c. 2, lect. 1, n. 1).

Dionisio Cartujano, citando a Ubertino, dice que María «totum mysticum corpus cum vero Christi corpore, suo portavit in útero» {De dign. et laúd. B. M. V., 4, 16).

Por fin, Pío X: «In uno eodemque alvo castissimae Matris et carnem Christus sibi assumpsít et spiritale simul corpus adiunxit» (2 febr. 1904).

§ 2. Parte de María en la solidaridad

Consta de lo dicho, y, atendiendo el valor de los testimonios aducidos, consta con entera certeza, que Cristo contrajo con todo el linaje humano estrechísima solidaridad, así de naturaleza como de pecado, y que esta soli- daridad se inició en la encarnación y en virtud de la misma encarnación. Mas, para que el principio de solidaridad pueda convertirse en principio maríológico, es menester averiguar qué parte tuvo en él María precisamente por razón de su divina maternidad. Esto es lo que ahora debemos investi- gar en los documentos de la tradición.

Para preparar la solución de este magno problema, recogeremos previa- mente los testimonios de la tradición que atribuyen a María, en el momento

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

mismo de la encarnación, el doble carácter a) de universalidad y b) de re- presentación; a la luz de este doble carácter se apreciarán mejor los testi- monios que afirman la doble parte o acción de María en transmitir o comunicar a Cristo c) la solidaridad de naturaleza y d) la solidaridad de pecado. Si logramos demonstrar que estos cuatro puntos se contienen en los documentos de la tradición, habremos puesto de relieve un hecho de transcendental importancia, capaz de abrir horizontes inmensos a la Mariología y aun de transformarla totalmente. Al roturar un terreno casi virgen, no abrigamos la ilusión de hacerle rendir todo el fruto que, a nuestro juicio, está llamado a producir con el tiempo. Sólo deseamos y rogamos que se tomen en consideración y se estudien sin prevención nuestras mo- destas sugerencias.

A. Carácter de universalidad

La clásica antítesis Eva-María, cuando, omitiendo los nombres, se gene- raliza, toma estas dos formas principales: (antigua) virgen-( nueva) Virgen, Mujer-Mujer. Esta segunda forma es la que ahora nos interesa estudiar. Mas antes conviene presentar los textos patrísticos, en que se formula. Aduciremos algunos solamente, más característicos.

Entre los escritores griegos. Orígenes abre la serie: «Quomodo pec- catum coepit a mullere,... sic et principium salutis a mulieribus habuit exordium» (MG 13, 1819).

Con mayor precisión se formula la antítesis en las homilías atribuidas a San Gregorio Taumaturgo: «Per mulierem mala fluxerunt: et per mulierem bona emanant» (MG 10, 1178).

Teódoto de Ancira, sin formular explícitamente la antítesis, declara su fundamento y su universalidad. Comparando los conocidos textos de Isaías («Ecce Virgo in útero habebit») y de San Pablo («Misit Filium suum factum ex mullere»), pregunta: «Quid ais. Paule? Propheta ex virgine dicit, tuque ex mullere partum esse praedicas? Plañe, inquit: bene- dictionem communem reddo, totius eam esse volens feminei sexus... Dico ex mullere,... ut ex qua praevaricatio accidit, ex ipsa proveniat etiam gratia...» (MG 77, 1418).

San Proclo de Constantinopla: «Idemque [Deus] natus mulierem, quae peccati quondam ianua exstiterat, salutis ostium reddidit» (MG 65, 682). «Non vis inoboedientiam mulieris mulieris vicissim oboedientia compen- sari?).( MG 65, 746).

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Antípatro de Bostra: «Quis protoparentis Adae uxori... referet, mulierem, quae olim damnata fuerat, nunc ipsum iudicem in útero ha- bere...?» (MG 85, 1763-1766). Es digna de notarse la identificación, fre- cuente en otros Padres, entre la mujer condenada y la mujer Madre del Redentor: identificación, no personal, evidentemente, sino ge- nérica.

AbrahÁn de Efeso: «Per mulierem hominibus mors advenit: per mulierem iisdem vita evenit» (Patr. Or. 16, 444).

San Anastasio I Antioqueno: «Sicut per feminam mors causata est, sic oportuit dispensari salutem per feminam» (MG 89, 1383).

San Andrés de Creta: «Plaudant mulleres: mulier enim, quae olim ansam peccati inconsultius praebuit, salutis nunc primitias intulit» (MG 97, 810). «Muliebris sexus maledictionem primam corrigit, salutis factus ini- tium, qui initium fuerat peccati» (MG 97, 814).

Juan de Eubea: «O Adam... per mulierem a serpente deceptus fuisti: et per mulierem serpentem conculcabis» (MG 96, 1495).

San Tarasio: «Per mulierem mortem lucrati sumus, per mulierem universa ipse rursus instauravit» (MG 98, 1494-1495).

Pedro obispo de Argos: «Per mulierem hucusque ipsa infelix, per mulierem modo beata effecta sum» (MG 104, 1359).

Juan el Geómetra: «Propter mulierem mulier elegitur» (MG 106, 818).

No son menos numerosos ni menos significativos los textos de los Padres occidentales.

San Jerónimo escribe: «Unus per mulierem deiectus est, et nunc per mulierem totus mundus salvatus est. In mentem tibi venit Eva, sed con- sidera Maríam» (Anécdota Maredsol., v. 3, part. 3, pg. 92).

San Agustín: «Huc accedit magnum sacramentum, ut, quoniam per feminam nobis mors acciderat, vita nobis per feminam nasceretur» (ML 40, 302). «Quia per sexum femininum cecidit homo, per sexum femi- ninum reparatus est homo... Per feminam mors, per feminam vita» (ML 38, 1108). «Per mulierem in interitum missi eramus, per mulierem nobis reddita est salus» (ML 38, 1308). A estos textos tomados de las obras genuinas de San Agustín se pueden añadir otros tomados de las dudosas o apócrifas. «Per feminam mors, per feminam vita» (ML 40, 655). «Ergo malum per feminam, immo et per feminam bonum: quia si per Evam cecidimus, stamus per Mariam» (Mai, Nova Patrum bibliotheca, 1, 2). «Ut igitur vitiorum sordibus obsoletus horribiliter squalesceret mundus ab origine iam in paradiso captivus, femina causa fuit... Ad feminam causai revertitur, et origo per originem detruncatur» (ML 39, 1984).

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

San Pedro Crisólogo: «Mulier accepit a Deo fermentum fidei, quae acceperat a diabolo perfidiae fermentum» (ML 52, 478). «Redde virum, mulier: ... redde ex te, quem perdidisti per te» (ML 52, 581).

San Máximo de TurÍn: «Parturil ergo femina salutem mundi: ut, quae exstiterat f ornes iniquitatis, fieret ministra iustitiae» (ML 57, 254).

San Eleuterio de Tournai: «Quia periclitabamur per primae mulie- ris inoboedientiam, oportebat ut salvaremur per feminam» (ML 65, 94).

EuGiPlo, Abad Africano: «Corrupto animo feminae, ingressus est morbus: integro corpore feminae, processit salus» (ML 62, 937).

San Beda: «Quia... mors intravit per feminam, apte redit et vita per feminam» (ML 94, 9).

San Pedro Damián: «Per mulierem infusa est maledictio terrae, per mulierem redditur benedictio terrae» (ML 144, 758).

Radulfo: «Sicut... diabolus per serpentem seduxit mulierem, et per mulierem virum: ita Dominus per angelum instruxit mulierem, et per mulierem salvavit genus humanum» (ML 155, 1358).

Honorio de AutÚn: «Mortem quam femina mundo intulit, femina depulit» ÍML 172, 903).

San Bernardo: «Ecce si vir cecidit per feminam, iam non erigitur nisi per feminam... Redditur nempe femina pro femina» (ML 183, 62- 63). «...ut, qui vicerat per feminam, vinceretur per ipsam» (ML 183, 63).

San Amadeo de Lausana: «Decebat enim ut, sicut per feminam mors, sic per feminam vita intraret in orbem terrarum. Et sicut in Eva omnes moriebantur, ita in Maria omnes resurgerent» (ML 188, 1311).

Inocencio III: «Oportebat enim, ut sicut per feminam mors intravit in orbem, ita per feminam vita rediret in orbem. Et ideo quod damnavit Eva, salvavit Maria» (ML 217, 581).

Pío XI: María, dice con enfática concisión, «donna, voUe riparare al fallo della prima donna» (Osserv. Rom., 22-23 dic. 1923).

Tal es la voz de la tradición cristiana, que podemos compendiar en esta fórmula: «Per mulierem mors, per mulierem vita». Pero surge luego el problema: ¿qué significa «per mulierem»? De tres maneres puede tradu- cirse: «por mujer», «por la mujer», «por una mujer». En la primera interpretación se expresa simplemente el sexo femenino como cualidad o condición; en la segunda se concibe la mujer como unidad universal; en la tercera se señala indeterminadamente una mujer individual, Eva o María. ¿Cuál de los tres sentidos hay que admitir? Creemos que la respuesta no ofrece especial dificultad. Si teniendo presente el problema, releemos los textos, fácilmente veremos que en unos se destaca la cualidad

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del sexo femenino; en otros se expresa la unidad universal de la mujer; en otros se piensa en una mujer particular; si bien en otros muchos no se precisa ninguna de los tres sentidos concretamente, o se comprenden todos tres más o menos vagamente. Viniendo a los tres sentidos distintos, como el primero está implícito en los otros dos, el resultado de este examen es que para los los Santos Padres María era a la vez la mujer universalmente concebida y una mujer individual; es decir, que era como el tipo o la encarnación de la Mujer, que era la Mujer por antonomasia. En conse- cuencia, al actuar María como mujer en la generación humana del Hijo de Dios, actúa juntamente como persona individual y como llevando en la representación de todo el sexo femenino.

Semejante manera de concebir la Mujer acaso nos la clave para so- lucionar el discutido problema referente a las palabras del Protoevangelio : «Pondré enemistades entre ti y la Mujer» (Gen. 3, 15). Se pregunta: esta Mujer ¿es Eva? ¿es María? ¿es la Mujer en general? Antes de contestar, y para preparar la solución, traslademos el problema al texto anterior- mente citado de San Amadeo de Lausana:

Decebat... ut, sicut per feminam mors,

sic per feminam vita intraret... Et sicut in Eva omnes moriebantur,

ita in María omnes resurgerent.

¿Qué se entiende por «feminam»? Distingamos entre la significacióm formal y la suposición del término «feminam». Evidentemente, la signi- ficación no es otra que «la mujer» o «una mujer»; en cambio, como se ve por los dos últimos incisos, la suposición se refiere a Eva y a María. Más claro y sin tecnicismos de escuela: cuando San Amadeo dice «femi- nam», con la palabra no expresa sino «la mujer» o «una mujer» ; pero en realidad piensa y habla de Eva o de María. Análoga solución creemos hay que dar al problema suscitado por el Protoevangelio: la ((Mujer» de' que en él fe habla, atendida la significación formal de la palabra, expresa «la Mujer» universalmente o «una mujer» individual indeterminadamente; pero en la mente de Dios el «supuesto» al cual se refiere la «Mujer» o el verificativo de cuanto de ella se dice no es sino María.

Para complemento o comprobación de esta solución, y, más general- mente, de la representación universal de «la Mujer» encarnada en María, conviene recordar una serie de textos patrísticos, que presentan a Eva transfundida en María.

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Sa>' Irenzo: <;Venit Dominus. ut perditam ovem quaereret. Et per- ditus eral homo: et propter hoc... ab eadem. quae ab Adam geniis habebat, similitudinem creaturae servavit. Nam necesse et dignum erat. rursus per- ficere Adam in Chrüto. et Evam in María : rehacer o restaurar a Adán en Cristo, y a Eva en María i Demonstraiio Apostolicae Praedi- cationis. Ex ami. vertit... 5. Weber. Friburgi Brisgoviae, 1917, ps. 59-60\

5a>" Zenón de Veroxa: < 0 caritas... Tu Evam in Mariam redinte- grasti: tu Adam in Christo renovasti » iML 11. 278 1.

San Ambro sio dice maravillosamente: < \eni. Eva, iam sobria... Veni, Eva, iam talis. ut non de paradiso excludaris. sed recipiaris ad caelum... Veni. ergo. Eva. iam Maria» iML 16. 313 1. Eva se ha trocado en María, es ya María.

S.\-\ Bernardo, con mayor precisión todavía: "Clementissrmus artifes quod quassatum fuerat non confregit sed utUius omnino refecit, ut vide- licet nobis novum formaret Adam ex veteri. et Evam transfunderet in Ma- riam (^ÍL 183. 4291

El mismo pensamiento se halla expresado en varios de los textos adu- cidos anteriormente, como en aquel de 5.a>" Pedro Crisóloco: Redde virum. mulier: ... redde ex te. quem perdidisti per te i ML 57, 2S4i. Esta única Mujer es a la vez María i ' redde ex te i y es Eva ( "perdidisti per te»).

Comparando estos textos con los precedentes resulta que María es 'da Mujer», no sólo porque directamente concentra en idealmente todo el género femenino, sino también porque encama en a Eva. que también era a su modo ( la Mujer-. Por tanto viene a ser imo mismo el que las palabras del Protoevangelio se refieran directamente a Eva. a la Mujer», o a María. Siempre María, en la mente de la tradición es. aunque persona individual, la encarnación de la primera Mujer y. en ella y con ella, de todo el linaje de las mujeres. Y tal es. en sustancia, el sentido tradicional de la denominación de ' Segunda Eva^*.

B. Carácter representativo

Pero al lado de esta representación, que pudiéramos llamar ideal, posee María otra representación de carácter jurídico, en virtud de la cuaL al dar su libre asentimiento a la maternidad del Redentor, actúa, no tanto como pversona particular, cuanto en representación de toda la humanidad.

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Advertimos, ante todo, que para nuestro objeto presente, que es con- firmar o comprobar nuestra demonstración analítica o interna con el testi- monio externo de la autoridad, nos bastaba la de León XIII, ya antes aducida, que califica de enteramente verdadera nuestra ponclusión. Pero, dada la importancia de la materia, no será fuera de propósito presentar la base tradicional en que se apoya este carácter representativo de la Madre del Redentor.

Comencemos por los testimonios explícitos.

San Efrén escribe: «Mysterium concreditum est duobus, uni ex utra- que parte, ...ut rem tractarent et reconciliationem inirent. Descendit án- gelus ex alto, et locuta est cum eo Virgo, et coeptum est agi de reconcilia- tione, et initum est foedus pacis...» (Ed Lamy, 5, 974-978).

Teodoro Mínimo Moneremita, hablando con el ángel Gabriel, dice: «Dicis eum qui in supernis sedem habet, ad haec Ínfima propter suam in homines caritatem descenderé? Atqui nos quoque caelis eminentiorem ex bis infimis viae Ducem nacti, adventanti et accedenti obviam occurrimus... Faustum nuntium caelestes tecum exercitus deferunt? Atqui nos homines cum ipsa [Virgine] ad deitatera per ipsam provehimur. . . Ceterum, quae nunc geruntur, minus ad te pertinent: ad condítionem nostram restau- randam prorsus fausta tua ad Virginem legatio spectat... Tu ad illam cum laetitia clamas: Ave, gratia plena: at quomodo extraneus ad nos extra- neos... accedis, et sororis nostrae, quae lux nobis est et salus, clam nobis sponsalia moliris? Num ignoras, genus nostrum ipsam solam habere rui- nae suae fulcimentum?... Noli itaque... illam regí tuo solus desponsare. Liceat et nobis donum illi nuptiale... of ferré... Sciant haec patriarchae, e quibus progerminavit... Audiat haec infelix progenitor noster Adam, et cum eo progenitrix nostra Eva... Ne, quaeso, clam nobis auferas nostrum apud Deum refugium... Ñeque enim nos sponsalibus hisce obsistimus... Sed aequum est ut-cognatio universa noverit quamnam Deo ceu redemptio- nis pretium pro peccatis ipsa praestitura sit» (Ballerini, Sylloge, 2, 223^ 229).

El ignorado autor del sermón De Annuntiatione, falsamente atribuido a San Agustín (^), dice «O beata María, saeculum omne captivum tuum deprecatur assensum: te, Domina (^), mundus suae fidei obsidem fecity> (ML 39, 2105-2106).

C) Cfr. «Singulari tuo assensii mundo succurristi perdíto», Marianum, 2 [19401, 529-361.

(^) En vez de ¡(Te, Domina. mundus« creemos debería leerse «Te Domino mun- dus», como en el pasaje paralelo del sermón De Natali, que se cita a continuación.

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MARÍA, MEDIADORA UMIVERSAL

El autor, desconocido también del sermón De natali, inspirándose en el precedente, dramatiza más la escena: «O beata Maria, saeculum omne captivum tuum deprecatur assensum: te Domino mundus suae fidei obsidem íecit... O et tu, angele,... fave partibus saeculi, conscius secre- torum caeli. Laetabuntur socii tui, si negotium iuveris mundi...» (ML 39, 1986).

A la luz de estos dos sermones, en los cuales evidentemente se inspi- ró ("), se entiende o se siente el carácter representativo que San Bernardo atribuye al consentimiento virginal. Escribe el Melifluo Doctor: «Audisti, Virgo, factum; audisti et modum... Exspectat ángelus responsum... Ex- spectamus et nos, o Domina, verbum miserationis... Ecce offertur tibi pretium salutis nostrae: statim liberabimur, si consentis... Hoc supplicat a te, o pia Virgo, flebilis Adam cum misera sobóle exsul de paradiso, hoc Abraham, hoc David. Hoc ceteri flagitant sancti Patres, patres scilicet tui... Hoc totus mundus tuis genibus provolutus exspectat. Nec imme- rito, quando ex ore tuo pendet consolatio miserorum, redemptio captivo- rum, liberatio damnatorum: salus denique universorum filiorum Adam, totius generis tui...» (ML 183, 83-84).

Este magnifico pasaje de San Bernardo se condensa admirablemente en estas dos estrofas de un himno medieval {Analecta hymnica Medii Aevi, 34, n. 80):

Quare differs, o Maria? Da consensum. Virgo pia,

Toto mentis studio; Nostra salus exspectata Tibi soli est oblaata,

Tuo stat arbitrio.

Totum genus conderanatum Genu flectit inclinatum

Tuo consistorio; Da responsum, ut optamus, Et per ipsum evadamus

A mortis exsilio.

El testimonio de Santo Tomás merece especial atención, por cuanto de- pende, a lo que parece, de los dos sermones pseudo-agustinianos y de San Bernardo, y de él a su vez dependen la mayor parte de los testimonios

(') Cfr. Marianum, loe. cit. n Ib. pgs. 333-335.

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posteriores. En su Comentario a las Sentencias escribe: «Consensus B. Virginis, qui per annuntiationem requirebatur, actus singularis personae erat in multitudinis salutem redundans, immo totius humani generis» (In 3 dist. 3, q. 3, a. 2). La ambigüedad que pudiera haber en estas últimas palabras, desaparece en la Suma Teológica: «Congruum fuit B. Virgini annuntiari quod esset Christum conceptura... ut ostenderetur esse quoddam spirituale matrimonium inter Filium Dei et humanam naturam: et ideo per annuntiationem exspectabatur consensus Virginis loco totius humanae naturae» Í3 q. 30, a. 1, c).

Omitimos los testimonios de San Antonino de Florencia (Summa, p. 4, tit. 15, c. 8, § 2) y de Suárez (In 3 p. q. 30, a. 1), por no ser sino transcripción o confirmación de las palabras de Santo Tomás.

Más personal es el testimonio del Card. ToLEDO: «Deus... ipsius [Vir- ginis] consensum habere voluit... quia in hoc mysterio sponsalitia cele- brantur Dei Patris cum B. Virgine, et Filii Dei cum humana natura, et Christi cum Ecclesia... Decuit ergo intervenire consensum eius, quae sponsa Patris erat, et naturam humanam ipsamque Ecclesiam repraesen- tabat: in sponsalitiis enim consensus utriusque partis est» (In Le. 1, annot. 112).

Prescindimos también de los testimonios de BiLLUART {Suppl. Curs. Theol. Tract. de Myst. Christi, dissert. 1, art. 6) y de Sedlmayr (Scholas- tica Mariana, p. 2, q. 2, a. 1), por depender estrechamente de Santo Tomás y de Toledo. Podríamos citar también a RiBADENEYRA {Flos San- ctorum. De la Encarn. del Verbo, 25 de marzo, n. 3), Houdry [Bihliothecal contionatorum theol., t. 3. Venetiis, 1779, p. 76) y L. Janssens {Summ. theol., t. 5, p. 2, sect. 1, membr. 1, q. 30, a. 1, I), que, precisamente por ser menos originales, tienen bastante autoridad, por cuanto representan el común sentir de los teólogos o de los fieles.

Sirvan de conclusión estas palabras del Card. Sanz y Forés, no menoa profundo teólogo que elocuente orador: «El universo entero tiene su vista fija en Nazaret. Allí va a decidirse el gran negocio de los siglos... y a firmarse el tratado de paz entre Dios y el hombre. María es el árbitro de los destinos del mundo... Tratándose de una alianza eterna, de un tratado de paz entre Dios y el hombre,... se requiere el consentimiento de las dos partes. Dios ha enviado para esto la embajada a la SSma. Virgen, y ésta debe responder por toda la naturaleza humana... María responde al fin... La alianza se ha firmado: el matrimonio misterioso se ha reali- zado...» {Discursos sobre las grandezas y virtudes de la SSma. Virgen, t. 1, disc. 5, p. 2. Tortosa, 1859, pg. 136-142).

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Pero mayor autoridad que todos estos testimonios tienen las palabras de León XIII, quien en dos Encíclicas afirma el carácter representativo del consentimiento de María. A 22 de septiembre de 1891 escribía el sabio Pontífice: «Divina consilia addecet magna cum relligione intueri. Filius Dei aeternus, cum ad hominis redemptionem et decus, hominis naturam vellet suscipere. eaque re mysticum quoddam cum universo humano genere initurus esset connubium, non id ante perfecit, quam libérrima consensio accessisset designatae matris, quae ipsius generis humani personam quo- dammodo agebat, ad eam illustrem verissimamque Aquinatis sententiam: Per annuntiationem exspectabatur consensus Virginis loco totius humanae naturaen (Acta S. Sedis, 24. 195). A 20 de septiembre de 1896 añadía: «Nempe ipsa... pacifici sacramenti nuntium, ab angelo in térras allatum, admirabili assensu, loco totius humanae naturae, excepit» ílb. 29, 206).

Ahora, dejando otros muchos testimonios implícitos, no tanto para afianzar el carácter representativo del consentimiento virginal, cuanto para descubrir sus profundas raíces en la tradición cristiana, recordaremos al- gunas series de textos, cuyo sencillo cotejo da el mismo resultado que los testimonios aducidos. Una serie de textos, numerosísima, presenta la en- carnación y la maternidad divina como esencialmente soteriológicas, es decir, ordenadas a la salud humana. Otra serie, numerosísima también, presenta la economía de la salud humana como una Nueva Alianza de Dios con el linaje humano y la expresa bajo la imagen de esponsales o de matrimonio, que por su misma naturaleza exige el consentimiento de en< trambas partes. Según estas dos series, por tanto, la salud humana es un negocio que afecta e interesa a toda la humanidad y en cuya conclusión toda ella debe de alguna manera intervenir. Otra serie, no menos nume- rosa, pone de relieve el hecho del consentimiento de María, su eficacia decisiva y su conveniencia y relativa necesidad. Ya el solo cotejo de estas tres series da como resultado el carácter representativo del consentimiento virginal. Porque, si se requiere el consentiminto de toda la humanidad, y este consentimiento no lo da sino María, y nadie más: luego el consen- timiento de María por fuerza ha de ser de alguna manera consentimiento de toda la humanidad. Una nueva serie de testimonios, presenta a María como Mediadora nata entre Dios y la humanidad. Luego, combinando esta serie con las tres anteriores, María ejerce su mediación, representando a los hombres ante Dios al dar su consentimiento. Son profundamente significativas en este sentido, generalizándolas, estas palabras de Santo Tomás: «Mystice autem in nuptiis spiritualibus est Mater lesu... sicut nuptiarum conciliatrix... Gessit ergo... Mater Christi Mediatricis per-

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sonam» (In loh. c. 2, lect. 1, nn. 2-3). Combínense estas palabras con las referidas anteriormente «loco totius humanae naturae», y se obtendrá la mediación representativa de María, que caracteriza su actuación en el momento en que, con la encarnación del Hijo de Dios, se inicia la obra de la salud humana.

Hay más todavía. Otra serie de textos, antes en parte reproducidos, presenta a María como «la Mujer» por antonomasia, como la encarnación o tipo de la mujer. Sin duda que esta representación, solamente ideal y limitada al sexo femenino, no es la representación jurídica y universal da que ahora tratamos. Pero la prepara, y la postula. Por una parte, com- binada esta serie con las cuatro precedentes, transforma espontáneamente la representación ideal y femenina en representación jurídica y universal o humana. Nótese además, y lo notan los Santos Padres, la diferente situación de Eva respecto de Adán y de María respecto del Redentor, es decir, de la antigua y de la Nueva Eva. La primera es posterior a Adán y se le asocia como esposa: la Segunda Eva precede cronológicamente al Nuevo Adán y es su Madre. La Nueva Eva está destinada precisamente para engendrar al Nuevo Adán. Al llegar, pues, el momento de la gene- ración, «la Mujer», en quien se ha concentrado la humanidad que va a recibir el Redentor, estando sola y actuando sola, ha de llevar necesaria- mente la representación de toda la humanidad. Si el entronque del Nuevo Adán con la raza del primer Adán se hace maternalmente, la maternidad, como único punto de entronque, ha de contener toda la humanidad. Con lo cual la representación ideal y femenina de «la Mujer» se convierte en representación jurídica y universalmente humana.

C. Acción de María en la solidaridad de naturaleza

Llegamos al nudo más difícil del problema, que puede formularse en estos términos: ¿la solidaridad del Redentor con el linaje humano la produce o transmite María en calidad de Madre? Suponemos ya, por lo dicho anteriormente, que el Redentor está solidarizado con toda la raza humana: y buscamos ahora la causa inmediata de esta solidaridad, y nos preguntamos si esta causa se ha de buscar en la misma maternidad de María.

Antes de examinar los textos patrísticos que parecen insinuar que fué María quien transmitió o comunicó la solidaridad al Redentor, reflexio- nemos sobre el carácter doblemente representativo de María que acabamos

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de establecer. Recordemos el principio general de la causalidad. Cuando en una causa vemos relucir una propiedad que se halla en el efecto, con- cluímos sin más que esta propiedad la recibe el efecto de la causa, esto es, que la causa produce el efecto, no sólo idéntica o materialmente, sino también reduplicativa y formalmente, en lo que atañe a esta propiedad. Un ejemplo lo pondrá de manifiesto. Nuestras facultades espirituales pro- ducen actos que son a la vez vitales y sobrenaturales. En tales casos ¿por qué derivamos formalmente de nuestras facultades la vitalidad de los actos? Porque la vitalidad reluce o se halla en las mismas facultades. En cambio, ¿por qué la sobrenaturalidad la derivamos de otro principio extrínseco y superior? Porque la sobrenaturalidad no se halla en las mismas potencias naturales. En nuestro caso, la solidaridad del Hijo la vemos relucir en la doble representación ideal y jurídica que posee la Madre que lo engen- dra. Luego, sin más, hemos de concluir que la Madre es quien comunica o transmite al Hijo la solidaridad que le liga con los hombres. Y esto vale tanto más, cuanto en el orden de las causas segundas no se halla otra causa fuera de la Madre, que coopere a la generación del Hijo. En conclusión, como el poseer la naturaleza humana es lo que capacita a la Madre para producir connaturalmente al Hijo en cuanto hombre, así también su doble representación humana es lo que la capacita para producir al Hijo en cuanto solidariamente ligado con el linaje humano.

Vengamos ya a los testimonios patrísticos en que parece afirmarse qua la Madre es la que eficientemente solidariza al Redentor con los hombres. Y primero los testimonios relativos a la solidaridad de natu- raleza.

Comencemos por los implícitos o parciales. Afirman frecuentemente los Santos Padres que la solidaridad del Redentor está vinculada precisa- mente a la carne que recibe de María. Sirvan de muestra estos pocos ejemplos.

Dice San Ireneo: «Qua enim ratione filiorum adoptionis eius partici- pes esse possemus, nisi per Filium eam, quae est ad ipsum, recepissemus communionem? nisi Verbum eius communicasset nobis, caro factum? (MG 7. 937-938). «Hoc itaque [quod nos eramus] factum est Verbum Dei, suum plasma in semetipsum recapitulans: et propter hoc filium homi- nis se confitetur... Et Apostolus... manifesté ait: Misit Deus Filium suum, factum de inuliere» (MG 7, 956). «Propter hoc et Dominus semet- ipsum Filium hominis confitetur, principalem ( = primaevum) hominem ülum, ex quo ea, quae secundum mulierem est plasmatio, facta est, in semetipsum recapitulans» (MG 7, 1179). Si el Redentor recapitula en

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todo el linaje humano, en cuanto es Hijo del hombre; y el ser Hijo del Hombre lo recibe de María: la consecuencia es clara.

Más claras y categóricas son aún las palabras de San Cirilo de Ale- jandría: «Cum sumptum ex midiere corpus suum fecisset, et ex ea secun- dum carnem esset genitus, hominis geiierationem per se recapitulavit, no- biscum jactus secundum carnem, qui ante omnia saecula exstiterat ex Pa- tre. Hanc nobis fidei confessionem sacrae Liítcrae tradiderunt» (MG 76, 23-24).

Lo mismo afirma San Hilario: (Jn eo [Christo], per naturam siiscepü corporis, quaedam universi generis humani congregatio continetur» (ML 9, 935). «Humani enim generis causa Dei Filius natus ex Virgine est... ut, homo factus, ex Virgine naturam in se carnis acciperet, perqué huius admixtionis societatem sanctificatum in eo universi generis humani corpus exsisteret» (ML 10, 66),

San Agustín: «Ule tamquam sponsus, cum Verbum caro factum est, in Utero virginali thalamum invenit; atque inde nalurae coniunctus huma- nae...» (ML 36, lól). «Sponsus... nafurae coniunctus humanae» expresa la solidaridad.

Dejando otros textos implícitos (^), vengamos ya a los que, a nuestro juicio, pueden considerarse como suficientemente explícitos.

San Ireneo dice terminantemente: «Recapitulans in se Adam, ipse, Verbum exsistens, ex María... recte accipiebat generationem Adae recapítu- lationis..., recapitulationem Adae in semetipsum faciens» (MG 7, 955). Que significa: <(A1 recapitular en a Adán, él, que era el Verbo, legítimamente recibía de María la generación de la recapitulación de Adán, con lo cual rea- lizaba en la recapitulación de Adán». En la expresión «generationem recapitulationis» la recapitulación se presenta como término de la genera- ción; con lo cual se indica que María con su generación no sólo engendraba la humanidad individual del Redentor, sino además en ella y con ella la humanidad enteia, cuya recapitulación la Madre transmitía al Hijo. Y esto lo hacía «legítimamente», «conforme a derecho» ; por cuanto, repre- sentando la Madre jurídicamente a toda la humanidad, cuya recapitulación consiguientemente poseía en misma, se hallaba capacitada para poder transmitirla al Hijo.

Algo más compleja es la declaración de San Cirilo de Alejandría: «Asserimus... Unigenitum... ita nobiscum et nostri similem subiisse gene- rationem,... ut, secundum carnem ex mullere genitus, secundum Scriptu-

(') Cfr. Un texto de San Pablo (Gal. 4, 4-5) interpretado por San Ireneo, Es- tudios Eclesiásticos, 17 [1943], 145-181.

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ras, post illam priorem 'originem] altera omnium horainum origo factus, humanum genus recapitularet... et per unitam sibi carnem omnes in seipso contineret» (MG 76, 15-18). Dos son, como en San Ireneo, los elementos esenciales del razonamiento: la generación y la recapitulación; cada uno expresado tres veces. El primero: «nostri similem subiisse generationem», «secundum carnem ex muliere genitus», «per unitam sibi carnem» ; el se- gundo: «altera hominum origo factus», «humanum genus recapitularet», «omnes in seipso contineret». Donde son de notar dos propiedades de la generación: que respecto de Cristo es pasiva («subiisse generationem», «genitus», «unitam sibi carnem»), lo cual connota la correlativa actividad de la Madre; y que es medio o causa de la recapitulación, con lo cual la actividad materna es reconocida como verdadera causalidad de la reca- pitulación. A la acción, por tanto, de la Madre hay que atribuir, según San Cirilo, la producción de la recapitulación en el Hijo.

En este sentido parece hay que interpretar la concisa expresión de Teódoto de A^XIRA «Matrem dispensationis» (MG 77, 1393-1394), en la que reaparecen los dos elementos antes señalados: la generación en «Ma- trem» y la recapitulación en «dispensationis», y con idéntica relación: la de causalidad de la generación respecto de la recapitulación.

San Proclo, además de una expresión análoga «Virgo... raysterii pa- rens» (MG 65, 791-792), que habría que interpretar de idéntica manera, tiene esta otra declaración, en que se introduce al mismo Verbo divino hablando así con María: (Non vis ut... homo in terris hominum causa fiam? Non vis ut per uterum tuum patrum tuorum promissa impleantur? Non vis inoboedientiam mulieris, mulieris vicissim oboedientia compen- sari?... Ceterum nequit fieri, ut, nisi terrestre ego assumam corpus, vos quoque Spiritum Sanctum accipiatis. Nisi mortalis naturae efficiar parti- ceps, ñeque vos immortalis naturae participes efficiemini. Nisi imaginem terreni gestavero, numquam vos formam caelestis obtinebitis» (MG 65, 745-748). Con diferentes términos reaparecen, como oscilando, los mis- mos dos elementos. Pero lo más saliente, y lo más significativo, en este dramático razonamiento de San Proclo es que la generación, y consiguien- temente la recapitulación, están como pendientes de la libre elección o determinación de María: con lo cual, dentro del orden moral, sube extra- ordinariamente de punto la verdad y la eficacia de su acción o causalidad.

San Ambrosio con gran variedad de frases expresa repetidamente el mismo pensamiento. Hablando con el Redentor, dice el alma: «Veni ergo, et quaere ovem tuam, iam non per servulos, non per mercennarios, sed per temetipsum. Suscipe me in carne, quae in Adam lapsa est. Suscipe me,

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non ex Sara, sed ex Maria» (ML 15, 1521). En la carne que Cristo recibe de María, nos recibe a nosotros: todos, por tanto, estábamos en la carnei que de María recibía el Redentor. Es semejante este otro pasaje: «Dicit... caro: Fusca sum, et decora... Fusca sum, quia peccavi; decora, quia iam me diligit Christus. Quam relegaverat in Eva, recepit ex Virgine, suscepit ex María» (ML 15, 1212). Una misma es, en virtud de la solidaridad, la carne que se desecha en Eva y la que se recibe de María. Y el doble verbo «recepit», «suscepit», como en el texto precedente la repetición de «suscipe», da a entender que Cristo recibe lo que María le entrega. Es diferente en la forma este otro pasaje: «Virgo genuit mundi salutem, Virgo peperit vitam universorum. . . Itaque in Virgine Christus repperit quod suum esse vellet, quod sibi omnium Dominus assumeret. Per virum autem et mulíerem caro eiecta est de paradiso, per Virginem iuncta est Deo» (ML 16, 1198). La carne lanzada del paraíso Cristo la halla en la Virgen y se la hace suya, la junta con Dios: la Virgen, al entregar con la generación esta carne, engendra con ello la salud del mundo, la vida universal. Exponiendo aquellas palabras de los cantares: uEgredimini et videte regem Salomonem in corona qua coronavit eum mater eius in die sponsalium eiusn (Cani. 3, 11), exclama San Ambrosio: «Beatus... Mariae uterus, qui tantum Dominum coronavit. Coronavit eum, quando forma- vit; coronavit eum, quando generavit; quia... hoc ipso quod ad omnium salutem eum concepit et peperit, coronam capiti eius aeternae pietatis impo- suit; ut per fidem credentium fieret omnis viri caput Christus» (ML 16, 328- 329). Con la generación ciñe María a Cristo la corona de la humanidad, de la cual se hace Cabeza: es decir, con la generación le transmite la soli- daridad con el linaje humano. Estos dos elementos, la acción de la gene- ración y el efecto de la solidaridad, reciben nuevo realce en lo que inme- diatamente sigue: «Inoperata est ergo et caro Christi, quam ut María Virgo conciperet, inusitato quodam novoque incarnationis mysterio,... divinae gratia dispositionis quod erat carnis assumpsit ex Virgine, atque in illa novissimi Adam immaculati hominis membra formavit» (Ib.). Nó- tese la expresión «quod erat carnis assumpsit»: Cristo tomó de María no simplemente su carne individual, sino «quod erat carnis», toda carne. En otro lugar escribe: «Sola erat Maria, quando supervenit in eam Spiritus Sanctus, et virtus Altissimi obumbravit eam. Sola erat, et operata est mundi salutem, et concepit redeniptionem universorum» (ML 16, 1154). Esta «redención universal)), expresada como término de la «concepción», no es sino el linaje humano solidarizado con Cristo en el seno virginal en orden a ser redimido. Por fin, sobre aquellas palabras de Isaías: uExiet

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virga de radice lesse, et flos de radice eius asceiulet» (Is. 11, 1), escribe hermosamente: «Radix, familia ludaeorum; virga, Maria; flos Mariae, Christus» (ML 14, 680). La raíz, el tallo, la flor, forman una sola planta con una sola vida: la solidaridad; la flor, en que se concentra toíia la vida de la planta y toda la esperanza de perennidad, brota del tallo: acción de María en la solidaridad.

En San Agustín no hemos hallado un texto que exprese claramente la acción de María en comunicar a Cristo la solidaridad; pero creemos que la combinación de dos textos nos permite adivinar su pensamiento. Co- mentando los Salmos escribe: «Sponsa Ecclesia est, sponsus Christus... Coniunctio nuptialis, Verbum et caro; huius coniunctionis thalamus, Vir- ginis uterus... Assumpla est Ecclesia ex genere humano, ut Caput esset Ecclesiae ipsa caro Verbo coniuncta, et ceteri credentes membra essent iflius Capitis» (ML 36, 494-495). En este pasaje está expresada la soli- daridad; en el siguiente la acción de María: «Illa una femina, non solum spiritu verum etiam corpore, et mater est et virgo. Et mater quidem spi- ritu, non Capitis nostri, quod est ipse Salvator,... sed plañe membrorum eius, quod nos sumus: quia cooperata est caritate, ut fideles in Ecclesia nascerentur, quae illius Capitis membra sunt: corpore vero ipsius Capitis Mater» (ML 40, 399).

Mucho más claro es el pensamiento de San Pedro CrisÓlogo, si bien a las veces expresado en el estilo algo alambicado que le es característico. Escribe: «Mulier accepit a Deo fermentum fidei, quae acceperat a dia- bolo perfidiae fermentum: ... ut mulier, quae corruperat fermento mortis in Adam totam massam generis humani, fermento resurrectionis totam carnis nostrae massam redintegraret in Christo; ut mulier, quae confecerat panem gemitus et sudoris, panem vitae coqueret et salutis; ut esset omnium vi- ventium Mater vera per Christum, quae erat in Adam mater omnium mortuorum» (ML 52, 478-479). «La Mujer», ideal y jurídicamente una, con su accción eficaz, funesta en Eva, saludable en María, o corrompe en Adán con fermento de perfidia y de muerte, o restaura en Cristo con fermento de fe y de resurrección, toda la masa del género humano. Por esto es o madre de todos los muertos en Adán, o Madre verdadera de todos los vivientes por Cristo. En el siguiente pasaje, en que la solidaridad sólo veladamente se insinúa, adquiere, en cambio, extraordinario relieve la acción de María: «Quantus sit Deus, satis ignorat ille, qui huius Vir- ginis mentem non stupet, animum non miratur. Pavet caelum, tremunt angelí, creatura non sustinet, natura non sufficit: una Puella sic Deum in sui pectorís capit, recipit, oblectat hospitio, ut pacem terris, caelis gloriam,

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salutem perditis, vitam mortuis, terrenis cum caelestibus parentelam, ipsius Dei cum carne coramercium, pro ipsa domus exigat pensione, pro ipsius uteri mercede conquirat» (ML 52, 577). Pero el pasaje más expresivo y más profundo es este, en parte citado anteriormente: «Quia virum non cognosco. Mulier, quem virum quaeris? quem tu in paradiso perdidisti? Redde virum, mulier; redde depositum Dei; redde ex te, quem perdidisti per te... Ule ex te assumet et faciet virum, qui in principio te fecit et assumpsit ex viro» (ML 52, 581). Una es la Mujer, uno es el Varón: que, depositado por Dios en manos de la Mujer, ella lo perdió en el paraí- so, y ella ha de restituir ahora. Y esta Mujer, una, es Eva, y es María, y es todo el sexo femenino; y este varón es Adán, y es Cristo y es todo el linaje humano. Difícilmente podía expresarse más enfáticamente la solidaridad humana en Cristo y la acción decisiva de María en esta soli- daridad.

No alcanza tanto relieve este doble pensamiento en San Máximo de TuRÍN, que escribe: «Parturit ergo femina salutem mundi; ut, quae exsti- terat fomes iniquitatis, fieret ministra iustititae; et per quam mors sibi in huno mundum aditum patefecit, per eam ad nos vita haberet ingressum... Exsultemus ergo... celebrantes natalem Domini nostri lesu Christi, quia in eius nativitate nos omnes natos sentimus ad vitam» (ML 57, 254).

San León el Grande vincula, como hemos visto, la solidaridad al momento y al hecho de la encarnación; la acción de María en la solida- ridad, que en los textos antes citados no se expresa, parece insinuarse en este otro: «Virgo regia Davidicae stirpis eligitur, quae sacro gravidanda fetu divinam humanamque prolem prius conciperet mente quam corpore» (ML 54, 190-191). Si esta prole, o, como en otro lugar dice, «caro de Utero Virginis sumpta, nos sumus» (ML 54, 231), somos nosotros, puede razonablemente colegirse que, en la mente de San León, la acción ma- terna de María no se limita a la carne individual del Reden- tor, sino que se extiende a toda la humanidad contenida en ella solida- riamente.

San Fulgencio de Ruspe escribe: «Primum hominem mulier corrupta mente decepit: secundum hominem Virgo incorrupta virginitate conce- pit» «ML 65, 728). Que «el primer hombre» y «el segundo hombre» concentren en a toda la humanidad, parece indicarlo San Fulgencio en lo que poco después añade: «Venit ad Evam diabolus, ut vitam nobis malignus auferret; venit ad Mariam Gabriel, ut vitam reddendam homi- nibus nuntiaret» (Ib.).

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A estos testimonios hay que agregar una serie interesantísima de textos, que presentan al Hijo de María como grano de trigo, que encierra en sí, a modo de cosecha, toda la humanidad.

En la antiquísima y bellísima Oración «De laudibus Sanctae Mariae Deiparae», atribuida a San Epifanio, se dice: uVenter tuus acervas jrumenti vallatus in liliis. Ipsa est ager minime cultus, quae Ver- bum, velut granum frumenti suscipiens, etiam manipulum germinavit» (MG 43, 491).

El mismo pensamiento, ligeramente modificado reaparece en San An- drés DE Creta: «Veré tu benedicta, cuius venter acervus areae (Cant.7, 2), quoniam fructum benedictionis Christum, immortalitatis spicam, sine se- mine ac nullo hominum excelente, messe copiosa et innumerabili ac multis laetantium millibus humanae salutis colono adductis, absolutum fructum produxisti» (MG 97. 898 1.

Sobre el mismo texto de los Cantares escribe San Ambrosio: «In quo Virginis útero simul acervus tritici et lilii floris gratia germinabat; quoniam et granum tritici generabat et lilium... Sed quia de uno grano tritici acervus est factus, completum est illud propheticum: Et convalles abundahunt frumento [Vs. 64. 14), quia granum illud, mortuum, pluri- mum fructum attulit... Ex illo ergo útero Mariae diffusus est in hunc mundum acervus tritici,... quando natus est ex ea Christus» (ML 16, 326-328).

Honorio de AutÚn: «Uterus etiam tuus beatus, in quo latet Uni- genitus Dei incarnatus, qui fuit triticum, de quo conficitur pañis fidelium. Ipse etiam acervus, quia in eo cumulatur credentium populus» (ML 172, 513).

San Amadeo de Lausana: «Cecidit in terram [Christus], et mortuus est, ut fructum multum afferret. Deposuit se in sementem, ut humanum genus colligeret in segete. Félix alvus Mariae, in qua seges ista coaluit. Félix cui dictum est: Venter tum acervus tritici vallatus liliis. Annon ut acervus tritici venter eius, qui grano illo intumuit, quo omnis renatorum seges excrevit?» (ML 188, 1332).

Algo más prosaicamente expresa el mismo pensamiento Ricardo de San Lorenzo: «Per hoc autem quod dicitur: Acervus tritici, innuitur quod plenus Filius Dei, qui se appellat granum frumenti. Granum enim illud tritici potentialiter erat acervus tritici, de quo scilicet grano tanta spiritualis segea fructificante Deo multiplícala est, ex quo cecidit granum istud in térra...: nisi enim granum istud in uterum virginalem, velut in terram fertilem, excultam exercitio Spiritus Sancti, prius cecidisset per incarna-

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tionem, et post in cruce mortuum fuisset, ipsum solum mansisset; sed per ista dúo granum unicum factus est acervas magnus» {De Laudihus B. M. V., 4, 12, n. 1).

Diferente en la corteza, semejante en el contenido es la imagen del fer- mento, que aparece en algunos Padres y escritores griegos.

San Germán de Constantinopla dice: «Tu fermentum reformationis Adae, tu opprobriorum Evae liberatio... Illa, mortis demoratio et sedes: tu, a morte translatio» (ML 98, 347-348).

San Juan Damas ceno: «Matris [Evae] medicamentum filia [Maria] effecta est: divinae reformationis nova conspersio, sanctissimae generis primitiae» (MG 96, 685-686).

San Andrés de Creta: ^Benedicta tu in mulieribus, spiritalis illa Bethleem, quae volúntate pariter ac natura, spiritalis omnino domus pañis vitae effecta sis ac nuncupata. In te enim, qua ipse novit ratione inha- bitans, ac inconfuse nostrae commistus massae, totum sibi Adamum fer- mentavit, ut pañis vivus ac caelestis fieret» (MG 97, 867). Más expresivo es este otro pasaje: (cAvesis, fermentum sacrum Deo perfectum, quo tota massa humani generis conspersa, ac quo ex uno Christi corpore in panes formata, in unam coivit novam concretionem» (MG 97, 895).

Manuel II Paleólogo: «Verbum... hanc nostram substantiam sine sorde induit..., universam massam salvans velut in fermento» (Patr. Or., 16, 553).

De índole muy diferente, y algo extraña para nuestro gusto, es la ima- gen con que San Bruno de Asti expresa la solidaridad y la parte que en ella corresponde a María: «Ad rem pertinuit ut Evangelistae hanc lineam Christi generationis tam longam componerent et ordinarent, quatenus scia- mus... unde mortem, et unde vitam habeamus. Primum huius lineae caput est Adam, secundum vero Christus. Haec linea incipit ab Eva, et desinit in Mariam. In principio mors, et in fine vita consistit. Mors per Evam facta est, vita per Mariam reddita est. Illa a diabolo victa est, haec dia- bolum ligavit et vicit. Cum enim ab Eva usque ad ipsam Mariam linea extendatur, in ipsa tándem ille hamus ligatus et incarnatus est, per quem captus est ille Leviathan, serpens antiquus qui est diabolus et satanás, ut qui per feminam in regnum intravit, per feminam de regno extraheretur ; et qui feminam illusit et suis sibi vinculis ligavit, ab hac una femina illuderetur et illigaretur» (ML 165, 1023).

De todos estos testimonios, muchos de ellos bien categóricos y autori- zados, se colige que no es tan nueva ni tan infundada, como a primera vista pudiera parecer, la parte que atribuímos a María en la solidaridad de natu-

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raleza de Cristo con todo el linaje de Adán. Y no dudamos que, si esta acción de María en la solidaridad humana del Redentor llega a reconocerse y penetrarse, puede con el tiempo transformar profundamente toda la Sote- riología Mariana y aun toda la Mariología.

D. Acción de María en la solidaridad de pecado

De suyo la acción de María en la solidaridad de pecado, simple conse- cuencia de su acción en la solidaridad de naturaleza, no necesita nueva demonstración. En efecto, ¿por qué Cristo se hizo solidario del pecado de la humanidad? No por otro sino porque se hizo solidario con la misma humanidad, que era pecadora. De manera análoga, María, al transmitir a Cristo la solidaridad humana, le hacía por el mismo caso solidario con la que era masa pecadora y condenada. Aduciremos, con todo, los textos patrísticos que de alguna manera sugieren esta acción de María en orden a comunicar al Redentor la solidaridad de pecado. Servirán por lo menos estos nuevos testimonios para afianzar su acción en la solidaridad de natura- leza, que consideramos más fundamental y de mucho mayor transcendencia.

En las homilías atribuidas a San Gregorio Taumaturgo hay dos ex- presiones muy significativas: «Superne divinum Verbum advenit, et in sancto tuo útero Adamum reformavit» (MG 10, 1151). «Ave, quae in tuo Utero matris Evae mortem demersisti» (MG 10, 1178). El Verbo, en el seno de María, reforma a Adán, por cuanto allí se reviste de Adán pecador e inicia la expiación de su pecado. Y María sumerge en su seno la muerte de Eva, por cuanto recibe en él al Nuevo Adán, que se somete a la muerte para «Sumergir la muerte en la victoria» (1 Cor., 15, 54).

Mucho más categórico es el testimonio de San Proclo: «Qui itaque nos redemit, o ludaee, non purus est homo: humana enim natura peccati servitute oppressa tenebatur; sed ñeque tantum quoque Deus erat, humana natura destitutus: corpus enim habebat, o Manichaee. Nisi enim me in- duisset, me non salvasset. Verum in ventre Virginis, qui sententiam tulerat, ille me, condemnationi obnoxium, assumpsit. Ibi ergo admiranda commu- tatio intervenit: dato namque Spiritu, accepit carnem: idemque cum Vir- gine et ex Virgine» (MG 65, 687-690). A la luz de este texto adquiere nueva significación aquel otro, citado anteriormente: «Nisi mortalis natu- rae efficiar particeps, ñeque vos immortalis naturae participes efficiemini. Nisi imaginem terreni gestavero, numquam vos formam caelestis obtinebitis» (MG 65, 747-748). Hacerse partícipe de la naturaleza mortal y llevar ?a

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imagen del AdÚJi terreno, no es otra cosa que «asumir la humanidad sujeta a la condenación». Y todo esto «cum Virgine et ex Virgine». Bastaba este solo testimonio del gran teólogo antinesíoriano para probar la realidad de la solidaridad de pecado y la parte que en su transmisión correspondei a María.

Son también significativas estas palabras de BASILIO DE SeleüCIA: ((Alvum sanctam Deique receptricem ! in qua disruptum est peccati cliiro- graphum» (MG 85, 438). En el seno de la Madre halló el Hijo el acta de nuestra condenación, y allí mismo inició su cancelación. ¡Grandiosa imagen de la Madre, que en la carne y con la carne que entrega al Hijo, le entrega el acta de nuestra condenación para que la cancele!

Teodoro Mínimo Moneremita es más expresivo todavía: aAve, gratia plena,... quae generis nostri peccatum in útero tuo demersisti» (Ballerini, Sylloge, 2, 233-235).

Son también sugestivas estas palabras de Juan de El'BEa: «Exsulta itaque, o Adam, propter Mariam Dei Matrem. Quoniam per mulierem a serpente deceptus fuisti: et per mulierem serpentem conculcabis» (MG 96, 1495). Para que Adán, él mismo, pudiese aplastar la serpiente, era menester que él con su prevaricación se hallase recapitulado en el Nuevo Adán en el seno de María.

Aunque sólo implícito, no queremos omitir este texto de San Hilario: «Omnem in se corporis nostri assumpsit infirmitatem, crucique secum uni- versa ea, quibus infirmabamur affixit. Ideo peccata nostra portat» (ML 9, 1069). La palabra <( assumpsit» se refiere al seno materno.

San Agustín tiene unas palabras, cuya profundidad recuerda la de San Proclo: «Non posseí morí, nisi caro; non posset mori, nisi mortale cor- pus: induit se [Christus] ubi pro te moreretur... Ubi se induit morte? In virginitate Matris» (ML 37, 1942). Quien recuerde la sentencia del Apóstol «Per peccatum mors» y toda la significación de la muerte redentora, vislumbrará el maravilloso alcance de las palabras agustinianas.

San Ambrosio y San Pedro Crisólogo contemplan el misterio de la encarnación y de la redención en la parábola del Buen Pastor. Conviene reproducir estos dos admirables pasajes, ya antes parcialmente citados, que mutuamente se iluminan. San Ambrosio habla así al Redentor: «Veni ergo, et quaere ovem tuam, iam non per servulos, non per mercennarios, sed per temetipsum. Suscipe me in carne, quae in Adam lapsa est. Suscipe me, non ex Sara, sed ex María» (ML 15, 1521). La carne inmaculada, que el Redentor recibe de María, es la «carne, quae in Adam lapsa est», y es la oveja perdida, que el Buen Pastor viene a buscar por mismo. Más

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expresivo es el Crisólogo: «Sed iam caelestis parabolae pandamus secre- tum. Homo habens oves centum, Christus est. Pastor bonus, pastor pius, qui in una ove, hoc est, in Adam, posuerat totum gregem generis humani,... hanc in regione vitalis pascuae collocarat; sed illa vocem pastoris oblita est, dum lupinis ululatibus credit, et caulas perdidit salutares, et tota letali- bus sauciata vulneribus. Hanc ergo Christus veniens quaerere in mundura, in Utero virgineae regionis invenit» (ML 52, G41). Esta oveja, perdida, herida de muerte, es todo el género humano, es la «carne, quae in Adam lapsa est»: y es la carne, que el Redentor recibe de María; y la recibe, porque María, con acción suya propia y personal, se la entrega. Recor- demos aquellas palabras del mismo Crisólogo: «Redde virum, mulier: ... redde ex te, quem perdidisti per te» (ML 52, 581).

Según San Máximo de Turín el Redentor sale ya del seno virginal como «hostia» o «víctima», cargada con los pecados del mundo (ML 57, 236); hermoso pensamiento, más hermosamente expresado en el himno de San Ambrosio «Creator alme siderum», que la Iglesia canta en los Maitines de Adviento :

Commune qui mundi nefas Ut expiares, ad Crucem E Virginis sacrario Intacta prodis victima (').

El mismo pensamiento insinúa, bajo otro aspecto, San Fulgencio de, RuSPE: «Opus enim gratiae, qua nos Deus Unigenitus salvos fecit, con- ceptus in Utero coepit; ipsumque opus gratiae de sepulcro resuscitatus im- plevit. Conceptus in útero, factus est particeps mortis nostrae: resurgens de sepulcro, fecit nos participes vitae suae» (ML 65, 729).

Por fin, el Abad EcBERTO (?) escribe: «Eva spina fuit, quae et virum suum ad mortem pupugit, et posteritati suae peccati aculeum ijifixit... Ad commendationem vero gratiae suae et ad destructionem humanae sapientiae, Deus de femina, sed virgine, descendente de spinosa patrum origine, dignatus est carnem assumere» (ML 184, 1020).

Recojamos brevemente el pensamiento de los Santos Padres. Quiso Dios que el Redentor estuviese solidarizado con la raza pecadora de Adán. Podía, sin duda. Dios crear el Nuevo Adán, como había creado el antiguo, y por un acto de su divina voluntad investirle de la representación de toda la humanidad, concentrando en él jurídicamente toda la raza del viejo Adán.

(') El mismo pensamiento reaparece en estas palabras de Hugo de San Víctor: «De carne veteri nova caro, de carne purganda hostia caro». ML 177, 1213).

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Mas no lo quiso así, sino que, requiriendo el concurso de las causas se> gundas, determinó que el Segundo Adán entroncase en la estirpe del pri- mero, y que con este entronque recibiese ordenada y connaturalmente la representación jurídica de toda la humanidad. Este entronque se había de realizar, y se realizó, en el momento y en el acto de la generación humana. Para ello el principio generador había de recoger y concentrar en toda la raza de Adán, es decir, la representación jurídica de toda la humanidad: único modo ordenado y connatural de transmitir esta represen- tación al Nuevo Adán, que había de recogerla. Mas como la generación del Nuevo Adán, del Hijo del Hombre, que, como Hijo que era de Dios, ya tenía Padre, había de ser sin intervención de padre terreno, consiguien- temente el principio generador había de ser «la Mujer», la Virgen, que sola ella, por tanto, había de encarnar en la representación, no sólo de todo el sexo femenino, sino también de todo el linaje de Adán, de toda la vieja humanidad, que ella, «la Mujer», había de transmitir con la generación, libre y humana, al Hombre por antomasia, al Nuevo Adán. Y esta «Mujer» fué María. Tal fué, en la mente de los Santos Padres más antiguos, el aspecto solidario de la redención, y tal la significación y la acción de María en la realización de esta solidaridad. Esta significación de María se atenuó y casi se perdió en los primeros siglos de la edad media: y ésta fué por ventura la causa de las vacilaciones de algunos teólogos sobre la exención de María del pecado original. Por razón de este olvido, en la edad media, la Mariología, si ganó en extensión y aparatosidad, perdió en profundidad y en realidad.

Art. 3. El principio de recirculación

El principio de la recirculación, como principio general soteriológico, lo hemos expresado anteriormente por esta fórmula: «El orden de la repa- ración corresponde paralela y antitéticamente al orden de la caída». Como principio específicamente mariológico, por esta otra: ((A la acción de la mujer en el proceso histórico de la ruina corresponde o se contrapone la acción de la mujer en el proceso histórico de la reparación». Para mayores precisiones nos remitimos a lo dicho anteriormente; para la demonstración patrística, que corrobore la analítica antes propuesta, pudiéramos remitirnos a lo que en diferentes ocasiones (^) hemos escrito; mas, para no dejar un vacío en la demonstración documental de los principios, reproduciremos

(') Cfr. principalmente Deiparae Virginis consensus, Matriti, 1942, pgs. 306-326.

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algunos de los testimonios ya publicados, a los cuales añadiremos algunos nuevos. Con ellos, como fácilmente podrá apreciarse, se prueba el prin- cipio de la recirculación, tanto bajo su aspecto genérico, como bajo su as- pecto específico.

San Justino fué el primero en formularlo: «... Ut, qua via initium orta a serpente inoboedientia accepit, eadem et dissolutionem acciperet» (MG 6, 709).

San Ireneo le dió el nombre de recirculación: «... Eam quae est a Maria in Evam recirculationem significans: quia non aliter quod colligatum est solveretur, nisi ipsae compages alligationis reflectantur retrorsus» (MG 7, 958-960).

San Juan Crisóstomo lo explica militarmente: «Per quae diabolus nos expugnavit, per ea ipsa Christus eum superávit. En ipsa arma accepit, a; per eadem ipsum prostravit... Virgo, lignum et mors nostrae cladis symbola erant... lam vide quomodo eadem ipsa nobis victoriae causa sint. Pro Eva Maria; pro ligno scientiae boni et mali lignum crucis; pro morte Adami mors Domini» (MG 52, 767-768),

Teódoto de Ancira: «... Pro ea quae ad mortem ministra exstiterat virgo Eva,... Virgo in vitae obsequium eligitur» (MG 77, 1426-1428).

Juan de Eubea recuerda a San Juan Crisóstomo: «Venit enim tempus, ut sagittae potentis acutae ex eadem illa natura proveniant, unde inimicus nocendi sumpsit instrumenta. Lignum etenim et mulier origo fuerunt in paradiso tui exsilii: nunc autem lignum et mulier tibi sunt restitulio» (MG 96, 1495).

San Andrés de Creta: «Muliebris sexus maledictionem primam cor- rigit, salutis inde ducto initio, unde initium fuerat peccati» (MG 97, 814).

Jorge de Nicomedia expresa el principio bajo la doble imagen de me- dicina y de camino: «Par... erat, ut ab eadem ipsa radice, e qua malum a principio ortum erat, medicatio quoque germinaret; utque eadem pelle- retur via, qua in hominum genus invaserat» (MG 100, 1405-1406).

Juan el Geómetra da al principio doble expresión: concreta y abs- tracta: «Quoniam vero oportebat, ut consentanea pharmaca pararentur ( = forma concreta), idcirco omnia ita peracta sunt, ut ad amussim pars parti responderet ( = forma abstracta)... Angelus mittitur propter angelum... Et mulier propter mulierem eligitur» (MG 106, 818). Es de notar la uni- versalidad o alcance («omnia») y la exacta correspondencia («ad amussim responderet») que se atribuye a la recirculación.

Miguel Pselo la presenta como sustitución de lo antiguo por lo nuevo: «Propter haec igitur antiquis nova substituta sunt». Y hace a continuación

LIBRO I. PRINCIPIOS

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la aplicación a los consabidos binarios serpiente-ángel, Eva-María, Adán- Cristo. En otro lugar la expresa como correspondencia antitética: «Dicit [Gabriel Mariae]: Benedicta tu in mulieribus : [veteri] maledicto [ex adverso] respondet [hoc] verbum» (Patrol. Or 16, 565; 16, 522).

Entre los latinos el primero en formular el principio es Tertuliano, y lo hace empleando la imagen de desquite: «Deus imaginera... suam, a dia- bolo captam, aemula operatione recuperavit» (ML 2, 827-828).

El poema Contra Marción apela a la imagen de camino que se desanda: «Ipse viam gradiens, qua mors operata ruinara est...» (Lib. 2, v. 134).

San Ambrosio retiene la iraagen de nudo que se desata, empleada por San Ireneo: «Videte enim queraadraodum suis nodis praeiudicia resolvan- tur, et suis divina beneficia vestigiis reforraentur». Siguen los acostum- brados binarios. (ML 15, 1698).

San Agustín unlversaliza: «lisdem gradibus, quibus perierat huraana natura, a Domino lesu Cristo reparata est... Per ferainara mors, per femina vita» (ML 40, 655). Y ve en esto un gran misterio: «Huc accedit magnum sacramentum, ut quoniam per ferainara nobis mors acciderat, vita nobis per ferainara nasceretur» (ML 40, 302).

San Pedro Crisólogo recuerda a San Agustín: «Audistis agí, ut horao cursibus eisdem, quibus dilapsus fuerat ad mortem, rediret ad vitam» (ML 52, 579).

San León Magno expresa a su modo el principio bajo la imagen dei desquite: «Fortis ille nectitur suis vinculis, et omne coraraentura maligni in caput ipsius retorquetur» (ML 54, 197).

San Fulgencio de Ruspe apela a la iraagen ordinaria de raedicina: rAttendite. . . medicinalis gratiae lineas, divina nobis benignitate monstratas)). Siguen los binarios diablo-ángel, Eva-María (ML 65, 728).

Entre el siglo v y el siglo xii sólo San Beda reproduce el principio, bajo su aspecto raariológico: «Quia ergo mors intravit per ferainara apte redit et vita per feminara» (ML 94, 9).

Con San Bernardo recobra el principio su primitivo relieve: «Et quam- quara illud aliter, quomodo vellet, perficere potuisset, placuit taraen ei [Deo] eo potius modo et ordine hominem sibi reconciliare, quo noverat cecidisse: ut, sicut diabolus prius seduxit feminara, et postmodum virum per ferainara vicit, ita prius a femina virgine seduceretur, et post a viro Christo aperte, debellaretur» (ML 183, 67). «... Ut cadera vía intraret antidotura, qua venenura intraverat» (ML 183, 327). Es enteraraente personal esta nueva manera de proponerlo: «Sic... prudentissiraus et cleraentissiraus artifex, quod quassatum fuerat, non confregit, sed utilius omnino refecit: ut videlicet

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iiobis novum formaret Adam ex veteri, et Evam transfunderet in Mariairi)) (ML 183, 429-430). «Intrat ad nos eadem porta salutis antidotum, qua venenum serpentis ingrediens, universitatem generis humani occupat» (ML 183, 390).

El Abad Ecberto formula el principio con admirable precisión en esta proposición final: «... Ut similem simili redderet, contrarium contrario curaret» (ML 184, 1020) en que resaltan los dos elementos formales de la recirculación: el paralelismo y la antítesis.

Felipe de Harveng se ciñe a su aspecto mariológico: «Decebat nam- que, ut virgo esset, quae mundum redimebat, quia virgo exstitit illa prima parens, quae totum mundum perdiderat» (ML 203, 520).

Ricardo de San Lorenzo acumula varias imágenes: «Ab auditu ipsius initium sumpsit reparatio nostra, ut intraret remedium, unde morbus irrepserat; et eisdem vestigiis sequeretur vita mortem, lux tenebras, veritatis antidotum serpentis antiqui mendacium venenatum; et vitae ianua fieret auditus, per quem intraverat mors in mundum» ( De laúd. B. M. V., 2, 2, 4).

San Buenaventura es uno de los que con más precisión ha formulado el principio: «Virginis... fecundatio facta est, Deo efficiente, angelo nun- tiante, et Virgine consentiente: ut reparatio lapsui responderet» (/re Le, 1, 25, n. 40); «ut sic ordo reparationis correspondeat ordini praevarica- tionis» (In 3 dist. 2, dub. 4l. «Congruus modus est quod medicina ex opposito respondeat morbo, et reparatio lapsui, et remedium nocumento...: ut sic contraria contrariis curarentur» {Brevüoq., p. 4, c. 3). Combinando estos dos últimos textos, tenemos la definición del principio de circulación, antes formulada: Ut ordo reparationis ex opposito respondeat ordini praevaricationis».

También en nuestra poesía culta medieval penetró el principio, como lo muestra el Sermón trobado de Frey Yñigo de Mendoza [Nueva Biblio^ leca de Autores Españoles, t. 1, pg. 53-54):

... Mas divinal compasión proveyó tan justo medio, que de su mesma invención él levó su pugnición, nosotros nuestro remedio...

... porque podiendo ofrecer en peso de justo fiel a muger contra rauger,

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contra el ángel Lucifer al archángel Gabriel, todo vaya por nivel.

Con mayor precisión formula el principio el B. Juan de Ávila en su admirable sermón De la soledad de la Virgen: «Por donde se perdió el mundo, por ahí se ha de tornar a cobrar. Hombre y mujer lo perdieron: hombre y mujer lo han de tornar a cobrar». De una manera más popular, hace decir a Dios: «Pues para que sepa el demonio con quién se toma, yo haré que se vuelva enfrenado por el camino que vino» (Del Sacramento de la Eucaristía, tr. 3).

BossuET: «Hay aquí también otro misterio... Quiso, pues. Dios con una santa oposición, que... nuestra naturaleza fuera reparada con la inter- vención de todo aquello que había concurrido a su ruina, y que tuviéramos una Nueva Eva en María, como tenemos un Nuevo Adán en Cristo» {Elé- vations á Dieu sur tous les Mysteres de la Religión chrétienne, 12 semaine, élév. 5).

Sacramentario Gregoriano: «... Deus. Qui... praestitisti, ut... unde peccatum mortem contraxerat, inde vitam tua pietas immensa repararet; et antiquae virginis facinus nova et intemerata Virgo piaret» (ML 78, 191. Ed. Wilson, p. 294).

Breviario Romano (Temp. Pass., hymn. ad Mat.):

Hoc opus nostrae salutis Ordo depoposcerat: Multiformis proditoris Ars ut artem falleret; Et medelam ferret inde. Rostís unde laeserat.

Para nuestro objeto, son necesarias unas breves observaciones. , Si se cotejan los textos con la demonstración analítica o, si se quiere, apriorista, que antes hemos ensayado del principio de recirculación, fácil- mente se desprenden varias conclusiones, para nuestro punto de vista intere- santísimas:

a) que el resultado lógico de nuestro análisis coincide plenamente con el testimonio positivo de la tradición: garantía no despreciable de que el razonamiento no andaba del todo descaminado;

h) que las razones en que hemos apoyado el principio, de parte de Dios, de parte del hombre y de parte de la serpiente, son sustanciahnente las mismas que con mayor o menor claridad sugieren los textos patrísticos;

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MARÍA, MEDIADORA IMVERSAL

c) que la amplitud o alcance que hemos dado al principio, es el mismo que le señalan los documentos de la tradición, especialmente en lo que atañe a los cuatro binarios: dos principales Adán-Cristo, María-Eva, y dos secun- darios: serpiente-ángel, árbol-cruz.

d ' que el carácter activo o dinámico, que hemos atribuido al principio, singularmente bajo su aspecto específicamente mariológico, se destaca igual- mente en los testimonios tradicionales, como también en otros innumerables textos referentes a María en calidad de Segunda Eva. que sería facilísimo acumular. Esta actividad o dinamicidad del principio es su elemento más importante, en cuanto más adelante habrá de tomarse como base de la argu- mentación teológica.

Con el principio de recirculación queda definitivamente constituida la imagen de la «Segimda Eva», sólo bosquejada por el principio de solida- ridad. Pero su plena significación no se descubre sino a la luz del principio de asociación.

Art. 4. El principio de asociación'

Para la firmeza del principio de asociación no es tan necesaria la prueba documental como lo es para la plena certeza del principo de recirculación. La razón de la diferencia es obvia. Las razones internas que pueden adu- cirse a favor del principio de recirculación no son tal vez tan apodícticas- ni convincentes, que quieten enteramente el ánimo; en cambio, una vez demostrado este principio por el testimonio de la tradición, el de asociación se deduce de él con tanta evidencia, que hace innecesaria toda ulterior comprobación documental. Xo obstante, la excepcional importancia del principio mariológico de asociación, que algunos han considerado como axioma primario de la Mariología, aconseja que no se prescinda totalmente de la demonstración positiva, que siempre le añadirá firmeza y certidumbre. De los numerosos textos que en otro lugar adujimos (^) escogeremos algunos que por su mayor sencillez necesiten menos comentario.

San Efrén, más que formular el principio, lo presenta en acción: «Eva et serpens fossam foderunt, illucque Adamum praecipitaverunt: at Maria et regius infans sese opposuerunt, et delapsi extraxerunt eimi ex abysso» (Ed. Lamy, 2, 524 1. María y su Hijo, ellos solos, actúan conjuntamente para salvar al hombre.

(■) Cfr. Deiparae Virgjfiis consensos, Matriti, 1942, pgs. 326-354.

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San Ireneo afirma la necesidad de esta acción asociada: «Perditus erat homo. Et propter hoc... ab eadem quae ab Adam genus habebat, similitudinem creaturae servavit. Nam necesse et dignum erat, rursus per- ficere Adam in Christo,... et Evam in Maria» {Demonstr. Apost. Praed.y ed. Weber, pg. 59-60). Quiere decir que, perdido el hombre, para salvar al hombre era necesario el hombre; para lo cual era justo y necesario rehacer o restaurar a Adán en Cristo y a Eva en María. Un mismo plan, un mismo objeto, un mismo destino comprendía juntamente a entrambos.

Jorge de Nicomedia formula ya la palabra «socia»: «Plañe ei [Mariae] gloriam habeo, ut quae sola salutaris passionis visa sit socia» (MG 100, 1490); «quae sola tristium Filio socia fuisset» ( MG 100, 1499-1502). Nótese la repitición enfática de «sola socia».

Juan el Geómetra: «Benedictae prorsus in te mulieres, quemadmo- dum et viri in Filio tuo; seu potius, benedicti utrique in utroque. Sicut enim per unam et per unum, mulierem scilicet et virum, maledictio et luctus, sic etiam et nunc per unum et per unam benedictio et gaudium etiam in reliquos omnes effusum est» (MG 106, 819).

Isidoro Tesalonicense, profundo teólogo, presenta a María como aso- ciada a la obra salvadora de Dios. Siguiendo el pensamiento de San Ireneo, demuestra ampliamente que para salvar al hombre era necesario el hombre; y este miembro de la naturaleza humana fué María, «quam... Deus... fecit hominem ad similitudinem suam, qui instar Dei, simul cum Deo operans, magnam hanc creaturam, hominem, inquam, salvare posset» (MG 139, 103).

Nicolás Cabasilas habla también de la asociación de María a la obra de Dios. Después de decir que María fué «partícipe de los consejos divi- nos», añade: «Deus... a conscia ac consentiente carnem mutuatur, ut... ad dispensationem tamquam adiutrix assumpta,... ipsa seipsam conferat, Deique cooperatrix evadat ad providendum humano generi; ita ut cum eo et parti- ceps sit gloriae, quae exinde provenit» (Patrol. Or., 19, 487-488).

Los últimos escritores griegos se han elevado a la esfera de la Meta- física: los latinos se mantienen en el campo de la tradición, vinculando gene- ralmente la asociación al principio de«recirculac¡ón y relacionándola explíci- tamente con la asociación primordial establecida por Dios entre Eva y Adán.

San Agustín ve en la asociación un «gran sacramento»: «Huc accedit magnum sacramentum: ut, quoniam per feminam nobis mors acciderat, vita nobis per feminam nasceretur: ut de utraque natura, id est, masculina et feminina, victus diabolus cruciaretur, quoniam de ambarum subversione laetabatur: cui parum fuerat ad poenam, si ambae naturae in nobis libera- rentur, nisi etiam per ambas liberaremur» (ML 40, 302). En otro lugar

12

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

agrega que María «cooperata est caritate, ut fideles in Ecclesia nascerentur» (ML 40, 399).

En una célebre oración atribuida a San Pedro Damián se dice: «Statim de thesauro divinitatis Makiae nomen evolvitur,... et cum ipsa totum hoc faciendum decernitur; ut, sicut sine illo nihil factura, ita sine illa nihil refectum sit» (ML 144. 558-559).

GoDOFRiDO Admontense: «Ista sollemnitas... specialiter est eiusdem Genitricis suae, cum qua ipse Dominus et Redemptor salutem humani generis operari voluit» (ML 174, 37-38). En otra parte añade: «Maria causa eiusdem redemptionis exstitit, utpote per quam et per cuius Filium com- plenda et perficienda fuit» (ML 174, 979).

La tradición, algo flotante en los escritores precedentes, cristalizó defini- tivamente en San Bernardo. Es conveniente seguir las líneas generales de su magnífico razonamiento, en que precisa, afirma y demuestra el principio de asociación: «Vehementer quidem nobis vir unus et mulier una nocuere: sed, Deo gratias, per unum nihilo minus virum et mulierem unam omnia restaurantur. . . Sic nimirum prudentissimus et clementissimus artifex, quod quassatum fuerat, non confregit, sed utilius omnino refecit, ut videlicet nobis novum formaret Adam ex veteri, et Evam transfunderet in ]\Iariam. Et quidem sufficere poterat Christus: siquidem et nunc omnis sufficientia nostra ex eo est; sed nobis honum non erat esse homin&m solum: congruum magis, ut adesset nostrae reparationi sexus uterque, quorum corruptioni neuter de- fuisset... lam itaque nec ipsa mulier benedicta in mulieribus videbitur otiosa: invenietur equidem locos eius in hac reconciliatione» (ML 183, 429-430).

Ernaldo Bonavalense dice: «Dividunt coram Patre Mater et Filius pietatis officia,. .. et condunt ínter se reconciliationis nostrae inviolabile sa- cramentum» (ML 189, 1726).

Pedro Célense: «Ideo ad eam dicitur: Dominum tecum. Sine te quidem Dominus, per se solum, hominem creavit; sed tecum... reparavit» (ML 202, 716-717).

Ricardo de San Lorenzo se llevaría la palma, si no dependiese de San Bernardo. Dice: «Dominus tecum... Fuit Dominus cum ea, et ipsa cum Domino, in eodem opere nostrae redemptionis... Praedictum erat de prima muliere: Non est honum hominem esse solum: faciamus ei adiutorium . . . Quid ergo est, quod Dominus dicit: Torcular calcavi solus, et de gentibus. non est vir mecum? Verum est. Domine, quod non est vir tecum: sed mulier una tecum est; quae omnia vulnera quae tu suscepisti in corpore, suscepit in corde... Sic ergo patet, quod in ómnibus fuit Dominus cum ea, et ipsa cum Domino» {De laudibus B. M. V., 1. 1, c. 5, n. 4).

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San Alberto Magno inicia la serie de los teólogos: aDominus tecum... Cum praepositio notat associationem: si Dominus secum est, ipsa etiam est cum Domino» {In Le, 1, 28). Y en otro lugar agrega: «[María], consors passionis, adiutrix facía est redemptionis... Illa [Eva] viro suo occasio perditionis, haec [Maria] viro adiutorium redemptionis» {Mar Me, q. 29, § 2).

Dionisio Cartujano: «Creator... humanam... salutem sapientissime re- paravit: ut, quemadmodum vir non sine cooperante femina mundum occidit, sic neo absque concausante muliere mundum redimeret» [De praecon. et dign. M., 1. 2, a. 9).

San Antonino de Florencia: introduce a la Virgen diciendo: «Non decet... eum [Christum] esse solum, sed me matrem suam secum iuxta eum, datam sibi in adiutorium in redemptione» {Summa, p. 4, tit. 15, c. 44, § 9).

Santo Tomás de Villanueva: uNon est honum hominem esse solum: faciamus ei adiutorium simile sibi... De Christo, secundo Adam, et de Virgine intellegitur iste locus; nam revera Virgo fuit socia et adiutorium... O fidelis socia, quomodo adiuvit Filium! » {In Conc. B. M. V., cont. 2).

SuÁREZ dice de María que «ad nostram redemptionem singulari modo cooperata est,... propter singularem modum quo ad nostram redemptionem concurrit» {In 3 p., disp. 22, sect. 2, n. 4).

Omitiendo otros testimonios (^), antes de aducir los de los Romanos Pontífices, queremos recordar los de tres célebres cardenales, que junta- mente fueron ilustres teólogos. Sanz y Forés escribe: «María... es la se- gunda Eva, dada a Jesu-Cristo para compañera y ayuda de su grande obra» {Discursos sobre las grandezas y virtudes de la Sma. Virgen, t. 1, disc. 1. Tortosa, 1859, p. 11).

BiLLOT: «De Virgine Matre generaliter tenendum est, quod in ordine reparationis eum locum tenet, quem tenuit Eva in ordine perditionis;... quo fit ut Novo Adae, id est, Christo, indissolubili nexu ad dissolvenda dia- boli opera coniungi debuerit Nova Eva, id est, Maria» {De Verbo incarn., ed. 7, pg. 386).

El Card. Goma escribe de María: «Ella es la consogia de Cristo en la obra de la redención» {Maria, Madre y Señora, p. 1, I, 1. Barcelona, 1919, pg. 32). Y poco después: «De esta solidaridad, en el pensamiento de Dios, entre los dos tipos, Adán y Eva, y sus antítipos, Jesús y María, es lícito inferir, y es ésta una idea que domina en la mariología patrística, que a

(') Como éste, por ejemplo, del B. Ramón Lull: «Deu lo pare ha recreat lo mon ab lo seu Fill: nostra Dona ab son Fill home ha deliurat tots los peccadors de damnación. (Hores de S. María, Ps. 6, 7).

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un Adán prevaricador corresponde un Cristo Redentor; a una Eva coope- radora corresponde una mujer. María, Corredentora» {Ib., pg. 36-37).

Viniendo ya a los Romanos Pontífices, no puede menos de llamar la atención la precisión, la insistencia, el énfasis, con que formulan el principio de asociación. Reproduciremos solamente algunas de sus frases más ex- presivas.

Pío IX en la Bula dogmática «Ineffabilis Deus» dice: «Sanctissima Virgo, arctissimo vinculo cum Eo [Christo] coniuncta, una cum illo et per illum, sempiternas contra venenosum serpentem inimicitias exercens ac de ipso plenissime triumphans, illius caput imniaculato pede contrivit».

León XIII recuerda frecuentemente el principio de asociación, que él formula con precisión maravillosa. Ya en 1883 escribía: <iPrimaevae labis expers Virgo, adlecta Dei Mater, et hoc ipso servandi hominum generis consors facta» (dSupremi Apostolatus», 1 sept. 1883).

En 1894, hablando de los misterios gozosos de la Anunciación y de la Presentación del Niño en el templo, dice de María que «utroque ex facto iam tum consors cum Eo exstitit laboriosae pro humano genere expiationis» («lucunda semper», 8 sept. 1894).

Al año siguiente añade: «Divino consilio, sic Illa coepit advigilare Eccle- siae,... ut, quae sacramenti humarme redemptionis patrandi administra fuerat, eadem gratiae ex illo in omne tempus derivandae esset pariter admi- nistra» ( ((Adiutricem populi», 5 sept. 1895).

Tres años más tarde, llama a María vReparandi humani generis consor- temn («Ubi primum», VI Non. oct. 1898).

Por fin, en 1901, recuerda los singulares méritos, «quibus illa cum Filio lesu Redemptionis humanae facta est particeps». Y luego añade: «Myste- riis nostrae redemptionis... Illa non adfuit tantum, sed interfuit» («Parta humano», 8 sept. 1901).

Pío X en su magna Encíclica Mariana: «Ad diem illum» recuerda tam- bién varias veces el principio de asociación: «In Scripturis sanctis, quo- tienscumque de futura in nohis gratia prophetatur, totiens fere Servator hominum cum sanctissima eius Matre coniungitur». Y añade que María «universis sanctitate praestat coniunctioneque cum Christo» y que fué «o Christo adscita in humanae salutis opus». Y, omitiendo otras expresiones análogas, afirma que la caridad hizo a María «participem passionum Christt sociamque» (2 febr. 1904). Pero más relieve y alcance tiene esta expresión del santo Pontífice, pronunciada el año anterior: «...María Immacolata, dalla Triade angustissima chiamata a parte di tutti i misteri della miseri- cordia e dell'amore» («Se é nostro dovere», 8 sept. 1903).

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Pío XI emula a León XIII, si no le supera, en la precisión y vigor con que formula el principio de asociación. Recordaremos algunas de sus expresiones más características. «Virgo perdolens redemptionis opus cum lesu Christo participavit» («Explórala res», 2 febr. 1923).

«María SS... condivise V opera del suo Figlíolo, Redentore divino» (Osserv. Rom., 22-23 dic. 1923).

«Augusta Virgo... ideo Christi Mater delecta es, ut redimendi generis humani consors efficeretur» («Auspicatus profectOD, 28 en. 1933). Es no- table la afinidad de este pasaje con el de León XIII, citado antes en primer lugar.

Por fin, con una aseveración, que en labios menos autorizados hubiera podido parece una osadía, afirma que «11 Redentore non poteva, per necessitá di cose, non associare la Madre sua alia sua opera» (Osserv. Rom. 1 dic. 1933). Dios, sin duda, asoció a María a la persona y a la obra del Redentor por libérrima determinación de su voluntad soberana; pero el mismo Dios libremente puso tales antecedentes, que lógicamente entrañaban la necesidad de la asociación: necesidad consecuente e hipotética, pero, al fin, verdadera necesidad. Estos antecedentes no son sino las bases de la obra de la reden- ción expresadas en !os tres principios anteriores: de la maternidad sote- riológica, de la solidaridad y de la recirculación; de los cuales se desprende necesariamente la necesidad de la asociación. Y éste es, en sustancia, el argumento interno con que anteriormente la hemos demonstrado.

Dejando otros testimonios de la Tradición; no es lícito terminar este punto sin recoger una observación, que sugieren los textos pantificios. Estos textos son más claros, más precisos, más terminantes, más decisivos, que todos los precedentes, incluso el de San Bernardo. ¿Cómo explicar este hecho? ¿Será que los Romanos Pontífices, yendo más allá de lo que afirman los textos de la tradición, han añadido de su propia cosecha nuevos elementos doctrinales, ausentes en la misma tradición? Pero esto sería desconocer y traspasar los límites de su misión docente. Al magisterio eclesiástico co- rresponde custodiar e interpretar el depósito de la tradición, sin añadir una sola tilde. Recuérdense aquellas expresiones tajantes del Lerinense: «Z)e- positum custodi. Quid es depositum? Id quod tibi creditum est, non quod a te inventum; quod accepisti, non quod excogitasti; rem non ingenii, sed doctrinae ; . . . in qua non auctor debes esse, sed custos. . . Aurum accepisti, aurum redde» (Rouét de Journel, n. 2173). ¿Qué se sigue de aquí? Que lo que afirman los Romanos Pontífices estaba ya en la tradición, es lo mismo que decían los documentos. Pero para admitir esta perfecta ecua- ción entre las enseñanzas pontificias y la doctrina tradicional se necesita

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una cosa, y es ésta una lección de criterio católico, que nunca deberíamoa olvidar , es a saber, que los textos de los Santos Padres se han de inter- pretar, no atenuando y minimizando el valor de las palabras contra la mente de sus autores, sino dando a los términos su sentido normal y humano, conforme a la intención y al espíritu del que habla. Sólo con este criterio razonable cabe admitir y hay que admitirlo que lo que afirman León XIII y Pío XI es lo mismo que habían afirmado San Ireneo, San Efrén, San Agustín, San Bernardo, San Alberto Magno y Santo Tomás de Villanueva. El gran Pío XI ha dado la consigna a los Mariólogos: «E Maria bisogna pensarla come l'hanno pensato i Santi». Pensar a María como la han pensado los Santos, no es exagerar, sino acertar.

Art. 5. El principio de la singularidad transcendente

El principio de la singularidad transcendente, si bien no suele emplearse como premisa de la cual se deduzcan las prerrogativas Marianas, no es, con todo, inútil en la Mariología. Concebido en general, sirve como de tónica, con la cual consuenan perfectamente las más excelsas prerrogativas, que se demuestren, de la Madre de Dios. Ante esta «singularidad transcendente», ante esta grandeza casi divina, cesan todos los espantos que pudieran causar las más sublimes prerrogativas particulares. Por otra parte, cabe preguntar si esta «singularidad transcendente» incluye o exige en María la prioridad o anticipación en gozar ella aparte, y antes que los demás, de los frutos de la redención. Bajo estos dos aspectos de este principio será conveniente interrogar el sentir de la tradición cristiana. El primer aspecto, genérico, ha sido ya bastante estudiado, y casi ha venido a ser un lugar común de la Mariología. Por esto mismo, abreviaremos en lo posible su estudio. En cambio, bajo el segundo aspecto, particular, apenas ha sido estudiado. Y tiene excepcional importancia este aspecto, por cuanto resuelve satisfacto- riamente, o, mejor, suprime de raíz, la «gran dificultad» que suele oponerse a la Corredención Mariana. No será, pues, desaprovechada la atención y diligencia que pongamos en su estudio, recogiendo lo que acerca de él se halla en los documentos de la tradición.

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§ 1. El principio en general

San Efrén celebra con magníficos encomios la gloria incomparable y única de la Madre de Dios. Dice, por ejemplo: uVirgo est et Mater: et quidnam non est?» (Ed. Lamy, 2, 520). «Cherubim pares tibi sanctitate non surit. Seraphim sex alis instructi decori pulcritudinis tuae cedunl» (Ed. Lamy, 2, 578). «Cherubim ac Seraphim sine uUa comparatione supe- rior ac longe excelsior» (Ed. Assem. gr., 3, 528). «Supra omnem creaturam regali et prope divina dignitate collocata est» (Ed. Assem. gr., 3, 551 L «Veluti secundas partes tenens post divinitatem» (Ed. Assem. gra.. 3, 529).

En la primera de las tres homilías atribuidas a San Gregorio Tauma- turgo se dice: «Sanctam Mariam ex ómnibus generationibus solam gratia elegit... Nec similis ei ex universis generationibus ulla umquam est re- perta» (MG 10, 1147).

Basilio de Seleucia: «Magnum Deiparae sacramentum omni ratione celsius est et oratione» (MG 85, 429-430).

San Sofronio de Jerusalén: «Tu denique omnem creaturam longe transgressa es, quippe quae... sola ex ómnibus creaturis Dei Mater effecta es» (MG 87 III, 3238).

San Germán de Constantinopla: «Superat creata omnia tuus honor et dignitas» (MG 98, 351-354). «Caelis excelsior, et Cherubim gloriosior, et Seraphim honorabilior, et super^omnem creaturam venerabilior» (MG 98, 307).

San Andrés de Creta: «Uno excepto Deo, rebus ómnibus excelsior» (MG 97, 1099-1100).

San Juan Damasceno: «O tu Maria,... quae simplici divinitati próxima es, propius ad Trinitatem sanctam accedens, quae altitudine cherubicis tur- mis sublimior es et seraphicis agminibus excelsior» (MG 96, 646-647).

Jorge de Nicomedia: «Te Filius tuus caelis celsiorem ac universis prae- posuit creatis» (MG 100, 1438-1439).

San Eutimio de Constantinopla: «Hanc... ómnibus creaturis caeles- tibus et terrestribus superiorem confíteor» (Patrol. Or., 16, 502-503).

Miguel Pselo: «Inferior quídam Filio et creatore fuit: superior vero... nullo, quia incomparabilis. Excellentia enim eius magnitudinis conferri et comparari non potest cum ulla essentia vel natura» (Patrol. Or., 16, 521). aBenedicta tu in mulierihus,... quae eadem et deifícata es, et genus deifi- casti» (Ib. 523).

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San Pedro Damián (?): «Quid grandius Virgine Maria...? Attende Seraphim, et in illius superioris naturae supervola dignitatem: et videbis, quidquid maius est, minus Virgine. solumque Opificem opus istud super- gredio ( ML 144, 738i.

San Anselmo: «Mira res, in quam sublimi contemplor Mariam lo- catam. Nihil est aequa'.e Mariae: nihil. nisi Deus. maius Maria» (ML 158. 956).

Eadmero: "Nihil enim. Domina, tibi aequale, nihil comparabile. Omne enim quod est, aut supra te est, aut infra te. Quod supra te est, solus Deus est; quod infra te est. est omne quod Deus non est» {Tract. de Concept. S. Mariae. n. 14. Ed. Thurston-Slater, pg. 17).

Hlgo de S.4N VÍCTOR: «Omnem gratiam vincit tua sublimitas. . . Tu singulariter electa, tu ineffabiliter sublimata... Super omnem gratiam gra- tia tua, super omne meritum excellentia tua, eminentior cunctis, sanctior universis» ÍIML 177, 1213-1214).

GuERRico: ((Mariam dico exaltatam super choros angelorimi, ut nihil contempletur supra se Mater, nisi Filium solum; nihil miretur supra se Regina caeli, nisi Regem solum: nihil veneretur supra se Mediatrix nostra, nisi Mediatorem solum * (ML 185, 190).

San Amadeo de Lausana: ¡(Hinc est quod gloriosius prae lilis nomen hereditabis. Nam cum alius dicatur ángelus Dei. alius propheta, alius praeco, et quisque suo censeatur nomine pro ordine et dignitate: tu singu- lari et speciali nomine appellabaris Mater Dei» ÍML 188, 1318

El Card. Henrico dice de María que es «Prima ordine, dignitate su- prema» (ML 204, 331).

S.\N Alberto Magno a nadie cede en los elogios a la Madre de Dios: (iHaec est regina, quae adstitit in varietate virtutum. in vestitu deaurato, splendore deitatis in eam superv eniente» ( In Mt. 1, 18). «Fulgor divinus splendet in ea in miraculis» [In Le. 10, 38). «Ipsa enim omnium, quorum Deus Dominus est, Domina est» i Mar., q. 29, § 2). «Improportionabiliter plus est ipsa super Seraphim, quam Seraphim super Cherubim. Ergo in alio ordine super ipsum. Sed Seraphim est supremus ordo angelorum. Ergo ipsa est super omnes hierarchias angelorum» [Mar., q. 151). « FiliusJ quodammodo infinitat bonitatem Matris; ...infinita bonitas in Fructu adhuc ostendit infinitam in arbore bonitatem» {Mar., q. 197 ad fin.). Él es el que ha formulado con más precisión que nadie el principio de la singularidad transcendente: «Beatissima Virgo non cadit in numerum cum aliis: quia non est una de ómnibus, sed est una super omnes)^ (Mar., resp. ad qq. 70-80). Y al pronunciar estos estupendos elogios, no olvidaba aquella preciosa

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declaración consignada en el Proemio de su Maride: «Non enim inten- dimus gloriosam Virginem nostris mendaciis adornare».

Ricardo de San Lorenzo: «In huius enim praerogativa dignitatis non communicat ei [Virgini] homo, non ángelus, neo aliqua creatura; sed sola cum Deo Patre dicere potest Filio Dei: Füius meus es tm {De laúd. B. M. V., 3, 8).

Santo Tomás de Aquino: «Humanitas Christi... et beatitudo creata... et Beata Virgo ex hoc quod est Mater Dei, habent quandam dignitatem infi- nitara ex bono infinito, quod est Deus» (1, q. 25, a. 6, ad 4). «[B. Virgo] regina et mater regis est, quae adstat super omnes choros in vestitu deaurato, id est, deaurata divinitate: non quod sit Deus, sed quia est Mater Dei» (//i Ps. 44, n. 7). En otro lugar denomina la excelencia de María «Emi- nentiam singularem» {In Is., c. 7, fin.): fórmula equivalente a la de San Alberto Magno, que expresa los dos elementos esenciales de la singularidad transcendente.

Saj\ Buenaventura: «Séptima stella [B. Virginisj est super omnem puram creaturam exaltatio» (Ed. Quaracchi, 9, 705). «Hoc igitur in prin- cipio supponamus, quod quidquid laudis dicitur de Beata Maria, non hyper- bolice dicitur, sed defectivo) (Ib. 9, 693). «Cum ergo sit supra omnes ordines, per se constituit ordinem» (Ib. 2, 253). «In ordine enim supremo sita est» (Ib. 9, 706).

Juan Gersón: «Magnificata est ita... beata Virgo, ut Regina caeli, immo et mundi, iure vocetur, habens praeeminentiam. . . super omnes» (Ed. Ellies Du Pin, 4, 286). «Vis igitur brevi compendio Mariae beatitu- dinem notam tibi fieri? Da sibi per eminentiam quicquid in creaturis melius ipsum quam non ipsum: etsi non formaliter, tamen eminenter: quamquam infinite distanter a Deo» (Ib. 4, 279).

Santo Tomás de Villanueva: «Ñeque pretiosa tantum [est nostra margarita, B. Virgo], sed et una: una, quia non habet parem... Sola una Virgo et Mater Dei... Sola per se facit chorum» (In Praesent. B. M. V. Ed. Manila, 4, 323).

Cayetano: «Sola [B. Virgo] ad fines deitatis propria operatione natu- rali attigit» (In 2-2, q. 103, a. 4, ad 2).

SuÁrez: «Caietanus advertit Virginem habere consanguinitatem cum Cristo ut Deo; et ideo illi deberi specialem adorationem, quia propria, inquit, operatione attigit fines divinitatis^) (In 3 p., disp. 22, sect. 3, n. 6). "Haec dignitas Matris Dei est altioris ordinis, pertinet enim quodammodo ad ordinem unionis hypostaticae: illam enim intrinsece respicit, et cum illa necessariam coniunctionem habet» (In 3 p., disp. 1, sect. 2, n. 4). «B. Virgo,

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eo quod est Mater Dei, habet speciale quoddam ius et dominium in omnes creaturas... Patet ex Sanctis Patribus, qui... fundant hoc dominium in coniunctione et affinitate inter Deum et Virginem» (In 3. p., disp. 22, sect. 2, n. 4).

S. Roberto Bellarmino: «Tam alte sentiunt omnes, ut par est, de excellentia Matris Dei, ut nihil dici possit tam sublime, quod non humile et abiectum et inferius eius laudibus videatur» (Cont. 42, De Nat. B. M. V.).

Estos testimonios, pequeña muestra solamente de los que pudieran adu-* cirse (^), dan lugar a importantes reflexiones, que nunca debieran olvidarse al discutirse los problemas mariológicos. Por de pronto, el carácter uni- versal y transcendental de sus afirmaciones y el tono y seguridad de sus aseveraciones saltan a la vista. No son menos patentes la variedad de puntos de vista en que se colocan y la diversidad de fórmulas que emplean: indicio de que no se trata de frases rutinarias, cuyo pleno sentido no pudiera urgirse. Pero lo más importante, y de más graves consecuencias, es que los más asombrosos encomios andan acompañados, no de excusas que ate- núen su alcance, sino de la humilde declaración de impotencia y cortedad, incapaz de igualar toda la excelsa grandeza de María. No se exceden, sino que se quedan cortos: <;non hyperbolice, sed defectivo), como decía San Buenaventura. Y San Germán decía resueltamente: «Cuius [Mariae] en- comia utut in immensum quisquam congerat, nedum metam queat attingere, ne a longe quidem ad verum accessurus est... Et incomprehensibiles, propter ipsarum infinitatem, factae sunt eius divitiae... ÍMG 98, 294-295). Y Franco, Abad Afligemense, decía: «Videbor cuilibet in laude Mariae nostrae, nostrae, inquam, nostrae, videbor forsitan nimius: sed nemini, nisi qui fuerit et Matri ingratus et in Filium impius») (ML 166, 750i. ¿Consecuen- cia de estas observacionés? Que al discutirse un privilegio de María, el problema no debería ser: «¿Hay razones que demuestren su verdad?», sino más bien este otro: «¿Hay razones evidentes que nos fuercen a ne- garlo?» Planteado de esta manera, por ejemplo, el problema de la Corre- dención, se enfocaría más acertadamente y se resolvería más objetivámente.

(^) He aquí algunos otros de muestra: Pedro Célense escribe: «[Deus] fecit... Dominam nostram, non ut alia opera, sed super omnia opera sua» (ML 202, 860); el B. Ramón Lull: «Ta fuist singular en excellent benedicció sobre totes fembres» (Libre de Benedicta tu in mulieribus, 1, 4); San Bernardino de Sena: «Super omnes creaturas ipsa sola» (Serm. 6).

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§ 2. Prioridad de María en gozar los frutos de la redención

La singularidad transcendente, el lugar supremo y único que ocupa María entre todas las creaturas, ¿lo ocupa igualmente entre todos los hom- bres en cuanto fueron redimidos por Jesu-Cristo? Más claro: la redención, al recaer sobre los hombres, ¿recae en todos ellos juntamente y como de una vez, o bien, recae primeramente y como aparte en María, y luego en todos los demás?

Antes de investigar los testimonios concretos de la tradición sobre este problema particular, conviene volver la vista a los textos que acabamos de citar.

El problema que ahora estudiamos, es decir, la prioridad y singularidad en la redención pasiva, no es sino un caso concreto y particular de la singu- laridad transcendente antes estudiada. Ahora bien, en los textos patrísticos antes aducidos resaltan estas dos propiedades: 1) que son absolutamente universales o comprensivos: hablan de la singularidad y prioridad de María en todos los órdenes; 2) que en ninguno de ellos se insinúa, ni remotamente, la más mínima excepción de la regla general; y, en particular, en ninguno de ellos se afirma, ni explícita ni implícitamente, la excepción en lo que atañe a la participación de los frutos de la redención. Luego en estos tex- tos, al afirmarse universalmente la singularidad transcendente de María, se afirma por el mismo caso, implícitamente a lo menos, su prioridad privile- giada en gozar los frutos de la sangre del Redentor. Por lo menos se necesitarían razones muy poderosas para poder excluir de la regla general esta prioridad privilegiada en la redención pasiva.

Pero prescindiendo ahora de esta solución general, si bien suficiente, del problema, investiguemos si existen en la tradición testimonios particu- lares que afirmen la prioridad y singularidad privilegiada de María en recibir los frutos de la redención.

Dió motivo a nuestra exploración documental una invitación de Bittre- mieux, quien en la Revista «Marianum» (2 [1940], 26-27), reseñando la teoría de los Jesuítas Beuner y Seiler, sobre el doble momento en el sacri- ficio de la redención, después de citar los textos de San Ambrosio, San Pedro Crisólogo y San Beda, concluía: «Si alguno quisiese continuar este examen en la Tradición, prestaría a la Mariología un gran servicio». Con la esperanza de poder aportar algún texto nuevo (o en que no se hubiese reparado suficientemente desde este punto de vista), emprendimos nuestra exploración, si bien no con tanta minuciosidad, como hubiéramos deseado.

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As* y todo, hemos hallado no pocos textos, tan explícitos, por lo menos, como los señalados por Bittremieux. Primero, los presentaremos; luego, examineramos su valor demonstrativo.

Aunque no tan apodíctico, merece recordarse éste de San Ireneo: «Ma- ría... et síbi et universo generi humano causa facta est salutis» (MG 7, 958-959). De cualquiera manera que se entienda esta causalidad de María en la salud, siempre resulta que San Ireneo señala dos órdenes en el término o sujeto que recibe la salud: «sibi» y «universo generi humano», y que para poder ejercer su influjo en la salud universal, primero hubo María de recibirla en misma.

En las tres homilías atribuidas a San Gregorio Taumaturgo se hallan también varias expresiones significativas, dignas de recogerse: «Sanctam Mariam ex ómnibus generationibus solam gratia elegit (MG 10, 1147). aAve, gratia plena: nam per te gaudium omni dispensatur creaturae, genusque humanum antiquam dignitatem recuperat» ( MG 10, 1158). «Vox igitur Mariae efficax fuit, et Spiritu Sancto replevit Elisabeth... Nam ubi gratia plena advenit, gandío cuneta repleta sunt» ( MG 10, 1166). ^Bene- dicta tu in mulieribus. Tu quippe ipsís principium reparationis. . . effecta es» (MG 10, 1166). «O gratia plena... tecum et nos dignare participes efficere perfectae gratiae tuae» (MG 10, 1170). El conjunto de estas expre- siones da claramente a entender que la gracia no recae juntamente y por igual en María y en los demás; sino que, recibida primeramente por María, de ella se deriva a los demás hombres. Y es claro que el antiguo escritor no habla solamente de la actual dispensación de las gracias.

San Sofronio: «Veré benedicta tu in mulieribus, quoniam benedictio Patris per te affulsit hominibus» (MG 87 III, 3242). Ya María es bene- dicta, cuando por ella se comunica la bendición a los demás. En ella, por tanto, recae primero la bendición, y sólo después, por ella, en los demás hombres.

Más explícito es San Andrés de Creta; quien, hablando del nacimiento de María, dice: «Hodie reformari incipit natura, mundusque veteratus, deiformem omnino reformationem accipiens, secundae a Deo fictionis initia suscepit» (MG 97, 811). María es quien recibe los comienzos de la divina regeneración. Más significativo, aunque más breve, es este otro texto: <Salvesis, reformationis nostrae primitiae» (MG 97, 864-866). María es las primicias de la redención.

Son también significativas en su contexto estas palabras de San Germ.\n de Constantinopla: «Ave, quae... gratiae benedictionem progerminasti,...

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remissionis a nobis obtinendae iecisti fundamenta,... ulpote gratiae primor- dia adducens» (MG 98, 306-307).

Para San Juan Damasceno María era «divinae reformationis nova conspersio, sanctissimae generis primitiae» (MG 96, 685-686).

Aunque no tan explícito, es muy significativo este texto de San Tarasio: «Ave, causa salutis omnium mortalium» (MG 98, 1495-1499)). En el con- texto se expresa claramente que, antes de ser la causa de la salud para todos los mortales, ya María poseía la plenitud de la salud.

El Monje presbítero Neófito escribe: «Anna... Mariam... genuit hodie, salutis nostrae primitias,... et primitias renovationis naturae nostrae per transgressionem divini mandati antiquatae et obscuratae. . . Per hoc divinitus fictum et omnino purum fermentum totam vetustam massam nostram denuo finxit conditor et innovavit... Stupendum miraculuin, scilicet quod purissimo huic fermento seipsum commiscuit ineffabiliter pistor puris- simus, et ex illo partem aliquam suscipiens, totam massam nostram... elaboravit mirabiliter» (Patrol. Or., 16, 530).

Más categóricamente aún afirman los escritores latinos que María gozó las primicias de la redención y de la gracia. Así lo dice San Ambrosio: <(Nec mirum, si Dominus, redempturus mundum, operationem suam in- choavit a Maria, ut, per quam salus ómnibus parabatur, eadem prima fructum salutis hauriret ex pignore» (ML 15, 1640). De dos maneras significa San Ambrosio la prioridad de María: de parte de Cristo, que inaugura en ella su obra de salud; de parte de María, que recibe sus pri- meros frutos. Y da la razón: porque la salud universal se preparaba por mediación de María. Es también significativa la expresión «redempturus mundum», con que se indica que el Redentor, al redimir a María, va a redimir al mundo, todavía actualmente no lo redime: el momento de la redención de María antecede al momento de la redención universal.

No es menos expresivo el testimonio de San Pedro Crisólogo: «Beata, quae ínter homines audire sola meruit prae ómnibus: Invenisti gratiamn. Antes que todos los demás, y con preferencia a todos, María, y sola ella, halla la gracia. Las dos palabras «sola» y «prae ómnibus», exactamente correspondientes a las de San Alberto Magno «una» y «super omnes», expresan el principio de la singularidad transcendente y lo aplican y con- cretan a la prioridad en recibir las primicias de la gracia. Prosigue el Crisólogo: «Quantam [gratiam]? Quantam superius dixerat: plenam. Et veré plenam, quae largo imbre totam funderet et infunderet creaturam... Haec cum dicit, et ipse ángelus miratur, aut feminam tantum, aut omnes homines vitam meruisse per feminam» (ML 52, 579-580). Más expresivo

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aún es este otro pasaje: a Ave, gratia plena. Haec est gratia, quae dedit caelis gloriam, terris Deum, fidem gentibus, finem vitiis, vitae ordinem, moribus disciplinan!. Hanc gratiam detulit ángelus, accepit Virgo, salutem saeculis redditura» (ML 52, 181-182). Los dos verbos «accepit,., «reddi- tura.,, dan a entender la prioridad con que la Virgen «recibe» primero lo que luego transmite a los demás.

San Beda copia a San Ambrosio con una ligera variante ('): «Nec mirum, si Dominus, redempturus mundum, operationem suam inchoavit a Matre, ut, per quam salus ómnibus parabatur, eadem prima fructum salutis hauriret ex pignore» (ML 92, 321).

En una homilía conservada por el diácono Paulo Warnefrido se dice: . «lam ergo uterum tuum, Domina, velut sacratissimum Dei vivi templum, totus mundus veneratur, quia in eo salus mundi initiata est. Ibi... praeor- dinatas a saeculo nuptias virgo [Christus] cum virgine ÍEcclesia] in Virgine [María] praelibavit» (ML 95, 1516). Cuando «se inicia k salud del mundo» con los místicos desposorios de Cristo con la Iglesia, ya el «sacratísimo templo de Dios Vivo» estaba santificado. La santificación del templo pre- cedió a la de la esposa.

Análogo al precedente, pero mucho más preciso y categórico, es el testi- monio de Pascasio Radberto, quien en la santificación de la esposa dis- tingue dos momentos: el primero especial («in specie»), el segundo general («in genere»); en el primero la esposa es María, en el segundo la Iglesia. He aquí sus palabras: aCum esset... desponsata mater lesu María loseph... Hic sponsa quaeritur, ut per eam omnino iam tune futura Christi univer- salís Ecclesia signetur ad desponsandum, et colligitur genus ( = Ecclesia) in specie (= María)... Praeparatur iam in specie Mater sponsa, ut post- modum per hanc carnis unitionem Ecclesia in genere congregetur. . . Hanc igitur volens beatus Evangelista electionis gratiam praesignari in Maria, primum commendat sponsam;... et totum, ut dixi, simul praefigit in specie, quod faciendum adhuc erat in genere» (ML 120, 103-104). El mismo pensamiento aparece después bajo otra imagen diferente: «Et ideo sibi ipse columnas [septem] scidisse recte dicitur, dum... dedicavit Mariam, et per eam sibi univit Ecclesiam, cui septem principalia dona Spiritus Sancti divisit» (ML 120, 105). Primero consagra a María, luego por medio de ella une consigo a la Iglesia.

San Anselmo: «O femina plena et superplena gratia, de cuius'pleni- tudinis exundanfia respersa sic reviviscit omnis creatura» (ML 158, 955).

O Escribe San Beda «inchoavit a Matre» en vez de «inchoavit a María»

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«Quae sit haec gratiae plenitudo, de qua totus mundus mutuavit gratiam,... contemplare» (ML 158, 785). La gracia no llega al mundo, sino después de llenar y sobrellenar a María, de cuya plenitud desbordante reciben los demás.

Franco, Abad Afligemense: «Hanc [humilitatem] in Maria Dominus respexit,... hanc in Maria tanta mercede donavit, ut nulla generatio praeter- eat, quae Mariae non benedicat... lure ergo Mariae omnis generatio be- nedicit, per quam omnis generatio benedictionem promeruit» (ML 166, 755).

El pensamiento de San Anselmo lo desenvuelve con maravillosa preci- sión Hugo de San Víctor: «Ave gratia plena... Veré enim Maria gratia plena fuit, per quam gratia descendit super omnes filios hominum. Primum, gratia super eam; postea, gratia in ea; deinde, gratia ex ea. Super eam, ad umbrationem; in ea, ad fecunditatem ; ex ea, ad salvationem. Venit enim gratia, ut humanam naturam visitaret: et intravit ad eam, unde exierat. Per feminam enim exierat, et per feminam intravit. Et venit gratia primum in ipsam; deinde descendit in illud quod erat ex ipsa, et sumpsit de carne Virginís naturam, hostiam pro natura, quam liberam pro liberandis offerret, et prius in ipsam totum infudit, quod per ipsam post- modum redemptis ómnibus exhiberet... Gratia plena, in tantum plena, ut ex tuo redundante totus hauriat mundus». Y aludiendo a la parábola de las Diez vírgenes, añade poco después: «Prudens ergo fuisti, ut tibi pro- videres; nec tímida, ut aliis subvenires. Nec dixisti: Ne forte non suffi- ciat mihi et vobis; sed, sciens quod sufficeret et tibi et nobis, sufficienter retinuisti, et sufficienter tribuisti...» (ML 177, 321-322). Difícilmente po- día hablarse con mayor claridad (Cfr. ML 177, 1212-1214).

San Bernardo ofrece a manos llenas numerosos textos, a cual más ex- presivos. Es fuerza limitarse a unos pocos, ainvenisti... gratiam apud Dominum. Quantam gratiam? Gratiam plenam, gratiam singularem. Sin- gularem an generalem? Utramque sine dubio, quia plenam; et eo singula- rem, quo generalem: ipsam enim generalem singulariter accepisíi. Eo, inquam, singularem, quo generalem; nam sola prae ómnibus gratiam inve- nisti. Singularem, quod sola hanc invenisti plenitudinem ; generalem, quod de ipsa pleniíudine accipiant universi...» (ML 183, 396). Hallamos otra vez la fórmula «sola prae ómnibus», que expresa los dos elementos de la singularidad transcendente. Del maravilloso sermón De Aquaeductit, que habríamos de transcribir casi entero, baste citar estas breves palabras: «Invenisti gratiam apud Deum. Quid? Plena est gratia, et gratiam adhuc invenit? Digna prorsus invenire quod quaerit, cui propria non sufficit plenitudo, nec suo potest esse contenta bono: ... petit supereffluentiam ad

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salutem universitatis. Spiritm Sanctus, ait, superveniet in te; et pretiosum illud balsamum tanta tibi copia tantaque plenitudine influet, ut copiosissime effluat circumquaque» (ML 183, 439-440). cTres mixturas fecit omnipo- tens illa maiestas in assumptione nostrae carnis... Coniuncta quippe sunt ad invicem Deus et homo, mater et virgo, fides et cor humanum... In prima vide quid, in secunda per quid, in tertia propter quid Deus dederit tibi... Sed quia indignus eras, cui donaretur, datum est Mariae, ut per illam acci- peres quidquid haberes... Quia nihil nos Deus habere voluit, quod per Mariae manus non transiret» (ML 183, 98-100).

En las obras atribuidas a San Bernardo se halla esta expresión, que re- produce su pensamiento: «Tu plena gratia, de qua nobis plene plena gratia emanavit» (ML 182, 1144).

San Amadeo de Lausana: «Ipsa Virgo virginum,... velut arbor plántala in medio paradisi, attoUit verticem in altitudinem caeli, et de superno rore concipiens, fructum refert salutarem,... de quo qui ederit, vivet in aeternum.. (ML 188, 1305). «In eolio, quod ceteris membris eminet, et vitalem gratiam capitis artubus subministrat, altitudo illius exprimitur, qua praesidens mem- bris Ecclesiae, Caput suo connectit corpori, quia Christum coniungit Eccle- siae, et vitam, quam primo loco suscipit, reliquis membris infundit» (ML 188, 1311).

Pedro Célense: «Habitavit quidem in Filio tota eius plenitudo divini- tatis corporaliter, sed et in Matre prae omni alia creatura plene et singula- riter. Visne haurire ex puteo Virginis...? Hydria plena est usque ad summum, nec déficit hydria farinae, et lecythus olei non minuitur ab hora suae conceptionis usque in hanc vel ultimam praesentis saeculi diera et horam» (ML 202, 1206).

Adán Premonstratense: «Quem sola tune suscepisti, sola habere no- luisti; sed qui de sinu Patris venit ad te, usque ad nos quoque venit per te... Quia primum Christus ad Virginem cum gratiae plenitudine venit; deinde fideles et electos suos ad participandum vocavit)> (ML 198, 187).

Pedro Blesense: «Haec [Maria] est concha Gedeonis rore plena. Deus, totam aream rigaturus, prius rore vellus infudit, et, ipsum mundum redemptu- rus, in Maria mundi pretium contulit universum. Tanta siquidem gratia repleta est, quae plenum gratiae et veritatis paritura erat, ut de plenitudine eius omnes possemus accipere» (ML 207, 674). Son dignas de notarse las tres fórmulas con que el Blesense expresa la prioridad de María en recibir la gracia de la redención. Dios, (dotam aream rigaturus», antes de regarla y en orden a regarla, aprius rore vellus infudit». Además, «totum mundum redempturus», anteriormente a la redención universal y en orden a ella,

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primeramente «¡n María mundi pretium contulit universum». Luego, Ma- ría, "plenum gratíae... parítura», antes de engendrarle y en orden a engen- drarle, ya ella «tanta... gratía repleta est.... ut de plenitudíne eíus omnes possemus accipere». Los tres participios de futurición intencional o cau- sal, «rigaturus», «rederapturus». «paritura», son decisivos en este sentido. Semejantes observaciones pudieran hacerse respecto de los otros textos aducidos.

San Alberto Magno: «Prae hominibus autem ómnibus accepit gratiara, quae ómnibus invenit reparationis viam» (In Le, 11, 27). «Invenisti... f;ratiam increatam, et in illa et cum illa omnem creatam... Patet igitur qualis fuerit... et quae gratia quam invenit. Invenit autem: quia humano generi perditam primo recuperavit. . . Ideo per ipsam omnes gratiam reha- buerunt» {Mar., q. 204 et resp. ad qq. praec). «Alii sancti acceperunt... gratiam creatam particulariter: ipsa autem creatam universaliter, et increa- tam singulariter» (Mar., q. 154). «Signa vero plenitudinis dúo in ea non deficiunt: exuberantia videlicet, et quod aliud nihil capere potest. Exuberantia quidem, quia effluit ea gratia in omnes...» (In Le, 1, 28).

Santo Tomás de Aquino: «Dicitur autem beata Virgo plena gratia quantum ad tria. Primo quantum ad animam, in qua habuit omnem pleni- tudinem gratiae... Secundo plena fuit gratia, quantum ad redundantiam animae ad carnem... Tertio quantum ad refusionem in omnes homines. Magnum enim est in quolibet sancto, quod habet tantum de gratia, quod sufficit ad salutem multorum; sed quando haberet tantum, quod sufficeret ad salutem omnium hominum de mundo, hoc esset máximum. Et hoc est in Christo et in beata Virgine» (Op. 6).

San Buenaventura: «ÍVirginis] plenitudo... ita effluxit, quod omnia replet, et tamen plena remansit» (Ed. Quaracchi, 9, 703). «Plenitudo quae fuit in Virgine Maria redundavit in totam Ecclesiam» (Ib. 9, 651).

Santo Tomás de Villanuena: «Ipsa omnes superat gratiis..., ut de eius plenitudine descendat ad inferiores abundantia gratiarum» (In Circumcis. Dom., cont. 1. Ed. de Manila, 4, 99). a... Gratia plena, de cuius plenitudine accipiunt universi, de cuius abundantia replendus est orbis» (In Annunt. B. M. V., cont. 1. Ed. de Manila, 4, 328).

Suárez: «Christus in Ecclesia est tamquam fons gratiae; beata autem Virgo, ut aquaeductus; reliqui vero Sancti, ut rivuli. Ergo in Christo, ut in fonte, congregantur omnes gradus gratiae, qui tam ad aquaeductum quam ad rivulos fluunt; in Virgine vero, ut in aquaeductu, congregantur omnes qui ad rivulos derivantur» (In 3 p.. disp. 18, sect. 4, n. 12).

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San Roberto Bellarmino: uGratia plena dicitur, quia ipsum gratiae et salutis fontem et omnium bonorum auctorem in útero suo tamquam in sanctissimo templo habitantem habuerit, quoque omnis gratiae plenitudo, quae postea per omnem terram diffundenda erat, in unius Virginis sinum admirabili ratione et modo se infuderit» (Super Missus, cont. 2).

No hemos agotado, ni de mucho, los textos que demuestran la priori- dad de María en recibir los frutos de la redención (M. Mas, antes de insinuar otras series de textos, son necesarias algunas observaciones, que precisen y señalen el valor demonstrativo de los aducidos anteriormente;. La novedad (sólo aparente) de la tesis, y también la novedad (sólo relativa) de los mismos textos, podrían tal vez causar alguna desorientación.

Dos cosas principalmente podrían oscurecer el valor demonstrativo de los textos: su variedad y su complejidad. Cada una de ellas requiere su explicación.

La múltiple variedad de los textos salta a la vista. Pero en el fondo de toda esta variedad de fórmulas, de imágenes, de referencias, de puntos de vista, hay un elemento común, más o menos claro, más o menos explícito: y es el plan o la economía de Dios en aplicar los frutos de la redención o en repartir la gracia: que no recae en todos o sobre todos de una vez, por junto o por igual, sino que en dos como etapas distintas o sucesivas, se recibe primero en María, y luego pasa a todos los demás. Y así enfocada, esta variedad, lejos de oscurecer o atenuar el valor de los textos, antes bien lo pone de relieve y lo refuerza. Un solo elemento de variedad existe, que pudiera comprometerlo o hacerlo vacilar; tal es la múltiple acción de la Virgen en comunicar o transmitir su gracia a los demás; acción ésta, unas veces genérica, otras especial; ya relativa a su vida terrena, ya a su gloria celeste; acción, que no se sabe si es propia o impropia, si es directa o indi- recta, si es material o formal. Y en función precisamente de esta acción se presenta la prioridad. Pero este principio de variedad toca ya a la com- plejidad de los textos, que demanda especial atención.

Hay que tener presente y fijo lo que en la tesis, que tratábamos de demonstrar, es esencial y formal: es a saber, que la gracia recae primero

(') Nos place añadir estos del B. Ramón Lull: «La bonea de nostra Dona es plena de la bonea de Deu: les bonees deis ángels e deis bornes sants e sanctes son plenes de la bonea de Sancta Maria» (Hores de S. María, Ps. 44, 5); «Es noftra Dona alba de resplendor.... car en nostra Dona prés carn lo Fill de Deu, qiii es luni des lums e resplendor de les resplendors. Per que nostra Dona fo així illuminada de resplendor en aquella encarnació. que ella es comen^ament de resplendor a justs e a peccadors: comengament es de resplendor ais sants profetes, qui longament havíen desiderada aquella resplendor e la havíen profetizada...» (Libre de S* María, c. 30, n. 2).

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en la Virgen y luego en los demás redimidos. El que al pasar de la Virgen a los demás se haga por acción o intervención de María se hahet de materiali, es indiferente para nuestro objeto. Tratamos de la redención pasiva de María, no de la parte o intervención que pueda tener en la redención activa. Los textos aducidos, junto con la prioridad en la redención pasiva, expresan también generalmente su intervención activa: y en esto consiste la comple- jidad desorientadora, que notábamos. Si hubiera sido hacedero, hubié- ramos eliminado este elemento perturbador. Pero semejante procedimiento habría resultado una vivisección. Más conveniente ha parecido dejar al lector el trabajo de eliminar mentalmente este elemento extraño o ajeno. Si con esta eliminación o precisión se releen los textos, reparando solamente en lo que en ellos es esencial y formal, podrá entonces apreciarse debida- mente su valor demonstrativo. Creemos que en todos ellos late esta afir- mación: que Dios en su economía ha querido que la gracia se recibiese y recogiese primero en María, y sólo después se comunicase a los demás; cualquiera que sea la manera con que a éstos se comunica.

En consecuencia, esta prioridad no la consideramos ahora como causal, es decir, como prioridad de la causa respecto del efecto: este punto de vista lo reservamos para más adelante; tampoco es prioridad meramente crono- lógica, dado que de hecho a los justos del Antiguo Testamento se les otorgó la gracia antes que a la Virgen: quizás su nombre más propio y adecuado sea el de prioridad de orden.

Quedan aún, no ya otros textos aislados, sino series enteras de textos numerosos, que, como antes hemos indicado, sólo insinuaremos.

Recordemos, en primer lugar, las cuatro series de textos, que en otro lugar presentamos y estudiamos, en los cuales los Santos Padres apellidan a María Acueducto, Cuello, Camino y Puerta. Semejantes títulos metafó- ricos, cuando se atiende a lo formal o esencial de la metáfora, son tan eficaces para probar como los términos propios. Ahora bien, aun cuando se pudiera discutir si con semejantes metáforas se expresa suficientemente la parte activa de María en la economía de la gracia, lo que no cabe discutir o dudar es que con ellas se expresa la prioridad pasiva. Pues es evidente que el agua antes pasa por el acueducto, que llegue al campo que se quiere regar; y el influjo de la cabeza antes pasa por el cuello, que termine en las manos o en los pies; y hay que pasar por el camino, antes de llegar al término; y hay que pasar por la puerta, antes de entrar en la casa (^). Y semejantes textos son numerosísimos.

O Cfr. De universaH B. Mariae V. mediatione metaphorica testimonia, Ma- rianimi, 3 [1941], fase. 3.

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MAIIÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Otra serie, numerosísima también, forman los textos que presentan el seno virginal como tálamo donde se celebraron los misticos desposorios de Cristo con la Iglesia ('). Conforme a la mente y a las declaraciones de los Santos Padres, Cristo primero santificó el tálamo, y luego celebró en él sus despo- sorios con la Iglesia. La gracia, vínculo divino de estos desposorios, pri- mero recae en el tálamo, luego se comunica a la esposa.

No menos expresivas son las imágenes metafóricas de aurora y de estrella de la mañana, que si fueran menos aptas para significar la mediación activa de María, declaran admirablemente su prioridad pasiva en recibir antes que nadie la iluminación de la gracia. Sirva de muestra este ejemplo de Hugo DE San Víctor, que reúne en un solo texto entrambas metáforas: «Beata Virgo María... aurora fuit, quía et praecedentis temporis, quod quasi nox fuerat, finís exstitit, et vera lucís gratiae Solisque iustítiae, qui ex ipsa progenitus est, praeventrix. et antelucanum sidus fuit» (ML 177, 980-981). Y abundan textos como éste.

Más significativa es otra serie de textos, que ven a María prefigurada en el vellocino de Gedeón. Citaremos algunos por vía de ejemplo.

San Proclo de Constantinopla: «Haec, incontaminatum vellus ín mundí área posítum, in quam sahitis pluvia e cáelo descendens...» (MG 65, 755-756)).

GoDEFRiDO Admontense: «Isto vellere pxpresso,... concham suam rore complevit. In concha Domina nostra perpetua Virgo María... accipitur, quam rore Spirítus Sancti ex ea natus íta complevit, ut, plena gratiae et visceribus redundans miserícordiae, omnium míserorum necessitatibus et an- gustiís semper parata sít subvenire» ÍML 174, 656).

El Cardenal Henrico: «Quid igitur vellus Gedeonis alíud intelle- gimus, quam beatam Maríam...? In hanc ros divinae gratiae cum tanta plenitudine placido se infudít illapsu, ut mérito gratia plena dicta sic ab angelo, et de eius plenitudine tota humanae naturae área, quae usque ad íllud tempus sícca et absque humore caritatis árida perstíterat, ínvenítur perfusa» (ML 204, 349).

Pedro Blesense: <(Haec [María] est concha Gedeonis rore plena. Deus, totam aream rigaturus, prius rore vellus infudít, el, ipsum mundum red- empturus, in María mundí pretium contulit uníversum. Tanta síquídem gratia repleta est, quae plenum gratiae et veritatis paritura erat, ut de pleni- tudine eius omnes possemus accípere» (ML 207, 674).

(') Cfr. "Tamquam sponsus procedens de thalamo suo», Estudios eclesiásticos, 4 [1925], 59-73.

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Adán Premonstratense: «Quem sola tune suscepisti, sola habere noluisti; sed... usque ad nos quoque venit per te. Sicque ros, qui primum in solo vellera fuit, totam postmodum aream humectavit; ut sola quidem primum ipsum susciperet, ut deinceps cunctis gentibus inferret. Hoc est quod ait sanctus David, quia descendet primum sicut pluvia in vellus, et deinde sicut stillicidia stillantia super terram. Primum descendit in vellus, deinde in terram» ÍML 198, 187).

Adán abad de Persenia: ((Descendit Christus... sicut pluvia in vellus: et, sicut stillicidia stillantia super terram, descenderunt gratiarum flumina in Mariam. O necessarium vellus virginitatis Mariae impasibilis, quod tam silenter et suaviter suscepit pluviam gratia salutaris! O pluviam volun- tariam, qua, dum virginitatis purissimae vellus immaduit, et ipsi velleri mundo immensus candor accrevit, et immunditia nostra lavacrum, ubi dilueretur. accepit!» ÍML 211, 743).

Ricardo de San Lorenzo: «dpsa vellus Gedeonis, madefactum rore gratiarum» {De Uud. B. M. V., 1, 7, 10).

Jacobo de Vorágine: «Quod [Maria] fuit rore Spiritiíá Sancti per- fusa, hoc signatum est ubi dicitur quod vellus impletum est rore, área sicca remanente, quod Gedeon expressit et concham implevit... Cor enim Virginis erat bibulum, id est, valde sitibundum ad rorem Spiritus Sancti recipiendum, et ideo percipere meruit plenitudinem gratiarum... Quia igitur istud vellus virgineum est tantae virtutis, non potest tam levi desiderio tangi, quin statim impleat concham marinam, id est, animam nostramo (Mariale aureum, 19, 3).

San Roberto Bellarmino: «Quemadmodum eirim tempere Gedeonis primum solum vellus. deinde área tota caelesti rore perfusa est: sic etiam distillantibus caelis. primum soli Mariae, quae mérito puritatis... velleri comparatur, tota se infudit plenitudo divinitatis, deinde ex ea plenitudine nos omnes accepimus: qui veré sine illa non aliud quam térra árida sumus» (Super Missus, cont. 2).

Por fin, hay que recordar uno de los títulos metafóricos con que más frecuentemente enaltecen los Santos Padres la gloria de la Madre de Dios: el de fuente de la vida, de la luz, de la gracia... Oigamos ante todo unos pocos entre los muchísimos textos que pudieran aducirse.

En la segunda de las homilías atribuidas a San Gregorio Taumaturgo se dice: «Haec fons perennis, in qua aqua viva scaturivit» ÍMG 10. 11.59).

Abraham de Efeso: «Et quis potest illam laudere? Dei enim Mater effecta est,... thesaurus benedictionis,... fons iugem manans undam» fPa- trol. Or., 16, 4.54).

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MAKÍA, MKDIADORA I MVKRSAI.

San Anastasio I de Antioqu ía: «Salvesis ergo, Mater pariter et Vir- go,... fons immortalitatis)) (MG 89, 1378).

San Andrés de Creta ÍMG 97, 1095):

Ecce inexhaustus fons immortalitatis:

venite, qui morti traditi estis, haurite. Ecce iuges vitae fluvii:

venite, omnes immortalitatem consequemini.

San Germ.ín de Constantinopla: «Ave,... fons divinitus scaturiens, e quo divinae sapientiae fluvii...» ÍMG 98. 306-307). «Ave, gratia plena.... fonsque perennis universis aquas effundens» ÍMG 98, 322).

San Juan Damasceno: «Ecquis enim dubitet quin ipsa benedictionis fons sit et omnium bonorum scaturigo?» ÍMG 96. 731-732). «Haec enim... fons vitae» ÍMG 96, 673-674).

San Tarasio: «Ipsa... gratiae receptaculiim.. . . fons bonorum, divitiarum copia inviolabilis» ÍMG 98, 1490).

Adán de Persenia: «Fons est [Maria]. quia de plenitudine gratiae fluenta misericordiae fundit...» ÍML 211. 739).

San Alberto Magno: «Ipsa est fons indeficientis aquae per plenitudi- nem gratiae ipsius» (In Le, 10, 38). «Est plenitudo receptiva, dativa et non retentiva: et haec est plenitudo fontis. qui est plenus, et tamen effluit. Hac plenitudine plena fuit etiam B. Virgo, a qua continué effluit gratia. et tamen ipsa semper est plena gratia... Ex fonte enim huius plenae plenitudinis profluit omnis plenitudo generis humani...» (Mar., q. 164).

San Buenaventura: «Fuit haec "^plenitudo Mariae] plenitudo fontis, qui superplenus effluxit» ÍEd. Quaracchi, 9. 703).

Jacobo de Vorágine: «Fons Dei est Maria». Y lo explica largamente (Mariale aureum, 6. 6-7).

Pero más que acumular textos, negocio fácil, nos interesa penetrar y precisar su significado. Hay que proceder por partes.

Primeramente, que con la imagen metafórica de la fuente, más aún que con la de acueducto, se expresa la prioridad de María en recibir la gracia, parece evidente. Y esto es lo que ahora principalmente nos proponíamos. Pero ¿con esta simple prioridad se agota la fecundidad de la fuente? ;Será aventurado ver en la imagen de la fuente la gracia capital de María, meta- fóricamente expresada? El interés del problema justificará todo el empeño que pongamos en esclarecerlo.

Estudiamos ahora la tradición: no discurrimos por nuestra cuenta. Y hay que reconocer que en la tradición la denominación de Cabeza del

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LIBRO I. PRINCIPIOS 199

Cuerpo místico se atribuye a Cristo y a solo Cristo. Algún texto perdido y descolorido que la atribuye a María no merece tomarse en consideración. Según esto María no puede llamarse propiamente Cabeza. Pero no es la mismo ser Cabeza, que participar de la gracia capital. Y ya hemos visto que esto segundo lo atribuye Suárez a María. Y Suárez no afirmaba las cosas de ligero, y conocía suficientemente la tradición. ¿En qué pudo fun- darse? ¿Qué base tradicional podía alegar, al decir que «B. Virgo parti- cipat illam [Capitis] dignitatem»? ¿Pudo ser la denominación de fuente, tan frecuentemente atribuida por los Padres a María, como hemos visto? Acaso nos oriente un texto de Ricardo de San Lorenzo, comparado con otro de Santo Tomás. Al tratar Ricardo de María como fuente {De laúd.' B. M. V., 9, 1), comienza advirtiendo que semejante denominación se atri- buye a Cristo. Dice: «Dictum est Mariae: Dominus tecum, quasi fons subministrans tibi plenitudinem gratiarum. Et sub hoc sensu potest Christus dici fons. María vero canalis. Est autem fons caput aquae nascen- tis quasi aquas fundens» (Ib. n. 1). Y, esto no obstante, llama luego a María fuente en diferentes sentidos y bajo múltiples aspectos. Esto quiere decir que fuente tiene para él doble sentido: uno original y primario, otro derivado y secundario. Y como también los Santos Padres, los mismos que llaman fuente a María, atribuyen esta misma denominación a Cristo, habrá que concluir que para ellos, lo mismo que para Ricardo, la palabra fuente tiene doble sentido, diferente según que se atribuya a Cristo o a María. En el primer sentido, original y primario, habrá que decir más bien que María participa de la plenitud fontal. Y como fuente, según nota atinadamente el mismo Ricardo, es «caput aquae», consiguientemente participar de la plenitud fontal expresa metafóricamente lo mismo que participar de la gracia capital. Y como de hecho los Santos Padres atribuyen a María la denominación de fuente (en sentido derivado y secundario), habrá de con- cluirse que con semejante denominación afirman implícitamente la gracia capital participada de María. Y con esto tenemos la base tradicional de la afirmación de Suárez.

¿Y por qué atribuir a María, aunque sea en sentido derivado y secun- dario, una denominación que parece exclusiva de Cristo? Aquí viene el texto de Santo Tomás. Dice el Angélico: «Quanto aliquid magis appro- pinquat principio in quolibet genera tanto magis participat effectum illius principii... Christüs autem est principium gratiae... Beata autem Virgo propinquissima Christo fuit secundum humanitatem, quia ex ea accepit humanam naturam. Et ideo prae ceteris debuit a Christo gratiae plenitu- dinem obtinere» (3 q. 127. a. 5. c). Para penetrar mejor el pensamiento

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

del Angélico, hay que tener presente la primera dificultad que opone a su tesis y cómo la resuelve: «Hoc [obtinere gratiae plenitudinem]... videtur pertinere ad privilegium Christi... Sed ea quae sunt propria Christi, non sunt alteri tribuenda». Responde: «Unicuique a Deo datur gratia, secun- dum hoc ad quod eligitur. Et quia Christus, in quantum est homo, ad id fuit praedestinatus et electas, ut esset Filias Dei in virtute sanctificandi, hoc fuit sibi proprium ut haberet talem plenitudinem gratiae, quod redundare! in omnes... Sed beata "Virgo Maria tantam gratiae obtinuit plenitudinem, ut esset propinquissima auctori gratiae» ílb. ad 11 Enseña, pues, Santo Tomás que la plenitud de gracia, si en sentido absoluto es privilegio exclu- sivo de Cristo, en sentido relativo o secundario puede, con todo, ser parti- cipada por la Virgen María, y ciertamente «prae ceteris», de un modo singular y único; y la razón que señala dos veces de semejante participa- ción es el máximo acercamiento o conjunción de María a Cristo.

Apliquemos esta doctrina del Angélico a las dos metáforas de fuente y acueducto. En absoluto, sólo Cristo puede llamarse fuente: a María está reservada la denominación de acueducto. Pero en este caso la realidad re- basa la metáfora. El acueducto material está ciertamente fo puede estar") unido a la fuente: pero sólo por un extremo y parcialmente: «secundum partem, non secundum se totum». Y en virtud de esta limitación sólo muy impropiamente puede extenderse al acueducto la denominación de fuente. Pero semejante limitación, impuesta por su condición material, no se halla en María respecto de Cristo. De ahí que en razón de su íntimo acerca- miento, conjunción o compenetración moral con Cristo («propinquissima» dice y repite Santo Tomás), puede extenderse a María la denominación de fuente íy de hecho la extienden los Santos Padres), que no puede extenderse sino con mucha impropiedad al acueducto material. Y si a esta conjunción añadimos el principio de asociación, ya antes establecido, en virtud del cual Cristo y María forman un solo principio total y adecuado de la salud hu- mana (Cristo principalmente, María secundariamente), concluiremos que no con entera impropiedad apellidan los Santos Padres fuente a María, y que con mayor propiedad podemos afirmar que participa singularmente la plenitud fontal de Cristo, que, en sustancia, como hemos indicado, no es otra cosa que la participación en la gracia capital o, en frase de Suárez, en la dignidad de Cabeza. Una visión amplia y profunda del pensamiento de los Santos Padres puede justificar algunas afirmaciones, que, a primera vista, parecían no hallaban base suficientemente sólida en los documentos de la tradición cristiana.

LIBRO SEGUNDO

HECHOS

Los hechos que más especialmente nos interesa conocer son tres: 1) el consentimiento de María a la embajada del ángel; 2) su compasión ma- ternal al pie de la cruz; 3) su intercesión actual en los cielos. Desde el momento que estudiamos los hechos con vistas a la demonstración teoló- gica, que ha de seguir, para que ésta pueda simplificarse, sin perder nada de su fuerza y solidez, es natural que señalemos en ellos los elementos necesarios o útiles para esta demonstración. Por esto mismo, para que la demonstración no quede viciada en su raíz, nos esmeraremos en que el análisis de los hechos sea imparcial y objetivo.

Capítulo I CONSENTIMIENTO VIRGINAL

Antes de analizar el consentimiento de María, estudiaremos el consen^ timiento en general, su naturaleza, sus especies más importantes.

202 MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Art. 1. Del consentimiento en general

§ 1. Naturaleza y variedades en general

Naturaleza del consentimiento. El consentimiento puede definir- se: el acto libre con que uno conforma su voluntad con la voluntad pre- viamente manifestada de otro; o, más llanamente, el acto con que uno accede a la propuesta de otro en orden a hacer o dejar de hacer alguna cosa (').

Variedades y grados en el consentimiento. Dejando otras muchas variedades de consentimiento, indicaremos brevemente la división en sim- ple y mixto, en cada uno de los cuales cabe señalar numerosos grados.

El consentimiento simple o puro puede ser negativo, permisivo, apro- bativo y solidario. Llámase negativo el de aquel que pudiendo y debiendo impedir una cosa, no la impide. Tal consentimiento, aunque físicamente negativo, moralmente con todo se considera como positivo. El permisivo y el aprobativo suponen actos positivos, que o simplemente permiten o bien aprueban y dan por buena una cosa. El solidario va más allá, por cuanto, no ya aprueba una cosa como ajena, sino que la hace suya y toma como propia, asumiendo su responsabilidad.

El consentimiento mixto o combinado es el que reviste otras diferentes modalidades, que puede ser de dos maneras, según que esas otras modali- dades se presenten como accesorias o bien como predominantes. En el primer sentido tenemos el consentimiento optativo, deprecativo, imperativo, combinado con el deseo, la súplica o el precepto. En el segundo sentido' se dan a las veces exhortaciones, mandatos, que llevan implícito el con- sentimiento.

§ 2. Causalidad moral del consentimiento

Que el consentimiento, que de veras lo sea, aun el puramente negativo, implique causalidad moral, es tan evidente, que, si no fuera tan impor- tante, casi no valdría la pena de probarlo. Por de pronto, el acto que es objeto del consentimiento es imputable moralmente al que en él ha consentido, como lo enseñan unánimemente los moralistas. Ahora bien.

(') Hablamos de un consentimiento que no sea ocasional o larrlín ((bdu a una cosa ya hecha), sino de un consentimiento antecedentemente pedido o requerido.

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la imputabilidad moral supone causalidad moral. Pero, si, no contentos con conocer el hecho, deseamos conocer su razón intrínseca, no será muy difícil descubrirla. El que solicita el consentimiento ajeno, muestia por el mismo caso que no está últimamente dispuesto o determinado para hacer lo que desea, es decir, que le falta algo, sin lo cual no cree poder hacerlo, sea válida o lícitamente, sea de un modo conveniente y decoroso. Según esto, el consentimiento solicitado es como el complemento definitivo de la potestad moral o de la ordenada voluntad de hacer alguna cosa, es decir, un constitutivo del acto primero o de la virtud activa moral que ha de producir el acto segundo. Y si constituye el acto primero, el consen- timiento ejerce evidente causalidad moral en el acto segundo. Más aún, aunque el consentimiento se considerase, infundadamente, como pura con- dición, el resultado final sería el mismo; dado que el que pone una condi- ción que determina la existencia de un acto, si físicamente no es su causa, moralmente lo es.

Esta causalidad moral es en el consentimiento cooperación moral: ya que el que consiente asocia su acción con la de otro, que es quien produce el acto. Como acabamos de indicar, el acto primero está constituido por dos: por el que solicita el consentimiento y por el que lo da. La acción, por tanto, es común a los dos. Por esto los moralistas cuentan a los consentientes entre los cooperadores o cómplices de un acto.

La causalidad ejercida por el consentimiento es moralmente próxima o inmediata. La razón es clara. El consentimiento tiene como objeto o término directo el acto mismo cuya existencia determina, no algo inter- medio. O, lo que es lo mismo, si se considera como complemento del acto primero, como indicábamos, es evidente que la causalidad del acto primero completo en el acto segundo o en el efecto es próxima o inmediata.

Una cosa conviene notar aquí, que no carece de importancia. El ob- jeto del consentimiento no es necesariamente un acto simple, sino que puede ser también toda una serie de actos. En este caso, si, como se supone, el consentimiento mira a todo el conjunto, su causalidad moral se extiende por igual a todos los actos, por más que éstos estén separados por el espacio y el tiempo. Otra cosa sería, si el consentimiento sólo tu- viera por objeto el primero de los actos: los actos siguientes, realizados independientemente del consentimiento, no serían ya imputables al que le dió. Si uno da su consentimiento para la construcción de un edificio precisamente para que sea casa de juego, es responsable del delito que con ello se comete, puesto que el consentimiento abarca no sólo la cons- trucción, sino también el fin al cual se destina el edificio. En cambio, si

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MARÍA, MEDIADOKA UNIVERSAL

el consentimiento tuviese como objeto exclusivo la construcción del edifi- cio, si éste ulteriormente, independientemente del consentimiento, se desti- nase a juegos prohibidos, en tal caso el que dió el consentimiento no ten- dría ninguna responsabilidad en el delito, no ejercería en él causalidad alguna moral.

Hay que recordar también lo que antes implícitamente hemos indicado: que el consentimiento, para ser de hecho eficaz, no es menester que sea absolutamente necesario: basta la necesidad hipotética que libremente se impone el que lo solicita, es decir, el que por razones de conveniencia o para proceder con más suavidad no quiere hacer sin el consentimiento de otro lo que en absoluto pudiera hacer sin él. Tal es con frecuencia el caso de Dios con el hombre, cuyo consentimiento requiere y espera para destinarle a alguna empresa de su divino servicio. Dios quiere que el hombre le libremente su corazón, no se lo toma o arrebata por su fuerza prepotente. Y aun cuando constase que, en el caso que el hombre negase su consentimiento. Dios estaba dispuesto a llevar adelante su em- presa, prescindiendo de él, si, con todo, el hombre da su consentimiento, se hace efectivamente cooperador de la obra de Dios. Que no es lo mismo cooperación necesaria que cooperación eficaz. Aunque, si es necesaria, no hay duda de que crece bajo este concepto la eficacia de la cooperación.

Por fin, conviene observar que, si todo consentimiento, que no sea ficticio, entraña en causalidad y cooperación moral, mucho más clara- mente la entrañará el consentimiento solidario, sobre todo cuando el con- sentir es comprometerse a poner su actividad en oiden a la realización de lo que es el objeto del consentimiento, y mucho más aún, si éste anda acompañado de ardientes deseos de ello.

Art. 2. Del consentimiento de ^Iaría

Dando como supuesto, que la respuesta de María a la embajada del ángel fué un verdadero consentimiento, requerido por Dios (^), estudia- remos más bien las propiedades singulares de este consentimiento virginal. Más antes, como preparación de este estudio, analizaremos el ambiente psicológico en que se produjo.

í'^ Puede verse nuestro libro Deiparae Virginis consensus, corredemptionis ac mediationis jundamentum (Matriti, 1942), en que recogemos los principales testimo- nios de la tradición sobre el consentimiento virginal.

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§ 1. Ambiente psicológico del consentimiento virginal

No estaría aquí fuera de lugar un detenido análisis de la maravillosa psicología de María; nos contentaremos, empero, con poner de relieve algunos rasgos más característicos, que sirvan para encuadrar y entender mejor las propiedades del consentimiento virginal. Unos se refieren a su inteligencia, otros a su voluntad.

Inteligencia. Es de lamentar que no se haya estudiado con la am- plitud y minuciosidad que se merece, a la luz de la psicología experimental moderna, la portentosa inteligencia de la Virgen María. Para nuestra somera investigación no utilizaremos, como legítimamente pudiéramos ha- cerlo, los principios teológicos, ni siquiera las observaciones esparcidas en los escritos patrísticos: nos bastará lo poco que sobre María sugieren los Evangelios.

Lo primero que llama la atención en esta privilegiada inteligencia es su penetración, su potencia, sus vuelos. Prueba de ello es el Magnifica!, visión sublime de los planes divinos sobre la redención humana. A base de los grandes atributos de Dios, su omnipotencia, su santidad, su mise- ricordia, contempla la gran ley de la providencia divina, que desbarata a los soberbios, destrona a los poderosos, despoja a los ricos, para en- cumbrar a los humildes y saciar a los hambrientos. Y sobre este fondo, que anuncia las Bienaventuranzas evangélicas, se destaca la fidelidad amo- rosa con que Dios acoge a su siervo Israel y viene en su socorro, para cumplir la promesa hecha al gran patriarca Abrahán y en él a toda su posteridad. La Promesa, clave y sustancia, según San Pablo, d<; todo el Antiguo Testamento, es como el centro en que converge la acción provi- dente del Dios omnipotente, del Santo, del misericordioso. Visión verda- deramente grandiosa de los altísimos consejos divinos.

No es menos notable el conocimiento que el Magníficat muestra de lasf Sagradas Escrituras. Casi cada palabra del inspirado Cántico es una re- miniscencia de los Libros Santos. No es ciertamente una taracea de tex- tos bíblicos: como que no es obra de la erudición o de la memoria, sino fruto espontáneo de la inspiración jubilosa de la Virgen Madre, que para engrandecer a Dios su Salvador habla el lenguaje mismo de Dios, «no con aprendidas palabras de humana sabiduría, sino con las aprendidas del Espíritu», como diría San Pablo (1 Cor. 2, 13). Ocurre aquí el problema: ¿cómo adquirió María este conocimiento de la Escritura? ¿cómo se había familiarizado tanto con ella, hasta asimilarse y apropiarse sus modos de

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MAliÍA, AlED! ADORA UNIVERSAL

hablar? No es fácil determinarlo. Para nuestro objeto es casi indiferente que María hubiera apréndido a leer las Escrituias o que solamente las, hubiera oído leer en las reuniones semanales de la Sinagoga de Nazaret. Sólo diremos que el segundo caso, el que parece menos favorable, demos- traría más palmariamente la inteligencia de María, que con sólo oír leer las Escrituras se las hubiera hecho tan familiares y hubiera alcanzado tan profundo conocimiento de ellas.

Pero acaso lo más saliente en este conocimiento de las Escrituras, nueva manifestación de la penetración y profundidad intelectual, es la manera de enfocarlas e interpretarlas en sentido espiritualista y divino, providencialista y moral, diametralmente opuesta a las interpretaciones fantásticas o rateras, que por entonces predominaban, legalistas, naciona- listas, ora ífpocalípticas ora terrenas y carnales. Nada de esas aberra- ciones rabínicas o populares apunta en el Cántico de María, cuyo mesia- nismo es la concreción histórica de la santidad y de la fidelidad, de la justicia y de la misericordia de Dios. Este punto de vista mesiánico es importantísimo para apreciar la significación y la tendencia del consenti- miento de María.

No es menos sorprendente otro rasgo de su inteligencia: el fino sentido de la realidad, que se manifiesta de muchas maneras. Por de pronto, es notable la perspicacia y prontitud con que se hacía cargo de las situaciones. Ejemplo de ello las bodas de Caná. Cuando ni los esposos ni el maestre^ sala se habían dado cuenta de la escasez del vino, María, que todo lo advertía, fué la primera en notarlo. A esta natural perspicacia se juntaba una habilísima destreza en responder atinadísimamente a lo que se le decía. Ejemplo de esto los primeros versos de su Cántico, que con extremada delicadeza van respondiendo punto por punto a lo que acaba de decirle Isabel. Y con no menor habilidad se va elevando insensiblemente desde el punto de vista personal al punto de vista divino, en cuyas alturas se cierne majestuosamente, contemplando la historia humana gobernada por la providencia divina.

Otro rasgo de la inteligencia de María, el más. explícitamente docu- mentado, es su espíritu de observación y reflexión, con que todo lo exa- minaba, confería unas cosas con otras y guardaba fielmente en su corazón todas estas que podemos llamar experiencias personales y vividas. La saluda el ángel: y ella, lejos de complacerse en aquellos inauditos elogios, reflexionaba y consideraba atentamente a qué venía aquella salutación y qué podía significar. Prosigue el ángel anunciándole la maternidad del Mesías: y ella, en vez de gozarse en su elección y de abalanzarse a un

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prematuro, advierte la aparente incompatibilidad de esa maternidad con el propósito o voto que tenía hecho de permanecer virgen en el matri- monio: y serenamente, casi fríamente, propone sus dudas al ángel. Este espíritu de reflexión lo consigna dos veces San Lucas por estas palabras: «María guardaba todas estas cosas confiriéndolas en su Corazón» Í2, 19): «Y su Madre guardaba indeleblemente todas estas cosas en su Corazón» (2, 51).

Dotada tan privilegiadamente con estas cualidades, profundidad, cono- cimiento de las Escrituras, perspicacia, espíritu de reflexión, la inteligen- cia de María consideró y ponderó las palabras del ángel. ¡Qué luz brotaría en elía al cotejar minuciosamente lo que acababa de oír con lo Ifue decían las Escrituras sobre la Madre del Mesías! Y cuando a estas dotes naturales se asoció la acción del Espíritu Santo, que vino sobre ella, con una plenitud como no se ha infundido jamás a criatura alguna, ¡qué conocimiento alcanzaría María sobre los planes redentores de Dios y de su Cristo ! Si una comunicación, relativamente tenue, del Espíritu de Dios tal conocimiento infundió a Isabel, ¡qué obraría en María aquella soberana y única efusión del Espíritu divino ! No es lícito a nuestra limitada inteligencia rastrearlo; pero tampoco es lícito desconocerlo ni olvidarlo, cuando tratemos de valorar el consentimiento dado por María entre estos esplendores torrenciales de luz divina. Cuanto expresan las palabras del ángel, más aún, cuanto para nosotros sugieren, cotejadas con el Cántico de María y con las profecías mesiánicas, todo esto abarcaba entonces la mirada penetrante de María.

Voluntad. Del carácter moral de María tenemos a las veces un concepto deficiente. Embelesados por su delicadeza virginal y diáfana y por las inefables ternuras de su amor maternal, echamos en olvido la po- tencia vigorosa, los bríos acerados de su voluntad. Dejando ahora otros aspectos, aunque no menos atrayentes, del carácter de María, sólo nota- remos aquellos que más conduzcan para apreciar el valor moral de su consentimiento. Todos ellos se reducen al contraste y harmonía entre dos rasgos que caracterizan el temple de su voluntad: su potencia propulsora y su fuerza moderadora.

La potencia propulsora presenta muchas y variadas manifestaciones, a cuál más interesantes: dinamismo de acción, poder de resistencia, poten- cialidad afectiva.

El dinamismo de acción comienza a manifestarse, apenas recibida la embajada del ángel, en la resolución, prontitud e intrepidez con que María emprende el viaje para visitar a Isabel ; y no fué allá para solazarse con

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la buena anciana, sino para prestarle los servicios que el caso requería. Y en el nacimiento de Jesús ella hizo por sus propias manos lo que en tales circunstancias «uele estar reservado a manos ajenas. Y cuando per- dió al Niño Jesús, la vehemencia del dolor no paralizó su actividad, antes la estimuló: de hecho puso tal diligencia en buscarle, que, según lo que podemos calcular, le halló lo más pronto que era posible. Y en Caná manifestó su actividad, no sólo en sus iniciativas previsoras, sino también, a lo que parece, ayudando en los quehaceres domésticos.

Mavor relieve alcanza aún su poder de resistencia, su firmeza, constan- cia y solidez. Ya en la misma anunciación las promesas del ángel con aquellas perspectivas de grandeza no la fascinan, parece que ni la imprc sionan siquiera. Y poco después aquella tormenta de angustias que se desencadenó en el alma de su desposado y que amenazaba descargar sobre ella, no la desconcertó ni amilanó: creyó, y con razón, que la revelación del misterio tocaba a Dios, y no a ella, y, puesta en Dios toda su confianza, con heroica resolución calló. Bastaba una sola palabra suya para disipar toda aquella tempestad: y esta palabra no salió de sus labios. Pasemos por alto los trabajos de Belén y las zozobras y penalidades de Egipto, y trasladémonos al Calvario. Los tormentos y la muerte del Hijo de su amor pudieron destrozarle el Corazón, pero no hacer mella en la constancia de su alma. Junto a la cruz, en que moría el Hijo. "Stabat Mater dolo- rosa»: de pie. firme, resistiendo como roca inconmovible, las oleadas de dolor, que amenazaban sepultarla.

Con esta firmeza, que hubiera podido parecer estoica, juntó María una maravillosa potencialidad afectiva. ¿Qué tesoros de afecto encerraría su salutación a Isabel, cuando ésta, al oírla, «quedó llena de Espíritu Santo» y «dio saltos de alborozo el niño que llevaba en su seno» i Le. 1. 41)? Y ¿qué emociones las del Corazón de María, cuando, respondiendo a las exclamaciones de Isabel, cantaba «Mi espíritu se estremece de júbilo en Dios mi Salvador (Le. 1. 47 1? Y en el mismo Cántico ¡qué profundidad de sentimiento religioso, qué amor a los humildes y pobres, qué cariñosa ternura con Israel! Y, sobre todo, ¡qué amor a su Hijo Jesús revelan aquellas palabras: «Hijo, ¿cómo lo has hecho así con nosotros? Mira que tu padre y yo te andamos buscando con tanto dolor» i Le. 2, 48l! Y ¿qué amor, más fuerte que la muerte, el que la saca de su retiro y la Ueva al Calvario para recoger la última mirada y las últimas palabras de su Hijo moribundo !

Pero esta triple potencia propulsora no era violenta ni se perdía en agitaciones incontroladas, sino que estaba regida por una fuerza mode-

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radora, siempre dueña de sí. La base de esa fuerza moderadora era aquella presencia de ánimo, aquel dominio de sí, aquel señorío absoluto que María tenía sobre todos sus actos. En su coloquio con el ángel es interesante ver cómo ella con su actitud o su pregunta encauza y dirige el curso de la conversación; y ella le puso fin dando su consentimiento en el momento en que debía darlo, sin precipitaciones ni vacilaciones. Y si brotaron en su espíritu impulsos de comunicar su maternidad a José, como no pudieron menos de brotar, ella supo frenarlos, y calló. Y cuando Jesús iba a morir, los atroces dolores que iba a pasar y que iba también a causar a su Hijo, no pudieron retraerla de asistir a tan doloroso espec- táculo: debía asistir, y, dueña de sí. aun con el Corazón desgarrado, asistió.

Amables coeficientes de esta fuerza moderadora eran su reserva, amiga del retiro, del silencio y de la vida interior; su sobria delicadeza, su exqui- sita sofrosine, que es el embeleso de la narración de San Lucas : y. sobre todo, su asombrosa humildad, la humildad de la «Esclava del Señor». Parece a primera vista un enigma el hecho que María, con su propósito o voto de virginidad, se determinase a contraer matrimonio. La humildad, y sola ella, explica el enigma. El matrimonio había de ser el velo discreto que escondiese a los ojos del mundo la virginidad de María. Ser virgen, sin parecerlo, era el deseo de María. Además el matrimonio la sujetaba al marido, y la forzosa carencia de hijos podría parecer un castigo de Dios: nuevas ventajas, que no obstáculos, para que la humildad de María se decidiese por el matrimonio, segura, por otra parte, de la fidelidad abnegada de José. Y esta humildad, al oír los elogios del ángel, se turba y sobresalta. La Virgen prudente, la Virgen fuerte, lo único que no entiende, lo único que no resiste impávida, son las alabanzas que le tributa el ángel. Y cuando el Espíritu Santo va a venir sobre ella para hacerla Madre de Dios, ella se reconoce y apellida la «Esclava del Señor». Y con humildad de esclava corre a servir a Isabel, y más tarde a los esposos de Caná. Solamente se presenta a los ojos del mundo como Madre de Jesús, el gran profeta y taumaturgo, no cuando entra triunfante en Jerusalén, sino cuando muere ajusticiado como malhechor en el patíbulo de los crimi- nales, cuando los ultrajes de los príncipes de los sacerdotes, de los escribas y ancianos, de los soldados y del vulgo, lanzados contra el crucificado, recaen sobre la Madre allí presente.

Si la humildad es el mejor freno moderador de la fuerza, no es de maravillar que María poseyese tan absoluto señorío de todas sus porten- tosas energías, de todos sus sentimientos, de todos sus actos. La «Esclava del Señor» era la señora de sí.

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Y nada hemos dicho, al estudiar el carácter moral de María y el temple de su voluntad, acerca de la acción del Espíritu Santo en su Corazón. Hemos contemplado algunos efectos, pero no hemos señalado la causa. El Espíritu de Dios fué el que modeló el Corazón de María y el que derramó a torrentes sobre él la plenitud de sus gracias y carismas, que robustecían, perfeccionaban, elevaban, divinizaban sus privilegiadas dotes naturales. Y mientras ella con su humildad se abismaba más y más cada vez en su propia bajeza. Dios con su gracia la levantaba en la misma proporción y la enriquecía más y más cada vez con sus divinos dones, hasta encumbrarla a tal altura de santidad, que produce vértigos a nuestra débil inteligencia.

En este ambiente psicológico de luz y de fuerza, de inteligencia y de voluntad, natural y sobrenatural, hay que considerar las propiedades del consentimiento virginal. Lo que fuera de este ambiente único pudiera parecer exagerado, dentro de él aparece razonable, si ya no es que se queda corto y no llega a la realidad.

§ 2. Propiedades del consentimiento virginal

Las múltiples propiedades del consentimiento virginal son de tres ór- denes diferentes: unas afectan al acto mismo del consentimiento, otras se refieren a su objeto, otras, en fin, al título personal que motiva el consen- timiento.

A. El acto del consentimiento

Las propiedades inherentes al acto mismo del consentimiento, unas son de carácter psicológico, otras de carácter moral.

Propiedades psicológicas. Que el consentimiento de María haya sido reflexivo y consciente, no ofrece la más ligera duda. Es también evidente que fué plenamente libre, con libertad, no sólo física, sino también moral. Fué además intenso, ardoroso, vehemente. Si a las primeras palabras del ángel se mostró María reservada, luego que conoció la voluntad de Dios, dió el sí, que se le pedía, con toda su alma. Y bajo la acción del Espíritu Santo, que llenaba de luz su inteligencia y de ardores su voluntad, dió el consentimiento con inefable júbilo de su Corazón, cual lo manifestó poco después en su Cántico, al decir: «Mi espíritu se estremece de júbilo en Dios mi Salvador». Ni fué un consentimiento puramente permisivo, sino que entrañaba un ardiente deseo y una oblación y total entrega de misma,

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con la cual, por una parte, se ponía enteramente en manos de Dios, para que en ella y de ella hiciera según su divino beneplácito, y, por otra, asumía la maternidad del Hijo de Dios con todas sus consecuencias y se consa- graba al desempeño de todos los oficios y servicios maternales. Pero no fué este consentimiento un acto pasajero, sino que creó o inició en María una disposición habitual y constante, que nunca había de cesar ni enti- biarse: la actitud de perpetua Esclava del Señor.

Propiedades morales. Desde el punto de vista moral fué el consen- timiento de María un acto de fe, un acto de obediencia, un acto de humildad.

La fe de María en una maternidad virginal, como obra de Dios, a quien nada hay imposible, fué, por razón de su objeto, mucho más difícil y consi- guientemente mucho más heroica que la fe del gran padre de los creyentes. Con razón, pues, la enalteció Isabel con aquellas palabras, melancólica alu- sión a la incredulidad de Zacarías su marido: «Dichosa la que creyó» (Le. 1, 45).

La obediencia de María fué perfectísima, no sólo por su total rendi- miento, sino principalmente por cuanto no hubo precepto formal de parte de Dios, que, conociendo la sumisión y la docilidad de María, se corttentó con manifestarle su divino beneplácito.

La humildad de María fué más admirable todavía que su fe y su obe- diencia. La palabra de Dios y la manifestación de su voluntad reclamaban fe y obediencia, pero no exigían una declaración tan cruda de la propia bajeza y esclavitud. Bastaba con aceptar el oficio de madre: no se le pedía el servicio de esclava. Y la que es encumbrada a la dignidad de Madre se apropia la condición de esclava.

Esta humildad de María, este considerarse como esclava del Señor, en- traña una consecuencia importantísima. Con ello María asume la mater- nidad como un servicio de esclava, llamada a cuidar maternalmente del Hijo de su Señor; acepta los deberes y trabajos de una madre, renunciando a los derechos maternales. Dios, en consecuencia, podrá disponer libérri- mamente de aquel Hijo, que lo es de entrambos, contando de antemano con la plena y sumisa conformidad de la Madre. Sin duda que ante los de- rechos soberanos de Dios deben ceder los derechos subalternos y relativos del hombre; pero esto ni quita ni mengua el valor y el mérito del hombre, que renuncia sus limitados derechos en aras del divino servicio. También sobre la vida de Isaac tenía Dios derecho absoluto, ante el cual desaparecía todo derecho de Abrahán ; y, no obstante, la sola voluntad de Abrahán de sacrificar a Isaac renunciando a los derechos paternales que sobre él tenía o pudiera tener, mereció de Dios aquellas magníficas promesas: «Por cuan-

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to hiciste eso. y no perdonaste a tu hijo unigénito por mi respeto, te ben- deciré, y multiplicaré tu posteridad como las estrellas del cielo...; y serán bendecidas en tu posteridad todas las naciones de la tierra, por cuanto obe- deciste a mi voz» (Gen. 22, 16-18). Claro está que no fué menos grata a Dios ni menos meritoria la generosa renunciación con que María puso sus naturales derechos de madre en manos del Padre celestial. Y esta renun- ciación fué aceptada por Dios, mejor dicho, estaba ya de antemano acep- tada, desde el momento en que previo que María, conformando su voluntad con la del Padre, con autoridad de madre había de dar su beneplácito para que el Hijo se entregase a la muerte de cruz.

Pero más que estas y otras virtudes particulares, realza el valor del consentimiento virginal la exacta correspondencia o consonancia de las pa- labras de María con las que. según San Pablo, profirió el Redentor en el momento mismo de la encarnación: «Heme aquí presente: ... quiero hacer, oh Dios, tu voluntad" íHebr. 10, 7). Como si Cristo, al tomar de María aquel «cuerpos ÍHebr. 10. 5). que había de ofrecer en sacrificio, quisiese también tomar de sus maternales labios aquellas palabras con que se ofrecía al cumplimiento de la divina voluntad. Es que el mismo Espíritu de Dios, que gobernaba y regía el Corazón de la Madre, infundía entonces su ple- nitud en el Corazón del Hijo.

B. El objeto del consentimiento

El objeto del consentimiento virginal presenta dos problemas, de cuya solución depende su pleno valor soteriológico. Se presupone, como postu- lado básico, que el consentimiento de María tiene por objeto la maternidad del Hijo de Dios que se hace hombre: y de ahí su altísimo valor, que pu- diéramos llamar teológico o hipostático. Pero, a base de esto, se pregunta ulteriormente: 1) ¿tiene también por objeto la maternidad del Redentor formalmente en cuanto tal? 2l ¿recae además en la maternidad del Reden- tor paciente?

1. M.^TERMDAD DEL REDENTOR. La solución al primer problema no ofrece la menor dificultad. Basta leer con atención la narración de San Lucas V el Cántico de María para convencerse plenamente de que el con- sentimiento virginal tiene por objeto la maternidad del Redentor precisa- mente en cuanto tal. María da su consentimiento a la embajada del ángel, como ella misma lo expresó, «según tu palabrai^ Veamos, pues, lo que el ángel le anuncia. No sólo le dice: «He aquí que concebirás en tu seno y

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darás a luz un hijo, y le llamarás Jesús; este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo»; sino que añade a continuación: <(Y le dará el Señor Dios el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob eterna- mente, y su reinado no tendrá fim) (Le. 1, 31-33). Según esto, el Hijo que se anuncia a María es el Mesías Rey, que, conforme a las profecías mesiá- nicas, había de establecer en Israel el reino eterno de Dios, reino de justicia y de paz, en que se cifraba toda la economía de la salud humana. Esto dijo el ángel, o, mejor, esto consigna San Lucas y esto sabemos nosotros que dijo el ángel; que no es improbable que sus declaraciones fueran más amplias y más explícitas. De todos modos, nos basta lo que sabemos, para deducir de ahí el valor soteriológico del consentimiento virginal, que no miró exclusivamente a la encarnación del Hijo de Dios, sino también al advenimiento del Mesías. Esta deducción la confirma plenamente el Cán- tico de María, profundamente soteriológico, como antes hemos comprobado. Agrégase a esto el gran conocimiento que María alcanzó sobre las Sagra- das Escrituras y, lo que no puede olvidar un teólogo católico, la interna ilustración del Espíritu Santo, que, como manifestó a María la divina filia- ción del Hijo, no había de ocultarle su mesianidad y carácter de Redentor.

2. Maternidad del Redentor paciente. La solución al segundo pro- blema no es ya tan fácil ni puede alcanzar el mismo grado de certeza. El problema es este: ¿conoció María en el momento de dar su consentimiento la pasión y muerte del Hijo, cuya maternidad se le proponía? ¿Que el reino de Dios se había de establecer en la tierra por medio de la cruz? Ante todo, hay que reconocer que ni en las palabras del ángel, a lo menos cual las conocemos, ni siquiera en el Cántico de María, se expresa o insinúa la pasión del Redentor. Pero con esto no se excluye que María, antes de dar su consentimiento, la conociese. El medio de conocerla pudo ser doble: los vaticinios acerca del Mesías paciente y la ilustración del Espíritu Santo. Examinemos si esta doble posibilidad fué una realidad.

Primeramente, ¿conoció María los vaticinios relativos al Mesías pacien- te y los entendió en su verdadero sentido? Que los conoció, no puede po- nerse en duda. El admirable conocimiento que tenía de las Escrituras al- canzaba también estos pasajes, que, cuanto más misteriosos, más debieron de llamarle la atención. Lo menos que podemos suponer, y esto es bas- tante— es que María, al oír estos vaticinios dentro del ciclo de las lecturas bíblicas en la sinagoga, dada su natural perspicacia hubo de reparar en ellos; por otra parte, como su espíritu, tan completamente ajeno a las tendencias terrenas y carnales de tantos otros Judíos, no ofrecía ningún obstáculo a su interpretación literal, hubo por tanto de entenderlos, como

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MAP.ÍA, MEDIADORA 1! MVr.nSAI.

suenan, en su verdadero sentido. Y ella, tan reflexiva, consideraría atenta- mente estos abatimientos del Mesías y los guardaría fielmente en su Corazón. Y cuando el ángel le anunció la maternidad del Mesías, no pudo menos de conferir las palabrar del ángel con los vaticinios de los profetas; y de este cotejo se formó en su espíritu una idea verdadera y completa del Mesías, paciente y glorioso. Y. en consecuencia, al aceptar la maternidad del Me- sías, aceptó la maternidad del Redentor paciente, la maternidad del Cristo crucificado.

Actuaba además intensamente en el alma de María la luz del Espíritu Santo, que, como ilustró su inteligencia para que conociese plenamente la divina filiación y la realeza mesiánica del Hijo, no hubo de ocultarle sus padecimientos, que tan dolorosamente habían de repercutir en el Corazón de la Madre. Estos padecimientos del Hijo eran parte esencial de la mater- nidad mesiánica, a la cual era invitada María; y en tal supuesto, ocultarle estos padecimientos pudiera parecer una especie de engaño, impropio e indigno de Dios. Recuérdese que al revelar por primera vez el Señor a Ananías la vocación de Saulo al apostolado, le declara inmediatamente: «Yo le mostraré cuánto ha de padecer por mi nombre» ( Act. 9, 16). ¿Había de ser Dios menos explícito y, por así decir, menos leal con María? Y si al anciano Simeón le fueron reveladas las contradicciones que había de padecer el Mesías y la espada que había de traspasar el alma de la Madre, ¿es de presumir que lo uno y lo otro se hubiera mantenido oculto a María?

La acción combinada de estas dos causas, la perspicacia reflexiva da María, conocedora de los vaticinios mesiánicos relativos al Redentor pa- ciente, y la ilustración sobrenatural del Espíritu Santo, que mostraba a los ojos de María el suspirado Mesías, cuya Madre iba a ser, no permiten dudar que María comprendería perfectamente cuáles eran los destinos del Hijo, cuya maternidad se le ofrecía. Por esto, al dar su libre consentimiento a la embajada del ángel, admitió la maternidad del Redentor, que David había contemplado «con las manos y los pies traspasados» íPs. 21. 17). y que Isaías había anunciado como «varón de dolores, herido por nuestras iniquidades y quebrantado por nuestros delitos» (Is. 53, 3-5).

De todos modos, lo que de ninguna manera puede negarse, es que María, al dar su total consentimiento, al ofrecerse incondicionalmente a Dios como esclava, admitía a ojos cerrados cuanto Dios quisiera hacer de ella; y en esta disposición de completo rendimiento y sumisión a la divina voluntad entraba la aceptación anticipada de todos los padecimientos y humillacio- nes que consigo llevase la maternidad del Mesías. Y, aun en esta hipótesis minimista, esta aceptación implícita de la cruz muy pronto hubo de hacerse

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explícita, cuando la perspicaz y reflexiva Madre se vió envuelta en aquella tormenta de zozobras de su desposado, que lastimaba en lo más vivo su virginal Corazón, y cuando vió nacer al Mesías en un establo, y cuando oyó los fatídicos anuncios de Simeón, y cuando tuvo que huir a Egipto. Y en todos estos trances no se mostró decepcionada ni engañada. Su voluntad primera los había abrazado de antemano.

C. Título personal que motivó el consentimiento

Consta que Dios solicitó el consentimiento de María, sin el cual no quiso iniciar la ejecución de sus consejos eternos en orden a la redención humana: y María dió libre y generosamente el consentimiento que Dios se dignaba pedirle. Pero se pregunta: ¿con qué título, en nombre de quién, había de dar María este consentimiento? ¿en nombre propio solamente, o tam- bién en nombre y representación de todo Israel o de toda la humanidad? Con este problema está íntimamente ligado el de la necesidad que hubo de que María diese su consentimiento en orden a la realización de los planeg divinos. Ambos problemas hay que estudiar para conocer adecuadamente el consentimiento de María.

Que María dió su consentimiento en nombre propio, no ofrece la menor dificultad. La divina maternidad con que Dios le brindaba, le tocaba a ella personalmente, muy de cerca y bajo muchos conceptos; era una digni- dad, que a ella sola correspondía, y era también una carga, que había de tomar sobre sí: era, pues, natural que diese el consentimiento en nombre propio y personal. Mas, por otra parte, la divina maternidad era en los planes divinos esencialmente soteriológica ; y, como tal, rebasaba los límites personales: era un negocio, que interesaba a todo Israel y a toda la huma- nidad. ¿Bajo este aspecto soteriológico, el consentimiento de María fué puramente personal, o más bien representativo?

Consentimiento representativo. La respuesta de la Tradición a este problema es afirmativa. Recordemos además que anteriormente hemos hallado a María investida de la representación de toda la humanidad en orden a transmitir o conferir al Redentor la solidaridad con el linaje huma- no. Pero ahora, prescindiendo de esta doble ventaja, nos limitaremos al análisis interno del mismo consentimiento, para ver si en su naturaleza descubrimos algunos indicios de su carácter representativo.

La economía de la redención humana es una alianza, la Nueva Alianza entre Dios y los hombres. Y. como alianza, requiere el consentimiento de

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entrambas partes. Por otra parte, la encarnación del Hijo de Dios y consiguientemente la divina maternidad es el primer paso en la economía de la redención, y por tanto la inauguración de la Nueva Alianza. El con- sentimiento, pues, de entrambas partes se había de dar en este primer mo- mento. Ahora bien, de hecho, ¿quién dió este consentimiento? Solamente María. Mas. como debía darle todo el linaje humano, sigúese que María lo dió en nombre y representación de toda la humanidad.

Esta misma Alianza se representa en la Escritura y en toda la Tradición bajo la imagen de místicos desposorios entre Dios e Israel, entre Dios y toda la humanidad. Y los desposorios exigen el mutuo consentimiento de entrambos desposados. Este consentimiento debía darse en el momento en que se contraían los desposorios, en la encarnación. Naturalmente debía darlo toda la humanidad: sólo de hecho lo dió María: señal evidente de que lo daba como representante de todo el linaje humano.

Examinemos ahora las palabras mismas de María al dar su consenti- miento. Hav en ellas un rasgo o pormenos misterioso, en que acaso no se ha reparado bastante. Dice: «Fiat mihi secundum vertura tuumi» : no «fiat in me», o algo parecido, sino «fiat mihi». El sentido de semejante dativas commodi no puede ser sino «en bien mío», «a favor mío», «en atención a mío. Y lo que desea María se haga «a favor suyo» es todo lo comprendido en el complemento «secundum verbum tuum»; es decir, todo cuanto había dicho el ángel: no sólo la concepción y el parto de Jesús, el Hijo del Altí- simo, sino también su exaltación al trono de David y su realeza y reinado eterno sobre la casa de Jacob. Y estos deseos los expresa la humilde donce- Uita que acaba de llamarse «la Esclava del Señor». ¿Cómo se compaginan esos deseos, que parecen tan ambiciosos como interesados, con tan estu- penda humildad y abnegación? Y crece el asombro, al ver que poco des- pués, en su Cántico, reaparece junto a la «bajeza de la Esclava del Señor» íLc. 1. 48l el misterioso dativo: «Fecit mihi magna» íLc. 1, 49). ¿Y cuá- les son esas cosas grandes que hizo en su favor el Poderoso? La repetición intencionada del verbo «fecit» íLc. 1, .51) lo expresa claramente: es toda la obra de la redención humana, encuadrada en el marco de la providencia divina. ¿Cuál será la clave de este enigma? En la hipótesis de que María habla exclusivamente en nombre propio, el enigma es indescifrable. Su- puesta la inteligencia perspicaz y reflexiva de María, tanta humildad es incapaz de tan desmesuradas ambiciones. En cambio, en la hipótesis de que María hable en nombre y representación de toda la humanidad, el enigma queda descifrado: los deseos de que se cumplan en su favor los misericor- diosos designos de Dios son aspiraciones justas y santas, tan confiadas como

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humildes. Tenemos, pues, en este dativo, a primera vista enigmático, una confirmación no despreciable del carácter "representativo del consentimiento de María.

Necesidad del consentimiento. Este carácter representativo explica además la necesidad del consentimiento virginal en orden a la ejecución de los planes divinos. No será difícil precisar el sentido de esta necesidad.

Respecto de Dios la necesidad del consentimiento virginal no fué, ni pudo ser, absoluta o, en rigor, antecedente. Evidentemente, Dios pudo no querer la redención humana; y aun en el supuesto de que la quiso, pudo prescindir de María y de su consentimiento. Ninguna necesidad forzaba a Dios a querer lo que libérrimamente determinó. Si después, en lo que hizo, interviene alguna necesidad, esa necesidad Dios mismo se la creó libérri- mamente, nadie se la impuso: es, en lenguaje teológico, necesidad pura- mente hipotética y consecuente. Tal es la necesidad del consentimiento vir- ginal: dentro de los planes que Dios mismo formó se hizo hipotética y con- secuentemente necesario este consentimiento.

Esta relativa necesidad se explica perfectamente por el doble título del consentimiento de María: en cuanto es personal y en cuanto es, principal- mente, representativo.

En cuanto era personal, el consentimiento miraba a la divina mater- nidad como una dignidad y como un oficio trabajoso: y bajo ambos con- ceptos se hacía sumamente conveniente y en cierta manera necesario, que se pidiese a María su libre consentimiento. Para las excelsas dignidades, para las gracias de privilegio. Dios no suele forzar, sino invitar suavemente. Y para los oficios extraordinariamente trabajosos Dios suele buscar vo- luntarios.

Más clara es aún la necesidad del consentimiento virginal en cuanto era representativo. Si la economía de la redención es una Nueva Alianza, unos desposorios de Dios con la naturaleza humana, como Alianza y como despo- sorios exige el consentimiento de entrambas partes, de la humanidad consi- guientemente y de María que llevaba su representación. Dios podía cierta- mente disponer de otra manera la economía de la redención; mas desde el momento en que ha querido sea una Alianza y unos desposorios, él mismo ha hecho necesario el consentimiento. No hay que olvidar este carácter de representación y de necesidad del consentimiento de María, cuando se trate de determinar su causalidad moral en la obra de redención humana.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Capítulo II COMPASIÓN MATERNAL

La compasión de María junto a la cruz del Redentor es el objeto prefe- rente de las modernas controversias mariológicas; en ella se ha centrado e! gran problema de la corredención Mariana. Hay que estudiarla, pues, con todo esmero. Para no mezclar lo que hay en ella de más elemental o super- ficial con lo que tiene de más íntimo y significativo, será conveniente estu- diarla en dos estadios o ciclos consecutivos. El primero será casi una sim- ple declaración de los términos; el segundo será un examen de sus propie- dades singulares y únicas.

Art. 1. El hecho de la compasión

Compasión no se toma aquí en el sentido vulgar de conmiseración, sino en el sentido etimológico de padecer juntamente con otro; y pudiera defi- nirse acomunión (o comunicación o participación solidaria) con los padeci- mientos de Cristo».

Que María, de pie junto a la cruz de su Hijo Redentor, padeció con él, es decir, que tomó parte en sus padecimientos, no hay para qué detenerse en demonstrarlo. Tampoco interesa especialmente al teólogo ponderar y encarecer la intensidad y atrocidad de estos padecimientos. Mucho más interés tiene señalar el doble sentido o aspecto de esta com-pasión.

La com-pasión de María puede entenderse de dos maneras: o por apro- piación o por asociación; por apropiación, en cuanto María considera y siente como suyos los padecimientos del Hijo: es la reprecusión de los pade- cimientos del Hijo en el Corazón de la Madre; por asociación, en cuanto junta o añade a los del Hijo sus propios y personales padecimientos; donde entra, por ejemplo, la privación de las muchas ventajas, que pierde la Ma- dre con la muerte del Hijo.

Esta com-pasión estaba realzada por las disposiciones morales o virtudes que la acompañaban, principalmente la fe, la obediencia o conformidad con

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la voluntad divina y la caridad para con los hombres y el deseo de su repa- ración y salud eterna.

Considerada así en general, la compasión no parece exclusiva de María. Junto a María, al pie de la cruz, estaban Juan y la Magdalena, que sentían también dolorosamente y compartían los padecimientos del Redentor. Más aún, San Pablo (Rom. 8, 17; 2 Tim. 2, 11-12) lo mismo que San Pedro (1 Petr. 4, 13) consideran la com-pasión con Cristo como necesaria a todos los cristianos. Y si se desea una com-pasión de intensidad y de quilates místicos, ahí está el caso de San Pablo, que se sentía íntimamente «concru- cificado» con Cristo (Gal. 2, 19). Y lo mismo pudieran decir tantas almas llamadas a la mística con-crucifixión con el Esposo crucificado. ¿Qué tiene, pues, de singular o exclusivo y propio la com-pasión de María? Tal es el' problema que vamos a estudiar. Consideramos esta com-pasión, no todavía como corredención, pero como base o prerrequisito de la corredención Mariana; y parece que esta base no subsiste, si la compasión Mariana no se diferencia esencialmente de la compasión de todos los demás santos.

Art. 2. Singularidad de la com-pasión Mariana

Para descubrir la singularidad de la com-pasión Mariana, tomaremos como punto de comparación o referencia el caso privilegiado de San Pablo, antes mencionado, que, por tanto, habremos de analizar con mayor preci- sión, para poder cotejar con él el caso de María.

La con-crucifixión Paulina es un fenómeno místico, consistente en la percepción o conciencia experimental, cuyo objeto es su comunión o parti- cipación en la crucifixión del Salvador. Esta comunión se realiza, no por la reproducción del acto de la crucifixión, sino por la compenetración o identificación espiritual de Pablo con el Redentor crucificado. Esta compe- netración es doble: jurídica y psicológica. La jurídica radica en el princi- pio de solidaridad, en virtud del cual el Redentor tenía en incorporados y concentrados a todos los hombres. La psicológica radica en la potencia transformativa y unitiva del amor. Tres son, pues, los elementos principa- les de este fenómeno místico: la percepción íntima de la con-crucifixión y el doble principio que la determina, es a saber, la doble compenetración, jurídica y psicológica. Comparemos ahora bajo este triple aspecto la com- pasión de María con la concrucifixión de Pablo.

Bajo el primer aspecto, la percepción de Pablo tiene por objeto un acto pretérito, la crucifixión del Redentor, cuya reproducción presente es pura-

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MAKIA, MEDIADORA IJMVKRSAL

mente intencional y, en gran parte por lo menos, imaginaria; y es además indirecta, por cuanto no se realiza por la reproducción de los tormentos de la cruz, sino que es simple resultancia de considerarse Pablo identificado con el Redentor crucificado. No así en María, que, no por imaginación de un objeto pretérico, sino por visión viva de la realidad presente, comparto los padecimientos del Redentor, que, no por resultancia indirecta, sino por repercusión directa, se reproducen en su Corazón. Entre la comunión ima- ginaria e indirecta de lo pretérito y la comunión visual y directa de lo actual y presente media un abismo. No es, con todo, este primer aspecto el más importante desde el punto de vista de la corredención. La principal im- portancia se halla en los otros dos aspectos.

Bajo el segundo aspecto, la con-crucifixión de Pablo radica en la identi- ficación jurídica o en el principio de solidaridad; la com-pasión de María, en una comunión incomparablemente más estrecha y elevada, de orden a la vez jurídico y físico.

La comunión de María con el Redentor paciente es también jurídica o moral, como la de Pablo; mas con una diferencia esencial, que anterior- mente señalamos. En efecto, la de Pablo es puramente pasiva; la de Ma- ría, en cambio, es activa. El principio mismo de solidaridad es ciertamente obra de Dios; pero Dios, antes de encarnarlo en el Redentor y en orden precisamente a transfundirlo en él, lo plasma o concreta en María, que, constituida representante de toda la humanidad, transfiere o confiere mater- nalmente esta representación universal a su Hijo Redentor. Donde es de notar que Pablo, antes de ser incorporado a Cristo, se hallaba representado en María, y que fué ella precisamente la que en él le incorporó.

Pero la comunión de María con Cristo no se limita, como la de Pablo, al orden moral o jurídico: pertenece además al orden físico. Y por varios títulos. Por de pronto, sin abandonar el principio de solidaridad, notemos que Cristo, al recibir con la generación virginal la representación de toda la humanidad, de muy diferente manera recibe la de María y la de los demás hombres. Pues, la carne y sangre, a la cual está vinculada esta represen- tación solidaria, es carne y sangre de los demás hombres sólo jurídicamente: únicamente de María puede con toda propiedad decirse que lo es física- mente. De María puede decir el Redentor, como Adán de Eva, con mucha más verdad que de los demás hombres, que es «carne de su carne y hueso de sus huesos».

Pero el hecho de la maternidad establece entre María y su Hijo otro linaje de comunión, la misteriosa afinidad de sentimientos, la maravillosa sensi- bilidad o impresionabilidad de las madres en responder espontánea y rápi-

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damente a todo cuanto dice, siente, hace o padece el hijo. Es lo que se ha llamado «la voz de la sangre», que tan poderosamente resuena en el corazón de una madre: es con toda la fuerza etimológica y con toda la plenitud, la simpatía maternal. \ cuando una madre lo es con tan exclusiva totalidad como lo es la Madre- Virgen de su Hijo Unigénito, esta sensibilidad en reci- bir las impresiones que parten del Hijo ha de ser incomparablemente más profunda y delicada. En virtud de esta simpatía materna la com-pasión de María es un efecto necesario y, si rto es irrespetuosa la expresión, automá- tico y fatal de su misma maternidad. De ahí se desprende una consecuen- cia de capital importancia. Si el Hijo que Dios ofrece a María era en los consejos divinos el Redentor que con sus padecimientos y muerte había de rescatar a los hombres, es decir, si estos padecimientos no habían de ser fortuitos, sino necesarios y esenciales en el Redentor, sigúese que María, al ser destinada y llamada a ser su Madre, quedaba por el mismo caso destinada y llamada a compartir, por la ley misma de la maternidad, los padecimientos del Hijo. Y María, por su parte, al responder libre y generosamente a este llamamiento divino, aceptaba de antemano estos padecimientos inherentes y esenciales a su maternidad soteriológica. Según esto, la compasión de Ma- ría era un elemento esencial de la economía de la redención ; sus padeci- mientos maternales, ordenados por Dios, estaban por el mismo caso desti- nados y aceptados en orden a la ejecución de los planes divinos relativos a la salud eterna de los hombres. La misma elección de María para la mater- nidad del Redentor entrañaba en sí, como consecuencia ineludible, la nece- sidad de la compasión y de los padecimientos maternales, pedidos y exigidos por Dios a la que elegía para Madre. Evidentemente con esta necesidad de la compasión de María nada tiene de semejante la concrucifixión de Pablo.

Vengamos al tercer aspecto, el amor transformativo v unitivo, el otro principio determinante de la con-crucifixión lo mismo que de la com-pasión. El amor de Pablo era, sin duda, ardentísimo v se elevaba a las cumbres mág altas del misticismo; y. aunque podamos distinguir en él varios aspectos o matices, todos, empero, se reducen a un tipo único: el de la virtud teoló- gica de la caridad. El amor de María al Redentor, aunque sin perder su unidad, pertenece a dos tipos sustancialmente distintos: el amor commUirat (no decimos natural, porque en realidad era sobrenatural) y específico de madre, y el amor sobrenatural y genérico de la criatura a su Criador y Re- dentor; es decir, el amor a su Hijo y el amor a su Dios; y este doble amor, fundido en uno, supera con inmensas ventajas al amor de Pablo, no sola- mente por su mayor intensidad, sino también por ser de orden superior.

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MARÍA, MEDIADORA LMVERSAI.

Examinemos más en particular esla doble ventaja del amor transformativo y unitivo de María.

El amor de madre es, en lo humano, el más vehemente y delicado, el más puro y desinteresado, el más solícito y sacrificado. Pero en María este amor adquiere nuevas propiedades, que lo distinguen del común amor ma- terno. Es María Madre sin padre terreno, y Madre de un Hijo único. Con esto todo el amor de los padres a sus hijos se concentra en el Corazón de María, y no para dispersarse luego en multitud de hijos, sino para dirigirse entero a su Unigénito. Es además el amor materno de María natural a la vez y electivo: caso verdaderamente singular y exclusivo de María. El amor de las otras madres es natural, mas no propiamente electivo: ellas reciben los hijos que Dios les da, pero no los conocen individual o personalmente hasta después de nacidos; otros amores, el de amistad, por ejemplo, son electivos, pero no propiamente naturales: María, en cambio, conoce singu- lar y determinadamente el Hijo que le va a nacer y cuya maternidad acepta libremente: le ama antes de ser su Madre; y al serlo, brota naturalmente con ímpetu absorbente en su Corazón el amor materno: amor, a la vez, natural y electivo. Otras dos propiedades realzan más todavía el amor materno de María: su doble relación con el Espíritu Santo y con el Padre celestial. Por una parte, en la maternidad de María la acción natural y ordinaria del varón es sustituida por la acción sobrenatural y extraordinaria del Espíritu Santo, que, como Amor sustancial y subsistente, no limitó su acción a la fecundación física de la carne de María, sino que actuó en su Corazón in- fundiéndole un amor materno, que la dispusiese para ser digna Madre ddl Hijo de Dios. Por otra parte este amor de Madre había de estar, en lo posible, en consonancia con el amor infinito del Padre celeste al «Hijo de su amor» íCol. 1, 13), «en quien tenía puestas todas sus complacencias» (Mt. 3, 17). En suma, el amor materno de María, radicado en la natura- leza y en la gracia, en la carne y en el espíritu, como en ninguna otra madre, se elevaba al orden hipostático. Evidentemente, bajo este concepto, el amor de Pablo no sufre comparación con el amor de María.

Tampoco la sufre bajo el aspecto más genérico, por cuanto ambos per- tenecen de alguna manera a la caridad teologal, en cuanto son amor de Dios. En efecto la caridad está en razón directa de la gracia y santidad, de la cual es su propiedad más característica. A mayor gracia corresponde mayor caridad; a una gracia de orden superior, una caridad igualmente de orden más elevado. Ahora bien, mientras la santidad de Pablo pertenece al orden común de la gracia santificante, la de María, en cambio, pertenece al orden supremo de la unión hipostática. En consecuencia, pues, mientras

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la caridad de Pablo, por intensa que se la suponga, no excede los límites ordinarios, la de María, en cambio, se eleva a un orden incomparable- mente superior. Si la de Pablo es caridad de hijo de Dios, la de María es caridad de Madre de Dios.

Por otra consideración crece este doble amor de María, por cuanto no son propiamente dos amores dispares, ni siquiera dos amores coordinados, sino un solo amor, dirigido a uno solo, que es a la vez su Hijo y su Dios. Y así María ama a Dios, con el amor que una madre ama a su hijo: y ama a su divino Hijo con el amor con que la más santa de todas las criaturas ama a su Dios y su Señor. Si vale la comparación, diríamos que estas dos formalidades del amor de María, como heterogéneas que son, no se suman, sino que se multiplican, intensificando y elevando el amor de María, maternalmente teológico o teológicamente maternal, a tales altu- ras, en que se pierde nuestra pobre inteligencia.

Hay que señalar todavía otras dos diferencias importantes, que distin- guen radicalmente el amor de Pablo y el amor de María.

Pablo en los éxtasis místicos de su amor siente la fragilidad humana. Al sentirse levantado, como por fuerza ajena, y no sin alguna violencia, a las alturas, tenebrosas a la vez y fulgurantes, de la contemplación y unión mística, padece vértigos, estremecimientos, angustias; en el alma y en el cuerpo sufre quebrantos y trastornos dolorosos, como quien no se halla en su propio centro, sino que ha sido arrebatado a un mundo misterioso, jamás soñado ni imaginado. De ahí aquellas expresiones incoherentes y palpi- tantes: a un mismo tiempo está muerto y vive, está en y fuera de sí, es él y no es él, vive él y es otro quien vive en él: «vivo autem... iam non ego, vivit vero in me Christus» (Gal. 2, 20); «sive in corpore, nescio; sive extra corpus, nescio: Deus scit» (2 Cor. 12, 2). No así María, como, proporcionalmente, tampoco así Jesús. Se ha notado atinadamente que, a diferencia de todos los santos, Jesús en las íntimas comunicaciones con su Padre celestial se halla siempre como en reposo, como en su propio cen- tro, como en su ambiente natural, sin la menor violencia, sin trasudores, sin aquellos terrores que sobrecogían a los Judíos en presencia de la divi- nidad, sin aquellos temblores y espantos que el mismo Saulo sintió derri- bado en tierra: es que era el Hijo que hablaba con su Padre. De seme- jante manera María, no con los sobresaltos de Pablo, sino con la sosegada serenidad de Jesús, vivía en las más elevadas alturas de la contemplación y unión mística, como en su propio centro o ambiente natural; no entre tinieblas y relámpagos, sino en claridad de luz diáfana. En el mismo Cal- vario ((Stabat Mater...»

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Más importante es para nuestro objeto otra diferencia: la diferente re- lación de prioridad o posterioridad, lógica y cronológica, del amor de María y del amor de Pablo respecto de la crucifixión del Redentor. María con su amor maternal y teologal amaba al Redentor con anterioridad a su crucifixión; Pablo, en cambio, amó al Redentor con posterioridad, así cronológica como lógica, respecto de su crucifixión. Por esto, el amor de Pablo y su consiguiente con-crucifixión, aun prescindiendo de otros mo- tivos, no puede en manera alguna ser considerado como cooperación a la obra de la redención: queda excluido de antemano, por llegar demasiado tarde. No así el amor de María y su consiguiente com-pasión, por la razón contraria. No queremos decir que la prioridad del amor de María respecto de la pasión del Redentor baste por sola para considerar la com-pasión Mariana como corredención formal, ni tratamos ahora de eso; pero deci- mos que por lo menos ofrece una base apta y seria para investigar ulterior- mente si a la luz de los principios mariológicos se verifican en ella las condiciones necesarias para que se la pueda considerar como verdadera cooperación a la obra de la redención. A preparar esta base, nada más por ahora, van ordenadas las presentes consideraciones sobre la com-pasión Mariana.

Sin abandonar aún la comparación de la com-pasión de María con la con-crucifixión de Pablo, hay que señalar en María otro principio de com- pasión, que no halla en Pablo nada que le corresponda. Nos referimos a los derechos maternales de María respecto de su Hijo Redentor, que ya varias veces hemos tenido ocasión de mencionar. Bastará, por tanto, in- dicar brevemente la doble manera cómo estos derechos determinan la com- pasión Mariana. Por una parte, la muerte misma del Hijo, por sola y prescindiendo de todas sus consecuencias, es la mayor desgracia para una madre, no solamente en el orden sentimental, sino también en el orden jurídico. Recordemos el caso de la viuda de Naím. Sobre el hijo y sobra la vida del hijo tiene la madre derechos sagrados, que todos los hombres deben respetar; derechos, que se conculcan, acarreando con ello a la madre una enorme desgracia, siempre que, como en el caso de Jesús, se quita al hijo injustamente la vida. Por otra parte, la muerte de Jesús, como la muerte de todo hijo respecto de su madre, privaba a María de inapreciables ventajas, dejándola en triste soledad. Así lo reconoció el mismo Salvador, al dar a María otro hijo, que hicie- se sus veces: sustitución significativa, pero necesariamente deficiente. A un hijo, y más si este hijo es Jesús, nadie puede sustituir adecua- damente.

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Tal es la com-pasión de María, sustancialmente diferente de la con-cru- cifixión de Pablo, en razón de los tres principios diferenciales que la deter- minan: la sensibilidad maternal, el amor maternal, los derechos maternales: todos radicados y esencialmente inherentes a la maternidad. En virtud de ellos la maternidad de María había de ser necesariamente una maternidad paciente y crucificada. Para motivar la com-pasión de María y apreciar sus propiedades características, no hemos tenido que salimos de su divina maternidad. Si los hubiéramos hallado fuera de la maternidad, la com- pasión de María, semejante entonces a la de Pablo o de la Magdalena, podría ser considerada, por Dios principalmente, como algo accesorio, ex- trínseco o extraño a la pasión del Redentor; mas, desde el momento que radican en la misma maternidad, son sus consecuencias naturales y necesa- rias, entonces la com-pasión de María, no menos que la misma maternidad, entra de lleno en la elección y vocación de María: son su destino provi- dencial. La com-pasión maternal, querida e impuesta por Dios a María, quedaba elevada a la categoría de elemento integrante en la economía de la redención.

Hasta aquí hemos considerado la com-pasión de María sólo pasivamente, como efecto de la pasión del Redentor: para completar este análisis hay que considerarla también activamente, esto es, hay que estudiar los actos y disposiciones morales que acompañaban y avaloraban la com-pasión. Tam- poco aquí habremos de salimos de la maternidad. En el consentimiento virginal, con que María aceptó la maternidad del Redentor, descubrimos fácilmente estas disposiciones morales. Los sentimientos fundamentales del consentimiento, la fe, la obediencia, la humildad, que perduraban en el Corazón de María, como una disposición habitual, se renovaron y brotaron con inusitado ímpetu con la contemplación del Hijo Redentor, paciente y moribundo. Para penetrar en el Corazón de la Madre, podrán servirnos, como punto de partida, aquellas hermosas palabras de San Ambrosio: «Nec María minor quam Matrem Christi decebat, fugientibus apostolis ante cru- cem stabat, et piis spectabat oculis Filii vulnera; quia exspectabat non pignoris mortem, sed mundi salutem» {In Le. 10, 132. ML 15, 1930). Cada pensamiento se merece especial atención. Primeramente, María, «nec mi- nor quam Matrem Christi decebat», se hubo en aquellos solemnes momentos, cual cumplía a su condición de Madre del Redentor; estuvo, como diríamos con frase moderna, a la altura de la situación y de su propia dignidad. En consecuencia, «fugientibus apostolis, ante crucem stabat». Mientras los mismos apóstoles, nublada su fe, perdido su valor, huían lejos, lejos del Redentor, lejos de la cruz, María, con la fe, con la constancia, que convenían

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a la Madre del Redentor, estaba allí ante la cruz, estaba de pie, firme, impertérrita. Y con esta fe «piis spectabat oculis Filii vulnera»: con ojos piadosos, con ojos de Madre, contemplaba religiosamente las heridas del Hijo crucificado. Iluminada con esta misma fe «exspectabat non pignoris mortem, sed mundi salutem»: atendía y aguardaba, no tanto la muer- te del Hijo, prenda de su amor, cuanto la salud y redención del mundo. Absorbida por la contemplación de aquella divina tragedia, miraba principalmente el desenlace final; que no era la muerte del Hijo, que pronto había de resucitar, sino la salvación del género humano.

Procuremos profundizar estos pensamientos, considerando los sentimien- tos incluidos en el consentimiento maternal.

Y primeramente la fe. La fe, con que María contemplaba la pasión redentora del Hijo, no era un conocimiento o un asentimiento abstracto, era una visión, era la más alta contemplación mística. Los esplendores de luz divina que inundaban su inteligencia, los incendios de amor unitivo que abrasaban su Corazón, le hacía contemplar la obra de la redención humana en toda su integridad y grandeza. Contemplaba la justicia y la misericordia de Dios; los abatimientos y la exaltación de su Hijo, que, por obediencia al Padre y por amor a sus hermanos, entre atroces suplicios moría en una cruz; la expiación del pecado y la reconciliación de los hombres con Dios; contemplaba, sobre todo, al Hijo de sus entrañas, su cuerpo torturado y desgarrado, su corazón ardiendo en llamas vivas de amor, devorado del deseo de glorificar a su Padre, de salvar a todos los hombres. Y mientras así le contempla, se reproduce en su espíritu aquella visión que había ins- pirado su propio Cántico, la del Dios Poderoso, del Dios Santo, del Dios misericordioso, que hunde a los soberbios en el polvo para enaltecer a los humildes, que lanza de con las manos vacías a los ricos para henchir de bienes a los menesterosos, que viene en auxilio a Israel, que cumple la promesa hecho al patriarca Abrahán. Y en medio de esta subida contem- plación, cada una de las palabras de su Hijo moribundo es un rayo esplen- doroso de luz que ilumina nuevos horizontes. Oye aquel «perdónalos»: y se abisma más profundamente en las misericordias sin límites de aquel Corazón, que tanto ama a los hombres. Oye «hoy estarás conmigo en el paraíso» : y sus ojos se vuelven al cielo, abierto de hoy más a los hombres. Oye llamarse «Madre» : y siente nacer en su Corazón nuevas ternuras mater- nales para con sus hijos. Y cuando oye la voz desgarradora del Hijo, «des- amparado», «sediento», nuevas oleadas de amargura inundan su Corazón. Y cuando íinalraente oyó aquellas últimas palabras «está consumado», «en

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tus manos encomiendo mi espíritu», hubiera desfallecido, si la fuerza de Dios y la fuerza de su fe no la hubieran sostenido.

A la fe correspondía la obediencia: aquel acatamiento de las disposi- ciones divinas, aquella resignación incondicional, aquella plena conformidad de su voluntad con la voluntad de Dios, aquella total entrega de misma en las manos del Padre celestial. Y subía de punto esta obediencia, cuan- do veía ante el supremo dechado de obediencia, su propio Hijo, «hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». Y, como allá en Nazaret, cuando el Hijo renovaba ahora la oblación de la encarnación, su primer acto humano: «Ecce venio: ...ut faciam, Deus, voluntatem tuam», ella renovaba su obediente aceptación de la divina voluntad: «Ecce ancilla Do- mini, fiat mihi secundum verbum tuum».

Con la obediencia, la humildad. Las humillaciones del Hijo ajusticiado, los ultrajes y oprobios que caían sobre el Hijo crucificado entre dos ladro- nes, recaían sobre la Madre allí presente. Pero no eran esas humillaciones externas las que más afligían su Corazón materno: había otra humillación, más secreta, más misteriosa, más profunda, que pesaba más abrumadora sobre su alma: la humillación suprema del Hijo, «hecho pecado» (2 Cor., 5, 21), «hecho maldición» (Gal. 3, 13), envuelto en el pecado del mundo, hecho ante Dios responsable de los pecados de los hombres, tratado como reo de todos los crímenes humanos: humillación tremenda, que recaía tam- bién sobre la Madre del gran reo. Y ella, la excelsa Madre de Dios, la Virgen inocentísima, al peso de esta humillación se anonadaba y hundía en el abismo de la nada y aun del pecado. Y desde el fondo de este abismo adoraba la santidad de Dios, acataba temblorosa su justicia, y pedía miset- ricordia.

Pero la fe, la obediencia, la humildad de María se resolvían en otro sentimiento o nacían de él: el amor, sentimiento predominante en ella, lo mismo que en su divino Hijo. El amor transforma la fe en contempla- ción, el amor es el alma de la obediencia, el amor inspira la más perfecta humildad, según aquella maravillosa sentencia da le Imitación de Cristo: «Ex amore profundius ad nihilum me redegi» (3, 8, 2). Y este amor, uniendo y compenetrando el Corazón de la Madre con el Corazón del Hijo, la vida de la Madre con la vida del Hijo, transfiguró a la Madre en imagen viviente del Hijo crucificado. ¡Compasión de amor!

Podría parecer a alguno que lo que había de ser análisis científico ha- degenerado en pías consideraciones, por no decir piadosas ficciones. Creemos que tal modo de pensar sólo puede caber en quienes, contentos con el es- quema dogmático de las excelsas grandezas de María, no han fijado su aten-

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ción en su riquísimo contenido. Una sencilla reflexión esperamos bastará para mostrar la solidez y verdad de lo que acabamos de decir. Recordemos la manera como reaccionó María al oír las exclamaciones de Isabel. Ahí está el maravilloso Cántico «Magníficat»: visión sublime de los planes re- dentores de Dios. Así reaccionó María, porque su inteligencia, natural- mente privilegiada, nutrida además con la lectura y la meditación de las Escrituras, altísimamente ilustrada por el Espíritu de Dios, al ser provocada por las palabras de Isabel, prorrumpió en un Cántico de glorificación divina, manifestación espontánea de los tesoros de sabiduría divina escondidos en su alma. Preguntamos ahora: ¿después de más de treinta años, tan fecun- dos en ilustraciones divinas y en experiencias personales, María, puesta por Dios en presencia del gran misterio de los siglos, había de reaccionar más desmayadamente? Esto sería un absurdo psicológico y teológico, que la ciencia no puede devorar. Más diremos; que nuestras pobres considera- ciones no pecan de exageradas, sino de apocadas. No tenemos tan men- guado concepto de la Madre del Redentor, que nos imaginemos haber expre- sado en su magnífica realidad el inefable misterio de la com-pasión Mariana.

Capítulo III INTERCESIÓN ACTUAL

Entendemos aquí por «intercesión», tomada en su sentido etimológico y más general, la intervención o actuación de María en los cielos a favor de los hombres. Es, más en concreto, la parte o acción que tiene María en la concesión de las gracias, es decir, en la providencia sobrenatural de Dios, de la cual es factor importantísimo y en función de la cual debe consi- guientemente explicarse. Ahora bien, como en la providencia sobrenatural de Dios hay que distinguir dos momentos principales, la determinación de las gracias y la ejecución de esta determinación, de ahí una doble posible intervención de María. Según esto, tres puntos principalmente hay que esclarecer, tocantes a la intervención de María: 1) su relación o conexión general con la providencia divina; 2) su intercesión en orden a la determi- nación de las gracias ; 3) su actuación en la ejecución de esta determinación.

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Art. 1. Intercesión Mariana y providencia divina

Dificultad. Señalar con toda precisión la conexión de la intercesión Mariana con la providencia divina es sumamente difícil por dos razones: por la oscuridad y complejidad de los diferentes actos lógicos que integran el proceso de la divina providencia y por la multitud y variedad de factores que en ella intervienen. Con la actuación de María hay que combinar y coordinar convenientemente la acción superior de Cristo, como celeste Inter- cesor, y la intervención inferior de los ángeles, de los bienaventurados, de los fieles de la Iglesia militante, que intervienen de varias maneras a favor suyo o de otros. Establecer una combinación o coordinación de todos estos elementos, que responda a la realidad, ha de resultar por extremo dificultoso. Conviene, con todo, tener presente que en la intercesión Mariana, como en tantas otras verdades reveladas, podemos alcanzar perfecta certeza del hecho, sin que por eso conozcamos el modo particuular de su realización.

Principio fundamental. Al determinar la naturaleza o los rasgos ca- racterísticos de la intercesión Mariana hay que evitar por igual dos extre- mos viciosos. Por una parte, no es lícito encarecer tanto la intercesión Mariana, que suplante o comprometa la soberanía de la divina providencia, o que eclipse o haga superflua la intervención de Cristo Intercesor. Por otra parte, empero, tampoco hay que rebajarla o atenuarla, de modo que resulte completamente inútil o ineficaz o puramente nominal. Entre ambos extremos hay que buscar la verdad. Esta verdad se hallará, si se logra subordinar la eficacia de la intercesión Mariana a la acción soberana de Dios providente y a la intervención principal de Cristo Intercesor. Una vez determinado el lugar que corresponde a la intercesión Mariana respecto de Dios y de Cristo hombre, ya no será tan difícil señalar el lugar inferior que corresponde a la intervención de los ángeles y de los demás hombres.

Señalado ya, en principio, el lugar que corresponde a la intercesión Mariana dentro de la órbita de la divina providencia, hay que estudiar su doble función: la de oración o deprecación en orden a la determinación de las gracias, y la de acción en orden a la ejecución de esta determinación. La primera puede denominarse intercesión actual, en sentido estricto o espe- cífico; la segunda, dispensación de las gracias.

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Art. 2. Intercesión actual o deprecación celeste

Doble determinación de las gracias. Comencemos por el problema más espinoso entre los referentes a la deprecación celeste. Para ello hay que declarar previamente qué entendemos por determinación de las gracias y en qué sentido esta determinación es doble.

En su providencia sobrenatural Dios tiene señalado y preparado para cada hombre cierto orden o sistema de gracias en conformidad con su voca- ción particular y con las condiciones o circunstancias de su vida. Pero esta primera disposición es todavía indeterminada y, por así decir, elástica: necesita todavía una doble determinación ulterior: de parte de las gracias, que se han de determinar individualmente, y de parte de Dios, cuya volun- tad de beneplácito se ha de convertir (según nuestro pobre modo de enten- der) en voluntad eficaz y definitiva. Para abreviar, y para entendernos, a la primera determinación llamaremos objetiva; a la segunda, subjetiva; por cuanto la gracia es el objeto que se determina, y Dios el sujeto que toma la determinación. Lo formal en la determinación objetiva es la ini- ciativa en designar o señalar la gracia individual que se ha de conceder; en la subjetiva lo formal es la eficacia definitiva de la voluntad divina en concederla, esto es, el decreto absoluto y último de Dios.

Acción de María en la determinación objetiva. Se pregunta: ¿en la determinación objetiva de las gracias tiene María alguna parte o ejerce algún influjo? Más claro: ¿en esta determinación toma, o puede tomar, María la iniciativa? La respuesta a esta cuestión depende de la que se a otra cuestión más general: ¿es esencial a Dios, es prerrogativa inalienable de Dios providente, señalar por mismo las gracias que piensa conceder? Un hecho ordinario precisará la cuestión y preparará la respuesta. Piden con frecuencia los hombres gracias determinadas y concretas, señalan, por así decir, a Dios las gracias que desean recibir; dentro del orden de las gracias que Dios les tenía preparadas piden tal gracia particular, y no otra. Si muchas veces es Dios mismo quien fija las gracias que quiere conceder, y pone, por así decir, la petición en boca del hombre, otras veces, en cam- bio,— siempre, por supuesto, bajo la guía de su eterna providencia y bajo la previa ilustración y moción del Espíritu Santo, deja que el mismo hombre elija por y señale la gracia particular que, según sus necesidades o conforme a sus deseos, quiera pedir; que entre varias gracias igualmente proporcionadas a su estado presente pueda libremente pedir ésta y no aquélla. En tales casos puede decirse, en el sentido indicado, que corres-

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ponde al hombre la designación formal de la gracia particular que desee pedir. Sin embargo, esta designación formal o última, es bajo muchos conceptos limitada. Primeramente, porque la designación radical o virtual, que es mucho más importante, corresponde siempre a Dios. Además, la formal está prevista por él y aceptada de antemano. Por fin, queda en ma- nos de Dios la determinación subjetiva de conceder o no la gracia que se pide; sin contar que Dios por mismo toma la iniciativa en conceder muchas gracias que no se le piden. Esta solución del problema general nos da la del problema particular referente a María. Brevemente podemos decir que María toma con frecuencia la iniciativa en señalar las gracias que se han de conceder, pero que no siempre la tiene. El que la tome, no es en desprestigio de Dios, ya que también nosotros podemos tomarla algunas veces ; y el que no siempre la tenga, no es en desprestigio de María, dado que el mismo Dios se digna ceder al hombre no pocas veces la deter- minación formal. En este primer problema no ofrece especial dificultad la coordinación de la intervención de María con la de Cristo; dado que la designación formal es exclusiva del que de hecho la toma, sea. Dios, sea Cristo hombre, sea María, sea cualquier otro. Tampoco ofrece dificultad especial en esta materia el que Dios determine objetivamente las gracias en su eternidad; pues Dios tiene eternamente previstas las iniciativas de María o de los hombres, que él en su dignación ha querido tomar en cuenta para sus determinaciones.

Acción de María en la determinación subjetiva. Determinada obje- tivamente la gracia, se necesita todavía, previamente a su concesión, la de- terminación subjetiva de Dios, es decir, el decreto eficaz de su voluntad. De ahí el problema: ¿María con su intercesión puede mover eficazmente a Dios a conceder alguna gracia, que no hubiera concedido, a no mediar su intercesión?

Este problema, si se ciñe a la posibilidad y aun al simple hecho, %o ofrece la menor dificultad. Si nosotros, en virtud de la eficacia que Dios se ha dignado conferir a la oración, podemos mover eficazmente a Dios a que nos otorgue alguna gracia, con mucho mayor razón hemos de atribuir semejante poder a la intercesión de María. Esta verdad, si no es algunos herejes, nadie la niega.

Pero este sencillo problema sugiere otros gravísimos, cuya solución es de capital importancia en la Soteriología Mariana, Tales son: si la inter- cesión de María es absolutamente universal en su extensión ; si es de eficacia infrustrable, como «omnipotencia suplicante» ; si es además necesaria, como condición imprescindible para que Dios conceda alguna gracia, Pero no es

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

éste el lugar de discutir estos problemas, que han de llenar un libro entero de la segunda parte.

Otro problema se refiere a la coordinación de la intercesión de María con la de Cristo en orden a obtener el decreto eficaz de Dios: problema singularmente oscuro, no precisamente por la alteza o sutileza de los con- ceptos, sino sencillamente por nuestra cortedad e ignorancia y por falta de datos positivos. Se complica además el problema por otra circunstan- cia: por la doble manera de concebir la intercesión Mariana, la cual o bien puede dirigirse a Cristo, o bien en asociación con Cristo puede dirigirse a Dios en cuanto Dios. El primer caso es más sencillo: María presenta su petición a su Hijo, y el Hijo a su vez la presenta al Padre celestial. La coordinación es en realidad una subordinación de la intercesión de María a la intercesión suprema de Cristo. El segundo caso puede concebirse de dos modos: o bien María, como tomando la iniciativa, presenta al Padre su demanda, que Cristo recomienda o refrenda: o bien es el mismo Cristo el que toma la iniciativa en presentar al Padre su petición, pero a condición de que su Madre, por así decir, le el visto bueno. De todas estas maneras concebimos nosotros como posible la coordinación o subordinación de am- bas intercesiones; pero ¿se dan todas en realidad? ¿no se da sino una? ¿cuál? No podemos saber más de lo que Dios se ha dignado mani- festarnos.

Otros problemas. Otros problemas ofrece la intercesión Mariana, que bastará indicar brevemente. Primeramente, ¿la intercesión de María es oración formal o bien virtual e interpretativa? La solución es, proporcio- nalmente, la misma que hay que dar al tratarse de la intercesión celeste de Cristo. No es imposible ni indecorosa para María la oración o súplica propiamente dicha: pero tampoco parece estrictamente necesaria. Le basta al Padre y le basta al Hijo una sencilla manifestación de los deseos de la Madre, sea de palabra sea por una mirada o por un gesto, para que luego los despachen favorablemente. En este punto también hemos de confesar que ignoramos lo que en realidad pasa en el cielo: ni nos es necesario saberlo. Otro problema, relativo al motivo en que radica la eficacia de la intercesión Mariana, no ofrece especial dificultad, tratándose de la interce- sión en general, como lo hacemos ahora. Tal motivo, suficientísimo, puede ser la maternidad divina, su santidad incomparable, sus méritos inmensos. Otra cosa es en la hipótesis, que luego hemos de estudiar, de la universa- lidad y necesidad absoluta de la intercesión Mariana. Otro problema, refe- rente a esta misma eficacia, está en conexión con la que tienen o pueden tener nuestras propias oraciones enderezadas a María. La respuesta ha de

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ser la misma que se al problema general de la eficacia de la oración: hecha con las debidas condiciones, es siempre a su modo eficaz; consigue lo que pide, si nos conviene, o bien otra gracia equivalente o superior, a juicio de Dios. De todos modos, no hay que confundir la eficacia de la oración con la eficacia de la gracia obtenida.

Más que problemas, son verdades consoladoras, el amor maternal con que María acoge nuestras plegarias, el interés con que mira por nuestro bien, la prontitud en escucharnos, el conocimiento que tiene de todas nues- tras necesidades.

Notemos, finalmente, que se reducen a la intercesión actual varios de los títulos con que los fieles suelen saludar a María, cual es principalmente el de Abogada nuestra o Abogada de los pecadores.

Art. 3. Dispensación de las gracias

Intercesión y dispensación. La diferencia entre la intercesión y la dispensación puede apreciarse desde luego, por cuanto la primera se ejerce principalmente por la palabra y la oración, mientras que la segunda se ejerce por la obra o la acción. Pero la diferencia esencial consiste, a nuestro juicio, en que la intercesión se ordena a obtener de Dios el decreto eficaz de otorgar la gracia, mientras que la dispensación se refiere a la ejecución del decreto previamente obtenido.

Amplitud de la dispensación. La materia que abarca o el campo en que se ejerce la dispensación de las gracias es vastísimo: es la preservación o liberación de todos los males, desventuras, calamidades, que amenazan o afligen a los hombres, y la consecución o concesión de todos los bienes, ventajas y felicidades que pueden desear, principalmente espirituales y so- brenaturales. De ahí la gran variedad de nombres o títulos con que se designa la dispensación. Como Dispensadora de las gracias, es María ape- llidada Administradora de los bienes de Dios, Tesorera de las riquezas celes- tiales. Protectora, Patrona o Auxiliadora de los cristianos, Amparo de los desvalidos, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos; y, con expresiones metafóricas. Asilo de los perseguidos, Muro inexpugnable, Puer- to de los náufragos. Fuente de aguas vivas, Río del paraíso. Acueducto de la divina gracia. Cuello del Cuerpo místico de Cristo, con otros innu- merables.

Función de la realeza y de la maternidad espiritual de María. Pero nada declara con tanta propiedad y profundidad la dispensación de

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

las gracias, como el ser función o actuación de la realeza universal y de la maternidad espiritual de María.

La realeza y la maternidad espiritual de María entrañan problemas dificilísimos, que han de tratarse en la segunda parte; y por razón de estas dificultades no las hemos incluido entre los principios mariológicos. Con todo, el hecho o la verdad de estas dos prerrogativas de la Madre de Dios, generalmente consideradas, es tan evidente, que bien podemos darlas por ciertas y averiguadas y tomarlas como base o punto de referencia para la declaración de la dispensación de las gracias. La Liturgia eclesiástica, las Encíclicas Pontificias, los escritos patrísticos y la voz universal de la Iglesia > aclaman solemnemente a María «Reina y Madre», en un sentido, si se quiere, genérico, mas no por eso menos verdadero. Y esto nos basta por ahora.

La Iglesia, en toda su amplitud, es el «Reino de Dios». En este Reino Jesu-Cristo es el Rey, María la Reina: Reina de cielos y tierra, Reina de los ángeles y de los hombres. Reina del universo, Reina de la misericordia, de la paz, del amor hermoso. Y la realeza y el reinado de María no son como los de aquellos que «reinan y no gobiernan». Como participante de la realeza de Jesu-Cristo y asociada a su reinado, María gobierna de hecho en el mundo de la gracia. Los ángeles, fieles vasallos y ministros suyos, tienen a grande honra cumplir las órdenes de su Reina soberana, endere- zadas todas ellas a procurar el bien y la felicidad eterna de los hombres. Y si es menester utilizar para el bien de los escogidos las creaturas inferio- res, toda la potencia de las jerarquías angélicas, a las órdenes de la Reina, cumplirá sus mandatos. La dispensación de las gracias no es otra cosa que este gobierno benéfico de María encaminado a la salud eterna de los hombres.

Es también la Iglesia, según San Pablo, la gran familia de Dios: cuyo padre es el Padre celestial, el «Padre nuestro que está en los cielos» ; cuyo Hijo Primogénito y Mayorazgo es Jesu-Cristo, el hijo de Dios por naturaleza y por antonamasia; cuyos hijos menores somos los hombres, a quienes el Padre ha otorgado la potestad y el derecho de ser llamados y de ser hijos de Dios por adopción; cuya Madre es la Madre del Primogénito, María. Con autoridad y con amor de Madre María gobierna la casa y familia del Padre celestial. Como Madre, cría y educa a sus hijos, los defiende y con- suela, los libra de los males y les procura y proporciona todos los bienes. Como Madre, administra y dispensa todos los bienes del Padre en provecho de los hijos, para que no sean hijos degenerados de Dios, para que sean, dignos hermanos del Primogénito. Asociada a la autoridad y al gobierno paternal de Dios, es María el agente o instrumento de la divina providencia. La dispensación de las gracias es también esta actuación maternal de María.

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Plenitud desbordante de gracia. De Jesu-Cristo dice San Juan que estaba «lleno de gracia y de verdad» (loh. 1, 14) y que «de su plenitud nos- otros todos recibimos» (loh. 1, 16); y San Pablo lo repite: «en él habita toda la plenitud de la deidad corporalmente ; y vosotros en él estáis cum- plidamente llenos» (Col. 2, 9-10). Con la debida proporción lo mismo hay que decir de María, y lo dicen los Santos Padres: que ella estaba «Uena de gracia» o que poseía la plenitud de la gracia, y que esta plenitud des- bordante se derramó sobre nosotros. De qué manera se realizó esta comu- nicación o desbordamiento de las gracias de María sobre los hombres, ya no es tan fácil de explicar teológicamente, ni estamos ahora todavía en dis- posición de intentarlo. Pero nos basta conocer el hecho, para declarar con él bajo otro aspecto la dispensación de las gracias. Dos cosas, con todo, debemos advertir. Negativamente, no hay que imaginar, ni ha pensado jamás ningún teólogo, que la gracia, como algo subsistente en sí, como si fuera una moneda acuñada, se deposita en las manos de María, y que ella la distribuye, a manera de quien reparte limosnas. Positivamente, si es verdad que María participa de la gracia «capital» de Cristo, en esta participación habrá de hallarse el mod» de explicar teológicamente su in- flujo «capital» en la comunicación y dispensación de la gracia. Puede dar mucha luz la comparación con la potestad «capital» que, bajo otro concepto, participa el Romano Pontífice. Podría decirse que el influjo «capital» que ejerce el Papa en el gobierno extemo de la Iglesia, este mismo ejerce María en su gobierno interior. Baste esto por ahora para hacer vislumbrar el profundo sentido que entraña la dispensación de las gracias.

PARTE SEGUNDA

LOS PRINCIPIOS APLICADOS A LOS HECHOS

INTRODUCCIÓN

La acción soteriológica de María se ha de entender y explicar en función de la acción soteriológica de Cristo. Lo secundario y subalterno no puede declararse sino a la luz de lo primario y principal. La intervención de María en orden a la salud de los hombres no es sino su asociación activa a la obra salvadora de Cristo.

En Cristo hay que distinguir dos actuaciones o funciones radicalmente distintas: la de Redentor y la de Intercesor: la primera, pretérita y pasajera, en la tierra; la segunda, actual y perenne, en los cielos: en la primera mereció la gracia, en la segunda la dispensa: como Redentor, conquistó los bienes sobrenaturales; como Intercesor, los reparte entre los hombres. De ahí dos funciones análogas en María. Como asociada a la obra del Re- dentor, es Corredentora ; como asociada a la acción del Intercesor, es Dis- pensadora de las gracias.

Pero en la redención de Cristo hay que distinguir dos aspectos o esta- dios, que San Pablo expresó con dos frases favoritas suyas: «por Cristo Señor nuestro» y «en Cristo Jesús». En ambos estadios interviene el prin- cipio de solidaridad. Pero, mientras en el primero es un elemento, por así decir, englobado en el sistema integral de la redención, en el segundo, empero, se desglosa y adquiere sustantividad propia, para dar origen a la magnífica realidad del Cuerpo místico de Cristo. De este Cuerpo místico, cuya Cabeza es Cristo, María es la Madre. De ahí la maternidad espiritual de María, que, como complemento de la corredención, debe estudiarse antes de la dispensación de las gracias.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Con esto queda fijada la materia de los tres primeros libros de esta segunda parte. Pero en el fondo de estas tres funciones de Cristo, la de Redentor, la de Cabeza, la de Intercesor, está latente otra función más gene- ral, y, en este sentido, superior y transcendental: la de Mediador, a la cual corresponde la función Mariana de Mediadora universal; que será el tema del libro cuarto.

Estas varias funciones, que son como la sustancia de la Soteriología Mariana, se comprenden bajo la denominación genérica o indeterminada de acción soteriológica. Es digno de notarse este punto. Pueden los princi- pios, lo mismo que los documentos, contener o demonstrar sólo en general la acción soteriológica de María, sin precisar si esta acción es corredención, maternidad espiritual, intercesión o mediación propiamente dicha. En tales casos sería ilógico querer deducir una función determinada o específica de lo que sólo contiene o expresa una acción genérica. No son, con todo, de despreciar estas demonstraciones genéricas, que, tanto desde el punto de vista dogmático como desde el punto de vista científico, pueden tener gran importancia. Hay que precisar, por fin, el grado de certeza o probabilidad que tenga cada conclusión o demonstración.

LIBRO PRIMERO

CORREDENCIÓN

La complejidad de la materia impone alguna mayor complicación en su distribución, que permita apreciar en sus mutuas relaciones los diferente^ modos de la Corredención Mariana. Hay que repartir o agrupar en dos secciones distintas los referentes al consentimiento virginal y a la compasión maternal. A éstas precederá una sección, que trate de la Corredención en general, y seguirá otra, en que se discutan las dificultades contrarias. De ahí la división en cuatro secciones:

Sección I. Corredención en general.

Sección II. Corredención en el consentimiento virginal.

Sección III. Corredención en la compasión maternal.

Sección IV. Discusión de las dificultades contrarias.

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HARÍA, MEDUDORA UNIVERSAL

SECCIÓN I. CORREDENCIÓN EN GENERAL

Capítulo I PRELIMINARES

Art. 1. Declaración de los términos y estado de la cuestión

Declaración de los términos. Corredención es, en el sentido etimo- lógico y real de la palabra, la cooperación a la obra de la redención. Con»- tiene, por tanto, dos elementos: uno in recto, la cooperación, otro m ohliquo, la redención. Ambos han de tomarse en su sentido propio: la cooperación ha de ser verdadera, es decir, eficaz, y además directa e inmediata moral- mente, en cuanto termine en la misma redención, no solamente en sus pre- liminares o en sus efectos; la redención es la acción ío conjunto de acciones) con que Cristo rescató a los hombres, satisfaciendo por sus pecados y mere- ciéndoles la justicia y la vida eterna.

Puede también la Corredención definirse o declararse diciendo que es la asociación activa a la función de Cristo Redentor, en cuanto contra- distinta de las funciones de Cabeza o de Intercesor.

Estado de la cuestión. Se trata de la Corredención en general, es decir, de la Corredención, como contradistinta de la maternidad espiritual y de la intercesión y en cuanto prescinde de la formalidad de mediación; en general, en cuanto no especifica los modos concretos de la Corredención en el consentimiento o en la compasión. En razón de esta generalidad, que obliga a prescindir de los dos hechos del consentimiento y de la compasión, habrá que limitarse a solos los principios mariológicos y ver si en solos ellos se haUa la Corredención en general.

Posibilidad de un conocimiento genérico. Casi no valdría la pena de notarlo si no fuera tan importante, que en Teología es posible, y es un hecho frecuente, conocer una verdad enteramente cierta sólo de un modo general, sin conocer, o conociendo sólo probablemente, el modo concreto de su realidad. Podrían los ejemplos multiplicarse indefinidamente. En las procesiones divinas, por ejemplo, la del Hijo es verdadera generación,

LIBRO I. CORREDENCIÓN

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la del Espíritu Santo no es generación. Tenemos, pues, una verdad ente- ramente cierta. Pero ¿habrá teólogo capaz de dar una explicación cierta y convincente de esta diferencia? En Jesu-Cristo se halla la naturaleza hu- mana íntegra, pero sin la personalidad humana: otra verdad cierta, y de fe, cuya realidad concreta, empero, ningún teólogo ha sabido explicar hasta ahora de una manera cierta y satisfactoria. Será posible, por tanto, cono- cer y demonstrar la Corredención Mariana en general, aun cuando ignorá- semos el modo de su realización histórica o aun cuando este modo sólo pro- bablemente pudiéramos señalarlo. No será, pues, intento inútil tratar de demonstrar, si es posible, la Corredención Mariana en general, es decir, demonstrar el hecho o la verdad de la Corredención, prescindiendo del modo concreto y particular de su realización.

Art. 2. Ambiente soteriológico de la Corredención Mariana

En la Teología moderna, más atenta y reflexiva que la antigua a la meto- dología científica, se emplea a las veces un procedimiento interesante, que consiste en preparar previamente el ambiente, en el que luego ha de desen- volverse la demonstración principal. Un ejemplo. Se trata de demonstrar por San Pablo la divinidad de Jesu-Cristo. Existen unos cuantos textos más categóricos, cuya exegesis teológica es ya por sola la más espléndida demonstración de la divinidad del Salvador. Semejante demonstración es, sin duda, suficiente. Pero no es menos cierto que si esos pocos textos se hallasen, por así decir, aislados o solitarios en un ambiente neutro o nega- tivo, la demonstración perdería gran parte de su valor. Pero, en cambio, si previamente a la exegesis de los textos principales se presentan coordi- nados los innumerables indicios de la divinidad de Cristo, que por todas partes pululan en las Epístolas de San Pablo, se crea con ello un ambiente propicio, dentro del cual los textos primarios adquieren nuevo vigor y lozanía. Eso mismo vamos a hacer ahora, si bien brevemente, para prepa- rar la demonstración propiamente dicha de la Corredención Mariana.

El primer principio, antes expuesto, de la maternidad divina y soterio- lógica de María, si por solo, es decir, no aplicado a los hechos, no sumi- nistra una demonstración cabal y cierta de la Corredención, crea, con todo, un ambiente soteriológico, que la prepara de muchas maneras. Por de pronto, la alteza incomparable de la maternidad divina neutraliza toda la extrañeza que pudiera causar la excelsa prerrogativa de cooperar a la obra de la redención humana. Si María ha sido encumbrada a la dignidad en

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

cierto modo infinita de Madre de Dios, ¿por qué no ha de poder ser elevada a la dignidad de Corredentora? Además, la maternidad divina es, por una parte, esencialmente soteriológica, es decir, ordenada a la redención hu- mana, y, por otra, es una función activa, que entraña en una asociación íntima con el Hijo y una cooperación constante con él, en orden a ponerle en disposición de cumplir la misión que Dios le ha confiado. Si esta múl- tiple acción maternal no es todavía la Corredención, no puede negarse que la prepara y la explica. Basta seguir espontáneamente la tendencia sote- riológica iniciada en la maternidad, para llegar a la Corredención formal. Dios no hace las cosas a medias, ni se queda a medio camino. La divina maternidad es una sugerencia que nos lleva a la Corredención, Otros ras- gos, antes señalados, de la maternidad divina y soteriológica, reforzados por el principio de la singularidad transcendente, corroborarían esta signi- ficativa sugerencia. Pero baste esta indicación.

Capítulo II

DEMONSTRACIÓN DE LA CORREDENCIÓN EN GENERAL

Art. 1. Demonstración fundamental

En los dos principios mariológicos, de la recirculación y de la asocia- ción hallamos sólido fundamento de una doble demonstración, que conside- ramos enteramente cierta y segura. Anteriormente, al declarar estos dos principios, hemos tenido que poner singular esmero en mantenernos en el plano de los principios o de las premisas, sin bajar al terreno de las conclu- siones, que de ellos brotan espontáneamente. Estas conclusiones vamos a sacar ahora. Y pues los dos principios, aunque íntimamente conexos, pro- ceden bajo diversa razón formal y suministran, por tanto, un término medio distinto, la claridad exige que los estudiemos separadamente.

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§ 1. Por el principio de recirculación

El principio de recirculación, más amplio de suyo, coartado empero a la Mariología, consiste sustancialmente en el paralelismo antitético de María, en calidad de Segunda Eva, respecto de la antigua Eva. Hemos notado anteriormente, y hemos de recordar ahora, que este paralelismo no es, ni exclusiva ni principalmente, estático, sino dinámico; es decir, no es la con- traposición puramente de dos personas, sino de dos actitudes y de dos acciones contrarias. No es arbitraria ni infundada esta explicación del principio. La razón es evidente. El principio de recirculación, como antes hemos explicado, es una derivación o consecuencia del decreto divino en orden a la reparación humana. Dios determinó que esta reparación se hiciese, no sólo por vía de estricta justicia, sino también con una especiel de desquite, que hiciese más patente y tangible la plenitud adecuada de la reparación, que había de seguir paso a paso, pero en sentido inverso, el pro- ceso de la caída. Según esto, la recirculación, como determinación con- creta de la acción reparadora, había de ser esencialmente activa: había de significar y contener el conjunto o serie de acciones particulares, que se correspondiesen exactamente en sentido inverso con la serie de acciones, que integraban el proceso de la caída. Esto supuesto, que es evidente por el análisis interno o lógico del principio, y que responde completamente a las afirmaciones de la Tradición patrística, examinemos la parte activa que tuvo la antigua Eva en la caída, para colegir la acción contraria de María en la reparación.

Basta leer la narración genesíaca del primer pecado del hombre (Gen. 3, 6) para convencerse de la cooperación o complicidad de Eva en el pecado de Adán. San Pablo lo recalca, al decir que «Adán no fué enga- fíado, sino la mujer fué quien, seducida, se hizo culpable de transgresión» (1 Tim. 2, 14). No creemos pueda haber moralista que no reconozca la culpabilidad y responsabilidad de Eva en razón de su cooperación. Pero hay mucho más. Eva no fué simplemente cómplice: ella inició el proceso del pecado; ella, solicitando e induciendo a su marido, fué la causa deter- minante de su prevaricación: iniciativa, solicitación, determinación: triple circunstancia de su activa cooperación, que agrava su responsabilidad. «A muliere initium factura est peccati, et per illam omnes morimur» (Eccli. 25, 33). Pues a esta acción de Eva, verdadera y eficaz cooperación con Adán en la ruina del género humano, ha de responder la acción contraria de María, no menos verdadera y eficaz cooperación con Cristo en la repa-

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ración de la humanidad. Y como la cooperación de Eva, como acción moral, fué directa e inmediata, directa también e inmediata ha de ser, en el orden moral, la cooperación de María. Y cooperación directa e inmediata en la obra de la redención humana es y se ha de llamar verdadera y propia Corredención.

De aquí se derivan dos consecuencias. Primeramente, por la contra- posición de la acción de María con la acción de Eva conocemos el hecha o la verdad de la Corredención Mariana, aunque no el cuándo y el cómo de la Corredención. Con todo, como el consentimiento virginal y la com- pasión maternal son las dos ocasiones más propicias, en que se pudo efectuar ía Corredención, en estos dos hechos habremos de buscarla preferentemente. Esta presunción favorable respecto de estos hechos es un precedente venta- joso, que prepara su estudio. En consecuencia, o hay que buscar la Corre- dención en el consentimiento, cuya causalidad, por tanto, habrá de recono- cerse como directa e inmediata, o, si no, habrá que hallarla indefectible- mente en la compasión. Aunque ¿por qué no en entrambas a la vez?

La otra consecuencia mira a la interpretación de los textos patrísticos. No queremos decir, ni menos hacer, lo que a las veces se ha hecho en sentido contrario, es a saber, que a la luz maligna de postulados apriorísticos se ha querido violentar el sentido obvio de los textos. La exegesis de los textos tiene sus leyes propias, que hay que acatar. Pero sin necesidad de atre- pellar la hermenéutica, si conocemos de antemano la verdad de la Corre- dención Mariana, ya no nos sentiremos tentados a desconocer o desechar el sentido obvio de los textos que la afirman. Más claro: no hemos de tomar los principios doctrinales como criterio que determine e imponga la interpretación de los documentos; pero la verdad previamente conocida puede ser útil para admitir con mayor facilidad su sentido manifiesto. En consecuencia, en textos como éste de San Jerónimo «Mors per Evam, vita per Mariam» (ML 22, 408), o este otro de San Agustín «Per feminam mors, per feminam vita» (ML 38, 1108), reconoceremos fácilmente, si no hay razón alguna en contra, la Corredención Mariana.

§ 2. Por el principio de asociación

El principio de asociación consiste sustancialmente, según vimos ante- riormente, en que al binario Adán-Eva ha de corresponder o contraponerse exactamente el nuevo binario Cristo-María ; es decir, en que como Eva estuvo asociada a Adán, así María esté asociada a Cristo. Pero la asociación de

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Eva a Adán fué doble. En la intención de Dios fué asociada a Adán, para que cooperase con él en la procreación del género humano y en la comuni- cación o transmisión de la justicia original a toda su posteridad; pero de hecho se asoció a él en la transgresión del precepto divino y en acarrear la ruina a toda su descendencia. Por este doble título, por paralelismo y por antítesis, María fué por Dios asociada a Cristo para la reparación del pecado y de la muerte. En consecuencia, como en virtud de esta aso- ciación Eva se mancomunó con Adán para formar un principio único y adecuado, que había de ser de justicia, pero que fué de pecado, así María constituye con Cristo un principio único y adecuado de reparación o reden- ción. Este principio total es como el acto primero de la redención.

Hasta aquí el principio de asociación. Pero de la asociación, acto pri- mero, a la cooperación formal, acto segundo, ya no hay sino un paso: el que el acto primero se reduzca al acto segundo, es decir, que actúe. Este paso se dió en el acto de la redención: y con él la asociación de María con Cristo se convirtió en la Corredención Mariana, la mancomu- nidad de asociación en la mancomunidad de acción, la Corredención virtual en Corredención formal.

Podemos, pues, imitando o glosando a San Pablo decir: «Como por un sólo hombre y por una sola mujer, a él asociada, entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así también por un solo hombre. Cristo, y por una sola mujer, a él asociada, María, entró la justicia en el mundo, y por la justicia la vida». Y como por su acción justificante y vivificante Cristo es llamado Redentor, así proporcionalmente por su asociación y cooperación con la acción del Redentor María ha de ser llamada Corre- dentora.

Art. 2. Demonstración complementaria

A la doble demonstración fundamental, que acabamos de exponer, po- demos añadir otra demonstración complementaria, que, si no es tan decisiva, podrá ser útil sea para corroborar la demonstración principal, sea para aquilatar la conexión lógica de algunos conceptos. Servirán de base para esta argumentación accesoria 1) la gracia «capital» de María; 2) la conexión entre la Corredención y la intercesión universal ; 3) la maternidad espiritual de María; 4) su oficio maternal de crianza y educación del Redentor.

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§ 1. Gracia acapital» de María

La gracia ((capital» de Cristo consta de tres elementos: supremacía eminente, plenitud de perfección y virtud de influir la gracia en todos los miembros de su Cuerpo místico. De todos estos elementos el más carac- terístico es el tercero, que Cristo ejerce con su doble función de Redentor y de Intercesor. Proporcionalmente, la gracia ((capital» de María ha de constar de los mismos tres elementos, y deberá ejercer el tercero con la doble función de Corredentora y de Intercesora. La gracia ((capital» in- cluye, por tanto, la Corredención.

Contra este argumento pueden oponerse tres reparos: 1) ¿es cierto que la gracia ((capital» de Cristo incluya la función de Redentor, y no sola- mente la de Intercesor? 2) ¿Es cierto que María participe la gracia ((ca- pital»? 3) Aun en la hipótesis de que participe de ella ¿no podría ejer- cerla con la simple función de Intercesora?

El primer reparo parece infundado. La razón intrínseca es que Cristo es Cabeza de la humanidad, no sólo en la organización y vivificación de su Cuerpo místico posterior a la redención, sino también en el estadio previo a la redención, en que, precisamente en orden a la redención, concentra e incorpora consigo como Cabeza a toda la humanidad. El principio de soli- daridad, en virtud del cual Cristo y los hombres forman un solo cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, actúa ya antecedentemente a la redención y es ele- mento esencial de la misma redención. La gracia ((capital» incluye consi- guientemente también la función de Redentor.

El segundo reparo tiene mayor fundamento, por cuanto la idea de que María participe de la gracia ¡(capital» no ha entrado, por así decir, en la corriente de la Mariología. Pero a este reparo hemos respondido previa- mente al proponer las razones que nos movían a atribuir a María esta glo- riosa prerrogativa.

Del tercer reparo diremos proporcionalmente lo que hemos dicho del primero. Si la gracia ((capital» de Cristo comprende también la función de Redentor, y si María participa, como antes hemos declarado, de esta gracia por extensión o comunión, parece arbitrario limitarla a la sola función de Intercesora. ¿Qué razón puede alegarse para esta especie de mutilación o vivisección? En el sentido de la participación puede alegarse, en cambio, positivamente la razón de que María, como antes hemos declarado, inter- viene activamente en comunicar o transmitir a Cristo la representación o solidaridad con los hombres, y precisamente en orden a constituirle Redentor.

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§ 2. Conexión entre la Corredención y la intercesión universal

Hay que notar ante todo que no comparamos la Corredención con la simple intercesión, sino con la intercesión universal. Verdad es que no hemos demonstrado todavía la intercesión universal, y en este sentido puede parecer prematura una demonstración basada en una premisa, que ni he- mos demonstrado ni estamos aún en disposición de demonstrar. Mas, como no faltan algunos teólogos, que, admitiendo la intercesión universal, niegan, con todo, la Corredención propiamente dicha, parece conveniente poner de manifiesto que semejante posición es inconsecuente, mostrando que la in- tercesión universal carece de base sólida teológica, si no se admite la Co- rredención. Será una argumentación ad hominem, que tendrá la ventaja de señalar la conexión entre ambos conceptos.

Antes de formular nuestra argumentación queremos llamar la atención sobre un hecho curioso y significativo. No hace muchos años aún, toda la controversia mariológica versaba sobre la mediación universal, en el sentido de intercesión actual; y, cuando se daba la razón teológica de la intercesión universal, se proponía como motivo intrínseco precisamente la Correden- ción, que se consideraba como verdad ya adquirida. Ahora, como se ve, se han invertido los términos del problema: se admite la intercesión uni- versal, y se discute la Corredención. No está, pues, fuera de lugar que, a base de la conexión interna entre ambos conceptos, como antes se partía de la Corredención para demonstrar la intercesión universal, así ahora par- tamos de la intercesión universal para demonstrar la Corredención.

Decimos, pues, que la intercesión actual, con toda la plenitud que suele concedérsele, es decir, con las propiedades características que la distinguen de la intercesión de los demás santos, su universalidad, su necesidad y su infrustrabilidad, si es verdad que puede demonstrarse documentalmente prescindiendo de la Corredención, no puede, empero, independientemente de ésta, probarse teológicamente: dentro del sistema orgánico de la Mario- logia carece de base consistente en que apoyarse.

Lo que única o principalmente pudiera explicar o fundamentar las pro- piedades características de la intercesión Mariana, habría de ser la divina maternidad. Ahora bien, la divina maternidad, cual la conciben los adver- sarios de la Corredención, no es motivo suficiente que explique la intercesión universal. La divina maternidad, para ellos, importa solamente una coope- ración de orden físico y de eficacia remota respecto de la redención, esto es, no representa ninguna cooperación moral inmediata, que es la única propia

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y verdadera Corredención. Así concebida, la divina maternidad no puede ser base o raíz de la intercesión universal. Notemos, en efecto, la contra- dicción que entraña la posición de los adversarios. En su estadio terrestre la divina maternidad se habría encerrado completamente en el orden pura- mente personal: con toda su excelsa dignidad, habría estado totalmente desprovista de actividad o actuación propia y formalmente soteriológica ; en cambio, en el estadio celeste, automáticamente, la divina maternidad, re- basando el orden personal, se convierte en una actividad soteriológica uni- versal, irresistible y necesaria, que interviene con un influjo absorbente y decisivo en la dispensación de las gracias. Preguntamos: ¿de dónde este cambio tan repentino y radical operado en la divina maternidad? Buscarlo o señalarlo en la misma maternidad, es pura petición de principio. Buscarlo en el estadio de la bienaventuranza, no parece muy acertado. Si en el esta- dio terrestre, que es el destinado para obrar saludablemente, la maternidad divina no poseía semejantes actividades soteriológicas, ¿por qué razón las ha de adquirir en el estadio celeste, destinado por Dios al reposo y al goce anteriormente merecidos? Por tanto, o en el estadio terrestre debe haber poseído la divina maternidad semejantes actividades soteriológicas, o queda inexplicado el que las posea en el estadio celeste.

Omitimos, para no salimos de los límites que nos hemos prefijado, los testimonios de la Tradición, que pudiéramos aducir en confirmación de lo que vamos diciendo. Lo que no queremos omitir, es el testimonio compro- bante de San Pablo, que, naturalmente, ya no será un simple argumento ad hominem. En tres pasajes habla principalmente el Apóstol de la inter- cesión celeste de Cristo, y los tres la relaciona con su carácter y oficio de Redentor. Escribe a los Romanos: «Cristo Jesús, el que murió, o, mejor, el que resucitó, es quien está a la diestra de Dios, y quien además intercede por nosotros» (Rom. 8, 34). Y a los hebreos: Cristo «posee el sacerdocio intransferible; por donde puede también salvar perennemente a los que por él se llegan a Dios, siempre viviente para interceder a favor de ellos» (Hebr. 7, 24-25; cfr. 7, 27); y más adelante, después de decir que Cristo «entró de una vez para siempre en el santuario, consiguiendo una redención eterna» (Hebr. 9, 12), añade: «Pues no entró Cristo en un santuario hecho de mano,... sino en el cielo mismo, para presentarse ahora en el acatamiento de Dios a favor nuestro» (9, 24). La aplicación de esta doctrina de San Pablo a María es obvia. Si en Cristo la intercesión celeste es una deriva- ción y como prolongación de la redención, proporcionalmente en María la intercesión actual, que no es sino una asociación a la intercesión de Cristo, ha de ser una derivación y prolongación de su asociación a la reden-

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ción, es decir, de la Corredención; o, en otros términos, como en Cristo la intercesión presupone la redención, en la cual estriba, lo mismo hay que decir de María, cuya intercesión presupone también la Corredención, como fundamento o postulado necesario.

§ 3. Cor redención y maternidad espiritual

Análogo al anterior es el argumento que sugiere la conexión entre la Corredención y la maternidad espiritual de María. Un estudio detenido, que no hemos hecho todavía, de la maternidad espiritual daría lugar a una argumentación más amplia y profunda: ahora nos habremos de quedar en la superficie y en solas generalidades.

La maternidad espiritual de María que todos reconocen es la que se manifiesta en los oficios maternales, que ahora desde el cielo ejerce María con los hombres. Pero nos basta esta consideración, general y superficial, para colegir de esta maternidad la necesidad de la Corredención. Y esto de dos maneras. Primeramente, estos oficios maternales de María coinci- den realmente con la dispensación de las gracias, que no es sino el gobierno de la familia de Dios. Semejante dispensación o gobierno supone en María derechos sobre la familia de Dios y sobre los bienes de Dios: derechos, recibidos, sin duda, de Dios, pero otorgados a María de una manera con- natural o fundada en la naturaleza de las cosas; derechos, por tanto, adqui- ridos o ganados por María durante su vida terrestre. ¿Cómo? Si la fa- milia y los bienes de Dios son el resultado o los frutos de la redención, es obvio y natural que sola su activa intervención en la obra de la reden- ción puede conferir a María semejantes derechos. Suponer otra cosa sería introducir incoherencias inmotivadas en la obra de Dios. Bajo este aspecto, pues, la maternidad espiritual presupone como base la Corredención.

Bajo otro aspecto, la maternidad celeste de María, no puede haber co- menzado en el cielo: debe haberse iniciado de alguna manera durante su vida terrestre. El tránsito de las penalidades de este mundo a la bienaven- turanza del cielo no explica la maternidad espiritual de María, no puedei ser como la investidura de la maternidad. Sea en la encarnación, sea en el Calvario, sea, si se quiere, en otra ocasión, María hubo de ser constituida Madre espiritual de los hombres durante su vida en la tierra. Los funda- dores de los institutos religiosos, por ejemplo, son llamados padres después de su muerte, porque lo fueron durante su vida. No se da, ni puede darse razonablemente, el caso de llamar padre a un bienaventurado del cielo, que

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no lo hubiera sido en la tierra. La bienaventuranza celeste no es para conferir paternidades o maternidades. En consecuencia, María estaba in- vestida de la maternidad espiritual durante su vida en este mundo. Ahora bien, la maternidad, si no es pura metáfora, es una función esencialmente activa: es la procreación de los hijos, su crianza, su educación. Según esto la maternidad espiritual es una función o una actividad esencialmente sote- riológica. Semejante actividad soteriológica puede pertenecer o bien al or- den de la redención o bien al orden de la dispensación de las gracias. La maternidad celeste de María pertenece evidentemente a este segundo orden: la terrestre, como no puede pertenecer al orden de la dispensación, ha de pertenecer necesariamente al orden de la redención. O es, por tanto, o presupone, la Corredención. En su vida terrena María no se hallaba en disposición de intervenir, como ahora en el cielo, en la dispensación de las gracias; pero se hallaba en disposición de cooperar a la obra de la redención.

§ 4. Oficios maternales con el Redentor

Trataremos, en último lugar, un punto que, aplicando los principios a casos concretos, se sale de las generalidades en que hasta ahora nos hemos mantenido. La razón es obvia. Al estudiar los hechos, en que se realizan o encarnan las grandes verdades mariológicas, nos hemos limitado exclusi- vamente a los principales: hemos preterido, por tanto, los oficios mater- nales de crianza y educación que María ejercitó con el Redentor, como real- mente menos importantes y que, por así decir, daban menos de sí. Mas, para no excluirlos del todo, los vamos a tratar brevemente; primero, por- que son una confirmación no despreciable de la Corredención Mariana; segundo, porque sirven de enlace entre las dos actuaciones principales la Corredención, el consentimiento virginal y la compasión maternal.

María, a lo menos a partir de la profecía de Simeón, no pudo ya des- conocer la pasión y muerte de su divino Hijo. Perspicaz y reflexiva como era, conocedora de las profecías mesiánicas, llena todavía de las grandes revelaciones que Dios le había hecho, al oír ahora las palabras del anciano: Salud de Dios, luz para la iluminación de los gentiles, gloria de su pueblo Israel» y al mismo tiempo «señal divina y blanco de la contradicción» humana, que había de ser para María una espada que le traspasase el alma, comprendió perfectamente, aun en el supuesto que antes lo hubiera desco- nocido, el destino de su Hijo y la razón de ser de su maternidad y el objeto final de todos sus desvelos maternales. Desde entonces toda su vida y ac-

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tuacíón de Madre quedaba definitivamente orientada hacia la cruz y la redención. Criar y educar aquel Hijo, que Dios le había confiado, no era otra cosa que disponer al sacerdote y preparar la víctima del gran sacrificio de la reconciliación humana. Y María, con la misma fe y obediencia, con la misma conformidad de su voluntad con los designios divinos, con que antes había aceptado la maternidad del Mesías, se dispone ahora a ejercer el oficio doloroso de preparar a su Hijo para el sacrificio. Es decir, sus oficios maternales eran de suyo una cooperación material con el sacrificio de la cruz; pero la voluntad con que aceptaba y desempeñaba estos oficios, esto es, la intención con que libremente los ordenaba al fin que Dios y su Hijo pretendían, los transformaba y convertía en cooperación formal, mo- ralmente directa e inmediata. Un ejemplo, análogo a la vez y contrario, pondrá de manifiesto la verdad de esta cooperación. Supongamos que en un pueblo de misiones se trata de ofrecer solemnemente un sacrificio idolá- trico. Si un cristiano de aquel pueblo, sabiendo de que se trataba, y con la intención de que se realizase aquel sacrificio, acogiese en su casa con entusiasmo al sacerdote que había de ofrecerle y sobre esto él mismo le preparase las víctimas que debían inmolarse, ¿podría excusarse de haber prestado su cooperación,» formal y directa, al sacrificio proyectado? No es menester consultar a los moralistas. Pues bien, ¿hizo menos o con menos voluntad y entusiasmo María en orden al sacrificio de la cruz? Luego los oficios maternales de María con el Redentor, ejercitados como ella los ejer- citó, son una cooperación formal y directa con el sacrificio de la redención: son verdadera y propia Corredención.

SECCIÓN n. CORREDENCIÓN EN EL CONSENTIMIENTO VIRGINAL

t

INTRODUCCIÓN

Para entender de raíz lo que hemos dicho sobre la Corredención en general y lo que ahora vamos a decir sobre la Corredención por medio del consentimiento de María, es menester fijar con toda exactitud y conforme a la realidad el concepto de redención.

Recordemos que no es lo mismo, señaladamente hablando de Dios, causa principal que causa primera, como no es lo mismo causa instrumental (co-

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irelativa a causa principal) que causa segunda (correlativa a causa primera). De ahí el problema fundamental: Cristo hombre, y, como tal, Redentor, ¿es con toda propiedad causa principal de la redención (como causa se- gunda, subordinada a Dios como a causa primera), o bien es causa instru- mental (subordinada a Dios como a causa propiamente principal de la redención)? Hay que reconocer que con frecuencia, implícitamente, a lo menos, se considera a Cristo como causa principal de la redención. Seme- jante concepción, no diremos que es falsa, pero deficiente. Si en el plano inferior de las actividades humanas, que pudieron intervenir en la redención, a Cristo corresponde evidentemnte la principalidad, en cambio, en el plano superior de los planes divinos la principalidad corresponde a Dios; en otros términos, a Cristo corresponde la principalidad relativa, a Dios la absoluta: Cristo es el agente instrumental, Dios el agente principal. Para comprobar la verdad de este aserto consultemos a San Pablo.

Sobre la acción de Dios, no en los preliminares o en los efectos, sino en el acto mismo de la redención, se hallan esparcidos en las Epístolas de San Pablo numerosos rasgos significativos. Ante todo. Dios es quien desde toda la eternidad toma la iniciativa de la redención, concibe y forma su plan, determina todas sus circunstancias y toma la resolución de realizarla en la plenitud de los tiempos. En Cristo, dice el Apóstol, «tenemos la reden- ción por su sangre,... según las riquezas de la gracia de Dios, que hizo desbordar sobre nosotros, en toda sabiduría e inteligencia, notificándonos el misterio de su voluntad, según su beneplácito. . . . según la ordenación del que obra todas las cosas según el consejo de su voluntad» (Eph. 1, 7-11). Cristo, añade, «se entregó a mismo por nuestros pecados, a fin de arran- camos de este presente siglo perverso, según la voluntad de Dios y Padre nuestro" (Gal. 1, 4).

Dios es también, quien envía a su Hijo en calidad de Redentor, y le constituye sacerdote y víctima del gran sacrificio de nuestra redención: «Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como víctima por el pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom. 8, 3); «cuando vino la plenitud del tiempo, envió Dios desde el cielo de cabe a su propio Hijo, hecho hijo de Mujer, sometido a la sanción de la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la sanción de la Ley» (Gal. 4, 4-5); «al que no conoció pecado, [Dios] por nosotros le hizo pecado» (2 Cor. 5 21); «Cristo no se glorificó a mismo en hacerse Pontífice, sino el que le ha- bló: ... eres sacerdote para siempre según el orden del Melquisedec» (Hebr. 5, 5-6).

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Más aún, al enviar a su Hijo como Redentor, le impuso el mandamiento de inmolarse por los hombres, mandamiento que el Hijo acató con filial obediencia: Cristo «presentándose como hombre en su condición exterior, se abatió a mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Philp. 2, 7-8); «como por la desobediencia de un solo hombre fueron constituidos pecadores los que eran muchos, así también por la obediencia de uno solo los que son muchos serán constituidos justos» (Rom. 5, 19); «el cual en los días de su carne, habiendo ofrecido plegarias y súplicas con grande clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, y habiendo sido escuchado por razón de su reverencia, aun con ser Hijo, aprendió de las cosas que padeció la obediencia» (Hebr. 5, 7-8).

Y, como si no bastase el mandamiento, Dios mismo entregó a su Hijo a la muerte por nosotros: «a su. propio Hijo no perdonó, antes por nos- otros todos le entregó» (Rom. 8, 32); «el cual fué entregado por nuestros delitos» (Rom. 4, 25).

Y en el acto y momento mismo de la redención hace resaltar San Pablo la acción de Dios: «Todo procede de Dios, quien nos reconcilió consigo por mediación de Cristo ; . . . como que Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo» (2 Cor. 5, 18-19); Dios Padre «nos libertó de la potestad de las tinieblas, y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tene- mos la redención, la remisión de los pecados» (Col. 1, 13-14); «porque en él tuvo a bien Dios que morase toda la plenitud, y por medio de él recon- ciliar todas las cosas consigo, haciendo las paces mediante la sangre de su cruz» (Col. 1, 19-20); convenía que Dios «para quien es todo y por quien es todo, que, al paso que llevaba muchos hijos a la gloria, consumase por^ medio de los padecimientos al autor de la salud de ellos» (Hebr. 2, 10).

Esta misma acción de Dios en la redención significa el Apóstol al pre- sentarla frecuentemente como obra de su justicia o de su misericordia, de su amor y de su gracia: «Todos pecaron, y se hallan privados de la gloria de Dios, justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que se da en Cristo Jesús; al cual expuso Dios como monumento expiatorio, mediante la fe, en su sangre, para demonstración de su justicia» (Rom. 3, 22-25); «acredita Dios su propio amor para con nosotros en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5, 8); «no desecho como nula la gracia de Dios; porque si por la Ley se alanzase la justicia, entonces Cristo hubiera muerto en vano» (Gal. 2, 21); «Dios, rico como es en misericordia, por el extremado amor con que nos amó, aun cuando estábamos nosotros muertos por los pecados, nos vivificó con la vida de Cristo» (Eph. 2, 4-5); «se manifestó la gracia salvadora de Dios

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a todos los hombres», cuando Cristo «se entregó a mismo para redi- mirnos de toda iniquidad» (Tit. 2, 11-14; cfr. 3, 4-7).

A esta acción principal de Dios corresponde la acción instrumental de Cristo Redentor, la cual expresa San Pablo en varios de los textos aducidos y en otros muchísimos con la fórmula «per lesum Christum Dominum nostrum», «por medio de Jesu-Cristo Señor nuestro». Esto mismo signi- fica el Apóstol al afirmar que ((Cristo fué hecho ministro de la circuncisión», esto es, agente de parte de Dios para con los judíos, «a favor de la vera- cidad de Dios, para hacer firmes las promesas hechas a los patriarcas», y ministro para con los gentiles, para que «glorifiquen a Dios por razón de su misericordia» (Rom. 15, 8); y añade, hablando de Dios: «Por él sois lo que sois en Cristo Jesús, el cual fué hecho por Dios para nosotros... santi- ficación y redención» (1 Cor. 1, 30).

Según San Pablo, pues, en la obra de la redención corresponde a Dios la acción propia del agente principal, a Cristo la acción propia del agente instrumental o ministerial. Esta es la realidad; a la cual, empero, no siem- pre responde el sentido usual de las palabras. El sentido primario o prin- cipal de las palabras se refiere con frecuencia, no a lo que es principal en la cosa significada, sino a lo que es más patente o visible. Y en particular la denominación de «Redentor» designa preferentemente a Cristo, por la razón indicada. De esta doble principalidad, la de la cosa y la de la pala- bra, nace la indecisión o fluctuación con que habla Santo Tomás de Cristo y de Dios como Redentor principal (3, q. 48, a. 5). Mientras en el cuerpo del artículo reserva para Cristo hombre, y con razón desde su punto de vista, la denominación de Redentor principal, en cambio, en la solución a la pri- mera objeción dice terminantemente: «Redemptio immediate pertinet ad hominem Christum, principaliter autem ad Deum (Ib. ad 1). Nótese la contraposición entre «immediate» y «principaliter» ; en virtud de la cual «immediate» insinúa que la acción de Cristo es la propia del instrumento, que media entre el agente principal y el efecto: es la inmediación que llamaríamos de contacto, propia del instrumento, la cual, empero, no niega al agente principal la inmediación de eficiencia. Merecen leerse las atina- dísimas observaciones de Suárez sobre este pasaje del Doctor Angélico. En definitiva podemos concluir que según San Pablo y Santo Tomás Cristo es a la vez, bajo diferentes aspectos, agente principal y agente instrumental de la redención, y, como tal, inmediato, con la doble inmediación de efi- ciencia y de contacto; y que Dios es simple y absolutamente agente prin- cipal, y, como tal, inmediato con inmediación de eficiencia, aunque, en cierto sentido, mediato con mediación de contacto. Pero hay que notar

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que en este caso, como generalmente en todo agente principal, el que su acción sea en cierto sentido mediata no desvirtúa o rebaja la eficacia de esta acción, que al fin es siempre la principal. Y era necesario notar esta pro- piedad y verdad de la acción del agente principal, para que, si la coope- ración de María se mostrase ser cooperación con la acción de Dios Re- dentor, no quedase, por así decir, descalificada en su misma raíz. Con sólo que se pruebe ser verdadera cooperación con la acción principal de Dios respecto de la redención, queda por el mismo caso probada su cooperación, propia y verdadera, con la obra de la redención humana.

A primera vista sólo parece posible de parte de María, al dar su con- sentimiento a la embajada del ángel, esta cooperación con la acción prin- cipal de Dios, por la sencilla razón que en aquel momento todavía no se había realizado la encarnación, todavía no existía el hombre Redentor. Pronto examinaremos si esta razón es válida. En orden a esto hemos de notar ya desde ahora que la cooperación puede concebirse de dos maneras: o bien como acción conjunta con la acción de otro, o bien como una acción simplemente coordinada o subordinada, enderezada a la producción del mismo efecto. Evidentemente, con el consentimiento no puede María juntar su acción con la de Cristo; pero esto acaso no excluya que el consenti- miento pueda ser una acción coordinada o subordinada a la acción futura de Cristo Redentor. La distancia de lugar y tiempo no es dificultad, tra- tándose de acciones morales.

Por fin, creemos necesaria otra observación. Tratándose de una coope- ración, que de antemano calificamos de secundaria, cual es la Corredención Mariana, no es esencial que esta cooperación lo sea respecto de lo que la acción, con la cual se coopera, tenga de más importante o característico. Supongamos por un momento que lo sustancial o esencial en la redención de Cristo sea el mérito o la satisfacción, y que María nada propio pueda aportar en la línea de satisfacción o de mérito. En tal hipótesis concede- mos que no es posible una cooperación Mariana equiparable a la de Cristo, propiamente meritoria o satisfactoria; pero añadimos que esto no excluye otro género de cooperación propia y verdadera. Y no es difícil probarlo. Otra vez San Pablo nos suministrará el argumento. Escribe a los Corintios: «Yo planté, Apolo regó; mas Dios dió el crecimiento. De manera que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino el que da el crecimiento, que es Dios... Pues de Dios somos cooperadores: de Dios sois labranza, de Dios sois edificio» (1 Cor. 3, 6-9). Según esto Pablo y Apolo son cooperadores de Dios, cooperan con la acción de Dios; y sin embargo su cooperación no alcanza a lo principal o sustancial, que es el crecimiento de las plantas:

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nada hacen en el formal crecimiento de lo que han plantado o regado. Será, pues, su cooperación secundaria, no equiparable a la acción de Dios; esto, con todo, no quita que sea y se llame propiamente cooperación. Otro ejem- plo, de los innumerables que pudieran aducirse. No hace muchos años se firmó el Pacto de Letrán. En él lo esencial, lo único que le dió validez, fué la firma de los dos soberanos y su autoridad. ¿Habrá que decir, en conse- cuencia, que los personajes que intervinieron en las negociaciones, que re- dactaron y discutieron los artículos del Pacto, no prestaron eficaz coopera- ción? Y en toda promulgación de una ley lo único que le da validez es la autoridad del soberano, personal o colectivo, que la aprueba o la firma: y sin embargo nadie podrá negar que los ministros o secretarios o juris- consultos, que la redactaron, fueron eficaces cooperadores de la misma ley.

Para hacer resaltar el valor corredentivo del consentimiento virginal, lo consideramos bajo cuatro aspectos: 1) más generalmente, comparándolo con la acción redentora de Dios y de Cristo, a base de un pasaje de San Pablo; 2) analizando sus constitutivos esenciales; 3) considerando su valor moral, como acto de obediencia, a base de un texto de San Ireneo; 4) considerando su carácter representativo en función del principio de solidaridad. De aquí los cuatro capítulos de esta sección.

Capítulo I

VALOR CORREDENTIVO DEL CONSENTIMIENTO EN GENERAL

Al tratar anteriormente de la acción principal de Dios redentor según San Pablo, hemos omitido deliberadamente uno de los textos más impor- tantes, en que el Apóstol presenta con mayor amplitud y a la vez con mayor prcisión la acción combinada de Dios y de Cristo hombre en la redención del mundo, y que además se presta maravillosamente para servir de marco en que encuadrar la cooperación de María con Dios y con Cristo hombre en la obra de la redención humana.

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Art. 1. Acción de Dios y de Cristo en la redención según San Pablo

Escribe el Apóstol, hablando de Cristo: «Por lo cual al entrar en el mundo dice:

Sacrificio y ofrenda no quisiste,

pero me proporcionaste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no le agradaron,

entonces dije: Heme aquí presente. En el pomo del libro está escrito de mí:

quiero hacer, oh Dio?, tu voluntad.

Diciendo más arriba: Sacrificios y ofrendas y holocaustos y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron, los que según la Ley se ofrecen, entonces ha dicho: Heme aquí que vengo a hacer fu voluntad. Suprimei lo primero para establecer lo segundo. En virtud de la cual voluntad hemos sido santificados mediante la oblación del cuerpo de Jesu-Cristo de una vez para siempre» ( Hebr. 10, 5-10).

Tomando como base las palabras del Salmo según los Setenta (Ps. 39, 7-9) declara el Apóstol la parte que corresponde a Dios y la que corresponde a Cristo en la obra de la redención. Procuraremos reconstruir en toda su integridad su pensamiento.

Anteriormente (con anterioridad lógica) a la acción de Dios y de Cristo hombre existe un doble precedente o postulado previo: 1) la existencia y predominio del pecado en el mundo y aun en Israel; 2) la existencia de sacrificios destinados a expiar el pecado, pero ineficaces e incapaces de borrarlo. A vista de este estado de las cosas interviene Dios; en cuya actuación podemos señalar tres pasos o momentos: 1) su voluntad eficaz y decisiva de poner remedio a esta situación, sustituyendo los sacrificios in- eficaces por un sacrificio eficaz para expiar y reparar el pecado por vía de estricta y rigorosa justicia; 2) manifestación de esta voluntad a su Hijo, para que él tome sobre este negocio, haciéndose hombre y muriendo para reparar el pecado de los hombres; 3) ejecución de esta voluntad, pr<opor^' cionando al Hijo un cuerpo humano hábil o idóneo para el sacrificio, es decir, un cuerpo pasible y mortal.

A esta triple acción del Padre corresponde la triple acción del Hijo: 1) como Dios, anteriormente a la encarnación, por cuanto su voluntad es sustancialmente una misma con la voluntad del Padre ; 2) en cuanto hombre,

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MARIA, MEDIADORA UNIVERSAL

en el momento mismo de la encarnación, aceptando y acatando rendida- mente la voluntad divina, que él considera como un mandamiento, y mani- festando su disposición de cumplirlo perfectamente; 3) ejecutando obediente esta voluntad o mandamiento, con la oblación o inmolación de su cuerpo para expiar el pecado de los hombres.

Consideremos más en particular lo que es esta voluntad de Dios y su aceptación de parte de Cristo hombre.

Esta voluntad de Dios no es un acto, por así decir, pasajero o aislado, sino un acto eterno y siempre actual y presente, un acto, que representa y encierra en todo el plan divino de la redención humana: es, en frase del mismo Apóstol, «el Misterio de Cristo, que en otras generaciones no fué dado a conocer a los hijos de los hombres» (Eph. 3, 4-5), es «la economía del Misterio, escondido desde el origen de los siglos en Dios que creó todas las cosas» (Eph. 3, 9), es «el Misterio, que ha estado escondido desde el origen de los siglos y generaciones» (Col. 1, 26), <(el Misterio de Dios, Cristo, en el cual se hallan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia escon- didos» (Col. 2, 2-3), es, en una palabra, «el Misterio de su voluntad» (Eph.' 1, 9). Estas declaraciones del Apóstol ponen de manifestó la importancia decisiva, la eficacia preponderante, de la voluntad de Dios en la obra de la redención, que no es sino su realización o efecto; voluntad, además, en cuya ejecución despliega Dios toda su omnipotencia y derrocha los infinitos tesoros de su sabiduría. Después de esto, no es ya posible dudar que, en la mente de San Pablo, Dios es el agente principal de la redención.

Análogamente, la aceptación de esta voluntad de parte de Cristo hombrq no es un simple acto aislado o transitorio, uno de tantos actos que llenan la vida humana de Cristo, sino que es como la directriz o la tónica o el expo- nente máximo de toda su vida ; es el impulso inicial, que ya no se extingue, de toda su carrera mesiánica ; es la expresión en que se compendían y con- densan todos los ideales de su espíritu, todos los sentimientos de su Corazón, todas las energías de su voluntad, todo su amor a Dios y a los hombres, a su Padre y a sus hermanos; es una resolución que se clava y fija de una vez para siempre en su alma, para convertirse en disposición habitual y constante; es un acto supremo y definitivo, que, trasponiendo tiempos y lugares, vuela derecho al Calvario y a la cruz, que, iniciado en la encarna- ción, sin entibiarse jamás, se consuma en el sacrificio de la redención. Más concreta y precisamente, esta aceptación de Cristo es su «obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz», es la oblación sacerdotal, que, empalmando con la inmolación del Calvario, forma con ella el sacrificio de la redención, del cual es el elemento moral y formal, y consiguientemente principal. El

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sacrificio del Redentor, si no se consuma sino en la cruz, se inicia ya en la encarnación, y se inicia con esta aceptación de la voluntad de Dios, es decir, con el libre asentimiento o consentimiento de la propia voluntad humana.

Tales son los dos agentes, principal y ministerial o instrumental, de la redención. El acto y los efectos los consigna San Pablo con admirable precisión al decir que «en virtud de la cual voluntad^^ manifestada y cum- plida, (1 hemos sido santificados mediante la oblación del cuerpo de Jesu- Cristo de una vez para siempre». El acto de la redención es esta oblación: oblación activa de Jesu-Cristo Sacerdote y oblación pasiva de Jesu-Cristd víctima, esto es, el ofrecimiento de su voluntad, iniciado en el momento de la encarnación, y la inmolación de su cuerpo, consumada en la cruz. Los efectos de la redención se compendian en la santificación: es decir, la lim- pieza moral o pureza del alma, efecto de la expiación del pecado y dispo- sición para allegarse a Dios y entrar en contacto con la divinidad ; en otrasl palabras, la justificación bajo su aspecto religioso. Y al decir San Pablo que esta santificación se operó «de una vez para siempre», insinúa el doble estadio de esta santificación: virtual (o ideal) y formal (o real). La santi- ficación virtual es el efecto inmediato y absoluto de la redención; la formal es su efecto remoto y condicionado. La virtual recae en la humanidad con- siderada en general y como en bloque; la formal se realiza en cada hombre individualmente.

Resumiendo y precisando más, podemos decir que los agentes de la re- dención son Dios y Cristo hombre: Dios, como agente principal (princi- pium quod, y su voluntad, formada, manifestada y ejecutada, como princi- pium quo), y Cristo hombre, como agente instrumental {principium quod, y la obediente aceptación de la voluntad divina como principium quo): el acto de la redención es la oblación, bajo el doble aspecto de acción sacer- dotal y pasión sacrificial; el efecto de la redención es la santificación de los hombres en sus dos estadios, virtual y formal.

Veamos ahora si el consentimiento virginal importa verdadera coopera- ción con Dios y con Cristo hombre.

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Art. 2. Cooperación de María con la acción de Dios y de Cristo § 1. Cooperación con Dios

Dios el es agente principal de la redención mediante su voluntad {prin- cipium quo), en cuanto es una resolución o determinación, eternamente ac- tual, que la decreta, y en cuanto es o entraña una actividad que la ejecuta. Bajo este doble aspecto el consentimiento de María es una verdadera coo- peración, eficaz e inmediata, con la voluntad de Dios.

Lo es bajo el primer aspecto. Es un hecho que Dios no quiso iniciar' la obra de la redención humana sin el previo consentimiento de María. En este supuesto, la voluntad de Dios no es definitiva ni ultimada, tanto en el orden de la ejecución como en el orden de la intención, sin el consenti- miento de María, que es consiguientemente su complemento. Dios, evi- dentemente, hubiera podido prescindir de él en absoluto: mas desde el momento en que nada quiso hacer sin él, el consentimiento de María es como la última formal determinación de la voluntad divina. Así conce- bido, el consentimiento virginal es una cooperación con Dios eficaz e inme- diata. Es eficaz, por cuanto es la voluntad de María, la que, al conformarse con la de Dios, le da su determinación definitiva o, por así decir, determina su eficacia: y no puede decirse ineficaz, lo que determina la eficacia de la voluntad divina, en virtud de la cual precisamente (como principíum quo) es Dios el agente principal de la redención. Es además inmediata, por cuan- to es como complemento o coeficiente de la voluntad de Dios, que es predo- minantemente voluntad de redención, es decir, que va derecha a la reden- ción misma y mira la encarnación, no solamente como medio de la redejí- ción, sino como su iniciación o primer acto, que entraña en virtualmente todo el proceso de la redención humana hasta su consumación definitiva v hasta sus últimos efectos.

Bajo el segundo aspecto es también el consentimiento virginal coopera- ción con la voluntad divina. El objeto o término del consentimiento no ci algo extrínseco o ajeno a María. Dios no le pide el consentimiento para obrar luego independientemente de ella y por solo, sino para que ella libremente ponga a su disposición todas sus actividades maternales, o, mejor, para que ella misma ponga en juego todas estas actividades, tanto las morales como las físicas. El consentimiento, por tanto, es o lleva con- sigo la asociación de estas actividades con la acción suprema de Dios en orden al mismo efecto, es una cooperación con la acción divina. Es. consi- guientemente, eficaz, como que determina la aportación y actuación de las

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propias actividades. Y es también una cooperación moralmente inmediata respecto de la redención; y por doble motivo: por cuanto la encarnación es ya de por el comienzo y como el primer paso de la redención integral, y por cuanto la voluntad de María, al dar su consentimiento, se acomoda totalmente y como a ciegas con la voluntad de Dios, la cual hace suya, y que es, no menos en la ejecución que en la primera intención, voluntad pre- valente de redención. La voluntad de Dios, y no menos la de María, que se la apropia, en todo el proceso de la redención humana dirige todo el peso de su intención y de su acción, como a su blanco u objetivo, al acto definitivo de la redención y a sus efectos. No hay que olvidar jamás que en la mente y en la voluntad de Dios la redención es una unidad moralmente indivisible. Las separaciones o divisiones, introducidas por la cortedad hu- mana, no influyen en la unidad inseparable del bloque divino. Para ayudar a mover un bloque, basta ayudar a iniciar su movimiento, como basta tam- bién tocarle en un solo punto.

Esta cooperación de María con Dios, principal agente de la redención, nos parece tan verdadera, esto es, eficaz y moralmente inmediata, que no dudamos en afirmar que ella sola, aun cuando más hubiese, bastaría por para asegurar la Corredención Mariana. Y no decimos esto, porque ten- gamos por inseguros otros modos diferentes de Corredención, sino porqué tal es, a nuestro juicio, la verdad y la realidad. Con sólo su consentimiento, como cooperación con Dios, se hizo María acreedora al título glorioso do Corredentora de los hombres.

§ 2. Cooperación con Cristo

Como hemos notado anteriormente, la cooperación puede concebirse de dos maneras: o como acción conjunta con la acción de otro, o como acción simplemente coordinada o subordinada. De ambas maneras cooperó María con Cristo por medio de su consentimiento.

Primeramente, en el momento de la encarnación María da el cuerpo al Hijo de Dios, y éste lo recibe de María. Dar y recibir una cosa son dos acciones correlativas, algo así como las de vender y comprar, que se combi- nan y completan mutuamente, para formar una sola acción moral. Por la generación la acción de María es física: pero en virtud del consentimiento esta acción se convierte en acción moral. Que semejante cooperación de María sea eficaz, es evidente. Que sea también moralmente inmediata res- pecto de la redención, no es difícil probarlo. Recordemos, en efecto, lo que, según San Pablo, dice el Hijo al Padre en el momento de la encarna-

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ción: «Me proporcionaste un cuerpo a propósito», o, traduciendo más lite- ralmente, «me habilitaste un cuerpo», esto es, me diste un cuerpo hábil, apto, idóneo. ¿Para qué? El contexto lo dice claramente. Dios habilita un cuerpo a su Hijo para que pueda sustituir los sacrificios ineficaces del Anti- guo Testamento; y por esto añade al fin que fuimos «santificados mediantes la oblación del cuerpo de Jesu-Crislo». La frase de San Pablo equivale, por tanto, a esta otra: «Me diste un cuerpo apto para el sacrificio», es decir, pasible y mortal. Este cuerpo apto para ser víctima en el sacrificio de la redención lo da el Padre con voluntad de redención, lo da María con voluntad totalmente conforme con la del Padre, lo recibe el Hijo para cumplir o realizar esta misma voluntad. La acción, por consiguiente, de dar y recibir este cuerpo, como determinada e imperada por la voluntad de la redención, es moralmentc inmediata respecto del acto mismo redentivo.

Además, como también hemos notado anteriormente, las palabras con que María expresa su consentimiento concuerdan y coinciden de un modo sor- prendente con las que pronuncia el Hijo Redentor. Basta, para conven- cerse, cotejarlas someramente. Ambas expresan un acto de la más rendida obediencia al Padre celestial. Esta maravillosa convergencia de ambas ac- ciones en un mismo punto, que es la voluntad divina de redención, hace que la acción de María, coordinada o subordinada a la de Cristo, pueda, respec- to de ésta, llamarse verdadera cooperación. La cual es, moralmente. no sólo eficaz, como es manifiesto, sino también inmediata, como lo es la acción de Cristo. En efecto, el acto inicial de obediencia del Redentor, aun conside- rado en mismo, es parte integrante y como el primer paso de la redención total. Además, por razón de su objeto, es la aceptación plena de la muerte en cruz, a la cual mira derechamente. Y, sobre todo, es el ofrecimiento sacerdotal, que, expresado ahora y habitualmente perseverante en el Corazón del Redentor, es, como tal, el elemento formal, que, informando la inmola- ción cruenta, constituye con ella el sacrificio de la cruz o el acto redentivo. El acto de la redención, como acción moral, no está ligada a tiempos y lugares: por esto la oblación de Nazaret y la inmolación del Calvario pueden formar un todo moral, una unidad moralmente indivisible. En consecuen- cia, el acto de María, análogo al de Cristo y asociado a él, es también de eficacia inmediata respecto de la redención.

Esta doble cooperación de María, con Dios y con Cristo hombre, justi- fica plenamente la verdad y propiedad de la Corredención Mariana. Para llegar a esta conclusión no hemos tenido que apelar al análisis del consenti- miento virginal: este análisis nos suministrará ahora una nueva comproba- ción de la misma verdad.

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Capítulo II

ELEMENTOS CORPxEDENTIVOS DEL CONSENTIMIENTO

Podemos compendiar nuestro razonamiento en este sencillo silogismo: El consentimiento importa una cooperación eficaz e inmediata en su objeto, es decir, en aquello en que recae o se termina; ahora bien, el objeto del consentimiento virginal es, no sólo la maternidad divina del Redentor, sino también la redención humana: luego el consentimiento virginal impor- ta una cooperación eficaz e inmediata en la redención.

Hemos de declarar y probar cada una de las premisas del silogismo. Pero el análisis hecho anteriormente sobre el consentimiento virginal bajo sus diferentes aspectos, ahorrándonos de largas explicaciones, nos permitirá mayor brevedad, que contribuirá a poner de relieve los puntos sustanciales de nuestra argumentación.

Art. 1. Cooperación del consentimiento en su objeto

Comencemos demonstrando la Mayor del silogismo. Comprende dos partes: que el consentimiento importa una cooperación eficaz, y que esta cooperación es moralmente inmediata.

La eficacia del consentimiento está entrañada en su misma esencia, por cuanto se considera como complemento, hipotéticamente a lo menos necesa- rio, de la potestad moral o de la voluntad eficaz de quien seriamente lo pide, que no puede sin él hacer válida o lícitamente, o por lo menos de- corosa o convenientemente, lo que desea. Entra, por tanto, el consenti- miento, como complemento o elemento constitutivo del acto primero de la acción moral: es, consiguientemente, principio de la acción moral y, como tal, esencialmente activo y eficaz. Y esta eficacia, esencial y común a todo consentimiento, que no sea irrisorio, se hace mucho más patente en el consentimiento que llamamos solidario, sobre todo cuando con él se con- trae el compromiso de colaborar personalmente en orden a la realización de aquello mismo, para lo cual se solicitó el consentimiento.

Y esta eficacia, propia del consentimiento, es directa o inmediata. La, razón de esta inmediación se halla también en la esencia misma del consen-

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timiento: el cual recae directamente sobre aquello para lo cual se solicita. Respecto de esto es, pues, directa o inmediata.

Ahondando algo más, se descubren en el consentimiento dos tendencias o virtualidades: una subjetiva, que recae en el sujeto que lo pide, comple- tando su potencia moral; otra objeliva, que recae en el objeto, en orden al cual se pide. Bajo el primer aspecto, es el consentimiento una coopera- ción eficaz; bajo el segundo, una cooperación inmediata.

Desde otro punto de vista, aparece esta doblo propiedad activa del con- sentimiento, en cuanto incluye una intención del fin. Generalmente todo consentimiento, por ser una conformación o acomodación de la propia vo- luntad a la voluntad de otro, es, por el mismo caso, una apropiación de la intención intrínseca del otro (finís operis): es entrar en los planes del otro. Pero principalmente, cuando el consentimiento es solidario, y mucho más si anda acompañado de ardientes deseos, lleva consigo la intención del fin. Ahora bien, la intención del fin, según la doctrina de Santo Tomás, es el primer principio de la actividad moral y recae directamente, como su nom- bre mismo indica, no en los medios, sino en el fin que se pretende alcanzar, es decir, es eficaz con eficacia directa e inmediata.

Que estos principios, comunes a todo verdadero consentimiento, se veri- fiquen en el consentimiento de María, no ofrece la menor dificultad; dada que su consentimiento fué pleno, solidario y acompañado de vehementes deseos de aquello mismo en lo cual consentía. Ya anteriormente lo hemos declarado. Toda la dificultad, si es que la hay, está en el objeto del consen- timiento: si fué solamente la maternidad divina o fué también la redención humana.

Art. 2. Objeto del consentimiento virginal

Que el objeto del consentimiento de María fué soteriológico, tampoco ofrece especial dificultad, y ya queda declarado en lo que precede. Una cosa añadirmos ahora, y es que los deseos que acompañaron al consenti- miento, recayeron principalmente, no sobre la maternidad divina, sino sobre el advenimiento del Mesías prometido, o, si se quiere, sobre la maternidad en cuanto es medio y como el primer paso para la inauguración del reino mesiánico. Tres razones motivan esta afirmación. Primera: el despego que muestra María y las reservas con que recibe el anuncio de su materni- dad. Segunda: su profundísima humildad, que, desviando sus ojos de la excelsa dignidad de Madre del Hijo de Dios, la mueve a llamarse Esclava

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del Señor. Tercera: los altísimos ideales mesiánicos que descubre María en su maravilloso cántico.

El problema principal o el punto de la dificultad es otro: ¿tuvo pre- sente María, al dar su sentimiento, la pasión y muerte del Mesías? Ape- lando, para mayor precisión, a la terminología escolástica, la respuesta a esta pregunta puede ser triple: 1) la pasión del Mesías fué objeto del con- sentimiento de María virtualmente; 2) lo fué implícitamente; 3) lo fué ex- plícitamente.

1. Lo fué. por lo menos, virtualmente. Y por dos razones. Primera: el consentimieno de María fué tan pleno, tan abnegado, tan dispuesto al trabajo y al sacrificio, que llevaba en el ánimo, la preparación y la fuerza para arrostrar y abrazar con toda el alma todas las penalidades, propias y de su Hijo, que Dios quisiera imponerles. Más que la gloria de la mater- nidad aceptó María los servicios de la esclavitud. Y los hechos siguientes, desde las zozobras de José hasta las agonías del Calvario, mostraron bien a las claras cuán sincera y total había sido la entrega que en el consenti- miento hizo de María. Segunda: el consentimiento de María fué una total conformación de su voluntad con la voluntad de Dios, fué una acep- tación incondicional de todos los planes divinos, fué una obediencia ciega, con que, de antemano y a ojos cerrados, admitía la maternidad con todas sus consecuencias y repercusiones, alegres o dolorosas, previstas o ignora- das, del modo que Dios tenía determinado. Ahora bien, en los planes de Dios entraba, y precisamente como objeto y término de la maternidad, la pasión y muerte del Mesías. Luego esta pasión y muerte admitió v abrazó María a ciegas, al dar su consentimiento.

Para apreciar el alcance soteriológico del consentimiento, es decir, su acción o influjo en la pasión del Redentor y en sus efectos, no olvidemos los principios de la Teología Moral. Un ejemplo, que por ser antitético no será irreverente, podrá aclarar la aplicación de estos principios a nuestro caso. Supongamos que una perversa mujer, poseída de odio satánico al cristianismo, ha renunciado a la vida conyugal para entregarse totalmente a la propaganda y a la acción anticristiana. Supongamos, además, que sa- tanás, barruntando ya cercano el advenimiento del anticristo y no hallando en todo el mundo otra mujer más a propósito para que sea su madre, pro- pone a esa mujer sus planes diabólicos: que se avenga a ser madre de un hijo, que él y ella formarán y prepararán para que sea el gran adversario de Cristo, el que establezca el imperio de satanás sobre toda la tierra. Supon- gamos, por fin, que esa mujer, entrando de lleno en los planes de satanás, sin pensar ni saber más, acepta y ejecuta su propuesta. Preguntamos:

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¿es, O no, responsable esa mujer de la obra funesta del anticristo? Y vol- vemos a preguntar: ¿hizo menos María al dar su consentimiento a la ma- ternidad del Mesías en conformidad con los planes de Dios en orden a esta- blecer su reino en la tierra?

2. Pero más que virtualmento. el consentimiento de María alcanzó, im- plícitamente, por lo menos, los trabajos y dolores del Mesías. Para conven- cerse, basta recordar lo que antes dijimos sobre la perspicacia nativa de María y su conocimiento de las sagradas Escrituras. Lo menos que debió conocer, al oír las profecías mesiánicas, fué que la carrera del Mesías había de ser trabajosa y dolorosa. Y su espíritu de reflexión la debió de confir- mar en esta apreciación. Ella, conocedora exacta de su propia situación y de la «bajeza de la esclava» del Señor, echó luego de ver que la madre esco- gida por Dios para el Mesías no era muy a propósito para un Mesías glo- rioso, cual por entonces se lo imaginaban muchos Judíos. La humillación, la pobreza y los trabajos le aguardaban a las puertas de su vida terrena. Y el medio que Dios tomaba para esta maternidad, la concepción virginal, en que ninguna parte había de tener su esposo José, no podía ser más expuesto a sorpresas o sospechas angustiosísimas. Todo esto fué para María, tan perspicaz y reflexiva, un anuncio significativo de las características que habían de distinguir al Mesías y el establecimiento de su reinado sobre la tierra. Al admitir, por tanto, su maternidad, admitió implícitamente todos estos trabajos y dolores, que aguardaban al Hijo y a la Madre.

3. Pero hay más. Al dar su consentimiento, María tuvo presente y admitió explícitamente la pasión y muerte del Mesías, aunque no fuera con todos sus pormenores. Compendiaremos, procurando reforzarlas, las ra- zones anteriormente propuestas. Son dos principalmente. Es la primera el notable conocimiento que alcanzó María sobre las profecías mesiánicas (^). Entre estas profecías están las relativas al Mesías paciente, que María no pudo ni desconocer, ni dejar de advertir, ni interpretar torcidamente. No pudo desconocerlas: aun suponiendo arbitrariamente que María no leyera frecuentemente las Escrituras, por lo menos las oyó leer semanalmente en la sinagoga todos los sábados. Y entre los pasajes bíblicos, que se leían en las sinagogas, se hallaban los vaticinios referentes a la pasión y muerte del Mesías. Tampoco pudo menos de reparar en estos vaticinios, tanto más

(') Aunque nos abstenemos ordinariamente de citas bibliográficas, que, de no ser deficientes e irregulares, cambiarían la índole del libro, con todo, al tratarse del conocimiento de María acerca de los misterios divinos, no podemos menos de remi- tirnos a la magnífica disertación de Suárez sobre la ciencia y sabiduría de la Virgen (De Mrst. vitae Christi, disp. 19), en que se pone especialmente de relieve su cono- cimiento de las Sagradas Escrituras (sect. 2, n. 4).

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llamativos, cuanto más extraordinarios y maravillosos. Y María no era distraícLi o irreflexiva. Finalmente, tampoco pudo interpretarlos torcida- mente. Por una parte, se trata, no de interpretaciones alambicadas, sino de reconocer su sentido literal, obvio y manifiesto. Por otra, los motivos que determinaron su torcida interpretación fueron las malas artes exegéticas de los escribas y la mala disposición moral de los Judíos generalmente. Cree- mos que la crítica ]íistórica no nos obliga a imputar a María, espíritu inge- nuo y elevado, ni los artificios hermenéuticos de los rabinos, ni la terres- tridad o carnalidad de los Judíos. Consta, pues, que María por los vatici- nios mesiánicos conoció el Mesías paciente, cuya dolorosa maternidad admi- tió al dar su libre consentimiento.

Pero además este conocimiento natural fué ilustrado y corroborado por la acción íntima del Espíritu divino, que es la segunda causa antes men- cionada. Recordemos la acción del Espíritu Santo sobre los Apóstoles el día de Pentecostés, y podremos formarnos una idea, aunque pálida y re- mota, de lo que fué aquella comunicación, soberana y única, del Espíritu Santo, no menos sobre el alma que sobre la carne de María. Si María, se- gún la hermosa frase de San León, había de concebir al Hijo de Dios «prius mente quam corpore», y lo uno y lo otro bajo la acción del Espíritu Santo, la sobrenatural fecundación de la mente había de responder a la fecundación del cuerpo. Y no podía responder, no sería proporcionada, si la mente de María, en el mom.ento sublime en que iba a pronunciar el determinante de la encarnación y de la redención, no hubiere sido divinamente elevada a la contemplación del gran misterio de la persona y de la obra del Re- dentor. No podemos creer que el Espíritu Santo mantuviese oculto a María, lo que de antemano había revelado y testificado a los profetas, «los padeci- mientos que habían de sobrevenir al Mesías y las glorias que tras ellos habían de seguirse», como enseña el Apóstol San Pedro (1 Petr. 1, 11-12!. Transportada en espíritu al Calvario, como más tarde Moisés y Elias desdo el Tabor, contempló María el sacrificio del Mesías, no sólo como la suprema glorificación de Dios y como el principio de la salud del mundo, sino tam- bién como la suprema gloria del mismo Redentor. Así contemplada, la pa- sión del Hijo no le arrancó ayes de dolor, sino voces de júbilo: «Et exsul- tavit spiritus meus in Deo <Salvatore> meo ».

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Capítulo III

EL CONSENTIMIENTO COMO ACTO DE OBEDIENCIA

. En la sección precedente ícap. I, art. 1, § 1), al prob'ar la Corredención Mariana por el principio de recirculación, hemos omitido deliberadamente, para no bajar de la región de los principios al terreno de los hechos, un elemento importantísimo: la obediencia de la Segunda Eva contrapuesta a la desobediencia de la primera. Este nuevo elemento vamos a estudiar ahora. El objeto de este estudio, basado en el mismo principio de recirculación, no puede ser formular un argumento propiamente nuevo, sino únicamente co- rroborar el anterior, y más aún descubrir y señalar la manera concreta, i> una de las maneras, con que María en calidad de Segunda Eva, contrapuesta a la antigua, cooperó a la obra de la redención.

Tomaremos como base del presente estudio un pasaje clásico de San Ireneo, no precisamente para apoyarnos en su autoridad, muy grande, sin duda, sino más bien para utilizar la fórmula, precisa y lapidaria, con que concreta el principio de recirculación a la antítesis activa entre Eva y María. De paso, defenderemos, como verdadero y único admisible, el sentido obvio y natural del pasaje.

Pero como la obediencia de María en su consentimiento, no sólo se contrapone a la desobediencia de Eva, sino que es proporcionalmente equipa- rable a la obediencia de Cristo, la consideraremos también bajo este aspec- to: como antes también hemos considerado la acción soteriológica de María en general, no sólo como opuesta a la acción funesta de Eva íen virtud del principio de recirculación), sino además como asociada a la acción salvadora de Cristo (en virtud del principio de asociación).

Art. 1. La obediencia de María opuesta a la desobediencia de Eva

Escribe San Ireneo: «Quemadmodum illa Eva]... inoboediens facta est, et sibi et universo generi humano causa facta est mortis: sic et Maria,... oboediens, et sibi et universo generi humano causa facta est salutis... Sic autem et Evae inoboedientiae nodus solutionem accepit per iiljuedientiam Mariae» {Adv. haer., 3, 22, 4. MG 7, 959). La desobediencia de Eva, causa de la muerte universal; la obediencia de Maria, causa de la salud universal:

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el nudo, atado por la desobediencia de Eva, desatado por la obediencia de; María. La acción salvadora de la obediencia de María se ha de concebir sustancialmente como paralela y contraria a la vez a la acción mortífera de la desobediencia de Eva. El proceso histórico con que se ató el nudo por la desobediencia, ha de servirnos como de pauta para conocer y señalar el inverso proceso histórico con que se desató por la obediencia.

En la desobediencia de Eva hay que distinguir dos aspectos de suyo dife- rentes y aun separables: en cuanto es acto y pecado personal de Eva, y en cuanto es principio determinante del pecado de Adán. Bajo el primer as- pecto la desobediencia de Eva no fué causa de muerte universal; lo fué bajo el segundo aspecto. Con todo, estos dos aspectos e}i la realidad estuvieron íntimamente ligados; por cuanto Eva traspasó el precepto divino con el plan y la esperanza de hacer que también Adán lo traspasase. Es digna de nor tarse bajo este respecto la narración del Génesis. La serpiente habla así a Eva, en plural: «¿Por qué os mandó Dios que no comieseis de todo árbol del paraíso?» (Gen. 3, 1). Y en el plural también responde Eva: «Del fruto de los árboles que hay en el paraíso, ya comemos; sólo del fruto que está en medio del paraíso, nos mandó Dios que no comiésemos ni lo tocásemos, no sea que muramos» (Gen. 3, 2-3). Y otra vez en plural habla la serpiente: «De ningún modo moriréis. Es que sabe Dios que el día que comiereis dd él, se abrirán vuestros ojos, y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gen. 3, 4-5). Al comer, pues, Eva del fruto vedado, se sentía manco- munada con Adán y en cierta manera comió en nombre de los dos. Por eso comer ella, y alargar el fruto a Adán, y comer éste, fué todo una cosa. Por esta razón, porque la desobediencia de Eva entrañaba la intención, la tendencia y la fuerza de arrastrar a Adán a una transgresión semejante del mandamiento divino, puede y debe ser considerada como causa de la muerte universal: no como pecado personal de la mujer, sino como determinante del pecado del varón.

Esto es lo formal en la desobediencia de Eva, como causa de muerte; el modo concreto que empleó, es decir, la solicitación, es accidental y se habeí\ de materiali. Si de otra manera diferente hubiera determinado el pecado de Adán, para el caso hubiera sido lo mismo. Según esto, el primer miem- bro de la frase de San Ireneo adquiere este sentido preciso: «Eva, por su desobediencia, determinante de la desobediencia de Adán, fué para y para todo el género humano causa de muerte». Y este sentido es exacto y ver- dadero.

Un sentido correspondiente, análogo a la vez y opuesto, ha de tener en la mente de San Ireneo el segundo miembro de la frase, relativo a María:

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«María, por su obediencia, determinante de la obediencia de Cristo, fué para y para todo el género humano causa de salud». Hay que ver en qué sentido, real y verdadero, la obediencia de María pudo ser determinante de la obediencia de Cristo.

Por de pronto no hay que imaginar esta determinación a manera de fatalidad, que suprima la libertad de Cristo en su acto de obediencia: que tampoco así determinó la desobediencia de Eva la desobediencia de Adán. Tampoco hay que buscar de parte de María exhortaciones o súplicas que muevan a Cristo al acto de obediencia. La manera más natural y sencilla de esta determinación la sugiere San Bernardo, cuando, trasladándose en espíritu a Nazaret en el momento en que María acaba de recibir el mensaje del ángel, para moverla a que cuanto antes el de todos deseado, le habla en estos términos: «O Domina, responde verbum, quod térra, quod inferí, quod exspectant et superi. Ipse quoque omnium Rex et Dominus, quantum concupivit decorem tuum, tantum desiderat et responsionis assen- sum: in qua nimirum proposuit salvare mundum... Ecce desíderatus cunctis gentibus foris pulsat ad ostium» (ML 183, 83-84). Según esto, el Hijo de Dios, a punto de asumir la naturaleza humana para poder ser Re- dentor de los hombres, y deseoso de ofrecerse, ya hombre, a su Padre celestial para aceptar y cumplir con rendida obediencia su voluntad de redención, está aguardando el asentimiento de María, su acto de obediencia. Da María su asentimiento, y este acto de obediencia determina la encar- nación de Hijo de Dios, cuyo primer acto es, según San Pablo, el acto de obediencia con que acepta el oficio de Redentor: «Heme aquí que vengo a hacer tu voluntad» (Hebr. 10, 9). ¡Maravillosa coincidencia! No ha acabado María de pronunciar sus palabras de obediencia, cuando ya pro- fiere sus palabras de obediencia su Hijo Redentor. Unas y otras, conver- gentes en la misma voluntad de redención del Padre, suben a un mismo tiempo a su divino acatamiento. Las de María provocan y determinan las de su Hijo. Allá en el paraíso Eva desobedece, ofrece el fruto vedado a Adán, y Adán también desobedece. Aquí en Nazaret María obedece, ofrece su carne al Redentor, y el Redentor encarnado obedece: paralelismo per- fecto, antítesis completa. En las circunstancias en que se produjeron, la desobediencia de Eva entrañaba y determinaba la desobediencia de Adán: la obediencia de María entraña y determina la obediencia de Cristo.

Como determinante de la obediencia del Redentor, es decir, de la exis- tencia real del acto de obediencia, aparece ya la eficacia inmediata y sote*- riológica de la obediencia de María; pero aparecerá con mayor claridad todavía, si la comparamos con la obediencia del Redentor.

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Alt. 2. La obediencia de María comparada con la obediencia de Cristo

La obediencia de Cristo no es un acto accesorio, secundario o aislado dentro del sistema integral o de la economía de la redención: es, más bien, esencial o sustancial bajo muchos respectos: por cuanto es la aceptación misma del oficio de Redentor, por cuanto es el primer acto de la misma redención y, sobre todo, por cuanto es el elemento formal del acto mismo redentivo.

Escribe el Apóstol a los Filipenses: Cristo «se anonadó a mismo, tomando forma de esclavo, hecho a semejanza de los hombres; y en su condición exterior presentándose como hombre, se abatió a mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Philp. 2, 7-8). Toda la acción redentora de Cristo se cifra en su obediencia. Con mayor precisión y re- lieve escribe a los Romanos: «Así, pues, como por el delito de uno solo, recae sobre todos los hombres la condenación, así también por la obra de justicia de uno solo viene sobre todos los hombres la justificación de vida. Pues como por la obediencia de un solo hombre fueron constituidos peca- dores los que eran muchos, así también por la obediencia de uno solo serán constituidos justos los que son muchos» (Rom. 5, 18-19). Por una parto la desobediencia de Adán es el delito que determina el pecado y la conde- nación de todos los hombres; por otra parte la obediencia de Cristo es la obra de justicia que determina la justificación y la salvación de toda la humanidad. La obediencia del Redentor es, por tanto, la sustancia de la obra redentora. Y con razón, puesto que es el elemento moral y formal del acto redentivo.

De ahí la enorme importancia soteriológica de la obediencia de María. Bajo dos aspectos. Primero: porque, como a la desobediencia de Adán se contrapone la obediencia de Cristo, así a la desobediencia de Eva se contrapone la obediencia de María: con lo cual la obediencia de María queda elevada a la categoría soteriológica de la obediencia de Cristo. Segundo: porque, como la desobediencia de Eva determinó la desobediencia de Adán, que fué el delito que condenó a todos los hombres, así la obe- diencia de María determinó la obediencia de Cristo, que fué la obra de justicia que justificó y salvó a toda la humanidad. Que la obediencia de María no determinó solamente la encarnación del Redentor, sino que llevaba en la tendencia determinante de su obediencia, elemento formal y sus- tancial de la misma redención. Por ello el consentimiento obediente de María fué directamente eficaz en el acto mismo de la redención.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Todo esto conoció perfectamente María, instruida por el ángel, según San Ireneo: «Per veritatem evangelizata est bene ab angelo... Maria». Tres cosas, según el Santo Doctor, anunció el ángel a María: «in sua propria venientem Dominum», es decir, la encamación del Hijo de Dios; «recapitulationem eius, quae in ligno fuit, inoboedientiae, per eam, quae in ligno est, oboedientiam;), esto es, la redención por medio de la obedien- cia; «seductionem illam solutam, qua seducta es male... Eva», o sea, su propia actuación por la obediencia, contrapuesta a la desobediencia de Eva. Tal es el pensamiento auténtico de San Ireneo: que la intervención eficaz y directa de María en la redención no hay que buscarla o ponerla, exolm sivamente a lo menos, en la generación física del Hijo de Dios hecho hombre, sino más bien en su obediencia, por la cual, desatando el nudo de la desobediencia de Eva, fué María «para y para todo el género hu- mano causa de salud». En suma, como por la obediencia fué Cristo el Redentor, así, proporcionalmente, por la obediencia es María la Corre- dentora.

Capítulo IV

CONSENTIMIENTO REPRESENTATIVO INTRODUCCIÓN

El carácter representativo del consentimiento virginal es un efecto del principio de solidaridad. Este principio, como hemos visto, presenta tres formas: dos, que podemos llamar históricas, la solidaridad del Nuevo Adán y la solidaridad de la Descendencia de Abrahán, y otra, que podemos llamar metafísica, la solidaridad del Cristo místico. Este multiforme prin- cipio tan fecundo en aplicaciones en otros sectores de la Soteriología Ma- riana, sólo limitadamente es aplicable al consentimiento virginal. La ra- zón es obvia. El consentimiento, como actividad de orden moral, pre- supone el conocimiento previo de su objeto. Ahora bien, que María conociese o tuviese presentes todas las profundidades del principio de soli- daridad, si fuera temerario negarlo, si es razonable o verosímil suponerlo, no siempre empero es tan fácil demonstrarlo evidentemente. Y si no hay demonstración evidente, no hay tampoco argumentación propiamente cien-

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tífica, cual es la que ahora buscamos, al tratar de la índole representativa del consentimiento virginal, como nuevo argumento de su eficacia inmediata respecto de la redención.

Distingamos y concretemos. Prescindiendo ahora de la forma metafí- sica del principio, nos ceñiremos a sus dos formas históricas; aunque de muy diferente manera. La parte activa que corresponde a María en la solidaridad de la Descendencia de Abrahán, esperamos dará lugar a una demonstración sólida de la Corredención Mariana. La parte, en cambio,, que le corresponde en la solidaridad del Nuevo Adán, menos apta ahora para una demonstración plenamente convincente, permitirá vislumbrar altí- simos misterios en la verdad ya demonstrada. De ahí el diverso carácter de los dos artículos siguientes. El primero pretende ser una demonstración científica; el segundo, algo así como una contemplación teológica.

Art. 1. Consentimiento representativo de María en el cumplimiento

DE LA promesa VINCULADA A LA DESCENDENCIA DE AbRAHÁN

En el cumplimiento de la promesa hecha por Dios al patriarca Abrahán y vinculada a su Descendencia podemos distinguir dos aspectos: el real, que es el cumplimiento mismo de la promesa, y el personal, que es la generación de la Descendencia singular a la cual estaba la promesa vinculada; y bajo ambos aspectos hay que considerar la eficacia del consentimiento virginal.

§ 1. Aspecto real

Ante todo hay que notar que el cumplimiento de la promesa hecha al patriarca Abrahán lo puso Dios en manos de María y, por así decir, lo con- dicionó a su libre consentimiento. Pero esto, aunque es, sin duda, lo prin- cipal, nada propiamente nuevo añade a lo dicho anteriormente. Lo que más nos interesa ahora es el carácter representativo de este consentimiento, en cuanto es una nueva confirmación de su eficacia corredentora.

¿Es verdad que María al dar su consentimiento llevaba la representa- ción de toda la posteridad de Abrahán, es decir, de todo Israel? ¿Y conoció este valor representativo de su propio consentimiento?

Dios había hecho la promesa al patriarca Abrahán como padre, jefe y representante de toda su posteridad, o, lo qué es lo mismo, a todo Israel en la persona de su padre. No a María personalmente, sino a Israel, se había

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MAHÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

hecho la promesa: Israel era el destinatario o el beneficiario y el interesado en la promesa. Al pedir, pues, Dios el consentimiento en orden a su reali- zación, a Israel locaba dar este consentimiento. Y, sin embargo, Dios lo pide a María, y sola ella lo da. Para que no exista incongruencia en el proceder de Dios, la única explicación razonable es que María lo dió en nombre de todo Israel, o que Israel lo dió en la persona de María. En otras palabras, el consentimiento no lo debía dar un tercero, sino el mismo interesado: lo dió María; luego lo dió en representación de todo Israel.

La fuerza de esta razón crece notablemente por otra consideración. Dios había hecho a Abrahán la promesa en premio de su fe y de su obediencia; y ahora pide igualmente fe y obediencia, como disposición moral para verla cumplida y recibirla. Semejante disposición moral la había de tener el mismo en quien recaía la promesa, es decir, Israel. Dios, de hecho, se con- tenta con la fe y la obediencia de María, para cumplir la promesa. Luego para que esta disposición moral alcance de alguna manera a todo Israel, hay que concluir que todo él estaba representado en María. Era lo menos que Dios podía exigir; pero eso poco, a lo menos, esto es, esta fe y obediencia representativa, se hacía necesario.

Además, la promesa, a medida que con los siglos iba precisándose, ter- minaba o tenía por objeto una Nueva Alianza de Dios con Israel. Este carácter de Alianza o pacto, que adquiriría el cumplimiento de la promesa, exigía más imperiosamente todavía el consentimiento de Israel. El consen- timiento de entrambas partes contrayentes es la esencia misma de los pactos. Israel, por tanto, debía dar el consentimiento en el momento en que iba a inaugurarse o asentarse la Nueva Alianza. Pero, de hecho, este consen- timiento lo dió María. Consiguientemente no lo dió, ni pudo darlo, en nombre suyo personalmente, sino en persona y representación de todo Israel, de todo el pueblo de la Alianza.

Es, pues, evidente el carácter representativo del consentimiento virginal. Mas para que este valor representativo pueda considerarse como principio activo de una acción moral, es condición indispensable que María tuviera conciencia de él. ¿Puede probarse que la tuvo?

Creemos que la última estrofa del Magníficat, expansión de su humilde Corazón, no permite dudar de ella. Termina así su Cántico:

Tomó bajo su amparo a Israel, su siervo,

acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros Padres,

a favor de Abrahán y de su posteridad para siempre.

LIBRO I. CORREDENCIÓN

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Así interpretó María el mensaje del ángel, como cumplimiento de la promesa. Por otra parte, su discreción y su humildad no le permitían con- siderarse como la única destinataria de la promesa en el estadio final de su cumplimiento: ella no era, en su concepto, sino la «Esclava del Señor». Entendió, pues, María que, al dirigirse a ella, el ángel hablaba en realidad a todo Israel; que ella, por tanto, en nombre de Israel había de responder V dar su consentimiento, representativo de la aceptación de toda la poste- ridad de Abrahán. Y así se explican aquellos dos misteriosos dativos «fiat mihi» y «fecit mihh), de otra manera inexplicables, como en otro lugar he- mos notado. En el cumplimiento de la promesa todo se hace «a favor de Israel»; si al mismo tiempo todo se hace «a favor de María», no puede ser sino en cuanto María lleva la representación de Israel.

Consiguientemente, desde el punto de vista real, en el cumplimiento de la promesa interviene el consentimiento de María como representativo; y como representativo, necesario; y como necesario, raoralmente eficaz, por nuevo título, en la realización de la promesa, es decir, en el establecimiento de la Nueva Alianza, que no es otra cosa que la economía de la redención. Es, por tanto, el consentimiento representativo una nueva forma de la Corredención Mariana.

§ 2. Aspecto personal

Bajo el aspecto personal del cumplimiento de la promesa hemos de dis- tinguir, lo mismo que en el real, el hecho de la solidaridad en la Descen- dencia de Abrahán y el conocimiento que María tuvo o pudo tener del hecho. En el hecho, a su vez, hay que distinguir dos aspectos: la existencia de \a solidaridad y la acción de María en ella.

La existencia de la solidaridad en la Descendencia de Abrahán la afirma categóricamente San Pablo, como ya antes hemos declarado. Y esto nos basta. Según el Apóstol, Cristo es la Descendencia singular, en quien está compendiada, concentrada y representada de un modo tan verdadero como inefable toda la posteridad del gran patriarca.

La acción de María en la existencia de esta solidaridad ya no la afirma San Pablo: hemos de explorarla por otros caminos. Para simplificar, como la posteridad de Abrahán, descartados Ismael y Esaú, queda coartada a Israel, con este nombre la designaremos. En este supuesto, tomemos como base de nuestra exploración la frase corriente «hijos de Israel», análoga a tantas otras, como «hijos de la Iglesia», «hijos de España». En seme- jantes frases Israel, la Iglesia, España, se conciben como madres de los

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

israelitas, de los feligreses ( = filii Ecdesiae), de los españoles. Mas, por otra parte, estos mismos nombres de Israel, Iglesia, España, significan la colectividad de los israelitas, de los feligreses, de los españoles, es decir, de los hijos. De ahí el doble sentido de Israel: como madre y como colecti- vidad de los hijos. Este doble sentido no tiene nada de extraño. En cual- quiera serie o línea genealógica, si señalamos un punto determinado, todos los que preceden los llamamos padres o ascendientes; todos los que siguen, hijos o descendientes. Pero como este punto señalado puede ser cualquiera, es decir, pueden ser todos, de ahí finalmente que toda la serie o línea puede ser, según sea la dirección en que se la considera, la serie de los ascendien- tes y la serie de los descendientes. Apliquemos ahora esta observación vul- gar a nuestro caso. Cristo resume y concentra en todo Israel, toda la Descendencia de Abrahán. Este hecho es insólito y único. Normalmente, Cristo sería, no toda la Descendencia de Abrahán, sino la Descendencia de toda la línea patriarcal, que comienza en Abrahán. Para explicar con- naturalmente este caso insólito en el Hijo hay que poner correlativamente algo insólito análogo en la Madre. Si el Hijo compendia en y repre- senta toda la Descendencia, la Madre ha de compendiar en y representar recíprocamente toda la Ascendencia. Se verá más claro en la denominación de Israel. Si Cristo es todo Israel, en el sentido de colectividad de los hijos, María ha de ser todo Israel, en el sentido de Israel Madre. El prin- cipio de solidaridad, que determina el primer sentido, ha' de extenderse igualmente al segundo. Según esto, María, al engendrar a Cristo, lo engen- dra representando y concentrando en toda la potencia generadora de Israel Madre; y da su asentimiento en representación de todo Israel y de toda la línea patriarcal. Y creemos que éste es exactamente el sentido que hay que dar a la «Mujer» en el capítulo 12 del Apocalipsis: el de María como representación de Israel. Decir que la «Mujer» es o la sinagoga (la colectividad de los Judíos de la Ley) o la Iglesia nos parece un contra- sentido. Sólo el Israel de la promesa o María pueden ser la «Mujer» del Apocalipsis; mas, como ninguno de los dos sentidos separadamente es satis- factorio, hay que optar por un sentido complejo o combinado, según el cual la «Mujer» sea o bien Israel figurado por María, o mejor María represen- tando y personificando a Israel.

¿Y conoció María este nuevo carácter representativo de su maternidad y de su consentimiento? Aquí, por diferentes motivos, ya no podemos hablar con tanta seguridad, como antes hablando de la promesa en sentido real. Con todo, aun prescindiendo de otras razones apuntadas anterior- mente, o que luego indicaremos, podemos descubrir ciertos indicios de que

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María no desconoció totalmente el carácter representativo de su mater- nidad. Es un hecho, frecuentemente notado, que en la Sagrada Escritura, cuando se habla del origen humano del Mesías, existen dos series paralelas de textos: la serie patriarcal y la serie virginal, es decir, la línea patriarcal, o de los padres mediatos o remotos, por una parte, y la madre virgen, sin padre humano próximo o inmediato, por otra. Ahora bien, la línea pa- triarcal, principalmente en la mentalidad israelita, procede por sucesión masculina. Se quiebra, pues, en María, que no puede ser el último anillo de la cadena. Para que, no obstante, pueda decirse que Cristo procede de la serie patriarcal, ésta debe converger en María de un modo insólito, que no puede ser sino por representación. Todo esto, que ahora nos su- giere a nosotros la lectura y cotejo de los textos bíblicos, ¿se escapó a, la perspicacia de María? Recordemos que por entonces la gran preocupa- ción de Israel era el advenimiento del Mesías, que se consideraba próximo. María, no menos interesada que los demás israelitas en el gran aconteci- miento que se esperaba, ¿al oír leer en la sinagoga los textos bíblicos referentes al origen humano del Mesías, repararía en ellos, los conferiría en su corazón, como solía hacerlo, y sacaría las consecuencias que nos- otros hemos sacado? No nos atreveríamos a afirmarlo categóricamente; pero juzgaríamos muy aventurado el negarlo. En conclusión, no es inve- rosímil que María, dado su conocimiento de las Escrituras, vislumbró, por lo menos, el carácter representativo de la maternidad del Mesías; y si así fué, tenemos un nuevo argumento, aunque no sea sino probable, de la Corredención Mariana.

Art. 2. Consentimiento representativo de María en orden a la soli- daridad DEL Nuevo Adán

Entramos en las tinieblas sagradas del misterio: del Misterio de Cristo, y del Misterio de María. Si nuestros tímidos conatos por penetrar sus arcanos no logran proporcionarnos un nuevo argumento de la Corredención Mariana, servirán por lo menos para poder barruntar sus profundidades de abismo. Dos aspectos podemos distinguir: el objetivo, esto es, el mis- terio en mismo, y el subjetivo, o sea, el conocimiento que de él alcanzó María, necesario para que su participación activa en el misterio pueda computarse como cooperación moral.

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§ 1. El Misterio de Cristo y el Misterio de María

A. El Misterio de Cristo. El Redentor decretado por Dios había de ser a la vez Dios y hombre y además hecho solidario con toda la huma- nidad. Dios quería reparar el pecado de Adán por vía de rigorosa justicia; y en este supuesto, el Redentor había de ser Dios, único capaz de dar satis- facción absolutamente condigna a los derechos divinos ultrajados por el pe- cado; había de ser hombre, capaz de expiar el pecado con el sacrificio de su vida; había de contraer solidaridad con el linaje humano, doble solidaridad de naturaleza y de pecado, para que, en lo posible, la sanción de la justicia divina recayese sobre el mismo que llevase el reato y la responsabilidad del pecado humano. ¡Multiforme Misterio, más fácil de formular en breves palabras que de comprender con largas meditaciones! Una sola cosa aña- diremos para nuestro objeto, y es que de las tres propiedades constitutivas del Redentor, la divinidad, la humanidad y la solidaridad, esta última es como la última formal determinación que lo constituye Redentor; y que esta solidaridad, ordenada por Dios al j&n de hacer posible la reparación por vía de estricta justicia, actúa principalmente en el acto mismo de la redención, es decir, que no es una disposición previa, sino un factor esencial del acto mismo redentivo.

B. El Misterio de María. En pocas palabras podemos también for- mular el Misterio de María: María es Madre del Redentor Dios, Madre del Redentor hombre, Madre del Nuevo Adán, solidario con toda la humanidad, con solidaridad de naturaleza y solidaridad de pecado. Notemos una dife- rencia esencial entre ser Madre del Redentor Dios y Madre del Redentor hombre. Es Madre de Dios, no porque comunique al Hijo la divinidad (que ella no tiene), sino porque la generación maternal termina en la per- sona divina, que es el sujeto de la generación; en cambio, es Madre del hombre, en cuanto ella misma le confiere de sus mismas entrañas la natura- leza humana. Supuesta esta diferencia, cabe preguntar si María es Madre del Redentor solidario, de una manera análoga a como es Madre del hom- bre, en cuanto ella misma le comunique la solidaridad con la humanidad entera. A semejante pregunta hay que responder afirmalivamene. Para probar nuestro aserto nos remitimos a las razones propuestas anteriormente, que no nos parece necesario repetir ahora. Sólo añadiremos que semejante afirmación no es invención nuestra: ya San Ireneo la había formulado cate- góricamente: ((Recapitulans in se Adam, ipse, Yerbum exsistens, ex Ma- ría... recte accipiebat generationem Adae recapitulationis» {Adv. haer.^

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3, 21, 10. MG 7, 955). Cristo, dice el Santo, existiendo como Verbo de) Dios, al hacerse hombre, recapituló en a Adán, y, en él y con él, como dice en otros muchos pasajes, recapituló en a toda la humanidad; y esta recapitulación, añade, la recibió Cristo de María por la misma generación virginal, por cuanto María engendraba la recapitulación de Adán. María, pues, fué quien con la misma generación comunicó al Redentor la recapitu- lación o solidaridad con Adán y con toda su raza. Con esta acción María constituía eficientemente a Cristo Redentor y capacitaba a todos los hombres para ser redimidos por Cristo. Para poder ejercer este doble influjo en el Redentor y en los redimidos, solidarizándolos recíprocamente, era nece- sario que María poseyese previamente la doble solidaridad, de naturaleza y de pecado, con la humanidad prevaricadora, de la manera anteriormente declarada. Y como este doble influjo lo ejerció María por medio del con- sentimiento, de ahí la enorme eficacia corredentora de este acto transcen- dental. Con todo, para que este influjo pueda llamarse Corredención for- mal, es condición indispensable que María tuviese de él previa conocimiento. ¿Lo tuvo de hecho? Tal es el oscurísimo problema, que ahora nos toca investigar.

§ 2. Conocimiento que alcanzó María del misterio de la solidaridad

Queremos evitar los apriorismos infundados y fundarnos en hechos. Partimos de tres hechos innegables. la Concepción de María sin pecado, con el d»;n de integridad original, coni'ciraienlo notable de la Sagrada Escritura, y el mensaje del ángel, en función de otros dos hechos, su perspicacia y reflexividad natural y la extraordinaria ilustración sobrena- tural del Espíritu Santo. Examinemos estos hechos, para ver si en ellos podemos descubrir el conocimiento de María sobre la solidaridad del Re- dentor y la acción de su Madre en orden a esta solidaridad.

Concepción inmaculada. ¿Tuvo conciencia María del singularísimo privilegio de su concepción sin pecado original? No parece razonable que Dios se lo ocultase. Ni fué necesario que propiamente se lo revelase: bastaban las ilustraciones del Espíritu Santo, para que ella lo conociese. En efecto, María no pudo menos de tener conciencia exacta del don de integridad original con que Dios la había favorecido. Ella sabía nmy bien, parte por lo que veía y oía. parte por la lectura de la Biblia, la co- rrupción universal del género humano. Y, sin embargo, ninguna señal de esa espantosa corrupción descubría ella en misma. Y esta con-

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

ciencia de su equilibrio moral, jamás perturbado por los asaltos de la concupiscencia ni de otras pasiones incontroladas, había de dar lugar a humildes reflexiones, que, ilustradas por el Espíritu Santo, le harían conocer y reconocer que el pecado de Adán no había hecho en ella los horrendos estragos que en los demás.

Conocimiento de la Escritura. Esta exención del pecado original fué ocasión y estímulo para que María se interesase vivamente por conocer su privilegio. Es muy natural que nadie se interese más por conocer el alcance de un privilegio que el mismo que lo posee. Este mismo interés, por vía de contraste, despertó en María, muy naturalmente también, el deseo de conocer exactamente el mal terrible de que misericordiosamente había sido liberada, el pecado original. Con esta disposición psicológica y moral, al leer u oír la narración del Génesis, notó por menudo y consideró atentamente todo el proceso del pecado de Adán. Y su natural perspicacia, favorecida por la luz de Dios, no pudo menos de reparar en el gran misterio del pecado original: es sólo Adán, inducido precisamente por la mujer, quien comete el pecado, y, sin embargo, este pecado alcanzó a todos los hombres (^). Notar este hecho misterioso y vislumbrar por lo menos la solidaridad de Adán con toda su posteridad hubo de ser todo uno. Y luego volvería su atención al prometido Reparador del pecado, designado como «Descendencia de la Mujer». Y era obvia la reflexión: ¿cómo se obrará esta reparación? ¿será, como el pecado de Adán, aunque en sentido con- trario, obra de uno solo, pero que alcanzará igualmente a todos? ¿Y qué significa aquella mordedura de la serpiente en la planta del vencedor? ¿Y cuál será el papel reservado a la Mujer su Madre, que tan importante relieve presenta en la promesa del Reparador?

No se detendrían aquí las reflexiones de María, tan inclinada a confe- rirlo todo en su Corazón, cotejando unas cosas con otras. La idea del Mesías, próximo ya a aparecer, que por entonces obsesionaba a todo el pueblo de Israel, era para María, la hija de David, no sólo un asunto nacional, sino también un asunto de familia. Y confiriendo ambas ideas

(^) Estas consideraciones adquieren mayor fuerza, si se " admite, como parece probable, que por los años que precedieron inmediatamente a la venida del Salvador estaba bastante extendido entre los rabinos el conocimiento del pecado original, como lo prueban, entre otros, los textos del apócrifo libro IV de Esdras y del Apo- calipsis de Baruc, que pueden verse reunidos en Prat, La Théol. de S. Paul, p. 1, not. M, II. En este supuesto, no es nada improbable que los rabinos, al comentar en las sinagogas el pasaje del Génesis, expusiesen a su modo la doctrina del pecado original: exposiciones, que pudo oír María, tan diligente en acudir a la sinagoga de Nazaret y tan atenta a todo cuanto contribuía a la inteligencia de las Sagradas Es- crituras.

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la del Reparador y la del Mesías, entendió su identidad. Notemos un hecho significativo: la identificación que hizo María del mesianismo con la pro- mesa de Abrahán. El ángel le había hablado del Hijo de David, del Me- sías: y María en su Cántico habla de la promesa hecha por Dios a Abrahán: identificación acertadísima, fruto y resultado de sus cotejos y reflexiones. Reparación del pecado, promesa de Abrahán, mesianismo, era todo uno para María. Con esto se ensanchaba asombrosamente el campo de sus observaciones y reflexiones. Con esta atención continuamente despierta para notar todos los rasgos mesiánicos esparcidos en las Escrituras, al leer, por ejemplo, aquello de Isaías: ((Él fué herido por nuestras iniquidades, quebrantado por nuestros crímenes: ... y puso el Señor sobre él la iniqui- dad de todos nosotros» (Is. 53, 5-6), hubo de reparar en el gran misterio de la redención, análogo e inverso al del pecado original. Allí el pecado de uno alcanza a todos; aquí el pecado de todos se concentra en uno solo. ¿Qué misteriosa afinidad o solidaridad existe entre el uno y todos? ¿Y estas heridas del Mesías serán aquella mordedura de la planta del pie del Reparador genesíaco?

Podríamos seguir reconstruyendo las atentas reflexiones de María; pero basta lo dicho para nuestro objeto. Dos cosas, empero, debemos observar, para que esta nuestra pálida reconstrucción no se califique de arbitraria o fantástica. Primeramente, que María fuera capaz de hacer semejantes reflexiones, sólo puede ponerlo en duda quien haya olvidado la reiterada observación de San Lucas sobre el carácter reflexivo, profundamente refle- xivo, de María, y el maravilloso conocimiento, que descubre en María el Magníficat, así de las Escrituras divinas y particularmente de los vati- cinios mesiánicos, como de los altísimos consejos de Dios sobre la reden- ción de los hombres. En segundo lugar, preguntamos: ¿han dado gene- ralmente los exegetas y teólogos toda la importancia que se merece a la acción del Espíritu Santo en la inteligencia de María, principalmente el momento de la encarnación del Hijo de Dios en sus entrañas? Mucho lo dudamos. El Espíritu Santo, que tantos tesoros de luz divina derrochó en las inteligencias de Isabel, de Zacarías, de Simeón y aun de Ana la profetisa, ¿sería avaro de sus divinas ilustraciones con María? Si Dios la preparó para la divina maternidad del Redentor con el inaudito privi- legio de la Concepcón Inmaculada, ¿pudo dejar de prepararla, con gene- rosidad proporcionada, con la ilustración de su inteligencia? Y si se dió esta proporción, ¡qué torrentes de luz divina debieron de iluminar la inte- ligencia de María en el instante solemne, en que, dando su libre consenti- miento, iba a ser la Madre del Dios Redentor!

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

¿Qué conclusión hay que sacar de todas estas observaciones? Que María hubo de vislumbrar, por lo menos, el misterio de la solidaridad del Redentor con todo el linaje humano y la parte que en la comunicación dev esta solidaridad había de corresponder a su Madre. Hay que precisar el alcance de esta conclusión. Por una parte, no le damos ni la amplitud ni el grado de certeza que antes hemos dado a otra conclusión: el previo conocimiento que tuvo María de la pasión del Mesías. La razón de la dife- rencia es obvia. Allí se trataba del sentido claro y obvio de los textos bíblicos; aquí de un sentido más recóndito y misterioso. Allí además la ilustración del Espíritu Santo era mucho más urgente, dado que se trataba de dar a conocer a María algo muy importante y que vivamente le intere- saba al comprometerse a la maternidad del Mesías paciente: aquí no es tan urgente la razón. Y en este sentido dijimos al principio que no pretendía- mos precisamente hallar en el consentimiento representativo de María en orden a la solidaridad del Nuevo Adán un nuevo argumento de su Corre- dención. Pero, por otra parte, añadiremos ahora, ¿las vislumbres que alcanzó María no son suficientes para ver en su consentimiento una coope- ración moral a la obra de la redención? En el supuesto, cierto, que existe la solidaridad del Redentor y la acción de María en comunicarla al Hijo, sólo faltaba el conocimiento de María sobre este doble hecho. Pero ¿no es suficiente conocimiento el que María alcanzó vislumbrando el gran Mis- terio? ¿Y no bastan estas vislumbres para que ella, entregándose total- mente en manos de Dios, abrazase a ciegas todo cuanto Dios quería y pre- tendía, aun cuando ella no lo conociese perfectamente? ¿No bastan en lo humano actos semejantes para fundar una verdadera responsabilidad de lo que así se quiere y la consiguiente cooperación moral?

SECCIÓN ni. CORREDENCIÓN EN LA COMPASIÓN MATERNAL

La com-pasión de María debe estudiarse en función de la pasión de Cristo. En ésta señala Santo Tomás cinco aspectos o formalidades: de mé- rito, de satisfacción, de sacrificio, de rescate y de eficiencia. Prescindiendo de esta última formalidad, poco o nada aplicable a la com-pasión Mariana, estudiaremos las cuatro prim.eras. Mas para evitar repeticiones y no mez- clar lo que es común a todas estas formalidades con lo que es peculiar de cada una, será conveniente estudiar de antemano la com-pasión Mariana en general, como comunión o comunicación con la pasión del Redentor generalmente considerada. La demonstración basada en la com-pasión

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así enfocada es, por una parte, especial o particular, comparada con la de- monstración general antes propuesta, que prescindía de los hechos (y con- siguientemente de la com-pasión); pero es, por otra parte, general, en cuanto prescinde de las formalidades especificas o diferenciales señaladas por Santo Tomás.

Capítulo I

COMPASIÓN MARIANA GENERALMENTE CONSIDERADA

Estudiamos los hechos, ahora el hecho de la com-pasión, a la luz de los principios; esto es, investigamos las verdades que integran la Sote- riología Mariana, con el cotejo o combinación de los principios y los he- chos, que presuponemos ya declarados y probados. De todos los princi- pios mariológicos el que mejor ilumina la com-pasión Mariana es el prin- cipio de asociación, cuya aplicación nos dará la demonstración fundamental. La luz más tenue de los principios de recirculación y de solidaridad dará lugar a una demonstración complementaria o confirmación no despreciable bajo diferentes conceptos.

Art. 1. Demonstración fundamental

La aplicación del principio de asociación a la com-pasión Mariana da lugar a una demonstración casi metafísica, que, si acertamos en formularla, resulta de una evidencia tan diáfana como convincente. Toda la dificultad está en apreciar el valor de los términos, que, consiguientemente, habrá que declarar y precisar. Presuponiendo, naturalmente, lo que antes hemos di- cho, tanto del principio de asociación como del hecho de la com-pasión, nos ceñiremos ahora a las observaciones más indispensables.

El principio de asociación consiste sustancialmente en que María for- ma, por asociación, con Cristo el principio adecuado e inmediato de la redención, esto es, en términos de la escuela, el acto primero, en cuanto ■contradistinto dz\ acto segundo, que es la acción o actuación del acto pri- mero. El problema está ahora, no en el acto primero, que se da por su- puesto, sino en el acto segundo, es decir, la redención formal o actual; y

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

se pregunta si la com-pasión Mariana es de parte de María, como lo es la pasión de parte de Cristo, actuación del acto primero. Si lo es, tenemos- ya con ello la Corredención formal, como en el acto primero teníamos la Corredeiición virtual.

Examinemos ahora el hecho de la pasión de Cristo y de la com-pasión Mariana. La pasión es, de parte de Cristo, su actuación formal, como principio de la redención, esto es, la reducción del acto primero al actoi segundo. ¿La com-pasión de María es, igual o proporcionalmente. su actuación como comprincipio de la redención? Este ha de ser como el nudo de la demonstración. La solución depende principalmente del con- cepto que se forme de la com-pasión Mariana. Será, pues, conveniente aquilatarlo y precisarlo en lo posible.

Tres relaciones descubrimos en la com-pasión: con la pasión de Cristo, con la propia maternidad, con los consejos redentores de Dios. Respecta de la pasión, la com-pasión no es algo extraño, advenedizo, heterogéneo: es la participación o comunicación de la pasión misma. Hubiera ya exis- tido verdadera participación, si los verdugos del Hijo hubieran atormentado también a la Madre: los tormentos de la Madre, asociados a los del Hijo, hubieran sido verdadera y propia com-pasión. Pero no es esto: es algo mucho más íntimo y doloroso. La com-pasión es la repercusión o repro- ducción vivísima en el Corazón de la Madre de todos los padecimientos del Hijo, o, mejor acaso, son los padecimientos que el Corazón de la Madre padece en la carne del Hijo: es una misma y sola pasión, que padecen a una. y como si fuesen uno solo, la carne del Hijo y el Corazón de la Madre. Respecto de la propia maternidad, la com-pasión, así entendida, no es algo accesorio o inconexo, algo que caiga fuera de la esfera de la maternidad, sino efecto natural y necesario, o, mejor, parte de la misma maternidad integralmente considerada. Según esto, la pasión del Hijo era necesariamente y, por así decir, fatal y automáticamente, com-pasión de la Madre. Consiguientemente, respecto de los consejos de Dios la com-pasión Mariana entraba en la predestinación misma de María para Madre del Redentor; como inherente a la maternidad, la compasión estaba prevista, determinada y aceptada de antemano por Dios: no era algo que, fuera de los planes divinos, María añadiese arbitrariamente o por su propia cuenta.

Previas estas declaraciones, podemos ya formular la demonstración, que propondremos de varias maneras, por si, en alguna de ellas a lo menos, acertamos a formularlo adecuadamente. La importancia de la materia lo aconseja.

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Primeramente, basándonos en la conexión o relación que existe entre la compasión y María, análoga o proporcional a la que existe entre la pasión y Cristo, podemos formular el argumento de este modo:

La compasión es respecto de María, como comprincipio de la redención, lo que es la pasión respecto de Cristo, como principio primario de la misma redención. Es así que la pasión es respecto de Cristo la actuación formal, que reduce al acto segundo el acto primero o el principio primario. Luego, proporcionalmente, la compasión es respecto de María la actunción formal que reduce al acto segundo el acto primero o el comprincipio. Más breve- mente: La compasión es al comprincipio lo que la pasión es al principio: ésta es su actuación y, por tanto, redención : luego aquélla es, proporcional- mente, actuación del comprincipio, y, por lo mismo. Corredención.

Comparemos ahora directamente la com-pasión con la pasión. El ar- gumento puede formularse de este modo:

La com-pasión es una asociación íntima a la pasión, como el ser com- principio es una asociación al principio primario de la redención. Ahora bien, esta asociación hace que María forme con Cristo un principio único Y total de la redención, es decir, el acto primero. Luego, análogamente, la asociación de la com-pasión a la pasión hace que entrambas formen la actuación única y total del principio, o, lo que es lo mismo, el acto segundo de la redención.

Más llanamente, y sin forma: desde el momento que María es comprin- cipio de la redención, si toma parte en la pasión (actuación formal del principio), y la toma tan íntimamente con la com-pasión, ya no puede* dudarse que esta participación sea su propia actuación como Corredentora. En otros términos: la redención virtual (principio o acto primero) se hace redención formal por la pasión: luego la Corredención virtual se hace Corredención formal por la participación en la pasión, esto es, por la com- pasión. Fallaría nuestro argumento, si María o no fuese comprincipio de la redención o no participase de la pasión ; pero desde el momento que se admite el principio de asociación y el hecho de la com-pasión, hay que reconocer el valor del argumento.

Terminaremos comparando o contraponiendo la com-pasión de María a la que podemos admitir en la Magdalena, por ejemplo. Magdalena par- ticipó dolorosamente de la pasión de Cristo: y, sin embargo, nadie dirá que, en virtud de esta com-pasión, pueda ser considerada como corredentora. ;,Por qué? Por dos razones, principalmente, contrarias a las que deter- minan la Corredención Mariana. Primera: Magdalena no entraba, cierta- mente, a formar parte del principio total de la redención. Segunda, su

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

com-pasión estaba determinada por motivos puramente accidentales res- pecto de la pasión; sin contar con otras muchas y capitales diferencias, que anteriormente hemos señalado, al comparar la com-pasión de María con la con-crucifixión de Pablo.

Art. 2. Demonstración complementaria

1. Por el principio de recirculación

En el principio de recirculación descubrimos dos circunstancias signi- ficativas, que, si no pueden fundar una demonstración rigorosa y apodíctica, son, por lo menos, sugestivas; una referente a la antítesis árbol-cruz, rela- cionada con el pecado y su reparación; otra relativa a la mordedura que la serpiente clava en la planta de la Descendencia de la Mujer.

A. Antítesis árbol-cruz. La materia o la ocasión del primer pe- cado fué el fruto del árbol vedado: a este árbol funesto contraponen fre<- cuentemente los Santos Padres y la Liturgia eclesiástica el árbol saludable de la cruz. Ahora bien, el árbol del paraíso no sólo fué objeto del pecado de Adán, sino también de la participación o complicidad que en él tuvo Eva. Era, pues, necesario, por el principio de recirculación, que en la reparación del primer pecado, operada en el árbol de la cruz, no sólo inter- viniese el Nuevo Adán, sino que participase también la Nueva Eva.

B. La mordedura de la serpiente. En el Proto-Evangelio la Mujer aparece al lado de su Descendencia, explícitamente en las hostilidades con- tra la serpiente, implícitamente en la victoria. Pero esta victoria no se obtiene sin sangre. Si la Descendencia de la Mujer aplasta la cabeza de la serpiente, ésta, empero, muerde a la Descendencia de la Mujer en la planta del pie. Si admitimos, como la interpretación más razonable, que esta mordedura no es otra cosa que la pasión y muerte del Reparador, habrá que concluir que la mordedura no es un simple accidente de la lucha, sino que es precisamente el medio o el modo de la victoria. Y si así es, la Mujer, como está al lado de su Descendencia en las hostilidades y en la vic- toria, habrá de participar igualmente de la mordedura. Y esta participa- ción no será otra cosa que la com-pasión Mariana.

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§ 2. Por el principio de solidaridad

Al escribir San Pabo que si «uno murió por todos: luego todos mu- rieron» en él y con él (2 Cor. 5, 14), afirma que todos los hombres, in- cluidos y representados en Cristo, en virtud del principio de solidaridad, participaron de su muerte. Sin embargo, esta comunión solidaria con la muerte del Redentor no hace que los hombres sean corredentores. ¿Por qué, pues, la com-pasión de María, en virtud del mismo principio de solida- ridad, ha de ser llamada verdadera Corredención? No será difícil señalar las diferencias esenciales, que distinguen la com-pasión Mariana de la com- pasión de los demás hombres: diferencias, que constituyen otro argumento no despreciable de la Corredención Mariana en el hecho de su com-pasión.

Primeramente, la com-pasión de los demás hombres era efecto de la solidaridad común, que es, en cierta manera, una ficción jurídica; en cambio, la com-pasión de María fué efecto, no sólo de esa solidaridad, sino además de otros motivos o vínculos más estrechos; y no fué com-pasión puramente ideal o imaginaria, sino muy real y vivísimamente sentida en su Corazón de Madre.

En segundo lugar, la solidaridad de los demás hombres con el Redentor fué puramente pasiva; la de María, en cambio, fué activa bajo diferentes conceptos. Ella la poseyó previamente, y ella la transfirió al Redentor; ella capacitó al Hijo para que pudiese ser Redentor, y ella capacitó a los hombres para que pudieran ser redimidos. En consecuencia, si la solida- ridad pasiva hace a los hombres participantes pasivos de la redención, la solidaridad activa habrá de hacer a María participante activa de la misma redención, es decir, cooperadora de la redención o Corredentora.

Capítulo II COM PASIÓN MERITORIA

Entramos en uno de los problemas más espinosos y delicados de la Soteriología Mariana. Lo es por dos razones. En primer lugar, por la dificultad intrínseca y enorme complejidad del problema. En segundo lugar, por la injustificada preponderancia que comúnmente se le concede, haciendo depender de él la verdad de la Corredención Mariana, como si ésta

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estribase total y exclusivamente en la com-pasión meritoria. Aunque no compartimos semejante modo de apreciar el problema, no queremos, con todo, desentendernos de él; y, en consecuencia, nos esmeraremos en tratar la com-pasión meritoria de María, como si de ella dependiese enteramente la verdad de la Corredención.

Art. 1. Prelimin.uies § 1. Nociones previas

Mérito es un acto bueno, apto de suyo para obtener una recompensa o galardón prometido ; o, en abstracto, es la aptitud o capacidad intrínseca de un acto bueno para obtener una recompensa. Pero más que la fórmula de la definición nos interesa el análisis de la cosa misma. Vamos, pues, a analizar el acto meritorio, estudiando en misma y en sus múltiples rela- ciones o respectos la pasión meritoria del Redentor, a la cual habrá de co- rresponder proporoionalmente la com-pasión meritoria de María.

En la pasión, considerada como acto meritorio, hay que distinguir ante todo el elemento externo, que son los diferentes padecimientos, y el elemento o acto interno, que es la amorosa y obediente aceptación de la voluntad. A su vez, en el acto interno podemos distinguir el elemento cuasi-matcrial, que, es la entidad física del acto, y el elemento formal, que es su valor meritorio, que pudiera llamarse meritoriedad.

En el acto meritorio de la pasión descubrimos tres relaciones personales y otras tantas reales. Las relaciones personales del acto son: respecto de la persona que merece, que es Cristo; de la persona (o Sér personal) ante quien se merece, que es Dios ; de las personas a favor de las cuales se merece, que son los hombres. Las relaciones reales del acto meritorio son: respecto del principio o raíz del mérito, que es doble: el valor moral (santidad, gra^ cia santificante, caridad) y la dignidad personal (que es infinita en Cristo); respecto del objeto o fin, que son los bienes sobrenaturales de gracia y glo- ria; y respecto del efecto, que es doble: efecto inmediato, o sea, el derecho que crea en los hombres y la correlativa obligación (o cuasi-obligación) que resulta en Dios; efecto mediato, que es la consecución real de la recom- pensa.

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i; 2. El problema de la com-pasión meritoria

Ante todo, se trata ahora de la com-pasión iiieri);or¡a de María, no de otros actos suyos meritorios, anteriores o posteriores; si bien éstos pueden considerarse como agregados cumulativamente a la com-pasión, como suele hacerse al tratarse de la pasión meritoria de Cristo. Y el problema es, si en la com-pasión de María se hallan o verifican las condiciones o propie- dades del mérito, proporcionalmente a como se hallan en Cristo.

Pero hay que precisar más. El problema puede versar o sobre la ver- dad o el hecho de la com-pasión meritoria, o bien sobre el modo o los modos con que se realiza. La verdad o el hecho constará, si la com-pasión Ma- riana reúne las condiciones que caracterizan el valor meritorio de la pasión de Cristo. Los modos de la com-pasión meritoria de María son dos, co- rrespondientes a las dos maneras de concebir la misma com-pasión: o como apropiación de la pasión misma de Cristo, o como aflicción personal de María. Según esto, la compasión meritoria puede concebirse o como apro- piación de los méritos mismos del Redentor, o bien como aportación de méritos personales de María. Existirá la compasión meritoria por apropia- ción, si hallamos en ella un acto con que María se apropia o hace suyos los méritos del Redentor, de tal manera que se puedan atribuir a ella, como si ella misma los hubiera producido. Existirá la com-pasión meritoria por aportación de méritos personales, si hallamos en María méritos personales análogos a los de Cristo, en su tendencia soteriológica y en su eficacia uni- versal, destinados además y aceptados por Dios para la salud del género humano.

Antes de estudiar la com-pasión meritoria de María bajo estos diferentes aspectos, no como demonstración propiamente dicha, sino para poner las cosas en su punto, queremos formular un dilema. En el capítulo precedente, aplicando los principios mariológicos al hecho de la com-pasión Mariana, hemos demonstrado que ésta es verdadera Corredención. De ahí el dilema: o la meritoriedad es esencial a la compasión, para que pueda ser Correden- ción, o no lo es; si es esencial, por los mismos argumentos con que se demuestra que la com-pasión es Corredención queda demonstrada por el mismo caso implícitamente su meritoriedad ; si no es esencial, quedaría en pie el valor corredentivo de la com-pasión. aun cuando no lográsemos probar positivamente la meritoriedad. La verdad de la Corredención o implica esencialmente la meritoriedad, o está totalmente desligada de ella. Esta creemos ser la manera exacta y adecuada de enfocar el problema de la meri-

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toriedad de la com-pasión Mariana. Si fracasásemos en su demonstración, nuestro fracaso no envolvería en su ruina la verdad de la Corredención, probada independientemente de la meritoriedad; en cambio, si logramos demostrarla, poseemos un nuevo argumento de valor inapreciable. Lo in- tentaremos, siguiendo nuestro método de aplicar los principios mariológicos al hecho de la compasión en orden a averiguar su valor meritorio.

Art. 2. El hecho de la com-pasión meritopja

Nuevas precisiones del problema. Para fijar exactamente el sentido y alcance del problema de la compasión meritoria, hay que distinguir lo que ya se presupone y lo que ahoia se discute. Que María con su com-pasión mereció delante de Dios y que estos merecimientos fueron de incomparable valor, esto se da por supuesto, y todos lo admiten ; podríamos también presuponer que estos merecimientos los ofreció María a favor de los hom- bres y que a éstos les fueran en alguna manera provechosos y saludables: la plena conformidad de María con su Hijo crucificado y con los sentimien- tos de su divino Corazón no permiten dudar de ello ; con todo, dada su importancia, lo probaremos también: lo que ahora se discute es si estos merecimientos pueden proporcionalmente parangonarse con los del Reden- tor en aquellas propiedades que los caracterizan, que pueden reducirse a tres principales: su tendencia soteriológica, su amplitud o alcance universal y su carácter oficial, por cuanto están ordenados y aceptados por Dios para la redención de los hombres. En otros términos: los méritos de María, colocados entre los méritos comunes de los justos y los méritos singulares del Redentor, ¿de qué lado se inclinan? Más claro: existen dos órdenes de méritos, sustancialmente distintos: el orden de los méritos comunes, y el orden de los méritos redentores; se pregunta, pues: ¿a cuál de estos dosi órdenes pertenecen los méritos de la com-pasión Mariana? La respuesta nos la habrán de dar los principios mariológicos.

Maternidad divina. Comencemos aplicando al hecho de la compasión meritoria el principio fundamental de la maternidad divina, que suponemos, y suponen todos, acompañada de una santidad incomparablemente superior a la de todos los ángeles y santos. En esta maternidad, considerada como dignidad personal, y en la santidad que la adorna, tenemos los dos princi-' pios o raíces del valor meritorio de la com-pasión Mariana. Primera con- secuencia de esta aplicación: el valor meritorio de la com-pasión, como de cualquier otro mérito de María, es cuantitativamente proporcional a la dig-

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nidad en cierto modo infinita de la maternidad divina y al grado supremo de santidad creada correspondiente a esta dignidad: luego el valor merito- rio de la com-pasión ha de elevarse inmensamente por encima de todo mé- -rito humano y angélico y ha de ser en cierta manera infinito. Segunda consecuencia: el mérito de la com-pasión Mariana ha de corresponder, no sólo cuantitativa sino también cualitativamente, a las propiedades esenciales de la divina maternidad. Si la maternidad divina es principio del mérito, o el mérito es efecto de la maternidad, es claro que las propiedades del efecto han de corresponder a las propiedades del principio. Supuestas estas dos consecuencias, evidentes, veamos si las propiedades de la divina maternidad producen o determinan en el mérito de la com-pasión los tres rasgos carac- terísticos de los méritos redentores, propios de Cristo.

Primer rasgo de los méritos redentores: su tendencia soleriológica; por cuanto están ordenados, no precisamente al provecho propio, sino a la salud eterna de otros. Ahora bien, la divina maternidad, en el plan actual de la divina providencia, es esencialmente soteriológica, totalmente destinada por Dios a la salud eterna del género humano. Aquellas palabras del símbolo Niceno-Constantinopolitano, eco fiel de toda la Escritura y de toda la Tradi- ción cristiana: «propter nos homines et propter nostram salutem... incar- natus est... ex María Virgine», expresan la índole o tendencia soteriológica, no sólo de la encarnación del Hijo de Dios, sino igualmente de la divina maternidad de María, esencialmente correlativa. Consiguientemente, si el principio del mérito de la compasión Mariana es esencialmente soteriológico, soteriológico igualmente ha de ser el mérito, como efecto suyo.

Segundo rasgo: alcance universal; por cuanto comprende a todos los hombres. Ahora bien, la divina maternidad no es una prerrogativa orde- nada por Dios para el provecho privativo o exclusivo de María, ni tampoco para el provecho de determinado grupo de hombres, sino para la salud uni- versal de todo el género humano. Aquellas palabras del Símbolo, antes citadas, «propter nos homines», se refieren universalmente a todos los hom- bres. Si, pues, la maternidad es de alcance universal, de eficacia igualmente universal han de ser los méritos de la com-pasión Mariana, Por lo demás, el cúmulo inmenso de estos méritos, que se rozan casi con lo infinito, está en consonancia con su tendencia universal.

Tercer rasgo: su carácter oficial; por cuanto son méritos, no de orden privativo, sino de orden, por así decir, público: como que están destinados y aceptados por Dios para la redención del mundo. Ahora bien, la divina maternidad, como perteneciente al orden hipostático o divino, instituido por Dios con miras precisamente a la redención humana, no es un asunto privado

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MMiÍA, MKDIMií)»\ ir >(IVI:KS.\I.

de María, sino una dignidad y una actividad oficial o pública, elemento integrante de la economía de la redención humana. Los méritos, por tanto, de la com-pasión Mariana, determinados por la divina maternidad, han de revestir el mismo carácter oficial, que a ésta distingue.

En consecuencia, los méritos de la com-pasión Mariana no pertenecen al grupo de los méritos comunes u ordinarios, sino se elevan al orden de los méritos propios y característicos del Redentor.

Principio de solidaridad. El principio de solidaridad, cuya expresión concreta es la llamada Comunión de los santos, es la razón por la cual unos pueden merecer por otros o, inversamente, éstos pueden apropiarse los méritos ajenos. En virtud de la solidaridad los hombres se apropian los méritos de Cristo en cuanto a su efecto; María, además, se pregunta, ;,se los apropia en cuanto son principio de estos efectos?

Recordemos la intervención particular de María en la constitución o rea- lización del principio de solidaridad, es decir, su parte activa y su actuación representativa. Parte activa: María, al transfundir con la generación a Cristo la solidaridad con todo el género humano, constituye a Cristo eficien- temente Redentor de los hombres, y a éstos los capacita para poder ser redi- midos por vía de estricta justicia. Actuación representativa: en orden a esta transmisión de la solidaridad, María ha de poseer previamente la repre- sentación de toda la raza de Adán. Veamos ahora el influjo que pueda tener esta doble intervención de María en el valor meritorio de su com- pasión.

En general, si la solidaridad de los hombres con Cristo hace que parti- cipen del efecto de sus méritos, esto es. si su solidaridad pasiva importa la participación pasiva de estos méritos, es natural que la solidaridad activa de María lleve consigo una participación igualmente activa en los méritos del Redentor. Más en particular, la solidaridad es esencialmente soterio-, lógica; por cuanto es la base misma de la redención; es además uni- versal; por cuanto incorpora a todos los hombres con Cristo; es final- mente oficial; por cuanto Cristo en virtud de ella actúa como representante de toda la humanidad. Y tal es la solidaridad especial, activa y representa- tiva, que liga a María con el Redentor y con todos los redimidos: soterio- lógica, porque, al incorporar a los hombres con Cristo, hace posible la redención; universal, porque alcanza a todos los hombres; oficial, por su carácter representativo. Siendo, pues, la solidaridad el principio y funda- mento de la comunicación de los méritos de unos con otros, la de María, soteriológica. universal y oficial, comunica a sus méritos los tres rasgos distintivos que caracterizan los del Redentor.

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Principio de recirculación. De lo dicho anteriormente consta la ver- dad de estas dos proposiciones, a lo menos in sensu diviso: la com- pasión Mariana es cooperación a la redención, la com-pasión Mariana es meritoria. De ahí la cuestión in sensu composito: ¿la com-pasión es corre- dención en cuanto meritoria? La solución nos la dará el principio de recirculación.

La sustancia de la recirculación, aplicada a la Mariología, consiste en que María es la Segunda Eva, contrapuesta a la antigua Eva, y más particu- larmente en que la obediencia de la Segunda Eva compensa o repara la desobediencia de la antigua. Tal es el sentido unánime de la Tradición cristiana más antigua. La obediencia es, por tanto, el rasgo característico de María en calidad de Segunda Eva. Ahora bien, la obediencia es el ele- mento moral y formal de la com-pasión, pues, actúa María como Segunda Eva. precisamente por su obediencia. Por otra parte, la obediencia, en María lo mismo que en Cristo, es altamente meritoria. Consiguientemente, si la cora-pasión Mariana, actuación corredentora de la Segunda Eva, es obediencia, y si la obediencia es meritoria, habrá que concluir que la com- pasión Mariana es corredención precisamente en cuanto meritoria. En la com-pasión se verifica aquella sentencia atribuida a San Agustín: «Auctrix peccati Eva, auctrix meriti María» (ML 39, 2105; cfr. 1915, 2130-2131). Con esto queda ya demonstrada la verdad de la com-pasión Mariana como Corredención meritoria. Pero podemos hacerla más patente, señalando en los méritos de la Segundo Eva las tres propiedades de los méritos del Re- dentor. El oficio de la Segunda Eva es esencialmente soteriológico, como destinado por Dios a la reparación de la desobediencia y pecado de la an- tigua ; es universal, como lo fué en sus fatales efectos aquella desobediencia ; es oficial, como que es un oficio instituido por Dios en la economía de la reparación humana.

Principio de asociación. Más aún que los principios precedentes, prue- ba el valor corredentivo de la com-pasión meritoria el principio de asocia- ción, que, como hemos indicado anteriormente, consiste en que María forma con Cristo el principio único y adecuado de la redención, o sea, su acto primero. Son, en efecto, varios los aspectos que presenta el principio de asociación, aplicado a la com-pasión meritoria de María.

Comencemos por una argumentación ad hominem, dirigida a los que, circunscribiendo, prácticamente a lo menos, la redención de Cristo a la for- malidad del mérito, niegan a María toda cooperación formal e inmediata in linea meriti: con lo cual reducen a la nada la Corredención Mariana. Decimos, pues: si esas dos suposiciones fueran verdaderas, es decir, si la

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redención fuera exclusivamente meritoria y la cooperación de María fuera nula en este sentido, se seguiría de ahí que el principio de asociación sería un litulm sine re. una denominación puramente ficticia, un contrasentido: sería una asociación activa para no hacer nada, un acto primero esencial- mente irreductible al acto segundo. La verdad, por tanto, del principio de asociación demuestra palmariamente la falsedad de alguna de esas dos suposiciones, o de entrambas a la vez. Pero pasemos a consideraciones más positivas.

De parte de Cristo Redentor, en el acto de la redención podemos notar dos cosas: 1) que la redención es su actuación como principio, es decir, la reducción del acto primero al acto segundo; 2) que esta actuación se verifica, aunque no exclusivamente, por medio del mérito. De parte de María, hay que notar, proporcionalmente: 1) que su compasión es también, como antes hemos declarado, su actuación como comprincipio de la reden- ción, o sea, la reducción del acto primero al acto segundo; 2) que, como también hemos advertido, independientemente de la aplicación de los prin- cipios mariológicos, esta com-pasión es meritoria. De ahí la consecuencia, que estos méritos de la compasión son méritos de corredención ; consecuen- cia, que podemos probar por dos caminos: a) si existe la compasión me- ritoria, y esta compasión es apta y proporcionada para ser la actuación del acto primero, hay que concluir que lo es: o habría que señalar razones eficaces para probar que no lo sea; b) siendo los méritos de Cristo su actuación como principio de la redención, proporcionalmente los méritos de María, de índole análoga a los de Cristo, no se ve por qué no puedan ser su actuación como comprincipio de la redención. Cristo y María for- man el principio de la redención: Cristo actúa por vía de mérito, María tiene méritos con que actuar: ¿qué razón, pues, puede alegarse para ne- gar que tales méritos sean, como los de Cristo, actuación de María como comprincipio de la redención y, en consecuencia, corredentores? Si María o no fuera comprincipio de la redención, o no tuviera méritos con que actuar como comprincipio, podría entonces dudarse del valor corredentivo de tales méritos; pero es comprincipio y tiene méritos.

Otra razón, a nuestro juicio, más poderosa, confirmar el carácter corre- dentivo de la com-pasión meritoria de María, y es su obediencia. Poco ha considerábamos la obediencia que enaltece la com-pasión Mariana como contrapuesta a la desobediencia de Eva, en virtud del principio de recircu- lación: ahora la consideraremos como paralela a la obediencia de Cristo a la luz del principio de asociación.

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La com-pasión es en María la actuación corredentora, como la pasión es en Cristo su actuación redentora. Esto queda ya probado anteriormente. Ahora añadimos: que tanto la com-pasión como la pasión han de ser actuación en lo que tienen de formal. Ahora bien, lo formal en la pasión de Cristo es la obediencia: luego, proporcíonalmente, la obediencia también es lo formal en la com-pasión de María. Es así que la obediencia de Cristo es meritoria, o, mejor, que en la obediencia de Cristo está principalmente el valor moral y meritorio de su pasión: luego, proporcíonalmente, la obe- diencia de María es meritoria, o en esta obediencia hay que reconocer el valor moral y meritorio de su com-pasión. Consiguientemente, como los méritos de Cristo son méritos de redención, porque se hallan en su obedien- cia, que es lo formal de su pasión o actuación redentora, así proporcíonal- mente los méritos de María son méritos de corredención, porque se hallan en su obediencia, que es lo formal de su com-pasión o actuación corre- dentora.

Por fin. especificando los rasgos distintivos de los méritos redentores, fácilmente los descubrimos en el principio de asociación. La asociación de María a Cristo en orden a formar el principio adecuado de la redención es: 1) soteriológica, como que tiene por objeto la misma redención; 2) es universal, como lo es la redención misma; 3) es oficial de parte de María, como lo es de parte de Cristo, por cuanto es una participación en el oficio de Redentor.

En suma, entre los dos órdenes, el de la redención activa, propia del Redentor, y el de la redención pasiva, propia de los redimidos, la asociación, al colocar a María en el orden de la redención activa al lado de Cristo, eleva sus méritos a la misma categoría y los hace méritos de corredención.

Singularidad transcendente. La aplicación que vamos a hacer de este principio será diferente de la que hemos hecho de los principios anterio- res: es decir, no tanto para demonstrar el valor corredentivo de la compa- sión meritoria, cuanto para justificarlo, deshaciendo algunos reparos que pudieran oponérsele.

El primer reparo es lo estupendo y, al parecer, exorbitante de semejante prerrogativa, que atribuye a María lo que parece privilegio incomunicablei y exclusivo del Redentor. Pero a tal reparo sale al paso el principio de la singularidad transcendente de María, capaz por solo para desvanecer todas las extrañezas y de curar todos los espantos. Quien haya penetrado todo lo que encierran aquellas breves palabras «una super omnes», ya no se maravillará de que María, ella sola y por encima de todos los hombres y de todos los ángeles, sea encumbrada a la categoría de la redención activa.

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;Es que es más excelso y divino este orden soteriológico, propio de Cristo hombre, que el orden hipostático, propio de Cristo Dios? Recordemos aquellas palabras de San Efrén: María «es Virgen y Madre: ¿y qué cosa no es?» (Ed. Lamy, II, 520).

El segundo reparo sería la oposición irreductible entre ser redimida y ser juntamente Corredentora. Pero semejante reparo se disipa con sólo recordar que la singularidad transcendente lleva consigo el privilegio de la anticipación, que constituye a María en lo que, con frase de San Pablo, hemos llamado el orden de las primicias. Conforme a esto, a María corres- ponden las primicias o la anticipación en la redención; es decir, que la re- dención de Cristo recae primeramente en María, en sola ella antes que en los demás; y María, ya redimida, puede cooperar con el Redentor en la redención de los demás hombres.

Por lo demás, estos y otros reparos, no afectan precisamente al valor corredentivo de la com-pasión meritoria, sino a la misma verdad de la Corredención, que se demuestra independientemente de la cooperación de María in linea meriti.

Gracia capital. Hubiéramos dado más relieve a este principio sub- alterno de la Soteriología Mariana, si fuera comúnmente admitido como los anteriores. Mas, si se admite, como parecen exigirlo las razones aduci- das, de él se deduce claramente la meritoriedad corredentora de la com-pa- sión Mariana. Basta notar la diferencia entre los méritos de redención y los méritos comunes. Son de redención, los de la Cabeza a favor de los miembros; son comunes, los de unos miembros a favor de otros. Por tanto, si María participa con Cristo de la dignidad de Cabeza, sus méritos han de ser méritos de redención.

Inversamente, para los que admitan el valor corredentivo de la com-pa- sión Mariana, notaremos que semejante prerrogativa presupone en María la dignidad capital. Porque en tanto son redentores los méritos de Cristo a favor de los hombres, en cuanto son méritos de la Cabeza a favor de sus miembros. Consiguientemente, si los de María son corredentores, en tanto lo pueden ser, en cuanto participa de la suprema dignidad de Cabeza del Cuerpo místico de Cristo.

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Art. 3. Dos MODOS de com-pasión meritoria 5; 1. Preliminares

Hemos visto que la com-pasión Mariana es meritoria con méritos de redención ; mas no hemos determinado si estos méritos son los méritos mismos del Redentor, apropiados por la Madre, o bien son méritos propios suyos o personales, aunque fundados en los méritos del Hijo: y esto es lo que ahora hemos de investigar.

Esta distinción entre méritos apropiados y méritos propios, tan sencilla al parecer, no lo es tanto, cuando se considera más de cerca. Para fijarla con precisión, hay que basarla en el doble aspecto de la com-pasión, al cual corresponde la doble categoría de méritos.

Com-pasión es la repercusión de la pasión del Hijo en el Corazón de la Madre, o la asociación de la pasión de la Madre a la pasión del Hijo: son los padecimientos de la Madre, efecto de los del Hijo y asociados ,a ellos. Pero en estos padecimientos cabe distinguir dos aspectos: el obje- tivo y el subjetivo, referentes al objeto que los motiva y al sujeto que los siente. En su aspecto objetivo o respecto del objeto, la Madre siente y padece lo mismo que padece el Hijo y porque lo padece el Hijo; en su aspecto subjetivo o respecto del sujeto, la Madre siente y padece en su Cora- zón y en su sensibilidad aflicciones y dolores físicos, que realmente la atormentan, además de los daños, perjuicios y privaciones que de los pade- cimientos del Hijo pueden sobrevenirle. En el aspecto objetivo la com- pasión es un dolor apreciativo o moral, que considera como suyos los pade- cimientos del Hijo, aun cuando ella no los sintiera dolorosamente ; en el aspecto subjetivo es un dolor sensible, nn sufrimiento físico y real, una sensación dolorosa, en cuanto aflige o atormenta a la misma Madre. Un ejemplo aclarará más esta distinción. Supongamos que a una madre, que sufre horriblemente por ver atormentar a su hijo, se le hacen estas dos proposiciones: o que cesarán sus propios sufrimientos sensibles a condición de que se dupliquen los tormentos del hijo, o que cesarán los tormentos del hijo a condición de que se dupliquen sus propios sufrimientos sensibles. No habrá madre, que no sea desnaturalizada, que no opte por la segunda proposición: con lo cual consiente en que se acrecienten sus sufrimientos sensibles, en razón de no padecer el dolor apreciativo y moral, que tiene por objeto los tormentos del hijo; señal evidente de la distinción entre el dolor apreciativo y el sufrimiento sensible; aunque en la realidad sean,

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O puedan ser, unos mismos sentimientos los que sean a la vez dolor aprecia- tivo y sufrimiento sensible. No es, pues, infundada la doble manera de considerar la com-pasión Mariana: o como dolor apreciativo o como sufri- miento sensible, que pudiéramos llamar apropiación de la pasión del Hijo y pasión propia asociada o añadida a la del Hijo.

A este doble aspecto de la com-pasión corresponde la doble categoría de los méritos de María: la de los méritos apropiados y la de los méritos propios asociados a los del Hijo. Serán méritos apropiados los méritos mismos del Hijo, que la Madre hace suyos, al apropiarse o mirar como propia la pasión del Hijo; serán méritos propios los que estriben en sus propios sufrimientos sensibles o en el acto de la voluntad con que los acepta.

De ahí el doble problema: 1) ¿es verdad que la Madre puede apropiarse los méritos del Hijo? y, en el caso que esto sea posible, ¿semejante apro- piación puede considerarse como verdadera Corredención? 2) ¿Los méritos propios de María, en cuanto distintos de los de Cristo (aunque siempre derivados de ellos), pueden considerarse como méritos de corredención?

Para preparar la solución a este doble problema, hay que distinguir en los méritos, tanto los de Cristo como los de María, así apropiados como propios, tres elementos: a) el acto de la voluntad, con que se merece; fe) la materia, sobre que versa el acto; c) su valor meritorio o meritoriedad. En los méritos de Cristo, por ejemplo, el acto es la obediencia con que acepta los tormentos mortales; la materia es el derramamiento de su sangre y la pérdida de la vida entre tormentos; la meritoriedad es el valor moral del acto de la voluntad, en cuanto es digno de recompensa.

A la luz de estas distinciones examinaremos el doble problema.

S 2. Com-pasión meritoria por apropiación de los méritos del Redentor

A. ¡Naturaleza de la apropiación

Entendemos por apropiación el acto de apropiarse o hacerse propios eficazmente los méritos del Redentor. Decimos acto, porque, de no ser un acto positivo, la apropiación no podría considerarse como cooperación a la obra de la redención. Decimos eficazmente, porque no bastaría una voluntad o conato ineficaz de apropiación, desprovisto de fundamento real o título, que la explique y justifique. Decimos méritos en sentido propio, es a saber, no los efectos del mérito, sino el mismo acto meritorio activa-

LIBRO I. CORRF.DF.NCIÓN oOl

mente considerado. Pero no basta esta explicación verbal de la apropia- ción: es menester examinar más detenidamente el contenido real de los tres términos: el acto, su título y su objeto.

El acto de la apropiación se considera bajo esta sola formalidad de hacer propio lo ajeno, prescindiendo de otras formalidades que puede tener el mismo acto. Consiguientemente, por una parte, ha de ser mera apropia- ción de los méritos de Cristo, no cooperación a su producción: los méritos los produce o crea Cristo, María simplemente se los apropia; mas, por otra parte, esta apropiación ha de ser tal, que moralmente equivalga a su pro- ducción. María no produce el mérito, pero se lo ha de apropiar con tanta verdad, como si ella misma lo produjera. Sin esto no podría considerarse como cooperación a la redención.

El título capaz y suficiente para dar eficacia al acto debe ser un derecho especial preexistente, apto además para explicar el valor corredentivo de la apropiación. Semejante derecho, si es que existe, parece habrán de ser las prerrogativas o los derechos maternos. Si de hecho lo son, lo exami- naremos después. ¿Será también el amor? Sin duda que el amor puede explicar, en parte a lo menos, el hecho de la apropiación ; por cuanto el amor tiende a hacer comunes los bienes entre los que se aman. Sólo, con todo, no basta para explicar el valor corredentivo de la apropiación; de lo contrario el amor de Juan o de Magdalena al Redentor los constituiría cooperadores de la redención. ¿Será el amor materno en cuanto materno? Pero esa maternidad, que daría eficacia al amor, no es, en definitiva, otra cosa que los derechos maternos. A estos, pues, hay que recurrir para justificar la apropiación corredentiva. Puede, no obstante, también el amor contribuir a explicar la apropiación, como mero coeficiente de los derechos maternos, es decir como mero factor dispositivo, que, explicando el hecho material de la apropiación, prepare, por así decir, la materia a la acción de los derechos, a los cuales habrá que atribuir toda la eficacia corredentiva de la apropiación.

El objeto de la apropiación son los méritos o el acto meritorio; en el cual hay que distinguir tres cosas: a) el elemento externo o sensible, que son los tormentos del Redentor, o sea, su pasión y muerte, el derrama- miento de su sangre y la pérdida de su vida; b) el acto interno, que es la aceptación de la voluntad o el acto de amorosa obediencia con que se sufrert los tormentos y se ofrecen a Dios para la redención de los hombres; c) el valor meritorio, inherente al acto interno.

Ocurre aquí preguntar: para que la apropiación pueda ser corredentiva ¿será menester que se extienda a este triple objeto, es decir, no sólo a los

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tormentos sensibles, sino también al acto interno y a su valor meritorio? Hay que distinguir. Para que la apropiación sea simplemente correden- tiva, creemos bastaría la apropiación de los tormentos sensibles del Reden- tor; puesto que sólo esto bastaría para que fuese verdadera cooperación, aunque no tan plena y profunda, en el acto redentivo; mas para que pueda ser corredentiva iti linea meríti, es indispensable que se extienda también al acto interno y a su valor meritorio. Si de hecho se extiende también a éstos, luego lo examinaremos. Sólo notaremos ya desde ahora que no es necesario que la apropiación abarque o comprenda directamente y por igual cada uno de estos tres elementos que integran el mérito: basta que directa o fundamentalmente se apropie los tormentos sensibles; indirecta- mente o, si se quiere, conexivamente, el acto interno y su meritoriedad, como luego declararemos.

Presupuestas estas explicaciones, propuestas sólo hipotéticamente, hay que demostrar ya el hecho o la verdad de la apropiación y su valor corre- dentivo, no cualquiera, sino in linea meriii.

B. El hecho o verdad de la apropiación

Por el amor: apropiación psicológica o moral. El hecho, por así decir, material, de la apropiación se explica por el amor ardentísimo de María al Redentor, amor juntamente de madre y amor de caridad perfec- tísima. Primeramente, en virtud de este amor María se apropiaba los tor- mentos sensibles de su Hijo, sintiéndolos en su Corazón más viva y doloro- samente, que si ella misma los padeciese en su cuerpo. En segundo lugar, la fuerza unitiva y transformativa de este amor hacía de la Madre y del Hijo «un solo Corazón y una sola alma)»; y en virtud de esta transformación amorosa los sentimientos del Hijo se transfundían en la Madre; y la Madre, al unísono con el Hijo, aceptaba los sufrimientos comunes a entrambos por obediencia al Padre celestial y por la salud eterna de los hombres. Por fin, el amor del Hijo comunicaba gustoso a la Madre sus propios merecimientos, dispuesto a reconocer sin regateos cualquiera sombra de derecho que sobre ellos pudiera tener la Madre.

Por los derechos maternos: apropiación jurídica. Llegamos al punto principal, del cual depende todo el valor corredentivo de la apro- piación: los derechos maternos de María sobre su divino Hijo.

Dos géneros de derechos maternos podemos distinguir: unos para con el mismo hijo, otros para con todos los demás acerca del hijo; a los pri-

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meros responden las obligaciones del mismo hijo, a los segundos las obli- gaciones de los demás, respecto de las cuales el hijo es como la materia sobre que versan así los derechos como las obligaciones. Los primeros repre- sentan una ventaja personal para la madre, que se hace por ellos acreedora al amor, a la reverencia, a la obediencia, a la gratitud y a la asistencia del hijo; los segundos, en cambio, no representan, directa y formalmente, nin- guna ventaja personal para la madre, en el sentido que en seguida expli- caremos. Ahora tratamos solamente de este segundo género de derechos maternos; de los primeros trataremos después, por cuanto representan una ventaja personal para la madre, que, cediendo de ellos, adquiere méritos estrictamente propios, no simplemente apropiados.

Consideremos más en particular el segundo género de derechos mater- nos. El hjjo. como suele decirse, es un pedazo del corazón o de las entrañas de la madre, es la prolongación o reproducción de su propia vida: repro- ducción, que la madre, por el impulso de la naturaleza, estima o aprecia más que su vida personal, sin mirar en ello a ninguna ventaja propia. ¿Qué ventaja adquiere la madre, que se deja matar, para que no maten a su hijo? Y el amor materno completa la obra de la naturaleza. En virtud de esta doble fuerza, natural y moral, espontánea y electiva, la madre vive más para el hijo y en el hijo que para o en sí. Por todo esto el hijo es de la madre, es algo suyo; y tiene, consiguientemente, sobre la vida de su hijo derechos análogos a los que tiene sobre su propia vida. Quien maltrata al hijo, lastima a la madre; quien atenta contra la vida del hijo, no sólo atropella los derechos del hijo, sino también los derechos de la madre, la cual puede, en derecho, pedir justicia contra semejante atropello. Recor- demos el caso de la viuda de Tecua, amañado por Joab. El hecho es ficti- cio, pero el derecho que en él se ventila no es imaginario. Dice, pues, la mujer de Tecua al rey David: Quieren matar a mi hijo único y «extinguir esa centella o brasa que me queda» : ordena que no me lo maten. Responde el rey: «¡Vive el Señor! que no caerá sobre la tierra uno solo de los ca- bellos de tu hijo» (2 Sam. 14, 1-11). Sobre esa centella de su vida tiene derechos la madre, y apela a la justicia del rey para que nadie ose extin- guirla.

Antes de aplicar estos principios al caso de María, hay que prevenir una dificultad que podría nacer de la intervención directa de Dios, ante quien desaparecen todos los derechos humanos. ¿Si es Dios quien exige la vida del hijo, no quedan por el mismo caso anulados los derechos de la madre? En rigor, evidente que sí. Pero hay que añadir que, si la madre, como debe, acepta resignada y obediente esa anulación de sus propios dere-

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chos, no merece menos ante Dios, que si voluntariamente cediera de sus derechos no anulados. Ahí está el caso de Abrahán. Dios le pide la vida de su hijo Isaac: con esta petición, quedan anulados todos los derechos que Abrahán pudiera alegar sobre la vida de su hijo. Pero ¿fué por eso menos grata a Dios o menos meritoria la voluntad, no realizada, de sacri- ficar la vida de Isaac, sobre el cual, delante de la demanda de Dios, no conservaba ya derechos algunos? La respuesta de Dios habla bien alto. No es menos espléndida la recompensa de Dios, que si Abrahán hubiera conservado íntegra la plenitud de sus derechos paternos.

La aplicación de estos principios a María es evidente. También Jesús es para María pedazo de sus entrañas y de su Corazón, también es la pro- longación o reproducción de su vida; reproducción, que ella estima incom- parablemente más que su vida propia; también es la única chispa o brasa que podía dejar de en el mundo: luego también María tiene innegables derechos sobre la vida de Jesús, derechos de que todos la respeten ; de cuyo atropello puede pedir justicia, por lo menos ante el tribunal de Dios. Y es de notar que en el caso de María ocurren varias circunstancias, que inten- sifican o acrecientan notablemente estos derechos maternos. Primeramente, la virginidad de la Madre, que concentra en los derechos que ordinaria- mente se reparten entre el padre y la madre; derechos además que conver- gen en un Hijo, esencialmente único. En segundo lugar, la dignidad divina del Hijo, que pudiera atenuar los derechos de la Madre sobre el mismo Hijo, no atenúa sus derechos sobre los demás hombres; fuera de que, cuanto más excelsa es la dignidad del Hijo, más sagrados resultan los dere- chos de la Madre. Por fin, y es lo principal, María con su divina mater- nidad, de orden hipostático, queda en cierto modo elevada al rango o cate- goría de la divina paternidad, cuyos derechos paternos comparte sobre la vida humana del Hijo, común a entrambos. Con ello María adquiere sobre la vida del Hijo derechos incomparablemente superiores a los de las madres ordinarias sobre sus hijos. Sobre la vida de Jesús posee María, además de los comunes derechos de madre, una participación o comunicación de los derechos mismos del Padre celestial.

A la luz de estos derechos maternos veremos con cuánta verdad pudo María apropiarse los méritos de su Hijo; es decir, cómo estos derechos dan valor jurídico a la apropiación efectuada por el amor, como antes conside- rábamos. Vayamos por partes.

Primeramente en virtud de sus derechos maternos María podía decir que los tormentos y la muerte del Hijo eran tormentos suyos y muerte suya. La apropiación, ya efectuada por el amor, quedaba jurídicamente refren-

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dada por los derechos maternos. ¿Por qué los verdugos o los Judíos, al crucificar a Jesús, le injuriaban tan atrozmente? Porque, al atentar contra su vida, violaban el derecho que a ella tenía. Pues, sobre esa vida también la Madre tenía sus derechos, que nadie podía justamente atropellar. Por eso injuriar y atormentar al Hijo era por el mismo caso y necesariamente injuriar y atormentar a la Madre. Esto es claro ; y es también fundamento de todo lo demás.

Seguíase de ahí la apropiación del acto con que el Hijo aceptaba los tormentos y la muerte por amor y obediencia al Padre celestial y para la redención de los hombres. Esta apropiación estaba ya consumada por el amor, por la compenetración de los Corazones, por la uniformidad o unidad de sentimientos; pero los derechos maternos daban a esa apropiación moral validez jurídica. En efecto, la aceptación del Hijo versaba sobre algo, sobre su vida y su muerte, sobre lo cual también la Madre, si bien secun- dariamente, tenía sus justos derechos. Por tanto, el Hijo no podía, ni quería, entregarse a la muerte, sin contar con la aceptación de la Madre. Pero contaba con ella. Por esto la aceptación del Hijo era aceptación de la Madre, que podía con toda verdad decir que la voluntad del Hijo era voluntad suya, que la obediencia del Hijo era obediencia suya. El acto del Hijo no era sino la renovación o permanencia habitual de aquel ofreci- miento iniciado en el momento de la encarnación: «Heme aquí que vengo a hacer tu voluntad» (Hebr. 10, 9); y este acto se lo apropiaba la Madre, renovando o continuando su consentimiento: «He aquí la esclava del Señor: hágase en según tu voluntad» (^).

(') Admirablemente, como suele, expresa el B. Maestro Juan de Ávila esta renovación o repercusión del consentimiento virginal al pie de la cruz. Dice así hablando con la Virgen: «Aquí se cumple el Ecce ancilla Domini del día de la Anunciación... Aquí viene, Señora, Ecce ancilla Domini, aquí viene el conformaros con la voluntad de Dios: alzad, Señora, los ojos al Eterno Padre, y conformaos con su voluntad para sufrir estas angustias, como allí os conformasteis con la misma para aceptar lo que el Ángel de su parte os decía». Y, haciendo hablar a la misma Virgen, prosigue: «Padre de misericordia, decía la Virgen , veis aquí vuestra esclava, cúmplase en vuestra voluntad, Este Hijo me disteis, con grande alegría lo recibí: veislo, ahí os lo torno; vos me lo disteis, vos me lo quitáis: cúmplase vuestra santísima voluntad; esclava soy para todo lo que vuestra Majestad quisiere hacer de mí. El día de mi alegría os canté: Engrandezca mi ánima al Señor, y gó- cese mi espíritu en Dios mi salud: el día de mi tristeza y dolores suplico que la recibáis en agradable sacrificio por los pecados de los hombres. ¡Oh pecadores, cuan caro me costáis! que por amor de vosotros ha pasado mi Corazón trance tan amargo como ha sido éste, ver a mi Hijo Jesucristo padecer tan cruel muerte y pasión. Lo que vosotros hicisteis, él lo ha pagado, y mi ánima lo ha sentido...» Y concluye: «El Ecce ancilla aquí se cumplió bien, el conformarse con la voluntad de Dios». (Libro de la Virgen Santa María, trat. 8, Soledad de la Santísima Virgen María. Obras espirituales del P. Maestro B. Juan de Avila, ed. del Apostolado de la prensa, Madrid, 1941, t. 2, pgs. 782-783).

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A la apropiación del acto sigúese necesariamente la apropiación de su valor meritorio, que no es algo sobrepuesto, sino una propiedad inherente al acto o una modalidad resultante, es decir, su aptitud o capacidad para obtener la recompensa prometida de antemano. Si la obediencia del Hijo fué meritoria, meritoria era necesariamente la apropiación de esta obedien- cia, que no es sino la obediencia misma del Hijo, en cuanto era también obediencia de la Madre.

No son nuevas estas ideas; ya las había expresado San Bernardo, tan maravillosamente como él suele. Aunque muy conocidas, queremos repro- ducir sus palabras, consagradas por su uso litúrgico, cuyo alcance no ha sido suficientemente apreciado. Escribe así el Melifluo Doctor: «Veré tuam ,o beata Mater, animam pertransivit [gladius]. Alioquin, nonnisi eam pertransiens, carnem Filii tui penetraret» : apropiación o comunión de tor- mentos. «Tuam ergo pertransivit animam vis doloris, ut plusquam marty- rem non immerito praedicemus»: apropiación del valor meritorio. «Unde tibí haec sapientia, ut mireris plus Mariam compatientem, quam Mariae Filium patientem? Ule etiam morí corpore potuit: ista commori corde non potuit?»: otra vez la apropiación de tormentos y de muerte. Concluye: «Fecit illud caritas, qua maiorem nemo habuit: fecit et hoc caritas, cui post illam similis altera non fuit» (ML. 183, 437-438): ¡magnífica expre^ sión de la apropiación de sentimientos!

No faltan hechos o ejemplos, que ilustren la com-pasión meritoria María por la apropiación de los méritos del Redentor. Es interesante la que sobre el martirio de Santa Felicitas escribe San Gregorio Magno. Sólo por vía de muestra citaremos unas frases: : «Amavit ergo iuxta carnem Felicitas filios suos, sed pro amore caelestis patriae mori etiam coram se voluit quos amavit. Ipsa eorum vulnera accepit, sed ipsa in eisdem ad regnum praevenientibus excrevit. Recte ergo hanc feminam ultra marty- rem dixerim, quae toties in filiis desiderabiliter exstincta, dum multiplex martyrium obtinuit, ipsam quoque martyrii palmam vicit» (ML 76, 1088). Pueden igualmente ilustrar la com-pasión Mariana lo que sobre la madre de los siete Macabeos dice el Sagrado Texto ( 2 Mach. 7, 20) y lo que escri- ben San Gregorio Nazianzeno (MG 35, 911-934) y San Juan Crisóstomo (? MG 50, 617-628).

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C. Valor redentivo de la apropiación

Una vez probada la verdad de la apropiación, ya no es difícil deducir de ella su valor corredentivo. Por parte de los méritos apropiados, no se vislumbra la menor dificultad. Tanto la pasión y muerte del Redentor, como el acto de obediencia con que los acepta y su valor meritorio, todo se ordena, por parte de Dios y por parte de Cristo, a la redención del género humano. Tampoco se ve dificultad por parte de la apropiación de María, dado que su valor meritorio no se pone en el acto mismo de la apropiación, sino en los méritos apropiados, que María simplemente hace suyos con semejante acto. Podría haber alguna dificultad, si este acto lo pusiese María por su propia cuenta o iniciativa, es decir, si fuera puramente pri- vado, y no oficial; mas siendo un acto inherente a la misma maternidad del Redentor y comprendido por tanto en su eterna predestinación, fué un acto previsto y querido por Dios. Por lo demás, el principio de asociación, sin contar con los otros principios mariológicos, antes considerados, bastaría por solo para desvanecer toda sombra de duda sobre el valor corredentivo del acto con que María se apropió los méritos del Redentor; acto, que es, por consiguiente, corredentivo in linea meriti.

Í5 3. Com-pasión meritoria por los méritos propios de María

Consideramos ahora los padecimientos propios y personales, por los cuales la Madre se asocia a la pasión del Hijo, en cuanto contradistintos de ésta, aunque de ella derivados. Estudiaremos el hecho de estos padeci- mientos meritorios y su valor corredentivo.

A. El hecho de los padecimientos meritorios

En este hecho hay que examinar tres cosas: a) la variedad de padeci- mientos que encierra y su carácter moral; b) su valor jurídico, en cuanto entrañan la cesión de los derechos maternos; c) su capacidad meritoria.

a) Variedad de padecimientos. Los padecimientos propios de María pueden reducirse a dos géneros: la impresión dolorosa que la pasión del Hijo causa en el Corazón de la Madre, y las consecuencias lamentables qud acarrea a la Madre la pérdida del Hijo. Todo esto es claro: recuérdense

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MARÍA, MKDtADOÜA iJ MVKRSAL

las lamentaciones de la madre del joven Tobías o la desolación en que iba a quedar la viuda de Naím.

Mas junto con esta repercusión afectiva y consecuencias efectivas de la pasión del Hijo hay que recordar la reacción de la voluntad, con que la Madre aceptaba de todo corazón estos terribles padecimientos, acatando sumisamente las disposiciones del Padre celestial y conformándose con los sentimientos de su divino Hijo. También esto es perfectamente claro.

b) Valor jurídico de estos padecimientos. Estos padecimientos no eran simples infortunios o acaecimientos dolorosos: en cuanto aceptados voluntariamente, entrañaban en la cesión de los derechos maternos: de- rechos, no solamente para con los demás hombres, como poco ha conside- rábamos, sino también para con su divino Hijo. Este es un punto inte- resante, aunque no enteramente necesario para el objeto que ahora nos proponemos, que conviene examinar: ;tenía María verdaderos derechos maternales para con el Hijo de Dios?

A primera vista pudiera parecer que María, pura criatura, no podía tener verdaderos derechos para con su Hijo, verdadero Dios y Señor sobe- rano, principio y fuente de todo derecho. Pero existen circunstancias espe- ciales, tanto de parte del Hijo como de parte de la Madre, que. si no des- truyen totalmente esa primera impresión, la atenúan o reducen notable- mente.

Como fundamento de todo, hay que distinguir en la única persona de Cristo su doble naturaleza, divina y humana. Sobre la persona divina en cuanto subsistente en la naturaleza divina no caben propiamente derechos de criatura alguna, aunque cuasi-derechos, como en el caso que inter- venga alguna promesa de parte de Dios, por la cual Dios queda en cierta manera comprometido con sus criaturas. Sobre la persona divina en cuanto subsistente en la naturaleza humana, si hubiera querido llevar las cosas a punta de lanza, tampoco cabrían derechos propiamente dichos de la cria- tura, aunque cuasi-derechos. ya menos distantes de los derechos estrictos que los que miran a Dios en cuanto Dios. Pero, si hemos de creer a San Pablo, no se encarnó el Hijo de Dios con la intención de ostentar ni siquiera hacer valer sus derechos divinos, sino que, «subsistiendo en la forma de. Dios, no consideró como una presa arrebatada el ser al igual de Dios, antes bien se anonadó a mismo, tomando forma de esclavo, hecho a seme- janza de los hombres; y presentándose como hombre en su condición exte- rior, se abatió a mismo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Philp. 2. 6-8); e? decir, al hacerse hombre, el Hijo de Dios cedió

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temporalmente de sus derechos divinos en el modo de portarse con los hombres, anonadándose, haciéndose esclavo, abatiéndose. Enseñan además los teólogos con Santo Tomás (3 q. 20, a. 1) que Cristo en cuanto hombre es siervo de Dios, sujeto, por tanto, a la ley y voluntad de Dios. Y el mismo Señor, «manso y humilde de Corazón» (Mt. 11, 29), declaró solem- nemente que habia venido «no a ser servido, sino a servir» (Mt. 20, 28; Me. 10, 45; Le. 22, 27). De hecho quiso estar «sometido» íLc. 2, 51) a María y a José como a padres: lo cual era una profesión de que quería estar sometido al cuarto mandamiento de la ley de Dios, reconociendo los derechos naturales de los padres. Es digna de consideración a este pro- pósito la cuarta palabra del Redentor moribundo, con la cual el Hijo confía la Madre a la fidelidad filial del Discípulo amado. Prescindiendo de otras significaciones ulteriores, que más adelante habremos de estudiar, no es lícito desconocer su sentido inmediato, en el cual hay que ponderar tres cosas a cuál más regaladas: 1) que el Hijo, no sólo se hace cargo de los padecimientos de su Madre, sino que pone de relieve su carácter de padeci- mientos maternales, ya que en la línea de la maternidad busca su alivio, necesariamente bien menguado; 2) que esa providencia del Hijo es una declaración de que, entre los atroces tormentos que padecía, no era el menos doloroso a su Corazón filial la triste soledad en que iba a quedar su Madre ; es decir, que como la Madre se apropiaba los padecimientos del Hijo, el Hijo a su vez se apropiaba los padecimientos de la Madre; con lo cual los padecimientos de María se hacían padecimientos del Redentor y padeci- mientos de redención; 3) que esa misma providencia es una declaración implícita con que el Hijo reconocía los derechos de la Madre y la cesión que de ellos hacía ella generosamente.

Pero, aun cuando por parte de la dignidad del Hijo sufrieran alguna mengua, por parte empero de la dignidad de la Madre quedan corrobo- rados los derechos maternos de María. La autoridad de la madre es una participación o extensión de la autoridad del padre sobre el hijo. Y cuando el padre es Dios, la autoridad que del padre se deriva a la madre es auto- ridad divina. Por esto la autoridad materna de María no es la autoridad vulgar de las madres ordinarias, sino una prolongación materna de la auto- ridad divina del Padre celestial; que, si parece disminuir, por razón del término en quien recae, se agranda en la misma proporción por razón de la fuente de donde dimana. En consecuencia, la dignidad del Hijo no anula los derechos de la Madre.

c) Valor meritorio de los padecimientos. Que los padecimientos de María fueran meritorios, nadie lo niega ni lo duda. Los dos principios

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del mérito: la santidad y la dignidad personal, santidad incomparable en María y dignidad personal casi divina, elevaban el mérito de sus pade- cimientos a alturas inconcebibles para nosotros. Tampoco ofrece dificultad el que tales méritos fueran capaces de aplicarse a otros, ni el que de hecho María, conformándose con los sentimientos de su Hijo, en aquellos solemnes momentos de la redención humana, los ofreciese a Dios para la salud eterna de los hombres. Tenemos, pues, en los padecimientos de María méritos capaces de aplicarse, y de hecho aplicados, en beneficio de otros. Pero ¿semejantes méritos fueron méritos de redención o corredentivos? Tal es el problema, que conviene dilucidar.

B. Valor corredentivo de los padecimientos meritorios

Los argumentos propuestos anteriormente para probar el valor corre- dentivo de la com-pasión meritoria, sin determinar aún si se trataba de los méritos apropiados o de los méritos propios, se refieren o pueden apli- carse especialmente a estos últimos. Podríamos, pues, sin más, remitirnos a ellos simplemente. Con todo, para evitar toda imprecisión, los reprodu- ciremos, aunque sucintamente, ciñéndonos a lo más sustancial. Por esto, como la tendencia soteriológica y el alcance universal de tales mereci- mientos propios es. después de lo dicho, demasiado evidente, insistiremos únicamente en su carácter oficial.

Maternidad divina. Los méritos de la com-pasión Mariana, aun consi- derados como propios, han de corresponder, no sólo cuantitativamente, sino también cualitativamente, a su divina maternidad. Por consiguiente, como la divina maternidad no es una cualidad o propiedad de carácter privado, sino una dignidad y actividad oficial, elemento esencial en la economía de la redención, siempre que se trate de actos inherentes a esta maternidad, previstos y queridos por Dios, hay que concluir que el valor meritorio de semejantes actos reviste el mismo carácter oficial. Ahora bien, como la com-pasión Mariana es una actuación o un efecto de la divina maternidad, que resulta de la presencia de María en el Calvario, prevista y ordenada por Dios, sigúese de ahí que el valor meritorio de la com-pasión entra de| lleno en el orden de la redención humana.

Principio de solidaridad. La solidaridad es. por una parte, principio de comunicación de los méritos de unos con otros, y, por otra parte, está derechamente ordenada al acto mismo redentivo, que es toda su razón de ser. Ahora bien, en el hecho o realización de la solidaridad María inter-

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viene con carácter representativo y, consiguientemente, oficial. Siendo, pues, oficial la solidaridad con que María comunica a otros sus mereci- mientos, estos merecimientos revisten el mismo carácter oficial de la solida- ridad que los determina.

Principio de recirculación. La obediencia de María, contrapuesta a la desobediencia de Eva, era un acatamiento a la voluntad divina, no sólo en lo que tocaba a la pasión y muerte del Hijo en misma, sino también en lo que a ella le afectaba e interesaba. También, pues, bajo este segundo concepto era obediencia de la Segunda Eva. y. consiguientemente, actuación suya oficial.

Principio de asociación. Dejando otras consideraciones antes decla- radas y ciñéndonos a sola la obediencia de María, como la obediencia meritoria de Cristo es su actuación como principio primario de la redención, así la obediencia meritoria de María es proporcionalmente su actuación como principio asociado o secundario de la misma redención. En conse- cuencia, como los méritos de la obediencia de Cristo son méritos de reden- ción, de semejante manera los méritos de la obediencia de María son mé- ritos de corredención; es decir, la obediencia, como es la actuación oficial del Redentor, así también es la actuación oficial de la Corredención. Los padecimientos y los méritos propios, no menos que los apropiados, por una parte asociaban la Madre al Hijo Redentor, y, por otra, eran objeto de su admirable obediencia.

Singularidad transcendente. También los padecimientos y méritos propios de María son actos de aquella excelsa criatura, que, ella sola, forma orden aparte, encumbrada sobre el resto de la creación. Nada. pues, tiene de extraño que sean actos corredentivos.

Gracia capital. Por fin, la com-pasión meritoria de María, aun en lo que tiene de propio, es siempre una actuación de la que participa de la dignidad de Cabeza. Y si es propio de la Cabeza redimir, como lo es de los miembros ser redimidos, sigúese que María comparte con Cristo con su com-pasión la actividad redentora.

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í!Aiu'a, mediadora universal

Art. 4. Problemas ulteriores o subalternos § 1. Objeto de los méritos de María

Con el objeto de sostener los méritos corredentores de María, distin- guiéndolos al mismo tiempo de los méritos redentores de Cristo, se ha pro- puesto alguna vez la singular teoría de que el objeto de los méritos de María no eran precisamente los bienes mismos de gracia y gloria, prerrogativa incomunicable del Redentor, sino simplemente la aplicación de estos bienes a los hombres. No nos detendrá mucho el examen de esa medrosa hipótesis, a todas luces insostenible.

En la aplicación de los méritos de la redención, como generalmente en todos los efectos de la redención, hemos de distinguir dos estadios, esencial- mente diversos: 1) el estadio ideal, radical o virtual, en que los efectos de la redención se aplican globalmente a toda la humanidad, y 2) el estadio real, formal o actual, en que se aplican individualmente a cada hombre. ¿Cuál de estas dos aplicaciones puede ser el objeto propio de los méritos de María? Ni la primera exclusivamente, ni la segunda. No es difícil probarlo.

La primera aplicación, global, es inherente y esencial a los méritos de Cristo. Que no mereció Cristo los bienes de gracia y gloria en y por sí, sino que los mereció para los hombres. Por tanto, si estos méritos fueron eficaces, como de hecho lo fueron, entrañaban en la aplicación a la hu- manidad globalmente considerada. No puede, pues, esta aplicación ser el objeto propio de los méritos de María, que en esa hipótesis carecerían del objeto: no tendrían razón de ser.

Decir que Cristo mereció estos bienes y su aplicación, al paso que María mereció la sola aplicación, prescindiendo de lo extraño de semejante hipó- tesis, tampoco es admisible, por muchas razones. Primeramente, la capa- cidad o valor de los méritos excelsos de María puede alcanzar, a lo menosJ de congruo, a los mismos bienes que se merecen: ¿por qué, pues, limitarlos a la sola aplicación? En segundo lugar, las razones antes propuestas se refieren, no a la simple aplicación, sino a los bienes mismos de gracia y de gloria. Además, esa distinción entre los méritos del Redentor y los de la Corredentora es puramente arbitraria; la verdadera razón de la distinción entre unos méritos y otros está en que los de Cristo son propios e innatos y, por así decir, a se; mientras que los de María son derivados o prestados, son ab alio. Por fin, con esa hipótesis no se resuelve la principal dificultad

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contra los méritos corredentores de María, que no está precisamente en su objeto, sino en su cualidad de ser méritos de corredención: y esa propiedad subsistiría dándoles por objeto propio y característico la aplicación de los méritos del Redentor.

Menos puede decirse que el objeto propio de los méritos de María sea la aplicación real a cada hombre individualmente; pues esa aplicación no pertenece ya a la esfera de la redención, aunque la presupone, sino a la esfera de la divina providencia, es decir, es efecto de la intercesión actual, así de Cristo como de María. Y con ello, contra lo que se pretendía, la correden- ción de María se confundiría con su intercesión actual, es decir, quedaría anualada. Cómo se compagina la coexistencia de los méritos de la Corre- dentora con los del Redentor es, ciertamente, una dificultad, que después habremos de examinar; pero resolverla con la menguada teoría de la simple aplicación es desquiciar todo el problema de la Corredención Ma- riana.

§ 2. Cualidad de los méritos de María: ^congruos o condignos?

El problema de la condignidad o congruidad de los méritos de María creemos se ha embrollado lamentablemente por deficiencia de términos apropiados: es, en gran parte, cuestión más verbal que real. Para evitar esa confusión, distinguiremos las dos cuestiones: primero examinaremos la cuestión real, y luego procuraremos determinar cuál sea la denominación más apropiada para designar la cualidad de los méritos de María.

A. Cuestión real

Presupuesto que María mereció los bienes sobrenaturales de gracia y gloria para todos los hombres, surge el problema: ¿cuál era la proporción entre el mérito y la recompensa? ¿era de igualdad? Hablamos del mérito, como dicen, in actu primo, es decir, de la aptitud o proporción intrínseca del mérito con la recompensa. Y hemos de decir que la proporción de los méritos de María con los bienes de gracia y gloria fué de propia y estricta igualdad, esto es, que la recompensa se debía a la dignidad de los méritos, no formalmente a la liberalidad de Dios.

Primeramente, la proporción entre los méritos de María y la gracia de todos los hombres es, por lo menos, de igualdad. La razón es clara.

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MARÍA, MEDIADORA UMVKUSM.

El principio de estos méritos, la gracia de María, fué mayor, ya desde el primer instante de su Concepción, que la gracia final de todos los hombres y ángeles juntos. Esta afirmación, por estupenda que pueda parecer, es un corolario evidente de los principios mariológicos, principalmente del de la divina maternidad y del de la singularidad transcendente. Luego los mé- ritos de María, proporcionados a su gracia, lo fueron también a la gracia de todos los hombres. Pero a esto hay que añadir que también la dignidad personal, casi infinita, de María fué principio de sus méritos. La razón parece evidente. En Cristo ¿por qué fueron infinitos los méritos? Poj razón de su dignidad personal, que era infinita ; mientras que su gracia no fué, no podía ser, realmente infinita. Proporcionalmente, por tanto, tam- bién la dignidad personal de María debe considerarse como principio, al cual corresponda o se conmensure el valor de sus méritos. Ahora bien, la divina maternidad, como perteneciente al orden supremo hipostático, no sólo equiparaba, sino que aun superaba la excelencia del galardón merecido. Y hay que notar aquí que en los méritos de María no existe la dificultad especial que suele oponerse a la proporción de igualdad, cuando se trata de la satisfacción, como luego veremos.

No es más difícil demonstrar que los méritos de María guardaron pro- porción de igualdad con los bienes merecidos de gloria. En efecto, los bienes de gloria pertenecen al mismo orden de la gracia santificante. Ahora bien, la gracia de María llegaba al grado máximo dentro de este orden y, sobre esto, su dignidad personal de Madre de Dios lo superaba incompara- blemente. Luego sus méritos guardaron proporción de igualdad, por lo menos, con los bienes de la bienaventuranza eterna. Además, admiten los teólogos que el justo merece con proporción de igualdad el premio de la gloria. Luego con mucho mayor razón podemos decir esto de los méritos de María.

Consta, pues, que los méritos de María fueron méritos de igualdad, más bien superabundante, respecto de los bienes merecidos de gracia y de gloria. Con lo cual queda claramente resuelto el problema real.

B. Cuestión verbal

De lo dicho hasta aquí podríamos concluir, sin más. que los méritos de María fueron propiamente condignos. La definición que suele darse de mé- rito condigno in actu primo es la de «mérito que corresponde con pro- porción de igualdad a la recompensa». Tales fueron, como hemos probado,

LIBRO I. CI)!¡Ki;ur.\ClÓN

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los méritos de María. Luego fueron méritos condignos. Mas, como seme- jante conclusión choca contra la opinión de la mayor parte de los teólogos, hay que estudiar más detenidamente el problema verbal o nominal de los méritos de María.

Diversidad especifica y genérica de méritos. Comencemos notando la múltiple y enorme diversidad de méritos, no sólo diversidad de grado, sino también de especie y aun de género f^). Señalaremos cinco casos típicos bien definidos, sin negar que puedan existir otros varios intermedios. 1." Es un pecador, que, movido por la inspiración de la gracia, hace una limosna, con el fin de obtener de Dios la gracia final y la salvación eterna, que desea por propio interés. 2.° Es un justo ordinario, que, movido también por la gracia y por el deseo interesado de salvarse, hace la limosna u otra obra buena. 3.° Es un santo eximio, un San Francisco Javier o una Santa Teresa, que, después de una vida totalmente consagrada al servicio de Dios, hace un acto heroico de caridad con el deseo purísimo de obtener la perseve- rancia final para poder amar a Dios eternamente. 4." Sobre estos están los méritos de María, méritos nacidos de una caridad, inmensamente superior a la de todos los hombres y ángeles, y avalorados por su dignidad casi infi- nita de Madre de Dios. 5." Por fin, sobre todos estos están los méritos infi- nitos de Cristo.

Notemos la diferencia esencial entre estos diversos méritos: específica entre los tres primeros, genérica entre estos y los dos últimos. Precisemos más en particular estas diferencias. 1." El mérito del pecador va acompa- ñado de dos circunstancias, que esencialmente lo diferencian de todos los demás: que él es enemigo de Dios, y que su mérito está contrapesado por positivos deméritos. 2." El mérito del justo ordinario es ya mérito de amigo y no contrapesado por positivos deméritos: se diferencia, por tanto, esen- cialmente del anterior. Pero uno y otro pertenecen o se reducen a la virtud

(') Atentos a simplificar en lo posible, prescindimos de todos los demás elementos que integran la doctrina teológica sobre el mérito, que, naturalmente, damos por supuestos. Como lo que ahora nos interesa es determinar si los méritos de María respecto de los demás hombres son simplemente congruos, o más bien condignos (o dignos), solo tomamos en consideración los méritos de los hombres que son solamente congruos, cuales son los que tienen por objeto el don de la perseverancia que para se desea o cualquier otra gracia que se desea para otros. Respecto de estas gra- cias, solo merecidas de congruo, decimos más adelante que Dios las concede, según los casos, solo por liberalidad o por cierta equidad, no propiamente por justicia. Que los justos puedan merecer para de justicia el aumento de la gracia y la vida eterna, creemos que es una confirmación de lo que decimos acerca de los méritos de María respecto de los demás hombres. Si consideramos, como ahora hacemos, los méritos in actu primo o su intrínseca proporción con la recompensa, no parece menor la pro- porción o correspondencia de los méritos de María respecto a los demás, que la de los méritos de los otros justos respecto de mismos.

•\'AMÍ'\, MKUIADORA U.MVLilSAL

de la esperanza; en lo cual se diferencian del siguiente. 3.° El mérito de un santo, todo él y bajo todos conceptos mérito de purísima caridad, difiere sustancialmente de los dos precedentes. Todos Ires, empero, pertenecen al orden común de la gracia santificante. 4.° Los méritos de María, por el contrario, se elevan al orden supremo de la unión hipostática, sustancialmen- te diverso de todos ios anteriores; con ellos conviene, empero, en que son todos ellos méritos de la criatura para con el Criador. 5.° En cambio, los méritos de Cristo son propiamente infinitos y estrictamente divinos.

Si queremos determinar lo que mueve a Dios al atender o acceder a tan diferentes méritos, quizás podríamos decir que acepta los del pecador por pura misericordia; los del justo ordinario, por liberalidad; los del santo, por algo superior, que pudiera llamarse equidad, a lo menos en sentido lato ; los de Cristo, por justicia eminente o super- justicia, dado que la recom- pensa será siempre inferior a la dignidad intrínseca del mérito infinito y divino. Queda por determinar el carácter del mérito de María. Siguiendo la escala propuesta y atendiendo a la dignidad interna de este mérito, pa- rece debería llamarse de simple justicia o por lo menos de estricta equidad.

Teniendo presente esta escala de méritos esencialmente diversos, estudie- mos ya el problema nominal de los méritos de María.

División binaria. Examinemos en primer lugar la división binaria del mérito en condigno y congruo. En la opinión corriente que califica de condignos solos los méritos de Cristo, y de congruos todos los demás, fuera de la ventaja de señalar una diferencia clara entre los méritos de Cristo y lodos los restantes, todo lo demás son inconvenientes. Por una parte, los méritos de Cristo no son propiamente condignos, sino super-dignos; por otra, la congruidad que distingue a todos los otros es una nota negativa, que consiste en que ninguno de ellos alcanza a la condignidad. Una divi- sión en que uno de los extremos es impropio y el otro puramente negativo, no parece muy recomendable, sobre todo si el extremo negativo comprende cosas sustancialmente diversas, aun desde el punto de vista del género, que aquí es el mérito ut sic. Si, al contrario, se califican de condignos losj méritos de María, lo mismo que los de Cristo, desaparecen algunos de los inconvenientes, no todos, que acabamos de señalar; pero aparece un nuevo inconveniente, el de no distinguir o no señalar la diferencia esencial entre los méritos de María y los de Cristo. En consecuencia, sería de desear que desapareciese esa división binaria.

División ternaria. San Buenaventura propone una división ternaria del mérito en condigno, digno y congruo. Con esta división, si se llaman con- dignos los méritos de Cristo, dignos los de María y congruos todos los'

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demás, existe la inapreciable ventaja de distinguir los tres géneros de mé- ritos; dado que los tres primeros no son sino tres especies de un género único, y los dos siguientes son otros tantos géneros (u órdenes) distintos. Existe, empero, el notable inconveniente que los méritos de Cristo son, como hemos dicho, más que condignos; fuera de que la diferencia etimológica entre con-dignos y dignos no tiene el necesario relieve, dado que la rela- ción expresada por la preposición con- está ya implícita en el sentido propio» de digno. Por esto, tampoco acaba de satisfacer la división de San Buena- ventura.

Quizás se obtendría una división menos inconveniente o impropia, si se modificase la división de San Buenaventura en esta otra: de mérito super- digno, digno y congruo (o, más homogéneamente, infra-digno). ¿No existe otra división ternaria, en cierta manera análoga, del culto en latvia, hiper- diilia y simple dulza? Pero ¿quién puede tener autoridad para imponer* una división determinada o una nueva terminología? Si cuajase la que proponemos, llamando super-dignos los méritos de Cristo, dignos (o con- dignos) los de María, infra-dignos los demás, tendríamos por lo menos una división más fija y menos inexacta.

Mas, sea lo que fuere de las palabras, lo esencial y, a nuestro juicio, lo cierto, es que los méritos de María tienen proporción de perfecta igualdad con los bienes merecidos, y en este sentido superan la congruencia de pura misericordia, de simple liberalidad y aun de equidad, para elevarse al orden de la justicia propiamente dicha. Y en este sentido son y han de llamarse condignos.

Capítulo III COM-PASIÓN SATISFACTORIA

Art. 1. Preliminares § 1. Nociones previas

La satisfacción suele definirse: la libre compensación o reparación de una ofensa o agravio inferido a otro. En nuestro caso, es la reparación de la ofensa hecha a Dios, o sea, del pecado.

Como la demonstración de la com-pasión satisfactoria es enteramente análoga a la de la com-pasión meritoria, para abreviar, poniendo juntamente

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MAKÍ4, VIKÜIAI.OR\ IMVKriSAÍ.

de relieve los puntos esenciales, es necesaria una previa comparación de la satisfacción con el mérito. Mérito es, en concreto, un acto bueno intrín- secamente apto o proporcionado para obtener un premio: en abstracto, la intrínseca aptitud o proporción de un acto bueno para obtener un premio. Reduciendo a términos parecidos la definición de la satisfacción, podemos deci^ que es, en concreto, un acto bueno intrínsecamente apto o propor- cionado para reparar un agravio; en abstracto, la aptitud o proporción de un acto bueno para reparar un agravio.

Como se ve, tanto la satisfacción como el mérito son una relación de aptitud o proporción. En esto convienen entre sí. Convienen también en sujeto de la relación, esto es. en el acto bueno, que es, o puede ser, uno mismo en la satisfacción y en el mérito. De hecho, los padecimientos d^ Cristo Redentor son a un mismo tiempo satisfactorios y meritorios. Dis- crepan, empero, o parecen discrepar, en el término de la relación, que es, en la satisfacción la reparación de un agravio, en el mérito la ob- tención de un premio. Pero conviene examinar más de cerca esta dis- crepancia.

La satisfacción tiene por objeto la reparación de un agravio, que es un mal pretérito: es, por tanto, en cierta manera negativa, y está orientada hacia lo pasado. El mérito, en cambio, tiene por objeto la consecución de un premio, que es un bien futuro: es, de consiguiente, positivo, y mira hacia lo futuro. Con todo esas discrepancias son más materiales que formales. Porque, por una parte, si el agravio mismo es un mal pretérito, la repa- ración y la consiguiente reconciliación que se desea y busca con la satis- facción es un bien futuro. Por otra, inversamente, si el premio es un bien futuro, su carencia previa se considera como una privación y un mal, que se desea remediar. Por ambas partes, por tanto, tenemos que lo que se pretende es el paso o cambio de algo que se considera malo a algo que se considera bueno: esto es lo más esencial, y en esto convienen tambiéri la satisfacción y el mérito, por más que en aquella tenga más relieve el mal pretérito y en éste el bien futuro. Pero este mayor relieve no diversifica sustancialmente el mérito de la satisfacción.

Podemos, pues, concluir que la relación de proporción o aptitud, es decir, su tendencia característica, es análoga, en la satisfacción y en el mérito.

Pero esta explicación formal no es suficiente: hay que estudiar más a fondo la realidad de la satisfacción, que es, sin duda, el aspecto más funda- mental y profundo de la redención y que precede lógicamente a la forma- lidad del mérito.

LIBP.rt I. CORREDEISCIÓN

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Podemos distinguir en la satisfacción, de parte de Cristo, el ctcto y efecto.

El acto de la satisfacción es la pasión de Cristo, sufrida por obediencia y caridad y avalorada por la dignidad divina de la persona, en cuanto es una compensación o reparación de la ofensa inferida a Dios por los hombres. Dice Santo Tomás: «Ule proprie satisfacit pro offensa, qui exhibet offenso id quod aeque vel magís diligit quam oderit offensam. Christus autem ex caritate et oboedientia patiendo maius aliquid Deo exhibuit quam exigeret recompensatio totius offensae humani generis: primo quidem, propter magnitudinem caritatis ex qua patiebatur; secundo, propter dignitatem vitae suae, quam pro satisfactione ponebat, quae erat vita Dei et hominis; tertio, propter generalitatem passionis et magnitudinem doloris assumpti... Et ideo passio Christi non solum sufficiens, sed etiam superabundans satisfactio fuit pro peccatis humani generis» (3 q. 48, a. 2, c).

De suyo debe satisfacer el mismo que ofendió. Esta condición se veri- ficó en la satisfacción de Cristo, en virtud del principio de solidaridad, por cuanto él satisfizo a Dios en representación de todos los hombres, o, lo que es lo mismo, satisficieron los hombres en la persona de Cristo. En este sen- tido escribe el mismo Santo Tomás: «Caput et membra sunt quasi una persona mystica: et ideo satisfactio Christi ad omnes fideles pertinet sicut ad sua membra. In quantum etiam dúo homines sunt unum in caritate, unus pro alio satisfacere potest» (Ib. ad 1). «Sicut enim naturale Corpus est unum ex membrorum diversitate consistens, ita tota Ecclesia, quae est mysticum corpus Christi, computatur quasi una persona cum suo Capite, quod est Christus» (3 q. 49, a. 1, c).

El efecto de la satisfacción fué la reparación del pecado en cuanto era ofensa de Dios. En el pecado hay que distinguir dos aspectos o formali- dades: el real, en cuanto es una violación del orden de justicia, y el perso- nal, en cuanto es un agravio o desacato inferido a la autoridad y a la bondad de Dios. Bajo el primer aspecto, la reparación se llama expiación; bajo el segundo, propiciación: y en este segundo sentido entendemos ahora el nombre de satisfacción. Dios, pues, por el pecado de los hombres estaba ofendido o agraviado y consiguientemente indignado o irritado contra los hombres. El efecto de !a satisfacción de Cristo fué, según esto, desagraviar a Dios, es decir, aplacarle, reconciliarle con los hombres, desenojarle. Pero hay que entender bien en qué consistió este desagravio obtenido por la tisfacción de Cristo. Con ella no perdonó ya entonces efectivamente loa pecados de todos y cada uno de los hombres: este perdón efectivo e indivi- dual debería obtenerse con ciertas condiciones: lo que hizo la satisfacción

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maiu'a, mküiauora universal

de Cristo, y éste fué su efecto inmediato, absoluto y como efecto formal fué, por una parte, disponer a Dios para perdonar al hombre, trocar, por así decir, su ánimo y como hacerle deponer las armas; y, por otra, poner al hombre en estado de poder ser perdonado por Dios, por el modo y medios que Dios determinase. Este doble estadio del efecto de la satisfac- ción lo expresa así el Angélico Doctor: «Tantum bonum fuit quod Christus voluntarie passus est, quod propter hoc bonum, in natura humana inventum, Deus placatus est super omni offensa generis humani (primer estadio), quan- tum ad eos qui Christo passo coniunguntur» (segundo estadio. 3 q. 49, a. 4, c). Y en otro lugar: «Quia passio Christi praecessit ut causa quaedam universalis remissionis peccatorum,. . . necesse est quod singulis adhibeatur ad deletionem propriorum peccatorum» (Ib. a. 1, ad 4).

También en este contenido real, tanto respecto del acto como respecto del efecto, la satisfacción procede de un modo paralelo o análogo al mérito. En cuanto al acto, también el mérito consta de los mismos tres elementos: la pasión corporal, el acto moral y el valor meritorio. Y en cuanto al efecto, también en el mérito existen los dos estadios: el universal o virtual,^ en que Dios determina dar al hombre la gracia y la gloria en virtud de los méritos de Cristo, pero bajo determinadas condiciones; y el individual o formal, en que efectivamente da la gracia y la gloria a los que las hubieren cumplido.

Este paralelismo entre la satisfacción y el mérito facilitará el estudio de la com-pasión satisfactoria de María.

§ 2. El problema de la com-pasión satisfactoria

En la satisfacción, lo mismo que en el mérito, podemos distinguir tres cosas: 1) la obra externa o elemento sensible; 2) el acto interno o moral; 3) su capacidad o propiedad satisfactoria. En la compasión satisfactoria de María el elemento sensible son sus padecimientos; el acto interno es la aceptación obediente de estos padecimientos; su capacidad satisfactoria es su aptitud para satisfacer por los pecados de los hombres.

Para determinar con toda precisión el problema de la com-pasión satis- factoria, hay que establecer lo que se da ya por supuesto, como evidente o como ya demonstrado, y fijar el punto concreto de la dificultad o de la controversia, es decir, la tesis que hay que demonstrar.

Consta ya el hecho de la com-pasión, que no es otra que la misma com-pasión meritoria: como en Cristo la pasión satisfactoria es su misma pasión meritoria. Consta igualmente el hecho del acto moral interno, o sea,

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la aceptación obediente de la com-pasión corporal, que es el mismo acto de la voluntad en que estriba el mérito. Consta también el valor satisfac- torio de este acto moral, aun a favor de los demás, análogo enteramente al valor meritorio. En efecto, su capacidad intrínseca satisfactoria es evidente; su capacidad o posibilidad de beneficiar a otros no es privativa de María, dado que también nosotros podemos satisfacer por los demás; y su destinación a favor de los demás, de parte de María, era efecto espon- táneo de la caridad de su Corazón, enteramente conforme con el de su divino Hijo, que estaba entonces ofreciendo sus padecimientos en satisfacción de los pecados del mundo. Y es de notar aquí que el valor satisfactorio de la com-pasión Mariana carecería de efecto y aun de objeto, si no se aplicaba a los demás, dado que María personalmente no tenía nada que satisfacer.

Todo esto es claro: la dificultad está en otro punto, es a saber: ¿la com-pasión satisfactoria tiene por objeto la propiciación primera de Dios, universal y virtual, o bien el perdón efectivo, individual y actual? Más claro: ¿actúa en el primer estadio, como Cristo, o bien solo en el segundo, como los demás hombres? Que es lo mismo que preguntar: ¿la satisfac- ción de María era corredentiva?

Para que la com-pasión satisfactoria de María fuera propiamente corre- dentiva habían de concurrir en ella aquellas tres propiedades características, análogas a las del mérito corredentivo, que se hallan en la satisfacción del Redentor: su tendencia soteriológica, su alcance universal y su carácter oficial. Mas como, después de lo dicho acerca de la com-pasión meritoria, resultaría superfino demonstrar las dos primeras propiedades, nos concre- taremos únicamente a la tercera: su carácter oficial, no puramente privado. Con esto, el problema queda reducido a estos términos: ¿la com-pasión satisfactoria de María estaba ordenada y consiguientemente aceptada por Dios para la remisión de los pecados del mundo?

La simplificación del problema, análogo además al problema del mérito, simplificará igualmente el procedimiento de la demonstración. Para aho- rrar repeticiones innecesarias, prescindiremos de la demonstración referente a la com-pasión satisfactoria en general, para entrar luego en la demons- tración particular del valor satisfactorio corredentivo de la doble com-pasión, así de la apropiada como de la propia; aunque sin determinar todavía si esta satisfacción es digna o simplemente congrua: problema complicado, que hay que estudiar separadamente.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Art. 2. Valor corredentivo de la com-pasión satisfactoria § 1. Com-pasión satisfactoria por apropiación de la satisfacción del Redentor

Lo dicho anteriormente sobre la naturaleza, realidad y valor correden- tivo de la apropiación de los méritos del Redentor tiene exacta aplicación a la apropiación de la satisfacción. Bastará reproducir esquemáticamente la argumentación allí desarrollada para ver que, aplicada a la satisfacción, tiene la misma fuerza que respecto del mérito.

Decíamos allí que María, en virtud de su amor de Madre y más aún en razón de sus derechos maternos sobre el Redentor, podía con toda justicia considerar como suyos propios los padecimientos del Hijo. Esta primera y fundamental apropiación llevaba consigo, como consecuencia, la ulterior apropiación del acto interno de caridad y obediencia con que el Redentor aceptaba estos padecimientos; dado que este acto versaba sobre algo que en derecho pertenecía también a la Madre. Y una vez supuestas estas dos apropiaciones, la del valor meritorio, mero resultante o propiedad del acto interno, era una consecuencia natural y necesaria. Y como esta triple apro- piación no era efecto de alguna iniciativa privada de María, sino deriva- ción de su divina Maternidad, cual Dios la había ideado y ordenado, es decir, pertenecía al oficio de Madre de Dios, sigúese que semejante apro- piación tenía el carácter de algo inherente al oficio, al cual Dios había predestinado a María: era oficial: entraba de lleno en la economía de la redención.

Apliquemos ahora esta misma argumentación a la satisfacción. La primera apropiación fundamental de los padecimientos es aquí, no simple- mente análoga, sino una misma. Queda, pues, ya probada. Es también exactamente una misma la consiguiente apropiación del acto interno. Queda, pues, igualmente aprobada. La única diferencia, meramente material para la fuerza del argumento, es que allí se trataba de méritos y aquí de satis- facción. Pero, como la satisfacción, no menos que el mérito, es una pro- piedad resultante del acto interno, con la misma razón se apropia aquí María la satisfacción, que allí se apropiaba el mérito. Y como, finalmente, esta triple apropiación, aquí como allí, se deriva del amor materno y de los derechos maternos de María sobre el Redentor, esto es, de su oficio de Madre, tiene aquí, no menos que allí, carácter oficial.

Consta, por tanto, el valor corredentivo de la com-pasión satisfactoria, de María por apropiación materna de la satisfacción de su Hijo Redentor.

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§ 2. Com-pasión satisfactoria por la satisfacción propia

Conforme a lo dicho, sólo hemos de probar que la satisfacción inherente a los padecimientos propios de María, para que conste su valor corre- dentivo, tiene carácter oficial: todo lo demás o es evidente, o queda ya demonstrado. Y para mayor brevedad y precisión tocaremos solamente el punto esencial, comparándolo con lo dicho respecto del mérito.

Divina maternidad. Los padecimientos propios de María, base de la satisfacción lo mismo que del mérito, son, no menos que los apropiados, actos inherentes al oficio de Madre, a que Dios predestinó a María en orden a la redención humana. La maternidad divina no es, en los planes de Dios, la mera generación del Redentor, sino la plena maternidad con todos sus deberes y derechos, con todos sus goces y sus dolores. Y esta maternidad la tomó Dios como elemento de la redención: toda ella, cual Dios la con- cibió y la decretó, estuvo ordenada a la ejecución de sus planes redentores.

Principio de solidaridad. ¿Por qué los méritos de la com-pasión Ma- riana eran corredentivos, en virtud del principio de solidaridad? Porque en esta solidaridad María desempeñaba un papel activo y representativo, es decir, oficial. Pues, semejante carácter representativo refrenda y acre- dita la satisfacción no menos que el mérito. La diferencia, meramente material, entre satisfacción y mérito no varía el estado de la cuestión: no impide que la satisfacción, lo mismo que el mérito, lleve el sello de la representación oficial.

Principio de recirculación. La obediencia de María, contrapuesta a la desobediencia de Eva, brilla mucho más en los padecimientos conside- rados como satisfactorios, que considerados como meritorios; ya que la satisfacción es más directamente opuesta al pecado de Eva, que no el mérito. Si, pues, el mérito de la Segunda Eva era, como tal, corredentivo, mucho más lo será su satisfacción.

Principio de asociación. La aplicación de este principio a nuestro caso es, en cierta manera, de orden metafísico. Se pregunta si la com-pasión satisfactoria es la actuación o acto segundo del acto primero o principio) adecuado de la redención constituido por Cristo y por María. Ahora bien, hallamos en la com-pasión satisfactoria, las mismas dos propiedades que antes descubrimos en la meritoria: 1) que posee aptitud o capacidad intrín- seca para ser actuación del acto primero; 2) que es enteramente paralela a la pasión satisfactoria de Cristo, que es precisamente la actuación, y cier- tamente la principal, del acto primero redentivo. Supuestas estas dos

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MARIA, MEDIADORV UNIVERSAL

propiedades, no es posible dudar que realmente la com-pasión satisfactoria sea, de parte de María, su actuación como comprincipio de la redención. Y, si así es, consta plenamente su valor corredentivo y su carácter oficial. Además, si consideramos que la com-pasión satisfactoria es o incluye un acto de obediencia, análogo a la obediencia de Cristo, que es el elemento formalísimo de su pasión satisfactoria, la fuerza del argumento precedente queda notablemente reforzada.

La eficacia más indirecta del principio de la singularidad transcendente y la más directa de la gracia capital, no menos claras aquí que al tratarse del mérito, baste haberlas mencionado.

Art. 3. ¿Satisfacción congrua o condigna?

Deslindemos los diferentes problemas latentes en el problema general, para eliminar los ya discutidos y tratar solamente de lo que pueda presentar alguna dificultad especial.

La cuestión nominal es aquí enteramente idéntica a la del mérito: no hay, pues, por que tratarla de nuevo: lo dicho allí, vale también aquí. Tampoco presenta dificultad nueva la cualidad de la satisfacción inherente a la apropiación de los padecimientos satisfactorios del Redentor por parte de María: lo dicho acerca del mérito vale aquí igualmente: semejante satisfacción es evidentemente condigna. Queda, pues, limitada la cuestión a la satisfacción de los padecimientos propios. Y aun en éstos, respecto del reato de pena la dificultad de la condignidad es casi nula, o, si alguna hay, es la misma, aminorada, que existe respecto del reato de culpa o de la ofensa propiamente dicha. Tal es el problema concreto, que representa una dificultad especial, a primera vista, grave, que no existe en el problema de la condignidad del mérito. Se pregunta, pues: ¿la satisfacción inhe- rente a los padecimientos propios de María es capaz de compensar o reparar equivalentemente la ofensa inferida a Dios por el pecado de los hombres?

Muchos teólogos responden a la cuestión negativamente, y fundan su negación en este argumento, que consideran insoluble: la ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida, que aquí es Dios esencialmente infinito; la satisfacción, en cambio, se mide por la dignidad de la persona que satisface, que aquí es la Madre de Dios, infinita solamente por partici- pación o denominación extrínseca; ahora bien lo infinito por participación no equivale a lo infinito por esencia: luego la satisfacción prestada

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por María no puede equivaler a la ofensa inferida a Dios por el pecado.

¿Es decisivo semejante argumento? Vale la pena de examinarlo aten- tamente, dado que este examen puede contribuir a ilustrar, no sólo el pro- blema de la satisfacción Mariana, sino también otros muchos problemas de la Teología.

Analicemos ante todo el pecado desde el punto de vista de su infinidad. En él hallamos tres elementos: una doble relación (de oposición y de conmensuración); un acto humano, como sujeto de la relación; y Dios, como término y medida de ella.

Las dos relaciones del acto humano a Dios no son paralelas, sino su- bordinadas: una fundamental, que es la oposición; y otra, modalidad o coeficiente de la primera, que es la conmensuración. En la oposición está la malicia del pecado; la conmensuración determina su infinidad. Pres- cindiendo ahora de la oposición, que hace menos a nuestro caso, exami- nemos la conmensuración, de cuyo exacto conocimiento depende la solución del problema que estudiamos.

¿Esta conmensuración es de perfecta igualdad o de simple proporcio- nalidad? Suárez enseña que es de proporcionalidad. Y parece que con razón. Por de pronto, el argumento con que se demuestra la infinidad del pecado, es a saber, que la gravedad de la ofensa crece a medida que crece la excelencia de la persona ofendida, sólo muestra proporción en el aumento de la gravedad, pero no que ésta en cada grado de la escala sea matemá- ticamente igual a la excelencia de la persona ofendida. Negativamente, por tanto, no se prueba la igualdad.: esto es, no se prueba que la infinidad del pecado sea igual y contraria a la infinidad de Dios. Positivamente, se demuestra que repugna esa igualdad cuantitativa entre el pecado y Dios. Semejante pecado, igual y contrario a Dios, sería un Dios con signo nega- tivo, un anti-Dios, el principio malo de los Maniqueos. Sin duda que los que afirman que el pecado pertenece por oposición al orden o categoría del infinito esencial, no quieren decir semejante absurdo, sino solamente que la medida del pecado es el infinito esencial, al paso que la medida de la satisfacción Mariana es el infinito puramente denominativo. Pero, si esa medida es de simple proporcionalidad, y no de igualdad, ya no prueban su intento. Para probarlo habrían de probar juntamente que la proporción es idéntica en ambos casos, en el del pecado y en el de María. Porque muy bien puede suceder que, si la proporción no es idéntica, lo que se acerca por grados con una proporción mayor a una medida inferior, ad- quiera una cantidad absoluta mayor, que lo que con proporción menor se

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acerca por grados a una medida superior. Si uno, por ejemplo, se acerca a una hoguera que da calor como dos mil, y otro a una hoguera que da calor sólo como mil, sin duda que el primero con cada paso que recibirá más calor que el segundo con cada nuevo paso; mas si éste da diez pasos, mientras aquel sólo da uno, llegará un momento en que el que se acerca a la hoguera menor recibirá más calor absoluto que el que se acerca a la hoguera mayor. Subamos de los ejemplos a los principios.

En el argumento con que se quiere probar la superioridad cuantitativa de la infinidad del pecado sobre la infinidad de la satisfacción prestada por la Madre de Dios se esconde una equivocación, que hay que poner al descubierto. Miden la infinidad del pecado, no por lo que en él entra in recto, como debían, sino por lo que simplemente entra in obliquo. Ahora bien, la infinidad real del pecado no es precisamente la que en tiene el término o la medida, sino la que de él recibe y posee el sujeto o el acto humano del pecado. La real es intrínseca al sujeto, la del término es puramente extrínseca, no adecuada por la que de él recibe el sujeto. No es, pues, buen criterio para fijar la infinidad del pecado reparar sola- mente en lo que es puramente extrínseco: lo que hay que considerar es su infinidad propia e intrínseca: y ésta es la que hay que comparar con la infinidad intrínseca de la satisfacción Mariana. Y, hecha así la compara- ción, ¿es tan claro que la primera sobrepuje a la segunda?

Hay más. La gravedad o malicia del pecado, y lo mismo hay que decir de su infinidad relativa, no puede ser mayor de lo que consienta la capacidad innata del sujeto, que es un acto humano. Ahora bien, por lo que es en y por los principios que lo determinan, el acto humano pone muchas limitaciones a la infinidad que pueda recibir de su término. En mismo el acto humano, como finito que es, limita notable- mente la infinidad relativa que pueda recibir del término. Está además dirigido y condicionado por un conocimiento previo, que sólo oscuramente y por analogía puede concebir lo infinito, y procede de una voluntad débil y tornadiza, cuya libertad está muy reducida y trabada por tendencias poderosas y pasiones vehementes. En estas condiciones la infinidad que el término pudiera comunicar al acto humano, al pasar por el tamiz tupido del conocimiento analógico, queda reducida a Una infinidad muy relativa e impropia, debilitada más todavía por las tendencias aviesas y pasiones brutales de la voluntad. No olvidemos que no hay, ni puede haber, en el acto humano mayor malicia y gravedad de la que aprende el previo cono- cimiento: y siendo nuestro conocimiento de lo infinito tan vago y borroso,

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la malicia y gravedad del acto humano contrario a la ley de Dios es siempre mucho menor de lo que sería en otras circunstancias (^).

Esta múltiple limitación del acto humano explica un hecho, que no suelen tomar en cuenta los que ponderan la infinidad del pecado por razón de su término, y es que la malicia de la ofensa, a lo menos bajo ciertos respectos, disminuye a medida que es más baja y despreciable la persona que la infiere. Por ejemplo, un insulto lanzado contra un sacerdote por un pillete callejero ni siquiera se toma en consideración; en cambio, un insulto, aun menor, hecho por una persona que se tiene como culta, se toma muy en serio y se considera como grave. En este sentido, nuestras ofensas, hechas por viles criaturillas, provocan a las veces más la compasión de Dios que no su cólera. No sólo con la inefable misericordia de su bondado- sísimo Corazón, sino también con su fondo de verdad, pudo decir el Divino Maestro: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen». En suma, el ofendido por el pecado no es precisamente Dios cual es en sí, sino cual es aprendido por el conocimiento del que le ofende; ni éste, entre los hombres, se propone directa y formalmente ofender a Dios, sino sólo indirecta y concomitantemente. El verdadero odio formal de Dios es rarísimo entre los hombres, y aun entonces envuelto en errores y tinie- blas: por lo menos, no fué tal el pecado de Adán.

Ahondemos algo más. Los que tanto ponderan la infinidad del pecado, presentan a Dios como término de la ofensa, no como objeto formal. Y no sin fundamento dialéctico: es que prevén las consecuencias. Porque si la malicia de la ofensa, aun en el caso del odio formal de Dios, fuera la que, por oposición, recibe de Dios como objeto formal, se seguiría que la bondad del amor de Dios, que tiene como objeto formal a Dios en mismo, es decir, al infinito por esencia, no sería cuantitativamente menor que la mali- cia del odio. Y entonces un simple acto de caridad podría satisfacer cum- plida y equivalentemente una ofensa de Dios. Y esta consecuencia ellos no la pueden admitir. Pero, mirando la cosa más de cerca, el poner a Dios como término de la ofensa y no como objeto formal es un mero juego de palabras. Porque el ser simple término de un acto, prescindiendo de que éste sea objeto formal, no se ve qué propiedades pueda refundir o comunicar al acto. Porque el acto, que dice relación transcendental a su objeto propio,

(') Téngase presente que tratamos ahora de atenuar la infinidad, a nuestro juicio exagerada, que algunos han atribuido al pecado, pero no de suprimir la gravedad del pecado mortal, como recientemente han hecho algunos, según los cuales apenas se cometerían en el mundo pecados graves. La infinidad secundum quid que atribuímos al pecado es en las condiciones normales suficientemente aprendida o conocida, para que el pecado pueda ser verdaderamente grave.

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recibe toda su especificación, esto es, todo cuanto es, del objeto formal, al cual mira o tiende. Y precisamente esta relación del acto al objeto perte- nece al género de relaciones llamadas «mensurae et mensurati», es decir, que es o entraña en una conmensuración: y esta conmensuración es pre- cisamente la que se trata de determinar, cuando se dice que la ofensa es proporcional a la dignidad de la persona ofendida. El ser, pues, término de la ofensa, o no dice nada o coincide con la formalidad de objeto propio. Y entonces son legítimas las consecuencias que se querían evitar.

En conclusión, la infinidad relativa y denominativa que recibe la ofensa por parte de su término, es muy menguada, tanto por la incapacidad de! acto humano, esencialmente finito, como por las grandes limitaciones que le imponen el conocimiento imperfecto y la debilidad de la voluntad; y es además la que recibe del término como de su objeto formal. Examinemos ahora la infinidad, igualmente relativa y denominativa, de la maternidad divina y de la satisfacción, que de ella recibe su principal valor.

Distingamos la infinidad de la maternidad divina y la de la satisfacción que pueda prestar la Madre de Dios.

La maternidad divina tiene como término inmediato y directo el Hijo de Dios, infinito «per essentiam». Luego ya por esto sólo su infinidad en nada es inferior a la que pueda tener el mayor pecado. Pero además la mater- nidad del Hijo lleva consigo, como en su lugar consideramos, la relación de esposa respecto del Padre y del Espíritu Santo: nuevo título, que realza o intensifica la infinidad relativa de la divina maternidad. Esta es, además, no sólo de orden moral, como lo es el pecado, sino también de orden físico: nueva razón para que la infinidad del Hijo se refunda más plenamente en la Madre. Y aun bajo el aspecto moral la maternidad divina confiere a María ciertos derechos sobre el Hijo divino, y toda ella es un ejercicio constante de amor: de amor de la Madre de Dios al Hijo Dios: amor, por tanto, que se levanta sobre el orden de la gracia santificante ordinaria al orden supremo de la unión hipostática; porque no es por simple identidad amor de la que es Madre de Dios, sino amor formal y reduplicativamente propio de la maternidad divina. Y María, fuera de la limitación inherente a una cria- tura, no ofrece, como el pecado, otras limitaciones a la múltiple y variada influencia (hablando a nuestro modo grosero) que recibe de lo infinito «per essentiam». Por todos estos conceptos, la infinidad relativa de la divina maternidad es incomparablemente superior a la del pecado.

Veamos ahora cómo esta infinidad de la maternidad divina se comunica a la satisfacción que preste la Madre de Dios. El influjo que la maternidad ejerce en la satisfacción no es, como en el pecado, de simple término, sino

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de principio activo, que se reduce al género de causa eficiente: es la virtud activa, que, en el orden moral, determina la dignidad de la satisfacción, que es efecto suyo. Ahora bien, el efecto de una causa moral reproduce en con igualdad o equivalencia las propiedades de la virtud o actividad empleada en su producción. Así vemos, por ejemplo, que una solemne defi- nición dogmática recoge en toda la infialibilidad pontificia o conciliar con que ha sido pronunciada, o que una ley encarna en toda la autoridad del soberano que la ha promulgado. Así también la astisfacción de Cristo es de valor simplemente infinito, porque simplemente infinita es la dignidad de su divina persona, que la determina. Consiguientemente, si la infinidad re- lativa de la divina maternidad es superior a la del pecado, y si, por otra parte, la infinidad relativa de su satisfacción es equivalente a la de la divina maternidad, sigúese que también la de su satisfacción es superior a la del pecado. Puede, por tanto, la satisfacción de la Madre de Dios compensar cumplidamente la ofensa inferida a Dios por el pecado de los hombres.

Y si de la dignidad moral de la divina maternidad pasamos a considerar su amor materno, llegaremos por otra vía al mismo resultado. El amor es la mejor reparación; y cuando el amor es en su grado o, por así decir, cuantitativamente igual a la ofensa, tiene en fuerza o poder para compen- sarla. Ahora bien, el amor de María, proporcionado a su incomparable santidad y a su dignidad suprema de Madre de Dios, como supera a la cari- dad de todos los hombres y ángeles juntos, así es eficaz para compensar los pecados del mundo; y lo es por doble motivo: por su intensidad y perfec- ción intrínseca y por su tonalidad especial de ser amor de Madre respecto de Dios. Y a este amor de María a Dios responde el amor de Dios a María: amor, con que la ama a ella más que ama a todas las otras criaturas, y con que más ama a ella que odia a todos los pecadores. En estas circunstancias, no es posible negar ni dudar que el amor de María puede compensar cum- plidamente los pecados de todos los hombres. Donde es de notar que el amor de Dios a María no halla en ella nada que pueda entibiarlo o limitarlo; en cambio, el odio de Dios al pecador está como cohibido y contrapesado por su infinita misericordia.

Un ejemplo, en cierta manera, clásico. Un rey ha sido gravemente in- juriado por un obrero. Tiene el rey una hija a quien ama entrañablemente, la cual, para compensar esa ofensa y aplacar el enojo de su padre, le prodiga las muestras de su caridad filial: y lo logra. El amor de la hija ha compen- sado la ofensa del obrero. Y, sin embargo, la ofensa era «regia» «per essentiam», porque terminaba en el mismo rey en sí; y la reparación era «regia» sólo «per participationem,)) , como dada por la hija del rey. Se ve.

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pues, que o esas denominaciones no responden a la realidad, o no impiden que la hija pueda satisfacer con su amor filial al padre por la ofensa del obrero. Y si luego la hija intercede por el obrero, el rey estará dispuesto a perdonarle, naturalmente con las debidas condiciones. La aplicación del ejemplo a nuestro caso es evidente.

Una dificultad pudiera oponerse a la satisfacción condigna de María: es a saber, que hace innecesaria la satisfacción de Cristo y aun la misma encarnación: lo uno y lo otro contrario a lo que enseña Pío XI en su encí- clica «Miserentissimus Deus»: «Nulla creata vis hominum sceleribus ex- piandis erat satis, nisi humanam naturam Dei Filius reparandam assump- sisset» (AAS, 20 [1928], 170). No será difícil mostrar lo insubsistente de esa dificultad.

Por de pronto, la satisfacción condigna de María no sólo no suprime la encarnación, sino que la presupone como base necesaria. Toda la fuerza de su satisfacción estriba en su calidád de Madre de Dios. Y Madre de Dios no puede darse ni concebirse, si el Hijo de Dios no se hace hombre y nace de mujer, es decir, sin la encarnación.

Tampoco hace innecesaria la satisfacción de Cristo. En efecto, la difi- cultad estriba en el presente orden de la divina providencia, y lo supone. Ahora bien, dentro de este orden la reparación del pecado, en virtud del principio de recirculación, correspondía primariamente al Segundo Adán, sólo secundariamente y por asociación correspondía a la Segunda Eva: como el pecado de la humanidad, que se había de reparar, fué obra principal- mente de Adán, y sólo secundariamente de Eva. Por más, pues, que fuera condigna la satisfacción de María, no era ella, sino Cristo, el destinado por Dios para ser el principal reparador del pecado.

Otras varias razones, de orden metafísico, pudieran aducirse en este mismo sentido; mas para el objeto de resolver la dificultad propuesta, basta lo dicho (^).

(') Creemos conveniente declarar con mayor precisión que el valor condigno que probablemente (nada más que probablemente) atribuímos a la satisfacción Mariana no suprime la necesidad de la encarnación en orden a la plena satisfacción por el pecado de los hombres. Ante todo, tratamos esta cuestión en el supuesto del pre- sente orden de la divina providencia. Ahora bien, la condignidad de la satisfacción Mariana, precisamente en cuanto fundada en la divina maternidad, lejos de suprimir la necesidad de la encarnación, se funda toda en ella. Que no es posible Madre humana de Dios, si el Hijo de Dios no se hace hombre. Además, en virtud del principio de recirculación, siendo el pecado original obra principalmente de Adán, Id reparación correspondía principalmente al Segundo Adán, que para serlo debía hacerse hombre. Dios no miraba solamente a obtener una satisfacción condigna, sino también una satisfacción que, bajo otros aspectos, correspondiese a la culpa. En tercer lugar, si, dentro del presente plan de la providencia, María no obraba por

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Capítulo IV COM-PASIÓN SACRIFICIAL

Art. 1. Preliminares.

La com-pasión Mariana en tanto será propiamente sacrificial, en cuanto sea una participación activa en el sacrificio de Cristo, esto es, en su condi- ción de víctima y en su oficio sacerdotal. Hay que determinar, por tanto, previamente la naturaleza y los elementos esenciales del sacrificio de Cristo a la luz de la noción general de sacrificio.

§ 1. Noción general de sacrificio

Sacrificio. Como resultaría laborioso, y no muy seguro, y es además innecesario para nuestro objeto, prescindiremos de formular la definición de sacrificio, unívocamente comprensiva de todos y solos los sacrificios pro- piamente dichos, que, por lo demás, podrá hallarse en cualquier manual de Teología ; más fructuoso será el análisis de los elementos esenciales que cons- tituyen el sacrificio cruento, que es la forma más típica de sacrificio, y aun nos limitaremos a uno de los sacrificios más solemnes y públicos, cual era, por ejemplo, el de la anual Expiación entre los Hebreos, que es, por otra parte, uno de los más parecidos al sacrosanto sacrificio de la cruz.

Así entendido, el sacrificio consta de dos actos: la inmolación de la víctima y la oblación hecha a Dios por el sacerdote. El objeto o fin de estos dos actos es, generalmente, el reconocimiento de los derechos soberanos de Dios sobre nosotros con la cesión o abdicación de nuestros propios dere- chos en obsequio suyo; y, más particularmente, en el sacrificio latréutico, el reconocimiento de nuestra nada y bajeza ante la Majestad del Sér su-

sí, sino solamente como asociada y subalterna, esta posición de María supone la presencia y la acción del agente primario, que es Cristo. Por fin, si para satisfacer por el pecado (sea congrua, sea condignamente) debía María estar adornada con la gracia santificante, que ella había de recibir del Redentor, consiguientemente su satisfacción presuponía la redención y la previa encarnación del Hijo de Dios. Podrá, por tanto, atacarse la condignidad de la satisfacción Mariana por otros con- ceptos, pero no como contraria a la necesidad de la encamación en orden a la sa- tisfacción por el pecado.

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premo: en el propiciatorio o expiatorio, el reconocimiento de nuestros pecados delante de su justicia vengadora: en el eucarístico y en el impe- tratorio, el reconocimiento de nuestra dependencia de él en todos los bienes que hemos recibido o que esperamos alcanzar.

En la relación de los dos actos res{>ecto de este objeto existe un doble simbolismo, que conviene señalar: a> la víctima representa, a la vez que sustituye, el pueblo entero o la humanidad, es decir, a todos aquellos por los cuales se inmola: fci su inmolación es la expresión sensible de la renun- cia de nuestros derechos o sobre las cosas que poseemos o también sobre nuestra propia vida. Esto segundo es. por así decir, lo formal en la víctima y en su irmiolación. La víctima no era simplemente el animal, que material- mente se sacrificaba, sino más bien los intereses o los derechos humanos que en ella se representaban. En el caso del sacrificio intentado de Isaac la víctima no era solamente el hijo de Abrahán. sino además en él y con él los derechos, las esperanzas y el corazón del anciano padre. La ■s íctima así revestida o informada de este doble simbolismo, personal y real, es la que con la oblación presentamos ante Dios. Y en esto consiste el valor moral y religioso del sacrificio, en nuestro anonadamiento delante del Sér supremo: actitud esencial de la criatura ante el Criador, con la cual reconocemos lo que somos y lo que le debemos, nuestra nada, nuestra dependencia y nuestros pecados. De ahí que, desde el punto de vista moral y religioso, lo formal en el sacrificio es ser expresión sensible y simbólica de nuestro voluntario y humilde anonadamiento ante Dios con la inmolación de la víctima que nos representa.

Para completar esta noción hay que notar que en el caso de una víctima humana, como en el sacrificio intentado de Isaac, y como en el sacrificio de la cruz, la inmolación material y pasiva ha de ir acompañada de un acto moral, que es la aceptación voluntaria de la propia destrucción, es decir, la renuncia de su derecho a la vida, en obsequio de Dios.

Sacerdote. No hay sacrificio propiamente dicho sin sacerdote que lo ofrezca. San Pablo en su Epístola a los Hebreros nos ha dado una exacta definición del sacerdote, con estas palabras: '<Todo pontífice a) escogido de entre los hombres, fet es constituido representante de los hombres, ci cuanto a las cosas que miran a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los peca- dos: ... (/i. v nadie se apropia este honor, sino cuando es llamado por Dios* fHebr. .5. 1-4'. A cuatro, pues, pueden reducirse, según el Apóstol, las propiedades características del sacerdote: a) su condición humana; b) su carácter representativo : c la esfera de su actividad y sus funciones pecu- liares: (/i su vocación divina.

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§ 2. El sacrificio de Cristo

Sacrificio. Distingamos en el sacrificio de Cristo la inmolación y la oblación, el objeto propio de estos actos y su efecto.

La inmolación es su pasión y muerte, la cual, aunque ejecutada por ma- nos de los verdugos, puede con razón atribuirse a Cristo, en cuanto él se entregó a ella voluntaria y libremente y la aceptó de antemano. Esta acep- tación es un verdadero ofrecimiento, por el cual Cristo se ofrece o entrega a padecer y morir; ofrecimiento, que no es propiamente la oblación sacer- dotal, sino el acto moral propio de la víctima humana o racional, que acepta voluntariamente el ser sacrificada. Hay que notar aquí que Cristo es vícti- ma en cuanto hombre; lo cual no quiere decir que la víctima sea precisa- mente su naturaleza humana, sino el hombre, esto es, la persona divina en cuanto subsiste en la naturaleza humana. Y fué víctima, en cuanto llevaba sobre el pecado del mundo: lo cual significa directamente la solidaridad de Cristo con lo? hombres y de los hombres con Cristo en el pecado; la cual solidaridad presupone, como anteriormente hemos declarado, la solidaridad en la naturaleza, y lleva consigo la solidaridad en la pena. En virtud de esta solidaridad. Cristo, como víctima inmolada, tenía el doble simbolismo, antes seiíalado, personal y real, por cuanto representaba en y como entre- naba a todos los hombres, y sensibilizaba la cesión, entrega o rendición de los intereses y derechos humanos en obsequio de la divina Majestad. En este sentido la víctima del Calvario no era solamente la persona física de Cristo, sino también juntamene con él y en él todo el linaje humano, soli- dario en la inmolación no menos que en el pecado. Por fin. el valor moral de la inmolación fué, por razón de la dignidad personal de la víctima, sim- plemente infinito.

La oblación fué el acto sacerdotal con que Cristo ofreció o presentó al Padre su pasión y muerte para la salud eterna de los hombres. Esta obla- ción fué también representativa y solidaria, por cuanto Cristo, en calidad de Sacerdote, obraba en nombre y representación de toda la humanidad; y en virtud de esta representación solidaria, y no sólo por razón del fin, fué el sacrificio de Cristo sacrificio solemne, público y universal. Esta oblacióu la hizo Cristo como hombre, en el sentido poco antes indicado, es a saber, como persona divina subsistente en la naturaleza humana. De ahí el valor moral, también simplemente infinito, de su oblación sacerdotal.

Interesa notar aquí que, conforme a lo dicho, hubo en Cristo doble ofre- cimiento y doble título de solidaridad, que conviene distinguir. En cuanto

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al ofrecimiento, Cristo se ofreció a ser víctima (ofrecimiento no sacerdotal) y ofreció su pasión y muerte por la redención del género humano (oblación propiamente sacerdotal); es decir, se ofreció a la inmolación, y ofreció al Padre su inmolación. Y este doble ofrecimiento es moralmente de valor infinito, aun separadamente. En la hipótesis de que Cristo hubiera sido solamente víctima, ofrecida por otro sacerdote, o solamente sacerdote, que hubiera ofrecido otra víctima, en ambos casos tanto la simple inmolación como la sola oblación hubiera sido de valor moral simplemente infinito por razón de la dignidad infinita de su divina persona. En realidad, pues, el sacrificio de Cristo fué de valor infinito por doble título. En cuanto a la solidaridad, la de la inmolación fué directamente de pecado y de pena, si bien fundada en la de naturaleza; en cambio, en la oblación sacerdotal no hubo otra solidaridad que la de naturaleza. La inmolación por los pecados del mundo no era posible en justicia sin la previa apropiación de estos pecados; en cambio, sin ella, era posible la oblación sacerdotal.

El objeto o fin, tanto de la inmolación como de la oblación, fué especial- mente la expiación o propiciación de los pecados del mundo, base o prerre- quisito del mérito o de la impetración; los otros dos fines, latría y acción de gracias, más fundamentales y primarios de suyo, estaban implícitos.

El efecto de la pasión de Cristo en cuanto es sacrificio es el mismo sus- tanciahnente que produce en cuanto es meritoria y satisfactoria; el modo, empero, de producirlo es diferente. El mérito y la satisfacción obran en la esfera jurídica; el sacrificio, en la esfera propiamente religiosa. En el sacrificio, además, interviene un nuevo elemento: la oblación sacerdotal, de suyo no ligada a los padecimientos del mismo sacerdote. Tales son loa dos elementos nuevos de la pasión sacrifical: el carácter sagrado o reli- gioso de la víctima inmolada y la oblación del sacerdote.

Sacerdote. Las cuatro principales características del sacerdote se rea- lizan plenamente en Cristo, a) Cristo es «escogido de entre los hombres». El Hijo de Dios para ser sacerdote se hizo hombre, y lo es en cuanto es hombre, como antes hemos declarado, b) «Es constituido representante de los hombres», en cuanto contrae con ellos estrecha solidaridad, en virtud de la cual los incorpora e identifica misteriosamente consigo, c) «Para ofrecer sacrificios por los pecados» : esto es, para ofrecerse a mismo en sacrificio expiatorio en el ara de la cruz, d) «Llamado por Dios» al honor sacerdo- tal; porque «Cristo no se glorificó a mismo en hacerse pontífice, sino el que le habló: Hijo mía eres tú, yo hoy te he engendrado. Como también en otro lugar dice: eres sacerdote para siempre según el orden de MeU guisedeo) (Hebr. 5, 5-6).

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Estas cuatro propiedades o cualidades sacerdotales: humanidad, solida- ridad, función sacrifical, vocación divina, las recibió Cristo en la misma en- carnación. En la encarnación recibió el Hijo de Dios la naturaleza humana, solidaria con la raza de Adán, y fué destinado a ofrecer un nuevo sacrificio por voluntad expresa de Dios que a ello le llamaba (Hebr. 10, 5-10). Y en la encarnación fué consagrado sacerdote eterno con doble unción: la unción de la divinidad por la unión hipostática, y la unción del Espíritu Santo que recibió en toda su plenitud. Y en la encarnación también fué constituido víctima, al recibir la humanidad, la solidaridad, el cuerpo apto para ser sacrificado, y el mandamiento del Padre de que se ofreciese al sa- crificio.

Parte de María en el sacerdocio de Cristo. Conviene establecer ya desde ahora la parte activa que corresponde a María en la constitución del sacerdocio de Cristo y de su cualidad de víctima. Por lo dicho, la encar- nación fué como la investidura o la consagración sacerdotal de Cristo. Ahora bien, la encarnación es el fruto bendito de la generación virginal de María. Hay que reconocer, pues, la acción, subalterna, secundaria, sin duda, pero real y verdadera de María en el sacerdocio de Cristo. Pero podemos pre- cisar y concretar más, recorriendo las cuatro propiedades del sacerdote, según San Pablo.

La humanidad, base del sacerdocio de Cristo, es María quien la da por la generación al Hijo de Dios. La solidaridad con los hombres, condición esencial del sacerdocio, se la transmite o confiere igualmente María a Cristo con la generación. La destinación a ofrecer el sacrificio de mismo la atribuye Cristo al Padre, cuando, según San Pablo, le dice: «me proporcio- naste un cuerpo a propósito» (Hebr. 10, 5), para que yo lo ofreciese en sacrificio; pero secundariamente también a María se ha de atribuir, ya que ella con la generación le dió este cuerpo a propósito para el sacrificio, es decir, pasible y mortal. Aun la vocación divina al sacerdocio, si propia- mente es obra de sólo Dios, su realización, empero, estuvo condicionada al consentimiento de María, como la misma encarnación.

Por semejantes razones hay que reconocer la parte activa que tuvo María en la constitución de Cristo como víctima por los pecados del mundo.

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§ 3. El problema de la com-pasión sacrifical

Postulados previos. Siguiendo el mismo método observado hasta ahora, hemos de distinguir entre lo que ya se debe presuponer y lo que ahora propiamente hemos de probar. Presuponemos tanto los principios mariológicos, previamente establecidos, como el hecho de la doble com-pa- sión Mariana, la apropiada y la propia. Sobre la cual conviene notar aquí especialmente la presencia o asistencia providencial de María en el Calvario en los momentos solemnes en que se consumaba el sacrificio de nuestra redención. Pudiéramos también presuponer la verdad de la corredención Mariana en general y la de la com-pasión corredentiva en particular, como ya demonstradas anteriormente; pero preferimos no apoyarnos en estas ver- dades, para poder dar a la nueva demonstración toda su fuerza propia e intrínseca. Esto llevará consigo necesariamente alguna repetición ; pero creemos que vale la pena repetir algo (es decir, los principios y los hechos), para que cada argumentación adquiera, por así decir, propia sustantividad. Esta separación o aislamiento de las demonstraciones no corta la relación entre las distintas verdades, que, por otra parte, procuramos señalar opor- tunamente.

Compasión sacrifical en sentido lato. No nos proponemos de- monstrar la com-pasión sacrifical en el sentido más lato de la cooperación moral en el sacrificio de la cruz, prescindiendo de su carácter propiamente sacrifical. Semejante cooperación moral, que, ciertamente, añade algún elemento nuevo a lo dicho hasta ahora, es fácil de demonstrar. Hemos probado ya anteriormente que el consentimiento virginal a la maternidad del Redentor y los actos con que le preparó, criándole y educándole, para sacerdote y víctima, constituían una cooperación formal al acto mismo redentivo, que se había de consumar en el Calvario ; pero lo que allí era una cooperación inmediata con inmediación de simple eficiencia, ahora, con la renovación o ratificación o simple permanencia habitual de los actos precedentes, se convierte en cooperación inmediata con inmediación de contacto. Después de todo lo que ha precedido, puede María decir con toda verdad en el Calvario que ella ofrece y entrega a su Hijo para el sacrificio de la redención. Sea, o no, semejante cooperación propiamente sacrifical, es siempre una cooperación moral e inmediata al sacrificio de la cruz. Y esto bastaba para la verdad de la Corredención Mariana, que es al fin lo principal.

El problema presente. Más ahora no nos contentamos con esa coope- ración, que pueda ser extra lineam sacrificalem, sino que vamos a in-

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vestigar si también in linea sacrificii es corredentiva la com-pasión Mariana.

Bajo muchos aspectos podríamos considerar este carácter sacrifical de la com-pasión; mas, como no todos son a propósito dentro del procedi- miento deductivo que hemos adoptado, nos limitaremos a aquellos que estén virtual o implícitamente contenidos en los principios mariológicos, dejando los demás para un estudio positivo de la Tradición.

Generalmente, al estudiar la parte activa de María en el sacrificio de la cruz, suele considerarse nada más que su participación en el sacerdocio de Cristo; y aun algunos concluyen: María no participó del sacerdocio de Cristo, luego no tuvo parte alguna en su sacrificio in linea sacrificii, si bien conceden que la tuvo bajo otros aspectos. Semejante argumentación tiene 9U parte de verdad en el sentido negativo que de la negación de su partici- pación en la formalidad de sacrificio no se sigue legítimamente la negación de la corredención bajo otros aspectos; mas positivamente nos parece fallar por dos motivos: 1) porque, aun no teniendo parte en el sacerdocio, pudo tener participación formal en el sacrificio como víctima; 2) porque creemos que también del sacerdocio de Cristo participó María de un modo miste- rioso, que procuraremos declarar.

Bajo estos aspectos, pues, consideraremos la compasión sacrifical: como inmolación asociada a la de Cristo víctima y como oblación asociada a la de Cristo sacerdote.

Art. 2. Inmolación sacrifical

De dos maneras podemos concebir la co-inmolación de María, lo mismo que antes la com-pasión: 1) por apropiación de la inmolación misma da Cristo, y 2) por unión o agregación de su propia y personal inmolación; o, más brevemente, 1) como inmolación apropiada, y 2) como inmolación propia.

§ 1. Inmolación apropiada

En la inmolación de Cristo, víctima racional o humana, hay que distin- guir la inmolación o mactación pasiva y la aceptación activa, que fué el acto de obediencia al Padre celestial que le ordenaba se sacrificase por los hom- bres. Que en sentido real María se apropiase la inmolación de Cristo bajo este doble aspecto, queda ya declarado anteriormente: esta apropiación real de la inmolación no es sino la misma com-pasión. Lo que hay que probar

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ahora es la apropiación de la inmolación de Cristo en sentido formal, esto es, en cuanto era sacrifical.

Como base de la demonstración, hay que consignar un hecho: que Cris- to, precisa y formalmente como víctima, representaba y concretaba en a todos los hombres, todos los cuales, en cuanto representados e incorporados en Cristo, eran en él y con él juntamente inmolados. Cristo era víctima universal de toda la humanidad. Esta inmolación universal alcanzaba evi- dentemente también a María. Pero, por lo mismo que era universal, seme- jante inmolación pasiva no distinguía a María en nada de los demás hom- bres. No es, con todo, inútil haber consignado esta inmolación universal, ya que por ella la compasión de María entra, por así decir, en la esfera sacrifical. Sólo resta averiguar si esta inmolación sacrifical presenta en María caracteres especiales y propios, que la distingan de la in- molación común a toda la humanidad, de suerte que pueda y deba considerarse como corredentiva o como cooperación a la redención humana.

Los demás hombres en tanto eran inmolados con Cristo, en cuanto esta- ban representados y contenidos en él en virtud del principio de solidaridad. Pero esta solidaridad universal era de orden puramente moral o jurídico. La que ligaba a María con Cristo víctima, además de este título general, era incomparablemente mucho más estrecha. Ante todo, la carne y sangre de Cristo víctima era carne y sangre recibida de María; y en consecuencia de ello Cristo seguía siendo para María un pedazo de su Corazón. María además había consagrado y consumido su vida entera en sustentar la vida del Hijo, en la cual había transfundido su propia vida. María ya no tanto vivía en sí, cuanto en el Hijo. Matar al Hijo era matar a la Madre. Y esa fusión de las dos vidas se hacía más íntima y total con el recíproco amor de la Madre y del Hijo, con la compenetración de entrambos Cora- zones. Y al amor correspondía el dolor de la Madre por la muerte del Hijo, dolor, que apreciativamente era más que mortal; que mil muertes arrostrara la Madre por salvar la vida del Hijo, si tal fuera la voluntad de Dios. La espada de dolor, que Simeón le había anunciado proféticamente, era ver con sus ojos la muerte del Hijo de sus entrañas. Y sobre todo esto, existían los derechos maternos de María sobre su Hijo víctima, en virtud de los cuales la vida del Hijo era suya. En consecuencia, si la solidaridad era lo que hacía a los hombres participantes en la inmolación de Cristo, todos estos títulos de estrechísima solidaridad hacían que María mucho más que nadie fuese inmolada como víctima con la misma inmolación de su Hijo.

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No menos que esta inmolación pasiva, la aceptación activa de María se distingue radicalmente de la de los demás hombres. Verdad es que Cristo, no sólo fué inmolado, sino que también aceptó voluntariamente esta inmo- lación en nombre y representación de toda la humanidad. Pero no es menos cierto que semejante aceptación de los demás hombres, puramente repre- sentativa, no importaba de parte de ellos ningún acto positivo de su volunr tad, con el cual se apropiasen personalmente la aceptación de Cristo. María, en cambio, en cuyo Corazón hallaban eco fiel todos los sentimientos del Corazón de su Hijo, se apropió positivamente e hizo suya la obediencia con que Cristo aceptaba su inmolación, como ordenada por el Padre celestial. Y esta aceptación común y solidaria, que, de parte de Cristo, no era sino la permanencia habitual o la ratificación del ofrecimiento iniciado en la encarnación, era. de parte de María, el mismo sentimiento de humil- de obediencia expresado en su virginal consentimiento, siempre vivo en su Corazón. Con él la Madre aceptaba obediente la inmolación de su Hijo.

Esta voluntaria aceptación de la inmolación constituye una verdadera cooperación a la redención: es una acción corredentiva. Que sea acción, es claro, por lo que acabamos de decir; que sea corredentiva, no es menos cierto, si se recuerdan aquellos tres rasgos característicos de la redención, anteriormente señalados: su tendencia soteriológica, su alcance universal y su carácter oficial ; y que sea especialmente sacrifical, no es menos evi- dente, dado que es la apropiación de la misma aceptación de Cristo para ser inmolado como víctima.

Una cosa conviene aquí notar, de suma importancia: que esta doble apropiación de María (de la inmolación pasiva y de la aceptación activa) la hemos hallado enteramente dentro de la esfera propia de la maternidad. Ya hemos advertido muchas veces que, como la maternidad divina es esen- cialmente soteriológica. así toda la actuación soteriológica de María es maternal. Si la inmolación de María la hubiéramos hallado fuera de la órbita de la maternidad, pudiera parecer sospechosa; mas, hallada dentro de la misma órbita maternal, se recomienda por misma. En consecuen- cia, esta inmolación, fruto, no de la iniciativa privada de María, sino de su misma maternidad, adquiere el carácter oficial, que en la predestinación o en los consejos de Dios, reviste la maternidad del Redentor.

Esta maternalidad de la inmolación de María explica una propiedad de la inmolación que algunos echan menos en el sacrificio de María, y es 9U exteriorización sensible. Dicen que siendo puramente interna la inmo-

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lación de María no puede ser propiamente sacrifical. Estos tales no han reparado que la presencia de la Madre, con el rostro demudado, «con loa ojos en llanto», al pie de la cruz en que es sacrificado el Hijo, es una exteriorización bien sensible del dolor de su Corazón.

§ 2. Inmolación propia

También la com-pasión de María, en cuanto propia y personal, reviste los caracteres de verdadera inmolación.

Primeramente, fué inmolación pasiva. Los padecimientos y dolores de María fueron indecibles, tales, que, a no haberla sostenido Dios con espe- cial socorro, hubiera ella sucumbido ante la vehemencia del dolor. ¿Sacri- ficaba más a Dios el que inmolaba, por ejemplo, un cordero, de lo que sacrificaba y perdía María con la muerte de su Hijo? No olvidemos que lo esencial o formal en la víctima no es tanto el objeto material que se inmola, cuanto los afectos, intereses o derechos que se simbolizan con la inmolación.

Tampoco ofrece dificultad alguna el que María aceptase con humilde obediencia y ferviente caridad, a imitación de su divino Hijo, los padeci- mientos o perjuicios, que la muerte del Hijo le acarreaba: en lo cual estaba el valor moral de su inmolación.

Que tanto la inmolación pasiva como la aceptación activa fueran pro- piamente sacrificales, se prueba por dos razones. Primera: porque las pér- didas o perjuicios que se le seguían a María de la muerte de su Hijo eran meras consecuencias o resultancias de su inmolación; como lo eran, por ejemplo, las privaciones que de la inmolación de un becerro provenían al que se desprendía de él para que fuera sacrificado; privaciones, que por esto eran sacrificales, más aún eran lo formal de la inmolación. Segunda: porque los padecimientos y daños que sufría la Madre, los sufría también, y más que ella misma, el Corazón del Hijo: con lo cual, formando parte principalísima de la inmolación del Hijo, se convertían, por nuevo título en padecimientos sacrificales.

Y esto supuesto, que la co-inmolación propia de María sea corredentiva y sensiblemente exteriorizada, consta por las mismas razones poco antes declaradas al tratar de la co-inmolación apropiada, y que es superfino repetir.

Consta, pues, que la com-pasión Mariana es verdadera co-inmolación sacrifical, aun cuando se probase que no era sacerdotal. Y este carácter

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sacrifical de la com-pasión es una nueva formalidad, que convenía hacen resaltar, y que distingue la co-inmolación de los dos aspectos anteriormente estudiados, de la compasión meritoria y satisfactoria, aun cuando el efecto sea uno mismo.

Art. 3. Oblación sacerdotal

Entramos en uno de los problemas más espinosos y delicados, pero que hemos de afrontar resueltamente, sin miedos infundados y sin osadías arbi- trarias. Estudiemos serenamente los hechos a la luz de los principios, y estemos a las consecuencias. Lo estudiaremos desde dos puntos de vista, entre relacionados: 1) analizando en mismo el sacerdocio de María y comparándolo con los otros sacerdocios; 2) en función de otros dos pro- blemas, más espinosos todavía, pero que acaso sean la explicación funda- mental del sacerdocio Mariano, la santidad sustancial y la consagración sacerdotal de María.

§ 1. Sacerdocio de María

A. Estado de la cuestión

Prescindiendo del sacerdocio en la ley natural y en la ley Mosaica, limi- tándonos a la ley de gracia podemos distingur tres sacerdocios: a) el emi- nente o de excelencia, propio y exclusivo de Cristo, que lo posee por derecho propio y personal; b) el ministerial o sacramental, propio de los sacerdotes de la Iglesia cristiana, ordenados y consagrados para ofrecer en nombre de Cristo y en representación de todos los fieles el sacrosanto sacrificio de la Misa; y c) el sacerdocio más lato o genérico, común a todos los fieles, cual lo describe Pío XI en la Encíclica «miserentissimus Deus», con estas signi- ficativas palabras: «Etiam christianorum gens universa, ab Apostolorum principe genus electum, regale sacerdotium iure appellata, debet, curn pro se, tum pro toto humano genere, offerre pro peccatis, haud aliter prope- modum quam sacerdos omnis ac pontifex, ex hominibus assumptus, pro hominibus constituitur in iis quae sunt ad Deum» (AAS, 20 [1928], 171-172). Donde es de notar que aunque Pío XI habla del sacerdocio común a todos los fieles sólo en relación del sacrificio eucarístico, lo mismo hay que decir proporcionalmente de la participación universal de los hombres en el sacer- docio eminente de Cristo con relación al sacrificio de la cruz, ambos deter- minados por el mismo principio de solidaridad, en virtud de la cual, como

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enseña el mismo Pontífice, Cristo ofreció al Padre sus satisfacciones en representación de los hombres pecadores: <(quas Christus in nomine pecca- torum Deo persolvit» (Ib. 171). Una diferencia, empero, existe entre am- bos sacerdocios comunes: que en el sacrificio eucarístico podemos y debe- mos actuar con nuestros actos propios y personales ; en el de la cruz, en cambio, semejante actuación personal no existió.

Tomando como punto de comparación estos tres géneros de sacerdocio, podemos graduar o escalonar el problema del sacerdocio Mariano, resol- viéndolo en estos tres: 1) ¿fué de orden superior al sacerdocio común a todos los fieles respecto del sacrificio eucarístico? 2) ¿fué equiva- lente en excelencia al sacerdocio de los sacerdotes ordenados en la Iglesia? 3) ¿fué participación especial en el sacerdocio eminente de Cristo?

Podemos precisar más, recorriendo las cuatro propiedades, antes decla- radas del sacerdote: a) su humanidad; b) su carácer representativo; c) su destinación a ofrecer sacrificios a Dios; d) su vocacón divina. En las dos primeras propiedades, la humanidad y el carácter representativo, no hay dificultad alguna: María era «la Mujer» por antonomasia, que llevó la representación de toda la humanidad ; tampoco está la dificultad en la voca- ción divina, ya que como tal puede considerarse la solemne embajada del ángel en nombre de Dios, si consta lo tercero, en que está toda la di- ficultad, es a saber, su destinación divina para ofrecer algún sacrificio propiamente dicho, que, en la actual economía de la divina providencia, no puede ser sino la participación activa y sacerdotal en el sacrificio de la cruz. Tal es el problema fundamental, latente en los tres antes propuestos.

En suma, constan dos hechos: por una parte, que María tuvo, por lo menos, algún sacerdocio, el común a todos los hombres, respecto del sacri- ficio de la cruz; y. por otra, que, conform.ándose con los sentimientos del Sumo Sacerdote, ofreció o presentó al Padre los padecimientos del Hijo y los suyos propios para la salvación del género humano ; y que, por tanto, esta oblación puede llamarse sacerdotal en el sentido lato en que participó del sacerdocio genérico o común. Todo esto es cierto y evidente; pero ¿se redujo a esto solo el sacerdocio y la oblación sacerdotal de María? ¿No hubo algo más? Este algo más es lo que ahora nos proponemos in- vestigar.

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B. Naturaleza del sacerdocio Mariano

CoMPAR-ADO CON EL SACERDOCIO GENERAL. Comparado con el sacerdo- cio general, el de María es a) superior al común de los hombres en el sacri- ficio de la cruz; ¿I más excelente que el general a todos los fieles en el sacrificio eucarístico.

a) Lo primero es evidente. Y la razón es obvia. El sacerdocio de los demás hombres respecto del sacrificio de la cruz fué puramente pasivo, sin actuación alguna propia; en cambio, María actuó personalmente de la manera dicha. Es, pues, por lo menos, equiparable al de los fieles respecto del sacrificio eucarístico, que es menos impropio, según la formal decla- ración de Pío XI. Y sólo esto bastaba ya para atribuir a la oblación sacerdotal de María una eficacia análoga a la de la oblación eucarística de los fieles: eficacia, que constituye ima verdadera y propia cooperación a la obra de la redención, por más que sería una cooperación muy inferior a la obra del Redentor.

h) Pero hay más: la participación activa de María en el sacrificio de la cruz es muy superior y más excelente que la de los fieles en el sacri- ficio eucarístico. Y la razón es obvia. En efecto, ¿por qué los fieles participan sacerdotalmente en el sacrificio eucarístico? Por el principio de solidaridad, que los liga con el Sacerdote Sumo y con el sacerdote ministerial, y por su propia actuación personal. Ahora bien, estos dos principios actuaron en María de un modo incomparablemente más exce- lente que en los fieles. Por una parte, la solidaridad de María con Cristo, fué. como tantas veces ya hemos notado, muchísimo más estrecha y com- pleta, bajo todos conceptos, que la de los fieles; y, por otra, los actos personales con que María intervino en el sacrificio de la cruz, en especial su rendidísima obediencia y su ardentísima caridad, no sufren compara- ción con los actos más fervorosos con que cualquiera de los fieles y todos ellos juntos toman parte en el sacrificio eucarístico. Además, no hay que olvidar nunca el gran principio mariológico de la maternidad divina, que es siempre la medida con la cual hay que medir todas las prerrogativas o gracias, concedidas a la Madre de Dios, aun aquellas que de alguna manera son comunes a otros. Por ejemplo, gracia santificante tienen los justos, gracia santificante tiene María: pero la de María, como gracia de la Madre de Dios ha de estar a la altura incomparable de la maternidad divina, ha de responder a la eminencia singular del orden hipostático. Consiguien- temente, intervienen los justos con actuación sacerdotal en el sacrficio de

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la Misa, interviene María con actuación sacerdotal en el sacrificio de la cruz ; pero la de María, inmensamente encumbrada por encima de la de todos los demás, ha de ser una actuación digna de la Madre de Dios. Y esta nueva excelencia de la actuación sacerdotal de María es una forma ya más perfecta de corredención.

Comparado con el sacerdocio ministerial. Los sacerdotes legítima- mente ordenados en la Iglesia poseen la potestad de convertir o transubstan- ciar con su palabra el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, en la cual conversión o transubstanciación consiste esencialmente el sacri- ficio eucarístico. María poseyó la potestad de determinar con su palabra la encarnación del Hijo de Dios, por la cual el hombre se hizo Dios; además, así como la transubstanciación es el sacrificio eucarístico, así la encamación, en cuanto esencialmente ordenada al sacrificio de la cruz, ini- ciado ya en la misma encamación, forma con él un todo moral. Según esto, así como en los sacerdotes cristianos la potestad de ofrecer el sacri- ficio es inherente a la de transubstanciar el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo, así es natural que en María a la potestad de determinar la encamación sea inherente la de ofrecer en sacrificio la víctima por ella misma constituida o preparada. Por lo menos, constando ya que María poseía cierto sacerdocio y que en realidad ofreció a Dios la víctima del Calvario, esta potestad de María en la encarnación es un título poderoso que realza su sacerdocio y da mayor autoridad y eficacia a su oblación sacerdotal. Y en este sentido puede equipararse al sacerdocio de los sacer- dotes cristianos. Pero bajo otros conceptos lo supera. Porque la transubs- tanciación y el sacrificio eucarístico es como una prolongación de la encar- nación y del sacrificio de la cruz: la acción, por tanto, de María sobre la encarnación y sobre el sacrificio de la cruz es más excelente que la de los sacerdotes sobre lo que es simple extención o prolongación suya. Ade- más María en su acción sacerdotal es única, e interviene con representación potestativa; en cambio, los sacerdotes cristianos son muchos, e intervienen con representación puramente ministerial.

Comparado con el sacerdocio eminente. ¿Participó María, de una manera secundaria y subalterna, del sacerdocio eminente de Cristo? Así parece indicarlo el principio de asociación. Si Cristo, principio primario de la redención, actuó como sacerdote, y su oblación sacerdotal fué la ac- tuación del principio primario, parece que proporcionalmente María, prin- cipio secundario de la misma redención, ha de actuar en el mismo sentido. Razones intrínsecas, derivadas de los principios mariológicos, contrarias a esta asociación sacerdotal de María a Cristo, no existen; al contrario,

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la suprema dignidad de la Madre de Dios, investida además de la repre- sentación potestativa, y el doble hecho de que María ha de participar de algún sacerdocio y de que en el Calvario ofreció realmente la víctima divina al Padre celestial, favorecen semejante asociación aun in linea sa- cerdotii.

Más eficaz parece el principio de asociación bajo otro concepto. María, como Segunda Eva, estuvo asociada a la persona y a la obra de Cristo en lo que formalmente es propio de él como Segundo Adán. Ahora bien, como el primer Adán, precisamente en cuanto tal era el sacerdote nato de la humanidad, así pertenece a la esencia del Segundo Adán ser sacerdote. El sacerdocio, por tanto, es una función esencial del Segundo Adán. Y si así es, María, asociada como Segunda Eva al Segundo Adán, ha de parti- cipar de lo que a éste es esencial; consiguientemente, también de su sacer- docio eminente. Esta razón se refuerza poderosamente, si se admite, como parece debe admitirse, que María participó de la gracia o dignidad de Cabeza. Porque, siendo Cristo supremo sacerdote en cuanto es Cabeza de la humanidad, si María participa de esta dignidad capital, ha de parti- cipar necesariamente de su sacerdocio eminente.

Tales son las razones, parte ciertas (respecto de un cierto sacerdocio más lato), parte probables (respecto de un sacerdocio superior), que parecen demonstrar el sacerdocio de María: suficientes, por lo menos, para dar mayor relieve y un carácter especial a la corredención Mariana, demons- trada ya anteriormente bajo otros conceptos. Otra razón existe, más fun- damental y elevada, que, si fuese más cierta, consolidaría definitivamente las expuestas hasta ahora: nos referimos a la consagración sacerdotal de María, relacionada con su santidad sustancial, que vamos a estudiar.

§ 2. Santidad sustancial y consagración sacerdotal de María

Como estas dos prerrogativas de María no pueden entenderse sino a imitación y en función de las correspondientes prerrogativas de Cristo, hay que estudiar previamente la santidad sustancial y la consagración sacerdotal del Sumo Sacerdote.

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A. Esta doble prerrogativa en Cristo a) Santidad sustancial

Estado de la cuestión. Sobre la santidad sustancial de la humanidad de Cristo sólo incidentalmente trató Santo Tomás. El mismo Suárez no la trata con la amplitud y precisiones que le dieron los teólogos posteriores, principalmente Lugo y Arriaga. En todos ellos, y también en algunos teó- logos modernos, reina cierta indecisión, por la manera de tratar de la santi- dad más en sentido real que en sentido formal. Pero en medio de esa perplejidad o confusión brillan, en Suárez principalmente, ciertos relám- pagos que pueden orientarnos. Guiándonos por ellos, procuraremos, aun- que brevemente, fijar el concepto formal de la santidad y su carácter moral.

Concepto formal de la santidad. El concepto de la santidad, como el de otras entidades morales, como la justicia, el derecho, la autoridad, se concreta en realidades físicas, cuales son, por ejemplo, la gracia santificante y los hábitos de las virtudes. Pero hay que prescindir de semejantes reali- dades físicas, si se quiere obtener un concepto puro de la santidad, como entidad formalmente moral. De ellas, pues, prescindiremos.

Aun sin salimos del orden moral, la santidad comprende multitud de elementos dispares, antecedentes (o dispositivos), formales y consecuentes (o efectivos), que hay que coordinar y jerarquizar.

Comenzando por el elemento formal, la santidad es una destinación o consagración estable y legítima al obsequio, servicio o culto divino, que lleva consigo cierta apropiación especial de parte de Dios y cierto contacto moral, trato más íntimo y unión o conjunción con la divinidad. Aun esta misma santidad formal puede ser o actual o habitual. La actual es el acto de la consagración. La habitual es la especial excelencia o carácter sagrado y religioso que adquiere la cosa consagrada.

Antecedentemente a la consagración se requieren dos cosas: la aptitud o dignidad de la cosa para ser consagrada a Dios, que consiste principal- mente en la integridad (o rectitud) y en la limpieza (o pureza); y el bene- plácito de Dios, que destina tal cosa a su servicio, es decir, que se la quiere apropiar con el nuevo título especial de la consagración.

Consiguientemente a la consagración. Dios mira con nueva compla- cencia y amor la cosa que le está consagrada, como cosa especialmente suya, al cual amor siguen los dones o beneficios divinos conforme a la capacidad y naturaleza de la cosa. Más claro: la consagración es un título que da

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cierto derecho a ulteriores dones divinos, conformes con la capacidad de la cosa consagrada y la perfección o excelencia de la consagración.

Santidad sustancial de Cristo. Además de la santidad creada o acci- dental de Cristo, que consiste principalmente en la gracia santificante y en la plenitud del Espíritu Santo, reconocen generalmente los teólogos en Cristo, conformes con la doctrina de los Santos Padres, otra santidad que llaman sustancial, que es la que la humanidad de Cristo recibe de la unión hipos- tática con el Verbo divino. Veamos en qué sentido se verifica en semejante santidad el concepto de la santidad formal y en qué sentido puede llamarse sustancial.

Ante todo hay que constatar que ni la personalidad del Verbo ni su naturaleza divina ni la unión hipostátix;a son, ni pueden ser, propiamente la forma o cuasi-forma, que unida físicamente a la humanidad, la constituya santa. Esto sería explicar por entidades físicas una entidad moral. La santidad ha de ser, y es, la consagración, destinación u ordenación de la naturaleza humana al servicio, obsequio, trato y unión con el Verbo divino, que se la apropia singularmente como enteramente suya; y, como forma habitual, es la dignidad y carácter sagrado que obtiene la humanidad sacro- santa por su íntima unión con el Verbo divino. Los elementos antecedentes o dispositivos (rectitud, pureza, beneplácito divino) y los consiguientes o efectivos (la complacencia amorosa de Dios y el derecho a sus dones) no son difíciles de señalar en la santidad de Cristo.

Esta santidad se llama sustancial, porque la unión de la naturaleza con el Verbo es sustancial. Se verá la razón de semejante denominación con la comparación de la doctrina católica con el error nestoriano. Para Nestorio también quedaba santificada la humanidad de Cristo, pero a manera de templo, por tanto sólo accidentalmente; en cambio, para los católicos era santificada sustancialmente, porque su unión con el Verbo de Dios era sus- tancial en unidad de persona. Tal parece ser la razón histórica de esta denominación, que, tomada superficialmente parece menos coherente, dado que «santidad» es de orden moral, mientras que «sustancial» pertenece al orden físico. Con todo, puede admitirse esa denominación, no precisamente por lo que tiene de física, sino por el grado supremo de unión que en encierra. ^

Santidad infinita. La infinidad de esta santidad, que en el orden físico sería más difícil de explicar, se explica fácilmente en el orden moral: no sólo en sentido más lato, en cuanto es la máxima santidad posible que pueda recibir un sujeto creado, cual es la humanidad de Cristo, sino en sentido más estricto, por cuanto es de dignidad o valor moralmente infinito,

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por SU unión estrechísima con la santidad esencial de Dios, que se refunde en la humanidad como en cosa propia y perteneciente a su misma persona. Así entendida la infinidad, es una nueva confirmación del carácter moral de la santidad sustancial de Cristo. Subamos a los mismos principios.

En los seres intelectuales es realmente lo mismo «supuesto» que «per- sona» ; pero, mientras «supuesto» pertenece al orden puramente físico, «per- sona» añade a lo físico propiedades o relaciones de orden moral. Consi- guientemente la unión hipostática puede concebirse de dos maneras o bajo dos aspectos: como modo físico (sea, o no, una realidad físicamente dis- tinta), por el cual la humanidad forma con el Verbo un solo «supuesto» físico, o bien como un modo físico-moral, por el cual la misma humanidad forma coíi el Verbo una sola «persona» física a la vez y moral. Ahora bien, bajo el aspecto físico este modo es, como entidad creada, finito y limitado; en cambio, bajo el aspecto moral, como que no es propiamente una entidad creada, sino una derivación o resultancia espontánea, proveniente de la persona divina, es apreciativamente de valor infinito. Un ejemplo ilustrará esta diferencia: el de los méritos de Cristo. Los actos meritorios de Cristo, en su ser físico, son evidentemente finitos; en cambio, su meritoriedad es moralmente infinita, por estar dignificada por la persona infinita del Verbo. De esta segunda manera, moral, hay que considerar la unión hipostática como santificación o consagración de la naturaleza humana de Cristo a la persona del Verbo bajo su aspecto moral.

A este propósito queremos citar unas expresiones de Suárez, quien, aunque no trata ex profeso este problema, deja, con todo, entrever clara- mente su sentir, idéntico al de su digno émulo Vázquez (De incarn., disp. 41, c. 3). Declarando que, no sólo el alma de Cristo, sino también su carne fué santificada por la unión hipostática, dice: «[Primo] sanctificata fuit per unionem caro Christi, quia ex vi illius digna est supremo cultu et reve- rentia. Secundo, quia purissima et mundissima effecta est: ... dicitur autem sanctum, quod est coram Deo purum et mundum, ut ex usu Scripturae constat. Tertio, quia specialiter fuit Deo consecrata, vel potius quasi pro- pria illius effecta; dicuntur autem máxime sancta, quae Deo coniunguntur eiusve cultui dicantur. Quarto. quia ex vi unionis debetur illi coniunctio cum anima sancta et beata et ipsa beatitudo. quantum illius fotest esse capax» [In 3 p. D. Thom., disp. 18, sect. 1. n. 12). De estas cuatro razones, todas ellas de orden moral, la tercera expresa la santidad formal, de la cual da Suárez una definición exacta; la segunda, los antecedentes o disposicio- nes morales de la santidad ; la primera y la cuarta, sus derivaciones o con- secuencias. El nombre de «moral» lo emplea poco después el Ddctor Exi-

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mió: «Denominatio illa grati aut sancti... solum explicat vel dignitatem et excellentiam illius personae, vel singularem Dei dilectionem, a qua donum illud proficiscitur, vel moralem quandam dignitatem,.-. qua, singulari modo, est consecrata et coniuncta Deo» (Ib. n. 17).

b) Consagración sacerdotal

La consagración sacerdotal de Cristo fué la misma unión hipostática. Así lo indica San Pablo, quien, después de enumerar las propiedades del sacerdote, añade: «Así también Cristo no se glorificó a mismo en hacerse pontífice, sino el que le habló: Hijo mío eres tú, yo hoy te he engendrado» (Hebr. 5, 5). Sobre las cuales palabras anota San Juan Crisóstomo: «¿Dónde, pues, fué ¡Cristo] ordenado [sacerdote]?... Por la profecía Fdel Salmo 2, citado por San Pablo] lo declara... Porque es [esta profecía] una previa constatación de haber sido [Cristo] ordenado [sacerdote] por Dios» (In Hebr., 5, 5. MG 63. 68-69). La palabra «ordenado» es en el Crisóstomo el término técnico con que se designaba la ordenación sacerdotal. Coinci- den los demás Padres, cuyo pensamiento recogió Petavio con estas palabras: «Cum hac autem [Christi] connexa est pontificia dignitas, cuius symbolum est unctio, quam nomen illud prae se fert... Quare pontifex et sacerdos in ipsa carnis susceptione factus est Dei Filius, quando divinitate est inuncta hominis assumpta natura» (De incarn., 1, 12, c. 11, n. 4). Y con los Padres los teólogos. Suárez, por ejemplo, escribe: «Christus autem non fuit ordinatus sacerdos per aliquam extrinsecam ordinationem. vel conse- crationem, sed ex vi suae originis et hypostaticae unionis et divinae ordina- tionis hanc dignitatem habuit» (in 3 p. D. Thom., disp. 46, sect. 3, n. 2).

Esto supuesto, resulta que la unión hipostática es a la vez santificación sustancial de Cristo y su consagración sacerdotal. Esto indica la estrecha conexión entre la santificación y la consagración. De hecho, declaramos la naturaleza de la santificación diciendo que es una consagración al servicio divino, y la consagración diciendo que es una santificación que dispone para la oblación de los sacrificios. Además, tanto la una como la otra se ex- presan por la misma metáfora de la unción. En suma, la consagración sacerdotal no es sino una forma específica de la santificación formal.

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B. Participación de María en esta doble prerrogativa de Cristo

a) En la santidad sustancial

La opinión de Ripalda, que la divina maternidad era como forma que santificaba formalmente a la Madre de Dios, ha sido impugnada casi unáni- memente por los teólogos. Quizás ni él ni ellos tienen toda la razón. Ri- palda no enfocó bien el problema, y dió con ello ocasión a que los otros con- fundiesen en sus impugnaciones lo verdadero con lo falso. Pretender, como Ripalda, que la maternidad divina pudiera producir formalmente los mismos efectos que la gracia santificante, es confundir el orden físico con el moral. Ni siquiera la santidad sustancial de Cristo produce semejantes efectos; y por esto, además de la gracia sustancial o increada, ponen los teólogos en Cristo, como necesaria para ciertos efectos, la gracia accidental o creada. Mas, si, deslindando el orden moral del físico, concebimos la maternidad divina como principio de santificación moral, el problema cambia radical- mente de aspecto, y su solución es tan llana, que se impone con su evidencia. Decimos, pues, que la maternidad divina, no en su entidad física o fisioló- gica, sino en sus propiedades y relaciones morales, entraña en una santi- ficación moral. Las consecuencias que puedan derivarse de esta verdad nos mueven a recordar brevemente lo que anteriormente tratamos con alguna mayor extensión.

Verdad fundamental. Veamos si en la maternidad divina, moralmente considerada, se verifican las condiciones, antes propuestas, de la santidad formal.

Lo formal de la santidad es ser una destinación, ordenación o consagra- ción de una persona o cosa al servicio y obsequio de Dios, tal, que lleve consigo un especial trato, contacto o relación con Dios. Ahora bien, la divina maternidad consagraba a María, toda su persona y toda su vida, al servicio y obsequio exclusivo del Hijo de Dios hecho hombre, más aún, a la realización de los planes divinos sobre la salud eterna de los hombres, y llevaba consigo el contacto y trato más íntimo con el divino Redentor. Luego la maternidad divina era por misma una santificación de María.

Si semejante santidad fuera un hecho aislado, podríamos acaso entonces dudar de su realidad; pero este género de santidad o santificación es común, por no decir ordinario. La ordenación sacerdotal y la profesión religiosa, por ejemplo, son una santificación formal: aun la consagración de un cáliz o de un templo constituyen o hacen santos los objetos consagrados. Y en

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el Antiguo Testamento la unción de los sacerdotes, de los profetas y aun de los reyes se consideraba como una santificación (Cfr. San Pablo, Maestro de la vida espiritual, p. 1, c. 2, a. 2. Barcelona, 1941, pg. 51-64).

Además, como santificación, la maternidad divina presupone las mismas disposiciones o antecedentes y entraña las mismas consecuencias o deriva- ciones de la santidad. Disposición o condición necesaria para la santidad es la limpieza moral: y María, precisamente en orden a ser digna Madre de Dios, fué preservada inmune de todo pecado, aun del más leve, aun del original. Y fué la divina maternidad efecto de la singular predilección de Dios para con María. Y consecuencia de la misma maternidad fueron los incomparables privilegios de María. Se verifican, pues, en la divina maternidad todas las condiciones de la santidad.

Santidad sustancial. Por analogía con la de Cristo y para distin- guirla de la santidad accidental, la santidad inherente a la maternidad divina puede llamarse sustancial o cuasi-sustancial. Maternidad divina y unión hipostática son correlativas entre y pertenecen al mismo orden. Por tanto, si la santidad de Cristo se llama sustancial por radicar en la unión hipostática, proporcionalmente también la de María puede llamarse sustan- cial por radicar en su correlativo, o sea, en la divina maternidad. Y si con- sideramos la generación, acto fundamental de la maternidad, no es sino la comunicación de la propia sustancia; y, aun considerada como acción, es un modo sustancial. Y en esto la santidad de María, sólo inferior a la de Cristo, es inmensamente superior a la de todos los demás.

Santidad casi infinita. Esta santidad, radicada en la divina mater- nidad es proporcional a ésta. Y como ésta es casi infinita, de ahí que lo sea también la santidad en ella radicada. Y de ahí también los excelsos privi- legios que en el orden de la santidad enaltecen a la Madre de Dios sobre todos los seres creados del cielo y de la tierra.

Hemos estudiado esta santidad de María para ver si en ella descubrimos la raíz íntima de su sacerdocio. Esto es lo que ahora hemos de estudiar.

b) En la consagración sacerdotal

Lo que más segura y profundamente nos pueda descubrir la participa- ción de María en la consagración sacerdotal de Cristo ha de ser la analogía que exista entre la santidad sustancial de la Madre y la del Hijo.

En Cristo la santidad sustancial y la consagración sacerdotal radican en la misma unión hipostática, que es a la vez su unción santificadora y su

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

unción sacerdotal. Notemos bien esta identidad de la forma o cuasi-forma, que tiene doble efecto formal: constituir juntamente a Cristo santo y sacer- dote. Ambos efectos produce la misma unión hipostática, a manera de una única unción, porque entraña en la doble virtualidad de santificar y de imprimir carácter sacerdotal. Ahora bien, a la unión hipostática corres- ponde correlativamente la maternidad divina, que pertenece al orden su- premo de la unión hipostática. Luego, si ésta tiene la doble virtualidad de santificar sustancialmente y de consagrar sacerdotalmente, ¿qué razón hay para que la maternidad divina, que santifica sustancialmente, no con- sagre también a María sacerdotalmente? Dos causas análogas han de pro- ducir efectos análogos.

Ahondemos algo más. En' Cristo la conexión entre la santidad sustan- cial y la consagración sacerdotal y la de entrambas con la unión hipostática no es accidental. Por una parte, la santidad y la consagración son, lo mismo la una que la otra, una destinación, ordenación o dedicación total al servicio y culto de Dios. Son, por tanto, dos acciones o dos actitudes homogéneas respecto de Dios. De ahí que en Cristo espontáneamente la destinación santificadora se convierta en destinación sacerdotal. La santi- dad es la condición esencial y fundamental del sacerdocio. Así es en Cristo: ¿por qué no en María? Por otra parte, la unión hipostática, que en toda hipótesis santificaría siempre sustancialmente a la naturaleza humana, en la hipótesis actual de la presente providencia es también consagración sacer- dotal, porque Dios decretó la encarnación del Verbo en orden a la redención humana, que quiso se realizase por vía de sacrificio. De modo que la índole soteriológica de la unión hipostática es la causa, por que no solo santifique sustancialmente a Cristo, sino que le consagre sacerdote. Pero también la maternidad divina es, en la actual providencia, esencialmente soteriológica y está ordenada a la redención humana. Luego, proporcio- nalmente, a su potencia de santificación ha de acompañar la potencia de consagrar sacerdotalmente.

Toda santificación, es decir, toda consagración y entrega de mismo al servicio de Dios, si es absoluta, total y plenaria, entraña en la dispo- sición y preparación para la propia inmolación, para el sacrificio. Ahora bien, el sacrificio es el acto más característico y como específico del sacer- docio. Luego santificación y sacerdocio convergen en un mismo término: el sacrificio. Por esto en Cristo el acto inicial con que se consagró total- mente al cumplimiento de la voluntad del Padre celestial, era implícitamente la aceptación del sacrificio de la cruz, que se hizo explícita, así que entendió ser ésta la voluntad del Padre. La santidad sustancial determinó la consa-

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gración sacerdotal, porque uno mismo era el término de entrambas: la cruz. Pero también la consagración que de hizo María a Dios en la encarnación era absoluta, total y plenaria: «He aquí la esclava del Señor». Luego también esta consagración llevaba, por así decir, fatalmente al sacrificio; que, así que conoció la voluntad de Dios, abrazó con toda su alma.

Hay más. En la encarnación el Redentor no miró simplemente al sacri- ficio de la cruz como a cosa futura, sino que ya entonces se trasladó espiri- tualmente al Calvario y ya desde entonces actuó formalmente como sacer- dote con el acto principal del sacrificio, que es la oblación sacerdotal. La inmolación de la víctima no se realizó sino muchos años más tarde; pero !;i oblación del sacerdote se inició entonces para no cesar ya hasta la consu- mación del sacrificio. La oblación de Nazaret y la inmolación del Calvario forman un todo moralmente indivisible, como dos actos complementarios de un mismo sacrificio. Este carácter sacrifical de la encarnación muestra la íntima conexión entre la unión hipostática y el sacerdocio del Redentor, entre la santificación sustancial y la consagración sacerdotal. Esto en Cristo: en María ¿será aventurado suponer una conexión análoga entre la maternidad divina, correlativa a la unión hipostática, y alguna oblación sacerdotal?

Otra consideración parece llevar al mismo resultado. María engendró a Cristo formal y reduplicativamente como sacerdote. Que no le engendró simplemente como hombre, que después e independientemente de la genera- ción fuese constituido sacerdote. Todos los elementos constitutivos del sa- cerdocio de Cristo se hallan ya en la encarnación y en la generación materna. La humanidad y la solidaridad con los hombres la recibió entonces de María ; \ ella fué quien con su libre consentimiento determinó eficazmente la unión hipostática, que fué su unción sacerdotal. De ahí se sigue que la maternidad (le María, como es maternidad divina, que roza con los confines de la divi- nidad, así es también maternidad sacerdotal, como es también maternidad regia, que constituye a María Reina Madre. Notemos la diferencia sustan- cial que existe entre la monarquía electiva y la monarquía hereditaria. En la electiva, la madre engendra al hombre, pero no engendra al rey; en la hereditaria, por el contrario, la madre engendra juntamente al hombre y al rey, que lo es precisamente en virtud de la generación materna. De esta manera María engendró a Cristo sacerdote. En consecuencia, como la ma- dre del rey participa, secundariamente, si se quiere, de la realeza del hijo, así María ha de participar del sacerdocio del Hijo, que lo es en virtud de la misma generación materna. La comparación entre el rey y el sacerdote sugiere otra razón para atribuir a María alguna participación en el sacer-

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docio de Cristo. Si María participa de la realeza de Cristo, ¿por qué no ha de participar igualmente de su sacerdocio? Si es la Reina Madre, por ser Madre del Rey eterno, ¿por qué no ha de ser Madre sacerdotal, por haber engendrado al que nació de ella Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec? Y alcanza mayor fuerza esta razón, si se recuerda que la misma unión hipostática fué a la vez la que ungió a Cristo como a rey y como a sacerdote.

Otras consideraciones pudiéramos hacer en el mismo sentido. Podría- mos poner de relieve la capacidad intrínseca que confiere a María para el sacerdocio más excelso la excelencia incomparable de su santidad sustan- cial. ¿Y Dios había de dejar inactiva y como baldía esta capacidad intrín- seca para el sacerdocio? Sobre todo, desde el momento que consta ya, como hemos visto anteriormente, cierto sacerdocio de María, y consta también el hecho de cierta oblación suya sacerdotal, la santidad sustancial de María es por lo menos un título, no ciertamente extraño, sino perteneciente al mismo orden de realidades, para que aquella capacidad intrínseca, unida a este cierto sacerdocio y a esta oblación sacerdotal, eleve y dignifique estas dos funciones homogéneas y las convierta en un sacerdocio, superior al común de los fieles respecto del sacrificio eucarístico y superior también al sacerdo- cio ministerial, y sólo comparable con el supremo sacerdocio de Cristo, del cual sea una participación o derivación. Por lo menos ¿qué razones serias en contra se han aducido o pueden aducirse?

Capítulo V

COMPASIÓN CORREDENTIVA POR VÍA DE RESCATE

Art. 1. Preliminares

No nos detendrá mucho este nuevo aspecto de la Corredención Mariana, que, si es de capital importancia en la Mariología docymental, lo es mucho menos en la Mariología especulativa.

La denominación general de redención coartada al sentido de rescate, aunque algo compleja, no ofrece especial dificultad. Rescate es el acto de pagar el precio correspondiente para obtener la liberación de un cautivo o esclavo. Tres personas intervienen de suyo en el rescate: el que paga el

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precio, el que lo recibe y aquel a cuyo favor se paga y se recibe. En éste se opera un cambio, que es el fin o efecto del rescate: el paso o tránsito del estado de cautividad o servidumbre al de libertad.

En la aplicación de esta noción general a la redención de Cristo hay que observar varias cosas. Respecto de las personas se introduce cierta complicación, que a algunos Padres antiguos desconcertó algo, aparente- mente a lo menos. Mientras que en el rescate ordinario sólo suelen inter- venir tres persoitas, en la redención, en cambio, aparece una cuarta persona, el demonio. En el rescate vulgar el precio se paga al mismo que tiene cautivo o esclavo a aquel que se quiere liberar ; en la redención, en cambio, quien tenía cautivo y esclavizado al hombre era el demonio; y, sin embargo, el precio de la redención no se paga al demonio, sino a Dios. La razón es que el demonio no era propiamente señor del hombre, sino mero verdugo o ejecutor de la sentencia divina. Aunque sometido a la potestad tiránica del demonio en castigo de su pecado, el hombre no se había sustraído al do- minio soberano de Dios. El precio de la redención se designa de variaa maneras: unas veces es, más vagamente, el mismo Cristo; otras,. más deter- minadamente, su sangre o su vida. El efecto obtenido con la redención es el cambio operado en el hombre, que de cautivo o esclavo del demonio, del pecado y de la muerte, pasa a la libertad de los hijos de Dios y herederos de la gloria.

Advierte Suárez, con mucha razón {In 3 p. D. Thom., q. 48, a. 4), que la redención o rescate nada real añade a la pasión de Cristo considerada como satisfactoria y meritoria; lo nuevo que introduce es la imagen meta- fórica de rescate, que presenta la redención a manera de compra-venta, reduciéndola en cierto modo a la justicia conmutativa. Esta imagen meta- fórica, tan importante para agrupar numerosos textos patrísticos, capitales para afianzar la verdad de la corredención Mariana, desde el punto de vista especulativo es una combinación de las dos nociones de satisfacción y de mérito. El precio del rescate, en cuanto libra del estado de cautiverio o esclavitud, coincide con la satisfacción ; en cuanto da o restituye la filiacióir divina, es decir, la gracia y la gloria, conviene con el mérito. También la noción de sacrificio comprendía las dos nociones de satisfacción y de mérito ; pero añadía dos formalidades importantes: el carácter sagrado o religioso de la inmolación y la oblación sacerdotal. Lo único, si no propiamente nuevo, pero algo interesante, que ofrece la noción de rescate es el relieve que da al precio, o sea, a la sangre y a la vida del Redentor, lo cual puedíj ofrecer alguna ligera ventaja para la precisión y fuerza de los argumentos con que se pruebe la Cor redención Mariana bajo la noción de rescate.

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Según Santo Tomás la acción de rescatar se atribuye principalmente a aquel cuyo es el precio que se paga; pero puede también atribuirse menos principalmente al que de alguna manera contribuya o coopere en la acción de pagarlo. Esta segunda manera de cooperar es más lata o menos propia, dado que se verifica fuera de la formalidad específica de rescate; la primera, en cambio, como que llega a lo que el rescate tiene de más característico y formal, es mucho más propia. Que María hubiese cooperado a la redención, concebida como rescate, en cuanto contribuyó a la acción de pagar el precio, se ha probado ya anteriormente de muchas maneras y bajo diferentes con- ceptos. El acto del consentimiento y los múltiples actos de la crianza y educación, en cuanto orientados al Calvario y convergentes en el acto reden- tivo, eran una cooperación moral inmediata con inmediación de eficiencia; y estos mismos actos, en cuanto renovados o ratificados, virtualmente a lo menos, en el Calvario, constituían una cooperación moral inmediata con inmediación de contacto al acto del rescate. Semejante cooperación era ya suficiente para establecer o verificar la verdad de la Corredención, aunque menos principal. Pero además de esta cooperación hay que admitir que también bajo la formalidad de rescate cooperó María en el acto mismo redentivo. Y esto por dos títulos: 1) por cuanto el precio del rescate, esto es, la sangre y la vida del Hijo era también algo que pertenecía a la Madre; 2) por cuanto los dolores y las lágrimas de la Madre eran secundariamente precio de nuestro rescate; es decir, 1) por apropiación del precio principal del rescate, 2) por aportación propia de un precio secundario. Mas, como la argumentación fundada en este doble título de Corredención es sustan- cialmente la misma que la expuesta anteriormente bastará solamente indicarla.

Art. 2. Doble título de cooperación en el rescate

Precio apropiado. Consideremos las dos expresiones más característi- cas del precio de nuestro rescate: la sangre y la vida del Redentor.

La sangre del Redentor era de María. Ella se la había dado de misma por la generación materna; ella la había sustentado y completado, primero con su propia sustancia y luego con sus desvelos maternales. Porque el Hijo no la perdiera, ella derramaría gustosa toda la sangre de sus venas. Una sencilla reflexión nos mostrará la verdad y el alcance de esta propiedad de María sobre la sangre del Hijo. Juan, por ejemplo, o Magdalena ¿po- dían mirar como suya propia, lo mismo que María, la sangre del Redentor?

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Evidentemente que no. Algo, pues, había en la realidad, que permitía a María, más que a Juan o Magdalena, mirar como suya la sangre del Re- dentor. Y este algo, que es mucho, que son los derechos de madre, es la razón por la cual el precio de nuestro rescate, si es principalmente del Hijo, no deja por eso de ser también de la Madre. María, pues, al consentir resignada y obediente el derramamiento de la sangre redentora, derrama- miento para ella dolorosísimo, podía ofrecer como suyo al Padre el precio de nuestra redención. Y si corredimir es contribuir por su parte al precio del rescate, María, que tanto contribuyó al precio de nuestra redención, con toda verdad puede ser llamada Corredentora nuestra. María, por así decir, había acuñado la moneda con que habíamos de ser rescatados; y si esta moneda pasaba a ser propiedad del Hijo, la Madre, que se la entregó, no había perdido todos sus derechos sobre ella.

La vida de Cristo era, más claramente aún, vida de María. Con su propia sustancia, con 'su propia vida, la Madre plasmó la nueva vida del Hijo, reproduciendo en ella su propia vida. Y con los oficios maternales María iba constantemente transfundiendo su vida en la del Hijo: su vida física, que se iba consumiendo para alimentar la vida del Hijo; su vida moral, que se iba traspasando y concentrando toda en el Hijo. Nunca jamás ha sido tanta verdad, como en Jesús y María, que la vida del hijo es una prolongación o reproducción o extensión de la vida de la Madre. Por el amor, la Madre no vivía ya en sí, sino toda en el Hijo, ni tenía otra vida que la vida del Hijo: con más verdad que San Pablo, podía decir: «Para el vivir es Cristo» (Philp. 1, 21). Y por los derechos maternos, la vida del Hijo pertenecía a la Madre, era algo suyo. María, por tanto, podía ofrecer al Padre, como cosa propiamente suya, la vida del Hijo por el res- cate de los hombres. Si los fieles en el sacrificio eucarístico presentan ali Padre la víctima divina como cosa suya que lo es por la inefable solida- ridad de Cristo con los hombres , con mucho mayor razón podía ofrecer María como cosa suya la víctima de nuestra redención.

Este aspecto de la cooperación de María en nuestro rescate, por la parte que le cabía en el precio ofrecido, es innegable, y es suficientísimo para fundar sólidamente su título de Corredentora.

Aportación propia. Pero también los dolores propios de la Madre, sus padecimientos personales y sus lágrimas, son, si bien secundariamente, precio, congruo a lo menos, de nuestra redención. Recordemos aquella estrofa, que canta la Iglesia en las Laudes de la segunda fiesta ( 15 sept.) de los Dolores de María:

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Nobis salutem conferant Deiparae tot lacrimae, Quibus lavare sufficis Totius orbis crimina.

Y aquel versículo con su responsorio: «María Virgo, per virtutem tot dolo- rum, fac nos gaudere ín regno caelorum». Estas lágrimas, suficientes para lavar los crímenes de todo el mundo, y estos dolores, por cuya virtud pode- mos nosotros esperar la bienaventuranza eterna, no se refieren, por de pronto, a la intercesión actual de María en los cielos, donde cabsterget Deus omnem lacrimam ab oculis eorum,... ñeque luctus... ñeque dolor erit ultra» (Apoc. 21, 4), sino a su actuación en el Calvario. Y si así es, las lágrimas y los dolores de María por la pasión y muerte de su Hijo poseen valor intrínseco para servir de precio de nuestro rescate. Responder que estas expresiones de la Sagrada Liturgia son piadosas exageraciones, es un recurso socorrido, más fácil y cómodo que objetivo y científico; es desconocer lo que valen a los ojos de Dios estas lágrimas y estos dolores de la que es la Madre de Dios, que con caridad inmensa llora la muerte de su Unigénito y ofrece sus atroces dolores por la salud eterna de los hombres. Y supuesto este valor intrínseco de las lágrimas y dolores de María, su valor corredentivo no ofrece ya especial dificultad: no hay por que repetir lo dicho en los capítulos precedentes, cuya aplicación al caso presente es obvia.

Capítulo VI

LA «MUJER» DEL APOCALIPSIS, MADRE DOLOROSA DEL REDENTOR CRUCIFICADO

Demonstrada ya la Corredención de la com-pasión Mariana bajo las cuatro formalidades de mérito, satisfacción, sacrificio y rescate, podemos contemplar el profundo misterio, la «gran señal» de la «Mujer», de la Madre dolorosa, que consuma en el Calvario la generación del Redentor crucifi- cado. El capítulo 12 del Apocalipsis presenta a nuestros ojos esta gran visión de dolor y de gloria.

De dos maneras podemos considerar la «Mujer» del Apocalipsis: o sim- plemente como una imagen grandiosa de María Corredentora, cuya corre-

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dención se presupone demonstrada, o bien como un nuevo título, suficiente por solo para probar la verdad de la Corredención Mariana. Lo primero sería más sabroso y estético; lo segundo, en cambio, aunque más laborioso y árido, será más científico y más conforme con la índole de nuestro trabajo. Por esto segundo, pues, hemos de optar. Para lograrlo plenamente, hay que probar dos cosas: 1) que la «Mujer» del Apocalipsis es María; 2) que la maternidad dolorosa de la «Mujer» es maternidad de corredención.

Art. 1. María es la «Mujer» del Apocaupsis

Para demonstrar la identidad entre María y la «Mujer» del capítulo 12 del Apocalipsis no creemos necesario reproducir aquí lo que hace ya más de veinte años escribimos sobre El capítulo XII del Apocalipsis y el capí- tulo III del Génesis (Estudios eclesiásticos 1 [1922]. 5-18): estudios ulte- riores del sagrado texto nos han sugerido una imeva demonstración, más fácil, a nuestro juicio, y más eficaz. Sin retractar, pues, lo escrito ante- riormente, propondremos esta nueva demonstración. Nos atendremos, lo mismo que antes, pero más estrictamente todavía, a los principios normales y usuales de la hermenéutica bíblica.

Precisemos el problema. La «Mujer» es evidentemente la Madre del Mesías o del Redentor. Pero semejante afirmación, por obvia que parezca, no decide la cuestión a favor de María, la única Madre real del Redentor. El lenguaje del Apocalipsis, lleno de símbolos y alegorías, no acredita esa solución simplista. La maternidad es, sin duda, la generación feminina; pero en el simbolismo apocalíptico es posible que la maternidad sea una expresión figurada de la generación proveniente de una colectividad capaz de ser concebida bajo una imagen feminina. De ahí la doble solución posi- ble y aun probable: la maternidad de la «Mujer» o es la maternidad real de María o es la maternidad simbólica de una colectividad. Para averiguar cual de las dos maternidades, la real o la simbólica, ha querido expresar el autor del Apocalipsis en la «Mujer», primero recogeremos los hechos, es decir, los textos bíblicos referentes a la generación del Mesías, y luego procuraremos determinar su interpretación.

360 MARÍA. MEDIADORA LMVERSAI,

§ 1. Textos bíblicos referentes a la generación del Mesías

Suponemos, y presuponen todos los intérpretes del Apocalipsis, que San Juan no ha querido expresar bajo la imagen de la <> Mujer» sino la persona o colectividad, a la cual en la Escritura se atribuye con fundamento real la generación del Mesías. Hay que ver, pues, a quién o a quiénes se atribuye en la Escritura semejante generación.

En este sentido hallamos en la Escritura dos corrientes o series de textos: unos que hablan de la generación patriarcal, otros que expresan la genera- ción virginal. Para mayor precisión distinguiremos en estos textos los rasgos reales y los rasgos verbales.

Rasgos reales. Comenzando por los rasgos o indicios reales, es evi- dente y sabido que la Escritura presenta a los patriarcas como progenitores del Mesías. Ciñéndonos. para abreviar, a sólo San Pablo, la Epístola a los Romanos enumera entre los grandes privilegios otorgados por Dios a los judíos los grandes patriarcas del Antiguo Testamento: «cuyos son. dice, los patriarcas, y de quienes desciende el Mesías en cuanto a la carne» (Rom. 9, 5). Entre estos progenitores del Mesías menciona especialmente a Abrahán, a Judá y a David: «A Abrahán le fueron hechas promesas, y en él a su Descendencia.... la cual es Cristo» (Gal. 3, 16 1; «El Señor nuestro es retoño de Judá» (Hebr. 7, 14): «nacido de la estirpe de David según la carne» (Rom. 1. 3). En consecuencia, la generación del Mesías se atribuye a la colectividad de la serie patriarcal.

Al lado de la generación pariarcal está la generación virginal. El texto más conocido es el de Isaías: «Ecce virgo concipiet et pariet filium, et vocabitur nomen eius Emmanuel» (Is. 7, 14), que San Mateo (1. 23) inter- preta en sentido mesiánico. En el mismo sentido hay que entender aquellas palabras de Miqueas «parturiens pariet» (Mich. .5, 3), que siguen inme- diatamente a la famosa profecía «Et tu, Bethlehem Ephrata...» (5. 2l Eco de esas profecías son aquellas palabras de San Pablo: «Envió Dios a su propio Hijo, hecho de Mujer» (Gal. 4. 4). Y antes que todos estos textos está el Proto-Evangelio (Gen. 3. 1.5), que presenta al prometido Reparador como «Descendencia de la Mujer», que, según la interpretación tradicional V más probable, por lo menos, se refiere a la Madre del Mesías. Se ha notado además frecuentemente el hecho, que en el Antiguo Testamento, siempre que se habla de la generación inmediata del Mesías, se menciona a su Madre.

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La fusión o yuxtaposición de estas dos corrientes da lugar a una corrien- te mixta, patriarcal a la vez y virginal, cual aparece en la genealogía de San Mateo (1, 1-17) y en la Anunciación narrada por San Lucas íl, 31-33). Es significativa esta fusión, por cuanto prueba que la generación del Mesías puede muy bien presentarse juntamente como patriarcal y como virginal.

En consecuencia, considerados los rasgos reales, la generación del Mesías puede presentarse o como patriarcal o como virginal o bien simultáneamente bajo ambos aspectos.

Rasgos verbales. Para apreciar mejor los rasgos verbales y consi- guientemente las alusiones que el texto apocalíptico pueda contener a las profecías del Antiguo Testamento, servirá de base la versión latina de la Vulgata, que retocaremos ligeramente, amoldándola en lo posible al original griego:

Et signum magnum <visum est^- in cáelo: Mulier <circumamicta^- solé, et luna <subtus pedes^ eius,

et <super caputi- eius corona stellarum duodecim:

et in Utero habens,

<et clámate- parturiens,

et <cruciatum habens>- ut pariat...

Et peperit filium masculum,

qui recturus <est-- omnes gentes in virga férrea (Ap. 12, 1-5).

Dos rasgos verbales hay que señalar principalmente, favorables a la ge- neración patriarcal. El primero es la «corona de doce estrellas», que, según la interpretación más general, que consideramos acertada, se refiere a los doce patriarcas de Israel; y es un indicio de la generación patriarcal. No- temos, empero, que las doce estrellas coronan a la Mujer, pero no son la misma Mujer. El segundo es más complicado e indirecto, pero necesario para fundamentar o justificar el simbolismo de la maternidad o generación femenina aplicado a Israel. Las expresiones «parturiens... peperit filium masculumt) son una alusión manifiesta a este pasaje de Isaías:

Antequam parturiret peperit; antequam veniret partus eius, peperit masculum... quia parturivit et peperit Sion filios suos (Is. 66, 7-8).

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Es de notar que esta personificación feminina y maternal de Sión se halla también en el Salmo 86, cuyo vers. 5, traducido literalmente, suena: «<De>- Sion <dicetur^-: Homo et homo natus est in ea». Análoga perso- nificación simbólica se halla en San Pablo, que, escribiendo a los Gálatas, dice: «Abrahán tuvo dos hijos: uno de la esclava, y otro de la libre. Mas el de la esclava nació según la carne; pero el de la libre, en virtud de la promesa. Estas cosas están dichas alegóricamente; pues esas dos mujeres son dos Alianzas: la una desde el monte Sinaí, que engendra para la escla- vitud, la cual es Agar... Mas la Jerusalén de arriba es libre, la cual es madre nuestra» (Gal. 4, 22-26). Pero notemos que todos estos textos, si son aptos para explicar o justificar la concepción simbólica de Israel bajo la imagen de la maternidad, no se refieren a la generación del Mesías.

Más numerosos, claros y directos son los rasgos verbales relativos a la generación virginal. Las palabras «signum... in cáelo» son una alusión manifiesta a estas otras de Isaías: «Pete tibi signum a Domino Deo tuo, in profundum inferni sive in excelsum supra... Propter hoc dabit Dominus ipse vobis signum» (Is. 7, 11-14). Merece consignarse la interpretación de San Ireneo: «In eo autem quod dixerit: Ipse Dominus dabit signum, id quod erat inopinatum generationis eius significavit: quod nec factum esset aliter, nisi Dominus Deus omnium ipse dedisset signum in domo David. Quid enim magnum, aut quod signum fieret in eo, quod adolescentula concipiens ex viro peperisset...? Sed quoniam inopinata salus hominibus inciperet fieri, Deo adiuvante, inopinatus et partus Virginis fiebat, Deo dante signum hoc, sed non homine operante illud» {Adv. Imer., 3, 21, 6. MG 7, 953). Y más brevemente: «Deus igitur homo factus est, et ipse Dominus salvabit nos, ipse dans Virginis signum» (Ib., 3, 21, 1. MG 7, 964).

La palabra «Mulier», con el relieve que tiene, recuerda invenciblemente el Proto-Evangelio: «Inimicitias ponam ínter le et Mulierem», en que apa- rece la misma palabra con idéntico relieve. Donde es de notar que en ambos pasajes aparecen juntos y contrapuestos la Mujer y la serpiente o dragón. Ni es menos curioso y significativo el modo como en el Cuarto Evangelio se nombra a María. Mientras el Evangelista, sin pronunciar una sola vez su nombre, la llama constantemente «la Madre de Jesús» (loh. 2, 1; 2, 3; 2, 5; 2, 12; 19, 25-26), el mismo Jesús no le da otro nombre que el de «Mulier» (loh. 2, 4; 19, 26). Identificación bien expresiva entre las dos expresiones «Mulier» y «Madre de Jesús»: para el mismo Evangelista principalmente, en cuyo corazón quedó profundamente grabada la palabra «Mulier», cuando oyó de labios del Maestro moribundo: «Mulier, ecce filius

LIBRO I. CORREDENCIÓN

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tuus». Y este hijo de la «Mujer» era el mismo Evangelista, el mismo autor del Apocalipsis.

Por fin, la expresión «parluriens... peperit» más que una alusión es una reproducción de las palabras de Miqueas «parturiens pariet», con que es designada la Madre del Mesías.

Tales son los textos bíblicos relativos a la «Mujer» real o simbólica, singular o colectiva, a quien se atribuye la generación del Mesías. Resta ahora examinarlos y cotejarlos atentamente para hallar la solución del pro- blema.

§ 2. Interpretación de los textos citados

Para proceder con mayor orden y claridad, concretaremos los resultados que se desprenden de los textos precedentes en varias conclusiones, que jus- tificaremos con el examen y cotejo de los mismos textos.

1. Conclusión general o comprensiva. La primera conclusión, más genérica o imprecisa, es que la «Mujer)) significa de alguna manera tanJo n Israel como a la Virgen María. La razón parece obvia. Si existen dos series de textos, igualmente autorizados, unos a favor de la generación pa- triarcal, otros a favor de la generación virginal, sería enteramente arbitrario, ■e inadmisible, aceptar los unos y recusar los otros. La razón que se aduzca para admitir los unos, vale igualmente para admitir los otros, y condena su inmotivada exclusión.

2. Conclusión eliminativa. La segunda conclusión, eliminando los sentidos inaceptables que pudieran darse a la colectividad patriarcal, precisa su verdadero sentido. Se ha identificado frecuentemente a la «Mujer» o con la Sinagoga de los judíos o bien con la Iglesia cristiana. Decimos, pues, que ni la Sinagoga ni la Iglesia cristiana son la aMujer)) del Apo- calipsis.

Primeramente, no lo es la Sinagoga. Para no perdernos en cuestiones de palabras, entendemos por Sinagoga el judaismo en el sentido etnográfico y político, o, para expresarnos con términos de cuño Paulino, el judaismo de la Ley o el Israel de la carne, como contrapuesto al Israel de la promesa o el Israel de Dios. Así entendida, la Sinagoga ni es, ni puede ser, ni real ni simbólicamente, la Madre del Mesías. La razón es clara. La generación del Mesías es precisamente la gran promesa, hecha a los patriarcas de Israel, con la cual nada tenía que ver la Ley de Moisés. No vamos a reproducir* aquí, por creerlo superfluo. las acerbas diatribas de San Pablo contra los que, confundiendo la economía de la promesa con el régimen de la Ley,

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vinculaban torpemente a ésta el cumplimiento de la promesa. Por lo demás, aquellas expresiones del mism.o Apocalipsis «blasphemaris ab his qui se dicunt iudaeos esse, et non sunt, sed sunt synagoga satanae» (2, 9), «ecco dabo de synagoga satanae, qui dicunt se iudaeos esse, et non sunt, sed men- tiuntur» (3, 9), no son muy favorables a la identificación de la «Mujer» con la Sinagoga. El nombre que juzgamos más apropiado para designar la colectividad patriarcal, en cuanto identificada con la «Mujer», es el de Israel de la promesa, o simplemente Israel.

Tampoco la Iglesia cristiana, en su sentido propio, puede identificarso con la "Mujer». También aquí la razón parece decisiva. Por una parte, los textos de la serie patriarcal no se refieren a la Iglesia ; y en consecuencia carece de todo fundamento bíblico su identificación con la «Mujer». Por otra parte, si no es violentando el sentido de las palabras y de las cosas, la Iglesia cristiana no es, ni puede concebirse como Madre del Mesías. Ade- más, en el Apocalipsis la Iglesia se presenta como la esposa del Cordero, no como su Madre. Sólo en un sentido más amplio pudiera la «Mujer» ser la Iglesia, en cuanto ésta, como «Israel de Dios», en frase de San Pablo (Gal. 6, 16), se extiende también al Antiguo Testamento con el nombre de Israel de la promesa. Pero esta extensión de la Iglesia no justifica el que la Iglesia cristiana se identifique con la «Mujer».

3. Conclusión sintética. La doble identificación de Israel y de María con la «M«,/er» no ha de entenderse en el sentido de dos identifica- ciones totales e independientes, sino más bien de una sola identificación compuesta o combinada o per modum unius. La unidad de la imagen de la «Mujer» excluye semejante dualidad de significaciones independientes, que además serían incoherentes. Comprobación de esta unidad o combi- nación harmónica son los textos que hemos llamado mixtos, en que confluyen las dos corrientes de los textos patriarcales y virginales. Por lo demás, esta combinación de significaciones está en consonancia con el simbolismo del Apocalipsis, en que aparecen símbolos de símbolos, que pudiéramos llamar de segundo grado.

4. Conclusión disyuntiva. Esta combinación harmónica de las dos significaciones puede concebirse de dos maneras diferentes: a) en cuanto se concibe como base la significación patriarcal, completada o modificada por la virginal; b) en cuanto predomina o aparece en primer término la significación virginal, matizada o aureolada por la patriarcal. Hay que precisar algo más. Cada una de estas dos maneras puede presentar dos formas distintas, a) La «Mujer» puede significar a Israel, o bien represen- tado simplemente con los rasgos de María, o bien como convergiendo y

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concentrándose realmente en María, b) La «Mujer» puede significar a María, o bien representada con los rasgos de Israel, o bien como recogiendo y sintetizando en realmente todas las generaciones patriarcales y todas las promesas hechas a Israel; o, acaso más claramente, o bien en cuanto está representada imaginariamente con los rasgos propios de Israel, o bien en cuanto ella lleva la representación jurídica de Israel. Estas dos formas de significación en cada una de las dos maneras no son indiferentes. En la primera forma la significación complementaria sería ideal o imagina- ria; en la segunda sería real o jurídica. En alguna de estas maneras y formas de significación o representación hay que concebir la combinación harmónica de las dos significaciones, patriarcal y virginal. ¿Cuál es la preferible?

5. Nueva conclusión eliminativ a. Ante todo hay que descartar la forma de significación complementaria que sea puramente ideal o imagi- naria. Ni la hipótesis de Israel representado con rasgos tomados de María satisface a la serie de textos virginales, ni la hipótesis de María representada con rasgos tomados de Israel satisface a la serie de textos patriarcales. Estas hipótesis, que ya resultan improbables, si las dos series de textos se consideran separadamente, resultan completamente inverosímiles, si se comparan entre las dos series. Porque en cualquiera de las dos hipótesis una de las series habría de tomarse en sentido real, otra en sentido figurado. Pero para hacer esta diferencia entre las dos series, era necesario que las expresiones y el tono de las dos series de textos fueran tan marcadamente distintos, que dieran pie para que la una se interpretase en sentido real y la otra en sentido figurado. Y tales diferencias ¿dónde se descubren? Si la una, cualquiera que sea, se toma en sentido real, es arbitrario tomar la otra, de carácter y tono análogo a la primera, en sentido figurado. Además, ahí están los textos mixtos o confluyentes, en los cuales ambas generaciones, la virginal y la patriarcal, se hallan, por así decir, en un mismo plano: ambas se consignan en sentido real. El problema, pues, queda reducido a estas dos hipótesis: o) o predomina la colectividad israelítica, como puesta en primer término, aunque representada y concentrada en María, b) o apa- rece en primer término María, si bien concentrando en toda la colecti- vidad pariarcal y llevando su representación. El examen objetivo y el cotejo de los textos parece decisivo a favor de la significación predomi- nante de María.

6. Conclusión definitiva. La aMujem es María en cuanto concen- tra en a Israel y lleva su representación. Propondremos las razones que nos inclinan a preferir esta solución.

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La «Mujer» se nos presenta con todos los rasgos propios de la «madre»: por el sexo feminino, por la generación feminina, que es además próxima o inmediata. Estos tres rasgos, que sólo impropia o figuradamente se pueden aplicar a la generación patriarcal, que es masculina o paterna y remota, se verifican a la letra en María. Habían de intervenir razones de otro orden muy poderosas, para que pudiésemos preferir fundadamente la significación impropia y figurada a la propia y real. Y esas razones no existen.

En el Cuarto Evangelio, escrito por el mismo autor del Apocalipsis, alternan como equivalentes estas dos expresiones «Mujer» y «Madre de Jesús», únicas además con que en él se designa a María. Luego parece muy natural que el autor del Apocalipsis con la expresión «Mujer» pensase de- signar a la «Madre de Jesús». Y adquiere mayor fuerza esta razón, si se tiene en cuenta la impresión que la palabra «Mujer» había dejado en el corazón de Juan, al oírla en el Calvario de labios de Jesús moribundo. Al presentar en el Apocalipsis con tanto relieve la palabra «Mujer», no podía Juan dejar en segundo término a la «Madre de Jesús».

Con la palabra «Mujer» Juan nos hace remontar al capítulo tercero del Génesis: como con las primeras palabras de su Evangelio y de su primera Epístola se remonta al capítulo primero. Ahora bien, en el capítulo ter- cero del Génesis, es decir, en el Proto-Evangelio, la «Mujer» no es Israel o la serie de los patriarcas, sino María. Luego a María designa principal- mente la «Mujer».

Cotejemos ahora las series de textos. Si consideramos los rasgos reales, los textos virginales parecen tener cierta preponderancia sobre los patriar- cales, aunque sola acaso no sería decisiva. Sólo en los textos mixtos o confluentes adquiere mayor relive esta preponderancia. Si, en cambio, se consideran los rasgos verbales, de suyo además más significativos, la pre« ponderancia de los textos virginales salta a la vista. Los dos que hemos señalado a favor de la significación patriarcal más bien favorecen la virgi- nal. El de las «doce estrellas», como ya hemos advertido, presenta a los doce patriarcas como corona de la «Mujer», no como la misma «Mujer» ; es decir, la colectividad patriarcal circunda a la «Mujer» y hace converger en ella toda su dignidad y representación. El otro rasgo verbal, remoto e indirecto, no se refiere a la generación del Mesías: sólo muestra la posibili- dad de concebir simbólicamente la generación patriarcal bajo la imagen de la maternidad. Al contrario, los rasgos verbales relativos a la generación virginal o a María son claros y decisivos. Las expresiones «signum», «Mu- lier», "parturiens peperit», son citas verbales de profecías mesiánicas rela- tivas a la Madre del Mesías. En conclusión, la «Mujer» es María por doble

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título: personal y representativo; por título personal, por cuanto ella es la Madre del Mesías; por título representativo, por cuanto, concentrando en y coronando la serie de las generaciones patriarcales, lleva la represen- tación de Israel, recoge las promesas hechas a Abrahán y les da feliz cum- plimiento. Concebida así la significación de la «Mujer», pierden su fuerza algunas dificultades, a que daría lugar una interpretación Mariana pura- mente personal.

Hemos dicho que la «Mujer» no es propiamente la Iglesia cristiana; pero esto no quiere decir que la «Mujer» no tenga ninguna relación con la Iglesia. las tiene, y muy profundas; pero se refieren a la maternidad espiritual y a la intercesión actual de María, que habremos de estudiar más adelante. Ahora nos interesa contemplar la significación corredentiva de la «Mujer» del Apocalipsis.

Art. 2. Maternidad dolorosa y corredentiva de la «Mujer»

«Signum magnum <visum est'>- in cáelo: Mulier... in útero habens, ■<et clamat-^ parturiens, et <cruciatum habens*^- ut pariat». Estos clamo- res y dolores de parto de la «Mujer», que para muchos han sido una difi- cultad contra la identificación Mariana de la «Mujer», son más bien un sím- bolo maravilloso de la com-pasión corredentora. La dificultad nacía de la manera de concebir la maternidad de María puramente como generación física, que estuvo exenta de todo dolor; pero semejante concepción mezquina ha de desaparecer ante una concepción más amplia y más grandiosa, de la maternidad moralmente también considerada. Recordemos este aspecto moral de la maternidad de María, base de sus dolores en el Calvario ; y a su luz comprenderemos la profunda significación y el alcance de las miste- riosas expresiones del texto apocalíptico.

Dios destinó a María a ser la Madre del Redentor. El ámbito de esta maternidad pudo ser más extenso o más limitado; las relaciones entre la Madre y el Hijo pudieron ser más o menos estrechas. Pero Dios quiso dar al ámbito de esta maternidad su máxima amplitud, y a estas relaciones su máxima intimidad. El Hijo de Dios nacía de María para ser Redentor y como tal morir en una cruz: y María había de ser su Madre, y actuar como Madre y desempeñar sus oficios do Madre, hasta la cruz y hasta la muerte del Hijo. Esto quiso Dios, y esto liizo María. Su maternidad no termina, no se consuma, sino con la muerte del Redentor. Esta verdad se merece más profunda consideración.

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El Redentor crucificado es el objeto de la encarnación del Hijo de Dios. Suárez tiene a este propósito un pensamiento bellísimo, a que no se ha pres- tado la debida atención. Admite él con la escuela franciscana que en el plan primitivo de la creación, antecedente lógicamente a la previsión del pecado, entra ya Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, como fin primario de la obra de Dios; pero añade profundamente que esta gloria del Hombre- Dios no hubiera llenado los ideales y aspiraciones de Dios, si no la hubiera contemplado aureolada con la gloria del Redentor crucificado. Suárez, como San Pablo, no quería saber sino a Cristo, y éste crucificado, ni admi- tía otra gloria que la gloria de la cruz de nuestro Señor Jesu-Cristo. Nues- tra cortedad y rudeza no acaba de comprender esta gloria suprema de Cristo crucificado. La cruz del Redentor es el índice máximo de la gran- deza moral del Hombre-Dios, la revelación más aterradora de la malicia y gravedad del pecado, la más excelsa glorificación de Dios, la reparación más digna del honor divino, el medio más adecuado de la redención humana, la más sublime lección de sabiduría y santidad. Por esto la santa cruz es el centro de la religión cristiana y la señal de los cristianos. Y del árbol di la cruz florecen las otras dos grandes devociones cristológicas: la de la Sagrada Eucaristía, mística reproducción del misterio de la cruz, y la del Corazón de Cristo, que en la cruz fué traspasado con la lanza y que sólo en la cruz mostró a los hombres toda la potencia divina de su amor al Padre y de su amor a los hombres. Que no sólo Pablo, y con él todos loa hombres, sino también el Padre celestial puede exclamar: «Dilexit me, et tradidit semetipsum pro me».

Cristo crucificado: tal es el ideal y el blanco de la encarnación. Y también de la divina maternidad de María. Cristo crucificado no es un término remoto o extrínseco, sino el fin inmediato, intrínseco, total, de la maternidad de María en la presente providencia, y, según Suárez, en todo orden de providencia. Y esta maternidad quiso Dios que fuera también total, integral, plenaria. Toda entera la maternidad de María estaba orde- nada, orientada, consagrada, como a su objeto único y exclusivo, a Cristo crucificado. Todos sus oficios y desvelos maternales estaban destinados a criar, formar, preparar el Redentor crucificado. Contemplemos la coex- tensión de la maternidad con la crucifixión. La crucifixión se consuma en el Calvario, pero se inicia ya en la misma encarnación, en que el Redentor se desposa con la cruz, en que el primer acto de su Corazón es la obediencia amorosa con que acepta la sentencia de cruz, con que místicamente se inmola en el ara de la cruz. Y a su vez, la maternidad divina se inicia en la encar- nación, pero no se consuma sino en el Calvario al pie de la cruz. Y como

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la vida entera del Redentor fué una vida de cruz, así la maternidad de María, orientada hacia la cruz, fué una maternidad crucificada. Y la con- sumación de esta crucifixión maternal fué la crucifixión real del Hijo Re- dentor. La gestación física del Hombre-Dios se terminó en Belén con el sagrado parto; pero la gestación moral, la formación amorosa del Redentor crucificado en el Corazón materno, no alcanzó su término sino en el Calvario con el misterioso parto, en que la Madre del Redentor daba a luz al Redentor crucificado. Para comprender toda la fuerza moral de la maternidad y todo el alcance del parto moral, séanós permitido citar por vía de contraste aquellas conocidas palabras de San Agustín, relativas a la impúdica Hero- días (^): «Mulier detestabilis odium concipiebat, quod aliquando dato tem- pore pareret. Quando autem parturiebat, peperit filiam, filiam saltantem» (ML 38, 1406). «Mulier... parturiebat, peperit»: las mismas expresiones del Apocalipsis: que, amoldadas conforme al texto agustiniano, podrían transformarse de esta manera: «Mulier admirabilis Redemptorem concipie- bat, quem aliquando dato tempore pareret. Quando autem parturiebat, peperit Filium, Filium cruci fixum».

La presencia de María en el Calvario no era casual ni indiferente. María tenía que estar y actuar allí como Madre: tenía que cumplir allí con el Hijo moribundo los postreros oficios maternales: asistirle, confortarle y consolarle con su amorosa presencia, recoger sus últimas miradas, sus últi- mas palabras y sus últimos encargos. La Madre en aquel trance no podía abandonar al Hijo. Pero otro oficio maternal, más importante, tenía qua desempeñar allí la Madre del Redentor. Dios quería que aquella vida se le ofieciese en sacrificio con plenitud de obediencia, con la plena cesión de todos los derechos que sobre aquella vida existían, también los derechos de la Madre sobre aquel Hijo. Y María, con plenitud de obediencia, in- moló su amor y sus derechos de Madre: y con esta voluntaria cesión ponía a la vida del Hijo en la disposición que Dios quería, para ser aceptada en sacrificio por la salud de los hombres. Y al dar esta disposición a la vida de la víctima, al «consumar» al Redentor, daba definitivamente a luz al Hijo crucificado: «peperit Filium cruci fixum». Los dolores de esta cesión de derechos y de este parto místico eran los dolores de la maternidad crucifi- cada, eran dolores de corredención: exigidos por Dios como condición y

O Para prevenir la mala impresión que pudiera causar la aplicación de este texto de San Agustín a la Purísima Virgen, séanos lícito notar que no comparamos, ni siquiera por vía de contraste, a la Santísima Madre de Dios con la repugnante concubina de Herodes: comparación, que sería de gusto reprobable. Solo citamos las palabras de San Agustín, porque son una expresión gráfica y maravillosamente profunda del pensamiento que estamos desarrollando.

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complemento de la crucifixión y de los dolores del Hijo, elemento integrante del acto redentivo. Si la pasión era, según San Pablo, la consumación del Hijo Redentor (Hebr. 2, 10; 5, 9), la com-pasión era la consumación de la Madre Corredentora. La «Mujer» del Apocalipsis, como la «Mujer» del Proto-Evangelio, debía asociarse a su «Descendencia», y con ella compartir así la dolorosa mordedura como la victoria definitiva contra la serpiente: la mordedura, con la com-pasión; la victoria, con la gloria de la correden* ción. El Redentor nace en cruz de la «Mujer», herido a la vez y victorioso. La redención es el parto doloroso de la «Mujer».

Signum magnum <visum est> in cáelo», dice el Apocalipsis; «signum saliitis», añade San Ireneo. Y este signo o símbolo de salud es activo y eficiente, no es un mero ornato. Y «símbolo activo de salud» se llama «Sa- cramento». Por esto la «Mujer», la gran señal de salud, es Sacramento eminente, Sacramento de redención.

Sección IV

EXAMEN DE LAS OBJECIONES CONTRA LA CORREDENCIÓN

Capítulo I OBJECIONES GENERALES

Art. 1. Unidad del Redentor

Contra la Corredención Mariana se ha invocado frecuentemente, ya desde antiguo, la categórica declaración de San Pablo: «Uno es Dios, uno también el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre. Cristo Jesús, que se dió a mismo como precio de rescate por todos» (1 Tim. 2, 5-6). Según esto, la gloria o la prerrogativa de Redentor es propia y exclusiva de Cristo, incomunicable e intransferible a nadie más: es, por tanto, inadmisible, como contraria a la declaración del Apóstol, la Corredención Mariana. Como no existe un segundo Dios al lado del único Dios, así tampoco existe una Corredentora al lado del único Redentor.

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A esta objeción no responderemos que San Pablo más que del único Redentor habla del único Mediador; que, por consiguiente, si se han de tomar a la letra las palabras de San Pablo, al lado del único Mediador no es admisible la mediación de los santos, ni siquiera la mediación de María. Ahora bien, semejante consecuencia es inadmisible en buena Teología. Luego es lógico que las expresiones del Apóstol deben de tener un sentido más mitigado, que, si no se opone a la mediación Mariana, tampoco puede oponerse a la Corredención. Pero ahora más que una solución indirecta, más que poner en contradicción al adversario consigo mismo, nos interesa examinar el fundamento teológico de la objeción, reduciendo los hechos a los principios.

Existen en Teología numerosas denominaciones, prerrogativas o pro- piedades, que son a la vez exclusivas y comunicables. Naturalmente, ex- clusividad y comunicabilidad son incompatibles y contradictorias, si se toman en idéntico sentido las denominaciones de que se trata; mas, si en un sentido se declaran exclusivas, y en otro sentido comunicables, desapa- rece toda incompatibilidad y sombra de contradicción. Y así es, en rea- lidad. Hay denominaciones o propiedades, que tienen doble sentido: un sentido primario, absoluto, pleno, original, y un sentido secundario, ate- nuado, relativo, derivado. En el primer sentido son exclusivas, en el segundo comunicables. Sin contradicción, por tanto. Propondremos algu- nos ejemplos de los muchos que pudieran aducirse.

Dice San Pablo que Dios es «el único que posee la inmortalidad» (1 Tim. 6, 16); y, sin embargo, escribe en otro lugar: «Es necesario... que este mortal se revista de inmortalidad» ( 1 Cor. 15, 53). El mismo Apóstol sugiere la solución de esta aparente antinomia. La inmortalidad Dios la posee, el hombre se reviste de ella ; es decir, la de Dios es esencial, la de la carne es puramente gratuita; la de Dios es prerrogativa suya abso- luta y original, la de la carne, relativa y derivada: en el primer sentido es exclusiva, en el segundo, comunicable. Puede, por tanto, una misma propiedad ser a un tiempo, en un sentido exclusiva, en otro sentido comu- nicable a otros. De semejante manera. Cristo en sentido absoluto y pleno es el único Redentor; pero al mismo tiempo María puede ser Corredentora en sentido relativo y atenuado.

Dijo el Señor al joven rico: «Nadie es bueno, sino sólo Dios» (Le. 18, 19). Y, sin embargo, San Lucas dice que José de Arimatea era «hombro bueno» (Le. 23, 50). Es que el Señor hablaba de la bondad absoluta y original, mientras San Lucas hablaba de la bondad relativa y participada: exclusiva en el primer sentido, comunicable en el segundo.

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Afirma categóricamente San Pablo que «fundamento, nadie puede poner otro fuera del ya puesto, que es Jesu-Cristo» (1 Cor. 3, 11). Y, no obs- tante el mismo Jesu-Cristo constituyó a San Pedro fundamento de su Iglesia, cuando le dijo solemnemente: «Tú eres Roca, y sobre esa roca edificaré mi Iglesia» (Mt. 16, 18). La aparente contradicción de estas dos afirma- ciones la resuelve tan hermosa como atinadamente San León por estas pala- bras: «Cum ego sim inviolabilis petra,... ego fundamentum, praeter quod nemo potest aliud poneré: tamen tu quoque petra es, quia mea virtute soli- daris; ut quae mihi potestate sunt propria, sint tibi mecum participationc communia» (ML 54, 150).

Lo que dice San León de Cristo y de Pedro respecto de la gloria de ser fundamento de la Iglesia, se aplica a Cristo y a María respecto de la gloria de ser Redentor de los hombres, en doble sentido. Por una parte, esta gloria, exclusiva de Cristo potestativa o autoritativamente, se extiende a María participadamente. Pero, por otra parte, esta participación es tam- bién prerrogativa exclusiva de María, como lo es de Pedro ser por partici- pación fundamento de la Iglesia.

En conclusión, el ser Cristo el único Redentor en sentido pleno y pri- mario no impide que también María puede ser Corredentora en sentido atenuado y secundario. La Corredentora no es rival del Redentor: sólo lo sería, si se presentase como independiente e igual. Pero semejante des- propósito jamás ha pasado por las mientes a ningún Teólogo sensato. El arroyo no es rival de la fuente.

Art. 2. Unidad de la redención: redimida y Corredentora

De la unidad de la redención se ha tomado pie para negar el hecho y la posibilidad de la Corredención. Se arguye sutilmente de esta manera: supuesta la unidad innegable de la redención, que comprende a todos los. hombres, María no puede ser Corredentora: no antes de la redención, ni tampoco después; no antes, porque condición previa para poder actuar como Corredentora es la gracia o la justicia, que es fruto o efecto de la redención; no después, porque, consumada ya la redención, la interven- ción de María sería un conato estéril, que llegaría tarde. Más breve y claramente: María no puede ser Corredentora, ni como todavía no redi- mida, ni como ya redimida ; no en el primer caso, porque le falta la gracia ; no en el segundo, porque halla ya hecha la obra, a la cual había de coope- rar. Tal es el argumento Aquiles de los que niegan la Corredención Ma-

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riana. Más por esta circunstancia externa, que por su valor interno, hay que examinar atentamente esta famosa objeción, que se ha propuesto de diferentes maneras, si bien idénticas sustancialmente.

La dificultad se desenvuelve en la región de los principios metafísicos: y dentro de esta región hay que solventarla. Pero, antes de remontarnos a estas regiones, abramos unos momentos los ojos a las realidades tangibles. Estamos en el Calvario en el momento en que va a efectuarse la redención humana. Allí está María al pie de la cruz. Preguntamos: ¿María posee va la justicia y gracia santificante? Evidentemente que sí, ya desde el pri- mer instante de su Concepción. ¿Y la redención está ya realizada? Toda- vía no. Luego, María está capacitada para intervenir, y no llega tarde todavía. Pero, se replica, es que María posee la gracia precisamente en virtud de la misma redención, cuya aplicación se le ha anticipado. Pero volvemos a preguntar: ¿esa anticipación presupone ya históricamente rea- lizada la redención? Los hechos dicen que no: la redención en su realidad liistórica no se ha efectuado todavía. Luego, de cualquiera manera que fe explique la anticipación, es siempre un hecho, que la redención real todavía no se ha verificado, y que María ya posee la gracia que la capacite .1 intervenir en ella. Podrá no haberse contado con esta intervención en el estadio ideal de la redención; pero puede contarse con ella en su estadio histórico y real. Contra este argumento de hecho se estrellan todas las argu- cias metafísicas. Las hipótesis o teorías, destinadas a explicar los hecho?, no pueden comenzar por negar o desconocer el hecho. De lo contrario, tendremos argumentos parecidos a los de aquel que con sutilezas apriorís- ticas se proponía negar la posibilidad del movimiento. Y esas sutilezas so refutaron, andando. Pero remontémonos a la región ideal de los principios.

La fuerza de la objeción estriba en la verdad de estas cuatro afirmacio- nes: 1) que María fué anticipadamente redimida en virtud de la redención prevista como real; 2) que esta redención recae simultáneamente y como (le un solo golpe en María y en los demás hombres; 3) que esto supuesto, i!o queda ya lugar para la cooperación de María a la redención; 4) quo esta cooperación presupone necesariamente en María la posesión de la gracia santificante. Cualquiera de estas cuatro afirmaciones que se demuestre ser falsa o infundada, cae por su base toda la objeción, que estriba en la verdad de todas ellas juntas. Ahora bien, ¿es tan averiguada la verdad de todas esas afirmaciones? ¿No hay ninguna que falle? ¿Y si fallan todas a la vez?

1) Comencemos por la pretendida previsión de la redención real o histórica. Decimos: no se prueba, ni se ha probado, que la aplicación

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anticipada de la redención no pudo hacerse en un momento lógico antece- dente a la previsión propiamente dicha, es decir, que no pudo hacerse en atención a la redención concebida solamente ut sic o según su sustancia, no determinada todavía por las circunstancias que habían de acompañar su realización histórica. Y bastaba esta falta de pruebas convincentes, pará que la objeción pierda toda su fuerza. Pero añadimos más: no sólo no se prueba que la aplicación anticipada de la redención a María hubo de ser posterior lógicamente a la previsión de la redención real, sino que se prueba positivamente lo contrario, es decir, que hubo de ser lógicamente anterior a dicha previsión. La razón es mucho más clara y eficaz que todas las que puedan aducirse en sentido contrario. Porque la previsión, si no se pervierte el sentido y valor de los términos, es una visión previa y pertenece, por tanto, a la llamada ciencia de visión, que recae sobre los hechos realmente existentes en alguna diferencia de tiempos. Ahora bien, la previsión así entendida de la redención histórica no pudo ser previa a su aplicación anticipada hecha a favor de María. Porque la redención histó- rica presupone, no sólo circunstancias accesorias, de las cuales se podría fácilmente prescindir, sino elementos esencialmente previos, que presuponen ya realizada la aplicación anticipada. La redención, como acto segundo, presupone esencialmente el acto primero, es decir, el Redentor capacitado 5' dispuesto para el acto segundo. Ahora bien, el Redentor, en la actual providencia, no se concibe, sino solidarizado con la raza de Adán: solida- ridad, que presupone esencialmente una madre, la cual, a su vez, para ejercer dignamente su oficio, presupone estar adornada de la gracia santi- ficante, y esta gracia santificante no puede darse sino en virtud de la reden- ción anticipada. Luego, finalmente, esta anticipación debe preceder esen- cialmente, aun en el estadio ideal y lógicamente, a la previsión propiamente dicha de la redención histórica (^). Otras razones hemos apuntado ante- riormente en el mismo sentido; pero la aducida basta para nuestro pro- pósito.

2) Pero supongamos que la aplicacón anticipada de la redención a fa- vor de María fué lógicamente posterior a la previsión de la redención en su

(') Lo que aquí decimos coincide sustancialmente con la solución que, siguien- do a VÁZQUEZ, Platelli y Mayr, propone Muncunill (Tract. da Vcrbl divini in- carnatione, n. 430) a la dificultad contra los méritos de María en orden a la divina maternidad. Lo que por cuenta nuestra añadimos se refiere al uso de la palabra previsión, que, por razón de su valor etimológico, reservamos al conocimiento de la encarnación y redención «quoad circumstantias». El conocimiento lógicamente previo de la encarnación y redención «quoad substantiam», como en cierta manera precisivo, no creemos realice plenamente la significación de previsión en el sentido obvio de visión previa.

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realidad histórica; aun así, para imposibilitar la Corredención Mariana €8 necesario presuponer que la redención recayó simultáneamente en María y en los demás redimidos; porque si se supone que recae primero en María, queda ya con ello capacitada para intervenir en la redención en cuanto recae sobre los demás. ¿Se ha probado esta simultaneidad? Se afirma que sí, y se prueba por la unidad de la redención, que es una misma para María y para todos los demás hombres. Prescindamos de que esta unidad de la redención pueda concebirse moralmente, y no por necesidad físicamente o matemáticamente. Porque la redención, aun limitándola a la pasión y aun al calvario, duró varias horas y constó de muchos actos, cada uno de los cuales tenía valor redentivo perfecto. Pero, prescindamos también de esto y concibamos la redención como un acto físicamente indivisible. Aun •entonces, ¿por qué este acto indivisible no pudo producir su efecto primero en María, y sólo después (lógicamente) en los demás? Y no sólo pudo, sino, más aún, debió producirlo primero en María. La razón de este aserto la hemos dado ya anteriormente, y se funda en la singularidad transcen- dente de María, que constituye a María en lo que, con terminología Paulina, hemos llamado el orden de las primicias. Si, pues, a María correspondían las primicias de la redención, ésta debió recaer en ella con prioridad, lógica a lo menos, respecto de los demás.

3) Pero supongamos de nuevo que María no gozó del privilegio de las primicias y que el efecto de la redención fué simultáneamente universal: aun así, tampoco es cierto que ya no queda lugar para la Corredención Ma- riana: queda aun entonces la aplicación de la doctrina corriente en Teología, según la cual en un mismo instante indivisible de tiempo cabe la distinción de signos lógicos o de naturaleza. Conforme a esta distinción, que tantas dificultades resuelve y tantos misterios ilustra en Teología, cabe distinguir en el instante indivisible de la redención dos signos: uno, de pasividad, en que María es redimida; otro, de actividad, en que ella, ya redimida en el signo precedente, pueda cooperar en el acto de la redención. Para recusar esta solución, sería necesario, o que se rechazase en bloque la doctrina teo- lógica de la- distinción de signos naturales, o bien mostrar que semejante doctrina no tiene en el caso de la redención la aplicación que tiene corrien- temente en tantos otros casos análogos, algunos de ellos notablemente más difíciles y complicados.

4) Queda, por fin, por examinar la cuarta afirmación: que la correden- ción supone de parte de María la previa posesión de la gracia santificante. La Corredención, se dice, debe necesariamente ser sobrenatural: y no puede serlo sin la previa posesión de la gracia. Prescindamos de este segundo

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aserto, o sea, que toda cooperación sobrenatural presupone la gracia santi- ficante, que sea fruto de la redención de Cristo. No falta quien lo niega. En el caso de María, caso singular y único, ¿es imposible la sustitución de la gracia santificante por un auxilio transeúnte o por la aplicación inmediata de la omnipotencia divina? ¿No bastaría esta sustitución para explicar la sobrenaturalidad, aun entitativa, de la cooperación Mariana? Pero vol- vamos al primer aserto, es a saber, que la cooperación a la redención debe ser sobrenatural. Semejante aserto nos parece insostenible, generalmente entendido. Si la cooperación debiera ser necesariamente in linea meiiti, es evidente que habría de ser sobrenatural; pero ¿no es posible una coope- ración eficaz extra Uneam meriti? ¿y semejante cooperación ha de ser indispensablemente sobrenatural? Concretémonos al consentimiento de Ma- ría. Si la eficacia corredentora del consentimiento hubiera de ser necesa- riamente su meritoriedad, claro está que el acto del consentimiento habría de ser entitativamente sobrenatural; mas si esta eficacia se pone, parcial- mente a lo menos, en la tendencia misma psicológica del acto, ya no estriba en su sobrenaturalidad entitativa. De hecho, anteriormente, al demonstrar el valor corredentivo del consentimiento virginal, hemos prescindido, a lo menos en el argumento fundamental, de esa sobrenaturalidad entitativa del .acto. Una de dos: o bien toda cooperación moral, para ser verdadera y eficaz, ha de ceñirse necesaria y exclusivamente a la formalidad predomi- nante y característica del acto al cual coopera, afirmación gratuita y abso- lutamente insostenible, como en su lugar hemos demonstrado, o bien hay que admitir como posible la cooperación del consentimiento virginal a la redención, aun en la hipótesis irreal de que no hubiera sido sobrenatural.

Esta capacidad intrínseca del consentimiento, de poder ser cooperación a la redención en virtud de su misma tendencia psicológica, nos da resuelta la cuestión que muchos se proponen, y que anteriormente hemos preterido deliberadamente, es a saber, si María pudo cooperar a la propia redención. La razón que suele aducirse para la salución negativa, esto es, que «princi- pium meriti non cadit sub mérito», podría ser que valiese, tratándose de una cooperación in linea meriti; mas si se trata, más generalmente, de toda cooperación, y particularmente de la cooperación por medio del consenti- miento psicológicamente considerado, carece de todo valor la razón alegada y el principio teológico en que se funda. Un cautivo, por ejemplo, que trabajase como obrero en la acuñación de la moneda con que había de sor rescatado, y que luego llevase sobre sus hombros el saco de la moneda, precio de su rescate, claro está que nada pondría de su propia cosecha in linea pretil, pero no es menos claro que habría cooperado eficazmente

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al acto o acción de su rescate, si hemos de creer a Santo Tomás. En este sentido, pues, por lo menos (^), hay que admitir que María cooperó activa- mente a su propia redención. San Ireneo lo afirma categóricamente: «Ma- ría... sibi et universo generi humano causa facta est salutis» (Adv. haer., 3, 22, 4. MG 7, 959).

Volviendo a la objeción, hemos visto que en el estadio real es insubsis- tente, y que en el estadio lógico ofrece cuatro puntos, por lo menos, grave- mente vulnerables, que dan lugar a cuatro soluciones diferentes, cada una de ellas suficiente. Con las cuatro a la vez, ¿conserva algún valor contrrj la Corredención?

Capítulo II OBJECIONES PARTICULARES

Art. 1. Objeciones relativas al consentimiento virginal

Las objeciones contra el valor corredentivo del consentimiento virginal pueden reducirse a cuatro principalmente: 1) contra su eficacia inmediata; 2) contra su índole soteriológica ; 3) contra su valor moral ; '4) contra su carácter representativo. Aunque esas dificultades, como también las más

(') «Por lo menos», decimos; pues creemos que también in linea meriti pudo María, parcialmente, cooperar a su propia redención, sin que para nada obste el famoso principio teológico invocado. Es cierto, conforme a este principio, que el hombre no puede merecer la primera gracia; mas no es menos cierto que, una vez recibida esta primera gracia, puede el hombre con ella merecer las gracias subsi- guientes, a lo menos de congruo. Y lo que pasa en el orden de la ejecución se ve- rifica proporcionalmente en el orden de la intención. Dios decreta dar al hombre la primera gracia por pura liberalidad, sin previsión alguna de merecimientos hu- manos; pero todas las gracias subsiguientes puede decretarlas en atención a los méritos previamente contraídos. En conformidad con estos principios podemos pre- cisar lo establecido anteriormente acerca del modo como recibió María las primicias de la redención. Podemos fundadamente suponer, y así lo podemos creer por el testimonio de San Ireneo y de otros Padres, que las primicias de la redención no se asignaron a María, aun en el orden de la intención o predestinación, todas juntas y como en bloque, sino que sin previsión de méritos algunos propios se le asignó la primera gracia, mas en virtud de los méritos previstos todas las otras gracias, en una palabra, la «saludi'. Y en este sentido bien puede afirmarse que María, a excep- ción de la primera gracia, pudo obrar su propia salud, en frase de San Pablo (Philp, 2,12), o ser para causa de salud, como se expresa San Ireneo, o, empleando nuestro tecnicismo, cooperar a su propia redención.

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generales expuestas anteriormente, quedan ya prevenidas en nuestra argu- mentación, no será inútil darles ahora mayor relieve, para que con su solu- ción, como esperamos, adquieran mayor claridad y solidez los principios fundamentales. *

§ 1. Contra su eficacia inmediata

La notable distancia de lugar y tiempo entre el consentimiento virginal y el acto redentivo ha dado lugar a creer y afirmar que la cooperación de María por medio de su consentimiento es puramente remota o mediata, y, consiguientemente, impropia.

La solución es obvia. La causalidad o eficiencia moral, a diferencia de la física, no está ligada a las circunstancias de lugar y tiempo. Los actos de la inteligencia y de la voluntad, con que se efectúa esencialmente la causalidad moral, prescinden de las circunstancias de tiempo y espacio, y, saltando por encima de toda distancia espacial o cronológica, se lanzan derecha y certeramente a su propio objeto. Pudo, por tanto, el consenti- miento virginal ejercer eficacia en el acto redentivo, por más distanciado que se lo suponga.

Para mayor precisión, hemos distinguido entre eficacia inmediata con inmediación de contacto y con inmediación de pura eficiencia. La primera no se da en el consentimiento, pero es puramente accidental; en cambio, se da la segunda, que es la verdaderamente esencial. Hemos señalado el principio fundamental de la eficiencia verdaderamente inmediata: se da ésta, siempre que la virtud activa de la causa, sin agotarse en los interme- dios, llega hasta el mismo efecto; no se da, cuando se queda, por así decir, en el camino. Y hemos demonstrado que la eficacia del consentimiento virginal alcanzaba el mismo efecto último, es decir, el acto corredentivo. Es, por consiguiente, próxima o inmediata.

También se ha impugnado el valor corredentivo del consentimiento por considerarlo innecesario para la ejecución de los planes divinos. Lo inne- cesario, se ha dicho, es ineficaz; el consentimiento de María era innece- sario: luego fué ineficaz.

Ya hemos demonstrado que ambas premisas de este silogismo son inad- misibles. Y bastaba que una sola fallase. Es inadmisible la Mayor: por- que puede haber, y la hay frecuentemente, cooperación muy eficaz, que es, sin embargo, innecesaria. Que no es lo mismo necesidad que eficacia. Es también inadmisible la Menor: porque el consentiníiento de María, si, ante- cedentemente a la voluntad de Dios, era innecesario, consiguientemente a su voluntad se hizo necesario. \ lo hemos probado.

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§ 2. Contra su índole soteriológica

Contra la índole soteriológica del consentimiento virginal no puede obje- tarse nada serio. Pero, se dirá, esto no basta. Pues para que la eficacia del consentimiento pueda considerarse como directa e inmediata, sería me- nester que María hubiera conocido, cuando le dió, la pasión y muerte del Redentor. Y no se prueba que la conociera entonces. El consentimiento está condicionado y limitado por el conocimiento. Mal, pues, pudo consen- tir en lo que no conocía. A lo más puede concederse al consentimiento una eficacia indirecta o remota en el acto mismo redentivo.

Hay que conceder que el consentimiento virginal no pudo ir más sllá que su conocimiento. Esto es evidente. Pero en este conocimiento hay que distinguir dos cosas muy diversas: su alcance o ámbito objetivo y su claridad o precisión subjetiva. Decimos, pues, que en el ámbito objetivo del consentimiento y del conocimiento previo hubo de entrar el acto mismo redentivo, es decir, la pasión y muerte del Redentor; pero añadimos que en la claridad o precisión con que María conoció o se representó este objeto pudo haber muchos grados diferentes. Tres principales señala- remos: 1) conocimiento virtual o implícito; 2) conocimiento formal oscuro o impreciso; 3) conocimiento explícito y distinto.

1) María pudo conocer, y conoció, el acto redentivo a lo menos virtual o implícitamente. Mirado de parte de Dios, el objeto del consentimiento era la ejecución de sus planes redentores; y en estos planes el elemento •esencial y central era precisamente el acto redentivo, la pasión y muerte del Redentor. De parte de María, la tendencia de su consentimiento era aceptar y abrazar a ojos cerrados cuanto Dios le proponía y cuanto con ello pretendía, conformando totalmente su voluntad con la divina, queriendo incondicionalmente cuanto Dios quería y como lo quería, cualquiera cosa que ello fuese. Donde es de notar que el acto del consentimiento fué un acto de fe y de obediencia: y tanto la fe como la obediencia más atienden al objeto formal, que no al material, y aceptan rendidamente y de antemano, cuanto Dios manifiesta u ordena. En estas circunstancias, dar su consenti- miento a lo que Dios pretende, y precisamente por acomodarse en todo a la divina ordenación, es virtual e implícitamente consentir en la redención humana, si tal es precisamente la voluntad de Dios. Y este consentimiento virtual o implícito en la redención basta para que la eficacia del consenti- miento en orden a la redención sea directa e inmediata en la estimación moral. Por lo contrario se entenderá mejor la verdad de esta eficacia.

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Quien diese su consentimiento, tan pleno e incondicional como le dió María, a los planes perversos de un criminal, aun cuando no los conociese explíci- tamente, y prestase además su concurso para algo necesario para la ejecu- ción de aquellos planes y precisamente con vistas a ellos, ¿no se haría con ello cómplice y responsable del crimen, sólo implícitamente conocido y aceptado?

2) Pero además el conocimiento que alcanzó María de la pasión v muerte del Redentor fué algo más que implícito o virtual. Ya antes hemos indicado las razones que demuestran haber conocido María la suerte futura de su Hijo y el modo concreto de la redención, aun en el momento en que dió su asentimiento; es a saber, su inteligencia perspicaz y reflexiva, el notable conocimiento que muestra de las Sagradas Escrituras y particular- mente de los pasajes mesiánicos, y la ilustración particular del Espíritu Santo. Nos remitimos a lo dicho anteriormente sobre esto, que no son suposiciones imaginarias o pías consideraciones, sino la interpretación obvia de hechos incontestables.

3) Estas mismas razones, bien ponderadas, muestran algo más: que María conoció las profecías sobre el Mesías paciente y las entendió en su verdadero sentido. Que conoció estas profecías, es evidente, dado que se leían periódicamente en las sinagogas. Que María reparase en ellas, no es menos manifiesto, pues su mismo contraste con la gloria del Mesías las hacía más llamativas. Que las entendiese en su legítimo sentido, tampoco ofrece dificultad; ya que, por una parte se trataba, no de sentidos recón- ditos, sino de su sentido literal y obvio; y, por otra, no existían en María aquellas predisposiciones terrenas y carnales, que impedían a muchos judíos contemporáneos interpretarlas en su verdadero sentido. Consiguientemente. María, al dar su libre asentimiento, conoció perfectamente que el Hijo que se le anunciaba era el Redentor paciente, que con su muerte había de salvar al mundo de sus pecados.

§ 3. Contra su valor moral

Entre las virtudes que constituyen y enaltecen el valor moral del consen- timiento sobresale singularmente la obediencia. Contra este valor moral de la obediencia y contra su eficacia corredentiva se puede argüir en dos sentidos opuestos: o por atenuación o por exageración.

Por atenuación puede argüirse, diciendo que, no existiendo de parte de Dios precepto formal y, menos, rigoroso, el asentimiento de María no puede

LICP.O I. COKRF.DENCIÓ.V

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llamarse verdadera obediencia, con lo cual pierde todo el valor moral propio de esta virtud. Semejante objeción parece desconocer que la obediencia es tanto más perfecta, cuanto menos apremiante es la ordenación del su- perior. Quien obedece a una simple insinuación del superior, por ser una manifestación de su voluntad y por respeto a su autoridad, muestra, en igualdad de circunstancias, mucho mayor obediencia que el que necesita un precepto formal, dado con todo el peso de la autoridad. Por este lado, ])ues, el consentimiento de María fué un acto de perfectísima obediencia a la voluntad de Dios, simplemente manifestada.

Por exageración, inveisamente, puede argüirse que, mediando un pre- cepto de Dios, que obligaba a María a aceptar la maternidad, su obediencia resignada carecía de aquella libre espontaneidad, que parece necesaria para que el consentimiento pueda considerarse como una libre cooperación a la obra de la redención humana. También esta objeción parece desconocer que la obligación de un precepto del superior, por rigoroso que se suponga, no disminuye en nada el valor y mérito de la obediencia. De lo contrario el cumplimiento de los mandamientos de Dios y de la santa Iglesia carecería de todo mérito. Y esto ¿quién los sostiene? El precepto de obediencia deja intacta la libertad física, y aun, de suyo, la libertad moral psicológica, si bien liga la libertad moral jurídica. Por lo demás, si la redención do parte de Cristo fué un acto de obediencia, también la Corredención de parte de María pudo serlo. Y no se mostrará fácilmente que el precepto que recibió Cristo del Padre de redimir el mundo fué menos rigoroso que el que recibió María de Dios de cooperar con su maternidad a la redención.

§ 4. Contra su carácter representativo

Se ha negado a las veces el carácter representativo del consentimiento virginal; no por razones positivas, que acrediten la negación, sino por insu- ficiencia de razones para afirmarlo.

A esta objeción puede responderse de dos maneras. Primera: notando que el carácter representativo no es, en absoluto, necesario para admitir su eficacia corredentiva. Aun en la hipótesis de que fuera puramente personal, podría ser eficaz en orden a la ejecución de los planes redentores de Dios. Segunda: existen muchas razones, y poderosas, aun prescindiendo del testi- monio de la Tradición, que prueban este carácter representativo. Estas razones, ya antes expuestas ampliamente, puede reducirse a tres principal- mente: a) el mismo tenor de la anunciación; 6) el que el objeto del consen-

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

timiento es una Alianza o unos desposorios; c) la intervención del principio de solidaridad. Resumiremos brevemente lo dicho más arriba.

a) Se anuncia a María el cumplimiento de la promesa, que, como he- cha a Israel, a todo Israel interesa. Si para proceder a este cumplimiento exige Dios el libre asentimiento, y un asentimiento acompañado de fe y obediencia, es natural que este asentimiento fiel y obediente se pida al inte- resado, al depositario de la promesa, a todo Israel. De hecho, sólo se pide a María, sola María lo da. Luego señal es que María habla, no tanto en persona propia, sino en persona de todo Israel, y aun en persona de toda la humanidad, a la cual afectaba la promesa.

b) La obra de la salud humana era una Nueva Alianza, unos místicos desposorios, de Dios con Israel y con toda la humanidad. Tanto la alianza como los desposorios exigen el mutuo consentimiento de entrambas partes contrayentes. Luego Israel y la humanidad debían dar su consentimiento a esta Alianza y a estos desposorios: o por o por representante. No lo dieron por sí, lo dió María. Luego María lo dió en representación de Israel y de la humanidad.

c) María confirió o transmitió al Redentor la solidaridad con todo el linaje humano. No pudo transferirla, sin poseerla ella previamente. Con la Madre del Redentor, por tanto, estaba solidarizada toda la humanidad, que es decir que María llevaba su representación al engendrar al Redentor, solidario con los hombres.

Art. 2. Objeciones relativas a la com-pasión

Las objeciones contra la com-pasión corredentiva se concentra en dos puntos principalmente: en su valor meritorio (o satisfactorio) y en su índole sacrifica! o sacerdotal.

§ 1. Contra su valor meritorio

Contra el valor meritorio de la com-pasión Mariana se renueva el mismo argumento metafísico propuesto contra la Corredención en general. El axioma teológico, se dice, que «principium meriti non cadit sub mérito» demuestra evidentemente que la Corredención meritoria envuelve manifiesta contradicción. Porque, por una parte, la Corredención meritoria presupone el mérito en la Corredentora ; y, por otra, no puede presuponerlo, porque el

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mérito es lógicamente posterior a la redención y, consiguientemente, a la Corredención. Tal mérito sería, a un tiempo, previo y no previo a la Corre- dención; posterior y no posterior. En otros términos, la gracia, principio del mérito, sería a la vez efecto del mérito: y una misma cosa no puede ser al mismo tiempo principio y efecto de un mismo acto.

Por de pronto, semejante objeción no afecta a los que hemos llamado méritos apropiados, que son los méritos mismos del Redentor, que la Madre hace suyos en virtud de sus derechos maternos, sino solamente a los méritos propios o aportados por la acción personal de María. Veamos, pues, si estos méritos propios envuelven, o no, la contradicción que se pretende ver en ellos.

Esta dificultad, sustancialmente idéntica a la propuesta antes general- mente, se resuelve de idéntica manera. Brevemente: en el estadio real, la dificultad no existe: María poseía ya la gracia, cuando, al efectuarse la re- dención, podía aportar sus propios merecimientos; en el estadio ideal o intencional. 1) pudo asignarse a María la gracia en un signo o momento anterior a la previsión y estar con esto dispuesta a contribuir con sus mé- ritos en el signo de la previsión; 2) pudo María recibir las primicias de la redención, con lo cual quedaba capacitada para cooperar con sus méritos a la redención de los demás; 3) pueden señalarse en el instante indivisible de la redención dos signos lógicos o naturales: uno, en que María es redi- mida, otro, en que puede ya merecer a favor de los demás redimidos.

Otra dificultad, de otro género, suele oponerse a la compasión meritoria, V es su escasa atestación en la Tradición patrística más antigua. Dos solu- ciones admite esta objeción: una, permitiendo o suponiendo como verdadero el hecho de la escasa atestación tradicional; otra, negando el hecho.

Primeramente, aun cuando fuera verdadero el hecho, de ahí sólo se deduciría lógicamente que la compasión meritoria no habría sido formal- mente revelada ; pero este hecho no destruiría la argumentación teológica con la cual antes la hemos demonstrado, que subsistiría intacta. A lo sumo podría decirse que la compasión meritoria era una verdad o conclusión teológica: que no sería poco. Pero como los principios o premisas de nuestra argumentación no son axiomas filosóficos, sino verdades atestigua- das por la Tradición, consiguientemente bien puede ser, por este lado, que la compasión meritoria rebase los límites de una simple conclusión teoló- gica, y se eleve a la categoría de verdad revelada.

Pero el hecho alegado no es, ni de mucho, tan llano y cierto como parece suponerse. A lo dicho anteriormente sobre esto podemos ahora añadir otra consideración de mayor peso todavía. Al estudiar el aspecto o formalidad

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

de rescate en la com-pasión hemos advertido dos cosas, que se convierten espontáneamente en premisas de un silogismo. Por una parte, hemos indi- cado que la formalidad de rescate, menos apta para la denionstración teo- lógica, era, en cambio, aptísima para una demonstración documental, dada la abundancia de testimonios patrísticos que hablan de la «redención» Ma- riana. Por otra parte, hemos advertido que la noción de rescate nada real añadía a las de mérito y satisfacción, precisamente porque era una combi- nación de entrambas. Y si así es, sigúese que las nociones de mérito y satisfacción, como contenidas en la de «redención» o rescate, tienen a su favor toda la riquísima documentación patrística, que afirma la «redención» Mariana. No es, pues, ni tan escasa ni tan reciente, como se supone, la atestación documental a favor de la com-pasión meritoria.

§ 2. Contra su índole sacrifical o sacerdotal

Contra la inmolación Mariana, o, mejor, contra el sentido propio o estricto de esta inmolación, se ha hecho valer la razón que toda la inmo- lación de María se consumó en su Corazón: que careció, por tanto, de la exteriorización sensible, esencial a la inmolación de la víctima en un sacri- ficio propiamente dicho.

Pero, aun cuando esto fuera verdad, la único que se seguiría es que a la inmolación de María le faltaba un pormenor puramente ritual; el valor moral de la inmolación, patente a los ojos de Dios, quedaba intacto: y a este valor moral atribuíamos la eficacia corredentiva de la inmolación Ma- riana.

Pero, como ya antes hemos advertido, tampoco falta a esta inmolación su exteriorización sensible. Si se trata de la inmolación apropiada, es evi- dente. Mas aun tratándose de la inmolación propia y personal de María, su presencia al pie de la cruz, en que era ajusticiado su Hijo, la inmensa aflicción de su semblante, las lágrimas de sus ojos, eran una exteriorización bien patente y visible del inmenso dolor de su Corazón.

Contra el sacerdocio de María pueden alegarse las declaraciones o amo- nestaciones de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, que parecen ad- versas. Examinemos brevemente el caso.

Dos cosas ha prohibido el Santo Oficio: 1) representar a María con las vestiduras propias de los sacerdotes católicos; 2) propagar la devoción a la V irgen Sacerdote. Pero esta doble prohibición, de carácter práctico, pros- cribe abusos, no condena o califica doctrinas, explícita y claramente a lo

LIBRO I. CORREDENCIÓN

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menos. A nuestro juicio, que sometemos rendidamente al de la Santa Igle- sia, la mente de la Sagrada Congregación y de la Sede Apostólica parece ser que no le es grata la teoría de un sacerdocio Mariano análogo o equi- parable al sacerdocio ministerial de los sacerdotes ordenados en la Iglesia; pero no es su mente negar a María todo sacerdocio, cuando lo reconoce, como hemos visto, de alguna manera en todos los fieles cristianos. Las ulte- riores disquisiciones sobre la índole especial del sacerdocio de María las deja a los teólogos, con tal de que no lo confundan con el sacerdocio minis- terial. La manera como antes hemos propuesto el sacerdocio de María creemos que es conforme a esta mente de la Santa Iglesia. A este propósito será oportuno recordar que la oración «Maria Mater misericordiae...», aprobada c indulgenciada por Pío X el 9 de mayo de 1906, contenía, entre otros, este título de la Virgen: «Sacerdos pariter et Altare» ; y terminaba con esta invocación: «Maria, Virgo Sacerdos, ora pro nobis» (ASS 40 [1907], 109-110). Sin duda que esta oración no aparece en las posteriores colec- ciones oficiales de preces indulgenciadas; pero una cosa es la anulación de las indulgencias concedidas, otra muy diferente la retractación de una apro- bación doctrinal. Las aprobaciones doctrinales de la Sede Apostólica, una vez dadas, ya no se retractan: subsisten perpetuamente.

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LIBRO SEGUNDO

MATERNIDAD ESPIRITUAL

Capítulo I PRELIMINARES

Alt. 1. Noción de la maternidad espiritual

La maternidad espiritual es una de las verdades más ciertas y más uni- versalmente conocidas de la Mariología. Los fieles cristianos no tanto la creen cuanto la sienten profundamente grabada en su corazón. Aquella frase feliz de San Estanislao de Kostka: «La Madre de Dios es mi Madre», es la fiel expresión del sentir general de la Iglesia. Mas, si el hecho de la maternidad espiritual es claro, su íntima naturaleza está llena de mis- terios.

Lo que primero llama la atención en la maternidad espiritual, es su gran amplitud y complejidad. Sin ánimo de prejuzgar nada, conviene ya desde ahora recorrer el largo y complicado proceso de la maternidad espi- ritual, en la cual se echan de ver desde luego diferentes estadios. Ya en la encarnación del Hijo de Dios, junto a la maternidad divina aparece ya de alguna manera la maternidad espiritual. En el Calvario se halla el momento más emocionante y más generalmente sentido de esta maternidad. La Igle- sia naciente suele considerarse como criándose y desarrollándose al calor

LIBRO II. MATERNIDAD ESPIRITUAL 387

maternal de María. Desde el cielo, finalmente, prodiga María sus solícitos desvelos de Madre con toda la Iglesia y con cada uno de los fieles.

Pero todos estos estadios se distribuyen fácilmente en dos órdenes dis- tintos. El primero se desarrolla en la esfera de la corredención, y com- prende el doble estadio de la maternidad espiritual en la encarnación y en el Calvario. El segundo se desarrolla en la esfera de la intercesión actual o de la dispensación de las gracias, y comprende los oficios maternales de María, o en la tierra con los primeros cristianos, o desde el cielo con todos los fieles o con todos los hombres. Entre estos dos órdenes media una dife- rencia esencial: que los primeros estadios constituyen propiamente la ma- ternidad espiritual, al paso que los últimos son como su actuación o ejercicio. De éstos, el oficio maternal de María con los primeros cristianos, como menos importante, tanto desde el punto de vista documental como desde el punto de vista especulativo, lo omitiremos ahora. El oficio maternal ejercido actualmente desde el cielo a favor de todos los hombres hallará su propio lugar en el libro siguiente, en que se tratará de la intercesión celeste. Queda, por tanto, limitado el campo de nuestra investigación en este libro) a los dos primeros estadios: el de la encarnación y el del Calvario, que de alguna manera pueden caracterizarse como la concepción y el parto de la maternidad espiritual.

Art. 2. Problemas y método

Sobre el doble estadio de la maternidad espiritual, desarrollada en la esfera de la Corredención, se presentan dos series de problemas: unos, rela- tivos al hecho o verdad de la maternidad espiritual; otros, referentes a su íntima naturaleza. Por una parte, hay que estudiar si la maternidad espi- ritual, tanto la de Nazarét como la del Calvario, es verdadera y propia maternidad. Por otra parte, hay que investigar en qué consiste esencial- mente esta doble maternidad, cuál es su fundamento teológico, qué conexión existe entre este doble estadio, qué relaciones median entre la maternidad espiritual en cada uno de los dos estadios y la Corredención.

El hecho de la maternidad espiritual, como tan firmemente atestiguado por la Tradición, pudiéramos darlo por supuesto. En efecto, la maternidad espiritual de Nazaret se halla afirmada categóricamente y universalmente, sobre todo por los Padres y escritores eclesiásticos más antiguos, a partir ya de San Ireneo; y la del Calvario tiene a su favor los testimonios más solemnes y reiterados de los Romanos Pontífices. Mas, dada la importancia

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MARÍA, MEDIADORA UMVEÍiSAI.

de esta verdad fundamental, no queremos omitir su demonstración teológica, tanto más, cuanto es tan fácil hallarla evidentemente contenida en los prin- cipios mariológicos. Y esta demonstración servirá además de base para el estudio más profundo de la íntima naturaleza de la maternidad espiritual. Continuaremos, pues, el mismo método seguido hasta ahora, procurando sacar a luz las verdades mariológicas por análisis deductivo de los principios previamente establecidos.

Capítulo II

EL DOBLE HECHO DE LA MATERNIDAD ESPIRITUAL

Art. 1. Maternidad espiritual en la encarnación

El fundamento o la raíz de la maternidad espiritual en la encarnación es el principio de solidaridad. Pero la inagotable profundidad de este prin- cipio aconseja que, procediendo por partes o grados, comencemos por lo más llano o superficial para llegar luego a lo más profundo.

Madre del Cristo místico. Cristo y los hombres forman un solo cuerpo, del cual él es la Cabeza, ellos los miembros. Esta incorporación de los hombres en Cristo se inicia en la misma encarnación. Porque desde la misma encarnación Cristo es ya Redentor y actúa como Redentor: y no pudiera serlo, ni actuar como tal, si ya entonces no tomara sobre el pecado de los hombres; ni pudiera tomar su pecado, si no se unía con ellos, formando con ellos como una sola persona moral. Consiguientemente, al ser concebido Cristo en el seno virginal, en él y con él eran juntamente concebidos todos los hombres; al ser concebida la Cabeza, eran al mismo tiempo y por el mismo caso concebidos los miembros. Por tanto, la mater- nidad de María respecto de Cristo se extiende a todos los hombres.

La maternidad divina de María ilustra y corrobora esta maternidad espi- ritual. El término formal de la generación de María es sola la naturaleza humana de Cristo; y, sin embargo, María es Madre de Dios. ¿Por qué? Porque el sujeto en quien termina la generación es la persona: y en Cristo la única persona es la divina, es el Hijo de Dios, unido sustancial o hipostá- ticamente a la naturaleza humana. Pero lo que en el orden físico vale de la persona física, en el orden moral vale proporcionalmente de la persona

I.IBRO II. MATERNIDAD ESPIRITUAL

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moral. Consiguientemente, la maternidad de María, moralmente conside- rada, termina, no sólo en la persona física de Cristo, sino también en todos los hombres, que forman con él una sola persona moral.

No valdría ese argumento, si la maternidad de María terminase sola- mente en el Hombre-Dios, que luego, independientemente de la generación virginal, fuese constituido Redentor; mas, si en los planes divinos, el objeto de la maternidad es precisa y principalmente la generación del Redentor, del Redentor apto o capacitado para desempeñar su misión, hecho, por tanto, solidario de los hombres y unido a ellos como la Cabeza a su cuerpo, en- tonces la generación del Redentor entraña en la maternidad de todos los hombres.

Doble paridad, fundada en San Pablo. La fuerza de este argumento se hace más asequible y. por así decir, tangible, si se compara con el argu- mento con que San Pablo prueba que los que están «en Cristo Jesús», esío es, lo que están incorporados a Cristo, son en éf y con él hjos de Abrahán y también hijos de Dios. Pretendían los judaizantes que los Gálatas debían circuncidarse para formar parte de la posteridad de Abrahán y ser herederos de las bendiciones a él prometidas. Responde el Apóstol: no es la circun- cisión, ya caducada, la que nos hace hijos de Abrahán, sino la unión o incorporación a Cristo Jesús. Y lo prueba. La descendencia de Abrahán, dice, es descendencia singular, no plural: es Cristo. En Cristo, pues, está contenida y concentrada toda la posteridad del gran patriarca. Por tanto, concluye, todos los que son de Cristo, es decir, cuantos a él están incor- porados, pertenecen por el mismo caso a la posteridad de Abrahán. Y añade incidentalmente: «Todos sois hijos de Dios, por la fe, en Cristo Jesús» I Gal. 3, 26; cfr. 3, 16-29). En suma: Cristo es hijo de Abrahán e Hijo de Dios: vosotros estáis «en Cristo»: luego, como él, con él y en él, sois también hijos de Abrahán e hijos de Dios.

La paridad de esta doble filiación con la filiación de los hombres, incor- porados a Cristo, respecto de María, salta a la vista. Con las mismas pala- bras de San Pablo podemos argüir: Cristo es hijo de María; nosotros estamos «en Cristo»: luego somos también hijos de María. Y aun, podemos añadir, con mayor razón ; pues nuestra filiación respecto de María es más próxima e inmediata que la filiación respecto de Abrahán ; y nuestra filiación Mariana nos es más connatural o más vecina y proporcionada que la excelsa filiación divina, aun cuando no sea más que adoptiva.

Maternidad de la segunda Eva. La antigua Eva, «madre de todos los vivientes» (Gen. 3, 20), en el plan de Dios había de engendrar hijos en jus- ticia original para la vida eterna, de hecho los engendró en pecado original

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MARÍA, MEDIADORA LMNERSAL

para la muerte. Tanto la destinación divina a la maternidad universal como la funesta prevaricación constituyen el carácter esencial de la primera Eva. A él, por tanto, debe responder, parte por paralelismo, parte por antí- tesis, el carácter de la Segunda Eva, que ha de ser, consiguientemente, «Madre de todos los vivientes» con la vida de la gracia.

El misterio de la solidaridad. Recordemos brevemente lo dicho an- tes sobre el principio de solidaridad, y saquemos las consecuencias relativas a la maternidad espiritual de María. Tomemos como base aquellas pala- bras de Pío X: «In uno... eodemque alvo castissimae Matris, et carnem Christus sibi assumpsit, et spiritale simul corpus adiunxit» (2 Febr. 1904). En el seno virginal Cristo asumió la carne física y el cuerpo místico. ¿Es- tas dos asunciones son independientes o inconexas? De ninguna manera. La asunción del cuerpo místico estaba vinculada a la asunción de la carne física y radicaba en ella. En efecto, ¿por qué el Hijo de Dios no tomó una naturaleza humana creada de nuevo, sino que quiso tomarla del linaje de Adán? Porque para ser el Nuevo Adán, era menester que entroncase en su linaje, que emparentase con él; y para esto no era apta una naturaleza creada de nuevo, sino solamente una que procediese de la estirpe de Adán. A este entronque y parentesco estaba vinculada su condición de Segundo Adán. Ahora bien, esta condición de Segundo Adán entrañaba en la representación o recapitulación de toda la raza de Adán, esto es, la asunción del cuerpo místico. De consiguiente la asunción del cuerpo místico estaba vinculada a la asunción de la carne física. Ya sólo esto explica la propiedad o intimidad de la maternidad espiritual. Si María es Madre de Dios, porque la persona divina se une hipostáticamente a la naturaleza humana, aun cuando no radica en ésta, sino que viene de fuera, con mayor razón, bajo este aspecto, será Madre del cuerpo místico, cuando éste, en virtud de la recapitulación solidaria, radica en la carne física y está vinculada a ella. Hay más todavía. María, aunque verdadera Madre de Dios, no ejerce pro- piamente ninguna acción física, no ya solamente en la persona divina, pero ni siquiera en la unión hipostática; en cambio, ejerce verdadera acción en el hecho que la recapitulación solidaria esté vinculada a la carne física. Y esto de varias maneras y por varios títulos. Primeramente, porque con su libre consentimiento determina esta vinculación de la recapitulación solida- ria a la carne física, que ella engendra. La causa primera de esta vincula- ción es, sin duda, la voluntad de Dios, que así lo decretó; pero esta voluntad de Dios en tanto tuvo efecto, en cuanto, queriéndolo así Dios, María dió su libre consentimiento. En segundo lugar. María no sólo dió al Hijo de Dios la carne humana, y una carne emparentada y entroncada en el linaje de

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Adán, sino que como Nueva Eva. Madre del Nuevo Adán, confirió a éste la recapitulación solidaria de toda la humanidad. Y esta recapitulación, esta representación universal, la recogía en el Nuevo Adán, en cuanto era la «Descendencia de la Mujer»: era el «Hombre» por antonomasia, porque' nacía de la «Mujer»; era el Nuevo Adán, porque nacía de la Segunda Eva. I,a maternidad, por tanto, de la Segunda Eva era el principio inmediato y connatural de la recapitulación solidaria. Y lo era, además, porque María, al dar su consentimiento, llevaba la representación de todo el linaje humano, actuaba en nombre de toda la humanidad. En virtud de este carácter re- presentativo, María, como recogiendo en y recapitulando a toda la huma- nidad, quedaba, por así decir, capacitada para transferir al Hijo de Dios la recapitulación solidaria, que le constituía Redentor de los hombres: al darle la carne física, le daba juntamente con ella y en ella el cuerpo espi- ritual, que, unido a él como a su Cabeza, formaba el Cristo místico. En conclusión, la acción maternal de María, no sólo recaía sobre la carne física del Redentor y sobre su cuerpo místico, por así decir, separadamente, sino que, determinando por varios títulos su mutua conexión, ella misma vincu- laba el cuerpo místico a la carne física. Y como concebía la carne física de su propia sustancia, así también, proporcionalmente, concebía el cuerpo místico de su propia personalidad moral, es decir, de su carácter de Segunda Eva, representante de toda la humanidad y solidarizada con toda ella. Según esto, la maternidad espiritual de María es más propia y más profunda de lo que a primera vista pudiera parecer.

Art. 2. Maternidad espiritual en el Calvario

Razón general. Prescindiendo de la demonstración documental y ate- niéndonos a solos los argumentos internos, se ofrece desde luego una razón, que pudiéramos llamar de sentido común, a favor de la espiritual materni- dad de María en el Calvario. En efecto, la maternidad espiritual de Naza- rv°t es sólo una maternidad iniciada e incompleta, que, consiguientemente, debe completarse. En la encarnación del Hijo de Dios los hombres reciben el ser espiritual, sólo en potencia, en cuanto, unidos a Cristo, quedan capa- citados y como con cierto derecho para recibirlo. Quedando allí incom- pleta la maternidad, es natural que se complete en el Calvario, en que los hombres con la redención adquieren, aunque todavía en el estadio ideal, el ser espiritual. La sabiduría de Dios no hace las cosas a medias. La ma-

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ternidad espiritual de María no había de ser la única maternidad que se quedase a medio camino.

Razón interna. Mas no nos contentemos con esta razón general y ex- terna, y consideremos el fundamento intrínseco de la maternidad espiritual de María.

Esta maternidad está en función del cuerpo místico de Cristo: María en tanto es Madre espiritual de los hombres, en cuanto engendra el Cristo mís- tico. La incorporación de los hombres a Cristo, que es la que constituye el Cristo místico, se desenvuelve progresivamente. Las dos primeras fases de este desenvolvimiento, que son las que ahora nos interesan, se hallan en la encarnación y en la redención, en Nazaret y en el Calvario. En la pri- mera fase los hombres reos de condenación se incorporan a Cristo comuni- cándole la responsabilidad de su pecado; en la segunda Cristo, destruyendo o anulando radicalmente el pecado, une los hombres más estrechamente consigo comunicándoles su propia justicia. Ahora bien, la determinación de esta segunda fase o el paso de la primera a la segunda es también debida a la acción maternal de María, es una nueva fase de su maternidad espiri- tual. En efecto, notemos que la com-pasión Mariana, en cuanto meritoria y satisfactoria, es una acción que reúne estas condiciones: que recae, no sobre personas extrañas, sino sobre los que en virtud de la primera fase son ya hijos suyos; que es homogénea con la de la maternidad inicial de Nazaret; que tiende a completar o perfeccionar el ser espiritual recibido en la encarnación. En consecuencia, la com-pasión y la acción en ella desarro- llada, complemento de la de Nazaret, es acción maternal, es una nueva fase de la maternidad espiritual. Como las dos fases de la incorporación en Cristo son dos estadios de la generación espiritual, así la doble acción de María, en Nazaret y en el Calvario, que corresponde a estas dos fases, es igualmente maternal: son dos fases progresivas de su única maternidad espiritual. En la primera, al incorporar los hombres a Cristo, los habilita para ser redimidos, confiriéndoles cierto derecho remoto para la justificación y regeneración espiritual; en la segunda, al cooperar a su redención, coo- pera a su justificación virtual o radical, que los dispone y aun les confiero cierto derecho próximo, para que mediante la fe y el bautismo, puedan llegar a su justificación actual o formal, que es verdadera regeneración y como un segundo nacimiento.

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Capítulo III

NATURALEZA DE LA MATERNIDAD ESPIRITUAL

Bajo dos aspectos puede estudiarse la naturaleza íntima de la mater- nidad espiritual: 1) directamente en misma; 2) comparativamente con la redención. Bajo entrambos aspectos la estudiaremos, para adquirir de! ella el conocimiento más amplio y exacto posible. Bajo el primero hay que examinar si la maternidad espiritual es verdadera generación moral o espi- ritual; bajo el segundo hay que precisar la conexión o dependencia entre las dos formalidades de corredención y maternidad espiritual.

Art. L Maternidad de generación moral

§ 1. Nociones previas

Otros géneros de matenridad excluídos. Además de la maternidad física o natural, que aquí evidentemente no tiene lugar, se han señalado va- rios géneros de maternidad: de adopción, de donación, de federación. La de adopción es más conocida. La de donación se deriva de la transmisión de los derechos paternos o maternos a una mujer, que, al recibirlos, adquie- re el título de madre. La de federaración es el título de maternidad que adquiere una mujer en virtud del vínculo permanente (por ejemplo, conyu- gal) que su hijo natural contrae con otra persona: tal es la llamada mater- nidad política, que la suegra adquiere con su yerno o nuera. Pero es clard que ninguna de estas maternidades explica suficientemente la maternidad espiritual de María; dado que en todas ellas los hijos son extraños a la nueva madre y vienen, por así decir, de fuera ; en cambio, en la maternidad espiritual los hijos proceden en alguna manera de María, según acabamos de ver. Hay que estudiar, pues, qué denominación haya que dar a la ma- ternidad espiritual, tan singular y diferente de todas las demás maternidade?. ¿Será más apropiado el nombre de maternidad de generación moral o espi- ritual?

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Noción de la generación moral. La generación moral se ha de ex- plicar y definir por analogía con la generación física.

La generación física suele definirse: «Origo viventis a vívente ut a prin- cipio coniuncto in similitudinem naturae», que podría declararse de esta manera: «Es la acción física, con la cual un ser viviente produce otro ser viviente de la misma especie física, como principio físicamente conjunto, es decir, de su propia sustancia».

Trasladando los términos de esta definición al orden moral, se obtiene esta otra definición de la generación moral: «Es una acción moral, con la cual un ser viviente (con vida moral) produce otro ser viviente semejante a si moralmente, como principio moralmente conjunto». No es, pues, verda- dera generación moral cualquiera acción que produzca la vida moral, sino sola aquella que produzca un ser moralmente viviente semejante moralmente al que lo produce y además moralmente conjunto con él. La predicación, por ejemplo, o la absolución sacramental, que produzcan, cada una a su modo, la vida espiritual de la gracia en el oyente o en el penitente, no pueden llamarse propiamente generaciones morales o espirituales. Muy diferente es el caso de un fundador de una orden religiosa, que, como trans- fundiendo en sus hijos su propio espíritu, los forma a su imagen y seme- janza, hijos moralmente semejantes a su padre. Tal es también el caso de la santa Madre Teresa de Jesús, que con su palabra, sus escritos, su acción y su ejemplo ha infundido en sus hijas su propio espíritu, haciéndolas seme- jantes a la Madre.

Estado de la cuestión. Con esto queda determinado el estado de la cuestión, que se reduce a estos dos puntos: 1) ¿Hay que admitir esta noción de generación moral, que, aunque convenga sólo analógicamente con la generación física, no sea con todo puramente metafórica, sino verdadera y propia generación en el orden moral? 2) ¿Es aplicable esta noción de gene- ración moral a la maternidad espiritual de María?

§ 2. Propiedad de la generación moral

Hay que admitir la generación moral, que, análoga a la generación fí- sica, sea en el orden moral verdadera y propia generación.

Por de pronto existe la vida moral. Luego parece razonable que seme- janté vida sea producida por una generación proporcionada y de su mismo orden, es decir, por generación moral. Además, existe el parentesco moral.

LIBRO 11. MATERNIDAD ESPIRITUAL 395

Luego habrá de existir la paternidad o maternidad moral con la consiguiente generación moral.

En los ejemplos, antes citados, de los Fundadores existe verdadera gene- ración moral. Examinemos en particular el caso de Santa Teresa. En las monjas de San José de Ávila ejercieron su acción los confesores, por una parte, y, por otra, la santa Madre. ¿Fué igual esta doble acción? Evi- dentemente que no. Los confesores, además de absolver, pudieron dirigir, amonestar, resolver casos, prevenir peligros; pero no transfundieron en las monjas su propio espíritu, formándolas a su imagen y semejanza. No se con- virtieron éstas ni en Dominicas, como Fr. Domingo Báñez, ni en jesuítas, como el P. Baltasar Alvarez. En cambio, la santa Madre infundió en sus hijas su propio espíritu, su mentalidad, su ser, su vida, su manera peculiar, haciéndolas, en lo posible, tales cual era ella. Su acción, por tanto, a dife- rencia de la acción de los confesores, fué acción propiamente maternal, verdadera generación espiritual o moral.

Pero existe otra razón más eficaz para probar la propiedad de la gene- ración moral: el ejemplo y la declaración de San Pablo. Escribe el Após- tol a los Corintios: «Como a hijos míos queridos os amonesto. Pues aon cuando diez mil pedagogos tuviereis en Cristo, no empero muchos padres; porque en Cristo Jesús por el Evangelio yo os engendré» (1 Cor. 4, 14-15).

Y en otra parte: «Nuestro corazón se ha ensanchado: no estáis apretados dentro de nosotros... Como a hijos hablo: ensanchaos también vosotros» (2 Cor. 6, 11-12). «Ya antes tengo dicho que estáis en nuestros corazones para juntos vivir y juntos morir» (2 Cor, 7, 3). «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11, 1). En estos textos San Pablo se llama a padre, a los Corintios hijos, y dice que los engendró; y esta generación la distingue expresamente de la acción de los pedagogos, que no es ni paterna ni generativa. Pretende, por tanto, la propiedad de las palabras, y habla de propia generación. En efecto en la acción paterna de Pablo se distinguen las tres propiedades más características de la generación. Porque 1) interviene una acción moral, es a saber, la comu- nicación del Evangelio, con la cual dice que engendró a los Corintios.

Y qué entendía él por la comunicación del Evangelio, lo expresa maravi- llosamente escribiendo a los Tesalonicenses: Me hube entre vosotros, dice, «como cuando una madre que cría, calienta en su regazo a sus propios hijos: así, prendados vosotros, nos complacíamos en entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; puesto que nos habéis ganado el corazón» (1 Thes. 2, 7-8). Si la predicación fría e impersonal no puede llamarse generación, bien puede calificarse de tal

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esa manera Paulina de dar el Evangelio y con él toda su alma y su vidi^. 2) Esta acción tendía a hacer a los Corintios moralmente semejantes a sí, participantes de su vida espiritual, totalmente amoldados a su manera de ser, es decir, que, como él, reprodujesen en la imagen y la vida de Cristo. 3) Les comunica la vida como principio conjunto, esto es, les comunica a Cristo, que es su propia vida (Philp. 1, 21), en el cual él y ellos forman un solo cuerpo con el doble vínculo del amor y del Espíritu' Santo.

No es menos expresivo lo que el mismo Apóstol escribe a los Cálalas: «Hijuelos míos, por quienes siento de nuevo los dolores del parto, hasta que Cristo se forme en vosotros» (Gal. 4, 19). Los dolores del parto son los dolores de la generación maternal, con la cual el Apóstol iba ansiosa- mente desarrollando en aquellos hijuelos suyos el ser de Cristo, que antes como semilla divina había depositado en ellos, a los cuales ahora llevaba en su corazón hasta darlos felizmente a la luz de la vida, enteramente amoldados a la imagen de Cristo y hechos otros Cristos, semejantes ade- más al mismo padre que los engendra: «Haceos como yo, les dice, pues» también yo me hice como vosotros» (Gal. 4, 12).

i Por tanto, en estos y en otros casos la acción evangélica de San Pablo obra a modo de generación moral, reviste tendencias y propiedades aná- logas a la generación física. Podemos, pues, concluir que en el orden moral se da la generación, que consiguientemente hay que denominar generación moral.

Veamos ahora si este tipo de generación moral se verifica en la mater- nidad espiritual de María.

§ 3. La maternidad espiritual, maternidad de generación

Hay que comenzar descartando las soluciones inadecuadas.

Ante todo, hay que asentar como fundamento que la razón formal e inmediata de la maternidad espiritual no es la maternidad física del Cristo personal, ni siquiera completada con la incorporación de los hombres a Cristo o con la formación del Cristo místico, concebida como desligada e independiente de la maternidad divina. Semejante manera de explicar la maternidad espiritual, si bastaba para justificar de algún modo la deno- minación de maternidad, en sentido más lato e impropio, no explica el carácter especial de la maternidad espiritual de María, ni menos puede ser maternidad de generación.

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Las denominaciones de maternidad de adopción o de donación podrían ser aceptables, si la maternidad espirtual se iniciase en el Calvario con la recomendación del Redentor moribundo: «Mujer, he ahí a tu hijo»; mas la preexistencia de la maternidad espiritual, iniciada ya en la encarnación, excluye como inadecuadas estas denominaciones.

Tampoco satisface la maternidad de federación. El vínculo conyugal, por ejemplo, que determina esta maternidad, es completamente extrínseco o advenedizo respecto de la generación natural del propio hijo, con quien otra tercera persona contrae el vínculo. En cambio, el vínculo que une a los hombres con Cristo no es extraño a su generación natural, sino que precisamente radica en ella.

Descartados ya esos géneros de maternidad, como inadecuados, hay que examinar si se hallan en la maternidad espiritual las características específicas de la generación moral. Las que pudieran ofrecer alguna difi- cultad son dos principalmente: 1) que María actúe como «principio con- junto», es decir, suministrando de su propia sustancia moral el germen de la generación, y 2) que produzca seres vivientes moralmente semejan- tes a sí.

Que María actúe como «principio conjunto» ya lo hemos insinuado al demostrar con razones internas el hecho de la maternidad espiritual: ahora será menester precisarlo más.

Primeramente, María, al engendrar a Cristo, actúa como Segunda Eva que engendra al Segundo Adán. Esta producción del Segundo Adán, formalmente como tal, es verdadera y propia generación: es la acción maternal de la «Mujer» en su «Descendencia». Por otra parte, esta gene- ración del Segundo Adán entraña en el entronque con el linaje humano, tal, que en su virtud Cristo atraiga y concentre en toda la humanidad, y toda la humanidad, a su vez, quede incorporada a Cristo. El germen de esta generación integral del Cristo, personal y místico, es la carne misma que María suministra de su propia sustancia, no en su ser pura- mente físico, sino además en su ser jurídico o moral, en cuanto a ella estaba vinculada la incorporación de los hombres a Cristo. Este germen, si físicamente considerado es de la sustancia física de María, moralmenta considerado es de su sustancia moral, en cuanto procede de ella en su calidad de Segunda Eva, que, como tal, engendra al Segundo Adán; es decir, este germen es la carne que da María y porque la da ella como Segunda Eva. Esta carne, por proceder de la Segunda Eva, posee la fuerza de atraer y recoger en moralmente toda la humanidad para incorporarla a Cristo.

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Pero hay otra razón más clara v decisiva. En lo que precede hemos prescindido del carácter representativo de María. Mas no hay que olvi- dar que María, al dar su libre asentimiento a la maternidad del Redentor, llevaba en la representación de toda la naturaleza humana, actuaba en persona de toda la humanidad. Ahora bien, semejante representación personal no es otra cosa que la convergencia o concentración de toda la humanidad en María. Y esta convergencia o concentración es como la sustancia moral de la Segunda Eva. En consecuencia, María, al dar su carne al Redentor, le daba juntamente toda la humanidad reconcentrada en ella: y este germen de la generación integral del Cristo completo era, física y moralmente a la vez, sustancia de su sustancia, de su sustancia moral no menos que de su sustancia física. La acción, por tanto, con que María producía el Cristo místico era propiamente generación moral, como la acción con que producía el Cristo personal era generación física.

Que la acción con que María producía el Cristo místico tendía de suyo a producir seres vivientes moralmente semejantes a sí, ofrece ya menos dificultad. La vida que ella producía era la vida sobrenatural, que ella misma poseía. El término, por así decir, inmediato y formal de esta acción era la incorporación de los hombres a Cristo: iniciada en la encar- nación y llegada a su madurez, en el estadio ideal o virtual, en el Calvario. Pero esta incorporación a Cristo, vida eterna y principio de vida, estaba toda ordenada a participar de la vida misma de Cristo. A producir, pues, esta vida de Cristo en los hombres, iba encaminada la acción de María, también bajo este concepto verdadera generación.

Otras propiedades de la generación, acaso menos profundas, pero más claras y sencillas, podemos señalar en la maternidad espiritual de María: su fecundidad maternal, su concepción y su parto.

La fecundidad es el principio o la virtud activa de la generación. Podemos señalar o determinar la fecundidad de la maternidad espiritual. Servirá la comparación con la fecundidad de la maternidad divina. María, naturalmente fecunda para la maternidad física, fué sobrenaturalmente fecundada por la acción del Espíritu Santo para ser la Madre espiritual de los hombres en Cristo Jesús. La misma acción del Espíritu de Dios fué la que a un mismo tiempo completó y activó la fecundidad física de María para la maternidad divina y la fecundidad moral para la maternidad espiritual. Ahora bien, la maternidad que se ejerce por el desenvolvi- miento de la propia fecundidad es maternidad de generación. Y tal fué la maternidad espiritual de María.

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Podemos taml^ién señalar en la maternidad espiritual de María la con- cepción y el parto, que son los dos momentos más característicos y como decisivos de la generación. «Ex hoc autem dicitur aliqua mulier alicuius mater, quod eum concepit et genuit ( = peperit)», dice Santo Tomás (3, q. 35, a. 4, c). La concepción se halla en la primera e inicial incor- poración de los hombres en Cristo en la encarnación, en que, si bien todavía pecadores, quedan ya capacitados para ser justificados con la muerte expiatoria del Redentor. El parto se halla en la misma redención, en que, expiado ya su pecado, son justificados y renacen sobrenatural- mente, si bien sólo ideal o virtualmente todavía. Estos dos momentos de la regeneración sobrenatural de los hombres, en cuanto son efecto de la maternidad espiritual de María, son la concepción y el parto de esta ma- ternidad, que es, por tanto, maternidad de generación.

Para terminar este punto, trataremos brevemente un problema nominal. Hemos llamado indiferentemente moral y espiritual la maternidad de María respecto de los hombres. ¿Son equivalentes estas dos denomina- ciones? Propiamente no. Se dice moral, por cuanto María interviene con actos morales, principalmente con su libre asentimiento; se llama espiritual, por cuanto interviene la acción del Espíritu Saoto. Son dos aspectos distintos de una misma maternidad.

Art. 2. Maternidad espiritual y corredención

Para acabar de precisar los conceptos de maternidad espiritual y de corredención, será conveniente cotejarlos entre sí. Este cotejo, con todo, habrá de ser sobrio. Siendo tan complejos los dos conceptos, un cotejo demasiado extenso y minucioso daría lugar a complicaciones y desmedidas sutilezas, que, en vez de aquilatar los conceptos, los embrollarían lastimo- samente. Será fuerza, pues, limitarse a las líneas más generales. Aun así el cotejo resulta extremadamente difícil. Y puesto que la relación de| ambos conceptos es diferente en los dos momentos principales, así de la^ maternidad como de la corredención, es decir, en el consentimiento de Nazaret y en la compasión del Calvario, trataremos separadamente estos dos momentos.

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§ 1. En N azare t

Ante todo hay que notar que en Nazaiet o en la encarnación el acto con que María ejerce principalmente su maternidad espiritual y su corre- dención es uno mismo: su libre consentimiento, si bien enfocado desde distintos puntos de vista. Esta sencilla observación nos revela la identidad real y la diferencia formal de entrambos conceptos. Pero conviene concretar más tanto la identidad real como la diferencia formal.

Los puntos de contacto entre la maternidad y la corredención son numerosos. El mismo acto del consentimiento, con que entrambas se ejercen, es, a su modo, una cierta cooperación, no sólo con Dios, sino también con Cristo. Uno mismo también es el efecto real, que, en defini- tiva, no es otro que la salud eterna de los hombres, esto es, la remisión de sus pecados y la regeneración sobrenatural. Por fin, no hay que olvi- dar que, tanto como Madre espiritual cuanto como Corredentora, inter- viene siempre María a título de Segunda Eva.

Pero no son menos notables las diferencias formales o su tendencia peculiar y característica. El consentimiento es corredención, en cuanto es precisamente una cooperación con Dios y con Cristo en la obra de la redención, o, más concretamente, en cuanto determina, pone en movimiento e inicia la ejecución de los planes divinos en orden a la redención hu- mana. En cambio el mismo consentimiento es generación espiritual en su primer momento, esto es, verdadera concepción espiritual, en cuanto es acto formalmente maternal que inicia la generación del Cristo místico, de la Cabeza y de los miembros, del Cristo personal y de los hombres a él incorporados. La sola cooperación no expresa de suyo generación espiri- tual, como esta acción maternal tampoco expresa de suyo verdadera coope- ración en el sentido indicado.

Esta identidad real y esta diferencia formal nos da resuelto el problema de la mutua dependencia o independencia de entrambos conceptos. Hay que reconocer que en sentido real son dependientes o conexos: son una misma realidad. En cambio, en sentido formal son independientes o inconexos, dado que en absoluto hubieran podido darse el uno sin el otro.

Mucho más difícil y complicado es el problema de su prioridad lógica. Si consideramos los dos conceptos en su existencia real o en el orden de la ejecución, no parece posible determinar a cuál de los dos corresponde la

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prioridad lógica sobre el otro. Para investigarlo es menester remontarse al orden de la intención, es decir, a los signos lógicos de los decretos divinos referentes a la redención humana. A tres hemos reducido estos signos: el de la encarnación, el de la solidaridad y el de la recirculación. Esto supuesto, parece que para determinar la prioridad entre la mater- nidad espiritual y la corredención, el criterio no puede ser sino éste: examinar a cuál de estos signos pertenecen o en cuál de ellos se hallan estas dos formalidades. Y esto último es posible descubrirlo, si se consi- deran los motivos o fundamentos en que estriban así la maternidad como la corredención.

La maternidad espiritual, en cuanto es generación moral, la hemos demonstrado por la calidad de Segunda Eva y por el título representativo, con que María da su consentimiento. Lo uno y lo otro no se verifica sino en el tercer signo en virtud del principio de recirculación. Luego la ma- ternidad espiritual, en cuanto es generación moral, sólo se halla en el tercer signo. Otra cosa sería, si se admitiese una maternidad de federa- ción: ésta sería una consecuencia de la solidaridad y se reduciría al se- gundo signo. Podemos, pues, concluir que la maternidad espiritual, en sentido más lato, aparece en el signo de la solidaridad ; mientras que en sentido más estricto sólo aparece en el signo de la recircu- lación.

La Corredención por el consentimiento la hemos fundado en tres motivos principalmente: su índole psicológica, su valor moral de obe- diencia y su carácter representativo. Por su índole psicológica pertenece al primer signo de la encarnación. Sin salir de él, sin necesidad de apelar a la solidaridad o a la recirculación, puede el consentimiento en virtud de sus propiedades innatas ser ya una cooperación eficaz y formal a la obra de la redención. En cambio, por su valor moral y por su carác- ter representativo el consentimiento ha de aguardar hasta al tercer signo de la recirculación para desenvolver su eficacia corredentora. Podemos, pues, concluir que el consentimiento puede ser corredentivo, suficiente- mente, ya desde el primer signo; pero para serlo plenamente, es decir, para desarrollar todas sus virtualidades corredentoras, ha de aguardar hasta el tercer signo.

Comparando entre estos dos resultados, el primer signo nos da la corredención, propia pero no plena; el segundo, la maternidad espiritual menos propia; el tercero, la corredención plena y la maternidad propia. Consideradas en su primera fase, la corredención es bajo todos conceptos anterior lógicamente a la maternidad espiritual; consideradas en su última

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fase, parecen más bien simultáneas. Podríamos precisar más, compa- rando entre los diferentes rasgos o aspectos de la Segunda Eva, que motivan cada una de las dos formalidades; pero habríamos de apelar a excesivas sutilezas, que nos hemos propuesto evitar (').

O Las animadas controversias sobre este punto suscitadas en la asamblea de la Sociedad Mariológica Española (sept. de 1943) nos dieran ocasión a nuevas reflexio- nes, que juzgamos oportuno manifestar aquí. En su magnífico y luminoso estudio «De la maternidad espiritual o soteriológica» sostenía el R. P. Llamera que en Cristo la capitalidad precede lógicamente a su carácter de Redentor. Repuso el R. P. Cuervo, si mal no recordamos, que, a su juicio, el carácter de Redentor precede lógicamente a la capitalidad. No se llegó a un acuerdo satisfactorio. La solución conciliadora que allí propusimos, de que, existiendo diferentes estadios, tanto en la capitalidad como en la redención, no podía decirse que en bloque la una precedía totalmente a la otra, sino que más bien estos estadios o pasos progresivos se esca- lonaban y entrecruzaban, semejante solución, decimos, nos parece ahora incompleta ; y creemos que éste es el lugar oportuno de completarla. Ante todo, se impone una doble distinción. Hay que distinguir entre el orden de finalidad o de intención (genus causae finalis) y el orden de eficiencia o de ejecución (genus causae efficien- tis). Hay que distinguir además entre el acto primero y el acto segundo; es decir, entre la capitalidad misma y la función o actuación capital, y entre el carácter de Redentor (que pudiera llamarse redentoridad) y la función o actuación redentiva. Esto supuesto, en el orden de finalidad, en la hipótesis escotista o suarista precede evidentemente la capitalidad a la redentoridad; y aun en la hipótesis tomista, a lo menos en la mente de Santo Tomás y de no pocos tomistas modernos, si la redención se considera no como bonum humano sino como bonum divino o de Cristo, esto es, la gloria y excelencia del mismo Redentor, parece claro que la capitalidad (a lo menos en cuanto significa primacía, plenitud de perfección y capacidad de influir en los miembros, todo lo cual constituye la gloria de la Cabeza) precede a la reden- ción. Pudiera, con todo, decirse que lo que Dios se propuso primeramente fué la redención del hombre, pero que este propósito no se hizo eficaz sino en cuanto en esta redención había de ostentarse la gloria de su Hijo Redentor: o bien, concibien- do la capitalidad como una modalidad en absoluto no necesaria del carácter de Re- dentor, podría decirse que lo que primero intentó Dios fué la gloria ímás indeter- minada) del Redentor, y solo después (lógicamente) la modalidad de la capitalidad: y en este sentido, el carácter de Redentor precede lógicamente al de Cabeza. ¿Cuál de estas maneras de concebir los decretos divinos se acomoda más a la realidad? Confesamos que no hallamos razones decisivas ni en un sentido ni en el otro.

Si del orden de intención pasamos al de ejecución, la solución podrá ser más compleja, pero acaso también más clara y cierta. En la capitalidad hay que distin- guir entre el acto primero y el acto segundo. En el acto primero no es otra cosa (supuesta la dignidad del Hombre-Dios y el decreto divino) que el estar los hombres incorporados a Cristo en orden precisamente a participar del influjo y de la vida de la Cabeza. En el acto segundo no es sino al actual influjo (a lo menos global, ideal o virtual) de la Cabeza sobre los miembros. Ahora bien, en el acto primero la capitalidad precede al carácter de Redentor, por cuanto en el presente orden de la divina providencia la capitalidad es un constitutivo esencial del carácter de Re- dentor. Cristo no es Cabeza porque es Redentor, sino más bien, inversamente, es Redentor porque es Cabeza. Y en este sentido la capitalidad (in genere causae ef- ficientis) precede a la redentoridad. Otra cosa parece que hay que decir respecto del acto segundo. Ante todo, tengamos presente que el efecto propio, inmediato y absoluto de la redención es el cambio operado (a nuestro rudo modo de hablar) en Dios, que de enemigo y airado pasa a ser amigo reconciliado: es, en una palabra, la reconciliación (virtual o radical) de Dios con la humanidad. Recordemos además, para no dar en soluciones equivocadas, que el acto con que Cristo redime al hombre e influye en él como Cabeza es uno mismo. Esto supuesto, parece que ha\ que

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!^ 2. En el Calvario

Ante todo hay que fijar los dos términos o extremos de la compara- ción: la maternidad espiritual y la com-pasión corredentiva. La mater- nidad espiritual es ahora el parto espiritual con que los hombres renacen a la vida sobrenatural, renacimiento, que coincide con el segundo estadio

decir que Ja redención precede lógicameiUe al influjo capital. Si la redención se considera como satisfacción, primero es aplacar a Dios que influir la vida divina sobre los miembros del cuerpo místico. Y aun considerada como mérito, primero es inclinar la voluntad divina a conceder la recompensa merecida que comunicarla (aun en el estadio ideal) a los miembros.

En conclusión, en el orden de la finalidad, parece probable (a lo menos dentro de la hipótesis tomista I que la redención precede a la capitalidad; en el orden de la ejecución hay que distinguir: en el acto primero precede la capitalidad, en el acto segundo precede la redención. Tal nos parece, en conjunto, la solución más probable, que tal vez pudiera precisarse más con nuevas distinciones, pero sería ape- lando a excesivas sutilezas.

Hasta aquí hemos hablado solo del Redentor. ¿Qué repercusiones o consecuen- cias entraña semejante solución respecto de la maternidad espiritual y soteriológica de María? Es lo que hay que considerar brevemente.

Si la divina maternidad es soteriológica, en cuanto María es Madre det^ Re- dentor, y si es espiritual, en cuanto es Madre de la Cabeza, habrá de concluirse que en el orden de intención la divina maternidad primero es soteriológica que espiri- tual: es decir, que María, lógicamente, primero fué predestinada a ser la Madre del Redentor en cuanto tal, que la Madre espiritual de los hombres. En el orden de ejecución, María en el acto primero antes queda constituida como Madre espi- ritual que como Corredentoia ; pero en el acto segundo, inversamente, primero actúa como Corredentora que como Madre espiritual. Esto último parece claro en su actuación com-pasiva en el Calvario ; pero parece deber también afirmarse de su actuación cronológicamente previa por medio de su libre consentimiento en Nazaret.

Discutido este punto principal, aprovecharemos la ocasión para estudiar algunos otros puntos interesantísimos así de la conferencia del P. Llamera como de la intervención del P. Cuervo.

Distinguiendo entre maternidad divina en abstracto y maternidad divina en con- creto ( que no es otra cosa que la maternidad del Redentor adornado de la capitalidad y de la gracia capital), afirmaba que esta maternidad en concreto era el axioma pri- mario o principio fundamental de toda la Mariología. Al afirmar que este principio era la maternidad del Redentor empleaba el P. Llamera exactamente la misma fór- mula que dos días antes habíamos adoptado para expresar el principio primario de la Mariología; y al llamar a esta maternidad del Redentor «maternidad divina en concreto ) usaba los mismos términos que ya el año 1929 habíamos usado nosotros en la Conferencia del Congreso Mariano de Sevilla. Por ambas razones nos fué singularmente grata la posición del P. Llamera, que tan favorable acogida halló en la asamblea. Mas, a fuer de leales, hemos de reconocer que bajo la coincidencia de fiirnuilas pudiera hallarse una discrepancia de conceptos. Nos explicaremos. La capitalidad, que constituye a Cristo Redentor, puede entenderse también de dos ma- neras: en sentido abstracto (o preciso) y en sentido concreto (o histórico). En sen- tido concreto la capitalidad, como contrapuesta a la de Adán, entraña en el prin- cipio de recirculación (que a su vez implica el de asociación); pero en sentido abstracto o preciso no vemos que evidentemente se incluyan en ella estos dos prin- cipios mariológicos. Y en esto podría estar la discrepancia. Según nuestra manera de ver, la maternidad divina en concreto tenía como término el Redentor concebido

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

de la incorporación de los hombres en Cristo Jesús. La com-pasión corre- dentiva, como presenta tan variados aspectos, será conveniente limitarla o coartarla a uno solo, que será uno de los más característicos, el de los méritos, y aun más particularmente el de los méritos propios. Una com- paración más extensa resultaría excesivamente complicada.

La com-pasion meritoria se concentra en un acto principal: la obedien- cia con que María acepta la pasión y muerte de su divino Hijo. Para el parto espiritual hay que señalar también un acto, que pueda conside- rarse como el alumbramiento de los hombres para la vida sobrenatural. Este acto no puede ser otro que la misma aceptación obediente en que so concentra la com-pasión meritoria. En un mismo acto, por consiguiente, convergen o coinciden, como antes en el consentimiento, la maternidad espiritual y la corredención. Y de ahí el problema: ¿cuál de estas dos formalidades es lógicamente anterior? Más claro: ¿el mismo acto de

como Segundo Adán, y en este sentido incluía o postulaba el principio de recircu- lación y consiguientemente el de asociación. De todos modos, si el P. Llamera concibe la capitalidad como concreción implícita de los otros dos principios, la coin- cidencia real entre ambos es perfecta. Pero aun así, queda una discrepancia, que no es verbal, sino más bien formal o de método. Nosotros en el análisis de los decretos divinos hemos distinguido tres como estadios o signos lógicos: el de la redención, el de la solidaridad y el de la recirculación (del cual es simple elemento la asociación); en cambio, el P. Llamera los engloba los tres en la sola capitalidad concreta. Nos ha parecido más apta la distinción que la fusión, más el análisis que la síntesis. Pero, repetimos, la coincidencia real y sustancial es completa. Y esto es lo principal.

El P. Cuervo, en el curso de la discusión, tuvo una expresión y propuso una sugerencia, que nos es grato recoger.

Hablando de la maternidad de María respecto de Cristo como Cabeza y de su acción maternal sobre la capitalidad de Cristo, dijo con frase crudamente realista que María «endosó» la humanidad a Cristo. Podrá discutirse el irpÉTrov de la pa- labra, pero no puede dudarse que expresó gráficamente lo que tantas veces decimos en el libro, es a saber, que María fué la que eficientemente incorporó los hombres a Cristo, la que obró con su asentimiento y su generación maternal esta misteriosa incorporación. Hablando también de la unidad o multiplicidad del primer prin- cipio mariológico, dijo que en vez de proponer un solo principio complejo o muchos principios coordinados o de igual categoría, sería preferible proponer varios princi- pios jerarquizados: uno, simple, absolutamente primero, y otros subordinados a él o subalternos. Dijimos entonces que semejante sugerencia merecía tomarse en con- sideración. La hemos considerado; y al comparar con ella la manera como propo- níamos los principios mariológicos. hemos tenido la satisfacción de que exercite nos habíamos atenido a ella. Por lo menos, declaramos ahora, que tal es nuestra mente. ^

Por fin, aprovechamos la ocasión para manifestar que en la referida asamblea mariológica ambos Dominicos, junto con su hermano de hábito el P. Sauras, con sus doctas y luminosas intervenciones trabajaron admirablemente bien en pro de la Mariología científica y, lo que más vale, a gloria de la Madre de Dios. Y nos es sumamente grato constatar que lo que nuestro sistema mariólogico, aun en lo que pueda tener de más derechista o avanzado, coincide plenamente con el de tan egregios teólogos.

LIBRO II. MATERNIDAD I>PIRÍTUAI,

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obediencia es lógicamente antes generativo que meritorio, o bien antes meritorio que generativo?

Por parte del efecto producido no se descubre ninguna razón de priori- dad, dado que es uno mismo el efecto del acto, tanto como generativo cuanto como meritorio: es a saber, el nuevo ser que adquiere la humani- dad en Cristo Jesús o el nuevo estadio del cuerpo místico de Cristo. Lo único que puede dar alguna luz para la solución del problema es la dife- rente relación o conexión que el acto de María, como generativo y como meritorio, pueda tener con el Redentor y con la redención. Conviene pre- cisar esta diferente relación.

Considerado como meritorio, el acto de María es una asociación o coo- peración con el Redentor y con la redención. En este sentido el Redentor y la Corredentora forman el principio adecuado y total o el acto primero de la redención, que es reducido al acto segundo por la obediencia meri- toria de entrambos. En cambio, considerado como generativo, el acto de María no es una asociación al Redentor, el cual más bien es el término de la generación, por cuanto es la Cabeza, a la cual se unen los hombres con nuevos vínculos más estrechos. Es decir, el nuevo estadio del cuerpo místico es efecto a la vez, por una parte, de la redención de Cristo y de la Corredención de María, y, por otra, de la generación Mariana. Ahora bien, de parte de Cristo, el acto de la redención, como actuación de la causa, es anterior al nuevo estadio del cuerpo místico, que es efecto de redención. Por consiguiente, como la generación Mariana ha de ser pos- terior lógicamente a la redención de Cristo, a la cual está asociada la Co- rredención, sigúese que la generación es también lógicamente posterior á la Corredención, perteneciente al mismo signo de la redención. Además, la asociación a la redención es para la Corredención toda la razón de ser de su eficacia. Hay que decir, por tanto, que el acto de obediencia de María es generativo porque es corredentivo o meritorio, y no que es meri- torio porque es generativo. Por consiguiente, el mérito es la razón de la generación, y no la generación es la razón del mérito. Y como razón de la generación el mérito es lógicamente anterior a ella.

^ 3. Conclusión : mirada de conjunto

A estos cotejos parciales hay que añadir una mirada de conjunto, para apreciar debidamente el desenvolvimiento integral de la maternidad espi- ritual en función de la Corredención Mariana y de la redención de Cristo.

Sirva de base la unidad estricta de la redención. Sus dos momentos

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

capitales son la oblación en la encarnación y la inmolación en el Calvario. Pero estos momentos, aunque separado; cronológicamente, moralmente se unen, se compenetran, para formar un todo único e indivisible. Con la oblación el Redentor se inmola ya espiritualmente : con la inmolación real consuma la oblación. Con la oblación se anticipa la inmolación: con la inmolación se reproduce la oblación.

Esta unidad de la redención nos da idea de la unidad de la maternidad divina considerada como soteriológica v moral, es decir, de la maternidad del Redentor. Si la generación física del Hombre-Dios, iniciada en Naza- ret, termina en Belén, ia generación moral del Redentor, iniciada igual- mente en Nazaret, no termina sino en el Calvario. Si la maternidad moral V soteriológica es la generación del Redentor crucificado, el parto, término de esta generación, sólo se halla en el Calvario. Si el parto físico de Belén fué sin dolor, el parto moral del Calvario no se realizó sino entre indecibles dolores. Y si Nazaret y el Cal\ ario, la concepción y el parto, están sepa- rados por el tiempo v el espacio, no son, con todo, sino los dos momentos de la única generación, de la maternidad soteriológica. una e indivisible.

Proporcionalmente. a la unidad de la redención corresponde la unidad de la Corredención; como a la unidad de la maternidad soteriológica co- rresponde la unidad de la maternidad espiritual.

Como en la redención, en la Corredención existen dos momentos, cro- nológicamente separados, moralmente fundidos en la más estricta unidad: el consentimiento y la com-pasión. El consentimiento está orientado hacia la com-pasión. en que tiene su término y su objeto: la com-pasión es el resultado, la realización, la concreción dolorosa del consentimiento. Como el consentimiento es el anticipo y el germen de la com-pasión, así la com- pasión es la reproducción y el fruto del consentimiento. Y consentimiento y com-pasión forman la única Corredención.

En la maternidad espiritual la concepción de Nazaret y el parto del Calvario son los dos momentos, el inicial y el terminal, de una misma e* indivisible generación. Un mismo acto, moralmente continuado o perma- nente, el consentimiento obediente es a la vez la concepción y el parto. Y uno es también el efecto de este único acto: la incorporación de los hom- bres en Cristo Jesús, iniciada en Nazaret y consumada en el Calvario.

Combinemos ahora y harmonicemos estas series de elementos paralelos. El elemento preponderante y como el lazo de unión de todos es el consen- timiento virginal, acto de obediencia, análogo a la obediencia del Redentor. Son verdaderamente maravillosas las múltiples virtualidades del consenti- miento. En Nazaret él es el que determina la maternidad divina v la ma-

LIBRO 11. MATKRNIDAD ESPIRITUAL

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ternidad soteriológica, y es, a un tiempo, corredención formal y genera- ción moral: es la concepción espiritual de los hombres en Cristo Jesús. En el Calvario, mientras consuma la generación moral del Redentor, es el parto espiritual de los redimidos, y es también corredención meritoria. Los méritos de la com-pasión Mariana, no sólo se interponen entre la genera- ción moral del Redentor y la generación espiritual de los redimidos, sino además, lo que ahora más nos interesa, entre los dos momentos de esta generación espiritual de los hombres, es decir, entre la concepción de Naza- ret y el parto del Calvario. Por una parte, estos méritos estriban en la previa concepción espiritual, si no para su valor meritorio, para su valor corredentivo. Anteriormente habíamos de prescindir de este motivo o fundamento corredentivo de la com-pasión Mariana: ahora podemos ya señalarlo. Como Madre espiritual de los hombres, María posee un título, por así decir, oficial, conferido por el mismo Dios en orden a la redención, para que sus méritos puedan considerarse, no como méritos puramente pri- vados o personales, sino como méritos ordenados por Dios a la regenera- ción espiritual de los hombres. Porque, por otra parte, estos mismos mé- ritos son los que determinan el parto espiritual del Calvario, como antes hemos indicado. De esta suerte, los méritos de la com-pasión Mariana, puestos entre la concepción y el parto espiritual de los hombres, efecto de la concepción, en cuanto a su valor corredentivo, y .principio del parto, son a la vez maternales y corredentivos: doblemente maternales, por cuanto estriban en los derechos de la maternidad divina y determinan la mater- nidad espiritual; y doblemente corredentivos, por cuanto son una coope- ración de la redención activa y un principio de la redención pasiva. Estas múltiples virtualidades y relaciones de los méritos de María, si dan unidad a los dos momentos de la generación espiritual, muestran también las estre- chas afinidades entre la Corredención y la maternidad espiritual y entre éstas y la maternidad divina y soteriológica. Mas todas estas afinidades, señaladas en unos pocos rasgos más salientes, no son sino un esquema descarnado de la espléndida realidad, llena de divinas harmonías. Pero en este mismo esquema resalta una idea: que la maternidad espiritual es una modalidad de la Corredención, o que la Corredención es fundamentalmente maternal.

Mas esta idea predominante, es a saber, que la maternidad espiritual es una modalidad de la Corredención, entraña una consecuencia importan- tísima, que conviene consignar. Si la maternidad espiritual es una moda- lidad de la Corredención, podrá la Corredención, como elemento sustan- tivo, explicarse sin apelar a la maternidad espiritual, como elemento modal.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

y, de hecho, la hemos explicado independientemente de ella; pero no podrá explicarse la maternidad espiritual del Calvario sin apelar a la Correden- ción y fundarla en ella: de hecho, como hemos visto anteriormente, el único acto de María que pueda considerarse como parto espiritual es su com-pasión meritoria o, más generalmente, su com-pasión corredentiva. Luego, si se admite la maternidad espiritual del Calvario, como verdadero parto espiritual de la humanidad regenerada, hay que admitir, como pos» tulado en que se basa, la com-pasión corredentiva. No se puede negar la com-pasión corredentiva, sin mutilar la maternidad espiritual.

Ambas a la vez, Corredención y maternidad espiritual, son una magní- fica confirmación del principio de transcendencia singular, que antes hemos declarado independientemente de ellas. Si, por una parte, este principio prepara, por así decir el terreno, para admitir estas dos excelsas prerro- gativas de María, éstas, por otra parte, muestran patentemente la verdad y el alcance del principio; dado que tanto la una como la otra son prerro- gativas únicas de María, que colocan a la Corredentora, Madre espiritual de toda la humanidad, por encima de todo lo creado.

LIBRO TERCERO

INTERCESIÓN ACTUAL

Como hemos advertido en la primera parte, damos al nombre de «inter- cesión» el sentido etimológico de «intervención». Esta intervención se ejerce de dos maneras diferentes: por la palabra y por la acción. En el primer sentido se puede llamar «deprecación» o bien «intercesión» en sen- tido particular, que es el más usual ; en el segundo puede denominarse «dispensación de las gracias». Más sencilla y exacta sería acaso la deno- minación genérica de «intervención (o actuación) celeste», dividida en las dos denominaciones especiales de «deprecación» (o «intercesión») y «dis- pensación». Pero baste haber tocado incidentalmente esta cuestión no- minal.

En la primera parte hemos declarado las nociones de intercesión, de- precación y dispensación, y juntamente hemos estudiado los problemas se- cundarios o más fáciles de resolver, referentes a esta especial acción sote- riológica de María: ahora hemos de estudiar los problemas principales y más controvertibles, relativos a la deprecación y a la dispensación.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAI

Capítulo 1 DEPRECACIÓN

Art. 1. El hecho y el oficio de l\ deprecación

La deprecación puede considerarse como un hecho y como un oficio de María. Hav que estudiar separadamente estos dos aspectos, ya que son diferentes los motivos en que se fundan el hecho y el oficio de la depre- cación.

5; 1. El hecho de ¡a deprecación

El hecho de la deprecación o intercesión de María, como verdad que es de fe (Denz. 984), no es objeto de controversia teológica entre católicos. Lo que ahora nos interesa es señalar sus fundamentos intrínsecos, para no confundirlos con los motivos especiales en que estriba el oficio de la de- precación Mariana.

En general, los motivos que explican el hecho y el valor de la interce- sión de los santos ante Dios a favor de los hombres son de dos órdenes:! unos explican el hecho de que los santos intercedan, otros el valor de esta intercesión. Los motivos que mueven a los santos a interceder son su bondad, su compasión, su amor a los hombres y las relaciones especiales que con ellos los ligan. Los motivos que recomiendan o avaloran esta intercesión ante Dios son su santidad y sus merecimientos. Estos motivos son suficientes para explicar el hecho y el valor de la intercesión, sin nece- sidad de apelar a otros, que luego indicaremos, para explicar el oficio de interceder.

Aplicando estos principios al hecho y al valor de la deprecación Ma- riana, el hecho se explica por la inefable bondad, por el inagotable amor y por la entrañable misericordia de su Corazón ; y el valor por su soberana dignidad de Madre de Dios y por su incomparable santidad. Sin recurrir a otros motivos, uno y otro quedan sobradamente explicados. Más explí- citamente: el hecho mismo de la deprecación Mariana no estriba necesa- riamente en la Corredención ni en la maternidad espiritual.

LIBRO m. INTERCESIÓN ACTUAL 411

2. El oficio (le la deprecación

No puede decirse lo mismo del oficio de Intercesora. Este oficio no se explica adecuadamente, si no se apoya en la Corredención y en la mater- nidad espiritual, y con éstas queda perfectamente explicado o razonado: doble aserto, negativo y positivo, que hay que demonstrar.

Primeramente, sin la Corredención y la maternidad espiritual no explica este oficio. Recorramos los motivos, con que antes explicábamos el hecho v el valor de la intercesión. La bondad, el amor, la misericordia mueven, estimulan, fuerzan, si se quiere, a interceder; pero no crean ol confieren el oficio de intercesora. Lo mismo hay que decir de la santidad, la cual da valor al acto de interceder y aun puede inclinar a él; mas tampoco crea ni confiere el oficio. Vengamos a la divina maternidad. Esta puede concebirse de dos maneras: o como generación física, o como maternidad moral y soteriológica. Bajo el primer aspecto, dará valor casi infinito a la intercesión, si ésta se da. pero no es de suyo suficiente ni siquiera para motivar el hecho de la intercesión, mucho menos para cons- tituir el oficio de Intercesora. Esta razón alcanza a aquellos que, despo- jando la maternidad divina de todo valor corredentivo formal e inmediato, no pueden apoyar en ella el perenne oficio de Intercesora. que actualmente ejerce María en el cielo. Estos o han de negar este oficio, contra el testi- monio de la Tradición cristiana, o bien han de señalarle otro fundamento interno que no sea la divina maternidad. Bajo el segundo aspecto, moral y soteriológico. la divina maternidad incluye o postula la Corredención y la maternidad espiritual: que es precisamente lo que afirmamos. Negati- vamente, pues, sin la Corredención y la maternidad espiritual no se explica adecuadamente el oficio de Intercesora: veamos si. positivamente, con ellas se explica suficientemente.

La redención, principalmente, y, secundariamente, la corredencón tie- nen por efecto la justificación y regeneración espiritual del hombre. Pero esta justificación y regeneración no se hace real, actual o formal, si no e3 cuando Dios, en virtud de la redención y de la corredención, concede a cada hombre individualmente su divina gracia. Esta concesión de la gracia es obra de la divina providencia, en cuyo desenvolvimiento interviene, como factor importantísimo, la intercesión de Jesu-Cristo. de María y da los Santos. Según esto, la intercesión es un complemento de la redención y de la Corredención en orden a la justificación actual. Sin esta justificación actual y formal, la sola justificación virtual o

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.MAHiA, MKDIAnolíA tM\ERSAL

radical, que comprende a la humanidad globalmente considerada, dejaría realmente a cada hombre en particular en el mismo estado de pecado y maldición en que se hallaban antes de la redención. También los condenados fueron justificados radical o virtualmente con la redención dd Cristo y la Corredención de María: y, con esa justificación ideal, quedan realmente condenados. De ahí, primeramente, el interés del Redentor y de la Corredentora en que su obra no quede mutilada y sin efecto real. Más aún, el oficio mismo de Redentor o de Corredentora queda compro- metido y deficiente, si no se obtiene el efecto real y definitivo, a cuya con- secución estaba precisamente ordenado. Que el término o blanco de la redención y de la Corredención no es otro que la justificación y regene- ración espiritual de los hombres real e individualmente considerados. Por consiguiente, el oficio de Redentor y de Corredentora, para que no quede) frustrado o sin efecto, necesita un complemento: el de intervenir con la intercesión, para llegar hasta el fin deseado. Es decir, el oficio de Redentor y de Corredentora es un título o confiere un derecho para intervenir con la intercesión, la cual, hecha como de oficio, es una prolongación o exten- sión del oficio de Redentor o Corredentora: es el oficio de Intercesor. Esta manera de explicar o fundamentar el oficio de Intercesor, apoyándolo en el de Redentor, queda plenamente confirmada con lo que acerca da Cristo Redentor e Intercesor enseña el Apóstol San Pablo, como anterior- mente lo hemos declarado. No hay para qué repetirlo aquí.

La maternidad espiritual explica también en María el oficio de Inter- cesora. A la madre corresponde, como oficio maternal, criar a sus hijos, educarlos, corregirlos, defenderlos, hasta ponerlos en estado de hombres perfectos. Ahora bien, todo esto en el orden espiritual y sobrenatural no se obtiene sino por medio de la gracia divina. A la Madre espiritual, por tanto, corresponde, como de oficio, interceder ante Dios, para que conceda a sus hijos esta gracia, con que lleguen «a la madurez del varón perfecto, a un desarrollo orgánico proporcionado a la plenitud de Cristo» (Eph. 3, 131.

Art. 2. Propiedades características de la deprecación Mariana

§ 1. Preliminares

Declaración de los términos. A tres pueden reducirse las propie- dades más importantes y características de la intercesión Mariana: su efi- cacia infrustrahle, su alcance universal y su necesidad imprescindible.

LIBRO iii. int£;rcesiox actual

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La eficacia infrustrahle es lo que hermosamente se ha llamado omni- potencia suplicante, es decir, que gracia pedida por María, gracia alcan- zada. Esto, naturalmente, no significa que las gracias alcanzadas sean precisamente gracias eficaces. La eficacia está en la petición, no en la índole de la gracia pedida.

La amplitud o alcance universal consiste en que la intercesión de María se extienda a todas las gracias que Dios concede. Pero esto hay que en- tenderlo. Dios tiene vinculada la concesión de muchas gracias al uso, por ejemplo, de los sacramentos, que producen su efecto por su propia virtud o ex opere opéralo y, por tanto infaliblemente, siempre que se den las debidas disposiciones. Pero también estas gracias sacramentales están comprendidas en el alcance universal de la intercesión Mariana, por cuanto las disposiciones previas y aun la oportunidad de recibir los sacramento^ son gracia de Dios, debida a la intercesión de María. Algunos, distinguien- do entre universalidad moral y universalidad absoluta o matemática, han opinado que la universalidad de la intercesión Mariana era sólo moral, no. absoluta. Vanos escrúpulos. Una vez concedida la universalidad mo- ral, no se ve qué objeto puede tener la concesión esporádica de unas pocas gracias. No está la dificultad, si alguna hay, en lo absoluto de la univer- salidad, sino en la universalidad misma. Por lo demás la necesidad in- frustrahle de la intercesión Mariana excluye esa hipótesis medrosa. En suma, la universalidad se refiere directamente a todas las gracias que se conceden y en cuanto se conceden por vía de intercesión; indirectamenttí a todas las demás gracias concedidas por otras vías, la sacramental, por ejemplo.

Necesidad imprescindible. Se entiende, evidentemente, de una necesi- dad hipotética, que Dios libremente ha querido establecer, no de una nece- sidad, a que Dios antecedentemente a su libre disposición estuviera sujeto. Pero, de hecho, existe esta necesidad, por cuanto Dios, hablando a nuestra manera, se ha querido imponer la ley de no conceder ninguna gracia que no estuviera recomendada por la intercesión de María.

Postulados previos. Para entender debidamente estas propiedades y apreciar el valor de los motivos en que se apoya su verdad, hay que re- cordar algunas verdades o principios, que son como postulados básicos.

Es el primero el principio de asociación, entendido en toda su amplitud. El principio de asociación no debe limitarse a sola la redención, como hasta ahora lo hemos considerado, sino extenderse a toda la obra de la salud humana. La redención no es sino el primer paso de esta obra de salud, que debe completarse con la intercesión. Así se verifica de parte

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MARÍA, MEDIADORA UiNlVERSAí.

de Cristo, así también de parle de María. En consecuencia, como la Co- rredención es una asociación a la redención, así proporcionalmente la intercesión o co-intercesión Mariana es una asociación a la intercesión de Cristo. Ya vimos anteriormente que los modos posibles de esta asocia- ción son dos: o bien Cristo refrenda la intercesión de María, o bien María da su conformidad a la intercesión de Cristo. De todos modos hay que decir que Cristo y María, en virtud del principio de asociación, tanto en la redención como en la intercesión, forman el principio adecuado de la salud humana.

Otro postulado es la ley establecida por Dios, de que la concesión de la gracia estuviese precedida por la oración. A esta ley han de acomo- darse Cristo hombre y María, a cuya intercesión vinculó Dios la concesión de todas las gracias. Dios hubiera podido, sin más, conceder la gracia en virtud de la redención; pero ha querido otra cosa: que ia concesión de la gracia estuviese vinculada a la humillación inherente a la oración, que es el reconocimiento de la impotencia de la criatura ante la omnipotencia divina. Este postulado no prejuzga la necesidad de la intercesión Maria- na, ya que Dios hubiera podido en absoluto exigir solamente la oración dei interesado o de la Iglesia.

Nótese, de paso, que estos dos postulados son una confirmación de l0 que acabamos de decir: que el oficio de interceder es una derivación del oficio de redimir, del cual depende y en el cual se apoya.

íí 2. Demovstración

En la demonstración de las tres propiedades características empleare- mos dos series de argumentos: unos, derivados de la asociación de la in- tercesión de María a la intercesión de Cristo; otros, fundados en el valor intrínseco de la misma deprecación Mariana, auji prescindiendo de su aso- ciación a la de Cristo.

Eficacia infrlstrable. La eficacia de la redención y de la Corre- dención es infrustrable, no puede menos de obtener el efecto al cual Dioá la ha ordenado: así lo exige el valor infinito de la sangre del Redentor. No puede, por tanto, esta eficacia estar condicionada, de parte de Dios, por algo que pueda interponerse e impedir su efecto. Dios, por otra parte, la ha condicionado a la intercesión del Redentor y de la Corredentora. Luego esta intercesión ha de ser tan infrustrable como la misma redención, so pena de ser, no ya un medio para aplicar sus frutos, sino más bien un

LIBRO 111. INTERCESIÓN ACTUAL 415

inipedinieuto que ponga en contingencia esta aplicación. Por lo demás, la dignidad infinita del divino Intercesor, sus méritos infinitos y el infinito amor del Padre al Hijo, en quien tiene todas sus complacencias son sobra- da garantía de la eficacia de la intercesión del Hijo ante su divino Padre. Y esta eficacia se comunica a la co-intercesión de María, que forma como bloque con la intercesión de Cristo.

Mas, aun considerada en misma, aun cuando no interviniese la inter- cesión del Redentor, la intercesión de la Corredentora es también infrus- trable. Así lo exigen la dignidad casi infinita de la Madre de Dios, su santidad incomparable, los méritos de su com-pasión y de toda su vida, las relaciones íntimas y amorosas de María con cada una de las personasi de la augusta Trinidad, la humildad profundísima con que ora la Esclava del Señor. Si María se entregó sin reserva al cumplimiento del divino beneplácito, no había de poner Dios reservas y limitaciones a su corres- pondencia. Si toda oración es ya de suyo, según la divina promesa, in- frustrable, mientras el que ora no ponga impedimento a su eficacia, ¿qué impedimento podía poner María a la eficacia de su oración, nacida de la humildad y de la caridad más desinteresada, con miras a la mayor gloria de Dios y al bien sobrenatural y eterno de los hombres, dentro de los pla- nes de la divina providencia, que María tan perfectamente conoce? Y si Dios confió a María el oficio de Intercesora, con el deseo de honrarla a! ella y con el objeto de poder derramar más espléndidamente sobre los hombres los infinitos tesoros de su largueza y misericordia, ¿podía él volverse atrás, dejando sin efecto este oficio, tan fidelísimamente desempe- ñado? Tal contradicción no cabe en la sabiduría y menos en la bondad y misericordia de Dios. «No cabe en Dios arrepentimiento de sus dones y de su vocación» (Rom. 11, 29). Dios no hace las cosas a medias.

Alcance universal. Es universal el alcance o extensión objetiva de la redención y de la Corredención: luego también lo es el de la intercesión de Cristo y de la co-intercesión de María, que no son sino su derivación o prolongación. En efecto. Dios determinó libremente no conceder a los hombres gracia alguna, después del pecado de Adán, que no fuera en aten- ción a los mériios de la redención y de la Corredención. Al establecer, por otra parte, la intercesión de Cristo y la co-intercesión de María como medio para aplicar los frutos de la redención y de la Corredención, había de atribuir al medio al mismo alcance que tenía el fin. Es decir, la reden- ción y la intercesión constituyen juntas la economía establecida por Dios para comunicar su gracia a los hombres. Tal es la ley que Dios libremente se impuso. En consecuencia, como Dios, aunque en absoluto podía, no

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MARÍA, MEDIADORA UMVKRSAL

ha querido conceder gracia alguna a los hombres, que no sea en virtud de la redención y de la Corredención, así tampoco ha querido, por más quo hubiera podido, concederla sino en atención a la intercesión de Cristo y a la co-iníercesión de María. Redimir e interceder son dos oficios homogé- neos y complementarios, que no pueden tener alcance diferente.

Y, considerada en misma la acción de María, su Corredención es el título y fundamento inmediato de su intercesión: luego ésta no ha de tener en su extensión objetiva limitaciones que aquélla no conoce. Uni- versal es su Corredención, y universal su intercesión. La universalidad de sus méritos, avalorada por su dignidad de Madre de Dios y por su santidad, mayor que la de todas las criaturas juntas, no ha de limitarse al aplicarse por medio de la intercesión. Además, la maternidad espiritual se extiende a todos sus hijos, esto es, a todos los hombres, y a todo lo que contribuya a su regeneración y desarrollo espiritual, que no es sino la gracia divina. Luego al interceder María, como Madre espritual, por el bien de sus hijos, su intercesión abarca toda entera la economía de la gracia. Toda gracia es como una energía vital, que tiende al desenvolvi- miento orgánico del cuerpo místico de Cristo: y todo el cuerpo místico de Cristo es fruto bendito de la maternidad espiritual de María. Su interce- sión, por tanto, como actuación de su maternidad espiritual, es tan univer- sal e ilimitada como lo es su oficio de Madre de los hombres.

Necesidad imprescindible. La necesidad de la intercesión de Cristo y de la co-intercesión de María es un postulado de su universalidad: que no hubiera podido probarse con argumentos intrínsecos por la redención y la Corredención, si éstas no implicasen la necesidad de la intercesión y de la co-intercesión. La universalidad, además, si no ha de ser accidental o arbitraria, no se explica sino por una ley divina que la haya establecido y, consiguientemente, la haya hecho necesaria.

Pero pueden señalarse razones más particulares, más profundas y más hermosas, de esta necesidad imprescindible.

Por una parte. Dios, amigo de honrai a los que le honran, no podía menos de conceder toda honra al Redentor y a la Corredentora, que tanto a él le habían glorificado. Por esto quiso que el Redentor y la Correden- tora tuvieran, no sólo la gloria de haber merecido toda gracia a los hom- bres, sino también de que todas las gracias, al ser realmente concedidas, pasasen por sus benditas manos, es decir, que con su intercesión pusiesen como el sello a toda concesión divina de la gracia. Por otra parte, la redención y la Corredención fuevou una expresión de humildad y obedien- cia, tan gratas a los ojos de Dios, que el Padre celestial, hablando a nuestro

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modo. ])ara ver perpetuada esta amorosa sumisión del Hijo y de la Madre en la perenne intercesión, determinó vincular a ésta la concesión definitiva de las gracias.

En particular, por lo que atañe a María, quiso el Padre celestial, para el orden y buen gobierno de su casa, que cuanto pertenece al oficio de la Madre no se hiciese sino mediante su solicitud maternal. Y pues a la madre corresponde interesarse por sus hijos, y este interés lo había de mostrar María intercediendo por ellos ante el Padre, era lógico y natural que sin esta intercesión no se concediese gracia alguna a los hijos, para que así pasase por las manos de la Madre todo cuanto se ordenaba para el bien eterno de los que eran a la vez hijos de Dios e hijos de María. De ahí la necesidad de la intercesión Mariana.

Capítulo II DISPENSACIÓN DE LAS GRACIAS

La actuación celeste de María a favor de los hombres es doble: la in- tercesión, ejercida por la oración, mira directamente al Padre celestial; la dispensación o administración de las gracias, ejercida por la acción, se -ordena directamente al gobierno de los hijos. El objeto de la intercesióil es ultimar la voluntad divina de conferir la gracia; el de la dispensación es la ejecución de la divina voluntad y la concesión efectiva de la gracia. Esta distinción deslinda el doble campo en que actúa la intervención celeste de María. Todo cuanto actualmente hace María a favor de los hombres pertenece a uno de los dos campos: o al de la intercesión o al de la dis- pensación; si ya no es una combinación de entrambas.

La dispensación de las gracias o el gobierno de los hijos de Dios es el ejercicio actual del doble oficio conferido por Dios a María: el de Madre en la casa de Dios y el de Reina en el reino de Dios. La dispensación, por tanto, es a la vez maternal y regia. Bajo este doble aspecto, pues, hemos •de considerar la dispensación de las gracias.

La maternidad espiritual de María, cuya actuación es la dispensación, la hemos estudiado ya en el libro precedente. Hay que estudiar ahora su realeza, para poder apreciar debidamente su actuación regia, no menos que maternal, en la dispensación de las gracias.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Art. 1. Realeza de María 1. Preliminares

Noción de la realeza. Entendemos por realeza la autoridad sobe- rana o la jurisdicción suprema sobre un reino. En la realeza hay que distinguir la dignidad y la potestad. La dignidad da derecho a los hono- res regios; la potestad da derecho de gobernar el reino o de dirigir efi- cazmente los subditos al bien común.

Estado de la cuestión. Que María posea cierta realeza, a lo menos en sentido lato o menos propio o estricto, no ofrece dificultad alguna. Toda la Iglesia cristiana, haciéndose eco de la Tradición, saluda y aclama diariamente innumerables veces a María como Reina de cielos y tierra, Reina de todos los Santos, Reina del universo, Reina de la paz. Reina d& la misericordia. La dificultad está en la propiedad de esta realeza y en los títulos en que se funda así su dignidad como su potestad regia. Más espinoso y controvertido es el problema sobre la modalidad especial de esta realeza, comparada con la realeza de Cristo. Con este problema está íntimamente ligado otro, no menos difícil, sobre la actuación o ejercicio de esta realeza de María.

El problema fundamental sobre la propiedad de esta realeza, conside- rada no sólo como dignidad sino también como potestad, hay que resol- verlo decididamente en sentido afirmativo. La solución de los otros pro- blemas no puede ser tan categórica. Propondremos la que nos parece más aceptable.

§ 2. Propiedad de la realeza de María

A. Dignidad regia

Llamamos dignidad regia la que adquiere una persona por su elevación a la categoría regia, aun cuando no posea jurisdicción soberana. Tal es el caso de las reinas esposas o reinas madres, que. sin compartir con el esposo o el hijo el derecho de gobernar, ?on, con todo, acreedoras a los honores regios. En este sentido decimos que María posee, por lo menos, dignidad regia propia y verdadera. Las pruebas de esta afirmación nos las darán los títulos en que estriba esta dignidad regia.

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María es ante todo Reina Madre, por ser la Madre de Cristo Rey.

Notemos, ante todo, que si Cristo hubiera sido constituido Rey inde- pendientemente de la generación de María, la realeza de la Madre sería nula o muy impropia. Tal es el caso de las madres de los reyes en las monarquías electivas. Muy diferente es el caso en las monarquías heredi- tarias, en que el Rey nace Rey, precisamente porque nace de tal madre. Donde es de notar que la reina madre, aun cuando no sea la fuente o principio de los derechos regios, que radican en el padre, es ella, con todo, la que con su generación transmite a su hijo estos derechos. Y esta vincu- lación de la realeza del hijo a su maternidad es el motivo que dátermina y justifica plenamente la denominación de reina madre. Y tal es el caso de María como Reina Madre. Cristo su Hijo es Rey hereditario por doble herencia: como Hijo de Dios y como Hijo de David. Y en ambos res- pectos María engendra a Cristo como Rey. y en virtud de esta generación regia adquiere la dignidad de Reina Madre. Conviene considerar más en particular este doble título de María a la realeza.

Cristo, no sólo en cuanto Dios o en su naturaleza divina, sino también en cuanto hombre o como subsistente en la naturaleza humana es Rey, y lo es en virtud de su unión hipostática. Como Dios y como hombre es siempre Cristo el Hijo de Dios, el Hijo único de Dios, que, como tal, ad- quiere por nacimiento y por herencia la realeza de Dios Padre. Pero la adquiere naciendo de María, No radica ciertamente en María la realeza, pero está vinculada a su divina maternidad. Y en consecuencia, como Madre que engendra al Rey, es con toda propiedad Reina Madre, adquiere la categoría de Reina, con todos los honores debidos a la realeza.

Pero Cristo es también Rey como Hijo de David; y bajo este respecto María, como Madre del Hijo de David, adquiere títulos, si no más altos, más íntimos y poderosos, a la realeza. Conviene esclarecer algo este nuevo título, no tan estudiado como el anterior.

En el Hijo de David, el Rey Mesías, hay que considerar dos cosas, íntimamente ligadas entre sí: la generación carnal y la promesa divina. A David prometió Dios que de su sangre nacería un Rey, heredero de su trono, no precisamente de su reino temporal y terreno, sino de otro reino superior en él prefigurado. Dos eran, por tanto, los títulos de la realeza mesiánica: la descendencia davídica y la promesa divina. Oigamos ahora el mensaje divino que el ángel transmite a María: « He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a quien darás j)')r nombre Jesús. Estd será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob eternamente, y

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MARÍA, MEDIADORA UNIVKUSAL

SU reinado no tendrá fin» (Le. 1, 31-33). Los dos títulos de la realeza mesiánica se anuncian a María, y su ratificación se pone en sus manos: María lleva en la sangre de David y recoge la promesa de Dios. En consecuencia, al dar su sangre y su asentimiento, engendra al Rey Mesías formalmente como tal y le transmite la realeza mesiánica. Es, pues, Ma- ría con toda propiedad Reina Madre, con más propiedad que ninguna otra Reina Madre ha podido serlo jamás.

A este título fundamental de la dignidad regia de María hay que añadir, a lo menos como complementario, otro título más misterioso: el de Esposa, bajo diferentes conceptos, del Padre celestial y del Espíritu Santo, que anteriormente declaramos. Al engendrar al Hijo de Dios Padre por vir- tud del Espíritu Santo, María queda elevada al orden supremo de la unión hipostática. Ahora bien, la unión hipostática es precisamente la unción regia que constituye a Cristo Rey divino. Al entrar, por tanto, María en este orden soberano y regio, queda por el mismo caso elevada a la cate- goría de Reina Madre. Por lo demás, si Dios es Rey, la Madre de Dios es la Madre del Rey, la Madre divina es Madre Reina.

B. Potestad regia

Los dos títulos precedentes, si prueban con toda evidencia la dignidad regia de María, no parecen probar su potestad soberana. Las Reinas Ma- dres, como tales, no adquieren el derecho de participar en el gobierno del reino. El verdadero título de la potestad regia de María es otro: el de la Corredención. Este título ofrece distintos aspectos, que estudiaremos suce- sivamente.

La redención es para Cristo título de potestad regia sobre todos \o\ redimidos. Luego, proporcionalmente, también lo es la Corredención para María. Que la redención sea para Cristo título de potestad regia, se admite comúnmente, y con razón. Porque, estando los hombres esclavi- zados y tiranizados por satanás, es decir, justamente entregados por Dios a la injusta tiranía de satanás, y habiendo consiguientemente perdido todo derecho a la libertad y a la vida. Cristo, al rescatarlos con el precio de su^ sangre y al reconquistarlos en justísima lucha, adquirió sobre ellos la ple- nitud de derechos soberanos y se los hizo suyos. «No sabéis, dice el Após- tal,... que no sois vuestros? Porque fuisteis comprados a costa de precio» (1 Cor. 6, 19-20), con la sangre de Crsto. Pues la misma razón vale tra- tándose de la Corredención de María, que fué una cooperación eficaz al¡

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rescate y a la liberación de los hombres, y un título, por tanto, para María de regia potestad sobre el género humano.

Esta consideración se amplia y corrobora considerando la acción sote- riológica de María como una asociación a la obra salvadora de Cristo. Cristo se presentó como Rey, como el Mesías prometido, que había de des- truir el imperio del pecado y de la muerte y establecer en su lugar el reino de Dios sobre la tierra, reino de justicia y de vida. Toda la obra de Cristo fué obra de Rey. Fué concebido como Rey: «Y le dará el Señor Dios el trono de David su padre > íLc. 1, 32). Nació como Rey: «¿Dónde está el que ha nacido Rey de los Judíos?» (Mt. 2, 2), preguntaron los Magos. Por Rey le reconocen sus discípulos: «Tú eres el Rey de Israel» (loh. 1, 49), «Tú eres el Mesías» (Me. 8. 29). Y cuando entra en Jerusalén para consu- mar su obra de salud, entra como Rey: «He aquí que tu Rey viene a ti» (Mt. 21, 5); y como a Rey le aclaman las turbas: «¡Bendito el que viene como Rey en el nombre del Señor» (Le. 19, 38). Y en su pasión sobre todo es acusado como Rey (Le. 23, 2), interrogado una y otra vez como Rey (Mt. 26, 63; 27, 11), ultrajado como Rey (Mt. 27, 29), presentado por Pilato a los judíos como Rey (loh. 19, 14), y como Rey definitivamente repudiado por los judíos (Me. 15, 12-13; loh. 19, 15), y como Rey condenado a muerte. Por esto sobre la cabeza del Redentor crucificado está inscrito el título de su causa: «Rey de los judíos» (Me. 15, 26), objeto de protestas para unos (loh. 19, 21), de burlas para otros (Mt. 27, 42), de fe para el buen ladrón (Le. 23, 42). El Rey de Israel muere para salvar a Israel y a todo el mundo. María, la Madre del Rey, asociada a su obra de salud, no podía menos de compartir su realeza y regia potestad.

Como Segunda Eva es también María acreedora a la realeza. Si el primer Adán fué constituido por Dios rey de la creación visible y había da ser el rey de toda la humanidad, no menos el Segundo Adán había de ser el Rey de todo el universo y de toda la humanidad regenerada. Y como la antigua Eva estaba llamada a compartir la realeza del primer Adán, no menos la Segunda Eva estaba destinada a compartir la realeza del Segundo Adán: realeza no sólo de dignidad, sino también de potestad.

Por fin, la maternidad espiritual de María, si sola por no parece título suficiente de potestad regia, con todo, en cuanto es universal se transforma naturalmente en realeza. Por lo menos combinada con la maternidad divi- na, que es título de dignidad regia, se convierte en realeza de potestad. La maternidad divina da la dignidad, la espiritual añade la acción; y dignidad y acción, combinadas, constituyen la regia potestad.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

§ 3. Modalidad especial de la realeza de María

La realeza de María se ha de entender en función de la realeza de Cristo, de la cual es una participación. Mas no es tan fácil determinar exactamente el modo especial de esta participación sin comprometer de alguna manera o la realeza de Cristo o la realeza de María. La participación de muchos en una misma potestad puede tener diferentes formas, unas ineptas, alguna acaso apta, para explicar la especial participación de María en la realeza de Cristo. Creemos que el modo especial de esta participación es exactamente el mismo que propusimos al tratar de la gracia «capital» de María.

Ante todo excluyamos los modos ineptos o inadecuados. No hay que imaginarse que Cristo y María participan por igual y como in solidum de la misma realeza: Cristo la posee principalmente y por derecho propio y nativo; María, secundariamente, y por derecho recibido o prestado. Menos aún hay que imaginarse que las diferentes atribuciones o prerrogativas de la realeza se repartan entre Cristo y María, como parecen a primera vista afirmar algunos Padres o escritores eclesiásticos al asignar a María el reino de la misericordia, reservando a Cristo el reino de la justicia: que, entendido crasamente, como suena, es completamente falso. Estas dos maneras de concebir la realeza de María son un atentado contra la realeza de Cristo. Otras maneras de explicarla serían, por el contrario, una anulación de la realeza de María. Lo sería, si se concibiese como una transferencia o comu- nicación vicaria de la realeza de Cristo: entonces María sería como virreina, no propiamente Reina. Más aún sería una anulación de la realeza de María, despojarla de la soberanía, reduciéndola a una potestad puramente subal- terna o meramente delegada. Ninguno de estos modos deja a salvo la rea- leza de María. Hay que buscar, pues, otro más apropiado.

Este modo apropiado parece ser análogo al que existe en la común parti- cipación del padre y de la madre en la potestad o autoridad sobre los hijos. Esta participación reúne estas tres propiedades: 1) esta potestad es una, no doble propiamente, y reside juntamente en el padre y en la madre en cuanto forman una sola persona moral; 2) sin embargo, con ser una, reside des- igualmente en el padre y en la madre: en el padre principalmente y con independencia, en la madre secundariamente y con subordinación respecto del padre; 3) procede del padre, como fuente o principio, y se comunica a la madre por extensión o derivación. De semejante manera parece hay que concebir la común participación de Cristo y de María en la realeza. Esta realeza no es doble, sino una, poseída juntamente por Cristo y por María

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en cuanto constituyen una sola Cabeza moral. Reside, empero, desigual- mente en Cristo y en María: en Cristo primariamente y con absoluta inde- pendencia, en María secundariamente y con total dependencia respecto de Cristo. Y Cristo posee la realeza a se, como origen o manantial, María la posee ab alio, derivada de la de Cristo por graciosa extensión o comunica- ción. Con esto queda a salvo la plena soberanía de la realeza de Cristo y también la verdad y propiedad de la realeza de María. El que deje a salvo y en su propio lugar la realeza, una a la vez y diferente, así del Rey como de la Reina, parece ser la mejor recomendación de la explicación que pro- ponemos.

§ 4. El reino de María

El Reino de María es el mismo Reino de Dios, que es, directa o princi- palmente, espiritual y sobrenatural, pero que comprende también, indirecta o secundariamente, la creación material o sensible: es el mundo de la gracia, al cual está supeditado el mundo de la naturaleza.

El Reino de Dios es a la vez exterior e interior, visible e invisible ; tiene, como suele decirse, su cuerpo y su alma. Jesu-Cristo, fundador y Rey de este Reino, lo gobernó, durante su vida terrestre, con su intervención ex- terna y con su acción interna. Pero, al subirse a los cielos, confió su gobierno externo a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores, reservándosa para el gobierno interno. Este doble aspecto del Reino de Dios nos des- cubre la parte que tiene María de su gobierno. Mientras que el gobierno externo o visible está confiado a la Jerarquía eclesiástica, el gobierno interno o invisible está confiado a María, asociada a la realeza y al gobierno de Jesu-Cristo.

La comparación o contraposición entre María y el Romano Pontífice acabará de precisar lo que es el Reino de María. El Papa gobierna la Igle- sia con actos externos, María la gobierna con su acción interna. Pero tan universal y soberano es el gobierno interno de María, como lo es el gobierno externo del Romano Pontífice. María es el fundamento de la Iglesia invi- sible, como lo es el Papa de la Iglesia visible. Y a María se le han dado las llaves del Reino invisible de los cielos, lo mismo que a San Pedro y a sus legítimos sucesores las del Reino visible. Y lo que, cada uno en su propia esfera de acción, ataren o desataren María y el Papa, será atado o desatado en los cielos. En suma, lo que es, lo que puede, lo que hace el Papa por representación vicaria de Jesu-Cristo en el Reino visible de Dios, eso es, eso puede, eso hace María por asociación a la soberana realeza de Jesu-Cristo en el Reino invisible, en el mundo de la gracia.

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^ 5. El reinado de María

Sobre el reinado efectivo de María o sobre la manera precisa y concreta con que ejerce su gobierno se han suscitado recientemente interesantes con- troversias. Estando integrada la realeza o soberanía por la triple potestad: legislativa, judicial y ejecutiva, se pfegunta: ¿qué parte tiene María en el actual ejercicio de esta triple potestad? La dificultad de señalar en la acción de María el ejercicio de esta triple potestad ha movido a algunos a intentar por otro camino la solución del problema, explicando el gobierno de María exclusivamente por el influjo decisivo o poder irresistible que ejerce en el Corazón del Rey. Extremando algo los términos, podríamos decir que María gobierna el Reino de Dios gobernando el Corazón del mismo Rey.

Comencemos descartando esta última explicación. Conforme a ella, por más que en el Reino de Dios no se hiciese sino lo que María quisiera, su acción, con todo, no sería propiamente acción regia o soberana ; sería, si. la expresión no es irreverente, no la acción de una Reina en el ejercicio de su jurisdicción soberana, sino la de una favorita omnipotente. Además, María, por más que influyese en las decisiones del Rey, no ejercería directa- mente ninguna autoridad con los vasallos. Por todo esto, semejante expli- cación del gobierno soberano de María nos parece inadecuada. Hay que buscar otra más aceptable.

Antes de examinar el ejercicio de la triple potestad que haya que atri- buir a María hay que tener presente dos cosas, que evidentemente pueden condicionar este ejercicio. La primera es la índole puramente espiritual o interna del gobierno de María. La segunda, su condición de Mujer y de Madre. Esto supuesto, el ejercicio de la potestad legislativa no parece tener lugar en el gobierno de María, ya que este gobierno es puramente interno, al paso que las leyes para su validez se han de promulgar externamente. Tampoco tiene lugar en el gobierno de María el ejercicio de la potestad judicial, a lo menos en las sentencias de condenación o en ¡a imposición de castigos: que no dice bien con su condición de Mujer y no sufriría su Corazón de Madre. El Reino de María, aunque no exclusivo de ella, es Reino de misericordia, no de justicia penal. En cambio, puede ejercer María, y de hecho ejerce, la potestad ejecutiva, que es la potestad más ca- racterística de gobierno, y por esto suele reservarse el nombre de «Gobierno» al organismo que ejerce la potestad ejecutiva. Hay que determinar, pues, cómo ejerce María esta potestad de gobierno.

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Por de pronto, María no ejerce el gobierno con facultades más o menos limitadas, a manera de un gobernador o de un simple ministro, sino con plenitud de facultades soberanas. manera parece ser ésta. Dios en su providencia, al constituir a los ángeles como «espíritus ministrantes» o de servicio para el bien de los hombres, como dice el Apóstol (Hebr. 1, 14), los puso todos a las órdenes de María. Según esto, cuanto dispone María a favor de los hombres, lo realiza por ministerio de los ángeles buenos; y, vice- versa, cuanto hacen los ángeles en beneficio de los hombres, lo hacen cumpliendo las órdenes de María. Para apreciar toda la magnitud de este gobierno angelical de María, basta recordar la actividad continua y varia- dísima de los ángeles en el gobierno de la divina providencia. Ellos contra- rrestan la acción maléfica de los demonios, ellos rigen y dominan las fuerzas de la naturaleza, ellos dirigen y protegen a los hombres desde su primer instante hasta la muerte, ellos, inteligencias benéficas, inspiran a los hom- bres santos pensamientos y piadosos sentimientos. Lo que Dios pudiera hacer por mismo, sin necesidad de cooperación ajena, ha querido en su bondad, para honrar a sus criaturas, realizarlo por intervención de los santos ángeles. Pues bien, toda esta actividad angélica, desplegada bajo las órdenes de María, no es otra cosa sino el ejercicio constante de su regia potestad ejecutiva. El Rey del mundo de la gracia es Dios providente, y es Jesu-Cristo, asociado como Hijo ai gobierno universal del Padre, y es también María, asociada también como Reina Esposa y Reina Madre al gobierno espiritual de las almas: a sus órdenes los ángeles, como ministros ejecutores de la divina providencia, cumplen rendidos y gozosos sus man- datos soberanos en beneficio de los hombres. Todo el curso maravilloso de la divina providencia es juntamente el gobierno maternal de la Reina Madre.

Art. 2. Actuación regia y maternal de María

Conocida ya la realeza de María y su maternidad espiritual, no será difícil apreciar toda la altísima significación de la dispensación de las gra- cias, confiada por Dios a la Reina y a la Madre.

«Nihil nos Deus habere voluit, quod per Mariae manus non transiret»: tal es la ley de la divina providencia, maravillosamente formulada por San Bernardo (ML 183, 100 1. Y no es esto exageración o piadosa ponderación, sino verdad llana y manifiesta. Si en el Reino de Dios María es la Reina, que reina y que gobierna; si en la casa y familia de Dios María es la Madre, solícita y amorosa: el buen orden del gobierno y el bien de los va-

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salios y de los hijos exigía que todo el régimen del Reino y toda la admi- nistración de la casa pasase por las manos de la Reina y de la Madre. Tal es, en sustancia, la dispensación de las gracias, encomendada por Dios a María como a Reina y como a Madre. Dios, consecuente consigo mismo, así como determinó no decretar la concesión de ninguna gracia sino poí intercesión de María, así dispuso también no concederla efectivamente sino por las benditas manos de María. La dispensación universal de la gracia, tan elocuentemente afirmada por la Tradición cristiana, es también una consecuencia lógica, tan evidente como consoladora, de la realeza de María y de su maternidad espiritual.

Mas, no contentos con conocer la verdad, contemplemos unos instantes su inefable dulzura.

«Salve, Regina, Mater misericordiae». Con esta férvida salutación acla- ma e invoca la Iglesia a María Reina de Misericordia y Madre de Miseri- cordia. Al lado del Rey eterno, cuya excelsa majestad podía aterrarnos y anonadarnos, está la dulce Reina, toda piedad y blandura ; al lado del Padre celestial, cuya justa severidad pudiera encoger y amilanar a los hijos dísco- los, está la dulce Madre, toda ternura y amor: la Reina y la Madre de mise- ricordia, que no entiende sino en misericordia, que no sabe hacer sino mise- ricordia, que sabe, ella sola, trocar la divina justicia en divina misericordia: «Fulgura in pluvium fecit» (Ps. 134, 7): convierte en lluvia benéfica los rayos de la justicia. En este ambiente de misericordia Dios derrama a torrentes sus misericordias sobre los hijos de los hombres por las benditas manos de la Reina y Madre de misericordia. La mayor de las misericor- dias divinas ha sido, después de entregarnos al Hijo de su amor, poner loa tesoros de sus misericordias en manos de tal Reina y de tal Madre. ¡Mis- terio de misericordia en la dispensación Mariana de todas las gracias!

LIBRO CUARTO

MEDIACIÓN UNIVERSAL

Capítulo I CONCEPTO DE LA MEDIACIÓN

Existen dos formas o especies de mediación algo diferentes, a que no siempre se ha dado el suficiente relieve, a pesar de su grande importancia para explicar la mediación Mariana. Antes, por tanto, de formular el con- cepto genérico de mediación hay que dejar bien definida y asegurada la existencia y la distinción de estas dos especies.

Art. 1. Dos FORMAS DIFERENTES DE MEDIACIÓN

Al probar que Cristo es Mediador, no en cuanto Dios sino en cuanto hombre, concluye Santo Tomás su razonamiento con estas palabras: «In quantum etiam est homo, convenit ei coniungere homines Deo, a) praecepta et dona Dei hominibus exhibendo, et b) pro hominibus Deo satisfaciendo et interpellando» (3 q. 26, a. 2, c). En estas palabras sugiere el Doctor Angé- lico dos formas o especies de mediación. La primera consiste en que Cristo comunique o transmita a los hombres los dones y los preceptos de Dios. La segunda, en que Cristo la debida satisfacción a Dios e interceda ante él

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MARÍA, ¡MEDIADORA UNIVERSAL

por los hombres. Notemos las diferencias que distinguen esta doble forma de mediación.

La primera es, por así decir, descendente: va de arriba abajo, de Dios a los hombres; la segunda, en cambio, es ascendente: va de abajo arriba, de los hombres a Dios. La primera supone entre Dios y los hombres una separación o distanciamiento puramente natural, es decir, no presupone necesariamente un estado de enemistad u hostilidad ; la segunda, en cambio, a lo menos por lo que atañe a la satisfacción, presupone un distanciamiento moral, verdadera aversión o enemistad. La primera y ésta es la diferencia más sustancial mira directamente a la ejecución; la segunda, en cambio, se endereza directamente a la voluntad de Dios. Más claro: la primera no influye en la voluntad divina de comunicar a los hombres sus preceptos o sus dones, que se supone preexistente, sino sólo en la transmisión efectiva de los preceptos o dones a los hombres ; la segunda, al contrario, trata ante todo de inclinar la voluntad de Dios, o positivamente adversa, o, por lo menos, no determinada últimamente, a que se reconcilie con los hombres o acceda a sus demandas. Podríamos decir que en la primera Cristo es Me- diador de Dios para con los hombres; en la segunda, de los hombres para con Dios. Para distinguir entre ambas maneras de mediación, dando a cada una su propio nombre, podría quizá decirse que por la primera Cristo es intermediario, por la segunda Mediador.

Es interesante notar que, coincidiendo sustancialmente con Santo Tomás, ya San Ireneo insinúa esta doble forma de mediación, a lo menos en el texto, que parece original, conservado por Teodoreto. He aquí este curioso texto, traducido del griego: «Fué conveniente que el Mediador entre Dios y los hombres, por su familiaridad (o intimidad) con cada uno de ellos, los redujese entrambos a la amistad y concordia, y que por una parte presentase el hombre a Dios ío le pusiese en relación con él) y por otra diese el cono- cimiento de Dios a los hombres» (Adv. haer., 3, 18, 7. MG 7, 937). «Pre- sentar el hombre a Dios» o ponerle bien con él es lo mismo que «pro homi- nibus Deo satisfacere et interpellare» ; «dar a los hombres el conocimiento de Dios» corresponde a «praecepta et dona Dei hominibus exhibere».

Sobre estas dos formas de mediación, para su mayor inteligencia, con- viene notar varias cosas. Primeramente, la diferencia que las distingue no es superficial o accidental ni puramente material, como la que distingue otras variedades de mediación, hecha por ruegos, por exhortaciones, por consejos, sino que modifica más profundamente el fondo de la mediación. Esta diferencia, con todo, no impide que ambas formas puedan reducirse a una noción común o genérica. Por fin, de las dos la que más corrientemente

LIBRO IV. MEDIACIÓN UNIVERSAL

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se entiende con el nombre de mediación es la que ejerce con la satisfac- ción o la intercesión, es decir, la que mira, no a la ejecución, sino a la voluntad. De hecho, algunas definiciones de mediación sólo a ésta se refie- ren directamente.

Art. 2. Concepto genérico de la mediación

Antes de dar la definición de «mediación» conviene precisar o limitar el sentido o el alcance de lo definido.

Primeramente, la mediación puede entenderse como acto o como hábito o propiedad. Ahora hablamos de la mediación en cuanto es acto. La me- diación como hábito no es sino o bien la destinación al oficio de mediador, o bien una denominación resultante del acto precedente de mediar.

Se habla también de mediación ontológica y de mediación moral. La ontológica. que Suárez denominaba sustancial (In 3 D. Thom., q. 26, a. 1, n. 2-3), es puramente estática o de posición, a diferencia de la moral, que es dinámica o de acción. La ontológica se deriva del verbo «mediar» en el sentido neutro de «estar en medio» ; la moral se deriva del mismo verbo en el sentido activo de «actuar como medio entre dos extremos». Hablamos ahora de la moral, la cual, no obstante, presupone la ontológica; dado que nadie puede actuar entre dos extremos, si de alguna manera no está en medio de ellos.

La mediación actual y moral la declara así Santo Tomás en su Comen- tario al libro de las Sentencias: «In medio est dúo considerare, scilicet ra- tionem quare dicatur médium et actum medii. Dicitur autem aliquid mé- dium ex hoc quod est inter extrema ; actus autem medii est extrema coniun- gere. Mediator igitur dicitur aliquis ex hoc quod actum medii exercet coniungendo disiunctos» (3 Sent., dist. 19, a. 5, q. 2). Algo menos esque- máticamente en la Suma Teológica: «In mediatore dúo possumus conside- rare: primo quidem rationem medii; secundo officium coiungendi. Est autem de ratione medii quod distet ab utroque extremorum ; coniungit autem mediator per hoc quod ea quae unius sunt defert ad alterum» (3 q. 26, a. 2, c.) Examinemos el pensamiento del Doctor Angélico para poder luego formular con toda precisión la definición de mediación moral.

El elemento más característico de la mediación es unir o establecer el contacto moral entre los extremos moralmente distanciados. El mismo San- to Doctor escribe: «Ad mediatoris officium proprie pertinet coniungere et uniré eos inter quos est mediator; nam extrema uniuntur in medio» (3 q. 26,

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MARÍA, MEDIADORA UNIVEKSAL

a. 1, c). Lo mismo dice Suárez: «Proprie enim mediator dicitur, qui inter duas personas intercedit, ut eas aliquo modo coniungat» {In 3 p. D. Thom., q. 26, a. 1, n. 2). Ya San Ireneo, como hemos visto antes, insiste en la idea de unión. Y San Juan Crisóstomo escribía: «Mediator autem debet ea iungere et communia faceré, quorum mediator est» (MG 62, 536).

Pero ¿en qué consiste esta unión o este acto de unir los extremos? Lo explica Santo Tomás con una frase en que acaso no se ha reparado bastante: «coniungit autem mediator per hoc quod ea quae unius sunt deferí ad alte- rum» (3 q. 26, a. 2, c). Y lo que entendía el Santo Doctor por «ea quae unius sunt deferre ad alterum», equivalente a «coniungere» o «uniré», lo da a entender poco después cuando, aplicando a Cristo la noción de media- ción, añade: «In quantum etiam est homo, convenit ei coniungere homines Deo, praecepta et dona Dei hominibus exhibendo, et pro hominibus Deo sa- tisfaciendo et interpellando» (Ib. l. Cuatro actos de mediación enumera aquí Santo Tomás: dos, en que Cristo «ea quae sunt Dei defert ad homines», es a saber, los preceptos y los dones de Dios; dos, en que «ea quae sunt hominum defert ad Deum», que «on la satisfacción y la intercesión. Y todos estos actos son verdadera mediación, con que se juntan o se ponen en con- tacto moral los extremos, Dios y los hombres.

En conformidad, pues, con la mente del Doctor Angélico podemos definir la mediación: «Actus quo médium disiunctos coniungit», o, más plenamente: «Actus quo aliquis, inter disiunctos intercedens, eos coniungit, ea quae sunt unius ad alterum deferens».

Estas últimas palabras, si se entienden con propiedad, parecen sugerir que la mediación no se ejerce por igual con ambos extremos, sino a favor de uno respecto de otro. Por ejemplos se entenderá mejor lo que decimos. Supongamos que dos personas gravemente enemistadas entre causan con su enemistad grave escándalo en una población; que interviene una persona de autoridad, deseosa de quitar aquel escándalo, y logra reconciliar a los desavenidos. Modifiquemos el caso. Supongamos que una persona, agra- viada por otra, está dispuesta y decidida a vengar el agravio con las armas ; que interviene otra persona, que, deseosa de evitar la ruina de una familia, logra apaciguar a la persona ofendida y reconciliarla con la otra. Es pa- tente la diferencia de ambos casos. Todos dirán que en el segundo la media- ción es más propia, más típica, por lo menos. De hecho, en la primera el mediador no «defert ea quae sunt unius ad alterum», y en la segunda. Y crece todavía la propiedad o el realce de la mediación, si la persona que media lleva de alguna manera la representación de una de las partes. En las cuatro cosas en que Santo Tomás concreta la mediación de Cristo, dos

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llevan consigo la representación de Dios para con los hombres, que son los preceptos y los dones que Cristo comunica a los hombres en persona de Dios ; y otras dos llevan consigo la representación de los hombres para con Dios, que son la satisfacción y la intercesión, que Cristo presenta a Dios en per- sona de toda la humanidad. Y si esto es así, la mediación podría definirse: la intervención ante una de las dos partes a favor (y aun en representación) de la otra. Si semejante intervención no es acaso común a toda verdadera mediación, no puede negarse, por lo menos, que es propia mediación y, más aún, que es el caso más típico de mediación, y que, de hecho, se ve reali- zada en la mediación de Cristo, bajo su doble aspecto de mediación de Dios para con los hombres, y mediación de los hombres para con Dios. Hay que notar, empero, que esta idea complementaria de la mediación no es necesaria para aplicar la noción corriente de mediación a la Mediación Mariana.

Capítulo II MEDIACIÓN DE MARÍA

Comparando la noción de mediación con las verdades anteriormente demonstradas, la Corredención, la maternidad espiritual y la intercesión, surge el problema, si en esta triple actuación soteriológica de María y en cada uno de sus diferentes aspectos se verifica la noción de mediación, cual la hemos definido. Que la noción de mediación se realice en la intercesión actual en el sentido concreto de deprecación, es evidente; más aún, no faltan recientemente quienes crean que no hay propiamente mediación Ma- riana, o bien dejan en la sombra la idea de mediación, cuando se trata de la Corredención o de la maternidad espiritual. Notemos en esto la dife- rente posición de los que limitan la amplitud de la mediación. Unos niegan o ponen en duda que la Corredención sea mediación, porque niegan o ponen en duda la verdad misma de la Corredención; otros, en cambio, si bien admiten la Corredención Mariana, opinan que no debiera llamarse mediación. Hemos de tomar en consideración todas esas maneras de opinar, al examinar si fuera de la intercesión actual se extiende la Media- ción Mariana.

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AUHÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Para evitar toda vaguedad, hay que estudiar separadamente el pro- blema de la mediación en la Corredención y el de la mediación en la ma- ternidad espiritual y en la dispensación de las gracias, ya que una es la forma de la mediación que se realiza en la primera, y otra la que se veri- fica en las últimas. La Corredención es mediación de los hombres para con Dios, lo mismo que la deprecación, al paso que la maternidad espiritual y la dispensación son más bien mediación de Dios para con los hombres.

Art. 1. La Corredención es verdadera mediación

Que la Corredención Mariana sea verdadera mediación es, a nuestro juicio, una de las verdades fundamentales de la Mariología. En conse- cuencia, antes de demonstrar esta verdad, se hace necesario poner de relieve su capital importancia.

§ 1. Importancia de esta verdad

La Mediación universal viene a ser corrientemente como la expre- sión más comprensiva y significativa de la Soteriología Mariana. Con esto, la Corredención, si se le niega o pone en duda el carácter de mediación o se quita importancia a este carácter, viene a quedar relegada en segundo plano en el sistema mariológico. Y cuanto mayor relieve se conceda a la media- ción, tanto más rebajada queda la Corredención. Si se puede considerar el amplio horizonte de la mediación, sin mencionar la Corredención, ¿qué importancia puede tener ésta en la Soteriología Mariana?

Hay más, con esa disociación entre la mediación y la Corredención, queda la misma verdad de ésta, si no comprometida, por lo menos muy debilitada. La razón es obvia. Con esta disociación todos los textos pa- trísticos que afirman la mediación de Maria quedan de un golpe inutili- zados para demonstrar la Corredención. Si la Corredención no es mediar ción, cuando los Padres afirman la mediación no pueden referirse a la Corre- dención. Por algo será que los adversarios de la Corredención estén tan interesados en disociar los dos conceptos de Corredención y mediación. No es, pues, extraño que los que sostienen la Corredención tengan interés en averiguar si es fundada y legítima esa disociación.

Además, la Corredención es incomparablemente más excelsa que la in- tercesión. Basta ver la escasa importancia que proporcionalmente tiene en

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Cristo la intercesión celeste comparada con la redención. Mientras que la función intercesora se extiende a todos los santos y aun a los justos de la tierra, la función redentora, en cambio, les es a ellos completamente ajena. Precisamente por ser ésta tan excelsa, los adversarios de la Corre- dención la hacen exclusiva y privativa de Cristo, sin que ninguna pura criatura, ni siquiera María, pueda tener propiamente parte en ella. Consi- guientemente, si la mediación, que de alguna manera abarca toda la actúa* ción soteriológica de María, se refiere única o principalmente a la inter- cesión actual, se da a ésta en el sistema mariológico una importancia y relieve desproporcionado, que no tiene en la realidad.

Por fin, si la Corredención (y también la maternidad espiritual y la dispensación) es verdadera mediación, entonces el concepto de mediación no es ya simplemente un resumen vago o impreciso, sino una verdadera síntesis de la Soteriología Mariana. De hecho, toda la construcción siste- mática del presente libro está basada en la idea fundamental de que la Corredención es propia y verdaderamente mediación. Y es natural que pro- curemos dejar bien asentado el fundamento lógico de todo nuestro trabajo, que, sin ello, sería un castillo en el aire.

§ 2. Demonstración de la verdad

Aunque sin pretender agotar la materia, será conveniente tratarla con alguna detención. Procuraremos probar la tesis propuesta, primero en general y luego más en particular, recorriendo los diferentes aspectos de la Corredención.

A. Demonstración general

Absolutamente. Basta una sencilla comparación entre los conceptos, para convencerse de que la Corredención es verdadera mediación. Recor- demos, si no, las diferentes fórmulas con que, según la mente de Santo Tomás hemos definido la mediación. Si la mediación es (cActus quo mg- dium disiunctos coniungit», María, puesta como en medio de Dios y los hombres, moralmente distanciados entre sí, con su acción corredentora loa pone nuevamente en contacto y los reconcilia. Luego esta acción es verda- dera mediación. Si preferimos la fórmula más comprensiva: «Actus quo aliquis, ínter disiunctos intercedens, eos coniungit, ea quae sunt unius ad alterum deferens», el resultado es el mismo. María, situada entre Dios

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T los hombres no sólo los une entre sí. sino que también presenta ante Dios la suprema miseria y las ansias de la humanidad y hace llegar hasta los hombres los efectos benéficos de la reconciliación de Dios. Más patente es aún la coincidencia de ambos conceptos, si consideramos la mediación como 'la intersención ante una de las dos partes a favor d? la otra»; puesto que con la Corredención María interviene ante el acatamiento divino a favor de toda la humanidad.

Demonstr,\cióx C0MP.\RATn'A. Pero la razón más poderosa y decisiva es la comparación entre la Corredención de María y la redención de Cristo. Puede formularse en este sencillo raciocinio: la redención de Cristo es for- malmente mediación: la Corredención de María es análoga a la redención de Cristo: luego la Corredención es también formalmente mediación. Aunque cada una de las dos premisas es evidente, no estará de más refor- zarlas más en particxilar.

Comencemos por la Menor. Que la Corredención de María sea análoga a la redención de Cristo, los nombres mismos de Corredención y redención lo dicen sobradamente. En efecto, la Corredención es una asociación a la redención, ti«ie la misma tendencia, reviste idéntica tonalidad, se apoya en principios análogos, se endereza al mismo fin. tiene un efecto común. Por tanto, lo que se diga de la redención debe decirse análoga o proporcio- nalmente de la Corredención.

No es menos cierta y evidente la Mayor. Para convencerse que la re- dención es formalmente mediación, es decir, que Cristo en tanto es Media- dor en cuanto es Redentor, basta con leer estas declaraciones categóricas de San Pablo: «Porque uno es Dios, uno también el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se dió a mismo como precio de rescate por todosv. (2 Tim. 2. 5-6t; «'Mas ahora Cristo posee im ministerio sagrado sacerdotal tanto más excelente, por cuanto es Me- diador de una alianza también mejor» ( Hebr. 8, 6"l: «Y por esto es Media- dor de un nuevo Testamento, a fin de que, habiendo intervenido muerte para rescate de las transgresiones ocurridas durante la primera Alianza, reciban los que han sido llamados la promesa de la herencia eterna» (Hebr. 9. 15 1: < Os habéis llegado al Mediador de la Nueva Alianza. Jesús, y a la sangre de la aspersión, que habla mejor que la de Abel > <^Hebr. 12, 22-24'. Donde es de notar que estos son los únicos pasajes en que el Apóstol aplica a Cristo la denominación de Mediador, y siempre en función de su redención, nunca con referencia a su intercesión celeste. Luego para San Pablo Cristo es Mediador, precisa y principalmente en cuanto es Re- dentor.

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Y lo que enseña San Pablo, lo afirman todos los intérpretes, y con ellos los grandes maestros de la Teología: Pedro Lombardo, Santo Tomás, San Buenaventura, Suárez. Para no alargarnos innecesariamente, nos ceñire- mos al Doctor Angélico. Prescindiendo de lo que enseña en la Suma Teo- lógica, como más extenso y más conocido, nos contentaremos con esta breve declaración: Cristo, dice «ex hoc dicitur Mediator, quia pro nobis satisfecit» íln 3 Sent., dist. 19, a. 5, q. 3).

B. Demonstración particular

Consentimiento virginal. Dios quiere establecer una Nueva Alianza con los hombres y contraer místicos desposorios con la humanidad. En orden a ellos requiere el libre consentimiento de María. María, por tanto, interviene como Mediadora entre Dios y los hombres; y su consentimiento, como acto que media entre ambas partes para juntarlas entre sí, es verda- dera mediación. Crece la fuerza de esta consideración con el carácter re- presentativo de María, que, al dar su asentimiento, habla en persona de) toda la humanidad.

CoM-PASiÓN Mariana. Cada una de las cuatro modalidades que enalte- cen la com-pasión Mariana, mérito, satisfacción, sacrificio, rescate, son ver- dadera mediación. Con el mérito María, como poniendo en contacto las riquezas de Dios con la indigencia humana, hace que lleguen al hombre los dones de Dios. Con la satisfacción, reconciliando a Dios ofendido con el hombre ofensor, hace que llegue al hombre el perdón de Dios y la remi- sión de los pecados. Con el sacrificio, como inmolación expiatoria y como oblación sacerdotal. Dios aplacado y el hombre justificado entran de nuevo en relaciones de paz y de amor. Con el rescate, pagado a la justicia divina. Dios saca al hombre cautivo de la potestad de las tinieblas para trasladarlo al reino del Hijo de su amor: el esclavo, condenado al cautiverio, pasa a ser hijo de Dios. Bajo cualquier aspecto en que se la considere, siempre la com-pasión Mariana presenta el carácter de mediación entre Dios y los hombres.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Art. 2. La maternidad espiritual y la dispensación como mediación

Mientras la Corredención y la intercesión actual pertenecen al tipo de mediación que mira directamente a la voluntad de Dios, la maternidad espiritual y la dispensación de las gracias pertenecen al otro tipo que tiene por objeto directo la ejecución. Para que no quede desfigurada o rebajada la mediación de María, conviene precisar algo más este tipo de mediación ejecutiva.

Tomemos como base los dos ejemplos con que la declara el Angélico Doctor: es a saber, de Cristo, que «praecepta et dona Dei hominibus exhi- bet». Cristo actúa como Mediador de Dios para con los hombres, cuando intima a éstos los preceptos de Dios o cuando les comunica sus dones, por* ejemplo, con sus milagros o con la institución de los sacramentos. Pero, según esto, también los Apóstoles serán mediadores, dado que también ellos intimaron a los hombres los preceptos de Dios y les comunicaron sus dones, sea obrando milagros sea administrando los sacramentos. Santo Tomás admite esta consecuencia, añadiendo empero que son mediadores puramente ministeriales: «Sacerdotes vero Novi Testamenti possunt dici mediatores Dei et hominum, in quantum sunt ministri veri mediatoris, vice ipsius salutaria sacramenta hominibus exhibentes» (3 q. 26, a. 1, ad 1). Retengamos estas dos expresiones: «ministri» y «vice ipsius». Cristo le- gisla y obra milagros con autoridad propia e instituye los sacramentos con potestad de excelencia; al paso que los Apóstoles actuaban en todo esto con autoridad y potestad puramente prestada.

A la luz de estas observaciones podremos apreciar la maternidad espi- ritual de María y su dispensación de las gracias como mediación, y no puramente ministerial.

Primeramente, como verdadera mediación. Con la maternidad espi- ritual, primero con la concepción en Nazaret y luego con el parto en el Calvario, María, comunicando a los hombres su incorporación en Cristo, verdaderamente junta a los hombres con Dios y hace llegar hasta ellos los beneficios divinos: «disiunctos coniungit» y «ea quae sunt Dei defert ad homines»: que son las características esenciales de la mediación. Lo mismo hay que decir de la dispensación de las gracias, con la cual María comunica o hace llegar a los hombres los tesoros de la divina largueza: «Dona Dei hominibus exhibet», que es como Santo Tomás presenta o carac- teriza la mediación de Cristo. Por lo demás, no es de maravillar que tanto la maternidad espiritual como la dispensación de las gracias pertenezcan

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a un mismo tipo de mediación, ya que la dispensación no es más que una actuación o derivación o complemento de la maternidad.

Además esta mediación no es puramente ministerial. Por una parte, no se verifican en ella aquellas dos expresiones «ministri» y «vice ipsius», que antes hemos hecho notar y que según Santo Tomás caracterizan la mediación puramente ministerial. Por otra parte, la actuación de Madre, y además de Reina, en la dispensación, no es actuación ministerial o de criadas. En la casa y familia de Dios María es Madre, asociada al Padre celestial, y como Madre actúa, no como criada o esclava. Y en el Reino de Dios María es la Reina y actúa como Reina, cuando los ángeles actúan y sirven como ministros o «espíritus de servicio». La mediación, por tanto, de María en la maternidad espiritual y en la dispensación de las gracias, que es como su derivación o ejercicio, no es puramente ministerial. Y si es secundaria o subalterna respecto de la mediación primaria y principal de Cristo, lo es de manera muy diferente que la mediación meramente ministerial, que puedan ejercer los demás hombres y los ángeles.

Y para no dejar ningún cabo suelto, añadiremos que esta mediación de María tampoco es meramente dispositiva. Así califica Santo Tomás la mediación de los profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, «in quantum scilicet praenuntiabant et praefigurabant verum et perfectum Dei et hominum mediatorem» (3 q. 26, a. 1, ad 1). Evidentemente la maternidad de María no es una mera figura de la paternidad de Dios, ni la incorporación de los hombres en Cristo, efecto de esta maternidad, es una mera figura de la filia- ción divina. Sin duda que esta incorporación no es todavía la filiación divina actual y formal, sino sólo radical o virtual; pero entre esta filiación virtual y una mera figura o sombra de filiación media un abismo. Por lo demás, tampoco la redención de Cristo obra por e inmediatamente la justificación formal de los hombres, como pretendían los protestantes, sino puramente la justificación virtual o ideal de la humanidad en bloque; y esto no hace que la mediación de Cristo Redentor sea puramente dis- positiva, sino que es propiamente perfectiva, usando los términos de Santo Tomás.

CONCLUSIÓN

De lo dicho resulta una consecuencia de capital importancia. Si la Corredención y la intercesión celeste, por una parte, y, por otra, la mater- nidad espiritual y la dispensación de las gracias coinciden en la modalidad de mediación, tenemos que la idea de mediación resume y sintetiza toda

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la acción soteriológica de María y que una Soteriología Mariana puede llevar como título «María, Mediadora universal» : que es el que hemos puesto a nuestro pobre trabajo. Con esto la idea de mediación es un nuevo lazo de unión y de unidad de todo el sistema mariológico, cual nosotros lo concebimos.

Comparemos ahora brevemente las dos ideas «Madre del Redentor» y «Mediadora universal». Las dos, a su modo, sintetizan toda la Soteriología Mariana. Pero de manera muy diferente y aun contraria.^ La maternidad del Redentor, cual antes la hemos declarado, es la idea madre, el pensa- miento generador, la célula germinal, el punto de arranque de toda la Soteriología Mariana, contenida en ella como en germen. En cambio, la mediación universal es la síntesis resultante, el centro de convergencia, el punto de llegada, el fruto terminal. La Soteriología Mariana se desenvuelve harmónicamente partiendo de un solo punto para confluir definitivamente también en un solo punto. Unidad en el principio y unidad en el término: unidad perfecta. Ün foco de luz, cuyos rayos convergen en otro foco de luz. Con decir «Madre del Redentor, Mediadora universal» hemos abar- cado la totalidad de la Soteriología Mariana.

También nos da una síntesis de toda la Soteriología Mariana y aun de la Mariología íntegra la denominación tradicional de «Segunda Eva», cuya plenitud y profundidad de significación podremos ahora apreciar más adecuadamente.

Recordemos la razón de ser y los rasgos esenciales de la primera Eva. Fué asociada por Dios al primer Adán: de un modo más general y com- prensivo, como compañera que remediase su soledad: «Non est bonum esse hominem solum» (Gen. 2, 13); de un modo más concreto y determinado, como esposa, comprincipio de su paternidad en la generación y educación de sus hijos, de toda la humanidad. Compañera y esposa de Adán, madre y educadora de la humanidad: tal debía ser la primera Eva. ¿Lo fué? ¿Cumplió fielmente su providencial destino? Desgraciadamente, no. Ella fué la primera que prevaricó y la que motivó y determinó la prevaricación de Adán, y con ella la ruina de toda su común posteridad: causante y cómplice del gran pecado de la humanidad.

Nueva Eva y Anti-Eva a la vez, por paralelismo y por oposición, había de ser, y fué, María. Pero con una diferencia básica y esencial. El pri- mer Adán era padre, el Nuevo Adán era Hijo: el Hijo de Dios, hecho Hijo del hombre. En consecuencia, si la primera Eva era esposa del primer Adán, la Segunda Eva había de ser la Madre del Segundo Adán: esencial- mente Madre, totalmente Madre. El primer Adán, esencialmente padre y

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principio de toda la humanidad, si recibía de Eva el complemento de su paternidad, no recibió de ella su propio ser: en cambio, el Segundo Adán, fruto y parto común de toda la humanidad, había de recibir de la Segunda Eva su propio ser de hombre, y por ella, por su acción maternal, había de concentrar en la humanidad entera. El ser Hijo del hombre, con todo lo que en entraña esta transcendental denominación, lo recibió el Segundo Adán, en calidad de tal, de la Segunda Eva, en cuanto tal. La Segunda Eva, nudo vital, en que entroncó el Segundo Adán, para ser el Hijo del hombre, había de concentrar en la humanidad entera para transmitirla íntegra al Segundo Adán. Por esto María, con la carne humana que comunicaba al Hijo de Dios para hacerle hombre, la transmitía juntamente la representación de toda la humanidad, a ella vinculada, con que le cons- tituía Hijo del Hombre. Y como en Eva el ser esposa de Adán compendiaba y condensaba todas las relaciones más amplias y comprensivas de su con- sorcio con Adán, asociándola plena e íntegramente a su función de padre universal, así en la Segunda Eva la maternidad entrañaba en la plena e íntegra asociación a la persona y a la obra del Segundo Adán, del Hijo del hombre, del Redentor, pero una asociación esencialmente maternal: asociación activa con el Redentor, que no es sino la corredención.

La contraposición de la Segunda Eva a la primera corrobora y precisa esta acción corredentiva de María. El acto característico de Eva fué su desobediencia basada en la incredulidad: el acto distintivo de María había de ser la obediencia fundada en la fe. Y como la desobediencia de Eva originó y determinó la prevaricación de Adán y la ruina de la humanidad, así la obediencia de María había a su modo de determinar y originar la reparación del Segundo Adán y la rehabilitación del género humano. Con maravillosa exactitud escribió San Ireneo: «Eva desobediente fué para y para todo el linaje humano causa de muerte: María obediente fué para y para todo el linaje humano causa de salud» (MG 7, 959). Y si al testimonio de San Ireneo añadimos el de San Epifanio, para quien María, con más propiedad que Eva debe ser llamada «la Madre de todos los vi- vientes» (MG 42, 727-728), tendremos recogidas las dos grandes verdades de la Soteriología Mariana: es a saber, la Corredención y la maternidad espiritual. Las cuales compendiará y sintetizará San Bernado, al decir que, como Eva fué cruel mediadora, María fué «Mediadora fiel», «Mediadora benignísima» (ML 183, 429-430) y «Mediadora de la salud» (ML 182, 333).

Las mismas prerrogativas de la maternidad espiritual y de la corre- dención, al converger en el Corazón de María, nos ofrecen otra visión sin- tética de la Soteriología Mariana.

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Que la maternidad espiritual, como maternidad y como espiritual, nos lleve al Corazón de María, no necesita de largas explicaciones. Por una parte, la maternidad clama amor. Nace del amor, y engendra amor. Madre sin amor, no es madre; y tanto será más madre, cuanto mayor fuere su amor. La maternidad es el máximo exponente del amor. Por otra parte, la espiritualidad de la maternidad Mariana es un efecto de la acción del Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo es el Amor subsistente, es, con toda la propiedad de las palabras, el Amor en persona. Ahora bien, el amor tiene su mansión y su expresión simbólica más natural, más adecuada, más asequible, en el corazón.

No menos nos lleva al corazón la corredención de María. Si conside- ramos la com-pasión Mariana, toda ella se consumó en el Corazón de la Corredentora. Si consideramos la fe y la obediencia con que la Esclava del Señor acata y acepta la voluntad divina, sabemos por San Pablo qué la fe y la obediencia radican en el corazón. «Corde creditur ad iustitiam» (Rom. 10, 10): «oboedistis ex corde» (Rom. 6, 17). Sobre todo, si consi- deramos el inmenso amor con que la Madre entrega al Hijo para el sacri- ficio de la redención, «Dilexit me, et tradidit Filium suum pro me», ' esta llamarada de amor subía de la inextinguible hoguera de su Corazón. Recordemos otra vez las inspiradas palabras de San Bernardo: «lile etiam morí corpore potuit: ista commori Corde non potuit? Fecit illud caritas, qua maiorem nemo habuit: fecit et hoc caritas, cui post illam similis altera non fuit» (ML 183, 437-438).

Al refluir en el Corazón de María, la maternidad espiritual y la corre- dención, nos señalan las dos propiedades o modalidades más características del amor de María: amor materno, amor corredentivo : las dos propie- dades precisamente que constituyen el objeto formal predominante de la devoción al Corazón Inmaculado. Con ello esta amable devoción, enraizada en las dos prerrogativas más excelsas de la augusta Madre de Dios, muestra toda su profundidad y altísima significación; e, inversamente, el Corazón de María, al recoger en y reflejar estas dos grandes verdades marioló- gicas, sintetiza maravillosamente toda la Soteriología Mariana. Si ha po- dido decirse con verdad que el Corazón de Jesús es la síntesis más cum- plida de todo el cristianismo, con no menor verdad puede afirmarse que el Corazón de María es la síntesis más acabada y comprensiva de toda la' Mariología (^).

O Aunque en el decurso de todo nuestro trabajo hemos mencionailo frecuen- temente, como no podía menos de ser, el Inmaculado Corazón de María, hemos de reconocer que no le hemos dado el relieve que se merecía. La razón de esta de-

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ficiencia, que ciertamente no acredita la perspicacia de un mariólogo, no es otra sino que antes de la Consagración de Pío XII al Purísimo Corazón no acabábamos de ver la capital importancia del Corazón de la Corredentora en la Soteriología Mariana. Con la esperanza de subsanar esta deüciencia en ulteriores ediciones de este libro, si las hubiere, queremos ahora, por lo menos, tratar el punto más intere- sante de toda la Teología del Corazón de María, que es al mismo tiempo el más nuevo y el que más de lleno entra en la Soteriología Mariana.

Comencemos por consignar dos hechos significativos: la existencia misma de la devoción al Corazón de María y su exclusividad. Por una parte existe esta devo- ción, como distinta de las otras devociones a la Madre de Dios. Por otra, esta devoción es exclusiva, por cuando al lado de la devoción al Corazón de Jesús no ha aprobado la Iglesia la devoción al corazón de ningún otro Santo, ni siquiera de San José ( Decreta authentica Congregationis sacrorum rituum, n. 3304 [vol. 3, p. 35-36]). Supuestos estos hechos, se pregunta: ¿cuál puede ser la razón de esta exclusividad y el motivo específico o diferencial de esta devoción? Hay que buscar el motivo que explique a la vez el carácter distintivo de la devoción al Corazón de María y su exclusividad.

La explicación de este doble hecho hay que buscarla, lo mismo en este materia, que en toda la Soteriología Mariana, en la gran ley de la analogía mariológica, que es la que nos orienta en la explicación de todas las prerrogativas de la Madre de Dios. Esta ley, concretada a la materia que ahora tratamos, puede formularse en estos términos: «La devoción al Corazón de María se ha de concebir por analogía con la devoción al Corazón de Jesús».

Ahora bien, en la devoción al Corazón de Jesús, el motivo específico o diferencial es su amor redentivo, es decir, su amor humano a los hombres, amor especialmente manifestado en la muerte de cruz y en la institución de la sagrada Eucaristía; o, adentrándonos más en la concepción Paulina de la redención «por Jesu-Cristo» y «en Cristo Jesús», es el amor que movió al Hijo de Dios a hacerse hombre, el Hombre por antonomasia, que, incorporando consigo a toda la humanidad y asu- miendo la representación de toda ella y apropiándose sus pecados, dió su vida por ella en la cruz y comunica esta misma vida en la Eucaristía: todo en la inefable unidad del Cuerpo místico de Cristo. Este amor redentivo del Salvador es el que especialmente veneramos simbolizado en su divino Corazón.

A este amor redentivo de Cristo a los hombres corresponde en María su amor corredentivo ; y a la capitalidad del Redentor corresponde la maternidad espiritual de la Corredentora. La ley, por tanto, de la analogía mariológica nos muestra que el motivo determinante de la devoción al Corazón de María no puede ser otro que su amor corredentivo y maternal para con los hombres. Por otra parte, como el amor redentivo o corredentivo es absolutamente exclusivo del Redentor y de la Corredentora, de ahí que sólo exista en realidad y sólo haya sido aprobada por la Iglesia, al lado de la devoción al Corazón de Jesús, la devoción al Corazón Inmaculado de María.

Fuera de este amor, sólo podría buscarse el motivo diferencial de esta devoción o en la maternidad divina o en la santidad incomparable de la Madre de Dios. Ahora bien, ni la una ni la otra explican ni la existencia de la devoción como dis- tinta, ni menos su exclusividad. La maternidad divina es el motivo genérico de todas las devociones a la Madre de Dios y explica el grado superior de estas de- vociones, por cuanto las eleva al orden de la hiperdulia; y como no excluye la devoción a los otros Santos, tampoco se ve por qué había de excluir la devoción especifd a su corazón. Lo mismo, proporcionalmente hay que decir de la santidad incomparable de la Madre de Dios, que ni es motivo distintivo, ni menos exclusivo. Además, ni la divina maternidad ni la suprema santidad de María tienen con su Corazón la conexión especial y característica que habían de tener para explicar la devoción a su Corazón Inmaculado.

Positivamente, tanto la corredención como la maternidad espiritual, fuera de ser exclusivas de María^ muestran particular conexión con el Corazón. De la corre- dención es claro; dado que toda ella se consumó en el Corazón de María y fué

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MARIA, •MEDIADORA UNIVERSAL

obra de su amor. En cuanto a la maternidad espiritual, además de ser una moda- lidad de la corredención, es manifiesto, como en el texto indicamos, que, como maternidad y como espiritual, nos lleva derechamente al amor y al Corazón de María.

Esto, naturalmente, no quiere decir que la maternidad divina o la santidad de María queden excluidas del campo objetivo de la devoción a su Corazón Inmacula- do. Los motivos genéricos, no por ser genéricos, dejan de influir en los actos que a ellos se refieren. Pero lo que aliora buscamoü son, no los motivos genéricos, sino los específicos y diferenciales de la devoción al Corazón de María. Y éstos hay que buscarlos en el amor corredentivo y maternal de María para con los hombres, o hablando con mayor precisión, en la corredentividad y maternalidad de este amor, que, hablando en términos de la escuela, es propiamente el objeto for- mal de la devoción al Corazón Inmaculado de María.

Otra consideración de índole diferente nos lleva al mismo resultado. No hay duda de que una de las razones que más acreditan y recomiendan la devoción al Corazón Inmaculado es su gran potencia santificadora. Esta fuerza santificadora radica en la ejemplaridad del Corazón de María y en su intercesión actual. Por una parte el Corazón de María es el dechado más acabado, después del Corazón de Jesús, de toda virtud y perfección; y por otra, por medio del Corazón de María llega hasta nosotros la gracia del Espíritu .Santo, que es el principio de toda santidad. Y tanto la ejemplaridad como la intercesión actual se resuelven en la corredención y en la maternidad espiritual. De la intercesión, la cosa es clara; como que no es otra cosa que una extensión o prolongación de la corre- dención y una actuación de la maternidad espiritual. Pero también la ejemplaridad •del Corazón de María se ha de buscar en su corredención y maternidad espiritual. La santidad de María hay que buscarla ante todo, y en cierto modo exclusivamente, en el fidelísimo cumplimiento de su misión o vocación, que no es sino su divina maternidad soteriológica, es decir, totalmente ordenada a la salud de los hombres, y que, por lo mismo, entraña en la corredención y la maternidad espiritual. En el fiel y amoroso cumplimiento de esta misión, en que estaba concentrada y compen- diada toda la voluntad de Dios sobre María, esto es, en el perfecto desempeño de su doble oficio de Corredentora y de Madre de los hombres, consistió toda la san- tidad de la Madre de Dios. Por consiguiente, al proponernos como dechado de santidad el Corazón Inmaculado, descubrimos en él la caridad y la obediencia, el espíritu de amor, de total entrega de y de reparación con que aceptó rendida- mente y cumplió perfectamente la divina voluntad, es decir, su misión y su oficio de Corredentora y Madre espiritual de los hombres. Bajo todos aspectos la corre- ■dención y la maternidad espiritual son las que caracterizan la devoción al Inmacu- lado Corazón de María.

Para terminar, notaremos que esta doble formalidad objetiva del Corazón de María es la que explica satisfactoriamente los tres actos principales que constituyen el aspecto subjetivo de la devoción: el amor, la consagración y la reparación. Esta última, que es la que mayor dificultad pudiera ofrecer, se explica perfecta- mente, desde el momento que todo pecado es la causa determinante de la com- pasión corredentiva y consiguientemente de los dolores corredentivos del Corazón de María, y es al mismo tiempo la abdicación o destrucción de la vida espiritual, •que es fruto de su maternidad espiritual. Por consiguiente, como contrario y ofensivo a la corredención y a la maternidad espiritual de María, todo pecado exige •correspondiente reparación; la cual debe dirigirse especialmente al Corazón de María, en el cual se consumó la corredención y se concentra y compendia toda su maternidad espiritual.

Estas rápidas consideraciones bastan por solas para demostrar no solamente la profundidad y alteza de la devoción al Inmaculado Corazón de María sino tam- Jjién su coveniencia y aun obligación o necesidad.

APÉNDICES

V

APÉNDICE I

LAS GRANDES VERDADES MARIOLÓGíCAS CONFIRMADAS POR EL TESTIMONIO DE LOS ROMANOS PONTÍFICES

INTRODUCCIÓN

En las enseñanzas de los Romanos Pontífices no hay que buscar princi- palmente construcciones sistemáticas o argumentaciones científicas, sino aquello en que está su autoridad soberana: el testimonio de la verdad reve- lada o necesariamente conexa con la revelación divina. Consiguientemente lo que más interesa a un teólogo en los documentos pontificios no son preci- samente los principios mariológicos, de los cuales él deduciría las grandes verdades de la Soteriología Mariana, sino la afirmación doctrinal de estas mismas verdades: la Corredención bajo sus diferentes aspectos, la materni- dad espiritual en la encarnación o al pie de la cruz, la intercesión celeste y la dispensación de todas las gracias y, finalmente, la mediación universal. Estas grandes verdades, deducidas anteriormente de los principios marioló- gicos por vía de análisis científico, las confirmaremos ahora por el testi- monio categórico de los Romanos Pontífices. Semejante confirmación será de doble efecto. Por una parte, no podrá menos de corroborar las verdades científicamente demonstradas ; por otra, acreditará lo legítimo de la demons- tración, que nos ha llevado certeramente al conocimiento de la verdad.

No quiere esto decir que no se halle también en los documentos ponti- ficios la afirmación explícita de los mismos principios mariológicos. El

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

primer principio de la Mariología, la divina maternidad, y juntamente el principio derivado de la singularidad transcendente de María los expresaba así, por ejemplo, Pío XI: «Quo ex divinae maternitatis dogmate, velut ex arcanae scaturiginis fonte, singularis profluit Mariae gratia eiusque summa post Deum dignitas» (25 dic. 1930). El principio de la recirculación, que, al concretarse a la Mariología, cristaliza en la «Segunda Eva», lo expresaba así Inocencio III: «Accedens [Gabriel] ad Virginem, eam suaviter salu- tavit: ... Ave, quia per te mutabitur nome Evae. Illa fuit plena peccato, sed tu plena gratia. Illa recessit a Deo, sed Dominus tecum. Illa fuit male- dicta in mulieribus, sed benedicta tu in mulierihus . . . Per illam mors intra- vit in orbem, sed per te vita rediit ad orbem» ÍML 217, 582). Y con mayor concisión Pío XI: María, dice, «donna, volle riparare al fallo della prima donna» fOsserv. Rom., 22-23 dic. 1923). El principio de asociación lo declaró Pío IX con estas solemnes palabras: «Sicut Christus, Dei homi- numque Mediator, humana assumpta natura delens quod adversus nos erat chirographum decreti, illud cruci triumphator affixit, sic Sanctissima Virgo, arctissimo et indissolubili vinculo cum eo coniuncta, una cum illo et per illum, sempiterna contra venenosum serpentem inimicitias exercens ac de ipso plenissime triumphans, illius caput immaculato pede contrivit» (8 dic. 1854). Y Pío XI no teme añadir: «II Redentore non poteva, per necessitá di cose, non associare la Madre sua alia sua opera» (Osserv. Rom 1 dic. 1933). El mismo principio de solidaridad, que a ciertos espíritus se pre- senta como algo misterioso, por no decir extraño, lo proponía San León Magno con estas fórmulas lapidarias: «Generatio enim Christi origo est populi christiani, et natalis Capitis natalis est corporis... Universa... summa fidelium... cum ipso sunt in hac nativitate congeniti...» (ML 54, 213). «Venit Filius Dei..., et ita se nobis nosque inseruit sibi, ut Dei ad humana descensio fieret hominis ad divina provectio» (ML 54, 218). Consta, por tanto, que todos los principios mariológicos, en que se basa la Soteriología Mariana, quedan confirmados por la suprema autoridad doctrinal de los Romanos Pontífices.

Al lado de estos principios, por así decir, directos o doctrinales, conviene consignar otro principio, más reflejo o formal, que podríamos llamar criteriológico. Dice Pío XI: «E María bisogna pensarla come l'hanno pensato i Santi» (Osserv. Rom., 10 May. 1926). Lejos de ver en los en- comios tributados a María por los Santos piadosas exageraciones, afirma el gran Pontífice que a ellos hemos de amoldar nuestra mentalidad y nuestro criterio mariológico. Y lo que Pío XI decía de los Santos, con mayor razón lo podemos nosotros decir de los Romanos Pontífices: «E

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Maria bisogna pensarla come l'hanno pensata i Romani Pontefici». Y es interesante notar que entre los Papas los que más han enaltecido las glorias de María son precisamente los dos grandes Pontífices que con sus inmor- tales Encíclicas han asombrado más al mundo: León XIII y Pío XI.

I. Corredención Mariana

Dos fueron principalmente los actos con que María cooperó a la obra de la redención humana: su libre consentimiento y su com-pasión materna. Pero sin determinar estos dos actos concretos, puede muy bien afirmarse generalmente la verdad de la Corredención. Así lo hacen los Santos Pa- dres, y así también los Romanos Pontífices. De ahí la conveniencia de distribuir los testimonios pontificios en tres grupos principales: 1) testi- monios generales; 2) testimonios que vinculan la Corredención al consen- timiento virginal; 3) testimonios que la relacionan con la com-pasión materna.

1. Testimonios generales

Inocencio III declara la acción salvadora de María bajo la imagen de la aurora: «Cum aurora sit finís noctis et origo diei, mérito per auroram designatur Virgo Maria: quae finís damnationis et origo salutis fuit; finís vitiorum et origo virtutum. Oportebat enim, ut, sicut per feminam mors intravit in orbem, ita et per feminam vita rediret in orbem. Et ideo quod damnavit Eva, salvavit Maria: ut, unde mors oriebatur, inde vita resur- geret. Illa consensit diabolo, et vetitum pomum comedit: ... ista credidit angelo, et Filium promissum concepit... Aurora, fugatis tenebris, lumen mundo ostendit: tu vero, destructis vitiis, Salvatorem saeculo protulisti; quia per te populus gentium, qui amhulabat in tenebris, vidit lucem magnam: hahitantihus in regione umbrae mortis, lux orta est eis... Tu es igitur aurora consurgens, finís videlicet noctis et origo diei; finís damnationis et origo salutis» (ML 217, 581-582).

San Pío V, haciendo suyas las palabras de San Bernardo, recuerda «praeclarissima Inventricis gratiae merita» (Prid. kal. dec. 1570).

Aunque no tan expresivo, merece consignarse el testimonio de Bene- dicto XIV, que expresa la Corredención Mariana bajo la imagen del Arca de la Alianza: «Hanc [Virginem] praedícat [Ecclesia] mysticam Arcam Foederis, in qua reconciliationis nostrae impleta sunt sacramenta, quam Deus

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respiciens pacti sui recordabitur, et misericordiae memor erit» (5 kal. oct, 1748).

León XIII apellida a María «sacramenti humanae redemptionis patrandi administram» y «Reparatricem totius orbis» (5 sept. 1895). Y esta es la causa por que el gran Pontífice recomienda tan encarecidamente a los fieles la devoción del santo Rosario. «Quotiens enim praeconio angélico graíia plenam Mariam consalutamus,... totiens in mentem venit... inita a Deo per benediclum fructum ventris gratia; totiens reminiscimur alia singularia merita, quibus illa cum Filio Redemptionis humanae facta est particeps». Y poco después añade: «Nec quidquam certe ad Mariae conciliandam et demerendam saluberrimam gratiam valere rectius potest, quam cum myste- riis nostrae redemptionis, quibus illa non adfuit tantum, sed interfuit, ho- nores quos máximos possumus habeamus» (8 sept. 1901).

Pío X dice que María fué «a Christo adscita in humanae salutis opus» (2 febr. 1904), «dalla Tríade augustissima chiamata a parte di tutti i misteri della misericordia e deH'amore» (8 sept. 1903).

Pero ningún Pontífice había afirmado la Corredención Mariana tan pre- cisamente y tan categóricamente como Pío XI. He aquí dos testimonios a cuál más expresivos y terminantes: «María SS.,... donna, volle riparare al fallo della prima donna, e perció Corredentrice condivise Topera del suo Figliolo, Redentore nostro» (Osserv. Rom., 22-23 dic. 1923). «Augusta Virgo, sine primaeva labe concepta, ideo Christi Mater delecta est, ut redi- mendi generis humani consors efficeretur» (28 en. 1933).

Recojamos brevemente los principales rasgos de la Corredención Ma- riana contenidos en estos textos.

La idea predominante es la de cooperación a la obra de la redención por asociación a la acción del Redentor:

«Sacramenti humanae redemptionis patrandi administra» (León XIII);

«Cum Filio redemptionis humanae particeps» (León XIII);

«Mysteriis nostrae redemptionis interfuit» (León XIII);

«Condivise Topera del suo Figliolo, Redentore nostro» (Pío XI).

Otros textos expresan esta misma cooperación, no como un hecho sim- plemente, sino como el objeto mismo de la predestinación divina de María, llamada y destinada por Dios a tomar parte activa en los misterios de la redención:

«A Christo adscita in humanae salutis opus» (Pío X); «Dalla Tríade augustissima chiamata a parte di tutti i misteri della misericordia e delTamore» (Pío X);

«Ut redimendi generis humani consors efficeretur» (Pío XI).

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Otros, presuponiendo la modalidad de cooperación, expresan simplemen- te la acción salvadora de María:

«Finis damnationis, origo salutis» (Inocencio III);

«Quod damnavit Eva, salvavit Maria» (Inocencio III);

uVolle riparare al fallo della prima donna» (Pío XI).

La significación soteriológica de estos tres últimos textos crece de punto con la contraposición entre María y Eva; contraposición, no estática o puramente personal, sino dinámica y activa.

Dos de los textos ponen de relieve los méritos, con que María intervino en la obra de nuestra redención: «praeclarissima merita» (S. Pío V), «sin- gularia merita» (León XIII).

En virtud de esta acción salvadora recibe María los gloriosos renom- bres de «Inventrix gratiae» (S. Pío V), «Reparatrix totius orbis» (León XIII), «Corredentrice» (Pío XI).

Semejante cooperación es verdadera y propia Corredención: Correden- ción formal y próxima o inmediata.

2. Testimonios que vinculan la Corredención al consentimiento virginal

El valor corredentivo del consentimiento virginal lo afirmó espléndida- mente León XIII; mas será oportuno preparar estos testimonios principales con otros que declaran o el hecho y conveniencia del consentimiento o el valor soteriológico de la divina maternidad.

El hecho y conveniencia del consentimiento lo expresó así Inocencio III : «Spiritus Sanctus... triplicem viam ante faciem Domini praeparavit. Prima fuit virginalis consensio... Cum enim ángelus admiranti Virgini modum conceptionis et ordinem indicasset, statim illa summo desiderii flagrans ardore, consensit et instinctu Spiritus Sancti respondit: Ecce ancilla Do- mini, fiat mihi secundum verbum tuum. Beata quae credidit, quoniam omnia completa sunt ei. Non enim auctor fidei concipi potuit de incrédula; ideoque primam viam, scilicet consensum Virginis, oportuit praeparari» (ML 217, 506).

El valor soteriológico de la encarnación del Verbo y de la divina ma- ternidad lo declaró con su habitual magnificencia San León Magno: «Etiam ipsa Domini ex Matre generatio huic est impensa sacramento; nec alia fuit Dei Filio causa nascendi, quam ut cruci posset affigi. In útero enim Vir- ginis suscepta est caro mortalis; in carne mortali completa est dispensatio passionis; effectumque est ineffabili consilio misericordiae Dei, ut esset

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nobis sacrificium redemptionis, abolitio peccati, et ad aeternam vitam initium resurgendi» (ML 54, 298). Pío X añade: «Nascituro ex humanis mem- bris Unigénito Dei carnis suae materiam ministravit, qua nimirum saluti hominum compararetur hostia» (2 febr. 1904). Y más compendiosamente Pío XI: «Maria é... la Madre del Redentore, la Madre della Redenzione, si puó ben diré» (Osserv. Rom., 25 dio. 1934, ed. 2).

Oigamos ahora a León XIII. El cual en 1891 escribía: «Divina con- silia addecet magna cum religione intueri. Filius Dei aeternus, cum ad hominis redemptionem et decus, hominis naturam vellet suscipere, eaque re mysticum quoddam cum universo humano genere initurus esset con- nubium, non id ante perfecit, quam libérrima consensio accessisset designa- tae Matris, quae ipsius generis humani personam quodammodo agebat, ad eam illustrem verissimamque Aquinatis sententiam: Per annuntiationem exspectahatur consensus Virginis loco totius humarme naturae» (22 sept. 1891). Y cinco años más tarde escribía: «Nemo etenim unus cogitari quidem potest qui reconciliandis Deo hominibus parem atque illa operam vel umquam contulerit vel aliquando sit collaturus. Nempe ipsa ad ho- mines in sempiternum ruentes exitium Servatorem adduxit, iam tum scili- cet cum pacifici sacramenti nuntium, ab angelo in térras allatum, admira- bili assensu, loco totius humanae naturae, excepit: ipsa est de qua natus^ est lesus, vera scilicet eius Mater, ob eamque causam digna et peraccepta ad Mediatorem Mediatrix» (20 sept. 1896). En otra Encíclica añade: «In Rosario... partes quae fuerint Virginis ad salutem hominum procu- randam sic recurrunt, quasi praesenti effectu explicatae... Cum enim se Deo vel ancillam ad matris officium exhibuit, vel totam cum Filio in templo devovit, utroque ex facto iam tum consors cum eo exstitit laboriosae pro humano genere expiationis» (8 sept. 1894). A la luz de estos textos puede apreciarse mejor toda la significación de este otro: «Virgo, adlecta Dei Mater, et hoc ipso servandi hominum generis consors facta...» (1 sept. 1883).

Examinemos con alguna detención las palabras del inmortal Pontífice para penetrar toda la profundidad de su pensamiento. Procuremos ir al fondo de la cuestión.

Existen dos concepciones opuestas sobre la cooperación de María a la obra de la redención humana. Para unos toda esta cooperación se encierra en la maternidad o generación del Redentor: cooperación física y remota; para otros consiste en el consentimiento virginal, que tiene por objeto la maternidad del Redentor: cooperación moral y próxima. Para los prime- ros, la maternidad misma es en y por la actuación soteriológica dei María, exclusivamente y sin otra consideración; para los segundos, la ma-

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ternidad es simplemente el objeto de un acto libre y moral, el c:onsenti- miento, en el cual propiamente reponen la actuación soteriológica de María. Para los primeros la ordenación o destinación de la maternidad a la reden- ción humana es extrínseca a la maternidad; para los segundos, que consideran la maternidad en función de los consejos eternos de Dios, su destinación a la redención humana es intrínseca. En una palabra: los primeros se colocan en el punto de vista físico; los segundos, en el punto de vista moral. Esto supuesto, preguntamos: ¿de parte de quiénes se declara León XIII?

Escribe el gran Pontífice: «Divina consilia addecet magna cum religione intueri. Filius Dei aeternus, cum ad Jiominis redemptionem et decus, ho- minis naturam vellet suscipere...». Luego León XIII se coloca en el punto de vista moral, y considera la encarnación en función de los consejos divinos, y mira la redención como objeto de los consejos divinos y como fin intrín- seco de la encarnación. Por otra parte, al afirmar que María «Servatorem adduxit», repone esta acción soteriológica, no en la generación del Re- dentor, sino en el libre consentimiento virginal: «iam tum scilicet cum pacifici sacramenti nuntium,... admirabili asensu,... excepit». Por tanto, León XIII se pone decididamente de parte de los que reponen la coopera-» ción de María a la obra de la redención en el consentimiento moralmente considerado, que, como tal, adquiere valor intrínsecamente soteriológico y es cooperación formal e inmediata, es decir, verdadera y propia correden- ción. Pero estas consideraciones no son sino preliminares y en gran parte negativas: hay algo todavía más positivo y decisivo.

Tres actividades soteriológicas descubre León XIII en el consentimiento virginal, que son otras tantas modalidades de cooperación formal e inme- diata a la redención humana, suficiente cada una de por para calificarlo de verdadera y propia corredención: 1) su mismo valor psicológico; 2) su índole representativa; 3) su carácter expiatorio.

En el consentimiento, psicológicamente considerado, señala varios ras- gos o propiedades, que conviene recoger. Fué, no un acto inconsciente o indeliberado, sino «libérrima consensio». Tampoco fué un asentimiento simplemente permisivo, sino un consentimiento plenamente solidario, con el cual María «se Deo ancillam ad matris officium exhibuit». Fué, sobre todo, una condición que Dios libremente se impuso para realizar sus desig- nios salvadores. Quería el Hijo de Dios hacerse hombre para salvar a los honil)res; pero «non id ante perfecit, quam libérrima consensio accessisset designatae Matris». Ahora bien, semejante consentimiento es una coope- ración moral, formal e inmediata, respecto de aquello que constituye su*

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objeto O fin, que es la ejecución de los planes divinos, es decir, la redención humana. Como libre, como solidario, como condición hipotéticamente ne- cesaria, tal consentimiento es una cooperación moral inmediata. Quien en semejantes condiciones diese su consentimiento eficaz para una obra mala, ¿no sería justamente considerado como verdadero cómplice en el pecado?

Añade León XIII, y lo repite dos veces, que el consentimiento de María fué representativo, como dado «loco totius humanae naturae», conforme a la sentencia de Santo Tomás, que el Pontífice llama «illustrem verissimamque». Y el fundamento de esta significación representativa lo pone León XIII en que el Hijo de Dios «mysticum quoddam cum universo humano genere initürus esset connubium». Según esto el consentimiento de María no era sino el consentimiento de toda la naturaleza humana, que, como esposa, contraía místicos desposorios con el Hijo de Dios. Y a¿í considerado, el consentimiento de la esposa no es ya simple condición, sino constitutivo esencial de los desposorios. Y como estos desposorios no se efectuaban definitivamente sino con la misma redención, de ahí que el consentimiento representativo de María es según León XIII un constitutivo esencial de la redención humana, y, por tanto, verdadera cooperación moral inmediata, verdadera Corredención.

Añade el Pontífice que el consentimiento virginal no fué un acto pasajero y sin ulteriores consecuencias, sino que, entrañando en un ofrecimiento o consagración para el oficio de madre, llevaba como consecuencia la parti- cipación maternal en todos los trabajos a que el Hijo había de someterse para la expiación de los pecados del hombre: «iam tum consors cum eo exstitit laboriosae pro humano genere expiationis» ; es decir, que con su abnegado consentimiento comenzaba María el camino del Calvario, como el Hijo entraba en él con la encamación. Y «consors laboriosae expiationis» ¿no es por el mismo caso «consors redemptionis?»

Mas no es menester que nosotros saquemos la consecuencia de las pre- misas establecidas: el mismo León XIII la saca por nosotros, cuando cali- fica el consentimiento de María como verdadera cooperación a la redención humana. No pueden ser más explícitas y categóricas sus expresiones. No sólo pondera «partes quae fuerint Virginis ad salutem hominum procuran- dam», sino que afirma haber sido María «servandi hominum generis consors facta», y más, que «nemo unus cogitari quidem potest qui reconciliandis Deo hominibus parem atque illa operam vel unquam contulerit vel aliquando sit collaturus». Donde las expresiones «salutem hominum procurare», «ser- vare hominum genus», «reconciliandis Deo hominibus operam conferre», análogas enteramente a las que designan la obra misma redentora del

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Salvador, no sólo tienen valor soteriológico, sino que expresan acción moral. Si las palabras tienen algún sentido, semejantes expresiones no pueden en manera alguna significar la generación física del Redentor.

Enseña, por tanto León XIII que el consentimiento virginal fué verda- dera y propia cooperación de María a la obra de la redención, es decir, que fué verdadera Corredención.

3. Testimonios que vinculan la Corredención a la com-pasión de María

La doctrina de los Romanos Pontífices sobre la com-pasión corredentiva de María ofrece una particularidad verdaderamente singular que no pre- sentan sus enseñanzas sobre otras prerrogativas de la Madre de Dios. Tal es el notable progreso doctrinal realizado en pocos años relativamente. El interés histórico y teológico de este fenómeno nos invita a estudiar el gra- dual desenvolvimiento de la doctrina pontificia sobre el valor corredentivo de la com-pasión Mariana, antes de recoger y ordenar sistemáticamente los diferentes elementos doctrinales esparcidos en los varios documentos ponti- ficios. De ahí las dos partes de nuestro estudio: a) progreso doctrinal en los documentos pontificios; b) síntesis de la doctrina pontificia.

A. Progreso doctrinal

Comienza Pío VI poniendo de relieve el hecho de la com-pasión: «Beata Virgo María... in acerbissima Christi Domini passione fuit atrocibus dolo- ribus perfixa» ( 29 nov. 1777). Fuera del hecho mismo de la com-pasión no se nota nada más.

Algo más añade Pío VII: «Id officii debent profecto christiani fideles Beatae Mariae Virgini, tanquam Parenti dulcissimae filii, ut memoriam dolorum,, quos acerbissimos illa, stans praesertim iuxta crucem lesu, singu- lari et invicta fortitudine constantiaque pertulit, ac pro eorum salute aeterno Patri obtulit, assiduo studio et benevolentia colant» (9 en. 1891). Dos rasgos añade el santo Pontífice al hecho de la com-pasión: uno más obvio, la fortaleza con que María sufrió los dolores, y otro mucho más importante, la oblación de estos dolores al Padre celestial por la salud de los hombres.

Es curioso que Pío IX, que tanto enalteció las singulares prerrogativas de la Virgen Inmaculada, nada apenas diga acerca de la com-pasión. Pero este vacío lo llenó cumplidamente su inmediato sucesor León XIII, el primero

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que desde la cátedra pontificia presentó a los ojos de los fieles la figura de la Virgen Dolorosa aureolada con los fulgores de la corredención. En 1894 escribía el inmortal Pontífice: «Praesente ipsa et spectante, divinum illud sacrificium erat conficiendum, cui victimam de se generosa aluerat... Sta- bat iuxta crucem lesu Maria Mater eius, quae, tacta in nos caritate immensa ut susciperet filios, Filium ipsa suum ultro obtulit iustitiae divinae, cum eo commoriens corde, doloris gladio transfixa». Por todo esto ruega así a María: «Te rogamus, Conciliatrix salutis nostrae;... te... per dolorum eius [Filii] inexplicabilem communionem... enixe obsecramus» (8 sept. 1894). En estas palabras apunta el Pontífice todos los rasgos esenciales de la Corre- dención compasiva de María, considerada como participación del sacrificio de la cruz. Doble fué esta participación: en la inmolación de la víctima y en la oblación del sacerdote. Primeramente, María participó de la inmola- ción de la víctima divina, es decir, fué ella misma juntamente inmolada. Recojamos lo que sobre esta inmolación dice el Pontífice. «Cui [sacrificio] victimam de se generosa aluerat» ; no dice solamente que María preparó y alimentó la víctima del sacrificio, sino que la preparó «de se generosa» ; «de se», esto es, de su propia sustancia, de su carne y sangre; «generosa», esto es, dando generosamente de lo suyo; es decir, como transfiriendo o trans- fundiendo en la víctima su carne y su corazón, formando de misma la víctima o constituyéndose a misma como víctima en la persona del Hijo. Si todo el que ofrece de lo suyo la víctima para el sacrificio, no sólo tiene parte en el sacrificio, sino que representativa o simbólicamente es inmolado con la víctima, ¿cuánto más debe decirse esto de María, que ofreció para el sacrificio, no un cordero de su rebaño, sino el Hijo de sus entrañas y de su Corazón? Esta transfusión de la Madre en el Hijo y esta compenetración de entrambos explica el profundo sentido de aquellas dos expresiones: «cum eo commoriens corde», «dolorum Filii inexplicabilem communionem», que quieren decir, no que la Madre padece o muere cuando padece o muere el Hijo, ni solamente porque éste padece o muere, sino que la Madre padece los padecimientos mismos y muere la muerte misma de su Hijo. Pero ade- más María compartió la oblación del sacerdote divino. Dice León XHI: «Filium ipsa suum ultro obtulit iustitiae divinae». Merece compararse esta expresión con la de Pío VII, que hemos hallado anteriormente: «[Dolores suos] aeterno Patri obtulit». Pío VII dice que María ofreció sus propios dolores; León XIIII, que ofreció «Filium ipsa suum ultro». Pío VII, que los ofreció al eterno Padre; León XIII, que los ofreció a la divina justicia. Cada palabra sugiere una reflexión. María ofrece el Hijo, es decir, la víctima misma que se inmola; y ofrece el Hijo suyo, sobre el cual tiene,

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por tanto, derechos de madre; y lo ofrece «ultro», que en el contexto es lo mismo que «cediendo de sus derechos maternos». Bajo este aspecto, pues, la oblación de María es sacrificial: es función sacerdotal. Pero ade- más ofrece su Hijo «iustitae divinae», es decir, para dar satisfacción a la justicia divina: y ofrecer de semejante manera la víctima es acto propia- mente sacerdotal en los sacrificios expiatorios o propiciatorios, cual era el sacrificio de la cruz. En consecuencia, María, al padecer y morir los pade- cimientos mismos y la muerte misma de su Hijo, compartió igualmente su inmolación sacrificial y su oblación sacerdotal, esto es, cooperó activa y eficazmente en el acto mismo de la redención. Así se comprende que «prae- sente ipsa et spectante, divinum illud sacrificium erat conficiendum». No dice ((confectum», que significaría simplemente el hecho, sino «conficien- dum», que expresa necesidad. María hubo de asistir al sacrificio de la cruz, porque había de tomar parte en él, porque sin ella no quiso Dios que se consumase el sacrificio de nuestra redención. Con todo derecho, pues, es María acreedora al glorioso título que le tributa el gran Pontífice, de «Conciliatrix salutis nostrae», que, por su significación moral y por el con- texto, equivale al de Corredentora.

Dos años más tarde el mismo León XHI, hablando de los misterios del santo Rosario, añadía: «Quarum rerum mysteria cum in Rosarii ritu ex ordine succedant piorum animis recolenda et contemplanda, inde simul elu- cent Mariae promerita de reconciliatione et salute nostra» (20 sept. 1896). Habla el Pontífice, no de los méritos propios o personales de María, sino de sus méritos referentes a nuestra reconciliación y salud eterna, esto es, de sus , méritos de redención. La com-pasión Mariana fué, por tanto, como la pasión de Cristo, meritoria: que es otro aspecto de la Corredención. \ Pío X habla de la com-pasión Mariana más frecuente y ampliamente que

León XHI; pero sus expresiones no son tan precisas y categóricas. Bastará reproducir sus palabras, con breves observaciones.

En 1904 escribía: «Deiparae sanctissimae... in laude ponendum est... officium eiusdem hostiae,... stato tempore, sistendae ad aram... Cum vero extremum Filii tempus advenit, stahat iuxta crucem lesu Mater eius, non immani tantum occupata spectaculo, sed plañe gaudens quod Unigeniius suus pro salute generis humani ojferretur... Ex hac autem Mariam ínter et Christum communione dolorum et voluntatis, promeruit illa ut Reparatrix perdili orbis dignissime fíeret, atque adeo universorum munerum Dispensa- trix, quae nobis Jesús nece et sanguine comparavit» (2 febr. 1904). Tres cosas atribuye el santo Pontífice a María: presentar autoritativamente la víctima ante el ara del sacrificio, gozarse en su inmolación por la salud de

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los hombres y entrar a la parte en los dolores y sentimientos de la divina víctima; en virtud de las cuales mereció ella dos títulos gloriosos: el da Reparadora del mundo perdido y el de Dispensadora de las gracias: afirma- ciones, sin duda, de la Corredención compasiva de María, pero mucho menos categóricas que las de León XIII. Agrega el mismo Pío X en la misma Encíclica, pero sin añadir ningún elemento nuevo: «Caritas porro, qua in Deum flagrat, participen! passionum Christi sociamque effecit; cum eoque, sui veluti doloris oblita, veniam interfectoribus precatur» (Ib.).

]\Iás interesantes son, bajo otro concepto, aun cuando apenas añadan elementos nuevos, otras declaraciones del santo Pontífice en la misma Encí- clica. Habla de las dos funciones de Cristo Mediador, es decir, la reparti- ción de las gracias y la redención, la primera basada en la segunda a las cuales corresponden proporcionalmente las dos funciones análogas de María, esto es, la dispensación de las gracias y la Corredención. «Equidem, dice, non diffitemur horum erogationem munerum privato proprioque iure esse Christi; siquidem et illa eius unius morte nobis sunt parta, et ipse pro potestate Mediator Dei atque hominum est. Attamen, pro ea, quam dixi- mus, dolorum atque aerumnarum Matris cum Filio communione, hoc Virgini augustae datum est, ut sit totiits terrarum orhis poieiitissirna apud Unigeni- tum Filium suum Mediutrix et Conciliatrix^) (Ib.). Dos consideraciones sugieren estas palabras: una más negativa, otra más positiva. Por una parte, dice el Pontífice que, si se trata de derecho estricto y de potestad innata, no es menos propia y exclusiva de Cristo la dispensación de las gra- cias que la redención. Por tanto, si, a pesar de ello, María participa por comunicación subalterna la prerrogativa de la dispensación, no hay razón nin- guna para negarle la participación correspondiente, por comunicación subalterna, en la prerrogativa de la redención. Si la comunicación en la una no es un atentado contra la prerrogativa incomunicable de Cristo, no se ve razón por que haya de serlo la comunicación en la otra. Por otra parte, si, según el Pontífice, la prerrogativa de la dispensación es en Cristo efecto o derivación de la redención, la cual consiguientemente presupone, también proporcionalmente la dispensación ha de ser en María un efecto o derivación de su participación en la redención, la cual consiguientemente presupone. Es decir, según los principios establecidos por el Pontífice, que es una inconsecuencia conceder a María la participación en la dispensación de las gracias, propia de Cristo Redentor, y negarle la participación en lí^ redención, que es base necesaria de la dispensación. O las dos. o ninguna.

Hay otro texto en la misma Encíclica, que ha dado lugar a interminables controversias. Dice Pío X: «Ea tamen, quoniam universis sanctitate prae-

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stat coniunctioneque cum Christo, atque a Christo adscita in humanae salu- tis opus, de congruo, ut aiunt, promeret nobi?, quae Christus de condigno promeruit» (Ib.). Toda la controversia versa sobre el sentido del verbo «promeret». ¿Se ha de entender en el sentido propio de merecer, o bien en el sentido impropio o lato de aplicar los merecimientos o de interceder en virtud de los previos merecimientos? A favor de esta segunda interpre- tación, más lata, se alega el tiempo presente del verbo «promeret», que, por tanto, debe entenderse de la intercesión celeste y actual, y no de la Corre- dención. Pero esta razón es muy endeble, dado que el uso del verbo en presente tiene otras explicaciones más razonables. Por de pronto, notemos que no es un fenómeno tan raro el uso del presente histórico. En la misma Encíclica escribe Pío X, refiriéndose a María en el Calvario: «Sui veluti doloris oblita, veniam interfectoribus precaturn (Ib.). Luego, si usa «pre- catur» en el sentido de «rogó», bien puede usar el presente «promeret» en el sentido pretérito de «mereció». Además, si es verdad que el tiempo pre- sente significa coexistencia, no es menos cierto que esta coexistencia puede referirse, no precisamente al tiempo en que se habla o escribe, sino al tiempo de otro verbo, en función del cual se concibe el verbo presente. Y en nues- tro texto la expresión «de congruo promeret nobis» se concibe en función de esta otra, que lógicamente es principal: «quae Christus de condigno pro- meruit». Es decir, los méritos de María se presentan como coexistentes con los méritos principales de Cristo. Y una vez probada la posibilidad y aun la probabilidad del sentido pretérito del verbo «promeret», la signifi- cación propia del verbo y el contexto entero prueban evidentemente que «promeret» significa verdaderos y propios merecimientos y que estas mere- cimientos son los de María al pie de la cruz. En efecto, como fundamento de su afirmación indica el Pontífice dos motivos: 1) que María «universis sanctitate praestat coiunctioneque cum Christo», y 2) que fué «a Christo adscita in humanae salutis opus». Y ambos motivos reclaman que «pro- meret» se refiera, no a la intercesión, sino a la Corredención. Porque, si María se aventaja a todos por su unión con Cristo, los merecimientos de María han de ser proporcionados a esta ventaja singular, o sea, han de ser singulares. Ahora bien, también los dem.ás santos en el cielo interceden, por nosotros, para que se nos apliquen los méritos del Redentor. Luego no puede encerrarse en este sentido común la prerrogativa singular de María, expresada por el verbo «promeret». Y la otra expresión «humanae salutis opus» significa en su sentido obvio y natural el acto mismo de la redención. Luego, al ser María asociada a esta obra redentora, sus méritos han de ser méritos de Corredención. Además, la atenuación «de congruo» se concibe

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y explica, si se trata de los méritos de María al pie de la cruz, para que no parezca se equiparen enteramente a los méritos del Redentor; pero estaría fuera de sitio ni tendría razón de ser, si se tratase simplemente de la inter- cesión celeste, que no habría por que rebajar con este atenuante. Y si el verbo «promeruit», aplicado al Redentor, significa verdaderos merecimien- tos, ¿qué razón hay para dar al verbo «promeret», que inmediatamente le precede, otro sentido impropio? Un mismo verbo se usaría dentro de un mismo período en dos sentidos diferentes. Por fin, al decir el Pontífice que María nos merece de congruo lo mismo que («quae») Cristo nos mereció de condigno, atribuye a los merecimientos de María el mismo objeto o término que a los merecimientos de Cristo. Ahora bien. Cristo nos mereció la misma gracia, no precisamente su aplicación o distribución: luego esta misma gracia es la que nos mereció María. En suma, que a un mismo verbo en dos oraciones contiguas habríamos de dar sentido diferente y habríamos de asignar diferente objeto, sin que nada en el contexto justifique semejantes diferencias. Y esto no es conforme a los principios hermenéuticos.

Benedicto XV da singular relieve a un elemento capital de la Correden- ción, sólo veladamente insinuado por León XIII. Comienza con una afir- mación, ya indicada por su inmortal predecesor: «Enimvero tradunt com- muniter Ecclesiae Doctores B. Mariam Virginem, quae a vita lesu Christi publica veluti abesse visa est, si Ipsi mortem oppetenti et cruci suffixo ad- fuit, non sine divino consilio adfuisse». Lo que sigue, claro y preciso, no necesita comentarios: «Scilicet, ita cum Filio patiente et moriente passa est et paene commortua, sic materna in Filium iura pro hominum salute abdicavit, placandaeque Dei iustitiae, quantum ad se pertinebat, Filium im- molavit, ut dici mérito queat Ipsa cum Christo humanum genus redemisse» (22 marz. 1918). Todo el período, consecutivo, consta de cuatro miembros: los tres primeros (la prótasis) son otros tantos antecedentes, de los cuales se sigue el último (la apódosis), que expresa la consecuencia. Cada uno de ellos se merece nuestra atención. El primero expresa dramáticamente la com-pasión Mariana; pero no contiene ningún elemento nuevo. El segun- do, incomparablemente más importante, afirma los derechos maternos de María sobre el Redentor y la voluntaria cesión o abdicación de estos dere- chos a favor de los hombres y por su eterna salud. El tercero, lógicamente dependiente de la misma partícula consecutiva («sic»), no es sino una mag- nífica declaración del segundo. María, dice el Pontífice, «cuanto estaba de su parte» o «por lo que a ella le tocaba», «inmoló a su Hijo»; que es decir, con la cesión de sus derechos maternos hizo cuanto de ella dependía o cuanto ella podía y debía hacer, para que fuera inmolado su Hijo; eáta

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•cesión fué tan importante y eficaz, que en virtud de ella la Madre, no sola- mente permitió que otros inmolasen a su Hijo, sino que ella misma moral- mente lo inmoló. Y lo inmoló «para aplacar la justicia de Dios». El sen- tido del verbo «inmolar» y el objeto de la inmolación prueban que la acción de María fué verdadera y propiamente sacrificial. La consecuencia que de esta cesión de derechos y de esta inmolación sacrificial saca Benedicto XV es categórica: «ut dici mérito queat Ipsa cum Christo humanum genus rede- misse» ; es decir, que con todo derecho hay que reconocer a María como Corredentora del linaje humano. ¿Habrá alguna exageración en estas estu- pendas afirmaciones del Pontífice? Nos lo dirá su inmediato sucesor Pío XI. El cual, refiriéndose a estas palabras de Benedicto XV, escribía pocos años más tarde; «Qua in re diutius commorari non attinet, quandoquidem fel. jec. decessor noster Benedictus XV... aptissimis eam verbis declaravit» {2 febr. 1923). Dice Benedicto XV que María abdicó sus derechos mater- nos por la salud de los hombres; que, cuanto de ella dependía, inmoló a su Hijo para aplacar la justicia de Dios; que, en consecuencia, tiene derecho a ser llamada Corredentora del linaje humano: y Pío XI, remitiéndose a •estas declaraciones, afirma que están expresadas «aptissimis verbis». Luego hay que tomar en sentido obvio y natural, como suenan, sin exageración oi impropiedad, las estupendas afirmaciones de Benedicto XV.

A Pío XI, el gran Pontífice de las Encíclicas doctrinales, émulas de las León XIII, estaba reservada la gloria de proclamar la Corredención Ma- riana y de ser el primero entre los Pontífices Romanos que tributase solem- nemente a María el glorioso título de Corredentora. En siete ocasiones principalmente habló de la com-pasión corredentiva de María; y su auto- rizado testimonio no sólo representa un progreso respecto de los Pontífices precedentes, sino que está como escalonado, con una especie de crescendo, con que llega a los umbrales mismos de la definición dogmática. Es digna de estudiarse esta progresión ascendente, relacionada con las circunstancias históricas.

Ya en el primer año de su pontificado, en el documento, que acabamos de citar, en que confirma y ratifica las declaraciones de Benedicto XV, es- •cribía Pío XI: «Virgo Perdolens redemptionis opus cum lesu participavit» (2 febr. 1923). Compartir con Jesús la obra de la redención es ejercer la Corredención; y el atribuir esta acción corredentiva a la Virgen Dolorosa •es vincularla a su com-pasión. Pero en esta declaración, a pesar de su importancia, no aparece todavía ningún elemento nuevo.

Por aquellos años el prudente Pontífice guardó cierta reserva relativa en Jiablar sobre la Corredención y la Mediación universal de María. Había

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nombrado las dos Comisiones de Teólogos, la española y la romana, que habían de estudiar y dictaminar sobre estas prerrogativas de la Madre de Dios, con vistas, a lo que entonces se creía, a una solemne declaración ponti- ficia, si ya no a una definición dogmática: y era natural que el Pontífice no quisiera prejuzgar con sus declaraciones el dictamen de los Teólogos. Sabemos por testimonio del Card. Mercier, que lo oyó del mismo Pontífice, que Pío XI estaba firmemente convencido de la verdad de la Mediación uni- versal de María, pero que no sentía llegado aún el momento oportuno de dar el paso transcendental de una definición dogmática.

A pesar de tales reservas, en 1925, hablando a la Peregrinación-Congreso de la Tercera Orden de los Siervos de María, decía: «La devozione all'Addo- lorata dice tutto, percha i dolori della Vergine benedetta ci dicono i dolori di Gesü; i dolori di María sonó la compassione della Madre col suo Figlio divino, Redentore nostro, e in tali pensieri é tutto il mistero del dolore divino per noi» íl ag. 1925. De la Revista U Addolorata, 1925, p. 220-221). El misterio del dolor divino por nosotros, es decir, el misterio de la redención dolorosa, no se concibe cumplidamente, si no se le asocian los dolores de María, que son la com-pasión de la Madre con el Hijo, que nos dicen los dolores de Jesús.

Tres años más tarde, la Encíclica Miserentissimus Redemptor, en que tanto se inculca la reparación al Corazón sacratísimo de Jesús, dió ocasión al Pontífice para hablar de María Reparadora. He aquí las palabras más significativas y que más ahora nos interesan: «Cum lesum nobis Redempto- rem ediderit, aluerit, apud crucem hostiam obtulerit, per arcanam cum Christo coniunctionem eiusdemque gratiam omnino singularem, Reparatrix Ítem exstitit pieque appellatur» (8 may. 1928). Este texto, con estar lleno de reminiscencias de otros textos pontificios, principalmente de Pío X, ad- quiere un sentido nuevo, que conviene precisar con toda exactitud. Consta el período de tres miembros. El primero expresa tres actos, o hechos de María: su maternidad del Redentor, sus oficios maternales y la oblación que de él hizo junto a la cruz. El segundo señala dos circunstancias que me- diaron y acompañaron los actos precedentes: la misteriosa unión o solida- ridad con Cristo y su gracia enteramente singular. El tercero es una con- clusión de los dos primeros, en que se atribuye a María el título de Repa- radora. Examinémoslos más particularmente.

En el primer miembro, el primer inciso «Cum lesum nobis Redemptorem ediderit» se refiere a la encarnación; el segundo «aluerit» compendia todos los oficios maternales de María; el tercero, el que ahora nos interesa, «apud crucem hostiam obtulerit», sintetiza lo que María hizo en el Calvario: ofre-

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cer a su Hijo como víctima; en que tanto el verbo («obtulerit») como el complemento («hostiam») y más- la frase completa tienen sentido sa- crifical.

El segundo miembro: «per arcanam cum Christo coniunctionem eiusdem- que gratiam omnino singularem» es como un eco de aquellas palabras de Pío X, que anteriormente hemos citado: «quoniam universis sanctitate praestat coniunctioneque cum Christo». La comparación de ambos textos nos permitirá penetrar todo el sentido de las palabras de Pío XI. La preposición «per», sustituida a la conjunción adverbial «quoniam», sin perder su propio sentido de medio o modo, adquiere el matiz de la causa- lidad. El calificativo «arcanam» nos revela la profundidad misteriosa de la unión o solidaridad de María con Cristo. El sustantivo «gratiam» sus-» tituye ventajosamente a «sanctitate», para significar que no tanto se trata de la santidad personal de María, cuanto de la gracia recibida de Dios para ejercer los tres actos antes mencionados, sobre todo el tercero de su obla- ción sacrifical. Por fin, el calificativo «omnino singularem» es más expre- sivo que «universis praestat», por cuanto presenta las incomparables venta- jas de la gracia de María, no sólo como un hecho relativo, sino como una propiedad absoluta.

El tercer miembro: «Reparatrix ítem exstitit pieque appellatur», con- clusión de los dos precedentes, debe traducirse así: «Consiguientemente ella también fué Reparadora; y llamarla Reparadora no es una ofensa inferida al Redentor, sino un acto de piedad». Las dos primeras palabras «Repa- ratrix Ítem» responden a las primeras ¡desum Redemptorem». Escogió el Pontífice la palabra «Reparatrix», porque en la Encíclica se habla de repara- ción; fuera de que ni «Redemptrix», porque pudiera dar lugar a siniestras interpretaciones, ni «Corredemptrix» porque este término no había sido aún empleado en los documentos pontificios, eran a propósito. Esto, con todo, no quita que «Reparatrix» signifique, como de hecho significa, unaj función redentora: su correspondencia con «Redemptorem» y el adverbio «Ítem» lo prueban sobradamente.

El análisis de cada uno de los miembros nos permitirá apreciar más se- gura y acertadamente todo el conjunto, o sea, el pensamiento fundamental de todo el período. María es llamada Reparadora o Corredentora. ¿Por qué? Porque ofreció a su Hijo como víctima. Ya sólo esta oblación bas- taba para justificar el título de Corredentora. Si Cristo es Redentor, por- que se ofreció a mismo como víctima, María es Corredentora, porque también ella ofreció esta misma víctima: «Cum lesum... apud crucem ho- stiam obtulerit, . . . Reparatrix item exstitit». Pero esta conexión entre la

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oblación y el título de Reparadora sería más oscura, si no mediasen aquellas dos circunstancias: la misteriosa unión de María con Cristo y su gracia totalmente singular. En virtud de la misteriosa unión o solidaridad. Cristo, principalmente, y María, secundariamente, hicieron conjuntamente la misma oblación de la víctima. En virtud de la gracia singular, María, previamente santificada en atención a los méritos del Redentor, ejercía la prerrogativa singular y única de cooperar a la obra de la redención. Todo esto contiene el texto pontificio, atentamente examinado y ponderado; que es, por tanto, un testimonio espléndido de la Corredención Mariana.

Llegó el Centenario de la Redención, y se multiplicaron los testimonios de Pío XI a favor de la Corredención.

En noviembre de 1933 pronunció estas palabras de una sencillez y cla- ridad diáfana: María «ha unito i suoi dolori a quelli del Redentore per la salvezza dei suoi figli» (Osserv. Rom., 1 nov. 1933). Los dolores de María, asociados a los dolores del Redentor, para la salud eterna de los hombres, son dolores de Corredención.

Un mes más tarde añadía: «Essa ci ha dato il Salvatore, l'ha aUevato all'opera della redenzione fino sotto la croce, dividendo con Lui i dolori dell'agonia e della morte, in cui Gesü consumava la redenzione di tutti gli uomini» (Osserv. Rom., 1 dic. 1933). María, no sólo se dolía por la muerte del Redentor, sino que compartía con su Hijo los dolores mismos de la redención. Las palabras que preceden inmediatamente, ya antes transcritas, no dejan lugar a duda sobre la mente del Pontífice: «II Redentore non poteva, per necessitá di cose, non associare la Madre sua alia sua opera, e per questo noi la invochiamo col titolo di Corredentrice». Con estas pala- bras queda definitivamente consagrado el título de Corredentora, fundado> en la asociación dolorosa de la Madre a la redención dolorosa del Hijo. La& controversias sobre la verdad y la oportunidad de este título quedan cora esto zanjadas de una vez para siempre.

El 25 de marzo de 1934, dirigiéndose a 800 Congregantes Marianos, repetía el Pontífice: «Maria Santissima... é nostra Madre e Corredentrice nostra». Y, juntando al título de Corredentora el nombre de Corredención, añadía: «II XIX Centenario della divina Redenzione... [e] anche il XIX Centenario di María, el Centenario della sua Corredenzione» (Osserv. Rom.,. 25 marz. 1934).

Pero el testimonio más explícito y más solemne lo dió el gran Pontífice en el mensaje radiado, que, para clausurar las solemnidades del Año Santo de la Redención, dirigió a todo el orbe católico. Dijo Pío XI: «O Mater pietatis et misericordiae, quae dulcissimo Filio tuo, humani generis Re-

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demptionem in ara Crucis consunimanti, Compatiens et Corredemptrix adsti- tisti: ... conserva in nobis, quaesumus, atque adauge in dies pretiosos Re- demptionis et tuae Compassionis f ructus» ( Osserv. Rom., 29 abr. 1935). La gravedad y solemnidad de semejante declaración, sólo superable por una formal y explícita definición dogmática, da, por lo menos, a la verdad de la Corredención Mariana absoluta certeza teológica. Y a la solemnidad de las palabras responde la precisión de los términos. La Virgen asiste a su Hijo en el momento mismo en que «consuma en el ara de la cruz la redención del género humano»: no se trata, por tanto, de ninguna coope- ración previa o remota, sino inmediata y próxima. Y formal, además. Por- que María asiste «Compatiens et Corredemptrix»: compartiendo la pasión del Hijo y cooperando a su obra redentora. Y para que nadie imaginase que hablaba el Pontífice de alguna Corredención impropia o, como algunos dicen, «subjetiva», distingue muy bien el Pontífice la Redención y la Com- pasión, ya pretéritas, de sus frutos actuales, o sea, de la dispensación de las gracias; y lo uno y lo otro, la Corredención (objetiva) no menos que la dispensación, atribuye el Pontífice a la Madre de piedad y de misericordia. Después de semejante declaración pontificia sólo cabe esperar una definición dogmática.

B. Síntesis de la doctrina pontificia

La importancia de la materia reclama un conato de síntesis que harmo- nice los múltiples y variados elementos doctrinales irregularmente espar- cidos por los documentos pontificios y los reduzca, en lo posible, a la unidad. Esto deseamos hacer, entretejiendo en una exposición seguida y coherente las palabras mismas de los Romanos Pontífices. Con esto, si la síntesis será obra nuestra, la doctrina sintetizada no será otra que la doctrina pon- tificia sobre la Corredención Mariana, reproducida con la mayor fidelidad posible.

Compasión. El hecho de la com-pasión Mariana lo recuerdan frecuen- temente los Romanos Pontífices con expresiones muy significativas: «Com- patiens» (Pío XI), «cum eo commoriens corde» (León XHI), «cum Filio patiente et moriente passa est et paene commortua» (Benedicto XV), «i dolori di Maria sonó la compassione della Madre col suo Figlio divino» (Pío XI). Y así otras muchas veces.

Presencia providencial de María. La presencia o asistencia de Ma- ría en el Calvario al momento en que su Hijo consumaba la redención del mundo, no fué casual, ni efecto puramente del amor materno de María, sino

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consejo de la divina providencia, que había dispuesto que la Madre tomase parte en los dolores del Hijo. (cPraesente ipsa et spectante, divinum illud sacrificium erat conficiendum)) (León XIII), «Ipsi mortem oppetenti et cruci suffixo adfuit, non sine divino consilio» (Benedicto XVj. Y como la pre- sencia llevaba necesariamente consigo el dolor y la com-pasión de la Madre, de ahí que la com-pasión de María fué igualmente providencial.

Comunión o com-pasión solidaria. La com-pasión de María no fué una simple resultancia o vulgar repercusión de la pasión del Hijo en el Co- razón de la Madre: fué algo mucho más profundo: fué lo que San Pablo llamaría comunión de padecimiemos, y nosotros podríamos llamar com-pa- sión solidaria o solidaridad en la pasión. Así la caracterizan los Romanos Pontífices: «dolorum [Filii; inexplicabilem communionem» (León XlIIj, «ar- canam cum Christo communionem» (Pío XI), «participem passíonum Chri- sti sociamque» (Pío X). Y esta comunión no fué solamente de padecimien- tos, sino también de sentimientos y de voluntad: «ex hac... communiona dolorum et voluntatis» (Pío X).

Pero esta com-pasión providencial y solidaria no es más que la base o el elemento material de la Corredención.

Corredención. La afirmación del hecho o de la verdad de la Corre- dención es, sin duda, lo más importante e interesante en los documentos pontificios. Esta afirmación reviste formas muy variadas, según que sea genérica o determine más concretamente los diferentes modos de la Corre- dención Mariana. Comenzaremos por los testimonios que afirman la Co- rredención en general, ya empleando los términos de Corredentora o Corredención u otros análogos, ya declarando la realidad por ellos expresada.

El término de Corredentora lo empleó cuatro veces, que sepamos, Pío XI : «María SS.,... donna, voUe riparare al fallo della prima donna, e perció Corredentrice» (22 dic. 1923); «e per questo noi la invochiamo col titolo di Corredentrice» (30 nov. 1933); «María Santissima... é nostra Madre a Corredentrice nostra» (23 marz. 1934); «dulcissimo Filio tuo, humani ge- neris Redemptionem in ara Crucis consummanti Corapatiens et Corredemp- trix adstitisti» (28 abr. 1935). El mismo Pontífice empleó también el nombre de Corredención: «II XIX Centenario della divina Redenzione... [é] anche il XIX Centenario di María, il Centenario della sua Corredenzione» (23 marz. 1934).

Los términos equivalentes de Reparadora y Conciliadora los emplearon antes los Romanos Pontífices: «Reparatrix perditi orbis» (Pío X), «Repara- trix exstitit» (Pío XI), «Conciliatrix salutís nostrae» (León XIII).

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Importantísimo es el uso pontificio de estos términos; pero no lo es menos el empleo de ciertas fórmulas, que declaran con toda precisión la realidad de la Corredención Mariana. Reuniremos aquí las más significa- tivas y características de semejantes fórmulas: «a Chrisío adscita in hu- manae salutis opus» (Pío X); «ut dici mérito queat ipsa cum Christo huma- num genus redemisse» (Benedicto XV); «redemptionis opus cum lesu parti- cipavit» (Pío XI); ((dividendo con Luí i dolori dell'agonia e della morte, in cui Gesíi consumava la redenzione di tutti gli uomini» (Pío XI). Son especialmente significativas por su profundidad aquellas palabras de Pío XI, que dice misteriosamente que ((el misterio del dolor divino por nosotros» no se comprende cumplidamente, si no se contemplan contenidos en él los dolores de María, que <(Son la com-pasióíi de la Madre con su Hijo divino. Redentor nuestro». Los términos de Corredentora, Corredención, Repara- dora, Conciliadora, iluminados con estas fórmulas declarativas, no permiten dudar que la Corredención Mariana, enseñada por los Romanos Pontífices, es verdadera y propia cooperación a la obra de la redención.

Fundamento jurídico de la corredención. El motivo o la base jurí- dica de la com-pasión, de la comunión y de la Corredención Mariana se ha de buscar en los derechos maternos de María sobre el Redentor y en la cesión o abdicación que de estos derechos hizo la Madre en beneficio de los hombres y por su salud eterna. Ya León XIII se refería a estos derechos, cuando escribía que María (¡tacta in nos caritate immensa,... Filium ipsa suum ultro obtulit iustitiae divinae». El ofrecer el Hijo, que era suyo^ y el ofrecerlo espontánea y libremente, supone en la Madre derechos, dere- chos maternos sobre el Hijo, a que ella cede generosamente. Pero lo que León XIII indicó veladamente, lo expresó explícita y categóricamente Bene- dicto XV, cuando dijo: ((materna in Filium iura pro hominum salute abdi- cavit». Estos mismos derechos explican aquella frase, que ya conocemos, de Pío XI: ((II Redentore non poteva, per necessitá di cose, non associare la Madre sua alia sua opera». Esta ((necesidad de las cosas» no era otra que la necesidad que imponían los derechos de la Madre sobre el Redentor. Y esto de dos maneras o bajo dos conceptos diferentes. Primeramente, la pasión y muerte del Redentor no podía realizarse sin lesionar los derechos que sobre el Hijo y sobre su vida poseía la Madre: lesión ésta, que convertía necesariamente la pasión del Hijo en com-pasión de la Madre. Cuanto se; intentase contra el Hijo, repercutía inevitablemente sobre la Madre. Por otra parte. Dios, aunque Señor absoluto de los hombres y fuente de todo derecho ,suele, con todo, para mayor suavidad, principalmente en los caso* más importantes, tratar con benigna consideración y condescendencia los

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derechos relativos de los hombres. Y en el caso de la Redención, como quiso que el Hijo aceptase voluntariamente el mandamiento divino de que muriese por los hombres y cediese, en aras de la obediencia, al derecho que tenía sobre la vida y el bienestar, así quiso también contar con la generosa aceptación de la Madre, no usando de su soberanía prepotente, como pu- diera, sino prefiriendo solicitar benignamente de ella la voluntaria cesión de sus derechos. Esta doble «necesidad de las cosas», derivada de los dere- chos maternos de María, asociaba necesariamente la Madre a la obra reden- tora del Hijo, creando aquella doble «comunión de dolores y de voluntad», comunión pasiva y comunión activa, de que hablaba Pío X. Con razón, pues, Pío XI, después de decir que «il Redentore non poteva, per necessita di cose, non associare la Madre sua alia sua opera», concluía: «e per questo noi la invochiamo col titolo di Corredentrice». La base de la Co- rredención son los derechos maternos de María sobre el Redentor.

Estos derechos, no sólo explican la afirmación general del hecho o verdad de la Corredención, sino que también preparan e ilustran las modalidades específicas de sacrificio y de mérito, es decir, la Corredención sacrifical y la Corredención meritoria.

Corredención sacrifical, León XHI enseña que María preparó al Hijo para el sacrificio, «cui victimam de se generosa aluerat». Con estas palabras dice el Pontífice mucho más de lo que a primera vista pudiera parecer. Primeramente, el engendrar y sustentar «de se» la víctima del sacrificio era como transfundirse a misma en la víctima, para ser luego inmolada con ella. En segundo lugar, este oficio maternal creaba en María los derechos de madre sobre el Hijo; y la generosidad en criar el fruto de sus entrañas precisamente para que fuera inmolado como víctima entrañaba en la cesión generosa de sus derechos maternos. Por fin, sola esta volun- tad generosa, aun cuando ulteriormente nada hubiera hecho la Madre, era ya una cooperación eficaz y formal al sacrificio del Redentor: cooperación físicamente remota en cuanto al tiempo y el lugar ( = mediación de contac- to), pero próxima moralmente en virtud de la intención ( = inmediación de eficiencia).

Pío X añade que a María correspondía el «officium hostiae sistendae ad aram»: afirmación gravísima, que nos muestra a María interviniendo en el sacrificio de la cruz, no por mera iniciativa personal o con carácter puramente privado, sino con título oficial y público. Recojamos estas dos afirmaciones de los Pontífices: que María iba a ser inmolada juntamente con la víctima divina, y que intervenía en el sacrificio de la cruz con carác- ter oficial.

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Llegamos al momento mismo en que se consumaba el sacrificio. La in- tervención activa que en él tuvo María la expresan los Pontífices con estas cuatro fórmulas paralelas: «quos [dolores suosj... pro eorum salute aeterno Patri obtulit» (Pío VII); «Filium ipsa suum ultro obtulit divinae iustitiae» (León XIII); «placandae Dei iustitiae, quantum ad se pertinebat, Filium immolavit» (Benedicto XV); «apud crucem hostiam obtulit» (Pío XI). La significación propia y técnica de los verbos «obtulit» e «immolavit», el com- plemento directo «hostiam» y los complementos indirectos «aeterno Patri», «divinae iustitiae)) y, sobre todo, «placandae Dei iustitiae», no permiten dudar razonablemente del carácter propia y estrictamente sacrifical de la oblación de María. María, por tanto, cooperó formalmente, es decir, «in linea sacrificii», con el sacrificio del Redentor.

Explícitamente no determinan los Pontífices si esta cooperación fué una co-inmolación con Cristo víctima o bien una co-oblación con Cristo sacer- dote. Pero de sus palabras se colige lo uno y lo otro.

Primeramente, cooperó en calidad de víctima. Si María ofreció sus. dolores, como dice Pío VII, y su Hijo, como enseñan León XIII, Bene- dicto XV y Pío XI, bajo ambos conceptos fué inmolada en su persona y en la persona del Hijo. Donde es de notar que, si en las víctimas irracionales la inmolación es puramente pasiva y no lleva consigo propia cooperación, en cambio en las víctimas racionales, como lo era el Redentor y como lo era también su Madre, la inmolación, para ser acepta a Dios, ha de ir acompañada de la voluntaria aceptación de ser inmolado, la cual es propia y verdadera cooperación moral en el sacrificio. Esta inmolación, pasiva y activa a la vez, responde a la doble «comunión de dolores y de voluntad» de María con su Hijo, de que nos habla Pío X.

Pero, además, cooperó también sacerdotalmente. Tal es la significación propia del verbo «obtulit», tres veces empleado por los Pontífices, y la del verbo «immolavit», cuando no significa la mactación material, como no significa en este caso. Añádase a esto que la expresión «hostiam obtulit»"' no significa «ofrecerse a ser víctima» o aceptar la immolación pasiva, sino «ofrecer la víctima», que es función sacerdotal. Y en aquella declaración tan expresiva de Pío XI: «Filio tuo, humani generis redemptionem in ara crucis consummanti, Compatiens et Corredemptrix adstitisti», María asiste a su Hijo en cuanto ejerce la función sacerdotal («in ara crucis»), y sui asistencia ni es pura presencia corporal, que no justificaría el apelativo dei «Corredemptrix», ni ha de ser heterogénea respecto del acto sacerdotal que está consumando el Redentor, sino en consonancia con él: sacerdotal, por consiguiente. Creemos, por tanto, que «Compatiens et Corredemptrix» ex-

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presan respectivamente la doble participación de María en el sacrificio de la cruz: en la inmolación sacrifical y en la oblación sacerdotal.

Corredención meritoria. También «in linea meriti» cooperó María con el acto de la redención: nueva modalidad y nuevo título de la Corre- dención Mariana. Escribe León XIII: «Elucent Mariae promerita de re- conciliatione et salute nostra». Son éstos méritos que tienen por objeto, no la repartición o dispensación de la gracia, sino universalmente nuestra! salud eterna y especialmente la reconciliación de los hombres con Dios, que es el efecto primario, inmediato y, por así decir, formal de la reden- ción. Añade Pío X: aDe congruo, ut aiunt, promeret nobis, quae Christus de condigno promeruit». Ya hemos probado anteriormente que «promeret» tiene el mismo sentido que «promeruit» y que ambos verbos convergen en un mismo objeto: la diferencia está sólo en el valor de los méritos: congmo el de los méritos de la Corredentora, condigno el de los méritos del Re- dentor.

Corredención y dispensación. Para completar esta síntesis de la doc- trina pontificia sobre la Corredención Mariana, conviene recordar la conexión que Pío X establece entre la dispensación de las gracias y la reden- ción en Cristo o la Corredención en María. De Cristo dice: «Equidem non diffitemur horum erogationem munerum privato proprioque iure esse Chri- sti; siquidem et illa eius unius morte nobis sunt parta, et ipse pro potestate Mediator Dei atque hominum est». Y de María añade: «Attamen, pro ea, quam diximus, dolorum atque aerumnarum Matris cum Filio communione, hoc Virgini augustae datum est, ut sit totius terrarum orbis potentissima apud Unigenitum Füium suum Mediatrix et Conciliatríx». Por consiguiente si se admite, como no puede menos de admitirse, la intercesión actual y uni- versal de María, debe admitirse lógicamente su Corredención, que es su base, y sin la cual no se explicaría convenientemente. Tendríamos un árbol sin raíces.

Para concluir este punto, permítasenos una pregunta: ¿todas estas ense- ñanzas pontificias sobre la Corredención Mariana pueden comprenderse en la llamada «cooperación remota en el orden físico a la redención obje- tiva», es decir, encerrarse en la generación física del Redentor? Los textos pontificios han dado a esta pregunta una respuesta bien explícita. A ellos nos remitimos.

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II. Maternidad espiritual 1. El hecho de la maternidad espiritual

Que María sea nuestra Madre, Madre de gracia, de piedad y de miseri- cordia, es tan evidente, está tan profundamente arraigado en el corazón de los cristianos, que parece superfluo el intento de demonstrarlo. Por esto bastarán unos pocos testimonios, por vía de ejemplo, para mostrar la insis- tencia con que los Romanos Pontífices han inculcado esta dulce verdad.

Sixto V, reproduciendo unas palabras de su predecesor Sixto IV (28 febr., 1476), llamaba a María «Mater misericordiae, Mater gratiae et pietatis, hu- man! generis amica et consolatrix» (30 en., 1586). Casi con las mismas palabras Pío VII la llama «gratiae misericordiaeque Matrem» (19 febr. 1805). Pío VIII añadía: «ipsa enim Mater nostra, Mater pietatis et gratiae, Mater misericordiae» (30 marz. 1830). Gregorio XVI, además de repetir las palabras de Pío VIII (18 may. 1832), llama frecuentemente a María «omnium nostrum amantissimam Matrem» (26 febr. 1836; 15 ag. 1838; 23 abr. 1845; 7 may. 1845). Pío IX dice que María es «Dei Mater et nostra,... Mater misericordiae» (20 abr. 1849), «misericordissima et aman- tissima nostrum omnium Mater» (9 jun. 1862). Más profundo es, como suele, León XIII, cuando nota que «praecipuum semper ac soUemne catho- licis hominibus fuit, in trepidis rebus dubiisque temporibus, ad Mariam confugere et in materna eius bonitate conquiescere» (1 sept. 1883). Y añade: «Itaque ad Mariam, non tímida non remisse, adeamus, per illa obsecrantes materna vincula, quibus cum lesu itemque nobiscum coniunctis- sima est» (8 sept. 1892). Pío X encarece la piedad de María, «Matris misericordia plenissimae et gratiae», «Genitricis omnium suavissimae» (30 abr. 1911). Benedicto XV dice que María «universi generis humani amantissima est atque dilectissima Mater» (14 nov. 1921), «cum eadem et Principem pacis lesum Dominum ediderit, et humani generis Mater sit benignissima» (20 en. 1919). Pío XI, finalmente, decía: «Figli e figlio di María lo siamo tutti, dal Papa all' ultimo dei fedeli» (Osserv. Rom., 31 may. 1933); «tutti i redenti sonó figli di María» (Ib. 4 febr. 1935).

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2. La maternidad espiritual iniciada en la encarnación

El fundamento de la maternidad espiritual de María es nuestra inclusión o incorporación «en Cristo Jesús», iniciada y radicada en la encarnación del Hijo de Dios. Este fundamento lo expresa maravillosamente el Papa San León el Grande, principalmente en sus diez sermones sobre la Nativi- dad del Señor, de los cuales entresacaremos algunos testimonios. En el sermón IV dice que nosotros fuimos «Domino Salvatori nostro per veram susceptionem nostrae carnis inserti» (ML 54, 207). Más hermosamente en el VI: «Renovat... nobis hodierna festivitas nati lesu ex Maria Virgine sacra primordia; et dum Salvatoris nostri adoramus ortum, invenimur nos nostrum celebrare principium. Generatio enim Christi origo est populi christiani, et natalis Capitis natalis est corporis... Universa... summa fide- lium, fonte orta baptismatis, sicut cum Christo in passione crucifixi, in resurrectione resuscitati, in ascensione ad dexteram Patris collocati, ita cum ipso sunt in hac nativitate'congeniti. Quisquis enim hominum... regene- ratur in Christo,... habetur in germine Salvatoris» (ML 54, 213). En el sermón VII agrega: «Nascens itaque Dominus noster lesus Christus, homo verus,... novae creaturae in se fecit exordium, et in ortus sui forma dedit humano generi spiritale principium... Venit Filius Dei... et ita se nobis nosque inseruit sibi, ut Dei ad humana descensio fieret hominis ad diviná provectio» (ML 54, 217-218).

De este principio asentado por San León Magno deduce León XIII como consecuencia la maternidad espiritual de María: «Permagnum unitatis christianae praesidium divinitus oblatum est in Maria... Ad spiritualis ma- ternitatis eius officium proprie id attinet. Nam qui Christi sunt, eos Maria nec peperit nec parere poterat, nisi in una fide unoque amore: numquid' enim divisus est Christus? debemusque una omnes vitam Christi vivere, ut in uno eodemque corpore fructificemus Deo. Quotquot igitur ab ista unitate calamitas rerum funesta abduxit, illos oportet ut eadem Mater, quae perpetua sanctae prolis fecunditate a Deo aucta est, rursus Christo quo- dammodo pariat» (5 sept. 1895).

Pero lo que León XIII sólo veladamente insinuó, lo expresó claramente Pío X: «An non Christi Mater Maria? Nostra igitur et Mater est. Nam statuere hoc sibi quisque debet, lesum, qui Verbum est caro factum, humani etiam generis Servatorem esse. lam, qua Deus-Homo, concretura ille, ut ceteri homines, corpus nactus est: qua vero nostri generis restitutor, spiritale quoddam corpus atque, ut aiunt, mysticum, quod societas eorum

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est qui in Christo credunt. Multi unum corpus sumus iri Christo. Atqui aeternum Dei Filium non ideo tantum concepit Virgo ut fieret homo, hu- manam ex ea assumens naturam; verum etiam ut, per naturam ex ea assumptam, mortalium fieret sospitator... In uno igitur eodemque alvo castis- simae Matris, et carnem Christus sibi assumpsit, et spiritale simul corpus adiunxit, ex iis nempe coagmentatum, qui credituri erant in eum. Ita ut, Salvatorem habens María in útero, illos etiam dici queat gestasse omnes, quorum vitam continebat vita Salvatoris. Universi ergo, quotquot cum Christo iungimur, quique, ut ait Apostolus, memhra sumuus corporis eius, de carne eius et de ossibus eius, de Mariae útero egressi sumus, tamquam corporis instar cohaerentis cum Capite. Unde, spiritali quidem ratione ac mystica, et Mariae filii nos dicimur, et ipsa nostrum omnium Mater est. Mater quidem spiriíu..., sed plañe Mater membrorum Christi, quod nos sumus» (2 febr. 1904).

Estos textos no sólo nos afirman el hecho de la maternidad espiritual iniciada y radicada en la encarnación y fundada en la solidaridad de los hombres en Cristo, sino que nos la presentaH como verdadera generación moral o espiritual, con lo cual nos dan a conocer su íntima naturaleza. Precisando más, podemos añadir que esa maternidad de generación tiene •en la encarnación su momento inicial, que puede justamente denominarse el estadio de la concepción.

3. La maternutad espiritual completada en el Calvario

La maternidad espiritual de la encarnación es algo misterioso, poco ase- quible a la generalidad de los fieles. Por esto quiso Dios que una verdad tan importante para la vida espiritual de los cristianos plasmase en un hecho tangible. Tal fué la solemne declaración del Redentor moribundo, cuando, señalando al discípulo amado, dijo a su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; y, señalando a su Madre, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu Madre». Que el discípulo amado representase de alguna manera a todos los fieles y a todos los hombres, y que, consiguientemente, María quedó definitivamente constituida y declarada Madre espiritual de los hom- bres, nos lo dirán los testimonios de los Romanos Pontífices.

Inicia la serie de estos Pontífices Benedicto XIV, el cual, exi)resando, no tanto su sentir cuanto el de toda la Iglesia, escribe: «Catholica Ecclesia, Sancti Spiritus magisterio edocta, eandem [Virginem Mariam]... tamquam ^mantissiraam Matrem, extrema Sponsi sui morientis voce sibi relictam,

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filialis pietatis affectu prosequi studiosissime semper professa est» (5 kal. oct. 1748).

Concuerda Pío VIII, que, enalteciendo el patrocinio de María, dice: «Ipsa enim Mater nostra, Mater pietatis et gratiae, Mater misericordiae, cui nos tradidit Christus in cruce moriturus» (30 marz. 1830). Casi idén- ticas palabras repite Gregorio XVI (18 may. 1832).

Pero estos testimonios, con ser tan claros y terminantes, palidecen al lado de las magníficas declaraciones del gran Pontífice León XIII. Parece que Dios, para recomendar más eficazmente y confirmar más sólidamente la verdad inconcusa de la maternidad espiritual de María, quiso valerse de la soberana inteligencia del «gran Papa León», como siguió llamándosele en Roma durante largo tiempo. Escribe, pues, el inmortal Pontífice: «Virgo sanctissima, quemadmodum lesu Christi Genitrix, ita omnium est christianorum Mater, quippe quos ad Calvariae montem ínter supremos Redemptoris cruciatus generavit» (15 ag. 1899). Dos años más tarde ex- plicaba más ampliamente su pensamiento: «Potens ea quidem, Dei Parens Omnipotentis, sed, quod sapit dulcius, hoc ipso quod Unigenae sui Matrem elegit, maternos plañe indidit sensus, aliud nihil spirantes, nisi amorem et veniam: talem facto suo lesus Christus ostendit, cum Mariae subesse et ob- temperare ut matri filius sponte voluit; talem de cruce praedicavit, cum universitatem humani generis, in lohanne discípulo, curandam ei foven- damque commisit; talem denique se dedít ipsa, quae eam immensi laboris hereditatem, a moriente Filio relictam, magno complexa animo, materna in omnes officia confestim coepit impenderé. Tam carae misericordiae consilium, in María divinitus institutum et Christi testamento ratum, inde ab initio sancti Apostolí priscique fideles summa cum laetitia senserunt. Senserunt item et docuerunt venerabiles Ecclesiae Patres, omnesque in omni aetate christianae gentes unanimae consensere. Idque ipsum, vel memoria omni litterísque silentíbus, vox quaedam e cuiusque christiani homnis pectore erumpens, loquitur disertissima. Non aliunde est sane quam ex divina fide, quod nos praepotenti quodam impulsu agimur blandissimeque rapimur ad Mariam» (22 sept. 1891). Tres años después añadía: «Stabat iuxta crucem lesu Maria Mater eius, quae tacta in nos caritate immensa ut susciperet filios, Filium ipsa suum ultro obtulit iustitiae divinae» (8 sept. 1894). Por abril del año siguiente escribía una conmovedora Epístola a los ingleses sobre la unidad de la fe, al fin de la cual dice: ' Itaque suppliciter imploremus... ante omnes sanctissimara Dei Genitriceni. quam humano generi Christus ipse e cruce reliquit atque attribuit Matrem» (14 abr. 1895). Acompañaba a la Epístola una oración «Ad Sanctissimam Virginem pro Anglis», que

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contenía esta súplica: «Eia igitur, ora pro nobis, quos tibi apud crucem Domini excepisti filios, o Perdolens Mater». No menos conmovedora es la Encíclica dirigida poco después a todo el orbe cristiano, en la cual invi- taba paternalmente a todos los Orientales a la unidad de la fe, que el Papa confiaba alcanzar por la intervención maternal de María. No siendo posible transcribir toda la Encíclica, reproduciremos solamente las expresiones más significativas: ((Eximiae in nos caritatis Christi mysterium ex eo quoque luculenter proditur, quod moriens Matrem ille suam lohanni discípulo ma- pontificios. Escribe León XIII: «universitatem humani generis, in lohanne autem, quod perpetuo sensit Ecclesia, designavit Christus personara humani generis, eorum in primis, qui sibi ex fide adhaerescerent. In qua sententia sanctus Anselmus Cantuariensis: Quid, inquit, potest dignius aestiinari, quam ut tu. Virgo, sis Mater eorum, quorum Christus dignatur esse pater et jrater?... Verissime quidem Mater Ecclesiae... Ecquid non impenderé ipsa velit bonitatis providentiaeque,. . . ut unitatis bonum perficiat in chri- stiana familia, quae suae maternitatis insignis est fructus? Auspiciumque rei non longius eventurae ea videtur confirmari opinione et fiducia quae in animis piorum calescit: Mariam nimirum felix vinculum fore, cuius firma lenique vi, eorum omnium, quotquot ubique sunt, qui diligunt Christum, unus fratrum populus fiat» (5 sept. 1895). Por fin, en 1897, sintiéndose ya próximo a la muerte, el inmortal Pontífice quiso dejar como testamento a la Iglesia el testamento mismo de Jesús moribundo, con estas sentidas palabras: «Cum supremo vitae suae publicae tempore novum conderet Testa- mentum, divino sanguine obsignatum, eandem [Virginem lesos] dilecto Apostólo commisit verbis illis dulcissimis: Ecce Mater fuá. Nos igitur, qui, licet indigni, vices ac personara geriraus in terris lesu Christi Filii Dei, tantae Matris persequi laudes numquam desistemus, dum hac lucis usura fruemur. Quam quia sentimus haud futuram Nobis, ingravescente aetate, diuturnam, faceré non possumus quin oranibus et singulis in Christo filüs nostris Ipsius cruce pendentis extrema verba, quasi testamento relicta, ite- remus: Ecce Mater tua. Ac praclare quidem Nobiscum actura esse cense- biraus, si id nostrae coraraendationes effecerint, ut unusquisque fidelis Mariali cultu nihil habeat antiquius, nihil carias, liceatque de singulis usurpare verba lohannis, quae de se scripsit: Accepit eam discipulus in sua» (12 sept. 1897). El conjunto de todas estas declaraciones y recomenda- ciones, por su constante repetición, por el tono de seguridad, por las cir- cunstancias que las acompañan, si no equivale a una formal definición dogmática, no dista mucho de ella. Para terminar, no podemos menos de señalar un rasgo singularmente amable que en la maternidad de la Virgen

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Dolorosa nos descubre el gran Pontífice, y es ser esta maternidad un don regaladísimo de Cristo y una inefable delicadeza de su Corazón. Dice el Papa: «Id... si debemus Christo quod nobiscum ius sibi proprium quo- dammodo communicaverit, Deura vocandi et habendi Patrem, eidem simi- liter debemus communicatum amantissime ius Mariam vocandi et ha- bendi Matrera» (8 sept. 1892). Y en la Oración por los ingleses dice así, dirigiéndose a María: «Per te datus est Christus Salvator mundi, in quo spes nostra consisteret: ab Ipso autem tu data es nobis, per quani spes eadem augeretur».

Benedicto XV, recogiendo la herencia de León XIII escribía: «Liquet Item Virginem Perdolentem, utpote quae, a lesu Christo universorum homi- num Mater constituta, eos tamquam infinitae caritatis testamento sibi re- lictos acceperit, officiumque tuendae spirituaüs eorum vitae materna bonitate expleat, faceré non posse quin carissimis ex adoptione filiis eo temporis momento studiosius opituletur, quo de eorum salute ac sanctitate agitur in sempiternum aevum confirmanda» (22 mar. 1918).

Pío XI, en quien reaparece toda la grandeza pontifical de León XIII, proclama y enaltece la maternidad de la Virgen Dolorosa con no menor encarecimiento que su gran predecesor. Su primer testimonio está en rela- ción con el de Benedicto XV, que acabamos de citar. Escribe así Pío XI : «Ñeque enim is mortem oppetat sempiternam, cui beatissima Virgo... ad- fuerit. Quae Doctorum sententia... ea potissimum causa innititur, quod Virgo Perdolens redemptionis opus cum lesu Christo participavit, et, consti- tuta hominum Mater, eos, sibi veluti testamento divinae caritatis commen- datos, amplexa sit filios amantissimeque tueatur» (2 febr. 1923). Dos años más tarde repetía: «Quae in beatissimae Virginis honorem institutae sunt festorimi celebritates, effecere illae quidem, ut populas christianus... Ma- trera sibi a Rederaptore quasi testaraento relictam amaret ardentius» (11 dic. 1925). AI año siguiente añadía: «Maria,... cura homines universos in Calvaría habuerit materno animo suo commendatos, non minus eos fovet ac diligit, qui se fuisse a Christo lesu redemptos ignorant, quam qui ipsius redemptionis beneficiis fruuntur feliciter» (28 febr. 1926). «...II pensiero di Maria... di quella tenerezza che attinse il paterno Cuore di Gesü nel momento piü solenne e divinamente trágico, nel quale fu lasciata a noi, come in testamento suprerao d'amore...» (Osserv. Rom., 10 may. 1926). Más brevemente, años después, escribiendo al Cardenal Vicario, con ocasión del centenario del Concilio de Efeso: «Cum enim omnes homines filii sint, moriente lesu testante, Deiparae Virginis, eos omnes etiam decet de ipsius laudibus laetari» (AAS 1931, 10-12). Pero cuando llega el Centenario de

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la Redención, apenas habla el Pontífice sin recordar la maternidad espiritual <Je María al pie de la cruz. He aquí, los testimonios que hemos recogido: «María Virgo, sub cruce Nati, omnium hominum Mater constituta pie sollemniterque recolitur» (16 jul. 1933). «11 XIX Centenario della Reden- zione... é... il Centenario della Maternitá universale di Maria, proclamata ufficialmente dal Divino Re sul suo trono, la Croce» (Osserv. Rom., 20 ag. 1933). «Non deve passare giorno senza il ricordo della Madre celeste, che ci é stata affidata sotto la croce» (Ib. 1 nov. 1933). «E proprio sotto lai croce, negli ultimi momenti della sua vita, il Redentore la proclamava Madre nostra e Madre universale: Ecce filius tuus, diceva a S. Giovanni, ■che rappresentava noi tutti; nello stesso Apostólo eravamo ancora noi tutti a raccogliere le altre parole: Ecce Mater tua. Quei buoni fedeli dunque •erano venuti a celebrare con il Santo Padre il XIX Centenario non solo della Redenzione, ma anche della Maternitá universale di Maria, proclamata ufficialmente e solennemente con le parole stesse del Figlio di Dio nel mo- mento particolarmente solenne della sua morte» (Ib. 1 dic. 1933). «Essi ■erano venuti a celebrare presso il Vicario di Cristo il XIX Centenario della divina Redenzione, ma anche il XIX Centenario di Maria, il Centenario <iella Sua Corredenzione, della Sua universale Maternitá (Ib. 25 marz. 1934). «Uno del frutti piü preziosi della Redenzione é la Maternitá universale di Maria. E non si sarebbe potuto celebrare il centenario della Redenzione, senza ricordare che dalla sua Croce, mentre piü acute e terribili erano le Sue sofferenze di morte, il Salvatore diede a noi tutti la stessa Madre Sua per Madre nostra: Ecco il tuo figlio; Ecco la tua Madre. É il Divin Reden- tore che ci ha dato Maria in Madre nostra universale; e questo é l'intimo nesso che passa tra la Redenzione e la Maternitá umana di Maria» (Ib. 5 abr. 1934). Finalmente, en la clausura del Año Santo de la Redención decía el Pontífice: «... La Vergine Madre di Dio, alia quale, mentre stava ai piedi della Croce, nel piíi profondo dolore, l'Unigenito suo affido la fa- miglia umana come ad amorossima Madre» (Ib. 29 abr. 1935). Y en el mensaje radiado añadía: «O Mater pietatis et misericordiae,... conserva in nobis, quaesumus, atque adauge in dies pretiosos Redemptionis et tuae Compassionis fructus,... quae omnium es Mater» (Ib.).

La conclusión que sacábamos de solos los testimonios de León XIII, queda notablemente corroborada con los testimonios de los demás Pontí- fices, de todos los cuales hay que concluir que la verdad de la maternidad •espiritual y universal de María es, por lo menos, doctrina católica.

Pero de las enseñanzas pontificias no sólo se colige la verdad sustancial, sino también otras propiedades o modalidades de la maternidad espiritual.

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La primera es su universalidad. Los textos pontificios son en este sentido categóricos y decisivos. María es Madre de todos los cristianos y de todos los hombres. Dice, por ejemplo, León XIII: «universitatem humani generis... curandam ei fovendamque commisit»; pero añade en otro lugar: «eorum in primis, qui sibi ex fide adhae- rescerent».

No es tan constante y uniforme la manera como los Romanos Pontífices nos presentan la naturaleza de esta maternidad. Para expresarla emplean gran variedad de fórmulas: dicen que Cristo nos dió, dejó, asignó, legó a María como Madre, o, vice-versa, que nos confió o encomendó a ella, o bien que ella nos recibió o aceptó como hijos; además Benedicto XV la llama «adopción», y León XIII generación. Sobre esto, Benedicto XV y Pío XI dicen que María fué «constituida^ Madre de los hombres; Pío XI, que fué «oficial y solemnemente proclamada» Madre nuestra. Para conci- liar y harmonizar todas estas expresiones, hay que presuponer dos cosas: primera, que María por la encarnación ya era de algún modo Madre da los hombres «en Cristo Jesús»; segunda, que con la Corredención dolorosa completaba la maternidad iniciada en la encarnación, algo así como el parto completa la concepción. Pero esta maternidad, basada en la unión mística de los hombres con Cristo, era misteriosa y secreta: convenía, por tanto, exteriorizarla o sensibilizarla. Esto hicieron las palabras del Redentor mo- ribundo; que, ratificando la maternidad mística, al mismo tiempo la pro- clamaron oficial y solemnemente y vincularon a ella el ejercicio de los oficios maternales de María para con los hombres. Así entendida, esta maternidad puede llamarse generación o, más concretamente, parto espiri- tual de la humanidad regenerada «en Cristo Jesús» ; y puede también, por parte de María, llamarse adopción, aunque en sentido menos propio, por cuanto María tomaba sobre el desempeño de los oficios maternales. Puede también llamarse promulgación de la maternidad, como es claro, y, al mismo tiempo, institución o creación de esta maternidad, no sólo por cuanto se le da carácter sensible y oficial, sino también por cuanto Cristo, aceptando la cooperación de María a la obra de la redención, le daba eficacia para que pudiera ser generación espiritual.

Esta conexión entre la Corredención y la maternidad espiritual, o, lo que es lo mismo, esta virtud generativa de la Corredención, que anterior- mente hemos establecido por principios internos, la insinúa también León XIII, al decir que María, «tacta in nos caritate immensa ut susciperet filios, Filium ipsa suum ultro obtulit iustitiae divinae» : la actuación de Corredentora es título y principio de la maternidad. Y esta es otra pro-

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piedad o modalidad de la maternidad espiritual: que es maternidad dolo- rosa, maternidad de lágrimas y de sangre.

Otra propiedad de la maternidad espiritual es su carácter activo y, por así decir, laborioso, por cuanto al aceptarla, María contrae el compromiso de atender a la crianza y educación espiritual de los hombres. Estos oficios maternales no son en la realidad otra cosa que la intercesión actual de María y la dispensación de las gracias. Esta conexión entre la maternidad espiritual y la intercesión y dispensación se halla frecuentemente expresada y declarada en los documentos pontificios. De todo lo cual resulta que la maternidad espiritual, si, por una parte, se basa y radica en la Correden- ción, por otra, es la base y raíz de la actual intercesión y dispensación: conexión importantísima, para apreciar las íntimas relaciones de las ver- dades fundamentales de la Soteriología Mariana.

Queda por resolver un problema importante para entender debidamente la maternidad espiritual del Calvario y los testimonios pontificios referentes a ella. Con las palabras: «Ecce filius tuus», «Ecce Mater tua», declaró el Redentor la maternidad espiritual de María. Pero ¿en qué sentido? ¿lite- ral? ¿típico? Oigamos lo que sobre esto dicen o sugieren los testimonios pontificios. Escribe León XIII: «universitatem humani generis, in lohanne discípulo, curandam ei fovendamque commisit» ; y más claramente en otro lugar: «Moriens Matrem ille suam lohanni discípulo matrem voluit re- lictam... In lohanne autem, quod perpetuo sensit Ecclesia, designavit Chri- stus personam humani generis»; lo mismo dice Pío XI: «II Redentore la proclamava Madre nostra e Madre universale: Ecce filius tuus, diceva a S. Giovanni, che rappresentava noi tutti; nello stesso Apostólo eravamo ancora noi tutti a raccogliere le altre parole: Ecce Mater tuay>. Según esto las palabras del Redentor se refieren a nosotros, no directamente, sino en cuanto estábamos representados en San Juan. Parece, por tanto, que las palabras del Redentor expresan la maternidad espiritual respecto de nos- otros, no en sentido literal, sino en sentido típico. Pero contra semejante interpretación militan dos dificultades no despreciables: primera, que, según una opinión probable, en el Nuevo Testamento no existen tipos pro- piamente dichos; segunda, que Juan, primogénito entre los hijos espiri- tuales de María no puede ser propiamente tipo, ya que el tipo suele ser de orden o categoría inferior al antitipo o cosa representada. La dificultad' desaparece, y todo se explica razonablemente, si se entienden las palabras( del Redentor conforma a la «teoría Antioquena» ; es decir, si se admite que con estas palabras expresaba el Redentor dos maternidades diferentes: una, más humana o familiar, de orden inferior, y otra más excelsa y sobre-

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natural, de orden superior, representada o figurada en la primera; y que Juan, consiguientemente, era investido con doble filiación: una, más fa- miliar, que sólo a él pertenecía, y otra, más elevada, que él recibía en repre- sentación de toda la humanidad. Ambas significaciones pretendía el Re- dentor dar a sus palabras, si bien la segunda a través de la primera y ert cuanto estaba representada en ella. Semejante sentido, que tiene algo de literal y algo de típico, no es propiamente ni típico ni literal, en el sentido que suele darse ordinariamente a estos términos. Y semejante harmoni- zación coordinada o subordinada de sentidos es la característica de la llamada «teoría Antioquena» ; que creemos nos da la clave para la solución del problema propuesto.

III. Intercesión actual

En la intercesión actual o celeste, tomada la palabra ((intercesión» en et sentido etimológico de ((intervención», hay que distinguir dos aspectos o actos diferentes: la oración y la acción. Por la oración, María obtiene de Dios las gracias; con la acción, las dispensa, distribuye o administra. Este doble aspecto de la intercesión lo enseña Pío XI con estas precisas palabras: <(Dio da le grazie, María le ottiene e le distribuisce» (Osserv. Rom., 16-17 ag. 1933).

1. Oración celeste de María

Las enseñanzas de los Romanos Pontífices sobre la oración o depreca- ción de María en los cielos ponen de relieve tres propiedades principales: a) su dignidad o valor singular; 6) su alcance o amplitud universal; c) sul tendencia o determinación individual; es decir, que la intercesión actual de María es omnipotente, o, como se ha dicho, es la omnipotencia suplicante; que abarca todas las gracias, sin que una sola se conceda, que no sea por? la intercesión de María; que esta universalidad no es global, sino distinta y, por así decir, singular o individual. Y, como son tantos los testimonios pontificios, referentes a estos puntos, nos ceñiremos a unos pocos, más signi- ficativos y claros.

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A. Valor singular de la intercesión Mariana

Ya San Gregorio II, refutando las calumnias de León Isáurico, escribía: «Dicis nos lapides et parietes ac tabellas adorare. Non ita est, ut dicis, im- perator... Non enim spem in illis habemus. Ac, siquidem imago sit Domini, dicimus: Domine lesu Christe, Füi Dei, succurre, et salva nos. Sin autem sanctae Matris eius, dicimus: Sancta Dei Genitrix, Domini Mater, intercede apud Füium tuum, verum Deum nostrum, ut salvas faciat animas nostras» (Bull. Rom., t. I, 1, pág. 221).

Inocencio III dice de María: «Haec est Mater pulcrae dilectionis et » sanctae spei, quae pro miseris orat, pro afflictis supplicat, pro peccatoribus intercedit» (ML 217, 578).

Bonifacio IX: «Haec est enim illa, quae... pro christiano populo ut Advócala strenua et exoratrix pervigil ad Regem, quem genuit, intercedit» (V id. nov. 1390). Idénticas o parecidas expresiones repiten Sixto IV (28 febr. 1476), León X (prid. non. act. 1520), Sixto V (30 en. 1586).

Pío VIII, comparando la intercesión de la Madre con la del Hijo, dice que «sicut ille ad Patrem, ita haec apud Filium interpellaret pro nobis» (30 marz. 1830).

Esta comparación repite con las mismas palabras Gregorio XVI (18 may. 1832). Y años más tarde añadía: «Numquam autem desinite ipsam clementissimara gratiae et misericordiae Matrem suppliciter exorare, ut potentissimo suo apud Filium patrocinio infirmitatem nostram... adiuvet atque sustentet» (23 abr. 1845; 7 may. 1845). Y, refiriéndose al patro- cinio de María sobre Roma, escribía: «Romanos praesertim cives... inflam- mare numquam cessavimus, ut... certissimam benignissimae Deiparae Vir- ginis tutelam postulare atque exposcere studerent, quo ipsa validis suis apud Deum precibus maximisque suffragantibus meritis... suam hanc dilectam Urbem benigna fortunare vellet... Naque vota irrita cessere. Respexit enim beatissima Virgo ad Nostras et populi Romani preces,... atque omnium ora- tiones postulationesque suis ipsa manibus offerens Deo super altare aureum, effecit ut clementissimus Dominus contritorum cordium holocausta in odorem suavitatis acciperet» (15 ag. 1838).

De Pío IX podríamos aducir innumerables testimonios. Ya en su primera Encíclica escribía a todos los fieles: «Ut autem clementissimus Deus facilius inclinet aurem suam in preces nostras, et nostris annuat votis, deprecatricem apud ipsum semper adhibeamus sanctissimam Dei Genitricem Immaculatam Virginem Mariam, quae nostrum omnium dul-

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cissima Mater, Mediatrix, Advócala et spes fidissima ac máxima fiducia est, cuius patrocinio nihil apud Deum validius, nihil praesentius» (9 nov. 1846). Tres años más tarde añadía: «Invocemus etiam sanctissimam Dei Genitricem Immaculatam Virginem Mariam, quae praevalido apud Deum patrocinio suo quod quaerit invenit, et frustari non potest» (8 dic. 1849). Dejados otros muchos testimonios, sirvan de conclusión estas memorables palabras del inmortal Pontífice: «Hanc [gratiam] per Immaculatam praesertim Virginem quaeramus, cuius preces apud Filium imperii cuiusdam rationem habent» (25 jul. 1875).

¿Y qué diremos de León XIII? Cuyas maravillosas Encíclicas Ma- riales principalmente nos brindan a manos llenas magníficos testimonios. María, decía, «tanta apud Filium gratia et potestate valet, ut maiorem nec humana nec angélica natura assecuta sit umquam aut assequi possit» (1 sept. 1883). Pero más significativas que todas sus enseñanzas son estas declaraciones, íntimas y personales, del gran Pontífice: «Magnae Dei Matris amorem et cultum, quotiens ex occasione liceat excitare in christiano populo et augere, totiens Nos mirifica voluptate et laetitia perfundimur, tamquam de ea re, quae, non solum per se ipsa praestantissima est multisque modis frugífera, sed etiam cum intimo animi Nostri sensu suavissime concinit. Sancta nimirum erga Mariam pietas, semel ut paene cum lacte suximus, crescente aetate, succrevit alacris valuitque in animo firmius: eo namque illustrius mentí apparebat quanto illa esset et amore et honore digna, quam Deus ipse amavit et dilexit primus, atque ita dilexit, ut unam ex universitate rerum sublimius evectam amplissimisque ornatam muneribus sibi adiunxerit Matrem. Eius autem bonitatis in Nos beneficientiaeque complura et splen- dida testimonia, quae summa cum gratia nec sine lacrimis recordamur, eandem in Nobis pietatem et foverunt amplius et vehementer incendunt. Per multa enim et varia et formidolosa quae inciderunt témpora, semper ad eam confugimus, semper ad eam intentis oculis cupidisque suspeximus; omnique spe et metu, laetitia et acerbitatibus, in sinu eius repositis, hae3 fuit assidua cura, orandi ab ea, Nobis vellet benigna in modum Matris per omne tempus adesse et illud impetrare eximium, posse Nos ei vicissim dedi- tissimam filii voluntatem probare. Ubi deinde arcano Providentis Dei con- silio est factum, ut ad hanc Beati Petri Cathedram, ad ipsam videlicet Christi personara in eius Ecclesia gerendam, assumeremur, tum vero ingentis muneris gravitate commoti, nec ulla sustentati fiducia virtutis Nostrae, subsi- dia divinae opis, in materna Virginis beatissimae fide, impensiore studio flagitare contendimus. Spes autem Nostra, gestit animus profiteri, cum in omni vita, tum máxime in supremo Apostolatu fungendo, eventu rerum

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numquam non habuit fructum vel levamentum. Ex quo spes eadem Nobis multo nunc surgit erectior ad plura maioraque, auspice illa et conciliatrice, expetenda, quae pariter saluti christiani gregis atque Ecclesiae gloriae feli- cibus incrementis proficiant» (8 sept. 1892).

También Pío X abunda en semejantes testimonios, más fáciles de reco- ger que de escoger. Bastarán unos pocos ejemplos para muestra. <(Expe- riendo quippe novimus eiusmodi precem, quae caritate funditur, et Virginis sanctae imploratione fulcitur, irritam fuisse numquam» (2 febr. 1904). «Divinae Matris apud Christum patrocinio confisi semper sumus» (17 jun. 1908). «Ipsa clemens et pia nostras Filio porrigit preces, quibus ad eam cottidie clamamus: lesum, benedictum fructum ventris tui, nobis post hoc exüium ostende. Pergat caeli Regina et advocata nostra Maria materno nobiscum muñere fungi» (Serm. «Conspectus vester», IV nov. 1910).

Benedicto XV hablaba así a los Emmos. Cardenales: «Faveat commu- nibus Ecclesiae votis adiutrix christianorum sanctissima Deipara, et sui patrocinii suffragio impetret a Filio, ut... pax Christi revisat orbem terra- rum» (22 en. 1915).

Por fin, Pío XI decía: «Se la grazia é di Dio, é pero data per Maria, che é la nostra Avvocata e Mediatrice» (Osserv. Rom., 16-17 ag. 1933). Y María cumple este oficio de Abogada, porque es «bontá suprema, che é misericordia per tutte le miserie nostre» (Osserv. Rom., 10 may. 1926).

B. Universalidad de la intercesión Mariana

Que la intercesión de María sea universal, es decir, que comprenda todas las gracias, o que Dios no conceda gracia alguna que no esté recomen- dada por la intercesión de María, se afirma implícitamente en varios de los testimonios aducidos últimamente; pero, pues existen testimonios más claros y explícitos, y la importancia de la materia los reclama, presentaremos algunos de los que tenemos recogidos.

Paulo V escribe: «Dum praecelsa meritorum insignia, quibus ipsa Virgo Dei Genitrix gloriosa... quasi stella matutina refulget, Nos pia considera- tionis indagine perscrutamur ; dum etiam intra pectoris arcana revolvimus, quod ipsa, uti Mater misericordiae, pro christiano populo sedula exoratrix et pervigil ad Regem quem genuit intercedit, quodque eandem sacratis- simam Virginem in ómnibus rerum difficultatibus ac operibus nostris semper invenimus adiutricem, ac innúmera quae largitor altissimus nobis contulit beneficia piis illius precibus credimus accepisse: ... debitum arbitramur, ut,

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sicuti Redemptor noster el Deus ipsam sacratissimam Virginem sublimavit in caelis, ita eaiti nos, quantum possumus, honoremus in terris» (V kal. nov. 1615). Semejantes fórmulas repiten Urbano VIII (VI id. may. 1625), Clemente IX 31 oct. 1667), Clemente XI (6 dic. 1708), Benedicto XIV (V kal. oct. 1748) y Clemente XIII (XVI kal. febr. 1761).

Más significativas son las palabras de Pío VII: «Tanto studio tantaque caritate beatissima Virgo Maria nobis ómnibus divinam opem obtinere gestit, ut, quemadmodum per ipsam Deus descendit in terram, ita etiam per ipsara homines adscendant in caelum. Quoniam vero mortalium iniquitas divinam indignationem in se quam saepissime concitat, eadem Deipara est arcus foe- deris sempiterni, ut non interficiatur omnis caro. Reliquorum namque caelestium incolarum preces divinae benignitati dumtaxat, Mariae vero preces materno etiam cuidam iuri innituntur. Quare ad divini Filii sui thronum ipsa accedens. Advócala petit, ancilla orat, Mater imperat» (19 febr. 1805).

De Pío IX, omitidos otros muchos testimonos, baste citar estas solemnes declaraciones de la Bula dogmática «Ineffabilis Deus»: «Certissima vero spe et omni prorsus fiducia nitimur fore ut ipsa beatissima Virgo, quae tota pulcra et Immaculata venenosum crudelissimi serpentis caput contrivit, et salutem attulit mundo,... quaeque tutissimum cunctorum periclitantium perfugium et fidissima auxiliatrix, ac totius terrarum orbis potentissima apud Unigenitum Filium suum Mediatrix et Conciliatrix, ac praeclarissi- mum Ecclesiae sanctae decus et ornamentum firmissimumque praesidium cunetas semper interemit haereses, et fideles populos gentesque a maximis omnis generis calamitatibus eripuit, ac Nos ipsos a tot ingruentibus peri- culis liberavit: velit validissimo suo patrocinio efficere ut sancta Mater catholica Ecclesia, cunctis amotis difficultatibus,... ubique locorum cottidie magis vigeat,... ac libértate fruatur, ut reí veniam, aegri medelam, pusilli corde robur, afflicti consolationem, periclitantes adiutorium obtineant, et omnes errantes, discussa mentís calígine, ad veritatís et iustitiae semitanl redeant, et fiat unum ovile et unus Pastor. Audíant haec Nostra verba omnes Nobis carissimí catholicae Ecclesiae filii, et ardentiorí usque píetatis, religionis et amoris studio pergant colere, invocare, exorare beatissimara Dei Genitricem Virginem Mariam sine labe originali conceptam, atque ad hanc dulcíssímam mísericordiae et gratíae Matrem in ómnibus perículis, angustiis, necessitatibus relmsque dubiis ac trepidis cum omni fiducia con- fugiant. Níhil enim tinu'.ii<lum níhílque desperandum, Ipsa duce, Ipsa auspice, Ipsa propitia, Ipsa protegente, quae maternum sane in nos gerens animum, nostraeque salutis negotia tractans, de universo humano genere

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est sollicita, et caeli terraeque Regina a Domino constituta, ac super omnes angelorum choros Sanctorumque ordines exáltala, adstans a dextris Uni- geniti Filii sui Domini nostri lesu Christi, maternis suis precibus validissime impetrat, et quod quaerit invenit, ac frustrari non potest» (8 dic. 1854).

De León XIII bastará citar un solo testimonio, que equivale a muchos. Hablando del Santo Rosario, escribe: «Quod Mariae praesidium orando quaerimus, hoc sane, tamquam in fundamento, in muñere nititur concilian- dae nobis divinae gratiae, quo ipsa continenter fungitur apud Deum, digni- tate et meritis acceptissima, longeque Caelitibus sanctis ómnibus potentia antecellens. . . Eodem spectat, apte concinens cum mysteriis, precatio vocalis. Antecedit, ut aequum est, dominica oratio ad Patrem caelestem: quo exi- miis postulationibus invocato, a solio maiestatis eius vox supplex convertitur ad Mariam, non alia nimirum nisi hac de qua dicimus conciliationis et deprecationis lege, a Sancto Bernardino Senensi in hanc sententiam ex- pressa: Omnis gratia quae huic saecido communicatur, triplicem habet pro- cessum: nam a Deo in Christum, a Christo in Virginem, a Virgine in nos ordinatissime dispensatur . . . Sic vero eandem salutationem totiens effun- dimus ad Mariam, ut manca et debilis precatio nostra necessaria fiducia sustentetur; eam flagitantes ut Deum pro nobis, nostro velut nomine, exoret. Nostris quippe vocibus magna apud illum et gratia et vis accesserit, si pre»- cibus Virginis commendetur. . . Eam salutamus, quae gratiam apud Deum invenit, singulariter ab illo plenam gratia, cuius copia ad universos efílueret» (8 sept. 1894).

Pío X plasmó en expresiones concisas, que semejan fórmulas escolásti- cas, la doctrina de sus antecesores. María, dice, es «faciendae pacis Deurai Ínter et homines quasi arbitra» (2 febr. 1904); y con mayor precisión to- davía: «est caelestium omnium beneficiorum deprecatrix» (XIII kal. jun. 1909).

Según Benedicto XV María ha sido «gratiarum pro hominibus sequestra divinitus constituta» (12 jun. 1917). Y el mismo Pontífice enaltecía la benignísima potencia de la Madre de Dios «gratiarum apud Deum seques- tris» (3 en. 1919). Y, teiítiinada la espantosa guerra europea, escribía: «De omni hac beneficiorum copia Virgini beatissimae, cuius apud Deum patrocinio sunt tribuenda, ingentes gratias persolvere officium est» (20 en. 1919).

Pío XI llama repetidas veces a María «gratiarum omnium apud Deum sequestra» (2 marz. 1922), «charisiaatum omnium apud Deum sequestram» (1 febr. 1924), «...validissimg patrocinio Virginis Deiparae, omnium gratia- rum Mediatricis, interposito...» (3 may. 1932).

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C. Determinación particular de la intercesión de María

La universalidad de la intercesión Mariana no es genérica, global o colectiva, sino distinta y, por así decir, distributiva; es decir, no se refiera a la colectividad humana o a la colección de las gracias confusa o general- mente, sino que, previo el conocimiento individual de los hombres y de las gracias, mira a cada uno de los hombres y a cada una de las gracias. Seme- jante particularidad o individualidad de la intercesión Mariana en cuanto a su objeto la expone maravillosamente, como suele, el gran Pontífice León XIII. En 1892 escribía: «Quarido autem natura ipsa nomen matris fecit dulcissimum, in eaque exemplar quasi statuit amoris teneri et provi- dentis, lingua quidem haud satis eloqui potest, at probé sentiunt piorum animi, quanta in María insideat benevolentis actuosaeque caritatis flamma, in ea nimirum, quae nobis, non humanitus, sed a Christo est Mater. Atque multo illa magis nostra omnia habet cognita et perspecta: quibus ad vitara indigeamus praesidiis, quae impendeant publice privatim pericula, quibus in angustiis in malis versemur, quam in primis sit acris cum acerrimis hosti- bus de salute animae dimicatio: in his autem aliisque asperitatibus vitae, multo ipsa potest largius, et vehementius exoptat, solacium, robur, auxilia omne genus carissimis filiis afierre. . . . Illa, quae, tametsi nuUam in se pas- sa, debilitatem naturae vitiositatemque pemoscit, quaeque matrum omnium est óptima et studiosissima, quam nobis opportune prolixeque subveniet, quanta et caritate reficiet et virtute firmabit! (8 sept. 1892). Cinco años más tarde añadía: «lam quis omnium, quotquot beatorum incolunt sedes, audeat cum augusta Dei Matre in certamen demerendae gratiae venire? Ecquis in Verbo aeterno clarius intueatur, quibus angustiis premamur, quibus rebus indigeamus? Cui maius arbitrium permissum est permovendi Numinis? Quis maternis pietatis sensibus aequari cum ipsa queat?... Tanta enim Mariae est magnitudo, tanta qua apud Deum poUet gratia, ut qui, opis egens, non ad illam confugiat, is optet nullo alarum remigio volare» (12 sept. 1897). Estas últimas palabras tomadas del Dante, las reproducía muchos años después Pío XI: «Con il grande poeta, interprete della cris- tianitá attraverso tutti i tempi, si puó perció diré di María

che qual vuol grazia e a Te non ricorre

sua disianza vuol volar sens'alh) (15 ag. 1933).

El mismo Pío XI, glosando la advocación española de Nuestra Señora de los Ojos grandes, decía a los Congregantes Marianos de Roma: «E ma-

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gnifico questo pensiero, che la dipinge con gli occhi grandi, come il Cuera che Dio le ha dato, per amare e per soccorrere, grandi come la sua onnipo- tenza materna, la piü vicina rassomiglianza all'occhio stesso di Dio. Sonó occhi aperti sopra di noi, che ci seguono dappertutto, come ci segué il suo Cuore; e i Congregati di Maria, buoni figlioli come sonó, e come vogliono essere, stanno sempre negli occhi e sotto gli occhi di Maria, oggetto di sua particolarissima attenzione» (Osserv. Rom., 10 may. 1926).

A esta amorosa vigilancia de María sobre nosotros ¡ojalá respondiése- mos nosotros realizando aquel ideal de León XIII: «Quam praeclarum et quanti erit, in urbibus, in pagis, in villis, quacumque patet catholicus orbis, multa piorum centena milia, sociatis laudibus foederatisque precibus, una mente et voce, singulis horis, Mariam consalutare, Mariam implorare, Per Mariam sperare omnia!» (22 sept. 1891).

2. Dispensación de las gracias

La dispensación de las gracias es el gobierno regio a la vez y maternal de María en el reino de Dios y en la casa y familia de Dios, y tiene por objeto la ejecución de las disposiciones de Dios, recabadas o alcanzadas por la previa intercesión.

Son innumerables los testimonios pontificios referentes a esta actuación benéfica de María: unos, que hablan de la dispensación, administración o distribución de las gracias; otros, que enaltecen el patrocinio, auxilio, so- corro o protección de María; otros, finalmente, que ensalzan la plenitud desbordante de María, que derrama gracia y bendición sobre los hombres. Bastarán, como muestra, unos pocos ejemplos de cada serie.

A. Administración de las gracias

Pío VII llama a María «amantissimam Parentem nostram ac gratiarum omnium dispensatricem» (24 en. 1806). Se relaciona en este texto la dispensación, cuya universalidad se afirma, con la maternidad espi- ritual.

Más rico y complejo es este testimonio de León XIII: María, dice, «pacis nostrae apud Deum sequestra et caelestium administra gratiarum, in celsissimo potestatis est gloriaeque fastigio in caelis coUocata, ut hominibus, ad sempiternam illam civitatem per tot labores et pericula contendentibus,

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patrocinii sui subsidium impertiat» (1 sept. 1883). Más expresivo es este otro testimonio: «Ad haec vero dici vix potest quantum amplitudinis virtu- tisque tune accesserit, cum ad fastigium caelestis gloriae, quod dignitatem eius claritatemque meritorum decebat, est apud Filium assumpta. Nam inde, divino consilio, sic illa coepit advigilare Ecclesiae, sic nobis adesse et favere Mater, ut, quae sacramenti humanae redemptionis patrandi admi- nistra fuerat, eadem gratiae ex illo in omne tempus derivandae esset pariter administra, permissa ei paene immensa potestate» (5 sept. 1895). Omitien- do otras muchas observaciones, que sugiere este texto, sólo notaremos la conexión que en él se establece entre la dispensación y la corredención, aquella fundada en ésta.

De Pío X son estas frases lapidarias: María es «princeps largiendarum gratiarum ministra... Quae... thesauros promeritorum eius [Christi] mater- no veluti iurc administrad. . Atque adeo universorum munerum dispen- satrix» (2 febr. 1904). «E constituita dispensiera di tutte le grazie» (8 sept. 1903).

Benedicto XV escribía: «Quas e Redemptoris thesauro gratias omne genus percipimus, eae ipsius Perdolentis Virginis veluti e manibus ministran- tur» (22 marz. 1918). <(Tutte le grazie, che l'Autore d'ogni bene si degna compartiré ai poveri discendenti di Adamo, vengono, per amorevole consi- glio della sua divina Providenza, dispénsate per le maní della Vergine santis- sima,... che á Madre di misericordia ed onnipotente per grazia» (5 may. 1917). «...Ut is [Christus], quidquid gratiarum hominibus confert, illa semper administra et arbitra, conferat» (22 jun. 1921).

Para Pío XI María es «caelestium gratiarum administra» (15 ag. 1932), «dispensatrice dei divini favori» (Osserv. Rom., 20 marz. 1935), «super- narum administra gratiarum» (7 sept. 1937).

B. Patrocinio

Clemente IX llama a María «Patronam et Advocatam nostram» (21 oct. 1667). El mismo título le dan Clemente X (20 ag. 1671), Clemente XI (6 dic. 1708) y Benedicto XIII (26 sept. 1724).

Benedicto XIV escribe: «Catholica Ecclesia, Sancti Spiritus magisterio edocta, ad eius [Mariae] opem in publicis calamitatibus et perturbationi- bus,... veluti ad tutissimum salutis portum, confugere consuevit, eiusque po- tissimum virtute cunetas haereses in universo mundo exstinctas ac debellatas esse fatetur» (5 kal. oc. 1748).

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Pío VI: «Beata Virgo Maria nunc in caelis nos homines peculari modo modo protegit et fovet» (29 nov. 1777).

Y Pío VII: «Memoria saepe Nos repetentes innúmera beneficia in catho- licam Ecclesiam indesinenter coUata a B. V. Maria, quae cunetas haereses sola interemit in universo mundo, devotionem erga tantam tamque beneficam et amantissimam omnium fidelium Patronam confirmari atque in dies augeri vehementer optamus et studemus» (21 febr. 1809).

Pío VIII escribe: Praesentissimum sane patrocinium nemo unus, qui fiduciae plenus ad Mariam confugit, non expertus est» (30 marz. 1830).

Gregorio XVI, glosando las palabras de Pío VIII, añade: «Praesentissi- mum sane patrocinium nemo unus, qui ad Mariam confugit, ad hanc Arcam Testamenti, ad thronum hunc gratiae, adiit cum fiducia, haud expertus est» (18 may. 1832); «quam Patronam ac sospitem ínter máximas quasque cala- mitates persensimus» (XVIII kal. sept. 1832).

Pío IX decía: «Nihil certe nobis ómnibus potius esse debet, quam... agere gratias... sanctissimae Dei Genitrici Immaculatae Virgini Mariae, cuius potentissimo patrocinio salutem nostram acceptam referimus» (20 may. 1850).

León XIII enaltece tanto el patrocinio de María, que para evitar sinies- tras interpretaciones cree oportuno hacer esta declaración: «Tantum vero abest, ut hoc dignitati Numinis quodammodo adversetur, quasi suadere vi- deatur maiorem nobis in Mariae patrocinio fiduciam esse coUocatam quam in divina potentia, ut potius nihil Ipsum facilius permoveat propitiumque nobis efficiat» (12 sept. 1897).

Pío X escribía: «lam inde ab exordio rei christianae perpetuum Deipa- rae auxilium experta est Ecclesia... Cuius [Deiparae] hoc unum esse opus dixeris, de populo christiano curam agere: quod pluries desperatis in rebus apparuit» (12 jul. 1914).

Benedicto XV en su primera Encíclica encomendaba su pontificado al patrocinio de María con estas palabras: «Adsit nobis propitia Virgo beatis- sima, quae ipsum genuit Princ.ipem pacis; ac Nostrae humilitatem personae, pontificale ministerium Nostrum, Ecclesiam, atque adeo omnium animas hominum, divino Filii sui sanguine redemptas, in maternam suam fidem tutelamque recipiat» (1 nov. 1914).

Pío XI apellida a María «praesentissimam Patronam» (11 dic. 1925), «omnium victricem haeresum et Auxilium Christianorum» (6 en. 1928); y escribía al Card. Ilundain, Arzobispo de Sevilla: «Quis enim ignorat qua semper praesentissima ope Virgo divina christiano populo affuerit, premen- tibus undique difficultatibus omne genus, atque bellis in catholicum nomen.

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diris nimium, desaevienlibus? Quamobrem mirum non est si Ecclesia omnem suam spem, post Deum, in Virgine potenti nuUo non tempore coUo- cavit... Hac vero aetate nostra, unde rei christianae salus est exspectanda, nisi ab Ea, quam qui invenerit, inveniet vitam et hauriet salutem a Domino?)) (18 jul. 1929j. A los representantes de los Institutos y Obras Salesianaé decía hermosamente: «Diré María Ausiliatrice significa invocare el gran- dissimo aiuto su cui si puó contare; aiuto che non ha limitazioni nella sua potenza, perché viene da Maria Madre nostra, che nuUa desidera piü che poi^erci Taluto suo nelle opere che ci proponiamo per la gloria di Dio, per il bene delle anime» (Osserv. Rom., 5 abr. 1934).

C. Plenitud desbordante de gracia

Como fundamento de esta plenitud desbordante de María, oigamos lo que Pío IX, para citar un solo ejemplo, enseña sobre su plenitud interna o personal: «Illam íVirginem Deus] longe ante omnes angélicos spiritus cunctosque sanctos caelestium omnium charismatum copia de thesauro divi- nitatis deprompta ita mirifice cumulavit, ut Ipsa... eam innocentiae et sanctitatis plenitudinem prae se ferret, qua maior sub Deo nullatenus in- telligitur, et quam praeter Deum nemo assequi cogitando potest... Cum vero ipsi Patres Ecclesiaeque scriptores animo menteque reputaren!, bea- tissimam Virginem ab angelo Gabriele, sublimissimam Dei Matris digni- tatem ei nuntiante, ipsius Dei nomine et iussu gratiae plenam fuisse nuncu- patam, docuerent hac singular! soUemnique salutatione numquam alias audita ostendi, Deiparam fuisse omnium divinarum gratiarum sedera omni- busque divini Spiritus charismatibus exornatam, immo eorundem charis- matum infinitum prope thesaurum abyssumque inexhaustam, adeo ut num- quam maledicto obnoxia, et una cum Filio perpetuae benedictionis parti- ceps, ab Elisabelh divino acta Spiritu audire meruerit: Benedicta tu inter mulieres, et benedictus fruclus ventris tul... Sola tota facta domicilium universarum gratiarum Sanctissimi Spiritus, et quae, solo Deo excepto, exstitit cunctis superior» (8 dic. 1854).

De esta plenitud de María, proporcionalmente como de la plenitud de Cristo, puede decirse: «Et de plenitudine eius nos omnes accepimus» (loh. 1, 16). Así lo han enseñado los Romanos Pontífices.

San Pío V escribía: «... Quasi desint praeclarissima Inventricis gra- tiae merita, quae nec angélica quidem lingua satis digne referri possunt, et ex illo ubérrimo fonte p-uteoque aquarum viventium non possint salu-

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berrimas haurire aquas, quibus fidelis populus magna cum utilitate atque dulcedine reficeretur» (Prid. kal dec. 1570).

Benedicto XIV decía: «Ipsa est caelestis veluti rivus, per quam gra- tiarum omnium atque donorum fluenta in miserorum mortalium sinum deducuntur; ipsa est áurea caeli porta, per quam sempiternae beatitudinis réquiem aliquando intrare confidimus» (V kal. oct. 1748).

Y León XIII: «Hac spe erecti, Deum ipsum per Eam, in qua totius boni posuit plenitudinem,... enixe obsecramus, ut máxima quaeque vobis... caelestium bonorum muñera largiatur» (1 sept. 1883). Y más ampliamente nueve años más tarde: «Cum precando confugimus ad Mariam, ad Ma- trem misericoriae confugimus, ita in nos affectam, ut... de thesauro lar- giatur illius gratiae, qua inde ab initio donata est plena copia a Deo, digna ut eius Mater exsisteret. Hac scilicet gratiae copia, quae in multis Vir- ginis laudibus est praeclarissima, longe ipsa cunctis hominum et angelorum ordinibus antecedit, Christo una omnium próxima. Magnum enim est (inquit Angelicus) in quolihet sancto, guando habet tantum de gratia, quod sufficit ad salutem multorum: sed guando haberet tantum guod sufficeret ad salutem omnium hominum de mundo, hoc esset máximum: et hoc est in Christo et in Beata Virgine» (8 sept. 1892). Más concisamente, dos años después: «Eam salutamus... singulariter ab Illo plenam gratia, cuius copia ad universos proflueret» (8 sept. 1894). Por fin: «Ab ipsa enim, tamquam ubérrimo ductu, caelestium gratiarum haustus derivantur: eius in manibus sunt thesauri miserationum Domini: vult illam Deus bonorum omnium esse principiumy) (5 sept. 1898).

No son menos categóricas las expresiones de Pío X, quien, apropián- dose las dos imágenes clásicas del acueducto y del cuello, escribe: «Fons igitur Christus, et de plenitudine eius nos omnes accepimus... Maria vero, ut apte Bernardus notat, aquaeductus est; aut etiam collum, per quod cor- pus cum capite iungitur, itemque caput in corpus vim et virtutem exerit. Nam ipsa est collum Capitis nostri, per guod omnia spiritualia dona corpori eius mystico communicantur» (2 febr. 1904).

IV. Mediación universal

La manera particular como enfocamos la mediación universal, presen- tándola como categoría superior o más comprensiva, que se divide y con- creta en las tres modalidades o formalidades de la Corredención, la ma- ternidad espiritual y la intercesión celeste, aconseja que adoptemos un

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método apropiado en el estudio de los testimonios pontificios referentes a la mediación universal de María. Primero, pues, aduciremos los princi- pales testimonios de los Romanos Pontífices; luego, ensayaremos su inter- pretación teológica.

1. Testimonios pontificios

León XII, apropiándose las palabras de San Bernardo, escribe: «Opus est mediatore ad Mediatorem Christum, nec alter nobis utilior quam Ma- ria» (15 jun. 1824).

Con mucho mayor amplitud escribe Pío IX: «Ea potissimum spe nitimur fore ut beatissima Virgo, quae meritorum verticem supra omnes angelorum choros usque ad solium Deitatis erexit, atque antiqui serpentis caput virtutis pede contrivit, quaeque inter Christum et Ecclesiam consti- tuía, ac tota suavis et plena gratiarum christianum populum a maximis quibusque calamitatibus... semper eripuit,... tristissimas quoque ac luctuo- sissimas nostras vicissitudines acerbissimasque angustias, labores, neces- sitates, amplissimo quo solet materni sui animi miserans affectu, velit praesentissimo aeque ac potentissimo suo apud Deum patrocinio, et divinae iracundiae flagella... avertere, et turbulentissimas malorum procellas... com- pescere... Optime enim nostis... omnem fiduciae nostrae rationem in Sanctisoima Virgine esse coUocatam; quandoquidem Deus totius boni pie- nitudiiiem posiiit in Mario,, ut proinde si quid spei in nobis est, si quid gratiae, si quid salutis, ab Ea noverimus redundare..., quia sic est voluntan eius, qui totum nos habere voluit per Mariam» (2 febr. 1849).

De León XIII, aun escogiendo solamente lo principal, es fuerza citar varios testimonios, sin los cuales no podría apreciarse el relieve que al- canza en su Mariología la mediación universal. En 1891 escribía: «Ex quo non minus veré proprieque affirmare licet, nihil prorsus de permagno illo omnis gratiae thesauro, quem attulit Dominus,... nihil nobis nisi per Mariam, Deo sic vélente, impertiri: ut, quomodo ad summum Patrem, nisi per Filium, nemo potest accederé, ita fere, nisi per Matrem, accederé nemo possit ad Christum. Quantum in hoc Dei consilio et sapientiae et misericordiae elucet!» (22 sept. 1891). En 1894, después de citar las pala- bras de San Bernardino, anteriormente aducidas, añade: «Deus autem,... qui nobis talem Mediatricem benignissima miseratione providit, quique totum nos habere voluit per Mariam, eiusdem suffragio et gratia, faveat communibus votis, cumulet spes)^ (8 sept. 1894). La encíclica «Adiu- tricem populi» de 1895 habría de transcribirse poK entero. Sirvan de

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muestra estas expresiones: «Hinc rectissime delata ei in onini gente omnique ritu ampia praeconia, suffragio crescentia saeculorum: inter multa, ipsam Dominam nostram, Mediatricem nostmm, ipsam Reparatri- cem todus orbis, ipsam donorum Dei esse Conciliatricem. Et quoniam munerum divinorum, quibus homo supra naturae ordinem perficitur ad aeterna fundamentum et caput est fides, ad hanc ideo assequendam salu- tariterque excolendam iure extollitur arcana quaedam eius actio, quae Aiíctorem edidit fidei, quaeque ob fidem beata est salutata. Nemo est, o sanctissima, qui Dei cognitione repleatur, nisi per te; nemo est qui sal- vetur, nisi per te, o Deipara; nemo, qui donum ex misericordia conse- quatur, nisi per te» (5 sept. 1895). En 1896, utilizando las enseñanzas del Doctor Angélico, no sólo afirma el hecho de la mediación Mariana, sino que precisa su naturaleza, comparándola con la de Cristo: «Ecquis vero fiduciam, in praesidio et ope Virginis tantopere collocatam, putare velit et arguere nimiam? Certissime quidem perfecti Conciliatoris nomen et partes alii nulli conveniunt quam Christo, quippe qui unus, homo idem et Deus, humanum genus summo Patri in gratiam restituerit... At vero si nihil prohibet, ut docet Angelicus, aliquos alios secundum quid dici mediatores inter Deum et homines, prout scüicet cooperantur ad unionem hominis cum Deo dispositive et ministerialiter,... profecto eiusdem gloriae decus Virgine excelsae cumulatius convenit. Nemo etenim unus cogitari quidem potest, qui reconciliandis Deo hominibus parem atque illa operam vel umquam contulerit vel aliquando sit collaturus... Ipsa est de qua natus est lesus, vera scilicet eius Mater, ob eamque causam digna et perac- cepta ad Mediatorem Mediatrix» (20 sept. 1896). Por fin, en 1901 supli- caba el anciano Pontífice, que «potentissima Virgo Mater, quae olim cooperata est caritate ut fideles in Ecclesia nascerentur, sit etiam nunc nostrae salutis media et sequestra: frangat, obtruncet multíplices impiae hydrae cervices» (8 sept. 1901). La expresión «salutis» o «gratiae se- questra» se halla también repetidas veces en los siguientes Pontífices.

Pío X apellida a María «gratiarum omnium sequestram» (27 ag. 1910). Y da la razón de semejante título: «Per ipsam enim, quae est speculum iustitiae et sedes sapientiae, omnia nos habere voluit Omnipotens» (IV id. nov. 1910). Pero su más espléndido testimonio lo dió el santo Pontífice en su gran encíclica Mariana «Ad diem illum». en la cual, entre otras cosas, dice: «Quia... aeterni providentiae Numinis visum est ut Deum- Hominem per Mariam haberemus,... nobis nihil sane superest, nisi quod de Mariae manibus Christum recipiamus». Y poco después prosigue: «Nullus... hac Virgine efficacior ad homines cum Christo iungendos...

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Per Mariam, vitalem Christi notitiam adipiscentes, per Mariam pariter, vitam illam facilius assequemur, cuius fons et initium Christus». Y al fin agrega: «In hoc quasi malorum diluvio, iridis instar, Virgo clemen- tissima versalur ante oculos, faciendae pacis Deum inter et homines quasi arbitra. Arcum meum ponam in nuhihus, et erit signum foederis inter me et terram. Saeviat licet procella, et caelum atra nocte occupetur: nemo animi incertus esto. Mariae adspectu placabitur Deus, et parcet» (2 febr. 1904).

Benedicto XV decía que María, al ser elegida para Madre de Dios, fué al mismo tiempo «gratiarum pro hominibus sequestra divinitus constituía» (12 jun. 1917). Pero el principal testimonio lo dió Benedicto XV al ins- tituir la fiesta de María Mediadora de todas las gracias.

Esta institución recordaba Pío XI, escribiendo al Card. Mercier: «Vo- bis spem bonam, qua nitimur, aperimus, fore ut, deprecatrice B. Virgine, quam suavissimo Gratiarum omnium Mediatricis titulo in dioecesibus ve- stris, Apostolicae Sedis concessu, veneramini et colitis, religionis studium morumque integritas apud carissimos Nobis Belgiae filios florere ac vigerei pergat» (10 jun. 1923). Del mismo Pontífice son estos testimonios: «Ipsa Virgo Mater, gratiarum omnium apud Deum sequestra...» (2 marz. 1922; 14 en. 1926); «Hominum Mediatrix est apud Deum potentissima» (30 ag. 1930); «...Validissimo patrocinio Virginis Deiparae, omnium gratiarum Mediatricis, interposito...» (3 may. 1932); «Sic est voluntas eius, qui omnia voluit nos habere per Mariam» (29 sept. 1937); «Novimus etiam omnia nobis a Deo Optimo Máximo per Deiparae manus imper- tiri» (Ib.).

2. Interpretación teológica de los testimonios

En la mediación universal de María hay que distinguir dos aspectos: la verdad de esta denominación y su conexión con las otras denominacio- nes de la Corredención, la maternidad espiritual y la intercesión actual. Evidentemente la verdad de la denominación es mucho más importante que su conexión con las otras denominaciones. La verdad pertenece a la doctrina católica, la conexión a la especulación o a las discusiones de los teólogos. En consecuencia, era de suponer que los testimonios pontificios habían más bien de afirmar la verdad que determinar la conexión. Y la que era de suponer es un hecho.

Pero, aun suponiendo que los Romanos Pontífices no habían de entre- tenerse en señalar y precisar las relaciones o afinidades, algunas bastante

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sutiles, entre las diferentes denominaciones, cabe todavía preguntar: ¿con- cebían los Romanos Pontífices la mediación universal de María como una modalidad o formalidad distinta de las demás, o bien identificada real- mente con alguna de ellas, o más bien como genérica y comprensiva de todas las otras? Más claro: ¿consideraban la mediación universal como género, cuyas especies sean la Corredención, la maternidad espiritual y la intercesión celeste? Creemos que la respuesta adecuada a esta cuestión se contiene en esta triple proposición: 1) de propósito y explícitamente nada enseñan sobre la distinción o identidad total o parcial entre estas formali- dades; 2) prácticamente llaman con frecuencia mediación a la intercesión actual; 3) im])lícitamente consideran la mediación como categoría supe- rior o más amplia, que comprende en sí, como el género las especies, todas las demás denominaciones.

La primera proposición, es a saber, que los Romanos Pontífices no tratan ni se proponen decidir este problema teológico de la identidad o distinción entre las diferentes denominaciones, es evidente: basta, para convencerse, recorrer todos los pasajes, que acabamos de reproducir, en que hablan de la mediación universal de María.

La segunda proposición, sobre la identificación que prácticamente esta- blecen entre la mediación y la intercesión actual, salta a la vista de quien lea los mismas pasajes. La razón de esta preferencia se explica perfecta- mente. Por una parte, la noción vulgar, aunque no inexacta, de media- ción se verifica más patente y sensiblemente en la intercesión que no en la Corredención o en la maternidad espiritual. La identidad entre ambos conceptos es mucho más obvia y asequible que la identidad entre la media- ción y las otras dos denominaciones. Y los Romanos Pontífices en sus escritos o alocuciones sobre las prerrogativas de María se dirigen más bien a todo el pueblo cristiano que a los teólogos. Por otra parte, la interce- sión actual, considerada como mediación, es de mayor aplicación práctica' y de interés más vital para el pueblo cristiano, que ve en la intercesión la Mediadora universal un motivo eficacísimo de esperanza y un medio infalible para obtener de Dios todas las gracias o favores que desea. A diferencia de la corredención que es, además de difícil, algo ya pretérito y consumado y comi'm por igual a todos los hombres, la mediación de inter- cesión es algo actual y presente, que toca a cada uno en particular. Es pues, muy natural que los Romanos Pontífices al hablar de la mediación universal de María la concreten especialmente a su intercesión actual y celeste.

La tercera proposición puede demonstrarse de dos maneras: analítica y sintética. Analíticamente, puede probarse que tanto la maternidad espi-

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ritual como la Corredención la conciben los Romanos Pontífices como función mediadora; sintéticamente, se demuestra que bajo la denomina- ción común de mediación o Mediadora comprenden todas las otras deno- minaciones particulares.

Que la maternidad espiritual la conciban como mediación, lo prueban los textos en que la intercesión actual bajo sus dos formas de deprecación y de dispensación se presenta como actuación materna o ejercicio de la maternidad espiritual. En cosa tan clara baste, como muestra, este texto de Benedicto XV: «Tutte le grazie... vengono... dispénsate per le maní della Vergine santissima,... che é Madre di misericordia». Que también la Corredención la conciban como mediación, lo prueba, para citar un solo ejemplo, aquella expresión de León XIII «Conciliatrix salutis nostrae» (8 sept. 1894), que se refiere a la Corredención y en que «Conciliatrix» equivale a «Mediatrix» (Cfr. 20 sept. 1896).

Más clara y sencilla es aún la demonstración sintética. Benedicto XV instituyó la fiesta de la Virgen María Mediadora de todas las gracias. ¿Qué entendía el Romano Pontífice bajo la denominación de Mediadora? La respuesta la dan la Misa y el Oficio. En ellos, no sólo se habla de Is» intercesión actual, que es, por la razones indicadas, el elemento predo- minante, sino también de la maternidad espiritual, que se menciona fre- cuentemente, y de la Corredención, como lo prueban algunas antífonas y la lección VI de Maitines. En efecto, en las Vísperas y Laudes se canta esta antífona: «Non pepercisti animae tuae propter angustias et tribula- tionem generis tui»; y en el tercer Nocturno de Maitines, esta otra: «Benedicta es tu prae ómnibus mulieribus super terram, quia subvenisti ruinae ante conspectum Dei nostri» ; y algunas otras semejantes. Y en la lección VI se leen estas palabras de San Bernardo: «Redempturus homli- nem, pretium universum contulit in Mariam» ; y sigue la clásica antítesis entre Eva y María, que expresa principalmente la Corredención. Por tanto, los Romanos Pontífices bajo la denominación de mediación univer- sal comprenden y expresan, no sólo la intercesión celeste, sino también la maternidad espiritual y aun la Corredención. La conciben, pues, como expresión genérica, que comprende en las otras tres denominaciones oi formalidades, que son otras tantas formas o especies de la mediación universal.

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LA MARIOLOGÍA DE LA ENCÍCLICA «CORPORIS MYSTICI»

La magna Encíclica, que acaba de publicar Su Santidad el Papa Pío XII, acerca del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, termina con una ferviente invocación a la Virgen María nuestra Señora, para que ella, Madre como es de la Cabeza y de los miembros, alcance con su potente patrocinio que las corrientes de la gracia desciendan sin interrupción desde la excelsa Cabeza a todos los miembros del Cuerpo místico. Pero a vueltas de la invocación se recuerdan y enaltecen las más variadas pref rrogativas de la Madre de Dios. En este recuento de las glorias de María tres cosas llaman luego la atención: 1) la integridad de la doctrina mario- lógica que en él se contiene; 2) la nueva luz con que se presenta la corre- dención Mariana; 3) el singular relieve que adquiere la maternidad espi- ritual de María. A estos tres puntos dirigiremos toda nuestra atención, los más interesantes para un mariólogo, por la nueva luz que puedan apor- tar a las actuales controversias mariológicas.

I. Integridad mariológica

A pesar de su relativa brevedad, en los dos párrafos consagrados a celebrar las glorias Marianas van como desfilando las principales prerro- gativas de María. Las consideraremos por el mismo orden con que van apareciendo: al fin las recogeremos sintéticamente.

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Divina maternidad y virginidad. Comienza así la invocación Ma- riana el Romano Pontífice: «Efficiat, Venerabiles Fratres, haec Nostra paterna vota, quae vestra etiam profecto sunt, ac veracem erga Ecclesiam amorem ómnibus impetret Deipara Virgo». Estas dos solas palabras «Dei- para Virgo» bastan para recordar los dos grandes dogmas de la divina maternidad y de la perpetua virginidad de María. Y el recordarlos al principio está muy en consonancia con el carácter fundamental de estas dos prerrogativas.

Plenitud de gracia. «...Cuius sanctissima anima fuit, magis quam ceterae una simul omnes a Deo creatae, divino lesu Christi Spiritu repleta». Explícitamente habla el Pontífice de la plenitud de Espíritu Santo; mas, por lo que en significa esta plenitud, y por recaer en el alma santísima de María, se afirma equivalentemente la plenitud de gracia y santidad; la cual, añade el Papa, es mayor que la de todos los hombres, no sólo distri- butivamente, sino también colectivamente considerados.

Consentimiento representativo. De las prerrogativas personales pasa el Romano Pontífice a la acción soteriológica de María: «quaeque consensit loco totius humanae naturae, ut quoddam spirüuale matrimonium Ínter Fílium Dei et humanam iiaturam haberetur». Y cita a Santo Tomás (3 q. 30, a, 1). En el valor corredentivo del consentimiento virginal y de su carácter representativo habremos de insistir más adelante. Ahora baste recordarlo.

Valor soteriológico de la divina maternidad. Prosigue su Santi- dad: «Ipsa fuit, quae Christum Dominum, iam in virgíneo gremio suo Ecclesiae Capitis dignitate ornatum, mirando partu utpote caelestis omnis vitae fontem edidit; eumque recens natum, iis qui primum ex ludaeorum ethnicorumque gentibus adoraturi advenerant, Prophetam, Regem Sacer- dotemque porrexit». Tres rasgos, altamente significativos, distinguen la divina maternidad: 1) en la concepción. Cristo es ya Cabeza de la Iglesia: la formación del Cuerpo místico se inicia con la misma encarnación; 2) en el sagrado parto, María da a luz, no meramente al Hombre-Dios, sino también al que es la fuente de toda vida celestial, y precisamente en cuanto es tal {((Utpote... fontem»)... 3) en la adoración de los pastores y los Magos, María presenta, no solamente a su Hijo, sino también en él al Profeta o enviado de Dios, al Rey o Mesías y al Sacerdote de la Nueva Alianza. Semejante maternidad no es la que algunos mariológicos imaginan, exclu- sivamente encerrada en la esfera ontológica o fisiológica.

Poder de las plegarias maternas. «Ac praeterea Unigena eius, eius maternis precibus in Cana Galilaeae concedens, mirabile signum patravit,

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quo crediderunt in eum discipidi eius» (Ioann., 2, 11). Afirma el Pontí- fice que el milagro de las bodas de Caná se debió a la intervención y a la súplica de la Madre, con la cual el Hijo condescendió. No hay que olvidar esta afirmación pontificia, cuando se trata de la exégesis de este pasaje del Evangelio,

Corredención en el Calvario. «Ipsa fuit, quae vel propriae, vel hereditariae labis expers, arctissime semper cum Filio suo coniuncta, eun- dem in Golgotha, una cum matemorum iurium maternique sui amoris holo- causto, nova veluti Eva, pro ómnibus Adae filiis, miserando eius lapsu foe- datis, Aeterno Patri obtulit». Esta es la declaración más relevante del Romano Pontífice, que después habremos de estudiar con toda detención.

Total exención de pecado. En el párrafo que acabamos de transcri- bir, la frase «vel propriae vel hereditariae labis expers» expresa la abso- luta inmunidad de pecado, exclusiva, si bien por diferente título, del Hijo de Dios y de la Madre de Dios: del Hijo, por derecho propio; de la Madre, por singular privilegio. María fué preservada del pecado original por los méritos anticipadamente aplicados del Redentor; y de todo pecado actual o personal, por una gracia singularísima, que no consta haber sido conce- dida a otro hombre. Es además interesante esta total exención de pecado, por cuanto se presenta como disposición personal de María para poder actuar en calidad de Corredentora, como más adelante notaremos.

Maternidad espiritual, (dta quidem, ut quae corpore erat nostri Capitis mater, spiritu facta esset, ob novum etiam doloris gloriaeque titu- lum, eius membrorum omnium mater». Esta declaración, cuya importan- cia corre parejas con la relativa a la corredención, habrá de ser luego objeto de especial estudio.

La oración de María y Pentecostés. «Ipsa fuit, quae validissimis suis precibus impetravit, ut Divini Redemptoris Spiritus, iam in cruce datus, recens ortae Ecclesiae prodigialibus muneribus Pentecostés die con- ferretur». El Espíritu Santo, que desde el momento mismo de la redención se había otorgado en principio y como en derecho a la humanidad, vino realmente sobre la naciente Iglesia con abundancia de carismas maravi- llosos en virtud de la intercesión de María, que lo impetró con sus pode- rosísimas súplicas.

La reina de los mártires. «Ipsa denique immensos dolores suos forti fidentique animo tolerando, magis quam Christifideles omnes, vera Regina martyrum, adimplevit ea quae desuní passionum Christi... pro Cor- pore eius, quod est Ecclesia» {Col., 1, 24). Presenta aquí el Pontífice a María, en el último estadio de su dolorosa vida terrestre, como Reina de

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los mártires, como el modelo supremo de almas reparadoras, que con sus penas y dolores, misterioso complemento de los trabajos del Redentor, trabajan ocultamente por el desenvolvimiento de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Hoy, cuando es tan necesario el espíritu de reparación, tienen especial actualidad estas palabras del Romano pontífice.

La educadora de la naciente Iglesia. «Ac mysticum Christi Cor- pus, e scisso Corde Servatoris nostri natum ÍCf. Off. Ss.mi Coráis in hymno ad vesp.), eadem materna cura impensaque caritate prosecuta est, qua in cunabulis puerulum lesum lactentem refovit atque enutrivit». Es singularmente profundo y delicado el pensamiento del Romano Pontífice. Los desvelos maternalmente amorosos de María para con la naciente Iglesia no son sino la reiteración o prolongación de los que la Madre divina ejercitó un tiempo con Jesús infante; y la razón es, porque la Iglesia es el Cuerpo místico del mismo Jesús, nacida además de su divino Corazón, herido y abierto con la lanza. La maternidad espiritual, prolongación do la maternidad divina.

El corazón inmaculado. «Ipsa igitur, omnium membrorum Christi sanctissima Genitrix (Cf. Pius X, Ad diem illum: A. S. S., 36, p. 453), cuius Cordi Immaculato omnes homines fidenter consecravimus...». No podía faltar la mención del Corazón Inmaculado de María y el recuerdo de la reciente Consagración que de todos los hombres hizo Su Santidad. Merece también notarse que el Corazón Inmaculado se considera no sim- plemente como el Corazón de María o de la Madre de Dios, sino como el Corazón de nuestra Madre: conexión delicada con la maternidad espiri- tual. La expresión «membrorum Christi Genitrix» ofrece dos caracterís- ticas nuevas, que más adelante recogeremos.

Asunción corporal. «Et quae nunc in cáelo corporis animique glo- ria renidet». Esta profesión explícita de la Asunción corporal de la Virgen a los cielos parece un prenuncio de más solemnes declaraciones, que respondan a los deseos universales del pueblo cristiano, que suspira por ver definida como dogma de fe esta singular prerrogativa de la Madre de Dios.

Realeza de María. «Unaque simul cum Filio suo regnat». Lo sin- gular de esta expresión no está precisamente en la profesión de la realeza Mariana, sino en la declaración del título y del modo de esta realeza, derivada de la realeza de su divino Hijo, en la cual estriba y a la cual se asocia, como extensión o prolongación de ella. Es María la «Reina Madre», no ya simplemente como Madre del Rey, sino como verdadera Reina que, por ser Madre, comparte la realeza del Hijo. Y la triple partí-

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cula asociativa «una simul cum» indica que la realeza de la madre y la del Hijo no son dos realezas distintas, sino una misma y sola realeza, que, poseída por el Hijo por derecho propio y nativo, se extiende por comuni- cación a la Madre.

Intercesión universal y patrocinio. Concluye el Pontífice: «Ab eo efflagitando contendat, ut uberrimi gratiarum rivuli ab excelso Capite in omnia mystici Corporis membra haud intermisso ordine deriventur; item- que praesentissimo patrocinio suo, sicut anteactis temporibus, ita in prae* sens Ecclesiam tueatur, eique atque universae hominum communitati tándem aliquando tranquilliora a Deo témpora impétrete. La expresión inicial «efflagitando» y la final «impetret» se refieren claramente a la inter- cesión actual o deprecación de María; la intermedia «patrocinio tueatur», si bien en absoluto pudiera tener el mismo sentido, parece con todo signi- ficar más bien la dispensación de las gracias por vía de acción, de la cual es una forma especial el patrocinio.

Síntesis mariológica. Distinguiendo la Mariología en dos partes principales, en que se estudian respectivamente 1) las prerrogativas perso- nales de María y 2) su acción soteriológica ; y coordinando sistemática- mente dentro de ellas los diferentes elementos que han ido apareciendo en la Encíclica Pontificia, se obtiene el siguiente esquema, que abarca las principales verdades o problemas de la Mariología:

I. Prerrogativas personales de María:

1. Divina maternidad.

2. Virginidad.

3. Santidad:

Inmaculada Concepción. Inmunidad de pecado personal. Plenitud de gracia.

4. Asunción corporal a los cielos.

II. Acción soteriológica de María: A. Durante su vida terrestre:

1. Valor soteriológico de la divina maternidad.

2. Corredención:

Por su consentimiento representativo. Por su com-pasión en el Calvario.

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3. Después de la Pasión:

La oración de María y Pentecostés.

Educadora de la Iglesia naciente. María reparadora.

B. En su gloria celeste:

1. Intercesión actual:

Poder de las plegarias Marianas. Patrocinio de María.

2. Realeza y reino de María.

3. Consagración al Corazón Inmaculado.

Tono moderado de las declaraciones pontificias. Antes de estu- diar particularmente las enseñanzas de la Encíclica sobre la corredención Mariana y sobre la maternidad espiritual, y para mejor apreciar el valor de las declaraciones pontificias, conviene notar la sobria moderación, tanto subjetiva como objetiva, con que el Papa recuerda las más excelsas glorias de la Madre de Dios. La moderación subjetiva salta a la vista por la total ausencia de ponderaciones y encomios y más aún de expresiones enfáticas, que tan fácilmente se vienen a la pluma, cuando se habla de la gloriosa Madre de Dios. Más notable es aún la moderación objetiva con que se expresan las prerrogativas de María, en cuya declaración el Pontí- fice dice bastante menos de lo que pudiera decir; lejos de exceder en lo más mínimo los términos de la verdad, más bien se queda corto. Como su objeto era simplemente recordar o reseñar las prerrogativas de María, se contenta con mencionar sus elementos esenciales o más salientes. De esta doble moderación se desprende una consecuencia de grande impor- tancia para la acertada interpretación de las declaraciones pontificias acerca de la corredención y de la maternidad espiritual. Si siempre las declaraciones pontificias se han de interpretar en su sentido obvio y natu- ral, sin atenuarlas o restringirlas arbitrariamente, mucho más reprobable sería ese criterio atenuante, restrictivo o minimista, cuando se trata de expresiones sencillas, moderadas, ajenas a todo énfasis y más bien cortas. Si un contexto o ambiente de exageración impone cierta severidad en la interpretación de las frases, un ambiente de sobria serenidad pide más bien que sin escrupulosas restricciones se a las expresiones su pleno sentido obvio y natural. No hay peligro de rebasar el justo medio en la interpretación usual de las palabras que más bien se quedan atrás.

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II. Corredención mariana

Sobre la corredención Mariana escribe el Romano Pontífice: «Ipsa fuit, quae, vel propriae vel hereditariae labis expers, arctissime semper cum Filio suG coniuncta, eundem in Golgolha, una cum maternarum iurium ma- ternique sui amoris holocausto, nova veluti Eva, pro ómnibus Adae filiis, miserendo eius lapsu foedatis, Aeterno Patri obtulit». Esta declaración pontificia, tan rica en doctrina como sobria en la expresión, se reduce a dos puntos principales: 1) la doble oblación que hace María a) del Hijo al Padre, y 6) de sus propios derechos y de su amor de madre; 2) la triple disposición personal con que María efectúa su oblación: a) la inmunidad de todo pecado, b) la asociación a la oblación del Hijo, y c) el carácter de Nueva Eva. Aunque el Pontífice no pronuncia el nombre de corredención, enseña en realidad la múltiple y eficaz cooperación de la Madre a la obra redentora del Hijo, concebida bajo el aspecto de sacrificio. La importan- cia y, en parte, la novedad de esta declaración exige un análisis detenida de cada una de sus expresiones.

1. La doble oblación de María

La oblación que la m.\dre hace del hijo. La expresión de esta oblación, gramatical y lógicamente considerada, forma la proposición prin- cipal de todo el período y es, por tanto, la afirmación más saliente de toda la declaración pontificia. Entresacada del conjunto, puede simplificarse de este modo: «Ipsa eundem Filium pro ómnibus Adae filiis Aeterno Pa- tri obtulit». El pensamiento no puede ser más claro y diáfano: lo único que pudiera ofrecer alguna duda es el valor del verbo «obtulit». ¿Se habla de una oblación propiamente sacrifical, o más bien hay que atenuar la significación técnica de la palabra? Contra esa atenuación militan tres razones. Primera, negativa: deberían aducirse sólidas razones que de- monstrasen que aquí el término «obtulit», normal y ordinario para expre- sar la oblación sacrifical, ha perdido su significación técnica. ¿Se han aducido semejantes razones? ¿Existen siquiera? Segunda: el tono de moderación, que caracteriza toda la declaración pontificia, excluye y hace imposible la atenuación o uso impropio de la palabra principal de todo el período. Tercera: toda la declaración pontificia presenta la redención de Cristo exclusivam.ente bajo el aspecto de sacrificio. En este supuesto, en

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MARÍA, MEDIADOHA UNIVERSAL

un contexto que todo él habla de sacrificio ¿es lícito despojar al verbo «obtulit» de su propio sentido sacrifical?

Por lo demás, la afirmación de Pío XII no es nueva: tiene sus prece- dentes en las afirmaciones, cierto más expresivas y enfáticas, de sus glo- riosos predecesores. León XIII había dicho: «Filium ipsa suum ultro obtulit iustitiae divinae» (8 sept. 1894). La expresión «iustitiae divinae» refuerza el sentido sacrifical de «obtulit», por cuanto presenta el sacrificio de la cruz como expiatorio o propiciatorio, que tiene por objeto reparar la justicia divina violada por el pecado. Más significativa es aún la expre- sión de Benedicto XV: «Placandae Dei iustitiae Filium immolavit (22 marz. 1918). La palabra «placandae» precisa el sentido de «iustitiae» ; y el término «immolavit», que aquí evidentemente no significa la mactación material de la víctima, es un equivalente reforzado de «obtulit». Y es de notar aquí que, refiriéndose precisamente a esta declaración de Bene- dicto XV, su inmediato sucesor Pío XI afirmó que «aptissimis eam [rem] verbis declaravit» (2 febr. 1923). Mal pudiera hablarse de «palabras aptí- simas», si se despojase a los términos de su sentido propio y normal. El mismo Pío XI escribió más tarde: «Cum lesum... apud crucem hostiam obtulerit...» (8 may. 1928). El complemento «hostiam» refuerza o sub- raya el sentido sacrifical de «obtulerit». Combinando todos los elementos de estas diferentes declaraciones, obtenemos esta expresión más compleja: «Mater Filium suum placandae Dei iustitiae hostiam immolavit seu obtu- lit». A la luz de esta tradición pontifical hay que interpretar la expresión de Pío XII, que, como antes hemos notado, es más bien pálida; pero que, en la mente del Pontífice, tiene la plenitud de sentido, que imponen las' expresiones de sus antecesores. En suma, que si hay que reforzar más bien la expresión de Pío XII, ¿será ya lícito atenuarla o rebajarla? Y si hay que reconocerle su sentido normal y técnico, es fuerza admitir su significa- ción sacrifical.

Una dificultad pudiera oponerse a esta interpretación. Si la oblación de María es sacrifical, habrá que concluir que por el mismo caso es también sacerdotal: lo cual implicaría el reconocimiento del sacerdocio de María, contra el sentir más común de los teólogos. Sin entrar ahora en el punto principal del problema, innecesario para nuestro objeto, nos limita- remos a proponer dos observaciones, que muestren lo infundado de la dificultad.

Sea la primera la posición que sobre este punto adopta el Card. Gomá. En su magnífico discurso pronunciado en el Congreso Eucarístico Inter- nacional de Amsterdam decía el ilustre teólogo: «María no es sacerdote...

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Pero María... es la Madre del gran Pontífice de la nueva ley... Desde este momento, la santísima Virgen entra de lleno dentro de la atmósfera sacerdotal en nuestra religión; y sin revestir el carácter formal de sacer- dote, deberá estar impregnada de espíritu sacerdotal... Y miradla... a esta Virgen sacerdotal, de pie, ante la Cruz... Como en la Anunciación, Dios le ha pedido su consentimiento, y ella lo ha dado con plenitud de espíritu sacerdotal» {María Santísima, t. 1, pgs. 52-53). Puede, por tanto, hablar- se de la oblación sacerdotal de María, sin que por ello se admita que revis- tiese el carácter formal de sacerdote.

Otra observación va más al fondo, y, bien considerada, puede desva- necer cierta aprensión bastante general contra el sacerdocio de María. Cristo es propiamente el Sacerdote por antonomasia, el único que en la, Nueva Alianza posee la plenitud del sacerdocio; pero en su función sacer- dotal Cristo actúa como Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo místico; de suerte que todo el Cuerpo y todos sus miembros, como participan de su divina filiación y de su vida divina, participan también a su modo, peí asociación, derivación o comunicación, de su único sacerdocio. Así lo enseña formalmente el gran Pontífice Pío XI en su Encíclica «Miserentissi- mus Deus»: «Etiam christianorum gens universa, ab Apostolorum princi- pe genus electum, regale sacerdotium iure appellata, debet, cum pro se, tum pro toto genere humano offerre pro peccatis, haud aliter propemodura quam sacerdos omnis ac pontifex, ex hominibus assumptus, pro hominibus constituitur in iis quae sunt ad Deum» (AAS, 20 [1928], 171-172). Ahora bien, que María no esté excluida de este universal sacerdocio del Cristo místico, nadie habrá que lo ponga en duda. Por otra parte, según el principio mariológico llamado de eminencia, conforme al cual hay que atribuir a María, en grado superior y eminente, todas las gracias y pre- rrogativas concedidas a los demás santos, hay que concluir que el sacer»* docio común a todos los fieles lo posee María en grado más excelente, que esté en harmonía con su excelsa dignidad de Madre de Dios. Y si esto es así, ya no puede ofrecer la menor dificultad el que la oblación que del Hijo hizo la Madre pueda llamarse no sólo sacrifical sino también sacer« dotal. Toda la aprensión contra el sacerdocio de María nace de imagi- narlo conforme al sacerdocio ministerial de los que han recibido el sacra-, mentó del Orden: como si en él se agotase toda la noción y esencia del sacerdocio.

La oblación que la madre hace de misma. A la oblación que hace del Hijo junta la Madre la oblación que hace de sus derechos y de su amor de madre: ulpsa eundem Filium, una cum maternorum iuriura

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HARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

maternique sui amoris holocausto, obtulit». Cada una de estas palabras requiere especial consideración.

«lurium» y «amoris» indican la doble materia de esta nueva oblación.

Primeramente la Madre sacrifica y ofrece los derechos que sobre el Hijo tenía. En qué consistió esta oblación de los propios derechos, lo había ya declarado Benedicto XV con estas palabras: «Materna in Filium iura pro hominum salute abdicavit» (22 marz. 1918). Como toda madre, María tenía sobre su Hijo derechos que debían respetarse: derechos, que el mismo Hijo había de reconocer; derechos, que los demás no podían atropellar. María, pues, en vez de hacer valer y reclamar estos derechos, hizo voluntaria y libre cesión de ellos en aras de la divina voluntad y por la salud eterna de los hombres, consintiendo en la muerte de su Hijo único. El inmenso dolor, el enorme sacrificio, que semejante cesión entrañaba, sólo el corazón de una Madre es capaz de apreciarlo. Y es de notar aquí que, supuesta la suavidad ordenada de la divina providencia, el Padre ce- lestial, para entregar el Hijo a la muerte, había de contar con la aquies- cencia o asentimiento de la Madre. Este asentimiento lo había ya dado ella en el momento mismo de la encamación, cuando dijo: «Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum». Y este sentimiento de rendida sumisión a la voluntad divina, perennemente invariable en el Corazón de María, había sido como la tónica de toda su vida.

Junto con sus derechos María inmolaba también su amor. Jamás el amor ha unido más estrechamente y compenetrado más íntimamente dos corazones que el Corazón de la Madre con el Corazón del Hijo. En virtud de esta amorosa compenetración, todo cuanto padecía el Hijo repercutía dolorosamente en el Corazón de la Madre: «cum eo commoriens corde», como dijo León XHI (8 sept. 1894); «cum Filio patiente et moriente passa est et paene commortua», como añadía Benedicto XV (22 marz. 1918); y Pío XI, en el mensaje radiado con que clausuraba el Año Santo de la redención, decía dirigiéndose a la misma Madre: «O Mater pietatis et misericordiae, quae dulcissimo Filio tuo, humani generis Redemptionem in ara Crucis consummanti, Compatiens et Corredemptrix adstitisti...» (Os- serv. Rom., 29 abr. 1935). Estos inmensos dolores de su amor ofreció María al Padre por la salud del género humano.

Esta inmolación de sus derechos y de su amor la califica Pío XH de «holocausto». Con esta expresión, de valor técnico, dos cosas significa el Pontífice: la totalidad o integridad de su oblación y su carácter sagrado y sacrifical. Si cada uno de los dos términos «holocausto» y «obtulit»

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tiene ya por mismo carácter sacrifical, la yuxtaposición de los dos haca imposible toda otra interpretación.

Sin dejar de ser sacrifical, esta oblación es doblemente materna; por cuanto lo que la Madre ofrece, junto con la oblación del Hijo, son los derechos maternos y el amor materno. Esta «maternalidad» de la oblación de María no sólo interesa a la piedad, sino que tiene profunda significa- ción teológica. María es, en virtud de su misión o destino providencial, ante todo y sobre todo, Madre, totalmente Madre. Por esto, la oblación, de María, si se hubiera de buscar fuera de la esfera de su maternidad;, podría parecer algo extraño o advenedizo; pero no: su oblación, lejos de ser ajena a su maternidad, nace precisamente de ella y es esencialmente maternal.

Por fin, las dos partículas «una cum...» dan a entender que el holocaus- to de los derechos y del amor de madre es secundario o menos principal respecto de la oblación con que la Madre ofrece al Hijo. En la redención lo principal y esencial es la oblación que el Hijo hace de mismo: por esto lo primero y más importante que puede hacer la Madre es asociarse a esta oblación del mismo Hijo: el holocausto que añade de sus derechos y de su amor sólo puede tener un valor secundario y en cierta manera accesorio.

Tales son los rasgos con que la declaración pontificia nos presenta esta segunda oblación sacrifical de María; la cual es, no solamente función sacerdotal, como la primera, sino también inmolación de víctima. Y esta condición de víctima, bastaba por sola para asegurar el valor sacrifical de la oblación Mariana, aun cuando se desconociese su índole sacerdotal. Que no es menos esencial en el sacrificio la víctima que el sacerdote. Díce- lo el Apóstol, hablando de Cristo Sacerdote: «Omnis enim pontifex ad offe- rendum muñera et hostias constituitur: unde necesse est et hunc habere aliquid, quod offerat» (Hebr. 8, 3). Sin víctima no hay sacrificio. Pero precisamente contra este carácter de víctima de la inmolación Mariana se presenta una dificultad, que es menester examinar.

Suele decirse que la inmolación de la víctima debe ser sensible o exte- rior; y que, consiguientemente, la oblación Mariana de los propios dere- chos y del amor de madre, como consumada en su Corazón, no es sufi- cientemente sensible o externa, para que pueda considerársela como pro- piamente sacrifical. Quienes así piensan, no han considerado la realidad de las cosas. Si la Virgen se hubiera quedado encerrada en su retiro, y allí a sus solas y en la presencia de sólo Dios hubiera sentido las terribles torturas de su Corazón, tal vez pudiera esa dificultad tener visos de proba-

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bilidad. Pero la realidad fué muy diferente. Allí en el Calvario, «in Golgo- tha», como nota el mismo Pontífice, al pie de la cruz, en que moría ajustir ciado su Hijo, estaba la Madre, presentándose como Madre y reconocida por todos como Madre. Sólo esta presencia de la Madre era más que &u* ficienle exteriorización o sensibilización de los tormentos y dolores que la martirizaban. A los ojos de todo el mundo estaba patente el martirio doloroso de su Corazón materno. Sobre esto, las lágrimas de sus ojos, la palidez de su rostro virginal, la aflicción de su semblante, el caimiento de todo su cuerpo, sus profundos gemidos y sollozos, sus expresiones de dolor y de angustia, ¿no patentizaban y sensibilizaban suficientemente la amar- gura de su Corazón de madre? No lo cree así la piedad cristiana. Basta recordar aquellas sentidas estrofas del «Stabat Mater»:

Quis est homo, qui non fleret,

Matrem Christi si videret

In tanto supplicio? Quis non posset contristari,

Christi Matrem contemplari

Dolentem cum Filio?

Todos podían ver y contemplar en lo que exteriormente aparecía, lo que sentía el Corazón de la Madre. Sensible y extema era la inmolación de la Madre, porque externa era la causa de su dolor y sensibles las señales que lo patentizaban. Pretender una exteriorización más material, sobre ser enteramente arbitrario, podría tener consecuencias imprevistas, que comprometiesen el valor sacrifical de la oblación eucarística y aun del mismo sacrificio de la cruz.

2. Triple disposición de María en sy, oblación

Tres disposiciones personales señala el Pontífice en la oblación de Ma- ría: a) su inmunidad de todo pecado; 6) su asociación a la oblación de su divino Hijo; c) el carácter de Nueya Eva con que actúa. Interesa estudiar estas tres disposiciones, por cuanto corroboran el carácter sacrir fical de la oblación Mariana.

Inmunidad de todo pecado. Escribe el Pontífice: «Ipsa fuit, quae "vel propriae vel hereditariae labis expers, eundem Filium obtulit». Esta declaración de la total y universal exención de pecado, así original como

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actual o personal, es más significativa de lo que a primera vista pudiera parecer. Por de pronto, constatemos el hecho. Cuando el Hijo consuma la obra de la redención y cuando la Madre asocia su oblación a la del Hijo, ya ella aparece exenta de todo pecado. Sin duda que esta exención es efecto de la redención; pero es efecto anticipado de la redención consi- derada como futura. Tal es el hecho granítico, contra el cual se estrellan impotentes todas las sutilezas metafísicas. Cuando la redención va a rea- lizarse, ya María está santificada: capaz, por tanto, bajo este concepto de cooperar a la obra de la redención. La cooperación hubo de hacerse, y se hizo, no en las regionees abstractas de los conceptos, sino en el terreno firme de la realidad: y en este terreno, real era la santidad de María antes que se efectuase la redención real. No tememos la meta- física; pero la metafísica, si no ha de perderse en fantasías o puros entes de razón, ha de ser realista: ha de explicar la realidad, pero no suplantarla.

Mas, si a toda costa se quiere trasladar la cuestión a la esfera de la metafísica, añadiremos que la santificación de María precede lógicamente a la redención consumada, no sólo en el orden de la ejecución, sino tam- bién en el de la intención; no sólo en la esfera real, sino también en la ideal. Dice el Pontífice: «Ipsa fuit, quae vel propriae vel hereditariae labis expers, eundem Filium pro ómnibus Adae filiis, miserando eius lapsu foedatis, Aeterno Patri obtulit». Notemos que en el momento en que se va a consumar la redención aparece María ya Inmaculada, mientras que todos los demás hombres aparecen todavía manchados por el pecado. Esta anticipación de la santidad de María no puede entenderse en sentido pura- mente real o histórico, sino que se ha de entender también es sentido ló- gico. La razón es evidente. Cuando se iba a consumar la redención, ya muchos de los hombres, en previsión de la misma redención, estaban santificados. Tales eran todos los justos del Antiguo Testamento; tales también muchos de los presentes, por ejemplo, San Juan Evangelista y María Magdalena. Éstos, aunque real e históricamente santificados, lógi- camente, empero, cuando iba a consumarse la redención pertenecían toda- vía a los «ómnibus foedatis». Luego la anticipación de María es en el orden ideal esencialmente distinta de la santificación de la Magdalena. La de ésta fué puramente histórica o real, la de María hubo de ser además lógica o ideal. La razón de esta diferencia la hemos ya indicado. Los demás fueron justificados anticipadamente por la previsión propiamente dicha, es decir, por la visión anticipada de la redención consumada; en cambio, María, si bien fué santificada en atención y por los méritos dol Redentor, lo fué en virtud de la redención considerada precisamente como

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futura, O sea, en un signo lógico en que la redención, todavía no concretada con todas las circunstancias que había de tener en su realidad histórica, no podía ser aún objeto de la ciencia divina de visión. Expliqúese, como se quiera, el orden lógico de los decretos divinos respecto de la redención humana: siempre habrá que decir que la santificación de los demás per- tenece al último signo y definitivo, mientras que la de María habrá de colocarse en algún signo precedente. Esto indica la declaración pontificia, y esto basta para desvanecer radicalmente la gran dificultad que suele oponerse a la corredención Mariana.

A la luz de esta declaración de Pío XII adquieren nuevo relieve otras declaraciones de sus predecesores León Xlll y Pío XI. El gran Papa León escribía: «Primaevae labis exper? Virgo, adlecta Deí Mater. et hoc ipso ser\-andi hominum generis consors facta...» 1 1 sept. 1883 1. \ Pío XI, en una frase estrictamente paralela, escribía: o Augusta Virgo, sine pri- maeva labe concepta, ideo Christi Mater delecta est, ut redimendi generis humani consors efficeretun) (28 en. 1933 1. Entrambos Pontífices señalan la Inmaculada Concepción, y consiguientemente la santificación y reden- ción pasiva, como disposición previa, como condición o medio, no ya de la actuación histórica de María, sino de su elección por parte de Dios para su «consorcio» en la obra de la redención. Hablan, por tanto, no del orden real o de ejecución, sino del orden ideal o de intención. Y notemos que Pío XII, después de la frase «vel propriae vel hereditariae labis ex- pers». menciona inmediatamente, recordando a León XIII y a Pío XI, el mismo consorcio, cuando dice: «arctissime semper cum Filio suo con- iuncta». Las declaraciones combinadas de los tres grandes Pontífices no dejan lugar a duda de que en su mente e intención a María correspon- dieron las primicias de la redención, no sólo en el orden real e histórico, sino también en el ideal y lógico.

Asociación de la Madre a la oblación del Hijo. Exprésala el Pon- tífice en estos términos: «Ipsa fuit. quae, arctissime semper cum Filio suo coniuncta, eundem in Golgotha Aeterno Patri obtulit». Esta unión a asociación de la Madre con el Hijo («cum Filio suo coniuncta» \ además de ser estrechísima («arctissime») y continua o universal («semper»), pre- senta estos dos rasgos característicos: que tiene como precedente o postu- lado la total exención de pecado, iiunediatamente antes mencionada, y qua es previa disposición para la oblación, como lo demuestra la estructura misma gramatical de la frase («coniuncta... obtulit»). Combinando todos estos elementos, se ve que el Pontífice quiere expresar el llamado principio de asociación, en virtud del cual la Madre, asociada al Hijo, constituye

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juntamente con él el principio único y adecuado, el Hijo primariamente, la Madre secundariamente, de la redención humana. Que tal sea la mente del Pontífice, se colige del estrecho paralelismo de sus palabras con las mencionadas anteriormente de León XIII y de Pío XI. Este mismo prin- cipio lo habían enunciado, en términos mucho más categóricos, muchos de sus ilustres predecesores. Citaremos, como muestra, dos solos ejem- plos. Pío IX, en su Bula dogmática «Ineffabilis Deus», había dicho: «Sanctissima Virgo, arctissimo et indissolubili vinculo cum Eo coniuncta, una cum illo et per illum,... illius [serpentis] caput immaculato pede con- trivit». Son obvias las reminiscencias de estas palabras en las de Pío XII. Pío XI dijo terminantemente: «II Redentore non poteva, per necessitá di cose, non associare la Madre sua alia sua opera».

Esto supuesto, es a saber, que Pío XII en las palabras referidas men- ciona el principio de asociación, la conclusión que de ello se desprende es de capital importancia. Si la doble oblación de la Madre, de que anies hemos hablado, es la actuación de María en calidad de asociada a la obra de la redención, sigúese evidentemente que esta oblación, no sólo fué sacri- fical y sacerdotal, sino que también fué verdadera y propiamente corre- dentiva. Por esto. Benedicto XV, después de decir que María «sic ma- terna in Filium iura pro hominum salute abdicavit, placandaeque Dei iustitiae, quantum ad se pertinebat, immolavit», concluye «ut dici mérito queat Ipsa cum Christo human um genus redemisse» (22 marz. 1918). Y Pío XI, después de afirmar el principio de asociación, con el énfasis con que lo formula, añade: «e per questo noi la invochiamo col titolo di Corredentrice».

Actuación de María en calidad de Segunda Eva. Escribe el Romano Pontífice: «Ipsa fuit, quae eundem Filium, nova veluti Eva, pro ómnibus Adae filiis Aeterno Patri obtulit». La expresión «nova Eva» es algo insó- lito en los documentos pontificios bajo dos conceptos. Primeramente, la expresión misma no recordamos haberla leído ni una sola vez en las Encí- clicas o en otros escritos papales: sólo la expresión análoga «altera Eva» aparece una sola vez en la Bula dogmática de Pío IX «Ineffabilis Deus». Pero esta novedad, como puramente verbal, es de menor importancia. Incomparablemente más importante es otra novedad real: la de hacer in- tervenir a María en el Calvario en calidad de Nueva Eva, que ofrece su Hijo divino por todos los hijos de Adán. Esta novedad se merece alguna atención.

Por de pronto, la denominación de «Nueva Eva» debe entenderse en su sentido propio y pleno. Además de las razones antes propuestas, que

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imposibilitan toda atenuación, está el contexto «pro ómnibus Adae filiis», que sitúa a la Nueva Eva en su ambiente apropiado. La misma partícula «veluti», análoga al «quasi» de aquella frase de San Juan «Et vidimus gloriam eius, gloriam qua.ñ Unigeniti a Patre» (loh. 1, 14), no significa en sentido debilitado «a modo de..., como si fuese^y, sino más bien en sentido reforzado «como correspondía a... en calidad tZe».

Y supuesta esta propiedad, y aun cuando, arbitrariamente, se la ate- nuase algo, la denominación de «Nueva Eva» presenta a María como Corredentora y a su oblación como corredentiva. Indicaremos breve- mente las razones de esta afirmación.

Primeramente, es conocido el valor corredentivo que la tradición cris- tiana atribuye a la. expresión «Nueva Eva». Podría pensarse acaso que esta actuación corredentiva de la Nueva Eva se limitase a la maternidad del Redentor o al consentimiento dado en Nazaret: pero el Pontífice la hace llegar hasta el Calvario en el momento mismo de la redención. Luego la corredención de la Nueva Eva es una cooperación directa y formal al acto mismo de la redención humana. María actúa en calidad de Segunda Eva precisamente en la doble oblación que hace de su Hijo y de sus propios derechos y de su amor de madre.

Otra razón de lo mismo, confirmación de la precedente, es la insinua- ción del principio de recirculación, contenida en la frase completa «nova veluti Eva, pro ómnibus Adae filiis, miserando eius casu foedatis». La Nueva Eva interviene en contraposición a la antigua, cuya funesta inter- vención acarreó la ruina de todos los hijos de Adán. Y sabido es que el principio de recirculación no es estático, sino dinámico; no una oposición de personas o de situaciones, sino una contraposición de acciones o de actividades.

Además «Nueva Eva» es una expresión velada del principio de aso- ciación, propuesto poco antes. Prescindiendo de otras razones, la men- ción del viejo Adán, cuya caída motiva la redención, sugiere invencible- mente la idea de Cristo como Nuevo Adán: a cuya oblación asocia María su doble oblación.

Por fin, como «Nueva Eva», María interviene, por así decir, oficial- mente en el acto de la redención. Algunos teólogos, que, indebidamente, limitan la redención a su aspecto meritorio y satisfactorio, reconocen, como no podían menos, el valor meritorio y satisfactorio de la com-pasión Ma- riana; pero dudan del valor corredentivo de los méritos y satisfacciones de María, porque los imaginan como algo puramente privado y personal, no destinado a formar parte de la economía de la redención. Pues bien,

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desde el momento que María interviene en calidad de «Nueva Eva», y por tanto oficialmente, es decir, como persona cuya actuación entra de lleno en la economía divina de la salud humana, cáense, como destituidas de todo fundamento, todas aquellas dudas e imaginaciones. La com-pasión meri- toria y satisfactoria de la «Nueva Eva», que interviene en calidad de tal, es un elemento intrínseco y esencial de la redención humana, cual Dios en su amorosa providencia, la había ideado y decretado.

En conclusión, aunque el Pontífice no emplea el nombre de correden- ción, —que después de las repetidas declaraciones de Pío XI es ya cosa adquirida, habla en realidad de la corredención Mariana.

III. Maternidad espiritual

Mayor relieve tal vez y mayor novedad que las relativas a la correden- ción, adquieren las enseñanzas pontificias sobre la maternidad espiritual de María. Para cuya inteligencia conviene recordar que esta maternidad tiene como dos momentos culminantes: en la encarnación y en el Calvario. La primera, más profunda y misteriosa, se halla atestiguada en los docu- mentos más antiguos de la tradición, a partir ya de San Ireneo ; la segunda, más fácil y asequible, casi ausente de la primitiva tradición, se halla en cambio ampliamente atestiguada en la edad media. En los documentos pontificios, la primera, claramente indicada por San León Magno y San Gelasio I en el siglo v, sólo raras veces y levemente se insinúa hasta Pío X, que la expone magníficamente; la segunda, en cambio, la enseñan fre- cuente y explícitamente los Romanos Pontífices desde Benedicto XIV hasta Pío XI. La razón de esta diferencia se halla en que la maternidad espi- ritual del Calvario, además de ser mucho más asequible, interesa más generalmente la piedad de los fieles. Pío XII, al hablar de la maternidad espiritual de María en función del Cuerpo místico de Cristo, había de dar, y da, más relieve a la primera que a la segunda; y con rasgos tan expre- sivos y nuevos, que merecen recogerse y estudiarse con especial atención. Pero tampoco carece de novedad lo que enseña sobre la segunda. Y dentro de un contexto de sencillez y moderación, alcanzan mayor importancia y valor estas relativas novedades.

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1. Maternidad espiritual en la encarnación

Después de hablar de la corredención Mariana, prosigue el Pontífice inmediatamente: «Ita quidem, ut, quae corpore erat nostri Capitis mater, spiritu facta esset, ob novum etiam doloris gloriaeque titulum, eius mem- brorum omnium mater». Poco antes había dicho que Cristo había sido «iam in virgíneo gremio suo Ecclesiae Capitis dignitate ornatum» ; y poco después añade que María es «omnium membrorum Christi sanctis- sima Genitrix» ; para cuya declaración se remite a la Encíclica «Ad diem illum» de Pío X.

Antes de analizar las palabras de Pío XII hay que reproducir el texto aludido de Pío X, y aun antes otro de San Agustín, que parcialmente se copia.

San Agustín, en un texto ya muy conocido, escribe: «Illa una femina non solum spiritu, verum etiam corpore, et mater est et virgo. Et mater quidem spiritu,. non capitis nostri, quod est ipse Salvator,... sed plañe mem- brorum eius, quod nos sumus: quia cooperata est caritate, ut fideles in Ecclesia nascerentur, quae illius capitis membra sunt: corpore vero ipsius capitis mater» (ML 40, 399).

Pío X, hablando de Cristo, dice: «Iam, qua Deus-Homo, concretum Ule... Corpus nactus est: qua vero nostri generis restitutor, spiritale quod- dam Corpus atque, ut aiunt, mysticum, quod societas eorum est qui Christo credunt... Atqui aeternum Dei Filium non ideo tantum concepit Virgo ut fieret homo, humanam ex ea assumens naturam; verum etiam ut, per natu- ram ex ea assumptam, mortalium fieret sospitator... In uno igitur eodem- que alvo castissimae Matris, et carnem Christus sibi assumpsit, et spiritale simul Corpus adiunxit, ex iis nemque coagmentatum, qui credituri erant in eum; ita ut, Salvatorem habens María in útero, illos etiam dici queat gestasse omnes, quorum vitam continebat vita Salvatoris. Universi ergo, quotquot cum Christo iungimur,... de Mariae útero egressi sumus, tam- quam corporis instar cohaerentis cum capite. Unde, spiritali quidem ratione ac mystica, et Mariae filii nos dicimur, et ipsa nostrum omnium Mater est. Mater quidem spiritu,... sed plañe Mater membrorum Christi, quod nos sumus)i (2 febr. 1904).

A la luz de estos dos textos, nos revelarán todo su contenido las pala- bra pontificias.

El hecho de la maternidad espiritual. Que la maternidad espiri- tual de María se inició ya en la misma encarnación, lo enseña claramente el Pontífice. En efecto, para la maternidad del Calvario señala un nuevo

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título: luego existía ya un título precedente, que, según el texto de San Agustín, al cual alude, y el de Pío X, al cual se remite, es la misma encar- nación. Por lo demás, todo cuanto vamos a decir es una confirmación de la verdad de este estadio inicial de la maternidad espiritual de María.

Fundamentos del hecho. Dos fundamentos señala el Pontífice de este hecho: uno más remoto, otro más próximo. El remoto lo expresa con estas palabras: «ut quae corpore erat nostri Capitis mater, spiritu facta esset eius membrorum omnium mater». Es decir, la raíz de la maternidad espiritual es la misma maternidad divina, de la cual aquélla es una exten- sión o prolongación. El fundamento próximo lo ha expresado poco antes, al decir que Cristo fué «iam in virgíneo gremio suo Ecclesiae Capitis digni- tate ornatum», y más arriba, cuando dice que «iam in útero Virginis Caput totius human ae familiae ¡est] constitutus». Esta doble declaración del Pon- tífice es de gran interés para conocer su mente* acerca de los sucesivos estadios por que pasó el Cuerpo místico de Cristo. Porque, si bien dedica la Encíclica a explicar el último y definitivo estadio, posterior a la reden- ción, «ea praesertim enucleando edisserendoque, quae ad militantem per- tinent Ecclesiam», como escribe al principio de la Encíclica, con todo, no sólo no desconoce, sino que positivamente afirma la existencia de un estadio primordial del Cuerpo místico, iniciado en la misma encamación del Re- dentor. Consiguientemente, concebida la maternidad espiritual de María en función del Cuerpo místico, es natural que al estadio primordial del Cuerpo corresponda el estadio inicial de la maternidad- Y si recordamos las afirmaciones explícitas y categóricas de Pío X, la mente de Pío XII no deja lugar a la más ligera duda.

Naturaleza de esta maternidad. Ahondando o precisando algo más, podemos concluir de lo dicho que este primer estadio de la maternidad espiritual de María fué como la concepción del Cuerpo místico de Cristo. En este sentido son decisivas las declaraciones de Pío X, antes transcritas. Y aun prescindiendo de ellas, el mismo Pío XII, al afirmar que en el seno virginal fué el Salvador «Caput totius humanae familiae constitutus» o «Ecclesiae Capitis dignitate ornatum», afirma por el mismo caso la pri- mera formación o constitución del Cuerpo místico. En efecto, a esta se- gunda expresión precede inmediatamente la declaración de que la Virgen «consensit loco totius humanae naturae, ut quoddam spirituale matrimo- nium Ínter Filium Dei et humanam naturam haberetur» ; el cual matrimonio, como repetidas veces enseña Santo Tomás (^), de quien son estas palabras, y

(*) Cfr. La Mediación universal de la Virgen en Santo Tomás de Aquino Bil- bao, 1924.

33

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MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

con él toda la tradición, se verificó en el tálamo del seno virginal, y no es otra cosa que la unión de los hombres con Cristo o la primera formación de su Cuerpo místico, en conformidad con las enseñanzas de San Pablo, quien en el pasaje clásico de su Epístola a los Efesios (5, 23-32) emplea como indiferentes o como significativas de una misma realidad las dos imágenes del Cuerpo y de los desposorios. Por consiguiente, la mater- nidad espiritual de la encarnación es la concepción del Cuerpo místico de Cristo, que es el primer estadio de la maternidad.

ÍNDOLE ESPIRITUAL DE ESTA MATERNIDAD. El nombre mismo de ma- ternidad espiritual, que ya se ha hecho corriente, expresa esta espiritua- lidad. Pero aquí hay que reaccionar contra la aprensión de que el califi- cativo de «espiritual» sea un atenuante de la maternidad: como si «espi- ritual» se opusiese a «real». Recuérdense las palabras terminantes del divino Maestro: «Spiritus est qui vivificat: caro non prodest quidquam; verba ego locutus sum vobis, spiritus et vita sunt» (loh. 6, 63). Lo «espi- ritual» se contrapone a «material» o «físico» ; pero en su orden es tan real y propio como lo físico o lo material en el suyo. Dice el Pontífice: «ut, quae corpore erat nostri Capitis mater, spiritu facta esset eius membrorum omnium mater», María, pues, respecto de los hombres es «Mater spiritu», en frase de San Agustín, repetida por Pío X y ahora por Pío XII. Asegu- rada ya la propiedad de la expresión, investiguemos su íntima realidad.

A nuestro juicio, bajo dos aspectos o por dos motivos puede decirse que María es Madre nuestra «spiritu»: uno por parte de la causa o prin- cipio, y otro por parte del efecto o del término. Por parte del principio, María fué constituida Madre nuestra, lo mismo que Madre del Hijo de Dios, por la acción fecundante del Espíritu Santo. Todo el linaje humano, no menos que el Hijo de Dios en cuanto hombre, fué concebido en el seno virginal por obra del Espíritu Santo. Aquel carácter representativo, en virtud del cual, como afirma el Pontífice con Santo Tomás y con la tra- dición cristiana, María dió su asentimiento a la embajada del ángel «loco totius humanae naturae», fué como la espiritual fecundación, obrada en ella por el divino Espíritu en orden a concebir en su seno a toda la huma- nidad incorporada al Hijo de Dios humanado. Y de parte del término, María fué Madre nuestra «spiritu», por cuanto la concepción y la incor- poración de los hombres en el Cuerpo místico de Cristo tenía por objeto la comunicación o infusión del Espíritu divino a todos los miembros en virtud de su incorporación a la Cabeza.

Maternidad de generación. Se ha discutido mucho sobre el nombre que debía darse a la maternidad espiritual de María. Por lo dicho creemos

APÉNDICE II

515

que le cuadra perfectamente la denominación de maternidad de generación espiritual. Si María nos concibió en su seno espiritualmente, y si esta espiritualidad de la concepción no implica o supone impropiedad, como antes hemos dicho, y si la concepción es el primer estadio de la generación, parece hay que concluir que la maternidad espiritual de María pueda y deba llamarse de generación espiritual. Confirma esta conclusión nuestra la significativa e insólita expresión del Pontífice, que apellida a María (íomnium membrorum Christi sanctissima Genitrix)'>. Si la expresión que ha usado anteriormente de aeius membrorum omnium mater» pudiera dar lugar a otra interpretación, en cambio la palabra «Genitrix» no puede entenderse sino en su sentido obvio de maternidad de generación. Y lo insólito de la expresión, que no es una frase hecha, es una confirmación y garantía de su propiedad.

El parto correspondiente a esta concepción lo hallaremos en la mater- nidad espiritual del Calvario.

2. Maternidad espiritual en el Calvario

Sobre el segundo estadio de la maternidad espiritual de María en el Calvario pocas palabras escribe el Romano Pontífice, -pero repletas de sentido y de enseñahza^ «... Ut spiritu facta esset, ob novum etiam doloris gloriaeque titulum, eius membrorum omnium mater». Indaguemos por partes su sentido.

Nuevo título de la maternidad. Comencemos por las palabras esen- ciales de la frase: «Facta ob novum titulum mater». La expresión ((facta mater» indica claramente que María en el Calvario no fué simplemente declarada o proclamada Madre de los hombres, sino también hecha o constituida madre, y esto por un título nuevo. Hubo, por tanto, en el Cal- vario un nuevo título, diferente de la encarnación, en virtud del cual María, ya Madre de los hombres, fué nuevamente constituida Madre suya. Ya Pío XI había expresado esta nueva institución o creación de la mater- nidad espiritual de María, cuando escribía: «(María Virgo, sub cruce Nati, omnium hominum Mater constituta» (16 jul. 1933).

Pero creemos que en esta afirmación pontificia se indica algo más, es decir, que esta maternidad del Calvario es como el parto espiritual. Ra- zonaremos nuestra conjetura. Parece claro que la maternidad del Cal- vario no es, ni puede ser, otra maternidad distinta e independiente de la de la encarnación. Tendríamos entonces dos maternidades: cosa algo

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nURÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

incoherente. Esto supuesto, parece natural que, siendo la maternidad de Nazaret como la concepción, sea la del Calavario como el parto corres- pondiente. En este supuesto, la expresión pontificia «ob novum titulum» lograría un sentido más propio y adecuado; sería, no otro título desligado del anterior ni totalmente diverso, sino que sería un nuevo título de la misma y única maternidad, por la novedad que tiene el parto respecto de la concepción. Lo que a continuación diremos confirmará nuestra con- jetura.

La maternidad fundada en la com-pasión. Dice el Pontífice: «ob novum doloris titulum». El nuevo título es título de dolor: que no es, ni puede ser otro que la com-pasión de María. Lo cual indica que la mater- nidad de María, si en Nazaret es una derivación o extensión de la encar- nación, en el Calvario es un efecto de su com-pasión. Este carácter dolo- roso de la maternidad del Calvario es una confirmación de lo que acaba- mos de indicar: que esta maternidad fué el parto doloroso de la nueva humanidad. Si los dolores del parto fueron para la antigua Eva una mal- dición de su prevaricación, para la Nueva Eva habían de ser la expiación de aquella prevaricación y principio de la regeneración himiana.

Maternidad gloriosa de la Corredentora. Añade el mismo Pontí- fice: «ob novum gloriae titulum». El nuevo título de la maternidad espi- ritual es además para María título de gloria, y esta gloria no es otra qutíi la de su calidad de Corredentora. Si la com-paíón Mariana es correden- ción, y si la corredención es para María tan gloriosa, tanto, que algunos no se atreven a concedérsela, hay que concluir que la maternidad espiritual, como es efecto y fruto de la com-pasión, es también, por el mismo caso, fruto y efecto de la corredención. Y en este sentido la maternidad espiri- tual del Calvario es una nueva confirmación de la corredención Mariana.

Este razonamiento nuestro es plenamente conforme a la mente del Ro- mano Pontífice. El cual varias veces en la misma Encíclica habla de la gloria de Cristo crucificado, no ya en el sentido de que la cruz sea prin- cipio de ulterior glorificación, sino que ella misma es gloria del Redentor. Habla, por ejemplo, del Hijo del hombre «in suum dolorum patibulum elato ibique clarificato», y antes había dicho: «cum clarificatus e crucei\ pependit». Esta unión de dolores y de gloria, esta gloria dolorosa del Redentor, nos indica que cuando el mismo Pontífice habla del nuevo título de la maternidad en el Calvario como de un título de dolor y de gloria, «ob novum doloris gloriaeque titulum», tiene en su pensamiento la gloria de la corredención Mariana, dolorosamente gloriosa también para María. Ya antes León XHI había significado esta conexión de la maternidad espi-

APÉNDICE n

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ritual con la correndención : «Virgo sanctissima... omnium est christia- norum Mater, quippe quos ad Calvariae montem inter supremos Redempto- ris cruciatus generavit» (15 ag. 1889); «quae tacta in nos caritate immensa ut susciperel filies, Filium ipsa suum ultro obtulit iustitiae divinae» (8 sept. 1894). Y Pío XI: «Virgo perdolens redemptionis opus cum lesu Christo participavit, et, constituta hominum Mater...» (2 febr. 1923). Es importante esta conexión para entender toda la verdad y profundidad de la maternidad espiritual de la Corredentora.

Maternidad en el espíritu. La índole espiritual, «spiritu mater», que San Agustín y Pío X habían reconocido en la maternidad de Nazaret, Pío XII la señala también, y más explícitamente, no sin alguna novedad, en la maternidad del Calvario. Esta nueva maternidad, este parto dolo- roso de la humanidad regenerada, es espiritual, como lo había sido la con- cepción, por cuanto el Espíritu Santo es su principio y su término.

Es su principio. Si, según el Apóstol, el Redentor se ofreció a mismo «por el Espíritu Santo» (Hebr. 9, 14), proporcionalmente también la Corredentora hubo de hacer su doble oblación, la del Hijo y de misma, guiada y movida por el Espíritu Santo. Y siendo esta oblación corredentiva la raíz y el título de la maternidad espiritual, de ahí que esta maternidad tenga por principio el mismo Espíritu Santo; que, al inflamar en ardores de divina caridad el Corazón de la Madre, sacaba en cierta manera a la luz de la vida la nueva humanidad que en él estaba encerrada.

Es también su término. Conforme a las enseñanzas de Cristo y de San Pablo, enseña el Pontífice en la misma Encíclica que el Redentor «pretiosae suae mortis hora Ecclesiam suam uberioribus Paracliti mune- ribus ditatam voluit». Y lo que se dice de la redención proporcionalmente se ha de entender de la corredención y de la maternidad espiritual, que es su derivación o complemento. Además, si los hijos de María nacen hijos de Dios, ya sabemos por San Pablo la conexión entre la filiación divina y la infusión del Espíritu Santo: «Quicumque enim Spiritu Dei aguntur, ii sunt filii Dei» (Rom. 8, 14); «Quoniam autem estis filii, misit Deus Spiritum Filii sui in corda vestra» (Gal. 4, 6). ¡Maravillosa har- monía de las obras de Dios! Como el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre, y el Espíritu del Hijo, y el Espíritu de los hijos adoptivos, así tam- bién, con la debida proporción, es el Espíritu de la Madre, y el Espíritu de los hijos espirituales: principio a la vez y término de la maternidad espiritual.

Madre de los miembros de Cristo. Es digno de notarse, finalmente, el término o fruto que señala el Pontífice en la maternidad espiritual de

518

MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

María. Llama a María dos veces «Madre de los miembros de Cristo»: «eius membrorum omnium mater», «omnium membrorum Christi sanctis- sima Genitrix». Esta manera de presentar los hijos espirituales de María, precisamente como miembros del Cuerpo místico de Cristo, si no es nueva respecto de la maternidad de Nazaret, lo es respecto de la maternidad del Calvario. Con ello nos presenta el Pontífice como homogéneos, ambos en función del Cristo místico, los dos estadios de la maternidad espiritual, la concepción y el parto. Esta manera de enfocar la maternidad espiritual, si por una parte la enaltece y glorifica, por otra parte hace resaltar su profunda unidad. Y en ello tenemos un nuevo argumento de que la ma- ternidad del Calvario no es una mera adopción, sino un nuevo estadio de la generación: el parto espiritual.

CONCLUSIÓN

Otras varias veces menciona el Pontífice en la Encíclica «Mystici Cor- poris», y siempre con singular amor, a la Virgen María. Una sola que» remos recordar, gloriosísima para la Madre de Dios. Llama el Pontífice a Cristo «Dei Beataeque Virginis Filiura»: expresión algo insólita, que, en medio de su sencillez, pone de relieve la excelsa gloria de la divina maternidad, por la cual María queda en cierto modo encumbrada a la categoría del Padre celestial en la generación del Unigénito Hijo de Dios. Mas prescindiendo de otras expresiones particulares, terminaremos con algunas observaciones de carácter más general.

Primeramente, al declarar el Pontífice las glorias de María a la luz y como en función del Cuerpo místico de Cristo y de la doctrina que sobre él nos da San Pablo, confirma espléndidamente el sentir de los que creen y esperan que los nuevos progresos de la Mariología sólo podrán alcan- zarse, cuando se la estudie a la luz del Cuerpo místico de Cristo y de la Teología de San Pablo. En especial la corredención Mariana y la mater- nidad espiritual no pueden entenderse en toda su amplitud y profundidad, si no se las considera dentro del Cuerpo místico de Cristo conforme al luminoso pensamiento del Apóstol.

En el pasaje que hemos estudiado habla el Pontífice de la corredención Mariana y de la intercesión actual, pero sin relacionarlas explícitamente. Antes, empero, al hablar de Cristo, parece señalar el principio de esta conexión. Dice: «Sicut igitur primo incamationis momento, Aeterni Pa- Iris Filius humanam naturam sibi substantialiter unitam Sancti Spiritus

APÉNDICE II

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plenitudine omavit, ut aptum divinitatis instrumentum esset in cruento Redemptionis opere: ita pretiosae suae mortis hora Ecclesiam suam ube- rioribus Paracliti muneribus ditatam voluit, ut in divinis Redemptionis fructibus impertiendis validum evaderet incarnati Verbi instrumentum, numquam utique defuturum». Con esto enseña el Pontífice que la distri- bución de los frutos de la redención, que Cristo reparte por la acción instrumental de la Iglesia, es efecto o derivación de la misma redención. La redención, por tanto, es el principio y fundamento de la distribución o dispensación de las gracias de parte del Redentor. Analógicamente, pues, es lícito concluir que también la corredención es el principio y fun- damento de la dispensación Mariana de las gracias, que, si no se apoya y radica en la corredención, no tiene explicación adecuada. La dispensa- ción, por tanto, postula la corredención.

Por fin, merece notarse que hablando el Pontífice de los miembros del Cuerpo místico de Cristo, y presentando precisamente las prerrogativas de María en función del Cuerpo místico, nunca coloca a María dentro de la categoría de sus miembros. Estrechísima es, sin duda, la relación de María con el Cuerpo místico, pero es relación de maternidad. No otra señala el Pontífice en toda su Encíclica. En virtud de esta posición de María respecto del Cuerpo místico y de sus miembros, parece ociosa la cuestión sobre el lugar que a María corresponde dentro del Cuerpo místico: si ha de llamarse Cabeza o Corazón. Creemos, y así parece insinuarlo el Pontífice, que María no es propiamente ni la Cabeza ni el Corazón del Cuerpo místico, sino su Madre. «Eius membrorum omnium mater», «omnium membrorum Christi sanctissima Genitrix», la apellida el Pontífice, y nada más: Madre, que en Nazaret concibió en su seno virginal a la Cabeza divina junto con todos sus miembros humanos; Madre, que en el Calvario dió a luz con parto doloroso al Cristo integral. Con esto se verifica el gran principio de la singularidad transcendente, maravillosa- mente expresado por San Alberto Magno: <(Beatissinia Virgo non cadit in numerum cum aliis: quia non est una de ómnibus, sed est una super omnesn (Marial. resp. ad qq. 70-80). No es un miembro particular, sino la Madre de todos los miembros, como lo es de su divina Cabeza.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Como la ley de la brevedad, que forzosamente nos hemos impuesto, ha impe- dido dar mayor extensión a muchos puntos importantes, creemos oportuno remi- tirnos a otros escritos, en que estudiamos con mayor amplitud o desde diferente punto de vista muchos de ios problemas discutidos en el libro. Los distribuímos por orden lógico en cuatro series. Las subdivisiones que señalamos, indican sufi- cientemente a qué parte del libro se refieren.

1. ESTUDIOS BÁSICOS O PRELIMINARES

El pensamiento generador de la Teología de San Pablo.

Introducción: el Misterio en San Pablo. Metodología.

I. Idea inicial en el Misterio: la solidaridad de justicia «en Cristo», Elemento real: la justificación.

Elemento modal: el principio de solidaridad. Elemento personal: Jesu-Cristo.

II. Desenvolvimiento de la idea inicial en la Economía del Misterio. L Período de preparación: la Promesa y la Ley.

2. Momento decisivo: la misión y muerte del Redentor, Segundo Adán.

3. Expansión de la justicia de Dios sobre la humanidad justificada.

A. «En Cristo Jesús».

B. Sacramentos.

C. La justificación formal.

D. Fe, esperanza y caridad.

E. La vida moral.

F. La vida eterna. Gregorianum, 19 (1938), 210-262.

El Dogma de la Redención en las Epístolas de San Pablo.

I La redención por Jesu-Cristo.

1. La redención en sus elementos esenciales.

A. Esclavitud previa del hombre.

B. Redención o liberación de la esclavitud.

C. El precio del rescate.

522

MARÍA, tlEDUDORA UNIVERSAL

2. El sacrificio del Redentor, acto de nuestra redención.

A. Relieve de la muerte, sangre y cruz del Redentor.

B. El sacrificio de la cruz.

3. Significación real o efectos formales de la redención.

A. Justificados por la sangre de Cristo.

B. Reconciliados con Dios.

Conclusión: la idea de mediación contenida en la redención. II. La redención «en Cristo Jesús».

1. Enunciado del Misterio.

2. La sustitución penal.

3. El principio de solidaridad.

A. El principio en mismo.

B. Solidaridad en el pecado.

C. Solidaridad en la muerte.

D. Solidaridad en la justicia.

E. El principio de solidaridad en los conceptos de rescate, sacrificio reconciliación.

Conclusión: concepción sintética de la redención en Rom. 3, 21-26. Estudios Bíblicos, nueva serie, 1 [1941], 357-403, 517-541.

El Cuerpo Místico de Cristo en San Pablo.

I. Manera común de concebir el Cuerpo místico.

II. La encarnación, principio y momento inicial del Cuerpo místico.

1. La Doctrina de San Pablo.

2. Doctrina de la tradición.

3. Concepto teológico de la solidaridad.

III. Concepción más comprensiva del Cuerpo místico.

1. Proceso evolutivo en la formación del Cuerpo místico.

2. Diferencia^ esenciales entre los dos estadios del Cuerpo siístico.

3. Conexión entre los dos estadios del Cuerpo místico. Estudios Bíblicos, 2 [1943], 249-277; 449-473.

Metodología de investigación en la Mariología.

I. Fijación del objetivo o enfoque de los problemas.

II. Conocimiento de las fuentes.

III. Modo científico de utilizar la? fuentes o investigación de su contenido. Revista Española de Teología, 3 [1943], 31-58.

2. ESTUDIOS DE MARIOLOGÍA BÍBLICA

Universalis B. Virginis mediatio ex proto-Evangelio demonstrata.

I. Quaestiones praeviae.

II. «Mulier», Mater Seminis.

III. Universalis mediatio ex Proto-Evangelio demonstrata.

1. Cooperatio in humana reparatione.

2. Spiritualis seminis maternitas. Gregorianum, 5, [1924], 569-583.

El capítulo xii del Apocalipsis y el capítulo ¡ii del Génesis.

I. El Apocalipsis a la luz del Génesis.

II. El Proto-Evangelio a la luz del Apocalipsis.

1. María, Madre de Dios y Virgen.

2. Inmaculada Concepción y exención universal de pecado.

3. Madre espiritual de los Santos y Corredentora de los hombres. Estudios Eclesiásticos, 1 [1922], 319-336.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

523

Proto-Evancelii Mariologia Pauli Soteriolocia illustrata, confirmata et aucta. Pars I. Fundamenta. Cap. I. Fontes,

Art. 1. Proto-Evangeliiim.

Art. 2. Cluistus, Novus Adam, veteri oppositus. Cap. II. Principia et methodus. Pars. II. Principii fundamentalis applicationes. Cap. I. Mariae divina maternitas et virginitas.

Art. 1. Divina maternitas.

Art. 2. Divinae Matris virginitas. Cap. II. Mariae sanctificatio.

Art. 1. Mariae Conceptio Immaculata.

Art. 2. De Mariae debito contrahendi peccati originalis.

Art. 3. Mariae immunitas a peccatis actualibus.

Art. 4. Gratiae plenitudo. Cap. III. Privilegia divinam matemitatem consequentia.

Art. 1. Maternitas spiritualis.

Art. 2. Hominum Corredemptrix.

Art. 3. Mediatrix universalis.

Art. 4. Anticipata resurrectio et Assumptio. Komae, 1920 (Folia lithographica).

De B. Vircine universali gratiarum mediatrice.

Proto-Evancelii mariologica significatio, Paulinae doctrinae lumine illustrata.

I. «Novae Mulieris» universalis mediatio.

1. Maria, «Nova Mulier».

2. «Secundae Hevae» mediatio.

II. Corredemptricis mediatio universalis.

1. Maria Corredemptrix.

2. Corredemptricis mediatio universalis.

III. Matris hominum spiritualis universalis mediatio.

1. Mariae maternitas spiritualis.

2. Spiritualis Matris mediatio universalis. Barcinone, 1921.

Los fundamentos de la Mariolocía en las Epístolas de San Pablo: El Proto- Evangelio estudiado a la luz de la Teología de San Pablo.

I. María «Segunda Eva».

II. Aplicaciones del principio fundamental a las prerrogativas de la «Segunda Eva».

1. Maternidad y virginidad.

2 . Santificación de la «Segunda Eva».

3 . Prerrogativas consecuentes.

A. Maternidad espiritual y universal.

B. María Corredentora.

C. Medianera universal.

D. Resurrección anticipada y Asunción. 'Conclusión: María en el universo.

Estudios Eclesiásticos, 2 [1923], 79-93, 134-151; 3 [1924], 38-30.

Pauli doctrina de Christi mediatione, Mariae mediationi applicata.

I. Christi mediatio.

1. Dúplex -Salvatoris actio.

2. Redemplio et intercessio, dúplex mediatio.

3. Intercessionis nexus cum redemptione.

II. Mariae mediatio Christi mediationi analogice respondens.

1. Corredemptionis et intercessionis distincta significatio.

2. Corredemptio dicenda est mediatio.

3. Corredemptio, intercessionis basis? Marianum.

524

maiu'a, mediadora universal

Un texto de San Pablo (Gal. 4, 4-5J interpretado por San Ireneo.

I. Exégesis interna del texto.

II. Interpretación de San Ireneo. Estudios Eclesiásticos, 17 [1943], 145-181.

Spiritualis B. Mariae V. Maternitas «In Christo Iesum B. Pauli documentis comprobata.

Verbum Domini, 3 [1923], 307-310.

«Mujer, he ahí a tu Hijo»: Maternidad de María para con todos los hombres según San Juan, xix, 26-27. <

I. María, Madre de Juan.

II. María, Madre espiritual.

III. Maternidad universal.

1. Análisis verbal del pasaje evangélico.

2. Contexto próximo.

3. Contexto remoto.

4. Contexto teológico. Estudios Eclesiásticos, 1 [1922], 5-18.

«Mulier, ecce Filius tuus»: Spiritualis et universalis B. Vircinis maternitas EX Verbis Christi morientis demonstrata.

1. Verba ipsa Christi morientis.

2. Contextus proximus.

3. Contextus remotus.

4. Loci paralleli.

Verbum Domini, 4 [1924], 225-231.

La Maternidad de María expresada por el Redentor en la Cruz.

I. El hecho de la maternidad espiritual.

II. En qué sentido se expresa la maternidad espiritual.

1. ¿Sentido literal o sentido típico? Teoría Antioquena.

2. ¿Promulgación o creación? Estudios Bíblicos, 2 [1942], 627-646.

El «Magníficat»: Su estructura lógica y su significación mariológica.

Introducción.

I. Estructura lógica.

II. Interpretación teológica. Conclusión.

Estudios eclesiásticos, 19 [1945], 31-43.

3. ESTUDIOS DE MARIOLOGÍA PATRISTICA

María mediatrix: Patrum veterumque scriptorum testimonia, in quibus «Media- tricis» titulus adhibetur.

I. Mediationis conceptus.

II. Testimonia recensentur.

III. Testimonia expenduntur. Brugis, 1929.

De Universal! B. Mariae V. mediatione metaphorica testimonia.

I. Testimonia patrística. 1. Aquaeductus.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

525

2. CoUum.

3. Via.

4. Porta.

II. Superiorum textuum theologica interpretatio.

1. Binae metaphorae Aquaeductus et Colli.

2. Binae metaphorae Viae et Portae. Marianum, 3 [1941].

La mediación universal de la «Secunda Eva» en la tradición patrística.

I. María es la «Segunda Eva».

II. Mediación universal de la «Segunda Eva».

1. Obra Salvadora de la «Segunda Eva».

2. Acción moral de la «Segunda Eva» en la reparación humana.

3. El principio de la inversión.

4. Maternidad espiritual y universal de la «Segunda Eva». Estudios Eclesiásticos, 2 [1923], 321-350.

«Tanquam sponsus procedens de thalamo suo» (Ps. 18,6).

Los desposorios de Cristo con la Iglesia iniciados en la encarnación. Estudios Eclesiásticos, 4 [1925], 59-73.

María, Maris Stella, universalis gratiarum mediatrix.

I. Traditionis testimonia.

II. Traditionis histórica evolutio et theologica interpretatio. Barcinone, 1927.

La Mariología en las Odas de Salomón.

I. La Oda XIX (6-10).

II. La Oda XXXIII (1-9).

Estudios Eclesiásticos, 10 [1931], 349-363.

S. IrENAEUS LuCDUNENSIS, universalis B. MaRIAE V. MEDIATI0NIS EGRECIUS PROPUCNATOR.

I. María, oboediens, universalis causa salutis.

II. María, spirítualis hominum Mater. Aralecta sacra Tarraconensia, 1 [1925], 225-241.

La mediación universal de María según San Ambrosio.

I. La Virgen María «Segunda Eva».

II. Mediación maternal de la «Segunda Eva». Gregorianum, 5 [1924], 25-45.

S. EpHRAEM, DOCTORIS SYRI, testimonia de UNIVERSALI B. MaRIAE V. MEDIATI0NE.

L Testimonia ex syriacis operibus deprompta.

1. Deiparae dignitas in V. T. oraculis praenuntiata.

2. Maria, Evae opposita, consors redemptionis.

3. Multiplex Maríae actio seu influxus in gratiam.

II. Testimonia ex graecis latinisque translationibus deprompta.

1. Excelsa Deiparae dignitas.

2. Maria, redemptionis consors.

3. Actualis mediatio.

Ephemerides Theologicae Lovanienses, 4 [1927], 161-179.

Concepto integral de la Maternidad Divina según los Padres de Éfeso.

I. Maternidad soteriológica.

II. Acción soteriológica derivada de la maternidad divina.

1. Corredención.

2. Acción soteriológica actual. Analecta sacra Tarraconensia, 7 [1931], 139-169.

526

MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Un notable marióloco armeno: San Grecorio de Narec. Revista Española de Teología, 1 [1941], 409-417.

«SiNCULARI TUO ASSENSU MUNDO SUCCURRISTI PERDITO».

I. Textus historia.

1. Historia litteraria.

2. Usus liturgicus.

II. Textus significatio.

1. Interpretatio litteralis.

2. Interpretatio theologica.

A. Consensionis momentum. ^

B. Consensionis proprietates.

C. Consensus, formalis corredemptio.

D. Consensus, formalis mediatio.

Conclusio: caelestis intercessio in corredemptione lundata. Marianum, 2 [1940], 329-351.

La mediación universal de la Santísima Virgen en las obras de San Alberto Magno.

I. La mediación de la Virgen en general.

1. Dignidad incomparable de la Madre de Dios.

2. La Virgen «Segunda Eva».

3. Figuras de la Virgen en el A. T.

4. Mediación universal.

5. Plenitud desbordante de la Gracia.

6. Patrocinio universal.

7. Múltiple intervención de la Virgen en el mimdo de la gracia.

II. La mediación de la Virgen en particular. i

1. Maternidad espiritual.

2. Cooperación en la obra de la redención.

3. Intercesión actual en los cielos. Gregorianuni, 7 [1926], 511-548.

La mediación universal de la Virgen en Santo Tomás de Aquino.

I. Principios teológicos de la mediación universal.

1. Eminencia única e incomparable de la Virgen.

2. Plenitud interna de la gracia.

3. La Virgen «Segunda Eva».

II. Plenitud desbordante de gracia

III. Medianera universal.

IV. La encarnación del Redentor, principio de la gracia.

1. Eficacia salvadora de la misma encamación.

2. Acción moral de la Virgen en la obra de la encamación.

3. Maternidad espiritual respecto de los hombres.

V. Intercesión actual y universal. Bilbao, 1924.

Universalis B. Mariae V. mediatio in scriptis Iohannis Gerson.

I. Universalis B. Virginis mediatio generaliter spectata.

1. Eminens Deiparae dignitas.

2. Mariae plenitudo gratiae in homines redundans.

3. Metaphorae variae mediationem significantes.

II. Universalis B. Virginis mediatio in specie considérala.

1. Mariae cooperatio in opere redemptionis.

2. Actiialis intercessio.

3. «Advócala nosfra».

4. Spirilualis hominum Mater, gratiarum Dispensatrix.

Gregorianum, 1 [1928], 242-268. ' ;

NOTA BIBLIOGRÁFICA

527

La mediación de la Virgen en los himnos medievales de la Iglesia Española. I. La mediación de la Virgen en general. L La Virgen «Segunda Eva».

2. Acción de la Virgen en la economía de la gracia.

3. Mediación.

IL La mediación de la Virgen en particular.

1. Maternidad espiritual.

2. Cooperación en la obra de la redención.

3. Intercesión actual.

Correo Josefino, 28 [1924], 23-27, 41-44.

La mediación universal de la Santísima Virgen en las Encíclicas de León xiii.

Introducción: el planteamiento del problema.

I. La Virgen María, Medianera universal.

II. Maternidad espiritual de la Virgen Medianera.

III. Corredentora.

IV. Dispensadora de todas las gracias.

V. Intercesión actual.

Estrella del Mar, 4 [1923], 599-600, 615, 645, 663, 694-695. Barcelona, 1925.

La mediación universal de la Virgen María en la Encíclica de Pío X «Ad diem

ILLUM».

I. La mediación de la Virgen en general.

II. Elementos principales o aspectos diferentes de la mediación.

1. Maternidad espiritual.

2. Cooperación de María en la redención de los hombres.

3. Intervención de María en la dispensación de la gracia.

4. Perenne intercesión de la Virgen en los cielos. Estrella del Mar, 4 [1923], 727, 741, 775, 807.

La MEDIACIÓN UNIVERSAL DE LA ViRGEN EN LOS OTROS DOCUMENTOS DE PÍO X.

I. De la mediación de la Virgen en general.

1. Asociación de María a Jesús en la economía de la gracia.

2. María, Medianera universal.

3. Dispensadora de todas las gracias.

II. De la mediación de la Virgen en particular.

1. Madre espiritual de los hombres.

2. Cooperadora con Jesús a la obra de la redención.

3. Intercesión actual y universal. Estrella del Mar, 5 [1924], 645-646,^674-675.

La MEDIACIÓN UNIVERSAL DE LA ViRGEN EN LAS ENCÍCLICAS Y DEMAS DOCUMENTOS DE

Benedicto XV.

I. De la mediación de la Virgen en general.

1. La Virgen, Medianera universal de las gracias.

2. La Virgen Dispensadora de todas las gracias.

3. Patrocinio universal.

II. De la mediación de la Virgen en particular.

1. Maternidad espiritual.

2. Corredentora de los hombres.

3. Intercesión actual. Estrella del Mar, 4 [1924], 132, 164.

La mediación universal de la Virgen en los primeros documentos de Pío XI. Estrella del Mar, 5 [1924], 228.

528

^UItÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Origen y desenvolvimiento de la devoción al Corazón María en los Santos Padres y escritores eclesiásticos.

Introducción.

I. Testimonios de la tradición relativos al Corazón de María.

1. Santos Padres y escritores orientales.

2. Santos Padres y escritores latinos.

II. Desenvolvimiento histórico de la devoción al Corazón de María.

1. Base bíblica.

2. Edad patrística. 4. Edad media.

4. Edad moderna.

III. Interpretación de los textos y síntesis doctrinal.

1. Significado de la palabra corazón.

2. Interpretación teológica de los textos.

a) El Corazón de la Corredentora en la anunciación, 6) El Corazón de la Corredentora en el Calvario.

c) El Corazón de la Madre espiritual

y Dispensadora de todas las gracias.

d) Primeras manifestaciones de la devoción al Corazón de María. Conclusión.

Estudios Marianos, 4 [1945], 59-172.

4. ESTUDIOS DE MARIOLOGÍA ESPECULATIVA

Los principios mariolócicos.

Introducción: necesidad de los principios en la Mariología.

I. Método para determinar los principios mariológicos.

II. Determinación y clasificación de los principios.

1. Principios derivados por análisis directo.

A. Maternidad divina y soteriológica.

B. Solidaridad.

C. Recirculación.

D. Asociación.

2. Principios derivados por reflexión ulterior.

A. Singularidad transcendente.

B. Principios derivados del anterior:

a) el de los límites (respecto de Dios),

b) el de analogía (respecto de Cristo),

c) el de eminencia (respecto de los santos). '

C. Principio de conveniencia.

Conclusión: principios constructivos y principios directivos; el axioma primario de la Mariología. Estudios Marianos, 3 [1944], 11-33.

La economía de la recirculación y el principio fundamental de la mariología.

I. El principio de la recirculación.

1. Textos de la tradición.

2. Análisis de los textos precedentes.

3. Naturaleza íntima del principio de la recirculación.

II. El axioma primario de la Mariología.

1. Exclusión del principio de recirculación.

2. ¿Un principio o dos principios?

3. Fórmula más apta del principio primario. Las Ciencias, 1941.

NOTA BIBLIOCRÁnCA

529

SÍNTESIS ORGÁNICA DE LA MARIOLOGÍA EN FUNCION DE LA ASOCIACIÓN DE MaRÍA A LA OBRA REDENTORA DE JeSU-CrISTO.

Introducción.

1. Historia de la moderna Mariología científica..

2. Principios de metodología mariológica.

I. El principio de asociación.

II. Aplicación del principio a las verdades mariológicas.

1. Verdades definidas:

A. Maternidad divina.

B. Virginidad perpetua.

C. Concepción Inmaculada.

2. Verdades no definidas:

A. Santidad personal.

B. Asunción corporal.

C. Culto de hiperdulía.

D. Mediación universal. Madrid, 1929.

Posición transcendente y actuación universal de María en el mundo de la gracia. Introducción.

I. Posición transcendente.

1. Maternidad divina y virginal.

2. Santidad incomparable.

3. Glorificación suprema.

4. Realeza y señorío. Conclusión. ^

II. Actuación universal. Preliminares.

1. Maternidad espiritual.

2. Corredención Mariana.

3. Dispensación universal de la gracia. Conclusión.

Barcelona, 1945.

Mediación de Madre o la mediación universal como actuación de la maternidad DE María.

Introducción.

I. Mediación universal de la Madre de Dios.

1. La Madre de Dios, Medianera universal.

2. La Madre del Redentor, Medianera universal. tf

II. Mediación universal de la Madre de los hombres.

1. María, Madre espiritual de los hombres.

2. Verdad y carácter maternal de la mediación universal.

III. María, Madre de la familia universal de Dios Padre.

1. La familia de Dios.

2. María, como Madre de la familia de Dios, Dispensadora de la gracia. Conclusión: el «Misterio» de María.

Covadonga, 1927.

Los GRANDES PROBLEAUS DE LA CoRREDENClÓN MaRIANA.

I. Redención y cooperación.

1. Diferentes aspectos de la redención.

2. Naturaleza y propiedades de la cooperación.

II. Modos posibles de la corredención Mariana.

1. Cooperación de simple eficiencia: consentimiento virginal, perspectivas de cruz, solidaridad del Redentor con los hombres, maternidad espiritual.

34

530

MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

2. Cooperación inmediata con inmediación de contacto: mérito, salisíacción, sacrificio, rescate, solidaridad, maternidad espiritual. Estudios Eclesiásticos, 16 [1942], 187-219.

B, V. María, uominum co-redemptrix.

I. Nihil obstat quominus Co-redemptricis titulus B. Virgini tribtiatiir.

1. Quaestio realis.

2. Quaestio nominalis.

II. Traditionis testimonia.

1. Testimonia generalia.

2. B. Virgo, redemptionis adiutrix.

3. B. Virgo "hominum redemptio» nunciipata.

4. B. Virgo hominum vocata «Redemptrix».

5. B. Virginis partes in pretio redemptionis solvendo.

6. María «Co-redemptrix». Conclusio.

Gregorianum, 6 [1925], 537-579.

El hecho de la corredención o la corredención Mariana generalmente considerada.

I. Antecedentes de la cuestión o preliminares.

1. Método de investigación.

2. El estado de la cuestión.

II. Verdad de la corredención generalmente considerada.

1. Examen de los documentos.

2. Razones teológicas.

A. Razones en pro: maternidad divina, transcendencia singular de María, el principio de asociación, el principio de recirculación.

B. Razones en contra: unidad de Redentor, imidad de la redención. Revista española de Teología, 1 [1941], 681-729.

Deiparae virginis consensus, corredemptionis ac mediationis flndamemum.

I. . Scripturae ac traditionis documenta, virgineae consensionis salutarem vim

significantia.

II. Documentorum theologica interpretatio.

1. Theologicae notiones documentorum interpretationi applicandae.

2. Virgineae consensionis efficacitas salutaris generaliter concepta.

3. Virgineae consensionis actio saluaris specifice considérala:

A. Corredemptio.

B. Principium concociationis. Matriti, 1942.

Orden en que han de concebirse maternidad, corredención y oficio de dispensar las gracias.

I. Conceptos precisos de maternidad, corredención y dispensación.

1. Doble maternidad: divina y espiritual.

2. Corredención.

3. Dispensación de las gracias.

II. Relaciones de prioridad y dependencia entre estos conceptos.

1. Bases o principios de solución.

2. Aplicación de estos principios. Estudios Marianos, 1 [1942], 103-165.

El Corazón de la Madre de Dios y CorredentoRa db los hombres. Introducción.

I. Madre de Dios y Corredentora de los hombres.

1. Madre de Dios.

2. Corredentora de los hombres.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

531

II. El Corazón de la divina Madre Corredentora.

1. La concepción espiritual del Hijo de Dios en el Corazón de María.

2. La com-pasión de María concentrada en su Corazón. Conclusión: un pasaje de San Francisco de Sales.

Barcelona, 1945.

Problemas fundamentales de la devoción al Inmaculado Corazón de María. Preliminares.

I. Objeto de la devoción.

1. Problemas secundarios.

2. Problemas principales.

II. Actos esenciales de la devoción.

1. Consagración.

2. Reparación. Conclusión.

Revista Española de Teología, 4 [1944], 93-125.

«María Reparadora». , Barcelona, 1939.

Redempta et corredemptrix (Difficultatis solutio).

I. Genericus redemptionis conceptus.

1. Prima solutio.

2. Secunda solutio.

3. Tertia solutio.

II. Specificus satisfactionis conceptus.

1. Prima solutio.

2. Secunda solutio.

3. Tertia solutio.

4. Ouarta solutio. Marianum, 2 [1940], 39-58.

«Cooperatio remota in ordine PHYsico ad obiectivam redemptionew). (Crisis sen- tentiae P. Lennerz).

I. Quaestionis status definitur.

II. Sententia proponitur ac definitur.

III. Argumenta expenduntur.

1. Demonstratio positiva.

2. Argumentatio eliminativa.

A. Virgineae consensionis necessitas.

B. Virginis oboedientia.

C. Consensus repraesentalivus. Analecta sacra Tarraconensia, 13 [1940], 5-45 (*).

(*) Con la esperanza de que acaso no sea inútil, completaremos la lista de los estudios mariológicos que hasta ahora hemos publicado.

ESCRITOS DE VULGARIZACIÓN

María. En la Enciclopedia universal ilustrada hispano-americana (Esoasat, vol. 33, 4-10.

María, Madre de gracia. Bilbao, 1923.

Catecismo popular sobre la mediación universal de María. Lérida. 1928. (Tra- ducido al francés, al portugués, al italiano, al catalán, al inglés y al alemán).

La mediación universal de la Santísima Virgen. I. Qué es la mediación uni- versal. II. Fundamentos teológicos de la mediación universal de la Santísima Virgen. III. Probabilidades de una definición dogmática. Barcelona, 1933.

MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Que la devoción a la Santísima Virgen Medianera de todas las gracias crezca de día en día. (Intención del Apostolado de la Oración, Mayo de 1928). El Men- sajero del Corazón de Jesús en las regiones andino-platenses, 1928, 452-467.

La mediación universal de la Santísima Virgen. Los problemas actuales de la Maríología. EcclesÍ3, 2, [1942, II], 783.

El Mensaje de Fátima y la consagración al Inmaculado Corazón de María. Bar- celona, 1943.

lina oleada religiosa actual: Fátima y el Mensaje de Nuestra Señora. Razón y fe, 128 [1943, II], 62-67.

Valor ascético de la devoción a María. Manresa, 14 [1942], 157-164.

La mediación de la Virgen en la poesía lírica castellana de Edad Media^ Estrella del Mar, 5 [1924], 406.

La mediación universal de la Virgen. Una comisión pontificia española. Estre- lla del Mar, 5 [1924], 328.

ESCRITOS PARA FOMENTAR LA PIEDAD

Nuevo mes de María... en el glorioso misterio de su mediación universal. Léri- da, 1932. (Traducido al alemán.)

Litaniae de B. V. María gratiarum omnium Mediatrice. Barcinone, 1925. (Tra- ducidas al castellano, al catalán, al italiano, al portugués, al francés, al inglés y al alemán.)

Deprecaciones a la Santísima Virgen María, Medianera de todas las gracias. Barcelona, 1925.

María Mediadora. Estampa y explicación (traducida al portugués).

ESCRITOS VARIOS

La Concepción Inmaculada anunciada y conjirmada en la Sagrada Escritura. I. En el Proto-Evangelio. II. En la salutación del ángel. Razón y fe, 55 [1919 III], 422-427.

uMariae» nomen in Cántico Zachariae. Verbum Domini, 4 [1924], 133-134. vQuod nascetur [ex te] sanctum vocabitur Füius Dei». Bíblica, 1 [1920], 92-94. Estudios eclesiásticos, 8 [1929], 381-392.

RECENSIONES DE OBRAS MARIOLÓGICAS

J. BiTTREMiEUx, De mediatione universali B. M. Virginis quoad gratias. Estudios eclesiásticos, 6 [1927], 218-223.

J. BiTTREMiEUx, Le sentiment de Saint Bonaventure sur l'lmmaculée Conception de la Sainte Vierge Marie. Estudios eclesiásticos, 8 [1929], 429.

G. Alastruey SÁNCHEZ, Maríología sive traclatus de beatissima Virgine Matre Dei. Revista española de Teología, 2 [1942], 379-381.

Gabriel M. Roschini, Maríología. I. Estudios eclesiásticos, 16 [1942], 279-281.

J. B. Terrien, La Madre de Dios y Madre de los hombres según los Santos Padres y la Teología. Revista española de Teología, 3 [1943], 407-408.

Ángel Luis, La realeza de María. Estudios eclesiásticos, 17 [1943], 561-563.

INDICE

Págs.

Prólogo 7

INTRODUCCIÓN METODOLÓGICA

I. Elementos materiales 14

II. Elementos formales 17

1. Principios 18

2. Hechos 23

3. Formalidades o verdades 23

PARTE PRIMERA: PRINCIPIOS Y HECHOS

Libro I. Principios

Introducción 29

Cap. i. Maternidad divina y soteriológica 34

Art. 1. Maternidad 35

§ 1. Carácter moral de la maternidad 35

§ 2. Actividades de la maternidad 36

§ 3. Fuerza asociativa de la maternidad 37

§ 4. Maternidad virginal 38

Art. 2. Maternidad divina j 39

§ 1. Excelencia de la divina Maternidad 39

§ 2. Actividad de la divina Maternidad 43

§ 3. Fuerza asociativa de la Maternidad divina 44

§ 4. Virginidad de la Maternidad divina 45

Art. 3. Maternidad soteriológica 46

§ 1. Dignidad de la Maternidad soteriológica 47

§ 2. Actividad soteriológica de la Maternidad 47

§ 3. Asociación y cooperación soteriológica de la Maternidad 48

§ 4. Virginidad soteriológica 49

Cap. II. El principio de solidaridad 50

Art. 1. Declaración del principio 50

§ 1. Solidaridad del Nuevo Adán con la humanidad 51

534

MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Pásrs.

? 2. La posteridad de Abralián concentrada en Cristo 52

§ 3. Solidaridad del Cristo místico 54

Art. 2. Parte activa de María en el principio de solidaridad 56

§ 1. Acción de María en la solidaridad del Nuevo Adán 56

§ 2. Acción de María en la solidaridad de la Descendencia de Abrahán... 61

Cap. III. El principio de recirculación 64

Art. 1. Concepto integral de la recirculación 65

Art. 2. Elementos diferenciales de la recirculación 66

Art. 3. Verdad del principio de recirculación 68

Art. 4. El principio de recirculación contraído a la Mariología 70

Cap. IV. El principio de asociación 72

Art. 1. Sentidp del principio 72

Art. 2. Verdad del principio 74

Cap. V. Singularidad transcendente 76

Art. 1. Significación de la singularidad transcendente 76

Art. 2. Demonstración por los principios 77

S 1. Maternidad divina y soteriológica 78

§ 2. Principio de solidaridad 84

§ 3. Principio de recirculación 86

§ 4. Principio de asociación 87

Art. 3. Comprobación por los hechos 88

§ 1. Singularidad 88

§ 2. Anticipación 89

Art. 4. ¿Participa María de la gracia ^capital»? 91

§ 1. María participó de la gracia «capital» 91

S 2. Naturaleza de la gracia «capital» de María 92

Conclusión 95

Escolio I. Síntesis de los principios mariológicos 97

Escolio II. La gracia de la Madre de Dios 93

I. La gracia de la divina maternidad 100

1. La maternidad divina es una gracia 100

2. Naturaleza de esta gracia 101

3. Eficacia santificante de la divina maternidad 103

II. La gracia santificante de María 106

1. Razón de ser de la gracia social de María 106

2. Valor demonstrativo de la gracia de María 108

3. Acción de la gracia soteriológica: ¿física o moral? 109

4. ¿Cómo denominar la gracia soteriológica de María? .'. 114

Cap. VI. Comprobación patrística de los principios mariológicos 119

Art. 1. Maternidad divina y soteriológica 121

Art. 2. El principio de solidaridad 124

§ 1. La solidaridad en el Redentor 126

A. Solidaridad de pecado 126

B. Solidaridad iniciada en la encarnación 145

S 2. Parte de María en la solidaridad 149

A. Carácter de universalidad 150

B. Carácter representativo 154

C. Acción de María, en la solidaridad de naturaleza 159

D. Acción de María en la solidaridad de pecado 168

Art. 3. El principio de recirculación 171

Art. 4. El principio de asociación 176

Art. 5. El principio de la singularidad transcendente 182

§ 1. El principio en general ... 183

§ 2. Prioridad de María en gozar los frutos de la redención 187

ÍNDICE

535

Págs.

Libro II. Hechos

Cap. i. Consentimiento virginal 201

Art. 1. Del consentimiento en general 202

§ 1. Naturaleza y variedades del consentimiento 202

§ 2. Causalidad moral del consentimiento 202

Art. 2. Del consentimiento de María 204

§ 1. Ambiente psicológico del consentimiento virginal ... 205

§ 2. Propiedades del consentimiento virginal 210

A. El acto del consentimiento 210

B. El objeto del consentimiento 212

C. Título personal que motivó el consentimiento 215

Cap. II. Compasión maternal 218

Art. 1. El hecho de la compasión 218

Art. 2. Singularidad de la com-pasión Mariana 218

Cap. III. Intercesión actual 228

Art. 1. Intercesión Mariana y providencia divina 229

Art. 2. Intercesión actual o deprecación celeste 230

Art. 3. Dispensación de las gracias 233

PARTE SEGUNDA: LOS PRINCIPIOS APLICADOS A LOS HECHOS Introducción 239

Libro I. Corredención

Sección I. Corredención en general

Cap. i. Preliminares 242

Art. 1. Declaración de los términos y estado de la cuestión 242

Art. 2. Ambiente soteriológico de la corredención Mariana 243

Cap. II. Demonstración de la corredención en general 244

Art. 1. Demonstración fundamental 244

§ 1. Por el principio de recirculación 245

§ 2. Por el principio de asociación 246

Art. 2. Demonstración complementaria 247

§ 1. Gracia «capital» de Maria 248

§ 2. Conexión entre la corredención y la intercesión actual 249

§ 3. Corredención y maternidad espiritual 251

§ 4. Oficios maternales con el Redentor 252

Sección II. Corredención en el consentimiento virginal

Introducción 253

Cap. I. Valor corredentivo del consentimiento virginal 258

Art. 1. Acción de Dios y de Cristo en la redención según San Pablo 259

Art. 2. Cooperación de María con la acción de Dios y de Cristo 262

§ 1. Cooperación con Dios 262

§ 2. Cooperación con Cristo 263

Cap. II. Elementos corredentivos del consentimiento 265

Art. 1. Cooperación del consentimiento en su objeto 265

Art. 2. Objeto del consentimiento virginal 266

536

MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Pég»-

Cap. III. El consentimiento como acto de obediencia 270

Art. 1. La obediencia de María contrapuesta a la desobediencia de Eva ... 270

Art. 2. La obediencia de María comparada a la obediencia de Cristo 273

Cap. IV. Consentimiento representativo 274

Introducción 274

Art. I. Consentimiento representativo de María 275

§ 1. Aspecto real 275

§ 2. Aspecto personal 277

Art. 2. Consentimiento representativo de María en orden a la solidaridad

del Nuevo Adán 279

§ 1. El Misterio de Cristo y el Misterio de María 280

§ 2. Conocimiento que alcanzó María del misterio de la solidaridad ... 281

Sección III. Corredención en la compasión maternal

Cap. i. Compasión Mariana generalmente considerada 285

Art. 1. Demonstración fundamental 285

Art. 2. Demonstración complementaria 288

§ 1. Por el principio de recirculación 288

§ 2. Por el principio de solidaridad 289

Cap. II. Compasión meritoria 288

Art. 1. Preliminares 290

§ 1. Nociones previas 290

§ 2. El problema de la com pasión meritoria 291

Art. 2. El hecho de la com-pasión meritoria 292

Art. 3. Dos modos de com-pasión meritoria 299

§ 1. Preliminares 299

§ 2. Com-pasión meritoria por apropiación de los méritos del Redentor ... 300

A. Naturaleza de la apropiación 300

B. El hecho o verdad de la apropiación 302

C. Valor redentivo de la apropiación 307

§ 3. Com-pasión meritoria por los méritos propios de María 307

A. El hecho de los padecimientos meritorios 307

B. Valor corredentivo de los padecimientos meritorios 310

Art. 4. Problemas ulteriores o subalternos 312

§ 1. Objeto de los méritos de María 312

§ 2. Cualidad de los méritos de María: ¿congruos o condignos? 313

A. Cuestión real 313

B. Cuestión verbal 314

Cap. III. Com-pasión satisfactoria 317

Art. 1. Preliminares 317

§ 1. Nociones previas 317

§ 2. El problema de la com-pasión satisfactoria 320

Art. 2. Valor corredentivo de la com-pasión satisfactoria 322

§ 1. Com-pasión satisf. por apropiación de la satisfacción del Red. ... 322

§ 2. Compasión satisfactoria por la satisfacción propia 323

Art. 3. ¿Satisfacción congrua o condigna? 324

Cap. IV. Com-pasión sacrifical 331

Art. 1. Preliminares 331

§ 1. Noción general de sacrificio 331

§ 2. El sacrificio de Cristo : 333

§ 3. El problema de la com-pasión sacrifical 336

Art. 2. Inmolación sacrifical 337

§ 1. Inmolación apropiada 337

§ 2. Inmolación propia 340

Art. 3. Oblación sacerdotal 341

§ 1. Sacerdocio de María 341

ÍNDICE 537

Págs

A. Estado de la cuestión 341

B. Naturaleza del sacerdocio Mariano 343

§ 2. Santidad sustancial y consagración de María 345

A. Esta doble prerrogativa en Cristo 346

a) Santidad sustancial 346

b) Consagración sacerdotal 349

B. Participación de María en esta doble prerrogativa de Cristo 350

a) En la santidad sustancial 350

b) En la consagración sacerdotal 351

Cap. V. Compasión corredentiva por vía de rescate 354

Art. 1. Preliminares 354

Art. 2. Doble título de cooperación en el rescate 356

Cap. VI. La «Mujer» del Apocalipsis, Madre dolorosa del Redentor crucificado 358

Art. 1. María es la «Mujer» del Apocalipsis 359

§ 1. Textos bíblicos referentes a la generación del Mesías 360

§ 2. Interpretación de los textos citados 363

Art. 2. Maternidad dolorosa y corredentiva de la «Mujer» 367

Sección IV. Examen de las objeciones contra la CorredencióIm

Cap. i. Objeciones generales 370

Art. 1. Unidad del Redentor 370

Art. 2. Unidad de la redención: redimida y Corredentora 372

Cap. II. Objeciones particulares 377

Art. 1. Objeciones relativas al consentimiento virginal 377

§ 1. Contra su eficacia inmediata 378

§ 2. Contra su índole soteriológica 379

§ 3. Contra su valor moral 380

§ 4. Contra su carácter representativo 381

Art. 2. Objeciones relativas a la com-pasión 382

§ 1. Contra su valor meritorio 382

§ 2. Contra su índole sacrifical o sacerdotal 384

Libro II. Maternidad espiritual

Cap. I. Preliminares 386

Art. 1. Noción de la maternidad espiritual 386

Art. 2. Problemas y método 387

Cap. II. El doble hecho de la maternidad espiritual 388

Art. 1. Maternidad espiritual en la encarnación 388

Art. 2. Maternidad espiritual en el Calvario 391

Cap. III. Naturaleza de la maternidad espiritual 397

Art. 1. Maternidad de generación moral 393

§ 1. Nociones previas 393

§ 2. Propiedad de la generación moral 394

§ 3. Maternidad espiritual, maternidad de generación 396

Art. 2. Maternidad espiritual y Corredención 399

§ 1. En Nazaret 400

§ 2. En el Calvario 403

§ 3. Conclusión: mirada de conjunto 405

Libro III. Intercesión actual 409

Cap. I. Deprecación 410

Art. 1. El hecho y el oficio de la deprecación 410

§ 1. El hecho de la deprecación 410

§ 2. El oficio de la deprecación 411

538

MARÍA, MEDIADORA UNIVERSAL

Págt.

Art. 2. Propiedades características de la deprecación Mariana 412

§ 1. Preliminares 412

§ 2. Demonstración 414

Cap. II. Dispensación de las gracias 417

Art. 1. Realeza de María 418

§ 1. Preliminares 418

§ 2. Propiedad de la realeza de María 418

A. Dignidad regia 418

B. Potestad regia 420

§ 3. Modalidad especial de la realeza de María 422

§ 4. El Reino de María 423

§ 5. El reinado de María 424

Art. 2. Actuación regia y maternal 425

Libro IV. Mediación universal 427

Cap. I. Concepto de la mediación 427

Art. 1. Dos formas diferentes de mediación 427

Art. 2. Concepto genérico de la mediación 429

Cap. II. Mediación de María 431

Art. 1. La Corredención es verdadera mediación 432

§ 1. Importancia de esta verdad 432

§ 2. Demonstración de esta verdad 433

A. Demonstración general 433

B. Demonstración particular 435

Art. 2. La maternidad espiritual y la dispensación como mediación 436

Conclusión 437

APÉNDICE I

Las grandes verdades hariolócicas confirmadas por el testimonio

DE LOS romanos PONTÍFICES

Introducción 445

L Corredención Mariana 447

1. Testimonios generales 447

2. Testimonios que vinculan la Corredención al consentimiento virginal... 449

3. Testimonios que vinculan la Corredención a la com-pasión de María ... 453

A. Progreso doctrinal 453

B. Síntesis de la doctrina pontiñcia 463

II. Maternidad espiritual 469

1. El hecho de la maternidad espiritual 469

2. La maternidad espiritual iniciada en la encarnación 470

3. La maternidad espiritual completada en el Calvario 471

III. Intercesión actual 478

1. Oración celeste de María 478

A. Valor singular de la intercesión Mariana 479

B. Universalidad de la intercesión Mariana 481

C. Determinación particular de la intercesión de María 484

2. Dispensación de las gracias 485

A. Administración de las gracias 485

B. Patrocinio 486

C. Plenitud desbordante de gracia 488

IV. Mediación universal 489

1. Testimonios pontificios 490

2. Interpretación teológica de los testimonios 492

íiNDICE 539

Págs.

APÉNDICE II

La Mariolocía de la encíclica «Mystici Corporis» de Pío XII

I. Integridad mariológica 495

II. Corredención Mariana 501

1. La doble oblación de María 501

2. Triple disposición de María en su oblación 506

A. Inmunidad de todo pecado 506

B. Asociación de la Madre a la oblación del Hijo 508

C. Actuación de María en calidad de «Segunda Eva» 509

III. Maternidad espiritual 511

1. Maternidad de generación espiritual en la encarnación 512

2. Maternidad espiritual en el Calvario 515

■Conclusión: María, Madre de todos los miembros de Cristo 518

Nota bibliográfica.

521

1

DEL MISMO AUTOR

OBRAS BÍBLICAS

La Biblia y el Cristianismo (^)

El Sermón de la Cena ( -)

El Evangelio de la Pasión (-)

Jesús: Estudios cristológicos (^)

Bienaventuranzas Eucarísticas (^)

San Pablo, Maestro de la Vida espiritual (^)

De Getsemaní al Calvario (^)

Dominicales evangélicas (*)

Epístolas dominicales (*)

Homilías evangélicas sobre las principales festividades de J.-C. N. S., de la Sma. V. María y del Patricarca San José {*)

Jesu-Cristo Rey ( *)

Las Epístolas de San Pablo: texto de la Vulgata latina cotejado con el griego y versión del texto original acom- pañada de comentario (^)

Las Epístolas de San Pablo: versión del texto original acompañada de comentario (^)

Los soldados, primicias de la gentilidad cristiana (^)

Evangeliorum Concordia: quattuor D. N. lesu Christi Evan- gelia in narrationem unam redacta, temporis ordine disposita (^)

El Evangelio de N. S. Jesu-Cristo (^)

Novi Testamenti Bibua graeca et latina (^)

El Evangelio de San Mateo, traducido del griego y co- mentado. (En prensa I.

OBRAS MARIOLÓGICAS María, M.\dre de gracia {*)

La Mediación universal de la Virgen en S.anto Tonlís DE Aqüino o

Catecismo popular sobre la Mediación universal de María ('i

Nuevo Mes de María ( ' )

El Mensaje de Fátima v la Consagración al In"maculado Corazón de María {'")

Deiparae Virginis consensus, Corredemptionis ac Me- diationis fundamentum {^)

Origen y desenvolvimiento de la devoción al Corazón DE María en los Santos Padres y escritores eclesiásticos (^)

Posición transcen-dente y actuación universal de Ma- ría en el mundo de la gracia (^)

O Barcelona, Librería Religiosa.

(-) Barcelona, Librería Católica Pontificia.

(3) Barcelona, Tipografía Católica Casáis.

(*) Bilbao, El Mensajero del Sagrado Corazón de Jesiít.

(*) Barcelona, Editorial Balmes.

(*) Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

C) Lérida, Pontificia y Real Academia BibHográfíco-mariana.

TERMINOSE LA IMPRESION DE ESTE TRATADO EN LA TIPOGRAFÍA EMPORIUM, S. A., DE LA CIUD-U) DE BARCELONA, EL DÍA 16 DE MAYO DE 1946.