teocracia católica
VOLUMEN V
julio tapia c.
editorial del pacífico, s. a.
santiago de chile
TEOCRACIA CATOLICA
por Julio Tapia Cabezas
Llegamos al Volumen V de este \i,uo- róró estudio dé la Historia, que el Inge- niero y Profesor don Julio Tapia ( alu- zas nos lia venido presentando bajo el título quizá un tamo restringido ds ■• I eocracia Católica".
Pensamos que este título puede pare ccr restringido porque, en realidad, ca- da una de las parí s ya publicadas de esta olna abarca iodo el acontecci hisió
se justifica si se considera su enfoque ron ¡ante a] fenómeno de I ndo que cons tiluye la evolución c'el pode: e influen cia del Papado, tanto di oiden temporal
spu
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los he
chos (pie se van analizando.
Es así como entre las materias de este volumen, que trata del período com- prendido entre 1848 \ 1900, se pu de des tacar un estudio altamente interesante de la figura de l'ío l\, pontífice con el cual leí mina el período de transición entre el Imperio Teocrático \ el Impe- rio Espiritual. Se analizan a fondo sus actitudes y pronunciamientos más dis(u tido , t iino el "Syllabus", documento que produjera uní verdadpn empestad. Sí- habla también del primer Concilio del Vaticano y de! dogma de la Infalibi'idad Pontificia.
( on su acostumbrada sencill z de ¡\ presión v su agudeza crítica —conjugada con una notable independencia de inter prefación— el amor nos expone las cau-
1960 v54 , Julio, o 1 i ca
d s I i acontecimientos que configi la historia del periodo señalado, y
1.— Teocracia.
ENSAYO
I
Julio Tapia Cabezas / TEOCRACIA CATOLICA
Es propiedad.
Derechos reservados para todos los países, (c by Editorial Del Pacífico, S. A. Inscripción N<? 28333. Santiago de Chile, 1964.
Impreso y hecho en Chile. Printed and made in Chile. Editorial Del Pacífico, S. A. Santiago de Chile, 1964. 501.
JULIO TAPIA CABEZAS
TEOCRACIA CATOLICA
VOLUMEN QUINTO
EDITORIAL DEL PACIFICO, S. A.
SANTIAGO DE CHILE
PROLOGO
Lentamente, como quien viene haciendo una jorna- da larga y no quiere malgastar las fuerzas, "Teocracia Católica" nos ha venido entregando una apretada sínte- sis del acontecer de casi dos mil años en la historia de la humanidad.
Se inicia este caminar en los albores de lo que llama- mos la civilización cristiana. El inmenso y poderoso im- perio romano ha llegado, en su avasallador dominio, al corazón del misterioso pueblo de Israel, las victoriosas águilas del César se alzan irreverentes en el frontispicio del Templo de Jerusalem ... En las clases más modestas de ese pueblo, que aun en la opresión se auto denomi- na "el pueblo de Dios", ha surgido un hombre extraño que conmueve precisamente a los humildes, a quienes les habla en un lenguaje nuevo y que dice ser, nada menos, que el Mesías de las promesas que alientan el vivir de los hijos de Abraham.
Todos sabemos cuál fue la suerte de Jesús de Naza- reth. Sin embargo, después de su desaparición y para de- cirlo con mayor rudeza, después de su fracaso, pequeños grupos de modestos seguidores continúan hablando de sus enseñanzas, se organizan en torno a su doctrina y des- de ese momento comenzaron, sin pensarlo, a insertar el nombre de Cristo en el proceso histórico.
El autor de "Teocracia Católica" nos ha hecho se- guir, paso a paso, el complejo y multiforme caminar de esta concepción cristiana en el desenvolvimiento de la
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vida humana en su expresión colectiva, no sólo de comu- nidades nacionales sino de la gran comunidad mundial.
En los cuatro primeros volúmenes de este ensayo his- tórico, han pasado bajo nuestras miradas los sucesos ocu- rridos en 19 siglos. Larga enumeración de hechos que sa- cudieron las bases fundamentales de la humanidad. En las páginas sencillas y llanas de Teocracia Católica han vuelto a tomar medida y proporción los hombres que en un momento fueron clave de lo que estaba ocurriendo y, cosa digna de señalarse, mirando hacia el pasado, nos permite apreciar lo imponderable, lo que superó previ- siones humanas, lo que pasó —por así decirlo— más allá de la voluntad y de los cálculos de esos mismos hombres.
En este nuevo volumen, el quinto de Teocracia Ca- tólica, el autor, el ingeniero don Julio Tapia C, nos en- trega la relación de un período fecundo en acontecimien- tos que se va acercando a nuestros días. En efecto, este nuevo volumen nos recuerda lo sucedido desde los fines de la primera mitad del siglo XIX (1848) hasta la ini- ciación de nuestro siglo XX.
No es posible, ni es nuestro intento, hacer una enu- meración exhaustiva del nutrido material de este quin- to tomo. Simplemente señalamos algo de lo más saliente, como una invitación al lector, que sabemos aguarda con interés la continuación de este novedoso y singular en- sayo. De su denso contenido, entresacamos, por ejemplo, la visión que nos ofrece sobre la unificación italiana y alemana; hechos históricos, ambos, que modificaron has- ta nuestros días el escenario geográfico, político y eco- nómico de Europa. Las observaciones como los parcos juicios del autor son agudos y profundos. Mientras en la mente de hábiles estadistas de esos pueblos que hasta en- tonces sólo existen en sus sueños y ambiciones, se perfi- lan los senderos más propicios, alrededor de ellos, en vie- jas y organizadas naciones, estallan conflictos internos o exteriores que facilitarán el logro de sus íntimos anhe- los. En Francia se desmorona el reinado de Luis Felipe.
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Contra toda previsión, sube al plano principal de la vi- da pública de Francia, un descendiente del Gran Em- perador e inicia primero, la segunda república de la cual íerá su Presidente para transformarse después en restaurador del Segundo Imperio, cuyo trono ocupa con el nombre de Napoleón III. No sólo Francia, también España y Austria se estremecen ante el desborde de in- quietudes y problemas que ocurren dentro y más allá de sus fronteras. Más aún, Pío IX, Jefe espiritual de la Igle- sia Católica y Soberano temporal de los Estados Ponti- ficios, se ve obligado a huir de Roma. Sólo volverá a ella para ser acongojado actor y espectador de la termi- nación del poder temporal del Papado, mientras tiene la compensación y el consuelo de contemplar cómo se robustece el "Imperio Espiritual" de la Iglesia de Cristo.
Al tratar las mencionadas "unificaciones", como es lógico, tienen lugar preferente los artífices principales del tradicional evento. Cavour en Italia y Bismarck en Alemania son analizados con objetiva certeza por el fi- no observador que es Julio Tapia. Con la perspectiva del tiempo, libre de presiones e influencias afectivas, nos ha- ce un retrato de ambos estadistas, precisando sus indis- cutibles cualidades y las limitaciones propias de creatu- ras humanas. El primero muere antes de ver perfeccio- nado su sueño y ambición política. El segundo, en cam- bio, conocerá los halagos del triunfo, y tendrá decisiva intervención en el nacimiento y desarrollo del Segundo Imperio Alemán, hasta que Guillermo II lo aleje, alti- vamente, de toda participación en la conducción del po- deroso y temible Imperio que creara.
La humanidad sigue su marcha en medio de proble- mas e inquietudes. Como ocurre siempre, estas situacio- nes, si se expresan en hechos materiales y concretos, tie- nen una causa profunda de orden ideológico no siem- pre percibida con claridad por los contemporáneos de esos mismos hechos. El siglo XIX conoció esta dura e inevitable alternativa. Bajo un ropaje idealista y román-
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tico, el "liberalismo" marcha por un sendero enrojecido de sangre, sembrado de escepticismo, la rebeldía sober- bia del espíritu, en tanto que declara su adhesión a la libertad por la que dice y cree estar luchando. Sus pos- tulados son incompatibles con la' doctrina que enseña la Iglesia, fiel al depósito que recibió de Cristo. El entre- vero es inevitable. . . Teocracia Católica no ha podido sustraerse al análisis de este importante debate. El au- tor no puede, en gracia a terca objetividad, simular que no aprecia en toda su magnitud la viril grandeza del Je- fe de la Cristiandad. Agobiado por tremendos problemas materiales, Pío IX no olvida que es Pastor, millones de seres humanos vuelven hacia él sus miradas y aguardan una palabra de orientación que disipe dudas, y exhiba errores y sus consecuencias y sobre todo señale un cami- no. Con increíble entereza, sabiendo que será objeto de incomprensiones y apasionados juicios, rechazando las in- faltables voces de los "prudentes", entrega dos documen- tos de permanente actualidad y singular visión: "Quan- ta Cura" y el "Syllabus". Es la serena y firme palabra del generoso iniciador del "Imperio Espiritual", que sa- be que sus nuevos dominios no conocen los límites de tiempo o fronteras naturales.
En otra parte de Teocracia Católica, el lector en- contrará la relación de los movimientos libertarios que agitan a Rusia, el colosal imperio de los Zares. Violen- tos y fanáticos revolucionarios, los nihilistas, arrostran todos los peligros, provocan brutales atentados, firmes y resueltos a destruir el poder autocrático del Zar. Es el movimiento eslavista que pretende la unión de todos los pueblos eslavos —el paneslavismo— y que responde exactamente al carácter ruso. Unión que ha de realizar- se sin un Zar omnipotente, cuya autoridad se hace más débil en la medida que las flaquezas y miserias de la familia imperial, dejan de ser un misterio para el pue- blo sufriente. Son los comienzos de una revolución que triunfará definitivamente en la primera mitad de nues-
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tro siglo, para dar paso a un nuevo intento de hegemo- nía eslava bajo el signo autocrático del Estado o del Par- tido, también omnipotente y si el caso llega, despótico y brutal.
Con sincero agrado seguiríamos en este comentario sobre las apasionantes páginas de este nuevo tomo de Teocracia Católica. Comprendemos que no es posible; pero con todo, no creemos que se pueda terminar esta modesta presentación sin decir una palabra sobre el Ca- pítulo XV de este volumen. En él su autor, que ya en ocasiones anteriores se ha referido al valor y significado de las "culturas" en el proceso y evolución de la histo- ria, como que siente la necesidad de aclarar su pensa- miento al respecto. Con su característica sencillez, sin pretensiones dogmáticas, don Julio Tapia hace una cla- sificación de las culturas que a juicio del autor, pueden ser distinguidas entre divergentes y céntricas. Define ca- da urta de ellas y precisa su influencia en el correr del tiempo. Se remonta en el pasado y recuerda lo que fue- ron las viejas culturas griega, romana, bizantina y mu- sulmana. Mirando ya más cerca, nos describe a la cultu- ra occidental, la rusa y la norteamericana; ninguna de estas últimas, como se comprende, corresponde a la cul- tura occidental. Apreciará el lector, que pese a la mo- destia del autor, se trata sencillamente de una interpre- tación de la historia. Interpretación, si se quiere, perso- nal, con todo lo que de audacia puede tener una inter- pretación de esta índole. Es posible que no todos coin- cidan con las apreciaciones que al respecto formula el autor de Teocracia Católica; pero nos atrevemos a afir- mar que nadie dejará de apreciar las razones en que se apoya ni de sentir el llamado que este Capítulo nos ha- ce/ a reflexionar sobre el sentido de mucho, y por cier- to lo más trascendental, de lo que estamos viviendo a ia luz de esta interpretación de la historia.
J. G. U.
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CAPITULO I
1) España, regencia de la reina Cristina.— 2) Isabel II rei- na de España.— 3) Caída de Luis Felipe, rey de los fran- ceses.— 4) Caída de Metternich.— 5) El sentido del proble- ma de la unidad italiana y alemana.— 6) La revolución de 1848 en Roma.— 7) Fuga de Pío IX a Gaeta.
1)
Fue una gran desgracia para España que el segun- do hijo de Carlos IV, el infante don Carlos, no tuviera la energía ni la capacidad necesaria para hacer efectivos sus derechos a la corona al morir Fernando VII. La na- ción española necesitaba un gobierno fuerte e inteligen- te que pausadamente fuera introduciendo las reformas necesarias.
La regencia de la última esposa de Fernando VII, María Cristina, carecía del apoyo de fuerzas capaces de mantener el orden. La invasión napoleónica, la dura guerra de la independencia y la ideología de la Revo- lución Francesa habían descentrado el país. La infiltra- ción masónica en el ejército y en la marina hizo que el respaldo a la reina por parte de estas instituciones, que constituían su mayor fuerza, quedara supeditado a que María Cristina pactara con los principios liberales que
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más que todo servían de pretexto para satisfacer torpes ambiciones de personajes que ansiaban el poder; el pa- triotismo estaba en segundo lugar. El detestable gobier- no de Fernando VII no había hecho nada aceptable; só- lo se había preocupado de perseguir a todo el que mos- traba un tinte liberal, en vez de procurar, por medio de hábiles reformas, colocar la monarquía de acuerdo con el espíritu de la época sin disminuir su poder.
Nadie había juzgado con más acierto a los españo- les que Felipe II cuando dijo al arzobispo de Sevilla que le hacia presente el descontento existente contra el go- bierno: "Puesto que tienen tan suelta la lengua, con ma- yor rigor conviene tenerles atadas las manos". Tenía ra- zón el gran rey, ya que por medio de la Inquisición, pu- do España vivir en orden durante siglos, a pesar de los gobiernos incapaces que tuvo.
Es curioso observar cómo la tan vapuleada Inquisi- ción, propia de los pueblos atrasados según el pensar de fines del siglo XVIII, fue sólo una pálida sombra de la Gestapo, institución de uno de los pueblos de mayor cul- tura y civilización del siglo XX; casi una caricatura de lo que es la Cheka, la G. P. U., o sea la policía rusa, de nombre variada, pero siempre el mismo instrumento de terror de un gobierno que para varios millones de seres es el régimen ideal.
La reina María Cristina, para tener el apoyo libe- ral, dio una constitución a España muy distante de la de 1812, que en gran parte se parecía a la Carta pro- mulgada por Luis XVIII en Francia. La existencia de un Parlamento, la moderada libertad de prensa, fue apro- vechada no para criticar al gobierno, sino para denigrar a la regente, que desgraciadamente daba motivos para ello. Al mismo tiempo estalló la sublevación de las pro- vincias vascongadas que proclamaron a don Carlos como el rey Carlos V de España.
En esta primera guerra carlista los partidarios de don Carlos estuvieron a punto de triunfar por tener a
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su frente un brillante general, don Tomás de Zumala- carregui, y en Cabrera un jefe que triunfaba en Aragón. Dos veces estuvieron a las puertas de Madrid y a punto de haber vencido; pero la carencia de medios económi- cos, la inercia y la completa falta de audacia y de ini- ciativa del pretendiente don Carlos anularon el empu- je victorioso de las huestes carlistas.
Mientras tanto la regente, princesa joven que ha- bía casado por motivos políticos con un hombre gasta- do, anciano prematuro como era Fernando VII, al que- dar viuda recobró los ímpetus de su naturaleza y muy pronto se fijó en un militar de su guardia del que se enamoró perdidamente, tanto que casó secretamente con él. La publicidad de su matrimonio implicaba el tener que dejar la Regencia. Los resultados de la boda pron- to se hicieron presentes, y aunque creyó que había po- dido guardar el secreto, el nacimiento de un hijo y de otros que vinieron fue conocido por el público, que ex- plotó el hecho en perjuicio de la dignidad real, ya que no se podía confesar la legitimidad de ese amor.
En la prensa y en la Cámara de Diputados se ha- cían referencias ofensivas a la reina. Un político, des- pués ministro de María Cristina, Bravo Murillo, habló en un periódico de la "ilustre prostituta". Todo Madrid conocía la estrofa de una canción satírica que decía:
"Clamaban los liberales Que la Reina no paría ¡Y ha parido más muñoces Que liberales había!"
Las revueltas, las sublevaciones, los asaltos a los con- ventos y a las iglesias, los continuos motines en las fuer- zas armadas indicaban no sólo la falta de autoridad del gobierno, sino la completa indisciplina en el ejército, cuya oficialidad afiliada a las logias le daba más impor- tancia al aspecto político que al espíritu militar. El des-
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orden culminó con el motín llamado la "sargentada de La Granja". Se encontraba la Reina Regente en la re- sidencia campestre de La Granja, cuando se sublevaron los regimientos acantonados en las cercanías y los sar- gentos se presentaron ante la Reina y la obligaron a que declara vigente la constitución de 1812.
La guerra carlista había terminado. Zumalacarregui había muerto y con él desaparecieron las posibilidades de triunfo. El nuevo general en jefe, Maroto, era ma- són y compañero de armas del general cristino Espar- tero, con quien entró en tratos que culminaron con el convenio de Vergara, por el que se puso fin a la lucha carlista en toda España.
El general Baldomero Espartero pasó a ser el hé- roe del día; su popularidad, momentánea, fue tal que pudo haberse proclamado rey de España. Aceptó la re- gencia al tener que retirarse la reina Cristina; duró muy poco tiempo; pronto fue derribado y se proclamó la ma- yor edad de Isabel II, la hija de Fernando VIL
2)
El nombre de "reina Isabel" evocaba en España el mágico recuerdo de un glorioso reinado que la joven rei- na Isabel II estaba muy distante de poder emular. Ca- recía del talento, del carácter, de la energía y de la vir- tud de la gran reina; además, no tuvo nadie que la pu- diera guiar en forma adecuada.
El problema del matrimonio de la reina en que el sentimiento amoroso en algo debía haber influido en cuanto a la elección del esposo, pasó a ser no sólo un problema nacional, sino que se transformó en un pro- blema internacional. El rey de los franceses, Luis Feli- pe, tenía varios hijos varones; el mayor, el duque de Or- leans, era el príncipe heredero y al menor, el duque de Montpensier, pensaba casarlo con Isabel II. Era un jo-
Jó
ven apuesto que habría sido del gusto de la reina; pe- ro el gobierno inglés, dirigido por lord Palmerston co- mo Ministro de Relaciones, interpuso un terminante ve- to a esta boda. Inglaterra jamás permitiría que se crea- ra la probabilidad de una unión de las coronas de Fran- cia y España.
Luis Felipe, a su vez, se opuso a cualquier matri- monio que no fuera con un príncipe español y los úni- cos pretendientes posibles eran los dos hijos del infante don Francisco de Paula, hermano menor de Fernando VII, personaje muy influyente entre los liberales y gran maestre de la Masonería española. Uno de ellos, el du- que de Sevilla, estaba eliminado por haber demostrado una completa falta de tino y de criterio al parecer im- plicado en varias de las muchas conspiraciones liberales contra el gobierno existente. Sólo quedaba como posi- ble pretendiente el infante don Francisco de Asís, el otro hijo de don Francisco de Paula y de Luisa Carlota, her- mana de la reina María Cristina, primo hermano por parte de padre y madre de la reina Isabel II, su futura esposa. El rey Luis Felipe continuó oponiéndose maño- samente al matrimonio español, esperando que algún acontecimiento imprevisto le permitiera realizar su ar- diente deseo de colocar en el trono de España a su hi- jo el duque de Montpensier.
Es algo increíble cómo por medio de intrigas y de procedimientos ocultos se toman acuerdos que son de un carácter decisivo para el porvenir de una nación. Viajó a París la condesa de Montijo, dama en quien la reina Cristina depositaba toda su confianza y que tenía gran- des relaciones sociales en Francia. En forma estrictamen- te reservada —según ella cometía una infidencia al hacer- lo— contó que los médicos habían dictaminado que Isa- bel II sería estéril, no podría tener hijos; no así su her- mana Luisa Fernanda, que había heredado de su madre las condiciones físicas que aseguraban su fecundidad. Muy pronto llegaron estas informaciones a oídos del rey,
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a quien estaban destinadas y entonces resolvió apoyar el matrimonio español, siempre que se verificara el de la infanta Luisa Fernanda con su hijo, Montpensier. Así aseguraba la corona de España a sus descendientes, sin tomar en cuenta que burlaba un compromiso de honor contraído con la reina Victoria de Inglaterra, según el cual debía evitar toda posible unión familiar franco-es- pañola.
Este cambio de la política francesa permitió la so- lución del problema matrimonial. Se acordó la boda de la reina con el infante don Francisco de Asís y el dq Luisa Fernanda con el duque de Montpensier. Se ha di- cho, con razón, que Luis Felipe al aceptar estos matri- monios firmó prematuramente el acta de su abdicación. La corte inglesa se consideró burlada y se produjo el dis- tanciamiento del gobierno inglés hacia la monarquía de Luis Felipe. La más perjudicada por todas estas compli- caciones políticas era la reina Isabel II. Se cuenta que en un rapto de rebeldía contra la boda que le depara- ba la suerte, declaró a su madre la reina Cristina: "Con "la Paquita yo no me caso". Se refería a que en confian- za así se le llamaba a don Francisco de Asís, debido a su voz atiplada, a sus modales y al lujo poco varonil con que acostumbraba vestir. Entre ambos futuros cónyuges existía una mutua antipatía.
3)
La monarquía de Luis Felipe en Francia no tenía base popular; un grupo de burgueses acaudalados y au- daces hicieron aprobar por una Cámara de Diputados reducida a la mitad, el nuevo gobierno. La revolución de 1789 había desplazado a la nobleza en provecho de la burguesía, mas había aparecido una nueva fuerza popu- lar, formada por la clase media baja y el elemento obre-
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ro cada vez más numeroso debido al desarrollo de la industria.
El gobierno había caído en manos de una nueva cla- se que no era directamente privilegiada, pero que ejer- cía el poder gracias al dinero y al sistema del sufragio censatario. El rey Luis Felipe creía estar seguro en el poder por contar con gran mayoría en las Cámaras y no tomaba en cuenta que una parte considerable de los di- putados eran empleados público, es decir, estaban a suel- do del gobierno. Se pedía con insistencia la instauración del sufragio universal, lo que implicaba la abolición del sistema censatario y daba el derecho de voto a todos los ciudadanos sin más limitación que la de ser mayor de edad. El no aceptar el rey ninguna reforma hizo aumen- tar su impopularidad.
Además de la opaca política internacional que tan- to disgustaba a los franceses, el rey cometió el grave error de producir el desacuerdo con la política inglesa, cuyo potencial capitalista ejercía gran influencia en la políti- ca interior francesa. El matrimonio de las princesas es- pañolas y la continuación de la conquista de Argelia hi- zo que el gobierno inglés mirara con simpatía un posi- ble cambio del régimen monárquico francés.
El príncipe heredero, el duque de Orleans, era popular; su muerte prematura fue un duro golpe para la estabilidad del gobierno. Las protestas aumentaban día a día y la prensa, a pesar de la censura, no perdía ocasión para atacar, ataques peligrosos debido a que la rebaja del costo de los periódicos los había puesto al alcance de las personas de escasos recursos. El periodista Emilio Girardin ideó disminuir el precio de los diarios y hacerlos más populares publicando, en forma de fo- lletín, novelas con argumentos de acuerdo con las ten- dencias sociales reformistas de actualidad. Obtuvo un gian éxito económico y convirtió a la prensa en un poder formidable.
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Insensiblemente, sin que lo sospechará el gobierno ni los elementos burgueses republicanos, se estaba ge- nerando, no ya una revolución política, sino social. Las diferentes sociedades secretas, tipo Mazzini, no la Masonería, contaba con agentes distribuidos en las dis- tintas naciones, lo que explica la sincronización del es- tallido revolucionario en los diversos Estados italianos, en los alemanes, en Austria y en Francia.
En París, ya en plena agitación, la noticia de haber estallado el movimiento revolucionario en diferentes partes de Italia acentuó aún más el clima de protestas y de intranquilidad. La manera como empezó la suble- vación del pueblo y el ataque a las fuerzas del gobierno fue algo imprevisto; pero seguramente se debió a ele- mentos provocadores hábilmente repartidos. Según una versión, en una de las manifestaciones de protestas al- guien disparó una bala que fue a herir a un soldado, cuyos compañeros contestaron con una descarga cerrada que causó numerosos muertos. Según otras, un manifes- tante, en un desfile nocturno, acercó su antorcha encen- dida a las barbas de un sargento y éste enfurecido dio la orden de disparar. A la mañana siguiente París estaba sublevado y se habían formado barricadas en las calles.
Luis Felipe resolvió cambiar su ministerio; pero ya era tarde; la insurrección aumentaba y existía el peligro que las tropas fraternizaran con los sublevados. El rey no se atrevió a salir de París para reunir tropas y atacar; prefirió abdicar en favor de su nieto, lo que de nada sirvió, pues se había proclamado la república y se habían puesto de acuerdo los diferentes bandos para designar un gobierno provisional, que debería convocar a elec- ciones para elegir una Asamblea Constituyente por su- fragio universal.
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-i)
El príncipe Clemente de Metternich, alemán rena- no al servicio del Austria, fue durante treinta y seis años el ministro omnipotente que levantó el Imperio Austríaco de su postración y lo transformó en una de las potencias dominantes. El Emperador Francisco I había depositado con razón en él toda su confianza; impregnado de la ideología del siglo XVIII, sólo creía en la eficacia de los gobiernos absolutistas y todo su empeño se encaminaba a obtener una restauración efec- tiva. En su modo de pensar en política, estaba de acuer- do con el zar Nicolás I y con el rey de Prusia, y forma- ban un bloque hostil a toda innovación liberal frente al parlamentarismo inglés que miraba con simpatía los movimientos tendientes a llevar a la burguesía al poder.
Metternich, hábilmente, había sabido contener las ambiciones rusas y al mismo tiempo no colocarse frente a Inglaterra. Ante todo ejerció una amplia tutela sobre Italia no permitiendo que se estableciera ningún poder constitucional e interviniendo militarmente siempre que había que reprimir cualquier tentativa de carácter li- beral que tuviera probabilidades de éxito. El gran mi- nistro austríaco no entendió la Historia; jamás com- prendió la imposibilidad de evitar la evolución de una cultura, no supo apreciar la necesidad de encauzarla en el camino de un lógico desarrollo que podía evitar un desquiciamiento tal que iba a acelerar su fin. Creyó siempre en una Europa estática, y que su principal deber era mantener lo establecido. El primer obstáculo a su política lo encontró a la muerte del emperador Fran- cisco, y en las consecuencias que se derivaron del cambio de soberano tuvo gran culpa, por no haber sabido pre- venir algo que necesariamente se iba a producir.
El heredero de la corona imperial austríaca era el hijo mayor del emperador Francisco, el que fue Fer-
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nando I, un hombre bueno, pero incapaz, de una in- capacidad tal que no podía ser soberano de una mo- narquía absoluta. Se había hablado de que podría re- emplazarlo su hermano el archiduque Francisco Car- los; pero este príncipe de cortos alcances estaba casado con la princesa Sofía de Baviera, inteligente y ambicio- sa que más que todo deseaba la corona para su hijo mayor Francisco José.
Es muy posible que no hiciera Metternich nada por impedir que ocupara el trono Fernando, por creer que su incapacidad era una garantía de que él como Ministro aumentaría aún más su poder. En cambio Francisco Carlos como Emperador significaba el go- bierno en manos de la archiduquesa Sofía. Fue una equi- vocación; comenzaron las intrigas palaciegas hasta que hubo que crear un consejo especial en el que figuró Francisco Carlos, lo que disminuyó el poder de Metter- nich, reducido sólo a la cancillería.
En 1848, Metternich, con setenta y cinco años de edad y ya sordo, conservaba todas sus facultades y ener- gías y se daba cuenta de la grave situación que se estaba produciendo; al saber los sucesos de Nápoles y después lo que pasaba en toda Italia no se alarmó, pues había tenido la precaución de reforzar el ejército austríaco en Lombardía y Venecia. La noticia de haber estallado la revolución en París, le hizo comprender el peligro existente, aunque todavía no sospechaba la verdadera intensidad del movimiento revolucionario, que ya se manifestaba en Bohemia, Hungría y Galitzia.
En Marzo comenzó la insurrección en Viena; el grito de combate era pedir el retiro de Metternich, al que se consideraba como la bestia negra del despotismo. Se vio obligado a renunciar y con gesto desdeñoso con- testó a los ministros que agradecían su decisión: "No hago ningún sacrificio. Sólo cumplo con mi deber. Yo no me llevo conmigo la monarquía. Nadie tiene las espaldas tan anchas para llevarla. Las monarquías de-
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saparecen cuando se abandonan ellas mismas". Y días después dice: "Doy gracias a Dios por dejarme al margen de lo que está pasando. La alteración del orden de las cosas existentes es inevitable. Yo no hubiera po- dido evitar las concesiones que nos conducirán forzo- samente a la ruina. Me libro de la vergüenza de tener que filmarlas".
Tuvo que huir de Yiena; su vida corría peligro y no encontró asilo seguro hasta que llegó a Inglaterra. Vivió once años más y pudo regresar a Viena donde murió poco después de la derrota de los austríacos en Magenta; alcanzó a ver el principio del fin de la obra de su vida: el dominio austríaco en Italia.
4)
La tercera y cuarta parte en que hemos supuesto se puede dividir la historia de la Iglesia han sido los períodos designados como el "Alto Imperio y Bajo Im- perio Teocrático"; en resumen, el Imperio Teocrático que dura ochocientos años. Se inició con el drama de la lucha entre el Sacerdocio y el Imperio y va a termi- nar con otro drama que podemos llamar el drama de las Unidades. Es un drama aparentemente confuso pues aparecen como figuras centrales la Unidad Italiana y la Unidad Alemana, cuando en realidad se trata del fin del dominio temporal de la Iglesia. Los papas dejan de ser los monarcas absolutos de los Estados Pontificios y pasan a ser los soberanos de un gran Imperio Espi- ritual. Todo lo que pierden en una relativa soberanía territorial lo ganan con creces al robustecerse el poder papal, que por definición dogmática es infalible en su autoridad espiritual.
El drama de las unidades consta de un prólogo y de tres actos. El prólogo coincide con la etapa final del gran movimiento revolucionario 1789-1848, que lle-
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va a la burguesía al poder; se desarrolla en forma san- grienta en el Imperio Austríaco y aún más en Italia. El primer acto comienza con la guerra franco-austríaca v termina con la realización de la mayor parte de la unidad italiana, menos Venecia y Roma. El segundo se traduce en la guerra austro-prusiana en la que tam- bién interviene Italia; se produce en parte la unidad alemana e Italia adquiere Venecia. En el tercero y úl- timo estalla la guerra franco-alemana que termina con la unificación alemana y la proclamación del segundo Imperio Alemán. Italia ocupa a Roma que considera como capital del reino. El Papa pierde su última po- sesión temporal y se encierra en el Vaticano. Ya ha comenzado el Imperio Espiritual de la Iglesia.
Napoleón III, Cavour y Bismarck, son aparente- mente las grandes figuras ya que un concepto errado de los historiadores nos hace creer que a su alrededor y por su iniciativa se desarrollan los acontecimientos, impulsados por su profundo talento político. Sólo son los actores principales de un gran drama con que ter- mina ún período de la historia de una Institución va milenaria. Richelieu, Cavour y Bismarck, son los ma- yores genios políticos que ha producido la cultura oc- cidental; pero sólo trabajaron tenazmente por engran- decer sus respectivas naciones. Al contemplar el con- junto de la Historia se ve que se preocuparon de un detalle. El personaje principal es un hombre humilde, sin pretensiones, que jamás pensó, ni siquiera soñó ceñir la tiara pontificia. A Pío IX le toca soportar el su- frimiento de ver derrumbarse un Estado que no puede defender, perder territorios que estima los ha recibido como un sagrado depósito, hasta que comprende que ha sido llamado a dirigir una transformación y alcanza a ver los albores del Imperio Espiritual, nueva etapa de esa Institución que hacía cerca de dos mil años había sido fundada a orillas del lago Tiberíades.
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6)
Pío IX, impulsado por su carácter bondadoso, hizo una serie de reformas en la administración temporal, encaminadas a dar la sensación de libertad, y aun al- gunas de carácter nacional como el organizar una guardia nacional. Todas estas innovaciones fueron com- batidas por los prelados romanos que, más diestros po- líticos que el Papa, comprendían cuan inestable era la situación existente y estimaban que se vivía sobre un volcán político.
La sublevación que estalló en Palermo se extendió como un reguero de pólvora por toda Italia y fuera de ella. El rey de Nápoles y Carlos Alberto de Cerdeña se vieron obligados a dar una constitución. Ante la insu- rrección de Milán y Venecia y la caída de la monar- quía en Francia, se sublevó el pueblo romano y Pío IX tuvo que acceder a promulgar una constitución, lo que no estaba de acuerdo con las ideas teocráticas del go- bierno pontificio. Lo más grave fue que hubo que per- mitir la marcha de tropas hacia la frontera de Lom- bardía y Venecia con la advertencia de que no debían traspasar esos límites.
En Una alocución el Papa trató de expresar clara- mente su pensamiento: El no es sólo el príncipe de un Estado italiano, es ante todo el Vicario de Cristo y por esto jamás irá a una guerra contra nadie. Lejos de ser una desgracia el que una parte de la patria italiana esté bajo el dominio papal, es una bendición del cielo que hace que tres millones de habitantes tengan doscien- tos millones de hermanos católicos. Ya se había visto lo que pasó a la caída del Imperio Romano y en qué forma esta circunstancia fue la salvación de Italia. Ter- mina con las siguientes hermosas ¡palabras en las que se siente vibrar su alma de sacerdote junto a su patrio- tismo italiano:
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'¡Oh! Por esto bendecid, Gran Dios, a Italia y con- servad siempre para ella este don más precioso que ningún otro: la fe. Bendecidla con la bendición que, con la frente postrada en la tierra, humildemente os la pide vuestro Vicario".
Cien años después al leer y meditar lo expresado en esta alocución, al hacer un estudio imparcial y tranquilo de ella, se ve que pueden deducirse tres conclusiones: a) El Papa no puede ceder los terri- torios que forman los Estados Pontificios; es sólo un mero depositario de ellos, b) El Vicario de Cristo no puede entrar en guerra con ninguna nación, aunque esta no sea católica; ante todo es el Jefe de la Igle-t sia. c) La invocación "Gran Dios, bendecid a Italia y conservadle su más precioso don: la fe" se refiere a pedir la bendición del Cielo para conservar el privi- legio que significa el que Italia sea la residencia de la Santa Sede y por este motivo el centro de doscientos millones de católicos.
En el clima ideológico de esa época estas frases claras y serenas fueron interpretadas en muy diferente forma; para los neo güelfos fue como el llamado a una; cruzada patriótica. Dentro del intenso fervor por la in- dependencia de Italia latía un sentido de misticismo que consideraba las palabras del Sumo Pontífice como una exhortación a l'a lucha; se recordaba el grito de Julio II: "Arrojemos a los bárbaros de Italia". Los neo güelfos de Gioberti se engañaban honradamente al dar ese sentido a las palabras del Papa; no así los republi- canos de Mazzini que procedieron torcidamente al tratar de comprometer al Papado en una lucha contra una potencia católica como era el Austria; el fin último- era la supresión de la Santa Sede una vez que se hu- biera triunfado.
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7)
Había terminado el glorioso amanecer del ponti- ficado de Pío IX; iba a comenzar el período que justi- fica el pronóstico de su reinado: "Cruz de Cruces". El Papa nombró un ministerio de eclesiásticos y laicos y en él figuró el hombre capaz de dirigir una política que se tornaba cada vez más peligrosa: el cardenal Antone- lli, que acompañó hasta el final a Pío IX. Como jefe del ministerio nombró al conde Pellegrino Rossi, po- lítico honrado, sincero liberal, que deseaba la libertad de Italia, pero dentro del orden. Poco después Rossi fue asesinado en el vestíbulo del edificio en que se reunía el Parlamento. Fue esta la señal de una revuelta total; los asesinos fueron paseados triunfalmente por las calles de Roma al grito de "Viva el nuevo Bruto. Bendita la mano que apuñaleó a Rossi". La guardia suiza del Papa fue disuelta y el Pontífice, custodiado por las milicias revolucionarias, ya no era un soberano sino un prisionero.
Con sumo cuidado se preparó la fuga del Papa, la que se llevó a cabo sin contratiempos. Pío IX se refu- gió en Gaeta (Ñapóles) en espera de un barco español que lo llevaría a las islas Baleares o a otro punto que no se había fijado. El rey de Nápoles al saber la llegada del Papa, se trasladó a Gaeta y logró que Pío IX per- maneciera en esta ciudad y no abandonara Italia.
El giro que habían tomado los acontecimientos causó la ruina de los ideales neo güelfos. Antonio Ros- mini, llamado el filósofo roveritano por haber nacido en Rovereto, se expresaba en uno de sus opúsculos so- bre la unidad italiana, en la siguiente forma:
"Para que el Papa pudiera eximirse de participar en la presente guerra italiana contra los extranjeros, no es suficiente su calidad de Padre común; sino que la única razón que pudiera justificar su abstención sería
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que faltara una u otra de las dos condiciones que hacen obligatoria la guerra para todo príncipe: justicia y gran utilidad nacional.— Si el mundo llegara a creer que el Papa nunca puede sostener una guerra, porque es el Padre común, también creería que la soberanía tempo- ral y el Pontificado son contradictorios.
Es curioso ver como Rosmini años antes plantea involuntariamente —pues él no pretendía que el Pa- pado abandonara o perdiera sus dominios temporales- algo que encerraba la verdadera solución, a la cual pudieron llegar los acontecimientos en forma tan com- plicada, tan tortuosa y después de tan numerosos con- flictos.
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CAPITULO II
1) Austria aplasta la revolución en Venecia y en Lom bardía — 2) La segunda República en Francia.— 3) y 4) El principe Luis Napoleón.- 5) Luis Napoleón presidente de Francia.
1)
Carlos Alberto, rey del Piamonte, era un príncipe afectado por una neurosis que hacía recordar a sus an- tepasados los Borbones españoles, Felipe V y Fernando VI. Absolutista convencido, tenía períodos en que se sentía dominado por ideas liberales y otras veces lo afec- taban depresiones nerviosas que lo llevaban a refugiarse en un misticismo y lo hacían alejarse de todos los pro- blemas políticos. Indeciso, falto de visión como gober- nante, le tocó afrontar problemas difíciles que en nin- guna forma correspodían a sus dotes como soberano.
Después de dar una constitución y de estar honra- damente dispuesto a mantener las nuevas instituciones liberales, se encontró ante la sublevación de Lombardía y Venecia contra el dominio austríaco. ¿Qué aptitud to- mar? Austria, aunque estaba en plena crisis, disponía de una fuerza muy superior a la del pequeño reino del Pia- monte. Si se mantenía neutral sin intervenir en el mo-
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vimiento nacional italiano corría el peligro de una in- surrección, que transformaría la monarquía en una re- pública en unión de los territorios libertados del poder austríaco; era la ruina de la casa de Saboya. Si entraba en la lucha contra el poderoso ejército del Austria el resultado era muy dudoso.
En esta situación de no saber qué camino tomar eligió el peor de todos; uno intermedio: trató de que los sicilianos, sublevados contra el rey de Ñapóles, lo acep- taran como soberano. La sublevación de Milán y de Venecia, que obligó al ejército austríaco a retirarse ha- cia el famoso cuadrilátero defensivo formado por las fortalezas de Mantua, Verona, Pescara y Pizighetone, y al mismo tiempo el estallido de la revolución en Viena, en Bohemia y en Hungría, decidieron a Carlos Alberto a intervenir en Lombardía y muy pronto entró victo- rioso en Milán.
La célebre frase del rey Carlos Alberto "Italia fara da se" (Italia se basta a sí misma) para luchar contra el Austria y libertarse del dominio extranjero, sin con- tar con ninguna alianza exterior demuestran la falta de criterio que tenía para apreciar la situación existen- te. Muy pronto surgieron las dificultades que harían fracasar lo que muchos italianos estimaron iba a ser una marcha triunfal.
Mandaba los ejércitos austríacos en Italia el maris- cal Rodolfo Radetzki, que a pesar de su avanzada edad conservaba la energía y el talento militar que desplegó como jefe del estado mayor en la invasión de Francia en la sexta coalición. Lejos de oponerse al avance italia- no evacuó Milán y concentró su ejército, fuerte, de cin- cuenta mil hombres, en el cuadrilátero y esperó los re- fuerzos que se le había prometido. Debido a la torpeza del comandante de la guarnición de Venecia, esta ciudad cayó en poder de Daniel Manin, audaz y valiente jefe italiano que dueño del arsenal se dedicó a preparar la defensa.
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Las rivalidades entre los jefes mazzinianos que no veían con buenos ojos que Lombardía y Venecia hu- bieran caído en poder de Carlos Alberto, terminaron por oponerse al engrandecimiento de la casa de Saboya. Se olvidaron de que ante todo había que vencer a los austríacos y el rey Carlos Alberto vio con desespera- ción como a veces no se cumplían sus órdenes y se le impedía conseguir un rápido triunfo.
La situación en Austria había cambiado; la corte imperial refugiada en Olmutz tomó resoluciones tras- cendentales: El emperador Fernando abdicó y renunció a sus derechos el archiduque Francisco en favor de su hijo Francisco José que ya había cumplido la edad necesa- ria para gobernar. Tras todas estas medidas estaba su madre la archiduquesa Sofía, que hábil y enérgica, iba a ser el alma de la resistencia a la revolución. Pronto llegaron noticias favorables. El jefe militar en Bohe- mia, que era el príncipe Windischgraetz, se había man- tenido sereno ante la revuelta en Praga; pero cuando una bala, destinada a él dio muerte a su esposa cuando se dirigía a misa, tomó la ofensiva contra los rebeldes que habían roto las negociaciones entabladas para bus- car un arreglo. Hizo bombardear la ciudad que muy luego tuvo que rendirse. A esta primera victoria siguió el ataque a Viena que igualmente tuvo que capitular. La revolución sólo resistió en Hungría y en Italia.
Una vez que Radetzki recibió refuerzos tomó la ofensiva y derrotó a los italianos en Custozza y poco después obtuvo en Novara una brillante victoria que aplastó al ejército piamontés. Se rindió Milán y luego Venecia. Para quedar libres y poder intervenir en la Italia central, los austríacos hicieron la paz con el Pia- monte, exigiendo sólo la abdicación de Carlos Alberto en favor de su hijo Víctor Manuel II.
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2)
La revolución triunfante en París convocó a elec- ciones para elegir por sufragio universal, una Asamblea Constituyente. El partido socialista, que tenía su mayor fuerza en las masas obreras de la capital, olvidó que la gran mayoría de la nación era monárquica, conserva- dora y no republicana y a esto se debió que en la nueva Asamblea predominara la ideología conservadora. Como los monárquicos estaban divididos en dos grupos irre- conciliables: los legitimistas que reconocían por rey de Francia al conde Chambord, el nieto de Carlos X, y los orleanistas, se acordó establecer la república, en que el poder ejecutivo quedaría confiado a un presidente ele- gido por cuatro años y el legislativo lo ejercería una sola cámara. Los poderes se iban a generar mediante elección directa por sufragio universal. El gobierno pro- visional acordó como una obligación el dar trabajo a los desocupados y con este objeto creó los talleres na- cionales. Como no había todavía nada organizado hubo que inventar la necesidad de hacer movimientos de tierra para dar la sensación de que en algo útil se ocupaba al elemento obrero.
Como los salarios pagados eran buenos comparados con los que ofrecía la industria particular atrajeron a París gran cantidad de obreros que formaron una masa temible, la que era aprovechada con fines políticos creán- dose una situación parecida a la de la Comuna en la gran revolución. Ante las continuas imposiciones y constantes amenazas, el gobierno concentro fuerzas en París y entregó el mando de ellas al general Cavaignac, ya famoso por su energía en las campañas argelinas.
Cavaignac, se preparó para sofocar una anunciada revuelta que estalló con todo furor; durante tres días se combatió en las estrechas calles de los suburbios de París, hasta que el ejército, después de sangrientos com-
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bates, logró dominar la rebelión. Monseñor Affre, ar- zobispo de París, fue muerto cuando trataba de evitar que continuara la lucha. El gobierno obtuvo un triun- fo completo que robusteció su autoridad y le permi- tió disolver los talleres nacionales.
En las elecciones salió elegido como diputado en varios distritos el príncipe Luis Napoleón Bonaparte, hijo de Luis Bonaparte, ex rey de Holanda y de Hor- tensia de Beauharnais. El gobierno provisional no le había permitido estar en Francia y ante la oposición existente el príncipe renunció a su elección, la que resolvió aceptar cuando fue nuevamente elegido en las elecciones complementarias.
3)
A la edad de veintiún años murió en Viena el ex rey de Roma, llamado el Aguilucho, por ser el hijo del Aguila, el emperador Napoleón. Su abuelo, el empera- dor Francisco de Austria le había dado el título de duque de Reichstadt y con este nombre se le conoce en la His- toria. Murió víctima de una tuberculosis acelerada por la melancolía producida al considerar su destino tan desgraciado. Nacido en el más grandioso esplendor, sus primeros años se deslizaron entre el apasionado amor de su padre y los extremados cuidados de los que eran fanáticos admiradores de Napoleón. Y después... com- prender que ya no vería más a ese hombre extraordina- rio del que heredaba un nombre de una gloria tan abru- madora, que le estaba prohibido llevar; sólo era Fran- cisco, duque de Reichstadt. Su madre lo había abando- nado en un medio en que, a pesar de ser un niño, sentía una sorda hostilidad hacia él; se le consideraba un peligro futuro. Gozaba de una aparente libertad pero sabia que era espiado hasta en sus más íntimas actividades.
2.— Teocracia.
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Se ha dicho que Metternich ejerció un insoporta- ble control sobre el joven príncipe, guiado por un odio vengativo que sentía por el emperador Napoleón, por la forma humillante en que éste lo trató en repetidas veces. Esta versión es inaceptable; no está de acuerdo con la psicología del Ministro austríaco; es lo más pro- bable que la exagerada vigilancia que se mantenía so- bre el Aguilucho, el impedir que se acercaran a él las personas que el gobierno no autorizaba, era debido al temor de que se fraguara un complot para derribar ai los reyes de Francia, lo que necesariamente iba a des- truir el inestable equilibrio europeo existente. Metter- nich fue un político con las ideas exageradamente con- servadoras de su círculo, no veía más allá, no tenía vi- sión del futuro, estimaba posible detener la evolución en marcha, era uno de esos hombres de Estado que conocen la Historia en su aspecto narrativo, los que según la feliz frase de Spengler: saben Historia; pero no la sienten.
Al desaparecer el duque de Reichstadt, pasó a ser el representante de la idea imperial napoleónica el príncipe Luis Napoleón, último hijo de Luis y Horten- sia. Los dos últimos príncipes Bonaparte Beauharnais se habían afiliado a la sociedad secreta de los carbona- rios y fueron a luchar por la libertad de Italia en la época de Gregorio XVI. El hermano mayor enfermó y murió en la campaña y Luis Napoleón se salvó de caer en poder de los austríacos gracias a la protección del futuro Pío IX. Luis Napoleón volvió a casa de su madre, la reina Hortensia, que residía en Suiza en el castillo de Arenemberg. Se había separado de su marido, el rey Luis, con el cual no podía avenirse. Como habíamos visto, el matrimonio se realizó por motivos políticos. Las rarezas de carácter de Luis Bonaparte aumentaron por las intrigas de la corte que lo llevaron a creer en la infidelidad de su esposa; residía alternativamente en Florencia y en Roma, atormentado por una neurosis
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que lo empujaba a veces a tomar medidas de las que después se arrepentía. Así en un rapto de furor negó la parternidad del príncipe Luis en una carta dirigida al papa Gregorio XVI; en una parte dice:
"Santo Padre: La tristeza ha destrozado mi alma y he temblado de indignación al enterarme de la tenta- tiva criminal de mi hijo —el que murió en esta cam- paña— contra Vuestra Santidad. Mi vida atormentada debía aún pasar por él más cruel de los pesares al saber que uno de los míos ha podido olvidar todas las bon- dades con que Vuestra Santidad ha favorecido sin me- dida a mi familia. Mi desdichado hijo ha muerto. ¡Qué Dios tenga misericordia de él! En cuanto al otro (el príncipe Luis Napoleón) que usurpa mi nombre; Vues- tra santidad sabe que gracias a Dios no tiene nada que ver conmigo".
A pesar de la forma en que se expresa en la carta anterior, Luis Bonaparte, poco antes de morir en Flo- rencia quiso ver a su hijo Luis Napoleón, preso en el castillo de Ham. Da la impresión de que la carta al Papa fue escrita en una de esas crisis nerviosas que le afee-» taban y que después se arrepintió de lo que había dicho en un momento de ofuscación.
4)
Al considerarse el príncipe Luis Napoleón el he- redero de la tradición napolónica, adquirió el sentido fatalista de un glorioso destino; el porvenir le indica- ba la corona imperial. Muy luego en el castillo de Are- nemberg se reunió un grupo de fervientes bonapar- tistas que consideraban a Luis Napoleón como el prín- cipe que debía realizar la restauración imperial. Uno de ellos Fialin, que se hacía llamar conde de Persigny, audaz y de una increíble tenacidad, había dedicado su vida a organizar el movimiento que iba a triunfar en Francia.
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La primera tentativa, sin base alguna, mal prepa- rada, fue un completo fracaso. Luis Napoleón preten- dió sublevar a la guarnición de Strasburgo y sólo con- siguió caer en manos de la policía francesa de Luis Fe- lipe. El gobierno francés, con muy buen criterio, se preocupó de no dar publicidad a lo que se podía cali- ficar como una intentona descabellada; pero que al co- nocerse haría saber que existía un heredero del gran Emperador. El príncipe fue llevado secretamente a Pa- rís y de ahí a la costa donde se le embarcó con rumbo a Estados Unidos; se procuró que el viaje fuera lo más largo posible; el buque en que navegaba recaló prime- ro en las costas del Brasil. Nadie pudo imaginar la influencia que iba a tener en los planes del futuro Napoleón III el conocimiento de América.
Luis Napoleón regresó a Arenemberg al saber que la reina Hortensia estaba muy enferma; alcanzó a des- pedirse de su madre, a quien la unía el entrañable amor de hijo único. Al despedirse para siempre de la mansión en que había vivido parte de su juventud, llevó varios recuerdos de familia, entre ellos un cuaderno en que Hortensia había escrito diferentes consejos dedicados' a su hijo; ellos revelan el talento de la reina para apreciar la psicología humana y la prescindencia de toda idea moral; lo bueno o lo malo de los actos personales ante la ventaja que se puede conseguir.
Al estudiar las actuaciones de Napoleón III se ve cuanto influyeron estos consejos maternales en la vida del Emperador. Es interesante conocer algunos de ellos.
"Los Bonapartes están destinados a ser amigos de todo el mundo. Son mediadores".
"No dejemos de afirmar que el Emperador era in- falible; todos sus actos obedecieron a un motivo nacional. No ceses de publicar, con terquedad invencible, que ha- bía hecho a Francia poderosa y próspera y que cada una de sus conquistas servía para extender por Europa sus
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instituciones admirables. Se acaba por hacer creer a los otros lo que se repite con frecuencia y convicción".
"Discutiendo con franceses es fácil imponer la pro- pia opinión invocando la Historia. Como nadie la ha estudiado están pronto a admitir como verdad lo que el osado les diga".
Este consejo no sólo se puede aplicar a los france- ses; es universal.
"No olvides jamás que eres príncipe; pero tu título es nuevo y para darle el prestigio que no ha podido consagrarle el tiempo debes esforzarte para que sean tus hechos los que le ilustren. Si el pueblo sufre, tú has de sufrir con el pueblo".
"Muéstrate acogedor con todos. No rechaces nunca a nadie, ni aun a los simples curiosos, ni aun a los mis- mos impertinentes, todos los hombres pueden ser un día de provecho".
"Te recuerdo un consejo que te he dado varias veces. Vive siempre apercibido con el otrjeto de apro- vechar en tu beneficio los sucesos favorables o desdi- chados. El triunfo lo obtienen siempre los que tienen la habilidad de elegir el momento oportuno para in- tervenir por sorpresa. No des la cara sino en el mo- mento oportuno".
Y aquí viene una frase verdaderamente notable por la forma como el príncipe supo comprenderla y aplicarla:
"El mundo puede caer dos veces en la misma ce- lada".
Establecido el príncipe Luis Napoleón en Londres y rodeado de gran número de partidarios, se preparó para derribar el gobierno de Luis Felipe ya bastante impopular. Una nueva tentativa, mal ideada y peor
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preparada, consistió en un desembarco en Boulogne. Fue un completo fracaso como la primera; pero esta vez el príncipe tuvo que comparecer ante un tribunal de los Pares, es decir de miembros del Senado francés.
Sucedió lo que debía haberse evitado, como en el caso anterior. Toda Francia supo que el príncipe he- redero del Emperador había sido condenado a prisión perpetua en el castillo de Ham por jueces militares o altos dignatarios que debían su situación al Empera- dor; ahora condenaban al sobrino por un delito políti- co, en circunstancias que ellos habrían sido los prime- ros en aceptarlo en caso de que hubiera triunfado.
Seis años duró la reclusión en Ham, donde, dedi- cado al estudio y a escribir y desarrollar diferentes pro- yectos, su carácter sufrió una transformación; dejó de ser el hombre precipitado para transformarse en un pensador, en cierto modo un soñador, que estudia y prepara, puede decirse que acaricia sus ideas, sus so- luciones, sin hallar ni resolverse a encontrar el momen- to apropiado para ponerlas en ejecución. Adquiere un carácter indeciso, expuesto a ser explotado por hom- bres astutos y fuertes de voluntad, que muy pronto se dan cuenta de esa extraña debilidad que se oculta tras una aparente energía y de una audacia que no existe. Es inteligente y bondadoso y ha comprendido el mo- mento en que vive y la profunda evolución social que se está desarrollando. iSus fracasos le han producido una desconfianza que es instintiva y que lo hace lucu- brar proyectos sin darlos a conocer a las personas que necesariamente deben estar al corriente de ellos para que puedan tener éxito, y así pasará que va a sorpren- der a sus más fieles partidarios con resoluciones insos- pechadas.
Logra fugarse de Ham; y se instala en Londres. Al saber el estallido de la revolución de febrero de 1848, en Francia, cree que ha llegado el momento de actuar. El gobierno provisional no lo admite; no lo considera
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un hombre peligroso, pero lleva un nombre más que peligroso. Ya hemos visto como elegido por dos veces consecutivas hay que aceptarlo. Cuando llega el mo- mento en que tiene que jurar ante la Asamblea sube a la tribuna y se confunde al querer expresar su pen* Sarniento. Da la impresión de que es un mentecato y lo curioso es que esto lo' favorece, pues los políticos ambiciosos y listos llegan a la conclusión de que no deben temerle; el príncipe es un figurón a quien ellos, hábiles en las maniobras políticas, podrán fácilmente manejar sirviéndose de un nombre que representa una fuerza incalculable.
El problema interesante es la elección de un pre- sidente de la república. Al lado de un candidato de la extrema izquierda, que no tiene probabilidades de triunfar, figura el general Cavaignac, que es el de más arrastre. Había dado muestra de energía y era el hom- bre llamado a establecer el orden en la naciente re- pública. Otro candidato era el poeta Alfonso de La- martine, muy popular, brillante orador y gran literato. Los amigos del príncipe comenzaron a trabajar por su candidatura en toda Francia, con ardor, con entusiasmo, con la seguridad de que iban a triunfar; hasta en el más humilde rincón de Francia el nombre de Napo- león evocaba un recuerdo de grandeza y de gloria.
Los monárquicos formaban la mayor fuerza elec- toral; pero estaban divididos en legitimistas y orleanis- tas; ambos partidos se plegaron a la candidatura de Luis Napoleón que salió elegido por una abrumadora ma- yoría respecto del general Cavaignac.
Fue un engaño para la mayoría la personalidad del presidente electo. Su aspecto físico en nada recor- daba al gran Emperador. Era una figura opaca que no revelaba ambición ni talento político. Sus años de prisión le habían impreso un sello especial en su mi- rada que parecía estar pensando en algo distante, le- jano, no en el problema del momento. Hubo, sin em-
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bargo varias personas de valer que no se equivocaron; en sus apreciaciones. Años después el general Lamori- ciere, desterrado en Bélgica dirá:
"El clero cree que un charlatán, que un perjuro coronado, puede concederles el convertir a las almas. ¡Error! El clero cree que el carbonario de la víspera va a convertirse en sincero protector de Pío IX. ¡Error! ¡Deplorable error! Ese hombre adula a todos para lle- gar; pero su naturaleza doble es incompatible con la política católica que es eminentemente simple. La có- pula de la Fe y de la Masonería, de la Iglesia y de la Revolución es peor que la impiedad franca".
El conde de Falloux, que había sido uno de los jefes más destacados del partido católico, dice al ya famoso periodista Veuillot:
"Créame, conozco a Luis Napoleón mejor que Ud. No espere de él nunca una política sinceramente cató- lica. Conserva sobre el Papado las ideas de su juven- tud. Cuando Ud. lo haya libertado de todo freno, verá a dónde nos lleva. No prepare por lo tanto un gran remordimiento para su conciencia, ni una gran humi- llación para su sagacidad; permanezca neutral, es lo menos que puede hacer".
Un hombre que era un hábil político, a quien se le atribuía una especial perspicacia, ministro varias ve- ces durante el reinado de Luis Felipe, Adolfo Thiers, al oír por primera vez al príncipe en la tribuna de los di- putados dijo: "Es un cretino, muy fácil de manejar" y tuvo la ingenuidad de aconsejar al príncipe que vistie- ra el uniforme del Primer Cónsul al hacerse cargo del poder como presidente, a cuya elección él tanto contri- buyó. No hay duda que Thiers no conocía los consejos de la reina Hortensia que el hijo observó con tanto éxito.
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CAPITULO III
1) Pío IX regresa a Roma — 2) y 3) El golpe de Estado del 2 de diciembre en Francia.— 4) El segundo Imperio francés.
1) , t:ff
La República Romana, cuyo principal dirigente era José Mazzini, tuvo corta vida. El asesinato del conde Ros- si y el atropello y desconocimiento de la autoridad pon- tificia causaron penosa impresión y se vio el peligro que encerraba el movimiento italiano en la forma que su je- fe propiciaba; se veía que muy pronto se iba a produ- cir la anarquía.
Había en Mazzini, junto a su intenso patriotismo italiano, un odio profundo al catolicismo. No separaba en la personalidad del Papa el carácter de príncipe ita- liano del de jefe espiritual de millones de hombres. Com- penetrado de la filosofía del siglo XVIII, estaba con- vencido de que la Iglesia era una institución envejeci- da que debía desaparecer por ser un estorbo a lo que él estimaba una' radiante filosofía del porvenir. Muy pronto pudo palpar lo errado de sus esperanzas en cuan- to a una revolución europea; la reacción aumentaba ca- da vez más y jamás pensó que setenta años después se iba a realizar su ideal de agrupamiento y libertad de
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los pueblos, con lo que se iba a iniciar la ruina de la cultura occidental.
La huida de Pío IX, el triunfo del ejército austría- co y la gran victoria obtenida en Novara fueron un anuncio del pronto término de la revolución romana. La reacción producida en los países católicos al saberse los acontecimientos producidos en Roma fue completa- da por la indignación manifestada en las naciones pro- testantes y en la Rusia ortodoxa. El zar Nicolás I ex- presó su protesta en forma enérgica.
Fueron famosos los discursos pronunciados en los Parlamentos de España, Francia e Inglaterra. Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, uno de los más nota- bles oradores españoles, expresó en el Parlamento el sen- tir nacional al condenar la forma en que se había tra- tado al Santo Padre. En Francia el conde Carlos de Mon- talembert, uno de los jefes del partido católico, en uno de sus discursos que recuerda la oratoria grandiosa y apasionada de los grandes oradores franceses, dijo en al- gunas de sus partes:
"Considerad doscientos millones de hombres espar- cidos en el universo, no sólo en Irlanda, en España, en Polonia, en Europa, sino también en las misiones de China y en los desiertos de Oregón. Dentro de poco es- tos doscientos millones de hombres sabrán unos después de otros, que el jefe de la fe, el doctor de sus concien- cias, el guía de sus almas, aquel a quien llaman con el nombre de Padre, fue sitiado, insultado, oprimido y en- carcelado en su propio palacio. Todos enfurecerán de indignación y de dolor. Por triste que haya sido el re- sultado de las reformas políticas inauguradas por Pío IX en 1846, todo juez imparcial y consciente no debe can- sarse de felicitarle. Si hubiera rehusado toda concesión al espíritu del tiempo, la revolución habría estallado lo mismo después de la catástrofe de febrero y entonces el vulgo habría dicho: "El Papa pudo haber evitado estos males a su pueblo y no lo ha querido. Se obstinó en
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una resistencia imposible. Demostró que el Papado es una institución superada, incompatible con el genio mo- derno". Pío IX, sin sacrificar ningún derecho a una va- na popularidad, desmintió estos sofismas. Quitó a la re- volución todo pretexto honrado, pero no logró desarmar a la calumnia".
Hubo protestas en países no católicos como Ingla- terra. En la Cámara de los Lores el marqués de Lans- downe dijo lo siguiente:
"La condición de la soberanía del Papa tiene de es- pecial, que por su poder temporal no es más que un monarca de cuarta o quinta clase; en cambio, por su po- der espiritual, goza de una soberanía que no tiene equi- valente en el mundo entero. Cada país que tiene sub- ditos católicos romanos tiene interés en la situación de los Estados Romanos y todos estos Estados deben velar para que el Papa pueda ejercer su autoridad sin que le sea impuesta traba alguna por parte de ninguna in- fluencia temporal que pueda cohibir su poder espiri- tual".
Hubo ofertas por parte de varios países para que se trasladara a uno de ellos la sede de la Iglesia. La que estimó más favorable Pío IX fue la oferta española que ofrecía una de las islas Baleares. Sin embargo, la aco- gida que encontró en Gaeta y el apoyo del rey de Ná-i poles demoraron su resolución; mientras tanto el des- arrollo de los acontecimientos produjo un cambio total. Los triunfos austríacos hicieron ver que la revolución sería muy pronto dominada.
El Papa había encontrado en el cardenal Antonelli el hombre de talento capaz de seguir una política acer- tada en tan difíciles momentos. No convenía que in- terviniera en Italia en favor de la Santa Sede solamen- te el Austria, lo que además de crear una dependencia respecto de esa nación, aseguraba nuevamente el domi- nio sobre Italia. Fue una hábil medida el aceptar la in- tervención de las otras tres naciones católicas que de-
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scaban hacerlo: Francia, España y Nápoles. Los austría- cos después de someter Lombardía y Venecia, penetra- ron en los Estados Pontificios. Una división española de ocho mil hombres desembarcó en Italia, lo mismo había hecho un pequeño ejército francés que al avanzar hacia Roma fue rechazado por las tropas de Mazzini y del gue- rrillero Garibaldi. Esto fue considerado como una afren- ta inflingida al ejército francés. Los franceses, fuerte- mente reforzados al mando del general Oudinot, pene- traron en Roma y pusieron fin a la república de Maz- zini .
El rey de Nápoles y los duques de Toscana y Par- ma abolieron las constituciones que se habían visto obli- gados a conceder y el Papa antes de regresar a Roma declaró caducado el estatuto promulgado antes de la re- volución. Esto motivó protestas, especialmente en Fran- cia. Cuando Luis Napoleón era candidato a la presiden- cia y necesitaba el apoyo del partido católico, había di- rigido una carta al nuncio en Francia, la que fue pu- blicada- en el diario L'Univers de Veuillot; en una de sus partes decía:
"El mantenimiento de la soberanía temporal del Ve- nerable Jefe de la Iglesia está tan íntimamente ligado con el espíritu del catolicismo como con la libertad y la independencia de Italia".
Una vez ya elegido presidente cambió sensiblemen- te el tono, como se ve en la siguiente carta dirigida al coronel Ney que estaba en el ejército destacado en Ro- ma:
"Mi querido Edgardo:
La República no ha enviado un ejército a Roma para sofocar la libertad italiana, sino para preservarla contra sus propios excesos y darle una sólida base al re- poner en el trono pontificio al príncipe que antes se anticipó a todas las reformas útiles. Me da pena ver que las benévolas intenciones del Santo Padre, así también como nuestra acción, resultan estériles a consecuencia de
las influencias y pasiones hostiles. Se pretende dar por base a la vnelta del Papa la proscripción y la tiranía.
Comunicad de mi parte al general Postolan que no debe permitir que a la sombra de la bandera tricolor se cometan actos que puedan alterar la naturaleza de nues- tra intervención. Así entiendo yo el restablecimiento del poder temporal del Papa: anmistía general, seculariza- ción de la administración, código napoleónico y gobier- no liberal".
El Papa respondió ante estas manifestaciones que como monarca tenía derecho a regular la administración del Estado, y esto fue dicho en una forma tal que en- cerraba veladamente el peligro de que se apoyase sólo en el Auslria. Ante esto cesaron las indicaciones france- sas. Poco después Pío IX regresó a Roma y se inició la última etapa de la agonía del poder temporal comen- zada cincuenta años antes al ocupar los franceses a Ro- ma y llevar prisionero a Pío VI. Estos últimos veinte años del dominio temporal están íntimamente entrela- zados con la unidad italiana.
2)
Fue enorme la sorpresa que causó el príncipe Luis Napoleón cuando se presentó a la Asamblea Legislativa para jurar como presidente electo y tomar posesión de su alto cargo. Era otro hombre, muv distinto al que ha- bían conocido como diputado. En forma digna, de as- pecto majestuoso, habló sin vacilar, correctamente y los que lo trataron de cerca no pudieron descubrir en la mirada de sus ojos semicerrados nada que pudiera in- dicarles cuáles eran sus intenciones, sus pensamientos. Los congresales comprendieron muy bien que se había elegido a un hombre que iba a mandar y al que segu- ramente se debería obedecer.
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La frase de Thiers "Es un cretino fácil de mane- jar" era una prueba de que este hábil político se había engañado por completo y que al apoyar su elección y darle consejos que el príncipe había oído con toda cor- tesía había cometido un error del cual muy pronto, se- guramente, debería arrepentirse.
El presidente formó un ministerio de acuerdo con los partidos que lo habían llevado al poder por lo cual debía haber contado con una fuerte mayoría parlamen- taria, más con demasiada rapidez comenzaron las desave- nencias. El presidente tenía una política propia y esta- ba dispuesto a seguirla e imponerla. En la cuestión ro- mana, o sea en la intervención en Italia para restable- cer el dominio temporal del Papado, se pudo apreciar cuánto había cambiado en su modo de pensar el prín- cipe al llegar al poder.
Según algunos, Luis Napoleón al darse cuenta que en un período de cuatro años como presidente no po- día desarrollar su vasto plan de reformas, deseó ser re- elegido, lo que sólo era posible si se reformaba la cons- titución que prohibía la reelección, y cuando compren- dió la imposibilidad de conseguirlo optó por dar un golpe de Estado que prolongara su mandato. Según otros, y esto es lo más probable, el príncipe siempre ha- bía pensado en la restauración del Imperio; la presiden- cia era sólo una etapa del camino a seguir.
Luis Napoleón era el heredero del gran Emperador y como tal tenía la firme convicción de que estaba des- tinado a restaurar la monarquía imperial y la gloriosa posición de Francia entre las otras naciones. Su carácter soñador le hacía cultivar sus proyectos sin llevarlos a la práctica hasta que algunos de sus allegados les daban el impulso necesario. El número de sus acompañantes aumentó considerablemente al ser presidente y muchos de ellos estaban dispuesto a emprender una aventura por demás peligrosa.
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Junto a Persigny, audaz, enérgico, de procedimien- tos brutales y de una fidelidad inquebrantable hacia su ideal del Imperio napoleónico, estaba el personaje deci- sivo: Morny. El conde Augusto de Morny era hijo de la reina Hortensia y del conde de Flahaut que había ac- tuado durante el Imperio y la Restauración; era nieto de Talleyrand y de Mme. Tencin, que se decía hija de Luis XV. Morny heredó de su abuelo el príncipe Talley- rand el encanto del trato personal, una tranquila auda- cia, un perfecto disimulo y una completa amoralidad. Era un jugador capaz de confiar a la suerte toda su for- tuna y tenía un instinto político que le permitía apre- ciar con certeza el pro y el contra de obtener el triun* fo de un plan. Varias veces dijo a sus íntimos refirién- dose a Luis Napoleón: "Aunque él no lo quiera, lo ha- remos Emperador".
Cuando el príncipe conoció a Morny, al principio no le agradó, mas cuando supo que era hijo de la ex reina de Holanda, su madre, de lo que Morny bacía os- tentación al usar una pequeña flor de hortensia en la solapa de su casaca, que era su hermano por parte de madre, cambió de parecer. En entrevistas sucesivas Mor- ny cautivó al príncipe con su brillante ingenio y llegó a ser su principal consejero.
La Asamblea Legislativa, temerosa del elemento obrero, socialista en su mayor parte, resolvió restringir el derecho de voto y como no se atrevió a volver al su- fragio censatario, pues el abolir el sufragio universal sig- nificaba traicionar el espíritu de la revolución de 1848, se valió de un subterfugio. Se estableció que para ejeri cer su derecho el votante debía residir un mínimun de tres años en la comuna que le correspondía votar. Con esta medida se disminuyó considerablemente el número de electores, disminución que afectaba casi totalmente al elemento izquierdista.
La Cámara, compuesta en su mayoría por diputa- dos monárquicos, entró en una franca oposición al pre-
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sidente, a quien no le quedó más camino que ir a un golpe de Estado o resignarse a regresar a la vida priva- da, a una completa pobreza, pues ya no tenía más que deudas.
3)
El jefe militar de París, el general Changarnier, era enemigo del príncipe y un decidido opositor a las ambiciones de éste que presentía con toda razón. Se ex- presaba del presidente en forma insolente, en la creencia de que no se atrevería a tomar ninguna medida contra él. Fue grande la sorpresa cuando el presidente exigió la renuncia a Changarnier y cambió el ministerio por otro en que figuraban sus más decididos partidarios, como Morny que pasó a ser Ministro del Interior. Mi- nistro de guerra fue nombrado el general Saint Arnaud, quien, como coronel en Argelia, había emprendido una expedición punitiva contra tribus del interior, con gran éxito, el que fue especialmente alabado por la prensa oficial; como premio se le ascendió a general.
El gobierno había preparado el camino para llevar a Saint Arnaud al poder; era el militar que necesitaba. Valiente, enérgico, audaz, era el hombre capaz de jugar todo su porvenir por el triunfo de su partido. Hubo varios observadores políticos que al saber el nombra- miento de Saint Arnaud comprendieron que el golpe de estado era algo ya resuelto. En cambio, los que se creían más hábiles entre los defensores de la república estimaban imposible que el príncipe se atreviera a tomar una decisión violenta.
Curzio Malaparte, escritor italiano, en su obra "La Técnica del Golpe de Estado", cita el del 2 de diciem- bre de 1852 como uno de los complots mejor preparados que puede servir de modelo en su género. No hay duda que la conspiración fue cuidadosamente estudiada y eje-
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cutada con suma destreza y precisión. Se tomó muy en cuenta lo acontecido el 18 del Brumario; pero no hay que olvidar que se trataba de un golpe dado de adentro hacia afuera. Era el poder ejecutivo, que disponía de la fuerza, el que arrebataba su autoridad al legislativo, que sólo disponía para su defensa de la opinión pública y la posibilidad de lanzar las masas obreras en su apoyo. Es muy distinto el caso del golpe de afuera hacia adentro, en que los complotados deben luchar contra la fuerza de que dispone el ejecutivo.
El carácter fatalista de Luis Napoleón lo indujo a elegir el 2 de diciembre para dar el golpe de estado. El 2 de diciembre era una fecha clásica en los fastos glo- riosos del primer Imperio. Un 2 de diciembre había sido coronado emperador Napoleón I; en igual fecha había obtenido su victoria más espectacular, la batalla de Austerlitz, y años después en ese día, en las llanuras rusas en Borodino, derrotó al ejército que defendía Mos- cow. Había pasado a ser el 2 de diciembre una fecha tradicional en la historia napoleónica.
Empujado principalmente por Morny y Persigny, el príncipe presidente se resolvió a dar el golpe de estado. Se decretó la suspensión de la Asamblea Legislativa, el restablecimiento del sufragio universal y la convocación a un plebiscito para aprobar o rechazar la constitución que se proponía. Las proclamas impresas en el más com- pleto secreto fueron fijadas en la mañana del 2 de di- ciembre en diferentes partes donde fueran más visibles. Fue ocupado por las fuerzas armadas el recinto de la Asamblea y todos los puntos claves de la ciudad y se apresó en la noche, antes de la madrugada a todas las personalidades que podían encabezar un movimiento de resistencia. El ejército controló toda la ciudad para evi- tar se formaran barricadas como en las anteriores revo- luciones.
A pesar de las medidas tomadas, hubo un principio de resistencia que fue rápidamente sofocado, lo que costó
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varias vidas. Todo se había desarrollado en un orden, aparente y la oposición se habría robustecido si no hu- bieran estallado en Lyon y en otras ciudades, movimien- tos socialistas con tal furia que alarmó a la burguesía, la que vio en Luis Napoleón un salvador del orden social existente.
La nueva constitución fue aprobada por gran ma- yoría de votos; entregaba el poder ejecutivo a un presi- dente elegido por diez años y el poder legislativo a un Senado, a una Cámara de Diputados y a un Consejo de Estado; todas las iniciativas quedaban en manos del pre- sidente. Se establecía un régimen similar al del Consu- lado. Luis Napoleón, conocedor del manejo de las so- ciedades secretas, trató de transformarlas en instrumentos del gobierno; así la Masonería se vio obligada a elegir como jefe al general Magnan, que extraño a ella, tuvo que recibir todos los grados y títulos correspondientes a su alto cargo.
4)
Fueron muchos los políticos franceses que aprecia- ron debidamente lo que en realidad significaba lo acon- tecido el 2 de diciembre de 1852; se dijo: "El Imperio es un hecho". Sin embargo Luis Napoleón parecía vacilar; contaba con gran popularidad, se había atraído a los católicos al hacer concesiones al clero y al hablar sobre la libertad de enseñanza y sobre todo tenía un firme apoyo en el ejército cuya adhesión quedó asegurada al eliminar a todos los jefes que no le eran afectos.
Emprendió un viaje por las provincias donde fue aclamado y ya en algunas revistas militares se dio el grito de "Viva el Emperador". Al fin en un discurso pronunciado en Burdeos expresó que Napoleón se había visto obligado a emprender guerras que ahora no tenían razón de ser. Francia era un país rico que un gobierno
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fuerte y hábil podía administrar en forma que se nive- laran las diferencias sociales y hubiera trabajo abundan- te, base de toda prosperidad y terminó con una frase que encerraba todo un programa: "El Imperio es la paz".
Poco después por un Senado Consulto se proclamó al príncipe Luis Napoleón, Emperador, dignidad here- ditaria en su familia. Tomó el nombre de Napoleón III; manera de equiparar a los Bonaparte con los Borbones; estos habían reconocido como rey a Luis XVII, que pri- sionero en el Temple no pudo gobernar; los otros acep- taban como Napoleón II al duque de Reichstadt que tampoco había gobernado. No hubo inconvenientes por parte de las naciones para reconocer el nuevo gobierno francés. El que hubiera en Francia un soberano enérgico sin las ambiciones del primer Emperador era una ga- rantía que adquiría especial valor al recordar la anar- quía que se produjo después de la revolución de 1848. Inglaterra aceptó complacida lo sucedido. El nuevo Em- perador era una figura conocida en el país y se sabía que su política exterior se iba a basar en un acercamiento al gobierno inglés. El único que actuó en forma desco- medida fue el zar Nicolás que no dio a Napoleón III el título de hermano, como era corriente hacerlo según el protocolo, sino que lo llamó querido amigo. La pro- testa de la cancillería francesa fue aceptada; pero quedó un resabio de disgusto que muy pronto se manifestó en las nuevas combinaciones de la política internacional.
El gobierno francés inició negociaciones con el Va- ticano para conseguir que el Papa fuera a coronar a Na- poleón como Emperador. El hecho que las tropas fran- cesas habían restaurado la soberanía papal en Roma y sobre todo el decidido apoyo que los católicos prestaban al régimen imperial, daban base a estos deseos cuya rea- lización habría creado una situación especial al Empera- dor entre los monarcas católicos. Aunque estas conversa- ciones se mantenían en secreto, algo supo la cancillería austríaca. Pío IX se había dejado llevar por su corazón
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generoso y acogió con agrado las insinuaciones france- sas; pero el cardenal Antonelli apreció el problema en todo su conjunto e hizo ver la trascendencia que podía tener un acto de esa naturaleza y que había que recordar lo acontecido a Pío VII.
Hubo una tentativa de entendimiento de Napoleón III con Austria, cuyo gobierno miraba con simpatía que hubiera en Francia un gobierno autoritario, mas a nada se llegó porque instintivamente la diplomacia austríaca desconfiaba del nuevo monarca francés. Hay que admirar la sagacidad de los consejeros de Francisco José, los que no podían confiar en Napoleón III; presentían que iba a seguir una política tortuosa cuyo objetivo no podían precisar.
La contestación final de la cui>ia romana fue muy hábil. Expresó el temor de que los otros soberanos cató- ticos se disgustaran y se consideraran empequeñecidos ante una deferencia tan notoria de parte del Papado respecto del nuevo Imperio francés y se concluía invo- cando el caso de Carlomagno que había sido coronado en Roma; al mismo tiempo se hablaba de introducir refor- mas en el concordato, lo que hizo comprender al gobier- no francés que era mejor olvidar lo propuesto.
Como el Imperio se había declarado hereditario preocupaba el problema de la sucesión al trono. El más próximo heredero era el príncipe Jerónimo Bonaparte, hijo del ex rey de Westfalia. Hombre de carácter impe- tuoso, que hacía gala de un excesivo radicalismo en sus ideas, especialmente en las religiosas, era inaceptable para los partidos que apoyaban al Imperio. Por este mo- tivo fue recibida con suma satisfacción la noticia de la próxima boda del Emperador. Napoleón III había pasado los cuarenta y cinco años de edad. Su vida amorosa hacía temer que prolongara su estado de soltería, cuando la consolidación de la dinastía exigía un heredero legítimo. Los ministros estudiaron los posibles enlaces con algunas
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de las princesas de las familias reinantes; hubo fracasos que no tuvieron importancia, cuando se supo que el Em- perador se había enamorado de una dama española, noble, de rara belleza y reconocida virtud.
Napoleón III anunció su matrimonio en un discur- so pronunciado ante los miembros de las Cámaras y de los altos dignatarios. Fue un discurso original y es digno de conocer algunas de sus partes por la noble sencillez como explica que es el amor el que lo ha guiado en su elección:
"La que ha acabado por ser objeto de mi preferencia es de elevada alcurnia; francesa por su corazón, por su educación y por el recuerdo de la sangre que por la causa del Imperio derramó su padre; tiene, por su cali- dad de española, la ventaja de no tener familia a la que haya que dar honores y dignidades. Dotada de todas las buenas cualidades morales, será adorno del trono, de igual modo que en el día de peligro será uno de sus va- lerosos apoyos; católica y piadosa, elevará al cielo las mismas preces que yo por la felicidad de Francia: gracio- sa y buena, hará revivir en la misma posición, seguro estoy de ello, las virtudes de la emperatriz Josefina. Por consiguiente, señores, digo a Francia: he preferido una mujer a quien amo y respeto, a otra desconocida cuya alianza habría reportado ventajas mezcladas con sacrifi- cios. Muy pronto al encaminarme hacia Nuestra Señora presentaré la Emperatriz al pueblo y al ejército; la con fianza que estos tienen en mí asegura su simpatía a la esposa por mí elegida. Y vosotros, señores, cuando la conozcáis; os convenceréis de que también esta vez me ha inspirado la Providencia".
La elección fue bien recibida por la clase media y por el pueblo. El que la futura Emperatriz fuera fervien- te católica era un motivo de seguridad para el clero y para el partido católico.
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CAPITULO IV
1) El emperador Francisco José de Austria— 2) Fin de la rebelión en Italia y en Hungría.— 3) La revolución en Ale- mania— 4) El zar Nicolás I— 5) Los partidos eslavista y revolucionarios en Rusia.— 6) Dostoiewski.
Fue una carga abrumadora la que tuvo que sopor- tar el joven archiduque Francisco cuando al ceñir la co- rona imperial pasó a ser el emperador Francisco José, tercer emperador del Imperio austríaco, que estaba con- vulsionado por una revolución que se extendía por todo su territorio. El primer Emperador de Austria, que a su vez fue el último Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, decía que el hetereogéneo Imperio austríaco tenía la ventaja sobre las monarquías homogéneas, como Francia, que al sublevarse París la rebelión se extendía a todo el país; en cambio cuando estallaba una revolu- ción en uno de los pueblos del Imperio, los otros conti- nuaban tranquilos. Así, si se sublevaban los dominios italianos, se encargaban los húngaros de reducirlos y cuando estos se inquietaban eran los checos o cualquier otro pueblo eslavo el que se encargaba, con placer, de someter a la obediencia a Hungría.
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En 1848 falló por completo este principio político; la revolución fue total entre los veintinueve países o con- glomerados que constituían el dominio austríaco. Estalló con furia la revolución en Viena, como ya lo hemos visto, es decir en la parte germana, igual que pasó en toda Alemania.
Francisco José había sido educado en forma rígida; se le había inculcado el principio del cumplimiento del deber y una austeridad de vida que conservó durante todo su largo reinado. Carecía de imaginación y por esto era reacio a toda clase de reformas. La herencia de los Habsburgos, que había primado sobre la ascendencia de los Lorena, se manifestaba especialmente en el con- cepto que tenía acerca del origen divino de su autoridad. Creía que el Imperio debía apoyarse en las tres colum- nas que hasta entonces lo habían sostenido: la dinas- tía, el Ejército y la burocracia. No comprendió el cam- bio profundo del sentir popular; desdeñó fatalmente las ideas liberales y la posibilidad de transformar la estruc- tura del Imperio dando cabida a las aspiraciones racia- les.
En este Imperio dominaban los alemanes que eran nueve millones de habitantes en un total de treinta y cinco; es decir un 26% de la población dirigía a dieci- siete millones de eslavos, tres de rumanos, seis de hún- garos, sin contar los italianos de Lombardía y Venecia. No había unidad religiosa; se estimaba que había vein- titrés millones de católicos, siete millones de ortodoxos de diferentes obediencias y tres y medio millones de pro- testantes de variadas confesiones. Predominaban políti- camente después de los alemanes, los checos y los hún- garos. En cuanto al aspecto geográfico, el Imperio tenía en su mayor parte fronteras artificiales; Bohemia con su cuadrilátero montañoso y los Alpes de Transilvania eran las únicas barreras naturales.
Además de las constituciones o conatos de leyes constitucionales que la corona se había visto obligada
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a conceder, se había reunido un parlamento con repre- sentantes de todo el Imperio, donde se trataba de dar alguna libertad a los diferentes grupos nacionales. Tanto los bohemios o checos como los húngaros y otros pueblos aceptaban el dominio austríaco porque los de- fendía de imperialismos más temibles y opresores, como eran el ruso y el alemán encabezado por Prusia. Por eso uno de los más brillantes paladines del nacionalis- mo checo dijo en el Parlamento:
"A fe mía si el Imperio austríaco no existiera desde tan largo tiempo, habría que apresurarse a crearlo en interés de Europa, en interés de la humanidad" y lue- go se hace la siguiente pregunta:
"¿Por qué este estado, reconocido como necesario, es sin embargo una fuente de continuo descontento para los pueblos que alberga? ¿Por qué está tan falto de vitalidad?" —y responde— "Porque durante demasiado tiempo y con una obcecación lamentable, ha descono- cido y negado la verdadera base jurídica de su propia existencia; el principio de la entera igualdad de todas las nacionalidades y confesiones reunidas bajo su cetro. La naturaleza no reconoce pueblos soberanos ni pueblos servidores".
2)
La juventud e inexperiencia política de Francisco José, contribuyeron a que se atuviera a los consejos de las personas que supieron ganar su confianza. Tres fue- ron las más influyentes: primero, su madre la archidu- quesa Sofía, a quien debía la corona. Esta princesa, cuyas dos hermanas eran reinas de Prusia y de Sajonia, hijas del rey de Baviera, instintivamente seguía una tendencia favorable hacia Alemania. La segunda fue el influyente ministro Kubeck, de origen plebeyo, hijo de un sastre. Tenía setenta años de edad; su profundo conocimiento
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de la administración tuvo gran influencia sobre el Em- perador, sobre todo porque le hablaba de acuerdo con la tendencia ancestral de los Habsburgos hacia el absolu- tismo; tras un barniz liberal tenía un absoluto despre- cio por los Parlamentos, invento anglo-francés. Según él, el Estado es uno y los poderes clasificados por la nueva ideología residen en el Emperador. ¿Cómo podría existir una indivisibilidad del poder si se establece que los ministros son responsables ante el Parlamento? Es- tas ideas caen muy bien, son del agrado del soberano; de acuerdo con sus consejos, el Parlamento que funcio- naba en Viena es trasladado a Kremsier, cerca de Ol- mutz.
El tercero, el ministro más importante, fue el prín- cipe Félix Schwarzemberg, que se acerca a los cincuenta años de edad. Tiene junto a la experiencia de los años, un empuje juvenil en cuanto a realizar sus ideas. Se- ductor y gran enamorado como Metternich, tiene más talento y más elasticidad ideológica que este; nacido en Bohemia, ve el Imperio como un austríaco y no como un alemán, como fue el caso de Metternich. Tiene fe inquebrantable sobre el porvenir del Austria y cree que está llamada a ejercer la preponderancia sobre Europa. Francisco José acoge con entusiasmo las ideas de su mi- nistro, el último gran estadista que tuvo el Imperio, y está dispuesto a seguirlas, prestándole todo su apoyo.
Desgraciadamente el Emperador resolvió clausurar el Parlamento de Kremsier y destruyó así la posibilidad de llegar a un principio de igualdad entre los diferentes pueblos del Imperio. No dio oído a ninguna protesta y algunas fueron expresadas en forma bastante dura e in- sultante, como la publicada en un panfleto en que se hacía decir a Kübeck dirigiéndose al príncipe Schwar- zemberg: "Alteza, uno de mis parientes, y del que no me avergüenzo, es carpintero, y huele a cola; otro es zapa- tero, y huele a pez; sin embargo vos sois demasiado mala compañía para mí, pues oléis a sangre".
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Se referían en todo esto a las terribles represiones en Italia y en Hungría. Los triunfos obtenidos en Lombar- día, que aseguraron el dominio austríaco, fueron segui- dos de sangrientas venganzas que terminaron de ahon- dar las diferencias entre los súbditos italianos y el Im- perio. Hasta antes de Mazzini, el movimiento italiano radicaba más en la nobleza y en la alta burgesía que en el pueblo; después fue totalmente popular. Uno de los generales austríacos, Haynau, fue llamado "el tigre de Brescia". La indignación contra el gobierno austríaco culminó cuando en Milán fueron condenadas varias mu- jeres a ser azotadas por cantar canciones patrióticas.
La guerra en Hungría fue aún más dura que la ita- liana; contribuyó a esto la mala dirección de las opera- ciones bélicas por parte de los austríacos y, pór la otra parte, el valor heroico de los húngaros al defender su independencia, desplegado no sólo por los magnates feu- dales sino también por el pueblo enfurecido ante la fe- rocidad con que se le reprimía. A pesar de haber llevado a Hungría la mayor parte del ejército vencedor en No- vara, llegó un momento en que se vio la imposibilidad de dominar la rebelión. La cancillería austríaca contaba con dos ofertas de auxilio: la prusiana o la rusa. Schwar- zemberg, no aceptó la primera pues significaba abando- nar la preminencia austríaca en Alemania; se decidió por la ayuda del zar Nicolás.
Rusia se aprovechó de la revolución de 1848 para ocupar los principados danubianos: Moldavia y Vala- quia, o sea Rumania. El triunfo de la revolución húnga- ra no podía ser aceptado por el gobierno ruso, pues sig- nificaba una excitación al vehemente nacionalismo po- laco, que a pesar de la terrible severidad del dominio zarista, sólo esperaba un momento favorable para volver a sublevarse.
Un ejército ruso atravesó las montañas y penetró en la Transilvania, mientras el grueso de las fuerzas rusas pasaron los Cárpatos y encerraron a los húngaros
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entre ellos y los austríacos. Los húngaros prefirieron ren- dirse a los rusos, lo que hicieron en la capitulación de Villagos, Paskievich, el general ruso, pudo anunciar al Zar: "Hungría está a los pies de su Majestad" Los rusos se retiraron y entregaron a los austríacos todos los terri- torios que les pertenecían y entonces se inició como en Italia, una feroz represión.
3)
La Revolución Francesa y las guerras napoleónicas desorganizaron la estructura del Imperio Germánico. Primero por el tratado de Luneville se suprimieron los feudos eclesiásticos, lo que significaba destruir la base electoral imperial; después por la paz de Presburgo, Francisco II renunció como emperador del Santo Im- perio Romano Germánico y tomó el título de empera- dor de Austria. El congreso de Viena no abordó el pro- blema alemán sino que sancionó lo hecho y redujo el número de estados alemanes a treinta y cinco, entre los que se incluía a Prusia y Austria.
Las guerras napoleónicas despertaron el nacionalismo alemán; los pueblos vivían tranquilos bajo el gobierno paternal de sus príncipes, más al pasar Alemania a ser el campo de batalla de Europa, invadida por ejércitos extranjeros, se produjo la desolación y la ruina carac- terística de las guerras y, lo más odioso, que luchaban alemanes con alemanes; todo esto despertó el sentimien- to de la nacionalidad con ferviente entusiasmo entre la juventud.
Había dos potencias que no aceptaban la unificación alemana, que era muy difícil de conseguir, y contribu- yeron a aumentar las dificultades que impedían llevar- la a un feliz término; eran Francia y Rusia. Francia aspiraba a posesionarse de la orilla izquierda del Rhin, lo que había conseguido durante el período napoleó-
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nico y además desde la época de Richelieu era política tradicional el evitar la unidad alemana, que iba a for- mar un potente estado, temible porque trataría de re- cobrar los territorios que lentamente había conquistado Francia. Rusia aspiraba a dominar Europa; después de apoderarse de la mayor parte de Polonia, ejercía sobre la Alemania dividida una especie de tutela; había sal- vado a Prusia del dominio napoleónico y apoyaba su engrandecimiento para colocarla frente al Austria y fa- vorecer una rivalidad que le aseguraba el papel de factor decisivo en cualquier conflicto. Los zares rusos ca- saban con princesas alemanas y habían creado una red de parentescos que los hacía aparecer como un jefe de familia entre varios de los pequeños principados ale- manes.
En el congreso de Viena se cometieron graves erro- rres políticos, algo que es una característica de esta cla- se de reuniones, en que para conseguir determinado ob- jetivo, hav que hacer concesiones que al final se tradu- cen en factores de futuros conflictos. Quedó en suspenso el problema alemán, ante un movimiento ya popular que no era posible desconocer. Después de varias tenta- tivas estalló en 1848 la revolución, que tuvo un carácter liberal en cuanto se consiguió que se establecieran go- biernos constitucionales, aun en Prusia, monarquía mi- litar; el rey Federico Guillermo IV se vio obligado a dar una constitución.
El movimiento revolucionario iba encaminado a rea- lizar la unidad alemana. Con este objeto se reunió en Francfort un Parlamento en que se discutía la forma de la unidad alemana, sin fijarse que existía un grave inconveniente: la rivalidad entre Austria y Prusia; la exclusión del Austria significaba la pérdida de tan vas- tos dominios.
Prusia actuó en forma decidida para agrupar a su alrededor a los diferentes estados y estuvo a punto de conseguirlo cuando se acordó ofrecerle al rey de Prusia
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la corona imperial. Con suma habilidad el ministro
austríaco Schwarzemberg había seguido el desarrollo de los acontecimientos; fuerte con el apoyo de Rusia y to- davía con la alianza de los reinos de Wurtemberg y Ba- viera, dio a Prusia un ultimátum que esta tuvo que aceptar.
El rey de Prusia se vio obligado a rehusar la co- rona imperial y la reacción triunfante en Austria pasó a Alemania. Se disolvió el Parlamento de Francfort y la situación quedó como antes; es decir un problema laten- te que necesariamente debería agravarse.
4)
El zar Nicolás I no tenía más talento que su herma- no Alejandro; pero lo superaba por la continuidad de su carácter; no tuvo ninguna veleidad liberal, sino, al contrario, odio a toda innovación en este sentido. Fue un autócrata convencido del origen divino de su poder y consideró siempre como un deber sagrado el no per- mitir nada en desmedro de la autoridad imperial; fue un Papa y un Emperador, un verdadero exponente del cesaropapismo.
Al llegar al trono, la revolución de diciembre y el conjunto de complots que se habían urdido contra Ale- jandro I, le hicieron comprender lo que era realmente el Imperio ruso. No se podía confiar en la nobleza, siempre levantisca, y por lo tanto en la oficialidad del ejército que procedía de esa clase social, infestada por las ideas revolucionarias que habían conocido en los países en que tuvieron que luchar. En el último complot, se habló de recluir en una prisión al Zar y a su familia y proclamar la república.
Tras la nobleza venía la inmensa masa rural, los mu- jiks, sometidos a una dura servidémbre, que en reali- dad era una forma de esclavitud. Ya desde antes se agita-
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ban las masas campesinas y se producían sublevaciones cuyo número aumentaba en una forma alarmante. Al comenzar el reinado de Nicolás I, estallaban diez revuel- tas por año; al terminar eran cincuenta anuales. El Zar pensó en hacer una reforma agraria aue aboliera la ser- vidumbre; sin embargo no pudo encontrar una fórmula que evitara el peligro de que el .nuevo orden no afectara la estructura social.
Nicolás I creyó encontrar apoyo en una burocracia seleccionada y adicta y en una gendarmería bien organi- zada y, como base de su poder, una policía secreta que debía realizar un espionaje completo de tal modo que nada escapara al control del soberano. Su jefe, el gene- ral Beckendorf, pronto adquirió terrible fama por la rapidez, precisión y extremada crueldad para reprimir los complots y a veces las posibles conspiraciones.
Lentamente se había ido formando una clase, entre la nobleza y la burguesía, que tomó un aspecto intelec- tual por contar principalmente con la juventud univer- sitaria y el apoyo de las sociedades secretas, entre las que se contaba la Masonería. Sus componentes tenían un modo de pensar propio de la cultura rusa, diferente del pensamiento occidental. Al mismo tiempo se desarrolla un inusitado movimiento literario, que es el principio del siglo de oro de la literatura rusa, cuyo estudio y co- nocimiento nos da una prueba de cuan diferente es la psicología del oriente ruso respecto del occidente euro- peo. Los poetas y escritores como Puchkin, Lermontov y el incomparable Dostoiewski son los iniciadores de esta grandiosa época literaria.
Hay una trilogía de revolucionarios que encabezan el movimiento que al cabo de ochenta años derribará al zarismo, y que tendrá una influencia fatal en la cultura divergente occidental. Uno es Alejandro Herzen, hijo natural de un gran señor ruso y de una alemana judía. Su padre le dejó una cuantiosa herencia que liquidó para trasladarse al extranjero; vivió principalmente en
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Londres, donde imprimía un periódico revolucionario en que exponía las nuevas ideas y atacaba al gobierno de los zares. "Kolokol" ("La Campana"), Se distribuía clandestinamente en Rusia sin que le fuera posible a la policía evitarlo, a pesar de las terribles penas que recaían sobre los que eran sorprendidos con algún ejemplar.
El segundo miembro del trío es Miguel Bakunin. Pertenecía a la nobleza; era un hombre hermoso, de talla gigantesca, animado por un espíritu de un fanatis- mo frío, inaccesible a cualquier cambio. Para él el Es- tado estaba corrompido y había que terminar con él para conseguir la libertad de los hombres. Dice:
"Nosotros no tenemos otra patria que la revolución universal. La libertad de las masas exige la destrucción de las instituciones políticas, religiosas, civiles y sociales, sobre las cuales reposa el mundo actual. Es necesario des- truir el Estado, la Iglesia, los tribunales, los bancos, la administración, la policía, el ejército que no son otra cosa que fortalezas levantadas por el privilegio contra el proletariado. No basta con destruirlos en sólo un Estado, hay que destruirlos en todos los países, pues existe en- tre todas estas instituciones, y por sobre todas las fron- teras, una solidaridad poderosa. La revolución total no puede cumplirse sino empleando la carnicería que so- brepase en horror a todo lo que la Historia ha visto, todo lo que el Occidente puede imaginar".
"Hay que destruir el Estado; en su lugar se instala- rán unidades autónomas, municipios, corporaciones que establecerán pactos voluntarios entre sí. Los criminales serán castigados por la censura de la opinión pública".
Este eíra el programa anarquista de Bakunin que tan nefasta influencia va a tener no sólo en Rusia sino también en Europa. Parece que la nostalgia de la vida campesina en la inmensa llanura rusa, algo que él cono- ció en su juventud, tuvo gran influencia en la ideología revolucionaria de Bakunin. En la revolución de 1848,
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Bakunin se lanzó a la lucha y cayó prisionero de los aus- tríacos en Bohemia; reclamado por el Zar fue encarcela- do en las húmedas y tétricas prisiones Schlusselburgo, a orillas del lago Ladoga, y ahí se fue consumiendo su fuerte vitalidad debido al encierro a que fue sometido. Su familia consiguió que fuera trasladado a Siberia, de donde logró fugarse ayudado por una hermosa joven hija del gobernador, con la cual casó, sin que fuera real- mente su mujer, iniciando así el grupo romántico de las esposas vírgenes de los revolucionarios.
5)
Fedor Dostoiewski es el tercer hombre del trío revo- lucionario; es el genial novelista que ha logrado analizar el alma rusa en sus más recónditos detalles y la ha pre- sentado en tal forma, que sólo los hombres de esa cultu- ra pueden comprender el valor real de sus admirables creaciones. Joven fue aprehendido por la policía por participar en reuniones clandestinas. Condenado a muer- te, es indultado cuando iba a ser ejecutado; se le envió a uno de los presidios de Siberia; después de varios años de cárcel, vuelve transformado en cuanto a sus ideas po- líticas. Una tras otras van apareciendo sus novelas que causan asombro no sólo en Rusia sino también en el extranjero, por el conocimiento profundo del carácter humano y la forma increíble como detalla y desmenuza hasta los sentimientos más íntimos, con gran belleza de estilo, basada en la sencillez de la expresión. Estudia el alma rusa sin que nada escape a su pluma incomparable.
Los literatos sólo ven en Dostoiewski su inmenso talento, su genio y no se detienen a considerar sus per- sonajes tan distintos de los tratados por los autores oc- cidentales. Los que lean estas líneas seguramente cono- cen y les ha llamado la atención, algunas de las obras del gran escritor ruso; pueden compararlos con los ca-
3.— Teocracia.
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racteres estudiados por Balzac, o remontándose más atrás, con los de Shakespeare. El gran poeta inglés estu- dió concienzudamente todas las pasiones humanas, ha- ciendo resaltar su efecto en el carácter de los hombres. Puede decirse que Shakespeare y Dostoiewski nos indi- can, sin quererlo, la diferencia entre el alma de la cul- tura occidental y la rusa. Nosotros pertenecemos a un pueblo extraño, a una cultura especial, naciente, ta his- pano-americana; podemos analizar las actuales culturas con más imparcialidad y precisión que los que pertene- cen a las que en este tiempo están en abierta o velada rivalidad y así podemos comparar sus literaturas, con la ya tan desarrollada de Estados Unidos, para aprecia;, no su estilo y el arte de expresar, sino la forma de in- terpretar la vida, el alma humana.
Lentamente fueron apareciendo en Rusia dos par- tidos extremos, uno de derecha, conservador, ultra na- cionalista, el eslavista o eslavófilo, y el otro de izquierda, el revolucionario. Los eslavistas consideraban a Rusia como el pueblo elegido por Dios, la santa Rusia llamada a dirigir a los demás pueblos eslavos y a dominar a los otros; era la más pura expresión del imperialismo ruso, que es la característica de esa cultura. Moscow era la tercera y última Roma. Roma, Bizancio, Moscow era una fórmula sagrada. Consideraban a Pedro el Grande como el gran enemigo del genio ruso que había tratado de aplastarlo bajo el peso de las ideas occidentales. Para dar una idea de la ideología eslavista conviene leer lo escrito por uno de sus apóstoles, Constantino Aksakov. Dice en algunas partes:
"El pueblo ruso es el elegido, de Dios. La historia de Rusia tiene el valor de una historia sagrada. La Igle- sia Ortodoxa es la única detentadora de la verdad cris- tiana. La vía del Occidente es falsa y es una vergüenza seguir por ella, Pedro el Grande ¡el gran genio, hombre de sangre! ha desconocido a Rusia y a su vida anterior. Sobre tu obra desmensurada está impreso el sello de la
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maldición divina. Haz repudiado a Moscow, la Santa, de manera abominable. Y alejándote de tu pueblo ruso construíste una ciudad solitaria, pues no era posible vivir junto a él, Rusia por y para los rusos".
Toda cultura céntrica tiene el carácter de un pueblo dominador; se diferencia de estos en que trata de ab- solver a los países que domina y no sólo explotarlos y en que demuestra tener un alma que se manifiesta en su manera de concebir el arte y la ciencia y la impone a los dominados, no sólo por la fuerza, sino por la po- tencia intelectual. Esta característica es más acentuada en las culturas céntricas que en las divergentes. Es fácil notar en la cultura romana su especial concepción del derecho; en la bizantina su absorción de la Iglesia, es decir su cesaropapismo, que le da a sus divergencias inte- riores ese aspecto místico religioso, en que se lucha apa- rentemente por ideas, por conceptos teológicos y no por cuestiones civiles. En la rusa, desde su nacimiento se manifiesta el sentido imperialista en todos sus períodos, en las etapas zaristas de Moscow y de San Petersburgo y la actual comunista de Moscow.
6) W^tiítrf U'*o
Es Dostoiewski uno de los principales escritores que ha expuesto con precisión y claridad el ideal eslavista. Los protagonistas de sus novelas expresan nítidamente el alma rusa. Los críticos consideran los hechos y lo que dicen como propio de hombres atormentados por taras mentales, cuando en realidad revelan el fondo destructor del espíritu ruso. En "La casa de los muertos", en "Ofen- didos y humillados", en "Los hermanos Karamasof" y en tantas otras de sus obras, flota v se desprende la idea de un sentido especial de concebir la vida. Dice en una parte: • ■ i
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"El alma rusa está siempre lista para someterse a las experiencias radicales para las cuales sería incapaz el alma extranjera. — Lo que más llama la atención en el ruso es que siempre tiene necesidad de saltar por sobre la medida, de llegar al precipicio, de inclinarse hacia su fondo, para explorar sus entrañas, y, frecuentemente para arrojarse allí como un loco; lo que más impresiona en él es la necesidad de la negación que tiene, a pesar de ser el hombre más creyente; la negación de todo, la ne- gación de los sentimientos más sagrados, el ideal más elevado, de las cosas más santas, como la patria".
Toma a veces un sentido profético: "Partiendo de la libertad ilimitada se llegará al depotismo ilimitado". Del anarquismo de Bakunin se llega al depotismo ilimi- tado del comunismo ruso. Es muy interesante conocer el pensamiento del escritor porque sólo traduce el sentir del ruso. Así en el elogio de Puchkin, en la universidad de Moscow dice: "Sólo el pueblo ruso es capaz de res- taurar el cristianismo caído y de realizar la paz del mundo. El pueblo ruso está predestinado a decir la pa- labra nueva, pues lleva en sí a la divinidad". Siente ho- rror por el catolicismo; según él "es una religión anti- cristiana. El catolicismo es peor oue el ateísmo, pues el ateísmo se limita a hablar de la nada; pero el catolicis- mo va más lejos; habla de»un Cristo desfigurado, de un Cristo a quien calumnia y ultraja, de un Cristo que es lo contrario del verdadero Cristo".
El zar Nicolás I comprendió muy bien la realidad de la situación interior rusa; pudo apreciar la inestabi- lidad de su aparente inmenso poder sobre una masa humana que oscilaba entre un exagerado nacionalismo y un partido revolucionario destructor. Pensó que había que distraer la atención pública guiándola hacia un ob- jetivo nacionalista que satisfacía las ansias de conquista. Había que llegar a Bizancio y era el momento propicio para aprovechar el trabajo diplomático y guerrero que se había hecho con este fin.
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CAPITULO V
]) Verdadeia importancia de la guerra de Crimea— 2) Ongcn de la guerra de Crimea — 3) Guerra de Crimea - 4) Ca\our — r>) El Piamonte entra en la guerra ¿e Crimea.
1)
Al hablar de la guerra de Crimea, sus causas y su desarrollo, es frecuente llegar a la conclusión de que fue una guerra sin motivo justificado; más que todo una acción dirigida a influir sobre una determinada política interior. Es esta una impresión más que todo francesa y por eso un autor de esta nacionalidad dice: "La guerra de Crimea es notable por el contraste entre la futilidad de sus orígenes y la gravedad de sus conse- cuencias". '"' '3 j'l!HI'J'*' Bmnq 3up pnie ojnsj
Para acercarse a una interpertación real de por qué est?(lló esta guerra dura y sangrienta, cuyos moti- vos eran fútiles en apariencia, hay que considerarla como un episodio de la lucha de dos culturas: la cén- trica rusa y la divergente occidental. Como ya hemos visto, Napoleón inició la primera etapa de esta lucha, que no tenía otra solución definitiva que la que él trató de darle: el repeler el poderío ruso hacia los Urales. La
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segunda etapa, comienza en forma pacífica, diplomáti- ca y es dirigida por Inglaterra, como nación prepon- derante en la cultura occidental. Son conocidos los en- tretelones de los congresos de Viena y de Verona v a continuación los incidentes del año 30 y 48. Se evitaba la guerra; pero el problema seguía latente, eran sólo calmantes sin resultado-, definitivos, hasta que llegó un momento en que fue imposible no ir a un conflicto guerrero.
En cuanto a la política francesa, primó el deseo de Napoleón III de aparecer como el arbitro de Euro- pa; necesitaba satisfacer el orgullo francés para con- servar su popularidad y con ello contentaba especial- mente al partido católico; pero el precio fue demasiado alto; cien mil franceses murieron por algo que no pro- dujo ningún beneficio a Francia; al contrario, fue el germen de futuras desdichas.
Napoleón III está convencido de que el gran error del emperador Napoleón I había sido el no marchar de acuerdo con Inglaterra. Conocedor del pueblo inglés, estimó que una de las primeras normas de su política internacional debería ser la alianza o un entendimiento con el gobierno inglés; por ningún motivo ir contra esta nación. En la guerra de Crimea vio el momento propi- cio para una alianza, mas olvidó el carácter práctico del inglés y no consideró que en política no existe el agra- decimiento, sino que prima siempre el interés. Para des- gracia de Francia no hubo un ministro que tuviera la capacidad necesaria para abarcar la política total y po- der demostrar al soberano el límite hasta el cual podía llegarse. Tuvo ministros a quienes apreció relativamente, pues a espaldas de ellos seguía una política personal guiado por sus ensueños, en la convicción de que no perjudicaba el interés nacional, porque no los haría efectivos; pero sucedió que algunos cancilleres extran-
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jeros tuvieron la perspicacia de calcular los secretos deseos del Emperador y lo envolvieron en una red tal. que los ministros franceses quedaban al margen; es el caso de Cavour y después de Bismarck.
Es de gran interés que los hombres que dirigen las relaciones de un país conozcan a fondo la Historia para medir con exactitud las posibles consecuencias de sus resoluciones, comparándolas con lo pasado otras veces. Este conocimiento puede dar una apreciación de la psicología de las naciones, y aún más, una psicología de las culturas que en el caso de las divergentes, es de muy dilicil estimación. Desgraciadamente ocurre con fre- cuencia que los hombres que llegan al poder, reúnen poi lo general, cualidades distintas, que son las necesa- rias para escalar el poder; pero no para hacer un uso adecuado de él.
Si meditamos sobre lo sucedido en estos últimos años, vemos cuan real es esta observación. Nos encon- iiamos en los momentos en que la lucha entre dos cul- turas céntricas, las más poderosas de la actualidad, es cada vez más intensa y fatalmente deberá llegar a un resultado. Por un laclo, la cultura rusa, que ya ha de- vorado parte de los territorios de la cultura occidental, y por otro, la cultura norteamericana que ha absorbido c n gran parte la economía occidental; y entre las dos, la rusa y la norteamericana, han obligado a la cultura occidental a liquidar su inmenso imperio colonial. Es- tados Unidos en su lucha contra Rusia, debe apoyarse cada vez más en la América Latina. En ella existen dos culturas nacientes: una divergente, la hispanamerica- na, lormada por diecinueve estados, y la otra céntrica, la brasilera. La diplomacia norteamericana ha tratado de dominarlas por el dinero, produciendo en ellas una asfixia económica cuyas graves consecuencias políticas sólo últimamente comienza a tomar en cuenta.
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2)
Los católicos residentes en el Imperio turco se con- sideraban protegidos por Francia, más desde el período revolucionario de 1789 el gobierno francés no se preocu- pó de esta especie de protectorado en Oriente. Los sa- cerdotes que vivían en Jerusalén habían aceptado que los griegos ortodoxos tuviesen participación en el culto en los sitios consagrados por el recuerdo de Cristo; pero llegó un momento en que estos se consideraron los due- ños y trataron de expulsar a los católicos. No hay duda que tras todo esto se desarrollaba una intriga política dirigida por el gobierno ruso. Los católicos resolvieron pedir auxilio a Francia y así la hicieron. Napoleón III. que deseaba restablecer el prestigio del poder francés, intervino en forma diplomática. Los turcos, dueños de Palestina, tenían buen cuidado de no intervenir, pues comprendían que este asunto en apariencia sin impor- tancia, ocultaba la acción rusa cada día más exigente y temible. Se cambiaron notas diplomáticas encaminadas a llegar a un acuerdo, muy fácil de obtener siempre que no se disimulara otro propósito.
Era embajador de Inglaterra en San Petersburgo sir Hamilton Seymour, diplomático sagaz que conocía muy bien la situación internacional. En una reunión sochl a la que asistió el Zar, este llevó aparte al embajador inglés y entabló con él una larga conversación sobre el tema de que cuando un hombre estaba enfermo, próxi- mo a la muerte, los herederos deberían acordar la forma en ciue se repartirían la herencia; para llegar finalmente a la conclusión de que el hombre en tal situación era el Imperio turco y que era conveniente llegar a un acuer- do para su repartición. Parece que el embajador, con toda habilidad, logró en entrevistas sucesivas, que Ni- colás I expresara descarnadamente sus pretensiones que consistían en que Inglaterra se apoderara de Egipto y
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( ida v dejara las manos libre a Rusia para el resto de la herencia.
Llama la atención la falta de tacto del Zar y la creencia absurda de que el gobierno inglés se iba a satisfacer con la posesión del Egipto como una compen- sación del aumento tan considerable de poder que iba a obtener Rusia al controlar los estrechos que unen el mar Negro con el Mediterráneo, y amenazar el dominio de este mar, algo que los ingleses consideraban como propio por ser dueños de Gibraltar y Malta. Es posible que el monarca ruso considerase que Inglaterra, ante la imposibilidad de defender el Imperio turco, prefiriese aceptar lo ofrecido.
Sir Hamilton Seymour avisó a su gobierno lo que pasaba y lo que él pensaba; este trató de no responder a lo que podía considerarse como una conversación in- formal. El gobierno inglés relacionó lo ocurrido con el asunto de los Santos Lugares, como se denominaba a la región de Jerusalén. El embajador inglés en Constanti- nopla era Strafford de Redclife, que había permane- cido en ese puesto durante varios años. Profundo cono- cedor de los asuntos turcos, pueblo al que había llegado a tomar cariño, presentía la tempestad que se avecinaba y trató de hacer ver a su gobierno lo grave que era para los intereses de Inglaterra el aceptar que Rusia poloni- zara a Turquía para quedarse, por supuesto, con la parte del león; esto iba contra la política inglesa desa- rrollada en los congresos de Viena y Verona, dirigida a evitar el aumento del poderío ruso.
Existían además otros antecedentes que contribuían a despertar los temores del gobierno respecto de las verdaderas intenciones rusas. El Zar Nicolás había ata- cado a Persia, que se vio obligada a cederle dos pro- vincias; después emprendió la conquista del Cáucaso. Inglaterra secretamente ayudaba a resistir a los emires caucasianos ante el temor de que Rusia dominara a Persia, lo que era un peligro para el dominio inglés en
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la India, La más rica de las posesiones inglesas, que había que defender ante todo. Se sabía que agentes rusos habían visitado a los príncipes hindúes y que a su vez representantes de estos habían estado en Rusia.
Esta larga explicación tiene por objeto hacer ver que la víctima señalada era Turquía y que la nación más interesada en su defensa era Inglaterra; que el in- terés de Francia era relativo: mucho antes estaba el austríaco. Los rusos al ocupar los principados danubia- nos, se adueñaban del curso inferior del río y por lo tanto iban a controlar la desembocadura del Danubio, que era la gran arteria fluvial del sur de Alemania y de Hungría. Si se escalonaban los intereses de las potencias en este asun- to, estaba en primer lugar Inglaterra, después Austria y Prusia y por último Francia. Esto nos hace ver el error de Napoleón III al comprometer a su patria en un conflicto, fácil de evitar por medio de una diplo- macia hábil, que hubiera dejado que se comprometieran los realmente interesados primero para recoger después los frutos de la victoria.
3)
El gobierno ruso anunció al Sultán de Turquía el envío de un embajador especial, el príncipe Menschi- coff, el que llegó a bordo de un buque de la escuadra rusa, lo que contribuía a darle un aspecto inusitado a esta embajada. Menschicoff procedió, desde su arribo a Constantinopla, a no respetar ningún protocolo diplo- mático; daba la impresión del enviado de un amo a un príncipe de inferior categoría. Más que pedir exigió una audiencia del Sultán, sin tomar en cuenta para nada a la cancillería turca y al ministro correspondiente. Dio a conocer las imposiciones del Zar, que se concretaban a establecer el protectorado ruso sobre los súbditos cris-
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ríanos ortodoxos del Sultán; en realidad se lijaba la de- pendencia de Turquía respecto de Rusia.
El gobierno turco se sintió anonadado; pero tanto el embajador inglés como el francés lo alentaron para que resistiera. El Sultán, viendo que estaba apoyado por dos grandes potencias, en forma diplomática trató de alargar las negociaciones, no dando una respuesta cate- górica a la exigencia rusa; pero la situación se agravó, al retirarse el príncipe Menschicoff y penetrar el ejérci- to ruso en los principados danubianos. Poco después, la escuadra rusa del mar Negro atacó y destruyó a la turca en Sínope. Con este motivo, las ecuadras anglo-francesas penetraron en el mar Negro y la rusa tuvo que retirarse a la base naval de Sebastopol en Crimea. Todo esto pro- dujo la guerra de Rusia contra Francia, Inglaterra y Turquía.
En verdad Inglaterra se vio comprometida en un conflicto que no había deseado emprender. Hubo dis- crepancias en el modo de proceder entre los ministros Aberdeen y Palmerston; el primero, que conoda y apre- ciaba al Zar, estimaba que por negociaciones se podía llegar a una solución aceptable; el segundo, según su carácter, pensó que podía impresionar al soberano ruso demostrando una actitud resuelta. En esta política in- decisa, actuó sir Strafford que era el único que veía cla- ramente que no había otra solución que la guerra.
La gran dificultad estaba en la imposibilidad de atacar a Rusia en tal forma que se le pudiera obligar a aceptar las condiciones que garantizaran la existencia de Turquía. La escuadra inglesa atacó las islas Aland en el mar Báltico sin resultado. Se envió entonces un cuer- po expedicionario franco-inglés para que en unión del ejército turco atacara a los rusos en el Danubio inferior. La deficiente organización militar, especialmente en los servicios de aprovisionamiento, paralizaron esta tentati- 'vá. Se resolvió, entonces, atacar el puerto de Sebasto- pol, en la península de Crirrieá, en la creencia de que
la acción combinada de las escuadras y de las tropas de desembarco harían fácil la toma y destrucción de esta base naval. La equivocación fue muy grande. El príncipe Menschicoff, que dirigía la defensa, disponía de un fuerte ejército y además hizo hundir la escua- dra rusa a la entrada del puerto para impedir el acceso de la flota enemiga.
Al avanzar el ejército invasor tuvo que trabar una reñida batalla en Alma contra los rusos; salió vence- dor y después de varias batallas, cuando pudo atacar por tierra a Sebastotol, se encontró con un vasto campo atrincherado. El ingeniero militar ruso Tottleben se había revelado como un genio en su ramo al proyectar y construir una red de defensas hábilmente dispuestas.
Una de las causas del fracaso de la expedición de Napoleón a Rusia había sido la deficiente organización de los abastecimientos y el pésimo estado sanitario; el tifus y la difteria causaron más bajas al ejército francés que los ataques de los cosacos. Cuarenta años después, en esta nueva campaña, se repiten estas deficiencias en mayor escala. El sitio de Sebastopol se prolongó larga- mente, y al fin su caída decidió al nuevo Zar, Alejandro II sucesor, de su padre Nicolás I que había muerto, a entablar negociaciones de paz:
.erroirg &l aup nóbuíoz sao eidsá oa aup am^nisi oh bübilidíaoqoti al «a r,dsm bGifuoiitb nsTg fiJ
IB^ÍIdo KT3Íbljq 3l 32 3Up Bítnoi [El II) BUUSI £ TOSlK
Camilo Benso, conde de Cavour, es uno de los tres es- tadistas más geniales que ha producido la cultura occiden- tal: Richelieu, Cavour y Bismarck. Nacido en Turín en 1810, era hijo de una familia noble. Se le consideró como un niño y desoués como un joven extraño; daba mues- tras de gran talento, pero desordenado en sus gustos y actividades. Apasionado por la lectura, estaba también afectado por apetitos y ardores materiales que inquic-
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taban a sus padres por su porvenir. El marqués de Ca- vour, su padre, escribe una vez a su esposa lo siguiente:
"Nuestro hijo es un extraño original. Comió prime- ro muy dignamente, un plato de sopa, dos hermosas y suculentas chuletas, carne cocida, una becacina que le traje de los arrozales, arroz de Leri, papas, fréjoles, uvas, café; no hubo forma de hacerle tomar otra cosa. Después de esto me recitó varios cantos del Dante, sonetos de Petrarca, la gramática de Corticelli, algo de Alfieri, de Jacopo Ortiz y todo esto paseándose a grandes pasos, en bata y con las manos en los bolsillos".
Estudia en la Academia Militar, viaja y regresa para dedicarse a la explotación agrícola de sus propiedades. Tiene un carácter que lo impele a fuertes pasiones amo- rosas; demuestra audacia, y es un jugador capaz de arries- gar su fortuna a una carta cuando tiene el presentimien- to del triunfo; se da cuenta perfecta que el gran campo para desplegar su actividad es la política, que ha nacido para esto; pero no ha llegado su momento.
Muy luego el problema de la unidad italiana apa- siona a Cavour. En Turín discute v estudia las ideas de Máximo d'Azeglio, de Balvo, de Mazzini, de Gioberti y de Rosmini. Su espíritu lúcido ve la dificultad que pro- viene de las diferentes modalidades de las regiones de Italia separadas por ríos y montañas. Hay una falta de unidad geográfica que da un carácter distinto al napo- litano del romano y del toscano; el veneciano aprecia las cosas en distinta forma que el milanés; el habitante de Génova se considera más afín del marsellés que del pia- montés. La técnica moderna proporciona la gran solu- ción: el medio de comunicación fácil, seguro y rápido; este es el ferrocarril.
Cavour se disfraza de hombre de negocios al hablar de la construcción de un ferrocarril entre Turín y Gé- nova y propone la multiplicación de estas vías de trans- porte. Todo esto es sólo aparente, en el fondo trata de acercar a los italianos, unos a otros, para poder realizar
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la unidad nacional. El rey Carlos Alberto, de criterio estrecho, llega a considerar a Cavour como un hombre sumamente peligroso.
Elegido diputado por Turín, se lanza al campo de la política. El desastre de Novara cambia totalmente la situación. El nuevo rey, Víctor Manuel II, es en todo diferente a su padre, hasta en el aspecto físico. De peque- ña estatura, es fuerte, robusto, de gustos ordinarios, goza con las comidas populares; cazador incansable, es un hombre sensual, sin refinamientos. Se llega a decir que es el hijo de una campesina y que recién nacido fue cam- biado por el verdadero príncipe. Es un rey no demó- crata, sino de gustos plebeyos; tiene dos grandes cuali- dades: buen criterio para elegir a sus icolaboradores y un profundo patriotismo italiano dirigido a conseguir la independencia y la unidad de Italia.
Víctor Manuel II tiene el acierto de no proceder como los otros príncipes italianos; mantiene la consti- tución y hace aparecer al Piamonte como un oasis de libertad en una Italia oprimida. Su primer Ministro d'Azeglio, gran escritor y patriota italiano, trata de lle- var al ministerio a Cavour, en el que ve las cualidades de un estadista. El rey, con cierta sorna, le advierte que si lleva a Cavour éste pronto ocupará varios ministerios y por último será el amo. Efectivamente al cabo de poco tiempo Cavour pasa a ser el jefe del ministerio.
Cavour considera ilusorias las ideas de Gioberti y no acepta la república de Mazzini, ni su ateísmo; es mo- nárquico y católico. La "Italia fara da se" de Carlos Al- berto, es un imposible. La unidad de Italia debe for- marse alrededor de una monarquía italiana, fuerte y de tendencia moderna, es decir • liberal; debe apoyarse en una i gran potencia y¡ esta necesariamente es Francia; es
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la única solución posible, y a conseguir la alianza fran- cesa se encamina toda su política.
La mente genial de Cavour, apreció en su debida forma las palabras de Pío IX: "¡Bendecid, Gran Dios, a Italia y conservad para ella siempre, este don más pre- ciado que ningún otro: la fe!" Comprende que Juan Mana Mastai, el varón que ha llegado a ocupar la dig- nidad más excelsa que existe en la tierra, ama a Italia y habla, no como un príncipe de un pequeño dominio italiano, sino como el Vicario de Cristo, y puntualiza la ventaja inmensa que significa para Italia el ser la sede del Papado, y así llega a la fórmula: "Iglesia libre en libre Estado", que es contraria al axioma político de que la Iglesia necesita un dominio temporal para poder actuar con libertad. Quiso la fatalidad que Cavour mu- riera en plena actividad sin poder dejar terminada su obra. Si hubiera vivido más el tratado de Letrán se ha- bría adelantado sesenta años.
Como primer ministro de Víctor Manuel II, Ca- vour desplegó una energ.a y una actividad admirables; muy luego el pequeño reino del Piamonte se convirtió en un modelo de administración efectiva. La falta de medios económicos lo llevó a usar los bienes eclesiásti- ticos, lo que le atrajo la enemistad y la excomunión de Roma. Pronto el Piamonte contó con un ejército bien preparado, una naciente escuadra y una hábil diploma- cia dirigida hacia un fin preciso.
La guerra de Crimea proporcionó el momento in- ternacional que se necesitaba. La opinión general juz- gó a Cavour como un necio farsante cuando propuso la alianza de Piamonte, pequeñísimo, con poderosas po- tencias como Francia e Inglaterra, contra el colosal Im- perio Ruso, para defender a Turquía, algo que en nada importaba a los piamonteses. Víctor Manuel II compren- dió el juego de Cavour y lo apoyó decididamente.
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Convidado a visitar Francia e Inglaterra, Víctor Ma- nuel II acompañado de Cavour se dirigió a París; era la época radiante del segundo Imperio y mientras el rey causaba sensación en el elemento femenino de la corte de las Tullerías, Cavour observaba y captaba con increí- ble precisión la psicología de los diferentes personajes; sobre todo supo interpretar el carácter, las secretas as- piraciones, de aquel a quien muchos consideraban como la indescifrable esfinge de las Tullerías, el emperador Napoleón III. ¿Qué pensaba, qué deseaba, qué oculta- ba tras esa mirada aparentemente vaga a pesar de su brillantez? Cavour supo apreciar en su verdadero valor la influencia de la emperatriz Eugenia y las ideas po- líticas del ministro Walewski. En igual forma, sondeó el ambiente de la corte inglesa y calculó muy bien cuan- to podía esperar de la reina Victoria y de sus ministros.
De regreso de Inglaterra, a su paso por París, ob- tuvo un primer resultado halagador, en una conversa- ción con Napoleón III; sin relación con lo que se trata- ba, el Emperador le dijo: "Escribid confidencialmente a Walewski acerca de lo que creéis se puede hacer por el Piamonte y por Italia".
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CAPITULO V I
1) Actitud de] Austria ante la guerra de Crimea.— 2) Con- greso de París— 3) Cavour y Napoleón III— 4) Cavour y la unidad italiana.— S) Atentado de Orsini.— 6) Napo- león III se decide a intervenir en Italia.
1)
La expedición a Crimea no dio los resultados espera- dos. Se había pensado en un ataque rápido, cuyo obje- tivo era la destrucción de la base naval rusa de Sebas- topol, y en cambio hubo que vencer a varios ejércitos rusos y organizar un asedio con todas las reglas del arte militar. A pesar de su empuje, valor y eficiencia, los sol- dados rusos no pudieron arrojar al mar a los invasores; ni estos lograr, sino después de un largo sitio, apoderar- se de los fuertes principales de Sebastopol.
Los gobiernos de Francia e Iglaterra, al estudiar la situación producida, vieron algo que debían haber con- siderado mucho antes. Aun tomada Sebastopol, Rusia no estaba vencida y era imposible imponerle una paz, en la forma que se estaba procediendo. La única mane- ra de conseguir un triunfo total, consistía en obtener el apoyo de las dos potencias centrales: Prusia y Austria. La primera estaba dominada desde la época napoleóni- ca por los zares, y la segunda acababa de ser ayudada
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por los ejércitos rusos para someter a los húngaros su- blevados.
Se ha reprochado al príncipe Schwarzemberg su in- gratitud al dar oído en Viena a Inglaterra y Francia que le proponían un ataque a Rusia. La gratitud es un sen- timiento que no ha tenido cabida en la política; se ejerce si hay conveniencia en hacerlo y se olvida en caso contrario, y un político hábil, fácilmente encuentra los argumentos necesarios para justificar que la acción por la cual se reclama agradecimiento, sólo es algo que va a producir beneficio o evitar mayores males al que la hace que al que la recibe. Schwarzemberg procedió co- mo un gran político; desgraciadamente para el Austria y para la cultura occidental, murió y el sucesor, Buot, no era el hombre capaz de solucionar la difícil situación que le correspondía afrontar.
Reunidos en Viena los representantes de Francia e Inglaterra con el canciller austríaco, redactaron una no- ta que fijaba las condiciones necesarias para la protec- ción de Turquía. Estas eran:
a) Protectorado del Austria sobre los principados danubianos, Moldavia y Valaquía. En adelante Rusia no tendría intervención en las relaciones de estos prin- cipados con Turquía.
b) Libertad de navegación en el Danubio.
c) Completa idependencia de Turquía.
d) Abandono de Rusia del protectorado que pre- tendía ejercer sobre los subditos cristianos del Imperio Turco.
Las dos primeras condiciones favorecían francamen- te al Austria, y los aliados Francia, Inglaterra y Turquía esperaban que esta nación se decidiera a entrar en la contienda. El nuevo canciller austríaco, el conde de Buol Schauenstein, había sido durante varios años em- bajador en San Petersburgo; debería haber conocido a fondo el sentir ruso. Sin embargo, parece que fue un discreto diplomático; pero un mediocre hombre de es-
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tádó v que desgraciadamente se estimaba muchísimo más de lo que en realidad valía. De él dice Bismarck: "Yo quisiera ser solamente una hora en mi vida el gran hom- bre que Buol cree ser todos los días, y mi gloria estaría establecida para siempre ante Dios y ante los hombres". Lo comparaba con una locomotora que hace mucho rui- do y no sabe adonde va.
El emperador Francisco José, confiaba mucho en sus ministros y tuvo la desgracia de que la mayor parte de ellos no correspondían al difícil trabajo que requería el dirigir un estado tan complicado como el austríaco, que exigía una política internacional de suma habilidad; cualquier traspié podía producir un desastre fatal. Un país de una vigorosa nacionalidad como Francia, Espa- ña o Inglaterra, podían soportar reveses, pero el Aus- tria, conjunto heterogéneo, no; si no se detenía a tiem- po, podía ser el fin del Imperio. Buol perdió el tiempo en estériles discusiones; dejó pasar las ocasiones favora- bles, disgustó a Rusia al querer aparecer como protector de Turquía y fue el blanco de las burlas por su indeci- sión en Francia y en Inglaterra. Palmerston, el ministro inglés, dice con bastante ironía, en la Cámara de los Co- munes:
"Austria está con nosotros... hasta cierto punto. Ella está con nosotros... moralmente".
En Francia Napoleón III en el discurso de apertura del Cuerpo Legislativo dice: "Estamos esperando que Austria cumpla sus compromisos".
La noticia de que el Piamonte ha firmado un trata- do de alianza con Francia e Inglaterra y que va enviar un ejército a Crimea, causó en Viena gran disgusto. No se supo analizar tranquilamente la situación y se aceptó dejar que Francia se implicara en el problema italiano •cuando. ya era tarde para volver hacia Rusia.
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2)
Las sangrientas batallas de Alma y Traktir, la cé- lebre carga de la caballería inglesa en Balaklava y,' por último, la toma del fuerte de Malakoí, por los france- ses causaron entusiasmos; pero hicieron ver, sobre todo en Francia, que se estaba gastando más de lo que se de- bía la fuerza del país, para no conseguir ninguna ven- taja que compensara materialmente este desgaste. Por otra parte, el nuevo zar Alejandro II comprendió que había que terminar una guerra que agravaba cada vez más el problema interior ruso; no estaba afectado su amor propio como en el caso del Zar fallecido y resol- vió aceptar una paz honorable.
Napoleón III logró realizar uno de sus mayores deseos: el reunir un congreso internacional que fuera la contra partida del celebrado en Viena. El congreso que va a sesionar en París, está bajo la custodia de un Napoleón y se va a volver al esplendor del primer Im- perio. Uno de los problemas que luego se presenta es el de la admisión del Piamonte; según muchos es un Estado insignificante que no debe participar en las dis- cusiones de alta política de las grandes potencias. Aquí actúa con toda su eficiencia la diplomacia de Cavour; él sabe muy bien que el secreto de su triunfo está en las Tullerías y ya psicológicamente domina a Napo- león III. El Emperador, que es el dueño de casa en esta reunión, impone la aceptación del Piamonte y llega a un acuerdo secreto con Cavour sobre la forma en que se van a desarrollar los debates para conseguir algo favorable para la unidad italiana.
Napoleón III se comportó generosamente con Rusia; no hay pendiente ningún problema territorial; trata de hacer olvidar lo pasado y ganar el afecto del Zar. Ale- jandro II ha aceptado las condiciones fijadas para la paz; con muy buen criterio espera que el tiempo va a destruir todos los obstáculos impuestos al avance ruso;
sabe esperar. Se establece la neutralidad del mar Negro, lo que impide que Rusia tenga una escuadra de guerra y bases navales correspondientes en este mar. Se espera que así se garantice la seguridad de Turquía.
La actuación de Cavour en el Congreso ha sido la de un observador; ha intervenido en los debates cuando adelanta alguna solución; ha dado muestras de gran pru- dencia y de mucha lucidez. Al final estalla la bomba. El presidente del Congreso era el ministro francés Ale- jandro Walewski. Hijo de Napoleón I y de la princesa polaca María Walewska, es el retrato del gran Empera- dor en cuanto a su fisonomía; no así a su genio. Tran- quilo, reposado, de ideas conservadoras, ha sido nombra- do ministro de Relaciones de Francia, más que todo por su ascendencia. No tiene sobre Napoleón III ninguna in- fluencia en cuanto a la política internacional y no se le escapa que a sus espaldas el Emperador toma medidas, ac uerdos de suma importancia, que él ni siquiera conoce. Recibe órdenes de su amo imperial y las cumple. Da la impresión de que comprende la gravedad de ellas, más ante el temor de tener que dejar su puesto, prefiere no hablar y que su responsabilidad sobre lo hecho quede en la penumbra.
No hay duda que Walewski era partidario de la alian/a austríaca, que era enemigo de favorecer la uni- dad italiana, que sabía el significado de la intervención de Cavour; sin embargo al terminar el Congreso propu- so sesiones libres para debatir la situación de Europa, y entonces, ante la indignac ón de Buol, ministro austría- co, empezó una requisitoria de Lord Claredon, represen- tante de Inglaterra, contra los varios gobiernos tiránicos de los principados italianos, insistiendo con especial inte- rés en la administración eclesiástica de los Estados Pon- tificios.
A continuación tomó la palabra Cavour e hizo una espléndida exposición del problema italiano; habló del absurdo gobierno austríaco que no permitía ninguna
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libertad en tina dé las regiones más civilizadas del mun- do. Insistió en el anticuado concepto administrativo que dominaba en la península para terminar diciendo que no podría existir una paz estable en Europa si no se daba libertad a Italia.
• 3)
Cavour regresa contento a Turín; sabe que ha re- corrido gran parte del camino necesario para llegar al fin propuesto. Al partir, Napoleón III le ha dicho una frase, tal vez para muchos sin importancia, pero que él la ha comprendido ampliamente: "Tengo el presenti- miento de que la paz actual no durará mucho tiempo". Es recibido fríamente y atacado por la oposición. ¿Cómo es posible que el Piamonte haya derrochado dinero y la sangre de sus soldados, para no conseguir ninguna compensación? En la guerra han muerto 127 hombres en un total de 18.000 que formaban el cuerpo expediciona- rio. Era una baja equivalente al 0,7% en cambio Fran- cia había perdido 100.000 hombres.
El ministro se desentendió de todas las críticas por- que contaba con el apoyo del rey y ha llegado a la con- clusión de que cuenta con tres factores de triunfo: 1? El odio, la sed de venganza del Zar hacia el Austria; 2° El interés de Inglaterra en que se forme un estado italiano fuerte, que necesariamente con el tiempo se opondrá a Francia y contribuirá a detener la expansión francesa en Argelia y en el Mediterráneo; y 3?, el más efectivo, ha adivinado el amor secreto de Napoleón que es como pasa con muchos amores, algo cuyos motivos son inexplicables, es sí un amor de juventud, un ensueño; Italia. El Emperador finge no ver el perjuicio que puede causar a su patria, ni aún que está jugando su porvenir y el de su dinastía; sin embargo continúa tratando de 'que se realice su secretó anhelo y desgraciadamente para
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Francia y para él ha encontrado, él, Fausto, el Mefistó- íeles tentador que le va a allanar el camino hacia la rea- lización de sus deseos.
Cavour sabe muy bien que en la corte de las Tulle- rías tiene enemigos formidables de su política; ante todo la Emperatriz, después el ministro Walewski y muchos grandes dignatarios del Imperio. Uno de ellos, Persigny, embajador en Londres, uno de los hacedores del Impe- rio, llega a decir, sin pensar siquiera que sus palabras encierran una profecía:
"Lamentaría que germinara en la cabeza del Empe- rador, la idea de cambiar la faz de Europa. La dinas- tía no tiene necesidad de gloria, sino de tiempo, y el tiempo no puede ser reemplazado por nada. Si, por lo tanto, viese a Francia lanzada en un sistema de grandes acciones, lo lamentaría; porque la acción más bella del mundo nada puede agregar a la gloria napoleónica ni mucho menos dar veinte años al heredero del Imperio: ¡Qué el Emperador se cuide de tocar la gran espada, por- que no sabe manejarla, y se cortaría los dedos...! La dinastía imperial no tiene sino una probabilidad de de ruina: la guerra".
¡Qué exacta visión del futuro! Magenta y Solferino son el principio de una aventura que terminará en Se- dán. Se ha dicho con cierta razón que la desgracia de Francia fue que Napoleón III no muriera después de la guerra de Crimea. Si esto hubiera sucedido, habría pasado a la Historia como un hombre hábil y astuto y como un gran estadista que supo apreciar la evolución so- cial al preocuparse especialmente de las clases obreras.
4)
La imaginación fecunda de Cavour ideó pronto la forma de agrupar a los jefes italianos de la,s diferentes tendencias políticas que trabajaban por la libertad de Italia. Consiguió que Mazzini, el siciliano La Fariña y el
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incansable revolucionario José Garibaldi, que después de servir a la efímera república Romana había estado en América, luchando en el Brasil, se purieran de acuer- do con él. Era Garibaldi una reencarnación de los con- dotieri italianos, sentía el ansia de la guerra en forma independiente, sujetándose sólo condicionalmente a una autoridad; además de su pasión patriótica por la liber- tad de Italia, lo animaba un odio feroz a todo lo ecle- siástico.
Todos estos hombres eran republicanos y detesta- ban la monarquía piamontesa; sin embargo supo Cavour convencerlos hábilmente de que la única esperanza de conseguir la unidad italiana era si trabajaban en con- junto. El Piamonte era sólo un peldaño de la escala que había que subir para llegar a la cima: Roma, que debía ser la magnífica capital de Italia unida. En un ab- soluto secreto se llegó a un acuerdo, en el que, por lo demás, ambas partes procedían de mala fe; los inspiraba la técnica política de Maquiavelo. Cavour pensaba que una vez que se hubiera servido de estos revolucionarios, había que dejarlos a un lado y aislarlos como elementos peligrosos, y ellos llegaban a la conclusión de que una vez terminada la unidad italiana, les sería fácil derribar la monarquía. Muy pronto se desarrolló sobre toda Ita- lia una red de agentes que preparaban sincronizadamen- te la revuelta contra los príncipes reinantes.
Gran conocedor de las debilidades humanas, Cavour había observado cómo se podría explotar el instinto amoroso de Napoleón III. Había advertido que el amor del Emperador hacia la emperatriz Eugenia, se había convertido en el afecto hacia una esposa que había dado un heredero a la corona imperial; pero que el deseo de aventuras con bellas mujeres lo asediaba continuamente. Se valió de una joven considerada como la más hermosa de Europa, la condesa de Castiglione. Casada por conve- niencia, había dejado a un lado a su marido para em- prender cualquier aventura lucrativa; se decía que ha-
bía sido amante de Víctor Manuel. Cavour la enroló al servicio secreto de la diplomacia y la envió a París con esta consigna:
"Triunfad, prima mía, por los medios que os plaz- can; pero triunfad".
La dama italiana causó sensación en la corte impe- rial no sólo por su singular hermosura, sino también por su aire provocativo y su poco recato en el vestir; pronto se dijo que era la querida del Emperador. La importancia de los servicios prestados a la causa italiana por la condesa de Castiglione han sido exagerados. Como ya lo hemos visto, Napoleón estaba seducido por el amor a Italia y trabaja con más ansia y honradez por ella que la Castiglione, quien era fría y falta del ingenio necesa- rio para desarrollar la intriga que se le había confiado. Muy luego el Emperador se aburrió de lo que sólo fue un capricho pasajero y volvió a sus aventuras de costum- bre, olvidándose de su edad y no tomando en cuenta la forma en que agotaba sus energías, lo que en gran parte contribuía a que se dejara llevar por ensueños tan en desacuerdo con el interés nacional y dinástico.
5)
Los acontecimientos casuales son a veces factores de- cisivos en los cambios políticos. Sin el atentado de Or- sini, Napoleón III hubiera continuado su actitud pasi- va tan propia de su carácter; el gozar con una idea, con un proyecto, sin resolverse a realizarlo.
El italiano Félix Orsini, amargado vivió por una juventud en que vio a su padre, oficial del ejército napoleónico que había luchado en Wagran y en Rusia, tener que huir por conspirar contra el gobierno pon- tificio, y llevar una vida de miseria y aventura. El hijo siguió igual camino; expulsado de los dominios del Papa, escapó milagrosamente de las prisiones austría-
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cas y fue a refugiarse en Londres. Ahí encontró cuatro aventureros de diferentes partes de Italia, dispuestos como él a conspirar en pro de un movimiento que diera la libertad a Italia. Aceptaron la idea de Orsini de que la única manera de conseguir el fin perseguido, consis- tía en provocar una revolución en Francia, fácil de pro- ducirla si se asesinaba al Emperador.
Con diferentes pretextos hicieron fundir esferas huecas de h erro para llenarlas con metralla y explosivos. Vacías consiguieron pasarlas a Francia, por la frontera belga, como artefactos para el gas de alum- brado. Una vez en París procedieron a colocarles la car- ga y lanzarlas al paso de los carruajes imperiales, cuando Napoleón se dirigía a la Opera. Los cuatro acompañan- tes no tuvieron el fanatismo ni la fría resolución de Or- sini: hubo dudas, lo que contribuyó a que el atentado fracasara. Las bombas lanzadas explotaron e hicieron numerosas víctimas; pero los soberanos nada sufrieron.
La indignación producida por el atentado de Orsi- ni fue tal, que Cavour pensó que todo su trabajo estaba perdido, mas muy luego se produjo una inesperada reac- ción. Los cinco conspiradores cayeron en manos de la policía y fueron sometidos a un proceso. El desarrollo de este acto jurídico hizo variar por completo el aspecto odioso del crimen cometido, para convertirlo en un acto de exaltado patriotismo, gracias a la elocuencia del abo- gado defensor, Julio Favre, político contrario al Impe- rio.
¿Comprendió Julio Favre que con su extraordina- rio alegato iba a producir el ambiente que faltaba a Na- poleón III para lanzar a Francia en la aventura italia- na? El gran talento de un político tan hábil como él nos hace creer que lo vio; pero al considerar su profundo nacionalismo francés se puede llegar a la conclusión que Favre sólo actuó como abogado y como gran orador} trató de producir una pieza de oratoria jurídica nota-
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ble, que incribiera su nombre entre los príncipes de su arte. No tomó en cuenta las consecuencias políticas tan funestas para Francia.
La oratoria de Favre convirtió a Orsini en un mátir- de la libertad; en él sólo vibraban los gritos de dolor de Italia oprimida; su vida nada importaba; la sacrifi- ca gustoso por uno de los más nobles ideales que pueden dominar el alma humana: el patriotismo. Es verdad que ha derramado sangre, que ha cometido un crimen; por eso ofrece como expiación su vida que no pretende sal- var; sólo pide que la intención nobilísima que lo ha im- pulsado sea tomada en cuenta y se haga algo por la libertad de Italia. A continuación lee Favre la carta que Félix Orsini ha dirigido al Emperador.
"Las declaraciones que he hecho contra mí mismo bastan para enviarme a la muerte; la sufriré sin pedir gracias, porque no me humillaré jamás ante aquel que ha dado muerte a la libertad naciente de mi desgraciada patria. Quiero, sin embargo, intentar un último esfuer- zo para ir en ayuda de Italia. Conjuro a Vuestra Ma- jestad que le devuelva la independencia que perdió en 1848 por culpa de los franceses. ¡Qué Vuestra Majestad recuerde que mientras la Italia no sea independiente la tranquilidad de Vuestra Majestad y la de Europa no serán más que una quimera! ¡Qué Vuestra Majestad no rechace, pues, el ruego supremo de un patriota en las gradas del cadalso; que emancipe a Italia, mi patria, y las bendiciones de veinticinco millones de ciudadanos le seguirán en la posteridad!"
La figura de Orsini, su arrogancia novelesca, el sutil encanto de la palabra de Favre, de verdadera be- lleza artística en cuanto a la redacción v a la flexible modulación de la voz, causaron un efecto mágico. El Emperador tuvo que luchar ante los pedidos de clemen- cia que la misma emperatriz Eugenia llegó a apoyar; costó evitar que esta fuera a ver a su prisión a Orsini,
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y cuando se supo que al subir al patíbulo había gritado "Viva Italia" el oscuro conspirador pasó a ser el már- tir de la libertad italiana.
Jamás soñó Cavour cuánto le iba a servir el aten- tado de Orsini, que él había estimado fatal para sus in- tereses políticos; mas cuando secretamente recibió de parte de Napoleón III el pedido de que se publicaran en los diarios de Turín dos cartas de Orsini, una de las cuales ya vimos, y otra en que reconoce su error y cree que Napoleón puede dar la libertad a Italia, cam- bió su modo de pensar. Las cartas no podían ser de Orsini; un hombre tan sagaz como Cavour lo compren- dió inmediatamente; que habían sido escritas por él no había duda; pero no la redacción, la forma hábil de presentar lo sucedido hacia un determinado fin. El conspirador ejecutado sólo las había copiado y firma- do; la redacción provenía de las altas esferas y por lo tanto el Emperador estaba resuelto a intervenir. Sólo quedaba esperar y prepararse.
¿Quién había escrito las cartas de Orsini? No fue Julio Favre; es lo más seguro que Pietri, el jefe de la policía, que tuvo largas conferencias con Orsini en su prisión, lo haya convencido y que por orden del Empe- rador le haya revelado el anhelo de éste en cuanto al problema italiano se refería. No hay duda que el texto de las cartas era conocido y aprobado por Napoleón.
6)
Los seis primeros años del segundo Imperio corres- ponden al período brillante de los dieciocho años que duró este régimen. Un gobierno autoritario que mante- nía el orden y permitía un trabajo tranquilo y fomen- taba la industria y el comercio manifestando al mismo
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tiempo inquietud intelectual, especialmente en el avan- ce científico; una política internacional que había de- vuelto a Francia su categoría de gran potencia, contri- buían a dar la impresión de que se había consolidado la monarquía imperial. Después del atentado de Orsi- ni, comienza con la aventura italiana una serie de erro- res en cuanto a política internacional, inexplicables, que complican la política interna, restando al régimen las fuer/as más poderosas que lo sostenían y así se continuó hasta llegar al desastre de Sedán.
Se ha dicho que el temor a que se repitieran los atentados como el de Orsini indujo a Napoleón III a intervenir en Italia. Esta opinión es errónea; el Empe- rador era valiente, sabía cuan expuesta estaba la vida de los soberanos y ya antes había habido atentados; no es posible aceptar la idea de que por temor, cuando había dado pruebas de un tranquilo valor, fuera a iniciar un período de resoluciones de imprevisibles consecuencias.
El secreto está en el carácter de Luis Napoleón; ex- celente conspirador, mediocre hombre de estado, gran señor lucubrador de innumerables proyectos que no le preocupan, por tener el íntimo convencimiento de que no se resolverá a llevarlos a cabo. No tiene a su alrede- dor ningún ministro de gran capacidad y tiene que en- frentarse con dos hombres geniales: Cavour y Bismarck. Ambos captan muy bien la psicología del Emperador y comprenden que el hombre que trate de dar vida a sus ensueños podrá dirigir indirectamente la política de Francia en beneficio de lo que desee realizar.
El ministro inglés lord Palmerston dijo una vez: "La cabeza de Napoleón III se asemeja a una conejera; las ideas se producen allí continuamente, como conejos". De una instrucción deficiente, conoce la Historia en for- ma superficial, sin profundizar ni deducir ninguna en- señanza tan necesaria en un soberano autoritario. Hay
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en su "Historia de César" un párrafo que nos indica su modo de pensar:
"Cuando la Providencia suscita hombres tales corrió César, Carlomagno o Napoleón, es para trazar a los pue- blos la ruta que deben seguir. ¡Felices los pueblos que los comprenden y los siguen! ¡Malditos aquellos que los desconocen y los combaten!"
Se deduce que el autor cree que Napoleón y des- pués él están predestinados para llevar a su término la transformación de Europa y considera el Memorial de Santa Elena como un evangelio político. Se debe reali- zar la agrupación de los pueblos por nacionalidades, como único medio de llegar a una paz constante. Olvida que Napoleón trató' de independizar los pueblos pero no de unirlos, y ante todo subordinarlos a un es- lado potente que era el Imperio Francés, el que debía mantener el orden. No recuerda que el gran Emperador independizó relativamente, sólo una parte de Italia; no la unió; al contrario anexó a Francia el Piamonte, Ge- nova y después los Estados Pontificios. Y lo más grave está en que no supo apreciar la política de Richelieu y olvidó que este hombre genial estableció como principio básico el evitar una Alemania fuerte, unida, y el consi- derar a Italia, tal como lo planteó siglos después Metter- nich, como una expresión geográfica, no como una na- ción.
La idea de que constituidos en naciones los diferen- tes pueblos de Europa iban a vivir en paz era propio de una mente soñadora ausente de todo espíritu práctico, que no comprendía la realidad, el verdadero sentido de la Historia y que no estudiaba, en el gran libro del pa- sado, lo que inexorablemente debería suceder.
Napoleón III se entrevistó en Stuttgart con el zar Alejandro II; fue una reproducción de la entrevista de Erfurt de Napoleón I con Alejandro I, con menor re- sultado. A continuación el Zar y su ministro Gorchacof,
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visitaron . al emperador de Austria Francisco José. A pesar de esto, parece que Napoleón llegó a la conclu- sión de que Rusia nada haría para impedir un ataque al Austria y aún más, evitaría que Prusia interviniera en su favor. Causa extrañeza el considerar las posibles de- ducciones políticas a que llegó Napoleón III después de conversar con el Zar. Era lógico pensar que los rusos mi- raban con fastidio, con odio, a la monarquía austríaca; pero no había que olvidar la guerra de Crimea y que el Zar consideraba la obligatoria neutralidad del mar Ne- gro como algo que debería suprimirse. La ruina del po- derío francés era algo que interesaba especialmente a la política rusa.
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CAPITULO VII
1) Guerra franco-austríaca.— 2) Primera parte de la uni- ficación italiana - 3) Muerte de Cavour — 4) Juicio sobre Ca\our.— 5) Cultura hispanoamericana — 6) Guerra entre Estados Unidos y Méjico— 7) y 8) Causas de la guerra de Secesión.
1)
En secreto recibió Cavour la noticia de que Napoleón III se dirigía a las termas de Plombieres y que el Empe- rador deseaba estudiar con él, en completa reserva, la situación política. El ministro piamontés anunció que tomaría unos días de descanso, los que pasaría en Suiza. Así lo hizo, pero con otro nombre se trasladó a Plom- bieres y secretamente llegó a un acuerdo completo con Napoleón III. De esto nada sabía Walewski, ministro de Relaciones de Francia.
Parece que Napoleón III no estudió debidamente a Maquiavelo y estimó que las ideas políticas que desa- rrolló el pensador florentino era algo propio de la época renacentista, algo completamente anticuado; ahora de- bería seguirse una política de franqueza, y así puso las cartas de su juego sobre la mesa a la vista del astuto Cavour, maestro en el arte desdeñado por el Empera-
4.— Teocracia.
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dor. Consiguió todo lo que deseaba, dejando la impre- sión de que se había limitado a aceptar las imposicio- nes del soberano francés. En resumen se acordó los si- guiente:
1) Francia se aliaba con el Piamonte para luchar contra Austria hasta conseguir la libertad de Lombar- día y Venecia, que unidas al Piamonte formarían el rei- no de Italia.
2) El nuevo reino, junto con los demás estados ita- lianos, constituiría una confederación cuya presidencia ejercería el Papa, soberano de los estados temporales, cuya administración sería modernizada.
3) Piamonte cedería a Francia, Saboya y Niza. Fran- cia quedaba separada del reino de Italia por el límite natural de los Alpes.
Además se decidió una unión de familia; el prín- cipe Jerónimo Napoleón, hijo del ex rey Jerónimo Bo- naparte, casaría con la princesa Clotilde, hija del rey Víctor Manuel y algo se insinuó sobre la posibilidad de que recibirían el ducado de Toscana.
La forma como se provocaría la guerra era algo que Cavour tenía muy bien estudiado; sus agentes multipli- caron los atentados y el descontento contra la domina- ción austríaca en el Lombardo Véneto. El gobierno del Piamonte no podía quedar sordo ante el grito de dolor de los patriotas italianos; la prensa de Turín atacó con virulencia al gobierno austríaco; al mismo tiempo se denunciaban supuestos refuerzos de los ejércitos situa- dos a las orillas del río Tesino, que separaba la Lombar- día del Piamonte. Ante estas noticias, el gobierno pia- montés se veía obligado a aumentar sus ejércitos y así efectivamente los austríacos tuvieron que reforzar los suyos.
En Francia, el Emperador llamaba la atención al embajador austríaco sobre lo que pasaba, y esto lo hacía con tono amenazador, aunque a continuación le pedía
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que comunicara a Francisco José, que cualquiera que fuera la situación que se produjera, ella no afectaría la amistad y buenos deseos que hacia él sentía el Em- perador de los franceses.
Las noticias filtradas a través de la prensa sobre la entrevista de Plombieres, el casamiento del príncipe Je- rónimo con la princesa Clotilde de Savoya y, por últi- mo, la aparición de un folleto, "Napoleón y la Italia", confirmaron la creencia en el estallido a corto plazo de la guerra con Austria. La condenación de esta política partió de todos los sectores, aun de los mismos partida- rios del Emperador. La emperatriz Eugenia, Morny, Maupas, Persigny y otros, unánimemente, sólo vieron enceste probable conflicto un error político que podía causar innumerables males. En el extranjero, especial- mente en Inglaterra, la opinión llegó hasta ser insultan- te. El diplomático inglés Greville, se atrevió a escribir en los siguientes términos:
";Xo es acaso sublevante pensar que la paz del mun- do y la suerte de una gran parte de la humanidad se encuentren en manos de un aventurero sin escrúpulos, sin fe, sin honor, que sólo persigue fines egoístas y que, desgraciadamente, dispone de un poder enorme?"
Los más alarmados fueron los católicos franceses. El arzobispo de Rúan, Bonnechose, en quien la Empe- ratriz depositaba su confianza, después de una entrevista con el soberano dijo las siguientes palabras, que tuvieron un carácter profético:
""El Emperador lleva a Francia fuera de su vía. De protectora del Papa se convierte en auxiliar de sus ene- migos. Es un delirio. Conjuro a Dios para que tenga piedad de nosotros y nos evite los males que nos amena- zan, al amenazar al Vicario de Cristo".
Ante tanta oposición, Napoleón III trató de retirar- se y entonces atacó Cavour. Este se trasladó a París y tuvo una larga entrevista con el Emperador. No se sabe qué medios empleó para obligar a Napolenó III a se-
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guir su política italiana. El hecho es que el Emperador estuvo enfermo varios días y Cavour regresó tranquilo en cuanto a la prosecución de sus planes. Vino en su ayuda para precipitar el resultado, la torpeza de la can- cillería de Viena. El ministro Buol perdió la paciencia en esta guerra de nervios e hizo lo que Cavour deseaba: Se mandó un ultimátum a Turín para que en el plazo de días redujera su ejército. El gobierno del Piamonte rechazó el ultimátum y las tropas austríacas atravesaron el Tesino, lo que produjo la guerra con Francia.
El ministro Walewski, a cuyas espaldas Napoleón desarrolló toda su política, cuando éste le comunicó los compromisos contraídos resolvió renunciar a su cargo; a pedido del Emperador continuó en su puesto, opo- niéndose tenazmente a la guerra, llegando a veces a tener violentos altercados. En un consejo en que el príncipe Jerónimo le dijo groseramente: "sois un imbécil", res- pondió Walewski: "El ministro de Argelia —cargo que de- sempeñaba el príncipe— es un insolente, dicho esto con el mayor respeto para el príncipe Jerónimo Napoleón."
2) .
En la guerra franco-austríaca se pudo apreciar que los soldados de ambos ejércitos eran valerosos y eficien- tes; pero los generales ineptos. En la corte de Viena era tradicional el tener poca confianza en la capacidad de los jefes militares; ni los triunfos obtenidos por Radetzki en Italia habían logrado disipar ese ya arraigado pesi- mismo. Se cuenta que el emperador Francisco I, en la batalla de Wagran, que presenciaba desde lejos, había dicho: "En el ala izquierda manda Rosemberg y eso me basta; ahí nos irá mal"; y al nombrar después de la de- rrota a Radetzki, jefe del estado mayor le dice: "Su ca- rácter me garantiza que no cometerá tonterías intencio-
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rudamente, en cuanto a las tonterías corrientes, estoy acostumbrado a ellas".
El general en jefe de los ejércitos austríacos, Giu- lay, a pesar de contar con fuerzas muy superiores a las piamontesas, no desarrolló una ofensiva que hubiera po- dido aniquilar a estas antes que llegara el ejército fran- cés; perdió el tiempo estérilmente y no trató de impedir la unión de ambos ejércitos.
Las fuerzas francesas más las piamontesas iban a ser mandadas por el Emperador; muy pronto los gene- rales franceses pudieron apreciar que el genio militar no era hereditario en la familia Bonaparte. Napoleón III no tenía aptitudes ni conocimiento alguno para ejer- cer el mando. El ejército francés estaba mal organizado, carecía de muchos elementos necesarios y entre sus jefes los había, valientes, buenos soldados, buenos generales para acometer determinada acción; pero igual que los austríacos, incapaces de a'barcar un conjunto estratégico. El espíritu napoleónico había desaparecido y los genera- les, igual que la mayor parte de los mariscales del gran Emperador, debían ser dirigidos para triunfar. Y por esto sucede que al estudiar el desarrollo de esta guerra, da la impresión de dos boxeadores que pelean con los ojos vendados y cuando llegan a encontrarse se golpean du- ramente sin saber dónde ni cómo.
En las dos grandes batallas, Magenta y Solferino, triunfaron los franceses gracias a lo que con tanto acier- to Federico II llamó " Su majestad el azar". La última batalla, la más sangrienta, horrorizó a Napoleón III, cuya alma sensible no podía soportar el pensamiento de mandar la muerte a tanta gente por algo que ya veía claramente, era imposible llevar a feliz término, a una solución rápida como lo había creído. Al saber que Pru- sia concentraba tropas a las orillas del Rhin y recibir el aviso del Zar de que él nada podía hacer para contener a los prusianos, vio que era necesario terminar. Lo deci- dió la actitud inquietante de Inglaterra, que temía que
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Napoleón llegara a dominar en Italia y formara un gran imperio; sólo el ministro Palmerston presentía lo que iba a pasar: se iba a formar un estado italiano que ser- viría a los ingleses para contrapesar el poderío francés.
Napoleón III resolvió no dejar agravarse la situa- ción internacional; en una entrevista que tuvo con Fran- cisco José, en Villafranca, acordó un armisticio mientras se firmaba la paz. Austria cedió a Francia la Lombar- día, que esta entregaría al Piamonte para formar el rei- no de Italia. Venecia continuaba en poder del Austria que no intervendría en los asuntos italianos.
Grande fue el furor de Cavour al saber que había tei minado la guerra, no tan sólo contra el Emperador sino contra Víctor Manuel, a quien quince días antes Napo- león le había comunicado sus intenciones y el rey nada había dicho a su ministro. Con esos días disponibles Ca- vour estaba seguro que habría evitado se firmara la paz. Presentó la renuncia de su cargo y se retiró al campo, donde pronto recobró la tranquilidad y pudo analizar fríamente los hechos producidos y pensar lo que se po- día hacer a continuación.
"Bendita sea la entrevista de Villafranca", fue una de las exclamaciones de Cavour, cuando vio cuánto par- tido podía sacar de la situación existente en Italia ante la seguridad de que Austria no intervendría. Los agentes italianos provocaron tumultos, sublevaciones y toda clase de complicaciones en los ducados de Parma, Módena y en el gran ducado de Toscana y en los Estados Pon- tificios. Los soberanos de los ducados tuvieron que huir; la única fuerza capaz de restablecer el orden e impedir que se establecieran repúblicas parciales y anárquicas era el ejército piamontés; hubo necesidad de que interviniera y así se hizo. Cavour volvió al poder y de acuerdo con Napoleón III se produjo la anexión a Fran- cia de Saboya y Niza, y al Piamonte se unió la Lom- bardía y la mayor parte de la Italia central.
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No se ha podido demostrar la intervención del go- bierno de Turín en la expedición de los mil, que par- tió de Genova al mando de José Garibaldi, para invadir y sublevar Sicilia, ya previamente preparada. El que las autoridades nada hicieran por impedirlo y el que la es- cuadra de Víctor Manuel vigilara la expedición, más con el carácter de ayudarla que de impedirla, da la impresión de una de esas jugadas maestras de que nos habla Ma- quiavelo.
Sicilia cayó en poder de los garibaldinos, que atra- vesaron el estrecho de Mesina y marcharon hacia Nápo- ies sin encontrar resistencia. Ante el peligro de que Ga- ribaldi, al apoderarse de Nápoles proclamara la repú- blica italiana, Cavour resolvió intervenir rápidamente. Con la aprobación tácita de Napoleón y de Inglaterra, el ejército piamontés penetró en los Estados Pontifi- cios y derrotó a las escasas fuerzas papales en Castel- fidard, que trataron de oponerse; siguieron hacia Ná- poles donde llegaron a tiempo para impedir la realiza- ción de los propósitos de Garibaldi, el que tuvo que recibir a Víctor Manuel como rey de Italia.
El tratado de Zurich que había ratificado los acuerdos de Villafranca, había sido violado, mas no con- venía recordarlo. Fue reconocido el nuevo reino de Italia, que comprendía toda la península, más Sicilia y Cerdeña; faltaba sólo Venecia, en poder de Austria, y Roma, donde continuaba el Papa protegido por una guarnición francesa y un pequeño ejército pontificio.
3)
Par» completar la unidad italiana faltaba adquirir el Véneto y Roma. Ya no se ocultaba que el tener a Roma como capital era el deseo de los italianos y Cavour lo hizo saber al Emperador de los franceses:
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"Nuestra estrella ¡Oh Señor!, os lo declaro abierta- mente, es hacer que la Ciudad Eterna, en la que veinti- cinco siglos han acumulado toda clase de gloria, sea la espléndida capital del Reino Itálico"..
Para Cavour el problema es aparentemente muy sen- cillo, el poder temporal debe desaparecer:
"Una vez que haya desaparecido la irritante cues- tión del poder temporal, el Papa será más poderoso en Roma de lo que fueron sus predecesores, ya que Italia será celosa y devota guardiana del Papado, como de la más espléndida institución nacional".
Olvida Cavour que Napoleón I nada pudo conse- guir en este sentido y que Pío VII no había aceptado el ser el capellán del gran Emperador; Pío IX, con mayor razón, no querría serlo del rey Víctor Manuel. El axio- ma político, ya milenario, de que el Papa, para actuar libremente, debería ser el soberano de un Estado inde- pendiente, era muy difícil cambiarlo. Sin embargo ya se pensaba en la posibilidad de hacerlo. El gran ministro italiano entró en relaciones con un grupo de cardenales para llegar a un acuerdo directo con el Papa. El 25 de mayo de 1861 pronunció un gran discurso en el Parla- mento; en una parte dice:
"La unión de Roma al reino de Italia no debe ser interpretada por la gran masa de católicos de Italia y de fuera de ella, como la señal de la servidumbre de la Iglesia. Nunca será propio de nosotros llegar a Roma como conquistadores. A riesgo de ser acusado de dejarme llevar por utopías, tengo confianza en que se podrá cum- plir el mayor acto que jamás pueblo alguno haya cum- plido. Y así será reconocida a la misma generación ha- ber resucitado una nación y haber hecho una cosa más grande todavía, más sublime: haber reconciliado el Pa- pado con la autoridad civil; haber firmado la paz entre la Iglesia y el Estado; entre el espíritu de la religión y los grandes principios de la libertad".
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Por desgracia el conde Camilo Benzo de Cavour, es- taba marcado por la muerte. El 29 de mayo de ese año cayó fulminado por un ataque de apoplegía que se re- pitió cuatro días después. Ya moribundo fue auxiliado por el padre Jacobo de Poirino, su amigo. A pesar de la excomunión que sobre él pesaba, según dijo Cavour a Fariña: "Me he confesado y he obtenido la absolución. Más tarde me traerán la comunión. Quiero que el buen pueblo turinés sepa que muero como un buen cristiano. Estoy tranquilo, no he hecho mal a nadie".
Antes de morir susurró al sacerdote: "Hermano, hermano, la Iglesia libre, en un libre Estado".
Cavour fué juzgado apasionadamente por sus com- temporáneos. Para los italianos monárquicos, fue el ha- cedor de la unidad italiana; para los republicanos que siguieron a Mazzini y Garibaldi, era el escamoteador de un triunfo que debía a ellos, en beneficio de una di- nastía aborrecida. En el extranjero, los católicos vieron en él al expoliador del Papado y al causante de la ruina del poder temporal; especialmente se manifestó este sen- timiento en Francia. El ilustre político y gran orador Montalembert, uno de los jefes de los católicos france- ses, al referirse a Cavour dice:
"Con dolor antes que movido por la ira, te digo abiertamente que eres un gran culpable; más grande que Mazzini, porque este ejerce su oficio de conspirador y regicida, mientras que tú faltas a la misión de estadista, de gran ciudadano y ministro. Eres más culpable que Garibaldi; porque Garibaldi es un malvado, pero no engaña, dice francamente que el Papado es un cáncer y que aspira a una Italia protestante; no simula servir a los intereses verdaderos y perchantes del catolicismo".
¡Cuanto puede la pasión política! Era Montalem- bert un hombre de gran talento y uno de los dirigentes de la tendencia liberal del catolicismo, y sin embargo sus palabras respiran una incompresión impropia de una mente tan esclarecida!
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En Cambio, Carlos Boncompagni, que conoció inti- mamente a Cavour y pudo apreciar su pensamiento, se
expresa así:
"Embebido desde sus más tiernos años en los prin- cipios de una educación católica, Cavour no fue nunca irreverente con la religión. Poco propenso a ocuparse de materias abstractas, su pensamiento no se había fijado tanto en los problemas que el cristianismo ofrece a la meditación del filósofo, cuanto en la gran influencia de la religión y de la Iglesia sobre las condiciones de la so- ciedad humana. Desde los primeros tiempos que tuve amistad con él, lo encontré asqueado del sistema que, por amor a la libertad, combate sistemáticamente a la Iglesia. Cierta vez que pronuncié un discurso sobre esa opinión, me estrechó entre sus brazos y con una emoción que no era habitual me dijo: —Tiene razón; la concilia- ción de la religión con la libertad es el problema más importante de este siglo".
4)
Han trascurrido cien años; ahora es posible anali- zar detenidamente, sin prejuicios partidistas, la persona- lidad de Cavour. Fue un hombre de un talento político extraordinario unido a un gran carácter, a un ingenio rápido para elaborar el plan necesario y una asombrosa perspicacia psicológica que le permitía comprender con exactitud a las personas y saber tocar los resortes nece- sarios para inclinar su voluntad hacia el punto propues- to.
Nacido en un estado italiano enclavado en los Alpes, desde joven tuvo la intuición de estar destinado a rea- lizar algo. El dolor de Italia, vencida en 1848, la deses- peración de los habitantes que estaban sometidos al yugo extranjero, fueron los rayos de luz que disiparon las ti- nieblas de su porvenir. Su genio político lo llevó muy
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pronto a encontrar el camino intermedio entre el idea- lismo neo güelfo de Gioberti y el radicalismo destructor de Mazzini. La unidad italiana sólo se podría conseguir agrupándose alrededor de una monarquía de tinte libe- ral y de añejas tradiciones italianas; esta era la monar- quía de la Casa de Saboya. Era necesario el auxilio de Francia y el éxito estribaba en que se pudiera interpre- tar el pensamiento de la esfinge que reinaba en las Tu- nerías y conseguir su apoyo.
Triunfó ampliamente al obtener la intervención de Napoleón III, y que éste siguiera una política contraria a los intereses nacionales franceses según el parecer de los políticos de esta nación, y así llegó a realizar la uni- dad de la mayor parte de Italia; sólo faltaban Venecia y Roma.
Cavour fue católico; educado en esta religión con- servó sus creencias hasta su muerte. Pero no sólo estaba alejado de las prácticas religiosas, sino que se encontró co- locado por las circunstancias políticas en un campo opuesto a la Iglesia. Excomulgado por las autoridades eclesiásticas, como lo fueron tantos otros políticos de antaño, conservó su fe en Cristo, siempre con la esperan- za de llegar a un acuerdo que le permitiera el ideal de su vida y de millones de italianos: la unidad de Italia de acuerdo con la Iglesia.
"Bendecid a Italia !Oh Gran Dios!" dice Pío IX. "Roma capital de Italia" expresa Cavour. Ambos desean en el fondo lo mismo; pero no pueden encontrar la fór- mula que consagre algo que debe producirse. Pío IX no puede renunciar al poder temporal que ha recibido en custodia al ser elegido Papa. Cavour cree poder llegar a una solución cuando la muerte lo sorprende.
El gran historiador César Cantu, profundo conoce- dor de estos problemas, que vio actuar a Pío IX y a Cavour, emitió un juicio que encerraba la verdad de lo que iba a acontecer. Dice en resumen: "La Cuestión Ro- mana que se plantea en un siglo se resolverá en otro".
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Tras Pío IX y Cavour, este ilustre conocedor de la His- toria, presentía a Pío XI y a Mussolini.
Se dice que la gran obra de Cavour £ue el realizar la unidad italiana y se olvidan que planteó la fórmula que aún en trance de muerte volvió a recordar: "Chiesa libera in libero Stato". Deducida de las palabras de Cris- to: "Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César". Trataba de reemplazar el axioma político de que la Iglesia necesita una soberanía temporal para poder ser libre. Entre el Estado Teocrático de Bonifa- cio VII y el sueño cesaropapista del Dante que trataron de llevar a la realidad Felipe II y Napoleón, Cavour llega a una fórmula que corresponde a la aceptada en la nueva etapa de la historia de la Iglesia. Va terminar el Imperio Teocrático que ha durado ochocientos años para dar principio al Imperio Espiritual.
La fórmula "Iglesia libre en Estado libre" es elás- tica y se presta a innumerables interpretaciones que per- miten al Papado llegar a acuerdos con las diferentes nacio- nes según las modalidades de cada una de ellas. Cavour no tuvo el tiempo necesario para que su especial genio político vislumbrara que al realizar la unidad italiana iba a dar un impulso decisivo al problema alemán que era semejante. Al formarse las dos nuevas nacionalida- des que iban a completar la cultura divergente occiden- tal se inicia la etapa final de su brillante existencia; después vendrá la inexorable decadencia que comienza con la primera guerra mundial del año 1914.
La independencia de las colonias españolas en América dio origen a una nueva cultura: la cultura his- panoamericana que puede clasificarse como una cultu- ra divergente similar a la griega y a la occidental. Está compuesta por naciones que corresponden a la división
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administrativa de la América española, excepto en la América Central, en que después de un tiempo se han establecido seis repúblicas.
Los diferentes estados independientes, naciones li- bres, que forman la cultura hispanoamericana están unidos por tres fuertes lazos: la raza, el idioma y la religión. El primero es el más variable en su conjunto; está formado por los criollos, o sea los descendientes de los blancos; los mestizos, mezcla de blancos e indíge- nas v los indígenas. Según la proporción de estos tres grupos ha sido el carácter y el desarrollo político de cada una de estas naciones. En la parte austral de la Amé- rica se encuentran las tres repúblicas en que predomina ampliamente la raza blanca, es decir Uruguay, Ar- gentina y Chile. La primera nació del choque entre Ar- gentina y el imperio del Brasil que se disputaban el dominio del estuario del Plata. Después de la guerra entre ambas naciones, se llegó al acuerdo de reconocer la "Banda Oriental" como se llamaba esta región como una república independiente: la república del Uruguay, cuya capital sería Montevideo.
Buenos Aires, capital del que había sido Virreinato del Plata, era una ciudad de población blanca que domi- nó las provincias que formaron la república federal de Argentina; no se daba todavía ninguna importancia a la región sur, la Patagonia.
La Capitanía General de Chile o el reino de Chile, como se llamaba en tiempos de la colonia a lo que es hoy día la república de Chile, es una angosta y larguí- sima faja de terreno, situada entre la alta cordillera de los Andes y el profundo e inmenso océano Pacífico, el más grande del globo. Esta región con tierras fértiles en algunas partes, ásperas y duras en otras, requiere un pueblo fuerte y esforzado capaz de trabajarlas; ha sido el crisol en que se han fundido razas y pueblos invasores que han dado origen al pueblo chileno, que por varios
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motivos puede clasificarse como un pueblo extraño den- tro de la cultura hispanoamericana.
Uno de los pueblos más belicosos entre los indíge- nas del Nuevo Mundo fueron los araucanos;; parece que procedentes de la Patagonia atravesaron los Andes y se establecieron en Chile al sur del río Maule. Resistieron a los conquistadores españoles en forma tan heroica y tenaz que fue imposible someterlos; durante todo el período colonial, más de doscientos años. España mantu- vo uno de los ejércitos más numerosos que necesitaba para la defensa de sus posesiones en América. Cerca de dos mil hombres defendían la frontera del Laja y del Bío Bío. Esto contribuyó a que llegara a esta apartada región gente esforzada que se había distinguido en las guerras europeas. La pobreza del país en cuanto a la producción minera de plata y oro, tan codiciada en ese tiempo, sólo atrajo a la gente empeñosa dispuesta a trabajar la tierra; una inmigración de vascos y es- pañoles de Castilla la Vieja concluyó por formar una clase criolla selecta que fue la base de un "gobierno en forma", único en la América Española. Después de un período de veinte años que duró la guerra de la independencia y la anarquía gubernativa que la siguió, un nombre de talento de estadista y de un carácter extraordinario, don Diego Portales, como ministro del presidente don Joaquín Prieto, organizó el gobierno basado en la constitución de 1833. El congreso, que eiercía el poder legislativo, ocupa el tercer lugar en an- tigüedad en los regímenes de esta naturaleza; primero el inglés, al que se le puede atribuir hoy ochocientos años de existencia; después el norteamericano, con ciento ochenta años; y a continuación el chileno con cien- to treinta años.
En forma inteligente y constante se fueron educan- do e incorporando a la clase gobernante nuevos ciudada- nos que han mantenido como un culto las ideas de liber- tad e igualdad dentro del respeto a las leyes existentes.
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6)
Se ha comparado despectivamente las repúblicas de la cultura hispanoamericana con la de los Estados Uni- dos. Al hacer estas comparaciones se olvida que la co- lonización inglesa se hizo excluyendo por completo el elemento indígena y que la española no trató de exter- minarlos sino, al contrario, cristianizarlos, lo que signi- ficaba civilizarlos; debido a esta causa se produjo la exis- tencia de una población de tres grupos raciales diferen- tes con sus respectivas tendencias divergentes. Aun así, el gobierno de Estados Unidos no fue como se cree vul- garmente algo que siguiese a la independencia. Hubo un largo período de indecisión, de una relativa anar- quía, aunque no existiese ninguna diferencia racial, excepto los esclavos negros en el sur a los que no se to- maba en cuenta.
La mayor parte de los Estados Hispanoamericanos han vivido afectados por continuos cambios gubernati- vos; han pasado de dictaduras a gobiernos constituciona- les de corta duración, para ser estos reemplazados por francas o disimuladas dictaduras.
Méjico, la colonia más rica y extensa de España, al proclamar su independencia se constituyó en un Impe- rio cuyo primer emperador fue Agustín Iturbide, uno de los generales que había dirigido finalmente el movi- miento que dio libertad a su patria. Agustín I fue luego derrocado por varios de los generales sus compañeros de armas y como tratara de recuperar el trono fue fusilado. En el corto plazo de treinta y seis años, desde 1821 a 1857, hubo seis constituciones distintas y dosciento cin- cuenta golpes de estado. Uno de los dictadores que más tiempo se mantuvo en el poder fue su Alteza Serenísi- ma López de Santa Ana.
Los Estados Unidos al declarar su independencia, además del territorio que comprendían los trece estados situados entre los montes Apalaches y el océano Atlán-
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tico adquirieron la vasta región del Oeste, entre los Apalaches y el río Misisipi. El comprar después la Lui- siana y la Florida a Francia y España respectivamente, despertó un espíritu imperialista; se mandaron expedi- ciones de reconocimiento que llegaron hasta las costas del Océano Pacífico.
La región que se extiende al oeste del Misisipi a lo largo de las costas del golfo de Méjico, formaba el esta- do mejicano de Texas; en él se habían establecido nu- merosos colonos norteamericanos. Ante la anarquía rei- nanie en Méjico, estos pobladores sufrían continuos atropellos por parte de los caudillos triunfantes. Se fue generando un movimiento separatista que en el fondo se encaminaba a conseguir la unión de Texas a los Esta- dos Unidos. Finalmente se produjo la inevitable ruptu- ra entre las dos naciones. Un ejército norteamericano ocupó a Texas e invadió a Méjico por el norte y otro desembarcó en Veracruz y ocupó la capital, la ciudad de Méjico. La república mejicana se vio obligada a firmar la paz; por el tratado de Guadalupe Hidalgo, Méjico tuvo que ceder Texas, Nueva Méjico y Califormia, en conjunto un territorio casi tan vasto como la actual re- pública de Méjico. Los Estados Unidos pasaron a limi- tar por el oeste con el Pacífico.
El imperialismo norteamericano pensó continuar sus conquistas hacia el norte, por el Canadá, y se habló de llegar hasta Alaska, península ocupada por rusos que el zar Alejandro II vendió a Estados Unidos en 1868. Se impuso el deseo de no romper con Inglaterra y se fijó una frontera artificial que es la que separa actual- mente el Canadá de Estados Unidos.
La vida independiente del estado norteamericano favoreció el desarrollo del catolicismo. De los trece es- tados que proclamaron la independencia sólo uno era católico, Maryland, cuya colonización había sido inicia- da por Lord Baltimore, católico. El gobierno anglicano había puesto toda clase de inconvenientes a la difusión
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del catolicismo y había logrado limitarlo a una parte del Maryland; pero al proclamarse la independencia se estableció en la constitución la libertad religiosa lo que hizo cambiar por completo la situación. La acción cató- lica se vio robustecida por la llegada de numerosos sa- cerdotes franceses que huían de la Revolución. Poco des- pués, la anexión de la Luisiana y de la Florida, de po- blación de origen francés y español, aumentó considera- blemente el número de católicos; al mismo tiempo, la gran emigración de irlandeses contribuyó a aumentar el número de fieles de la Iglesia Romana, de tal manera que en la primera mitad del siglo XIX la jerarquía nor- teamericana contaba con veintisiete obispos.
7)
Cuando se acercaba a un siglo de existencia la cul- tura norteamericana sufrió la crisis más grave de su his- toria, próxima ahora a cumplir doscientos años de vida. Se ha llamado guerra abolicionista, guerra anti esclavis- ta, guerra separatista, guerra de Secesión a la lucha del norte contra el sur; a la guerra civil que durante cinco años convulsionó la parte occidental de los Estados Uni- dos. El nombre más apropiado es el de guerra de la Secesión, porque esta palabra encierra el verdadero sig- nificado de esta lucha.
Se presenta generalmente la guerra de Secesión co- mo una lucha para terminar con la esclavitud de los negros en Estados Unidos, cuya miserable condición de vida se exageraba por medio de una literatura que tuvo resonancia mundial. Un ejemplo de esto es la famosa novela "La cabaña del tío Tom"; aún popular. Se ha hecho aparecer esta lucha civil como una especie de cruzada de los idealistas del norte contra los egoístas del sur que no aceptaban menoscabar sus intereses abolien- do la esclavitud. Esto no fue así; el problema de la es-
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clavitud sólo fue uno de los factores que determinaron esta cruenta guerra interna y no fue el más importante.
Después de haber pasado, ya, cerca de cien años, se puede hacer un análisis desapasionado de las causas que motivaron esta guerra; pueden reducirse a cuatro. La última sólo tiene un valor interpretativo de la His- toria. Serían las siguientes:
a) Problema de la esclavitud.
b) Diferencias sociales y económicas.
c) Proteccionismo y comercio libre.
d) Crisis característica de una cultura céntrica.
a) Problema de la esclavitud. Al nacer la cultura norteamericana, es decir al declararse la independencia, como ya lo hemos visto, existían diferencias de origen entre los estados del norte y los del sur. Por la naturale- za del cultivo de las tierras del sur, les convenía en, esa época a los colonos tener esclavos negros. En 1774 había cerca de setecientos mil esclavos en una población pró- xima a los cinco millones de habitantes; cien mil escla- vos correspondían a los estados del norte y seiscientos mil a los del sur. Se hizo cada día más odiosa la esclavi- tud para los del norte; no la necesitaban y, de acuerdo con la ideología reinante, consideraban una vergüenza el tener que aceptarla; para los del sur, económicamen- te era una necesidad fundamental. Al prohibirse el co- mercio de esclavos, es decir su importación, condenada por las potencias europeas, continuó como un artículo de contrabando, y sobre todo se desarrolló la industria de la crianza de negros esclavos que llegó a ser un ne- gocio brillante.
Hubo un momento en que al sur le interesaba más, según lo declaraban, la existencia de la esclavitud, que mantener una unión que les iba a causar un gran per- juicio económico. En el Senado, donde debería aprobar- se la reforma constitucional necesaria para abolir la es-
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clavitud, se mantenía cuidadosamente el número de senadores correspondiente a los estados esclavistas igual al de los abolicionistas. Al incorporarse a la Unión nue- vos estados se exigía paridad entre las dos tendencias respecto de los estados admitidos; todo esto había crea- do un equilibrio político inestable.
b) Diferencias sociales y económicas. La diferencia de actividades y de posición social se acentuó cada vez más entre el norte burgués e industrial y el sur agrícola y señorial. Aunque el sur contaba con una población equivalente a la mitad de la del norte, su mayor rique- za, los espléndidos negocios hechos por los terratenientes y el mayor contacto comercial con las potencias euro- peas, se consideraban factores que aseguraban sus preten- siones.
c) Proteccionismo y comercio libre. La diferencia más importante que existía entre el norte y el sur, radi- caba en el sistema proteccionista que favorecía la na- ciente y ya vigorosa industria del norte; y perjudicaba al sur productor de materias primas que podía vender fácilmente al extranjero y comprar los productos ma- nufacturados a precios muy convenientes, si no hubie- ran existido los derechos aduaneros.
La industria en el norte progresaba cada día más; no sólo se trataba del trabajo textil. El descubrimiento de grandes yacimientos de fierro y de minas de carbón había hecho posible establecer la industria siderúrgica con una no pensada intensidad. En la región de los gran- dés lagos, las facilidades de transportes aumentadas con la construcción de canales como vías fluviales hicieron, tanto de esta zona como de la del río Hudson, centros de actividad fabril. Es interesante notar que ya antes de 1810, navegaban por estos canales buques movidos a vapor, según el invento de Fulton, no apreciado en Europa. Esto nos hace ver una de las característica de la cultura norteamericana: la inventiva práctica que
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trata de aprovechar todos los conocimientos humanos, no en especulaciones intelectuales, sino con el fin de mejorar las condiciones de vida.
El aspecto económico de la esclavitud y del pro- blema aduanero fueron los dos factores más importan- tes que decidieron el ir a la guerra. Al sur le convenía la separación y creía poder mantenerla gracias al apo- yo de Francia e Iglaterra, algo que era una lógica con- secuencia de la interdependencia de las economías. Da- da su menor población, problema que se agravaba por la existencia de la esclavitud, no podía medirse con el norte, sobre todo por la parte marítima. Se había de- sarrollado una poderosa flota mercante y para protejer- la se comenzó a equipar otra de guerra que fue pode- rosamente reforzada al construirse barcos de acero en vez de madera.
El sur contaba con las condiciones y aptitudes más bélicas de sus habitantes, comparadas con los del norte, cuya principal actividad era el trabajo y los negocios. Las probabilidades de triunfo se fundaban en un ataque rápido y decisivo y después con el apoyo extranjero.
8)
d) Hemos indicado que además de los factores ex- puestos como causas de la guerra de Secesión, existía otro de carácter interpretativo. Esto se refiere a que parece ser una de las características de las culturas cén- tricas, el estallido de un movimiento separatista que a veces ha terminado en una guerra civil sangrienta.
Si estudiamos las culturas céntricas de historia com- pleta, es decir aquellas que ya dejaron de existir, como son la egipcia, la caldea, la de Roma y la bizantina, en- contramos en una u otra forma este fenómeno político que adquiere para el observador el carácter de una con- dición inherente al desarrollo de ese tipo de culturas.
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Hay que notar que la diferencia entre una cultura cén- trica y un pueblo dominador, está en que este último explota a los países sometidos sin crear ni desarrollar un alma que se manifiesta en la religión, en la organiza- ción política y en un modo especial de interpretar el arte y avanzar en el conocimiento de las ciencias; en cambio en las culturas céntricas habrá un pueblo que al dominar exige y crea un espíritu nacional.
La fracción dominadora, en algunas culturas céntri- cas, aplasta el movimiento separatista e impone su moda- lidad, su concepto de la vida. En otras cambia de centro para continuar la unión y el alma nacional. Así vemos cómo la cultura egipcia traslada su centro de Menfis a Tebas y por último a Sais. En la cultura caldea encon- tramos el dominio alternativo de Babilonia y Nínive para terminar finalmente en Babilonia. No pasa así en la cultura romana; se logra, diplomáticamente y por medio de hábiles reformas, solucionar el descontento de los plebeyos al comenzar la existencia cultural; pero es- talla en forma sangrienta la rebelión de los itálicos, está la cultura romana en su segundo período y es sofo- cada por las armas y aceptando poco a poco sus recla- maciones.
En la cultura bizantina estalla con creciente furor la lucha de los iconoclastas, los que vencedores durante un tiempo, son al fin derrotados. Como lo hemos visto en el prime volumen de este ensayo, en el fondo se tra- taba de la lucha entre una teocracia indirecta v el ce- saropapismo que fue el vencedor; la disputa por las imágenes era sólo un disfraz.
Si pasamos a las culturas céntricas existentes, pode- mos considerar tres: la rusa, la norteamericana y la bra- silera. La rusa está en su tercera etapa; la norteameri- cana, en la segunda; y la brasilera, parece, al finalizar su período naciente. La cultura rusa sufre una defor- mación al querer el zar Pedro el Grande occidentalizar su imperio. No comprende el espíritu ruso e, ignorante
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de la Historia, no es capaz de apreciar lo que puedo ser el desarrollo de un pueblo; así vemos que abando- na Moscow. La ciudad santa de los rusos pasa a segun- do término al instalarse los zares en una nueva capital, San Petersburgo.
La cultura norteamericana sufre un fuerte impac- to al estallar la guerra de la Secesión, en que el norte aplasta al sur; ya tenía entonces cien años de vida y continúa su brillante existencia. Las culturas céntricas como las de Roma o la de Bizancio han durado alrede- dor de mil años. La rapidez del desarrollo de la norte- americana puede ser el presagio de una existencia más corta. De la brasilera sólo se puede observar la rivali- dad entre Bahía, Río Janeiro y Sao Pablo, complicada ahora por la fundación de Brasilia.
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CAPITULO VIII
1) y 2) La guerra de Secesión.- 3) Fin de la guerra.- 4) Méjico y Juárez.— 5) Causas de la expedición francesa a Méjico.— 6) Maximiliano emperador de Méjico — 7) Ernes- to Renán.
1)
El partido demócrata norteamericano, asegurado con la reforma electoral que instauró el sufragio univer- sal, logró elegir sucesivamente varios presidentes que siguieron el "sistema de los despojos", que consistía en despedir a los empleados de la anterior administración para reemplazarlos por sus partidarios. Se transformó la actividad política en una profesión lucrativa y se ro- busteció cada vez más el poder presidencial.
En las elecciones de 1860 el candidato del partido republicano venció gracias a que los demócratas se pre- sentaron divididos. El presidente elegido fue Abraham Lincoln, una de las más grandes figuras de la cultura norteamericana. De elevada estatura, tenía un rostro que a pesar de su fealdad daba la impresión de inteligencia, energía y bondad. Y eran estas las cualidades de Lincoln, que debía su situación a su propio esfuerzo. Por su ex- tremada pobreza, trabajó desde niño y con su firme
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constancia llegó a obtener el título de abogado. Mezcla- do en política, causó impresión por su conocida honra- dez, la convicción de sus ideas y la forma de expresarlas en frases cortas, sencillas, a veces hasta humorísticas; pero siempre profundas y dirigidas a un determinado fin.
Una de las bases de su plataforma electoral fue el ataque a la esclavitud; pero el odio que sentía hacia una institución que consideraba indigna del carácter humano, no lo llevaba a proponer su abolición total, que conside- raba no podía hacerse en forma precipitada, pues po- drían producirse incalculables males; era necesario ha- cerla en una forma pausada hasta que desapareciera completamente.
La elección de Lincoln no precipitó el estallido de la guerra civil. La secesión o separación de los estados sudistas era algo ya resuelto, a no ser que pudieran estos seguir controlando la política del norte, lo que era im- posible. La guerra era un acontecimiento que fatalmen- te debería producirse dada la forma en que se había de- sarrollado la cultura norteamericana. Un incidente la hizo estallar, o en términos precisos, un incidente debería hacerla estallar.
A la entrada del puerto de Charleston, en el estado de Carolina del Sur, había varios islotes y en uno de ellos una pequeña guarnición que era abastecida por mar sin dificultad ninguna. Al declarar Carolina del Sur que se retiraba de la Unión, medida que fue seguida por otros estados sudistas, se decidió elegir un presiden- te que fue Jefferson Davis y se designó la ciudad de Richmond por nueva capital. Washington distaba ciento veinte km. de Richmond. La guarnición del islote temió verse atacada y se retiró al fuerte Sumter, que era una torre de ladrillo situada en uno de los islotes interiores. Cuando arribó el buque nordista encargado de abaste- cerla, no pudo hacerlo como antes, pues debía internarse •en la desembocadura del río Achley, lo que los sudistas
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impidieron con su artillería; después de lo cual atacaron el tuerte, que tuvo que rendirse.
El incidente del fuerte Sunter fue el hecho decisivo que dio comienzo a la gerra. El sur llegó a poner sobre las armas a cerca de ochocientos mil hombres y el norte a más de dos millones. Era algo de capital importancia la fuerza naval, y esta era nordista; los del sur sólo pu- dieron organizar una guerra de corso.
2)
La guerra más interesante, después de las napoleó- nicas, en el siglo XIX, es la de Secesión, no sólo por su aspecto guerrero sino por la forma característica de lu- char, propia de una cultura nueva, en que el ingenio y el espíritu inventivo tuvo ancho campo de aplicación. Tanto los soldados como los generales fueron improvisa- dos y a pesar de que los militares profesionales europeos miraron el desarrollo de esta contienda como algo de aficionados que no tenía la disciplina ni la técnica gue- rrera de ellos, pudieron observar muchos aspecto del arte militar como cosas nuevas, a lo que no dieron la de- bida importancia; ochenta años después van a poder apreciar el error cometido.
La lucha en el mar fue igualmente encarnizada e interesante; a pesar de que los unionistas, o sea los del norte, tenían superioridad de fuerzas, no alcanzaban a establecer un bloqueo completo de las costas sudistas como lo deseaban. Los del sur armaron buques corsarios causando enormes perjuicios a los nordistas; en estos combates navales se usaron por primera vez buques me- tálicos blindados.
Conociendo muy bien los del sur que sus probabili- dades de triunfo dependían principalmente de la cele- ridad del ataque, pues mientras más tiempo pasaba más aumentaban las fuerzas enemigas debido a su mayor po-
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blación y a sus grandes recursos industriales, organiza- ron rápidamente sus ejércitos y atacaron hacia el norte para apoderarse de Washington y Nueva York. Al man- do de Roberto Lee, el más notable de los generales de esta guerra, después de obtener varios triunfos, se dio la gran batalla de Gettisburg que duró tres días; fue la centésima duodécima batalla de esta guerra. Sesenta y cinco mil sudistas trataron de romper las líneas atrin- cheradas defendidas por cien mil soldados del norte, y fracasaron.
La gran batalla de Gettisburg marca el punto deci- sivo de la guerra. Los sudistas pasaron de la ofensiva a la defensiva y además no consiguieron el ser reconoci- dos como beligerantes por las potencias europeas, lo que era de capital importancia para ellos. El norte, que ha- bía llegado a equipar novecientos mil soldados, inició una ofensiva indirecta por el Misisipi y al apoderarse del fuerte Vicksburg, que era el baluarte de los sudistas, pudo dominar en toda la Luisiana.
El norte encontró un buen general en Ulises Grant, que obtuvo grandes triunfos; al derrotar en Chottanoo- ga, en el estado de Tenesee, a los del sur, recibió el mando supremo de los ejércitos unionistas y comenzó por el norte el avance hacia Richmond. Lee se retiró hasta las líneas fortificadas de Petersburgo, donde a pe- sar de su inferioridad numérica resistió diez meses y sólo capituló ante la ofensiva indirecta de los nordistas del general Sherman, que avanzó a través de la Georgia y después de apoderarse de Atlanta y de Savannah, en la costa del Atlántico, siguió hacia el norte para reunirse con Grant. Esta maniobra estratégica, ejecutada en for- ma magistral, obligó a los del sur a rendirse.
3)
A pesar del tiempo que ha pasado, no es posible de- cir si fue acertada o no la política seguida por Francia
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e Inglaterra respecto de Estados Unidos en cuanto a la guerra de Secesión. La medida más inmediata y más in- dicada habría sido reconocer como beligerantes a los Es- lados del sur; sobre todo cuando la industria textil, es- pecialmente la inglesa, necesitaba el algodón que era uno de los principales artículos de exportación del sur. La libertad de comercio era necesaria y el norte la impi- dió para evitar el suministro de armamentos a los sudis- tas y arruinar su economía. El bloqueo establecido por el norte era en realidad simulado, pues carecía de las fuerzas navales necesarias para hacerlo efectivo.
Napoleón III fue partidario de ayudar al sur y tra- tó de ponerse de acuerdo con el gobierno inglés para reconocer la Unión de estados del sur. Inglaterra vaciló y finalmente no aceptó; influyó especialmente en esta política el principe Alberto de Coburgo, esposo de la reina Victoria; el mismo redactó los borradores de las notas dirigidas a Washington, para tratar de disminuir el clima anti-inglés que se manifestaba en el norte por creer que se favorecía al sur. No hay duda que se temía un rompimiento con Washington.
¿Por que el gobierno inglés tomó esta actitud? Pa- rece que se vio la posibilidad de una agresión contra In- glaterra, cuyo objetivo sería la invasión del Canadá, y se creyó en la posibilidad de un acuerdo en que se acep- tara la separación de los Estados del sur y se procediera a la anexión del Canadá como una compensación. El peligro era digno de considerarse, pues los ingleses per- dían una colonia riquísima y se creaba un estado más fuerte que el anterior, con el agravante de que tarde que temprano volvería a unirse el norte con el sur y se formaría una potencia tan formidable, que Inglaterra sería incapaz de superar.
El presidente Lincoln fue asesinado antes de termi- nar la guerra; ya se veía la completa victoria de la Unión. El problema de la esclavitud había sido parcialmente tratado por diferentes leyes hasta que el congreso nor-
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teamericano, por una enmienda constitucional, abolió totalmente la esclavitud en todo el territorio de lof Estados Unidos. Se terminó el problema de la esclavi- tud, no así el racial que tomó especial virulencia; el ex- clusivismo racial característico de los norteamericanos respecto de las razas no blancas, se manifestó con espe- cial vigor, sobre todo al considerar que los negros de- berían ser ciudadanos en iguales condiciones que los blancos.
Es interesante considerar la actitud política de las potencias europeas ante la guerra de Secesión. Tanto la reina Victoria como sus ministros pensaron en for- ma típicamente inglesa: ante todo, la conveniencia na- cional inmediata; en cambio, Napoleón III pensaba como un europeo antes que como un francés; parece que sentía, igual que el gran Emperador, los peligros y las conveniencias en el porvenir de la cultura oc- cidental.
4)
Después del tratado de Guadalupe Hidalgo, se acentuó cada vez más la anarquía en Méjico; antes de 1855 se contaron cuarenta revoluciones o golpes de es- tado para llegar al poder. Existían dos partidos carac- terizados en sus nombres por las diferencias existentes entre los logias masónicas: los escoceses y los yorkinos que con el tiempo se tranformaron en conservadores y liberales.
Los criollos constituían una aristocracia que tenía su más firme apoyo en la Iglesia, dueña de casi un ter- cio de la tierra que era explotada en su mayor parte en beneficio de ellos. Formaban el núcleo del partido conservador y creían en la posibilidad de establecer una monarquía o por lo menos un gobierno autorita- rio, estable, que mantuviera el orden y les asegurara
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sus privilegios. Los liberales deseaban un gobierno fe- deral, sugestionados por los ideales de libertad domi- nantes en Europa y en Estados Unidos; no tomaban en cuenta el conjunto heterogéneo racial, social y cultural de los habitantes.
A fines de la primera mitad del siglo XIX fue ele- gido presidente Benito Juárez, de origen indígena; era un hombre que se había formado por su trabajo, por sus méritos. Lo dominaba el afán de intruirse; reunía a un talento especial, carácter, energía y una extraor- dinaria tenacidad; sin ninguna flexibilidad, no cono- cía la piedad y era inexorable en sus decisiones, por crueles que fueran. Da la impresión de que reunía la fuerza y el espíritu combativo y dominador de los an- tiguos aztecas.
Las continuas revueltas habían llevado a Méjico, país de fabulosa riqueza, a una increíble miseria eco- nómica. Los gobiernos anteriores habían contraído em- préstitos con los países capitalistas europeos, cuyos in- tereses Juárez se encontró ante la imposibilidad de ser- vir. Los elementos conservadores que habían podido huir, se refugiaron en Europa y organizaron una cam- paña sistemática encaminada a conseguir la interven- ción de una o de varias potencias, especialmente de las acreedoras o de aquellas como España y Francia que tenían gran número de subditos que explotaban las ri- quezas mejicanas. Inglaterra no se encontraba tan afectada por el motivo anterior; pero sí por los présta- mos hechos y por diferentes factores económicos.
La expropiación de los bienes eclesiásticos exacer- bó la campaña contra el gobierno mejicano hasta con- seguir la intervención de España, Francia e Inglaterra. Buques de guerra de estas tres naciones desembarcaron tropas en Veracruz, el puerto principal mejicano en el golfo de Méjico. Muy pronto, los jefes de las fuerzas españolas e inglesas pudieron notar que los franceses tenían planes mucho más amplios que el de conseguir
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el pago del servicio de las deudas y de la protección de los intereses de sus connacionales. En vista de esto, de acuerdo con sus respectivos gobiernos, se retiraron que- dando sólo la expedición francesa.
Deseosos los franceses de salir de la zona baja de las tierras calientes, fatal para los europeos, avanzaron hacia la parte alta, hacia la meseta de Anahuac, y tra- taron de apoderarse de Puebla. Fue una torpeza increí- ble del general francés, que no tomó en cuenta que disponía de escasas fuerzas y subestimó el valor com- bativo de los mejicanos. Sufrió una completa derrota; por este motivo se consideró afectado el prestigio del ejército francés y se resolvió enviar un ejército fuerte, capaz de dominar la resistencia mejicana.
5)
Li expedición francesa a Méjico, o la aventura mejicana como la han llamado varios historiadores, dio margen a una abundante literatura. La mayor parte de los autores que han estudiado este acontecimiento his- tórico, lo han juzgado como uno de los más grandes errores de la política del segundo Imperio. Al estudiar las causas que motivaron la expedición, generalmente se llega a conclusiones erróneas debidas al apasionamien- to político con que han sido apreciadas por los contem- poráneos. Estas causas, para una fácil comprensión, podrían agruparse en la siguiente forma:
a) El fundar un Imperio latino en la América Cen- tral era uno de los varios sueños de Napoleón III; la expedición a Méjico era el comienzo de su realización. Cuando Luis Napoleón fue deportado, después de la tentativa de Estrasburgo, conoció Brasil y estuvo en, Estados Unidos. En los años que pasó prisionero en el castillo de Ham, desarrolló el tema de crear un estado latino en América que equilibrara el poderío sajón de
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los Estados Unidos. Es muy probable que el príncipe Luis Napoleón conoció las ideas de Ouvrad sobre este tópico.
b) Los sucesos acaecidos en Italia habían causado gran malestar entre los católicos franceses. Los que an- tes apoyaban al Emperador, ahora lo consideraban co- mo un enemigo. Creyó Napoleón III que la expedi- ción a Méjico, a la que se trató de dar el aspecto de una cruzada para libertar a los católicos mejicanos y devolver a la Iglesia lo que le había sido arrebatado, le iba a granjear de nuevo el apoyo del partido cató- lico.
Los emigrados mejicanos, entre ellos varios eclesiás- ticos, lograron interesar en estos asuntos a la empera- triz Eugenia, la que apoyó decididamente la idea de crear una monarquía en Méjico.
c) Un banquero suizo, Jecker, había adquirido los bonos de un empréstito hecho a Méjico durante el go- bierno del general Miramón; había sido colocado en Francia por intermedio del presidente del Banco de Francia. Juárez se negó a reconocer dicha deuda por ser de dudosa legalidad y por la aflictiva situación del erario mejicano.
Jecker se valió del duque de Morny, a quien ofre- ció el 30% de los beneficios después de cancelarle a él catorce millones de francos que decía haber gastado en adquirir los bonos (sólo le habían costado cerca de cua- tro millones). La deuda total ascendía a setenta y cinco millones, por lo tanto el negocio podía dejar una bri- llante utilidad. Con la protección ele Morny, Jecker fue nacionalizado francés y la embajada en Méjico declaró a los acreedores, en nombre del gobierno de Francia, que serían satisfechas sus reclamaciones.
Este negocio de los "bonos Jecker" fue uno de los factores indirectos que produjo la intervención france- sa. ¿Supo Napoleón III la especulación en que Morny se había comprometido? Seguramente sí; pero no podía
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disgustar a uno de sus más líeles y hábiles partidarios. Morny en esta clase de maniobras se demostraba digno nieto de su abuelo el príncipe Talleyrand, y parece que el Emperador consideró este negociado como un deta- lle sin importancia que sin embargo facilitaba el apo- yo a su proyecto por los intereses económicos compro- metidos.
IVIorny presidía la Cámara de Diputados cuando se votaron los créditos para la expedición; tomó la pa- labra Julio Favre, que figuraba en la oposición. Favre no era sólo un buen orador forense; daba muestra de ser un experto político y un formidable orador en esta actividad. Culto, tranquilo, elegante en el decir, era más temible por lo que callaba, por lo que insinuaba, que por lo que decía; pero sus insinuaciones eran tan bien calculadas, que de nada se le podía culpar, pues sólo repetía aquello que constaba haberse dicho o es- crito en otra parte. Habló sorprendido de que la pren- sa inglesa se refiriera a los "bonos Jecker". ¿Qué era esto? ¿Existían? ¿Qué significaban?
Morny había heredado de su abuelo, junto con la desvergüenza, la completa serenidad propia de un gran señor. Oyó tranquilo, miró impasible las sonrisas bur- lonas de los diputados ya no sólo de la oposición; sin- tió el toser, el carraspeo irónico, sin dar ninguna mues- tra de sentirse afectado. Era sabido y comentado el asunto Jecker. Contestó el ministro que le correspon- día; explicó todo lo que se refería a la expedición a Mé- jico, mas no se dio por aludido ni mencionó para nada el asunto de los "bonos Jecker".
d) La aventura mejicana tenía para el Emperador un gran objetivo político. Hacía poco Francia había intervenido en Siria y, en unión con Iglaterra, en Chi- na; se trataba de mantener el puesto de gran potencia y este era en apariencia el fin de la expedición a Mé- jico; pero había otro. El imperio latino que se trataba de fundar iba a tener como emperador al archiduque
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Maximiliano, hermano del emperador de Austria. Se creía que en esta forma se afirmaría el acercamiento hacia el emperador Francisco José.
6)
Con los continuos refuerzos de tropas llegadas de Francia, se reunió un fuerte ejército en Méjico, que des- pués de ocupar la capital tomó posesión de casi todo el país. El partido conservador triunfaba con el apoyo francés; se acordó establecer la monarquía y una dele- gación partió hacia Europa para ofrecer la corona im- perial al archiduque Maximiliano de Austria.
Maximiliano, casado con Carlota de Coburgo, hi- ja del rey Leopoldo de Bélgica, había sido virrey en Italia durante un tiempo y después, dedicado a la ma- rina, vivía en el castillo de Miramar, en Trieste. La corona de Méjico no le seducía; comprendía muy bien las múltiples dificultades que tendría que vencer para estabilizar la monarquía en un país tan convulsión:1 'o por continuas revueltas. El deseo de Carlota de reinar y las seguridades dadas por Napoleón III en cuanto a man- tener un ejército francés en Méjico mientras fuera ne- cesario, lo decidieron a aceptar.
El general en jefe del ejército francés en Méjico era el mariscal Bazaine que se había distinguido en la guerra de Italia, especialmente en la batalla de Solfe- rino. Hombre lleno de ambiciones, consideró su man- do como el poder decisivo y muchas veces trató de im- poner su autoridad sobre la del novel Emperador. Juárez, derrotado por las tropas francesas, se retiró a la frontera con Estados Unidos, de donde recibió au- xilio para continuar la resistencia.
La intervención francesa en Méjico había sido po- sible gracias a la guerra de Secesión, que impedía a Es- tados Unidos invocar la doctrina Monroe. El gobierno
5.— Teocracia.
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de Washington nada dijo; sabía que tanto Inglaterra como Francia miraban con simpatía la causa separa- tista, no se atrevía a protestar por lo sucedido; esperó el momento favorable. Una vez asegurado el triunfo, los norteamericanos se manifestaron cada vez más hos- tiles al nuevo Imperio. Estados Unidos se negó a reco- nocer a Maximiliano y se aumentó el apoyo a Juárez.
7)
La política de Napoleón III respecto de Italia pro- dujo el distanciamiento de los católicos y del partido conservador, que ya no confió en el Emperador con la seguridad de antes. El Ministro del Interior, Persigny, hombre ladino y desconfiado, creyó ver en algunas ins- tituciones católicas como las "Conferencias de San Vi- cente" un objetivo político disimulado tras las aparien- cias de caridad. Estudió detenidamente la organización y la directiva de esa sociedad para llegar a la curiosa conclusión de que formaba una masonería católica, por supuesto con fines políticos. No se explicaba por qué su dirección actuaba secretamente, según él, para algo tan noble que debía conocerse ampliamente, como era el socorrer y ayudar al prójimo. Con la energía y cons- tancia que le eran características, el Ministro se dedicó a buscar el modo de controlar esta institución.
Incidentalmente, en esta situación tensa, apareció un libro que podía interpretarse como un disimulado ataque del gobierno hacia la oposición católica. Ernes- to Renán, nacido en Bretaña y educado en un semina- rio, no sólo se había alejado de las prácticas de la re- ligión católica, sino que había llegado a un total es- cepticismo religioso en el que muchos veían el disfraz de un espíritu anti católico. Había publicado varias obras que llamaron la atención, porque al lado de una aparente precisión histórica, de una crítica filosófica!
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basada en lógicos argumentos, aparecían opiniones que revelaban gran imaginación y misticismo, produciendo una extraña mezcla de singular atracción. Un estilo de primer orden, de gran belleza, daba a estos estudios un especial interés y conducía a los lectores a un escepti- cismo, pues se hacía ver ante todo la ilusión y la inuti- lidad de la fe dogmática.
Después de un viaje a Fenicia y Palestina en que Ernesto Renán recorrió con singular interés los parajes en que Tesús vivió y predicó, al volver a Francia escri- bió su libro "Vida de Jesús". Poco tiempo antes, un escritor y teólogo alemán, David Strauss, había publi- cado una "Vida de Jesús" en que trataba de negar la divinidad de Cristo. El libro, en que se hacía gala de gran erudición, era de un estilo pesado de difícil lec- tura: no había peligro de que se divulgara. En cambio la "Vida de Jesús" de Renán, tenía un especial encan- to; la forma amena de las descripciones producían un atractivo tal, que el lector no se, daba cuenta como con calma, con lentitud, se iba despojando a Cristo de todo carácter sobrenatural para convertirlo en sólo un hombre; un hombre excepcional, el más notable de los que han existido; pero sólo un hombre, y esto se expresaba con pena, como algo que abrumaba el espíritu al perder una irreemplazable ilusión.
La impresión causada por esta obra fue enorme y produjo inesperadas complicaciones. Ya no se trataba de discutir y negar derechos eclesiásticos o criticar la estructura de la Iglesia. De una manera apacible, tran- quila, en cierto modo dolorida, se negaba la divinidad de Cristo y se le reducía a la categoría de uno de los varios fundadores de una religión que habían existido; es decir se iba a la destrucción del cristianismo.
¿Quién era Renán; qué pretendía? Cuando se supo que estaba afiliado a las logias masónicas, los católicos1 vieron en su libro una refinada hipocresía, más temi-
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ble que la destructora ironía de Voltaire. Renán no respondió a ningún ataque; se contentó con lanzar otra edición, un libro de pequeño formato, como un libro de oraciones. Dice en el prefacio:
"Ofrezco esta imagen de Jesús, a los pobres, a I09 tristes de este mundo, a los que Jesús amó más. Mi libro compuesto con la frialdad absoluta del historia- dor, no podía menos de causar por su franqueza, algu- nas mortificaciones a tantas almas excelentes que el cris- tianismo eleva y nutre. Creo al menos que muchos de los verdaderos cristianos no encontrarán en este peque- ño volumen nada que les pueda lastimar".
¿Cómo explicar estas palabras? ¿Obedecían a un calculado y exasperante cinismo o existía honradez al escribirlas? A la condenación de la obra por parte de los obispos, el repudio de ella hecha por los católicos, se unió la del Emperador expresada en una carta diri- gida al obispo de Arras. Al notar Renán un principio de persecución, renunció a la cátedra que profesaba en el Colegio de Francia.
Al leer las memorias de Renán se puede aventurar un juicio sobre él. En forma conmovedora, en páginas de extraordinaria belleza, llenas de melancolía, cuenta cómo desapareció su fe y recuerda la leyenda bretona de la catedral sumergida, que desapareció lentamente bajo las aguas. Llevado por el orgullo producido por sus triunfos, creyó en la omnipotencia de la inteligen- cia humana; todo podía explicarse; hay en él una es- pecie de reencarnación del espíritu de Abelardo. Sin embargo el subconsciente sigue creyendo, como puede apreciarse en el final del capítulo sobre la muerte de Jesús, de una admirable belleza literaria. Dice así:
"¡Reposa en tu gloria noble iniciador de la más sublime doctrina! Tu obra se haya concluida, tu divi- nidad queda fundada. No temas ya que una falta ven-
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ga a echar por tierra el edificio de tus esfuerzos. Lejos del alcance de la fragilidad humana, en adelante asis- tirás desde el seno de la paz divina a las infinitas con' secuencias de tus actos. A costa de algunas horas de sufrimientos, que ni siquiera pudieron abatir la gran- deza de tu alma, has conseguido la más completa in- mortalidad. ¡Tu nombre, gloria y orgullo del mundo, va a exaltarse durante millones de años! Lábaro de nuestras contradiciones, tú serás la bandera a cuyo al- rededor se librarán las más ardientes de todas las ba- tallas. Y mil veces, más vivo, más amado después de tu muerte que mientras cruzaste por este valle de lá- grimas, llegarás a ser de tal modo la piedra angular5 de la humanidad, que borrar tu nombre de los anales del mundo sería conmoverle hasta en sus cimientos. Entre Dios y tú ya no se hará distinción ninguna. ¡To- ma, pues posesión de tu reino, sublime vencedor de la muerte, de ese reino a donde te seguirán por la ancha vía que trazaste, siglos de adoradores!".
¿Cómo interpretar el pensamiento del autor de este sublime final? ¿Corresponde al frío autor que él supone ser? ¿Se encuentra por ventura en este trozo la recia lógica del filósofo que analiza los orígenes del cristianismo y después la filosofía árabe? ¿Es esta la expresión del artista del bello decir, que más se preo- cupa de la armonía, del encanto de la frase que de su significado? No, es la realidad del sentimiento del jo- ven bretón que creía, amaba, sentía y comprendía toda la belleza sin igual del cristianismo.
CAPITULO IX
1) Consideraciones sobre el problema de la unidad alema- na.- 2) Otón de Bismarck.- 3) Política de Bismarck.— 4) Guerra de los ducados.— 5) Guerra austro-prusiana.— 6) Consecuencias del triunfo de Prusia.
El problema de la unidad alemana, igual que el de la italiana, tuvo su origen en los cambios introducidos por las guerras napoleónicas en las estructuras políti- cas de estos dos países. Un autor ha dicho que el día que guillotinaron a Luis XVI, Francia se suicidó. Esta frase que muchos estimaran como el producto de un exagerado fanatismo político, encierra sin embargo mucho de cierto. Los reyes Capetos fueron los creado- res de la nacionalidad francesa; no hubo entre ellos ningún genio, varios fueron monarcas mediocres y aun incapaces; pero tenían un instinto familiar identificado con el interés nacional.
Napoleón nació legalmente francés, mas era real- mente corso y pensó no como francés sino como un eu- ropeo occidental. Según el "Memorial de Santa Elena" dijo una vez:
"¿ En qué ha consistido que ningún príncipe ale mán ha sabido apreciar las disposiciones de su nación
m
o no ha podido aprovecharse de ellas? Seguramente que si el cielo me hubiese dado una cuna de príncipe alemán, en medio de las innumerables crisis de nues- tros días, infaliblemente hubiera gobernado los treinta millones de alemanes reunidos; y por lo que creo cono- cer de su carácter, todavía pienso que si una vez me hubiesen elegido y proclamado, no me hubieran aban- donado nunca, y no estaría aquí".
Es muy difícil que un francés, un francés neto, impregnado de una idea nacionalista, se hubiese ex- presado así. A esto se debe que Napoleón no compren- diera, o dejara a un lado la política tradicional fran- cesa de los Capetos, tan genialmente realizada por Ri- chelieu: Italia debía ser controlada o dominada por1 Francia; jamás debería permitirse la unión de Alema- nia. Una Italia dominada por Francia y una Alemania débil por la desunión y la intervención extranjera, eran las dos premisas básicas de la política nacionalista francesa.
No hay que olvidar que los reyes franceses, por muy escasos los méritos que hayan tenido, lograron agrandar su territorio; Luis XV, considerado errónea- mente como un vividor despreocupado de todo lo que no fuera realizar una vida de placer, unió a Francia Lorena y Córcega. Carlos X, último rey Capeto legíti- mo, dentro de su reconocida tosudez, pudo, poco antes de su caída, iniciar la conquista de Argelia, esa gran adquisición hoy perdida.
Por los tratados de Campo Formio y Luneville, Francia se anexó la orilla izquierda del Rhin; pero no lomó en cuenta que se destruía el feudalismo eclesiás- tico alemán, constituido por ricos territorios que no re- presentaban ningún peligro militar para Francia y en cambio daban al Imperio Germánico la fisonomía que la hábil política de Richelieu había tratado de acen- tuar; alejar todo peligro guerrero. Se cometió el error de disminuir el número de principados germánicos y
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engrandecer a otros, despertando futuras ambiciones. Napoleón terminó de exagerar este error, error en cuan- to a la política de la cultura occidental, al elevar a la categoría de reinos los electorados de Baviera, Wurtem- berg y después Sajonia, aumentando su extensión te- rritorial y formando núcleos nacionales. Se completó está funesta política, volvemos a repetirlo, bajo el as- pecto nacionalista francés, después de Tilsit al no des- truir la monarquía prusiana.
El congreso de Viena creó un sistema inestable. Alemania era un gigante fraccionado que tenía dos ca- bezas: Prusia y Austria. Astutamente, el zar Alejandro I ayudó a realizar esta política que anulaba el único obstáculo que podía oponerse a su avance hacia el oc- cidente. Se establecían dentro del Imperio germánico dos potencias rivales y entre ellas una serie de estados menores afectos a Rusia, ya sea por lazos familiares o por intereses políticos.
Llama la atención el considerar cómo los grandes congresos internacionales han incubado futuras gue- rras. Se dice que de la discusión nace la luz; pero así ocurre cuando hay una autoridad o un sano y honesto propósito de llegar a la verdad; mas en las reuniones internacionales se discute mucho; pero todo está sub- ordinado a los intereses de cada uno de los miembros de la reunión y por último se llega a combinaciones de fuerzas que imponen, bajo un aparente equilibrio, sus conveniencias particulares.
El congreso de Viena generó una serie de conflic- tos que crearon una situación inestable terminada en el más sangriento de ellos: la guerra de Crimea. El congreso de París preparó la guerra franco-austríaca, seguida por la austro-prusiana, la franco-alemana y por último la ruso-turca. El de Berlín no fue mejor; incu- bó una serie de pequeñas guerras que produjeron la primera guerra mundial que inició la liquidación de la cultura occidental.
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2)
Prusia fracasó totalmente cuando en 1848 trató de aprovechar el movimiento revolucionario para realizar la unidad alemana alrededor de Prusia, que con el tiempo absorbería el control total de los estados ale- manes. La oposición, más aún, la amenaza del Austria y el no disimulado disgusto de Rusia ante un posible triunfo de la revolución en Alemania, destruyó por com- pleto la ilusión prusiana.
Pasado un tiempo el rey Federico Guillermo IV, sin hijos, tuvo que abandonar el poder a causa de una enfermedad que afectó sus facultades mentales. Asu- mió primero la regencia y después la corona su hermano Guillermo I. El nuevo monarca trató de robustecer el ejército, base de la monarquía prusiana, pero se encon- tró ante la oposición del Parlamento que sólo accedía a conceder los fondos necesarios por un año. El rey, que hasta pensó en abdicar, llamó como canciller a Bismarck.
Otón de Bismarck Sondehausen era un prusiano neto, dueño de propiedades en la Pomerania. De ideas conservadoras, estimaba que el rey, el ejército y la re- ligión luterana eran las bases del estado prusiano. En plena revolución, organizó a los campesinos dispuestos a combatir la aburguesía revolucionaria de las ciudades. Fue a Berlín a ofrecer su concurso al rey. Elegido di- putado a la Cámara prusiana, se dio a conocer por un carácter violento y por la forma enérgica en que expre- saba sus ideas autoritarias. La violencia de su carácter era sólo aparente; lo hacía aparecer como un enemigo terrible, cuando en realidad era profundamente pensa- dor v sólo procedía después de un maduro examen. Causó enorme impresión cuando en uno de sus discur- sos se atrevió a decir los siguiente:
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"Nuestra desgracia consiste en mirarnos siempre en el espejo de Inglaterra, como si fuese posible imitarle inmediatamente. Pues bien, señores diputados; dennos Uds. todo lo que es inglés y que nosotros no tenemos, por ahora. Dennos Uds. el respeto a la ley de los inJ gleses, toda la historia inglesa, todas las circunstancias, y condiciones de la propiedad territorial inglesa, la ri- queza de Inglaterra y el sentido inglés del bien de la comunidad; dennos Uds. —y perdónenme— una Cámara inglesa de diputados; en fin dennos todo lo que no te- nemos, y entonces les diré que nos gobiernen Uds. a la manera inglesa".
Es conveniente hacer notar estas valientes palabras, cuando es corriente hablar de imitar organizaciones o instituciones de otros países más ricos y prósperos que el afectado, olvidándose que las riquezas y prosperida- des no son el producto de esas instituciones, sino que ellas son el resultado de un conjunto de condiciones, propias y especiales para cada cultura o para cada na- ción.
Bismarck presiente cuál debe ser el papel del Austria dentro de una gran Germania: una avanzada de ella; debe dejársela independiente y ayudarla; llega a decir, cuando nadie imaginaba lo que el porvenir iba a deparar:
"Habiendo oído, si no me engaño, calificar desde esta tribuna al Austria como país extranjero, quisiera que alguien me dijese por qué razón Uds. no califican también a Hesse y a Holstein de extranjeros... Es un misterio muy singular que muchos no puedan decidir- se a tener al Austria por una potencia alemana. . . Yo no puedo admitir que si hay eslavos y rutenos someti- dos al Austria, sean estos representantes del Imperio Austríaco, del cual vendrían a ser los alemanes sólo un accesorio... Yo reconozco en Austria a la representan- te y heredera de un antiguo poder alemán que con fre- cuencia ha blandido la espada con gloria".
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Agregado a la representación prusiana de la Dieta de Francfort, pasa después a asumir toda la responsabi- lidad. El estudio de este mecanismo político tan com- plicado y tan inoperante le va a servir decididamente para desarrollar un futuro que ya imagina. Nombrado embajador en San Petersburgo y después en París, co-> noce y aprecia en su debido valor las principales figu- ras política de ambas potencias. Finalmente el rey Gui- llermo lo llama y lo nombra canciller.
Se cuenta que un político francés, cuando supo que Bismarck había sido nombrado embajador en Ru- sia, dijo que este nombramiento era como meter un toro en un bazar de porcelanas finas. Esta opinión era debida al conocimiento superficial del carácter y del talento de Bismarck; no era un toro sino un espléndi- do torero, que dio muerte al toro que lidiaba, sin cau- sar ningún destrozo en la fina porcelana del bazar.
Fue Otón de Bismarck el político más genial que ha producido Alemania. En algunos aspecto recuerda a los grandes emperadores Staufen. De la copiosa literatura dedicada a estudiar sus hechos y su carácter, tan ala- bado y tan denigrado, se puede deducir lo siguiente sobre su extraordinaria personalidad:
. Primero.— Tenía un formidable poder de análisis de los problemas políticos internacionales; no se le es- capaba ni el más mínimo detalle y sabía apreciarlos en su justo valor.
Segundo.— Poseía una inteligencia genial para com- binar sus planes sin que le preocupara lo más mínimo ningún concepto moral o jurídico; sólo le gustaba el ob- tener su realización; todo esto disfrazado con un ma- quiavelismo estupendo, imposible de percibir sino des- pués de ver sus resultados.
Tercero.— Una voluntad, un carácter inexorable en cuanto a llegar al fin propuesto, sin dar ninguna im- portancia a la destrucción o ruina de lo que se oponía a conseguir el objetivo trazado.
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3)
Además de Bismarck, Guillermo I contó con otros dos colaboradores de un valor excepcional: los genera- les Roon y Moltke. El primero, gran organizador; el segundo, no era prusiano sino alemán originario del Mecklemburgo, había servido antes en el ejército danés y después en Turquía. Era Moltke el tipo del general moderno; tenaz y estudioso, consideraba la guerra en un aspecto científico, dedicando a ella todos los ade- lantos modernos. No tenía un gran talento estratégico; pero sí una rara capacidad para organizar las campañas guiado por el principio de que el triunfo lo obtenía el más fuerte; por lo tanto, la ciencia militar consistía en reunir en el campo de batalla más fuerzas que las del enemigo y mejor armadas. Las combinaciones ge- niales, el cálculo psicológico del comando contrario, no tenía importancia al lado material de ser el más pode- roso en el momento decisivo.
El rey de Prusia aumentó el ejército a cuatrocien- tos cincuenta mil hombres, número de soldados exorbi- tante comparado con la población prusiana y con las fuerzas de los otros países. Bismarck encontró la mana- ra de financiar los gastos que exigía este aumento, sin prescindir del Parlamento; en realidad gobernó en for- ma autoritaria, sin tomar en cuenta la constitución.
En la misma forma que Cavour, dio como base a la política encaminada a conseguir la unidad alemana, principios de acuerdo con la realidad existente. Esta unidad debería hacerse en torno de un Estado fuerte que dispusiera de un poderoso ejército y este era el Estado prusiano. Había que excluir de esta unión al Austria, sin destruirla, al contrario, robusteciéndola y transformándola en un seguro aliado, para que fuera una avanzada del gran Imperio Germánico. La Alema- nia unida, debido a su posesión geográfica debía evi-
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tar una guerra simultánea en los frentes oriental y oc- cidental que podía serle fatal. Toda la política inter- nacional alemana debería partir de la amistad o neutra- lidad de Rusia.
Atento a las variaciones políticas que se producían, esperaba el momento propicio para iniciar el plan que se había trazado y este momento se presentó ante la sublevación de Polonia. Se envió a San Petersburgo al conde de Alvensleven para manifestar al Zar que podía contar con el completo apoyo de Prusia y que el ejér- cito que se acantonaría a lo largo de la frontera polaca, tenía por objeto impedir el paso de cualquier auxilio en favor de los sublevados y no admitir refugiados. Al lado de la abierta hostilidad de la prensa francesa e inglesa, partidaria de Polonia; de la actitud inquietan- te de Napoleón III y aún del gobierno inglés, resaltaba especialmente la generosidad prusiana que nada pedía, sólo daba un apoyo de una importancia decisiva.
4)
El asunto de los ducados, o la cuestión danesa como también se le ha llamado a este problema políti- co, fue aprovechado magistralmente por Bismarck para separar al Austria de la unidad alemana. El rey Federi- co VII de Dinamarca había recibido, al perder Norue- ga, los ducados de Schleswig, Holstein y Lauemburgo a título personal; es decir el congreso de Viena se los en- tregó a él, no a Dinamarca. Pasado los años, ante el desarrollo de las ideas liberales triunfantes en 1848, el rey resolvió arreglar esta situación tomando en cuenta que el límite entre Alemania y Dinamarca era el Ei-< der, que separaba el ducado de Schleswig, situado en r ti ¡torio danés, poblado por daneses con una minoría alemana, del ducado de Holstein que era, como el de Lauemburgo, alemán.
m
Preocupaba al gobierno danés el hecho de que Fe derico VII no tenía hijos y se acordó aceptar como he- redero al pariente más próximo, Cristián de Gluksbur- go, y anexa a Dinamarca el ducado de Schleswig, que tenía mayoría de población danesa. Para evitar dificul- tades en cuanto a los otros dos ducados, se entró en arreglos con el duque de Agustemburgo que decía tener derechos hereditarios, los que cedió mediante el pago de una cuantiosa suma de dinero.
Murió en 1863 Federico VII y subió al trono Cris- tián IX. Bismarck, experto conocedor de los asuntos de la Confederación Alemana, indirectamente fomentó las protestas nacionalistas en el sentido de que los tres du- cados formaban parte de Alemania y apoyó las pre- tensiones del duque de Agustemburgo, cuyo padre ha- bía renunciado, a sus derechos, como ya lo hemos visto. El canciller austríaco no estaba a la altura de Bismarck v creyó que el Austria debía apoyar cualquier acción contra Dinamarca para no dejar a Prusia como la úni- ca protectora de los derechos alemanes. Por otra parte, los daneses estimaron segura la protección de Inglate- rra y de Francia; jamás estas dos potencias aceptarían que la fuerza se impusiera al derecho. Se equivocaron plenamente; como pasa siempre, la discusión jurídica de un problema internacional sigue el rumbo de las conveniencias políticas. La Confederación Alemana in- cluyendo en ella a las dos grandes potencias, Prusia y Austria, declaró la guerra a la pequeña Dinamarca y un ejército austro-prusiano invadió el país y la obligó a firmar una paz por la que perdía dos quintas partes de su territorio.
La gran jugada de Bismarck estaba en la partición de los territorios conquistados. Lo más justo hubiera sido entregar los ducados a la Confederación. No pasó así; fue grande la sorpresa del duque de Agustemburgo cuando Bismarck, después de felicitarlo por haber ob- tenido el triunfo de sus derechos hereditarios, le ad-
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virtió que como los ducados eran territorios fronterizos se hacía necesario mantener en ellos el ejército prusia- no; como había una bahía, la de Kiel, de excepcionales condiciones, y proyectaba abrir un canal que comuni- cara el Báltico con el mar del Norte, todo esto debería quedar bajo el control del gobierno prusiano. Agregó que debido al desarrollo que habían tomado los servi- cios postales y la unión aduanera, el Zolverein alemán y la administración de la hacienda, era necesario que Prusia dirigiera estos organismos. En total, el príncipe obtenía el triunfo que le daba el título y los territo- rios pasaban al poder prusiano.
Primero se estableció un condominio: Prusia se anexaba el Lauemburgo y administraba el Schleswig y Austria el Holstein. Bismarck mantenía una fuente de rozamientos que debería proporcionarle la causa de un futuro conflicto en el momento elegido por él.
En una posible guerra contra Austria, Bismarck contaba con la neutralidad rusa y aun con su ayuda en caso que se produjeran complicaciones; pero quedaba la incógnita más grave: la actitud de Francia; recordó la entrevista de Plombieres y resolvió seguir el camino señalado por Cavour. Se dirigió a Biarritz donde pasa- ba una temporada de verano Napoleón HE
La entrevista de Biarritz entre el Emperador fran- cés y el Canciller alemán fue larga y en ella se hizo un detenido análisis de la situación internacional. Bis- marck, con suma habilidad, representó el papel de un a'umno ante un maestro de la política; dejó hablar y escuchó atentamente e insinuó disimuladamente los temas que le interesaban. En esta reunión, que fue fatal para Francia, aparece Bismarck como el Mefistófeles alemán que reemplaza al italiano, para tentar al Fausto
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imperial, y muy luego pudo ciarse cuenta cuál era la Margarita soñada y los territorios apetecidos.
Varias veces manifestó Napoleón III su inquietud por la fuerte oposición que iba a despertar en Francia la unidad alemana, e imprudentemente habló de la ne- cesidad que había de encontrar una compensación, tal como el caso de Niza y Saboya en el asunto italiano; era la única manera de satisfacer las protestas del pue- blo francés; propuso la anexión de la orilla izquierda del Rhin y aún se comprometió más al insinuar la posibilidad de incorporar Bélgica al Imperio francés; un tiempo había formado parte de él y hablaban sus habitantes la lengua francesa. Bismarck comprendió que el deseo predilecto de Napoleón III era que Vene- cia se uniera al reino de Italia. La segunda parte, las compensaciones territoriales, era algo que podía mos- trársele, para dejarlas después sin efecto; aún más, era un cebo espléndido para llevar al gobierno imperial de Francia a una situación tal que los Estados alemanes vieran el peligro de las ambiciones francesas; la defen- sa estaba en la unión a Prusia.
Después de Biarritz, la política prusiana se enca- minó a conseguir la alianza de Italia contra el Austria. Se cumplió ampliamente algo que Cavour había insi- nuado cuando el gobierno prusiano protestó por las anexiones italianas. El Piamonte mostraba el camino que tarde o temprano iba a seguir Prusia.
Una misión diplomática y militar italiana discutió en Berlín una alianza para ir a la guerra contra el Austria. El punto más grave, la dificultad mayor, esta- ba en acordar quién debería tomar la iniciativa de pro- vocar la guerra. Los prusianos se negaban a hacerlo, pues veían seguro que Italia aceptaría Venecia y deja- ría que Austria se resarciera de lo perdido con algún territorio prusiano; seguramente la rica Silesia, antiguo dominio de los Habsburgos, nunca olvidado. En cambio si era Italia la que iniciaba la contienda, los hábiles po-
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líticos italianos calculaban la posibilidad de que Austria se entendiera con Prusia, dejándole las manos libres en Alemania e indemnizándose con los tan codiciados te- rritorios lombardos, y así se llegó a un punto muerto que Bismarck venció al conseguir que el rey Guillermo aceptara declarar la guerra al Austria.
Hay que admirar la absoluta seguridad que Bis- marck tenía sobre lo que valía el ejército prusiano; años después declarará que es la primera de las tres instituciones que él considera perfectamente organiza- das: el Estado Mayor del ejército alemán. Tenía razón al confiar en un triunfo seguro. La guerra se iba a de- cidir en Bohemia; el plan de Moltke consistía en atra- vesar la cadena montañosa que separa Sajonia de Bo- hemia, aprovechando caminos y ferrocarriles para con- centrar rápidamente doscientos sesenta mil soldados, antes que los austríacos defendieran los pasos que eran de difícil acceso. Y aquí viene el caso curioso; como la concentración no se pudiera efectuar con la celeridad prevista, hubo que aceptar que el ejército se dividiera en dos, y la segunda parte, al mando del príncipe he- redero Federico, se reuniera en Silesia y atravesara las montañas que la separan de Bohemia. Esta maniobra, que transformó la ofensiva directa proyectada por Mol- tke en una indirecta, fue una de las causas, la principal, del triunfo fulminante de los prusianos en Sadowa o Keniggraetz, como la han llamado los alemanes.
El ejército austríaco, equivalente en número al pru- siano, estaba dirigido por Benedeck, general convencido de que iba a ser derrotado; tanto que telegrafió, antes de la batalla, al emperador Francisco José para pedirle que iniciara negociaciones de paz. Las tropas austríacas no tenían la preparación de las prusianas y su armamen- to era inferior. Los prusianos estaban equipados con el fusil de aguja que se cargaba por la recámara y no por la boca del cañón, lo que le permitía disparar con mayor rapidez y con mayor alcance. Atacado Benedeck de fren-
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te pudo defenderse, pero el ataque de flanco efectuado por el ejército del Príncipe Federico lo obligó a retirarse.
Antes de comensar las hostilidades, Francisco José cedió Venecia a Napoleón III para que este la traspasa- ra a Italia y conseguir así la neutralidad italiana; el go- bierno de esta nación no aceptó recibir sucesivos favores de Francia y estimó que era necesario ir a .la guerra y obtener una victoria que diera prestigio al nuevo reino. El resultado fue desastroso; el archiduque Alberto, al mando del ejército austríaco, derrotó al italiano en Cus- tozza y cuando la escuadra italiana, dirigida por el al- mirante Persano, atacó a la austríaca en Lissa, sufrió un completo fracaso. De nada sirvieron al Austria estas victorias. La guerra se había decidido en Sadowa.
Bismarck temía la intervención francesa y las posibles complicaciones que podrían producirse; para evitarlas, aconsejó firmar la paz con Austria sin exigirle ninguna cesión territorial, solamente debería abandonar toda ingerencia en los asuntos alemanes. El rey de Prusia y su corte, que tanto se habían opuesto a ir a la gue- rra, eran después del triunfo partidarios de continuar- la y destruir el Imperio austríaco. Bismarck amenazó con su renuncia hasta que consiguió finalmente impo- ner su política, que veía en el Austria un futuro aliado.
Prusia se anexó varios de los estados alemanes si- tuados al norte del río Mein, afluente del Rhin, y con los restantes formó la Confederación de Alemania del Norte. Los del sur se unieron igualmente en otra Con- federación. El Austria nada tenía que ver en los asun- tos de ambas Confederaciones.
6)
La batalla de Sadowa fue considerada en Francia como un desastre nacional. El espíritu nacionalista francés comprendió claramente el peligro que signifi- caba una Alemania unida dirigida por Prusia que ha-
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bía demostrado un impensado poderío militar. Fue aplaudido un discurso de Thiers en la Cámara de Di- putados, poco antes de Sadowa, en que manifestó la necesidad que había de la intervención francesa para restablecer en Europa los principios del derecho inter- nacional, de un espíritu de justicia, no dejar todo en- tregado a la brutalidad del más poderoso. Terminó su alocución con un final impresionante:
"Prusia, si la guerra le es propicia, conservará una parte de Alemania bajo su autoridad directa y otra bajo su autoridad indirecta, y sólo admitirá al Austria en el nuevo orden de cosas, como protegida; pero esa Prusia engrandecida, y sobre todo asociada a Italia, es la resurrección del Austria de otros tiempos asociada a España, es la reconstitución del Imperio de Carlos V".
De las palabras de Thiers emanaba una profecía política que desgraciadamente para Francia se cumplió. Para emitirla no se necesitaba una inspiración proféti- ca; bastaba el conocimiento de la Historia y un tran-i quilo análisis de lo que había y estaba sucediendo.
La reacción de Napoleón III fue todo lo contrario de lo que el orador esperaba. Se tradujo en una terri- ble y silenciosa cólera que lo llevó a continuar por la senda equivocada que convenía a Bismarck. Producida la derrota austríaca, creyó Napoleón que podía justi- ficar su política obteniendo una compensación para Francia por el engrandecimiento de Prusia, y torpe- mente planteó el problema que Bismarck llamó des- pectivamente la política de las propinas.
Las negociaciones diplomáticas seguidas por el go- bierno imperial francés, no tienen más justificación que el hecho de que el Emperador se encontraba enfermo y que tenía su mente oscurecida por el dolor físico; pero no hay manera de explicar la increíble torpeza con que actuaron sus ministros y colaboradores. Era embajador francés en Berlín Benedetti, de fatal actua- ción hasta el final. Si Bismarck hubiera debido elegir
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un embajador francés, que el pudiera dirigir indirecta- mente en provecho de su política, seguramente habría designado a Benedetti.
Primeramente se planteó el pedido del gobierno francés de anexarse parte de la orilla izquierda del Rhin, hasta Maguncia inclusive. Esto sirvió a Bismarck para publicar una terminante declaración de que ja- más cedería un territorio alemán; se trataba ante todo de unir a los alemanes para su defensa. Hizo ver a los Estados alemanes del sur cómo Francia codiciaba sus territorios y cuál era la manera de evitar su pérdida; y así se llegó a un pacto secreto que unía a toda Ale- mania en caso de una guerra. El gran Canciller pru- siano sacó aún más provecho. El zar Alejandro II no había mirado con buenos ojos el engrandecimiento ex- cesivo de Prusia y el que escaparan al control ruso los pequeños principados alemanes. El enviado especial de Bismarck mostró al Zar las pruebas de las ambiciones francesas y demostró que Francia no trabajaba desinte- resadamente en este asunto. Se consiguió de la política rusa un alejamiento respecto de Francia, encaminado todo a aislar a Napoleón III, tal como Bismarck lo proyectaba.
Quedaba todavía una jugada diplomática de capi- tal importancia: privar o alejar a Francia del apoyo de Inglaterra. El embajador Benedetti, por orden de su gobierno, con un inconcebible descuido, impropio en un diplomático de carrera, manifestó a Bismarck que Francia no insistía en adquirir territorios alemanes, pero aceptaría la anexión del ducado de Luxemburgo y ha- cer con Prusia un convenio secreto por el cual esta po- tencia no intervendría en caso que Francia ocupara a Bélgica; en este caso, para no afectar los intereses de Inglaterra, quedaría Amberes como ciudad libre.
La conversación se desarrolló en forma amistosa y entre Bismarck y Benedetti se esbozaron los artículos
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principales de este convenio secreto. Finalmente Bis- marck rogó a Benedetti que pusiera en limpio lo que se había redactado en borrador. Con un candor increí- ble, el embajador francés tomó la pluma y escribió todo el acuerdo que Bismarck leyó y, cada vez más amable, continuó la conversación mientras guardaba en su es- critorio un documento que era imposible desmentir, pues estaba hecho de puño y letra de Benedetti. Este documento servirá a Bismarck para demostrar a Ingla- terra cuáles son las intenciones francesas y hará que el gobierno inglés no intervenga en el futuro conflicto que se prepara.
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CAPITULO X
1) Períodos políticos del segundo Imperio francés.— 2) Re- tirad ade los franceses en Méjico.— 3) La Bula "Quanta cura" y el Syllabus.— 4) y 5) Concilio del Vaticano— 6) Gobierno y caída de Isabel II de España.— 7) El general Prim.
1)
El segundo imperio francés duró dieciocho años; en los primeros seis años se mantuvo dentro de sus prin- cipios básicos: un gobierno autoritario apoyado princi- palmente por los católicos. La fórmula inicial "El Im- perio es la paz", había quedado a un lado con la gue- rra de Crimea; pero el hecho de haber colocado a Francia nuevamente entre las grandes potencias y el congreso de París dieron gran prestigio al gobierno im- perial.
El primer error fue la guerra de Italia; a pesar del triunfo militar obtenido, el resultado fue un desas- tre, un inmenso desastre. El partido católico manifestó su oposición y el Emperador continuó su política funes- ta y buscó el apoyo de los liberales. Esto significaba disminuir el poder autoritario, lo que se hizo dándole mayores atribuciones a las Cámaras. Se ha llamado a este período el "Imperio liberal". Nuevos errores, sobre todo en política internacional, como la desgraciada ex-
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pedición a Méjico y después el hecho fatal de habei] permitido la formación de la unidad alemana en torno de Prusia, aumentaron la oposición que en su extrema izquierda era republicana.
Creyó Napoleón III poder asegurar la estabilidad de su gobierno, dando más libertades y llegó así al ter- cero y último período: el "Imperio parlamentario". Los ministros deberían contar con la mayoría del Parla- mento. Desgraciadamente, una especie de fatalidad acumulaba errores y acontecimientos desfavorables. Si se medita sobre la política internacional seguida, es im- posible entenderla, si se quiere apreciarla en una for- ma lógica. Hay que llegar a la conclusión de que el Emperador carecía de criterio político, y lo dominaba el afán de producir situaciones espectaculares, y de que el desgaste físico influyó en la falta de carácter para imponer una autoridad necesaria.
Se ha reprochado a la emperatriz Eugenia su inter- vención política en los problemas más difíciles. Excep- to la aventura mejicana, en lo demás demostró mayor criterio que Napoleón III. Católica y madre, quería asegurar la corona para su hijo y parece que llegó a íii, conclusión de que en su esposo predominaba el espí- ritu aventurero, tanto en política como en el amor; no podía seguir una línea recta; le gustaba el cambio, lo variable, novedad; en resumen, siempre la aventura.
Después de Sadowa, el mantener un ejército en Mé- jico era imposible ante la necesidad de concentrar las, fuerzas francesas en la frontera alemana, y de evitar un conflicto con Estados Unidos, cuyas consecuencias po- dían ser desastrosas. El Imperio de Maximiliano no podía continuar sin el apoyo de las tropas francesas; el poder de Juárez aumentaba y contaba con la deci- dida protección del gobierno norteamericano.
Una vez terminada la guerra de Secesión, el emba- jador de Estados Unidos en París preguntó, no en tér- minos muy suaves, que cuándo se retirarían las tropas
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francesas de Méjico. Esta pregunta encerraba clara- mente una exigencia diplomática que luego se trans- ** formó en una abierta amenaza, que obligó a Napoleón III a fijar una fecha para evacuar el país.
2)
Estados Unidos había demostrado ser una gran potencia. Durante la guerra civil había organizado ejércitos superiores en número a los europeos; los mi- litares profesionales trataron de mirarlos como algó improvisado; sin embargo los observadores imparciales pudieron apreciar un espíritu de inventiva y un empu- je notables Al comparar la campaña de la guerra aus- tro-prusiana, considerada como un modelo de estrate- gia, con la desarrollada en América, varios críticos pu- dieron apreciar cuánta razón tenía Federico II de Pru- sia al hablar de "su majestad el azar" y trataron de valorizar el factor casualidad, en lo que se trataba de valorizar como el producto de una directiva perfecta.
El hecho fue que Francia tuvo que abandonar el proyecto mejicano, mejor dicho tuvo que aceptar su completo fracaso. No hubo por parte de Napoleón III mala voluntad ni falta de deseo para ayudar a Maxi- miliano; se encontró ante una desagradable imposición que era necesario cumplir. En Méjico no se podía apreciar en su justo valor el momento internacional europeo; la emperatriz Carlota partió hacia Francia para exigir al Emperador el cumplimiento de lo que había prometido en cuanto a mantener un ejército francés en Méjico. Algo debe haber fallado en su sa- lud; no puede atribuirse sólo al fracasó de su misión, el haber caído en una incurable locura que obligó a recluirla.
Al retirarse las fuerzas francesas de Méjico, no le quedaba a Maximiliano otra solución que el abdicar)
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y regresar a Europa. Las medidas represivas tomadas por imposición del general francés, mariscal Bazaine, había transformado la guerra civil en una lucha feroz, sanguinaria. El emperador Maximiliano, bueno, débil de carácter, incapaz de mantener una lucha enérgica, se dejó llevar por los jefes mejicanos comprometidos en una lucha a muerte y resolvió quedarse. Muy luego fue vencido y tomado prisionero en Querétaro; fue fu- silado junto a dos generales mejicanos vencidos, por orden de Juárez.
El trágico fin de Maximiliano fue un golpe terri- ble para el prestigio de Napoleón III. Si se unía esto a los repetidos fracasos en la política internacional, se podía prever a corto plazo la caída del régimen im- perial. Se trató de recuperar el crédito tan disminuido, y en forma inteligente se quiso hacer ver el desarrollo' de la riqueza en Francia gracias a los aciertos del go- bierno del Emperador. La Exposición Universal de París en 1867 fue un acontecimiento notable por la increíble riqueza de producción expuesta y por el gran número de visitantes, entre los que figuraban los prin- cipales monarcas.
Una noticia trágica y un atentado enturbiaron la alegría de los festejos de la Exposición. La noticia futí la del triste fin del emperador Maximiliano de Méjico, y el atentado, el del polaco Berozowski que disparq contra el zar Alejandro II que iba en carruaje acompa- ñado de Napoleón III. La tentativa de asesinar al zar causó molestias y tuvo graves consecuencias políticas, por haber despertado el joven polaco gran simpatía por su fanatismo nacionalista, en tal forma que el ju- rado correspondiente lo condenó sólo a trabajos forza- dos y no a la pena capital como lo deseaba el gobierno ruso para dar ocasión a que el Zar pidiera su indulto; todo esto contribuyó a distanciar más a Rusia de Fran- cia.
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La fatalidad se ensañaba con el segundo imperio francés. Se había llegado a un acuerdo con el gobierno italiano para que este respetara la existencia del pe- queño Estado romano, resto del dominio temporal de la Santa Sede, lo que permitía el retiro de las fuerza^ francesas que defendían a Roma. Sucedió que Garibal- di, que residía en Caprea, vigilado por el gobierno ita- liano, se escapó y se puso al frente de un improvisado ejército revolucionario que invadió los dominios del, Papa y trató de ocupar Roma. El gobierno imperial francés resolvió rápidamente la intervención. Tropas francesas unidas a las pontificias derrotaron en Menta- ría a los garibaldinos.
La noticia de haberse salvado el Estado Pontificio fue muy bien recibida y aplaudida en Francia, sobre todo la presuntuosa declaración del ministro Rohuer en la Cámara de Diputados en el sentido de que jamás Francia permitiría que Roma fuese ocupada por los italianos. Esta imprudencia destruyó las esperanzas que había de llegar a una alianza franco-italiana ante un ataque alemán.
3)
Al ser ocupados los dominios temporales de la Iglesia por las tropas italianas, sólo quedó bajo la auto- ridad del Papa Roma y sus alrededores, y esto era mo- mentáneo pues se debía a la protección de las fuerzas francesas. Las pontificias eran incapaces de resistir al ejército italiano. En realidad puede decirse que había desaparecido el Imperio Teocrático y había comenzado el período de la historia de la Iglesia que hemos desig- nado como el Imperio Espiritual. Da la impresión jde que el papa Pío IX, libre de las preocupaciones de un gobierno material, se dedica ampliamente a los asuntos espirituales.
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El 8 de Diciembre de 1864, el Papa dio a conocer la encíclica "Quanta cura", que llevaba como anexo el Syllabus. Han pasado cien años de esta fecha y todavía es difícil explicarse el efecto causado por este doa> mentó. Al leer lo que entonces se dijo y la forma en que fue criticado, cuesta poder colocarse en esa época y poder impregnarse de su ideología para justificar el apasionamiento con que fue apreciado. Si se habla en los términos hoy acostumbrados, se podría decir que el efecto causado por el Syllabus fue como si el Vaticano hubiera hecho estallar una bomba atómica ideológica. Y ahora podemos apreciar cuanta verdad, cuanto acier- to, cuanta clarovidencia había en las observaciones he- chas por la autoridad pontificia, si sólo se estiman en su aspecto político y social, prescindiendo de las creen- cias religiosas.
La encíclica censuraba especialmente la idea de que los regímenes republicanos no debían hacer distin- ciones entre los diferentes credos religiosos ni que los ciudadanos gozaran de una libertad absoluta respecto de la autoridad civil o eclesiástica. A continuación, cla- sificadas en diez grupos, se enumeraban las proposicio- nes que la Iglesia condenaba. En realidad el Syllabus era una lista, un índice de todo lo que la Iglesia había condenado o condenaba.
En el grupo cuarto aparecían el comunismo, el so- cialismo, las sociedades secretas (masonería), las asocia- ciones bíblicas y las sociedades clérico-liberales. El gru- po octavo se refiere al matrimonio de los cristianos. Termina condenando como última proposición, la si- guiente:
"El Romano Pontífice puede y debe conciliarse y ponerse de acuerdo con el progreso, con el liberalismo y la cultura moderna".
Es fácil ver cuan lógica era esta condenación, pues la proposición afectada encierra la idea de que el Pontí-
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fice debe marchar de acuerdo con la razón antes que con la fe.
En resumen, el Syllabus, era la condenación termi- nante de la ideología moderna liberal. El concepto li- beralismo englobaba todas las ideas referentes a lo que podría llamarse liberalismo filosófico, liberalismo po- lítico, social y económico. El documento pontificio es- pecificaba con precisión cuales ideas eran contrarias al espíritu de la Iglesia y dejaba libertad para aceptar las otras. De la encíclica '"Quanta cura", se deduce el prin- cipio de oue el catolicismo es una religión independien- te de los tiempos, de las culturas y de los pueblos; está sobre ellos y no se liga a ningún orden político, lo que es función de su época.
Hubo razón para que varios gobiernos, especial- mente el francés, se consideraran atacados por esta úl- tima encíclica; en ella se hacía ver el vacío de los "Prin- cipios inmortales de la Revolución Francesa". Se ha- bía llegado al dogma del valor de la voluntad popular expresada en los plebiscitos o en las elecciones parla- mentarias, forma en que la burguesía ejercía el poder. Al establecerse el sufragio universal, era fácil ver que aún este sistema no representaba con exactitud el sen- tir popular. Napoleón III había empleado el recurso de los plebiscitos; pero muy bien sabía que el éxito de ellos dependía en gran parte de disponer de pre- fectos capaces de dirigir la máquina electoral.
Las consideraciones anteriores explican en gran parte la indignación, el furor del gobierno imperial francés contra la Encíclica y el Syllabus. El Ministro de Instrucción G. Baroche prohibió a los obispos que publicaran el Syllabus y parte de la Encíclica, por ata- car la base del gobierno imperial; y como algunos obispos, entre ellos el cardenal Mathieu, arzobispo de Bezanzon y Drieuz Brize, obispo de Moulins, la leye- ran en el púlpito, fueron condenados por el Consejo de Estado por abuso de autoridad. Se decía que el Sylla-
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bus iba en contra de la libertad de creencias, el Con- cordato y el sufragio universal.
Un análisis desapasionado hace ver que la Encícli- ca no atacaba ningún régimen de gobierno, ni mo- nárquico ni republicano; aceptaba la democracia; pero establecía claramente que el poder venía de Dios y no del pueblo, se trasmitía a éste, mas en ninguna forma primaba sobre la autoridad divina. La Iglesia que ha- bía combatido siempre el cesaropapismo, no aceptaría tampoco el estadopapismo.
4)
No se había disipado aún la tempestad produci- da por el Syllabus, cuando Pío IX, por la Bula "Aeterni Patris Unigenitus", convocaba a un Concilio ecuméni- co para el 9 de Diciembre de 1869. Habían pasado ya más de trescientos años, desde el Concilio de Trento, que no se había reunido otro. Desde los Concilios de Constanza y los de Basilea y Ferrara, que pueden con- siderarse como una continuación del primero, la Santa Sede había preferido evitar estas reuniones en que ya se había tratado de establecer, como lo hemos visto, la superioridad de los Concilios sobre el Pontificado; es, decir transformar el gobierno autoritario del Papado en otro parlamentario.
Roma se vio obligada por el desarrollo de la Re- forma y la exigencia del emperador Carlos V, a con- vocar al Concilio de Trento y hubo que desplegar una gran habilidad y mucha diplomacia para obtener un resultado que sólo redundara en beneficio de la relii gión. Esto era debido a que los miembros del Concilio en gran parte eran eclesiásticos a quienes preocupaba ante todo sus intereses particulares; otro grupo de mu- cha influencia estaba formado por los embajadores de los soberanos, que procuraban que los factores políti- cos primaran sobre los religiosos.
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La situación había cambiado totalmente. Al con- vocar a un nuevo concilio, Pío IX dio otro paso trans-. cendental en la transformación del Imperio Teocráti- co en Imperio Espiritual. La Revolución había barri- do con el clero aristocrático de Francia y con los po- derosos señores feudales eclesiásticos alemanes. Los go- biernos constitucionales en que la burguesía había des- plazado a la nobleza ya no tenían la influencia de los antiguos monarcas de un decidido cesaropapismo. Ha- bía llegado el momento en que no existía el peligro de antes, y al contrario, un Concilio podía reforzar el ab- solutismo papal.
Gregorio VII había fijado en el punto 22 del "Dic- tatus Papae" lo siguiente: "La Iglesia Católica no ha errado ni errará jamás", y es curioso que sea el último Papa del Imperio Teocrático el que pueda hacer de- finir como dogma la infabilidad pontificia planteada por el primero.
Los nuevos gobiernos constitucionales no tenían el carácter ni las ambiciones cesaropapistas de los mo- narcas de antes, que se derivaba de sus derechos herej ditarios al trono, y así pasó que en el nuevo Concilio formado sólo por eclesiásticos, no hubo embajadores de los gobiernos; sólo fueron invitados represetantes de, las Iglesias ortodoxas y protestantes.
Sin ninguna clase de eufemismos, la prensa cató- lica dio a conocer el objetivo del Concilio. La "Civilta Cattolica" dijo:
"El gobierno francés teme que el Concilio procla- me las doctrinas contenidas en el Syllabus y defina el dogma de la infabilidad pontificia, considerando estas doctrinas contrarias a la constitución del Estado. Seme- jantes temores son compartidos por católicos liberales, mientras que los incrédulos, los racionalistas y los aca- tólicos consideran la convocación del Concilio como una declaración de guerra contra el progreso, la liber- tad y las demás ideas modernas. Los obispos franceses
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no están en desacuerdo en nada con el resto del epis-. copado católico en lo que se refiere a la doctrina del Syllabus y al dogma de la infabilidad, y si hay alguna, no merece tanta importancia como el alboroto que se arma. Los católicos desean ardientemente la confirma- ción positiva de las doctrinas del Syllabus y la procla- mación de la infabilidad, a fin de sepultar definitiva- mente la infeliz declaración de 1682 que fue la inspi- radora del galicanismo. Al no tener que partir del Pon- tífice mismo la definición de la infabilidad, hay que creer que los Padres del Concilio pedirán por aclama- ción la definición del dogma. Un gran número de ca- tólicos clama por una confirmación dogmática de la Asunción de María Santísima".
5)
Donde se produjo con mayor intensidad la oposi- ción a definir el dogma de la infabilidad pontificia fue en Francia y en Alemania. Católicos como Montalem- bert y obispos de gran fama como Dupanloup, habla-! ron de la inoportunidad de tal medida; en cambio en Alemania Dóllinger no la aceptó. Lo más importante era la actitud que podían tomar los gobiernos, y por esto fueron muy bien recibidas en Roma las palabras' que pronunció el Ministro Emilio Ollivier en el Parla- mento francés:
"La Iglesia por primera vez en la Historia, por medio de su primer Pastor, dice al mundo laico y a los, poderes laicos: quiero ser, quiero actuar, moverme, de- sarrollarme, afirmarme, extenderme fuera de vosotros y sin necesidad de vosotros; tengo mi vida propia, que no debo a ninguno de los poderes humanos, y la tengo por mi origen divino y por mi tradición secular. Esta, vida es suficiente para mí. No os pido nada más quei el derecho de gobernarme como me plazca".
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Estas frases encerraban todo un futuro que el po- lítico francés, parece, no apreció en su verdadera mag- nitud. Buen orador, seducido por el ritmo armonioso de sus palabras, es posible que no calculara que, sin quererlo, trazara todo un programa del futuro. La falta de visión política que Ollivier demostró después como primer Ministro, nos lleva a emitir este juicio.
La Masonería Francesa reaccionó ante el Concilio. Se pidió al Gran Oriente la reunión de un anti-concilio masónico lo que no fue aceptado por la mayoría de las logias. Un anti-concilio se reunió en Nápoles con in- tervención de masones de otros países; pero al ver que tomaba acuerdos políticos que afectaban a Napoleón III, el gobierno italiano lo disolvió. Es curioso notar que el día que se inauguró el Concilio, José Carducci, publicó en el diario "El Popólo" de Bolonia su himno a Satanás.
El concilio del Vaticano fue el tercero en cuanto al número de asistentes; doscientos noventa y siete obispos de Europa, setenta y tres de América, cuaren- ta y seis de Asia, nueve de Africa y trece de Australia. El no haber representantes de los gobiernos produjo una completa libertad en los debates, libres de toda in- fluencia política. El estallido de la guerra franco-ale- mana y la ya segura caída de Roma en pc/der de los italianos, en cuanto se retirara la guarnición francesa,' decidió a la mayor parte de los Padres del Concilio, que no aceptaban se definiera el dogma de la infabilidad, a no negar su aprobación. La Iglesia perdía sus domi- nios temporales; era por lo tanto necesario robustecer la autoridad del Pontífice.
Cincuenta y seis prelados se retiraron del Concilio antes de la votación en que debía aprobarse el dogma; advirtieron su veneración por el Papa, pero como se- guían firmes en sus convicciones, no querían perturbar la votación con sus votos en contra. Por quinientos treinta y tres contra dos, uno de un prelado italiano y
6.— Teocracia.
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otro de uno norteamericano, fue aprobado el dogma de la infabilidad.
Hoy nos admira especialmente la forma apasionada y la falta de compresión de la evolución histórica de la estructura de la Iglesia, que ha llevado a ilustres historiadores del siglo pasado y de los principios del presente, a emitir juicios como el que daremos, a modo de ejemplo, de F. A. Faukes de la Universidad de Ox- ford: Dice el autor al referirse al carácter reaccionario y fanático que le atribuye al Papa Pío IX:
"A muchos, y tal vez al mayor número, les pareció que el Pontífice al mirar el mundo desde las ventanas del Vaticano, lo veía como através de un instrumento mal enfocado. No comprendió que hablaba a una so- ciedad viva en un lenguaje muerto; y creyó en la po- sibilidad de retornar, si no por medio de la reflexión, por una especie de milagro, a los ideales y creencias! de un pasado que había muerto y desaparecido de la me- moria de los hombres". ,
Es interesante considerar cómo juzgan los aconte- cimientos eminentes historiadores, que se han dejado guiar por la ilusión del progreso indefinido del hom- bre o por el materialismo histórico que explica pon qué se han producido algunos acontecimientos; pero falla totalmente al querer explicar otros y sobre todo, lo más importante, al apreciar el conjunto.
6) ^ ,
El reinado de Isabel II de España fue tan acciden- tado como el período de la regencia de su madre, la reina María Cristina. A pesar de haber terminado la guerra carlista, la política española era inestable y tur- bulenta. Un pueblo monárquico y católico, una bur- guesía sugestionada por un liberalismo vago e impreci- so y una nobleza que nada había aprendido con los
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acontecimientos pasados, no podían dar base a un go- bierno estable; y lo que era más grave, las logias ma- sónicas habían penetrado en la oficialidad del ejército destruyendo su disciplina y creando un caudillismo anárquico.
España ha necesitado siempre un gobierno fuerte autoritario, y desgraciadamente iba a ser gobernada por una joven cuyo nombre recordaba a la gran reina Isa- bel, con la cual no tuvo ningún parecido moral ni po- lítico y que no comprendió la grandeza del principio que representaba. Se vio obligada a casar con un hom bre a quien no amaba ni respetaba, y que demostró ser más incapaz que ella de mantener el sentido verdadero de la dignidad real.
En política existía un centro liberal dividido en partido moderado y progresista, una izquierda en for- mación de tinte republicano y una extrema derecha reaccionaria. El gobierno real se mantuvo mientras fue? dirigido por jefes militares capaces. Baldomero Esparte- ro, a quien se le había dado el retumbante título de duque de la Victoria, por su triunfo sobre los carlis- tas, más debido a arreglos y combinaciones que a los méritos militares, no poseía condiciones políticas; en cambio sí las tenía don Ramón Narváez, duque de Va- lencia, y el general Leopoldo O'Donnell, duque de Tetuán; estos dos eran monárquicos y leales a la reina. Mientras ellos vivieron lucharon y se alternaron en e! poder, dando la sensación de una España poderosa. Se intervino en Méjico, en Sud América, en Marruecos y en Italia en defensa del poder temporal del Papado.
A la muerte de estos dos generales, la reina Isabel II cuyo gobierno estaba completamente desacreditado, tuvo en oposición a las dos figuras principales del ejército, mezclado por completo en la política: los ge- nerales Francisco Serrano, duque de la Torre, y Juan Prim, ambos partidarios de una monarquía constitu- cional; pero convencidos de la imposibilidad de que
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pudiera haber un gobierno eficaz con Isabel II y aun con cualquier príncipe Borbón por ser de tendencias absolutistas; era necesario buscar otro rey. No aceptaban ni siquiera al hijo de la reina, el futuro Alfonso XII, por creer que seguramente iba a ser influenciado por su madre.
En 1868 estalló uno de los ya acostumbrados pro- nunciamientos; esta vez fue la escuadra la que inició el movimiento, al mando del almirante Topete. Luego se adhirió la mayor parte del ejército y la reina tuvo que huir a Francia.
Se ofreció la corona de España al príncipe Leopol- do de Hohenzollern, católico, casado con una princesa portuguesa; esto dio origen al conflicto que produjo la guerra franco-alemana. Por último se consiguió que el príncipe italiano Amadeo de Saboya aceptara el trono. Al desembarcar en Cartagena supo Amadeo que Prim había sido asesinado.
7)
El general don Juan Prim, Conde de Reus y mar- qués de los Castillejos, es una de las figuras más inte- resantes de la turbulenta política española del siglo XIX; es el tipo del militar político que dominó en España después de la invasión napoleónica. Demostró ser un buen militar y un hábil diplomático; debía haber sido el continuador de Narváez y de O'Donnell; pero im- pregnado de un exagerado liberalismo, no comprendió el verdadero sentir español. Apoyado por las logias, con inagotable paciencia organizó uno tras otro pronuncia- mientos y revueltas, hasta que logró derribar a Isabel II. Estimaba de absoluta necesidad el cambio de dinas- tía y entronizar un nuevo rey que debiera su corona a los principios liberales.
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Hay en la actuación de Prim tres puntos oscuros; que es interesante analizar. El primero se refiere a su oferta del trono de España al príncipe Leopoldo de Hohenzollern. ¿Es posible aceptar que Prim, hábil po- lítico, no viera la imposibilidad de que Francia acep- tara que un monarca alemán gobernara a España, en, los momentos en que la mayor preocupación del go- bierno francés era que no aumentara el poderío pru- siano, tan amenazador después de Sadowa? ¿Fue ésta una maniobra dirigida por Bismarck para provocar la guerra por parte de Francia?
Después de analizar mucho de lo que sobre este punto se ha escrito, se puede llegar a una conclusión un tanto despectiva para los orgullosos estadistas que han gobernado o gobiernan en las diferentes naciones. Se les atribuye un talento, una perspicacia, que no co- rresponde a la realidad y es también imposible saber qué reacciones psicológicas experimentan cuando to- man determinadas resoluciones. La vida de los grandes hombres, estudiada honradamente, nos hace ver quei está llena de errores y que la mayor parte de los éxitos obtenidos son debidos a circunstancias casuales, si bien tanto ellos como los escritores afectos, se encargan de presentarlas como algo inteligentemente previsto. Es lo más probable que Prim no tomó en cuenta la gravedad de lo que podía producirse y que tuvo la convicción; de que ante una situación de hecho, todo se arreglaría'. En cambio Bismarck aprovechó la situación producida, pero no hubo confabulación previa.
El segundo punto que llama la atención es el que Prim haya creído posible que España aceptara al prín- cipe Amadeo de Saboya como rey. La elección estaba bien hecha en cuanto a las cualidades que adornaban al príncipe italiano, sobre todo a su varonil honradez, que aseguraba, como pasó, su abdicación antes que te- ner que atropellar una constitución que había jurado respetar. Era imposible que el pueblo español, profun-
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clámente orgulloso, aceptara que se saliera a buscar o a mendigar, como se llegó a decir, un rey, como si Es- paña fuera un pequeño y naciente estado balkánico; esto era algo insoportable. Prim no era castellano, era catalán y estaba ofuscado por el odio, por el fanatismo contra la monarquía absoluta y la había identificado con la dinastía de los Borbones. Es posible que este apa- sionamiento obscureciera su mente y no viera la impo- sibilidad de hacer aceptar como rey a un príncipe ex- tranjero. Y más aún lo que para Prim era un dato fa- vorable: el ser su candidato hijo del rey de Italia, rey de ideas liberales, respetuoso de la constitución, quo aceptaba la libertad de cultos, era en cambio para los españoles el hijo del monarca expoliador de la Santa Sede.
El tercer punto, el asesinato de Prim, tiene como parte misteriosa el que no se tratara de encontrar a los asesinos. Se sabe que seis individuos, armados de trabucos, asaltaron el coche en que iba el general y después de romper los vidrios del carruaje dispararon sobre Prim, dejándole tan gravemente herido que mu- rió a poco de llegar a su casa. En un asesinato en que se ha constatado la presencia de seis hechores, no pa- rece que hubiera sido difícil identificar a alguno de ellos. No hay duda de que fue un crimen político que ha quedado hasta ahora en el misterio.
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CAPITULO XI
1) Se ofrece la corona de España al príncipe Leopoldo de Hohenzollerns — 2, 3) y 4) Guerra franco-alemana.— 5) Caí- da del segundo Imperio francés.— 6) Tratado de Francfort.
1)
Las guerras austro-prusiana y franco-alemana de 1870 fueron preparadas y provocadas por Bismarck para realizar la gran obra de su vida: la unidad alemana, o sea la creación del segundo Imperio Alemán, el "Se- gundo Reich". Bien pudo decir un día, ya bastante anciano:
"En mi larga vida no he hecho feliz a nadie... ¡Y he hecho daño! He sido la causa de tres grandes guerras; soy yo quien sobre los campos de batalla he hecho matar a ochenta mil hombres, a los que todavía lloran sus madres, hermanos, hermanas y viudas. Todo esto es cuestión entre Dios y yo".
Cuando César Borgia logró por el engaño apresar y dar muerte a los jefes condotieri, sublevados contra, él, Maquiavelo se entusiasma ante el arte y la astucia del duque de Valentinois. ¡Cuál habría sido su admi- ración si el ilustre florentino hubiera vivido en el siglo XIX y hubiera podido conocer el arte maquiavélico de
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Bismarck, su diplomacia astuta, su admirable conoci- miento de la psicología del pueblo francés y de sus go- bernantes! Hay que admirar, también, cómo logró ven- cer la enemistad de la reina Augusta de Prusia, que veía en él un espíritu diabólico, y cómo obtuvo que Guillermo I accediera ir sucesivamente a tres guerras, algo que detestaba este rey de carácter pacífico. Su tra- bajo más fino fue el conseguir que fuera Francia la que declarara la guerra a Prusia.
Bismarck partió de dos puntos fijos: la convicción profunda sobre el triunfo alemán y la necesidad de una guerra de carácter nacional para conseguir la toda- vía dudosa unidad alemana. Había observado con exac- titud el ambiente francés mientras estuvo de embaja- dor en París. Sabía que toda Francia creía en la com- pleta superioridad del ejército francés, que vencería a cualquier otro ejército. Los vencedores de Sebastopol, de Magenta y Solferino, los soldados que habían ven- cido en Africa y en Méjico, eran invencibles. Y esta creencia era la de la corte y aun la de la oposición, que estimaban que una guerra iba a robustecer el régimen imperial por las victorias obtenidas. Conocía el carác- ter francés, lo fácil que era excitarlo para llevarlo al error. Sólo había que esperar el momento propicio y este se presentó cuando Prim ofreció la corona de Es- paña al príncipe Leopoldo de Hohenzollern.
La noticia de la posibilidad de que llegara a ser rey de España un príncipe alemán causó inquietud al gobierno francés; no había duda que era algo que no podía aceptarse. El problema estaba en la forma de evitar que esto sucediera. La inquietud aumentó cuan- do la prensa, sobre todo la de un exaltado nacionalisJ mo, empezó a opinar sobre la situación producida. Ha- bía una manera lógica de solucionar, o mejor dicho im- pedir el conflicto; era el dirigirse al gobierno provisio- nal español y advertirle que Francia no aceptaría que las Cortes proclamaran un rey extranjero; no había
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para qué insistir en su nacionalidad prusiana; debía generalizarse la oposición. No era esto una novedad; el tímido gobierno de Luis Felipe vetó cualquier matri- monio de la reina Isabel II con un príncipe extranjero que no fuera uno de sus hijos. En forma parecida pro- cedió el gobierno inglés y no se consideró una muestra de temor el presionar al débil y no al fuerte. ¿Fue este solo sentimiento el que guió a la cancillería francesa a proceder en una forma tan peligrosa sin necesidad de hacerlo?
La pregunta anterior se puede contestar si se con- sidera el ambiente que reinaba entre los partidarios del régimen imperial francés. A pesar de que en el último plebiscito hecho con motivo de los acontecimientos acaecidos después de Sadowa y de la instauración del sistema parlamentario, el triunfo del bonapartismo ha- bía sido amplio, era fácil notar que mayor había sido el crecimiento de la oposición, sobre todo de la tenden- cia republicana. Se estimaba que una guerra victoriosa consolidaría el Imperio; no se dudaba de que se iba a triunfar. Participaba especialmente de esta opinión la emperatriz Eugenia.
Napoleón III había envejecido prematuramente y estaba gravemente enfermo de cálculos a la vejiga, en- fermedad que le producía terribles dolores. Estoica- mente disimulaba su triste estado y no había permiti- do que sus médicos comunicaran a la Emperatriz su en- fermedad. Maquillado para dar la impresión de salud, engañó a sus más cercanos colaboradores; pocos sabían que el montar a caballo le producía terribles complica- ciones y que era necesario lo acompañara un cirujano listo para operar en caso necesario. Su enfermedad, co- mo era lógico, iba debilitando su carácter, de por sí in- deciso, y en los momentos por que atravesaba, los más críticos de su reinado, era en cierto modo un juguete de los acontecimientos.
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El Emperador tuvo el buen criterio de saber apre- ciar las deficiencias del ejército francés. Comprendía la necesidad de una reforma militar y sabía que esto sig- nificaba años de preparación. En cambio sus ministros, tanto Emilio Ollivier, jefe del gabinete ministerial, co- mo los ministros de Relaciones y de Guerra, vivían en un increíble optimismo. Granmont, Ministro de Rela- cionas, había sido embajador en Viena y estaba impreg- nado del ambiente de revancha existente después de Sadowa. Tomó parte en los sondeos que se hicieron para llegar a una triple alianza entre Francia, Austria e Ita- lia y quedó convencido de la posibilidad de llegar a un acuerdo, sin tomar en cuenta los factores negativos. Es raro el caso de un diplomático como el conde de Gran- mont, que no tomaba en cuenta que al declarar el go- bierno francés que jamás permitiría que Italia ocupara Roma, impedía toda alianza con esta nación. Es tam- bién curioso considerar cómo durante su estada en Viena, no se dio cuenta de la influencia que Bismarck ejercía sobre los asuntos húngaros y cómo el Canciller prusiano había en cierto modo envuelto al gobierno austríaco.
Más extravagante es el caso del Ministro de Guerra, mariscal Leboeuf. Ignora el estado en que se encuentra el ejército; no se da cuenta de la superioridad que ha alcanzado la artillería prusiana respecto de la francesa y lleva, no su audacia, sino su inconciencia en un momen- to decisivo, a declarar en las Cámaras que el ejército francés esta perfectamente preparado.
2)
El embajador francés en Berlín. Benedetti, recibió orden de tratar el asunto de la oferta hecha al príncipe Leopoldo de Hohenzollern. El rey Guillermo de Prusia se encontraba en las termas de Ems. Hacia allá se diri-
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gió Benedetti; pero visitó antes a la reina Augusta, que siempre lo recibía con especial benevolencia. Benedett/ creyó haber triunfado cuando el rey Guillermo le anun- ció que no había problema, pues la oferta había sido rechazada, y así lo comunicó a París.
Napoleón III respiró tranquilo; se alejaba un peli- gro que él instintivamente apreciaba en toda su grave- dad; pero no contó con las complicaciones sugeridas por el carácter francés. Los políticos y la prensa emprendie- ron una campaña en el sentido de que debía exigirse a Prusia que se comprometiera a no aceptar que ningún príncipe de la familia real aceptara la corona española. Fue inútil discutir. Vencido el Emperador, se ordenó a Benedetti que pidiera al rey de Prusia una declaración en este sentido.
No es posible aceptar tanta torpeza en la diploma- cia francesa; sólo queda el creer que existía el presenti- miento de que fatalmente la unidad alemana se comple- taría, con lo que iba a superar al poder francés y a qui- tar a Francia su importancia de potencia árbitro de la política internacional, calidad que sus gobernantes le otorgaban. El embajador Benedetti, ante la orden re- cibida, comprendió la imposibilidad de conseguir algo que en realidad era una imposición. Una potencia vic- toriosa sucesivamente en dos guerras, que había demos- trado poseer un formidable poder, no iba a permitir que se le obligara a hacer semejante declaración; esto era algo tan absurdo que cualquier diplomático lo en- tendía así, a no ser que se deseara provocar un con- flicto.
Benedetti trató largamente el asunto en Ems con el rey, quien en forma muy cortés, le hizo ver la impo- sibilidad de acceder a lo pedido, más todavía cuando ya no había necesidad de hacerlo; además le dio a en- tender el soberano, que recordara que tras todo esto estaba su terrible Canciller, que podría aprovechar lo sucedido en beneficio de su ya no disimulado objetivo.
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Ante una nueva orden de París, Benedetti volvió a pedir una audiencia que el rey Guillermo, cansado de tener que seguir negando lo que se le pedía, con- testó por intermedio de uno de sus edecanes, que no podía concederla; todo esto en una forma correcta. Hu- bo firmeza, sequedad, para evitar tan exagerada insis- tencia; pero no descortesía, ni en ninguna forma nada insultante.
Bismarck había sufrido intensamente al ver cómo se le escapaba tan magnífica ocasión de hacer que Fran- cia provocara la guerra, para poder dar la impresión de que Alemania entera se revelaba ante la humilla- ción que se trataba de imponerle. Estaba en Berlín reunido con los generales Roon y Molke —los tres desa- nimados— cuando recibió de Ems un telegrama cifrado en que se le relataba lo sucedido entre el Rey y el emba- jador francés. La última parte de la comunicación de- cía lo siguiente:
"Como su Majestad había dicho al conde Benedetti que esperaba noticias del príncipe, ha resuelto no vol- ver a recibir al conde Benedetti a causa de su preten- sión, y mandarle a decir simplemente, por un ayudan- te de campo, que su Majestad había recibido del prín- cipe (príncipe Antonio de Hohenzollern, padre de Leo- poldo) la confirmación de la noticia ya enviada a Pa- rís; de modo que nada tenía que decir al embajador. "Su Majestad deja a Vuestra Excelencia el cuidado de decidir si la nueva exigencia de Benedetti y 1?. negativa que se le ha opuesto debe ser comunicada a los em- bajadores y a los periódicos"
El ingenio fecundo de Bismarck vio muy pronto en la parte final del telegrama (subrayado) la solución del problema por resolver. Se le autorizaba para dar o no publicidad a lo ocurrido. Después de oír a los dos ge- nerales que le acompañaban que tenían seguridad de estar preparados para la guerra, y que era el momento propicio para ir a ella, redactó un comunicado tanto
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para Embajadores como para la prensa. Dirá después: "No añadí ni quité nada; pero hice algunas supresio- nes". Sin embargo a Moltke y a Roon les hace el si- guíente comentario: "Esto producirá allá (en Francia), en el toro galo, el efecto de la capa encarnada". La co- municación redactada por Bismarck era la siguiente:
"La noticia de la renuncia del príncipe heredero de Hohenzollern ha sido oficialmente comunicada al gobieno imperial francés por el gobierno real español. Luego, el embajador francés ha pedido en Ems a su Majestad el rey, que le autorizase a telegrafiar a París que Su Majestad el rey se comprometía para siempre a no permitir la renovación de la candidatura. En cuan- to, a esto, Su Majestad el Rey se ha negado a volver a recibir al Embajador y le ha mandado decir por el ayudante de campo de servicio, que no tenía ya nada; que comunicarle".
La comunicación fue publicada por "La Gaceta de la Alemania del Norte"; a ella se agregaba el comen" tario periodístico de lo que podía interpretarse tanto como que el Embajador francés había insultado al Rey, como que el Rey había insultado al Embajador. La no- ticia llegó a París por vía periodística, de tal modo que un gobierno sereno debería haber pedido una confirma- ción oficial.
3)
Los cálculos políticos de Bismarck fueron exac- tos; el tumulto producido en Berlín no fue nada com- parado con el furor patriótico que estalló en París. Ante un Emperador sin voluntad de resistir, debido a la do- lorosa enfermedad que le aquejaba, cuya gravedad era ignorada; ante un conjunto de ministros pretensiosos e incapaces de meditar y resolver con frialdad lo que de
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bía hacerse ante una situación de tanta gravedad, los acontecimientos se desarrollaron sin ningún control.
Ya en ese tiempo era muy grande la influencia de la prensa y, por lo tanto, considerable su responsabi- lidad. El periodista tiene el arte especial de dar las noticias o hacer sus comentarios con las palabras y la forma que agradan al público. Desgraciadamente al- gunos se dejan llevar por el orgullo profesional de ser leídos, sacrificando muchas veces sus convicciones ínti- mas; como también tratan con ánimo ligero problemas de suma gravedad, cuyas soluciones pueden producir in- calculables consecuencias. En esta ocasión la prensa exa- cerbó aún más la pasión patriótica y contribuyó a que se realizaran los planes de Bismarck.
Fueron inútiles las reflexiones hechas por Thiers, en la Cámara de Diputados, en un espléndido discurso; "t i<*ual forma, Julio Favre y varios otros hicieron ver la aberración que significaba proceder sin que hubiera ninguna confirmación de lo sucedido, sin saber si lo di- cho por la prensa era verdad o no. Bajo el fatídico ar- gumento de que estaba en juego el honor nacional, se fue a la guerra.
El resultado desastroso para Francia, inexplicable para la mayoría en el extranjero, que creía igual que los franceses, en la superioridad de sus ejércitos, se de- bió principalmente a tres causas:
a) La aplastante superioridad numérica del ejército alemán sobre el francés.
b) El hecho de que la artillería alemana era de ma- yor alcance y más numerosa que la francesa.
c) A los factores políticos. El gobierno imperial no podía resistir una derrota. Los torpes movimientos de su ejército fueron debidos a circunstancias políticas. Y lo más grave fue la actitud de muchos jefes, que al pre* sentir un cambio de poder, se colocaron en una posición pasiva en espera de los acontecimientos, lo que facilitó la victoria del enemigo.
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Al comenzar las hostilidades los alemanes pusieron en el frente de batalla trescientos sesenta mil hombres y los franceses no alcanzaron a reunir doscientos setenta mil. Hav abundancia de obras acerca de la guerra de 1870; historias, memorias, estudios técnicos que nos per- miten apreciar en forma clara el conjunto de las opera- ciones bélicas. Se admira generalmente el plan de ataque y la forma en que fue realizado, hasta llegar a conside- rarlo como la obra maestra del Estado Mayor alemán y de su jefe el mariscal Moltke. Hay en la mayor parte de estos juicios un error debido tanto a no tomar en cuenta la época histórica, como a la seducción produci da por el deslumbrante triunfo alemán.
4)
Para poder apreciar en forma rápida y sencilla el desarrollo de las operaciones militares de la guerra fran- co-alemana, es conveniente imaginar un esquema que permita al lector darse cuenta de cómo se desplazaron los ejércitos en lucha y cuáles eran sus objetivos. No hay que olvidar que el ejército alemán estaba dirigido por un Estado Mayor que debía cumplir un plan am • pliamente estudiado que las circunstancias hicieron va- riar, mientras que el francés no tuvo en realidad una verdadera directiva y sus acciones decisivas obedecie ron a factores políticos, sin tomar en cuenta que téc- nicamente, en el aspecto militar, eran desastrosas.
Las dos provincias fronterizas de Francia con Ale- mania eran Alsacia y Lorena. La primera seguía una línea divisoria a lo largo del Rhin, desde la frontera con Suiza hasta poco más allá de Estrasburgo. La divi- sión entre Lorena y el territorio alemán (prusiano): podemos considerarla como una línea que se extendía hasta la frontera del ducado de Luxemburgo y de Bél- gica. En forma simplista puede decirse que la fronte-
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ra franco-alemana estaba constituida por dos rectas que formaban un ángulo de cerca de noventa grados; una paralela al Rhin (Alsacia) y casi perpendicular a esta, la otra (Lorena); ambas rectas tenían una longitud pa- recida. Si tomamos la dirección del Rhin, la recta co- rrespondiente a Lorena se extendía hacia el lado iz- quierdo y tras ella se concentraron las fuerzas alemanas agrupadas en tres ejércitos: el 1, el II y el III, numera- dos de izquierda a derecha. La línea de Alsacia iba a ser defendida por las reservas.
Frente al plan alemán de tres ejércitos poderosos que iban a emprender una ofensiva sincronizada, los franceses oponían ejércitos más pequeños formados por soldados valientes, capaces de cualquier sacrificio, pero mal dirigidos. No existió un plan estudiado y de- cidido; se concentró el ejército más fuerte en Metz (Lorena) y los demás fueron escalonados a lo largo de la recta Alsacia; primero se habló de siete ejércitos, después de cinco y a los primeros fracasos se llegó a tres. Todo se basaba en ilusiones políticas que vistas ahora a la distancia de tantos años, hacen difícil comprender cómo hombres inteligentes pudieron ofuscarse hasta tal extremo.
Se partía de la posibilidad de una invasión en la Amania del Sur, con la esperanza de que los Estados de esta Confederación recibieran con agrado la interven- ción francesa, y lo más increíble aún, se esperaba que a los ejércitos franceses se iban unir los austríacos y uno italiano que atravesaría los Alpes por Brenner. Los ge- nerales franceses eran del tipo de los mariscales de Na- poleón; valientes en el combate, firmes en sus puestos, incapaces de retroceder; pero necesitaban un hombre capaz de dirigirlos y Napoleón III, que tomó como Em- perador el mando supremo, ya había demostrado en la guerra franco-austríaca su completa ineptitud como jefe militar. Tomó al mariscal Leboeuf como jefe de Estado
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Mayor; mal Ministro de Guerra, carecía de cualidades para desempeñar su nuevo cargo.
Muy luego se vieron los tristes resultados: El III ejército alemán avanzó por Alsacia y encontró en Wis- semburgo a una división francesa que fue aplastada por la enorme superioridad numérica; al continuar su avan- ce, atacó a uno de los ejércitos franceses mandados por el mariscal Mac Mahon.
Mac Mahon, hecho duque de Magenta por Napo- león III, en premio por haber decidido el triunfo fran- cés en la batalla de ese nombre, era el tipo del general; estilo Ney o Lannes, espléndidos para atacar o resistir con absoluto desprecio del peligro, pero incapaces de analizar la influencia de su acción en el conjunto de operaciones guerreras; gran efecto psicológico por el valor y el heroísmo desplegado, desastroso por el resultado ge- neral. Atacado en Woerth por el III ejército alemán, de mayor fueza y con una artillería superior en número y de mayor alcance, en vez de retirarse resistió tenazmen- te; tal vez recordó el caso de Davoust en Awerstaedt, más olvidó que Napoleón III no era el gran Emperador. Ante el peligro de ser envuelto, emprendió la retirada. Esta batalla costó la pérdida de Alsacia y, lo más grave, el derrumbe de todas las ilusiones francesas.
En Chalons, cerca de París, se concentró el ejército vencido en Woerth, aumentado con las reservas reuni- das con el objeto de formar una fuerza capaz de resguar- dar la capital, y aquí intervino fatalmente la cuestión política. Las derrotas francesas produjeron una furiosa ofensiva por parte de los enemigos del Imperio; en pri- mera fila actuaba el partido republicano. El ministerio de Ollivier se vio obligado a renunciar, ante lo cual la Emperatriz Eugenia, que gobernaba como regente, or- ganizó otro dirigido por el general Coussin Montauban conocido con el exótico título de conde Palikao, obteni- do por haber comandado las tropas francesas que junto
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con las inglesas invadieron China en la llamada guerra del opio.
Eugenia era valiente y tenaz en la defensa de la corona imperial, que era la herencia de su hijo; pero no era capaz de apreciar la verdadera situación políti- ca; cometió el error de impedir que el Emperador re- gresara a París e impulsara el avance francés hacia Metz para evitar que el ejército de Bazaine se viera encerrado por los alemanes.
El mariscal Francisco Bazaine había servido en el ejército desde soldado hasta llegar por sus méritos al " más alto grado. Se había distinguido en Africa, en Cri- mea y en Italia; había decidido el triunfo al apoderar- se de Solferino en un sangriento ataque. Enviado a Méjico, su actuación como militar sólo mereció elogios. Todo esto contribuyó a que se le considerara como el mejor de los generales franceses; su popularidad era tal que se le llamaba "nuestro glorioso Bazaine". Se le confió el mando del principal ejército con centro en Metz y, después de Woerth, se le dio nominalmente el mando en jefe de todo el ejército, nominal por estar ya casi aislado por los alemanes.
Era Bazaine, como Mac Mahon, un jefe apropiado para ser dirigido, no para dirigir grandes ejércitos. Sin estudios, no conocía la guerra moderna; acostumbrado a mandar, en Africa y después en Méjico, cuerpos de ejército con determinado objetivo, era incapaz de aten- der la dirección de ejércitos numerosos constituidos por diferentes cuerpos. A pesar de ser inteligente, de. poseer excelente memoria que le permitía recordar la ubicación, el número de soldados y de armas disponi- bles, no le daba ninguna importancia a tener un Es- tado Mayor eficiente y a que éste le completara los da- tos que necesariamente deberían escapársele. En resu- men, Bazaine era el valor inverso de Moltke en cuan- to a dirigir técnicamente un ejército como lo exigían las circunstancias. Cuando llegó a Metz, ya estaba afee-.
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tado por un pesimismo lógico al observar la forma en que se había verificado la movilización francesa, com- parada con la alemana.
Al principiar la guerra, Bazaine mandaba sólo el ejército de Metz. El I ejército alemán derrotó a uno de los franceses en Forbach y después atacó furiosa- mente a Bazaine en Borny. Nombrado el mariscal ge- neral en jefe, trató de retirarse hacia Chalons, pasan- do por Verdun; el II ejército le atacó en Rezonville y. Saint Privat. Bazaine fue obligado a retroceder hacia Metz, donde quedó cercado por el II ejército alemán.
En vista del clamor general que reclamaba porque no se auxiliaba a Bazaine, Mac Mahon, acompañado de Napoleón III, cada vez más desanimado y enfermo, marchó hacia Sedán para bordear la frontera belga y unirse así al ejército de Metz. Los alemanes manio- braron con los ejércitos I y II y lograron cercar al ejér- cito francés en Sedán, en tal forma que si no se rendía podía ser aniquilado por la artillería alemana, la que hacía imposible todo ataque francés.
Le rendición de Sedán, es la página más triste del reinado de Napoleón III, si bien se pudo apreciar su verdadera bondad, su grandeza de alma, que ante el sacrificio de millares de vidas, lo que habría creado un nimbo de gloria, un heroico final, prefirió aceptar una humillante rendición con tal de salvar a tantos seres. Años después dirá el Emperador en su destierro:
"Han supuesto algunos que sepultándonos bajo las ruinas de Sedán habríamos servido mejor a mi nombre y a mi dinastía; es posible, pero tener en la mano la vida de millares de hombres y no hacer un signo para salvarlos era cosa superior a mis fuerzas. Mi corazón rechaza estas siniestras grandezas".
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5)
La noticia de la rendición de Sedán produjo la re- volución en París, que derribó el Segundo Imperio. Se nombró un Gobierno de Defensa Nacional presidido por el general Trochó, gobernador militar de París, en quien equivocadamente había depositado toda su con- fianza la Emperatriz. Afortunadamente, Eugenia alcan- zó a huir a Inglaterra.
Uno de los políticos más audaces entre los oposito- res al régimen imperial había sido León Gambetta. Na- cido en Cahors de madre francesa y padre italiano, has- ta los treinta años había sido un desconocido entre los elementos revolucionarios de París. Sucedió que con objeto de atacar al gobierno, se recordó la muerte del diputado Boudín en la jornada del 2 de Diciembre. Se hicieron una serie de manifestaciones que dieron oca- sión al gobierno para acusar ante los tribunales a un grupo de dirigentes republicanos. Uno de los abogados defensores fue Gambetta e hizo una defensa que nadie esperaba. De defensor ante el Gobierno, se cambió en acusador de él al plantear la tesis de cómo debía actuar un ciudadano ante los que trataban de. derribar al go- bierno legítimo. En suma, hizo la acusación del Empe- rador, que como príncipe presidente había violado su juramento de respetar la constitución que estaba en- cargado de defender. La oratoria no era elegante, no tenía atracción literaria; pero la forma audaz, apasiona- da, la extrema violencia de la expresión, causó sensación y desde entonces fue considerado como uno de los prin- cipales jefes republicanos.
La gran obra de Gambetta fue dirigir la defensa nacional, para lo que encontró un gran organizador en el ingeniero Carlos Freycinet. Ni Gambetta ni Freycinet, tenían el talento del primer Carnot. El uno sólo aporta- ba su dinamismo y su energía; el otro sus admirables dotes para organizar la industria de armamentos; pero
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no había un jefe capaz de coordinar y dirigir en forma estratégica la defensa.
6)
La segunda parte de la guerra franco-alemana, de- signado por este nombre el período que viene después de la caída del régimen imperial, se extiende hasta la terminación de la guerra por el tratado de Francfort. No tenía Francia ninguna probabilidad de triunfo, a pesar del patriotismo francés y de su heroica resistencia a la invasión; había que luchar contra un ejército profesio nal, preparado en todo sentido, y se le iba a oponer sol dados improvisados, mal equipados, sin contarse con una oficialidad capaz; la mayor parte de los oficiales france- ses estaban prisioneros después de Sedán y de la rendi- ción de Bazaine en Metz.
Predominaba el recuerdo de la revolución de 1789 y la idea errada de que los heroicos republicanos habían resistido y vencido a toda la Europa coaligada contra ellos. Los historiadores, los novelistas y los poetas fran- ceses habían creado una injustificada leyenda. Si Fran- cia no fue vencida en 1793, fue debido a que a las po- tencias que luchaban no les interesaba como fin princi- pal la invasión de Francia. En Valmy los prusianos pu- dieron derrotar a los franceses, pero prefirieron retirar- se al encontrar resistencia. La única nación que en esa guerra peleaba desinteresadamente era España, que no tenía elementos para constituir un peligro militar efec- tivo.
Igualmente existía la superstición francesa de que mientras París no cayera en poder del enemigo, Francia podía vencer. Se olvidaba de que la primera coalición fue derrotada cuando los ejércitos franceses, después de años de lucha, se habían transformado en ejércitos efi- cientes y sólo se peleaba contra el ejército austríaco y la
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marina inglesa. El olvido más fatal fue el no recordar el peligro inmenso que significaba el armar a la pobla- ción proletaria de carácter anarquista, tan numerosa en París.
Thiers, que no formaba parte del gobierno, encar- gado por éste recorrió las cortes europeas donde espe- raba encontrar apoyo. Nada 'consiguió y equivocó el ca- mino al seguir el consejo ruso de entenderse directamen- te con Bismarck. No hubo acuerdo, por considerar que las exigencias alemanas eran excesivas. Unos cuantos éxi- tos militares dieron mayores esperanzas; pero muy pron to se vio que el triunfo francés era imposible. Nuevas victorias alemanas y la próxima rendición de París obli- garon al gobierno francés a entablar nuevas negociacio- nes de paz. Se aceptó un armisticio para que se pudiera elegir una Asamblea Nacional, que se reunió en Bur- deos. Thiers y Favre discutieron con Bismarck el trata- do de Francfort. Se obligaba a Francia a ceder las pro- vincias de Alsacia y Lorena y a pagar una indemnización de guerra de cinco mil millones de francos. Mientras se cancelaba esta suma, quedaban ocupados por las fuerzas alemanas varios departamentos de Francia.
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CAPITULO XII
1) El segundo Imperio alemán.— 2) Pío IX se retira al Va- ticano.— 3) y 4) El Imperio Espiritual.— 5) Insurrección de París.— 6) Gobierno de Thiers.— 7) Proceso de Bazaine.
1)
En enero de 1871 fue proclamado en Versalles el segundo Imperio alemán, y el rey Guillermo de Prusia como el emperador Guillermo I. Fueron los príncipes alemanes confederados los que efectuaron la proclama- ción. Los territorios conquistados: Schleswig, Alsacia y Lorena pasaron a ser territorios del Imperio Federal.
Nacía el segundo Imperio alemán cuando perecía el segundo Imperio francés, que alcanzó a vivir diecio- cho años. El nuevo Imperio alemán durará cuarenta y seis años y al caer arrastrará a todas las monarquías ale- manas. Con la proclamación del Imperio terminaba de constituirse la unidad alemana; igualmente pasó con la italiana; al tener Francia que retirar su guarnición de Roma, el ejército italiano se apoderó de la ciudad que fue, como lo había pensado Cavour, la capital de Italia. El Papa Pío IX ordenó a las tropas pontificias no opo- ner resistencia y él se retiró al Vaticano.
No se escapaba a Bismarck el peligro que corría el nuevo Estado alemán victorioso sucesivamente en tres
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guerras. Toda su política se encaminó a evitar se forma- ra una coalición contra Alemania; tal como había pasado otras veces cuando se constituía alguna potencia dema- siado poderosa en Europa continental. En esta política se pueden notar cuatro puntos principales:
a) Robustecer y perfeccionar el ejército.
b) Conservar la amistad rusa.
c) Convertir al Austria de un rival en un aliado; con este objeto había que cultivar las simpatías húnga- ras.
d) Debilitar a Francia; si fuera posible destruirla co- mo potencia militar. El orgullo francés no iba a aceptar, no sólo la derrota, sino el haber perdido dos provincias que después de doscientos años de lucha habían llegado a ser genuinamente francesas.
e) No despertar las inquietudes de Inglaterra. Ale- mania era sólo una gran potencia militar que no pre- tendía la hegemonía del continente sino que trataba de mantener el equilibrio europeo. No se interesaba por el dominio de los mares.
Es digno de observar cómo la pasión política ofus- ca a los hombres, aun a los de claro y honrado senti- miento del deber, ante una determinada tendencia po- lítica. El derribar el Imperio el 4 de septiembre en Francia, fue un error que contribuyó a acelerar y au- mentar él desastre francés. Los políticos que destruyeron el Imperio fueron los mejores aliados indirectos que tuvo Bismarck; el caos político y administrativo que sobrevino impidió una resistencia organizada o el ha- ber llegado a una paz en muy distintas condiciones a la de Francfort.
El gran canciller alemán estimaba la monarquía autoritaria, y sobre todo basada en un fuerte ejército, como el régimen más conveniente; así trató en lo posi- ble de que en Francia se instaurara un gobierno liber- tario, que le impidiera recuperar su lugar de gran po-
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tencia. Caído el gobierno imperial, el nuevo, republi- cano, tenía que afrontar una situación muy dura, de- bida a la paz que mutilaba el territorio francés y a la abrumadora contribución de guerra que iba a agobiai la economía de Francia. La frase de Thiers: "El Impe- rio nos arruina y la República nos impide recuperar- nos",' era en el fondo la idea política de Bismarck, res- pecto de la nación francesa.
2)
Se ha fijado la entrada de las tropas italianas en Roma como el fin del poder temporal de la Iglesia. En realidad esto es más aparente que real. Los Estados Pontilicios, o séa los dominios temporales de la Iglesia, terminaron cuando los ejércitos franceses, a fines del siglo XVIII, penetraron en Roma y enviaron prisione- ro a Francia al papa Pío VI. Al ser derrotados los fran- ceses en Italia en tiempos del Directorio, el nuevo papa Pío VII entró en Roma y recibió parte de los antiguos dominios del Papado, fijados por un acuerdo c"on el Primer Cónsul. Estos acontecimientos fueron momentá- neos, pertenecen a un período de transición que dura setenta años; la Iglesia pierde sus dominios, recupera parte de ellos por corto tiempo, para perderlos y volver a adquirirlos momentáneamente. Napoleón no tiene el pensamiento de restaurar el poder temporal; proyecta someter la Iglesia al Estado, desea un cesaropapismo idéntico al bizantino y aparecer como un nuevo Cons- tantino.
Es interesante considerar cómo se encuentran sepa- radas las diferentes etapas de la historia de la Iglesia. La Iglesia Protegida del Alto Imperio Teocrático, este del Bajo Imperio Teocrático y a su vez el último del actual Imperio Espiritual. Ya hemos visto en el primer volumen de este ensayo, el largo período de gestación de
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lo que hemos llamado Alto Imperio Teocrático, defini- do e instaurado por Gregorio VII. El gran cisma separa el Alto del Bajo Imperio y en el siglo XIX este espacio de setenta años de revoluciones, movimientos de unida- des, pone fin al Imperio Teocrático, termina con el po- der temporal y deja a la Iglesia libre de trabas materia- les para resurgir en pleno vigor en el mundo espiritual.
Hay una clara división en el pontificado de Pío IX marcado por la revolución de 1848 y la fuga del Papa a Gaeta. Se ha falseado completamente la figura de este gran Pontífice al presentarlo primero, antes de Gaeta, como un monarca inspirado en el liberalismo dominan- te para después convertirlo en un sacerdote retrogado, guiado por un espíritu visionario que antes no se le ha- bía notado. Estos juicios son falsos y lo más grave está en que la mayoría de los datos han sido intencionalmen- te falseados.
Juan María Mastai Ferretti, jamás tuvo ideas libe- rales; era un gran caballero de hermoso semblante, animado por una innata bondad, lleno de simpatía por los infortunados, a quienes trataba de ayudar. De ca- rácter flexible, observaba la cada vez más exagerada ideología liberal dominante, estando dispuesto a intro- ducir las reformas administrativas que estimaba nece- sarias y aun a ensayar aquellas de dudosa eficacia. El liberalismo filosófico, político, económico y social no tenía cabida en su espíritu; con razón decía uno de sus hermanos la frase citada en | un capítulo anterior: "Si despedazan a mi hermano, en cada pedazo sólo encon- trarán un cura".
Tenía el sentimiento, el amor de la tierra en que había nacido y veía con simpatía la libertad italiana, la libertad del dominio extranjero; pero dueña de dar a cada una de sus partes las instituciones convenientes. Cuando ve el atropello revolucionario, la forma en que se prescinde de todos los derechos adquiridos, ya de carácter secular, exclama:
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"Han dicho que yo odiaba a Italia ¡Y tánto que la he amado siempre! He deseado su felicidad y Dios sabe cuánto he rogado y ruego por esta desgraciada na- ción. Xo puede llamarse unidad la que se funda en el egoísmo; no puede ser bendita la unidad que destruye la caridad y la justicia, que pisotea los derechos de los ministros de Dios, de los buenos fieles, de todos".
A la muerte de Cavour se acentúa la campaña an- ti-católica; se desarrolla con violencia. Garibaldi habla de "Dar el último puntapié a aquella canalla, a derri- bar aquel santuario de idolatría e impostura, esa reli- gión y esos sacerdotes que dividen la familia humana y condenan una gran parte de ella a las llamas eter- nas".
Dentro de su carácter amable, deseoso siempre de evitar los medios violentos, cuando tomaba una resolu- ción era inflexible en su propósito de realizarla. En la segunda etapa de su pontificado, es decir después de Gaeta, convencido de la imposibilidad de encauzar el sentimiento revolucionario, toma una actitud firme en que pausadamente va instaurando el Imperio Es- piritual y abandonando todo lo que puede ligar a la Santa Sede con la parte material.
Entre los varios acontecimientos que se producen en este sentido, hay tres muy importantes que ofrecen un extraño escalonamiento que hay que admirar al con- siderar que aparentan no obedecer a un plan medita- do. Ellos son:
a) Definición del dogma de la Inmaculada Concep- ción.
b) La Encíclica "Quanta Cura" y el Syllabus.
c) El Concilio del Vaticano y la definición del dog- ma de La infabilidad del Papa.
Se puede estimar que con este último aconteci- miento se inicia el Imperio Espiritual.
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3)
Se ha dicho que la definición del dogma de la In- maculada Concepción fue un acto de depotismo papal en el aspecto religioso. No es verdad que la idea par- tiera sólo del Papa; hacía mucho tiempo que entre los fieles se deseaba una declaración a este respecto v an tes de hacerla fueron consultados todos los obispos ca- tólicos y algunos de los más entusiastas en aprobarla fueron los franceses.
El acto solemne de la declaración fue una decidi- da manifestación de la unidad de la Iglesia alrededor de su jefe el Papa. A esto siguió el 8 de diciembre de 1864 la publicación de la Encíclica "Quanta cura" y el Syllabus, que, como ya hemos visto, era un catálogo de los errores que la Iglesia había condenado y condenaba. Se refería principalmente a condenar la herejía inte- lectual iniciada por la ilustración, que iba hacia un ra- cionalismo ateo y panteísta; después a la estatolatría, a esa adoración del Estado que la Iglesia tanto había combatido en el cesaropapismo y, por último, la ten- dencia a crear una separación entre la Iglesia y la cien- cia y una nueva organización social que trataba de; conseguir el aumento de la fortuna y de los goces ma- teriales por cualquier medio, sin tomar en cuenta el mal que se hacía.
4)
Para poder explicar el estallido de furor con que fue recibida la Encíclica "Quanta cura" y. el Syllabus, es necesario retroceder imaginariamente cien años y considerar el caso de una cultura que se encuentra en la primera etapa de su período de ancianidad, o sea el último de su existencia. Está poseída de un orgullo sa-
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tánico que no reconoce límites; cree en el progreso in- definido del hombre como lo prueba el admirable de- sarrollo de la ciencia, del arte y de la técnica. La bur- guesía triunfante estima haber conseguido indefinida- mente el poder por la implantación de leyes constitu- cionales y trata de desarrollar una especie de mística de la legalidad. No toma en cuenta que al vencer a la nobleza no ha hecho desaparecer las diferencias socia- les y cree que ha convencido a los desheredados de la fortuna, que con las consultas populares forman parte del gobierno al dar su voto.
En esos momentos de euforia del liberalismo, se atreve un anciano, que carece de todo poder material, a decir que hay errores grandes, que se parte y se di- rige a un fin equivocado. Da la impresión del esclavo romano que debe advertir al triunfador: "Acuérdate que eres hombre".
Hoy, al contemplar las postrimerías de la más bri- llante cultura que se ha producido en la trayectoria de la humanidad, podemos apreciar cuánta verdad, qué instinto profético o qué visión del" futuro, guió o hizo ver la necesidad de advertir que se iba por un camino errado que conducía a un fatal desenlace. Es interesan te conocer cómo a fines del siglo pasado se condenó el Syllabus. Un ilustre historiador alemán, Guillermo On cken, dice en una de sus obras: "Epoca del Emperador Guillermo I":
"La Encíclica del 8 de diciembre de 1864 y el Sy- llabus han desenvainado la espada flamígera de esta guerra contra el mundo moderno a la vista de todos, y el Concilio de 1870 del Vaticano ha utilizado todos los grandes pertrechos de la Iglesia romana para esta guerra en obediencia muda a un jefe infalible, contra el trabajo intelectual de muchos siglos, contra naciones v Estados, contra derechos y leyes, contra las ciencias y las conciencias, contra toda la libertad, aunque sea la más modesta, que necesita para vivir la humanidad
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moderna, para hacer la guerra, en fin, a todo lo que no puede el Papado en una Iglesia condenada a la más ab- soluta esterilidad y muerta interiormente".
El mismo autor hace un resumen del contenido del Syllabus en la siguiente forma:
"La Iglesia de Roma y el poder pontificio que se halla a su cabeza no reconocen ningún límite, y contra ellos no valen ningún poder, ningún derecho, ninguna constitución ni ninguna ley, ningún tratado, ninguna re- gla eclesiástica ni civil que no haya sido creada por el Papa y la Iglesia de Roma y que no se someta servil- mente a su voluntad".
Estas apreciaciones fueron escritas en la época vic- toriosa, de creciente esplendor del segundo Imperio ale mán; reflejan en gran parte el sentir de la ideología li- beral afectada por el orgullo germánico, que nos hace recordar el tiempo de la lucha entre el Sacerdocio y el Imperio; hay reminiscencias de los ataques de Federico Barbarroja y de Federico II contra el Papado. El autor, catedrático de la Universidad de Giesen, jamás imaginó que en dos o tres décadas más el soberbio Imperio iba a desaparecer, y junto con él todas las monarquías ale- manas. Hay una profunda realidad en las palabras de Osvaldo Spengler cuando dice que hay diferencia entre saber historia y sentir la Historia. Se refiere a que hay historiadores de gran talento investigador y otros esplén- didos y amenos narradorres; pero no saben, no compren- den la ubicación y significado de los acontecimientos en la evolución de los ciclos, lo que puede servir de base para explicar el acontecer de los sucesos humanos.
El tercer acontecimiento es el Concilio del Vaticano, cuyo acto más importante, como hemos visto, fue la de- claración como dogma de fe la infabilidad del Papa en cuanto a cuestiones de moral y de fe. El Imperio Espi- ritual ha comenzado, poco después, la reclusión del Pa- pa en el Vaticano lo separa de todo asunto de adminis-
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tración temporal; es ahora sólo el jefe espiritual de los millones de católicos que están esparcidos por la tierra.
El primer rey de la Italia unida, Víctor Manuel II, al recibir el resultado del plebiscito efectuado en Roma declaró: "Como Rey y como católico abrigo al proclamar la unidad de Italia, el firme propósito de asegurar la libertad de la Iglesia y la independencia del Soberano Pontífice, y con esta declaración solemne, acepto el ple- biscito de Roma y lo presento a los italianos, que sabrán rodear de reverencia a la sede de aquel Imperio espiri- tual que plantó sus pacíficas enseñas allí donde no habían llegado las águilas romanas".
Víctor Manuel era católico y creía sinceramente lo que declaraba; pero era un rey constitucional en un reino convulsionado por diferencias seculares de las dis- tintas regiones en que había estado dividida Italia, que iba a ser presionado por los políticos, inspirados en gran parte por el espíritu de las logias latinas, afecta- das por un ateísmo sectario que creía era fácil termi- nar con la Iglesia. Se multiplicaron las escuelas anti- católicas y se trató de combatir en lo posible el sentir de un pueblo profundamente católico.
5)
A través de su larga historia, París había sufrido terribles revoluciones como la que estalló en la época de la guerra de cien años y la de "La liga" en tiempos de las guerras de la religión. En 1789 empezó el pe- ríodo revolucionario que dio origen a la primera Re? pública, seguida después por el Consulado y el Impe- rio. En 1830 se produjo la revolución de julio y en 1848 la de febrero, que generó la segunda República.
En estas últimas revoluciones, la burguesía se ha- bía valido del proletariado para llegar al poder v dejar a un lado a los que le habían servido de instrumento
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revolucionario; pero en 1848 se vio el peligro que se creaba al lanzar a la lucha las clases obreras, ya pode- rosas; dominarlas después era algo difícil, costoso y sangriento.
La revolución del 4 de septiembre de 1871 tuvo un principio parecido a las anteriores: los republicanos enemigos del Imperio no vacilaron en instigar contra el gobierno al elemento obrero de París. Acusaban al Emperador de inepto y de traidor al ser derrotado^ los ejércitos franceses en esa guerra, que el gobierno im- perial había provocado invocado un mal entendido pa- triotismo sin considerar el estado físico de Napoleón III, abrumado por su enfermedad. La revolución, al derro- car al Imperio, aseguró el triunfo alemán y hubo que aceptar después una paz desastrosa. Y lo que es más gra- ve, al caer el gobierno en manos de un demagogo vio- lentó como era Gambetta, se cometió el grave error de armar al pueblo de París. Al capitular París, por orgu- llo nacional se evitó que los alemanes ocuparan por un tiempo la cuidad y desarmaran a la población. Los ele- mentos revolucionarios, de un marcado carácter comu- nista, con influencias anarquistas y armados, no estaban dispuestos a dejarse mandar por la burguesía como ha- bía pasado en casos anteriores.
La rápida elección de una Asamblea Nacional fue una gran sorpresa en cuanto resultó elegida una enorme mayoría derechista, en su mayor parte monárquica. Reu- nida en Burdeos, eligió como jefe del Poder Ejecutivo a Adolfo Thiers; no se quiso usar la palabra república y se le confió una autoridad indefinida que podía fis- calizar ampliamente la Asamblea.
Al firmarse la paz con Alemania quedaba el pro- blema de París; evacuado por las fuerzas alemanas, que ocuparon algunas partes vecinas, el gobierno de la ciu- dad quedó en manos de los revolucionarios, llenos de odio y furor por la elección de Thiers, burgués mo- nárquico detestado por la izquierda. Thiers, político y
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gran historiador, que había sabido exaltar en páginas, a veces admirables, las glorias de la Revolución y el he- roísmo del soldado francés, estaba convencido de que era imposible someter a los sublevados en la íorma que lo hizo el general Bonaparte o Cavaignac, en la segun- da República. Encontró más seguro el método seguido por el general austríaco, principe Windischgraetz en Praga y en Viena; retirarse y sitiar la ciudad.
Se nombró general en jefe al mariscal Mac Mahon, quien herido gravemente, tuvo la suerte de no verse obligado, gracias a su estado, a firmar la capitulación de Sedán. Se pidió a Bismarck que apresurara el regre- so de los soldados y oficiales prisioneros en Alemania \ con ellos se pudo organizar un ejército disciplinado, ya que los combatientes, improvisados de la Defensa Nacional no habían adquirido todavía las condiciones necesarias.
El avance hacia el interior de París se hizo en for- ma metódica; pero la lucha adquirió un carácter feroz; (odo el que caía en poder de las fuerzas del gobierno era fusilado, y los comunistas —llamados así los su- blevados que se defendían dentro de París— después de hacer terribles matanzas, tomaron en calidad de rehe- nes a cuanta persona consideraron de importancia; se exacerbó especialmente la persecución contra los sacer- dotes y religiosos, y después de asesinar a los detenidos, se dio comienzo a ia destrucción de los principales edi- ficios de la ciudad.
Se calcula que en 1789, en la época del terror, hubo menos víctimas que en esta represión de París; se esti- ma en veinte mil el número de muertos entre los ven- cidos y en cerca de mil los del ejército vencedor. La última semana sangrienta, como se le ha llamado, fue la más terrible. Dice Mac Mahon: "Parecían haber pensado que defendían una causa sagrada, la indepen- dencia de París". Sólo consiguieron crear una leyenda de fiereza.
y.— Teocracia.
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6)
El problema más grave para Francia radicaba en la elección de un nuevo tipo de gobierno. La gran ma- yoría, no sólo en la Asamblea, que al cabo reflejaba el pensamiento del país, sino en toda Francia, era monár- quica; pero estaba dividida en tres grupos: los legiti- mistas que reconocían como futuro rey al conde de Chambord, nieto de Carlos X; los orleanistas que te- nían como pretendiente al trono al conde de París, nie- to de Luis Felipe, y en tercer lugar los bonapartistas. Napoleón III residía en Inglaterra. De vuelta de su cau- tiverio en Alemania, se estableció en Chisleshurt y trató de curar su enfermedad para regresar a Francia, donde sus partidarios y gran parte del pueblo no olvidaban los días de prosperidad que habían disfrutado durante su gobierno.
Los dos primeros grupos monárquicos se pusieron de acuerdo por no tener el conde de Chambord hijos de su matrimonio y ser, por lo tanto, su legítimo here- dero el conde de París. Bastaba una resolución de la Asamblea para llamar al trono al conde de Chambord, que debía haber sido Enquire V; sólo se oponía la te- naz negativa de éste de aceptar la bandera nacional tri- color; exigía restaurar la bandera blanca con flor de lis, la bandera de los reyes, tradicional como la insignia de la Nación.
Causa admiración hasta dónde puede llegar la ter- quedad de un hombre; era el último descendiente de una serie de monarcas que a través de tantas centurias habían creado la nacionalidal francesa y no trepidaba en abstenerse de dar a su patria el gobierno que desea- ba, por algo que en realidad no tenía importancia. Después de cien años llenos de gloriosos recuerdos bé- licos, los franceses no reconocían otra bandera que la tricolor. El conde de Chambord debió recordar que el más popular de los reyes Borbones aceptó cambiar de
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religión para ceñir la corona. Nos referimos a Enrique IV, que abjuró su religión calvinista y se hizo católico. Es muy probable que el conde heredó de su abuelo Carlos X el carácter intransigente y el fanatismo polí- tico; pero es muy posible que haya habido otros moti vos que justifiquen una resolución que influyó en una forma decisiva en el porvenir de Francia.
Al leer y criticar las obras históricas de Thiers: "La Revolución Francesa" y "El Consulado y el Impe- rio" da la impresión de que el autor se cree un Napo- león, como crítico en el aspecto militar; pero especial- mente en el político, y que espera obtener grandes vic- torias en el Parlamento gracias a su hábil estrategia y a sus dotes oratorios. Encontró en Bismarck un aliado indirecto. El Canciller alemán estimaba que era un pe- ligro para el nuevo Imperio alemán el que Francia tu- viera un gobierno monárquico fuerte, que seguramen- te trataría de restaurar su poder militar; en cambio un régimen republicano lo estimaba lleno de ambiciones e intrigas personales que iban a postergar el restableci- miento del prestigio nacional, al choque de intereses polí- ticos. Apoyó a Thiers y contribuyó a evitar cualquier restauración monárquica. Un rey de Francia se enten- dería directamente con el emperador Guillermo y él tendría que rehacer el trabajo de antes para imponer sus ideas políticas.
Para los políticos franceses, Thiers era una necesi- dad momentánea, que se iba a dejar a un lado en cuan- to las circunstancias lo permitieran. Sin embargo, este hombre tan hábil creyó hasta el último momento que él era un hombre indispensable, y esto es algo tan hu- mano; sólo comprendió su error cuando se vio obliga- do a renunciar ante un acuerdo de la Asamblea toma- do en su contra.
La indecisión de los monárquicos produjo un avance del partido republicano, lo que se vio claramen- te en las elecciones complementarias que hubo que rea-
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lizar. La noticia de la muerte de Napoleón III avivó el temor de un resurgimiento del bonapartismo; el prín- cipe heredero imperial, menor de edad, era una figura simpática y romántica; bajo su nombre, sus partidarios se lanzaron a la lucha política. Temerosos los monár- quicos al ver que no podían vencer la resistencia del conde de Chambord, optaron por aceptar una repúbli- ca provisional. Sólo por un voto de mayoría, se acordó fijar por leyes las atribuciones del poder ejecutivo y legislativo. No hubo una Asamblea Constituyente; se acordó que diputados y senadores unidos elegieran un Presidente por un período de siete años; este iba a ser una especie de rey de Inglaterra: iba a presidir; pero no a gobernar.
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Al terminar la guerra franco-alemana, el mariscal Bazaine regresó a Francia y pidió que su actuación fue- ra juzgada. Thiers le dio la razón y aunque encontró que aun cuando no existía delito, para evitar falsas in- terpretaciones era mejor someterlo al veredicto de un tribunal militar. La mejor prueba de la inocencia del mariscal en cuanto a un delito de alta traición, estaba en su ingenuidad de creer que se le iba a juzgar impar- cialmente en los momentos de mayor pasión política, cuando era necesario encontrar culpables.
Francisco Aquiles Bazaine, que de soldado había llegado por méritos al más alto grado militar, fue acu- sado de haber traicionado a su patria. Fue juzgado por una corte militar presidida por el duque de Aumale, uno dé los hijos del rey Luis Felipe. Príncipe militar, de ideas, según se creía, liberales y aun de tendencia republicana, veía en Bazaine sólo un bonapartista am- bicioso que había pospuesto el interés de Francia ante las expectativas de llegar al poder. Bazaine no fue un
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traidor; al contrario, permaneció fiel al Emperador y si no aceptó el gobierno revolucionario de París, fue por lealtad a su soberano que representaba la nación.
El gran delito del mariscal Bazaine era el haber sido transformado para los franceses en un jefe ideal: "nuestro glorioso Bazaine", el haberle atribuido cuali- dades que no correspondían a sus méritos. Valiente, tenaz, sabía mandar, sabía hacerse obedecer, era capaz de dirigir con éxito, como jefe, una expedición como las de Argelia o Méjico, mandar impávido ante el peli- gro de terribles ataques, como el de Solferino; pero no era el militar moderno necesario, el hombre de estudio que pudiera abarcar el conjunto de difíciles problemas que significa el dirigir grandes ejércitos. En Gravelote y Saint Privat, demostró energía y valor; pero fue inca- paz de darse cuenta del conjunto de la batalla. Era es- pecial para desempeñar determinada misión; pero no para mandar un gran ejército moderno.
Se ha hablado mucho del maquiavelismo de Bazai- ne; se le ha culpado del fracaso de Maximiliano en Méjico, producido por su desorbitada ambición; se ha dicho que permaneció en Metz con la esperanza de ser después el factor decisivo al mando de su ejército. El tiempo, el estudio de sus diferentes actuaciones, de muestran lo contrario; es fácil encontrar en él cierta in- genuidad política. Bazaine pasó a ser el chivo expiato- rio que había que sacrificar a los dioses infernales, en este caso representados por el orgullo francés, por el deseo de encontrar alguien a quien culpar de la derrota y por la necesidad de desviar hacia uno el furor nacio- nal y hacer olvidar la torpeza de otros que había que prestigiar por razones políticas.
El mariscal Mac Mahon, llegado a la presidencia de la República, era un jefe, como militar, inferior en méritos a Bazaine. Debido a su torpe tenacidad se dejó derrotar en Woerth, en vez de retirarse y tratar de conservar un ejército que debía haber sido el núcleo
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de la defensa. Su marcha hacia el norte hasta caer en la trampa de Sedán, no se le tomaba en cuenta por haber quedado herido gravemente; de lo contrario él, debería haber capitulado ante los alemanes. Si Bazaine hubiera sido igualmente herido en Gravelote o en Saint Privat habría sido el héroe nacional de Francia; en cambio, el tribunal lo condenó a muerte, pidiendo cle- mencia al Presidente, ahora Mac Mahon.
Fue conmutada la pena de muerte por veinte años de presidio, es decir por el resto de su vida. Hay tal vez una involutaria ironía en la carta en que Bazaine agra- dece a Mac Mahon el haberle perdonado la vida; le dice que cree que el Presidente se ha dejado llevar por sus buenos sentimientos.
Encerrado en la isla de Santa Margarita, logró fu- garse gracias a su esposa, y vivió el resto de su vida en España, respetado y siempre apreciado por la ex-reina Isabel II y por la corte española, e igualmente por la emperatriz Eugenia. La pobreza en que tuvo que man- tenerse es el mejor desmentido a las acusaciones de ha- berse vendido a los alemanes.
Este episodio de la historia francesa, referente al mariscal Bazaine, es interesante conocerlo; sententa años después se va a repetir en forma similar y nos hace pensar sobre la injusticia que se comete al juzgar a los hombres en un momento en que dominan las pa- siones políticas. La frase del jefe galo a los vencidos romanos: "¡Hay de los vencidos!" es algo que se sigue repitendo a través del tiempo.
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CAPITULO XIII
1) El zar Alejandro II.— 2) El nihilismo.— 3) Libración de los siervos.— 4) Bismarck y los católicos alemanes.— 5) y 6) El Kulturkampf.
Alejandro II ciñó la corona de los zares en mo- mentos bastantes desfavorables. Tuvo que firmar el tratado de París que ponía fin a la guerra detCrimea,
10 que significaba el confesar la derrota de Rusia, algo que tenia influencia de capital importancia en un pue- blo como el ruso, en una cultura en que una de sus característica es la tendencia imperialista, que la man- tiene en una continuada política agresiva hacia los ve- cinos cuyos territorios codicia y trata de conquistar.
Alejandro II, ha sido idealizado; es el Zar liberta- dor. Contrbuyó a ello su arrogante figura, sus román- ticos amores y su trágico fin. No tenía la dureza de su padre Nicolás I; era bondadoso, de carácter indeciso, y tuvo el gran defecto de no saber apreciar en su debi- do valor el carácter ruso. Y esto se debió a que predo- minaba en él su ascendencia alemana. Si consideramos a su abuelo Pablo I como un ruso auténtico, Alejandro
11 tenía tres cuartos de sangre alemana y uno de ruso.
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Era más occidental que ruso, y tal vez se debe a este motivo su simpatía al liberalismo que dominaba en el occidente. No comprendió, como Catalina II, que de- bía fomentarlo en los países occidentales, pero no en Rusia; en esta se debían hacer las reformas más estric- tamente necesarias y pausadamente, con gran modera- ción.
Nicolás I se había apoyado en la burocracia, en e! ejército y, sobre todo, en la policía secreta que trataba de perfeccionar cada vez más. Ante la derrota sufrida en la guerra de Crimea, Alejandro II sólo contaba con un ejército desanimado frente a los elementos campe- sinos, cuya inquietud aumentaba, y a la oposición de los intelectuales; había nacido y crecido el partido te- rrorista o sea el nihilismo.
Mucho se ha escrito sobre el nihilismo, padre del actual comunismo ruso. Después de leer obras sobre este tema, se llega a la conclusión de que los sabios au- tores que lo han tratado, en realidad no han entendido claramente la ideología nihilista. Y esto parece lógico si se consideran las observaciones de Nicolás Danilews- ki, que tvivió en la época a que nos referimos, Sostiene este notable pensador ruso que la cultura rusa es dis- tinta de la occidental, y que la interpretación de las ideas de la una por la otra son enteramente erróneas, por tener un modo de pensar diferente. Si se exagera, hace el efecto de una discusión sobre un mismo asunto por dos personas que hablan deferente idioma, sin en- tender el uno el del otro.
El nihilismo es un estado ideológico del intelec- tualismo ruso, propio de esta cultura, y no comprendi- do fuera de ella en la forma que esta lo ha concebido. No es esto un acontecimiento extraño dentro de la Historia; es algo propio de cada cultura; así podemos decir que ha sido imposible apreciar en su verdadero significado lo que se ha llamado herejías en Bizancio1; el movimiento monofisita, el pauliciano, etc. se han to-
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mado sólo como fenómenos propios de las creencias re- ligiosas, en circunstancias que la realidad es que han sido la expresión del sentir de esa cultura, no siendo difícil notar que en ellas hay a veces más factores po- líticos que religiosos; pero ante la imposibilidad de entenderlos, se les ha clasificado de acuerdo con la cultura que trata de explicarlos.
Estos estados ideológicos también se desarrollan en las culturas divergentes; pero en estas toman el carác- ter propio de sus respectivas nacionalidades; son com- prendidas por las otras, mas no pueden adaptarlos. Pasa así con el puritanismo inglés, con el jacobinismo fran- cés, el Eacismo italiano y el nazismo alemán; al estudiar- los hay que tomar en cuenta la edad de la cultura cuando se desarrollaron. Es interesante considerar al- gunos aspectos de este problema en la cultura norte- americana; el mormonismo es uno de ellos.
2)
t! estudio completo de la Historia abarca cuatro puntos importantes: 1? Investigación de la veracidad de los acontecimientos. 2? Narración de lo sucedido. 3*? Estudio de las causas que generaron los hechos y Jas consecuencias que se produjeron. 4? Interpretación del significado de lo acontecido dentro del conjunto gene- ral de la historia de la humanidad.
Nosotros los chilenos no pertenecemos a la cultu- ra occidental ni a la rusa; formamos parte de una cul- tura naciente: la hispanoamericana, originarios de un país que podemos decir es extraño dentro de esta cul- tura, tal como los vascos y los irlandeses dentro de la cultura occidental. Esto es debido al origen racial y social y a la posición geográfica, al estar situado en el extremo más alejado del continente americano, en un larguísimo cordón limitado por una alta cordillera y
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por el más grande de los océanos; gozamos de un am- plio criterio que no permite ninguna clase de extre- mismos y que ha desarrollado un especial sentido rea- lista de la vida. Es curioso que en un país de tan escasa población se haya formado una vigorosa intelectuali- dad, en la que el estudio de la Historia ha tenido una notable posición; ha habido espléndidos investigado- res como don Jósé Toribio Medina, notables historia- dores como don Diego Barros Arana y don Francisco Encina y un autor que ha poseído la cualidad de sentir la Historia, don Alberto Edwards. Se puede decir que el chileno tiene la imparcialidad necesaria y el senti- do de lo real, que le permite realizar algo que el gran filósofo de la Historia: Osvaldo Spengler definió al decir que ia Historia hay que comprenderla y sentirla.
La mejor manera de apreciar el nihilismo consis- te en leer la literatura correspondiente al período de su desarrollo. Turguenef, novelista ruso con cierta in- fluencia francesa, hace definir el nihilismo a uno de los personajes de una novela; dice:
"El nihilista es un hombre que no se inclina ante ninguna autoridad, que no acepta en palabras ningún principio. Debemos actuar en virtud de los que nos parece útil. Pues bien; en la actualidad lo que es más útil es negar: neguemos, pues. No hav ninguna insti- tución en nuestro país que no merezca ser destruida".
La palabra nihilismo parece haber tenido su ori- gen en el latín: nihil significa nada. Dostoiewski en sus "Endemoniados", se refiere a los nihilistas y es de él la célebre frase: "si el nihilismo ha nacido en Rusia es por que todos nosotros somos nihilistas".
Turguenef, Dostoiewski y otros deben formar la* primera etapa de lecturas para el que se interese por el problema "nihilismo". La segunda corresponde a la literatura plenamente nihilista. Estrictamente prohibi- da en Rusia, a pesar de que costaba por lo menos el destierro a Siberia el ser sorprendido con algunos de
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estos libros, circulaban entre los estudiantes secreta- mente en las escuelas y Universidades.
Hay alguno de estos autores como Tchernychewíki que extremaron ese algo misterioso e incomprensible para los hombres de otra cultura, del alma rusa. En su novela "¿Qué Hacer?", de escaso mérito literario, expu- so lo que era el nihilismo; el libro llegó a ser una es- pecie de Biblia revolucionaria. Interesante y mejor es- crita es otra novela de S. Stepniak Kravchesky: "La novela de un terrorista". Fue una obra de especial in- terés entre la juventud estudiantil rusa de esa época. Causa impresión leerla; respiran sus páginas un fana- tismo rígido, duro, implacable y a la vez extraño; pro- duce una sensación de terror que no se puede expli- car. Es algo parecido al efecto causado por la lectura de algunas de las obras literarias del llamado comunis- mo ruso. ¿Cómo explicar un fanatismo que para noso- tros no tiene base, que es ilógico? No puede haber más que una explicación; es algo que no podemos entender y al querer hacerlo le damos una interpretación que no corresponde a la realidad.
3)
Alejandro II estaba resuelto a emprender grandes reformas, sobre todo las que se referían a la servidum- bre del campesinado. Los campesinos en Rusia, como siervos, formaban cerca del ochenta por ciento de la población. En la antigua Rusia la población rural se dividía en tres clases: la inferior la constituyeron los prisioneros de guerra, los deudores insolventes y algu- nos criminales; fueron los primitivos siervos. Después venían los trabajadores del campo/ que se ocupaban donde había trabajo, y la clase más alta era la de los labradores libres que cultivaban los campos, ya como propietarios o como arrendadores.
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Las continuas reformas emprendidas en el siglo XVI II hicieron desaparecer estas diferencias y redujeron a la clase de siervos de la corona o de la nobleza a las tres clases que existían anteriormente. En un úkase (decreto) de Catalina II se encuentra lo siguiente:
"Los propietarios de las fincas no solamente ven- den a sus labradores y criados por familias, sino que también sueltos como -ganado, como sucede en cual quier otra parte del mundo, cuya costumbre causa mu- cha pena".
Es de interés ver cómo ya se acostubraba hacer no- tar que lo malo en Rusia, era algo usual en otras partes.
En otro úkase se priva de todo derecho a los sier- vos y se castiga con el knut (instrumento para azotar), o se les envía a las minas de Siberia, a todos los siervos que se atreven a presentar una queja contra su amo.
El zar Alejandro se dirigió a Moscow, después de firmar el tratado de París; a los jefes de la noble/a les dijo:
'"Para desvanecer rumores infundados, creo conve- niente declarar que por el momento no tengo intencio- nes de abolir la servidumbre; pero como Uds. mismos saben, no puede continuar sin modificaciones la mane- ra actual de la posesión de los siervos. Es preferible su- primir la servidumbre desde arriba, que aguardar que se empiece a suprimir desde abajo. Suplico a Uds., se- ñores, que reflexionen cómo puede hacerse esto y que comuniquen mis palabras a la nobleza para que las medite".
Después de largos estudios, en 1861 se decretó la libertad de los siervos de la corona, con repartición de las tierras que cultivaban. A esto siguió necesariamen- te la libertad de los siervos de la nobleza, a los que se entregó parte de la tierra, pero con obligación de in- demnizar a los propietarios.
Estas medidas eran de muy difícil aplicación y causaron profundo disgusto tanto entre la nobleza per-
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judíetela, como entre los campesinos beneficiados. Los primeros estimaron que habían sido expoliados. La fra- se de un noble, citada por un autor inglés, nos explica el estado de ánimo de ellos: "Antes de la emancipación bebíamos champaña y no llevábamos cuenta de nues- tros gastos; desde la emancipación, llevamos esas cuen- tas y bebemos cerveza".
Los segundos, los campesinos beneficiados, no lo estimaron así, pues creían que la tierra era de ellos y no comprendían por qué deberían pagar hasta com- prarla. Ellos decían a los nobles: "Somos propiedad vuestra; pero el país es propiedad nuestra".
Alejandro II continuó haciendo nuevas reformas administrativas que no fueron apreciadas en su valor, de modo que, lejos de tomarse en cuenta la intención noble y bondadosa del Zar, se produjo un malestar cada vez más intenso. ¿A qué se debía? Hay que volver a lo anteriormente dicho; Alejandro II era más occi- dental que rusOf comprendía y admiraba el espíritu li- beral de la cultura occidental y no procedía como Ale- jandro I, que admiraba el liberalismo pero con un mo- do de pensar ruso, y lo aplicaba como un instrumento político para desarrollar sus planes imperialistas. Su hermano Nicolás I, con sus mismas ideas políticas y a pesar de su menor astucia, procedía como un ruso y no transigía con ninguna idea libertaria del occidente. El pueblo ruso debía ser gobernado despóticamente y con mano de hierro.
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Después de tres guerras, se había logrado realizar la unidad alemana; era la obra grandiosa de Bismarck. Como príncipe y Canciller del Imperio, le tocaba lle- var a cabo otra obra tan difícil como la primera; go- bernar y unir Estados que por tradición secular cuida-
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ban celosamente su independencia, su individualidad- \ existia otro peligro temible: la formación de una posi- ble coalición que destruyera lo que tanto había costado establecer.
Bismarck era un hombre genial del tipo de Riche- lieu y de Cavour, de esos que se dedican enteramente a realizar su ideal de lo que debe ser el Estado, no guia- dos por la ambición personal del poder, pues dan el ejemplo de respeto hacia el que representa la autori- dad, el monarca. Saben que son superiores a él en ca- pacidad y talento; pero ellos son los designados por Dios para representar el Estado. Jamás tratarán de atre- pellar esa autoridad, lo que fácilmente podrían hacer en provecho propio. En Chile hemos tenido un hom- bre de esa categoría: don Diego Portales.
Al encontrar oposición, sobre todo incomprensión en el Parlamento prusiano respecto de los gastos de- mandados para aumentar el ejército, Bismarck en rea- lidad prescindió de la constitución y gobernó en forma autoritaria. Los triunfos obtenidos, el espléndido resul- tado final, hicieron olvidar esta ilegalidad, en la que ningún otro ministro se había atrevido a incurrir. Des- pués de la formación del segundo Reich en Versalles, Bismarck, ahora el príncipe Canciller, debía gobernar con el Parlamento alemán y lo hizo siguiendo un correc- to procedimiento constitucional. Procuró obtener una mayoría apoyado principalmente en los elementos con- servadores.
Era Bismarck hombre de grandes odiosidades: pero jamás se dejaba llevar por ellas cuando veía que no convenía a sus planes políticos; sabía con sumo arte cambiar lentamente, en tal forma que no aparecía como derrotado, sino al contrario como que él había apro- vechado fuerzas necesarias; que otros factores lo habían obligado a combatir. Esto pasó con la Iglesia católica.
Descendiente de prusianos, cuyo Estado tuvo su origen en la Reforma, veía en el protestantismo lutera-
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no la Iglesia ideal como un instrumento de la monar- quía y sentía odio hacia el catolicismo, que identificaba con la monarquía austríaca, el gran enemigo que hubo que vencer para conseguir la unidad alemana.
Un tercio de la población del Estado prusiano era católica; jamás Bismarck demostró mala voluntad a esa religión; políticamente le convenía contar con el apo- yo de los obispos católicos; mas al proclamarse el Im- perio el problema cambió totalmente: los católicos pru- sianos unidos a los de la Alemania del sur formaban un fuerza política formidable.
Ya en Versalles, Bismarck recibió una carta del obispo de Maguncia, Ketteler, que en resumen le pe- día que en la constitución del nuevo Imperio se esta- bleciera la libertad religiosa, lo que iba a permitir a los católicos seguir libremente los preceptos de su reli- gión. Observaba que muchos entendían el triunfo ale- mán como una victoria del protestantismo sobre el ca- tolicismo, lo que no era efectivo, y que ante el hecho de que los pobladores de los territorios por anexar de Alsacia y Lorena eran católicos, convenía darles la se- guridad legal de que gozarían de una completa libertad religiosa, contrariamente a lo que ocurría con el siste- ma vigente, fundado en la sabiduría de los gobernantes que con el tiempo podía cambiar.
A lo anterior se unió la exposición del conde Le> dochowski, obispo de Posen. En ella pedía la interven- ción alemana para restaurar el poder temporal de la Iglesia. Hacía ver que el territorio pontificio no era propiedad italiana sino de todos los católicos del mun- do y que el rey Guillermo, futuro Emperador debía apoyar a los millones de católicos que vivían bajo su glorioso cetro.
Al reunirse el primer Parlamento del segundo Im- perio alemán, el Emperador manifestó, en su discurso inaugural, que el Imperio alemán sólo deseaba vivir en paz y prosperar pacíficamente. Pronto se vio cómo se
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formaba un partido católico de centro que trataba de imponer las ideas ya enunciadas por los obispos Ke- tteler y Lodochowski, que correspondían al sentir ca- tólico.
5)
Los católicos alemanes esperaron que el segundo Imperio alemán fuera una resurrección del Santo Im- perio, y creyeron se deberían restaurar las conexiones que habían existido con el Papado. Bismarck preten- día todo lo contrario; estimaba como una página som- bría ele la historia alemana la lucha entre el Sacerdo- cio y el Imperio. Ahora la situación era muy dife- rente; el Papado no tenía ningún poder material y ha- bía llegado el momento de reducir la Iglesia católica en Alemania a una condición igual a la que tenía la luterana; es decir debía depender por completo del Estado.
La gran equivocación de Bismarck fue el conside- rar la Iglesia como una institución decrépita que era fácil subyugar. Había que encontrar motivos para ini- ciar el ataque; muy pronto halló dos: El primero se refería a la existencia de concordatos entre algunos Estados alemanes y el Papado que deberían caducar ante la existencia del nuevo Imperio y la desaparición del poder temporal. El segundo se generó por las pro- testas de algunos grupos de católicos, por la declaración del dogma de la infabilidad del Papa.
Hubo protestas en algunos sectores católicos tanto de Francia como de Alemania por haber definido el dogma de la infabilidad el Concilio del Vaticano. Los franceses, que veían en el liberalismo el futuro de la humanidad y estaban molestos i:>or la Encíclica "Quan- ta cura" y el Syllabus, discutieron y atacaron la posi- ble aceptación del dogma de la infabilidad; pero una
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vez que el Concilio lo aprobó se sometieron; no pasó así en Alemania. En el sur existía una sociedad. "Los viejos católicos", que discutió apasionadamente el dog- ma hasta llegar una parte de ellos a no acatar lo re- suelto por el Concilio; aparecía como dirigente de esta oposición Ignacio Dóllinger, profesor de Historia y de derecho eclesiástico en Munich; ante las censuras de ¡as autoridades eclesiásticas por su rebeldía pidió auxi- lio al gobierno imperial.
En la extensa exposición presentada por Dóllin- ger al gobierno, había partes que servían de base para poder desarrollar una campaña cesaropapista tal como la deseaba Bismarck, que comprendía muy bien la de- bilidad interior del Imperio federal y la necesidad de fortalecer la unidad. No podía aceptarse una autoridad religiosa exterior; por lo tanto, era preciso someter el catolicismo a una Iglesia nacional. El filósofo alemán Hegel, expone las bases de este modo de pensar cuando dice:
"El Estado es el Dios presente, el Dios real; es la voluntad divina manifiesta de una manera sensible; el espíritu divino que se desarrolla bajo una forma real. Es lo divino y lo humano; es eternamente el fin propio para sí mismo. tiene todos los derechos a todos sus individuos. El pueblo organizado en sociedad es el po- der absoluto sobre la tierra".
Dóllinger invoca recuerdos históricos destinados a exacerbar él nacionalismo alemán, exaltado por las grandes victorias obtenidas; dice así:
"Como cristiano, como teólogo, como perito en la historia y como ciudadano, no puedo aceptar esta doc- trina (dogma de la infabilidad). Como cristiano, no la puedo aceptar porque es incompatible con el espíritu del Evangelio y con las expresiones claras de Cristo y de los apóstoles, porque quiere fundar el imperior de este mundo que Cristo rehuyó, quiere el dominio so- bre las comunidades que San Pedro se prohibió a sí
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mismo y a los demás; no puedo aceptarla como teólo- go, porque se le opone en absoluto toda la tradición genuina de la Iglesia. No puedo aceptarla como perito en historia, porque como tal perito sé que ha costado ríos de sangre a Europa la tenaz tendencia a realizar esta teoría del dominio universal, que ha introducido la confusión en varios países y los ha arruinado, que ha conmovido y descompuesto el hermoso edificio de la organización de la Iglesia antigua y que ha produ- cido, fomentado y sostenido los peores abusos en la Igle- sia, entre los eclesiásticos y los laicos, con sus preten- siones de exigir la sumisión de los Estados, de los so- beranos y de todo el orden político al poder pontificio, y por la situación privilegiada que pide para el clero. Yo no puedo ocultarme que esta doctrina, a consecuen- cia de la cual pereció el antiguo imperio alemán, lleva también al nuevo imperio el germen morboso, incura- ble, si llegara a ser dominante en la parte católica de la nación alemana".
Al leer estas líneas tantos años después de ser es- critas y al reflexionar sobre lo acontecido a continua- ción, hay que pensar a qué extremos lleva la soberbia sobre la creencia de la sabiduría humana, y cóm-o los sabios que estudian las ciencias, olvidan cuan frágil es la inteligencia de los hombres y cuantos errores se co- meten por la presunción de sentirse poseedor de la verdad.
6)
El cisma producido entre los católicos de Baviera, hizo estallar la contienda que esperaba aprovechar Bis- marck, para incluir en el cesaropapismo 'ejercido sobre las iglesias protestantes, a la católica. No tomó en cuen- ta el movimiento ultramontano y que su fuerza aumen- taba con la pérdida del poder temporal. Igual que
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Napoleón, cometió el error de creer en la ruina de Ja Iglesia católica, como algo que ya era evidente; el Con- cilio del Vaticano no tenía importancia al lado de la perdida del poder temporal que significaba el término de su independencia. Había llegado el momento de re- ducir el clero católico a la misma servidumbre estatal que soportaba el protestante.
Como una consecuencia de varios incidentes pro- ducidos, se dictó la ley llamada Kanselparagraph; esta prohibía y castigaba el tratar en el pulpito los asuntos públicos en forma que efectara la paz interna. Después el ministro Adalberto Falk inició la promulgación de una serie de leyes, las primeras leyes de mayo, cuyo objetivo era establecer el control del Estado en la vida de la Iglesia. Se dispuso la dirección de la enseñan/a y el obligar a los estudiantes de Teología a cursar tres años en las Universidades del Estado.
Como el Papa no aceptara al cardenal Hobenlohc como embajador alemán en el Vaticano, fue suprimi- da la embajada y empezó una abierta lucha. Entonces Bismarck pronunció su frase famosa: "No iremos a Ca- nosa, ni en espíritu ni en carne". Los jesuítas preocu- paban especialmente al Canciller; creía que fomentaban la resistencia polaca y que algo semejante iba a pasar en Alsacia y Lorena; terminó por expulsarlos de Ale- mania. Se entabló lo que los alemanes han llamado el Kulturkampf, o sea la lucha por la cultura.
Han creído ver en Bismarck, especialmente los autores alemanes y franceses, un fanatismo religioso, el odio del protestante hacia el católico, acentuado aún más por el factor político que identificaba- el Austria católica como el mayor enemigo de la unidad alemana. Pasados los años, al estudiar desapasionadamente su vi- da y su actuación política, se le puede considerar como un genial hombre de estado, que no tuvo ningún fa- natismo sino el deseo vehemente de realizar su concep-
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ción de gobierno autoritario, encarnado en la persona del soberano, no como hombre, sino como un símbolo de la nación.
Si hubiera tenido el fanatismo anti-católico que se le supone, habría continuado su campaña pro Kultur- kampf. Veremos como la dejó a un lado cuando vio que se equivocaba ante el valor de la fuerza religiosa y que existía, para su ideal de Estado, un peligro mucho mayor. Igualmente no fue anti-austríaco; lo demostró al desarrollar después una política pro-Austria. Bismarck era uno de esos hombres raros que sienten la Historia y comprendió que el Austria era la avanzada del ger- manismo en los Balkanes, llamada a completar la ba- rrera para detener el avance ruso que amenazaba aho- gar la cultura 'occidental.
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CAPITULO XIV
1) Consideraciones sobre el carácter ruso.— 2) El paneslavis- mo.— 3) Guerra ruso-turca.— 4) El Congreso de Berlín.— 5) Muerte del zar Alejandro II.
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Cada cultura tiene sus características propias, que La diferencian de las otras y acentúan su personalidad. Una de estas características en la cultura rusa es el im- perialismo, ese afán de expansión que si no es satis- fecho por sus gobernantes produce graves trastornos, que en repetidas ocasiones han sido considerados como el producto de circunstancias casuales sin tomar en cuenta la causa última y verdadera. Es curioso consi- derar que esta tendencia a la expansión es decidida mente dirigida hacia el occidente y aprecia como algo secundario las enormes conquistas de territorios orien- tales.
Rusia se ha extendido y adquirido un inmenso imperio en Siberia y en las regiones asiáticas, y sin em- bargo para el pueblo ruso estas valiosas adquisiciones no tienen la importancia que él atribuye a las anexio- nes hechas en territorios europeos. Cuando los zares como Alejandro I, Nicolás I o Alejandro II incorpora- ron al Imperio nuevos territorios siberianos, regiones
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en el Turquestán o hacia el Cáucaso, no se les dio la importancia atribuida a la Besarabia o a cualquier re- gión limítrofe con el occidente. Esta observación trae a la mente el caso de Carlos V; sabe que Hernán Cortés le ha conquistado un imperio más grande que el pro- pio y mira esta hazaña como algo sin importancia al lado de la conquista de Túnez o Argel o cualquier nido de piratas africanos.
La realidad se nos presenta al pensar que una de las características de la cultura rusa no es sólo el impe- rialismo, tal vez común a las culturas céntricas, sino el expansionismo agresivo hacia el occidente. Cuando los monarcas rusos han contrariado este deseo instintivo del alma rusa, si han fracasado al querer satisfacerlo, han tenido que sufrir graves complicaciones, termina- das a veces por el fin trágico de su reinado o por una dudosa terminación. Conviene mirar hacia atrás y ana- lizar algo de lo sucedido.
Isabel, hija de Pedro el Grande, verdadero 'Zar de Rusia, comprendió la extraña psicología de su pueblo e instintivamente satisfizo el sentir popular con sus pro- cedimientos atrabiliarios y crueles. La guerra ele Siete Años, las victorias obtenidas sobre Federico II, hacían olvidar las derrotas al ver que los ejércitos rusos se apoderaban de la Prusia Oriental, saqueaban a Berlín y recorrían la Pomerania y Posen; todo esto permitió a Isabel gobernar caprichosamente hasta su muerte. No pasó así con su heredero Pedro III, quien llevado por una increíble admiración por el rey prusiano, firmó la paz y le abandonó los territorios conquistados como si hubiera sido un príncipe vencido y no el vencedor. Dis- gustó al ejército y, lo que es peor, se creó un ambiente anti popular, es decir anti-ruso, lo que cauzó su terrible y trágico fin.
Catalina II, princesa alemana muy inteligente, captó el sentir ruso y satisfizo ampliamente su instinto agresivo hacia el occidente, en tal forma que no se le
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reprochó el infame asesinato de su esposo Pedro III ni la inmoralidad amorosa de su vida, ni que aceptara como amantes a los asesinos del Zar. Da la impresión de que comprendió el alma rusa, que sq identificó con ella o fingió hacerlo para asegurar su corona.
Pablo I fue un ruso auténtico; se lanzó a la lucha contra el occidente, mas llevado por su carácter maniá- tico, hizo la paz y se convirtió en un admirador del Primer Cónsul, se desencadenó contra él la conspira- ción que lo llevó a la muerte. Alejandro I sabe muy bien el camino que debe seguir; su lucha contra Fran- cia, a pesar de sus primeras derrotas, aparece en Tilsit como que ha hecho a Rusia dueña de la mitad del mundo y que aspira astutamente al dominio de la otra mitad.
El congreso de Viena, la no anexión total de Po- lonia, produjo en Rusia la sensación de que el Zar había fracasado. Las primeras conspiraciones militares, su estado psicológico, llevaron a Alejandro a la muerte o a fingirla. Su hermano empuña con mano firme el cetro; la terrible represión de Polonia, los ataques a Turquía, el aplastamiento de la sublevación húngara, hacen aparecer al Zar ante el pueblo ruso como el mo- narca necesario que, látigo en mano, castiga a los pue- blos que se atreven a discutir sus decisiones.
Viene la guerra de Crimea; es imposible disimular la derrota; Nicolás I sabe que si acepta una paz impues- ta va a provocar una revuelta, que si hasta ahora ha po- dido evitarla ha sido gracias a la creencia que, con or- gullo, sustentan sus subditos en su potente autoridad que se extiende más allá de las fronteras. Sigue el ca- mino de su hermano Alejandro I; son varios los autores que sostienen que el Zar provocó la enfermedad que rá- pidamente lo llevó a la tumba. Lo cierto es que murió sin sufrir la humillación de reconocer su derrota.
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2)
Hemos visto que a Alejandro II se le puede con- siderar más occidental que ruso; que a esto se debe el error de creer que podía aplacar el descontento popu- lar, agudizado por la derrota de Crimea, por medio de reformas administrativas y dando libertad a los siervos. Dejó descontenta a la nobleza y también al pueblo, que trataba de beneficiar. El aumento del nihilismo, el conjunto de misticismo y de anarquismo del alma rusa, no era entendido por el Zar. Sus románticos amores con la joven y hermosa princesa Catalina Dolgoruki, a la que hizo su esposa morganática al enviudar, con la in- tención de elevarla al trono, lo que la muerte le impi- dió hacer, fue uno de los factores que hicieron cambiar el pensamiento de Alejandro II y comprender el sen- tido real de las aspiraciones del pueblo ruso. Es intere- sante hacer notar que Catalina Dolgoruki ejerció sobre Alejandro una influencia similir a la de Gregorio Po- temkin sobre Catalina II.
El exceso del movimiento nihilista produjo el pa- neslavismo, que se basaba en el sentimiento místico de los rusos, en una especie de mesianismo que los lleva a creerse el pueblo elegido por Dios para dominar en la tierra. Es conveniente recordar que la primera reac- ción paneslavista se produce en Moscow, la ciudad san- ta dejada a un lado por los zares para residir en San Petersburgo. Mocow, según ellos, es la tercera Roma y existe el deber de libertar la segunda: Bizancio, Cons- tan tinopla; hay que hacer ondear en Santa Sofía los es- tandartes con el águila bicéfala, insignia de los Paleó- logos, últimos emperadores de Bizancio de cuyo paren- tesco se jactan los Romanof.
Se produjo un intenso y fervoroso movimiento en- caminado a libertar a los pueblos balkánicos del yugo turco. Los paneslavistas olvidaban que tanto los búlga-
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ros como los rumanos y otros grupos de habitantes de la península de los Balkanes, no tenían nada de esla- vos *y al querer emprender una cruzada para libertar pueblos que no eran eslavos, no se fijaban que opri- mían tiránicamente a otros que lo eran como pasaba con Polonia .
La derrota de Francia en 1870 privaba a Inglate- rra de la aliada con la que podía asegurar el cumpli- miento del tratado de París; ahora se podía volver a restablecer el dominio ruso sobre el mar Negro e inten- tar una vez más el avance hacia Constantinopla. Bis- marck se decidió a llevar a la práctica su deseo de pro- vocar una nueva guerra contra Francia, con el objeto de destruir definitivamente su poder, ante el temor que le produjo la rehabilitación económica tan rápida de esta nación —que desmostró su riqueza y vitalidad incalcu- lables—, así como ante la reorganización del ejército francés y ante la posibilidad de que Francia volviera a la monarquía. El Zar vio el peligro que significaba la omnipotencia alemana y resolvió oponerse. Se trasladó a Berlín, donde en una entrevista con el emperador Gui- llermo y en otra ulterior con Bismarck, dio a conocer su pensamiento: se oponía decididamente a permitir una nueva guerra.
La oposición rusa y las advertencias de Inglaterra, Austria e Italia hicieron fracasar el plan fraguado por Bismarck; fue su primera derrota diplomática. Estadis ta buen calculador, esperó el momento propicio para hacer pagar a Rusia el que hubiera contrariado su po- lítica en forma tan efectiva.
Ante la noticia de la insurrección de los búlgaros y servios y la terrible represión turca, estalló con más vigor el movimiento paneslavista, cuyo centro era Mos- cow. Aksacow y Katsow aparecieron como los profetas directores de una cruzada de caracteres místicos, enca- minada a que Rusia cumpliera la misión sagrada a la cual Dios la había destinado. Se hablaba de la guerra
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contra Turquía no en el sentido de satisfacer un deseo de nuevas conquistas, sino como la realización de un deber santo.
En 1869 apareció en la revista Zaria, una serie de artículos escritos por Nicolás Danilewski, funcionario del gobierno ruso, uno de los más brillantes pensado- res ele la Filosofía de la Historia; junto con Juan Bau- tista Vico y Osvaldo Spengler forman la trinidad fun- dadora de la ciencia de interpretar la Historia. El au- tor hacía notar y quería explicar la natural antipatía existente entre Rusia y el occidente europeo. Sostiene que hay una completa diversidad de culturas. La una, la rusa, no es europea, es rusa; la otra, la occidental es romano-germánica; no hay entre una y otra ninguna conexión en el modo de pensar; hay sólo una especie de repulsión por ser la rusa más joven v vigorosa qüe la occidental, ya anciana. Esta distancia oculta en el fondo la envidia de una cultura envejecida respecto de otra. La rusa llamada a dominar sobre toda la Europa, una vez que haya vencido finalmente a las caducas na- cionalidades occidentales.
Danilewski interpretó el verdadero sentir ruso de esa época; años después, ante el fracaso de varias de las tentativas agresivas de la política rusa, otro notable es- critor, Dimitri Merescowski da una admirable interpre- tación del alma rusa. Es de especial interés para el que se interese por esta clase de estudios, el conocer algunas de las obras de este autor, porque sin quererlo, nos da a conocer el pensamiento ruso respecto de otras cultu- ras. En su novela "La muerte de los dioses" nos descri- be el reinado de Juliano el Apóstata, es decir, nos da su opinión de como él considera lo que cree es el final de la orgullosa cultura greco-romana. Después "La re- surrección de los dioses" nos indica su pensamiento acerca del Renacimiento, tal como lo aprecia. Y por último en ''El misterio de Alejandro I" nos muestra el ambiente ruso.
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En 1908 publicó en Florencia un estudio que en una de sus partes dice:
"No basta viajar por Europa, hay que vivir en ella para comprender las diferencias que nos separan de los occidentales; diferencias no sólo de ideas y de senti- mientos, sino aun de sensaciones primordiales, de una física que viene a ser fundamento de toda metafísica. Podemos mostrarnos a ellos y acercarnos más o menos de acuerdo con su manera de ver las cosas, pero antes] o después llega el momento en que cesan de compren- dernos y nos consideran como habitantes de otro pla- neta".
"Digo esto sin orgullo, antes al contrario, con pe- na, porque es mucho lo que de ellos tenemos que apren- der, y muchos los aspectos en que tenemos que pedir: les ayuda; en tanto que tengo serias dudas de que no- sotros, a la recíproca, podamos serles útiles en nada. Sea como fuere, al menos por el momento, ellos no nos necesitan de modo consciente o sin saberlo, ellos no ven la suerte futura de Europa ligada a nuestra propia suer- te. Si Rusia desapareciera, ellos seguirían viviendo; pero si desapareciera Europa, todo acabó para nosotros.
"Es difícil, por no decir imposible, formular de modo preciso una comparación entre el alma rusa y el alma occidental, pero hay detalles que saltan a la vista. Ellos se han individualizado; nosotros seguimos siendo una masa informe. Pero el punto más patente de nues- tra disparidad con Europa y a la vez el más difícil de definir, es la característica religiosa. Limitarnos a decir "nosotros tenemos una religión y ellos no", sería inmo- destia y quizás también mentira. Todos nosotros, cre- yentes o no, podríamos decir de cada uno, en grado mayor o menor; lo que de sí mismo decía un ruso de- cadente: "Deseo algo que no existe en el mundo. Lo que yo deseo no existe todavía en el mundo". Los eu- ropeos no dirían tal cosa, ellos desean lo que existe en el mundo. Están en contacto con el mundo tal como
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es; nosotros con un mundo que todavía tiene que venir Ellos aun creyendo, teniendo fe, no se privan del co- nocimiento; nosotros atin sabiendo y conociendo no dejamos de creer. He aquí por qué en las fórmulas úl- timas de la negación, nosotros parecemos a ellos mís- ticos; y ellos en las formas más extremadas de la fe, nos parecen a nosotros escépticos".
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Las insinuaciones de Bismarck hacia un reparto ,de la influencia en los Balkanes entre Rusia y Austria y la situación interior, decidieron al zar Alejandro II a emprender el ataque contra Turquía. El detestaba la guerra, pero vio la necesidad de hacerla y de colocarse al frente de su ejército. Privadamente advirtió a Ingla- terra que no eran las intenciones rusas el apoderarse de Constantinopla; sólo lo guiaba el fin noble de liber- tar pueblos hermanos oprimidos por un yugo oprobio- so. Hay cierta ingenuidad en pensar que el gobierno inglés iba a esperar tranquilamente que el vencedor cumpliera lo ofrecido.
Se concentraron dos ejércitos rusos contra Turquía; el principal, de cerca de doscientos cincuenta mil hom- bres, en Besarabia, al mando del gran duque Nicolás, y otro en la frontera del Cáucaso para invadir Arme- nia, al mando del gran duque Miguel. Se esperaba una victoria rápida y aplastante por parte de los rusos; se trataba de vencer a un hombre enfermo (Turquía), el desengaño fue muy grande. Pronto se vio la falta- de una organización eficiente en el ejército ruso; a esto se unió el haber continuado en la región danubiana un período de lluvias torrenciales que dificultaron el avance ruso y la travesía del Danubio. Cuando se ven- cieron estos inconvenientes y se lanzaron las avanzadas rusas hacia los pasos de los montes Balkanes, se encon-
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traron con que el ejército turco concentrado en Plewna oponía una inesperada resistencia.
Días más tarde, al atacar los rusos uno de los pun- tos fortificados de Plewna, fueron derrotados y poco después los turcos obtuvieron una segunda victoria de tal magnitud que se creyó necesario estudiar una reti- rada total del ejército ruso hacia el Danubio, lo que se evitó aceptando el auxilio del ejército rumano. Al ser también derrotados los rusos en Armenia, se desencade- nó una tempestad de protestas contra el gobierno y los jefes militares, a los que se acusaba de incompetencia, pues no se dudaba de las cualidades guerreras del sol- dado ruso.
Al caer Plewna, que resistió diez meses de asedio, el ejército ruso pasó los Balkanes y se apoderó de Adria- nópolis y amenazó Constantinopla; los turcos se vie- ron obligados a firmar el tratado de San Estéfano. Se estipulaba la independencia de Servia, Montenegro, Ru- mania y la gran Bulgaria, cuyo territorio se extendía del mar Negro al Egeo. Además Rusia se anexaba parte de Armenia y Trebizonda en las costas del Asia Menor.
4)
El tratado de San Estéfano hacía dueña a Rusia de los Balkanes; los nuevos Estados libres iban a ser satélites del Imperio ruso y por intermedio de la gran Bulgaria llegaba a las costas del Egeo. El dominio tur- co en Europa quedaba anulado y era cuestión de poco tiempo para que los zares entraran en Constantinopla; además la anexión de parte de las costas Ponto conver- tía el mar Negro en un mar ruso. Todo esto era ina- ceptable por parte de Inglaterra; ya no podía contar con la ayuda francesa, pero podía encontrar indirecta- mente un aliado más efectivo por su poder militar y por limitar con Rusia. Este posible aliado era el Im- perio alemán.
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Dirigía la política inglesa Benjamín Disraeli, polí- tico hábil y sagaz que unía al espíritu positivista del im- perialismo inglés la fantasía y la astucia de su ascenden- cia semita. Secretamente ya estaba de acuerdo con Bis- marck y se había fijado con Turquía el precio de la in- tervención inglesa: la isla de Chipre. El gobierno inglés protestó por el avance ruso y la escuadra inglesa ancló en el Bosforo. La actitud amenazadora de Inglaterra, la incertidumbre sobre la neutralidad alemana y la mani- fiesta inquietud en Viena obligaron al zar Alejandro a aceptar que se reuniera un congreso en Berlín, lo que equivalía a declarar sin efecto el tratado de San Estéfano.
Hay cierta analogía entre el congreso de París y el de Berlín; entre la situación de Napoleón III y la del zar Alejandro II. Ambos Emperadores fueron cercados por la incalculable astucia de hombres muy superiores en el juego diplomático y en la hábil forma de realizar sus planes. Napoleón III fue una víctima de la astucia política de Cavour y de Bismarck después. Alejandro II pasó a ser juguete en las manos de Bismarck y Disraeli. El congreso de París incubó las futuras guerras franco- austríaca, austro-prusiana y la franco-alemana; el de Ber- lín creó el campo propicio para algo peor: ta gran gue- rra mundial de 1914.
El congreso de Berlín acordó que Rusia adquiriera la Besarabia, perdida en el congreso de París, una peque- ña parte de la Armenia turca y nada más. Se reconocía como estados soberanos a Rumania, Servia y Montenegro; una parte de Bulgaria quedaba como vasalla de Tur- quía y la otra bajo el gobierno directo del Sultán turco. En resumen, Turquía quedaba dueña en los Balkanes de un territorio que se extendía desde el Adriático al mar Negro. Y ahora viene la parte curiosa: se entregaba a la administración austríaca la Bosnia y la Herzegovi- na, territorios poblados por eslavos del sur, algunos ca- tólicos, otros ortodoxos y muchos musulmanes. Así el Austria, sin haber entrado a la guerra, recibía una sur
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culenta indemnización que la resarcía de sus pérdidas anteriores en Italia y en Alemania. Inglaterra adquiría la isla *de Chipre, que estratégicamente le permitía do- minar el Mediterráneo oriental y el canal de Suez, abierto hacía poco tiempo para comunicar el Medite- rráneo con el mar Rojo y el océano Indico.
Con razón el anciano ministro ruso Gorchacof, lle- no de pena exclamó: "Para esto hemos sacrificado cien mil hombres y tanto dinero".
5)
Nadie imaginó, ni el mismo zar Alejandro II, que al aceptar los acuerdos de Berlín, había firmado su sentencia de muerte. Los primeros fracasos en Plewna y en Armenia habían demostrado los defectos de la ad- ministración zarista; por poco tiempo la marcha victo- riosa hacia Bizancio reafirmó el ideal paneslavista. El resultado del congreso de Berlín fue la negación de las esperanzas que se fundaban en el carácter místico del zarismo.
En realidad, los hechos demostraban que el Impe- rio alemán unido al austríaco más el apoyo de Ingla- terra habían formado una barrera que hacía imposible el avance ruso hacia el occidente. Aún, más, al arreba- tar la Besarabia a la futura monarquía rumana, la em- pujaron hacia una alianza con los Imperios centrales; a esto contribuía el estar gobernada por un príncipe alemán. Había una posibilidad más peligrosa y era el que esta barrera defensiva se transformara en un con- junto conquistador. No era aventurado el suponer que los estados bálticos, colonizados por las órdenes mili- tares germánicas y en cuyas poblaciones se mantenían todavía la tradición de su origen, miraran con simpatía su unión a la gran Alemania. El mismo estado polaco, por mucho que se le recordara que era de origen eslavo,
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prefería mil veces su unión al Imperio de los Habs- burgos y no seguir bajo el terrible dominio moscovita.
La desilusión producida por la imposibilidad de realizar el ideal paneslavista hizo recrudecer el movi- miento nihilista. Ante la feroz represión de la policía política, la tercera sección como se le llamaba, comen- zaron los atentados terroristas.
En 1876 Vera Sasulich disparó dos tiros de revólver contra el general Trepof. La joven pertencía a la no- ble/a y quiso vengar a su novio, nihilista que habíia sido a/otado por orden de Trepof. El general quedó gravemente herido y el jurado que juzgó a Vera, la de- claró no culpable. El fallo de absolución dio lugar a manifestaciones que fueron reprimidas por el ejército. Siguieron numerosos atentados contra diferentes funcio- narios; el año 1879 Alejandro Solovierf, disparó contra el Zar cuatro balas de su revólver sin lograr herirlo. De- claró haber hecho el sacrificio de su vida por la causa y que si algo revelaba sobre los terrorista sería asesinado en la cárcel por sus mismos cómplices.
Se pudo averiguar que los nihilista habían acordado la muerte del Zar. Aunque le repugnaban a Alejandro las medidas extremas, se estableció un estado de sitio es- pecial; se nombraron seis gobernadores militares con po- deres dictatoriales para las ciudades más afectadas. A pe- sar de todas las medidas de seguridad tomadas, hubo un atentado contra el tren imperial en que viajaba el Zar y poco después estalló una bomba en el comedor del pa- lacio imperial.
Hasta entonces el Zar había escapado milagrosamen- te y, a pesar de todo, pensaba promulgar una constitu- ción cuando pereció en 1880. Al pasar en su carruaje después de revistar la guardia, le lanzaron una bomba que al estallar produjo diferentes víctimas sin afectar al Zar; pero al bajar este para socorrer a los heridos, reci- bió una segunda bomba que le produjo terribles heridas. Se alcanzó a trasladarlo al palacio imperial donde murió.
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CAPITULO XV
1) Clasificación de las culturas en divergentes y céntricas.—
2) Forma de separar los períodos de cada cultura.— Cultu- ras griegas, romanas, bizantinas y musulmana.— 4) Culturas occidental, rusa y norteamericana.— 5) Esquema de algunas
culturas.
1)
A través de esta larga narración de diecinueve si- glos de historia se ha tratado de insinuar la idea de in- terpretar la evolución de la humanidad aceptando la hipótesis de la existencia de culturas. En el capítulo XI del tercer volumen de este ensayo se quiso dar una breve explicación de algo que, sin decirlo, se ha ido aplicando a lo largo de este relato.
Se entiende por cultura un conjunto de pueblos, a veces de distinto origen racial, que se encuentran uni- dos por un mismo modo de pensar en cuanto al senti- do de la vida, que los lleva a interpretar el arte y la ciencia en una forma original, propia de cada una de estas agrupaciones, y que no es comprendida de la mis- ma manera por otras similares. Hemos llamado culturas divergentes a aquellas en que se manifiesta un naciona- lismo fuerte que impide a los pueblos o naciones que la componen, una unión política entre ellos y aun los
8.— Teocracia.
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lleva a pactar aliarlas con otras culturas extrañas, ene- migas que tratan de fomentar esa desunión con fines de conquista y de explotación. En cambio, las culturas céntricas se han formado alrededor de un núcleo domi- nante y forman un Estado compacto políticamente.
Al lado de estas dos clases de culturas aparecen los pueblos que se han designado como pueblos "domina- dores". Son aquellos que no han generado ninguna for- ma de apreciar el fin de la vida y sólo se han preocu- pado del sentido material; de aprovechar y explotar a los pueblos sometidos a su poder guerrero. Todo pue- blo dominador ha creado un ambiente deletéreo, letal, asfixiante en cuanto al aspecto intelectual.
Las culturas divergentes o céntricas aparecen como pueblos dominadores al someter forzadamente a otros a su dominio. La diferencia está en que trataron de in- corporarlos a su cultura y fracasaron; en cambio a los otros sólo los ha guiado el deseo de explotarlos y; trans- formarlos en pueblos esclavos. Hoy día se emplea en forma errada la palabra colonialismo al indicar con ella a pueblos sometidos a una cultura que no pudo trans- mitirles su propio sentir. Es el caso de la cultura roma- na respecto del oriente; pudo incorporar y formar un alma propia con el occidente; en el oriente sólo pudo dominar. En nuestros días lo vemos en el caso ruso res- pecto de Polonia, las regiones bálticas y otras. Pasó lo mismo con los países de la cultura occidental; Inglate- rra, Francia, Italia... han dominado en varias parte de Asia y Africa y sin poder unir estas regiones a su culi tura.
Con la palabra caos o estado caótico entendemos el conjunto de pueblos, de cualquier grado de civiliza- ción, que viven separados en continua rivalidad, inte- resados sólo por el aspecto vegetativo sin que los preo- cupe ningún problema espiritual.
Toda cultura sigue Ja ley inexorable de la vida: nace, vive y muere. Nace de un conjunto caótico y mue-
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re, a veces asesinada por otra cultura o por un pueblo dominador, o se disgrega por haber terminado su fuer- za vital y pasa a formar parte del caos para después dar origen a otra cultura. Se pueden distinguir en las culturas tres períodos: Nacimiento y juventud, edad ma- dura, ancianidad y muerte. Para simplificar los llama- remos períodos X, Y y Z; el significado de incógnita que representan estas letras se refiere a la duración por de- terminar de cada una de estas tres etapas de la vida de una cultura. Existe además un período pre-cultural, o sea el de gestación de la cultura por aparecer y otro post- cultural, en algunas, o sea su existencia en el estado caó- tico en que han degenerado; no tienen la importancia de los períodos X, Y y Z, que son los decisivos dentro de la evolución de la historia humana.
2)
En la Historia clásica aceptamos la división entre Antigüedad, Edad Media, Edad Moderna y Edad Con- temporánea. ¿Qué separa la Antigüedad de la Edad Me- dia? Se contesta que las invasiones; extenso período en que es muy difícil fijar su principio y su fin. Para poder estudiar claramente las épocas respectivas se acepta co- mo separación el año 395, fecha de la muerte del empe- rador Teodosio y división definitiva del Imperio Ro- mano.
Si hacemos igual pregunta respecto de la Edad Me- dia y la Edad Moderna, se nos dice que las separa la época de los descubrimientos geográficos y en parte el Renacimiento; pero no se puede fijar su comienzo ni su fin. Se adopta entonces la fecha de un gran aconteci- miento, 1453, caída de Constantinopla en poder de los turcos. De igual modo dividimos la época Moderna de la Contemporánea, 1789, año en que se inicia la Revo- lución Francesa; lo que es fácil ver es algo completa- mente convencional y arbitrario.
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En forma similar hay que proceder al fijar el na- cimiento de una cultura y la separación entre sus tres etapas. Para fijar la duración de cada período usare- mos como unidad el siglo aproximando a valores ente- ros. El tiempo, o sea el número de siglos vividos poc cada uno de los períodos X - Y - Z, nos va a dar una especie de fórmula, que puede aproximar una idea so- bre su importancia dentro de la Historia. Las conclu- siones a que vamos a llegar al estudiar diferentes cul- turas no tienen ningún carácter dogmático, son simples aproximaciones fijadas con un criterio personal, sin au- toridad ninguna. Tienen por objeto incitar la curiosidad de los lectores y despertar su interés por un estudio que es apasionante y que nos puede llevar, tal vez, a en- contrar la manera exacta de interpretar el acontecer histórico. Creemos que la teoría de la existencia de las culturas nos acerca a la realidad. El concepto del ma- terialismo histórico nos conduce a un error igual al producido por la idea del progreso indefinido del hom- bre. No hay duda que la ciencia y el arte han avanzado en forma maravillosa; pero no se puede negar que am- bas son y han sido interpretadas en formas diferentes en distintas épocas y aun ha habido períodos en que han desaparecido casi en su totalidad.
Estudiaremos en forma esquemática, aplicando lo dicho anteriormente, siete culturas; cuatro ya desapa- recidas: griega, romana, bizantina y musulmana, y tres en diferentes etapas de su desarrollo: la occidental, la rusa y la norteamericana.
3)
a) Cultura griega. Una de sus característica es el orgullo racial, el sentir la superioridad del origen helé- nico, de la raza helénica, sobre los demás pueblos exis- tentes en esa época. Otra es el instinto de discutir y de filosofar, demorando las realizaciones concretas ante el
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imperioso deseo de analizar, desmenuzar todo para a i veces llegar a conclusiones erradas.
Se puede aceptar como nacimiento de la cultura griega la guerra de Troya; fue un acontecimiento que unió a los helenos y aparece como el punto de partida, de un conjunto de pueblos del mismo origen que jamás van aceptar unirse en un solo Estado; que lucharon unos contra otros; pero siempre sintiéndose helenos, aun cuando acepten alinearse con países distintos para com- batir a uno de la familia griega. Es el tipo de una cul- tura divergente. Podemos fijar como punto de partida de la guerra de Troya el siglo XIII; la cifra trece co- rresponde, entonces al comienzo del períodoi X, naci- miento y juventud. Entre los períodos X e Y hay un espacio de tiempo en que se establecen las primeras le- gislaciones, las más interesantes son las de Esparta y Atenas; entre Licurgo y Solón, los dos legisladores más conocidos, tomaremos como fecha divisoria, la de la creación del Arcontado en Atenas, año 700. El paso al tercer y último período, el Z, ancianidad y muerte, se caracteriza en todas las culturas por una época de con- quistas, un recrudecimiento del imperialismo. Elegire- mos como acontecimiento decisivo la batalla de Iso en que se divide definitivamente el Imperio de Alejandro, año 300. Se puede estimar como hecho final de la culi- tura griega la toma de Corinto por los romanos, año 146; Grecia, con el nombre de Acaya pasa a ser una pro- vincia romana. Los demás Estados semi helénicos vuel- ven al caos hasta que Roma los domina.
Las cuatro fechas -1300, 700, 300, 150- nos indi- can la fórmula esquemática X - Y - Z, que caracteriza la cultura griega; en este caso: 6 - 4 - 1,5.
b) La cultura romana sobresale por el vigoroso sentido romano de su poder; por la idea de la ley,- no como un mandato divino sino como una fuerza social, cuyo respeto es la base del Estado. No existe el afán de las especulaciones filosóficas del griego sino el espíritu
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# práctico de realizar lo necesario. Según la tradición ro- mana, Roma fue fundada en el año 753 antes de Cristo y el gobierno monárquico duró doscientos cincuenta años. Podemos aceptar como fecha de partida en 700; la juventud, período X termina con la invasión de Ita- lia por Aníbal, segunda guerra púnica; fecha divisoria, año 200. El fin de la República puede fijarse como algo definitivo después de la batalla de Actium, año I de la era cristiana. El Imperio, o sea el período Z, fue una ancianidad robusta y conquistadora, mas al estudiar su historia luego se perciben las fallas que debían llevarlo a la tumba; se puede decir que este período termina a la muerte del emperador Marco Aurelio y fijar el año 200 como fecha final de la cultura romana. Los años 700 - 200 antes de Cristo y los años 1 y 200 de la era cristiana nos dan la fórmula correspondiente: 5-2-2.
La historia clásica nos dice que Roma fue la con- tinuación de la cultura helénica y no analiza las profun- das diferencias que hay en el modo de pensar de ambas culturas. Spengler en su obra "La Decadencia del Oc- cidente", supone una sola cultura, la greco-romana, que en uno de esos destellos geniales que revela en varias de sus interpretaciones de la Historia, la llama "Cul- tura Apolínea". No es posible aceptar esta idea; su equivocación se aprecia al estudiar las diferencias bá- sicas que existen entre el sentir filosófico griego y el sentir jurídico romano; y menos aún se puede suponer que el uno es continuación del otro.
c) El esquema correspondiente a la cultura bizan- tina es mucho más discutible que los dos anteriores. Siempre se ha sostenido que el Imperio Bizantino sólo fue una continuación del Imperio de Oriente, uno de los dos en que se dividió el Imperio Romano. Montes- quieu en su "Grandeza y Decadencia de los Romanos", hace terminar la historia de Roma con la caída de Cons- tantinopla.
230
Spengler observa la evolución de Bizancio, compren- de y ve la absoluta diferencia que hay entre Roma y Bi- zancio; cómo en la última continúan debilitándose has- ta pasar al olvido los orígenes latinos y se robustece el espíritu griego. Soluciona el problema imaginando una cultura que él llama ""Cultura Mágica", en la que los árabes o mulsulmanes constituyen una variante debi- da al tiempo transcurrido.
Se puede pensar en otra forma y sostener la tesis de que Bizancio es una unidad cultural, y tal vez una de las más compactas y exclusivistas de las que han exis- tido.
A la muerte del emperador Marco Aurelio, último emperador de la dinastía de los Antoninos, puede de- cirse que dejó de existir el Imperio Romano; sobrevie- ne el caos, el período llamado Anarquía Militar, en que los Emperadores eran proclamados por los soldados, uno o varios a la vez. Esta época caótica se nota espe- cialmente en oriente, donde Roma pudo dominar; pero no absorber a los Estados semi-helénicos derivados de la ancianidad de la cultura griega, que vuelven al caos al perecer el dominio romano.
Hay un grupo de emperadores, llamados los empe- radores ilíricos por ser oriundos de Iliria; trataron de restaurar el Estado romano, lo que era una ilusión pues este había muerto. El más célebre de estos emperado- res, Diocleciano, organiza la Tetrarquía. La realización de esta idea es una prueba de la desaparición de la cul- tura romana. Roma ya no es la capital; el concepto del Emperador es algo muy distinto del aceptado por los romanos; es algo que se asemeja a las monarquías orien- tales; es algo que obedece al naciente pensamiento de una nueva cultura.
Las continuas luchas por el poder, la inseguridad de la creación de Diocleciano, termina con el triunfo de Constantino, que vence a sus colegas y rivales hasta que- dar como Emperador único. Este gran hombre siente la
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Historia, tiene el instinto, la intuición de lo que va a seguir y funda sobre las ruinas de la antigua colonia griega de Bizancio la ciudad de Constantinopla, que será el centro de una nueva cultura: la bizantina. Tomare- mos como fecha de partida de la cultura bizantina el año 300. El año 329 se había trasladado la sede del Iml perio a la nueva capital.
Como fecha final del primer período, el período X, tomaremos el año 700, cercano a la subida al trono del Emperador León el Isáurico, durante cuyo reinado, co- mo veremos al estudiar esta cultura, se produce un cam- bio transcendental. El período Y va a terminar al co- menzar con el Emperador Alejo el reinado de la dinas- tía de los Connenos; se puede aceptar como división el año 1100. El tercer período, el Z, tiene un brusco final al caer Constantinopla en poder de los turcos en el año 1453. Se deduce que las fechas claves serían: años 300, 700, 1100 y 1450, que nos darían como fórmula esque- mática de la cultura bizantina, 4 — 4 — 3,5. La cultura bizantina es una cultura céntrica y sus características principales serían: Un concepto semi oriental del poder; todo él reside en el Emperador, el Autócrator, el Basi- lio, que gobierna por medio de una poderosa burocra- cia; el sentido romano de la ley se transforma en un precepto divino; no existe la libertad política tal como la conciben las culturas anteriormente tratadas; toda idea de este orden está basada en un concepto religio- so que da lugar a herejías derivadas de una Teología inexplicable para el occidente.
d) Bizancio, como ha pasado con las culturas cén- tricas, dominó vastos territorios cuyas poblaciones no pudo absorber; esto pasó en el norte de Africa en Siria y en Palestina; por este motivo sus habitantes recibie- ron como libertadores a los guerreros árabes, aceptaron la religión islámica y se desarrolló en estas regiones una cultura: la musulmana, que se extendió a Persia y ha- cia la India y el Turquestán. En sus principios tuvo un
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aspecto religioso en cuanto a la aceptación del fatalis- mo, o sea el Islam, resignación a la voluntad divina y a los preceptos de El Corán.
En los Estados caóticos, restos de la cultura helé- nicas, no absorbidos por la cultura romana; prendió la musulmana, cultura divergente; sus características serían: idea oriental del poder del soberano como re- presentante de la voluntad divina; concepüo de las le- ves como una derivación religiosa; amplio sentido de la crítica filosófica y científica; concepto limitado del sentido artístico.
Consideraremos como fechas básicas: la Egira, año 622; la batalla de Poitiers y los triunfos obtenidos por el emperador León el Isáurico que ponen fin a la mar- cha victoriosa del Islam, año 732; caída de Bagdad en poder de los mongoles, acontecimiento que pone fin al califato, o sea a la idea cesaropapista musulmana de: un César y Papa único, año 1227; y como fin, la con- quista por el sultán turco Solimán de los Estados mu- sulmanes del Mediterráneo, año 1450, aproximándose al año 1500. Estas consideraciones nos darían las siguien- tes fechas: 600, 750, 1200 y 1500 y una fórmula: 1,5 - 4,5 — 3. Los Estados musulmanes existentes en el Irán, India y otros lugares pasaron a formar parte del caos.
4)
Hemos visto los esquemas probables de cuatro cul- turas completas, ya desaparecidas. Ahora estudiaremos tres de las acualmente existentes: la occidental, la rusa y la norteamericana. Para precisar más su desarrollo nos colocaremos en el año 1963, a pesar de que hemos al- canzado sólo al año 1900 en los capítulos anteriores de este ensayo.
a) La cultura occidental, rriagistralmente llamada por Spengler "Cultura faústica", nace del caos existen-
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te en la Europa occidental al quedar destruido el Im- perio romano por las invasiones germánicas. La iglesia católica convirtió a los bárbaros al catolicismo y del conjunto del romanismo, o sea de las ideas de la cul- tura romana y del germanismo aglutinado por el ca- tolicismo, se fue formando una nueva cultura.
Acontecimientos casuales impidieron que naciera como una cultura céntrica; habría sido la continuación del Imperio de Carlomagno. El feudalismo, régimen propio de esta cultura, que algunos autores consideran como un período inherente a toda cultura, fue la base política de la cultura occidental. ¿Cuándo nació? Se puede fijar el Concilio de Clermont, acontecimiento que demostró la unidad existente, hacia un mismo ideal, de los diferentes estados feudales correspondientes al conjunto caótico del occidente.
Como término del primer período podemos tomar el Concilio de Constanza; el paso del régimen feudal a la monarquía nacionalizada ya es un hecho. El final del segundo período está entre el comienzo de la Re- volución Francesa y la revolución de 1848. Por las com- binaciones políticas y la forma como se trata de dete- ner la evolución en marcha se puede aceptar como lí- mite el congreso de Viena de 1815. Las fechas que deJ terminarían la duración de X e Y serían: 1100 — 1400 y 1800; después viene el período actual de ancianidad de esta cultura, es decir el período Z. Según esto, la fór- mula correspondiente sería 3 - 4 - Z. Las características de la cultura occidental, la más brillante que ha existi- do, están determinadas por un amplio sentido de la li- bertad humana, una aceptación del arte y de la ciencia antigua interpretada según un modo original de pensar que ha generado una filosofía distinta y ha dado, ba- sándose no sólo en la especulación sino principalmente en la observación, un vuelo nunca alcanzado anterior- mente al arte y a la ciencia. La palabra faústica apli-
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cada a esta cultura, es la síntesis del espíritu de supe- ración que la ha distinguido.
b) En la gran llanura comprendida entre el río Vístula, los montes Cárpatos y los Urales, habitado en su mayor parte por pueblos de origen eslavo, cristiani- zados por monjes bizantinos, se desarrolló en ese con- junto caótico, el principio de una cultura que fue aho- gada por los mongoles o tártaros que destruyeron flo- recientes ciudades y sometieron a un duro vasallaje a estos pueblos.
Los pueblos dominadores como los hunos, los tár- taros y los turcos han ejercido un efecto asfixiante erí las culturas nacientes o las han destruido. Los hunos ahogaron toda posibilidad de que en occidente hubie- ra nacido una cultura semejante a la bizantina, la que fue destruida por los turcos; estos y los tártaros ahoga- ron la cultura musulmana.
La cultura rusa se formó alrededor de Moscow y puede tomarse como fecha inicial de su nacimiento el año 1500; Iván III, gran duque de Moscow, niega el vasallaje a los tártaros y logra vencerlos. Este período X termina el año 1700 con el zar Pedro el Grande y la fundación de San Petersburgo; esta ciudad será la ca- pital del Imperio durante todo el segundo período que concluye con la revolución rusa de 1917. Recobra la preeminencia Moscow y se inicia el último período, el Z, la ancianidad; tal como lo hemos hecho anteriormen- te simplificaremos las fechas y tomaremos el año 1900.
La fórmula correspondiente a la cultura rusa que- daría similar a la dfe la cultura occidental, con el últi- mo período incógnito; sería: 2 — 2 — Z. Como caracte- rísticas consideraremos: una ausencia del sentido de li- bertad, completa falta del individualismo, tan notable en las culturas griega, romana y occidental. Un concep- to de la autoridad similar a los de las culturas bizanti- na y musulmana, una idea oriental, una vasta inteli- gencia para el estudio científico y un arte encaminado
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hacia una literatura y una música original y magnífi- ca. Llama especialmente la atención en el alma de la cultura rusa el afán imperialista, el vencer y dominar. Todo gobierno ruso que retrocede en la marcha con- quistadora se encamina hacia la ruina. No hay ninguna diferencia en cuanto a la idea de libertad y de los de- rechos del hombre entre el zarismo y el actual régimen llamado comunista, como no existe diferencia entre el imperialismo de los Zares y el actual.
c) Una de las culturas más nuevas es la norteame- ricana. Como parece lógico, tomaremos como punto de partida para ella la declaración de su independencia; simplificando, aceptamos el año 1870 como nacimiento y principio del período X. Como división entre X e Y se puede estimar el tratado de Versalles, 1920. Estados Unidos pasa a ser una potencia mundial de primer or- den. Según lo dicho, la cultura norteamericana está en el segundo período de su existencia y su fórmula sería: 1,5 - Y - Z.
No es posible fijar las características de una cul- tura que lleva sólo un poco más de un tercio de lo que será su existencia y es lo más probable que menos de él. Es notable por su espíritu práctico, por el saber apro- vechar los grandes descubrimientos científicos, los es- tudios de todo orden para llegar a conclusiones enca- minadas a aplicar en forma útil a la humanidad lo conseguido. Se ha reprochado al norteamericano el sentido materialista de su espíritu, lo que no es así; se confunde el sentido materialista con la tendencia prac- ticista que rehuye las grandes lucubraciones para diri- girse siempre a realidades.
La cultura norteamericana es una cultura céntrica y ha tenido un gobierno democrático. ¿Qué es una de- mocracia? Con la palabra democracia se quiere indicar un tipo de gobierno; pero a ella se le ha dado tal elas- ticidad que encierra en su aplicación muchísimas varie- dades; en algunos casos se contradicen unas con otras;
236
así tenemos el caso de las democracias populares, que son en realidad sanguinarias tiranías. Uno de los gran- des hombres de Estados Unidos definió la democracia como el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo. La cultura norteamericana ha procurado en la forma de gobernarse, atenerse a esta definición.
5)
De las siete culturas cuyo desarrollo hemos estudia- do esquemáticamente se puede obtener el cuadro si- guiente:
Divergentes:
Griega
Musulmana
Occidental
6-4-1,5 1,5 - 4,5 - 3 3 - 4 - Z
dura 1150 años " 900 "
Céntricas:
Romana 5-2-2 " 900 "
Bizántina 4-4-3,5 " 1150 "
Rusa 2 - 2 - Z
Norteamericana 1,5 — Y — Z
Las cifras obtenidas son el producto de un criterio personal; sólo tienen, por lo tanto, un valor en cuanto a insinuar un método de estudio que puede llevar a ob- tener inesperados resultados. Se deduce de la somera ex- posición hecha en este capítulo que hay un extraño pa- ralelismo entre las culturas griega y occidental, entre la romana y la norteamericana y entre la bizantina y la rusa. Haciendo comparaciones puede suponerse que el período z de la cultura occidental durará cerca de 300 años, es decir que le quedan 150 años de existencia; y que el de la rusa durará 400 años, faltándole 350 años de vida. Danilewski estimaba una diferencia de 500 años, 150 más de lo deducido anteriormente, respecto de la cultu- ra occidental.
257
CAPITULO XVI
1) Muerte de Pío IX.- 2) y 3) Juicio sobre Pío IX.- 4) Elección de León XIII.— 5) El cardenal Joaquín Pecci.
1)
Al llegar a Roma las primeras noticias de las derro- tas francesas en la guerra franco-alemana, se pudo fácil- mente anunciar la próxima retirada de la guarnición en- viada por Napoleón III, que impedía la entrada del ejército italiano. El papa Pío IX pensó y discutió con sus consejeros el camino que debía seguir: salir de Roma o permanecer en ella. Pidió su opinión a Juan Bosco, con- siderado ya como un santo, y este contesto: "El Centine- la, el Angel de Israel, permanezca en su sitio y guarde la Roca de Dios y el Arca Santa".
Pío IX decidió continuar en Roma. El ejército ita- liano de cincuenta mil hombres, al mando de Rafael Ca dorna, avanzó contra la ciudad eterna defendida por trece mil soldados pontificios. El Papa dio orden de no resistir sino hacer ver que había violencia por una parte y se quería evitar un inútil derramamiento de sangre por la otra. Roma fue ocupada y celebrado un plebiscito que por ciento cuarenta y cuatro mil votos a favor y 1500 en contra aceptaba la unión al reino de Italia.
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El Papa recluido en el palacio del Vaticano no acep- tó la ley de las garantías aprobada por el Parlamento italiano y dirigió una sentida carta al rey Víctor Manuel; en algunas de sus partes le decía:
'¡Majestad! No se maraville Vuestra Majestad de leer unas líneas mías. Las circunstancias me lo han aconsejado y a ello me obliga la situación a que Roma ha sido empujada. Dicen que esta metrópolis está des- tinada a capital de Italia; pero como quiera que yo no conozca otra Roma que la que pertenece a la Santa Sede y es la capital del orbe católico, me parece que la obra de la revolución ha hecho de esta gran ciudad no la capital de Italia sino la capital del desorden, de la con- fusión y de la impiedad. Todos los días se ejerce opre- sión sobre los buenos, opresión material y moral; ni se limita la opresión a las calles públicas, sino que se ejer- ce también en las casas. La ocupación de los conventos, las vejaciones y amenazas contra las vírgenes esposas de Jesucristo en sus sagrados retiros, son actos de pésimo instinto que en estos días han tomado proporciones gi- gantescas". Hay al final de esta carta frases proféticas: "Majestad, me duele decirlo; pero esté seguro de que después de haber gritado: ¡Muera el Papa! se gritará ¡Muera el Rey!". Por mi parte estoy tranquilo y me pongo en las manos de Dios. ¿Puede decir Vuestra Ma- jestad que está igualmente tranquilo?"
El fin del dominio temporal de la Santa Sede puso término a la teocracia directa que ejercían los pontífi- ces; libres de toda preocupación administrativa mate- rial sólo se dedicaron en adelante a la parte espiritual. Las potencias vieron en lo que había sucedido algo ya previsto: la ruina del Papado que lentamente debería desaparecer ante el potente avance de una civilización ¡ruto del progreso que se creía indefinido por estar di- rigido por la razón. Varios gobiernos dejaron a un lado los concordatos celebrados cuando el Papado era un Es- tado temporal; varios retiraron sus embajadores y pa-
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recia que cada vez disminuía más la influencia de la Roma pontificia.
El mismo Pío IX reconocía su aislamiento, la sole- dad a que se ve reducido en cuanto a las relaciones con las potencias. Con motivo de visitarlo algunos diplomá- ticos para manifestarle su pesar, el Papa les dice con tono humorístico:
"Bixio, el famoso Bixio, está aquí a nuestras puer- tas, apoyado por un ejército italiano, él es ahora un ge- neral del rey. Años atrás, cuando era un simple repu- blicano, prometió que si algún día penetraba en los muros de Roma me tiraría al Tíber. . ."
Poco después estalló el conflicto del Kulturkamf y la Santa Sede se encontró que un poderoso enemigo, di- simulado antes, se convertía en un franco adversario. Bismarck, fue uno de los estadistas que estimó que el Papado había entrado en un período de rápida liquida- ción; continuaría el catolicismo agrupado en Iglesias nacionales que iban a ser fieles servidoras del Estado.
En 1887, al saber Pío IX que el rey Víctor Manuel II estaba moribundo, dejó a un lado todo lo sucedido y sólo se preocupó por el alma del que había sido su vencedor material; envió a un sacerdote a entrevistarse con el Rey. No fue admitido por el temor de que el soberano firmara alguna retractación. A pesar de todo murió cristianamente; recibió los sacramentos adminis- trados por el capellán del palacio real.
Un mes después murió Pío IX, anciano de más de ochenta y cinco años de edad. Su pontificado había sido el más largo del ejercido por los sucesores de San Pe- dro; reinó cerca de treinta y dos años.
2)
El Papa Pío IX ha sido juzgado con pasión no sólo por sus contemporáneos, sino por los historiadores has- ta después de cincuenta años de su muerte. Esto ha sido
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debido a la creencia del triunfo del liberalismo político y económico, que contenía las verdades que habían hecho progresar la humanidad cada vez más. El año 1914 fue el primer anuncio del fracaso de la gran ilu- sión que tenía como base las ideas liberales.
Sin tomar en cuenta los autores que han denigra- do o han exaltado exageradamente la personalidad de Pío IX se puede estimar que los que han estudiado desapasionadamente a este Papa, lo han hecho en una forma equivocada, al no colocarlo en el lugar que le corresponde en la historia del Papado ni tampoco en el sitio especial de la evolución de las culturas existen- tes en su época; al hacerlo se puede apreciar con más claridad su brillante figura y el doloroso camino que le tocó seguir.
La transición del Imperio Teocrático al Espiritual parte de un acontecimiento inicial característico: la en- trada del ejército francés en Roma y la prisión del Papa Pío VI. En la época que hemos llamado Bajo Imperio Teocrático se produjo la Reforma que estableció las Iglesias protestantes de carácter nacional dominadas por los soberanos. Las naciones católicas aspiraron igual- mente a subordinar el Papado a su autoridad; lo que hizo que lentamente se; fuera produciendo la decaden- cia de su influencia política. En este aspecto es inte- resante recordar dos acontecimientos que hacen ver cuánto había disminuido la autoridad de los Papas. Ellos son: la supresión de los jesuítas decretada por Clemente XIV bajo la amenaza de las naciones católi- cas de organizar iglesias nacionales y la otra es el viaje de Pío VI a Viena, con razón llamado "el anti-Cánosa del Papado". El Papa sólo consiguió poner en eviden- cia cuánto había decaído la autoridad de la Santa Sede.
Hay una rara similitud entre Gregorio VII y Pío IX. Ambos Pontífices ponen fin a un período histórico y dan principio a otro. Con el primero termina la Iglesia Protegida y empieza el Imperio Teocrático; el
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segundo pone fin al Imperio Teocrático y lo transfor- ma en Imperio Espiritual. La diferencia personal está en que uno es un luchador de acuerdo con su tiempo, muere en el destierro sin ver el triunfo de su causa; el otro, paciente y bondadoso, se constituye en un pri- sionero, se resigna, pues presiente el triunfo de los que le van a seguir. Hay rasgos, hay hechos de un notable parecido. El Dictatus Papae de Gregorio VII plantea la infabilidad pontificia. Dice en el N? 7 de este docu- mento: "Sólo el Papa puede llevar las insignias impe- riales". En este y en los demás artículos está contenido el germen del futuro dogma de la infabilidad.
Pío IX, después de restablecer la jerarquía católi- ca en Inglaterra, Escocia, Holanda y Grecia y erigir ciento treinta y dos nuevas diócesis y vicariatos en Chi- na y Japón, al despedir a cinco obispos, con un ade- mán que recuerda a Gregorio VII, les dice:
"El mundo me disputa este granito de arena sobre el que estoy sentado; pero trabajan en vano. La Tierra es mía; Jesucristo me la ha dado; a El sólo habré de devolverla y el mundo jamás podrá arrebatármela. Vos arzobispo de Zaragoza, llevad a España, actualmente en revolución, palabras de paz y de verdad; yo os lo man- do. Vos id a Méjico, id a pacificar aquel país y a sos- tener derechos desconocidos; os lo mando en nombre de Jesucristo. Obispo de Edimburgo, id a acabar de conquistar Inglaterra para Jesucristo. Vos vais a mara- villar a Prusia con toda clase de virtudes. Cuanto a vos, hermano e hijo mío, pues yo mismo os he consagrado, id a ganarme aquella Ginebra que no teme llamarse la Roma protestante..."
Es fácil ver como Pío IX, encerrado en el Vatica- no, comprende muy bien que la Iglesia está sobre las naciones, sobre las culturas: ya no se trata sólo de los países católicos de Europa; es al mundo al que rige.
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3)
El liberalismo de Pío IX sólo fue una leyenda. En ese tiempo se estimaba como un signo de inteligen- cia el estar de acuerdo con el progreso y el tener ideas liberales; ante el espíritu caritativo, la profunda bon- dad revelada por el nuevo Papa al indultar a los presos políticos, se le atribuyó, muchos por gratitud y otras por comprometerlo, el aceptar la ideología de actualidad. Error profundo; jamás, Juan María Mastai tuvo las ideas liberales de esa época. Vio la imposibilidad de oponerse tenazmente a una evolución en marcha que no podía detenerse; había que aceptar todo lo que es- tuviera de acuerdo con el ideal cristiano y resistir a lo que a él se opusiera.
Siente la necesidad de la unidad italiana, libre de la opresión extranjera; pero esto no significa el entre- gar territorios que ha recibido en depósito para tras- pasarlo a sus sucesores y tiene esa exclamación que re- fleja todo el anhelo de su alma: "¡Oh! Por esto bende- cid, Gran Dios, a Italia y conservad siempre para ella este don más precioso que ningún otro: la fe".
Cuando • después de su fuga a Gaeta ve la imposi- bildiad de armonizar las tendencias revolucionarias y comprende que el poder temporal de la Santa Sede ha terminado, comienza la organización del Imperio Es- piritual. La definición del dogma de la Virgen Inma- culada, la Encíclica "Quanta cura" y el dogma de la infabilidad pontificia son las bases de esta nueva etapa de la historia de la Iglesia. Esto desata sobre Pío IX todo un vendaval de protestas y ataques: consciente por parte de los que ven en el catolicismo el gran enemigo, e inconsciente por parte de los católicos que lo acusan de oponerse al gran adelanto de la ideología humana: el liberalismo, tanto político como económico.
Aun autores eclesiásticos llegaron a emitir juicios como el siguiente: "Pío IX no fue un hábil político, ni
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siquiera en su mejor época". Es muy corriente calificar la mayor o menor destreza política por el resultado ob- tenido, sin fijarse que a veces los éxitos conseguidos se deben a circunstancias casuales y no a una premeditada actuación. Se ha considerado un fracaso la pérdida del poder temporal, la ruptura de relaciones con algunas potencias y el aislamiento progresivo del Papado, sin tomar en cuenta que la disminución del poder temporal se traduce en una expansión del poder espiritual. Co- mo lo veremos luego, el segundo Papa del Imperio es- piritual elevó en alto grado la influencia del Vaticano; los triunfos obtenidos se debieron a su especial talento diplomático; pero no hay que olvidar que su antecesor htbía preparado el terreno.
La furia contra Pío IX no se detuvo ante el em- buste y la calumnia. Se dijo que el Papa había srido masón y que existían logias que llevaban su nombre. La Masonería noblemente desmiente tales falsedades; a pesar de esto, cuando sus restos debieron ser trasladados a la iglesia de San Lorenzo, fuera de Roma, tal como él lo había pedido, las logias italianas, en que predo- minaba un ateísmo sectario, olvidando el principio de tolerancia, fundamental en su institución, provocaron una repugnante manifestación que atacó el cortejo fú- nebre, hecho en la noche para evitar complicaciones. Al grito de "Al río, al río", se trató de profanar el ca- dáver del que ha sido uno de los grandes papas de la Iglesia.
El tiempo ha demostrado cuán grande fue la obra de Pío IX, que junto con Gregorio VII marcan nuevos períodos en la milenaria historia de la Iglesia fundada a orillas del lago Tiberíades.
4)
La muerte de Pío IX produjo una situación de angustiosa incertidumbre en el Vaticano. ¿Iba el go-
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bierno italiano a tomar posesión del recinto en que se había recluido el último Papa? Cuando murió en su prisión Pío VI se trató de impedir la reunión del Cón- clave, que finalmente pudo hacerlo en Venecia bajo la protección del Austria. ¿Pasaría ahora algo semejante? El Rey y toda la familia real de Italia eran católicos; pero el gobierno estaba influido por una corriente, no sólo anti-católica sino abiertamente atea. En las logias ita- lianas dominaban los elementos mazzinianos y garibal- dinos que hacían ostentación de su odio al catolicismo y de lo conveniente que sería destruir el Papado.
Al penetrar el cardenal Camarlengo Joaquín Pecci, en la cámara mortuoria de Pío IX para constatar su muerte causó una inexplicable impresión. El anciano prelado de cara delgada, de ojos de penetrante mirar, de amplia frente, aparecía como un místico de tranqui- la dignidad, que seguramente además de talento poseía la energía y la capacidad para llevar con rapidez a la realidad sus decisiones. Se acercó al lecho mortuorio y con voz emocionada dijo al tocar tres veces sucesivas las sienes del difunto: ¡Juan María Mastai Ferretti! y a continuación agregó: "El Papa está verdaderamente muerto".
Desde ese momento la responsabilidad de guardar el poder pontificio estaba en sus manos y los presentes comprendieron que Pío IX había tenido una inspira- ción divina al designar, poco antes de su muerte, como cardenal Camarlengo al cardenal Joaquín Pecci. Con suma habilidad, tacto y diplomacia, obtuvo del primer ministro italiano Crispí la completa seguridad de que tropas del ejército velarían porque ninguna manifesta- ción hostil perturbara el duelo del Vaticano y que se respetaría completamente la libertad del Cónclave y se darían todas las facilidades posibles para la moviliza- ción y estada de los cardenales asistentes.
Se llegó a decir que la elección, como en el caso de Pío VII, se debería hacer fuera de Roma; se comentó
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que el cardenal inglés Roberto Maning, había propuesto que el Cónclave se reuniera en Malta. Nada de esto pasó; el cardenal Pecci desplegó una increíble actividad y a los doce días de haber fallecido Pío IX se reunió el Cónclave, que a la tercera votación eligió como Papa al cardenal Joaquín Pecci que tomó el nombre de León XIII.
No fueron muy favorables los augurios de la pren- sa; el "London Spectator" con tono profético publicó lo siguiente: "La consecuencia de la vida de Pío IX ha sido depositar sobre los hombros de su sucesor una carga que pocos hombres podrían soportar, y bajo cuyo peso, no solamente el trono espiritual, sino también la Iglesia sobre la que descansa, podrían comenzar a hun dirse".
Fue una sorpresa que el nuevo Papa innovara la costumbre tradicional de dar su primera bendición des- de una ventana en la plaza de San Pedro, frente a Roma. La dio desde un balcón situado al interior del Vaticano y su coronación se verificó en la capilla Six- tina ante un reducido público. Se trató de evitar cual- quier pretexto que pudiera dar origen a un incidente enojoso y se hizo ver que la bendición se daba a los católicos del mundo, no a los habitantes de Roma. Era una muestra clara de que se continuaba la política dt Pío IX en cuanto al problema italiano y que había co menzado el reinado del segundo Pontífice del Imperio Espiritual.
5)
León XIII, Joaquín Vicente Pecci, nació en 1810 en Carpineto, pequeñísimo pueblo enclavado en las montañas de la provincia de Sabina, en los Estados Pontificios; se decía que su padre, el conde Ludovico Pecci, había sido coronel en los ejércitos napoleónicos.
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Joaquín estudió en el colegio jesuíta de Viterbo y dio muestras de poseer talento, carácter y profunda piedad. En 1837 recibió órdenes sacerdotales.
Gregorio XVI lo nombró gobernador de Beneven- to, Espoleto y Perusa, donde a pesar de su juventud demostró ser un gobernante experto, enérgico y de gran talento. Consagrado arzobispo de Damieta fue en viado como nuncio a Bélgica, donde se dio a conocer como un espléndido diplomático; supo ganarse el afec- to del rey Leopoldo y de la familia real.
El primer rey de Bélgica era conocido como un monarca de talento y un verdadero hombre de estado; es por esto importante conocer el juicio que tenía acer- ca del futuro León XIII. En una comunicación le di- ce: "Realmente, monseñor, Ud. es tan buen político como excelente hombre de Iglesia" y al ser llamado a Roma monseñor Pecci, el Rey le entrega una carta para el Papa en que le dice:
"Me siento obligado a recomendar al arzobispo Pecci, a la amable protección de Vuestra Santidad; la merece bajo todos los aspectos, pues he podido obser- var raramente una mayor dedicación al deber, más ele- vadas intenciones y más recta conducta...".
Al despedirse Leopoldo I, con todo afecto, le dice: "Siento que no pueda Ud. convertirme; pero es Ud. un teólogo tan eminente que pediré al Papa le conceda el capelo de cardenal".
Cuando monseñor Pecci regresó a Roma, Gregorio XVI iba a morir. No se sabe si Pío IX no apreció en su debida forma lo que valía Pecci; pasó como obispo de Perusa treinta y dos años, dedicado al estudio y a desempeñar en forma admirable sus deberes episcopa- les. Dio especial importancia a la educación, particu- larmente la de los futuros sacerdotes. Llama la atención al clero de su diócesis al decirles:
"La conducta moral del sacerdote es el espejo en que se mira el pueblo para hallar un modelo para su
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propia conducta. Cada sombra y toda mancha son per- cibidas por el ojo del vulgo, y la mera sospecha de im- perfección es suficiente para hacer perder al pueblo su estimación de la valía del sacerdote".
En 1853 fue nombrado Joaquín Pecci, cardenal; muy luego tuvo que afrontar todas las complicaciones surgidas al ocupar el ejército italiano la mayor parte de los Estados Pontificios; tuvo que defender los dere- chos de la Iglesia en circunstancias desfavorables y se llegó hasta citarle ante los tribunales. Al morir el car- denal De Angelis, Camarlengo del Sacro Colegio, fue llamado el cardenal Pecci a Roma a reemplazarlo en ese puesto. Este nombramiento fue algo inesperado; Pío IX había llegado a una avanzada edad y era muy probable su próximo fin, de modo que el Camarlengo debía asumir la autoridad papal hasta una nueva elec ción.
La certera visión política de León XIII, le permi tió apreciar la verdadera situación de la Iglesia y actuar de acuerdo con la realidad; el Papa era un soberano espiritual, libre de toda complicación en cuanto a la administración de bienes temporales. Había cuatro pro- blemas que él estimó de capital importancia: el pro blema alemán, el francés, el norteamericano y el italia- no. Pronto veremos la forma magistral con que abordó el primer problema, el alemán; la tranquila diplomacia que empleó dio tiempo al tiempo para llegar a una solu- ción en que no había vencido ni vencedores y no daba lugar al gobierno o al gobernante afectado a serftirse mo- lesto; antes al contrario se desarrolló un mutuo aprecio.
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CAPITULO XVII
1) Hegel, Engels y Marx.— 2) Importancia de Marx.— 3) Fin del kulturkampf.
1)
La ideología del siglo XVIII, la época de la Ilus- tración, fue condensada, principalmente, por dos plu- mas magníficas: las de Montesquieu y la Rousseau, que en cuanto al aspecto político supieron exponer en forma atractiva y convincente el pensamiento dominan- te en ese tiempo. "El Espíritu de las Leyes" y "Grande- sa y Decadencia de los Romanos" encerraban la inter- pretación errónea de un gran período histórico; pero hecha en tal forma, que se les ha considerado como obras de un valor inapreciable. "El Contrato Social", dio vida a ideas ya expuestas, de tal manera que apare- cían como algo original y como el camino que debería seguir la humanidad en su constante progreso.
Estos libros, de un espléndido valor literario, fue- ron los evangelios del movimiento revolucionario, que iniciado en 1789 vino a terminar en 1848 y que dio a la burguesía el poder arrebatado a la nobleza; esta len- tamente, ya vencida, trató de incorporarse a la clase do- minante y formar ya sea por el dinero o por el talento,
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un grupo disimuladamente directivo. La burguesía, en su lucha contra la nobleza y el poder absoluto, se apo- yó en las clases desheredadas de la fortuna para des- pués recoger el fruto de la victoria y dejarlas olvidadas, igual o peor que antes.
En el siglo XIX nos encontramos con un movi- miento parecido tanto en Inglaterra como en Francia; aparece como una ideología socialista con acentuados ribetes comunistas; pero se trata en su mayor parte de un pensamiento teórico, idealista que no adquiere una forma práctica. Una tentativa de realizar algo efectivo fue la creación de los talleres nacionales acordada por el gobierno revolucionario francés de 1848; pero cuan- do la burguesía se consideró firme en el poder reprimió con mano enérgica y en forma sangrienta toda posibi- lidad de un socialismo de estado.
El lugar de los intelectuales franceses del siglo an- terior lo ocuparon los alemanes y puede considerarse como los exponentes de una nueva ideología a Hegel, Engels y Marx. El primero. Jorge Guillermo Hegel, es un idealista que desarrolla una filosofía difícil de in- terpretar y capaz de dar origen a ideas exageradas, con- secuencias del gran influjo que tuvo entre sus admira- dores. Seguramente jamás imaginó Hegel la influencia que iba a tener sobre Marx y las deducciones que este iba a sacar de sus enseñanzas.
Carlos Marx, nació en Tréveris en 1818, hijo de una familia judía; su padre fue rabino. Marx trató siempre de hacer olvidar su origen judaico que aborre- cía, sin fijarse que varias de sus principales cualidades las debía a su ascendencia racial. Al leer sus obras se nota pronto el sentido mesiánico, la inspiración profé- tica propia del carácter hebraico. Estudió en Berlín y en Jena y la filosofía de Hegel le causó profunda im- presión. Contrajo matrimonio con una dama de la alta sociedad prusiana, Jenny Westphalen y se estableció en Londres dedicándose a los estudios que le interesaban,
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sin preocuparse de la parte económica, a la que atendía su amigo Engels. En una de las cartas que dirige Marx a Engels, encontramos partes que nos dan una idea de la poca importancia que Marx daba a la forma de ga- narse el sustento:
"Mi querido Fred: Mi largo silencio, como proba- blemente ya habrás adivinado, ha sido motivado por causas desagradables.
"Hace dos meses que vivo gracias a la Casa de Em- peños y las reclamaciones que se acumulan sobre mí son casi insostenibles. Ellas no habrán de sorprenderte, si consideras que durante este período no he ganado ningún dinero. . . Te aseguro que habría preferido perder un dedo a tener que escribir esta carta. Es terri- ble tener que depender de alguien durante la mitad de mi vida. El único pensamiento que me sostiene es el de que gracias a nuestra asociación puedo dedicar mi tiempo a la labor teórica y al partido. Vivo bastante por ecima de mis medios y además este año hemos vi- vido mejor que de ordinario".
Sólo le preocupaba el estudio de la Economía Po- lítica en el que creyó encontrar todo el secreto de la marcha de la evolución de la humanidad. El estudio y el desarrollo del partido adquirieron tal poder sobre sus sentimientos que llegó a manifestar algo increíble sobre el amor filial. Al comunicarle Engels la muerte de su esposa María, le responde Marx:
"La noticia de la muerte de María me consternó. Era buena, ocurrente y te quería. Mis visitas a Francia y Alemania para encontrar dinero fueron infructuosas y como es natural, con tus setenta y cinco dólares no puede ir más lejos. ¿Por qué no pudo ser mi madre, que ha vivido ya toda una vida y se halla aquejada de toda clase de dolencias, en vez de María la que murió? ..." Los editores de la correspondencia de Marx suprimie- ron este último párrafo. Con razón el ruso Bakunin es- cribió una vez:
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"Personalmente Marx es un loco. Habla de sus ideas sin querer entender que las ideas no pertenecen a nadie, que las grandes ideas siempre han sido el re- sultado del esfuerzo de todos".
2)
La gran importancia de Marx estriba en que logró demostrar a las clases desheredadas que organizándose formarían una fuerza potente, llamada a destruir a la burgesía y a reemplazarla de igual manera que esta había procedido con la nobleza.
Del estudio de la Economía Política, Marx llegó a la conclusión que los factores materiales, los factores económicos, eran los que regían la humanidad y por esto dice:
"Todos los actos del hombre, todos sus pensamien- tos y deseos, las formas sociales y el progreso histórico, todo depende de los factores económicos.
"La Ley, la Moral, el Arte, la Ciencia, la Religión, no son más que superestructuras ideológicas de las cir cunstancias económicas".
Del idealismo de Hegel, Marx llegó a una conclu- sión inversa, a un completo materialismo y esto lo ex- tendió al materialismo histórico, es decir, a interpretar la evolución de la historia humana bajo el aspecto de los factores materiales y tratar de encontrar ahí la cau- sa y aun la ley de todo el acontecer sucedido y por su- ceder.
Con su dialéctica y espíritu de análisis formidables, Marx solasya y evita el comentar los sucesos difíciles de explicar bajo el aspecto material; o los trata en tal for- ma que da la impresión de un movimiento de flanqueo para salvar la dificultad o para disimuladamente de jarlos a un lado.
El materialismo histórico parte de un error básico para los no materialistas; es el no aceptar la existencia
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del espíritu o el considerar a éste como una expresión material; pero hay otro aspecto que lo convierte en una mera interpretación hipotética: es el considerar un progreso indefinido de la humanidad. Es imposible jus- tificar la caída y el fin de las grandes culturas sólo por el factor económico, aun en la forma tan brillante co- mo lo ha tratado de hacer Marx. Ha habido momentos netamente espirituales que escapan por completo a la posibilidad de una explicación basada en meros fac- tores económicos. Hay cierta similitud entre esto y la tendencia de subordinar la Iglesia Católica al desarrollo de algunas culturas (Spengler); no queda otra interpre- tación lógica que el suponerla independiente, sobre las culturas.
Marx divide a los seres humanos en dos grupos: el proletariado, es decir los que no poseen nada más que su prole, y los burgueses; los explotados y los explota- dores; entre éstos están incluidos los judíos. En una parte del "Manifiesto Comunista", redactado de acuer- do con Engels en 1847, dice:
"Las diferencias de edad y sexo no cuentan para la clase trabajadora. Todos son instrumentos de traba- jo, más o menos caros de acuerdo con su edad.
"Quienes ocupan las gradas inferiores de la clase media —el pequeño comerciante, el tendero, el opera- rio y el granjero— van cayendo gradualmente dentro de la masa del proletariado; en parte debido a que su pequeño capital no alcanza la magnitud requerida para la industria moderna y no pueden competir con los grandes capitalistas, y en parte por que su oficio ha quedado anticuado ante los nuevos medios de produc- ción. De esta manera el proletariado se recluta entre todas las clases de la sociedad.
El proletario no posee bienes; sus relaciones con su mujer e hijos nada tienen que ver con las que ligan a una familia burguesa. La industria moderna, la mo- derna sujeción al capital, lo mismo en Inglaterra que
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en Francia, en América que en Alemania, le ha despo- jado de toda característica nacional. La ley, la morali- dad, la religión, no son más que prejuicios burgueses detrás de los que se esconden otros tantos intereses burgueses".
Según Engels, el materialismo histórico y la teo- ría de las plusvalía fueron los grandes descubrimientos de Marx. Cien años después vemos cuán discutidos son estos descubrimientos, cuántos errores contienen; y so- bre todo, el tiempo ha demostrado que el espíritu pro- fético de Marx estaba completamente equivocado. El gran valor de un pensador como Marx está, como se dijo al principio, en que puso en movimiento fuerzas dormidas, lo que va a cambiar una fase de la cultura occidental en la última etapa de su existencia.
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Las leyes de Mayo del ministro Falk, produjeron en Alemania lo que el gobierno llamó la "Rebelión de los obispos". Habían declarado al gobierno el conjunto de obispos católicos que en las nuevas leyes existían artículos que no podían acatar por estar en contradic- ción con sus ideas religiosas.
Bismarck estimó que esta declaración quería de- cir que los obispos se colocaban fuera de la ley y por lo tanto caían dentro de las sanciones penales estable cidas para estos casos. Con su acostumbrada energía, procedió con todo rigor, en la creencia de que por fin aplastaría toda resistencia y podría crear finalmente una iglesia nacional. No recordó la tradición de resistencia pasiva del catolicismo y no se fijó que al emplear la vio- lencia y la persecución, concluía por hacer simpática la causa que el gobierno atacaba con tanto rigor.
Pronto ingresaron a la cárcel obispos y sacerdotes y el Vaticano procedió a nombrar obispos para las sedes
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vacantes, nombramientos que el gobierno alemán no reconoció. Hubo numerosas parroquias sin curas y dió- cesis sin obispos; en apariencia nada resistía al poder del omnipotente Canciller; pero éste pudo notar cómo se robustecía el partido católico, que contaba en el Parlamento con un grupo de disciplinados representan- tes, dirigidos por un experto y hábil político, Wind- horst. Esta oposición parlamentaria era débil; pero igual que la irlandesa en la Cámara de los Comunes en In- glaterra; esperaba el momento propicio para atacar al gobierno.
El partido socialista alemán que era anterior al de el año 1848, se encontró reforzado, bajo la dirección de Fernando Lasalle, con la nueva ideología de Marx. El instinto de organización tan característico entre los ale- manes, transformó al partido socialista, tan sin impor- tancia, en una fuerza potente reforzada por el aumen- to de la clase obrera debido al desarrollo de la indus- tria. Se formó el partido social-democrático que tuvo un éxito abrumador. En 1871 hubo en el Reichstag, o sea en el parlamento imperial, un sólo diputado socia- lista; treinta años después había ochenta y uno. Este avance alarmó profundamente a Bismarck y como se produjeran dos atentados contra la vida del emperador Guillermo, a pesar de que en esto nada tenía que ven el nuevo partido, y esto bien lo sabía el canciller, se aprovechó de lo sucedido para atacar al socialismo con todo el rigor acostumbrado. Se dictaron varias leyes de excepción contra los socialistas y se llegó a establecer un estado de sitio moderado.
Toda la furia desplegada contra el catolicismo en el Kulturkampf, se dirigió contra el socialismo; pero Bismarck era uno de esos hombres hábiles que saben dejar a un lado, olvidar cuando les conviene lo dicho o hecho, ante la conveniencia política, cuyo fin es go- bernar en forma acertada. Comprendió que la campa- ña anti-católica producía funestos resultados y existía el
9.— Teocracia.
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peligro que afectara totalmente su estrategia parlamen- taria. La posible unión en el Reichstag de los socialis- tas y católicos significaba la derrota del gobierno. La frase famosa "No iremos a Canosa", era algo que había que hacer olvidar, pues entre dos enemigos había que pactar con el menos peligrosos y este era el católico.
Ocupaba la Silla de San Pedro un nuevo Papa, León XIII. La misma noche del día de su elección, el nuevo Pontífice comenzó a redactar una comunicación dirigida al emperador Guillermo. En lugar de la nota protocolaria en que se acostumbraba anunciar el haber ceñido la tiara, se enviaba una comunicación en que se exponía la situación de la Iglesia en Alemania, los peligros que este estado de cosas encerraba y el sincero deseo de terminar con todo lo que era anormal.
Bismarck vio con sumo agrado lo que pasaba y trató de aprovechar la posibilidad de entablar relaciones con el Vaticano, lo que le permitiría separar el partido católico de la oposición y conseguir que apoyara al go- bierno, conservando este su autoridad sobre la Iglesia. Luego comprendió que el nuevo Papa era un hábil po- lítico al cual no se podía engañar y entonces cambió abiertamente de táctica. Se entablaron negociaciones y en la disputa surgida con España por la posesión de las islas Carolinas en Oceanía, propuso el arbitraje del Papa, lo que fue aceptado por España.
Con sumo tacto y diplomacia procedió la Curia Pontificia. No se exigió nada que significara una hu- millación o una retractación espectacular de lo pasado; nada que demostrara la completa derrota del Canciller de Hierro; fue una ida a Canosa espiritual; pero de un valor mucho más efectivo que la de ochocientos años atrás. Las leyes de Mayo no se derogaron; pero se apro- baron otras que reemplazaban a estas y satisfacían los deseos del Vaticano; propuestas por Bismarck y defen- didas por él en una elocuente exposición ante el Reich- stag, fueron aprobadas. A fines del siglo pasado se ha-
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bía llegado a un completo entendimiento entre el Se- gundo Reich y el Vaticano.
Una clara manifestación de cuál era el pensamien- to de León XIII fue el haber conferido a Bismarck la Orden Suprema de Cristo en el grado de Caballero, enviándole la placa correspondiente adornada con bri- llantes. "El nuevo Atila" de antes se convertía en "Ca ballero de Cristo". "El Papa es un hombre prudente y moderado", dice Bismarck y no pierde ocasión de en- altecer sus méritos cada vez que puede hacerlo. El jui- cio más exacto de la situación conseguida lo expresa el ministro ruso Iswolski cuando dice:
"Una serie de éxitos han coronado la autoridad del Papa en relación con los poderes europeos, especial- mente en lo que concierne a Alemania, que ha reanuda- do sus relaciones con la Santa Sede, moderando su le- gislación anti-católica y dando al Papa la satisfacción de asumir el papel de mediador en una cuestión de im- portancia internacional".
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CAPITULO XVIII
J) Presidencia de Mac Mahon y Grevy.— 2) El boulangeris- mo.— 3) y 4) León XIII y la política francesa.— 5) El es- cándalo del canal de Panamá.— 6) El anti semitismo en Francia.
1)
La presidencia del mariscal Mac Mahon, significó en la política francesa un período de transición para volver a la monarquía tradicional. Cuando fracasó la tentativa monárquica y se estableció la tercera repúbli- ca, Mac Mahon dejó de ser el hombre necesario; un desacuerdo con las Cámaras lo obligó a renunciar, tal como le había pasado a Thiers. Fue elegido por las Cá- maras reunidas, Julio Grevy.
Thiers fue una gran figura política; Mac Mahon tenía, como militar, el prestigio de haber triunfado en Malacoff y Magenta; se conocía su valentía y su tran- quila tenacidad en los campos de batalla; pero tam- bién era conocida su incapacidad como general en jefe y como político. El segundo presidente de la tercera república había sido políticamente muy inferior al pri- mero; con el tercero bajó el nivel, Grevy no era más que uno de los muchos políticos que no podían com- pararse a Gambetta ni a Freycinet, en cuanto a la per- sonalidad como políticos audaces y de empuje. Se le
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elegía por no ser un peligro para nadie, y esta será una de las cualidades que se tomará muy en cuenta en las elecciones presidenciales francesas, lo que contribuyó a que se robusteciera el poder parlamentario y disminu- yera el presidencial hasta llegar a transformar al Pre- sidente de la República en una figura decorativa. El Rey reina, pero no gobierna, se decía en Inglaterra; pero el monarca encarnaba a la nación y tenía el pres- tigio secular de sus antepasados. En Francia, el Presi- dente era un caballero que por siete años representaba a la nación para ingresar después en el olvido.
Durante la presidencia de Grevy gobernaron los ministros; el jefe del gabinete organizaba el ministerio y era el verdadero gobernante; pero como los partidos políticos dominantes se dividieran, no fue posible que uno solo gobernara y hubo que formar combinaciones de ellos, cada vez de más corta vida. Lentamente el partido republicano se había impuesto mientras se man- tuvo unido, dirigido por su jefe más autorizado, León Gambetta, al cual el presidente Grevy miraba con te- mor y antipatía; debido a esto sólo pudo ser primer ministro por poco tiempo. La política francesa tomó un aspecto de lucha religiosa; los católicos eran monárqui- cos, tanto los realistas como los bonapartistas, lo que hizo que el partido republicano considerara a la Iglesia como su mayor enemigo.
Durante el gobierno del ministro Freycinet, Julio Ferry, ministro de Instrucción Pública, emprendió una campaña semejante a la del ministro Falk en Alema nia. Ferry era un sincero y honrado político de ideas arreligiosas que estaba convencido de que había que impedir que el clero interviniera en la enseñanza; ésta debería ser laica y estar en manos del Estado. Con este fin se promulgaron las leyes Ferry, para establecer la enseñanza laica, gratuita y obligatoria. Con este pre- texto se atacó la existencia de las comunidades religio- sas; se decretó la disolución de varias de ellas y se privó
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a otras de la situación adquirida dentro de las activida- des educacionales. Por supuesto que los primeros afec- tados fueron los jesuítas.
*)
El carácter francés, su apasionado patriotismo, su movilidad y sed de gloria, no podían estar satisfechos con un gobierno que consideraban opaco y apagado a pesar de contar a su haber la reconstrucción del país de 1871; pero el haber considerado la derrota como un hecho consumado, como algo inconmovible, el aceptar que Francia apareciera en el congreso de Berlín como una potencia secundaria, no era posible olvidarlo. El espíritu de la revancha, de vengar la derrota del 70, latía en el alma francesa. Con razón Bismarck lo temía y por eso apoyaba un gobierno débil y no sólo trató de evitar sino que consiguió no se volviera a la monar- quía. Que en Francia hubiera un gobierno burgués parlamentario, siempre inestable, era lo que más con- venía a la política alemana.
No había aparecido todavía el hombre que pudie- ra encarnar el ansia existente de que Francia recupe-. rara su papel de gran potencia y cuando se destacó uno que parecía reunir cualidades de político y caudillo, el favor popular y el afán de los políticos profesionales que deseaban cambios productivos, le atribuyeron to- das las virtudes necesarias y lo convirtieron en un nue- vo general Bonaparte, en un presunto Emperador.
En uno de los varios ministerios que hubo duran- te la presidencia de Grevy, fue ministro de Guerra el general Boulanger. Había combatido en las colonias y en la defensa de París; de ideas republicanas, radicales, inició una serie de reformas encaminadas a colocar el ejército francés a la altura del alemán en cuanto a su preparación bélica. Adquirió tal popularidad que se
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transformó en el general de la revancha; era un enga- ño, carecía de audacia, indeciso, nunca se atrevió a po- nerse al frente de sus innumerables partidarios que es- peraban un nuevo 18 de Brumario. Tuvo que retirarse a Bélgica y ahí se suicidó ante la tumba de su amada fallecida poco antes.
La muerte de Boulanger puso fin al boulangeris- mo que fue la primera crisis peligrosa de la tercera re- pública. Grevy comprometido por su yerno, Daniel Wilson, en un escándalo financiero que se disimulaba tras el reparto de condecoraciones, se vio obligado a di- mitir. Las grandes figuras republicanas como Gambe- íta, Freycinet y otros carecían de la inocuidad necesaria para llegar a la presidencia. Se siguió en cierto modo el consejo de Jorge Clemenceau, político enérgico y audaz: ¡Votad por el más estúpido! Fue elegido Sadi Carnot, ingeniero distinguido, pero que como político sólo contaba con el recuerdo de su abuelo.
3)
Para sus contemporáneos, León XIII tuvo un gra- ve defecto que en realidad era una gran cualidad: fue un hombre que se adelantó a su tiempo; poseía una cla- rovidencia que le permitía sondear el futuro y tomar las medidas necesarias para evitar los males que iban a venir; pero como estas medidas perjudicaban mo- mentáneamente a personas que sólo trataban de con- servar la situación adquirida y no veía la imposibili- dad de mantenerlas indefinidamente, no comprendían la natural movilidad de la sociedad humana.
El Papa había observado con atención la marcha de la política francesa; sabía así que al llegar la tercera república a sus dieciséis años de existencia en 1886, es- taba alcanzando al límite máximo de la duración de los gobiernos franceses después de 1789. Pudo muy bien
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notar que la monarquía, ya fuera legitimista o bona- partista, estaba completamente derrotada; que se redu- cía cada vez más el número de sus partidarios, mientras aumentaba el de los adherentes a la idea republicana.
Los últimos escándalos y el movimiento boulange- rista hicieron vacilar a León XIII y esperó el resultado de estos acontecimientos. El que la República saliera vencedora de estas pruebas lo convenció de la necesi- dad de hacer lo posible por llegar a un acercamiento entre la Santa Sede y el gobierno francés. Era inconve- niente que la Iglesia en Francia se hubiera identificado con la monarquía en tal modo que se consideraba exis- tía incompatibilidad entre ser republicano y ser católico.
Las leyes de Ferry eran sólo el anuncio de la per- secución que probablemente iba a estallar cuando el poder del partido republicano fuera completo. La Igle sia estaba sobre todos los partidos políticos siempre que no afectaran los derechos de ella. León XIII, con su política de un generoso olvido de todo acto odioso y de procurar un sincero entendimiento, estimó que ha- bía llegado el momento de intervenir en Francia.
Para iniciar el acercamiento hacia la República eligió a una de las figuras más notables de la Iglesia de Francia: el cardenal Lavigerie, arzobispo de Argel y de Cartago, prelado de fama internacional por su obra en Africa para terminar con la trata de esclavos y por la fundación de los "Padres Blancos". Había sido bonapartista primero y después entusiasta legitimista. Los acontecimientos lo llevaron a las mismas conclusio- nes que el Papa y debido a esto se le encargó iniciara una nueva política de acercamiento de la Iglesia hacia el gobierno republicano.
Con motivo de haber visitado la escuadra francesa el puerto de Argel, se dio un banquete para agasajar a los marinos y le correspondió al cardenal, como la au- toridad más alta, ofrecer la manifestación. Con asom- bro general el cardenal llegó a decir: "Cuando la vo-
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luntad de un pueblo se ha expresado claramente, cuan- do la forma de gobierno no tiene nada en sí contrario a los únicos principios con arreglo a los cuales pueden vivir las naciones cristianas y civilizadas". Era un deber de los ciudadanos aceptar la forma de gobierno cual- quiera que fuera el sacrificio que ello pudiera suponer para sus sentimientos personales y concluyó con un viva a la República.
4)
Las palabras del cardenal Lavigerie causaron un verdadero escándalo, no sólo entre los monárquicos, sino también en el clero especialmente entre los obis- pos. Las "liebres mitradas" como las llamó Lavigerie. Muy pocos se atrevieron a expresar algo que ya sentían; pero que políticamente estimaban era un error con- fesar. Así el obispo de Annecy dice:
"Para la gran mayoría de los franceses el cura ama el antiguo régimen, y este antiguo régimen aterra al pueblo. Murió con Luis XVI. La monarquía ha de- saparecido para siempre. Era adecuada para un estado de opinión que sólo sobrevive en el recuerdo de las gen- tes educadas; pero del que la gran masa de electores no tiene idea".
Algunos periodistas monárquicos lanzaron toda cla- se de injuirias contra el cardenal Lavigerie que no po- día decir que era el Papa el que le había insinuado si- guiera esta nueva línea política. Paul de Casagnac, vio- lento exbonarpartista que llamaba "la mendiga" a la República, escribió un artículo periodístico en que se encuentra el siguiente párrafo:
"En el pasado hubo en Cartago una fe que todavía es famosa; se la llamó la fe púnica. Sería lamentable que el cardenal Lavigerie no estuviera inspirado sino por esa falsa virtud teológica".
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En varias encíclicas el Papa dio a conocer su pen- samiento. La Iglesia aceptaba y leconocía todo gobier- no elegido, la autoridad sólo venía de Dios. Está de acuerdo con toda libertad honesta, ni aun no condena a los gobiernos que se ven obligados a dar libertad de cultos. Finalmente en una entrevista concedida a un reportero del "Petit Journal" de París, dice:
"Mi convicción es que todos los franceses deberían unirse en los fundamentos constitucionales. Cada uno, naturalmente puede guardar sus propias preferencias; pero cuando de acción política se trata sólo existe el go- bierno que Francia se ha dado a sí misma. La libertad < es la base verdadera y el fundamento de las relaciones entre la autoridad civil y la conciencia religiosa".
Tiempo después recibió el Papa a Blowtz, conoci- do corresponsal del "Times" y este felicitó a León XIII por su política francesa y le dijo: "Yo conozco perfecta- mente a Francia, es democrática a fondo. Sus antiguas dinastías no representan nada para ella. Créame, Santo Padre, la reyecía francesa no sólo ha terminado, ha muerto".
"Esa es también mi opinión", replicó León XIII, y por esta razón aconsejo a los católicos franceses que se incorporen sinceramente a la República. Al hablar- les así me fundo en la autoridad de todo mis predece- sores. En el transcurso de los siglos, la Iglesia no se aferró nunca sino a un solo cadáver ..." Al de aquel que Ud. ve allí, sobre la cruz".
Se ha dicho que la política francesa del Papa fue un fracaso; no fue así. El método para solucionar el problema fue lento, tal como lo exigían las circunstan- cias, y se consiguió en su mayor parte el fin perseguido: separar el catolicismo de la lucha política interna; im- pedir que determinada tendencia, la monárquía, explo- tara la religión como algo propio de ella; la Iglesia está sobre la política, más arriba que ella, tanto en el aspecto interno como en el internacional. En todo esto
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se triunfó; que las variaciones sobrevenidas años después que agravaran el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado fue algo ajeno al asunto que se ven- tilaba.
La actitud de la Santa Sede causó muy buena im- presión al gobierno francés; sobre todo en los momen- tos en que debía enfrentarse a las complicaciones pro- ducidas por una serie de nuevos escándalos. El partido republicano, ya dueño del poder, se dividió y se for- mó, además, una extrema izquierda socialista que im- pulsaba al radicalismo republicano hacia una política • de centro que le restaba popularidad. A esto se agregó un recrudecimiento del anarquismo, lo que hacía recor- dar los días tétricos de la "Comune" en París. Una se- rie de atentados terroristas produjeron alarma. Fue condenado a muerte el anarquista Ravachol, culpable de varios atentados en que hubo muertos y heridos; al subir al patíbulo cantó la nueva canción revoluciona- ria; en una de sus estrofas dice así:
Para ser feliz, ¡Nombre de Dios! Hay que colgar los propietarios Para ser feliz, ¡Nombre de Dios Hay que partir los curas en dos.
La burguesía dominante supo apreciar lo que pa- saba; comprendió bien el problema. La frase de un pe- riodista de izquierda que decía: "El estado laico cierra las puertas del cielo; pero no abre las de las panade- rías" tenía un hondo contenido. Hasta políticos como Julio Ferry, anti-clerical, ateo; pero ante todo hombre de honradas convicciones, vio con espanto que la en- señanza laica, exageradamente laica, causaba graves per- juicios cuyos efectos ya se estaban palpando. Era ne- cesario reaccionar y así se hizo; se inició un período de política distinta en que se trató de mantener buenas relaciones con el Vaticano.
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Desgraciadamente la Masonería francesa, que ha- bía estado sometida al Estado durante la época napo- leónica v el segundo Imperio, tomó una actitud comba- tiva, anti-clerical, fanáticamente anti<atólica, igual a lo que pasaba entre las logias italianas; mas a pesar de que la mavoria de los políticos que gobernaban salían de las logias, tuvieron el suficiente tino para producir un ambiente de calma, decisivo ante el cúmulo de es- cándalos que amenazó la existencia de la república bur guesa.
5)
Durante la presidencia de Sadi Carnot estalló el más formidable de los escándalos que afectaron a la ter cera República; el asunto del canal de Panamá.
Fernando Lesseps, el "gran francés", como lo llamé Gambetta, era un hombre de un extraordinario opti- mismo unido a una igual energía y tenacidad; cuando emprendía una obra que consideraba buena, útil y no sible de ejecutar, lo haría convencido que nadie ni nada podría detenerlo. Como dijo el representante pontif: ció en la ceremonia de la apertura del canal de Suez: "Tiene una fe sobrehumana en la realización de esta gigantesca obra".
Lesseps no era ingeniero, concibió como hombre emprendedor la idea de abrir el canal de Suez, que ya en tiempos antiguos había sido habilitado. Respaldado por el segundo Imperio francés —era pariente de la em- peratriz Eugenia— formó una compañía y obtuvo las concesiones necesarias del gobierno egipcio y se lanzó a construir el canal. El éxito obtenido lo desvaneció en cuanto a las posibilidades de emprender otra obra que ^1 consideraba semejante: ei canal de Panamá, algo que se había discutido; era uno de los muchos provectos en que se había fijado la mente soñadora de Napoleón
ni.
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El no tener los conocimientos de ingeniería nece- sarios le impedia a Lessepes ver la diferencia inmensa que había entre abrir un canal en Suez o en Panamá. Uno de los asesores técnicos que tuvo en el proyecto del canal de Panamá, Bunau Varilla, describe la cor- tesía e incredulidad con que Lesseps escuchaba las ob- jeciones ingeníenles que se le hacían y dice: "Era evi- dente que no veía en ellas sino otras de aquellas ideas de los ingenieros que tanto le habían estorbado en Suez y que había superado abriendo paso a la naturaleza y al sentido común".
Lesseps escuchaba; pero no tomaba en cuenta nin- guna razón técnica y se mantuvo firme en la idea de que el canal de Panamá podía abrirse a nivel como el de Suez; no apreció la dificultad de los cortes en la ca- dena de montañas que continúa de los Andes hacia la América Central. El construir esclusas, como se le pro- ponía, lo consideró como algo innecesario. Además par- tió de otra grave equivocación en cuanto al capital ne- cesario y sólo aceptó trescientos millones de francos. Tenía sesenta y cuatro años de edad cuando inició esta aventura que iba a ser fatal, que iba a amargar los úl- timos años de su gloriosa existencia.
Las enormes dificultades para ejecutar el trabajo unidas al clima tropical, fatal para el europeo, prolon- garon la ejecución de la obra cada vez más y gastaron el optimismo inicial de los inversionistas. Comenzó la explotación ejercida por la prensa; hubo que pagar a los periodistas para que no dijeran nada desfavorable y por último para que ocultaran el verdadero fracaso producido; hasta los periódicos más pequeños tomaron parte en este reparto forzado de dinero. Cuando el go- bierno francés quiso tener una idea cabal de lo que pasaba, envió al ingeniero Rousseau que estudió dete- nidamente el problema y no se atrevió a dar un infor- me claro sobre lo que pasaba; sólo en privado dijo algo que luego trascendió y entonces hubo que pagar más
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a la prensa para conservar el silencio que era indispen- sable mantener.
Luego entraron a participar en el festín del repar- to de dinero, los políticos. Era ministro de Obras Pú- blicas Baihaut, ingeniero distinguido, republicano, ora- dor moralista, cuya fama quedó destrozada cuando se supo que había sacado su parte en Panamá. Pidió un mi- llón de francos por su silencio; sólo alcanzó a recibir trescientos setenta y cinco mil antes de la catástrofe. Apareció financiando la Compañía la figura más bri- llante de la banca, el barón Santiago Reinach, judío alemán, naturalizado francés. A su Jado figuraba el Dr. Cornelius Herz, nacido francés, hijo de padres ju- díos; hombre hábil, caballero de la Legión de Honor; este movía los negocios apoyado, entre varios, por un político de primera línea, famoso como polemista y te- mible duelista, Jorge Clemenceau. Consiguieron que las Cámaras autorizaran un empréstito por setecientos veinte millones cuya colocación fue el fracaso final, sólo se cubrieron doscientos cincuenta y cuatro millones. Era el desastre total, comenzaron las protestas de los accio- nistas y la prensa, ya no pagada, se lanzó al ataque.
6)
El anti-semitismo existía en Francia desde antes de la época napoleónica; al darles a los judíos franceses igualdad de derechos que a los demás ciudadanos co- menzaron a tomar gran importancia especialmente en la banca. Se formó un conjunto internacional de ban- queros judíos que comenzó a ejercer, gracias al for- midable poder financiero que poseían, una influencia indirecta política que aun llegaba a usar el soborno, fácil de emplear en regímenes como el de la tercera República.
Uno de los grupos más conocidos era el de los Rothschild. Procedentes del getho de Francfort, Natán
Rothschild y sus hermanos llegaron a reunir una cuan- tiosa fortuna durante la época de las guerras napoleó- nicas. El margrave de Hesse era un príncipe avaro. Ha- bía ganado enormes sumas de dinero arrendando los regimientos de su ejército a Inglaterra y cuando su principado fue ocupado por los franceses huyó y dejó oculto en su castillo de Cassel gran cantidad de oro y entregó a uno de sus secretarios, en quien tenía gran confianza, la administración de los bienes que no pudo llevar a Inglaterra, donde se había refugiado. Natán Rothschild, que era el talento financiero de la familia, se puso de acuerdo con el secretario y, sin que el mar- grave lo sospechara, emprendieron lucrativos negocios con los bienes de este último. Uno de estos negocios fue el comprar las letras que el gobierno inglés enviaba al duque de Wellington para mantener el ejército que com- batía en España. No se podía enviar el dinero en efecti- vo por las dificultades de la guerra; Wellington nego- ciaba estas letras con comerciantes griegos que las acep- taban exigiéndole un enorme descuento, para después cambiarlas en Londres.
Natán organizó con sus hermanos un servicio secre- to para abastecer de numerario al ejército inglés. Uno de los Rothschild estaba destacado en España, otro via- jaba a través de Francia y un tercero establecido en Holanda recibía y entregaba el oro proveniente de las letras inglesas que Natán cobraba en Inglaterra con una ganancia cuantiosa que recompensaba más que genero- samente los peligros que este comercio encerraba. Al terminar el Imperio de Napoleón, los Rothschild, insta- lados en Londres, París, Amsterdan y Francfort, dueños ya de un enorme capital, supieron ganar el apoyo de los políticos que actuaban en el congreso de Viena, entre ellos Metternich. Federico Gentz se sabe que recibió nu- merosos préstamos; se ignora si fueron cancelados.
Al adquirir importancia, los Rothschild pagaron es- critores que crearon una leyenda laudatoria acerca del
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origen de tan gran fortuna y de la influencia política cada vez mayor, adquirida por la familia. Supieron man- tenerse unidos y conservar la pureza racial y aun fami- liar prefiriendo los matrimonios dentro de la parentela.
El anti-semitismo encontró en Eduardo Drumont un formidable periodista. Fundó el diario "La Libre Parole", que tenía por lema "Francia para los france- ses"; junto con atacar a los emigrantes se especializó en el ataque hacia los judíos, ya fueran de origen francés o extranjero. En 1886 publicó un libro que le dio gran fama: "La Francia Judía". Su publicación dio origen a un duelo con uno de los más conocidos periodistas fran- ceses; judío, que dirigía un periódico de la burguesía ele- gante. Arturo Níeyer, el que no observó las reglas due- iisticas e hirió gravemente con su espada a Drumont; esto contribuyó a que aumentara la popularidad de és- te último.
Las enconadas protestas de los perjudicados con el asunto de Panamá reforzaron la campaña anti-semita que hizo crisis cuando se supo la muerte del banquero Reinach. Se dijo que se había suicidado o que había sido envenenado y ante la quiebra de la Compañía del Canal, fue imposible evitar que la Cámara tuviera que nombrar una comisión investigadora. Eran de todos conocidos los nombres de los senadores, diputados, ministros y po- líticos que habían lucrado con este asunto. Como pasa generalmente en estos casos, la comisión dio largas al asunto para al final verse obligada a dar los nombres de algunos culpables. Lo triste fue que los que habían procedido honradamente, como los Lesseps, padre e hi- jo, fueron procesados y condenados.
La campaña anti-semita se descargó con más furia en el asunto Dreyfus. El capitán Alfredo Dreyfus, fran- cés de familia judía, fue acusado de vender secretos del ejército a ios alemanes. La acusación fue equivocada y Dreyfus, injustamente condenado y después de largo tiempo rehabilitado.
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CAPITULO XIX
1) E] emperador Guillermo II.— 2) Política internacional de Bismarck.— 3) Bismarck tiene que retirarse.— Bulow.— 4) La reina Victoria de Inglaterra.— 5) Síntesis final.
1)
A la edad de noventa años murió Guillermo I, el primer Emperador del segundo Imperio, del segundo Reich. A pesar de que duró cuarenta y ocho años, el segundo Imperio alemán corrió igual suerte que el segundo Imperio francés; su mayor duración se debió a Bismarck. Por desgracia para Alemania, el nuevo Em- perador, Federico III, cuando subió al trono padecía de un cáncer a la garganta, ya mortal. Alcanzó a reinar tres meses y pasó a ser el tercer Emperador su hijo Guillermo II, joven inteligente, pero sin criterio, de un carácter voluble, neurótico, con raptos apasionados. No supo medir sus palabras ni apreciar en su justo valor a sus ministros.
Los historiadores alemanes de antes de la primera guerra mundial, llevados por un exagerado orgullo na- cional, llamaron a Guillermo I, Guillermo el Grande. Monarca bondadoso, de vida correcta, su gran mérito fue el comprender la necesidad de entregar la dirección política a un hombre capaz y mantenerlo en el poder, a pesar de los odios profundos que este ministro, Bis-
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marck, despertó no sólo en la corte, sino en la misma familia imperial. Guillermo I tiene cierto parecido con el rey Luis XIII de Francia, con la diferencia que Ri- chelieu, tal vez debido a su mala salud, buscara un co- laborador capaz de continuar su obra y Bismarck no lo hizo.
El Canciller de Hierro, hombre autoritario y ab- sorvente, trató de alejar a los que pudieran hacer som- bra a su talento político. Parece que pensó que su hijo mayor Herberto, lo heredara, que la Cancillería pasara a ser algo como la Mayordomía del Palacio de los reyes Merovingios, fuera hereditaria en su familia. Todo es- to fracasó al llegar al poder el Kaiser Guillermo II. Muy pronto el cortejo de aduladores que rodeaba al nuevo monarca le hizo ver que un hombre dotado de un indiscutible talento como era él, no sólo político sino también militar, nunca sería nada mientras tuvie- ra un ministro como Bismarck, que lo hacía todo y al cual se dirigía toda la burocracia administrativa. Esto fue fatal; se molestó a Bismarck hasta que se vio obli- gado a retirarse del poder.
Guillermo II tenía la ingenuidad de creer que el talento político era un don que Dios daba a los mo- narcas y vio en Bismarck el obstáculo que se oponía a que siguiera una política propia; nunca pudo analizar la versatilidad de su pensamiento. Es lo más probable que Bismarck no conociera las ideas de Vico acerca de la evolución de la Historia; ni tampoco que conociera las teorías de Danilewski sobre las diferencias de las culturas y la absoluta separación existente entre la ideo- logía rusa y la occidental, mas su extraordinario talen- to político le hizo apreciar en su exacto valor la situa- ción creada al nuevo Imperio alemán.
El que Rusia hubiera aceptado que Prusia derro- tara al Austria y formara la Confederación de Alema- nia del Norte, era para los prusianos un motivo de agra- decimiento hacia el Zar, una continuación de la ya tra-
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dicional amistad ruso-prusiana. Bismarck no lo estimaba así; Rusia tuvo motivos para permitir que estallara la guerra: una venganza hacia el Austria por su comporta- miento durante la guerra de Crimea y la convicción de que las dos potencias se destrozarían tal como le intere- saba a la política rusa. La victoria prusiana en Sadowa fue una revelación del posible valor del ejército prusiano y la paz con Austria, exigida por Bismarck al rey Gui- llermo, evitó las complicaciones que Rusia iba a pro- vocar.
El único que en la corte prusiana veía con nitidez la política a seguir era Bismarck y logró imponer su voluntad. La segunda victoria, el aplastamiento de Francia, fue, igualmente, una nueva equivocación del zar Alejandro II. El monarca ruso creyó en un triunfo francés, o en una guerra tan prolongada, que iba a entregar Prusia a la protección rusa e iba a eliminar las restricciones impuestas en París después de la gue- rra de Crimea. Si Bismarck aceptó firmar la paz de Francfort y no terminó de destrozar a Francia, como era su deseo, fue por el temor de entrar en complica- ciones con Rusia. El Zar vio con temor que la nación protegida se transformaba en una potencia de primer orden. El ideal ruso de dominar toda Polonia y dejar una Alemania disgregada dependiente de su voluntad desaparecía. Al poco tiempo, al ver Bismarck la forma rápida en que Francia resurgía y ante la seguridad de que sería un enemigo implacable de Alemania, trató de volver a invadir Francia y no lo hizo ante la aposición de Inglaterra, Austria y especialmente del Zar.
2) •
Bismarck había entrado en contacto con los húnga- ros enemigos del dominio austríaco, antes de que esta- llara la guerra austro-prusiana; después de firmada la
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paz continuó estas relaciones que le servían de apoyo para su política de acercamiento hacia el Austria. La alianza de los tres emperadores, el ruso, el alemán y el austríaco francasó con la guerra ruso-turca y Rusia tuvo que ceder ante la actitud amenazadora de Alemania y Austria en el Congreso de Berlín. Desde entonces fue posible para Alemania el tener que encontrarse ante una guerra en dos frentes; toda la diplomacia de Bis- marck se encaminó a evitar este peligro para el nuevo Imperio. Había comprendido que el expansionismo ruso hacia el occidente obedecía, no sólo a una ambición de conquista, sino en cierto modo a una necesidad fisioló- gica del Imperio ruso, que al no satisfacerla peligraba en su estabilidad interior.
Inició un sistema de tratados, uno con Austria en el cual se comprometían a defenderse mutuamente las dos potencias ante el ataque de otra nación, y otro con Rusia que establecía la neutralidad rusa si Alemania era atacada por Francia y la del Imperio alemán si Rusia se veía atacada por Austria. Así impedía la posibilidad de una guerra entre Austria y Rusia y formaba un blo- que defensivo entre los dos imperios germánicos que imposibilitaba el avance ruso en la Europa occidental. No se hacía ilusiones Bismarck acerca del valor efec- tivo de los tratados; como lo declaró imprudentemente uno de sus sucesores, eran sólo un pedazo de papel, si los intereses que los generaban se invertían. Bismarck sabía muy bien que el derecho internacional sólo tiene valor real si hay una fuerza que obligue a respetarlo; por este motivo trató de mantener y perfeccionar el poder militar alemán y al mismo tiempo debilitar a la nación que consideraba como un seguro adversario en el caso de cualquier conflicto bélico: Francia. Al no po- der anularla con una nueva guerra, procuró evitar que tuviera un gobierno fuerte; impidió indirectamente la restauración monárquica y apoyó la República, que él consideraba como el gobierno de un consorcio de ex-
plotación burguesa que no se preocuparía de crear un eficaz poder militar.
El sistema de política internacional de Bismarck procura estabilizar un régimen que detenga la segura tentativa rusa de un avance hacia Constantinopla o ha- cia el occidente; esto se completaría si consiguiera la alianza inglesa; comprende cuán necesario es no des- pertar el temor de Inglaterra, no afectar en ninguna forma su poder marítimo ni oponerse a sus intereses coloniales. Tiende sus redes hasta conseguir secretamen- te el apoyo inglés; procura que Francia se apodere de Túnez, algo que él ha preparado reservadamente con el acuerdo inglés. Italia se disgusta por considerar este territorio africano como un complemento de la nacio- nalidad italiana. Bismarck consigue que Italia entre a formar la Triple Alianza con Austria y Alemania.
Se ha creído ver una falla del talento político de Bismarck al organizar esta alianza insegura, pues para Italia el gran enemigo era Austria, que poseía territo- rios poblados por italianos y era difícil que estos quisie- ran combatir contra Francia. El objetivo que guiaba al Canciller alemán era muy diferente: Inglaterra tra- taba de mantener el mar Mediterráneo bajo su control y miraba con simpatía a Italia como rival de Francia en el dominio de este mar y, por lo tanto, un aliado ante la ambición francesa. Es decir, la alianza con Ita- lia atraía hacia el bloque central el apoyo inglés y con esto quedaba asegurada la paz en Europa y se afianzaba la estabilidad del Imperio alemán.
Al ocupar el trono imperial Guillermo II, todo cambió. Su carácter versátil, su completa falta de crite- rio, lo inducían a pronunciar brillantes discursos, a co- locar anotaciones en los documentos de la cancillería para satisfacer su afán histriónico, sin tomar en cuenta
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que las palabras imperiales eran tomadas necesariamen- te en serio y la incoherencia del sentido político de ellas llegaría a ser fatal. Bismarck se permitió observar al Emperador que no hiciera sus observaciones en los do- cumentos oficiales, pues esto introducía perturbaciones en la política seguida por la Cancillería.
La acción constante del cortejo de aduladores del Kaiser completó su creencia en la existencia de una in- teligencia superior de los monarcas, herencia de un de- recho divino y le hizo ver la necesidad de alejar al gran obstáculo que era Bismarck. El alejamiento del gran ministro fue un desastre; en su lugar nombró a Caprivi y después al príncipe Hohenlohe; el primero un general obediente y el segundo un príncipe anciano que aceptaba un cargo, que no deseaba, sólo por el sen- tido del deber.
Como primer resultado del alejamiento de Bismarck, se produjo la no renovación del tratado con Rusia. Al terminar el plazo de vigencia de este tratado, el Zar quiso renovarlo, mas al saber que ya no se iba a tratar con Bismarck y al ver que el gobierno alemán miraba este acuerdo como una solicitud rusa que se debía es- tudiar largamente, lo dejó en nada, y Rusia ante su ais- lamiento comenzó a mirar con simpatía la amistad fran- cesa y se produjo lo que Bismarck había tratado de evi- tar; el comprendía algo que el nuevo gobierno alemán estimaba imposible; una alianza entre un estado auto- crático y otro republicano. El Canciller de Hierro sabía que en política no hay nada imposible; todo depende de los intereses puestos en juego. Ya había sucedido que los príncipes cristianos se aliaran con sus peores enemi- gos, los turcos, cuando les convenía hacerlo.
Alarmado Bismarck, aunque ya ha dejado el mi- nisterio, al ver cómo se destruía su obra en forma tan inconsciente, trata de aconsejar a Caprivi sobre el tra- tado ruso y éste le responde: "Un hombre como Ud. puede jugar con cinco pelotas a la vez, mientras que
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otras gentes hacen bien en limitarse a jugar con una o dos '.
El distanciamiento del emperador Guillermo II res- pecto de su madre, la emperatriz Victoria, hija de la rei- na Victoria de Inglaterra, se tradujo en un odio entre el principe de Gales, futuro Eduardo VII, y su sobrino el Emperador alemán, y esto dio motivos a que se agria- ran cada día más los ánimos de los dirigentes ingleses respecto de Alemania. Al comparar a su tío Eduardo con un pavo real, hizo que este otro dijera que su so- brino el Kaiser era el más brillante fracasado de la His- toria .
El único ministro capaz que tuvo Guillermo II des- pués de Bismarck, fue el príncipe Bülow; por desgracia éste creía asegurar su poder adulando al Kaiser, a veces desvergonzadamente. En una carta dirigida al principe Eulemburgo, íntimo amigo de ambos, con el objeto de que la viera Guillermo II, le dice en una parte:
"'Mi corazón se entrega cada vez más al Empera- dor. ¡Es tan extraordinario! Indudablemente con el Gran Rey (Federico II) y el Gran Elector, es el más extraordinario de todos los Hohenzollern, pasados y presentes. En él se reúnen en una forma que nunca he visto hasta ahora, la verdadera e innata genialidad, con la más clara de las comprensiones. Tiene una fan- tasía que con vuelo de águila, se eleva por encima de todas las pequeneces y, junto a esto, la fría mirada que calcula lo posible y asequible; pero sobre todo ¡qué fuerza de acción, qué memoria, qué seguridad y rapi- dez de comprensión!"
Era imposible que un hombre del carácter del Kai- ser pudiera resistir a una adulación así: y esta cita es sólo una muestra de la constante loa que se cantaba en honor del Emperador. De suma gravedad fue la actua- ción del Kaiser en el ejército. Este organismo, tan per- feccionado, se encontró ante un Emperador, jefe supre- mo, que sin experiencia ninguna se creía un gran ge-
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neral y tomaba el mando en las maniobras, de tal modo que el problema por resolver de los generales era procu- rar que el Kaiser triunfara sin tomar en cuenta todos los errores que cometía. Esta situación creó en el Estado Mayor gran descontento y desilusión entre los jefes estu- diosos y preparados. Al ser nombrado para la jefatura suprema Moltke, sobrino del gran mariscal, tuvo la en- tereza de decir al Emperador:
"Vuestra Majestad sabe que los ejércitos por Vues- tra Majestad dirigidos, envuelven con precisión matemá- tica al enemigo y deciden así de un golpe la guerra. Este modo de jugar a la guerra en que el enemigo, por decir- lo así, le es librado a Vuestra Majestad con las manos atadas, despierta falsas ideas, que tienen que ser perju- diciales, si la guerra llega de verdad".
Estas palabras causaron excelente resultado; en ade- lante el Emperador sólo intervenía en la crítica de las maniobras y lo más honroso fue que mantuvo en su puesto a Moltke y jamás dio muestras de no haber agra- decido su franqueza. De esto se deduce que fue una gran desgracia para Alemania que en el gobierno no hubiera habido políticos valientes y capaces de decir la verdad, como Moltke, y no de tratar sólo de adular.
4)
Los sesenta años que duró el reinado de la reina Victoria y los nueve que siguieron de su hijo Eduardo VII forman el período más glorioso de la monarquía in- glesa.
Tuvo la reina Victoria la suerte de encontrar una serie de estadistas de notables cualidades. Después de Peel y de Palmerston aparecieron en la escena política Gladstone y Disraeli, liberal el primero, conservador el segundo. El fenómeno político más curioso es la trans- formación del gobierno inglés; el paso de una oligar- quía burguesa, plutocrática, que gobernaba por medio
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del Parlamento, a una democracia, por la lenta incor- poración de la población al régimen electoral. En Fran- cia se instauró el sufragio universal en 1848; setenta años después se estableció en Inglaterra; pero durante este lapso se habían disminuido las exigencias para te- ner la calidad de elector paulatinamente. Los partidos tradicionales, los conservadores y liberales se encontra- ron con un nuevo rival; .el partido laborista, formado a base de los elementos obreros que se habían incorpora- do al electorado británico. Con igual sentido de la rea- lidad se procedió en cuanto a las leyes que gravaban la importación de granos produciendo carestía en la ali- mentación; fueron modificadas hasta llegar por un tiem- po a una política libre cambista.
Uno de los problemas más graves que afectaban a la monarquía inglesa, era el de Irlanda. A la clasifica- ción hecha anteriormente de culturas divergentes y cul- turas céntricas, agregamos la de pueblos dominadores y por último la de pueblos extraños. En este grupo el más curioso es el pueblo judío, por su persistente creencia de ser un pueblo elegido; lo que le ha hecho mantener un extraordinario exclusivismo racial, y lo más notable es que se ha podido mantener así en forma milenaria hasta llegar a ser un pueblo internacional que ha conser- vado la pureza racial. Hay otros pueblos que por sus ca- racterísticas especiales caben en esta clasificación de pueblos extraños; uno de ellos es el vasco y otro, con cierto parecido, el irlandés.
Los irlandeses han pasado a través de varios domi- nios y culturas sin perder jamás su carácter propio. De raza celta, poblaban la verde Erin. No llegó hasta ellos la cultura romana. El cristianismo penetró en la isla que se transformó en un centro de la nueva religión. Se ha llamado a Irlanda la isla de los santos; expuesta a las invasiones normandas sólo vino a caer en poder de In- glaterra en tiempos de Enrique Q, el rey normando fran- cés. La Reforma alteró por completo la paz en Irlanda.
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Cuando estalló la guerra civil en Inglaterra, ya hemos visto cómo se produjo la invasión de Cromwell y sus tristes resultados: creó entre los irlandeses hacia Ingla- terra un odio inextinguible que los siglos no han po- dido disipar, a lo que se unió la diferencia religiosa; los irlandeses continuaron católicos, ya no sólo por una profunda convicción religiosa sino también como un signo de patriotismo.
En capítulos anteriores vimos cómo los diputados irlandeses formaron un grupo que dirigido por O'Con- nell pasó a ser una fuerza que el gobierno inglés tuvo que tomar en cuenta para asegurar una mayoría en el Parlamento. Los irlandeses se encaminaban hacia una solución radical: Irlanda independiente. Con el nom- bre de Home Rule el gobierno proponía una solución intermedia que consistía en conceder a Irlanda un Par- lamento propio; Gladstone no pudo solucionar el pro- blema irlandés; el hambre y la pobreza produjeron una gran emigración hacia Estados Unidos, donde los ir- landeses y sus descendientes no olvidaron el ideal de Irlanda.
El escollo para cualquier solución de la cuestión irlandesa estaba en la parte de la isla en que Cromwell había instalado colonos ingleses protestantes: los ha- bitantes de esta región no aceptaban separarse de In- glaterra y esta oposición produjo una guerra clandes- tina.
El clero de la Iglesia anglicana había llevado una vida tranquila, apacible, sin mayores problemas; eran realmente funcionarios del Estado, como en todo go- bierno cesaropapista, que dependía de una burguesía acaudalada que gobernaba hábilmente bajo la impre- sión de dar una completa libertad que de hecho no existía. El papel del cura rural era consolar a los po- bres con la esperanza de un más allá promisor y pro- curar que los ricos continuaran el goce tranquilo de
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sus bienes y la explotación de la miseria del proleta- riado.
La Revolución Francesa afectó considerablemente el modo de pensar de las clases bajas. A pesar de que se combatió tenazmente a Francia, fue imposible evitar que se conociera cuánto puede cambiar la organización social un movimiento como el francés. Hubo que em- prender reformas, las que necesariamente tuvieron que afectar la organización eclesiástica. La emancipación de los católicos produjo imprevistos resultados dentro del clero anglicano, que miraba con estupor la aparición de nuevas sectas que dividían cada vez más el protes- tantismo.
En la Universidad de Oxford, un grupo de hom- bres estudiosos inició una crítica detenida de la situa- ción de la Iglesia anglicana; partían de un odio acen- tuado hacia la Iglesia romana y, sin embargo, la lectu- ra y el estudio de los Padres de la Iglesia y de la his- toria de la religión, llevó a varios al catolicismo. Una de las figuras más caracterizadas de este movimiento fue Juan Enrique Newman, clérigo anglicano que abjuró pa- ra hacerse sacerdote católico; tiempo después el Papa León XIII lo hizo cardenal.
Al restablecer Pío IX la jerarquía católica en In- glaterra, creó el arzobispado de Westminster y nombró como primer arzobispo y primado de Inglaterra a Ni- colás Wiseman, elevado al cardenalato. Los temores que el gobierno inglés tuvo, al considerar el acuerdo del Pa- pa como una intromisión de este en los asuntos ingleses, fue luego disipada por la brillante actuación del carde- nal Wiseman. A su muerte fue reemplazado por Enri- que Eduardo Manning. Manning, cura y dignatario de la Iglesia anglicana, antes de su conversión al cato- licismo, es uno de los hombres más notables de Ingla- terra de esa época; él y Gladstone figuran entre el gru- po más selecto de los políticos Victorianos. Pío IX dijo que al nombrarlo como cardenal primado de Inglaterra
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había obedecido a una voz que le decía: "Ponle allí, pon- le allí". Su actuación superó las esperanzas que en él se habían fundado.
5)
Una síntesis de lo tratado en este volumen, el quin- to de "Teocracia Católica", podría reducirse a indicar los tres acontecimientos más transcendentales sucedidos en este período de cerca de cincuenta años, correspon- dientes a la segunda mitad del siglo XIX. Estos serían:
a) Fin del poder temporal de la Iglesia católica y transformación del Imperio Teocrático en Imperio Es- piritual.
b) En las varias naciones que forman la cultura occidental, el poder es ejercido por la burguesía por in- termedio de los Parlamentos, tanto en los regímenes monánquicos como en los republicanos.
c) Dentro de la cultura occidental, se logra formar un bloque que impide el avance del dominio ruso ha- cia el occidente. La alianza anglo-francesa logra en la guerra de Crimea hacer retroceder el imperialismo de la cultura rusa. En el Congreso de Berlín, Rusia se en- cuentra ante la unión de las principales potencias oc- cidentales y se ve obligada a ceder.
En el siguiente volumen, el sexto, veremos cómo la cultura occidental, envanecida por el prodigioso avan- ce de la ciencia, del saber humano, no se dio cuenta de la realidad; sus políticos no sintieron que se marchaba inexorablemente hacia la ruina, si se continuaba la po- lítica ya característica de las culturas divergentes.
La primera guerra mundial fue un primer aviso de lo que podía suceder; desgraciadamente no se interpre-
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tó asi. El imperialismo occidental aumenta y llega a su apogeo; la caída del zarismo hace creer que el problema ruso está solucionado, que ya no es un peligro. La si- guiente guerra mundial, como lo veremos, marca el fin del poderío de la cultura occidental para dar paso a una decadencia, que podría clasificarse como una deses- perada senilidad.
El Imperio Espiritual se robustece cada vez más hasta llegar a considerarse el Vaticano como una poten- cia mundial. A pesar de que el soberano, el Papa, es sólo dueño de unas cuantas hectáreas, su poder, sola- mente espiritual, abarca el mundo sin limitaciones ma- teriales de razas, costumbres, idiomas o culturas.
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INDICE
PROLOGO
CAPITULO I
1) España, regencia de la reina Cristina.— 2) Isabel II, reina de España.— 3) Caída de Luis Felipe, rey de los franceses.- 4) Caída de Metternich.- 5) El sentido del problema de la unidad italiana y alemana — 6) La re- volución de 1848 en Roma.- 7) Fuga de Pío IX a Gae- ta.
CAPITULO II
1) Austria aplasta la revolución en Venecia y en Lom- bardía. 2) La segunda República en Francia.— 3) y 4) El príncipe Luis Napoleón.— 5) Luis Napoleón presi- dente de Francia.
CAPITULO III
1) Pío IX regresa a Roma.— 2) y 3) El golpe de Esta- do del 2 de diciembre en Francia.— 4) El segundo Im- perio francés.
CAPITULO IV
I) El emperador Francisco José de Austria.— 2) Fin de la rebelión en Italia y en Hungría.— 3) La revolución en Alemania.— 4) El zar Nicolás I.— 5) Los partidos es- lavistas y revolucionarios en Rusia.— 6) Dostoiewski.
CAPITULO V
1) Verdadera importancia de la guerra de Crimea — 2) Origen de la guerra de Crimea.— 3) Guerra de Cri- mea.— 4) Cavour.— 5) El Piamonte entra a la guerra de Crimea.
CAPITULO VI
1) Actitud del Austria ante la guerra de Crimea.— 2) Congreso de París.— 3) Cavour y Napoleón III.— 4) Ca- vour y la unidad italiana.— 5) Atentado de Orsini.— 6) Napoleón III se decide a intervenir en Italia.
CAPITULO VII
1) Guerra franco-austríaca.— 2) Primera parte de la uni- ficación italiana. 3) Muerte de Cavour.— 4) Juicio so- bre Cavour.— 5) Cultura hispanoamericana.— 6) Guerra entre Estados Unidos y Méjico.— 7) y 8) Causas de la guerra de Secesión.
CAPITULO VIII :
1) y 2) La guerra de Secesión.— 3) Fin de la guerra.— 4) Méjico y Juárez.— 5) Causas de la expedición fran-
cesa a Méjico.— 6) Maximiliano emperador de Méjico.— 7) Ernesto Renán.
CAPITULO IX
I) Consideraciones sobre el problema de la unidad alemana— 2) Oión de Bismarck — 3) Política de Bis- marck.— 4) Guerra de los ducados — 5) Guerra austro- prusiana.— 6) Consecuencias del triunfo de Prusia.
CAPITULO X
1) Períodos políticos del segundo Imperio francés.— 2) Retirada de los franceses en Méjico — 3) La Bula "Quan- ta cura" y el Syllabus.— 4) y 5) Concilio del Vaticano — 6) Gobierno y caída de Isabel II de España — 7) El ge- neral Prim.
CAPITULO XI
1) Se ofrece la corona de España al príncipe Leopoldo de Hohenzollern.— 2) , 3) y 4) Guerra franco-alemana.— 5) Caída del segundo Imperio francés.— 6) Tratado de Francfort.
CAPITULO XII
1) El segundo Imperio alemán.— 2) Pío IX se retira al Vaticano.— 3) y 4) El Imperio Espiritual.— 5) Insurrec- ción de París.— 6) Gobierno de Thiers.— 7 Proceso de Bazaine.
CAPITULO XIII
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1) El zar Alejandro II.- 2) El nihilismo.- 3) Liberación de los siervos.— 4) Bismarck y los católicos alemanes.— 5) y 6) El Kulturkampf.
CAPITULO XIV
1) Consideraciones sobre el carácter ruso.— 2) El panes- lavismo— 3) Guerra ruso-turca.— 4) Congreso de Ber- lín.— 5) Muerte del zar Alejandro II.
CAPITULO XV
1) Clasificación de las culturas en divergentes y céntri- cas.— 2) Forma de separar los períodos de cada cultu- ra.— 3) Culturas griega, romana, bizantina y musulma- na.— 4) Culturas occidental, rusa y norteamericana.— 5) Esquemas de algunas culturas.
CAPITULO XVI 239
1) Muerte de Pío IX.- 2) y 3) Juicio sobre. Pío IX- 4) Elección de León XIII.— 5) El cardenal Joaquín Pec-
CAPITULO XVII
1) Hegel, Engels y Marx.— 2) Importancia de Marx.— 3) Fin del kulturkampf.
CAPITULO XVIII
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1) Presidencia de Mac Mahon y Grevy.— 2) El boulan- gerismo — 3) y 4) León XIII y la política francesa.— 5) El escándalo del canal de Panamá.— 6) El anti semitis- mo en Francia.
CAPITULO XIX 275
1) El emperador Guillermo II.— 2) Política internacio- nal de Bismarck — 3) Bismarck tiene que retirarse.— Bulow.— 4) La reina Victoria de Inglaterra.— 5) Sínte- sis final.
TEOCRACIA CATOLICA
(Volumen V) por Julio Tapia Cabezas
se terminó de imprimir el día 30 de abril de 1964, en los talleres de la Editorial del Pacífico, S. A., Alonso Ovalle 766, Santiago de Chile.
presenta los perfiles auténticos de todos los personajes que en ellos participaron, Al estudiarse la revolución de 1818, la Segunda República y el Segundo Impe- rio de Francia, la unificación de Italia y la de Alemania, la guerra franco-ale- mana, la libertad de los siervos en Ru- sia y la guerra ruso-turca, se analizan las interesantes y discutidas personalida- des de Napoleón III, Cavour Bismarck el Kaiser Guillermo II y el Zar Alejan- dro II, destacando aspectos que no siem- pre han sido considerados por biógrafos e historiadores.
Se otorga especial importancia a la guerra de Crimea, por ser la primera oportunidad en que las naciones occi- dentales procuran detener el avance ru- so hacia occidente. Cabe destacar a este respecto que, a través de todo este en- sayo, al estudiar hechos relacionados con Rusia, el autor ha ido demostrando su premisa de que la tendencia imperialis- ta, conquistadora, es característica de la cultura rusa, y de que se han equivoca- do todos los estadistas que han querido aplicar a esta nación el mismo cartabón que a las de la cultura occidental.
Precisamente la novedosa tesis del Pro- fesor Tapia Cabe/as de la clasificación de las culturas en divergentes y céntricas, ya expuesta en los tomos anteriores y que constituye el plan de su obra, es má- senle volumen, en que plantea un inte- resante procedimiento para interpretar la Historia.
EDITORIAL DEL PACIFICO, S. A. Alonso Ovallc /fifi — Casilla 3547 Santiago de Chi