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BIBLIOTECA ARGENTINA
Volumen 7
55V/.
4846
Bernardo Monteagudo
BIBLIOTECA ARGENTINA
PUBLICACIÓN MENSUAL DE LOS MEJOBES LIBROS NACIONALBS
Director: RICARDO ROJAS
/
Obras Políticas
DB
BERNARDO MONTEAGUDO
BUENOS AIRES Librería LA FACULTAD, de Juan Roldan
436— Florida— 436 I916
ÍNDICE
Págs.
Noticia Preliminar, por Ricardo Rojas 9
LIBRO I Memoria política
Memoria sobre los principios políticos que seguí en la administra- ción del Perú, y acontecimientos posteriores a mi separación. 37
LIBRO II
Federación americana
Ensayo sobre la necesidad de una federación general entre los es- tados hispanoamericanos, y plan de su organización .... 76
LIBRO III Propaganda revolucionaria
I.— El vasallo de la ley al Editor 91
II. — Causa de las causas 93
III.— A las americanas del Sud 98
IV.— Crimen de lenidad 100
V. — Patriotismo 101
VI.— Pasiones 108
VIL— El Editor 112
VIII.— Reflexiones políticas 115
IX.— Observación 118
X.— -Observaciones didácticas 123
XI.— Clasificación 128
XII. — Continúan las observaciones didácticas 131
XIII.— Continúan las observaciones didácticas 134
XIV.— Ciudadanía 138
XV.— Continúan las observaciones didácticas 141
XVI.— Paréntesis a las observaciones didácticas 145
XVII.— Continúan las observaciones didácticas 151
XVIII. — Continúan las observaciones didácticas 156
XIX. — Concluyen las observaciones didácticas 161
XX.— Censura política 168
VI índice
Págs.
XXI. -El Redactor 174
XXH.— El Editor 176
XXIII.— Política 178
XXIV.— Ensayo sobre la revolución del Rio de la Plata desde el
25 de mayo de 1809 183
XXV.— Apéndice a todas las observaciones de este periódico . . 188
LIBRO IV Exposición de tareas
Exposición de las tareas administrativas del Gobierno, desde su
instalación hasta el 15 de julio de 1822 (Lima) 215
LIBRO V Discursos patrióticos
I.— Oración inaugural de la «Sociedad Patriótica» (Buenos
Aires, 1812) 245
II.— Declamación pública en la «Sociedad Patriótica» (Buenos
Aires, 1812) 260
III.— Oración inaugural de la «Sociedad Patriótica» (Lima, 1822). 270
LIBRO VI Epistolario
Al doctor Juan Antonio Medina (1809) 277
A don J. M. de Pueyrredón y su respuesta (1813) 278
A don Tomás Guido y su respuesta (1818) 280
A O'Higgins y a García (1818-1823) 282
A Bolívar y a Sucre (1823-1824) 294
Apéndice
Artículos de «El Independiente» atribuidos a Monteagudo (Bue- nos Aires, 1815) 309
OBRAS políticas
NOTICIA PKELIMINAR
FOB
ElCAEDO EOJAS
NOTICIA PRELIMINAR
Las Obras Políticas de Bernardo Monteagudo se hallaban dispersas en archivos particulares, en gacetas efímeras de su tiempo, o en algunos folletos de oportunidad, hoy sumamente raros (1). Faltaba compilarlas en un solo volumen, como se ha realizado ya con las obras de Mariano More- no, haciendo lo propio con este otro publicista que representó en el continente, desde Buenos Aires hasta Panamá, en prodigiosa aventura de dema- gogo andante, el espíritu dominador y vehemente de la revolución argentina. Digo que esa tarea quedaba por realizarse, sin olvidar las reediciones facsimilares del Museo Mitre, durante la direc- ción del meritorio señor Rosa, ni los apéndices de «escritos» de Monteagudo, que el laborioso señor Pelliza puso a ambos tomos de su biografía del procer (2). Mucho me han servido ese género de publicaciones, así en el primer esfuerzo de
(1) Por ejemplo: algunas cartas estaban en los archivos de O'Leary; sus artículos y discursos en La Gaceta, el Mártir o Libre, el Censor de la Revolución, etc.; su Memoria y su Exposición de tareas, en opúscu- los especiales.
(2) La obra de Pelliza Vida y escritos de Monteagudo, se publicó en Buenos Aires el año 1880 (2 volúmenes). El Museo Mitre por su parte, ha publicado una reproducción facsimilar del Mártir o Libre (fototipia Coni, Buenos Aires, 1910, (54 págs.), y otra de mayor formato, titulada La Prensa independiente del Perú, donde se incluyen el Censor de la Revolución y el Diario de la Campaña del Pacífico, que Monteagudo re- dactaba como boletinero bajo las órdenes de San Martin. En folleto aparte (facsímile), el Museo ha publicado también la Exposición de las, tareas administrativas.
10 NOTICIA PHELIMINAH
compilación, como en la corrección de este volu- men, y no fuera justo olvidar el nombre de tan pacientes obreros de nuestra historia. Pero, según mis noticias, es el presente volumen de la Biblio- teca Argentina, la primera publicación, como an- tes dije, exclusiva y especialmente destinada a las Obras Políticas de Bernardo Monteagudo. Acaso no sea la presente una edición de sus «Obras Completas» desde el punto de vista diplomático o material, pero lo es desde el punto de vista psi- cológico o doctrinario, pues el lector encontrará en estas páginas, todos los escritos de Monteagudo que puedan ser la definición de sus propios ideales, tal como su autor los concibiera, expresara y sir- viese, desde 1809, año de su iniciación revolucio- naria, basta el 28 de enero de 1825, hora inolvi- dable de su trágica muerte (3).
(3) Por la índole del presente volumen, he omitido la biografía del autor, que acompaña algunos otros de esta Biblioteca. La biografía de Monteagudo está implícita en sus propios escritos. El resio es mal co- nocido o se reduce a algunas fechas y algunos cargos. Se acepta gene- ralmente que nació en San Miguel de Tucumán hacia 1785. Hasta 1809 nada se sabe de él, pues aparece mezclado a la revolución de la Paz, bruscamente, y con sus estudios de abogado concluidos en Chuquisaca. Jujuy también se disputa su cuna, por haber vivido allí su padre y ha- ber costeado el Cabildo local sus primeros estudios, según se asegura. En 1810, apoya a Castelli en el Alto Perú: baja a Buenos Aires para defen- derle después de Huaqui; interviene con Rivadavia en la ejecución de Alzaga; continúa la obra de Moreno en la Gaceta; inaugura la Sociedad Patriótica que recoge la tradición «morenista»; funda el Mártir o Libre; es elegido miembro de la Asamblea en 1813, como diputado por Men- doza; es desterrado con Alvear en 1815; fúgase del barco en que estaba preso, y va al Brasil y a Burdeos; reaparece en 1817 con San Martín en ios Andes; interviene en el fusilamiento de los Carrera y en el castigo de los prisioneros españoles confinados en San Luis; secunda en Chile la política de O'Higgins; redacta el acta de independencia de aquel país; pasa con San Martín al Perú como secretario y boletinero del ejército; funda el Censor de la Revolución y el Pacificador del Perú; se le nom- bra ministro de Estado en Lima; es perseguido después de la expatria- ción de San Martín; le deponen del cargo en una revuelta popular; es desterrado del Perú; se refugia en el Ecuador; traba amistad con Bolí- var; escribe en Quito su Memoria; secunda en el norte del continente la obra de Bolívar; el Congreso del Perú lo declara fuera de la ley, y al volver a Lima es asesinado una noche por orden de sus enemigos. — Los detalles de esta vida pueden verse en las biografías de Iñíguez Vicu-
NOTICIA PRELIMINAR 11
Dada la índole de esta edición, líe creído que podía apartarme del orden cronológico, para se- guir, en la serie de los materiales, el de su impor- tancia intrínseca ; y lie ponderado esta última por la, madurez de las ideas contenidas en cada pieza, o por su carácter más permanente, explícito en la ocasión del documento y en la forma visible- mente más serena de su estilo. Con sujeción a ese criterio, he distribuido las «memorias», «artícu- los», «discursos», «ensayos» y «cartas» que cons- tituyen la producción de Monteagudo, en cinco libros, que son: 1.° Memoria Política (1822), «sobre los principios que siguió en la administra- ción del Perú, y acontecimientos posteriores a su separación»; 2.° Ensayo sohre una federación arne- ricana (1824) o sea su trabajo «sobre la necesidad de una federación general de los Estados bispano- americanos y plan de su organización»; 3.° Propa- ganda revolucionaria (1812-1821), formada por sus artículos de combate o doctrina, en diversos periódicos donde colaboró; 4.° Exposición de Ta- reas, opúsculo sobre la administración del Perú, desde su instalación hasta el 15 de julio de 1822; 5.° Discursos patrióticos, pronunciados todos en las asociaciones de la juventud liberal que fueron sembradas por la iniciación «lautarina» en el Plata y el Pacífico; 6.° Epistolario (1809-1823), constituido por las principales cartas dirigidas a hombres como Bolívar, con quienes colaboró efi-
ña (1865), de Mariano Pelliza (1880), y sobre todo en la de Clemente L. Fregeiro (1879). Sus obras han sido fragmentariamente publicadas repetidas veces. Su iconografía se reduce al retrato que reproducimos, extraído de la obra de Pelliza, aunque ignoramos su grado de autenti- cidad y procedencia. Últimamente se ha iniciado en Buenos Aires la erección de una estatua en honor de Monteagudo, pero como un hado maligno había de perseguirle hasta en la gloria, su monumento fué en- cargado a un marmolero alemán, con fama de escultor cortesano, y me aseguran que ha plasmado una especie de pastor protestante, sin carác- ter de raza, de fuerza, ni de belleza.
12 NOTICIA PRELIMINAR
cazmente en la obra de la libertad americana (4). La subversión del orden histórico sacrificado a ese plan más lógico, es, por otra parte, muy leve, desde que el libro III, el más extenso y complejo por sus numerosos trabajos menores, va desde 1812 hasta 1821, y a éste le sucede el libro IV con su Exposición de 1822. Si he puesto delante de ellos la Memoria de 1823 (Libro I) y el Ensayo de 1824 (Libro II), lo he hecho porque esos dos trabajos escapan a la mera cronología exterior de su data, para abarcar, en su texto retrospectivo, más am- plio lapso de historia ; y sobre todo porque son verdaderas confesiones de Monteagudo acerca de su conducta o sus ideales en la Revolución. Lógi- camente esos trabajos debían preceder a los otros, como síntesis de tan dramático espíritu, y como norma ofrecida al lector para la exacta crítica de los otros documentos, más volanderos y ocasiona- les. Análoga observación es dable hacer sobre sus Discursos y Epistolario, que son los últimos libros, pues aparte de haber conservado la cronología dentro de cada serie, sus piezas debían, por su género literario, constituir libros aparte, y ser los últimos esos libros, porque ellos no estuvieron destinados a la publicidad, o porque traducen en su tono íntimo, las más recónditas pasiones y vir- tudes de su discutido autor.
'A propósito de ese libro VI, que acentúa del todo el carácter novedoso de este volumen, debo recordar aquí el nombre del historiador don Cle- mente L. Fregeiro, que ha tenido la gentileza de facilitar con sus noticias esta parte de mi engo-
(4) Ha de sorprender el no hallar cartas de Monteapudo a San Mar- tín, con quien estuTo íntimamente y por más largo tiempo unido en sus campañas. Pero a eso se debe precisamente el no haberlas hallado: como estuvo siempre cerca de rl (1(S17-1822), poco debieron escribirse, y el período más fecundo del Epistolario de San Martin corresponde, como se sabe, a la época de su ostracismo, que siguió a la temprana muerte de Monteagudo.
NOTICIA PEELIMINAE 13
rrosa tarea. El señor Fregeiro es, como se sabe, uno de nuestros más concienzudos historiadores, y en este caso particular, su colaboración se enca- rece por la circunstancia de haber escrito, hace ya muchos años, una excelente biografía de Mon- teagudo (5). Han corrido más de seis lustros desde la publicación de esa obra, sin que su autor haya cesado de interesarse sobre el viejo tema, allegan- do nuevos informes sobre su personaje, con el objeto de reeditar, mejorada, la biografía de 1879. A esa loable coincidencia, y a la amistad que me liga con investigador tan generoso, debo el haber enriquecido este volumen con algunas interesan- tes piezas que completan mi compilación (6).
Informado ya el lector sobre el contenido de esta obra, le informaré sobre la autenticidad de sus diversos documentos. Los escritos de Monte- agudo, se dividen : entre los que fueron suscriptos por él o impresos en vida suya bajo su nombre, y los que aparecieron en periódicos suyos, que en virtud de esa razón le han sido atribuidos, según inferencias autorizadas por el estilo, las ideas o vida del autor. A la primera clase perte- necen la Memoria (Libro I), el Ensayo (Libro II), la Exposición (Libro lY), los Discursos (Libro V) y el Epistolario (Libro VI), o sea sus trabajos más personales. No se tiene tan explícita certi- dumbre respecto a los artículos o proclamas que aparecieron en la prensa revolucionaria de Buenos Aires y el Pacífico. De ahí que a la numerosa serie de sus artículos, haya debido separarlas en dos secciones, poniendo bajo el título de Propaganda revolucionaria (Libro III), los que todos sus bió-
(5) Edición de Igón, Buenos Aires, 1879.
(6) En cada pieza se indicará por medio de una nota, la procedencia del documento. Las cartas que publico no son todas las de Monteagudo Se tiene noticia de otras, aunque no he podido conseguir su texto auténtico.
14 NOTICIA PRELTMlísAR
grafos lian aceptado hasta hoy como producción auténtica de Monteagudo, y destinando al Apén- dice los que han sido objeto de dudas en tal sentido, o resueltamente impugnados como apó- crifos.
A la sección de los reconocidos por auténticos, pertenecen los que se editaron en La Gaceta, du- rante la época en que Monteagudo fué su redactor oficial ; en el Mártir o Libre, nuevo periódico que fundara en Buenos Aires al morir aquel otro; y en el Censor de la Revolución y en El Pacificador del Perú, las hojas que notoriamente fundó y redactó durante sus campañas libertadoras del Pa- cífico. En cambio, destíñanse al o Apéndice» los artículos de El Independiente (1815) que fueron atribuidos a Monteagudo en la obra de Pelliza (1880), y que Fregeiro desautorizó con muy vale- deras razones, aunque no con pruebas de valor absoluto.
He dicho ya en Noticias anteriores, que la Biblioteca Argentina sólo desea dar, por ahora, los textos depurados en lo posible, valiéndose de las fuentes menos sospechosas y acompañando los libros que publica, de una breve «historia externa» que oriente al lector novel, generalmente no infor- mado sobre la autenticidad o variante de las edi- ciones anteriores. No tratándose, pues, de edicio- nes críticas, en el estricto sentido europeo de esta palabra, sino del punto de partida para hacerlas después, he creído que debía reducirme a clasificar los materiales, pero dando al lector los anteceden- tes bibliográficos, por si quisiera emprender, sobre nuestro volumen, el estudio del pertinente pro- blema y su definitiva solución.
En este caso particular de Monteagudo, los fun- damentos de Pelliza en su atribución, se reducen a dos fuertes indicios de carácter «biográfico», y a una débil conjetura sobre la forma de dichos ar-
NOTICIA PRELIMINAR 15
tículos. 1." En 1815, El Independiente sostuvo la política de Alvear, y Monteagudo fué del primi- tivo grupo «alvearista»; 2.° Cuando el dictador cayó, sus amigos fueron desterrados — entre ellos Monteagudo, — y la expatriación de éste coincidió con la muerte del periódico (7), Esa es la suge- rente coincidencia biográfica invocada por Pelliza ; pero tal cosa no basta para probar su atribución, sobre todo si se advierte que el resto de su prueba, la que se afinca en presuntas analogías de estilo, es la parte atacable de su tesis. Al cotejar al Mon- teagudo auténtico y al autor de esos artículos, sólo señala Pelliza meras coincidencias de «pala- bras», pero no de maneras ni de timbre mental, a no ser las que son comunes a una época y una generación de escritores. La diferencia de matiz literario — o de a estilo», si de tal cosa puede hablar- se en este caso — es tan sutil entre Monteagudo y sus coetáneos — Agrelo, Moreno, Funes, Gorriti y otros, — que por sí sola no constituye prueba defi- nitiva.
La tesis negativa de Fregeiro se apoya en que, desde 1818, tales artículos eran atribuidos a Ma- nuel Moreno, y que en la colección de periódicos perteneciente a don Florencio Várela (después ven- dida a Casavalle), Fregeiro vio que Yarela, en breves notas marginales, daba los nombres del autor de cada artículo anónimo, y estos del Inde- pendiente, aparecen atribuidos a Manuel Moreno. Florencio Várela pudo tener esta noticia del pro- pio autor, o más probablemente de don Bernardino Rivadavia, su confidente en este género de tra- diciones. La fuente es buena, según se ve, pero ella sola no basta sino como prueba de autoridad y tradiciones orales (8),
(7) Manuel Moreno se encontraba en idéntico caso que Monteagudo.
(8) Los pormenores de esta cuestión pueden verse en los respectivos apéndices del Monteagudo de Pelliza y del Monteagudo de Fregeiro. No
16 NOTICIA PRELIMINAR
Tanto los aliechos» aducidos por Pelliza como los aducidos por Fregeiro, establecen la posibi- lidad material y moral de que Manuel Moreno o Bernardo Monteagudo hayan podido redactar esas páginas del Independiente; y mientras no apa- rezcan pruebas documentales que resuelvan la cues- tión, no queda al crítico sino la inferencia perso- nal becha sobre los temas, ideas y formas litera- rias de uno y otro autor.
Se trata de cuatro artículos solamente, de los cuales uno es el prospecto del editor ; los restantes se titulan: «Aristócratas en Camisa», «Libertad política y civil», «Federación». A juzgar por los temas, Mpnteagudo pudo escribir el primero, si era suyo el periódico ; y los otros tres porque co- rresponden a su repertorio habitual. Pero no se substancia tan fácilmente la cuestión, si de los temas pasamos a las ideas y el estilo. El primero de esos trabajos es parsimonioso y opaco, atributos que si no prueban que es de Manuel Moreno, demuestran a la evidencia subjetiva del crítico avezado, que eso no puede ser de Monteagudo. Menos segura es mi «impresión» en los restantes, porque, ciertamente, Monteagudo, zaherido de «mulato», pudo poner a los «aristócratas en ca- misa», sobre todo a los aristócratas porteños; pero eso pudo hacerlo cualquier otro demócrata entu- siasta de aquellos días en que se continuaba ha- blando de una monarquía americana. Así también vacilo ante el artículo titulado «Federación», que ataca el federalismo — cosa más probable en Mon- teagudo que en Manuel Moreno, — sin contar otros indicios en favor y en contra de ambas tesis.
Lo que en esta vacilación me tranquiliza, es que, verdaderamente, esos cuatro artículos — más
me detengo en ellos, porque no resuelven la cuestión, aunque la plan- tean y abren el camino para resolverla.
NOTICIA PRELIMINAR 17
bieu triviales como fondo y como forma — nada agTe^an ni quitan a la reputación intelectual de Monteagudo. Si fueran de él, redundarían monóto- namente sobre lo que había predicado con vehe- mencia y estilo más eficaz, desde el Mártir o Libre hasta el Ensayo. Si se probara que no le pertene- cen, dejarían más neta la figura cívica y literaria que de los otros surge con caracteres tan inconfun- dibles. He ahí la causa que me ha detenido en la tentación de dar mis horas escasas a la solución de este problema, cuyo resultado no vale el esfuer- zo de investigación que eso pudiera demandar, si se ha de optar — como debe hacerse en casos mejo- res— por las pruebas documentales, y no por infe- rencias subjetivas, tan peligrosas como esas de reconocer al «hombre» en su «estilo», valederas sólo para quien las hace como un mero ejercicio de sensibilidad estética y de sutil imaginación literaria.
jSTo son esos artículos los únicos trabajos que le han sido atribuidos a Monteagudo. Otros hay más importantes y que más probablemente le perte- necen. Tal, por ejemplo, algunos en el Redactor de la Asamblea de 1813, en el Grito del Sud, en el Acta de la Independencia Chilena, más la «cróni- ca» de las fiestas que en tal ocasión se realizaron, y numerosas proclamas o noticias de «zapa» — como se Uamaban — en el boletín del Ejército libertador del Perú. Algo de esto, y otros documentos de ese carácter, hubieran podido venir a engrosar el apéndice de este volumen, pero he preferido no hacerlo, porque tales escritos no tienen un valor intelectual o literario, como las obras genuinas de Monteagudo, sino un valor político o civil, pues sólo eran redacciones de encargo, labores de bole- tinero y secretario, donde otros, como San Martín, mandaban o visaban lo que aquél escribía. Grande es su acción en la campaña de Chile y del Perú;
2
18 NOTICIA PRELIMINAR
esos papeles la documentan gloriosamente; pero tal cosa interesa más a su «biografía», ya contada por numerosos historiadores, que a su «bibliogra- fía», no aquilatada hasta la presente publicación.
Aun cuando hubiera incluido todos esos bandos, actas, notas y proclamas, no quedaría completa la obra intelectual de Monteagudo. Faltaría su tesis de doctor, su traducción de un drama portu- gués titulado El triunfo de la Naturaleza (9), y sus innumerables cartas, entre las que supongo habría no pocas esquelas amorosas, dadas las afi- ciones del autor... Pero he dicho ya que esta no es una edición de las «Obras Completas» de Mon- teagudo en su sentido paleográfico, sino en sus «Obras Políticas» más selectas, y sobre todo de las que bastan a dar una exposición de su doctrina, de su carrera y de su vigorosa personalidad in- telectual.
Cualesquiera que sean las deficiencias de esta compilación, puedo asegurar que en ella he resu- mido todas sus páginas más importantes y origi- nales, y en ellas encontrará el lector americano, no sólo el rastro de esa agitada vida, sino el reflejo de su pensamiento agitador. Desde la vaga vis- lumbre de su iniciación revolucionaria en La Paz, con la carta a su pariente el doctor Medina (1809), hasta sus sueños de confederación ameri- cana con su Ensayo, escrito en vísperas del Con- greso de Panamá, que precede a su muerte (1824), todo está en el presente volumen ; y la cronología de su acción libertadora, se sucede en sus artículos de la Gaceta, en sus panfletos áe\ Mártir o Libre, en sus discursos de la Sociedad Patriótica, en sus páginas del Censor de la Revolución, en sus admo- niciones del Pacificador del Perú, en sus trabajos
(9) La traducción de este drama, de tesis contra la vida monacal, le ha sido atribuida por casi todos sus biógrafos.
NOTICIA PRELIMINAR 19
de la Exposición de Tareas, en sus meditaciones de la Memoria, en sus esperanzas del Ensayo sobre una federación hispanoamericana, en sus Cartas a O'Higgins durante las campañas de los Andes y en sus Cartas a Bolívar durante sus últimos es- fuerzos por la emancipación, consagrando su he- roica personalidad con una gloria que abarca la duración de toda la epopeya, la magnitud de todo el continente. Si Mariano Moreno enciende en el Plata la hoguera de la revolución, y la esclarece con su doctrina en la Gaceta, Bernardo Monteagu- do recoge para su tea una chispa de esa misma hoguera, y apenas muerto el procer inicial, este otro es quien renueva esa luz en Buenos Aires y quien la lleva a, Santiago de Chile, a Lima, a Guayaquil, a Panamá, a Guatemala, en proyec- ción paralela a la acción armada de la revolución. Así le cabe a Monteagudo en las letras, respecto a Moreno, la posición que en las armas le ha sido reconocida a San Martín, caballero andante de la emancipación, respecto a Belgrano cuando enasta la bandera novísima dentro del territorio nacional, que él defiende y liberta. Bernardo Monteagudo es por estos escritos el caballero andante de la revolución argentina, y así va por el continente con su clarividencia y sus caídas, pero sin amen- guarse nunca en su ardor. Fué menester que lo asesinaran, para que su mente dejara de convul- sionar muchedumbres y de seducir héroes invictos que él conquistaba con su palabra. T esa gloria se agranda, cuando se piensa que tales muche- dumbres pelearon en Maipú y en Ayacucho, com- prometiendo la vida; y que tales héroes se llama- ron San Martín en Lima y Bolívar en Panamá, nunca tan unidos en la empresa común como en las páginas vibrantes de este gran demagogo... Por eso escribió sobre él Echeverría los versos que dicen, glorificando a Tucumán :
20 NOTICIA PRELIMINAR
Y allí vino a la vida Monteagudo, El de gran corazón e ingenio agudo. Del porvenir apóstol elocuente, Que entre las pompas del marcial estruendo, Fué desde el Plata hasta el Rimac vertiendo La fe viva y la lumbre de su suerte (10).
Pero no es la personalidad política de Monte- agudo la que yo debo hacer resaltar en el prólogo de esta compilación, sino su personalidad intelec- tual. Por grande que haya sido en la acción, re- sulta siempre inferior a los paladines a quienes sirviera o acompañara. El comenta la proeza, pero hay una cosa más alta que su palabra en tal ocasión, y ella es la proeza misma, que otros con- cebían y realizaban. Mas no ocurre lo mismo si se consideran sus escritos en sí. Por ellos nadie le excede en América, desde 1811 hasta 1824. Ni su airada vehemencia, ni su contagioso ardor, ni su fe libertaria, ni su prodic?iosa ubicuidad, ni su pe- rentoria convicción, ni su prosa viviente de sin- ceridad— ya frenética en el Mártir o Libre, ya so- lemne en la Mevioria Política, ya seductora de familiar elegancia en las Cartas a Bolívar, — fue- ron atributos superados por los otros publicistas de la revolución. Sus contradicciones de doctrina, son, por otra parte, las contradicciones propias de aquella enorme guerra ; y no me atrevería a exigir a su primer escritor una virtud que ella no tuvo, en su mismo carácter de convulsión plutónica (11).
(10) Son del poema titulado Avellaneda, versos más bien ramplones, pero que cito por el significado de la síntesis y del juicio. Esa estrofa ha sido también citada por Iñiguez Vicuña en 1805 {Monteagudo, p. 31), y antes, por Juan María Gutiérrez en 1860 (Biograjias, p. 144).
(11) Monteagudo ha escrito estas palabras en su Memoria (núm. 59): «Un gobierno formado a retaguardia del ejército enemigo, y rodeado por todas partes de peligros, casi no tenia elección sobre el plan que debía seguir. Salvar la tierra y vencer todas las resistencias que se en- contrasen: ésta era la única norma de su conducta, y ésta es la que yo he seguido como miembro del Gobierno». Esta necesidad, impuesta por
NOTICIA PRELIMINAR 21
Más que un expositor de doctrinas, Monteagndo es un escritor que utiliza las doctrinas como temas de agitación popular. No se aviene a su idiosin- crasia de verdadero demagogo, ni el estudio ob- jetivo ni la abstracta divagación. Funde su propio ser en su discurso, y derrámase hirviente de pasión personal en el corazón de los pueblos o de los héroes a quienes habla. He aquí su rasgo más saliente como pensador, si tal puede llamarse a un publicista de su índole. La vez que habló más serenamente, fué en su Memoria de 1823, desde el ostracismo, y casi en vísperas de la muerte acaso presentida... «Yo no escribo para inflamar pasio- nes ajenas, ni para desahogar las mías : un senti- miento de respeto a la opinión de los hombres, me obliga a interrumpir el silencio con el cual he contestado siempre a las declamaciones del espíritu de partido y a los argumentos del odio». Así comienza la Memoña, pero a poco andar, la per- sonalidad se le desborda, y movido de una nueva pasión, el desprecio, dice a sus enemigos en el parágrafo 63: aTo le doy las gracias por el empeño que han tomado en hablar de mí : en la revolu- ción lo que importa es no sobrevivir uno a sí mismo: el que cae en olvido, queda ya fuera de combate. Las injurias y los elogios hechos con justicia o sin ella, producen en estos tiempos la utilidad de conservar la memoria de aquel a quien se dirigen. Cada uno entra después a formar su propia opinión, y al fin prevalece la verdad, por más que se la desfigure. El mérito y el desmérito son las cosas más reales que hay en el mundo (12) : ambas han sido siempre independientes de los libe-
el tumulto de la acción, explica las contradicciones de los proceres, in- cluso Monteagudo. Si por eso lo hubiéramos de declarar un «histérico», lo serían también San Martín y Bolívar. Cambiaron en los medios, nunca en el fin, que fué la emancipación americana. (12) El subrayado ha sido puesto por mí, para destacar ese concepto.
22 NOTICIA PRELIMINAR
los O de las apolog'ías, que en general no son sino el diáloíT'O de un escritor con sus pasiones».
Certidumbre del propio valer vibra en tales pá- ginas, y en ellas dice de las injurias a que alude : «...por lo demás, yo sé el valor que tiene en las épocas de revolución, y nunca me afano en dismi- nuir lo que es en sí pequeño i)... Y sobre esa pe- quenez de los enemigos a quienes desdeña, empí- nase de nuevo su orgullo, para recobrar la apa- rente serenidad do los soberbios, que esconde, como la de los dioses, una profunda agitación in- terior (13),
Pertenécele, pues, a Monteagudo, esa sentencia que dice: aEl méñto y el desmérito son las cosas más reales que hay en el mundo: amhas han sido siempre independientes de los libelos o de las apo- logías-a. La serena verdad de esta sentencia, ha tardado en realizarse con el propio calumniado que la formuló. Cayeron sobre él injurias de espa- ñoles, y también de «patriotas», enemigos suyos, como lo babían sido de Moreno, de San Martín, de O'Higgins, de Bolívar. Se le acusó de mulato, de sibarita, de sanguinario, de ladrón ; y la horrible
(13) Su Memoria estudia la formación social del Perú, y contribuyó a exasperar a sus enemigos, aunque le ha valido elogios de la posteri- dad, y aun de la critica extranjera, ya que en su patria no encontró oportuna justicia. M. Charles de Mazade en un ensayo que se titula Le socialisme dans l'Amérique du Siírf, comentó a Monteagudo en estos términos: «Deja des 1823, ees questions se prcsentaint á I'esprit d'un des hommcs les plus éminents du Perou — Monteagudo,— qui, banni au len- demain de l'independence, publicait á Quito un rare et curicux Mé- tnoire. Monteagudo avait á se detendré d'avoir peu favorisé, comme ministre peruvien, le progrés des idees démocratiques, et il se fondait sur l'incompatibilité de ees idees avec le degré de civilization et l'état moral du pays, aussi bien qu'avec sa situation économiquc. Le ministre disgracié du Perou, dans ees pages peu connucs et dignes de rester pre- sentes aux intelligences politiques de l'Amérique du Sud, louchait a la racine niSme du probléme des destinées du Nouveau Monde. C'est le probléme qui s'agite encoré aujourd'hui dans des conditions aggravces par l'effervescence croissante des esprits et par le retcnti'^sement des ré- ccnts révolutions européennes». M. de Mazade escribía estas páginas en 1852, y puede leerse su ensayo en la Revue des Deux Mondes (livraison du 15 mai, 1852).
NOTICIA PRELIMINAR 23
leyenda fraf^uada por el odio de contemporáneos a quienes humillaba con su propia hombría, ha venido renovándose hasta nuestro tiempo, repetida por escritores que consideraron verdad «científica» el dicterio de enconados adversarios, y que nunca se detuvieron a meditar sobre las obras que hoy reaparecen, — única prueba auténtica de lo que fué aquel ag-itado espíritu (14).
Por ser muy hombre lo asesinaron enemigos anónimos, validos de manos mercenarias, y toda- vía cuando estaba muerto, compusieron en Lima este Epitafio macabro :
A DON BERNARDO MONTEAGUDO (W)
Yace aquí para siempre, compatriotas, El honorable inquisidor de estado, Protector de serviles y de idiotas
Y opresor de los buenos declarado. El pretendió tratarnos como ilotas,
Y con no iluminarnos se ha vengado; Ideas liberales le acabaron;
Ideas liberales le enterraron.
Así lo lapidaban en la honra hasta después de haberle muerto, los menguados que le abrieron esa tumba mojada con la sangre de un crimen...
En la parte final de su Memoria (núm. 64), Monteag-udo escribe en su destierro de Quito, esta reflexión estoica: «A los que deseen saber mi si- tuación, después de las vicisitudes que he sufrido, yo tengo el placer de asegurarles que vivo suelto de cuidados e inquietudes, libre de rivales, pues que a nada aspiro, y lleno de gratitud por la hospi- talidad que he recibido en este país, célebre por su
1,14) Conviene recordar que la procacidad empleada contra Monte- agudo en el Piala y en el Pacífico, se apareja con la dirigida a San Mar- tín— igualmente adobada de los mismos dicterios, — y ya sabemos con cuanta injusticia.
(15) Lo tomo de la obra de Iñíguez Vicuña.
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patriotismo, y por la sobreabundancia de buenas cualidades que distinguen a sus habitantes. Su memoria aumentará en mí el número de aquellas reflexiones que sirven de descanso al alma, cuan- do se fatig'a de recordar las calamidades incesan- tes de la vida. Con respecto al porvenir, estoy también tranquilo, cualquiera que sea el plan que las circunstancias me oblig-uen a seguir. Yo no renuncio a la esperanza de servir a mi país, que es toda la extensión de América : mi edad me per- mite todavía formar cálculos, que aunque nece- siten algunos años para realizarse, me dejan en- trever a la distancia la satisfacción de salir de este mundo sin haber vivido en vano». Pocos meses más tarde le asesinaron en Lima... Monteagudo contaba apenas 39 años cuando escribía esta me- ditación. Semejante serenidad ante la desgracia, y esa confianza en su juventud batalladora, de- bieron irritar a sus adversarios. No le dejaron realizar su esperanza. El puñal mercenario del negro Candelario Espinosa le anticipó la muerte en plena juventud. Salió de esta vida con el dolor de creer que hahía vivido en vano, sin com- prender que su corta existencia había labrado surco imborrable en la tierra fecunda de varias naciones. La Argentina, Uruguay, Brasil, Fran- cia, Inglaterra, los Estados Unidos, Chile, Soli- via, Perú, Ecuador, Colombia, Guatemala, viéron- le como proscripto en la desgracia o como magis- trado en la buena fortuna, y seis naciones le re- cuerdan como paladín de su propia historia.
Personalidad tan extensa y tan compleja, no ha podido ser fácilmente comprendida hasta hoy. Con la publicación de sus escritos, realizo un esfuerzo en favor de su nombre, y entiendo reabrir el proceso de este gran argentino calumniado. Su vida ha sido contada extensamente por numerosos biógrafos, entre ellos Iñíguez Vicuña, que por
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haber sido de los primeros, compensa con su anti- cipación los muclios errores y lag-unas de su libro ; más tarde, entre nosotros, por Pelliza y Fregei- ro (16). Pero la calificación de Monteagudo como escritor surg'irá espontáneamente de este volumen, y espero que a él le seguirá una rectificación del juicio ligero que numerosos comentaristas han for- mulado sobre su personalidad y su pensamiento, deformando la imagen real. Cábele grande respon- sabilidad en ese error, al doctor José M. Ramos Mejía, que en sus Neurosis nos ha presentado un Monteagudo histérico y trivial, muy distinto por cierto del pensador altivo y del enérgico revolu- cionario que surge de estas páginas. Extraviado por las novedades europeas de su especialidad, el ilustre médico escribió su silueta con pluma de novelista y criterio de psiquiatra, y a fin de que la preconcebida historia clínica fundamentara el diagnóstico juvenil, recogió como verdad cuanta leyenda había acumulado sobre su personaje la imaginación vengativa de los adversarios (17).
Ningún documento ha demostrado hasta hoy que Monteagudo fuese mulato, ni enfermizo, ni libidinoso. Le dijeron primero «hijo de negra», y después le dijeron «hijo de fraile», a favor del inexplicable misterio que rodeaba su cuna ; pero los mejores documentos han esclarecido más bien, que sus progenitores fueron gentes honradas del Tucumán, y por de pronto, su padre, un oficial
(16) Todo esto para no mencionar a los autores de pequeñas biogra- fías como Juan María Gutiérrez, o a los historiadores generales como López, Mitre, Barros Arana, etc., que hablan de nuestro héroe en sus obras sobre la emancipación.
(17) Sabido es que el doctor Ramos Mejia escribió las Neurosis en su mocedad, y esto mitiga un tanto sus errores. Fundar las ciencias na- turales en el testimonio tradicional, o hacer de la historia un documen- to clínico, es procedimiento peligroso ya denunciado por Toulouse. Yo me honré con la amistad del doctor Ramos, y admiro su obra en otros libros; pero no cumpliría con mi deber si no previniese yo a la juventud contra ese capítulo de su obra ciertamente vigorosa.
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calificado de la milicia española (18). Le dijeron también sibarita, porque se bañaba diariamente, se pulía las uñas, gustaba del buen vestir y los perfumes, y esto causaba espanto en un conti- nente donde la incuria de la propia higiene y decoro, constituían la tradición colonial (19). En cuanto a su salud física, ahí está su biografía para certificarla : sano en campañas duras, cuando hasta San Martín y Bolívar ciclópeos se enfer- maban; recio de cuerpo a todos los climas y la- bores ; recio de mente y voluntad a todas las vicisi- tudes de su cruel destino. Necesitaron matarle para veri© flaquear (20). Se le acusó también de
(18) Su padre se llamaba Miguel de Monteagudo, natural de Cuenca en España. Era a su vez hijo legítimo de don Pedro Monteagudo y de doña María Alejandro, españoles también, según su testamento fechado en Tucumán el 20 de mayo de 1825. Don Miguel asistió a la defensa de Buenos Aires en las invasiones inglesas; fué capitán del ejército patrio en 1811, según sus biógrafos. Residió en Tucumán antes y después de la revolución, y en Jujuy antes de 1792. He visto en el Archivo de Jujuy, documentos a él pertinentes. En cuanto a la madre de Bernardo, unos dicen que fué doña María Hasmaya, otros doña Catalina Cáceres — criolla del Tucumán, — y la confusión proviene de que el padre se casó dos veces y de que en el primer matrimonio el primogénito habría sido legitimado. Todo induce a pensar que Monteagudo haya sido hijo na- tural, y que por haber muerto su madre, y por ocultar ese hecho, de- jara en el misterio su cuna, dimanando de ahí las leyendas sobre su origen, hoy disipadas en parte por los documentos. Cuando murmu- raban sobre su origen, él mismo pudo escribir en Buenos Aires: «Yo no hago alarde de tener entre mis mayores, titulas de nobleza adquiridos por la intriga y, acaso, por el crimen; pero me lisonjeo de tener unos padres penetrados de honor y decentes sin ser nobles» (carta a Pueyrre- dón). Estas palabras encierran probablemente la verdad; pero años más tarde, el odio y la distancia en países lejanos y que se pagaban de su aristocracia, como Lima, deformaron todo eso en rencorosas leyendas en que había su poco de sentimiento antiargentino
(19) A estos pormenores dedica Ramos Mejla en sus ATeurosis nume- rosos párrafos, con absurdos con el de que se bañaba en la nieve de la cordillera para calmar sus ardores... La única prueba que conozco so- bre su vida íntima, es el inventario de 1815(Fregeiro, op. cit., apéndice). No puede darse mobiliario más sobrio: dos mesas, sillas de paja, un catre de lona, una cómoda de cuatro cajones, vajilla de loza, etcétera- Y así se ha escrito su historia... ¿Que usó de escolta y boato como mi- nistro del Perú? También lo han usado Sarmiento y Sáenz Peña en nuestro país, con ambiente menos propicio que el de Lima, y con no sospechada austeridad democrática.
(20; Sabemos por la correspondencia de San Martin y de Bolívar
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sanguinario, porque intervino en ejecuciones como la de los Carrera o los sublevados de San Luis, cuando entonces obraba como órgano visible y valiente de comités secretos a la manera de la Loo-ia Lautaro, cuya intimidad nadie conoce ; y cuando habría que formular un cargo idéntico contra Moreno que ejecuta a Liniers, contra Cas- telli que ejecuta a Sanz, contra Rivadavia que ejecuta a Alzaga o contra San Martín y Belgrano y Bolívar que erizaron su paso de necesarios patíbulos, y promulgaron bandos amenazantes para sembrar el terror (21). El cargo de que fuera libidinoso, no merece ni siquiera recogerse, pues sus galanteos con la señorita Pringles en San Luis o con la señorita Serrano en Lima, tan sólo prue- ban que se trataba de un hombre, y de un hombre normal... (22).
Todo eso me interesa aquí, no tanto porque ha servido para tejer la leyenda d© esta vida, sino porque con ello se ha deformado su alma y su mente. Pero ya verá el lector cómo de estos escritos se alza una personalidad vigorosa, dotada de vasta cultura para su tiempo, de profunda sensibilidad varonil, de voluntad heroica y dinámica, forjada en las fraguas de la revolución ; y cómo este
que ambos enfermaron repetidas veces en plena camp..ña, sin contar igualmente las enfermedades de Castelli, Moreno, Pueyrredón, Belgra- no y otros. Monteagudo tuvo más salud física que todos ellos.
(21') Los fusilamientos que se ejecutaron por orden de Belgrano en Santiago, Tucumán y Jujuy, sin forma de proceso, y sus bandos terro- ristas como el del 23 de agosto cuando el éxodo jujeño de 1S12, exceden toda la leyenda del Monteagudo sanguinario. Pero la historia tiene sus predilectos — y en ella, como en la murmuración contemporánea, — se da en la bondad o el vituperio caprichosamente a veces. Se habla de la bondad de Belgrano, y sin duda era bueno, a pesar de esas ejecuciones y bandos. Monteagudo hizo menos, y para él ha sido la leyenda sinies- tra... En verdad, unos y otros no hacían sino cumplir como héroes con sus deberes de tales...
(22) Lo de la Pringles es un honesto martelo, en rivalidad con un jefe español confinado en San Luis, a quien desplaza, y lo de la Serrano se reduce a decir que iba a visitarla en su casa la noche que fué asesi- nado en Lima.
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nuevo Monteagudo viene armado de un pensa- miento doctrinario y una capacidad de expresión, que conmovieron ic?ualmente a los héroes y a los pueblos. Muchos lo odiaban; alg-unos lo temían: pero los p^randes lo retuvieron a su lado. Primero es San Martín quien lo atrae; después Bolívar; y ambos lo hacen el confidente, el consejero, el heraldo de su acción. No lo atraían porque adula- se. Muy al contrario, más bien los sobresaltaba su presencia; pero lo preferían cerca y no lejos. Así le ocurrió con xUvear, con Pueyrredón, con O'Hig- g-ins, y muchísimos otros de la gran genera- ción. Algo de esto se ve en las cartas de aquellos días, y de todo ello, tanto como de su obra escrita, surge una personalidad extraordinaria, pero no anormal en sentido subalterno. Y este volumen de sus obras reálzale en pedestal de granito andino, entre las dos más altas figuras continentales de la emancipación.
Uno de los argumentos que el doctor Ramos Mejía ha hecho valer en favor de su o diagnóstico» contra Monteagudo, es la supuesta versatilidad de sus ideas; pero hay diferencia profunda entre la efímera volubilidad de un histérico y el cambio de doctrina de nuestro personaje, paralelo al de San Martín, al de Rivadavia, al de Bolívar, al de Funes, al de todos los proceres ; y sincrónico a los cambios de la política europea y a los tumbos de la revolución americana. Aun esa variación es relativa en Monteagudo, como se verá por sus es- critos. Hay una línea lógica en su propaganda, que tiene una tesis central, continua, desde su iniciación hasta su muerte. Predica en todo mo- mento la necesidad de abolir la herencia «colonial» de los españoles y de emancipar el continente. En torno de este principio, se agitan las ideas sobre la nueva organización constitucional que debía darse al continente emancipado, y en esto fluctúa,
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como todos los héroes de la independencia. Su alternativa en favor de los ejecutivos uniperso- nales, se debe a la experiencia interna de la, anar- quía que ya comenzaba y al vuelco que las ideas de la revolución europea tuvieron en 1814 y 1815, con motivo de la caída de Napoleón y las restaura- ciones de la Santa Alianza, que el desterrado de 1815 vio de cerca en Europa. Sus vacilaciones sobre unitarismo y federalismo, tienen también su matiz, pues para Monteagudo, como para San Martín y Bolívar, la «patria» era la América toda, y las ideas se presentaban en general muy con- fusas al respecto, pues unas veces se hablaba de «los pueblos» en el sentido de las «regiones» unidas dentro de cada nación federal, como las provin- cias en la Argentina; y otras d© «los pueblos» en el sentido de las «naciones» unidas dentro de la federación continental, como lo entrevio en sus panfletos de Buenos Aires y lo concretó en su «Ensayo» sobre el Congreso d© Panamá. Su fe republicana sufrió también un leve eclipse, pero esto ocurrió en el Perú, ante la formación étnica y social de aquel Estado, cuya estructura analiza objetiva y severamente en su Mevioria, hablando de sus indios numerosos, de sus esclavos seculares, de sus zambos abyectos, de sus vanidosos señores. Sus limitaciones sobre la democracia romántica deseada en la primera hora, provienen de diez años de experiencia revolucionaria, y habla enton- ces de la democracia «posible» en países ignoran- tes, pobres, tiranizados durante tres siglos. Pero hay tanta lógica en esto, que fomenta desde su gobierno peruano la cultura pública, fundando sociedades educacionales, bibliotecas, escuelas, co- mo Moreno en Buenos Aires, sin que descubra ©n todo ello nada más que la adaptación «objetiva» del estadista y hombre de acción a las condiciones de su medio. Quien lea con estas advertencias sus
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trabajos, verá que Monteagudo nos da en germen las ideas que Gorriti, Echeverría, Alberdi, Sar- miento o Mitre desarrollarán. Si esto es «histeris- mo», séalo en buena hora, pero demos a las cosas su verdadero valor, y no nos dejemos extraviar por palabras de un tecnicismo falsamente cien- tífico. Y si en el brillo o variedad de ideas de Monteagudo, finca asimismo su condición de o mu- lato», convengamos en que también lo habrían sido Bolívar, ese vasco de alcurnia, y San Martín, ese caucásico improbable... (23).
La cultura de Monteagudo pasó por dos etapas, renovando sus ideas y acrecentando su capacidad literaria. El fondo de su educación, está cons- tituido por el residuo clásico de la Universidad de Chuquisaca, más algún rendimiento del enci- clopedismo francés. Con ese bagaje muévese hasta 1815, fecha de su primera expatriación. Su viaje de exilado, le llevó a la corte del Janeiro, a París, a Londres y parece que a los Estados Unidos, y así pudo en dos años de lectura, experiencia y meditación, completar su cultura. El fondo clási- co, donde eran sus predilectos Tácito y Polibio, se enriqueció con la lectura de Burke y de Bent- ham (24). Otros autores modernos lo interesaron, y fuese influjo intelectual de sus nuevas lecturas,
(23) Ignacio Centeno (citado por Fregeiro, op. cit., pág. 149), refiere que en una fiesta, después de Chacabuco y Maipo, San Martin presentó a IVIonteagudo ante cierta dama chilena. Como después el Libertador le preguntara su impresión sobre el recién presentado, la dama contestó: Parece un hombre de talento y hasta cierto punto distinguido, pero tiene una mirada de salteador. Monteagudo tenía los ojos negros y ar- dientes, en su faz morena y pálida de hombre del Tucumán. Quizás fuese audaz al mirarla; más a pesar de ello, esa dama le encontraba ta- lento y distinción personal. La sensibilidad femenina es en ello infali- ble, y por su fe, éste a lo menos era un mulato diverso de los otros...
(24) Cito esos autores, porque en 1815 al inventariar sus bienes para la confiscación, figuran esos libros como sus lecturas de aquel mo- mento; pero, desde luego, su erudición era más extensa, si nos atenemos a las reminiscencias, citas o alusiones de sus escritos.
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O natural madurez de los aSos y del silencio, volvió de Europa con un nuevo estilo, o más bien, con el viejo ya serenado en formas y en ideas. Los documentos extremos de esa transición, pudieron ser: sus discursos de la primera Sociedad Patrió- tica antes de 1815, más algunos artículos del Már- tir o Libre; y después de 1815, su Memoria o su Ensayo. Es en estos dos últimos trabajos en los que Uega Monteagudo a su plenitud, como hom- bre, como pensador, como escritor. El hombre asume en ellos la actitud moral de los más altos espíritus, volviéndose estoico a fuerza de orgullo y de dolor; el pensador abarca un horizonte de ideas políticas más extensas, que interesan a toda la América, tales como su crítica de la democracia posible en pueblos incultos, y su credo en favor de la confederación hispanoamericana ; el escritor, en fin, alcanza el don difícil de la sobriedad, que es espontánea sencillez por fuera, y vigorosa pre- cisión por dentro, dando a la vez, en su desnuda palabra didáctica, la certidumbre de la propia fuerza y del destino de América, vibrantes en el acorde de una sola emoción.
Al comenzar su carrera de publicista, Monte- agudo exclamaba en la Gaceta: o Escriba con be- lleza o con desaire, pronuncie errores o sentencias, declame con celo o con furor, hable con franque- za o con parcialidad, sé que mi intención será siempre un problema para unos, mi conducta un escándalo para otros, y mis esfuerzos una prueba de heroísmo en el concepto de algunos : me importa todo eso muy poco, y no me olvidaré lo que decía Sócrates: «los que sirven a la patria deben con- tarse felices si antes de elevarles estatuas no les levantan cadalsos...». Mas a pesar de esos desplan- tes— frecuentes en él — que rayaban en la soberbia y el coraje, Monteagudo amaba la gloria. «Desde la infancia de los tiempos — dijo en la Asamblea
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de 1813 — ha justificado la experiencia que las vir- tudes redentoras de la humanidad, no son sino modificaciones del amor a la g'loria». Cadalsos, túvolos en su vida, y aún no ha tenido estatuas. Le hubieran llevado al patíbulo en 1809 cuando la revolución de la Paz ; le desterraron y confisca- ron sus muebles en 1815, cuando la caída de Alvear; lo confinaron a San Luis por intrigas en 1817; lo exilaron del Perú en 1823, poniéndolo fuera de la ley; y al fin, en premio de su vida heroica, lo asesinaron en 1825. Su vida fué un largo martirio mitigado sólo por su fe demagó- gica; su posteridad, una injusta expiación de crí- menes y vicios que no cometió. Los enemigos de Monteagudo han podido con sus calumnias, más que él con sus sacrificios. Pero se acerca ya el momento de la verdadera gloria, con la divul- gación de estas páginas suyas. Dejará Monteagudo de ser un mito grotesco para convertirse en un héroe intelectual. T si he dilatado más allá de mi deseo esta o noticia», es porque necesitaba no solamente explicar la estructura y origen del pre- sente volumen, sino prevenir al joven lector que ha de estudiarlo, contra la leyenda de Monte- agudo. Léalo con benevolencia y sin prejuicio, mi joven lector, pues tal es el mejor documento donde pueda estudiar a tal personaje y conocer muchos secretos de nuestra revolución y de su historia. Hallará en estas páginas, no sólo la revelación del más hábil prosista de la independencia americana, sino el testimonio de una vida ejemplar, por su inteligencia, su actividad, su coraje, su estoicis- mo, su espíritu de sacrificio. Y con sólo verlo así al héroe nuevo, nuestra generación habrá cum- plido su deuda de solidaridad y justicia con el patricio errabundo, cuya tempestuosa vida se dilató entre el misterio que obscurece su cuna y la tra- gedia que sombrea su muerte. Su posteridad de
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un sio-lo ha sido el eco, apenas entrecortado, de sus murmurantes o aullantes calumniadores — pues tal hablaban los miserables en el contragolpe de su o-enial agresión; — y hora es ya de que tras las reparaciones comenzadas por algunos historiado- res vayamos más lejos aún, oponiendo sus pro- pias obras a la calumniosa leyenda, porque ellas son para Mpnteagudo, su mejor monumento, su verdad y su gloria.
Ricardo Rojas
Buenas Aires, 1915.
LIBRO I
MEMORIA POLÍTICA
(1823)
i
MEMORIA
SOBRE LOS PEINCIPIOS POLÍTICOS QUE SEGUÍ EN LA ADMINISTRACIÓN DEL PERÚ, Y ACONTECIMIENTOS POSTERIORES A MI SEPARACIÓN.
Yo sería inconsecuente con los principios que profeso, si rehusase apelar al buen sentido del pueblo, o no me sometiese voluntariamente al juicio de mis iguales.
1.° Yo no escribo para inflamar pasiones aje- nas, ni para desahogar las mías: un sentimiento de respeto a la opinión de los hombres, me obliga a interrumpir el silencio con .el cual he contestado siempre a las declamaciones del espíritu de parti- do y a los argumentos del odio. Por otra parte, des- pués de haber sido un funcionario público, la dig- nidad del Ministerio que obtuve exige que no abandone mis derechos al juicio tumultuario de mis propios agresores. Mi objeto es defenderme sin usar de represalias: el improperio y la calum- nia son las armas que emplean los que no saben combatir, sino desacreditando su carácter y reve- lando los misterios vergonzosos de su alma. Yo dejo a mis enemigos en posesión de sus recursos.
2.° Para vindicarme ante los hombres que piensan, únicos jueces competentes de mi causa, me basta exponer los principios políticos que he seguido, mientras tuve a mi cargo el Ministerio de Estado y Relaciones Exteriores del Perú. Ellos han sido proscritos sin examen, y en su lugar se han proclamado ideas contrarias con el aparato de un triunfo, al cual han servido de trofeos la libertad de calumniar, y el empeño de sugerir in-
38 BERNARDO MONTEAGUDO
novaciones, para desagraviar resentimientos. Pero mis opiniones no dependen de los sucesos de un día, ni de la malignidad de algunos hombres; y declaro que ellas serán siempre las mismas, cual- quiera que sea la distancia a que yo me halle de los negocios políticos y del teatro de la revolución. 3.° Es imposible juzgar los principios que pro- fesa un hombre público, sin contraerse a las cir- cunstancias, que han influido en su conducta. El fallo que se pronuncie sobre los que yo he seguido, sólo puede ser exacto, después de considerar el estado presente del Perú, sin las excepciones que admite cuanto se diga de él en general. Yo voy a hablar con toda la franqueza de mi celo, y si en el fondo de mis pensamientos no se encuentra siempre el más puro interés por la causa de los pueblos, consiento en que caiga sobre mi nombre la indignación de los patriotas virtuosos, cuya ira nunca se enciende sin justicia. No trato de lison- jear a ningún partido, sino de exponer los peli- gros en que todos se hallan, y doy por liltima ga- rantía de mis intenciones, la protesta de prescin- dir enteramente de los que, a fuerza de prodi- garme injurias, han creído envenenar mi ánimo, y hacerme perder esa inapreciable tranquilidad que no depende de la conciencia de mis enemigos, sino de la mía.
4.° El Perú, como todas las antiguas posesio- nes españolas en el nuevo mundo, sufría tres si- glos ha el régimen devastador, que había fundado la espada de algunos aventureros inhumanos. Has- ta fines del siglo pasado, la España no necesitó otra fuerza para mantener el sistema colonial, que la superstición e ignorancia de los pueblos. Algu- nas explosiones parciales se dejaban sentir de tiem- po en tiempo ; pero ellas no excitaban en la metró- poli inquietud, sino venganza ; aunque bastaban para avisar a los políticos, que existía en la pobla- ción de América una masa inflamable, que tarde o temprano presentaría el horrible espectáculo de un incendio universal en la mitad del globo. 5.° La revolución de los establecimientos in-
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gleses en Norte América, y la estrepitosa alarma que dio la Francia al universo, despertaron en las colonias españolas el espíritu de resistencia. El entusiasmo con que ambas naciones llamaron al género humano, para que entrase en la época de los grandes sucesos, liizo pensar sobre su suerte a los americanos del sur. Entonces empezaron a sentir la opresión, que antes sufrían con una pa- ciencia supersticiosa, que se confundía con los actos espontáneos de la voluntad. Para quejarse de usurpación, es preciso conocer los derecbos que se defraudan ; y mientras cada americano creía que su libertad consistía en obedecer, ninguno se consideraba esclavo, porque la opinión gobierna a los hombres y fija siempre el carácter de ¡sus sen- timientos.
6.° El ejemplo cambió repentinamente esta opinión: el clamor de independencia resonó en di- versas partes del continente, y bien presto se gene- ralizó la idea de sacudir un yugo, que era natural aborrecer con vehemencia, después que se había respetado con fanatismo. La transición de un ex- tremo a otro, es la alternativa que siguen las afec- ciones humanas.
7.° Con la idea de independencia empezaron también a difundirse nociones generales acerca de los derechos del hombre: mas éste era un len- guaje que muy pocos entendían: la ciencia que enseña los derechos y las obligaciones sociales, es vasta y complicada: ella exige un largo aprendi- zaje, y la historia de todos los pueblos, sin excep- tuar uno solo, demuestra que en nada es tan lenta la marcha del género humano, como en el conoci- miento práctico del término de las relaciones que unen a los gobiernos y a sus subditos.
8." No era de esperar que la población ameri- cana adquiriese nuevos principios con la rapidez que había cambiado de sentimientos. Detestar para siempre la dominación española, y convertir el suelo patrio en una espantosa soledad, antes que depender de los herederos de Pizarro y Cortés ; estos eran los votos generales que sin ambigüedad,
40 BERNARDO MONTEAGUDO
sin discusión y con certidumbre de su importan- cia, hicieron todos los habitantes de estas regio- nes. Desde el Río de la Plata basta la nueva Ca- lifornia, la guerra se emprendió con este objeto; y nadie pensaba en otra cosa, que en destruir a los españoles, a excepción de algunos, que teniendo más previsión, o más osadía intelectual, trazaban ya los planes constitucionales que cada uno creía más análogos a la sección en que se bailaba.
9.° Las armas americanas empezaron a triun- far; el orgullo que causa la victoria exaltó las imaginaciones, y el celo se convirtió en pasión: desde entonces los hombres que habían inflamado el odio contra los españoles, creyeron que para di- fundir el amor a la libertad era preciso propagar principios que embriagasen a los pueblos con la esperanza de una absoluta democracia. Este fué en aquella época un error excusable, porque hay circunstancias en las cuales no se pueden cometer sino faltas (1).
10. La fortuna en los primeros combates fué, por decirlo así, el vehículo de aquellos principios: bien presto se sintió su efecto: asomó la hidra de la discordia, y jn, fué preciso combatir a los que peleaban contra la independencia y los que ataca- ban la unidad. Unas veces la ambición y otras la ignorancia, levantaban el estandarte seductor de la igualdad mal entendida, contra los verdaderos intereses de la independencia proclamada.
IL Todo el continente había probado las vici- situdes de esta doble lucha con excepción del anti- guo virreinato del Peni, donde el despotismo con- servaba el apoyo de la fuerza, y con un triple muro de cadalsos impedía la entrada al espíritu de in- surrección. La sangre y los tesoros de la tierra del sol, se empleaban para apagar la llama sagra- da que había encendido el amor a la independen- cia; y desde el Ecuador hasta el Río de la Plata, el nombre de la capital de Lima hacía estremecer de indignación a los que habían tomado las armas,
(1) El cardenal de Reiz.
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no para vengar sus propios ultrajes, sino los de toda la gran familia americana.
12. Sin embargo, los habitantes del Perú en general estaban ya animados del mismo senti- miento : sus opresores lo habían difundido a fuerza de contrariarlo. Cada proclama en que proscri- bían los nuevos principios, servían para hacerlos abrazar a los que no habían reflexionado sobre ellos. Todos querían la independencia, y los que se creían llamados a dirigir esta obra, después de haber oído por el espacio de diez años defender con ardor, e impugnar a sangre y fuego la liber- tad y la igualdad, esperaban con impaciencia el momento de poder rivalizar a los más acalorados defensores del Contrato Social.
13. Tal era el estado político del país en 1820, cuando el ejército unido Libertador desembarcó en las costas del Perú, y anunció a los españoles que allí estaban los que jamás habían recibido heridas por la espalda. No es mi objeto entrar en los detalles de esta campaña memorable, porque es imposible reducir a un episodio el argumento de un heroico drama. Yo me contraigo por ahora al resultado de sus esfuerzos, que fué la ocupación de Lima en el mes de julio de 1821 y a la parte que desde entonces tuve en el gobierno del Perú.
14. Hasta 1.° de enero de 1822 estuvo a mi cargo el Ministerio de Guerra y Marina, cuyas funciones había desempeñado en toda la campaña: en aquel día pasé a servir el de Estado y Relacio- nes Exteriores, y entré en la época de mi maj^or responsabilidad, porque en la primera, mis debe- res estaban limitados a la parte administrativa, que en nuestro sistema y circunstancia no exigía sino un trabajo asiduo, pero material. Es tiempo que hable de la marcha que me propuse seguir en el nuevo departamento a que fui promovido.
15. Luego que tomé posesión de él, conocí que se me abría un vasto campo de gloria y de peli- gros. Confieso que amo la gloria con pasión, y que los peligros, después de catorce años que he vivido en ellos, han perdido para mí el prestigio que lof?
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hace formidables. Sin embargo, como esto no basta para llenar grandes deberes, desesperaba de todos mis recursos, menos de mi celo : éste es infatiga- ble, porque nada sé emprender a medias: mis ene- migos no negarán, que mientras be tenido carác- ter público, yo he trabajado más de lo que podía esperarse de un solo hombre: la constancia de- pendía de mí solo: el acierto era obra de las cir- cunstancias.
16. Desde el 25 de mayo de 1809, mis pensa- mientos y todo mi ser estaban consagrados a la revolución: me hallaba accidentalmente en la ciu- dad de la Plata, cuando aquel pueblo heroico y ve- hemente en todos sus sentimientos, dio el primer ejemplo de rebelión: entonces no tenía otro nom- bre, porque el buen éxito es el que cambia las de- nominaciones. Yo tomé una parte activa en aquel negocio con el honrado general Arenales y otros eminentes patriotas, que han sido víctimas de los españoles. Desde aquel día vivo gratuitamente: una vez condenado a muerte y otras próximo a encon- trarla, yo no pensé sobrevivir a tanto riesgo.
17. Mis enormes padecimientos por iina parte, y las ideas demasiado inexactas que entonces te- nía de la naturaleza de los gobiernos, me hicieron abrazar con fanatismo el sistema democrático. El Pacto Social de Rousseau y otros escritos de este género, me parecía que aun eran favorables al despotismo. De los periódicos que he publicado en la revolución, ninguno he escrito con más ar- dor que el Mártir o^ Libre, que daba en Buenos Aires: ser patriota sin ser frenético por la demo- cracia era para mí una contradicción, y este era mi texto. Para expiar mis primeros errores, yo publiqué en Chile, en 1819, El Censor de la Revo- lución: ya estaba sano de esa especie de fiebre mental, que casi todos hemos padecido; y ¡des- graciado el que eon tiempo no se cura de ella !
18. Cuando llegó al Perú el ejército liberta- dor, mis ideas estaban marcadas con el sello de doce años de revolución. Los horrores de la gue- rra civil, el atraso de la carrera de la independen-
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cia, la ruina de mil familias sacrificadas por prin- cipios absurdos, en fin, todas las viscisitudes de que había sido espectador o víctima, me hacían pensar, naturalmente, que era preciso precaver las causas de tan espantosos efectos. El furor demo- crático, y algunas veces la adhesión al sistema federal, han sido para los pueblos de América la funesta caja que abrió Epimeteo, después que la belleza de la obra de Vulcano sedujo su impru- dencia.
19. Penetrado de estos sentimientos, yo no podía ser infiel a ellos, cuando las circunstancias me daban una parte activa en la dirección de los negocios. Al tomar sobre mí la que me cabía de tan enorme peso, escribí en la tabla de mis debe- res los principios que mi conciencia me dictaba. Los he seguido con puntualidad, y los profeso con firmeza, porque mil veces sería víctima de la re- volución, antes que cambiarlos. Yo ruego que se examinen sin parcialidad, no por miramiento a mi individuo, sino a los grandes intereses que se versan en esta contienda.
20. Aunque el Perú tenía los mismos motivos de resentimiento contra el gobierno peninsular que el resto de América, en ninguna parte estaba más radicado su influjo, por el mayor número de españoles que existían en aquel territorio, por la gran masa de sus capitales y por otras razones pe- culiares a su población. El odio a los desoladores del nuevo mundo, había sido en los demás países el agente principal de la revolución: la fuerza de este resorte estaba conocida: digámoslo francamen- te: con excepción de algunas docenas de hombres, el resto de los habitantes no tuvieron más objeto al principio, que arrancar a los españoles el poder de que abusaban, y complacerse a vista del con- traste que debía formar su semblante despavorido y humillado, con esa frente altanera donde los amerieanos leían desde la infancia el destino ig- nominioso de su vida.
21. Era preciso g-eneralizar este sentimiento en el Perú y convertirlo en una pasión popular.
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que haciendo tomar un fuerte interés por la causa de la independencia, borrase hasta los vestigios de esa veneración habitual que los hombres tribu- tan involuntariamente a los que por mucho tiempo han estado en posesión de hacerlos desgraciados. He aquí el primer principio de mi conducta pú- blica. Yo empleé todos los medios que estaban a mi alcance para inflamar el odio contra los espa- ñoles: sugerí medidas de severidad, y siempre es- tuve pronto a apoyar las que tenían por objeto disminuir su niímero y debilitar su influjo público y privado. Este era en mí sistema, y no pasión: yo no podía aborrecer a una porción de miserables que no conocía, y que apreciaba en general, por- que prescindiendo de los intereses de América, es justo confesar que los españoles tienen virtu- des eminentes, dignas de imitación y respeto.
22. Cuando el ejército libertador llegó a las costas del Perú, existían en Lima más de diez mil españoles distribuidos en todos los rangos de la sociedad; y por los estados que pasó el Presidente del Departamento al Ministerio de Estado, poco antes de mi separación, no llegaban a seiscientos los que quedaban en la capital. Esto es hacer revo- lución, porque creer que se puede entablar un nuevo orden de eosas con los mismos elementos que se oponen a él, es una quimera. Unos salie- ron voluntariamente y otros forzados, aunque to- dos lo eran, porque conocían su situación; y yo tenía buen cuidado de aumentar sus sobresaltos, para que ahorrasen al gobierno la incomodidad de multiplicar intimaciones.
23. No quiero atribuirme lo que no me perte- nece: las órdenes ejecutivas para que saliesen los españoles que fueron en el «Milagro» y otros bu- ques, emanaron del Marqués de Trujillo, que era entonces Supremo Delegado: yo aplaudí y coad- yuvé su celo, porqué estaba de acuerdo con el mío. Las medidas que se adoptaron contra una parte de sus bienes, más tuvieron por objeto interesar en su salida a la clase menesterosa, que en estos casos calcula siempre a su modo, que enriquecer
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el tesoro. Ya uo era tiempo de pensarlo, pues to- dos los habitantes de Lima saben, que con mucha anticipación, los españoles pudientes habían sa- cado sus caudales, y los demás fácilmente oculta- ban lo que tenían, porque era poco. Los que han declamado sobre esto, han declamado para sí so- los: yo no temo las acusaciones que carecen de argumento y de pruebas.
24. El segundo principio que seguí en mi ad- ministración fué restringir las ideas democráticas: bien sabía que para atraerme el aura popular, no necesitaba más que fomentarlas; pero quise hacer el peligroso experimento de sofocar en su origen la causa, que en otras partes nos había producido tantos males. El ejemplo empezaba a formar un torrente: yo conocía que no era fácil detenerlo, y que después sería más difícil hacerlo retrogradar: me decidí por el primer partido, porque a más de estar convencido de su justicia, no me era indife- rente la gloria de dar a la opinión un impulso, que aunque se interrumpa, la experiencia lo reno- vará con mejor éxito. ¡ Ojalá que las desgracias no ejerciten el terrible ministerio de hacer llorar a los pueblos su desengaño !
25. Para demostrar que las ideas democráti- cas son absolutamente inadaptables en el Perú, yo no citaré al autor del Espíritu de las LL., ni buscaré en los archivos del género humano argu- mentos de analogía, que mientras no varíe su cons- titución física y moral, probarán siempre lo mis- mo en igualdad de circunstancias. Las autorida- des y los ejemplos persuaden poco, cuando las ilu- siones del momento son las que dan la ley. Sólo un raciocinio práctico puede entonces suspender el encanto de las bellezas ideales y hacer soportable el aspecto severo de la verdad.
26. Yo pienso que antes de decidir si las ideas democráticas son o no adaptables en el Perú, es preciso examinar la moral del pueblo, el estado de su civilización, la proporción en que está dis- tribuida la masa de su riqueza y las mutuas rela- ciones que existen entre las varias clases que for-
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man aquella sociedad. He reducido a estos cuatro principios cuanto se ha diclio por los mejores maestros de la ciencia de gobierno, y en su elec- ción lie seguido mis propias observaciones, sin tomar ningún sistema por modelo: mi plan es in- dicar lieelios que nadie ponga en duda, y que cada uno amplíe sus reflexiones hasta donde j'o no puedo extenderlas por miramientos, que no será difícil penetrar.
27. La moral de los habitantes del Perú, con- siderada con respecto al orden civil, no podía ser otra que la de un pueblo que ha sido esclavo hasta el ano 21 y que aun lo es en mucha parte de su te- rritorio. La censura a que están sujetas sus cos- tumbres en este punto de vista, es un argumento de exageración contra la España y un motivo más para sustraer aquel país a las nuevas desgracias en que se vería envuelto por la falta de sobriedad en la reforma de sus instituciones. Sus principa- les y más antiguos hábitos han sido obedecer a la fuerza, porque antes nunca ha gobernado la ley: servir con sumisión para desarmar la violencia y ser menos desgraciado: atribuir a las clases pri- vilegiadas esos derechos imaginarios que todo go- bierno despótico sanciona, interesado en exaltar a los primeros que oprime, para que éstos sean opre- sores a su turno: en fin, ser todos en general es- clavos y tiranos a la vez, desde los que ocupaban el rango más elevado, hasta los que dirigían el trabajo de los negros en las plantaciones de la Costa. La cadena era siempre la misma, aunque algunos eslabones brillasen más que otros.
28. La virtud y el mérito sólo servían para atraer los rayos del despotismo sobre las cabezas más ilustres. Una inversión total en el objeto y en los medios de ser feliz, hacía buscar los honores y las recompensas por las sendas más extravia- das de la moral pública: el dinero suplía la ido- neidad, la adulación valía más que la modestia, y las siiplicas interpuestas, por medio de blandas voces, alcanzaban lo que no podía obtener el he- roísmo de algunos peruanos superiores a los obs-
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táculos de su educación y a las costumbres de su siglo.
29. Uu pueblo que acaba de estar sujeto a la calamidad de seguir tan perniciosos liábitos, es incapaz de ser gobernado por principios democrá- ticos. Nada importa mudar de lenguaje, mientras los sentimientos no se cambian; y exigir repenti- namente nuevas costumbres, antes que haya pre- cedido una serie de actos contrarios a los ante- riores, es poner a los pueblos en la necesidad de hacer una mezcla monstruosa de las afecciones opuestas que producen la altanería democrática y el envilecimiento colonial. De aquí resulta esta lucha continua entre el gobierno y el pueblo, que unas veces obedece como esclavo y otras quiere mandar como tirano: tan presto recibe las refor- mas con veneración, como trata de abolirías des- plegando el orgullo legislativo, que es inherente a la democracia: cada uno en su clase se esfuerza a conservar las prerrogativas y ascendiente que an- tes gozaba, y al primer grito de un ambicioso de- magogo, todos gritan igualdad, sin entenderla ni desearla; en fin, los empleos se solicitan sin tra- illa jar por merecerlos, y los descontentos que for- man el mayor número, denuncian como una in- fracción de los derechos del pueblo la repulsa de sus pretensiones.
■iÚ. El estado de la civilización del Perú es proporcionado a la latitud que concedían las le- yes y repetidas cédulas que la generosidad de los rej-es de España dictaba en favor nuestro. La educación de un pueblo destinado a la obediencia pasiva se reduce a hacer a los hombres metafísicos, para que nunca descubran sus derechos en ese caos de abstracciones donde toda idea práctica desapa- rece. Algunos sabios que se formaban como por sor- presa en el fondo de la soledad, han procurado en varios tiempos introducir el estudio de las cien- cias exactas y naturales, al menos con aplicación a los usos más necesarios de la sociedad. Sus es- fuerzos, aunque han tenido algún efecto, no han podido extenderse más allá del estrecho círculo
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a que los limitaban los cautelosos permisos de la corte de Madrid. Entre tanto, la masa de la po- blación seg'uía siempre sepultada en las tinieblas y su ignorancia llenaba de placer a los españoles, porque era natural se deleitasen en contemplar la obra de sus manos y en calcular la duración de su imperio por la fuerza de las preocupaciones en que se apoyaba.
31. Yo quiero abora contraerme a la clase de ilustración, que exige el gobierno democrático, para que sea realizable. Todo el que tiene alguna parte en el poder civil, debe conocer la naturaleza y término de sus atribuciones, y la relación que éstas dicen al sistema administrativo en general. En el gobierno democrático, cada ciudadano es un funcionario público: la diferencia sólo está en el tiempo y modo de ejercitar esa espeeie de ma- gistratura que le dan las leyes: el mayor número usa de este derecbo en las asambleas electorales y los demás en la tribuna. Pero la frecuencia de las elecciones aumenta sin cesar la lista de los candi- datos y exige un sobrante indefectible de hombres capaces de administrar los intereses de su país, que supone en circulación las luces necesarias pargt llenar esta continua demanda. Por desgracia, la mayor parte de la población del Perú carece de aquellos conocimientos, sin los cuales es imposible desempeñar tan difíciles tareas. El estudio de la política y de la legislación, ba sido basta aquí tan peligrosa como inútil: la ciencia económica esta- ba en diametral oposición con las leyes coloniales : la diplomacia no tenía objeto, y habría sido tan superfino contraerse a ella, como aprender en Li- ma el Deidam de los Bracmanes: en una palabra, todos los conocimientos que son accesorios a estas ciencias, o no había medios para adquirirlos, o era preciso arrostrar anatemas para no ignorarlos. Yo pregunto, si el pequeño número de los que han cultivado aquellas ciencias, es capaz de suplir el inmenso déficit que se encuentra en la totalidad de la población, para poder realizar las formas democráticas.
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32. La proporción en que está distribuida la riqueza nacional, que es la suma de las fortunas particulares, merece un examen no menos dete- nido; porque después de las luces, nada determina tanto como las riquezas, el gobierno de que es capaz un pueblo. Cuando la generalidad de los habitantes de un país puede vivir independiente con el producto que le rinde el capital, hacienda o industria que posee, cada individuo goza de más libertad en sus acciones y está menos expues- to a renunciar sus derechos por temor, o vender- los a vil precio, porque así lo compra todo el po- deroso al miserable. Es verdad que los que viven en la abundancia, pueden ser alguna vez tan co- rrompidos como los que gimen en la miseria •., pero no es probable, que todos los que cuentan con una subsistencia segura, vendan su voto en las asam- bleas del pueblo; prostituyan su carácter en el seno de la representación nacional, busquen los empleos con bajeza, para abusar de ellos ; prepa- ren los tumultos y se reúnan en las plazas públi- cas a gritar con el despecho de la mendicidad. El que posee un capital de cualquiera especie con el cual puede satisfacer sus necesidades, sólo se in- teresa en el orden, que es el principal agente de la producción: el hábito de pensar sobre lo que perjudica o favorece a sus intereses, le sugiere nociones exactas acerca del derecho de propiedad; y aunque ignore la teoría de los demás, conoce su naturaleza por reflexión y por práctica. Donde existen tales elementos, no sería difícil establecer la democracia.
33. Examinemos la situación del Perú en este punto de vista. Calculando su extensión, fecundi- dad y producciones que encierra en los tres reinos de la naturaleza, ciertamente es uno de los países más opulentos del globo a los ojos de un filósofo. Pero si se considera su riqueza económicamente y sólo se estiman los valores que están actualmente en circulación, dista mucho de poderse igualar aún a los Estados que se hallan en la mediocridad. La falta de datos estadísticos en unos pueblos cuyo
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gobierno lia ignorado la aritmética política, no permite avaluar su riqueza con exactitud, aunque para mi objeto basta observar por mayor la pro- porción en que ella está distribuida. La cantidad más considerable resulta del precio de las fincas rústicas o urbanas, y en especial de las primeras, por los valores que en ellas se acumulan para las tareas de la agricultura, o para las mezquinas fá- bricas que permitía el gobierno español. Las más, o están vinculadas en cierto número de familias, o lo que es peor, pertenecen a manos muertas. El número de los particulares propietarios de bienes raíces, sobre ser muy corto en proporción a la su- perficie del territorio y al total de sus habitantes, son pocos los que no están gravados con pensiones a favor de las clases monopolistas. A esto se agre- ga, que atendida la poca demanda que bay de bienes raíces por la falta de capitales, su precio es muy bajo en el mercado, y la renta que producen, deducidas las pensiones ordinarias, en general no basta para que sus poseedores puedan vivir inde- pendientes.
34. Los capitales del Perú, siguiendo la acep- ción económica de esta voz, aun se hallan distri- buidos en menor número de individuos, porque los obstáculos que hasta aquí se han puesto a la pro- ducción, no han permitido que aquéllos se multipli- quen, para que en proporción se difundan. El di- nero, que siendo una mercancía intermediaria in- fluye en el aumento de las demás, es escaso y se halla en pocas manos: las materias primeras y to- dos los otros productos, cuya acumulación forman los capitales, no corresponde a la demanda que se hace de ellos, ni pasan de un estrecho círculo en cada provincia. Con respecto a la industria del Perú, apenas hay materia para un análisis: ella supone, como lo observan los economistas, un gran número de sabios, que conozcan las leyes de la naturaleza: mayor número de emprendedores, que apliquen los conocimientos de aquéllos para dar utilidad a las cosas, y obreros que ejerciten las varias tareas que exige la subdivisión del tra-
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bajo. A excepción de esta última clase, que tam- poco es capaz sino de aquello a que está acostum- brada, es doloroso tener que decir, que las dos primeras no existen: hay sabios en el Perú, pero no son de aquella clase que necesita la industria para inventar y perfeccionar sus productos: los emprendedores están reducidos a obrar por rutina, y ofrecer en el mercado algunos artículos para los usos más comunes y casi siempre para las últimas clases. El resultado es, que la distribución de ca- pitales de industria en el Perú, no asegura la in- dependa individual de sus habitantes, de un modo adecuado al espíritu de las instituciones demo- cráticas.
35. Las mutuas relaciones que existen entre las varias clases que forman la sociedad del Perú, tocan al máximum de la contradicción con los principios democráticos. La diversidad de condi- ciones y multitud de castas, la fuerte aversión que se profesan unas a otras, el carácter diametral- mente opuesto de cada una de ellas, en fin, la di- ferencia en las ideas, en los usos, en las costum- bres, en las necesidades y en los medios de satis- facerlas, presentan un cuadro de antipatías e in- tereses encontrados, que amenazan la existencia social, si un gobierno sabio y vigoroso no previe- ne su influjo. Este peligro es hoy tanto más gra- ve, cuanto más se han relajado los miramientos y habitudes que servían de freno a las animosidades recíprocas: ellas serán más vehementes y funes- tas a proporción que se generalicen las ideas de- mocráticas, y los mismos que ahora las fomentan, serán acaso las primeras víctimas.
36. Aun los hombres que piensan y son capa- ces de analizar los nuevos principios que adoptan, cometen frecuentes errores en su aplicación; hasta que la experiencia rectifica su juicio. Las diver- sas castas que forman la mayor parte de la pobla- ción del Peni, lejos de poder entrar en el análisis de la más simple idea, apenas ejercitan su inte- ligencia, porque la política feroz de los españoles empleaba todos los medios de extinguirla. En tal
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estado, y sin más criterio que aquel de que sou susceptibles los hombres oprimidos e insultados por continuos ultrajes, naturalmente creen al oir proclamar la libertad y la igualdad, que la obe- diencia ha cesado ya de ser un deber; que el res- peto a los magistrados es un favor que se les dis- pensa, y no un homenaje que se rinde a la autori- dad que ejercen; que todas las condiciones son iguales, no sólo ante la ley, porque ésta es una res- tricción que no comprenden, sino en la más absur- da latitud del significado que admite la igualdad; y en fin, que es llegado el tiempo en que si se les niega el ejercicio de sus quiméricos derechos, ha- gan valer el número y robustez de sus brazos en- durecidos en las fatigas de la servidumbre, y de- masiado desiguales en fuerza, respecto de los que animan a la democracia con escritos, que se re- sienten de la debilidad de su complexión. Es ne- cesario concluir de todo, que las relaciones que existen entre amos y esclavos, entre razas que se detestan, y entre hombres que forman tantas sub- divisiones sociales, cuantas modificaciones hay en su color, son enteramente incompatibles con las ideas democráticas.
•j7. Expuestas las razones que tuve para res- tringir aquellas ideas, voy a hablar del tercer prin- cipio que me propuse seguir en mi administración: fomentar la instrucción pública y remover todos los obstáculos que la retardan. Yo creo, que el mejor modo de ser liberal, y el único que puede servir de garantía a las nuevas instituciones que se adopten, es colocar la presente generación a nivel con su siglo, y unirla al mundo ilustrado por medio de las ideas y pensamientos, que hasta aquí han sido prohibidos, para que la separación durase más. Esta es la empresa más digna del celo y de la perseverancia de los verdaderos patriotas: este es el medio de disponer los pueblos a recibir esas reformas, que la oportunidad hace saludables, y que siendo extemporáneas, envenenan la sociedad y la destruyen: este era, en fin, el proyecto que más me ocupaba en medio de mis grandes tareas.
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y a pesar de los obstáculos que la guerra y la es- casez de fondos oponían a mis empresas. Yo reci- bo ahora mismo la remuneración de mis deseos, pues recuerdo con placer, que hice por mi parte cuanto pude, y que mis intenciones eran las más puras y sinceras: lo digo con firmeza porque no temo que mi conciencia alce la voz y me desmienta.
38. En mi exposición de las tareas administra- tivas del gobierno hasta el 15 de julio, detallé las medidas a que había cooperado con este objeto: la Biblioteca pública es un establecimiento digno de la capital del Perú, y me queda la satisfacción de haberlo dejado casi concluido. En el estado actual de los conocimientos humanos, el mejor medio de generalizarlos es adoptar en todas par- tes el sistema de enseñanza recíproca: una de las instrucciones que di al señor Cabero cuando pasó a Chile en comisión diplomática, fué que hiciese proposiciones a Mr. Thompson, miembro de la so- ciedad lancasteriana de Londres, que se hallaba en aquel país para que viniese a Lima: en el poco tiempo que medió desde su llegada hasta mi sali- da, se hicieron los preparativos para este estable- cimiento, al cual espero se le dé toda la extensión que yo deseaba. Mi plan era formar un Ateneo en el Colegio de San Pedro, y concentrar allí la enseñanza de todas las ciencias y bellas artes, con cuya mira escogí una parte de aquel edificio para la Biblioteca pública. Yo consultaba frecuente- mente mis ideas con varios hombres, que para mí serán siempre respetables por su literatura y pro- bidad; y no dudaba del buen éxito, porque conta- ba con su celo: la constancia y la buena intención eran el único fondo con que yo pensaba contribuir a estas empresas.
39. El último principio que me propuse por norma de mi conducta pública, fué preparar la opinión del Perú a recibir un gobierno constitu- cional, que tenga todo el vigor necesario para mantener la independencia del Estado y consoli- dar el orden interior, sin que pueda usurpar la libertad civil, que la constitución conceda al pue-
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blo, atendidas las circunstancias políticas y mora- les en que actualmente se halla. El Perú, como todo Estado que acaba nuevamente de formarse, necesita suplir la respetabilidad que imprime el tiempo a las instituciones humanas, con la mayor energía en las atribuciones y ejercicio del poder ejecutivo, a quien toca defender los derechos que emanan de la independencia nacional. Cuando un gobierno empieza a existir por sí solo, su situa- ción respecto de los que ya se hallan establecidos, es la más desventajosa y desigual, tanto en la paz como en la guerra: esta es la lucha de un ser re- cientemente organizado, con otros que han llega- do al colmo de su robustez. Por más que estudie sus intereses políticos, no puede conocerlos en toda su extensión, porque sólo una larga experien- cia es capaz de descubrir las combinaciones que admiten con los de otros estados; y para terminar las diferencias que el mismo desenlace de los su- cesos produce necesariamente, al fin es preciso ba- tirse o negociar: en ambos casos, no es difícil de- cidir de parte de quién se halla la superioridad. Los gobiernos antiguos tienen más medios dispo- nibles para emprender la guerra, más crédito para hacer valer sus pretensiones, más astucia para di- rigirlas y menos consideración a los gobiernos na- cientes: éstos, por el contrario, agotados por la contienda que generalmente precede a su existen- cia, no pueden renovarla sin dobles sacrificios: el nuevo rango que ocupan entre las naciones, hacen mirar con desdén y celos sus empresas: inexper- tos en el giro de las transacciones diplomáticas, obran con desconfianza y calculan con timidez: en fin, el prestigio de la antigüedad les hace pa- gar a despecho suyo un tributo de consideración, que entre los gobiernos como entre los particula- res, disminuye casi siempre la osadía de sus de- signios y la firmeza de sus determinaciones.
40. Sólo un gobierno eminentemente vigoroso, capaz de deliberar sin embarazo y de ejecutar con rapidez, podrá equilibrar tan grandes desventajas, teniendo al menos siempre expedito el primer re-
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curso para todas las empresas, que es la resolu- ción. Pero si en los conflictos teme más los ama- gos de la democracia, que las hostilidades exter- nas; si él no es sino un siervo de las asambleas o congresos, y no una parte integrante del poder nacional; si las medidas que necesitan el voto le- gislativo se entorpecen por celos o se frustran por la suspicacia popular; últimamente, si en vez de encontrar el gobierno apoyo para sus planes, los demagogos fomentan contra ellos un maligno es- pionaje que paraliza su curso, se hallará inferior en todo a las demás potencias con quienes tenga que batirse o negociar.
41. La consolidación del orden interior, toda- vía exige en el gobierno mayor grado de fuerza orgánica para vencer la vehemente y continua re- sistencia de los hábitos contrarios. Después de una espantosa revolución, cuyo término se aleja de día en día, no es posible dejar de estremecerse, al contemplar el cuadro que ofrecerá el Perú, cuando todo su territorio esté libre de españoles, y sea la hora de reprimir las pasiones inflamadas por tantos años: entonces se acabarán de conocer los infernales efectos del espíritu democrático: enton- ces desplegarán las varias razas de aquella pobla- ción el odio que se profesan y el ascendiente que adquieran por las circunstancias de la guerra: en- tonces el espíritu de localidad, se presentará ar- mado de las quejas y resentimientos que tiene cada provincia contra otra; y si el gobierno no es bastante vigoroso para mantener siempre la su- perioridad en tales contiendas, la anarquía levan- tará su trono sobre cadáveres, y el tirano que suce- da a su imperio, se recibirá como un don del cielo, porque tal es el destino de los pueblos, que en cier- tos tiempos llaman felicidad a la desgracia que los salva de otras mayores.
42. Pero ¡ mil veces desgraciado el Peni, si en medio de aquellas oscilaciones busca la tabla del naufragio en el sistema federal! Como indivi- duo de la sociedad humana, yo deseo que el país de donde ha venido este ejemplo, conserve y au-
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mente su prosperidad ; yo deseo que reciba la san- ción de los siglos, y que llegue a servir de modelo, pues hasta aquí no es más que un peligroso expe- rimento, como observa uno de sus mejores políti- cos: cuarenta años de duración prueban poco a fa- vor de su estabilidad. Mas si el Peni quiere adop- tar la forma de los Estados Unidos, llegará a su ruina con la misma velocidad que caen desde la cima de los Andes las grandes masas que pierden su equilibrio. Al menos no es dudable que el sis- tema popular representativo dilataría su procelo- vsa existencia, como ciertos remedios, que no pu- diendo curar a un enfermo, prolongan en él por algiín tiempo la capacidad de sufrir. Los que creen que es posible aplicar al Perú las reformas constitucionales de Norte América, ignoran u ol- vidan el punto de dónde ambos países ban partido. 43. La misma diferencia de circunstancias existe entre el Perú y los Estados Unidos, que entre la Inglaterra y la España de que antes de- pendían. Si la península proclamase la constitu- ción de la Gran Bretaña, y las cortes sancionasen las mejores leyes, que desde el tiempo del grande Alfredo se han establecido basta Jorge IV, el pue- blo español se vería en peor estado que el en que se encuentra, tan sólo por haber adoptado algu- nos de los principios generales de aquel gobierno. Lo mismo sucedería en el Verú con respecto a la federación. No hay, ni puede haber analogía entre unas provincias despobladas, remotas unas de otras, y cuyos recursos físicos y morales son nu- los si no se concentran bajo un buen sistema, y los Estados Unidos que al tiempo de emanciparse, tenían una población menos dispersa y más inde- pendiente, estaban acostumbrados al ejercicio de las funciones legislativas, aunque eran limitadas; y vivían bajo una forma de gobierno, que les de- jaba trazado el plan de sus actuales instituciones. Hay, por último, una gran razón de diferencia, que abraza todas las demás. El Peni no ha tenido otro legislador que la espada de los conquistado- res; y las principales colonias de Norte América
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recibieron sus primeras LL. de los filósofos más célebres de aquel tiempo: Guillermo Penn fundó la Pensilvania a sus expensas: Locke, el padre del entendimiento humano, fué el legislador de la Carolina; y ambos establecieron pacíficamente los principios que habían costado a la Europa torren- tes de sangre. No me extiendo más sobre esta ma- teria, porque no es mi principal objeto; y con- cluj'O recordando a los federalistas las horribles desgracias en que precipitó al heroico país de Ve- nezuela la constitución del ano 12.
44. Yo vuelvo al análisis del cuarto principio que propuse: disponer la opinión del Perú a reci- bir un gobierno capaz por su energía de llenar los fines que he indicado, sin que pueda usurpar la libertad, que la Constitución conceda al pue- blo, atendidas sus aptitudes sociales. El gran De- siderátum de todos los políticos es, encontrar las mejores garantías contra el abuso del poder: yo prescindo de las opiniones que se han formado sobre esto, desde los tiempos a que alcanza la historia de los gobiernos ; y me contraigo a dar la mía, no porque crea que es la más acertada, sino porque me he impuesto el deber de decir lo que siento. La ilustración del pueblo, el poder censorio moderadamente ejercido por la imprenta, y la atribución inherente a la Cámara de Represen- tantes de tener la iniciativa en todas las leyes sobre contribuciones: éstas son, en mi opinión, las mejores garantías de la libertad civil.
45. Nadie emprendle violar los derechos de otro, sin calcular la resistencia que tiene que ven- cer y los medios con que para ello cuenta: lo que es moralmente cierto, respecto de cualquier par- ticular, lo es también respecto de los que admi- nistran el poder: la variedad de objeto no altera la naturaleza de los medios que deben emplearse a un mismo fin. Cuando para usurpar el gobierno los derechos del pueblo, sabe que necesita autori- zar la conciencia de sus subditos a desobedecerle, porque ellos no ignoran los términos a que se ex- tiende el deber de la sumisión, él entra a calcu-
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lar primero sus recursos coactivos, que forman la base de sus operaciones: si aquéllos penden del sufragio público, no le queda medio entre corrom- per la nación, lo cual es imposible estando ya me- dianamente ilustrada, u obrar con despeclio, que es la agonía de los tiranos. Es cierto que conocien- do las dificultades de una usurpación repentina, podría adoptar el plan de anular gradualmente las prerrogativas del pueblo y hacer impercepti- ble el trastorno de la Constitución: pero estando expedito el derecho de censura, para llamar siem- pre la atención por la imprenta sobre los abusos clandestinos del poder, jamás pasarían éstos en si- lencio, ni prescribirían por el olvido.
46. Falta hacer otra importante observación acerca de los medios de frustrar el líltimo peligro, que por lo mismo que es menos imponente, es más temible. Yo supongo que la Cámara de Represen- tantes tenga la atribución de acusar a los minis- tros que abusen del poder y pedir su remoción. De aquí nace otra garantía que se funda en las propensiones que distinguen al espíritu represen- tativo del espíritu ministerial: no es probable que todos los ministros tengan el plan y la osadía ne- cesaria para trastornar la constitución ; pero es moralmente cierto que los representantes del pue- blo tendrán siempre el mismo celo para conser- varla. Este recurso unido a los demás aseguraría al Perú su libertad civil, no sólo en el grado a que debe restringirse actualmente por su propia con- servación, sino en toda la amplitud que reciba del progreso que hagan los pueblos en la carrera de su civilización.
47. Al terminar esta materia no puedo dejar de añadir algunas reflexiones que satisfagan a los argumentos que pueden hacerse contra mis principios y que al mismo tiempo sean la reca- pitulación de cuanto he dicho. En el conflicto de reducir a pocas páginas la manifestación de que se multiplican cuanto más se analizan, yo he tenido que ceñirme a indicar aquellos pensamien- tos que sobreabundan de verdad, y que no pueden
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oirse con indiferencia por cualquiera que liaya presenciado los sucesos de la revolución. Algunos se irritarán de la franqueza con que hablo, pero ¿hasta cuándo alucinar a los pueblos con decla- maciones vacías de sentido y con esperanzas tan seductoras como falsas? No, yo no seré cómplice en el más horrible atentado que puede cometerse contra la sociedad, que es infatuar a los pueblos con ideas, cuyo efecto estoy profundamente con- vencido que tarde o temprano será la ruina del país y su retorno a la esclavitud. Este escrito, sea cual fuese su mérito, vivirá más que yo ; y cuan- do las pasiones contemporáneas hayan callado en la tumba, espero que se hará justicia a mis inten- ciones: ellas son las de un americano, las de un hombre que no es nuevo en la revolución y que ha pasado por todas las alternativas de la fortuna en el espacio de catorce años.
48. El principal argumento que puede hacerse contra mis principio's, nace de la inteligencia que se dé a mis observaciones. Cuanto he dicho sobre la moral, la civilización, la distribución de rique- zas y variedad de relaciones que existen entre los habitantes del Perú para probar que es inadapta- ble el sistema democrático, nada arguye contra la opinión de formar un gobierno constitucional que concilie los derechos de la libertad con los intere- ses de la independencia. Bajo esta forma de go- bierno, las costumbres recibirían modificaciones útiles, que ni fuesen violentas, ni degenerasen en abusos por el frenesí de los reformadores. El gra- do de civilización en que ha quedado el Perú al separarse de la España, y el número de hombres ilustrados que a pesar del espionaje metropolitano pueden reunirse, luego que todos los departamen- tos estén libres, bastarían para poner en planta un gobierno vigoroso y sobrio, cuya fuerza no con- sistiese en el número, sino en la energía y dura- ción de sus resortes. Por otra parte, una vez dado el impulso a la ilustración, ella no puede quedar estacionaria, sus progresos serán siempre adecua- dos a la naturaleza y necesidades de un gobierno
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constitucional; pero serían por muclio tiempo in- suficientes para dirigir y mantener las institu- ciones democráticas. La riqueza nacional, que ne- cesariamente se aumenta bajo los gobiernos que aseguran mejor el orden interior y su respetabili- dad externa, se difundiría proporcionalmente ex- tendiendo los beneficios de la independencia indi- vidual. Finalmente, las relaciones que existen en- tre los habitantes del Perú, cesarían de ser peli- grosas bajo un gobierno enérgico que los desar- mase de sus mutuas pasiones y mejorase la condi- ción de cada uno. La nobleza conservaría entonces sus privilegios y aumentaría su esplendor: el cle- ro obtendría prerrogativas más ventajosas a sus intereses que las que necesariamente debe perder en el estado actual de la civilización del siglo, y todas las demás clases podrían aspirar a ser feli- ces, sabiendo que su fortuna no pendía ya sino de sus aptitudes.
49. Este es el gran secreto para contentar a los hombres y hacerlos pacíficos: este es el objeto de los gobiernos y el fin que se proponen los que de buena intención promueven las revoluciones. La felicidad de las varias razas que pueblan el Perú, no consiste en tener una parte más o menos inmediata en el ejercicio del poder nacional, sino en vivir bajo un gobierno que favorezca el des- arrollo de sus facultades ; que les facilite los me- dios de adquirir, y les afiance la seguridad de go- zar el fruto de sus talentos, de su industria y de su trabajo. Extinguir la esclavitud con prudencia y sin defraudar el derecho de propiedad: fomentar la educación de los indígenas, y emanciparlos de otro género de esclavitud aun más terrible, que consiste en las preocupaciones con que nutren su alma, los mismos cuyo ministerio es anunciar ver- dades; en fin, levantar el entredicho en que han vivido aquellas clases con todo lo que puede ser- vir de estímulo a la virtud y de recompensa al mérito: estos son los medios prácticos y reales de calmar los espíritus y de restablecer el orden: la miseria y el despecho de la desgracia, causan las
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revoluciones: la abundancia y el sentimiento de la felicidad las pacifican.
50. He concluido la exposición de mis princi- pios políticos aplicados a las circunstancias del Perú, y contemplando la situación de aquellos pueblos rigorosamente tal cual es: 3^0 bien sé que las regeneraciones venideras ofrecerán el reverso de la descripción que aquí he trazado: pero mien- tras ellas lleguen, juzgo que es impracticable cual- quier otro sistema que se adopte, y que será infruc- tuoso gritar en las asambleas del pueblo libertad, LIBERTAD. Si ella no es moderada, si no guarda proporción con las aptitudes sociales de los que la proclaman, su nombre no será sino la reseña de grandes atentados y el escudo con que se cubran sus autores. La marcha del género humano hacia la perfección de sus instituciones es lenta y pro- gresiva (2): ningiin pueblo puede precipitarla im- punemente ni contrariar el espíritu del siglo que es el termómetro para conocer el grado de su ci- vilización. Los gobiernos constitucionales, con más o menos amplitud en el ejercicio de la liber- tad civil, foman el espíritu del siglo presente: la democracia, el feudalismo, el poder absoluto han tenido sus épocas y ya han pasado. Esta es una razón más para no temer el despotismo, a menos que se busque por el camino de la anarquía. El mar Negro sirve de término a los gobiernos abso- lutos: desde allí al Este del mundo podrán quizá durar algunos siglos, pero en las demás partes es imposible establecerlos y mucho menos conservar- los, sin perder el crédito entre las naciones civi- lizadas y atraerse el desprecio y la execración de todos los hombres.
51. El peligro inminente de este siglo, no es recaer bajo el despotismo que ha hecho gemir a nuestra especie con interrupciones tan momentá- neas como costosas: es abusar de las ideas libera- les, y pretender que todos los pueblos disfruten el gobierno n^ás perfecto, como si todos tuviesen las
(2) Le monde avec lenteur marche Ters la segésse.— Vo/í.
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mismas aptitudes. Hoy se teme conceder dema- siado PODER A LOS GOBERNADORES (deCÍa un filóso- fo, cuyo nombre no puede ser sospeclioso al parti- do democrático, porque es el que arrancó el rayo a los cielos y el cetro a los tiranos). Pero en mi
CONCEPTO, ES MUCHO MÁS DE TEMER LA MUY POCA
obediencia DE LOS GOBERNADOS (3). Por desgracia, no sólo entre nosotros, sino también en Europa, hay un gran niimero de periodistas exaltados que alarman la multitud inflamándola en deseos que no puede satisfacer: algunos extienden su impru- dencia hasta el extremo de dar planes de reforma para el Nuevo Mundo, desde las márgenes del Tá- mesis o del Sena: los motivos de su celo pueden ser plausibles, pero sus efectos nunca serán salu- dables porque ignoran el pormenor de nuestra si- tuación y acomodan sus principios a las circuns- tancias que ellos imaginan de antemano.
52. íle dicho sobre mi conducta piiblica cuan- to he creído que bastaba, no para satisfacer a mis enemigos, sino para llenar mis deberes: he habla- do en el lenguaje de mis sentimientos y nadie me acusará de disimulo: me he abstenido de entrar en los demás detalles de mi administración, porque después de haber explicado mis principios, la ma- lignidad no tiene derecho a que 3^0 le rinda el ho- menaje, que sólo es debido a la opinión de los hom- bres sensatos. Tampoco estoy obligado a dar satis- facción sobre mi conducta privada: ningún mor- tal está autorizado a examinar las acciones y opi- niones de cualquier individuo de la sociedad, mientras no tengan una trascendencia al orden pú- blico: el espíritu inquisitorial que desde fines del siglo XII ocultó aquella verdad a los pueblos para embrutecerles, ya no existe sino en la historia de los crímenes y calamidades que han consternado al mundo. Los que conservan esas máximas, que han hecho tantos desgraciados, son como la lava de un volcán, que dura después de la erupción y
(3) Franklin, lettre XCIV. A M. le Velliard de Passy.
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sirve para recordar a cuantos pasan el estrago de los años antiguos.
53. Para completar el plan que me lie propues- to, sólo me resta dar una rápida idea de los acon- tecimientos que motivaron mi separación de Lima y añadir algunas reflexiones sobre el decreto ex- pedido por el congreso en 6 de diciembre último. En el mes de julio del año pasado los negocios del Perú ofrecían la perspectiva más lisonjera que en aquel período de la revolución podía desearse. El gobierno marchaba con la regularidad que permi- tían las dificultades que lo rodeaban. La suerte de las armas no nos había sido contraria sino en lea ; y la masa de nuestros recursos se resintió bien poco de aquella desgracia. Las relaciones exterio- res empezaban a cimentarse con los Estados limí- trofes, yo había concluido un tratado de amistad y alianza con el Plenipotenciario de la República de Colombia, y al firmarlo, gocé la dulce ilusión de creer que sería durable: nunca dudé que fuese útil. El orden interior se mantenía con pocos sa- crificios: aun no se había dado el primer escán- dalo, que es el que abre la puerta a los demás. Los planes de paz y guerra que se meditaban, po- dían fallar en fuerza de las vicisitudes humanas: pero las combinaciones eran tan verosímiles, que casi anticipaban los sucesos. El general San Mar- tín salió a principios de julio para Guayaquil: él había empeñado su palabra al Libertador de Co- lombia, que vendría a tener con él una entrevista, luego que se aproximase al Sur. Yo tomé un gran- de empeño en este negocio, y me lisonjeo de ello, porque el resultado nada prueba contra mis miras: esperaba que la entrevista de dos jefes a quienes acompañaba el esplendor de sus victorias y seguía el voto de los hombres más célebres en la revolu- ción, sellaría la independencia del continente y aproximaría la época de la paz interior: ambos podían extender su influjo a una gran distancia de la equinoccial, uniformar la opinión del Norte y del Mediodía y no dejar a los españoles más asilo que la tumba o el océano. Por mi parte yo quedé
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lleno de estas esperanzas, y a esto aludí, cuando dije en mi exposición del 15 de julio que nos ha- llábamos en la víspera de grandes acontecimien- tos políticos y militares.
54. Apenas salió de Lima el general San Mar- tín, se empezaron a notar los síntomas precurso- res de un trastorno: yo estoy persuadido hasta la evidencia que pudo evitarse; pero no podría de- mostrarlo, sin faltar a la promesa que he hecho de prescindir enteramente de los que contribuye- ron a mi separación. Ha habido un empeño en atribuirme la dirección casi exclusiva de la admi- nistración del Perú: yo no aprecio la intención de mis enemigos, aunque en realidad ellos me han hecho un cumplimiento que no merezco. Mi influ- jo, naturalmente, se extendía más, porque el doble ministerio que tenía a mi cargo abrazaba mayor niimero de negocios: este exceso relativo de poder debía ser en cualquier trastorno el primer objeto de ataque. El 25 de julio se presentaron los com- batientes: yo renuncié por decoro antes de ser de- puesto (4): bien conocía el teatro en que estaba, y la impaciencia con que algunos de los especta- dores deseaban figurar en él. A los tres días recibí un pliego del Supremo Delegado en que me orde- naba que saliese para embarcarme en el Callao, porque así convenía. Pasé desde luego a bordo de la corbeta de guerra limeña que tenía orden de conducirme al istmo. Mi salida fué una señal de inteligencia para variar completamente el siste- ma administrativo del Perú: era de esperar que los reformadores acreditasen su misión lisonjean- do a la multitud. Todo lo demás que sucedió, sólo pudo tener un aire extraordinario para los que recién entraban en la revolución: el ceremonial
(4) M. I. S— Leído en el Consejo de Estado el papel que esa Muni- cipalidad acompañó a su nota de hoy, sobre separar al honorable mi- nistro coronel don Bernardo Montcagudo del despacho, se ha admitido la renuncia que hizo éste en el acto de su empleo, y el Gobierno se en- carga de nombrarle sucesor. Dios guarde a V. S. I. muchos años. — Lima, julio 25 de 1822.— El marqués de Trujillo. M. L Municipalidad de esta capital.
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que se observa cuando cae un ministro en estos tiempos, es igual en todas partes.
55. En el mes de septiembre regresó de Gua- yaquil a Lima el general San Martín y fué reci- bido con aclamaciones: pero esas ya no eran sino una maniobra de la ingratitud que tomaba las apa- riencias del agradecimiento para obrar sin obs- táculos. Mi nombre servía de velo a los ataques que se hacían al general San Martín: aun no era tiempo de que se pusiesen en campaña contra él como lo han hecho después. Conociendo la nueva situación de los negocios, él vse apresuró a cumplir el voto más antiguo de su corazón, que era dejar el mando. Los jefes del ejército saben que cuando llegamos a Pisco, todos exigimos de él el sacrificio de ponerse a la cabeza de la administración si ocu- pábamos a Lima, porque creímos que este era el medio de asegurar el éxito de las empresas mili- tares: él se decidió a ello con repugnancia y siem- pre por un tiempo limitado. Luego que se reunió el Congreso dimitió solemnemente el mando, como lo había ofrecido tantas veces piíblica y privada- mente, ün ambicioso no cumple sus promesas con esta fidelidad; pero el general San Martín, vol- viendo a la clase de un simple particular, juzgó que recibía el más alto premio de sus servicios. Poco después se despidió del pueblo y se embarcó para Chile: el día que abandonó las playas del Perú, ganaron los enemigos una victoria memora- ble: sus trofeos quedaron esparcidos en todo el territorio, y por desgracia ya han empezado a re- cogerlos. Esto estaba en el orden de los aconteci- mientos políticos a los ojos del vulgo, ellos se su- ceden unos a otros ; pero todos se encadenan, a los
DEL HOMBRE QUE PIENSA (5).
56. Yo no puedo calcular el peso de las cir- cunstancias que precipitaron la idea del general San Martín : sin embargo, pienso que no pudo ser superior a las calumnias de la ingratitud, y que habiendo perdido la confianza que antes tenía en
(5) Burke.
5
G6 BERNARDO MONTEAGUDO
muchos de los que figuraban en aquel teatro, cre- yó que no podía continuar en él, sin degradarse a negociar, con las nuevas pasiones e intereses que se habían formado en su ausencia. Así fué que no tardaron mucho tiempo en quitarse la máscara los que sólo creen que hay libertad de imprenta cuan- do pueden ejercitar la detracción. El general San Martín, el héroe de Chacabuco y Maipú, el que aun fué más héroe emprendiendo libertar al Perú con un pequeño número de bravos, el que sin ce- ñir su frente de nuevos laureles manchados eu sangre, triunfó de innumerables obstáculos por medio de la prudencia, el que salvó a Lima de las catástrofes que todos presagiaban a sus habitan- tes para la hora en que los antiguos resentimientos se diesen la señal de alarma, el que alzó de la mi- seria con sus propias manos a muchos de los que hoy son sus enemigos ; el mismo ha sido insultado en algunos periódicos de aquella capital con im- punidad y escándalo de su honrado vecindario. Pero sus brillantes servicios a la causa de Améri- ca desde el año 12, y los que ha hecho al Peni, abriéndole la puerta para que entre a su destino, son una propiedad de la historia, a la cual nada puede defraudarse.
57. Mientras la capital de Lima ocupaba la atención pública con estas desagradables ocurren- cias, yo me hallaba en Panamá, y no pensaba en- tonces regresar al Sur. Sin embargo, por moti- vos que no ignoran mis amigos, me decidí de xm momento a otro a venir a Guayaquil ; ninguna mira política cambió mi resolución de pasar al mar de las Antillas. Luego que supieron en Lima mi regreso, se quiso adivinar el objeto que tenía: esto era imposible, porque nadie se inclinaba a lo más natural, y cada uno quería encontrar un misterio en lo que sólo era obra de mis combina- ciones particulares. El resultado fué, que el 6 de diciembre, el Congreso expidió eu sesión secreta un decreto poniéndome fuera de la ley, en el caso que pisase cualquier punto del territorio del Peni. El decreto se funda en una sentencia que supone,
OBRAS rOLÍTICAS 67
pues dice que fui expulsado por enemigo del Es- tado. Los trámites que se siguieron para mi sali- da fueron muy sencillos: un tumulto hizo las ve- ces de proceso, y la orden del Supremo Delegado que lie citado, sirvió de sentencia definitiva. Es verdad que se nombró una comisión del Consejo de Estado para, que me tomase residencia; pero luego solicitó la Municipalidad «que se evitase aquel, juicio» y que saliese fuera del territorio (6). Por consiguiente, yo salí sin que hubiese podido recaer ninguna declaración sobre mi causa.
58. A fin de que no se extrañe mi silencio, haré algunas reflexiones sobre aquel decreto: él me dejó tan poca impresión, que confieso que mi ánimo no está preparado a impugnarlo: lo rínico que me importaba en este negocio era exponer los princi- pios de mi conducta pública: lo demás, yo sé el valor que tiene en las épocas de revolución ; y nun- ca me afano en disminuir lo que es en sí pequeño.
59. El extrañamiento es una pena que supone la agresión de un delito, las fórmulas estableci- das por derecho y la sentencia pronunciada por la autoridad que corresponde. Para decretar el mío exigía la justicia que yo hubiese violado alguna ley que señalase aquella pena, y que convencido en juicio, un Tribunal competente fallase sobre mi causa. Como Ministro de Estado, jo he que- brantado muchas leyes, porque era preciso derri- bar el antiguo edificio para levantar otro nuevo. La misión de todos los que formábamos el gobier- no directivo, era romper los vínculos que unían el Perú a la España, y administrar provisional- mente los negocios públicos por los mismos prin- cipios que nosotros trazásemos, pues que no po- díamos seguir otros. Un gobierno provisional for- mado a la retaguardia del ejército enemigo, y ro- deado por todas partes de peligros, casi no tenía elección sobre el plan que debía seguir. Salvar la tierra y vencer todas las resistencias que se en- contrasen: esta era la tínica norma de su conduc-
(6) Oficio de la Municipalidad al gobierno, de 29 de julio.
68 BEJIJSARUO 3I0NTEAGUD0
ta, y esta es la que yo lie seguido como miembro del gobierno.
60. Aun suponiendo que mis principios políti- cos estuviesen en oposición con alguna ley exis- tente, no se me podía condenar por esto: las teo- rías no son delitos, y a lo sumo podrán censurarse como errores. Mas no habiendo leyes preexisten- tes a mi administración por las cuales debiese di- rigir los negocios, mi obligación como bombre pií- blico era seguir el plan que en mi conciencia fuese más equitativo 3^ practicable. Por lo demás, yo estaba satisfecho que mi consagración a la causa del Perú no tenía límites: apelo a todos los hom- bres que me han visto trabajar desde que desem- barcamos en Pisco. Conociendo cuáles eran las ar- mas más temibles en una guerra de opinión, ja- más gocé otro reposo basta el día en que salí del ministerio, que el que queda después de haber cumplido un deber, para tener tiempo de llenar los demás. La imprenta del ejército y algunas de Lima son testigos del celo con que 3-0 procuraba difundir el entusiasmo por la causa de la inde- pendencia y prosperidad del Perú.
61. Hasta aquí yo no descubro la ley que he quebrantado, pero aun suponiendo la infracción, todos saben que he sido condenado sin ser oído. Con respecto a la autoridad que ha pronunciado el fallo, permítaseme decir que ha sido incompe- tente. Decretar el extrañamiento de un ciudada- no, es ejercer las funciones del poder judicial, porque aquél es un acto que supone la aplicación al hecho de una ley ya promulgada. El Congreso no tiene más atribuciones que las del poder legis- lativo: en fuerza de ellas, pudo establecer una ley declarando que si un ministro seguía principios contrarios a los que ha mandado observar, incu- rría en la pena de extrañamiento. Aun en este caso, j'O no podía ser juzgado por aquella ley. como no puedo serlo por ninguna de las declaraciones del Congreso a menos que se les dé un efecto retroac- tivo, que es el mayor absurdo en materia de legis- lación. Entre tanto es sensible, que el primer cuer-
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po representativo que se lia reunido en el Perú, autorice un ejemplo que puede serle funesto y que acusa de levedad sus decisiones. Los señores que hicieron aquella moción podían liaber llenado su objeto sin comprometer la dignidad del Congreso. Todo lo que tiene apariencias de pasión es degra- dante; el decreto de 6 de diciembre no está con- cebido en términos que la disimule.
62. Ya que lie liablado del Congreso, quiero añadir una breve digresión sobre los fines que por mi parte me propuse en acelerar su reunión. El general San Martín estaba firmemente decidido a no continuar en el gobierno: él es hombre de gue- rra y siempre ha tenido aversión a las tareas del gabinete: su salud estaba también muy quebran- tada y era preciso nombrarle un sucesor; pero las circunstancias habían cambiado enteramente des- de el mes de agosto de 1821: este nombramiento debían hacerlo los representantes del pueblo: el negocio era de gran trascendencia y no podía ya diferirse. A más de esto, exigía el crédito de la causa piíblica, que las actas provisionales del go- bierno directivo recibiesen la sanción del Congre- so, y que éste dictase los reglamentos que debían servir de norma a la administración. Jamás creí ni pude esperar que abrazase otros objetos: 1^, ma- 5'or parte de él se compone de diputados suplen- tes: las provincias más interesantes se hallan en poder del enemigo: la guerra aun no permite pen- sar en los establecimientos que aseguran la paz; y sería por ahora una quimera formar la constitu- ción del Perú, tan sólo para los pueblos de la costa, y antes de ver las nuevas combinaciones que resultan de los sucesos de la guerra. En mi opinión, él debió contraerse a aumentar la respe- tabilidad del gobierno, y hacer algunos ensayos legislativos sobre el sistema de administración: lo demás es multiplicar los obstáculos que la expe- riencia tendrá que vencer después, y olvidar la suerte que han corrido en otros pueblos las cons- tituciones prematuras de los primeros congresos. 63. Antes de llegar al término que me he pro-
70 BERNARDO MONTEAGÜDO
puesto haré por decoro una observación sobre los libelos que se han publicado contra mí. La mayor parte de ellos son una amarga sátira contra sus autores y contra Lima: yo no los impugno, porque la pobreza de sus ideas, la impetuosidad de sus pasiones y la inexactitud de su lógica me excusan de este trabajo. Antes de escribir, es preciso apren- der a pensar; y el odio es un maestro muy estúpi- do para dar lecciones a los que necesitan de ellas. Sin embargo de esto, creo que habrán merecido el aplauso de algunos, porque no hay necio que no
ENCUENTRE OTRO MÁS NECIO QUE LO ADMIRE (7).
Yo les doy las gracias por el empeño que han to- mado en hablar de mí: en la revolución lo que importa es no sobrevivir uno a sí mismo: el que cae en olvido, queda ya fuera de combate. Las in- jurias y los elogios hechos con justicia o sin ella, producen en estos tiempo la utilidad de conservar la memoria de aquel a quien se dirigen. Cada uno entra después a formar su propia opinión, y al fin prevalece la verdad, por más que se desfigure. El mérito y el desmérito son las cosas más reales que hay en este mundo: ambas han sido siempre independientes de los libelos o de las apologías, que en general no son sino el diálogo de un escri- tor con sus pasiones.
64. A los que deseen saber mi situación, des- pués de las vicisitudes que he sufrido, j-o tengo el placer de asegurarles que vivo suelto de cuida- dos e inquietudes; libre de rivales, pues que a nada aspiro; y lleno de gratitud por la hospitalidad que he recibido en este país, célebre por su pa- triotismo, y por la sobreabundancia de buenas cualidades que distinguen a sus habitantes. vSu memoria aumentará en mí el número de aquellas reflexiones que sirven de descanso al alma, cuan- do se fatiga de recordar las calamidades incesan- tes de la vida. Con respecto al porvenir, estoy lambién tranquilo, cualquiera que sea el plan que las circunstancias me obliguen a seguir. Yo no
(7) Un sol trouve toujours un plus sot qui Tadmire— Des Preaux,
OBHAS POLÍTICAS 71
renuncio a la esperanza de servir a mi país, que es toda la extensión de América: mi edad me permi- te todavía formar cálculos, que aunque necesiten algunos anos para realizarse, me dejan entrever a la distancia la satisfacción de salir de este mundo sin liaber vivido en él en vano.
65. Un solo sentimiento tengo, y es el no ver ya al Perú enteramente libre de españoles: los tropiezos de nuestra infancia política entretienen su confianza, y ciertamente dilatan nuestros úl- timos triunfos. Mas ellos deben reflexionar que el Peni es un país nuevo en el teatro de la revolu- ción, y que le interesa pasar por la prueba de los peligros, para desarrollar todos sus recursos y co- nocer su valor, siguiendo el ejemplo que le lian dado desde el norte al mediodía los heroicos pueblos de Méjico, Colombia, Cbile y el Kío de la Plata. Yo no puedo, aunque deseo, lisonjearme con la idea de que las calamidades de América ter- minen prontamente: ellas durarán algunos años, para que se envejezca en la generación presente el odio contra los españoles que las han. causado: pero jamás, jamás volverán ellos a dominar la tierra de donde los ha arrojado la naturaleza, el espíritu del siglo 5' el resentimiento universal de sus habitantes. Aun suponiéndolos capaces de ma- yores esfuerzos que los que hasta aquí han hecho, ningún corazón americano debe dudar del triun- fo. Pasó el tiempo en que desde Madrid se dicta- vsen leyes de sangre, que el nuevo mundo obedecía temblando en más de ochenta grados de latitud ; y sean cuales fuesen los horrores y duración de la guerra, todos prefieren hoy sacrificarse a la patria en medio de un solemne incendio, antes que dejar a los españoles otra satisfacción que la de aplicar al Peni las tristes reflexiones de Fingal, cuando contemplaba las ruinas de la antigua Balclutha:
YO NO HE VISTO SUS MUROS DESOLADOS: EL FUEGO HA RESONADO EN EL INTERIOR DE SUS EDIFICIOS Y YA NO SE OYE LA VOZ DEL PUEBLO (8) .
(8) Carthon, poem of Ossiam.
72 BERNAEDO MONTEAGUDO
66. Por conclusión, sólo me resta expresar mis ardientes votos por el buen suceso de todos los que están llamados a influir en favor de la inde- pendencia y libertad racional del Perú: el templo de la gloria está abierto para ellos, y la revolución les ofrece cada día nuevas lecciones para marchar con acierto. Energía en la guerra y sobriedad en los principios liberales: este es el resumen de las máximas que proclama la experiencia. A los hom- bres de talento, que son los magistrados natos de su PATRIA (9): a los que sienten en su corazón el germen de las grandes virtudes: a los que se miran en la prosperidad y desean trasmitir a sus hijos la herencia de un ilustre nombre: a los guerreros, en fin, que han adquirido en el campo de batalla el derecho de reprimir las facciones, para que no destruyan la obra de sus sacrificios; a ellos toca cicatrizar las heridas de la revolución y consoli- dar a los pueblos, afianzando su prosperidad sobre bases sólidas que duren tanto como las institucio- nes de esa isla clásica, cuyo ejemplo ha dado en ambos mundos el primer impulso a la libertad. Pero si algunos hombres llenos de virtudes patrió- ticas, acreditadas en los combates, o en la direc- ción de los negocios, emplean su influjo en hacer abrazar a los pueblos teorías que no pueden sub- sistir, y que perjudican a sus mismos votos, la posteridad reclamará contra ellos, apropiándose el pensamiento de Adisson, cuando dice de César en la tragedia de Catón: Malditas sean sus virtu- des: ellas han causado la ruina de su pa- tria (10).
Quito, marzo 17 de 1823.
(9) Raynal.
(10) Curse on his virtucs, thcy have undone his contry.
LIBRO II
FEDERACIÓN HISPANOAMERICANA
(1824)
ENSAYO
SOBRE LA NECESIDAD DE UNA FEDERACIÓN GENERAL ENTRE LOS ESTADOS HISPANOAMERICANOS Y PLAN DE SU ORGANIZACIÓN.
Cada siglo lleva en sí el germen de los sucesos que van a desenvolverse en el que sigue. Cada época extraordinaria, así en la naturaleza como en el orden social, anuncia una inmediata de fe- nómenos raros y de combinaciones prodigiosas. La revolución del mundo americano lia sido el desarrollo de las ideas del siglo xviii, y nuestro triunfo no es sino el eco de los rayos que han caído sobre los tronos que desde la Europa dominaban el resto de la tierra.
La independencia que hemos adquirido es un acontecimiento que, cambiando nuestro modo de ser y de existir en el universo, cháncela todas las obligaciones que nos había dictado el espíritu del siglo XV, y nos señala las nuevas relaciones en que vamos a entrar, los pactos de honor que debemos contraer, y los principios que es preciso seguir para establecer sobre ellos el derecho público que rija en lo sucesivo los estados independientes cuya federación es el objeto de este ensayo y el término en que coinciden los deseos de orden y las espe- ranzas de libertad.
Ningún designio ha sido más antiguo entre los que han dirigido los negocios públicos durante la revolución, que formar una liga general contra el comiín enemigo, y llenar, con la unión de todos, el vacío que encontraba cada uno en sus propios re- cursos. Pero la inmensa distancia que separa, las secciones que hoy son independientes, y las difi-
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cultades de todo género que se presentaban para entablar comunicaciones, y combinar planes im- portantes entre nuestros gobiernos provisorios, ale- jaban cada día más la esperanza de realizar el pro- yecto de la federación general. Hasta los liltimos años se ignoraba en las secciones que se hallan al sur del Ecuador lo que pasaba en las del norte, mientras no se recibían noticias indirectas por la vía de Inglaterra o de los Estados Unidos. Cada desgracia que sufrían nuestros ejércitos bacía sen- tir infructuosamente la necesidad de estar todos ligados. Pero los obstáculos eran por entonces su- periores a esa misma necesidad.
En el año 21, por la primera vez, pareció prac- ticable aquel designio. El Peni, aunque oprimido en su mayor parte, entró, sin embargo, en el sis- tema americano: Guayaquil y otros puertos del Pacífico se abrieron al comercio de los indepen- dientes: la victoria puso en contacto al septentrión y al mediodía ; y el genio que basta entonces había dirigido y aun dirige la guerra con más constan- cia y fortuna, emprendió poner en obra el plan de la confederación hispanoamericana.
Ningiin proyecto de esta clase puede ejecutarse por la voluntad presunta y simultánea de los que deben tener parte en él. Es preciso que el impulso salga de una sola mano, y que al fin tome alguno la iniciativa, cuando todos son iguales en interés y representación. El presidente de Colombia la tomó en este importantísimo negocio, y mandó plenipotenciarios cerca de los gobiernos de Méjico, del Perú, de Chile y Buenos Aires, para preparar, por medio de tratados particulares, la liga gene- ral de nuestro continente. En el Perú y en Méjico se efectuó la convención propuesta; y con modifi- caciones accidentales, los tratados con ambos go- biernos han sido ya ratificados por sus respectivas legislaturas. En Chile y Buenos Aires han ocurri- do obstáculos que no podrán dejar de allanarse, mientras el interés común sea el línico conciliador de las diferencias de opinión. Sólo falta que se pongan en ejecución los tratados existentes, y que
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se instale la asamblea de los Estados que lian con- currido a ellos.
Mas observando que su instalación sufriría tan- tas demoras como la adopción del proyecto, si no la promoviese una de las partes contratantes, el gobierno del Perú se ha dirigido a los de Colom- bia y Méjico con la idea de uniformarse sobre el tiempo y lugar en que deben reunirse los pleni- potenciarios de cada Estado. El aspecto general de los negocios públicos y la situación respectiva de los independientes, nos hacen esperar que en el año 25 se realizará sin duda la federación hispa- noamericana bajo los auspicios de una asamblea, cuya política tendrá por base consolidar los dere- chos de los pueblos y no los de algunas familias que desconocen con el tiempo el origen de los suyos.
Este es el resumen histórico de las medidas di- plomáticas que se han tomado sobre el negocio de más trascendencia que puede actualmente presen- tarse a nuestros gobiernos. El examen de sus pri- meros intereses hará ver si merece una grande pre- ferencia de atención, o si ésta es de aquellas empre- sas que inventa el poder para excusar las hostilida- des del fuerte contra el débil, o justificar las coa- liciones que se forman con el fin de hacer retro- gradar los pueblos.
Independencia, paz y garantías, estos son los intereseses eminentemente nacionales de las re- públicas que acaban de nacer en el nuevo mundo. Cada uno de ellos exige la formación de un siste- ma político que supone la preexistencia de una asamblea o congreso donde se combinen las ideas, y se admitan los principios que deben constituir aquel sistema y servirle de apoyo.
La independencia es el primer interés del nuevo mundo. Sacudir el yugo de la España, borrar hasta los vestigios de su dominación, y no admitir otra alguna, son empresas que exigen y exigirán, por mucho tiempo, la acumulación de todos nuestros recursos, y la uniformidad en el impulso que se les dé. Es verdad que en Ayacucho ha terminado la
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guerra coiitiuental contra la Espaüa; y que, de todo un mundo en que no se veían flamear sino los estandartes que trasjDlantaroii consigo los Corte- ses, Pizarros, Almagres y Mendozas, apenas que- dan tres puntos aislados donde se ven las armas de Castilla, no ja amenazando la seguridad del país, sino alimentando la c(3lera, y recordando las calamidades que por ellas lian sufrido los pueblos.
San -Juan de Ulúa, el Callao y Chiloé son los últimos atrinclieramientos del poder español. Los dos primeros tardarán poco en rendirse de grado o por fuerza a las armas de la libertad. El archi- piélago de Chiloé, aunque requiere combinar más fuerzas, y aprovechar los pocos meses que aquel clima permite emprender operaciones militares, seguirá en todo este año la suerte del continente a que pertenece.
Sin embargo, la venganza vive en el corazón de los españoles. El odio que nos profesan aun no ha sido vencido. Y, aunque no les queda fuerza de que disponer contra nosotros, conservan pre- tensiones a que dan el nombre de derechos, para implorar en su favor los auxilios de la Santa Alianza, dispuesta a prodigarlos a cualquiera que aspire a usurpar los derechos de los jniehlos que son e¿r elusivamente legítimos.
Al contemplar el aumento progresivo de nues- tras fuerzas, la energía y recursos que ha desple- gado cada repiíblica en la guerra de la revolución, el orgullo que ha dado la victoria a los libertado- res de la patria, es fácil persuadirse que, si en la infancia de nuestro ser político hemos triunfado aislados de los ejércitos españoles superiores en fuerza y disciplina, con mayor razón podemos es- perar el vencimiento, cuando poseemos la totalidad de los recursos del país, y después que los campos de batalla, que son la escuela de la victoria, han estado abiertos a nuestros guerreros por más de catorce años. Aías también es necesario refleo'io- nar que si hasta aquí nuestra lucha ha sido con una nación impotente, desa<;reditada y enferma
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de anarquía, el 'peligro que nos amenaza es entrar en contienda con la Santa Alianza que, al calcu- lar las fuerzas necesarias para restablecer la legi- timidad en los estados hispanoamericanos , tendrá hien presentes las circunstancias en que nos halla- mos y de lo que somos hoy capaces.
Dos cuestiones ofrece este negocio cuyo rápido examen acabará de fijar nuestras ideas: la proba- bilidad de una nueva contienda, la masa de poder que puede einplearse contra nosotros en tal caso. Aun prescindiendo de los continuos rumores de hostilidad, y de los datos casi oficiales que tenemos para conocer las miras de la Santa Alianza con res- pecto a la organización política del nuevo mundo, hay un fuerte argumento de analogía que nace de la marcha invariable que han seguido los ga- binetes del norte de Europa en los negocios del mediodía. El restablecimiento de la legitimidad, voz que, en su sentido práctico, no significa sino fuerza y poder absoluto, ha sido el fin que se han propuesto los aliados. Su interés es el mismo en Europa y en América. Y si en Ñapóles y España no ha bastado la sombra del trono para preservar de la invasión a ambos territorios, la fuerza de nuestros gobiernos no será ciertamente la mejor garantía contra el sistema de la Santa Alianza.
En cuanto a la masa del poder que se empleará contra nosotros en tal caso, ella será proporciona- da a la extensión del influjo que teng-an las cortes de San Petersburgo, Berlín, Viena y París. Y no es prudente dudar que le sobran elementos para emprender la reconquista de América, no ya en favor de la España que nunca recobraría sus an- tiguas posesiones , sino en favor del princijyio de la legitimidad, de ese talismán moderno que hoy sir- ve de divisa a los que condenan la soberanía de los pueblos, como el colmo del libertinaje en política.
Es verdad que el primer buque que zarpase de los puertos de Europa contra la libertad del nuevo mundo, daría la señal de alarma a todos los que forman el partido liberal en ambos hemisferios. La Gran Bretaña y los Estados Unidos tomarían
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el lugar que les corresponde eu esta contienda uni- versal: la opinión, esa nueva potencia que hoy preside el destino de las naciones, estrecharía su alianza con nosotros, y la victoria, después de fa- vorecer alternativamente a ambos partidos, se de- cidiría por el de la justicia, y obligaría a los secta- rios del poder absoluto a buscar su salvación en el sistema representativo.
Entre tanto no debemos disimular que todas nuestras nuevas repiiblicas en general, y particu- larmente algunas de ellas, experimentarían en la contienda inmensos peligros que ni hoy es fácil prever, ni lo sería quizá entonces evitar, si fal- tase la uniformidad de acción y voluntad que su- pone un convenio celebrado de antemano, y una asamblea que le amplíe o modifique segiín las cir- cunstancias. Es preciso no olvidar que, en el caso a que nos contraemos, la vanguardia de la Santa Alianza se compondría de la seducción y de la in- triga, tanto más temibles para nosotros, cuanto es mayor la herencia de preocupaciones y de vi- cios que nos ha dejado la España. Es preciso no olvidar que aun nos hallamos en un estado de ig- norancia, que podría llamarse feliz si no fuese per- judicial algunas veces, de esos artificios políticos y de esas maniobras insidiosas que hacen marchar a los pueblos de precipicio en precipicio con la mis- ma confianza que si caminasen por un terreno unido. Es preciso no olvidar, en fin, que todos los hábitos de la esclavitud son inveterados entre nos- otros ; y que los de la libertad empiezan apenas a formarse por la repetición de los experimentos po- líticos que han hecho nuestros gobiernos, y de al- gunas lecciones útiles que hemos recibido en la escuela de la adversidad.
Al examinar los peligros del porvenir que nos ocupa, no debemos ver, con la quietud de la con- fianza, el nuevo imperio del Brasil. Es verdad que el trono de Pedro I se ha levantado sobre las mis- mas ruinas en que la libertad ha elevado el suyo en el resto de América. Era necesario hacer la mis- ma transición que hemos hecho nosotros del esta-
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do colonial al rango de naciones independientes. Pero es preciso decir, con sentimiento, que aquel soberano no muestra el respeto que debía a las instituciones liberales cuyo espíritu le puso el ce- tro en las manos, para que en ellas fuese un ins- trumento de libertad y nunca de opresión. Así es que, en el tribunal de la Santa Alianza, el pro- ceso de Pedro I se ha juzgado de diferente modo que el nuestro: y él lia sido absuelto, a pesar del ejemplo que deja su conducta, porque al fin él no puede aparecer en la historia sino como el jefe de una conjuración contra la autoridad de su padre.
_ Todo nos inclina a creer que el gabinete impe- rial de Río Janeiro se prestará a auxiliar las miras de la Santa Alianza contra las repúblicas del nue- vo mundo: y que el Brasil vendrá a ser, quizá, el cuartel general del partido servil, conno ya se ase- gura que es hoy el de los agentes secretos de la Santa Alianza. A más de los datos públicos que hay para recelar semejante deserción del sistema americano, se observa, en las relaciones del go- bierno del Brasil con los del continente europeo, un carácter enfático cuya causa no es posible en- contrar sino en la presente analogía de principios e intereses.
Esta rápida encadenación de escollos y peligros muestra la necesidad de formar una liga america^ na bajo el plan que se indicó al principio. Toda la previsión humana no alcanza a penetrar los acci- dentes y vicisitudes que sufrirán nuestras repú- blicas hasta que se consolide su existencia. Entre- tanto las consecuencias de una campaña desgra- ciada, los efectos de algiín tratado concluido en Europa entre los poderes que mantienen el equili- brio actual, algunos trastornos domésticos, y la mutación de principios que es consiguiente, po- drán favorecer las pretensiones del partido de la legitimidad, si no tomamos con tiempo una activi- dad uniforme de resistencia; y si no nos apresura- mos a concluir un verdadero pacto, que podemos
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llamar de familia, que garantice nuestra indepen- dencia, tanto en masa como en el detall.
Esta obra pertenece a un congreso de plenipo- tenciarios de cada Estado que arreglen el contin- gente de tropas y la cantidad de subsidios que de- ben prestar los confederados en caso necesario. Cuanto más se piensa en las inmensas distancias que nos separan, en la gran demora que sufriría cualquiera combinación que importase el interés común, y que exigiese el sufragio simultáneo de los gobiernos del Hío de la Plata y de Méjico, de Cliile y de Colombia, del Perú y de Guatemala, tanto más se toca la necesidad de un congreso que sea el depositario de toda la fuerza y voluntad de los confederados; y que pueda emplear ambas, sin demora, dondequiera que la independencia, esté en peligro.
Ño es menester ocurrir a épocas muy distantes de nosotros, para encontrar ejemplos que justifi- quen la medida de convocar un congreso de pleni- potenciarios que complete las disposiciones toma- das en los tratados precedentes, aunque parece que ellos bastan para que se lleve a cabo la intención de las partes contratantes. La historia diplomáti- ca de Europa, en los últimos años, viene perfec- tamente en nuestro apoyo. Después que se disolvió el Congreso de Chatillón en 1814, se celebró el tratado de la cuádruple alianza de Chaumont en- tre el Austria, la Gran Bretaña, la Prusia y la Suecia. En él se garantizó el sistema que debía darse a la Europa, se determinaron los subsidios que cada aliado daría por su parte, y se acorda- ron otras medidas generales ; extendiendo a vein- te anos la duración de la alianza. Tres meses des- pués se firmó la paz de París, y cada uno de los aliados concluyó un tratado particular con la Fran- cia, aunque todos eran perfectamente idénticos con excepción de los artículos adicionales. En este tratado, que contiene varias declaraciones sobre el derecho público europeo y sobre la legislación de diferentes naciones, se dispone la reunión de un congreso general en Viena, para que reciban
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en él su complemento los arreglos anteriores. La historia de este célebre congreso, y sus resultados con respecto a los intereses del sistema europeo, después de prestar un argumento en favor de nues- tra idea, ofrece varias analogías aplicables al sis- tema americano y a las circunstancias en que nos hallamos.
Nuestros tratados de 6 de junio de 1822 y de 3 de octubre de 1823, participan del espíritu de la cuádruple alianza de Chaumont y del tratado de París de 30 de mayo de 1814. Ambos contienen el pacto de una alianza ofensiva y defensiva; deta- llan subsidios y anuncian la determinación de continuar la guerra hasta destruir el poder espa- ñol, así como los aliados de Chaumont se ligaron para destruir a Napoleón. También abrazan el convenio de celebrar una asamblea hispanoameri- cana, que nos sirva de consejo en los grandes, con- flictos, de punto de contacto en los peligros comu- nes, de fiel intérprete en los tratados públicos y de conciliador de nuestras diferencias, guardando en todo esto una fuerte analogía con las estipula- ciones de la paz del 30 de mayo.
Nos falta sólo insistir en una observación acerca del congreso de Viena. El se celebró después de la paz de París en el centro, por decirlo así, de la Europa, donde siendo tan fáciles y frecuentes las correspondencias diplomáticas, podría creerse me- nos necesaria su reunión con objetos que, a pesar de su importancia, podían arreglarse por medio de los mismos embajadores que residen en cada corte. Al contrario, la asamblea hispanoamerica- na de que se trata, debe reunirse para terminar la guerra con la España: para consolidar la indepen- dencia, y nada menos que para hacer frente a la trernenda masa con que nos ainenaza la Santa Alianza. Debe reunirse en el punto en que conven- gan las partes contratantes, para que las conferen- cias diarias de sus plenipotenciarios anulen las grandes distancias que separan a sus gobiernos respectivos. Debe, en fin, reunirse,, porque los ob- jetos que ocuparán su atención exigirán delibera-
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clones simultáneas que no pueden adoptarse sino por una asamblea de ministros cuyos poderes e instrucciones estén llenas de previsión y de sa- biduría.
El segundo interés eminentemente nacional de nuestras nuevas repúblicas es la paz en el triple sentido que abraza a las naciones que no tengan parte en esta liga, a los confederados por ella, y a las mismas naciones relativamente al equilibrio de sus fuerzas. En los tres casos, sin atribuir a la asarrihlea ninguna autoridad coercitiva que degra- daría su institución, con todo podemos asegurar que al menos en los diez primeros años contados desde el reconocimiento de nuestra independencia, la dirección en grande de la 'política interior y ex- terior de la confederación debe estar a cargo de la asamblea de sus plenipotenciarios, para que ni se altere la paz ni se compre su conservación con sa- crificio de las bases o intereses del sistema ameri- cano, aunque en la apariencia se consulten las ventajas peculiares de alguno de los confederados. Sólo aquella misma asamblea podrá también con su influjo y empleando el ascendiente de sus au- gustos consejos mitigar los ímpetus del espíritu de localidad que en los jyrimeros años será tan acti- vo como funesto. La nueva interrupción de la paz y buena armonía entre las repúblicas bispanoame- ricanas causaría una conflagración continental a que nadie podría substraerse, por más que la dis- tancia favoreciese al principio la neutralidad. Existen entre las repúblicas liispanoamericanas afinidades políticas creadas por la revolución, que unidas a otras analogías morales y semejanzas fí- sicas, hacen que la tempestad que sufre, o el mo- vimiento que recibe alguna de ellas, se comuni- que a las demás, así como en las montañas que se hallan inmediatas se repite sucesivamente el eco del rayo que ha herido alguna de ellas.
Esta observación es aplicable, no sólo a los ma- les de la guerra de una república con otra, sino a los que trae consigo la pérdida del equilibrio de las fuerzas de cada asociación, causa única de los
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movimientos convulsivos qne padece el cuerpo po- lítico. Ño es decir que alcance el influjo de la asamblea ni el de ningún poder humano a pre- venir las enfermedades a que él está sujeto. Pero desechar por esto uno de los mejores remedios que se ofrecen, sería lo mismo que condenar la medicina sólo porque hay dolencias que ella no alcanza a curar radicalmente. No es, pues, duda- ble que la interposición de la asamblea en favor de la tranquilidad interior, las medidas indirec- tas, y, en fin, todo el poder de la confederación dirigido a su restablecimiento serán la tabla en que salvemos de este naufragio que podría hacer- se universal, porque una vez subvertido el orden, el peligro corre hasta los extremos.
Debemos examinar, por conclusión, el género de garantías que necesitamos, y las probabilida- des que tenemos de encontrarlas todas en la asam- blea hispanoamericana, que en este nuevo respec- to será tan ventajosa para nuestros gobiernos como lo fué el Congreso de Viena para las monarquias del viejo nnundo.
Cada uno de nuestros gobiernos ha adquirido, durante la contienda gloriosa que hemos sosteni- do contra la España, derechos incontestables a la consideración de las autoridades que rigen el gé- nero humano, bajo las varias formas que se han ndoptado en los países civilizados. La resolución intrépida de ser libres, el valor en los combates, y la constancia en más de catorce años de peli- gros, han hecho familiares en todo el mundo los nombres de pueblos y ciudades de América, que antes sólo eran conocidos de los mejores geógra- fos. Naturalmente se interesó al principio la cu- riosidad, y por grados se ha fijado la atención en nuestros negocios.
El comercio ha encontrado nuevos mercados, el buen éxito de sus especulaciones ha revelado a los gabinetes de Europa grandes secretos para aumen- tar su respectivo poder, aumentando sus rique- zas: todo ha contribuido a encarecer la importan- cia política de nuestras repúblicas; y los mismos
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partidos en que está dividida la Europa acerca de nuestra independencia, hacen más célebres los gobiernos en que se lia dividido el nuevo mundo, al sacudir el yugo que le oprimía.
Los grados de respeto, de crédito y poder que se acumularán en Ja asamblea de nuestros píenipo- tencianos formarán una solemne garantía de nues- tra independencia territorial y de la paz interna. Al emprender, en cualquiera parte del globo, la subyugación de las repúblicas hispanoamericanas tendrá que calcular el qne dirija esta empresa, no sólo las fuerzas marítimas y terrestres de la sección a que se dirige, sino las de toda la Tnasa die los confederados, a los cuales se unirán, proba- blemente, la Gran Bretaña y los Estados Zuñidos: tendrá que calcular, no sólo el cúmulo de intere- ses europeos y americanos que va a violar en el Perú, en Colombia o en Méjico, sino en todos los estados septentrionales y meridionales de Améri- ca, basta donde se extiende la liga por la libertad: tendrá que calcular el entusiasmo de los pueblos invadidos, la fuerza de sus pasiones, y los recur- sos del despecho, a más de los obstáculos que opo- nen la distancia de ambos hemisferios, el clima de nuestras costas, las escabrosas elevaciones de los Andes y los desiertos que en todas direcciones interrumpen la superficie habitable de esta tierra.
La paz interna de la confederación quedará igualmente garantida desde que exista una asam- blea en que los intereses aislados de cada confede- rado se examinen con el mismo celo e imparciali- dad que los de la liga entera. No hay sino ^in se- creto para hacer sobrevivir las instituciones socia- les a las vicisitudes que las rodetí^n; inspirar con- fianza y sostenerla. Las leyes caen en el olvido, y desaparecen los gobiernos, luego que los pueblos reflexionan que su confianza no es ya sino la teo- ría de sus deseos. Mas la reunión de los hombres más eminentes por su patriotismo y luces, las re- laciones directas que mantendrán con sus respecti- vos gobiernos y los efectos benéficos de un sistema dirigido por aquella asamblea, mantendrán la con-
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fianza que inspira la idea solemne de un congreso convocado bajo los auspicios de la libertad, para formar una liga en favor de ella.
Entre las causas que pueden perturbar la paz y amistad de los confederados, ninguna más obvia que la que resulta de la falta de reglas y princi- pios que formen nuestro derecho piiblico. Cada día ocurrirán grandes cuestiones sobre los dere- chos y deberes recíprocos de estas nuevas repiibli- cas. Los progresos del comercio y de la navega- ción, el aumento del cultivo en las fronteras, y el resto de leyes y de formas góticas que nos quedan, exigirán repetidos tratados: y de éstos nacerán dhi- das que servirán para evadirlos, si al menos en los primeros años, la confianza en la imparcialidad de aquella asamblea, no fuese la garantía general de todas las convenciones diplomáticas a que diese lugar el desenlace progresivo de nuestras nece- sidades.
Independencia, paz y garantías: estos son los grandes resultados que debemos esperar de la asam- blea continental, segiin se ha manifestado rápida- mente en este ensayo. De las seis secciones políti- cas en que está actualmente dividida la América llamada antes española, las dos tercias partes han votado ya en favor de la liga republicana. Méjico, Colombia y el Peni han concluido tratados espe- ciales sobre este objeto. T sabemos que las pro- vincias unidas del centro de América han dado instrucciones a su plenipotenciario cerca de Co- lombia y el Peni para acceder a aquella liga. Des- de el mes de marzo de 1822, se publicó en Guate- mala en El Amigo de la Patria, un artículo sobre este plan, escrito con todo el fuego y elevación que caracterizan a su ilustrado autor el señor Valle. Su idea madre es la misma que ahora nos ocupa: formar un foco de luz que ilumine a la América: crear un poder que una las fuerzas de catorce millones de individuos: estrechar las rela- ciones de los americanos, uniéndolos por el gran lazo de un congreso común, para que aprendan a identificar sus intereses y formar a la letra una
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sola familia. Tenemos fundadas razones para creer que las secciones de Cliile y el Río de la Plata de- ferirán también al consejo de sus intereses; en- trando en el sistema de la mayoría, como el único capaz de dar a la América, que por desgracia se llamó antes española, independencia, paz y ga- rantías.
LIBRO III
PROPAGANDA REVOLUCIONARIA
(1811-1821)
El vasallo de la ley al Editor
Si para ser libres bastara el deseo de serlo, niu- gún pueblo sería esclavo: mas por desgracia esta tendencia natural de todo ser que piensa, encuen- tra escollos mucbas veces inaccesibles a la imbe- cilidad del bombre, no sólo en las naciones cuya suerte ha sido envejecerse sin perfeccionar su cons- titución política, sino aun en aquellas que pare- cen destinadas a presidir el destino de las demás. En las unas la corrupción y el fomento de las pa- siones terminan la época de su libertad, en las otras la ignorancia y el temor de los contrastes consiguientes a las grandes revoluciones, retardan el día de su esplendor y exaltación. Desgraciado el pueblo que poseído de esa pasión fanática, mira sus primeros males como un reclamo anticipado de sus últimas desgracias, y felices las provincias del Río de la Plata, que sin embargo del suceso desgraciado de nuestras armas en la jornada del 20 de junio ban mostrado la mayor firmeza, y en los más críticos momentos lian sabido calcular las ventajas que podemos sacar de aquella misma ca- tástrofe, triste resultado de una combinación de circunstancias, que por un doble interés se anun- ciará a la faz del mundo para satisfacción de los pueblos que han jurado por ser libres.
De necesidad ha de llegar este caso, mas entre- tanto ningún sensato podrá mirar con indiferen- cia la nota indiscreta, que en la Gaceta extraordi- naria del jueves pone el editor en los illtimos pe- ríodos de las reflexiones de Juan Sin Tierra. Allí llama a los agentes de la expedición del Perú sa- crilegos profanadores de nuestra santa causa. No son éstas las producciones que inspira el espíritu
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piíblico y el patriotismo ilustrado. Nuestro mis- mo gobierno ha jurado respetar la seguridad in- dividual de todo ciudadano, j^ una de las más augustas prerrogativas que derivan de aquélla es no juzgar delincuente a ningún hombre, mientras los ministros de la ley no le declaren tal: es decir, que el editor se ha arrogado el derecho de preve- nir en su juicio a todos los pueblos, inspirándoles sentimientos parciales eversivos de la armonía ci- vil, único sostén de la libertad. Declarar por sa- crilegos profanadores de nuestra santa causa a los agentes de la expedición del Perú, con una expresión general que envuelve aiín a aquellos cuyas virtudes públicas no se pueden poner en problema, sin presentar a los pueblos un monstruo de contradicción entre lo que anuncia el editor, y lo que ellos mismos han palpado: juzgar, en una palabra, por enemigos de nuestra santa causa a los que ya la han salvado en otros conflictos, y a los qne sólo han omitido los sacrificios que eran superiores a los esfuerzos de su celo: aventurar un juicio prematuro que contradice la imparcialidad que debe animar al que se crea digno de ser libre ; es una ligereza que examinada en el tribunal de la razón, más bien debe mirarse como el eco de una pasión electrizada, que como el desahogo de un celo exaltado. Convengo en que algunos simu- lados patriotas que nunca debieron merecer la con- fianza piíblica, han prostituido su carácter y eclip- sado la gloria de nuestras armas: yo soy el primer enemigo de éstos, y el día de su castigo lo será de la mayor satisfacción para todos los hombres li- bres; pero también sabe la América toda, y me re- mito a lo que de oficio han informado anterior- mente las provincias ocupadas hoy por las armas agresoras de Lima, que entre los agentes de aque- lla expedición han habido hombres tan celosos de la felicidad general, que el más virtuoso esparta- no admiraría sxi conducta con emulación.
Ciudadanos do la América del f^ud. jamás po- dremos ser libres si no damos de mano a las pa- siones: para llegar al santuario de la libertad, es
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preciso pasar por el templo de la virtud. La liber- tad no se adquiere con sátijas injuriosas, ni con dis- cursos vacíos d© sentido : jamás violemos los dere- chos del hombre, si queremos establecer la constitu- ción que los garantiza. La imparcialidad presida siempre a nuestros juicios, la rectitud y el espí- ritu público a nuestras deliberaciones, y de este modo la patria vivirá y vivirá a pesar de los ti- ranos.
{Gaceta de Buenos Aires, noviembre 29 de 1811.)
Causa de las causas <
Es más fácil conocer el genio y carácter de la especie humana, que calcular el de sus individuos: la diferencia entre éstos es tan notable, que algu- nos filósofos han llegado a dudar la unidad de aquélla. Así las más profundas observaciones so- bre el espíritu humano burlan siempre la esperan- za del pensador, que cree resolver problemas, cuan- do en realidad no hace sino proponer otros nue- vos. Por todas partes veo al hombre empeñado en parecer virtuoso, y en merecer la consideración de sus semejantes: pero también le veo abusar lue- go de esta estimación, que usurpó su hipocresía. Y observando después su humildad antes de obte- nerla, su altivez luego que la esperó, y su ingra- titud apenas la obtuvo ; desconozco al hombre en el hombre mismo, y veo que un solo individuo es tan diferente de sí propio según las circunstan- cias como lo es de los demás en razón de su varia organización. Infiero de todo esto, que en tan obs- curo dédalo sólo la experiencia podrá fijar los ele- mentos del criterio, y descubrir las pasiones do- minantes, los vicios favoritos, y las virtudes ge- niales de cada hombre. Ninguna época favorece más este descubrimiento, que aquella en que las naciones publican ya el prólogo de sus nuevos anales: entonces se presentan héroes que admiran,
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imbéciles que provocan, almas generosas, fríos egoístas, celosos patronos de la especie humana, hipócritas defensores de su causa, hombres, en fin, que hasta llenar la esperanza de sus pasio- nes, son incorruptibles y virtuosos. Ocupar a unos y otros indistintamente, es de necesidad en los principios: preferir el vicioso al recto de corazón, creyendo encontrar las virtudes de un Cincinnato en quien sólo tiene la ambición y maldades de un Apio, es consiguiente a las dificultades que he notado. Desenvolvamos estos principios, aplicán- dolos a nuestra revolución.
Instalada en la capital de los pueblos libres la primera Junta de gobierno, empezó nuestra revo- lución a hacer tan rápidos progresos, que el que se detenía a observar su estado a los seis meses, padecía la agradable e involuntaria ilusión de dudar que aquella fuese la obra de sus coetáneos. Eeducida la capital al estrecho círculo de sí mis- ma, emprende, sin embargo, dos expediciones al occidente y al norte sin más objeto que llevar por todas partes el estandarte de la libertad. Sus ar- mas triunfan de la tiranía, los pueblos proclaman vsu adhesión y el eco del patriotismo resuena por todas partes. ¡ Qué energía en el sistema, qué acier- to en las deliberaciones, qué concepto entre nues- tros mismos enemigos que empezaban a tributarnos el homenaje del temor! Pero j'a se acercaba el tiem- po en que las pasiones hablasen su lenguaje natu- ral, y se descubriesen los hipócritas cooperadores de esta grande obra. D. Cornelio Saavedra, a quien por condescendencia a las circunstancias se le noni- bró presidente de gobierno, no pudo ver con indi- ferencia la Gaceta del 6 de diciembre, que desde luego hacía un contraste a sus proyectos de ambi- ción; y emprende para llevarlos adelante, la in- corporación de los Diputados de las provincias a la Junta Gubernativa. El no dudaba que entre éstos encontraría facciosos capaces de prostituir su misión, y no se engañó en su cálculo.
Desde luego era de esperar que todo paso que diesen los diputados fuera del objeto de su con-
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vocacióii sería tan peligroso como ilegal: ningún pueblo les delegó más poderes, que los de legislar y fijar la constitución del Estado: hasta el acto de la apertura del Congreso no podía tener ejercicio su delegación, ni darles derecho a tomar parte en el sistema provisional. Mas precindamos de esta controversia, y contraigamos la atención a la rea- lidad de los males que nos causó su incorporación. ¡Ah! ¿Quién no ve que el 18 de diciembre fué como el crepúsculo funesto del 6 de abril? Siga- mos el orden de los tiempos.
No era fácil subsistiese la concordia entre los nuevos gobernantes y los antiguos ; y era muy na- tural que el que en los últimos había descubierto un contraste a su ambición, aspirase a buscar en los primeros el apoyo de sus miras. Inmediata- mente se suscitó una rivalidad entre unos y otros, se formó una facción, el más ambicioso se hizo jefe de partido, y el más dispuesto a la cabala, se encargó de sostenerlo. Desde entonces se meditan medios para desembarazarse de los que por su celo serían siempre unos rígidos censores de la facción: lo consiguen con el secretario de gobierno, y pre- paran asechanzas a los demás para arrojarlos a su tiempo del gobierno y de sus domicilios por un nuevo y escandaloso ostracismo. Desde entonces el espíritu público se apaga, el sistema desfallece, progresa la discordia, 5^ empiezan a decrecer nues- tras glorias: ya no se habla sino de facciones, las magistraturas y los empleos públicos se distribu- yen sólo a los parciales, y los pueblos observan con escándalo esta mudanza: los ejércitos que estaban en campaña sienten los efectos de la desorganiza- ción, se enerva su espíritu marcial, y vacilan so- bre la conformidad de los nuevos gobernantes con el plan de salvar la patria.
Todas las pasiones tienen una gravitación mo- ral hacia su objeto, que precipita necesariamente a los que están poseídos de ellas: su influencia llega a tal grado, que se confunde el disimulo con el escándalo, y esta es ya la época de su explosión: así sucedió el 6 de abril, día en que el crimen triun-
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fante se burló de la virtud proscrita. Los funcio- narios más celosos, los ciudadanos más irrepren- sibles son desterrados, conducidos a prisiones y declarados reos contra la patria. Corrompida y se- ducida la hez del pueblo se presenta amotinada, y condena ciegamente sin saber a quién, semejan- te a aquel ateniense que firmaba el destierro de Arístides sin conocerle. Al fin la maldad consumó sus designios: mas era preciso que para alucinar al vulgo, interesase a la Deidad misma disponien- do una solemne acción de gracias por el triunfo que acababa de obtener sobre los enemigos irrecon- ciliables del crimen, y los más fieles amigos de la patria. Así lo realizaron, y celebrada esta sacrile- ga demostración con todos los aparatos de una hi- pocresía fanática, publican después un manifiesto que en el concepto imparcial de las naciones, se mirará siempre como el proceso de sus autores; y fiados en su precaria magistratura, el ambicioso consiente en ser un déspota, su intrigante Mece- nas espera ser el arbitro de la constitución, y los demás satélites creen que de su mano sola pende ya el destino de los hombres: ¡ insensatos! ellos po- drán hacer gemir por algún tiempo a todos los hombres de bien, ellos podrán desorganizar el sis- tema, viciar la administración pública y causar escándalos funestos en el ejército del Perú, donde he visto por mis propios ojos cuanto perdió la ener- gía de nuestras tropas en ventaja del enemigo (1) ; pero su plan es frágil, sus recursos insuficientes, y ya los defensores de la libertad meditan poner límites a la arbitrariedad por medio de la crea- ción de un poder ejecutivo que cambiará el aspec- to general de nuestros negocios.
Nada digo que no esté probado por los hechos: los mismos pueblos que lloraban poco ha la corrup- ción del gobierno antiguo, ven hoj' con asombro
(1) Goyeneche celebró con fastuoso aparato las noticias del 6 de abril, éste es un hecho; y también lo es, que el diputado de Córdoba escribió a don Domingo Tristán interesándole en sumo grado sostu- viese y apoyase la conducta que observó el gobierno en aquel día de proscripción.
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la imparcialidad y el espíritu de vida que anima las deliberaciones del actual: habrán tenido sin duda el dolor de ver prostituidos a algunos de sus delegados (2), mas también han recibido una sa- ludable lección para proceder con más escrúpulo a confiar el depósito sagrado de su representación, y no aventurar su suerte seducidos de un celoso hipócrita, de un sofista razonador, o de un simu- lado patriota. La introducción de esta clase de hombres al gobierno nos ha causado todos aque- llos males, y hemos estado espuestos a verlos re- producidos el 7 del presente. Este era el conato de los parricidas de la patria, esta su intención: ellos hubieran querido destruir a los hombres de bien, y cobrar con usura lo que habían perdido sus pasiones: ellos quisieron a costa de la sangre del incauto soldado, subvertir el orden y triunfar de los que aman la justicia; pero se engañaron, 3' ahora conocerá el mundo a los que son el oprobio de nuestra raza, y la causa de nuestros pasos re- trógrados y de todas nuestras anteriores desgra- cias. ¡Pueblos! ya habéis visto cuan fácil es con- fundir el egoísmo con la generosidad, y preferir al vicioso creyendo encontrar en él un héroe: vues- tros errores son nuevas lecciones para el acierto: ya habéis tenido tiempo para conocer a los hom- bres, y discernir el lugar que ocupa en su corazón el amor a la patria: no os asusten los males pasa- dos, ellos eran obra de la necesidad y del poco co- nocimiento de los hombres: ningún pueblo fué fe- liz, sin que aprendiese antes a serlo en la escuela del sufrimiento y la desgracia: renovad vuestros esfuerzos, reiterad vuestros juramentos, y abre- viad la obra cuya perfección esperan con impa- ciente interés la naturaleza y la razón.
(Id., diciembre 20 de 1811.)
(2) Todos conocen a los que se han distinguido por su celo, y los pueblos que los diputaron deben creerse felices por la elección que hicieron.
98 BERNARDO MONTEAGUDO
A las americanas del sud
Mientras la sensibilidad sea el atributo de nues- tra especie, la belleza será el arbitro de nuestras afecciones; y señoreándose siempre el seso débil del robusto corazón del hombre, será el primer mo- delo de sus costumbres piiblicas y privadas. Esta invencible inclinación a esa preciosa parte de la humanidad, influye sobre nuestras acciones en ra- zón combinada de la dependencia en que estamos de ella, dependencia que variando en el modo sin decrecer en su fuerza, sigue todos los períodos de nuestra edad, anunciándose por medio de nuestras progresivas necesidades. Débiles y estúpidos en la infancia, incautos y desprovistos en la puerilidad, nuestra existencia sería precaria sobre la tierra sin los auxilios de este sexo delicado. Mas luego que el hombre adquiere ese grado de fuerza y vi- gor propio de su organización, un nuevo estímulo anuncia su dependencia, y la naturaleza despliega a sus ojos el objeto de su inclinación. Esta es la época que fija su carácter, y determina su conduc- ta: él pone entonces en obra todos los medios ca- paces de facilitarle la satisfacción de una nueva necesidad que no puede resistir. Si ve que la vir- tud asegura sus deseos, será virtuoso al menos en apariencia ; si concibe que la ilustración y el valor apoyan su esperanza, él procurará ilustrarse, me- recer el concepto de g'uerrero; si conoce, en fin, que el amor a la patria es capaz de recomendar su persona y favorecer su solicitud, él será patrio- ta al principio por interés y luego por convicción, pues muy luego se persuade el entendimiento, cuando se interesa el corazón. La consecuencia que voy a deducir es fácil prevenirla: uno de los medios de introducir las costumbres, fomentar la ilustración en todos sus ramos, y sobre todo, esti- mular y propagar el patriotismo es que las señoras americanas hagan la firme y virtuosa resolución de no apreciar ni distinguir más que al joven mo-
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ral, ilustrado, útil por sus conocimientos, y sobre todo patriota, amante sincero de la libertad, j enemigo irreconciliable de los tiranos. Si las ma- dres y esposas hicieran estudio de inspirar a sus hijos, maridos y domésticos estos nobles sentimien- tos, y si aquéllas, en fin, que por sus atractivos tienen derecho a los homenajes de la juventud, emplearan el imperio de su belleza y artificio na- tural en conquistar desnaturalizados y electrizar a los que no lo son, ¿qué progresos no haría nues- tro sistema? Sabemos que en las grandes revolu- ciones de nuestros días el espíritu público y el amor a la libertad han caracterizado dos nacio- nes célebres, aunque no igualmente felices en el suceso, debiéndose este efecto al bello sexo que por medio de cantos patrióticos y otros insinuan- tes recursos inflamaba las almas menos sensibles, y disponía a los hombres libres a correr gustosos al patíbulo por sostener la majestad del pueblo. Americanas: os ruego por la patria que desea ser libre, imitéis estos ejemplos de heroísmo y coad- yuvéis a esta obra con vuestros esfuerzos: mostrad el interés que tenéis en la suerte futura de vues- tros hijos, que sin duda serán desgraciados, _si la América no es libre: 5^ mientras el soldado sacri- fica su vida, el magistrado su quietud y el políti- co se desvela por la salud pública, haced resonar por todas partes el eco patético de vuestra voz, re- pitiendo la viva exclamación que hacía en nuestra época una peruana sensible. ¡Libertad, libertad sagrada, yo seguiré tus pasos hasta el sepulcro mismo ! ! ! y al lado de los héroes de la patria mos- trará el bello sexo de la América del Sud el inte- rés con que desea ver expirar al último tirano, o rendir el supremo aliento antes que ver frustra- do el voto de las almas fuertes (3).
(Id., diciembre 20 de 181L)
(3) En mi primera Gaceta, que es la del número 12, interesé a los ciudadanos ilustrados para que desplegasen sus talentos en obsequio
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Crimen de lenidad
El temor y la esperanza son los únicos resortes del corazón humano, y la influencia combinada de estos dos principios determina en el hombre desde la infancia de su ser, sus inclinaciones y sentimientos, según la prevención de su juicio hacia los objetos de su voluntad. Calculado este principio sería muy fácil conducirle, si multipli- cándose los errores, las preocupaciones y los vi- cios de la especie, no se disminuyesen e inutiliza- sen los medios de estimular con acierto, aquellos dos grandes móviles de la voluntad de los indivi- duos. En todas las edades y en todos los climas propende al bien, y detesta el mal todo ser que piensa ; pero son muy pocas las almas fuertes que aborrecen a éste y detestan a aquél sin esperar ni temer; y aunque en las revoluciones que de tiem- po en tiempo causa el eco de la naturaleza, que re- clama la independencia de los hombres, afecten algunas almas ese temple privilegiado, yo creo que nunca más que entonces obran la esperanza y el temor. Ojalá que el objeto de la una sólo fue- se la libertad y el estímulo del otro la servidum- bre. Por desgracia veo yo siempre confundidos y adulterados estos sentimientos, y los hombres cuyo ejemplo podría fijar la imitación de los demás, parece que sólo son sensibles a la prosperidad pú- blica cuando ésta asegura la suya, y que sólo te- men la ruina de sus semejantes, porque temen la propia, y porque ven frustrado el cálculo de sus pasiones.
Esta degradante pero justa observación, nos pone en la necesidad de esperar más de la influen- cia de las pasiones, que del ascendiente de la vir-
de la libertad: estoy distante de hacerles la injuria de creer se desentien- dan de tan justa insinuación: y si, como no lo espero, incurren en esta omisión, me lisonjeo de que el bello sexo corresponderá a mis esperan- zas, y dará a los primeros lecciones de energía y entusiasmo por nues- tra santa causa.
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tud, estimulando al hombre por los principios de su conveniencia, antes que por los elementos de sus deberes. Las penas y las recompensas imparcial- mente dispensadas, deben ser la égida de nuestra constitución: sólo aquéllas pondrán freno al furor de nuestros enemigos, disminuj^endo el número de sus envilecidos satélites; y sólo éstas fijarán la opinión del frío e ignorante egoísta, que no conoce otra norma de sus deberes que su conve- niencia individual. Yo me avergüenzo de sentar una proposición, que manifiesta desde luego el poco espíritu público que nos anima. ¿Pero qué serviría elogiar las costumbres de unos pueblos in- fantes, que hasta hoy no merecen sino la compa- sión de los filósofos? Sería muy fácil, que creyén- dose ya dignos de ser alabados, sin haber mejora- do antes su conducta, se lisonjeasen de ser lo que deben ser, sin ser más de lo que son. Yo me he propuesto en todas las gacetas que dé al públi- co (4), no usar de otro lenguaje que del de un ver- dadero republicano ; y no elogiar, ni deprimir ja- más en mis conciudadanos, sino la virtud y el vicio. Quizá se mirarán mis discursos como una sátira inútil contra nuestras costumbres, pero yo quiero decir lo que siento, aunque mi persua- sión no iguale a mi celo.
Mi objeto actual es desenvolver los anteriores principios, y demostrar que nada ha perjudicado más los progresos de nuestro sistema, como la in- dulgencia y lenidad con los enemigos de él. In- capaces ciertamente de seguir otro impulso que el del temor del castigo, y acostumbrados a juz- gar de la energía y dignidad de los gobernantes por el número de las víctimas que inmolaban an- tes al despotismo, han creído que sus mismos crí- menes eran el antemural que los defendía del ri- gor de las leyes, y que para estar seguros era pre- ciso ser delincuentes. Hasta ahora he visto des- mentida esta verdad, desde las márgenes del Des- aguadero hasta las del Eío de la Plata que acabo
(4) Son las de los viernes.
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de observar; y no puedo meditar sin emoción, cómo entre la multitud de hombres que desde el principio se declararon rivales de la causa de la naturaleza, no ha habido uno, uno solo que des- pués haj-a abrogado sus errores y corregido su conducta: observo que a lo más han afectado en público esta enmienda, mientras en secreto sólo han trabajado en combinar subversiones, prepa- rar trastornos y frustrar el voto de los corazones rectos. ¿Cuál es aquél, que convencido por los dis- cursos públicos de la liberalidad y justicia de nuestras intenciones, ha desertado de las bande- ras de la tiranía y ha abandonado el partido de esos estúpidos y envilecidos liberticidas? Los dis- cursos más elocuentes y persuasivos, apenas han servido para lisonjear por un momento la espe- ranza de las almas sensibles, que contando con la innata propensión del hombre a su felicidad, creían que animada la elocuencia del atractivo de ventajas reales, haría un contraste a la indife- rencia, a la rivalidad y a las pasiones.
Una conducta tan contraria a las especulacio- nes políticas y tan ajena de los cálculos de la pru- dencia, parece menos extraña y reprensible en aquella clase de pueblo, que por haber sido siem- pre la depositaria de los errores y preocupaciones, estaba más acostumbrada al yugo de la esclavitud. Pero yo veo, que los mismos que podían ilustrar- la, han sido los primeros en corromperla, ofrecién- dole continuamente ejemplos de obstinación, de hipocresía y de maldad. De aquí han resultado los tumultos y sediciones repetidas hasta hoy en distintos puntos: de aquí la osadía y esfuerzo de niiestros enemigos exteriores, que prevalidos de sus agentes internos daban por ciertas nuestras desgracias, aun cuando el triunfo parecía estar escrito sobre nuestras armas: de aquí la insuficien- cia de nuestros recursos y medidas, casi siempre frustradas insensiblemente por esa sorda y tenaz facción, que segura de la impunidad hace frente a la opinión pública: de aquí, por líltimo, la lan- guidez y el abandono de algunos buenos ciudada-
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nos, que desesperaban de ver triunfante la virtud, mientras fuese tolerado el crimen.
Unas consecuencias tan funestas como necesa- rias a la impunidad, han retardado sin duda los progresos de nuestra revolución, sin que el siste- ma de indulgencia y nioderantismo liaya produ- cido la más pequeña ventaja, capaz de compensar en algiín modo nuestros decrementos. Por todas partes veo armados contra la patria a los mismos que nuestra lenidad había salvado, en circuns- tancias que su suerte dependía de nuestro fallo. Yo veo en los pueblos del Perú, ocupados hoy por las armas insurgentes de Lima, que nada ha sido más perjudicial a las nuestras, como la toleran- cia de los apóstoles del despotismo (5): entre és- tos veo al arzobispo de Charcas, hacer donativos, predicar homilias, lisonjear servilmente al desna turalizado Goyeneche, y emprender, en fin, un viaje molesto desde la Plata a Potosí, sólo por hacer las exequias fiínebres a las execrables som- bras de Sanz, ISTieto y Córdoba: entre éstos veo a los que, refugiados antes al asilo de nuestra indul- gencia, obtienen hoy las magistraturas de aque- llas provincias, sirviendo de apoyo a los apurados proyectos del invasor: entre éstos veo, en fin, a los que en el T del corriente conspiraron contra la paz pública, seduciendo a una parte de las legiones de la patria; y concluyo de todo esto, que no cau- sando la lenidad otro efecto que subversiones, conjuraciones y males irreparables, la indulgencia nos hará cómplices en la ruina de la libertad si en adelante ponemos en una misma línea al que desea salvar la patria y al aue ha jurado elevarse sobre sus ruinas. Ministros de la ley, funcionarios públicos, magistrados de un pueblo que desea ser libre: mientras no veamos perfeccionada nuestra grande obra, mientras fluctuemos entre el temor
(5> Muchos de éstos fueron confinados a distancias moderadas en pena de sus crímenes, pero el gobierno antiguo frustró aún esta suave medida, ordenando luego su restitución, v preparando así los males que hemos experimentado antes y después de la jornada de lUiaqui sin poder ya destruir su causa.
104 BERNARDO MONTEAGUDO
y la esperanza de ser libres, mientras esté vacilan- te nuestra constitución ; velad sobre la conducta de los enemigos públicos: su impunidad es un cri- men en el que puede corregirlos, y el que no cas- tiga la transgresión de las leyes, es su primer in- fractor: consagrad vuestros deberes a la patria, y la posteridad recordará con gratitud vuestra me- moria.
(/d, diciembre 27 de 1811.)
Patriotismo
Todos aman su patria y muy pocos tienen pa- triotismo: el amor a la patria es un sentimiento natural, el patriotismo es una virtud: aquél proce- de de la inclinación al suelo donde nacemos, y re- cibimos las primeras impresiones de la luz, y el patriotismo es un hábito producido por la combi- nación de muchas virtudes, que derivan de la jus- ticia. Para amar a la patria basta ser hombre, para ser patriota es preciso ser ciudadano, quiero decir, tener las virtudes de tal. De aquí resulta que casi no tenemos idea de esta virtud, sino por la definición que dan de ella los filósofos ; a todos oigo decir que son patriotas, pero sucede con éstos lo que con los avaros, que en apariencia soja los más desinteresados, y a juzgar de su corazón por los sentimientos que despliegan sus labios, se cree- ría que el desinterés es su virtud favorita . La espe- ranza de obtener una magistratura o un empleo militar, el deseo de conservarlo, el temor de la execración pública y acaso un designio insidioso de usurpar la confianza de los hombres sinceros; estos son los principios que forman los patriotas de nuestra época. No lo extraño; el que jamás ha sido feliz sino por medio del crimen, del disimulo y de la insidia, se persuade que hay una especie de convención entre los hombres, para ser sólo virtuosos en apariencia; sin advertir que esta mo-
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ral varía según los tiempos, y que sólo es propia de esos desgraciados pueblos, donde el ruido fú- nebre de las cadenas que arrastran, los hace medi- tar cada día nuevos medios de envilecerse, para ser menos sensibles a la ignominia.
El que no tenga un verdadero espíritu de filan- tropía o interés por la causa santa de la humani- dad, el que mire su conveniencia personal como la primera ley de sus deberes, el que no sea constan- te en el trabajo, el que no tenga esa virtuosa am- bición de la gloria, dulce reconapensa de las almas grandes, no puede ser patriota, y si usurpa este renombre es un sacrilego profanador. Yo compa- dezco a los americanos, y me irrito contra esos atrabiliarios pedagogos que venían del antiguo hemisferio a inspirarnos todos los vicios eversivos de estas grandes virtudes: ellos merecen nuestra execración, aun cuando no sea más que por la barbarie e inmoralidad que nos han dejado en pa- trimonio. Sólo la fuerza del genio o del carácter que infunde nuestro clima ardiente, ha podido vencer el hábito casi convertido en naturaleza, y descubrir por todas partes espíritus dispuestos a hacer frente al error y a la preocupación. Sigamos su ejemplo y hagamos ver que somos capaces de tener patriotismo, es decir, que somos capaces de ser libres, y de renovar el sacrificio de Catón des- pués de la batalla de Farsalia, antes que ver tre- molar nuevamente el pabellón de los tiranos, y quedar reducidos a la ignominiosa necesidad de postrar ante ellos la rodilla y saludarles con voz trémula para subir luego al suplicio, como lo ha- cían los romanos en la época de su degradación (6).
Mas no perdamos de vista que nuestra alma ja- más tomará este temple de vigor y energía, mien- tras nuestro corazón no se interese en la suerte de la humanidad y entremos a calcular los milla- res de hombres existentes y venideros, a quienes vamos a remachar las cadenas con nuestras pro- pias manos si somos cobardes, o sellar con las mis-
(6) Ave imperator, morituri te salutant.— Tácíí.
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mas el decreto de su libertad e independencia, si somos constantes. Yo veo envueltos en el caos de la nada a los descendientes de la actual genera- ción y mi alma se conmueve y electriza^ cuando considero que puedo tener alguna pequeña parte en su destino: pero después me digo a mi mismo, ;es posible que las sectas del fanatismo y los sis- temas de delirio tengan tantos mártires apostóles y prosélitos, al paso que la causa de los liombres apenas encuentra algunos genios distinguidos que la sostengan y defiendan? Yo me veo obligado a inferir de aquí que son pocos los patriotas porque son los que aman la causa de sus semejantes; y si algunos la aman, su conveniencia personal y poca constancia en el trabajo los convierte en refinados
""^Muy'fácil sería conducir al cadalso a todos los tiranos si bastara para esto el que se reuniese una porción de hombres, y dijesen todos en una asam- blea, somos patriotas y estamos dispuestos a, mo- rir para que la patria viva: pero si en medio de este entusiasmo el uno liuyese del hambre, el otro no se a,comodase a las privaciones, aquel pensase en enriquecer sus arcas, en di atar sus posesiones, en atraerse por un lujo orgulloso, las miradas es- tultas de la multitud, y éste temiese sacrificar su existencia, su comodidad, su sosiego, Prefirienao la calma y el letargo de la esclavitud a la saluda- ble agitación y dulces sacrificios que aseguran la LIBERTAD, quedarían reducidos todos aquellos, pri- meros cla'm^ores a una algarabía de voces insigni- ficantes, propias de un enfermo ^^^^^l'^^^'^^Z' ca en sus estériles deseos el remedio ^^^/«"^ ^/^^^^^ Pero quizá me dirá el pusilánime egoísta que su espíritu se resiente de una empresa tan ^^^'^,1 qife la incertidumbre del éxito hace A^^chmr su resolución: y yo pregunto. .;,en q^^^/^^^^^^,^, "^^r, tidumbre? Las circunstancias son favorables, los enem gos interiores que tenemos no pueden hacer ;rogreLs sin destruirse, y los mismos cindad^^^^ nie nos causan hacen un contraste «,1«^ "T^^l;^.^^ des recíprocas que nunca faltan: las potencias
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europeas se liallan como encadenadas por sus mis- mos intereses, y ninguna nación emprende con- quistas en los momentos que teme debilitarse: hará tentativas cautelosas, y aun las ocultará porque su descubrimiento podría influir en los celos y apo- yar los cálculos de sus vecinas: nuestros recursos por otra parte no son mezquinos: tenemos brazos robustos, frutos de primera necesidad, y para abundar en numerario bastará que el gobierno considere lo imperioso de las circunstancias, y el arbitrio inevitable que ban tomado las naciones en igual caso. ¿A qué ese monopolio de caudales en tres o cuatro individuos; quizá enemigos del sistema? A ninguno se le quite lo que es suyo; ¿pero por qué no suplirá el Estado sus urgencias con los caudales de un poderoso, que en nada con- tribuye; especialmente cuando la constitución protege sus mismos intereses y puede asegurar el reintegro de su suplemento? Desengañémonos, la incertidumbre del éxito no pende de una causa necesaria y extraña, sino de nosotros mismos: sea- mos patriotas, esto es, amemos la humanidad, sos- tengamos los trabajos, prescindamos de nuestro interés personal y será cierto el éxito de nuestra empresa.
Bien sé que bay mucbas almas generosas que desembarazadas de todo sentimiento servil, no tie- nen otro impulso que el amor a la gloria: éstas no necesitan sino de sí mismas para hacer cosas gran- des: ellas imitarán al intrépido romano que inmo- ló sus propios hijos para salvar la patria, y emula- rán la virtud de los oOO esj^artanos que se sacrifica- ron en el paso de las Termopilas por obedecer a sus santas leyes. La mano del verdugo, el brazo del déspota, el furor de un pueblo preocupado, nada intimida a los que aman la gloria. Seguros de que vivirán eternamente en el corazón de los buenos ciudadanos, ellos desprecian la muerte y los peligros con tal que la humanidad reporte al- guna ventaja de sus esfuerzos. Esta clase de hom- bres es la que expiilsó de Roma a los Tarquinos, la que dio la libertad a la Beocia, a la Tesalia y
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a toda la costa del mar Egeo ; la que Hizo indepen- diente a la América del Norte en nuestros mismos días y la que formará en la del Sud un pueblo de hermanos y de héroes. No hay dificultad, ya veo la aurora de este feliz día. ¡ Oh momento suspira- do! Las almas sensibles te desean, y se preparan a sufrir toda privación, todo contraste por tener la gloria de redimir la humanidad oprimida: los patriotas de corazón, han jurado no acordarse de sí mismos, ni volver al seno del descanso hasta afianzar en las manos de la patria el cetro de oro y ver expirar al iiltimo tirano a manos del último de los esclavos, para que no queden en nuestro he- misferio sino hombres libres y justos.
(Id., enero 3 de 1811.)
Pasiones
Si las leyes de movimiento nivelan en lo físico el gran sistema de la naturaleza, las pasiones de- terminan en el orden moral la existencia, el equi- librio o la ruina de los Estados. Su combinación recíproca sostiene al monarca sobre el trono, ele- va a los cónsules a las sillas cumies, apoya el cetro en las manos de un déspota y envuelve a todos a su vez en los horrores de una procelo- sa anarquía. Todas las pasiones pueden contri- buir a la felicidad de un Estado, si su fuerza se dirige a conciliar la voluntad de los individuos con sus deberes: el peligro no está en su impulso, sino en la dirección que se le da ; y yo veo que un mismo estímulo determina a Curcio a precipitar- se en el abismo, a los tres Decios a inmolarse por la patria, al joven Mario a extender con intrepidez la mano sobre los carbones encendidos, y á Sila a proscribir su patria, a Catilina a cometer tan- tos crímenes, a César a envilecer su alma hasta
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la traición. En todos veo las modificaciones de una pasión originaria que es el amor de sí mismo, anunciándose en unos por el amor a la gloria, y en otros por el deseo de exaltarse: y comparando efectos tan contrarios producidos por una cau- sa idéntica, infiero que las demás pasiones deben tener igual tendencia, y que su varia modificación producirá grandes virtudes y grandes crímenes, presentando sobre la escena del mundo héroes ca- paces de arrastrarse la veneración pública, y exe- crables delincuentes que marchitarán su siglo y llenarán de oprobio su generación.
No es fácil dirigir aquel impulso cuando por el hábito llega a inveterarse, y pasa a formar el ca- rácter de una nación; entonces la modificación del amor de sí mismo es uniforme en todos los indivi- duos como sucede en un pueblo de esclavos, donde el que más se envilece delante del tirano, se repu- ta por el más feliz, y viene la humillación a con- fundirse con el heroísmo a los ojos de un amor propio degenerado. No es lo mismo en un pueblo naciente: su corazón se halla en un estado de indi- ferencia y es susceptible de todas las impresiones que una mano diestra intente sugerirle. Fácilmen- te formará Cecrope un pueblo virtuoso en Atenas, Licurgo un pueblo libre en Lacedemonia y Minos un pueblo sabio y prudente en la Creta: la direc- ción que reciban en estos pueblos las pasiones, ha- rán tan inmortal al legislador que enseñó a los griegos a ser justos, como a Cadmo de quien reci- bieron los primeros caracteres que llevaba desde la Fenicia para enseñarles a dibujar la palabra.
Todos saben que la América por su situación política se halla en igual caso que la Grecia en los tiempos de Inacho y Phoroneo. Sujeta a un siste- ma colonial el más depresivo y humillante tres si- glos ha, aun no puede lisonjearse de haber salido de su infancia; y limitadas sus impresiones a un dolor tímido, a un abatimiento lánguido, a unos deseos pusilánimes, la apatía forma el carácter de sus pasiones. De dos o tres años a esta parte em- piezan recién a tomar un grado de energía y de
lio BERNARDO MONTEAGÜDO
vigor que anuncia los grandes efectos que podrán producir en unas almas sensibles por la naturale- za del clima.
Las primeras páginas de nuestros anales ofrecen 3'a rasgos que liubieran sin duda recompensado los romanos con coronas de encina y de laurel, o acaso con estatuas y honores divinos. Yo no puedo menos de execrar a esos aturdidos razonadores, que discurriendo por los principios de una filoso- fía inexacta, no encuentran sino vicios que repren- der, asegurando con una presuntuosa impudencia que nuestro carácter es inconsistente, mezquino, y egoísta, y concluyendo que sin auxilio ajeno so- mos incapaces de todo. Yo tengo esperanzas más racionales y no temo verlas defraudadas. Sé que las pasiones producen grandes virtudes, y que éstas se forman fácilmente, cuando aquéllas se di- rigen con prudencia. Al gobierno toca mover este resorte, estimulando el amor a la gloria, la noble ambición y ese virtuoso orgullo que lia producido tantos héroes: los mismos odios, las mismas riva- lidades, y aun el mismo egoísmo, pueden influir en los sucesos del sistema. Cuando abro los fastos de la gloria, y examino los siglos de los Arístides, de los Themístocles, de los Fabios y de los Cami- los, a cada paso veo al héroe servirse de las pa- siones de un rival perverso, para asegurar un triun- fo, sofocar una conjuración y dar a la patria un día de gloria.
Bien sé que hay pasiones destructivas y antiso- ciales, no sólo incapaces de producir virtudes, sino también contrarias al influjo de las otras: la pu- silanimidad envilece el corazón y lo acostumbra a recibir . impresiones abyectas y degradantes: la inconstancia no produce sino almas débiles y es- píritus flotantes, que siempre instables en sus prin- cipios siguen el bien o el mal precariamente y son el oprobio de todos los partidos: el lujo y la blan- dura enervan absolutamente el espíritu, predis- ponen a la estupidez, al letargo y al abandono de todos los deberes. La templanza, que es la virtud contraria a este vicio, es tanto más recomendable,
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cuanto ella es la base de la libertad y el cimiento de las repúblicas. Ningún pueblo fué libre sin ser moderado, y las leyes agrarias, suntuarias, syssizia- cas y funerales, sabemos que fueron las más firmes columnas de la independencia ática y de la majes- tad del pueblo romano. Ellas aseguraban los fondos de un propietario, sin darle esperanza de poseer más de lo preciso, señalaban la cantidad y aun la cualidad de los alimentos, proscribían la igualdad y sencillez en los vestidos y muebles, arreglaban los gastos de los funerales y ordenaban los convi- tes públicos que Xeuofoute mira como una escuela de sobriedad y el más poderoso estímulo del pa- triotismo.
Empecemos ya a imitar estos ejemplos de mo- deración y de virtud, si queremos ser libres: ojalá cada ciudadano, después de consultar sus primeras necesidades, consagrara todo lo superfino a las ur- gencias del Estado, en vez de fomentar un lujo destructivo y favorable a los intereses de nuestros rivales; ¿y por qué no imitaremos lo que tanto nos importa? ¿Somos, por ventura, incapaces de entrar en esa virtuosa emulación que desmienta las imposturas de Paw y sus prosélitos? Energía, americanos, energía: vivid firmemente persuadi- dos que vuestra conducta, vuestras virtvides se- rán las mejores armas contra la tiranía; y desen- gañaos, que en vano liaremos conquistas, en vano pronunciaremos discursos elocuentes, en vano usa- remos de voces magníficas si no somos virtuosos. Pero si la moderación, el amor a la humanidad y el verdadero patriotismo llegan a formar nuestro carácter, veréis entonces como liuyen de nuestras riberas, veréis como se ponen pálidos aun a la dis- tancia y veréis como el mundo entero se interesa en vuestra felicidad y se complace cuando os oiga decir con entusiasmo: viva la república, viva la constitución del Sud.
(Id., enero 10 de 1812.)
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El Editor
Para una nación débil y cobarde su misma segu- ridad es peligrosa, porque abandonándose a un profundo letargo está siempre próxima a perder su existencia: mas para un pueblo intrépido y enérgico ]os más graves peligros son otros tantos medios de hacerse respetable. El cobarde se acer- ca al peligro cuando huye de él, y el intrépido se pone a mayor distancia cuando lo arrostra. Todos los horrores que forja la pusilanimidad en su de- lirio no son sino males relativos que sólo atormen- tan al débil sin tener en su objeto más de una existencia ideal. Si el temor no hubiese llegado a formar una segunda naturaleza en el hombre, el número de sus desgracias no hubiera excedido de un prudente cálculo: pero esta pasión fanática y supersticiosa multiplica hasta lo infinito sus mi- serias, previniendo su incierta y remota existen- cia. La intrepidez, al contrario, jamás confunde el presentimiento con la realidad, ni equivoca los males posibles con los actuales: sólo teme a los cobardes que deben concurrir a disiparlos, porque sabe que el mayor escollo es la languidez de los mismos resortes que dirigen el mecanismo de sus fuerzas morales.
Fijemos un principio para analizar sus conse- cuencias: la patria está en peligro, y sólo nuestra energía, nuestra energía sola podrá salvarla. Yo veo que Roma, aniquilada y moribunda después del triunfo de Brenno, no presenta ya sino un cua- dro ruinoso de su antiguo esplendor, y que sus habitantes despavoridos huyen sin esperanza de volver a ver sus dioses penates: pero luego que el gran Camilo marcha desde su retiro de Árdea a la frente de nuevas legiones, y el pueblo recobra sus energías con el ejemplo de Manilo, el vencedor se rinde, y se reedifica la capital del mundo, cuando parecía que sus recursos agotados iban a poner un paréntesis eterno en los fastos de su gloria. Algo
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más, yo veo que estando para sucumbir la repú- blica por el incendiario Catilina y sus cómplices, el celo intrépido de un solo ciudadano, del orador de Arpiño, salvó la patria de tan gran conflicto; y cuando el veneno parecía haber alterado su mis- ma constitución, hasta reducir a un índice abre- viado los defensores del orden, pudo no obstante la energía del menor número sofocar el furor de los conjurados. Yo veo, por último, a un solo Was- hington, cuyo nombre hará su eterno elogio, des- truir en las regiones del norte la arbitrariedad y tiranía, asegurar con sus esfuerzos el patrimonio hasta entonces usurpado a millares de hombres y llevar a cabo sus virtuosos designios, venciendo con su energía los escollos que opone a la salud de los hombres la codicia y los resabios de la servi- dumbre.
Pero no busquemos en los anales del heroísmo ejemplos de que no carecemos en el período de nuestra revolución. Hemos visto que la energía nos ha salvado más de una vez sosteniéndonos en los conflictos y escasez de recursos con una orgu- llosa firmeza, y acabamos de probar en estos últi- mos días, que para que el pueblo americano des- pliegue su intrepidez, es preciso que los peligros se presenten complotados, por decirlo así, y que convergiendo sus ojos a todas partes, a fin de calcu- lar sus recursos, se vea precisado a volverlos a fijar en sus propias fuerzas para empeñarlas con mayor ardor. Será una felicidad para un pueblo que desea ser libre el que llegue a desengañarse y conocer que mientras no busque en el fondo de sí mismo los medios de salvarse jamás lo consegui- rá. Es muy fácil y peligroso que el que se acos- tumbra a creer que nada puede por sí mismo lle- gue a ser en efecto impotente para todo y sólo calcule sus fuerzas por los precarios auxilios que espera recibir: pero cuando conoce que su energía es una arma tanto más ventajosa cuanto en cierto modo inutiliza las que se le oponen, y que su pro- pio pecho es el muro más inexpugnable contra los ataques que le amenazan: y considera al mismo
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tiempo que la fuerza moral de su espíritu dobla sus fuerzas físicas hasta elevarlo del último grado de debilidad al supremo de vigor y robustez ; en- tonces es muy fácil que cien héroes reunidos triun- fen de millares de imbéciles que calculan su fuerza por el número de sus brazos, sin contar con el co- razón que les anima. Todo hombre nivela sus em- presas por la opinión que tiene de sí mismo, y la proporción que guarda es tan exacta que pueden mirarse aquéllas como la más fiel expresión del concepto que le inspira su amor propio. El ca- rácter de un espíritu firme y enérgico es creerse superior a todo, de consiguiente él emprenderá lo más arduo y difícil, satisfecho de que los escollos que se le presenten no harán más que abrirle el camino de la gloria. Podrá quizá estrellarse en su sepulcro en medio de su carrera, pero aun enton- ces él muere con ventaja, porque muere sin temor, y deja al cobarde un monumento que lo aterre.
Pueblo americano, grabad en vuestro corazón estas consecuencias y su principio: la energía sola podrá salvarnos; pero ella basta aunque los demás recursos huyan de nosotros: no temáis a ese fre- nético enemigo que auxiliado de un rival vecino quiere incendiar nuestros hogares y usurpar por un derecho nominal de sucesión vuestra impres- criptible soberanía. El tiene más vanidad que es- píritu, más orgullo que valor, y sus armas sólo pueden ser terribles para otro^ esclavos iguales a él. Nosotros combatimos por nuestra libertad, combatimos por nuestra cara posteridad y comba- timos por nuestra existencia natural y civil: todo el que sea capaz de sentir, lo será de sacrificarse por tan grandes intereses: para salvarlos qui_zá no se necesita más que un momento de energía, un instante de intrepidez. Corramos a la gloria y pros- cribamos de nuestra lista nacional al cobarde que huya del peligro, o al ingrato que prefiera la es- clavitud. Si alg-uno abandona a la patria en estos confli<^tos, precipitémosle de la roca tarpej-ana car- gándolo de eternas execraciones.
(Id., enero 17 de 1812.)
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Reflexiones políticas
La suerte de América pende de nosotros mis- mos, y la influencia que reciba directa o indirec- tamente de la Europa será siempre más favorable que contraria a sus intereses, considerado el es- tado actual de la revolución del globo, y los pro- gresos que anuncian los extraordinarios tiempos en que vivimos. De un momento a otro va a cam- biar el aspecto de los grandes sucesos en las lla- nuras del Océano, en las costas del Báltico, en las inmediaciones del Mediterráneo y en las mismas márgenes del Támesis, y cuando el héroe domi- nante llegue al cénit de su gloria o al término de sus días, una nueva serie de revoluciones pondrán en expectación al globo, y el interés propio de cada nación le hará adoptar una política contra- ria a su actual sistema, sin que pueda prescindir de esta innovación el mismo gabinete de S. Ja- mes. Pero sin duda ese estremecimiento general de todas las partes de la Europa será el apoyo de nues- tra quietud, y quizá un solo día de calma, tregua o seguridad en sus recíprocos intereses nos expon- dría a funestos conflictos, siendo entonces de te- mer un plan formal de agresión de parte de cual- quier potencia ultramarina, plan que al presente, y mucho menos en la nueva serie de revoluciones próximo futuras no puede verificarse, porque en tales circunstancias nada sería tan peligroso a cualquier nación, como emprender reducir al an- tiguo sistema colonial un vasto continente, que como quiera que sea, ama y suspira por su inde- pendencia, aun cuando en general no tenga otra virtud que aborrecer la servidumbre: ello es que si en tiempo de los reyes bastaban por ejemplo 100 combatientes para ocupar las provincias, actual- mente unidas, quizá no bastaría ahora el mismo número duplicado. Es fácil invadir una comarca y difundir un terror precario en sus vecinas; pero no lo es fundar una dominación y asegurar su es-
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tabilidad en una época en que los espíritus Jian llegado al caso de comparar y discernir la suerte del hombre libre de la de un esclavo. Fuera de que las emigraciones que serían consiguientes a este nuevo establecimiento, la necesidad de no confiar al principio los empleos civiles, militares y aun eclesiásticos sino a los procedentes de la nueva metrópoli, el interés de conservar interior y exteriormente fuerzas suficientes para mantener la obediencia de los pueblos y asegurar las rela- ciones de comercio con aquélla; todo demandaría gastos que quizá excederían los ingresos, y sobre todo un número de fuerzas terrestres y marítimas que entrando en el cálculo con las emigraciones clandestinas y empleados metropolitanos, desmem- brarían la fuerza real de la nación ocupante, sin engrandecerla más que en la apariencia.
Por otra parte: cualquier paso que diese en el día una potencia a la dominación de América, sería una señal de alarma para las demás: entonces la emulación y los celos harían una formidable guerra a la codicia, y el espíritu exclusivo susci- taría rivales poderosos contra el usurpador que ago- tando insensiblemente sus fuerzas, antes que su ambición pudiese repararlas, darían la ley al mis- mo que se había lisonjeado de imponerla al débil. Desengañémonos: todas las naciones de la Euro- pa aspirarían a subyugar la América, si su codi- cia no estuviese en diametral oposición con sus intereses: ellas darían quizá un paso a su engran- decimiento, si pudieran ser tan felices en sus ex- pediciones como Fernando e Isabel en sus pirate- rías. Pero ¡ qué importa! aun no acabarían de de- marcar sus nuevos dominios, cuando verían ya amenazados los suyos. Este peligro durará mien- tras no se terminen las guerras que ha encendido en Europa esa nueva dinastía de conquistadores felices. Después que se derrame la sangre de mi- llones de hombres, después que el orden natural de los acontecimientos cambie la suerte de las naciones, después que la experiencia de continuas desgracias paralice el espíritu de unas, y el mis-
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mo engrandecimiento abrume y debilite a otras, después, en fin, que se cansen éstas de comba- tir y aquéllas de ser combatidas, entrarán por su propia virtud en forzosas alianzas y en treguas de necesidad. ¿Pero cuándo será esto? Quizá co- rrerá medio siglo sin que se verifique, aun cuando yo espero que descanse entonces la bumanidad y sea más feliz que atora. Entretanto los mismos estragos y ruinas de la mitad del globo consolida- rán la tranquilidad y esplendor del continente de América cuyos progresos serán garantidos de un modo inviolable, no por la voluntad sino por la impotencia en que está la Europa de extender sus brazos más allá del centro de sus precisos intere- ses. Convengamos en que la agresión de las po- tencias ultramarinas no ouede realizarse en las circunstancias por sus peligros recíprocos, ni en lo sucesivo por el interés de la conservación; y que, por consiguiente, cuando llegue el caso en que debamos temer, nuestros propios recursos bas- tarán para salvarnos.
Por las mismas razones ningún pabellón podrá atora concurrir aún en clase de auxiliar, sin ex- ponerse a sentir iguales efectos ron menos venta- jas, especialmente cuando las únicas que podrían bacer parte principal no existen sino en fantasmas y simulacros. A más de esto, ningiín gabinete es tan pródigo de recursos que quiera sacrificarlos al interés de otro: porque o se cree capaz de empren- der por sí solo el mismo designio y entonces pre- ferirá su interés exclusivo: y si por su situación o por los peligros que le amenazan no se decide a obrar por sí mismo, menos lo bará en auxilio aje- no, cuando sabe que su concurso será parcial en la aoariencia únicamente y que no habrá dife- rencia en el resultado.
TTltimamente, yo creo que a nuestro puerto sólo arribarán y no con poca dificultad, algunos emi- grados, que puedan salvar del naufragio: éstos se complotarán quizá, y formarán proyectos ridícu- los si encuentran un punto inmediato de apoyo: pero toda combinación de esta naturaleza sólo
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puede ser imponente para los cobardes. ¿Con qué fondos sostendrá esta empresa, con qué auxilios la llevará a cabo un tropel de errantes que con proporción a su número serán dobles las dificulta- des y embarazos para la ejecución de las medidas? Hablemos sin ilusión, los grandes peligros no de- bemos esperarlos de la Europa ; su codicia no pue- de ser el arbitro de nuestro destino y sus deseos serán sofocados por los riesgos en que fluctuará su misma suerte. En nuestra mano está precaver todo mal suceso, próximo o remoto: tenemos tiem- po y recursos»para armar nuestro brazo j hacerlo terrible a nuestros enemigos; no pende de ellos, no, el destino de la América, sino de nosotros mis- mos: su ruina o prosperidad, serán consiguientes a nuestra energía o indiferencia.
(W., enero 24 de 1812.)
Observación
Un pueblo que repentinamente pasa de la ser- vidumbre a la LiBEETAD, está en un próximo peli- gro de precipitarse en la anarquía y retrogradar a la esclavitud. El placer embriagante que recibe de un nuevo objeto que determina su admiración, le expone a abusar de unas ventajas cuya medida ignora, porque jamás ba poseído. El necesita que los peligros pongan freno a sus deseos exaltados, antes que su felicidad lo baga desgraciado, si en sus mismas alteraciones no le indica los medios de hacerse inalterable. El imperio de las pasiones sobre el corazón del hombre es demasiado lángui- do, cuando el peso de sus desgracias lo abruma: pero cuando la prosperidad lo dilata y el placer lo anima, suelta entonces la brida a sus caprichos y debilidades. La América ha convertido sii llanto en risa de un momento a otro, ja la humillación en que vivía, se ha sucedido la independencia en
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que debe morir: pero aun le falta la sanción del tiempo, y es preciso confesar que entretanto in- fluirán más las pasiones sorprendidas por este nue- vo espectáculo, que la razón misma sfuiada por el impulso del orden. En esta precisa lid los peligros deben mirarse como un don del cielo, y yo sos- tengo que nuestra conservación pende de los gran- des riesgos que nos rodean. Si ellos desaparecie- sen repentinamente de las costas del Uruguay y de las escarpadas montañas del Peni, h quién duda que entonces las rivalidades, las disidencias, los odios, la ambición, y todas las pasiones, renova- rían una guerra interior más funesta a la liber- tad, que todas las armas de los tiranos? Al abrigo de una calma exterior se suscitarían mil borras- cas interiores, se animarían los celos, y ya cada uno, seguro de las actuales amenazas, sólo se es- forzaría a ganar partido para prevalerse después de él y usurpar los derechos del pueblo, como lo intentarían mucbos hipócritas a quienes ya cono- cemos, por más que se justifiquen y procuren pro- fanar la virtud de los buenos para disfrazar sus crímenes. Por estas razones yo quiero que los es- collos se amontonen delante de nosotros, quiero que nuestra cerviz esté siempre amenazada del yugo opresor, quiero ver siempre en conflictos a los que se jactan de patriotas, y quiero que algu- na vez lleguemos al mismo borde del precipicio, para conocer entonces la energía de que son ca- paces. Observo mucho tiempo ha, que sólo cuan- do amenaza un peligro se conmueven los resortes de nuestra energía, se obra con rapidez y se pro- yecta con calor; pero luego que pasa el conflicto vuelve la languidez y la indiferencia ; y la unión que empezaba a conciliarse a vista del riesgo, se disipa lejos de él. Yo espero que llegará un mo- mento en que se consolide la libertad, en que se afiance la uniformidad de sentimientos, en que las pasiones enmudezcan y este será un gran ries- go en que la patria se estremezca y tiemble al ver su destino vacilante: pero también espero que en-
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tonces la energía hará una explosión violenta y forzará a los tiranos a doblar su trémula rodilla delante de la majestad del pueblo.
Buenos Aires 23 de enero 1812
Cuando yo veo que en la capital de Lima, en ese pueblo de esclavos, en ese asilo de los déspo- tas, en ese teatro de la afeminación y blandura, en esa metrópoli del imperio del egoísmo, consi- guió el visir Abascal levantar un cuerpo cívico bajo el nombre de la concordia, compuesto de 1,500 hombres de la clase media, uniformados y armados a sus expensas, juzgo que Buenos Aires se degradaría hasta el extremo, si no imitase con doble esfuerzo este interesante ejemplo. La urgen- cia es mayor y la obligación no puede ser más sa- grada. El ejército de la repiíblica debe salir al campo de Marte, bien sea a ensayar el vigor de sus brazos, o a batir las falanges orgullosas que vengan a insultar nuestro pabellón: la capital debe quedar con fuerzas interiores para mantener la tranquilidad en su recinto y apoyar el decoro del gobierno: estos dos grandes objetos no pueden con- ciliarse sin la acelerada organización de la legión cívica que ya se ha promovido: cada momento de demora enfría el ardor de la empresa y retarda nuestros progresos. El pueblo libre de Buenos Ai- res H^no será capaz de la energía que mostraron los esclavos de Lima, cuando Abascal en los conflic- tos de desprenderse de sus tropas veteranas y pro- vinciales, abrazó aquel arbitrio para asegurar su existencia, amenazada entonces por el espíritu de libertad que empezaba a clifundir el autor de El Diario Secreto y sus muchos prosélitos? No lo creo, antes espero que todos los que se consideran dignos de ser ciudadanos, serán desde hoy solda- dos, y correrán a tomar la divisa del valor, en- trando en competencia con los aguerridos orien- tales y demás campeones que se han señalado en nuestra historia. Argentinos: la libertad no se
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consigue sino con grandes y continuos sacrificios: las voces y clamores de una multitud acalorada no han hecho independiente a ningún pueblo: las obras, la energía, la energía y el entusiasmo son los que han llenado los anales de la libertad triun- fante. Tomad las armas o id a buscar los grillos en un tranquilo calabozo.
A LOS PUEBLOS INTERIORES
Cuando en el niímero 12 interesé a los ciudada- nos ilustrados para que consagrasen sus desvelos a los intereses de la patria, borrando con su in- fluencia las impresiones del vicio y el error, creí que el eco de mi voz penetraría hasta lo interior de esas provincias, convenciendo a sus habitantes de la obligación en que están de propagar sus lu- ces, su energía y esfuerzos para auxiliar los de esta capital. No ignoro que en el interior hay hombres capaces de llenar este sagrado objeto, y sus refle- xiones serían muy interesantes, aun cuando no se contrajesen más que a indicar los recursos que en cada pueblo pueden apurarse para fomentar el es- píritu público; interés el más urgente a que de- bemos contraernos en estos días de conflicto. No quiero que por esto se prescinda enteramente de los arbitrios (jue conducen al fomento de la indus- tria, comercio y agricultura, de cuyos progresos pende la opulencia de un Estado que empieza a desenvolver el embrión de sus facultades: pero sí sostengo que nuestro principal objeto debe ser formar el espíritu público, con cuyo auxilio triun- faremos fácilmente de las dificultades, hasta ho- llar los mayores peligros. Calculemos con exacti- tud nuestros intereses: la América, atendidas sus ventajas naturales, está en aptitud de elevarse con rapidez al mayor grado de prosperidad, luego que se consolide su deseada independencia: hasta tan- to, querer entrar en combinaciones de detall y planes particulares de felicidad, sería poner tra-
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bas y embarazos al principal objeto, sin progresar en éste ni en aquéllos. Cuando un pueblo desea salir de la servidumbre, no debe pensar sino en ser libre: si antes de serlo quiere ya gozar los fru- tos de la libertad, es como un insensato labrador que quiere cosechar sin haber sembrado. Fomén- tese el espíritu público, y entonces será fácil subir por el tronco hasta la copa del árbol santo de nuestra salud: pero mientras ese fuego sagrado no inflame a todas las almas capaces de sentir, yo veo pendiente sobre nuestra cabeza la espada de los tiranos y próximos a unirse de nuevo los esla- bones de esa ronca cadena que acabamos de tron- char. Americanos: ¿cuándo os veré correr con la tea de la libertad en la mano, a comunicar el in- cendio de vuestros corazones a los fríos y lángui- dos que confunden la pusilanimidad con la pru- dencia, la frialdad con la moderación, la lentitud con la dignidad y el decoro, y lo que es más, el saludable entusiasmo de los verdaderos republi- canos con el delirio, la ligereza o poca madurez en los juicios? Pueblos: ¿cuándo seréis tan entusias- tas por vuestra independencia, como habéis sido fanáticos por la esclavitud? Habitantes de los úl- timos ángulos del continente austral: la libertad de la patria está en peligro; tomad, tomad el pu- ñal en la mano antes de acabar de leer este período si posible es, y corred, corred a exterminar a los tiranos; y antes que su sangre acabe de humear, presentadla en holocausto a las mismas víctimas que ellos han inmolado desde el descubrimiento de la América. Ciudadanos ilustrados: fomentad este furor virtuoso contra los agresores de nues- tros derechos: perezcamos todos, antes de verlos triunfar: vamos a descansar en los sepulcros, antes que ser espectadores de la desolación de la patria. Si ellos sobreviven a nuestro dolor, que no encuen- tren sino ruinas, tumbas, desiertos solitarios en lugar de las ciudades que habitamos: que enarbo- len su pabellón sobre esos mudos y expresivo^ mo- numentos de nuestro odio eterno a la esclavitud. Firmeza y coraje, mis caros compatriotas: vamos
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a ser independientes o morir como héroes, imitan- do a los Guatimozines y Atahualpas.
{Id., enero 24 de 1812.)
Observaciones didácticas
¿Por qué funesto trastorno lia venido a ser es- clavo ese arbitro subalterno de la naturaleza, cuya voluntad sólo debía estar sujeto a las leyes que sancionan su independencia y señalan los límites que la razón eterna tiene derecho a prescribirle? ¿ Por qué ha vivido el hombre entregado a la arbi- trariedad de sus semejantes y obligado a recibir la ley de un perverso feliz? No busquemos la cau- sa fuera del hombre mismo: la ignorancia le hizo consentir en ser esclavo, hasta que con el tiempo olvidó que era libre: llegó a dudar de sus derechos, vaciló sobre sus principios y perdió de vista por una consecuencia necesaria el cuadro original de sus deberes. Un extraño embrutecimiento vinp a colocarle entre dos escollos tan funestos a la jus- ticia como a la humanidad; y fluctuando entre la servidumbre y la licencia mudaba algunas veces de situación, sin mejorar su destino siempre des- graciado, ya cuando traspasaba los límites de su LIBERTAD, ya cuaudo gemía en la esclavitud.
Esta alternativa de contrastes ha afligido y afli- girá el espíritu humano mientras no se fije un tér- mino medio entre aquellos extremos y se analicen las nociones elementales que deben servir de nor- te. Para esto sería excusado buscar en esos volú- menes de delirios filosóficos, y falsos axiomas de convención, la idea primitiva de un derecho gra- bado en el corazón de la humanidad. La libertad no es sino una propiedad inalienable e imprescrip- tible que goza todo hombre para discurrir, hablar y poner en obra lo que no perjudica a los derechos de otro, ni se opone a la justicia que se debe a sí
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mismo. Esta ley santa derivada del consejo eter- no, no tiene otra restricción que las necesidades del hombre y su propio interés: ambos le inspiran el respeto a los derechos de otro para que no sean violados los suyos: ambos le dictan las obligacio- nes a que está ligado para con su individuo y de cuya observancia pende la verdadera libertad. Ninguno es libre si sofoca el principio activo y de- terminante de esa innata disposición; ninguno es libre si defrauda la libertad de sus semeja^jtes, atrepellando sus derechos: en una palabra, nin- guno es libre si es injusto.
Bien examinadas las necesidades del hombre se verá que todos sus deberes resultan de ellas y se dirigen a satisfacerlas o disminuirlas; y que, por consiguiente, nunca es más libre que cuando limita por reflexión su propia libertad, mejor diré, cuando usa de ella. ¿Y podrá decirse que usa de su razón el que la contradice y se desvía de su impulso? De ningiín modo; ,; podrá decirse que usa de ella el Que por seguir un capricho ins- tantáneo se priva de satisfacer su necesidad ver- dadera? tampoco: pues lo mismo digo de la liber- tad que no es sino el ejercicio de la razón misma: aqiTella se extiende por su naturaleza a todo lo que ésta alcanza, y así como la razón no conoce otros límites, que lo que es imposible, bien sea por una repugnancia moral o por una contradicción física, de igual modo la libertad sólo tiene por término lo que es capaz de de«;truirla o lo que excede la es- fera de lo posible. No hablo aquí de la libertad natural que ya no existe, ni de ese derecho ilimi- tado que tiene el hombre a cuanto le agrada en el estado salvaje: trato, sí, de la libertad civil que adquirió por sus convenciones sociales y que ha- blando con exactitud es en realidad más amplia nue la primera. No es extraño: las fuerzas del in- dividuo son el término de la libertad natural, y la razón nivelada por la voluntad general señala el espacio a oue se extiende la libertad civil. Yo sería sin duda menos libre, si en circunstancias fundase mis pretensiones en el débil recurso de
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mis fuerzas: cualquier hombre más robusto que yo frustraría mi justicia y el doble vigor de sus brazos fácilm.eute eludiría mis más racionales es- peranzas: yo no tendría propiedad segura, y mi posesión sería tan precaria como el título que la fundaba. Por el contrario: mi libertad actual es tanto más ñrme y absoluta, cuanto ella se funda en una convención recíproca que me pone a cu- bierto de toda violencia: sé que ningún hombre podrá atentar impunemente este derecho, porque en su misma infracción encontraría la pena de su temeridad y desde entonces dejaría de ser libre, pues la sujeción a un impulso contrario al orden es esclavitud, y sólo el que obedece a las leyes que se prescriben en una justa convención goza de verdadera libertad.
Todo derecho produce una obligación esencial- mente anexa a su principio, y la existencia de ambos es de tal modo individual, que violada la obligación se destruye el derecho. Yo soy libre, sí, tengo derecho a serlo; pero también lo son todos mis semejantes, y por un deber convencio- nal ellos respetarán mi libertad, mientras yo res- pete la suya: de lo contrario, falto a mi primera obligación que es conservar ese derecho, pues vio- lando el ajeno, consiento en la violación del mío. Aun digo más: yo empiezo a dejar de ser libre, si veo con indiferencia que un perverso oprime o se dispone a tiranizar al más infeliz de mis conciu- dadanos: ^u opresión reclama mis esfuerzos; e insensiblemente abro una brecha a mi libertad, si permito que quede impune la violencia que pa- dece. Luego que su opresor triunfe por la primera vez, él se acostumbrará a la usurpación ; con el tiempo formará un sistema de tiranía y sobre las ruinas de la libertad pública elevará un altar terrible, delante del cual vendrán a postrar la ro- dilla cuantos hayan recibido de sus manos las cadenas. Tan esclavo será al fin el primer oprimi- do como el líltimo: la desgracia del uno y la ciega inacción del otro pondrán su destino a nivel: aquél llorará los efectos de la fuerza que le sor-
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prendió, y éste sentirá las consecuencias de la debilidad con que obró en detrimento de ambos. Yo voy a inferir de estos principios, que todos los que tengan un verdadero espíritu de libertad son defensores natos de los oprimidos, y el que vea con indolencia las cadenas que arrastran otros cerca de él, ni es digno de ser libre, ni podrá ser- lo jamás. Por esto he mirado siempre con admira- ción la LIBERTAD de Esparta, y no sé cómo podían lisonjearse de ser tan libres, cuando por otra par- te sostenían la esclavitud de los ilotas, aunque Sócrates les atribuía las ventajas de un estado medio. Ello es que la existencia de un solo siervo en el Estado más libre, basta para marchitar la idea de su grandeza. ¡Felices las comarcas donde la naturaleza ve respetados sus fueros en el más desvalido de los mortales!
Americanos: en vano declamaréis contra la ti- ranía si contribuís o toleráis la opresión y servi- dumbre de los que tienen igual derecho que nos- otros: sabed que no es menos tirano el que usurpa la soberanía de un pueblo que el que defrauda los derechos de un solo hombre: el que quiere restrin- gir las opiniones racionales de otro, el que quiere limitar el ejercicio de las facultades físicas o mo- rales que goza todo ser animado, el que quiere so- focar el derecho que a cada uno le asiste de pedir lo que es conforme a sus intereses, de facilitar el alivio de sus necesidades, de disfrutar los encantos y ventajas que la naturaleza despliega a sus ojos ; el que quiere, en fin, degradar, abatir y aislar a sus semejantes es un tirano. Todos los hombres son igualmente libres: el nacimiento o la fortuna, la procedencia o el domicilio, el rango del ma- gistrado o la líltima esfera del pueblo, no inducen la más pequeña diferencia en los derechos y pre- rrogativas civiles de los miembros que lo compo- nen. Si alguno cree que porque preside la suerte de los demás, o porque ciñe la espada que el Es- tado le confió para su defensa, goza mayor liber- tad que el resto de los hombres, se engaña mucho, y este solo delirio es un atentado contra el pacto
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social. El activo labrador, el industrioso comer- ciante, el sedentario artista, el togado, el funcio- nario público, en fin, el que dicta la ley y el que la consiente o sanciona con su sufragio, todos gozan de igual derecho, sin que haya la diferencia de un solo ápice moral: todos tienen por término de su independencia la voluntad general y su razón individual: el que lo traspasa un punto ya no es libre, y desde que se erige en tirano de otro, se hace esclavo de sí mismo.
Desengañémonos: nuestra libertad jamás ten- drá una base sólida, si alguna vez perdemos de vista ese gran principio de la naturaleza, que es como el germen de toda la moral: jamás hagas a otro, lo que no quieras que hagan contigo. Si yo no quiero ser defraudado en mis derechos, tampo- co debo usurpar los de otro: la misma libertad que tengo para elegir una forma de gobierno y repudiar otra, la tiene aquel a quien trato de per- suadir mi opinión: si ella es justa, me da derecho a esperar que será admitida: pero la equidad me prohibe el tiranizar a nadie. Por la misma razón yo me pregunto ¿ qué pueblo tiene derecho a dictar la constitución de otro? Si todos son libres, ¿po- drán sin una convención expresa y legal recibir su destino del que se presuma más fuerte? ¿Habrá alguno que pueda erigirse en tutor del que recla- ma su mayoridad, y acaba de quejarse ante el tribunal de la razón del injusto pupilaje a que la fuerza lo había reducido? Los pueblos no conocen sus derechos: la ignorancia los precipitaría en mil errores, ¿y yo tengo derecho a abusar de su igno- rancia y eludir su libertad a pretexto de que no la conocen? No por cierto. Yo conjuro a todos los directores de la opinión que jamás pierdan de vis- ta los argumentos con que nosotros mismos im- pugnamos justamente la conducta del gobierno español con respecto a la América. Toda consti- tución que no lleve el sello de la voluntad general es injusta y tiránica: no hay razón, no hay pre- texto, no hay circunstancia que la autorice. Los pueblos son libres y jamás errarán si no se les co-
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rrompe o violenta. Tengo derecho a decir lo que pienso, y llegaré por grados a publicar lo que siento. Ojalá contribuya en un ápice a la felici- dad de mis semejantes; a esto se dirigen mis de- seos, y yo estoy obligado a apurar mis esfuerzos. Juro por la patria que nunca seré cómplice con mi silencio en el menor acto de tiranía, aun cuan- do la pusilanimidad reprenda mis discursos y los condene la adulación. Si alguna vez me aparto de estos principios, es justo que caiga sobre mí la execración de todas las almas sensibles ; y si mi celo desvía mi corazón, ruego a los que se honran con el nombre de patriotas, acrediten que aman la causa pública y no que aborrecen a los que se desvelan por ella.
Clasificación
Todas las instituciones humanas subsisten o ca- ducan, según predominan más o menos en su es- píritu la imparcialidad y la justicia. La mano del hombre siempre producirá obras frágiles si se aparta un punto de este principio y confunde en sus primeras combinaciones los estímulos de una justicia convencional, con los dogmas de la equi- dad natural. Desgraciado el pueblo que al ensa- yar las ideas de reforma a que lo conduce su mis- ma situación, olvida ya el punto de donde debe partir y se precipita en nuevos escollos, antes de vencer los que \\n despotismo inveterado oponía a sus esfuerzos. Uno de los actos que exigen ma;^or imparcialidad para evitar este peligro, es la clasifi- cación de ciudadanos: sin ella los demás serían ile- gítimos, y cada paso que diésemos en nuestra re- volución iría marcado con funestos absurdos. Nuestra futura constitución debe ser obra del voto general de los que tengan derecho de ciudadanía: y si éste se dispensa, o niega sin examen al digno y al indigno, la suerte de la patria se verá compro-
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metida y sofocado el voto de la sana intención. Por el contrario, si se procede con cordura y equi- dad debemos esperar, entre otras ventajas, la reconciliación de muchos enemigos del sistema y la firme adhesión de los que se vean ligados por un nuevo pacto público, que será el más sagrado entre nosotros.
¿Quién gozará, pues, los derechos de ciudada- nía? Olvidemos las preocupaciones de nuestros ma- yores, hagamos un paréntesis a los errores de la educación y consultemos la justicia. Todo hombre mayor de veinte años que no esté bajo el dominio de otro, ni se halle infamado por un crimen pú- blico plenamente probado, y acredite que sabe leer y escribir, y se ejercita en alguna profesión, sea de la clase que fuere, con tal que se haga ins- cribir en el registro cívico de su respectivo can- tón, después de haber vivido más de un año en el territorio de las Provincias Unidas, obligando su persona y bienes al cumplimiento de los deberes que se imponga, gozará los derechos de ciudada- nía. El que reúna estas cualidades debe ser ad- mitido a la lista nacional, sea su procedencia cual fuere, sin que haya la más pequeña diferencia en- tre el europeo, el asiático, el africano y el origi- nario de América. No creo que se me impugnará esta opinión, porque entonces abriríamos una bre- cha a la justicia y pondríamos un escollo a los hombres de mérito que quisiesen enriquecernos con los tesoros de su industria. Si entre aquéllos hay una cierta clase que por carácter detesta nues- tras ideas, este es el medio de comprometerlos; porque, o han de rehusar los derechos de ciudada- nía, y en tal caso deben ser mirados como extran- jeros y no acreedores a la protección de las leyes patrias, o han de entrar en el rol de los ciudada- nos, y entonces quedan comprometidos a sostener la constitución o sufrir el rigor de la ley.
He excluido al que esté bajo el dominio de otro, no porque una injusta esclavitud derogue los dere- chos del hombre, sino porque las circunstancias
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actuales y el estado mismo de esa porción misera- ble no permiten darles parte en los actos civiles, hasta que mejore su destino. Por lo que toca a la edad iie observado que en nuestro clima y en la época en que vivimos, bastará la de veinte años para obrar con aquella reflexión que demandan los negocios públicos. También excluyo al que esté infamado por un crimen notorio plenamente probado, y siendo el mayor de todos el de lesa -patria, sería inútil decir que un enemigo público no puede ser ciudadano; pero quiero que las jus- tificaciones sean evidentes, pues de lo contrario ¿quién sería inocente, si para ser condenado bas- tara la acusación de un impostor o de un celoso frenético?
El saber leer y escribir, y estar en ejercicio de alguna profesión mecánica o liberal me parecen circunstancias indispensables, tanto más, cuanto importa determinar una cualidad sensible que muestre la aptitud y aplicación de cada uno. El domicilio de un año en el territorio de las provin- cias libres, es el término más regular para que conocidas las ventajas del país pueda cualquiera adoptar su domicilio y tomar por él un grado de interés proporcionado a su adhesión. Con estas cualidades podrá cualquiera inscribirse en el re- gistro cívico, bajo los ritos legales que deben acompañar este importante acto ; obligándose en él solemnemente a cumplir con los deberes de ciu- dadano; y así como la constitución queda garan- te de sus derechos, del mismo modo su persona y bienes deben quedar sujetos a la responsabilidad de la menor infracción, según su naturaleza y cir- cunstancias. He indicado las ideas elementales de esta materia, pero nada añadirán mis especulacio- nes a su importancia, si no se ponen en práctica con la brevedad que demanda nuestra situación. Demos este importante paso para calcular por él nuestros futuros progresos. Yo protesto no ceder en mi empeño, hasta verlo realizado, la necesidad me estimula, y el amor a la libertad me decide;
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pero mi voz es débil, si el gobierno no la esfuerza y la sostienen los hombres libres.
(Id., febrsro 14 de 1812.)
Continúan las observaciones didácticas
Sólo el santo dogma de la igualdad puede in- demnizar a los hombres de la diferencia mu- chas veces injuriosa que ha puesto entre ellos la naturaleza, la fortuna, o una convención antiso- cial. La tierra está poblada de habitantes más o menos fuertes, más o menos felices, más q menos corrompidos; y de estas accidentales modificacio- nes nace una desigualdad de recursos que los es- píritus dominantes han querido confundir con una desigualdad quimérica de derechos que sólo existen en la legislación de los tiranos. Todos los hombres son iguales en presencia de la ley: el ce- tro y el arado, la púrpura y el humilde ropaje del mendigo, no añaden ni quitan una línea a la tabla sagrada de los derechos del hombre. La ra- zón universal, esa ley eterna de los pueblos no admite otra aceptación de personas que la que funda el mérito de cada una: ella prefiere al ciu- dadano virtuoso sin derogar la igualdad de los demás, y si amplía con él su protección, es para mostrar que del mismo modo restringirá sus aus- picios con el que prefiera el crimen. Los adulado- res de los déspotas declaman como unos energúme- nos contra este sistema y se esfuerzan en probar con tímidos sofismas que la igualdad destruye el equilibrio de los pueblos, derriba la autoridad, seduce la obediencia, invierte el rango de los ciu- dadanos y prepara la desolación de la justicia. Confundiendo por ignorancia los principios, equi- vocan por malicia las consecuencias y atribuyen a un derecho tan sagrado los males que arrastran 6U abuso y usurpación. No es la igualdad la que
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ha devastado las regiones, aniquilado los pueblos y puesto en la mano de los liombres el puñal san- griento que lia devorado su raza: ningún hombre que se considera igual a los demás, es capaz de ponerse en estado de guerra, a no ser por una jus- ta represalia. El déspota que atribuye su poder a un origen divino, el orgulloso que considera su nacimiento o su fortuna como una patente de su- perioridad respecto de su especie, el feroz fanático que mira con un desdén ultrajante al que no si- gue sus delirios, el publicista adulador que ano- nada los derechos del pueblo para lisonjear a sus opresores, el legislador parcial que contradice en su código el sentimiento de la fraternidad hacien- do a los hombres rivales unos de otros e inspirán- doles ideas falsas de superioridad, en fin, el que con la espada, la pluma o el incensario en la mano conspira contra el saludable dogma de la igualdad, éste es el que cubre la tierra de horrores y la his- toria de ignominiosas páginas: éste es el que invier- te el orden social y desquicia el eje de la autori- dad del magistrado y de la obediencia del subdi- to: éste es el que pone a la humanidad en el caso de abominar sus más predilectas instituciones y envidiar la suerte del misántropo solitario.
Tales son los desastres que causa el que arruina ese gran principio de la equidad social; desde en- tonces, sólo el poderoso puede contar con sus de- rechos ; sólo sus pretensiones se aprecian como jus- tas: los empleos, las magistraturas, las distincio- nes, las riquezas, las comodidades, en una pala- bra, todo lo útil, viene a formar el patrimonio quizá de un imbécil, de un ignorante, de un per- verso a quien el falso brillo de una cuna soberbia o de una suerte altiva eleva al rango del mérito, mientras el indigente y obscuro ciudadano vive aislado en las sombras de la miseria, por más que su virtud le recomiende, por más que sus servi- cios empeñen la protección de la ley, por más que sus talentos atraigan sobre él la veneración públi- ca. Condenado a merecer sin alcanzar, a desear sin obtener, y a recibir el desprecio y la humilla-
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ción por recompensa de su mérito, se ve muchas veces en la necesidad de postrarse delante del cri- men e implorar sus auspicios para no ser más des- graciado. Tal es ordinariamente la suerte del hom- bre virtuoso bajo un gobierno tiránico que sólo mira la igualdad como un delirio de la democra- cia, o como una opinión antisocial. Bien sabemos por una amarga experiencia los efectos que pro- duce esta teoría exclusiva y parcial: ella nos in- habilitaba hasta hoy aun para obtener la más sim- ple administración ; y la sola idea de nuestro ori- gen marchitaba el mérito de las más brillantes ac- ciones: en el diccionario del gabinete español pa- saban por sinónimas las voces de esclavo y ameri- cano: con el tiempo llegó a darse tal extensión a su concepto, que era lo mismo decir americano, que decir hombre vil, despreciable, estúpido e in- capaz de igualar aún a los verdugos de Europa: pensar que el mérito había de ser una escala para el premio, excedía al error de creer que la maldad sería castigada alguna vez en los mandatarios de la metrópoli, por más que abusasen de las leyes administrativas. Parece que un nuevo pecado ori- ginal sujetaba a los americanos a la doble pena de ser unos meros inquilinos de su suelo, a sufrir la usurpación de sus propiedades y recibir de un país extraño los arbitros de su destino. Todas sus acciones eran muertas, y el mérito mismo era nn presagio de abatimiento. Pero en el orden eterno de los sucesos estaba destinado el siglo xix para restablecer el augusto derecho de la igualdad y arrancar del polvo y las tinieblas esa raza de hom- bres a quienes parece que la naturaleza irrogaba una injuria en el acto de darles vida.
Pueblo americano, esta es la suerte a que sois llamado: borrad ya esas arbitrarias distinciones que no están fundadas en la virtud: aspirad al mé- rito con envidia y no temáis la injusticia: el que cumpla con sus deberes, el que sea buen ciudada- no, el que ame a su patria, el que respete los de- rechos de sus semejantes, en fin, el que sea hombre de bien, será igualmente atendido, sin que el ta-
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11er o el arado hagan sombra a su mérito. Pero no confundamos la igualdad con su abuso: todos los derecbos del hombre tienen un término moral cuya mayor transgresión es un paso a la injusticia y al desorden: los hombres son iguales, sí, pero esta igualdad no quita la superioridad que hay en los unos respecto a los otros en fuerza de sus mismas convenciones sociales: el magistrado y el subdito son iguales en sus derechos, la ley los confunde bajo un solo aspecto, pero la convención los dis- tingue, sujeta el uno al otro y prescribe la obe- diencia sin revocar la igualdad.
{Id., febrero 21 de 1812.)
Continúan las observaciones didácticas
Nada, nada importaría proclamar la libertad y restablecer la igualdad, si se abandonasen los demás derechos que confirman la majestad del pueblo y la dignidad del ciudadano. Para ser fe- liz no basta dejar de ser desgraciado, ni basta po- seer parte de las ventajas que seducen al que nin- guna ha obtenido. El primer paso a la felicidad es conocerla: clasificar los medios más análogos a este objeto, ponerlos en ejecución con suceso y alcanzar el término sin dejar el deseo en especta- ción, serían desde luego progresos dignos de ad- mirarse en la primera edad de un pueblo que se esfuerza a sacudir sus antiguas preocupaciones. Pero aun entonces faltaría dar el último paso para que la esperanza quedase sin zozobra: la seguridad es la sanción de las prerrogativas del hombre, y mientras el pueblo no conozca este supremo dere- cho, la posesión de los otros será más quimérica que real. No hay libertad, no hay igualdad, no hay propiedad si no se establece la seguridad que es el compendio de los derechos del hombre: ella resulta del concurso de todos para asegurar los de
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cada uno. Nadie puede eludir este deber, sin ha- cerse reo de lesa convención social e incurrir por el mismo derecho en la indignación de la ley. Hay un pacto sagrado anterior a toda promulga- ción que obliga indispensablemente a cada miem- bro de la sociedad a velar por la suerte de los de- más; y ya se ha dicho que el primer objeto de la voluntad general es conservar la inmunidad indi- vidual. La ley que no es sino el voto expreso de la universalidad de Jos ciudadanos supone esta misma convención y la autoriza: el magistrado como un inmediato ministro y cada ciudadano como uno de los sufragantes de la ley son respon- sables ante la soberanía del pueblo de la menor usurpación que padezca el último asociado en el inviolable derecho de su seguridad: muy pronto vería el uno expirar su autoridad, y el otro llora- ría su representación civil profanada, si se acos- tumbrasen a la agresión de aquel derecho o la con- firmasen con su indiferencia: el disimulo o el abu- so lo ofenden igualmente hasta destruir su misma base, y es tan forzoso precaver el uno como el otro, una vez que nuestras instituciones regene- radas sólo pueden subsistir en un medio proporcio- nal que asegure la inmunidad del hombre, sin dar lugar a su envilecimiento y corrupción.
Reflexionando sobre esto, alguna vez he creído que todos los gobiernos son despóticos, y que lo que se llama libertad no es sino una servidumbre modificada: en los gobiernos arbitrarios y en los populares veo siempre en contradicción el interés del que manda con el del que obedece, y cuando busco los derechos del hombre, los encuentro va- cilantes o destruidos en medio de la algazara que celebra su existencia ideal. Libertad, libertad, gritaba el pueblo romano al mismo tiempo que un cónsul audaz, un intrépido tribuno, un dictador orgulloso se jugaba de su destino, y se servía de esos aplaudidos héroes como de un tropel de mer- cenarios nacidos para la esclavitud, según la expre- sión de Tácito. La república nos llama cantaba el entusiasta francés en los días de su revolución, y ya
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se preparaba desde entonces a entonar himnos por la exaltación de un tirano, que lisonjeaba la mul- titud clamando en medio de ella, viva la constitu- ción, al paso que en el profundo silencio de su alma meditaba sorprender al pueblo en su calor y hacerlo esclavo cuando se creía más libre. Pero yo no necesito hacer más de una pregunta para descubrir la causa de todo: ¿se respetaba entonces el supremo derecho de seguridad? Ya lo ha deci- dido la experiencia y contestado el suceso. Luego que un pueblo se deslumhra con la apariencia del bien, cree que goza cuando delira, y todos procla- man su inviolabilidad, al paso que cada uno atro- pella lo mismo que afecta respetar: al fin olvidan o confunden sus deberes, y adoptando por sistema el lenguaje del espíritu público, se refina el egoís- mo a la sombra de la virtud. Desde entonces ya no puede haber seguridad ; el gobierno conspira con las pasiones de la multitud, los particulares padecen y el Estado camina a pasos redoblados al término de su existencia, política.
Aun digo más: la propiedad es el derecho de poseer cada uno sus legítimos bienes y gozar los frutos de su industria y trabajo sin contradicción de la ley. Bajo el primer concepto se expresan todos los derechos del hombre, que son otros tan- tos bienes que ha recibido de las manos de la na- turaleza, y se infiere que la libertad y la igual- dad no son sino partes integrantes de este derecho, cuyo todo compuesto produce el de la seguridad, que los comprende j sanciona. Es sin duda fácil concluir de aquí, que mientras se pongan trabas a la LIBERTAD, mientras la igualdad se tenga por un delirio, mientras la propiedad se viole por cos- tumbre y sin rubor, no hay seguridad, y el decan- tado sistema liberal sólo hará felices a los que para serlo no necesitan más de imaginar que lo son. Si yo no puedo hacer lo que la voluntad general me permite, si los demás quieren abusar de mis de- rechos creyéndose superiores a mí, si yo no poseo lo que debo, sino sólo lo que puedo ^: dónde está mi seguridad? Se me dirá que existe en la ley,
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bien puede ser, pero yo me alimento con quime- ras. Aliora digo: ¿qué extraño será que mis esfuer- zos sean insuficientes para obtener la seguridad? Ella resulta del concurso de todos y se sostiene con la suma de fuerzas parciales que produce la convención. El centro de unión es el lugar donde reside naturalmente, y así se destruye siempre a proporción de la divergencia que liay en las fuer- zas que deben concurrir a establecerla. Ya es pre- ciso convenir en que no puede baber seguridad in- terior ni exterior, civil ni política sin la unión de esfuerzos físicos y morales, combinación casi im- posible mientras clame el interés privado, grite la preocupación y forme sistema la ignorancia. Yo añadiría otras observaciones si pudieran res- ponder del suceso que tendrían en las actuales cir- cunstancias: temo mi debilidad, y no puedo ser más de lo que soy, aun cuando quiera parecerlo.
¡ Ob pueblos ! Condenadme a pesar de mi inge- nuidad, si acaso ofendo vuestros intereses: la so- beranía reside en vosotros y podéis juzgarme se- veramente. No por esto quiero decir que me some- to al juicio ni de los insensatos que no piensan, ni de esos declamadores acalorados, que antes de com- batir el error, combaten al que yerra, y sin exa- minar el fondo de las opiniones sólo aspiran a prevenir el público contra sus autores, tomando el insidioso camino de suponer siempre ambición o intriga en su motivo, desnudando aiin del mé- rito del celo al que quizá no conoce otro impulso. No, no, mis conciudadanos ; trabajemos todos sin más objeto que la salud pública: cuando erremos, corri jamónos con fraternidad: si todos conspiran a un solo fin, ¿por qué alarmarse unos contra otros sólo por la diferencia de los medios que se adop- tan? ¿Por qué be de aborrecer yo al que impugna mis opiniones? ¿Acaso los errores de su entendi- miento pueden autorizar los errores de mi volun- tad? Su desvío será una debilidad, pero el mío es un crimen inexcusable. Bien sé que es imposible la uniformidad de ideas: cada uno piensa según el carácter de su alma ; ¿ pero por qué no unif or-
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maremos nuestros sentimientos? La libertad es su_ objeto, y yo quisiera que la unión fuese su principal resorte: yo lo repito, sin ella no puede haber seguridad, porque falta el concurso de las fuerzas que debe animar su ser político. Mientras baya seguridad la propiedad será el fomento de la virtud y no un estímulo de disensiones: la igual- dad será el apoyo de las verdaderas distinciones, y no el escollo de las preeminencias que da el mérito: la libertad será el patrimonio de los hom- bres justos y no la salvaguardia de los que que- brantan sus deberes. ¡Oh suspirada libertad! ¿cuándo veré elevado tu trono sobre las ruinas de la tiranía?
Ciudadanía
Hay una porción de hombres en la sociedad cuyos derechos están casi olvidados porque jamás se presentan entre la multitud, al paso que su in- terés por las producciones del suelo aseguran sus deberes y las fatigas a que se consagran para me- jorarlo recomiendan sus derechos. Hablo de los labradores y gente de campana que por ningún título deben ser excluidos de las funciones civiles, y mucho menos del rango de ciudadanos, sj por otra parte no se han hecho indignos de este título. Yo no puedo menos de declamar contra la injus- ticia con que hasta aquí se ha obrado en todos los actos piiblicos, sin contar jamás con los habitan- tes de la campaña como se ve en el reglamento qve da forma a Ja asamblea, donde entre otros vi- cios enormes tiene el de seguir esa rutina de in- justicia, sin dar un paso a la reforma. ¿En qué clase se considera a los labradores? ¿Son acaso ex- tranjeros o enemigos de la patria para que se les prive del derecho de sufragio? Jamás seremos li- bres, si nuestras instituciones no son justas.
Yo quiero antes de concluir este artículo hacer
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otras observaciones generales, ya que los estrechos límites de este periódico no permiten entrar en discusiones prolijas. La clasificación de ciuda- danos debe preceder a la apertura de la asamblea: 6U legalidad y acierto pende del concurso exclu- sivo de los que deban tener aquel carácter: el go- bierno y el cuerpo municipal son responsables si no contribuyen a vencer las dificultades de es- te paso.
Todos los que no tengan derecho a ser ciudada- nos deben dividirse en dos clases: extranjeros y simples domiciliados. Aquéllos son los que no han nacido en el territorio de las provincias unidas: éstos los originarios de ellas que por su estado pi- vil o accidental están excluidos del rango de ciu- dadanos. Unos y otros deben ser considerados como hombres: su derecho es igual a los oficios de humanidad, aunque no gocen de las distinciones que dispensa la patria a sus hijos predilectos.
El extranjero y el simple domiciliado^ deben ser admitidos al goce de los derechos de ciudada- nía, cuando un heroísmo señalado los distinga: todo el que salve a la patria de una conjuración interior, la defienda en las acciones de guerra contra los agresores de la libertad, o haga un sa- crificio notable en cualquier género por el bien de la constitución, será acreedor a las prerrogati- vas de ciudadano.
Por rigor de justicia todo el que vsea ciudadano tiene derecho de sufragio: la privación de este de- recho es un acto de violencia, un paso al despotis- mo y una injusticia notoria. Este concurso de su- fragios es peligroso, ofrece mil dificultades: así claman muchos que desean el acierto: yo permito que así sea, pero aun en ese caso debemos consul- tar los medios de no eludir un derecho sagrado a pretexto de las circunstancias. Divídanse los ciu- dadanos en dos clases, de las cuales la primera goce de sufragio personal, y la segunda de uq, su- fragio representativo. Todo el que no tenga pro- piedad, usufructo o renta pública, gozará sólo de sufragio representativo, el de los demás será per-
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sonal. El sufragio representativo es el que da una o más personas por medio de sus representantes electos conforme, a la ley: el personal es el que da cada uno por su propio individuo en todo acto ci- vil electivo.
Si en alguno de estos casos reclama el interés privado la adquisición de un hecho conducente a clasificar el estado de una persona, podrá el ayun- tamiento nombrar un regidor que en consorcio de dos hombres buenos, electos por el interesado, co- nozcan sin figura de juicio del objeto que se ventile.
El cabildo debe ordenar la lista cívica y pasarla luego al gobierno provisional: la primera asam- blea debe darle la última sanción para que se re- gistre en los libros de la ciudad o cantón a que co- rresponda.
El ayuntamiento debe dar comisión a los alcal- des pedáneos de los partidos sujetos a esta inten- dencia, para que en sus respectivas parroquias o cabezas de partido procedan acompañados de dos hombres buenos a formar la lista cívica de su de- partamento según las reglas que se dictaren, y verificado, dar cuenta al ayuntamiento con la for- malidad que corresponde para que éste la dé al gobierno.
No hay una razón para que. teniendo derecho a las preeminencias de ciudadanía, los habitantes de la campaña no sean admitidos proporcional- mente a la próxima asamblea: sus costumbres me- nos corrompidas que las nuestras y su razón qui- zá más libre de la influencia del interés, aseguran un éxito feliz en sus deliberaciones. Si el gobierno no reforma en esta parte su reglamento de 19 de febrero, comete un atentado contra los inviolables derechos de la porción más recomendable de nues- tra población: privarla de esta prerrogativa será un crimen, aun en los que autoricen con su silen- cio tan enorme insulto contra los derechos del hombre.
Quizá mis observaciones envuelven otros tan- tos errores: ojalá los vea comprometidos con su-
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ceso: mi objeto es que se descubra la verdad por cualquier medio: yo sería feliz si la encontrase, pero mi placer será igual cuando otro obre con más acierto que yo. Conciudadanos: busquemos de acuerdo la verdad y estrecbémonos con los vínculos de la fraternidad: dejemos ya de predi- car máximas y prediquemos ejemplos: formemos un solo corazón por la unidad de sentimientos ; en- tonces veremos a los tiranos llorar como unos ni- ños y temblar como los reos a quienes un juez te- rrible acaba de intimar la sentencia de su muerte.
{Id., febrero 28 de 1812.)
Continúan las observaciones didácticas
Entre el hombre y la ley, entre la majestad y el ciudadano, entre la constitución y el pueblo hay un pacto recíproco por el cual se obligan to- dos a conservarse y sostenerse en los precisos lími- tes que les designó la necesidad al tiempo de la convención. Su mutua felicidad consiste en no aspirar cada uno a más de lo que debe, ni dejar impune la usurpación de lo que reclama el justo interés de un poseedor inviolable. Nadie me pre- guntará después de esto cuáles son los medios de hacerse el hombre feliz en la sociedad de sus se- mejantes, porque esto sería lo mismo que pregun- tar cuáles son los principios del pacto social. To- do ciudadano que obedece la ley es libre, y en re- sultado de este principio se infiere, que sus mis- mos deberes son los medios para llenar el voto de un ser independiente. Yo debo entrar en el ensayo de esta materia, supuesto que he dado una idea aunque inexacta de las más augustas prerrogati- vas del hombre y para determinar sus relaciones basta fijar un principio: así como de los derechos del hombre nacen las obligaciones de la sociedad para con él, del mismo modo los derechos de la
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sociedad expresan los deberes que ligan a los miembros que la componen. Sería desde luego una contradicción el suponer que pueda la sociedad quebrantar sus deberes: ella recibe su forma del voto general, la ley es su propia imagen, y ésta no puede llamarse tal, sino en cuanto consulta los derechos particulares cuj^a suma compone el interés público de la asociación. Sin duda delira en vez de filosofar el que aturdido por los clamo- res de un desgraciado que gime en la opresión, juzga que la sociedad haya violado el primero de sus deberes: su voluntad siempre justa e invaria- ble, jamás debe confundirse con la violencia de las pasiones o la extravagancia de los caprichos que impulsan mucbas veces a un ministro pérfido a la ley e infiel al voto general: el espíritu del ma- gistrado no siempre es conforme al de la constitu- ción, y cuando él abusa de sus leyes atrepellando al mismo que concurrió a dictarlas, es un miem- bro sólo el que delinque y no la asociación.
Si acaso no me engaño, yo creo que era forzosa esta digresión antes de analizar los derechos de la comunidad, es decir, los deberes relativos del hom- bre fuera de su independencia natural. A su cum- plimiento está esencialmente ligada la felicidad que anhelamos, y es un nuevo deber el imponerse a fondo de los primeros. Me será difícil prescin- dir de los mismos principios que he sentado, pero su mutuo enlace excusará la repetición. El primer derecho del pueblo, comunidad, asociación,^ o llá- mese como quiera, es el de su propia seguridad y conservación; y es forzoso que así sea, una vez que el principal objeto que se proponen los hom- bres cuando abandonan las ventajas del estado de la naturaleza, es ponerse a cubierto de las nece- sidades y peligros que amenazan su existencia en la privación de recursos consiguiente a un ser ais- lad!^» en el círculo de sí mismo. Nadie tiene dere- cho a existir, pero todo lo que ya existe lo tiene a conservarse. Yo sé que esta teoría de principios poco prueba, si antes de aplicarlos no se demues- tra lo mismo que se supone. ¿Existe entre nosotros
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un principio de obligación capaz de producir los efectos del pacto social? No toda agregación de hombres puede llamarse sociedad, y no me atrevo a decidir, si un pueblo congregado por la fuerza, educado en la esclavitud y que apenas empieza a- sacudir la tiranía pueda creerse sujeto a aquellos principios. Si yo reúno cuatro esclavos con la pis- tola en la mano, y los obligo a vivir según mi vo- luntad y no la suya, sería un error decir que tie- nen entre sí una convención social. Pues no será menos absurdo suponerla entre nosotros. La Amé- rica, hasta el siglo xv, vivía, es verdad, bajo un pacto expreso social, cuyas bases había sentado y conservaba por su libre voluntad: la ocupación de sus límites por las armas europeas rompió ese vínculo sagrado, y desde entonces los pueblos no tenían voluntad propia, o por decirlo mejor, no podían obrar según ella. Una serie de siglos de- masiado funestos para la humanidad borró de la memoria de nuestros mayores, aun la idea de sus primitivas convenciones. Así hemos vivido hasta que por un sacudimiento extraordinario, que más ha sido obra de las circunstancias que de un plan meditado de ideas, hemos quedado en disposición de renovar el pacto social, dictando a nuestro ar- bitrio las condiciones que sean conformes a nues- tra existencia, conservación y prosperidad.
Si la esclavitud difiere tanto de la sociedad como la violencia de la libertad, si nuestro esta- do apenas puede igualarse al de un ser débil y sin recursos que sólo se considera en tregua con la tiranía, mientras no tenga el derecho de la fuerza ; si carecemos de instituciones y todos nuestros pac- tos son precarios, si los pueblos no han manifesta- do su voluntad acerca de otro objeto que el de existir, y existir independientes, creo, por con- siguiente, que todos nuestros deberes hacia la so- ciedad que componemos no pueden exceder aque- llos términos. Hablaré según estos principios sin prescindir de los que derivan de ellos. Resignada la voluntad de cada uno en la voluntad general por razones de interés y conveniencia, nuestro pri-
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mer deber y el más seguro medio de consultarla, es cuidar la existencia piiblica: la prosperidad y todas las demás ventajas son como unos acciden- tes políticos que suponen un ser ya organizado. Sin embargo, de aquel solo elemento se forman mil combinaciones que después presentan sobre la escena del mundo al ciudadano virtuoso, al héroe de la LIBERTAD, al sacerdote de la patria predi- cando al egoísta, y esforzando al tímido secuaz del pabellón santo de la ley. Pero yo no quiero ge- neralizar tanto mis ideas en precaución de su mis- mo desorden, y para determinarlas, la brevedad es un obstáculo.
He dicho que todas las facultades del hombre tienen por objeto la existencia pública, y no me engaño: la vida, la salud, el vigor de la organiza- ción, la fuerza del espíritu, la complexión del sen- timiento, los dones de la naturaleza y las gracias de la fortuna, son otros tantos sacrificios que la sociedad exige de cada uno, luego que un conflic- to común, un riesgo inminente o una próxima di- solución la amenazan o agitan. Nada hay reser- vado en tan difíciles circunstancias, y así como todo cede a la conservación del individuo que es su ley suprema, con maj-or razón hallándose en peligro esa gran máquina bajo cuyas ruinas que- darían todos oprimidos en el instante que se des- plomase. Pero poco importaría salvarla en los pe- ligros para abandonarla después. La sumisión a las leyes, el respeto y no el temor a los magistra- dos, el celo por el orden público y no el amor a esa calma precursora de la esclavitud, la vigilan- cia en preservar de la opresión al más impotente y débil, sin que la autoridad misma pueda ser la salvaguardia del más fuerte; algo más, un odio siempre hostil contra todos los enemigos de la salud universal, y una alarma obstinada contra los agresores de la existencia piíblica, todo esto forma parte de nuestros deberes respecto a la so- ciedad que empezamos a renovar. Pero aquel que abriga proyectos de ambición, y aprecia en más la suerte de sus intereses que la pública, que con-
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sulta con preferencia el suceso de sus pasiones antes que el éxito de la voluntad universal, se halla en un formal estado de guerra y agresión contra la comunidad: de consiguiente, uno de nuestros deberes es exterminar esa raza y cortar esos miembros cuya infección podría comunicarse al todo. ¡ Desgraciada necesidad ! En fin, si es po- sible reducir a un solo principio todas nuestras obligaciones, yo diré, que la principal, es emplear el tiempo en obras y no en discursos. El corazón del pueblo se encallece al oir repetir máximas, voces y preceptos que jamás pasan de meras teo- rías, y que no tienen apoyo en la conducta misma de los funcionarios públicos. Energía, energía cla- ma el entusiasta en sus transportes, cesen las di- visiones dice el buen ciudadano en su retiro, los pueblos ya son libres, grita otro que no escucha sino el sonido de las voces, y entretanto la lan- guidez paraliza todos los recursos, el espíritu de facción pone trabas al espíritu público y por un sistema misterioso se nivela un reglamento de opresión y se dictan otras medidas autorizadas por este principio: «es preciso acomodarse a las cir- cunstancias». No es este el modo de cumplir nues- tros deberes con respecto a la sociedad: ciudada- nos: no hay medio entre la pronta reforma de es- tos males y el precipicio de nuestra existencia.
(Id., marzo G de 1812.)
Paréntesis á las observaciones didácticas
El estado actual de los acontecimientos, y acaso mi propia complexión dispuesta más bien a medi- taciones sombrías que a discursos enérgicos, me ha estimulado en estas liltimas noches a sepultar- me en el silencio de mi alma, variar el plan de mis ideas, concebir nuevos proyectos, poner un paréntesis a mis observaciones, y buscar en la his-
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toria de lo pasado las reglas menos equívocas, los principios más seguros y las máximas eternas que ñjan la suerte de los imperios y descubren en la ruina de los que preceden las causas del esplendor o desolación de los venideros. Me he preguntado muchas veces poseído de diferentes afectos: ¿cuál será la suerte de mi patria? ¿Quién será el que enarbole el pabellón de su libeetad? ¿O si habrá nacido ya quizá el tirano que ha de volver a opri- mirla? ¡ Ojalá pudiera sofocarle en su propia cuna, si aun no existe, o sorprenderle en su lecho, y pre- sentar al pueblo en trofeo mis manos ensangren- tadas, para encender más el furor santo de los que suspiran por ser libres ! Pero todo deseo atormenta cuandQ es quimérico, y no es este el objeto que me he propuesto: recordar las principales épocas de nuestra revolución, analizar la verdadera ten- dencia de nuestros gobiernos anteriores, dar una idea osada de lo que actualmente somos y de lo que seremos en breve bajo el mismo sistema, ras- gar el velo que oculta al pueblo sus enfermedades, y cuando no pueda persuadirle mis ideas, hacerle temer al menos el progreso de sus errores, estos son los motivos que me determinan a suspender el curso de mis principales reflexiones.
¿Pero qué método seguiré y en qué lenguaje hablaré para obrar con más acierto? Jamás he creído agradar a todos, sería esto una locura: tam- poco he dudado que agradaré a algunos, y no es extraño. Escriba con belleza o con desaire, pro- nuncie errores o sentencias, declame con celo o con furor, hable con franqueza o con parcialidad, sé que mi intención será siempre un problema para unos, mi conducta un escándalo para otros, y mis esfuerzos una prueba de heroísmo en el con- cepto de algunos: me importa todo muy poco, y no me olvidaré de lo que decía Sócrates: «los que sirven a la patria deben creerse felices, si antes de elevarles estatuas no les levantan cadalsos». También sé que es imposible hablar de un modo análogo al carácter de todos: el vulgo muclias ve- ces entiende lo que el filósofo no alcanza, otras.
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8Úlo comprende el sabio lo que es un misterio para el ignorante, y el concepto sencillo de un escritor, suele ser la materia de eternas disputas entre los comentadores: no hay remedio: esta será siempre la suerte del espíritu humano, y quizá resulta de este principio el equilibrio de las fuerzas morales. Sea de esto lo que fuere, yo me determino a en- trar en materia.
Siglos ha que calculaban los mejores políticos la revolución general de las colonias españolas, y el trastorno de su metrópoli: los acontecimientos del mundo conocido, especialmente desde la mitad del siglo XVIII, eran un presagio cierto de esa épo- ca suspirada por todas las almas sensibles. Debió llegar y llegó luego que Fernando VII fué procla- mado último rey en la dinastía de los Borbones. ¡ Desgraciado príncipe ! El vino a pagar los críme- nes de sus ascendientes, y sus contrastes pusieron en nuestra mano la llave del destino a que éramos llamados: como a hombre yo le compadezco, y su inocencia me estremece: pero como a rey... ¡Oja- lá no quedara uno sobre la tierra, y se borrara aún la memoria de lo que significa esta voz! En fin, la revolución empezó en varios puntos de nuestro continente y si esta capital hubiera anticipado sus movimientos para auxiliar los del interior, los obstáculos hubiesen sido menos tenaces. Se insta- ló el 25 de mayo de 1810 la primera junta de go- bierno: ella pudo haber sido más feliz en sus de- signios, si la madurez hubiese equilibrado el ar- dor de uno de sus principales corifeos, y si en vez de un plan de conquista se hubiese adoptado un sistema político de conciliación con las provincias: en mi concepto, sólo la expedición del Perú pudo graduarse como justa, porque al fin aquellos pue- blos habían manifestado ya su voluntad, se sabía que estaban oprimidos por las armas de los tira- nos y que deseaban ser independientes: era justo, era necesario auxiliarlos. Pero el Paraguay hizo en mi opinión la resistencia que debió y ha acre- ditado hasta el fin que conoce su dignidad: él quie- re vivir confederado y no sujeto a un pueblo cu-
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yos derechos son iguales. Montevideo pudo haber- se ganado al principio sin violencia, se creyó que no era lo más interesante, y perdida la primera oportunidad, después ha sido y es un deber por nuestra propia conservación, no el subyugarle, sino el libertarle a sangre y fuego de sus opreso- res. Por otra parte se cometió también un error el más perjudicial, fomentando la opinión absur- da de que el derecho a la libertad lo da el suelo y no la naturaleza, porque ¿qué otra cosa ha re- sultado de esa funesta rivalidad radicada entre españoles y americanos, sino el que crean éstos que aquéllos no son dignos de ser libres y que sólo tienen este derecho los que han nacido en Améri- ca? ¿Cuánto mejor hubiera sido persuadir a los españoles que su interés es igual al nuestro, y que cuando se trata de restituir al hombre sus dere- chos, no debe excluirse a ninguno sea cual fuere su procedencia y origen? ¿Han sido ellos, acaso, menos esclavos que nosotros? Se me dirá que obte- nían los empleos. ¿Pero el que es ministro de la voluntad de un tirano deja por ventura de ser escla- vo? Españoles, no lo dudéis: vosotros habéis teni- do parte en la esclavitud y debéis tenerla en el des- tino a que somos llamados: vosotros... pero ya es in- útil toda reflexión: sólo por un gran suceso de nuestras armas u otro extraordinario acaecimiento se reconciliarán con nosotros los que al fin, al fin serán lo que seamos, o dejarán de ser: el tiempo lo dirá, y el estado de la Europa lo anuncia.
Tampoco es dudable, volviendo a mi propósito, que la tendencia del primer gobierno provisional era al despotismo: si su objeto fué libertar a los pueblos y restituirles la posesión íntegra de sus derechos, ¿por qué se les obligó precisamente a reconocer la Junta, reconocimiento que habían de practicar mal de su grado, pues veían encima las bayonetas? Sé que lo sumo que se permitía por un capítulo de las instrucciones reservadas, era dejar que se instalasen juntas provinciales en los pue- blos que las pidiesen ; pero como ésta no era sino una gracia reservada, ninguno pudo usar de ella.
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Nadie me responda, las circunstancias no permi- tían otra cosa; los pueblos son ignorantes, respues- ta favorita de los tiranos: este mismo lenguaje usaba Goyeneche en sus primeras contestaciones con el jefe de la expedición auxiliadora, «los pue- blos son ignorantes, unamos nuestras fuerzas y liaremos de €llo¿ lo que nos parezca» (7). Conten- taos con tener pan y circenses, decía un dictador a los romanos, las circunstancias no permiten otra cosa: tratemos a los americanos como a bestias de albarda, gritaba la corte de España, ellos son bas- tantes estúpidos para sufrirlo todo por amor de Dios: proscribamos y arruinemos a los buenos ciu- dadanos, han dicho algunos de nuestros gobernan- tes pasados: las circunstancias no permiten otra cosa: nombren los pueblos un apoderado para la asamblea general, y tenga esta capital ciento y más diputados, dice el actual gobierno en su regla- mento: las circunstancias no permiten otra cpsa: sigamos con la máscara de Fernando VII, dicen algunos: las circunstancias no permiten otra cosa; ¡ob circunstancias, cuando dejaréis de ser el pre- texto de tantos males! pero yo me he desviado del orden que debo seguir.
Casi es inútil examinar si mejoró la constitu- ción de los pueblos el gobierno de los diputados incorporados a la primera junta provisional: él siguió el mismo plan que ésta; y aun la empeoró notablemente: así es que no se ve un solo decreto liberal o una providencia capaz de dar cuerpo a esa LIBERTAD proclamada desde el principio. De aquí resultaba que los pueblos no veían salir ja- más su felicidad de meras esperanzas, mucho más cuando comparaban su suerte con las promesas de los papeles públicos: en una palabra, toda su LIBERTAD estaba reducida a desear y esperar cuan- to quisiesen, mas no a obtener lo qu^e deseaban. La justicia exige confesar que el gobierno actual ha dado algunos pasos más ventajosos que los an-
(7) Carta de 1." de mayo escrita en el Desaguadero, que aun puede verse original.
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teriores: la libertad de imprenta, el decreto de se- guridad individual, la suspensión de la audiencia, la convocación de una asamblea, todas estas son me- didas que preparan los pueblos a la libeetad. Sin embarg-o, él lia dictado y dicta reglamentos como si fuera un soberano, usa del poder legislativo en toda su extensión, al mismo tiempo que ejerce el ejecutivo, circunstancia que basta para graduarle tiránico. A más de esto, él sujeta en cierto modo a sus juicios la asamblea general, circunscribe sus decisiones a los términos de su voluntad, y forma un cuerpo en la apariencia superior al gobierno y en la realidad inferior a él. 5 Cuál es el origen de todo esto? El objeto del gobierno es justo, y su intención no dista de los votos del pueblo: la causa del mal debe ser anterior a estos efectos: yo creo que la descubro cuando afirmo que la revo- lución se empezó sin plan y se lia continuado sin sistema: la conducta lenta y tímida del gobierno, y la indiferencia de los pueblos han sido el resul- tado de aquel error: el gobierno algunas veces ha obrado como soberano, otras como esclavo: los pueblos unas veces se ban mostrado como unos héroes, otras como unos imbéciles: nuestra con- ducta tan presto excitaba la admiración como el desprecio: ya parecía que llegábamos al término de nuestros deseos, y por el menor revés volvíamos a la indolencia y al abatimiento: la inconstancia de la fortuna parece que era el plan de nuestras operaciones y la norma de nuestros sentimientos. Intrépidos al principio por un espíritu de nove- dad, enérgicos mientras duraba la impresión de un suceso feliz, entusiastas cuando esperábamos proclamar la libeetad ; pero tímidos en la desgra- cia, pusilánimes en los peligros, y justamente des- confiados al ver la tardanza de nuestros deseos, hemos llegado por grados a un estado que no nos conocemos, a un estado que dificulta nuestros re- cursos, a un estado en que la languidez parece una enfermedad epidémica, a un estado en que ya no sentimos el peso de nuestros males, a un estado, por último, en que miramos la indolencia como
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un asilo. Pueblos, despertad: ciudadanos, sacudid el sopor que os entorpece: y vosotros, enemigos de 1 patria, temblad, porque cuando un pueblo en _.^dio de sus desgracias se muestra insensible, al paso que en su corazón se devora, es como un vol- cán ardiente que está muy próximo a reventar: llegará un momento en que los peligros le enfu- rezcan, y la experiencia de sus males le haga obrar con una rápida energía. Todas las pasiones tienen término, y en su mayor actividad dan tregua al corazón que las siente: también duerme el león algunas veces, pero su sueño no es sino el alimen- to de la ferocidad que despliega cuando despierta. Yo creo que el destino nos llama, y que ha de vol- ver en breve el turno de nuestra energía: por si acaso sucede lo que deseo, continuaré en el nú- mero siguiente mis observaciones, aplicándolas a las circunstancias, y anunciaré mi opinión acerca de los medios que me ocurren para salvar la pa- tria: estoy obligado a decir lo que siento, pero na- die puede obligarme a acertar en lo que digo.
(Id., marzo 28 de 1812.)
Continúan las observaciones didácticas
El éxito de nuestras armas, la disciplina militar, la administración interior, la opinión pública, la energía y el orden todo está íntimamente unido a las deliberaciones de la próxima asamblea. El pueblo la espera con un deseo inquieto, y si su esperanza puede ser un principio de cálculo, yo diría, que va a empezar una nueva serie de acon- tecimientos felices: yo diría que la victoria nos llama, y que los ejércitos están ya sobre el vestíbulo de su templo: yo diría que el espíritu público vuel- ve a su turno, y que la patria al fin va a sentarse sobre el trono que ocupaban los déspotas. Por el contrario, si no mejora en esta ocasión el aspecto
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político de nuestra suerte, también diré que la so- ledad de un bosque es preferible a tan incierta si- tuación, ¿Pero qué medidas tomaremos para sa- lir de ella? Es preciso sacar a los pueblos del abatimiento en que están, es preciso hablarles en el lenguaje de las obras, y hacerles conocer su dignidad para que la sostengan. Porque ^qué he- mos avanzado basta aquí con palabras dulces y con discursos insinuantes? Mientras Caracas y Santa Fe han fijado ya su constitución, mientras la Rusia y otras potencias reconocen la soberanía de Venezuela, mientras esos pueblos inmortales han jurado delante del Ser Supjemo no rendir va- sallaje sino a la ley; mientras gozan los frutos de su declarada independencia, a pesar de los insi- diosos cálculos de Blanco, nosotros permanecemos bajo un sistema tímido, mezquino, incierto, limi- tado, insuficiente y al mismo tiempo misterioso, variando sólo el número de los gobernantes, pero sin dejar las huellas que sigue un pueblo en su estado colonial. Cuanto más medito nuestra situa- ción me urge el deseo de ver realizada la asamblea, porque creo que a ella sola puede librarse la repa- ración que exigen las circunstancias: todos deben contribuir a este objeto, y a mí no me excusa la negligencia ni la oposición de otros.
El buen suceso de sus deliberaciones pende de un solo principio que voy a examinar quizá con más interés que acierto. Ya no es tiempo de ha- blar acerca de lo que pudo hacerse, y no se ha hecho, ni sería oportuno investigar lo que sea más conforme a los ritos convencionales que la política sanciona muchas veces con principios de equidad natural. La asamblea debe resolver y adoptar todas las medidas que puedan salvar la patria, sin temor de violar los derechos de los pueblos, cuya primera y última voluntad es con- servar su existencia. Esta debe ser la ley constitu- cional que siga en todas sus deliberaciones, y en virtud de ella queda autorizada para obrar según el imperio de las circunstancias y la urgencia de los peligros. Pero siendo éstos tan palpables, es
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muy escandalosa la suspensión acordada, a pre- texto de que el 23 que debía abrirse, según la cons- titución, empieza la semana mayor o santa, como si las atenciones que exige la salud pública pu- dieran profanar esos días que consagra la devoción de los católicos, o como si en esto no se tratara de llenar un deber que la misma religión prescribe en su moral. Así es que en lo sucesivo no será extraño encuentren siempre pretextos los abusos, y tenga el despotismo a mano la clave de la usur- pación. Pero ya que por desgracia no pueda evi- tarse una consideración tan peligrosa, entremos a calcular el tamaño de nuestros males, y agotemos todos nuestros recursos y medidas siguiendo por única norma la suprema ley de los pueblos.
Mas yo pregunto: ¿cuál es la situación más crí- tica y difícil para un estado informe? Estoy muy distante de creer que aun cuando se halle ame- nazado un pueblo por varias partes de furiosos enemigos, aun cuando no encuentre otro recurso que el de sus propias fuerzas, aun cuando en vez de recibir auxilios, sus puertos sólo sean frecuen- tados por esas sanguijuelas políticas, que lejos de traer beneficio agotan la sangre más pura del Estado, aun cuando una lenidad mal entendida baya multiplicado los enemigos interiores, aun cuando su insolencia tenga por salvaguardia la impunidad, aun cuando el erario esté poco abun- dante por falta de economía, y por exceso de in- dulgencia, aun cuando el armamento público vaya en disminución por la insuficiencia de los medios que se lian preferido para aumentarlo, aun cuando todos estos males reunidos formen un eco de dolor y consternación, siempre que por un momento ha- gan tregua las pasiones, y dejen obrar libremente a los que emprendan de buen ánimo el bien general, yo creo que es reparable el conflicto y poco incierto el suceso. Mas para asegurar esta medida y preca- ver sus extremos, la experiencia de lo pasado es un compendio didáctico de máximas y preceptos.
Al observar los varios gobiernos que nos han regido se creería que también había sido distinta
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SU organización, aunque en realidad yo no veo más que una forma informe, si me es lícito expli- carme así. Desde el principio advierto monstruosa- mente reunido el poder legislativo al ejecutivo, y veo que el pueblo deposita en una sola persona moral toda la autoridad que reasumió, libra a su juicio o capricho la decisión arbitraria de su suer- te, e indirectamente consiente en sostener el des- potismo, porque estando en su mano fijar la nor- ma de sus operaciones, se ha contentado siempre con las falibles esperanzas que sugiere la inexpe- riencia. Desengañémonos: todo hombre tiene una predisposición a ser tirano, y lo es luego que la oportunidad conspira con sus inclinaciones. A cual- quiera que se confíe la autoridad pública sin las trabas de la ley, y sin más garantía de sus opera- ciones que la que presta un juramento de costum- bre, se le da ansa y opción, por decirlo así, para que abusando de ese depósito sagrado comprometa la existencia pública. Supuesto este principio, el pueblo debe contraer toda su atención a dos ob- jetos, como que son los únicos medios de salvarse: la elección de los gobernantes, y los términos que debe tener el ejercicio de su autoridad. El gobier- no debe recibir del pueblo la constitución, y sólo aquél por quien existe puede arreglar el plan de su conducta. Si esto es así, tenemos próxima la oca- sión de rectificar el actual sistema, ampliando o limitando las facultades de aquél, o bien organi- zando un senado, consejo o convención, que mo- dere y haga contrapeso a la autoridad limitada que se arrogó en su instalación. Nadie se queje después de los gobernantes, si estando a nuestro arbitrio prescribirles las justas reglas que deben seguir, nos entregamos ciegamente a su voluntad: lo mismo digo en cuanto a la elección de las per- sonas, y yo quisiera que no pudiese tener parte en la autoridad ninguno de los que han sido com- prometidos en partidos sean justos o injustos, llá- mense facciosos o patriotas ; porque es preciso con- fesar que, tarde o temprano, todos escuchan la voz de sus pasiones, y por mil rodeos artificiosos pro-
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curan satisfacer sus resentimientos, o por lo me- nos basta que no puedan obrar sino al gusto de una facción, y siempre en diametral oposición con la contraria, Búsquense bombres imparciales, y no confiemos sino en el que se baile libre de todo partido: sírvanos la experiencia de nuestros mis- mos males, y si en medio de los peligros que se multiplican cerca de nosotros, queremos romper los eslabones cuya tenacidad nos abruma, consul- temos la justicia, y entonces los enemigos respe- tarán nuestro nombre aun cuando no le teman.
Cada vez que me propongo hablar sobre estas materias quedo con el desconsuelo de no poder decir todo lo que siento, y verme en la necesidad de tocar sólo de paso unos principios sin cuyo examen y conocimiento la menor combinación será quimérica. Yo quisiera analizarlos con exac- titud, y veo que no me bastan los límites de un periódico, donde apenas puedo emplear una pá- gina en esta clase de discursos. No obstante, yo haré lo que pueda, y desenvolveré las ideas que estén al alcance de mis fuerzas. Patriotas esté- riles, ciudadanos ilustrados, ¿hasta cuándo dura- rá vuestra inacción? Lejos de imbuir al pueblo en ideas mezquinas y parciales, contribuid a enseñar- le sus deberes e instruirle en sus derechos: él será feliz cuando conozca unos y otros. Estamos en el caso de apurar todos nuestros esfuerzos: la pluma y la espada deben estar en acción continua, y oja- lá no fuera preciso emplear más que la pluma: pero nuestros enemigos se obstinan, se muestran sedientos de nuestra sangre y es preciso destruir- los, o consentir en el exterminio de la patria: ele- gid el extremo que os parezca: la muerte es un tri- buto que se paga a la naturaleza, y para el hom- bre esclavo es un paso indiferente, porque muerto ya para sí mismo, sólo vive, mientras vive para la voluntad del déspota que le subyuga.
(M., marzo 20 de 1812.)
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Continúan las observaciones didácticas
¿ Qué haré en este caso? mis propios juramentos, el orden de los sucesos, las esperanzas del pueblo, mis justos deseos, mi opinión particular, y el in- terés que me anima por la exaltación de mi pa- tria; todo me obliga a cumplir lo que anuncié en los números precedentes: la tímida política de algunos, el grito fanático de otros, el aire amena- zador de los pretendidos calculistas, las máximas de esos gabinetes portátiles, y sobre todo, el pavor servil de los que aun no se resuelven a creer que son, y deben ser libres, forman un contraste a mi resolución. Pero ¿qué temo? Si el fuego y el ace- ro no deben intimidar una alma libre ¿cómo po- drá influir en ella el sonido instantáneo de esos conceptos abortivos que sugiere un celo exaltado y mucbas veces hipócrita? ¡ Oh. pueblo! Yo postro la rodilla delante de vuestra soberanía, y someto sin reserva el ejercicio de mis facultades a vuestro juicio imparcial y sagrado: voy a hablar en pre- sencia de los ilustres genios de la patria, y me li- sonjeo de creer, que aunque mis opiniones acre- diten que soy hombre, el espíritu de ellas probará que soy ciudadano.
Conozco muy a pesar mío que nuestra forzosa inexperiencia, la privación de recursos, el con- traste de las opiniones y la formidable rivalidad del tiempo han multiplicado los conflictos públicos, presentando en compendio esos inminentes^ ries- gos que en todos los climas experimenta el hom- bre cuando se declara enemigo de los tiranos. Yo no trato de engañar al pueblo desfigurándole su triste situación, porque nada sería tan peligroso a mi juicio como ocultarle sus mismos peligros, inspirándole una confianza mortal que acelerase su ruina. Estamos en gran riesgo sí, es preciso confesarlo: los exércitos agresores apuran sus me- didas de hostilidad, agotan sus recursos y por to- das partes amenazan nuestra existencia, atrevién-
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(lose a calcular el período de nuestra duración por la tregua de su cólera. El Perú pone en congoja nuestros deseos; la Banda Oriental urge nuestros cuidados, y Montevideo exige una atención exclu- siva casi incompatible con la premura de nuestro estado. Alguno me dirá que siendo estas las causas del peligro, no debemos pensar sino en la organiza- ción de un buen sistpma militar: convengo en ello, y no dudo que el suceso de las armas fixará nues- tro destino ; pero también sé que los progresos de este ramo dependen esencialmente del sistema po- lítico que adopte el pueblo para la administración del gobierno : este es el exe sobre el que rueda la enorme masa de las fuerzas combinadas en que se funda la seguridad del Estado. El que prescinda de él en sus combinaciones, encontrará por único resultado de sus cálculos la insuficiencia y el des- orden. Yo me decido desde luego a entrar en el ensayo de este gran problema, persuadido de que las dificultades que presenta, no pu-eden superarse con el tímido silencio que impone el peligro a las almas débiles, sino con la osadía que inspira la necesidad del remedio a quien por salvar sus de- beres, compromete basta su amor propio.
La sabia naturaleza, por un principio de econo- mía, ba puesto una exacta proporción entre las ne- cesidades del bombre y sus recursos: de aquí re- sulta una observación justificada en todos los tiem- pos por los más profundos pensadores, es decir, que con proporción a sus necesidades el salvaje aislado tiene iguales recursos a los que en el mis- mo respecto goza el primer potentado de la Eu- ropa. Inmediatamente se mudaría la tierra en una espantosa soledad, si multiplicándose las ur- gencias del uno o del otro, no se aumentaran al mismo tiempo los medios de compensarlas. Lo mismo que digo del bombre en particular, afirmo de los grandes Estados que componen la sociedad universal del mundo, y por este principio sería un error el creer que un pueblo menos civilizado tenga las mismas urgencias y necesite iguales recursos que otro más culto o acaso más salvaje. Se infiere
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por una consecuencia demostrada que para con- ducir un pueblo y organizar su constitución, las reglas deben acomodarse a las circunstancias, y prescindir de las instituciones que forman la base elemental de un sistema consolidado. Todo esto se funda en la proporción que guardan los obs- táculos con los medios proporcionales, y reflexio- nando alguna vez sobre los escollos que hemos su- perado, advierto que su resistencia ha sido siem- pre proporcionada a nuestros esfuerzos, y que nuestros mismos errores y debilidades han sido compensados con la timidez e impotencia de los que conspiran nuestra ruina. Meditando este mis- mo orden de combinaciones, casi afirmo que nues- tros contrastes han sido favorables, porque sin ellos quizá se hubiese invertido aquel principio, y precisadas ya las fuerzas orgánicas de nuestra débil máquina a obrar fuera de la esfera de su actividad, su influxo hubiera sido tanto más débil, quanto más se dilatase aquélla. Aun puedo asegu- rar, sin que nadie contradiga lo que siento, que en el estado actual, si no hacemos sistema de la indolencia, creo que los recursos son proporciona- dos exactamente a nuestras necesidades; y yo veo reparados todos los quebrantos anteriores no sólo por la experiencia que adquirimos, sino por el as- cendiente que gana la opinión cada, vez más di- fundida y radicada. Si acaso no temiera frustrar mi principal objeto, yo demostraría una proposi- ción que a primera vista ofrece una extraña para- doxa, y haría ver que estamos en igual aptitud para ser libres, que cualquiera otro pueblo de la tierra: mas para el fin que me propongo basta la digresión antecedente, y supuestos los princi- pios indicados, se sigue la solución del gran pro- blema.
¿ Qué expediente deberá tomar la asamblea para dar energía al sistema, prevenir su decadencia, y acelerar su perfección? La necesidad es urgentí- sima, el conflicto extraordinario y la salud pií- blica es la tínica ley que debe consultarse: el voto de los pueblos está ya expresado de un modo ter-
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miuaute y solemne: su existencia y libertad son el blanco de sus deseos: todo lo que sea conforme a estos objetos, está antes de ahora sancionado por su consentimiento: últimamente, ninguna re- forma parcial y precaria podrá salvarnos, si no se rectifican las bases de nuestra organización políti- ca. Yo no encuentro sino dos arbitrios para conci- liar estas miras: declarar la independencia y sobe- ranía de las provincias unidas, o nombrar un dicta- dor que responda de nuestra libertad, obrando con la plenitud de poder que exijan las circuns- tancias y sin más restricción que la que convenga al principal interés. Bien sé que estas dos propo- siciones apenas podrían examinarse en prolixas y repetidas memorias, analizadas por un ingenio tan penetrante y feliz como el de Tácito ; pero yo voy a liacer los liltimos esfuerzos a fin de estimu- lar al menos con mis discursos a los que con pro- porción a sus talentos, tienen dobles obligaciones que yo en este respecto. Seguiré el método que permite la naturaleza de un periódico, y trataré por partes las proposiciones anunciadas, fixando mi opinión particular en uso del derecho que me asiste.
Sería un insulto a la dignidad del pueblp ame- ricano, el probar que debemos ser independientes: este es im principio sancionado por la naturaleza, y reconocido solemnemente por el gran cgnsejo de las naciones imparciales. El único problema que ahora se ventila, es si convenga declararnos independientes, es decir, si convenga declarar que estamos en la justa posesión de nuestros derechos. Antes de todo es preciso suponer que esta declara- ción, sea qual fuese el modo y circunstancias en que se haga, jamás puede ser contraria a derecho, porque no hace sino expresar el mismo en que se funda. Tampoco se me diga que yo defraudo las preeminencias de otro, sólo porque declaro en su nombre que goza de ellas, supliendo de mi parte el acto material de la expresión, autorizado an- tes de ahora por un consentimiento irrevocable y no meramente presuntivo. No son las fórmulas
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convencionales, y muclias veces arbitrarias, las que constituyen la legalidad intrínseca de cual- quier acto; y yo no encuentro una razón que me persuada a creer la necesidad de que los otros pue- blos concurran a la declaración de su independen- cia por nuevos medios y demostraciones, que a lo sumo podrían graduarse como otros tantos ritos de convención, sin que por esto den una idea más terminante de su invariable voluntad. En una pa- labra, es preciso distinguir la declaración de la independencia, de la constitución que se adopte para sostenerla: una cosa es publicar la soberanía de un pueblo y otra establecer el sistema de go- bierno que convenga a sus circunstancias. Bien sé que la asamblea no puede fixar por sí sola la constitución permanente de los pueblos: para eso es necesaria la concurrencia de todos por delega- dos suficientemente instruidos de la voluntad par- ticular de cada uno, y el solo conato de usurpar- les esta prerrogativa sería un crimen. Pero no su- cede lo mismo con su independencia, y la razón es incontestable. Los pueblos tienen una voluntad determinada, cierta y expresa para ser libres: ellos no ban renunciado ni pueden renunciar este de- recho: declararlos tales, no es sino publicar el de- creto que La pronunciado en su favor la natura- leza: pero dictar la constitución a que deben suje- tarse, es suponer en ellos una voluntad que no tienen, es inferir arbitrariamente de un principio cierto una consequencia injusta e ilegítima, no habiendo aiín expresado por ningiin acto formal o presunto, cuál sea la forma de gobierno que prefieren. Concluyo de todo esto, que aunque sea justo, legal y conforme a la voluntad de los pue- blos declarar su independencia, no lo sería de nin- gún modo fixar su constitución; así como tampoco puede inferirse por la impotencia íictual de estable- cer ésta, la inoportunidad de publicar aquélla (a). Sin duda es preciso confesar que por ima discul- pable inexperiencia hemos dado el último lugar
(a) A la objeción que resulte yo responderé.
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eu el plan de nuestras operaciones, al acto que debió preceder a todas y yo atribuyo en parte a este principio los partidos, la lentitud, el atraso y la indiferencia de los que, o no se creen enteramente comprometidos o desmayan al ver que siempre se aleja de su vista el estímulo de sus esperanzas. Meditemos nuestros intereses, deslindemos las cau- sas de nuestros males, no confundamos las ideas que deben regirnos, ni pongamos en una misma línea la pusilanimidad y la prudencia, el derecho y la preocupación, la conveniencia y el peligro. Me es muy sensible no poder concluir esta mate- ria y dejar pendiente el convencimiento: pero no hay arbitrio, lo haré en el número inmediato.
(El Mártir o Libre, marzo 20 de 1812.)
I
Concluyen las observaciones didácticas
Aun cuando todos los enemigos que nos comba- ten rindieran hoy la espada o cambiaran sus pa- bellones con los nuestros en señal de eterna alian- za, todavía el espíritu de conquista y la ambición doméstica suscitarían nuevos rivales que agita- sen nuestro sosiego y amenazasen de quando en quando la garganta de la patria con la sacrilega cuchilla de los déspotas. Esta es una verdad que excusa de toda prueba, y debe disponer nuestra constancia a sostener la lucha infatigable en que nos vemos empeñados por intereses y en justicia; pero una vez supuesto este principio, también es preciso convenir en que nuestros actuales y futu- ros enemigos nunca serán más fuertes, sino cuan- do nosotros quisiéramos ser débiles; ni tampoco encontrarán nuevos recursos para oprimirnos en sus nuevos deseos de arruinarnos. Sería un error de cálculo el creer que los que han empuñado la espada contra la patria, o los que han adoptado la neutralidad por sistema, excusan o dilatan sus
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operaciones hostiles por amor a nuestros intereses o por falta de odio y abominación a nuestros de- signios. Los unos no pueden hacer más de lo que hacen, y los otros se muestran indiferentes porque su verdadero interés pone freno al estímulo de su codicia. La impotencia modera a los primeros, y la política contiene a los últimos; pero en ning-iin caso pueden influir nuestras deliberaciones domés- ticas en el furor de ambos, ni dar nueva actividad a sus resortes. Yo quiero ahora suponer dos extre- mos opuestos, y probar inmediatamente que en cualquiera de ellos sería igual la conducta de los enemigos y uniforme nuestra situación. Suponga- mos que en vez de proclamar la soberanía de las provincias unidas, jurásemos obedecer a las cortes de España y reconocer el poder executivo de la nación en el consejo de regencia: aun en este caso siempre que nuestro reconocimiento se limitase a la autoridad representativa, bien sea de los ma- nes de Fernando Vil o de los fragmentos que res- tan de la península; y siempre que no se exten- diese aquel acto de sumisión a la majestad de José I, no debíamos admitir ningún mandatario de España ni remitir caudales de auxilio que es el verdadero vasallaje que exigen las cortes. Lo primero, es consiguiente a la remarcable infiden- cia que se ha notado en los españoles desde el prin- cipio de su revolución, así en los exércitos como en las demás magistraturas o funciones de su car- go: y si en su propia patria han sido fácilmente seducidos por la ambición y corrompidos por el interés, ¿qué se podía esperar de ellos si se libra- se a su arbitrio la suerte de nuestro patrimonio? En quanto a la remisión de caudales quiero con- ceder que la Península tenga todos los derechos que presume sobre nuestro hemisferio: nadie me dirá que aun en este caso merezca preferencia su conservación a la nuestra, mucho más hallándose ésta amenazada por una potencia limítrofe y ex- puesta a la agresión de qualquiera otra. De aquí resulta, que aun cuando quisiésemos reconocer las cortes, como nunca podríamos consentir en enviar
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caudales ni recibir mandatarios corrompidos, el acto de reconocimiento sería tan estéril que nada influiría en el orden actual de los sucesos; y ana- lizados éstos en su último resultado, se sigue que nuestros enemigos interiores y exteriores obrarían de un mismo modo en este caso que si se declarase hoy la independencia.
Aun digo más: si la probabilidad de este cálcu- lo, y la evidencia de los principios que indiqué en el número anterior no bastan a demostrar la importancia de la declaración de independencia, pregunto: ¿qué razón hay para que habiendo de- clarado las cortes que la soberanía reside en el pueblo, se gradúe en nosotros como un crimen esta declaración, y se deba tener como una precisa con- secuencia la conjuración de los aliados de Cádiz? Los españoles han reconocido en el conflicto de su agonía, que no hay dogma tan sagrado en el código eterno de las naciones, como el de la ma- jestad imprescriptible de los pueblos; y la expe- riencia les ha mostrado al mismo tiempo, que si alguna cosa podía sostener los restos de su existen- cia era la declaración de este derecho. Y siendo esencialmente invariable la justicia, ¿será injusto en nosotros lo que en la península se ha sanciona- do como justo? ¿Lo que ha sido capaz de sostener un cuerpo próximo a ser cadáver, no podrá inspi- rar una rápida energía a un cuerpo que abunda de espíritu y vigor? Yo quiero por un momento prescindir de todo raciocinio y fixar la atención en una verdad práctica, que en cierto modo se desfigura por solo el intento de probarla: un pue- blo inspirado por la energía es incapaz de calcular todos sus recursos, o agotar sus arbitrios: los unos crecen a proporción de sus necesidades y los otros se multiplican segiín el orden sucesivo de los pe- ligros. La desolación de un pueblo enérgico es un fenómeno tan extraordinario en lo moral, como si la naturaleza derogara sus leyes y se disolviera el universo sin faltar el gran principio de la atrac- ción que lo sostiene. La energía es el principio vital del cuerpo político, y mientras ella presida
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a sus funciones es imposible su disolución ; mien- tras obre ese imperioso resorte jamás se entorpe- cerá el exercicio de sus facultades morales, y la rapidez de los progresos igualará a la actividad de los designios. Casi me parece excusado probar que la declaración de nuestra independencia pro- duciría estos felices resultados: yo no necesito más que considerar la historia actual de nuestros yeci- nos, sin recurrir a los antiguos anales de la li- bertad, ni registrar el mapa político de esas re- públicas memorables, donde las almas fuertes triunfaron tantas veces de la muerte y la opresión, sin más auxilio que el de sí mismas. Pero ya me llama con instancia el ensayo que ofrecí sobre el segundo arbitrio que propuse: la premura del tiempo ba burlado mi esperanza, y quizá be sido inexacto por ser conciso: de qualquier modo dexo al menos indicados los más obvios convencimien- tos en favor de la declaración de independen- cia, y sometiendo al juicio del público el examen de esta materia, voy a proponer mi opinión aco- modándome a las circunstancias.
La inflexibilidad de las leyes, dice un profun- do razonador, puede en ciertos casos hacerlas per- niciosas, y causar por ellas la pérdida del Estado en su crisis. El orden y la lentitud de las formas piden un espacio de tiempo que las circunstancias rehusan algunas veces; y en los grandes peligros deben enmudecer las leyes, mientras habla la sa- lud pública para sostenerse y sostenerlas. Quando yo veo a un pueblo legislador entrar en consejo sobre su destino, meditar los riesgos que le ame- nazan, considerar las disensiones domésticas que le agitan, ver cerca de sus muros a un descendien- te de la soberbia raza que acababa de arrojar del trono, presidiendo a los latinos para exterminar a Roma y decidir en tan difícil conflicto, que el único arbitrio para salvar la república era crear un magistrado superior al mismo senado y a la asamblea del pueblo, que con plena autoridad ter- minase las disensiones domésticas y rechazase a los enemigos exteriores; advierto que inmediata-
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mente liacen tregua las angustias públicas, y que revestido Largio de esta nueva magistratura ase- gura el orden interior, y pone freno a los rivales del nombre romano con un suceso digno de las es- peranzas del pueblo. Pero cerremos la historia an- tigua, y veamos si es posible determinar, no lo que convino a otros pueblos, sino lo que sea más adaptable a nuestras circunstancias.
Amenazados de enemigos por todas partes, de- vorados por el periódico fermento de las disensio- nes domésticas, y persuadidos por la triste expe- riencia de 23 meses, que las causas efectivas de nuestros males están en nosotros mismos; es pre- ciso deliberar el remedio, antes que los riesgos probables bagan una crisis cierta, pero fatal. La lentitud de las operaciones y la complicación del poder que debe presidirlas han sido los principios que han viciado el orden y cortado el progreso de nuestras glorias. Concentradas en un solo cuerpo moral todas las funciones del poder, hemos visto embarazarse así el actual gobierno como los ante- riores en los casos más obvios y menos difíciles: confundida la autoridad en sus principios, jamás ha podido encontrar en resultado de sus provi- dencias sino la dificultad de los medios y la lenti- tud de su execución : acostumbrados a los trámites apáticos y morosos de un sistema rastrero, hemos querido desnaturalizar a los tiempos, acomodán- dolos a la teoría inveterada de los pasados, en vez de seguir el curso de los presentes acontecimien- tos, y obrar segiin el imperio de la edad a que hemos llegado. ¿ Quién duda que por este orden debemos temer una próxima consunción política, que aunque lenta y tardía nunca dexará de ser te- rrible? A estos principios es consiguiente la ne- cesidad de fixar un plan capaz de combinar la se- guridad y el orden con una administración menos complicada y más rápida, aunque exceda de las reglas que prescribe la tranquila política de esos pueblos que ya son libres, o que al menos están ya acostumbrados a ser esclavos: no sé si acierte, pero voy a hacer el liltimo esfuerzo.
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Examinados prolixamente estos principios, qui- zá mi opinión particular sería crear un dictador baxo las fórmulas, responsabilidad y precauciones que en su caso podrían fácilmente detallarse. Con- centrar la autoridad en un solo ciudadano acree- dor a la confianza pública, librar a su responsabi- lidad, la suerte de los exércitos y la execución de todas las medidas concernientes al suceso, y en una palabra, no poner otro término a sus facul- tades que la independencia de la patria, dexando a su arbitrio la elección de los sujetos más idó- neos en cada uno de los ramos de administración, y prescribiéndole el término en que segiin las ur- gencias públicas debía expirar esta magistratura, con las demás reglas que se adoptasen; creo que sería uno de los medios más análogos a nuestra situación. Bien sé el gran peligro que resulta de una magistratura que prepara tan de cerca al des- potismo : y también sé quanto se debe desconfiar del que parece más desinteresado, luego que puede lisonjearse de obtener las aclamaciones de la mul- titud y ver a su devoción un partido numeroso. Quizá por estas consideraciones el romano más in- trépido sacrificaba al miedo, quando se trataba de nombrar aquel supremo magistrado, haciendo de noche y en secreto esta terrible ceremonia. Pero a pesar de todo, nuestra situación es diferente, y nada favorable a tan peligrosas miras: a nadie se le ocultará que las más veces el hombre es bueno, porque no puede ser malo, y aunque podría suce- der que pusiésemos nuestro destino en manos de un ambicioso, las mismas circunstancias vacilan- tes y difíciles en que nos vemos, servirían de apo- yo al pueblo si temiese ser oprimido, y la tiranía doméstica duraría tanto como la luz de un fósforo.
Si a pesar de esto la inexperiencia o el temor abs- trae insuperablemente a Is creación de im dicta- dor, aun podría adoptarse un medio apto a con- ciliar la seguridad de los designios con la rapidez en la execución. El gobierno actual, baxo la forma que está establecido, no es, ni puede jamás ser bueno; y aunque los individuos que lo compongan
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fuesen los mismos que más claman por la refor- ma, quizá serían peores que los actuales: el vicio es constitucional por decirlo así, consiste en la acumulación del poder y la falta de reglas o prin- cipios que deben moderarlo: la voluntad particu- lar de cada uno es el modelo que sigue: el pueblo le dio el poder que tiene y ellos lo amplían o limi- tan a su arbitrio, porque carecen de otra norma. Es de necesidad reparar estos abusos, y si ahora no lo hace la asamblea, fácil es asegurar lo que puede suceder.
En realidad no se puede constituir por ahora un poder legislativo, mientras no se declare la inde- pendencia, y exprese la voluntad general los tér- minos de la convención a que se circunscriba: pero como por otra parte no se puede prescindir del exercicio provisional de aquel poder, es preciso deslindar sus funciones del poder executivo para que, equilibrándose ambos, se prevenga el abuso de uno y se enfrene la arbitrariedad del otro. Para esto es indispensable, si no se adopta otro sistema, dividir en dos cuerpos las respectivas funciones que he indicado ; y reasumiendo el poder executivo en una sola persona, a fin de consultar el sigilo, la rapidez y oportunidad de providencias, dexar a arbitrio del cuerpo provisional directivo la ad- ministración interior, las declaraciones de paz, guerra o alianza que son nuestros actuales obje- tos, con todo el detall que exige la economía di- rectiva : en dos palabras, el poder executivo en uno solo para salvar el estado de sus enemigos inte- riores y exteriores ; el poder directivo en tres o más personas provisionalmente para consultar los me- dios más análogos al primer objeto, y sobre todo, acelerar la celebración del congreso de las provin- cias libres, antes del qual no son muy seguros nues- tros pasos. Qualquiera me hará la justicia de creer que he tomado una empresa muy difícil, así por su naturaleza, como por la estrechez del espacio donde puedo extender mi pluma: entre todo lo que he propuesto algo puede haber lítil: la asamblea y el público juzgarán lo que más convenga a la sa-
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hid de la patria. Ya lo he dicho otra vez: por cum- plir mis deberes comprometeré hasta mi amor pro- pio, y mientras no vea proclamada la libertad porque suspira mi corazón, haré todos los esfuerzos que me inspire mi zelo, sea cual fuere mi destino.
{Id., abril 6 de 1812.)
Censura política
_ El que se proponga dar impulso a la opinión, sin profanar el lenguaje imparcial de un celo justo, ni prostituir su juicio al prurito impostor de las pasiones, debe resolverse antes de todo a ser víctima pública de los intereses privados. En un pueblo que aspira a la libertad, es preciso que haya ciertos hombres tan familiarizados con los peligros, y tan decididos a morir por la causa de la hiimanidad que jamás teman el furor de los ti- ranos, el capricho de las facciones, ni aun la con- juración de sus afectos. Yo me revisto por ahora de estos sentimientos que quizá forman mi carác- ter, y sin más preludio voy a exponer mi juicio acerca del acontecimiento próximo de 6 del pre- sente.
Desde que se anunció al pueblo por el artícu- lo 1.° del Estatuto provisional la creación de una asamblea que debía formarse periódicamente para resolver sobre los grandes asuntos del Estado; Jos unos concibieron grandes esperanzas de ella, y suspiraban por su instalación, contando con im- portuna prolixidad los días que faltaban para el indicado 23 de marzo; y otros, aunque en menor niimero, temían las consecuencias que ordinaria- mente produce la inexperiencia en los primeros ensayos que hace un pueblo para deslindar <sus derechos. Ambos convenían en que vsi la asamblea expedía sus atenciones en calma y con tranquili- dad, la patrio vería exaltado su pabellón, y ente-
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rameute abatido el estandarte de los déspotas. Pero quizá esta raisma serenidad hubiera sido un síntoma mortal de nuestro cuerpo político, y sin duda los más exactos pensadores bubieran gradua- do esa calma como el mejor termómetro para des- cubrir la languidez de las pasiones públicas, y la insensibilidad de nuestra ñbra moral. Un pueblo que mira su suerte con indiferencia, y que en las grandes revoluciones de su destino tiene siempre los labios abiertos para sancionar quanto aprue- ban sus mandatarios o ministros, está muy dis- tante de ser libre. La salud universal exigía que tropezásemos en este primer paso, y que el mismo golpe del desvío nos ensenase los medios de pre- caverle. El que por primera vez entra a una obs- cura habitación, encuentra escollos basta en el espacio libre ; pero sus primeras caídas suplen lue- go las precauciones que le faltaban. Lejos de ex- trañarse a mi juicio estos acontecimientos, ellos han debido entrar siempre en el cálculo de los filósofos, supuesto que aun los pueblos que se han distinguido más por el refinamiento de sus ideas, no han llegado a perfeccionarlas sino después de haber pasado por todos los períodos del error. ¡ Quizá el que recientemente nos ocupa es el pri- mer paso que damos al acierto ! Del ensaj o en que voy a entrar resultará al menos una débil prueba que lo demuestre.
Formada la asamblea sobre el plan inexperto que se anunció en el Heglamento de 19 de febrero, eran tan consiguientes los abusos, como ambiguos y peligrosos los principios. Del orden resultará el convencimiento. El primer error que cometió el gobierno fué dilatar la publicación del Reglamen- to que debía dar forma a la asamblea, y que se- gún el artículo 1.° del Estatuto provisional ofre- ció verificar a la mayor brevedad. De aquí resultó que todas las provincias interiores, no teniendo un modelo para arreglar los poderes que debían expe- dir a sus apoderados, los concibieron de un modo tan indeterminado e insuficiente, que apenas los autorizaba para sufragar en la elección del vocal
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que debía nombrarse según el Estatuto. En orden al método que se adoptó en esta capital para la elección de los demás miembros que formaban la asamblea, difícilmente se bubiera imaginado otro peor. Por él se admitían indistintamente a sufra- gar por los electores, aun aquéllos que por el ar- tículo 3.° quedaban excluidos, por no tener una decidida adhesión a la causa de la libertad de las provincias unidas: por él se libraba a la suerte la elección de los 33 ciudadanos que habían de com- poner la asamblea, método tanto más expuesto, quanto era imposible que entre los 100 insacula- dos hubiera una idoneidad igual, mucho más quando excluidos por el artículo 4.° los militares del exército y los empleados en los ramos de ad- ministración pública, quedaba de necesidad re- ducido el vecindario a un índice sucinto, atendi- das las circunstancias del país. Quiero prescindir de los demás vicios del Reglamento, jjorque ya no es tiempo de impugnarlos con otro dato que el de su mismo resultado; y voy a contraerme al no- ble acontecimiento de la disolución de la asam- blea y suspensión del Cabildo decretada por el go- bierno.
Instalada la asamblea baxo la forma prevenida en los reglamentos y anunciada en la ministerial, procedió a la elección para vocal del gobierno y re- cayó ésta en el digno ciudadano don Juan Martín Pueyrredón, justamente acreedor al sufragio uni- versal que ya le indicaba piiblicamente para aquel delicado ministerio. Tan sensible fué la emoción del pueblo a vista de este primer paso, que todos quedaron prevenidos en favor de la asamblea, y calculaban que éste no era sino el presagio de otros felices resultados. Entraron lluego a resolver los demás puntos que contenía la nota remitida segiin el artículo 4.° del Reglamento, y el primero a que se contraxeron fué el de la declaración de supremo que exigía el gobierno: esta inoportuna moción alarmó los ánimos y los dispuso al contraste cuyos efectos hemos sentido con dolor. La asamblea de quien se pedía esta nueva sanción, se creyó por el
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mismo heclio autorizada para arrogarse el título de suprema sobre todas las magistraturas consti- tuidas. Era consiguiente que en los unos perorase el zelo, en los otros hablasen las pasiones, y en algunos influyese quizá la lisonjera idea de supe- rioridad, para que acordes todos en un medio, aunque acaso divididos en el fin, exigiesen el reco- nocimiento, a que se rehusó el gobierno disolviendo inmediatamente la asamblea y suspendiendo en el ínterin al ayuntamiento. El pueblo recibe con una furiosa sorpresa este acontecimiento, y casi todos gritan; el gobierno es un déspota y el dere- cho del más fuerte es el único que se sostiene. La voz de la asamblea se mira desde entonces como una señal de alarma: las rivalidades agitan a unos y otros, y antes de examinar el suceso todos fallan según su opinión particular.
A mi juicio, después de analizar sus circuns- tancias, opino, que así el gobierno como la asam- blea se han excedido de los límites de su repre- sentación, obrando con una violenta inoportuni- dad a causa de no estar deslindadas las facultades de ambos. Si el gobierno no se consideraba superior a la asamblea ¿a qué propósito pide que le decla- re supremo una corporación inferior? Si la asam- blea ignoraba el carácter de su representación, y ni por el reglamento ni por la voluntad de los pueblos podía atribuirse el de suprema, ¿cómo es que se declara tal? Si la asamblea se creyó con de- recho a dar un paso de tanta conseqüencia, ¿por qué no modificó antes de todo su reglamento dero- gando, ampliando o variando los artículos de su institución, según se le permite en el 19 del Re- glamento, y el 3 y 4 de las adiciones? Si el gobierno entendió que segiin el artículo 13 estaba autori- zado para disolver la asamblea por convenir a la tranquilidad pública, ¿a qué el paso escandaloso de suspender el Cabildo, sorprendiendo al pueblo en su tranquila expectación con precauciones mi- litares, después del primer golpe anunciado por sordos rumores? Si ambos estaban predispuestos a sostener los fueros que se arrogaban, ¿por qué
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no los deslindaron antes por los medios prudentes y legales, a fin de no comprometer el sosiego del pueblo? Pero no es extraño: todo esto era consi- guiente a los defectos del Estatuto provisional, a los vicios del reglamento de la asamblea, a la for- zosa insuficiencia de los poderes de los pueblos, al método inexacto de recibir los sufragios sin dis- tinción de clases, al sorteo arbitrario de los 33 ciu- dadanos electos, al número excedente de sufragios concedidos al ayuntamiento, y en fin, a la inexpe- riencia, a las pasiones y al espíritu de cisma, ri- val inconciliable de un pueblo que desea ser libre. Lo cierto es que el peso de este acontecimiento lia agobiado la cerviz de la patria, y es un deber general reparar con esfuerzo sus fatales efectos. La asamblea debe renovarse a la mayor brevedad, pero a ella no deben concurrir, en mi juicio, los miembros que componían la anterior, a menos que merezcan la omnímoda confianza del pueblo: el gobierno debe cuidar de instruir a los pueblos sobre el objeto y límites que deben tener los po- deres que confieran a sus representantes: debe reformar todos los artículos que en presencia de estos sucesos demandan alguna variación, y debe prevenir, en fin, las conseqüencias futuras por las lecciones que acaba de recibir. Yo creo que ahora más que nunca urge la creación de un dictador: no liay acontecimiento que no sea una prueba pal- pable de esta necesidad. ¡ Infelices de nosotros si no aprendemos los medios de salvar la existencia piiblica a costa de los continuos contrastes que su- frimos! Me atrevo a esperar lo que deseo, y entre- tanto felicito a los amantes del orden por haber ya salvado del gran riesgo que amenazaba a la pa- tria en la convulsión que había preparado la im- prudencia de los ministros del pueblo.
APÉNDICE AL ARTICULO ANTERIOR
Me había propuesto hacer algunas reflexiones sobre el manifiesto del gobierno, y otros hechos
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que posteriormente lian llegado a mi noticia acer- ca de la asamblea provisional: pero como toda dis- cusión que no tenga otro objeto que impugnar lo que está impugnado por sus mismas consecuencias, debe ser ajena de mi instituto, fixaré una sola re- flexión fundada en la naturaleza de las circuns- tancias, para que de ella infieran otros mejores calculadores las medidas que reclama la salud universal. Todo reglamento o disposición que al presente se publique, sólo puede tener una fuerza directiva guando el interés público se la dé; y el gobierno no tiene otra facultad, que la de dis- cernir los casos particulares en que precariamente puede resolver lo que sea más conforme a aquel principio. Esta es una verdad demostrada que se contradice expresamente en el manifiesto, atri- buyendo un carácter soberano, y por lo mismo in- violable a los decretos del gobierno ; carácter que sólo puede emanar de la sanción general de los pueblos, cuya voluntad en esta parte no se halla expresada, ni puede suplirse por un mero recono- cimiento surgido quizá muclias veces por el temor habitual que inspira la esclavitud: esta misma materia be tocado j^a en los números anteriores, y continuaré con oportunidad en los siguientes; por ahora voy a recomendar al público algunos datos particulares de que estoy instruido, relati- vos a la asamblea. El primero y más original es la moción que hizo uno de los representantes del pueblo para que se jurasen las leyes de Indias, es decir, para que se jurase el código más tirano y humillante de quantos han dictado los déspotas del Asia. Yo ignoro qué objeto podía tener este juramento, o qué ventajas se propuso el que hizo la moción para prostituir sus deberes, e insultar en cierto modo la dignidad de los mismos pueblos que hasta hoy han gemido baxo el peso de esas leyes arbitrarias que promulgó la usurpación. No es menos digna de censura la moción verbal que hizo ante el gobierno la diputación que pasó la asamblea, proponiendo por incidente que supues- to que no se admitía el nombramiento supletorio
ITi BERNARDO MONTEAGÜDO
del doctor Díaz Yélez se procedería a elegir otro vocal en lugar del ciudadano Pueyrredón ; la asam- blea estaba muy distante de tocar este punto, ya porque conocía el acierto de la primera elección, ya porque lo útil no podía viciarse por lo inútil aun quando el nombramiento de suplente no pu- diese llevarse a efecto. Sin embargo, es constante que se liizo esta moción suponiéndola conforme al espíritu de la asamblea. ¿Y qué se infiere de esto? El público lo juzgará. Ello es que aunque el acon- tecimiento del 6 ha afligido mi sensibilidad al con- cebir las ventajas que podían baber resultado de la sana intención de algunos de los representantes del pueblo, también be temido algunas veces que la patria hubiese quedado reducida al estado en que se vio Atenas cuando Trasíbulo la salvó de los treinta magistrados que el vencedor lacedemonio había permitido elegir al pueblo. Ciudadanos: de- mos una tregua al sentimiento de nuestras desgra- cias, ahoguemos la impresión de los interes^es pri- vados, y no tratemos sino de reparar los males, frustrar los peligros, y con la tea en una mano y el puñal en la otra perseguir a los tiranos, hasta que atados al carro de nuestro triunfo proclamen con nosotros la independencia del Sud.
{Id., abril 13 de 1812.)
El Redactor
Nunca somos tan felices o infelices como ima- ginamos y del más desgraciado acontecimiento se puede sacar un gran bien capaz de compensar el infortunio, si se escucha en el silencio de las pa- siones la voz de la experiencia que prescribe las reglas invariables del acierto. vSería una prueba irrefragable de aturdimiento y estupidez, el creer que un pueblo puede regenerarse sin ser a cada paso víctima de las oscilaciones políticas, y aban-
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donar el sosiego mortal de la esclavitud par los saludables peligros de la libertad. El melancóli- co egoísta busca la sombra y el retiro apenas ve engañada su tímida esperanza por el menor con- flicto : él querría muy bien ser libre, pero sin dexar de estar tranquilo, y sin verse obligado a sacrifi- car un átomo de sus intereses. Al primer revés que sufre, suelta la máscara que ocultaba su corazón, y no contento con borrar su nombre del catálogo de los dignos bijos de la patria, toma un empeño decidido en abultar la insuficiencia de recursos, la debilidad de arbitrios, y el cúmulo de males que arrastra una situación procelosa. El grita po- seído de un pavor hipócrita y de un afectado des- engaño, que los partidos devoran el corazón del pueblo, que los errores del gobierno anuncian nue- vos peligros y que las contradicciones públicas son un síntoma de anarquía y disolución: algunas ve- ces mezcla un fingido dolor a la exageración de las desgracias, pero el objeto de sus facticios sen- timientos sólo es dogmatizar el egoísmo, y au- mentar el número de sus prosélitos. Dexemos fluc- tuar entre la debilidad y el delirio a ese grupo de cobardes nacidos para vegetar en la humillación: los que amen de veras a la humanidad, los que co- nozcan sus derechos, los que quieran vivir en la memoria de las generaciones venideras y, en fin, los que han jurado redimir con su sangre ai pue- blo americano, saben muy bien que su último des- tino podrá ser un cadalso, y que las primeras pá- ginas de la historia de un pueblo libre van siem- pre manchadas con la sangre de sus mártires.
Yo veo que en vano se agotan en cálculos esté- riles los que presagian quiméricos desastres ; ellos ignoran las leyes del destino, y confunden el vicio de sus ideas con las reglas que prescribe el imperio de los tiempos: semejantes a los déspotas que lla- man sedicioso al que no quiere ser esclavo, equi- vocan los contrastes que experimenta un pueblo para ser libre con las agonías que sufre al caer en la esclavitud. Agobiados por el peso del conflicto dexan de pensar por sentir, y no encuentran sino
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desorden en el orden mismo de las revoluciones. Pero el que conoce la verdadera tendencia de los sucesos es como un viajero experto que aunque tropieza con zarzas y escollos que le detienen, sólo trata de vencerlos y marchar a su destino. A poca observación es fácil conocer que sin un con- tinuo estremecimiento político que presente a cada paso la imagen del peligro, en breve se acomodaría nuestra indolencia a un estúpido sosiego^ j decli- naría por su propia virtud el odio a la tiranía en amor a la esclavitud. El contraste de ideas y senti- mientos que ofrece la alternativa de prósperas y adversas combinaciones estimula a la vigilancia y ensena el gran arte de prevenir la reincidencia en el error. ¡ Quizá por este principio ha sido ventajosa la disolución de la asamblea! De ella ha resultado al menos el conocimiento de algunas verdades prácticas que deben servir de norma a los qne pre- siden la suerte pública y a los ciudadanos que an- helan sus progresos. Yo abriré mi opinión sobre ellas, si antes de mí, no lo hacen otros juiciosos pensadores. Lo que importa es salvar la patria, romper los escollos que nos detienen, frustrar los amagos de la expirante tiranía, y hacer obstina- dos esfuerzos para cicatrizar las heridas, que aun hoy arrancan gemidos del corazón de los hombres libres.
(W., abril 20 de 1812.)
El Editor
Nadie, nadie es capaz de cortar los progresos de nuestra revolución: los siglos anteriores la pre- paraban en silencio, el estado general del globo político indicaba la necesidad de este aconteci- miento, y en los decretos del tiempo estaba seña- lado el período que debía durar la esclavitud en las regiones del nuevo miindo. La sagrada tea de la LIBERTAD arde ya por toda la América: podrá
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quizá un déspota aventurero o un desnaturalizado parricida apagarla en alguna pequeña parte con las lágrimas y la sangre de nuestros mismos her- manos: pero las cenizas de su ruina no liarán más que ocultar el fuego secreto que tarde o temprano ha de devorar a los opresores en su periódica ex- plosión. Quizá podrá suceder que en el mismo día en que un pueblo suba al trono y anuncie su ma- jestad, caiga otro menos feliz a los pies de un ti- rano insolente que le obligue a profanar sus labios gritando con un humilde furor: viva la opresión. Pero no importa: por una parte se multiplicarán los patíbulos, y en otra se cantarán himnos a la patria: los mártires de la libertad correrán en tropel a los sepulcros, y los apóstoles de la indepen- dencia subirán con intrepidez a las tribunas a pre- dicar los dogmas saludables de la filosofía. El con- traste de los sucesos y la ira impetuosa de los par- tidos agobiarán el sufrimiento de algunos, porque no todos nacen para ser héroes: el padre anciano llorará la pérdida de sus hijos, la sensible esposa asistirá con ternura al sacrificio de su consorte, el fiel amigo sufrirá en su corazón la desgracia del hombre de bien, las familias de los mejores ciuda- danos se resentirán de la miseria que las oprima; pero todos es^os males particulares son necesarios para consumar el gran sistema y cada uno de ellos tiene una influencia directa en los resortes de com- binación. Fatigas, angustias, privaciones; rivali- dades, he aquí las recompensas del zelo, pero h© aquí también los presagios del deseo realizado: todo coadyuva al voto universal de los hombres libres, y esas mismas convulsiones que Qomprome- ten la suerte de los más interesados en el bien pú- blico, minan sordamente las bases de la tiranía, descubriendo héroes ciudadanos que confundan al mercenario egoísta, humillen al furioso libertici- da y arranquen del seno de la muerte la patria tiranizada.
Tales son las ventajas que resultan de esos mis- mos choques de opinión que es imposible destruir, aunque alguna vez convenga desde luego el pre-
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venir: ellos nacen de dos principios: el temor y la ambición, y para resolver el gran problema quales sean los medios de sofocar los partidos, es preciso saber, si aquellas dos pasiones originarias existi- rán siempre entre los hombres o perderán su in- fluencia alguna vez. Yo creo que en todas las eda- des y en todos los climas el hombre es combatido por el temor de perder lo que posee y de no obtener lo que desea: este estímulo sin duda es más urgen- te en el que ambiciona ser lo que no es, o quizá más de lo que puede ser. El que teme perder la vida civil o natural en una conjuración, ser des- pojado de un empleo que la intriga, la casualidad, o el mérito le han proporcionado, o ver, en fin, elevado a un rival poderoso de quien no pueSe es- perar sino persecuciones y ruina; su primer cui- dado es buscar los medios de defensa, hacerse de partido, mostrarse a unos como virtuoso, y pre- sentar su rival a otros como un delinqüente atroz : de aquí nacen las rencillas, los chismes, las decla- maciones secretas, los rumores piíblicos y las des- avenencias generales. Después que el mal no tiene remedio entonces grita el fanático, clama el zelo- so hipócrita, pero ninguno se ocupa en buscar las causas del desorden para precaverlo. No hay ma- teria más interesante y ella ocupará mi atención en el siguiente número: entretanto conjuro a los amantes del orden sostengan mis débiles esfuerzos y agoten los suyos hasta que puedan decir los hom- bres libres: viva la república.
(W., abril 27 de 1812.)
Política
Si el temor y la ambición producen las faccio- nes, y éstas los partidos que devoran al Estado, es un deber de todo gobierno popular ocurrir a la influencia de aquellos dos agentes del disturbio y prevenir sus efectos, ya que es imposible des-
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arraigar las causas de donde einauaii. Todo liom- bre sensato debe estar desengañado de esa quime- ra filosófica que lia entretenido el espíritu de al- gunos que intentaron desnudar a los hombres de su ropage natural, quiero decir de sus pasiones y vicios. Yo veo al hombre siempre el mismo en el siglo de Arístides, que en la edad de Calígula, en los tiempos de Sócrates y en los de Nerón: veo que las lecciones de Marco Aurelio, las máximas de Séneca y las virtudes de sus contemporáneos tuvieron estériles admiradores sin ser jamás imi- tadas: veo, en fin, que el antiguo y nuevo mundo, las razas de los tiempos fabulosos y las generacio- nes del siglo XIX, se resienten de las mismas de- bilidades, de iguales extravíos, y de propensiones idénticas que humillan el espíritu del que conside- ra siempre aislada la justicia a un corto número de hombres que abortan los tiempos en su rápida carrera.
Yo bien quisiera dudar de esta humillante ob- servación, mas por desgracia ella es una verdad demostrada; y en la triste necesidad de suponerla, sólo debo calcular los medios preventivos de la malicia de los hombres, demasiado propensos al espíritu de discordia, luego que el temor o la am- bición los agita. En verdad es un sentimiento na- tural a todo ser débil e impotente buscar el apoyo de otro, y dilatar la esfera de su poder interesan- do en su auxilio al más sagaz, al más poderoso y al más fuerte, quando le amenaza un riesgo o le combate un peligro que aflige sus recursos indi- viduales. Si un funcionario público, si un mili- tar honrado, si un ciudadano particular ven vaci- lar su existencia civil por las detracciones, las im- posturas y las denuncias clandestinas: si el gobier- no fomenta con su tolerancia los chismes y renci- llas sordas, y tiene a más la debilidad de consentir en el menoscabo de la opinión de aquéllos, es con- siguiente al temor de perderla el sobresalto, la in- dignación, la venganza, los zelos, las quejas y todos los demás recursos que sugiere una justa re- presalia en la crisis del enojo. El agraviado ya no
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trata desde entonces sino de buscar prosélitos en su dolor: persuade, seduce, alarma, divide y, en fin, su pasión grita y la discordia triunfa. Es un principio en la política que así como e] déspota funda su seguridad en las denuncias, único tráfico de sus mercenarios aduladores; la acusación es en los Estados libres la salvaguardia de la libertad individual. En un pueblo donde la denuncia sea un crimen, y donde la acusación esté autorizada por la ley, jamás la virtud podrá ser oprimida de la impostura. Si mis acciones son conformes a las leyes eternas que me rigen, y si yo es- toy cierto que las tinieblas no pueden obscu- recerlas, si sé que no tengo otro enemigo que el que se me presenta armado, el temor será en mí una pasión efímera, y descansando en mí mismo cuidaré sólo de sostener mi opinión, mas no de arruinar la de los otros. Pero mi conducta será del todo contraria, si sé que se me acecba en se- creto y que se juzga mi opinión en el seno de las sombras. En resultado de estas observaciones yo concluyo, que uno de los medios preventivos de las discordias y partidos, es cerrar la puerta a las denuncias secretas y abrir un tribunal piíblico de acusación donde el zeloso ciudadano publique con intrepidez los crímenes del perverso y la virtud esté al mismo tiempo segura de la zana de los im- postores.
i Qué pueden al presente todos los esfuerzos de los tiranos ! Sus infructuosas campañas han aba- tido su coraje, sus recursos se han agotado, su crédito lia perecido y la ilusión que los sostenía se ha disipado como el humo: las naciones han abierto los ojos y los han fixado sobre esta guerra: la mitad de la Europa se arma contra nuestra ene- miga (S), la otra mitad ve con placer la próxima ruina de esa potencia soberbia que se arrogaba el imperio de los mares y sometía a su cruel yugo la parte más vasta de la América.
¿Con qué título nos imponía y dictaba leyes?
(8) A nosotros nos basta que cst¿ armada la Francia.
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¿No es un absurdo el que un inmenso continente sea gobernado por una pequeña isla? La natura- leza no lia formado al satélite mayor que a su pla- neta. Estando la Inglaterra y la América en rela- ciones inversas segiín el orden natural, era pre- ciso que perteneciesen a diferentes sistemas: era preciso que la Inglaterra perteneciese a la Europa y la América a sí misma. Nuestra situación, nues- tras fuerzas, la tiranía de los ingleses, su distan- cia, ved abí, ved abí los títulos que tenemos para ser independientes. Nosotros somos libres porque queremos y porque podemos serlo: este es el orden de la naturaleza y, sin embargo, se nos trata de rebeldes. El enemigo de la libertad y de la hu- manidad es el verdadero rebelde: este es el mons- truo horrible que debe ser marcado por todas par- tes con el sello del anatema piiblico. ¿Nosotros re- beldes? ¿Lo es acaso el que defiende sus hogares contra los que roban sus propiedades y arruinan sus hijos? ¿Nosotros rebeldes? ¿Y qué eran los ingleses quando hicieron correr en el cadalso la sangre de uno de sus reyes, quando obligaron a otro a huir de su barbarie y a renunciar la coro- na por salvar su vida? La sangre de los reyes no ha manchado nuestras manos y, sin embargo, se derrama la nuestra. ¿Nosotros, en fin, rebeldes? ¡Ah! Si lo somos, nos gloriamos de tener parte en este bello título con el gran Tell, que hizo tem- blar a Alberto sobre el trono, con el primer ho- landés que osó salvar a sus compatriotas de la ti- ranía del duque de Alba. Nuestra causa es la misma, porque es la causa de la libertad.
¡ Pero quánto más feliz es nuestra situación ! La naturaleza nos ha prodigado todos sus dones, las artes hermosean nuestras comarcas, la industria y el comercio hacen reinar la abundancia. El cora- je de los americanos se ha desplegado ya en los combates: ¿quién podrá hacernos vacilar entre la guerra y una ignominiosa servidumbre? La vic- toria es nuestra si perseveramos ; pero aun quan- do la muerte fuese cierta, ¿quién no la despre- ciaría y quién no baxaría a la tumba con placer?
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¿ Se debe temer la muerte guando la vida no es sino el fruto de la esclavitud? Muramos, muramos si es preciso; ¡ pero qué digo! Olvidemos esta ima-
f^en, la felicidad va a renacer entre nosotros con a paz. Atesto nuestras victorias, las de nuestros aliados, la caída de esos ministros cuyo orgullo causó todas nuestras desgracias, la evaquación de la mayor parte de nuestras plazas: atesto esa feliz unión que reina entre los americanos, atesto, en fin, esas leyes dictadas por la humanidad y la sa- biduría. Las leyes de Licurgo estaban escritas con sangre, nuestro código no respira sino huma- nidad: Platón forjó quimeras, nosotros seremos fe- lices en realidad. Numa era rey, y nuestros legis- ladores son ciudadanos libres. Yed abí los felices auspicios baxo los guales se renovarán entre nos- otros los bellos días de Atenas y de Roma. Nos- otros estamos en nuestra aurora, la Europa toca su occidente; y si las tinieblas se apresuran a en- volverla, para nosotros amanecerá un día puro y risueño: ciudades numerosas saldrán del seno de estos desiertos inmensos: nuestros buques cubrirán los mares, la abundancia reinará dentro de nues- tros muros y no se verán sobre nuestros altares y en nuestros tribunales sino dos palabras: humani- dad y LIBERTAD. ¡ Oxalá pudiésemos expiar los ul- trajes que ban recibido ambas en América, y que aun reciben en mucbas partes de Europa ! ¡ Oxalá pudiésemos mostrar a nuestros antiguos tiranos y a todos los pueblos en una sabia y justa legisla- ción el medio de afirmar la felicidad de los indi- viduos y asegurar la permanente prosperidad de los Estados!
(Id., mayo 4 y 11 de 1812.)
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Ensayo sobre la revolución del Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809
¡Qué tranquilos vivían los tiranos y qué con- tentos los pueblos con su esclavitud antes de esta época memorable! Parecía que nada era capaz de turbar la arbitraria posesión de aquéllos, ni menos despertar a éstos de su estúpido adormecimiento. ¿Quién se atrevía en aquel tiempo a mirar las cadenas con desdén, sin hacerse reo de un enorme atentado contra la autoridad de la ignorancia? La fanática y embrutecida multitud no sólo gra- duaba por una sacrilega quimera el más remoto designio de ser libre, sino que respetaba la escla- vitud como un don del cielo, y postrada en los templos del Eterno pedía con fervor la conserva- ción de sus opresores, lloraba y se ponía pálida por la muerte de un tirano, celebraba con cánti- cos de alabanza el nacimiento de un déspota y, en fin, entonaba bimnos de alegría siempre que se prolongaban los eslabones de su triste servidum- bre. Si alguno por desgracia rehusaba idolatrar el despotismo, y se quejaba de la opresión, en breve la mano del verdugo le presentaba en trofeo sobre el patíbulo y moría ignominiosamente por traidor al rey. A esta sola voz se estremecían los pueblos, temblaban los hombres y se miraban unos a otros con horror, creyéndose todos cómplices en el figu- rado crimen del que acababa de expirar. En este deplorable estado parecía imposible que empezase a declinar la tiranía, sin que antes se llenasen los sepulcros de cadáveres y se empapase en sangre el cetro de los opresores. Pero la experiencia sor- prendió la razón, el tiempo obedeció al destino, dio un grito la naturaleza y se despertaron los que hacían en las tinieblas el ensayo de la muerte.
El día 25 de mayo de 1809 se presentó en el teatro de las venganzas el intrépido pueblo de la Plata, y después de dar a todo el Perú la señal de alarma desenvainó la espada, se vistió de cólera y derribó
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al mandatario que le sojuzgaba, abriendo así la primera brecba al muro colosal de los tiranos. Un corto número de hombres iniciados en los augus- tos misterios de la patria, y resueltos a ser las pri- meras víctimas de la preocupación, decretaron de- poner al presidente Pizarro y frustrar por este me- dio los ensayos de tiranía que preparaba el exe- crable Goyenecbe, entablando un complot insi- dioso con todos los xefes del Perú. El carácter im- postor con que se presentó este vil americano, y los pliegos que introduxo de la princesa del Brasil con el objeto de disponer los pueblos a recibir un nuevo yugo, fueron el justo pretexto que toma- ron los apóstoles de la revolución para variar el antiguo régimen, tocando los dos grandes resor- tes que inflaman a la multitud, es decir, el amor a la novedad y el odio a los que ban causado su opresión.
Alarmadas ya por este exemplo todas las comar- cas vecinas, y estimuladas a seguirlo por combi- naciones ocultas, no tardó el virtuoso y perseguido pueblo de la Paz en arrojar la máscara a los pies, formar una junta protectora de los derecbos del pueblo, y empezar a limar el cetro de bronce que empuñaban los déspotas con altanería. No hay duda que los progresos hubieran sido rápidos, si las demás provincias hubiesen igualado sus esfuer- zos, atropellando cada una ñor su parte las difi- cultades de la empresa y batiendo en detall al des- potismo. Mas sea por desgracia, o porque quizá aun no llegó la época, permanecieron neutrales Cocha- bamba y Potosí, burlando la esperanza de los oue contaban con su unión. Be aquí resultó, que aisla- das las primeras provincias a sus débiles arbitrios, quedaron luchando con el torrente de la oninión y el complot de los antiguos mandatarios, sin más auxilio que el de sus deseos, y quizá sin proponer- se otra ventaja que llamar la atención de la Amé- rica y tocar ni menos el umbral de la tjbertad. Este srrave peligro realizado después ñor la expe- riencia, fomentó la conjuración de todos los man- datarios españoles; y en seguida el vil Goyeneche,
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de acuerdo con el nefando obispo de la Paz, diri- gieron sus miras hostiles contra esa infeliz ciu- dad, triunfando al fin de su heroica resistencia por medio de la funesta división introducida por sus ocultos agentes. ¡Oh cómo quisiera ocultar de mi memoria esta escena deplorable! Pero si el cora- zón se interesa en el silencio, también la gratitud reclama el homenaje de un religioso recuerdo.
Luego que la perfidia armada mudó el teatro de los sucesos, empezó el sanguinario caudillo a levantar cadalsos, fulminar proscripciones, rema- char cadenas, inventar tormentos y apurar, en fin, la crueldad hasta obscurecer la fiereza del te- merario Desalines. Las familias arruinadas, los pa- dres sin hijos, las esposas sin maridos: las tum- bas ensangrentadas, los calabozos llenos de muer- te, por decirlo así: sofocado el llanto, porque aun el gemir era un crimen, y disfrazado el luto, por- que el solo hecho de vestirlo mostraba cómplice al que lo traía. ¡Qué espectáculo! Permítaseme ha- blar aquí en el lenguaje del dolor y turbar el re- poso de los que ya no existen, pero que aun viven en la región de la inmortalidad. ¡ Oh sombras ilus- tres de los ciudadanos Victorio y Gregorio Lanza! ¡ Oh intrépido joven Rodríguez ! ¡ Oh Castro, gue- rrero y virtuoso ! ¡ Oh vosotros todos los que des- cansáis en esos sepulcros solitarios! Levantad la cabeza en este día de nuestro glorioso aniversario, y si aun sois capaces de recibir las impresiones de un mortal, no vayáis a buscar vuestras familias y vuestros hijos, contentaos con saber que viven y que algún día vengarán vuestras afrentas. Por ahora yo os conjuro por la patria, a que deis un grito en medio de la América, y hagáis ver a todos los pueblos, quál es la suerte de los que aspiran a la LIBERTAD, si por desgracia vuelven a caer en poder de los tiranos. Pero yo veo que el sentimien- to ha precipitado mis ideas, y que involuntaria- mente he puesto un doloroso paréntesis al ensayo que he ofrecido. Debo, sin embargo, continuar, aunque me exponga segunda vez a ser víctima de mi propia imaginación.
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Sojuzgada la provincia de la Paz y difundido el terror por las demás, quedaba la de Charcas so- bre el borde del precipicio, y sus habitantes no te- nían otro consuelo que la dificultad de que hu- biese otro hombre tan fiero y sanguinario como el opresor Goyeneche. En verdad parecía imposible que la naturaleza aun tuviese fuerzas para produ- cir un nuevo monstruo, y que no se hubiese ya cansado y arrepentido de influir en la existencia de aquel bárbaro americano. Pero bien presto di- sipó la realidad esta ilusión, y se presentó un es- pañol marino en sus costumbres, soldado en sus vicios; y militar tan consumado en la táctica del fraude, como en el arte de ser cruel. Con el título de pacificador del Alto Perú, y comisionado del último virrey de estas provincias entró al fin Nieto a la de Charcas auxiliado por el protervo Sanz_, go- bernador de Potosí, y digno socio de los conjura- dos liberticidas. Por un concurso feliz de circuns- tancias imprevistas, no se renovó en la Plata la sangrienta escena de la Paz; mas, sin embargo, gimió la humanidad y se estremeció el sentimien- to al ver transformada en un desierto solitario la ciudad más floreciente del ángulo peruano. Decapi- tado civilmente su honrado vecindario, entrega- dos al dolor y a las tinieblas sus mejores hijos, dispersas las familias y reducidas a la mendicidad, mientras el opresor desafiaba a sus pasiones, y de- cretaba entre la crápula y el furor la ruina de los hombres libres, la vida era el mayor suplicio para los espectadores de este suceso, y si el tirano no hubiese sido tan cruel, mas bien hubiera descar- gado el líltimo golpe sobre la garganta de tantos infelices.
Todos veían pendiente sobre su cabeza el puñal exterminador de la arbitrariedad: el indio había vuelto a vestir su antiguo luto, la libertad sollo- zaba inútilmente en las tinieblas, el Perú quería esconderse en las entrañas de la tierra y no podía: en fin, todo había muerto para la esperanza, y nada existía sino para el dolor, cuando el pueblo de Buenos Aires... basta, no es preciso decir más
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para elogiarlo; declara la guerra al despotismo, y enarbola el 25 de Mayo de 1810 el terrible pabellón de la venganza. El virrey Cisneros presencia con dolor los funerales de su autoridad, el gobierno se regenera, el pueblo reasume su poder, se unen las bayonetas para libertar los oprimidos, marchan las legiones al Perú, llegan, triunfan, se escon- den los déspotas, huyen sus aliados, tropiezan con los cadalsos y caen en el sepulcro. Yo los be visto expiar sus crímenes, y me be acercado con placer a los patíbulos de Sanz, Nieto y Córdoba para ob- servar los efectos de la ira de la patria, y bende- cirla por su triunfo. Ellos murieron para siempre, y el último instante de su agonía fué el primero en que volvieron a la vida todos los pueblos opri- midos. Por encima de sus cadáveres pasaron nues- tras legiones, y con la palma en una mano y el fusil en otra corrieron a buscar la victoria en las orillas de Titicaca ; y reunidos el 25 de mayo de 1811 sobre las magníficas y suntuosas ruinas de Thiabuanacu, ensayaron su coraje en este día, jurando a presencia de los pabellones de la patria empaparlos en la sangre del pérfido Goyenecbe y levantar sobre sus cenizas un augusto monumento a los mártires de la independencia.
Era tal la confianza que inspiraban los prime- ros sucesos de nuestras armas, que nadie dudaba ya del triunfo, y parecía que la constancia de la suerte iba a someter su imperio al orden sucesi- vo de nuestros deseos. Mas por uno de esos con- trastes que necesitan los pueblos para hacerse gue- rreros, venció el exército agresor, y del primer es- calón de la LIBERTAD se precipitaron nuevamente en el abismo de la esclavitud todas las comarcas del Perú. Los enemigos se embriagaban de orgullo y de placer a vista de nuestras desgracias, el co- razón de la patria se entregaba entonces a los con- flictos del dolor: Goyeneche describe con zana la ruta que debía seguir nuestro destino, Vigodet cree tan segura nuestra ruina, que ya le parece in- útil procurarla: pero el tiempo burla la esperanza de ambos, y por el resultado de sus medidas hemos
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visto la nulidad de sus arbitrios. A pesar de su rabia la patria vive, y las decantadas fuerzas del monstruo de Arequipa apenas han avanzado en el espacio de once meses 150 leguas, sin haber podi- do subyugar en el auge de su triunfo los robustos brazos de Oropesa, ni aun acabar de conquistar esos mismos pueblos que cedieron al impulso pre- cario de la fuerza.
Tal es en compendio la historia de nuestra re- generación política desde el 25 de mayo de 1809 hasta la época presente. Hoy hace dos años que expiró el poder de los tiranos, y arrancó este pue- blo de las fauces de la muerte su propia existen- cia y la de todo el continente austral. En vano pronosticaron entonces los déspotas que nuestro gobierno vería confundidas sus exequias con las mismas aclamaciones que recibía de los pueblos. El ha subsistido ya dos años en medio de las más crueles borrascas, ¿y por qué no llegará al tercer aniversario con la gloria de haber proclamado so- lemnemente la majestad del pueblo? Sería un cri- men el robar a nuestro corazón este placer tan deseado, pero también será un escándalo ahorrar la sangre de nuestras venas, cuando se trata de consolidar la independencia del Sud, y restituir a la América su ultrajada y santa libertad.
Apéndice a todas las observaciones de este periódico
Si alguna cosa puede acabar de confundir el or- gullo humano, es la triste necesidad de repetir con frecuencia aquellas mismas verdades que aprende el hombre desde el seno de su madre, y cuyo menor olvido le impide el ser feliz haciéndo- le muchas veces desgraciado. No hay animal tan estúpido que ignore los medios de asegurar su existencia y satisfacer el impulso de sus necesida- des. Sólo el hombre carece en esta parte de los precisos conocimientos, y por último colmo de su
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desgracia abusa de los que tiene y obra como si no los tuviera. ¿Qué razón hay, por exemplo, para que un pueblo que desee ser libre no desplegue toda su energía sabiendo que es el tínico medio de salvarse? Seguramente es imposible encontrar otro, aun cuando se consulten todos los oráculos de la razón y se apuren los recursos de la orgullosa ñldsi)- fía. Para dexar de ser esclavo basta muchas veces un momento de fortuna y un golpe de intrepidez: mas para ser libre, se necesita obrar con energía y fomentar la virtud: este es el último resultado que se descubre después de las más profundas y repetidas observaciones. Energía y virtud: en estas dos palabras se ve el compendio de todas las má- ximas que forman el carácter republicano.
Mas yo no veo que ningún pueblo haya desple- gado jamás este carácter, sin recibir grandes y frecuentes exemplos del gobierno que lo dirige. Un pueblo enérgico baxo un gobierno débil sería tan monstruoso como si un corazón muerto pudiera animar un cuerpo vivo. Nada importará que el guerrero pelee como ciudadano, y el ciudadano obre como un héroe, si los funcionarios públicos sancionan los crímenes con su tolerancia y pros- criben la virtud con el olvido. ¿Qué diferencia hay entre el asesino de la patria y el mártir de la LIBERTAD, si ambos respiran el mismo aire y ha- bitan un solo domicilio? ¿Y quién será capaz de reprimir el exceso de la malicia, si siempre se dexa impune la malicia del exceso? ¡ Oxalá no diese mo- tivo a desenvolver esta teoría la inicua conducta de nuestros enemigos I ¡ Pero qué difícil es la alian- za del egoísmo con el espíritu de libertad! Com- párense los sentimientos indulgentes y liberales que hasta hoy hemos acreditado, con la negra en- vidia y los zelos que fomentan en sus sinagogas los corifeos del despotismo. ¿Pierden acaso la me- nor oportunidad de conspirar en las tinieblas con- tra la existencia de la patria? Si cayeran a nues- tras manos todas sus correspondencias secretas, ¿qué de crímenes no se descubrirían? Si pudiéra- mos escuchar sus clandestinas confabulaciones
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¿quántos de los que nos miran con semblante ri- sueño desearían rasgar nuestras entrañas? Véase la conducta del obispo de Salta, y la de otros infi- nitos que en todos los pueblos visten la máscara de indiferentes. Pero entre éstos ^qniénes son los más culpables? Los europeos no, porque al fin es natural que sientan perder lo que creyeron poseer eternamente: ¡pero los americanos!... Yo no creo que ellos tengan bastante sangre para expiar sus crímenes, y la indulgencia con, éstos es el supre- mo crimen que puede cometer el gobierno.
Pero ya que en este día celebramos la gloriosa memoria del 25 de Mayo de 1810, debemos refle- xionar antes de asistir a los espectáculos y fiestas públicas que todas las fatigas, angustias, sobre- saltos y priyaciones que hasta hoy hemos sufrido, son otros tantos motivos que nos empeñan a conti- nuar la obra de nuestra salud con firmeza y con co- raje: reflexionemos que la sangre derramada por nuestros campeones en las llanuras de Huaquí, en los campos de Aroma, en las inmediaciones de Amiraya, en las márgenes del río Suipacha, en las quebradas del Nazareno y en la gloriosa acción de las Piedras, grita por la venganza y el castigo de nuestros orgullosos opresores. Y si nos creemos dignos del nombre americano, vamos, vamos quan- to antes a exterminar a los mandatarios de Mon- tevideo, a confundir al protervo Goyeneche, y sal- var a nuestros hermanos del imperio de la tiranía: funcionarios públicos, guerreros de la patria, le- giones cívicas, ciudadanos de todas clases, pueblo americano, jurad por la memoria de este día, por la sangre de nuestros mártires y por las tumbas de nuestros antepasados, no tener jamás sobre los labios otra expresión que la independencia o el se- pulcro, la LIBERTAD O la muerte.
(W,, mayo 25 de 1812.)
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El Siglo XIX y la Revoluciono)
La historia del siglo xviii, comparada con la de las edades precedentes, liace ver en las empresas del género humano un carácter de intrepidez y un grado de perseverancia, de que no se encuentra ejemplo aun en los tiempos fabulosos. Algunos pequeños puntos de las partes que forman el anti- guo mundo, presentaban alternativamente un cua- dro que probaba la existencia de una raza inte- lectual en el planeta qne habitamos: pero en el resto de la tierra, apenas podía inferirse la iden- tidad de nuestra especie por la semejanza de las formas exteriores. Las artes de los fenicios, la cultura de la Grecia y la sabiduría de Roma, fue- ron a su turno una sátira contra las demás na- ciones, que al mismo tiempo no eran sino grandes hordas de salvajes. Aun después del renacimiento de las ciencias en el siglo xv, su esfera no se ex- tendía más allá de los límites a que pudo alcanzar el influjo de León X y de Francisco I. Es verdad que desde entonces se principiaron a difundir las luces en el mediodía de la Europa ; pero el movi- miento intelectual no se generalizó en ella, ni se comunicó a las demás partes del mundo depen- dientes de su poder en fuerza del sistema colonial, o de sus relaciones de comercio, sino hasta el siglo que precede.
En él se ha abolido por una convención de todos los pueblos que forman la gran familia europea
(9) El Censor de la Revolución. — Santiago de Chile, Imprenta de Gobierno.
i.° a dos col.; Prospecto y 7 núms.; salió el núm. 1.° el 20 de abril de 1820, y el último el 10 de julio del mismo año; cada número compagi- nación aparte, y en todos 22 hojas.
Todo este periódico de punta a cabo pertenece a la pluma de Mon- teagudo. Sus artículos más notables son los que bajo el titulo de Cua- dro político de la revolución, salieron en los siete números. Los demás artículos, muy cortos y con marcado carácter de actualidad, no ofre- cen el interés que aquél.— Noticias trasmitidas por el stñor Luis Montt, de Chile. — (Nota de la edición Pelliza).
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el antiguo monopolio de los conocimientos cientí- ficos, y desde las inmediaciones del círculo ártico hasta los Tnontes Pirineos, se lian lieciio experi- mentos más o menos felices en las ciencias físicas y morales, y se lian deducido consecuencias prác- ticas cuyo influjo sobre la felicidad del género humano aun no se ha acabado de sentir. La Euro- pa y la parte septentrional de América han pro- ducido un gran número de genios sublimes que han osado interrogar a la naturaleza sobre sus leyes eternas, precisándola a explicarlas con exactitud.
Al empezar el siglo xix casi toda la atmósfera del mundo moral participaba ya de las luces que había difundido esa brillante constelación de ge- nios que apareció en el anterior. La progresión de las ideas debía ser en razón del impulso que había recibido el espíritu humano, que, puesto una vez en movimiento por todas partes, la resistencia y las dificultades no hacen sino doblar su energía.
Mas como el objeto de las ciencias es hacer co- nocer al hombre sus verdaderas relaciones con cuanto existe, las ventajas que puede derivar de la gran masa de seres organizados y los medios de obtenerlas; es imposible que sus adelantamientos vengan acompañados de revoluciones políticas, que son los anuncios naturales de haber llegado el momento en que un cuerpo social descubre que hay otras instituciones capaces de hacerlo más fe- liz, y se siente ya en aptitud de vencer los obs- táculos que se le presenten.
La Europa había dado algunos ejemplos par- ciales de haber llegado a este período, y era natu- ral que la América del Norte, cuya civilización estaba más adelantada al Nuevo Mundo, fuese la primera que lo segundase. En 1765 la colonia de Massachusetts mostró a las demás el camino que debía seguir. El Congreso de diputados reunidos en Nueva York abrió el templo de Jano, y la li- bertad dio el primer grito en el hemisferio que descubrió Colón, la guerra se emprendió y se sos- tuvo con heroicidad por los oprimidos y con per- tinacia por los opresores, hasta que el 4 de julio
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(le 1776, las trece colonias unidas se declararon libres e independientes del poder británico. La historia de los grandes acontecimientos no nos re- cuerda un hecho que haya dejado impresiones más profundas, ni que haya puesto en más agitación a los hombres que piensan sobre la naturaleza de sus derechos.
Aunque el gobierno español hubiese podido le- vantar en aquel mismo día alrededor de sus do- minios una barrera más alta que los Andes, no habría extendido el germen de la grande revolu- ción que se preparaba en vSud América. No se crea por esto que el despotismo de tres siglos era la causa que debía producirla: la esclavitud humilla pero no irrita, mientras el pueblo ignora que la fuerza es el único derecho del que le oprime, y sabe que la suya es demasiado débil para resistir- la. Pero luego que conoce la violencia, piensa en los medios de oponerse a ella y la revolución suce- de aún antes que nadie la sospeche. Desde enton- ces ninguna injuria es indiferente, el menor acto de opresión ofende a todo el pueblo, cada uno sien- te como suyo los agravios que recibieron las ge- neraciones precedentes, cualquier acontecimiento notable sirve para romper el primer dique, hasta que al fin estalla la insurrección, y el entusiasmo de la libertad es la triple coraza de hierro con que se arman todos para entrar en el combate.
La América española no podía substraerse al influjo de las leyes generales que trazaban la mar- cha que deben seguir todos los cuerpos políticos, puestos en iguales cirucunstancias. La memorable revolución en que nos hallamos fué un suceso en que no tuvo parte la casualidad: la opresión había perdido el carácter sagrado que la hacía soporta- ble, y las fuerzas de un gobierno que se halla a dos mil leguas de distancia, envuelto en las agitaciones de la Europa, no podían servir de barrera a un pue- blo que había hecho algunos ensayos de su poder.
Pero tal es la economía de la naturaleza en to- das las cosas, que es imposible separar los males de los bienes, ni obtener grandes ventajas sin
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grandes sacrificios. En los diez años de revolución que llevamos, hemos experimentado calamidades y disfrutado bienes que antes no conocíamos: el patriotismo lia desarrollado el germen de las vir- tudes cívicas, pero al mismo tiempo ha creado el espíritu de partido, origen de crímenes osados y de antipatías funestas: nuestras necesidades se han aumentado considerablemente, aunque nues- tros recursos sean inferiores a ellas, como lo son en todas partes; en fin, todo prueba que hemos mudado de actitud en el orden social, y que no podemos permanecer en ella, ni volver a tomar la antigua sin un trastorno moral, de que no hay ejemplo sobre la tierra.
A nadie es dado predecir con certeza la forma estable de nuestras futuras instituciones, pero sí se puede asegurar sin perplejidad que la América no volverá jamás a la dependencia del trono es- pañol. El creer que algunos contrastes en la gue- rra, o bien sean las vicisitudes inherentes al egoís- mo o a la cobardía, y los deseos de nuestros actua- les gobiernos, produzcan a la larga el restableci- miento del sistema colonial, es una superstición política, que sólo puede nacer de un miedo faná- tico o de una ignorancia extrema. El león de Cas- tilla no volverá a ser enarbolado en nuestros es- tandartes, no, no... Sean cuales fueren los presen- timientos de la ambición o de la venganza, nos- otros quedaremos independientes, tendremos leyes propias que protejan nuestros derechos, gozaremos dé una constitución moderadamente liberal, que traiga al industrioso extranjero y fije sus esperan- zas en este suelo. Ko pretendemos librar nuestra felicidad exclusivamente a una forma determina- da de gobierno j prescindimos de la que sea: pero estamos resueltos a seguir el espíritu del siglo y el orden de la naturaleza que nos llama a estable- cer un gobierno liberal y justo. Conocemos por ex- periencia los males del despotismo y los peligros de la democracia; ya hemos salido del período en que podíamos soportar el poder absoluto, y bien a costa nuestra hemos aprendido a temer la tiranía
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del pueblo cuando llega a infatuarse con los deli- rios democráticos.
Los que observan el curso de nuestra revolución así en América como en Europa, han juzgado casi siempre nuestra conducta con simpatía o con odio, con exageración o con mengua ; algunas veces con un fuerte interés de averiguar la verdad, pero muy poco con la idea de analizar el crimen, ten- dencias y progreso de la revolución. Se ha decla- mado contra los errores de nuestros gobiernos, contra las pasiones y antipatías locales de los pue- blos, contra los abusos del poder y contra la ins- tabilidad de nuestras formas ; en fin, contra todo lo que hemos hecho, y al momento se ha deducido como una consecuencia necesaria, que nuestros es- fuerzos eran inútiles y que debíamos sucumbir en la lucha. Otros han elogiado con entiisiasmo los sacrificios de los pueblos, las victorias de nuestros ejércitos, los reglamentos de varios gobiernos y algunos resultados felices de sus empresas, con- cluyendo de todo, que nos hallamos en estado de recibir una constitución tan liberal como la in- glesa o la norteamericana: los primeros y los últi- mos se han equivocado notablemente, por falta de un análisis político de nuestra situación.
Ni hemos de sucumbir en la empresa, ni pode- mos ser tan libres como los que nacieron en esa isla clásica, que ha presentado el gran modelo de los gobiernos constitucionales ; o como los republica- nos de la América septentrional, que educados en la escuela de la libertad, osaron hacer el experi- mento de una forma de gobierno, cuya excelencia aun no puede probarse satisfactoriamente por la duración de cuarenta y cuatro años.
Nuestro plan es evitar ambos extremos, aplau- diendo lo bueno o lo mediano sin exageración y censurando lo malo sin transportes de ánimo: se- ñalaremos con doble esmero los sucesos que pue- den acelerar o retardar la marcha de nuestra re- volución, o más bien el término de nuestra in- certidumbre ; y si nuestros ensayos analíticos no son dignos del objeto que nos proponemos, al me-
l"o BERNARDO MONTEAGUDO
nos probarán que tenemos resolución para em- prenderlo todo, cuando se trata de contribuir a la grande obra de la independencia nacional.
{El Censor de la Revolución, abril 30 de 1820.)
Estado actual de la revolución
Hay algunas cosas buenas, otras medianas y muchas malas.
Mari, Epig. 17— L. I.
Con menos extensión de la que deseábamos, he- mos discurrido sobre los extravíos inevitables que na padecido la revolución en las dos secciones li- mítrofes que separan los Andes, y sobre los pasos que se Kan dado a la reforma de nuestras institu- ciones, en medio de los obstáculos que la experien- cia y la guerra han presentado alternativamente. Aunque por un orden natural, la materia de este articulo debía diferirse para cuando hubiésemos concluido la revista de nuestra situación política, nos inclinamos a anticiparla sin abandonar el de- seo de continuar el plan que hemos seguido hasta este número.
El estado actual de la revolución ofrece un cua- dro de temores y de esperanzas, de energía y de de- bilidad, que impone al que lo contempla ansioso de saber los resultados. Fácilmente se encuentran ar- gumentos para concluir por cualquiera de aquellos extremos; según la propensión del que discurre, y el interés que anima al que busca en los hechos, no lo que ellos prueban precisamente, sino lo que él in- tenta demostrar. Pero si se quiere deducir una con- secuencia general del conjunto de las reflexiones que sugiere el estado presente, la empresa es de las más arduas, porque ella se dirige a resolver el pro- blema, de si nuestra marcha es progresiva o retró- grada en la carrera que emprendimos diez años ha.
La exactitud de este examen depende de la com-
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paración que se haga entre nuestro estado actual y en el que nos hallábamos al principio de la re- volución: la diferencia que se encuentre nos dará el resultado que buscamos, y será tanto más pre- ciso cuanto menos olvidemos el punto de donde partimos.
Nos persuadimos que el mejor método para for- mar este análisis es hacer un doble paralelo entre
ÍL w!f'^^^''/^*'^^'*^^^^« y íí^i^as q^e tenía- mos entonces y las que sentimos ahora: y entre los
canees bajo el sistema colonial, y los que hoy conta- mos a pesar de la imperfección de nuestro régimen. Humilla el recordar la estrecha esfera de nuestras necesidades intelectuales, antes de la época en que hemos llegado: la más urgente de todas, que es co- nocer el destino del hombre en la sociedad, apenas
rfcano'.?''" ""T'/''- ^"". ^^^'^^ ^^ «^^^^^ lo« ame- ricanos las verdades que derivan de aquel princi- pio en general vivían habitualmente persuadi- dos de que sus intereses y los de la sociedad a que pertenecían, eran subalternos a los de ese trono cuyo nombre escuchaban con un estúpido respeto! t^ccfoT/^ concepto de leales y alcanzar la pro- di.fríifi^ri.'^^^^^*^'?^ "'P^^^l' al ^enos para ouÍ?P fp n ^umilde placer que goza el esclavo So mfp L Tk ''^'^- 5 l^^d^^ás, era el único cam- ll^^A f"'^ ^^^^'' ^ 1^ especulación, a la ener- Í\JS '^°' ^^ 1°? americanos. Para ellos era
TXZ.- """""''í sus derechos, y el hábito de no FlSrl''''í K' ^^\.^^^%^^^^^^^ de un vasallaje Ilimitado, había extinguido en su alma el espíritu de investigación, que nace con ella. Los princS que tienen conexión con la ciencia del gobferno las verdades abstractas de la filosofía, y sus apli- caciones practicas a los usos y necesidades del hombre: en fin, e carácter de las relaciones mo rales que unen a los individuos del género huma- no, todas estas verdades, cuyo conocimiento es una necesidad real para el hombre, según el gra- a?4ri^LT ^"^ \^ ««cala social, apenas excitaban algún ínteres en los que dotados de una razón su-
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perior, o puestos en circunstancias muy felices, se atrevían a saber más que los otros, exponiéndo- se a incurrir en los anatemas de la inquisición, o en la desgracia del gobierno que la mantenía, para poner un dique a las ideas.
En cuanto a las necesidades físicas, ellas estaban reducidas a conservar nuestra existencia y dis- frutar algunas mezquinas comodidades que sólo se nos permitían con el fin de dar salida a los gro- seros productos de la industria metropolitana. Si la felicidad consiste en tener el menor número posible de necesidades, nosotros estábamos bien cerca de ser tan felices, como lo son en esta supo- sición los salvajes que habitan nuestros desiertos meridionales; con la notable diferencia, sin em- bargo, de que aun para satisfacer el escaso niimero de las nuestras, teníamos que mendigar como una gracia la facultad natural de ejecutar nuestra in- dustria para adquirir los medios de llenarlas y pagar el caro precio de nuestra servidumbre.
Tendamos ahora la vista sobre nuestra situación en ambos respectos, y si no somos tan exactos como quisiéramos en los detalles de comparación, ob- sérvese que la abundancia misma de la materia es un obstáculo para el acierto. El primer paso de un pueblo que emprende la carrera de la civili- zación, es conocer la ignorancia en que ha yacido y sentir la necesidad de salir de ella. Cada indivi- duo, segiin su clase y predisposición, empieza en- tonces a hacer el ensayo de su fuerza moral y en sus progresos se extiende el campo de sus especu- laciones. De contado es imposible acertar siempre con la verdad, substrayéndose al influjo de los antiguos errores; pero éstos mismos sirven para promover el espíritu de investigación y generali- zar las ideas por medio del conflicto de las opi- niones. Los que observan de cerca esta revolución intelectual, no pueden graduar la rapidez de sus efectos ; mas ellos son tales, que no es preciso mu- cho tiempo para advertirlos con sorpresa. El corto espacio de diez años ha bastado para causar una transformación tal entre nosotros, que si un via-
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jero observador hubiese examinado antes estos países y volviese a ellos ahora, después de haberse ausentado en la víspera del día que parecimos hombres por la primera vez, con dificultad se per- suadiría que éstas eran las regiones que había vi- sitado anteriormente.
Los americanos piensan hoy sobre sus derechos, sin otra diferencia que la que resulta de la mayor, o menor precisión en sus ideas; y desde el ciudada- no más ilustrado hasta el último menestral, todos se creen ofendidos cuando experimentan un acto de opresión y todos conocen la injusticia de las usurpaciones que han sufrido durante el régimen antiguo. Digamos en confirmación de esto una verdad, que aflige y consuela segiín el punto de vista en que se mira. Nuestras mismas disensiones interiores son obra de las ideas que hemos adqui- rido y del sentimiento de la necesidad de mejorar nuestro destino. Sólo un pueblo habitualmente es- clavo puede vivir en esa calma profunda, que no es sino el sopor de la razón humana. Hay, sin embargo, peligros inevitables que son accesorios a la progresión de las ideas y que es forzoso expe- rimentar antes que lleguen a perfeccionarse. Nun- ca son aquéllos mayores, que cuando se anuncian al pueblo sus derechos por la primera vez, y se trata de deliberar en seguida sobre el gobierno más a propósito para conservarlos. El acierto en tan ardua tarea exige combinaciones que sólo pue- den ser sugeridas por la experiencia, y sin ella, es imposible, como se ha dicho muchas veces, que la idea de mandar y de obedecer, de ser subdito y soberano a un mismo tiempo, no cause extravíos perjudiciales al fin que todos se proponen.
Lamentemos con sinceridad los males que ha producido entre nosotros la inexperiencia en las materias políticas, asociada al influjo de las pa- siones que inspiran siempre los grandes intereses: pero no acusemos al origen de aquéllos, porque esto sería condenar el objeto de nuestros mismos sacrificios. Si en el curso de la revolución se han propagado sin oportunidad algunos principios más
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propios para retardar nuestra empresa que para acelerarla, esto no ha sido impunemente; y las desgracias que han causado serán al fin un antídoto que corrija los errores de los primeros años. Si el choque de las pasiones ha aflojado los vínculos que nos unían durante la esclavitud, las mismas vicisitudes nos han estrechado más con los intere- ses de la comunidad, en razón de los trabajos que nos ha costado su defensa y de las ventajas que hemos principiado a sentir. Si los contrastes pií- blicos han alterado muchas veces nuestro reposo y nos han hecho sufrir conflictos de que no tenía- mos idea, ellos han creado en nuestras almas la energía y han dado a nuestros sentimientos un nuevo temple que ningún poder humano es capaz de destruir. En fin, si las ideas del país en gene- ral aun se resienten de la ignorancia en que he- mos vivido, si las opiniones están todavía fluc- tuantes sobre el sistema de gobierno que debe se- llar la época de la revolución, no hay ya la menor incertidumbre sobre la firme tendencia de la vo- luntad general a mejorar su condición presente, y hacer los líltimos sacrificios antes que retrogra- dar en su marcha política.
Si tales han sido nuestros adelantamientos en las materias de gobierno, las mejoras en los de- más ramos de prosperidad pública han guardado proporción con el impulso recibido. Con respecto a las ciencias, no se ha adelantado poco en co- nocer la insuficiencia e inexactitud de las iinicas que permitía enseñar el gobierno español. El Ins- tituto Nacional de Santiago y otros establecimien- tos que en medio de las angustias de la guerra se han promovido en los países independientes, prue- ban al menos que hemos dado el paso más difícil, que es, cegar el camino que seguía antes la juven- tud y abrir uno nuevo que el tiempo y la opinión harán cada día más practicable.
Al trazar los detalles de comparación entre lo presente y lo pasado, es muy satisfactorio exami- nar el estado de la industria en diferentes ramos y ver los progresos que ha hecho a la vuelta de
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tan poco tiempo. Las artes y oficios, el comercio y la agricultura, desmienten hoy la realidad del atraso en que se hallaban antes de la revolución. Las producciones mecánicas de la industria del país, cuyo consumo se halla de presente al alcance de las clases medias de la sociedad, exceden el va- lor de los que poco ha formaban el lujo de los opulentos, no sólo por su calidad, sino por su nú- mero y conveniencia para las necesidades de la vida. Entrar sobre esto en pormenores, sería no acabar la discusión, y nos basta la evidencia de que nadie contradirá lo que decimos; pues por el contrario, cada uno conoce los innumerables datos que lo comprueban. Esto mismo es aplicable a las producciones de la agricultura: el libre comercio con los extranjeros ha empezado a hacernos par- tícipes de varias invenciones y métodos más a pro- pósito para perfeccionar las faenas riísticas y eco- nomizar la cantidad de trabajo que se empleaba en ellas, en circunstancias que nuestra despobla- ción hace más urgente aquel ahorro. La mejora es sensible en todos los productos de este ramo, y particularmente en los caldos y licores, cuya de- manda, sin embargo, de las frecuentes importa- ciones del extranjero prueba el adelantamiento de los que hoy se presentan al mercado (10).
Sentimos no tener lugar para decir cuanto qui- siéramos sobre los progresos del comercio. Redu- cidos antes de cambiar todos los productos de nues- tro suelo con los monopolistas de Cádiz, su precio estaba enteramente al arbitrio de su codicia, y por la misma regla éramos forzados a pagar el de los efectos que se importaban en América. En su- ma, nuestro comercio con los españoles estaba so- bre el pie de vender nuestras producciones por el mínimum de su valor y comprar las de la penín- sula por el máximum de su precio. De aquí resul- taba inevitablemente que con una cantidad dada
(10> El caballero Lastra hace en su hacienda un excelente vino, que imita al de Champaña, y que algunas veces iguala su calidad, en térmi- nos que nadie lo distinguiría, si se presentase con los accidentes exte- riores con que viene de Francia.
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de trabajo, apenas alcanzábamos a llenar mezqui- namente la tercia parte de las necesidades que sa- tisfacemos ahora. El concurso de los extranjeros a nuestros mercados ha producido una rebaja con- siderable en sus efectos y ha encarecido los nues- tros por el aumento de su demanda. La consecuen- cia natural de la mayor salida que hoy tienen los géneros del país, ha sido que se emplee mayor can- tidad de trabajo productivo y que tanto el inte- rés de los capitales como la renta de las tierras hayan recibido una alza proporcionada a la fuer- te demanda de sus productos. Por último, la suma de los valores que se ofrecen hoj^ en nuestro mer- cado y respectivamente de los que circulan en él; aunque no sea fácil reducirlas a un cálculo exacto, por no tener al presente las noticias estadísticas que exige el cotejo de ambas épocas, puede esti- marse por aproximación, sin más que dar una ojeada sobre la condición en que se hallan las va- rias clases de nuestra sociedad. Todos conocen hoy mayor número de necesidades que antes, y los con- sumos que hace un menestral exceden en muchos respectos a los que hacía la generalidad de los co- merciantes que venían a América en tiempo del gobierno español. La capacidad de consumir ma- yor cantidad de géneros, sean de la clase que fue- ren, supone esencialmente el poder de pagar su valor con el aumento de producción que ofrece el consumidor, y a no ser que se suponga que nos- otros recibimos gratuitamente lo que necesitamos, es forzoso concluir que la suma de las fortunas particulares ha ganado en diez años de revolución más de lo que habría adelantado en otros tantos siglos de una tranquila esclavitud.
No podemos dejar de observar, cuando hablamos del aumento de los valores que ha recibido el país, el gran niimero de ideas que se han difundido en él, los hombres útiles que se han formado y los estudiosos extranjeros que se han domiciliado en nuestro suelo. Los capitales que éstos han puesto en circulación, los modelos que han presentado en nuestra industria, las mismas especulaciones en
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que lian entrado, son otros tantos valores qne, aun- que de diferente naturaleza, contribuyen a un solo ñn. Es justo aplaudir la liberalidad de nuestros gobiernos que han seguido siempre el gran prin- cipio de economía política que enseña que todo hombre de talento y probidad es una adquisición para el país que habita.
Antes de concluir las reflexiones sobre el comer- cio, queremos manifestar nuestros deseos y espe- ranzas de que la actual administración consulte la prosperidad de este ramo modificando los regla- mentos que conservan todavía algunos vestigios del carácter iliberal de los españoles. Nos limita- remos a tres observaciones, ya que nos hemos de- tenido demasiado en este artículo. Primera, la ne- cesidad de establecer de un modo permanente los derechos de importación ; porque nada es tan per- judicial a las transacciones del comercio, como la versatilidad en la tarifa de un mercado ; el nego- ciante extranjero se retrae de especular sobre un país cuando no tiene seguridad de los costos que de- ben importarle sus mercaderías hasta ponerlas en el lugar de consumo para graduar luego las ganan- cias de su empresa. El Estado mismo no puede estimar sus rentas, pues la incertidumbre de los es- peculadores, causa una variación en los consumos y, por consiguiente, en los derechos que producen. Segunda, el interés de minorar los derechos sobre las importaciones, fijando su máximum a un 25 ó 30 por ciento, para los efectos que se manufactu- ran en el país y reduciendo todos los demás a un 15 ó 20 a lo sumo. Es una verdad económica, que la experiencia ha hecho popular, que cuanto ma- yor es el alza de los derechos, es menor la canti- dad de los que percibe el Estado. No hay peligro capaz de arredrar, ni prohibición que pueda dete- ner al comerciante que se ve en la alternativa de perder una parte de su fortuna por la exorbitan- cia de los derechos que encuentra establecidos en el mercado de su destino, o de hacer el contra- bando para evitar la ruina que le amenaza, al paso que siendo moderados nadie se expone a los ries-
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gos de una introducción clandestina. El otro efec- to inevitable es la disminución de las importacio- nes, de lo que ya tenemos ejemplos bien sensibles; de aquí se sigue la escasez en el mercado, el au- mento de precio en los géneros que se ofrecen en él, la menor demanda de los productos del país y la baja de su valor; porque encareciendo los gé- neros extranjeros que consumimos, necesitamos dar una mayor cantidad de los nuestros para igua- lar el precio de aquéllos; y resulta, al fin, que el Estado pierde de varios modos, y que todos sus quebrantos vienen a gravitar sobre la masa del pueblo. Tercera, los motivos de conveniencia que hay para que el pago de los derecbos de importa- ción se llaga de un modo que sea más ventajoso al Estado y menos difícil a los comerciantes. Obli- gados éstos a invertir los primeros productos de sus ventas en pagar a las 4 ó 6 semanas los dere- chos que adeudan por los cargamentos que extraen de la Aduana, no pueden hacer sus retornos con la brevedad que exigen sus intereses y de consi- guiente tampoco se repiten las introducciones con la frecuencia que importa a la actividad del co- mercio. Si en el día que un negociante saca sus efectos de la Aduana el administrador girase le- tras contra él pagaderas a tres y cuatro meses por el importe de los derechos, el gobierno podría dis- poner desde aquella fecha de la suma adeudada, haciendo circular las letras ficeptadas como dine- ro efectivo, en la seguridad de que nadie rehusaría admitirlas, puesto que vencido su plazo serían cu- biertas puntualmente por los aceptantes, cuyo cré- dito es la mejor garantía en las transacciones mer- cantiles. Este u otro método que consulte los prime- ros objetos, produciría ventajas prácticas y sería también uno de los modos de indemnizar el comer- cio por los constantes sacrificios que ha hecho en obsequio de la causa comiin. Tampoco es indiferen- te a este respecto la consideración de las circuns- tancias en que nos hallamos y de su influjo muchas veces adverso sobre los cálculos e intereses de esta clase importante de la sociedad.
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Quedaría un vacío notable en este ensayo si no hiciésemos algunas reflexiones sobre la fuerza po- lítica del paíS; con abstracción de los gobiernos que la administran y dirigen: ella consiste en la opinión y en los recursos para hacer la guerra. En cuanto a aquélla, nos referimos a lo que hemos dicho en otra parte de este número. La opinión del país es fuerte, universal e inequívoca sobre su independencia y libertad civil. La memoria de los ultrajes de tres siglos, el temor de que ellos se re- pitan con toda la impetuosidad de la venganza reprimida, el poder del tiempo, que en más de diez años de contienda ha extinguido esa consi- deración habitual que teníamos al gobierno es- pañol, como a todo lo que traía este aciago nom- bre, y ha disuelto casi la mayor parte aun de las relaciones naturales que nos unían a los españoles, separándonos de ellos la última ley que ningún mortal puede evadir: en fin, la costumbre de vivir independientes, la reflexión continua sobre las ideas del siglo a que pertenecemos y la experien- cia de las ventajas que disfrutamos en medio de las violentas convulsiones que sufre nuestro cuer- po político, al exhalar, por decirlo así, las anti- guas preocupaciones que han sido hasta ahora el único principio de su vitalidad moral; todo esto prueba la solidez de los fundamentos en que es- triba la opinión del país y el grado de probabili- dad que les queda a nuestros enemigos para esperar el triunfo sobre la fuerza más poderosa del mundo, que es la opinión de un pueblo.
En cuanto a los recursos para hacer la guerra, ellos siguen por un orden natural los progresos de los otros ramos de prosperidad piiblica, y po- demos considerarlos bajo tres aspectos: inteligen- cia en los que dirigen las empresas, aptitud para ejecutarlas en la masa de nuestra población y me- dios para realizarlas: Si juzgamos de la primera por los resultados, basta recordar la historia de la guerra de la revolución para concluir que en nada cede a la de nuestros enemigos. La alternativa de
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buenos o malos sucesos, poco prueba contra esto, pues no hay ejemplo de que la suerte de las armas baya sido siempre favorable a uno de los partidos beligerantes. Pero entretanto es cierto que, sin embargo de que la sumisión no es la mejor escuela de la guerra, y a pesar de baberla emprendido sin más táctica que la arrogancia, ni más recursos que los del entusiasmo, los ejércitos españoles que han venido a pacificar la América, hinchados de or- gullo por haber vencido algunas veces las tropas francesas en tiempo que las águilas hacían terri- ble su estandarte, han tenido que rendir a nues- tros pequeños ejércitos los trofeos que habían ga- nado cuando peleaban por la justicia. Ellos dirán quizá que todo ha sido obra de la casualidad, y nosotros queremos tener la indulgencia de permi- tirles esta suposición, dejando a los imparciales el derecho de juzgar sobre si hay o no inteligencia en los que dirigen las operaciones de la guerra en los países independientes.
La aptitud para ejecutarlas en la masa de nues- tra población, es una consecuencia natural del coraje, docilidad y sufrimiento que la caracteri- zan: los extranjeros pueden decir si es o no sor- prendente la facilidad con que se forma un solda- do entre nosotros y la confianza que inspira en la hora del combate. Los medios para realizar nues- tras empresas y su progresión ascendente desde el principio de la revolución, quedan demostrados en la parte que hemos hablado de la riqueza na- cional, y sólo añadiremos algunas pruebas de he- cho a que nada pueden responder los que decla- man contra la revolución. Prescindimos de muchas empresas que pertenecen a esta época y que ha- brían sido inverificables con los esfuerzos ordi- narios; pero señalaremos dos en cada sección de las que forman el objeto de este examen, cuyo mérito apreciará la posteridad más que nosotros: la destrucción de la escuadra de Montevideo en 1814 por las fuerzas navales de las Provincias Uni- das, organizadas en medio de los mayores conflic-
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tos de aquel gobierno (11) ; y la empresa de pasar los Andes para cooperar a la libertad de Cbile: la formación de la escuadra de Chile en 1818, después de los grandes sacrificios que costó el revés del 19 de marzo y la victoria memorable del 5 de abril: por líltimo, la empresa de libertar al Perú, que está próxima a verificarse y cuj^os inmensos costos sólo puede soportarlos un pueblo que ya lia adquirido los recursos que proporciona la indepen- dencia y que al mismo tiempo la aseguran.
En resumen, la revolución lia aumentado nues- tras necesidades intelectuales, y ellas son otras tantas adquisiciones que bemos becbo: ba multi- plicado nuestras necesidades físicas y en la misma razón se ban estendido nuestros recursos: la for- tuna de un corto número de opulentos ba desapa- recido, pero la subdivisión de las propiedades ba sacado de la miseria a la mayor parte y enrique- cido al país: bemos sufrido y aun tenemos que su- frir grandes conflictos, pero ya estamos en marcba a nuestro nuevo destino, y no podemos retrogradar, sin que se extingan las impresiones físicas y mora- les que ban dejado en nosotros diez años de revolu- ción y de experiencia.
(/rf., julio 10 de 1820.)
Ensayo sobre las ventajas de la paz respecto de ambos partidos
Esta es la cuestión más importante así en la teo- ría como era la práctica que puede boy presentarse a los ojos de un político, aun cuando sus circuns- tancias le separen de todo contacto con los que disputan la posesión del territorio. En el examen que vamos a bacer de ella, es innecesario apelar a las razones abstractas y motivos preexistentes
(11) Este acontecimiento hará honor en la historia a la energía y acierto del Ministerio de Larrea.
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calculados para demostrar que la paz a nadie es tan ventajosa, como al que emprende la guerra defrau- dando la justicia. Cuidaremos de contraernos pre- cisamente a Ins lieclios que resuelven por sí mismo en el estado actual el problema indicado, sin de- jar efugio a la duda, ni permitir al espíritu de partido que insista con obstinación en lo que no puede sostener con fundamento. Los imparciales conocerán que lo somos, pues no pretendemos el aplauso de los que no lo sean, ni nos honraría su elogio, cuando la experiencia enseña cuáles son las reglas de su crítica.
El 8 de septiembre del año décimo de la revolu- ción pisamos por la primera vez las playas de Pe- ni: algiin día se levantará un monumento sobre el lugar en que el Ejército Libertador ofreció a la tierra de los Incas las primicias de su constancia, y heroica decisión a salvarla. Nuestros soldados empezaron a marchar, y desde aquel momento el enemigo empezó a huir de su presencia: aun no ha osado detenerse una sola vez sin arrepentirse de su temeridad. Encontramos un país desierto, no por la voluntad de sus habitantes sino por la fuer- za de los que al evacuarlo, le impusieron la dura ley de renunciar a sus comodidades por servir a las miras del gobierno.
Una respetable división al mando del general Arenales se puso en movimiento a los pocos días con dirección a la Sierra: los enemigos han pro- curado dar a esta fuerza un carácter de ineficacia y nulidad, sin advertir que el resultado hace más conspicuo su mérito, pues que ella bastó para alla- nar el paso hasta Retes, donde se reunió con el ejército, a pesar de los obstáculos que la natura- leza y la fuerza le opusieron desde lea hasta el Cerro de Pasco. Si esto prueba que la opinión y los medios de sostenerla están y han estado des- de el principio en nuestras manos, decídanlo los hombres que piensan.
Casi al mismo tiempo que la victoria abandonó en Pasco a las armas del rey, el batallón que for- maba el simulacro del poder de Lima, vino a bus-
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car el centro de nuestras filas, para recobrar entre ellas la dignidad de hijos de Colombia, eclipsada hasta entonces por la sombra que extendía sobre sus pechos el fúnebre pabellón que enarbolaban por la fuerza y en defensa del cual habían con- tribuido tantas veces a derramar la sangre de sus conciudadanos. Estos dos sucesos poco menos que simultáneos, acabaron de resolver el problema po- lítico que se propuso el 8 de septiembre. La balanza del poder moral y de la fuerza se inclinó en nuestro favor irrevocablemente ; y a la verdad nos obliga a decir, que antes de esta época el entusiasmo de la mayor parte de los pueblos se mantenía oculto en su propio germen: este fué el momento de su pri- mer desarrollo. Los que dormían en la indiferen- cia se levantaron con la energía del que ha repa- rado en la calma de un profundo sueno sus fuer- zas agotadas: todos fijaron la vista en el Ejército Libertador, y se dijeron unos a otros, he aquí la época decisiva de nuestra suerte: basta de esclavi- tud y abatimiento.
La superioridad marítima en el Pacífico había cesado de pertenecer a los españoles desde el 6 de noviembre a las dos de la mañana, no porque an- tes no la hubiesen perdido de hecho, sino porque en el cálculo de la opinión piíblica faltaba un su- ceso que hiciese sentir prácticamente su existen- cia y su poder. La fuga de la Prueba y Venganza, la pérdida de la Proserpina, la toma de Aranzasú y la reunión del pailebot Sacramento han acabado de llenar la página que empieza con la inmortal empresa de abordar la fragata «Esmeralda» (hoy «Valdivia ») bajo los mismos fuegos de las tremen- das baterías del Callao.
Con excepción de la batalla de Pasco, no hemos tenido por tierra sino sucesos subalternos, aunque siempre gloriosos: una pequeña fuerza que guar- necía Huaras vio asomar nuestras tropas y se rin- dió: Chancay ha sido el teatro de varios encuentros en que nuestra caballería ha sostenido el crédito que adquirió desde el año 12: un corto destacamen- to de infantería arrolló doble fuerza en Chincha
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baja y quedó en posesión de su honor y de su puesto.
Las partidas de guerrillas lian hecho célebre el nombre da la provincia de Huarochiri, hasta los puntos más vecinos a Lima: sus continuas ventajas obtenidas sobre los enemigos comprueban que las armas que pone el estusiasmo en manos de los que defienden la tierra en que nacieron y que conocen desde que existen, son irresistibles. Nos- otros no necesitamos observar lo que los mismos enemigos confiesan: la privación de los artículos más necesarios a la vida que ha sufrido aquella capital, no es debida sino a la constancia de los co- mandantes de partidas: las fuerzas que se han des- tacado contra ellas en varias ocasiones, o han sido batidas o no han podido dominar sino el espacio que transitoriamente les permitía ocupar la sorpresa.
En fin, estamos en aptitud de poder preguntar ¿ en qué punto han sido desgraciadas las armas del Ejército Libertador desde que apareció en el Perú?
Se guardarán bien los enemigos de citar el úni- co contraste que sufrió en enero una de nuestras avanzadas, porque saben que tenemos derecho a jactarnos del glorioso revés que experimentaron entonces los vencidos. Confiamos también que no reputarán entre las empresas dignas de su va- lor, la disolución de algunos grupos de hombres reunidos en varios lugares de la sierra y dispersa- dos por las tropas de Lima, que han tenido la sa- tisfacción de triunfar de la impotencia y castigar con rigor a los que habían incurrido en la piadosa culpa de intentar defender su patria arrostrando temeriamente los peligros.
Hablaremos de la opinión, de ese gran conduc- tor eléctrico que con una rapidez igual a aquella con que se propaga el fliíido que produce los más portentosos fenómenos de la naturaleza, ha difun- dido el espíritu de libertad en toda la extensión del Perú, desde septiembre del año anterior. En vano se ha procurado con empeño dar Tina idea desventajosa de nuestras fuerzas: los pueblos han creído lo que les inducían a creer sus intereses, unidos a la realidad de los hechos que han pal-
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pado: desde Pisco hasta Guayaquil, todo se ha conmovido progresivamente por la acción irresis- tible del poder moral. Es inútil atribuir esta va- riación exclusivamente a los jefes que han teni- do el mérito de dirigirla: el buen éxito de sus combinaciones hace honor a su energía, pero ella habría sido estéril si el espíritu público no hubie- se estado preparado a seguirla. Se ha dicho ya mu- chas veces, las revoluciones son la madurez de los sucesos y no la obra de individuos determinados a cuyo genio sólo pertenece discernir el momento de la ejecución.
Uno de los cálculos que se le han frustrado al enemigo con más sorpresa, ha sido el ver que con los recursos del territorio que ocupamos, hemos hecho frente a los inmensos gastos que demanda la subsistencia del ejército y la escuadra, sin que en más de ocho meses de campaña que llevamos, se haya impuesto una sola contribución o se haya hecho gemir a un solo habitante, ni tocado el re- curso extremo de despojar los templos de lo que la piedad dedica al culto como acaba de practi- carse en Lima. El patriotismo de los pueblos ha bastado para llenar nuestras urgencias, y nosotros mismos hemos admirado más de una vez hasta qué grado se extiende la fecundidad de este recurso. Es verdad que nuestro ejército no conoce las ne- cesidades que el de Lima, y que nuestra medio- cridad es miseria a los ojos de los que no defien- den lo que nosotros defendemos: poco importa que así se crea, con tal que los pueblos vean que sus sacrificios sólo se emplean para conservar la exis- tencia de los que la han consagrado a libertarlos. Entretanto no es menos digna de admiración la sobriedad de nuestras tropas que el generoso des- prendimiento de aquéllos: las rentas del territorio independiente, jamás han producido por la fuerza lo que hoy rinden espontáneamente: tal es el poder de la opinión.
En fin, los hechos que acabamos de indicar li- geramente, con la idea de traer a la memoria de cada uno detalles de mayor importancia, deciden
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a cuál de los dos partidos conviene más la paz en la crisis a que hemos llegado; si a los que han vencido desde que se abrió la campaña, a los que tienen a su favor toda la devoción del país, a los que dominan el Pacífico y no temen ser arrojados de él, a los que comparativamente poseen más de lo que necesitan o a los que forman el contraste de este cuadro.
Sea de ello lo que fuere, declaramos que nuestro más ardiente voto es por la paz, y nos persuadimos que todo el que ame los intereses de su país, re- nunciará las más espléndidas ventajas de la gue- rra, con tal de ver asegurada nuestra independen- cia, y poder dar a la humanidad la enhorabue- na de que ya no volverá a estremecerse a vista de los horrores que han desolado América. Este es el sentimiento que entretienen hoy todos los pue- blos, y bien lo han manifestado sus trasportes des- de que se ha anunciado que aquél va a ser el tér- mino de las conferencias de Punchauca.
Jamás se han sentido tanto como ahora las le- yes de esa especie de gravedad moral que arrastra a todos los pueblos a su independencia: el archi- piélago de Chiloe, acaba de proclamar por sí solo el sistema de todo el continente y ha mandado sus diputados cerca del gobierno de Chile: la ciudad y pueblo de Maracaybo se ha unido a los indepen- dientes de Colombia, según las últimas noticias ; y por último, todo el que respira en América y se acuerda que en ella se perfeccionó su existencia, vive de la esperanza de verla restituida a sí misma. Ha dado la hora de decir si ha terminado la guerra para siempre o si los estragos pasados no han sido sino el ensayo de otros más crueles. ¡ Mil veces desgraciado el que vote por obstinación la des- ventura de la América y de la misma España! Si tal existe, deseamos que sea víctima de la cólera del cielo, antes que ser la causa del escrndalo de los hombres.
(N." 7.— El Pacificador del Perú.— Barranca, junio 10 de Í821.)
LIBRO IV
EXPOSICIÓN DE TAREAS
(1822)
EXPOSICIÓN w
DE LAS TAREAS ADMINISTRATIVAS DEL GOBIERNO, DESDE SU INSTALACIÓN HASTA EL 15 DE JULIO DEL AÑO 1822.
El decreto de S. E. el Protector, de 19 de enero de este año, me impone el deber de presentar a V. E. la exposición de las tareas administrati- vas del Gobierno hasta aquella fecha: una orden del Supremo Delegado me obliga a continuarla hasta el momento actual.
El primer obstáculo que encuentro para llenar ambos objetos, nace de la dificultad de referir los hechos, sin el entusiasmo que inspiran por su magnitud. ISTo es ésta la narración estéril de su- cesos comunes que dejan siempre en una profunda calma al sentimiento. Todo es admirable en la serie de los que voy a detallar, y en ninguno puede en- contrar reposo la admiración del que los contempla.
Empezaré por el augusto y solemne acto de la declaración de nuestra Independencia, porque este es el punto de que pienso partir, después de dar una rápida ojeada sobre la situación general en que se hallaba el país entonces.
Hay desgracias que duran más allá del tiempo en que suceden, y que siempre presentes a los pueblos así por sus efectos como por su repetición continua, les hacen sentir en cada instante las plagas de varias generaciones. Si las circunstan-
(1) La edición limeña de 1822 que hemos seguido para ésta, dice Es- posición. El presente memorial fué redactado y publicado por Montea- gudo como ministro de Estado y Relaciones Exteriores del Perú, en cumplimiento de un decreto de San Martín, que encabeza la primera edición. (R. R.)
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cias contribuyen a dar expansión al sentimiento, entonces experimentan los pueblos un dolor refle- xivo, que los pone en la alternativa de ser ven- cedores o víctimas.
Así se bailaba el Perú desde que en la América se dio el grito sagrado: la fama de los nuevos hé- roes que se presentaban sobre la escena, la his- toria de sus reveses o de sus triunfos, el ejemplo de sus continuos sacrificios, la esperanza de imi- tarlos y aun el temor de no hallar oportunidad para excederlos: todo producía el efecto de recor- dar a los peruanos la identidad de su causa y el número de injurias que ellos y sus padres habían dejado impunes.
Estas continuas reflexiones les hacían sufrir lo presente y lo pasado: la incertidumbre de los sucesos era un acerbo estímulo para su angustia: las medidas violentas, que son inseparables de la agonía de los gobiernos, unidas al rigor inexora- ble de la guerra, arrancaban sollozos de indigna- ción al Perú que sólo podía templar el presenti- miento del buen suceso, fundado en la tendencia general de todas las voluntades.
El corazón de los peruanos se hallaba repleto de coraje, porque ya estaba exhausta su pacien- cia: en esta sazón llegó a Pisco el Ejército Liber- tador: desde allí dio la señal de alarma a la tierra del Sol, y la tierra del Sol se conmovió. El espíritu de revolución encontraba, sin embargo, tremendas barreras que vencer: una fuerza imponente sosteni- da por los prestigios y las ilusiones a que no pueden substraerse aiín los hombres que piensan: un te- rritorio defendido por el clima, por la falta de recursos de sus costas y por la dificultad de con- tinuar operaciones rápidas, todo concurría a im- pedir, ya que nada bastaba para frustrarel mo- vimiento impreso al hemisferio en que vivimos.
Al fin los enemigos, cediendo a las combinacio- nes militares del general San Martín y temblan- do en medio de una capital donde sabían que el gran secreto del patriotismo estaba confiado casi a todos sus habitantes, sin que hubiese peligro que
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lo revelase uno solo, resolvieron evacuarla y dejar en libertad un pueblo que era ya más fácil reducir a escombros que oprimir.
El Ejército Libertador entró en la capital del Peni el 9 de julio de 1821, y a su ingreso obtuvo un memorable triunfo, que el enemigo le había disputado con maligna astucia. El conocía que no pudiendo rivalizar el coraje de nuestros bra- vos, era preciso alarmar contra ellos la opinión y hacer que los hombres pacíficos y honrados temie- sen su presencia, como un escollo para sus dere- chos y para la moral pública. En medio del es- tremecimiento político que causó en Lima la im- ponente escena de ver salir a un ejército para que entrase otro, los soldados de la libertad fueron como la luz del día cuando viene a terminar una de aquellas noches tempestuosas, en que parece que el mundo va a precipitarse en el caos de donde salió. Ellos opusieron una barrera al desorden, ase- guraron la tranquilidad pública y dieron un ejem- plo sorprendente de moderación, de disciplina y de respeto hacia el pueblo, que cambió momen- táneamente la opinión en favor de los libertado- res. Al encontrar en su conducta el reverso del cuadro trazado por los enemigos, y lo que es más, el reverso de los sentimientos que caracterizan a los españoles, nadie pudo dejar de ser justo, ya que no fuese agradecido, porque era natural com- parar los males que todos temieron, con los bienes del reposo que cada uno disfrutaba.
La situación de esta capital exigía bien los mi- ramientos con que fué tratada, no sólo por las ideas de justicia que animaban a los Libertadores, sino por el derecho que le daba su deplorable de- cadencia. El país estaba oprimido por el exceso de las contribuciones, y aun más agobiado por el peso enorme del desprecio que hacían sentir los españoles, no sólo en los actos de administración, sino en los más indiferentes de la sociedad y hasta en el seno mismo de las más tiernas y estrechas relaciones. El comercio gemía bajo el yugo del monopolio más injusto y de las trabas más ridícu-
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las que lian podido inventarse por los gobiernos que ignoran la ciencia económica. La administra- ción de rentas era un caos que no convenía desen- redar, porque de él resultaba la ventaja de opri- mir más al pueblo y de habituarlo a no pensar en su prosperidad. El sistema judiciario se había con vertido, en un plan de agresión contra todos los derechos: ya no eran inexorables las leyes, sino los jueces que las aplicaban y que sólo mantenían aquel carácter contra los que habían tenido la suerte de ser americanos. En fin, a más de estas calamidades que existían tiempo ha, diez años de guerra sostenida casi en todo el continente por el gobierno de Lima a expensas de la sangre y re- cursos de sus habitantes, y diez meses de hostilidad y atrevidos amagos del Ejército Libertador para aislar al enemigo de todo recurso, habían puesto a esta capital en el colmo de la angustia y de la necesidad, participando las demás provincias de los males afectos a esta incomunicación: todo pre- sentaba un cuadro de dolor, de aniquilación y de desorden, hasta que evacuada esta capital por las tropas del Rey, cambió su destino y la mano de la Libertad empezó a curar las heridas de que estaba cubierto el cuerpo político del Estado.
El 28 de julio de 1821 se proclamó la indepen- dencia del Perú: la voluntad universal quedó cum- plida, mas para sostenerla era preciso que apare- ciese una autoridad que restituyese el movimiento a esta gran máquina, preparándola a recibir nue- vas formas y modificaciones. El imperio de las circunstancias designaba la persona en quien debía recaer el poder supremo. No era este el momento de convocar la asamblea de las provincias, ni de hacer la elección por los trámites que prescriba la ley constitucional, cuando exista la autoridad que debe sancionarla. Tampoco era tiempo en que la suprema magistratura pudiese ser el objeto de la ambición o de la envidia, sino del celo por la cau- sa piíblica y del deseo de sostenerla. Se necesitaba un grado de coraje que no es común a los que no han visto los combates, y una abstracción del in-
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teres individual, digna del que había dirigido esta empresa para encargarse del mando y presi- dir a la administración de un vasto territorio, que al pasar de la servidumbre a la libertad, debía sufrir tremendos sacudimientos.
La fuerza de estos motivos decidió al general en jefe del Ejército Libertador a expedir el de- creto orgánico de 3 de agosto, y reasumir el mando supremo político y militar bajo el título de Pro- tector. El Pueblo y el Ejército aclamaron con en- tusiasmo, lo que babían deseado con uniformidad. Apenas existió el gobierno, se empezó a reedificar el templo de la Libertad, de que al fin de tres si- glos no habían quedado ni aun escombros, y se hicieron ensayos para regularizar la administra- ción del Perú en todos sus ramos.
Por un decreto del 4 de aquel mismo mes se dividió el territorio libre en cinco departamentos, y quedó sancionado el reglamento provisional de Huaura, modificando los artículos que exigía la nueva demarcación y el progreso de nuestras ar- mas. En aquella misma fecha se decretó la erec- ción de la Alta Cámara de Justicia, en lugar de la antigua Audiencia, y se suprimió la de Trujillo, que las circunstancias hicieron antes necesaria.
Entre las primeras atenciones del Gobierno Pro- tectoral, la de premiar el mérito de los libertado- res del Perú obtuvo aquella preferencia, que me- rece la gratitud sobre todos los sentimientos hu- manos. En prueba de ello se expidió la declaración de 15 de agosto, asegurando a los individuos del Ejército y Escuadra que salieron de Valparaíso, una pensión vitalicia dondequiera que existan el resto de su vida, a más de otras distinciones que no hacen menos honor a la justicia del gobierno, que a la dignidad de los premiados.
Antes de llegar al célebre mes de septiembre en que se interrumpió la marcha de la administra- ción con la vuelta de los enemigos, acabaré de re- cordar las más remarcables providencias del go- bierno por el mismo orden en que se expidieron, para continuar después mi plan con el método que
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exige. El decreto de 7 de agosto que prohibe el allanamiento de las casas, hasta autorizar la re- sistencia, cuando no se presenta una orden expre- sa firmada por el Jefe Supremo, es una garantía cuyo valor sólo pueden apreciar los que conocen las circunstancias e imponentes riesgos que ofrece una revolución, cuando la autoridad no previene el efecto del desenlace impetuoso e inevitable de las pasiones. Este fué un homenaje de respeto a la seguridad individual, que el pueblo apreció en- tonces y que la experiencia ha encarecido después.
El sistema de rentas estaba reducido a bus- car el 7náxÍ7nti7n de las contribuciones que puede sufrir un pueblo y consumir la mayor parte de su producto en mantener los empleados en la contabi- lidad, era preciso destruir el plan y el método que se seguía en su ejecución: la principal dificultad consistía en vencer el hábito de errores y de abu- sos en que se habían envejecido aquéllos. El Minis- tro de Hacienda se ocupó con eficacia en el mes de agosto en sentar los preliminares de su nueva ad- ministración. Empezaban a acumularse relaciones exactas sobre el estado de los fondos públicos, cuando todo se interrumpió en septiembre: sin em- bargo, el impulso hacia la rectitud quedó ya dado, y la experiencia ha. hecho ver después que no se dio iniítilmente.
La abolición del tributo y de todo servicio per- sonal a que estaban sujetos los indígenas, es uno de los últimos decretos que se expidieron en los días próximos al regreso de las tropas enemigas. Los sufrimientos de aquella porción miserable de la especie humana han agotado las expresiones de la compasión y de la simpatía hasta tal grado, que ya es imposible añadir un solo período que no haya sido cien veces repetido. El Gobierno Protectoral sancionó lo que había decretado en Huaiira el ge- neral en Jefe del Ejército ; y para destruir el irri- tante sentido que los españoles daban a la voz de indios, mandó que en adelante se denominasen peruanos, nombre que ellos aprecian justamente y cuyo valor estimarán cada día más.
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Al poner las primeras bases de reforma y orga- nización, el gobierno fué detenido en su marcha, y precisado a convertir toda su energía hacia el grande objeto de salvar la tierra. S. E. el Protec- tor salió de la capital y se puso al frente de sus compañeros de armas, dejando el ejercicio del mando supremo encargado a los ministros de Es- tado, Guerra y Hacienda. Se hizo un paréntesis al giro regular de los negocios: todas las medidas del gobierno y todos los esfuerzos del pueblo, no tenían ni podían tener mas fin que rechazar la agresión de un enemigo que venía repleto de sen- timientos españoles. El Ejército venció sin com- batir, y no necesitó más que presentarse para he- rir de espanto al agresor. El jefe de los valien- tes desplegó toda la prudencia del coraje, y se hizo tan temible de los contrarios sin buscar la batalla, como cuando se ha arrojado en medio de ella para deshacerlos con la impetuosidad del rayo. El ejér- cito español se puso al fin en retirada: la plaza del Callao se rindió por capitulación, la guerra cam- bió enteramente de carácter y se restableció la mar- cha de la administración, arrostrando las nuevas dificultades que oponía a su progreso el trastorno causado por la reseña del peligro.
Desde esta época en adelante conviene detallar más en grande las mejoras que se han hecho en cada departamento de la administración, para pre- sentar desde un punto de vista todas las tareas y pensamientos que han ocupado al gobierno. Hasta aquí ha sido necesario dar sólo una ojeada tan rá- pida como los sucesos, y tan interrumpida como ellos: pero entretanto es muy satisfactorio, que en los dos primeros meses de este gran cambiamiento, no haya sido necesario hacer mención de ninguna de aquellas calamidades, que muchas veces arre- dran al patriotismo y lo sofocan en su cuna. Voy a poner a los ojos de V. E. y del público el cuadro de nuestras empresas administrativas en cada de- partamento, desde el mes de octubre en que se restableció el sosiego y la seguridad general.
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DEPARTAMENTO DE GOBIERNO Y RELACIONES EXTERIORES
Cuando el Estado sufre una repentina y gene- ral transformación y se subroga a la antigua au- toridad un poder reciente, la buena fe es el único código que detalla el ejercicio de sus atribucio- nes. Mientras se establece el nuevo plan de obli- gaciones y derechos, al menos con el carácter de provisional, es forzoso que los límites de la auto- ridad sean indefinidos y que el respeto a la opi- nión de los hombres regule la conducta del que manda. Pero siempre es un deber anticipar los deseos del pueblo, haciendo cuanto antes conocer las leyes que debe cumplir y las que debe observar el mismo que las da.
Casi a la vista del enemigo y en medio de los aparatos de la guerra, se sancionó el Estatuto pro- visorio, que el gobierno, el pueblo y el ejército juraron solemnemente el 8 de octubre del año an- terior: la autoridad y la obediencia quedaron re- ducidas a los límites que demarcaba la salud de la tierra. Si el pueblo no entró a gozar de la pleni- tud de sus derechos, él empezó a poseer los más inapreciables. El poder de aplicar las leyes se se- paró desde aquel día, y es de esperar se separe para siempre de la autoridad ejecutiva: esta es la su- prema garantía de las prerrogativas civiles y todo es quimérico sin ella. La seguridad del ciudadano y la energía de los resortes del bien piiblico son los dos objetos que el Protector del Perú tuvo más cer- ca de su pensamiento, al sancionar el Estatuto provisorio que dio a los pueblos en ejercicio del poder directivo, que el imperio de la necesi- dad puso en sus manos. El dijo entonces con la dignidad propia de un héroe, que en el fondo de su conciencia estaban escritos los motivos que tuvo para expedir el decreto orgánico de 3 de agosto, motivos que el Estatuto provisorio no hizo más que explicar y sancionar a un mismo tiempo.
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El Estado del Perú empezó a existir desde el día en que provisionalmente se establecieron las bases de nuestro pacto de asociación. Era preciso marcar esta grande época interesando la fama de los que habían venido a abrirla y de los que más habían coadyuvado sus esfuerzos. Este fué el ob- jeto de la institución de la Orden del Sol, ctiyo origen encontrará la posteridad unido al de nues- tra existencia política. El astro que en los tiem- pos antiguos era la segunda deidad que adoraban los peruanos, después de su invisible pachacamacc, es hoy para nosotros un signo de alianza, un em- blema de honor, una recompensa de mérito y, en fin, es la expresión histórica del país de los Incas, así con referencia a los tiempos célebres que pre- cedieron a su esclavitud, como a los días felices en que recobró su independencia.
Al organizarse nuevamente el Perú, era nece- sario que el tribunal de justicia apareciese bajo una forma análoga a las circunstancias. Es ver- dad que su reforma para ser completa, debe ex- tenderse a todos los códigos que rigen; pero mien- tras la sabiduría de nuestros propios legisladores destruye las tablas góticas en que están escritas las antiguas leyes, no ha sido obra de poco mo- mento establecer la Alta Cámara de Justicia bajo los principios que el día de su instalación se le re- comendaron a nombre del Gobierno y se han de- tallado después en el reglamento de administra- ción. En él se han abolido errores y sustituido máximas así en lo civil como en lo criminal, que al menos producirán el gran efecto de dejar tra- zada la marcha que deben seguir las ideas y ha- cer que el pueblo piense lo que tiene derecho a es- perar por lo que ya ha obtenido.
Entretanto es muy consolante poder asegjirar que la administración civil de justicia se desem- peña hoy en todos los departamentos libres de un modo satisfactorio al público y al Gobierno. Ya no se somete el derecho de las partes al influ- jo del poder, ni cuando toman los jueces en su mano la balanza sagrada, hay quien la profane
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sustituyendo el peso del oro al peso de la razón y de la ley. La justicia criminal se administra igualmente coTnbinando la inexorahilidad que Tne- rece el crÍ7nen, con la indulgencia a que es acree- dor el hombre: se castigan los delitos, sin inven- tarse delincuentes: se consulta la seguridad de los reos, sin añadir violencias necesarias, que no son sino actos de opresión: la cárcel que se ha estable- cido en esta ciudad bajo el plan mandado adoptar en los demás departamentos, es un Ttionumento de filantropía: ya no existen esos sepulcros de hom- bres vivos C071 nombre de calabozos, en que sumer- gía a los reos, aun cuando no lo fuesen, porque las 7náxim,as del Santo Oficio servían de Tnodelo a los demás tribunales de España y sus Colonias. A más de esto, no se ha contentado el gobierno con recomendhr la celeridad de las causas: él ba im- puesto un deber a los magistrados de dar cuenta en cada mes de las que han fenecido o se hallan
{)endientes, tanto en lo civil como en lo criminal: os delitos y los delincuentes se ponen a la vista del público, para que la opinión pronuncie sobre ellos el último fallo que merezcan.
La administración departamental continiía bajo las bases del reglamento de Huaura, sancionadas en el Estatuto provisorio, con la ampliación que las circunstancias han dictado. Cada presidencia está dividida en tantos gobiernos, cuantos son los partidos que comprende, y la última subdiyisión es en tenencias de gobierno, según la localidad de las poblaciones. A más del asesor que reside en la capital de cada Departamento, se ha creado un nuevo magistrado con el nombre de fiscal de- partamental: sus funciones son análogas a las que ejercían en el Imperio Griego los antiguos Ire- narcas, al paso que sirven de auxiliares para la recta administración de justicia y regularidad en el despacho. La historia nos enseña que aun en los tiempos de la más profunda paz, rara vez de- jan los pueblos de gozar la suma de bienes a que están llamados por falta de buenas leyes, sino por la inobservancia de las que existen. El primer de-
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ber de los fiscales departamentales es denunciar las infracciones de los decretos del gobierno, que son los que boy forman nuestro código provisio- nal: cuando los sucesos se precipitan como un to- rrente sobre la escena pública, y cuando los hom- bres entregados a la contemplación de los peligros y de los medios que tienen para vencerlos, apenas pueden recordar cada día los sucesos del anterior; es preciso que baya un funcionario que impida la tendencia al olvido y sea tan celoso de mantener la observancia de las leyes, como lo eran las Ves- tales de conservar el fuego sagrado.
Yo no puedo entrar en el detall de las demás reformas y alteraciones que se han hecho en los tribunales y oficinas, porque llaman mi atención objetos de gran trascendencia; pero sí observaré, que conociendo el gobierno el influjo que tienen los nombres sobre las ideas, y que la dignidad de las cosas nace con las palabras que se adoptan para caracterizarlas, se ha variado la denominación de los nuevos funcionarios y de los principales es- tablecimientos públicos. Es preciso destruir todo lo que pueda servir de reclamo a las antiguas ins- tituciones, y que si se recuerdan los abusos y crí- menes del régimen español, no sea sino por el con- traste que con ellos formen las ventajas del orden actual.
Entre los planes relativos a la administración interior que han ocupado al gobierno, la instruc- ción pública ha costado a su celo amargos sacrifi- cios, porque nada es más penoso que diferir el bien, cuando se desea con ansia ejecutarlo. La es- fera de los conocimientos humanos estaba limita- da por el gobierno español a saber lo que podía entretener y confundir la razón de los americanos, para que siempre ocupados de cuestiones abstrac- tas, de errores escolásticos y sumergidos en un caos de absurdos metafísicos, apenas tuviesen tiem- po para obedecer sin examen y adquirir lo que exigía la codicia metropolitana. Nada era por lo mismo tan necesario ni tan difícil al regenerar los pueblos de América, como el remover las barreras
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que se habían puesto al poder intelectual de los hijos del país, alzar el velo que les ocultaba las realidades que existen en el myndo, abrir la puer- ta a los grandes pensamientos, de que es capaz el hombre mientras vive en entredicho con su ra- zón, porque no se atreve a consultarla y teme que su luz lo precipite. Esta obra supone un sobrante de tiempo, de recursos y de hombres que es im- posible combinar, cuando la tierra que debe re- generarse no es sino un vasto campo de batalla. Es preciso cerrar el templo de Jano para entrar al de Minerva: pero mientras aquél se mau tenga abierto contra el clamor de la justicia y de la hu- manidad, el gobierno no puede poner en planta sus designios: él satisface a su celo, cambiando la dirección del movimiento que hasta aquí ha se- guido el espíritu piiblico, y dirigiendo toda su acti- vidad a la investigación de los principios que ha- cen feliz al hombre en el estado social: cumple con alarmar la opinión contra la ignorancia y con- ceder a los talentos y al mérito un privilegio ex- clusivo a las magistraturas y grandes distincio- nes. Si algunos establecimientos se realizan en- tretanto, ellos serán al menos un ensayo de nues- tra energía mental, y probarán que cuando se quiere eficazmente hacer el bien, la voluntad es una potencia irresistible que convierte las dificul- tades en recursos.
La Sociedad patriótica de Lima y la Bibliote- ca nacional son las primeras empresas que ha rea- lizado el gobierno en medio de las escaseces del Erario y casi al frente del enemigo. Para que las ciencias y las artes se generalicen en un pueblo, es necesario que los hombres ilustrados formen una masa comiín del caudal de sus ideas, que ellas se comuniqíien y analicen delante del piiblico y que el ejemplo de los hombres que piensan excite la emulación de los demás. También es necesa- rio que cuando empieza a estimularse el amor a los conocimientos titiles, se pongan al alcance de todos esos preciosos depósitos en que el espíritu humano deja marcados los progresos que hace
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en cada siglo. La Biblioteca que está próxima a abrirse, presentará a la juventud peruana medios sobreabundantes para enriquecer su inteligencia y dar expansión a su exquisita sensibilidad. Ani- bos establecimientos prosperarán bajo los auspi- cios del interés que todos tienen en que el pueblo se ponga en contacto con los hombres que viven o han vivido para ilustrar a sus semejantes. Pero conociendo que la educación es la base de todos los establecimientos en que se interesan la moral y las ciencias, se ba mandado erigir por decreto de 6 de julio una escuela normal de enseñanza mu- tua, bajo la dirección de don Diego Thomson. Este plan, varias veces anunciado por el gobierno, se pondrá en planta en el mes de agosto, luego que el director haya hecho los preparativos convenien- tes en el colegio que se ha aplicado al estableci- miento de la escuela normal.
Al destruir el imperio de la ignorancia es tam- bién necesario combatir los vicios que ella trae consigo: todos los delitos no son sino errores prác- ticos, porque ninguno es delincuente sino por un falso cálculo. Bajo el gobierno antiguo la política contribuía a fortificar los hábitos irregulares, co- nociendo que es más fácil dar la ley al hombre vi- cioso que al que no lo es. El juego, esa pasión abo- minable que conspira contra todas las virtudes, gozaba de impunidad y aun era fomentada por el gobierno: hoy se persigue de un modo inexorable, sustrayendo a la disipación a los que antes hacían un tráfico de ella para ganar su subsistencia, por- que en general se les prohibían otros arbitrios de- corosos. El coliseo de gallos se ha abolido: él era igualmente funesto a la moral, que contrario a la política del gobierno. También se han corregido otros varios defectos y vicios que reprobaba el buen sentido del pueblo, y que subsistían por con- veniencia o descuido de los que revestían la au- toridad.
El espíritu público que es la base de sus nuevas instituciones se ha creado y se mantiene en una imponente actitud: la integridad de la presente
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administración, el celo de los magistrados, las ventajas reales que todos participan en el orden que rige, el sentimiento y la convicción que se han difundido en las varias clases del pueblo de eus derechos y de la necesidad de sostenerlos; estas son las causas que han dado un nuevo ser a las afecciones y fecundado el alma de los perua- nos. La opinión de patriota, es hoy el bien más estimable que todos ambicionan y disputan: los que no han llegado a merecerla por su conducta anterior, se creen desgraciados: y la aflicción que sufren es un holocausto que ofrecen a la Patria en desagravio de sus pasados yerros.
Después de exponer aunque en compendio las tareas administrativas del departamento de go- bierno, es oportuno dar idea del estado en que se hallan nuestras relaciones exteriores. En diciem- bre del año pasado se envió cerca de los altos po- deres de Europa, una legación extraordinaria, en- cargada de negociar cuanto convenga a la inde- pendencia y prosperidad del Perú: se han manda- do también ministros extraordinarios cerca del gobierno de Chile y de la regencia del imperio me- jicano para estrechar más las mutuas relaciones que nos unen. La legación destinada a Europa, fué encargada igualmente de entablar con el go- bierno de Buenos Aires negociaciones de interés común, cuyo resultado debe trascender a una par- te considerable de nuestro territorio. El agente di- plomático cerca del gobierno de Guayaquil, ha hecho servicios de grande importancia durante su comisión: y, en fin, el presidente de Colombia, anticipando nuestros votos, ha mandado cerca de este gobierno un ministro extraordinario, con quien he tenido la satisfacción de firmar un tra- tado solemne, en virtud de la autorización que recibía de S. E. el supremo delegado. La unifor- midad de los sentimientos que animan al gobier- no del Perú y a los demás de América, hacen es- perar que en el resto de este ano, ningún pueblo del continente verá con envidia a los que gozan de libertad, porque la gran masa de poder y de
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energía que todos forman, será como el grito de la victoria que disipa a los vencidos apenas se per- cibe el eco que la anuncia.
Al hablar de nuestras relaciones con los pode- res extraños, creo que debo indicar la política que ha adoptado el gobierno con respecto a los subdi- tos y ciudadanos de ellos. Su franqueza no ha te- nido más límites que los del interés comiín calcu- lado con exactitud y sin espíritu de localidad. El Decreto de 19 de abril concede a los extranjeros todo lo que puede lisonjear las esperanzas del ge- nio y de la industria. Protección y recompensas, privilegios y propiedades, éstas son las ofertas del gobierno. Con tales ideas y sentimientos, no es dudable que obtendremos la amistad y el aprecio de los extranjeros, y que sus votos por nuestra in- dependencia serán universales y sinceros. El Perú quiere la paz con ambos hemisferios, y desea en- tablar una libre comunicación con todos los habi- tantes del globo que vengan a buscar asilo, a di- fundir ideas, o hacer a la naturaleza nuevas pre- guntas, ya que los españoles la han obligado a estar callada por tres siglos.
DEPARTAMENTO DE GUERRA Y MARINA
Las tareas del gobierno en estos dos departa- mentos han sido de una extensión proporcionada a la dependencia en que nos hallamos de las ope- raciones militares. La administración de la guerra es siempre tanto más difícil y laboriosa, cuanto su direeción es más activa. Apenas entró a esta ca- pital el Ejército Libertador, tuvo que ponerse en campaña y empezar de nuevo a buscar peligros. El enemigo ocupaba la plaza del Callao, y sin ella la posesión de Lima era precaria: sólo nuestra fuerza marítima podía anular las ventajas que le daba la retención de aquella fortaleza, pues si su dominio hubiese estado unido al del Pacífico, la guerra era interminable y demasiado incierto su éxito. S. E. el Protector dispuso que el general Las
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Heras, con las fuerzas principales del ejército mantuviese el sitio de la plaza, mientras se sos- tenía el bloqueo por los buques de la escuadra de Chile.
En los meses de julio y agosto del año anterior, el ejército hizo ver a los sitiados, que la muerte no era una barrera para su coraje. Diariamente presentaban el pecho nuestras tropas delante de esas tremendas fortalezas, que habrían arredrado a cualquiera que no estuviese ciego de amor de gloria: pero el 26 de julio y el 14 de agosto, los sitiados quedaron temblando aún después de verse libres del peligro: poco les faltaba para dudar de lo mismo que habían visto, porque apenas era creíble que nuestras tropas hubiesen llegado en la mitad del día hasta los fosos y rastrillo de aquella fortificación, dejando el campo lleno de cadáveres enemigos, en vez de ser batidos.
El general La Serna acantonó sus tropas en el departamento de Tarma, y entre tanto el gobierno contraía sus desvelos a aumentar la fuerza del ejército, preparándolo para nuevas empresas. No es justo olvidar la desnudez y privaciones que su- frían después de una campaña tan penosa, y la tolerancia que mostraban animados por el ejemplo de sus jefes, que a todo se resignaban por no exigir sacrificios de un pueblo que acababa de hacer tantos y tan contrarios a su voluntad.
En la situación en que se hallaban la capital y los departamentos libres, la parte administrativa de la guerra era la más difícil, porque los recur- sos eran todos inciertos y desconocidos, no podía sistemarse la contabilidad, ni las circunstancias permitían entrar en cálculos de detalle. Apenas se empezaba a tomar noticias sobre los medios de mejorar y arreglar el material del ejército, la vuel- ta del general Canterac paralizó todas las opera- ciones del gobierno. El mes de septiembre fué mes de grandes sucesos: fué mes de decidir y no de combinar: era preciso ganar el terreno, para edi- ficar después en él.
El ejército enemigo, fuerte de cinco batallones
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y setecientos caballos, bajó a la costa por la que- brada de Sisicaya, y tomó posición en la hacienda de la Molina, dos leguas de esta capital y una de nuestro campo: el terreno que ocupaban ambas fuerzas no admitía maniobras decisivas, porque interceptado todo por potreros, ningún movimien- to podía hacerse con rapidez y mucho menos con impetuosidad. Tampoco servía de mucho el cora- je personal de nuestras tropas, donde a. cada paso se encontraba un parapeto, que ponía en igual actitud al cobarde y al valiente: no era éste el lla- no de Maipú, aunque el ardor y la impaciencia con que nuestras tropas deseaban el combate, ha- cía esperar que la tarde del 5 de abril duraba to- davía para nosotros.
El enemigo tenía una gran desventaja por su parte: él no contaba con más recursos de subsis- tencia que los que había traído de la sierra, y era necesario que corriese un gran riesgo para adqui- rirlos, o que al fin se retirase: en este último caso él nos daba una victoria a poco precio, porque un ejército que baja de la sierra y que regresa a ella, pierde sin ser batido su moral y su fuerza: la úni- ca diferencia es salvar en orden los restos de esta simulada derrota.
Nuestra situación era bien diferente: mante- niendo la defensiva cerca de nuestros recursos, la naturaleza del terreno y el niimero de nuestras tropas, nos habrían dado la victoria, si hubiésemos sido atacados: ganábamos aún sin batirnos, y al enemigo sólo le quedaba la elección de la pérdida que debía siempre sufrir: él no calculó bien la si- tuación de la capital, cuando se decidió a marchar sobre ella: su error le costó caro y a nosotros nos ahorró una campaña.
El 10 de septiembre hizo el enemigo un movi- miento sobre el Callao: nada tenía de militar esta operación, pues con reunirse a los sitiados, no ha- cían sino aumentar sus necesidades y consumir más pronto sus recursos de movilidad y subsisten- cia que tenían. Bien presto tomaron el único par- tido que les quedaba: abandonaron la plaza con
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certidumbre de su pérdida, y se retiraron a la sie- rra en dispersión, perdiendo casi la mitad del ejército.
Era consiguiente la rendición del Callao: ésta se efectuó por capitulación el 19 de septiembre, y el 21 brillaron los colores nacionales en las for- talezas de aquella plaza. Su antiguo gobernador el general La-Mar cumplió en las transacciones del Callao, con cuanto el honor y la patria exi- gían de él: es un triunfo llenar deberes tan sagra- dos en las más difíciles circunstancias y merecer a la opinión el fallo que ba pronunciado sobre él.
El enemigo fué perseguido en su retirada, y una sección del ejército no se separó de su retaguar- dia basta que traspasó los Andes: el resto volvió a tomar cuarteles en la capital, después de cubrir la guarnición del Callao, y se empezó de nuevo a pensar en los detalles administrativos de la guerra.
Organizar la milicia en todos los departamentos, aumentar el ejército, buscar arbitrios para vestir- lo y equiparlo con menos gravamen del pueblo, reparar su armamento y activar los trabajos del parque y maestranza, metodizar la contabilidad en el ramo de guerra, establecer y clasificar las graduaciones militares y arreglar, en fin, otros pormenores que no contribuyen menos a la acti- vidad y al acierto de las empresas; tales ban sido los objetos a que se ba contraído el Ministerio de la Guerra desde el mes de octubre, en que se res- tableció el giro regular de los negocios.
El gran mariscal Marqués de Trujillo, inspector general de los cuerpos cívicos del Estado, dio el primer impulso a su disciplina y regularidad: tan- to en la capital como en los demás departamentos, la fuerza cívica no sólo se baila hoy en estado de hacer el servicio de guarnición, sino también el de campaña: sus mejoras y aumentos se dejan sentir cada día más, en la proporción que el espíritu de cuerpo se extiende y rectifica: todos conocen que el primer deber de un ciudadano es ser soldado cuando se trata de salvar la patria ; y este conven- cimiento que siempre ha producido héroes, no de-
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jará de formar guerreros, toda vez que el peligro sea señal de alarma para los peruanos.
El ejército, a más de haber doblado ya su fuer- za con exceso, recibirá en breve nuevos batallones organizados con los cuadros que se han distribuido en los departamentos: la división que obraba en el norte, acaba de probar que es del Ejército Li- bertador: ella ha dejado escrito su nombre sobre las bases del monte Pichincha, y no tardará en reunirse a sus compañeros de armas. Sin embargo, no debo pasar en silencio el único revés que han sufrido nuestras armas, revés que ha sido ya in- demnizado y que sirve para justificar el acierto con que se ha dirigido la guerra. La división de lea fué dispersada completamente en el mes de abril. Este era un cuerpo de observación destina- do sólo a entrar en parte de otras grandes combi- naciones: sus movimientos nunca debían dirigirse a buscar el ataque, sino antes a evadirlo: convenía que amenazase al enemigo, pero que jamás se com- prometiese a encontrarlo: estaba calculado que el menor desvío de este plan produciría un contras- te: el del 6 de abril hizo ver que sin ser abando- nados de la fortuna, habíamos perdido una fuer- za, cuyo objeto no era otro que conservarse en actitud hostu. Este contratiempo ha hecho nacer nuevos proyectos que, favorecidos por las circuns- tancias, serán quizá más decisivos.
El material y adyacentes del ejército, corres- ponden al aumento que ha recibido y a la movili- dad en que debe estar: los trabajos del parque y de la maestranza, después de haber llenado los pe- didos de nuestra fuerza actual, se emplean en pre- parar repuestos para atender a las nuevas necesi- dades que la continuación de la guerra o las vici- situdes de ella puedan exigir.
La moral del ejército se mantiene inalterable, y lo que aun es más, ella se mantendrá. Cuando el soldado no es sino un negociante de su vida, se exas- pera con las privaciones, y cree que ellas le dan derecho a reclamar del contrato que hizo y faltar a la obediencia. Pero cuando expone su vida para
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salvar su libertad, se contenta en medio de su mi- seria con la esperanza del suceso, y así como las fatigas no lo irritan, tampoco la prosperidad lo ha- ce insolente. El Ejército Libertador, que en Pisco y Huaura acreditó su sufrimiento, en Lima ha dado pruebas de su moderación: no es decir por esto que haya sido preciso cerrar enteramente el código pe- nal: se han, cometido algunos excesos, que la justi- cia no ha dejado impunes: pero éstos han sido los delitos del hombre y no los atentados del soldado. Tampoco es indiferente el espectáculo que ofre- cen los bravos de diversos Estados reunidos a un solo objeto y animados de iguales sentimientos. Cuatro pabellones enarbola el ejército, y ellos son otras tantas barreras que defienden la libertad del Perú, En fin, nuestros soldados conocen lo que han merecido por sus servicios: ellos conservarán su gloria por los mismos medios que la han ad- quirido.
El método en la contabilidad de la guerra es el fondo más permanente y necesario para cubrir sus atenciones: ésta ha sido y será todavía por al- gún tiempo la mayor dificultad que ocurra en la administración de este departamento, porque las mismas operaciones del ejército y la frecuente subdivisión de sus fuerzas embaraza el cálculo de haberes y descuentos, a más de los gastos extraor- dinarios que se multiplican en tales circunstan- cias. Sin embargo, el Ministro de la Guerra se ha ocupado en formar reglamentos y combinar medi- das que sirvan al menos para mejorar gradual- mente tan importante ramo. También se ha refor- mado la administración de los hospitales, y a pe- sar de la decadencia de sus fondos, se consulta el buen orden y la comodidad de los valientes que necesitan reparar su salud para volver con nuevo ardor a los peligros.
Con respecto a la marina del Perú, su fuerza es hoy tan imponente, que casi nos hace olvidar el tiempo en que se ha formado. No sólo basta para de- fender la seguridad de nuestras costas contra toda agresión, sino que nos pone en aptitud de empren-
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der con ventaja, si tuviésemos enemigos que com- batir sobre las aguas. Al pensar en los inmensos costos de nuestra marina, y en los sacrificios que se han hecho para formarla y mantenerla sin aban- donar las demás atenciones del gobierno, no pue- de menos de aplaudirse la fecundidad de recursos que prestan los pueblos cuando defienden sus de- rechos. Destruidos por la guerra los grandes ca- pitales, paralizado el giro con las provincias in- teriores y reducidos al territorio menos productivo en proporción al que ocupa el enemigo, no es fácil concebir que, aboliendo impuestos en vez de esta- blecerlos, la tesorería del Perú haya hecho frente a las necesidades de este año, sin que el crédito pú- blico sufra los quebrantos que eran de temerse.
Para ahorrar los gastos de la marina metodizán- dolos, se han expedido por el ministerio a que co- rresponde, reglamentos económicos fundados en los mismos principios que los del ejército. La di- rección general y comisaría de marina, entrando en todos los detalles que exige su arreglo, han lle- nado las ideas administrativas del gobierno y el sistema económico de nuestra fuerza naval se per- fecciona al paso que aquélla se aumenta.
Para fomentar la marina mercante, sin la cual no puede progresar la del Estado, se han tocado todos los arbitrios capaces de empeñar el interés individual en este género de industria, concedien- do privilegios a los habitantes de la costa que se dediquen a la pesca, y a los que hagan el tráfico en buques tripulados por los naturales del país. Los efectos de estas medidas han empezado ya a sentirse, y una gran parte de la marinería de nues- tra escuadra ha sido enganchada en nuestros mis- mos puertos, cuya población ha carecido hasta aquí del empleo a que naturalmente estaba lla- mada. Aun se meditan reformas y planes, que el Ministerio de Marina no ha podido poner en plan- ta por las circunstancias, pero que en breve se ve- rán realizados, porque es menos difícil continuar la marcha emprendida que determinar sus prime- ros movimientos.
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MINISTEEIO DE HACIENDA
Las rentas y su administración se hallaban en el mayor desorden, como se indicó al principio; y apenas se instaló el Gobierno Protectoral, fijó sus miras el Ministerio de Hacienda en la necesi- dad de destruir el antiguo edificio para levantar otro nuevo: la reforma era imposible de otro mo- do. Mientras se acopiaban los datos que debían servir de base al arreglo de la tesorería y aumento de sus ingresos, se ordenó en 9 de agosto a la Cá- mara de Comercio que formase una comisión de personas acostumbradas al cálculo y versadas en las transacciones mercantiles, para que presentase un nuevo plan de derechos equitativos y fáciles de recaudar. La tarifa que antes regía, no sólo era perjudicial al Erario por la exorbitancia de los gravámenes con que oprimía al comercio, sino por su confusa distribución en enteros y fracciones, que hacían más moroso el despacho de los introducto- res y multiplicaba las operaciones de los rentistas.
Los sucesos del mes de septiembre retardaron las labores emprendidas; mas luego_ que pasaron los conflictos, se publicó en 28 del mismo el regla- mento provisional de comercio, y se impuso a los efectos extranjeros un 20 por ciento, tomando por base los precios corrientes de la plaza. El comer- cio quedó beneficiado con la rebaja de un 28 por ciento, a más de la ventaja de la consolidación de derechos. Los efectos importados bajo el pabellón de los Estados independientes de Aménca, fueron privilegiados con la rebaja de un 2 por ciento y los del Perú con un 4 por ciento. En 18 de octubre se publicó el reglamento que establece los derechos del tráfico de cabotaje y el de los demás puertos del Sud, pertenecientes a los Estados limítrofes del Peni. El giro interior fué más beneficiado en proporción, porque así lo exigen las circunstan- cias de la guerra y los principios de una sana economía.
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La liberalidad nunca satisface la codicia, ni los peligros sirven de freno a sus empresas. A no ser esta una regla invariable en todas partes, basta- rían los nuevos reglamentos para impedir el con- trabando: pero conociendo que ellos no destruyen la propensión de los que casi siempre están dis- puestos a hostilizar al Erario, se han establecido penas imponentes para reprimir a los contraven- tores, y en el plan de distribución de comisos, los denunciantes y aprehensores son estimulados con mayores recompensas que antes.
La situación topográfica del Perú indica bien que el ramo de minería debe proporcionar a la ha- cienda sus principales ingresos. La explotación de las minas, el beneficio de los metales y su cambio en el mercado, demandarán siempre la mayor par- te de los capitales que estén en circulación y de la industria del país. Este era precisamente uno de los ramos más abandonados en el sistema an- tiguo: reducidos sus cálculos a crear empleos para recompensar aduladores, existía un tribunal de minería, que en vez de ser el centro de actividad y de impulsión, sólo contribuía a fomentar el es- píritu de litigio, sin ser capaz de influir en la menor reforma. Un establecimiento que debía di- rigirse por geólogos hábiles y matemáticos pro- fundos, en general, apenas tenía a su frente me- dianos profesores de jurisprudencia; y bajo tales auspicios él no podía prosperar jamás, sino antes bien alejar de su objeto los capitales y la indus- tria que demandan las empresas mineralógicas. En 23 de octubre se suprimió aquel tribunal, y en su lugar se crearon bancos de habilitación a cargo de un director del ramo, que consultase sus me- joras y propusiese los medios de realizarlas. El gobierno espera que vengan luego a establecerse en el país compañías científicas de mineralogis- tas, que empleando la acción combinada de la luz y de la fuerza, saquen del seno de los Andes los inmensos tesoros que la ignorancia y la pereza no han alcanzado a descubrir: los comisionados que salieron para Europa han llevado este espe-
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cial encargo: él será sin duda uno de los objetos en que más ejerciten su celo. Por identidad de principios se lia dado nueva forma a la casa de moneda, y sus procederes han mejorado de un modo sensible bajo la dirección científica de su actual jefe.
El régimen económico de las oficinas de Hacien- da y el sistema de contabilidad, clamaban por una variación que jamás se habría podido adoptar sino en momentos de energía. Arreglar la-s labores de cada departamento, fijar el número preciso de sus empleados, sin que su abundancia fomentase la desidia, ni la falta de inteligencia retardase el trabajo, señalar las horas que debían ocuparse, precaver con penas prácticas la infracción de sus deberes y simplificar, en fin, las operaciones y de- talles de la tesorería: estos han sido progresivamen- te los objetos de la contracción del Ministerio. Para evitar la confusión que resultaba de las cuentas que se hallaban líquidas, cuando el Ejér- cito Libertador entró a esta capital, se cortaron en 31 de julio del año pasado y abrieron de nuevo las del gobierno independiente en primero de agosto, desde cuya fecha se empezaron a transigir con claridad los negocios de este departamento.
Las circunstancias políticas hicieron necesaria la creación del juzgado privativo de secuestros: este era el único medio de clasificar las acciones del Estado y no dejar al genio fiscal una ampli- tud sin límites que perjudicase a los derechos par- ticulares: su organización ha prevenido los incon- venientes de la demora y los abusos del celo.
Un gran niímero de capitales que pertenecían a la extinguida Inquisición, a los jesuítas expa- triados y a los censos de peruanos, estaban antes divididos en varias y complicadas administracio- nes, siguiendo el mismo principio de multiplicar los empleos para entretener la pereza. Era tiem- po de sacar aquellas propiedades del caos en que estaban, y a este fin se creó la dirección de censos y obras pías, que metodizando la administración de aquellos fondos, rasgase el velo que hacía im-
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penetrable el conocimiento de sus productos y de su inversión. Este plan se ha realizado en gran parte, y por un decreto posterior se han aplicado a la instrucción pública todos los ingresos que tie- ne la caja de la dirección.
Entre los establecimientos que han servido de apoyo a nuestro actual sistema de rentas, debe ha- cerse mención del banco auxiliar de papel moneda, sin el cual no habría podido llenarse el déficit del medio circulante, que las circunstancias de la gue- rra han hecho escasear cada día más. La cantidad de billetes que circula es inferior al crédito que se ha empeñado para responder de ella: cada tri- mestre se amortiza la mitad de su valor con di- nero, y esta operación se ha practicado ya dos ve- ces con la mayor religiosidad. El pueblo que no estaba acostumbrado a la circulación del papel, conoce insensiblemente sus ventajas: a proporción que se extiendan los recursos del Estado, y que la experiencia rectifique el método económico del Banco, se llenarán todos los objetos que comprende el plan de diciembre, facilitando los pedidos de la tesorería y aumentando los capitales del país por la mayor demanda de industria y de trabajo que naturalmente produce la multiplicación del medio circulante.
Por liltimo, considerando la situación del país con respecto a su prosperidad y medios que hoy tiene de obtenerla, a nadie parecerá exagerado el concepto de los grandes progresos que ha hecho a la sombra de la libertad. Aunque se han dismi- nuido los capitales por los consumos de la guerra y la inmigración que es consiguiente a ella, la suma de los que han quedado rinde hoy más pro- ductos que antes, porque la industria demanda mayores fondos cuando puede emplearse con fran- queza, sin las trabas del antiguo monopolio, y porque en fuerza de nuestras nuevas instituciones se han puesto en el mercado un gran niímero de capitales que estaban sustraídos a la circulación. Es verdad que ya no se encuentran esos grandes propietarios que unidos al gobierno absorbían to-
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dos los productos de nuestro suelo: pero subdivi- didas las fortunas, hoy vive con decencia una por- ción considerable de americanos, que no ha mucho tiempo tenían que mendigar el amparo de los es- pañoles. El vasto campo de especulación que ofre- ce el comercio con la rebaja de los gravámenes a que estaba sujeto, las nuevas comunicaciones que se han entablado con los Estados del Norte y del Mediodía, cuya política en general es uniforme con la nuestra, todo presenta al genio emprende- dor y laborioso, recursos que antes eran prohibidos directa o indirectamente a los naturales del país.
Es también una ventaja que deriva del orden actual la baja del precio que han sufrido en el mercado los géneros extranjeros, y la mayor fa- cilidad con que puede surtirse de ellos el consu- midor. Si no hay actualmente la abundancia de numerario que antes de la guerra, al menos pue- den cambiarse las comodidades de la vida por la mitad o la tercia parte del valor que antes era necesario.
Mas prescindiendo de las ventajas y desventajas que son propias de las circunstancias transitorias en que nos hallamos, observaré, por conclusión, que a más de los beneficios generales, que nacen de la independencia, el país ha hecho una adquisición inapreciable, examinada su importancia económi- camente. Hablo de la actividad que ha tomado la industria y de la mayor suma de trabajo que hoy se emplea en aumentar la producción. Lejos de es- tar sujeta esta adquisición a las vicisitudes ordi- narias, el tiempo y el ejercicio doblarán su va- lor: en la paz y en la guerra los hombres que se habitúan al trabajo, difícilmente viven en la ocio- sidad.
Yo he llegado al término de la exposición que se me ordenó hiciese a V. E, de las tareas del gobier- no en cada departamento de la administración; aquí es necesario volver a recordar el punto de donde hemos partido: pensar cuál era la situación del país en el mes de julio del año anterior, y cuá- les los adelantamientos en que hoy se halla: com-
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parar lo pasado con lo presente, para calcular el porvenir que nos aguarda si marchamos con fir- meza al objeto de nuestros sacrificios. Nos halla- mos en el último período de la guerra y en la vís- pera de grandes acontecimientos políticos y mi- litares: el genio de la independencia está con nos- otros: él nunca abandona al coraje cuando la jus- ticia lo dirige. Tenemos fuerzas para combatir, y opinión para triunfar: al hablar de la opinión, es necesario hacer saber al enemigo, que ell^, es uni- forme y general en todas las clases del pueblo. ¡ Desgraciado el que imagine lo contrario ! Ya no hay sino uno solo sentimiento acerca de la inde- pendencia de América, y en prueba de su univer- salidad, la única cuestión que ocupa a los que piensan, es acerca de la forma de gobierno que convenga adoptar: el nombre de rey se ha hecho odioso a los que aman la libertad: el sistema re- publicano inspira confianza a los que temen la es- clavitud: este gran problema será resuelto en el próximo congreso: la voluntad general dará la ley, y ella será respetada y sostenida.
Mientras los representantes del pueblo fijan su destino, y mientras el ejército llena sus lutimos deberes en la próxima campaña, a la actual admi- nistración le queda el placer de haber dirigido los negocios públicos en el año de los mayores ries- gos y dificultades, si no con todo el acierto posi- ble, al menos con el celo más ardiente y la consa- gración más ilimitada. Ella empezó a gobernar un pueblo enfermo de esclavitud, habituado a no te- mer y no pensar, y desco7i fiado de stis fuerzas por- que no las había probado todavía: hoy gobierna a un pueblo fiero de su independencia, que medita y reflexiona sobre sus derechos, que sabe de lo que es capaz, y nunca olvidará la escena que presentó el 7 de septiembre. ¡Quiera el Grande Autor del universo que los sacrificios que hasta aquí ha he- cho el pueblo peruano para cooperar a las ideas y pensamientos del gobierno, tengan por premio la libertad civil y la independencia nacional; y que aprovechándose el Perú de la experiencia de
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otros pueblos, y de las felices circunstancias en que se halla, llegue cuanto antes al término de la revolución, sin que ella cueste lágrimas a la filo- sofía, ni dé armas a nuestros enemigos para ca- lumniar la santidad de nuestros votos! Feliz del que me suceda en este destino, si al hacer igual exposición de las tareas ulteriores del gobierno, tiene la misma fortuna que yo, de no verse pre- cisado a referir grandes contrastes, o detallar ca- lamidades que no haya podido evitar la pruden- cia. Si él anuncia la paz del Perú y la perfección de sus instituciones sociales, yo envidio desde aho- ra su suerte, y este sentimiento es propio del que no suspira sino por la independencia y prosperi- dad de su patria.
LIBRO V
DISCURSOS PATRIÓTICOS
(1812-1822)
ORACIÓN INAUGURAL
PEONUNCIADA EN LA APERTURA DE LA SOCIEDAD PATRIÓTICA LA TARDE DEL 13 DE ENERO DE 1812
Yo prefiero una procelosa liber- tad a la esclavitud tranquila. Lepid. Arenga al pueblo romano.
Exordio
Aislado el hombre en su primitivo estado y re- ducido al estrecho círculo de sus insuficientes re- cursos, buscó en la sociedad de sus semejantes el apoyo de su precaria existencia, y bien presto la necesidad sancionó la unión recíproca que anhe- laba el instinto. Mas apenas conoció las primeras ventajas de esta asociación, cuando ya sintió sus inconvenientes y peligros: el más fuerte, el más saga55 de los asociados hizo los primeros ensayos de la tiranía, y el débil resto empezó a preparar con su obediencia pasiva la materia de que se ha- bía de formar después el primer eslabón de la ca- dena de los mortales. La sociedad hizo progresos, el hombre satisfizo sus necesidades, encontró lo útil, descubrió lo agradable y calculó que podría dilatar con el tiempo la esfera de sus placeres. Cada día daba un paso en sus adquisiciones y re- trogradaba en sus recursos, porque sus urgencias se multiplicaban en razón de aquéllas: crecían sus apetitos, pululaban sus pasiones, y su inexperta razón fluctuaba en la impotencia de satisfacerlas. En este contraste empezó el hombre a inventar recursos y combinar sus fuerzas con los primeros medios que le sugería su limitado y naciente in-
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genio. El error presidió sus primeros ensayos, y en el embrión de sus combinaciones descubrió ya el germen de sus vicios, resultado preciso de su ignorancia ; porque la perversidad no es sino el efecto de un falso cálculo. Por último emprendió el crimen sin prever sus consecuencias, y su co- razón recibió entonces diferentes impresiones que fijaron la época de su corrupción y de su infeli- cidad.
Ofuscado ya el espíritu bumano y viciada su complexión moral, se familiarizó con los atenta- dos y puso por ley fundamental de su primer có- digo la fuerza y la violencia. En este período la raza de los hombres se multiplicaba ya por todas partes, y de las primeras sociedades empezaron a formarse sucesivamente reinos, imperios y nume- rosas asociaciones. La tierra se pobló de habitan- tes; los unos opresores y los otros oprimidos: en vano se quejaba el inocente ; en vano gemía el justo; en vano el débil reclamaba sus derechos. Armado el despotismo de la fuerza, y sostenido por las pasiones de un tropel de esclavos volunta- rios, había sofocado ya el voto santo de la natu- raleza, y los derechos originarios del hombre que- daron reducidos a disputas, cuando no eran comba- tidos con sofismas. Entonces se perfeccionó la legis- lación de los tiranos: entonces la sancionaron a pe- sar de los clamores de la virtud, y para acabar de oprimirla llamaron en su auxilio el fanatismo de los pueblos, y formaron un sistema exclusivo de moral y religión que autorizaba la violencia y usurpaba a los oprimidos hasta la libertad de que- jarse, graduando el sentimiento por un crimen.
Mientras el mundo antiguo, envuelto en los ho- rrores de la servidumbre, lloraba su abyecta situa- ción, la América gozaba en paz de sus derechos, porque sus filántropos legisladores aun no estaban inficionados con las máximas de esa política par- cial, ni habían olvidado que el derecho se distin- gue de la fuerza como la obediencia de la esclavi- tud; y que, en fin, la soberanía reside sólo en el pueblo y la autoridad en las leyes, cuyo primer
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vasallo es el príncipe. No era fácil permaneciesen por más tiempo nuestras regiones libres del con- tagio de la Europa, en una época en que la codi- cia descubrió la piedra filosofal que liabía busca- do inútilmente hasta entonces. Una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discor- dia, usurparles sus derechos y arrancarles las ri- quezas que poseían en su patrio suelo. Sólo los climas estériles donde son desconocidos el oro y la plata, quedaban exentos de este celo fanático y desolador. Por desgracia la América tenía en sus entrañas riquezas inmensas, y esto bastó para po- ner en acción la codicia, quiero decir el celo de Fernando e Isabel que sin demora resolvieron to- mar posesión por la fuerza de las armas, de unas regiones a que creían tener derecho en virtud de la donación de Alejandro YI, es decir, en virtud de las intrigas y relaciones de las cortes de Roma con la de Madrid. En fin, las armas devastadoras del rey católico inundan en sangre nuestro conti- nente; infunden terror a sus indígenas; los obli- gan a abandonar su domicilio y buscar entre las bestias feroces la seguridad que les rehusaba la barbarie del conquistador.
Establecida por estos medios la dominación es- pañola se aumentaban cada día los eslabones de la cadena que ha arrastrado hasta hoy la América, y por el espacio de más de 300 años ha gemido la humanidad en esta parte del mundo sin más des- ahogo que el sufrimiento, ni más consuelo que es- perar la muerte y buscar en las cenizas del sepul- cro el asilo de la opresión. La tiranía, la ambición, la codicia, el fanatismo, han sacrificado millares de hombres, asesinando a unos, haciendo a otros desgraciados, y reduciendo a todos al conflicto de aborrecer su existencia y mirar la cuna en que na- cieron como el primer escalón del cadalso donde por el espacio de su vida habían de ser víctimas del tirano conquistador. Tan enorme peso de des-
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gracias desnaturalizó a los americanos hasta ha- cerlos olvidar que su libertad era imprescripti- ble: y habituados a la servidumbre se contentaban con mudar do tiranos sin mudar de tiranía. En vano de cuando en cuando la naturaleza daba un grito en medio de la América por boca de algunos héroes intrépidos: un letargo profundo parecía ser el estado natural de sus habitantes, y si alguno hablaba, luego caía sobre su cabeza el homicida anatema del rey o de sus ministros, y los buenos deseos de los corazones sensibles doblaban la des- gracia y la humillación de los demás... Las eda- des se sucedían, las revoluciones del globo mos- traban la instabilidad del trono de los déspotas, y sólo la América parecía estar destinada a ser- vir de eterno pábulo a la tiranía exaltada, hasta que presentándose sobre la escena del mundo un político y feliz guerrero, cuyos triunfos igualan el número de sus empresas, y a quien con razón hubiera mirado la ciega gentilidad como al Dios de las batallas, concibe el gran designio de rege- nerar a esa nación degradada por la corrupción de su corte, enervada por las pasiones de sus minis- tros y reducida por la ignorancia a una estúpida apatía que no le dejaba acción sino para aniqui- lar lo que ya había destruido su codicia. Lo con- sigue por medio de la fuerza combinada con la persuasión e intrigas de los mismos españoles, j el león de tan decantada bravura rinde la cerviz a las armas del emperador. Llegan las primeras noticias a la América, y al modo que un fenómeno incalculado pone en entredicho las sensaciones del filósofo, quedan todos al primer golpe de vista poseídos de sorpresa, que en los unos produce lue- go el pavor y en otros la confianza. Los hombres se preguntan con asombro ríqué hay de nuevo? T todos buscan el silencio para contestar que pere- ció la España y se disolvió ya la cadena de nuestra dependencia. No importa que busqiien todavía el silencio y la sombra pnrn respirar: en breve serán todos intrépidos, y sólo temblarán los que antes infundían terror al humilde americano.
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Así sucedió a poco tiempo: empezó nuestra re- volución, y en vano los mandatarios de España ocurrirán con mano trémula y precipitada a em- puñar la espada contra nosotros: ellos erguían la cabeza, y juraban apagar con nuestra sangre la llama que empezaba a arder; pero luego se ponían pálidos al ver la insuficiencia de sus recursos. La Plata rasgó el velo ; la Paz presentó el cuadro ; Quito arrostró los suplicios ; Buenos Aires desplegó a la faz del mundo su energía y todos los pueblos juraron sucesivamente vengar la naturaleza ul- trajada por la tiranía.
Ciudadanos, lie aquí la época de la salud: el orden inevitable de los sucesos os lia puesto en disposición de ser libres si queréis serlo: en vues- tra mano está abrogar el decreto de vuestra escla- vitud y sancionar vuestra independencia. Sostener con energía la majestad del pueblo; fomentar la ilustración, y tales deben ser los objetos de esta sociedad patriótica, que sin duda tara época en nuestros anales, si, como j'o lo espero, fija en ellos los esfuerzos de su celo y amor piiblico. Analice- mos la importancia de esta materia.
ARTICULO PRIMERO
No habría tiranos si no hubiera esclavos, y si todos sostuvieran sus derechos, la usurpación sería imposible. Luego que un pueblo se corrompe pier- de la energía, porque a la transgresión de sus de- beres es consiguiente el olvido de sus derechos, y al que se defrauda lo que se debe a sí propio le es indiferente el ser defraudado por otro. Cuando veo a Roma libre producir tantos héroes como ciu- dadanos, cuando veo al tribuno, al cónsul, al dic- tador sacrificarse en las calamidades públicas a las furias infernales por medio de una augusta y te- rrible ceremonia; cuando veo que el espíritu públi- co forma el patrimonio de un romano; cuando veo el pabellón de la repiiblica en toda Italia, en una parte de la Sicilia, en la España, en las Gallas y
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aun en el África, infiero desde luego que en Roma no puede haber un usurpador, porque veo que el pueblo sostiene sus derechos y respeta sus debe- res; pero cuando veo que cada magistrado es un concesionario, que sólo el dinero y la intriga ele- van los pretendientes a las sillas curules, que las legiones de la República no son ya sino las le- giones de los proceres, y que los ciudadanos no tratan sino de hacer un tráfico vergonzoso de sus derechos, no dudo que se acerca la época de Au- gusto y el fin de la república.
Un usurpador no es más que un cobarde ase- sino que sólo se determina al crimen cuando las circunstancias le aseguran la ejecución y la im- punidad; teme la sorpresa, y procura prevenir el descuido: la energía del pueblo lo arredra, y así espera que llegue á un momento de debilidad o caiga en la embriaguez febril de sus pasiones: él conoce que mientras la libertad sea el objeto de los votos públicos, sus insidias no harán más que confirmarlas, pero que cuando en las desgracias comunes cada uno empieza a decir «yo tengo que cuidar mis intereses», este es el instante en que el tirano ensaya sus recursos y persuade fácilmente a un pueblo aletargado que la fuerza es un de- recho : todas las demás consecuencias proceden de este principio, pero es imposible que las armas lo sancionen si la debilidad del pueblo no lo auto- riza: en vano se presentarán en Atenas treinta ti- ranos para usurpar la autoridad por la fuerza, ellos podrán por el espacio de ocho meses hacer temblar a la virtud y sacrificar 1,500 ciudadanos privándolos aún de los obsequios fúnebres, pero mientras los atenienses amen la libertad y el pue- blo no degenere por la corrupción, Atenas será li- bre, y no faltará un Tracíbulo que restablezca la majestad del pueblo. No lo dudemos; mientras éste sostenga sus derechos, los tiranos harán vanas tentativas, y donde crean elevar su trono no harán más que encontrar su sepulcro.
Pero todo pueblo ilustrado, bárbaro, guerrero o pacífico, virtuoso o corrompido necesita una cau-
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sa que lo mueva y un agente que lo determine: él se entregaría a impresiones ciegas y desordenadas en el momento que le faltase un principio deter- minante de sus acciones: él necesita que los que mejor conocen sus intereses lo ilustren, y sabe muy bien que aunque no es fácil se corrompa su cora- zón, podría vacilar su suerte en los peligros, fluc- tuar su prosperidad en la paz y ver amenazada su existencia por la fuerza o la anarquía. Prevenido de este instinto busca siempre en los conflictos una mano que lo sostenga y corre con entusiasmo don- de lo llama el héroe que le ofrece salvarlo: si po- seído éste del amor a la gloria emprende cosas grandes, su ejemplo le bace sentir luego hasta qué grado de fuerza puede elevarse su virtud, y comu- nicándose a la multitud la energía del individuo llega a fijar su destino.
Ningún pueblo ha derogado ni puede derogar sus derechos ; su propensión a la salud pública es una necesidad que resulta de su organización mo- ral, y su amor a la independencia es tanto mayor, cuanto es más íntimo el convencimiento que tiene de su propia dignidad: él la sostendrá con sus fuer- zas físicas, si el que dirige su opinión desenvuelve esta aptitud. Al hombre ilustrado toca este deber, y sus luces son la medida de los esfuerzos con que debe contribuir. He aquí como insensiblemente he venido a fijar la regla que debe formar el espíritu de una institución que empieza en este memorable día y llegará a ser en breve el seminario de las virtudes públicas.
Yo no dudo que si hubiera sido compatible con el sistema antiguo la existencia de un solo hombre capaz de hacer conocer a los pueblos de América su dignidad, el período de la opresión acaso no hubiera sido más durable que el de la sorpresa que causó en ellos la irrupción de Hernán Cortés y Pi- zarro; pero un plan reflexivo de tiranizar fulmi- naba ya terribles anatemas contra todos los que tenían alguna influencia en la multitud, y no le inspiraban ideas de envilecimiento y servidum- bre, ni le hacían entender que debían mirar como
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un don del cielo las cadenas que arrastraba, obe- decer a la fuerza como a una ley sagrada, respetar la esclavitud como un deber natural y no conocer otra voluntad que la de un déspota a quien la pre- ocupación bacía inviolable. Esta ba sido la causa que ba perpetuado basta nuestros días el sistema colonial de la península: los pueblos babían ol- vidado su dignidad, y ya no juzgaban de sí mismos sino por las ideas que les inspiraba el opresor.
Confirmada por la experiencia la causa de nues- tros males es tiempo de repararlos, destruyendo en los pueblos toda impresión contraria a la in- violabilidad de sus derecbos. To tengo la compla- cencia de esperar que la sociedad patriótica con- traerá todos sus esfuerzos a este objeto, conside- rándolo como una de sus primordiales obligacio- nes: ella debe por medio de sus memorias y sesio- nes literarias grabar en el corazón de todos esta sublime verdad que anunció la filosofía desde el trono de la razón ; la soberanía reside sólo en el pueblo y la autoridad en las leyes: ella debe soste- ner que la voluntad general es la única fuente de donde emana la sanción de ésta y el poder de los magistrados: debe demostrar que la majestad del pueblo es imprescriptible, inalienable y esencial por su naturaleza; que cuando un injusto usurpa- dor la atrepella y se lisonjea de empuñar un ce- tro que se resiente de su violencia, y ofrece a la vista de todo? el proceso abreviado de sus crí- menes, no bace poner más que un precario entre- dicho al ejercicio de aquella prerrogativa y para- lizar la convención social mientras dure la_ fuerza sin debilitar un punto los principios constitutivos de la inmunidad civil que caracteriza y distingue los derecbos del pueblo.
Cuando la América esté firmemente convencida de estas verdades y olvide esos inveterados errores que una moral exclusiva y parcial ba convertido en dogmas inconcusos, ocurriendo a la autoridad del tiempo en defecto de la sanción de las leyes para persuadir que la justicia era el apoyo de sus principios: cuando la América conozca que el
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santo código de la naturaleza es uno e invariable en cualquier parte donde se multiplica la especie humana, y que son iguales los derechos del que habita las costas del Mediterráneo, y del que nace en las inmediaciones de los Andes: cuando recuer- de su antigua dignidad, y reflexione que sus origi- narios legisladores conocieron de tal modo los im- prescriptibles derechos del hombre, y la naturale- za de sus convenciones sociales, que considerán- dose siempre como los primeros ciudadanos del Estado, y los más inmediatos vasallos de la ley, no miraban en el pueblo que les obedecía sino la primera fuente de su autoridad, sin embargo de que su origen podía hacerles presumir que su mis- ma cuna les daba derecho al trono: cuando la América entre a meditar lo que fué en los siglos de su independencia; lo que ha sido en la época de su esclavitud, y lo que debe ser en un tiempo en que la naturaleza trata ya de recobrar sus de- rechos, entonces deducirá por consecuencia de es- tas verdades, que siendo la soberanía el fjrimer derecho de los pueblos, su primera obligación es sostenerla, y el supremo crimen en que puede in- currir será, por consiguiente, la tolerancia de su usurpación. Todo derecho produce un deber relati- vo de sostenerlo, y la omisión es tanto más culpa- ble, cuanto es más importante el derecho: cada uno de los que tengan parte en él es reo delante de los demás si deja de contribuir a su conservación. Yo bien sé que los miembros de esta naciente socie- dad están penetrados de estos principios, y que su conducta va a formar la mejor apología de ellos: bien sé que uno de los motivos determinan- tes d© esta reunión patriótica ha sido analizar y conocer a fondo las preeminencias del hombre, los derechos del ciudadano y la majestad del pue- blo; pero es imposible sostenerla sin ilustrarlo sobre los principios de donde deriva, sobre la teo- ría en que se funda y sobre los elementos del có- digo sagrado de la naturaleza, última sanción de todos los establecimientos humanos. Pero si el error y la ignorancia degradan la dignidad del pueblo
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disponiéndolo a la servidumbre, la falta de virtu- des lo conduce a la anarquía, lo acostumbra al yugo de un déspota perverso, a quien siempre ama la multitud corrompida; porque la afinidad de sus costumbres asegura la impunidad de sus crímenes recíprocos. Nada importaría que desempeñase la sociedad aquel primer objeto, si prescindiese de estos dos últimos: el silencio respecto de ellos ba- ria quimérica toda reforma e inverificable todo plan ; y las medidas que se adoptasen serían tan frágiles como sus principios.
AETICULO SEGUNDO
La ignorancia es el origen de todas las desgra- cias del hombre: sus preocupaciones, su fanatis- mo y errores, no son sino las inmediatas conse- cuencias de este principio sin ser por esto las úni- cas. Yo no pretendo probar que todo píueblo igno- rante sea precisamente desgraciado; porque en- cuentro a cada paso en la historia del género hu- mano ejemplares de varios pueblos que han sido felices hasta en cierto punto en medio de su misma barbarie. Tampoco me he propuesto combatir al ciudadano de Ginebra demostrando que el progre- so de las ciencias no ha contribuido a corromper las costumbres, sino antes bien a rectificarlas: de- jemos a la Academia de Dijon que examine este problema, mientras la experiencia lo decide sin necesidad de ocurrir a razonamientos sutiles.
Los sentimientos del corazón son el termómetro que descubre la infancia o madurez, la debilidad o el vigor, la rectitud o corrupción de la razón. Sus progresos en el bien o el mal tienen como to- das las cosas su principio, su auge y su ruina; períodos consiguientes a la debilidad de todo ser limitado que no puede llegar sino por grados al extremo del vicio o la virtud. Cuando j'o veo a un pueblo estúpido envuelto en las tinieblas del error, observo, sin embargo, que nada ha podido sofocar el instinto que lo arrastra a la felicidad, y que en
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medio de sus inveteradas preocupaciones él tiene una invencible propensión a mejorar su destino. Sus mismos errores son una prueba de ello: inca- paz de conocer el bien o el mal por ignorancia, de- lira en sus opiniones, confunde sus principios, in- vierte el orden de sus ideas, respeta sus caprichos, adopta sistemas extravagantes y llega a poner el crimen en el rango de las virtudes, lisonjeándose de haber encontrado la verdad cuando más se ha alejado de ella. Este es el momento en que eclip- sadas ya todas las nociones, e incontrastable en el error, sólo gusta de lo que puede apoyar y per- petuar sus preocupaciones: entonces se consagra al fanatismo, porque en él encuentra la sanción de sus errores: fanático al principio por debilidad y luego por costumbre adora la obra de su deliran- te imaginación; mira los prestigios como miste- rios; su degradación como una virtud heroica, y el plan de sus pasiones, de sus inepcias y caprichos viene a ser la moral que reconoce.
He aquí ya un pueblo que para ser esclavo no necesita sino que se le presente un tirano: igno- rante, preocupado y fanático él no puede apreciar la LIBERTAD, porque habituado a sujetar todos sus juicios a un sofista que mira como oráculo, y limi- tando el ejercicio de su voluntad a una obediencia servil, fija su felicidad en poner trabas a sus ideas, en aislar sus sentimientos y en encadenar sus facul- tades, como si su destino no fuese otro que abru- mar su debilidad con un juego voluntario. Tales son los efectos de la ignorancia, tales sus progre- sos y resultados. Yo no necesito confirmar mis ra- zonamientos con ejemplos: si ellos están fundados en la naturaleza de las cosas, si la historia del hombre los justifica, excusado sería inculcar so- bre la conducta de los tiranos, último comproban- te de lo que he afirmado: excusado sería multipli- car- reflexiones para probar que la ilustración es un crimen en su arbitraria legislación: excusado sería recordar las expresas prohibiciones que nos sujetaban hasta hoy a una humillante y funesta ignorancia: excusado sería irritar nuestro furor
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al vernos después de tres siglos sin artes, sin cien- cias, sin comercio, sin agricultura y sin industria ; no teniendo en esto otro objeto el gobierno de Es- paña que acostumbrarnos al embrutecimiento para que olvidásemos nuestros derechos y perdiésemos hasta el deseo de reclamarlos.
Si la ignorancia es el más firme apoyo del des- potismo, es imposible destruir éste sin disipar aquélla: mientras subsista esa madre fecunda de errores serán puestos en problema los más incon- trovertibles derechos o se confundirán con los más perniciosos abusos, resultando no menos funesto que el trímero. De aquí procede que muchos creen amar la libertad, cuando sólo buscan el liberti- naje, olvidando que aquélla no es sino el derecho de obrar lo que las leyes permiten, como lo de- muestra un escritor del siglo de Luis XIY. Pro- penso el hombre a abusar de sus mismas preemi- nencias se lisonjea siempre de encontrar en ellas la salvaguardia de sus crímenes, y cree vulnera- dos sus derechos, cuando se trata de fijarles el tér- mino moral que los circunscribe, o cuando se le advierte el precipicio a que conduce su abuso: in- fatuado por el error atrepella la autoridad de la razón, y prostituyendo sus derechos los destruye, y mira como a un opresor al que quiere sujetarlo en la esfera de sus deberes. Por desgracia, el co- razón llega a ser cómplice en estos delirios, y en- tonces la reforma es más difícil, pero todo el mal procede de un principio. Incierta y vacilante la razón entre el error y la ignorancia, degeneran sus ideas, y el bien o el mal causan igiiales impre- siones en la voluntad, porque el instinto moral que sigue en sus movimientos, la vicia por su propia contradicción y la seduce con ambiguos y presti- giosos impulsos.
Bien sé que otras causas contrarias han produ- cido muchas veces los mismos efectos ; por desgra- cia los más saludables remedios que sugiere la filosofía para curar las enfermedades del género humano, empeoran su miserable destino, y do- blan el fardo pesado de sus desgracias cuando se
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quiere derogar la naturaleza de las cosas, en vez de reparar sus accidentales vicios. La ilustración es el garante de la felicidad de un Estado; pero cuando llega a generalizarse en todas sus clases, cuando el refinamiento de las ideas se sustituye a la exactitud y solidez; cuando el invariable sis- tema de la naturaleza es atacado y controvertido por la osadía seductora de las opiniones de los sa- bios innovadores, entonces el remedio es peor que el mal, y si antes las tinieblas ocultaban la ver- dad, la demasiada luz propagada indiscretamente deslumbra los ojos de la multitud, y semejante del que sale de un obscuro recinto a recibir de golpe las vivas impresiones que comunica el sol en me- dio de su carrera, confunde la realidad de los ob- jetos con sus ficticias especulaciones, y corre en pos de bellezas imaginarias que se alejan de él cuanto más se empeña, al modo que el término del horizonte sensible que siempre huye del que pretende saciar la vista con su inmediación. Quizá fué esta una de las causas que frustraron en nues- tros días el plan suspirado de una nación siempre grande en sus designios. La ilustración era casi general, y las ideas apuradas por esos genios su- blimes que desde el reinado de Luis el Grande preparaban la ruina del último Capeto, habían conducido los espíritus a un grado de prepotencia que todos se creían con derecho a ser jefes de par- tido. Cada uno consideraba la esfera de sus cono- cimientos más dilatada que la de los demás y el espíritu exclusivo multiplicaba las facciones a proporción de los sabios que se sucedían. Pulula- ban sectas y partidos en todas partes, pero la nu- lidad e insuficiencia era el carácter de unas y otras; entonces la desolación y el incendio pusie- ron término a los progresos del delirio, y pasando de un extremo a otro elevaron un trono colosal so- bre las ruinas del que acababan de destruir, olvi- dando que poco antes juraron un odio eterno y per- durable a todos los tiranos de la tierra.
Tan funesta ha sido algunas veces la influencia de la razón exaltada y envanecida por la rapidez
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de sus progresos: parece que nuestra estirpe está condenada a ser siempre miserable, ya cuando se arrastra humildemente en las sombras de la igno- rancia, ya cuando se sobrepone a los errores y enarbola con vanidad el pabellón de la filosofía. A pesar de tan misteriosas contradicciones, es más vergonzoso que difícil reducir a un solo principio el origen de esta sucesión de males. La ignoran- cia degrada al hombre, el error le hace desgra- ciado, la ilustración llega a extraviarlo cuando conspira con sus pasiones dominantes a ocultarle la verdad y conducirlo al precipicio con brillantes engaños. El corazón humano tiene un odio natu- ral al vicio y mira con pánico terror las desgra- cias a que le conduce: pero luego que se le disfra- za la deformidad de aquél, y se le oculta el tama- ño natural de éstas, depone sus sentimientos na- turales y se entrega con insolente complacencia al nuevo impulso que recibe. La consecuencia de estos principios es de muy fácil ilación: el error precipita al ignorante y la corrupción al sabio. Desgraciado el pueblo donde se aprecia la estupi- dez, pero aun más desgraciado aquél donde los vi- cios se toleran como costumbres del siglo (1). Concluyamos que es preciso ilustrar al pueblo, sin dejar de formarlo en las costumbres, porque sin éstas toda reforma es quimérica y los remedios lle- garán a ser peores que el mismo mal.
Bien sé que si por desgracia son demasiado tar- díos los progresos del entendimiento humano, no lo son menos los de sus costumbres. Sólo una buena legislación auxiliada por la naturaleza del clima, por la índole de sus habitantes, y por el curso del tiempo ha podido algunas veces formar un pueblo más o menos moral y acostumbrado a las impresio- nes de la virtud. La perfección de esta obra es el resultado preciso de un complexo de circunstan- cias casi independiente de los esfuerzos del filó- sofo. Sin embargo, los preceptos animados del ejemplo llegan también a usurpar el imperio del
(1) Quaefuerunt vitia mores suní.— Séneca.
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liábito fortificado por el tiempo. No hay empresa tan ardua que no pueda superarla un valor irri- tado, firme, prudente y emprendedor. Si por for- tuna concurren algunos genios cuyo destino pare- ce ser la reforma de su especie, entonces la ilus- tración triunfa de los errores y las virtudes de la corrupción, fundando una armonía entre la fuer- za del espíritu y el influjo de una voluntad regla- da. Pero esta siempre fué la obra de muchas fuer- zas combinadas, porque difícilmente produce co- sas grandes el hombre aislado: su genio, su carác- ter, su talento, todo permanece circunscripto al círculo de sí mismo, y sólo en la unión con sus se- mejantes descubre lo que es en sí, y lo que puede influir en ellos. Entonces todos participan de los deseos, de las luces, de las afecciones, aun de los trasportes del que se agita por un grande interés: esta comunicación de ideas será más feliz en sus efectos cuando sea recíproca en los individuos aso- ciados, como es justo y honroso esperarlo de esta naciente sociedad. Todos sus miembros se hallan penetrados de iguales sentimientos, de iguales de- seos: su sensible corazón va a desplegar todo su ardor y su alma se dispone a derramar el entusias- mo que la inunda, sin que pueda haber un espec- tador indiferente de la energía que anuncian sus semblantes. Este va a ser el seminario de la ilus- tración, el plantel de las costumbres, la escuela del espíritu público, la academia del patriotismo y el órgano de comunicación a todas las clases del pueblo. Las tinieblas de la ignorancia se di- siparán insensiblemente, se formarán ideas exac- tas de los derechos del pueblo, de las prerrogati- vas del hombre y de las preeminencias del ciuda- dano: las virtudes públicas preservarán el corazón del pueblo de toda corrupción y no darán lugar al abuso de su restaurada libertad: todos estos efectos deben esperarse del ardoroso empeño con que la sociedad va a consagrar sus desvelos y ta- reas a ilustrar la opinión pública, y depurarla de los errores y vicios que inspira la esclavitud. Ciudadanos congregados por la salud pública:
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he detallado según mis dilatados conocimientos y acomodándome a la premura del tiempo los otjetos que deben fijar vuestro celo ; pero sólo mis ardien- tes deseos podrán ser el suplemento de las faltas que haya cometido. Bien sé que mis palabras nada añadirán a vuestra energía: ella sola mudará des- de hoy el aspecto político de nuestros negocios: dejad que los peligros se amontonen para abrumar la existencia de los hombres libres, dejad que la rivalidad de un pueblo vecino sirva de apoyo a la ambición de una potencia inerme que obtiene el último rango entre las naciones ; dejad que el ti- rano del Perú calcule su engrandecimiento sobre nuestra ruina. La influencia que desde hoy va a recibir de vosotros este pueblo inmortal, teatro de los grandes sucesos, asegurará el éxito feliz de los fuertes conflictos en que nos vemos. La socie- dad patriótica salvará la patria con sus aprecia- bles luces, y si fuese preciso correrá al norte y al occidente como los atenienses a las llanuras de Marathón y de Platea, resueltos a convertirse en cadáveres o tronchar la espada de los tiranos. Ciu- dadanos, agotad vuestra energía y entusiasmo has- ta ver la luz patria coronada de laureles y a los habitantes de la América en pleno goce de su au- gusta y suspirada independencia.
Declamación
QUE EN LA SESIÓN PÚBLICA DE 29 DE OCTUBRE HIZO EL CIUDADANO MONTEAGÜDO, PRESIDENTE DE LA SOCIEDAD PATRIÓTICA.
Yo no pienso, ciudadanos, conmover vuestro do- lor recordando las heridas de esos intrépidos de- fensores de la patria cuj'O heroísmo acaba de sor- prender nuestra esperanza ; ni quiero excitar vues- tra admiración comparando el orgulloso cálculo que hacía la confianza de los déspotas, con el feliz
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resultado que han tenido nuestos tímidos deseos. En el primer caso ofendería vuestra sensibilidad marchitando los laureles del triunfo con la triste memoria de la sangre que han costado al vence- dor: y en el segundo, defraudaría mi principal ob- jeto, sin añadir expresión alguna que no haya an- ticipado vuestro propio corazón.
Para evitar ambos escollos, dejemos por ahora descansar a los ilustres mártires de nuestra inde- pendencia en el panteón sagrado de la inmortali- dad y hagamos tregua a la admiración de sus vir- tudes, para reflexionar sobre los deberes que nos impone su ejemplo.
Cuando yo veo a los guerreros del Tucumán, in- sultar al peligro con denuedo, provocar la misma muerte con valor, abrir, al fin, su sepulcro con placer y presentarse luego a las legiones enemigas, más bien con el deseo de morir por la libertad, que con la esperanza de vencer la tiranía; cuando yo los veo cubiertos de heridas y de sangre, agonizar con las armas en las manos, al mismo tiempo que huían con pavor los alucinados siervos del pro- tervo Goyeneche; oigo que los últimos suspiros de cada vencedor moribundo se dirigen a nosotros proclamando en el mismo sacrificio de su vida la obligación que nos impone.
¿Y cuál pensáis, ciudadanos, sea el objeto de una obligación fundada en la propia sangre de nuestros hermanos y sellada por las tiernas lágri- mas que os ha causado su muerte? Permitidme anunciar lo que yo siento, y no culpéis a mi celo, si antes de consultar vuestros sufragios me lison- jeo de merecerlos, y de no esforzar mis esperanzas más allá del término de vuestros deseos.
El grande y augusto deber que nos impone la memoria de las víctimas sacrificadas el 24 de sep- tiembre, es declarar y sostener la independencia de América. He aquí, ciudadanos, el juicio que he formado sobre el plan que debe nivelar nuestra conducta, para que ella corresponda a los últimos votos y esperanzas de esa porción de guerreros que hoy viven en el imperio de la gloria, después
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de haber sacrificado a la patria cnanto habían re- cibido de la naturaleza. T si sólo el amor sagrado de la libertad ba podido inspirarles una resolución tan difícil para el héroe como terrible para el hombre: si sólo para asegurar nuestro destino y salvar a la posteridad del peligro de la esclavitud, han renunciado al dulce patrimonio de la vida, olvidando el llanto y los gemidos de sus huérfa- nas familias: si sólo por ver enarbolar el estan- darte de la independencia, y publicada la consti- tución que nos asegure el rango a que aspiramos entre las naciones libres, hemos visto a los defen- sores del Tucumán presentar una escena capaz de justificar nuestro orgullo en lo sucesivo y de hu- millar para siempre la esperanza de los que creen decidir nuestro destino ¿cómo podemos ver sin emulación unos ejemplos tan tocantes, y cómo recordaremos sin entusiasmo, gratitud y ternura la memoria de unos hombres que, a costa de su vida, acaban de cerrar la puerta a los peligros que amenazaban la nuestra?
fiCuál sería al presente nuestra situación, si cambiada la suerte de las armas, hubiese triunfado el sangriento pabellón de los tiranos? Ruinas, cadá- veres y sangre serían quizás el único vestigio por donde se pudiese hoy conocer el espacio que ocu- paba en el globo la heroica ciudad del Tucumán; y acaso el ronco sonido de las cadenas, mezclado con el eco fiínebre de las lágrimas hubiese ya lle- gado hasta los confines meridionales de la provin- cia de Córdoba, poniendo en un amargo conflicto a las legiones del norte y abrumando el celo de esta capital con nuevos cuidados y fatigas, capaces de producir una incertidumbre decisiva.
Entonces la orgullosa Montevideo _ dormiría tranquilamente dentro de sus muros, insultando nuestra situación con su mismo letargo: entonces los enemigos interiores acelerarían el momento de nuestra desolación, engrosando como lo han he- cho otras veces la masa de las fuerzas opresoras, y poniéndonos en la alternativa de dar una escena de sangre o de dejar abierta una brecha a nuestra
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misma seguridad: entonces la fanática pasión del miedo encadenaría los esfuerzos de la multitud, y el conflicto de las opiniones sobre los sucesos de los males públicos comprometería la suerte de los más intrépidos: entonces, en fin, cada uno de nos- otros lloraría haber nacido, y estoy cierto que pre- feriría las sombras del sepulcro a la terrible ne- cesidad de acompañar el eco de los tiranos y decir con ellos muera la patria.
No lo dudéis, mis caros compatriotas: éste hu- biese sido el preciso resultado de la batalla del Tu- cumán, y sus bravos defensores no hubieran re- dimido con su sangre la existencia pública. Los contrastes se hubieran sucedido unos a otros, y es- labonándose las desgracias, estaríamos ya en el caso de temerlas todas.
Cada día con dobles necesidades y menos recur- sos, con más angustias que esperanzas y sin otro auxilio que el que debe esperar de sí mismo un pueblo aislado (J quién de vosotros podría prescin- cindir de una zozobra mortal, de una inquietud continua y de una pavorosa expectación de los úl- timos sucesos? Y si por una especial providencia del Eterno, las armas de la patria han puesto a los opresores en la necesidad de rendir la espada, ^; perderemos el fruto de una acción tan gloriosa, sofocaremos el clamor de la sangre que ha costa- do y limitaremos nuestra gratitud a una admira- ción estéril de unos héroes que han muerto por la libertad? No, ciudadanos, no: el medio más pro- pio de honrar su memoria, de corresponder a sus sacrificios y de indemnizar su pérdida, por decirlo así, es proclamar v sostener la independencia del Sud. Si éste ha sido el único y gran móvil de los ilustres guerreros del Tucumán, también es justo que sea el supremo término de nuestros esfuerzos, ün abreviado ensayo sobre las tiernas emociones que acompañaron su iiltima agonía, acabará de íijar nuestra conducta.
Cuando me traslado a ese terrible y glorioso campo de batalla, me parece, ciudadanos, que veo a cada uno de los que expiran, contemplar sus he-
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ridas con trasporte y decir en su corazón antes de entregar el espíritu: ¡olí patria mía! yo no lloro otra desgracia en este momento que la de no po- der morir más de una vez en vuestro obsequio ; y sólo siento que la posteridad, a quien consagro mi existencia, no utilice acaso la sangre que acabo de derramar por su salud, desviándose del objeto que me ha impelido a renunciar la ternura de mi familia, prevenir un golpe que la naturaleza aun no quería descargar, y ser víctima de mi propio celo, antes que la tiranía inmolase mis justas es- peranzas. ¡ Oh pueblo americano ! ¿ Qué gloria me resultaría del sacrificio de mi vida, si él no con- tribuyese a asegurar nuestra libertad? ¿Y cómo podrías justificaros delante del universo, si des- pués de haberme impuesto la dura ley de derra- mar mi sangre, no os aprovechaseis de ella y per- mitieseis por vuestra indolencia o apatía que mis cenizas fuesen testigos de la ruina de mi patria y sirviesen como de trofeo al nuevo déspota que se exaltase?
Ciudadanos: este fué probablemente el clamor y el sentimiento de los defensores del Tucumán, cuando vieron ya la muerte pendiente sobre su cabeza, y abierto el templo de la fama donde des- cansarán los héroes de la libertad. Sed sensibles a una insinuación tan conforme a vuestros intere- ses, y proclamad a la faz de los tiranos el sufragio universal de vuestros deseos. Jurad la independen- cia, sostenedla con vuestra sangre, enarbolad su pabellón y éstas serán las exequias más dignas de los mártires del Tucumán.
{El Grito del Sud, noviembre 10 de 1812.)
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Sociedad patriótica literaria
EN LA SESIÓN DE LA NOCHE DEL 12 DE ENEKO DE 1812 DECLAMÓ ASÍ EL CIUDADANO MONTEAGUDO
Ciudadanos: un acontecimiento no menos amar- go para las almas sensibles, que interesante y li- sonjero para los impíos opresores de la humani- dad, ha conmovido las entrañas de mi corazón, quizá con más vehemencia que si hoy viera ama- gada nuestra suerte política por esos inevitables conflictos que prueban muchas veces el heroísmo o sufrimiento de los pueblos. No sólo el placer inspira el deseo de doblar su propia existencia para agotar sus impresiones: el dolor y la desgra- cia sugieren el mismo anhelo, cuando por mucho que se apure el sentimiento, no puede correspon- der a la grandeza del mal que lo produce. Enton- ces parece que la angustia autoriza todos los re- cursos del desahogo, y permite interesar en su im- presión a cuantos deben sentir la influencia de su causa. He aquí el triste y deplorable motivo que me determina a daros idea de un suceso que lamen- tará eternamente la filosofía, mientras hayan co- razones sensibles que sepan apreciar la dulzura de las lágrimas.
Yo me estremezco, ciudadanos, cuando veo es- crito en los anales del pasado un acontecimiento, que sólo parece posible después de haber sucedido, obligando aún entonces a dudar, si la primera esce- na fué un agradable sueño, y si la última sólo ha sido un melancólico delirio. Pero no, no defrau- demos los derechos de la angustia, apurando estos estériles razonamientos del orgullo. ¡ Murió Cara- cas ! ¡ Ya no existe la confederación de Venezue- la! y en lugar de los cantos de libertad que ento- naba ayer, hoy arrastra un luto fúnebre y doloro- so, que retrata expresivamente la amargura de un pueblo, que en un abrir y cerrar de ojos paso
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de la servidumbre a la libertad y luego de la in- dependencia a la esclavitud.
¡ Cuan justo es, ciudadanos, llorar el destino de un pueblo que después de haíjer dado a la Amé- rica la primera señal de alarma en el glorioso sa- cudimiento del 19 de abril de 1810, después de haber dado al mundo un ejemplo de heroísmo, de virtud y de fraternidad en la augusta sanción del 5 de julio de 1811: después de haber elevado en 31 de diciembre del mismo un eterno monumento a la filosofía y a la equidad, estableciendo una constitución capaz por sí sola de justificar nuestro orgullo y de honrar el genio americano en su mis- mo rival hemisferio: después de haberse mostrado grande en sus esfuerzos, admirable en la rapidez de sus empresas, sabio en la perfección de sus de- signios, ha desaparecido en un momento del mapa de las naciones libres y sobre las pavesas de su in- dependencia, sobre las ruinas de su pabellón, so- bre la sangre de sus mismos mártires ha vuelto a erguirse el orgulloso despotismo de los bárbaros españoles! Pero ^Jcómo ha podido desplomarse el santo templo de la justicia y prevalecer el crimen contra la causa de la naturaleza? Yoy a fijar vues- tra incertidumbre, ciudadanos, aunque ella favo- rezca en este caso la sensibilidad del corazón.
El día 26 de marzo sufrió Venezuela un horrible temblor de tierra que amenazó de cerca la exis- tencia de todo su territorio, y se repitió con espan- to en la mañana del 4 de abril para mayor cons- ternación de todos sus infelices moradores. No e? difícil calcular la influencia de un fenómeno que por tantas veces ha mudado la faz de la tierra, con- virtiendo en ruinas solitarias a los más soberbios monumentos del genio. El pavor que causan en la multitud estos terribles amagos de la naturaleza, ha sido también el origen fecundo de todos los dogmas supersticiosos, inventados por la mayor parte en los conflictos de una desgracia universal y fomentados por el interés de los que, por oisri- mir a los pueblos, llaman siempre en su auxilio las pasiones sombrías y melancólicas.
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Así ha sucedido recientemente en la desventu- rada república de Venezuela, después de la ca- tástrofe del 25 de marzo, en que la insidiosa ra- bia de los españoles vio ya presagiado el momento de su execrable triunfo.
Cuando todos los habitantes de Venezuela, que tuvieron la desgracia de sobrevivir a ese fenómeno precursor de tantos males, parece que sólo debían ocuparse del sentimiento que inspira la humani- dad hacia las víctimas de una desolación común; cuando el pueblo sorprendido se abandonó a ese aturdimiento momentáneo, que encadenando to- das las impresiones, sólo deja en libertad al terror y ala, congoja, entonces los españoles, embriagados de ira y de crueldad, toman las armas con despe- cho, imploran el fanatismo sacerdotal de los ecle- siásticos antipatrióticos, y éstos profanan los tem- plos del Eterno anunciando la esclavitud como un dogma sagrado y atribuyendo los temblores de la tierra a la justicia suprema altamente ofendida por un pueblo, cuyo crimen no era otro, que ha- berse declarado enemigo de la tiranía. Entonces el prelado de aquella iglesia, ese mismo prelado que al prestar el juramento de obediencia, dijo en otro tiempo al Congreso: «Señor, el Estado ve- nezolano se ha constituido y declarado libre e in- dependiente de toda otra potencia temporal: él sólo depende de Dios», y_ luego añadía: «Bajo es- tos sentimientos de religiosidad y patriotismo, yo me intereso en la brillantez, esplendor y conserva- ción de V. M.B. Este mismo prelado, ciudadanos, olvida entonces que el Estado sólo depende de Dios, y lejos de interesarse en la conservación de esa soberanía que él mismo juró, se arma de la su- perstición para proteger a los usurpadores, y en su edicto de 1." de agosto de 1812, dado en el sitio de Narauli, exhorta de este modo a los habitantes de Venezuela:
«Después, dice, que habéis experimentado loa horrores de la guerra, los temblores de tierra, la ruina de vuestros edificios, la muerte de vuestros hijos, hermanos y amigos, las más sensibles pri-
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vaciones, indigencia, hambre y diversas enfer- medades, no puedo menos que creer, que os halláis perfectamente convencidos de vuestros pasados ex- cesos y de que ellos solos han provocado la ira de Dios y clamado venganza... Dejemos a la impía filosofía que cante himnos a la libertad. Demos pruebas de firme y constante obediencia a nuestro legítimo soberano Fernando VII, a sus Cortes y Consejo de Regencia y a cada uno de sus minis- tros.» ¡Oh prelado impostor y perjuro! ^ dónde es- tá el juramento que hiciste el 5 de julio a la ma- jestad del pueblo de Caracas? Si entonces encon- trasteis justicia en su conducta, ¿por qué no la sostenéis hoy conforme al espíritu del evangelio? y si conocíais su iniquidad ¿por qué la sancionas- teis con un sacrilego juramento? Nada hay que ex- trañar: el Arzobispo de Caracas es español y su conducta no podía ser diferente de la que han ob- servado el de Charcas y sus sufragáneos de Salta y Córdoba: él debía canonizar desde el santuario la nueva conquista del sanguinario Monteverde, que con un puñado de secuaces, prevalido de las consecuencias que causaron los temblores de tie- rra, auxiliado de la alarma sacerdotal y abusando de la consternación pública, pudo penetrar desde el occidente hasta la capital de Venezuela, y en- cadenar de nuevo los eslabones que había despe- dazado a costa de la sangre de sus hijos. He alií, ciudadanos, al pueblo heroico del siglo xix gi- miendo ya bajo el cetro de bronce, con que los mandatarios de la antigua España, amenazan ato- do el continente americano. ¿Cuál será hoy la si- tuación de aquellos infelices habitantes? ¡ Si habrá quedado algún espacio libre en los calabozos y mazmorras! ¡Si aun faltarán cadenas para tanto desgraciado ! ¡ Si se habrá cansado ya el verdugo de aumentar los trofeos del despotismo con cadá- veres de estas tristes víctimas ! ¡ Si habrá una sola familia para quien el luto no sea en lo sucesivo un deber hereditario ! ¡ Si habrá sobrevivido un solo ciudadano que no prefiera sepultar su existen- cia entre las cenizas de la patria y de sus conciuda-
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danos ! j Ah pueblo de Venezuela ! ¡ Tú ya no exis- tes ! ¡ Sólo lia quedado tu nombre ! Sólo vive tu memoria, y para mayor angustia del orbe pensa- dor, existe la sabia constitución que recibiste de tus representantes el 31 de diciembre de 1811.
Pueblos que habéis resuelto ser libres de toda potestad tiránica, abrid los ojos, y aprovechaos de este triste y doloroso ejemplo: observad que la tolerancia con los enemigos de la patria, ha sido la principal causa de la destrucción de Caracas. Ella alimentaba en su inocente seno un gran núme- ro de ministros fanáticos, dispuestos siempre a dog- matizar la tiranía en nombre del Eterno: ella sos- tenía inmensas legiones auxiliadas de españoles eu- ropeos que a la primera señal de alarma corrieron a alistarse bajo los pabellones de Monteverde, piara llevarlo en triunfo hasta la capital de la re- pública.
No olvidéis esta interesante lección, y jurad por la salud de los hovibres libres, vengar con el exterminio la raza de los opresores de Caracas. Acordaos que en el primer conflicto cada español será un soldado que aseste el fusil contra vosotros y os conduzca quizá hasta el sangriento patíbulo. Guardaos de creer, ciudadanos, que baste para nuestra seguridad el hacerlos mudar de domicilio: no, en todas partes son peligrosos, y mucho más en esos pueblos que miran el candor como una vir- tud favorita de la especie humana. Mas tampoco perdáis de vista que su exterminio sólo os dará una existencia precaria, si por otra parte no tu- vieseis un ejército que os asegure el triunfo en los combates, os salve en los peligros de la fortuna y ponga en eterno peligro los más osados planes de la codicia europea: de lo contrario, poco impor- ta proclamar leyes justas y sabias, si el derecho del más fuerte ha de ser la líltima sanción de su equidad. Corred todos a las armas con denuedo, y creed que la sangre de un ciudadano nunca es tan preciosa, como cuando se derrama al pie de los altares de la patria. Entretanto, yo quisiera que se interesase vuestro celo en tributar a los ma-
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nes de Caracas un homenaje digno de su virtud y de vuestra ternura, decretando un luto público, así para expiar la infamia de que tantas veces nos hemos cubierto, vistiéndolo por la muerte del más despreciable déspota, como para acreditar al uni- verso la impresión que es capaz de hacer en nues- tras almas la aciaga y prematura muerte de un pueblo hermano, de un pueblo amigo, de un pue- blo ciudadano, de un pueblo libre cuya memoria lamentamos. Consagremos nuestras lágrimas a eternizar su nombre y nuestra sangre a castigar toda la progenie de sus asesinos: lloremos las des- gracias de nuestros hermanos y cantemos los triun- fos con que el arbitrio supremo nos conduce al suspirado fin de la razón y la naturaleza. Seamos libres o corramos a sepultar nuestras cenizas en el augusto panteón de los mártires de Venezuela.
(W., enero 19 de 1813.)
ORACIÓN" INAUGURAL
de la sociedad patriótica de lima
Señores:
Hoy hacen cinco años que se dio el primer paso para libertar al Perú y establecer la sociedad pa- triótica de Lima, que como todas las instituciones calculadas por el bien común, jamás se habrían imaginado, si el Protector del Perú no hubiese sido antes vencedor en Chacabuco. Una larga se- rie de deseos felices y de esperanzas frustradas, de tremendos reveses y de brillantes triunfos, de ho- ras aciagas para la causa nacional y de días fe- cundos en consuelos para los corazones patriotas, ha precedido al desenlace afortunado de los suce- sos, en fuerza de los cuales el Perú ha vuelto a gozar de su natural independencia, y nosotros nos hemos reunido a ofrecer al público las inaprecia-
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bles primicias de la libertad del pensamiento. Los días en que los hombres ilustrados temían encon- trarse unos a otros, y en que sus luces eran un cuerpo de delito siempre existente a los ojos de los mandatarios españoles; esos días lóbregos y esté- riles anochecieron ya, y cuantos les sucedan, ha- llarán nuestra atmósfera libre de esa densa niebla que la ignorancia esparce, cuando se arma de ella el despotismo para combatir a la razón.
j Feliz sin duda el momento en que puedo anun- ciar (como tuve la honra de hacerlo en iguales cir- cunstancias allá en las márgenes del Plata) que la sociedad patriótica de Lima está ya instalada; y aun más feliz si se contempla, que un gobierno que se halla en la juventud de sus empresas, ha declarado de un modo solemne que cuidará de sus progresos. El público está altamente interesado en ello, y los espera con tal confianza, que ya nos podemos anticipar a creer, que este será el primer monumento nacional que se eleve para perpetuar la memoria de la época en que los peruanos han vuelto a ser hombres. Sólo resta, señores, que la sociedad patriótica llene con celo el principal ob- jeto de su institución, que yo voy a detallar ahora con sencillez, porque no admite otro lenguaje el línico argumento que me propongo.
La ilustración es el gran pacificador del univer- so, y todos los que se interesan por el orden, de- ben propender a ella como único arbitrio para po- ner término a la revolución y aprovechar las ven- tajas que nacen del seno de las calamidades pú- blicas. He aquí, señores, la extensión natural de los ensayos y tareas literarias a que debe dedicar la sociedad sus mayores conatos. Los enormes crímenes que ofenden a todo el cuerpo político, y las injurias que atacan los derechos personales: la sumisión a los caprichos de un vil usurpador, y la resistencia a los preceptos de la autoridad legíti- ma: la creencia supersticiosa de principios que pervierten la moral, y los peligrosos extravíos de la impiedad; en fin, la miseria de los pueblos, el despecho de los desgraciados y el mayor número
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de las plagas que afligen al espíritu humano, to- das nacen de la falta de ilustración, pues que en su último análisis, casi no hay atentado ni des- gracia en el mundo que no tenga por causa la igno- rancia. Por el contrario, las luces dan al hombre el poder de dominarse a sí mismo y de dominar en cierto modo a la naturaleza: ellas hacen que desaparezca ese tremendo fantasma de la casua- lidad, a que atribuyen, los que no piensan, la mayor parte de sus males; y descubren un nuevo teatro en que lo natural es ser feliz, cuando se co- nocen los obstáculos juntamente con los medios de vencerlos.
Yo sé bien, señores, que la sociedad patriótica de Lima empleará toda su fuerza mental para po- ner a sus compatriotas en posesión del destino de que pende su prosperidad. Dilatándose la esfera de sus ideas y haciéndose populares los principios de una sana filosofía en los diversos ramos que ella abraza; el amor al orden, a la libertad y a las leyes se fortificará cada día más, y entonces podremos esperar, que cuando suene la hora del último combate contra los enemigos de la inde- pendencia, se dé también la señal de haber llega- do al término de la revolución y haber empezado la época de una paz inalterable.
El apoyo de esta profética esperanza lo encuen- tro yo, señores, en la naturaleza misma de las co- sas: entre pocas entidades morales existe una re- lación más íntima, que entre la ilustración y el orden público. El hombre que se habitiia a pensar y que llega a sentir la necesidad de alimentar pro- gresivamente sus ideas para mejorar su condición, no es capaz de otra inquietud que de la que caiisa el deseo ardiente de enriquecer su inteligencia. Del mismo modo, sólo en el seno de la tranquili- dad pueden formarse vastos planes y profundas especulaciones sobre las ciencias y las artes cuyo progreso transforma y exalta a los pueblos que las cultivan. Consagrémonos, señores, a difundir la ilustración en el Nuevo Perú, en el Perú indepen- diente, pues que este es el primer deber del que
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la tiene y la primera necesidad del que carece de ella. Acumulemos, por decirlo así, en una sola masa las luces que poseen los miembros de la so- ciedad patriótica, y sea este un fondo común para todos aquellos a quienes estamos unidos por el sa- grado lazo de un mismo juramento. Por último, llagamos la guerra a los principios góticos, a las ideas absurdas, a las máximas serviles; en suma, a la ignorancia, que es el sinónimo de esclavitud y de anarquía, las que a su vez son las plagas rúas terribles de cuantas encerraba esa funesta caja, que dio Júpiter a la primera mujer que mandó al mundo cuando en su furor resolvió castigar la osadía de Prometeo.
Mientras nosotros hacemos esta guerra,^ que tanto y con tanta razón temen los tiranos, dejemos que los libertadores del Perú acaben de serlo, ase- gurando la obra que ban preparado las luces del siglo y que ellas solas podrán consolidar. Pero no nos separemos de aquí, señores, sin rendir gra- cias a los vencedores de Cbacabuco, que en este memorable día restituyeron la libertad a Cbile y divisaron con orgullo las orillas del Rimac desde la cumbre de aquella famosa montaña. ¡Honor eterno al jefe de los valientes y a cuantos tuvieron parte en la jornada del 12 de febrero de 1817!
En fin, quiera el que babita en la inmensidad, y el que ha visto nuestra opresión, aun antes de que nosotros existiésemos, conceder al pueblo peruano la absoluta posesión de sus derechos, y que la socie- dad patriótica de Lima celebre por más de cien si- glos el aniversario de su instalación, junto con el de esa gran batalla en cuyo campo quedó trazada la unión que existirá siempre entre los estados inde- pendientes del Perú, Chile y Provincias del Pío de la Plata. Sean todos eternamente libres y feli- ces, y para que nunca pierdan lo que han recobra- do, consérvese la memoria de los españoles de ge- neración en generación, como un preservativo con- tra la ignorancia, contra la tiranía y contra todas las miserias que heraos sufrido.
18
LIBRO VI
EPISTOLARIO
(1809-1824)
CARTAS DE MONTEAGUDO
I
Al Dr. José Antonio Medina (^^
Plata, y agosto 27 de 1809.
Estimado primo: El proyecto que anuncié a usted en mi anónima, se ha frustrado por lo que dirá a usted el portador. Estoy decidido a mudar- me a esa, pues este es un Pueblo de puros egoístas donde el patriotismo se reputa por preocupación; y así avíseme usted qué ventajas me puede ofrecer ese país con conceptos a mis ideas y carrera, que nada más espero para efectuar mi retiro. Lanza dirá a usted de palabra otras varias cosas, pues he tratado con el íntimamente. Mandar a su afec- tísimo primo, paisano y amigo Q. S. M. B.
Dr. José Bernardo Monteagudo.
Señor don José Antonio Medina.
(1) Tomada del libro La Revolución de la Pa^, por Manuel M. Pin- to, h. (Buenos Aires, Cantielo, 1909). Pág. CCXX del apéndice. El desii- natario nació en Tucumán el año 1773, según Pinto (op. cit., pág. 254). Siendo «primo» de Monteagudo, según la carta, esto sería un nuevo in- dicio sobre la cuna tucumana del autor.— (A', del D.)
278 BERNARDO MONTEAGUDO
II
A PUETRREDÓN
Buenos Aires, 16 de marzo de 1813.
Señor don Martín de Pueyrredón.
San Luis.
Muy señor mío:
No es la amistad la que me obliga a escribir a usted, sino el sentimiento que inspira la ingra- titud y mala fe de un hombre que, infiel a sus principios, se ba hecho digno de execración y de desprecio. Tiempo ha que sufría en el silencio de mi corazón la infamia de que usted se propuso cubrir mi nombre, cuando empeñado por una ne- gra intriga influyó en mi separación de la asam- blea pasada, no por otro principio que porque no podía conciliar mi representación con los inte- reses de su partido, alegando por pretexto anéc- dotas ridiculas en orden a la calidad de mis padres, y aun suponiendo haber visto instrumentos públi- cos en Charcas relativos al origen de mi madre. No trato de impugnar esta impostura escrita en los libros de acuerdo por empeño de usted, así porque desprecio la prueba que de ella se deduce, como porque usted mejor que nadie debe saber la consideración política que merecía yo en el Perú, y el alto aprecio que hacían de mi persona todas las gentes, acreditado con actos piíblicos y repetidos. Yo no hago alarde de contar entre mis mayores títulos de nobleza adquiridos por la in- triga y acaso por el crimen; pero me lisonjeo de tener unos padres penetrados de honor, educados en el amor del trabajo y decentes sin ser nobles. Si usted los ha graduado indignos de aquella cali- dad, acaso es porque, como buen republicano, ama las cruces, prefiere los títulos y decanta una
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nobleza que le hace poco honor. Pero aun conce- diéndosela, y suponiendo inferior mi origen, yo podría lisonjearme de ser más digno del aprecio de los hombres, que un noble infiel a sus amigos, ingrato a su patria, hipócrita por costumbre, vicio- so por complexión e incapaz de ser virtuoso sino en la apariencia. Si usted fuese sensible a la buena, fe, la memoria de los tiempos pasados debería cubrirlo de rubor, al comparar la conducta que ha observado en distintas épocas con Castelli, con- migo, y con todos aquellos que alucinados por una falsa opinión, elevaron a usted hasta el go- bierno mismo.
En fin, mi objeto" sólo es hacerle ver su incon- secuencia y falso carácter. Usted me ha infamado, es decir, ha querido infamarme, y quizá lo ha con- seguido en el concepto de algunos aturdidos, pero yo estoy persuadido con el joven Mario, que la naturaleza es igual en todos los hombres, y que sólo el más magnánimo es el más noble. Entre- tanto, avergüéncese usted si aun es sensible a las impresiones. El honor, por la inconsecuencia de su conducta, por la ingratitud de su corazón y por la ridiculez de los medios que puso en obra para atacar mi opinión, olvidando la amistad que tantas veces me había protestado y los principios de buena fe, de honor y probidad que constituyen al que es verdaderamente noble y magnánimo. Recuerdo a usted, por último, que el que no es buen amigo no puede ser buen ciudadano ; a pesar de todo, yo soy el mismo que siempre, y deseo con la más tierna sinceridad sea usted tan feliz como su afecto
Monte AGUDO.
Advierto a usted que no quedo con copia de esta carta (2).
(2) Esta carta ha sido tomada del Archivo de Pueyrredón, editado por el Museo Mitre (t. III. pág. 123). Como en el caso del incidente con Guido, me ha parecido que en éste debía dar también la respuesta de Pueyrredón, que dice así: «San Luis, 25 de marzo de 1813.— Señor Ber- nardo Monteagudo. — Muy señor mío : Quedo en extremo reconocido a
280 BEENARDO MONTEAGUDO
III
Al diputado don Tomás Guido ^^^
Santiago, agosto 6 de 1818.
La noche anterior a su partida lo busqué dos veces, y se me dijo estaba usted ocupado : al día siguiente le escribí una carta que no llegó en tiempo. Mi objeto en ambas diligencias fué ter- minar las explicaciones en que entramos la noche del 2. Quisiera olvidar para siempre aquel pasaje, y sacrificar mi amor propio que usted sabe hasta qué grado fué herido, antes que dar una trascen- dencia peligrosa a este suceso. Nuestras recípro- cas circunstancias tienen un enlace con las del
las honras que usted me prodiga en su carta del 16; aunque, hablando con los sentimientos míos propios y no con los del joven Mario, yo protesto que habría sido más generoso coa usted, cambiadas situacio- nes. No creo que es según la escuela en que a mi me educaron, propio de la magnanimidad, de que usted hace ostentación, el insultar a quien no puede defenderse; pero es verdad que, como yo no aprendí más que gramática para hablar y lógica para raciocinar, no he podido adquirir lo sublime de las ciencias. Si usted tiene quejas de mi, habrá tal vez ocasión en que pueda yo satisfacerlas; ya que usted noapro^echó la tan oportuna que le ofrecí la última mañana que nos hablamos en la plaza de la Victoria; y entretanto, déjeme usted vivir en la execración y el desprecio a que me condena, contentándose con saborear su feliz suerte. También agradezco a usted la tierna sinceridad con que con- cluye, deseando que sea tan feliz como usted, su afecto, Pueyrredón. — P. D. — No sienta usted no haber guardado copia de su preciosa carta, porque hombres como yo, no hacen uso que no sea digno de tales ins- trumentos, a menos que no sea para repetirse el placer de contemplar a menudo el fruto de su generosidad». — {N. del D.)
(S) La siguiente carta se halla fechada en Santiago de Chile. Damos también la respuesta de Guido, porque ella completa el gesto caballe- resco de ambos patricios. Estas dos piezas fueron publicadas por el hijo de uno délos protagonistas — don Carlos Guido y Spano, — quien ha ex- plicado en una nota de su Vindicación histórica (pág. 138) el origen de este incidente, probablemente de acuerdo con alguna tradición domés- tica. Don Tomás Guido habriase pasado a brindar en un banquete; todos los comensales se habrían puesto de pie, menos Monteagudo; Guido habría sentido ajada su representación oficial por esa actitud, que juzgó intencionada y desdeñosa, y de ahí habría sobrevenido, des- pués de la fíesta, una violenta provocación de Guido a Monteagudo. — (N. del D.)
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país : de hombre a hombre, teníamos derecho a terminar aquella diferencia en un campo secreto ; pero la muerte de usted o la mía no habría sido un mal aislado : ya esto pasó, y sin que me ani- men otros principios que los que deben animar a todo hombre que conoce lo que se le debe, y hasta donde lleg'an sus propias obligaciones, deseo saber si usted mira aquel pasaje como un mero paréntesis a nuestra buena inteligencia, y si se halla tan dispuesto como yo a mostrar los senti- mientos que no han debido interrumpirse y que un discernimiento sincero exige se restablezcan. Quedo de usted su atento servidor.
Monte AGUDO.
Santa Rosa de los Andes, agosto 10 de 1818.
Siento no se me hubiese avisado la noche que usted me anuncia estuvo a verme antes de mi partida, puesto que usted deseaba terminar las explicaciones en que entramos la noche del 2, y mucho más siento que la intolerancia de usted hubiese comprometido mi amor propio, mis res- petos públicos, hasta verme obligado a exigir con la espada lo que usted me negaba en buena amis- tad e inteligencia, y lo que no podía renunciar sin hacerme indigno de alternar en una decente sociedad. Si usted conoce que nuestras recíprocas circunstancias tienen un enlace con las del país, creo que esto mismo debió prevenir el juicio de usted para comparar y no rebajar en público las consideraciones que respectivamente me tocan. En fin, un discernimiento prudente descubrirá a usted si fui a no agraviado en aquella ocasión ; pero ya que usted quiere se restablezcan los sentimien- tos que nunca procuré interrumpir, yo olvidaré también los motivos de tan desagradable ocurren- cia, ofreciendo desde ahora la misma disposición que usted muestra con la sinceridad con que queda de usted su atento servidor.
Tomás Guido.
382 BEENAKDO MONTEAGUDO
lY
A O'HlGGINS T A GaECÍA<*>
1
Guardia, 26 de marzo de 1818.
Señor don Bernardo O'Higgins,
Amigo y muy señor mío :
Después de haber sido testip^o de nuestro con- traste, llegué a Santiago, y en el conflicto de noticias adversas que por momentos se recibían, al paso que ignoraba la suerte de ustedes, resolví salir para, Mendoza, tanto con la idea de^ aguardar a aquel gobernador^ en el estado difícil en que debe bailarse, sugiriéndole algunas medidas que nacen de nuestras circunstancias, como para espe- rar noticias más exactas sobre nuestra situación. Sigo mi marcha y recién esta tarde be sabido el arribo de usted a esa : espero tenga usted la bondad de comunicarme sus órdenes a Mendoza, de donde regresaré sin pérdida de tiempo, si las probabili- dades igualan nuestros riesgos, y si usted cree titiles mis servicios. Deseo mostrar toda la energía de mi carácter, pero con fruto y todo bajo la admi- nistración de usted. No hay tiempo para más; re- pito que en Mendoza indicaré cuanto las circuns- tancias exigen.
De usted su afectísimo y atento servidor.
Monte AGUDO.
MS.
(4) Las piezas siguientes han sido tomadas del Archivo de San Mar- tin (Museo Mitre, t. VD. Algunas de estas cartas habían sido antes pu- blicadas por Iñíguez Vicuña en su Vida de Monteagudo (Santiago de Chile, 1865), y trascriptas por Pelliza en su libro. Pero esta edición del Musco Mitre es más fiel y correcta.— (iV. del D.)
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2
San Luis, noviembre 5 de 1818.
Señor don Bernardo O'Higgins.
Mi estimado amig-o y señor:
'Antes de ayer llegué a ésta, después de un viaje largo y extremadamente penoso. En TJspallata encontré una orden para pasar a San Juan por el camino despoblado y creí que éste fuese mi des- tino; pero de allí me hicieron venir aquí bajo mi palabra, donde debo permanecer basta segunda orden. IJsted conoce bien las causas de mi actual desgracia, yo contaba que sirviendo con celo al país bajo la protección de usted, estaría seguro del influjo de mis enemigos ; pero mi esperanza ha sido vana: la fatalidad de los tiempos quiere que no haya ninguna garantía, para quien tiene ene- migos poderosos. Dejemos ésto a un lado y veamos si se puede remediar aquel mal. Conozco bastante el corazón de usted y su sinceridad; esto me hace esperar que ya que no puedo evitar mi separación de ese país, hará que se corte la cadena de vicisi- tudes que me persigue. Yo no encuentro mejor medio para ésto que salir de América aunque sea con una comisión subalterna para Europa o Es- tados Unidos, por Buenos Aires o por Chile. La política de dar estas comisiones a personas que por los accidentes del tiempo no pueden ejercitar su celo, ha sido adoptada desde el principio a ejemplo de otras partes, de Moreno, Rivadavia y otras. Acaba de destinarse para Francia al canónigo Gómez, comprendido también en la jornada del 15 de abril del año 15. Es indudable que el estado de la revolución exige imperiosamente tener agen- tes diplomáticos en las cortes extranjeras y sólo Chile no los tiene. Buenos Aires tiene uno en el Brasil, dos en Europa, incluso Gómez, y un cónsul en los Estados Unidos. To iría gustoso a cual-
284 BERNARDO MONTEAGUDO
quiera parte de éstas, y por lo que hace a sueldo, lo necesario para suíbsistir con decencia me bas- taría, pues los pocos conocimientos que tengo, me proporcionarían ahorros de consecuencia. Sin di- simulo creo, que no sería inútil mi viaje, de paso que por este medio podría desplegar todo mi celo sin temor de excitar rivales, ni herir las pasiones de otros. Si contra mis esperanzas usted encontrase dificultades insuperables para que obtuviese una comisión por Chile, que es principalmente mi deseo, porque quiero pertenecer a ese país: en este caso ruego a usted con el mismo encarecimien- to se interese con Pueyn^edón para que me destine de secretario de alguno de los agentes en Europa, pues a. más de ser preciso un auxiliar^ esto mismo da más importancia a la comisión. De contado para uno y otro caso, es de necesidad que usted se interese fuertemente con Pueyrredón, yo sé que si usted lo hace, lo conseguirá. Respecto de mi per- sona, no carezco de justicia a esta pretensión ; yo he trabajado por la causa constantemente, desde el principio por ella estoy en compromisos que me han atraído enemigos, no siendo pocos los que me han resultado del dictamen que di en la causa de Mendoza. ^; Será posible que se me abandone a ellos, cuando puedo servir y salvar de tanto escollo al mismo tiempo? Haga usted este servicio a un patriota y a un amigo suyo que sólo siente no haber dado más pruebas de ello. Usted disi- mulará el que le ruege que a vuelta de correo escriba a Pueyrredón; según el partido que adop- te de estos dos que he indicado, sirviéndose avi- sármelo para apurar mis resortes según lo que usted me diga. Entretanto permanezco aquí su- friendo las miserias de este país, propio sólo para los prisioneros de guerra : sin embargo mi ánimo es superior a todo, y me sostiene la esperanza de la protección de usted. El día siguiente a mi lle- gada me sorprendió la visita de Ordóñez y Primo de Rivera : éstos y los demás, se han dedicado a cultivar una huerta para entretenerse en este de-
OBRAS POLÍTICAS 285
sierto: hablan ya de nuestras cosas con tal consi- deración que toca en respeto.
Adiós, mi buen amigo, sea usted feliz y tenga toda la prosperidad que le desea su afectísimo y agradecido servidor.
Monte AGUDO.
P. S. — Expresiones a las señoras y a Irisarri.
MS.
San Luis, 23 de enero de 1819.
Señor don Bernardo O'Higgins.
Amigo y señor:
Los tres meses que lian corrido desde mi salida de esa, me hacen conocer que nada debo yo esperar capaz de mejorar mi situación, y quedo abandona- do a mí mismo. He tenido la honra de escribir a usted varias veces, pero considero que sus bue- nos deseos, no han bastado para corresponder a los míos, a pesar de lo que Irisarri me hizo espe- rar, cuando pasó por ésta. Acuérdese usted de un desgraciado que lo estima y que se había propuesto servirlo con el mayor celo. Bien presto celebrarán ustedes el primer aniversario de la independencia de Chile; yo desde este destierro me acordaré con placer de la suerte que me cupo de tirar la acta de aquel día. ¡ Qué distante estaba entonces de verme hoy aquí ! Persuádase usted que, feliz o des- graciado, serán invariables hacia usted los sen- timientos de su afectísimo amigo y servidor.
Monte AGUDO.
Don Ambrosio Rodríguez va a salir preso a Mendoza por resultar complicado por las declara-
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clones que aquí se le lian tomado, en los asuntos de San Juan.
VaU.
MS.
Mendoza, 20 de noviembre de 1819. Señor don Bernardo O'Higgins.
Mi amig-o y señor :
Desde mi salida de Chile no he tenido el gusto de recibir carta suya, sin embargo de que yo he repetido las mías algunas veces. Pero sé por varios amigos, que usted ha tenido la bondad de escri- birme y hacer memorias de mí.
Debo al general San Martín la obligación de haberme permitido venir aquí, y estar de auditor interino de la división. Ojalá tenga el placer de volver a ver a usted y acreditarle que mis senti- mientos hacia su persona son sinceros e invaria- bles. Me ocupo en trabajar un extracto de la causa de los Carrera, pues el que se publicó en Buenos Aires fué una sátira contra nosotros.
Ruego a usted acepte la sinceridad y distingui- da consideración con que soy su afectísimo amigo.
MONTEAGUDO.
Expresiones a las señoras.
MS.
5
Hacienda de Retes, 4 de enero de 1821.
Señor don Bernardo O^Higgins.
Mi buen amigo : Tuve el gusto de recibir su apreciable de 21 de noviembre, por la cual y otras posteriores que hemos recibido veo el conflicto en que puso Bena-
ÜBEAS POLÍTICAS 287
vídez a ese país y el triunfo obtenido sobre aquel malvado. Ya nos tiene usted en Chancay y nues- tras avanzadas a 7 leguas de... Esto me parece cosa de encantamiento cuando me acuerdo de la fuerza con que salimos de esa. En mi concepto, no pasan tres días sin que recibamos noticias del suceso de Tru.iiUo, ya marchó Olazábal por orden de Torre Tagle desde Nepeña para auxiliar su combinación. Nuestra fuerza actual es inferior a la de Pezuela, y si él la aumenta con la d© Ramírez o Eicafort, nosotros también recibiremos dentro de un mes cerca de 2000 o más hombres sobre los que tene- mos. La maldita imprenta me da infinito que hacer : se ha descompuesto los días pasados con las continuas mudanzas y no puedo publicar ni la cen- tésima parte de lo que ocurre. Lo siento en extre- mo porque e.s preciso confesar que hasta aquí todo se ha hecho con la pluma y que ésta sola ha podido poner la opinión en el estado en que se halla. Va la propuesta del general para el empleo de auditor del ejército como usted se sirve prevenirme en su estimable. Nada me lisonjeará tanto al fin de la campaña como haber cumplido los deberes de las comisiones que tengo. Incluyo a usted los estados 5 y 6 que no se han publicado aun aquí y por ca- sualidad tenía esos ejemplares ; los restantes con el número 7 y 8 están a bordo de la Peruana y no han venido. El yankee Downes ha obrado como siempre esperé de él ; usted lo verá por la comuni- cación oficial que va sobre esto. Mucho convendría establecer una corte de almirantazgo aunque fuese con facultades limitadas, pues los neutrales nos ponen en mil embarazos y no nos atrevemos a tomar parte en estos negocios. Establecido el go- bierno del Perú se allanarán sin tropiezo estas dudas, pero entretanto es necesario que se orga- nice un tribunal por la autoridad de ese gobierno. Usted sabe que me intereso ardientemente por su felicidad y que siempre seré su afectísimo y reco- nocido amigo.
MONTEAGUDO. MS.
288 BERNARDO MONTEAGUDO
Huaura, 14 de marzo de 1821 (5).
Señor don Bernardo O^Higgins.
Mi estimado general y amigo:
Usted verá por cuanto le comunica el oficio la marcha lenta que ha tomado la campaña debido al rigor de la estación, las muchas enfermedades y la imposibilidad de buscar al enemigo en sus posiciones o emprender otra cosa decisiva por ahora. Lo peor es que la Sema obra con más acti- vidad y método que Pezuela y que se para poco en los obstáculos; así es que la confianza de los españoles se ha reanimado mucho. Cada día es más sensible que no pueda hacerse en esa una ex- pedición a Arequipa. Cualquiera asomo de fuerza por allá nos proporcionaría mil ventajas. Nos ha llegado a Huacho la emprendedora de Huanchaco con 355 hombres de tropa entre una compañía suelta de Numancia que estaba en Trujillo y el escuadrón de dragones de Lambayeque. Trae al- gún dinero y otros efectos para el ejército. No hay cómo elogiar a Torre Tagle: es el único que nos hace grandes servicios con nobleza de ánimo.
Murillo y sus infelices compañeros fueron fusi- lados tres días después de su llegada : aquél dejó una carta que incluyo en copia. Mando a usted los papeles que se han impreso últimamente. Qué bueno sería nos viniese un par de impresores, pues si López se enferma, de nada nos sirve el pliego y medio de letra que hemos comprado. El general me encarga haga allí esta observación porque si no cesa mi departamento de zapa. Ase-
(5) Esta misma carta— una de las más interesantes,— fué editada por Fregeiro en su Monteagudo, con fecha «4 de marzo» en lugar de 14 como figura en el Museo Mitre.- (N. del D.)
OBRAS POLÍTICAS 289
^uro a usted como siempre que soy y seré su más reconocido y afecto amigo.
B. MONTEAGÜDO.
Aunque ha ido por duplicado la propuesta que usted me indica con otras, no ha venido el despa- cho que ruego a usted lo recuerde al general Zenteno.
MS.
Huaura, 19 de marzo de 1821.
Eúscelentisimo señor don Bernardo O'Higgins.
Mi estimado general y amigo :
Salió el Pacífico para el Callao y por varios accidentes regresó y vuelve a emprender su viaje. En este intermedio he recibido los despachos que usted ha tenido la bondad de mandarme expender, por los que doy las más expresivas gracias, por cuanto ellos me proporcionan motivos para acre- ditar al menos los deseos de ser útil. Incluyo los boletines hasta esta fecha ; antes había remitido a usted los impresos que teníamos y con verdad que poco queda que decir, pues la estación no permite obrar activamente. Nada tenemos con qué entretener por ahora nuestras esperanzas, sino es con los resultados de la expedición que ha ido en la escuadra; a más de las travesuras de Lord Cochrane, Miller los pondrá a pasto con desembar- cos continuos entre Pisco y Lima, cortándoles los recursos del sur y obligándoles a diseminar las fuerzas. Lleva 400 infantes escogidos de todo el ejército y 100 caballos. En el estado actual, y discurriendo por un orden regular, debemos espe- rar grandes sucesos para mayo. ¡ Ojalá correspon- dan a nuestros deseos! Crea usted mi buen amigo
19
290 BERÑAEDO MONTEAGUDO
en la sincera gratitud y constante aprecio de su afectísimo servidor.
Monte AGUDO.
MS.
Huaura, 6 de abril de 1821. Excelentísimo señor don Bernardo O'Higgins.
Mi estimado g-eneral y amigo :
Por el prospecto que incluyo verá usted la adi- ción que han recibido mis tareas; decidido a que esta, sea la última época de mi vida revolucionaria, voy a trabajar cuanto pueda; así es que no tengo tiempo para nada. La adquisición de la goleta Sa- crametito de que se habla de oficio es inapreciable : por ella descubriremos los planes de La Serna, a más de la calidad del buque tan conocido por sus pies. Desde hoy en adelante cada día traerá algu- nos sucesos pues todo exige empezar a obrar.
Persuádase usted que mi gratitud será siempre igual al sincero afecto con que soy su atento ser- vidor y amigo,
B. Monte AGUDO.
MS.
Lima, 12 de agosto de 1821. Señor don Bernardo O'Higgins.
Mi amado amigo: Tengo el placer de contestar desde aquí a su última del 4 de .junio; al fin llegamos al término de nuestros sacrificios; doy a usted mil enhora- buenas, por la, parte principal que ha tenido en esta empresa. Ofrezco a usted el nuevo destino que
OBEAS POLÍTICAS 291
por ahora me ha cabido en el gobierno protectoral ; yo no me felicitaré do él, sino cuando haya visto que he merecido bien de la patria; usted se hará cargo del inmenso peso que gravita sobre nosotros, este es un caos, y hasta, que se arregle, nuestro trabajo será doble.
Hoy me veo en crueles apuros porque García sigue enfermo y despacho ambos ministerios. Los papeles públicos instruirán a usted de todo. En especial no basta decirle que por cartas intercep- tadas, que hoy mismo he descifrado, ni Canterac sabe el paradero de La Serna, ni éste el de Can- terac. Un mes más de sitio decidirá la suerte del Callao.
Adiós, mi buen amigo, reciba usted el afecto y sinceridad de su obligado,
B. MONTEAGUDO.
MS.
10
Lima, 12 de septiembre de 1821.
Señor don Bernardo O'Higgins.
Muy buen amigo:
Dispense usted que por las graves circunstancias en que estamos no le escribo más largo. Me refiero a la nota de oficio que dirijo a Zenteno. Acabo de venir del campamento y salían cuatro escuadro- nes y 500 infantes a probar si los enemigos quieren vernos las caras. Estamos en esta ansiedad que espero saldremos en breve, pues los enemigos no pueden menos que salir adelante. Ojalá tenga luego que anunciar una victoria.
Su afectísimo amigo,
B. Monte AGUDO.
MS.
292 BERNARDO MONTEAGUDO
11
Lima, 4 de noviembre de 1821.
Señor don Bernardo O^Higgins.
Mi muy amado amigo :
Cada día considero a usted más lleno de satis- facciones al ver casi aseg-urada la suerte de Chile, de todos los ataques exteriores, no menos que de las empresas anarquistas. La Serna sigue en Hua- nacayo y su ejército en Jauja; por un oficial que ha venido de Arequipa sahemos que su plan, según las órdenes que ha dado, es reunir de todo el Perú 4000 o 5000 hombres, pero ya es tarde para que sus proyectos sean felices. El protector ha salido al campo por enfermo y estando García enfermo tam- bién, tengo que ir diariamente al despacho con gran aumento de ocupación. El despacho de ca- pitán general del Perú se lo remitiré a usted con el diploma de fundador de la Orden del Sol. Mando a usted esos papeles del maldito Rico para que por ellos vea el estado de aquellos miserables.
Adiós, mi amado amigo, lo es y será eterna- mente suyo,
B. MoNTEAGUDO.
Mis respetos a las señoras.
MS.
12
Lima, 20 de abril de 1822.
Señor don J . García.
Mi amigo:
La carta de usted a que contesto, hago un es- fuerzo para dirigirle ésta. Tristán fué completa- mente dispersado en lea el 7 de éste. Aldunate
OBRAS POLÍTICAS 293
quedó prisionero. Ponderada se cree muerto y los demás jefes han salvado. Esta pérdida lia reani- mado el espíritu de empresa ; yo no la siento con relación a la causa, sino a los individuos que han perecido. Hoy se asegura que han abandonado a lea, y fusilado a algunos de nuestros prisioneros : tanto mejor en el mismo punto de vista. A pesar de esto nuestras operaciones no empezarán hasta de aquí un mes, y creo será con ventaja. La opi- nión se mantiene como usted la dejó y aun se ha ganado más en todo. Los españoles exigen seve- ridad por su osadía. Se les acaba de sacar 120,000 pesos en plata. Los departamentos están tranqui- los, después que en Corongo (Huaylas), pudo sofo- car Rivadeneyra a una insurrección a favor do los españoles. Cabero iba a salir en la Empren- dedora, pero para ahorrar 5500 pesos que impor- taba su pasaje y para mayor decoro, se ha dis- puesto vaya en un lauque de guerra. De Guayaquil nada sabemos ; sigue en indecisión hecho el jugue- te de cuantos pueden más que él. Necocnea y Martínez han ofrecido sus servicios, si hay peli- gro; los del primero quizá se acepten. Eternamente será su mejor amigo,
MONTEAGUDO.
He escrito a usted por el cabo de Buenos Aires.
MS.
13
G., 27 de septiembre de 1823 (6).
Señot don Bernardo O'Higgins.
Mi estimado amigo :
Quiero aprovechar esta oportunidad para felici- tarle por su arribo a Lima, donde al menos estará
(6) Desde Guayaquil.— (JV. del D.)
294 BERNARDO MONTEAGUDO
usted libre de los disgustos anteriores y de la vista de los ingratos. Yo me hallo aquí sin saber si iré para el sur o para el norte, esperando órdenes del libertador.
Donde quiera que se me proporcione volver a abrazar a usted tendrá la mayor satisfacción su antiguo y sincero amigo,
B. Monte AGUDO.
MS.
A Bolívar y a Sucre (^ 1
Guaranda, julio 5 de 1823.
Excelentísimo señor Simón Bolívar.
Mi amado general :
Aunque llegué aquí en una sola jornada desde Ambato, nada be adelantado, pues apenas podré salir mañana por falta de muías.
El señor O'Leary me ha dado muchos porme- nores del Perú, y todos confirman las opiniones que tengo de los sucesos y de las personas que figuran en ellos. Sé que vienen dos Diputados del Congreso cerca de usted, y por lo que valga, me tomo la libertad de indicar a usted, una idea, que quizá encuentre su aprobación.
Creo que convendría que el Gobierno y el Con- greso pasasen a instalarse en Intermedios, en vez de venir a Trujillo. Esto concentraría y sostendría la opinión de los pueblos del alto Perú y la del Ejército, serviría de algún freno a Santa Cruz,
(7) Las cartas siguientes han sido tomadas de las Memorias de O'Lea- ry, cuyo ejemplar nos fué gentilmente franqueado por el señor Cle- mente L. Fregeiro.— (A^. del D.)
OBRAS POLÍTICAS 295
estaría más en contacto con el Gobierno de Cliile para neo^ociar todos los auxilios que puede dar aquel país, y en fin, se evitaría el inconvenien- te de que se le antoje a Canterac destacar 500 hombres contra Trujillo por la provincia de Huai- las, y exponer el Clongreso al ridículo de emigrar segunda vez.
Además, la navegación de Intermedios a cual- quier punto del Norte, ofrece una ventaja de gran consideración, que no tendría el gobierno, si se estableciese en Trujillo. En el Callao, creo que no debe quedar sino un buen jefe con 800 o 1,000 hombres, y salir de allí todo lo que tenga aire de gobierno. Muchas más razones me ocurren, que es imposible detallar en una carta ; pero usted pe- netrará más de lo que yo puedo decir en dos pliegos.
Adiós, mi general, yo deseo tener cuanto antes el gusto de volver a verle, y ratificarle mil veces los sentimientos con que soy su afectísimo y obli- gado servidor.
B. Monte AGUDO.
Guayaquil, septiembre 5 de 1823.
ExcelentisÍ7no señor Simón Bolívar.
Mi amado general :
Ante todas cosas, celebro el buen arribo de usted a esa, y no sólo por lo que únicamente escriben de Lima, sino porque no hay probabilidad que no esté en su favor : creo que usted salvará del nau- fragio ese país, y que por su influjo cesarán de obrar en contradicción los elementos que hay en él.
Quedo enterado de las causas que usted ha tenido para mandar que suspenda mi viaje. No me atrevo a discurrir sobre el tratado de Buenos Aires y su trascendencia, porque tengo pocos datos para ello, y porque cuando usted reciba ésta, podrán
296 BEENAEDO MONTEAGÜDO
ser tales las variaciones ocurridas, que nada valie- sen mis reflexiones, aun cuando por ahora fue- sen muy justas. Así me limito desde hoy a esperar la resolución de usted para de un modo o de otro salir de esta maldita estufa, donde por mi elección, jamás viviría una hora. Mi suerte está abando- nada a usted, mientras esto se decida ; y feliz- mente creo que antes de pocos días veré el rumbo que debo seguir.
Por el coronel Salas recibirá usted muchas co- municaciones de Méjico: Guatemala no quiere unirse al Norte. Aquí se ha publicado la nota que escribe a usted Alaman, cuya copia fué remi- tida a E-oca por un oficial de secretaría. Si al fin voy a Méjico, será una ventaja encontrar allí a Alaman.
Soy de usted, mi ^-eneral, con sinceridad y o'ra- titud, su afectísimo amigo y servidor,
B. MONTEAGUDO.
Guayaquil, septiembre 14 de 1823.
Excelentísimo señor Simón Bolívar.
Mi amado general :
Por el doctor Toley, tuve el gusto de escribir a usted ocho días ha, manifestándole mi ansie- dad por sus determinaciones. La incertidumbre de los sucesos del Peni es una verdadera calami- dad para los que estamos a la distancia, y espe- cialmente para mí, que los veo con el doble in- terés que inspira la presencia de usted en ese teatro.
Nada sabemos de Méjico, después de la goleta Olmedo, que trajo los pliegos que habrá usted recibido por el Coronel Salas. Pensando en la variación de circunstancias que movió a usted a ordenarme la suspensión de mi viaje, creo siempre
OBRAS POLÍTICAS 297
que subsisten fuertes motivos para mandar allá un comisionado. Guatemala ha enviado Diputados a Washington, pidiendo agregarse a los Estados Unidos; esto hace ver la situación del país.
De Méjico y Guadalajara, aun cuando no se emprenda conseguir otra cosa que un empréstito, juzgo que sería realizable y útilísimo en la situa- ción del Perú, que es probable no mejore en mucho tiempo. Aun realizando el empréstito de Londres, sería ventajoso el de Méjico, por las relaciones que produciría entre ambos Estados y por su mayor inmediación. Todo esto es, prescindiendo de las demás razones generales que ofrece aquel negocio. Me tomaré la libertad, mi general, de decir a usted con este motivo, que ningún sacrificio debe excusarse para obtener dinero y no gravar a los pueblos del Sur de Colombia, más de lo que están. Las disensiones de Pasto, unidas a las atenciones ordinarias, han agotado realmente los miserables recursos de estos países, y creo que la política se interesa en no exigir de ellos más de lo que piden sus necesidades interiores. Así es que costará mu- cho el remitir al Perú cualquier suma de dinero, como entiendo lo ha ordenado usted.
He visto la ratificación de los tratados del Peni por el Congreso de Colombia. Se.a cual fuere el resultado, nadie quitará a ustedes la gloria de la iniciativa en un gran negociado.
No me atrevo a dar mi opinión sobre el estado del Perú : estas cosas son para contemplarse, y no decirse sino en momentos muy oportunos. Me permitirá usted, sin embargo, observar que la si- tuación de los Departamentos de Trujillo y Huai- las renueva y entretiene facciones en los pueblos limítrofes de esta parte, donde es natural se hagan algunos votos imprudentes contra su propio in- terés.
Con respecto a mi viaje, repito a usted, mi ge- neral, que deseo no verme forzado por mis com- binaciones particulares a salir de aquí, antes de saber lo que usted piensa ; pues de esto sólo pende el que yo vuelva o no al teatro de la revolución,
298 BEENARDO MONTEAGUDO
bien sea en el Norte o en el Sur. Pero en todas circunstancias seré siempre con sentimientos de gratitud, su afectísimo amigo y servidor,
B. MONTEAGÜDO.
Guayaquil, octubre 24 de 1823.
Excelentísimo señor Simón Bolívar, etc., etc., etc.
Mi amado general :
El día que salió Santa Cruz de Lima hizo en mi concepto la primera marcha para ser derrotado; esta ha sido siempre mi opinión, como usted sabe. El mal es grande, pero su magnitud se disminuye cuando se calculan los resultados que pudo tener una victoria en las circunstancias actuales del Perú.
Es verdad que la guerra se prolonga lo menos dos años : quizá este estado es preferible al de la paz. Mi único temor es que entretanto ocurran nuevas combinaciones en la política europea, que nos sean perjudiciales: también puede suceder lo contrario, pero el camino del porvenir es muy obscuro. Lo cierto es, mi general, que usted tiene ahora que lidiar con dificultades y obstáculos que antes no ha conocido. Habrá circunstancias en que usted tenga que ser superior a sí mismo, para con- ciliar tantos intereses diversos, combatir otros no menos fuertes y resolver los complicados proble- mas de una doble guerra civil y extraña, y de una política cuyas bases varían a cada paso. Sin em- bargo, mientras usted esté al frente de los nego- cios, yo seré un acérrimo optimista, y creeré poder siempre decir, que (ítout est pour le Tnieuxt).
He devuelto a la Tesorería los 12,000 pesos que recibí, y he entregado a Castillo en un pliego cerrado todas las credenciales y documentos gue se me dieron. Estoy persuadido que ya no tendrá
OBRAS POLÍTICAS 299
efecto mi comisión a Méjico, pero yo saldré de todos modos el mes que viene para Guatemala y seguiré luego a Acapulco. Ya he pagado a usted y a mis amigos la obligación en que estaba de mostrar que siempre me hallo dispuesto a servir la causa de mi país. Tampoco es decoroso que per- manezca aquí más tiempo.
Me tomo la libertad de recomendar a usted la adjunta solicitud en favor de la familia de Chiri- boga, que mis amigos de Quito me han suplicado remita a usted. Juzgo que la familia es acreedora de la compasión de usted, y deseo sinceramente que la obtenga.
El interés que tengo por el orden, me hace decir a usted que por grandes que sean sus atenciones en el Perú, me parece que convendría aumentar las guarniciones en todos estos puntos. Si usted me pregunta que es lo que se observa, no es fácil contestar en términos positivos, pero sin duda se traslucen disposiciones poco amigables ; y usted sabe que la experiencia da un tacto que avisa más que los hechos.
Ya esta carta es demasiado larga : deseo que cuando usted la reciba, los mismos hayan cambia- do de tal modo que nada valga cuanto digo en ella.
Reitero a usted la amistad y respeto con que soy su obediente servidor,
B. Monte AGUDO.
Sonsonate, febrero 22 de 1824. EwcelentísÍTno señor Simón Bolívar, etc., etc., etc.
Mi amado general :
En Guatemala recibí la apreciable de usted fecha 12 de noviembre, en que se sirve decirme que iba a embarcarse por el Norte de Lima. Pos- teriormente he sabido el desenlace de la campana,
300 BERNARDO MONTE AGUDO
y salida de Riva Agüero para Gibraltar. Yo feli- cito a usted y al Peni por la terminación de tan- tos males.
En la misma carta tiene usted la bondad de indicarme que vuelva a donde esté usted, por hallarse de acuerdo los señores de Lima en cuanto a mi regreso. Al recibir aquella carta tenía toma- das todas mis medidas para emprender mi marcha por tierra hasta Guadalajara y formar una idea exacta de aquel inmenso país. Pero consecuente a la oferta que he hecho a usted tantas veces, di de mano a mi proyecto, y los mismos preparati- vos que tenía para el Norte, me han servido para regresar a este punto. Pasado mañana me embar- caré en Acajutla con dirección a HuanchacOj don- de creo encontrar a usted, y si se hallase en otro punto, seguiré a él sin detenerme. Anticipo este aviso por la vía de Guayaquil, y desearía que llegase a usted antes de mi arribo. Llevo materia para la conversación de un mes, y un regalo que usted apreciará, por ser de una dama guatemal- teca. Mucho, mucho, mucho tengo que decir a usted ; y por ser tanto lo reservo para nuestra vista.
Vuelvo al Perú, mi general, y vuelvo bajo los auspicios de usted : llevo una ambición colosal de justificar las esperanzas que usted y mis amigos han concebido de mis esfuerzos.
Si algún día puede usted decir que no se engañó en ellas, ésta será la mayor satisfacción que tenga su afectísimo y obligado amigo,
B. Monte AGUDO.
6
Trujillo, abril 17 de 1824,
Excelentísimo señor Simón Bolívar.
Mi amado general :
Esta mañana llegué a esta nueva capital de la República peruana, después de haber estado bajo
OBRAS POLÍTICAS 301
los fuegos del Callao, sin saber los últimos sucesos. Aunque de Sonsonate escribí a usted que salía directamente para este puerto, después creyó el capitán del buque que era mejor ir al Callao, y en caso de no estar usted en Lima, venir a Huancha- co. Codecido convino en ésto, y de aquí resultó el horrible peligro en que estuve. La historia es larga y espero decirla verbalmente. Por ahora mi principal objeto es anunciar a usted mi arribo, repetirle mis antiguos sentimientos y pedirle órde- nes, bien para marchar a ver a usted o aguardarle aquí. Yo deseo lo primero y lo realizaré cuando usted guste, pues mientras reciba su contestación habré descansado de mi más que penoso pasaje. Soy de usted con los más francos e invariables sentimientos, su afectísimo amigo y servidor.
B. Monte AGUDO.
Trujillo, abril 26 de 1824.
Excelentísimo señor SiTnón Bolívar.
Mi amado general :
Para corresponder a los deseos que usted se sirve manifestarme en su apreciable de 23, me pondré en marcha el 29, no pudiendo antes por falta de muías.
La llegada del Capitán Prescott a ésta, aumen- tará los inmensos materiales que llevaré al Cuartel General para muchas horas de conversación. El género humano está enfermo, pero todo anuncia que la plaga del mundo va a hacer crisis : ya esto no admite dilación.
Es enorme el peso de los acontecimientos que estaban reservados para ejercitar la magnanimi- dad de usted ; mas usted sabe como resuelve Rous- seau el problema sobre la cualidad que caracteriza a un héroe.
302 BERNARDO MONTE AGUDO
Los papeles de Lima, como es natural, hacen a usted una guerra sin piedad : no les queda otro blanco, y es preciso que agoten sus recursos. Tam- bién soy digno de participar sus ataques : de con- tado me considero en campaña, y las hostilidades serán atroces cuando hablen de mi regreso. A mí me queda el derecho de retaliación.
En fin, ya que la dispersión de los libertadores del año 20 ha sido más tremenda, y en algunos más ignominiosa, que la de los discípulos de Moi- sés, me lisonjeo de ser de los pocos que han que- dado, y fío en el destino que vendré a ser espec- tador de los triunfos de usted; porque esto es hecho, la causa del país, la amistad de usted; la experiencia y la conducta de mis amigos y de mis enemigos, exigen que yo no rehuse cuantos sacri- ficios pueda hacer.
Adiós, mi general; cuide usted mucho su salud. Yo quisiera que fuera usted tan dueño de ella, como lo es de su espíritu, de su energía y de la eterna y sincera amistad de su afectísimo servidor,
B. Monte AGUDO. 8
Chancay, octubre 24 de 1824.
Excelentísimo señor Simón Bolívar.
Mi amado general :
La situación en que he hallado los negocios de la Costa no es la que yo esperaba, ni la que era más de desear. El coronel TJrdaneta apenas podrá contar con 800 infantes y 400 caballos, sin que hasta hoy se tenga noticia de las tropas de Colom- ti^'j y yo creía encontrar en marcha hacia acá desde Trujillo, y pienso que antes de la llegada de usted no se realizará el movimiento sobre Lima. El señor Urdaneta y todos se quejan de la poca actividad que hay en Pativilca para adelante: lo
OBRAS POLÍTICAS 303
que sí puedo asegurar a usted es que el Asia lia llenado de terror a todos, y es preciso confesar que con razón, pues a más de haber perdido nues- tra superioridad marítima, lo peor es que tardare- mos mucho en recobrarla. He hablado mucho con López, y varios ingleses, y todos convienen en que el Asia está en muy buen estado, y aun más el Agutíes: que los buques enemigos guardaron per- fectamente la línea en el último combate, y los nuestros al contrario, pues sólo E-ight secundó la notoria conducta de Guise en aquel día.
Mi opinión sobre el destino de la escuadra ene- miga y los dos transportes que han salido con ella, es que si han llevado tropas, van a Interme- dios, y si no, van a Chiloe para traerlas a Arica. Digo esto, porque no se sabe a punto fijo si van vacíos o no.
Entretanto el estado de Chile es deplorable : hay datos para t-emer que los españoles intrigan con suceso en aquel país.
Mi general : vuele usted hacia acá, porque hay mil objetos de inmensa trascendencia, que, sólo, sólo su presencia podrá atender y conciliar. Yo regreso a Supe o Huaura, porque actualmente de nada puedo servir al señor TJrdaneta. Olvidaba decir a usted, que aun antes de acercarse a la costa, creo que convendría mandar por extraordi- nario la orden que desea Guísq para que en Guaya- quil se hagan con actividad todos los reparos que necesita la escuadra. La fragata Estados Unidos nos hace inmensos servicios, como lo sabrá el señor TJrdaneta.
Admita usted, mi general, los sentimientos de respeto y amistad con que soy siempre, su más invariable y afectísimo servidor,
B. Monte AGUDO.
304 BERNARDO MONTEAGUDO
Supe, noviembre 4 de 1824.
Excelentísimo señor Simón Bolívar.
Mi amado p^eneral :
Según las noticias que corren, hoy supongo a usted en Santa, y al coronel TJrdaneta cerca de Lima: por consiguiente, yo pienso salir de aquí hacia donde usted se halle.
Mi principal objeto, por ahora, es felicitar a usted por las noticias de Olaueta, de que le supon- go instruido. He visto cartas muy respetables de Buenos Aires del mes de julio, que aseguran haber llegado a aquella ciudad el Secretario del general Olañeta, que es también su primo, encargado de hacer proposiciones al Gobierno General : las con- ferencias aun no habían empezado, ni se traslucía el ultimatuTn que envolvía esta negociación, Pero es indudable, a pesar de mi escepticismo sobre el patriotismo de Olañeta, que si en julio llegó su enviado con buenas intenciones, éstas habrán me- jorado al saber el suceso del 6 de agosto.
Por lo demás, mucho, mucho, hay que decir sobre las cosas públicas, y sobre el rompimiento de hostilidades entre los señores Unánue y Vidau- rre. Dios Eterno. ; Qué terrible cuadro ofrecerá el Perú, si el mismo que lo salva de los españoles, no lo salva también de los peligros interiores que lo amenazan !
Adiós, mi general, usted conoce la admiración y amistad con que será siempre suyo,
B. Monte AGUDO.
OBllAS POLÍTICAS 305
10
En frente de Chorrillos, diciembre 27 de 1824.
Excelentísimo señor Simón Bolívar.
Mi amado o^eneral :
Nada se lia lieclio, ni aun se lia podido propo- ner, porque todo lo rehusa Rodil. Ayer necesité gran moderación para no chocar con Villazón : yo me acordé que delante del señor Malinj^- y su se- ñora todo podía tolerarse, aunque sus insultos eran tanto más fuertes, cuanto más se contraían a usted. Quiso hacerme entender que antes de anoche Rodil recibió comunicaciones de Guruzeta que venía con tres transportes, y que dentro de tres días llegaría aquí, esto es, al Callao ; que sabían que en Europa se preparaban grandes expediciones para la Amé- rica ; y que por tanto Rodil debía conservar el Callao, para que encontrasen un punto seguro de arribada.
Con respecto a la capitulación, me dijo que sólo la creerían si La Serna y los jefes principales vi- niesen al Callao. La segunda vez que volvió Villa- zón, a bordo trajo 12 onzas para cada uno de los oficiales que vinieron conmigo.
Nada notable ocurre, y sólo hay un incidente que no quiero aventurar, y porque si se frustra será muy sensible. No me detendré sino lo muy preciso en pasar a esa, y reiterarle los sentimientos con que eternamente soy,
Su inolvidable y obligado amigo,
B. Monte AGUDO.
P. D. — El señor Maling y su señora, el como- doro Hall y la hija, ofrecen a usted sus mejores cumplimientos.
MONTEAGUDO.
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306 BERNAEDO MONTEAGUDO
MOXTEAGUDO A SUCBE
Lima, junio 23 de 1822.
Ministerio de Estado y Relaciones Exteriores del Perú.
Señor general de brigada, Antonio J. de Sucre, comandante general del Sur de Colombia.
Señor general :
Venciendo ustedes al ejército enemigo en las faldas del monte Pichincha, ha escrito en ellas las líltimas palabras que faltaban al decreto de la emancipación de Colombia, y tal vez a la de los pueblos que quedan clamando por ser libres. El gobierno, el pueblo, el ejército, han saludado desde aquí con entusiasmo al libertador de Quito, y a sus bravos compañeros de armas. En la historia de los guerreros hay sucesos que el destino hace misteriosos para que sean más memorables. Quito debía ser libre, pero su libertad estaba reservada al esfuerzo unido de los colombianos, peruanos y argentinos, que desde las inmensas distancias que los separan, han ido a buscar la victoria en el Ecuador. Yo felicito a ustedes en nombre de mi Gobierno : felicito a esa República y a toda la América por la sangre gue ahorrará a la humani- dad, la que se derramó con gloria el 24 de mavo, mes que ha sido tantas veces célebre en la revolu- ción del nuevo mundo.
Tengo la honra de reiterar a ustedes los distin- guidos sentimientos de consideración con que soy su servidor.
Señor general,
Bernardo Monteagudo.
APÉNDICE
ARTÍCULOS DE cEL INDEPENDIENTE»
(Atribuidos a Montcagudo) (1815)
Discurso preliminar
Desde que el arte divino de escribir dando un ser durable a los conocimientos bumanos por me- dio de la imprenta, puso en contacto las luces de todas las naciones, los hombres se acercaron más entre sí, se auxiliaron para deponer sus errores, unieron sus fuerzas para adelantar sus ideas, sus comodidades y sus placeres, perfeccionaron su mo- ral, y suavizaron su carácter por la oposición que hallan sus acciones desarregladas en la censura de los demás pueblos. Del juicio de todas las nacio- nes se formó entonces un tribunal temible, el úni- co capaz de contener los excesos en que viven las tribus aisladas y salvajes, del mismo modo que el hombre puesto en sociedad se modera principal- mente por el respeto de la piíblica fama.
Sin la historia, que es la escuela común del gé- nero humano, los hombres desnudos de experien- cia, y usando sólo de las adquisiciones de la edad en que viven, andarían inciertos de errores en erro- res. A cada paso retrogradaría la especie a su an- tigua rudeza, y la débil voz de un anciano sofo- cada por el eco de las pasiones y de la ignorancia, no sería bastante a suplir los saludables consejos que aquella maestra incorruptible nos suministra a cada momento. Igualmente los periódicos, que no son otra cosa que la historia de los tiempos, son un testigo de la verdad, nos conducen a la pru- dencia e iluminan nuestra conducta. Los periódi- cos, pues, se han reputado como el medio más pronto y eficaz de diseminar los conocimientos útiles. Ellos promueven el buen gusto, corrigen las extravagancias, dan publicidad y valor a las invenciones del genio y de las artes, despiertan en
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la juventud la afición a discurrir, mueven al ciu- dadano a ejercitarse en materias políticas y litera- rias y en todas los individuos de la sociedad pro- vocan aquel cambio interesante de ideas que las mejora y acrecienta. En Europa atizan el espíritu nacional, ilustran el juicio piiblico y sirven como de conductores a aquellas luces que esclarecen al Estado, unen a la sociedad y liman sus modales. Allí encuentra el legislador resultados fundados sobre la experiencia: el ministro noticias y avisos para sus operaciones, mientras los demás ramos buscan su recreo y los medios de instruirse en los diferentes puntos que tocan a sus respectivas pro- fesiones. Ponen un freno a la arrogancia indivi- dual, apuntan las gradaciones que corre una na- ción al perfeccionarse, a menudo la levantan de su estado letárgico, y en especialidad estimulan al heroísmo, y todas las virtudes patrióticas a pre- miar el mérito distinguido, y en muchas ocasiones se han considerado como los guardianes más des- velados de los derechos de los pueblos, y el mejor punto de reunión entre ellos y sus jefes. Dan, en fin, la ley al buen gusto, excitan una rivalidad laudable entre los talentos, y vienen a ser unos re- gistros de todo lo que el individuo ha contribuido en favor de su patria y en obsequio de las artes y de las ciencias. Allí, el futuro historiador bus- cará los materiales para completar el cuadro de aquellos héroes que han aparecido ya sobre su horizonte ; las acciones memorables de éstos pasa- rán intactas a la posteridad, y sus laureles, sin ser marchitados, alcanzarán los siglos venideros. En suma, los periódicos han llegado a ser la piedra de toque de la instrucción nacional de un pueblo, y al paso que se han perfeccionado por las contri- buciones intelectuales de sus literatos, el extran- jero ha juzgado del estado de su sociedad, de su aptitud a todo lo que da realce al género humano y descubre aquellas distancias que lo separan de su primitiva rudeza.
Es, con todo, esta clase de literatura y medio de esparcir noticias y conocimientos útiles inven-
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ción de los modernos. Los antiguos griegos y roma- nos no nos han dejado ningún resto, y casi se puede decir que ignoraron este instrumento po- deroso de la civilización y este cambio telegráfico de ideas. Por eso es que en aquellos tiempos vemos los conocimientos reducidos a ciertas naciones, y aun entre éstas sólo eran el patrimonio de ciertas familias o de cierta clase de individuos. El resto del mundo permanecía casi en enteras tinieblas, y sólo participaban los pueblos de los adelanta- mientos de las ciencias y de las artes de aquellos que las cultivaban, cuando las conquistas o las vi- cisitudes de los gobiernos los hacían herederos de su fortuna. Mas todas las ciudades grandes de la pulida Europa se han lisonjeado de tener talentos literarios que se hayan dedicado a este importante ramo instructivo. Sin embargo, su perfección sólo es del tiempo del famoso Addison. Este ingenio ilustre llevó a un punto tan elevado sus ensayos populares del Spectator, que se ha traducido en casi todas las lenguas modernas y ha servido de modelo hasta el día a sus sucesores, quienes se han esmerado en imitar la excelencias de su estilo, tan- to como la variedad de sus invenciones y la versa- tilidad de su genio.
Enseñar (segiin dice el doctor Johnson en su biografía de Addison) aquellas menudencias de- centes y aquellos deberes subalternos del estado social: dar aún la ley al estilo de conversación y al modo de conducirse en la tertulia: corregir aquellas faltas que son más bien ridiculas que cri- minales; en fin, pulir el gusto nacional, abolir la rusticidad, el egoísmo y las preocupaciones fa- tuas y arrancar de la senda del caminante aquellas espinas y brozas que lastiman e impiden su trán- sito, es una de las empresas más loables del en- tendimiento humano y más acreedora a la aproba- ción de todo miembro de la sociedad civilizada. Tal era el objeto de Addison, quien se impuso la tarea de mejorar el estado social contribuyendo al inocente recreo y la multiplicación de los cono- cimientos útiles. ¡Feliz aquel que pueda marchar
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sobre los pasos de este insigne escritor, promovien- do el adelantamiento de sus conciudadanos!
Guiado por los sentimientos más puros de pa- triotismo y los deseos de beneficiar en lo posible a su patria, el editor de El Independiente se pro- pone como candidato a los siifragios y patrocinio de sus habitantes en una empresa acompañada de dificultades, que espera con todo llenar de algiín modo.
No ha sido la distancia a que está colocada la América del centro de los conocimientos, la que ha retardado su ilustración, tanto como la falta de buenos periódicos que pusiesen al alcance de sus habitantes todo lo que las naciones de Europa dis- currían en las artes y ciencias y perfeccionaban con su industria. A esta falta también se puede atri- buir el estado torpe en que se hallaba la España a principios de este siglo, y casi se puede decir, ha sido el origen de todos sus males. La misera- ble Gaceta de Madrid, que igualmente llegaba a las colonias, no era más que un catálogo de las promociones y empleos, ni daba noticias más im- portantes que las fiestas de gala de la corte: pros- tituida desde el principio de la alianza a las miras de los franceses, sólo servía de dar incienso a la adulación, pero en nada contribuía a las artes libe- rales o al ensanche de los conocimientos útiles.
En efecto, ningiín político vacilará en atribuir a la privación de estos documentos el despotismo desenfrenado que oprimió a España por época tan larga como lastimosa, hasta que después de haber causado la ruina del crédito nacional y de su exis- tencia política, puso casi todas sus provincias en manos de un enemigo engañoso. La miseria, de la nación resaltaba a los ojos del observador menos profundo, sus recursos estaban agotados o consu- midos, el erario exhausto, el Estado realmente di- STielto, y el pueblo español, aun no advertido de tan enormes males, no había podido producir una sola palabra sobre las desgracias que tan de cerca le tocaban. La América deberá tomar este ejemplo reciente para prevenir sus infortunios en un tiem-
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po en que trata de ser libre, o mejor diríamos, en que j^a es libre porque desea serlo.
¡ Con cuánta liberalidad, pues, deberá mirarse una obra destinada al cultivo de todos los ramos interesantes del estado político y social ! Por for- tuna la América se baila libre de aquellas faccio- nes que mucbas veces desgarran el seno de las naciones de Europa, y se ve desprendida de aque- llas turbulencias de los gobiernos viejos y corrom- pidos. Unida en una sola familia, y sin relaciones precisas con otras potencias, de que no depende porque no las necesita ; un mismo deseo y un solo objeto anima a todos sus miembros, y reconocida a todos los esfuerzos que se hagan por su causa, no dejará de mirar con aprecio los trabajos de aquellos individuos que se dedican a su servicio de Tin modo provechoso.
Aunque sería imposible recapitular todos los objetos de este periódico, o poner en un punto de vista los diversos fines que debe abrazar, se espera con todo en esta carta introductoria poder impo- ner a los curiosos de las miras generales que en él se llevan.
En todo país la ciencia de la política es la más necesaria: ella es la que funda los Estados, y de ella depende su prosperidad y su conservación. Jamás será demasiado el trabajo que se tome en cultivar sus principios, y la aplicación de éstos está complicada con el conocimiento del corazón humano, con los resortes que deben moverse para estimular las virtudes útiles a la patria, con las circunstancias de cada pueblo, y con la experien- cia de los siglos pasados, que siempre resultará una gran ventaja de ventilar sus cuestiones in- trincadas y reunir en este punto las meditaciones de todos los miembros de la sociedad. Nuestro pe- riódico se ocupará principalmente de la política: hablará de las varias formas de gobierno, sus ven- tajas y sus defectos ; presentará al público la his- toria de las edades pasadas, sus fortunas y sus des- gracias, según han entendido más o menos los ver- daderos principios de la felicidad de las naciones;
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pondrá a la vista el cuadro filosófico del estado que ahora tienen los gobiernos de Europa, y facilitará a los legisladores del país, tanto con las observa- ciones del empresario, como con las reflexiones con que espera ser favorecido por los sabios de estas provincias, el penoso destino, a la par que glorio- so, do dirigir la suerte de sus conciudadanos. Este ramo abrazará las leyes que se vayan establecien- do, las disposiciones del gobierno y las decisiones judiciales, con todas las noticias dignas de la aten- ción de un político. Aunque libre, nuestra opinión será manifestada siempre con la moderación de- bida, y cuando tengamos que expresar nuestra disconformidad a la conducta pública del magis- trado, o advertir los vicios de la constitución, nuestro celo por la verdad no será un agente de la rebelión, y si los males fuesen delicados usaremos de la finura de Xenophon para criticar los de su patria. Al menos, si nuestras fuerzas no fuesen bastantes para llenar tan interesantes objetos, pre- sentando las observaciones de los antiguos y mo- dernos, habremos animado las pesquisas de los sabios y despertado el espíritu del público.
La agricultura e industria rural se mejorarán con nuevos ensayos, y la comunicación de lo que en Europa se ba discurrido sobre ella, ayudará a perfeccionarla. Como ella es la base de la prospe- ridad nacional y la principal fuente de sus rique- zas, tendrá el lugar preferente al comercio y las ar- tes, que no por eso serán excluidas de nuestras in- quisiciones.
Dedicaremos una parte de nuestros trabajos a la mejora de la educación, que basta el día ha sido tan descuidada en estas provincias, como era pre- ciso que lo fuese cuando sólo se les consideraba como a colonias o factorías, y cuando a sus habi- tantes sólo se les permitía vivir escasamente en la tierra, pero no gloriarse del dulce título de ciu- dadanos. Como en esta parte están encargadas las madres de los primeros cuidados, y de ellas re- ciben los hijos sus primeros rudimentos y aun su carácter, nos aplicaremos a la instrucción de las
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señoras, y no dejaremos de liacer muclio por su recreo, mezclando el placer con la utilidad. Es al mismo tiempo nuestro ánimo tomar al bello sexo en general bajo nuestra protección inmediata; j di- chosos nosotros si contribuímos al aumento o per- fección de las amables cualidades que adornan a esta hermosa parte de la sociedad y contribuye tan- to a la felicidad de los hombres !
En todo ello se evitará con el mayor cuidado el escollo en que han naufragado muchos de los pe- riódicos modernos de la Europa, que a menudo han servido más bien para corromper que mejorar a la juventud. En ningún tiempo se verá la religión filosofizada, ni la filosofía sofisticada. Aunque de moda, no se admitirán innovaciones peligrosas. La verdad no se hará consistir en la infidelidad: pero sin prostituir nuestro carácter, haremos siem- pre una verdadera distinción de la virtud y el vi- cio: en fin, la moralidad, la instrucción y los me- dios inocentes de recreo serán los fundamentos principales en que debe estribar nuestra empresa.
Con respecto a las varias e importantísimas cues- tiones que el país ofrece en este preciso momento, el editor se propone usar al agitarlas de aquella calma y moderación que son debidas a. los asuntos serios como línico medio de buscar el convenci- miento. Para defender con calor la verdad, ¿qué necesidad hay de insultar a los que la persiguen? Mas sin permitir que sus páginas se resientan de la sátira, ni participen del rigorismo del intrata- ble moralista, fijará el tenor de sus niimeros sobre un eje de una dirección inmutable; guardará a distancias polares las denominaciones de bien y de mal, y no temerá incurrir en la tacha de sacrifi- car sus columnas a la lisonja, o de sostener el vi- cio cubriéndolo con apelaciones blandas o defen- diéndolo con doctrinas seductoras. Los sistemas más puros serán los seguidos: aquellos que han re- sistido al tiempo, y a los choques del presente si- glo, y que han merecido la aprobación de los sa- bios de todas las naciones. En particular se tendrá el mayor cuidado en no ofender la religión del
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país, ni a sus ministros: los mismos motivos lo ta- ran respetuoso, y siempre justo hacia todos los miembros del Estado, y sus jefes jamás tendrán ocasión de queja.
Por mucha que sea la seguridad que debe darle la rectitud de sus intenciones, y la utilidad de la obra propuesta, el editor cree oportuno confesar que nunca se habría animado a emprenderla sin la feliz revolución que ha cambiado la faz de este con- tinente y ha producido la libertad civil junto con la del entendimiento humano. El ama bastante su existencia para haberla expuesto en otro caso a los crueles golpes de un despotismo irritado, y no tendría la arrogancia imprudente de desafiar la cólera del poder arbitrario desde su retiro priva- do, único asilo de la libertad en tiempos turbulen- tos. Aunque se propone no pasar jamás de los jus- tos límites que ésta prescribe; aunque sabe muy bien la senda que ella permite correr sin dañar los derechos de la corporación o el individuo, y lo ha visto prácticamente en el linico Estado libre que ahora existe en la Europa, no olvidará jamás lo que a ella se le debe cuando se trata de presentar al ptíblico los hechos que no debe ignorar, y no faltará al derecho que éste tiene de imponerse de sus opiniones. Esto es lo que los lectores del pre- sente papel deberán esperar. Por lo demás, su du- ración será igual a la que tenga en nuestra patria la libertad de escribir, y en el momento en que empiece la opresión del discurso, el periódico de- jará de existir, consecuente siempre a su título.
Nos proponemos tratar de todo en un estilo sim- ple y abreviado. Aunque introduciremos en un vestido español todo lo que podamos congregar de las diferentes naciones de Europa, siendo nue- vo en la invención y apreciable por su mérito, evi- taremos con todo, como llevamos dicho, cualquie- ra innovación peligrosa, y en particular nos des- viaremos de los sistemas de ética que se hallan de moda en la Europa. Atenderemos más a la subs- tancia de la materia tratada que a su estilo; no buscaremos sentencias brillantes, ni términos
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pomposos, ni causaremos a nuestros lectores con citas eruditas, pero por lo regular apenas enten- didas: nuestro deseo es ser comprendidos más bien que admirados: preferimos la materia a la forma, las elegancias de la simplicidad a los muclios bor- dados; en fin, imitando los mejores modelos de la lengua castellana, y el estilo de los extranjeros, esperamos manifestar la estructura de nuestro idio- ma j purificar un tanto el estilo presente de es- cribir.
Por último, el papel comprenderá las noticias locales dignas de atención, y abrazará no sólo los hecbos históricos o políticos, sino también los geo- gráficos, estadísticos, etc., esperando ya contri- buir al conocimiento de un continente tan variado como ignorado, y a que se aprovechen muchas-pro- ducciones que hasta hoy quedan sin valor. Las no- ticias de Europa tendrán también su parte en él, y con ellas daremos las de los Estados Unidos, Mé- jico, Caracas y los Estados de la India.
Para promover el gusto de las bellas letras y dar pábulo a la imaginación, el papel tendrá siem- pre reservado un rincón a las poesías nuevas y es- cogidas; y después de cumplir con sus obligacio- nes principales, dispondrá algo para el recreo de los lectores generales, como alguna pieza biográ- fica de los contemporáneos ilustres, algiín retazo de la historia antigua o moderna, o algún papel al estilo de la Pensadora Gaditana.
Según queda dicho en cabeza de este prospecto, se publicará el periódico todos los martes de cada semana y se compondrá de pliego y medio. En su expendio se seguirá la forma que hasta aquí se ha observado con las demás Gacetas. Cada núme- ro costará real y medio, pero los suscriptores sólo pagarán a razón de cuatro reales al mes, pudiendo anticipar o no, según gusten, el precio de la sus- cripción, que queda a su arbitrio fijarla para el término de seis meses o un año. Los avisos, como cosa efímera, se pondrán al fin de cada número, y su precio será el de costumbre, según las líneas que comprendan.
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Acaso podrá' considerarse desmedida esta obra en la opinión de algunos con concepto a las fuer- zas del que la emprende. Otras personas a quienes un miserable encogimiento o un criminal desvío hace mirar con desconfianza todo trabajo público, la reputará temeraria. En cuanto a los primeros, el editor debe satisfacer sus reparos haciéndoles reflexionar que no es tan ardua la empresa como podría imaginarse, y que un periodista no está obligado a observar la exactitud y profundidad de un estadista, ni las elegancias de Tácito. El cuenta, e implora desde luego la concurrencia de los ilustrados del país, y espera de su patriotismo que aprovecharán esta oportunidad de trasmitir al público sus opiniones, excusando que sus ideas se evaporen sin provecho alguno en el obscuro de sus retiros, o mal interpretadas sirvan de asunto de murmuración y de escándalo en la tertulia. En cuanto a los segundos, ellos no ignoran que el ma- yor riesgo es el de caer en las cadenas que los ene- migos del país nos preparan. Mientras esté armado el brazo de la tiranía española, la verdadera se- guridad sólo existe en los peligros que arrostre- mos para estorbar la esclavitud de la patria,
(Prospecto de El Independiente, 1815.)
Al empezar el sexto año de nuestra feliz revolu- ción, ¿qué materia podríamos encontrar más dig- na de atención, en nuestro primer número, que el examen del estado en que se hallan los negocios del país? Contra las esperanzas de los enemigos de la libertad americana todavía respiramos un aire saludable. ¿Qué deberemos temer de la tenacidad con que permanecen ligados para procurar nuestra ruina? El examen de este punto es el objeto de las consideraciones siguientes.
Pocos creyeron que la lucha contra los opreso- res de este suelo pudiese prolongarse hasta este
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momento. Así como los opositores de la reforma se lisonjeaban temerariamente de poder sofocarla en su cuna, los reformadores se persuadían en los principios que el grito de la libertad esparcido por la primera vez en un país trescientos años oprimido por la tiranía más horrenda, se extende- ría de suyo de un extremo al otro del reino sin en- contrar dificultad alguna. A la verdad, si pesamos los fundamentos en que estribaba esta persuasión halagüeña, la encontraremos muy racional y con- forme a todos los principios del cálculo. El gobier- no español en América, cargado con la execración del pueblo por sus vicios, por su parcialidad y por su indolencia, vacilaba en sus mismos cimientos: algunos viejos gobernadores a quienes el hábito de la corrupción les había hecho perder hasta las apariencias del pudor y de la decencia: un puña- do de soldados indisciplinados e imbéciles: jueces ignorantes: una administración llena de dilapida- ciones e injusticias: los agentes miserables de los monopolistas de Cádiz: he aquí los brazos que iban a oponerse a los conatos de las Provincias por me- jorar su suerte. De un lado Lima sepultada en el letargo más profundo, afeminada por sus vicios, y bajo la tutela de un virrey caduco, asomaba algún género de contradicción a la libertad de estos pue- blos. Por otro, la plaza de Montevideo obtempe- rando vergonzosamente a las sugestiones de algu- nos europeos sin juicio, rompía la unión general, vanagloriándose de poder frustrar nuestra em- presa.
La fortuna, que algunas veces se complace en adelantar los nobles esfuerzos, ayudó admirable- mente los trabajos de aquellos hombres que se en- cargaron de los negocios públicos en los primeros momentos de nuestras oscilaciones populares. En medio de la incertidumbre de los sucesos y de la inexperiencia; entre la confusión de las preten- siones y las esperanzas ; cuando se contaba más ...í;¡ .■■;;. bien con la debilidad del enemigo que con los re- "tj^ ■] cursos de atacarlo: cuando, casi se puede decir, la ;!j'íí|;.i!; denominación de la voz patria no tenía todavía uiiJjlÍP|L-
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sentido fijo; cuando se calculaba antes sobre la sor- presa que sobre la victoria ; cuando la indiferencia se consideraba por una virtud y la inacción por amistad: invocando indistintamente el nombre del monarca y los derechos de los pueblos ; y trabajan- do a un tiempo en destruir los grandes abusos in- ternos y en levantar el crédito del gobierno en los puntos de afuera, la Junta primitiva supo extender su influencia por todas partes, cubrió a sus enemi- gos de espanto, desconcertó las maquinaciones inte- rioresj vio vencer a sus tropas y se bizo respetar basta de sus mismos contrarios por medio de pro- videncias decisivas y enérgicas.
Con estos felices auspicios parece que la obra de la libertad de estos pueblos debía haberse com- pletado dentro de un breve término. ¡ Pero cuan diferente fué el cuadro que presentaron nuestras operaciones desde que los hombres, deponiendo aquel género de contracción que habían adquirido durante los primeros riesgos, empezaron a abando- narse a sí mismos! Los ambiciosos, siempre pron- tos a gozar del sudor ajeno, desplegaron sus ini- cuos proyectos, y con la ocupación de Potosí, que nuestras divisiones internas iban a arrebatarnos en muy pocos instantes, dieron curso a todas sus pasiones. Desde entonces la unidad de acción, la fraternidad, la prudencia abandonó nuestros con- sejos, y los proyectos públicos -cayeron en la pa- rálisis más funesta y en la incertidumbre más mi- serable.
Sería un ejemplo de moderación singular en la historia de las naciones, y mucho menos de espe- rar de los españoles, si cualquiera que fuese la jus- ticia de las pretensiones del país, no las contradi- jesen con la fuerza. Tal ha sido siempre la con- ducta de todos los gobiernos tiránicos o libres que han dominado países diversos. Pero la abomina- ción en que había caído la autoridad española en América, la insuficiencia de sus fuerzas para re- primir la reforma, y las combinaciones que debie- ron preceder a la declaración de los patriotas, no daban lugar a recelar otros obstáculos que aque-
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líos que naturalmente suscitaría la Península para conservar su antigua presa. Por consiguiente, la guerra de Lima, caso que repugnase admitir unos movimientos que ella misma estaba obligada a hacer por interés y por conveniencia, no podía causar muchos recelos, porque bajo todo aspecto de política sus jefes se veían en la necesidad de ceñirse a preservar su territorio; porque haciendo activamente la guerra sobre nuestras provincias, exponían la cuestión al éxito siempre incierto de una batalla; porque la debilidad de sus tropas, afe- minadas por el largo reposo en que han yacido aquellos pueblos, prometía muy poco contraste al ardimiento de nuestros soldados, ensayados antes con suceso a la prueba del vajor británico. De aquí se infiere que lo único capaz de alarmarnos era el partido que acababa de tomar en favor de los inte- reses peninsulares la plaza de Montevideo, esa ciu- dad que con el título de reconquistadora tenía dere- cho, fiada en sus formidables murallas y en su pre- potencia marítima, de reputarse el baluarte de la dominación española en esta parte de la América — enemigo tanto más temible cuanto que, abriendo los brazos al encono metropolitano, servía de asilo a los refuerzos que enviaría la Península para su- jetar nuestros pueblos.
En medio de las ondulaciones que ha padecido la política de los varios gobiernos que han mane- jado las provincias desde la reforma, penetrados los calculadores de los inmensos peligros que ame- nazaba a la causa del país la hostilidad de Mon- tevideo, se decidieron a vencerla por todos sacrifi- cios. Mil obstáculos había suscitado para esta lí- nea de conducta la fatal inconstancia de princi- pios en que hemos visto vacilar los consejos de nuestros estadistas. Al fin, la presente adminis- tración, cuyos jefes se han formado en la mayor parte por las ideas del genio que dirigía la pri- mera Junta, aplicaron todos sus desvelos a derri- bar al coloso, y venciendo mil dificultades que se oponían al logro de esta empresa, creando de pron- to una marina de que no había hasta entonces prin-
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cipio alguno, consiguieron destruir para siempre las esperanzas de la Metrópoli. Es excusado repe- tir la importancia de esta incomparable conquista para la solidez del nuevo sistema. Baste recordar que siendo Montevideo el único punto en que la Metrópoli nos ha sostenido la guerra, por los con- siderables refuerzos de tropas, municiones y ar- mamentos que despachó a ella desde que se con- sideró ofendida, rindiendo la plaza hemos vencido también la Metrópoli. No hay ya que temer a, esos soldados peninsulares despachados a renovar en nuestros días los horrores de los Pizarros, y que para muestra del valor español hacían alarde de batallas que no habían ganado, titulándose pom- posamente vencedores de los vencedores de Aus- terlitz.
Después de tan señalado evento, ningún otro enemigo nos queda que vencer que el de Lima. El carácter de esta guerra es secundario como lle- vamos insinuado, y después de humillada Monte- video no debe darnos muchos recelos, en circuns- tancias en que la indiscreta internación que Pe- zuela había ejecutado contando con los ataques de la Península por medio de Montevideo, pone de nuestro lado la ventaja.
¿ Que no seamos tan dichosos que registrando e] horizonte de nuestros pueblos, lo viésemos ya despejado de los nublados que trae siempre consi- go la guerra? Este es el clamor de cierto género de personas c[ue a nuestro juicio se lamentan así no por principios de humanidad ni de filantropía, sino por desconfianza. La guerra es un mal bajo todos aspectos, pero cuando un pueblo la sostiene en defensa de su honor y sus derechos, cuando se usa de las armas para repeler, como en nuestro caso, la agresión más horrenda, para sostener la libertad patria, para defender nuestras vidas, para adquirir, en fin, con nuestros esfuerzos la felici- dad de las generaciones que han de sucedemos, la guerra es el estado natural de un pueblo que ame su existencia. Antes que llorar las desgracias consiguientes a ella, esos pretendidos amantes de
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la paz podían emplearse en todos aquellos medios conducentes a escarmentar a nuestros contrarios, y ya que su persuasión o stts deseos no alcancen a reportar de su tenacidad el que desistan de inju- riarnos, apliqúense por afecto a la humanidad a fortificar el espíritu de las víctimas que la tiranía española ha destinado al exterminio.
No cabe duda en que la inconstancia en las verdaderas máximas revolucionarias es una de las . causas poderosas de la fluctuación a que por épo- I cas se ve sujeto el espíritu público, y que esta in- certidumbre influye substancialmente en los pro- gresos de la actual causa. ¿No estamos en una gue- rra verdadera, y lo que es peor revolucionaria, con los españoles? ¿No minan éstos la opinión pií- blica? ¿No hostilizan por todos los medios nues- tro sistema? ¿No siembran la desconfianza y los temores, no seducen las familias, corrompen los incautos y nos amenazan hasta con sus semblan- tes? Pues ¿por qué se nos predica moderación con estos crueles asesinos? ¡ Odio eterno a esta raza impía! debe ser nuestra invariable máxima. Así como honremos y distingamos a aquellos pocos de entre ellos que nos ayudan en la santa empresa de libertar el suelo patrio, es necesario, es justo, per- seguir y aniquilar a los protervos que aun no han perdido la esperanza de consumar nuestras des- gracias. Este resorte será el único capaz de reunir los esfuerzos de los patriotas. Por esta regla se guían todas las naciones cuando tienen que exigir del pueblo grandes sacrificios con el objeto de ha- cer frente a un enemigo que se opone a su felici- dad o a sus proyectos. Si la Inglaterra en su últi- ma contienda con Francia hubiese dicho que los franceses eran un pueblo humano, generoso y ama- ble, y que las fuerzas y genio del emperador Na- poleón eran extraordinarias; si hubiese dicho que sus conquistas se dirigían únicamente a asegurar la paz del continente; si, en fin, no lo hubiese pin- tado como a un feroz tirano que lleno de ambi- ción quería absorberse la libertad del mundo, ¿ha- bría podido sostener por tantos años esa lucha que
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acaba de terminar con tanta gloria? Los ministros ingleses que saben muy bien usar de los medios conducentes al logro de su política expedían un manifiesto contra la Erancia la víspera de pedir al comercio un empréstito de cuatro o seis millones para cubrir los gastos de la guerra, y jamás deja- ron de llenarse sus cofres. Nunca será preciso en- tre nosotros imputar a nuestros enemigos exceso al- guno que no bajean cometido. Aunque agotásemos el diccionario de los horrores y delitos, siempre bailaríamos un vacío al explicar las atrocidades de nuestros contrarios. Pero es preciso recordarlas constantemente al pueblo para que la disputa ac- tual no degenere en una guerra de capricho. Si los españoles quieren fraternidad demuéstrenlo deponiendo las armas a que corrieron, sin prece- dente provocación, jurando nuestra pérdida. Es- tos pérfidos no cesan de procurar la ruina de los pueblos, y aun aquéllos que mantenemos dentro de nuestro mismo seno tienen todavía oculto el puñal con que nos piensan atravesar el pecho. ¿ Qué vendría a ser esa inútil moderación sino una funesta confianza? Ello es indudable que sin este espíritu de irritación, tan justo y racional por nuestra parte, la guerra que aun nos resta se hará sin vigor, y los sacrificios que son precisos para concluirla serán violentos.
Por lo demás, al echar una mirada general so- bre la marcha de estas provincias al logro de su felicidad permanente, la sola duración de la gue- rra, no debe considerarse como un motivo de des- aliento. Veamos la historia de cuantos pueblos han peleado por su libertad, y encontraremos que una lucha mucho más dilatada contra sus anti- guos tiranos no ha sido bastante para malograr sus esfuerzos. Los suizos q«e hasta el día son libres, y con una población menor que la nuestra pelea- ron contra el poder del Austria; la Holanda in- sultando a Eelipe II; el Portugal, separándose de la España en tiempo de Felipe IV, y que de- fendiendo al Duque de Branganza por el espacio de diez y siete años, mantuvo la contienda todavía
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hasta la muerte de don Juan, y después de la ab- dicación de don Alfonso, tuvo la satisfacción de que la Corte de Madrid le pidiese la paz recono- ciéndolo independiente; por último, los Estados Unidos, sublevados contra la Gran Bretaña, han tenido que combatir por muchos más años, y a la verdad con potencias mucho más fuertes que lo que es la España en el día, ni llegará a ser en un siglo.
¿Qué es, pues, lo que deberemos temer? A na- die sino a nosotros mismos. Es esta una verdad de que casi no hay persona alguna que no esté pene- trada. Los imparciales nos la gritan, los enemigos fundan en ella su bárbara esperanza, y nuestros pechos la sienten, sin decidirnos por eso a abrazar los medios que la razón y la experiencia nos dic- tan para falsificarla. ¡ Oh americanos ! En vano venceréis a vuestros contrarios ; inútilmente el lau- rel ceñirá vuestras sienes si os falta firmeza para refrenar vuestras pasiones.
Se habla frecuentemente de generosidad, y mientras sólo se emplea esta virtud con los ene- migos que no han de apreciarla, convirtiéndola en instrumento de sus maquinaciones para dislocar con impunidad el Estado, no la queremos usar con la patria. Para merecer el ser tenidos por patrio- tas (como lo dice un republicano ilustrado) es preciso ser generoso ; porque aquellos que en la causa pública obran por espíritu privado, aunque hagan grandes cosas, serán reprehensibles tan res- ponsables como Aquiles, que por una riña con Aga- mennon dejó de trabajar en beneficio de su pa- tria. Este es el único sentido honroso que tiene esta voz especiosa sin declinar en debilidad o en defecto. Se repite a menudo que esta es la virtud de las grandes almas, sin reparar que cuando le- jos de tener objeto racional tiene el escollo de in- solentar a los que no pueden ser ganados con ella, la generosidad es el vicio peculiar de los débiles, y la máscara con que pretenden ordinariamente cubrir su pusilanimidad y ponerse al abrigo de las resultas de medidas fuertes y eficaces. Por eso es
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que la posteridad no admiraría a Enrique IV por su facilidad en perdonar las ofensas que le habían lieclio, antes bien lo tendría por insensato si hu- biese combatido enemig'os como los nuestros.
Pero mil causas se combinan para hacer incier- ta la esperanza de cuantos hombres se complacen en la regeneración de estos pueblos. La causa más justa que jamás ha sostenido pueblo alguno viene a eclipsarse por los desaciertos de los mismos que están empeñados en ella. ¡ Ojalá el profundo do- lor en que nuestros errores han puesto a los hom- bres sensatos, en los momentos en que los triunfos más completos esclarecen ya nuestro horizonte, no tuviese otro fundamento que un celo demasia- do ! ¡ Ojalá los rasgos de la intriga, del egoísmo, de la insubordinación militar, de la ignorancia de los deberes respectivos, no afease las páginas de la historia de estos ilustres días!
De ningún modo el autor de estas reflexiones es de la opinión de ocultar los terribles males que padece la patria, abandonando su corazón al tiem- po: mas antes cree, siguiendo el parecer de los me- jores estadistas, que el disimulo no engendj-a ja- más sino una funesta confianza que hace irreme- diables las desgracias públicas. Con todo, mien- tras deja a patriotas más hábiles la tarea de dis- cutir prontamente los remedios que deben aplicar- se a males tan enormes, se ceñirá a hacer una pe- queña observación sobre dos puntos que considera de suma importancia.
El primero es la necesidad de corregir la des- enfrenada licencia que va introduciéndose en to- das las clases del Estado, y la mordacidad con que se ataca a las personas públicas. Semejante epi- demia es una de las señales más precisas de la falta del espíritu nacional de un pueblo, y en nuestro caso proviene también de la malignidad de los ene- migos del sistema y la debilidad do lof? patriotas. Así es que los caracteres más elevados de la revo- lución son víctimas frecuentemente de la maledi- cencia: los servicios más señalados vienen a ser obscurecidos, y las maldades más notables se cam-
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bian sin saber cómo en lieroísmo. Muy pocos días son bastantes para que el becbo más inequívoco se convierta en problema. De esta manera la pa- tria pierde unas veces sus buenos servidores y otras coloca en la clase de sus mejores bijosa aquellos mismos que la ban ofendido. Ño babrá ninguno que no sienta los funestos efectos de esa facilidad cri- minal con que se prestan los incautos a las suges- tiones de los malvados ; pero para no dar lugar a ella es necesario castigar con firmeza los ultrajes contra la causa, sea cual fuese la clase a que per- tenezcan los delitos, baciéndolo bajo ciertos prin- cipios que nos debíamos baber formado ya; y este es uno de aquellos casos en que la generosidad mal entendida alimenta el _ desorden y el vicio. Esta es también la explicación del fenómeno que presentan algunos individuos que ban usurpado la confianza del pueblo después de baberle soste- nido la guerra en cuanto ba estado a sus alcances, para continuar sordamente la bostilidad que no pudieron finalizar entre las filas de nuestros con- trarios.
El segundo punto es el grande interés que todos tienen en aniquilar las facciones. El republicano antes citado, nota muy bien que el espíritu^ de facción que reinaba en Cartago impidió a Aníbal los refuerzos de que necesitaba para acabar con Roma, y que las intrigas y pasiones^ de Hanno pudieron más en la materia que los intereses de la patria, viniendo, en fin, esta falta de espíritu público a causar la ruina de Cartago. El^ mismo conviene en que la facción es el enemigo irrecon- ciliable de la libertad, y que aunque a los golpes que le demos consigamos postrar a este enemigo al suelo, él se levantará como Anteo, incansable, invulnerable e inmortal. Todo lo que podemos conseguir es que este enemigo no llegue a ser, en fin, el asesino de la libertad, al menos en nuestro tiempo. Los que nos sucedan deben tener igual cui- dado que nosotros. ¿Podremos ser indiferentes a estas lecciones?
Por conclusión, nos vemos obligados a alarmar
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justamente a nuestras lectores con respecto a los implacables enemigos de la felicidad americana. Los españoles europeos son el origen de los males que padecemos aún mucho más de lo que se ima- gina. ¿Pero qué parte tienen éstos, nos replicará alguno, en nuestros errores, en nuestro egoísmo, en nuestra desunión, y últimamente en nuestra falta de constancia? La respuesta no es embarazosa para todo aquel que sepa el modo con que se lia conducido la reforma. La manía de conciliación por una parte nos ha hecho perder mucho terre- no, y por otra el ridículo empeño de imitar más bien a las Cortes de los Estados antiguos, que a los gobiernos de aquellos países que han peleado contra sus tiranos. Es claro, que siendo los espa- ñoles europeos poseedores de las riquezas y los verdaderos amos del país al empezar nuestras con- vulsiones políticas, tenían, por consiguiente, una influencia decidida sobre la opinión piíblica, y que esta temible influencia debe subsistir si al menos por medios indirectos no hemos cegado las fuentes de que dimanaba. Yo no aconsejaré por eso el derramamiento de sangre, ni el trastorno de las fortunas por sistema. Mas al ver que mu- chos de los que pasan por patriotas frecuentan to- davía las casas de los que meditan la ruina del presente sistema ; al ver que huyendo de estrechar- se con sus hermanos cortejan muchos la amistad de los asesinos del pueblo, mi corazón se estreme- ce con la terrible idea de que aun no hemos podi- do ponernos a la distancia en que deberíamos es- tar del punto de que partimos al declarar que que- ríamos ser libres.
Dejo el asunto con una observación ligera. Con- siderando nuestro estado presente, los buenos ciu- dadanos se lamentan de la falta de aquel genio ilustre que dirigió los pasos de la primera Junta, y por cuyos extraordinarios esfuerzos hemos llegado al camino en que ahora nos hallamos. Yo me per- mitiré el confesar el gran vacío en que la priva- ción de sus talentos revolucionarios nos han pues- to, y que su muerte será para mí una eterna des-
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gracia. Mas haciendo el debido honor a la admi- nistración presente, creo que los males actuales, según he tratado de probar, provienen de nosotros mismos ; y de la pérdida del aquel patriota lamen- tado diré lo que Cicerón de la muerte del elocuen- te Crasso: Fuit hoc luctuosura suis, acerbus Pa- /■ trice, grave honis ómnibus: sed ütainen remjrubli- cam casus secuti sunt, ut mihi non erepta L. Cras- so a diis inmortalibus vita, sed donata mors esse videatur. Non vidit fíagranteTn bello Italiann non ardentem invidia Senatum-, non sceleris nefarii principes civitatis reos, non luctum fílicB... non denique in ommi genere de formatam eam civita- tem, in quce ipse fiorentissima multuTn ómnibus gloria prcestitisset. Este suceso consternó a los su- yos, fué acerbo a la patria, y llenó de pesar a todos los buenos ; pero tales cosas han seguido, que a mi entender los dioses inmortales no quitaron la vida a L. Crasso sino que le concedieron la muerte. No vio consumirse en guerra a la Italia, arder al Se- nado en partidos, cometer maldades enormes a los princÍ2Jales ciudadanos, cubrirse de luto las hi- jas... no vio, últimamente, manchada en todk) gé- nero aquella ciudad en que él m,ismo sobrepasó a todos en gloria.
(El Independiente, enero 10 y 17 de 1815.)
Los patriotas han tenido un motivo de satisfac- ción al contemplar la previsión con que el nuevo gobierno ha adoptado entre sus primeras medidas la muy importante de desarmar a nuestros enemi- gos, minorándoles ese ejército doméstico con que sin duda contarían para el caso de ataque. Mucha injuria sería al buen juicio de los amantes de la libertad el suponer que la leva de esclavos levan- tada recientemente entre los españoles europeos les ha sido tan sólo agradable porque cede en perjuicio de éstos.
La complacencia con que el pueblo recibe esta
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clase de disposiciones proviene únicamente de la conveniencia que todos perciben en ellas a favor de la cansa. Este es el barómetro por el cual pue- de pronosticarse la popularidad de cualquier de- creto. El pueblo sabe que los españoles europeos son sus verdaderos enemigos, y no podía dejar de mirar con sobresalto una multitud de brazos aptos para la guerra continuar sujetos a la dirección, a la seducción y al encono de los agentes de la Es- paña. Por no haber querido tocar en Caracas las propiedades de sus enemigos domésticos perdie- ron al fin las suyas junto con la patria ; y el go- bierno que tiene a su cargo el velar sobre la salud del pueblo, no cumpliría con sus deberes si por respetar tales derecbos, que por inviolables que se supongan deben siempre considerarse subordi- nados al interés de la causa común, permitiese la ruina de la gran obra que ba levantado nuestra sangre. Persuádanse, pues, nuestros contrarios que no babrá cosa que no se use para estorbar la es- clavitud de estas provincias, y que sólo sobre el sepulcro de nuestros enemigos internos es que po- drá alcanzar a herirnos la espada del soldado me- tropolitano.
Se exclama que de este modo arruinaremos las fortunas privadas y que procedemos con violencia. ^;Pero qué mucho es que reviva esta injusta censu- ra, cuando todavía resuena el eco impuro de los que criticaban en el año de 1812 las ocupaciones que se hicieron de las propiedades de ultramar? Las sumas que se exigieron entonces de los comercian- tes españoles residentes en estas provincias fueron las que pertenecían a los de Cádiz, Lima y Monte- video, que eran los puntos de donde se nos hacía la guerra. Nada se les pidió que fuese suyo, nada que estuviesen autorizados a retener. Lo que en- tonces hizo el gobierno fué decirles: esos caudales que retenéis, vengan a mis manos: sus dueños han perdido el derecho que a ellos tenían haciéndome la guerra; podía desde luego apropiármelos, pero usando de generosidad no quiero aplicarlos al patrimonio del Estado; me contento con que no
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estén a la disposición de los mismos que arman ex- pediciones para invadir mi territorio: el uso sólo de este fatal dinero es lo que pretendo. ¿Hay algo en esto que pueda parecer injusto? Yo pregunto: ¿si un apoderado de los comerciantes de Cádiz se hubiese presentado al gobierno del país solicitan- do que compeliese a sus agentes en estas provin- cias a entregar los productos de sus negociaciones que retenían en su poder desde la invasión de los ingleses y sucesivas convulsiones de la Península, debía creerse obligado el gobierno a obtemperar a sus reclamos? ¿Sería injusto que el gobierno mandase a esos infieles agentes exhibir lo que con- servaban ajeno, y los compeliese por todos los me- dios que las leyes indican al efecto? Pues ¿por qué se quejan de que el gobierno, constituido por la guerra heredero de las acciones del enemigo, co- bre lo que él mismo estaría en otro caso obligado a hacer pagar a un comisionado privado? Entre nosotros, que tanto nos picamos de imitar a las naciones cultas, no puede disputarse la legalidad, no digo de la ocupación de los dichos caudales, pero ni tampoco del derecho inconcuso que el go- bierno del país tenía de aplicarlos al fisco; y si hay alguno que no se satisfaga con el ejemplo que la España nos ha dado repetidas veces y en cuantas guerras ha sostenido con otras naciones ; si ignorante de lo sancionado por el derecho de la guerra, quisiese modelos más elevados para fijar en el particular su opinión, examine lo que la Inglaterra acaba de practicar al empezar la gue- rra actual con los Estados Unidos; y verá que los comerciantes ingleses han sido obligados a niani- festar cuanto estaba en sus manos perteneciente a los subditos americanos ; operación que sin duda no se ha adoptado por el Ministerio Británico para remitir bajo convoy las sumas que se recogiesen a los ciudadanos del Estado enemigo. Y en cuanto al modo que se observó en la ejecución de aquella providencia, los comerciantes españoles que son el abismo de la mala fe y del engaño, ¿podrán que- jarse de violencia? ¿Cómo merecían ser tratados
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unos monopolistas que tuvieron la impudencia de excusarse con que no tenían libros o de presentar- los desfoliados? Por este solo heclio, decaídos de aquella consideración y honor que tan justamente es debido a los verdaderos comerciantes, se expu- sieron a ser tratados como defraudores públicos, y desmerecieron aquella misma lenidad con que no obstante fueron tratados, y al favor de la cual conservan basta el día inmensas cantidades que no ba sido dable descubrir.
Acaso otros efugios tan degradantes como aqué- llos les habrán servido para ocultar los esclavos que han debido entregar en cumplimiento de lo últimamente mandado. Por el estado de la pobla- ción de esta ciudad que se formó en el año de 1810, resulta que el número de negros meramente en el recinto de ella era de 6,955 varones, 5,512 muje- res, 1,473 niños y 1,167 niñas. En este padrón no se comprendían doce cuarteles más que después se han formado y son los respectivos a los arraba- les y quintas.
Aristócratas en camisa
Entre las extravagancias de que es fecundo el choq^ue de las pasiones e intereses, no es de poca consideración el empeño con que cierto número de individuos, titulándose aristócratas, pretenden reducir a determinadas personas la administra- ción de los empleos, y el derecho a las distinciones y honores que en todo país bien constituido deben ser premio de la virtud y el mérito, y mucho más en un sistema popular como el nuestro. Aun- que este error no ha encontrado todavía muchos prosélitos, ni es de temer que se extienda dema- siado fuera del círculo de los pocos que lo han concebido, me ha parecido, sin embargo, muy con- veniente exponer lo infundado de sus ideas, des- cubriendo la ridicula vanidad de los que preten-
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den levantar este edificio aéreo, cuyos cimientos no son otros que un orgullo pueril, y un deseo re- prensible de elevarse sobre la opresión de sus con- ciudadanos para acallar el conocimiento que los acompaña de la inferioridad de su propio mere- cimiento.
Antes de combatir esta Aristocracia soñada per- mítaseme asentar ciertas bases, reconocidas por los tratadistas, de que inmediatamente dimanará la justicia del presente discurso. Supongo, pues, que siendo el poder legislativo la función más noble de la soberanía, del modo como se ejercita esta sublime facultad es que depende la denominación de un gobierno. La aristocracia se entiende cuando el poder de hacer las leyes existe en una asamblea escogida, a la cual no llega sino una determinada clase del Estado bajo ciertas condiciones de he- rencia, propiedad, riquezas, derechos personales reconocidos por la constitución, o bien por la elec- ción privativa de los miembros que la componen. En la democracia, el pueblo, en general, es el le- gislador, ya sea por sí mismo o por medio de sus representantes. En fin, gobierno despótico o mo- narquía absoluta se entiende todo aquel en que la formación de las leyes depende de una sola per- sona. A este último es también inherente la facul- tad que compete al príncipe de ser el dispensador de los honores y de las gracias.
Supongo igualmente que aunque el gobierno en general se divide en estas tres formas primitivas, rara vez se encuentran en toda su pureza, y por tanto, si analizamos la estructura de los presentes gobiernos del mundo, no hallaremos uno que se componga simplemente de uno de estos principios elementales, o no admita alguna mezcla o combi- nación peculiar, bien que por la parte mayor que tenga de una de las tres formas se llame aristocrá- tico, democrático o despótico.
Creo también enterados a mis lectores de que ai el gobierno aristocrático es el más conforme a la naturaleza, la razón es que según ella los hombres están siempre relativamente en desigualdad de
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fuerzas: y este es el motivo por que las primeras sociedades, de las cuales la principal es la fami- lia, se han gobernado aristocráticamente, y tam- bién porque muchos de los salvajes que existen en diversas partes del mundo se gobiernan del mismo modo. Este es el fundamento preciso de la autoridad paternal ejercida sobre los miembros de su casa que emana de esta fuente sencilla, pero no de convenios o privilegios concedidos.
Descendiendo ahora al punto que tenemos en vista, y al frente ya de los pseudo aristócratas o aristócratas de intención, deberíamos ante todas cosas obligarlos a la exhibición de los títulos en que fundan sus pretensiones. Pero si nos abstene- mos de sujetarlos a la formalidad de este trámite (que en el concepto de los lectores entendidos aca- so parecerá injusto el dispensar), no es para darles desde luego de mano, como a hombres qu§ forman castillos en el aire, o como a locos que con débil y mal segura lanza embisten al gigante figurado en un molino de viento.
En prueba, pues, del decoro con que los trata- mos, ya que a un aristócrata verdadero o apócrifo es necesario ceder alguna cosa, les haremos algu- nas advertencias que podrán servirles para depo- ner su manía.
La primera consideración que se ofrece es una mera ojeada al estado de nuestros pueblos. Bue- nos Aires, por su localidad, es enteramente comer- ciante. Lo reciente de su fundación había impedi- do que se formasen grandes fortunas, y por con- siguiente reducidos sus habitantes a una media- nía abundante, obligados todos a observar una frugalidad honesta (compañera inseparable de la democracia), que era la única capaz de conservar los frutos de su industria, no conocían los exce- sos del lujo, ni experimentaban el poder de los grandes y refinados placeres, que son propios de las poblaciones antiguas, y que dando un círculo rápido al producto de la riqueza nacional, la reúne en muy pocas manos para formar este contraste entre la más excesiva opulencia y la indigencia
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más extremada que se advierte tan solamente en pueblos de origen muy remoto. Tal era el estado de nuestra sociedad al brotar la revolución, y desde entonces no lian podido formarse caudales gigantes que introduzcan desigualdad notable en la condición de los ciudadanos, sin la cual las pre- rrogativas de clases son puramente ideales.
Verificada la revolución, el curso mismo de los negocios nos ha llevado a respetar la igualdad que antes subsistía, con la notable diferencia de que si hasta allí había sido ésta un efecto de las cir- cunstancias del pueblo, desde entonces fué una consecuencia precisa de la forma de gobierno adop- tada ; y esto se demuestra por la constante prácti- ca seguida en la elevación de las personas que han gobernado en la revolución, las cuales han sido elegidas sin consideración al rango que ocu- paban en la sociedad, sino indistintamente por solo el motivo de su presunta virtud y suficiencia, sucediendo actualmente lo mismo en la soberana asamblea para la cual se eligen su.s miembros in- mediatamente por el pueblo, y no se exige calidad alguna de rentas, prerrogativas o derechos de que deba disfrutar la persona elegida. Tan verdad es que la forma actual del gobierno es popular, y que esos aristócratas soñados se oponen y están en verdadera contradicción con ella.
Si la revolución los hubiese despojado de al- guna cosa, su resentimiento, aunque injusto, po- dría tener algunos visos de fundado. ¿Qué venta- jas son las que esos aristócratas poseen sobre los demás ciudadanos? ¿ Será acaso el ser hombres de casa, como figuradamente se titulan? Pero ¿qué quiere decir esto? ¿Tiene esta frase alusión a al- gunos caserones viejos, compuestos en la mayor parte de barro, que algunos de esos caballeros po- seen, y cuya excelencia sobre el resto de las ca- sas de los vecinos no es otra que el dar expendio a los almacenes, de cucharas de albañil, para ta- par remiendos, o sostener algún número de negros matadores de ratas con humazos? ¿Por qué miran con odio a los que no son locos como ellos, llaman-
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doles por desprecio demócratas azufrados, como si quisiesen éstos arrebatarles sus fortunas, o, a estilo de la revolución de Francia, se vistiesen con poco aliño para desairar a la antigua nobleza? Yedlos el día que por su ineptitud o sus vicios pierden el miserable empleo que consiguen a fuerza de ca- bala e intriga, confundirse por su miseria con el pueblo más bajo e ir a aumentar el número de los más despreciables rufianes. Sin rentas, sin patri- monio, sin dedicación y sin principios, pretenden con todo ser los favoritos de la patria, y miran de sobre ojo al que, porque no es visionario como ellos, no lia dado en ponerse un d'e antes del ape- llido, con lo cual quedaría incorporado desde lue- go en el ilustre y poderoso cuerpo de estos aristó- cratas mendicantes.
Desengañémonos: tan ridícujo es querer ser aris- tócrata sin fortuna, o privilegios constituciona- les, como bacer el rico cuando se está en la men- dicidad. Todavía el querer ser noble es otro delirio mayor. Si en nuestro país hubiese una verdadera nobleza deberíamos todos respetarla y acaso ale- grarnos porque sería señal de la opulencia. La no- bleza en los países antiguos es una de las colum- nas del Estado: ella sirve para sostener las distan- cias que existen entre el príncipe y lo común del pueblo ; y sin deber su origen a la casualidad y al capricho, es el apoyo de la pobreza. Un fanático que quisiese destruirla nada menos pretendería que introducir la confusión en el Estado, y obra- ría con tanta injusticia como la de nuestros aris- tócratas o nobles, en solicitar con exclusión los primeros empleos, buscando en éstos unas distin- ciones que no tienen derecho a esperar.
Mucho podría decirse sobre esto; pero los lí- mites de estas páginas me obligan ya a dejar la materia, confiando en que la perspicacia de mis lectores sabrá dar todo el valor a los principios con que me propuse esclarecerla. Mas no podré omi- tir mi protesta de que ni tengo horror a los aristó- cratas, ni me tengo tampoco por plebeyo. Sólo qui- siera que mis conciudadanos, deponiendo quime-
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ras, aspirasen a distinguirse por la senda del mé- rito y de la virtud, que es lo único apreciable a la patria.
{Id., enero 24 de 1815.)
No sin intento liemos publicado en nuestro nú- mero anterior lo que hasta la fecha puede fíaberse de las operaciones del Congreso de Viena. Habría- mos deseado no detenernos tanto en las noticias de la Europa y descansando justamente en aque- lla segura máxima, demostrada tantas veces por la experiencia, de que es libre el pueblo que quie- re ser libre, y no porque lo dejen serlo, omiti- ríamos casi siempre investigar lo que mediten los tiranos. Esta conducta acallaría la crítica dirigida contra los periódicos de estas provincias que desea- rían algunos fijasen su vista más cerca del país, y tratasen exclusivamente de las muchas e im- portantes materias que ofrece a la penetración de los entendidos en estos peligrosos momentos.
Pero cuando no faltan almas débiles que calcu- lan más bien sobre la aptitud de los tiranos de ultramar, que sobre el valor de los esfuerzos que podemos y estamos resueltos a oponer a sus qui- méricas empresas: cuando se da más atención a la voluntad o encono de nuestros opresores, que a la decidida resolución de estos heroicos pueblos ; y aspirando antes a una libertad a escondidas, y como por abandono del que la contradice, hay quien echándola de maestro en los altos misterios de la política de Europa, y de los pasos más re- cónditos de sus artificiosos gabinetes, pretenda intimidarnos con sombras y misterios que no exis- ten sino en su miserable cabeza ; ¿ qué otro recurso habrá para confundir a estos impostores políticos que descubrirles las fuentes de que debían beber, al menos para que los incautos no se inficionen con sus doctrinas, ya que su mala fe o su igno- rancia las desconoce o las oculta?
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Es cierto que al hombre juicioso causará más lástima que ira la petulancia de esta clase de char- latanes. También lo es que para desconcertar a estos doctores cuando están explicando como por caridad al pueblo los más intrincados sucesos de las operaciones de París y de Viena, bastaría la sencilla pregunta de si han leído una línea si- quiera de esos tratados, de que hablan con segu- ridad tal, cual si estuviesen impuestos directamen- te por las notas confidenciales de alguno de los plenipotenciarios o príncipes que los han celebra- do. Pero para que su presuntuosa arrogancia no seduzca al pueblo sencillo es necesario alguna vez presentarlos como ellos son, y ésta es la mejor apo- logía que se ofrece a la necesidad del presente discurso.
Triste es a la verdad la suerte de aquel escritor público obligado a gastar su tiempo en destruir y no en edificar; en combatir a cada paso errores y no en diseminar verdades. Con todo, el espíritu de fortaleza que debió animarlo a emprender tan penosa carrera es el que debe en estos momentos sostenerlo y el único que puede hacérsela concluir con honor y aun con gloria.
Para destruir, pues, la extraña y escandalosa proposición abortada hace pocos días en un lugar muy respetable, de que por la enormidad de los riesgos que amagaban al país de resultas de es- fuerzos combinados contra la libertad de Améri- ca, era preciso interpelar de nuevo la decisión de los pueblos unidos, con el conocimiento que se les diese de la extensión de estos escollos, presentamos a estos Apóstoles del miedo lo último que se sabía en Europa de las conferencias de Tiena, y des- cansando en que no querrán desde aquí pasar por más instruidos que los que allí investigan estas materias, los damos por concluidos en sus presun- tuosas aserciones.
No podemos, sin embargo, ocultar a nuestros lectores que un modo de opinar tan ajeno de la gran época en que nos hallamos, no es otra cosa que una desviación horrorosa de los intereses del
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pueblo. No liay medio: para proponer que se con- sulte a las provincias si quieren que se continúe la guerra, es necesario o creer que los pueblos des- mayarán al aspecto de peligros que no han pre- visto, o suponer que son capaces de desmayar, o que al declarar que querían ser libres no se deci- dieron a hacer frente a todo el encono y furor del tirano. En los tres casos se hace una injuria tan grave a los sentimientos y al carácter de nuestros pueblos, que es forzoso haberse borrado de la lista de sus heroicos hijos para no exaltarse con tama- ña afrenta,
Pero que sean cuales fuesen los riesgos que nos amenacen, ¿podrá dudarse ni aun por un solo ins- tante de la disposición a arrostrarlos en unos pue- blos que han formado ya su Congreso, y cuyos Í»oderes librados a sus diputados contienen toda a cláusula precisa de promover la independencia? ¿Dónde la sangre se prodiga a torrentes por sos- tener la libertad, y dónde la sombra sólo de la do- minación española hace estremecer al último pa- triota?
¿Qué es lo que querían conseguir se sacrifica- se al influjo de aquella consulta? ¿Las vidas de los ciudadanos? Ellos las han dado y las dan con gusto en la defensa de tan sagrada causa. ¿Las propiedades y sudores de cuantos tienen el placer de titularse americanos? Nada hay que se reserve cuando se dice que es preciso en nuestro actual empeño. ¿Qué es, pues, lo que quieren pedir? ¿Que no se defiendan, que se resistan a ir a la lid, que entreguen el cuello a la segur de los tiranos? He aquí que parece haberlos entendido. Hablen claro y los comprenderemos sin trabajo.
j Manes de los ilustres americanos que habéis muerto por los derechos de estos pueblos! ¿Pudis- teis entender sin horror que en el año sexto de nuestra libertad haya quien aconseje que se pre- gunte a vuestra patria si quiere continuar su de- fensa? ¿Vuestra tumba gloriosa no se ha estreme- cido al considerar que se disputa si vuestros sacri- ficios serán vanos y vuestra sangre derramada en
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balde? ¿Qué opinióu tendréis de los que os hau sobrevivido y a quienes en la separación encomen- dabais vuestra venganza y vuestra gloria? ¿Consi- deraréis como a hermanos a los que no han sabido mirar el ejemplo de vuestras virtudes? ¡Ah! No perturbéis vuestro eterno reposo: el gobierno no sigue estas ideas, no las siguen los pueblos, no las lia seguido tampoco ninguno de cuantos escucha- ban ; y si algunos se degradaron hasta un extremo tan lamentable, su cobarde voz fué sofocada por aquellos mismos a quienes desde la eternidad no rehusaréis todavía el mirarlos como a vuestros dig- nos amigos.
Enhorabuena que se pinten al pueblo los peli- gros para concentrar el espíritu público a los me- dios de sostener la actual indispensable lucha. Este es un deber del magistrado, y su celo por la seguridad del Estado puede llevarlo honrosamen- te hasta el extremo de exagerar los males, valién- dose al efecto de las proclamas y otros papeles que están en uso en todas las naciones. Dudar o hacer dudar del buen éxito del sistema de un pueblo mostrándole en problema su suerte, es cobardía, es infamia, es una traición.
En julio de 1807, nuestra ciudad se hallaba ro- deada por todas partes de enemigos. Una escua- dra de más de doscientos buques a la vista obs- truía nuestras aguas: 2,000 hombres en el Eetiro; 5,000 formando una línea de circunvalación al Oeste; por el Sur posesionados, 1,000 de la Resi- dencia; más de 3,000 peleando ya en las calles; y en todas partes tremolando la bandera inglesa en nuestros edificios y casas; no pensamos más que en vencer, y en efecto vencimos.
Para rechazar a nuestros contrarios es necesa- rio no sólo que el pueblo sea fuerte y constante, sino que lo sea igualmente el gobierno, que lo sea también el senado. Por la firmeza de este cuerpo se salvó Poma muchas veces. Acordémonos de la sublimidad y desprendimiento heroico del senado romano cuando habiendo huido vergonzosamente el cónsul Prebonio Yarron, y retirándose a la ca-
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pital, salió a recibirlo para reanimar la confianza del pueblo, y le dio las gracias por no haber de- sesperado de la república. Así cubrieron aquellos grandes hombres la falta de Varrón, y en obse- quio al interés piíblico sofocaron en la ocasión el deseo de vengarse con oportunidad de su cónsul, que siendo de un nacimiento extremadamente bajo, no había sido elevado sino para humillar a la nobleza.
Con sentimiento nos llama ya el orden de nues- tro periódico a dejar la materia. Para concluirla séanos lícito citar dos pasajes del sabio Montes- quieu en su tratado sobre las causas de la grande- za y decadencia de los romanos.
«Roma fué un prodigio de constancia. Después de las jornadas de Tesin, de Trebia y de Trasime- no; después de la de Cannes mucho más funesta todavía, abandonada de casi todos los pueblos de Italia, no por eso pidió la paz. Porque el senado jamás se separaba de sus antiguas máxima: obra- ba con Aníbal como había obrado en otro tiempo con Pyrro, a quien había rehusado todo convenio mientras estuviese en Italia; y yo encuentro en Dionisio de Halicarnaso que cuando la negocia- ción de Coriolano el senado declaró que no violaría jamás sus costumbres antiguas; que el pueblo ro- mano no podía hacer la paz mientras los enemipos estuviesen sobre sus tierras; pero que si los Vols- cos se retiraban, se concedería todo lo que fuese justo. »
«Roma se salvó por la fuerza de su institución. Después de la batalla de' Cannes, no fué permiti- tido aiín a las mujeres el derramar lágrimas ; el senado rehusó rescatar los prisioneros, y envió los miserables restos del ejército a hacer la guerra a la Sicilia, sin recompensar ni honor ninguno mi- litar, hasta que Aníbal fuese echado de Italia.»
Sobre tan elevados modelos, creemos, pues, que en lugar de la fatal consulta a que aludimos, debe- ría haberse propuesto la siguiente declaración: Que las Provincias Unidas d^el Rio de la Plata ja-
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nnás entrarán en negociación alguna con la Espa- ña, mientras no esté evacuado su territorio.
{Id., febrero 7 de 1815.)
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Libertad política y civil
En todas partes se habla de libertad, pero en este punto, como en otros, parece suceder lo que con los rumores populares, que más se desfiguran a proporción de que se extienden. Si la libertad se entiende por una absoluta franqueza para ha- cer cada individuo lo que más convenga a sus in- tereses, a sus necesidades y sus caprichos, mien- tras los hombres permanecen todavía en sociedad vendrían por lo mismo a ser esclavos. En las sel- vas es únicamente donde el hombre puede gozar de este privilegio salvaje. ^;Pero puede esperar allí alguna cosa de la afección, benevolencia y rela- ciones de los demás seres que llevan su figura? Sin pactos formados con el resto de la especie o con cierto número de ella que habita determinada cla- se de pueblos v ciudades, el hombre es cierto que no sufre restricción alguna : carece de toda obli- gación, y en el resorte de sus operaciones sólo se advierte el impulso de su pasión y sus deseos. Pero el resto de su especie está tan desprendido de él como él mismo lo está de los demás hombres. En- tregado a sus propias fuerzas no alcanza más sino aquello que éstas le ofrecen. Nada debe a los otros, pero tampoco tiene cosa ninguna que esperar. En fin, por no exponerse a que los demás obren con él a su mero antojo es que reducido a sociedad se conviene a moderar el suyo, y lo sujeta a reglas conocidas y recíprocas.
La libertad civil se entiende aquel estado en que el hombre no es comprimido por ninguna ley sino aquella que conduce en gran manera a la pú- blica felicidad. Explanando esta definición el emi-
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nente filósofo político de que la hemos tomado (1) nota muy bien que cuando hacemos lo que quere- mos usamos de la libertad natural; mas cuando hacemos lo que queremos y esta voluntad es con- forme al interés de la comunidad a que pertene- cemos, entonces es que propiamente disfrutamos de la libertad civil, es decir, de aquella sola liber- tad que debe desearse en un estado de sociedad civil.
Reducidos los hombres a vivir en ciudades, las mismas relaciones que existieron al principio entre las familias se extendieron poco a poco a muchas poblaciones ; y de aquí nacieron esas grandes aso- ciaciones donde reina un mismo interés, una es- trecha unión y un mismo lenio^uaje que las consti- tuyen en lo que se llama Nación o Estado.
Por consiguiente, determinados a explicar en qué consiste la libertad en sus diversas modifica- ciones, hemos reducido la definición anterior a un término más limitado. Por libertad política en- tendemos la libertad de la Nación: libertad civil llamamos la libertad del ciudadano.
La primera consiste principalmente en la inde- pendencia de la Nación, Las conquistas y la am- bición suelen trastornar los Estados, y de muchos cuerpos formados ya para existir separadamente, consiguen levantar uno solo. Basta esta desgracia para que un pueblo deje de ser libre: y como aquel que cae en la dominación de un pueblo diferente, tenía ya intereses diversos, su situación es muy violenta.
Es con todo necesario observar, que esclavizada la Nación puede todavía el ciudadano continuar en su libertad. De esto es ejemplo bien palpable en nuestros días la Irlanda, cuyo reino por su unión con la Inglaterra dejó en realidad de ser libre, y bien que desde la célebre reunión de su parlamento, se haya acercado más a la dignidad
(1) William Paley en sus principios de filosofía moral y política. Nos obligamos a presentar en lo sucesivo a nuestros lectores algunos extractos de este estimable tratadista.
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que había perdido, las restricciones que pesan so- bre ella deben recordarla lo que le queda todavía por recuperar. Mas como allí gobiernan las leyes inglesas, resulta de aquí que el Estado solo pade- ce, pero que el ciudadano es libre. Lo mismo su- cedía o poco menos con los Estados Unidos de América, antes de su separación; y la liberalidad del gobierno británico, que no podía alcanzar a tratar a sus colonias como a la metrópoli, no dis- crepaba en respetar los derecbos privados. Por el contrario, la España que tiranizaba una gran par- te de la América, oprimía también al ciudadano, fuese porque las leyes que había dictado a sus co- lonias debían producir este horroroso efecto, o por- que no teniendo otras mejores para consigo mis- ma no podía comunicar lo que ella no gozaba — circunstancia que demuestra la diferente natura- leza de la lucha de ambos colonos contra sus res- pectivos señores. Los primeros, aunque con sobra- da justicia, pelearon sólo por la libertad del Es- tado: los de la América del Sud combaten por ella también, pero además aspiran a la libertad civil, que bajo el yugo de sus antiguos opresores no pu- dieron disfrutar jamás.
Desde luego son extremadamente graves los males que pesan sobre una Nación cuando pierde su independencia. Sujeta entonces a su soberano, cuyos sentimientos lejos de ser los de un padre hacia sus hijos, se dirigen sólo a consolidar su do- minio, fluctiía miserablemente entre la indiferen- cia y las desconfianzas del príncipe. Sus rentas van a engrosar el poder del mismo que la oprime: las guerras que ha de sostener, dictadas sólo por el interés o el capricho de la metrópoli, no le produ- cen ventaja alguna: los honores y premios se dis- tribuyen con parcialidad: los recursos son lentos; y hasta el riesgo de una cesión contribuye a em- peorar sus destinos, haciendo más incierta eu suerte.
Nótese aquí que la España, no satisfecha con estos medios de tiranizar sus colonias, atacaba también la libertad civil de estos pueblos: porque
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los colonos no tenían parte en su legislación, y porque las restricciones en punto a comercio, los despojaba de la libertad de industria, que es uno de los más sagrados dereclios que corresponden al ciudadano. Esta digresión no puede parecer incon- ducente a cualquiera que desee seguir la historia de los abusos del poder, tanto más digna de aten- ción en un país que por trescientos años lia sido el blanco de las vejaciones más crueles.
Para volver a nuestro asunto, debemos expre- sar que por grandes que sean los males indicados, no hay comparación con los que sufre un pueblo donde no hay libertad civil.
Los dereclios del ciudadano consisten en el libre uso de sus propiedades y de su industria: en ser protegido por la autoridad general: por último, en que se le administre con imparcialidad la ley. Por consiguiente la recta administración de jus- ticia, como que de ella depende el honor, la vida y la fortuna del ciudadano, es lo que más interesa al individuo en el estado de sociedad.
Cuando un pueblo ha llegado a establecer un gobierno propio, como ha sucedido felizmente ya entre nosotros, su libertad estriba casi enteramen- te en el manejo de los jueces. Un siglo acaso pa- sará sin que al gobierno se le ofrezca una cuestión de que se derive la buena o mala suerte de las provincias que le están encargadas. Si en la pre- sente guerra pone en movimiento cuantos recur- sos están a sus alcances para rechazar a nuestros contrarios ; si consulta por todos medios la seguri- dad del Estado, y por otra parte, no usurpa las atribuciones del poder, destruyendo lo que pres- cribe la actual Constitución que nos rige, él ha llenado sus deberes. Por el contrario, la libertad civil a cada paso es atacada por la administración judicial, si los jueces son corrompidos: y el ciu- dadano en cada momento de su vida puede perder sus bienes y su honor; puede, en fin, ser arrastra- do a un cadalso infame por la violencia de un ma- gistrado prevaricador.
Echemos la vista un poco atrás y consideremos
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los días tenebrosos que pasamos en el antiguo des- potismo. Oidores ignorantes, enviados de la penín- sula a hacer su fortuna privada a expensas de la misma justicia, eran los administradores de la ley, o por mejor decir, eran la ley en aquellos tiempos lamentables. vSu prostitución los había elevado a sus cargos y ella sola los sostenía. Sus arbitrariedades eran oráculos de que no era pru- dente ni aun lícito apelar. Si un miserable era oprimido, aun el desahogo de la queja le era ve- dado. Amándose a sí mismo él debía todavía res- petar la mano que lo sacrificaba, para no espo- ner su seguridad a nuevas injurias. Esos abomina- bles jueces, después de vender la justicia en esos mercados tapizados que titulaban los Estrados del Tribunal, salían después a consumar el insulto del ciudadano, mostrándole desde su coche los bastones que cargaban como insignia de su poder abominable. Ved aquí hasta dónde puede apurarse la paciencia de un pueblo, y lo sumo de la opre- sión a que puede llegar. ¡ Provincias TTnidas que a costa de tanta sangre derramada habéis probado que deseáis vuestra libertad! Yelad siempre sobre la conducta de los jueces: no olvidéis lo que su- fristeis de los antiguos: examinad la de los pre- sentes: juzgad y comparad.
(Id., febrero 21 de 1815.)
Federación
Si la suerte de los Estados no dependiese in- mediatamente de la conformidad entre la forma de gobierno y su localidad e intereses, desde lue- go podríamos mirar con indiferencia que se adop- tase tal o cual régimen, según ocurriese al más atrevido o se antojase al menos reflexivo. Pero siendo el edificio político de una delicadeza tal, que cualquier defecto en su organización viene a
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precipitarlo indefectiblemente a su ruina, con más precisión todavía que la que se advierte en el cuerpo humano, cuyos vicios suelen enmendar- se por el gran reparador que es el tiempo, es ne- cesario no desentenderse en ningiin momento de los fatalísimos errores que al favor del descuido pueden introducirse en nuestras provincias.
La vida natural y política son sin disputa las primeras listas de los intereses del hombre. De aquí la común propensión a investigar y decidir en las materias del Estado. Resintiéndose el hom- bre de depender de auxilio exterior en punto de tan elevada importancia, nunca se entrega ciega- mente a la opinión de otros. Por grande que haya sido su inaplicación a la ciencia de la política, por más que conozca las dificultades que presenta este campo espinoso, él se atribuye al menos una habilidad indisputable para guiarse por sus pro- pias ideas: y su confianza es tanto mayor cuanto es más grosera su ignorancia. Naturalmente se cree político por las mismas razones que se cree naturalmente médico.
Sería ridículo, no menos que en sumo grado peligroso, querer ocultar por más tiempo los mons- truos que alentados de la ambición y las pasiones han empezado ya con furor a devorar nuestras pro- vincias. Cuantos arbitrios puede discurrir el ex- travío del corazón humano para propagar un cis- ma político ; cuantos medios pueden poner en re- sentimiento de los pequeños ambiciosos, cuyas es- peranzas han sido burladas, y la arrogancia de aquellos que a toda costa se han propuesto engran- decerse en la revolución ; todas estas plagas se combinan para introducir la confusión y la dis- cordia, precipitando a los pueblos en mayores des- gracias que aquellas mismas de que quisieron es- capar moviéndose contra sus antiguos opresores.
Entre la multitud de maquinaciones con que se pretende extraviar el espíritu piíblico, la más ar- tificiosa es el proyecto de una federación, ^ba jo que quieren constituir desde luego los pueblos unidos, alterando así la forma presente con la cual son
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administrados y tentando una variación de que esperan el logro de sus pretensiones privadas.
Consecuencia de semejante pensamiento es un espíritu de provincialismo tan estreclio, tan ili- beral y tan antipolítico, que si no se acierta a cor- tar en oportunidad, vendrá precisamente a disol- ver el Estado; y de todas las partes que en la ac- tualidad lo componen no dejará en pie sino seccio- nes muy pequeñas, incapaces de sostenerse por vSÍ mismas, débiles con respecto a los enemigos ex- ternos, y mutuamente rivales de su aumento y su gloria por la inmoderación de sus celos.
Para impugnar este fatal proyecto, nos contrae- remos a tres puntos de que no puede prescindirse: qué es federación ; si conviene en la actualidad a nuestros pueblos ; por quiénes y por qué causa se medita.
En cuanto a lo primero, la federación no es otra cosa que una liga estrecha , formada entre dife- rentes pueblos o provincias, por medio de la cual constituyen un todo para dar más valor a sus fuer- zas. A diferencia de aquellos pactos o coaliciones celebradas ocasionalmente de nación a nación para sostenerse en los apuros de una guerra, por cuyas estipulaciones no se limita o compromete la inde- pendencia nacional del pueblo que los ba celebra- do; la federación, por el contrario, supone de par- te de los que la componen un desprendimiento de sus privilegios peculiares, una cesión a beneficio del cuerpo federal de las prerrogativas que antes poseían íntegramente y con separación los pueblos unidos; supone, en fin, una reunión de los votos de cuantos la componen, en un Congreso, Asam- blea, Dieta o Estados generales, en que se esta- blezcan las leyes que han de regir a todos, se deter- minen los asuntos de paz y guerra y se impongan las contribuciones con que ban de cubrirse los gas- tos públicos.
Requiere, además, un gobierno general que ex- tienda su poder e influencia sobre todas las pro- vincias, que disponga de las fuerzas del Estado, rija los ejércitos, dirija la guerra, administre los
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fondos públicos, confiera cierta clase de empleos y de recompensas; que trate con las potencias ex- tranjeras y pueda despachar a ellas cualquier gé- nero de negociadores. Por illtimo, los pueblos per- tenecientes a una confederación, no retienen de su independencia privada sino aquello que no es preciso para sostener el cuerpo moral levantado por la federación ; y así como el individuo que en- tra en sociedad depone su libertad natural por disfrutar de la civil, y no conserva sino aquélla que no es precisa al bien de la comunidad entera; los pueblos en confederación pueden reservarse la facultad de hacer reglamentos para su régimen interno y establecer la forma de administración interior que más les adapte conforme a su locali- dad e intereses, aunque difiera de la peculiar de las demás provincias unidas ; pero necesitan reco- nocer un solo gobierno común a todas las partes del Estado, efectivo en su autoridad y poder, respeta- do por todos, único en sus grandes funciones, cons- tante en su forma, y presente en el círculo de su acción como la Providencia lo está en cualquier punto del Universo.
Para ilustrar esta materia, echemos una ojeada a los gobiernos federativos que nos son conocidos. Empezando por los antiguos, y dando por sentado que las asambleas amphictyonicas de la Grecia no fueron el cuerpo federal de aquellos pueblos, como erradamente se ha creído hasta las prolijas investigaciones de algunos sabios, sino que su ob- jeto fué meramente religioso, según ha demostra- do también uno de nuestros primeros escritores en la revolución, descubrimos, no obstante, los vestigios de esta forma de administración en la primera época de los anales del pueblo de Ática.
Theseo, conociendo los peligros que amenaza- ban a Atenas por las subdivisiones en que se man- tenían los pueblos, a pesar de su insignificancia, tomó un partido que hasta nuestros días ha soste- nido la opinión de sus grandes talentos políticos. Theseo, dice un contemporáneo ilustre, que reunía grandes ideas a un valor estupendo, conoció cuan
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precario era aquel estado de cosas y lo mucho que debilitaba a su nación exponiéndola a ser presa de sus vecinos. Para reunir a todos los habitantes de la Ática y hacer una sola ciudad de todas sus di- ferentes aldeas, abolió los consejos particulares que las gobernaban. El no dejó subsistir sino un solo tribunal superior y estableció un prytaneo o consejo general en la villa de Atenas. En memo- ria de esta reunión se estableció una fiesta anual con el nombre de Synoecies o de reunión en un mismo lugar. Ordenó también que los alhéñeos establecidos en honor de Minerva por Eriothoiúo tomasen el nombre de panatheneos, o de fiesta ge- neral de esta diosa, y que cada aldea enviase sus víctimas a Atenas y asistiese a los sacrificios por sus diputados. De este modo el pueblo de la Ática, semejante a un navio combatido por las olas, de- bió en adelante su salud al tribunal del areópago y al prytaneo nuevamente formado, que como dos anclas, lo hicieron resistir largo tiempo a las naás peligrosas agitaciones. Los vestigios de igual re- volución se encuentran entre los Arcadios y los Argienses. Aun parece que fué general entre los antiguos griegos.
La memoria de este gobierno primitivo habría debido sugerir a este pueblo la idea saludable de una confederación política. Probablemente se cre- yó incompatible con su independencia: acaso se pensó que el gusto de las fiestas públicas, reunién- dolo, sería bastante a afianzar por sí solo los víncu- los de la consanguinidad que una natural descon- fianza y una ligereza demasiada se empeñaban sinceramente en relajar o disolver. Esta es cabal- mente la misma idea que Thucydides nos da de las mutuas relaciones de aquellos pueblos.
Descendiendo a los tiempos modernos, es muy de notar que el Imperio Británico se ha manejado hasta poco tiempo há bajo una forma verdadera- mente federal. Inglaterra, Escocia e Irlanda que componen aquel Imperio tenían leyes .y estableci- mientos separados, bien que bajo la presidencia de un solo rey, hasta que un gran político combinó
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los intereses de los tres pueblos con la reunión del Parlamento, estrechando así los vínculos que han de preservarlos de los peligros de que antes se ha- llaban amagados.
El pueblo de los Alpes y los Estados Unidos de América nos presentan modelos relevantes de una exacta federación. En ambos países el movimiento contra sus antiguos opresores fué reglado ; y el sen- timiento de la injusticia, uniforme y unísono, de- terminó a todos sus habitantes a un tiempo a le- vantarse contra un yugo que todos a una voz co- nocían no deber soportar. Con esta resolución uná- nime cayeron también por todas partes las barre- ras de aquel poder que los oprimía; y deshechos así los vínculos que ligaban mutuamente a aque- llas sociedades, pasaron de acuerdo a imponerse los que prescribe el sistema de la federación. Am- bos pueblos fueron felices en esta transición polí- tica. Sin embargo, la confederación helvética vino a arruinarse porque se debilitaron los resortes que debían mantenerla, porque el egoísmo de sus miembros combatía contra la estabilidad del Estado.
Por aquí se descubre lo perjudicial que sería el adoptar en estos momentos esa federación impru- dente que a nosotros se nos propone. La federa- ción se ha formado entre pueblos que no estaban unidos antes por otros vínculos, para formar un cuerpo respetable contra los peligros externos. No siendo suficientes sus fuerzas particulares para re- chazar un tirano, cedieron su independencia indi- vidual para juntarse con otras provincias y poder así conjurar la tormenta que les amenazaba.
En todo ello se advierte el anhelo en los pueblos por aumentar su vigor y su unión. Pero cuando es- taban ya unidos por vínculos más estrechos que los que puede proporcionar la confederación mis- ma; cuando unos pueblos, por sus circunstan- cias, se hallan en necesidad de estrechar las rela- ciones que los unían, es claro que adoptar una for- ma de administración, que lejos de condensar esos mismos vínculos los relaja comparativamente, es
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buscar cabalmente el precipicio que se quiere evitar.
Tal sería el efecto de esa federación que se nos sugiere. Para establecerla, fuerza es que los pue- blos se desprendan de los anillos de esa cadena que ahora forman ; fuerza es también que los mu- tuos resentimientos, las desconfianzas, los celos, las pretensiones inmoderadas se desaten primero como huracanes sobre esta región infeliz, y des- pués de haber trastornado nuestro hemisferio, cambien por un favor inesperado en un día sereno los muchos de terror y espanto con que nos habrían atormentado, para seguir trabajando en un edi- ficio cuya dificultad es demasiada por sí misma aun sin estos nuevos desastres.
¿Y quién no ve que la federación debería preci- samente producir todos estos males? ¿Quién no conoce que esta forma de gobierno es más débil que la constitución de una república una e indivi- sible? ¿Quién no confesará que para cambiar tan notablemente el régimen político es preciso que los pueblos pasen por el intervalo de confusión y de anarquía que debe arrastrarlos a la cautividad en momentos que nuestros crueles enemigos nos rodean ya por todas partes?
He aquí en resumen nuestro principal argumen- to, y si su solidez es indisputable confiamos que los amigos de la federación se retractarán de su error en caso que procedan de buena fe, o de no hacerlo, el pueblo americano los declare por indignos del honroso título de patriotas que han usurpado. La confederación insinuada es absurda y contraria a sus mismos fines, porque lejos de unir a los pue- blos, que debería ser su objeto, los alejará más unos de otros: es antipolítica, porque ataca el vi- gor del Estado, que bajo la unidad republicana se conserva en un grado más eminente.
Se dirá que el ejemplo de los Estados Unidos de América justifica este proyecto federal, y que aca- so de allí habrán tomado sus ideas nuestros pre- tendidos legisladores. Con semejante suposición se honraría demasiado a los sectarios de esta nueva
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forma, porque con ella se les tendría por capaces de entender sobre qué bases se levantó la confede- ración del Norte, j se les atribuiría una elevación de cálculos políticos que veremos muy pronto no han podido poseer.
La constitución de la América del Norte fué desaprobada por los más grandes políticos de aque- lla época, Mr. Fugot, Mably, Price y otros; y aunque se ha sostenido con vigor basta el presen- te, el período de más de treinta años que van corridos puede reputarse muy corto espacio para calificar su bondad, porque las obras de los legis- ladores son experimentos formados en los grandes laboratorios de las sociedades humanas y que para completar sus resultados necesitan mucho más tiempo. Pero suponiendo que estos hábiles esta- distas se hubiesen engañado (lo que no estamos distantes de creer), ¿cuáles fueron las circunstan- cias de aquellos pueblos para adoptar la federa- ción? Ya lo hemos indicado arriba. Las colonias inglesas sintieron todas a una vez las vejaciones con que las oprimía su metrópoli: su insurrección fué general, y el grito contra la opresión fué uni- forme en todos los pueblos. Hubo entonces opor- tunidad para ligarse del modo que les pareció más conveniente, y esta unión fué una especie de fe- deración informe que no vino a perfeccionarse sino después de concluida la guerra de la independen- cia, época en que apareció la constitución, es de- cir, once años después de sus primeros movi- mientos.
Estas mismas colonias se manejaban de tal modo aun antes de sus quejas contra la Inglaterra, que si les faltaba el gobierno metropolitano precisa- mente debían inclinarse a la forma federativa. Cada una de ellas reconocía fundadores diversos, tenía costumbres diferentes, intereses separados, gobiernos peculiares y asambleas legislativas su- bordinadas únicamente en ciertos casos al Parla- lamento inglés, pero que promovían privativamen- te los intereses de sus respectivos distritos, forma- ban las regulaciones competentes y cuidaban de
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SU administración. En este estado ya se descubre un germen de la federación para cuando aquellos pueblos fuesen abandonados a sí mismos. Todo, en fin, indicaba allí en los momentos de libertad este género de constitución política, cualquier otra forma hubiera sido embarazosa y violenta tam- bién: solamente la federación era el camino llano y seguro; y los que la determinaron no hicieron más que ceder a la inclinación habitual del pue- blo que iba a recibirla.
Consideremos ahora el estado de nuestras pro- vincias al brotar la revolución. Nuestros pueblos eran regidos por la sola mano de los virreyes: con- tra éstos y el bárbaro sistema colonial se levantó Buenos Aires linicamente, esperando que lo segui- rían las demás provincias, pero en realidad sin contar con ninguna combinación que le asegurase esta misma esperanza. Las demás ciudades, aunque oprimidas no menos que la capital, y poseídas acaso de igual deseo de mejorar su condición, no se movieron por entonces, antes fué necesario des- pachar fuerzas competentes que expulsasen los tiranos territoriales. Pueblo hay en la comprensión de este Estado, donde la voz federación resuena más que en ningún otro punto, que desairó las so- licitaciones que se le hicieron para admitir nues- tra reforma, y que constantemente ha peleado por los tiranos y aun amenazado la libertad hasta que ha sido conquistado después de sostener dos sitios rigurosos.
En estas circunstancias era natural que el go- bierno provisional establecido en la capital cuan- do fué derribado el virrey, se comunicase a las demás provincias a medida que se iban éstas li- bertando ; y como el gran cuerpo moral que se lla- ma Estado se iba engrosando progresivamente por la sucesiva aglomeración de los pueblos hacia la misma causa, la primera seña de su conformidad era la admisión o reconocimiento de aquel go- bierno revolucionario interinamente constituido. Cuanto pudo y ha debido hacerse fué convocar una reunión general de los representantes de todas las
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provincias, como se lia ejecutado, y a esta Asam- blea, la primera que ka visto el continente ame- ricano del Sud, es a quien compete fijar los desti- nos de sus heroicos Lijos.
En este caso, podremos preguntar a los federa- listas, ¿qué época kan imaginado más a propósito para verificar su singular proyector* Por cierto que no admitirán la de los primeros movimientos, porque entonces dirían que Buenos Aires coartaba la libertad de las provincias, sancionando sin su conocimiento la forma constante con que debían ser administradas: tampoco pueden señalar todo el período que le ka sucedido. Sin finalizar la pre- sente guerra, ¿quién sino un insensato puede opi- nar que conviene promulgar una constitución? ¿Con qué provincias ka de contar cuando se ga- nan koy las que kan de perderse mañana? ¿No «se- ría una contradicción grosera y un anacronismo político declarar que el Estado era federado siíi atreverse a decir antes que era independiente?
Por estos y otros absurdos no menos degradan- tes i)asan los que aconsejan la federación impug- nada. Ellos no saben lo que piden, o con el nom- bre de federación piden una cosa diversa. No se puede considerar su establecimiento sin suponer una parálisis completa en los resortes de esta gran máquina, pues que para pasar a una forma di- versa es necesario que la actual caiga en descrédi- to, que los siibditos aborrezcan al gobierno, que las provincias se incendien en odios indebidos contra la generosa capital, por cuyos esfuerzos res- piran akora ese aire libre de que gozan ; y, por iil- timo, que cese toda acción cuando la actividad del enemigo nos impele a obrar con más vigor que nunca.
La federación, repetimos, deja a cada distrito su legislación interior, pero supone una augusta convención de todos los Estados, en que se resuel- van las pretensiones relativas, se levante y dirija la fuerza comiin, se impongan los subsidios con que ka de contribuir cada uno de los miembros del cuerpo federal, se determine la paz y guerra y se
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regle el comercio exterior: sobre este último pun- to ocurrirán dificultades que no lian previsto los amantes de la federación, y que sólo pueden evitar- se sujetándose a una autoridad general que esta- blezca los derechos de importación en todos los puertos del Estado. De otro modo, o se liaría el contrabando en unos puntos de la federación con perjuicio de otros, o se concederían en unas pro- vincias preferencias indebidas al tráfico extranje- ro que minorasen los derechos de introducción para atraerse la concurrencia, en cuyo caso otras provincias se verían obligadas a practicar la mis- ma operación, e insensiblemente a fuerza de estas competencias indiscretas los negociantes extranje- ros llegarían a no pagar nada, y todo el Estado fe- deral se privaría de estos considerables ingresos.
Estos principios son la mejor impugnación de la conveniencia del pensamiento que hemos anali- zado. Mas sus autores, en el desarreglo de sus ideas, se inclinan a veces a un género de federa- ción patriarcal, cual se encuentra entre las tribus más groseras. Los salvajes de la América Septen- trional se gobiernan así, y Mr. Jefferson, en sus observaciones sobre la Virginia, nos da abundan- tes detalles de este gobierno, que podrían servir de modelo a los estadistas que nos honran hasta el extremo de querernos igualar con aquellas rústicas naciones. En general, los jefes de estos pueblos (dice Charlevoix, viaje de la América Septentrio- nal) no reciben grandes señales de respeto; y si son siempre obedecidos es porque saben hasta don- de deben mandar. También es cierto que suplican o proponen mas bien que mandan, y que jamás sa- len de los estrechoi límites de la poca autoridad que tienen. Véase aquí un pequeño aunque exac- to bosquejo de las únicas ideas que acaso tienen nuestros federalistas, pero que se acomodan muy mal con el estado de sociedad en que nos hallamos y los intereses de estos pueblos.
Pero si no es posible que nos gobernemos como salvajes, si el estado de nuestra sociedad, la civili- zación de nuestros pueblos y el carácter de las eos-
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tumbres exige en la máquina política todo el refi- namiento que seamos capaces de darle, parece pre- ciso que los federalistas elijan para constituirnos alguna de las formas conocidas, y que abjurando el falso título de que se han revestido, declaren con precisión cuáles son sus deseos. En este punto no dudamos se encontrarían grandes dificultades. A pesar suyo, vamos a presentarlos con los mismos colores con que basta ahora se han descubierto.
Cuando el pensamiento de la federación se hu- biese extendido a los pueblos, ya era preciso su- jetarse al torrente de esta desgraciada opinión, siempre lamentándose de error tan enorme, o pro- curando el huir en tiempo de las ruinas que debían maltratar a todos. Afortunadamente no estamos en este conflicto. La parte sana y meditadora que habita las provincias teme con razón las alteracio- nes políticas: por experiencia han aprendido a des- confiar de los innovadores que con el celo del bien piíblico en los labios, prometen prodigios y no guían sino a la desgracia: y se ha formado un cierto criterio con que analiza las acciones y los proyectos. Así es que los que predican la federa- ción son unos cuantos ambiciosos, algunos impru- dentes, y un corto número de locos, con otros que por sencillez o por una honesta aunque candida facilidad se inclinan a las sugestiones de los que ellos creen que son más entendidos.
Ya hemos tratado de probar que estos hombres no saben lo que piden y nos lisonjeamos de haber- lo conseguido. Mas ¿por qué les es tan caro este mismo embrión, objeto constante de sus adoracio- nes? ¿Será el amor de la felicidad de los pueblos el que los ha conducido a propagarlo con el furor de una secta política? No: los autores de este pen- samiento o son muy ignorantes o antipatriotas. Si en la calma de las pasiones, pulsando detenida- men los intereses de los pueblos, hubiesen llegado a descubrir que la federación era la forma que más les convenía, deberíamos respetar su carácter moral, aunque no alabaríamos su acierto. Mas si resueltos de antemano a levantar entre nosotros el
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cruel puñal de la discordia, o derrumbar al go- bierno patrio para repartirse sus despojos, han gritado ¡federación! como el medio más plausi- sible para colionestar sus ideas secretas, son unos monstruos en cuyas manos perecería sin duda la Kepiiblica.
Todos los indicios son de que los federalistas se bailan en este último caso. No se contentan con hacerse .sectarios por medio de la seducción y de la intriga, sino que estimulan las rivalidades que algiín tiempo existían entre los diferentes pueblos de la Unión, y atizan el fuego de los odios que mantenía de ])rovincia a provincia y aun de ciu- dad a ciudad el perverso gobiei'no español. Divi- de et impera era la máxima de nuestros antiguos señores y ésta es igualmente la que siguen los fe- deralistas del día. Así se han exaltado unos odios y rivalidades que jamás han debido existir. Ya no se maquina contra la opinión de un gobernan- te, o contra la estabilidad de la presente adminis- tración: se hace la guerra al crédito de la capital misma: «e pinta a este pueblo como peligroso a la libertad de las demás provinciavs: se mira con sobresalto su prosperidad: se envidian sus recur- sos: se desea «u humillación y hasta su ruina.
A tan ominoso principio debería seguir indefec- tiblemente la esclavitiul de todos estos pueblos, porque las mismas causas ])rodueen los mismos efectos; y si el medio de dividir sirvió a los espa- ñoles para oprimir a este continente, introducida la desunión por los federalistas es una quimera esperar libertad. Los que han encendido la tea de la discordia no la podrán apagar cuando llegue a incendiar sus casas. Sucesivamente este fuego devorador se propagaría por todas partes, con la rapidez irresistible de una chispa eléctrica: y al fin BuenOvS Aires tomaría el espíritu de provineia- lismo que no ha conocido hasta aquí. Los auxilios que frecuentemente ha despachado con tanta pro- digalidad o «e suspenderían, o reducirían a la cuota que le cupiese entre los demás pueblos: ha- ría todo lo que pudiese, mas no se sacrificaría: em-
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pezaría, por último, a ser de sí misma cuando has- ta aquí no lo lia sido sino para otros.
^;Qué cuadro más funesto puede formarse de la crítica situación de un pueblo? Con todo, éste es el mismo que nos procuran los nuevos constituciona- les. En el sistema federal, grande prudencia es necesaria para precaver que la guerra civil prenda entre los Estados: y ¿cuánto no podrá temerse cuando se quiere empezar por ella? ¿Y éstos son los celosos agentes de la felicidad del pueblo? ¿Estos son los que se atreven a llamarse patriotas?
Ya hemos formado en cuanto nos ha sido dable su retrato: concluiremos con las razones sobre qué fundan su conducta. En esta parte, la bajeza de sus motivos los reduce a un punto tan pequeño que más nos causan lástima que ira. Establecida la federación, dicen, los naturales de las provincias ocuparán en ella exclusivamente los empleos. Si lo merecen, que sea eternamente así. Pero a no ser que quieran reducir a Buenos Aires a la clase de una provincia tributaria, en correspondencia de haber dado los primeros pasos en la revolución, será consiguiente que en ella sean excluidos los que pertenecen a las otras: y no se ve que los fe- deralistas vayan a ganar nada. El gran cuerpo del Estado que se llama administración, o el gobier- no, está servido enteramente por individuos que no son hijos de Buenos Aires: no lo son tampoco muchos de los empleados en los demás ramos ci- viles y en la judicatura: y entre los jefes milita- res que mandan la fuerza de esta capital tan solo dos han nacido en ella.
Aseguran que de este modo se consultarán los intereses territoriales de los pueblos, y también se engañan en esto. Anteriormente se formaron jun- tas provinciales, que en cierto modo equivalían a las soberanías de los Estados en el sistema fe- deral, y la confusión que resultó de esta medida fué tal que a poco tiempo fué necesario suprimir- las con gran satisfacción de los pueblos.
Murmuran igualmente, aunque con bastante re- serva, que Buenos Aires, prevalido de la prepon-
360 BERNARDO MONTEAGÜDO
derancia de que goza por la eminencia de sus re- cursos y el crédito de sus armas, medita absorberse a las demás provincias. Sobre este injustísimo car- go es tan infinito como obvio el número de razones que nos ocurren para desvanecerlo. El celo del honor de la patria nos conduciría sin duda a ta- blar en un tono de que no gustarían nuestros ca- lumniadores políticos y que sería contrario a lo que nos liemos propuesto. Baste, pues, citarles para su confusión, dos hecbos que son notorios en todas las provincias: 1.° El gobierno de Buenos Aires lejos de aumentar su territorio peculiar, lo lia desmembrado y ha establecido en provincias diversas a Corrientes, Entre Bíos y Montevideo que le pertenecían — esto es, de 198,832 habitantes, ha cedido más de 70,000, colocándolos en tres frac- ciones que desmienten su ambición de jurisdicción y de subditos. 2.° Los naturales de la provincia de Buenos Aires tienen poco o ningún influjo en las resoluciones del gobierno general del Estado, y los consejos que éste escucha son casi exclusiva- mente los que suministran los de las provincias que están empleados en la capital.
Con lo dicho hemos recorrido ya la materia bajo los diferentes respectos con que nos parecía con- veniente examinarla. Protestamos que no profe- samos odio absoluto a ninguna forma de gobier- no, y que para nosotros aquélla es buena que se ajusta con la libertad e intereses del pueblo. ¡ Oja- lá fuesen los federalistas tan sinceros en sus opi-
niones
(Id., marzo 7, 13 y 21 de 1815.)
Librería LA FACULTAD
DE
JUAN ROLDAN
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436, Florida, 436, BUENOS AIRES Obras del Dr. Joaquín V. González
$ °'/a
Mis montañas, 1 tomo encuadernado 2, —
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tomo encuadernado 3,50
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Obras del Dr. Adolfo Saldías j
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con más de 50 retratos, 5 tomos encuadernados 50, —
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Libro extraño, 2 tomos encuadernados 6, —
Biblioteca Científico - Filosófica
Altamira. — Cuestiones modernas de Historia^ Madrid,
1904 (tamaño, 19x12) 2,—
Arreat. — La moral en el drama, en la epopeya y en la no- vela, traducción de Anselmo González, Madrid, 1903 (tamaño, 19x12) 1,75
Baldwín (J. M.) — Historia del alma, traducción del in- glés, con prólog-o de Julián Besteiro, Madrid, 1905 (tamaño, 19x12) 2,50
Baldwin (J. M.)— Interpretaciones sociales y éticas del desenvolvimiento mental, traducción del inglés, por don Adolfo Posada y Gonzalo J. de la Espada, Ma- drid, 1907 (tamaño, 23x15) 5,—
Binet. — La psicología del razonamiento. — Investigacio- nes experimentales por el hipnotismo, traducción de Ricardo Rubio, Madrid, 1902 (tamaño, 19x12). ... 1,7o
Binet.— El fetichismo en el amor, traducción de Anselmo
González, Madrid, 1904 (tamaño, 19x12) 2,—
Binet.— Introducción á la psicología experimental, tra- ducción de Ángel do Regó, con prólogo de Julián Besteiro, 2.^ edición, Madrid, 1906 (tamaño, 19x12). 1,75
Boissier (Gastón). — El fin del paganismo.— Estudio so- bre las iiltim as luchas religiosas en el siglo iv en Oc- cidente, traducido por Pedro González Blanco, Ma- drid, 1908, 2 tomos (tamaño, 19x12) 4,50
Boissier (Gastón). — Paseos arqueológicos. — Roma y Pompeya.— El Foro. — El Palatino. — Las Catacum- bas.— La quinta de Adriano en Tívoli. — El puerto de Ostia. — Pompeya, traducción de Domingo Vaca, Madrid, 1909 (tamaño, 19x12), con varios planos... 2,50
3
Bourdeau. — El problema de la muerte, sus soluciones imaginarias y la ciencia positiva, traducción de Be- nito Menacho Ulibarri, Madrid, lí)U2 (tamaño, 23 por 15), pasta 3,60 '
Bourdeau.— El problema de la vida, traducción de Ricar- do Rubio, Madrid, 1902 (tamaño, 23x15), pasta 3,50
Bray. — Lo bello. — Ensaj'o acerca del origen y la evolu- ción del sentimiento estético, traducción de Vicente Colorado, Madrid, 1904 (tamaño, 19x12) 2,25
Bunge.— Principios de psicología individual y social. — Prólogo por el doctor don Luis Simarro, Madrid,
1903 (tamaño, 19x12) 1,75
Bunge.— La Educación, 3.* edición dividida en tres par- tes (tamaño, 19x12)
Parte primera: Evolución de la Educación 1,75
Parte segunda: La Educación contemporánea 2,50
Parte tercera : Educación de los degenerados. Teo- ría de la educación 1,75
Bureau. — El contrato colectivo del trabajo (Le contrat de travail. Le role des sindicats professionels), traduc- ción y prólogo de José Jorro y Miranda, Madrid,
1904 (tamaño, 19x12) 2,50 "
Carie. — La vida del Derecho en sus relaciones con la vida
social. — Estudio comparado de Filosofía del Dere- cho, versión española de don Hermenegildo Giner de los Ríos, Madrid, 1912 (tamaño, 23x15), en prensa.
Cariyie. — Folletos de última hora. — El tiempo presente. — Cárceles modelos.— El gobierno moderno.— De un gobierno nuevo. — Elocuencia política. — Parlamentos. — Estatuomanía. — Jesuitismo, traducción del inglés con una introducción y notas, por Pedro González Blanco, Madrid, 1909 (tamaño, 23x15) 4,—
Compayre. — La evolución intelectual y moral del niño,
traducción de Ricardo Rubio, Madrid, 1905 (tamaño, t 23x15) 4,60
Cosentini. — La sociología genética. — Ensayo sobre el pensamiento y la vida social prehistóricos, con una
i
introducción de Máximo Kovalewsky, traducción y un apéndice bibliográfico de Antonio Ferrer y Ro- bert, Madrid, 1911 (tamaño, 19x12) 1,75
Crépieux-Jamin (J.) — La escritura y el carácter,- traduc- ción de Ansemo González, con 232 figuras en el tex- to, Madrid, 1908 (tamaño, 23x15) 4,50
Cullerre. — Las fronteras de la locura, versión española de Antonio Atienza y Medrano, Madrid, 1912 (tama- ño, 19x12) 2,25
Oavidson. — Una historia de la educación, traducida del inglés, por Domingo Barnés, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12) 2,25
Delboeuf. — El dormir y el soñar, traducción de Vicente
Colorado, Madrid, 19Ü4 (tamaño, 19x12) 2,—
Durkheim. — Las reglas del método sociológico, traduc- ción española de Antonio Ferrer Robert, Madrid, 1912 (tamaño, 19x12) 1,75
Eucken.— Las grandes corrientes del pensamiento con- temporáneo, versión española de Nicolás Salmerón y García, Madrid, 1912 (tamaño, 23x15) 5, —
Eucken. — Significación y valor de la vida, traducción di- recta del alemán, por Eloy Luis André, Madrid, 1912 (tamaño, 19x12), en prensa.
Feré.— Sensación y movimiento, traducción de Ricardo
Rubio, Madrid, 1906 (tamaño, 19x12) 1,75
Feré. — Degeneración y criminalidad, traducción de An- selmo González, Madrid, 1903 (tamaño, 19x12) 1,75
Ferrero. — Grandeza y decadencia de Roma, traducción de M. Ciges Aparicio (tamaño, 19x12), precio de
cada tomo 2,26
Tomo I. La conquista.— II. Julio César.— III. El fin de una aristocracia. — IV. Antonio y Cleopatra. — V. La república de Augusto.— VI y último. Augusto y el Grande Imperio.
Ferríere. — Errores científicos de la Biblia, traducción es- pañola de Vicente Colorado, Madrid, 1904 (tamaño, 19x12) 2,50
5
Ferriere.— Los mitos de la Biblia^ traducción de Benito
Menacho Ulibarri, INIadrid, 1904 (tamaño, 19x12)... 2,5')
Ferriere. — La materia y la eneig-íaj traducido por Ansel- mo González, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12) 2,25
Ferriere. — La vida y el alma, traducción de Anselmo
González, Madrid, 1911 (tamaño, 19x12) 2,50
Ferriere. — La causa primera, según los datos experimen- tales, traducción de Anselmo González, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12) 2,25
Ferriere. — El alma es la función del cerebro, traducción de Anselmo González, Madrid, 1912, 2 tomos, (tama- ño, 19x12) 4,60
Fieury (Dr. Mauricio de). — El cuerpo y el alma del niño,
traducido por Matilde García del Real, Madrid, 1907 _ i
(tamaño, 19x12) 2,— |
Fieury (Dr. Mauricio de).— Nuestros hijos en el colegio, traducido por Matilde García del Real, Madrid, 1907 (tamaño, 19x12) 2,— 1
Fouiilée. — La moral, el arte y la religión, según Guyau, traducción de Ricardo Rubio, de la 3.* edición fran- cesa, con estudios acerca de las obras postumas y del influjo de Guyau, Madrid, 1902 (tamaño, 19x12). 2,50
Fouiilée. — Bosquejo psicológico de los pueblos europeos,
traducción de Ricardo Rubio (tamaño, 23x15) 6, —
Fustel de Coulanges.— La ciudad antigna.— Estudio so- bre el culto, el derecho, las instituciones de Grecia y Roma, traducción de M. Ciges Aparicio, Madrid, 1908 (tamaño, 19x12) 2,50
Carofalo. — La Criminología.— Estudio sobre la naturale- za del crimen y teoría de la penalidad, versión espa- ñola de Pedro Borrajo, Madrid, 1912 (tamaño, 23 por 15) 4,—
Cauckier.— Lo bello y su historia, traducción de Ansel- mo González, Madrid, 1903 (tamaño, 19x12) 1,75
Cow y Reinach.— Minerva. — Introducción al estudio de los autores clásicos griegos y latinos.— Obra del doc-
6
tor James Gow, adaptada para las escuelas france- sas, por M. Salomón Reinach y traducida de la 6.* edición francesa, por Domingo Vaca, Madrid, 1911, ilustrada con numerosos grabados, alfabetos, planos, etc. (tamaño, 19x12) 2,50
Crasserie. — Psicología de las religiones, traducción de
Ricardo Rubio, Madrid, 1904 (tamaño, 19x12) 2,50
Creenwood. — Elementos de pedagogía práctica, traduc- ción del inglés por Domingo Barnés, Madrid, 1912 (tamaño, 19x12) 1,75
Cuignebert (Carlos). —Manual de Historia antigua del Cristianismo. — Los orígenes, versión española de Américo Castro, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12) 2,50
Cuyau. — Génesis de la idea de tiempo, traducción de Ri- cardo Rubio, Madrid, 1901 (tamaño, 19x12) 1,75
Cuyau.— El arte desde el punto de vista sociológico, tra- ducción de Ricardo Rubio, Madrid, 1902 (tamaño, 23 por 15) 4,50
Cuyau.— Los problemas de la estética contemporánea, traducción de José M. Navarro de Falencia, Madrid, 1902 (tamaño, 19x12) 2,50
Cuyau.— La irreligión del porvenir, traducción y prólogo de Antonio M. de Carvajal, Madrid, 1904 (tamaño, 23x15) 4,50
Cuyau. — La moral de Epicuro y sus relaciones con las doctrinas contemporáneas (obra premiada por la Academia Francesa de Ci-encias Morales y Políticas). Versión española por A. Hernández Almansa, Ma- drid, 1907 (tamaño, 23x15) 3,50
Hampson. — Paradojas de la Naturaleza y de la Ciencia. — Descripción y explicación de hechos que parecen contradecir la experiencia ordinaria ó los principios científicos, traducción del inglés por José Ontañón, Madrid, 1912. Con 64 figuras intercaladas en el tex- to y 7 láminas tiradas aparte en papel mate (tama- ño, 19x12) 1,75
I %
Hearn (Lafcadio). — Kokoro. — Impresiones de la vida ín- tima del Japón, traducción del inglés por Julián Bes- teiro, Madrid, 1907 (tamaño, iyxl2) 2,25
Hegel. — Estética, versión castellana de la segunda edi- ción de Ch. Benard, por H. Giner de los Ríos (obra premiada por la Academia Francesa), Madrid, 1908 2 tomos (tamaño, 23x15) 9,50
Hegel. — Filosofía del espíritu, versión castellana con no- tas y un prólogo original de E. Barriobero y Herrán, Madrid, 1907, 2 tomos (tamaño, 23x15) 6,50
Hennequfn (Emilio). — La crítica científica, traducción de Manuel Núñez de Arenas, Madrid, 1909 (tamaño, 19 por 12) 1,75
Hoffdlng.— Bosquejo de una Psicología basada en la ex- periencia, traducción de Domingo Vaca, Madrid, 1904 (tamaño, 23x15) 5,—
Hoffding.— Historia de la Filosofía moderna, versión de Pedro González Blanco, Madrid, 1907, 2 tomos de 684 páginas el 1.", y 671 el 2.» (tamaño, 23x15) 11,—
Hoffding. — Filosofía de la Religión. — Versión española
de Domingo Vaca. Madrid, 1909 (tamaño, 23x15) ... 4, —
Hoffding. — Filósofos contemporáneos, traducción, estu- dio crítico del autor, y notas por Eloy Luis André, Madrid, 1909 (tamaño, 23x15) 3,50
James (W.) — Principios de Psicología, traducción por Domingo Parnés, Madrid, 1909 (tamaño, 23x15), dos tomos de XII-758 páginas el 1.°, y 712 el 2.» 12,—
Janet. — Orígenes del socialismo contemporáneo, traduc- ción de Anselmo González, Madrid, 1904 (tamaño, 19x12) 1,75
Janet (P.).— Historia de la Ciencia política en sus relacio- nes con la -Moral, obra premiada por la Academia de Ciencias Morales y Políticas y por la Academia Fran- cesa, traducción de don Ricardo Fuente y don Carlos Cerrillo, Madrid, 1910, dos tomos (tamaño, 23x15). 9,50
Kant. — Prolegómenos a toda Metafísica del porvenir que haya de poder presentarse como una ciencia, tradu-
cido del alemán y prólogo de Julián Besteiro, con un epílogo del Profesor Cassirer, Madrid, 1912 (tamaño, 19x12) 2,25
Kant, Pestalozzi y Goethe. —Sobre educación, composi- ción y traducción de Lorenzo Luzuriaga, Madrid, 1911 (tamaño, 19x12) 1,75
Kergomard. — La educación maternal en la escuela, tradu- cido por Matilde García del Real, Madrid, 1906, dos tomos (tamaño, 19x12) 4,50
Lanessan. — El transformismo, versión española por Ma- riano Potó, Madrid, 1909 (tamaño, 23x15), con va- rios grabados 3,50
Lange.— Historia del materialismo, traducción de Vicente Colorado, Madrid, 1903, dos tomos (tamaño, 23x15), pasta 10, —
Lapie. — Lógica de la voluntad, versión española, Madrid,
1903 (tamaño, 23x15) 3,50
Le Bon (G. ) — Psicología de las multitudes, traducción
de Ricardo Rubio, Madrid, 1911 (tamaño, 19x12)... 1,75
Le Bon (G.) — Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos, traducido por Carlos Cerrillo Escobar, Ma- drid, 1912 (tamaño, 19x12) 1,75
Le Bon. — Psicología del socialismo, traducción de Ricar- do Rubio, Madrid, 1903 (tamaño, 23x15). 4,50
Le Dantec. — Elementos de Filosofía biológica, versión española de Mariano Potó, Madrid, 1908 (tamaño, 19 por 12) 2,25
Le Dantec. — Teoría nueva de la vida, traducido de la ter- cera edición francesa por Domingo Vaca, Madrid, 1911 (tamaño, 23x15) 3,50
Lefevre. — Las lenguas y las razas, versión española por don Anselmo González, Madrid, 1909 (tamaño, 23 por 15) 3,50
Leveque. — El espiritualismo en el arte, traducción de
Constantino Román (tamaño, 19x12) 1,75
Lhotzki (H. ) — El alma de tu hijo. — Un libro para los pa- dres, traducción directa del alemán por Luis de Zu- lueta, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12) 1,75
Llichtenberger (E.)— La filosofía de Nietzsche, traduc- ,
ción española de J. Elias Matheu, Madrid, 1910 (ta- J
maño, 19x12) 1,751
Loliee (F.) — Historia de las literaturas comparadas, des- "
de sus orígenes hasta el siglo XX, versión española con las adiciones y correcciones del autor para la ter- cera edición francesa, por Hermenegildo Giner de los Ríos, Madrid, 1905 (tamaño, 23x15) 4,— ,
Lubbock.— Los orígenes de la civilización y la condición '
primitiva del hombre (estado intelectual y social de los salvajes), traducción española por José de Caso, Madrid, 1912, con grabados en el texto y láminas aparte (tamaño, 23x15), en prensa.
Maspero. — Historia antigua de los pueblos de Oriente, traducción española de Domingo Vaca, Madrid, 1912, con infinidad de grabados y mapas en color (tamaño, 23x15), en prensa.
Mauthner. — Contribuciones a una crítica del lenguaje, traducción directa del alemán por José Moreno Villa, Madrid, 1911 (tamaño, 19x12) 2,25
Mercante (V. ) — La verbocromía, contribución al estudio de las facultades expresivas, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12) 1,75
Mercier. — La Filosofía en el siglo xix, traducción de
Francisco Lombardía, Madrid, 1901 (tamaño, 19x12). 1,75
Moreau de Jonnes. — Los tiempos mitológicos, ensayo de reconstitución histórica. —Cosmogonías, El libro de los muertos, Sanchoniaton, El Génesis, Hesiodo, El Avesta, traducción de M. Ciges Aparicio, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12) 2,25
Munsterberg. — La Psicología y el maestro, traducción del inglés por Domingo Barnés, Madrid, 1911 (tamaño, 19x12) 2,25
V /n
Nitobé.— Bushido. — El alma del JapÓBj traducido de la 13.* edición del autor por Gonzalo Jiménez de la Es- pada, Madrid, 1909 (tamaño, 19x12) 1,75
Nordau (M.) — Psico- fisiología del genio y del talento, traducción de Nicolás Salmerón y García, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12) 1,75
Nordau (M.) — Degeneración, traducción de Nicolás Sal- merón y García, con un epílogo del autor, Madrid,
1902, dos tomos (tamaño, 23x15) 8,—
I. — Fin de siglo. — El Misticismo.
II. — El Egotismo. — El Realismo.— El siglo xx.
Nordau (M.)— El sentido de la Historia, traducción de Nicolás Salmerón y García, Madrid, 1911 (tamaño, 23x15) 4,—
Painter.— Historia de la Pedagogía, traducción del inglés
por Domingo Barnés, Madrid, 1911 (tamaño, 19x12). 2,25
Payot. — La educación de la voluntad, por el profesor de Filosofía e inspector de la Academia, M. Julio Payot, traducido de la 4.* edición francesa, por Manuel An- tón y Ferrándiz, catedrático de Antropología de la Universidad y Museo de Ciencias Naturales de Ma- drid, tercera edición, Madrid, 1907 (tamaño, 23x15). 3,—
Payot. — La creencia, traducción de Anselmo González,
Madrid, 1905 (tamaño, 19x12) 1,75
Pearson. — La Gramática de la Ciencia, versión directa del inglés por Julián Besteiro, Madrid, 1909 (tamaño, 23x15), con 33 figuras en el texto 5,—
Posada (A.) — Política y enseñanza, Madrid, 1904 (tama- ño, 19x12) 1,75
Posada (A.)— Teorías políticas, Madrid, 1905 (tamaño,
19x12) 1,75
Posada (A.) — Principios de Sociología. — Introducción,
Madrid, 1908 (tamaño, 23x15) 6,—
Preyer. — El alma del niño.— Observaciones acerca del desarrollo psíquico en los primeros años de la vida, traducción española con un prólogo de don Martín Navarro, Madrid, 1908 (tamaño, 23x15)... 5,—
11
$ %
Reinach (S.) — Orfeo. — Historia general de las religiones, traducido por Domingo Vaca, de la 152. * edición fran- cesa, corregida y adicionada por el autor, Madrid, 1910 (tamaño, 23x15) 4,50
Ribot. — Ensayo acerca de la imaginación creadora, tra- ducción de Vicente Colorado, con un prólogo de Gon- zález Serrano (tamaño, 23x15^ 4, —
Ribot.— La lógica de los sentimientos, traducción de Ri- cardo Rubio, Madrid, l'JOo (tamaño, l'Jxl2) 1,75
Ribot. — Las enfermedades de la voluntad, traducción de Ricardo Rubio, 2.» edición. Madrid, lüüü (tamaño, 19x12) 1,75
Ribot. — Ensayo sobre las pasiones, versión española de
Domingo Vaca, Madrid, 1907 (tamaño, 19x12) 1,75
Ribot. — Las enfermedades de la memoria, traducción de Ricardo Rubio, 2.» edición, Madrid, 1908 (tamaño, 19x12) 1,75
Ribot.— Las enfermedades de la personalidad, traduc- ción de Ricardo Rubio, Madrid, 1912 (tamaño, 19 por 12) 1,75
Ribot. — Psicología de la atención, traducción española
de Ricardo Rubio, JMadrid, 1910 (tamaño, 19x12)... 1,75
Ribot. — La evolución de las ideas generales, traducción
de Ricardo Rubio, Madrid, 1899 (tamaño, 19x12)... 2,—
Ribot.- La herencia psicológica, traducción de Ricardo
Rubio, Madrid, 1900 (tamaño, 23x15) 4,50
Ribot. — Psicología de los sentimientos, traducción de Ri- cardo Rubio, Madrid, 1900 (tamaño, 23x15) 5,—
Romanes.— La evolución mental en el hombre. — Origen de la facultad característica humana, traducción del inglés por Gonzalo J. de la Espada, Madrid, 1906 (ta- maño., 23x15) 4,50
Ruskin. — Muñera Pulveris (sobre Economía Política), traducción del inglés por M. Ciges Aparicio, Madrid, 1907 (tamaño, 19.xl2) 1,75
Rusliin.— Sésamo y azucenas, traducida del inglés por
Julián Besteiro, Madrid, 1907 (tamaño, 19x12) 1,75
12
I ""/a
Ruskin. — Lo que nos han contado nuestros padres. La Biblia de Amiens, traducción del inglés por M. Ciges Aparicio, ¡Madrid, 1907 (tamaño, lux 12) 1,75
Sabatier. — Ensayo de una Filosofía de la Religión, según la Psicología y la Historia, por Augusto Sabatier, profesor de la Universidad de París, decano de la Facultad de Teología protestante, traducido de la 8.* edición por Eduardo Ovejero y Maury, Madrid, 1912 (tamaño, 23x15) 4, —
Senet. — Las estoglosias (contribución al estudio del len- guaje), Madrid, 1911 (tamaño, 19x12) 1,75
Schwegler.— Historia general de la Filosofía, traducida directamente del alemán por Eduardo Ovejero y Mau- ry, con un prólogo de don Adolfo Bonilla y San Martín, Madrid, 1912 (tamaño, 23x15) 4,—
Sollier. — El problema de la memoria (ensayo de psico- mecánica), traducción de Ricardo Rubio, Madrid, 1902 (tamaño, 19x12} 2,25
Spencer. — Ensayos científicos, traducción de José Gonzá- lez Llana, Madrid, 19Ü8 (tamaño, 23x15) 3,50
Spir. — La norma mental (Ensayos de filosofía crítica), traducción y prólogo de Rafael Urbano, Madrid, 1904 (tamaño, 19x12) 1,75
Squillace (Fausto). — Diccionario de Sociología, traduci- do del italiano, Barcelona, 1915 (tamaño, 23x15)... 6, —
Taine. — La inteligencia, traducción de Ricardo Rubio,
Madrid, 1904, dos tomos (tamaño, 19x12) 5,50
Taine. — Ensayos de Critica y de Historia, traducción de Carlos Cerrillo Escobar, Madrid, 1912 (tamaño, 19 por 12) , 2,25
Tarde (G.)— Las leyes de la imitación, estudio sociológi- co, traducción de Alejo García Góngora, Madrid, 1907 (tamaño, 23x15), pasta .' 4,50
Tardieu.— El aburrimiento, traducción de Ricardo Rubio,
Madrid, 1904 (tamaño, 19x12) 2,50
Thomas. — La educación de los sentimientos, traducción
de Ricardo Rubio, Madrid, 1902 (tamaño, 19x12)... 2,50
13
Tissié.— Los sueños (Fisiología y Patología), traducción
de Ricardo Rubio, Madrid, 1905 (tamaño, 19x12)... 2,—
Tocqueville. — El antiguo régimen y la revolución, ver- sión castellana de la 2.* edición francesa por R. V. de R., Madrid, 1911 (tamaño, 23x15) 3,50
Tocqueville. — La democracia en América, traducción es- pañola, profusamente anotada y con prólogo por Car- los Cerrillo Escobar, dos tomos, Madrid, 1911 (ta- maño, 23x15), pasta 9,—
Tylor.— Antropología, introducción al estudio del hombre y de la civilización, traducida del inglés por Antonio Machado y Alvarez, í^Iadrid, 1912, con multitud de grabados y un prólogo especial del autor para la edi- ción española (tamaño, 23x15), en prensa.
Varigny (H. de) — La naturaleza, y la vida, traducción de
E. Lozano, Madrid, 1907 (tamaño, 19x12) 2,50
VHIa (G.)— La psicología contemporánea (obra premiada en la Real Academia de Ciencias de Turín), edición cuidadosamente revisada y corregida por su autor, y traducida por U. González Serrano, Madrid, 1902 (tamaño, 23x15) 6,-
Villa (G. ) — El idealismo moderno, traducción del italia- no por R. Rubio, Madrid, 1906 (tamaño, 23x15)... 3,50
Wagner.— Juventud (obra premiada por la Real Acade- mia Francesa), versión española de H. Giner de los Ríos, Madrid, 1906 (tamaño, 19x12) 2,25
Wagner. — La vida sencilla, versión española de H. Giner
de los Ríos, Madrid, 1907 (tamaño, 19x12) 1,75
Wagner.— Junto al hogar, versión castellana de H. Giner
de los Ríos, Madrid, 1907 (tamaño, 19x12) 2,—
Wagner. — Para los pequeños y para los mayores.— Con- versaciones sobre la vida y el modo de servirse de ella, traducción española de Domingo Vaca, Madrid, 1909 (tamaño, 19x12) 2,50
Wagner.— Valor, traducción de Domingo Barnés, Ma- drid, 1910 (tamaño, 19x12) 1,75
Wagner.— A través de' las cosas y de los hombres.— La
U
base de todo, traducción de Domingo Vaca (tamaño, 19x12) 1,76
Wagner. — Sonriendo, traducción de Domingo Vaca, Ma- drid, 1911 (tamaño, 19x12) 1,75
Wegener (H.)— Nosotros los jóvenes. — El problema se- xual del joven soltero, traducción directa del alemán por Luis de Zulueta, Madrid, 1910 (tamaño, 19x12). 1,75
Wundt.— Introducción a la Filosofía, traducción de la 5.* edición alemana por Eloy Luis André, dos tomos, conteniendo el 1.° un estudio sobre la Filosofía con- temporánea en Alemania y la Filosofía científica de Wundt, y el 2.°, un estudio sobre el porvenir de la Fi- losofía científica en España e Hispano-América, am- bos escritos por Eloy Luis André, catedrático de Filo- sofía, Madrid, 1912 (tamaño. 23x15) 7,—
Xénopol. — Teoría de la Historia, 2.* edición de «Los principios fundamentales de la Historia», traducción española de Domingo Vaca, Madrid, 1911 (tamaño, 23x15) 4,50
BIBLIOTECA INTERNACIONAL
DB
PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL NORMAL Y PATOLÓGICA
PRECIO DE CADA TOMO, ENCUADERNADO", | 2,50
Tomos publicados : Baldwín. — El pensamiento y las cosas. — El conocimiento y el juicio, traducción de Francisco Rodríguez Besteiro, con figuras, Madrid, 1911.
Claparéde. — La asociación de las ideas, traducción de Domingo
B arnés, con figuras, Madrid, 1907. Cuyer. — La Mímica, traducción de Alejandro Miquis, con 75
figuras, Madrid, 1906.
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Dugas. — La imag-inacióiij traducción del doctor César Juarros,
Madrid, 1905. Duprat. — La moral. — Fundamentos psico-sociológicos de una]
conducta racional, traducción de Ricardo Rubio, Madrid,]
1905.
Grasset. — El hipnotismo y la sugestión, traducido por Eduardo] García del Real, con figuras, Madrid, 1906.
Malapert.— El carácter, traducido por José María González, Ma- drid, 1905.
Marchand. — El gusto, traducción de Alejo García Góngora, con 33 figuras, Madrid, 1906.
Marie (Dr. A.)— La demencia, traducción de Anselmo González, con 42 grabados, Madrid, 1908.
Nuel. — La visión, traducido por el doctor Víctor Martín, con 22 figuras, Madrid, 1905.
Paulhan. — La voluntad, traducción de Ricardo Rubio, Ma- drid, 1905.
Pillsbury.— La atención, traducción de Domingo Barnés, Ma- drid, 1910.
Pitres (N.) y Regis (E.)— Las obsesiones y los impulsos, tra- ducido por José María González, Madrid, 1910.
Sergi. — Las emociones, traducido por Julián Besteiro, con figu- ras, Madrid, 1906.
Toulouse, Vaschide y Pieron.— Técnica de psicología experi- mental (examen de sujetos), traducción de Ricardo Rubio, con numerosas figuras, Madrid, 1906.
Van Blerviiet. — La memoria, traducido por Martín Navarro, Madrid, 1905.
Vigouroux y Juquelier. -El contagio mental, traducción del doc- tor César Juarros, Madrid, 1906.
Woodworth. — El movimiento, traducción de Domingo Vaca, con figuras, Madrid, 1907.
Estos volúmenes constan de 350 a 500 páginas, tamaño 19x12 centímetros, algunos con figuras en el texto.
4900 16
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