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De estatura muy aventajada era alta entre las altas. El ruerpo liien trabado y de buenas proporciones. El rostro ova- lado, de cutis fino, y de rolor trigueño: el pelo castaño, claro casi rubio; la fren- te despejada; los ojos del color que llaman "jacinto». Sin ser muy grandes, tenian bonita forma y estaban cercados de tupi- das y oscuras pestañas, que le daban una belleza particular. La mirada babitual era profunda; parecía que veía más lejos que los demás: pero al animarse en la conversación, sus ojos centellaban y to- maban, a veces, una expresión inocente- mente picaresca. Las cejas oscuras, como hechas a pincel, a manera de decir. La nariz recta, de muy buena proporción, ligeramente levantada: la boca muy bien delineada, mis bien grande que pequeña, con labios delgados y rojos que descu- brían en su sonrisa una dentadura fina, pareja y nacarada. Al sonreír, se le hoya- ban las mejillas, dando a su rostro una gracia encantadora. Las manos bien mo- deladas, llenas y proporcionadas a su es- tatura. Su andar era poco común, pues parecía que sus pies apenas tocaban al suelo...»
«Su belleza angelical revelaba la in- mensa pureza de su alma, y se despren- día de todo su ser una fragancia de ino- cencia que llevaba a Dios...» (1)
(1) De los datos recopilados en Un /.¡rio drl Carmelo.
FRAY JUAN JOSÉ DE LA INMACULADA O. C. D.
TERESA DE LOS ANDES
TERESA DE LOS ANDES
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FRAY JUAN JOSÉ DE LA INMACULADA O. C. D.
TERESA DE LOS ANDES
IMPRIMI potest: Fr. HIPPOL1TUS A S. FAMILIA Provincialis.
Victoriae. 4 augusti anni 1940.
mhil obstat: Dr. FRANCISCUS PAJARES Censor.
imprimatur: f& JOSEPHUS Episcopus santanderiensis.
Santanderii, 24 martii 19ó0.
ALDUS, S. A. de Artes Gráficas.— Santander
OBRAS DEL MISMO AUTOR
El último grado del Amor. Psicología de San Juan de la Cruz. Hacia las cumbres del Ideal. Cincuenta años de apostolado. Cartas de un esteta a un teólogo. Por un solo pensamiento.
PROLOGO
INVADIENDO con fiebre de construcción la planicie, se levanta anclada sobre mares de mieses y verdes praderas, la capital de Chile. Su valle, dilatado y plano como la superficie de una mesa, se desliza entre el macizo andino y la negruzca cordillera de la costa, de trazado paralelo a la anterior.
Santiago es la ciudad madre de Chile. Todo Chile está en San- tiago, dicen con mucha verdad.
Allí están concentrados todos los poderes gubernamentales y políticos que algo suponen en el país; sus dos Universidades de fama mundial, e innumerables instituciones de alta cultura. Es además la plaza militar de primer orden, y uno de los centros fabri- les principales de América.
Y así como es de variado el conjunto de las vivencias que encierra dentro de su vasto perímetro, así lo es de heterogénea su construc- ción. Junto a la casona colonial, de saliente cornisa y amplio por- talón, se levanta, a alturas insultantes, el rascacielos de tipo newyor- quino; el barrio de miserables chamizos limita cotí el de chalets pretenciosos, y junto al desalado trolebiís trotan sufridos caballejos esclavos de crueles carromatos.
Pero Santiago no agobia con su peso de gran ciudad, pues el campo chileno con todos sus encantos acecha a sus mismas puertas.
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Allí, la maquinaria de labor más moderna alterna con las parejas de poderosos caballos aradores. Ruge el tractor y aturde la gigantesca trilladora, mientras cabalga el «hit asm guiando su ganado hacia la feria por entre las quebradas del macizo andino, cuyas plateadas alturas no reconocen más competidor que el soberbio Himalaya.
£l riente Cerro de Santa Lucía, bellísima avanzada de Los Andes, lo fué también de la colonización española. En su cumbre ondeó por primera vez el pendón de Castilla agitado por brisas chile- nas, mientras el capitán don Pedro de Valdivia ideaba el trazado de la nueva ciudad. Y, a la sombra de este primitivo fuerte, surgió Santiago en 1541.
Los restos que de él nos quedan: Santo Domingo, San Francisco, la Catedral, recuerdan a la actual urbe, enloquecida en su movi- miento vertiginoso y ruido ensordecedor, su cristiano y silencioso nacimiento de hace cuatro siglos.
Afortunadamente no todo es recuerdo. Hay un punto de blan- cura inmaculada, adonde convergen cada día miles de miradas. Es la Virgen de San Cristóbal, que desde su pedestal cordillerano vela para que la Religión no sea sólo un recuerdo glorioso, sino realidad palpitante en la moderna capital de Chile.
Y en efecto, sus iglesias se ven repletas de fieles en esas tardes poéticas del mes de María, cuando todo Santiago resuena en can- tares de cielo, haciendo nobilísima competencia al estruendo de la circulación.
Las manifestaciones valientes de fervor, que ocupan las prin- cipales arterias y desvían la avalancha de vehículos, para dar paso a la majestad del Señor Sacramentado o a la imagen coronada de la Virgen del Carmen, arrancan la adhesión de los más escép- ticos.
El Congreso Eucarístico de ig4i, en que tuvo parte tan desta- cada el Embajador de España Marqués de Luca de Tena, y la Colonia Española en general, produjo en el país una intensa con- moción piadosa.
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En años sucesivos ¡a llama fué alimentada por el Congreso Mariano y el de los Sagrados Corazones; y los frutos de estos acon- tecimientos todavía se palpan, sostenidos y sistematizados dentro de los más modernos moldes de la Acción Católica.
No se trata simplemente de piedad de relumbrón. Las pruebas son satisfactorias. Ahí están las fundaciones religiosas, hospitales, clínicas, dispensarios y Universidades oficiales y populares, en número increíble, que demuestran qué bien se practica en Chile el ^mandamiento segundo*, que es semejante al primero, y garantía humana del cumplimiento de aquél.
El cuadro más luminoso tiene también sus sombras, en gracia de su misma luz. Cierto que, en Santiago, como fruto de doctrinas y costumbres sospechosas importadas de todas las partes del mundo, ha bajado el nivel religioso y moral. Pero nos consuela el ver, frente a la mundial invasión de Belial, un poderoso contingente de juven- tudes en pie, dispuestas a librar batalla antes que permitir la victo- ria del genio del mal.
Hay derecho a esperar mucho, pese a los inevitables vaive- nes políticos, de una sociedad cristiana que ha sabido destacar trescientas jóvenes, la crema de la sociedad de Santiago, que se han puesto al servicio del Ministerio de Educación para expli- car gratuitamente el Catecismo en las escuelas en que estaba más desatendido.
Es el ejemplo arrebatador del Cardenal Arzobispo, que no cree indigno de su sagrada púrpura ni impropio de su avanzada edad, explicar todos los domingos el Evangelio en alguno de los hospita- les de Santiago.
Es mucho, es tanto lo bueno que hay en Santiago, que no tene- mos derecho a alarmarnos por su futuro mientras sean tan numero- sos los buenos, y tan activos y organizados los católicos de línea; y mientras arda la llama de la fe con tan vivos reflejos eucaristicos y moríanos como en Teresa de los Andes.
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JuANITA Fernández Solar no hace, por tanto, excepción, sino que aflora del ambiente piadoso de Santiago.
Son muchas como ella las jóvenes que salidas, tanto de la más humilde clase social como de la alta aristocracia, han dejado todo, lo mucho o poco que tenían, para ver marchitar su juventud a la cabecera de un enfermo, en la trabajosa educación de la niñez o encerradas para siempre tras las rejas de la clausura.
Juanita es hija de uno de esos distinguidos troncos chilenos, que alimentaron mucho tiempo sits raíces en España; y han transmitido íntegras, a través de las generaciones, su fe junto a su laboriosidad.
Pertenece la joven a esa clase, que no se ha escudado tras la abundancia para vivir en fácil holganza, sino que con su trabajo ha sostenido y acrecentado la herencia de sus mayores.
Sin perder la proverbial distinción de la capital, donde tienen su magnífica residencia y cumplen escrupidosamente sus deberes de clase, dirigen y vigilan en sus haciendas inmensas el trabajo y la producción.
Allí vemos al «patrón», jinete en soberbio potro, «media sangre inglesa», impartir órdenes a mayordomos y capataces, que cabalgan a sus lados sobre recios bridones de corte velazquiano, luciendo atavíos mtdticolores. Inspeccionan personalmente los trabajos de la trilla, y luego el estado de la plantación; y trepan cerros y se desli- zan por quebradas para informarse de la conducta y de la salud de sus colonos.
En gran nilmero de fundos el servicio espiritual está encomen- dado a capellanes; en otros muchos hay bonitas capillas, donde se congregan los habitantes para asistir a misa y oír la palabra de Dios.
£sTOS fueron los campos de santificación personal y de acción apostólica de Juanita Fernández Solar, antes de su entrada en el Carmen; Santiago y la hacienda Chacabuco.
En todas partes, y aun antes del uso de razón, mostró atractivo hacia la oración, al socorro de enfermos y pobres y a la instrucción religiosa de los niños. Por el contrario, aun en su dorada juventud,
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aborrecía espectáculos y fiestas adonde, muy contra su voluntad, debió a veces asistir.
Mas no nos engañemos, al conocer tan felices inclinaciones de Juanita, con la idea de que fué buena porque no pudo ser mala.
Si se considera la abundancia y regalo en que pudo vivir, el porvenir que esperaba a su belleza y a su fortuna, no menos que la fuerza de sugestión de las fiestas de sociedad a que asistió, y sus múltiples expansiones y jiras de temporada, se habrá de concluir que Juanita fué un alma templada en la abnegación de si misma.
Además, su irascibilidad y una sensiblería extrema de que adoleció en su niñez, añadidas a una rica imaginación y al innato deseo de agradar, la hacían muy apta, en un ambiente occidental, para brillar en los salones o en la «bóite», dispuesta al matrimonio descabellado, o, tal vez, a la aventura amorosa.
ATo obstante, y como resultado de la tensión de espíritu a que se sometió para no permitirse la menor falta, y sostenida por la gracia divina, llegó a ser la criatura más dulce y condescendiente, a la vez, que enérgica e inflexible. Es la eterna antinomia de los santos.
Añadamos aún su lozanía en toda la gama de las virtudes, y la familiar y del todo extraordinaria amistad que tuvo con Jesús; manifestación espléndida para el mundo egoísta de las dulzuras del Corazón de Dios. Y tendremos una prueba más de que la santi- dad no es monopolio exclusivo de ciertos temperamentos o de deter- minadas razas; ni ha pasado a ser patrimonio histórico de la Igle- sia, sino realidad en todas las épocas.
En fin, Juanita Fernández Solar da un mentís rotundo al mundo paganizado y al catolicismo claudicante, que siguen juzgando a la vocación religiosa refugio exclusivo de los que la vida ha des- heredado de sus alegrías. Y lo da, no sólo cotí su ejemplo, sino con su pluma ardiente y delicada.
Asi, pues, quien quiera conocer todas las facetas de su perso- nalidad de santa, debe leer sus escritos íntimos, diario y cartas, que aparecen publicados en la segunda parte de esta obra. En ellos verá cómo los ardores caballerescos, heredados de Teresa de Avila, se funden con la gracia exquisita de la Virgen de Lisieux, modida- dos unos y otros a través de la delicada psicología del alma chilena.
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A pesar de que un océano nos separa de la cuna de Juanita, estamos muy íntimamente vinculados con ella por los lazos de la raza que resisten el roce de los siglos, pero mucho más por las raíces de su espiritualidad.
Los escritos, el ejemplo, de proyección secular, el ambiente de Teresa de Ahumada, cuidadosamente conservado en los Carmelos de Chile, fueron el molde donde se vació el espíritu de Sor Teresa de Jesús.
Su espiritualidad, como podrá observar el que leyere sus escritos, es netamente teresiana. Santa Teresa es el modelo cuya imitación obsesiona a la chilena: desde muy niña se enfrasca en sus obras, vive sus ejemplos, su nombre aflora a cada paso a lo largo de sus cartas. Y es que Sor Teresa de Jesús es una heredera directa del espíritu de la gran Madre avilesa, y no se entretietie con espiritua- lidades de segunda mano.
Más aún, esos dignos y competentes directores espirituales, que tan bien encauzaron su alma por las difíciles vías de la Mística, fueron españoles.
En una palabra, esta moderna Teresa de Jesús es un capullo que, mecido por las brisas españolas, abrió su blanca corola bajo el puro cielo de Chile.
Quiera Dios que pronto, y para estímulo de nuestra tibieza, veamos glorificada en la tierra a la Hermana Teresa de Jesús; y propuesta como modelo de virtudes a las almas modernas por el infalible juicio del Vicario de Cristo en la tierra.
EL AUTOR.
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DECLARACIÓN
En conformidad con los Decretos del Papa Urbano VIII, declaramos que no pretendemos dar a ninguno de los hechos o palabras contenidas en estas páginas, más autoridad que la que les dé la Santa Iglesia, a cuya decisión y fallo nos sometemos con filial sumisión.
Igualmente declaramos que el título de Santos que se aplica en el curso de esta obra, no tiene más valor que el puramente humano.
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mí, desde chica, me decían que era la más bonita de mis hermanos, y yo no me daba cuenta de ello; pero estas mismas pala- bras me las repetían cuando era más gran- de, a escondidas de mi mamá, que no le gustaba que me lo dijeran, y sólo Dios sabe lo que me costó desterrar el orgullo y la vanidad que se apoderó de mi co- razón.»
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BRISAS DE AURORA
N o lo sabían sus padrinos, cuando el 15 de julio de 1900 se acercaban jubilosos con su sobrina de dos días al baptisterio de Santa Ana. Ni lo sospechaba el ministro del altar, que hizo deslizar las aguas regeneradoras sobre la cabeza todavía informe de Juana Enriqueta Josefina.
No lo adivinaron sus padres; sólo lo supo el cielo. Aquella criatura venía a este mundo con un algo que envidiarían los ánge- les; un algo que iba a desarrollarse pujante con el mismo des- pertar de la razón, para alcanzar su total desarrollo y madurez apenas iniciada la juventud.
Si lo hubieran sabido sus buenos padres, don Miguel Fernán- dez y Jaraquemada y doña Luisa Solar Armstrong, aquel día hubiera sido, sin duda, el más feliz de su vida.
El primero y obligado paso en nuestro viaje de retorno a Dios ya está dado, en brazos de sus tíos don Salvador Ruiz Tagle y doña Rosa Fernández de Ruiz Tagle. 1 En adelante, sus pasos cada vez más presurosos hacia el Señor, los va a dar en los dulces brazos de la Virgen María.
1 El nombre de esta virtuosa dama se hizo célebre más tarde, por la curación instantánea de su pie; que abrió la era de los milagros del Xiño Jesús de Praga, en Santiago.
Teresa de los Andes. 2
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Uno de los rasgos dominantes de su carácter, su caridad para con los pobres, se reveló en la niña antes de hablar. Fué el len- guaje mudo pero expresivo del amor fraterno.
La pequeña Juanita no puede dar todavía un paso, pero tiene muy despiertas sus facultades para observar. Ha visto con cuánta caridad se socorre a los pobres que acuden a su casa.
Un día, a la vista de uno de estos mendigos, se inquieta, quiere soltarse de los brazos que la sostienen; y alguien ha comprendido. Ponen una moneda en su diminuta mano, y ella la entrega con alborozo al pobre.
¡Qué abrazo y qué beso más merecido le darían los felices testigos de esta escena de cieloJ
El gesto de Juanita debió dar que pensar. Porque estamos acostumbrados a oír con cierto escepticismo cómo, en muchos santos, las luces de la gracia prevenían a las de la razón. Pues bien, no hay que remontarse a siglos heroicos, ni llegar a la Tebai- da; aquí tenemos en Juanita el hecho clásico que arrebola las cunas de los santos.
Con la edad se desarrolló rápidamente su ingénita genero- sidad; todos los de la casa participarán de los regalos de Juanita. Su paquete de caramelos es para sus papás y también para sus hermanos, sin que se le olvide cada una de las muchachas de servicio. Si después del reparto queda alguno, le basta. Juanita lo saborea condimentado con el placer de haber dado un pequeño gusto a los demás.
Las delicadezas de su carácter tienen todavía mayores alcan- ces. La enfermedad, piedra de toque de la virtud de niños y gran- des, es en la niña una prueba más de su precioso corazón.
Muchas veces estuvo enferma Juanita; en ocasiones a la muer- te. Y siempre procuró con exquisito cuidado no molestar. En ocasiones en que quien la velaba durante la noche reposaba a su lado, ella hacía muy expresivos gestos a los que entraban para que no se hiciera ruido.
Y la niña no tenía más que tres años.
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Estos pocos rasgos ya revelan un espíritu prematuramente sensible; y como tal, debió pasar por un período de lágrimas.
No confundamos la vulgar niña llorona con las lágrimas pro- fundas de un sentimentalismo precoz. Pasará esa crisis, y tendre- mos un alma aleccionada por penas interiores, fuerte para el sufrimiento, comprensiva del dolor ajeno, tal vez heroica.
Bien puede ser también, por desgracia, que una inadecuada formación la reduzca a la nada de su egoísmo; y tenemos la niña inútil, que no sabe sino apoltronarse en su diván y leer novelas insustanciales, mientras la radio garabatea un fox.
A Juanita le sonríen los ángeles, es una criatura mimada de Dios; no hay que temer que la agosten los mimos de los hom- bres.
Aunque era excesivamente tímida en sus primeros años, y juguete de las bromas de sus hermanos y primos, rara vez se impacientó. Su refugio era el llanto y su hermanita menor, con quien tenía todas sus confidencias y cariños.
El caso es que un espíritu de tan profunda psicología no encuentra fácilmente el alma gemela a quien confiarse. Máxime en los momentos finales de la niñez, cuando las expansiones se celan, y nos replegamos hacia el interior.
Juanita se refugia en su diario. Las propias confidencias hablan, recuerdan, contestan. Son otro «Yo», y éste sí que nos comprende.
Son muchos los que escriben sus impresiones diarias en esa épcca de su vida. Mucho menos frecuente es escribir con la varie- dad, profundidad y corrección de Juanita.
Mejor consoladora aun se había elegido; puesto que al abrir >us ojos para el cielo, a quien primero vió fue a la Virgen llena de gracia, de cuya vista no se debía apartar jamás.
¡Quién hubiera inmortalizado aquellos cuadros del Mes de María, cuando de la mano con su hermanita, era llevada al atar- decer a la iglesia; para seguir allí, a veces hasta tres horas muv junto al altar, como dos lirios más, añadidos al jardín de flores, que cuajan en esas tardes los altares de la Inmaculada!
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Otro de sus encantos era asistir a misa. Allí, entre su mamá y su tía Juana, devoraba con santo placer cada una de las expli- caciones que oía de ella; y cuando llegaba la comunión sentía vivos deseos de acercarse con los suyos a comulgar. Sin embargo, no había cumplido aún los cuatro año-.
Chacabuco es un nombre ce'lebre en la historia de Chile. En la cuesta de su nombre se trabó una batalla decisiva que abrió el camino de Santiago al ejército expedicionario argentino-chile- no. Allí también se extienden las dilatadas propiedades de don Eulogio Solar, abuelo materno de Juanita: 25.000 hectáreas; todo un señorío.
Chacabuco fué testigo del precoz despertar sobrenatural de Juanita, de sus inocentes juegos, y más tarde, de su ferviente apostolado. Durante 17 años pasó gran parte del verano en él.
Ahora la encontramos allí presa de celestiales ardores cuando todavía no fce sostenía sobre sus pies.
El amor no sufre esperas. Juanita quiere anticiparse a la comunión sacramental, haciendo algo que se le parezca. Mas, ¡qué feliz hallazgo!; ya encontró el procedimiento. A fuerza de preguntar consigue que la inicien en la comunión espiritual.
Un presbítero, amigo de los padres de Juanita, don Bernardo Aranguiz, está por aquellos días en Chacabuco; y a él acude la niña, exponiendo, con pocas palabras ciertamente, sus deseos de comulgar. El buen sacerdote, emocionado por un fervor tan cons- ciente, a los cuatro años de edad, explica cómo su deseo de recibir al Señor la ha unido a Él, y tiene a Jesús muy adentro en su corazoncito.
La reacción fué inesperada. La niñita se transfigura; cruza con fuerza sus diminutas manos sobre el pecho, y exclama admi- rada: «¿Entonces, lo tengo aquí, lo tengo aquí?», grita a su her- mana Rebeca.
En cierta ocasión, ¿cuál no sería la sorpresa de Monseñor Aníbal Carvajal, cuando ve a sus pies a la niña de cuatro años pidiendo confesión?
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Son* estampas de cielo los coloquios de Juanita con un re- ligioso Asuncionista, en la hacienda Chacabuco. Confiesa dicho Padre que las preguntas sobre el cielo de Juanita le llenaron de admiración y le hicieron recordar a la Virgen niña, consagrada a Dios en el templo.
«Vámonos al cielo», le dijo un día, tomándole la mano y seña- lando con la otra la blanca mole de Los Andes.
Y así no perdía ocasión de acercarse a los sacerdotes o misio- neros que pasaban por la hacienda, para preguntar cosas del cielo, sobre la vida de los santos o de Jesús en la Eucaristía.
Una criatura tan ilustrada por Dios a sus tres años, podía saber a los seis, sin ambages, su doloroso destino en este mundo. Parece como que Dios le dió a entender lo mucho que había de sufrir. Más aún: que no debería buscar otro desahogo que en Él solo.
En 1906 entró en el externado del Sagrado Corazón. Fué su primer sufrimiento moral, seguido de molestos lances para la colegiala y para sus padres.
Sucedió lo que tenía que suceder. Un alma tan marcada de idealismo como la de la nueva alumna, no podía menos de des- pertar a un extraño mundo, en el trato y convivencia con su^- compañeras. Los espíritus selectos no se hallan bien con la medio- cridad, dominante en todo conjunto, por muy depurado que sea.
Juanita tiene un concepto ideal de todo, muy superior cier- tamente a sus años. La menor desafinación hiere en esa armonía íntima de su alma; y empieza a ver desencajarse las personas y las cosas de ese estrado ideal, donde las ha visto colocadas desde la primera luz de su razón.
¡Qué pena sería, pues, la suya, al observar las faltitas de sus compañeras!; ya risitas en la capilla o miradas aburridas a la> vidrieras de color, o al dorado sol de la Custodia, más que a la Realidad divina que va en su centro.
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Aunque la mayoría de sus compañeras se portaban muy bien ron ella, había una particularmente molesta, que hasta le sacaba el velo en la capilla. Esto le pareció a Juanita intolerable.
Vuelta a casa no pudo menos de desahogarse entre los bra- zos de su madre, dándole parte de sus finísimas observaciones.
La cosa fué adelante. Como la señora Lucía Solar juzgara hacer alguna observación sobre el caso a las personas a las que le atañía, el resultado fué triste para Juanita.
Ella, que creyó hacer con sus avisos un valioso servicio a Jesús, es reprendida y castigada por ellos. Doloroso choque de la cruda realidad de la vida en un corazoncito que ya. tiene un -entido profundo de la justicia. Además, a la niña le habían enseñado a dar cuenta de todo a su mamá.
La cosa terminó con su salida del colegio, luego de un mes escaso de asistencia. El cual fué, sin embargo, tan bien apro- vechado, que le bastó para aprender a leer.
Como resultado de estas y otras muchas confidencias que Juanita tuvo con su madre, comprendió ésta que Dios la había dado como hija una criatura predestinada, a la que era necesa- rio prodigar una cuidadosa formación.
Jesús invita a Juanita a subir otro escalón más en la escala del dolor. Gozaba por entonces de unos días de vacación en Cha- ■ abuco, en mayo de 1907, cuando murió su abuelo materno, don Eulogio Solar. El mismo que la adoraba y había sentido • orno ninguno la separación de sus cortos días de colegiala.
Como Juanita correspondía vivamente a su amor, estuvo incon- -olable. «Lloré a mares... al encontrar su pieza vacía me hizo una impresión tan grande, que me parecía que todo se había acabado.»1
Apenas repuesta de su hondo pesar, vuelve a ingresar en el Sagrado Corazón. Allí hizo su primera confesión, y sintió acre- centarse su ternura para con su Madre del cielo.
1 Si no se expresa lo contrario, todas las frases que vengan entre omillas en adelante, están tomadas literalmente de los escritos de Sor Teresa, recopilados en Un Lirio del Carmelo.
Ya con su hermano Luis había aprendido a rezar el Rosario en su casa. Páreja encantadora, que se postra, rosario en mano, al pie de una imagen de la Virgen. ¡Qué evocación más viva dt Gonzalo y Teresa de Ávila, orando ante una ermitüla de barro, en el huerto de su hidalga mansión! También la historia de los santos se repite.
No se contenta Juanita con correr las cuentas de su rosario, quiere ofrecer a María flores de virtudes. Sobre todo, ahora que se acerca la fecha de su Primera Comunión.
Xo era defecto sino algo involuntario, la complacencia en su belleza. ¿Cómo no iba a creerse bella, cuando oía constantemente, y a pesar de las cautelas en contrario de su mamá, que ella era la más bonita de sus hermanos?
Pero, dispuesta a segar en flor esa tentación de vanidad, declaró la guerra al espejo. Comenzó a anotar cuidadosamente las veces que se miraba; y, años más tarde, en su dorada juven- tud, cuando indudablemente se habría redoblado su íntima com- placencia, lamenta en su diario el haberse mirado en el espejo cinco veces en un mes.
Su carácter ha pasado a ser vivo, y se propuso dominarle sin compasión. Su hermana Rebeca, muy decidida, se adelanta a veces en opinar o impone sus gustos; o bien, ocupa el puesto que le corresponde a Juanita, por ser mayor. Ésta no reclama sus derechos, y aparenta una falta de voluntad que estaba muy lejos de su carácter generoso.
Jamás dió la menor señal de protesta; por el contrario, cuando creía haber cometido la falta más imaginaria, pedía perdón con >incera humildad.
Rebeca está unida a su hermana Juanita muy estrechamente: poco a poco va ahondando en la oculta abnegación que observa en ésta; y llena de admiración se propuso imitarla.
Sin embargo, no muere tan pronto ni radicalmente el demo- nio de la ira. El carácter de Juanita no podía ser dominado sin prolijo combatir.
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Así fué que, después de cumplidos sus siete años, hubo en ella un despertar de genio que le obligó a redoblar sus vigilante> esfuerzos. Y no debieron contribuir poco a ejercitarla en la pacien- cia sus hermanos y primos, empeñados en el no muy noble empeño de hacerla rabiar.
La violencia que se hacía la niña para no exteriorizar su ira o su disgusto, sólo Dios la puede estimar en su valor. Pero llegó un día en que desbordó, la fuerza de la ocasión, todas las tácticas represivas de Juanita.
Las inseparables Juanita y Rebeca jugaban, cuando el juego degeneró en apasionada disputa. De la palabra se pasó a la obra: Rebeca se abalanzó sobre su hermana y la golpeó sin compasión.
La ocasión imprevista es la más traidora. La injuriada quiere tomar la justicia por su mano, y corre tras su hermana, que buye a la carrera.
Fué un momento, nada más, de ofuscación; porque en el momento de alcanzar a Rebeca, Juanita siente no sé qué choque instantáneo de contrarios impulsos que se neutralizan, y en lugar de pegarla, la besa.
Rebeca no ha podido seguir la rápida reacción de su hermana; no comprende, tal vez, el mérito de aquella victoria moral, y pre- sa todavía de su violento enojo, increpa a su hermana, diciéndole: «Retírate, beso de Judas.»
Juanita baja humildemente su rostro encendido por la emo- ción y se retira en silencio. La congoja anuda su garganta; ha sido doblemente víctima; de los golpes y de la incomprensión.
Momentos después, sola con Jesús, abre su corazón, mientras pausadamente se deslizan ardientes lágrimas de sus ojos de cielo. Lágrimas que sólo Dios puede enjugar.
Se comprende que la violencia que se hacía constantemente para no exteriorizar sus impaciencias, iba acumulando cargas afectivas que llegaban a su punto crítico. Entonces sí que se impacientaba de veras. Y de la misma manera se humillaba.
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volviendo al instante al trabajoso proceso de callar y sufrir, cada vez más cerca de la perfecta victoria de sí misma.
Esta misma represión de sentimientos tenía a veces el escape natural del llanto.
Mas comprendió que también esto era un defecto que causaba desagrado a los demás; y así se propuso decididamente suprimir las lágrimas: «Nunca llorar — escribe en su diario — si no es por el pecado e infidelidades y por no amar a Dios.» Su delicada introspección se revela en las palabras siguientes: «Reprimir el llanto aunque sea por la nostalgia del cielo...* ; Habla una niña de diez años o un consumado asceta?
Tal intensidad en el ejercicio de las virtudes le hizo progre- sar rápidamente en su perfección. Sus ojos se secaron. Hubo tiempo en que la creyeron fría e indiferente, cuando era un volcán de afectos.
Ahora es la obediencia pronta la que se hace dolorosa. Pues, a obedecer se ha dicho: «Me costaba obedecer; cuando me man- daban, por flojera no quería ir. Entonces me dije a mí misma, que aunque no me mandaran, iría corriendo antes que los otros.»
Juanita cultivaba asiduamente el jardín de su alma para re- cibir a Jesús, en ese día, que para nadie debería tener ocaso, de la Primera Comunión.
No se hartaba de pedir permiso a su madre para hacerla, y concedido éste, se preparó durante un año con más intenso ejercicio de virtudes. Para que su preparación fuera aún más eficaz encomendó su santificación a la Virgen Santísima; y bajo su patrocinio tan eficaz, «yo modifiqué mi carácter por com- pleto».
El gran día se acercaba. Juanita, como si vislumbrara algo de ese inmenso abismo abierto entre el Criador y la criatura, no está todavía satisfecha. Quiere recogerse más, y para ello, pide y consigue el permiso para comer en su habitación.
A raíz de este memorable retiro fué consagrado su hogar de Santiago al Corazón de Jesús, por el Rvdo. Padre Mateo Crawley.
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Juanita no asistió a la ceremonia, mas aunque separada laica- mente, estuvo más unida que nunca con los suyos.
Por fin llegó el día, cuyas emociones nos va a describir, mejor que nadie, Juanita: «El día de mi Primera Comunión fué un día sin nubes para mí; en la víspera, después de mi confesión general, me pusieron un velo blanco, y en la tarde pedí perdón... El sol despedía sus rayos que llenaban mi alma de felicidad y de acción de gracias para el Creador... Llegó por fin el momento, hicimos nuestra entrada en la capilla de dos en dos... Todas entramo- con los ojos bajos, sin ver a nadie y nos hincamos en los recli- natorios cubiertos de gasa blanca, con una azucena y vela al lado... No es para describir lo que pasó por mi alma con Jesú-. Le pedí mil veces que me llevara, y sentí su voz querida por pri- mera vez...»
Entre todos los encantos de estas páginas, que aquí resumo, destacan las últimas palabras, que son la primera revelación de sus intimidades con Jesús.
Es indudable que no se refiere a interiores mociones o senti- mientos espirituales. ¡Los había tenido tantos para entonces! Cuando dice que «oyó esa voz querida por primera vez», se refiere a una experiencia del todo nueva en ella, que moduló en su inte- rior la voz de Jesús. Y desde entonces hasta su último suspiro no dejará de oírla con frecuencia.
Se trata de un caso raro, aún entre las biografías de los santo- . Más feliz, Juanita, que la Esposa del Cántico Espiritual, ya no gemirá preguntanda: «¿Adonde te escondiste, Amado?» Xi como el alma en los Cantares tendrá necesidad de suplicar: «Suene tu voz en mis oídos.»
«Desde que hice mi Primera Comunión — continúa Juanita — Nuestro Señor me hablaba después de comulgar. Me decía cosa- que iban a pasar y sucedían; pero yo seguía creyendo que a todas las personas que comulgaban les pasaba igual...»
Es una página digna de un detenido estudio psicológico. Convida también a repasar la doctrina copiosa y profunda de
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San Juan de la Cruz. Mas una obrita como ésta no tiene tan alta- pretensiones. Yo invito, por eso, al lector, a aceptar sencilla- mente las declaraciones claras y terminantes de una niña de diez años. Ceda, siquiera una vez, nuestro espíritu morbosamente crítico, ante la confesión de la sinceridad y de la inocencia.
Con este tesoro de gracias, halló preparada su alma, el Sacra- mento de la Confirmación que recibió Juanita en este mismo año de 1910.
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^^Jagos fantasmas excitaban mi imaginación en la hora del reposo; inútil me había sido conciliar el sueño; la fiesta me tenía atur- dida todavía. Ya no tenia ante mi vista aquellas diminutas figuras que en el albor de sus años anhelaban vivir la vida, ser objeto de tragedias amorosas, oír palabras melosas y aduladoras; ya la escena había cambiado y me encontraba en mi oscura habitación ...y yo me preguntaba: ¿Cómo he podido siquiera sonreirme en esa atmós- fera? Y mi alma se agitaba y sentía hastío.»
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URGE LA CARIDAD DE CRISTO
Tan eficazmente impulsada por su amistad con Jesús, empezó Juanita a bogar a velas desplegadas hacia el ideal de los ideales, la santidad.
La caridad de Cristo la urgía, a cada instante, a hacer el bien en su derredor. En especial sus buenos sentimientos la inclinaban a socorrer a los que sufren, y a disipar las tinieblas de los igno- rantes.
Rebeca y Juanita, muy niñas las dos, fueron sorprendidas en una ocasión, en el noble pero difícil intento de mover a con- trición perfecta a un pobre niño, casi sin uso de razón. Con fer- vor apostólico y crucifijo en mano, se esforzaban por penetrarle del amor y de la compasión de que ellas estaban embriagadas.
Vano intento: el pequeño posa sus negros ojos opacos ya en Juanita, ya en Rebeca, o bien, en el crucifijo. La cabeza se le cae como si le faltara base. No entiende una palabra de todo el sermón.
Sabe muy bien Juanita que no basta instruir al niño; hay que hacer amable la instrucción para que tenga garantía de duradera. Y en este sentido, ningún medio tan eficaz como la caridad.
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Con este espíritu de apostolado tomó a su cargo un niño de un hogar deshecho. Le cosía su pobre ropa; luego rifó un reloj para recaudar fondos por su propia cuenta; y, sobre todo, le cate- quizaba con fervor. Pero, ni por esas.
Nuestro chico estaba colocado como dependiente en una tien- da de paños, y robó una pieza. Parece ser que las enseñanzas de moral de Juanita despertaron con tal ímpetu que quedó ate- rrado de su acción. Lástima que lo único que se le ocurrió fué suicidarse. Dios quiso que fuera sorprendido en el momento que lo intentaba.
¿Se desanimará nuestra joven catequista? Otra cualquiera lo hubiera hecho. Juanita, no. ¿No espera Dios a las almas hasta el último momento? Por lo tanto, ella esperará también.
Volvió con más unción aún a su catequizado, y consiguió persuadirle de la fealdad de sus acciones. Compungido el joven- cito, se confesó; y, acompañado de su protectora, fué a devolver la pieza robada y pidió perdón a sus amos.
Uno de los mayores gozos de Juanita consistía en aliviar los dolores del prójimo. Los enfermos o heridos entre los habitantes- ele Chacabuco miraban a la «patroncita» como a su ángel protec- tor. Cualquiera que fuera la aflicción de esas pobres gentes, acu- dían a Juanita, seguros de conseguir algo.
¿Quién no siente compasión por el que sufre? Mas, por lo gene- ral, se procura aliviarlo de la manera más cómoda; porque no llegamos a posesionarnos de la realidad trágica del dolor ajeno. Porque no se puede, o porque no se quiere.
Muy al contrario, el alma buena de verdad acude al prójimo en su necesidad más urgente; se le ocurren mil modos de dismi- nuir su dolor.
Este era el corazón de Juanita: tan distante de la caridad estandarizada de nuestros días como de la pasión egoísta.
En una ocasión Juanita atendió a un niño a quien se le había fracturado el cráneo por varias partes. El cerebro estaba al des- cubierto y su aspecto horrible. Pues la niña lo toma en brazos y sostiene la cabeza mientras le hicieron la cura.
Otra vez, estando ella sola, le trajeron el presente de una chica que se había sumergido en lejía hirviente. La joven pali- dece; se siente desfallecer y quiere retirarse... Pero no; reacciona
virilmente, y socorre aquel despojo humano, con ánimo heroico pero cuerpo desencajado.
El mundo europeo no sabe de este socorro de iniciativa pri- vada, porque se ha echado en manos de la atención oficial. Pero en otros países más aquejados de pauperismo se pone a prueba la verdadera caridad del cristiano.
Cierto que, en esta prueba de sangre salió triunfante Jua- nita. Como es natural, actitud tan de persona mayor en una chica de doce años, la rodea de una aureola de prestigio, al mismo tiempo que atrae a todos irresistiblemente.
Tanto, que algunas personas, dolientes de enfermedades mo- rales, se acercan y le descubren sus miserias, como lo hubieran hecho con el más avezado director espiritual. Y no tuvo poco que hacer su buena madre para evitar tan peligrosas confesiones.
Uxa criatura tan mimada de Dios parecía ya madura para el cielo, por aquello de que Dios acostumbra a llevarse lo mejor. Ella, por su parte, no suspiraba por otra cosa que por volar adon- de su Madre la Virgen. Y llegó a persuadirse de que celebraría el día de la Inmaculada en el cielo; que, cierto, estuvo en peligro de muerte, y en vísperas del 8 de diciembre.
Lo más curioso es que se repitió ese peligro, y por la misma fecha, durante cuatro años consecutivos.
¡Qué decepción para ella, el tener que contentarse con estos simulacros de vuelo al cielo, para entretener sus ansias del viaje definitivo y sin retorno! La chica queda en la tierra, y cada vez roza más con el mundo. Las ocasiones se multiplican: bien sea el trato ineludible con sus primos, cuando no el intercambio social, tan intenso en un país como Chile, muy sensible a la amistad.
Una reunión social, tal vez la primera a que asistió en su vida, dejó profunda huella de desilusión en su alma.
En sillón ricamente amueblado, y a la luz de preciosas ara- ñas; tal vez originarias de quién sabe que chateau..., vió a los galanes hechos mieles, y también a ellas sentirse heroínas de novela.
Teresa de los Andes. 3
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En un país donde todavía se rinde culto apasionado y caba- lleresco a la belleza, estas reuniones sociales son alarde de finura y distinción, en la indumentaria, en el gesto, en el decir. El cuadro es seductor para las imaginaciones jóvenes, y también para ]a> no tan jóvenes, que lo contemplan con ganas desesperadas de volver a vivir...
Para Juanita fué repulsivo. Tras aquella deslumbrante apa- riencia de sedas festivas, de joyas y tocados versallescos, desveló a la descarada ficción y al egoísmo brutal.
En sus apuntes privados, y bajo el título de «La Felicidad», y nota sus impresiones de la fiesta. Más propias de un sesudo filósofo que de una niña de catorce años.
«¿Cómo he podido siquiera sonreír? — se pregunta al terminar — . Mi alma se agitaba y sentía hastío... ¿Dónde está, pues, ese bien que llamamos felicidad?»
Hay que advertir que el ambiente aristocrático que rodeaba a Juanita, la había familiarizado desde su niñez con este género de fiestas.
Lo que le escandalizó en este primer baile, a que asistió, fué el ver en él, como protagonistas, a niñas casi sin uso de razón: «... Aquellas diminutas figuras, que en el albor de sus años anhela- ban vivir la vida, ser objeto de tragedias amorosas, oír palabras melosas y aduladoras...»
Y no faltan consejeros, que peinan canas, que impulsen a esas damiselas por ese camino de exhibicionismo prematuro. ;E1 resultado?... Por lo menos, la pérdida más lamentable de tiempo. Tal vez un noviazgo intempestivo, prolongado indefini- damente, a veces, con caracteres de «suplicio de Tántalo»; y nunca sin peligro y dolorosas crisis.
Dios descorrió un velo ante la mente de Juanita, y sus ojo.- se abrieron muy grandes, muy claros a un mundo que hasta ahora sólo entreveía: «Di gracias a Dios por el rayo de luz con que me había iluminado; conocí la ruta de la vida en un instante, y rogué por aquellas pobres niñas que van tras seductores espejismos: que se lanzan a vivir en la mar borrascosa del mundo en un lige- ro esquife, sin brújula ni timón; y que corren en pos de la mari- posa, sin mirar el abismo que amenaza sepultarlas. Viven en
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perpetuo sueño. ¿Qué será de ellas cuando la muerte las des- pierte? Sé Tú, ¡oh María!, su estrella tutelar; sé Tú su consuelo, su alegría, su áncora de salvación... )
Una luz celestial inunda el alma de Juanita, y atisba algo del insondable abismo tendido entre lo temporal y lo eterno. Un anhelo de superación, de ser algo más que vulgar la domina; y, en estos momentos, la voz del llamamiento divino se deja sen- tir por primera vez en el cielo de su alma. Tenía Juanita catorce años.
Acontecimiento de tal trascendencia para su vida, pasó in- advertido al exterior. La chica acude al colegio, estudia y juega como las otras niñas.
En medio de una amigable conversación entre varias cole- gialas, a una de ellas se le ocurrió decir: «Todas éstas serán mon- jas menos Juanita.»
El cielo, sin embargo, la miraba como suya. Eníermedade^ providenciales ejercitaban su paciencia, y la mantenían alejada de fiestas y diversiones.
Un día que estaba en cama, se encontró sola en su cuarto a la hora de atardecer. Los muebles y los objetos iban fundién- dose en amable penumbra que convida a divagar.
La melancolía la invadió por un momento. Sintió una amarga sensación de soledad: sola en su cuarto pero mucho más sola estaba su alma. Sus ojos de jacinto, cuajados de lágrimas, bus- caron compañía en la imagen del Sagrado Corazón: «... Y sentí una voz muy dulce que me decía: ¡Cómo!, Yo estoy solo en el altar por tu amor, y ¿tú no puedes sufrir un momento de sole- dad? Desde ese día comencé a gustar de estar sola y pasaba hora- enteras conversando con Jesús.»
En el mismo candoroso estilo da cuenta de sus conversacio- nes con la Virgen: «Un día — dice — que tenía mucha pena por una cosa, le conté a la Virgen y le rogué por la conversión de
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un pecador. Ella me contestó, y desde entonces, cuando la llamo me habla.»
El espíritu del mal está al acecho. Nunca se le pasan des- apercibidos los santos. Sea que los ve rodeados de ángeles de gran poder, sea que observa su veloz progreso en virtud, los des- cubre muy pronto, y los molesta todo lo que puede. Mejor dicho, todo lo que Dios le permite.
Continúa Juanita: «Una vez le pregunté (a la Virgen) una duda que tenía y me contestó una voz; yo me dije: ésta no es la voz de mi Madre, porque Ella no podría decirme esto. La llamé y me dijo que el demonio me había contestado. Yo tuve miedo; entonces la Virgen me dijo que cuando sintiera la voz le pregun- tara: ¿Eres Tú, Madre mía? Así lo hago siempre. Cada vez que quería saber alguna cosa le preguntaba, y siempre lo que me decía salía cierto.»
Con pocas palabras y con sencillez infantil resume los hechos más sublimes: las palabras de la Virgen, a veces de contenido profético; la zafia voz del maligno, que ella, con agudo instinto filial, descubre inmediatamente; la maternal contraseña que no le permite equivocarse más.
Otra prueba exigió Dios a su corazón virginal. Prueba des- conocida para sujetos vulgares o fogueados a la olímpica, lo fué dolorosísima para Juanita.
Una vez más enfermó en vísperas de la Inmaculada, y, de nuevo, se creyó muy cerca de la eternidad. La operación de apen- dicitis se hizo necesaria.
Tan persuadida estaba de que moriría, que, antes de ser llevada a la clínica, besó ardorosamente la imagen de la Virgen, con quien tenía filiales coloquios, diciéndole: «Luego os veré cara a cara.»
Una vez colocada sobre la mesa de operaciones, le acercan la mascarilla del cloroformo, pero antes estampa un sonoro beso en la medalla de su Primera Comunión.
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La operación transcurrió sin novedad; y la que creyó desper- tar en la gloria, abrió los ojos y se encontró presa de los irre- mediables efectos del cloroformo; sed ardiente, agudo malestar, frecuentes vómitos... ¡Qué diferente panorama al del cielo!
Es verdad, que la rodeaban las sonrisas y los cuidados de sus papas y hermanos. Gran alivio moral, pero que no aminora las angustias físicas.
Fué larga su convalecencia. N'o acababa de recobrar las fuer- zas, a pesar de que la llevaron a Chacabuco, para reponerse con aires puros y vida sana.
Ahora su debilidad le hizo hipersensible. Sus victorias en ma- teria de paciencia estaban a punto de malograrse. Renacieron los ímpetus de ira, y de nuevo se puso a prueba su temple de santa.
A pesar de sus precauciones, tuvo una rabieta mayúscula, que sirvió no poco para infundirle nuevo espíritu de humildad y confusión.
Fué el caso que, Juanita con sus hermanas se disponían a tomar un baño de natación. La mayor y una prima suya, tuvie- ron a menos juntarse con Rebeca y Juanita, por esa inocente altivez que mueve a los niños a no jugar con los más pequeños.
Juanita se rebeló. El desprecio ha despertado dormidos fon- dos y se marcha. Pero su mamá no tolera esa textura y la manda a bañarse con sus hermanos. Obligada a hacerlo, ni el agua la refrigera; continúa sin apearse de su altivez, con gran disgusto de su madre.
Luego de la crisis, fué el llorar a mares 3- pedir perdón a todos. Tan avergonzada estaba de su acción que en el comedor no se atrevía a mirar a nadie. «Yo creo que de este pecado he tenido contrición perfecta.»
Su vocación a la vida religiosa, al principio, tal vez, no definida, va dibujando perfiles con precisión: «He divisado las playas del Carmelo. Cuántas veces le he pedido a Dios que me lleve de este mundo... Pero Jesús me ha enseñado que no debo pedir esto, y ha puesto como término de mi viaje el bendito puerto del Carmelo.»
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Parece, pues, que ahora regrasaba Juanita al colegio después de sus vacaciones, con la idea madura de su vocación incrustada en su pecho; pero que no iba a descubrir sino muy despacio v con cautela.
No obstante, su flaca salud, su quebranto físico habitual, le daba tanto que temer. Por otra parte, con tal ahinco se esfor- zaba en hacer siempre lo más perfecto, que llegó a agotarse físi- camente. Apenas le quedaba energía para estudiar; y así brilló muy poco durante algún tiempo en sus trabajos escolares.
Aquí también triunfó el espíritu sobre la materia; y sacando fuerzas de flaqueza, se aplicó al estudio en tal forma que, duran- te los dos últimos años de colegio, fué siempre la primera de clase, y resultó una acaparadora de premios.
Su entrada como alumna interna le sirvió de entrenamiento para comprobar el alcance de sus arrestos, con miras al gran paso que se proponía dar.
Los primeros días de este santo encierro fueron de purgatorio. Se comprende: era la primera vez que se separaba de los suyos.
Sus impresiones escritas de estos primeros días la revelan muy femenina y muy varonil. Sufre angustias de agonía, pero las agra- dece cordialmente al Señor. Cree no poder acostumbrarse jamás a la privación de sus seres queridos, y se abraza desde ahora con la cruz de la separación, porque Dios lo quiere.
«Creo que jamás me acostumbraré a vivir separada de mi familia, mi padre, mi madre, esos seres que quiero tanto... ¡Ah, si supieran cómo sufro, se compadecerían! Sin embargo, me debo consolar. ¿Acaso no viviré toda la vida separada de ellos? Bien quisiera yo pagarles con mis cuidados lo que han hecho por mí. pero la voz de Dios manda más, y yo debo seguir a Jesús al fin del mundo, si Él lo quiere. En Él encuentro todo; Él solo ocupa mi pensamiento, y todo lo demás, fuera de Él, es sombra, aflic- ción y vanidad. Por Él lo dejaré todo para irme a ocultar tras las rejas del Carmen, si es su voluntad, y vivir sólo para ÉL ¡Qué dicha! Es el cielo en la tierra.»
También sus fuerzas físicas desfallecen, y esto le hace temer. ; Podrá resistir una vida tan austera como la del Carmen? Jesús está a su lada: no hay que temer.
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La primera persona que recibió las confidencias de Juanita -obre su vocación fué una religiosa del Sagrado Corazón, para la cual la niña guardaba particular cariño. En ella depositaba -us dudas con singular confianza; era su sostén poderoso en los desalientos inevitables de la adolescencia.
Y Jesús, que acostumbra Él mismo aparecer y esconderse a los suyos, hace aparecer y eclipsarse a los que amamos. Así. también, la Madre tuvo que cambiar de residencia, con la con- siguiente pena de Juanita.
Se abusa mucho del término incomprendido. Hay muchos que se juzgan así. En realidad lo es una alma de la selección de Juanita.
La riqueza exuberante de su psicología y de su virtud des- borda del frágil vaso de su estructura femenina. ¡Quién enten derá la hondura de sus pensamientos y la profundidad de sus pesares!...
Mas la cara escodida de Jesús se muestra otra vez radiante de hermosura. Juanita, trasladada de colegio, abraza de nuevo a su querida maestra.
Fué memorable la conferencia de 9 de septiembre de 1915 con esta religiosa. Con candor infantil la niña le abrió de par en par su alma: le habló de sus pecados y de su vocación. Como era de esperar, oyó sapientísimos consejos; le animó a ser fiel a Jesús, para quien debía adornar su alma con flores de todas las virtudes.
Sin embargo, no todo fué del agrado de la candidata. Muy lejos de eso, oyó palabras que golpearon su corazón. Para la prudente Madre, era aventurado entrar en una Orden austera con tan poca salud. «¡Ay! — exclama — , no me acuerdo de este cuerpo miserable... ¡Quisiera volar, y él no puede!... ¡Cuánto te aborrezco, vaso de corrupción, que te opones a los deseos de mi alma!»
Aun entonces des cansa en la voluntad de Dios: «Pero mi Jesú- hará lo que quiera... ¡Cúmplase en todo su santa voluntad!*
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Pasadas alegremente las vacaciones de septiembre, vuelve al colegio, y siente una vez más la dolorosa ausencia de los suyos; mas, elevada ya sobre su sentir natural, estrecha fuertemente la cruz: «Me gusta el sufrimiento por dos razones: la primera, porque Jesús prefirió siempre el sufrimiento;... y la segunda, por- que en el yunque del dolor se labran las almas.» Nadie diría que una niña de quince años fuera capaz de estos pensamientos.
Una vez más, esa voz amada y misteriosa suena en el fondo de su alma- «¿Acaso no eres tú la que me buscas?... Luego ven conmigo y toma la cruz con amor y alegría.»
Con tales palabras de aliento llega a sentir verdadero frenesí por el dolor. Y como no encuentra en la tierra a quien confiar esa lucha titánica, entre el natural horror al sufrimiento y el ansia de sufrir, se dirige con las siguientes líneas a María San- tísima:
«Madre casi idolatrada, te escribo para desahogar mi corazón despedazado por el dolor. Madre mía, sufro, pero estoy feliz su- friendo; no quiero que juntes los pedazos de mi corazón, sino que mane, que destile un poco de sangre...»
Dios había dado a Juanita una capacidad enorme de sufri- miento; y le herían, como agudas puntas, sucesos que a los demás poco impresionan.
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oy, 8 de diciembre de igis, de edad de quince años, hago el voto delante de la San- tísima Trinidad y en presencia de la Vir- gen María y de todos los santos del cielo, de no admitir otro esposo sino a mi Señor Jesucristo, a quien amo de todo corazón, y a quien quiero servir hasta el último momento de mi vida.n
III
LA MÁS PURA OFRENDA
Un alma tan endiosada ha desgajado del cuerpo todo raigam- bre humano. Nada dicen para ella jóvenes galantes, ni apasio- nados sentimientos; sueños nupciales, ni retaños lozanos.
Tal vez, el primer despertar consciente de su pudor fué inme- diatamente seguido de su voto de virginidad. Fascinada, como estaba ya, por las perfecciones y el amor de Dios, quiso Juanita desconocer su cuerpo para mejor conocer y amar a Él; estrechan- do así más el divino epitalamio que revelan sus íntimos escritos ; bella realización moderna de los Cantares de Salomón.
Todo el castillo fantástico que suele edificar la imaginación femenina de quince años, ella lo derriba con hábil golpe, y lo piso- tea con horror.
El día 8 de diciembre de 1915 hizo <el voto delante de la San- tísima Trinidad y en presencia de la Virgen María y de todos los santos del cielo, de no admitir otro esposo sino a mi Señor Jesucristo...»
La. segunda depositaría del secreto de su vocación fué su in- separable Rebeca.
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15 de abril de igió.
«Querida Rebeca: Aprovecho esta ocasión para poderte dar mil felicidades en el día de tu cumpleaños...
>En pocas palabras te confiaré el secreto de mi vida. Muy luego nos separaremos, y ese deseo que abrigamos en la niñez de vivir siempre unidas, va a ser reemplazado por otro ideal más alto... ¡Voy a ser Carmelita! ¿Qué te parece? No quisiera tener en mi alma ningún pliegue escondido para ti; pero tú sabes que no puedo decirte de palabra todo lo que siento, y por eso, he resuelto hacerlo por escrito...
»Sin duda que tu corazón de hermana se desgarrará al oírme hablar de separación, al oírme murmurar esa palabra: ¡Adiós para siempre en la tierra!, para irme a encerrar en el Carmen. .Mas no temas, hermanita querida; no existirá jamás separación entre nuestras almas; yo viviré en Él y en Él me encontrarás...»
Tan penetrada estaba ya Juanita de lo inminente de su voca- ción, que cada día se daba con más entusiasmo a la virtud.
La medida de la consecución de tan inapreciable tesoro la da el grado de nuestra violencia; y Juanita, sabiéndolo, empezó a negarse en todo. Aparte de que sus frecuentes dolores y moles- tias le brindaban magníficas ocasiones para saciar su sed de sufrimiento.
Se le presentaron agudos dolores de espalda, cuyo tratamiento era muy doloroso: sentía como si le clavaran alfileres; pero ella se acordaba de Jesús azotado, y sonreía sin el menor gesto de dolor.
Cierto día ya no pudo disimular más; vencida del dolor, calló de pronto, y se fué a acostar. Al preguntarle por qué lo hacía contestó sencillamente que tenía sueño.
A la niña, el acto le pareció una debilidad que había que enmendar, y propone: "Hoy, cuando me hagan los remedios, me voy a mostrar alegre por Jesús.»
Las ausencias del colegio provocadas por su enfermedad, ponían en peligro los premios, que ya veía en lontananza. Hasta Rebeca le tentaba el amor propio para que se hiciera la valiente y fuera al colegio; pero ella prefirió obedecer.
«Al principio lo sentí; pero después pensé que era la volun- tad de Dios que enfermara, y qne estaría más contenta mi Madre viéndome resignada.»
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Mayor pena que los dolores de espalda le daba el conocimiento, muy superior a sus años, que tenía de la perdición de ciertas almas ; por las cuales no cesaba de ofrecer oraciones y sacrificios. He aquí sus sentidos acentos:
♦Tengo pena, me sangra el corazón. ¡ Ah, mil vidas, si yo pudie- ra, ofrecería con tal que ese pecador se convirtiera! Todos los sufrimientos que queráis, Dios mío, enviádmelos y dadme gracia para soportarlos, pues quiero ofrecéroslo por él...»
«Jesús mío, Tú conoces la ofrenda que te he hecho de mí misma por la conversión de las personas que Tú sabes. Hoy te ofrezco no sólo mi vida, sino también la muerte, como te pluguiere dármela; la recibiré con gusto, ya sea en el abandono del Calva- rio, ya en el paraí?o de Nazareth. .»
IVIiguel, uno de los hermanos de Juanita, está cumpliendo el servicio militar. Es 12 de septiembre, y faltan sólo siete días j. ara el tradicional despliegue de fuerzas en el Parque de Cousiño, el número más brillante de las Fiestas Patrias.
«La Parada del 19», como todos la llaman, es un espectáculo militar de cuño alemán, alarde de disciplina y bizarría, que envi- diaría más de un ejército europeo. Y, como es natural, todo esto necesita prolongada preparación, con las consabidas encerronas de los reclutas.
Hace un mes que Juanita no ve a su hermano, y ahora >e presenta en casa, flamante con sus galones de cabo recién pren- didos en la bocamanga. Todos le rodean alborozados, Juanita tiene un ímpetu de júbilo.
A poco, Miguel y Juanita pasean por el enarenado paseo que se extiende por medio de la avenida O'Higgins, una de las arte- rias más bellas y de mayor circulación de Santiago.
Miguel camina gallardo y orgulloso de su hermana, mas ésta va ensimismada; mirando, no ve. Es que se ha apoderado de ella la viva aprehensión de que Jesús está solo en medio de la vorá- gine de Santiago. Veía tanta gente discurrir aprisa en todas
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direcciones, vehículos de las más diversas especies hendir con estrépito los aires y los oídos...
Hizo un esfuerzo supremo para abstraer sus sentidos y ofreció a Jesús su pensamiento y su purísimo corazón, como una isla florida donde poder posar sobre el torrente humano, que se des- peñaba ebrio y sin Dios.
No eran sólo pensamientos sino obras de sólida piedad, su> ofrendas para Dios, y de ferviente apostolado.
Con ocasión de ser recibida entre las Hijas de María, escribe así a una compañera suya de Congregación:
«La voluntad de Dios es que seamos virtuosas... Lo demos- traremos si somos obedientes... Obedezcamos sin replicar y sin indagar si tienen razón o no al mandarnos... Seamos puras como los ángeles... Debemos tratar de ser caritativas; no hablar mal del prójimo; defenderlo en cuanto podamos, o desviar la conver- sación... Dios es amor; ¿qué busca en las almas sino amor?... Seamos amigos los tres.. En su corazón nos unimos; en Dios no hay separación...»
¡Qué sublime sencillez! Las dos cualidades que caracterizan los genios.
Sin embargo, le dolía en el alma que la llamaran «beata». Era para ella un título que denigra la verdadera piedad.
Hacía oración, se sacrificaba por Dios y por el prójimo, pero por convencimiento, con ánimo varonil; todo lo cual no compren- de el mundo, al emplear el común denominador de «beata».
Mas, si es necesario para servir a Dios soportar ese nuevo desprecio, está pronta; no dará un paso atrás. Lo ofrece por la salvación de esas almas, por las que está obsesionada. «Cuánto sufro al pensar que dentro de ellas está el diablo y no Dios...»
Su perseverante porfía mereció escuchar la divina respuesta: «Nuestro Señor me dijo que... concedería la conversión de e^as almas dentro de un tiempo má*...»
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Su amistad con Jesús la tenía muy a menudo absorta; y nada le parecía más natural que conversar con Él y escucharle.
Un gaje más del favor del cielo lo recibió aquel año, en el santuario de Lourdes de Santiago.
La señora Lucía Solar, acompañada de sus hijas, y llevando en brazos a su hijito enfermo, fué el día n de febrero, a pedir a la Virgen la salud para él.
Pasaba el Señor, llevado en triunfo en rica custodia, cuando la señora Lucía, en un arranque de maternal osadía, alza su niño en alto hasta muy cerca de la Sagrada Forma; y éste, alar- gando su cabecita, estampa un beso en pleno viril. La escena fué de intensa emoción.
No sabemos qué pasó entonces en el alma de Juanita, pero algo nos da a entender este párrafo de su diario: No creí que existiera la felicidad en la tierra, pero ayer mi corazón sediento de ella, la encontró... Eres Tú la que me hablabas, y tu lenguaje de Madre era tan tierno, era de cielo... Dios estaba en el altar rodeado de Angeles, y Tú, Madre mía, desde la concavidad de la roca, le presentabas los clamores de la multitud arrodillada...»
El director espiritual ha representado un papel importantí- simo en las vidas de los santos. Y a menudo todos experimen- tamos esa necesidad de consejo, de apoyo moral en el sufri- miento, de impulsos y alientos durante las crisis de sequedad v tentación.
Juanita se entregó, desde muy niña y sin reservas, a una cer- tera dirección espiritual. Abría su alma de par en par y obedecía puntualmente a sus consejos. Dos condiciones básicas en el alma dirigida; y que, por su incumplimiento, queda en la práctica redu- cida, la tan decantada dirección, a una conversación piadosa.
«Gracias, Dios mío, por haberme dado un director que guíe mi alma hacia Ti... Lo que más consuelo me dió, fué que me dijo que tenía vocación de carmelita...»
¿Qué más quería Juanita que ver corroborados sus deseos por boca del ministro del Señor?
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Ya no le importará su salud, ni el qué dirán, ni oposición ni lágrimas de los suyos; a través de espadas, si fuere necesario, entrará en el Carmen.
Las vicisitudes en el camino de la perfección son desconcer- tantes. Ya nos parece ver a Juanita encumbrada en el pináculo de la santidad, cuando, en esto, sale con sus deslices, muy huma- nos y muy femeninos.
Un día, en el colegio, a la hora de comer, las niñas de la mesa de Juanita están un poco alborotadas. Ella las tiene a cargo y pierde la paciencia.
Al parecer, había celado por el orden que se le encomendara, pero le vino encima la reconvención de que, por su culpa se fal- taba allí al orden.
Juanita no pudo callar sus excusas; y luego lanzó a las cul- pables un despectivo «antipáticas», que, en sus labios, era rara novedad.
Esta falta de dominio fué para ella motivo de serias reflexio- nes: «¿Habría obrado así Jesús? Claro que no. Las habría repren- dido y no se habría disculpado como yo lo hice... Estas caídas me sirven para reconocer que soy muy imperfecta todavía...»
Es el doloroso, pero realista, camino de la santidad. Antes de lograr el dominio fácil de las pasiones, ¡qué deslices tan ines- perados, cuando ya se creía en posesión de la humildad y de la paciencia!
Aquí, en estos virajes rápidos hacia la ruta perdida, se prue- ba la verdadera virtud y aumenta el convencimiento de la propia miseria.
Esta humilde fidelidad era el encanto del cielo. Lo prueban las siguientes palabras, tan sencillas y desconcertantes: «Mi Jesús me habló mucho esta mañana, me apoyó sobre su Corazón y me dijo que me amaba.»
Y el día de su santo, 24 de junio...: «Esta mañana, al desper- tar, la Virgen, mi Madre, me felicitó; fué la primera. Jesús me dijo que no me felicitaba porque entre esposos no se usa. Sólo presentó los regalos. ¡Tan ideal Jesús!»
¿Dónde encontraremos más dulces requiebros sino en los Can- tares Divinos o en el epitelamio de San Juan de la Cruz?
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En los ejercicios espirituales de aquel año de 191 7, experimentó profundos sentimientos de compunción. ¿Cómo se explica esto?
Según el testimonio de sus confesores, no perdió la gracia bautismal; y, a juicio de las personas que la conocieron, apenas se vio en ella pecado venial. ¿Serán aspavientos de escrupulosa? Xo lo fué nunca.
Aquí no hay más que una analogía entre el espíritu de Juanita y el de los santos. Al acercarse a Dios, al penetrarse de su amor y de la deuda que con Él tenemos contraída, cualquier infidelidad les causa gran pesar.
Mas no se limita esta niña, como otras almas, a vanos lamen- tos, sino que anota dos medios, tan precisos y eficaces, que dicen mucho de su claridad de juicio:
«He comprendido que lo que más me aparta de Dios es el orgullo... La humildad nos procura la semejanza con Cristo... Dos son los medios necesarios para alcanzarla: r.°, la considera- ción de los motivos que tenemos para humillarnos; 2.0, la práctica frecuente de actos de humillación.»
Los sentimientos de terror hicieron su aparición en aquello^ días, alternando con los de inquebrantable confianza: «¡Oh Jesús, estoy confundida, aterrada, quisiera anonadarme en vuestra pre- sencia!...»
Mas, a poco, oye de labios de su confesor las palabras más dulces de su vida: «Usted, por la gracia de Dios, no ha tenido la desgracia de cometer ningún pecado mortal...» Al oír esto se abandona confiada en la Providencia; porque está segura de caer en buenas manos: «Un esposo tiene compasión de su esposa. Madre mía, spes tínica, cuando comparezca ante mi Juez, dile que soy tu hijita.»
La meditación del infierno le causó espanto. No por sí, sino por los que irán allá. Pensar que los condenados no amarán a Dios; qué digo no amarán, van a odiar eternamente al Amor de los amores... Esta consideración sobresalta su corazoncito virginal. Y un arranque de amor le hace pedir a Jesús lo impo- sible: «Jesús querido, acabo de ver lo que es el infierno..., pero
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te digo que preferiría estar en él por toda una eternidad, con tal que un alma, aunque fuera miserable como la mía, ahí te
amara...»
En vísperas de la Asunción de la Virgen escribe unos propósi- tos, de los cuales extraemos las siguientes líneas, que dan una idea de sus avances en perfección: (No me disculparé jamá>. aunque me reprendan injustamente... Amaré a las criaturas por Dios, en Dios y para Dios... El que ama se sacrifica; yo quiero sacrificarme en todo, no me quiero dar ningún gusto; quiero inmolarme constantemente para parecerme a Aquel que sufre por mí y me ama. El amor obedece sin réplica, el amor es fiel, el amor no vacila, el amor es el lazo de unión de dos almas; por el amor me fundiré en Jesús.»
Años atrás ya anota en su diario el propósito de azotarse con permiso del confesor. Ahora ha inventado otro modo: «de mortificarme antes de dormirme, poniendo los pies de punta, apoyándose los dos sobre los dedos; me duele bastante».
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i^r-J-quí se pasa una vida deliciosa; es una costa encantadora... En la playa se ve un grupo de sólo cuatro o cinco se fwras y de unas once niñas que se reúnen todas. Nos bañamos juntas y se puede andar una cita- dra con el agua al cuello, sin tener que evitar las olas, ni corrientes, porque no las hay. Se puede nadar mejor que en un baño de natación.*
IV
ASCETISMO Y DEPORTE
EIl título parece algo desconcertante; americanísimo. Pero no se alarme el timorato lector. Las eternas características de la santi- dad perseveran, aun bajo las modalidades del alma americana.
La niña conoce las austeridades espeluznantes de los santo», está familiarizada con sus ejemplos devotos, y arde en deseos de empuñar las armas de los caballeros de Cristo: «Los rigores de la penitencia me atraen, pues siento deseos de martirizar mi cuerpo, despedazarlo con los azotes, no dándole en nada gusto...»
Los azotes, el cilicio, el ayuno son palabras que aparecen con frecuencia en sus escritos íntimos. Algunas veces fueron palabras, nada más. Sus directores fueron parcos en concederle esos permisos. Por otra parte, ¿qué mayor cilicio quería que su enfermedad?
Ciertamente le aquejaban fatigas y dolores de pecho y espal- da; quebranto general del cuerpo que la obligaba a guardar cama, con detrimento de sus estudios y con peligro de su vocación. Esto último era lo que más le preocupaba.
«Me dijeron hoy que me iban a sacar del colegio; y como la X. . . daba baile, me tenía que entrenar en ése. ¡Me causa horror! Y ver, por otro lado, que no podré ser Carmelita por mi salud... Me muero, me siento morir... Verdaderamente ayer ya no podía
más del dolor al pecho, me estaba ahogando, no podía respirar... Todo se lo ofrecía a Jesús por mis pecados y por los pecadores...»
Como no se da por satisfecha con este cilicio que su Jesús le elabora, y aplica con mano firme, ella sale en busca del sufri- miento.
Aunque impedida de entregarse a grandes austeridades, no ]X>r eso renuncia del todo a la mortificación voluntaria: frena sus ímpetus y se somete a un minucioso sistema de privaciones y molestias.
Juanita está a la mesa con su familia durante las Misione» en Chacabuco. Su modestia la baña en no sé qué de sobrenatural; bajo formas delicadas oculta meritorias austeridades. A pesar de eso, cierto observador la espía. He aquí sus impresiones.
Si puede hacerlo sin llamar la atención, se priva de los boca- dos más delicados. A veces, resiste toda la comida sin probar el agua; o bien come a bocados tan diminutos que no satisfacen el apetito. Al mismo tiempo, a todos embelesa con su celestial »onrisa y grata conversación, de tal modo que, sólo una mirada <le lince penetra en su alto espíritu de sacrificio.
Todo lo logra una sostenida porfía. Por fin, le fué concedido el cilicio y algunas otras penitencias de mayor tomo. Y, a poco, confiesa que ese instrumento, las piedrecitas en los zapatos, etc., ya no le causan la menor molestia. Pide ceñirse con ramos de agu- das espinas...
Durante los últimos meses que estuvo en casa, colocaba ante» de dormir un pedazo de madera sobre la almohada. Pero un día se le olvidó retirarlo a tiempo, y fué descubierto por la muchacha que entró a hacerle la cama.
Su más grave problema era el de las fiestas de sociedad. Tal repugnancia sentía hacia esas reuniones, que, de buena gana se hubiera escondido en el último rincón de la casa, antes que presentarse en ellas.
Pero las conveniencias sociales de su clase..., todo un sistema de vanidad y de qué dirán, la ha aprisionado en sus redes.
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Sus confesores le aconsejan que vaya. ¿Qué hará? ¿Dejar-e arrastrar a ellas o desobedecer?
Xo, Juanita obedecerá; pero, como es todo ingenio cuando se trata de servir a Dios, sabrá escudar su cuerpo que ha con- sagrado a Jesús. No le puede traicionar ella, esposa suya, deján- dose mecer en brazos de hombres. Irá al baile, pero no bailará.
Sus estudios de piano, su delicado gusto musical le ofrecen la vía media, y más perfecta en este caso.
De espaldas al cuadro seductor toca sin parar; y no hay quien le arranque de su taburete, hasta que se retira el último galán, v se oye deslizar sobre la alfombra el último miriñaque.
Juanita ha triunfado una vez más del mundo y de la carne. Ha tocado el piano para Jesús. Como otra Cecilia, funde en su corazón las armonías del alma y las notas del pentagrama.
Así eludía los lazos sedosos del mundo un alma especialmente ilustrada por Dios, que previo peligros antes de experimentarlos, en lances en que, la mayoría de los cristianos, demasiado débiles ante la fuerza de las costumbres, no ven o no quieren ver escollos para la virtud.
Cierto que Juanita tenía el criterio suficientemente desarrolla- do para distinguir fiestas de fiestas y bailes de bailes. Pero ella, personalmente, repudiaba unos y otros porque había elegido la mejor parte.
El cine, sin embargo, la dejaba desconsolada. Ese espectáculo de impudor literalmente olímpico, a que se han habituado los ojos modernos, era inconcebible para un corazón como el de Juanita, relicario de Jesús.
«¡Qué indecencia tan grande! ¡Qué pena sentía al ver a esas mujeres tan sin pudor! ¡Cómo se ofende a Dios allí! Mi alma per- maneció unida a Él... Xo me acordé de llevar un rosario para rezarlo... Luis me dice que se ha encontrado uno... y yo desenten- didamente me quedé con él y después lo pude rezar.»
Y no crea el lector que Juanita asistió a películas clasificadas de «Rechazables». Xo es de creer que sus cristianísimos padres la llevaran sino a cintas excepcionalmente recomendables. Lo que le repugnaba eran esas escenas poco felices que se in- crustan, vengan o no vengan, aún dentro de los mejores argu- mentos.
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IVIuy al contrario, Juanita gozó a pulmón lleno del campo y del mar. Porque no era niña misantrópica, y comprendió la necesidad de recrearse.
En la playa de Algarrobo, entonces pueblacho sin aspiracio- nes y hoy bonita estación veraniega, se entrega al placer de la natación, junto con un grupo de amigas.
Las playas de Chile son, por lo general, peligrosas por la fuerte resaca que las azota; y además su fondo desciende en brusco declive, que aumenta poderosamente la fuerza de arrastre del agua. No así la playa de Algarrobo, que, suficientemente prote- gida, presenta una mar quieta, donde se puede nadar sin riesgo.
Allí se zambulle Juanita con otras niñas, mar adentro, demos- trando su pericia en la natación.
No estará demás advertir que la playa de Algarrobo era soli- taria en aquel entonces; sólo Juanita y su grupo gozaban a sus anchas de la mar; además, los trajes de baño en 1918 eran má- decentes que los que hoy se ven en la calle.
Así que Juanita es un modelo de nadadora, que nos enseña cómo se puede gozar del baño de mar, de sol y de aire sin ^er objeto del baño de miradas.
No sabemos cuál hubiera sido su actitud ante las actuales playas; reaparición furtiva del nudismo helénico. Otras belleza- más sublimes cautivaban su alma contemplativa.
Todas las criaturas son hechura de Dios, y tienen por fin su gloria. Ahora bien, esas bellezas de todo orden que pueblan el mundo y el firmamento son muertas; no pueden conocer y mucho menos alabar a su Hacedor. El aparato que sintoniza esas belle- zas, y que se mueve a alabar por ellas a Dios, la lira hecha para vibrar con esas armonías, es el hombre.
Parece como si los seres creados no tuvieran otro fin que ofrecernos rastros de las perfecciones divinas, para darnos oca- sión de cumplir nuestro sublime destino de dar gloria a Dios. Y si no tuvieran otro fin, este mundo y esos mundos de extensio- nes que nos aturden, bien creados estaban; porque: «Un solo pen- samiento del hombre vale más que todo el mundo...»
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Cierto: esos azules ilimitados de mar y cielo, a todos gustan, pero son pocos los que perciben toda la delicadeza de sus armo- nías. A Juanita, que fué del número de esos pocos, podemos apli- car las palabras de San Juan de la Cruz: 'Echa de ver el alma una admirable conveniencia y disposición de la sabiduría de Dios en las diferencias de todas sus criaturas y obras...; en que cada una en su manera da su voz de lo que en ella es Dios; de suerte que le parece una armonía de música subidísima, que sobrepuja todos los saraos y melodías del mundo. Y llama a esta música callada, porque, como habernos dicho, es inteligencia sosegada y quieta sin ruido de voces; y asi se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del silencio.» 1
La misma digresión nos lleva hasta las arenas de la playa de Algarrobo, entibiadas por fresca brisa, donde vemos a Juanita recostada.
Los últimos resplandores del ocaso la acarician con rojizos toques; su cara refleja la más dulce emoción.
Días después escribe a una amiga suya, entre otras muchas bellas cosas:
«¿No te pasaba a ti que, cuando veías el mar, sentías verdade- ras ansias por lo infinito? Una siente en el alma una soledad inex- plicable que sólo Dios puede llenar, pues todo lo demás parece muy pequeño...»
Otro día, fué desde su caballo, internada entre montañas, que se le descubrió un pedazo de cielo, que no olvidará jamá>: «Quebradas inmensas entre dos cerros cubiertos de árboles, y al final de ellas una abertura por donde se veía el mar, sobre el cual se reflejaban nubes de diversos colores, y por detrás el sol encubierto. No te imaginas cosa más bella, ni más apropiada para pensar en Dios que ha creado la tierra tan hermosa, a pesar de que es un lugar de dolores. ¿Qué será el cielo, me pregunto muchas veces cuando es para gozar?»
En cuanto a la equitación, Juanita era toda una amazona, por americana y por chilena. tNo dejaría de ser una vergüenza -i no lo fuera...», confiesa con sencillez.
En Chile se ha conservado fresca, desde los días heroicos de
i Cántico Espiritual, can. XV, v. 6.
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la conquista, la afición al caballo. Y nuestra joven, como hija de ricos hacendados, tenía a su disposición en Chacabuco finas jacas, para recorrer los campos y gozar de las emociones de la equitación.
Asentada con gentil modestia en su linda hacanea, nada de presunción ni de pose cinematográfica se descubre en ella; pero es, precisamente, su sencillez la que subyuga.
Con dominio de consumado jinete, erguida «a la alta escuela», pero sin aspavientos, lanza al noble bruto, lo detiene, lo vuelve y lo revuelve a placer. O bien, acompañada de su papá, hermanos o amigas, que cabalgan a su vez, goza trepando ásperas pendien- tes o galopando en el llano.
«El otro día — escribe Juanita — gocé a caballo; galopamos con la X... desde las dos de la tarde hasta las cuatro y media, y como llovía, salimos ambas con grandes mantas 1 con las que nos veíamos en unas fachas cómicas.»
Otras veces, al final de una larga jornada a caballo, cuando el cosquilleo del hambre se dejaba sentir, descubrían bajo amena -ombra el suculento almuerzo, que había mandado preparar su buen padre.
A pesar de todo, la nostalgia de Dios, del Carmen mezcla unas gotas de amargura en todas sus favoritas expansiones: «Te aseguro que, aunque hacemos muchos paseos, a caballo y a pie. me estoy aburriendo... Por todo lo que he visto y oído en este tiempo me ha formado una idea muy poco favorable de las fies- tas sociales...»
No nos adelantemos a los tiempos. Juanita es todavía una colegiala del Sagrado Corazón, alegre, y cada vez más fervorosa. Se ha repuesto algo de sus dolencias, y vuelve a asistir a clase; y sobre todo, tiene la dicha de confesarse y de exponer al minis- tro de Dios todas las vicisitudes de su vocación.
i Especie de poncho largo, de paño negro, grueso y peludo, que suelen usar en Chile los jinetes en invierno.
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Jesús iba endiosando aquella alma y le comunicaba verdadera sed de almas.
«Jesús... me dijo que salvara aunas; yo se lo prometí.» Y lue- go añade: «... Dame tu cruz, pero dame fortaleza para llevarla. Xo importa que me des el abandono del Calvario o el goce de Xazareth; quiero sólo verte contento a Ti.»
Ya en estas íntimas comunicaciones se dibujan algunos rasgos de la futura Carmelita: «Quiero pasar mi vida sufriendo para reparar mis pecados y los de los pecadores; y para que se santi- fiquen los sacerdotes.»
Con la misma confianza continúa su conversación con Jesús: «Hablé hoy bastante con Jesús. Me hizo ver la necesidad que tiene la Carmelita de vivir siempre al pie de la cruz para aprender allí amar y sufrir...»
Cierto día oye la misma voz, mas se le ocurre dudar de la realidad de esas palabras. ¡Es tan portentoso el hecho! Su misma confianza allana la dificultad: «Entonces le dije: Si Tú, Señor, eres el que me hablas, haz que tal Madre me pregunte: «¿Ama »usted a Cristo?...» ¿Cuál no sería mi emoción cuando oigo a la Madre... que me dice: «¿Ama usted a Cristo?...» Me fui a un cuarto sola y lloré de agradecimiento a Nuestro Señor.»
Su correspondencia con la Madre Priora de los Andes conti- núa. El día 8 de noviembre, le dice: «Créame que en todas mis acciones tengo presente el fin de la Carmelita: los pecadores y los sacerdotes. Cada día que pasa, siento nostalgia de ese queri- do Carmen...»
Entre todas las gracias extraordinarias de que da cuenta en este tiempo, merece citarse la que consigna en su Diario, con fecha 16 de noviembre de 1917: «Anoche estuve una hora con Jesús... me apoyó sobre su Corazón... me mostró que por mis oraciones tenía escrito en Él el nombre de mi papá...»
Volvieron" a reproducirse .-us fatigas. Aunque el dictamen médico no veía en ellas más que dolores neurálgicos, Juanita tiene que pasar días enteros tendida, sin poder moverse, obliga-
ra
(la a la inacción, cuando arde de deseos de estudiar, de asistir a los divinos oficios, de sacrificarse por los demás.
Entonces sentía la nostalgia del cielo y exclamaba: «Morir... ¡Qué cosa hay más ideal que vivir en Dios por una eternidad gozar en Dios!... Jesús querido, cada vez que me siento mal, sien- to nostalgia de Ti...»
Pero no se vaya a creer que todo fué miel y dulzura en la vida interior de Juanita. Cuanto más se eleva en perfección un alma, más la prueba Dios; y para el que haya, nada má» ojeado, las Noches de San Juan de la Cmz, no serán ninguna revelación las penas interiores de la joven.
«Sufro, pero de una manera horrible, el abandono. Jesús me ha abandonado porque soy infiel; ya no oye mis oraciones y me deja sin su gracia para vencerme... He sufrido tanta sequedad y abandono, que ya no es posible describirlo; sobre todo una vez pasé como una hora y media en una angustia terrible... Sentía una soledad y abandono tan grande, y, al mismo tiempo, yo veía que no tenía a quién comunicárselo, y esto me hacía más sufrir.»
No cuesta creer que Juanita careciera de guía idóneo en este caso. Como lamenta San Juan de la Cruz, 1 son tan raros lo- que puedan dirigir por vías extraordinarias. Pero el Señor se encargade apaciguar la tormenta. <É1 dejó oír su voz. einmedia- tamente, con su palabra, la tempe-tad se apaciguó.»
i Llama de Amor Viva, rano. III.
«0
ienso correr con la casa, tratando de liacerlo lo mejor posible, ya que considero que ése es el papel de la mujer, y que no hay nada más bonito come ver a una joven preocu- pada en las cosas de su hogar, trabajadora, no teniendo otro pensamiento que el de agradar a cuantos la rodean; y aprendien- do ahora estas cosas, sabré' cumplir con mis deberes.'-
V
DE CARA A LOS ANDES
Juanita es muy buena hija, es la felicidad de su madre; sin embargo, aunque parezca increíble, todavía no le ha dado cuenta de su vocación.
Y no hay contradicción ninguna. Precisamente por ser buena hija se la celó mucho tiempo por no darle pena.
Ya no puede guardar por más tiempo eJ secreto. Una mañana, vuelve de la iglesia del brazo de su madre. Han comulgado las dos. En ambas mora Jesús. ¡Qué mejor intermediario!
Sin preparación, Juanita expone Jisa y llanamente: «Mamá, ¿sabe que voy a ser Carmelita?»
Su madre ya lo sabía, lo adivinaba. Y tiempo ha, ofreció a Dios el sacrificio de su hija. Era demasiado preciosa para este mundo.
El «sí» de la señora Solar fué decidido, lleno de emoción y se fundió en un sonoro beso. Solamenta faltaba ya el permiso de su padre.
lLl espíritu de Santa Teresa se trasladó pujante a Chile con las primeras Carmelitas, venidas desde Sucre en 1690. Desde entonces acá se han multiplicado los Carmelos, y en todos reina
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el mismo espíritu de la Madre Fundadora; las mismas observan- cias, desde las fundamentales hasta las más menudas, vivida^ en un ambiente de optimismo envidiable.
Juanita avanza hacia ese paraíso a pasos agigantados. Se inicia, ya en el mundo, en una vida carmelitana. A la vez, man- tiene su frecuente correspondencia con la Rvda. Madre Angélica, y lee ávidamente el Camino de Perfección de Santa Teresa.
Su vocación ha sido objeto de minucioso estudio, y no elec- ción caprichosa. Así expresa a una amiga suya las razones que la han movido para ser Carmelita:
«Ahora te diré por qué he preferido el Carmen a todos lo^ conventos de vida activa: porque allí se vive para siempre retirada del mundo y solo tratando con Dios; y como el ideal es llegar a la perfecta unión con Dios, ya que consiste el cielo en poseer a Dios, aquello que aquí en la tierra nos lleve má- rápidamente a esa posesión, eso será lo más perfecto. Además, siendo yo muy apegada a las criaturas, en cualquier otro con- vento me apegaría a ellas y, como esto impide lo otro, creo que el Carmen me conviene más...»
•<¿Cómo salva las almas la Carmelita?... Pormedio delasúpli- ca de la oración, del sacrificio. Además, Jesucristo dió a enten- der a Magdalena que la vida contemplativa es la mejor parte que pudiera haber escogido...
»Sí, en el Carmen se principia lo que haremos por toda una eternidad: amar y cantar las alabanzas del Señor; y si ésta es la ocupación que tendremos en el cielo, ¿no será acaso la más per- fecta?...»
¿Y por qué en los Andes? ¿Por qué no entrar en alguno de los conventos de Carmelitas de Santiago, llenos de tradición y de sabor teresiano?: «He preferido Los Andes por ser más apartado de las grandes ciudades, lo que hace más dificulto- sa la ida a ésta, manteniéndose completamente separado del mundo.»
«Porque ese convento es muy austero; en él se guarda la Regla con mucha perfección; es el más pobre y el más penitente, y encuentro que si se es monja, no se debe ser a medias.»
«4
La Semana Santa de 191 8 la sorprende llevando una vida de ascetismo muy mitigado. En esos santos días ella hubiera querido castigarse sin piedad.
En Chile, la Semana Santa coincide con el fin del verano. Son las últimas jornadas de vacaciones que se aprovechan con avidez, haciendo, por lo general, poco caso de los augustos misterios con- memorados. Razón de más para mortificarse. Juanita sabe muy bien esto y quiere ofrecer a Jesús una expiación. Sin embargo...
«En cuanto a las mortificaciones — escribe a su director espiri - tual — no he hecho ninguna, porque no he tenido permiso; sólo mortifico la voluntad. Además, me pongo en posturas incómoda? cuando no soy vista, y el Viernes Santo me puse, desde la una hasta las tres, piedras en los zapatos, lo que me incomodó bas- tante, pero creo no lo podré hacer, pues casi no puedo andar y me lo pueden notar...
♦También el Jueves y el Viernes no bebí agua; no comí dulces en toda la semana. Pero ahora le pido permiso para hacer algo más, porque creo conveniente, cuando estoy con desaliento y tedio, hacer alguna mortificación, como, v. gr.', ponerme cilicios, que voy a comprar, y privarme un poco de la comida. Mas todo quiero someterlo a su voluntad, pues sé que ésa es la de Dios...»
Como es natural, el choque de sus ardientes deseos de ser Carmelita contra su debilidad crónica la tenía en zozobra. Una vez más, la voz del Señor impuso tranquilidad:
«Jesús me dijo que cumpliera su voluntad siempre con alegría a pesar del abatimiento que sintiera; que no mirara el porve- nir para mantenerme en paz. Quiero tener siempre delante esta máxima: «Hoy empiezo la obra de mi santificación.»
El matrimonio de su hermana mayor aceleró su salida del colegio. La despedida de las buenas Madres, de las amigas, a quie- nes quizá no volverá a ver, hasta de los mismos muros que encua-
Teresa de los Ande».
dran tantos recuerdos, para todos es sensible, mucho más para un corazón como el de Juanita.
Por otra parte, preveía los peligros que la esperaban: las pruebas a que iba a estar expuesta su vocación de Carmelita.
Todo lo explica con filial confianza a la buena Madre Angé- lica. También somete a su aprobación su programa de vida. Toda- vía es más explícita con el Padre Blanch:
«Reverendo Padre: No se imagina cuánto bien me ha hecho su carta: ella llenó de paz mi alma, disipando las dudas acerca de mi vocación. Sí, yo creo que mi vocación es para Carmelita y sólo pienso en adquirir el espíritu de Santa Teresa.
»Me pregunta si no querré sufrir por Nuestro Señor toda clase de sufrimientos. Créame, reverendo Padre, que no sólo quiero, sino que deseo. Casualmente ahora estoy sufriendo mucho porque ayer trataron de sacarme una muela y el dentista tra- bajó tres cuartos de hora y no pudo. Aunque me puso inyeccio- nes sentí el dolor más horrible; pero lo ofrecí a Nuestro Señor por los pecadores y sacerdotes. Hubo un rato en que llegué a perder la cabeza de dolor; me vine a la casa y, aunque sufro mucho, lo oculto; y tendré que ir mañana a sacármela. Me estre- mezco sólo de pensarlo, y aunque quieren ponerme cloroformo, yo no quiero, pues prefiero sufrir...»
En la tierna niña se dibujan ya rasgos de santidad: las inex- plicables ansias de sufrir, esa intuición arrebatadora del valor infinito del sufrimiento.
Termina presentando a la aprobación de su director el pro- grama diario que se propone seguir:
«Pienso llevar en mi casa una vida de oración; levantarme a las cinco y hacer desde las seis hasta las siete meditación; a las once y media, examen; en la mitad del día, lectura espiritual y en la tarde una hora de oración...»
¡Cuántos jóvenes y jovencitas piadosos han ideado progra- mas semejantes de espiritualidad! Pero, ¡qué pocos han perseve- rado en ellos! Juanita pertenece a estos pocos.
El 7 de agosto empezaba el último retiro que habría de hacer en el colegio. A él se estaba preparando con el ejercicio de pacien- cia que le proporcionaba su rebelde muela: «... pasé dos noches sin dormir y ayer gritaba de dolor, pero en la noche me propuse
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no llorar para ofrecérselo a Dios, y lo aguanté toda la noche sin quejarme...».
Alguno dirá: ¿Qué tiene de extraordinario todo esto? ;A quién no le han dolido las muelas? Seguramente el que así piensa es de esos espirituales que necesitan contar las espinas de la corona del Señor y el número de sus azotes para moverse a compasión. Así también quieren a todos los santos estilitas y desgarrados a varillazos.
No hay para qué sañar en esos medios de santificación, cuando tenemos a nuestro alcance el dolor de muelas, la enfermedad y el mal genio de la vecina. Porq\ie, no olvidemos que Dios pone a nuestro alcance las ocasiones suficientes para santificarnos. La diferencia está en que la mayoría no las aprovecha, llevándo- las a regañadientes o desesperando; y sólo unos pocos, como Juanita Fernández, están al acecho de la menor ocasión para convertirla en incienso para Jesús, colgándola el salvoconducto al alcance de todos, pero alcanzado por muy pocos, de la resigna- ción cristiana.
Su despedida de la Madre Vicaria fué sentida y rica en con- sejos:
«Que fuera humilde, que soportara las humillaciones; que no me dejara llevar por las impresiones; que conservara la serenidad en el rostro, a pesar de las contrariedades y penas. Que fuera muy cariñosa con mi mamá; que ahora llegaba el tiempo de agra- decerle, no sólo de palabra, sino de obra, todo cuanto ha hecho por mí; que la ayudara en todo; que fuera cariñosa con mi papá y con mis hermanos; que fuera un ángel que los aconsejar? ; que fuera tan virtuosa y abnegada que a todos hiciera simpática la virtud. Que estudiara, porque hoy, más que nunca, la mujer debe ser instruida.»
Con un pie en el estribo, prodigaba aún su dulce apostola- do entre sus amigas: «Hablé ayer mucho con X... pidiéndole que fuera más piadosa. Me voy a proponer cambiarla entera- mente...»
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Llegó y pasó el ansiado retiro con rapidez de rayo, dejando profundamente maduros en Juanita frutos de virtud y dolor: "Me voy del colegio... ¡Oh, Dios mío, cómo todo pasa y concluye! ; Cuánto nos apegamos a lo transitorio!
Antiguamente, las jovencitas salían del colegio con toda su inocencia, después de haber vivido largos años dentro de las rejas de la clausura. Algunas, recién salidas, colocaban, todavía albo- rozadas, sus zapatos en el balcón, al paso de los Reyes Magos, y en vísperas del matrimonio.
La emancipación ha sido pavorosa. Ahora la salida del cole- gio no significa nada; porque viviendo dentro de él, mantienen íntimo contacto con el mundo. Para un gran número, el cambio consiste solamente en una mayor holganza; más diversiones y menos piedad.
Juanita no puede clasificarse ni entre aquéllas ni con éstas. Hemos visto cómo sus vacaciones y enfermedades la tenían en continuo roce con los suyos. Para ella la salida sólo era la inten- sificación de la vida de familia.
Quería prodigar a sus padres y a sus hermanos todos los teso- ros de su ternura, porque ya se acercaba la hora de la separación definitiva.
Estudios brillantes, a pesar de sus muchas ausencias, habían ennoblecido su talento poco común. Su belleza física alcanzaba a su plenitud. Era llegada su hora. La de brillar y conquistar o la de dar un solemne mentís al mundo. Y esta vez también hizo
las dos cosas.
Brilló, porque no pudo menos de brillar. Por mucho que se ingeniaba en no llamar la atención, la misma sencillez en el ves- tido y tocado parecía realzar más sus gracias. Bien se dió cuenta ella cómo llamaba la atención en su alrededor, y tuvo que velar -obre sus primeros movimientos de vanidad, que amenazaban despuntar.
Sus disposiciones íntimas frente a la vida de hogar van bella- mente expresadas en una carta a su padre:
«Mi querido papá: Ayer me salí del colegio; al mismo tiempo que sentía pena de dejar a la Rebeca, pues jamás nos hemos sepa- rado; de dejar a las Madres que eran tan cariñosas conmigo, y a mis amigas, con las cuales pasábamos tan unidas, no podía menos
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de estar contenta al pensar que volvería a la vida de familia y que estaría en medio de los míos, a quienes tanto quiero.
»Desde ahora, papá, empieza para mí una nueva vida, aíí es que yo quiero que usted cuente para todo conmigo. No tengo otro deseo que darle gusto en todo, acompañarlo y consolarlo: pues sé que, en la vida de trabajo que usted lleva por nosotro-. encuentra muy a menudo sufrimientos que, aunque trata de ocultarlos por el mismo cariño que nos tiene, es imposible no comprenderlo:-.
»Pienso correr con la casa, tratando de hacerlo lo mejor posi- ble, ya que considero que ése es el papel de la mujer, y que no hay nada más bonito como ver a una joven preocupada en las cosas de su hogar, trabajadora, no teniendo otro pensamiento que el de agradar a cuantos le rodean...
♦Cuente, pues, papá, conmigo; ahora ya soy grande. Considé- reme como hija a quien puede confiarle sus penas, sabiendo que ella no dirá a nadie nada; créame que me haría feliz si esto coiv -iguiera...»
Breves líneas pero cargadas de significado. Cuatro pincelada?, eme completan por sí solas el autorretrato de Juanita y el perenne modelo de la joven cristiana.
Además, aquí se revela una nueva faceta de la personalidad de Juanita, sin la cual distaría mucho de ser un modelo de joven cristiana.
Si sólo viéramos en ella la hábil deportista, ¿qué poca cosa sería? Si se hubiera limitado a sus cilicios, a sus ayunos y auste- ridades, no sería aún bastante. Ni aun sus obras de celo y caridad para con el prójimo brillarían en todo su esplendor si faltara la ••mujer de su casa».
Juanita ha dejado de ser niña y se da cuenta que debe empezar a ser útil en su hogar. Como hija de ricos hacendados, no tendrá necesidad de tomar la escoba, ni aun de inquietarse lo más mínimo por el buen orden de la casa. Sin embargo, quiere ya desde su salida del colegio «correr con la casa»; que en Chile vale tanto como decir, la dirección y control de todas las actividades domés- ticas: comedor, cocina, aseo, etc..
Y, tratándose de familia de alguna etiqueta, el oficio requiere
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gusto y disposición. Y cuando se trata, como en el caso de Juanita, de una responsabilidad tomada sin ninguna obliga- ción y sólo por el deseo de ser útil, es una nota muy favora- ble para ella.
Hasta ahora la correspondencia con la Madre Superiora de Los Andes tenía carácter previo; no se había abordado de frente el problema de la admisión. Había que hacerlo, porque Jesús la urgía. Y feliz, o mejor dicho, divina coincidencia: la ^-alud de Juanita había mejorado notablemente.
Fortalecida con este gaje de la voluntad de Dios, escribe a Los Andes, solicitando la admisión: «Reverenda Madre, ahora a usted le voy a suplicar que me admita en ese «Palomarcito»...; le pido por favor que me diga si hay un «huequito».
La Madre Priora de Los Andes accedió muy gustosa a los deseos de la candidata, y la dió por recibida. A lo cual contesta en esto.5 términos Juanita: «¡Cuántas gracias le di a mi Señor desde el fondo de mi alma, cuando leía esas líneas que me traían la más feliz noticia!»
Continúa dando cuenta a su futura Superiora de los esfuerzos que hace para llevar una vida de Carmelita en el mundo: su reco- gimiento, oración, el encierro en la celda de su alma.
También ingresó en la Reparación Sacerdotal, que vela por la santificación de los ministros del Señor.
Dios aceptó muy gustoso el acto de Juanita pero le exigió más todavía: «Me pidió — son sus palabras — que me ofreciera come víctima para expiar los abandonos e ingratitudes que sufre en los Sagrarios...» Y le anunció los sufrimientos de todo género en que iba a traducirse su inmolación.
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(\,f*Q que principian a calcular que tengo vocación, pues quieren que frecuente más el mundo. Asi es que cada dia tengo qiu disimularla más, porque cuando sepan, me harán una gran campaña en contra... No diré nada hasta que no tenga el permiso para irme y todo arreglado para el viaje, pues asi se libra una de imüiles comen- tarios.»
VI
LAS ULTIMAS CELADAS DEL MUNDO
A pesar del silencio en que se mantenía aun el secreto de su vocación, algo se empezó a sospechar de los ocultos designios de Juanita. Por mucha afabilidad que mostrara, a pesar de lo que hacía por ocultar sus mortificaciones y actos de piedad y por pasar en todo por una chica corriente, era imposible no destacar. En ella se juntaban muchas y extraordinarias cualidades, que no podía eclipsar por mucho que lo intentaba.
Con su espíritu de observación notó Juanita en su derredor más interés que nunca por sacarla al mundo. Por su parte, sin omitir nada de sus ejercicios acostumbrados, procuró, más y más, dorar primorosamente la püdora al mundo, resuelta a no decla- rar su vocación hasta tener la maleta en la mano.
Mas Juanita ha conseguido forjarse ya una robusta persona- lidad espiritual, y no necesita cerrar los ojos y tapar los oídos para rezar. Ni se le cae el alma a los pies cuando le estropean su meticuloso horario.
Así que, el resultado de la paliada campaña de que fué objeto resultará favorable para ella: más se fortifica su voluntad en la abnegación.
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«Créame — escribe a la Madre Angélica — que no tengo ni un instante; ya sea una cosa, ya sea otra, me ocupan incesantemente; en fin, doy gracias a Dios porque es señal de que me quiere, cuan- do Él dispone que lleve una vida de abnegación. Créame, Madre, que basta que tenga un plan, para que todo salga al revés. A veces me siento desalentada; quisiera llorar y hacer mi voluntad, pero me diga: ¿Es este el papel que debe hacer una Carmelita? No; adelante, es preciso el sacrificio, la renuncia de nuestra propia voluntad, para llegar a la unión completa con Nuestro Señor.»
El mes de María es en Chile la época del entusiasmo mariano por excelencia, y también la del cumplimiento con la Iglesia, para gran parte de los católicos. Empieza el 8 de noviembre para acabar el gran día de la Inmaculada.
No hay en Chile capilla ni rincón perdido que no resuene al atardecer con el «Venid y vamos todos». Las gentes se congregan con ramos en las manos, no tanto para adornar, como para llenar de flores los altares de la Virgen; como pletórica manifestación del entusiasmo mariano de los corazones.
Juanita gozó de este despertar unísono de la naturaleza y del espíritu, en el campo. Allí, su más fino deleite fué el de prodigar a Jesús Sacramentado sus servicios de sacristana, en el oratorio del fundo.
Como fruto de la exaltación piadosa de Juanita y sus ami- gas, despertaron en tal forma los talentos musicales que compu- sieron un Ave María. Mas el estreno comprobó, una vez más, que el espíritu estaba pronto pero la armonía flaca.
Aquello fué Troya .. Una irresistible tentación de risa desarmó a las componentes del flamante coro. Menos mal que estaban en lugar invisible al público; y éste se componía de gente dispuesta a escuchar con la misma benevolencia el original Ave que la Cueca chilena. 1
i Baile popular chileno.
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Pero el cielo de Juanita no estaba en medio de las oleadas del entusiasmo popular, por piadoso que sea, sino en la soledad del Sagrario. Eso de poder renovar varias veces al día la lámpara del fuego sagrado, era un placer que saboreaba. Cuando a la no- che se despedía, cuando daba el último adiós del día a Jesús Sacramentado, no se resignaba a retirarse, multiplicaba sus genu- flexiones; y por fin, cerraba lentamente la puerta, con los ojos clavados en el Sagrario.
No era el desdén a las criaturas solamente, ni su natural afi- ción a la soledad y silencio lo que le atraía al Carmen. No, estaba muy lejos de Juanita ese espejismo de vocación romántica, que fomenta cierto género de poesía y novela.
Más aún, tenía un conocimiento precoz de la vida íntima de la Carmelita, difícil de conseguir sin previa experiencia. Conoce que, si bien el silencio y abstracción es, a veces, sabroso lenitivo; cuando se prolonga por toda la vida, se convierte en un cruel tor- mento, pues la naturaleza está hecha para el trato, para moverse y variar.
Por eso es fácil envidiar a los célicos habitantes de la Cartuja cuando estamos hartos de trabajo y de sufrir impertinencias. Mas, ¿los envidiamos igualmente en nuestros momentos de expansión, o cuando gozamos de una grata amistad?
El solitario debe luchar constantemente contra su desinte- gración física y moral. La soledad es el campo donde brotan los abrojos de oculto e incomprensible dolor.
En su Diario del i.° de enero de 191 9 hace un retrato aca- bado del Carmen, de sus atractivos y de sus amarguras.
La sabrosa amistad con Jesús, y también sus dolorosas ausen- cias en Noche Oscura. Luego la falta de distracciones, de pasa- tiempos que puedan mitigar sus penas; la pobreza material con su doliente cortejo de hambre, sed y frío...
Y después de completar un prolijo cuadro cargado de som bras, termina con un rayo de luz que, súbitamente, las desgarra: «Pero, ¿por qué ese atractivo por sufrir que nace desde el fondo
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de mi alma? ¡Ah, es porque amo! Mi alma desea la Cruz porque en ella está Jesús. »
Estas consideraciones la revelan iniciada en esos íntimo- combates, y demuestran en Juanita un poder de introspección nada común. De aquí que la vida del claustro íué para ella tan sin novedad; ya que todo se lo había imaginado más de lo que e<- en realidad.
Mascomo.no cesaban sus dudas, las declara a la Madre Priora de Los Andes, y íué Jesús quien contestó a esa carta, en térmi- nos por demás gratos a Juanita, con una inesperada visita a su Monasterio.
El ii de enero de 191 9, el papá y los hermanos de Juanita están ausentes. Ella arde en deseos de conocer personalmente el Monasterio de Los Andes, y de escuchar de labios de la misma Madre Angélica palabras de luz y de consuelo.
Su buena madre accede, y ambas hacen una visita relám- pago a Los Andes. Su alegría sobrepasó a toda ponderación. Aquel conjunto de pobreza, encerramiento y silencio; la pequeñez y oscu- ridad de la capilla, que para otra vocación más decidida hubiera -ido de mal efecto, fué para Juanita motivo de alegría.
«Xo hacía un segtmdo que estaba allí y mi alma gozaba de una paz inalterable. Después de luchar con tantas dudas había encontrado mi puerto, mi cielo en la tierra... Oí rezar vísperas y me parecía estar en el cielo, y, al final, me uní a mis hermani- tas para rezar las letanías, mi primera oración en comunidad...-
En el locutorio llegó hasta besar las rejas. En fin, su confe- rencia con la Madre Angélica disipó por completo todas sus dudas. Almas tan elevadas debieron compenetrarse en aquellos momen- tos con palabras inenarrables.
Después la Comunidad entera, como bando de bulliciosa- palomas, invadió el locutorio pletórica de alegría y de afectos para Juanita. ¡Qué gana tenían de verla un día consigo la> novicias! Todos los días rezaban una Salve por el feliz éxito de su vocación.
La Comunidad siguió todo el tiempo reglamentario de visi- ta, iluminando el fondo semioscuro del locutorio con su alegría franca y profunda; admiración de muchos profanos, que con- funden el convento de clausura con una cárcel de angustias.
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Tan engolosinada quedó Juanita de su rincón de Los Andes que ahora se encuentra desterrada en su propia casa. Sentía una nostalgia terrible del Carmelo: quería ponerse inmediatamente en marcha.
Todavía preparaba el mundo nuevos tropiezos a su vocación. Que antes se desprende de cien sujetos mediocres o inútiles que de uno solo de brillantes prendas.
Debió, pues, salir a vacaciones con su familia al fundo Lon- comilla. Aunque esa temporada tanto dificultaba los planes de Juanita, se mostró, con todo, más cariñosa y servicial que nunca. No excluía a nadie de sus servicios. Lo mismo sus padres que la cocinera tenían mucho que agradecerle al cabo del día.
Gracias que podía gozar a solas algunos ratos con su confi- dente Rebeca. Y entonces empezó a encontrar los ratos familia- res más gratos que nunca. Las sobremesas y veladas nocturnas interminable^ . el Rosario después de la cena removían sus más finos sentimientos. Y todo para más sufrir: porque el mundo entero no le haría dar un paso atrás.
Por su parte, el buen señor Fernández y el resto de sus her- manos, excepción hecha de Rebeca, gozaban de la presencia de Juanita, en la creencia de que la iban a tener consigo toda la vida.
El Espíritu Santo hacía bogar cada vez más a prisa la grácil barquilla de Juanita. A veces, los que la veían reparaban en sus trasportes. Rebeca nos cuenta el siguiente episodio:
«Una vez que, después de la oración comenzó a hablar de las perfecciones divinas, tenía el rostro muy encendido, y a medida que hablaba, más se animaba y más se encendía. Mirando al cielo mientras me hablaba, llegó un momento en que soltándose de mí, sin darse cuenta, apresuró el paso como quien va en busca de algo... Yo no la interrumpí ni una sola vez: en silencio la mi-
raba, comprendiendo que algo extraordinario pasaba en ella, y me decía a mí misma: «Jamás oiré hablar como lo estoy oyendo.»
En otra ocasión, durante un viaje en tren, empezó a hablar a un grupo de amigas, con tal unción, de la Santísima Trinidad, que su rostro se encendió, dibujando una expresión sublime. Sus oyentes estaban embelesadas. Una de ellas cuchicheó a su com- pañera: «Indudablemente en esta criatura hay algo de extra- ordinario.»
Basten estos breves párrafos de su epistolario de entonces, para formarse una idea del grado de compenetración con Dios de que ya gozaba:
«Mi oración consiste casi siempre en una íntima conversación con Nuestro Señor; me figuro que estoy como Magdalena a sus pies escuchándole. Él me dice qué debo hacer para serle más agra- dable. A veces me ha dicho cosas que yo no sé, otras veces me dice cosas que no han pasado y que después suceden...
»Veía con mucha claridad a Nuestro Señor en una actitud de orar, como yo lo había visto en una imagen; pero no le veía con los ojos del cuerpo, sino como que me lo representaba, pero era de una manera muy viva, que, aunque a veces yo antes lo había querido representar, no había podido; lo vi de esta manera como ocho días o creo más...
Sentí que el amor crecía en mí, de tal manera, que no pensaba sino en Dios, aunque hiciera otras cosas; y me sentía sin fuerzas como desfallecida y como si no estuviera en mí mis- ma. Sentí un gran impulso por ir a la oración e hice mi comunión espiritual; pero al dar la acción de gracias me dominaba el amor enteramente; principié a ver las infinitas perfecciones de Dios una a una. Y hubo un momento que no supe nada... estaba como en Dios...
»Después quedé que no sabía cómo tenía la cabeza; estaba como en otra parte y temía me vieran y notaran algo en mí espe- cial. Por lo que le rogaba a Nuestro Señor me volviera entera- mente...»
Más tarde apunta en su Diario: «Todo lo que hago es por su amor, vivo en una continua presencia de Dios.»
En otra carta desarrolla también las características de sus elevadas comunicaciones con Dios:
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«Ese conocimiento no me lo da con palabras, sino como si en lo íntimo del alma me diera la luz de ellas, y en un instante yo las veo muy claro, pero es de una manera rápida y muy íntima en la parte superior del alma.»
Parece que toda esta mística era de buena le}', a juzgar por los deseos de penitencia y humildad que la acompañaban, Ya no le satisfacen sus cilicios, privaciones, incomodidades ávida- mente buscadas; ni su celo por hacer felices a los demás.
Tampoco le intimidan sus frecuentes fatigas: sabe que, a me- nudo, sobrevienen sensaciones de desfallecimiento, sin que, en realidad, exista mayor debilidad; y se propone sobreponerse con el esfuerzo de su voluntad.
Quiere ceñirse con un fuerte nudo corredizo, desazonar la comida con ajenjos, ayunar los viernes y acostarse sobre tabla. También quiere interrumpir su sueño con una hora de oración. Pide asimismo le permitan llevar por más tiempo el cilicio.
¡Qué contraste más vivo entre la vida interior y las aparien- cias exteriores de esta joven!; pues Juanita pasa a los ojos del mundo por una de tantas bellezas de Santiago. En ella sólo echan de ver los jóvenes algo de timidez y retraimiento.
Pero bajo esas líneas seductoras hay oculto un corazón siem- pre sediento de sufrir y espiar. Llega a idear el padecimiento que más puede herir su sensibilidad: quiere ser humillada, con- trariada por su propia madre; y así se lo suplica humildamente.
Su buena madre, emocionada, no puede acceder. ¡Le falta- ban tan pocos días para la separación definitiva! Era tiempo de regalarla por última vez.
J\ medida que la hora crítica se acerca, sus amados padres y hermanos se convierten en verdaderos instrumentos de supli- cio: «Cuando miro a los míos me digo: ¡me falta tan poco para dejarlos! Y me parece que mi ternura por ellos crece más aún...»
Por otro lado, cada vez más esclava de su llamamiento, se prepara para el noviciado con frecuentes cartas a Los Andes, que la enfervorizan. Ya tiene en su poder, y lee ávidamente las
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Constituciones de la Orden y las obras del Príncipe de los mís- ticos, San Juan de la Cruz.
Dos meses, nada más, le faltan para eclipsarse tras las rejas de Los Andes; y hay que aprovechar las ocasiones que le quedan para hacer el bien en su derredor. La joven se apresura a rendir a Dios y a las almas los últimos servicios de su caridad v apos- tolado en el mundo.
Se ocupa en enseñar a los niños, no ya sólo el catecismo y las oraciones, sino las primeras letras. Luego emprende una eficaz campaña a favor de la devoción del Sagrado Corazón de Jesús, que es coronada con su entronización en veinte hogares.
Y no le basta aún. Sabe cuán peligroso es quedarse con la fórmula y la ceremonia y nada más. Aquí se aplica su fervor de catequista, y consigue llevar a los pies del confesor y hasta el santo tabernáculo a los miembros de esas familias.
Ni que decir tiene que en la ceremonia ella estaba presente y las imágenes entronizadas eran regalo suyo.
Tampoco le faltaron ocasiones de socorrer heridos v enfermos; su deporte favorito.
Durante estas últimas vacaciones, una pobre madre le trajo a su hijo de siete años con el cráneo destrozado. El cuero cabe- lludo cuelga, destapando la caja huesosa, sus ojos están yertos, el respirar agónico...
Creyendo el caso desesperado, la señora Solar, que está pre- sente, remite a un médico a la madre del herido, más por conso- larla que por otra cosa.
Mientras tanto, Juanita, sobreponiéndose a su natural horror, va juntando, una a una, las piltrafas de piel que cuelgan en des- orden... a continuación entregó a su madre la medalla de Hija de María, y le recomienda la tenga siempre sobre la cabeza del niño.
Pues, bien, contra toda esperanza, en solo ocho días, y sin auxilio de médico, la herida cerró completamente. Hecho que muchos atribuyeron a un verdadero milagro.
Otro hecho, realmente extraordinario, fué el que les sucedió en estas vacaciones, al llegar a Talca. En un coche de caballos
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dirigidos por un auriga «no muy primo», iban a la estación la señora Solar y Juanita.
Los saltos y vaivenes ponían pavor. Y, al llegar al fin del trayecto, el coche se acostó bruscamente sobre uno de sus lados; se le había desprendido una rueda. El tapón que remata el eje. e impide la salida de la rueda fué hallado casi tres kilómetros atrás. En esas condiciones la rueda no podía haberse sostenido en tan largo trayecto, si no es por un auxilio especial del cielo.
Teresa de ios Andes. 6
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A
o habrá separación posible entre usted y su hija, pues los seres que se aman, jamás se separan; por eso, cuando usted... se sienta fatigado y solo, y sin tener en quien descansar, se sienta desfallecido, entonces le bastará trasladarse al pie del altar, allí encontrará a su hija, que también sola, ante el divino Prisionero, alza suplicante su voz para pedirle acepte el sacrificio suyo y también el de ella y que, en retorno le dé ánimo, valor en los trabajos y con- suelo en el dolor. »
VII
LA SUERTE ESTÁ ECHADA
D e regreso a Santiago, una vez más se desbarató el plan de Juanita, pues tuvo que salir, junto con su mamá y hermanos, al fundo de su tía Rosa Fernández de Ruiz Tagle.
Es el fundo costero «San Enrique de Bucalemu», en la des-' embocadura del Rapel.
Como estaba tan cerca la fecha señalada para su entrada en Los Andes, Juanita hubiera preferido que la dejaran ultimar tranquilamente sus preparativos. Una vez más demostró ser hija fidelísima, acompañando a su madre.
Ella conoce muy bien el programa de esos días de holganza en los fundos: paseos y más paseos, en auto o en coche, a caballo o en bote; luego sesiones mterminables de parlanchinería en el «living».
¡Y pensar que ella tenía un plan minucioso de vida recogida, y había tanto que hacer en Santiago!
Pero Juanita no se ahoga en una gota de agua; para algo le sirve su pericia en la natación. Como si por su interior nada pasa- ra, seguirá haciéndose toda a todos y prodigando sonrisas, mien- tras siente las agudas punzadas de su cilicio, y oye las suaves llamadas de Jesús.
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Desde allí escribe a su papá en su galano estilo, modelo de carta familiar; se informa de su salud, de sus cosechas, etc..
Todo esto era andar por las ramas, eludiendo la cuestión de fondo de su vocación. Sin embargo, había llegado el momento de dar este paso definitivo, que con gran cautela había dejado para el fin. En parte, por abreviar la pena del padre; en parte también, para hacerle encarar un hecho casi consumado, en caso de que pusiera alguna dificultad.
Así se juntaba la prudencia de la serpiente con la simplici- dad de la paloma, en esta hija del Evangelio.
El día 24 de marzo, apenas regresada de Bucalemu, enco- mienda al arcángel Gabriel, el de las grandes misiones, la carta para su padre. Hincada de rodillas toma la pluma y escribe:
«Papá: hace mucho tiempo que deseaba confiarle un secreto, que he guardado toda mi vida en lo más íntimo de mi alma. No sé qué temor se apoderaba de mi alma al quererlo revelar; por eso siempre me he mostrado muy reservada para todos. Mas ahora quiero confiárselo con la plena confianza que me guardará la más completa reserva.
»He tenido ansias de ser feliz, y he buscado la felicidad por todas partes. He soñado con ser muy rica, pero he visto que los ricos, de la noche a la mañana se tornan pobres, y que, aunque esto a veces no sucede, se ve que, por un lado, reinan las riquezas, y, por otro, reina la pobreza de la afección y de la unión. La he buscado en la posesión del cariño de un joven cumplido, pero la sola idea de que algún día pudiera no quererme con el mismo entusiasmo, o que pudiera morir, dejándome sola en las luchas de la vida, me hace rechazar el pensamiento de que casándome seré feliz...
»Entonces comprendí que no he nacido para las cosas de la tierra, sino para las de la eternidad. ¿Para qué negarlo, por más tiempo? Sólo en Dios mi corazón ha descansado; con Él mi alma se ha sentido plenamente satisfecha, y de tal manera, que no deseo otra cosa en este mundo que el pertenecerle por completo...
«Iluminada por la luz de la gracia conprendí que el mundo era demasiado pequeño para mi alma inmortal; que sólo con lo infinito podría saciarme, porque el mundo y cuanto él encierra
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es limitado, mientras que, siendo para Dios mi alma, no se cansa- ría de amarlo y contemplarlo, porque en Él los horizontes son infinitos...
»;Cómo he de dudar que dará su consentimiento para ser de Dios, cuando de ese «sí» de su corazón de padre ha de brotar la fuente de felicidad para su pobre hija? No; lo conozco, usted es incapaz de negármelo, porque sé que nunca ha desechado ningún sacrificio por la felicidad de sus hijos. Comprendo que le va a costar; para un padre no hay nada más querido sobre la tierra que sus hijos. Sin embargo, papá, es Nuestro Señor quien me reclama...
»Xo crea, papá, que todo lo que le digo no desgarra mi cora- zón; usted bien me conoce y sabe que soy incapaz de ocasionarle voluntariamente un sufrimiento. Pero, aunque el corazón mane sangre, es preciso abandonar a aquellos seres a quienes el alma se halla íntimamente ligada, para ir a morar con el Dios de amor que sabe recompensar el más leve sacrificio. ¡Con cuánta más razón premiará los grandes! Es necesario que su hija los deje, pero téngalo presente, que no es por un hombre, sino por Dios; que por nadie lo hubiera hecho sino por Él que tiene derecho absoluto sobre nosotros...
»La Santísima Virgen ha querido que perteneciera a esa Orden del Carmelo, que fué la primera Comunidad que le rindió home- naje y la honró. Ella nunca deja de favorecer a sus hijas Car- melitas. De manera, papá, que su hija ha escogido la mejor parte. Seré toda para Dios y Él será todo para mí. Xo habrá separación posible entre usted y su hija, pues los seres que se aman, jamás se separan; por eso, cuando usted, papá, se entregue al trabajo rudo del campo, 1 cuando cansado de tanto sacrificio se sienta fatigado y solo, y, sin tener en quien descansar se sienta desfa- llecido, entonces le bastará trasladarse al pie del altar, allí encon- trará a su hija, que, también sola, ante el divino Prisionero, alza suplicante su voz para pedirle acepte el sacrificio suyo y también el de ella, y que, en retorno le dé ánimo, valor en los trabajos y consuelo en su dolor...
- El señor Fernández, siguiendo la tradicción chilena, inspeccio- naba con solicitud las faenas agrícolas de su gran hacienda.
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«Papá, no me negará el permiso. La Santísima Virgen será mi abogada, Ella sabrá mejor que yo hacerle comprender que la vida de oración y de penitencia que deseo abrazar, encierra para mí todo el ideal de felicidad en esta vida y me asegurará la de la eternidad...»
Los más apasionados afectos se suceden, como una cascada que se desliza sobre un estilo vivo y armonioso. ¡Cómo iba el señor Fernández a oponerse a una petición tan justa y tan bien hecha!
Aunque su confianza tenía el sólido fundamento de la pala- bra divina, no deja ella de encomendar a la Virgen Santísima el buen suceso de su anhelada petición. El día de la Anunciación comulgó en el Santuario de Lourdes, y rezó el Rosario con los brazos en cruz.
Fueron los días de más zozobra de su vida. Su Diario de 3 de abril refleja su dolorosa incertidumbre. Sabe, sin embargo, que su padre ha hablado favorablemente del caso con su madre; pero añadiendo un inquietante lo pensaré...
Estamos a 4 de abril y el señor Fernández no llega aún. La zozobra del corazón de Juanita es intensa, Y en el fondo del navio duerme Jesús.
Por fin, regresó don Miguel, pero mostró tal indiferencia por el asunto, que ni en sus conversaciones más familiares se refirió a él. Tal actitud era alarmante.
Una palabra de Jesús en el fondo del alma de Juanita, una sola de aquellas que en otras ocasiones le prodigaba, hubiera bastado para tranquilizarla. Pero, una vez más, Jesús callaba.
Como si no bastara tan sospechoso silencio, debe salir de nuevo al fundo de otra familia estrechamente relacionada con los señores Fernández Solar. Es el movimiento continuo de la vida americana.
Juanita no puede dejar Santiago sin conocer la voluntad de su padre. Se arma de todo su valor, y acercándose a él, se cuelga de su brazo, y, sin más preámbulos, le pide licencia para ir al Carmen.
Su buen padre, sin titubear también, puesto que ya ha dado a Dios el «sí» en su corazón, accede resignado.
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Juanita es presa dé la emoción. Por otra parte, el auto la espe- ra en la puerta... Y el permiso no es aún completo. Domina sus nervios, y explica cómo ya tiene su fecha fijada de antemano. «Hazlo como tú quieras», contesta el buen patriarca.
Pero el señor Fernández atraviesa uno de esos momentos infernales de la vida. Su hija lo ve, y humildemente le pide per- dón por haberle ocasionado tan mal rato. La respuesta de su padre, fundida en estrecho abrazo, es todo un panegírico de Jua- nita: No tengo de qué perdonarte.
Aunque en el auto esperaban impacientados, tuvo nuestra joven tiempo para comunicar su feliz suceso a su mamá y her- mana. Momentos después, subió al elegante vehículo, que des- apareció veloz, a lo largo de las interminables avenidas de la capital de Chile.
Lo primero que hizo al día siguiente, una vez en el fundo de su tío, fué escribir a su padre, temiendo haber agradecido algo atropelladamente su condescendencia el día anterior, por la pre- mura del tiempo.
Cuando don Miguel leyó esta carta rompió a llorar amarga- mente. Casualmente llega en esos momentos Luis, ignorante del asunto. No se podía ocultar ya la causa de tan amargo llanto.
Así que Luis conoció la resolución de su hermana, con quien había estado tan estrechamente unido desde su niñez, se rebeló indignado, e hizo falta toda la ponderación de su padre para calmarlo.
Como si se tratara de citas cinematográficas, se le ocurre acercarse a Miguel, y éste también oye por vez primera la deter- minación de su hermana.
La reacción de Miguel fué totalmente opuesta a la de Luis. En tal forma le impresionó la noticia, que quedó pasmado y sin pronunciar palabra. La nueva se extendió en pocos momentos a todo el resto de la familia, y desde entonces el dolor reinó en aquel hogar. Una nube de tristeza veló las caras de familiares y criados. ¡Qué idolatrada debía ser aquella criatura!
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A poco, Luis escribió a su hermana, reprochándole su falta de confianza, y recordándole las consideraciones que suele hacer el mundo, en esas circunstancias, a los que están a punto de dej arlo.
«Mi querido Luis: Por mi mamá he sabido que ya no te es desconocido mi secreto. Perdóname no haya tenido el valor de confiártelo antes, pero sabía lo mucho que te iba a impresionar, y quería ahorrarte lo más posible la pena que ibas a sentir cuando estuvieras al corriente de todo.
»Si por un instante pudieras penetrar en lo íntimo de mi pobre corazón y presenciar la lucha horrible que experimento, al dejar a los seres que idolatro, me compadecerías; mas Dios lo quiere y aun cuando fuera necesario atravesar el fuego, no retrocedería, puesto que lo que con tantas ansias anhelo, no sólo me propor- cionaría mi felicidad en esta vida, sino la de una eternidad...
»Me dirás: puedes amar a Dios viviendo en medio de los tuyo- Xo, mi Luis querido. Nuestro Señor nada suyo reservó para sí. al amarme desde el madero de la Cruz; aun dejó su cielo, su Divi- nidad la eclipsó, y yo ¿me he de entregar a medias? ¿Encontra- rías generoso de mi parte reservarle aquellos a quienes estoy más ligada? ¿Qué le ofrecería entonces? No, el amor que le tengo. Luis querido, está por encima de todo lo creado; y aun cuando pisoteara mi pobre corazón, despedazado por el dolor, no dejaré de decirles adiós, porque lo amo a Él con locura. Si un hombre es capaz de enamorar a una mujer hasta el punto de obligarla a dejarlo todo por él, ¿no crees acaso que Dios es capaz de hacer irresistible su llamamiento?...»
Profundo pensamiento que pone en litigio la más violenta inclinación humana, la que con mayor crueldad esclaviza, con los derechos mucho mayores de Dios. El corazón sentimental de Luis debió, sin duda, sintonizar esta delicada y fuerte onda de comprensión, lanzada por la hábil pluma de su hermana.
Y ésta prosigue su carta, sin dar sosiego a su pluma, que. cierto, parece que su mano se deslizaba irresistiblemente sobre un pliego y otro pliego, sin que ni su fuego ni la alteza del pensa- miento decline.
«Lo he pensado mucho y reflexionado y no quiero volver atrás, porque siendo Carmelita, realizaré el ideal de felicidad
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que me he forjado. Si me quedo en el mundo, no haré todo el bien que tú me pintas; porque la virtud es una planta cuya savia es la gracia de Dios. Sin ella, la virtud perece. Y dime sinceramen- te: ¿crees que Dios me la otorgará si yo no soy fiel en seguirle? No; si Él me ha dado ya el valor para sacrificarlo todo por su amor, yo no debo dejar de ser generosa...
»En cuanto a lo que me dices, que la gloria de Dios no gana- ría nada si todos se entraran en los conventos, te encuentro razón; pero debes agregar a esto que no todos los buenos son llamados por Dios para ser religiosos. Hay almas a las que les infunde el atractivo de la perfección, y éstas tales faltan si no se entregan a ella. Es cierto que en el mundo se necesitan almas virtuosas, y hoy más que nunca es de absoluta necesidad el buen ejemplo, pero para permanecer en el mundo, es indispensable tener espe- cial asistencia de Dios; yo me considero sin fuerzas para ello, porque Él no me lo pide. Pero mayor aún es la necesidad de almas que, entregadas completamente al servicio de Dios, lo alaben incesantemente por las injurias que en el mundo se le hacen; almas que le amen y le hagan compañía para reparar el abandono en que lo dejan los hombres; almas que nieguen y clamen perpe- tuamente por los crímenes de los pecadores; almas que se inmo- len en el silencio, sin ninguna ostentación de gloria, en el fondo de los claustros, por la humanidad deicida...»
¡Cuántos sofismas, que maneja el mundo, y aun algunos con- sejeros prudentes, destruye este inspirado párrafo! Y ¡qué cla- ramente veía Juanita la eterna actualidad y creciente necesidad de la vida claustral, por muchos considerada como inútil!
En el estado de ánimo en que se encontraba la futura Car- melita, no necesitamos dar detalles de los fervores que reinaban en su corazón durante los días de aquella Semana Santa.
Su dolor moral le acercó mucho a Jesús en el huerto y en la Cruz; al paso que la alegría de la Resurrección sólo pudo rozar muy al exterior su corazón, sin aliviar el interior, repleto de amargura.
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>fas, ahora, Juanita ha conseguido un raro dominio de su sensibilidad. Fortalecida en la escuela de la cruz, ahoga en su pecho el dolor. Las lágrimas ya no corren por su rostro: «No quiero llorar porque encuentro que el sacrificio regado con lágrimas ya no es sacrificio...»
Un último tropiezo le reservaba el mundo en su ruta hacia el Carmen; y esto cuando más expedita se veía.
Cierta persona de la familia de Juanita quedó muy disgus- tada al saber su determinación. Creyó, tal vez, en una. ilusión de la joven, y le declaró, lisa y llanamente, que no le convencía su vocación mientras no la aprobara un sacerdote, a quien ella le encaminó.
Juanita, dispuesta a condescender más que nunca en estos últimos días de su vida de fami'ia, acudió, con aprobación de su confesor, al sacerdote susodicho.
El inesperado consejero no estuvo muy afortunado, pues se limitó a exponer razones humanas contra las divinas, que impul- saban irresistiblemente a Juanita.
Después de todo, le dijo que, cierto, tenía vocación, pero debía esperar dos meses. Paradoja poco convincente. No se con- tentó con esto, sino que, valiéndose de la confianza que había depositado en él su confesor, le hizo prometer que no iría a Los Andes antes de ese plazo.
A la joven se le cayó el alma a los pies... y la conferencia du- raba horas. Por fortuna, la señora Solar, sospechando con intui- ción de madre, el trance en que estaba comprometida su hija, cortó la conferencia, mandando llamarla con el pretexto de des- pedir a su padre.
Su mamá la tranquilizó; y su confesor debió lamentar la Ucen- cia que tan fácilmente había concedido a su dirigida, pues hubo de desaprobar los consejos que había recibido en aquella confe- rencia... Ella quedó con esto plenamente tranquila, y prepa- rando el ánimo para las inminentes e inacabables despedidas.
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Don Miguel Fernández no se sintió con ánimos para despedir a su hija y partió días antes a Chacabuco.
La última tarde que iba a pasar en su casa tuvo Juanita el rasgo edificante de pedir perdón de rodillas a toda la servidum- bre de la casa, por las molestias que les hubiera causado; y a cada una le regaló un crucifijo, acompañando el recuerdo de sentidos consejos. 1
Después de la última cena nadie se resignaba a dar por ter- minada la jornada. Sospechaban el día que les esperaba. Uno de esos que, humanamente hablando, no debieran amanecer ?obre la tierra.
Después de renovar la consagración del hogar al Sagrado Corazón, que se había hecho a raíz de la primera Comunión de Juanita, continuó la velada familiar.
A las dos de la madrugada la joven se retiró a su habitación, donde todavía la persiguieron los abrazos apasionados de su madre y hermanos.
Entre tanto, afuera silbaba un viento huracanado. El infier- no parecía desahogar su furor revolucionando los elementos. El viento y la lluvia azotaban la ciudad en forma inusitada. Los árboles y postes caían derribados, con lo que el tráfico quedó suspendido en varios puntos de la ciudad. Luego faltó la luz; era toda una desolación, que se anticipaba a la soledad del hogar de los señores Fernández Solar.
Un doloroso temor, acompañado del más puro amor de hermana, revelan sus últimas líneas de despedida para Luis. Con su penetrante intuición ha adivinado los secretos de esa alma:
«Comprendo, aunque tú nunca me lo has manifestado, que sufres, que llevas el alma destrozada. Muchas veces he querido penetrar en esa herida, pero tu carácter reservado me la ha ocul- tado. ¿Qué hacer sino callar y rezar por ti? Si tú pudieras com- prenderme oirías todo lo que mi alma te querría decir, pero qui- zás no aceptarás los consejos de una monja... ¡Que jamás, her- mano querido, pierdas la fe! Prefiero morir y ofrecer la vida antes que tu alma se extravie.*
i En la casa de Juanita llegó, en algún tiempo, el número de sir- vientas a 16.
r<3
El sol, remontando las perpetuas nieves del Tupungato, derra- ma sobre Santiago sus primeros rayos, tímidos, colados a través de nubes de plomo. Por fin ha llegado el 7 de mayo, esperado y temido a la vez.
El expreso de Valparaíso arrancó para siempre el más pre- cioso fruto al añoso tronco Fernández- Solar.
Luego de -atravesar veloz el dilatado valle de Santiago, el ferrocarril serpentea por las laderas de la cordillera de la costa hasta llegar a la estación de Las Vegas. Allí la vía férrea se bifurca a la derecha, internándose en ameno valle, un vergel aprisio- nado por ariscos cerros.
Pero si es riente el panorama eme atraviesa el ferrocarril en estos momentos, se equivoca, sin embargo, el que imagina la gran cordillera que lo corta al fondo, vestida de verdes laderas o cubierta de vegetación gigantesca. La mayor parte de Los Andes chilenos, son roca desnuda o tierra volcánica sin un pu- ñado de verdor que recree la vista.
Lo que impresiona en ellos es su grandeza: ese laberinto tan extenso como América del Sur, y con anchura media de más de 100 kilómetros. Barrera infranqueable, si no es por rarísimos pasos, suspendidos sobre valles, que más parecen simas, por la violencia de su pendiente.
A enormes alturas, los valles se convierten en lagos, y los volcanes se forran de helado armiño, como para refrigerar sus caldeadas entrañas.
Los Andes son el reinado de la grandeza, del silencio y de la soledad más impresionante. Ni seres humanos lo pueblan, ni fauna ni flora.
La ciudad que lleva el mismo nombre está empotrada en los primeros contrafuertes cordilleranos, y parece quiere subir a las cumbres nevadas. Lo que ella no puede sino evocar, lle- vará a la realidad muy pronto Juanita, bajo el nombre de Te- resa de Jesús.
A las once y media de la mañana se apeaban los viajeros en la estación de la ciudad.
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A la tarde, la candidata esperaba frente a la puerta reglar el momento definitivo.
Se oyó cada vez más distinta la salmodia de la Comunidad, y luego de un preludio de sonoros cerrojos, la puerta se abrió de par en par. Juanita, arrodillada, recibe la bendición de un Padre Carmelita, que preside la ceremonia; luego la de su madre, y des- pués, con paso firme y ademán entero, entra a tomar su puesto en el cuerpo de comunidad.
Las puertas se cerraron tras ella, y mientras los suyos que- daban afuera sumidos en mal contenido dolor, las religiosas con- ducían al coro a la nueva postulante, cantando el himno Oh Gloriosa Domina; y allí la abrazaron una a una, quedando reci- bida así en su nueva familia.
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c^£-sí pasamos la vida, hermanita querida, orando, trabajando y riéndonos. Ojalá ten- gas la dicha algún día de encontrarte en este cielo anticipado, donde los rumores y agitación del mundo no llegan. Dios es amor y alegría y Él nos la comunica.»
VIII
SILENCIO, ALEGRIA Y APOSTOLADO
Ci ando Juanita entró en Los Andes ya estaba madura para Dios. El intenso ejercicio de virtudes, a que se había dado, triunfó plenamente de sus más inocentes debilidades.
Aquella viveza de genio, que demostró en su infancia, fué haciendo cada vez más raras explosiones; ahora es de un carácter el más agradable. Lo mismo diríamos de su excesiva sensibilidad, ya bajo el completo dominio de la razón.
No le había dado poco que hacer, también, como lo revela su Diario, su incipiente vanidad; y sobre ella consiguió victorias heroicas. De este grado me atrevo a calificar la humillación, que un día buscó, al hacer la visita a sus buenas monjas del Sagrado Corazón, cubierta con el abrigo de su uniforme, mientras las otras antiguas alumnas lucían sus mejores galas.
Ya hemos visto su anhelo de renovar en su cuerpo las aus- teridades de los anacoretas; y aunque prudentemente se la coartó, su porfía fué consiguiendo uno y otro permiso, hasta el punto que, cuando entró en el Carmen, estaba familiarizada ya con toda clase de penitencias.
Mayor vigilancia puso aún en practicar la mortificación per- petua de todas sus aficiones, revelándose hija muy aventajada de San Juan de la Cruz.
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En su rauda ascensión hacia la gloria, el Carmelo es el último escalón, un pequeño descanso; otro vuelo más, y entrará en el cielo.
Al contrario de lo que comúnmente sucede a los novicios en sus primeras semanas, Juanita se encontró en el Carmen de Los Andes como en su propia casa. Ni revelan, sus primeros escritos, melancolía ni nostalgia por los suyos.
Dios la hizo pasar por todas estas crisis antes de entrar, así que, se encontró en el claustro aligerada de ellas para mejor darse a Dios. Una alegría intensa se le escapa por la pluma. «Estoy tan feliz, que a pesar de que no conocía a mis Hermanitas, me parece que siempre hubiera vivido en medio de ellas.» Y en carta a su hermano Luis «¡Oh!, ¡si pudieras por un instante sentirte lleno de felicidad como yo me siento! Créeme que me pregunto a cada momento si estoy en el cielo, pues me veo envuelta en una atmósfera divina de paz, de amor, de luz y alegría infinita.»
A pesar de que las Carmelitas no suelen escribir sino muy raras veces, se hizo excepción con Juanita. Una pluma tan pri- vilegiada, y movida por manos de serafín no podía menos de hacer mucho bien a las almas.
Siempre solícita por los suyos, les da cuenta de todos los pormenores de su vida; y además les consuela y aconseja con palabras llenas de convicción.
En otra de sus largas cartas a su hermano Luis, sale al paso a cierta expresión suya, muy fraternal, sin duda, pero demasiado humana: «Tú dices, que serás bueno por mí; esto no te lo permito. Por una criatura miserable, jamás hemos de obrar. Ama y haz el bien por poseer eternamente el Bien inmutable...»
La primera noche que pasó en su celda, desprovista de todo cuanto puede agradar a los ojos, o dar la más leve comodidad al cuerpo, le llenó de alegría. Eso era lo que ella buscaba desde años atrás: la nada.
Colgando de las paredes desnudas una cruz, y, sobre unas tablas, un pobre jergón con algunas mantas. ¡Qué contraste con
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las bien guarnecidas habitaciones y salones de su casa! Y el con- traste resultó agradabilísimo para Juanita. Precisamente ella amaba con pasión el vacío, la aniquilación de todo lo que no es Dios.
Repara luego en que la almohada es dura como tabla. Otro hallazgo, por tanto tiempo deseado. Sin embargo, la nada le per- sigue, aun en sus deseos más negadores. A la buena Madre le parece la almohada un objeto demasiado duro para la primera noche, y se la manda cambiar por otra.
Cuando de la celda pasa al coro, nuevos motivos de alegría: «En el Oficio me figuro estar en el cielo»; dice a su mamá. Cierto, tan en el cielo, que había que despertarla de su ensimismamien- to con ligeros tirones, a cargo de su compañera, para que se aco- modara al ceremonial.
Como los primeros días no le dejaban asistir a todo el Oficio coral, rezaba el resto en la celda; con muy buena voluntad, aunque no muy ajustada a sus diversas partes. Un día declaró con inge- nuidad que se le había olvidado el Te Deum en Completas. La gra- cia de este olvido sólo podrán comprenderla los habituados al Oficio Divino.
A. los pocos días de entrar, celebraron la fiesta de la Madre Priora. Y en él, nuevas sorpresas para Juanita.
¡Qué alegría en medio de tanta austeridad! El más insignifi- cante detalle toma, en Comunidad, relieves interesantes; puede llegar a la categoría de acontecimiento. Cada religiosa ofrece su regalito a la Madre. Y con este motivo, ¡qué sorpresas y qué risotadas infantiles!, al saberse el regalo que es fruto del ingenio y del cariño de cada una.
La postulante no cabía en sí de gozo. Se acordaba de las feli- citaciones de salón, de los gestos y palabras estereotipadas en sonrisas de hielo, que enmascaran, más de una vez, corazones- turbados por el rencor o ahitos de agoísmo.
¡Qué diferentes escenas! Para un alma sincera como la de Juanita no hay opción entre ellas.
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El convento de Los Andes, donde vivió y murió Juanita, no era tan confortable como el actual. Simple casona colonial de adobe, con sus celdas alineadas bajo una galería abierta, cuyo alero quita mucha luz a las celdas. No era ninguna vivienda de príncipes, ni la capilla tenía mayor atractivo.
Mucho menos halagador todavía a los ojos humanos es el horario y ocupaciones de las postulantes. En pie desde las seis menos cuarto, tienen que ajustar sus atavíos a marchas forzadas, porque a las seis deben estar en el coro. Allí una hora de oración mental a oscuras, en silencio, a solas con Dios. Luego el rezo de las Horas Menores seguido de misa y comunión.
Con tan sustanciosa refección de espíritu, la Carmelita arros- tra las ocasiones de la mañana con la mente fija en Dios; y esfor- zándose por exprimir de cada instante temporal un fruto eterno. ¡Es tan precioso el tiempo para Dios!
Nuestra postulante siente avidez de tiempo; sabe que una hora, un momento tiene trascendencia eterna, y teme que ese precio de amor y de vida eterna le va a faltar muy pronto.
Después de la comida, la ilustre damisela Fernández Solar lava los platos de la Comunidad; y luego participa de la sana expansión del recreo, en compañía de todas las religiosas; acto que pone en comunicación los espíritus, distanciados desde la mañana por el silencio más riguroso, estrecha los vínculos de la caridad y proporciona el necesario solaz.
El rezo de Vísperas excita la voluntad de ese letargo indefi- nido, que titularon los ascetas demonio del mediodía; y luego viene la quieta y sabrosa lectura espiritual. Al sonar las tres, guardan un religioso recuerdo del Divino Agonizante del Gólgota; todas interrumpen la lectura y postradas en tierra rezan tres Credos.
Luego hacen una visita al Santísimo y vuelven a trabajar en sus respectivas celdas. De cinco a seis, otra hora en el coro de íntimo coloquio con Dios. Después la cena y un rato de con- versación en Comunidad. Retiradas, de nuevo, en sus celdas, trabajan u oran hasta el rezo de Maitines.
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La jornada no cesa para la Carmelita hasta las once; a esa hora su cuerpo, trabajado por la disciplina, goza de un merecido descanso.
El complicado ceremonial del Oficio Divino hace pasar apuros a la postulante. Tiene que leer las lecciones de Maitines en pie. en medio del coro, mientras la Comunidad sentada escucha. ¡Qué apuros, la primera vez!
Cuando Juanita leyó sus lecciones, la Madre Superiora, encar- gada del ceremonial, le hizo un regalito; como premio, y, tal vez. para que se le pasara el susto.
«Así pasamos la A-ida, hermanita querida — escribe a Rebeca — , orando, trabajando y riéndonos.»
Una nota característica distingue inconfundiblemente el esta- do de ánimo de Juanita, en este tiempo, del que describe Teresa de Lisieux, en su noviciado. Para ella estaba habitualmente velado el rostro de Dios. Xo sentía felicidad intensa, sino más bien paz resignada. En sus poesías canta, no lo que sentía, sino lo que quería sentir. Por el contrario, Juanita comenzó su A-ida religiosa bañada de alegría: «Soy feliz, pero la criatura más feliz del mundo; estoy comenzando mi A-ida del cielo... Me parece que esto}* en la eternidad, porque el tiempo no se siente aquí en el Carmen.»
Si Juanita había encontrado su felicidad entre sus Herma- nas, ellas, por su parte, sin excepción, amaban y admiraban a la nueva postulante. Su carácter disciplinado y su natural incli- nación a servir a las demás, a ser útil a todos, unido a su belleza y atractivo personal, la granjearon el cariño de todas.
Hasta el perro Mozuk, muy agresivo con todos, se deja acari- ciar meloso por Juanita. Con espontaneidad teresiana, exclamó, a este propósito, una Hermanita: « Miren, hasta los perros tienen buen gusto.»
Su felicidad no significa que no sintiera pesadumbres mora- les y debilidad física. Cierto que, sus fatigas crónicas habían desaparecido, pero esto no excluye que su delicada constitución
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no sintiera las dentelladas del frío y los embates del sueño y del desmayo.
Y hay que advertir que las Carmelitas de Chile no se han contentado con los prolongados ayunos de Regla, sino que los han aplicado con excesivo rigorismo.
Para una vocación menos decidida, los primeros síntoma> de fatiga bastan para concluir que no hay salud para la vida religiosa. Paliada cobardía, por regla general, que desmiente las vidas de los santos y varones de Dios, tanto más penitentes cuan- to más enfermos y extenuados.
El retiro que las Carmelitas hacen, desde el día de la Ascen- sión hasta el Domingo de Pentecostés, afervoró la caridad de Juanita. Un fenómeno nuevo para ella se presenta en su ora- ción:
«Hace tres o cuatro días que, estando en oración, he sentido como que Dios baja a mí con un ímpetu de amor tan grande, que creo que a poco más no podría resistir, pues en ese instante mi alma tiende a salir del cuerpo. Mi corazón late con tanta vio- lencia que es horrible; siento que todo mi ser está como suspen- dido y que está unido a Dios... Hoy, víspera de Pentocostés. he sentido un arrebato de todo mi ser en Dios con mucha vio- lencia sin poderlo disimular, y tres veces he vuelto y después he sido de nuevo transportada...»
Son comunicaciones altísimas de la Divinidad, con que Dios regala, a veces, a sus siervos fieles. Brillantes relieves, y de inten- sa emoción, algo sublime, mas que no otorga sino a los que lian hecho ¡rente a la prosa y a la tragedia de la vida con constancia v heroísmo.
Parece ser que se repitieron con frecuencia estos arrobamien- tos en ella, pues alude a estos fenómenos a menudo:
«He pasado todos los días como si no estuviera en mí: hago las cosas pero sin darme cuenta. Después estando en la oración se me presentó Dios, e inmediatamente mi alma parecía salir de mí, pero con una violencia tal, que casi me caí al suelo; no pierdo
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los sentidos, pues oigo lo que pasa a mi lado, pero no me distraigo de Él.»
Estas últimas líneas nos recuerdan al autor de la Noche Oscura: «Suele... el alma verse, sin saber cómo es aquello, tan apartada y alejada según la parte espiritual y superior de la porción infe- rior y sensitiva, que conoce en sí dos partes tan distintas entre sí que le parece no tiene que ver la una con la otra...» 1
La oración termina, y Sor Teresa no puede moverse. Su angus- tia es insoportable; quiere seguir a sus Hermanas para no llamar la atención, mas no puede, se siente clavada. Ruega y suplica al Señor no la deje en evidencia... y, a poco, se encuentra aligera- da y empieza a andar, pero como con cuerpo prestado.
Fué en estas ocasiones cuando, para impedir el éxtasis, agi- taba los pies y se pellizcaba rabiosamente. Por esta causa fué acusada varias veces en Capítulo Conventual.
¡Qué lejos estaban de conocer la verdadera causa de esa inquie- tud! Sólo después de su muerte declaró su confesor la verdad. Se trata claramente de gracias de orden místico.
Un alma que ha llegado a estos extremos puede decir con verdad: «La vida se hace un suspiro y luego nos sumergimos en la eternidad.»
El día del Sagrado Corazón solicitó y obtuvo permiso para hacer los tres votos hasta su toma de hábito. Por su parte, el Señor le mostró cuán grata le era esta ofrenda con una visión extraordinaria.
«Se me presentó Jesús con una belleza tal, que me tenía ente- ramente fuera de mí misma... Me dijo que me introducía en su Sagrado Corazón para que viviera unida a Él.»
El cielo y la tierra cooperaban en la obra de la santificación de esta criatura privilegiada. Para ella se adelantaban los tiem- pos. Jesús quería ver pronto ataviada a su esposa para el Juge Convivium de la eternidad.
La Madre Angélica, como obedeciendo a una inspiración divi- na, pidió permiso al señor Nuncio para adelantar, en un mes, la toma de hábito. Nuevo acicate para apresurar el avance de la postulante hacia la perfección.
i Noche Oscura del Espíritu, cap. XXIII.
El septiembre chileno es el mes de los verdores espléndido> v de las flores sin medida. Con luces polícromas de azul y plata andinos, que ofuscan y renuevan el ánimo, ha sentado, la prima- vera, sus reales en la huerta de Los Andes. Las flores han com- pletado su invasión.
Inundadas de aromas, en un rincón, están las ermitülas, tan recomendadas por la Santa Madre. Juanita, recogida en una de ellas, se engolfa en Dios. Recuerda sus oraciones vespertinas en los campos de Chacabuco y de San Javier; y piensa que el tiempo se le va y, pronto, Santiago, lo mismo que Chacabuco y Los An- des, se fundirán en el común abismo de lo pasado, para hacer camino a la única realidad, que es la eterna...
Pero su felicidad no la hace egoísta; no se olvida de los suyo>. Más que nunca se siente apóstol. Sus padres, hermanos y amigas >nn objeto de sus más fervorosas plegarias.
A todos quiere santos. A la oración añade el apostolado de -u pluma; no se cansa de exhortarlos a la piedad, al amor de Dios; y lamenta no poder comunicarles sus sentimientos de felicidad.
Así a su hermana Rebeca: «Si por un momento pudiera hacerte comprender la vida de unión e intimidad con Jesús que, día por día se acrecienta en mi alma, lo dejarías todo.»
Seguramente que acentos tales iban ya depositando en Rebeca los gérmenes de la vocación. Sin embargo, mientras esté en el mundo debe encarar con éxito las adversas realidades: «Cuando vayas al teatro — le dice — , no mires mucho; corta el argumento en lo más importante; adora y ama a Jesús.»
Mas antes de continuar con la actividad epistolar de Juanita digamos algo de su gran día de la toma de hábito.
Llegó el 14 de octubre, tanto tiempo deseado; fecha fijada para la ceremonia, después de otorgada la licencia para abreviar el postulantado.
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Los padres de Juanita, sus hermanos y una tía fueron los miembros de la familia que se trasladaron a Los Andes para pre- senciar la ceremonia.
La postulante entró en el coro acompañada por la Comuni- dad, tomando colocación sobre el paño cercado de flores que. para ella, se reserva en el centro. Después vino la plática de circunstancias, y la ceremonia con toda su emotiva sencillez, que acaba con el abrazo fraternal, a los acordes del Ecce quam bomum.
Al pie de las rejas del coro se extinguían las esperanzas que el mundo había puesto en ella, lo mismo que sus inolvidables ratos de vida familiar.
Allí acabaron sus favoritas diversiones. Ya no hendirá Jua- nita con hábil bracear las olas del Algarrobo. Ahora yace des- montada la gentil amazona de San Javier y Chacabuco, para no poner más su pie en el estribo.
Juanita Fernández Solar ha muerto bajo la simbólica mor- taja; y se levanta alegre, triunfadora de la muerte Sor Teresa de Jesús.
La capa blanca del Carmelo, de abolengo milenario y de pul- cro simbolismo, cubre ya a la nueva Esposa de Jesús.
La blancura tiene un sello de divinidad: blanco fué el vestido de reyes y sacerdotes en la antigua ley, blancura indescriptible vieron los atónitos apóstoles en la túnica del Señor transfigurado; blanco es el color que la sagrada liturgia reserva para los Miste- rios de Dios...; y estas dos hileras de capas blancas que vemos a través de las rejas del coro, se están ejercitando ya en el oficio de áulicos, que continuarán un día en el cielo.
Sor Teresa acaba de incorporarse al grupo de elección, mas por seis meses, nada más. No bien cumplidos éstos, y adelántan- dose a todas sus Hermanas, tomará su puesto en aquella blanca comitiva que, como dice San Juan. «sigue al Cordero Divino a dondequiera que va».
A pesar de su místico morir a la carne y sangre, y venciendo su repugnancia, tuvo, después de la ceremonia, que acudir al locutorio. Y fué, ciertamente, para mucho bien de los que la vieron tan alegre y, al mismo tiempo, tan absorta en Dios.
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Si en algún caso es cierto aquello de «El hábito no hace al fraile», verdaderamente lo es en el caso de Sor Teresa. Ella había sido, mucho tiempo atrás, Carmelita sin hábito. El há- bito no pasaba de ser un símbolo de plenitud de vida carme- litana, una floración exterior del espíritu que ya, plenamente, le vivificaba.
Son tan íntimos, tan incomunicables los sentimientos de la vocación, que el mundo no entiende de ellos ni una palabra. No sólo el mundo, en el sentido peyorativo de la palabra, pero aun muchos fervorosos interpretan desgraciadamente las emo- ciones, las alegrías y, tal vez, las lágrimas de la religiosa.
Si una joven llora en el mundo, se interpreta de mil maneras >u pena; las lágrimas o la aparente tristeza de la religiosa no tiene otra explicación sino que quiere volverse a casa. Confesemos ^quiera que la vocación sólo la conoce el que la tiene. Y, siendo esto así, ¿por qué se encuentran tantos consejeros seglares en achaques de vida religiosa?
También le tocó a la Hermana Teresa caer bajo los juicios insipientes del mundo: «Todavía me estoy riendo — escribe — de lo que me ha dicho nuestra Madre que se corre en el mundo, de esta pobre Carmelita. ¿Por qué quieren turbar su felicidad, dicién- dole que estoy triste, que lloro, etc.? ¿No ve que es envidia del reposo, de la paz, de la felicidad que inunda mi alma? Cuán bien veo que los que inventan semejantes mentiras no saben lo que es vivir en el cielo del Carmelo, y lo que es la gracia de la voca- ción.»
Asomada desde las alturas del Carmen, ve, allá abajo, a los esclavos de la humana felicidad, martirizados por esa arpía que se vende por reina de belleza. Y la Hermana Teresa se compadece de ellos.
En fin, se consuela pensando que también para ellos pasa pronto el agridulce placer, lo mismo que la noche triste del des- engaño: «Yo, cada día más feliz; ayer hizo un mes de mi toma de hábito, tiempo que ha transcurrido volando... ¡Qué sería de nos-
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otros si no pasara así la vida! Sobre todo sería terrible para la gente del mundo, para la cual no hay dicha cumplida, ya que para una Carmelita existe el cielo en la tierra.»
A los seis meses de vida en el Carmen la sorprendemos de nuevo en su celdita, escribiendo sus cartas apostólicas. Es ahora su amiga Isabel la destinataria; a la que siempre propone como modelo Sor Isabel de la Trinidad, cuya vida y doctrina tuvo siempre especial atractivo para Sor Teresa.
A otra de sus amigas le da cuenta de las excelencias de la vida contemplativa, en términos tan inspirados, que bien mere- cían publicarse a los cuatro vientos, para conocimiento de las almas que se sienten llamadas al claustro, pero creen impropia de estos tiempos la vida contemplativa.
La realidad es muy otra: nunca han sido más necesarios los contemplativos; y por desgracia, nunca tan pocos. Por una parte, la apostasía general pide brazos siempre alzados al cielo; por otra, el apóstol necesita oraciones, para que su alma no sucumba sofocada por las obligadas adherencias materiales, que se enros- can aún en el más puro apostolado.
Sin poner en duda la necesidad de la vida activa, preocupa a Sor Teresa la no menor necesidad de almas exclusivamente consagradas al amor de Dios.
Su experiencia de la vida le enseñó que el apóstol debe rozar con los más diversos medios, que menoscaban no poco su crite- rio y su pureza de intención; ante lo cual debe reaccionar con meditación asidua y vida intensa de piedad, so pena de dar en el apostolado de oropel, nulo o contraproducente para los ver- daderos valores del espíritu.
Sor Teresa de Jesús tiene la pluma:
«Aunque otros digan que por el apostolado y la oración se salvan las almas, yo creo que es mucho más difícil, pues esto nece- sita una gran unión con el Redentor, ya que el salvar almas no es otra cosa que darles a Jestts; y asi, el que no lo posee no puede dar nada. Por lo general, las almas en la vida activa llegan más
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difícilmente a unirse enteramente a Dios, ya que las cosas exte- riores y el trato constante con el mundo las hacen distraerse de ÉL Además me parece que puede mezclarse el amor propio cuando -e palpan los triunfos. Estos peligros la Carmelita no los tiene, ya que ignora el número de almas que salva por la oración y el sacrificio. Quizás desde su celda conquista, al par de los misio- neros, millones de infieles que se encuentran en los confines del mundo...»
La carta es interminable; en tal forma fluyen ideas y las más variadas expresiones a la pluma de Sor Teresa que escribía en muy poco tiempo epístolas verdaderamente paulinas. Al fin se da cuenta de que todo tiene su límite. «¡Por Dios, cuánto me he alargado!, pero perdóname, hermanita; cuando hablo de mi voca- ción de Carmelita y de Jesús, no puedo detenerme...»
De modo particular también se interesó por acercar las alma- a la Sagrada Eucaristía:
«Sí, mi Lucita — escribe a su hermanita — , es preciso que pre- pares el corazón de tu Lucecita para que sea siempre sagrario de Jesús, ahora con tus oraciones, más tarde con las enseñanza- la vigilancia y el ejemplo.»
Y a Rebeca: «En esos momentos en que mi alma está unida a Dios, cesa todo para mí; me faltan palabras, hermanita, para expresarte la dicha divina que experimento. Siento al Infinito, al Eterno, al Santo, al Todopoderoso, al Sapientísimo Dios unido con la nada pecadora... Aprovecha, hermanita, esos instantes para hacerte santa... ¿Qué te podrá negar cuando está loco de amor por ti, ya que se ha reducido a Hostia, y nada para llegar hasta ti?
A una persona, a quien frecuentemente escribe, le reprocha su negligencia: «Para mí es inconcebible que teniendo ansian de ser feliz no busques a Jesús. ;Por qué no te acercas a comulgar diariamente?
«Procuren ustedes no comulgar como lo hacen las personas del mundo.» Fino reproche para los que se acercan a comulgar por rutina, por hacer un acto más de piedad en el día. Tal vez por egoísmo, como medio heroico a que se acude, solamente, cuando se han frustrado todas las perspectivas humanas.
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Para que así no sea la comunión, se impone algo de vida inte- rior, tal como la fomenta la meditación; práctica que aconseja a renglón seguido Sor Teresa a las destinatarias de la carta.
J_#o que hace solos treinta años fué un arenal inhóspito, es hoy el San Sebastián de Chile. Cerros ideales, parques y paseos, avenidas de modernos chalets, suave atmósfera forman un am- biente idílico, paradisíaco.
La Avenida Libertad presenta a ciertas horas un aspecto deslumbrador: belleza y elegancia en las aceras, y en el centro continuo deslizarse de silenciosos y deslumbrantes automóviles. Luego la pista se prolonga, doblando frente al cuartel de los Cora- ceros, para bordear la costa, serpenteando sobre playas y bravos acantilados. Aquí y allá, palacios y chalets en estratégica posi- ción sobre la mar o en las mismas arenas; luz polícroma, brisa sedante, mar de intenso azul forman un conjunto voluptuoso de irresistible atractivo..
Durante los años de 1912 y 1913 había pasado Sor Teresa parte del verano en Viña del Mar. Cierto que sus residencias, tanto en Recreo Alto como en Echevers, fueron para ella santos retiros; pero un alma como la suya, sensible a todo lo bello, no podía menos de experimentar el rudo choque de la seductora ciudad con sus austeros principios.
Sor Teresa evoca estas escenas para detestarlas. Le repugna todo cuanto a la incauta juventud seduce; y gime en su corazón al ver emboscarse tanto pecado detrás de tanta belleza.
La joven postulante quiere que, siquiera, un alma entre mil se destaque de la turba sedienta de placer, para acordarse del Prisionero del Sagrario. El espíritu de reparación eucarística du- rante esas vacaciones, donde todos cristianos «vacan al demonio*, lo aconseja encarecidamente:
«Te recomiendo en Viña del Mar, la comunión diaria para reparar y consolar a Nuestro Señor, al que tanto se ofende en las vacaciones.»
Otro tópico que viene con frecuencia a su pluma es el del llamamiento al estado religioso. No es que quisiera hacer mon- jas a todas sus amigas, pero sí que conozcan la grandeza de esa divina profesión.
Discreción e imparcialidad muestran estos términos: «Me dices te diga mi opinión acerca de tu vocación; me río al ver a quién se lo preguntas... Pero en fin... te diré que yo creo que por ahora tu misión está en el seno de los tuyos; puedes ser entretanto Carmelita en el mundo; Dios quiera que lo seas...»
¿Tendrá esta súplica final alguna gota de escéptica ironía - Como ditiendo: te va a hacer falta Dios y ayuda; porque esto es poco menos que imposible.
Nada de eso. En el decurso de la carta va puntualizando las normas que deben guiar a la persona que trata de perfeccionarse en medio del mundo.
Sin embargo, Juanita parece más convincente cuando ponde- ra el estado religioso, pues, a pesar de su prudencia en cuanto a no forzar vocaciones para el claustro, seis de las amigas más favorecidas con sus cartas sobre la vocación religiosa, se hicieron monjas. Sin hablar de su hermana Rebeca que, como Juanita se lo anunció, cayó por fin en las redes del Divino Pescador.
Hagamos constar, por último, que en la Hermana Teresa jamás se advirtieron humos de bachillera. Tan lejos estaba de hablar y escribir ex cátedra que, en ninguna ocasión expuso su criterio, aun en cosas muy triviales, sino cuando se preguntaba y entonces con mucha humildad.
Si en su extenso epistolario habla, a veces, con cierta auto- ridad, es debido a una expansión muy natural de sus profundas convicciones.
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n Padre a quien le consulté acerca de mi oración, me dijo que cuando sintiera ese arrobamiento de todo mi ser, debía recha- zar el pensamiento de Dios. Lo hice por obedecer, pero era el sufrimiento más horri- ble y a veces no lo conseguía. También me dijo que debía de principiar mi oración por meditar en Jesucristo; y yo sentía que no podía, pues Dios me atraía el alma. Por fin, el Padre Avertano del Santísimo Sacramento, Carmelita, que es actualmente mi confesor, me dijo que no debía resistir a Dios, sino seguir sus inspiraciones. Asi lo he hecho.»
Teresa de 'os Andes, s
IX
LUCES Y SOMBRAS DEL ALMA
F^L íin de la Hermana Teresa se acerca. Aunque gozaba de buena salud y se sentía más alegre que nunca, una voz, en su centro, le decía que su vida mortal se iba a extinguir muy en breve. Cuatro meses más, y el último destello se habrá apagado.
Había conseguido ya una constante presencia de Dios. Con eso decimos bastante de la perfección de sus virtudes, en espe- cial de su fe. Y esa habitual vida de fe tenía momentos de relieve en el decurso de cada día.
En los momentos de la comunión parecía descorrerse, para ella, el velo del misterio. De parecida manera sentía intensa la presencia divina en sus horas de oración, o cuando visitaba el Santísimo Sacramento.
«Cuando pienso que antes envidiaba a María Magdalena pór haber tenido a Jesús tantas veces en su casa, por haberle hablado, me avergüenzo, pues Él no ha abandonado la tierra: en el Sagra- rio está... Me parece tal como lo encontraba María Magdalena en Betania. Tan presente está en mi alma Jesús, que no envidio a los que vivieron con Él en la tierra.»
En los ejercicios espirituales de 1919, los últimos de su vida, consigna estos bellos pensamientos sobre la fe: «La vida de fe
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consiste en apreciar y juzgar las cosas y criaturas según el juicio que de ellas tiene Dios. La fe debe ser mi guía para ir a Él.»
Por este tiempo sorprendemos en su correspondencia párrafos como éstos:
«Respiremos por decirlo así el ambiente en que vivimos; Dios está en nosotros y en cada ser creado; adorémosle con fe; todo cambia cuando se mira a este Ser divino; que la fe sea el lente que descubra a su Creador... es preciso no examinar los medios exteriores, hay que escudriñar la fuente de donde nacen, y la fe nos lo señala; es el amor de Dios el que nos prueba, acrisola v purifica el alma.»
Su esperanza en Dios se confunde con una confianza ilimi- tada, del todo filial, con una viva aprehensión de esa amorosa Providencia, que más que cooperar parece que obra en nuestro lugar: «Cuando un alma se entrega así, Jesús lo hace todo, por- que ve que esa alma es miserable e incapaz de todo; y como la ve llena de buena voluntad y desconfiada de sí misma se conmue- ve su amante Corazón y la toma por su cuenta.»
Así, sentía verdadera ansia porque las almas busquen a Dios como Padre; sin reparar para nada en sus castigos, sino subyu- gados por las finezas de su amor.
Sentimientos fáciles de brotar de un corazón puro que no conoció ni el vaho de la culpa; pero ¡qué difíciles para el alma presa de las pasiones, consciente de su culpabilidad ante Dios!
También para éstas guarda Sor Teresa palabras de consuelo: «Arrojémonos con nuestras faltas y pecados en el abismo, en el océano de su misericordia; Jesús se compadece de nuestras mise- rias, conoce a fondo nuestro pobre corazón... En cuanto a lo que me dices que crees que Jesús te mira irritado y que no quiere perdonarte, es una tentación y debes esforzarte en hacer actos de confianza.»
Tan gran fe y tal esperanza alimentaban la llama de una caridad ardiente, tanto en la calidad de sus obras como en el afecto intenso que la bañaba.
En su calidad de esposa de Jesucristo, que es el título y rea- lidad que más la enciende en su amor, no sabe qué regalo ofrecer a su Amado. ¡Le ha ofrecido tantos!
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El amor es ingenioso y da con la ofrenda hermosa, digna de su corazón. El día de la Presentación de María Santísima, en me- dio de transportes más celestiales que humanos, hace el voto de siempre hacer lo más perfecto.
La persona de Jesús era el objeto dulcísimo de su corazón: pero el misterio de la Santísima Trinidad la anonada. Las lec- turas que contribuyeron a su formación, no podían ser, a fuer de cabal carmelita, otras que Santa Teresa y San Juan de la Cruz. En su Santa Madre aprendió el culto filial al glorioso San José y la admiración y reverencia al gran Padre del Carmelo, San Elias.
Toda esta variedad de objetos de su devoción guardaban en su espíritu un perfecto orden jerárquico; y de ellas se servía, como celestiales escalones, para ascender sin descanso a esa cúspide dorada de la Beatísima Trinidad.
Aun antes de su entrada en Religión recibió una gracia extra- ordinaria. Sintió dentro de su alma a la Trinidad Divina, envuel- ta en resplandores del todo inefables; y allí quedó absorta en dulce contemplación.
Desde entonces, cualquier alusión al Misterio de los miste- rios, la deja recogida en ese centro de su alma, cuyo tesoro se le había tan graciosamente revelado.
Alma tan adentrada en lo divino no puede menos de amar todo lo que Dios quiere que sea amado. Tiene por fuerza que sentir el más puro amor a María. La vida entera de Juanita nos demuestra sus quilates en esta devoción. A Ella se consagró con voto de esclavitud el día de la Inmaculada de 1919.
Algo de extraordinario debió de experimentar ese día, res- pecto a su Madre del cielo. A juzgar por los términos con que lo describe, parece se repitió la escena del santuario de Lourdes.
A qué grado de intensidad habrían llegado estas comunica- ciones cuando ya en su Diario de infancia sorprendemos esta nota de sabor celestial: «Hoy contemplé a Mater Admirabüis en el templo, en el silencio majestuoso por el cual se unía a Dios con toda su esencia; así permanecía adorándolo y reconociendo su nada delante de Dios...» Son palabras que sólo saben modular las almas introducidas en ese divino silencio, que es sabiduría divina en los verdes faldeos del Monte de la Perfección, y sobre rocas de empinado ascetismo.
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Así pudo condensar en frase feliz su unión con Dios: «Su esen- cia divina es mi vida.»
Y como amor e inmolación son inseparables. Teresa quiere expiar en su cuerpo y en su espíritu las ofensas que hieren al Divino Corazón. Por lo que a ella se refiere, no quiere que quede un solo pecador sobre la tierra: «Me ofrecí como víctima, para que Nuestro Señor manifestara a las almas su infinito amor.»
Bastante se ha dicho en las páginas que preceden de la virtud angelical de Sor Teresa; pero hay que insistir en que ese lirio no floreció sin peligros, ni lo conservó sin cercarlo con las puntas de su cilicio.
La pureza es virtud fácil en ciertas edades y cuando faltan tentaciones. Teresa estuvo en ambiente muy solicitador; el ero- tismo romántico satura las auras de Chile, y recibió, a este res- pecto, urgentes avisos del cielo, que llaman la atención por lo precisos y terminantes.
De ahí su espíritu de mortificación. Algo hemos apuntado sobre la santa porfía en que estuvo empeñada, dentro y fuera del claustro, para conseguir licencia para mortificarse. Porfía que consiguió, si no satisfacer sus insaciables deseos, siquiera darse a una moderada penitencia exterior.
Pero mucho más se crucificó con su espíritu de universal negación de sus deseos, pequeños y grandes, que hacen de ella una discípula muy aventajada de San Juan de la Cruz.
Así, de la abnegación interior y exterior se armó como de impenetrable armadura con que guarecer todos sus miembros, y especialmente su corazón, sin permitirse sino una pequeña visera para mirar al cielo, para valerme de la alegoría de San Pablo, tan bellamente comentada por el Doctor Místico.
En el convento, su placer era servir a las demás, tomando para sí, siempre que podía, el barrido, lavado de ollas y los más humildes trabajos.
El criterio superficial del mundo no puede concebir que una mujer de un corazón y de una belleza capaces de hacer la felici-
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dad de un hombre, pierda el tiempo barriendo y fregando. Y aun muchos espirituales no comprenden todo el valor de la vida humilde y oculta.
Así pensaba cierto novicio cuando dijo: «Para barrer, sobran brazos en el mundo; Dios necesita de apóstoles y no de barren- deros.» Y se fué a su casa tan tranquilo.
Abundan las mentalidades «máquina», absortas en su mo- mento presente. Es el tipo psicológico de la fregona, con el alma en el estropajo, que estruja con rabia, mientras canta a pleno pulmón. Alma llena de su canto y de su estropajo. Y cierto, ¡ojalá abundaran las buenas fregonas!
Pero quien nació con alma de irradiaciones amplísimas, capa- ces de llenar con su fecundidad roles sociales, humanitarios, divi- nos, aunque trabaje como siervo es un alma emperadora.
¡Qué diferencia entre la ocupación servil, tomada porque no hay más remedio, tal vez, maldiciendo de su suerte, y el trabajo de Sor Teresa!
La «obra de manos» monástica recibe de la obediencia y de la virtud de religión un valor ritual. Sor Teresa, escoba en mano, tiene presente a la Virgen de Xazareth, que también barría; a Je- sús y José, martillo y sierra en ristre.
Así barre Sor Teresa, y así lava platos con nervio y alegría, penetrada de la trascendencia eterna de su lavado y de su barrido.
Busca luego la total destrucción de su «yo» con una mortifi- cación interior todavía más intensa y universal. Poco le faltó para pasar por tonta, ella de tan privilegiada inteligencia y sólida instrucción.
En las recreaciones, que, en los monasterios de clausura, suelen ser palenque de los ingenios y de los salados decires, cual- quiera de las hermanas legas parecía saber más que Sor Teresa.
Ya se tratara de ciencias y artes, ya de virtudes, o bien de las gracias místicas, de que se sabía era ella favorecida, Teresa no se daba por aludida, como si de todo eso no tuviera la menor noticia.
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Como los frascos de ricos perfumes se tienen siempre cerrados para que no pierdan aroma, así guardaba sellado el sagrario de su alma, Teresa, íntegro para su Esposo.
No acabaríamos de citar hechos y anécdotas reveladoras de su humildad, obediencia y virtudes monásticas pero una expo- sición más completa desborda los límites de esta breve noticia.
Baste el juicio autorizado de un confesor suyo: «Por lo que toca a su vida religiosa, tengo la conciencia de que no cometió con deliberación lo que juzgaba imperfecto.»
No crea el lector que la felicidad que desborda Sor Teresa la impidió sufrir. A medida que se acerca a su inmolación suprema, el Señor la ejercita en el dolor. Padeció muchísimo, pero, según sentencia suya: «La Carmelita, aunque sufra, no sufre.»
Una dolorosa visión, con que la regaló el Señor a poco de su entrada en el convento, la hizo experimentar una especie de agonía. Vió a Jesús moribundo, demacrado, caída su cabeza bajo la horrible cofia, tejida de espinas, cabellos y sangre. A sus pies, la Virgen Santísima pedía al Padre misericordia.
La impresión fué terrible: un sudor copioso y helado corrió por todo su cuerpo; el pecho se negaba a respirar, el corazón le dolía.
Hechos místicos de este tono pedían dirección y consejo de los experimentados; por eso, Teresa los consultaba y comentaba largamente con la Rda. Madre Priora.
Mas, he aquí, que experimenta en tales comunicaciones una secreta satisfacción que le da escrúpulo. Lo consulta con la mis- ma Madre; y, desde entonces, contando con la benevolencia de ella, dió cuenta de sus cosas con la mayor brevedad posible, para no permitirse ni el santo placer de hablar de cosas divinas.
Así tenemos el alma de Sor Teresa cargada con el peso de pesadumbres e inquietudes, que no quiere plenamente desahogar sino con Jesús; cuando un confesor, que no conocía bien los cami- nos por donde Dios conduce a la novicia, la aconseja que recha- zara esos ensimismamientos en lo divino, como si se tratara de una visionaria.
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La historia se repite: es la misma obediencia que, siglos ha, impuso a Santa Teresa un martirio que no merecía.
Por fortuna, el Padre Avertano del Santísimo Sacramento, Carmelita Descalzo, confesor por aquel entonces de nuestra novi- cia, la tranquilizó, aconsejándola se dejara llevar confiadamente por la inspiración del Espíritu Santo. Con esto cesó el horrible martirio, para un ser enamorado de Dios, de rechazar las más delicadas muestras de la amistad divina.
El rostro del Señor, tan plácido hasta ahora, empezaba a ve- larse, a medida que Teresa se acercaba a su fin.
Un día se le apareció muy triste... Y la aprehensión de que fueran pecados suyos, tal vez olvidados, los que hubieran ape- nado a Jesús, la sumió en horrible sufrimiento; sólo mensurable por la medida de su amor a Dios. Y ese codiciado rostro de su Amor, cada vez más velado, despareció entre espesas tinieblas cuando las más dolorosas tentaciones hicieron presa en ella. Sintió el espanto de la soledad.
Ahora sus frecuentes arrobamientos se le ofrecieron ilusiones demoníacas. Sin embargo, no estaba abandonada de su Amado, sino más cerca que nunca; y, de vez en cuando, en un acceso breve de amor, su voz dulcísima se dejaba oír y se hacía la calma.
Pero este momento pasaba como relámpago, dejando de nuevo sumida a Teresa en la mayor perplejidad. A tanto llegó su turba- ción que creyó haber consentido en pecado. Y hubo de dejar la comunión con una pena que le partía el alma.
Y el demonio envalentonado ante el aparente desamparo de Teresa, ensayó los más burdos ataques con que suele turbar a los santos. Una noche, hacia las tres de la mañana, se despertó sobresaltada; oía un ruido espantoso, como del revoloteo de un ave gigantesca. Sintió la temerosa presencia del príncipe de las tinieblas y temió...
Presa del pánico, acudió a la celda de la Madre Priora, la cual, luego de tranquilizarla, la envió de nuevo a su celda. Sor Teresa obedeció puntualmente, sacando fuerzas de flaqueza.
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Otro día vió la Hermana con estupor, junto a la reja del coro, a cierto joven que había conocido en el mundo, y acto seguido, fué presa su espíritu de gran inquietud.
Como luego se supo, tal persona no había pisado la capilla. Son las consabidas bravatas del demonio contra las almas que no van a ser para él.
Un día salió de la ermitilla del huerto, adonde le gustaba recogerse en oración, con una tan viva expresión de dolor que su maestra, impresionada, le preguntó qué le sucedía: «Padezco mucho — contestó — , pero quiero padecer todavía mucho más. Quisiera que el sufrimiento me triturara interior y exteriormente »
Son los acentos de San Juan de la Cruz, en su Noche Oscura, mil veces repetidos por el eco de las almas que siguen sus pasos; pero siempre incomprendidos por los que no conocen las profun- das vivencias de la vida interior.
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ice tres o cuatro días que, estando en ora- ción, he sentido como que Dios baja a mi con un ímpetu de amor tan grande, que creo que a poco más no podría resistir, pues en ese instante mi alma tiende a salir del cuerpo. Mi corazón ¡ate con tanta violen- cia, que es horrible; siento que todo mi ser está como suspendido y que está unido a Dios *
SOBRE LOS ANDES, EL CIELO
Sor Teresa manifestó a su confesor, el Padre Avertano, Car- melita, con persuasión de vidente, que le faltaba un mes para morir; y que le esperaban sufrimientos muy grandes.
Asimismo pidió permiso para solicitar de Dios toda clase de dolores y tribulaciones; para sufrirlas en expiación por los peca- dores. Su confesor le indicó, como más perfecto, el abandonarse confiadamente en manos de nuestro Padre común, sin pedir nada sino el cumplimiento perfecto de su santísima voluntad.
Las primeras avanzadas de la muerte invadieron su organis- mo. Pero la fiebre pertinaz no le impidió seguir la vida ordinaria. Más aún, buscó para sí las mayores molestias en el blanqueo de una celda, que, junto con otra Hermana, tenían encomendado.
Como es natural, la fiebre avanzaba a medida de la falta de cuidados; pero es tal su espíritu de sacrificio que le parece que no vale la pena de quejarse. Un desfallecimiento más en la vida ¿qué es?, se dice. ¡Ella, que los había sufrido tan frecuentes y penosos en su niñez y adolescencia!
La Semana Santa le prestó ocasión para desahogar, por últi- ma vez en la tierra, sus insaciables deseos de martirio. El Jueves Santo, después de haber pasado casi el día entero a los pies del
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Señor, se disciplinó a la noche con tan santo ardor que salpicó de sangre las paredes y el suelo.
Luego tomó su parco reposo en lo que llaman «la camilla), más bien instrumento de mortificación que de descanso; y muy de madrugada ya estaba en el coro. Probablemente no podría tenerse en pie, dado el simbólico reposo que tomó.
Todo el Viernes Santo continuó en pie, participando de las austeridades de la Comunidad. Pero, después de las Siete Palabras, la Madre maestra la encontró muy mal, y la obligó a acostarse.
Inmediatamente la rodearon de solícitos cuidado-: la Her- mana enfermera se hizo cargo de ella, y se llamó al médico. Al interrogarle éste cuánto tiempo sentía la fiebre, contestó la enfer- ma que un mes.
Como la Hermana enfermera la reprendiera por haber callado su mal, contestó: «Xo lia sido por callar que no lo dije.»
¿Habría el Señor pedido a su esposa, en uno de sus íntimo- coloquios esta nueva inmolación? A pesar de todo, pidió repeti- das veces perdón, cuando la maestra le reconvino su impru- dencia.
El lunes, 5 de abril, creyó morir, ^e confesó y recibió el santo Viático, permaneciendo extática durante una hora. Al día -iguiente comulgó también y ésta fué la última de su vida.
Luego de salir de su arrobo, la enferma declaró que iba a mo- rir. Las religiosas le procuraron distraer de su pensamiento. En realidad, no había síntomas tan alarmantes; mas ella, una y otra vez, afirmó que se moría.
En la noche sufrió un -íncope, y entonces sí que se le puso la Extremaunción, 3- se le aplicaron los sufragios que la Orden re- serva para esos casos. Recuperó el sentido a medianoche; y ahora la Madre, justamente alarmada, dispuso que se le anticiparan les votos.
Con voz firme, impropia de su debilidad, pronunció la fór- mula de la profesión.
El mal avanzaba con rapidez. El miércoles. 7. se declaró el tifus, y fué sacada del Noviciado; pero salía ya con el velo negro de las profesas, que acariciaba con satisfacción infantil.
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Una nueva cruz le reservaba el Señor. La Madre Angélica, -u mayor consuelo en la tierra, cayó enferma y debió guardar cama, privando a Sor Teresa de su confortante compañía. Deci- didamente Dios la trataba como fuerte. A su vez. las inyecciones ponían sus brazos como una criba; y le sobrevino una inflamación de garganta, que le impedía tragar ni siquiera sorbos de líquido; -in embargo, lo hacía siempre que se lo ordenaban.
Nada rehusó, ni mostró interés ninguno por la marcha de su enfermedad, como si se tratara de algo que no le atañía, o, mejor, porque sabía por boca del Médico divino, que aquella era su últi- ma enfermedad.
A las insistentes preguntas de la enfermera sob/e sus moles- tias, no tenía otra respuesta sino: «Estoy muy bien
Otra cosa muy distinta le decía al médico, cuando le pregun- taba detalles sobre su estado. Entonces se creía, en conciencia, obligada a decir la verdad, y decía las verdades. Así se supo, qué terribles dolores sufría en silencio y con rostro ecuánime; cosa que no pudo menos de llenar de admiración a todos.
Era la íntima unión con Dios, de que gozaba, la que le hacía olvidar sus dolores. Aun cuando deliraba parecía conservar su unión con Él. A ratos decía palabras que saben a vida eterna. Xombró también la persona por quien se había entregado como víctima al Señor.
Y aludiendo, sin duda, a su próxima muerte, añadió: «Cuando el fruto está maduro se desprende solo. Ahora, Él lo ha tocado y ha caído.» Bellísima profecía próxima a cumplirse; mas antes, ese árbol debía ser agitado por implacable ventisca.
Por unos momentos perdió su sabroso contacto con Dios. Era la última prueba. La presencia divina se eclipsó en su alma, dejándola sumida en espantosa crisis de angustia y ten- taciones.
El sacerdote la animó a confiar en Dios, mientras asperjaba repetidas veces la cama y la celda con agua bendita. Entretanto, las religiosas sobrecogidas redoblaban sus oraciones.
Dios había aceptado plenamente su ofrecimiento de víctima y proyectaba sobre ella las sombras del huerto y de la cruz...
Pero las tinieblas se disiparon suavemente y la tranquilidad volvió a reinar en su alma. Ya se avistaba el puerto.
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El sábado y el domingo los pasó, parte aletargada, otras veces expansionando sus afectos encendidos con Jesús.
Y llegó el lunes, 12 de abril. Muy de mañana, el capellán y la Comunidad rodeaban el lecho, recitando las preces de ritual, mientras Sor Teresa se extinguía dulcemente. Sin agonía parecía dormirse en Dios.
A las siete y cuarto abrió los ojos y los clavó con expresiva mirada en el capellán. Era la última mirada del navegante hacia el áncora salvadora de la Iglesia. El sacerdote le dió inmediata- mente la absolución, y en el mismo momento, Sor Teresa de Jesús dejó de existir. Digo mal, comenzó a vivir.
Ahora le tocó realizar en sí misma aquella estrofa del Vate del Carmelo, cuyo espiritual dulzor muchas veces había sabo- reado en su vida:
«Quédeme y olvídeme el rostro recliné sobre el Amado. Cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado.» 1
Una vez más, las inspiradas palabras del Doctor del Carmelo, tenían maravillosa realización en una de sus hijas: «Es condición de Dios llevar antes de tiempo consigo las almas que Él mucho ama, perfeccionando en ellas en breve tiempo por medio de aquel amor, lo que en todo suceso por su ordinario paso pudieran ir ganando...» 2
Una de las raras almas, para quienes la Religión es algo más que un buen deseo, ha coronado el edificio de su santidad. Ya se abren ante ella las puertas de los cielos. La luz polícroma de la gloria inunda a torrentes una novísima obra de arte de la gra- cia de Dios y del Carmelo teresiano.
Consuelo y estímulo para la mayoría de nosotros, para quie- nes la perfección es un anhelo. Sólo un anhelo: de obras de cari- dad y abnegación que nunca llegan a realizarse; de vida interior que, apenas se comienza, cuando causa hastío y se deja; de
1 Noche Oscura, canc. 8.
2 Llama de Amor Viva, stf. I, vrs. ó.
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buenos deseos, de perdón y reconciliación, que rara vez se logran.
Teresa de Los Andes nos estimula a hacer de la letra, es- píritu; de la carne, sustancia angélica, y del espíritu, imagen de Dios.
La Comunidad rodeó el cadáver con lágrimas de dolor y de alegría. Su breve paso por aquel convento fué lleno en ejemplos para las Hermanas y en méritos para el cielo.
Las rosas coronaron su frente. Lluvia de flores acarició sus virginales despojos.
Luego fué instalado el cadáver en el coro bajo, y ante él des- filó gran cantidad de fieles, admirando la serena majestad de sus facciones.
El miércoles, 14, se le hicieron los funerales. En esta ocasión los lutos no traducían los sentimientos de aquella concurrencia. El dolor negro nada tiene que ver con la vestidura nupcial de la inocencia.
Muchos opinaron que no se enlutara la capilla. Pero la cos- tumbre se impuso una vez más.
El Rdo. Padre Vicario Provincial de los Carmelitas. Fray Epifanio de la Purificación, asistido por el Rdo. Padre Juan Cruz de la Virgen del Carmen, Superior de la Comunidad de Val- paraíso, y del Padre Blanch, ofició en la ceremonia, con asistencia de gran número de religiosos Carmelitas, Asuncionistas, Pasio- nistas y Salesianos. Postumo homenaje del sacerdocio a la que tanto se había sacrificado por ellos.
Apenas cerraba sus ojos al mundo Sor Teresa, cuando ya se divulgaba su fisonomía espiritual en revistas 3- periódicos; y en pláticas y ejercicios se la proponía como modelo de joven cristiana.
Su inseparable hermana Rebeca era otro de los frutos de su apostolado Carmelitano. Pocos meses después de la muerte de su hermana, fué a ocupar su estalo vacío en el coro de Los Andes, bajo el nombre de Teresa del Divino Corazón.
Teres» de tos Ande. 9
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Su camino hacia el cielo fué más largo: veintidós años de vida religiosa, de intenso fervor debieron trascurrir antes de juntarse definitivamente las dos Teresas en el Carmen de la gloria.
Poco después dieron a la publicidad las religiosas de Los Andes la vida de Sor Teresa, que fué muy bien acogida, no sólo en Chile, -ino en muy lejanas tierras.
De Francia y de Inglaterra llegaron peticiones para poder trasladar la obra a sus respectivos idiomas. Y jóvenes entusias- madas con su lectura han acudido desde los extremos del conti- nente americano, para vestir el hábito de Santa Teresa en los Carmelos de Chile.
Por otra parte se multiplicaban los hechos milagrsoso atri- buidos a su intercesión.
Un movimiento tan intenso de piedad y admiración hacia esa criatura privilegiada, movió a las religiosas de Los Andes a solicitar el traslado de los restos a un lugar más digno. No era para los despojos humanos de una criatura deificada la común fosa y el común olvido.
La Santa Sede concedió benignamente la autorización. Y un día de 1940 el Excmo. Sr. Obispo de la Diócesis, don Bernardino Berríos, acompañado del Vicario Provincial de los Carmelitas en Chile, Fray Sabino de Jesús y de los Padres Carmelitas Avertano del Santísimo Sacramento y Bernardo de la Sagrada Familia, y al- gunos familiares de Sor Teresa entraban en clausura y se dirigieron hacia el antiguo convento. Ahora abandonado rincón, sólo valori- zado por los santos recuerdos de las religiosas que por él pasaron.
La comitiva, en busca del precioso tesoro, se llegó«l panteón de la Comunidad. El nicho estaba abierto.
Con la emoción que es de suponer, casi conteniendo el aliento, >e procedió a colocar los restos en una preciosa urna, regalo de los familiares de Sor Teresa.
Luego la procesión retornó, haciendo una respetuosa parada ante la puerta de la que fué celda de la sierva de Dios. Llegados al coro de la Comunidad, se presentó la urna algunos instantes al público que del otro lado de las rejas, se agolpaba lleno de cu- riosidad.
Luego, lentamente, fué depositado en la cripta, recién cons- truida bajo el coro, para este efecto.
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El movimiento en pro de la glorificación de Sor Teresa se hizo cada vez más intenso. Las ediciones de Un Lirio del Carmelo se sucedieron, mientras la Revista de los Padres Carmelitas de Santiago sostenía una constante propaganda a su favor.
Uno de los efectos más visibles son la lluvia de cartas que. desde entonces, se reciben diariamente en la Comunidad de Los Andes; ya sea dando cuenta de gracias recibidas, ya enviando limosnas para los gastos de la beatificación.
Las religiosas de Los Andes, a su vez, designaron, a 12 de abril de 1943, al muy Rdo. Padre Vicente de San Paulino, Pos- tulador General de los Carmelitas Descalzos, como Postulador también de la causa de Sor Teresa. Dicho Padre delegó sus pode- res en el Rdo. Padre Bernardo de la Sagrada Familia, Carmelita en Santiago.
El Excmo Sr. Obispo de San Felipe aceptó el nombramiento, y designó a los miembros del Tribunal que, reunidos el 21 de marzo de 1947, iniciaron sus actividades hacia la pronta glori- ficación de Sor Teresa de Jesús.
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TROZOS ESCOGIDOS
TROZOS ESCOGIDOS DE LOS ESCRITOS DE SOR TERESA DE JESÜS
/ 0D0 escrito moderno de devoción me pone en guardia, y, sin embargo, cuando comencé a leer estos apuntes de la dulce y piadosa chilena, matando su lectura, toda prevención, templó mi ánimo en tal forma, que se me vino a flor de labios esta sincera exclamación: ¡Así hablaría Teresa ele Ahumada si hoy viviera! Juanita Fernán- dez es fruto de selección rarísima, y producto de una educación cris- tiana muy cuidada, injerta en un alma grande y profundamente piadosa, en un corazón cortado a la medida de Dios, en una inteli- gencia clarísima para entender las verdades más sublimes de la Religión y en una voluntad formidablemente tenaz en practicarlas. Su corazón hiñiendo en ardiente lava, fundía en los talleres de su alma los más sublimes consejos evangélicos y los hacia carne de su carne y sangre de su sangre. Un espíritu teresiano, en suma, embe- llecido por tres siglos de civilización, que se advierten en algunos matices finísimos de su importante y sugestionadora corresponden- cia epistolar y en su Diario incomparable.»
Fr. Silverio de Santa Teresa, Prepósito General de los Carmelitas Descalzos.
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HUMILDAD (i)
*Durante los ejercicios cspiriluti- les que hizo en el Colegio el año igi6, apunta, entre otras muchas consideraciones, estos pensamientos, a continuación de. la meditación de Magdalena arrepentida.»
¡A y, Señor, qué grande eres en tu misericordia! Yo me postro a tus pies y los lavo con mi llanto. Sí, Jesús adorado; yo pequé, pero Tú me has salvado. Vengo a humillarme delante de tu mi- nistro que te representa. Sí, Jesús; Tú, que perdonaste a la Mag- dalena, perdona a una más pecadora que ella. Yo te he amado toda mi vida y espero amarte hasta el fin. ¡Perdóname, Jesús, que no sabía lo que hacía al ofenderte! Quiero, como la Magda- lena, retirarme a servirte para estar siempre junto a Ti; no quiero a nadie sino a Ti; quiero unirme a Ti para siempre, porque la felicidad no consiste sino en amarte...
Jesús nos invita a la conquista del reinado de su Sagrado Corazón y para esto debemos: i.° reformarnos a nosotras misma> y estar dispuestas a todos los sufrimientos para gozar después con Él en el cielo; 2.0 estar dispuestas a seguir a Jesús donde Él quiera. El elige la pobreza, las humillaciones, la cruz y exige para mí todos estos dones. ¿No se los recibiré gustosa, después que Él me creó, prefiéndome a tantas almas? Él me conserva la vida, me ha librado del infierno; más aún, ha sufrido durante treinta
(1) Los párrafos originales de Sor Teresa, que presentamos al lector, han sido seleccionados de sus escritos y agrupados por temas.
y tres años toda clase de trabajos, y, por último, muere en una cruz, como el más infame de los hombres, entre dos ladrones, mirado como hechicero, traidor, loco, blasfemo; y yo que sov una nada criminal, ;no querré sufrir por su amor, mientras Él sufre siendo un Dios que tiene derecho a ser adorado y servido por sus criaturas?... ¡Oh Jesús, aquí me tienes postrada ante tu divina Majestad, llena de vergüenza y confusión al ver mi peque- nez, mis miserias y mis muchos pecados. ¿Hasta cuándo, Jesús mío, tendrás piedad de esta pecadora? Desde ahora me pongo en tus divinas manos: haz de mí lo que quieras. Sí, estoy dispuesta a ser humillada para castigar mi orgullo; quiero, Esposo adorado, vivir escondida, desaparecer en Ti, no tener otra vida sino la tuya, no ocuparme sino de Ti...
haré examen particular; 2.0, practicaré el tercer grado de humildad, que consiste en buscar desprecios, deshonras, humilla- ciones con alegría y por amor a Jesucristo, considerándome indigna de sufrir algo por Él; 3.° me levantaré con presteza y me impon- dré una mortificación, si me lo permiten, cada vez que caiga.
Jesús mío, ahora he visto que todo lo del mundo es vanidad, que sólo una cosa es necesaria, la de amarte y servirte con fide- lidad. En parecerme y asemejarme toda a Ti consistirá toda mi ambición. Quiero con alegría pasar contigo por todas las afren- tas, y, si por flaqueza caigo, Jesús querido, te miraré en tu subida al Calvario 5', ayudada por Ti, me levantaré. Xo permitas que te ofenda ni aún levemente; prefiero mil muertes antes de darte la más ligera pena. ¡Madre mía, lirio entre espinas, enséñame el camino del Calvario, guíame de la mano por esa senda! ¡San José, rustodio de vírgenes, guárdame!
*Al siguiente año de 1917 vuelve a anotar, durante sus ejercicios, sentimientos de profunda humildad y compunción, admirables en un corazón tan puro.*
qué ingrata me veo con mi Dios! Tengo confusión, ver- güenza, con tantos pecados como he cometido! ¡Dios mío per- dón! ¡Cuánto te he ofendido y qué bueno eres Tú que no me has
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condenado! Yo detesto el pecado, pues Él me aparta de Ti y me hace objeto de horror a tu vista. Señor, perdón; ¡ya desde ahora quiero ser santa! Y pensar que el germen de todos los pecados es la soberbia y esa es mi pasión dominante. . . ¿Qué soy sino mi- seria, nada, criminal?... ¿Qué tengo yo. Señor, que Tú no me lo hayas dado? Señor, quiero ser humilde, despreciada, aborre- cida para acercarme más a Ti, para no amar más que a Ti... Quie- ro sufrir para reparar mis pecados. ¡Perdón, Señor, tened pie- dad de mí!...
¡Oh Jesús, esto}' confundida, aterrada, quisiera anonadarme en vuestra presencia!... Sí, mi Jesús, qué pena tengo de haberos ofendido, de haber afeado mi alma, de haber desfigurado tu divina imagen en ella. Quizás ha sido, no una sino muchas veces, objeto de horror a tu vista. ¡Señor, perdón; quisiera morir antes que haber pecado! ¡Yo, una criatura que casi no se ve, una nada, más aún, una nada criminal, que me levanté contra mi Creador, ese Ser que es la misma Sabiduría, el mismo Poder, la misma Bondad; que no ha hecho sino llenarme de favores y me conserva la vida!... Señor, mi Padre, mi Esposo, perdóname mis maldades, mis ingratitudes; Señor, desde ahora quiero ser santa...
Jesús querido, he disipado los tesoros de gracia con que me has colmado, he sido ingrata, te he abandonado; pequé, Padre mío, contra Ti; perdón, Jesús querido; soy indigna de tus celes- tiales miradas; no quiero que me mires, pero dame sólo un refu- gio en tu divino Corazón. Allí quiero vivir, purificándome con tu fuego abrasador.
¡Oh María, he despreciado a tu Hijo por darme gusto, por divertirme; ¡oh, perdón! Desde hoy quiero que mi inteligencia no conozca sino a Él, que mi voluntad no se incline sino a Él, que mi corazón y todo mi ser no pertenezcan sino a Él...
Siento tan difícil el cumplimiento de mis propósitos; pero Jesús me ha animado poniendo ante mi vista su rostro despre- ciado, humillado. Le pido que me de fuerzas. Quiero desde hoy ser la última en todo lugar, ocupar el último puesto, servir a los demás, sacrificarme siempre y en todo para unirme más a Aquel que, siendo Dios, se hizo siervo porque nos amaba...
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«Continúa el tópico de la humil- dad esmaltando de bellísimos fer- vorinos las páginas de su diario. La misma sequedad espiritual la atribuye Juanita a su supuesta infidelidad. %
Jesús querido, quiero ser pobre, humilde, obediente, pura como era mi Madre y Tú; Jesús, haz de tu casita un palacio, un cielo. Anhelo vivir adorándote como los ángeles, sentir mi nada en tu presencia. ¡Soy tan imperfecta! Quiero ser pobre como Tú. y ya que no puedo serlo, quiero no amar nada...
¿Dios mío, por qué me habe'is abandonado? Jesús mío, qui- zás he sido ingrata para Contigo. Me siento insensible, fría como el mármol, sin poder ni meditar, ni aún comulgar con devoción. Jesús mío, te lo ofrezco por mis pecados y por los pecadores, por el Santo Padre y por los sacerdotes. Me uno a tu abandono en el Calvario...
He comprendido que lo que más me aparta de Dios es el orgu- llo. Desde hoy me propongo ser humilde. Sin humildad, las otras virtudes son hipocresía; sin ella las gracias de Dios son daño v ruina...
"Meses después y vestida con el santo hábito, da cuenta a su direc- tor espiritual de sus esjuerzos en la t lucha por esta virtud.*
Trato de adquirir las virtudes, ser obediente hasta en lo más mínimo, caritativa con mis hermanitas, y sobre todo ser humilde. Para esto procuro no hablar ni en pro ni en contra de mí misma y sólo humillarme delante de nuestra Madre. Procuro no discul- parme, aunque sin razón me reprendan, y si alguna hermana me humilla, me estimulo en servirla y en ser más atenta con ella. Siempre quiero humillarme y renunciarme en todo para unirme más a Dios...
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*V llegó un dia en que, maestra ya de la humildad, da esta hermosa lección a una amiga suya.»
Al principio te costará recogerte, pero después será habitual en ti el estar con Dios. También procurarás ver tu nada y la gran- deza de Dios, para que, conociéndolo y conociéndote, te despre- cies más tú y ames más a Dios. Esta es la base de la humildad, la que se llama especulativa porque reside en el entendimiento; de ella se deriva la práctica, porque humillándonos delante de Dios, al ver nuestra bajeza, nos gusta que las criaturas nos des- precien; nos admiramos de que no lo hagan cuando nos vemo- tan malas para con Dios. Hay que ser muy humildes, porque sin la humildad todas las demás virtudes son hipocresía. Para adqui- rir la humildad tenemos que tratar: de no hablar ni en pro ni en contra del «yo», sino despreciarlo; 2.0. humillarnos delante de las demás personas siempre que lo creamos conveniente; para esto hacer cosas que nos humillen: como sería obedecer a una sirviente, a un hermano más chico; 3.0, cuando seamos humilla- das darle gracias a Dios y decirle: cEsto y mucho más merezco por mis pecados», y seguir siendo muy amable con la persona que nos humilla; 4.0, tratar de servir a aquellas personas que nos son antipáticas, o a las que son poco cariñosas con nosotras, para así humillarnos...
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ESPÍRITU DE SACRIFICIO
iEm las siguientes líneas Sor Teresa expresa la pena que experi- menta al separarse de los suyos para volver al Colegio después de las vacaciones de septiembre de igj 5, y luego su incertidumbre al sentirse con poca salud para la vida carmelita.»
Hoy, desde que me levanté, estoy muy triste; parece que, de repente, se me parte el corazón. Jesús me dijo que quería que sufriera con alegría. Esto cuesta tanto; pero basta que Él me lo pida para que yo procure hacerlo. Me gusta el sufrimiento por dos razones: porque Jesús siempre prefirió el sufrimiento, desde su nacimiento hasta morir en la cruz; luego debe de ser muy grande para que el Todopoderoso busque en todo el sufrimiento; y la segunda, porque en el yunque del dolor se labran las almas y porque Jesús, a las almas que más quiere, envía este regalo que tanto le gustó a Él.
Me dijo que Él había subido al Calvario y se había acostado en la cruz con alegría por la salvación de los hombres. «¿Acaso no eres tú la que me buscas y la que quieres paree erte a Mí? Luego ven conmigo y toma la cruz con amor y alegría...»
¡Ay, no me acuerdo de este cuerpo miserable!... ¡Quisiera volar, y él no puede!... ¡Cuánto te aborrezco, vaso de corrup-
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ciún, que te opones a los deseos de mi alma! Eres delicado, te hacen mal las austeridades y necesitas que te regaloneen. 1 Pero mi Jesús hará lo que quiera... ¡Cúmplase en todo su santa volun- tad! Esta cruel incertidumbre es una especie de agonía para mi alma. Mejor así, pues puedo unirme más a mi Jesús en el Huerto y consolarle un poco. Es el cáliz que me acerca a los labios; pero creo que no me lo hará apurar...
«Por una parte, sus deseos de mortificarse; por otra, el quebranto y dolencias físicas que su/rió en el año 1917, sentidas en un corazón enamorado de sufrimiento han entre- tejido el siguiente ramillete de pen- samientos.»
Sufrí bastante ayer. Me hicieron unos remedios que me dolían mucho, pero no me quejé. Estaba feliz porque sufría. Sentía que en las espaldas me enterraban alfileres, pero me acordaba de mi Jesús cuando lo azotaban y estaba muy feliz, sin manifestar dolor. Sin embargo, la última vez no hablaba y después me acos- té, por lo que me preguntaron si me dolía; yo les dije que tenía sueño; y no mentía, porque era cierto.
La Rebeca me dijo que iba a perder los puntos, que me iban a pasar y que no fuera al colegio. Al principio lo sentí; pero des- pués pensé que era la voluntad de Dios que me enfermara, y que estaría más contenta mi Madre viéndome resignada. Me puse contenta, y dije que esa era la voluntad de Dios, y, sobre todo, que 3-0 le he pedido el premio a la Virgen y espero con certeza me lo dará; y si no, me dará el premio eterno, pues lo hago por cumplir mi deber.
Hoy, cuando me hagan los remedios, me voy a mostrar ale- gre por Jesús...
Xo sé lo que tengo, pues a cada instante siento fatigas. Hoy varias veces he tenido que poner toda mi voluntad para no
: Que te mimen.
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dejarme llevar de la tristeza. Ayer saqué ese propósito de la meditación, de mostrarme alegre todo el día y lo he cumplido. He pasado a veces de tal manera, que casi no podía menearme del agotamiento de ánimo en que estoy. Yo creo que es la debi- lidad en que me encuentro; un dolor de cabeza constante añá- dese a este dolor de espaldas. Ya no sé cómo estoy, pero me siento feliz, porque sufro, y sufro con Jesús para consolarlo y para reparar mis pecados y los de los hombres. A todo se me une la tristeza moral, pero diré como el salmista: «Cercado estoy por mis enemigos, pero confío en el Señor que ha de confundirlos... »
Ya no prefiero sentir el fervor a no sentirlo; me abandono a lo que Jesús quiera; me he ofrecido a Él como víctima, quiero ser sacrificada. Hoy me dijo Jesús que sufriera; que porque Él me amaba, me hacía sufrir, que me olvidara de mí misma; que cumpliera con mi deber. Gracias a esos consejos y a la gracia, he sido mejor. Jesús mío, te amo. soy toda tuya; me entrego por completo a tu divina voluntad. Jesús, dame tu cruz, pero dame fortaleza para llevarla. Xo importa que me des el abandono del Calvario o el goce de Xazareth; quiero sólo verte contento a Ti. Nada me importa no sentir, estar insensible como una piedra, porque sé, Jesús mío, que Tú sabes que te amo. Dame la cruz, quiero sufrir por Ti, pero enséñame a sufrir, amando con alegría, con humildad.
Señor, si a Ti te place que se tupan más las tinieblas de mi alma, que no te vea, no importa, porque quiero cumplir tu volun- tad. Quiero pasar mi vida sufriendo para reparar mis pecados y los de los pecadores para que se santifiquen los sacerdotes. Xo quiero ser feliz yo, sino que Tú seas feliz. Quiero ser soldado para que dis- pongas a cada instante de mi voluntad y gustos; quiero ser animo- sa, fuerte, generosa en servirte, Señor y Esposo de mi alma...
En fin, estos dos meses de sufrimiento han sido dos meses de cielo. Pues, aunque no me he unido mucho a mi Jesús, a causa de mi tibieza; sin embargo, todo se lo he ofrecido a Él y le he pedido que me diera su cruz.
Me pidió mucho mi Jesús, lo mismo mi Madre, que los imi- tara en el «eclipsamiento» de la persona; es decir, que viviera muy
Teresa de los Andes. 10
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oculta, sólo para Él, que no manifestara mis sentimientos a nadie sino a mi confesor. Así lo haré con la ayuda de Dios.
Saqué ayer como resolución la de vivir hoy muy alegre exte- riormente...
Estoy enferma. No puedo comer... ayuno... tstoy feliz. ¡Qué bueno es mi Jesús que me da su cruz! Soy feliz; así le demuestro mi amor; además los zapatos me lastiman y no me quejaré para ofrecerlo a la Virgen.
Estoy sola; no comulgo, pero estoy en la cruz y en ella está Jesús. Vivo, pues, en permanente comunión.
Jesús, te doy gracias por la cruz; cárgala más; pero dame fuerzas de amor. Sé que soy indigna de sufrir contigo. Jesús: per- dóname mis ingratitudes, apiádate de los pecadores, santifica a los sacerdotes...
No sé qué hacer para que me dejen mortificarme. Tengo tan- tos deseos de ayunar, de ponerme cilicios; pues veo la necesidad que tengo de mortificar no sólo mi voluntad, sino también mi cuerpo. Jesús mío, dame permiso para hacer penitencia. Madre mía, inspírale al Padre el consentimiento.
Mañana es viernes, tengo que humillarme; me voy a mortifi- car en guardar silencio y en mantenerme en una postura incó- moda; hoy lo hice así en la clase de francés...
«En junio de 191$ se dirige a su Director Espiritual dándole cuenta de sus dudas, temores y de la oscu- ridad que, por entonces, envolvía su espíritu.»
Parece que Nuestro Señor ha querido probarme en el trans- curso de este año, porque he sufrido bastante, sin tener a quién recurrir. He tenido muchas dudas respecto a mi vocación de Carmelita, dudas también respecto de la fe; de tal manera, reve-
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rendo Padre, que a veces me preguntaba si existía Dios, pue> me sentía completamente abandonada de ÉL Miraba mi cruci- fijo y todo me parecía una quimera; lloraba e imploraba el auxi- lio de la Virgen, y Ella tampoco me socorría, hasta que Nuestro Señor se compadeció y dejó oír su voz interiormente, e inmedia- tamente cesó todo, y quedé inundada de paz. Mi estado habi- tual es de una sequedad espantosa; muchas veces en la comunión paso distraída; no siento el menor fervor sensible; sin embargo, aunque no siento ese atractivo, no he dejado de comulgar. El año pasado me porté perfectamente en el colegio; mas este año me ha sido imposible, aunque todos los días hago resoluciones de portarme muy bien; además, vivía en la presencia de Diof. Es cierto que ahora invoco a Nuestro Señor antes de alguno^ ejercicios, pero vivo tan poco recogida dentro de mi alma, en la noche me pregunto dónde ha estado mi espíritu todo el día y no sé qué contestarme ...
•Consejos que dirige desde sil celda de Los Andes a una amiza suya.»
BEiios vivir en continua mortificación, ya que. al preocupar- nos de nuestra comodidad, desatenderemos nuestra alma; pero, como no se nos permite mucha penitencia, mortifiquemos mies - tros sentidos, de modo que cuando deseamos mirar algo para satis - facer nuestra curiosidad, no lo hagamos; lo mismo de los otros sen - tidos, en particular del gusto. No comer nada a deshora, y cuando comamos, no recrearnos ni complacernos en aquello que nos agra- de; comerlo ligero sin tomarle el gusto, o demoramos harto, para ir en contra del apetito. En lo que toca a las funciones del cuerpo, hacerlo todo sencillamente como que nos es necesario para la vida, humillándonos de ver nuestra bajeza y levantando nuestro espíri - tu hacia Dios. Vivir siempre muy alegres; Dios es alegría infinita. Seamos muy indulgentes para los demás y con nosotros misma.- muy estrictas. El otro día dijeron a este respecto un pensamiento que me gustó mucho: Ser topos para con d prójimo y linces para tina misma. Es decir, no ver los defectos ajenos, sino los propios ...
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(■Ardiente sed de sufrimientos que refrigera la dulce nostalgia de Dios."
IVIuchas preguntan: ¿dónde seguiré a Jesús? La medida del amor marcará el sitio donde deben colocarse. Esto quiere expli- car: ¿Cuál es lo esencial en la vida religiosa? La unión, o sea la semejanza con Jesús, el Esposo del alma. Una vez que el alma entra en el claustro, Jesús sale a recibirla; pero sale con su cruz, porque su Esposo debe vivir siempre en el Calvario. La Carme- lita es un alma crucificada, y, como en Jesús, en ella no hay nada que no esté llagado y mortificado...
¡Oh Jesús, crucificadme! Pero dadme vuestro heroísmo divino. Que sufra en silencio sin que las criaturas se aperciban. Crucifi- cadme en todo momento y de todos modos; que en nada encuen- tre satisfacción; que doquiera que vaya, encuentre la cruz. ¡Oh, Jesús querido, asemejadme cada vez más a Vos! Que cumpla en todos los instantes de mi vida vuestra adorable voluntad...
Jesús, sufro, pero deseo sufrir más. Contemplo mi impoten- cia, mi anonadamiento, pero a pesar de que me siento por Ti rechazada, de que me dices que no te amo, me abandono a tu divino Corazón. De allí no me puedes arrojar, es mi asilo. Tú me lo diste. Así, pues, aunque tus miradas están llenas de enojo para tu pobre nada criminal, tu Corazón no sabe sino latir lleno ternura para ella. ¡Oh, jamás dejarás de ser Jesús! Perdóname que tu amor no haya conseguido romper las fibras de mi pobre corazón...
¡Morir!... ¡Qué cosa hay más ideal que vivir en Dios por una eternidad, gozar en Dios! ¿Puede haber felicidad más grande? Jesús querido, cada vez que me siento mal, siento nostalgia de Ti, de ese cielo en donde no te ofenderé más, en donde serás uno conmigo, pues he de estar en Ti y moverme en Ti...
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MUNDO
(¡Páginas de su Diario: los más íntimos, los más sinceros desaho- . gos de su corazón.*
^/i.E dijeron hoy que me iban a sacar del colegio y como la X... daba baile, me tenía que estrenar en ese. ¡Me causa horror! Y ver por otro lado que no podré ser Carmelita por mi salud; todo esto me hace exclamar: ¡Jesús mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; mas no se haga mi voluntad sino la tuya! Y ver que no puedo hacer oración; por otra parte, cuando estoy con Jesús, me da no sé qué hablarle de mis penas en vez de consolarlo cuando Él sufre mucho más; me callo y mi pobre corazón sigue gimiendo y Jesús me mira contento, me cuenta sus... (no acabó la frase).
He comprendido que sólo en Dios puedo encontrar la felici- dad, la satisfacción de mis aspiraciones, la posesión de todos los bienes, puesto que Él es la Verdad, el Bien Infinito... Di gracias a Dios, por el rayo de luz con que me había iluminado; conocí la ruta de la vida en un instante, y rogué por aquellas pobres niñas que van tras seductores espejismos; que se lanzan a vivir en la mar borrascosa del mundo en un ligero esquife, sin brújula ni timón; y que corren en pos de la mariposa, sin mirar al abismo que amenaza sepultarlas. Viven en perpetuo sueño. ¿Qué será
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de ellas cuando la muerte las despierte? Sé Tú, oh María, su estre- lla tutelar; sé Tú su consuelo, su alegría, su áncora de salvación...
(¡Desde las playas serenas de Al- garrobo, en vacaciones de 1918, se dirige a una amiga suya.»
Te aseguro que, aunque hacemos muchos paseos, a caballo y a pie, me estoy aburriendo, pues, como tú sabes, me cansa esta vida tan agitada, sobre todo, que me gusta tener mis horas inde- pendientes, y aquí no hay un momento libre para escribir ni para leer, que, como te lo he manifestado, son mis gratas ocu- paciones.
Hoy he conseguido con mi mamá que me dejara esta tarde aquí, en la casa, porque me duele la cabeza, y la aprovecho para conversar contigo que, aunque estás siempre en espíritu a mi lado, te echo mucho de menos... Desearía que ambas disfrutára- mos a nuestro gusto de esta vida que, por otra parte, es tranquila; de poder comunicar lo que pienso, y de tener a una amiga de las mismas inclinaciones; en fin, no te quiero decir más, ya que esto es sueño y nunca será realidad, pues, como siempre hemos dicho, es demasiada felicidad, y esta no existe en la tierra...
Por todo lo que he visto y he oído (en este tiempo) me he formado una idea muy poco favorable de las fiestas sociales; y me pregunto: ¿Cómo pueden llamar entretenidas unas reuniones en donde no se oyen más que puras frivolidades? Mira, te aseguro que cuando pienso que tal vez tenga que asistir en Santiago a tales reuniones, me entran ganas de llorar y más que nunca anhelo el rinconcito donde existe la soledad y donde reside la verdadera felicidad, pues allí poseeré a Dios, principiando así la vida del cielo. Entre tanto lo busco dentro de mi alma, y cuando estoy en medio de la gente, pienso que tengo a Jesús y le presento mi corazón, con la satisfacción de que, aunque es tan pobre y mi- serable, no me lo ha de desdeñar en ese sitio en donde en medio de la alegría, nadie lo recuerda...
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«Carta a su Director Espiritual del 2 de abril de igi8.»
Cada día que pasa, se aumentan mis deseos de ser Carmelita; me escribió la Madre Superiora una carta llena de santos conse- jos, donde pinta admirablemente la vida de la Carmelita, y me dice que entre tanto procure sólo vivir en Dios, por Dios y para Dios. Pero la realización de mis deseos la veo cada día más difí- cil. Ya principio a sentir la oposición de la familia, pues desean que salga del colegio para sacarme a las fiestas mundanas, que son lazos para perder las almas. ¡Ah! Reverendo Padre, ruegue por mí, para que salga victoriosa de la lucha y de la tempestad que se inicia; que pueda pronto llegar al puerto del Carmelo donde espero encontrar el cielo en la tierra; es decir, el cielo en el sufrimiento y en el amor. A veces siento deseos de morir antes que sucedan estas cosas; pero digo con Nuestro Señor: «que se haga la voluntad de Dios y no la mía», y es además cobardía no querer el combate; entonces le pido a Cristo que me dé las armas para vencer. También Nuestro Señor me dice que me abandone a Él; y ya que siempre me ha auxiliado y me ha hecho vencer, ¿por qué desconfiar ahora?...
«Poco antes de su salida del Cole- gio escribe a la Madre Priora de Los Andes.»
¡A.Y, reverenda Madre!, rece mucho para que no tenga que salir a bailes ni a ninguna fiesta mundana. Por este año no saldré a bailes, pero creo que para el otro, sí. Yo voy a hacer cuanto esté de mi parte por ser Carmelita, sin haber conocido esas fies- tas. Mientras tanto, me preparo para la lucha que tendré que sostener; y le aseguro que a veces tiemblo, — mire que soy co- barde—, pero después digo a Jesús y a mi Madre que confío en Ellos, pues si me han librado de tantos peligros hasta ahora, ¿me abandonarán en el momento más terrible? No; me han amado y me han protegido como a niña mimada toda la vida.
Lo que trato ahora es de adquirir ese espíritu de recogimiento que me haga vivir abstraída en Jesús de cuanto pasa a mi alre-
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dedor. Mi alma ha de ser mi fortaleza; en ella he de encontrar a mi divino Huésped y allí estaré con Él sola, porque allí nadie podrá habitar...
*Ante las rutas desconocidas del mundo; y por primera vez en el teatro.»
¡Qué impresiones tan diversas he sentido de pesar por dejar mi colegio tan querido, mis Madres y compañeras a quienes estoy tan reconocida! ¡Qué buenas para mí y qué cariño me demues- tran siendo yo tan indigna de ella! Cumplí mi sacrificio sin llorar. Verdaderamente, sentía una fuerza superior a las mías. Era Jesús, quien me hacía tener valor en ese instante. Sentía que mi corazón se hacía trizas al decir el adiós a mi vida de colegio, y, sin embargo, no lloré, pues así lo había prometido a Nuestro Señor para prepararme al gran sacrificio que debo realizar dentro de meses. Por otro lado, sentí el atractivo del hogar que abandoné cuando era tan niña: de volver al seno de los míos para hacer el bien, para sacrificarme por cada uno de ellos a cada instante Mas también dejaba a la Rebeca, ¡era la primera vez que nos íbamos a separar!; era el preludio de nuestra separación aquí en la tierra; mas en ello veo la mano cariñosa de mi buen Jesús, que así prepara nuestros corazones para el sacrificio.
Mi corazón estaba también preso de temor. Se abría ante mis ojos senda desconocida, y siempre lo desconocido produce desconfianza; además iba a entrar en el mundo, en ese mundo tan perverso; me iba a sumergir en la atmósfera fría, glacial de la indiferencia social. ¿Sucumbiría en ella? ¡Oh, sólo Dios sabe lo que sufrí! Añádase a esto que las Madres creían que salía porque quería. ¡Cuán distante estaba yo de hacer mi voluntad Eran las circunstancias las que me obligaban a dejar mi amado colegio, asilo de paz, de inocencia y alegría. Era, ante todo, la voluntad de Dios que me llamaba con premura...
Nuestro Señor me libra de todos los paseos; 1 el único a que he asistido ha sido al teatro. ¡Qué impresión me produjo la pri-
i En Chile se da a la palabra paseo un sentido muy variado. Aquí significa jiras, excursiones bulliciosas de amigos y amigas, etc.
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mera vez! ¡Qué indecencia tan grande! ¡Qué pena sentía al ver a esas mujeres tan sin pudor! ¡Cómo se ofende a Dios allí! Mi alma permaneció unida a Él, y la Virgen me protegió extraordi- nariamente. No me acordé de llevar un rosario para rezarlo, y lamentaba esto, cuando salgo a pasearme en el «foyer» y Lucho 1 me dice que se ha encontrado uno; me lo muestra y yo desenten- didamente me quedé con él y después lo pude rezar. ¡Cuántas acciones de gracias elevó mi alma hacia esa Madre celosa de la pureza que le he encomendado!...
*Diez días antes de su toma de hábito escribe a su hermana Rebeca.*
¡Cuánto rogaré por ti, hermanita querida en ese día. no para que seas religiosa, sino para que seas toda de Dios cumpliendo su divina voluntad. ¡Si supieras cómo ruego por ti! Te diré con franqueza que encuentro que el mundo te entusiasma y que toda- vía no eres insensible a sus halagos. Te gustaría brillar en él, ¿no es así? Mas no creas que esto te pasa sólo a ti; es innato en la criatura el deseo de sobresalir. Pero si pensamos, ¿de qué sirv en esos triunfos sociales que de la noche a la mañana se disipan? Esos aplausos, fingidos las más de las veces, ¿qué son? ¿Qué queda de provecho, sino un orgullo secreto en el alma? No, nada de eso sirve, pues lo único que vale aquí en la tierra es todo aque- llo que nos lleve más a Dios; Él es el único que podrá llenar y satis- facer tu alma. Esto tú lo dices; sin embargo, en la práctica, ¿estás convencida de ello?
Si por un momento pudiera hacerte comprender la vida de unión e intimidad con Jesús, que, día por día, se acrecienta en mi alma, lo dejarías todo. Este Jesús no quiere que exista nadie entre Él y yo, y, manifestándose a mi alma, la ha enamorado de tal manera, que sólo en Él puede encontrar reposo. Tú, her- manita querida, por mucho que pienses, no podrás jamás adivi- nar esa corriente divina en que Él me sumerge; y créeme que siento hastío por todo lo que no es Él. o no se refiere a Él. ¡Oh,
* Diminutivo familiar de Luis.
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si supieras cómo le amo!; es mi Dios, mi Padre, Madre, Hermano. Esposo: es mi Jesús!...
«El mtDido no comprende la mis- teriosa alegría de las lágrimas santas »
¡Alleluja, alleluja, alleluja!
Que Jesús sea con mi mamadla: todavía me estoy riendo de lo que me ha dicho nuestra Madre que se corre en el mundo, de esta pobre Carmelita. ¿Por qué quieren turbar, mamacita, su felicidad diciéndole que estoy triste, que lloro, etc.? ¿Por qué el mundo pretende despertar a los muertos para él y encontrar tristezas en los que viven en los brazos de Jesús? ¿No ve que es envidia del reposo, de la paz, de la felicidad que inunda su alma' ¡Cuán bien veo que los que inventan semejantes mentiras no saben lo que es vivir en el cielo del Carmelo y lo que es la gracia de la vocación! Además, si en mis cartas, mamacita, nota usted alegría y felicidad, ¿cómo puede creerme tan doble para expre- sar lo contrario de lo que siento? Miro en este instante a mi Jesús y me río del mundo entero con Él. ¡Déjenme llorar entre sus bra- zos todo el día, mientras los demás se ríen y divierten, que poco me importa a mí llorar mirando a la Alegría infinita, gustar la amargura junto a la dulzura divina de Jesús! Soy feliz y jamás dejaré de serlo, porque pertenezco a mi Dios; en él encuentro a cada momento mi cielo y un amor eterno e inmutable. Nada deseo más que a Él, a nadie amo más que a Él, y este amor va creciendo a medida que me voy introduciendo en su seno divino de amor y perfecciones adorables. Nada de la tierra puede ser- virme ya de atractivo, porque he conocido la Hermosura divina, y, en caso de llorar, mamacita querida, no sería por tristezas fingidas, sino por mis muchos pecados, por temor de ofender y perder a Dios y por no amarlo bastante. En cuanto a mi salud, gracias a Dios puedo admirarme de lo bien que estoy; además nuestra Madre siempre está con sus maternales ojos fijos para cuidarme...
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«Atinados consejos a una joven para bien conducirse en el mundo.*
Vas a salir a nuevo campo de batalla; adiéstrate para luchar. Que tu divisa sea ésta: «Dios siempre en vista y el «yo» siempre en sacrificio.» Tus armas sean la comunión y la oración; tu ali- mento, la voluntad de Dios; tu Capitán, Jesús; la bandera, la humildad. Es preciso que te sacrifiques en todo momento. La vida de familia, para que sea vida de unión, ha de ser un sacrificio continuado; considérate la última de todas, y aún trata de ser- vir a las sirvientes. Ayúdalas cuando están enfermas y cuando están en cama dales por tu propia mano los remedios; cuando las veas de mal humor, consuélalas con Nuestro Señor; léeles algún libro de algún santo y otro libro entretenido para no can- sarlas. Así, las tratarás y las llevarás a Dios. Con tus hermanos chicos sé muy cariñosa; no los retes 1 sin causa justa; juega con ellos y enséñales el rezo, a leer, a escribir, etc., y hazte respetar, dándoles buen ejemplo. Que no te vean desobedeciendo ni de mal humor jamás. En cuanto a lo que debes ser con tu papá y mamá, sólo te digo que seas un ángel de consuelo, que seas, ante todo, muy cariñosa, ayudándoles en lo que puedas y obedeciéndoles ciegamente en todo, pues no te mandarán hacer una cosa me- nos buena.
Vence siempre el respeto humano en sociedad; ten una Opi- nión fija y no cedas cuando los demás no juzgan rectamente. En la Iglesia da muy buen ejemplo, estando muy recogida; esto cuesta cuando se asiste a matrimonios, porque por lo general todas no hacen sino mirar y hablar. Comulga todos los días que puedas, aun cuando no sientas devoción. Todos los días, apenas te levantes, reza tus oraciones y haz un cuarto de hora de medi- tación; penétrate bien con quién hablas y quién es la que habla. Ten presencia de Dios, ofrécelo todo a Él y haz muchos actos de amor. Todos los días haz tu examen de conciencia a los pies de la Santísima Virgen y pregúntale con sencillez cómo te has portado en el día; pídele perdón, y después cuéntale tanto las penas como las alegrías y oye sus consejos...
i No les riñas.
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Quisiera inculcar en tu alma el amor a lo eterno, a lo que no pasa; es necesario vivir siempre pensando que una eternidad nos aguarda. ¿Qué nos importaría entonces sufrir y sacrificarnos ochenta años cuando así mereceríamos gozar siempre?
Continuamente te predico en mis cartas, pero es porque quiero que seas muy piadosa. Necesita tanto el mundo de niñas que tengan verdadera piedad. ¡Cuánto bien puedes hacer entre los tuyos si eres sacrificada y no buscas tu comodidad, sino en el bien de los demás! Cuando sientas el grito interior del egoí-mo, dirige con tu pensamiento una mirada a Jesús; y por su amor, tendrás fuerzas para vencerte. Él se sacrificó por ti desde que nació, hasta el Calvario; y al ver a un Dios ensangrentado que te dice que te venzas, ¿podrías no hacerlo?
Siempre te repetiré que, si estás en sociedad, debes tratar de agradar primero c ue a nadie a tu papá y mamá, y después a todos los que te rodean. Yo pediré mucho para que así te portes; hazlo por Dios, ahí tienes un tesoro para comprar el cielo. ¿No te agra- da el mundo? Pues mejor; tienes ocasión de sacrificarte...
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APOSTOLADO
♦ ME OFRECÍ COMO VÍCTIMA, PARA QUE NUESTRO SEÑOR MANIFESTARA A LAS ALMAS SU INFINITO AMOR»
Xidele por mí. hennanita; necesito oraciones; veo que mi vocación es muy grande: salvar almas, dar obreros para la viña de Cristo. Todos los sacrificios que hagamos son pocos en com- paración del valor de un alma. Dios entregó su vida por ellas, y nosotros, ¡cuánto descuidamos su salvación! Yo, como su pro- metida, tengo que tener sed de almas; ofrecer a mi Amado la san- gre que por cada una de ellas ha derramado. Y ¿cuál es el medio de ganar almas? La oración, la mortificación y el sufrimiento. Él viene con una cruz, y sobre ella está escrita una sola palabra que conmueve mi corazón hasta sus más íntimas fibras: ¡Amor! ¡Oh cuán bello se ve con su túnica de sangre! Esa sangre vale para mí más que las joyas y los diamantes de toda la tierra. Los que se aman en la tierra, hennanita mía, no tratan sino de tener una sola alma y un solo ideal: mas son vanos sus esfuerzos, pues las criaturas son tan impotentes. Xo pasa así en nuestra unión; Jesús vive ya en mi corazón; yo trato de unirme, asemejarme y confundirme en Él. Yo soy la gota de agua que ha de perderse
t Fragmento de la carta en qu¿ descubre a su hermana Rebeca ti secreto de su vocación.*
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en el Océano infinito. Mas hay un abismo que la gota no puede franquear; pero el Océano se desborda con tal que la gota perma- nezca en un total abandono de sí misma, con tal que viva en un continuo susurro llamando al Océano divino...
«Su alma está dolorida por los pecados de ciertas personas, segu- ramente muy suyas; y su sentida oración arranca del cielo una con- soladora respuesta.»
Tengo pena, me sangra el corazón. ¡Ah, mil vidas, si yo pu- diera, ofrecería con tal que ese pecador se convirtiera! Todos los -ufrimientos que queráis, Dios mío, enviádmelos y dadme gra- cia para soportarlos, pues quiero ofrecéroslo por ÉL
Jesús mío, quiero acompañarte en el Huerto, en tu agonía; quiero consolarte y decir contigo: Señor, si es posible, que pase de mí este cáliz amargo; mas no se haga mi voluntad, sino la tuya...
Jesús mío, Tú conoces la ofrenda que te he hecho de mí misma por la conversión de las personas que Tú sabes. Hoy te ofrezco no sólo mi vida, sino también la muerte, como te pluguiere dár- mela; la recibiré con gusto, ya sea en el abandono del Calvario, ya en el paraíso de Xazareth. Además, si quieres, dame sufri- mientos, cruz, humillaciones; que sea pisoteada para castigar mi orgullo y el suyo... ¡Oh María, que jamás has desoído los ruegos que te he dirigido como una hija le pide a su madre; también pongo en tus manos maternales esas almas: ¡óyeme! Toda mi vida no he dejado de pedirte por ellas; Madre mía, escúchame, te lo ruego por Jesús y por tu esposo San José, a quien pido inter- ceda por esta pobre criatura ...
Hoy he estado unida a Nuestro Señor. Desde que tengo el crucifijo, vivo en mayor unión con ÉL ¡Oh, cuánto le amo! Me he ofrecido a Él por la conversión de esas almas. ¡Cuánto sufro al pensar que dentro de ellas está el diablo y no Dios; que Jesús las llama y las espera en el Sagrario y ellas permanecen insensi-
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bles!... Jesús mío. Esposo de mi alma, me ofrezco a Ti, haz de mí lo que quieras.
Hoy me he vencido mucho para no impacientarme. Dios mío. Tú me has ayudado, gracias te doy...
Nuestro Señor me dijo que no aceptaría mi ofrenda, pero que me concedería la conversión de esas almas dentro de un tiempo más. Me dijo que me uniera a Él crucificado, que me que- ría ver crucificada. He sufrido tanto, que esta mañana lloré toda la Misa, pero mañana ofreceré aún mis lágrimas...
*Párrajos henchidos del más puro amor que dirige a sus seres más queridos.»
jQuE jamás, hermano querido, pierdas la fe! Prefiero morir y ofrecer la vida antes que tu alma se extravíe. Prométeme que todos los días vas a rezar un «Ave María* a la Santísima Virgen para que te dé la salvación, y que ese crucifijo lo conservarás y lo llevarás siempre contigo hasta la muerte como recuerdo de tu hermana, que siempre lo ha llevado consigo.
Siento la pena más inmensa al separarme, pero Dios me sos- tiene y me da fuerzas para romper los lazos más estrechos que existen sobre la tierra. Créeme que mi vida enterá será una inmo- lación por ti... Acuérdate de tu hermana Carmelita; ella, al pie del santo altar, estará pidiendo por ti. Tras las rejas de su claus- tro, someterá su cuerpo a las más rudas penitencias. Sí, hermano mío, te quiero con locura; y si es necesario que yo pierda mi vida por tu alma, aquí la tiene Dios, y aún sufriría el martirio con tal que, cuando pasen estos cuatro días del destierro, nos encontrá- remos reunidos para siempre en Dios...
Amemos, mamacita, a ese Jesús que es tan aborrecido y ofendido; consolémosle a cada segundo diciéndole que le amamos; le gusta tanto ese canto no interrumpido de amor. Amémosle en cada uno de nuestros actos, haciéndolos con perfección y sólo
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por agradar a Él. Amemos su adorable voluntad en cada una de las circunstancias de nuestra vida. Cuando se ama, todo es alegría; la cruz no pesa, el martirio no se siente, se vive más en el cielo que en la tierra. La vida en el Carmelo es amar; ésta es nuestra ocupación...
Busque, mamacita, a Dios por la confianza y verá que Dios se acercará a usted y la arrojará más hondamente en el océano infinito de su amor. Parece que a Nuestro Señor le agrada mucho esto, pues hace sentir su presencia sensiblemente. Abandonémos- lo todo, mamacita querida, a su adorable voluntad. Él lo hará todo porque nos ama infinitamente.
Lo que me dice respecto a aquella alma, me ha dado mucha pena y rezo muchísimo por ella. Ya sabe que he venido al Carmen para convertirla. Suframos, oremos y amemos; ésta ha de ser nuestra consigna para conseguirlo...
La verdadera amistad consiste en perfeccionarse mutuamente y en acercarse más a Dios.
Mi querida hermanita, es verdad que no vivimos juntas, pero tú vivirás en Dios y yo también. Nos lleva Dios por dife- rentes caminos, pero qué importa si el término es Él? Tú, mien- tras estamos en la tierra, serás Marta, salvarás a las almas inmo- lándote por ellas; servirás a Dios en la persona de las alumnas o de las Hijas de María, o en las niñitas pobres, mientras que yo, como Magdalena, permaneceré a los pies de Nuestro Señor con- templándolo, amándolo; mi vida será oración y sacrificio, y amor que reúne las dos cosas. No creas que porque elegí ser Carmelita, no considero muy perfectas a las religiosas del Sagrado Corazón...
leo
PROPOSITOS Y MÁXIMAS
soluciones para mi vida entera: i.° Xo dejaré jamás mi meditación, ni comunión y misa. 2 ° Haré examen particular y rezaré de rodillas mis oracio- nes de la mañana y de la noche.
3.0 Haré lectura espiritual y conservaré en mi alma un reco- gimiento que me mantenga unida con Jesús y separada por com- pleto del mundo.
4.0 Tendré carácter. Jamás me dejaré llevar por el senti- miento ni por el corazón, sino por la razón y mi conciencia.
5.0 Cumpliré la voluntad de Dios con alegría, tanto en las penas como en los goces, sin demostrar jamás en mi cara lo que pasa en mi corazón. No llorar jamás, teniendo presente lo de Santa Teresa: «Es preciso tener corazón de hombre y no de mujer.»
6.° Xo me dejaré llevar jamás del respeto humano, tanto en mi manera de conducirme como en mis palabras...
Hoy Xuestro Señor, en la meditación, me hizo ver su gran amor; cómo se humilló, se rebajó hasta parecer loco, pecador, blasfemo, ladrón. Me dijo que, para llegar a unirse a Él entera- mente, era preciso morir a mí misma, amarlo a Él más que a mí misma. Me enseñó cómo debía morir: buscando las humilla- ciones y no buscando los honores, las honras; 2.0, cuando me vengan pensamientos de orgullo, humillarme delante de Xuestro
Teresa de los Andes. 11
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Señor, comparando su inteligencia infinita con la mía pequeñí- sima, y decir disparates para ser humillada como Cristo que pasó por un loco; 3.0, mortificar mi voluntad no dándole gusto en nada y amando las humillaciones; 4.0, viviendo unida a Él en mi alma y ahí amarle...
Fiesta de mi Madre Santa Teresa. Escribí al Carmen. ¡Cuánto he pedido a Santa Teresa me haga celebrar su fiesta para el otro año en el Carmen!
Hablé ayer con Él; me dijo que para llegar a la unión comple- ta eran necesarias tres cosas:
Conmigo misma: que no hablara jamás de mí, ni diera mi opinión si no me la pedían; 2.0, que prefiriera todos a mí; yo la última, la sierva de todos; 3.0, que considerara lo poco que valía y me humillara interiormente, viendo lo miserable que era; 4.0, que no tomara jamás gusto en nada y que diera gracias a Él cuando se me pedía algún sacrificio.
Con el prójimo: que tuviera siempre en mi trato el espí- ritu de fe viendo en el prójimo a Dios; 2.0, que cuando conversara con algún joven, lo tuviera a Él presente y viera su hermo- sura.
Con Dios: ser humilde, anonadada delante de Él, amando y pidiendo caridad...
Para llegar a vivir en Dios, con Dios y para Dios, que es el ideal de una Carmelita, y de una Teresa de Jesús, y de una hostia, entiendo son cuatro cosas necesarias:
i.° Silencio, tanto interior como exterior; silencio en todo
ser. Evitar toda palabra inútil.
2.0 Xo hablar de mí misma, y si es necesario hacerlo para divertir a las demás, ponerlo en tercera persona. Jamás hablar de la familia.
3.0 Negación absoluta; no gustar para nada el gusto e incli- nación, para tener más fácil trato con Dios.
4. 0 Ver en todas las criaturas a Dios, ya que todo se encuen- tra en su inmensidad. Me examinaré sobre esto todos los días...
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1. ° Vivir sólo para Dios, es decir, con el pensamiento fijo en Él, rechazando todo lo inútil. Vivir, completamente eclipsada para las criaturas, no hablando nada de mí misma, no dando mi opinión en nada, si no me la preguntan; no llamando la aten- ción por nada, ni en el modo de hablar, ni en el de reír, ni en la:- expresiones, ni aun en hablar de mí misma, para humillarme; en una palabra, que la nada criminal desaparezca.
2. ° Ser fiel en todo lo que me pide Jesús. Ser fiel en los deta- lles, ser fiel para practicar lo que me adviertan y en hacer las cosas con perfección.
3.0 Entre día guardar silencio riguroso, y no hablar, ni aíin con Nuestra Madre, si ella primero no me habla.
4.0 Vivir en el momento presente con Jesús.
5.0 Xo reírme ni hacer señas a mis Hermanitas entre día.
6.° En las recreaciones tener mucho dominio de mí misma para estar siempre alegre, pero sin pasar los límites de la modes- tia religiosa.
j.° Considerar que nuestra Madre es como una Custodia donde Jesús está expuesto; y que mis Hermanitas son hostias donde Jesús mora escondido. A nuestra Madre la amaré porque ella me representa la autoridad de Dios y su divina voluntad. Amaré a mis Hermanitas porque ellas son imágenes de mi Dios y porque Jesús me dió un precepto.
8 ° No hablar de cosas espirituales y hacer como que nada sé ni entiendo.
9.0 Xo buscar consuelo en nadie, ni aún en Jesús, sino pedirle fuerzas para sufrir más.
10. Jamás manifestar que sufro, a no ser que nuestra Madre me lo pregunte.
11. Considerarme siempre como un ser despreciable, tanto de las criaturas como de Dios, y aceptar alegremente las humilla- ciones y los olvidos de las criaturas y aún de Jesús, sin abatirme.
En fin, siempre procuraré obrar lo que crea más perfecto...
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EUCARISTIA
M E acuerdo que mi mamá con mi tía Juanita nos llevaban a misa y siempre nos explicaban todo, y cuando llegaba la comu- nión, yo me encendía en deseos de recibir a Nuestro Señor... Pedía a mi mamá este favor... Ella y mi tía Juanita me sentaban en la mesa y me preguntaban acerca de la Eucaristía; yo con- testaba a sus preguntas, pero como me veían muy chica (sólo tenía tres años), no me dejaban hacerla...
Yo, cada día, pedía permiso a mi mamá para hacer mi Pri- mera Comunión, hasta que accedió en 1910 y empecé mi prepara- ción. Me parecía que ese día no llegaría jamás y lloraba de deseos de recibir a Nuestro Señor. Un año me preparé para hacerla; durante este tiempo la Virgen me ayudó a limpiar mi corazón de toda imperfección. En el mes del Sagrado Corazón, yo modifi- qué mi carácter por completo, tanto que mi mamá estaba feliz de verme preparar tan bien para mi Primera Comunión...
* Fervorines eucarísticos que es- maltan las diversas anotaciov.es de su Diario.»
Me encuentro en el campo, ¡qué felicidad! He tenido la dicha de comulgar hoy. Me sentía tan unida a Él, lo amaba tanto, que me parecía estar en el cielo y he continuado en esta unión durante todo el día. ¡Jesús mío. no te separes de mí!...
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Todas las noches le doy un beso, en el que le envío todo mi ser. Estoy tan cerca de su altar, una puerta nos separa. Enton- ces me lo figuro prisionero y que le voy a abrir su prisión y lo traigo a mi corazón...
¡Hoy no he comulgado! Sin unirme a Dios; todo por este cuer- po de barro. ¿Cuándo se acabará esta muerte para vivir en Dios? Jesús mío, Tú eres mi vida; sin Ti muero, sin Ti desfallezco...
Hoy me he sentido mal, las fatigas no me dejan; ¿qué hacer si es la voluntad de Dios? Hoy, sin comunión, he metido mí> aparato. Silencio, cuerpo; quiero que sólo el alma hable con Dios, para que tú calles a las criaturas.
La mirada de mi crucifijo me sostiene. Veo todo oscuro; mi oración se acabó; me han prohibido que la haga en la noche. La comunión me la han negado, pero venzo, porque Jesús lo es todo, y Él está dentro de mi alma. ¡Qué importa todo! No quiero mirar sino el presente; es decir, mirar a Jesús; Él me alumbra. El por- venir se n e presenta en medio de tinieblas...
Estoy en mi casa; me tuve que venir (del colegio) porque ya no podía más. ¡Qué pena sentí al tenerme que despedir de las niñas y de las Madres y de mis chicas! ¡Las quiero tanto! Pero que se haga la voluntad de Dios. No he comulgado, por lo cual llegué a llorar anoche. Tenía hambre de Jesús....
«Durante sus obligadas jiras ve- raniegas alternan sus delicias di sacristana con las dolorosas priva- ciones de misa y comunión.*
He pasado en el fundo de X... veintiséis días y, gracias a Dios, creo que no hemos dejado de tener misa sino seis días en que comulgamos espiritualmente. ¡Cuán bueno es Nuestro Señor con aquellos que le aman! ¡Qué días de cielo, mi querida Madre, hemos pasado junto al Sagrario! Cuando al pie del Tabernáculo tenía la felicidad de encontrarme sola junto a ese Dios infinito y encarcelado por nuestro amor, le pedí muchas gracias y ben- diciones para usted, mi queridísima Madre, y para mis Herma- nitas. Le pedí que ante todo les diera amor para que de e-te modo se dieran más completamente a Él.
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Como con la X. . . éramos las sacristanas, todas las tardes íbamos a arreglar la lamparita y a dejarle nuestros corazones toda la noche. Me acuerdo que nos costaba mucho dejarle y hacíamos como cinco veces la genuflexión, sin resolvernos a dejarlo solo toda la noche. ¡Oh, cuán bueno es Él! ¡Cómo se acerca y se revela a un alma tan miserable como la mía; cómo me hace comprender en un momento las finezas de su amante Corazón!...
¡Qué bueno es mi Dios! Estamos en misiones, con el Santísi- mo y con comunión y dos misas diarias. Me paso a sus pies, me siento muchas veces desfallecida de amor; me anonado en su pre- sencia al verme tan miserable, a pesar de que me llena de favo- res... Todo lo que hago es por su amor, vivo en una continua pre- sencia de Dios...
\Hostia por Hostia.*
El día del Sagrado Corazón solicité licencia de Nuestra Ma- dre, para hacer los tres votos hasta mi toma de hábito. Mi ideal de Carmelita es ser hostia, ser inmolada constantemente por las almas, y mi fin principal es sacrificarme para que el amor del Corazón de Jesús sea conocido... No sé lo que me pasa al contem- plar a Nuestro Señor desterrado en los Tabernáculos por amor de sus criaturas que le ofenden y olvidan; quisiera vivir hasta el fin del mundo sufriendo junto al Divino Prisionero...
En este instante siento el más vivo dolor de ver cómo Dios, en su Majestad y Grandeza, se preocupa del hombre, desciende al Tabernáculo y se constituye nuestro amigo íntimo, nuestro médico amoroso, nuestro Todo adorado, y, sin embargo, perma- necer allí cautivo, sin que los hombres piensen siquiera en Él, antes al contrario, sólo piensan en pecar. ¡Qué ingratitud más execrable!... No seamos ingratos para ese Dios, todo Bondad, todo Amor...; la ingratitud es propia de corazones sin sentimien- tos; y si nuestros corazones están llenos de afectos, ¿sólo Jesús no tendrá siquiera una parte en ellos?...
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Después que comulgo, me siento en el cielo, y dominada por el amor infinito de mi Dios. A veces, mi único consuelo en este destierro es la comunión, donde me uno íntimamente con Él. Siento ansias de morirme por poseerlo sin temor de perderlo por el pecado. Este deseo me hace huir de las menores imper- fecciones, ya que ellas me separan del Ser infinitamente santo...
«Desde el retiro de su celda esta humilde Carmelita se convierte en un apóstol, poniendo su caldeada pluma al servicio de la causa de la comunión frecuente y fervorosa.»
Penétrense bien, a quién van a recibir. Es todo un Dios el que desciende a visitarnos. ¡Cómo quisiera hacerles compren- der lo que es comulgar aquí, en el Carmen! Para una Carmelita comulgar es un cielo, y debía serlo para toda alma creyente...
Procura cada mañana, cuando tengas la dicha de comulgar, pedirle a Nuestro Señor que permanezca todo el día allí en tu alma. Así vivirás muy unida e inundada de Dios. Cuando pienso que antes envidiaba a María Magdalena por haber tenido a Jesús tantas veces en su casa, por haberlo hablado, me avergüenzo, pues Él no ha abandonado la tierra: en el Sagrario está. Allí le miro por la fe y le escucho, y no sólo recibo su visita exterior- mente, sino que mi alma está compenetrada por Él. ¡Qué unión más íntima puede existir entre Jesús y su pobre criatura! Créeme que cada vez que voy al coro, me arrojo en su divino Corazón para encontrar en Él toda la ternura de una madre, de un esposo, en fin, esa ternura que el Evangelio nos da a conocer en Jesús al Hombre-Dios. Me parece encontrarlo tal como lo encontraba María Magdalena en Bethania. Tan presente está en mi alma Jesús, que no envidio a los que vivieron con Él en la tierra...
Él (Jesús) se hizo pan para unirse con nosotros: ¿no es un colmo de amor? Sin embargo, sólo recibe olvido, desprecios, inju- rias de aquellos a quienes tanto ama. Para las criaturas que nos aman y estiman un poquito, tenemos cariño y aprecio, y sólo
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para el Bien infinito, para el Dios- Amor, no tenemos sino olvido y desprecio. ¡Ay!, es preciso que le amemos nosotras tanto para resarcirlo algo del olvido de las criaturas; es preciso vivir conti- nuamente al pie de las rejas del Divino Prisionero, cantándole arrullos de amor. Lloremos junto con Él; sacrifiquémonos al par que Jesús por las almas.
A veces siento el peso de esta vida miserable; quisiera verme libre de las miserias de la carne, pero después miro al Tabernáculo, y, al ver que Jesús vive y vivirá hasta el fin de los siglos en con- tinua agonía y abandono, me dan deseos de constituirme en su compañera del destierro a que por nuestro amor se ha sometido; entonces digo con Santa María Magdalena de Pazzis: «Padecer y no morir.»
Mi ideal de Carmelita es ser inmolada constantemente por las almas, y mi fin principal es sacrificarme, para que el amor del Sagrado Corazón de Jesús sea conocido. No sé lo que me pasa al contemplar a Nuestro Señor desterrado en los Tabernáculos por amor a sus criaturas que le ofenden y olvidan. Quisiera vivir hasta el fin del mundo sufriendo junto al Divino Prisionero...
... ¡Ah, papacito!, cómo se transformaría su vida si fuera a Él (Jesús) con frecuencia como a un amigo. ¿Cree acaso que Jesús no le recibiría como a tal? Si eso pensara, demostraría que no lo conocía; Él es todo ternura, todo amor para sus criaturas peca- doras. Él mora en el Sagrario con el Corazón abierto para reci- birnos y nos aguarda allí para consolarnos. Papacito mío, cuán- tas veces usted mismo me ha expresado lo feliz que se ha sentido al comulgar. Es porque entonces su alma, Ubre de todo peso, ha sentido la presencia de su Dios, único capaz de satisfacernos. Además, ¿por qué temer acercarse a Nuestro Señor cuando Él mismo dijo que era el Buen Pastor que daba su vida por reco- brar la oveja perdida y que venía en busca de pecadores? Así, pues, mi papacito, todos, aunque somos pecadores, podemo> acercarnos a Él; somos sus hijos que debemos confiar en sus en- trañas llenas de ternura paternal...
... Aprovechemos para enriquecernos el momento de la comu- nión; bañémonos en esa fuente de santidad y pidámosle el mundo
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entero de las almas y no nos sabrá decir que no, porque su Cora- zón está latiendo amorosamente al unísono del nuestro, de modo que todos nuestros deseos son de Él y Él es todopoderoso. ¡Qué identificación tan grande! Somos en esos momentos otro Dios. Para mí, esos momentos son de cielo sin nada de destierro. ¡Qué puedo desear ya si todo un Dios es mío!...
Quisiera consumirme y morir muy pronto por amarlo; pero la vista del mundo pecador, del ambiente glacial que reina alrede- dor del altar me detienen; entonces prefiero «sufrir y no morir». Sí, sufrir y no morir para llorar junto al Divino Prisionero y con- solarlo en su destierro. Quisiera hacer comprender a las almas que la Eucaristía es un cielo puesto que el cielo no es sitio un Sagrario sin puertas, una Eucaristía sin velos, una comunión sin termino. 1
Sí, mi Lucita; es preciso que prepares el corazón de tu Luce- cita para que sea siempre Sagrario de Jesús, ahora en tus oracio- nes, más tarde con las enseñanzas, la vigilancia y el ejemplo. Enséñale a amarlo desde chiquita, háblale siempre que hay un Dios que la ama infinitamente y que en el altar vive para unirse a nuestras almas; que su primera palabra sea Jesús. Yo, desde mi convento, estoy a su lado; me sentía siempre tan dichosa cuan- do la tenía en mis brazos; veía en su alma a la Santísima Trinidad. ¡Qué misterio y qué contraste! En su corazoncito un cielo entero...
... Dios, hermanita querida, en su grandeza, no se olvida de sus criaturas y constantemente obra respecto a ellas, con amor y paternal solicitud. Siendo Dios, espíritu perfectísimo, ha toma- do la forma humana; más aún, se ha rebajado más que el hombre y ha tomado la forma de cosa, pan, porque encuentra sus delicias en habitar con los hijos de los hombres. ¿Y que nosotros perma- nezcamos insensibles, que nos olvidemos de su amor, que no le demos todo nuestro ser, no es una monstruosa ingratitud? Y Él lo soporta en silencio siendo todopoderoso. ¡Oh, hermanita, date a Él, ámale y sigúele!...
i Este pensamiento es atribuido al Padre Avertano, del Santísimo Sacramento, O. C. D., en Un Lirio del Carmelo.
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Si cada mañana al comulgar nos preparásemos un poco mejor, ,cómo nos aprovecharíamos de nuestra comunión, cómo pasaría- mos el día entero en éxtasis de amor para con ese Dios inmenso, majestuoso, hecho alimento de nuestras almas! En el cielo, herma- nita, los ángeles lo contemplan faz a faz, pero nosotros, los hom- bres, lo poseemos cada uno, nos identificamos con Él. En eso;, momentos en que mi alma está unida a Dios, cesa todo para mí; me faltan palabras, hermanita, para expresarte la dicha divina que experimento. Siento al Infinito, al Eterno, al Santo, al Todo- poderoso, al Sapientísimo Dios unido con la nada pecadora; entonces adoro, y más amo. Entonces es cuando el alma se siente pura porque está en la fuente de la Santidad. Amémosle, herma- nita, porque su bondad y misericordia son infinitas. ¡Cómo ante ese amor desaparece el nuestro miserable, que no sabe hacer el más leve sacrificio por nuestro Dios, después que Él nada nos ha rehusado desde una eternidad! Aprovecha, hermanita, esos instantes para hacerte santa. Fíjate, estamos unidas enteramente a la Santidad infinita; pídesela: ¿qué te podrá negar cuando está loco de amor por ti, ya que se ha reducido a hostia, y nada, para llegar hasta ti? Pídele que le conozcas y que te conozcas, que cada vez comulgues mejor, pues en la comunión está la vida del alma. Pídele por todos, porque nada te negará. Y después, en el día, estrecha a menudo contra tu corazón a ese Dios y con- tinúa dándole gracias y suspirando por tu próxima comunión. Es el momento de cielo en nuestro destierro; suspiremos por él. Pídele también que te enseñe a vencerte, a hacer morir el yo, para que seas muy humilde, para así demostrarle cuánto le ama;, pues Él dijo que nadie amaba tanto a su amigo, como aquél que da su vida por él. Démosle nuestra vida haciendo morir al hombre viejo, que es nuestra naturaleza, según San Pablo, renun- ciando a nosotras mismas, obrando, no por lo que nos gusta, sino por aquello que es la voluntad de Dios...
... Amemos mucho a Nuestro Señor; tiene sed de nuestro amor, porque no le basta el amor de los ángeles; y después que Jesú> nos ha dado a su Padre, que su divinidad la ha eclipsado, y no> ha dado a su Madre, y ha sufrido desde Belén hasta el Calvario,
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y se ha forjado cadenas para vivir en el Tabernáculo junto a nos- otros, ¿no tendremos un poquito de amor para ese divino Men- digo? Que todo lo que hagamos sea por amor y vivamos siempre al pie del Sagrario, aunque sea en espíritu, consolando a Nues- tro Señor en la agonía. Le diré más aún: viva en el Corazón de Jesús; allí, unida a la oración y alabanza de Jesús, ofrezca sus obras, tanto perfectas como imperfectas, a la Santísima Trini- dad; sea su alma una hostia de alabanza, una hostia de amor que se santifique perpetuamente por la gloria de la Santísima Trinidad y por hacer conocer el amor y misericordia infinita de Dios- Amor...
... Cómo quisiera, querida amiga, que cada una de mis cartas te llevara una centellita de amor divino. ¡Qué feliz sería si pudie- ra enamorarte de mi Jesús! Pídele este Viernes al Sagrado Cora- zón que te haga amarle y te haga ser su amiga. ¡Qué tesoros encontrarías en Él! Está noche y día llamando a las puertas de tu corazón, pidiéndote un huequito, un poquito de tu amor; ¿y cómo no le abrirás, no le calentarás? Él te llama desde el Sagra- rio, y desde la eternidad está deseando que lo vayas a recibir todos los días en la comunión; y es un Dios que no tiene ti. ¿Y tú no irás a sacarlo de la prisión donde Él por ti se ha aprisionado?...
... Cuándo tendré el gran gusto de saber que mi X..., antes de principiar los estudios va a recibir a Nuestro Señor que la está esperando desde una eternidad, ya que Él sabía las sagradas hostias que consumirías? Ojalá mis palabras no caigan en terreno árido y en tu próxima carta me digas que te unes a mí diariamente en la comunión.
Para mí es inconcebible que teniendo ansias de ser feliz no busques a Jesús.
Después de comulgar, lo tenemos todo, porque tenemos a Dios, que es nuestro cielo en el destierro. Me dirás que tú no sien- tes nada de esa felicidad, pero yo te pregunto: ¿Cómo te has pre- parado? ¿Te penetraste de la grandeza de Dios y del amor infini- to que te demuestra al reducirse a la hostia? Cuando comulgues, reflexiona lo que vas a hacer. ¡Todo un Dios eterno, que no nece- sita de ti para nada, puesto que es todopoderoso; un Ser inmenso que está en todo lugar; un Ser infinito y majestuoso ante el cual los ángeles con su pureza tiemblan, viene lleno de infinito amor
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a ti, pobre criatura, llena de pecado? y miserias! Entre tantas personas que viven en el mundo eres honrada tú con la visita de tan gran Rey; más aún, para que te acerques a recibirlo deja su esplendor y bajo la forma de pan. del más sencillo de los alimentos, se une a una pobre criatura para hacerse una misma cosa con ella, y, mientras Él está ardiendo en infinito amor, ella permanece fría, indiferente, sin agradecer tan señalado favor.
Perdóname el sermón, pero te quiero tanto y deseo que seas muy buena, y para esto hay que comulgar. Cuando un día nos veamos en el cielo, que por la misericordia de Dios obtendremos, me agradecerás que tanto te haya pedido la comunión diaria, porque comprenderás que en ella reside el germen de la vida eterna...
... ¡Cuánto gocé con tu cartita! En ella vi la confianza y fide- lidad que guardas a tu pobre amiga, que sabe corresponder con oraciones a tu cariño. Me gusta mucho que no pierdas tu tiempo en las frivolidades en que vive la gente mundana, y más me gusta que principies tu día por oír la Santa Misa, pero no me dices nada de tu comunión. ¿Qué significa ese silencio acerca de un acto con el cual me darás tanto gusto? Te conozco demasiado y sé tu intención al escribirme de ese modo ambiguo. ¿Por qué no te acercas a comulgar diariamente? Tú misma has visto que, cuando te acercas a comulgar, eres mejor; si no sientes fervor, cada comunión te lo irá aumentando; pídeselo a Nuestro Señor, que no te lo negará. ¡Cómo me apena pensar que hay tantas almas que no saben apreciar lo que es comulgar!; y más lo siento por ti, a quien tanto quiero. Créeme que cuando comulgo me siento tan feliz, que me parece no estoy en la tierra, sino en el cielo; nos amamos con Jesús, Él infinitamente, yo con todas las fuerzas de mi alma, y no le puedo decir sino que le amo, estrechando su Corazón de Dios con el mío miserable. Después de alimentarme con esa carne divina, ¿qué desfallecimiento puede sentir nuestra alma en el camino del deber?
¡Ay!, ¡acércate a tu Dios prisionero y dale en tu alma un asilo que lo guarde de sus enemigos! ¿Qué más quieres puede hacer Él por ti? Para todas las personas que te quieren, tienes reserva- do tu cariño, ¿y para Jesús no tendrás sino ingratitud? En este
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instante en que me encuentro sola con Él, lo miro al ver su mira- da tan triste y llena de inefable amor, lloro porque en el mundo hay muy pocas almas que lo quieran, y Jesús ama tanto y no sabe sino hacer el bien; todo lo que poseemos Él nos lo ha dado: el aire, el alimento, etc., la vida, hasta darse Él mismo siendo Dios, como alimento de esas criaturas que sólo deben ofenderlo. Mi X. querida, en estas líneas traspaso a tu alma algo muy pre- cioso de la mía, el amor a Jesús. Él es mi Esposo, y tú, mi amiga, mi hermanita querida, ¿no lo amas? Mucho me gustaría hicieras, antes de principiar a estudiar, a pasear, a leer, a coser, etc., un acto de amor a Jesús, diciéndole que lo vas a hacer por su amor. .Quieres?...
He dado gracias a Dios desde el fondo de mi corazón porque se acreciente en ti la piedad tan necesaria para el alma de la mujer. ¿No sientes más fervor cuando comulgas? ¿No sientes más paz y menos vacío en tu corazón? Sin duda que sí, pues si buscas a Jesús, Él no se esconderá; antes, al contrario, te llama y abre sus brazos divinos, aunque tú no le hayas correspondido en tanto tiempo.
El día ii de este mes pensé si te habrías acordado que era el aniversario de nuestra Primera Comunión, y yo te uní a mis pobres oraciones. ¡Qué día tan sin nubes fué aquél! Nos prepara- mos lo mejor que pudimos. ¿Te acuerdas cuando apostábamo» a quién hacía más actos por Jesús? Entonces, pienso, era yo muy pura, mientras ahora tengo el alma manchada con tantos pecados, los que, si pudiera, lavaría con mi propia sangre. Créeme que cuan- do pienso que he ofendido a Dios, que ha sido y es la bondad misma; que me ha dado el ser y todo cuanto poseo; que ha muer- to por mí en la cruz, y que se ha constituido en mi alimento en la santa Hostia, no puedo menos de sentir hondo pesar; quisiera siempre haberlo amado, ya que Él siempre me amó...
... Comulguen fer vosamente, que Jesús pueda encontrar en sus almas un asilo donde descansar. Prepárense bien, penetrán- dose a quién van a recibir. Es todo un Dios el que desciende a visitarnos; Él, que endiosándonos, nos convierte en Él. ¡Cómo
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quisiera hacerles comprender lo que es comulgar aquí en el Car men! Para una Carmelita comulgar es un cielo y debía serlo para toda alma creyente. ¿Cómo no morirnos de amor al ver que a todo un Dios no basta el hacerse Niño, sujetarse a nuestras mise- rias, tener hambre, sed, sueño, cansancio, siendo Dios; no le basta pasar por un pobre artesano, sino que se humilla hasta la muerte de cruz, muerte de criminal en aquel tiempo? No le basta el dar- nos gota a gota su sangre divina; quiere más, en su infinito amor, y cuando el hombre prepara su muerte, Él se hace nuestro ali- mento... pan por sus criaturas. ¿No es esto para hacernos morir de amor? Y pensar que comulgamos sin un afecto de amor; Jesús \-iene lleno de infinito amor y nosotras lo recibimos frías, y sólo procuramos hacer peticiones sin adorarlo, sin llorar de agradeci- miento a sus divinos pies; viene a buscar amor y no encuentra nada. Procuren ustedes no comulgar como lo hacen la mayoría de las personas del mundo.
Otra práctica es que oigan misa todos los días, y en ella, si no se preparan o dan gracias por la comunión, hagan meditación. Traten de conocer a Jesús, el Amigo íntimo de nuestras almas; en Él encontrarán las ternuras de una madre en grado infinito; consuelo, si tienen que sufrir; fuerzas para cumplir con sus debe- res. Miren a Jesús anonadado en el pesebre, en la cruz, en el Sa- grario; de allí nos dice cuánto nos ha amado...
... Amalo mucho, pero conócelo; en la Eucaristía está. Vive ese Jesús entre nosotros. Ese Dios que lloró y gimió y se compa- deció de nuestras miserias; ese Pan tiene un Corazón divino con las ternuras de Pastor, de Padre, de Madre, de Esposo y de Dios. Escuchémosle, pues Él dijo que era la Verdad; mirémosle, pues Él es la fisonomía del Padre; amémosle, que es el Amor dándose a las criaturas; Él viene a nuestra alma para que desaparezca en Él, para endiosarla. ¡Qué unión, por grande que sea, puede ser comparable a ésta! Yo como a Je¿ús, Él es mi alimento, soy asimilada por Él. ¡Qué dicha tan inmensa es ésta! ¡Estrecharle contra nuestro corazón, siendo Él nuestro Dios! Comulga bien y penétrate bien de la visita que recibes, del amor infinito, de la locura divina de este Dios que no sólo se hizo hombre como nos-
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otros, sino pan. Después que comulgues, dile a Jesús, a ese Dios que tienes prisionero en tu alma, que se quede contigo para que todo el día continúes amándole y dándole gracias. Pídele a la Santísima Virgen te prepare con fe, humildad y amor para la comunión. Que en todos los momentos desocupados pienses en tu Dios, que tienes dentro de tu alma...
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VIRGEN MARÍA
LA SANTÍSIMA VIRGEN, MI MADRE, FUÉ UNA PERFECTA CARMELITA, VIVIÓ SIEMPRE CONTEMPLANDO A SU JESÚS, SUFRIENDO Y AMANDO
«Los siguientes líneas, anotadas el 12 de febrero de igi2, parecen revelar alguna gracia de orden mís- tico, que recibiera al pie de la gruta de Lourdes de los Padres Asuncio- nistas de Santiago.*
Lourdes!... Esta sola palabra hace vibrar las cuerdas más sensibles del corazón humano. ¿Quién no se siente conmovido al pronunciarla? Lourdes significa un cielo en el desierto, todo lo grande que es capaz de sentir un corazón católico... No creí que existiera la felicidad en la tierra, pero ayer mi corazón sediento de ella, la encontró...
Mi alma, extasiada a tus plantas virginales, te escuchaba; eras Tú la que me hablabas, y tu lenguaje de Madre era tan tier- no, era de cielo, casi divino...
Dios estaba en el altar rodeado de ángeles, y Tú, Madre mía, desde la concavidad de la roca, le presentabas los clamores de la multitud arrodillada y le pedías que oyese las súplicas de los pobres desterrados en este valle de lágrimas, que, junto con sus cantos, te ofrecían un corazón lleno de amor y gratitud...
Teresa de lo9 Andes. 12
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Hoy viernes, no pude comulgar, porque amaneció llovien- do y me dejaron en cama. ¡Qué pena he tenido! Sin embargo, he hablado con mi Jesús. ¡Ojalá que mañana, día de la Natividad de mi Madre, pueda comulgar! Yaque no he podido ofrecerle muchos actos a mi Mariita, voy a principiar un novenario, pero no sé cómo hacerlo, pues como estoy enferma, me doy gusto en la comi- da y en casi todo. Pero desde mañana empezaré a festejar a mi niñita María, porque es mi Madre y mi todo después de Jesús. Además, renovaré el voto de virginidad hasta el 8 de diciem- bre...
Hoy he ejercido mi apostolado. Una niñita a quien habían reprendido mucho, sacándole a cuento la banda, 1 estaba tan desesperada que iba a decir que se la quitasen. Yo besé a la San- tísima Virgen y recé un «Acordaos» y le dije todo lo que me inspi- ró Ella, para animarla y para consolarla. Le hablé de la Virgen; le dije que le contara sus penas, que le pidiera su protección; que si sufría con paciencia, tendría un premio en el cielo.
Hoy contemplé a Mater Admirabilis en el templo, en el silen- cio majestuoso por el cual se unía a Dios con toda su esencia; así permanecía adorándolo y reconociendo su nada delante de Dios. Traté de guardar ese recogimiento y pasé cuanto pude con los ojos bajos y en presencia de Jesús...
Gracias, Madre mía, por haberme librado de todos los peli- gros y de haberme hecho emplear bien en las vacaciones. ¡Gracias, Madre mía! Quisiera decirte muchas cosas, pero es tan pobre mi lengua que sólo te sé decir que te amo. Madre mía, quisiera a tus plantas virginales cantar tus alabanzas, pero mi voz es tan débil, que sólo formulo una plegaria...
«En carta a su confesor, de 27 de febrero de 1919, da cuenta de la lec- ción que ha escuchado de labios de la misma Virgen María.*
Entonces la Santísima Virgen me dijo que me abría su Cora- zón maternal para que leyera en él hasta dónde llegó su pureza
1 Equivale a que «la habían amenazado con quitarle la banda».
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virginal, para que, imitando esta virtud, pudiera llegar a la total unión con Dios. Después de declararme esto, me dijo lo que debía tratar de hacer para ser pura enteramente de Dios: que recha- zara todo pensamiento que no estuviera en Dios, para que así viviera constantemente en su presencia. Que evitara todo afecto a las criaturas, para que nunca éstas me perturbaran; 2.0, que no tuviera otro deseo que el ser cada día más de Dios; que deseara su gloria, la santidad y perfección en todas mis obras. Que no deseara ni honras, ni alabanzas, sino desprecios, humillación y cumplir la voluntad de Dios; que no deseara las comodidas, ni nada que halague a mis sentidos; y que, tanto el dormir como el comer, lo hiciera con el deseo de servir mejor a Nuestro Se- ñor; 3.° ser pura en mis obras, abstenerme de todo aquello que pueda mancharme en lo más mínimo y sólo hacer aquello que sea del agrado de Dios que quiere mi santificación, y hacerlo todo por Dios, para Dios y con Dios. Además me recomendó que en cuanto fuera posible, en mis conversaciones nombrara a Dios y que evitara toda palabra que no fuera dicha para la gloria de Dios. Que no mirara fijamente a nadie y que cuando lo hiciera por caridad, contemplara a Dios en sus criaturas. Que siempre pen- sara que Dios me mira. Que en el gusto me abstuviera de aquello que me agrada y que si tenía que comerlo, lo hiciera sin compla- cerme y lo ofreciera a Dios y se la agradeciera. Que el tacto lo mortificara no tocándome sin necesidad, ni a ninguna persona. En una palabra, que todo mi espíritu estuviera sumergido en Dios de manera que me hiciera olvidarme de mi cuerpo. Me dijo que rezara mucho para conseguirlo, pues así en mi alma se refle- jaría el Dios santo. Que, Ella, desde que nació, vivió así, pero que a Ella le fué más fácil, pues no tenía la culpa original; pero que se lo pidiera y lo conseguiría. Después quedé muy recogida, pero no he sentido fervor; sin embargo, noto que Dios, muy inte- riormente, se une a mi alma y a veces, con palabras me da a cono- cer su voluntad...
*De la carta de despedida a su hermano Luis.»
Además la que puso en mi alma el germen de la vocación fué la Santísima Virgen, y tú fuiste el que me enseñaste a amar
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a esta tierna Madre, que jamás ha sido en vano invocada por sus hijos; Ella me amó, y no encontrando otro tesoro más grande que darme en prueba de su singular protección, me dió el fruto bendito de sus entrañas, su divino Hijo. ¿Qué más me pue- de dar?
Lucho, antes de partir te dejo como sello de nuestra perpetua fraternidad, la estatua de la Santísima Virgen, que ha sido mi compañera inseparable. Ella ha sido mi confidente íntima desde los más tiernos años de mi vida; Ella ha escuchado la relación de mis alegrías y de mis tristezas; Ella ha confortado mi corazón tantas veces abatido por el dolor. Lucho querido, te la dejo para que me reemplace cerca de ti. Háblale como lo haces conmigo, de corazón a corazón. Cuando te sientas solo, como yo muchas veces me he sentido, mírala y verás que sonriendo te dice: «Tu Madre jamás te deja solo.» Cuando triste y desolado no halles con quién desahogarte, corre a su presencia y la mirada llorosa de tu Madre que te dice: «No hay dolor semejante a mi dolor», te con- fortará, poniendo en tu alma la gota de consuelo que cae en su dolorido Corazón.
Yo, desde mi solitaria celda, rogaré por ti a esa Virgen casi idolatrada, para que se muestre verdadera Madre con aquel hermano que tanto quiere. Unidos por el pensamiento aquí en la tierra, nuestras almas hermanas se encontrarán un día, después de esta existencia dolorosa, reunidas para siempre allá en el cielo. Entonces comprenderemos el mérito de la separación en el des- tierro que nos ha granjeado la comunión eterna allá en la patria en donde está la vida verdadera...
¿Qué prácticas estás haciendo en el Mes de María? Hónrala mucho; es tu Madre, tan tierna y cariñosa, que jamás dejará de velar por ti. Ayer no más, me hizo una gran gracia esta Madre de mi alma; cuando recurro a Ella jamás me desatiende...
Ten siempre como modelo a la Santísima Virgen y pídele te asemeje a Ella que siempre permaneció en silencio unida a su Dios, y se consumió en el amor y sacrificio por sus hijos pecado- res. Así, su vida se resume en dos palabras que son las de una Carmelita: Sufrió y amó...
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ORACION
*Una página de su Diario de colegiala fechada a 23 de enero de 1917.»
H E leído en la vida de Santa Teresa que esta santa recomienda a aquellos que principian a tener oración figurarse al alma como un huerto que está lleno de hierbas dañinas y todo muy seco, en el cual, al empezar a tener oración, el Señor arranca las hier- bas y pone plantas hermosas que nosotras debemos cuidar de ellas para que no se sequen. Para esto, los que principian, tienen que sacar agua del pozo, lo que cuesta por las dificultades con que cada uno tropieza al comenzar la oración.
Para mí esta dificultad es el respeto humano, porque me vean y me digan «beata*. También es que a veces, no puedo oír la voz del Señor, y esto me hace apartarme de la oración; pero ahora estoy resuelta, cueste lo que costare, a hacerla todos los días...
«Sus primeros entrenamientos para una futura vida contempla- tiva.»
Pienso hacer un reglamento mientras esté en el mundo. Me levantaré temprano para tener mi hora de oración. Madre, esa hora para mí a veces es un cielo; pero otras veces hay tantas tinieblas en mi alma, que no descubro en ella a mi Jesús. Todo este año, con excepción de algunos días, mi oración y comunión
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han sido así; tanto, que a veces no quería comulgar, porque me decía: ¡qué le va a gustar a Jesús estar en un corazón tan insen- sible como una piedra! Sin embargo, el amor, no el sensible, sino aquel que reside en lo más íntimo del alma, me hacía levantarme para recibir a mi Jesús. Sí, reverenda Madre, este año ha sido un año de pruebas, pero es porque yo quiero sufrir esas sequedades para que otras almas sientan el atractivo por la comunión y la oración.
En esos momentos de dudas y de tinieblas, me preguntaba: ¿qué harás cuando seas Carmelita, la cual no tiene otra ocupación que la oración? Entonces Dios será mi fortaleza y lo mismo que me ayuda a sufrir ahora, me ayudará después, ¿no es verdad, reverenda Madre? Además, todo lo merezco, pues soy tan ingrata para con Nuestro Señor; y las almas, ¿no valen más? ¿Qué es esto en comparación de lo que sufrió Cristo por ellas?...
Muchas veces no puedo ni hacer oración y en esto consiste mi mayor pena, pues paso constantemente con todos, porque no me dejan un momento. Ayer estaba desalentada, pero Nuestro Señor me consoló diciéndome que me debía esforzar en dominar esa tristeza y desaliento, porque si no me vencía, muchas veces me dominarían después ante las dificultades para ser una santa Carmelita. Esto bastó para alentarme y ponerme muy feliz con la voluntad de Dios. ¡Gracias a Él!
Es cierto que a veces no tengo mi oración, pero puedo decir que mi vida es una oración continuada, pues todo lo que hago, lo hago por amor a mi Jesús, y noto que, desde que estuve allá, estoy mucho más recogida. Dígale esto a mis queridas Hermani- tas, pues a usted, reverenda Madre mía querida y a ellas, se lo debo...
«Convencida de que en la ora- ción se encierran cuantos bienes se pueden desear, se esfuerza en su epistolario por suscitar almas de oración.*
Nada me dices si haces oración. No pierdas, hermanita. el tiempo. ¡Cuánto me pesa a mí haberlo perdido! ¡Cómo quisiera haberme aplicado, desde que tuve uso de razón, a conocer a este
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Dios tan bueno, a este Ser infinitamente hermoso, el único Ser digno de ser conocido. Amalo, que sólo Él merece nuestro amor; piensa en Él, en su grandeza, en su amor; vive en Él más que en ti. Dios está más en nosotros que nosotros mismos; Dios nos llena, nos traspasa enteramente, porque es inmenso y todas las cosas están en Él...
Anoche, como era jueves, nuestra Madre me permitió hacer la Hora Santa hasta las doce. Sola con Jesús a esa hora, ¡qué cielo! Entonces aproveché para meterme bien adentro de su Co- razón; no me olvido de nadie. Todos los jueves he tenido ese permiso, porque mi Madree it a. tan buena, no me lo niega. Él agoniza, y su Teresa con Él...
Quisiera, mi mamacita, que en la oración muchas veces pusiera los ojos de su alma en Jesús Crucificado. Allí encontrará no sólo alivio en el dolor (aunque un alma generosa no debe bus- car consuelos), sino también aprenderá a sufrir en silencio, sin murmurar exterior ni interiormente; a sufrir alegremente, tenien- do en cuenta que todo es poco con tal de salvar las almas que tiene a su cargo como madre y como Carmelita. Créame que, a lo menos para mí, la Pasión de Jesucristo es lo que mejor hace a mi alma. Aumenta en mí el amor al ver cuánto sufrió mi Reden- tor: el amor al sacrificio, el olvido de mí misma; me sirve para ser menos orgullosa y me excita a la confianza en ese mi Maestro adorado que sufrió tanto por amarme...
Me preguntas acerca de oración. Medita sobre la Pasión de Nuestro Señor; te voy a.dar un ejemplo: i.° Ponte en la pre- sencia de Dios, considera a Dios dentro de tu alma allí postrada delante de Él, mira su grandeza y al mismo tiempo piensa que tú eres nada y que no puedes nada si no es el pecado. Después de haberte humillado, piensa qué vas a hacer. Hablar con Dios. 2.a Pensarás qué es lo que vas a meditar, v. gr.. Jesús azotado en la columna. Entonces figúrate que lo tienes allí en tu alma y que estás muy cerca de Él para recibir su sangre; tú eres el verdugo con tus pecados; mira cómo sus miradas se fijan en ti para decirte: *¿Cómo quieres que te demuestre mi amor? ¿Tantos
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favores que te he hecho y tú con esto me pagas? Alma ingrata, ven, cúbrete con tus lágrimas, y pídeme perdón y prométeme que nunca más lo harás, al menos, consuélame tú que vas a ser mi esposa.» Arrójate entonces a sus pies y prométele que le vas a demostrar tu amor aquel día; dile que ya n le quieres ofender, que te perdone; abrázalo para que su sangre divina te purifique. Después le pedirás que te ayude con su gracia para cumplir lo prometido; dile que todo el día le quieres acompañar. En la noche verás si cumpliste tu resolución, y si no la has cumplido, haz alguna mortificación y haz lo mismo al día siguiente. ¿No ve> que así se hace la meditación? O si no, hablando con Nuestro Señor, preguntándole qué quiere de tu alma, qué virtudes desea encontrar en ella, etc. Dime si este método te gusta, si te da de- voción...
...Te encargo muy especialmente hagas meditación. Ella con- siste en mirar a Nuestro Señor cuando andaba aquí en la tierra y ver cómo obraba, y obrar nosotras conforme a Él. Hay otro modo de hacer oración que encuentro más sencillo, y es hablar con Nuestro Señor como quien habla con un amigo; pedirle su^ consejos, prometerle que no le ofenderás, decirle que le amas, etc. Fija el tiempo de oración, ya sea diez o quince minutos, como quieras tú, pero represéntate siempre a Nuestro Señor allí en tu alma; lo mismo cuando comulgues. Podrás también convidar a tu casita a la Santísima Virgen y a Ella le contarás todas tus cosas; y le pedirás te guarde toda para Jesús. Reza por mí, que soy muy mala; soy una hipócrita, aconsejo mucho, pero yo no hago todo lo que aconsejo, aunque es verdad que trato de hacerlo: pídele sólo para mí que haga la voluntad de Dios. Querámonos mucho, pero en Dios; Él ante todo...
En cuanto a lo que me dices de tu oración, ¿lo has declarado? Yo creo que tu alma, como la mía, no son para la meditación; creo que convendría otro modo de oración... No te desconsueles de no poder discurrir ni saber decir nada a Nuestro Señor. Él sabe mejor lo miserable que somos. ¿Quién sabrá decir algo al Verbo, a la Palabra eterna, a la Sabiduría increada? A mí me pasa muchas veces lo mismo y no por eso creo que mi oración es mala, pues que el fin de nuestra oración es inflamarnos en el amor de nuestro Dios. Si el estar solo en su presencia, si el mirarle
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sólo nos basta para amarle y estamos tan prendados de su her- mosura, que no podemos decirle otra cosa sino que le amamos, ¿por qué, pues, hermanita, inquietarnos? Nuestra Santa Madre recomienda esta mirada amorosa al Esposo de nuestra alma. Míralo sin cansarte jamás dentro de tu cielito, y pídele cuando le mires que te dé las virtudes que te hagan hermosa a sus divi- nos ojos; consuélalo con tus lágrimas, y acaricíalo, que esto a Él le encanta; pídele por la Iglesia, por los sacerdotes y por las almas pecadoras; sé Carmelita cuando estés con Jesús, y, si a veces tienes tu corazón insensible que no sientes amor para Él, no dejes la oración, no pierdas esos momentos de cielo, que está tu alma sola con Él. ¿Qué importa que no le hables? Estás enferma y Él, que es tu Esposo, se compadece y te acompaña.
Respecto a lo que me preguntas de la oración, te diré primera- mente que yo, como tú, no sabía lo que era contemplar, y aun creo no saberlo; pero no me importa, pues la contemplación es un don de Dios que hace a ciertas almas, y es una mirada llena de amor a Dios o a Jesús. Dios les descubre en esas miradas algu- nas de sus perfecciones adorables, y, al conocerlas el alma, se llena de amor; esto es lo que he entendido en los libros que tratan de oración; no sé si me equivoco. Pero para ser Carmelita, no se necesita tener contemplación, pues lo esencial en ella es el amor a Jesús; por lo tanto en ese amor se encierra el deseo ardiente de conocerlo y asemejarse a Él, y el único medio es la oración mental. En la oración hay muchos grados y modos diversos en los cuales el alma, conociendo a Dios, se une a Él. El primer gra- do es la meditación, que consiste en reflexionar sobre una ver- dad, y eso tú lo sabes mejor. Lo esencial en la oración es inflamar la voluntad en amor de Dios, pues si esto se consigue se tiene fuerzas para obrar la virtud...
Hay otros modos de oración, pero sería muy largo explicar. Lo único que te diré es que cuando un alma se da a Dios por ente- ro, Él se le manifiesta de tal modo, que el alma va descubriendo en Él horizontes infinitos, y por lo tanto amándolo y uniéndose más a Él. Quiero hablarte del Oficio Divino. Tú sabes que es el grito incesante que la Iglesia eleva a Dios; nosotras, las de vida contemplativa, somos encargadas de clamar por el mundo. Cuan- do estamos en el coro somos ángeles que alabamos a Dios, forma-
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mos nosotras parte de ese concierto angélico y nuestras antífonas son estrofas de esa pura y divina poesía. ¿No somos en esos instan- tes los ángeles que cantan ante el Sagrario para consolar a Jesús en su triste prisión? Jesús también canta con sus Carmelitas... Él eleva junto con sus esposas ese clamor puro y suplicante por el mundo a su Eterno Padre; esos mismos salmos son los que Jesús, cuando vivía en la Judea, salmodiaba en la soledad. Todos son preciosos y son un grito humilde y confiado que la criatura dirige a su Padre del cielo. A las seis de la mañana, las Carmeli- tas principian sus alabanzas hasta las diez y media P. 11 ; a esa- horas que en el mundo nadie se acerca a Jesiís...
nEn las vicisitudes de la vida de oración, los sabrosos sentimientos alternan con involuntarias y moles- tas distracciones.*
El estado de mi alma, es tal, que no lo puedo definir; un día tinieblas, distracciones, y la voluntad desea amar, causándome gran pena de no amar a Nuestro Señor y de no poderlo ver; aquí no puedo retener las lágrimas porque llamo a mi Jesús con ver- daderas congojas.
Otro día puedo recogerme en fe, pero no siento nada, sólo puedo meditar. A estas tinieblas sucede un poco de luz, con lo que se aumenta mi tormento. También siento tanto mi miseria, mi inconstancia, que me odio a mí misma y me parece que nadie me quiere, lo que me hace sufrir, pues no encuentro ni en Dios, ni en las criaturas, consuelo ni paz. Veo el amor inmenso de mi Dios y me siento incapaz de amarlo según las ansias que tengo. Deseo sufrir, pero me resigno a la voluntad de Dios.
No quisiera comunicar a nadie mis sufrimientos para sufrir más, y apenas resuelvo esto, me vienen pensamientos de orgullo y vanidad. Veo que Jesús quiere que viva oculta y, si no le digo a nuestra Madre el estado de mi alma, me pongo terriblemente orgullosa e independiente; y si le digo, Nuestro Señor me lo repro- cha. ¿Qué hacer?...
Noto que mi alma está como adormecida. A veces siento fervor en la oración; otras veces no, y, sin embargo, tengo ansias
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de tener oración, pero todos estos días no he tenido; mas cuando quiero meditar, no puedo discurrir. Parece que una nube espesa me oculta al Amado de mi corazón, y mi alma quisiera sumirse en la contemplación de las perfecciones de e^e adorable Ser y no puede. Sufro mucho; lo amo, siento ese amor, pero no encuentro consuelo alguno. Parece que mi alma anhela suspenderse sobre lo de la tierra y como que se siente atraída por Dios y no puede elevarse, no puede contemplarle...
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UNIO N CON DIOS
UNA CARMELITA DEBE VIVIR SIEMPRE EX DIOS POR LA FE. LA ESPERANZA Y LA CARIDAD
v^ué feliz soy! Te convido a vivir con Jesús en el fondo de tu alma. He leído en la vida de Isabel de la Trinidad que esta san- tita le había dicho a Nuestro Señor que hiciera de su alma una casita. Hagamos nosotras otro tanto; vivamos con Jesús dentro de nuestras almas, mi hermanita querida; Él nos dirá cosas des- conocidas. ¡Es tan dulce su arrullo de amor! Y así como Isabel, encontraremos el cielo en la tierra, porque Dios es el cielo.
Diremos a Jesús en la comunión que edifique en nuestra alma una casita. Nosotras pondremos el material, que han de ser nues- tros actos de vencimiento, el olvido de nosotras mismas y la desaparición del yo, que es el dios que adoramos interiormente. Esto cuesta y nos arrancará gritos de dolor; pero Jesús pide este trono y hay que dárselo. La caridad ha de ser arma para matar este ídolo. Ocupémonos del prójimo, de servirlo, aunque nos
*Los siguientei párrafos, que lle- van el sello de un avezado maestro de espíritu, los escribió Juanita a los quince años, durante sus bulliciosos días de colegiala del Sagrado Co- razón.*
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cause repugnancia hacerlo, y de esta manera, conseguiremos que el trono de nuestro corazón sea ocupado por su dueño, por Dios, nuestro Creador. Venzámonos; obedezcamos en todo, seamos humildes y puras como los ángeles y tendremos la felicidad de ver que Jesús, que es un buen Arquitecto, edificará una segunda casa de Bethania, donde tú te ocuparás en servirlo en la persona de tus prójimos, como lo hacía Marta, y yo, como Magdalena, permaneceré contemplándolo y oyendo su palabra de vida.
Es imposible que mientras estemos en el colegio, Él exija de nosotras esa total unión, que no consiste sino en ocuparse de Él. Peor podemos a cada hora ofrecerle un ramillete de amor.
Amemos al Divino Niño que sufre tanto, sin encontrar con- suelo en las criaturas; que Él encuentre en nuestras almas un refugio, un asilo donde guarecerse en medio del odio de sus ene- migos, y un jardín de delicias que le haga olvidar el olvido de sus amigos...
Dios es amor, ¿qué busca en las almas sino Amor? Antes de cada acción, debemos darle una mirada y pues Él está en nuestra alma, ¿con quién debemos estar unidas? Allí ofrezcámosle hacer aquella acción sin ningún interés, sólo porque le amamos. ¡Cuánto lo agradecerá Él, que es la misma bondad! Si nosotros agradece- mos el cariño humano, ¿qué será aquel Corazón lleno de ternuras que dijo que quería sólo un poco de amor? ¡Oh, démonos a Él! ¿Qué son cincuenta y aun cien años de vida comparados con una eternidad? Sacrificio aquí en el destierro, gloria sin fin en la pa- tria... ¿Y qué es el sacrificio, qué es la cruz sino el cielo, cuando en ella está Jesucristo? Dale tu voluntad de tal manera que ya no pueda decir: «quiero esto», sino «lo que Dios quiera».
Adiós, seamos amigos los tres. En su Corazón nos unimos; en Dios no hay separación. Cuando reces, tenme presente como yo te tendré a ti. Vivamos en la cruz. La cruz es la abnegación de nuestra voluntad. En la cruz está el cielo, porque allí está Jesús...
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•Después de Santa Teresa, los escritos de Isabel de la Trinidad fascinan a Juanita, especialmente por ese aroma de intimidad con Dios que exhalan.*
Estoy leyendo a Isabel de la Trinidad; ¡me encanta! Su alma es parecida a la mía, aunque ella fué una santa; pero yo la imitaré y seré santa.
Quiero vivir con Jesús en lo íntimo de mi alma, quiero defen- derlo de sus enemigos, quiero vivir una vida de cielo, así como dice Isabel, siendo una alabanza de gloria. Esto lo procuraré: i ) viviendo una vida divina, amando con un amor puro a Dios, entregándome a Él sin reserva, viviendo en comunión íntima con el Esposo de mi alma; 2) cumpliendo en todo la voluntad de Dios. Y ¿cómo?; haciendo a cada instante mi deber con ale- gría. Nada me debe turbar, todo debe ser paz, como es la que inunda a los ángeles en el cielo; 3) viviendo en el silencio, porque así el Espíritu Santo sacará de mi alma sonidos armónicos, y el Padre, junto con el Espíritu Santo, formarán la imagen del Ver- bo; 4) sufriendo, ya que Cristo sufrió toda la vida y fué alabanza de gloria de su Padre. Sufriré con alegría por mis pecados y por los pecadores; 5) viviendo una vida de fe mirando todo desde el punto sobrenatural, reflejando a Cristo en mis acciones, como en un cristal; 6) viviendo en un continuo hacimiento de gracias; que mis pensamientos, deseos y actos sean una acción de gracias perpetua; 7) viviendo en una continua adoración como los ánge- les, repitiendo: Sanctus, Sanctus, Sanctus... Ya que no puedo estar constantemente en oración, al menos antes de cada ejercicio renovaré la intención. Así seré una alabanza de gloria y viviré una vida de cielo. Cada vez debo inflamarme más en el celo de la gloria divina...
Me mantengo lo más posible unida con Nuestro Señor dentro de la casita de mi alma, así es que esa es, entre tanto, mi celdita. Cuando voy por la calle y estoy en el biógrafo 1 o paseos, le digo a Nuestro Señor: Jesús mío, aquí quizás nadie pensará en Ti;
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pero aquí tienes mi corazón que te pertenece enteramente; te adoro, te amo; haz que siempre sea tuya. De esa manera estoy recogida y ajena a lo del mundo, y con una amiga nos acompa- ñamos, cada vez que tenemos que salir, a rezar para permanecer unidas a Nuestro Señor en la celda de nuestra alma...
Su esencia divina es mi vida...
Que la gracia del Espíritu Santo haya descendido con todos sus dones en el alma de mi mamacita querida: le escribo unas cuantas líneas, por obedecer, pues el tiempo está tan escaso, que aún no lo he tenido para leer sus cartas. ¡Qué cosa más rica así! La vida se hace un suspiro y luego nos sumergiremos en la eternidad. ¡Qué dicha, mamacita, cuando estemos sumidas en el océano infinito de su amor, en el seno de nuestro Padre, en el costado de nuestro Esposo, y apresadas eternamente por el espí- ritu santificador! Cuando se mira este horizonte, cuando se pre- senta a nuestra vista este hermoso panorama, ¡qué feo, qué vano se encuentra todo lo de la tierra! Y pensar que la mayor parte de los hombres están ciegos. ¡Qué pena siente entonces el corazón!
He pasado estos días en retiro. ¡Qué feliz me he encontrado sola con Aquel que solo vive! Mamacita, quisiera hacerla leer en mi alma para que viera todo lo que en ella ha escrito Nuestro Señor en estos días; quisiera que la viera iluminada con los des- tellos infinitos del Divino Prisionero; con esa escritura, con ese fuego me hace comprender, me hace ver cosas desconocidas, grandezas nunca vistas. No se figura, mamacita, el cambio que percibo en mí. Él me ha transformado, Él va descorriendo los velos que lo ocultaban y que, estando en el mundo entre tinieblas, es imposible percibir. Cada vez me parece más generoso, más tierno, cada vez más loco. No tengo otro atractivo que conocerlo para amarlo, y con locura. No quiero seguir, porque cuando principio a hablar de Nuestro Señor, la pluma no se detiene...
La vida de fe consiste en apreciar y juzgar las cosas y criatu- ras según el juicio que de ellas tiene Dios. La fe debe ser mi guía para ir a Él. Debo desasirme de todos los consuelos y gozos que
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encuentro en la oración; debo tratar de olvidar los favores que Dios me hace, fijando mi atención en el amor que me muestra en la cruz y en el Sagrario...
Lo encuentro todo en Dios; me gozo hasta lo íntimo de verlo tan hermoso y sentirme unida a Él. Ya que Dios es inmenso y está en todas partes, nadie puede separarme de Él; su esencia divina es mi vida. Dios, en cada momento, me sostiene, me alien- ta, y todo cuanto veo me habla de su poderío infinito y de su amor. Uniéndome a Dios, me santifico, me perfecciono, me divi- nizo...
Qué dicha es, mamacita, el ser Carmelita! No puedo expre- sarle el himno de acción de gracias que se eleva incesantemente de mi corazón. Dios ha sido demasiado bueno con su pobre hija, tan indigna, tan pecadora. Sólo Él ha querido apoderarse de mi ser, a pesar de que tantas veces lo he olvidado; Él cuida de su Teresa a cada instante dándose a ella por entero. En este momen- to estoy perdida en su Ser infinito. Él me ama infinitamente, mientras yo, su nada criminal, permanezco amándole, pues cum- plo su divina voluntad. ¡Qué dulce cosa es para el alma vivir así con el Ser divino, compenetrada, unificada por el amor de Dios! Así pasa su destierro la Carmelita, amando para que la muerte la encuentre convertida en Él...
Terminaré mi carta por decirle que se deje invadir por Dios. Viva en Él por la fe, entréguese a Él pasivamente; no dejará de apoderarse de su ser entero. Es todo amor, y para su infinita bon- dad sólo nosotros existimos. Cuando sufra, mire a Jesús que la está mirando con ternura, pues le está participando de aquella cruz que llevó en su Corazón, desde Belén hasta el Calvario. De- posítese a sí misma con todo lo que la rodea en ese Corazón de Jesús; viva abandonada a su santa voluntad; de ese abandono nace la unión con Dios....
Te convido, pues, a entrar en el divino Corazón...
Estoy con Él solo en mi celdita; todo un Dios con una cria- tura; estoy sumergida en Él, perdida en su inmensidad, compe- netrada en su sabiduría, viviendo porque Él es mi principio de
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vida, mi Todo. Cada día que pasa comprendo mejor, hermanita. que «sólo Dios basta»; ésa es la máxima que tengo sobre mi cruz; que también sea la tuya. Búscalo a Él y lo encontrarás todo; las criaturas, ¿qué nos pueden dar si no tienen más que miserias"? Despréndete de ellas, busca a Dios allí en el fondo de tu alma, y cuando estés triste expénselo todo y quedarás alegre, porque Él dará a conocer que, siendo Dios, sufrió más por ti que todo lo que los hombres han sufrido, y no sólo esto, sino que ha sufrido infinitamente. Obra por amor a Él, no busques el agrado de las criaturas; se equivocan tanto en sus juicios, mientras que Dio:- penetra a cada instante cual si fueras la única criatura existente. Piensa que mientras tú duermes, mientras obras y vives, hay un Ser infinito que se ocupa de darte vida, de amarte con un amor eterno, infinito... ¡cómo quisiera penetrarte de estos pensamien- tos que hacen que todo desaparezca para no tener ante ti sino a Dios! Entonces, qué paz, qué alegría experimentamos; y esto se comprende, pues nuestro centro es Él; entonces vivimos vida de amor, vida de cielo. Para esto, hermanita, hemos sido criadas, para alabar y amar a Dios. Todo lo demás es nada, es vanidad. . .
¡Cada día reverencio, admiro y amo más a la Santísima Tri- nidad y he encontrado, por fin, el centro, el lugar de mi descanso y recogimiento!... Vivamos dentro del Corazón de Jesús contem- plando el gran misterio de la Santísima Trinidad, de modo que todas nuestras alabanzas y adoraciones salgan del Corazón de nuestro Jesús perfeccionadas y unidas a las suyas. Así viviremo- unidas a la Humanidad de Nuestro Señor y abismadas en su divi- nidad. Te convido, pues, a entrar en el divino Corazón; allí vivo sumergida, respirando sólo lo divino y sumiendo mis mucha? miserias en el fuego de su amor; allí vivo contemplando la gran- deza de su divinidad. Miro primerea Dios, a esa Trinidad incom- prensible; me abismo en el seno de mi Padre, de mi Esposo, de mi Santificador, y luego miro a ese Verbo eterno humanado, a mi divino Jesús; entonces es cuando canto mi alabanza de gloria y de amor...
A medida que se va conociendo a este Dios- Hombre, se le va amando con locura. La Carmelita vive tan familiarmente unida a Él, que para ella no hay diferencia alguna entre el tiempo que vivió en la tierra y la vida del Sagrario; allí lo encuentra, y, como
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a la Magdalena, escucha sus palabras de vida; ¿y cuáles son esa? palabras? Las del Evangelio. En silencio saborea la Carmelita esa doctrina tan pura y llena de amor; allí, en magníficos cuadros, ve representado al Salvador, al Verbo encarnado; ella ve a su Dios soportando las miserias humanas, sintiendo el frío, allá en la cuna; sufriendo el destierro de Egipto; obedeciendo a sus cria- turas Él, que es todopoderoso. Ve llorar a ese Niño en los brazos de su pobre Madre; y ese llanto, es el gemido del que es la alegría infinita. ¿Cómo no amar a ese Jesús con toda nuestra alma? Él. que es la Sabiduría eterna, la Belleza increada; Él, la Bondad, la Vida, el Amor. ¿Y cómo no podrá abrazarse en caridad el alma a la vista de ese Dios que es arrastrado por las calles de Jerusalén con la cruz sobre los hombros, a la vista de ese Dios, constituyén- dose alimento de sus criaturas, haciéndose pan para unirse a ellas, divinizándolas y convirtiéndolas en Él?
Vengo del coro donde he pasado una hora dentro de su Cora- zón; una hora, perdida en la Fuente del amor: ¡qué vida tan deli- ciosa es la que vivo! Quisiera hacerte participar de mi felicidad. Ya no vivo sino para Dios sólo; todas las pequeñeces de la vida han desaparecido...
Cuán bien experimento que Él es el único bien que nos puede satisfacer, el único ideal que nos puede enamorar enteramente. Lo encuentro todo en Él; me gozo hasta lo íntimo, de verlo tan hermoso, de sentirme siempre unida a Él, ya que Dios es inmenso y está en todas partes, nadie puede separarme; su esencia divina es mi vida. Dios en cada momento me sostiene, me alimenta; todo cuanto veo me habla de Él, de su poderío y de su amor; uniéndome a su Ser divino me santifico, me perfecciono, me divi- nizo. Por fin, te diré que es inmutable, que no cambia y que su amor para mí es infinito, amor eterno, amor incomprensible que lo hizo humanarse, convertirse en pan por estar junto a mí, por sufrir y consolarme...
Oh, hermanita, vivamos amando al Amor, seamos hostia de alabanza de la Santísima Trinidad. Y ¿cómo? Cumpliendo a cada instante la voluntad de Dios. Si supieras la felicidad que inunda mi alma en cada momento de mi vida escondida en Dios, no querrías saber ni tratar nada que no fuera Él. Comprendo
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que aun no lo conozco y no lo amo con todas las fuerzas de mi alma; ¿qué será cuando Dios se descubre a un alma santa? ¿cómo podrán vivir en medio de las miserias de este destierro, no pudien do contemplar incesantemente por tener la naturaleza necesida- des apremiantes?...
Cuando tenemos un amigo en nuestra casa, no le dejamos solo, sino que, si estamos ocupadas, tra- tamos de irle a hablar de vez en cuando. Así lo harás con Jesús...
De seguro que habrás leído en el Evangelio de San Juan, (capítulo XVII, v. 23): Aquel que me ama y observa mi doctrina, mi Padre le amará... y vendremos a él, y haremos mansión en él. Pero para ser mansión de Dios es necesario cumplir su doctrina, practicar las virtudes. La primera virtud ha de ser la pureza; has de tratar de purificarte lo más pronto posible de tus faltas, pidiéndole inmediatamente perdón a Nuestro Señor; además, debemos tratar constantemente de desarraigar nuestros defectos dominantes por los actos contrarios a esos defectos, aunque es imposible que nos veamos libres de ellos inmediatamente. Dios ve nuestros deseos y se contenta con que queramos purificarnos de ello?. Una vez formulado este deseo, hermanita querida, digá- mosle a Nuestro Señor que venga a morar en nuestra alma, que aunque es muy pobre y todavía no es muy pura, haremos lo posi- ble por tenerla siempre lo más agradable a sus ojos. Dile en segui- da que se la das, que quieres que ella sea su refugio, su asilo contra -us enemigos, que viva allí contigo, que aunque muchas veces lo ofenderás, nunca será con la voluntad, sino por flaqueza; que tú le amas y que deseas vivir en comunión con Él. Cuando teñímos un amigo en nuestra casa, no le dejamos solo, sino que, si estamos ocupadas, tratamos de irle a hablar de vez en cuando. Asi lo harás con Jesús; antes de empezar cualquiera obra le dirás que se la ofreces a Él sólo, por amor, no con intención de que las criaturas te vean, sino para servirle y porque le amas. Después, le adora- rás, le dirás que le amas, que te perdone tus faltas, y en seguida obrarás junto con Él como si estuvieras en Nazaret; así vivirás con Dios y podrás hablarle sin que nadie lo sepa...
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AMOR
.El infierno me hiela, pero por una cosa me causa más horror que todo, y es por lo que dijo Santa Teresa: «Los condenados no amarán.» ¡Oh, el corazón humano cómo sufriría entonces, pues Dios lo creó para Él! Odiar a Dios es el mayor suplicio. Jesús querido, acabo de ver lo que es el infierno, lo terrible que es; pero te digo que preferiría estar en Él por toda una eternidad, con tal que un alma, aunque fuera miserable como la mía, ahí te amara. Sí, Madre mía, repíteselo a Jesús a cada latido de mi corazón, aunque sé que ya no sería infierno sino cielo, pues el amor es cielo...
La bella niña de diez y seis años se ha visto rodeada ae corazones recién abiertos al amor y ha sido objeto de miradas y de halagos.*
ce tiempo que no escribo. Pasaron las vacaciones de sep- tiembre y ¡qué feliz me encuentro de nuevo en el colegio, sin haber dado mi corazón a nadie! Todo es de Jesús. Quiero que mis acciones, mis deseos, mis pensamientos lleven este sello: «Soy de Jesús»...
¡Qué placer siento al vivir otra vez en la casa de Jesús! Lo tengo tan cerquita... A cada instante vuela mi espíritu al pie del Tabernáculo...
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Creo que tú más que nadie podrás comprender que existe en el alma una sed insaciable de felicidad. No sé por qué, pero en mí la encuentro duplicada. Desde muy chica la he buscado, mas en vano, porque en todas partes sólo veo su sombra, y ésa -puede satisfacerme? No; jamás, me parece, me ha dejado sedu- cir. Anhelo amar, pero algo infinito, y que ese ser que yo ame no varíe, y sea yo el juguete de sus pasiones, de las circunstancias del tiempo y de la vida. Amar, sí, pero al Ser inmutable, a Dios, que me ha amado infinitamente desde una eternidad. ¡Qué abis- mo media entre ese amor puro, desinteresado e inmutable y el que me puede ofrecer un hombre! ¿Cómo amar un ser lleno de miserias y de flaquezas? ¿Qué seguridad puedo encontrar en ese corazón? Unir mi alma a otro ser que no me perfeccione con su amor, ¿encuentras que puede serme de nobles perspectivas? No; en Dios hallo todo lo que en las criaturas no encuentro, porque son demasiado pequeñas para que puedan saciarlas aspiraciones, casi infinitas, de mi alma...
*Se refiere en estas líneas de sus escritos íntimos a la escapada fur- tiva que hizo al Carmen de Los Andes en enero de igig, aprove- chando la ausencia de su papá y hermanos.»
No tengo palabras para expresar mi agradecimiento a mi Jesús. ¡Es demasiado bueno! Yo me he anonado ante sus favores, me abandono en sus brazos, me dejo guiar, porque soy ciega y Él es mi luz... Soy soldado que sigo a mi Capitán. Donde quiera que Él esté, está su soldado; yo soy nada, Él es todo. ¡Oh, cómo el alma que tiene su esperanza puesta en Él, no tiene que temer, porque todos los obstáculos y dificultades Él las vence. La ida a Los Andes, que me parecía imposible, se la había confiado a Nuestro Señor; si Él quería, bueno; y si no, también bueno. Cada día crecían más mis dudas y estaba en una turbación muy grande, que ya no sabía lo que me pasaba; cuando he aquí que mis hermanos se fueron al campo con mi papá, dándome ocasión para poder ir a Los Andes con mi mamá, que tuvo la bondad de llevarme...
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¡Cómo quisiera traspasarte, her- manito de mi alma, mis sentimien- tos; cómo desearía hacerte ver el horizonte, infinito, hermosísimo, in- creado que vivo contemplando...!
Que el amor de Jesús se apodere de tu alma. No creo me cul- parás por no contestar inmediatamente tus dos cartas, pues ya no me pertenezco. Di todo cuanto tenía, hasta mi propia libertad; tengo que cumplir lo que Nuestro Señor me ordena en cada mo- mento, y así sólo ahora vengo a leer tu última carta. ¡Qué feliz, qué dichosa me encuentro en sacrificarlo todo por Dios! Todo esto es nada en comparación de lo que Nuestro Salvador se sacrificó por nosotros, desde la cuna hasta la Cruz, desde la Cruz hasta anonadarse enteramente bajo la forma de Pan; Él, todo un Dios, bajo las especies de pan, y hasta la consumación de los siglos. ;Oué grandeza de amor infinito! Amor no conocido; amor no correspondido por la mayoría de los hombres. Lucho querido, todos estos días te he tenido conmigo en el Cenáculo... ¡Cómo quisiera traspasarte, hermaniio de mi alma, mis sentimientos; cómo desearía hacerte ver el horizonte, infinito, hermosísimo, increa- do que vivo contemplando! Amo a Dios mil veces más que antes, porque antes no lo conocía. Él, se revela y se descubre cada vez más al alma que lo busca sinceramente y que desea conocerlo para amarlo. Lucho, todo lo de la tierra me parece cada vez más pequeño, más miserable, ante esa Divinidad que, cual Sol infinito, va iluminando con sus rayos mi alma misera- ble. ¡Oh, si por un instante pudieras penetrarme hasta lo íntimo, me verías encadenada por esa Belleza, por esa Bondad incom- prensible... Cómo quisiera atar los corazones de las criaturas y rendirlas al amor divino!... Tú no conoces el cielo que yo, por la misericordia de Dios, poseo en mi corazón. Sí, en mi alma tengo un cielo, porque Dios está en mi alma, y Dios cielo es...
Déjame, Lucho querido, hablarte de corazón a corazón. Tu hermana Carmelita viene hoy a mostrarte cuál es el móvil de nuestra vida, el fin primordial de todo hombre, de todo cristia-
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na: «Conocer, amar y servir a Dios aquí en la tierra para alcanzar el cielo.» ¿Qué importa, Lucho querido, todo lo de la tierra, la ciencia, la gloria, los honores, si todo esto ha de concluir? La muerte todo lo disipa; sólo un conocimiento, una verdad no se oscurece, porque está basada sobre la inmutable; sólo un Bien, sólo un amor no se destruye, porque es eterno e infinito. Todo pasa en la vida, menos nuestras obras buenas. Lucho, nosotros también pasamos, sólo un Ser queda siempre el mismo: Dios. Amémosle, pero antes conozcámosle, sólo Él vale la pena de ser conocido, porque es infinito. Lucho querido, ¿por qué no buscar a ese Ser, el único necesario? Amémosle a Él y seremos felices, por cuanto Dios es el objeto de nuestro entendimiento y volun- tad. Lucho, el medio para conocer a Dios es la humildad. «Dios dice la Imitación de Cristo, no se revela a los soberbios.» Humi- llémonos delante de Él, pidámosle con el corazón que se mani- fieste a nuestras almas. Él no nos despreciará, porque Dios ama a las almas infinitamente. Busquémosle por medio de la oración, aunque no sintamos atractivo por ella, nuestro entendimiento ha de ver de cuánto provecho le sirve ese conocimiento, y nuestra voluntad ha de querer los medios para llegar a Él. El atractivo sensitivo no se ha de tener en cuenta, sino hasta cierto punto, pues las facultades superiores son las que gobiernan al hombre. Busquémosle por medio de los Sacramentos. Nuestro Señor, nos los dejó para unirnos más a su divina Persona; comulguemos lo más a menudo posible para amarlo más; quien se acerca al fuego, calienta. Lucho querido, a pesar de que la distancia nos separa, mi alma siempre está muy unida a la tuya; ambas, no forman sino una sola; ¿no es verdad? Pues bien, yo ya estoy sumida en Dios, su amor es la vida de mi alma; quiero elevarte hasta Él, quiero comunicarte, hermanito mío, un poco del fuego en que me abraso, quiero calentarte con ese calor infinito para que ten- gas vida. Sólo quisiera de ti la buena voluntad. Déjame, Lucho mío, ser tu guía: ¿quién puede desearte mejor y mayor bien que tu Carmelita?...
¡Oh! si pudieras por un instante sentirte lleno de felicidad, como yo me siento! Créeme que me pregunto a cada momento si estoy en el cielo, pues me veo envuelta en una atmósfera divina de paz, de amor, de luz y alegría infinita. No creas que por eso
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ya te olvido; sería un egoísmo de mi parte. Cuando me encuentro sola en mi celda o en el coro, le abro mi corazón al Buen Jesús, le presento los seres que amo y nada más le digo, porque Él lo sabe todo, y Él me ama. No llores; soy feliz. A la Santísima Vir- gen le he encargado que te consuele. Ella sufrió más que nadie, por lo tanto, nadie mejor que Ella puede poner en las heridas del alma la gota del consuelo. Le pido que en ese hueco que he dejado al separarnos introduzca a mi Jesús. Él encierra todas las bondades, todos los atractivos para enamorar tu corazón.
Los sacrificios a que me someto no son sacrificios; el amor lo endulza y aligera todo. Amo y en amor deseo vivir toda mi vida; ¿qué importa mortificar la carne, hacerla morir, si de esta muer- te nace la vida del alma y la unión con Dios?...
Me pregunto muchas veces cómo no nos volvemos locas de amor por nuestro Dios? Se señalan en los siglos una que otra alma con la locura del amor: Nuestra Santa Madre Teresa, Mag- dalena de Pazzis, Santa Margarita María y otras pocas. En millo- nes de afinas sólo éstas han tenido corazón grande y generoso, ¡qué vergüenza! ¡Qué miserables somos, incapaces de amar al Único objeto verdadero y bueno!
Pidámosle al divino Corazón en su día esa locura, para vivir junto a Él cantando sus misericordias, llorando su soledad. Al menos nosotras, que le conocemos, y a quienes con su palabra divina, con su hermosura arrebatadora, con su bondad infinita, nos ha atraído a amarle; al menos nosotras no le seamos ingra- tas; seámosle esposas fieles y constantes. Subamos con Él al Cal- vario, quitémosle la cruz, la corona, la hiél y vinagre. Seamos crucificadas, seamos hostias por el amor.
Principiemos las dos, desde el día del Sagrado Corazón, a ne- garnos en todo y por todo. Yo debía haberlo principiado desde que entré a esta santa mansión, ¡pero soy tan miserable! Sin em- bargo, me consuelo, porque así Nuestro Señor me consuela y me ayuda más. Él ve que deseo amarlo, pero todavía no tengo en mi afina bastante capacidad para poseer ese amor fuerte como la muerte. Isabel, nuestro Jesús es todo Corazón. En este ins- tante estoy presa por Él, me tiene encarcelada en el horno del amor; vivo en Él, mi hermanita querida...
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Isabel, la Carmelita es hostia, como ya te lo he dicho. Jesús, en la Hostia del altar, se oculta aparentemente; no ve, ni oye. ni habla, no se queja. Del mismo modo si queremos ser hostias, debemos ocultarnos en Dios; es decir, obrar siempre, no por buscar el agrado o acarrearnos el cariño y la simpatía de las cria- turas, sino tener siempre a Dios por testigo y objeto de nues- tros actos.
La Hostia no tiene voluntad; obedece sin replicar; así debe- mos obedecer aún en aquello que nos parece contrario a nuestro juicio, callándolo por Dios; obedecer a Él, obedecer sin mostrar que nos cuesta, ni que nos desagrada lo que se nos ordena. La santa Hostia está en un estrecho copón, y nosotras, hostias, debe- mos buscar la pobreza eligiendo todo lo peor, sin que los demá- se den cuenta. Buscar lo que nos incomoda en todo y por todo. La santa Hostia es pura, nosotras debemos huir del afecto de las criaturas. Nuestro corazón ha de ser sólo para Él. Debemos huir del apego a las vanidades, ser mortificadas, y cuando el cuerpo busque lo que le acomode o regale, darle lo contrario. La santa Hostia se da a los cristianos, nosotras también debemos darnos por entero, o mejor prestarnos (pues no conviene darse), a cuantos nos rodean. Esto nos hará ser caritativas, pero mirando siempre en el prójimo a Jesús. Propongámonos esto, mi Isabelita querida; hagamos un desafío para ver quién lo consigue primero.
El día del Sagrado Corazón, a las tres, P. M., renovaremor- las dos el voto de castidad. A esa hora en que Longinos atravesó el costado de Jesús nos introduciremos ambas en esa herida sal- vadora. Ofrezcámonos como apóstoles de la misericordia del divino Corazón, ¿no?, y muramos a las tres para siempre en Él.
¡Adiós! No tengo más que decirte, Jesús no me dice más. ¡Cuán cerquita y unida estoy a mi único Jesús!...
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A veces me pregunto cuál es la causa de que Dios me haya conce- dido ya aquí, en la tierra, la felici- dad por la que tanto he anhelado. Yo no encuentro la respuesta sino en su amor infinito.
Ya más de seis meses en el Carmen; seis meses de cielo que no ha sido turbado por nadie de la tierra; seis meses viviendo escondida en mi Verbo adorado, escuchando su palabra de vida, contemplando su hermosura infinita. Si pudiera hacerte compren- der el vacío inmenso en que vivo respecto de todo lo del mundo, me envidiarías. Es Jesús, mi Isabel, el único atractivo de mi vida; es Él, con sus encantos y suavidad, lo que me hace olvi- darlo todo. Sin embargo, hay momentos, créeme, en que se sufre (y no son sufrimientos de cualquier especie los de una Carme- lita), mas sufriendo es como se goza; ¿no es verdad, mi herma- nita? Sobre todo cuando es Jesús el mismo que la crucifica, que la despedaza, se siente una feliz en ser su juguete de amor. Tú demasiado comprendes el lenguaje de la Cruz, por eso no nece- sito decirte que la ames, que es en ella donde se efectúa la trans- formación del alma en Dios. Mas no creas por esto que yo sufro; eso sí, que deseo sufrir mucho, pero lo mejor es amar la voluntad de Dios. Allí encontraremos la cruz mejor que en ninguna parte; allí crece ese árbol rectarnente, sin impedimento, pues es sin la elección nuestra, sin satisfacción alguna. ¿Sientes ese amor a la divina voluntad? Trata de sentirlo, ya que tu nombre, Isabel de la Trinidad, o sea. «Casita de Dios», debe estar tan llena de ella; que por todos sus ámbitos (es decir, en sus facultades y operacio- nes), resuene siempre el eco de la palabra eterna del divino que- rer. Sí, mi Isabelita, podemos vivir en comunión perpetua con el amor, uniéndonos a su voluntad. Que no encuentre resistencia en nuestra alma, que ella sea como una participación de Él. Dios en sí obra siempre lo que quiere; que nosotras, perdidas como nadas en su inmensidad, obremos también lo que Él quiere. ¿Cómo seremos más semejantes a Él? Cumpliendo su divina vo- luntad. Al quererla y al abrazarnos con ella, queremos y prac- ticamos un bien querido infinitamente por Dios; un bien que lleva
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en sí la razón eterna; un bien en que existe la sabiduría eterna; un bien en que existe un poder infinito; un bien en el que existe concentrado todo el amor, la santidad de nuestro Dios. Al eje- cutar ese bien, ¿acaso no obramos conforme a Dios?, y al obrar conforme a Dios somas, en cierto modo, otro Dios. Para esto es necesario soportarlo todo y amarlo todo como la expresión de la voluntad de Dios, que quiere santificarnos, ya que Jesucristo dijo que la voluntad de Dios era que fuéramos santos. Y creo que lo mejor y lo más conveniente a nuestra miseria es sólo mirar el presente; vivir, como dice Latidem gloriac, «en un eterno pre- sente»; es decir, que en cada hora hagamos la resolución de cum- plir perfectamente la voluntad de Dios, de aceptar todo lo que nos envíe, sea próspero o adverso, proceda de nosotros mismos o de las circunstancias que nos rodean, o de parte de las cria- turas.
Quisiera hablarte de mi Jesús, quisiera encenderte en su amor, ya que no lo amo lo bastante, pero soy incapaz de ello. Quisiera, hermanita, que vieras en Jesús, en el Verbo, el amor que nos ha demostrado; pero no me atrevo a franquear ese abis- mo infinito en el que me pierdo; sobre todo, que tú lo has son- deado mejor que yo. No miremos en Él más que amor; el amor es su esencia; en el amor se hallan todas sus perfecciones infi- nitas...
Quisiera hacerte leer en ella la Verdad eme a raudales ha bebi- do en el Corazón de su Dios; quisiera que conocieras en mi alma que existe un Dios que es todo amor para sus criaturas misera- bles; amor que parece locura, y que, sin embargo, lo experimen- tamos en cada momento de nuestra existencia. A veces me pre- gunto cuál es la causa de que Dios me haya concedido ya aquí en la tierra la felicidad por la que tanto he anhelado. Y no encuen- tro la respuesta sino en su amor infinito. En ciertos momentos he experimentado en mi alma un goce inmenso que, para descri- bírtelo, no encuentro palabras, porque no es ya del destierro sino del cielo. Y esos instantes son aquellos en que el alma se encuentra en el seno de su Dios. ¿Cómo dudar de su existencia?
Cuando leo los Santos Evangelios, mi alma no puede menos de conmoverse ante el espectáculo que nos ofrece un Dios-Hom-
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bre, tan tierno y compasivo con ese pueblo que sabía que un día le crucificaría. ¡Con qué autoridad enseña, con qué majestad se impone, con qué dignidad abate a sus enemigos! Cuando al leer estos pasajes, únicos en la historia del mundo, en que Jesús apa- rece con su aureola divina, pienso que hay tantas almas que no ven la luz, que no descubren el camino, que mueren porque no se acercan a beber en la fuente de Vida que brota del Corazón de nuestro Dios humanado y no puedo menos de sacrificarme para que le conozcan...
... es hambre, es sed insaciable la que siento porque las almas busquen a Dios, pero que lo busquen no por el temor, sino por la confianza ilimitada en su divino amor. Cuando un alma se entre- ga así, Jesús lo hace todo, porque ve que esa alma es miserable e incapaz de todo; y como la ve llena de buena voluntad y des- confiada de sí misma, se conmueve su amante Corazón y la toma por su cuenta.
La confianza es lo que más le agrada a Jesús. Si confiamos en el corazón de un amigo que nos ama, ¡cómo no confiar en el Corazón de un Dios donde reside la bondad infinita, de la cual la bondad de las criaturas es una pálida sombra! Desconfiar del Corazón de un Dios que se hizo hombre, que murió como mal- hechor en una cruz, que se da en alimento a nuestras almas dia- riamente para hacerse uno con sus cristuras, ¿no es un crimen? Tengamos nosotros temor filial para no ofenderlo, lo mismo que un hijo con su padre teme disgustarle, no por el castigo, sino porque sabe que su padre le ama y sufrirá. Arrojémonos con nuestras faltas y pecados en el abismo, en el océano de su mise- ricordia; Jesús se compadece de nuestras miserias, conoce a fondo nuestro pobre corazón. Así, pues, mamacita. no tema, que el temor seca el amor...
En cuanto a lo que me dices que crees que Jesús te mira irritado y que no quiere perdonarte, es una tentación y debes esforzarte en hacer actes de confianza.
Te pido que no des entrada al desaliento... Llorar mucho por las faltas que se cometen no es humildad, más aún si son involun- tarias. Debes, inmediatamente que caigas, pedir perdón a Jesús, y en seguida, como un niño con su madre, recostarte en su Cora- zón, confiada en que no sólo te las perdonó, sino que las olvidó. Somos miserables, que caemos a cada paso; somos niños que aún no sabemos andar. ¿Cómo Jesús se va a enojar por caídas que tienen por causa nuestra ignorancia, nuestra debilidad? Evita siempre todas las faltas voluntarias, y para esto pide a Jesús que te libre de ellas; y si cayeres, inmediatamente arrójate en el abismo de su amor y Él las borrará y consumirá según el peso que estas faltas le lleven; es decir, que con nuestra mayor con- fianza y arrepentimiento, tanto más adentro las introducirá en ese océano de caridad, y, por lo tanto, más bañadas serán por el amor. En cuanto a lo que me dices que crees que Jesús te mira irritado y que no quiere perdonarte, es una tentación y debes esforzarte en hacer actos de confianza. ¿Por qué temer que Jesús te rechace? ¿Una madre rechazará a una hija que, desobedeciéndola, fuera después a pedirle perdón? No; la estre- charía contra su corazón. ¿Por qué pensar que pueda hacer eso Jesús con nosotras miserables, cuando Él encierra, no una ter- nura de madre, sino una ternura que no conoce término, porque es infinita?...
Amemos al Amor eterno, al Amor infinito, inmutable; amemos locamente a Dios, ya que Él en su eternidad nos amó. Sin nece- sidad de nosotros nos creó; toda la obra de su poder fué dirigida para el hombre, todo lo puso a disposición de nosotros; conti- nuamente nos sostiene y alimenta; y para no separarse de nos- otros en la eternidad, nos dió a su Unigénito Hijo; Dios se hizo criatura, padeció y murió por nosotros: Dios se hizo alimento
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por sus criaturas. ¿Has profundizado alguna vez esta locura infinita de amor? Créeme que yo siento mi alma deshecha de gratitud y amor. Mi vida la paso contemplando esa bondad incom- prensible y me duele el alma al ver que el amor no es conocido. Me abismo en su grandeza, en su sabiduría, pero cuando pienso en su bondad, mi corazón no puede decir nada..., lo adoro...
Una verdadera esposa ama a su esposo y no lo contraría en nada, antes busca en todo el agradarle. Cumplamos, pues, nos- otras la voluntad de Dios en todo, aunque a veces se presente de una manera mortificante; aunque a veces se presente con- trariando nuestro parecer y juicio. Esto es amar a Dios, esto es vivir correspondiendo a ese amor infinito, divino. Cuando tro- pieces con alguna dificultad en el camino del deber, piensa que Dios te mira y ve tu repugnancia por obrar, midiendo tu amor, para recompensártelo después; piensa que Dios te está amando en ese momento infinitamente; que se está ocupando de ti como si no hubiera en el mundo criatura alguna; que te está sosteniendo para que vivas. ¿Y podrás dejar de obrar ante la consideración de semejante bondad?...
Quién pudiera decirte y darte algo de lo que encierra mi con- ventito, la paz, la dicha de que disfruta mi alma perteneciendo por completo a Jesús!... Cuando vienen a verme de casa y se van dejándome en mi conventito, me siento feliz de que Él sea el dueño absoluto de mi ser, de haberle dado todo, hasta mi pro- pia voluntad. Mas no creas que no siento el sacrificio, pues la separación siempre se siente intensamente, pero ahí está el mé- rito. ¿Acaso no se muestra el amor en el sacrificio? Además pienso en el amor de Jesús y entonces todo lo que pueda ofenderle me parece poco... Al verlo en la cuna en pobres pajas, calentado por animales, desechado de los hombres, llorando de frío, ¿podré tomar en cuenta todos los sacrificios del mundo? Amemos a Jesús que tanto nos ha amado, rodeemos su Sagrario muchas veces al día con el pensamiento. El siempre nos mira y ansia que le ame- mos, a pesar de que es Dios. Él vive allí más pobre que en Belén, más impotente está que cuando era niño, no se puede valer por sí mismo y Él es la vida misma...
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EXPERIENCIAS MÍSTICAS
«Juanita en íntima conversación con Jesús.»
H E cumplido mi resolución de mortificarme lo más posible. Xo he negado nada a Nuestro Señor.
Mañana, día de San Luis Gonzaga, voy a hacer el voto de no cometer ningún pecado voluntario. Jesús mío, ayúdame para cumplirlo. Mi meditación fué buena; hice lo que mi confesor me recomendó. Mi Jesús me habló mucho esta mañana, me apoyó sobre su Corazón y me dijo que me amaba. Su voz es dulce... ¡Lo amo tanto, soy toda de Él! Me dijo que apuntara los actos de virtud que hacía y que lo imitara...
Me he fijado en no mirarme, en no hablar de mí misma. Cuesta bastante, pero lo hago por Jesús para consolarlo. Anoche me dijo que sufría mucho y se reclinó sobre mi corazón y allí lloró, y yo con Él. Me dijo que una nueva persecución se tramaba contra Él, y que amaba tanto a los hombres que no podía vivir sin ellos...
Hoy he estado más unida a Jesús. ¡Le amo! Esta mañana tocó mi corazón y me resucitó de mi letargo. ¡Oh, le amo!... Me pidió tres cosas: 1.a, que guardara silencio; 2.a, que viviera con el espíritu de fe; 3.a, que diera gracias por la comunión en la ma- ñana, y en la tarde me preparara para la obra. Lo primero lo cumplí. Perdón, Jesús, mañana seré más fiel...
Teresa de los Andes. U
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Jesús me pide que sea santa, que haga con perfección todo- mis deberes. El deber, me dijo, es la cruz; y en la cruz está Jesú;-. Quiero ser crucificada. Me dijo que salvara almas; yo se lo pro- metí. También me dijo que lo consolara; que se sentía abando- nado. Me acerqué a su corazón. Siento que se apodera de mi ser...
Anoche estuve una hora con Jesús; hablamos íntimamente. Me reprochó el que no acudiera como antes en mis dudas y pena- a su Corazón; que Él me quería virgen, sin que ninguna criatura me tocara, pues debía ser toda para Él. Me apoyó sobre su Cora- zón. Después me habló de la pobreza; cómo salí de Él sin nada, que todo es de Él, que todo pasa, que todo es vanidad. Despué- me habló de la humildad de pensamiento, de acción, de ciencia vana; en fin, me abrió su Corazón y me mostró que por mis ora- ciones tenía escrito en Él el nombre de mi papá. Me dijo que me resignara a no ver el fruto de ellas, más que lo alcanzaría todo. Después me reveló su amor, pero de tal manera que lloré... Me mostró su grandeza y mi nada, y me dijo que me había escogido como víctima, que subiera con Él al Calvario, que emprendiéra- mos juntos la conquista de las almas; Él, Capitán; yo soldado; nuestra arma, la Cruz; la divisa, el amor. Me dijo sufriera con alegría, con amor; que todos los días sacara una espina de su Cora- zón; que amara; que sería Carmelita, que no desconfiara, que no lo dijera, porque tratarían de disuadirme de ello. En fin. que no fuera sino de Él, virgen, intacta, pura...
«El alma mística experimenta lo sed, el frenesí del sufrimiento. Es que en él descubre con penetrante intuición, progreso rápido, imita- ción de Cristo, expiación...*
¡Sufrir! Esta palabra es el grito de mi corazón, pero ahora sufro como nunca; son penas del alma; es preciso morir a sí misma para vivir escondida en Cristo. No tengo gusto ni por la oración ni por la comunión, y. sin embargo, son grandes los deseos que siento en mi alma de unirme a Él; no oigo ni su voz, estoy en tinie- blas. No puedo meditar ni hacer nada. Nuestro Señor me pidió que me ofreciera como víctima para expiar los abandonos c ingra-
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titudes que sufre en los Sagrarios. Me dijo que me haría sufrir desprecios, ingratitudes, humillaciones, sequedades; en fin, que quería que sufriera. Ese es sólo mi deseo. Quiero sufrir y aún cuando sufro, tengo ansias de sufrir más para unirme a Nuestro Señor...
-El cielo negro de la noche mís- tica se entreabre a luces y senti- mientos de inebriante felicidad.*
Ex la oración tengo más fervor, de modo que a veces paso veinte minutos completamente abstraída en Él, contemplando sus infinitas perfecciones y dándole gracias por sus infinitas mise- ricordias con una miserable criatura como yo. A veces, me figuro estar sumergida en Él, como en un inmenso abismo en el cual me pierdo, y otras, como atraída por su inmensidad. Entonces siento grandes deseos de unirme a Él. ¡Oh, qué bueno es nuestro Señor! A cada instante me parece que lo palpo y lo estrecho con- tra mi corazón. Tan cerca lo siento, que, a veces, estando con los ojos cerrados, se me figura que abriéndolos lo veré...
*En carta de 29 de enero de igig expone sus dudas y modo de ora- ción a su confesor. Con gran rea- lismo retrata sus primeros arroba- mientos. Es que la gracia divina ha llegado a ser tan pujante en su alma que conmueve y trasmite sus sobre- naturales vibraciones al cuerpo.»
3VIi oración consiste casi siempre en una íntima conversación con nuestro Señor; me figuro que estoy como Magdalena a sus pies escuchándole. Él me dice qué debo hacer para serle más agradable. A veces me ha dicho cosas que yo no sé, otras me dice cosas que no han pasado y que después suceden, pero esto es en raros casos. Me ha dicho que seré Carmelita, y que en mayo de 1919, me iré; esto me lo dijo de este modo: «Le pregunté que de qué edad me iría; entonces me dijo que de dieciocho años y que me faltaban cinco meses y sería en mayo; todo esto me lo dió
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a entender rápidamente, sin que yo tuviera tiempo para sacar la cuenta de que el quinto mes era mayo, después la saqué y vi que, efectivamente, para mayo faltaban cinco meses; por esto vi que no era yo la que me hablaba. Otras veces me dice cosas que yo no recuerdo, y que, aunque quiero, no puedo hacerlo. Pero me ha pasado, creo dos veces, que, preguntándole yo una cosa, Él me la ha dicho y después no ha sucedido, por lo que yo temo ser engañada. Otra vez estaba delante del Santísimo en oración con mucho fervor y humildad; entonces me dijo que quería que tuviera una vida más íntima con Él, que tendría mu- cho que syfrir y otras cosas que no recuerdo. Desde entonces quedé más recogida, y veía con mucha claridad a Nuestro Señor en una actitud de orar como yo lo había visto en una imagen; pero no le veía con los ojos del cuerpo, sino como que me lo repre- sentaba, pero era de una manera muy viva que, aunque a veces yo antes lo había querido representar, no había podido; lo vi de esta manera como ocho días o creo más y después ya no, y ahora tampoco lo puedo hacer. He tenido a veces en la oración mucho recogimiento, y he estado completamente absorta con- templando las perfecciones infinitas de Dios, sobre todo aquellas que se manifiestan en el misterio de la Encarnación. El otro día me pasó algo que no había experimentado. Nuestro Señor me dió a entender una noche su grandeza y al propio tiempo mi nada; desde entonces siento ganas de morir, ser reducida a la nada, para no ofenderlo y no serle infiel. A veces deseo sufrir las penas del infierno, con tal que, sufriendo esa pena, le pagara sus gracias de algún modo y le demostrara mi amor, pues encuentro que no lo amo; en esto consiste mi mayor tormento. Esto pensé en la noche, antes de dormirme, y en la mañana amanecí con mucho amor, recé mis oraciones y leí la Suma Espiritual de San Juan de la Cruz, en que expone los grados de amor a Dios y habla de oración y contemplación. Con esto sentí que el amor crecía en mí, de tal manera, que no pensaba sino en Dios, aunque hicie- ra otras cosas; y me sentía sin fuerzas como desfallecida y como si no estuviera en mí misma. Sentí un gran impulso por ir a la oración e hice mi comunión espiritual; pero al dar la acción de gracias, me dominaba el amor enteramente; principié a ver las infinitas perfecciones de Dios una a una. Y hubo un momento
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que no supe nada: estaba como en Dios. Cuando contemplé la justicia de Dios, hubiera querido huir o entregarme a su justicia: contemplé el infierno, cuyo fuego enciende la cólera de Dios, y me estremecí (lo que nunca, pues no sé por qué jamás me ha inspirado ese terror); hubiera querido anonadarme, pues veía a Dios irritado. Entonces, haciendo un gran esfuerzo, le pedí desde el fondo de mi alma misericordia. Vi lo horrible que es el pecado, y quiero morir antes que cometerlo. Me dijo tratara de ser perfecta, y cada perfección suya me la explicó prácticamente Que obrara con perfección, pues así habría unión entre Él y yo. pues Él obraba siempre con perfección. Estuve más de una hora sin saberlo, pero no todo el tiempo en gran recogimiento. Después, quedé que no sabía cómo tenía la cabeza; estaba como en otra parte y temía que me vieran y notaran algo en mí especial. Por lo que le rogaba a Nuestro Señor me volviera enteramente. En la oración de la tarde estuve menos recogida, pero sentía amor, aunque no tanto. Todo ese día estuve muy recogida y me pidió Dios no mirara fijamente a nadie, y si de vez en cuando tenía que mirar, lo viera siempre a Él en sus criaturas, porque, para llegar a unirme con Él, necesitaba mucha pureza; ni aún quiere que toque a nadie sin necesidad. Después de ese día he quedado en grandes sequedades..
Todo esto que le digo, se lo digo con toda verdad, aunque me parece que todo es engaño, y me cuesta mucho decírselo; por lo mismo, pues, me parece que son exageraciones mías. Usted, reverendo Padre, por favor, me dirá qué debo hacer. No sé cómo agradecerle a Nuestro Señor tantos favores, pues veo cuán indigna y miserable soy. Dígame cómo debo hacer mi oración y en qué debo meditar..
*A la luz de ¡a contemplación mística.»
Me dice, reverendo Padre, que le explique cómo es el conoci- miento que Dios me infunde de sus perfecciones; pero le diré con llaneza que no lo puedo explicar, porque ese conocimiento Dios no me lo da con palabras, sino como que en lo íntimo del alma me diera la luz de ellas, y en un instante yo las veo muy claro.
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pero es de una manera rápida y muy íntima en la parte syperior de mi alma. El otro día fué sobre la esencia de Dios, cómo Dio- tiene la vida en sí mismo y no necesita de nadie, de sus opera- ciones, y de ese silencio infinito en que está abismado. También de la unión que existe entre las tres divinas personas y de la gene- ración. Yo no puedo explicar, reverendo Padre, todo esto por la razón que le digo. Por lo general, de mi oración siempre saco humildad, confusión por mis pecados, y de ser cada día más de Dios y mucho agradecimiento...
Otras veces no siento la voz de Dios ni fervor, pero sí consuelo de estar con Él, y no sé cómo; pero siempre me declara una ver- dad en el fondo de mi alma que me sostiene y enfervoriza para todo el día. El otro día me manifestó en qué consiste la pobreza verdadera: en no poseer ni aún nuestra voluntad, en estar despe- gada de nuestro propio juicio. Me dió a entender que yo estaba apegada a los consuelos sensibles de la divina unión y que ésta no consistía sino en identificarse con Él por la más perfecta imi- tación desús perfecciones y en unirse a Él por el sufrimiento...
«y el alma se adentra más y más en la espesura de la divina inti- midad.*
Antes comulgué espiritualmente y Nuestro Señor me dijo quería viviera con Él en una comunión perpetua, porque me amaba mucho. Yo le dije que si Él lo quería, lo podría, pues era Todopoderoso. Después me dijo que la Santísima Trinidad estaba en mi alma; que la adorara. Inmediatamente quedé muy reco- gida; la contemplaba y me parecía estaba llena de luz; mi alma se sentía anonadada; veía su grandeza infinita y cómo bajaba para unirse a mí, nada miserable, Él, la Inmensidad, con la pe- quenez; la Sabiduría, con la ignorancia; Él, eterno, con la cria- tura limitada; pero, sobre todo, la Belleza con la fealdad; la San- tidad con el pecado; entonces, en lo íntimo de mi alma, de una manera rápida, me hizo comprender el amor que lo hacía salir de Sí mismo para buscarme; pero esto fué sin palabras y me en- cendió en el amor de Dios.
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Después medité cómo Dios me llamó, prefiriéndome a tantas almas que nunca le habían ofendido y habrían correspondido a su amor siendo santas, mientras que yo no correspondo a sus favores. Entonces le pregunté ¿por qué me amaba? Y me dijo que Él había hecho mi alma y sabia todo lo que yo debía hacer, cómo lo debía hacer, y que vió cómo le correspondería ingrata- mente, y, a pesar de esto, Él me amó y se quiere unir a mí. T7 que ni aún con los ángeles se une, y, sin embargo, con una criatura tan miserable se quiere unir, quiere identificarla con su propio Ser 1, sacándola de sus miserias para divinizarla, de tal manera, que llegue a poseer sus perfecciones infinitas. Todo esto me hace como salir de mí, y cuando abro los ojos, me parece que vuelvo de otra parte.
Le pregunté qué quería y cómo correspondería a su amor. Me dijo que evitando todo pecado y obedeciendo a sus inspira- ciones. Me ofrecí para consolarlo, pero me dijo: ¿de qué consuelo puedo servir a Dios yo que soy nada? Pero Él me dijo que me amaba, que se preocupaba de mí y que ese deseo le agradaba. Entonces uní mis deseos de reparación a los de Nuestro Señor, a los de la Santísima Virgen y a los de los éngeles y santos.
En la tarde medité en la oración del Huerto. Nuestro Señor me acercó, a Él vi su rostro moribundo, lo sentí helado. Él rogó por mí a su Padre para que, al menos, yo no lo abandonara y le fuera fiel. Sentí fervor y dolor de ofenderlo.
Sufro al ver que Nuestro Señor para atraerme me da consue- los. ¡Cuán miserable me ha de encontrar!... Sufro porque no hago nada por Dios.
También me dió a entender que no en ese recogimiento inte- rior estaba la unión divina, sino en la perfección de mi alma, en imitarlo y sufrir por Él; no en las locuciones, pues de éstas no debía hacer caso, sino en ser verdaderamente santa, teniendo sus perfecciones...
tLos éxtasis aparecen tan vigoro- sos que aynenazan con separar su alma del cuerpo.*
Ya no sensible al amor que siento, es mucho más interior- En la oración me sucede lo que nunca me había pasado. Me quedo
1 Esa identificación se refiere, como es natural, a la unión de las dos voluntades, divina y humana, en la unión mística.
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completamente penetrada de Dios, no puedo reflexionar, sino como que me duermo en Dios. Así siento su grandeza y es tal el gozo que expirimento en el alma, como que es Dios. Me parece que me encuentro penetrada toda de la divinidad.
Hace tres o cuatro días que, estando en oración, he sentido como que Dios baja a mí con un ímpetu de amor tan grande, que creo que a poco más no podría resistir, pues en ese instante mi alma tiende a salir del cuerpo. Mi corazón late con tanta vio- lencia, que es horrible; siento que todo mi ser está como suspen- dido y que está unido a Dios.
Una vez terminó la hora de oración y no lo sentí. Vi que mi- hermanitas novicias salían e intenté seguirlas, pero no me pude mover, porque estaba como clavada en el suelo, hasta que casi llorando le pedí a Nuestro Señor que pudiera salir, pues todas lo iban a notar. Entonces pude, pero mi alma estaba como en otra parte.
Hoy, víspera de Pentecostés, he sentido un arrebato de todo mi ser en Dios con mucha violencia, sin poderlo disimular, y tres veces he vuelto, y después he sido de nuevo transportada. Sufro mucho, pues no sé si son ilusiones y no tengo con quién consul- tarme. En fin, me abandono a la voluntad de Dios; Él es mi Pa- dre, mi Esposo, mi santificador; Él me ama y quiere mi bien...
El día del Sagrado Corazón se me presentó Jesús con una belleza tal, que me tenía enteramente fuera de mí misma. Este día me hizo muchas gracias; entre otras, me dijo que me intro- ducía en su Sagrado Corazón para que viviera unida a Él; que uniera mis alabanzas a la Santísima Trinidad junto con las suya-; que todo lo imperfecto Él lo purificaría...
Nuestro Señor me dijo que quería que viviera con Él en una comunión perpetua, porque me amaba mucho. Yo le dije que si Él lo quería, lo podría, pues era Todopoderoso. Después me dijo que la Santísima Trinidad estaba en mi alma, que la adorara. Inmediatamente quedé muy recogida, la contemplaba y me pa- recía estaba llena de luz...; me sentía anonadada. Veía su grandeza infinita, y cómo bajaba para unirse a mi nada miserable. Él, la Inmensidad, con la pequeñez; la Sabiduría con la ignorancia; el
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Eterno con la criatura limitada; pero, sobre todo, la Belleza con la fealdad, la Santidad con el pecado, entonces, en lo íntimo de mi alma, de una manera rápida, me hizo comprender el amor que lo hizo salir fuera de sí mismo, para buscarme; pero esto fué sin palabras y me encendió en amor de Dios...
«Una discípulo, bien aprovechada de la lección de San Juan de la Cruz.»
Casualmente he leído en San Juan de la Cruz este modo de oración, pero no me atrevo a decirte nada... Lo único que te acon- sejo es que te humilles mucho, que no creas que, porque eres buena, Dios te hace este favor, pues puede ser que sólo sea por- que te ve muy imperfecta y te quiere traer a mayor unión con Él. Xo hagas ningún caso de estas palabras, pues no sabes si eres tú misma o Dios; dile a tu confesor lo que oyes y qué efectos produ- cen en tu alma. Fíjate si después quedas acordándote de Dios, si tienes dolor de haberlo ofendido; si tienes más fuerzas para vencerte, si te humillas, en una palabra; si notas tú que esas palabras te hacen mejor, y esto lo dirás al confesor sin ocultarle nada. Yo sé por experiencia propia cuánto cuesta decir al con- fesor todo esto, pues a veces se nos figura que es una lesera l, una ilusión, una cosa que no vale la pena de ser contada; pero esto en el fondo es orgullo, son tentaciones del demonio que quiere hacernos perder; te ruego por la Santísima Virgen que lo digas todo, pues eso sirve para humillarte, y Dios quiere que seamos guiadas por el confesor para ir a Él. Eso sí que te pido que las cosas que pasan por tu alma no las digas a nadie fuera del con- fesor, porque todo lo que se dice se evapora: ni digas a nadie los favores que te hace Nuestro Señor, pues podrían darte vani- dad o podrías perder el consuelo y paz que proporcionan, y traerte desaliento o turbación, y Nuestro Señor muchas veces abandona. Ten todo lo que te digo muy en cuenta, pues esto te -ervirá para toda la vida: son consejos que me los han dado a mí...
i Tontería.
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«Visiones de dolor que ponen a prueba la fe y la confianza del alma esposa.»
No todo ha sido gozo. Hace tres días que estoy sumida en la agonía de Nuestro Señor. Se me presenta a cada instante mori- bundo, con el rostro en el suelo, con los cabellos rojos de sangre, los ojos amoratados, sin facciones, pálido, demacrado... Tiene la túnica hasta la mitad del cuerpo y las espaldas están cubiertas de una multitud de lancetas (que entiendo son los pecados) que le duelen horriblemente. Por ambos lados corre la sangre a torren- tes e inunda todo el suelo. La Santísima Virgen está a su lado de pie llorando y pidiendo al Padre misericordia...
Esta imagen la veo con una viveza tal que me produce una especie de agonía. No puedo llorar, pero me cubro entera de transpiración \ y las manos se me hielan, y el corazón me duele, y aún se me corta la respiración. Con esta visión todo se me hace amargo y no siento gusto en nada, sino en estar acompañando a Nuestro Señor. Pero me parece más perfecto hacerlo todo sin demostrar exteriormente ninguna pena...
Al día siguiente, se me presentó Nuestro Señor, no ya en agonía, sino con el rostro muy triste; le pregunté qué tenía, pero no me contestó, dándome a entender que estaba enojado con- migo... Me dijo en un momento todos los pecados de mi vida, y siguió muy triste... Quedé con una pena negra y confusa con mis pecados; pero no podía creer que estuviera enojado, pues Él me ha dicho que me ha perdonado, y además Él es todo bondad y misericordia...
Después de una oración de Comunidad en que me sentí infla- mada y transportada en Dios sin poderme mover, se me vino el pensamiento de que todo esto era engaño del demonio, y la prueba estaba en que no había obedecido a la campana (levantándome inmediatamente). Fueron las tinieblas más horribles, pues me creí desamparada de Dios.
Después de estas oscuridades. Dios se comunica más a mi
i Sudor.
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alma. Ayer ya no sabía dónde estaba, aún después de la oración, y aunque mi pensamiento no estaba permanentemente en Dios, me siento muy unida a Él, y, apenas pienso en Él, mi alma se siente fuertemente atraída. Yo no sé si esto es ilusión, lo único que veo es que ando con mucho recogimiento, sé mortificarme y vencerme más, y soy más humilde. Dios es demasiado bueno con esta infeliz pecadora, que, a pesar de que tanto lo ofende, no deja de amarla...
«£7 vuelo del espirita se presenta como vigoroso aleteo que ejercita ai alma para la definitiva partida que ya se avecina.»
Hace seis días estando en la acción de gracias después de la Comunión, sentí un amor tan grande por Nuestro Señor, que me parecía que mi corazón no podía resistir, y al mismo tiempo... (créame, reverendo Padre, que no sé decirle lo que pasó, pues quedé atontada). He pasado todos los días como si no estuviera en mí; hago las cosas, pero sin darme cuenta. Después, estando en la oración, se me presentó Dios, e inmediatamente mi alma parecía salir de mí, pero con una violencia tal, que casi me caí al suelo; no pierdo los sentidos, pues oigo lo que pasa a mi lado, pero no me distraigo de Él; sobre todo cuando el espíritu sube más, entonces no me doy cuenta de nada (esto creo es por espa- cio de minutos), pero paso la hora casi entera en este levanta- miento de espíritu; eso sí que con interrupciones, aunque en estas interrupciones no vuelvo bien en mí. Después, mi cuerpo queda todo dolorido y sin fuerzas, casi no puedo tenerme en pie... Hoy estoy llena de dudas... Pienso que, cómo siendo yo pecadora y que hace tan poco tiempo que me doy a la oración, Dios se va a unir a mí. Sin embargo, Él me dijo que yo sufriría la purifica- ción por medio del amor, pues quería hacerme muy suya...
Para que se dé un tanto cuenta de la unión que Dios se ha dignado concederme en su misericordia, le diré que en la noche soñaba con Jesús y cuando a veces despertaba, me encontraba
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en sueños en contemplación en Dios. Dos veces me acaeció e->to. pero el soñar con Él es casi «iempre; ahora rara vez.
Una vez que sentia un deseo horrible de morirme para ver a Nuestro Señor y siendo hora de dormir, no podía hacerlo, por- que lloraba sin poderme contener, cuando de repente sentí a Nues- tro Señor a mi lado, llenándome de suavidad y de paz, e inme- diatamente me sentí consolada. Estuve un rato con Él y después como que se fué y dejé de sentir esa suavidad...
Él sólo es hermoso, Él sólo puede hacerme gozar. Lo llamo, le lloro, le busco dentro de mi alma, estoy hambrienta de comul- gar, pero no se me manifiesta. Sin embargo, reconozco que todo esto lo merezco por mis pecados y quiero sufrir, quiero que Jesú- me triture interiormente, para ser Hostia pura donde Él pueda descansar; quiero estar sedienta de amor, para que otras almas posean ese amor que esta pobre Carmelita tanto de=ea...
VOCACION RELIGIOSA
Dime, ¿hay algo más grande sobre la tierra, que el que Dios eterno, in- mutable, Todopoderoso, busque en la tierra un alma para hacerla su es- posa; busque un corazón humano para unirlo a su Corazón divino y hacer en el amor la fusión más completa?
El año pasado estuve a la muerte y Nuestro Señor me dió la vida. ¿Qué he hecho yo de mi parte para merecer favor tan grande? ¿Para qué me ha dado la vida dos veces?... El porve- nir no se me ha revelado, pero Jesús ha descorrido algo la cor- tina y he divisado las hermosas playas del Carmelo. «¡Cuántas veces le he pedido a Dios que me lleve de este mundo!... Pero Jesús me ha enseñado que no debo pedir esto y ha puesto como término de mi viaje el bendito puerto del Carmelo. Tomando el mando de mi barquilla, la ha apartado del encuentro de otras naves y la ha mantenido solitaria, y, en medio del oleaje del Océano, no ha permitido que naufrague. Jesús me alimenta coti- dianamente con su carne adorable, y junto con darme este man- jar, me hace oír su voz dulce y suave como los ecos del cielo; esta voz es la que me guía, la que gobierna el barco de mi alma... Por eso yo, conociendo a mi Piloto, he quedado cautiva de su amor...
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La luz de la vocación alumbró para mí a los catorce años, y me propuso el camino que debía seguir, y hoy vengo a hacerte confidencia de los proyectos e ideales que me he forjado...
El divino Maestro se ha compadecido de mí y acercándose me ha dicho muy bajito: ^Deja a tu padre y a tu madre y todo cuanto tienes, y sigúeme... ¿Quién podrá rehusar la Mano del Todopoderoso, que se abaja a la más indigna de las criaturas?
¡Qué feliz soy, hermanita querida! He sido cautivada en las redes amorosas del divino Pescador; quisiera hacerte comprender esta felicidad. Yo puedo decir con certeza que soy su prometida y que muy luego celebraremos nuestros desposorios en el Carmen...
Me he entregado a Él: el 8 de diciembre me comprometí. Todo lo que lo quiero me es imposible decírtelo. Mi pensamiento no se ocupa sino de Él. ¡Es mi ideal, un ideal infinito! Suspiro por el día de ir al Carmen, para no ocuparme sino de Él, para ( onfundirme en Él y para no vivir sino la vida de El: amar y su- frir para salvar las almas. Sí, estoy sedienta de ellas, porque sé que es lo que más quiere mi Jesús. ¡Oh, le amo tanto! Quisiera inflamarme en ese amor! ¡Qué dicha la mía si pudiera darte a Él! Yo nunca tengo necesidad de nadie, porque en Jesús encuentro todo lo que busco. Él jamás me abandona, jamás disminuye. ¡Es tan puro, es tan bello, es la bondad misma!...
Jesús me dijo que obedeciera a mi confesor; que me pusiera en sus divinas Manos, que no me inquietara por nada, pues Él ya me dijo de dónde sería. Examiné lo que me llevaba al Car- men y lo principal es porque allí viviré como en el cielo, pues ya no me separaré de Dios un instante; lo alabaré y cantaré sus misericordias constantemente sin mezclarme para nada con el mundo. Por otra parte, los rigores de la penitencia me atraen, pues siento deseos de martirizar mi cuerpo, despedazarlo con los azotes, no dándole en nada gusto para reparar las veces que le di a Él y se los negué a mi alma. Me gustan las Carmelitas, porque son tan sencillas, tan alegres y Jesús debió ser así. Pero vi tam- bién que la vida de la Carmelita consiste en sufrir, amar y rezar. Pero cuando los consuelos de la oración me sean negados, ¿qué
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será de mi alma?... Temblé, mas Jesús me dijo: ¿Crees que te abandonaré?...
El Carmen se me presenta con todos los atractivos para lle- nar mi alma; además el Señor me ha manifestado tantas veces que sea Carmelita; y cuando estoy en la oración, Nuestro Señor me dice que me ha escogido a esa vida tan perfecta y de tanta anión con Él porque me ama mucho entre las escogidas de su divino Conrazón. A Magdalena le dijo que había escogido la mejor parte, «aunque Marta le servía con amor». La Santísima Virgen, mi Madre, fué una perfecta Carmelita, vivió siempre contemplando a su Jesús, sufriendo y amando. Nuestro Señor vivió treinta años de su vida en el silencio y en la oración, y sólo los tres últimos los dedicó a evangelizar. La vida de la Carmelita consiste en amar, contemplar y sufrir. Vive sola con su Dios; entre ella y Él no hay criaturas, no hay mundo, no hay nada, pues su alma alcanza la plenitud del amor, se funde en la divini- dad, alcanza la perfección por la contemplación y el sufrimiento. Contempla sólo a Dios y, como los ángeles en el cielo, entona las alabanzas del Ser por excelencia. La soledad, el aislamiento de todo lo de la tierra, la pobreza en que vive, son medios poderosos que favorecen la contemplación del Dios- Amor. Por fin, el sufri- miento la purifica intensamente. La Carmelita sufre en silencio angustias del espíritu que quizás sean más horribles que las del cuerpo. Jesucristo en su Pasión no se quejó ni una sola vez. pero cuando su alma sintió el peso de la pasión, no pudo menos de decir: «Triste está mi alma hasta la muerte... Padre mío si, es posible pase de mí este cáliz, mas no se haga mi voluntad sino la tuya.» ¿Cuál será el dolor que se experimenta cuando el dolor tiene su sufrimiento, que el Varón de dolores dijo que eso sólo bastaba para hacerlo morir?... Otra vez, desde la Cruz. Jesús exclamó: «Padre mío, ¿por qué me habéis desamparado?»
La Carmelita muchas veces se ve rodeada de tinieblas que le ocultan a su Amado, se ve desechada, desamparada: ¿hay acaso mayor sufrimiento para un alma que todo lo ha abandonado por seguir al Dios que ama. que verse sola sin Él?
La Carmelita no tiene distracciones que puedan sacarla de su dolor; vive para Él y nadie puede hacerla olvidar por un instante
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su pena; ¡está en la soledad! Sufre en la voluntad, trata de des- pojarse de sí misma para divinizarse; no tiene querer, porque nunca más hará lo que le gusta. Ha dejado por Dios los seres que más amó en la vida, ya nunca los podrá acariciar, porque la> rejas la mantienen separada.
Sufre en el cuerpo por las austeridades a que se somete; sufre el hambre y el frío, y muchas veces se ofrece a Dios como víctima por las almas, y Dios la acepta haciéndola sufrir enfermedades horribles que nadie puede remediar. Mas, ¡qué alegría expresa en su semblante, qué paz se trasluce en sus actos! Es que está sumergida en la atmósfera divina y aun cuando se siente débil por las penitencias, cuando se siente agobiada por esa vida tan llena de sacrificios y de soledad, sigue su Regla con gozo. Ella lo supo antes de ingresar al claustro, y prefirió, sin embargo, la cruz.
La Carmelita es pobre, no posee nada; tiene que trabajar para vivir. Su lecho es un jergón, su túnica es áspera; no tiene ni una silla dónde sentarse; su alimento es grosero y escaso; pero ama, y el amor la enriquece y le da a su Dios.
Pero, ¿por qué ese atractivo por sufrir que nace desde el fondo de mi alma? ¡Ah, es porque amo! Mi alma desea la cruz, porque en ella está Jesús...
«De su abundante corresponden- cia con la Madre Priora de Los Andes.*
Créame que en todas mis acciones tengo presente el fin de la Carmelita: los pecadores, los sacerdotes. Cada día que pasa, siento nostalgia de ese querido Carmen, y ardo en deseos de verme encerrada en ese palomarcito, para ser enteramente de Jesús, porque mientras se vive en el mundo, es imposible ser entera- mente de Él, pues considero que para pertenecerle es necesario que sean de Él nuestros pensamientos nuestras obras por medio de la recta intención. Esto se puede hacer, pero lo difícil, reve- renda Madre, es desprenderse de las criaturas y de las comodi- dades, estando en el mundo. Yo hago lo que puedo por despren- derme de ellas. No tengo, respecto de las criaturas, amor desorde-
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nado; pero tengo ese deseo de parecer bien, de ser querida, y yo considero que a Jesús no le gusta esto, pues Él buscó lo contrario; amó siempre la pobreza y buscó el amor de su Padre. Como usted ve. reverenda Madre, le manifiesto, enteramente, como una hija, todas las pequeñeces de mi pobre alma. Le ruego, pues, me indi- que la manera de ser enteramente de Jesús, ya que, hasta que no modere mi amor y gusto con los del Corazón de mi Maestro, no podré llegar a la unión con Dios dentro de mi alma, pues me distraeré en las vanidades de este mundo miserable...
Cada día, reverenda Madre, pienso más en el Carmen y deseo más ardientemente irme a encerrar en ese cielito. Ahora que tengo que tratar con gentes del mundo, he visto que la felicidad no existe en él, y siempre su trato me deja un vacío que lo llena por completo Nuestro Señor cuando estoy con Él en la Iglesia. Todo lo que veo, reverenda Madre, me lleva a Dios. El mar en su inmen- sidad me hace pensar en Él, en su infinita grandeza. Siento enton- ces sed de lo infinito. Al pensar que cuando sea Carmelita, si Dios lo quiere, tengo que abandonar todo esto, le digo a Nuestro Señor que toda la belleza, todo lo grande, lo encuentro en Él. En cambio, en el mundo todo es pequeño, pasajero y nada quiero sino a Jesús.
Estoy leyendo la vida de Santa Teresa. ¡Cuánto me enseña, cuántos horizontes me descubre! ¡Qué bien pinta la vocación de la Carmelita para aquellas que la siguen!...
Veo, mi querida Madre, que cuando el amor de Dios se apo- dera de un corazón, hace que el amor humano, aquel que se siente aún por sus padres, se transforme, se divinice, por decirlo así. Yo creo, mi reverenda Madre, que antes no habría podido sepa- rarme de los míos ni por un día; en cambio hoy, aunque los quiero mil veces más, estando con Él, me encuentro satisfecha y en Él encuentro a los que quiero. Yo antes me preguntaba cómo las monjas podían querer tanto a Nuestro Señor y ser tan felices cuando no recibían ninguna muestra de cariño exterior. Mas hoy lo comprendo admirablemente y quisiera dárselo a entender
Teresa de los Andes. 15
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a mi hermana Rebeca, que siempre me dice lo mismo, aunque mil veces le repito que Dio» muestra su amor mucho má; que todas las criaturas, y a cada instante se reciben muestras de ese amor infinito. Es verdad que no le vemos con los sentidos, pero lo palpamos intensamente dentro de nuestro corazón; de modo que no hay separación, sino fusión de nuestra alma pequeñísima con un Dios infinito. Sí rece. Madre querida, para que me con- tunda en el Corazón de mi adorado Jesús, para que no tenga otra vida que Él. y para esto sufrir, mi reverenda Madre. Pídale que me dé su cruz, aunque soy indigna de vivir en ella, donde mi Jesús ha vivido por amarme. Créame que mi único ideal aquí en la tierra es ser Carmelita para sufrir y amar. Esa fué la vida de Cristo aquí en la tierra y continúa siéndola en el Santí- simo Sacramento.
¡De cuántas gracias no las habrá colmado en estos días de retiro Nuestro Señor, cuando Él se complace en derramar los tesoros de su Corazón, más aún en aquellas almas que, por seguirlo lo han abandonado todo y han hecho el vacío en su cora- zón de todo lo de la tierra para poder contener al Verbo! ¡Qué felices son mis hermanitas de no tener ya en la tierra nada que las preocupe y siempre el corazón levantado al cielo! ¡De qué paz disfrutarán unidas a Él que es el Inmutable! Dígales que recen por mí para que sea por ahora — pero nada más que por esos pocos meses — . Carmelita en el mundo; que nada interrumpa el silencio de la celda de mi corazón; que allí viva con mi Jesús en una continua adoración y reparación amorosa, en un continuo nacimiento de gracias...
Entré en una asociación que se llama ia «Reparación Sacerdo- tal», en que se reza por los sacerdotes que tanto lo necesitan para su santificación. Esta es una devoción carmelitana, pues la Carmelita se sacrifica por los sacerdotes, y esto fué lo que me movió a ingresar en ella...
Le mostré mi libreta a la Madre L.. y le llamó la atención el fin que tenía en mis acciones por la santificación de los sacer- dotes. No sabía que el fin de la Carmelita es rogar por los sacer- dotes, ya que ella es también sacerdote. Siempre al pie del altar
ha de recibir la sangre de Jesús y derramarla con sus oraciones a todo el mundo...
Mucho le agradecería me enviara una amplia explicación de la Reparación Sacerdotal, pues, aunque yo pertenezco a ella, sin embargo, no me lo han explicado muy bien, y como deseo ser Car- melita, la cual se propone rogar por los sacerdotes, tengo verdade- ros deseos de llenarme por completo del espíritu de reparación...
Sólo me restan diecisiete días para permanecer en el mundo; me parecen ya las cosas tan pequeñas, que no tengo cómo agra- decer su llamamiento. Pocos días más, y viviré, porque la vida del mundo es muerte. Viviré abscondita in Ckristo. ¡Qué vida más ideal, reverenda Madre, es la que Nuestro Señor me dará! Ya todo el mundo desaparecerá para mí, para encontrar tras las rejas de mi Carmelo horizontes sin límites que el mundo no comprende. Pero no crea que voy en busca del Tabor, sino del Calvario. Por la gracia de Dios, he comprendido que la vida de la Carmelita es una abnegación continua, no sólo de la carne, sino de la voluntad y del juicio. Y aunque a veces esto me hace estremecer, sin em- bargo, no quiero otra cosa que la cruz. Antes me parecía que Dios daría a las almas que se entregan a Él los goces y dulzuras de la oración, y que sólo por sentirlas era de encerrarse en el con- vento; pero ahora he comprendido que eso no es buscar a Dios, sino a «sí misma», y me preparo no para regalos, sino para seque- dades y abandonos; en una palabra, para cumplir la voluntad de Dios.
Le aseguro que no sé qué daría por predicar al mundo entero el abandono ciego en manos de Dios. Créame que lo he palpado en mis asuntos, pues no le he pedido nada, sino lo que Él quiera y nada más; y le he dicho a mi Jesús que Él sea mi Capitán, que ordene, que su soldado le seguirá hasta la muerte, pero siempre que le ayude con su gracia.
Mi Madre tan querida, desde ahora me pongo en sus manos para que vaya formando a esta indigna Carmelita. Quiero ser una santa, y sería una locura que, después de sacrificarlo todo, no fuera una Carmelita, según el ideal de mi Madre Santa Tere- sa y que mi Jesús no pudiera decirme que era totalmente de Él
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¡Qué feliz estoy, porque luego ya no tendré que estar disimu- lando que soy del buen Jesús! Ahora no tengo un momento para estar tranquila con Nuestro Señor y sin preocupaciones. Desde el 7, ya no habrá nadie entre Dios v su sierva Teresa: ¡qué feli- cidad!...
*Vibrantes ecos de su furtiva vi- sita al Carinen de Los Andes.*
Querida hermanita: No te extrañes de mi estilo, pues estoy ebria de felicidad. ¡Bendito sea Dios! Cuánto tiempo hace que no nos vemos, pero nuestras almas siempre se encuentran en Jesús. ¡Qué dicha más grande la nuestra al ser amigas como lo somos, amándonos en Jesús, por Jesús y para Jesús. Si supieras por un instante el gran favor que Nuestro Señor me ha dispen- sado, le darías gracias por mí, pues yo ni dar gracias sé; Él es demasiado bueno para conmigo.
Ayer se cumplieron, por fin, los deseos que abrigaba desde hace cuatro años. ¡Conocí mi amado palomarcito... La Madre Angélica nos estaba esperando, pero antes fuimos a almorzar al hotel, y a la una y tres cuartos estaba golpeando la puerta. Her- manita querida, lloro en este instante al pensar en la felicidad que sentí ayer, cuando oí por primera vez la voz de la hermanita tornera, y después la de mi madrecita.
No hacía un segundo que estaba allí y mi alma gozaba de una paz inalterable. Después de luchar con tantas dudas, había en- contrado mi puerto, mi cielo en la tierra. Sólo Dios que veía mi corazón podía comprender mi felicidad...
Oí rezar Vísperas, y me parecía estar en el cielo, y. al final, me uní con mis hermanitas para rezar las letanías, mi primera oración en comunidad. La capillita es chica, un poco oscura y muy recogida. Yo no sabía de mí, pero Jesús estaba allí, lo con- templaba con el rostro sonriente. Rara vez lo he -visto así. pues por lo general lo contemplo siempre triste; pero allí oía el canto de sus esposas, y mi Jesús sonreía complacido con el susurro de amor de esas almas puras que todo lo han dejado por amarlo...
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Mi querida C...: ¡Cuántas cosas tengo que contarte respecto a mi viaje; pero por mucho que te lo pinte de encantador, sólo será un ligero bosquejo de cómo lo fué en realidad!
¡Qué impresión tan grata sentí cuando vi mi conventito! Tiene un aspecto muy pobre, no parece convento, sino una casa antigua; pero su pobreza habla muy bien a su favor; apenas lo vi, me encantó y me sedujo...
Cuando entré en locutorio, no sabía lo que me pasaba, sentí una felicidad que aumentó cuando hablé con la Madre Angélica. Al ver esas rejas, las besaba, y hubiera llorado... ¡Tanta era la alegría que me inundaba! Mi mamá me dejó sola con la Madre Angélica y se fué a conversar con la hermanita tornera; estuve ahí hasta las dos, hora en que la Madre fué a rezar Vísperas, a las que asistí en la capilla. Me figuraba oír el canto de los ángeles en el cielo, y tuve el gusto de rezar por primera vez con mis her- ~manitas las letanías de la Virgen.
Después volví de nuevo al locutorio y he estado allí desde las tres hasta las cinco y media. Le expuse todas las dudas a la Madre y me dijo que de todas podría dudar menos de mí, porque yo había nacido Carmelita. Me habló del Oficio divino, que lo rezan varias horas al día. El alma hace allí el oficio de ángel cantando las alabanzas del Señor. ¿No es ese el fin para que nos creó Dios? Este oficio contiene todos los salmos, es precioso, e inflama el alma en el divino amor.
La Carmelita tiene su celda aparte; allí es donde penetra como en un templo a sacrificarse; en ella hay una gran cruz de madera, sin Cristo; esa es la cruz donde ella debe morir. En ese templo sólo penetra ella. Está reservado sólo para Dios y el alma. Allí vive en un completo aislamiento de las criaturas y ocupada sólo del Señor. Todo en el Carmen es silencio, salvo en las horas de récreo.
Me habló de la humildad; me dijo que cuando me humilla- ran, fuera la primera en humillarme más, diciéndome: «Todo es poco en comparación de lo que merezco; mucho más podía ser. pues soy tan miserable. Que reconociera mi nada ante Dios, que considerara su grandeza y en seguida mi impotencia.» ¿Qué puedo yo sin Dios? Él a cada instante me sostiene para que viva. Si hago una cosa buena, es porque Dios me da su fuerza para hacerla;
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si correspondo a su gracia, es porque Él me hace la gracia mavor para que le corresponda. Todos estos argumentos son muv útiles para ver nuestra nada.
Me habló del amor de Dios, pero de una manera sublime. ;Cuánto nos ama Dios! ¡Y nosotras le pagamos tan mal! Ofensas e ingratitudes es nuestra moneda corriente, y, sin embargo, Dios nos da la vida, comodidades, educación cristiana, en fin, nos da todo, hasta Él mismo con la Eucaristía. Allí vive solo, sin que nadie piense en el gran amor que nos demuestra a cada hora ese Dios Todopoderoso, que es adorado y admirado en éxtasis por los ángeles...
Ahora te seguiré contando lo que pasó. A mi mamá la llama- ron a tomar once, 1 pero yo no tenía ganas, y la Madre Angélica me dejó. Entonces llegó la hermanita tornera y le dijo si no sería la hora para la visita de visitas. La Madre contestó que sí y la tornera se lanzó por el convento para llamarlas a todas, y cuando llegaron descorrieron el velo de la reja y pude verlas cara a cara. Para qué expresarte mi emoción. Me hinqué, pues me conside- raba indigna de estar de pie delante de tantas santas. Ellas se echaron el velo hacia atrás y me fueron a saludar junto a la reja. Cada una me decía una palabra de cariño. Eran dieciseis y dieci- ocho con dos hermanitas conversas. Hablamos como si siempre nos hubiéramos conocido. ¡Qué sencillez, qué confianza e intimi- dad hay entre ellas!, y esto desde la postulante hasta la Madre Angélica! Me cantó una, bien desentonada por reírse, y todas la embromaban... Estuvimos media hora conversando, y después cada una se retiró.
Son encantadoras, tan alegres, tan sin etiquetas. Yo, al prin- cipio, estaba con una emoción intensa y un poco avergonzada, pero después nada; era una cotorra.
Fíjate que me dijeron las novicias que todos los días rezaban una «Salve» a la Santísima Virgen para que fuera, y Dios las oyó. Xada de etiquetas con la Madre Angélica: ¿no es ideal esto?
A las cinco me mandó la Madre a tomar once y fui. Mi mamá conversó con ella sola y luego nos despedimos con una pena más grande que el mundo. Pero yo salía del lado de esos ángeles
i Merienda.
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completamente cambiada. Por fin, conocía con certeza la volun- tad de Dios, y la paz más celestial inundaba mi alma. ¡Qué bueno es Dios! No hay nada como abandonarse a Él, ¿no es cierto5
Mi nombre será Teresa de Jesús; yo soy indigna de él.
Ama a mi Jesús, sé su amiga, consuélalo, no le niegues nada. Dale todo lo que puedas, imítalo, y, sobre todo, vive con Él en lo íntimo de tu alma. Adóralo allí. Haz tu oración todos los días y lo mismo tu examen, y reza por mí para que cumpla la volun- tad de Dios.
Adiós. En su divino Corazón te doy cita; amémonos los «Tres». . .
Le diré ahora las razones que tengo para querer ser Car- melita:
- La primera, es por la vida de oración que allí se vive, vida de íntima unión con Dios, nada de trato con el mundo ni de crea- turas: la Carmelita vive en Dios, por Dios y para Dios. Creo que la oración no me cansará (así lo espero), pues mi alma siente cada día la necesidad más apremiante de orar, de unirse a Dios, de tal manera, reverendo Padre, que ahora paso constantemente en oración, lo adoro allí en el fondo de mi alma a mi Jesús y todo lo que hago, lo hago con Él y por su amor. Todos los días tengo una hora de oración por la mañana y media hora en la tarde; esas horas son para mí un momento de cielo a pesar de que a veces no puedo recogerme.
2. a La soledad: muchas veces siento verdaderas ansias de estar sola, el trato con las criaturas me hastía, me siento feliz cuando estoy sola, porque estoy con Dios.
3. a La pobreza del Carmen me encanta, pues no teniendo nada, el corazón permanece puro, sólo para Dios. Además, sien- do pobre, me pareceré más a Aquel que no encontró donde recli- nar la cabeza.
4. a La penitencia me atrae, castigar el cuerpo que tantas veces es causa de pecados, hacerlo padecer a ejemplo de Cristo. Además, teniendo el cuerpo sufriendo, hace que se le someta al alma.
5. a El sacrificio de esta vida tiene atractivos especiales para mí y más aún cuanto que todo lo que sufre en su espíritu y en su
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corazón permanece en el silencio, sin que ninguna criatura lo comprenda; sólo lo sabe Dios.
6.a El fin de la Carmelita es rezar por los sacerdotes para que se santifiquen, y por los pecadores para que se conviertan; no puede ser mejor. La Carmelita se santifica a sí misma para santificar a todos los miembros de la Iglesia: ;qué fin más noble puede procurarse?
Yo sé que encontraré mücbas dificultades por parte de los míos para irme; pues, siendo una Orden cuyos fines se descono- cen y no se comprenden, es calificada por el mundo como inútil; mas por todo quiero pasar con tal de cumplir la voluntad de Dio?. El será mi apoyo y fortaleza.
He preferido Los Andes por ser más apartado de las grandes ciudades, lo que hace más dificultosa la ida a ésa, manteniéndose completamente separado del mundo. También, porque creo son muy austeras y muy observantes de su Regla y tiene muv arraiga- do el espíritu de Santa Teresa...
«Las últimas semanas de su per- manencia en el hogar fueron fecun- das en emociones que se reflejan en las siguientes cartas y escritos ín- timos.»
Sólo me faltan dos meses... ¡Qué agonía experimento por un lado, y por otro, cuántos deseos tengo de que llegue ese día! Enton- ces ya descansaré. Creo que voy a morir de felicidad cuando cam- bie todo lo que tengo por Nuestro Señor; no tener otro apoyo, otra luz, otro vivir, sino Él. No te puedes imaginar lo que expe- rimento cuando veo que ya nada nos separará, que de nadie me tendré que ocultar para amarlo y para estar con Él. Muy pronto dejaré el mundo para volar al cielo; el Carmen para mí es un cielo...
No sé lo que me pasa; ya es una agonía intensísima la que experimento; todo se presenta a mi vista como si ya estuviera a punto de morir; veo las cosas y las criaturas tan pequeñas, que no comprendo cómo he perdido el tiempo en preocuparme de ellas. ¡Qué miserias y bajezas encierran, qué grande e inmenso
me parece Dios, qué Suma de infinitas perfecciones encierra el Ser que es mi todo adorado! ¡Qué tarde he conocido a Dios, es decir, qué tarde lo he amado! Lo he ofendido tanto, que me ad- miro que Dios pueda soportar un monstruo de ingratitud igual. Él nos ama con infinito amor y nosotros correspondemos con ofensas a sü Divina Majestad...
Querida E...: todavía esto}7 gozando con nuestra conversa- ción. ¡Cuánto vale una buena amiga! Sentía verdaderamente la necesidad de expansionarme con alguien que me comprendiera y sintiera lo mismo que yo siento. ¡Cuánto bien me has hecho! Te lo agradezco de todo corazón.
He hablado con la que lleva esta libreta (Rebeca). ¡Pobrecita! Te aseguro que me parte el alma ver cómo sufre y soy yo todavía la causa de sus sufrimientos. La idea de la separación la preocupa demasiado, pues, como te he dicho, ella lo sabe todo.
No te puedes imaginar lo que siento en este instante. La Rebe- ca me ha pedido que por favor te cuente todo a ti... Como esta separación es sü constante preocupación, quiere tener una con- fidente que sepa lo mío, y ese ángel de consuelo vas a ser tú... Lo único que te pido es que la alientes. Ve demasiado cerca la separación definitiva, pues pienso realizarla en mayo (pero no lo digas a nadie ,por favor). Ella lo sabe y duda si salirse del colegio. ¿Qué te parece?
En este instante te aseguro que siento más grande que nunca su cariño. Al dejar lo que se quiere, parece que se siente el cora- zón más apegado; pero, en fin, mi ideal es grande y lo voy a cum- plir de todas maneras. Pide a Dios por mí para que salga triun- fante de la lucha. Así es la vida; una continua tempestad que nos pone a cada instante en peligro de zozobrar... ¡Cuánto cuesta arribar al puerto!...
Me siento de Él y en este instante lo estrecho contra mi corazón, pidiéndole que te dé a conocer las finezas de su amor. No hay separación entre nosotros; donde yo voy, Él está conmi- go dentro de mi pobre corazón; es su casita donde habitamos;
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es un cielo aquí en la tierra. Vivo con Él, y a pesar de estar en los paseos, ambos conversamos, sin que nadie nos sorprenda, ni pueda interrumpirnos. Si tú lo conocieras lo bastante, lo amarías. Si estuvieras con Él una hora de oración, podrías saber lo que es el cielo en la tierra.
Ahora te diré por qué he preferido el Carmen a todos los demás conventos de vida activa:
1) Porque allí se vive para siempre retirada del mundo y sólo tratando con Dios; y como el ideal es llegar a la unión con Dios, ya que consiste el cielo en poseer a Dios, aquello que aquí en la tierra nos lleve más rápidamente a esa posesión, eso será lo más perfecto. Además, siendo muy apegada a las criaturas, en cualquier otro convento me apegaría a ellas y, como esto im- pide lo otro, creo que el Carmen me conviene más.
2) Porque ese convento es muy austero; en él se guarda la Regla con mucha perfección; es el más pobre y el más penitente, y encuentro que si se es monja, no se debe ser a medias.
3) Porque allí se vive en una oración continua; es decir, en trato con Dios permanente y eso es lo que más me encanta. Si tú supieras por un instante lo que es oración, me comprende- rías. Créeme, que por una hora de oración no sé qué daría.
Por otra parte, el fin de la Carmelita me entusiasma; rogar por los pecadores; pasar la vida entera sacrificándose, sin ver jamás el fruto de la oración y del sacrificio; unirse a Dios para que así circule en ella la Sangre redentora, y comunicarla a la Iglesia, a sus miembros, para que así se santifiquen. Además, su lema me entusiasma: Sufrir y amar. ¿No fué esto lo que hizo constantemente la Santísima Virgen, el modelo más perfecto de nuestro sexo? ¿No vivió Ella siempre en una continua oración, en el silencio, en el olvido de lo de la tierra?...
Estoy sufriendo una verdadera agonía, pues hoy mandaré a mi papá la carta en que solicito su permiso para ser Carmelita, para que la reciba el sábado, día de la Santísima Virgen. Apenas llegué a ésta, se han renovado en mí el inmenso dolor que experi- mento al pensar que los voy a dej ar. Fué una lucha la que sostuve en contra de mi propia naturaleza, cuando escribí la carta y todo
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el entusiasmo sensible que sentía hacia el Carmen, ha desapare- cido. Me parece que es una locura lo que voy a hacer; que es ilusión; pero está ya muy pensado y mi voluntad lo desea como un bien verdadero. Doy gracias a Dios de esta repugnancia natu- ral que experimento, pues así la cruz que abrazaré será más pesa- da y podré manifestar al buen Jesús más mi amor, ya que iré en busca de Él sin consuelo alguno. En mi oración no encuentro gusto ni aún en la comunión. A veces pienso que sería mejor no comulgar para hacerlo tan mal; pero no puedo, no está en mí dejar de hacerlo, pues Nuestro Señor, a pesar de que ve mi cora- zón de piedra, me comunica fuerza, luz; en una palabra, vida. He notado que estoy menos mortificada y recogida, pero ya le he prometido a Nuestro Señor volver con todo ahinco a negarme en todo y a vivir sólo para Él.
Me tengo que preparar para el favor tan grande que Él me va a dispensar, y, sin embargo, cada día me encuentro más misera- ble. Rece por mí, que tanto lo necesito. Si Nuestro Señor no me encuentra preparada, no moverá el corazón de mi papá a darme el consentimiento, y entonces, no podría ya este año ser Carme- lita. No le pido a Dios nada más sino que se cumpla su divina voluntad. A ella me abandono y digo con mi Madre Santa Teresa: «Él todo lo sabe y Él me ama.» No me preocupo de nada porque sé que mi Jesús arreglará todo para su pequeña esposa. Le ruego, reverendo Padre, rece mucho por una persona extraviada del buen camino y que se aparta cada vez más de él. No se imagina lo que sufro al pensar que esta alma no ama a Dios y le ofende tanto. He ofrecido mi vida por ella; el Señor no la ha aceptado, pero, cuando sea Carmelita, me inmolaré toda la vida por esta alma que tanto quiero...
Comprendo que la sociedad entera reprobará mi resolución, pero es porque sus ojos están cerrados a la luz de la fe. Las almas que ella llama desgraciadas son las únicas que se precian de ser felices porque en Dios lo encuentran todo. Siempre en el mundo hay sufrimientos horribles y nadie puede decir sinceramente: «Yo soy feliz.» Mas al penetrar en los claustros, desde cada celda brotan estas palabras que son sinceras, pues ellas, su soledad
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y el género de vida que abrazan, no lo trocarían por nada en la vida. Prueba de ello es que permanecen siempre en los convento-. Y se comprende, ya que en el mundo todo es egoísmo, inconstan- cia e hipocresía. Y de esto usted, papacito, tiene experiencia; y, ¿qué cosa mejor se puede esperar de criaturas tan miserables?...
Mi papacito tan querido: ayer, me parece, no le agradecí bastante sü generoso consentimiento, pero fué por la pena inten- sa que sentía, la cual me impidió manifestarle todo lo que por mi alma pasó en ese instante.
Mi papacito, que Dios mil veces se lo pague, es lo único que puedo decirle, porque me faltan las palabras para agradecérselo. Sentía en ese momento la pena más grande de mi vida, al ver que, por la primera vez, era yo la causa de sus lágrimas, y, sin embargo, tuve las fuerzas necesarias para soportarlo. Dios, papa- cito mío, es el que da energía a nuestros corazones para hacer el sacrificio más costoso de esta vida; tal es el que usted va a ofrecer.
A pesar de la inmensa pena que le agobia, estoy segura que sentirá en lo íntimo de su alma la satisfacción más grande al pensar que ya me ha dado a Dios y que ha asegurado la felicidad de su hija. Sí, no se inquiete por creer qüe no seré feliz; en todo caso, si no lo soy, las puertas del convento se abrirán de nuevo para mí, pero tendría que cambiar enteramente, pues desde chica he deseado abrazar ese género de vida, que, aunque es austero, considero que todo es poco para lo que le debemos dar a Dios. Además, papacito, no considere usted que, por mucho que uno se sacrifique en esta vida, es nada en comparación de la felicidad que disfrutaremos en la eternidad? ¡Cuán poco sacrificio, y una eternidad de gozo!
Ya se acercan los últimos días que viviremos juntos en la tierra, pero seguiré en medio de todos con el pensamiento, rogan- do porque todos nos encontremos reunidos en el cielo. Entonces, ¡qué pequeño nos parecerá todo lo de esta existencia pasajera!
¡Adiós, papacit;-! Que la Santísima Virgen lo consuele, que Ella me reemplace cerca de usted. ¡Cuánto no daría por verlo
feliz! Eso es lo que voy a pedir a Nuestro Señor. Que él lo bendi- ga y le dé su recompensa... Le repito de nueva: ¡Dios se lo pague!...
«Una vez en su celda de Carme- lita su pluma vende felicidad y anhela ardientemente trasmitirla a los demás.*
Si es verdad que ayer me separé de los míos con el corazón desgarrado, hoy gozo de una paz inalterable. No se imagina, mi papacito, el cariño y solicitud verdaderamente maternal de nuestra Madre, lo mismo de cada Hermanita; no tengo cómo agradecérselo bastante. Ahora le escribo desde mi celdita que, aunque bastante pobre, no la cambiaría por ningún aposento de los más ricos del mundo. Me siento feliz en medio de tanta pobreza, porque tengo a Dios y Él sólo me basta. He principiado ya mi misión de rogar constantemente por los míos; no los olvido un momento en mis oraciones. Quiera Nuestro Señor recibírmelas y darles cuanto necesitan...
No hay lengua humana que pueda reproducir los sentimien- tos divinos en que mi alma se halla sumergida. Lo he dado todo, es verdad; pero he llegado a poseer al Todo...
No ha dejado de dolerme hasta lo más íntimo del alma. Sin embargo, al separarme de los míos, al arrancarme de los brazos de mí madre, sentí que Jesús me habría los suyos y me estrechaba contra su divino Corazón...
Mi hermanita muy querida en el Corazón de Jesús: aunque sea unas cuantas líneas te quiero escribir para consolarte. ¿Por qué te encuentras sola? ¿No estamos muy unidas siempre en el divino Maestro? ¿Acaso crees que la Carmelita ya no tiene cora- zón para querer a aquella que forma parte de su propio ser? Siempre vas conmigo a todas partes; siempre seguimos obrando juntas. No temas que te olvide; te he querido demasiado para olvidarte tan ligero. Mucho más que antes te quiero, porque el amor no sólo está en las palabras, sino en las obras. Ahora obro.
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ahora me sacrifico por ti, para que conozcas la voluntad de Dios. Ojalá, hermanita querida, que ese corazón que siempre traigo junto a mí, no lata sino para Jesús. Que nuestro amor sea el mis- mo; que no pertenezca sino a nuestro Dueño soberano. Él es el único capaz de saciarnos; su amor es infinito, no tiene límites. ¡Oh, si pudieras por un momento ver cómo me ama mi Jesús! Parece que no existiera otra criatura en el mundo a quien amar, pues su amor se me manifiesta hasta en los menores detalles, ¡cómo quisiera que lo amaras! ¡Quién pudiera abrir los ojos de tu alma para que vieras su infinita belleza que arrebata, para que comprendieras su amor infinito que extasía! Todo un Dios mendigando el amor de criaturas miserables, de nadas crimi- nales!
Medita, hermanita, todos los días, ya sea en la Pasión, ya sea en el Santísimo Sacramento, o en los inmensos beneficios con que Dios te ha favorecido. Pidámosle juntas que te dé su divino amor, y pueda ser que, antes de la muerte nos dé la vida verdadera, podamos abrazarnos y cantar unidas las misericor- dias divinas, tras estas rejas queridas de mi Carmelo, y después morir e ir al cielo a entonar el cántico de las vírgenes, siguiendo al Cordero. ¡Qué dicha, hermanita querida, cuando ya los velos de la fe hayan caído y contemplemos sin cesar la Faz del Dios- Amor! ¿Qué importa sufrir y morir aquí en la tierra si amamos?...
Magníficat anima mea Dominum. Estas son las únicas pala- bras que brotan de mi corazón al ponerlo en contacto con el tuyo, mi hermanita tan querida: En este momento siento mi alma des- bordante de gratitud para con mi Dios. ¿Con qué le pagaré, her- manita mía? Hoy hace ocho días que morí para el mundo, para vivir escondida en el divino Corazón de Jesús. Soy feüz, pero la criatura más feliz del mundo; estoy comenzando mi vida del cielo, vida de adoración, de alabanza, de amor continuo. Me parece que estoy ya en la eternidad, porque el tiempo no se sien- te aquí, en el Carmen; estamos sumergidas en el seno de Dios inmutable. Mi Isabelita querida, quiera Dios concederte algún día el ser Carmelita. Por mucho que idealicemos este nombre, sólo será tu pensamiento una vaga sombra de lo que es realmente;
yo así lo he palpado, hermanita querida. Lo único que me pre- gunto es ¿por qué a mí, que soy tan perversa y miserable, Dio- me ha elegido para estar unida a Él, mientras que a ti te dejó en el mundo siendo mejor que esta tu infeliz hermana? Isabel, el amor de Dios es infinito y por lo tanto incomprensible. Anona- démonos ante sus designios...
Parece increíble que hayan pasado cinco meses desde mi llegada a este conventito. Créeme que no nos damos cuenta del transcurso del tiempo y es porque vivimos sin otra preocupación que Dios. Soy tan feliz como ya no es posible imaginar; es una paz, una alegría tan íntima la que experimento, que me digo que si vieran esta felicidad los del mundo, todos correrían a ence- rrarse en los conventos.
¡Ah, esta idea la deseo tanto para ti!, pues me parece que encon- traría tu alma la plena satisfacción de tus deseos. ¡Si supieras cómo la mía ha encontrado horizontes infinitos, desconocidos hasta ahora! ¡Si supieras la vida de unión íntima que vive la Carmelita con Jesús! Él lo es todo para ella. ¡Cuántas horas pasa en el coro, junto a la reja, mirando esa Hermosura increada, oyendo lo que la Sabiduría infinita le enseña y, sobre todo, sintiendo los latidos del Corazón de su Dios! Xada puede separarla de Él; Jesús la arrancó del mundo, de los suyos, para traerla a la soledad donde Él descansa, para tenerla siempre junto a su Sagrario. Quiere que la Carmelita sea su hostia; en ella vive y sobre su Corazón la sacrifica y la ofrece a su Eterno Padre por el mundo pecador, en silencio, como Él, convertido en hostia, se inmola ocultamente. ¡Ah, qué bueno ha sido Nuestro Señor conmigo al traerme a esta antesala del cielo, teniendo a solo Él por mi Todo!
Yo quisiera unirte más a Él, y para esto es necesario la ora- ción. Procura cada mañana, cuando tengas la dicha de comulgar, pedirle que permanezca todo el día allí en tu alma; así Añvirás unida a Él e inundada de Dios...
Yo cada día más feliz; ayer hizo un mes de mi toma de hábi- to, tiempo que ha transcurrido volando. Así pasa la vida en el Carmen y luego nos encontraremos en la eternidad, mirando desde allá la vida como un punto que se pasó sin darnos cuenta.
¿Qué sería de nosotros si no pasara la vida así? Sobre todo, sería terrible para la gente del mundo, para la cual no hay dicha cum- plida, ya que para una Carmelita existe el cielo en la tierra, pues posee a su Dios y con Él todo lo tiene.
Supongo que habrás aprovechado estos días para estar bien cerquita de Jesús, viviendo con Él bajo un mismo techo. Créeme que las envidio porque pueden acercarse a toda hora a su pri- sión. Sin embargo, por otro lado pienso que es sólo por algunos días, mientras que yo, estando prisionera también y encadenada por su amor, permanezco siempre junto al aliar, sufriendo y amando.
Este es mi ideal, pues así la Carmelita recoge la sangre que mana el sacri icio de Jesús para derramarla en las almas. Asóciate a mí, hermanita, obrando todo por amor, aceptando todos los sufrimientos con alegría para consolar al Hombre-Dios. Al mirar mi celdita tan pobre, no puedo menos de sentirme tan dichosa de haber renunciado todo lo supérfluo por poseer a Dios. Él es mi riqueza infinita, mi beatitud, mi cielo. Ámalo tú también, mi hermanita, para que seas dichosa...
Me encantaría verte, sobre todo para que presenciaras la felicidad de ser Carmelita, la cual para mí toma cada día mayo- res proporciones. Si antes consideraba mi vocación por encima de todas, ahora la aprecio el doble más, pues he visto y me he cerciorado que el ideal de santidad de una Carmelita es mayor que el de cualquiera otra religiosa. Vivimos sólo para Jesús y así como los ángeles en el cielo cantan incesantemente las alabanzas divinas, la Carmelita los secunda aquí en la tierra, ya sea cerca del Sagrario donde está prisionero el Dios- Amor, ya en lo íntimo del cielo de su alma donde la fe dice que Dios mora en ella. La vocación nuestra tiene por objeto el amor, que es lo más grande que posee el corazón del hombre. Ese amor reside dentro del alma desde el día en que puso Jesús en ella el germen de la vocación; es una hoguera donde el alma se consume, se funde en su Dios; y esa hoguera no deja nada a su paso, todo lo hace desaparecer, aún las criaturas, para irse a unir al fuego infinito, del amor, que es Dios; y por eso busca la soledad, para que nada le impida
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la unión con Aquel por quien todo lo deja. Un alma cuando ama verdaderamente (aun esto se ve en los cariños humanos), no quie- re estar sino con la persona amada, mirarla siempre, expresar aquello que pasa en los corazones y estrecharse más y más.
Por eso es que nosotras, amando a Jesús con toda nuestra alma, sólo deseamos contemplarle y hablarle a solas para cambiar con sus ideas y sentimientos divinos los nuestros miserables. ¡Qué cosa más rica es para el alma que ama, pasar la vida junto al Sagrario! Él prisionero por su amor y ella también. Nada los separa, ninguna preocupación; sólo deben amarse y perderse la criatura en su Bien infinito. Él le abre su Corazón y allí le hace vivir olvidada de todo el mundo, porque le revela sus encantos infinitos, a la vista de los cuales, todo lo demás es vanidad. Él la estrecha y la une a Sí, y el alma, perdida y enloquecida ante la ternura de todo un Dios, desprecia a las criaturas y sólo quiere vivir con el Amor. ¡Ay, hermanita querida!; dichosa nosotras que hemos sido elegidas para ser las esposas predilectas de Jesús, sin las cuales Él no puede pasar, pues encuentra en ellas amor verdadero, ya que la Carmelita le hace la más completa dona- ción... Nada la saca de allí; ella comprende que al contacto de Jesús se diviniza, y por eso se sumerge en Él para transformarse en Él. A medida que se engolfa en Jesús, va descubriendo en Él tesoros infinitos de amor y de bondad; va reconociendo, poco a poco, al Verbo humanado. Entonces es cuando comprende, más que nunca, la obra redentora del Salvador, el valor de esa Sangre divina; y, consumida por el amor, siente sed, sí, sed de la sangre de su Dios derramada por las almas pecadoras. Ir en pos de ellas para salvarlas, no puede; está ciega si se aparta del Foco de la luz que es el Verbo; entonces, como ya no forma con Jesús sino una sola persona y una sola voluntad, dice que tiene sed de sangre, y Él no puede menos que sentir lo mismo, y. echan- do a raudales su sangre sobre las almas, las salva.
Una alma, unida e identificada con Jesús, lo puede todo, y me parece que sólo por la oración se puede alcanzar esto. Aunque otros digan que por el apostolado y la oración se salvan las almas, yo creo que es mucho mas difícil, pues esto necesita una gran unión con el Redentor, ya que el salvar almas no es otra cosa que darles a Jesús; y así, el que no lo posee, no puede dar nada.
Teresa de los Andes. 16
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Por lo general, las almas en la vida activa llegan más difícilmente a unirse a Dios, ya que las cosas exteriores y el trato constante con el mundo las hacen distraerse de Él. Además, me parece que puede mezclase el amor propio cuando se palpan los triunfos. Estos peligros la Carmelita no los tiene, ya que ignora el número de almas que salva por la oración y el sacrificio. Quizás desde su celda conquista, al par de los misioneros, millones de infieles que se encuentran en los confines del mundo.
¡Qué hermosa es nuestra vocación, querida hermanita! Somos redentores de almas en unión con Nuestro Salvador; somos las hostias donde Jesús mora. En ellas vive, ora y sufre por el mundo pecador. ¿No fué ésta la vida de la más perfecta de las criaturas, la Santísima Virgen? Ella llevó al Verbo en el silencio; Ella siem- pre oró y sufrió. ¿No fué ésta la vida de oración y sacrificio que practicó Jesús por espacio de treinta años? Sólo tres años los empleó en la predicación. ¿No es ésta la vida de Jesús en el Sagra- ría? ¡Ah, hermanita querida!, pues la Carmelita sólo trata de Dios. Pídele a Él que te traiga muy pronto, ven luego a perderte entre los brazos divinos; ven luego para que Jesús encuentre una hostia más que presentar a su Eterno Padre por las almas. Que nada te haga vacilar. Míralo a Él, te espera lleno de amor infini- to y te va a hacer su esposa; quiere efectuar contigo la unión más íntima. Él te va a hacer divina, compenetrándose contigo. Vas a vivir en la dulzura infinita, en Jesús, en la pureza, en la cantidad, en la bondad, en el amor de un Dios.
¡Oh, si supieras las ternuras que encierra su adorable Cora- zón! Es Dios y se acerca a sus nadas criminales, a esas criaturas que un tiempo atrás sólo sabían ofenderle, y que todavía sólo le corresponden ingratamente. ¡Cómo no amarlo hasta el delirio, cómo no despreciarlo todo ante el espectáculo de sus encantos y bellezas infinitas! Él reúne todas las bellezas de las criaturas, tanto las físicas como las intelectuales, y las bellezas del corazón elevadas a un grado infinito. ¿Qué se puede buscar que no esté en Jesús?
¡Por Dios, cuánto me he extendida!, pero perdóname, herma- nita; cuando hablo de mi vocación de Carmelita y de Jesús, no puedo detenerme, y, sin embargo, hay frases y expresiones del alma que no se pueden escribir.
¡Qué feliz se siente el alma cuando se ve libre de todo lo del mundo y de las criaturas! Esta felicidad se compra al precio de la sangre del corazón, pues no te niego que el romper los lazo- de la familia cuesta mucho. Sin embargo, créeme que si posible fuera volver atrás y tuviera de nuevo que hacer el sacrificio, aunque fuera menester pasar por el fuego, lo haría, pues nada son los sacrificios efectuados por la dicha de ser Carmelita. Por eso quiero pre\enirte para la lucha que tienes que sostener en contra de lo que te pide la naturaleza y el corazón. Créeme que para llegar a este cielito, hay que dejar a un lado lo que se siente y seguir el impulso de la fe. Reflexiona así: Yo tengo vocación para Carmelita, en serlo está mi felicidad, pues sólo en Dios se encuentra la satisfacción de mi alma; por consiguiente, quiero ser Carmelita. Quiero ser sola para Jesús, cueste lo que costare. Así, el alma fortalecida, no sucumbirá cuando la vida de la fami- lia, las comodidades del mundo se le presenten y cuando todas las personas instan en que te vas a enterrar viva y tan chiquilla: cuando te digan que esperes un poco más, que examines si tienes verdadera vocación conociendo el mundo, etc.; cuando el demo- nio te pinte las horribles austeridades del Carmen y la falta de salud; en fin, todo le dice a una: <no te vayas», pero si existe amor en el alma, nada la detendrá. Jesús la espera, quiere poseerla por completo, quiere encontrar en ella su descanso y su consuelo haciéndola su hostia.
Créeme, X., que ahora me río de todo lo que el demonio me presentó antes de venirme; hasta hacerme dudar de mi vocación de Carmelita, cuando toda mi vida no deseé otra cosa, pero, gracias a Jesús, que me dió luz para conocer las tentaciones, estoy aquí. ¡Qué turbaciones y desasosiegos no se sufren! Enton- ces es cuando ha}- que tomar el crucifijo y decirle: «Jesús, sólo por Ti lo dejaré todo...»
*El cielo en la tierra.»
1\^e dices te diga mi opinión acerca de tu vocación; me río al ver a quién se lo preguntas. ¿Qué confianza, hermanita mía, puedes tener en mí? Pero en fin, ya que me lo preguntas, te diré que yo creo que ahora tu misión está en el seno de los tuyos;
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puedes ser entre tanto Carmelita en el mundo; Dios quiere que Jo seas, Él te dará las fuerzas y gracias que necesitas para serlo. En este desierto de amor, Jesús encuentra un oasis en su Isabe- Hta de la Trinidad. Que en esas tinieblas del mundo encuentre el foco de amor de tu corazón puro. ¡Qué grande es tu misión, her- manita! Pero también es una misión de lucha continua. Abrázate con toda tu alma a la cruz que tu divino Esposo pone sobre tus hombros; te considera fuerte, varonil, ya que te la da, y bien pesa- da por cierto; pero es que te ama infinitamente; agradécele tanto bien.
Mi hermanita querida, seamos Carmelitas en toda la exten- sión de la palabra. Es la vocación más grande; ya nuestro divino Maestro le dijo a la Magdalena: «Has escogido la mejor parte.» La Santísima Virgen fué una perfecta Carmelita. Nuestro Señor pasó treinta años de su vida en el recogmmiento y oración, y sólo tres los empleó en evangelizar; en el Santísimo Sacramento con- tinúa en esa oración no interrumpida; en el cielo la ocupación de las almas será adorar y amar. Ensayemos en la tierra lo que haremos por una eternidad.
La Carmelita, tal como yo la concibo, es una victima adorante. Seamos víctimas seamos hostias, pero muy puras. Vivamos com- pletamente sumidas en Dios. Yo te diré lo que hago para esto: considero mi alma como un cielo donde reside la Santísima Tri- nidad a quien no puedo compenetrar, ni mirar, porque la consi- dero como un foco inmenso de luz, y muy cerca de ese foco me represento a la Santísima Virgen inundada de luz y de amor; cerca de la Santísima Virgen, a mi Padre San José, y después a todos los ángeles y santos, cada uno en su lugar correspondien- te, y más abajo, la última, me veo yo como un punto negro en esa aureola y torrente de luz. Allí vivo adorando y contemplando a ese Ser perfectísimo. La cuestión es no interrumpir interior- mente esa alabanza de gloria; aunque estemos ocupadas exterior- mente, guardamos ese silencio interior, es decir, no admitir ningún pensamiento ajeno a esta adoración, rechazando aun aquellos que sean de nuestra propia persona, porque ya podríamos tener pensamientos de vanidad o cualquier otro que nos inquietara. Vivamos siempre en presencia de Dios rechazando el pensamien-
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to de las criaturas. Cuando tengamos que tratarlas, miremos en ellas a Dios y tratémoslas con deferencia, considerándonos como esclavas de ellas y sacrificándonos por ellas. No tengamos, Isabe- lita, otro deseo que el de glorificar a Dios, cumpliendo en todo su divina voluntad, y pensemos, con alegría, en cada momento que la estamos cumpliendo, y adoremos esa divina voluntad. Que nuestras obras sean hechas como que Dios las examina: así obraremos con perfección y hagámoslo todo como tú me reco- miendas, por amor y siempre con la intención de agradar a Dios, y no porque nos vean las criaturas.
Te parece a ti que el matrimonio con un joven que sea un ventajoso partido, con el que puedas formar un hogar cristiano, te atraiga? ¿Xo te gustaría más ser de Dios, vivir despreciada y desconocida del mundo, en un convento, formando miles de cora- zones cristianos, siendo madre de esas almas, convirtiéndolas y llevándolas a Dios?
¿Qué importa ser alabada, ser despreciada por las criaturas cuando éstas son nada? ¿Qué importa sacrificarse en el destierro por pocos años, si se ha de demostrar en esos años el amor a un Dios que nos amó eternamente? Morir sufriendo, por las almas que costaron la sangre de un Dios infinito: ¿encuentras que es mucho? ¿Quién como Nuestro Señor podrá querernos? Nadie en el mundo, ni aún nuestras propias madres; su amor es infinito. Si amamos a aquellos que nos aman, si se entregan muchas a aquellos que más las aman, ¿no es natural que nosotras, que hemos comprendido el amor de un Dios, nos entreguemos a Él, que supe- ra a todas las criaturas, en hermosura, en bondad, en sabiduría, en santidad, en poder, en justicia, en amor? Si amamos a los seres que tienen cualidades extraordinarias, ¿por qué no amarlo a Él, que las reúne todas con infinita perfección? Hermanita. piensa en todo esto y si sientes que eres capaz de renunciar a todas las comodidades por vivir con Él, si sientes que serás capaz para ser la esposa del Divino Crucificado (claro, ayudada por Él), es porque Dios te quiere para Sí, pues te da el valor para renunciar a todo y te da amor para que lo sigas al Calvario. Sí, ser esposa de Cristo es ser crucificada; pues así como las esposas comparten
las alegrías y penas, las riquezas y las pobrezas del esposo, así también la que es esposa del Crucificado, del obediente hasta la muerte, del que no tiene dónde reclinar la cabeza, no debe ser crucificada por el mundo, no debe ser obediente hasta morir sin voluntad, no debe ser pobre para no tener sino a Jesús, para recli- nar sobre su pecho la cabeza? La vida religiosa, hermanita mía, no es sino vida de sacrificio; el alma que se ha dado a Dios debe darse enteramente, pues el amor no deja nada para sí, todo lo consume para que de esas cenizas se levante una sola persona: Cristo. La criatura se anegó en la divinidad. Ella no tiene otra voluntad que la que diga Jesús por sus superiores; si la manda trabajar, aunque esté enferma, lo debe hacer; si le ordena rezar y después dejar ese rezo e irse a servir a sus hermanas, lo debe hacer, y esto sin decir palabra. Jesús obedeció en silencio; el espí- ritu y el corazón de la criatura deben someterse en silencio; Cris- to era superior a las criaturas, veía el mal que le causaban los judíos al darle muerte, y, sin embargo, se sometió enteramente sin murmurar. La religiosa sufre en vencerse a sí misma, en des- preciarse y humillarse, en vencer sus defectos y adquirir las vir- tudes para ser perfecta, en amar y servir con alegría y caridad a aquéllas de sus hermanas que no tienen buena voluntad para con ella. Sufre mortificando su cuerpo, viviendo en continua austeridad; negándose toda comodidad, y eso por toda la vida. ¿Mas, qué importa, si Dios está con ella?
Todavía hay, hermanita, otros sufrimientos aún mayores, que no sé si los comprenderás. Éstos son las sequedades del espí- ritu, que consisten en verse abandonada enteramente de Dios; en no sentir ningún fervor en la oración, pues como somos tan miserables, nos apegamos al fervor sensible, a sentir el amor de Dios sensiblemente, y vamos muchas veces a la oración a buscar los consuelos de Dios, pero no a Dios. Esto es imperfección, y Nuestro Señor purga a veces a las almas que quiere, dándoles esas sequedades; y sólo cuando ya no les importa sentir que sentir el fervor sensible, entonces las regala y las consuela. Este es el mayor sufrimiento, porque es del alma que se ve abandonada a sus fuerzas, separada de Dios a quien tanto ama, y cercada de tentaciones, llena de flaquezas. ¿Cómo será ese sufrimiento, que Nuestro Señor, que no se quejó durante toda su Pasión, al verse
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abandonado de Dios, lo llamó con gran angustia: «Dios mío, por qué me habéis abandonado»? Cuando en el Huerto se sintió débil al ver lo que iba a sufrir y experimentó en su alma el dolor de la Pasión, dijo: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, mas no se haga mi voluntad, sino la tuya.» ¡Cuánto mayor, pues, será para el alma verse sola sin Aquel por quien lo dejó todo! }<la.> Dios la dejó sólo aparentemente, ya que Él está a su lado invisi- blemente con su gracia, y puede sacar de esa prueba mayor humil- dad, al ver qué poco puede por sí misma; y mayor amor, al ver que, a pesar de ser tan miserable, Dios la ha llamado y amado más que a otras criaturas.
Me dices que quieres ser la casita de Dios; me alegro mucho de ello, pues veo en eso que lo amas. Sor Isabel de la Trinidad, decía: «Dios es el cielo y Dios está en mi alma»; luego tenemos el cielo en nuestra alma. Ahora bien, ¿qué se hace en el cielo? «Amar, contemplar a Dios y glorificarle.» He aquí lo que trataremos de hacer; amarlo antes que a nadie. El que ama, siempre piensa en el amado; nosotros pensemos constantemente en Él; pero ya que es esto imposible, al menos pensemos muy a menudo. Con- templémosle allí en el fondo de nuestras almas unido a nosotras; contemplémosle orando a su Eterno Padre por las almas, y por los pecadores, y unámonos a esa divina oración. Contemplémosle trabajando a nuestro lado. Ahora, escribiendo, lo miro, y me uno a Él; contemplémosle, dice Santa Teresa, «alegre como en el Tabor, si estamos alegres; triste como en el Huerto, si estamos tristes», y así en todo. Contemplémosle en las criaturas; así nos será más fácil tener caridad. Si somos humilladas, seámoslo por Él; si servimos, sirvamos a Él; y así en todo. De esta manera el alma queda simplificada, unida a Él, siempre piensa y ve a Él. Por último, en el cielo se cantan sus alabanzas y se le glorifica por sus obras; seamos, pues, como Isabel de la Trinidad, «alaban- za de su gloria». Es decir, obremos todo por amor y siempre lo más perfecto; propongámonos en todo lo que hacemos la gloria de Dios y todo por amor a Él y de esta manera nuestras obras serán con pureza, ya que obraremos con Él, por Él y para Él. Si nuestras obras son puras, nosotras también lo seremos y Nues- tro Señor estará contento de nuestras almas. Viviendo así, vivire- mos vida de cielo aquí en la tierra; y, ¿cómo podremos demos-
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trarle más nuestro amor a Dios que haciéndole encontrar el cielo en la tierra? Dios va a ser, pues, el dueño de nuestra alma, de nuestra casita. El dueño de la casa es el que manda y vela por la casa, y todos le obedecen y se guían por su parecer. Hagámoslo así también nosotras. En el cielo se hace siempre la voluntad de Dios, pues Nuestro Señor nos enseñó a decir: «Hágase tu volun- tad así en la tierra como en el cielo.» ¿Quieres que te diga con franqueza lo que sé por experiencia? Es que si hay algo que le guste a Dios, es que nos abandonemos, pero completamente, a -u divina voluntad, y de tal manera, mi querida hermanita, que no podamos decir quiero, porque le hemos dado nuestro querer a Dios. No le pediremos nada, sino digámosle: «Dame, Señor, lo que Tú quieras y no lo que yo quiero...»
La vocación es el favor más grande que Dios hace a la cria- tura. El te va a hacer su esposa: ¡tú serás la esposa de un Dios! Ese Ser infinito va a unirse con un ser finito; ese Ser eterno, con un ser limitado, un ser impotente, un ser que ha sido sacado de la nada. ¿Qué somos si no nada?; ¿Qué podemos por nosotras mismas? Nada. Si Dios no obra en nosotras, no podemos obrar; <i no nos da la vida, no podemos vivir. Él es todo, nosotros somos nada; mas Él se baja a nosotros, dice que quiere nuestro amor; a Él, que es todopoderoso, ¿de qué le sirve que le amen criaturas tan miserables como nosotras? X., piensa que, a pesar del amor que nos demuestra, nosotros le ofendemos, nos rebelamos en contra de sus mandatos, y Dios, a pesar de esto, nos ama, nos elige como a esposas suyas. ¿No es esto para morir de amor? Te aseguro que a veces deseo morir; porque la vida para mí es insoportable; al ver que Él me ama y yo le ofendo. No parece que le amo, pues el amor se manifiesta en obras y Él dijo: «Aquel que me ama verdaderamente, ese tal cumple mi palabra.» Es cierto que le amamos más que otros, al menos deseamos amarlo, y Él se contenta con nuestros deseos; ¡mas hay tantos que no sólo lo olvidan, sino que lo aborrecen! Así, pues, consolémoslo y para esto vivamos íntimamente unidas a Él, ya que aquel que ama tiende a unirse con el objeto amado. La fusión de dos almas se hace por medio del amor. Que el fuego del amor consuma en
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mi X, todas las imperfecciones, para que así pueda formarse en ella la imagen de su Cristo; es preciso que la creatura sea consumi- da, para que sólo quede Dios. Tú amas, luego tu fin es la unión. Para esto te diré lo que yo creo conveniente, aunque no sé >i yerro; pero, en fin, a mí me ha dado buen resultado...
Mis esfuerzos todos se dirigen a ser una santa Carmelita y creo que lo que Dios quiere de mí para alcanzar esta santidad es un recogimiento continuo, que nada ni nadie puede distraerme de él. No me pide nada más que eso, porque allí, en esa unión íntima de mi alma con mi Dios, se encuentra para mí el ejercicio de todas las virtudes; primero que todo, encuentra la renuncia completa de todo mi ser, pues cuanto más me aisle de mí misma; más me internaré en Él; trato, pues, de negarme en todo para llegar a poseer el Todo, según nos enseña Nuestro Padre San Juan de la Cruz. Hay días que consigo vivir enteramente para Dios, entonces es cuando me siento en el cielo; entonces es cuando comprendo que sólo Dios nos basta. Fuera de Él, no hay felici- dad posible; no se imagina, reverendo Padre, lo que Nuestro Señor se revela a mi alma, a pesar de ser tan miserable, y no compren- do cómo he amado a Nuestro Señor sin conocerlo; tanta es la di— tancia que tengo y que tenía de Dios...
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INDICE DE CAPITULOS
Prólogo 7
I. Brisas de aurora 17
II. Urge la caridad de Cristo 31
III. La más pura ofrenda 43
IV. Ascetismo y deporte 53
V. De cara a los Andes 63
VI. Las últimas celada"; del mundo -3
VII. La suerte está echada 85
VIII. Silencio, alegría y apostolado 99
IX. Luces y sombras del alma 115
X. Sobre los Andes el cielo 125
TROZOS ESCOGIDOS
Humildad 137
Espíritu de sacrificio 143
Mundo 1 ¿9
Apostolado 157
Propósitos y máximas 161
Eucaristía 165
Virgen María 1 77
Oración 181
Unión con Dios 189
Amor 197
Experiencias mística* 209
Vocación religiosa 221
251
OBRAS DEL MISMO AUTOR
El último grado del Amor.
Z¿<Ti
Psicología de San Juan de la Cruz.
Hacia las cumbres del Ideal.
Cincuenta años de apos- tolado.
Cartas de un esteta a un teólogo.
Por un solo pensa- miento.