ESTUDIOS BIOGRÁFICOS

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OBRAS COMPLETnS

DE

DIEGO BARROS ARANA

TOMO XII

ESTUDIOS BIOQRñFICOS

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SANTIAGO DE CHILE Imprenta, Litografía i Encuademación «Barcelona»

Calle Moneda, esquina de San Antonio 1914.

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DON JOSÉ ANTONIO MARTÍNEZ DE ALDUNATE

Obispo de Santiago 1730-1811

§1

DON JOSÉ ANTONIO MARTÍNEZ DE ALDUNATE i

Obispo de Santiago

(173O-1811)

No, nosotros no debemos conocer otro empleo, otra función ni tener otro interés que el de Dios. Si nosotros guardásemos esta lei de nuestro san- to ministerio, no veríamos todos los dias invadi- dos los derechos ni la autoridad del sacerdocio, que son los de Jesucristo. BossuET. Elevation sur les mystéres, § VI.

En aquel memorable cabildo abierto que tuvo lugar el 18 de setiembre de 18 ro, una numerosísima concurrencia espe- raba, con visibles muestras de ansiedad, las propuestas que hacia don José Miguel Infante de los personajes que debie- ran formar la primera junta gubernativa. Ruidosos i prolon- gados aplausos se siguieron a las palabras del procurador de ciudad, cuando propuso para vice-presidente al obispo elec- to de Santiago, doctor don José Antonio Martínez de Al- dunate.

I. Publicado en la Galería Nacional de Hombres Célebres de Chile, (Santiago, 1854). T. I, pájs. 39-44.

Nota del Compilador.

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Estudios Biográficos

I no porque hubiese entrado el resorte i la cabala en su nombramiento, puesto que Aldunate estaba fuera de Chile desde siete años atrás. Fueron sus talentos i virtudes, su carácter elevado i sus distinguidos antecedentes, los que le hicieron acreedor a esta honra.

El obispo Aldunate, en efecto, pertenecia a una de las fa- milias mas encumbradas de la colonia: era chileno de naci- miento: poseia una ilustración vastísima para la época i el pais: era doctor in ambahus, como entonces se decia; esto es, en derecho civil i en ciencias sagradas: habia alcanzado las dignidades mas prominentes en la carrera eclesiástica i en la enseñanza: fué deán de la catedral de Santiago i rector_^de la real universidad de san Felipe: se hacia notable por su es- píritu liberal i avanzado, por su trato franco, por sus ele- vadas virtudes, por sus afables i corteses modales. Estos eran sus verdaderos méritos.

Nació don José Antonio Martínez de Aldunate en la ciu- dad de Santiago, por los años de 1730. Eran sus padres don José Antonio Martínez de Aldunate, i doña Josefa Garces i Molina, de noble estirpe i de fortuna considerable: entre sus deudos contábanse en aquella época un oidor de la real audiencia, un deán i un arcediano de esta iglesia catedral.

A las ventajas que le daba su nacimiento, unió en breve las de una educación escojida. Sus estudios fueron los mas completos que se hacían en el país, i sus adelantos precoces: cursó latín, ñlosofía i teolojía en el convictorio jesuítico de san Francisco Javier, con tanto aprovechamiento que siem^ pre alcanzó el aplauso en los exámenes o actos públicos a que se sometía al estudiante.

Su familia concibió las mas lisonjeras esperanzas de su singular aplicación, i de sus rápidos adelantos. En efecto, Aldunate era un teólogo de nota i un jurista distinguido antes de los veinticinco años. En esa edad fué graduado de doctor en la universidad de san Felipe.

El joven Aldunate se habia sentido con vocación a la ca- rrera eclesiástica desde sus primeros años. Educado en el co- lejio jesuítico, habia palpado de cerca las ^ventajas del sa-

J. A. Martínez de Aldunate

cerdocio para el cultivo de la intelijencia, tenia por maestros a los hombres mas sabios del reino; i si no quiso abrazar la vida del claustro, se resolvió al menos a recibir las órdenes sacerdotales. La virtud, que habia echado hondas raices en su corazón, i el amor a las ciencias lo indujeron a pronun- ciar sus votos.

Entonces, su saber era aplaudido por todo el clero de San- tiago: en un examen jeneral de teolojía a que asistió el obis- po Aldai, Aldunate llamó su atención i la de todos los pre- sentes. La fortuna favorecia, pues, sus esfuerzos desde sus primeros pasos en el mundo.

Desde aquel dia su carrera fué la de sus honores i distin- ciones; el prestijio de su familia i su ilustración, lo elevaron a las mas altas dignidades de la iglesia de Santiago. En 1755, un año antes de celebrar su primera misa, obtuvo el empleo de promotor fiscal eclesiástico. Canónigo doctoral, dos años después, asesor de la audiencia episcopal, provisor i vicario, gobernador del obispado en dos ocasiones, por ausencia de los obispos Aldai i Sobrino, comisario jeneral del santo oficio, canónigo tesorero, chantre, arcediano, i final- mente deán en 1797, habia recorrido en cuarenta i dos años los mas honrosos puestos en la carrera eclesiástica.

Tantos honores no eran el premio de una vida de cilicios i mortificaciones: al canónigo Aldunate, por el contrario, no se le miraba como miembro de la parte ríjida i austera del clero de Santiago. Su reputación le venia de su saber, de su caridad i de su conducta sin mancha; pero era liberal en sus ideas, compuesto en el vestir, afable i cortesano en sus mo- dales: jamas se hizo notar por fastuoso si bien gustaba de al- gunas comodidades: su jardin era uno de los mejores de la ciudad, i su casa era de ordinario el lugar de reunión de sus numerosos amigos. Solia distraerse con juegos inocentes que no fueron para él objeto de lucro, sino de mero entreteni- miento; i su reputación no sufrió menoscabo alguno en el concepto de los hombres que lo miraban como sacerdote mo- ral en sus costumbres, franco en su trato, caritativo con la indijencia, erudito doctor, orgullo i lumbrera de su patria.

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Los estudios, en efecto, habían hecho de Aldunate una notabilidad en derecho civil i canónico, i uno de los maes- tros mas distinguidos del reino. En 1755, a los veinticinco años de edad, fué nombrado examinador en sagrados cáno- nes en la real universidad de san Felipe, por el capitán je- neral Ortiz de Rozas: al siguiente año, cuando el presidente don Manuel de Amat hizo los primeros nombramientos de los catedráticos que debian enseñar en la misma universi- dad, le encargó la cátedra de instituta. De documentos au- ténticos consta que la rejentó con Jeneral aceptación por el término de doce años.

Desempeñaba aquel cargo, cuando fué nombrado rector del cuerpo universitario, en la elección anual de 1764. Jo- ven entonces, Aldunate se veia elevado a una dignidad que no alcanzaron sus predecesores, sino después de largos años de estudio, i en una edad próxima a la decrepitud. Con ma- yor empeño que aquéllos, emprendió trabajos en la reforma de estudios, i en la construcción i mejora del claustro. Con este motivo fué reelecto al siguiente año, i nombrado por tercera vez, por el gobernador Guill i Gonzaga, con despre- cio de los estatutos de la corporación.

Aldunate se sentia impulsado en su carrera literaria por cierto amor de gloria que le daba ahentos para proseguir en el estudio. En 1768 hizo oposición a la cátedra de prima de leyes, que dejaba vacante la muerte del doctor don Santia- go Tordesíllas, sometiéndose gustoso a las mas apremiantes pruebas. Los doctores que componían la comisión examina- dora, tuvieron que admirar el alto grado a que habia llega- do el saber del pretendiente: en la lectura de su discurso, fué interrumpido por los aplausos, i antes de concluir, se le avisó que la comisión se hallaba completamente satisfecha de su primera prueba. El claustro universitario admiró sus otros exámenes, i le confirió la propiedad de la cátedra.

El desempeño de ésta lo ocupó hasta el año 1782, en que fué acordada por unanimidad su jubilación. Durante ese tiempo se manifestó empeñoso en la enseñanza, i laborioso en el estudio. La tradición ha conservado hasta el dia el re-

J. A. Martínez de Ald uñate 11

cuerdo del tino superior i la paciente laboriosidad con que ilustraba al discípulo en ese sutil embolismo del sistema es- colástico.

Pero no solo se distinguió en la enseñanza: en el tribunal eclesiástico habia dado pruebas de gran prudencia para re- solver con sijilo i por los medios de una honesta transacción, las escandalosas cuestiones que solian suscitarse. Paciente i tolerante con los contendientes, resolvía al fin en términos corteses i afables, amonestando con dulzura i aun con pala- bras chistosas, que no ofendían a las partes, ni a su propia dignidad.

Esa misma jovialidad le era característica: en él la ale- gría fué habitual, porque era el reflejo de su conciencia; mas nunca la llevó a los asuntos graves que tanto ocuparon su espíritu. Encargado del gobierno de la diócesis de Santiago en 1771 por el obispo Aldai, que pasaba a Lima para asistir al concilio provincial, se condujo con notorio acierto. Sus principios liberales en materia contenciosa con el poder tem- poral, le valieron las honrosas palabras que siguen, tomadas de un informe que aquel ilustre prelado dirijió al reí: «Regre- sado de Lima al cabo de dos años, hallo que ha gobernado la diócesis con celo i conservando la disciplina eclesiástica, el buen arreglo del clero, i velado sobre la conducta de los curas; con prudencia, pues, no ha tenido competencia alguna con las justicias reales, ni con las relij iones; por cuyo motivo me han aplaudido todos su gobierno i principalmente vuestro gobernador i capitán jeneral de este reino, i los ministros de esta real audiencia, quienes han podido esperimentar su ta- lento mas inmediatamente por la asistencia que en este tiempo ha tenido a las juntas de aplicaciones, i de remate de las temporahdades de los regulares de la Compañía».

Aldunate, en efecto, formaba parte de la dirección jeneral de temporalidades de Indias, encargada de enajenar los bie- nes de los regulares jesuítas. Esta comisión, que desempeñó con jeneral aplauso, era tanto mas desagradable para él cuanto tenia profunda simpatía por aquella orden. Entre sus miembros contaba numerosos amigos, maestros o condiscí-

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pulos, a quienes protejió en su desgracia i proscripción por cuantos medios estuvieron a su alcance: el sapientísimo pa- dre Lacunza le da el apodo de «benefactor i amigo» en una carta que he tenido a la vista, fechada en Imola en 23 de se- tiembre de 179 1.

En esa misma carta le anuncia el jesuita Lacunza, quedar concedida por su santidad para el reino de Chile, la festivi- dad del corazón de Jesús, según habia solicitado Aldunate.

Esta nueva prueba de piedad era un mérito mas ante los devotos colonos i ante las autoridades del reino, que infor- maron al rei de sus virtudes i saber, i solicitaron para él los puestos mas eminentes: el presidente Jáuregui lo presentó en 1778 para el obispado de Concepción, vacante por la muerte de don Pedro Anjel Espiñeira, designándolo como un sacerdote de jenio suave, insinuante, entendido, ilustrado i predicador de renombre.

Aldunate habia sido, en realidad, uno de los oradores mas distinguidos, hasta que a causa de haber perdido los dien- tes, su pronunciación se hizo difícil i confusa.

Tan empeñosas solicitudes fueron oidas al fin en la metró- poli: hicieron que fuese promovido al episcopado de Gua- manga en 1803.

En esa época, Aldunate contaba 73 años. Sin ambiciones de ninguna especie, cercano al sepulcro, no celebró la pro- moción, que lo separaba del seno de su familia; pero resuel- to a embarcarse para su destino, hizo jeneral cesión de todos sus bienes entre sus parientes i los pobres, fomentando los establecimientos de beneficencia i aliviando a los desgracia- dos a quienes habia socorrido hasta entonces.

Este último rasgo de su acendrada caridad le valió las ben- diciones de toda la ciudad de Santiago. Su carácter insi- nuante le habia granjeado profundas simpatías entre sus. amigos i discípulos i esta última prueba de desprendimiento, convirtió en lágrimas sus últimos adioses.

Los años^'no habían debilitado su espíritu en aquella edad. Alentado por el deseo de plantear mejoras en la diócesis cuyo gobierno se le confiaba, inició una reforma radical en

J. A. Martínez de Aldunate 13

los estudios eclesiásticos, i construyó desde sus cimientos una casa destinada para la práctica de los ejercicios de san Ignacio, con sus propias rentas, i sin perjuicio de las consi- derables limosnas que repartia de ordinario.

I no fué esto todo: en un informe presentado en 1804 al ministro de Indias, por el intendente de Guamanga don Demetrio O'Higgins, cuyo principal objeto era pedir mejoras en el orden civil i relijioso contra los desmanes de los alcal- des i curas, no se halla nombrado Aldunate mas que una sola vez, para hacer presente su celoso empeño en proveer las parroquias vacantes. Aquel informe es únicamente una acusación terrible al réjimen eclesiástico de la provincia; i el silencio que guarda sobre la conducta del obispo Aldunate, constituye su mejor el ojio.

Su permanencia en Guamanga no fué de larga duración: al salir de Santiago llevaba la persuasión de que lo dejaba para siempre; pero la muerte del obispo Maran vino a dejar vacante esta diócesis en 1807. Con este motivo todas las corporaciones de Santiago elevaron sus súplicas al monarca español, a fin de que se sirviese presentar al obispo de Gua- manga para ocupar la sede vacante. Los informes que con este motivo se enviaron a la metrópoli eran altamente hon- rosos a los talentos i virtudes de Aldunate, i la petición fué tan jeneral que el consejo de rejencia, instalado en Cádiz a principios de 1810, decretó el pase del obispo al gobierno de la diócesis de Santiago de Chile.

En ese mismo año esta ciudad era el teatro de una ajita- cion liberal que debia desligar para siempre el reino de la monarquía española. Lo que no se habia intentado siquiera en doscientos sesenta años, lo hicieron nuestros padres en unos pocos dias: quitaron el gobierno al primer delegado de la metrópoli, formaron una nueva administración, i posterior- mente, en 18 de setiembre de 18 10, crearon una junta gu- bernativa, representante como se dijo, del monarca cautivo, pero cuna en realidad de esa gloriosa revolución que con- movió al pais hasta sus cimientos, para hacerlo indepen- diente.

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En la elección de los vocales que debieran formarla, tocó al obispo Aldunate el honroso puesto de vice-presidente.

Se hallaba todavía en el Perú cuando llegó a su noticia la elección que se acababa de hacer en su persona, i con mayor motivo apresuró su vuelta a Chile. Su arribo a Valparaíso, acaecido a fines de 1810, fué celebrado grandemente por los liberales, i su entrada a Santiago, que tuvo lugar a principios del siguiente año, se hizo en medio de una numerosa concu- rrencia, i con todo el aparato i ceremonias correspondientes a su rango.

El partido novador esperaba un apoyo eficaz en los prin- cipios hberales del ilustre prelado. Natural era que el sacer- dote que supo conquistar una posición importante por su sa- ber i virtudes, i que siempre habia manifestado inclinaciones a cierta independencia, i por las reformas coloniales, abraza- se de corazón la causa de la libertad, cuando todavía estaba en su aurora.

Pero la vida de Aldunate llegaba a su término. Contaba entonces ochenta i un años: su cabeza, debilitada por el es- tudio, desfallecía junto con su cuerpo, cansado por su persis- tencia en el cumplimiento de sus obligaciones. Su espíritu se hallaba agostado, i su físico se sentía vencido por las do- lencias.

Vivia separado del mundo en una quinta de su propiedad, situada en el barrio de la Cañadilla, rodeado de sus mas in- mediatos deudos, i sustraído a las borrascosas controversias de la política.

Mucho debieron influir sobre el prelado las sujest iones de sus parientes, si se atiende a la edad que tenia cuando fué colocado en las filas de los que iniciaron el movimiento re- volucionario. Desempeñó su encargo como era de esperarse de sus antecedentes, reemplazando a Rodríguez que por en- tonces ocupaba la provisoria eclesiástica. Si Rodríguez fué un tenaz opositor a toda idea de libertad, Aldunate subro- gándolo, trajo un apoyo mas a la causa de la revolución, prestándola en la cabeza de la iglesia nacional.

Pero los achaques del prelado se agravaron rápidamente i

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el 8 de abril de 1811 falleció en brazos de sus amigos. Sus últimos momentos fueron los de un santo.

Decretáronsele pomposas exequias, como a jefe de la dió- cesis i como vocal de la junta ejecutiva. Sus restos mortales fueron sepultados en la Catedral, al lado derecho de la sa- cristía, en medio de las lágrimas de los pobres i de sus admi- radores.

DON JUAN MARTÍNEZ DE ROZAS 1759-18f3

TOMO XII. 2

§2

DON JUAN ^MARTÍNEZ DE ROZAS i

(1759-1813)

Pocas figuras mas interesantes que la del doctor Rozas presenta la historia de la revolución hispano-americana. Operada en su totalidad por jóvenes audaces que supieron manifestar enerjía en el consejo i coraje en el campo de ba- talla, tuvo en Chile el mas firme apoyo en su primer período, i el primer defensor de sus principios en un anciano que mi- raba con desprecio las preocupaciones i hábitos de la socie- dad en que se formara, i que, apoyado en su prestijio i en su jenio, supo dirijirla por algún tiempo.

Nació el doctor don Juan Martínez de Rozas en la ciudad de Mendoza, capital de la dilatada provincia de Cuyo, en 1759, esto es, diez i siete años antes que fuese adjudicada al virreinato de Buenos Aires. Eran sus padres don Juan Mar- tínez de Soto i Rozas, i doña María Prudencia Correa i Ville- gas, distinguidos ambos por sus relaciones de familia. Niño

I . Publicado en la Galería Nacional de Hombres Célebres de Chile , (San- tiago, 1854), t. I. pájs. 13-23.

Nota del Compilador

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aun, tuvo el señor Rozas que separarse de sus padres para pasar al famoso colejio de Monserrate de Córdoba a cursar filosofía i teolojía, i del cual no salió sino en 1780 para venir a Santiago de Chile a estudiar en la universidad de san Fe- lipe la jurisprudencia civil i canónica. En^el año siguiente se le confirió el grado de bachiller en ambas facultades.

Distinguía a Rozas cierta ambición! de gloria i honores que le impulsaba a contraerse con mayor empeño al estudio: apenas habia obtenido el grado de bachiller, se opuso a la cátedra, pasantía como entonces se ñamaba, de filosofía del colejio real de san Carlos, i la obtuvo por unanimidad de votos. En su desempeño, que duró tres años, dictó a sus dis- cípulos un curso completo de aquella ciencia, desechando los textos adoptados hasta entonces, i otro de física esperimental, que jamas se habia desempeñado en Chile; pero habiendo obtenido en otra oposición la cátedra de leyes del mismo co- lejio, dejó aquélla por ésta, la cual ocupó hasta el año de 1787. Durante este mismo tiempo fué miembro i secretario de la academia de leyes i práctica forense, hizo dos oposicio- nes de mérito en las cátedras de decreto i prima de leyes en la real universidad de san Felipe, se recibió de abogado de la real audiencia en 7 de setiembre de 1784, sirvió todo el año siguiente el cargo de abogado de pobres, i en 1786 se graduó de doctor en cánones i leyes, después de las rigorosas pruebas que se exijian para conceder esta condecoración.

Pero Rozas no habia descuidado el estudio del derecho pú- blico, que en su juicio valia mas que la teolojía i los cáno- nes: a fuerza de contracción consiguió traducir regular- mente el francés i leer en este idioma, desconocido en la co- lonia, las nuevas teorías de Rousseau i Montesquieu. Dotado de una gran penetración, él habia podido prever las 'conse- cuencias de ciertos hechos i captarse la admiración de cuan- tos le conocían. Con tales antecedentes Rozas atrajo sobre las miradas del capitán jeneral, don Ambrosio de Benavídes, quien halló bien pronto una favorable ocasión de ocuparle con lucimiento i provecho. Por [ real cédula de San Ildefon- so, de 5 de agosto de 1783, se mandaba formar una inten-

Juan Mabtinez de Rozas 21

dencia de cada obispado americano i i suprimir el cargo de correjidor, cuyas atribuciones debian dividirse entre el in- tendente i un asesor letrado. Para el de Concepción de Chi- le, nombró al comandante jeneralde frontera, don Ambro- sio O'Higgins, i el doctor Rozas le acompañó como su asesor, cuando mas que nunca se necesitaba de jenio para la adop- ción de medidas militares i arreglo 'de la guarnición fronte- riza.

En medio de las armas, Rozas tomó afición por ellas. Du- rante el desempeño de su cargo, prestó en repetidas ocasio- nes servicios militares visitando i arreglando los fuertes de la frontera, delineó la villa de San Ambrosio de Linares, i mejoró el aseo de la ciudad de Concepción.

Estos servicios fueron premiados con el nombramiento de teniente coronel comandante del escuadrón de caballería de milicias regladas de Concepción, en 7 de abril de 1788, aten- didos su valor i esperiencia militar, "según dice su despacho, i para llenar la vacante que dejaba don Agustin de Carava- jal, caballero de la orden de Santiago, que pasaba a otro (Jestino.

Llamado pocos dias después a desempeñar el cargo de pre- sidente, O'Higgins, elevado ya a teniente jeneral, dejó el mando de la intendencia de Concepción, en manos del bri- gadier don Francisco de Mata Linares. Rozas, después de haberlo ocupado interinamente por algunos meses, quedó con él hasta el año 1790, en que llegó a Chile, nombrado capitán jeneral don Gabriel de Aviles, quien le llamó a su lado, ofreciéndole el cargo de asesor interino.

No trepidó Rozas en admitir este puesto: su hermano ma- yor, el doctor don Ramón, que lo habia desempeñado du- rante la presidencia de O'Higgins, entonces virrei del Perú, marchaba con el último a Lima, i esto le hizo esperar prontos i rápidos ascensos.

Pero no sucedió así: la corte desatendiendo los honoríficos informes presentados sobre Rozas por el obispo de Concep- ción, su intendente i la real audiencia, se contentó con rati- ficar su nombramiento de asesor de la intendencia, i dio la

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propiedad de aquel destino a don Pedro Díaz Valdes. Rozas tuvo entonces que volverse a Concepción, donde habia con- traído matrimonio con la señora doña María de las Nieves Urrutia i Mendiburu, hija de uno délos vecinos mas acauda- lados de aquella provincia, i donde poseía la rica estancia de San Javier. Según los informes presentados al reí por algu- nos relijiosos durante la ocupación del país por el ejército realista en 1814, Rozas predicaba entonces las doctrinas de que mas tarde se hizo corifeo. «Es notorio, decía en el suyo el padre Ramón, que para la seducción, perdición i ruina de la ciudad de Concepción, contribuyó mucho la doctrina im- pía del doctor Rozas a una partida de jóvenes de distinción de dicha ciudad, que se juntaba en su casa con el objeto de instruirse i esparcir aquella semilla entre sus amigos i com- pañeros». Entre esos jóvenes figuraba don Bernardo O' Hig- gins, teniente coronel entonces de las milicias déla Laja, i el primer campeón mas tarde de la emancipación. Por una memoria manuscrita, atribuida a él, que tenemos a la vista, consta que desde diez años antes de la instalación de la pri- mera junta gubernativa, ya ambos pensaban en reformas importantes i hablaban de desobediencia a la metrópoli.

Rozas, sin embargo, servia a los intereses militares de la colonia como consejero de los intendentes de Concepción: cuando la muerte del presidente Muñoz de Guzman fué a despertar las ambiciones del brigadier don Francisco Gar- cía Carrasco, Rozas acompañaba al coronel intendente don Luis de Álava en el reconocimiento de las aguas termales de Yumbel, que se acababan de descubrir. En esta época había obtenido un pasaporte para pasar a Europa; pero a solicitud de Carrasco, que le llamaba con instancias, desistió de su viaje.

Rozas i Carrasco llegaron a Santiago en 22 de abril de 1808, donde los esperaba una fría recepción, a consecuencia de los debates que mediaron entre el segundo i la real au- diencia, sobre competencias para tomar el mando; mas e primero no pudo dejar de percibir en esta carencia de entu- siasmo algo mas allá de lo que alcanzaba el tribunal: Carras-

JtTAN Martínez de Rozas 23

co no arrastraba simpatías de ninguna especie, i él conoció que la ojeriza con que se miraba a la persona podia conver- tirse contra el alto destino que desempeñaba.

Por consejo de Rozas, Carrasco consintió ;en la agregación de doce rejidores ausiliares del cabildo de Santiago para el mas pronto i espedito despacho, i llamados en su número algunos de los hombres mas no tables por sus ideas avanza- das, aquella corporación comenzó a tomar el carácter nova- dor que produjo mas tarde la creación de un gobierno na- cional. Mas no contento con esto, Rozas hizo algunos cambios en el personal de los empleados i comprometió al capitán jeneral con el cuerpo universitario, queriendo soste- ner contra sus estatutos al rector que cesaba. La compañía de armadores terrestres para atacar los buques estranjeros que se acercasen a nuestras costas a contrabandear, con el pretesto de dar cumplimiento a una leí de Indias, fué orga- nizada en el palacio, con el consentimiento de Rozas i con la aprobación de Carrasco, i el pérfido apresamiento de la frataga inglesa S cor pión, trajo sobre ambos el descrédito. Solo las noticias llegadas de la metrópoli de la renuncia de Carlos IV i de la caida de Godoi, pudieron acallar la indigna- ción que el tal suceso produjo.

Después de estas ocurrencias, volvióse Rozas a la provin- cia de Concepción; pero comprometido en la revolución, él volvió a trabajar con mayor franqueza. Sus propósitos se dirijieron a captarse la voluntad de la tropa fronteriza. Des- de allí sostuvo una activa correspondencia epistolar con el jeneral Belgrano i otros eminentes patriotas de Buenos Ai- res, mientras sus compañeros de la capital acumularon los elementos que operaron el cambio gubernativo.

Los primeros golpes del sistemado rigor de Carrasco reca- yeron sobre dos neófitos a quienes don Bernardo 0*Higgins i Rozas habían catequizado en el sur. Eran éstos el padre fraí Rosauro Acuña, prior del hospital de San Juan de Dios de Chillan, i amigo íntimo de O'Híggins, i el coronel de mili- cias i antiguo rejidor del cabildo don Pedro Ramón Arria- gada, hijo de un dependiente administrador del suegro del

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doctor Rozas, a quienes se arrestó por haber hablado en esa ciudad de la necesidad de un gobierno nacional. Nuevas prisiones en Santiago trajeron sobre Carrasco el desprestijio, i éste dio por fruto su deposición, i mas tarde, la junta gu- bernativa, instalada en i8 de setiembre de 1810.

En ella cupo a Rozas, por elección unánime, puesto de vo- cal; pero antes de salir de Concepción para venir a ocuparlo, quiso dejar reconocido el nuevo gobierno. Esto fué causa de que no llegara hasta el iP de noviembre a la capital; pero informada la junta de su arribo, se le mandaron al Conven- tillo, donde se habia detenido, veinticinco dragones para que alsiguiente dia hiciera su entrada. Fué ésta un verdadero triunfo para Rozas; jamas se habia usado de igual pompa para celebración alguna en la vida colonial. Sus antiguos discípulos de teolojía, quienes por su saber le llamaban san Agustín, se habian empeñado en convocar jentío, i la junta gubernativa, por su parte, habia ordenado la asistencia de todas las corporaciones i tropas. Acompañado de sus colegas en el gobierno, real audiencia, cabildo i tribunales especiales. Rozas pasó por entre dos filas de soldados, al son de músi- cas militares, en medio de las salvas de artillería, repiques de campanas i vítores universales, a prestar el juramento de costumbre, que se celebró con iluminación de fuegos artifi- ciales en la noche.

Nada mejor que esta muestra de distinción, daba a enten- der el aprecio que se hacia de los importantes servicios de Rozas.

Era él en realidad el brazo mas firme que contaba nues- tra revolución en su cuna, la intelijencia mas elevada i el hombre que arrastraba mayor prestijio de cuantos habian abrazado su causa. Rozas venia ahora a dirijirla, luchando con los partidarios del viejo réjimen, numerosos e influyen- tes, que trabajaban por una reacción, i con los mas tímidos de los novadores que no se atrevían a romper de golpe con el coloniaje: era la empresa de un triunfo completo pero aventurado para los unos, el terror para los otros.

Preparábanse ya en aquellos días las levas de soldados pa-

Juan Martínez de Rozas 25

ra los cuerpos de tropa que se pensaba formar. Rozas obró esta vez con la enerjía de costumbre: colocó en los puestos mas distinguidos a los que creia mas pronunciados por la re- volución, desechando las propuestas de algunos miembros del cabildo i de la junta, e hiriendo las susceptibilidades de familias enteras. Mas tarde, la adopción de ciertas medidas de hacienda, contra el parecer del cabildo, vino a hacer mas notoria la división: de allí se orijinaron los dos partidos po- líticos, cuyas desavenencias se llevaron al congreso i dieron por fruto los movimientos de 1811 i 1812.

Rozas no pareció aflijirse por esto, sin embargo de que los pasquines que se esparcían en Santiago le acusaban de abri- gar la ambición de coronarse, i de ver rechazadas de vez en cuando, algunas de sus mociones en la junta i siempre en el Cabildo. Animado por ideas mas elevadas, él pedia a la Jun- ta de Buenos Aires, una imprenta para fomentar la ilustra- ción en Chile i dar mas publicidad a los periódicos que hacia circular manuscritos, reclamando con toda su enerjía la li- bertad de comercio.

La muerte del conde de la Conquista, presidente de la jun- ta de gobierno, acaecida en febrero de 1811, dio a Rozas la suma de poderes que se hallaba en manos de aquél.

Entonces, contando con el voto de los vocales Rosales i Márquez de la Plata, i desechando la viva oposición del ca- bildo i el desagrado j eneral que motivaron sus determinacio- nes, ofreció i envió a la junta de Buenos Aires un refuerzo de 400 ausiliares chilenos, para ayudarla en sus escaseces de tropas, con motivo de la guerra del Alto Perú.

El día iP de abril era el fijado para la elección de diputa- dos por Santiago para el Congreso que debia instalarse el 15 del mismo mes. La reunión electoral tenia lugar en la Pla- zuela del Consulado; la mayor calma habia reinado en ella hasta el momento en que la compañía de dragones de Penco, encargada de velar por el orden, desobedeció a su capitán i se volvió al cuartel de San Pablo, donde estaban ademas una compañía de dragones de Chile i el rejimiento de'húsares.

Allí llegó en breve el comandante don Tomas de Figueroa

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que, poniéndose a la cabeza de toda la fuerza, marchó a la Plaza, tendió su línea en el costado norte de ella i entró a la sala de la real audiencia.

Suceso tan inesperado esparció repentinamente la conster- nación en la ciudad. La junta, reunida en casa del vocal Már- quez de la Plata, no hallaba qué resolver, i sin la serenidad de ánimo del doctor Rozas, quizá habria transado con el mo- tin. Ordenó Rozas que el comandante j eneral de armas, don Juan de Dios Vial, tomase el rejimiento de granaderos de infantería, i seis piezas de artillería para imponer a Figue- roa, dudando siempre que llegase el caso de disparar sus ar- mas.

Vial pudo, gracias a su actividad, formar su línea en el costado del frente, antes que el jefe de la sublevación bajara de la sala de la audiencia para tomar el mando de la suya. Descubierto éste en sus planes, avanzó con sus fuerzas i mandó a sus soldados hacer fuego sobre la línea que tenían al frente, orden que casi instantáneamente dio Vial a los su- yos. Una sola descarga de cada lado bastó para la completa dispersión de ambas divisiones, después de dejar por tierra cincuenta i cuatro hombres; i sin el arrojo de algunos oficia- les de granaderos que quisieron perseguir a sus enemigos, el resultado del choque se habria considerado absolutamente indeciso.

Al ruido de las descargas, Rozas tomó el primer caballo que vio, i con una actividad de que no se hubiera creído capaz a un hombre de sus años, sacó de su cuartel la compañía ve- terana de dragones de la Reina, reunió una buena partida de granaderos al mando del valiente Bueras, i colocó en el cen- tro de la plaza los seis cañones que poco antes se llevaran allá. Seguido i vitoreado por una multitud de jente, subió a la sala de la audiencia e improperó a sus miembros como los autores de aquella asonada militar, i siguió en breve al convento de santo Domingo, donde, según se le informaba, se hallaba el comandante Figueroa. Allí su actividad se es- trelló contra las precauciones del fujitivo; el jefe del motín se habria sustraído a sus pesquisas, sin la codicia de un mu-

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chacho que, halagado por las promesas de Rozas, se ofreció a llevarle a un huertecito donde se encontraba agazapado, debajo de un parrón i cubierto con una estera. Figueroa fué aprehendido, i el muchacho recompensado con una rica he- billa de oro que Rozas arrancó de sus vestidos. Conducido a la prisión i comenzado el juicio, Rozas redactó la sentencia de muerte que presentó a los demás vocales de la junta, quienes la firmaron con alguna repugnancia. El siguiente dia, 2 de abril, a las cuatro de la mañana, Figueroa fué fu- silado en su calabozo.

Con esta victoria, la revolución se halló comprometida del modo mas serio: Rozas creia que ya no era posible sesgaren tales circunstancias, que mas despejado el horizonte con los sucesos del i.^ de abril, era ya fácil trazar la marcha de la política.

El se habia puesto en aquellos dias al frente de las patru- llas i conducídose con una actividad increíble : habia despa- chado tropas i reducido a la obediencia a los dragones que, huyendo de la plaza, tomaron el camino de Valparaíso; pero faltábale proceder a castigar a los que creia autores de la asonada. En consecuencia, apresó en el mismo dia al ex-pre- sidente Carrasco, que se habia retirado de la vida pública, i poco mas tarde vejó a algunos miembros de la real audien- cia, i los obligó a pedir su retiro; por último, dio el golpe mortal al tribunal, obligando a los restantes a separarse de la capital.

Las elecciones interrumpidas en Santiago por el motín mi- litar, se habían hecho tranquilamente en las provincias. La mayor parte de los diputados electos se encontraban en la capital a mediados de abril. Entre ellos se distinguían mu- chos amigos de Rozas, que se preparaban a sostenerle en las discusiones del Congreso. Su deudo don José María de Rozas, don Bernardo O'Híggins, don Manuel Salas, el canó- nigo don Juan Pablo Fretes, don Manuel Antonio Recabá- rren i los coroneles de milicia don Luis de la Cruz i don Francisco Calderón, eran de este número.

Estos venían en su apoyo, cuando mas que nuncanecesita-

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ba de ausilios: el partido del cabildo, que encabezaban don José Miguel Infante, don Gabriel Tocornal i don José Agus- tin Eizaguirre, i que apoyaban en las discusiones de la jun- ta los vocales Carrera i Reina, le combatia por cuantos me- dios estaban a sus alcances: i ya éstos comenzaban a estor- bar a Rozas en sus manejos. Ellos veian con pesar que la di- rección de la política estuviese confiada a un hombre a quien la concesión de la provincia de Mendoza al virreinato de Buenos Aires hacia arj entino, que se rodeaba también de arj entines como Vera, Alvarez Jonte i Fretes; que miraba con desprecio las preocupaciones relijiosas i que dirijia los negocios públicos con una audacia que solo su ambición podia aconsejarle. Ellos querían abatirle, mientras el doctor Rozas, preocupado con la idea de sostenerse en el rango a que se elevara, desatendía los intereses de la revolución por cuidar de los de su partido. Esto lo hizo recomendar al representan- te de Valparaíso, don Agustín Vial, que reclamase déla jun- ta la incorporación en sus discusiones de todos los diputa- dos ya elejidos. Debia alegar que los pueblos así lo querían, por ser ellos sus verdaderos representantes, i no un gobierno formado en Santiago, i cuyos miembros fueron elejidos por su solo vecindario, i citar en su apoyo el ejemplo de Bue- nos Aires, donde se acababa de hacer otro tanto. Esta se creyó una razón poderosa: el partido radical que dirijia Ro- zas, en conexión inmediata con la revolución arjentina, se había empeñado en imitarla en todos sus pasos, i mui parti- cularmente en aquellos de que sacaba algún provecho. Inú- til fué, pues, que el cabildo se opusiera; la moción de Vial fué aprobada, i los miembros electos del Congreso se incorpora- ron a la junta a mediados de mayo.

Rozas fué entonces el jefe único i absoluto de la política: perspicaz refinado, pensador profundo, proyectista sistemá- tico, revolucionario emprendedor, él había conseguido hacer se superior a la revolución i dirijirla con enerjía i firmeza.

Con un dominio absoluto sobre sus pasiones, Rozas sabia amoldar su carácter a las circunstancias difíciles, sin perder nada de su tenacidad. Audaz para concebir, valiente en la

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ejecución, había podido captarse el apoyo de una gran parte de la sociedad i encabezar un partido influente i numeroso. Sus escritos, es verdad, contribuían poderosamente a ello: él suplia la falta de imprenta con las copias manuscritas de sus opiniones en política. A los dos primeros dias de instala- da la suprema junta de gobierno, habia hecho circular el Despertador americano, periódico destinado a la difusión de las nuevas ideas, i poco después el Catecismo político, especie de curso elemental de derecho público. «Los desgra- ciados americanos», decia en él, «han sido tratados como es- clavos; la opresión en que han vivido, la tiranía i despotis- mo de sus gobernadores, han borrado o han sofocado hasta las semillas del heroísmo i libertad en sus corazones»; i agre- gaba principios liberales absolutamente nuevos en la colo- nia. En un lenguaje sencillo a la vez que lójico i enérjico, con un esquisito tino para adaptar a las circunstancias sus razonamientos, Rozas habia conseguido que los perezosos e indolentes criollos se interesasen en los rudimentos de la ciencia social. El habia puesto algo de utópico en su sistema, mas que por convicción, porque habia creído que para lla- mar la atención i atraerse a las masas se necesitaba mezclar la ficción a la verdad. Ideaba una especie de confederación de las provincias hispano-ameri canas, ligándolas por medio de un congreso jeneral de todas ellas, que hiciese respetable sus resoluciones i pudiese imponer a las naciones poderosas del viejo mundo. Esta idea jigantesca e irreahzable, que ocupó después a Bolívar, tuvo su oríjen en Chile, en 1810, i fué el doctor Rozas su primer iniciador.

Su jenío le habia elevado, pero su elevación llegó a irritar mas aun los ánimos predispuestos de sus enemigos. Estos no dormían mientras él se ostentaba vencedor: quisieron activar la¿eleccion de diputados por Santiago, i se prepararon a tra- bajar con ahinco por el triunfo de los doce candidatos que pensaban proponer: si lo obtenían, lajmayoría del congreso era suya i la caída de Rozas parecía inevitable. Esto fué lo que sucedió: sobornado el batallón de Pardos, con cuyo su- frajiocontaba aquél, por los partidarios del cabildo, sus can-

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didatos obtuvieron solo 105 votos contra la gruesa mayoría que dio el triunfo a sus enemigos.

Pocas esperanzas debieron de quedar a Rozas después de esta desgracia. Entre los diputados elej idos, habia algunos desafectos al nuevo réjimen, quienes, en vista de los dos ban- dos en que iba a dividirse el congreso, debian plegarse al mas moderado, al del cabildo, haciendo mas poderosa la coalición contra él.

En tales circunstancias, recurrió a acusar de ilegal la elec- ción de Santiago, por haber introducido en el congreso doce diputados, sin mas que un simple acuerdo de su ayuntamien- to, en vez de los seis que le concedía el reglamento electoral; pero su reclamo fué desechado, a pesar de las notas que el cabildo de Concepción presentaba en su apoyo.

Reunidos en Santiago los diputados de todos los pueblos, se aplazó la solemne apertura del congreso para el dia 4 de julio. Con ella la revolución debia de cambiar de forma i hasta de sistema: era una numerosa corporación compuesta de elementos heteroj éneos, siempre en pugna, apoyada en la ignorancia de todo réjimen gubernativo, laque tomaba a su cargo la dirección de la política. Rozas veia con dis- gusto que la revolución perdería indudablemente el carácter de unidad que habia sabido imprimirle, i no podía resignar- se a dejar en raanos del enemigo, a quien acusaba de flojo i tardío, la parte que en ella le tocaba. Disuelta la suprema junta por la instalación del congreso, él como su presidente, quiso dejar el mando, justificando las causas del primer cam- bio gubernativo i de la marcha revolucionaria, e indicando a la corporación que la subrogaba el sendero que debia se- guir. El discurso que compuso para este objeto es una de las piezas mas notables de la revolución hispano-americana i descifra perfectamente las verdaderas tendencias de los mo- vimientos que tuvieron lugar en Chile en 1810. El haberlo pronunciado fué el último servicio que aquél prestara a la causa en que se empeñaba.

El veia la autoridad ejecutiva en un congreso compuesto de muchos miembros faltos de unión i enerjía, dirijidos por

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un presidente electoral con poder limitado, i llegó a persua- dirse que una asonada le daría el fruto que pensaba obtener.

Varios planes concibió para volver otra vez a tomar el mando, i todos fracasaron igualmente. Las asonadas del dia 27 de julio i 9 de agosto, infructuosas i desgraciadas, le hi- cieron pensar que habia otro campo que cultivar con mejor provecho; i sus miradas se volvieron hacia Concepción.

La sola presencia de Rozas en Concepción importaba el pronunciamiento de aquella provincia contra el gobierno de Santiago. Predispuestos los ánimos de antemano, poco tuvo que trabajar para obtener de sus vecinos una solicitud diri- jida al intendente coronel don Pedro José Benavente, para la reunión de un cabildo abierto, a fin de discutir los reme- dios contra una situación que Rozas se empeñaba en pintar difícil. Esta fué contestada con el aplazamiento del 5 de se- tiembre para su celebración. La discusión rodó sobre la nece- sidad de la instalación de una junta provincial, para mejor convenir en las medidas que se creia necesario adoptar, i se procedió a la elección de las personas que debian componer el gobierno, resultando de ella nombrados presidente el mis- mo Benavente i el doctor Rozas uno de sus vocales.

Una vez instalada la junta provincial, notificó al con- greso las causas que habian hecho necesaria su creación i los propósitos que tenia en vista. Rozas por su parte, comunicó a sus partidarios el golpe que acababa de dar al congreso i a sus enemigos; pero en Santiago se habia efec- tuado también un movimiento contra aquella corporación, que dio por resultado un cambio gubernativo. Los radica- les se habian atraido a su filas al joven don José Miguel Ca- rrera, llegado de España en el navio Standart, i con su coo- peración operaron en la capital, el dia 4 de setiembre, un movimiento revolucionario. El directorio ejecutivo fué di- suelto, arrancados del congreso seis de sus miembros mas influentes i colocado en él el presbítero Larrain, uno de los mas exaltados radicales. El gobierno, cambiando de personal, cambió también de principios: desde la apertura del con- greso, el partido caido a que pertenecía Rozas, se encontró

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ya en el gobierno; pero fraccionado en dos juntas, la de San- tiago i de Concepción.

Sin embargo, este estado de cosas no podia durar largo tiempo. Carrera, el verdadero autor del cambio gubernativo de la capital, habia podido descubrir su importancia. El po- co aprecio que los radicales hicieron de sus servicios después de la victoria, vino a enfriar su ánimo por de pronto, i a encenderlo mas tarde contra ellos. Creyóse burlado por los mismos a quienes elevara, i quiso rebajarlos i elevarse él; esta fué la causa de la revolución de 15 de noviembre, en que. apoyado también en la fuerza armada, disolvió la junta de gobierno, i creó otra nueva compuesta del doctor Rozas, don Gaspar Marin i el mismo Carrera: durante la ausencia del primero, debia desempeñar el cargo don Bernardo O'Hig- gins.

Dos hombres igualmente ambiciosos hablan tomado la dirección de la revolución i estaban a punto de romper en- tre sí.

En tales circunstancias vio Rozas amenazada la existencia de su partido, i se atrevió a ofrecer al congreso el auxilio de la fuerza armada de Concepción para desbaratar al nuevo gobierno. La nota en que tales ofertas le hacia llegó a San- tiago, bajo el epígrafe de reservada, el 3 de diciembre, pero el dia anterior Carrera, con el apoyo de las milicias de la ca- pital, habia cerrado aquella corporación i asumido en la juíJ-*-» ta gubernativa el mando supremo.

La actitud amenazadora de Rozas vino a turbar la tran- quilidad que Carrera pensaba disfrutar una vez desembara- zado del congreso. En tales circunstancias creyó que con el envío de un plenipotenciario cerca de la junta provincial podría avenirse i cortar un choque que debia ser a mano armada. O'Higgins, su colega en el gobierno, pedia con em- peño su retiro i en él recayó la elección para tan delicado en- cargo, atendiendo al influjo que ejercía en el ánimo del Dr. Rozas.

La penetración de éste Je hizo creer que la cuestión iba a ser armada; i en tal persuasión recurrió a aprestos militares:

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las antiguas rivalidades de la provincia de Concepción con la de Santiago engrosaban sus filas, poderosas de antemano con las tropas veteranas i con las milicias regladas del Cautin. Sabedor del arribo de O'Higgins, nombró también su pleni- potenciario para que se entendiera con él: entre ambos for- man en Concepción los tratados de 12 de enero de 1812 que ratifica al siguiente dia la junta provincial. Por ellos queda- ba ésta vijente, se determinaba el pronto restablecimiento del congreso, i se fijaban las bases liberales de una constitu- ción que asegurase a Chile cierta independencia de la corona i formas gubernativas que propendiesen a su adelanto i civi- lización.

Poco debió agradar tal tratado a Carrera: en vista de su contenido se negó a firmarlo, i comenzó con mayor empeño el acuartelamiento de tropas en Talca, a que habia dado prin- cipio a los primeros amagos del peligro. Ellos acordonaban la ribera norte del rio Maule, línea divisoria de ambos ejér- citos, al mando de su padre el brigadier don Ignacio de la Carrera, hasta mediados de abril, época en que él mismo dejó la capital para hacerse cargo de las operaciones mili- tares.

A su arribo a Talca vino a palpar de cerca la importancia del peligro que le amenazaba. Rozas, nombrado brigadier, habia tomado el mando del ejército de Concepción compues- to de las tropas i milicias^fronterizas. Las relaciones entre las provincias centrales i las del sur, se hallaban perfectamente interrumpidas: rivalidades de los pueblos, convertidas en odio profundos, se irritaban mas i mas con la división i los apres- tos militares. cuestión no podia dar otro resultado, se- gún el sentir jeneral, que la derrota i ruina de Rozas o de Ca- rrera.

Pero uno i otro se temían en aquellas circunstancias, i recurrieron a comunicaciones para obtener un avenimiento pacífico. Rozas, mas audaz en esta ocasión que Carrera, cru- zó repetidas veces el Maule, se internó en el campo de su enemigo, mientras éste, temeroso de caer en un lazo, se^ ne- gaba a celebrar una entrevista con la junta de Concepción

TOMO xn. 3

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en la villa de Linares. Defendiendo ambos sus opiniones con igual tenacidad, no era fácil que arribaran a un resultado definitivo; los dos argumentaban con la misma enerjía, i los dos en nombre del patriotismo mas puro isincero/segun se es- presaban en sus notas. Sin embargo, éste fué el que los obli- gó a unirse: «Los enemigos de nuestro sistema gubernativo, decia en una de ellas Carrera a Rozas, acechan nuestra división»; i el temor de que éstos se sobrepusieran les obligó por fin a cruzar nuevamente el Maule, a tener con aquel una larga conferencia en Fuerte-Destruido, cerca del paso del Duhao. De ella resultó una transacción por la cual se reconocían en parte los tratados de 12 de enero, se devol- vían las tropas a sus cuarteles, i se dejaba para después lo que aun quedaba por arreglarse. Tal resultado no agradaba a ambos; las intrigas comenzaron de nuevo.

Rozas fué la victima de aquellas intrigas. Una revolución, puramente militar, efectuada en Concepción en la no^e del 8 de julio, a instigaciones de un emisario de Carrera; vdisol- vió la junta gubernativa; sus miembros, con escepcion del presidente, fueron desterrados a diversos pueblos del pais. Solo a Rozas se retuvo en Concepción. Desde allí él comunicó a su enemigo los fundados temores que abrigaba de que los partidarios del viejo réjimen, o godos, como entonces se les llamaba, se aprovecharan de sus- desavenencias domésticas para obrar contra la revolución que ya se encontraba tan avanzada.

Pero nada de esto le sirvió; remitiósele a Santiago con la sola custodia de un oficial veterano; mas al entrar a la ciu- dad, fué detenido por una orden de Carrera que le mandaba pasar a la hacienda de San Vicente, propiedad de uno de sus deudos, temeroso de que ocurriese alguna excitación al presentarse Rozas en la capital. Visitado allí por sus antiguos partidarios, los recelos de una conspiración volvieron a en- cenderse en el pecho de Carrera; por este motivo le dio su pa- saporte para Mendoza con fecha de 10 de octubre de 1812, intimándole usase de él prontamente.

Con esta última desgracia, Rozas vio que no le era posible

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sobreponerse a la ruina. Gastado su influjo en Chile, él miró con indiferencia i hasta con desprecio los honores que se le tributaban en Mendoza. Allí se le nombró en i6 de enero de 1813, presidente de la sociedad patriótica i literaria que se acababa de formar; pero Rozas estaba resuelto a pasar fuera de la vida pública sus últimos dias.

Tocaron éstos a su término en el mes de febrero, después dejuna lijera indisposición que le dio tiempo'para preparar- se espiritualmente i para dictar el mas modesto de los epita- fios: Hic jacet Johannes de Rozas, pulvis et cinis, era su úni- co contenido. Sus restos mortales fueron sepultados en las gradas de la iglesia Matriz de Mendoza 1.

I. Fueron repatriados a Santiago de Chile en 1892. El señor Barros Arana pronunció el 4 de setiembre de ese año, en el Cementerio Jeneral, el discusso que figura en el vol. XI de estas Obras Completas, páj, 7^-77

Nota DEL Compilador

DON BERNARDO O'HIGGINS 1778-1842

§3.

DISCURSO EN L^ INHUMACIÓN PE LOS RESTOS DEL CAPITÁN JENERAL DON BERNARDO O'HIG- GINS. 1

Señores:

No es el dolor lo que nos reúne hoi en este lugar de tris- teza i de luto. La urna que en estos momentos rodea un pue- blo inmenso, no despierta en nuestras almas los amargos sentimientos que siempre inspira la pérdida de un ser querido cuyo cadáver venimos a depositar en la mansión de los muer- tos. En presencia de este puñado de polvo, que sirvió de ro- paje mortal al espíritu del Capitán Jeneral ,don Bernardo O'Higgins, solo se hacej^sentir el eco de la gratitud nacional, que viene a rendirle el tributo de su admiración i de su res- peto. Estas cenizas venerables, proscritas por largo tiempo del suelo chileno, vuelven hoi triunfantes para recibir las bendiciones de la justiciera posteridad.

I Pronunciado por el señor Barros Arana el 13 de enero de 1869 i publicado en la Corona del Héroe, (Santiago, 1872) pájs. 183-187. El señor Barros Arana desempeñaba a la sazón el cargo de decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile.

Nota del Compilador

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La voz del patriotismo se ha alzado en todas partes para re- petir el elojio del primer campeón de la lucha de nuestra inde- pencia. Pero O'Higgins no fué solo el mas valiente i el mas entendido de nuestros guerreros; el glorioso derrotado de Ran- cagua i de Talcahuano, i el vencedor heroico del Roble i de Chacabuco; el Jefe Supremo del Estado, que con una cons- tancia nunca desmentida i con una intelijencia superior, or- ganizó ejércitos i equipó escuadras para ir a arrojar de toda la América a sus antiguos opresores. ¡Nó! aliado de esos títu- los, a la admiración i al reconocimiento de sus conciudadanos, O'Higgins puede exhibir otros, menos brillantes sin duda, pero que revelan que junto con el alma bien templada del soldado i del patriota, poseia la cabeza del estadista i la mi- rada escrutadora del hombre que, en la dirección de los ne- gocios públicos, se adelanta siempre a las preocupaciones de sus contemporáneos.

Después de los elocuentes elojios de aquel ilustre ciudada- no que acabáis de oir 2, permitidme que os recuerde solo tres actos de su vida, que conducen a probar este concepto.

En setiembre de 1817, O'Higgins se hallaba en Concep- ción dirijiendo las operaciones de la guerra. «Queriendo son sus propias palabras desterrar para siempre las reli- quias del sistema feudal que ha rejido en Chile, i que, por efecto de una rutina ciega, se conserva aun en parte contra los principios de este Gobierno, decreto la abolición de todo título de nobleza o de dignidad hereditarias como opuestas al espíritu democrático de un pueblo republicano». La junta gubernativa que mandaba en Santiago, aunque formada de patriotas ardorosos, se resistía a publicar ese decreto. Te- míase que aquella declaración apartarse de las filas de los

2. En la ceremonia de la inhumación de los restos del Capitán Jeneral habian hablado don Francisco Echáurren Huidobro, Ministro de Guerra i Marina, don Alvaro Covarrúbias, presidente de la Cámara de Senadores, don Francisco Vargas Fontecilla, presidente de la Cámara de Diputados, i don Manuel Blanco Encalada, vice-almirante de la Escuadra Nacional.

Nota del Compilador.

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revolucionarios a todos, o a casi todos los señores de la anti- gua colonia; i sobre todo que predispusiese contra la causa de la independencia a la poderosa e influyente aristocracia del Perú, sobre cuyo pais se preparaba entonces una espe- dicion para destruir el último baluarte de la dominación es- pañola en América. O'Higgins desoyó esas consideraciones; i sin consultar otro consejero que su corazón, i buscando ante todo la igualdad de las condiciones sociales como es- presion del respeto que nos debemos todos los hombres, abo- lió para siempre en Chile los títulos de nobleza, i el uso de cualquiera distinción hereditaria. Así fué como adquirimos de hecho una de las hermosas garantías de nuestro derecho público: En Chile no hai clases privilejiadas.

He aquí otro hecho.

Durante la revolución de la independencia americana, hubo momentos en que algunos de sus mas ilustres promo- tores perdieron la conñanza en su obra, i volvieron la vista hacia Europa para pedir uno o varios príncipes que vinie- ran a reinar en los nuevos Estados. Hombres distinguidos por su grande intelij encía, patriotas eminentes, creían con toda sinceridad que los americanos no podrían pasar del des- potismo de la colonia a la vida de la libertad i de la Repú- blica. En Buenos Aires, en donde las ideas de democracia es- taban profundamente arraigadas, se pensó en elevar un trono para un hermano de Fernando VIL El mismo San Martín, republicano austero por principio, creía que la in- dependencia de América, no sería un hecho indestructible, ni alcanzaría el reconocimiento de las potencias estranjeras, mientras las nuevas naciones no se constituyeran en monar- quías, buscando, así decia, las únicas instituciones que están en armonía con los antecedentes i con la educación de estos pueblos.

En Chile esas ideas no obtuvieron nunca aceptación, pero fué O'Higgins el que, haciéndose superior a los temores i a las desconfianzas de alguno de los patriotas americanos, sal- vó a nuestra revolución de haberse empañado con un solo día

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de vacilaciones sobre la futura forma de Gobierno. «Si Chile, decia en un documento notable, ha de ser República como lo exijen nuestros juramentos; si nuestros sacrificios no han te- nido un objeto insignificante; si los promovedores de la re- volución se propusieron hacer libre i feliz a su suelo, i esto solo se logra bajo un gobierno republicano i no por la varia- ción de dinastías distintas, preciso es que huyamos de aque- llos frios calculadores que apetecen el monarquismo». I el ardoroso corazón de O'Higgins rechazó con firmezajincontras- table todo pensamiento que tendiese a monarquizar las anti- guas colonias de la España. «Mientras yo tenga influencia en los destinos de mi patria, repetía constantemente, arrostraré cualquier sacrificio antes que tolerar que se busquen reyes para gobernarla».

Paso ahora a recordaros el tercer acto de la vida de Capi- tán Jeneral a que he hecho alusión al comenzar este discurso.

A principios de 1818, todo estaba preparado para hacer la solemne declaración de la independencia de Chile. Los mas ilustres letrados del pais se hablan reunido con el objeto de redactar el acta que debia firmar el Director Supremo. Ya podéis imajinaros el cuidado con que se elejian i se coordi- naban cada uno de los pensamientos i cada una de las pala- bras de aquel documento importante, con que Chile se anun- ciaba como nación independiente a todos los pueblos del orbe. Los consejeros de O'Higgins, siguiendo el ejemplo tra- zado por otros pueblos americanos, declaraban en él que Chile estaba resuelto a vivir i morir libre, defendiendo la fe católica con la esclusion de otro culto.

¿Sabéis lo que contestó el Director Supremo cuando se le presentó el manuscrito para que pusiese su venerable firma? Vais a oirlo: son las palabras salidas de su alma, sin añadir- les i sin quitarles nada. «La protesta de fe que observo en el borrador cuando habla de nuestro deseo de vivir i morir libres defendiendo la fe santa en que nacimos, me parece suprimible por cuanto no hai de ella una necesidad absoluta i que acaso pueda chocar algún dia con nuestros principios

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de política. Los países cultos han proclamado abiertamente la libertad de creencias: sin salir de la América del Sur, el Brasil acaba de darnos ese notable ejemplo de liberalismo; e importaría tanto proclamar en Chile una relijion escluyente, como prohibir la emigración hacia nosotros de multitud de talentos i brazos útiles en que abunda el otro continente. Yo, a lo menos, no descubro el motivo que nos obligue a protestar la defensa de la fe en la declaración de nuestra in- dependencia».

I O'Higgins modificó el acta, i suprimió esa restrictiva protestación de fe, dando así una prueba solemne de su res- peto por todas las creencias.

En esa misma época O'Higgins encargaba al ájente de Chile en Londres que contratase en el estranjero inmigran- tes europeos que viniesen a poblar nuestras desiertas campi- ñas. «En esa inmigración, decia, serán comprendidos los in- gleses i cualquier otra nación, sin serle obstáculo su opinión relijiosa».

El medio siglo de vida independiente i republicana que lle- vamos recorrido nos aleja tanto de las ideas del pasado, que la intelijencia no puede comprender el estado del pais en la época en que O'Higgins pronunciaba estas palabras. Toda la voluntad del Supremo Director fué impotente para consig- nar aquel principio en las dos Constituciones que se dictaron bajo su Gobierno. Para que os forméis una idea aproximada de lo que pensaban sus contemporáneos en estas materias, recordad que se han necesitado mas de cuarenta años para que la lei venga a sancionar los fervientes votos que en 1818 hacia el padre de la patria.

Me parece que bastan estos hechos para daros a conocer una de las fases mas prominentes del carácter de este gran ciudadano.

O'Higgins, republicano por convicción, adelantándose a las ideas de muchos de los mas distinguidos entre sus contempo- ráneos, pensaba que la lei debia proclamar la igualdad de todos los hombres, i dispensarles una protección idéntica.

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cualquiera que fuese su nacimiento, cualesquiera que fuesen sus creencias.

Después de referiros estos hechos, es inútil que os recuer- de que O'Higgins, luchando con arraigadas preocupaciones, estableció los cementerios para desterrar la funesta costum- bre de sepultar los cadáveres en las iglesias, que creó paseos públicos para dar salubridad i ornato a nuestras poblacio- nes, que fundó en ellas los primeros mercados, que mandó abrir la Biblioteca i el Instituto Nacional, cerrados durante la reconquista española, que dispensó a la agricultura una protección tan jenerosa como benéfica i que llevó la acción del Gobierno a todas partes a donde se lo permitian los esca- sos recursos del pais.

He aquí en rápida reseña algunos de los hechos que la pos- teridad recuerda cuando el pueblo se agrupa en este sitio para bendecir las cenizas del gran ciudadano, ya que no le es dado poner sobre sus sienes la corona inmarcesible a que lo hicieron acreedor su heroismo, su intelijencia i sus virtudes. Pero O'Higgins no ha muerto: vive inmortal en las pajinas justicieras de la historia, en el recuerdo de sus compatriotas i en Chile entero, que tanto amó, por el cual hizo tantos i tan grandes sacrificios, i cuya independencia proclamó con su palabra i afianzó con su espada.

EL JENERAL FREIRÉ (1787-t85!)

§ 4

EL JENERAL FREIRÉ i I

DESDE EL NACIMIENTO DE FREIRÉ HASTA QUE SE ALISTÓ COMO CADETE EN LOS DRAGONES DE LA FRONTERA

En las grandes crisis de los pueblos es cuando, con mas frecuencia, se ven aparecer grandes hombres que en las cir- cunstancias normales quizá habrían pasado desapercibidos.

La emancipación de la América española ha sido una de estas grandes crisis, i en ella hai que admirar no solo el arro- jo del soldado sino que también las heroicas virtudes de sus jefes. Los vastos talentos militares de Bolívar, el desprendi- miento de San Martin, la intrepidez de O'Higgins i la jene-

I Se publicó en La Civilización^ periódico de Santiago, en los números correspondientes de 12 de diciembre de 1851 a 18 de enero de 1852, i en un folleto en 8.0 de j 22 pájs. (Santiago, 1852) por la Imprenta de Julio Belin i Cia,

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Tosidad de Sucre, no son las solas cualidades ni los solos hombres que ella presenta; muchos otros héroes han desco- llado para que puedan relegarse al olvido.

Entre estos es justo colocar al jeneral Freiré.

El señor don Ramón Freiré i Serrano nació en el partido de Santiago por los años de 1788 2. Niño aun tuvo que seguir a Concepción a su tio materno, el coronel de milicias don Ma- nuel Serrano, quien queria aliviar a sus padres de los gastos necesarios a su enseñanza. Allí recibió el niño Freiré los pri- meros rudimentos de una educación " que se queria hacer mercantil, para pasar en breve a ocuparse como dependien- te de una rica casa de comercio.

Era esta la casa délos Mendiburus, acaudalados negocian- tes de Chile que hablan estendido sus relaciones comerciales al virreinato dellPerú, en cuyos puertos mantenían relaciones por medio de varios navios de su propiedad. De este núme- ro era la fragata Begoña, en que se dio al- joven Freiré el destino de sobrecargo; en su desempeño, hizo repetidos via- jes al Callao i Lima. Cuando, a consecuencia de la guerra entre España e Inglaterra, abrigaban los navieros de nues- tras costas serios temores de los corsarios ingleses, Freiré no titubeó por un momento en seguir en su carrera haciendo alarde de un desprecio por el peligro que sus compañeros calificaban de fanfarronada, sin comprender que [ese mismo joven debia dar en breve a su patria tantos i tan hermosos dias de gloria.

En sus respectivas residencias en el Perú, Freiré tuvo con- tinuos choques motivados por el desprecio con que allí se aparentaba mirar a Chile i a todo lo que le pertenecía. En ellos desplegó una valentía i despejo poco comunes en un joven que solo era sobrecargo de una fragata, pero muí fre- cuentes en la j eneros idad de las almas de su temple.

Con los primeros síntomas revolucionarios de la América española, en 1810, las transacciones mercantiles sufrieron un

2. 29 de noviembre de 1787.

Nota del Compilador.

El jeneral Freiré 49

importante menoscabo, i con la promulgación de la libertad de comercio en las costas de Chile, en el siguiente año, las negociaciones con el vireinato del Perú quedaron suspendi- das. Por estas causas, Freiré se vio despojado del cargo que desempeñaba en la Begoña, i obligado a buscar su vida si- guiendo un rumbo diverso del que habia llevado hasta en- tonces.

La revolución habia, pues, cerrado a Freiré el camino de la carrera mercantil porque habia entrado; ella debia bien pronto darle en recompensa una brillante posición i abrirle el paso a los primeros puestos de la patria que lo vio nacer.

La creación de una república libre e independiente de la capitanía jeneral de Chile, no era en 1811 un problema de di- fícil solución entre los hombres de pensamiento político; esto nos esplica la causa de esa marcha activa que habían toma- do ya los negocios póblicos. Por todas partes bullían ideas que si bien no eran las de la emancipación, reclamaban, al menos, mejoras adaptables i necesarias. Formábase el espíri- tu militar; organizánbanse cuerpos de tropa con qué sostener los principios que debían proclamarse en breve i se remitían poderosos ausilíos a Buenos Aires.

Entonces fué cuando el joven don Ramón Freiré buscó un puesto entre los dragones de la frontera en Concepción, i obtuvo el de cadete solamente. Ocho años mas tarde, el mismo don Ramón Freiré desempeñaba el importante des- tino de comandante jeneral de frontera.

Con la sola graduación de cadete. Freiré acompañó a su tío el coronel Serrano, cuando éste pasó por orden del doctor Rozas a defender el paso del Maule al Brigadier don Ignacio de la Carrera, mandado por la junta jeneral de Santiago contra la provincial de Concepción. La pacífica conclusión de este asunto antes de romper la guerra civil, impidió a Freiré el uso de las armas; ya veremos lo que en él hizo des- de 1813.

TOMO XIL 4

II

SERVICIOS PRESTADOS POR FREIRÉ EN EL AÑO DE 1813

Nuestra revolución habia sido puramente política hasta principios de 1813. La discusión i las mejoras adoptadas por el Gobierno que sucedió al colonial habían influido tan con- siderablemente en las masas, que a la noticia del desembar- que del jeneral Pareja se pudo reunir sin grandes dificulta- des el ejército que se acababa de crear para hacer frente i arrollar las huestes realistas. Lo mas lucido de nuestra ju- ventud se habia alistado en él, i todos, a porfía, se disputa- ban el desempeño de comisiones arriesgadas que pudieran darles gloria.

De este número era el alférez de dragones don Ramón Freiré, arrogante joven de 24 años en 1813, afiliado en 181 1 en clase de cadete de caballería.

El desembarque del jeneral Pareja efectuado en San Vi- cente, en la tarde del 26 de marzo de 1813 con una división de poco mas de dos mil hombres de buena tropa, vino a sem- brar la consternación i el asombro entre los partidarios de la causa patriota que habia en Concepción. El comandante go- bernador^de armas, don Pedro J. Benavente, ignoraba qué providencias tomar para presentarle alguna resistencia, i en

52 Estudios Biográficos

sus conflictos, despachó al alférez Freiré, mientras él reunia lo mas selecto del vecindario para acordar las providencias que las circunstancias parecian exijir. Todo fué inútil: la junta acordó se entregara la plaza al enemigo sin resistencia alguna, i traicionado luego Bena vente por las tropas, fuéle forzoso abandonar a Concepción con los fieles, llevándose los caudales de la tesorería. Freiré fué del número de los que lo acompañaron.

Sabedor, entre tanto, el jeneral don José Miguel Carrera ^de lo ocurrido en Concepción, reunió prontamente el ejérci- to, organizado poco antes, i las milicias, marchó al Maule i comenzó por la sorpresa de Yerbas Buenas los ataques al ejército realista. Batido éste de varios modos, i reducido a permanecer en el estrecho recinto de la plaza de Chillan, Ca- rrera creyó de gran utilidad la toma de Concepción i Talca- huano, lo que efectuó en los dias 12 i 29 de mayo; pacífica- mente la de la primera, con grande resistencia la del segim- do. Freiré, hecho teniente poco antes, i jefe de una guerrilla de dragones, fué de los primeros en comenzar el ataque de la plaza, ataque en que se condujo]con bastante valentía para hacerse acreedor a los elojios de ihas de un cronista.

Esta ventaja fué seguida de otra no menos importante. A los pocos dias de tomado el puerto, el 7 de junio, se avistó en él la fragata española 2 ornas, i como Carrera había teni- do cuidado de conservar en las fortalezas el estandarte espa- ñol, entró casi sin temer el peligro que corría. Apresado lue- go un bote suyo con los marineros i el oficial que lo monta- ban, se supo que conducía ausílíos para el ejército realista. Armáronse dos lanchas cañoneras, i en la misma noche sa- lieron al apresamiento de la fragata, mandada la una por el teniente de artillería don Nicolás García, i por el teniente don Ramón Freiré la otra.

La captura de esta fragata, en que tanta parte tuvo Freí- re, fué de suma importancia; tan solo en dinero se tomaron cincuenta mil pesos, fuera del tabaco i demás mercaderías, que se emplearon bien pronto en los gastos de la guerra.

Hasta esta época, el triunfo de las armas Cbtaba por núes-

El jeneral Freiré 53

tro ejército. El jeneral Pareja habia muerto en Chillan, i el coronel Sánchez que le sucedió en el mando, no poáia mo- verse de la plaza por carecer de las fuerzas necesarias para ello. Esta convicción hizo que Carrera cometiese un error grosero diseminando sus fuerzas, i dejando solamente una corta división al mando del coronel de milicias don Luis de la Cruz, la que fué hecha prisionera al cabo de mui poco tiempo.

Preciso fué entonces sitiar a Chillan; pero a pesar de los prodijios de valor que por todas partes hicieron los solda- dos, oficiales i jefes del ejército patriota, fué también pre- ciso desistir de tan difícil empresa. Los realistas conspi- raban contra el gobierno en Concepción, i por todas partes se veia una mina pronta a estallar. Carrera no carecía de penetración i entre otras grandes cualidades de que estaba dotado, tenia la de herir precisamente en la dificultad. Re- clamó de Santiago nuevas tropas, i las suyas las diseminó en pequeñas partidas en varios puntos. Al coronel O'Higgins le tocó estacionarse en Rere para someter, si le era posible, la plaza de Araucoi que se habia insurreccionado poco antes. A sus órdenes tenii al teniente Freiré.

Su división no bastaba para batir a un enemigo que se engrosaba de dia en dia, i que envalentonado con la ventaja de la insurrección, tomaba ya la ofensiva. En Huilquilemu se le presentó en un número mui superior, causando una sorpresa que hubiera traido los mas tristes resultados si Freiré no hubiera caido de improviso con solo seis dragones so- bre los contrarios, dando muerte a un oficial i dos soldados, e introduciendo de este modo el desorden en las filas enemi- gas, para dar tiempo a que O'Higgins con el grueso de la di- visión se retirara i evitase un choque que no podia serle ven- tajoso.— Reforzado bien pronto O'Higgins por 200 hombres, avanzó de nuevo a Huilquilemu, mientras el enemigo que se hallaba en Gomero atacaba una partida de 50 que allí habia mandado de observación el jefe patriota. Atacados estos se fueron retirando poco a poco hasta que el grueso de la división de O'Higgins pudo acudir en su socorro, i destrozar

54 Estudios Biográficos

completamente la fuerza enemiga que mandaba el famoso Quintanilla.

Obtenida esta victoria, O'Higgins dio de nuevo al tenien- te Freiré la orden de estenderse con su guerrilla entre Chi- llan i Concepción para impedir la comunicación a los realis- tas, favorecer, cuando le fuera posible, los convoyes de mu- niciones i atacar, siempre que pudiera hacerlo con ventaja, las partidas enemigas. No fué el menor de los servicios prestados en esta ocasión el haber interceptado una carta, en la noche del i6 de setiembre en que se daba cuenta del movimiento del ejército de la patria.

O'Higgins, entre tanto, se habia movido con dirección al Itata, acompañado de un respetable grueso de fuerzas en que habia alguna artillería, i en la tarde del mismo i6 tomó posesión de una loma situada sobre el vado de este rio, de- nominado del Roble. Allí se hallaba Carrera con algunas otras tropas; pero como fuera seguido por el famoso guerri- llero español Eleorreaga, i como éste se reuniera con Urrejola, proyectaron ambos sorprenderlo, lo que efectuaron en la si- guiente mañana al amanecer. La parte del cuerpo de la Gran Guardia que allí se hallaba fué pasada a la bayoneta: Carre- ra se creyó -perdido i en un instante de desaliento se echó al rio dudando salvar la vida de otro modo. O'Higgins, arro- gándose en tales circunstancias el mando, organizó una re- sistencia vigorosa: los oficiales de artillería García i Vidal hacían un fuego de cañón bien dirijido sobre el enemigo: don Nicolás Maruri los ayudaba, detras de unas peñas, con una partida de cívicos de Concepción; se habia conseguido for- mar la línea, i se veía en la altura de un cerro una partida de caballería que parecía venir en su ayuda. Era esta la guerrilla de Freiré; ignorando lo que pasaba en el Roble i solo por haber oido los tiros, se puso en marcha precipi- tada para alcanzar a batirse; pero como encontrara un con- junto de obstáculos que le impedían reunirse, se contentó con escaramucear para hacer creer al enemigo que mar- chaba a atacarlo.

Este se vio, por ñn, perdido: vigorosamente acometido por

El jeneral Freiré 65

O^Higgins, que dio la orden de cargar a la bayoneta i abri- gando serios temores de la caballería que se dejaba ver, se entregó a una fuga precipitada, abandonando en el campo mas de cien fusiles i un número considerable de muni- ciones.

III

SERVICIOS PRESTADOS POR FREIRÉ EN 1814

Freiré habia prestado a mediados de 1813 un número con- siderable de importantes servicios. En pocos meses que es- taba abierta la campaña, el joven militar habia hecho ver- daderos prodij ios de valor, dado pruebas de una sincera adhesión por la causa que defendia, i granjeádose el apre- cio i recomendación de sus jefes.

Con este mismo celo continuó sirviendo el resto de aquel año, mas no ya con el grado de teniente, sino con el de ca- pitán. Separado del mando militar el jeneral Carrera, i puesto en él don Bernardo O'Higgins, Freiré continuó obedeciendo a aquél a quien la Suprema Junta de Gobierno le dio a re- conocer como su jefe.

A consecuencia de este suceso, la guerra tomó un rumbo mui diferente. Las tropas se replegaron a Concepción i solo el capitán Freiré quedó con cerca de cien hombres fuera de la plaza, desempeñando, como jefe de guerrillas, varias co- misiones del servicio. En diciembre de aquel año tuvo que sufrir un^ataque en Cuca de fuerzas superiores, a las que de- rrotó tomando algunos prisioneros i desertores.

Durante este tiempo las cosas seguían en un deplorable

58 Estudios Biográficos

estado: Carrera^ que tenia que dejar el mando^ desatendió las ocupaciones del ejército, i O'Higgins, que aun no se ha- cia cargo de él, no podia tomar providencia alguna. La cam- paña, durante este tiempo, no fué sino de guerrillas, i quizá el ejército realista habria concluido con nuestras columnas a no operarse también un cambio en el personal de su jefe: el jeneral Gainza acababa de desembarcar en Arauco con al- gunos ausilios, mandado por el virrei Abascal, i venia a sus- tituir al coronel Sánchez, que, desde la muerte de Pareja, mandaba las fuerzas realistas.

O'Higgins tomó, por fin, el mando el 28 de enero, i princi- pió la campaña dividiendo las fuerzas en dos cuerpos. Con uno de éstos despachó al coronel Mackenna a ocupar la po- sición del Membrillar, mientras Gainza, que la habia comen- zado con una actividad superior a todo elojio, hacia que Eleorreaga pasara el Maule i se posesionase de Talca, que acababa de dejar la Suprema Junta de Gobierno, lo que con- siguió no sin alguna resistencia. En los mismos dias se habia sufrido un pequeño descalabro en Gomero, i el jeneral Gain- za se habia acercado a Mackenna, en sus posiciones del Mem- brillar, i parecía atacarlo en breve.

En tan aciagas circunstancias, O'Higgins reunió todas sus fuerzas i se puso en marcha para caer sobre Gainza. Nada habria bastado para detener esta división mandada por un jefe de su valor i pericia, i en que se hallaban tantos i tan valientes oficiales. Así fué que solo el 19 de marzo, a las on- ce del dia, descubrió una columna enemiga de mas de 400 hombres, que ocupaba la ventajosa posición de las alturas del Quilo. Esta fuerza, que se hallaba bien parapetada, ha- bria infundido respeto a otros soldados menos valientes que los nuestros; pero O'Higgins, sin intimidarse por un momen- to, despachó gran parte de su caballería únicamente, i ella sola bastó para obligarlo a abandonar sus posiciones i reple- garse sobre otra partida, un poco inferior en número, que se hallaba a distancia de una legua solamente, no sin dejar algunos muertos i prisioneros en el campo. El capitán Freiré fué el primero que con su guerrilla de dragones

El jeneual Freiré 59

desalojó al enemigo, infundiendo en él un pavor estraordi- nario.

Con esta derrota parecia quedar desconcertado el plan de operaciones del jeneral Gainza: O'Higgins, vencedor en el Quilo, no tardaria en caer sobre él, en cuyo caso su derrota era segura. Esto debió creer cuando en la tarde del siguien- te dia, 20, dio una carga sobre el coronel Mackenna, en que fué completamente rechazado i disperso.

Ventajas tan importantes no surtieron el efecto que era de esperar: una división mandada por el coronel Blanco Ci- cerón fué destrozada por las tropas realistas que defendían a Talca, superiores en número i calidad, i se recurrió por O'Higgins i Gainza a formar tratados, que, por lo menos, de- bían servir de treguas. Por otra parte, Carrera, dominado por una desmesurada ambición de mando que fué mas tar- de la causa de su ruina, se posesionó del gobierno en Santia- go, por medio de una asonada, i aprestó tropas con que oponerse al ejército, en caso que éste desconociera su auto- ridad. Trabóse con este motivo la guerra civil: O'Higgins marcha sobre la capital para deponer el gobierno que acaba- ba de crearse, mientras Carrera organizaba la resistencia i salia de ella para batirlo. La batalla se empeñó en las lla- nuras de Maipo el 26 de agosto de 1814, i aunque el triunfo de las armas parecia estar por Carrera, se habria vuelto a trabar el combate el siguiente dia a no presentarse el parla- mentario don Antonio Pasquel, que mandaba el brigadier don Mariano Osorio, nombrado poco antes jeneral del ejército realista por el virrei Abascal. Era este el portador de la inti- mación del jeneral Ossorio, que quedaba en Chillan, para que, sin presentar resistencia alguna, se sometieran los pueblos de Chile al poder de la España.

Osorio era el conductor de inj entes recursos con que creia concluir prontamente la guerra; pero mas que con los ejérci- tos contaba con la división que existia entre los jefes patrio- tas para tomar posesión de la capital i de todo el territorio chileno. Sin embargo, él ignoraba que entre los insurjenfes que combatía pudiese caber una elevación de sentimientos

60 Estudios Biogbáfico;

como la del jeneral O'Higgins, que desistiendo de sus justas pretensiones al mando, se sometiese a obedecer las órdenes de Carrera.

El jeneral realista, entre tanto, habia salido de Chillan a fines de agosto con cerca de cinco mil hombres, mientras Ca- rrera organizaba un pié de ejército capaz de contener al enemigo, i cuya vanguardia de cerca de mil soldados confió al mismo O'Higgins; pero contenerlos al lado del sur rio Cacha- poal se creyó absolutamente imposible, i por eso se designó el departamento de Rancagua para campo de las operaciones militares en que se iba a entrar.

Osorio pasó fácilmente i sin resistencia alguna aquel rio el I. o de octubre, i desbaratadas las primeras resistencias que O'Higgins quiso oponerle, puso sitio i comenzó el fuego con- tra la ciudad de Rancagua, en que éste se situó, con un vigor estraordinario. El bravo capitán Freiré, como lo denomina en estas circunstancias el cronista Ballesteros, se presentó por la punta de Cortez con alguna caballería, i aunque ausi- liado por poco mas de doscientos hombres, no pudo impedir el que fuesen rechazados por las fuerzas realistas tan supe- riores en número. En tales circunstancias. Freiré no pudo de- jar de presentir el descalabro seguro de O'Higgins si no era socorrido por Carrera, i no ignoraba que éste quería dejarlo allí abandonado a su valor i a su desgracia. Con todo, antes que ser partícipe de tal conducta, quiso ser víctima de los jenerosos sentimientos que animaban a los sitiados. Esto fué lo que sucedió: sin recibir refuerzo alguno, los soldados de O'Higgins hicieron prodijios de valor, i resistieron hasta que el enemigo estuvo en la misma plaza. Preciso fué entonces abrirse paso por entre los sitiadores, lo que consiguieron con grandes dificultades, i dejando en su tránsito una calle de cadáveres.

Ocupada Rancagua, se hizo necesario abandonar el terri- torio chileno, cruzar los Andes i buscar un refujio en las pro- vincias arj entinas. Freiré fué del número de los valientes sol- dados a qui'enes las pasiones de un caudillo i las desgracias que ellas trajeron, hicieron emigrar al otro lado de las cor-

El jen eral Freiré 61

dilleras. Desde sus cumbres, Freiré se despidió de su amada patria abrigando en su pecho la esperanza de volver en breve a ayudar con su poderoso brazo a su gloriosa reconquista.

N^^^

IV

SERVICIOS PRESTADOS POR FREIRÉ DURANTE LA EMIGRACIÓN EN BUENOS AIRES

La emigración chilena en las provincias arj entinas es el episodio mas interesante que ofrece la historia de nuestra re- volución. Separados del seno de sus familias, faltos de recursos pecuniarios, i lo que es mas, de una industria que pudiera serles fructífera en el estranjero, fuéles forzoso a les patrio- tas emigrados buscar una ocupación con qué ganar la vida. En medio de las miserias i sufrimientos que tuvieron que pasar, se suscitaron entre ellos las divisiones en O'Higginis- tas i Carrerinos, i hasta a las ocurrencias políticas de Bue- nos Aires, en que los emigrados tomaron tan buena parte, llevaron sus rencores i pasiones, decidiendo, las mas veces, la cuestión el bando a que se plegaron los secuaces de O'Hig- gins, cuyas filas se habian engrosado con los recientes re- cuerdos de Rancagua.

El capitán Freiré no participó de estos sucesos: ambicioso de la gloria militar, habia concebido la idea de ocupar en la carrera de las armas el tiempo que trascurriera antes de la reconquista de Chile, en que ya pensaban sus compatrio- tas. Halagado por esta idea, habia proyectado pasar al Alto

64 Estudios Biográficos

Perú a servir a las órdenes del jeneral Rondeau; pero sabe- dor de los aprestos que hacia el almirante Brown, para salir en corso por las costas del Pacífico, prefirió alistarse entre los interesados a la empresa. Freiré habia navegado en los primeros años de su vida, después como militar habia dado pruebas de un valor reconocido, i estas recomendaciones le sirvieron cerca de Brown.

En 1815 salió Freiré de Buenos Aires, a donde no volvió sino al siguiente año, llevado por la noticia de los preparativos de tropas que se hacian para invadir a Chile. En su escursion, habia tocado en Juan Fernández, Coquimbo, Piura i Guaya- quil; allí efectuó un desembarque Brown, i tuvo la desgra- cia de caer prisionero en manos de las autoridades espa- ñolas; pero Freiré, que habia permanecido a bordo, prometió bombardear el puerto si no se le dejaba en libertad, i llegó a comenzar el cañoneo, antes que le restituyeran a su lado, junto con una gran cantidad de víveres frescos de que care- cía. En esta escursion habia también obtenido una regular fortuna, que repartió en gran parte con los otros emigrados.

En efecto, el jeneral don José de San Martin organizaba ya el ejército con que mas tarde dio la libertad a Chile al pié de los altos de Chacabuco. Sin mas base que unos setecien- tos hombres que recibió de Buenos Aires, habia formado un pié de ejército respetable, i a él corrían a alistarse todos los chilenos emigrados, no pocos que se atrevieron a cruzar las cordilleras para juntársele i un número considerable de ar- jentínos, que, deseosos de labrarse una carrera militar, co- rrían de todas partes a engrosar sus filas. Antes de mucho tiempo su ejército era verdaderamente formidable, merced a su celo i al entusiasmo de O'Higgins i demás jefes.

Entonces fué, también, cuando corrió el capitán Freiré a ofrecerse para tomar el mando de una compañía en las filas del ejército que se organizaba; pero informado San Martin por O'Hiq-gins de sus antecedentes, le confirió el grado de teniente-coronel de caballería, grado con que prestó en breve importantísimos servicios.

San Martin no conocía nuestro territorio sino por las re-

El jeneral Freiré 65

laciones que de él se le habían hecho; pero a su penetración no se ocultaban las dificultades del paso de las cordilleras i para que éstas fuesen menores dispuso que algunas partidas que habían logrado penetrar en el interior de Chile llamaran la atención por el centro, mientras sus tropas las pasaban por varías partes para que no se le pudiera oponer una resisten- cia tenaz en un punto fij o. Con este objeto salió de su cam- pamento el 17 de enero, i despachó varios jefes para que cru- zaran las cordilleras con sus diversas partidas por los puntos que él les indicaba. Al teniente-coronel don Ramón Freiré le dio la comisión de pasarlas por la parte sur i tomar posesión de Talca.

Esta empresa no se presentaba con todos los visos de fa- cilidad para su ejecución: los indios pehuenches no parecían dispuestos a cumplir lo que habían pactado con San Martin en la junta que celebraron en las inmediaciones de Mendo- za; por otra parte no era posible confiarle mucha tropa cuan- do ésta se necesitaba con urjencia, quizá superior, en las otras divisiones, causa por qué solo se le concedieron cuaren- ta granaderos a caballo i sesenta cazadores.

La conciencia de que podía encontrar obstáculos podero- sos cuando solo tenia a sus órdenes cíen hombres, no arredró a Freiré por un momento: felizmente los indios no le opusie- ron resistencia i pudo llegar al partido de Talca i ocupar su capital sin dificultad de ninguna especie.

Los cálculos de San Martin se vieron, por fin realizados, del mismo modo que su aventajada intelijencia lo había pre- visto. El comandante Cabot había pasado las cordilleras por Coquimbo i ocupado en breve la Serena, el coronel Las He- ras desempeñó igual comisión por Uspallata para tomar po- sesión de Santa Rosa de los Andes, el mismo jeneral San Martín, con el grueso del ejército, lo hizo por los Patos, el comandante Lemus por el Portillo, mientras Freiré las pasa- ba sin dificultades por Talca i tomaba posesión de la ciudad. San Martín había pues ocupado el territorio chileno sin que el enemigo que lo defendía tuviese una noticia cierta de su aproximación. Sin sus vastos talentos, la reconquista de

TOMO XII. 5

66 Estudios Biográficos

Chile habría ofrecido grandes obstáculos; sin la pericia de los jefes de las diversas partidas, la ocupación del territorio habria sido imposible.

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v-

RECONQUISTA DEL PAÍS I SERVICIOS DE FREIRÉ EN ELL-^, HASTA MEDIADOS DE 1817

Los primeros pasos del ejército unido fueron señalados por la espléndida victoria de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817. El territorio chileno quedó casi completamente aban- donado por las fuerzas realistas: los fujitivos de aquella jor- nada buscaron un asilo en los buques españoles surtos en Valparaiso, o se retiraron en completa dispersión a las pro- vincias del sur, al mismo tiempo que otros muchos, entre ellos el presidente Marcó, caian en poder de nuestras tropas.

Pero esta dispersión no se habia estendido al lado sur del caudaloso Maule. El teniente-coronel Freiré habia guarneci- do solo a Talca i no tenia fuerzas suficientes para seguir a las provincias meridionales, que ocupaban de antemano algu- nas fuerzas realistas. El coronel Sánchez era el jefe militar i político del partido de Chillan: creyendo difícil la resisten- cia, se habia decidido a pasar a Concepción, donde mandaba el coronel don José Ordóñez, quien, de acuerdo con otros je- fes subalternos, determinó fortificar la plaza de Talcahuano, para sostenerse en ella mientras le llegaban refuerzos de tro- pas del Perú.

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Para atacarlos fué comisionado el coronel Las-Heras por el jeneral San Martin, que sospechaba la resistencia que in- dudablemente se organizar ia, i el 19 de febrero salió de San- tiago, pero hasta muchos dias después no llegó a Talca a juntarse con Freiré: allí resolvió el plan de campaña que en su juicio convenia adoptar, i en consecuencia despachó al coronel Merino, que lo acompañaba, con una partida de gra- naderos por el camino déla costa; a Freiré por las cordilleras con los cien hombres con que habia pasado de Mendoza, i él mismo siguió por el centro al mando del batallón núm. 11 i cuatro piezas de cañón.

Sus marchas no fueron interrumpidas: Freiré i Las-Heras se reunieron en breve a las orillas del Nuble i sin detenerse siguieron a Concepción, a cuyas inmediaciones, en Curapali- güe, acamparon en la noche del 4 de abril. Allí se les espe- raba una sorpresa de Ordóñez, quien, encontrando una resis- tencia que no esperaba, perdió diez muertos i algunos pri- sioneros.

Entonces conoció el\jefe español cuan crítica era su situa- ción: batido en Curapaligüe i temiendo que el coronel Merino con su partida, que debía hallarse en las inmediaciones, le in- terceptara el paso de Concepción a Talcahuano, resolvió ■.re- plegarse a esta plaza con todas sus fuerzas, al mismo tiempo que el coronel Las-Heras tomaba posesión de aquella ciudad i situaba las suyas en el cerro del Gavilán, resuelto a esperar allí los refuerzos que debían llegarle de Santiago. A la cabe- za de éstos se habia puesto el mismo Director Supremo don Bernardo O'Híggins, i habia salido de la capital el-i7 del propio mes de abril.

Ordóñez, entre tanto, habia alcanzado a vislumbrar que la división iba a ser reforzada i proyectaba un vigoroso ata- que para impedir la reunión de las fuerzas. Efectuólo éste en la mañana del 5 de mayo, después de haber hecho de sus tropas dos divisiones con las que cayó sobre el campo pa- triota conñado en la considerable superioridad numérica. No se desalentó por esto el jefe de los independientes: divi- dió también sus tropas i tomó él en persona el mando de

Eljeneral Freiré 69

una de las partidas i la otra la confió al teniente- coronel don Ramón Freiré. Morgado era quien mandaba la que le tocó batir a éste, i aunque Freiré solo tenia a sus órdenes los cien hombres que trajo de Mendoza i dos piezas de artillería, no creyó difícil la victoria contra dos escuadrones de caballería, mas de 200 infantes i dos cañones. Dejóse ver esta división por el camino de Penco, adonde marchó Freiré a atacarla, comenzando por descargas de fusilería i retirándose paulati- namente para traerla a una emboscada que había prepara- do con dos compañías. Hicieron ellas solo dos descargas so- bre las filas de Morgado, al cabo de las cuales fuéles forzoso a éstas dispersarse, tanto mas cuanto que el grueso de la di- visión de Freiré caía sobre ellas, con lo que aseguró su jefe la victoria una hora antes que Las-Heras, que combatía la otra división mandada por el mismo Ordóñ^z.

O'Higgins, que venia en socorro de Las Heras, había alcan- zado a oír en Curapaligüe los últimos cañonazos de la jorna- da del Gavilán, i no tardó mucho en juntarse i tomar el mando en jefe de todas las fuerzas. Supo entonces, cuan digna de sus antecedentes había sido la conducta del tenien- te-coronel Freiré, i así fué que no lo echó en olvido cuando comenzó la campaña, conforme el plan que pensaba adoptar. Consistía éste en posesionarse de los fuertes de la frontera, i para ello lo comisionó a fin de que permaneciera cerca de la plaza de Santa Juana, pronto a ausiliar al capitán Cienfue- gos, mientras éste tomaba a viva fuerza la de Naci- miento. A consecuencia de este suceso, Santa Juana i San Pedro fueron abandonados por las guarniciones realistas.

Después de estas ventajas faltaba solo tomar el fuerte de Arauco, que por su posición sobre el mar podía comunicarse, sin grandes dificultades, con el puerto de Talcahuano; pero esta empresa se consideraba mas arriesgada que las intenta- das hasta entonces, i por eso se confió a Freiré en persona. Tenia éste a sus órdenes cerca de doscientos hombres i un número igual de enemigos defendía las fortalezas de Arauco. Pero ademas de esto, había otros obstáculos naturales que parecían insuperables: para acercarse al fuerte era preciso

70 Estudios Biográficos

cruzar el rio Carampangue que en la estación del invierno pierde todo vado con bastante frecuencia.

Sin embargo, Freiré deseaba entrar a Arauco a toda costa, i con tal designio avanzó en medio de una fuerte lluvia. En la tarde del 26 de mayo, dia en que llegó a la ribera norte del Carampangue, tuvo que sufrir fuertes descargas de cañón i^de fusil, casi sin poder contestarlas, en medio de un deshe- cho temporal. Llegada la noche, lo cruzó él mismo, con no poco riesgo de perecer sumerjido en sus aguas, haciéndose se- guir de sus oficiales i de la caballería con algunos infantes a la grupa, mientras el resto de su infantería llamaba con sus fuegos la atención del enemigo por el punto mismo en donde se le había visto en la tarde. Salvadas las dificultades del paso e incorporado el resto de la infantería, avanzó al fuerte al amanecer, mientras que su guarnición, dudando poder re- sistir en él, lo abandonaba para embarcarse dejando entre otros artículos de guerra once piezas de cañón.

Ocupado Arauco por l\^s fuerzas patriotas faltaba tan solo tomar posesión de Talcahuano para concluir la reconquista de todo el territorio chileno. Con este objeto fué llamado Freiré por O'Higgins i dejando en Arauco al valiente capi- tán Cienfuegos, repasó el Bio-Bio i se juntó al Supremo Di- rector en Concepción.

No pasó muchos días sin que los dispersos unidos a los indios de la costa inquietasen a Cienfuegos con sus ataques, i para inutilizar al enemigo dejó las fortalezas de la plaza i fué destrozado completamente. Freiré volvió, entonces, a reconquistarla i despreciando las trincheras que había for- mado el enemigo en la orilla sur del Carampangue, tomó de nuevo posesión del fuerte i dispersó completamente a las fuerzas que lo ocupaban.

Poco tiempo después, cuando se organizara la Lejion de Mérito de Chile, se nombró oficial, por unanimidad de votos, al teniente coronel don Ramón Freiré, que tantas pruebas de valor había dado en toda aquella gloriosa campaña, i que por dos veces había penetrado a viva fuerza en la importante plaza de Arauco .

VI

sus SERVICIOS HASTA LA BATALLA DE MAIPO

Las Operaciones de la guerra quedaron suspendidas des- pués de la reconquista del fuerte de Arauco. El pendón cas- tellano no flameaba sino en el puerto de Talcahuano, donde se defendia el esforzado Ordóñez al mando de un puñado de valientes. Todos los esfuerzos que O'Higgins pudiera hacer para tomarlo parecian inútiles, vistas las buenas i bien guardadas fortificaciones i el número de tropas que le obe- decian, número reducido para intentar tan arriesgada em- presa. Por otra parte, los indios araucanos, azuzados i man- dados por los españoles dispersos, comenzaban a cruzar el caudaloso Bio-Bio i a hacer sus correrías, lo que lo obligaba a mantener diseminadas sus tropas en toda la estension de la frontera.

Ordóñez no se atrevía, tampoco, a hacer salida alguna de la plaza si no era para buscar víveres en los alrededores. Las fuerzas de O'Higgins, temiendo el fuego de]sus fortifica- ciones, se mantenían a distancia, de modo que solo algunas veces podían batir las partidas que despachaba aquél. El teniente-coronel Freiré era el héroe de cada uno de estos en- cuentros: despreciando el fuego del cañón de los castillos.

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perseguía al enemigo hasta sus trincheras, desplegando siempre un valor mas que natural. En la mañana del lo de setiembre, tan solo les hizo cincuenta muertos i mas de vein- te prisioneros, todos de buena tropa de caballería, al mando de unos pocos granaderos solamente.

En tan apurada situación, Ordóñez esperaba ansioso soco- rros de tropas del Perú, i aunque el virrei Pezuela parecía querer dejarlo entregado a su desgracia, él estaba resuelto a resistir hasta el último estremo al enemigo que lo sitiaba. Los víveres comenzaban a escasearle ya, i en su desespera- ción concibió la idea de volver a ocupar la plaza de Arauco, para proporcionárselos allí como lo había hecho poco antes. Con este objeto despachó la goleta Montezuma con una cor- ta partida que debía desembarcar en sus inmediaciones. Unida esta con los españoles dispersos i los indios de la cos- ta, dieron un ataque a la plaza, en que fueron rechazados por su gobernador, el valiente capitán don Agustín López.

A la primera noticia que se tuvo de este suceso, fué de nuevo despachado el teniente-coronel Freiré en socorro de la plaza, que por otra vez había sido sitiada. Inútil fué que el enemigo intentara impedirle el paso del rio Carampangue; Freiré lo cruzó el 24 de setiembre i el 27 destrozó completa- mente las fuerzas sitiadoras, que se habían retirado a corta distancia.

La toma de Talcahuano fué lo que llamó, después de es- tas ocurrencias, todas las atenciones. Había llegado a Chile el jeneral francés Brayer, distinguido jefe del ejército de Na- poleón: O'Higgins quiso darle el mando, conñado en la fama esplendente de sus vastos talentos militares, i aun llegó a ceder a sus indicaciones, bastante erradas, sobre el plan de ataque. Habíase fijado para éste, el día 6 de diciembre, i se habia determinado la formación de tres divisiones, de las cuales la tercera fué confiada a don Ramón Freiré, elevado ya a coronel. Debía ésta entrar a la población por el rastri- llo, así que se lo abriesen las tropas de la primera división, i posesionarse de la playa para impedir el embarque de los fujítivos realistas. Semejante empresa distaba mucho de

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corresponder a Freiré, que habría querido tomar una parte mas activa en el asalto de la plaza; pero fuéle preciso resig- narse a la obediencia, i aguardar que las otras divisiones, mandadas por Las Heras i Conde, hiciesen su deber mien- tras él era un mero espectador. Prodijios de valor obró cada cual de los jefes i soldados; la muerte, que hacia los mayo- res estragos en las filas independientes, no las intimidaba por un momento. Antes de mucho tiempo los cadáveres ser- vían para escalarlas murallas, mientras las baterías de los buques destrozaban columnas enteras. Después de millares de sacrificios, forzoso fué al ejército patriota desistir de su empeño. El ataque había sido rudo, i Freiré había visto con sentimiento que no le era posible tomar parte en él.

Este fué el último sacrificio hecho en favor de la recon- quista de Talcahuano: era necesario reponerse de los per- juicios sufridos, i entre tanto llegaron del Perú poderosos ausilíos a las órdenes del jeneral Osorio, el mismo que al- gunos años antes había sometido a Chile al dominio de la España. La primera noticia que tuvo San Martín de la próxima llegada de los últimos refuerzos lo determinó a lla- mar a su lado al Supremo Director O'Higgíns para dirimir en un solo día i de un solo golpe la cuestión de nuestra emancipación. En conformidad O'Híggins se replegó al norte i cruzó el Maule mientras el coronel Freiré, que había que- dado en observación, se retiraba igualmente, sosteniendo al- gunos cortos tiroteos con las avanzadas de Osorio.

Reunido todo el ejército patriota en San Fernando, resol- vieron los jefes independientes aproximarse a Talca i batir a Osorio, así que hubiese pasado el Maule. Ignorando éste los propósitos de San Martin, como también el número de tro- pas que tenia a sus órdenes, se atrevió a cruzarlo sin sospe- char siquiera de la red que la elevada intelijencia de su ene- migo le tendía. Desde entonces los dos ejércitos se encon- traron casi enfrente, i separados solamente por el río Lontué.

En esta posición, en la mañana del 15 de marzo, se comi- sionó al coronel Freiré para que, al mando de dos escuadro- nes de caballería, forzara uno de sus vados i fuera a inqui-

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rir noticias del ejército realista, casi en su mismo campa- mento. Efectuólo así Freiré con su acostumbrada valentía i a pesar de la resistencia que se le quiso oponer al paso: tan pronto como lo hubo cruzado se le presentó un grupo de fuerzas al cual atacó a pesar de la notable superioridad nu- mérica; pero no siendo reforzado le fué preciso retirarse al campamento con alguna pérdida. Poco después, el 19 del propio mes, Freiré coadyuvó poderosamente en una carga de caballería que se dio a la enemiga. Arrollada ésta, en los primeros momentos, se reorganizó en breve i consiguió ha- cer retroceder a la independiente, que con tanto arrojo la habia atacado.

La noche de ese mismo dia estaba destinada a favorecer una sorpresa dada por el ejército realista, la sorpresa de Cancha Rayada. Nuestro ejército, si bien no fué destrozado, sufrió una dispersión completa i habría sido la ruina de la naciente república a no levantarse en breve nuevas huestes que debían arrollar a Osorio i sus columnas. El 5 de abril, a los pocos dias de aquella desgraciada noche, un ejército poderoso esperaba en las llanuras de Maipo a tropas supe- riores en número i disciplina. El resultado de la batalla fué la ruina completa del poder español en Chile, i la confirma- ción de hecho de su libertad política. En ella mandaba el coronel Freiré los Cazadores a caballo: con éstos destrozó los Lanceros del reí i Dragones de Arequipa, en lo mas re- cio de la refriega, i persiguió, después de la victoria, al infa- tigable Rodil, que con una serenidad sobrenatural se retira- ba al mando de una gruesa partida de jinetes con dirección a Talcahuano.

Estas fueron las bases de la poderosa resistencia que los fujitivos de Maipo opusieron a sus vencedores en el sur; pres- to veremos lo que hizo Freiré para batir las tropas realistas que allí se organizaron mas tarde.

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VII

sus SERVICIOS EN EL SUR HASTa QUE FUÉ NOMBRADO INTENDENTE DE CONCEPCIÓN

Ninguno de los hechos de armas que han tenido lugar en la América española ha traido mas grandes consecuencias a la obra de su emancipación que la gloriosa victoria de Mai- po. Libre ya la mayor parte de nuestro territorio de los ejércitos enemigos, fuéles posible a los gobernantes pensar en una espedicion sobre el Perú para destruir el poder espa- ñol en aquel atrincheramiento, dando con este paso el golpe mas terrible a las pretensiones del rei Fernando sobre las Américas.

Pero aun quedaban en el sur de Chile los restos del ejér- cito que habia sido destrozado en Maipo: desde la ribera sur del Maule, las autoridades que mandaban en cada uno de los pueblos eran realistas, i conociendo esto O'Higgins, como también la necesidad que habia de concluir con un enemigo que podia hacerse poderoso, comisionó al coronel Zapiola para que con 250 hombres solamente estableciese su cuartel jeneral en Talca i despachara algunas partidas a reconquis- tar aquellas posesiones. Zapiola llegó allí a fines de abril i desde el siguiente mes de mayo comenzó a operar con la im- portante ayuda del infatigable i arrojado capitán de Grana-

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deros don Miguel Cajaraville. La toma del Parral i de Chi- llan fueron las mas importantes ventajas obtenidas por él hasta mediados de noviembre, en que sufrió un descalabro i tuvo que replegarse a Talca.

El coronel Freiré fué comisionado, esta vez, para conti- nuar la campaña, i para ello salió de Santiago al mando de una división: el 29 de noviembre se juntó en Talca con Za- piola i ambos siguieron su marcha al sur con ánimos de vol- ver a ocupar a Chillan. Encargó Freiré este ataque al coro- nel don Manuel Encalada, con su rejimiento de Granaderos, el que pasó el Nuble sin resistencia alguna i tomó posesión de la plaza el 24 de noviembre, sin hacer uso de las armas mas que para seguir al enemigo que dejaba la población i se entregaba a una fuga precipitada. Freiré, entre tanto, pa- saba el rio después de un corto tiroteo i entraba en la ciu- dad cuando acababa, de ocuparla nuestro ejército.

No parecía posible avanzar a Concepción, visto el número considerable de tropas con que contaba ya el enemigo: Frei- ré se resolvió a esperar en Chillan la llegada del jeneral Bal- carce, que debia salir en breve de Santiago al mando de una columna de poco mas de 2,000 hombres, como efectivamente lo hizo en 13 de diciembre. Reunidos allí, acordó Balcarce el plan de campaña que en su juicio convenia adoptar. Púsose él a la cabeza del grueso del ejército, i mientras seguia el camino de la montaña i tomaba posesión de los Anjeles i otros fuertes de la frontera. Freiré, con el propósito de es- purgar el territorio de los enemigos que lo ocupaban, debia pasar el Itata por el Roble, seguir el camino de los llanos i costas i ocupar a Quirihue, Yumbel, Concepción, Talcahuano i demás poblaciones de aquel lado. En esta campaña fué a Balcarce a quien le tocó batirse con el enemigo: habiéndolo hecho retroceder desde el paso del rio de la Laja, lo destrozó completamente en las márjenes del Bio-Bio el 19 de enero de 1819, sin que hubieran podido escapar muchos, con Sán- chez, su jefe. Freiré, por su parte, había desempeñado fiel i puntualmente la comisión que se le confiara, sin necesidad de disparar un solo tiro.

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Con estos sucesos, la campaña del sur parecía, por fin, con- cluida. Sánchez huia apresuradamente a Valdivia con unos pocos soldados únicamente; Balcarce i Freiré eran dueños de toda la provincia de Concepción, i hasta del puerto de Tal- cahuano, que en 1817 habia sido el baluarte de defensa dei ejercito realista; el chileno Vicente Benavides, patriota re- negado en 1814, prisionero en Maipo, i ahora fiel servidor de Balcarce, se hallaba en Angol reuniendo con halagos los dis- persos de Sánchez i remitiéndolos a Concepción, donde se alistaban en el ejército independiente.

Con tales antecedentes se creyó reconquistado todo el terri- torio chileno de las fuerzas realistas. El jeneral Balcarce, juzgándolo así, dejó el mando del ejército para pasar en breve a Buenos Aires, su país natal, donde murió en el mismo año: Freiré, creado Intendente de Concepción, i ele- vado poco después a Mariscal, lo tomó en su lugar después de haber recibido algunas instrucciones i de haber oído de su propia boca que lo único que quedaba que hacer en la campaña era recojer los dispersos realistas, i que esta era la obra de Benavides.

En efecto, todo habría quedado concluido si el mismo Benavides no se hubiera puesto a la cabeza de esos disper- sos, i comenzado la guerra con furor tal, como hasta enton- ces no se habia hecho en Chile. Hallábase, como antes, en Angol, a principios de febrero, cuando concibió violentos celos de su esposa, Teresa Ferrer, que se hallaba en Talca- mávida, ocupada ya por las fuerzas independientes: aviva- dos éstos por algunas li jeras pruebas que él halló irrecusables, se resolvió envolver bajo el mismo anatema todo aquello que tenia relación con sus enemigos particulares, i después de haber armado algunos dispersos e indios, de quienes se hizo reconocer como su jefe, mandó una gruesa partida a tomar posesión de Santa Juana.

No pudo dudar Freiré de los designios de Benavides: co- noció que esta era una de las tantas jugadas hechas en el curso de su vida, i que sus propósitos eran los de declararse defensor de los derechos del reí en Chile, azuzado por una

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pasión que tantas lágrimas i sangre costó mas tarde. Para combatirlo creyó útil convencerlo por medio de comunica- ciones, presentándole su tropa para probarle que cuanto in- tentara seria inútil; pero Freiré desconocia el número de las fuerzas del nuevo caudillo i por ello fué que para atacarlo cometió un desacierto de tanta importancia. Dio sus órde- nes al capitán don Gaspar Astete, comandante de la guar- nición de Rere, para que despachara alguna fuerza a recon- quistar á Santa Juana: el comisionado fué el teniente don José Antonio Riveros, valiente oficial, que sin tomar en cuenta el peligro que podia correr, cruzó el Bio-Bio con unos pocos hombres el 21 de febrero, i tomó posesión de ella, desalojando atrevidamente al enemigo que la ocupaba: pero atacado en breve por cien soldados de buena tropa, tuvo que quedar prisionero en poder de Benavides con 27 de los suyos, con lo que se dio principio a las hostilidades.

Freiré, sabedor* de este suceso, despachó al teniente don Eujenio Torres para tratar el canje de prisioneros, intimado, como se hallaba, por Benavides que le decia no poder con- tener ya a los indios que lo seguían. La presencia sola del parlamentario bastó para que éste pusiera en libertad a Ri- veros, i Freiré, tomando por jenerosidad lo que solo eran argucias, le remitió a su campo a su esposa. Tan pronto como ésta se le hubo juntado, Benavides hizo morir a sabla- zos en una noche al parlamentario Torres i catorce solda- dos que no quisieron seguir sus banderas.

Mientras sucedía esto en Santa Juana, la plaza de los An- jeles fué estrechamente sitiada por una considerable divi- sión de indios, destruida una partida de cincuenta hombres (22 de febrero), i reducida a cenizas una parte de la pobla- ción.

La guerra era, pues, jeneral: al mismo tiempo que una par- tida atacaba a Santa Juana, otra hacia igual cosa con los Anjeles i por todas partes se notaban los principios de una resistencia que debia ser tenaz. Freiré, como jefe de fron- tera, fué quien tuvo que combatir contra los ejércitos que entonces se formaban: la historia no podría dejar de hacerle

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la merecida justicia por su arrojo, pericia, constancia, i mas que todo por una hidalguía que distaba mucho de co- rresponder al enemigo con quien la usó.

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VIII.

CAMPAÑAS CONTRA BENAVIDES

La nueva campaña se habia abierto de un modo atroz por parte de Bena vides: la muerte del parlamentario Torres i el incendio de los Anjeles hacian presentir al coronel Freiré que su enemigo no se detenia ante ningún crimen: pero él, lejos de querer usar de represalias, se esforzó en reco- mendar a sus subalternos el empleo de la jenerosidad para con un enemigo que la miraba en menos.

Mas no por esto descuidaba las operaciones de la guerra: sabedor del estrecho sitio puesto por el enemigo a la plaza de los Anjeles i déla apurada situación de su comandante Thompson, despachó en su ausilio al coronel don Andrés del Alcázar, que estaba encargado del mando de Yumbel, con una compañía de cazadores que obligó a retirarse a las fuer- zas sitiadoras, después de haber acuchillado a una partida de indios que tardaron algo mas en dispersarse.

En vista de estos antecedentes, i de las noticias que sus espías le comunicaron sgbre el ejército de Benavides, no dudó ya Freiré de que sus fuerzas eran poderosas. El se veia sin recursos, i obligado a diseminar sus tropas en los

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fuertes de la frontera: solo la llegada de algunos refuerzos lo impelió a desistir de sus intentos de abandonar la ciudad de Concepción i trasladarse a la plaza de Talcahuano, donde creia mas fácil la defensa: con ellos se juzgó bastante fuerte para tomar la ofensiva, tan luego como el enemigo se atre- viera a cruzar el Bio-Bio.

Esta oportunidad se le presentó el 14 de abril, en cuya noche Benavides, al mando cerca de seiscientos hombres, lo pasó por Talcamávida. Al amanecer del siguiente dia, ya Freiré se puso en marcha, mientras el enemigo seguia a San Luis Gonzaga; avanzó allí aquél i éste pasó a Gomero: mo- vióse de nuevo Freiré i Benavides se retiró a San Cristóbal, dando a entender con estos movimientos que no pensaba sino en retirarse i en evitar a toda costa un encuentro que no podia tener otro resultado que su derrota. Por ellos co- noció Freiré que no pbdria darle alcance, i creyó mas pru- dente recorrer ambas riberas del Bio-Bio, en busca de par- tidas enemigas que combatir. En conformidad, hizo pasar el rio por Tanaguillin al capitán don Manuel Quintana, con 80 granaderos, para seguir por la orilla sur a tomar posesión de Santa Juana, mientras él mismo llevaba una marcha parale- la por la norte hasta ocupar a Talcamávida, separada de aquella por las aguas del Bio-Bio, solamente.

Benavides, entretanto, habia seguido su marcha al norte; pero temiendo encontrarse con Freiré, pasó el rio de la Laja i se acercó a los Anjeles, donde mandaba el coronel don An- drés del Alcázar. Creyéndose débil para dar el ataque, recu- rrió al embuste de anunciar la completa derrota de Freiré i de exijir rendición: confundido por la negativa que le dio Alcázar, fuéle forzoso repasar el Bio-Bio por Negrete, sin ha- ber obtenido en toda la campaña ventaja alguna, por peque- ña que fuese.

Freiré, después de haber tomado posesión de Talcamávida, se volvió a Concepción, mientras que Benavides se reponía en el territorio araucano de los males sufridos en la anterior campaña. El 22 de abril asentó este último su campo en Curalí, i el 24 dio un ataque a Santa Juana, de donde fué

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rechazado por las tropas que poco antes habían tomado po- sesión de ella.

En una guerra como esta, en que todo era la obra esclusiva de la estratejia en los movimientos i en que el enemigo no se atrevía a presentar una batalla contra fuerzas que no fuesen muí inferiores, no podía hacerse patente aquel valor que tanto distinguía a Freiré, i con que habia destrozado al ene- go en otras ocasiones. Por otra parte, Benavides espiaba cada uno de sus movimientos i sabia ponerse en salvo cuan- do en estos presentía su derrota: esto era lo que habia suce- dido en el tiempo trascurrido después de abierta la campa- ña; pero, lejos de desalentar a Freiré esta conducta, avivaba mas su entusiasmo i lo inducía a seguir maniobrando con mayor actividad.

Como lo hemos dicho, Benavides fué rechazado en Santa Juana; pero, sin querer desistir de sus propósitos de atacarla en breve nuevamente, se retiró a su campamento de Curalí. Pocos días después, el 28 de abril, volvió otra vez sobre ella; pero ahora se encontraba allí el mismo Freiré al mando del grueso todo de sus fuerzas, i volvió a ser rechazado. Resolvió éste, por fin, ir a buscarlo en su guarida, i sahó con este ob- jeto de Santa Juana, mientras Benavides, desconociendo el número de tropas que acompañaban a su enemigo, permane- cía en Curalí, dispuesto finalmente a presentarle batalla. En la tarde del 1.^ de mayo tuvo lugar ésta, i su resultado fué el acuchillamiento completo del ejército de Benavides. Des- baratado por la impetuosidad de la carga, forzoso le fué al enemigo entregarse a una fuga precipitada, sin alcanzar a sustraer de ella mas que una corta división. Persiguiólo pocos días después por Colcura, Laraqueta, i mas allá del rio Carampangue en que destrozó una partida de 200 hom- bres, dando por concluida la campaña con tan importantes ventajas.

A su vuelta a Concepción, solicitó Freiré del Supremo Go- bierno, con fecha 30 de mayo, la devolución de todas las propiedades confiscadas a los que se hallaban comprometidos en defensa de los derechos del reí, creyendo captarse con

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esta medida su voluntad i neutralizarlos^ ya que no hacerlos adherirse a su causa^ con tan jenerosa conducta.

Este hecho puede servir para caracterizar a Freiré como militar i como político. Valiente con el enemigo, jenerosocon el vencido, tales fueron las dotes que hicieron de él uno de los jefes mas distinguidos de nuestra emancipación.

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IX

CAMPAÑAS CONTRA BeNAVIDES HASTA NOVIEMBRE DE 182O

Con la victoria de Curalí i escursiones subsiguientes pare- cia concluida finalmente la guerra que tantas lágrimas cos- taba ya: Freiré se dedicó entonces al mejor arreglo de la provincia, cuyo mando político se le habia confiado; pero al descuidar los aprestos militares por un momento, mani- festaba desconocer al enemigo a quien tenia que batir. Las derrotas tenian mui poco influjo en el ánimo de Benavides para que acobardara después de la de Curalí en que habia sal- vado alguna tropa. Pronto se le vio aparecer de nuevo, cru- zar el Bio-Bio por el lado de las montañas, internarse en la Isla de la Laja, i continuar allí la guerra de depredaciones i saqueos que hacia. Batida casi siempre sus partidas por las fuerzas que mandaba en los Anjeles el mariscal Alcázar, engrosaba de nuevo sus tropas con indios i dispersos, al mis- mo tiempo que tomaba posesión de algunos buques que sor- prendió en la costa de Arauco.

Freiré vino entonces a conocer cuan grande era el error en que habia caido al creer debilitado al enemigo. Por otra parte, cada dia era mas angustiada su situación, ya por la

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falta de tropas o por los víveres que a fines del año de 1819 se hizo jeneral en la provincia toda de Concepción.

Sin embargo, en medio de tan apurada situación, Bena- vides no se atrevía a acercarse al campamento de Freiré hasta mayo de 1820, en que, sabedor de que éste había pa- sado a Santiago dejando el mando de las fuerzas al coronel Rivera, dio un ataque a Talcahuano favorecido por la oscu- ridad de una noche de invierno, tomó posesión de él, saqueó las propiedades, i embarcó a su segundo, don Juan Manuel Pico, en un bote, en que debía pasar a Arauco, burlando, por todos medios, los lazos i estratejia de Rivera.

El influjo moral de un suceso de esta especie no podía de- jar de traer males considerables al ejército de Freiré. Las fuerzas de éste, es verdad^ eran superiores en número i dis- ciplina a las que mandaba Benavides; pero era preciso tener- las diseminadas en toda la estension de la frontera para impedirle el paso a la capital; reunirías para entrar en perse- guir al enemigo era una empresa bien descabellada para que Freiré la intentara: por las anteriores persecuciones había venido en conocer que darle alcance i evitar sus movimien- tos estratéjicos era un trabajo casi imposible. Por otra parte, en aquella misma época, se organizaba en Santiago la espedicion libertadora del Perú, i no comprendiendo cómo los fujitivos de Maipo pudieran organizar una resistencia tan tenaz como la que ya se formaba, se dejaba a Freiré al mando de la provincia de Concepción, sin tener los recursos para contener las tropas de Benavides.

Las fuerzas enemigas, entre tanto, se habían engrosado considerablemente. Don Antonio Carrero, uno de sus jefes, había pasado a Chiloé en busca de ausilíos de tropas, i los que les dio Quíntanilla, junto con los que le trajo Pico del Perú, a donde pasó a buscarlos, hacían de las filas de Bena- vides un ejército respetable. Con él pensaba hacerse dueño de toda la provincia de Concepción í pasar a la capital, que había quedado sin tropas desde la salida de la espedicion libertadora del Perú (20 de agosto de 1820).

El 18 de setiembre pasó Pico el caudaloso Bio-Bío por

El jeneral Freiré

Monterrei, algunas leguas adelante de su confluencia con el Laja^ i el siguiente dia se acercó a Yumbel, donde apro- vechándose de la superioridad numérica, destrozó un escua- drón de granaderos mandado por el teniente coronel don Benjamin Viel.

Juntóse éste, seguido de unos pocos dispersos, con el co- mandante don Carlos M. O'Carrol en Rere, i entre ambos picaron la retaguardia al enemigo, que habia seguido ade- lante i manifestaba interés en pasar el Laja, para pene- trar en la isla de este nombre i apoderarse de los Anjeles, su capital, en que mandaba el mariscal Alcázar, con solo 250 hombres del batallón Coquimbo. En su marcha, engro- saron sus filas con una partida de cazadores que les remitía Freiré, al mismo tiempo que el enemigo tomaba cerca de 400 hombres de las diversas montoneras que mantenía en las inmediaciones. En el vado de aquel rio. denominado del Fangal, se resolvió a hacer frente a O'Carrol, que mandaba las fuerzas de la república: pero introdújose la división entre los diferentes jefes, i al cabo de poco tiempo todo era con- fusión: muchos huian, mientras O'Carrol, mas valiente que sus subalternos, prefería morir en las puntas de las lanzas de los indios de Pico, que lo tomaron con un lazo, a seguir a aquéllos en su fuga.

Después de esta victoria aun le quedaba a Pico que to- mar los Anjeles; pero como creyera que Alcázar habia sido reforzado por las tropas de Freiré, se resolvió a esperar en San Cristóbal que se le juntara Benavides, lo que éste efec- tuó el 25 de setiembre.

Alcázar, entre tanto, sabedor de los sucesos de Yumbel i Pangal, se habia determinado a juntarse con Freiré; para ello salió de los Anjeles el mismo dia que se reunieron Bena- vides i Pico, i queriendo Sustraerse a ellos, pensó pasar el Laja por Tarpellanca, i mandó un campesino en esploracion, el que dio parte al enemigo de su marcha. Atacólo éste en la ribera opuesta del rio, i cuando Alcázar, que habia cruzado la mitad de él, pensaba hacerse fuerte en una isleta que tie- ne el nombre del vado, se comenzó el tiroteo que concluyó

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por la rendición de Alcázar, después de seis horas de un fue- go vivísimo. La atroz muerte de todos los oficiales rendi- dos, i la del mismo Alcázar, fué el modo como cumplió Be- navides los tratados de rendición por los cuales se les asegu- raba la vida i la libertad.

Las noticias del descalabro del Fangal llegaron en breve a oidos de Freiré, i resolvió salir con el grueso de sus fuerzas en ausilio de los Anjeles, para lo que fijó el dia 28 de setiembre: el 27 supo por el comandante del batallón Coquimbo, coro- nel Thompson, el único que habia escapado en Tarpellanca, la triste suerte de Alcázar, i lo inútil que era su determina- nación.

El siguiente dia, 28, Freiré, seguido de sus soldados, se trasladó a Talcahuano, donde creia mas posible sostenerse contra el enemigo i recibir ausilios por mar. Comenzóse en- tonces aquella gloriosa resistencia que se denomina el «sitio de Talcahuano», en que no hubo sufrimiento porque no pa- sara gustoso para defender aquella importante plaza del enemigo que la sitiaba. Falto de víveres i demás recursos, sin poder obtenerlos sino en mui pequeñas cantidades del Supremo Gobierno, Freiré dio en aquella época los ejemplos mas elevados de una constancia mas que natural, i de un desprecio por el peligro de que se hallan pocos ejemplos. Una sola ocasión en que se habia sacado del recinto de la plaza la caballería a pacer en los campos inmediatos, fué necesario sostener un choque, en que perdió algunos de los suyos. Esta situación era tanto mas aflictiva, cuanto que el enemi- go no se dejaba ver en las inmediaciones sino cuando la tro- pa salia de la plaza, i esto para una sorpresa solamente, lo que impedia a Freiré dar un ataque formal, en que pudiera tocar a su fin la contienda, sucumbiendo uno uotro ejército. Temia, i no sin razón, que esta in-accion, agregada a la ínti- ma seguridad de la inferioridad numérica, introdujera el de- saliento en sus soldados. Freiré esperaba con ansia una opor- tunidad de atacar. Esta se le presentó el 25 de noviembre, en que el enemigo se dejó ver por el lado de San Vicente, en número de 600 hombres solamente. No tardó mucho Freiré

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en aprovecharse de ella para caer de improviso, cortándolo en todas direcciones i asegurando en pocos momentos la glo- riosa victoria de las «.Vegas de Talcahuano» con que la co- noce la historia.

Pero esta victoria no arruinaba al enemigo; se necesitaba de algo mas todavía i esta fué la obra de la no menos glorio- sa jornada de la «Alameda de Concepción» que tuvo lugar el 27 del propio mes, en que Freiré destrozó completamente las filas de Benavides, i rescató el batallón Coquimbo, que permanecia en ellas desde la derrota de Tarpellanca.

caída de O'higgins: Freiré supremo director

Con la victoria de la Alameda de Concepción, Benavides se halló falto de hombres i demás elementos para proseguir la guerra por mas tiempo; pero lejos de desistir de sus co- natos de destrucción, encomendó a don Juan Manuel Pico el incendio de todas las poblaciones situadas al lado sur del rio Nuble, que hablan quedado en un total abandono, comi- sión que desempeñó este antes de fines de 1820. El siguien- te año volvió a presentarse Benavides i fué de nuevo derro- tado en las Vegas^ Saldías por el jeneral Prieto: los caudillos que sucedieron a aquél en el mando de las hordas denomi- nadas defensores de los derechos del rei, sufrieron una suerte idéntica durante el de 1822.

Freiré, empero, no habia tomado parte en estos sucesos: retirado en Santiago, no volvió a Concepción hasta ñnes de este último año para presenciar i tomar en breve la dirección del movimiento reaccionario que se operaba contra el go- bierno de O'Higgins. La provincia se habia pronunciado; la de Coquimbo la habia seguido, i salieron de Santiago comi- siones destinadas a tranquilizar los ánimos en ambos pun- tos.— Pero la reacción era estensiva a todas las provincias:

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O'Higgins, la primera espada de nuestra independencia, el . héroe de cien batallas, había querido sacrificar su merecida popularidad a trueque de hacer respetables las leyes^ aun usando las medidas violentas; habia querido cimentar el orden en el caos, i esta obra, que frecuentemente arruina al que la comienza, fué la causa principal de su caida. No hubo crimen que sus enemigos no le imputaran, i aun sus mismos partidarios llegaron a creer verdad todo lo que se decia de él.

Movido por estos sentimientos, se reunió el vecindario en la sala del Consulado, el 28 de enero de 1823, i allí acordó el envío de una comisión al Supremo Director que debia hacer- le presente el jeneral descontento que existia contra su ad- ministración. Conoció entonces O'Higgins la verdadera dis- posición de los ánimos, i antes de organizar una resistencia con que pudo sostenerse por algún tiempo mas en el poder, hizo dimisión de él i pasó a Valparaíso, con propósitos de embarcarse para el Perú.

Freiré, entre tanto,''habia llegado a este puerto al mando de 300 hombres, mandados por la Asamblea provincial de Concepción a deponer el gobierno. Sabedor deque se halla- ba en Valparaíso el jeneral O'Higgins, dio la orden de su arresto, justificando esta medida, en su nota de fecha de 6 de febrero, con el «derecho que tienen los pueblos para exijir de él una justa residencia». Una medida de esta especie, si bien ejecutada con lejítimos pretestos, no pudo obtener la aprobación jeneral ni mucho menos la de los miembros de la Junta Gubernativa que había sucedido a aquel gobierno. De su residencia no resultó cargo alguno que pudiera mancillar su nombre: esto esplica los términos honrosos en que está concebida la concesión de la licencia para salir de Chile, dada por Freiré al jeneral O'Higgins por el solo término de dos años, en 2 de julio de 1823.

No contentas las Asambleas de Concepción i Coquimbo con la Junta de Gobierno instalada el día de la dimisión de O'Higgins, mandaron por plenipotenciarios a don Manuel Novoa i a don Manuel Antonio González, para que, unidos

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con el que debia nombrar Santiago, elijieran provisoriamen- te el Supremo Director mientras se instalaba un Congreso Constituyente: fué este tercer miembro el doctor don Juan Egaña. Reunidos todos tres en 31 de marzo elijieron para aquel alto puesto al Mariscal don Ramón Freiré, que se re- cibió del mando i prestó su juramento el 4 de abril de 1823.

Residenciados como se hallaban los miembros de la pasa- da administración, no era posible siguiesen en sus destinos; por otra parte la reacción se habia operado mas por su con- ducta i manejos que por la del Director O'Higgins. En con- secuencia, con fecha 8 del propio mes de abril espidió los nombramientos de ministros en don Mariano Egaña de go- bierno i de relaciones esteriores, en don Pedro Nolasco Mena de hacienda i en el coronel don Juan de Dios Rivera de la guerra. Uno de los primeros decretos espedidos por este últi- mo, fué la concesión de un premio a los vencedores en la jor- nada de la Alameda de Concepción, el 27 de noviembre de 1820.

De aquella época data la vida política del jeneral Freiré, en que después vino a ser tan desgraciadamente célebre. Educado en la carrera militar. Freiré comprendía que una nación se podia rejir como un ejército, i aunque jamas ejer- ció los actos de despotismo que tan poco acordes estaban con la grandeza de su alma, parecía estrañar la ausencia del réjimen militar para sostenerse con decoro en el alto puesto en que se hallaba colocado: esta convicción fué la que moti- vó sus renuncias de junio de 1824.

El primer trabajo importante de la nueva administración fué el equipo de una escuadra i un ejército para ayudar al jeneral don Simón Bolívar en la grandiosa empresa de dar libertad al Perú. Debia la espedicion reunirse al jeneral San- ta Cruz, que se hallaba en el Alto Perú; pero antes de su arribo éste fué derrotado completamente, i a su desembarque en Arica, se halló amenazada por el jeneral español Valdés, i fué necesario darse a la vela sin haber hecho frente una sola ocasión al enemigo.

En Santiago, entretanto, se trataba de formar una consti-

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tucion mas liberal que la de 1822. Para esto se había convo- cado un congreso constituyente, que comenzó a ejercer sus funciones en agosto del siguiente año, i formó la que se juró en 29 de diciembre de 1823. La nueva organización que ella introducía no filé del agrado de Freiré: restrinj idas las facultades del ejecutivo, conoció éste que en medio delvol- can revolucionario en que entonces se vivia, no era posible gobernar con las sujeciones i vallas puestas por la misma Constitución. Hizo por repetidas veces la dimisión del alto destino que ocupaba i si quedó en él fué solo por la acta del Senado conservador, de fecha de 21 de junio de 1824. por la cual se ampliaban considerablemente sus facultades guberna- tivas.

XI

PRIMERA ESPEDICIONA CHILOÉ

Chiloé habia sido el almacén de armas i pertrechos de la guerra del sur en los últimos años. Ordóñez habia recibido de su gobernador, en 1817,, durante el sitio de Talcahuano, refuerzos de tropas, que si bien reducidos en número, le eran de grande importancia. Las hordas de Benavides, Pico, Ca- rrero i Pincheira hablan encontrado en el gobernador del archipiélago, Quintanilla, la fuente de sus recursos, i era pre- sumible que sujetándolo bajo el dominio i autoridad de la República, cesarla la lucha que ensangrentaba las provincias meridionales de nuestro territorio.

Freiré necesitaba de glorias militares para mantenerse en la popularid ad que lo habia elevado al primer puesto de la República, i mui particularmente después de la desgraciada espedicion al Perú. La Constitución del Estado, recien jura- da, consideraba también parte integrante de la República chilena el archipiélago de Chiloé. Por otra parte, existian en Chile los mismos elementos que se emplearon en ¡la espedicion del Perú: la escuadra estaba en nuestros puer- tos i la tropa, falta de campañas que emprender, parecía amenazar las autoridades en caso de una revolución. Era,

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pues, preciso intentar alguna empresa^ i la conquista de Chi- loé, en que todavía ondeaba el pendón castellano^ se presen- tó con todas las apariencias de realizable.

Hechos los primeros preparativos, salió Freiré de Valpa- raíso a principios de enero de 1824, dejando el mando supre- mo en manos del presidente del Senado, que lo era don Fer- nando Errázuriz: pocos dias después se hallaba en la bahía de Talcahuano, concluyendo los aprestos de la espedicion.

Constaba esta de mas de 3,000 hombres, que formaban tres brillantes batallones de infantería, buena caballería, un buen tren de cañones i alguna tropa mas; esta fuerza debia embarcarse en la Quiriquina en nueve buques, cinco de los cuales eran de guerra. Freiré había destinado para la fra- gata Lautaro.

Confiado en la importancia de la empresa i en las probali- dades de triunfo, salió Freiré de la isla de la Quiriquina a fines de marzo de 1824, al mando de la espedicion conquis- tadora. Habíase acordado antes del embarque el plan de campaña que convenia adoptar; por él se había dispuesto que la escuadra entera ocupara el puerto de San Carlos, con bandera española, sospechando que Quintanilla no podría mantener una guarnición respetable en sus fortificaciones, en la estación de las lluvias que ya había comenzado.

En efecto, al cabo de pocos dias de haberse dado a la ve- la de la Quiriquina, siete buques de la escuadra entraban en la bahía de San Carlos, tras de la fragata Lautaro, que mon- taba el Mariscal Freiré, despreciando los fuegos de las forta- lezas; pero al acercarse al castillo de Aguí, cambió aquella de rumbo i se acercó a los canales del interior. Ignorando los otros trasportes los propósitos del jeneral en jefe, lo si- guieron i les fué forzoso fondear en el puerto de Niepumu- ñion, en donde varó la corbeta Voltaire, por influjo de las grandes corrientes; este incidente obligó a nuestras embar- caciones a abandonar este puerto i tomar posesión del de Chacao que defendía una lijera guarnición, el día 28 del pro- pio mes de marzo.

Allí dispuso el jeneral Freiré, que el coronel Beauchef,

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que mandaba el batallón número 8, desembarcase al frente de éste, i del 7 i i que obedecían a los coroneles Rondizzoni i Thompson, por el fondeadero de Dalcahue, para posesio- narse del camino de Castro a San Carlos, lo que éste efectuó el 30 de marzo, conforme a las órdenes de su jefe.

Quintanilla, entre tanto, habia tenido noticia de la espe- dicion desde febrero, i habia trabajado con una actividad digna de los mayores elojios en reunir i adiestrar las milicias para presentar una resistencia vigorosa a las tropas invaso- ras. Con el objeto de batir al enemigo en su desembarque, encargó al coronel Ballesteros el mando de una división; los obstáculos con que éste quiso impedir tocar en tierra fueron inútiles; Beauchef desembarcó, i el siguiente día se puso en marcha para el interior. Pero Ballesteros, al mando 290 hom- bres, le tenia preparada una emboscada en las inmediacio- nes de la laguna de MocopuUi, de modo que cuando la divi- sión de Beauchef se hallaba en el desfiladero que esta forma con un cerro, sintió las primeras descargas junto con la pér- dida de cerca de 150 de los suyos. Acometido en breve por el capitán Téllez que por la parte superior del cerro se dejó ver con una compañía de granaderos veteranos, la derrota de la división conquistadora fué pronta i completa. Beau- chef, aprovechándose de la oscuridad de la noche, se volvió apresuradamente en Dalcahue con los restos de su división i al dia siguiente, 2 de abril, se dio a la vela en la fragata Ceres i corbeta de guerra Chacabuco^ que allí lo habían tras- portado, para Chacao, en donde se juntó con el jeneral Frei- ré. La noticia de este desgraciado suceso, i la pérdida de tan buena tropa, determinaron a éste a suspender las operacio- nes de la guerra, i regresar a Concepción, como lo efectuó el 15 de abril de 1824.

Tal fué el resultado de esta empresa, mas desgraciada aun que la intentada en 1820 por el Vice- Almirante Lord Cochra- ne con igual designio.

TOMO XII. 7

XII

OCURRENCIAS POLÍTICAS EN LOS AÑOS DE 1824 I ^^^5

A SU regreso a Santiago, después de la desgraciada espe- dicion de Chiloé, en julio del propio año, halló Freiré una tan notable fermentación política, que juzgó prudente re- nunciar el mando supremo, que no podia sostener en sus manos con las trabas que le ponia la Constitución del Esta- do. De aquí resultó el acta del Senado conservador de 21 de julio de que hemos hablado, por la cual quedaba esclusiva- mente encargado del mando, por solo tres meses, sujeto al código constitucional, a no ser que éste lo imposibilitase para proseguir en el gobierno, en cuyo caso debia dar cuenta al Congreso, que iba a reunirse al cabo de esos tres meses, de las medidas que tomara separándose de lo dispuesto en él.

Instalóse éste, como se esperaba, en el mes de octubre, i a él se llevaron las pasiones i odios políticos que dividían la República, a tal punto que el Gobierno acusó, en plena se- sión, a dos de sus miembros por haber querido asesinar a otros dos que no eran de sus opiniones, i las supuestas víc- timas reclamaron de voz en cuello su disolución aun por me- dio de la fuerza armada. Algunos diputados de Concepción

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i Coquimbo afectos a la administración, reclamaron de sus provincias el retiro de poderes de sus representantes. Poco tiempo después, el i6 de mayo de 1825, los que entre ellos eran partidarios del orden, justificaban la disolución del Con- greso como una medida de urjente necesidad para mante- nerlo, después de las borrascosas sesiones de 12, 13, 14 i 15 de dicho mes.

La disolución del primer Congreso Nacional arreglado a la Constitución de 1823, fué el resultado de la solicitud ele- vada al Ejecutivo el 15 de mayo: esta providencia, violenta si se quiere, fué justificada, como hemos dicho, por el mani- fiesto del dia siguiente. «Nos consuela solamente, habian dicho los diputados cesantes en 16 de mayo de 1825, al de- clarar disuelto el Congreso, el apresuramiento del Gobierno para reemplazar la representación i la esperanza de que los pueblos deben conocer, a pesar de la suerte infausta de los Congresos anteriores, que ellos son la única fuente de donde debe emanar la felicidad de la República».

Este nuevo Congreso, prometido por el Ejecutivo, abrió sus sesiones el 5 de setiembre de dicho año,| después de reu- niones tumultosas, que amagaron el orden público.

Sin embargo, éste debia correr la misma suerte que el an- terior: a él no concurrieron los representantes de Concep- ción ni Coquimbo, i soloj los de Santiago, cuyo número componia mui cerca de las dos terceras partes de su total; pero el Ejecutivo quiso jurarle obediencia i publicó su insta- lación. Pocos dias después, el 30 de setiembre, acaeció en Valparaíso un movimiento ¿popular con motivo de varias providencias de hacienda, i el Ejecutivo quiso tomar algu- nas medidas militares sobre aquella plaza, cuya comisión confió al coronel Borgoño. El Congreso se opuso vivamente a éstas; pero aquél estaba dispuesto a desobedecerle, i con este objeto se disculpó fútilmente: en tales circunstancias algunos miembros del Congreso alzaron la voz contra los que llamaban avances del Ejecutivo.

Con tan tenaz oposición. Freiré se vio imposibilitado para sofocar el movimiento de Valparaíso, a menos de disolver el

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Congreso, o mas bien la Asamblea de Santiago, como ya se le denominaba, a causa de no haber asistido los representan- tes de Concepción i Coquimbo. Las tropas parecian estar dispuestas a apoyarlo, puesto que los comandantes Rondiz- zoni i Beauchef, jefes de los batallones 7 i 8, únicos que ha- bia en la capital, le prestaron juramento de obediencia. Falto de todo apoyo contra una corporación que todo lo combatía, halló cuerdo retirarse en Santiago sin ser notado, para tomar en Concepción algunas fuerzas, atacar con ellas las que habia en la capital, i disolver el Congreso, que tan- tas pruebas de adhesión por el trastorno habia dado en su corta vida.

Semejante paso no podia dejar de traer el desprestijio sobre las autoridades constituidas; así fué que al siguiente dia, 7 de octubre, el Congreso reunido en sesión, confió el mando supremo al coronel don José Santiago Sánchez, que el dia anterior habia sido el mas exaltado de los acusadores de Freiré.

Pero éste no dudaba volver a ocupar su puesto aun antes de tomar las tropas de Concepción: con este objeto se comu- nicó con los coroneles Rondizzoni i Beauchef, haciéndoles un llamado a sus deberes de sostenedores del orden i de las autoridades. Reuniéronse éstos, en la mañana del siguiente dia 8, al jeneral Freiré en la maestranza sin ser notados, a causa de haber efectuado este movimiento antes de amanecer, i regresaron todos juntos para proceder a la disolución del Congreso. Pocas horas después el señor don Mariano Ega- ña pasó al lugar de sus sesiones a comunicar la orden del Supremo Director, que decretaba su disolución, como una medida aconsejada por las circunstancias i el pueblo se ha- bia reunido en la sala de la Municipalidad, i acordaba reti- rar los poderes a sus diputados.

Con este desenlace Freiré vio salvado el :órden; la junta popular que habia retirado el poder a los representantes de Santiago, habia también formado una comisión que debia residenciarlos, i en virtud de este poder procedióse a la pri- sión de once de sus miembros, concluyendo de este modo el

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segundo Congreso Nacional, a los pocos dias de su insta- lación.

Tales fueron los sucesos que dieron motivo a la clausura dedos de los primeros cuerpos lejislativos de Chile, i ellos bastan para justificar los resultados. Gobernar en confor- midad con una Constitución inadecuada a nuestras circuns- tancias i exijencias era una empresa bastante difícil, imui particularmente en 1825, cuando los derechos i las liberta- des se comprendían por el desenfreno, i cuando para evitar éste se hollaban las leyes fundamentales i se caia en el des- potismo. Era preciso que nuestra sociedad palpara, por una dolorosa esperiencia, los daños de sus primeros ensayos constitucionales, antes de entrar por la verdadera senda del réjimen representativo.

XIII

SEGUNDA ESPEDICION I CONQUISTA DE CHILOÉ

Entre los acuerdos del Congreso que acababa de cerrarse,ha bia uno por el cual se facultaba al Supremo Director del Esta- do para tomar todas las medidas que creyera conducentes a fin de posesionarse de Chiloé, i aun para admitir un ausilio de mil hombres que el Libertador Bolívar le ofreciera. Freiré, sin embargo, no creyó decoroso para la dignidad nacional el admitir éste, i para remediar la falta que pudieran hacer, es- pidió el decreto de 27 de setiembre de 1825; por él mandaba aprestar los batallones número i, 4, 6, 7 i 8, el escuadrón Guias i parte de la Artillería, aumentando sus tropas respec- tivas, conforme a los decretos anteriores. Tan pronto como hubo vuelto la tranquilidad a los ánimos, Freiré comenzó a activar los aprestos de tropas i pertrechos de guerra, echan- do también las bases de la guardia nacional, que debia ser el sosten del orden durante la campaña, por decretos de 24 i 28 de octubre. Pocos dias después, el 12 de noviembre, de- legaba el mando supremo en una junta compuesta de los tres ministros del despacho i presidida por don José Miguel Infante.

Tomadas estas providencias. Freiré pasó a Valparaíso,

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donde se embarcó con parte de su ejército el dia 28 de di- cho mes, con dirección a Valdivia, que era el punto de reu- nión de toda la escuadra espedicionaria. El 18 de diciembre se hallaba toda ésta, constante de diez embarcaciones con- duciendo a su bordo 2,473 hombres solamente, en aquel puerto, de donde no salió sino el 2 de enero de 1826.

Los vientos contrarios impidieron la incorporación de la escuadra antes del 9, en que Freiré que montaba la fragata Marta Isabel, despachó de ella al capitán Frijolé con 70 hombres, para posesionarse de la batería de la Corona, em- presa en queobtuvo el triunfo sin grandes dificultades. En la tarde de ese mismo dia, la escuadra tomaba posesión de la playa de Yuste, donde se comenzó el desembarque en la siguiente mañana.

Freiré pudo ya presentir el triunfo con el buen éxito de estos primeros pasos, pero no ignoraba que Quintanilla man- tenía fuerzas superiores a las suyas, i que era preciso obrar con una actividad estraordinaria para desanimarlas con sus operaciones. En la tarde del dia 10 comisionó al coronel AI- dunate, para que al mando de una división de 210 hombres se posesionase de la batería Barcacura; a su retaguardia despachó el batallón número i, que obedecía al comandante Godoi, para ayudarle en caso de necesidad. Antes que se le juntara, Aldunate pudo dar una sorpresa a la batería, en la madrugada del dia 11, hacerse dueño de ella i hacer prisio- neros a su comandante i una parte de su guarnición, sin gran- des dificultades.

La toma de la batería de Barcacura fué el principio de la conquista de Chíloé, i el feliz éxito de su primer ataque el mejor augurio de un buen resultado. A las seis de la mañana de ese mismo día se puso en marcha para aquel punto todo el grueso de la división.

El Almirante Blanco, entre tanto, que mandaba las fuer- zas navales, i que desde el dia anterior se había trasborda- do de la María Isabel al bergantín Aquíles, hizo levar anclas, de acuerdo con el Jeneral Freiré, para entrar en la bahía de San Carlos, en cuyas inmediaciones debía acampar el

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ejército de tierra. Dio orden que lo siguiesen Ja Independen- cia, Chacabtico i Galvarino, i consiguió ocuparlo i fondear bajo los fuegos de la batería de Barcacura, después de un viví- simo cañoneo de las diezciocho piezas del castillo de Aguí, las que sufrieron considerable deterioro desde los primeros tiros, de seis lanchas cañoneras de a dos cañones, i de las baterías de San Antonio, Campo Santo, el Carmen i Puqui- lligue; en él se habían inutilizado siete hombre de la In- dependencia, i quebrado el bauprés i mastelero de gabia del bergantín Aquiles.

Este nuevo suceso hizo creer a Freiré que el enemigo no le opondría en lo sucesivo sino una débil resistencia, i halló mas cuerdo ofrecer una jenerosa capitulación al jeneral Quin- tanilla; pero éste, lejos de querer admitirla, se dispuso a sostenerse hasta el último momento. En vista de esta nega- tiva, dio orden Freiré para que el batallón número i i el es- cuadrón Guías quedaran custodiando la batería de Barca- cura, mientras el resto del ejército se embarcaba i se daba a la vela, como sucedió, en la tarde del 12. El día siguiente, antes de amanecer, ya se había comenzado el deseembarque en la playa de Lechagua, a la derecha de Cupabulebu, sin que las partidas que había destacado el enemigo se atrevie- ran a impedirlo. Allí se les juntó en breve el batallón nú- mero I i el escuadrón Guias, que había dejado clavados los cañones de Barcacura.

Reunido todo el ejército, se puso en marcha para San Car- los siguiendo el camino de la playa. La vanguardia era man- dada por el coronel Aldunate, la primera división por el co- ronel Beauchef i la segunda por Rondizzoni. La fragata María Isabel, por su parte también, se había reunido a la escuadra después de un vivo fuego del castillo de Agüi, del que le tocaron cinco balazos en un costado. De ella salieron, el día 14, antes de amanecer, catorce botes formados en dos líneas i mandados por el capitán Bell, con orden de marchar sobre el muelle i Puquilligue i abordar las cañone- ras, situaíjas bajo los fuegos de aquella batería. La pronti- tud i maestría en el ataque valió la captura de tres de ellas

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sin mas pérdida que la de un hombre i lO heridos, i solo la oscura niebla que cubria el mar impidió la de las otras tres, que en la siguiente mañana se vieron dar la vuelta de Pu- deto i sumerjirse en las aguas a causa de haberlas barrenea- do sus jefes antes de abandonarlas.

En el propio dia i hora, el ejército se puso en marcha i tomó posesión de la playa de Yancas, que acababa de dejar el enemigo, casi en dispersión, para replegarse sobre Pudeto.

Este movimiento lo habia producido un vivo fuego de las tres cañoneras que Blanco habia quitado al enemigo, de acuerdo con la artillería de tierra i que descompuso la caba- llería del comandante Islas, haciéndolo abandonar sus pose- siones, para ocupar la plaza de San Carlos i sus inmediacio- nes. Observado este movimiento por el Brigadier Borgoño, que hacia de jefe de Estado Mayor, marchó con la columna de granaderos i la primera división a tomar las alturas del Pudeto, para maniobrar sobre el ala derecha que protejia una partida de 300 jinetes emboscados, al mismo tiempo que despachaba a los cazadores de la vanguardia a tirotear en guerrilla sóbrela izquierda. La segunda división, manda- da por el coronel Rondizzoni i la reserva, la siguieron en breve, pero ya aquélla habia obligado al enemigo a dej ar sus ventajosas' posiciones, apoyada como tenia su izquierda por un bosqu'e impenetrable, defendido su frente por los obs- táculos naturales i seis piezas de artillería, mientras la divi- sión de Freiré tenia una sola, i protejida su derecha por la ca- ballería.

Replegadas a Bella-Vista las fuerzas de Quintanilla no pudieron presentar mas que una mui débil resistencia a la columna de cazadores i granaderos que las perseguía. La dispersión habia sido jeneral: Quintanilla i el comandante don Saturnino García se habían adelantado a Tantauco a reunir los dispersos, de modo que en la tarde cuando se plan- tó el tricolor en la plaza de San Carlos, que ocuparon las fuerzas de las cañoneras, se decía que los habían vendido sus jefes.

Tal fué el fin de la dominación española en Chiloé, su úl-

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timo asilo en la República chilena, después de la gloriosa jor- nada de Bella- Vista, dada en 14 de enero. Freiré, que habia proyectado en 1812 la primer resistencia a las huestes realis- tas desembarcadas en Talcahuano, fué quien, trece años mas tarde, en 1826, dio el último golpe al poder español.

Después de aquel suceso, toda resistencia se creyó inútil por los autoridades españolas. El 15 se entregó el castillo de Agüi i el 18 se firmaron las capitulaciones de rendición, en las cuales Freiré manifestó su jenerosidad, concediendo al enemigo cuanto pedia en cambio de reconocer como parte integrante de la República el archipiélago, como se juró so- lemnemente en San Carlos el dia 22. El gobierno se concedió al coronel don José Santiago Aldunate i para martener la tranquilidad se le dejó alguna fuerza veterana.

Tomadas todas estas providencias, se embarcó el batallón núm. 6 para Concepción, i el resto, mandado por el Supre- mo Director Freiré, dióse a la vela el 30 de enero i llegó a Valparaíso el 6 del mes entrante, después de una corta cam- paña en que habia dado fin a la grandiosa obra de la inde- pendencia de la República.

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XIV

OCURRENCIAS POLÍTICAS HASTA EL DESTIERRO DE FrEIRE

Vuelto Freiré al foco de la fermentación política, no pudo dejar de conocer las tristes circunstancias del pais i las difi- cultades que entorpecían la marcha gubernativa. La Consti- tución de 1823 formada bajo sus auspicios, era mirada en menos desde que él mismo había sido el primero en hollarla: algunas prácticas tradicionales, mas bien que sus disposi- ciones, eran las que normaban la conducta del gobierno; pe- ro estas, lejos de acallar los espíritus turbulentos, parecían darles mayores ánimos.

En tal situación, Freiré creyó mas prudente hacer dimisión del mando, que aceptó el Congreso de 1826, a los cuatro días de instalado, estoes, el 8 de julio: el nuevo nombramiento recayó en el teniente jeneral don Manuel Blanco Encalada para presidente, i en don Agustín Eyzaguirre para vice. Re- tiróse, entonces, a la vida privada has taque habiendo renun- ciado Blanco, i habiendo estallado en Santiago el motín' de 26 de enero de 1827, durante el interinato de Eyzaguirre el mismo Congreso le confió el gobierno que desempeñó hasta que fué sofocado el motín por el mayor Marurí. La renuncia del vice presidente fué la consecuencia necesaria de aquel

lio Estudios Biogbáficos

suceso, i el nombramiento del capitán jeneral don Ramón Freiré i del bri adier don Francisco Antonio Pinto para los mas altos destinos del pais el resultado de la renuncia de Eyzaguirre.

Por este conjunto de circunstancias. Freiré se halló de nuevo en el poder, i volvió a abrigar los mas fundados te- mores sobre la suerte del pais. Un espíritu desordenado de reforma invadia todo i era preciso refrenarlo o apoyarse en él: para lo primero, se necesitaba enerjía, firmeza, i de estas dotes a la arbitrariedad no hai mas que un paso cuando se quiere desprestijiar a la administración. No era tampoco po- sible adoptar el segundo sistema, porque seria atraerse las enemistades de Ips hombres que mas lo habian apoyado hasta entonces, entre los cuales descollaban Portales, Gan- darillas i otros eminentes ciudadanos i sobre todo chocar con sus propias convicciones políticas, claramente manifestadas en los años de 1824 i 1825. En conformidad quiso mas bien dejar el mando en manos del jeneral Pinto, i retirarse de nuevo de la vida pública, que tantos sinsabores le costa- ba ya.

Una serie de conspiraciones i dos motines militares forma- ron el interinato del jeneral Pinto, que, como Freiré, cono- ció la dificultad de gobernar en aquellas circunstancias. Sus reiteradas renuncias no le valieron cerca de los desorganiza- dores, que en las elecciones de 1829 ^^ empañaron en darle el triunfo, hollando por todas partes el código constucional del año anterior. Recibióse por fin del mando supremo el 19 de octubre de 1829, después de haber tachado de ilegal la elección por la cual se le confiaban las riendas del Estado.

Pero ya era tarde. Los hombres de integridad i pensamien- to político querían suprimir una constitución disforme e ina- decuada'Ja nuestras circunstancias, que repartía las atribu- ciones a los poderes públicos como el obús su metralla, que para ensanchar las atribuciones municipales, cimentaba los principios federales i atizaba la discordia entre las diversas autoridades. Ellos querían poner remedio al malestar que jeneralmente se notaba, querían hacer algo, ^que no fuera de-

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magojia de libertades, por el bien del pais. Por otra parte, las tropelías cometidas en las elecciones justificaban los recla- mos, i el poco caso que de éstos se hacia, la revolución que se principiaba ya, a falta de otros medios para obtener re- paración de las injurias inferidas ala República entera, por los hombres que se habian parapetado en el poder.

La provincia de Concepción fué la que, como en 1823, pri- mero alzó el grito contra el gobierno jeneral, inducidos sus habitantes por los enemigos de la administración de la capi- tal. Sus votos fueron públicamente espresados en la reunión del 4 de octubre: el jeneral don Joaquin Prieto, que manda- ba en jefe las fuerzas de la frontera, se disponia a marchar sobre Santiago. Pinto, que se habia recibido del mando, sa- biendo estas ocurrencias, que habia calificado de ilegales las elecciones de 1829 i conocia la justicia de la reacción, no pu- do menos de renunciar el mando a los diez dias de haberlo tomado.

Púsose entonces mas en claro lo defectuoso de la elección. Poruña disposición con,stitucional debia elejirse el vice- pre- sidente junto con el primer funcionario: Pinto habia obteni- do el mayor número de sufrajios para este cargo, i la elección de aquel habia sido viciosa, causa porque tocó la autoridad suprema al presidente del Senado, don Francisco Ramón Vi- cuña. La marcha débil a la par que despótica que siguió el nuevo gobierno dio alientos i exaltación a los revoluciona- rios: el primer mandatario fué depuesto por los vecinos en una reunión que tuvo lugar el 7 de octubre en las salas del Consulado, i formada en su lugar una junta de tres miem- bros, compuesta del capitán jeneral Freiré, en quien debia residir el mando del ejército, don Francisco Ruiz Tagle i don Juan Agustin Alcalde; pero desobedecida por la fuerza que habia en la capital i que permanecia adicta a las antiguas autoridades, fuéles forzoso a sus miembros esperar la llega- da de Prieto, mientras Vicuña pasaba con el despacho a Valparaiso dejando el mando militar al jeneral de Brigada don Francisco de la Lastra. Entre ambos ejércitos tuvo lu- gar la batalla de Ochagavía, en 14 de diciembre, cuyas con-

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secuencias fueron las capitulaciones del i6 del propio mes.

Por ellas, Freiré fué nombrado jeneral en jefe délos dos ejércitos, i constituida una junta de tres miembros, con los cuales no pudo avenirse aquél, ni aun después de haber to- mado el mando de las tropas de Lastra. Por otra parte, Prie- to se habia negado a entregar las suyas con algunos pretes- tos, lo queí hizo que Freiré se creyera desairado, i buscara el apoyo de los hombres a quienes habia combatido hasta en- tonces. Con los fines de hacerse obedecer i aun de reducir las fuerzas que lo desobedecían, pasó a Concepción.

En Santiago, entretanto, se reunió el Congreso Nacional el 17 de febrero de 1830, i confió el mando supremo a los señores don Francisco Ruiz Tagle como presidente, i don José Tomas Ovalle como vice: retirándose el primero cupo el mando al segundo, i éste decretó la separación de Freiré del mando de las fuerzas; pero estaba mui exaltado, i con- sideraba mui segura la victoria para que obedeciera. Su de- sengaño fué la derrota de Lircai, el 17 de abril de 1830, el mismo día en que el gobierno legal de Santiago firmaba un decreto por el cual se castigaba su desobediencia dándosele de baja. Freiré pasó sin embargo a la capital, de donde salió en breve con la pena de destierro por revolucionario.

De este modo fué Freiré la víctima principal de la revo- lución de 1829 i 1830, en cuyos detalles no hemos querido entrar de propósito. Mediador propuesto por los dos ban- dos, fué en breve el holocausto necesario del afianzamiento del orden inconsistente hasta aquella época. Las circuns- tancias debian arrastrar a alguno en aquella crisis, i Freiré fué destinado para ello. Destino inevitable de las revolu- ciones!

XV

su DESTIERRO, REGRESO I MUERTE

Freiré desterrado de su patria, separado del seno de su fa- milia, i obligado a seguir una vida errante [en la República peruana, no pudo olvidar por un momento la causa de sus desgracias. La idea de volver a Chile se le ocurrió repetidas veces durante su residencia en el Callao i Lima, pero hasta el año de 1836, en que según la Constitución debia hacerse la nueva elección de Presidente en Chile, no le fué posible efectuarlo. Habiendo hecho algunos aprestos militares i puéstolos a bordo de los buques de la república del Perú, se hizo a la vela para obrar sobre las costas de Chile, persua- dido, como estaba, de que iba a encontrar un importante apoyo en la jeneralidad de los chilenos.

Este fué su engaño. El gobierno constitucional, fortale- cido con el triunfo de Lircai i compuesto de hombres de enerjía, habia sabido sobreponerse a las circunstancias, pul- verizar millares de conspiraciones, dar respetabilidad a las le- yes e impulsar a la nación por el sendero del bienestar; así fué que la espedicion de Freiré no tuvo mejor resultado que las revoluciones que sus amigos hablan intentado anterior- mente. El año siguiente, cuando la República chilena, rica,

TOMO XII. 8

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unida i poderosa, declaraba la guerra a la confederación Perú -Boliviana, se justificaba esta medida, entre otras razo- nes, por haber intentado el protector Santa Cruz introducir la discordia civil en su seno.

Freiré, condenado nuevamente a destierro, fué dejado en Otahiti, donde gobernaba la reina Pomaré. Poco tiempo des- pués de su arribo a aquella isla, fué llamado por la soberana para entregarle unos cañones de cierto buque chileno que allí los habia dejado: Freiré se negó a tomarlos, i aun quiso enseñarles a sus soldados el uso de ellos, estrechando con este motivo sus relaciones amistosas. Durante su perma- nencia, sirvió también como plenipotenciario a la reina con- tra las pretensiones del almirante Du Petit Thouars, quien no pudo hacer en 1837, por la conducta de Freiré, lo que otros subditos de Francia consiguieron en 1842.

Habiendo llegado a Cobija, al cabo de algún tiempo, re- cibió orden del presidente Velasco para pasar al interior de la República de Bolivia, como lo efectuó. De allí no salió sino a fines de 1841, llamado a su patria por el nuevo pre- sidente, el jeneral don Manuel Búlnes. A la exaltación de éste, el benemérito señor don Manuel Renjifo se negaba a admitir el cargo de Ministro de Hacienda si no se daba una lei de amnistía jeneral a todos los perseguidos por delitos políticos; apoyado en sus jenerosas pretensiones por el señor don Manuel Montt llamado al Ministerio de Justicia, hicieron entre ambos presente al jeneral Búlnes lo político de esta medida i la necesidad que habia de acallar las pasiones polí- ticas, dando oído a los sentimientos de jenerosidad: el resul- tado de sus empeños fué la promulgación de la citada lei.

Los goces de Ja vida privada endulzaron desde entonces sus últimos años. Retirado de la política que tantos sinsa- bores le habia costado, Freiré halló en su familia la dicha junto con la tranquilidad: el ruido de las pasiones de partido no lo incomodó en este nuevo estado porque supo sustraerse a él. La pompa, los honores, todo, lo miró en menos para dedicarse a cuidar de la educación de sus cuatro hijos, ob- jetos de sus atenciones i desvelos. Durante los diez últimos

El jeneral Fp-eire 115

años de su vida su nombre no aparece en la escena pública sino como miembro de la comisión calificadora de servicios militares, propuesto por el partido triunfante como elector para el colejio de 185 1.

Sin embargo, en medio de la calma de la vida privada, tuvo que pasar por los sufrimientos de una horrible enferme- dad que no pudieron caracterizar los facultativos. Consistia ésta en un cáncer en la lengua i quijada, que se creyó sara- tan, i que lo tuvo postrado con dolores terribles, insoporta- bles para otro hombre que él. Sufriólo con resignación tal que jamas se oyó de sus labios un quejido, esforzándose para que sus hijos i esposa no^com prendiesen los dolores que lo agobiaban.

Estos sufrimientos no tocaron a su término hasta la tar- de del 9 de diciembre de 185 1 en que el capitán jeneral don Ramón Freiré rindió el alma en medio de las lágrimas de una familia que adoraba i de sus numerosos amigos. Su edad era la de 64 años, empleados en su mayor parte en trabajar por el bien de la patria que lo vio nacer 1.

I. Acerca del Destieffo del Jeneral Freiré (1836) i su regreso a la patria (1 84 i) véase el noticioso Apéndice que el señor Barros Arana ha puesto en Un Decenio de la Historia de Chile (Tomo XIV de estas Obras Comple- tas, pájs. 289-300) que completa el presente estudio biográfico.

Nota del Compilador.

XVI

su CARÁCTER

Hasta ahora nos hemos contentado con narrar la vida del jeneral Freiré, con esponer los hechos clara i sencillamente, sin mas adorno que la exactitud del cronolojista: ellos, mas bien que los epítetos que pudiéramos haber empleado, son su verdadero el ojio. Sin embargo, nos vamos a ocupar de lo que de ello resalta para formar idea de su sistema como militar i como político.

El arma en que sirvió Freiré fué la caballería, i su activi- dad, valor i amor al servicio le valieron desde el principio el mando de una guerrilla. Su arrojo rayaba en temeridad, por- que peleaba persuadido que a una carga valiente nada podia resistir. Sus convicciones se aumentaron desde que con seis dragones solamente, desbarató una partida enemiga en Cuca, i esta persuasión lo impulsó a dar, en el resto de su carrera, esos vigorosos ataques que tanto asombraban al enemigo. Según su táctica, el soldado que se defendía en trincheras, dejaba detras de ellas su valor, i por eso cuando se halló sitiado en Talcahuano, dejó las fortificacioí;ies para destrozar al enemigo. La tradición le conserva millares de rasgos de

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una valentía mas que natural. Hasta en sus últimos años su rostro conservaba las trazas marcadas por la pólvora de un cañón de la fragata Tomas, al tiempo de dar el abordaje, al mando de un puñado de hombres solamente. Cuando sus amigos lo acusaban de temerario, solia decir: «salvé del ca- ñonazo de la Tomas i eso me prueba que no debo morir en el campo de batalla». Solo esta persuasión puede esplicarnos la causa de su arrojo.

La fortuna lo favoreció también con sus dones. En el año de 1815, durante el corso de Brown, el buque que montaba Freiré se separó de los otros i se halló en las inmediaciones del Cabo de Hornos, estrechado entre unas rocas i combati- do por las olas en medio de una furiosa tempestad. El capi- tán, desesperando poder salvar su embarcación, concluyó con su vida, con ayuda de una pistola, al mismo tiempo que va- rios marineros ponian un término a sus dias, echándose al agua. Freiré trató de disuadirlos de sus intentos, pero no siéndole posible, se dispuso a dirij ir la maniobra del buque- hasta que violentamente sacudido éste, cayó de él. En tal si- tuación llegó a creerse perdido, siéndole ya imposible soste- nerse sobre las aguas; pero una de las marejadas que cruza, ban la embarcación lo arrojó violentamente sobre ella. Freiré pudo incorporarse, aferrarse con mano ñrme de uno de los mástiles, hasta la conclusión del temporal. «Creo, le dijo a Brown en tono de risa, al contarle después este suceso, que la Providencia me destina para algo.» «Capitán Freiré, le contestó el Almirante, golpeándole el hombro, usted es un va- liente i será uno de los hombres mas importantes de su pais». Dos años mas tarde, el pronóstico de Brown se habia cum- plido.

Su jenerosidad para con el vencido llegó a hacerse prover- bial. Freiré fué quien pidió al Supremo Gobierno la devolu- ción de las propiedades conñscadas a los realistas de la pro- vincia de Concepción, cuando éstos fomentaban la horrible guerra del sur. Preguntándole uno de los jefes subalternos por qué no fusilaba un espía tomado en Rere, para imponer a Benavides que poco antes habia hecho sablear al parla-

El jeneral Freiré 119

mentario Torres. «Si estos picaros no valen el plomo que se necesita para fusilarlos», contestó Freiré.

Si bien es cierto que Freiré no poseia la perspicaz pene- tración de un político consumado, si carecía de la ardiente imajinacion de un proyectista reaccionario, suplía estas fal- tas con las mejores intenciones, con un desinterés poco co- mún, con un empeño para no separarse del recto camino de la justicia i con una jenerosidad estraordinaria. En Freiré no tuvieron dominio ni sus amigos ni sus consejeros sino cuan- do se trataba de hacer el bien. Si en su conducta política hai algunos lijeros deslices, su buena intención es el mejor de los justificativos.

No dejaban de traslucirse estas prendas por su esterior. Su cabeza era redonda, adornada de barbas i cabellos cres- pos i rubios, su frente descubierta, su tez fresca, blanca i ro- sada, sus ojos, de un verde gris, eran chicos, pero llenos de animación i vida, el cordón de su nariz un poco sumido, su boca proporcionada, su talla bien hecha, su estatura mas que regular: sus miembros todos indicaban la fuerza, la ro- bustez de un cuerpo que pudo soportar toda clase de priva- ciones i trabajos. La dulzura de su fisonomía, la amabilidad de su conversación, la franqueza de sus maneras, la nobleza de su porte, i su modestia característica que hacían dudar fuese el héroe de cien batallas la persona con quien se ha- blaba, junto con su bizarra dignidad, le captábanlas simpa- tías de todos los que lo trataron. Cuando se le preguntaba un incidente de su vida pública, tenia presente a algunos compañeros de armas, para compartir con ellos sus hechos militares.

Tal es, en resumen, el carácter del hombre estraordinario cuya vida acabamos de trazar. Si ella nos ha resultado mas estensa de lo que nos habíamos propuesto, no es nuestra la culpa sino de los mismos hechos que hemos narrado.

EL JENERAL

DON FRANCISCO ANTONIO PINTO

(1785-1858)

§5

EL JENERAL DON FRANCISCO ANTOiN 10 PINTO i

(1785-1858)

El nombre que encabeza estas líneas es el de uno de los hombres que ha desempeñado un papel mas importante en el drama de la revolución chilena. Militar i diplomático a la vez en el tiempo de la guerra de nuestra independencia, mi- nistro de Estado en los primeros tiempos de la República, i mas tarde su primer jefe, el jeneral Pinto ha vinculado su nombre a las pajinas mas gloriosas de la historia nacional.

El jeneral Pinto nació en Santiago por el año de 1785. Eran sus padres el señor don Joaquin Pinto i la señora doña Mercedes Díaz, vecinos de los mas distinguidos i caracteri- zados de esta ciudad por su fortuna i por su posición social. Hizo sus estudios en el real colejio carolino; i desde sus pri- meros años se distinguió por un espíritu estudioso i observa-

I. Se publicó en El Correo Literario (Santiago, 1858), núm, 2 del 24 de julio; en la Galería de Hombres célebres de Chile. (Santiago, 1859), t. II, paji- na 189, i en \3iRevista de Sud América, (Valparaiso, 1861), t. III, páj. 212-

218.

Nota del Compilador

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dor i por un carácter suave i afable, que le granjeó el apre- cio de sus maestros i camaradas. Sus condiscípulos, entre los cuales figuraron don José Miguel Carrera i don Manuel Ro- dríguez, tenían por él un singular cariño, que no pudieron entibiar las rivalidades que el sistema de enseñanza de aque- lla época creaba de ordinario en las aulas de los colejios chi- lenos, ni la superioridad que siempre manifestó en sus estu- dios.

Cuando apenas cumplía veintiún años, en 1806, el señor Pinto rindió sus últimos exámenes en la universidad de san Felipe, i obtuvo el título de abogado de la real audiencia de Chile. En ésta misma época era ya oficial del rejimiento de milicias de Santiago, denominado del Reí; i en el desempeño de las obligaciones de este cargo había manifestado un celo verdaderamente prodijioso. Cuando a fines de 1807 se orga- nizó en el lugar denominado las Lomas un campamento de todas las milicias chilenas para atender a la defensa de nues- tras costas, que por entonces se creían amenazadas de una invasión inglesa, Pinto desplegó una singular contracción para disciplinar a los reclutas i atender a todas las necesi- dades i exíj encías del servicio.

Aquella simple parada militar tuvo una grande influencia en la obra de nuestra emancipación. Los milicianos de la co- lonia volvieron del campamento ufanos i orgullosos con el recuerdo de aquel aparato bélico, creyéndose ya militares consumados por el solo hecho de haber soportado las fatigas consiguientes a un acantonamiento. El jeneral Pinto recor- daba estos incidentes en sus últimos años, í les daba una grande importancia histórica. «Esta iniciación de nuestra juventud en el arte de la guerra, escribía en 1853, exaltó su fantasía i comenzaron a oírse conversaciones mas o me- nos atrevidas sobre independencia. I la opinión pública co- menzó a pedir enérjicamente lo que hoí llamamos 18 de setiembre».

Inútil parece advertir que el hombre que escribía esas lineas fué uno de los mas decididos partidarios de la revolu- ción de 1810 desde sus primeros tiempos. Pinto abrazó con

El Jeneral Don Francisco Antonio Pinto 125

calor la causa de nuestra emancipación, i la sirvió con pro- vecho durante las turbulentas ajitaciones de su primer año. Aunque mui joven todavía para tomar un papel principal en la dirección de la cosa pública, estrechó, sin embargo re- laciones con los hombres mas caracterizados de la época, i contrajo una amistad íntima con el padre Camilo Henríquez i con el doctor don Bernardo Vera, quienes, en su rol de es- critores, figuraban entonces en primera línea.

En octubre de 1811 se abre la verdadera vida pública del jeneral Pinto. Queriendo el congreso chileno de aquella épo- ca estrechar sus relaciones con el gobierno revolucionario de Buenos Aires, representó, con fecha de 11 de este mes, a la junta que reasumía el poder ejecutivo, la necesidad de acre- ditar un enviado diplomático a ese país para mantener las comunicaciones de ambos estados, i trasmitir al gobierno chileno noticias de Europa i del Brasil. La junta aceptó la indicación; hízose el nombramiento en la persona de Pinto; i éste partió para Buenos Aires pocos días después.

En aquella ciudad permaneció tres años desempeñando todas las comisiones del servicio público. En 1813 recibió orden de partir para Inglaterra, con encargo de desempeñar en Londres una comisión idéntica. En esta capital debía po- nerse de acuerdo con los americanos de las otras colonias sublevadas, inquirir noticias de España, comunicarlas al go- bierno chileno i comprarle armas i municiones. Pinto partió para Europa en los primeros días del siguiente año: el emi- nente patriota don José Miguel Infante pasó poco después a reemplazarle en Buenos Aires.

Hallábase en Londres cuando llegó a su noticia la funesta derrota que los patriotas chilenos sufrieron en Rancagua, i la pérdida total de este país. Privado por este accidente de su destino i de sus sueldos, Pinto se asoció al jeneral arj en- tino don Manuel Belgrano, que, como comisionado del go- bierno de Buenos Aires, desempeñaba las mismas funciones que él. En compañía de Belgrano, frecuentó el trato de va- rios personajes europeos que simpatizaban con la causa de la revolución americana i estrechó relaciones con algunos

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militares i escritores mejicanos i colombianos que pasaban a Inglaterra a buscar ausilios con qué continuar la guerra de la independencia de sus respectivos paises.

En 1817 volvió a Buenos Aires en compañía del jeneral Belgrano i de varios otros patriotas arjentinos. Apenas lle- gado a esta ciudad, se puso en marcha para la frontera del norte de aquella república a continuar la guerra con los ejér- citos españoles del Alto Perú. Belgrano, que debia dirijir las operaciones militares por parte de los revolucionarios, le dio el mando del batallón núm. 10, i le distinguió con con- sideraciones de todo jénero durante la campaña.

En aquella época, los gobiernos chileno i arj entino se pre- paraban para emprender una gran campaña militar contra el virreinato del Perú. Belgrano, a la cabeza de los ejércitos de Buenos Aires, debia atacarlo por sus fronteras del sur, mientras San Martin, al frente de los vencedores de Chaca- buco i Maipo, operaba por el Pacífico i atacaba directamente las costas del virreinato i su misma capital. El plan era gran- dioso, i había sido concebido con talento i preparado con maña i paciencia: el Perú debia quedar libre e independiente después de una campaña de uno o dos años a lo mas.

Por desgracia, la guerra civil que por entonces estalló en las provincias arj entinas, vino a embarazar la realización de este hermoso proyecto. El grito de federación lanzado en Santa Fe i Corrientes por los gobernadores López i Ramírez, suscitó un violento sacudimiento que vino a ser una confla- gración completa cuando el jeneral chileno don José Miguel Carrera se asoció a ellos, i comenzaron las operaciones mili- tares. Las bandas que se llamaban federales se acercaron a las fronteras de la provincia de Buenos Aires i se disponían a marchar hasta la misma capital, cuando el gobierno, justa- mente alarmado a la vista de tamaño peligro, dio al jeneral Belgrano la orden de acudir con su ejército a la defensa de la capital amenazada.

Belgrano tuvo que abandonar el Alto Perú para atacar a las montoneras federales; pero cuando apenas comenzaban las operaciones militares, en la noche del 17 de enero de

El Jeneral Don Francisco Antonio Pinto 127

i820j estando acampado su ejército en la posta de Arequito, estalló en su campo una sublevación militar capitaneada por el coronel don Juan Bautista Bustos. El comandante Pinto fué de los últimos que rindieron sus armas a los sublevados; pero el espíritu de rebelión habia tomado tanto cuerpo, que el noble Belgrano se encontró abandonado por casi todos sus jefes i oficiales subalternos. La salud quebrantada de este jeneral comenzó a decaer de dia en dia hasta llevarle al se- pulcro al cabo de pocos meses.

Pinto volvió a Chile poco tiempo después de este suceso. El supremo director O'Higginsle encargó que pasase al Pe- rú a ponerse a las órdenes del jeneral San Martin, que en- tonces hacia la campaña de la independencia de aquellos pueblos. Su papel fué secundario en los primeros tiempos de aquella guerra, pero a fines de 1822 i principios de 1823, hizo con el cargo de segundo jefe del ejército patriota, i a las órdenes del jeneral Al varado, toda la desgraciada campaña del sur del Perú, que terminó con los desastres de Torata i Moquegua.

No podemos entrar aquí en detalles para referir la histo- ria de la espedicion chilena que bajólas órdenes del jeneral Pinto i las del coronel Benavente, hizo la corta i desgracia- da campaña^de fines de 1823. La historia esplicará algún dia la causa de todas esas desgracias, i referirá todos los he- chos por los cuales tenemos que pasar ahora tan de lijera.

Pinto volvió a Chile en los primeros meses de 1824 con las fuerzas chilenas que hicieron esta última espedicion. Tenia entonces el grado de brigadier de nuestro ejército, i gozaba en el ánimo del gobierno de consideraciones de todo jénero. El 12 de julio de este mismo año fué nombrado ministro de Estado en el departamento de gobierno i relaciones es teno- res, destino importante que desempeñó con jeneral acepta- ción durante algunos meses.

Su salida del ministerio no importó su separación comple- ta de la vida pública. El jeneral Pinto representaba enton- ces en la política chilena un papel sobrado importante para que pudiera sustraerse de figurar en los primeros puestos.

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Permaneció un corto tiempo en Coquimbo en calidad de in- tendente de la provincia, i a principios de 1827, cuando a consecuencia de la renuncia que hizo don Agustín Eizaguirre de la presidencia de la república fué necesario hacer nueva elección, cupo al jen eral Freiré el puesto de presidente i' a Pinto el de vice-presidente.

Pero el jeneral Freiré estaba cansado con la vida pública, i quería solo dejar el mando. Hizo, en efecto, su renuncia pretestando su mala salud, i el Congreso se la aceptó con fecha de 5 de mayo de ese mismo año. El jeneral Pinto, que debia reasumir el mando supremo, se negó a admitirlo; pero el Congreso no consideró bastantes sus escusas, i lo forzó a que tomase las riendas del gobierno.

La posteridad comienza ahora apenas para los hombres de aquella época, i todavía no ha pronunciado su juicio acer- ca del gobierno del jeneral Pinto. Fué aquella una época azarosa i turbulenta por demás, en que las revoluciones i los motines se seguian unos a otros sin descanso ni intermisión, i en que se echaron a la circulación una multitud de ideas i sistemas políticos mas o menos avanzados, que hicieron de la república un verdadero pandemónium. El código consti- tucional de 1828 que representa las ideas liberales de aque- lla época, i que casi no tuvo vida, queda todavía como la enseña de un partido político que se avanzó quizá demasiado a su época. La historia imparcial vendrá mas tarde a hacer justicia a los hombres i a desentrañar ese caos oscuro de los sucesos que ocurrieron en aquellos años 1.

El jeneral quedó en el poder hasta la promulgación del có- digo constitucional. En ese tiempo sofocó dos revoluciones militares i dio a la república el primer impulso en la nueva

I. El señor don Federico Errázuriz dio a luz en 1861 una memoria histó- rica de sumo interés, en la que desenvuelve la historia de esa época, desen- trañando ese oscuro caos i haciendo justicia a sus hombres. «Chile bajo el imperio déla constitución de 1828», es la historia imparcial del breve pero fecundo período que comienza con la instalación del Congreso consti. tuyente que sancionó la constitución liberal de 28, i termina con la aboli- ción de este código, so pretesto de reformarlo en ei año de 1833. (Nota de La Redacción déla revista de SudAmérica, en 1861).

El Jeneral Don Feanxisco Antonio Pinto 129

marcha que debia seguir. Cuando se hallaba dispuesto a dejar el mando de la república vinieron las elecciones de 1829, las primeras que debian hacerse con arreglo a la nueva constitución, i en ellas fué electo presidente del Es- tado. Su mando, sin embargo, fué demasiado corto; el jene- ral Pinto divisó próxima una gran revolución; sintió rujir la tempestad sin contar con elementos i recursos para refrenar- la; i dejó el mando de la república para retirarse a la vida privada. Esto ocurrió en octubre de 1829; la revolución que estalló en este año i que terminó en la llanura de Lircai el 17 de abril de 1830, le encontró alejado del poder.

Desde 1830 fué mas bien espectador que actor en la mar- cha política del pais.

Si en 1841 fué el candidato para la presidencia de la re- pública del partido liberal, eso sucedió sin que tomara parte alguna en los trabajos electorales.

Durante los dos períodos de la administración Búlnes en el consejo de estado i en el senado, contribuyó poderosa- mente a la mejora progresiva de la república. Dotado de una intelijencia clara, nutrida por estudios sólidos, adies- trado por una larga práctica en las dificultades del gobier- no, sus consejos fueron siempre útiles.

El carácter del hombre privado tiene una grande influen- cia sobre las ideas i tendencias del funcionario público. Ha- bía en el alma del jeneral Pinto un fondo inmenso de bene- volencia que le hacia el mediador obligado de todos los que se acercaban al gobierno para solicitar gracias, o para pedir justicia contra poderosos adversarios.

De esa manera se asoció a todos los actos dignos, j enero- sos i elevados, que durante la administración del jeneral Búlnes se acometieron.

Aunque el jeneral Pinto desde sus primeros años siguió la carrera de las armas, tuvo en la vejez los gustos i los hábitos pacíficos del literato. Hablaba el ingles i el francés como su propio idioma. Seguía con avidez el movimiento intelectual de la Europa, i no cesaba de estimular a los jóvenes que se consagraban al estudio. La muerte le encontró ensusocupa-

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dones habituales: el estudio de los buenos libros i la educa- ción de su familia. Su fallecimiento, ocurrido el i8 de julio de 1858, fué una desgracia lamentada no solo por sus hijos, sino también por todos aquellos que tuvieron la fortuna de tratarle i de conocer sus buenas cualidades.

Tenemos algunos motivos para pensar que dejó escritas sus memorias; i si nuestra conjetura es fundada, no será este uno de los menores servicios que haya prestado al pais, Los hechos narrados por un testigo i actor que estaba siempre preñado de moderación i sensatez, i las apreciaciones que de ellos podia hacer una cabeza ilustrada i vigorosa, serán de grande utilidad. El jeneral Pinto escribía con una corrección i elegancia nada comunes.

Ese hombre tan apto para los negocios públicos, era tan singularmente desinteresado, tenia el dinero en tan poca es- timación, que no ha conservado siquiera los bienes que he- redó de su familia, no obstante que jamas fué disipado ni ostentoso.

Hemos diseñado a grandes rasgos los hechos mas notables de la carrera ilustre del jeneral Pinto; ha sido necesario que dejara de existir para poderlo hacer. El se negó constante- mente a suministrar datos para que se escribiera su biogra- fía; pero el imperfecto bosquejo que dejamos trazado basta para revelar algo de lo que debe el pais al jeneral Pinto

DON JOSÉ MANUEL BORGOÑO (1792-1848)

DON JOSÉ MANUEL BORGOÑO ^ (1792-1848)

El 5 de abril de 1818 se sostenía en los llanos de Maipo una batalla que debía decidir de la suerte de Chile. El ejér- cito patriota dividido en dos cuerpos, atacaba vigorosamente a las tropas españolas que se mantenian firmes i serenas en la altura de una loma que domina todo el campo. La victo- ria parecia coronar sus esfuerzos cuando, reconcentrándose en la derecha realista la mayor parte de los batallones es- pañoles, cargaron denodadamente sobre los cuerpos patrio- tas que formaban el ala izquierda del ejército chileno. La defensa de esta división fué heroica; pero la sorpresa pro- ducida por aquel movimiento i el mayor número de las fuerzas españolas desorganizaron por fin a las patriotas i los obligaron a volver caras.

I. Publicado en la Revista del Pacifico (Valparaíso, 1858) tm. i, páj. 675 i en la Galería Nacional de Hombres Célebres de Chile. (Santiago, 1859) t. II, pájs. 195-203.

Nota del Compilador .

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La derrota de aquellas división importaba sin duda la de- rrota del ejército entero. En el cuartel jeneral de los patrio- tas quedaban todavía algunos cuerpos de reserva que podian entrar en acción; pero, antes de que esto se lograra, las tropas españolas iban a caer en persecución de los derrotados i a in- troducir en sus filas la turbación i el desorden. El jeneral en jefe de los chilenos, el hábil San Martin, el estraté jico por excelencia, examinaba atentamente cada uno de los movi- mientos del enemigo, dictaba con toda actividad i acierto sus órdenes, pero se mordia los labios de rabia i de des- pecho.

Los cuerpos españoles, entretanto, avanzaban rápidamente en persecución de la división chilena, i tras de ella comen- zaban a bajar de la colina que ocupaban cuando cayó sobre sus columnas una inmensa granizada de metralla que pro- dujo la turbación i el espanto. Vueltos de la primera sor- presa, dan algunos pasos adelante, i una nueva granizada de metralla cae de nuevo sobre sus filas. La acción se sostuvo así cerca de media hora: los cuerpos patriotas comenzaron a reorganizarse, los batallones de la reserva pudieron entrar en acción, i algunos de los que formaban la división de la derecha patriota se corrieron hacia el punto del peligro. La batalla cambió inmediatamente de faz.

Cuéntase que en esos momentos San Martin miraba desde el cuartel jeneral el rumbo que tomaba el combate e impar- tía sus órdenes para acelerar la marcha de las tropas, i que no pudiendo ocultar su júbilo, esclamó: «¡La victoria es nues- tra! Ese mayor Borgoño sabe dirijir las balas de cañón como, un buen jugador puede picar las bolas de un billar».

En efecto, sobre una altura que enfrentaba a la posición de los españoles habia ocho piezas de artillería que mandaba un joven de veinte i seis años de edad, de gallarda presen- cia, de aire marcial, de espíritu frió i sereno, que apuntaba personalmente sus cañones para no perder un solo tiro. Ese joven se llamaba José Manuel Borgoño: llevaba apenas so- bre sus hombros las charreteras de sarjento mayor, pero ya habia adquirido una alta reputación militar, i su nombre

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figuraba en los boletines oficiales de todos los combates a que habia asistido.

Nació don José Manuel Borgoño en Petorca el año de 1792. Eran sus padres don Francisco Borgoño i doña Car- men Núñez. Contaba apenas doce años de edad cuando su padre le remitió a Concepción a que ocupase el puesto de cadete en el batallón fijo de infantería de linea, empleo que, a causa de los muchos aspirantes que lo solicitaban, se con- seguia con gran dificultad. El joven Borgoño sirvió su des- tino hasta 1804, época en que solicitó una licencia de dos años para venir a Santiago a estudiar matemáticas. El pre- sidente de la colonia le concedió dicha licencia; i el joven militar pudo adquirir en el colejio los conocimientos mas necesarios para desempeñar con acierto en lo futuro las co- misiones que se le confiaran.

Vuelto al sur después de concluir sus estudios pudo pres- tar en la frontera importantes servicios. Ocúpesele en repa- rar algunos fuertes militares, en montar las piezas de artille- ría i en otros servicios en que podía ser útil un hombre que, como él, poseía conocimientos especiales. En el desem- peño de estas comisiones pasó ocupado hasta 1812.

En este año, el gobierno nacional que se habia organizado en Santiago, le llamó a la capital, le dio el grado de teniente í le agregó al cuerpo de artillería que mandaba don Luis Carrera, i en que servían los Gameros i otros oficiales des- tinados a adquirir una alta reputación militar. Pocos meses mas tarde le remitió a Valparaíso a mandar la artillería de las fortalezas que guarnecían el puerto. Allí permaneció du- rante todo el año do 1813, mientras el ejército nacional se batía en el sur contra los cuerpos invasores que el virreí del Perú remitió a Chile a las órdenes del brigadier Pareja. Du- rante este tiempo, el teniente Borgoño recibió solo una pe- queña parte de su sueldo: voluntaria i jenerosamente cedia el resto para ausiliar al Estado en los gastos de la guerra.

En noviembre de ese mismo año se organizaba en Talca una división patriota que debía entrar a campaña en ausílío del ejército chileno. El teniente Borgoño recibió el encargo

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de preparar la brigada de artillería de esa división, i con ese motivo se trasladó a Talca. Sus servicios en el campamento fueron tan activos como eficaces; i cuando un mes después marchó al sur la división bajo el mando del coronel de inje- nieros don Juan Mackenna, la brigada de artillería, a cuyo servicio marchó también Borgoño, formaba un cuerpo redu- cido en su número, pero lucido i capaz de infundir las mas lisonjeras esperanzas en el ánimo de los gobernantes.

Esa división fué a acantonarse a las orillas del rio Itata, en el sitio denominado el Membrillar. La historia ha referido ya minuciosamente los servicios prestados por esa división, sus sacrificios i su heroísmo. El 19 de marzo de 1814 se em- peñó allí la batalla que lleva el nombre de aquel lugar: la artillería se distinguió particularmente en la jornada i el nombre del teniente Borgoño obtuvo una mención honrosa en el parte oficial que Mackenna pasó al gobierno chileno. En las jornadas subsiguientes, en los Tres Montes, paso del rio Claro i Quechereguas, Borgoño se distinguió nuevamen- te, i su nombre vuelve a aparecer en los boletines oficiales de la victoria. En el paso del rio Claro, sobre todo, dos ca- ñones dirijidos personalmente per él, destrozaron las parti- das de caballería realista que defendían las riberas del rio, i facilitaron el paso a los cuerpos patriotas. Desde ese día se pudo ver en el joven oficial al artillero intelijente que tan distinguido papel debía desempeñar en la historia militar de nuestra revolución.

El primer período de la guerra de la independencia tocó a su término con el desastre de Rancagua, el 2 de octubre de 1814. Borgoño, que poco antes había obtenido el grado de capitán en premio de los servicios prestados en la anterior campaña, recibió el mando de seis cañones, i el cargo de mar- char con ellos en la tercera división del ejército patriota, que no alcanzó a entrar en combate. Después de la derrota, los oficiales chilenos tuvieron que buscar su salvación al otro lado de los Andes; pero aquellos que no alcanzaron a tomar los caminos de cordillera, o que se encontraron cortados por las fuerzas realistas, se vieron en la precisión de ocultarse en

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ios campos i de permanecer escondidos todo el tiempo que duró la dominación de los reconquistadores de Chile. Borgo- ño, que fué de este número, buscó un asilo en Talca i sus inmediaciones, en donde habia contraido estrechas relacio- nes de amistad en la época que permaneció acampado en la ciudad. Allí quedó oculto durante un año entero, hasta que los ajenies del ejército patriota que se organizaba en Mendo- za comenzaron a formar guerrillas en el territorio chileno. Entonces Borgoño corrió gustoso a prestar sus servicios en aquella grande empresa: su carácter no era el mas aparente para capitanear una banda desordenada de montoneros, ni podia exijir de éstos que observasen las reglas de táctica i disciplina que reclama el buen servicio militar; pero su ta- lento organizador servia perfectamente para dictar órdenes superiores, preparar recursos i disponer los movimientos de los guerrilleros. En estos trabajos, le fué necesario en una ocasión presentarse al famoso Neira, el caudillo principal de los montoneros que operaban en las serranías de la provincia de Talca, i se presentó con su casaca de capitán para hacer- se respetar de los guerrilleros. Neira, que poco antes habia tenido largas entrevistas con él, finjió no conocerlo i dio la orden de fusilarlo, pretestando creer que era un oficial rea- lista. El jefe de los montoneros quería solo robarle la casaca; i ante tan baja codicia no vacilaba en cometer un crimen horrible. Borgoño, sin embargo, supo hacerse respetar, i sal- var así de este inminente peligro.

Los servicios que prestó en aquellas circunstancias hasta después de la recuperación de Chile por el ejército patriota, le pusieron mil veces en situación de correr riesgos de toda naturaleza. Si él no tuvo la fortuna de hallarse en las filas de ese ejército i combatir con él en Chacabuco, pudo, al menos, prestar su importante cooperación para facilitar las atrevi- das operaciones estratéjicas en que se vio empeñado, ya dan- do noticias al jeneral San Martin, ya combinando las mar- chas i contramarchas de los montoneros para mantener en continua alarma a los cuerpos realistas i ayudar a las divi- siones patriotas que atravesaban las cordilleras.

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Después de la victoria de Chacabuco, Borgoño voló a San- tiago a ofrecer sus servicios al gobierno nacional que acaba- ba de formarse. El director supremo O'Higgins lo incorporó de nuevo en la artillería, i le dio el mando de una brigada de esta arma para que a su cabeza marchara al sur, a donde él mismo iba a dirijir la guerra contra los últimos restos del ejército español.

Durante toda la campaña de 1817, que el jeneral O'Higgins sostuvo contra los defensores de la plaza de Talcahuano, Borgoño manifestólas dotes de un oficial intelijente i celoso por el buen cumplimiento de sus deberes. En los boletines de la campaña, su nombre se encuentra recomendado a cada paso; i en las notas de O'Higgins al gobierno de Santiago, he- mos hallado muchas palabras destinadas a encomiar algún servicio suyo. Fueron, sin duda, estas recomendaciones las que le valieron el grado de sarjento mayor, que se le confií'ió en aquel mismo año.

La campaña del sur tocó a su término en enero de 1817, época en que el jeneral O'Higgins se retiró con su ejército hacia el norte para evitar un combate con las fuerzas espa- ñolas que, bajo el mando del brigadier Osorio, venian a so- meter de nuevo a Chile a la dominación realista. Borgoño tomó una parte principal en todos los trabajos consiguientes a la retirada, disponiendo el trasporte de los bagajes, i apres- tando sus cañones para que no sufrieran averías en una mar- cha precipitada. No es este el lugar de referir la historia de esa retirada ni de las operaciones que se le siguieron hasta la desastrosa sorpresa de Cancha Rayada. En la funesta no- che del 19 de marzo de 1818 en que esa sorpresa tuvo lugar, Borgoño, al frente de una brigada de artillería, servia en la tercera división del ejército patriota, sobre la cual cayeron en confusos pelotones los derrotados de la segunda división i después los cuerpos españoles- que los atacaban. En medio de la turbación jeneral, el mayor Borgoño conservó su san- gre fria: dispuso la retirada de sus cañones i marchó con ellos por el mismo camino que seguían los restos destrozados de aquellas dos divisiones del ejército. Al llegar alas orillas del

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rio Lircai, el desorden i la confusión iban en aumento por la tenaz persecución de los españoles. El paso del rio presenta- ba por sus barrancos i cortaduras, serias dificultades para el trasporte de los cañones; pero Borgoño, que conservaba siempre su serenidad, mandó hacer unos grandes hoyos en las inmediaciones del rio, arrojó en ellos sus cañones i no se retiró hasta no dejarlos perfectamente cubiertos con tierra para que el enemigo no los percibiera al dia siguiente. Este arbitrio le dio los resultados que esperaba.

Los trabajos que siguieron a ese desastre para la reorgani- zación del ejército forman una de las pajinas mas gloriosas de la historia de Chile. En esos trabajos, tomó Borgoño una parte principal para la formación del cuerpo de artillería en el campamento de Maipo. Su conducta en esos dias de con- flicto como en la batalla que les puso término, le mereció los mas espontáneos elojios del jeneral San Martin.

Los militares dicen que para distinguirse personalmente en el campo de batalla se necesita servir en la caballería. En las cargas que da un ejército, los jinetes pueden hacer prodijios de valor, mientras los infantes tienen que permanecer en sus puestos haciendo fuego, o que maniobrar con menor activi- dad i de un modo mas simultáneo i compacto. Pero el arti- llero tiene que vencer aun mayores dificultades, puesto que casi nunca tiene que moverse de la posición que ocupa, i que les es forzoso reducir sus esfuerzos a ciertas operaciones para las cuales el empuje del héroe seria perjudicial, Borgoño, con todo, sirvió siempre en la artillería, i quizá no se halló en un solo combate en que no arrancara elojios de sus jefes en los boletines oficiales. I sin embargo, Borgoño no era un militar de esos que entre los valientes de nuestros ejércitos han me- recido el epíteto de bravos; pero era un oficial de honor: este sentimiento le infundía serenidad; i su intelij encía le permi- tía distinguirse en el lugar que estuviera. Esto esplica la cau- sa de las recomendaciones que siempre mereció en los partes oficiales.

La batalla de Maipo, afianzó definitivamente la indepen- dencia nacional. Después de ese glorioso hecho de armas,

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O'Higgins i San Martin, el director supremo del Estado i el jeneral en jefe del ejército, no pensaron en otra cosa que en dar el golpe de muerte a la dominación española en América llevando la guerra al virreinato del Perú. Un militar de la intelijencia de Borgoño era necesario en una campaña como esa; por esto se le confió en noviembre de 1818 el destino de comandante jeneral de la artillería chilena, i se le dio el encargo de hacer todos los aprestos necesarios para el buen servicio de aquella arma. En estos trabajos pasó ocupado Borgoño hasta agosto de 1820; el 20 de ese mes se dio a la vela para el Perú con el ejército libertador.

Durante toda la campaña, el comandante Borgoño desple- gó su celo habitual, su empeño por el buen servicio i las de- mas prendas que hicieron de él un militar distinguido; pero esa campaña se redujo casi esclusivamente a evoluciones parciales que dirijia hábilmente el jeneral San Martin, i en las cuales la artillería desempeñaba un papel secundario. Esas evoluciones, eficazmente apoyadas por la escuadra chi- lena que mandaba Lord Cochrane, dieron por resultado la evacuación de Lima por el ejército realista i un cambio al- tamente favorable en la faz de la guerra. En julio de 1821 el ejército independiente ocupó esa ciudad: Borgoño tuvo el honor de recibir la comisión de entrar a la cabeza de las tro- pas chilenas i de tomar el mando^político de ella. El es, pues, el primer gobernador que haya tenido la capital del Perú cuyo poder no emanase del reí de España.

Durante el corto tiempo que desempeñó aquel destino, Borgoño dictó diversas providencias para calmar la ajitacion de los espíritus consiguiente a la ocupación de una ciudad poblada en su mayor parte por familias acaudaladas i ene- migas decididas de la causa revolucionaria. Al exijir contri- buciones i donativos de guerra, se condujo, no solo con una moderación ejemplar, sino también con una honradez que le captó las simpatías de sus mismos enemigos. En el ejército libertador, preciso es confesarlo, había hombres que pensa- ban que la opulenta capital del virreinato del Perú había de hacerlos ricos en mui poco tiempo por medio de las contri-

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buciones que se impusieron, de los empréstitos i donativos que debían exijirse. Borgoño, cuyo corazón poseia una mora- lidad a toda prueba, no solo no siguió sus consejos, sino que combatió las pretensiones de sus camaradas. En una oca- sión los recaudadores de esos empréstitos i contribuciones llevaron a la casa de Borgoño las especies i dineros recojidos en un dia^ por estar cerrada la oficina de su despacho: el go- bernador de Lima se sintió herido por este hecho, i casi in- mediatamente elevó su renuncia del puesto que ocupaba. Borgoño no queria que ni aun el mas insignificante incidente pudiera empañar en lo mas mínimo su reputación, ni dar lugar a que mas tarde se le pudieran] hacer reproches de cualquier j enero.

Poco tiempo después de ocupada Lima por el ejército chi- leno i de jurada la independencia del Perú, el jeneral San Martin recojió de uno de los templos de aquella capital las banderas gloriosas que los españoles habían quitado a los patriotas en Rancagua, después de la evacuación de esta pla- za por O'Higgins i sus soldados, i determinó mandarlas a Chile como un trofeo de sus mas inmarcesibles glorías mili- tares. Borgoño recibió esta comisión: en la segunda mitad de 1821 volvió a su patria trayendo esas honrosas reliquias de aquella famosa jornada para que fueran colocadas en un lugar digno de ellas. Esas banderas fueron recibidas con la pompa correspondiente a su importancia i colocadas en la iglesia matriz de Rancagua. Desgraciadamente, la jenera- cion que sucedió a los padres de la patria no supo compren- der la importancia de esos gloriosos trofeos: fueron arran- cados del lugar en que se les había colocado, relegados a un oscuro rincón i, por último, sustraídos de aquel templo. Hoí no se tiene noticias exactas de su paradero.

Borgoño volvió al Perú, i siguió ocupado en el servicio hasta principios de 1823. En este tiempo desempeñó en el ejército los mas elevados puestos, hasta que ese ejército, derrotado en Torata i casi destruido en Moquegua, quedó casi completamente desorganizado. Entonces volvió a Chile, donde vino a prestar sus servicios en las oficinas militares i

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en la instrucción de los cuerpos del ejército permanente. Des- de entonces, su vida se alternó entre el servicio militar i el político: de los campamentos pasó a los congresos i aun al ministerio de guerra i marina. Tan pronto se le empleaba en sofocar algunos motines o sublevaciones populares, como se le encargaba la dirección de la guerra que en el sur de nues- tro territorio se hacia a las bandas considerables de guerri- lleros que, llamándose últimos defensores de los derechos del rei de España^ asolaban aquellos campos. A fines de 1825 recibió el grado de jeneral de brigada, i el cargo de jefe de estado mayor del ejército que marchaba a reconquistar a Chiloé a las órdenes del supremo director Freiré. No es éste el lugar de trazar la historia de esa campaña: los documen- tos i memorias de aquella época i las relaciones que se han hecho después, manifiestan bien claro cuan importantes fue- ron sus servicios en toda ella, i particularmente en la jorna- da de Pudeto en que mandó en jefe, i dispuso personalmente todas las operaciones i movimientos del ejército. Esta vic- toria terminó la campaña: a ella se siguieron las capitula- ciones i la incorporación del archipiélago al territorio de la República. La historia, al referir esos sucesos, ha dicho: Bor- goño fué el alma de aquella espedicion.

En octubre de 1826, Borgoño volvió a salir a campaña contra las bandas de montoneros que capitaneaba Pincheira i a cuya cabeza recorria las provincias meridionales come- tiendo saqueos i depredaciones de todo j enero. Esa guerra requería un pulso singular para maniobrar convenientemen- te contra las guerrillas que se movian rápidamente de un punto a otro, evitando los ataques i acometiendo a los cuer- pos patriotas solo cuando podian hacerlo con ventaja. Bor- goño desplegó las dotes requeridas: no solo dispersó a los montoneros en encuentros parciales, sino que por medio de una capitulación, separó de ellos al oficial español Senosains, que habia puesto su intelijencia i su brazo al servicio de aquella causa.

Cuando aseguraba estas ventajas, fué llamado al minis- terio de la guerra por el jeneral Pinto, que presidia interi-

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ñámente la república; esto no le impidió volver de nuevo al/ Sur a seguir la campaña contra Pincheira, en el año si- guiente. En esta vez, maniobró diestramente apoyado por algunos jefes subalternos entre los cuales se distinguió el va- liente coronel Beauchef, salvó infinitos cautivos que habían quitado los guerrilleros i puso a éstos en el mas terrible aprieto. Si la campaña se hubiera seguido con el tesón i el acierto con que la habia iniciado Borgoño, sin duda, Pin- cheira no habria podido reorganizarse; pero el Gobierno lo llamó con urjencia al ministerio, en donde su presencia era necesaria.

Volvió, en efecto, a Santiago a ocuparse en los trabajos de este ramo de la administración pública. Durante el tiem- po que estuvo en aquel puesto, tomó mil medidas de la mayor importancia para moralizar el ejército, reducir su nú- mero separando de él los miembros inútiles, i limitar el de los jenerales i jefes, que comenzaba a hacerse considerable por la profusión de grados militares; i para dar los ascensos según el mérito de los oficiales, ordenó que las propuestas fuesen hechas por elección de los oficiales para impedir los abusos del favoritismo. A él se debe la formación de la corte marcial, instituida para juzgar en segunda instancia las causas militares.

A pesar de que ocupaba un puesto de esta importancia, Borgoño no tomó nunca parte odiosa en las cuestiones polí- ticas. Ocupaba un asiento en casi todos los congresos, i, sin embargo, siempre se manifestó digno i elevado en las rencillas de partidos. Rejístrese la prensa de aquella época, i solo se encontrarán elojios de él: consúltese el recuerdo de los contemporáneos i no se oirán mas que recomendaciones. Jamás abrazó los partidos estremos, ni se negó a transijir con las exijencias de la opinión pública para sostener sus ca- prichos. A la época de su separación del Ministerio, en julio de 1829, los dos partidos que entonces se hostilizaban con gran calor, lamentaron este acontecimiento.

Separado de los negocios públicos, Borgoño fué neutral en la guerra civil que comenzó al terminar ese año. Si bien

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tenia afecciones por el bando que sostenia la constitución de 1828, que él mismo habia firmado, se mantuvo alejado de los partidos i se negó a tomar las armas. Sin embargo, cuando la revolución triunfante exijió de todos los jenerales chilenos que se prestara reconocimiento al Gobierno que ella habia elevado, Borgoño se negó terminantemente «por- que, según decia, habiendo cesado el réjimen constitucio- nal, habia él cesado como funcionario público». Desde en- tonces fué dado de baja, i se vio espuesto alas persecucio- nes que le acarreó su terquedad para reconocer el nuevo go- bierno. En medio de su alejamiento de la vida pública, le sorprendió el nombramiento de diputado que habia hecho en su persona el pueblo de su nacimiento, Petorca. Borgoño pudo protestar en el Congreso contra muchos de los actos del gobierno revolucionario.

Alejado de los puestos públicos, retirado en una pequeña propiedad rústica en donde se ocupaba en la educación de sus hijos, Borgoño vivió así hasta 1838, año en que el go- bierno le confirió el cargo de ministro plenipotenciario de Chile cerca de la corte de España para celebrar un tratado de paz i amistad con la madre patria, cuyas relaciones ha- bian quedado cortadas desde la revolución. Después de lar- gos trabajos, Borgoño firmó el tratado en que la España re- conoce nuestra independencia.

Durante su permanencia en la península, el gobierno es- pañol le ofreció la cruz de Carlos III; pero Borgoño la re- nunció como un distintivo que venia mal en el pecho de un republicano. Ya antes se habia abstenido de poner en su ca- saca las condecoraciones de la lejion de mérito de Chile i de la orden del sol del Perú, por igual razón. Borgoño poseía el verdadero espíritu de un buen hijo de la república.

Vuelto a Chile fué llamado en setiembre de 1846 a ocupar el ministerio de guerra i marina. El habia vivido alejado por largo tiempo de los negocios públicos, i necesitó de al gunos meses para imponerse de nuevo de todas sus necesi- dades i exijencias. La muerte le sorprendió el 29 de marzo

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de 1848 cuando comenzaba a plantear las reformas que le preocupaban.

En esedia, perdió la república un militar intelijente e ilustrado que constituia uno de los mas gloriosos restos de aquella falanje que nos dio patria i libertad. Contaba ape- nas 56 años; i su corazón i su cabeza podian todavía haber prestado a Chile importantes servicios.

TOMO XII. 10

EL JENERAL DON JOAQUÍN PRIETO (1786-1854)

§7

EL JENERAL DON JOAQUÍN PRIETO i.

(1786-1854)

El nombre que encabeza estas líneas es el de uno de los hombres que han hecho un papel mas importante en la his- toria chilena, en los últimos años de la guerra de la emanci- pación i en los primeros tiertipos de la República. Buen solda- do del ejército insurjente durante la guerra de la indepen- dencia, mas tarde su jefe i presidente del Estado después, el jeneral Prieto ha vinculado su nombre a los grandes triunfos del pabellón nacional i a los mas gloriosos pasos de la Re- pública.

Nació don Joaquin Prieto en la ciudad de Concepción el 20 de agosto de 1786. Era su madre la señora doña Carmen Vial i su padre don José María Prieto, capitán entonces del rejimiento^de dragones de la frontera.

Apenas hubo cumplido 19 años de edad se alistó en un re-

I Publicado en la Gatería de Hombres Célebres de Chile (Santiago^ 1859), t. II, pájs. 111-117 i en la Revista de Sud-América (Valparaiso, 1862), t.l'III, pájs. 334-341.

Nota del Compilador.

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jimento de milicias de caballería de aquella provincia con el grado de teniente. Un año después, en 18.06, acompañó sin sueldo ni emolumento alguno al teniente coronel don Luis de la Cruz en su viaje de espl oración por las cordilleras de los Andes en busca de un camino carretero que uniese a la ciudad de Concepción con la capital del virreinato del Plata.

Apenas vuelto a Chile, el joven Prieto fué ascendido al grado de capitán de milicias de Concepción. Entonces se ha- cian sentir los primeros síntomas de la revolución de 18 10: Prieto se adhirió a ella desde luego, i en marzo de 18 11 se alistó voluntariamente en la división de ausiliares que, bajo el mando del capitán don Andrés del Alcázar, partió de Chile a apoyar a los revolucionarios de Buenos Aires. Diósele en- tonces el grado de capitán de dragones; i con este mismo grado entró a servir en er ejército chileno a su vuelta^ de aquella campaña.

La guerra de nuestra independencia dio principio en mar- zo de 1813. En los primeros dias de abril se comenzó a orga- nizar el ejército insurj ente en la ciudad de Talca, i en él se dio a Prieto el mando de la tercera compañía del rejimiento de la gran guardia. Con ese grado se batió en la jornada de San Carlos, en la división de vanguardia.

Desde el siguiente dia de esa. acción, tomó el mando de una guerrilla con que pasó a inspeccionar al enemigo en sus posiciones de Chillan. Al mando de esa ímisma guerrilla, hi- zo la mayor parte de la primera campaña cortando las co- municaciones al enemigo, atacando sus partidas i convoyes, inquietándolo en sus posiciones con gran peligro de su vida, apoyando con acierto al ejército insurjente'en los combates, i ausiliándolo en sus necesidades con las presas que quitaba a los realistas. Su nombre ñgura entre los militares que hi- cieron rendir a Concepción i tomaron a Talcahuano, i entre los héroes de Quirihue, Chillan, Cauquénes, el Roble, el Quilo, Quechereguas. En el Roble, particularmente, él fué nno de los jefes que apoyaron con mas valor i enerjía al de- nodado O'Higgins.

En la campaña de 18 14 sirvió Prieto en calidad de cuar-

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tel maestre, o jefe de estado mayor, de una división del ejército. Después de los tratados de Lircai, cuando O'Hig- gins salió de Talca con el ejército en marcha para Santiago, quedó con el mando político i militar de aquel cantón.

La invasión de Osorio en agosto de 1814 le obligó a reple- garse a Santiago para juntarse con el ejército insurjente que disciplinaban Carrera y O^Higgins. Desde luego tomó el mando de un escuadrón de caballería: éste formaba parte de la división que mandaba el jeneral en jefe, que no se ba- tió en la funesta jornada de Rancagua.

Después de esta desgracia, Prieto, como sus otros com- pañeros de armas, tuvo que emigrar a las provincias arj enti- nas para huir de la saña de los invasores. Estos venían a sofocar la revolución chilena i a castigar a sus autores; pe- ro, por fortuna de la buena causa, la mayor parte de los hombres que podían tomar las armas, cruzaron los Andes i volvieron después organizados en un ejército poderoso.

Durante el tiempo de la emigración, Prieto encontró en marzo de 1816 una ocupación honrosa i lucrativa en los arsenales de Buenos Aires con el grado de teniente coronel i jefe de una brigada de artillería de mar; pero sabedor de que San Martin i O'Higgins organizaban un ejército en Mendoza para reconquistar a Chile, elevó su renuncia en no- viembre de aquel año, í corrió a incorporarse en él. Obtuvo desde luego el mando de un cuadro de oficiales de artillería para organizar en Chile una respetable brigada. En el servi- cio de esta arma se batió en la gloriosa jornada de Cha- cabuco.

Después de esta victoria, los restos dispersos del ejército realista se embarcai'on en confuso desorden para el Perú o fueron a encerrarse detras de las fortificaciones de Talca- huano. Allí los estrecharon algunos cuerpos patriotas, hasta que el anuncio de una segunda invasión realista capitaneada por el brigadier Osorio, los obligó a replegarse al norte pa- ra unirse con los otros cuerpos del ejército chileno. Prieto se había ocupado, entre tanto, en la instrucción i disciplina de reclutas hasta el mes de diciembre de 1817, época en que

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fué nombrado comandante jeneral de armas de Santiago. Con este destino quedó en la capital cuando el ejército inde- pendiente marchó al sur a las órdenes del jeneral San Martin, para rechazar la segunda invasión de Osorio.

Fué entonces cuando sobrevino la funesta sorpresa de Cancha Rayada. En la angustiada situación que eUa produ- jo, Prieto prestó a la patria mas de un servicio importante; i voluntariamente se hizo cargo de instruir 400 reclutas pa- ra organizar una división de reserva. Esa división recibió orden de entrar al campo de batalla de Maipo cuando esta- ba empeñado el combate, y alcanzó a presenciar aquella im- portante victoria.

La independencia nacional quedó perfectamente asegura- da desde aquel dia. Pensó entonces el gobierno en la creación de una escuadra, i en la organización del ejército libertador del Perú. Empresa tan audaz, que requería para su realiza- ción el apoyo de hombres audaces i previsores, encontró en don Joaquín Prieto un celoso colaborador. Poseia entonces el grado de coronel, las medallas de Chacabuco i Maipo, i la de la Lejion de mérito, i desempeñaba todavía la comandan- cia jeneral de armas de Santiago. Sus servicios en ese pues- to no fueron puramente militares: él reunia en la maestran- za de ejército los elementos heteroj éneos que formaban los donativos graciosos para hacerlos servibles a la empresa en que estaba empeñada la patria. Una arma descompuesta, una vara de jénero o cualquier otro objeto insignificante pa- ra otros ojos que los suyos, eran para Prieto un valioso pre- sente que, con dilijencia i economía, hacia servir al ejército de Chile. Sus buenos servicios fueron premiados con la me- dalla de la Orden del sol del Perú.

Después de la salida de esa espedicion. Prieto quedó en Santiago. El ejército nacional estaba dividido en dos frac- ciones, de las cuales la una combatía contra las bandas de Benavides en el sur, mientras la otra marchaba al Perú. Prieto fué uno délos pocos oficiales de mérito i de elevada graduación militar que quedaron en la capital; el manteni- miento del orden público o el temor de un peligro imprevisto,

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requerían la asistencia de un cuerpo de tropas; pero por des- gracia, el gobierno no tenia a su disposición mas que unos pocos jefes de valor i pericia.

Ese peligro imprevisto sobrevino en la segunda mitad del año de 1820. En setiembre de ese año, el feroz Benavides des- trozó las divisiones del ejército del sur i obligó a Freiré a ence- rrarse en las fortificaciones deTalcahuano. Un conjunto de des- gracias habia abierto el camino de la capital a aquel audaz caudillo, i era preciso ponerle una barrera formidable que le detuviera en sus conquistas. Como queda dicho, el gobier- no no tenia fuerza alguna de qué echar mano; i solo pudo co- misionar a Prieto, entonces brigadier de la república, para que organizara un ejército en el cantón del Maule, capaz de contener al caudillo del sur, sin mas bases que las esquilma- das milicias de caballería. En el desempeño de tan impor- tante comisión, falto de recursos de guerra i demás elemen- tos para una empresa de esta especie, alcanzó varias victorias parciales, i concluyó con algunas partidas del enemigo.

A mediados del siguiente año, tomó el mando en jefe de la provincia i la dirección de su ejército. Gracias a su activi- dad, Prieto derrotó completamente al ejército de Benavides qne por mas de tres años consecutivos habia destrozado las provincias del sur. La acción tuvo lugar en las Vegas de Sal.- dias el 10 de octubre de 1821; desde ese dia no volvió a le- vantarse mas un ejército medianamente organizado que inquietase la tranquilidad pública de aquellas provincias.

Quedaron, sin embargo, algunas partidas de bandidos que robaban audazmente i huian a la vista del ejército. En- tonces i después fué Prieto uno de los mas encarnizados enemigos de esas bandas; él las batió repetidas veces i tuvo la dicha de verlas concluidas bajo sus solícitos cuidados, en el primer año de su gobierno, en 1832.

Sus victorias sobre Benavides dieron a Prieto la importan- cia que merecía; su ardor i su pericia militar habían con- cluido en un solo día con uno de los mas formidables ene- migos de la república, temible por su carácter cruel, por sn audacia inaudita i por su talento superior. Desde entonces

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comenzó a ser mirado como un hombre altamente útil para su pais, i a figurar en la vida política. Durante el período de nuestros primeros ensayos en el gobierno representativo^ constantemente ocupó el jeneral Prieto un asiento en el Con- greso, i en una elección obtuvo un gran número de votos para vice-presidente de la república. Fué entonces, cabal- mente, cuando un partido conservador en sus tendencias comenzaba a protestar contra el orden de cosas entonces existente, i se proponía cimentar la tranquilidad pública con leyes adecuadas a la situación del pais, dar respeto a esas leyes, introducir la moralidad en la administración i; echarlas bases de una política mas moderada i sensata que la que habían seguido los gobiernos anteriores.

El jeneral Prieto se adhirió a estos propósitos, i quiso ha- cerse el jefe del movimiento que proclamaba esos principios. El mismo dio principio a la revolución con el ejército que tenia a sus órdenes.

Ese movimiento no tocó a su desenlace hasta el 17 de abril de 1830. Para esto fueron necesarias dos batallas i una multitud de encuentros parciales en que corrió la sangre de mas de una víctima. Esa revolución, como todas las revolu- ciones del mundo, costó mas de un sacrificio i fué causa de mas de un estravío; pero ella fué moderada en cuanto era posible serlo; ha dado al pais frutos benéficos i ha echado las bases de la prosperidad actual de Chile.

En las campañas militares de esa revolución, Prieto se condujo bien; con táctica i prudencia, i del mejor modo que le permitían sus circunstancias, supo llevarlas a un desenla- ce pronto i favorable, evitando los excesos, i reprimiendo el encarnizado furor de sus subalternos. Si se vio alguna relaja- ción, culpa fué de algunos de éstos, i no del jeneral en jefe, a quien siempre distinguió un corazón jeneroso i un carác- ter humano.

En el parte que pasó Prieto de la batalla de Lircaí, pedia al gobierno su pronta separación del mando del ejército. Fué, sin duda, este poco deseo de engrandecimiento personal lo que le mantuvo hasta cierto punto retirado de la política

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después de la victoria con que acababa de asegurarla domi- nación del partido conservador. Solo después de la muerte del presidente O valle, eíi 1831, fué elejido el jeneral Prieto para ocupar el puesto que quedaba vacante, i se recibió del mando el 18 de setiembre de ese mismo año.

Los viajeros que después de esa época han visitado a Chi- le, han escrito con no poca exactitud sobre el gobierno del jeneral Prieto. De algunos de ellos son los siguientes es- tractos:

«El primer cuidado del jeneral Prieto, dice un marino fran- cés que publicó un largo artículo sobre Chile en la Presse de Paris, fué asegurar la tranquilidad pública despachando al jeneral Búlnes contra la formidable banda de Pincheira que habia cometido abominables atrocidades. Este bandido i to- dos los subalternos que mandaba, cayeron en manos del je- neral chileno.

«Una vez libre de este azote, el gobierno de Prieto entró de una manera firme i atrevida en la via de las reformas.

«Los males que sus predecesores no hablan podido evitar, los reparó el gobierno del jeneral Prieto, llenando poco a poco el abismo de una deuda amenazadora, fruto de veinte años de lucha i sacrificios para dar a Chile su independencia.

«También a sus perseverantes esfuerzos i a su inalterable firmeza se ha debido la estincion de las pasiones políticas i si algunos descontentos interesados en la anarquía han pretendido hacerlas revivir, pudo, en su conducta hacia ellos, mostrarse tolerante sin imprevisión i jeneroso sin debili- dad. Sus actos administrativos prueban su seguridad i su fuerza.

«No podemos dispensarnos, en esta corta reseña sobre Chi- le, dice aludiendo a la guerra del Perú, de hacer mención de un hecho que ocupará un lugar importante i honroso en su historia. Prueba a la vez de lo que es capaz un pueblo por el mantenimiento de su honor, i el apoyo que puede recibir un gobierno consagrado a sus deberes i verdaderamente na- cional.

«El jeneral Prieto es el que ha echado las bases i reunido

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los elementos de la situación floreciente.de Chile, segundado en este gran trabajo, sea en el gabinete, sea en las cámaras, sea en fin en todas las partes de la administración, por los hombres mas eminentes i dotados del mas sincero patriotis- mo. Cuando dejó la presidencia, viendo en torno suyo la prosperidad del crédito, cimentadas fijamente las institucio- nes, i el orden en todo, ha debido aplaudirse de su maravillo- sa obra».

«El mal estado de los negocios públicos de Chile, dice un viajero norte-americano, Mr. Wilkies, que visitó a Chile en 1839, subsistió en mayor o menor escala hasta 1831, cuando subió al poder la presente administración. Su política fué totalmente diferente de la de sus predecesores. Se adoptaron las medidas mas enérjicas para establecer el orden; se intro- dujo una severidad necesaria, que despertó alguna alarma en el país. El gobierno no desistió, sin embargo, de sus pro- pósitos. Comenzó a correjir los abusos, a sofocar las revo- luciones i a desterrar a sus autores; por un saludable terror refrenó a los partidos, i prosiguió vigorosamente reformando cada uno de los ramos de la administración. Muchos, con todo, atribuían sus mejoras a iniciaciones de los otros go- biernos. En 1839 se había estínguido ya esa viva oposición. Todos los partidos aprobaban el modo como se había condu- ducido el gobierno del jeneral Prieto en la paz i en la gue- rra».

«Es menester decir en alabanza de Prieto i de su primer ministro Portales, dice el capitán Lafond de Lucy, en sus Viajes al rededor del mundo, que a estos dos hombres debe Chile las mejoras de que goza ahora. Ellos supieron poner en orden la hacienda pública; crearon instituciones útiles, cole- jios i escuelas; hicieron caminos; prepararon la fundación de ciudades, etc. etc».

«Gracias a la administración de don Joaquín Prieto, dice Mr. Gay, el país se vio verdaderamente constituido, cortan- do de raíz las cabezas de la hidra de la anarquía».

«De 1831 data la importancia que Chile ha tomado entre las naciones, dice Mr. de Mazade. Este es el punto de par-

Don Joaquín Prieto IS";

tida de la situación de Chile . . . Este periodo es el que pue- de llamarse el reinado de la política conservadora en Chile: sus adversarios están obligados a confesar hoi dia, que ella ha dado durante veinte años el orden al pais, i que ella ha protejido el mayor desarrollo de los intereses públicos».

Estas citas hablan mas alto de cuanto pudiera decirse en elojio del gobierno del jeneral Prieto.

Duró éste hasta 1841. Entonces fué elejido senador de la república, i poco después fué nombrado intendente de Val- paraíso. En este destino, en que prestó mui buenos servicios a la provincia^ permaneció hasta 1846.

Desde entonces se retiró para siempre de la vida pública, con la convicción de haber hecho a su patria todo el bien posible. Ha muerto el 22 de noviembre de 1854, ocho años después de su separación de los negocios públicos, i trece después de haber dejado la presidencia. Mas feliz que mu- chos otros de los fundadores de la república i que un gran número de sus mas ilustres hijos, él ha podido ver antes de cerrar los ojos para siempre libre, rica, influente i poderosa a la patria a que consagró la mayor parte de su vida, i que él conoció tiranizada, pobre, envilecida i despreciada.

I

NECROLOJÍA DEL JENERAL DON RAFAEL MAROTO

(1783-1853)

§8

NECROLOJIA DEL JENERAL DON RAFAEL MAROTO i

(1783-1853)

Acaba de morir en el territorio chileno uno de los milita- res mas condecorados del ejército español.

A las cinco de la mañana del 25 del presente ha fallecido en Valparaiso el jeneral don Rafael Maroto, militar distin- guido en la guerra déla independencia española, en la revo- lución americana, i en los últimos sucesos de la península.

Pocos personajes de los tiempos modernos han sufrido mas de lleno los contrastes de la fortuna, i mui pocos han hecho mayores sacrificios por su patria que el jeneral Maro- to. Su vida es sumamente trájica i mui recargada de gran- diosos incidentes para que podamos bosquejarla en estas po- cas líneas.

Nació don Rafael Maroto en la ciudad de Lorca el 18 de octubre de 1783. Su padre era militar, i lo dedicó desde su

I. Publicada en El Museo, (Santiago, 1853), núm. 12 del 27 de agosto, páj. 192.

Nota del Compilador, TOMO XII. 11

162 Estudios Biográficos

primera edad en esta carrera, obteniendo para él, el grado de cadete en el Tejimiento de infantería de Asturias, cuando solo contaba diez años. Sus primeros servicios datan de 1800 en la guerra de Portugal, en que fué condecorado con una medalla. Mas tarde, cuando la Península íué invadida por el ejército francés, Mar oto sirvió con brillo en la guerra de la independencia, ya en la heroica defensa de Zaragoza, ya en Pusol i Valencia, ya en San Onofre i Murredro. Durante este tiempo supo cubrirse de glorias en los campos de batalla i escapar atrevidamente de las manos de los enemigos que lo habían tomado prisionero. A la época de la espulsion de los franceses de España, era ya coronel efectivo.

Con tal graduación, pasó a América al mando de un reji- miento de infantería. Combatió en Chile i en el Perú en las filas realistas hasta obtener el alto grado de mariscal de cam- po en 1823. Si para nosotros los republicanos de América estos servicios distan mucho de constituir un mérito, ellos fueron juzgados en la corte de España, en documentos pú- blicos, como pruebas de su acrisolada lealtad. En premio de ellos, Fernando VII le concedió la gran cruz de Isabel la Ca- tólica i la de San Hermenejildo con el destino de comandan- te jeneral de Asturias. Antes de esa época ya tenia la cruz de la defensa de Zaragoza i tres medallas por diversas fun- ciones de guerra.

Entonces comenzó para Maroto la época mas brillante de su vida. Creyendo, como ha dicho, «que era mas conveniente para España el reinado de don Carlos que el de una niña que tendría que pasar por una larga minoría», abrazó su causa i fué luego el jeneral en jefe de sus tropas. Espiado i calum- niado por la camarilla del pretendiente, envenenado en dos ocasiones, declarado traidor a su causa porque comprendía la marcha de la guerra de diverso modo, Maroto sufrió todo con paciencia hasta que vio palpablemente que el reinado de don Carlos no valia los sacrificios de España, esas mortí- feras batallas i esa continuada relajación. Rindió su ejército a Espartero después de una capitulación honrosa, i él mismo se retiró a la vida privada.

El jeneral Don Rafael Maroto 163

Sobre los dicterios de los partidos que han intentado infa- mar su memoria, existe un monumento indestructible: la cesa- ción de esa guerra civil en que se fusilaba a las mujeres, i la tranquilidad de España; esa es la obra de Maroto i del conve- nio de Vergara. Hai otro hecho que hará enmudecer a esos calumniadores: después de aquel convenio se negó a aceptar constantemente destinos i empleos lucrativos i toda especie de honores con que en diversas ocasiones quiso pre- miarlo el gobierno español.

En su larga carrera militar, Maroto fué un militar valien- te i entendido: sus grados los ganó en el campo de batalla con honrosas heridas i recomendaciones especiales. Su sere- nidad para mantener la disciplina fué excesiva, i su firmeza de carácter proverbial.

El deja una reducida familia, que tuvo por madre a una señorita chilena. Nosotros la acompañamos en su justo sen- timiento.

DON SANTIAGO BALLARNA 07901856)

§9

EL CORONEL DE LNJENIEROS DON SANTIAGO BALLARNA '

(1790-1856)

La República acaba de perder uno de sus buenos servido- res en la persona del coronel de injenieros don Santiago Ba- llarna. Honrado, intelijente, activo i laborioso, él ha presta- do en su patria adoptiva importantísimos servicios en las campañas militares, en la enseñanza de la juventud, en la or- ganización i disciplina del ejército i en su calidad de oñcial del cuerpo de injenieros.

Don Santiago Ballarna nació en Coria, pueblo de Estre- madura, en España, por los años de 1790. Mui joven era to- davía cuando sus padres lo mandaron a estudiar a Salaman- ca; i allí se distinguió tanto sobre sus camaradas, que fué colocado en un colejio real, conocido con el apodo de Tria Lingua, en donde cursó matemáticas, griego, sirio i hebreo, i aprendió con la mayor perfección los idiomas francés e ingles.

I Publicado en El Ferrocerrü (Santiago) de 5 de diciembre de 1856, i en los Anales de la Universidad, 1856, t. XV. páj. 31.

Nota del Compilador.

168 Estudios Biográficos

A la época de la invasión francesa en la península, Ballar- na dejó el colejio para incorporarse en los ejércitos españoles. Sirvió en diversas ocasiones, se batió en muchos encuentros parciales i particularmente en la derrota de Medellin, el 28 de marzo de 1809, desde cuyo dia llevó por algunas sema- nas una vida errante para salvar de las persecusiones de los vencedores. Durante la guerra, Ballarna fué empleado tam- bién en calidad de profesor de matemáticas en un colejio militar que se fundó en la isla de León, i desempeñó este destino por algunos años consecutivos. Entre los discípulos de entonces, contó al jeneral don Baldomero Espartero, tan famoso en España por su vida posterior, i al coronel Plas- cencia, oñcial muí distinguido en el ejército peruano, i autor de la relación de la campaña restauradora del Perú de 1838 i 1839. ^^ concluirse la guerra de la independencia española, Ballarna poseía ya el grado de capitán de injenieros.

Joven, liberal, entusiasta i ardoroso, él esperaba la liber- tad de España, i el término del desgobierno con la restaura- ción al trono español de la familia de los Borbones. Como to- dos los liberales que hacían la guerra a la dinastía de Bona- parte i a los ejércitos franceses, Ballarna esperaba que la vuelta de Fernando VII al trono de sus mayores importaría para la patria un cambio de política, la ñnal disolución del infame tribunal de los inquisidores i la sanción legal de la constitución política promulgada en Cádiz en 18 12; pero contra sus esperanzas, la vuelta de Fernando fué para la Es- paña el entronizamiento del mas duro despotismo, la muerte de las instituciones liberales que habían usado las cortes del reino durante la prisión del reí en el suelo estranjero i el res- tablecimiento de la inquisición con sus peligrosas ordenan- zas i sus horribles tormentos.

El despotismo de Fernando encontró oposición i resisten- cia en todas partes. Hubo motines militares, encuentros i ejecuciones; pero los delegados del reí no pudieron sojuzgar completamente a los hombres ni borrar de sus ánimos los principios liberales, que habían echado hondas raices en el ejército i en todas las clases de la sociedad. Los ministros de

Don Santiago Ballarna 169

Fernando creyeron poner un atajo a tamaño contratiempo, despachando para la América, entonces envuelta en la gue- rra de la independencia, a todos los cuerpos del ejército, a los jefes i oficiales cuyas ideas los hacian sospechosos de abrigar propósitos de insurrección. Para conocer cuan torpe era la conducta del monarca español a este respecto, basta- rá recordar que la mayor parte de los liberales a quienes quería alejar de la península, habian escrito en sus banderas, como una de las principales bases de 'su programa político, sus deseos de reconocer inmediatamente la independencia de América.

Ballarna pertenecía a este número: él fué incorporado a los cuerpos espedicionarios que salieron de Cádiz en 1818, con destino a los puertos meridionales de Chile. No es éste el momento de referir la historia de aquella espedicion: bas- ta recordar que abandonada la escuadra española por algu- nos buques que fueron a entregarse a Buenos Aires, i com- batida i apresada en las costas de Chile, ella alcanzó única- mente a dejar alguna parte de sus tropas en la provincia de Concepción, en donde mandaba el coronel realista don Juan Francisco Sánchez. Este jefe i estas fuerzas fueron batidas en la batalla de Santa Fe, i completamente dispersadas des- pués de varias escaramuzas, en enero de 18 19.

De la turbación i desaliento de los jefes realistas, se apro- vechó un audaz caudillo chileno, Vicente Benavides, para organizar una banda de los dispersos, i seguir haciendo la guerra al gobierno nacional, proclamándose defensor de los derechos del reí de España. Benavides apenas tenia el título de capitán en el ejército realista, i carecía de las dotes nece- sarias para mandar a oficiales de educación i de clase. Era, ante todo, ignorante i grosero, duro i cruel con los prisione- ros enemigos, a quienes jamas perdonaba la vida, insolente i descomedido con los oficiales que servían a sus órdenes, aun cuando ellos fuesen de mayor graduación que él mismo. Su ejército era compuesto de bandas mal organizadas, sin mu- cho orden i disciplina i bien dispuestos siempre al pillaje i al saqueo. Su mismo jefe, el atrevido Benavides, no sabia quí-

170 Estudios Biográficos

darse cuenta exacta acerca de las causas de la guerra que sostenía: sus tropas se daban el apodo de sostenedores de la causa de España; pero no cabe duda que aquel jefe abrigaba mui diversas intenciones. La causa de la metrópoli era para él un pretesto únicamente.

Ballarna i algunos oficiales españoles de distinguida edu- cación se negaron a servir a las órdenes de aquel feroz cau- dillo. ¿Podia éste someterse a servir a las órdenes de un jefe que no reconocía bandera, i que comenzaba la guerra asesi- nando infamemente a los parlamentarios que le mandaba el enemigo? ¿Podia resignarse Ballarna a obedecer los manda- tos deun grosero caudillo que hacia la guerra por una causa desconocida i con la ferocidad de un jefe de bandoleros?

Don Santiago Ballarna no quiso degradarse en el servicio de tal causa i bajo las órdenes de tal jefe. Venciendo infini- tas dificultades, vino a Santiago a presentarse al supremo director Don Bernardo O'Higgins, para que dispusiese de él como lo creyese conveniente. Sus servicios podian ser suma- mente útiles a la república chilena, ya sea que se le dedica- se a la enseñanza de las ciencias físicas i matemáticas, o que se le emplease en su calidad de injeniero. O'Higgins lo dejó a su lado, i le dio el encargo de levantar los planos del pa- seo de la Alameda de Santiago, de traer el agua para el rie- go de los árboles i de hacer todos los trabajos de nivelación. El barrio conocido hoí con el nombre de la Cañada, era en- tonces el basural de la ciudad, que en años anteriores había servido de cauce a un brazo del Mapocho: el terreno era disparejo i pedregoso i su compostura exijia un trabajo obs- tinado i bien dirijido. Ballarna lo hizo todo en tres años: formó los planos, dirijió personalmente el trabajo i dejó plan- teada su Alameda desde el tajamar hasta el mismo sitio en que hoí existe una pila.

Desde entonces su vida ha estado enteramente consagrada al servicio público. En diversas ocasiones formó ordenanzas i reglamentos para la organización del ejército, el arreglo de la fuerza permanente, la contabilidad de los cuerpos i los premios i retiros militares. En todos estos trabajos manifes-

Do2í Santiago Ballarna 171

sus conocimientos superiores i su ojo certero para intro- ducir entre nosotros las reformas militares.

En su calidad de injeniero militar, Ballarna hizo la cam- paña de Chiloé a fines de 1825 i principios de 1826; sirvió perfectamente en las comisiones de su especialidad, levantó las cartas i planos de la campaña i escribió una curiosísima i circunstanciada relación de toda ella 1.

En los años posteriores, en 1838 i 1839, hizo toda la cam- paña restauradora del Perú. Hallóse en la batalla de Guias i entrada de Lima en 21 de agosto del primer año, i en el combate naval de Casma el 12 de enero del segundo.

Pero los mas importantes servicios de Ballarna fueron los que prestó en calidad de profesor de ciencias exactas en los col ej ios de Santiago. En aquellos tiempos en que tanta esca- sez habia entre nosotros de profesores idóneos, Ballarna tra- bajó en la formación de la segunda academia militar, i de- sempeñó diversas clases de matemática superior i todas las de ciencias militares, comprendiendo en éstas hasta la topo- grafía i el dibujo. Para esto dictó a sus discípulos los testos de enseñanza i tradujo del francés, el curso de matemáticas de Puissant, el cual por la especialidad del autor, que habia sido injeniero militar de los ejércitos franceses, presentaba, según Ballarna, miles de ventajas para la enseñanza en aquel colejio. Algunos ramos de traducción han servido ademas para las clases preparatorias de matemáticas en el Instituto Nacional. A la época de la creación de la tercera academia militar en 1843, Ballarna volvió de nuevo a la enseñanza, fué por algún tiempo su director, i desempeñó algunas cla- ses. Todos estos títulos le valieron una honrosa colocación

I. Debe recordarse que por decreto de 6 de marzo de 1828, el gobierno del jeneral Pinto nombró al teniente coronel de injenieros Ballarna direc- tor jeneral de Puentes i Caminos; pero aunque se le encargó que prestara atención a este ramo, la modicidad de los recursos de que pudo disponer, no le permitió hacer mas que lijaras reparaciones; hecho que ha sido con- signado en la /físíorfa /ewem/í¿^ C/íí7e, t. XV, (1897) páj. 291.

Nota del Compilador.

172 Estudios Biográficos

en la facultad de ciencias físicas i matemáticas en la Uni- versidad de Chile, cuando se creó esta corporación.

En aquella misma época, Ballarna redactó un curso com- pleto de matemáticas destinado a los estudiantes de cien- cias militares, que quiso imprimir en Inglaterra, durante un viaje que hizo a aquel pais en 1841; pero retraído por su na- tural modestia, guardó sus manuscritos i los ha conservado en suescritoriosinínostrarlos a nadie. La composición de un mi- nucioso diccionario ingles-español en que se ocupó por algu- nos años, quedó inconclusa por igual causa.

En los años posteriores, Ballarna ha continuado prestan- do sus importantes servicios, ya como inspector jeneral del ejército, o como comandante jeneral de armas de Santiago, o como miembro'^de diversas comisiones en asuntos milita- res, o en cuestiones de su especialidad como injeniero. En- tre estos últimos debe recordarse el examen i revisión de los planos del nuevo cuartel de artillería.

Durante toda su vida, Ballarna gozó del aprecio i consi- deración de los gobiernos i de todos los hombres influyentes de Chile; pero una singular modestia que le era muí carac- terística, le tuvo siempre alejado de todo aquello que podia llamar sobre él la atención pública. Ballarna vivió siempre contraído esclusivamente al desempeño de sus obligaciones, sin pretender ascensos i sin exijir nada de los gobiernos que lo ocupaban. La juventud estudiosa debe recordar siempre su nombre como el de uno de los primeros propagadores de la instrucción cientíñca en Chile, i sus amigos i todos los que lo tratamos i conocimos no debemos olvidar la bondad de su carácter i sus virtudes de hombre privado.

EL CORONEL DON ANTONIO MILLAN <í775-t856)

§ 10

EL CORONEL DON ANTONIO MIELAN i

(1775-1856)

El militar cuyo nombre encabeza estas líneas fué uno de los mas valientes soldados del ejército de Chile. Las cróni- cas i memorias de nuestra revolución, los documentos oficia- les de aquella época i la tradición han conservado de el honrosos rasgos de enerjía, coraje i patriotismo, que le han valido mas de una hermosa pajina en la historia de nuestra emancipación.

El teniente coronel Millan era ya militar a la época de la insurrección: abrazó con fe i decisión la causa de la indepen- dencia de Chile, combatió siempre con valor, i solo dejó las armas cuando la patria no tenia nada que temer de la Es- paña. A diferencia de la mayor parte de nuestros militares, él no ha empañado jamas sus glorias mezclándose en las di- sensiones civiles que han ensangrentado la República, porque

I. publicado en £/ Pe^'^ocam/ (Santiago) del 2 ^ de junio de i8í6.' Se hizo de esta bicgraíía una tirada aparte, por la misma imprenta, en un fo- lleto de 5 pajinas, a 2 columnas.

Nota del Compilador.

176 Estudios BioaRÁFicos

SU ánimo no abrigó ambición de ninguna especie. «Mi misión sobre la tierra, decia Millan con la sencillez de un honrado veterano, fué la de cañonear a los godos: contra ellos peleé muchas veces, nunca contra los chilenos».

Es necesario pagar un justo tributo a la memoria de este buen soldado. Valiente hasta el heroismo en el campo de ba- talla, jeneroso i desinterado en su carrera militar, el teniente coronel Millan merece mui bien que se consagren algunas pa- jinas a trazar su biografía. Al escribir nosotros este bosquejo, apuntamos los datos que acerca de su persona hemos reco- jido en el estudio de la historia nacional.

Nació don Antonio Millan en el puerto de Penco viejo, pro- vincia de ^Concepción, por los años de 1775. Era su padre don Luis Millan, alférez entonces de dragones de la frontera, i su madre la señora doña Francisca de Paula Gatica. Don Antonio recibió su primera educación en la capital de la provincia.

A la edad de 27 años, el primero de febrero de 1802, se alistó en el cuerpo de artillería que guarnecía a Concepción. La real ordenanza de este cuerpo daba gran importancia a todos los militares que servían en él, a tal punto que por dula de 1709 se disponía que el título de teniente de artillería equivaliese al de coronel de ejército; pero se exijia también que, aun para ocupar la plaza de soldado, se rindiesen cier- tos exámenes i se calificasen pruebas de nobleza. En aquella época, i por disposición espresa de los soberanos de España, todos los empleados de esta arma en América, de capitán para arriba, debían venir de la metrópoli; i nadie, cualquiera que fuese su condición, podía alistarse en el cuerpo en otro rango que el de soldado distinguido. Este grado obtuvo Mi- llan, 011er, Picarte, Moría i muchos otros bravos, que después ilustraron su nombre en defensa de la independencia de Chile, fueron entonces sus amigos i compañeros de armas.

El servicio de guarnición no es el mas favorable para los ascensos militares. Millan, sin embargo, los obtuvo, gracias solo a su buena conducta i a su constancia en el ñel desem- peño de sus deberes. En 18 10, a la época de la creación del

El coronel don Antonio Millan 177

primer gobierno nacional, era ya sarjento segundo distingui- do i servia en la sección de la brigada de artillería que guar- necía a Santiago. Cuando los revolucionarios aumentaron la fuerza de este cuerpo Millan fué ascendido a sarjento segundo. El movimiento de 1810 le encontró, pues, en los grados mas subalternos de la milicia.

Las ocurrencias de este acto mantenían en una viva ajita- cion a la juventud chilena. Millan tomaba parte en todo: en el cuartel se llamaba patriota i se manifestaba mui dispuesto a secundar decididamente los planes de los revolucionarios; pero queria mantenerse alejado de las cuestiones que éstos sostenían entre sí. Sin embargo de eso, el mayor de artillería don Luis Carrera le habló en una ocasión interesándolo en que entrase en una revolución que debía dirijir su hermano don José Miguel i ofreciéndole el grado de subteniente si prestaba su cooperación. «Mayor Carrera, le contestó Millan, guardaré en secreto su propuesta, pero no quiero tomar parte alguna en la revolución; mas si ésta se hace mientras yo esté en el cuartel, seré el primero en apresar a Ud. í a todos los sospechosos». De este modo creía cumplir a la vez con sus deberes de militar i de amigo.

La revolución estalló a las doce del día 4 de setiembre de 181 1. Millan, en efecto, fuera del cuartel cuando ésta se hizo, manifestó públicamente su disgusto por ella i aun cre- yó que debía separarse del cuerpo. La junta gubernativa que entonces subió al poder supo apreciar su lealtad militar, lo dejó en el cuerpo de artillería í le dio el grado de subtenien- te, que no había querido ocupar con perjuicio de su honor de soldado.

Solo don José Miguel Carrera no apreció su comporta- cion en este suceso. Queria éste que todo se doblegara a sus deseos, que todos los militares lo siguiesen fiel í decididamen- te en cada empresa que acometiera, i la terquedad de Millan para desechar sus halagos i promesas le irritó sobre manera. Desde que aquel caudillo subió a los primeros puestos del gobierno i del ejército, este honrado militar estuvo constan- temente retirado de los hombres del poder, i aun después de

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comenzada la campaña contra el ejército realista que habia ocupado las provincias del sur, quedó todavía en el servicio de guarnición.

Millan no salió de Santiago hasta mediados de 1813, cuan- do la junta gubernativa reforzó el ejército que mandaba el jeneral Carrera para entrar a Chillan. En este sitio memora- ble se estrenó en el servicio activo, en calidad de oficial de artillería, colocado en la batería mas avanzada hacia la plaza que mandaba el coronel O'Higgins. Empleado allí en el ser- vicio de dos cañones de a 24, Millan se mantuvo en su pues- to, batiéndose con sangre fria durante los sucesos del 3 i 5 de octubre.

En la tarde de este segundo dia se empeñó un nuevo com- bate no menos obstinado i reñido que los anteriores. Los realistas hicieron una salida de la ciudad, i fueron a atacar otra batería mas retirada de la plaza. O'Higgins dejó su puesto para ir a defender la batería amenazada, empeñó la acción en campo raso, i en pocos momentos la batalla fué je- neral. Los tiros de fusil i de cañón eran contestados por una i otra parte, i una bala despedida por un castillo de Chillan fué a causar los mas horribles estragos en la batería avan- zada donde servia Millan. Cayó sobre el armón de uno de los cañones de a 24 e incendió la pólvora que contenia, i ésta la demás del repuesto i hasta las cartucheras de los sol- dados. Levantóse una columna de fuego i humo en medio de una espantosa esplosion i un terrible estruendo que atrajo las miradas de ambos ejércitos hacia aquel punto. Los gritos de los moribundos i los movimientos desesperados de los he- ridos, que se creían víctimas de una traición, vinieron en breve a aumentar la confusión jeneral en la batería, i la pre- sencia del enemigo, que quiso aprovecharse de tan tristes cir- cunstancias, puso en gran peligro la suerte del ejército pa- triota.

En aquellos momentos, todo el ejército desesperó de su salvación. Tan inesperada desgracia i la actividad del ene- migo para aprovecharse de ella, introdujeron el desaliento por todas partes; pero por fortuna habían salvado en los fo-

El coronel don Antonio Millan 179

sos de la batería algunos artilleros, el capitán Moría i los subtenientes Millan, Laforest, Cabrera i Vásquez, que con valor estraordinario organizaron una vigorosa resistencia en medio de la confusión i del desorden que reinaban en ella. Don Antonio Millan Iparticularmente, viéndolo todo perdido, cargó hasta la boca uno de los cañones de a 24, i descargán- dolo personalmente sobre la columna mas avanzada de los realistas, hizo terribles estragos i la obligó a replegarse en desorden. «Cuando acerqué la mecha, decia Millan refiriendo este suceso, creí que iba a reventarse; pero entre morir acu- chillado por los godos o inutilizando un cañón que podia serles mui útil, no vacilé un solo instante i resolví sacrificar- me. Dios quiso que tan desesperado arbitrio surtiera su efecto».

Después de este suceso, Millan siguió sirviendo en el ejér- cito durante toda la penosa campaña de ese año. Se batió con valor en las jornadas de Quilacoya i el Roble, a las ór^ denes del coronel O'Higgins, i en ambas se distinguió entre sus camaradas. En el Roble, sobre todo, hizo cuanto podia esperarse de él, i mereció muchas recomendaciones en las notas que algunos oficiales insurj entes remitían al gobierno jeneral^de Chile. A pesar de todo esto, solo obtuvo el grado de teniente en marzo de 1814.

En este año hizo toda la primera campaña, que concluyó con los tratados de Lircai. Se batió en el Quilo, paso del Maule, Tres Montes, paso del rio Claro i Quechereguas. En esta última jornada los artilleros se condujeron con tanta actividad como acierto, i la conducta de Millan en toda la campaña le valió el grado de capitán, concedido por las reco- mendaciones del brigadier O'Higgins.

Durante todo ese tiempo Millan se mantuvo constante- mente alejado de las turbulencias i discordias que ajitaban el cuartel jeneral de los insurj entes. Aun cuando tenia mil motivos de resentimiento con el jeneral Carrera, se negó de- cididamente a tomar parte en contra suya en las discusiones, supo esquivar todo compromiso i salvó su reputación militar de una fea mancha.

180 Estudios Biográficos

Por eso no encontramos su nombre mezclado en ninguno de los sucesos de aquel año, anteriores a la defensa de Ran- cagua. Cúpole en ella el honroso puesto de jefe de tres ca- ñones que el brigadier O'Higgins hizo colocar en la trinche- ra mas importante de la plaza, construida en la calle de San Francisco, que mira al sur, por donde según todas las pro- babilidades debian atacar los enemigos con mayor empuje. El capitán Millan aceptó el cargo, dispuesto a pelear mien- tras le fuera posible i enarboló una bandera negra en señal de que queria guerra a muerte.

Como se esperaba, una columna realista compuesta de mas de mil hombres entró al pueblo por la calle de San Francisco, i avanzó a marchas regulares con intención de apoderarse <ie la trinchera. Millan túvola precaución de dejarla avan- zar sin descargar un solo tiro; pero así que se hubo acercado a la batería rompió un vivísimo fuego de cañón con las tres piezas, dos de las cuales habia cargado a metralla. Los es- tragos fueron horribles; la calle quedó sembrada de cadáve- res i durante un momento la columna realista no pudo mo- verse del puesto que ocupaba. Poseídos de un terror pánico los soldados trataron solo de huir, pero los muertos les im- pidieron retroceder, i el fuego de la trinchera continuaba causando en sus filas grandes daños.

La defensa de Rancagua se sostuvo dos días consecutivos. Durante ellos Millan permaneció en su puesto batiéndose con un coraje de que hai muí pocos ejemplos en los fastos nacionales. La batería que le estaba encomendada sufrió los mas rudos ataques; los soldados i los oficiales morían por de- cenas a cada instante; pero sus defensores continuaron ba- tiéndose con gran tenacidad, sin intimidarse por los fuegos de fusil que caían sobre ellos de los tejados i ventanas inme- diatos. Faltó el agua a los sitiados, comenzaron a escasear las municiones i hasta hubo un instante en que se hizo sen- tir el desaliento entre los defensores de la plaza, viéndose abandonados por el jeneral Carrera; pero Millan, a imita- ción del jefe de los chilenos, el valeroso brigadier O'Higgins, se manifestó dispuesto a no rendirse jamas. En los últimos

El coronel don Antonio 31illan 181

momentos del sitio peleó como un león; cargaba personal- mente sus cañones i alentaba a los pocos soldados que aun estaban con vida. Todos ellos quedaron muertos o heridos, i Millan mismo recibió un balazo casi a quema ropa que le bandeó las dos piernas. Solo entonces cuando ya no quedaba parado un solo hombre en la batería, Millan i los suyos de- jaron de defenderla.

En ese mismo instante O'Higgins hacia tocar llamada en la plaza del pueblo para reunir los últimos restos de los de- fensores de Rancagua. Millan creyó todavía que su deber lo llamaba a aquel punto, i fué a juntársele arrastrándose por sobre los cadáveres de sus soldados. Cuando llegó ala plaza, ya el jeneral O'Higgins había cargado a la cabeza de 300 hombres sobre una columna realista, i se abría paso a filo de sable por entre un millar de enemigos. Desde entonces había terminado la defensa de la plaza; Millan fué a buscar un asilo a la iglesia matriz del pueblo; pero los primeros sol- dados realistas que entraron a aquel sagrado recinto, lo to- maron prisionero, lo golpearon inhumanamente con las cu- latas de sus fusiles i aun quisieron obligarlo a ponerse de rodillas para fusilarlo allí mismo. Solo su enerjía para deso- bedecer sus mandatos salvó a Millan de morir en los prime- ros momentos de confusión i desorden.

Desde entonces quedó Millan en el presidio de patriotas que establecieron los realistas en Rancagua. Los enemigos lo trataron con mucha consideración i quisieron interesarlo por todos los medios a cambiar de bandera i alistarse en el ejército español. Millan se resistió tenazmente a este cam- bio, pretestando mil causas para ello, i los realistas finjieron querer dejarlo en completa libertad, le abrieron las puertas de la prisión i le pusieron por única condición que llevase al gobernador de Valparaíso, un pliego muí importante, que según le dijo el jefe político de Rancagua, no podía confiar- se a un soldado.

La libertad comprada a este precio era sin duda una fortu- na que convenia aprovechar. Millan aceptó las propuestas, i con gran precipitación se puso en marcha para Valparaíso,,

182 EsTFDios Biográficos

sin escolta ni compañía de ninguna especie. Por fortuna suya, tuvo la curiosidad de abrir el pliego de que era con- ductor, i con gran sorpresa vio entonces que era una orden terminante para que se le apresara en aquel puerto i se le remitiese al Perú en primera oportunidad. Sin vacilar un momento dio vuelta a su caballo, i se fué a esconder en las montañas de la provincia de Colchagua, en donde comenza- ban a organizarse guerrillas sueltas para incomodar a las au- toridades españolas. Por dos o tres meses consecutivos lle- vó allí una vida errante, comunicándose en secreto con los ajentes de San Martin, esparciendo falsas noticias para des- prestijiar a los gobernantes de Chile i excitando por todas partes el espíritu de insurrección. Como si estos servicios no fuesen bastante efectivos, Millan pasó la cordillera de los Andes por el boquete del Planchón i fué a presentarse al cuartel jeneral de Mendoza en los primeros dias de 1816. Allí San Martin le confió, desde luego, el mando de una compañía de artillería.

Con este grado hizo Millan la campaña de 1817. Al cuida- do del parque de artillería i bajo las órdenes del fraile capi- tán don Luis Beltran, pasó a Chile por el boquete de Uspa- llata, i vino a batirse en las alturas de Chacabuco. Después de esta batalla fué premiado con una medalla de plata. El año siguiente, 1818, recibió otra medalla i el grado de sar- jento mayor en recompensa de su brillante conducta en la famosa jornada de Maipo. Servia en esta batalla en la arti- llería del ala izquierda al mando del bizarro mayor Borgoño: quien conozca las peripecias de este combate comprenderá los esfuerzos que hicieron los artilleros del ala izquierda para mantenerse en sus puestos cuando la infantería indepen- diente habia comenzado a desorganizarse en aquel punto.

Fué esta la última vez que Millan se encontró en batalla campal. Los golpes que recibió en Rancagua, causaron gra- ves daños en su físico i le hicieron un apostema en el híga- do que lo tuvo repetidas veces a las puertas de la muerte. Un violento ataque que le acometió en 1820 le impidió ha- cer la campaña del Perú, i nuevas enfermedades le tuvieron

El coronel don Antonio Millan 183

casi siempre separado del servicio activo. Solo en agosto de 1824, un poco restablecido ya, fué a recibirse de una briga- da de artillería de Concepción, por encargo del supremo director don Ramón Freiré; pero entonces sus trabajos se redujeron a los del servicio pasivo de guarnición.

Millan permaneció, sin embargo, en el servicio hasta 1829. Preparábase ent ónces una revolución terrible que iba a cam- biar la faz de la república i en que tomaban parte todos los militares del ejército de Chile. Los hombres pensadores divi- saban ya la guerra civil: los aprestos eran mui considerables i el calor de los partidos alejaba toda esperanza de aveni- miento. Los dos bandos buscaron a Millan, le pidieron reite- radamente, unos que tomase parte en la revolución, i otros que ayudase a sofocarla,, ofreciéndole ambos honores i as - censos. Desde 1824 tenia el grado de teniente coronel efec- tivo, i sin duda habria alcanzado a los mas altos puestos del ejército si hubiese querido alistarse en alguno de los ban- dos; pero Millan se negó a oir toda proposición. «No quie- ro, dijo, mezclarme en guerras civiles: mucho he peleado en la guerra de la independencia, i no distaria de volver a em- puñar las armas para combatir a los enemigos de la patria; pero no pienso disparar un tiro contra los chilenos».

Una vez en esta resolución, el valiente artillero del sitio de Chillan i de la defensa de Rancagua, solicitó su reforma militar para separarse definitivamente del servicio. La gue- rra civil vino antes que se le hubiese concedido lo que pedia; pero Millan se dio por separado del servicio i no tomó parte alguna en ella. Desde entonces hasta la época de su muerte no volvió a vestirse la casaca militar.

Desde aquellos sucesos pasó Millan algunos años sin gozar el sueldo correspondiente a su grado. El ministro Portales le concedió después la mitad de él en calidad de agregado a plaza, i en 1843, después de haber comprobado mas de cua- renta años de buenos servicios, se le restituyó por fin al go- ce de su sueldo íntegro. Durante este tiempo se mantuvo ale- jado de todas los cuestiones políticas, sin tomar interés por ninguno de los partidos que han dividido la sociedad chile-

184 Estudios Biográficos

na. Cuando creyéndolo herido por la suspensión de su sueldo, se le propuso tomar parte en alguna de las muchas conspi- raciones que se fraguaron durante la presidencia del jeneral Prieto, Millan se negó decididamente a entrar en ellas.

Aparte de su deseo de mantenerse alejado de toda revolu- ción, habia en su conducta algo que era producido por su natural modestia. Millan no abrigaba ambición de ningún jé- nero, ni se creia llamado a figurar en mayor escala de la que ocupaba. Sus relaciones i amistades eran mui modestas de ordinario, i aun cuando contó entre sus amigos mas íntimos a muchos hombres importantes por sus talentos, posición i fortuna, no pretendi a hacerse valer por estas solas relacio- nes. Entre sus papeles hemos visto muchas cartas amistosas de personas mui notables, i son algunas de éstas del sabio canonista peruano don Francisco de Paula Vijil, a quien conoció en Concepción en 1829, i del jeneral don Luis de la Cruz, i nadie quizá sabia que hubiese cultivado tan honrosas amistades.

Millan llevaba esta modestia hasta ocultar sus importan- tes servicios. «En algunas memorias sobre la época de la in- dependencia, decia hablando de su vida pasada, he encon- do grandes elojios de mi conducta que disto mucho de me- recer: yo solo fui un pobre soldado».

Ese «pobre soldado» que a pesar de su modestia fué uno de los mejores defensores de la independencia de Chile, ha muerto a la edad de 81 años, dejando entre sus amigos el recuerdo de sus virtudes i una memoria imperecedera en las pajinas de la historia nacional.

DON VICTORINO GARRIDO (1794-1858)

§ II

NECROLOJIA DE DON VICTORINO GARRIDO i

(1794-1858)

La República acaba de perder a uno de sus mas importan- tes servidores. El señor don Victorino Garrido, superinten- dente de la casa de moneda^ coronel de ejército, senador i nuestro encargado de negocios en el Perú hace pocos años, ha fallecido el jueves 4 del corriente.

Nació don Victorino Garrido en Segovia, por los años de 1794. Apenas salido del colejio, fué agraciado con un empleo en una oficina de hacienda, en cuyo desempeño pudo prestar mui importantes servicios durante la guerra que sostuvo la España contra los ejércitos invasores del emperador de los franceses. En el cumplimiento de sus deberes, manifestó una rara actividad, una contracción sin igual i una honradez a toda prueba; i descubrió ciertas dotes de intelijencia que indicaban un hombre superior. A los veinte años don Victo- rino habia alcanzado rápidos ascensos i se habia conquistado

I. De La Actualidad; 9~ de julio de 1858 i reproducida en El Ferrocarril de Santiago, de 13 de octubre de 1877,

Nota del Compilador.

188 Estudios Biográficos

las simpatías i el aprecio de los funcionarios de quienes de- pendía.

La época en que le tocó abrirlos ojos a la luz del mundo, imprimió en su carácter un temple que era común en la parte ilustrada de la juventud española. El habia visto los inmensos sacrificios que hizo la nación para reconquistar su independencia i para volver al trono al monarca Fernando VII; pero habia aplaudido los esfuerzos de todos los hombres pensadores de la península para formar una constitución que restrinjiera el poder absoluto de los reyes i estableciera un orden de gobierno mas liberal e ilustrado que el que había rejido hasta entonces. Garrido pertenecía al bando de los constitucionales, compuesto de hombres moderados, en su mayor parte, que reclamaban una libertad limitada i ciertas garantías que los reyes habían arrebatado a los pueblos es- pañoles.

Ese partido estuvo triunfante mientras el gobierno de las rej encías, esto es hasta 1814, época de la restauración de Fernando VII al trono de sus mayores. Este soberano, sin querer agradecer a la nación española los sacrificios que habia hecho por él, sin guardar consideración alguna por los hombres que mas se habían distinguido en la defensa de la independencia nacional, apresó a muchos caudillos del par- tido constitucional, los remitió a los presidios de África, anuló la constitución de 1812 i cimentó nuevamente la mo- narquía absoluta tal como existía antes de 1808. Como si todo esto no bastase, Fernando alejaba del servicio público a todos los hombres que no hacían gala de absolutismo, o los embarcaba en las espediciones que remitía a América a fin de sofocar la revolución de la independencia,

A principios de 1818 mandó que se organizase una espe- dicion de 2,000 hombres para ausiliar a las fuerzas españolas que hubiesen quedado en Chile después de su derrota en Chacabuco. Para formar esa división, los aj entes de Fernan- do buscaron en los batallones i en las oficinas militares a todos los oficiales i empleados cuyos ideas constitucionales les inspiraban algunas sospechas. Entonces fué embarcado

Don Victorino Garrido 189

don Victorino Garrido, en la fragata María Isabel con el empleo de oficial contador de la espedicion. Junto con él fueron enrolados en el servicio muchos jóvenes distinguidos por sus talentos i luces, i señalados entre sus camaradas por su espíritu liberal.

La espedicion salió de Cádiz en mayo de 1818 i aportó a Talcahuano en octubre de ese mismo año, después de una penosa navegación, en que los oficiales i soldados que la componian tuvieron que sufrir los estragos del escorbuto, la escasez de víveres i padecimientos de todo jénero. Entonces, el ejército realista de Chile, destrozado en la batalla de Mai- po i mui reducido con la retirada de Osorio al Perú, no se hallaba en estado de emprender una nueva campaña ni aun contando con los ausilios que traía la espedicion de Cá- diz. Los jefes de las fuerzas espedicionarias ordenaron, sin embargo, el desembarco de sus tropas para darles algún des- canso, pero parecían dispuestos a seguir su viaje al Perú, al cabo de poco tiempo.

Nuevas desgracias vinieron a impedir que se realízase ese viaje. La república de Chile había organizado una fuerza naval bastante respetable, i se había preparado para atacar la escuadra que venía de la península. En la segunda mitad de octubre, cuando comenzaban a llegar a Talcahuano las naves españolas, se acercó a aquel puerto la escuadra chilena capitaneada por el comandante don Manuel Blanco Encala- da. No es este el lugar de referir la historia de aquella cam- paña: baste decir que la María Isabel i la mayor parte de las naves que componían la espedicion de Cádiz cayeron en poder de nuestros marinos.

Los oficiales españoles que habían alcanzado a desembar- car en Talcahuano, se encontraron entonces en el mas com- pleto aislamiento. Se ha dicho que muchos de ellos, engan- chados por la fuerza i obligados a servir a un gobierno que detestaban, traían desde España el propósito de abandonar las banderas del reí para prestar sus servicios en el ejército de Chile. Algunos de ellos, en efecto, abandonaron a Concep-

190 Estudios Biográficos

cion, i vinieron a presentarse a las autoridades patriotas en Chillan i Cauquénes.

Don Victorino Garrido no fué de este número. Aunque de- testaba como el que mas la política del monarca español i aunque estaba resuelto a abandonar su servicio, no pudo, sin embargo, salir de Concepción, porque el destino que desem- peñaba lo sometía a la constante vijilancia de sus jefes. El i el capitán de injenieros don Santiago Ballrana, permanecie- ron en el servicio, hasta después de la retirada a Valdivia de los últimos restos del ejército español. Ambos quedaron en la" banda sur del Bio-Bio después de esta operación, i perma- necieron allí ocultos i perseguidos hasta los primeros días de mayo de 1819. Solo entonces pudieron burlar la' vijilancia de las últimas partidas realistas i presentarse a las autori- dades patriotas que en aquella época dominaban en Con- cepcion. ^fl

Garrido i Ballarna fueron remitidos a Santiago, en donde ^^ ambos se presentaron al supremo director O'Higgins. Dis- pensóles éste una favorable acó j ida, i les dio una colocación correspondiente al carácter especial de cada uno de ellos. El primero entró a servir en la comisaría de marina de la Repú- blica, i Ballarna en el cuerpo de injenieros.

De esta época datan los servicios de don Victorino Garrido a la república chilena. La laboriosidad que desplegó en el desempeño de aquel destino, la intelijencia superior que ma- nifestó en las comisiones del servicio público i su acrisolada honradez, le valieron rápidos ascensos i posteriormente el nombramiento de comisario jeneral de marina i visitador de oficinas fiscales de la república. Con estos destinos, recorrió casi todas las aduanas de Chile; i a su vuelta a Santiago, pudo presentar al gobierno, luminosos informes acerca del re- sultado de su visita, i algunas noticias estadísticas de la mas alta importancia.

Durante este tiempo, tomó don Victorino una parte prin* cipal en los debates de la política militante i en todas las cuestiones que le eran anexas. Esos debates políticos entre dos bandos que comprendían el progreso i la felicidad de la

Don Victorino Garrido 191

república por dos caminos diversos, fueron el oríjen de cues- tiones que se discutieron con calor en la prensa i en los con- gresos i que produjeron esa serie de asonadas i revoluciones que constituyen la historia del primer decenio de la repúbli- ca. Garrido estaba alistado en un partido que reconocia por jefe a un hombre superior por su jenio, su actividad i su patriotismo, don Diego Portales; i alcanzó a ser uno de los hombres mas importantes de este partido i uno de los con- sejeros mas íntimos de su ilustre jefe. En el servicio de ese partido, don Victorino Garrido se hizo notar no solo por su entusiasmo i su actividad sino también por su talento i por su tino para sacar siempre provecho de las circunstancias i de los hombres. Se hizo escritor para defender a ese partido por la prensa, i militar para combatir por él en el campo de batalla. Escribió algunas poesías satíricas en el periódico ti- tulado El Verdadero Liberal, en El Hambriento i en varias otras publicaciones de aquella época; i en 1829 se alistó en el ejército que mandaba el jeneral don Joaquín Prieto. Con ese ejército hizo toda la campaña de 1829 i ^^ 1^30 que terminó con la jornada de Lircai en que quedó definitivamente ven- cedor el bando a que pertenecía Garrido. Distinguióse éste particularmente en la ocupación de Valparaíso, en noviem- bre de 1829, i en la última batalla de la campaña, a cuyo éxito contribuyeron poderosamente sus consejos militares. Después del triunfo del partido conservador, don Victorino Garrido vino a ser uno de los mas firmes i decididos sostene. dores del nuevo gobierno que entonces se organizó. Sus ser- vicios no fueron ya ni literarios ni militares; pero no por esto fueron menos importantes que los que había prestado hasta aquella época. En su calidad de consejero íntimo del gobier- no, don Victorino ayudó poderosamente a descubrir varios proyectos revolucionarios que entonces se tramaron i a ven- cer las infinitas dificultades que por todas partes encontraba el nuevo orden de gobierno que cimentaba el ministro Porta- les. En este servicio Garrido no escusaba compromiso de ningún jénero, i poco le importaba que se le forjasen calum- nias, que se le atribuyese una parte principal en todas las

192 Estudios Biográficos

medidas represivas, i que su participación en los negocios de gobierno le atrajese acendradas odiosidades, porque servia con honradez, obedecia a los llamados de su conciencia i no temia las consecuencias que podian producir esas enemis- tades.

En aquella época prestó un servicio mucho mas importante todavía a la política del ministro Portales. Sabíase en Chile que el jeneral don Andrés Santa Cruz, que por aquella época había organizado la confederación Peru-boliviana, declarán- dose su protector supremo, fomentaba las disensiones civiles en la República chilena. El ministro Portales concibió un proyecto sumamente atrevido para escarmentar al protector de la confederación Perú-boliviana, i quitarle los medios de acción. Un viajero norte americano, el capitán Wilkies, ha referido ese suceso del modo siguiente:

«El gobierno chileno despachó repentinamente i con una comisión secreta a los dos buques de guerra el Aquíles i la Colocólo, únicos que poseía. Acompañábalos un ájente confi- dencial. Llegaron al Callao i se apoderaron de tres buques de guerra peruanos que había en el puerto, con lo cual quitaron a un gobierno que se había manifestado tan hostil para los chilenos el único medio de ataque. Hecho esto, fueron lleva- dos los buques a la isla de San Lorenzo, i anclados bajo los fuegos de los buques chilenos».

Siguiéronse algunas reclamaciones diplomáticas; pero los buques peruanos vinieron a engrosar las fuerzas de la escua- dra nacional.

El ájente chileno que capturó los buques peruanos, de que habla el escritor citado, era don Victorino Garrido. Hasta hoi se desconocen los motivos inmediatos que impulsaron al ministro Portales a tomar esta medida i todas las causas que pueden hacer justificable o condenable su política. La histo- ria vendrá un día a descubrir la parte misteriosa de este hecho; pero el testimonio de los contemporáneos manifiesta que el ájente cumplió perfectamente con el encargo que se confió a sus manos.

A la captura de estos buques se siguieron reclamaciones

Don Victorino Garrido

193

diplomáticas que fueron sin resultado i que terminaron con la declaración de guerra que hizo el gobierno chileno a la confederación Peru-boliviana. Chile, a pesar de su situa- ción financiera nada halagüeña, logró tras inauditos esfuerzos formar una espedicion. Causas que seria largo i fuera de lugar el enumerar, la hicieron fracasar. Sin embargo, este revés no desalentó al gobierno chileno, i poco después, en 1838, prepa- ró la espedicion restauradora que hizo la campaña del Perú a las órdenes del jeneral don Manuel Búlnes.

Don Victorino Garrido, que después de su vuelta del Perú habia prestado un servicio importante a la causa del orden púbhco, cooperando eficazmente al sofocamiento de la revo- lución de Quillota, fué nombrado ahora comisario de ejérci- to. Con este destino hizo toda la campaña restauradora de 1838 i 39, i se hizo notar no solo por el cumplimiento de las obligaciones de su cargo, sino como consejero i amigo de los jefes chilenos, i en el desempeño de algunas comisiones di- plomáticas i militares que se le encomendaron.

De vuelta a Chile, Garrido se separó del servicio público para atender de cerca sus negocios particulares. Así pasó diez años consecutivos, consagrado a la educación de su fa- milia, i a los trabajos que le imponía el acrecentamiento de sus intereses privados; pero sus antiguas afecciones de parti- do por una parte i sus relaciones políticas por otra, lo obli- garon continuamente a injerirse en los asuntos de la política i a tomar una parte principal en ella desde 1848.

Muí frescos i muí recientes están aun los sucesos en que le cupo figurar desde aquel año, para necesitemos recordar- los. Hábil consejero del gobierno hasta mediados de 185 1, don Victorino volvió a hacerse militar en setiembre de ese año^ para tomar parte en las operaciones militares que trajeron por consecuencia la revolución de aquel año.

Encargado de dirijir la compaña contra los revolucionarios del norte, él los derrotó en la acción de Petorca i los estre- chó en la Serena. Durante el sitio de esta plaza, manifestó los talentos de un verdadero militar. Teniendo a sus órdenes •fuerzas muí escasas, i en frente de una ciudad defendida con

TOMO XII. 13

194 Estudios Biográficos

mucha valentía i con un grande acierto, don Victorino supo sostener hábilmente sus posiciones, mantener la disciplina de su ejército i resistir a las bien concertadas i dispuestas salidas que hicieron los sitiados. Si en su campo se cometieron errores militares, no fué por cierto por culpa suya. La histo- ria imparcial describirá algún dia este brillante episodio de nuestras guerras civiles, i hará debida justicia al talento que entonces manifestaron el jefe sitiado en la defensa de la plaza i el jefe sitiador en la defensa de sus posiciones.

Terminado el sitio de la Serena, tuvo don Victorino que partir para Copiapó, a la cabeza de algunas fuerzas por sofo- car la revolución que allí habia estallado en diciembre de 1851. Sofocóla en efecto, en la acción de Linderos, i entró en Copiapó a restablecer el orden público, i a ocupar el cargo- de intendente de la provincia que le confió el gobierno.

Aparte^de las dotes de intelijencia i enerjía que desplegó Garrido en todas estas operaciones, se hizo notar aun parti- cularmente por la nobleza con que hacia la guerra i por la je- nerosidad con que trataba a los prisioneros. Las persecucio- nes que decretó como jefe militar en la campaña, no fueron nunca encarnizadas; i el trato que dispensó a los prisioneros fué siempre franco i jeneroso, digno de hermanos separados momentáneamente i reconciliados después del combate.

En el desempeño del cargo de intendente de Atacama, le fueron mas que nunca útiles estas dotes. Empleando la mo- deración i la dulzura, él supo borrar las odiosidades que ha- bia enjendrado la anterior revolución i reconciliar en gran parte los ánimos de todos los habitantes de aquella provin- cia. Si durante el tiempo que sirvió aquella intendencia, se ejercitaron las persecuciones políticas, si el rigor de la justi- cia de partido se ensañó alguna voz contra varias víctimas, es preciso advertir que Garrido era casi enteramente estraño a todas esas providencias que pugnaban con los sentimien- tos de su corazón.

Garrido sirvió la intendencia de Atacama interinamente i solo hasta mediados de 1852. En esa época volvió a San- tiago al seno de su familia, para descansar al fin de los tra-^

Don Viotoeino Garrido

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bajos i sacrificios que le costaba su última aparición en la vida pública; pero al fin de un año, recibió el título de encargado de negocios de Chile cerca del gobierno peruano; i a principios de 1853 se puso en marcha para Lima a desem- peñar el nuevo destino que se le confiaba. Residió allí has- ta principios de 1855: durante ese tiempo pudo prestar im- portantes servicios a los intereses de su patria adoptiva i a los chilenos, que a consecuencia de las ocurrencias políticas de 1851, permanecían desterrados en el Perú.

En Chile encontró de nuevo algunas ocupaciones del ser- vicio público que reclamaban su persona. En esa época ya era miembro de la Cámara de Senadores; pero aquí se le nombró Superintente de la Casa de Moneda i representante del gobierno en la empresa del ferrocarril del sur. En el de- sempeño de estos cargos, manifestó la actividad i la inteli* jencia que le eran tan naturales. No nos toca a nosotros pro- nunciar juicio acerca de su conducta política en el último año de su vida: estamos en guerra abierta con la causa a que él servia, i si bien nos hallamos dispuestos a hacer justicia al hombre que vimos en la filas contrarias, tememos perder nuestra imparcialidad al hablar de los últimos años de su vida pública.

En este punto, queremos guardar a su memoria las consi- deraciones que él tuvo siempre por sus enemigos. Cuando don Victorino Garrido combatía en las filas de la oposición o cuando atacaba a sus contrarios frente a frente, i en igual terreno, era un enemigo formidable, terrible; pero cuando lograba sobreponerse a ellos, cuando vencedor en la refriega^ ocupaba un puesto mas elevado que su contendor, entonces era un amigo noble i jeneroso, dispuesto a estender la mano al vencido, a perdonarle su enemistad i a reconciliarse sin- ceramente. Entonces don Victorino se constituía en amigo i protector del que pocos días antes había sido su contrarío, intercedía por él, i si era necesario, hablaba el áspero len- guaje de la honradez i de la verdad en los salones en donde solo se habían hecho oír la adulación i la lisonja.

Don Victorino Garrido fué ante todo justo para con sus

196

Estudios Biográficos

amigos i para con sus enemigos; estos mismos lo declaran. ¡Que la posteridad, que acaba de abrirse para él, sepa tam- bién ser justa para el hombre que, dando con el pié a los odios i rencores de partido, supo hacer justicia a sus enemi- gos en los momentos en que solo hablaba la pasión!

DON ROBERTO SOUPER (1818-1881)

§ 12

APUNTES PARA LA BIOGRAFÍA DEL TENIENTE CORONEL DON ROBERTO SOUPER i

(1818-1881)

Don Roberto Souper nació en 1818, en Harwich, puerto militar de Inglaterra, situado sobre el mar del Norte a unas 20 leguas de Londres. Su padre era un coronel ingles que, des- pués de haber servido en la India en la célebre guerra contra Tippoo-Saéb, i de haber hecho toda la campaña de la penín- sula ibérica i las de 1814 i 1815 en los ejércitos de Welling- ton, fué destinado a la guarnición de Harwich.

El espíritu militar de este viejo soldado se trasmitió a sus herederos. Su hijo mayor, también coronel, e inválido, murió hace ocho o diez años en el rango de comandante de las fuer- zas británicas de la isla de Mauricio. Otro hermano que estu- dió la medicina en Francia, se enroló en el ejército de don

I. Publicado en El Heraldo de Santiago, núm. i86, de i6 de febrero de 1 88 1, i reproducido en la Revista de Historia i Jeografía, t. VII, (Santiago, 1913), pájs. 221-233.

Nota del Compilador.

200 Estudios Biográficos

Pedro de Portugal^ i murió en uno de los combates contra e usurpador don Miguel.

En 1822 el gobierno ingles, urjido por los apuros de su si- tuación económica, hacia grandes reducciones en sus ejérci- tos, que después de 1815 habian dejado de ser necesarios. Al coronel Souper se le dio su cédula de retiro con una pensión bastante limitada. Buscando un pais en que con escasa renta le bastase para educar a su familia, se trasladó al continente i vivió hasta el resto de sus dias, primero en Saint-Omer, en el norte de Francia, i después en Gante, en Béljica. Allí mu- rió por los años de 183 1.

Don Roberto Souper hizo sus estudios en esas dos ciuda- des, bajo la inspección inmediata de su padre, que, por lo que parece, no carecia de conocimientos clásicos. A pesar del trascurso de una vida ajitada i aventurera, don Roberto vSouper recordaba hasta sus últimos años el latin, la histo- ria, la jeometría i la cosmografía, i dibujaba con una rara facilidad cuando quería tomar una vista o hacer la caricatu- ra de alguno de sus conocidos *. Preciso es también decir que siempre fué un lector infatigable, i que esta pasión le permitió tener conocimientos jenerales que contribuían a hacer mas agradable su trato.

Después de la muerte de su padre, don Roberto Souper volvió a Inglaterra con su madre, para procurarse allí alguna ocupación. En esa época, el gobierno ingles había empren- dido la colonización de la Australia Occidental. Lord Ra- glán, que había sido camarada i amigo íntimo de su padre, lo determinó a trasladarse a, aquella colonia donde podía hacer fortuna, i al efecto, le dio para las autoridades de ella, las mas valiosas recomendaciones. Souper partió para Aus- tralia en 1834, cuando apenas contaba 16 años. Allí se le dio un buen lote de tierra en las inmediaciones de la naciente ciudad de Perth, i se le suministraron los escasos recursos que se daban a los primeros colonos.

2. Algunas de las caricaturas de El Correo Literario (Santiago, 1858) son debidas al lápiz de Souper.

Nota del Compilador.

Don Roberto Souper 201

Souper trabajó con una actividad febril, i logró hacer de sus terrenos una de las propiedades mejor cultivadas de la colonia. Al mismo tiempo prestó útiles servicios a la admi- nistración en el desempeño de mil comisiones, algunas de las cuales eran mui peligrosas, como los reconocimientos de los campos del interior, donde era preciso sostener reñidos com- bates con los indíjenas, salvajes mui atrasados, pero mui as- tutos para sorprender i atacar al invasor. Souper conservaba en su cuerpo varias heridas recibidas en esos combates. Su brazo derecho estaba atravesado por una lanza arrojadiza disparada por un indíjena en una emboscada.

El carácter de Souper no era a propósito para soportar la vida de pacífico colono. En 1841 llegó a Perth la noti- cia de una insurrección en el Afganistán: todos los ingle- ses habian sido bárbaramente asesinados o hechos prisio- neros. El gobierno de la India preparaba una espedicion contra aquel reino. Souper dejó su propiedad a un herma- ne menor que acababa de llegar de Inglaterra i se em- barcó para Calcuta. Después de viajes penosísimos, logró reunirse al ejército e hizo como voluntario la campaña de 1842.

Desde entonces, su única aspiración fué la de obtener un puesto de oficial en el ejército. Con este pensamiento, se trasladó a Londres donde esperaba hallar a su madre i alcanzar, por medio de los amigos de su padre, el empleo que ambicionaba. Una i otra esperanzas se frus- traron. Su madre habia partido poco meses antes para Australia a juntarse con sus hijos. Los amigos de su pa- dre le demostraron que eran tanto los aspirantes a sentar plaza en el ejército, i tales las dificultades que habia para conseguirlo, que debia renunciar irrevocablemente a este pensamiento.

En esa época, don Ricardo Price, rico comerciante ingles establecido en Santiago, habia pedido a Inglaterra un agri- cultor intelijente que viniera a Chile a administrar una pro- piedad suya, la estensa hacienda de Zemita, en la montaña del departamento de San Carlos. Souper era primo hermano

202 Estudios Biográficos

de la señora de Price. Esta relación fué causa de que se le diera el cargo. En efecto, Souper se embarcó para Chile a mediados de 1843.

Aquí comienza la parte mas conocida de la vida de Sou- per. Reuniendo los recuerdos que de él conservan sus nume- rosos amigos, sobre todo en las provincias del sur, se po- dria escribir un volumen de las mas curiosas aventuras en que resaltaría un gran carácter, el de un héroe en la mas lata estension de la palabra, i el del caballero mas leal i mas cumplido que puede concebirse. Souper vivia en Zemita, dirijiendo con tanta contracción como intelij en- cía los trabajos de esa hacienda. Pero su espíritu aven- turero no podía estar tranquilo en ese lugar cuando le fal- taba ocupación.

Así, pues, recorrió las cordilleras, fué a estudiar las cos- tumbres de las tribus de indios del sur de Mendoza, a los cuales quería atraer por medio de la persuasión a la vida ci- vilizada, i visitó todos los pueblos del sur, i en especial los de la provincia del Maule, que entonces se estendia desde el rio de este nombre hasta la línea formada por el Nuble i el Itata. En esa época no existia mapa alguno de esa provin- cia. Souper aprovechó sus repetidos viajes en que siempre lo acompañaba una brújula de bolsillo; i con los datos que él mismo pudo recojer, í las noticias que le suministraban otras personas, bosquejó una carta jeográfica bastante exac- ta de toda la provincia, que desde luego fué muí útil al go- bierno de ella, i que hace pocos años vimos guardada en una de las oñcinas de Santiago.

En ese tiempo, la mayor parte de nuestras provincias ca- recían de médico. Souper compró en Valparaíso algunos li- bros enciclopédicos, un botiquín i algunos instrumentos de cirujía, i curaba a los pobres con mas acierto que los curan- deros de los campos. El finado ministro don Rafael Sotoma- yor, que entonces era juez de letras de Cauquénes, i que fué su amigo íntimo, contaba que no «había conocido un mejor saca-muelas que el gringo Souper».

La afabilidad de su carácter, la distinción de sus modales

Don Roberto Souper 203

i de su trato, el chiste constante que en sus labios rebeldes para hablar bien el español tenia aun mayor gracia, la perfecta honorabilidad de su conducta, la amistad franca i sincera que profesaba a todo hombre en quien creia descubrir honradez, lo hablan asimilado de tal suerte a la sociedad chilena, que a los cuatro años de residencia en nuestro pais, Souper habia dejado de ser estranjero. En Talca, en donde pasaba algunas temporadas, contrajo ma- trimonio con una de las señoritas mas estimables de la ciudad, doña Manuela Guzman i Cruz. Antes de mucho tiempo, compró un poco al norte de esta ciudad, una peque- ña propiedad de campo denominada San Rafael, i se esta- bleció allí.

Conocido el carácter de Souper, i su asimilación con nues- tra sociedad, se comprenderá fácilmente que no podia dejar de interesarse por nuestras cuestiones políticas i que sus sim- patías debían inclinarlo al partido liberal. Sin embargo, Sou- per no era un revolucionario incorrejible como se le ha creí- do. Habia sido un liberal ardoroso, pero hasta desprovisto del derecho de sufrajio, porque, aunque creyéndose tan chi- leno como cualquiera de sus vecinos, nunca quiso pedir car- ta de ciudadanía. Pero una atroz injusticia de que fué vícti- ma vino a hacerlo tomar las armas.

El 20 de abril de 1851 estalló una revolución militar en Santiago, que fué sofocada en pocas horas. La noticia lle- gó a todas las provincias acompañada de la espresion de los recelos que abrigaba el gobierno de que estallasen en otras partes movimientos análogos.

El intendente de Talca, por o por sujestiones del minis- terio, procedió a apresar a varios vecinos influyentes de esa provincia. Souper, conocido como liberal a cara descubierta, i como hombre de empresa por su valor, por su enerjía i por su destreza para manejar las armas, fué capturado en su ha- cienda de San Rafael, conducido a Talca y encerrado en un cuartel como revolucionario. Allí permaneció preso cerca de cinco meses. Al fin, a mediados de setiembre estalló la re- volución en el norte i el sur de la República. El intendente

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de Talca dispuso que Souper i sus compañeros fueran con- ducidos a Santiago con unajbuena escolta. Habiéndose hospe- dado la comitiva en una casa de los alrededores de la villa de Molina, Souper, con esa audacia prodijiosa que le era pe- j

culiar, se arroja sobre uno de los centinelas, le quita la cara- bina, llama en su ayuda a unos campesinos que habian ido a saludarlo en su camino, consigue desarmar a algunos de los soldados que custodiaban a los presos, ganarse a otros i quedarse en completa libertad. Allí mismo, sabiendo que a cualquiera parte que fuese seria nuevamente apresado i peor tratado que antes, armó una montonera i se diri- jió al sur. Pero las orillas del Maule estaban guardadas por tropas de Talca que tenian encargo de no dejar pasar a nadie. Souper, afrontando todo jénero de penalidades, se in- ternó en la cordillera; i dando un largo rodeo, fué a reu- nirse en Chillan con el ejército que organizaba el j ene- ral Cruz. Allí se le dio el mando de un cuerpo de caballería a cuya cabeza se batió admirablemente en Guindos i en Lon- comilla.

Restablecida la tranquilidad interior de la República, Sou- per volvió a su hacienda de San Rafael a las pacíficas ocu- paciones de la agricultura. Su vida durante estos años, está llena de aventuras i de peligros que seria largo contar.

Un dia que se hallaba en Talca en casa de su suegra, si- tuada en la esquina de la plaza, curándose el brazo izquier- do que tenia estropeado, se esparció en la ciudad el alar- mante anuncio de que los presos de la cárcel, echándose sobre los centinelas, habian tomado los fusiles de éstos i sa- lían a la plaza en abierta sublevación. Souper no vaciló un instante; tomó un caballo desensillado que había en el patio de la casa, i montando en él, corrió a contener a los presos. Los fusiles de éstos estaban cargados, a falta de balas, con pedazos de clavos que tenian preparados de antemano; i de los primeros tiros que dirijieron a Souper, uno solo lo tocó; i aun ese, dirijido al pecho con certera puntería, fué a sepultar los postones entre las vendas que envolvían su brazo enfer- mo causándole lijeras lesiones. La heroica entereza de Sou-

Don Roberto Souper 205

per, que no se inmutaba por el fuego que se le hacia, impu- so a los malhechores. El mayor número de éstos se dejó arrear de nuevo a la prisión por el mismo Souper, mientras los soldados, repuestos de la sorpresa, llegaban a sofocar definitivamente la sublevación.

En esa época (1856-1857), aparecieron en aquella provin- cia numerosas bandas de salteadores que asolaban los cam- pos. Souper pidió al intendente de Talca, don Adrián Bor- goño, el puesto de subdelegado de Pelarco, armó a sus es- pensas una partida de huasos animosos i resueltos, i a su cabeza comenzó la mas tenaz i la mas eficaz persecución de los bandidos. La administración de Souper en" aquella subde- legacion se hizo luego famosa en toda la provincia. El no entendia de límites jurisdiccionales; i bastaba que un mal- hechor hubiese pasado por Pelarco para que Souper se cre- yera con derecho a él i para que fuese a buscarlo a cualquie- ra parte donde se hubiera ocultado. Es incalculable la astucia que desplegó en la persecución de los salteadores, i la sagacidad que ponia enjuego para arrancarles sus de- claraciones antes de entregarlos al juzgado del crimen; pero es mas almirable todavía la audacia inaudita con que des- preciaba todos los peligros. Las correrías de Souper en esas ocasiones, mas que hechos reales, parecen aventuras de no- vela. Una noche penetró solo en un cuarto en que se halla- ban cuatro bandidos en torno de una mesa. Al verlo entrar, éstos apagaron la luz i' se prepararon a una resistencia a todo trance. Souper aceptó la lucha en esas condiciones, i ganando tiempo para que llegaran los hombres de su parti- da, apresó a los cuatro criminales. En otra ocasión hizo un viaje a Curepto en persecución de un famoso asesino que, amparado por una familia amiga, pretendió defenderse sal- tando tapias, detras de las cuales disparaba su revólver con- tra Souper. Este, sin embargo, gracias a su ajilidad i a sus fuerzas hercúleas, lo persiguió sin descanso, lo tomó por la garganta i lo trajo amarrado a Talca. Antes de pocos meses, la subdelegacion de Pelarco i las subdelegaciones vecinas no

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albergaban un solo salteador. Souper renunció entonces el cargo que habia solicitado.

En 1858 hizo un viaje a Santiago por asuntos particulares. La capital era entonces el foco de una grande ajitacion po- lítica. Souper, siempre ardoroso e inflamable, se sintió preo- cupado por esas cuestiones. Una prisión que sufrió en octu- bre de ese año, seguida de un proceso criminal sin otra causa que el haber mandado limpiar un rifle que la autoridad creia destinado a una revolución, acabó de exaltarlo. Ocurrió poco después la clausura por la fuerza armada de un mi- tin que debia celebrarse el 12 de diciembre de ese año. Souper habia ido allí a pedir a sus amigos que se retiraran; pero cuando vio la tropa, se inflamó de ardor, se asoció a los suyos i con ellos fué apresado. Detenido primero en un cuartel, fué trasportado luego a la penitenciaría, i mas tar- de llevado a Valparaíso i embarcado con otras doce perso- nas en un buque, la Olga, que debia zarpar para Magallanes. Se conoce el desenlace de este viaje; Souper preparó i enca- bezó una valiente sublevación. Apresó a la guarnición que se habia puesto en el buque, i obligó al capitán a dirijirse al Ca- llao, donde desembarcó con sus compañeros. Los detalles de esta sublevación servirían para hacer un drama verdadera- mente heroico.

Mas de dos años permaneció Souper en el Perú, si bien en este tiempo hizo un viaje de incógnito a Valparaíso, en una chalupa, í pasando por los mayores peligros que es posible concebir, í que produjeron las mas fatales consecuencias en su salud. Este destierro causó también en su pequeña fortuna los resultados mas desastrosos. Su familia tuvo que sufrir desde entonces los mayores quebrantos. Souper creyó, sin embargo, que su actividad incansable para el trabaj o podría repararlo todo; i volvió a su hacienda con nuevo ardor, me- ditando nuevas empresas.

Desgraciadamente, sus esperanzas salieron fallidas. Sou- per pertenecía al número de hombres industriosos i trabaja- dores a quienes falta la esperíencía práctica de los negocios i cuya excesiva buena fe llega hasta el candor i los convierte

Don Roberto S oupeb 207

.en víctimas de sus ilusiones o de la astucia de algunos de los hombres con quienes tratan. Así, pues, las empresas que acometió, si bien le produjeron buenas utilidades por algún tiempo, fueron al fin causa de su ruina. Agregúese a esto que su espíritu jeneroso e inflamable, su pasión por asuntos estraños a los negocios, le obligó a desatender éstos en los momentos en que era mas necesaria su presencia.

Esto fué lo que sucedió en 1864. Una escuadrilla española se había apoderado de las islas Chinchas en son de reinvin- dicacion. Souper no fué dueño de mismo, i asociándose al capitán de navio don Patricio Lynch se marchó a Lima a ofrecer al gobierno del Perú sus jenerosos i desinteresados servicios. No tenemos para qué recordar los sucesos histó- ricos de esa época. Souper i Lynch volvieron a Chile después de cuatro meses de ausencia, convencidos de que el ataque de los españoles contra la integridad i la honra del Perú era una especulación mercantil en que estaba interesado el go- bierno peruano que esplotaba esa situación con todo j enero de escándalos financieros.

Se sabe que esas complicaciones, en que Chile tuvo el can- dor de interesarse, sin comprender el negocio oculto que Souper había creído descubrir, produjeron la guerra teme- rariamente injusta que nos trajo la España en 1865. Souper volvió a abandonar sus intereses i se trasladó a Chiloé para ayudar a la defensa del archipiélago, que se creía amena- zado.

Mientras tanto, su salud, debilitada por tantos trabajos,, decaía visiblemente. A los sufrimientos de un cruel reuma- tismo, que lo atormentaba sin cesar desde 1859, había veni- do a agregarse una gravísima aneurisma al corazón que desde 1863 lo tenia en una lucha constante entre la vida i la muerte.

En esta situación lo halló la guerra a que Chile fué provo« cado por la perfidia i deslealtad del Perú i de Bolivía. Souper se sintió revivir ante el peligro de la patria.

Mandó a sus dos hijos. Roberto i Carlos, a enrolarse eii el ejército, al primero en la infantería i al segundo en la caba-

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Hería; i luego fué él mismo a ofrecer sus servicios como ayu- dante de cualquiera de los jefes. Por uno de esos esfuerzos de voluntad de que solo son capaces los verdaderos héroes, Souper dominó todas sus enfermedades, se creyó joven i fué a pelear como bravo en todas batallas i a soportar contento, risueño, todas las privaciones i amarguras de las mas peno- sas campañas. Sirvió alternativamente en mar i en tierra; i desde el memorable combate de Angamos hasta el asalto de las baterías de Chorrillos en que le tocó caer, Souper se halló en todas partes, siempre valiente, siempre leal, siempre en- tendido para dirijir un movimiento, siempre'pronto para cum- plir una orden por peligrosa que fuera, i por mas que su esta- do físico pareciera que no podia acompañar a su voluntad.

En Arica, a pesar de sus años i de las inmensas diñculta- des del terreno, fué del número de los que escalaron el em- pinado Morro i llegó a tiempo para combatir como joven i para calmar el furor de la tropa justamente excitada por las minas i demás desleales defensas de los peruanos. Souper fué allí lo que habia sido siempre, tan noble i jeneroso con los vencidos, como era audaz i arrojado en los combates.

Si no se puede decir que Souper era el mas valiente de nuestros soldados, en cuyas filas no han escaseado los héroes, se debe reconocer que jamas figuró en segunda línea. Su va- lor consistía en el desprecio absoluto de todo peligro, en la temeridad mas audaz puesta al servicio de una intelij encía clara i de un corazón noble i jeneroso.

Dotado por la naturaleza de una presencia arrogante i her- mosa, de unas fuerzas de Hércules, de una gran maestría para manejar todas las armas o para dirijir su caballo, Sou- per era un niño fuera del combate; i ese hombre que pare- cía haber nacido parala pelea, era el menos provocador, el mas débil a la razón, el amigo mas afectuoso, el padre mas tierno i mas sensible.

Ingles por el nacimiento, por sus gustos literarios, por sus lecturas a que consagraba algunas horas cada día, por sus tradiciones de familia, Souper se hizo chileno por el corazón aun antes de tener hijos chilenos, i amaba a su segunda pa-

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tria con toda la efusión de su alma jenerosa. Sin embargo, como ya lo hemos dicho, nunca quiso pedir carta de ciuda- danía, sin que por esto pretendiera hacer valer en ninguna ocasión sus fueros de ciudadano ingles, ni la protección que la Gran Bretaña dispensa a sus nacionales en cualquiera parte donde se hallen. Lejos de eso, cuando la diplomacia inglesa entabló alguna vez alarmantes reclamaciones, como con la cuestión Whitehead en 1863, o con la cuestión oriji- nada por la pérdida del Tacna en 1872, Souper condenó con todaenerjía delante de los ingleses i délos chilenos, la con- ducta de aquellos de sus compatriotas que creian que su ca- rácter de estranjeros los facultaba para violar las leyes del pais que les daba hospitalidad.

Estos lijeros apuntes, escritos al correr de la pluma, i sin querer entrar en pormenores que harian conocer por com- pleto la noble i simpática figura de don Roberto Souper, bas- tarán para recordar a sus numerosos amigos algunas de las eminentes cualidades que lo distinguieron.

Los restos mortales de Souper deben ser trasladados a Chile por orden del Gobierno. Aquí, sus amigos, le daremos sepul- tura i le levantaremos un modesto monumento en que se graben estas sencillas palabras:

Roberto Souper

(1818-1881)

Ingles por el nacimiento ^^ chileno por él corazón. Murió como héroe defendiendo el honor de Chile.

La vida de Souper daría materia para un escrito mas es- tenso, para un libro entero, en que un escritor colorista sa- bría dar lugar a las aventuras mas variadas i romanescas í a las anécdotas mas interesantes.

TOMO XII. 14

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En este artículo he querido solo apuntar los hechos prin- cipales en un orden cronolójico, para que puedan servir de punto de partida al que quiera emprender un trabajo mas minucioso i mas completo.

DON ANTONIO GARCÍA REYES <I817-1855)

§ 13

DON ANTONIO GARCÍA REYES i

(1817-1855)

Nació don Antonio García Reyes en la ciudad de Santiago el 15 de abril de 1817. Eran sus padres don Antonio García Haro, oficial poco antes del ejército realista de Chile, jefe distinguido después en la guerra de la independencia del Perú i en las revoluciones posteriores de España, i su madre, la señora doña Tadea Reyes. Dos meses antes del nacimiento de García, su padre habia emigrado al Perú a consecuencia de la reconquista de Chile en la batalla de Chacabuco. De este modo se vio introducido al mundo sin fortuna i sin pres- tijio, pero él supo mas tarde vencerlo todo, i elevarse al rango mas encumbrado a que puede aspirar cualquier chileno.

Las vicisitudes de la guerra de la independencia americana detuvieron a su padre en el Perú i le llevaron mas tarde a

I. Publicado en la Revista de Santiago (1855), t. i. páj. 748 i en la Gale. fia Nacional de Hombres Célebres de Chile (Santiago, 1859) t. II pájs. 178-188.

Nota del Compilador.

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Estudios Biográficos

España. La educación de García Reyes quedó desde enton- ces confiada al cuidado de sus tios maternos, algunos de los cuales, si bien no poseian una fortuna abundante, no dejaron de suministrarle los recursos mas necesarios para seguir sus estudios en el Instituto nacional.

García era en efecto mui acreedor al empeño que tomaban sus deudos para educarle.

Desde los primeros años de su permanencia en el colejio, sobresalió entre sus condicípulos por un talento precoz, una jmajinacion vivísima i un carácter naturalmente dulce i afa- ble. La franqueza i su jenerosidad habituales por una parte, su despejo i cordialidad por otra, le granjeaban el aprecio i simpatías de todo el mundo.

Los ramos que entonces se cursaban en los colejios de Chile, no imponían a los alumnos la obligación de contraerse incesantemente al estudio para cumplir con sus clases. Mien- tras sus otros condiscípulos perdían su tiempo en juegos i travesuras, García Reyes concibió el proyecto de formar un Diccionario jeográfico de Chile. Para llevar a cabo una obra tan atrevida, tomó por base el famoso Diccionario jeográfico de América de Alcedo, i sacó de él todos los artículos rela- tivos a Chile. Ampliaba éstos con las noticias que recojia empeñosamente de boca de sus camaradas acerca de la pro- vincia o lugar de que ellos eran orijinarios, con los datos es- tadísticos que publicaba el periódico oficial de aquella época. El Araucano, i con todas las variaciones que la independen- cia había introducido en la administración pública i en la división del territorio. Agregaba después una multitud de artículos que no se hallaban enunciados en el Diccionario de Alcedo, sea por la insignificancia del lugar para que figurase en aquella época, o porque fuese un sitio desconocido hasta entonces, o algún pueblo de nueva fundación. A fuerza de contracción i de trabajo, su autor, un muchacho entonces de diez i seis años, logró adelantar mucho en aquella difícil tarea.

Don Antonio García Reyes conservaba su obra hasta sus últimos años, i aun la mostró a algunos de sus amigos. Fá- cil es inferir que ella no es un trabajo científico i concien-

Don Antonio García Reyes 215

zudo, lleno de datos matemáticos i jeolójicos, para lo cual no estaba preparado su autor, ni se lo permitía su edad; pero su Diccionario contiene una infinidad de noticias im- portantes i curiosas, i está redactado en un lenguaje claro i lucido. Jamas pensó en publicarlo, i en cierta ocasión en que uno desús amigos le pidió que lo diese a luz. García Re- yes se escusó diciendo que tendría que modificarlo mucho antes de entregarlo al impresor.

Desde esta época deploraba García la absoluta falta de estudios sobre la historia nacional i mui particularmente sobre la gloriosa revolución de Chile.

Alentado de un espíritu entusiasta, concibió la idea de despertar el gusto por esos estudios, i no descansó hasta que vio fundada en el Instituto nacional una sociedad histó- rica de que eran miembros los mas distinguidos alumnos del colejio. Ellos se reunían periódicamente, i aglomeraban los diversos folletos que tenían alguna relación con la historia del país. La sociedad, como era de esperarlo, no hizo gran cosa para realizar su programa; pero todos sus miembros se sintieron impregnados del mismo espíritu que animaba a García.

La vida pública de García Reyes casi comienza en esa mis- ma época. La introducción a ella fué obra esclusiva de su talento. La relación de este incidente de su vida tendrá al- gún interés.

A mediados de 1836 se publicaban en el periódico oficial. El Araucano, largos i razonados artículos sobre la necesi- dad de pedir al protector de la confederación Perú-boliviana una reparación amplia por ciertos ultrajes hechos a la nacio- nalidad chilena. García Reyes creyó que debía tratarse la cuestión con mas fuego i enerjía, i en este sentido comenzó a escribir un artículo, que no tenia dónde publicar. Vio por casualidad uno de sus tíos un borrador, i sin que García su- piese nada, lo llevó inmediatamente al ministro de la guerra, don Diego Portales. Leyólo éste con atención, i desde luego creyó que el joven autor del artículo era un hombre nota- ble. El ministro le mandó llamar al ministerio, i aun cuan-

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Estudios BioaEÁFico=

do la turbación de García le hizo dudar que él hubiese escri- to el artículo, le encargó que lo concluyese para publicarlo en El Araucano. García volvió a su casa, revisó su trabajo, i en la misma tarde lo puso en manos del ministro Portales. Pocos dias después El Araucano publicó su artículo; el len- guaje brillante i entusiasta con que estaba escrito le dio gran boga i circulación.

Con esto solo la carrera de García estaba comenzada. El ministro Portales llamó a García al ministerio i creó para él un destino de oficial ausiliar. Encargósele entonces la redac- ción de documentos públicos de alta importancia, i entre otros, la memoria del ministerio de hacienda de 1836. Quien haya visto el trabajo de García Reyes, conocerá cuánto pro- metía ese joven a la edad de diecinueve años.

En el desempeño de su destino trabajaba García con gran- de actividad, sin ambicionar por entonces mejor posición. Ganaba treinta pesos por único sueldo, i daba veintiocho de éstos a su virtuosa madre, para subvenir a las necesidades de su familia, mientras él por su parte se abstenía de todo gasto, i aun de admitir obsequios que no podía retornar. Ca- balleroso i digno hasta en los mas insignificantes rasgos de la vida doméstica. García era ya un modelo acabado de vir- tudes, un buen hijo, buen amigo i buen ciudadano. Sus su- periores le colmaban de honores i distinciones; i a la edad en que todos los hombres son todavía niños frivolos, él go- zaba de toda la confianza i consideración de grandes perso- najes.

Pocos meses después de la ocurrencia que queda escrita, salió de Chile una legación estraordinaria cerca del Gobierno de la confederación Perú-boliviana. Don Mariano Egaña marchó entonces en calidad de ministro plenipotenciario, llevando consigo tres oficiales de legación, que debían servir la secretaría. Eran éstos don Antonio García Reyes, don Sal- vador Sanfuentes i don Juan Ramírez: elministro Portales ha- bía creído que convenia dedicar estos tres jóvenes a la carre- ra diplomática.

Durante su viaje. García permaneció una larga témpora-

Don Antonio García Reyes 217

da en el puerto del Callao sin desembarcar una sola vez. Pa- só ese tiempo, ocupado en los trabajos de la secretaría de la legación, i esplotando, como él decia, la ciencia de Egaña. Sus conversaciones rodaban frecuentemente sobre los estu- dios que habia dejado interrumpidos para servir a la patria, pero con mas frecuencia García le preguntaba sobre las ocurrencias i pormenores de algunos sucesos de la revolu- ción chilena, en que Egaña habia hecho un papel impor- tante. Durante su residencia en el Callao, concibió el pro- yecto de narrar algún día las glorias navales de la Repú- blica.

A su vuelta a Chile, García quedó ocupado en el ministe- rio. El ministro Portales le ofreció entonces el destino de profesor de filosofía, que debia dejar don Ventura Marín a principios de 1837. García se consagró por algunos meses al estudio de esta ciencia; pero cuando se preparaba para en- señar el nuevo curso que iba a abrirse, el profesor Marín se manifestó dispuesto a seguir desempeñando aquella cátedra. Con este motivo, el gobierno confió a García la clase de retó- rica que por muerte de don Juan Egaña habia desempeñado el mismo Marín. Entonces le fueron de grande utilidad las relaciones que habia contraído con don Mariano Egaña.

Este señor, animado de los mejores deseos en favor del joven profesor, no solo le indicó las obras en donde podía formarse un buen gusto literario, sino que despojó su biblio- teca de algunos libros hasta entonces desconocidos en Chile, i que él había traído de Europa, para regalárselos a García. Este los conservó siempre como un recuerdo de benevolen- cia i distinción del sabio Egaña.

Entonces comenzó a redactar un curso de retórica bajo un plan enteramente nuevo. Sea que no tuviese mucho empeño por concluir esta obra, o que las ocupaciones no se lo permi- tiesen, el comenzado curso de retórica quedó en principios.

Sus ocupaciones, sin embargo, no le impidieron consagrar- se con preferencia a su estudio favorito, la historia de Chile. El supo sacar provecho de su permanencia en el ministerio, con un celo infatigable rejistraba í compulsaba los archivos

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Estudios Biográficos

de gobierno, tomando nota de todo aquello que le ofrecía mas interés. Cada vez que sus atenciones se lo permitían, salía de la oficina en busca del edecán de servicio, o lo lleva- ba a la sala del ministerio, para oírle referir las campañas militares de la revolución chilena. Por fortuna, desempeñaban entonces el destino de edecanes los coroneles don Agustín López i don Nicolás Maruri, que habían servido en toda la guerra de la independencia, i casi siempre en distintos pun- tos. García interrogaba incesantemente a ambos, i recojia de sus labios todas las noticias que ellos le comunicaban. Para conservarlas mejor las escribía en un cuaderno, i em- pleaba largas horas en cotejar estas relaciones con los docu- mentos históricos i con los datos que podían suministrarle algunos otros militares de aquella época. García guardaba sus apuntes como una preciosa mina que algún día debía es- plotar.

Comenzó entonces a trabajar una historia jeneral de Chile. Su plan era dividirla en cuatro partes que debían llevar es- tos títulos: Conquista. Colonia. Revolución. República. En esta obra trabajó largo tiempo, i aun escribió algunos fragmentos sobre sucesos que él juzgaba de una importancia primordial. Entre éstos había una elegante descripción de la batalla de San Carlos, i un grueso cuaderno que contiene la historia completa de la República desde la dimisión de O'Higgins hasta 1828. A esta última parte le faltaba aun el retoque para poder darla a luz. Nuevas i mui urjentes ocu- paciones imposibilitaron a García para llevar adelante su importante trabajo. Muchas veces dijo a sus amigos que la conclusión de esa obra, emprendida en su primera juventud, seria el solaz de su vejez. Por desgracia, la muerte vino a lle- varse esta rica esperanza de la literatura nacional.

En enero de 1840, García Reyes, de edad entonces de vein- titrés años escasos, dio sus últimos exámenes i obtuvo el título de abogado. Desde entonces pesó sobre él, el encargo de sos- tener a su familia; i con un tesón admirable, comenzó su ca- rrera forense. Sin prestí] io, sin vastas relaciones i sin contar con otro ausilío que el de su talento, supo abrirse un sendero

Don Antonio García Reyes 219

brillante en mui poco tiempo. Cuatro años mas tarde, go- zaba ya de una reputación colosal i tenia a su cargo los asun- tos mas graves que por entonces se ventilaban en los tribu- nales de justicia. Para atender a sus numerosos trabajos. García se vio reducido a estudiar sin descanso, i a sustraerse por meses enteros del trato de sus amigos i de toda distrac- ción o pasatiempo.

La reputación que alcanzó García Reyes era mui justa i merecida. Si bien es cierto que él no sentía inclinación i gus- to por los estudios forenses, había comprendido perfecta- mente su papel como abogado, i alcanzó a ocupar el primer puesto entre sus colegas. Antes de pocos años de profesión no necesitaba ya tomarse un largo tiempo para estudiar i comprender la causa mas difícil que se ponia en sus manos, ijpara sacar en su defensa todas las ventajas que ofrecía el asunto. Acostumbróse al estudio de los espositores i comen- tadores, i aprendió a conocer la importancia relativa de cada uno de ellos. Con un talento superior García Reyes desen- volvía en el primer momento el fondo de la cuestión, sus puntos mas importantes i el lado por el cual le convenia to- marla. Sus alegatos abundaban en doctrinas jurídicas recoji- das en el estudio, pero se distinguían sobre todo por la lucida facilidad de esposicion, i los brillantes rasgos de elocuencia con que los adornaba. En sus palabras había siempre senti- miento; pero nunca la vana i pueril declamación con que se pretende adornar los trabajos del foro i. Varios informes jurídicos que dio a luz en diversas épocas son un modelo en su j enero; la gallardía i elegancia de su estilo realzan el mé- rito intrínseco del trabajo.

I. «Uno de los miembros mas distinguidos de la Suprema Corte de Jus- ticia solía decir: aCuando Garda tiene que alegar, la asistencia al tribunal, en vez de ser un trabajo pesado i fastidioso, es para un verdadero placer». Estas palabras, que ftt^fon suprimidas en la reimpresión de 1859, figuran en el folleto de 12 grandes pajinas que en 1855 con el rubro de Hom- bres ilustres de Chile, i con el retrato de García Reyes, circuló en Santiago en un corto número de ejemplares, con la firma del señor Barros Arana.

Nota del Compilador.

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Estudios Biográficos

Llevaba apenas un año de profesión cuando conoció la falta que habia en Chile de un periódico en que se publicasen las sentencias de los tribunales de justicia, i comenzó a tra- bajar por la creación de una gaceta oficial que llenase esta necesidad. A su juicio, las resoluciones de los tribunales eran exactas interpretaciones de la lei que debian quedar recopi- ladas en un cuerpo para servir de guía a los abogados. Con esta idea, García trabajó empeñosamente por la creación de este periódico, i alcanzó a ser uno de los fundadores de la Gaceta de los Tribunales, cuyo primer número se publicó el 6 de noviembre de 1841. En este periódico escribió muchos artículos sobre varios puntos de jurisprudencia.

La abogacía, sin embargo, no separó enteramente a Gar- cía Reyes del cultivo de las letras. En 1842 fué él uno de los mas tenaces promovedores de la publicación del primer pe- riódico literario que ha tenido Chile, El Semanario. Asocia- do a otros jóvenes distinguidos por sus talentos i luces, vio realizados sus proyectos después de mil dilij encías i empe- ños. García es el autor de una multitud de artículos insertos en ese periódico, i entre otros, de una brillante necrolojía del jeneral O'Higgins, publicada inmediatamente después de haber llegado a Santiago la noticia de su muerte.

Los trabajos literarios de García Reyes son mas numero- sos de lo que jeneralmente se cree. En sus ratos de ocio, co- menzó una multitud de trabajos históricos i literarios, escri- bió muchas biografías sueltas i varias descripciones de las batallas mas notables de nuestra revolución. La historia mi- litar de Chile le debió mucha contracción; a su estudio dedi- caba largas horas de examen i de trabajo, i sus apuntes i borradores tienen grande importancia para el esclarecimien- to de ciertos sucesos mal conocidos hasta hoi. Muchas pro- ducciones publicadas con diversos nombres fueron obras es- clusivas de su fecunda pluma.

Es el caso de recordar aquí un servicio importante que en su calidad de hombre privado prestó García Reyes a la lite- ratura nacional, con toda la modestia que le caracterizaba. A su lado se formaron algunos distinguidos j urisconsultos, i

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mas de uno de nuestros escritores le debió sabias i amisto- sas lecciones para seguir con juicio i acierto la carrera de las letras. García Reyes fomentaba en ellos el amor al estudio, revisaba escrupulosamente sus primeros ensayos i dirijia por buen camino sus inclinaciones; i todo esto bajo la condición de que no se le dedicase ningún trabajo, ni se hiciese men- ción de él en las notas ni en los prólogos de los libros.

A la época de la creación de la universidad de Chile, en 1843, García Reyes fué nombrado miembro de la facultad de filosofía i humanidades. En ese puesto trabajó con deci- sión i constancia en favor del programa de la corporación. Sin evitar esfuerzos ni sacrificios, García Reyes no se escusó jamas para desempeñar las comisiones que se le confiaban, ni para hacerse cargo de los informes que se le pedían. En 1846 le cupo el cargo de presentar la memoria anual sobre algún hecho de la historia de Chile, i, dando de mano por un corto tiempo a todos sus trabajos, formó su interesante Memoria sobre la 'primera escuadra nacional. García Reyes empleó mes i medio para estudiar los documentos i demás fuentes históricas, solo quince días para redactar la memo- ria i una sola noche para hacer la introducción. ¡Tan prodi- jiosa era su facilidad para escribir!

La Memoria de García Revés es bajo muchos aspectos una obra maestra. La elegancia i brillantez de su lenguaje, el fue- go i colorido con que adorna la descripción de los combates navales, la precisa claridad de su narración i el ínteres que sabe darle, son las dotes de estilo mas prominentes de su obra; pero hai en el fondo tanta animación i tanto tino para presentar los sucesos sin muchos detalles, que basta leerla para conocer exactamente las campañas de la primera es. cuadra, sus prohombres i la época en que les tocó figurar.

En el estudio de los documentos. García Reyes concibió una idea, cuya realización habría sido altamente útil para la historia nacional, i mui honrosa para Chile i para su propio nombre. Pensaba García hacer una publicación de todos los libros impresos i manuscritos sobre la historia del país, reco- pilando en ella las crónicas i memorias importantes, los día-

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rios de ciertos militares i todos los documentos interesantes que pudiesen ilustrar a los futuros historiadores. Esta gran- de obra debia ir acompañada de noticias biográficas, i de no- tas i comentarios esplicativos. Para llevarla a cabo interesó en ella a la facultad de filosofía i humanidades de la univer- sidad, buscó algunos colaboradores para tan colosal trabajo, i comenzó a dar a luz dos diversos volúmenes a la vez. Era uno de estos la Historia Jeneral de Chile de Pérez García, i el otro estaba destinado a comprender todos los fragmentos relativos a Chile que contienen las historias antiguas del Perú, i las jenerales de toda la América. Habia ya publicado algunos capítulos de Pérez García i los fragmentos de Go- mara, Garcilaso i Zarate, cuando los sucesos políticos de 185 1, en que representó un papel principal, vinieron a llamar su atención hacia otro punto.

En 1853 García Reyes fué elejido miembro de la facultad de leyes i ciencias políticas de la universidad, en reemplazo de don Francisco Bello. El discurso de recepción que con este motivo pronunció para incorporarse, es sin disputa la mejor de las piezas académicas que rejistran los Anales de la corporación. Trazaba en él García Reyes el panejírico del amigo con quien dividió las vijilias i afanes del estudio i se- ñalaba con un tino superior los inconvenientes i defectos que hacen dej enerar a la abogacía en Chile casi en un oficio me- cánico, reducido a disputar sobre hechos, i a sostener esté- riles i enojosas chicanas en que no se debaten los puntos de la ciencia.

Muí joven aun, García se vio llamado a servir la secretaría de una sociedad de agricultura que acababa de fundarse en Santiago. Sin práctica alguna en esta industria, pero anima- do del deseo de hacer algo en favor de tan útil institución, se incorporó gustoso a la sociedad, i trabajó incesantemente por la realización de ciertas ideas. En El Agricultor, periódico que daba a luz la sociedad, García escribió muchos artículos sobre varias cuestiones jurídicas o industriales que tenían alguna relación con el programa de aquel cuerpo.

En 1843, cuando apenas cumplía veintiséis años. García

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Reyes ocupó un asiento en la cámara de diputados, como re- presentante del departamento de Chillan. Contrajese con particular empeño al estudio de las cuestiones mas impor- tantes de que se trataba, i tomó parte en algunas cuestiones de interés. Desde luego se distinguió por sus ideas modera- das i progresistas, por el talento superior i por la elocuencia lucida i brillante con que las sostenia. Sus discursos siempre fueron buenos, i algunos de ellos magníficos. Su gallarda pre- sencia, su pronunciación dulce i sonora i su admirable facili- dad de locución, eran sus menores dotes oratorias.

La lei de la conveniencia i del interés no tenia vijencia al- guna para él: su conducta no tenia mas guia que los dictados de su conciencia. Cuando se trataba de decir la verdad, ni tenia los odios que podia acarrearse, ni el influjo de los po- derosos: sus discursos eran entonces mas brillantes i sus pa- labras mas espresivas i elocuentes que nunca. Abrigando en su corazón tan jenerosos sentimientos. García Reyes tomó una parte principal en el debate de muchos asuntos de im- portancia. Los ilustró con luminosos discursos, i despertó por ellos todo el interés que siempre tomaban las cuestiones en sus manos i.

En diversas épocas presentó a la consideración de la cá- mara algunos proyectos de lei de alta importancia. Uno so- bre procedimientos judiciales i otro sobre instrucción públi- ca, que no han sido aprobados en todas sus partes, sirvieron de punto de partida para otros proyectos. La lei que regla- menta la desvinculacion de mayorazgos le debe a él su pri- mer orí jen.

I. «Sus virulentos ataques a la lei de imprenta de 1846, sus discursos en contra de un proyecto sobre abolición de mayorazgos en 1850, la defensa del intendente de Aconcagua pronunciada ante el Senado en ese mismo año, i la de un proyecto de lei que habia presentado a la Cámara de Diputados sobre la reacción de un nuevo recurso de nulidad por injusticia notoria, son piezas oratorias que se recordarán siempre en Chile».

(Palabras que figuraban en el folleto del señor Barros Arana, antes ci- tado, i que se suprimieron en la reimpresión de la Galería Nacional d& Hombres Célebres de Chile).

Nota del Compilador.

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Estudios BroaRÁFicos

Los principios políticos de García Reyes fueron como que- da dicho, moderados i progresistas. Ni gustaba del impetuo- so e intempestivo espíritu de reforma de los unos ni de la calmosa inacción de los otros: su partido ocupaba un térmi- no medio entre las opuestas exajeraciones de los bandos po- líticos, i en su defensa no perdonó nunca sacrificio de ninguna especie. En este sentido las controversias de la política le en- contraron siempre con las armas en la mano. En 1849 fué elej ido diputado por la Ligua, a despecho del ministerio de aquella época, que había combatido i seguido combatiendo con tenacidad i audacia 2.

A la caída del ministerio Vial, García fué llamado a formar parte del nuevo gabinete, en el puesto de ministro de ha- cienda. Sin conocimientos teóricos ni prácticos en la mate- ria, pero animado de los mejores deseos de ser útil al pais en aquel destino, García hizo grandes sacrificios pecuniarios; cerró su bufete, que le producía una buena renta, i se pre- sentó al ministerio dispuesto a estudiar todas las cuestiones como un principiante. Por fortuna, su capacidad superior no necesiba de mucho tiempo para hacerse cargo de todas las dificultades que tenia que vencer 3. García Reyes permane-

2. «Fué él uno de los fundadores de La Tribuna, periódico sensato en sus principios, i que abrió una ancha brecha en las filas de sus enemigos, García escribió en ese periódico bellísimos artículos llenos de fuego, i de patriotismo. Al recorrer los dos primeros meses de esa publicación, durante los cuales García tuvo en ella una parte directiva, es preciso confesar que es lo mejor en su jénero que se ha publicado en Chile. La oposición de que era órgano La Tribuna concluyó con la caida del ministerio Vial.» (Pala- bras del citado folleto).

3. «Las circunstancias en que García Reyes subió al poder eran suma- mente difíciles. El ministerio caido contaba con las Cámaras i las munici- palidades; i existia en toda la administración tal enlace de elementos con- trarios al nuevo ministerio, que era casi imposible gobernar el Estado en aquellos momentos. Solo habia seis diputados que lo apoyasen en el prin- cipio en las ruidosas cuestiones que se promovieron en la Cámara, mién- ttas que la mayoría contaba con algunos oradores tan elocuentes como de. cididos que lo hostilizaban sin cesar. El ministerio de García Reyes fué solo de transición: en aquella época de ajitacion i turbulencias, su papel estaba casi reducido a sostener el debate de las Cámaras, a contestar a cada paso las interpelaciones de toda especie, i a mantener en las discusiones la dig-

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ció en el ministerio de hacienda diez meses escasos . En ese corto tiempo intentó mejoras de la mas alta importancia^ i alcanzó a realizar algunos de sus pensamientos, sin arredrarse jamas por las grandes dificultades i tropiezos que a cada paso encontraba por todas partes. El fomentó con tino i acierto la casa de moneda, que entonces daba anualmente un défi- cit crecido, la puso en pié de producir una pingüe renta, i pidió a Europa la magnífica maquinaria que ahora posee. A él se le deben una recopilación de todas las disposiciones , vij entes sobre aduana, de que se sirvió su sucesor para for- mar la actual ordenanza, los primeros pasos para un cambio radical en la moneda, el incremento de la quinta normal de agricultura, un juicioso arreglo para el pago de la deuda in- terior, el fomento de la colonización en la provincia de Val- divia, el ensanche del comercio de cabotaje con el permiso dado a las embarcaciones estranjeras para hacerlo libre- mente, i mil otras medidas de alta importancia que seria lar- go enumerar. A pesar de los trabajos que cuesta la plantea- cion de cualquiera mejora en el ramo de hacienda. García Reyes hizo todo esto solo en el espacio de diez meses.

A su salida del ministerio, García se redujo de nuevo al rol de campeón del partido que gobernaba. Sus servicios fueron siempre importantes i eficaces, tanto en la cámara de diputados como en los demás trabajos que se necesitaron para el triunfo del candidato conservador. Franco i caballe- roso por carácter, García Reyes no se cansaba de aconsejar

nidad del gobierno, i por cierto que don Antonio García Reyes supo condu- cirse como convenia. Hizo oir su voz en todas las cuestiones, combatió con tanto talento como valentía, i desde la tribuna prestó a su partido i al pais mas de un señalado servicio,

«Sobre los obstáculos que la malevolencia de las cámaras oponía a la marcha del ministerio de junio, García Reyes, encontraba en el seno mis- mo de la administración vacilaciones i resistencias capaces de resfriar al espíritu mas alentado. Conocida es de todos la posición ambigua que en los primeros meses de su existencia ocupó el ministerio de junio al lado del Presidente de la República».

(Palabras del folleto citado).

Nota del Compilador. TOMO XII. 15

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la jenerosidad e hidalguía aun en los momentos en que la lucha de partidos era mas tenaz i encarnizada. Si él repro- baba la conducta de los que promovian la revolución arma- da, i se hallaba dispuesto a servir por todos medios ala cau- sa del orden, no por eso pedia golpes violentos ni medidas atentatorias. El pensaba que asumiendo el gobierno una ac- titud enérjica i decidida, cumplia perfectamente con su deber.

Con estas convicciones, i cediendo a los principios de or- den tan arraigados en su corazón, se prestó gustoso a acompañar en calidad de secretario de ejército al jeneral Búlnes, cuando éste salió de Santiago a sofocar la insu- rrección que habia estallado en las provincias del sur en setiembre de 1851. El rol de García Reyes en aquellas circunstancias era el de consejero i hasta el de mediador si se ofrecía una oportunidad para tratar con el enemigo. Con este carácter sirvió en el campamento, marchaba siempre con el ejército i participaba de todas las angustias i priva- ciones de una campaña fatigosa. En las marchas i contra- marchas del ejército, García Reyes no cuidaba mucho de co- locarse en el punto de menor peligro, ni en el paso de los to- rrentosos ríos de las provincias meridionales separaba de sus ocupaciones a ningún soldado para que le ayudase a atra- vesarlos. Su vida fué en todo la de un militar; en el desem- peño i comisiones del servicio cruzó sin escolta alguna, mas de cien leguas del territorio, ocupado en su mayor parte por guerrillas enemigas.

Después de la batalla de Loncomilla, García Reyes admi- tió la comisión de acercarse al jefe enemigo para entrar en capitulaciones. El ejército de éste se habia puesto en mar- cha hacia el sur, i ocupaba los campos de Purapel cuando García Reyes se apersonó en su campamento. Después de largas conferencias con el jeneral Cruz, que mandaba las tropas enemigas, estendió i firmó los tratados con que se concluyó esa desastrosa campaña.

Durante los tres meses que duró la guerra civil, García Reyes llevó un prolijo diario de todas las ocurrencias de la

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campaña del sur, i guardó cuidadosamente todos los docu- mentos que tienen alguna relación con ella, o por los cuales se puede descubrir algún incidente de mediano interés. La historia completa de la campaña i de las negociaciones con que terminó, está guardada, pues, en su cartera de papeles i apuntes. El informe que pasó al gobierno el jeneral Búlnes, que fué redactado por García Reyes, es un lucido compen- dio de toda ella. Los que han leido algunas fojas de su curio- sísimo diario han podido imponerse mas ampliamente de la verdad, i justificarlo de los injustos cargos que algunos exal- tados partidarios hicieron a García Reyes, con motivo de la capitulación de Purapel i del completo olvido que en ella ofrecía a nombre del gobierno a los militares revolucionarios.

Después de la pacificación de las provincias del sur, García Reyes volvió a Santiago dispuesto a ocuparse esclusivamente en su bufete. Ofrecíale éste una brillante espectativa, i en efecto le dio grandes ganancias en los primeros meses de 1852. El gobierno, que proyectaba la formación de los códigos nacionales, le encargó entonces la redacción del có- digo penal, trabajo que emprendió García Reyes con entu- siasmo i placer. Inmediatamente se contrajo con gran tesón a estudiar a fondo la materia i dedicándole todo el tiempo que le quedaba desocupado de sus otros afanes, logró echar las bases sóbrelas cuales debía dar principio a los trabajos de redacción, i compuso los cincuenta artículos primeros de su proyecto. El gobierno le asignó un sueldo de cuatro mil pesos anuales por esta obra; pero García Reyes, por un ras- go de la mas honrosa jenerosidad, se negó constantemente a admitirlo. A pesar de sus trabajos, tomó una parte principal en los debates de la comisión codificadora cuando se discutía el nuevo código civil: a su talento i a su ciencia se debe el ver convertida en leí mas de una bella idea.

Hacia esta misma época, García Reyes acabó un interesan- te trabajo sobre lejislacion de aguas i regadíos. Estudiando incesantemente las leyes de Francia, Inglaterra i Holanda sobre este punto, i meditando con calma i detención acerca de los medios de reformar el pésimo sistema que ha re j ido en

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Estudios Biográficos

Chile, escribió un excelente tratadito, i redactó un buen pro- yecto, que sometió a la consideración de la sociedad de agri- cultura en 1852. De él se ha servido don Andrés Bello para fijar algunas disposiciones que sobre este particular contiene su código civil.

García Reyes continuó ocupado en los trabajos del foro, hasta pocos meses antes de su muerte. A pesar de los sufri- mientos que le ocasionaba una grave aneurisma, vivió consa- grado al estudio i dilucidación de dos causas de la mas alta importancia, que le estaban encomendadas. En esas mismas circunstancias dictó una elegante biografía del jeneral Zen- teno, publicada en la Galería Nacional de hombres célebres.

Por desgracia, se habia debilitado de dia en dia, sin que los recursos de la ciencia bastasen a impedirlo. Los médicos le aconsejaron que saliese de Chile; i estaba resuelto a pasar al Perú cuando el gobierno le confirió el cargo de ministro plenipotenciario de la República en Estados Unidos. Halaga- do por las mas lisonjeras esperanzas de ser útil a su patria en aquel importante destino, García Reyes lo aceptó gusto- so, i formuló un estenso programa para sus trabajos. Propo- níase estudiar la agricultura i lalejislacion de aquel pais para trasplantar a Chile todo lo bueno que allí encontrase; i pensaba pasar a Europa a continuar sus estudios en Ingla- terra i Francia, i a compulsar en España los archivos de Indias para reunir todos los documentos históricos, jeográ- ficos i estadísticos que faltan en Chile, a fin de aclarar infinitos puntos de nuestra historia que hoi permanecen ignorados. Sus deseos eran emplear en Europa i en los Estados Unidos todo el tiempo que le dejasen libre las ocupaciones de su cargo en estudios prácticos de aplicación que hubiesen sido de grande utifidad para Chile. Habia tenido antes de su partida un especial cuidado en recojer todos los trabajos de interés literario, científico i administrativo, publicados en Chile; i era su propósito reimprimir algunos de ellos en los Estados Unidos i en Europa, para presentar el pais a los oj os de las naciones cultas en su verdadero punto de vista.

García Reyes, sin embargo, no tuvo la fortuna de realizar

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su programa. Alcanzó apenas a llegar al Perú^ i durante un mps que vivió en Lima, el mal estado de su salud no le per- mitió salir del hotel que habitaba. El mismo conocía ya que se acercaba su fin^ i que la ciencia médica no podia nada para cortar su enfermedad. Su único deseo era entonces vol- ver a Chile para morir en medio de sus amigos. «Quisiera seguir mi viaje a los Estados Unidos, escribía a uno de éstos poco antes de su muerte, pero quisiera mejor volver a Chile: lo uno i lo otro es imposible». «Que mis amigos, decia en otra carta, no me olviden porque he vuelto las espaldas: que no me tengan lejos del corazón porque me tienen lejos de la vista».

Su vida, en efecto, se apagaba por momentos, i tocó a su fin el i6 de octubre de 1855: el dia anterior, cumpleaños de su apreciable esposa doña Teresa Reyes, recibió todos los ausilios de la relijion, i se dispuso a emprender el camino de la eternidad. La muerte se llevó ese dia un buen ciudadano, un brillante escritor, un hábil jurisconsulto, un distinguido orador i un jeneroso político ^ .

1. Esta biografía, de la que se hizo, como queda indicado, una tirada aparte, termina así:

«Dos palabras mas: consecuente García Reyes con las ideas que habían formado siempre sus convicciones, fué en la pasada crisis política uno de los mas activos defensores del principio conservador. Sostúvolo en la prensa i en la Cámara, lo representó en el Ministerio, i acompañando como secre- tario al jeneral en jefe del ejército espedicionario al sur, lo defendió en Lon- comilla. Su intelijencia i su persona estuvieron siempre al servicio de aque- lla idea, sin que ni los peligros de la situación, ni los aguijones del ínte- res privado fuesen jamas causa bastante para contener los impulsos de su ardoroso espíritu.

«I bien; ¿se quiere saber .cuál es el juicio que García Reyes ha merecido de sus mismos enemigos políticos? La siguiente carta escrita desde las playas de la proscripción por el joven don Manuel Bilbao, i que honra tanto a su autor como al ilustre finado, podrá espresarlo mejor que noso- tros:

«Lma, octubre 26 de 1855.

«Señor don Santiago Lémus.

«Amigo querido: sin tener a que contestarle, le escribo para manifestarle mi sentimiento por la muerte del señor García Reyes, acaecida el 16 del

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corriente. Murió bien, se le hicieron los honores de capitán jeneral; todos los emigrados asistimos en cuerpo al entierro.

«He hecho cuanto he podido por el señor García Reyes, que aun cuan- do nada ha sido, con todo el sentimiento i la voluntad han correspondido al aprecio que por él i sus méritos tenia.

«Su muerte es una pérdida para la patria».

«Hemos querido cerrar nuestro trabajo con la carta precedente, porque es ella, a nuestro juicio, el mas cumplido elojio que pudiera hacerse a García Reyes, en su calidad de hombre ¡público. Cuando los enemigos políticos tributan espontáneas i señaladas manifestaciones de afecto i de respeto a la memoria de aquel mismo a quien vieron siempre combatiendo con infatigable decisión en las opuestas filas, i cuando esas manifestaciones» sobre ser espontáneas, se rinden en el destierro, vivo todavía el recuerdo de la luc'ia i bajo la influencia de sus adversas consecuencias, bástale a 1 historiador consignarlas, porque ellas hablan mui alto».

Nota del Compilador.

DON DIEGO ANTONIO BARROS <1789-1853)

§ 14

APUNTES BIOGRÁFICOS DE DON DIEGO ANTONIO

BARROS,

ANTIGUO SENADOR I CONSEJERO DE ESTADO, ETC., ETC. (1789-1853) 1-

La historia es el monopolio de los héroes i de los jenios. El hombre modesto, sin ambiciones de ninguna especie, que no salió de la vida privada mas que para servir a la nación del mejor modo que ha estado en sus manos, o para hacer el bien a sus semejantes, rara vez alcanza un lugar en sus pajinas; pero el personaje de quien vamos a ocuparnos, sin pretender glorias ni honores de ningún j enero, prestó importantes ser- vicios a la patria que lo vio nacer i a la humanidad dohen- te, i dejó trazado un sendero de altas virtudes que es difícil imitar.

I, Publicó el señor Barros Arana, sin su firma, esta necrolojía en El Mu- seo (Santiago, 1853), haciendo después una tirada aparte en un folleto de 39 pajinas, que contiene, ademas, algunas notas del gobierno i estractos de periódigos, que dan cuenta del fallecimiento de don Diego Antonio Barros.

Nota del Compilador.

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Nació don Diego Antonio Bartosenla ciudad de Santiago el 5 de noviembre de 1789. Eran sus padres don Manuel Ba- rros Andonaegui i su madre doña Agustina Fernández Leiva, herinana de don Joaquin, orador distinguido de las cortes españolas, de que fué diputado por Chile, i uno de^sus miem- bros que formaron la famosa constitución de Cádiz de 1812.

Criado bajóla inmediata inspección de su padre, Barros tomó de él la gravedad de carácter, el espíritu recto i relij lo- so i la afabilidad i dulzura de modales que lo acompañaron hasta el último instante de su vida. Su probidad llegó a ha- cerse proverbial entre sus compañeros de escuela, a tal pun- to que don Joaquin Gandarillas, rico comerciante de Santia- go, lo pidió a su padre, cuando solo tenia trece años de edad, para darle un puesto en su almacén: antes de haber cumpli- do los dieciocho fué mandado al Perú a cargo de una crecida factura en que llevaba algún interés, pero que, por un con- junto de circunstancias, no dio para él ni para la casa gran- des utilidades.

Sin embargo, este resultado alentó a su habilitador: Barros habia dado pruebas de una bien entendida actividad i de una escrupulosa honradez, i habria vuelto al Perú a no ha- llarse cortadas las relaciones comerciales que existían con aquel virreinato por los primeros avances de la revolución de Chile. Sus miradas se dirijieron entonces a Buenos Aires: el señor Gandarillas, en compañía con don Ramón Valero, otro poderoso comerciante de Santiago, le conñó en 1812 la cantidad de ochenta mil pesos, para que empleándolos en mercaderías en aquella plaza los trajese a Chile. En aquella época. Barros, sea por o por los servicios de su padre, ha- bia merecido la confianza del gobierno revolucionario, que le encomendó la compra de armas en Buenos Aires para el ejér- cito. Con estos dos objetos, emprendió su viaje a cordillera cerrada, en junio, i estuvo de vuelta a fines del mismo año> después de haber desempeñado ambas comisiones del modo mas satisfactorio: el gobierno le dio las gracias por el buen cumplimiento de su encargo; por lo que respecta a los efec- tos de comercio, fueron de tan fácil i ventajosa venta que en

Don Diego Antonio Barros 235

febrero de 1814 volvió a ponerse en marcha para Buenos Aires, en busca de nuevas mercaderías.

Por entonces, Barros habia sabido captarse estensas e im- portantes relaciones en aquella ciudad. Durante su residen- cia, vivia en casa de un deudo suyo, vecino de los mas influ- yentes i acaudalados de Buenos Aires, i en este segundo viaje, contrajo matrimonio con una de sus hijas, la señora doña Martina Arana i Andonaegui. Con este enlace aumen- táronse a tal punto sus relaciones que en 18 14, cuando aun no cumplía veinticinco años, fué elejido rejidor de la munici- palidad, honor que no habia tenido otro estranjero antes que él i que no se repitió hasta la disolución de aquella corpora- ción en tiempos posteriores. Allí obtuvo la amistad de los fundadores de la independencia arj entina, entrando de este modo en la carrera de los honores i distinciones, sin buscar- los i solo por el mérito que se descubrió en la fijeza de sus principios i en el buen sentido que habia sabido desplegar.

Disponíase a pasar de nuevo a Chile afines de 1814, cuan- do la fatar jornada de Rancagua puso término a la patria que crearon los afanes de ese puñado de hombres a quienes la posteridad ha denominado padres de la independencia. Aquellos que pudieron sustraerse al despotismo asolador del jeneral realista Osorio, cruzaron las nevadas cumbres de los Andes para buscar un asilo a su proscripción en el territorio arjentino. Entre estos iban tres hermanos de Barros, dos de los cuales habían combatido al lado del jeneral O'Híggins en la defensa de Rancagua. Por ellos supo que otros dos her- manos habían sido remitidos al presidio de Coquimbo por haber militado en las filas independientes i que se buscaba con empeño a su septuajenario padre para confinarlo a Juan Fernández. En tan angustiada situación, Barros concibió el proyecto de socorrer a la emigración por cuantos medios es- taban a su alcance, para que, no saliendo de Buenos Aires, se organizase en ejército con que reconquistar a Chile, si las circunstancias favorecían tan arriesgada empresa. Tomó en alquiler una casa que fué la de todos los emigrados que en ella cupieron i compró una imprenta en compañía de su cu-

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nado don Felipe Arana, para darles una ocupación lucrativa. El señor Arana, ministro, por largo tiempo, de relaciones esteriores del jeneral Rosas en Buenos Aires, conocía en aquella época a toda la juventud ilustrada de Chile, a donde habia pasado años atrás para graduarse de doctor en la Uni- versidad de San Felipe. Ahora iba a dar colocación a sus compañeros de aula.

De este número era don Manuel José GandariUas, el pres- bítero Pineda, don Diego José Bena vente i muchos otros pa- triotas eminentes que debian cooperar mas tarde a la res- tauración de la República. Todos ellos encontraron una ocu- pación honrosa en aquel establecimiento, porque Barros hizo valer su influjo cerca del gobierno i obtuvo el encargo de hacer algunas impresiones, entre otras la publicación del Censor, periódico oficial, cuya redacción confió al ilustrado Camilo Henríquez, que sufría entonces todas las miserias i necesidades del emigrado. Aquella imprenta dio a luz el En- sayo Histórico del deán Funes, i varias otras obras de educa- ción que fueron de gran utilidad en los coiejios de Buenos Aires i Chile.

Pero no son estos los únicos servicios que prestó a sus com- patriotas en la proscripción: lejos de eso, se podrían escribir muchas pajinas si se hubieran de enumerar todos ellos. Ci- taremos uno solo. Cuando se organizó la escuadrilla que de- bía espedicionar en corso en las costas del Pacífico a las órdenes del almirante Brown, Barros, que tenia con éste una estrecha amistad, obtuvo el mando de una de las naves para don Ramón Freiré, simple capitán de caballería en aquella época.

Gobernaba en Buenos Aires a principios de 1816 don Car- los María Alvear;pero medidas atentatorias contra la autori- dad del cabildo le acarrearon el desprestijio i una viva opo- sición, que fué apoyada por una parte del ejército a cargo del coronel Alvarez. La guardia civil sostuvo al cabildo enér- gicamente i el supremo director Alvear, viéndose rodeado de enemigos por todas partes, se fugó a un buque ingles que se hacia a la vela para Rio de Janeiro. El ayuntamiento pasó a

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subrogarlo interinamente, constituido en Junta Suprema, i Barros, siempre modesto, se halló creado vocal de aquel go- bierno sin pedirlo i aun sin desearlo.

Pero la participación de un hombre de su carácter era ne- cesaria en aquel gobierno para reclamar imperiosamente la paz i la reconcihacion. Los partidarios de Alvear eran tenaz- mente perseguidos, i como en este número estaban los her- manos Carrera, que durante la emigración, habian tomado un lugar en sus filas, fueron reducidos a estrecha prisión. Barros era amigo personal de O'Higgins, i, a pesar del enco- no de los partidarios de éste contra aquéllos, pidió i obtuvo de sus colegas la orden de libertad.

Tratóse, en aquellos dias, de organizar el ejército de los Andes, empresa atrevida que no habria podido llevarse a efecto sin el jenio de San Martin i la decisión de los emigra- dos. La opinión pública designaba al jeneral don Miguel So- ler como el mas aparente para tan colosal trabajo, i en el cabildo mismo se hizo oir la voz de sus admiradores que lo reclamaban con empeño: pero Barros habia podido descubrir en el gobernador de Cuyo, don José de San Martin, algo de esa chispa magnética que le atraia partidarios, i espuso deci- didamente que en la campaña que se iba a abrir se necesita- ba mas de la insinuativa, que de las altas prendas que se le atribuian a Soler i que él no queria negarle. «Las guerras na- cionales, agregó, no se hacen solo con ejércitos; es preciso que cada hombre se haga soldado i pelee por su parte en la causa en que se le ha interesado con maña». Sus palabras dieron por resultado el nombramiento del jeneral San Martin como primer jefe del ejército restaurador, i le valieron a Ba- rros los aplausos i abrazos de efusión i patriotismo de don José Miguel Infante, Henríquez, Pineda i otros ilustres pa- triotas.

Desde entonces, fué Barros el ájente del ejército en Bue- nos Aires: le encargaba San Martin los armamentos, muni- ciones i vestuarios, i él lo proveia de ellos contribuyendo por su parte con algunas sumas de dinero. Al mismo tiempo que prestaba estos servicios, era miembro de varias sociedades

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de beneficencia, a cuyo nombre le dieron las mas espresivas gracias los periódicos de aquella capital cuando resolvió de- finitivamente su vuelta a Chile, reconquistado ya por la es- pléndida victoria de Chacabuco. Esto sucedió en 1817, i co- mo en este mismo año se creara la Lejion de Mérito de Chile, O'Higgins ofreció desde el sur a la Junta que lo subrogaba en Santiago para que se le concediese la medalla de oficial de ella, en recompensa de sus buenos servicios: Barros, fué, pues, condecorado con el distintivo de Honor i premio al patriotismo, por el mérito contraído en comisiones en que no buscó ni obtuvo sueldo ni ganancia alguna, i alcanzó, sin so- licitarlas, sinceras distinciones por su desprendimiento i en- tusiasmo.

Pero estos no eran mas que los primeros servicios que de- bía prestar a la restauración i adelantamiento de la Repúbli- ca. En Buenos Aires habia podido proveerse de una'^conside- rable partida de libros elementales, en latin i francés, muchos de ellos, que juntó con algunas publicaciones de su imprenta, para obsequiar al Instituto que se restableció el mismo año. Los libros en aquella época tenian un valor subido, i su pre- sente era mui importante. La junta suprema le dio las mas espresivas gracias por el decreto que se copia a continuación:

Santiago^ octubre 4 de 18 17.

Acéptase este ofrecimiento, digna efusión del amor patrio que caracteriza a este buen ciudadano: se le dan las mas es- presivas gracias a nombre de la patria, e imprímase en gace- ta su oblación para que la posteridad le reconozca por uno de los que han cooperado a su ilustración. Pérez. Cruz. As' torga.— Zañar tu.

Dos meses después obtuvo otro decreto tan honorífico como el anterior. Sabíase en Santiago el embarque de Osorio en el Callao al mando del ejército que mandaba el virrei Pe- zuela a reconquistar a Chile, i se hacían los aprestos de tro- pa para rechazarlo. Barros contribuyó entonces con algunos efectos de su negocio para vestuarios de los soldados i una cantidad de dinero. He aquí el decreto a que aludimos:

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Santiago i diciembre 13 de 18 17.

«Repítanse nuevas gracias al ciudadano don Diego Anto- nio Barros (después de otras oblaciones que ha hecho) por la presente en que se incluye la de su padre don Manuel, según enuncian los ministros de la tesorería jeneral en su informe, que con este decreto se copiarán en la gaceta para desengaño de los enemigos por los continuados ejemplos de estas virtu- des cívicas republicanas. Cruz—Astorga Pérez— Dr. Vi- llegas>>.

En aquella época, Barros era ya miembro de un batallón cívico con elevada graduación militar. Este cuerpo fué uno de los pocos que quedaron en Santiago cuando San Martin marchó al sur a juntarse con O'Higgins para atacar al ene- migo común que avanzaba hacia Talca. Entonces tuvo lugar la desgraciada sorpresa de Cancha Rayada: llegada que fué la noticia a la capital, el delegado supremo don Luis de la Cruz, por encargo de San Martin, comisionó a Barros para que pasase inmediatamente a Mendoza a favorecer la emigra- ción en caso de una nueva desgracia i a aprestar i poner en diversos puntos de la cordillera i del camino, proporcionadas partidas de caballos i animales de carga para hacer fácil el tránsito de la tropa i el trasporte de equipajes.

Nada de esto tuvo lugar: la victoria de Maipo libertó al pais de enemigos i permitió al supremo director pensar en el ejército i escuadra libertadores del Perú. Barros contribuyó a esta empresa con crecidos donativos de dinero, i con un. empréstito de veinticinco mil pesos sin el menor interés. El estado miserable de la hacienda pública, i la poca confianza que en ella se tenia, realza considerablemente el mérito de esta acción. O'Higgins le manifestó entonces la gratitud de la patria i dos años después, cuando se creó la Orden del Sol del Perú, lo condecoró con la medalla de lejionario. Pa- sado algún tiempo, preguntando en el destierro aquel bene- mérito patriota por el estado de su pais, dijo: «Lo que hace falta en Chile es una veintena de hombres tan desinteresados como mi amigo don Diego».

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En efecto, era amigo de corazón de O'Higgins, i uno de sus mas firmes i decididos partidarios. Barros fué toda su vida conservador por principios i enemigo tenaz de esa de- mago jia de libertades que ha levantado cadalsos i ensan- grentado las calles donde ha obtenido influencia. Era par- tidario decidido i consecuente: jamas se le vio arredrarse por los peligros del partido ni se notó en él la mas mínima apariencia de un cambio de principios a influjo del viento de las circunstancias. Mas no por esto fué secuaz del rigor i despotismo: a su influjo cerca del director debieron muchas personas la revocatoria de órdenes de destierro i de prisión; i él mismo habló a O'Higgins como amigo, reprobándole su conducta tirante i pintándole con vivos coloridos la excita- ción de un pueblo que se cansaba de ese réjimen militar que habia introducido en la administración. Mas tarde, en ene- ro de 1823, cuando el pueblo se reunia en el consulado a pedir la renuncia del supremo director, Barros recibió la co- misión de acompañar a don Fernando Errázuriz i espresarle la voluntad de una reunión tan respetable.

Durante ese periodo de caos, que concluyó en 1830, Ba- rros siguió siempre sostenido en sus principios conservado- res. Era aquella una época de ensayos para la vida repre- sentativa en que se vejaba la lei con el nombre de la liber- tad, en que hollaban todos los derechos que aparentaba ga- rantir un cartelon sin prestijio que llamaban constitución. Los sucesos del año de 1830 pusieron un término a tanto mal: en ellos le tocó a Barros hacer un papel importante.

Su influencia como comerciante habia ido en aumento desde su vuelta de Buenos Aires. En 18 19, fué nombrado juez especial del ramo, i cuando a fines de 1827 se creó un escuadrón de caballería compuesto del comercio de Santia- go, Barros fué nombrado por elección de todos sus miem- bros su comandante i don Felipe S. del Solar i don Manuel Huici sus capitanes: este escuadrón se denominaba del Orden. En las elecciones de diputados de 1829, la primera que se hacia conforme a la constitución del año anterior, fué elejido por Coelemu; pero Barros que distaba mucho de

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pertenecer al partido que habia triunfado en la mesa electo- ral, se pronunció decididamente contra la legalidad de ella. Sin embargo, no quiso dejar de asistir a las sesiones del Congreso, i cuando éste se trasladó a Valparaíso, pasó tam- bién Barros a aquella ciudad; cobró sus viáticos i con ellos fundó una escuela de primeras letras en el departamento de Coelemu, que lo habia elejido.

Con las elecciones de 1829 cayó hecha trizas la constitu- ción jurada en 1828. Los intereses particulares de unos po- cos, que se apoyaban en el honor militar de algunos jefes del ejército i en los cuerpos que mandaban, triunfaron en ella; pero por tan malos medios que el jeneral Pinto, que por esta elección debia tomar el mando supremo, se negó a aceptarlo alegando las tropelías con que se habia efectuado. Las provincias del sur se pronunciaron contra el gobierno jeneral de Santiago, en octubre, i una parte del ejército al mando del jeneral Prieto, se puso en marcha con ánimos de dar otro rumbo a las cosas. El partido opositor, denomina- do pelucon o estanquero, tenia por cabeza al primer jenio político de Chile, don Diego Portales, i contaba en sus filas hombres de talento, enerjía i patriotismo: éstos quisieron dar otra dirección a la nave del estado sin presentar batalla i sin derramar una gota de sangre, i ajitaron un pronuncia- miento en la capital que decidiese al gobierno a hacer un avenimiento. En consecuencia. Barros fué encargado de apersonarse con el capitán jeneral Freiré para que interpu- siese su influjo cerca de la tropa de la capital, i proclamar en ella los mismos principios de la revolución del sur. Freiré accedió, i pocos dias después, el 7 de noviembre, tuvo lu- gar la reunión popular del consulado en que se acordó la creación de una junta suprema que debia subrogar al go- bierno. Barros, en compañía de otros tres vecinos respeta- bles, fué encargado de poner este acuerdo en noticias del pre- sidente interino; pero éste, débil por carácter i embarazado aun mas por las circunstancias apremiantes, se trasladó a Valparaíso, queriendo siempre conservar el mando. Una ba- talla campal fué inevitable: el ejército del jeneral Prieto,

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que se habia acampado en Ochagavía, sostenía a ese partido, i él debia hacer el último esfuerzo ya que se cerraban las vias pacíficas.

En vista de estos sucesos, Barros perdió completamente la esperanza de un avenimiento; i como se presentaba el ejército del sur como la única áncora de salvamento, co- menzó a protejerlo con mayor decisión que hasta entonces. Remitió, por conducto de sus dependientes, fuertes sumas de dinero para su sosten, que fueron de gran utilidad en aquellas circunstancias.

Los principios conservadores triunfaron al fin: el pais se comenzó a constituir, i, en sus primeros esfuerzos, necesitó el Gobierno de medidas restrictivas. Barros, cuyos impor- tantes servicios le valieron un alto influjo cerca de los hom- bres que lo componian, fué entonces el mas entusiasta de- fensor de los perseguidos. Daba su fianza por ellos, los es- condía en su propia casa i obtenía la suspensión de un des- tierro o de una causa de morosas tramitaciones. A la época de la muerte del presidente Ovalle, acaecida en la casa de campo de Barros, tenía ocultos en la misma casa, separados solo por una pared de aquél, a dos de los hombres mas- comprometidos en las intentonas revolucionarias de 183 1. Habiendo descubierto el ministro Portales, en otra ocasión, que uno de los perseguidos de mayor importancia había re- cibido asilo de Barros hasta que lo pudo dejar fuera del país, no pudo menos de decir: «Sí esto lo hiciera otro que mi tocayo, creería que me traicionaba»,

Sin embargo, de este principio de contradicción a ciertas órdenes del gobierno. Barros gozaba de un alto ascendiente. Entonces fué nombrado jefe del crédito público i adminis- trador del hospital de San Juan de Dios. Por el primero de estos destinos tenia asignado un sueldo de 2,000 pesos anua- les, que se negó a recibir en los dieciocho años que lo de- sempeñó: cuando en 1848, a consecuencia del mal estado de su salud, le fué forzoso dejar este cargo, el senado nombró una comisión de su seno para darle las gracias por su desin- terés i patriotismo.

Don Diego Antonio Babros 24?

La administración del hospital fué para Barros la causa de mil afanes: sin renta de ninguna especie tenia que ejerci- tar allí la caridad, con una completa abnegación, e impo- niéndose ademas el duro sacrificio de consolar al paciente i ausiliar en persona al moribundo. Al dia siguiente de haber recibido su nombramiento, fué para él la asistencia al hos- pital una obligación a que jamas faltó por un solo dia, cual- quiera que fuese el estado de su salud o la intemperie de la estación. Durante los dieciocho años de su administración, no volvió a su casa un solo dia antes de las diez de la noche. Si sus enfermedades o sus negocios lo llamaban fuera de la capital, su separación era corta porque estaba persuadido de que se reclamaba con urjencia su vuelta.

Pero no era este desprendimiento de mismo lo principal de sus cuidados. El padre Guzman, que escribía en 1835 su historia de Chile, se ha espresado como sigue a este respecto: «Hoi es su administrador don Diego Antonio Barros, i está perfectamente asistido por el celo i suma dedicación con que se ha consagrado dicho señor al desempeño de su cargo, quien con el ausilio de dos capellanes i treinta empleados, asiste cuidadosamente a los enfermos de todo cuanto les es necesario en lo espiritual i temporal». I mas adelante: «La pila, el jardín que se ve i alegra el primer patio i la sala de anatomía que últimamente se ha fabricado, son obras del ac- tual administrador don Diego Antonio Barros, que sin per- juicio de su cuidadosa asistencia a los enfermos, ha sabido construir unas obras tan útiles como necesarias, principal- mente la pila que al cabo de un año ahorra al hospital el cre- cido gasto que hacia el carguío del agua para las oficinas». Los mensajes de apertura del Congreso del presidente de la República, i las memorias del ministro del interior se han espresado en diversas ocasiones en términos semejantes a los del historiador Guzman. De estos documentos, citaremos uno solo, la memoria de 1839. «Al hospital de San Juan de Dios, que es el que cuenta con mas copiosas rentas i que tanto debe al infatigable celo de su administrador, después de cu- biertos todos sus gastos, le queda anualmente un sobrante.

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que puesto a interés en buenas manos, servirá dentro de poco para darle el ensanche preciso, etc., etc.»

En efecto, los servicios de Barros eran muí importantes. El, cuya jenerosidad personal con el necesitado rayó en pro- digalidad, se hizo avaro en el hospital, a tal punto que pro- hibió que en el parte diario que se le presentaba se gastase un pliego en vez de la tirilla de dos pulgadas de papel que se necesitaba para anotar su contenido. Con esta economía introdujo importantes reformas en la cocina i lavadero, i pudo fijar su atención en el ornato del primer patio, que hasta su época habia sido el basural del establecimiento. A este fin, planteó de su propio capital, un hermoso j ardin que rodeó con una estendida verja de fierro, i construyó una pila de agua potable, que sirvió en breve para los usos del esta- blecimiento. Pero no contento con esto, creó la escuela de anatomía de que salieron distinguidos facultativos antes de muchos años: a ésta la dotó, por medio de un regalo, del me- jor instrumentaje de cirujía que haya existido en el pais, cuyo valor ascendía de dos mil pesos, de una Venus anató- mica, de un precioso esqueleto francés, cuyo cráneo tiene las indicaciones frenolójicas de Gall, i de una valiosa máquina electro-galvánica.

Mientras hacia estos obsequios, habia reglamentado la mas perfecta economía. Por medio de este sistema compró dos casas, para acrecentar los bienes del hospital, ensanchó considerablemente la capacidad para contener doble número de enfermos i pudo sostener los gastos que fueron necesa- rios para el notable aumento de edificio que se hizo bajo su administración. No satisfecho con estas mejoras, trabajó con empeño en suministrar vestuario a los pacientes para el tiempo de convalecencia, en construir catres de fierro en lugar de las tarimas que habia, en obtener del gobierno el tabaco necesario para los enfermos a quienes hiciese falta el uso del cigarro, en poner en buen pié la distribución de ali- mentos i medicinas, i en reglamentar la asistencia profesio- nal de los facultativos. Todos sus esfuerzos fueron corona- dos con el mas feliz resultado; i el vulgo perdió, al fin, el

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horror que le inspiraba en épocas anteriores la curación en el hospital.

Al mismo tiempo que Barros prestaba estos servicios, de- sempeñó por algún tiempo la administración de la casa de huérfanos i fué tesorero del hospicio: en ambos cargos se condujo con provechosa actividad, i en el último adelantó crecidas cantidades de dinero con mui pocas esperanzas de reembolso.

En 183 1 se pensó en cicatrizar las llagas de la guerra civil, cimentando un orden estable; i se creyó absolutamente ne- cesario un cambio de constitución. En la asamblea consti- tuyente elejida con este objeto, Barros tuvo un asiento, i, como miembro de ella, puso su firma en el código constitu- cional de 1833.

Establecióse, entonces, un nuevo sistema que Barros apo- yó con todos sus recursos. Fué nombrado consejero de Es- tado, i elejido por unanimidad senador, diputado i rejidor de la municipalidad en diversas ocasiones, i en el desem- peño de estos cargos fué el mas decidido sostenedor de la causa del orden. El socorria, entretanto, al gobierno con ausilio de dinero para el pago de empleados, mientras se cimentaba la hacienda pública sobre las bases sólidas en que la dejó la administración del jeneral Prieto, i a la época de la guerra del Perú prestó al Estado la suma de 40,000 pesos sin interés alguno.

Su situación, es verdad, habia cambiado mucho. Barros era entonces uno de los hombres mas acaudalados del pais. Su fortuna lo ponia en circunstancias de tender la mano al menesteroso i esto lo hizo con tal desprendimiento, que privó a sus hijos de considerables bienes. Jamas desatendió la súplica del que le pedia su protección o fianza, a menos que fuese para usarla en el garito del jugador; i lo que parece increíble, si el hombre mismo que lo acababa de injuriar re- clamaba de él un servicio, olvidaba sus rencores para pro- tejerlo. Estos favores eran altamente desinteresados: cuanda la mayor parte de los españoles mandados desde el Perú por el jeneral San Martin en 182 1 hablan encontrado una

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ocupación en Chile, el resto, que aun permanecia en el de- pósito, imploró su ausilio para obtener su libertad; pero Barros hizo mas que esto, pues los socorrió con dinero para que volviesen a su patria, obteniendo por único resultado de tan benéfica obra el sincero agradecimiento de hombres a quienes no debia ver en lo sucesivo. Como lo hemos dicho, fué pródigo en la protección que dispensó al que lo ocupaba: en 1834, el celoso ministro del tesoro don Ramón Vargas, tachó de mala la fianza de Barros que ofrecia un empleado porque, según espuso, la habia dado en tantas ocasiones que su capital, por crecido que fuese, no alcanzaba a bastarlas. En efecto, su firma andaba en todas partes: mui raro fué el remate en que no se presentó un postor con su fianza, sin que las continuas i considerables pérdidas le obligasen a cambiar de conducta. Su fortuna habria sido mui superior en el doble a la que ha dejado a la época de su muerte, a no haber sido tan pródigo en protejer a personas que no qui- sieron corresponder a sus beneficios.

Este espíritu naturalmente franco i bondadoso, la dulzura de su carácter i trato i la suavidad de maneras no lo some- tieron, sin embargo, a la voluntad de nadie. Ninguno de sus amigos pudo dominarlo, i él que dominó a la mayor parte de ellos, que lo consideraron siempre su consejero. Distin- guíalo cierta entereza que lo hacia hablar con injenuidad a los hombres del gobierno cuando consultaban su parecer; mas no porque faltase en lo menor el respeto i considera- ciones debidas al cargo. Estas cualidades le dieron tal im- portancia que en la elección de 1841 fué propuesto elector por dos de los partidos contendientes.

Tanta abnegación, tanto desprendimiento i tan importan- tes servicios a la beneficencia pública fueron desatendidos cuando las pasiones mas pequeñas tuvieron eco en el ánimo del mas desprestijiado de los ministros que ha habido en Chile. Pidiósele por medio de una nota que renunciase el cargo de administrador, incluyéndole con ella la aceptación de la renuncia, en que se le daban las gracias por sus servi- cios. En vista de esta conducta, Barros se negó a renunciar

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i amenazó al ministro con un desmentido público si tal nota llegaba a darse a luz en el periódico oficial. Su separación fué necesaria: ella causó en su ánimo un hondo sentimiento con motivo de no poder llevar a cabo las reformas que habia comenzado, i de verse separado de la beneficencia pública que durante largos años habia sido su elemento. Esto acae- ció en 1848.

Ajitado el pais en los últimos años de su vida por una de las mas violentas convulsiones, Barros dio pruebas de su firmeza de carácter i de su elevación de miras. En 1848. su- frió un terrible ataque de apoplejía, del que salvó perdiendo el entero uso de su pierna i brazo derechos, su antigua faci- lidad para espresarse i la dulzura de su jenio, que se convir- tió en hipocondriaco i terco. A pesar de sus dolencias, él fué el primero de los conservadores que se presentó a ofrecer sus servicios en la lucha electoral de 1849, contra el minis- terio de aquella época. Hizo valer, entonces, sus relaciones, i cuando en agosto del mismo año, habiendo caido ya aquel ministerio, se quiso hacer al jeneral Búlnes una manifesta- ción de los sentimientos pacíficos que animaban al partido conservador. Barros fué nombrado, en reunión de mas de mil personas, uno de los miembros de la comisión que debia apersonarse al presidente. Atrozmente calumniado por la prensa, altamente comprometido en una causa que conside- raba santa, dio ejemplo de la mayor enerjía en los mo- mentos en que vacilaban los buenos principios por el grito atronador de las malas pasiones. Barros fué uno de los pri- meros que pensaron que la salvación del pais estaba en la elevación a la presidencia del señor don Manuel Montt i el primero quizas que lo proclamó. Hizo valer su influjo con todas sus relaciones para que sostuviesen la causa del or- den, i pidió a todos los miembros de su larga familia, para quienes fué siempre un padre, que la apoyasen i sirviesen por cuantos medios estuviesen a su alcance. El mismo fué elejido elector de presidente en 1851, i cuando la revolución, poderosa e imponente, hacia los mayores estragos en el norte i sur de la República, Barros, como hombre de con-

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ciencia en la causa que defendia, no perdió por un momento la confianza, ni vaciló un instante en creer que seria la lei quien triunfase.

Durante ese periodo de justas i necesarias persecuciones, Barros fué, nuevamente, el defensor de los perseguidos. Los ocultaba en su casa, después de comprometerlos a no servir en la causa de la desorganización, daba fianza de su con- ducta subsiguiente, i obtenía para ellos pasaportes i salvo- conductos para dejar el pais. Entonces, como en 1831, tuvo lugar una rara coincidencia en las casas de su hacienda. El mismo dia en que el presidente esperaba en ellas aljeneral Búlnes que volvia vencedor de la rebelión del sur, estaba oculta allí una de las personas comprometidas en estos su- cesos. Ni la exaltación de sus palabras, ni la firmeza de sus principios pudieron separar de su ánimo las ideas de recon- ciliación i perdón.

Después de estas ocurrencias, Barros volvió a ocuparse de la beneficencia pública: fué nombrado uno de los admi- nistradores del hospital de locos, que se comenzaba a for- mar, i en tal cargo hizo cuanto estaba a su alcance por el mejoramiento de aquella útilísima institución. El, en com- pañía con los otros directores, compró a su costa el terreno para ensanchar el local del establecimiento, fué su tesorero i contribuyó con algunos donativos para su mejor arreglo i adelanto. Las reformas que proyectaba reahzar fueron el pensamiento de sus últimos dias: enfermo como estaba, no se arredró por la distancia que lo separaba del hospital para visitarlo con frecuencia, i distribuir allí algunas limos- nas para mejorar los alimentos de los pacientes. Quince dias antes de morir, dictaba desde el lecho en que se hallaba postrado, un informe que le pedia el ministro del interior sobre el estado de aquel establecimiento, en que acababa con las palabras que se copian en seguida: ellas forman el mayor elojio de esa singular abnegación, superior a las do- lencias físicas que no le impidieron dedicarse al servicio de la humanidad cuando los facultativos i sus deudos querían dis- traer su atención por cug^ntos medios estaban a su alcance.

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«Debo aprovecharme, señor ministro, de esta oportunidad para hacer presente a US. el estado miserable a que está reducida una institución de tanta importancia como es la casa de locos. Sin estension, sin edificios i hasta sin cocina, el local no presentaba comodidades de ninguna especie cuando los actuales administradores tomamos su dirección. A nuestras espensas hemos aumentado el terreno; pero los edificios demandan gastos considerables que no se pueden hacer a costa de unos pocos. Es urjente que el Supremo Gobierno provea a estas necesidades tanto mas imperiosas cuanto que en el estado actual la casa de locos no puede llenar los propósitos para que fué creada. La carencia de departamentos nos reduce a la triste precisión de no poder separar los pacientes sino por sexos, lo que produce riñas repetidas e inevitables. La falta de un sitio aparente nos imposibilita para tener un lavadero cómodo. En todas par- tes, en fin, se notan necesidades que llenar i a que debiera atender prontamente el gobierno. Mui justa creo esta soli- citud, i me persuado que US. la tomará en cuenta para pre- supuestar una partida capaz de dar fomento a una institu- ción de tanta utilidad i que en su actual estado casi no presenta ventajas».

Este era el modo como Barros se preparaba para dej ar esta vida. Su enfermedad, caracterizada por los mas distin- guidos facultativos como una pulmonía con complicaciones al corazón e hidropesía, iba en aumento progresivo, sin que los recursos médicos bastasen a contener el mal. El habia alcanzado a conocer su gravedad, a pesar de que se le ocultaba con empeño, i quiso hacer sus disposiciones espirituales. Ja- mas se mostró mas evidentemente la resignación evanjélica i la confianza cristiana en un premio futuro a una vida sin mancha i casi sin culpas. El mismo consolaba a sus deudos, que veía con las lágrimas en los ojos, con palabras de dul- zura i resignación, recomendaba a sus hijos que no se apar^ tasen del sendero del honor i de la virtud i se espresaba en términos de jovialidad i chanza en los momentos de espirar. «De nada me remuerde la conciencia, a nadie he hecho el

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mal i el bien cuantas veces he podido», decia a los sacer- dotes que lo acompañaban. Después de haber recibido los sacramentos con toda la imponente suntuosidad de las cere- monias cristianas, después de haber oido por mas de media hora al lado de su lecho los cánticos de la Iglesia, los médi- cos hallaron que su pulso estaba mas sereno i tranquilo i su cabeza mas despejada: para ellos era éste un fenómeno nuevo i estraordinario. Con esta entereza de espíritu, rindió el alma al Señor en la tarde del 12 de julio de 1853.

Si hubiéramos de caracterizar al señor don Diego Antonio Barros después de lo que hemos escrito, solo agregaríamos unas pocas palabras.

Barros poseía una intelij encía clara i despejada en el con- cepto universal, un tino raro para herir la dificultad, i un conocimiento perfecto de las personas; pero, preciso es de- cirlo, no siempre hizo uso de la última de estas dotes, puesto que fueron millares los petardos que le dieron espíri- tus perversos que especularon con su jenerosidad i buenas intenciones. Dedicado desde su tierna edad a la carrera del comercio no hizo los estudios superiores del colejio, pero a fuerza de contracción a la lectura adquirió una mediana ilustración sobre todo en el derecho comercial, historia i es- tadística, de que sabia sacar bastante provecho: en repeti- das ocasiones el gobierno consultó su opinión en asuntos de gran ínteres, i su firma se halla al pié de informes de alta importancia: entre éstos recordamos uno sobre coloni- zación del Estrecho de Magallanes, otro sobre estableci- miento de un banco nacional i finalmente un tercero sobre creación de arbitrios para establecer un ferrocarril entre Santiago i Valparaíso. Su parecer en asuntos de comercio fué siempre respetado en los tribunales de justicia de que formaba parte, i su trato familiar abundaba en chistes esco- jidos i de buen gusto. Poseía ademas un tino práctico i un golpe de vista admirables para sus negocios que le dieron pingües ganancias i lo pusieron en posesión de una gran for- tuna, a pesar del injente menoscabo que ella sufrió en el

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lasto de fianzas, i todo esto sin separarse un pelo del sen- dero de la honradez i de la delicadeza. En un gran número de asuntos sus intereses se hallaban favorecidos por la lei, pero él desatendió este apoyo si en su conciencia pensaba de otro modo, porque «la lei, como él decia, es basura cuando está de por medio el honop>. Guiado por este principio, rom- pió en perjuicio propio, en repetidas ocasiones, escrituras que comprometían injustamente, según el fuero interno, a otros.

Don Diego Antonio Barros fué noblemente desinteresado: por sus servicios públicos i particulares no obtuvo nunca mas que simple manifestaciones de gratitud, que jamas bus- có, i que aun quiso evitar, i si por alguno de sus empleos recibió sueldo, fué para destinarlo en alguna obra piadosa o benéfica. Este patriótico desprendimiento hizo que uno de los mas distinguidos senadores, el señor Benavente, pidiese en la cámara que se le tributasen los honores fúnebres que corresponden a sus miembros, sin embargo de hallarse sepa- rado de su seno desde mas de cuatro años antes de su muerte. Los honores son, también, el premio de la virtud!

Barros no tuvo mas enemigos personales que los que lo fueron de la honradez i de la decencia, i sus enemigos po- líticos se convirtieron en admiradores cuando conocieron el fondo de su corazón. Sus amigos por el contrario, eran mui numerosos: desde muchos años atrás no se veia un acompa- ñamiento mas considerable i lucido que el que dejó sus res- tos mortales en el cementerio.

Su nombre vivirá en la memoria de los que lo trataron en vida i de los que conozcan sus hechos todo el tiempo que se aprecien el mérito personal, la jenerosidad, los principios de delicadeza i caballería i las mas elevadas virtudes.

DON MELCHOR DE SANTIAGO CONCHA (17991883)

§ 15

RASGOS BIOGRÁFICOS DE DON MELCHOR DE SANTIAGO CONCHA i

(1799-1883)

I

El 26 de mayo de 1883 se ha estinguido en Santiago de Chile una noble i digna existencia. El señor don Melchor de Santiago Concha, después de una vida de ochenta i cuatro años, ha desaparecido en medio del dolor de sus deudos i de sus amigos, i en medio del sentimiento púbhco. Habia llega- do al límite natural de la vida, cuando no era dado esperar de él nuevos servicios a la patria, i cuando debia comenzar a dejar de ser útil a su familia i a sus amigos. I sin embar- go, su muerte ha sido llorada como una gran desgracia por todos los que tuvimos la fortuna de conocerlo, porque ese ilustre anciano fué en la vida política de nuestro pais el modelo perfecto de ciudadano de una República, i en la vida privada el tipo acabado del mas cumplido caballero.

I . Publicó el Sr. Barros Arana este estudio biográfico en un folleto de 48 pajinas. (Santiago, 1883, Imprenta Cervantes).

Nota del Compilador.

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Don Melchor de Santiago Concha no ha desempeñado en los sucesos de su tiempo uno de esos papeles brillantes i pres- tijiosos que colocan a los hombres en los puestos mas cul- minantes entre sus compatriotas i que les permiten conquis- tarse una gran nombradla ante la historia. Mas aun, a con- secuencia de sus convicciones políticas i de la derrota de su partido, estuvo alejado del gobierno i casi de toda interven- ción en los negocios públicos, durante los treinta años en que por la madurez de su juicio i por el crédito que se habia granjeado en su juventud, habría debido ocupar mas altos puestos, i habria podido prestar los mas útiles servicios a su patria. Sin embargo, la rectitud de su carácter, la firmeza incontrastable de sus convicciones, la persistencia i la hon- radez con que siempre supo defender los principios liberales han tenido una verdadera influencia en los progresos po- líticos i sociales de nuestro país.

En este sentido creemos que los presentes rasgos biográ- ficos, al paso que contribuirán a dar a conocer una impor- tante i respetable personalidad de nuestras contiendas polí- ticas en los primeros sesenta años de vida republicana, po- drán consignar, aunque sea brevemente, algunos hechos que no dejarán de interesar a los historiadores futuros. Por nues- tra parte, aunque amigos íntimos i apasionados de aquel -egrejio ciudadano, creemos desempeñar leal i justicieramen- nuestro propósito, limitándonos a hacer una reseña breve i compendiosa de su vida i de sus servicios, i absteniéndonos de recargarla con esas jeneralidades i declamaciones con que suelen revestirse los elojios vulgares.

II

Nació el señor don Melchor de Santiago Concha i Cerda en esta ciudad de Santiago el 17 de marzo de 1799. Al paso que por el lado materno era el nieto de uno de los mas ricos i considerados propietarios del pais, era por la línea paterna vastago de una de las familias mas ilustres i de mas alto ran- go de esta parte de la América. Esa familia poseia en el Perú un valioso marquesado, habia dado oidores a algunas 4e las audiencias de estos paises, i a Chile un presidente in- terino que se ilustró por su actividad i por su rectitud. La majistratura habia llegado a ser de padres a hijos un cargo casi hereditario en aquella familia.

El padre de don Melchor era don José de Santiago Con- cha, entonces oidor decano de la audiencia de Chile, i mas tarde su rejente. Queriendo dar a su hijo la educación que habia de habilitarlo para seguir la carrera foren- se, lo colocó en su primera niñez en una sección preparato- ria del real colejio carolino. Esa sección tenia el nombre de academia, i era compuesta de una escuela de primeras letras, de una aula de matemáticas i de otra de gramática, esto es, una clase de latin. Aquella academia funcionaba en la calle délas Monjitas, en el sitio quehoi ocupa la casa tieneque nú-

TOMO XII. 17

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mero 74. Don Melchor fué colocado en la clase de latin. Esta- ba ésta a cargo de frai José María Bazaguchascua, relijioso franciscano nacido en la provincia de Cuyo pero de oríj en vizcaíno i considerado en esa época el primer latinista de Chile. Allí recibió las primeras lecciones: pero al abrirse el Instituto nacional en 1813, donMelchor pasó a continuar sus estudios en este establecimiento bajo la dirección del mismo profesor, i allí terminó en efecto el curso de latin que consti- tuía el único ramo de instrucción preparatoria para empren- der los estudios superiores. Los jóvenes que entonces aspira- ban al título de abogado, no adquirían en el colejio la me- nor noción de gramática castellana, de aritmética ni de jeo- grafía. Mas tarde, cuando cursaban filosofía en latin, un profesor les enseñaba con el nombre de física^ un centenar de axiomas mas o menos faltos de sentido, sobre el equili- brio, la caída délos cuerpos, la luz, el sonido, etc, etc. Los estudiantes aprendían de memoria i en lengua latina estos axiomas.

Aquella educación, como se comprenderá, no era muí a propósito para desenvolver la razón de los estudiantes ni para suministrarles conocimientos variados i útiles. Don Mel- chor de Santiago Concha, que fué desde entonces un joven de rara seriedad i de mucha contracción al cumplimiento de sus deberes, aprendió entonces lo único que se le enseñaba. Hasta sus últimos años traducía corrientemente el latin, no solo el de los comentadores de los códigos sino el de los clá- sicos de la literatura romana. En sus últimos años lo he vis- to verter al castellano con rara facilidad las pajinas latinas de un volumen de Cicerón, en que buscaba consuelo para el dolor que le había ocasionado la pérdida de un deudo que- rido.

III

En octubre de 1814, cuándo don Melchor acababa de ter- minar su curso de latin, Chile, después de cuatro años de gobierno propio, fué sometido de nuevo a la dominación es- pañola. El Instituto nacional fué cerrado por los vencedores i la juventud que habia comenzado allí sus estudios, se dis- persó en todas direcciones. La persecución de muchos de los mas ilustres i caracterizados vecinos de Santiago, debia pro- ducir la dispersión de sus familias. El mayor número de aque- llos jóvenes, en vez de volver a pensar en los libros, corrió mas tarde aenrolarse en las filas del ejército que debia afian- zar nuestra independencia, Pero don Melchor de Santiago Conchase hallaba en una condición mui diferente. Su padre pasó entonces a desempeñar las funciones de rejentejde la real audiencia de Chile; por tanto entraba a ocupar uno de los puestos mas encumbrados de la nueva situación. Resuelto a llevar a término la educación profesional de su hijo, no pensó mas que en enviarlo a continuar sus estudios a la ciudad de Lima, cuyos establecimientos literarios i científi- cos gozaban de una inmensa reputación en toda esta parte de América.

Esos cuatro años de revolución habian hecho sumamente

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raras las comunicaciones entre Chile i el Perú, de tal suerte que era difícil hallar enjnuestros puertos un buque que pudie- ra emprender es te viaje. Losjefes españoles, que acababan de consumar la reconquista de Chile, deseosos de hacer lle- gar a Lima la noticia de sus triunfos, tomaron en Valparaiso una miserable goleta llamada Mercedes; i a pesar de su mal estado, la despacharon para el Callao con el parte oficial de la victoria. Ese buque conducía también nueve oficiales del ejército vencedor, i las banderas ensangrentadas que los es- pañoles habían recojído en Rancagua. La Mercedes zarpó de Valparaiso el 19 de octubre de 1814.

El rejente de la real audiencia había conseguido que en ese barquichuelo se diera pasaje a su hijo. Don Melchor de San- tiago Concha, recordaba hasta en sus últimos años los acci- dentes de aquel viaje emprendido en circunstancias tan tris- tes para su patria. Se creería que como j o de uno de los mas altos funcionarios del reí de España, sus relaciones de fami- lia habrían hecho nacer en su corazón infantil los sentimien- tos de simpatía i de adhesión a la causa de los vencedores, Pero lejos de eso, el trato frecuente con sus camaradas de co- lejío, i el impulso eléctrico comunicado a los espíritus por el entusiasmo revolucionario, le habían inspirado un patriotis- mo ardoroso i una fe profunda en el triunfo futuro de la in- dependencia nacional. Durante la navegación, sufría cuanto puede imajínarse al oír a cada rato a los oficíales españoles recordar sus recien tes.triunfos en Chile i maldecir a los insur- j entes de este país. El buque, por otra parte, no ofrecía co- modidades de ningún j enero, tenia averías considerables i llevaba una provisión insuficiente de víveres. Por fortuna, el viaje, favorecido por los vientos del sur reinantes en esa estación, fué corto i feliz. El domingo 6 de noviembre, la go- leta Mercedes se halló enfrente del Callao, i desde temprano hacia señales a la plaza para anunciar el triunfo de las armas españolas.

Cuando se supo en Lima que estaba a la vista un buque de Chile, se produjo en todas partes una viva ajitacion. Se esperaban con ansiedad las noticias de este país. Creíase con

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fundamento que ellas tendrían una influencia trascendental en la suerte déla lucha jigantesca en que estaba empeñada toda la América. El virrei Abascal se trasladó inmediatamen- te al Callao. Desde allí despachó a su secretario el brigadier don Simón Rábago a tomar las noticias de que era portado- ra la goleta Mercedes que en esos momentos iba entrando al puerto.

El brigadier Rábago estaba casado en Lima con una her- mana del oidor Concha, i era por tanto tio político del joven estudiante que iba de Chile. Después derecojer las comuni- caciones que conducía la goleta Mercedes, Rábago bajó a tierra llevando consigo a su sobrino, i fué a comunicar al virrei la noticia de los grandes triunfos alcanzados por las armas del reí. Contaba don Melchor que aceptando como ver- dad todas las invenciones que las pasiones políticas de la época hacían circular en Chile, él estaba persuadido de que el virrei Abascal era una especie de monstruo intratable i sangui- nario que no pensaba mas que en degollar a todos los parti- darios de la independencia americana. En unos fuegos arti- ficiales que se quemaron en la plaza de Santiago el i8 de setiembre de 1814, don Melchor había visto arder en medio del mayor contento de la concurrencia, un maniquí de tra- po i relleno de cohetes i de pólvora, con que se habia queri- do representar al despótico e inhumano virrei del Perú. Pue- de im ajinarse su sorpresa cuando presentado por el brigadier Rábago, se halló delante de Abascal i cuando oyó a éste preguntarle con la mas sencilla bondad por su familia i por el estado en que quedaba el reino de Chile. El virrei, ademas empleando un tono afable i cariñoso, manifestó al mismo tiempo al joven chileno su deseo de restablecer la mas abso- luta tranquilidad en este país i de volver la paz i el bienestar a las familias en nombre del reí de España. Pero si estas bondadosas palabras, que debían ser la espresion sincera de las aspiraciones del virrei, podían en cierta manera reconci- liarlo con este potentado, don Melchor pasó en esos días por largas horas de amargura que dejaron en su alma un recuer- do indeleble. Contra su voluntad i contra sus deseos, tuvo

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que ser testigo de las fiestas militares i relijiosas que tu- vieron lugar en Lima para celebrar los triunfos de los ejér- citos del rei contra los independientes de Chile i el nuevo so- . metimiento de su patria al yugo español.

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IV

A principios de 1815 comenzó don Melchor sus estudios superiores en Lima. Incorporóse al efecto en calidad de in- terno en el famoso seminario Santo Toribio que gozaba de una reputación inmensa en todos estos paises^ i que para la familia de don Melchor tenia el prestijio de haber sido allí donde habian hecho sus estudios muchos de sus antepasados. Según el sistema de esa época, comenzó por estudiar teolojía i filosofía, i en seguida pasó a cursar jurisprudencia civil i canónica, para optar al grado de doctor en ambos derechos. Todos esos estudios, como se sabe, debían hacerse en len- gua latina.

En aquel establecimiento desplegó don Melchor desde el primer día las dotes de carácter i de intelij encía por que se distinguió toda su vida. Fué un modelo de seriedad i de bue- na educación, e hizo rápidos i sólidos progresos en todos sus cursos. Uno de sus profesores, el mas distinguido de todos ellos, fué un clérigo peruano llamado don José Antonio Fer- nandiní, que desempeñaba el cargo de secretario del semina- rio, i que se distinguía de sus compañeros de profesorado por la mayor amplitud de sus conocimientos i por su espíri- tu mas libre de preocupaciones políticas i relijiosas. Este

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profesor manifestó una predilección particular por el estu- diante chileno, le daba lecciones de materias que no se ense- ñaban en el seminario, ponia a su disposición algunos libros en que el estudiante podia ensanchar sus conocimientos, i lo estimuló a aprender a traducir el francés. Gracias a este úl- timo estudio, don Melchor pudo entonces i mas tarde leer muchos libros que eran desconocidos de sus compatriotas i formarse ideas i convicciones que no eran las de los jóvenes que se educaban en esa época. Un hecho característico de aquel sistema de educación es que don Melchor de Santiago Con- cha, a pesar de su gusto por la lectura, llegó a recibirse de bachiller en cánones i en leyes sin haber leido otro libro en español que las Instituciones de derecho civil de Asso i Manuel.

Su pasión por la lectura estuvo a punto de costarle caro. En la biblioteca particular del presbítero Fernandini existia un ejemplar del célebre libro de Hugo Grocio que lleva por tíulo De jure belli ac pacis. Don Melchor lo tomó inocente- mente i comenzó su lectura. Esta obra capital, que puede considerarse el punto de partida del derecho de jentes mo- derno, contiene algunas proposiciones políticas mas que re- lijiosas, que han merecido que se la coloque en el índice de los libros prohibidos. Grocio condena allí categóricamente la guerra i la persecución contra los idólatras i los herejes (Lib. II, cap. XX), lo que importa una condenación termi- nante de la inquisición i de la conquista de la América hecha en nombre de Dios i de la relijion. El ejemplar que [leía don Melchor era mucho mas peligroso todavía. Estaba acompa- ñado de las notas de uno de los numerosos comentadores de Grocio; i una de ellas, apoyándose en el testo mismo de la Biblia (lib. de Samuel, cap. VIII), sostenía que los reyes ha- bían sido dados al pueblo hebreo por un castigo de Dios.

Se comprenderá fácilmente la alarma que debió producirse entre los profesores del real seminario de Santo Toribio cuan- do se supo que uno de los alumnos mas estudiosos del esta- blecimiento estaba leyendo un libro que encerraba proposi- ciones de esa clase. Era rector del seminario a la vez que rector de la universidad de San Marcos, el doctor donlgna-

Don Melchor de Santiago Concha 265

cío Mier, arcediano de la iglesia metropolitana de Lima, i examinador sinodal del obispado, eclesiástico de gran repu- tación por su saber teolójico, i conocido ademas por su ca- rácter adusto i severo. Por mas que profesara un sincero ca- riño al joven estudiante, creyó que no podia eximirse de cumplir el doloroso deber de dar parte de aquel hecho al santo tribunal de la inquisición, pero cuidó de hacer guardar la mas estricta reserva.

En otra época, don Melchor habria sido castigado con las penas severísimas que la inquisición aplicaba al que leia li- bros prohibidos. Pero esto ocurria en 1819, cuando los prin- cipios de libertad minaban por todas partes el edificio colo- nial. En el segundo decenio del siglo XIX, el terrible tribu- nal habia perdido gran parte de su prestijio; i para conservar el que le quedaba, tenia necesidad de contemporizar con el mundo. El estudiante chileno por otra parte, pertenecia a una familia mui relacionada i mui influyente en Chile i en el Perú, i no era posible tratarlo como al común de las jentes. Don Melchor fué llamado secretamente al tribunal. Uno de los inquisidores le afeó ásperamente el delito que habia co- metido leyendo un libro que enseñaba proposiciones vitupe- rables i condenadas; i después de conminarlo con las penas que debian recaer sobre él en caso de reincidencia, se le hizo prometer que no comunicarla a nadie lo que acababa de ocurrir.

En el principio creyó don Melchor que aquello acabaría en esto solo;fpero no sucedió así. El siguiente dia todos los es- tudiantes fueron convocados a la capilla del seminario . Ha- bíanse instalado en ella tres inquisidores en torno de una mesa en que se hallaba un crucifijo, alumbrado por cuatro cirios. La capilla habia sido oscurecida cerrando todas las ventanas, para darle un aspecto lúgubre. Después de recitar algunas oraciones, uno de los inquisidores pronunció un cor- to pero enérjico discurso que produjo una profunda impre- sion~en todos los circunstantes. Dijo que uno de los alumnos del seminario habia cometido el crimen horrendo de leer un libro condenado por la iglesia, i que para que no cayera sobre

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ese joven el baldón de una perpetua infamia, el santo tribu- nal habia resuelto ocultar su nombre; pero que todos sus compañeros estaban en el deber de pedir a Dios en sus ora- ciones la remisión de un pecado tan abominable. Referia don Melchor que aquella aparatosa ceremonia produjo en todos sus compañeros la mas profunda impresión; i que él mismo guardó sobre este asunto una obstinada reserva hasta 182 1, época en que habiendo entrado a Lima el ejército libertador, el tribunal de la inquisición se desplomó como un edificio ruinoso i fué suprimido para siempre.

Después de mas de cinco años de permanencia en el semi- nario de Santo Toribio, don Melchor de Santiago Concha habia terminado sus estudios teolójicos i i jurídicos para optar al título de bachiller en ambos derechos. Obtuvo este grado en la universidad de San Marcos de Lima el 6 de se- tiembre de 1820. Inmediatamente comenzó a iniciarse en el ejercicio de la práctica forense al lado del doctor don Ma- nuel Pérez de Tudela que era considerado entonces una de las lumbreras del foro peruano.

Pero las circunstancias políticas eran poco propicias para

I. El estudio estenso i detenido de la teolojía era entonces indispensa- ble para obtener el título de abogado i para entrar al ejercicio de esta profesión. Así, el señor don Melchor de Santiago Concha, en el curso de sus estudios superiores, rindió en Lima nueve exámenes de teolojía, dis- tribuidos en la forma siguiente: 7 de diciembre de 1817, de lugares teoló- jicos i prolegómenos de teolojía: 10 de marzo de 18 18, de los atributos di- vinos: 9 de julio del mismo año, del misterio de la Santísima Trinidad: 2 de setiembre, de la creación; 4 de octubre, del pecado orijinal: 13 de di- ciembre, del misterio de la Encarnación; 18 de marzo de 18 19, de la gracia; 12 de mayo del mismo año, de los sacramentos en común; i 3 de agosto, de todos los sacramentos en particular. Todos estos exámenes se rendían en latin. En todos ellos fué 4aprobado por todos los votos», dice el libro del seminario.

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continuar los estudios. En 8 de setiembre de 1820 desem- barcaba en Pisco el ejército libertador que llevaba de Chile el jeneral San Martin, i comenzaba para Lima i para el Perú una serie de a jit aciones i de trastornos que por algún tiempo debian impedir el funcionamiento regular de la universidad i de los tribunales. Por otra parte, don Melchor de Santiago Concha, que se hallaba entonces en la edad de las mas ar- dientes espansiones del patriotismo, no podia permanecer tranquilo ante el espectáculo que en esos momentos ofrecia la lucha de la independencia americana. Los triunfos alcan- zados en Chile por las armas independientes en 1817 i 1818^ causa de grandes sinsabores en la corte de los virreyes i en el seno mismo de algunas de las familias con que don Mel- chor estaba mas relacionado, excitaron su entusiasmo juve- nil i lo llenaron de esperanzas por la suerte que en un por- venir no lejano estaba reservada a su patria. Pero el arribo de San Martin i la proclamación en 182 1 de la independen- cia del Perú bajo el amparo de la bandera chilena, lo pusie- ron fuera de sí, i casi le hicieron olvidar sus estudios.

Sin embargo, le era forzoso pensar en ellos para atender a la subsistencia de su famiha. Después de la batalla de Cha- cabuco, en 1817, su padre habia tenido que dejar el puesto de rejente de la real audiencia de Chile. El carácter tranqui- lo i bondadoso de este majistrado, la probidad que siempre habia desplegado en el ejercicio de sus funciones, i la firmeza con que de ordinario habia combatido las medidas represi- vas adoptadas por los realistas, lo ponian fuera del alcance de las persecuciones que naturalmente debian seguirse al triunfo de los patriotas. Pero don José de Santiago Concha, privado de su destino, sin ocupación alguna i sin espectati- va de obtenerla, creyó un deber de consecuencia el trasladar- se a España en 1820 i seguir la suerte de los mas fieles sos- tenedores de la causa del rei. Su esposa i sus hijos quedaron en Chile en una situación precaria, mui parecida a la orfan- dad i a la pobreza. Don Melchor, impuesto de este estado de cosas, se apresuró a volver a Chile sin haber obtenido el título de abogado, i llegó a nuestro país a principios de 1822.

Don Melchor de Santiago Concha

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Pocos meses mas tarde, la corte de apelaciones de Santiago le reconocía el título de bachiller en cánones i leyes i lo ad- mitía al estudio de la práctica forense.

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VI

Al pisar de nuevo el suelo de su patria, don Melchor de Santiago Concha contaba solo veinte i tres años de edad. No poseia siquiera el título de abogado, pero estaba revestido del prestijio de haber hecho con brillo sus estudios en la mas famosa universidad de toda esta parte de la América. Habia, por otra parte, adquirido en la lectura de libros fran- ceses, conocimientos que entonces no se daban en las univer- sidades americanas, i que por el contrario estaban proscri- tos de ellas. Esos estudios le habian permitido formarse un orden de ideas i de principios de libertad i de reforma que en Chile debian ser una novedad aun después de asegurada nuestra independencia. En 1822, don Melchor de Santiago Concha era ya lo que fué siempre, un liberal verdadero, de convicciones arraigadas e indestructibles, libre de las preo- cupaciones de todo orden que entonces avasallaban todavía los espíritus de la inmensa mayoría de sus compatriotas^ aun de aquellos que por su cultura relativamente superior, estaban destinados a figurar en la dirección de los negocios públicos.

En esa época (1822) debía reunirse en Santiago una con- vención constituyente encargada de dar una constitución a

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la República. Como no estuviesen representados todos los de- partamentos, la misma asamblea se creyó autorizada para llenar esos vacíos. Por este medio, designó para representar a Valdivia al célebre patriota Camilo Henríquez como dipu- tado propietario, i a don Melchor de Santiago Concha como suplente. Este último, sin embargo, no tomó parte alguna en los trabajos de la convención. Camilo Henríquez, que ocupó en ella el puesto de secretario, i que en realidad fué el alma de esa asamblea, no faltó jamas a sus sesiones, i por tanto no dio entrada a su suplente.

En julio del año siguiente de 1823, obtenía don Melchor el título de abogado. Cada una de las pruebas a que eran sometidos los aspirantes a ese título, fué para él motivo de una honrosa recomendación. Los abogados que lo examina- ron, fueron el doctor don Bernardo Vera i los licenciados don Agustín Vial i don Modestó Antonio de Villegas. «Con- sideramos al examinando, dijeron éstos, no solo acreedor a ser admitido en el foro, sino que formamos la mejor espe- ranza en sus luces». La corte de apelaciones, por su parte, certificó que don Melchor había contestado en su examen «con la instrucción correspondiente a la aptitud de jurispru- dencia práctica i demás puntos». Pero apenas había entrado al ejercicio de la profesión, se vio distraído por el desempe- ño de diferentes cargos públicos. En octubre de ese mismo año fué nombrado por el cabildo de Santiago, asesor de los alcaldes que, como se sabe, tenían entonces a su cargo la ad- ministración de justicia en primera instancia. Poco mas tarde, cuando la constitución de 1823 creó los juzgados de letras que debían desempeñar abogados titulados, don Mel- chor de Santiago Concha, a propuesta de la corte suprema de justicia, fué nombrado, con fecha de 24 de abril de 1824, juez de letras del departamento de Coquimbo, que según la división administrativa de esa época, comprendía todo el estenso territorio que hoí forman las dos provincias de Co- quimbo i de Atacama.

Don Melchor de Santiago Concha tomó posesión del juzgado el 26 de mayo, pero no lo desempeñó sino un mes escaso. Se-

Doíí Melchor de Santiago Concha 273

gun su renuncia, temia que el clima de Serena comprome- tiese su salud; pero en realidad habian mediados motivos de otro orden. En un proceso criminal habia recibido bajo la mayor reserva ciertas confidencias secretas que lo ponian en la alternativa o de faltar a sus compromisos de caballero o a sus deberes de juez. En esa situación halló mas espedito dejar el puesto. El ministro de gobierno, don Diego José Be- navente, al aceptar la renuncia de don Melchor con fecha 7 de julio, emplea palabras i conceptos que revelan el aprecio que ya se hacia de su persona i de su carácter. «Satisfecho, decia, de la rectitud, integridad i celo público que caracte- rizan la persona de Ud., el supremo director siente profun- damente privar a la patria de sus luces i desprenderse de un buen funcionario que ha sabido desempeñar sus deberes tan a satisfacción del gobierno que la misma confianza que le manifiesta es el testimonio mas honroso de su conducta».

TOMO XII— 18

VII

I

Durante su corta residencia en la Serena, contrajo don Melchor una amistad que debia tener grande influencia en su carrera posterior. Era entonces gobernador-intendente del departamento de Coquimbo el jeneral don Francisco Anto- nio Pinto. Hombre culto i afable, ilustrado por una lectura abundante i variada i por sus viajes en Europa i en América, profesaba también los principios progresistas liberales, i es- taba convencido de que la revolución de la independencia no seria mas que un simple cambio de gobierno pero no de sistema político i social, si se dejaban en pié las antiguas instituciones i mas que todo las preocupaciones coloniales. Aunque catorce años mayor que don Melchor, el jeneral Pin- to dispensó a éste su amistad i su confianza, i contribuyó sin duda alguna a fortificarlo en sus convicciones políticas i reformistas.

Casi al mismo tiempo regresaron ambos a Santiago. Don Melchor volvía a mediados de julio a abrir su estudio de abogado, i el jeneral Pinto se había venido poco antes a ha- cerse cargo del ministerio de gobierno a que lo llamaba el supremo director don Ramón Freiré. Suspendida entonces la constitución de 1823, el gobierno pudo introducir numerosas

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reformas en la administración pública, una de las cuales fué el restablecimiento de un juzgado especial de comercio, co- nocido desde los tiempos de la colonia con el nombre de tribunal del consulado. Compuesto de comerciantes, debia sin embargo tener un asesor letrado encargado de ilustrarlo con su informe en los casos de derecho. Por decreto de 17 de agosto de 1824, que lleva la firma del director Freiré i de su ministro Pinto, don Melchor fué nombrado asesor letrado i secretario del consulado de Santiago, funciones que desem- peñó durante algunos años, sin que le impidiesen ejercer la abogacía ante los otros tribunales de la república.

Hasta entonces, don Melchor Santiago Concha no habia desempeñado papel alguno en la política. Durante las ajita- ciones del año 1825, fué simple espectador, o si manifestó sus simpatías por el gobierno existente contra las tentativas de los o'higginistas fué solo en su carácter de simple ciuda- dano. Pero en mayo del año siguiente se hicieron en todo el país las elecciones para un nuevo congreso que debia reu- nirse dos meses después. En ellas cupo a don Melchor el pues- to de diputado suplente por las delegaciones de Combarbalá i de Illapel. Se sabe que son mui escasas i deficientes las noticias que se tienen sobre los debates de aquellos antiguos congresos. Los periódicos del tiempo sohan publicar reseñas mui sumarias de las sesiones que celebraban esas asambleas, pero esas cortas indicaciones, no bastan en manera alguna para darnos una noción de sus trabajos ni para apreciar las ideas i los propósitos de sus hombres mas prominentes. Ig- noramos por esta causa en cuáles de aquellas discusiones tomó parte don Melchor de Santiago Concha, pero sabemos que combatió entonces con grande enerjía i con buen resul- tado los enrolamientos forzosos con que se llenaban las bajas en el ejército, i que ademas en ese congreso de 1826 le tocó desempeñar un noble papel. Habia estallado en Chiloé una insurrección preparada i ejecutada en nombre del jeneral O'Higgins. El presidente interino don Manuel Blanco Enca- lada, en el primer momento de exaltación que tales sucesos debieron producir en su ánimo, ocurrió al congreso a princi-

Don Melchor de Santiago Concha 277

pios de agosto de ese año para pedirle amplias facultades, i la adopción de ciertas medidas que importaban la proscrip- ción de O'Higginis del suelo de la patria a que habia consa- grado tanta abnegación i tantos sacrificios. Este asunto di6 lugar a largos debates i a complicados incidentes, después de los cuales fué rechazada la proposición del ejecutivo. Don Melchor de Santiago Concha, aunque alistado en las filas de los adversarios de O'Higgins, sostuvo entonces con toda en- tereza que los inmensos servicios prestados por éste a la causa de la independencia, debian declararlo inviolable; i que ningún diputado podia sin deshonra votar la proscripción de tan ilustre i meritorio ciudadano. Cuando en años posterio- res censuraba a O'Higgins por no haber planteado en Chile bajo su gobierno tales o cuales reformas proclamadas por la escuela liberal, don Melchor se sentia sin embargo satisfe- cho de haber contribuido con su palabra i con su voto a im- pedir que se sancionase una medida que a su juicio habria sido un baldón para el congreso que hubiera votado.

VIII

La actituddecididae independiente de don Melchor de San- tiago Concha en el congreso del año de 1826, estableció su cré- dito i su personalidad política. Desde esa época se le ve figu- rar, a pesar de sus cortos años, entre los hombres mas carac- terizados del pais i ocupar altos puestos públicos. Las dificultades entre el ejecutivo i el congreso de que hemos hablado, habian decidido la renuncia del jeneral Blanco en setiembre de ese año. Con el título de vice-presidente de la república fué elevado al gobierno el ciudadano don Agustín de Eizaguirre, cuya administración fué también turbada con motines i embarazos de varias clases, que eran el resul- tado natural de la inesperiencia del pais en la práctica del gobierno libre. El nuevo mandatario ofreció a don Melchor el cargo de ministro de hacienda (17 de enero de 1827); pero aunque este puesto debía excitar la ambición natural de un joven de veintiocho años, no le fué posible aceptarlo. «Su excelencia el vice-presidente de la república, decía el minis- tro don Manuel J . Gandarillas al comunicar a don Melchor en 19 de eneróla aceptación déla renuncia, siente profun- damente que sus circunstancias particulares no le permitan

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desempeñar este destino a que habia sido llamado por sus luces, por su probidad i por su patriotismo».

Desempeñaba a la sazón don Melchor de Santiago Concha, ademas del puesto de asesor del consulado, el cargo munici- pal de procurador de ciudad. A fines de mayo i a principios de junio de 1827 ocurrieron en casi todo Chile lluvias to- rrenciales de varios dias que produjeron creces estraordina- rias en los rios, i daños de la mayor consideración en los campos i en las ciudades. En Santiago, el Mapocho tomó proporciones de que no habia recuerdo ni tradición, salió de su cauce e inundó los barrios del norte dejando sin hogar a millares de familias, en su mayor parte de la clase mas po- bre de la sociedad. La avenida, ademas, habia destruido varios molinos, i tanto en Santiago como en los campos ve- cinos, habia ocasionado la pérdida de algunos graneros i depósitos de víveres. En esta situacion,i ante la espectativa de una hambre pública, algunas personas caritativas, i el cabildo mismo, desplegaron gran celo para dar albergue, ali- mento i ropa a tantos infelices. Don Melchor de Santiago Concha mostró en esas circunstancias una actividad incan- sable. Recojió entre los vecinos erogaciones en dinero i en especies, excitó la caridad pública, se proporcionó los recur- sos mas indispensables para socorrer a tantos desgraciados, i consiguió asilar al mayor número de ellos en los conventos o en propiedades particulares.

En esas circunstancias, un anciano venerable que vivia alejado de la cosa pública, pero que volvia gustoso a ella cada vez que habia que proponer alguna medida de utilidad jeneral, don Manuel Salas, propuso al gobierno la adopción de algunas medidas trascendentales para la reconstrucción de los barrios inundados. El jeneral Pinto, que en esos mo- mentos gobernaba la república en el carácter de vice-presi- dente, nombró por decreto de 12 de junio una comisión de vecinos ilustrados para estudiar el proyecto de Salas; i en ella dio un puesto al procurador de ciudad, cuyos servicios en aquella ocasión quedaban espresamente reconocidos. Des- graciadamente, la situación económica del pais, la escasez de

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las rentas nacionales, i la pobreza jeneral por la suerte pre- caria de casi todas las industrias de Chile en esa época, ha- cían infructuoso cualquier esfuerzo con que se pretendiese acometer obras de esa naturaleza.

IX

El congreso de 1826, en que habia hecho su estreno parla- mentario don Melchor de Santiago Concha, se disolvia en junio del año siguiente sin haber dado al pais la constitución que se le habia pedido, i sin haber resuelto ninguna de las cuestiones mas vitales de organización política i administra- tiva. Las porfiadas contiendas entre federales i unitarios ocuparon la mayor parte de su tiempo; i al fin, ese congreso, desprestijiado ante la opinión, fué disuelto al mismo tiempo que el vice-presidente de la república convocaba otro que debia reunirse el 12 de febrero del año siguiente.

Este es el famoso congreso constituyente de 1828, en que cupo a don Melchor de Santiago Concha el honor de desem- peñar un papel mui distinguido. Gozaba entonces de tan gran prestijio entre los liberales, que en las elecciones verificadas en los dias 12 i 13 de enero de ese año, resultó designado re- presentante de dos distintos departamentos, de Santiago i de Santa Rosa de los Andes. Don Melchor optó por este úl- timo; i se presentó al congreso lleno de ardorosas ilusiones sobre el resultado de la obra que se iba a emprender, i re- suelto a poner de su parte todo el empeño imajinable para dotar a su pais de una constitución verdaderamente liberal.

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Abrió sus sesiones el congreso constituyente el 25 de febre- ro. Uno de sus primeros acuerdos fué la designación de una comisión que se encargase de preparar el proyecto de cons- titución que debia servir de base a los debates de la asam- blea. La elección de los congresales recayó en don Francisco Ramón Vicuña, don Francisco Ruiz Tagle, don José Maria Novoa, don Melchor de Santiago Concha i don Francisco Fernández. Comenzaron éstos sus trabajos designando para su presidente al primero de los nombrados, en cuya casa se reunian, i para secretario al último de ellos.

Habia en el seno de aquella comisión la mas notable diver- jencias de opiniones, sobre todo éntrelas ideas esencialmente conservadoras de Ruiz Tagle i los principios liberales i de- mocráticos de Concha i de Fernández. Queriendo regularizar el debate, i que hubiese una base sobre la cual pudiese re- caer la discucion, se acordó que cada uno de los cinco comi- sionados presentara en esqueleto un plan del código consti- tucional. Con pequeñas modificaciones, mereció la aprobación el proyecto elaborado por don Melchor. Confiósele entonces el encargo de darle la forma dispositiva, de relacionar sus di- versas partes i de introducir en los detalles las ideas domi- nantes en el seno de la comisión. Don Melchor ej«ecutó este trabajo con toda actividad, i con todo el esmero que le fué dado poner; pero la redacción definitiva que dio a su pro- yecto, si bien arreglada i bien dispuesta en su estructura i en su fondo, se resentia de graves defectos en su forma lite- raria. A consecuencia de la dirección dada a sus estudios, de la lectura constante de libros escritos en otros idiomas, sobre todo en francés, i a la ninguna práctica de leer libros españo- les, don Melchor escribia con poca soltura nuestra lengua, incurría en frecuentes incorrecciones i daba a su pensamiento una redacción defectuosa, i a veces oscura. La comisión de que hablamos, encontrando quizá estos inconvenientes en el proyecto de constitución presentado por don Melchor, i que- riendo seguramente que ese código fuese revestido de una excelente forma literaria i de lamas esmerada claridad, acor- dó que su secretario don Francisco Fernández lo sometiese,

Don Melchor de Santiago Concha 285

antes de darlo a la prensa, a una nueva revisión con el lite- rato mas notable que habia entonces en Chile.

Era éste don José Joaquín de Mora, escritor español de conocimientos latos i variados, i de una admirable facilidad de estilo. Estrechamente unido al gobierno liberal de esa época, a quien servia de consejero en muchas ocasiones, Mora tomaba grande interés por los trabajos administrati- vos, i con frecuencia se encargó de la redacción de algunas leyes i de importantes documentos públicos. Mediante un trabajo de pocos dias, dio al proyecto de constitución una forma mucho mas literaria, una redacción mucho mas co- rrecta, i aquella precisa i sólida claridad que debe ser la primera condición de un código de esa clase. Don Melchor, que nos referia estos incidentes, contaba que en esta revisión se introdujeron en el proyecto dos artículos de los cuales no tuvo conocimiento sino después que estuvo impreso, i que contenian disposiciones contrarias a sus principios políticos. A pesar de esto, el proyecto fué presentado al congreso el 30 de mayo de 1828 con una discreta esposicion que le sirve de proemio i de defensa de sus disposiciones. Dos meses des- pués, el 8 de agosto, sancionado por el congreso, era jurado como lei fundamental de la República.

No tenemos para qué hacer aquí el análisis de aquella constitución ni para qué repetir los juicios que acerca de ella se han dado en otras ocasiones. Puede creérsela poco adap- table al estado político i social de nuestro pais en aquella época; pero no puede desconocerse que era inspirada por sentimientos perfectamente liberales, que era la espresion clara i precisa de esos principios, i que por su disposición je- neral i hasta por su notable redacción no se prestaba a am- bigüedades ni a torcidas interpretaciones. Reconociendo la organización central i unitaria en el gobierno, aquel código conciliaba sin embargo ese sistema con las exij encías de los que pedían la federación, dejando a las asambleas provin- ciales una lata libertad de acción. Obedeciendo a los princi- pios liberales, fijaba límites estrictos a la autoridad del eje- cutivo i sancionaba todas las bases fundamentales del siste-

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ma democrático. Ante la de 1828, las otras constituciones que hasta entonces habia tenido Chile eran leyes restrictivas i anti-liberales por su fondo, i mas o menos desordenadas e incorrectas en su forma.

El congreso constituyente continuó funcionando hasta fines de enero de 1829. En este tiempo sancionó dos leyes importantes, la de elecciones i la de imprenta, concebidas ambas en un espíritu igualmente liberal i democrático. Don Melchor de Santiago Concha fué también el principal autor de la primera de ellas; pero su proyecto pasó por la revisión de don José Joaquin de Mora, i de otras personas hasta re- cibir la forma en que fué sancionado. Desgraciadamente, to- das aquellas reformas iban a quedar sin aplicación. Los le- jisladores se habian adelantado a la situación política del pais creando instituciones que no podían plantearse en me- dio de la lucha de las pasiones i de los intereses que estaban en excitación. Así, pues, las alarmas de revuelta i los moti- nes militares no habian cesado de inquietar al gobierno du- rante los trabajos del congreso constituyente; i lejos de cal- marse después de la promulgación del nuevo código, se hizo inmediatamente mucho mas grave i mucho mas difícil aquel estado de cosas.

X

Don Melchor de Santiago Concha, que habia abrazado la causa liberal con todo el ardoroso entusiasmo de la juven- tud, i que la servia con la mas jenerosa abnegación, descui- daba casi por completo sus negocios particulares i su estudio de abogado. En esos momentos, no se preocupaba de otra cosa que de los asuntos políticos. Su incansable laboriosidad, la intelijencia que habia desplegado en aquellas luchas, la moderada entereza con que en toda ocasión defendia sus ideas, le habían granjeado un gran prestí jio, i a pesar de su juventud, lo habían colocado en primera fila entre los mas distinguidos sostenedores de la causa liberal. Lo hemos vis- to, en efecto, desempeñar un papel muí importante en la formación de la constitución de 1828 i de las leyes orgánicas que la completaban; pero en esa misma época ocupaba tam- bién otros cargos que nos bastará enumerar para dar a co- nocer la consideración que entonces merecía de sus correli- jionaríos políticos.

Antes que estuviera vijente la nueva leí sobre la prensa, don Melchor desempeñaba, según el anterior réjimen legal, el cargo de protector de la libertad de imprenta. Era al mis- mo tiempo rejidor del cabildo de Santiago, de que habia sido

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procurador un año antes. En i8 de diciembre de 1828 fué nombrado miembro de la junta de educación, i en 25 de fe- brero de 1829, se le llamó a desempeñar interinamente el alto cargo de fiscal de la corte suprema de justicia. El con- greso constituyente, al disolverse, elijió la comisión perma- nente que debia funcionar hasta la reunión del congreso le- jislativo; i en ella dio a don Melchor el segundo lugar. En nuestro pais, como se sabe, no han sido numerosos los casos en que un hombre público haya alcanzado honores análogos al cumplir los treinta años de edad.

El congreso lejislativo se reunió en Valparaíso el 4 de se- tiembre de 1829. Don Melchor de Santiago Concha, que habia sido elejido diputado por la capital, fué designado por sus colegas para ocupar la presidencia de esta cámara. Pero, no fué ésta la única prueba de confianza que en esas circuns- tancias recibió del congreso. Según la nueva constitución, el nombramiento de miembros propietarios de la suprema corte de justicia, correspondía a las dos cámaras lejislativas, reu- nidas al efecto en una asamblea jeneral. Tuvo lugar esa reu- nión el 16 de setiembre; i en ella don Melchor fué confirmado en el puesto de fiscal de la corte suprema. La revolución que antes de muchos meses derrocó ese gobierno i trastornó todo aquel sistema, vino a dejar sin efecto este nombramiento.

XI

No tenemos para qué contar aquí las peripecias de aquella revolución trascendental. Don Melchor de Santiago Concha asistió a aquellas ardorosas luchas en las filas liberales, i des- plegó la entereza mas incontrastable en la defensa de sus principios junto con una moderación caballeresca respecto de las personas de sus adversarios. Su patriotismo leal i desin- teresado, le hizo concebir la ilusión de llegar a un avenimien- to con el jefe de la insurrección. Pensaba que aunque ese avenimiento trasfiriese el poder a manos de los revoluciona- rios, evitaria la efusión de sangre i dejaría en pié el réjimen planteado por la constitución de 1828. Entró en negociacio- nes con algunos de los miembros mas influyentes del bando contrario; pero las pasiones estaban mui encendidas para que no fracasaran aquellas tentativas de avenimiento.

Asegurado el triunfo definitivo de la revolución en abril de 1830, don Melchor quiso volver a la vida privada. Sus ami- gos, sin embargo, se ajitaban todavía tratando de mantener la resistencia por la prensa i por las elecciones, i aun algunos de ellos por medio de desacordadas tentativas de contra-

TOMO XII. 19

290 Estudios Biográficos

revolución. Sus compromisos i sus convicciones arrastraron a don Melchor a tomar parte en esta nueva lucha, pero sin salir de las vias legales, en la redacción de varios periódicos de esa época.

Aun en esas circunstancias, con fecha de 24 de noviembre de 1830, la corte de apelaciones lo nombraba vocal suplente; i por mas que contrariara a don Melchor el desempeñar estas funciones, no pudo desentenderse de ellas durante dos años, porque no se queria admitirle la renuncia. En esa misma época, el gobierno habia convocado a los pueblos a un con- greso que debia reunirse el I. o de junio de 1831. Formas que las elecciones se hicieron bajo la presión de la victoria de los conservadores, algunos liberales prestijiosos fueron aclamados en varios pueblos de la República, i unos cuantos de ellos alcanzaron el triunfo en los comicios. Uno de éstos fué^don Melchor de Santiago Concha, a quien cupo el honor de' la diputación por el departamento de Elqui. Sin embargo» no pudo tomar mas que una parte limitada en las delibera" ciones de esa asamblea.

En el congreso de 183 1 se discutieron con mucho calor al- gunos de los actos del nuevo gobierno, i sobre todo el haber dado de baja a los militares que no hablan querido recono- cerlo legalmente; pero la mas importante de sus resoluciones fué la declaración de la necesidad de reforma inmediata de la constitución de 1828, i la organización del congreso cons- tituyente que debia llevar a cabo esta reforma. La revisión de aquel código bajo la influencia de la reacción conservado- ra, debia naturalmente hacerse en un sentido mucho menos liberal que el que habia inspirado a los constituyentes de 1828. Los hombres de convicciones i de principios sincera- mente liberales que figuraron en aquella asamblea, fueron desde el primer momento adversarios francos i resueltos de la reforma. Se comprende fácilmente que el congreso de 183 1 al elejir a los individuos que debian componer la nueva cons- tituyente, no diera lugar en ella a don Melchor de Santia- go Concha ni a ninguno de los hombres que por la fijeza de sus principios liberales i por la entereza de su carácter, pu-

Don Melchor de Santiago Concha 291

dieran embarazar la reforma constitucional. Así, pues, la clausura del congreso lejislativo de 1831 puso término por largos años a su carrera política.

XII

Hemos dicho que faltan los documentos para estudiar la historia de aquellas antiguas asambleas, i para apreciar el papel que en ellas desempeñaron tales o cuales hombres. Si no podemos conocer la participación que don Melchor de Santiago Concha tuvo en todas las reformas que entonces se Uevaron a cabo, sabemos que en la asamblea constituyente de 1828 i en los congresos lejislativos fué uno de los campeo- nes mas resueltos de los principios liberales. En su defensa mostró la convicción mas profunda i honrada unida a la mas perfecta moderación en la forma. A su iniciativa se debieron muchas de las garantías liberales consignadas en la constitu- ción de 1828 i en diversas leyes de esa época; pero en los de- bates sostuvo ademas otros principios que debían abrirse camino mas tarde o mas temprano. Contábanse entre éstos la supresión de la pena de muerte por delitos políticos, la abolición de la pena de azotes 1, la abolición de la prisión por deudas, i el establecimiento de la tolerancia relijiosa.

I . La primera tentativa que en Chile se hizo para abolir la pena de azo- tes fué una moción presentada por Camilo Henríquez en 9 de agosto de 1822 a la convención constituyente de ese año. Esa pena fué suprimida

294 Estudios Biográficos

Refería don Melchor que en el seno de la comisión encar- gada de preparar el proyecto de constitución de 1828, él se avanzó a proponer el reconocimiento esplícito i terminante de este último principio. Esta indicación, sin embargo, aun- que contó con el apoyo de don Francisco Fernández, fué ar- dorosamente combatida por don Francisco Ruiz Tagle i por don Francisco Ramón Vicuña. Convencido al fin de que ese principio no seria aprobado jamas, don Melchor se contentó con dejar sancionado el artículo 4.° en la forma siguiente: «Nadie será perseguido ni molestado por sus opiniones pri- vadas». Pero, en el informe con que fué pasado a la asam- blea el proyecto de constitución, cuidó ademas de dejar con- signada la interpretación que debia darse a ese artículo. «Los pueblos chilenos, decia, quieren la relijion de sus pa- dres que es la católica, apostólica, romana, i no quieren otra; pero no propenden a una intolerancia feroz, como la que se- ñaló los dias del yugo colonial. El proyecto de constitución ofrece suficiente garantía a los estranjeros de otras creencias, prohibiendo toda especie de persecución por opiniones pri- vadas».

por un senado consulto de junio del año siguiente, pero fué restablecida mas tarde. Don Melchor la combatió en toda ocasión con una tenacidad incontrastable.

XIII

La caida del partido liberal, su separación absoluta de la dirección de los negocios públicos, alejaron por cerca de treinta años a don Melchor de los puestos en que podia ha- cer o ir su voz i ejercitarla lejítima influencia de su prestijio. Durante quince años, vivió consagrado casi esclusivamente al ejercicio de la abogacía, conquistándose a la vez que la reputación de la mas sólida e inalterable probidad, una de las posiciones mas ventajosas del foro chileno. En 1842, al crearse la universidad de Chile, el gobierno le dio uno de los puestos en la facultad de leyes i ciencias políticas, al lado de los jurisconsultos mas distinguidos que entonces tenia el pais.

Si el ejercicio de la abogacía daba en esos años este pres- tijio, producía en cambio utilidades pecuniarias que no guar- daban relación con el trabajo i con las fatigas que imponía. En 1846, don Melchor, en posesión de una modesta fortuna, cerró su estudio i se hizo agricultor en una hermosa hacien- da del departamento de Melipilla. Catorce años de tarea continua e intehjente le permitieron labrarse una posición regularmente holgada, i buscar en el seno de la familia el

296 Estudios Biográficos

descanso que reclamaba su edad, i a que era justamente merecedor.

Durante este período de cerca de treinta año?, desde 1831 hasta 1859, en que estuvo alejado de toda intervención di- recta en la política, don Melchor no dejó de seguir con el mas vivo interés la marcha de los sucesos que interesaban al engrandecimiento i a la prosperidad de la patria, o que importaban un progreso de las ideas liberales. Al acercarse la renovación de presidente de la República en 1841 i en 1851, su nombre volvió a aparecer éntrelos que se afanaban por llevar al poder un candidato liberal. Pero don Melchor tuvo ademas otra esfera en que prestar sus servicios a sus correlijionarios políticos. Se sabe que durante esos treinta años, fueron frecuentes los procesos por el delito verdadero o imajinario de conspiración. Bajo el primer decenio del go- bierno conservador, don Melchor fué el defensor obligado del mayor número de los procesados, i esa defensa debió atraerle un penoso trabajo i los mas amargos sinsabores.

XIV

Su verdadera reaparición en las luchas políticas data, como ya dijimos, de una época mui posterior. En marzo de 1858, don Melchor de Santiago Concha habia sido elejido diputado por Melipilla. Pero no hizo su aparición en el con- greso sino el año siguiente, en circunstancias bien difíciles. El gobierno acababa de sofocar una revolución, i se empe- ñaba en reprimir con mano ñrme todos los jérmenes de insu- rrección. El 18 de setiembre de 1859 había, estallado en Valparaíso un sangriento motín popular que fué vencido fá- cilmente por la tropa, pero en que pereció el intendente de la provincia. Estos sucesos habían provocado la mas rigo- rosa represión, prisiones, procesos, destierros, fusilamientos. Los pocos liberales que tenían entonces un asiento en el congreso, casi en su totalidad estaban presos o desterrados; i todo dejaba ver que era mui peligroso el contrariar por cualquier medio la acción o las intenciones del gobierno. Don Melchor, sin embargo, se presentó valientemente al congreso a sostener los principios de toda su vida, i a dar a los go- bernantes los consejos mas sanos i prudentes para salir de aquella situación.

En la sesión que la cámara de diputados celebró el 22 de

298 Estudios Biográficos

setiembre, don Melchor presentaba un estenso i bien elabo- rado proyecto de reforma de la constitución política. Pro- poníase demostrar que las revoluciones no se sofocan con los fusilamientos i los destierros, sino con la remoción franca i resuelta de las causas que la producen. A su juicio, la liber- tad era el único remedio contra los males que se lamenta- ban. La moción de reforma constitucional fué rechazada en medio de las ardientes imprecaciones i de las mas esplícitas muestras de disgusto, pero el tiempo vino en breve a dar la razón a don Melchor de Santiago Concha. Muí poco mas tarde, una provechosa esperiencia demostraba prácticamente que la reforma liberal de nuestras instituciones, no solo no ofrecía ningún peligro, sino que debia poner término defini- tivo a las revueltas i perturbaciones.

El año siguiente don Melchor sostuvo en la cámara, en compañía con otros tres diputados liberales, una valiente i honrosa campaña. El gobierno había presentado al Congreso un proyecto revestido con el nombre de lei de responsabili- dad civil, pero en el cual se establecía propiamente la confis- cación por delitos políticos. Don Melchor de Santiago Concha salió resueltamente a combatir aquel proyecto, i sin ser un orador en toda la estension de la palabra, alcanzó un verda- dero triunfo parlamentario. En los discursos que pronunció con este motivo no es posible dejar de admirar la sinceridad de sus convicciones liberales, la elevación de sus propósitos i la rectitud de su juicio. Don Melchor i sus compañeros en aquel debate, salieron derrotados ante la votación de la cá- mara; pero vencedores ante la opinión nacional. La lei de responsabíHdad civil, aunque modificada en el congreso, en un sentido menos violento, nació muerta. Fué derogada an- tes de mucho tiempo; i su recuerdo se conserva como el de uno de los mas deplorables errores que la pasión haya hecho cometer a los partidos políticos de Chile.

XV

El cambio ocurrido en la dirección de los negocios públicos de Chile desde 1861, encontró a don Melchor de Santiago Concha invariable en las opiniones que habia sostenido con tan profunda convicción treinta años atrás. Pero su edad ya bastante avanzada, no habia de permitirle tomar una parte principal en la política activa militante.

En este último período de su vida, don Melchor ocupó, sin embargo, los puestos de diputado, senador i de consejero de astado. Diputado por Santiago en 1864, tres años después era elejido por Valparaíso. En virtud de las elecciones de 1870, pasó a ocupar un asiento en el senado, i perteneció a este cuerpo hasta que se hizo su renovación completa en 1876 a consecuencia de la reforma de la constitución. Desde 1874, hasta 1881 no cesó de formar parte del consejo de estado, por nombramiento del presidente de la República durante los dos primeros años, i por elección del senado los cinco siguientes. En este tiempo, ademas, ejerció, por elección de sus colegas, la vice-presidencia del consejo de estado.

A pesar de su edad avanzada, i de las dolencias consi- guientes a ella, don Melchor de Santiago Concha conservaba

300 Estudios Biográficos

su intelijencia i su enerjía moral, tomaba parte en las discu- siones, las ilustraba con sus estudios i con su esperiencia, i ejercia sin aparato i sin pretenderlo, una noble i lejítima in- fluencia en la dirección de los negocios públicos. Firme e inamovible en sus antiguas convicciones, don Melchor es- tuvo hasta sus últimos dias al lado de toda reforma liberal. En su venerable vejez les prestó el apoyo que podia darles el alto prestijio de su nombre, así como en su juventud les prestó la colaboración de su ardorosa actividad i de su ilus- trada iniciativa. Mas feliz que todos los que con él se hicie- ron en los primeros tiempos de la República, los iniciadores de las reformas liberales, don Melchor de Santiago Concha alcanzó a ver convertida en lei una buena parte de las inno- vaciones que él había defendido en su juventud, i que por largos años fueron combatidas por los partidos vencedores.

XVI

Las dotes de carácter que distinguían a don Melchor de Santiago Concha no tenian nada de artificial ni de aparatoso. Era imposible hallar un hombre mas sincero en sus afeccio- nes i mas convencido en sus propósitos. Llevando a la vida privada la misma rectitud de miras, la misma suavidad de trato, la misma induljencia para con los demás, habia for- mado en torno suyo un hogar tranquilo i placentero en que reinaba sin interrupción la mas perfecta felicidad do- méstica.

Contribuían a este resultado la intelijencia clara i pene- trante i las altas virtudes de una esposa admirable. En oc- tubre de 1833, don Melchor habia contraído matrimonio con la señora doña Damiana Toro, i habia formado en seguida una familia ejemplar por el cariño i por la unión. Durante cincuenta años, su casa fué el centro de reunión de sus deu- dos i de sus numerosos amigos; i allí se deslizaban tranqui- los los años del ilustre anciano. Todo parecía contribuir a mantener ese bienestar. Si su edad avanzada no le permitía ya el libre ejercicio de sus miembros, i le impedia andar con soltura i desembarazo, don Melchor, como los hombres de espíritu cultivado, encontraba en la lectura el mas agrada- ble pasatiempo. Hasta un mes antes de su muerte, fué un lector asiduo de la Revue des deux mondes. Era agradable

302 Estudios Biográficos

observar el vivo interés con que en sus últimos años seguia el movimiento político europeo.

Una serie de súbitas desgracias vino a acelerar el fin na- tural de su existencia. A mediados de marzo de 1883, don Melchor perdia un yerno querido, don Pedro García de la Huerta, caballero dotado de las mas nobles i estimables prendas de carácter. «Yo había creído, decía con los ojos ba- ñados de lágrimas, que mis ochenta i cuatro años me ha- brían libertado de esta situación. Nunca creí que a esta edad tendría que llorar la pérdida de mis hijos». Sin embargo, lo- gró sobreponerse en parte a su aflicción, i mes i medio mas tarde parecía haberse tranquilizado un poco.

Pero entonces recibía mas inesperadamente todavía un nuevo golpe que debía afectarle mas profundamente. Su dis- tinguida esposa, la excelente compañera de cincuenta años de inalterable felicidad doméstica, fallecía casi repentina- mente el día 2 de mayo, de resultas de un violento ataque apoplético. Don Melchor pareció recibir con alguna resigna- ción ese golpe fatal. Conservó cierta aparente tranquilidad durante unos pocos días, bien se le veía reconcentrado i silencioso. Sin embargo, un pesar amargo i desgarrador agobiaba su espíritu i aniquilaba su salud. Una fiebre lenta consumía sus fuerzas sin que ni la ciencia de los médicos, ni los cuidados de sus hijos fuesen capaces de contenerla. Por fin, el 26 de mayo de 1883, poco antes de la nueve de la ma- ñana, el ilustre anciano espiraba tranquilamente rodeado de sus hijos i de las personas que le eran mas queridas. Las circunstancias todas de su muerte revelaban la grandeza i la ternura de su alma.

XVII

Hubiéramos querido terminar esta reseña biográfica con- signando en seguida los rasgos distintivos del carácter de don- Melchor de Santiago Concha para dejar trazado en pocas li- neas su retrato moral. Ese retrato ha sido bosquejado con singular maestría en un discurso majistral que con palabra conmovida pronunciaba don Miguel Luis Amunátegui el 27 de mayo al borde del sepulcro del viejo servidor de la causa liberal. Ese notable discurso es el mejor epilogo con que podríamos poner término a estas pajinas.

Helo aquí:

«Concededme, señores, el honor, el alto honor de ser el in- térprete fiel, aunque conmovido, del duelo público que aquí nos ha congregado.

«No podemos separarnos en silencio de una sepultura como ésta.

«Asistimos a los funerales de un patriota egrejio, cuya vida perfectamente empleada, encierra provechosas lecciones que nos importa mucho retener.

«Don Melchor de Santiago Concha ha sido uno de los pa- triarcas de la libertad en Chile: i por eso no debemos entre-

304 Estudios Biográficos

gar a la tierra su ataúd sin que una voz amiga recuerde, si- quiera someramente, sus relevantes prendas.

«El ilustre ciudadano que acabamos de perder ha'prestado al país entero servicios valiosos i eminentes con una abnega- ción de que hai pocos ejemplos.

«Aunque pertenecia a una de las familias mas encumbra^ das de la América, patrocinó con celo i entusiasmo el esta- blecimiento de las instituciones democráticas.

«Sus entronques i conexiones le vinculaban'¡al réjimen an- tiguo; pero su jenerosidad nativa, i su instrucción le llevaron desde temprano a alistarse entre los mas ardientes propa- adores de las innovaciones políticas i sociales.

«A pesar de ser un hombre pudiente de posición holgada, abrazó la causa de los pobres i de los desheredados.

«Durante su prolongada existencia, fué uno de los cam- peones mas denodados de la libertad, peleando por ella i para ella reñidos combates.

«Dotado de una intelijencia perspicaz i exenta de preocu- paciones añejas, promovió sin tregua ni reposo la reforma de nuestro código fundamental; i tomó una parte importan- tísima en esta laboriosa tarea.

«En su concepto, la constitución escrita de un pueblo de- bía asemejarse a la toga viril, que permite el conveniente desenvolvimiento i el fácil ejercicio del cuerpo, i no a la ca- misa de fuerza, que lo comprime i paraliza.

«Con el mismo ahinco, trabajó en que se derogasen o mo- dificasen todas las leyes opresivas, que 'menoscababan en algo las'garantías individuales, o la dignidad humana.

«Don Melchor de Santiago Concha sirvió al sistema liberal no solo en la prensa i en el congreso, sino también en el hogar doméstico, donde era consultado amenudo por sus co- relijionarios, que tributaban acatamiento a su sagacidad i prudencia.

«Era un estadista de criterio seguro i de corazón bien pues- to, cuyos consejos merecían ser escuchados i adoptados.

«Consecuente con los severos principios que guiaban su conducta, siguió siempre la línea recta, sin esos estravíos i

Don Melchor de Santiago Concha 30o

esas variaciones a que la pasión o el interés arrastran con frecuencia.

«Personas entendidas i esperimentadas en la materia, pre- gonan que la política es una especie de carbón hecho ascua, que, de ordinario, tizna o quema a los que se mezclan en ella.

«El señor Concha, que, desde su primera juventud hasta su muerte, ha tenido una injerencia inmediata i activa en la política, ha salido no obstante, ileso e inmaculado.

«Creo fácil esplicar un resultado tan honroso para él.

«El señor Concha defendía con calor sus convicciones, pero respetaba siempre la lei, i no hacia jamas de la cosa pública ni indigna farsa, ni infame granjeria.

«El mejor de los elojíos que pueda hacérsele es el de haber proporcionado un modelo de buen ciudadano en una repúbli- ca verdadera.

«Desde remoto tiempo, ha venido repercutiendo de edad en edad como un eco destemplado, un pensamiento amargo con- signado en un famoso verso griego, recien traducido por un poeta español.

«¡Dichoso aquel que cuando joven muere!

«Esa triste esclamacion del desaliento seria por cierto harto estemporánea en las presentes circunstancias.

«El anciano venerable que, como el señor Concha llega al término natural de la existencia, cargado de años i de mere- cimientos, es cien veces mas feliz.

«¡Corta vida, corta lucha, corta cuenta! es el grito del miedo i déla pusilaminidad; no el del deber valientemente cumplido, ni el de la probidad justamente orgullosa de su pureza.

«La suerte envidiable es la del varón preclaro que ha inter- venido en gran número de sucesos, i solo deja recuerdos gra- tos i saludables a sus deudos, a sus amigos, a sus compatrio- tas; que ha vivido muchos años, i, a pesar de ello, no tiene un solo acto que ocultar, ni de qué avergonzarse.

«El nombre de don Melchor de Santiago Concha está ligado a los anales de Chile, i no podrá ser arrancado de sus pa- jinas.

TOMO XII.— 20

306 Estudios Biográficos

«El ha muerto para la tierra; pero vive para la historia.

«El olvido no le sepultará bajo su espesa sombra.

«El recuerdo indeleble de sus incesantes servicios fulgurará sin intermitencia en la memoria de todos, a pesar de su fa- llecimiento, como se percibe en el cielo la luz radiante de una estrella de primera magnitud durante millares de años, aun cuando el astro de que emanaba haya cesado de existir».

DON JOSÉ JOAQUÍN PÉREZ (1801-1889)

§ i6

DON JOSÉ JOAQUÍN PÉREZ i

(1801-1889)

Acaba de bajar a la tumba, cargada de años, de méritos i de servicios, una de las personalidadesmas relevantes i distin- guidas de nuestra historia política de nación libre e indepen- diente. El señor don José Joaquín Pérez, que desempeñó los mas altos cargos de la República, ha fallecido a la avanzada edad de ochenta i ocho años; i aunque conservaba siempre la entereza i la elevación de su carácter, i la claridad de su intelijencia/su alejamiento sistemático de los negocios pú- blicos desde largo tiempo, lo tenia definitivamente segregado del movimiento político de nuestros dias. Sin embargo, su muerte ha sido lamentada en todas partes como una desgra- cia pública. En Santiago i en las provincias la prensa perió- dica, rindiendo el debido homenaje a su nombre i a sus vir- tudes, ha recordado con palabras de sentida simpatía, los servicios que el señor Pérez prestó a la patria, i sus altas cualidades de estadista i de gobernante. Hoi que este diario consagra un nuevo recuerdo a la memoria de este distingui-

I. Se publicó en la Libertad Electoral, núm. del 15 de junio de 1889.

Nota del Compilador, ^

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do servidor de la nación, vamos a destinarle este rápido bos- quejo biográfico.

Nació el señor José Joaquin Pérez en la ciudad de Santia- go el 6 de mayo de 1801. Sus padres, don Santiago Pérez i Salas i doña María de la Luz Mascayano i Larrain, formaban parte de la alta aristocracia colonial, i estaban relacionados por los vínculos déla sangre con muchas de las familias que te- nían entonces mas encumbrada posición i que mas parte to- maron en el movimiento revolucionario de 1810. El padrino de bautismo del futuro presidente de la República, fué su tío don Joaquin Larrain i Salas, entonces fraile mercenario, secularizado mas tarde, presidente del primer congreso de Chile, i uno de los mas ardorosos i resueltos promotores de la revolución, i de todas las reformas que proclamó en sus prin- cipios.

Entre los mas distinguidos parientes de don José Joaquin Pérez, debe recordarse especialmente el nombre de su abuelo paterno, que fué el fundador de esta familia en la sociedad chilena. Llamábase don José Pérez García. Español nacido en la villa de Colindres, en el señorío de Vizcaya, estable- cido en Chile en 1750, formó en el comercio una fortuna con- siderable, i se conquistó por su probidad i por la rectitud de su juicio una ventajosa posición en la colonia. Fué todo lo que en esa época podía ser en Chile un hombre de bien i un hombre distinguido, miembro del cabildo, miembro del tribunal de comercio, teniente coronel de milicias; i mereció la confianza de alguno de los presidentes de Chile. Aunque en su juventud no había recibido una educación literaria, se apasionó aquí, por el estudio de nuestras tradiciones i de los papeles viejos que guardaban los archivos, i reuniólos ma- teriales para componer una historia jeneral de Chile.

En 1804, cuando contaba ochenta i tres años de edad, don José Pérez García dio la última mano a sus trabajos prepa- ratorios, i emprendió la redacción definitiva de su obra, que vio terminada seis años después. Aquella historia que hasta hoi permanece inédita, incompleta por la deficiencia de los materiales de que el autor pudo disponer, imperfecta

Dox José Joaquín Pérez 311

por la escasa preparación literaria de éste o mas propiamente por su desconocimiento de los modelos del arte histórico, i mas imperfecta todavía por su redacción inco- rrecta i descuidada, es sin embargo un monumento de per- severancia i en muchas ocasiones de sagacidad para esclare- cer algunos puntos dudosos. Don José Pérez García, padre de una numerosa familia, muí respetado por sus contemporá- neos i estimado por cuantos han podido consultar sulibro, falle- ció en Santiago, en noviembre de 1814, cuando contaba no- venta i tres años de edad, por efecto del pesar que le causó el saber que el mayor i el mas querido de sus hijos, don Fran- cisco Antonio Pérez García, había sido confinado al presidio de Juan Fernández por el gobierno español de la reconquis- ta. Como su ilustre nieto, aquel anciano venerable falleció en el pleno goce de sus facultades intelectuales.

Debe también recordarse entre los antepasados de don José Joaquín Pérez a don Manuel Jerónimo de Salas, vizcaí- no, orijínario también de la villa de Colindres, i padre de doña María del Rosario Salas i Ramírez, que fué la esposa de don José Pérez García. Don Manuel Jerónimo de Salas, comer- ciante acaudalado de Santiago a mediados del siglo último, tuvo la idea filantrópica de fundar un enterratorio para los pobres que no podían comprar sepultura en las iglesias, i construyó a sus espensas la capilla de la Caridad que prestó ese servicio durante cerca de tres cuartos de siglo. Aquel buen caballero (que sea dicho entre paréntesis, no tenia pa- rentesco alguno con el ilustre don Manuel Salas i Corvalan), i los ediles que fueron sus contemporáneos, no hallaron el menor inconveniente en que ese cementerio popular se hu- biese situado a cuadra i media de la plaza central de la ciu- dad. Era aquel el tiempo en que en Madrid mismo, según cuenta el historiador de Carlos III (Ferrer del Rio, tomo IV, páj. 64), una comisión de médicos informaba a los ministros de ese soberano que no convenia remover i retirar las basu- ras de la ciudad, porque ellas eranun elemento de salubridad.

Don José Joaquín Pérez nació bajo aquel réjimen de preo- cupaciones i de ignorancia, pero le tocó en suerte ver en su

312 Estudios Biogeáficos

primera juventud la aurora de un nuevo dia, i alcanzar en seguida una época de luz i de cultura para el espíritu. Incor- porado desde mui temprano en la academia de San Luis que habia fundado en Santiago don Manuel Salas, hizo allí don José Joaquín Pérez sus estudios primarios_, i cursó en segui- da los primeros elementos de matemáticas hasta la jeome- tría, bajo la dirección del padre franciscano frai Francisco de la Puente (español de nacimiento), quemas tarde fué por un corto tiempo rector del Instituto nacional i canónigo de la Catedral de Santiago. Cerrada esa academia en 1813, al abrirse el Instituto, pasó el señor Pérez a este último esta- blecimiento, i allí estudió el latín, teniendo por profesor a frai José María Bazabuchiascuad, fraile franciscano, orijina- rio de San Juan de Cuyo, que con razón era tenido por el mas insigne latinista de todo el reino de Chile. En el Insti- tuto nacional, tuvo el señor Pérez por condiscípulos a don Diego Portales, don Melchor de Santiago Concha, don Pedro Palazuelos, don Pedro Godoi i otros hombres que en la polí- tica, en el foro o en la milicia adquirieron poco mas tarde alguna celebridad.

Clausurado el instituto en diciembre de 1814, don José Joaquín Pérez pasó a continuar sus estudios al convento de San Agustín. Tuvo allí por profesor a un fraile apellidado Figueroa, que como los demás maestros de la época, enseña- ba la filosofía en el latín macarrónico de las escuelas i de las sacristías. Toda aquella enseñanza habría sido de la mas es- casa utilidad para el señor Pérez, éste no hubiera podido disponer de algunos libros en qué ensanchar sus conocimien- tos, sí no hubiese conocido i tratado entonces mismo a mu- chos de los hombres mas distinguidos de Chile, i no hu- biese viajado en el estranjero recorriendo los países mas cultos i avanzados del nuevo i del viejo mundo. En la propia casa de su familia vivía su tio i padrino don Joaquín La- rrain, en cuya sala se reunían noche a noche don Manuel Salas, el doctor don Bernardo Vera, don Francisco Antonio Pérez i Salas, Camilo Henríquez, desde que regresó de Bue-

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nos Aires, i otros caballeros que con justo motivo eran con- tados entre los hombres mas distinguidos de Chile.

Hablaban allí principalmente de los acontecimientos polí- ticos del dia; pero la conversación versaba también sobre algunos países estranjeros, i los mas ilustrados entre los ter- tulianos daban noticia acerca de la historia i de las institu- ciones de esos pueblos. Don José Joaquín Pérez, que conser- vó hasta sus últimos años una memoria prodijiosa, que referia con perfecto orden i con admirable colorido los suce- sos de la revolución de la independencia que pudo presenciar en su niñez i en su juventud, describía con toda claridad el carácter de aquellos hombres en cuya conversación había recibido los primeros conocimientos de un orden mas eleva- do que los que se adquirían en las escuelas i en los colejios. En las apreciaciones que hacía del carácter, de la intelij en- cía i de la ilustración de aquellos hombres, don José Joaquín Pérez daba la preferencia a don Manuel Salas.

El gobierno de Chile estaba entonces empeñado en entrar en relaciones diplomáticas con algunas potencias estranjeras para obtener que fuese reconocida la independencia nacio- nal. A este propósito había correspondido el envío de una legación a Roma i de otra a Inglaterra. En 1826 se resolvió enviar un ministro diplomático a los Estados Unidos i a Mé- jico, i se confió este encargo a don Joaquín Campino que acababa de desempeñar el puesto del ministro de interior. Don José Joaquín Pérez, que acababa de cumplir veintiséis años, fué honrado con el cargo de secretario de esa legación. Con ese carácter residió cerca de dos años en Estados Uni- dos; i como los trabajos diplomáticos i de oficina fuesen muí escasos, empleaba su tiempo en recorrer las ciudades mas notables de la gran república, en visitar los establecimientos útiles, i en estudiar las instituciones i las costumbres políti- cas formadas allí bajo el réjimen de la libertad i de la demo- cracia. El señor Pérez, que había comenzado en Chile el estu- dio del ingles, i que lo habia continuado en la navegación, llegó no solo a leerlo sino a hablarlo corrientemente. Esta circunstancia, así como su pasión por la lectura, le permi-

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tieron ensanchar considerablemente el círculo de sus cono- cimientos.

En 1829 regresaba a Chile don Mariano Egaña, que habia desempeñado durante algún tiempo la legación que la repú- blica mantenía en Inglaterra. Aunque ninguna nación euro- pea reconocía aun nuestra independencia, quedaba allí su último secretario don Miguel de la Barra con el título de cónsul jeneral en Londres i en París, i con poderes de encar- gado de negocios para presentarlos cuando fuera opor- tuno.

Por orden del gobierno, don José Joaquín Pérez fué trasla- dado a Europa con el cargo de secretario de aquella legación 1, i residió allí hasta fines de 1833. En ese tiempo le tocó ser testigo de grandes i trascendentales acontecimientos, la caída de los Borbones del trono de Francia por la revolución de julio de 1830, i la primera aparición del cólera morbus en Europa en 1832, acontecimientos que referia con notable amenidad i con una estraordínaria abundancia de detalles que conservaba su memoria prodijiosa. En Europa conoció ademas i trató con mucha intimidad al jeneral don José de San Martin i a algunos otros americanos ilustres que des- pués de haber cooperado a la independencia de sus países respectivos, habían sido arrojados de ellos por la ola de las revoluciones interiores, i buscaban la paz i la tranquilidad en el estranjero.

Los trabajos de esta segunda legación eran muí limitados; pero los emolumentos eran casi nulos. A consecuencia de la

I. El ájente de Chile que recibió la comunicación de la cancillería fran- cesa sobre reconocimiento de la independencia de los nuevos Estados hispanos americanos, fué don José Joaquin Pérez que de secretario de la legación chilena en Washington, habia sido trasladado a Paris con ei títu- lo de cónsul. En ese carácter le tocó entablar relaciones con el gobierno francés; pero como hubiera anunciado su propósito de regresar a Chile, el gobierno nombró en enero de 1831 encargado de negocios en Francia, a don Miguel de la Barra, que desempeñaba el consulado chileno en Lon- dres. En octubre siguiente se' confió a este último igual representación en Inglaterra. YéAse Hisi. Jen. de Chile (190-) t. XVI, páj. 163.

Nota del Compilador.

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pobreza i del desconcierto de nuestros primeros gobiernos, aquellas legaciones eran pagadas con tanta irregularidad que se pasaban a veces muchos meses sin que recibiesen un solo peso por el sueldo de sus empleados. Los padres de don José Joaquin Pérez, que poseian una fortuna considerable, su- plían esa deficiencia, i enviaban a éste los recursos necesa- rios para que llevase en los Estados Unidos i después en Europa una vida libre de cuidados de ese orden.

Esta circunstancia, unida a su conocimiento del ingles i del francés, le permitió viajar por diversos paises, i ensanchar así el caudal de los conocimientos que adquiría en la lectu- ra, a que habitualmente consagraba algunas horas cada dia. Al regresar a Chile a principios de 1834, i después de una na- vegación que habia durado cinco meses, don José Joaquin Pérez, por la estension i variedad de nociones que habia ad- quirido en sus viajes, en el trato con algunas personas distin- guidas i en los libros, era uno de los hombres mas ilustrados de nuestro pais. En la renovación de congreso efectuada ese mismo año, fué elejido diputado suplente por dos departa- mentos, por Santiago i por Itata.

En esas condiciones, i contando ademas con el valimiento de su familia i de algunos de sus amigos de infancia que aho- ra se hallaban cerca del gobierno, no era raro que se le ofre- ciesen puestos públicos de mas o menos consideración. Pero el señor Pérez vio al partido dominante fraccionado en dos ma- tices, uno de los cuales, el llamado «filopolita» pedia la cesa- ción de todo réjimen de coacción i de violencia, i la inicia- ción de algunas reformas liberales. La templanza de su carác- ter, el recuerdo de lo que habia visto en los paises libres, i hasta algunas de sus relaciones de familia, lo arrastraban hacia este bando, que desgraciadamente no alcanzó a ejer- cer una influencia decisiva en la marcha de los negocios pú- blicos. El señor Pérez vivió así cerca de tres años, en buenas relaciones con los hombres de gobierno, pero sin aceptar car- go alguno de carácter administrativo.

Acontecimientos inesperados, lo hicieron desistir de esa prescindencia. En esa época se venia preparando un rompí-

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miento entre Chile i la Confederación Perú-boliviana recien- temente organizada por el jeneral Santa Cruz. En la prensa i en los consejos de Gobierno se trataban estos negocios con grande ardor. El señor Pérez escribió sobre este asunto algu- nos artículos que fueron publicados en El Araucano, el perió- dico oficial de la época, i que llamaron la atención. Al ñn, en diciembre de 1836, después de estériles negociaciones para evitar un rompimiento, el gobierno de Chile declaró la gue- rra a la Confederación.

Deseando buscarse aliados entre los otros pueblos ameri- canos, resolvió enviar una legación a la República Arjentina con ese objeto; i la confió a don José Joaquín Pérez. Esta misión dio el resultado mas completamente feliz que pedia esperarse. El gobierno arj entino pactó en un tratado solemne la alianza con Chile, organizó en las provincias del norte un cuerpo de ejército, i lo hizo avanzar sobre la frontera boli- viana.

Si bien es verdad que 'estas operaciones fueron mucho me- nos eficaces de lo que habria convenido, ellas sirvieron al menos para distraer la atención del enemigo, i para obligarlo a destinar una porción de sus tropas a la defensa de esa parte de su territorio. El señor Pérez, obligado a permanecer en Buenos Aires por estas jestiones, solo regresó a Chile a principios de 1840.

Por entonces pareció de nuevo dispuesto a vivir alejado de los cargos públicos, o a desempeñar sólo el de diputado a que fué llamado en las elecciones jenerales de 1840 i de 1843. El señor Pérez acababa de contraer matrimonio con la dis- tinguida señora doña Tránsito Flores, i se sentia inclinado a consagrarse a los trabajos agrícolas. Sin embargo, habiendo caído gravemente enfermo el ministro de hacienda don Ma- nuel Renjifo, fué llamado el señor Pérez por decreto de 12 de setiembre de 1844 a desempeñar este cargo en calidad de interino; i en 17 de abril del año siguiente, por fallecimiento de aquel ilustre hacendista, fué nombrado ministro propieta- rio. Desempeñó estas funciones hasta la terminación del pri- mer período de la presidencia del jeneral Búlnes; i en ellas

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demostró las dotes que siempre lo distinguieron entre los hombres públicos de Chile, la claridad de intelijencia, la ad- mirable seguridad de su juicio, i la imperturbable modera- ción que lo alejaba de todas las exajeraciones i de todas las violencias. En la ajitacion política que se hizo sentir en esos años, aunque fué señalada por la destemplanza de la prensa, ésta respetó la persona del señor Pérez, que ya desde entón ees se diseñaba como un símbolo de concordia i de concilia- ción.

Poseedor de una regular fortuna hereditaria, desprovisto de ambición, exento de odios i de entusiasmos, el señor Pérez, amando a su patria e interesándose por su bienestar i su pro- greso, no aspiraba entonces a tomar otra parte en la direc- ción de los negocios públicos que la que le correspondía como miembro caracterizado del congreso en que volvió a tomar asiento en el nuevo período como diputado por Santiago. Sin embargo, los ruidosos acontecimientos políticos de 1849, la caída del ministerio que encabezaba don Manuel Camilo Vial, i el principio de una gran evolución que ajitaba todos los ánimos, puso al presidente de la República en el caso de bus- car nuevos consejeros. El jeneral don Manuel Búlnes, hombre sagaz i prudente, creyó posible tranquilizar los ánimos i sal- var la situación por los medios conciliatorios; i al efecto lla- mó al ministerio del interior a don José Joaquín Pérez, i confió los de justicia i de hacienda a dos abogados jóvenes, don Manuel Antonio Tocornal i don Antonio García Reyes, que gozaban de un alto prestijio, por el brillo del talento, por la honorabilidad de sus antecedentes i por la moderación de sus caracteres i de sus principios políticos, que los hacían enemigos francos i resueltos de toda violencia.

Ese ministerio quedó organizado el 12 de junio de 1849; pero solo duró hasta abril del año siguiente. Aquellos hom- bres, animados de los propósitos mas levantados que es po- sible llevar al gobierno, fueron sin embargo mal compren- didos por sus adversarios i por sus propios amigos. En esos diez meses de constante lucha, en que tenían quebatirse en el congreso con una mayoría sistemáticamente hostil, en

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que cada sesión era una ruidosa batalla que excitaba la opi- nión pública con una gran violencia, el señor Pérez i sus compañeros desplegaron las mas altas dotes de patriotismo i de entereza; pero no consiguieron imponer sus propósitos de conciliación i de templanza. Sus adversarios, a quienes la pasión no les permitia entonces comprender claramente la situación, conocieron mas tarde que, si hubieran prestado a esos hombres unjapoyo mas o menos franco, o si siquiera hubieran hecho menos agresivas i violentas las hostilidades, habrían conseguido ver planteadas muchas de las reformas que los preocupaban, i evitado la reacción anti-liberal que parecia inminente.''

El señor Pérez i sus colegas se retiraron del gobierno fati- gados de la^ lucha, disgustados por aquel choque de pasio- nes^que los habia envuelto, pero convencidos de haber he- cho en favor de la paz i de la conciliación todo lo que era humanamente posible. La crisis politica, como se sabe, se desenlazó con la elevación de don Manuel Montt a la presi- dencia de la República en 185 1, i con una tremenda revolu- ción que solo fué sofocada después de las mas sangrientas i dolorosas batallas que se han empeñado en los campos de Chile. El señor Pérez que habia previsto estos desastres, i que habria querido evitarlos, vivió en cierto modo alejado de^estos acontecimientos; pero fué llamado a prestar su coo- peración al nuevo gobierno en los cargos de senador i de consejero de estado. Su personalidad durante todo ese pe- ríodo de diez años trascurridos hasta 186 1, solo se hizo sen- tir en algunas discusiones de aquellos altos cuerpos; pero esa misma actitud, estraña a los ardores de las luchas polí- ticas, fria i moderada en los momentos de mayor exaltación, sirvió particularmente para señalarlo a la opinión pública como el hombre llamado a devolver la tranquilidad a los espíritus.

En 1861, en efecto, al terminarse el período de la admi- nistración Montt, el pais sacudido por dos violentas revolu- ciones, contando por millares las víctimas inmoladas en la guerra civil i por millares también los presos i los desterra-

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dos políticos, sometido por largos años ademas al réjimen es- cepcional i riguroso de las facultades estraordinarias i de los estados de sitio, el pais, repetimos, necesitaba de tranquili- dad i de reposo. El gobierno, dueño en esa situación de im- poner la candidatura que hubiese querido para la presiden- cia'de la República, se sintió sin embargo fatigado con la lucha, i buscó un presidente de conciliación. Don José Joa- quin Pérez fué señalado entonces por la opinión jeneral del pais como un símbolo de paz, de moderación i de templan- za. La oposición lo habia proclamado ya en ese carácter, cuando el gobierno, empleando todas las formas legales de una elección, puso en manos del señor Pérez el mando supre- mo de la República.

La administración del señor don José Joaquín Pérez, que se estiende diez años, desde 1861 hasta 1871, es uno de los períodos mas interesantes i mas útiles de nuestra historia política, i merecería por esto mismo ser prolijamente estu- diada. La historia de ese decenio, recordada solo por la tra- dición, o mas o menos desfigurada en los escritos apasiona- dos de polémica, debe escribirse como una lección para el presente i el porvenir. En un artículo de periódico, solo nos es permitido recordar breve i sumariamente los rasgos j ene- rales.

Aunque acusada de falta de actividad, esa administración ha sido, sin lugar a duda, una de las mas laboriosas que ha tenido nuestro pais, i lo que es mas, una de las mas discreta- mente laboriosas. Su acción se estendió a todos los ramos del servicio, i en todos ejecutó obras duraderas de mayor o menor importancia. Algunas de ellas, que vamos a recordar, hacen época en nuestra historia.

Al gobierno del señor Pérez se debe el avance de nuestra frontera sobre el territorio araucano, o mas propiamente la resolución de un problema planteado hace trescientos años, que costaba ríos de sangre i ríos de dinero, i cuya subsisten- cia era una mengua para la República, en cuyo seno se man- tenía la barbarie de las tribus salvajes, con todos sus peli- gros i con todos sus horrores. Las operaciones militares

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pacientemente practicadas durante esos diez años, han dado por resultado la ocupación definitiva de la Araucanía.

Se debe a ese gobierno el reconocimiento legal de la tole- rancia relijiosa en nuestro pais.

Se le deben igualmente progresos sólidos i seguros en el ramo de instrucción pública, la construcción de la universi- dad, la fundación de numerosos liceos, i sobre todo la regla- mentación ordenada e intelijente de estos establecimientos para sacar de ellos el provecho que correspondiese a los sa- crificios que costaban.

Aunque esa administración no pudo disponer de abundan- tes recursos, acometió numerosas obras públicas de la mas reconocida utilidad. El ferrocarril del norte, que solo llegaba a Quillota, fué traido a Santiago; i se comenzó ademas el ra- mal de Aconcagua. El ferrocarril del sur, que alcanzaba a Rengo, fué llevado a Curicó, iniciándose en seguida el ramal de la Palmilla. Por ñn, a la administración del señor Pérez se debe el ferrocarril entre Chillan i Talcahuano, como se le de- bieron los telégrafos tendidos en toda la República, i mu- chos otros trabajos públicos cuya sola enumeración nos lle- varla demasiado lejos. Nos bastará solo indicar aquí que la administración que consiguió realizar con escasos recursos i con la mas estricta economía, las obras que recordamos, no puede ser acusada de falta de actividad.

Pero lo que caracteriza propiamente el gobierno de don José Joaquín Pérez, i lo que constituye su importancia i su grandeza, es el espíritu nuevo que supo imprimir a la mar- cha política del pais. Rompiendo con todas las prácticas de recelo i de represión que habían abrigado los antiguos go- biernos creyendo afianzar con ellas el mantenimiento del or- den público, el señor Pérez demostró esperimentalmente que era el ejercicio de esas prácticas lo que hasta entonces había impedido en Chile el afianzamiento definitivo de la mas ab- soluta tranquilidad. Mostrando una admirable moderación en el desempeño del poder público, i un constante respeto por todas las opiniones, el señor Pérez dejó prácticamente a Ja prensa lamas completa i la mas ilimitada libertad, i per-

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mitió que en todas partes se formasen asambleas populares para discutir los asuntos públicos i para censurar, si así lo querían, los actos del gobierno. Desde el i8 de setiembre de 1861 no se volvió a hablar en Chile de prisiones i de destie- rros por delitos políticos, ni volvieron a juntarse los consejos de guerra para juzgar el crimen de conspiración. Don José Joaquín Pérez, con pleno conocimiento de la excelencia de su sistema de gobierno, i con mano firme i segura, borró de nuestro derecho público las palabras «estados de sitios» i «facultades estraordinarias», que habían sido la causa de tan- tas violencias injustificables, de tantos atropellos de la leí i de todas las garantías.

Nada bastó para inclinar al señor Pérez a desviarse de ese plan de gobierno que se había trazado. Jamas las discusio- nes de las cámaras, los escritos de la prensa i los discursos de los meetíngs fueron mas ardorosos i violentos contra el gobierno; i sin embargo, siempre hallaron a éste tranquilo, inalterable en su moderación para oír sin inmutarse las pro- vocaciones mas audaces. Hubo momentos en que por un mo- tivo o por otro parecían reunirse en un núcleo poderoso e irresistible todos los elementos de oposición. Seria preciso recorrer hoja por hoja la prensa de esos años, para trasladar- se por la imajinacion a aquella época, i apreciar el peligro de conflagración jeneral que parecían envolver aquellas ma- nifestaciones.

El partido que había apoyado la anterior administración, poderoso, no por su número sino porque era dueño absoluto de los tribunales de justicia i de una gran porción de los po- deres públicos, mantenía una guerra implacable contra el gobierno. El partido conservador, que había recibido con contento el advenimiento del señor Pérez al poder, i que le había ofrecido su apoyo, se manifestó en muchas ocasiones retraído i hasta hostil, aun en momentos muí difíciles para esa administración. En el mismo seno del partido liberal se formaba el partido radical que exijia al gobierno no ya las libertades prácticas i efectivas que éste había dado, sino re- formas de las instituciones que los demás partidos consíde-

TOMO XII. 21

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raban prematuras o peligrosas. La resistencia al gobierno parecia tomar los caracteres mas alarmantes. La prensa tomó un tono que parecia anunciar una próxima rebelión. Mas de una vez se llegó a creer amenazado el orden público. El go- bierno del señor Pérez, que podia disponer de las mismas leyes de que usaron los gobiernos anteriores para reprimir los desmanes de la prensa, para cerrar las asambleas popu- lares, i para reprimir con la fuerza pública toda amenaza de desorden, permaneció siempre inalterable en la confianza que le inspiraba el réjimen de absoluta libertad, i desarmó esas tempestades sin tomar jamas medida alguna de coac- ción o de violencia.

En el seno del gobierno, en sus relaciones con sus minis- tros i consejeros, el señor Pérez observó la misma modera- ción i la misma templanza que han hecho de él el presidente constitucional por excelencia. Interesándose por todo lo que se relacionaba con la jestion de los negocios públicos, e im- primiendo a éstos la dirección jeneral, evitando medidas in- consultas o que no corres pondian a su sistema de gobierno, el señor Pérez guardaba a sus ministros la mas alta consi- deración, les dejaba el derecho de iniciativa i una amplia li- bertad de acción, i se abstenia cuidadosamente de desauto- rizarlos directa o indirectamente. Uno de sus ministros nos decia en una ocasión que así como nunca se vio a aquel dis- tinguido mandatario injerirse en los asuntos de gobierno que eran del resorte de sus ministros o de otros funcionarios, la posteridad no podria hallar documento alguno, ni siquiera una carta familiar, en que apareciese aquel mezclándose en lo que estrictamente no formaba parte de su esfera de ac- ción. Jamas, nos agregaba, se vio a don José Joaquin Pérez pedir en cuestión alguna el voto tal o cual a un senador o a un diputado.

Al bajar del poder después de diez años de gobierno, el señor Pérez, que en el mando supremo habia observado la sencillez del mas modesto ciudadano, volvió a la vida pri- vada sin pesar, sin odios i sin remordimientos, seguro de no haber hecho mal a nadie, i satisfecho de haber cumplido su

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deber. Sin pretender influjo ni valimiento en el gobierno de su sucesor, manteniéndose sistemáticamente alejado de las luchas de la política, prestó todavía sus servicios como se- nador i como consejero de estado durante cinco años mas. Después de éstos, su alejamiento délos negocios públicos fué absoluto i definitivo.

Pero un espíritu cultivado como el suyo no podia olvidar- se un solo dia de los intereses de la patria i de la sociedad en que vivía. El señor Pérez, que por un prodijio de solidez de juicio, conservó hasta los últimos días de su vida el goce completo de sus facultades intelectuales, pasaba largas ho- ras entregado a las mas variadas lecturas, amenas unas, se- rias otras, gustaba sobre manera estar al corriente de los acontecimientos públicos, i sin dejarse arrastrar por ningu- na pasión, daba su parecer sobre ellos con aquella tranquila serenidad i con aquel profundo e incontrastable buen sentido que constituyeron las más sobresalientes de sus grandes do- tes morales. En el seno de ila familia, en el trato con sus amigos, conservó hasta esos últimos años la igualdad inalte- rable de su carácter, la moderación en todas sus opiniones i la viveza de espíritu que le permitía sembrar su conversa- ción de conceptos injeniosos i ordinariamente de un grande alcance. El señor Pérez fué hasta los últimos días de su lar- ga vida lo que había sido en su juventud i en su edad ma- dura, un hombre notable por la solidez de su intelij encía, i mas notable aun por la solidez de su carácter, que no cono- ció nunca la ñccion ni la doblez.

Las pasiones de partido, las exajeraciones de la prensa, los estravíos de la opinión popular tan frecuentes en las lu- chas políticas, pudieron estraviar durante algunos años el concepto de muchas j entes sobre el ilustre personaje que ha servido de tema a este artículo. La acción reparadora del tiempo, habia hecho ya completa justicia al señor don José Joaquín Pérez; i el iP de junio del corriente año, al anun- ciarse su muerte después de una líjera enfermedad, que su avanzada edad no le permitió dominar, se hizo sentir en todo el pais la esplosion del dolor público. La posteridad que se

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ha abierto para él, habrá de contarlo entre los mas preclaros hijos de la patria chilena, i como el iniciador del réjimen verdaderamente liberal en nuestras costumbres políticas.

NECROLOJÍA DE DON JOSÉ FRANCISCO VERGARA

§ 17 NECROLOJIA DE DON JOSÉ FRANCISCO VERGARA i

La noticia del repentino fallecimiento del señor don José Francisco Vergara ha producido en toda la República una es- plosion de dolor. En la capital i en las provincias los periódi- cos han enlutado sus columnas, i han tributado a la memo- ria de este ilustre patriota artículos necrolójicos que reflejan bastante bien la intensidad del sentimiento público.

En esos artículos, en que se ha tratado de trazar los ras- gos distintivos de la fisonomía moral del señor Vergara, se han recordado principalmente los servicios que prestó a Chile en la pasada guerra contra la alianza Perú-boliviana. Abandonando sus cuantiosos intereses, olvidando las como- didades que procura la posesión de una crecida fortuna, el señor Vergara acudió de los primeros a tomar su puesto en-

I. Artículo editorial escrito por don Diego Barros Arana para el núme- ro especial que en homenaj e a la memoria del ilustre político publicó El Heraldo de Valparaíso, en febrero de 1889, i reproducido en la Revista del Progreso, (Santiago, 1889) t. II, pájs. 262-266 i en la Corona fúnebre de Vergara (Santiago, 1890, pájs. 375-379).

Nota del Compilador,

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tre los defensores de la patria. Simple voluntario al iniciarse la campaña^ fué llamado a ocupar el puesto de secretario particular del jeneral en jefe, i por su prudencia i su discre- ción consiguió hacer oir su opinión en el consejo, i desarmar dificultades que amenazaban romper la armonía en la di- rección superior de las operaciones. Encargado en seguida de algunas esploraciones de reconocimiento, el señor Verga- ra, junto con una incansable actividad, desplegó en los com- bates de avanzadas, aquel valor resuelto i sereno i aquella pericia militar que le valieron el ser nombrado en poco tiempo comandante jeneral de la caballería. Llamado, por último al ministerio de la guerra, el señor Vergara decidió al gobierno a llevar a cabo la campaña a Lima, en cuya pre- paración i en cuya ejecución tomó una parte directa e in- mediata. En solo dos años de servicios activos i afortuna- dos, el señor Vergara habia recorrido con el mas raro luci- miento todas las escalas de la carrera de las armas. El recuerdo de estos hechos demuestra superabundantemente que pocas veces se habrá visto la improvisación mas rápi- da i feliz de un verdadero militar.

Pero la personalidad moral del señor Vergara, realzada sin duda alguna por sus brillantes servicios en aquella gue- rra, tenia ya una valiosa situación en las otras esferas de nuestra vida política i social. El rango que en ellas ocupaba, i que conservó cuando, terminada la campaña activa, aban- donó todo cargo militar, hacia del señor Vergara uno de los hombres mas justamente prestijiosos de nuestro pais. En las luchas políticas empeñadas por los partidos liberales para alcanzar la reforma de nuestras instituciones, en los grandes trabajos industriales que dirijia con tanta intelij en- cía, i en el ejercicio de la filantropía ilustrada i discreta, el señor Vergara desplegó las dotes de un gran ciudadano; i sin dejarse tentar por aspiraciones inmoderadas, usando siem- pre una noble franqueza i una invariable rectitud, se con- quistó la adhesión decidida i sincera de sus numerosos ami- gos, i la estimación de cuantos tuvieron ocasión de acercar- se a él o de combatir en las mismas filas. Si en la batalla de

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la vida no es posible dejar de sostener choques i de sembrar simpatías i antipatías, el señor Vergara fué singularmente afortunado; i sus mismos adversarios que en vida respetaron la elevación de su carácter i la honradez de sus propósitos, hoi tributan sentidos i desinteresados elojios a su memoria.

Hai, sin embargo, una faz de la personalidad moral del señor Vergara que solo ha sido recordada vagamente, con una o dos plumadas en los artículos necrolójicos que hemos leido en estos días. Nos referimos a su pasión ardiente por el estudio que hizo de él uno de los hombres mas sólidamente instruidos de nuestro país. Creemos conveniente el insistir en este punto para llamar sobre él la atención de quien se pro- ponga en un trabajo mas completo i desarrollado, dar a co- nocer la fisonomía verdadera del hombre distinguido cuya pérdida ha sido lamentada como una desgracia pública.

El señor Vergara hizo sus estudios entre los años de 1845 i 1853, en una época en que la enseñanza comenzaba a re- gularizarse; pero en que los cursos de matemáticas no habían recibido un conveniente desarrollo ni la necesaria reglamen- tación. Incorporado a estos cursos, aspirando a ppseer el título de agrimensor, el señor Vergara, sin embargo, asistió a las clases de gramática, de historia i de francés, i en la Universidad fué alumno en 185 1 i 1852 de las de física i química que dirijia al señor Domeyko. Cursaba topografía i estaba a punto de terminar sus estudios, cuando en 1853 el gobierno pidió a la Universidad dos jóvenes que pudiesen ser agregados al cuerpo de injenieros que comenzaba el tra- zo i construcción del ferrocarril entre Valparaíso i Santiago. Por elección de los profesores fueron designados don José Francisco Vergara i don Paulino del Barrio. El último, que falleció en edad temprana, cuando comenzaba a conquistarse un nombre científico, prefirió continuar en la Universidad los estudios de jeolojía i de metalurjia para hacerse injenie- ro de minas. El señor Vergara, por su parte, aceptó el cargo que se le ofrecía para continuar sus estudios de injeniería civil; i durante cinco años sirvió en aquella obra bajo las órdenes de maestros laboriosos i competentes que le sumí-

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nistraron buenos conocimientos i que le inspiraron el espíri- tu ordenado de constancia i de regularidad en el trabajo.

En ese trabajo i mas tarde en la esplotacion industrial de la hacienda de Viña del Mar, el señor Vergara halló siempre tiempo para consagrarse a la lectura con su pasión habi- tual.

Poseedor de una gran fortuna, viviendo rodeado de todas las comodidades apetecibles, el señor Vergara daba un cui- dado particular a la formación e incremento de su bibliote- ca, en que pasaba algunas horas cada dia. Sin desatender la amena lectura, gustando mucho de los estudios gramaticales i filólo jicos, prefería, sin embargo, la historia, la jeografía i las ciencias naturales; i en estas materias llegó a adquirir conocimientos tan estensos como sólidos.

Tuve la fortuna de tratar mui de cerca i con la mayor in- timidad al señor don José Francisco Vergara. Viví con éj meses enteros, sin que durante algunos dias consecutivos tu- viésemos otro compañero que interrumpiese nuestras conver- saciones. En ellas pude apreciar en su justo valor el poder intelectual i la variedad i alcance de los conocimientos que habia logrado atesorar este hombre distinguido. En las lar- gas noches de invierno en que con cualquier motivo caia nuestra conversación sobre los tiempos pasados, el señor Vergara recordando las nociones adquiridas en la lectura de las mas notables obras históricas, señalaba los hechos con una rara precisión, i emitía sobre ellos juicios perfectamente madurados. Su preparación científica, reforzada con la lec- tura de muchas de las mejores obras modernas de ciencias exactas i naturales, le permitía estar al corriente del movi- miento científico jeneral de nuestra época, i profundizar cier- tos ramos a que habia prestado mas contracción. Así, el señor Vergara, que habia estudiado prolijamente muchas cuestio- nes de física, matemática, i que tenia sólidas nociones teóri- cas i prácticas de topografía, era también un botanista de mérito. Aunque habia hecho estos estudios para satisfacer una noble inclinación de su espíritu, sin propósito de lucro i sin esperar utilizarlos en la enseñanza o en algunos escritos, ellos

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le permitieron dar a muchos de sus trabajos industriales una dirección mas práctica i mas segura.

El señor Vergara estaba dotado de un vigoroso talento de escritor. Vaciaba su pensamiento con elegancia i nitidez; i cuando era conveniente, lo revestía de formas animadas por un brillante colorido o por un sarcasmo estigmatizador. Des- graciadamente, el señor Vergara parecia desconocer su poder de escritor; i él, que manejaba la pluma con una rara faci- lidad, casi no escribió mas que algunas docenas de artículos políticos que hicieron grande impresión en la época que se dieron a luz, i que serán recordados i leídos como verdade- ros modelos en su jénero.

Hace pocos meses leía Vergara un libro de Víctor Hugo que acababa de publicarse en París. Ese libro titulado Choses vues (Cosas vistas) era formado por una colección de notas o fragmentos hallados entre los papeles del insigne poeta. En ellas había consignado Víctor Hugo su primera impresión sobre muchos sucesos o accidentes de su tiempo de que le tocó ser testigo presencial, o sus recuerdos de una visita o de una conversación con un personaje mas o menos distinguido. La lectura de esas pajinas escritas al correr de la pluma, pero llenas de vida i de color local, inspiraron a Vergara la idea de reunir en un libro recuerdos personales que conservaba gra- bados en su memoria, i que referia con el mas animado ínte- res. Los que conocimos el poder de su pluma, sabemos cómo habría desempeñado esa tarea. La sola campaña de 1879- 1881 a que había asistido tomando parte principal en todos los actos decisivos, en las resoluciones del consejo i en todas las grandes batallas, le habría dado materia para una obra de la mas incuestionable utilidad. La enfermedad que había comenzado a enervar su vigor físico, i que al fin determinó su muerte prematura, le impidió acometer ese último trabajo que indudablemente habría asentado su nombre de escritor, dán- dole un puesto de honor entre nuestros mas distinguidos literaltos.

La vida del señor Vergara, su fisonomía moral i el bosque- jo de sus acciones, no pueden ser la obra de un artículo de

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diario. Estos lijeros apuntes pueden talvez ser utilizados por el que acometa ese trabajo en un escrito mas estenso, i

I. Este trabajo fué emprendido por el mismo señor Barros Arana, i es el que figura en el presente_^ volumen, a continuación de esta reseña necró- lojica.

Nota del Compilador.

DON JOSÉ FRANCISCO VERGARA (1833-1889)

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DON JOSÉ FRANCISCO VERGARA i

(1833-1889)

El nombre de don José Francisco Vergara, querido por sus deudos i 'por sus numerosos amigos, ligado a la histo- ria de nuestro desenvolvimiento político por la participación que tomó en las nobles luchas en favor de la causa liberal, i de nuestros progresos industriales por su intelijente iniciati- va i por trabajos tan bien concebidos como pacientemente ejecutados; adquirió mas tarde una gran notoriedad por bri- llantes servicios prestados a la República en una guerra es- terior, i ha merecido en los anales de Chile un puesto de ho- nor al lado de los mas preclaros patriotas que ellos recuerdan. Corazón sano i abierto a todas las emociones jenerosas, espíritu elevado, intelijencia privilejiada, Vergara mereció en vida el afecto de sus conciudadanos i merecerá en la historia el respeto i el aplauso de la posteridad.

Don José Francisco Vergara nació el dia 10 de octubre de 1833 a pocas leguas de Santiago, en una hacienda del valle

I. Biografía colocada como introducción a sus Discursos i escritos políti- cos i parlamentarios. (Santiago,^ 1890.)

Nota del Compilador.

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de Colina. Su hogar distinguido i honrado, distaba mucho de ser opulento. Su madre, la señora doña Carmen Echevers, vastago de una antigua familia, i heredera de sólidas virtu- des sociales, habia tenido un escaso patrimonio; i su padre don José María Vergara i Albano, era un militar retirado en- tonces del servicio que vivia consagrado a los trabajos agrí- colas en un predio de campo que arrendaba i que le sumi- nistraba solo los recursos necesarios para el mantenimiento de sus hijos i para procurarles la educación mas esmerada que entonces se podia dar en nuestro pais.

Hombre de juicio claro i recto, de acrisolada probidad, i dotado del sentimiento del deber, don José María Vergara se habia alistado durante la guerra de la independencia en las milicias movilizadas de caballería del ejército de la patria. El jeneral O'Higgins que durante su niñez habia vivido al lado de los abuelos maternos del joven oficial, tomó a éste un particular cariño i lo hizo su ayudante en los dias mas penosos de la campaña de 1818. Vergara, sin embargo, aban- donó el servicio militar con el grado de sarjento mayor al terminarse aquella campaña, i vivió por muchos años ajeno a los destinos públicos. El presidente don Manuel Búlnes, que habia sido su compañero de armas, lo llamó mas tarde al servicio, i le confió el cargo de intendente de Colchagua, con residencia en la ciudad de San Fernando, a donde acababa de trasladarse la capital de la provincia. Vergara desempeñó ese destino con prudencia i moderación hasta principios de 1847, ^^ ^.^^ después de repetidas renuncias, fundadas en el deplorable estado de su salud, se le permitió volver a la vida privada.

La muerte de ese estimable caballero, ocurrida en abril del año siguiente, dejó a su familia en una situación preca- ria. La señora viuda, sin embargo, desplegó una grande entereza de carácter i, a pesar de la limitación de sus recur- sos, atendió con tanto celo como prudencia a la educación de sus hijos.

Don José Francisco Vergara contaba entonces poco mas de catorce años, habia hecho sus estudios primarios i cursa-

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ba humanidades en un colejio particular de Santiago. Desde su primera edad habia demostrado intelijencia i una aplica- ción sostenida; pero la situación creada a su familia por el fallecimiento de su padre, fué un nuevo estímulo para redo- blar sus esfuerzos. Inclinado por naturaleza al trabajo i al estudio, i convencido ahora de que su porvenir dependia de ellos, Vergara solicitó de su madre que lo colocara en el Ins- tituto nacional; i en efecto fué incorporado en este estable- cimiento como alumno esterno el lo de mayo de 1848, en los cursos de matemáticas, por los cuales mostraba una de- cidida afición.

En esos años, en que aun no existian las diversas carre- ras de injenieros, creadas según indicación de don Ignacio Domeyko i con acuerdo del consejo de la universidad, por decreto de 7 de diciembre de 1853, los estudios de matemá- ticas, reducidos a los ramos mas esenciales conducían solo a la posesión de título de agrimensor. Pero la instrucción pública habia comenzado ya a entrar en una vía de progre- so, i a los aspirantes a este título se les exijian algunos estudios de carácter literario, gramática, historia i un idioma vivo, junto con el conocimiento de la física i de la química. Vergara cursó todos estos ramos con lucimiento, manifestando ademas desde aquellos años una marcada pa- sión por la lectura, i un espíritu serio i reflexivo que no escluia la viveza de injenio, el buen humor en la con- versación i los demás signos distintivos de la juventud i de un carácter franco i abierto. Sus condiscípulos lo estimaban con particular simpatía, i casi todos ellos fueron sus amigos íntimos hasta el fin de sus días.

Cursaba en 1853 los últimos ramos de estudio exijidos en- tonces para obtener el título de agrimensor. Su aplicación i la seriedad de su carácter habían llamado la atención de sus profesores, i fueron causa de que se le llamara a los diversos puestos públicos que desempeñó. El 12 de abril de ese año fué nombrado inspector de internos del Instituto nacional e iba a ser nombrado profesor del curso preparatorio de ma- temáticas, cuando se le destinó a otro cargo que podía ser-

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virle de escuela práctica de injeniería. Como se sabe, el año anterior se habian iniciado los trabajos de construcción del ferrocarril entre Santiago i Valparaíso. Queriendo el gobierno que se formasen algunos injenieros nacionales, pidió a la Universidad que designase dos estudiantes del curso supe- rior de matemáticas para que sirviesen como injenieros ayu- dantes.

Don Ignacio Domeyko, entonces delegado universitario i profesor de física i química, i don Francisco de Borja Solar, profesor de topografía presentaron a don Paulino del Barrio i a don José Francisco Vergara como los mejores alumnos de sus cursos. El primero de ellos, que tenia una inclinación decidida por las ciencias naturales, no aceptó el puesto que se le ofrecía, para consagrarse a los estudios de mineralojía i de jeolojía en que alcanzó a preparar algunas memorias que dejaban ver el jérmen de un sabio, i que fue- ron motivo para que su temprana muerte, ocurrida dos años mas tarde, fuera sentida como una desgracia pública.

Vergara, que veía en los trabajos del ferrocarril un ancho campo de estudio i de actividad, aceptó ese cargo el i6 de junio de 1853, i en consecuencia, se trasladó a Valparaíso a ponerse a disposición de sus jefes.

Vergara no contaba entonces veinte años. Era un joven de hermosa presencia, de facciones delicadas i simpáticas, i de una gran suavidad de carácter. La claridad de su intelij en- cía, su actividad en el trabajo i su modestia habitual, le ga- naron desde luego la voluntad i la estimación de sus jefes. Fueron éstos Mr. Maughan, distinguido injeniero ingles lla- mado a Chile para dirijiresos trabajos, i muerto desgracia- damente ese mismo año; don Agustín Verdugo, que lo reem- plazó interinamente, i por último don Guillermo Lloyd, que llevó a término la dirección científica de esa obra. Vergara, colocado bajo la dependencia inmediata de un injeniero se- gundo, Mr. Paddisson, trabajó con éste en varios puntos de la sección entre Valparaíso i Quillota, i tuvo en él un maes- tro i luego un amigo de toda su estimación. Habiéndose

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dado a contrata algunas de las obras del camino, Vergara tomó una de ellas, i la ejecutó con gran puntualidad.

La construcción del ferrocarril entre Valparaiso i Santiago, dadas las dificultades que presentaban los medios de ejecu- ción conocidos hasta entonces, la inesperiencia consiguiente a la primera obra de esa clase i lo limitado de los recursos de que se podia disponer, era una empresa colosal que mas de una vez se creyó irrealizable. Así se comprende que la so- la sección entre Valparaiso i Quillota tardara ocho años en quedarconcluida, que mas de una vez se modificaran los pla- nos abandonando trabajos hechos! con costo crecido i que aun después de algunos años de iniciados, se pensara en ha- cer estudios para terminarlos, llevando la via por otros pun- tos. El fin, en 1861 se entregó la obra a un contratista tan emprendedor como entendido, que le dio remate dos años después.

Todas estas perturbaciones habian producido numerosos cambios en el personal de los injenieros. Don José Francisco Vergara se sintió fatigado por esos aplazamientos, i renunció- aquel puesto cuando hubo hallado otro campo en que ejerci- tar su actividad. Fué éste el arriendo de la estensa hacienda de Viña del Mar, situada a las puertas de Valparaiso, atrave- sada por el nuevo ferrocarril, i cuya producción limitada entonces, debia tomar un gran desarrollo dirijida por un hombre dotado como Vergara de intelijente iniciativa i de poderosa voluntad.

Como arrendatario, i después como poseedor por su enlace con la distinguida señora doña Mercedes Alvarez, nieta i he- redera de la señora propietaria de esa valiosa propiedad, don José Francisco Vergara desplegó una gran capacidad industrial, e hizo de ella por el trabajo i por especulaciones hábilmente dirijidas, la base de una crecida fortuna. Apli- cando a la industriales sólidos conocimientos de injeniería que habia adquirido, suplió la escasez de agua que habia en esa hacienda con la construcción de grandes represas que le permitían recojer en el invierno las aguas pluviales i hacer- las servir en el riego en los restantes meses del año. Pudo

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así estender los cultivos, ejecutar grandes plantaciones i her- mosear los campos haciéndolos mas productivos. Después, cuando entró en posesión de aquella propiedad, organizó i facilicitó, como veremosimas adelante, la formacion¡ de uno los pueblos mas pintorescos i amenos que existen en toda la República.

En medio de estos trabajos, Vergara conservaba su pa- sión por el estudio. En 1856 hizo un viaje a Santiago para rendir las últimas pruebas i obtener el título de agrimen- sor. Solo rara vez ejerció esta profesión en servicio de par- ticulares, pero la hizo servir en sus propios trabajos indus- triales. En su residencia de campo fué formando una nu- merosa i escojida biblioteca en que hallaba su solaz en las horas de descanso.

Lector infatigable, con una excelente preparación adquiri- da en el colejio, i dotado de una intelijencia metódica i or- denada, i de una feliz retentiva, Vergara pudo adquirir co- nocimientos estensos i variados que hicieron de él al cabo de algunos años uno de los hombres mas sólidamente instruidos de nuestro pais. Tenia un gusto particular por la lectura de historia, devoró con una constancia sostenida las obras mas notables de este j enero- así antiguas como modernas, i llegó a poseer una idea jeneral i luminosa de toda ella i una no- table erudición sobre muchos puntos. Como corolarios de la historia, estudió la jeografía en los mejores libros de viajes, i adquirió nociones fundamentales de política i de economía política. No descuidaba entre tanto los estudios de carácter científico; i teniendo que plantar i cultivar uno de los mas estensos i hermosos jardines que haya habido en nuestro pais, se consagró con una paciencia incontrastable a la lec- tura de los libros de botánica, acabando por poseer conoci- mientos notables de esta ciencia i por estar al corriente de sus progresos mediante las publicaciones periódicas que ha- cia venir de Europa. La circunstancia de vivir ordinaria- mente retirado en el campo, i mas que eso todavía, la mo- destia que le era habitual, fueron por mucho tiempo causa de que solo sus amigos íntimos conocieran que el hacendado

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de Viña del Mar era un hombre que por su ilustración hacia honor al pais. Era preciso conocerlo de cerca, oirlo en el trato familiar, para saber con cuánta facilidad i con cuánto agrado esponia en la conversación las nociones con que ha- bla enriquecido su espíritu.

Aunque Vergara poseia una rápida viveza de injenio, i aunque sabia espresar sus ideas con claridad, con precisión i con colorido, no se habia imajinado que tenia las dotes de un escritor, ni habia intentado nunca escribir para el públi- co. Un dia, sin embargo, tuvo la ocurrencia de escribir para un diario de Valparaíso un artículo en que con motivo del aniversario de la salida de la espedicion libertadora del Perú (20 de agosto de 1820) demostraba que ese hecho era el mas atrevido de nuestra revolución, i, dadas las condiciones del pais en esa época, el mas glorioso de nuestra historia. La aprobación sincera que ese artículo mereció de algunos de sus amigos, lo estimuló a escribir algunos otros sobre diver- sas materias, i antes de mucho su pluma habia adquirido la firmeza que caracterizó sus producciones subsiguientes. Aun- que Vergara no utilizó sino algunos años mas tarde sus gran- des dotes de escritor, preparó entonces diversos trabajos de corto aliento, es verdad, pero que reflejaban a la vez que un saber sólido, un notable arte de esposicion. Recordaremos entre éstos algunas conferencias sobre diversas cuestiones científicas hechas ante las escuelas libres de Valparaíso, que poseían un mérito real i que con razón merecieron el aplauso de las personas aficionadas a ese orden de estudios.

En ese tiempo, las luchas de la política interior, aunque ardientes i apasionadas, habían entrado desde 1861 en una era de tranquilidad i de libre discusión mediante la absoluta libertad de la prensa i el reconocimiento del derecho de reu-. nion. El periodismo cobró mucha mayor animación, i en to- das partes se organizaron asociaciones populares destinadas a la discusión i a la propagación de principios políticos. Esas asociaciones, precursoras de las reformas que ellas pedían, i que una tras otra se fueron incorporando en nuestro dere-

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cho público, encontraron en don José Francisco Vergara un decidido i entusiasta cooperador.

Afiliado en el partido radical, el mas avanzado de los que entraban en la contienda, Vergara se hizo por su talento, por su carácter, por su prestijio i hasta por su raro desprendi- miento, el verdadero jefe del radicalismo en Valparaiso, i uno de sus mas conspicuos caudillos en toda la República. Alen- taba con su palabra i con sus esfuerzos los trabajos reforma- dores de su partido, i contribuía jenerosamente con su bol- sillo a sostener las publicaciones que los defendían. En 1875 fundó a sus espensas en Valparaiso un diario titulado El Deber, que fué por algunos años el órgano del radicalismo i de los principios reformistas que éste proclamaba.

Hai un documento público escrito i firmado por Vergara en aquellos dias que deja ver la noción correcta que éste te- nia de la acción de los bandos políticos en el gobierno. El ra- dicalismo, organizado lejos del gobierno, habia sido hasta entonces un partido de lucha. En abril de 1875 fué llamado por primera vez a tener una intervención mas definida en la dirección de los negocios públicos con la entrada de don Jo- sé Alfonso al ministerio de relaciones esteriores. «Eres tú, le decia Vergara en una notable carta que entonces vio la luz pública, el primer radical que llega al poder; i espero confia- damente que no tardarás en probar al pais que nuestra es- cuela no tanto enseña a demoler instituciones caducas i en desacuerdo con las necesidades de la época, como a rendir culto a la lei, a respetar i ensanchar los derechos de los hom- bres, a guardar la equidad i la justicia con todos, sin distin- ción de parciales ni de adversarios». Esas palabras honradas eran la espresion sincera de sus aspiraciones. . La actividad de Vergara se ejercitó también en otro orden de trabajos de interés público. Fué el promotor i el mas em- peñoso cooperador de la fundación de escuelas libres, debidas a la iniciativa i a las erogaciones de los particulares, sin bus- car i sin necesitar la protección o el ausilio del gobierno. Concurrió a esta obra con su trabajo i con su dinero, se hizo visitador de esos establecimientos, i no se desdeñó de dar en

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ellos, como dijimos antes, lecciones i conferencias sobre asun- tos científicos espuestos en su forma mas elemental i sencilla para ponerlos al alcance de oyentes de escasa preparación. Esas escuelas subsisten todavía, i sus anales recuerdan el nombre de don José Francisco Ver gara como uno de sus fundadores.

Por este mismo tiempo inició don José Francisco Vergara la formación del pueblo de Viña del Mar, comprendiendo con tanta intelijencia como franqueza la unión que habia entre su interés particular i el interés público. La población de Val- paraiso encerrada dentro de un recinto que cada dia se hacia mas estrecho, necesitaba estenderse en sus contornos; i nin- gún punto ofrecia para ello mejores ventajas que la hacienda de Viña del Mar, situada casi a las puertas de aquella ciudad, unida a ella por el ferrocarril, i favorecida por el clima be- nigno i templado que domina en casi toda la rejion de la cos- ta de Chile. Vergara acometió la empresa de convertir en una ciudad de recreo i de salubridad la parte baj a i llana de la hacienda. Comenzó por trazar plazas i calles, por apartar los terrenos que debia ceder para el servicio público, i en se- guida vendió lotes para casas i quintas en condiciones i con plazos ventajosos para el comprador. Antes de mucho tiem- po, la localidad fué cubriéndose de casas pintorescas i de jar- dines hermosísimos que hicieron de ella una residencia ape- tecida por numerosos habitantes de Valparaíso que buscaban la comodidad, la estension i el agrado. Los terrenos subieron considerablemente de valor, a tal punto que los sitios com- prados en un principio a precios relativamente bajos, valían antes de mucho dos i tres veces mas.

Vergara habia previsto este resultado, i su ojo certero le habia hecho comprender que este cambio de valor era en realidad un beneficio directo para él, pues mientras mas su- biera el de los terrenos vendidos, mayor seria el de los que quedaban en su poder. Merced a su iniciativa i al empeño que puso en fomentar esta población. Viña del Mar adquirió la importancia en que hoi está colocada. Vergara, que habia establecido su residencia en este lugar, se habia reservado

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para i su familia una hermosa quinta^ donde mantenia un espacioso jardín al cual consagraba un cuidado personal tan intelijente como asiduo, i el desembolso anual de algunos mi- les de pesos. Su espíritu emprendedor i progresista fué mas lejos todavía. Procurando el adelanto de ese pueblo, i que- riendo dar facilidades a los individuos i familias que quisie- ran residir en él durante una temporada, construyó con gas- to considerable un suntuoso hotel, que luego pasó a procu- rarle una crecida entrada.

A principios de 1879 se hallaba Vergara en su residencia de Viña del Mar de vuelta de un viaje que acababa de hacer a Europa i los Estados Unidos, cuando ocurrieron el rompi- miento con Bolivia, i las complicaciones subsiguientes que produjeron la guerra entre Chile i la alianza Perú-boliviana, Todo aquello anunciaba una situación azarosa i sembrada de peligros para la República. Sumida en una crisis económica que había producido una disminución en las entradas públi- cas, con un ejército de línea que no alcanzaba a contar tres mil hombres, sin armas para equipar nuevos batallones i en- teramente desprevenida para la guerra, tenia sin embargo que hacer frente a ella o que someterse a la humillación que pretendían inflijirle sus arrogantes enemigos. Se sabe cómo contestó el patriotismo chileno a ese reto. El gobierno i el pueblo aceptaron la guerra sin la menor vacilación; i de todo el ámbito del país acudieron presurosos millares de volunta- rios de todas condiciones a formar el ejército que nos dio la victoria en las batallas mas considerables que se hayan em- peñado en la América del Sur.

En esas circunstancias, don José Francisco Vergara, aban- donando las comodidades de que vivía rodeado, i descuidan- do la jestion de sus valiosos intereses, se presentó entre los primeros a pedir un puesto entre los combatientes que iban a entrar en lucha en defensa del honor i del prestijío de la patria. Sin ante cedentes militares, pero conocido ya por la entereza de su carácter i por las dotes de su intelijencia.

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Vergara recibió el nombramiento de secretario del j ene ral en jefe de nuestras tropas junto con el título de teniente coro- nel de guardias nacionales. En este carácter partió casi inme- diatamente para Antofagasta, donde debia organizarse el ejército chileno con los continj entes de voluntarios que se enviarían de todos los puntos de la República.

La historia de esa guerra ha sido contada con bastante pro- lijidad por uno i otro lado. La publicación subsiguiente de documentos que permanecían reservados, ha venido a arro- jar nueva luz sobre los hechos, i permitirá formar sobre ellos un juicio definitivo. Aunque Vergara desempeñó en esos acontecimientos un papel de primera importancia, no es este el lugar de referirlos de nuevo en toda su estension i desa- rrollo, pero debemos recordar en sus rasgos jenerales la parte que tomó en la dirección jeneral de la defensa del pais i la intervención personal que tuvo en muchos de sus acci- dentes.

En los primeros aprestos para la lucha, se hicieron sentir las dificultades consiguientes a la falta de preparación del pais para emprenderla. El campamento de Antofagasta ne- cesitó algunos meses para regularizarse, i así el gobierno como los jefes militares, tardaron en acordar i combinar un plan de campaña efectiva. Elíministro de la guerra don Rafael Soto mayor se trasladó a esos lugares, i poniendo en ejercicio una voluntad persistente e inflexible i un notable sentido práctico, se empeñó en dar cohesión i solidez a los elemen- tos de defensa, en desarmar las contrariedades que se susci- taban, armonizando las ideas i propósitos de todos, i tuvo la intelijencia i la fortuna para salir airoso en esos trabajos. Vergara que, impuesto de cuanto pasaba en Antofagasta, habia venido a Santiago a informar de ello al gobierno i re- clamar la presencia del ministro de la guerra, volvía con éste a esos lugares el 15 de julio, i pasó a ser su confidente, su consejero íntimo i su mas decidido cooperador. Desde en- tonces, los aprestos fueron muí rápidos i ordenados, se dio un impulso mas eficaz a las operaciones navales, i la captura del acorazado peruano Huáscar vino a coronar esos esfuerzos

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i a permitir preparar la ejecución de las operaciones contra el territorio enemigo.

En efecto, veinte dias mas tarde el ejército chileno partia de Antofagasta, i después de un heroico combate^ desembar- caba en Pisagua i tomaba posesión de sus contornos. Pero existia en la rejion vecina un ejército numeroso de tropas peruanas i bolivianas cuya concentración habria podido frus- trar todos los planes de los jefes chilenos. Fué necesario ace- lerar las operaciones para impedir la reunión de esas fuerzas' colocadas al norte en Tacna i al sur en Iquique. Siendo ne- cesario despachar destacamentos de avanzada para esplorar el terreno i para observar cualquier movimiento del enemi- go, Vergara se ofreció para dirijir ese reconocimiento. A la una de la mañana del 5 de noviembre partia para el interior, acompañado por el teniente coronel de injenieros don Arís- tides Martínez, i a la cabeza de ciento setenta i cinco caza- dores acaballo.

Dos dias consecutivos anduvo Vergara en el desierto con rumbo hacia el sureste, sin divisar un solo enemigo, i sin tomar mas que cortos momentos de descanso en los establecimien- tos u oficinas de elaboración de salitre donde podia procu- rarse agua para su tropa i para sus caballos. Al acercarse a la oficina de Jermania, el 6 de noviembre, se dejó ver de re- pente un grueso destacamento de caballería peruana manda- do por el coronel Sepúlveda, resuelto evidentemente a em- peñar un combate en que vista su superioridad numérica, debía esperar una victoria segura. Vergara se replegó un mo- mento para organizar el ataque i para sacar al enemigo al campo llano, i cayendo en seguida impetuosamente sobre éste lo destrozó completamente en poco rato, persiguiéndolo largo trecho, causándole la muerte de cerca de sesenta hom- bres i entre ellos el jefe del destacamento, i tomándole unos veinticinco prisioneros. Este combate que solo costó a los vencedores la pérdida de tres soldados, i en que Vergara re- cibió un golpe en la cabeza, asentó el prestijio de la caballe- ría chilena, i asentó igualmente la reputación de aquel como militar tan discreto como valeroso. «Su acierto i esforzado

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arrojo en el desempeño de tan difícil i arriesgada comisión, decia el jeneral en jefe don Erasmo Escala al dar cuenta al gobierno de este combate, ha venido a aumentar los impor- tantes servicios que desde el principio de la campaña ha prestado con toda intelijencia i abnegación al ejército, i que dan un relevante testimonio de su desinteresado patriotismo que ha comprometido altamente la gratitud del supremo go- bierno i del que suscribe». El parte dado por Vergara acerca de esta operación es notable por su excesiva modestia. «Es- tos resultados, decia, son fáciles de obtener cuando se man- dan.tropas como las de los cazadores a caballo».

Mientras tanto, habia avanzado al interior una gruesa división del ejército chileno, que fué a estacionarse en el si- tio denominado Dolores. A su regreso a ese campamento, Vergara fué destinado a una nueva comisión. Anunciábase que el ejército boliviano mandado por el presidente Daza se acercaba por el norte. A la cabeza de un destacamento de granaderos a caballo, marchó Vergara hacia ese lado, reco- rrió una gran estension de territorio, i después de soportar con entereza las privaciones i las fatigas consiguientes a estos movimientos en el desierto, regresaba a Dolores el i8 de noviembre sin haber hallado mas enemigos que algunos montoneros que se dejaban ver a lo lejos i que se dispersa- ban apresuradamente tan pronto como divisaban las tropas chilenas.

Vergara regresaba a ese campamento en el momento pre- ciso en que su presencia era indispensable. Esa misma tarde llagaba allí la noticia de que las fuerzas aliadas venían avan- zando de Iquique a las órdenes del jeneral peruano Buendía, en número de cerca de doce mil hombres, i de que ya se encontraban a corta distancia. La división chilena que solo tenia la mitad de esa fuerza, iba a hallarse en inminen- te peligro. El jefe de ella, coronel don Emilio Sotomayor, pensó por el momento cambiar de posición. Vergara, por su parte, sostuvo las ventajas del lugar ocupado para defender- se contra el ataque que se esperaba, i consiguió hacer triun- far su parecer. La batalla se verificó en la tarde del 19 de

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noviembre, i ella fué una gloriosa victoria de las armas chi- lenas. «El señor don José Francisco Vergara, decia el jeneral en jefe en el primer parte oficial de esta jornada, se ha de- sempeñado como el mejor de los militares, encontrándose en lo mas recio del combate». I ampliando poco después sus informes al gobierno, decia: «Es un deber de mi parte hacer especial mención del secretario jeneral señor Vergara que con sus acertados conocimientos influyó poderosamente en la disposición de las medidas que se tomaron para batir con éxito al enemigo, i que durante el combate ayudó personal- mente a su ejecución».

Aquella primera campaña de la guerra contra las repúbli- cas aliadas, terminó como se sabe, con una jornada triste- mente sangrienta, que sin ser una victoria de aquéllas, costó a Chile dolorosas pérdidas. Las tropas peruanas, dispersadas después de sus anteriores desastres, se habian reconcentrado en número de cerca de cinco mil hombres en el estrecho va- lle de Tarapacá, i se disponían a continuar su retirada hacia Arica i Tacna. Los jefes chilenos, sin acertar a comprender toda la importancia de los triunfos que habian conseguido, se abstuvieron de empeñarse en el primer momento en una persecución que podia ser causa de un descalabro. Vergara i otros oficiales tan animosos como él, insistían en perseguir al enemigo; i alentados^por el éxito maravillosamente feliz de las primeras operaciones, i sin tener noticia exacta del nú- mero considerable de tropas peruanas que se habian recon- centrado en Tarapacá, resolvieron con el consentimiento del jeneral en jefe ir a atacarlas en aquella posición. Organizóse una división de cerca de dos mil doscientos hombres cuyo mando en jefe tomó el coronel don Luis Arteaga, i ella fué a estrellarse el 27 de noviembre contra fuerzas superiores en mas del doble.

No tenemos para qué referir en sus incidentes aquel tre- mendo combate que ha sido contado proh jámente en otras ocasiones. Las tropas chilenas se batieron con un vigor he- roico, perdieron casi la cuarta parte de su número, i después de cerca ocho horas de pelea, se vieron forzadas a dejar el

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campo en poder del enemigo. Pero éste^ rudamente quebran- tado, no podia conservarlo; i en la misma noche emprendía su retirada hacia el norte, dejando abandonados a sus heri- dos que no podia cargar. Si a Vergara se le podia reprochar el haber contribuido con su consejo a precipitar aquella em- presa, su conducta en el combate, el valor que allí desplegó, la serenidad i el acierto con que contribuyó a salvar la tro- pa que pudo retirarse, a procurarse los socorros necesarios para atender a los heridos, i a restablecer con las medidas subsiguientes la organización de las tropas, le merecieron los mas calurosos aplausos del jeneral en jefe. «En esa delicada i difícil situación, decia éste en su parte oficial, el coronel Arteaga fué poderosamente secundado por el señor secreta- rio don José Francisco Vergara que una vez mas ha espues- to su vida con inminente riesgo ante los fuegos enemigos. Sus conocimientos especiales, la prudencia i acierto que ha des- plegado en todos los encuentros a que ha concurrido perso- nalmente, contribuyeron en mucho a las acertadas medidas cuya realización procuraba personalmente».

Este sangriento combate, como decimos mas arriba, puso término a la primera campaña. Toda la provincia de Tara- pacá quedaba en poder de los chilenos, al mismo tiempo que en el mar habían cimentado éstos su superioridad aniqui- lando casi completamente la escuadra peruana. Tanto en el Perú como en Bolivia había estallado la revolución interior, deponiendo a los gobiernos respectivos, a quienes se acusaba de haber dirijidola guerra sin concierto i sin previsión. Todo hacia presumir que ambas repúblicas, desilusionadas a la vista de tantos desastres, querrían desistir de una empresa que no parecía prometerles muchas esperanzas de triunfo. El gobierno de Chile llegó a comprenderlo así; i aunque conservándose siempre sobre las armas, i aun engrosando sus elementos de guerra, se mantuvo durante cerca de dos meses en una actitud espectante. Vergara aprovechó esa si- tuación para regresar a Valparaíso llamado por la jestion de sus negocios particulares que necesitaban su inspección per- sonal. Allí en Santiago fué objeto departe del gobierno i del

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público de manifestaciones de simpatía i de aplauso por la abnegación con que habia servido a su patria en aquella crisis, renunciando a su reposo i a sus comodidades i com- prometiendo su persona en espediciones i combates en que esponia su vida a cada momento.

Resuelta la continuación de la guerra, i acordada por el gobierno de Chile la campaña que debia llevarse [al territo- rio de Tacna i Arica, Vergara fué llamado de nuevo al ser- vicio. En los primeros dias de febrero de 1880 se embarcaba en Valparaíso con rumbo a Pisagua, donde se reunía el ejér- cito espedícionario. Esta segunda campaña, mas lenta que la primera, por las grandes dificultades del terreno, por las distancias que era preciso recorrer i por la escasez de recur- sos de todo j enero del pais en que se operaba, fué no menos gloriosa i decisiva en favor de las armas de Chile.

Desembarcado el ejército en Pacocha el 25 de febrero, después de un reconocimiento de los¡ campos inmediatos, en que Vergara tomó una parte principal, avanzó al interior una división chilena a cargo del jeneralBaquedano. Esa división ocupó la ciudad de Moquegua,i batió en las alturas de los An- jeles el 22 de marzo las fuerzas peruanas que se habían reunido en este distrito. Vergara, que había desplegado en estas pri- meras operaciones su actividad acostumbrada, demostrando, junto con un valor a toda prueba, las dotes militares de un esperimentado veterano, fué promovido por el ministro de la guerra en campaña al rango de coronel de guardia nacio- nales, i recibió ademas el nombramiento de jefe de toda la caballería chilena. Esta designación, recibida al principio con marcado descontento por algunos oficiales del ejército, estaba fundada en las cualidades que Vergara habia demos- trado en la campaña anterior, i fué justificada por la con- ducta posterior de éste.

En efecto, Vergara desplegó en el desempeño de ese alto cargo las mismas condiciones militares con que ya se habia distinguido. Ala cabeza de cuatrocientos cincuenta solda- dos de caballería partía de Moquegua el 7 de abril, i avan- zando al sur en dirección a Tacna, donde se hallaba recon-

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centrado el grueso del ejército de la alianza perú- boliviana, batió en Buenavista el i8 de abril la división de avanzada que aquel tenia para esplorar los movimientos de los chile- nos. Ese combate en que el enemigo tuvo mas de cien muertos i en que dejó veinticinco prisioneros, no costaba a la colum- na de Vergara mas que la pérdida de tres hombres, i produjo tal terror en el campamento de los aliados, que desde ese dia no volvió a salir de él partida alguna de esploracion.

Libre, pues, de estas atenciones, pudo consagrarse Vergara a reconocer el terreno para la mas fácil conducción de la ar- tillería gruesa, que no podia avanzar en los arenales del de- sierto, i halló que el mejor medio de trasportarla hasta Tac- na era hacerla desembarcar en la caleta de Ite, ahorrando así algunas leguas del penoso i casi invencible camino de tierra. Después de una campaña de doce dias en que habia conseguido este doble resultado, Vergara regresaba a reunir- se al grueso del ejército, i recibía las felicitaciones del minis- tro de la guerra i de los demás jefes, como recibió en seguida las del gobierno de Santiago.

Durante el resto de esta campaña, en que las operaciones militares eran ejecutadas por el grueso del ejército, el papel de Vergara fué menos marcado. Tomó, sin embargo, parte en un reconocimiento hecho con una sólida división sobre el campamento de los aliados el 22 de mayo, asistió a la bata- lla de Tacna el 26 del propio mes, i en la tarde de ese mismo dia ocupó militarmente la ciudad de este nombre donde se habia tratado de oponer una desordenada e inútil resisten- cia. Eljempeño que entonces puso porque se despachasen tropas a la montaña en persecución de los últimos restos del enemigo, fué considerado temerario; i así, creyendo que la situación lo dejaba libre para trasladarse a Santiago a dar cuenta al gobierno de los últimos sucesos de la campaña, se embarcó en el puerto de Ite en la tarde del 27 de mayo con destino a Valparaíso.

Se ha acusado a Vergara de haber trasmitido al gobierno en esa ocasión desde Iquique noticias telegráficas del carác- ter mas alarmante. Se ha dicho que ofendido en su vanidad

352 Estudios Biográficos

por no haberse adoptado en Tacna el plan de batalla que proponía, i que consistía en dar un rodeo para atacar al enemigo por el flanco o por la espalda para cortarle toda re- tirada, Vergara se empeñaba en demostrar, el escaso resulta- do de esa costosa victoria, i la importancia de las fuerzas aliadas que habían logrado retirarse. Nosotros que conocimos la seriedad i la rectitud de don José Francisco Vergara, le oímos esplicar este accidente de una manera que justifica su conducta. Referíanos que en los momentos en que se embar- caba en Ite, llegaban allí algunos oficiales que le merecían entera confianza, los cuales le informaron que las reducidas partidas de tropa que se habían internado en la montaña en persecución de los fujitívos, habían vuelto contando que éstos, en número considerable, se reconcentraban en esos lugares; i como se sabía que marchaba en ausilio de ellos una división de refresco despachada de Arequipa, era de temerse que se organizara allí otro ejército, lo que haría nuevamente crítica la situación de las fuerzas chilenas, éstos no se apo- deraban prontamente de Arica. Estos informes, que tenían un fondo de verdad, pero que el rumor público exaj eraba, pudieron estraviar a Vergara; pero el hecho cierto es que sólo después del heroico asalto i toma de Arica el 7 de junio se pudo dar por definitivamente asegurado el triunfo de las armas chilenas en esa comarca.

Se creyó entonces de nuevo, i con mayor fundamento que después de la primera campaña, que la guerra había llegado a su término, i que las dos repúbhcas aliadas en contra de Chile, convencidas al fin que no podían continuarla con pro- babilidades de triunfo, pedirían la paz. Estas espectatívas, perfectamente fundadas, detuvieron por uno o dos meses los aprestos del gobierno chileno, sin descuidar sin embargo el mantenimiento del ejército i de la armada en pié de guerra en previsión de que fuera necesario continuar las hostili- dades.

En estas circunstancias se operó en el gobierno de Chile una completa modificación ministerial. El ministro de la guerra don Rafael Sotomayor había muerto en la campaña

Don José Francisco Vergara 353

de resultas de un ataque del apoplejía pocos dias antes de la batalla de Tacna. En el nuevo ministerio, Vergara fué lla- mado a ocupar ese puesto por decreto de 15 de julio. Este nombramiento fué objeto de ardientes discusiones en el con- greso. Sin negar nadie la importancia de los servicios pres- tados por Vergara, sin poner en duda las honorables condi- ciones de su carácter, la elevación de su patriotismo, ni su reconocida intelijencia, se creia que por las dificultades an- teriores, por las diverjencias de pareceres con el jeneral en jefe del ejército, i por las parcialidades i banderías que po- dían aparecer en éste, ese nombramiento seria talvez causa de perturbaciones. La conducta de Vergara en el congreso contestando esas observaciones i en seguida esponiendo su plan de operaciones militares, sin hacer sin embargo revela- ciones indiscretas, mereció la aprobación de la mayoría, como mereció el aplauso de casi toda la prensa.

Había entonces en el pueblo chileno dos corrientes de opi- nión respecto de la marcha futura de la guerra. Querían unos que nuestro ejército se mantuviera en posesión de los territorios ocupados al enemigo, i que se dejara a éste per- der su tiempo i sus recursos en insensatos aprestos militares que no habían de servirle para recuperar aquellas provin- cias, hasta que convencido de su impotencia pidiera la paz. Los que sustentaban esta opinión tenían plena confianza en el poder que había desplegado la República, i sabían que, fuera que nuestro ejército espedicionase en Lima, o que se limitase a ocupar la provincia peruana de Arequipa, había de alcanzar la victoria. Pero creían que cualesquiera de es- tas espediciones costaría pérdidas de sangre i desembolsos de dinero que no serían compensados con la gloría alcanzada en una nueva campaña. Otros, i éstos eran los mas, soste- nían que la guerra no tendría otro término que la espedicion a Lima, porque solo allí, i bajo la presión de las bayonetas chilenas, se sometería el enemigo a aceptar la paz. Esta úl- tima opinión sostenida con grande ardor en el congreso i en la prensa, encontró en Vergara un patrocinante tan resuelto

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354 Estudios Biográficos

como convencido ante los consejos de gobierno i se impuso al fin como un hecho ineludible.

Decidida la campaña sobre Lima, i mientras se hacian los grandes aprestos que ella reclamaba, se combinó una espedicion atrevida a los puertos del norte del Perú, desti- nada a obligar al gobierno de ese pais, a repartir su aten- ción i sus recursos por varias partes, i a demostrarle su im- potencia para defender su territorio haciéndole entender así que le habia^Uegado la hora de solicitar la paz. Esa espedi- cion sembrada de peligros de todo jénero, necesitaba un jefe de la mas decidida intrepidez i de una verdadera inte- lijencia. Vergara no se engañó en su elección. Halló al hom- bre que buscaba en el capitán de navio don Patricio Lynch, que hasta entonces habia desempeñado en esta guerra car- gos secundarios, en que sin embargo mostró una rara saga- cidad. Contra las previsiones de muchas j entes, Lynch co- rrespondió dignamente a la confianza del gobierno, dejando ver en toda esa campaña las grandes dotes políticas i mili- tares que hicieron de él uno de los hombres mas prominen- tes en todo el resto de la guerra.

Mientras tanto, se continuaban con el mas decidido em- peño los aprestos para la espedicion a Lima. Se creaban nuevos batallones, se engrosaban los existentes i se reunían en Arica i Tacna todos los elementos necesarios para poner en un brillante pié de guerra un ejército de veinticinco a treinta mil hombres. La previsión del gobierno atendía a los mas menudos detalles de la organización i del equipo de esas tropas. Ahora, como se habia hecho en las dos campa- ñas anteriores, se prepararon en Santiago mapas topográfi- cos i descripciones claras i precisas del territorio en que se iba a espedicionar, i se repartían a los oficiales para poner- los al corriente de este orden de noticias. En los almacenes del ejército se acumulaban en cantidades casi increíbles, ar- mas, municiones, medicinas, vendajes, víveres, vestuarios, calzados, i todas las herramientas necesarias para recompo- ner el armamento, para montar telégrafos, para reparar ferrocarriles i para ejecutar cualquier trabajo que pudieran

Don José Francisco Vef-gara 355

reclamar las operaciones. Cuando comenzaban a hacerse es- tos grandes aprestos, Vergara se embarcó en Valparaíso el 2 de octubre con algunos jefes i oficiales para ir a Arica a activar la organización del ejército i a disponerlo todo para la partida de la espedicion.

En esas circunstancias el gobierno del Perú, creyendo de- morar los aprestos militares de Chile i darse tiempo para preparar su defensa, finjió aceptar la mediación pacífica que ofrecía el ministro plenipotenciario de los Estados Uni- dos en Lima. El gobierno chileno, por su parte, pensando que no le era dado el negarse a oir proposiciones de paz, aceptó [el ofrecimiento de aquel diplomático, fijando, sin embargo, las condiciones ventajosas que sus triunfos le per- mitían exijir, i declaran do, que mientras durasen las nego- ciaciones continuarla haciendo sus aprestos militares, i eje- cutando las operaciones que convenían a sus planes i a sus propósitos. Las conferencias entre los comisionados del Perú, de Bolívia i de Chile se verificaron en el puerto de Ari- ca, a bordo de un buque de guerra norte-americano. Verga- ra, asociado con don Eulojio Altamirano i con don Ensebio Lillo, propuso las únicas bases de paz que el gobierno de Chile podía aceptar; i como éstas no fueron aceptadas por los representantes de los gobiernos aliados, las negociaciones quedaron rotas después de dos conferencias. Todo aquello no había retardado los aprestos militares, ni producido otro re- sultado que la pérdida de unas cuantas horas en una discu- sión estéril, que los representantes de Chile supieron simpli- ficar reduciéndola a su forma mas clara i mas correcta.

La presencia de Vergara en los campamentos de Arica i Tacna comunicó una actividad prodijiosa a los aprestos mi- litares que allí se hacían. Ampliamente autorizado por el go- bierno para dirijir ese movimiento, instado ademas por éste para acelerar la partida de la espedicion sin detenerse en gastos ni en sacrificios de ningún j enero, i desplegando unas enerjía en el trabajo que no se doblegaba ante ningún obs- táculo, Vergara allanaba todas las dificultades, impartía una tras otras las órdenes mas premiosas, i velaba personalmente

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por su ejecución. Esas órdenes lastimaron mas de una vez las susceptibilidades de los jefes militares; pero la voz del pa- triotismo se sobrepuso a todo; i sobre las rencillas que tan fácilmente nacen en esas situaciones, se hizo sentir en todo el campamento un espíritu levantado de sacar airosa la ban- dera nacional en aquella empresa, El jeneral en jefe don Manuel Baquedano, lastimado alguna vez en estos arreglos de detalle, manifestó, sin embargo, una notable rectitud de juicio, i haciéndose superior a las dificultades que habrían podido crear talvez serios embarazos, correspondió digna- mente a la confianza que en él habia depositado el go- bierno.

La espedicion comenzó a ponerse en movimiento a media- dos de noviembre. El 15 de ese mes zarpaba de Arica la primera división, i cuatro dias mas tarde iba a desembarcar en las cercanías de Pisco; pero, por las dificultades consi- guientes al trasporte de cerca de treinta mil hombres, de un inmenso material de guerra, i de grandes repuestos de víve- res, el ejército chileno no se halló reunido sino un mes mas tarde. No es este el lugar de referir una campaña que ha sido contada prolijamente en los libros especiales, e ilustrada ademas con la publicación de sentenares de documentos que han dado completa luz sobre aquellos hechos. Aquella cam- paña, decidida en las mas grandes batallas que se han em- peñado en la América del sur, se terminó con una maravi- llosa rapidez. El 16 de enero de 1881, el ministro de guerra don José Francisco Vergara, que habia concurrido con su intelij encía i con sus esfuerzos a toda la campaña, esponien- do valientemente su vida en las dos grandes batallas i en numerosos accidentes parciales, comunicaba al gobierno desde el campamento de Chorrillos el siguiente telegrama:

«Gran batalla i brillante victoria a la altura de Chorrillos el dia 13. Otro rudo combate el 15, mas glorioso que el an- terior, en el campo de Miraflores. El ejército enemigo total- mente estinguido con enormes pérdidas de vidas. Mas de dos mil prisioneros i completa dispersión del resto. Lima entre- gada sin condiciones, será ocupada mañana. Piérola ha de-

Don José Francisco Vergara 357

saparecido, i la ciudad no tiene mas autoridades que la mu- nicipalidad. El corazón se ensancha cuando se dan al pais noticias de tales hechos. Vergara».

Este primer boletín de la victoria, que luego comenzó a ser ampliado con nuevas i nuevas noticias, dejaba comple- tamente satisfechas las aspiraciones de Chile.

Vergara, que intervino en todos los accidentes militares de esa campaña, i que a la vez tuvo que entender en las nego- ciaciones que mediaron con los ministros diplomáticos es- tranjeros para la entrega de Lima, permaneció en el Perú hasta los primeros dias de abril empeñado en regularizar la administración provisoria de los vencedores. Recorrió los distritos vecinos a la capital colocando guarniciones chile- nas, i en todas partes dio garantías de seguridad a las j entes de paz i a los que depusieran las armas. Al fin, el 5 de abril se embarcaba en el Callao, i después de un viaje singular- mente rápido, llegaba a Valparaiso el 10 de ese mismo mes. Recibido con el aplauso popular a que lo hacian acreedor sus grandes.servicios, Vergara iba a hallarse desgraciadamen- te mezclado en las evoluciones de la política interior que luego le procuró sinsabores mas amargos todavía que las fa- tigas soportadas en la guerra con tanta entereza i abnegación.

En esos dias tocaba a su término la administración de don Aníbal Pinto. Caracterizada por la probidad i por la mode- ración del presidente, ella había soportado rudos ataques en las dificultades políticas que al fin consiguió domi- nar con la prudencia i la tolerancia, i había hecho frente a las mas serias complicaciones esteriores que resolvió con las brillantes victorias que acabamos de recordar. Se trataba entonces de elejir un sucesor para el primer puesto del go- bierno, i la lucha estaba próxima a empeñarse con un gran- de ardor. En vez de mantenerse estraño a la contienda, Vergara, que volvía a asumir el puesto de ministro de gue- rra, cometió el error de tomar parte activa en ella, compro- metiendo el prestijio alcanzado por sus anteriores servicios i

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por la rectitud de los principios políticos que siempre habia sostenido. Si bien es verdad que no cometió violencias ni atropellos, sino hizo intervenir la autoridad oficial, puso al servicio de esa lucha la autoridad moral de su puesto, i contribuyó a crear una nueva situación de que no tardaria en separarse, comprendiendo así el error cometido, i llevando en su corazón honrado la amargura del desengaño i del arre- pentimiento. Recordando estos hechos en un brillante dis- curso que pronunció en el senado en agosto de 1885, Verga- ra esplicó su conducta con una noble franqueza, i aceptando como una severa lección los reproches que se le dirijian por los mismos que se beneficiaron con aquellos actos, hacia votos porque ella sirviera de ejemplo en lo futuro.

Vergara sirvió el ministerio del interior durante los pri- meros meses de la nueva administración. Disgustado de la marcha que se imprimía a la política, se retiró del gobierno, sin tener por entonces otra injerencia en los negocios públi- cos que la que podía darle su puesto de senador por la pro- vincia de Coquimbo a que habia sido llamado en las elec- ciones de 1882. La publicación que entonces se hizo de su memoria como ministro de la guerra durante la última'^cam- paña, suscitó polémicas i controversias que debieron causar- le no pocos desagrados. Estas luchas, sin embargo, no agria- ron su carácter, ni lo apasionaron hasta ser injusto con sus impugnadores. Si en los escritos a que dio orí jen esa polé- mica hubo ataques destemplados, cargos duros i violentos, Vergara conservó la rectitud de espíritu, i entonces i mas tarde referia a sus amigos los acontecimientos de la guerra con juicio tranquilo, sin vanidad personal, apreciando los actos ajenos con templanza i tributando con frecuencia elo- jios sinceros a los que creían ver en él un implacable contra- dictor. En sus confidencias, Vergara manifestaba que la vic- toria habia sido alcanzada por la unidad de los esfuerzos, i por el patriotismo jeneral del país, pero no desconocía el mérito contraído por los directores de la guerra ni el valor de los servicios de éstos.

Retirado en 1882 a la vida privada, consagrado al cuida-

Dox José Fsancisco Vergara 359

do de sus intereses que habia desatendido completamente desde los primeros dias de la guerra en febrero de 1879, Ver- gara no apareció por entonces en la escena política sino to- mando parte en algunas discusiones en el senado. Solo en su carácter de ministro de estado habia intervenido poco antes en las discusiones parlamentarias, i por tanto no habia adquirido todavía esa facilidad de palabra i esa posesión se- gura que de ordinario no se adquieren sino después de un largo ejercicio. Sin embargo, la variedad i la estension de sus conocimientos, la fijeza de sus ideas i el buen gusto lite- rario formado en muchos años de lectura, dieron solidez i claridad a sus palabras, que con frecuencia revestía de for- mas elegantes, e hicieron de Vergara casi desde su estreno, un orador distinguido, que se dejaba oír con agrado i que sabia producir el convencimiento, i en muchas ocasiones arranques de emoción. Ilustraba las materias de la discu- sión; i cualquiera que fuese el calor del debate, siempre man- tuvo la moderación en el tono del disciirso, i las convenien- cias de la oratoria parlamentaria. El presente volumen^ en que se han recopilado los principales discursos de don José Francisco Vergara, bastará para dar a conocer esta faz de su personalidad política; pero debemos advertir que separa- dos del cuerpo del debate, sin conocer bien los antecedentes que los provocaban, el lector no puede apreciar con exacti- tud toda su oportunidad i todo su alcance, aunque las notas que a este respecto ha puesto el editor a muchos de ellos, llenan en lo posible ese vacío. De todas maneras, aun en la forma en que hoi se publican, desligados del resto del deba- te, i sin poder apreciarse debidamente los accidentes de las circunstancias, i por tanto su oportunidad, esos discursos merecen ser conservados i conocidos por mas de un moti- vo. Ellos son el fruto de una intelijencia clara i serena, de una sólida preparación adquirida en el estudio atento i pro- lijo de los asuntos que se tratan, i de un espíritu recto i

I Estos discursos figuraron en el volumen Escritos i Discursos parlamen- tarios, al cual sirvió de Introducción la presente biografía.

Nota del Compilador,

360 Estudios Biográficos

franco, inclinado a las soluciones resueltamente liberales, i a todo lo que significa respeto a la lei i a los deberes que imponen el honor, la probidad i el verdadero patriotismo. Esos discursos, que trataban una gran variedad de materias, dieron la voz de alarma sobre la situación política del pais, señalaron los errores del gobierno i produjeron una gran im- presión en la opinión pública.

Pero Vergara no pudo empeñarse en esa campaña parla- mentaria con todo el vigor a que en otras circunstancias lo habria arrastrado la entereza de su carácter. Su salud esta- ba minada por una enfermedad que le impedia todo exceso de trabajo, i el hablar largo rato lo fatigaba sobre manera. Como consecuencia de la vida de campaña, de los trabajos i penalidades soportadas con toda abnegación, de las violen- tas transiciones de temperatura entre el dia i la noche en los desiertos del litoral del Perú, ora bajo un sol abrasador, ora envuelto en neblinas frias i penetrantes, Vergara habia contraido una enfermedad al corazón que comenzó a mani- festarse por ataques de anjina que poco a poco fueron ha- ciéndose mas graves i alarmantes. Por consejo de los médi- cos, se vio obligado a retirarse a su hacienda de Viña del Mar, i a buscar en el estudio i en las ocupaciones tranquilas de la industria, un descanso relativo, ya que el descanso absoluto era incompatible con la actividad de su espíritu i con el cultivo de su intelijencia. Sin embargo, aun en esas circunstancias, haciéndose superior a sus dolencias físicas, volvía frecuentemente a Santiago i mostraba un vivo inte- rés por la marcha de los negocios públicos.

Hasta esa época, Vergara habia escrito pocas veces para el público. Solo algunos de sus amigos sabían que poseía una notable facilidad, i que podía manejar una pluma vigorosa en las polémicas mas ardientes del periodismo. Esta circuns- tancia creaba para él una situación escepcíonal: la facilidad de guardar un incógnito impenetrable. La situación política del país cada vez mas inquietante, le sujírió la idea de darla a conocer i de condenar la marcha de la administración pú- blica en una serie de artículos en que se proponía examinarla

Don José Francisco Vergara 361

bajo sus diversas fases. Esos escritos, dados a luz con el tí- tulo de Cartas políticas, produjeron desde el primer momento una impresión indescriptible, fueron reproducidas por mu- chos diarios i leidas en todas partes con la mayor avidez. Bajo formas literarias verdaderamente irreprochables, unien- do la censura vehemente e indignada a un sarcasmo estig- matizador, las cartas políticas de Vergara provocaban alter- nativamente la irritación del patriotismo herido, i la hilaridad mas espontánea.

Continuando en esta tarea, i manteniendo el mas rigoroso incógnito, las cartas políticas de Vergara fueron una pode- rosa palanca para mover la opinión i para preparar la gran ajitacion que se hizo sentir en todo el pais en los últimos meses de 1885.

Se trataba entonces de la elección presidencial que debia verificarse el año siguiente. Los miembros mas conspicuos i prestijiosos del partido liberal se habían separado del go- bierno, i en torno de ellos se había agrupado un numeroso concurso de hombres de decisión i de voluntad que en la prensa, en el Congreso i en los meetings populares levanta- ban la voz con grande enerjía i constituían una oposición formidable por su número i por su calidad. El partido con- servador, igualmente hostil al gobierno, llevaba a esa oposi- ción un continjente poderoso de opinión en Santiago i en las provincias.

Los debates de las cámaras tomaron un calor que robus- tecía la resistencia popular a la imposición de una candida- tura oficial. Vergara, desde su puesto de senador i con el prestí jio de su nombre, conquistado con brillantes servicios a la patria, era uno de los caudillos mas caracterizados, mas animosos i resueltos de aquel movimiento. Su actitud tan franca como bien dirijida, le granjeó en esas circunstancias una popularidad poderosa que lo señalaba a los pueblos como el símbolo de la resistencia.

No tenemos para qué contar aquí todos los accidentes de esa lucha, referidos en muchos de sus pormenores en los es- critos reproducidos en este volumen. Debemos recordar

362 Estudios Biográfico!

que cuando la oposición liberal quiso presentar un candidato a la presidencia de la República designado por una conven- ción, Vergara fué el ejido por una gran mayoría.

Estos acontecimientos, verificados en medio de una gran excitación de la opinión, parecian ser los precursores de una lucha ardiente i de la mas obstinada resistencia del pais a la imposición de una candidatura oficial.

Vergara, sin embargo, no queria entrar en la lucha en las condiciones que le creaba aquella designación. Conocía mui bien que su salud estaba seriamente comprometida, i que lo imposibilitaba para el trabajo asiduo que se le queria impo- ner. Sabia ademas que lainflexibilidad de principios políticos que habia mantenido toda su vida, era un serio inconvenien- te para que pudieran agruparse en torno suyo todos los ele- mentos de oposición, sin cuya unión sólida e incontrastable seria imposible el triunfo de una candidatura popular contra los elementos administrativos de que podia disponer la in- tervención. Creía i habia sostenido que el candidato de la convención liberal, debía ser un hombre de otras condiciones que por sus principios moderados i por el temple de su ca- rácter no suscitase resistencias en ninguno de los círculos que formaba la oposición.

, Sus amigos tuvieron que hacer valer todo orden de razo- nes para reducirlo a aceptar la candidatura que se le ofre- cía. Vergara se sometió después de larga discusión al pare- cer de éstos, pero sin fe en el resultado de la campaña que se iba a emprender bajo su nombre.

Las previsiones de don José Francisco Vergara eran perfec- tamente fundadas, i se realizaron con la mas puntual exac- titud. Las agrupaciones que formaban la oposición, pode- rosas para trabar unidas una lucha formidable, movidas por las causas que Vergara habia previsto, no se mostraron uni- formes en el apoyo que necesitaba la candidatura de la con- vención liberal; i después de algunos trabajos que demostra- ron lo posible que habría sido alcanzar el triunfo en otras condiciones, renunciaron a un trabajo efectivo i resuelto contra la candidatura oficial.

Don José Francisco Veroara 363

Estos acontecimientos ] que habríamos contado con mas estension si escribiéramos una historia completa de la vida de don José Francisco Vergara en lugar de un simple bos- quejo biográfico, fueron los últimos en que su nombre figura en la escena pública. La enfermedad que lo minaba, habia hecho su primera aparición con carácter alarmante en 1884, pero desde 1886 los síntomas de gravedad comenzaron a ha- cerse mas frecuentes.

Los médicos le recomendaban sin cesar un descanso casi absoluto, i la residencia habitual en el clima benigno i tem- plado de Viña del Mar. El mismo Vergara conocía el decai- miento gradual de su salud por la fatiga que le causaba todo trabajo que lo obligara a salir de sus hábitos tranquilos, i hasta el ejercicio inmoderado. Su espíritu se conservaba, sin embargo, entero i en plena actividad, i en el trato con sus amigos conservaba la suavidad, la esquisita cultura i el injenio vivo i chispeante que hacia tan amena su conversa- ción. Era verdademente doloroso el contemplar a ese hom- bre, joven todavía por los años i por el alma, en el pleno goce de sus facultades morales e intelectuales, doblegado por una dolencia persistente e incurable, cuya gravedad habían caracterizado los médicos, i que él presentía claramente, pero conservando siempre la entereza i la enerjía de su carácter. Los que lo trataron de cerca en este período de su vida, no podrán borrar jamas de su memoria el recuerdo de las altas virtudes i de la grandeza de alma que Vergara desplegó en medio de las molestias incesantes que eran consiguientes al debilitamiento de su salud.

En esos años de forzado retiro, en que se vio obligado a abandonar casi completamente la jerencia de sus negocios, Vergara encontró un solaz para su espíritu en el estudio i en el cuidado intelijente del magnífico jardín que habia creado. Rodeado de los libros que formaban la abundante bibliote- ca que había reunido en su casa de campo, pasaba largas ho- ras consagrado a la lectura, se interesaba con el mas vivo anhelo por todo cuando se relaciona con la hteratura i con las ciencias, i se complacía en conversar sobre estas materias

364 Estudios Biográficos

con aquellos de sus amigos que tenían gustos análogos. El cuidado de sus jardines, la introducción i cultivo de nuevas plantas, la estension i mejoramiento dados a sus parques, formaban otras de las distracciones a que consagraba tanto celo como intelijencia. Interesándose siempre por la cosa pú- blica, escribiendo de vez en cuando en los diarios sobre al- gún asunto de actualidad, Vergara vivia tranquilo en su re- tiro cuando su enfermedad lo amenazaba casi cada dia con síntomas mas i mas inquietantes.

Vergara se esforzaba en llevar en lo posible la vida ordina- ria de un hombre que goza de buena salud. Sometiéndose a las reglas hijiénicas que le recomendaban los facultativos, alimentándose con sencillez í con estremada moderación, absteniéndose de todo trabajo prolongado, montaba sin em- bargo a caballo, hacia paseos a pié, í recibía con particular agrado a los amigos i relaciones que frecuentaban su hogar hospitalario. En la tarde del 15 de febrero de 1889, después de un dia en que había gozado de un relativo bienestar de salud, había salido a caballo, cuando se sintió repentina- mente acometido de un ataque anjinoso que en pocos instan- tes le causó la muerte. Las circunstancias de esa catástrofe fueron referidas con todos sus pormenores en los diarios de esa época, cuyos artículos se hallan reproducidos al fin de este volumen.

La noticia de la muerte de don José Francisco Vergara, trasmitida por el telégrafo, se estendió rápidamente en toda la República. Una impresión de dolor jeneral se hizo sentir en todas partes ante un acontecimiento que desde el primer instante fué deplorado como una desgracia nacional. Nume- rosos diarios enlutaron sus columnas; i todos, sin distinción de colores políticos, consagraron a su memoria artículos ne- crolójícos en que se tributaba el merecido elojio alas gran- des virtudes del egrej ío ciudadano que acababa de desapa- recer. Sus funerales, solemnes por la inmensa concurrencia de jente que asistió a ellos, i mas todavía por el hecho de haber reunido en torno de su féretro a hombres de todas las opiniones, i por los discursos en que se hizo el recuerdo de

Don José Francisco Vergara 365

sus servicios públicos i de sus cualidades de caballero, fue- ron, ala vez que la manifestación del dolor, la digna apoteo- sis con que la opinión del pais honraba la memoria del va- liente i entendido ministro de la guerra en campaña durante una crisis sembrada de peligros para la patria, i del deno- dado defensor délas ideas liberales i progresistas en nuestras contiendas políticas.

«Cuando los hombres superiores desaparecen de la tierra, decia Condorcet, al primer estallido del entusiasmo, aumen- tado por el pesar, i a los últimos gritos de la envidia espiran- te, sucede pronto un silencio temible, durante el cual se pre- para con lentitud el juicio de la posteridad». El nombre de don José Francisco Vergara saldrá incólume de esa prueba. Sus contemporáneos lo recordarán con estimación i simpatía; i la posteridad lo colocará en el rango de los mas ilustres hi- jos de la patria chilena, a cuya gloria i a cuya prosperidad consagró toda la intelijencia de una cabeza privilejiada, i toda la entereza i toda la actividad de un gran carácter.

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DOÑA JERTRÚDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA

<t8í4-1873)

DOÑA JERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA i

(1814-1873)

«Nadie, sin hacerle agravio, puede ne- gar a la señorita de Avellaneda la pri- macía sobre cuantas personas de su sexo han pulsado la lira castellana, así en éste como en los pasados siglos.»

Don Juan NicAsio Gallego

La literatura hispano-americana acaba de perder a uno de sus mas altos representantes. El 2 de febrero del año co- rriente (1873) ha fallecido en Madrid la señora doña Jertrú- dis Gómez de Avellaneda, escritora tan popular en América como en España, i considerada con justicia la poetisa mas insigne que ha tenido nuestra lengua. Sus poesías líricas, sus dramas, sus comedias i sus novelas la colocan en la fila de los mas distinguidos escritores castellanos de nuestra época, i le han asegurado una pajina duradera en los anales litera- rios de América.

I. Se publicó en la Revista de Santiago, 1873, t. I^» pájs. 597-612.

Nota del Compilador. TOMO XII.— 24

370 Estudios Biográficos

No nos proponemos en este artículo hacer el análisis-de la obras de la señora Gómez de Avellaneda, sino solo consignar algunas noticias biográficas i bibliográficas de que convi^jie dejar constancia en una revista que aspira dar a conocer de algún modo el movimiento literario de los pueblos hispano- americanos.

Doña Jertrúdis Gómez de Avellaneda nació en la ciudad de Puerto Príncipe en la isla de Cuba, el 23 de marzo de 1816 2. Eran sus padres el teniente de navio don Manuel Gómez de Avellaneda, natural de Constantina, cerca de Sevilla, que era entonces comandante de matrículas del distrito, i doña Francisca Arteaga de Betancour, orijinaria de Cuba, e hija de una de las familias mas antiguas de aquella población. La señora Gómez de Avellaneda perdió a su padre cuando solo contaba seis años de edad. Su madre pasó poco mas tarde a segundas nupcias contrayendo matrimonio con don Gas- par Escalada, segundo jefe del rejimiento de León que guar- necía a Puerto Príncipe.

Desde sus primeros años manifestó la joven una pasión singular por el estudio. En su ciudad natal faltaban estable- cimientos de educación convenientemente montados. Ella suplió este vacío leyendo cuanto libro caía a sus manos; i luego que supo escribir corrientemente, coraenzó a compo- ner versos que rompía, desesperando alcanzar a hacer algo que se acercase siquiera a los grandes modelos que había es- tudiado.

Su natural despejo i su entusiasmo por las obras litera- rias, atrajeron luego la atención pública sobre su persona mediante una circunstancia que no han conocido o que ' han recordado algunos de sus biógrafos. Como las famifias de Puerto Príncipe estaban obligadas a mandar a sus hijos

2. La Avellaneda nació realmente en 23 de marzo de 1814, «aunque ella tenia la debilidad de quitarse dos años, por lo cual la fecha está equivocada en casi todas las biografías», según Menéndez Pelayo, Historia de la poe- sía hispano-americana^ (Madrid, 191 1). 1. 1, p. 271.

Nota del Compilador.

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a hacer sus estudios a la Habana o al estranjero, algunos ve- cinos promovieron una suscripción popular cuyo producido debia de invertirse en la fundación de un colejio. Entre otros arbitrios a que se apeló para colectar fondos, fué uno el de dar algunas representaciones dramáticas de aficiona- dos. La joven Avellaneda se ofreció gustosa a contribuir con su talento a esa obra de patriotismo i de ilustración, i desempeñó con jeneral aplauso el papel de primera dama en la representación de dos comedias de Moratin i en una traje- día francesa que algunos años antes habia traducido al. cas- tellano el primer poeta de Cuba, don José María Heredia. Estos aplausos produjeron en el espíritu de la poetisa el efecto de comunicarle nuevo ardor para seguir cultivando las letras, con las cuales habia estado a punto de romper en sus días de desaliento.

A los pocos dias de haber alcanzado estos triunfos, la se- ñora Avellaneda abandonó la isla de Cuba. Su padrastro, fa- tigado por los largos años de servicio militar, acababa de ob- tener una cédula de retiro, i quería pasar sus últimos años en la provincia de Galicia en España, de donde era oriji- nario.

Al embarcarse para Burdeos en el puerto de Santiago de Cu- ba, en 1836, compuso su excelente soneto Al partir, que por ser la primera de sus obras que no quiso destruir, fué colocada al frente de sus poesías líricas. Ese soneto, que a juicio de un crítico muí exijente, don Juan Nicasio Gallego, puede competir con los mejores del parnaso español, es, pues, la obra de una joven que apenas contaba veinte años de edad.

En esi época, las provincias del norte de España estaban ocupadas por el ejército carlista, que interceptaba toda co- municación por la vía de tierra entre la península i la Francia.

La familia de la señora Avellaneda se vio forzada a per- manecer dos meses en Burdeos, al cabo de los cuales se tras- ladó por mar a la ciudad de la Coruña, donde debia esta- blecerse definitivamente. Allí nacieron en breve algunos

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disgustos domésticos, a los cuales puso término doña Jer- trúdis, yendo en 1838 a reunirse a la familia de su padre, que habitaba la Andalucía. No siendo posible hacer este via- je al través de las provincias que eran entonces teatro de una espantosa guerra civil, la joven poetisa acompañada por su hermano don Manuel Gómez de Avellaneda, se embarcó •en Vigo con dirección a Lisboa, i desde allí se trasladó a Cádiz i luego a Sevilla i Constantina, donde residían sus pa- rientes.

En estos lugares, cuya naturaleza ardiente le hacia recor- dar de algún modo el suelo de su patria, dio rienda suelta a su inspiración, publicando en diversos diarios sus primeras poesías bajo el seudónimo de la Peregrina^ i haciendo repre- sentar en Sevilla en 1840 un drama titulado Leoncia, que aunque fué mui aplaudido, no quiso dar a la prensa. La ca- rrera literaria, a que la arrastraba una vocación irresistible, se abrió para ella en aquel año en medio de los aplausos con que era saludada cada una de sus producciones.

Entonces llegaba también a la mayor edad. Emancipada de toda tutela, poseedora de una corta fortuna que había heredado de su padre, i contando sobre todo con el proba- ble beneficio que había de producirle su pluma, doña Jer- trúdís se trasladó en ese mismo año a Madrid, donde, a pe- sarde la intranquilidad producida por la guerra civil, existía un notable movimiento literario en que tomaban parte algu- nos poetas mui distinguidos.

La señora Avellaneda, que ya había recibido los consejos literarios del famoso maestro don Alberto Lista, cultivó en Madrid la amistad de muchos otros literatos no menos céle- bres, como el duque de Frias, don Juan Nícasío Gallego, don Manuel José Quintana, Espronceda, Zorrilla, Roca de Togores, Pastor Díaz, Bretón de los Herreros i Hartzem- busch. «La aparición de la señorita Avellaneda en el círculo literario de la capital, ha dicho uno de esos escritores (don Nícomédes Pastor Díaz), le señaló desde luego el verdadero lugar que le correspondía. . . Habíase creído encontrar en ella una distinguida poetisa: no era eso nuestra escritora: fué

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colocada desde luego en el primer rango de nuestros mejo- res poetas. Uno de los mas célebres i justamente populares injenios (Bretón de los Herreros), dijo de ella, al oir una de sus composiciones: Es mucho hombre esta mujer. I aunque las no comunes gracias i atractivos personales que tan pri- vilejiadamente adornan a la ilustre cubana, hiciesen brotar en derredor suyo sentimientos e impresiones harto distin- tos que los que supone el dicho agudo del poeta cómico, la verdad es que en el círculo de la literatura se olvidó su sexo hasta para realzar la admiración i el mérito».

Alentada por el aplauso de jueces tan competentes, la jo- ven escritora se determinó a publicar en 1841 un volumen de poesías líricas. Salió a luz en Madrid precedido de un prólogo escrito por don Juan Nicasio Gallego, que termina con las mismas palabras con que nosotros encabezamos este artículo. Ese volumen de poesías es popular en Chile, por- que fué reproducido por don Juan María Gutiérrez en la América poética; fué reimpreso en España, en 1850, junto con otras composiciones escritas posteriormente, i constitu- yen ahora el primer tomo de sus Obras literarias, publicado en Madrid en 1869.

En medio de los numerosos volúmenes que cada año se publicaban en España con el título de poesías líricas, el li- bro de la poetisa cubana llamó particularmente la atención no solo por ser la obra de una mujer, sino porque poseía un mérito mas real que el de la mayor parte de las produc- ciones de este j enero. La prensa lo recibió con elojios unáni- mes. «No vacilamos en asegurar, decia una revista literaria muí aplaudida en esa época, El Conservador, en su número de 23 de enero de 1842, en un estenso artículo destinado a analizar el libro de la señora Avellaneda, que esta preciosa colección puede sostener ventajosamente el parangón con las colecciones de mayor mérito que han dado a luz en este último tiempo los poetas masculinos. Ninguno de ellos le excede en imajinacion, en talento, en jenio. Ninguno, en la grandeza, elevación i orijinalidad de los pensamientos; nin- guno, en la robustez i valentía de la espresion; ninguno, en

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la facilidad, pureza i armonía del lenguaje, en la riqueza del colorido, en la brillantez i propiedad de las imájenes; ningu- no, en la belleza i variedad de las formas; ninguno, en la es- pontaneidad de la inspiración; mui pocos i contados, en la filosofía i profundidad de sus conceptos, en la estension i trascendencia de sus ideas». Lo que mas llamó la atención de los críticos españoles fué el vigor varonil de algunas de sus composiciones. «No es la Avellaneda poetisa, sino poe- ta», decía algún tiempo mas tarde el ilustrado escritor don Antonio Ferrer del Rio.

El mismo año de 1841 dio a luz la poetisa cubana un li- bro en prosa que dedicó a su distinguido amigo i consejero don Alberto Lista. Era una novela titulada Sab, en que ha descrito la exuberante riqueza de Cuba, la sociedad de su pueblo natal i los dolores de la esclavitud, pintando la pa- sión noble i jenerosa de un infeliz esclavo que se enamora de la hija de sus amos. Aunque esta novela fué recibida con grandes elojios por la prensa periódica, la señora Avellane- da la creyó mas tarde indigna de ser incluida en la colección de sus obras.

La señora Avellaneda no se limitó a conservar la posición que se había conquistado en la literatura española con la publicación de estos dos libros. Lejos de eso, consagrándose con mayor entusiasmo al cultivo de las letras, alcanzó en breve nuevos i mas preciados laureles.

Al mismo tiempo que daba a luz en diversas publicacio- nes periódicas, algunas poesías nuevas, preparaba otras obras que solo vieron la luz tres años mas tarde, en 1844. Figuran entre éstas dos novelas. La Baronesa de Joux, le- yenda en prosa, fundada sobre una tradición del Franco Condado, del siglo XII, i Espatolino, interesante novela his- tórica cuya escena pasa en Ñapóles i en Roma a principios de este siglo. En ambas obras, la poetisa cubana manifiesta conocimientos históricos superiores a los que podrían exijirse a una mujer educada por sola en una oscura ciudad de América, i desplega todo el poder de un estilo bien formado, lleno de naturahdad i de firmeza. La segunda de estas nove-

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las debe ser conocida de muchos lectores chilenos, porque fué reimpresa en Valparaiso en 1853.

En el mismo año de 1844, la señora Avellaneda dio al tea- tro dos composiciones suyas que le aseguraron un puesto dis- tinguido entre los mas ilustres dramaturgos españoles.

La primera de ellas por orden cronolójico, i también la mejor de sus obras dramáticas, es Alfonso Munio, drama co- rr'^jido i reimpreso mas tarde con el nombre de Munio Al- fonso. La señora Avellaneda ha sacado el asunto de esta pie- za de un hecho conservado en las crónicas de su familia pa- terna. Munio Alfonso es un jeneral castellano mui famoso en las luchas contra los sarracenos en el siglo XII, que alcanzó el alto título de alcaide de las fortalezas de Toledo bajo el reinado de Alfonso VII. Habiendo sorprendido a su hija Fronilde en conversación amorosa con el infante don Sancho de Castilla, la traspasa con su espada, sin saber que estaba concertado el matrimonio de esa hija única e idolatrada con el heredero del trono. Por mas que esta pieza haya sido lla- mada drama trájico, no puede considerarse sino como uno de esos dramas caballerescos, de la escuela de García del Castañar de Rojas Zorrilla, en que se enaltece la lealtad i el honor castellano por medio de violentas situaciones dramáti- cas. Pero cualesquiera que sean los defectos que en el fondo o en el desarrollo de la acción puedan encontrarse en el drama de la señora Avellaneda, no es posible dejar de ver en él es- cenas 'de un alto interés, i una versificación fácil i vigorosa. La narración de un combate que hace Alfonso Munio en la última escena del primer acto, podria tener cabida en una epopeya heroica, i no desmerecerla al lado de los mejores pasajes de Ercilla, el principe de los poetas épicos españoles.

El segundo drama trájico de la señora Avellaneda, repre- sentado a fines de ese mismo año de 1844, se titula El prín- cipe de Viana. Aunque mui inferior al primero, tiene sin em- bargo escenas interesantes, i esa versificación vigorosa i fluida que son el distintivo de todas las producciones poéticas. de esta autora. Mas tarde, cuando ella hizo la edición definitiva de sus obras, condenó este drama a la pena de esclusion.

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Fueron necesarias las instancias de una amiga suya, la cé- lebre novelista doña Cecilia Bohl de Faver, mas conocida con el seudónimo de Fernán Caballero, para que lo salvara del olvido.

Un año mas tarde, en 1845, la señora Avellaneda dio a luz otra novela titulada La velada del helécho i el donativo del diablo^ interesante leyenda basada sobre una tradición suiza. Pero en este mismo año alcanzó un triunfo literario que reveló su gran superioridad sobre muchos de los poetas es- pañoles de ese tiempo. Los duques de Villahermosa acaba- ban de abrir en su palacio un liceo o sociedad literaria de que formaban parte los mas notables injenios de Madrid. Habiéndose descubierto una conspiración, la reina Isabel in- dultó al coronel Renjifo i a los otros conspiradores que ha- blan sido condenados a la pena capital. El liceo abrió un certamen literario con el objeto de premiar las dos mejores composiciones poéticas que se presentaran para cantar la clemencia de la reina. La señora Avellaneda escribió dos odas, una titulada La clemencia i otra La gloria de los reyes: En uno de los pliegos cerrados que acompañaban a esas pie- zas escribió su nombre, i en el otro puso el de un hermano suyo, llamado Felipe Escalada, que seguia en Madrid sus es- tudios para injeniero militar. El jurado que debia informar sobre el mérito de las numerosas composiciones presentadas al certamen, declaró por unanimidad que las dos que deja- mos mencionadas eran las que merecían el premio. Ya podrá comprenderse la admiración que se produjo entre los asocia- dos cuando se supo que ambas piezas eran la obra de la ilus- tre poetisa. El liceo acordó celebrar una sesión solemne para que la joven cubana fuese coronada con dos coronas de lau- rel por la mano del infante don Francisco de Paula.

Cuando se conocen las miserias de la corte de Madrid, la degradación de la familia real, i las pasiones que jerminaban en el palacio^ se siente un verdadero dolor de que una poeti- sa de tanto talento como la señora Avellaneda, nacida en el suelo que tantas veces han manchado con sus matanzas i ra- piñas los soldados de esos reyes, haya perdido su inspiración

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en cantar en esa i en otras odas a Isabel II. Pero, debe de- cirse en su disculpa que como mujer, joven i educada en las ideas españolas, casi no era posible exijir a su musa esos acentos de condenación de los reyes opresores de su patria, que han hecho la gloria de Olmedo, de López, de Lafinur, de Vera i de otros poetas de la América libre. Por otra parte, la poetisa cubana escribia esas odas en una época en que tanto en España como en las colonias todos los corazones jenerosos abrigaban grandes esperanzas en una reina de quince años a quien se pintaba como un conjunto armonioso de todas las virtudes i de todas las bondades.

En 1869, cuando el trono de Isabel se habia hundido bajo el peso de sus falta?, i cuando la poetisa incluia esos cantos en el tomo I de la colección de sus obras, recordaba como sonrojada esta circunstancia atenuante, para merecer la in- duljencia de sus lectores. «Espero, decia con este propósito, que no sea motivo de impopularidad para este libro la cir- cunstancia de aparecer en algunas de sus pajinas el nombre de una reina que toda España miraba, en la época en que la canté, como el símbolo de sus libertades».

La gloria de la ilustre poetisa habia llegado entonces a su mayor auje. Anteriormente habia publicado algunos artícu- los en la Revista de Madrid, 1 el mejor periódico literario es- pañol de aquella época.

En los meses que se daba descanso habia visitado varios lugares de España i algunos países de Europa; i en sus via- jes, en la lectura i en el roce con los literatos habia adquiri- do conocimientos raros en una mujer i muí poco comunes aun en los hombres que en aquel país cultivan la amena li- teratura. Sus escritos le proporcionaban los medios de llevar una vida holgada, i de tener en el mundo la representación que dan los bienes de fortuna. Tenia entrada en palacio, í era convidada a los bailes de corte con las grandes señoras de la antigua nobleza castellana. Su casa, menos modesta que la del común de los literatos, atraía muchos visitantes que

I. Fué uno de ellos una biografía de la condesa deMerlin i análisis de su Viaje, a la Habana, i otro una biografía del jeneral español Narváez.

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festejaban en ella a la poetisa insigne i a la mujer adornada de todas virtudes de su sexo, i que si no era precisamente hermosa, no careCia tampoco de esa belleza arrogante de las mujeres de la raza española délas Antillas, ojos grandes i negros, rostro animado i una gracia que cautivaba las simpa- tías de los que a ella se acercaban.

Uno de éstos era don Pedro Sabater, joven de distinguido talento, aficionado a la poesía, diputado a cortes i jefe polí- tico de Madrid en esa época. «Tocada del tierno ínteres i de la pasión profunda que ese joven le habia consagrado, dice uno de los biógrafos de la señora Avellaneda, se resolvió a darle su mano a principios de 1846. Fué de parte de nuestra escritora, mas bien que la recompensa de un encendido amor, una compasión delicada, un consuelo con que quiso endulzar los últimos días de su buen amigo». En efecto, a pesar de las apariencias de una salud robusta, Sabater sufría una larinjí- tis peligrosa, que obligó a la poetisa americana a hacer el pa- pel de enfermera los pocos meses que aquél sobrevivió a su matrimonio. Inútil fué que los esposos pasaran a París a consultar a los mas afamados médicos de Europa: en agosto de este mismo año, hallándose en viaje para España, Saba- ter murió en Burdeos dej ando a su viuda sumida en la ma- yor aflicción. En su dolor, la señora Avellaneda buscó con- suelo en el sentimiento relijioso, i se asiló en el monasterio de Loreto de esa ciudad, donde permaneció dos meses. Solo a fines de aquel año volvió a Madrid a recibir las manifesta- ciones de simpatía de sus amigos, i donde pasó muchos me- ses absorbida por sus pesares i sin escribir cosa alguna para el público.

Sin embargo, en el tiempo que la señora Avellaneda per- maneció casada compuso un drama bíblico titulado Saúl, que solo se representó tres años mas tarde, en 1849, mere- ciendo una acoj ida lisonjera, pero inferior a la que habían re- cibido sus otras obras dramáticas.

En los primeros días de ese mismo año de 1846, í en vís- peras de contraer matrimonio, había dado a la prensa una novela histórica americana, Guatimozin, último emperador de

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Méjico, en cuatro pequeños volúmenes, que constituye la mas estensa de todas sus obras. Con un regular conocimiento de la historia de la conquista [de Méjico, adquirida en la lectura de las cartas de Hernán Cortés i de las historias de Bernal Díaz del Castillo, Solis, Clavijero i Robertson i, la señora Avellaneda pudo narrar en forma novelesca los prin- cipales sucesos de aquella heroica epopeya, realzando los caracteres históricos, e introduciendo pormenores romanes- cos de su invención, pero jeneralmente inverosímiles. Aun- que esta obra dista mucho de cumplir con todos los requisi- tos de retrato fiel de los hombres i de las costumbres del tiempo pasado que se exijen en las novelas del j enero que creó i llevó a la perfección Sir Walter Scott, se lee con ver- dadero interés, da una idea aproximativa de los sucesos que consigna, marcha i se desenvuelve con cierta naturalidad, i constituye una de las mejores novelas históricas que se ha- yan escrito sobre cualquier pais de la América española 2. Guatimozin fué favorablemente recibido por la prensa espa- ñola: en América se leyó con mucho gusto i fué reimpreso en Valparaíso en 1847, i según creemos en Méjico.

La autora, sin embargo, no quedó satisfecha de su libro. En 1871, cuando publicaba el 5.^ tomo de la edición defini- tiva de sus obras, habría querido revisarlo i correjirlo por entero, i no pudiendo hacer esto por el mal estado de su sa- lud, prefirió escluírlo de esta colección, conservando solo algunos fragmentos en que está referido el suplicio i muerte

1 . La señora Avellaneda no conoció la famosa historia de Prescott, que habria podido serle de gran utilidad en la composición de su novela. La obra del célebre historiador norte-americano habia sido publicada en Nueva York en 1843, pero solo en 1847 se empezó a publicar en Madrid la tra- ducción castellana de Beratarrechea, que solo se acabó de imprimir en 1850. En cambio, la traducción hecha en Méjico por don Joaquin Nava- rro, mas fiel que la de Madrid, habia sido publicada en los años 1844 i 1845^ pero era desconocida en España.

2. De las novelas históricas americanas que conozco, solo dos pueden competir en estension i en interés con la de la señora Avellaneda, Mercedes de Castilla por Fenimore Cooper, e Ismael hen Kaisar o el descubrimiento del nuevo mundo, por M. Ferdinand Denis; ambas referentes a la historia de Cristóbal Colon.

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de Guatimozin, bajo el título de Una anécdota de la vida de Hernán Cortés.

Después de la representación de Saúl que, como hemos dicho, tuvo lugar en 1849, la señora Avellaneda volvió con nuevo estusiasmo al cultivo de las letras, que le habia pro- porcionado tantos lauros i le proporcionó en seguida el con- suelo de sus penas. En octubre de 1850 hizo representar otra pieza, Recuerdo^ drama en tres actos i en variedad de me- tros; en enero de 1852, La verdad vence apariencias, drama histórico en verso, en dos actos i un prólogo; en octubre del mismo año, La hija de las flores o todos están locos, comedia orijinal en tres actos i en verso, que ocasionó el mas bri- llante triunfo dramático que haya alcanzado la autora, pues esta comedia se representó noche a noche durante mas de dos meses; i en mayo de 1853, La aventurera, comedia en cua- tro actos i en verso, imitada con mucha libertad de otra composición que tiene el mismo título, del dramaturgo fran- cés Emilio Augier. Al lado de esta obra es casi inútil recor- dar El donativo del diablo, drama sacado de una de sus le- yendas en prosa. La sonámbula i Los tres amores, dramas ambos que fueron desfavorablemente recibidos por el públi- co madrileño, talvez a consecuencia de intrigas i rivalida- des, i que la autora no quiso coleccionar mas tarde con sus otras obras.

El amor propio de la ilustre poetisa recibió otra herida en ese mismo año de 1853. La muerte de don Juan Nicasio Ga- llego acababa de dejar vacante un sillón en la real acade- mia de la lengua. Varios miembros de esta sabia corporación, el duque de Rivas, don Joaquín Francisco Pacheco, don Ni- comédes Pastor Díaz, don Fermín de la Puente i Apecechea i algunos otros, instaron a la poetisa cubana a presentarse como candidato para ocupar el lugar vacante. La señora Avellaneda vaciló un momento; pero instada con particular empeño, aun por los otros candidatos que aspiraban al mis- mo puesto i que querían darle esta prueba de galante caba- llerosidad i de acatamiento a sus méritos literarios, aceptó a proposición que se le hacia. La ilustre escritora, sin em-

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bargo, no fué feliz en esta campaña; la academia reconoció plenamente sus títulos para formar parte de aquella docta sociedad; pero declaró, por una débil mayoría, que por el espíritu de sus estatutos no podia dar lugar a una mujer. Este rechazo indirecto, no habría ofendido en lo menor a la señora Avellaneda; pero se dijo entonces que la real acade- mia no había querido llevar a su seno a una mujer que algu- nos pintaban dotada de una altividad i de una irritabilidad de carácter que habrían podido ocasionar embarazos desa- gradables en las sesiones de la corporación. Sea de esto lo que se quiera, la verdad es que la poetisa cubana guardó un profundo desagrado por este contratiempo i que en algunos escritos posteriores dejó sentir la desdeñosa altanería con que miraba a los que creía sus injustos adversarios.

vSe hace notar particularmente este sentimiento en una comedia en cinco actos i en verso que con el título de Orácu- los de Talia o los duendes en palacio, hizo representar en Madrid el 15 de marzo de 1855. Tomando por campo de la acción la corte de España bajo la menor edad del reí Car- los II, hace aparecer un poeta víctima de mil intrigas, que al fin merece el premio a que lo hacían acreedor su talento i la grandeza de su alma. En ese mismo año, la señora Ave- llaneda hizo representar otro drama en verso i en un acto, La hija del reí Rene, arreglado del teatro francés, que obtu- vo como el anterior una favorable acojida del público de Madrid.

Un triunfo mucho mayor alcanzó la poetisa cubana al año siguiente. El 25 de marzo de 1855 se celebró en aquella capital una fiesta espléndida preparada por la admiración de un pueblo i en homenaje de uno de los mas grandes poe- tas que haya producido la España, de don Manuel José Quintana. En la sala del Senado, la reina colocó sobre las sienes del insigne poeta i del gran ciudadano una corona de laurel de oro discernida por el pueblo. Entonces, la señora Avellaneda, poniéndose de pié, leyó con voz fuerte i segura una de las mejores odas que haya inspirado su musa, i tam- bién una de las mas notables a que diera orí jen la corona-

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don del venerable pceta. El público entero manifestó su en- tusiasmo por el inspirado canto de la ilustre poetisa cubana. «Estimo, como mi primera gloria, le dijo Quintana, el ha- ber inspirado tan magníficos versos».

Aparte de esa i de otras composiciones líricas de un méri- to sobresaliente que la autora ha reunido después en la co- lección definitiva de sus poesías, la señora Avellaneda siguió trabajando para el teatro. Escribió para un teatrillo de afi- cionados una comedia en prosa i en dos actos, titulada El millonario i la maleta, que solo dio a luz en 1870, refundió en verso castellano el drama francés Catilina de los señores Dumas i Maquet, que no se representó nunca, i que solo se pubhcó en 1869, e hizo representar en marzo de 1858, una comedia orij inal en prosa titulada Tres amores, en tres actos i un prólogo.

Pero su verdadero triunfo de este año fué la representa- ción del drama bíblico Baltasar, en cuatro actos i en verso, que se estrenó en el mes de abril ccn un éxito comparable al que catorce años antes había alcanzado Alfonso Munio. La prensa aplaudió esta obra como una de las mas preciadas joyas del teatro español moderno. Se la comparó con el Sardanápalo de Byron, del cual se creía una imitación; i los críticos madrileños lo hallaron superior al drama del famoso poeta ingles. Aunque no sea posible exijir de todos los lec- tores que participen de esta admiración, no se puede dejar de reconocer en el drama de la señora Avellaneda una ac- ción bien concebida i desenvuelta, caracteres notables i una versificación digna de sus mejores obras.

Una gran desgracia doméstica vino a perturbar la satis- facción que este triunfo debía producir en el ánimo de la ilustre escritora. Después de cerca de nueve años de viudez, había contraído segundas nupcias en 1855 con el coronel de artillería don Domingo Verdugo Massieu, edecán del rei don Francisco de Asís. Este matrimonio, que tuvo por padrinos a los mismos reyes, se inauguró bajo los mas felices auspicios; pero la prosperidad no fué de larga duración. Verdugo esta- ba afiliado en el partido vicalvarista o de la Union Liberal,

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que tenia por jefe al jeneral O'Donnell, i llegó a ser diputa- do a cortes. Pero a la caida de ese caudillo en octubre de 1856, perdió los destinos que desempeñaba en el palacio. En abril de 1858, al dirijirse a medio dia al Congreso, donde combatía ardorosamente al ministerio Nocedal, tuvo un al- tercado en la puerta de su casa en la calle del Carmen, en que recibió una herida de puñal que lo puso en el acto en las puertas del sepulcro. «La circunstancia de pertenecer Verdugo a un bando apartado entonces del poder i de supo- nerse a su adversario del bando contrario, dice uno de los biógrafos de la señora Avellaneda, don Jacóbo de la Pezue- la, dio lugar a que algunos i aun la misma Avellaneda supu- sieran haber sido ocasionado el lance por alguna venganza política. Aunque solo fué casual i puro efecto de provoca- ciones, mientras duró el peligro de Verdugo, que estuvo por espacio de muchos dias a las puertas de la muerte, su casa estuvo constantemente concurrida por todas las notabihda- des del partido vicalvarista». Al fin, el esposo de la señora Avellaneda se repuso un tanto, pero guardó en su cuerpo el jérmen del mal que lo llevó al sepulcro pocos años mas tarde.

La Union Liberal reconquistó el poder en junio de 1858. El coronel Verdugo volvió a gozar del favor del ministerio; pero, necesitando reparar sus fuerzas, emprendió en compa- ñía de su esposa un viaje a los Pirineos franceses en busca de las aguas medicinales que los facultativos le habían re- comendado para su restablecimiento. De vuelta de esta es- cursion veraniega, i a su tránsito por Barcelona, la señora Avellaneda fué hospedada por el capitán jeneral de Catalu- ña, don Domingo Dulce, i recibió de las diferentes socieda- des literarias i artísticas de esa ciudad, ovaciones ostentosas i conmovedoras. Poco mas tarde, la ciudad de Valencia, a donde la poetisa cubana fué a pasar el invierno buscando un clima templado que favoreciera la convalecencia de su marido, le prodigó aplausos i manifestaciones no menos ar- dorosos i entusiastas.

Pero, la salud de Verdugo no logró restablecerse. La heri- da que recibió en Madrid, le había lastimado seriamente un

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pulmón, i a pesar de la mejoría que había alcanzado, estaba reducido a llevar una vida valetudinaria i llena de cuida- dos. La señora Avellaneda se acordó entonces de Cuba, la patria de los bosques de plácida verdura, de que había vivi- do ausente durante veintitrés años. El ministerio acababa de nombrar capitán jeneral de la isla al jeneral don Francisco de la Torre, i éste ofreció al coronel Verdugo llevarlo consi- go dándole im puesto en la administración. Esta proposición fué aceptada, i a fines de 1860 la señora Avellaneda se em- barcó para la Habana, donde le esperaban nuevos aplausos i nuevos triunfos.

En esa ciudad existe una asociación que con el título de Liceo, propende al fomento i desarrollo de las bellas letras. Esa sociedad, imitando la fiesta celebrada en Madrid para coronar a don Manuel José Quintana en 1855, acordó otor- gar también una corona de laurel de oro al injenio mas no- table que había producido la isla, a la poetisa mas insigne que cuenta la literatura española. La coronación tuvo lugar en la noche del 27 de enero de 1860. El grandioso teatro de Tacón, lujosamente adornado, alumbrado con profusión, concurrido por todo lo que la Habana tenia de notable, fué el lugar designado para esta solemnidad. Celebróse un concierto en que se hizo oír el piano de Gotschalk, represen- tóse una de sus piezas dramáticas, la mas corta de todas. La hija del rei Rene, i en seguida apareció el escenario ma- jestuosamente decorado, i ocupado por el capitán jeneral de la isla i por todas las personas notables que habían promo- vido esta fiesta. En medio de los discursos, i de las poesías compuestas para este acto, la ilustre poetisa fué coronada por el capitán jeneral; i en seguida, adelantándose al prosce- nio, con voz conmovida por aquel triunfo de que era objeto, pronunció cinco cuartetos endecasílabos que por el senti- miento i por el vigor poético pueden figurar al lado de sus mejores cantos.

Ovaciones análogas a estas recibió en las otras ciudades de la isla que visitó en seguida. Este espléndido recibimiento

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que le acordaba su patria, la estimularon a volver de nuevo i con mayor entusiasmo a la vida literaria.

En la Habana fundó i dirijió una revista de literatura, pu- blicó en el Diario de la Marina, el periódico mas acreditado i popular de la isla, una serie de artículos titulados Mi úl- tima cscursion a los Pirineos, de que solo ha querido conser- var algunos episodios i fragmentos; i otra colección de ar- tículos sobre La mujer, o consideraciones jen erales sobre la influencia civilizadora del bello sexo, i cuál debe ser su rol en la literatura. Escribió ademas dos novelas, Dolores, basa- da en la historia de Castilla durante la primera mitad del siglo XV, i El arlista barquero, en que hace intervenir a Ma- dama de Pompadour con caracteres mas simpáticos que los que le presta la historia de Francia del siglo XVIII. Esta última es considerada una de las mejores novelas de la se- ñora Avellaneda.

La insigne poetisa no pudo residir largo tiempo en la Ha- bana. Su marido fué nombrado teniente gobernador del dis- trito de Cienfuegos, i en seguida del distrito de Cárdenas, i le fué forzoso acompañarle a estos lugares. En el último pue- blo se trataba de erijir una estatua a Cristóbal Colon, pri- mer descubridor de la isla de Cuba. La señora Avellaneda prestó a esta idea todo su prestijio literario i toda la in- fluencia del gobernador local. La estatua fué inaugurada el 25 de diciembre de 1862 en medio de una gran fiesta, para la cual la poetisa compuso un himno precioso, que sin embargo empañan sus sentimientos demasiado españoles que la lle- vaban hasta celebrar la momentánea incorporación de la república dominicana a la corona de Castilla, que acababa de consumarse en esa época. En ese año también la ciudad de Cárdenas vio terminarse un hospital, en cuya obra la se- ñora Avellaneda hizo intervenir toda su influencia.

Nuevas desgracias domésticas aguardaban a la poetisa en aquella residencia en que contaba con tantas simpatías. Allí recibió la noticia del fallecimiento de su madre, muerta en España, i cuando todavía estaba agobiada por este dolor, vio desaparecer a su marido el 3 de octubre de 1863, víctima de

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los daños causados por la herida que recibió en Madrid cinco años antes.

En los primeros momentos de angustia que le causó este doble pesar, la señora Avellaneda determinó retirarse a un convento para pasar allí sus últimos dias bajo la éjida de la relijion. La familia de su padre, que, como hemos dicho, re- sidia en Sevilla, la llamó a su lado con instancias tan cari- ñosas que no le fué posible resistirse. Su hermano, el com- pañero de sus primeras peregrinaciones en España, pasó a buscarla a Cuba; i en su compañía se embarcó a principios de mayo de 1864 para hacer un largo viaje que habia de servirle de distracción en sus aflicciones. Recorrió una gran parte de los Estados Unidos, visitó la catarata del Niágara, que salu- dó con inspirados acentos como todos los poetas que han contemplado esa espléndida maravilla de la naturaleza; i dirijiéndose en seguida a Inglaterra, llegó a Sevilla a fines de ese año, después de haber atravesado de nuevo la Francia i la España. La vida de familia i el cultivo tranquilo de las letras iban a ser el consuelo de sus últimos dias.

De este tiempo data la última obra de la señora de Avella- neda. En su residencia de Sevilla compuso un Devocionario en verso, que fué publicado en Madrid i del cual solo cono- cemos algunas piezas elejidas por ella misma, i colocadas en el primer tomo de la edición definitiva de sus obras. A juz- gar por estas muestras, i por los elojios que le ha tributado la prensa española, el Devocionario poético de la poetisa cu- bana es una de las mejores obras que con este título ha pro- ducido la literatura española, la cual cuenta, sin embargo, un libro notable por el sentimiento poético i por la elegancia de la versificación en el Ejercicio cotidiano i novísimo devocio- nario por don Miguel Agustín Príncipe, que fué publicado en Madrid en 1844.

Pero el trabajo mas importante a que se contrajo la seño- ra Avellaneda durante su residencia en Sevilla, fué la revi- sión de sus obras para hacer de ellas una edición correjida i definitiva. Su plan era publicar seis volúmenes en %P, i de cuatnocientas a quinientas pajinas i en una forma bastante

Doña Jertrúdis Gómez de Avellaneda 387

compacta. En efecto, en 1869 se publicó en Madrid por la imprenta de don Manuel Rivadeneira el primer volumen q.ue contiene las poesías líricas, precedidas de la biografía de la señora Avellaneda, por don Nicomédes Pastor Díaz; en 1869 i 1870 se dieron a luz los tomos II i III con las obras dramáticas; i en 1870 i en 1871 los tomos IV i V que encie- rran las novelas i obras en prosa. El segundo de éstos/que es el último de la colección, contiene algunos juicios críticos pu- blicados en diversas épocas acerca de las obras de la autora. Pero a pesar del rubro de Colección completa, que lleva cada uno de los cinco volúmenes de esta edición, la señora Ave- llaneda ha eliminado de ellos los materiales para formar uno o dos volúmenes mas. Enfermiza i achacosa durante sus úl- timos años, harta de aplausos i de gloria, aunque contraria- da en algunas de las mas nobles aspiraciones de su vida, la ilustre poetisa sometió sus escritos a una severa revisión, corrijió o rehizo algunos de ellos; i cuando su salud no le permitió hacer lo mismo con otros, preñrió proscribirlos de la colección de sus obras, o limitarse a utilizar algún frag- mento, un simple episodio. En ella faltan dos novelas, Sab i Guatimozin, i algunos dramas como Leoncia, Ejilona, Erro- res del corazón, la Sonámbula i Simpatía i antipatía. En cam- bio de estas obras, la señora Avellaneda recopiló muchas leyendas en prosa, publicadas en dive/sos periódicos, i que ella creía dignas de salvarse del olvido. La mas estensa de éstas, i quizá la mejor es El cacique de Turmequé, interesante novelita basada en la historia de los primeros años de la do- minación española en Nueva Granada.

La ilustre poetisa cubana pasó en Sevilla, ocupada en es- tos trabajos, los últimos ocho años de su vida.

Cada verano hacia una escursion a Madrid, i aun algunas veces llegó hasta Francia. En 1872 determinó quedarse en aquella capital para someterse a una larga curación i repa- rar su salud destruida casi por completo. La muerte la sor- prendió allí el 2 de febrero de 1873.

El fallecimiento de la señora Avellaneda ha producido bien poca impresión en España. La opinión estaba ocupada

388 Estudios Biográficos

preferentemente con las ajitaciones políticas; i la muerte de una escritora, aunque fuese una escritora de gran mérito, no ha podido atraer la atención pública. Sin embargo, el re- cuerdo de estas luchas pasará en breve; i los libros de la in- signe poetisa vivirán mientras haya quien hable la lengua de Castilla i quien tenga amor a los buenos versos, i a lo bello en hteratura. La posteridad, estamos seguros de ello, acep- tará un juicio dado por M. Villemain en un estenso estudio sobre la poesía lírica que sirve de introducción a las obras de Píndaro. «La señora Avellaneda, ha dicho M. Villemain, es la heredera de la lira de frai Luis de León» "^

* Sobre esta ilustre poetisa véanse: Piñeyro, El romanticismo cu España (Paris, 1904); M. Aramburo i Machado, La Avellaneda: su personalidad literaria (Madrid, 1898); i Lorenzo Cruz de Fuentes, La Avellaneda: autobiografía i cartas (Huelva, 1907), con datos miii interesan- tes para la psicolojía de la poetisa.

Nota del Compilador.

ERRATAS I CORRECCIONES

Pajina

Línea

Dice

Léase

8

I

hubiese

hubiesen

13

30

sesenta

setenta

22

35

mas e

mas el

35

15

discusso

discurso

49

16

póblicos

públicos

76

10

Manuel Encalada

Manuel Escalada

103

13

pronto

pronto

105

9

mastelero de gabia

mastelero de gavia

lio

25

empañaron

empeñaron

133

16

las patriotas

los patriotas

149

18

Gatería

Galería

167

16

Tria Lingiia

Tria Linguae

167

18

Ferrocerrü

Ferrocarril

178

20

otra parte

i otra parte

190

8

Ballrana

Bailar na

194

31

alguna voz

alguna vez

201

29

tanto

tantos

223

14

tenia

temia

224

20

necesiba

necesitaba

229

17

3

I

234

I

Bartos

Barros

234

7

bajóla

bajo la

258

2

Bazaguchascua

Bazabuchiascúa

264

17

tíulo

título

312

13

Bazabuchiascuad

Bazabuchiascúa

ijsrnDiOE

, I Estudios Biográficos

PÁ.TS

Don José Antonio Martínez de Aldunate, obispo de Santiago

(1730-18 1 1) 5

II

Don Juan Martínez de Rozas (1759-1813) 19

III

El Capitán Jeneral don Bernardo O'Higgins (1778-1842). Dis- curso en LA INHUMACIÓN DE SUS RESTOS ( 1 869) 39

IV

El Jeneral Freiré (1787-185 i) 45

§ I. Desde el nacimiento de Freiré hasta que se alistó como ca- dete en los Dragones de la Frontera 47

392 Índice

Pájs.

§ 2, Servicios prestados por Freiré en el año de 1 813 51

$ 3. Servicios prestados por Freiré en el año de 1 814 $7

§ 4. Servicios prestados por Freiré diirinte la emigración en Bue- nos Aires 6^

§ 5. Reconquista del pais i servicios de Freiré en ella, hasta me- diados de 1 8 1 7 (7

§ 6. Sus servicios hasta la batalla de Maipo 71

§ 7. Sus servicios en el sur hasta que fué nombrado Intendente

de Concepción 75

§ 8. Campañas contra Benavides 81

§ 9, Campañas con*ra^ Benavides hasta noviembre de 1820.. ... 85

§ 10. Caida de O'Higgins: Freiré Supremo Director 91

§ 1 1. Piimera espedicion a Chiloé 95

§ 12. Ocurrencias políticas en los años 1824 i 1825 99

§ i;. Segunda espedicion i conquista de Chiloé 103

§ 14. Ocurrencias políticas hasta el destierro de Freiré 109

§ 15. Su destierro, regreso i muerte 113

§ t6. Su carácter 117

V

El JF.NERAL DON FRANCISCO Antoniq Pinto (i7<^5-i858) 123

VI

Don Josí; Manuel Borgoño (1792-1848) 1.33

Vil

El jenrral don Joaquín Prieto (1786-185^) t49

VlII

Necrolojía del jeneral don Rafael Maroto (i 783- i 85 3) 161

IX

El coronel de injenieros don Santiago Bali arna (1790-1856)... 167

X

El coronel don Antonio Millan (1775-1856) i75

Índice 393

XI

Necrolojía de don Victorino Garrido (1744-1858) 109

XII

Apuntes para la biografía del coronel don Roberto Souper

(18 18 1881) 199

XIII

Don Antonio García Reyes (1817-1855) 213

XIV

Apuntes biográficos de don Diego Antonio Barros, antiguo se- nador, consejero de estado, etc. (1789-1853) 233

XV

Rasgos biográficos de don Melchor de Santiago Concha

(1799 1883) 255,

XVÍ

Don José Joaquín Pérez (1801-18S9) 309

XVII

Necrolojía de don José Francisco Vergara (1833-1889) 325:

XVIIÍ Biografía de don José Francisco Vergara (1833-1889) 333

APÉNDICE

Doña Jertrúdis Gómez de Avellaneda (1814-1873) 369

Erratas i correcciones 3*9

TOMO XII.— 26

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